Introducción (Modesto M. Gómez-Alonso)...témico de las creencias de primer orden se incrementa...

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Introducción (Modesto M. Gómez-Alonso)

Prefacio

Agradecimientos 35

CAPÍTULO UNO

Con pleno conocimiento 37

CAPÍTULO DOS Agencia epistémica 55

CAPÍTULO TRESCuestiones de valor en epistemología

CAPÍTULO CUATROTres concepciones del conocimiento humano

CAPÍTULO CINCO Contextualismo

CAPÍTULO SEISExperiencia proposicional

CAPÍTULO SIETEConocimiento: a partir de instrumentos y por testimonio

CAPÍTULO OCHO Circularidad epistémica

Resumen

Índice de conceptos y autores

TABLA DE CONTENIDO

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Ernest Sosa

Con plenoconocimiento

MODESTO M. GÓMEZ-ALONSOIntroducción, traducción y notas

p r e n s a s d e l a u n i v e r s i d a d d e z a r a g oz a

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Reservados todos los derechos. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmi-tida en cualquier forma o por cualquier medio, ya sea electrónico o mecánico, incluyendo fotocopiado y grabación, ni por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación de información, sin el permiso por escrito del editor.

SOSA, Ernest Con pleno conocimiento / Ernest Sosa ; introducción, traducción y notas de Modesto M. Gómez-Alonso. — Zaragoza : Prensas de la Universidad de Zaragoza, 2014 251 p. ; 19 cm. — (Humanidades ; 109) ISBN 978-84-16028-75-7EpistemologíaGÓMEZ-ALONSO, Modesto M.165

© Knowing Full Well, 2010 by Princeton University Press © De la presente edición, Prensas de la Universidad de Zaragoza 1.ª edición, 2014

Coordinación científica: David Pérez ChicoDiseño de la cubierta: Inma García. Prensas de la Universidad de Zaragoza

Colección Humanidades, n.º 109Responsable del Área Humanística en consejo editorial: Juan Carlos Ara Torralba

Prensas de la Universidad de Zaragoza Edificio de Ciencias Geológicasc/ Pedro Cerbuna, 12. 50009 Zaragoza, España Tel.: 976 761 330 Fax: 976 761 [email protected] http://puz.unizar.es

Esta editorial es miembro de la UNE, lo que garantiza la difusión y comercializa-ción de sus publicaciones a nivel nacional e internacional.

Impreso en EspañaImprime: Servicio de Publicaciones. Universidad de ZaragozaD.L.: Z 752-2014

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Hace ya muchas décadas que vengo a España con frecuencia a dar cursos, charlas, a participar en congresos y reuniones, y simplemente a reunirme con filósofos con los cuales no hay diálogo que no se torne eventualmente filosófico, aun en oca-siones en las que el propósito de la reunión no era precisa-mente el diálogo filosófico.

Pero no hablo solo del pasado. Sigo en comunicación fre-cuente con colegas y amigos españoles, siguen las reuniones, seminarios y talleres. Creo que no queda región de España que no haya visitado para interactuar filosóficamente. En esto cuento por supuesto a Barcelona y Madrid, pero también a Granada, La Laguna, Murcia, Oviedo, Salamanca, San Sebas-tián, Santiago, Sevilla, Valencia y Zaragoza. En todos estos lugares he tenido hospitalidad y estímulo, en muchos más de una vez, y en algunos muchas veces.

Este proyecto de traducción de mis libros recientes se lo agradezco a David Pérez Chico, con el cual he mantenido dis-cusión filosófica amena e instructiva desde hace años, con visitas mías a Zaragoza y suyas a Rutgers.

También le agradezco esta magnífica traducción de Knowing Full Well  a Modesto Gómez Alonso, cuya introducción arroja luz brillante sobre lo principal de mis interrogantes y propuestas.

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Todo el proyecto es para mí un honor. También les agra-dezco por anticipado a los traductores de los otros dos volú-menes, a Manuel Liz y a Juan José Colomina.

Gracias mil a los cuatro colegas por su interés y esfuerzo por hacer asequibles mis contribuciones a los que compar-tan mi lengua natal, la cual he tenido el gran placer y honor de poder usar repetidamente en España y en el mundo his-pánico.

Ernest SosaRutgers, 2014

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Introducción

El papel prominente que Ernest Sosa desempeña en los deba-tes epistemológicos contemporáneos es innegable. Sin em-bargo, eso no le ha impedido cultivar un agudo sentido del pasado de su disciplina, y haber desarrollado un pensamiento propio, en la acepción más genuina de esta expresión: una concepción unitaria y coherente cuya extrema versatilidad es indicio de su solvencia. La unidad y originalidad de su episte-mología, sus profundas raíces en la mejor tradición filosófica de Occidente, le han permitido ser uno de los críticos más certeros del panorama epistemológico contemporáneo, del que es al tiempo espectador y parte.

Con pleno conocimiento es su libro más reciente. Publica-do en 2011, se basa parcialmente en las Conferencias Soo-chow en Filosof ía, que el autor impartió en junio de 2008. Subrayo el «parcialmente», pues este volumen, además de recoger material previamente publicado, cuenta con tres ca-pítulos inéditos: «Agencia epistémica», «Tres concepciones del conocimiento humano» y «Circularidad epistémica», que, además de encontrarse entre las mejores piezas filosóficas producidas por Sosa, contienen, tal como señalaré más ade-lante, el núcleo mismo de la obra. Una obra que, como el pro-pio material que la compone sugiere, se encuentra triplemen-te incardinada: afrontando los temas que configuran la agenda más reciente en epistemología, Sosa logra a la vez enriquecer

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y traspasar un marco temporalmente estrecho, estableciendo un fluido diálogo con el pasado (en el que se incluye su propio pasado) y perfilando una concepción epistemológica con un valor permanente. Unidad y flexibilidad, desarrollo interno y diálogo multidimensional: la metáfora con la que Schopen-hauer describió la riqueza orgánica de su pensamiento, la de la Tebas de las mil puertas, se aplica perfectamente a Con ple-no conocimiento.

La idea que estructura la obra, la tesis de que el estatus epis-témico de las creencias de primer orden se incrementa cuanto mayor sea el control racional que sobre ellas ejercemos, es de-cir, cuanto más amplio sea nuestro conocimiento reflexivo, también puede servirnos de principio hermenéutico. El texto posee distintos estratos semánticos, se desarrolla en torno a objetivos diversos pero complementarios, cuyo reconocimien-to arroja luz sobre una estructura precisa y compleja. A un de-terminado nivel, responde a contextos específicos, fundamen-talmente, al ataque que, desde varios frentes, ha sufrido el programa epistemológico surgido tras los casos de Gettier du-rante la última década.1 A un nivel más amplio, desarrolla una concepción epistemológica de filiación cartesiana. A un nivel todavía mayor, se trata de la versión más madura de la doble fidelidad de la que su autor siempre ha hecho gala, de la fideli-dad tanto a las declaraciones cognitivas ordinarias como a un programa epistémico de orden filosófico; de un libro que ejem-plifica el antirreduccionismo de Sosa, y que, en lo que se refiere a sus bases, completa su proyecto de conciliar a Moore y a Des-cartes. Con pleno conocimiento posee valor tanto para el episte-mólogo analítico como para el estudioso de la filosof ía moder-na, tanto para el filósofo del lenguaje como para el especialista

1 El caso más significativo de esta actitud ha sido el de Timothy Williamson, quien, bajo el lema de Knowledge first, ha recusado dos de los principios de la concepción estándar posterior a Gettier: la prioridad analítica de la creencia sobre el conocimiento (de modo que la primera sea un ingrediente del concepto de conocimiento), y la señalización de que, a diferencia de la creencia, el conocimiento no es un estado mental.Sosa introduce la noción de experiencia proposicional para contrarrestar esta posición.

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interesado bien en las distintas ramas de la epistemología de virtudes o en el desarrollo intelectual de Sosa. Ofrece una eva-luación, pormenorizada y sutil, de las corrientes y temas domi-nantes a día de hoy en epistemología, pero también una episte-mología primera cuya presentación dialógica incrementa su poder argumentativo y persuasivo.

No sería desacertado decir que la intuición epistémica fundamental es la de que suerte y conocimiento se excluyen, y que, tratando de fijar las cláusulas que una creencia ha de cumplir para ser conocimiento, el programa común a las di-versas corrientes epistemológicas contemporáneas ha sido el de la determinación de condiciones que aseguren la verdad de una creencia, o, al menos, que minimicen la posibilidad de un acierto fortuito. Los casos de Gettier no hacen otra cosa que enfatizar esta intuición básica. Se trata de escenarios en los que, pese a que la creencia del sujeto es irreprochable en cuanto a su justificación y verdadera, intuitivamente le nega-mos conocimiento. Lo que aquí constatamos es que el sujeto podría fácilmente haber contado con las mismas evidencias, y que su creencia fuese falsa. Es la proximidad modal de situa-ciones así, y el hecho que esta explicita: que, aquí, las razones de S a favor de P dejan indeterminado su valor de verdad, lo que cancela el conocimiento. Las víctimas de las narraciones de Gettier han acertado accidentalmente. Lo que también po-dría expresarse diciendo que su acierto no se debe al sujeto, o que este no ha ejercido control suficiente sobre la verdad de su creencia. La reciprocidad de ambas intuiciones, la vincula-ción entre las nociones de suerte epistémica y de falta de con-trol por parte del sujeto, indican desde un primer momento que los temas de la responsabilidad epistémica (el problema de la agencia) y de la posesión de conocimiento se encuentran íntimamente relacionados.

Sin embargo, el problema de la suerte epistémica posee rasgos característicos, que lo hacen especialmente complejo. A cincuenta años de Gettier, el recorrido de la epistemología analítica puede reconstruirse a partir de la presión ejercida por estos elementos:

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(i) Tal como sugerimos arriba, las nociones de accidente o suerte, aunque se aplican a acontecimientos actuales, se ads-criben a tenor de situaciones contrafácticas, de lo que sucede-ría en mundos posibles próximos al que se fija como actual. En general, un hecho es calificado de «accidental» en la medi-da en que, dado un marco determinado, su probabilidad es mínima. Podríamos decir que cuanto menos probable sea un acontecimiento más lo atribuimos a la suerte, de modo que el concepto de accidentalidad admite grados. El problema es que, tal como demuestran los ejemplos de la lotería inversa o de los graneros falsos, la suerte epistémica no se define en función de probabilidades, o, lo que es igual, que «conoci-miento» y «suerte» son atribuciones absolutas, que no admi-ten una variación en grados. Bastaría con que el sujeto, dispo-niendo de las mismas evidencias, pudiese haber errado (cosa muy distinta a señalar que su error es probable), para que su creencia no contase como conocimiento. Bastaría con que en un solo caso su creencia fuese falsa estando justificada para que el escenario modal se encontrase contaminado. S ha juga-do a la lotería y, como buen conocedor del procedimiento, sabe que su probabilidad de ganar es mínima. Sin embargo, no por eso sabe que no va a ganar (si lo supiese, ¿por qué jue-ga a la lotería?): el hecho de que gane (si es que llega a darse) es fortuito, pero de ello no se deduce que la verdad de su de-claración no lo sea. De igual modo, es suficiente con que uno solo de los cientos de graneros a los que tiene acceso un suje-to sea una mera fachada para que, aunque su creencia en que lo que señala es un granero sea verdadera, no le atribuyamos conocimiento. De aquí se sigue que, porque la noción de co-nocimiento es (incluso en contextos ordinarios) especialmen-te estricta, la suerte que se opone al conocimiento se define a partir de criterios robustos. Fijar las condiciones que la elimi-nan no es una tarea fácil, para la que baste apelar a la probabi-lidad de verdad: esta condición delimita ab initio los procedi-mientos de la epistemología.

(ii) La noción de justificación sobre la que se desarrollan los ejemplos de Gettier es internista, es decir, se refiere a las

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razones o evidencias a las que tiene acceso el sujeto epistémi-co para defender sus creencias. En concordancia con este pa-radigma, podríamos pensar que, para alcanzar conocimiento, el sujeto ha de incrementar la cantidad y calidad de sus razo-nes (mejorar reflexivamente su posición epistémica) hasta el punto en que estas sean irreconciliables con la falsedad de sus creencias. En otras palabras: prima facie, los casos de Gettier no parecen implicar el abandono de una teoría internista del conocimiento, de una teoría que define este en términos de evidencias disponibles in foro interno. Sin embargo, la con-junción del principio de cierre y del empleo (escéptico) de es-cenarios globales, esto es, de posibilidades ineliminables ape-lando a evidencias (o razones) de cuya instanciación se siguiese bien la falsedad o la posible falsedad de nuestras creencias ordinarias,2 muestran la inviabilidad de una teoría internista del conocimiento.3

Como es bien sabido, el escepticismo radical hace uso de un argumento por modus tollens que del condicional (intuiti-vo) «Si sé que estoy usando mi ordenador para escribir enton-ces sé que no soy un cerebro en una probeta», y de la premisa (que se sigue de la imposibilidad de eliminar la hipótesis es-céptica apelando a razones) «No sé si soy un cerebro en una probeta», concluye que ninguna declaración ordinaria de co-nocimiento es verdadera, y, por ello, que no sabemos nada. De este modo, la presión ejercida por este tipo de argumenta-ción solo deja dos opciones al internista: la negación del prin-cipio de cierre (de forma que no sea necesario saber que no

2 Tal como muestra el argumento del sueño (un escenario global paradigmático), para que una hipótesis escéptica cuente como razón para dudar basta con que sea compatible con la falsedad de P (la creencia em-pírica blanco de la hipótesis): la condición más fuerte, su incompatibili-dad con la verdad de P, no es imprescindible. 3 El problema radica en que, en lo que respecta a la posibilidad de escenarios globales, no podemos mejorar (reflexivamente) nuestra posi-ción epistémica; de forma que, en la medida en que una hipótesis global es reflexivamente posible, nuestra posición epistémica constitutiva sería la de las víctimas de los casos de Gettier: en caso de acertar, la verdad de nuestras creencias sería accidental.

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somos cerebros en una probeta para que sea verdad que nues-tras creencias ordinarias constituyen conocimiento) o un es-cepticismo extremo que se sigue de su propia concepción del conocimiento. La primera respuesta es contra-intuitiva. La segunda, epistemológicamente inasumible. No es de extrañar, por tanto, que, con el fin de preservar el principio de cierre sin desembocar en el escepticismo, para evitar el dilema internis-ta, se haya recusado la concepción misma que da pie a ese dilema, y se haya definido el conocimiento en términos de cláusulas externistas. Si para saber no es necesario saber que se sabe, si el sujeto puede poseer conocimiento con indepen-dencia de que pueda defender sus declaraciones cognitivas in foro interno, no será necesario que «sepa» (reflexivamente) que no es un cerebro en una probeta para que sea verdad que sabe que P: del hecho bruto de que se cumplan las condicio-nes (externas) para saber que P se sigue, de acuerdo con el principio de cierre, que el sujeto sabe (aunque no lo sepa re-flexivamente) que no es un cerebro en una probeta. En cual-quier caso, esta estrategia «neo-mooreana»,4 de la que el pro-pio Sosa ha hecho uso,5 no conlleva compromiso alguno con el externismo radical: que los criterios internistas de conoci-miento no sean suficientes para saber no significa que no sean necesarios, o, lo que es igual, que los criterios mínimos de po-sesión de conocimiento sean externos no implica que, una vez se cumplen, el estatus epistémico de una creencia no mejore cuanto mayor sea su justificación reflexiva. El procedimiento anterior, tal como demuestra la producción de Sosa, es asumi-ble por un externismo moderado.6

4 «Neo-mooreana» porque emplea el procedimiento anti-escépti-co de Moore: la transformación del modus tollens en modus ponens. Sin embargo, su externismo es irreconciliable con el internismo cognitivo de Moore, internismo que, tal como nos recuerda Sosa en el libro aquí pre-sentado, compromete la validez de su respuesta al reto escéptico. 5 En el «conocimiento animal» (definido en claves externistas). Otra cosa es lo que sucede con el «conocimiento reflexivo». 6 Por otra parte, el giro hacia el externismo favorece una recons-trucción semántica del concepto de justificación, entendida esta, no en términos de razones a disposición del sujeto, sino de la fiabilidad del

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(iii) Un procedimiento anti-escéptico complementario consiste en minimizar la exposición de nuestras creencias empíricas ordinarias a los escenarios globales, mostrando que, aunque irrefutables, estos son irrelevantes en la adscrip-ción de conocimiento. El lema acuñado por Austin en «Other Minds»: suficiente es suficiente,7 llamó la atención sobre los límites de la justificación (y, en consecuencia, de la duda) en contextos ordinarios, fomentando así una apreciación de las declaraciones cognitivas corrientes (y de sus condiciones tan-to lingüísticas como veritativas) cuya herencia recogerían tanto contextualistas como defensores de las cláusulas de sen-sibilidad y de seguridad.

Fijémonos, dado su éxito, en el criterio de seguridad. Se trata de una condición externista cuyo punto de partida es la constatación de que, intuitivamente, atribuimos conocimien-to a un sujeto con independencia tanto de que ignore que sabe (posea conocimiento reflexivo) como de las hipótesis es-cépticas radicales. Por ejemplo, si el escenario de los graneros no se encontrase epistémicamente contaminado, y todos los graneros del entorno fuesen reales, no dudaríamos en decir que, por mucho que no pueda justificarlo, es verdad que el protagonista de la narración sabe que lo que señala es un gra-nero. ¿Por qué lo sabe? De otro modo: ¿por qué no saben las víctimas de un escenario de Gettier? La respuesta no remite a hipótesis global alguna, sino, tal como dijimos arriba, a la proximidad modal de situaciones en las que el sujeto emplea el mismo procedimiento para adquirir su creencia y esta es falsa.8 Bastará, por tanto, con que el sujeto no pudiese haber

proceso de adquisición de creencias. En este sentido, la creencia puede encontrarse justificada aunque el sujeto no pueda defenderla racional-mente. 7 J. L. Austin (1946), «Other Minds», en J. L. Austin (1961), Philo-sophical Papers (Oxford: Clarendon Press), p. 52. 8 Nótese que hemos sustituido las razones (internas) con las que cuenta el sujeto por el procedimiento (externo) que este emplea en la formación de creencias. Una reconstrucción de acuerdo con líneas ex-ternistas de los casos de Gettier no solo es posible: es imprescindible, una vez constatamos que basta con que el contexto (modal o actual) sea

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errado fácilmente (errado en situaciones modalmente cerca-nas) procediendo tal y como lo ha hecho para que sea verdad que sabe.

Lo que quienes definen el conocimiento en términos de seguridad señalan es que la suerte incompatible con el cono-cimiento es la definida por la facilidad de errar,9 condición a la que determinan (y limitan) dos factores: el procedimiento empleado por el sujeto para adquirir su creencia, y el con-texto específico que lo rodea. Ambos factores son objetivos. El primero delimita el orden de situaciones contrafácticas, de forma que todas las circunstancias en las que el método de formación de la creencia difiera del actual quedan automáti-camente excluidas del área de proximidad modal, siendo irrelevantes para la determinación de si S sabe. No es de ex-trañar, por ello, que los escenarios globales sean modalmente lejanos (e irrelevantes): si fuese un cerebro dentro de una pro-beta, la creencia de S de que lo que señala es un granero no se debería (causalmente) al ejercicio de su visión, sino a la esti-mulación neuronal a la que le somete un ordenador. El se-gundo, dependiendo de si se encuentra o no contaminado, determina la verdad o la falsedad de que el sujeto sepa. Fijé-monos en que la única función que cumple el procedimiento de adquisición de creencias es la de delimitar el área de proximidad modal, la de fijar el alcance de los casos relevan-tes. Es lo que suceda dentro de dicho área, algo independien-te del procedimiento empleado, lo que carga con el peso del

afortunado para que sea verdad que S sabe. El sexador de pollos naive, que desconoce cómo funciona su competencia o que yerra al atribuir (conscientemente) esa competencia a determinado órgano, posee cono-cimiento (animal). 9 La expresión facilidad de errar es ambigua. Puede referirse tanto a la facilidad de errar dadas las situaciones modales próximas, como a la facilidad de errar en virtud de cuáles sean esas situaciones. En el segundo supuesto nos referimos al área de relevancia de la posibilidad de error, área que excluye los escenarios globales (es de esta de la que hablamos en el texto). En el primero, a lo que sucede dentro de esta área: aquí, los defensores de la seguridad sugerirían que, más que la facilidad de error (su probabilidad), es su mera posibilidad la que excluye el conocimiento.

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conocimiento: sea cual fuese el método empleado para ad-quirir creencias (y su calidad epistémica), basta con que se produzcan aciertos en la totalidad de los escenarios próximos cuyo límite marca para que el sujeto sepa. De ahí que sea la seguridad (externa) de la creencia, y no la competencia ejer-cida por el agente, la que defina el conocimiento.

Algunos de los problemas de la reducción del conoci-miento a la cláusula de seguridad son obvios. En primer lu-gar, y sin que tengamos que hacer referencia a hipótesis globa-les, dicha condición no parece capaz de excluir la suerte. Al fin y al cabo, que las circunstancias (actuales o modales) sean afortunadas es eso: una cuestión de buena fortuna. Sin em-bargo, quienes defiendan la seguridad podrían impermeabi-lizarse a esta crítica señalando que, aunque el hecho de que el sujeto sepa es fortuito (el reloj no se ha parado aunque sus pilas se estén agotando; no hay graneros falsos, aunque el Ayuntamiento ya ha decidido erigir algunos, y las obras se han retrasado accidentalmente…), eso no impide que sepa, es decir, que, dadas las circunstancias, su acierto no sea casual. El problema de esta respuesta radica, tal como nos recuerda Sosa, en que, si bien hay casos donde la suerte es benigna (de que alguien pudiese haber perdido fácilmente su capacidad visual no se sigue que, disponiendo de ella, no sepa que la superficie que ve es roja), hay otros donde nues-tras intuiciones, como poco, fluctúan: ¿sabe que la superficie es roja un individuo que ha elegido la única taza entre cien que no contiene café mezclado con una droga que inhabilita su capacidad visual?, ¿no es su acierto, dadas las circunstan-cias, afortunado?… Lo que esto indica es que no hay un crite-rio claro para distinguir entre condiciones azarosas relevan-tes o irrelevantes epistémicamente, y que el concepto de circunstancias es vago.

Por otra parte, el procedimiento de adquisición de creen-cias no puede ser la única forma de individuar un área modal-mente próxima, so pena de legitimar un escepticismo (neo)pirrónico basado en posibilidades eliminables, pero no elimi-nadas. El alcance fijado por ese criterio incluiría situaciones

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alternativas en las que lo que el sujeto cree (en función de los procedimientos adecuados) que es una cebra realmente es un mulo pintado a rayas, situaciones que serían modalmente próximas, y, por tanto, relevantes para la evaluación de su po-sición cognitiva. Dichas situaciones reducirían drásticamente los límites de nuestro conocimiento, resultado que contradice el propósito de esta estrategia, y que solo puede evitarse al precio de añadir un criterio de accesibilidad a las situaciones descritas especialmente estricto. Dicho suplemento posee, tal como sucedía cuando considerábamos la crítica precedente, la marca de la arbitrariedad.

Sin embargo, los problemas más serios de esta teoría son los que se refieren al criterio de conocimiento mismo, un cri-terio que describe como conocimiento algo que apenas cuen-ta como tal (el conocimiento bruto), y que, excluyendo el ejer-cicio de competencias fiables por parte del sujeto, da lugar a resultados contra-intuitivos. La epistemología de virtudes ha mostrado estas deficiencias, desarrollándose en contraposi-ción a ellas.

El rasgo común a las diversas variedades de epistemología de virtudes es la definición del conocimiento en términos de creencias basadas en el ejercicio de competencias fiables, de modo que dicha cláusula sea, como poco, una condición ne-cesaria para su posesión. Son, al menos, tres las razones es-tructurales sobre las que se ha legitimado esta posición: (i) La constatación de que la mera acumulación de aciertos no basta para atribuir conocimiento a alguien, menos aún, si estos se basan en métodos espurios de adquisición de creencias (la adivinación, por ejemplo). En este sentido, lo que se subraya es una debilidad constitutiva del criterio de seguridad, que acomodaría ejemplos de creencias deficientemente forma-das. (ii) La señalización de que, en la medida en que un mar-co seguro es aquel donde el sujeto no pudo haber fallado ejerciendo una competencia determinada, la seguridad se define en referencia, no solo a la verdad de la creencia, sino al ejercicio de habilidades asentadas en el sujeto. Aquí, el caso crucial es el de las creencias automáticamente seguras

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(el del conocimiento de verdades necesarias): que no haya circunstancia alguna en la que el ejercicio de nuestra compe-tencia racional no sea la causa del acierto explica que se trate de creencias que siempre constituyen conocimiento, pero no por qué son conocimiento, cuestión que remite (al menos, en parte) a la fiabilidad de la competencia ejercida. En otras pa-labras: que las circunstancias modales próximas sean las apropiadas es condición necesaria, pero no suficiente, para saber; los criterios que garantizan la verdad de una creencia no aseguran, por sí solos, que se trate de conocimiento. (iii) La apreciación de un hecho relevante en las adscripciones ordi-narias de conocimiento: el que este se trate de un logro atri-buible al sujeto epistémico, cosa que lo distingue de la mera adquisición de creencias verdaderas. Para que alguien sepa no basta con que el escenario sea tal que la verdad se encuentre externamente asegurada (por ejemplo, en virtud de «genios benignos» o «ángeles protectores»). El sujeto ha de poder res-ponsabilizarse de ella, ha de poder ser sujeto de mérito episté-mico. Lo que equivale a reclamar su agencia, y a, de algún modo, «internalizar» la noción de conocimiento.

Sin embargo, no parece que en sus versiones «mínimas» (aquellas en las que la atribución de conocimiento depende exclusivamente de competencias fiables)10 la epistemología de virtudes supere las limitaciones inherentes al externismo. Por una parte, resulta dudoso que la apelación a competencias (incluidas competencias sub-personales) permita atribuirle al sujeto el mérito de su acierto, pueda conciliarse con que el conocimiento sea un logro, mejor dicho, su logro. Que dichas capacidades «rastreen» la verdad es un hecho bruto y ciego, tan externo al área reflexiva como puedan serlo un «ángel protector» o el carácter afortunado de las situaciones con-trafácticas próximas.11 Por otro lado, las teorías del proceso

10 Me refiero al «fiabilismo de procesos» (process reliabilism), frecuentemente asociado a la obra de Alvin Goldman. 11 Lo que no significa que el sujeto no pueda acceder a dicha fiabili-dad. Sin embargo, y una vez que la posesión de conocimiento es indepen-diente de este factor, el valor cognitivo de la reflexión queda en entredicho.

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fiable no son inmunes a variaciones de los casos de Gettier. Es Sosa quien nos ofrece un contra-ejemplo significativo. S, cuya capacidad visual es fiable, asiste a una fiesta en el piso de un amigo. Allí, en base al ejercicio de su visión, forma la creencia (verdadera) de que determinada celebridad se encuentra en la habitación. Su creencia se debe a dicha competencia fiable, y es verdadera. Sin embargo, lo que S ha visto no ha sido a la celebridad, sino un holograma suyo de tamaño natural. ¿Sabe S que la celebridad se encuentra en la habitación? Intuitiva-mente, nuestra respuesta es negativa; de lo que se deduce que, porque el sujeto pudo haber fallado fácilmente ejerciendo una competencia (en general) fiable, el fiabilismo es incapaz de fi-jar las cláusulas que definen el conocimiento.

Son dos las tesis más frecuentemente asociadas a Ernest Sosa, tesis cuya función es, precisamente, corregir los proble-mas del fiabilismo que acabamos de indicar: (i) su caracteriza-ción del conocimiento como creencia apta, es decir, como creencia cuyo acierto manifiesta (o se debe) al ejercicio de una competencia,12 permite tanto diagnosticar por qué, en el caso de la celebridad, el sujeto no sabe (la competencia no explica la verdad de la creencia, solo que el sujeto tenga esa creencia), como fijar un criterio sumamente plausible (no-gettierizado) de conocimiento; (ii) su distinción entre conocimiento animal y conocimiento reflexivo hace posible conciliar las intuiciones externistas y las internistas, mostrando que, aunque el crite-rio de aptitud se cumple (o incumple) con independencia de que el sujeto tenga acceso reflexivo a ello (sepa si sabe), dicho acceso es un bien epistémico indudable.13

La reflexión no es ni suficiente ni necesaria para conocer: como mucho, se trata de un «extra» que puede acompañar al conocimiento. 12 Se trata de creencias que caen bajo la estructura normativa ADA (acierto, destreza, aptitud), término con el que hemos traducido la com-binación de factores que ha de cumplir una creencia para ser conoci-miento, y que configuran la triple A de Sosa, acrónimo de accuracy (‘acierto’), adroitness (‘destreza’) y aptness (‘aptitud’, esto es, acierto cuya causa es la competencia ejercida). 13 Dicha distinción explicaría la fluctuación de nuestras intuiciones (que concuerdan tanto con Moore como con el escepticismo cartesiano;

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Es, sin embargo, significativo que, en Con pleno conoci-miento, el propio Sosa se distancie de lo que en el segundo capítulo denomina «teoría de la mera aptitud», y que, de ma-nera sistemática, someta a revisión algunos de los presupues-tos fundamentales del externismo. Podría decirse que la ver-sión de epistemología de virtudes que propuso en sus obras anteriores era la mejor respuesta posible (la más coherente, la menos reduccionista) al problema de qué es el conocimiento de acuerdo con la línea, básicamente externista, que hemos desarrollado, pero que este paradigma se reevalúa en Con ple-no conocimiento. También podría decirse que el autor, hacien-do uso de recursos propios, entre ellos, el del concepto de coherencia vertical (presente a lo largo de toda su produc-ción), da una vuelta de tuerca a su posición epistemológica. Giro y continuidad: el terreno filosófico que Sosa ha hecho propio rinde una nueva cosecha.

En lo que se refiere a qué constituye el conocimiento, las teorías de la mera aptitud se enfrentan a varias cuestiones. En primer lugar, al problema del escepticismo radical, problema que ninguna variedad de externismo resuelve de forma satis-factoria. ¿En qué consiste este problema? En que, desde un punto de vista reflexivo, los escenarios globales se encuentran modalmente tan próximos como cualquier escenario «ordina-rio», o, lo que es igual, en que, en la medida en que lo que di-chas hipótesis bloquean es el acceso a nuestra posición episté-mica real, no podemos (sin circularidad viciosa o petición de principio) asumir que esta es favorable con el fin de dictami-nar la irrelevancia de esos escenarios. En otras palabras: las modalidades epistémicas a las que tenemos acceso son re-flexivas, lo que significa que, desde la perspectiva en la que la

que, de acuerdo con las hipótesis globales, rehúsan otorgar conocimien-to, y que, pese a ello, lo atribuyen poniendo entre paréntesis estas posibi-lidades), sin tener que recurrir al contextualismo: el conocimiento que concedemos ordinariamente es animal (posesión de conocimiento); el que negamos al hacer epistemología es reflexivo (que el sujeto sepa que sabe, que tenga acceso racional a lo que conoce, que esté en posición de adscribirse conocimiento a sí mismo).

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posibilidad de escenarios envolventes encierra al sujeto, sus creencias verdaderas serán siempre (meta-epistémicamente) aciertos fortuitos. Tal vez nuestras creencias sean aptas, pero si no podemos saber que lo son, tampoco podemos atribuir-nos conocimiento (declarar verazmente que sabemos, res-ponsabilizarnos cognitivamente de nuestras creencias); situa-ción esta última en la que cualquier evaluador cognitivo (ya sea de primera o de tercera persona) se encontraría por defec-to.14 Puede que sea verdad que S sabe que P, pero, al no poder saber que lo sabe, no tenemos derecho a adscribirle conoci-miento, a decir que lo sabe. De ahí que, si lo que nos recuerda Sosa es que, para que las condiciones de posesión y de ads-cripción de conocimiento no se encuentren enteramente di-vorciadas, el conocimiento reflexivo ha de jugar un papel epistémico importante, lo que nos recuerda el escéptico es que la ausencia de conocimiento reflexivo superlativo conlleva mera posesión bruta de conocimiento. Si el externismo es in-adecuado, la respuesta al escéptico es urgente: esa es la direc-ción inherente a una epistemología de virtudes.15

14 En la mayor parte de las narraciones en las que se basan las teo-rías epistemológicas contemporáneas, los lectores asumimos una pers-pectiva «ilustrada» de tercera persona (contamos con información de la que carece el protagonista del escenario), posición que nos garantiza el acceso a su posición epistémica real. El problema de los escenarios globa-les es que, sea cual sea realmente el caso, cancelan dicha perspectiva, si-tuando en el mismo nivel, mecánico y ciego, al evaluador y al evaluado, al sexador de pollos naive y al «ilustrado». Desde esta perspectiva, la posi-bilidad de «mejorar reflexivamente nuestra posición cognitiva» tiene poco sentido: sin conocimiento reflexivo de alto orden tampoco hay creencia racional; no hay grados de justificación reflexiva o estatus epis-témicos intermedios (entre la creencia apta en grado superlativo y el mero conocimiento bruto). 15 En todo lo que hemos señalado hemos dado por supuesto que uno puede poseer conocimiento sin saber que lo posee, y, en consecuen-cia, que la posibilidad de escenarios globales introduce un tipo de suerte epistémicamente benigno (a nivel fáctico): del hecho de que que el sujeto sepa sea fortuito (el escenario no se ha instanciado) no se sigue que su acierto sea azaroso, que, dado lo que sucede (o no sucede), no sepa. Basta, sin embargo, con que introduzcamos escenarios como el del Inhabilita-dor (o como el de la única copa de vino que no distorsiona nuestras capa-cidades) para que la suerte en cuestión sea epistémicamente relevante, y

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Sin embargo, la ruta que Sosa emplea para acceder a la cuestión del escepticismo radical es indirecta. Dos problemas presionan de forma inmediata a las teorías de la mera aptitud. Por un lado, el de la función del conocimiento reflexivo (y, por tanto, el del papel epistémico del sujeto), aspectos que la bi-compartimentación estricta y la subsiguiente caracterización del conocimiento animal en términos puramente externistas (o de mera aptitud) o no explica o transforma en elementos accesorios. Por otra parte, el de si la aptitud, además de con-dición necesaria, es condición suficiente de conocimiento. Lo que da origen a este último problema es la existencia de casos donde el sujeto pudo haber fallado fácilmente, siendo apta su creencia; es decir, donde, aunque la competencia ejercida por el sujeto explica la verdad de su creencia, somos reticentes a atribuirle conocimiento. Se trata de ejemplos que gettierizan la teoría de la mera aptitud.

El autor afronta estos casos en un capítulo extraordinario: «Tres concepciones del conocimiento humano». Lo que allí plantea Sosa es una «disyuntiva» epistemológica que, como todos los dilemas, parece forzosa y genera una situación in-aceptable. Por un lado, del hecho de que las competencias sean un ejemplo más de disposiciones, y de que, por ello, pue-dan manifestarse aunque las circunstancias próximas (actua-les o modales) sean adversas, se sigue que una creencia puede ser apta aunque no sea segura, esto es, que el hecho de que el sujeto pudiese haber fallado fácilmente no cancela el hecho de que, actualmente, su acierto manifieste su competencia. La verdad de la creencia del inspector de colores (que señala una superficie roja) se debe a su capacidad visual, por mucho que en escenarios desfavorables cercanos (escenarios donde la luz es roja y la superficie blanca) hubiese fallado. Por otro lado, la proximidad de escenarios adversos (la cláusula de seguridad)

para que la posesión de conocimiento requiera conocimiento reflexivo. En cualquier caso, lo que suceda de facto no repercute en la falta de cono-cimiento reflexivo del sujeto. Si, al final, resultase que, por muy seguras que fuesen nuestras creencias, eso no significase que supiésemos, cono-cimiento fortuito y acierto fortuito se encontrarían a la par.

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muestra que el acierto ha sido fortuito, y, por consiguiente, que su creencia no equivale a conocimiento. De este modo, parecemos obligados a optar entre dos únicas alternativas: o la creencia apta es conocimiento (cosa que atenta contra nuestras intuiciones fundamentales), o, porque no lo es, de-beríamos definir el conocimiento en términos de seguridad, algo que, como ya señalamos arriba, tampoco da cuenta de qué hace que el sujeto sepa. Este impasse no solo pone en en-tredicho la equivalencia de creencia apta y conocimiento: cuestiona el proyecto epistemológico mismo. Lo que necesi-tamos es una concepción que, en concordancia con nuestras intuiciones, subraye que la mera creencia apta no es conoci-miento, pero que no por ello nos obligue ni a abandonar la definición de conocimiento en términos de aptitud ni, por supuesto, a renunciar a la determinación de sus condiciones.

Sosa no solo proporciona esa concepción, sino que, gra-cias a ella, resuelve al mismo tiempo los dos problemas indi-cados: el de la función del conocimiento reflexivo, y el de la preservación de su marco epistemológico pese a que la apti-tud no equivalga a conocimiento. Se trata de dilucidar nues-tra intuición negativa, de explicar por qué rehusamos adscri-bir conocimiento a S pese a que su creencia sea apta. Esto remite a la noción (reflexiva) de meta-aptitud. Lo que las cir-cunstancias desfavorables próximas bloquean no es la aptitud de la creencia, sino el acceso (apropiado) del sujeto a la apti-tud de su creencia, es decir, la aptitud de la meta-competencia que ejerce al adscribirse (a sí mismo) una creencia apta. Al asumir un punto de vista de tercera persona, lo que constata-mos es que, dadas las circunstancias en las que se encuentra, cuando el agente se atribuye una creencia apta acierta por ca-sualidad: fácilmente hubiese creído que su creencia de primer orden es apta sin que esta lo fuese. De este modo, lo que hace-mos al negar que sabe es negar que sabe que su creencia es apta: careciendo de conocimiento reflexivo el sujeto carece, sin más, de conocimiento. Lo que equivale tanto a abandonar la definición de conocimiento reflexivo como «saber que se sabe» (sustituyéndola por «saber que la creencia es apta» o

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«creer aptamente que la creencia de primer orden es apta»), como a eliminar el «conocimiento animal». Este pasa a ser, en términos de Sosa, simple «cognición animal». El conocimien-to humano es, tautológicamente, conocimiento reflexivo, o, lo que es igual, el conocimiento reflexivo pasa de ser una simple condición de adscripción de conocimiento a ser condición de adscripción y condición de posesión de conocimiento. Solo si la creencia de segundo orden del sujeto es apta, este posee conocimiento.

Esto no significa, sin embargo, que para que sea verdad que el sujeto sepa que su creencia es apta deba saber que sabe que su creencia es apta, es decir, que sea necesario un conoci-miento reflexivo de alto orden para que el sujeto posea el mí-nimo imprescindible de conocimiento reflexivo. En este sen-tido, la distinción de Sosa entre creencias reprochables, creencias fallidas, y creencias epistémicamente incompletas, cumple un doble cometido. Por una parte, y en la medida en que hay creencias que, aunque no alcanzan el nivel epistémi-co más alto (y más deseable), no son ni reprochables ni falli-das, creencias que, pese a no ser aptas en grado superlativo, constituyen conocimiento reflexivo (mínimo, aunque no estric-to), se legitiman nuestras adscripciones ordinarias de conoci-miento. Por otra parte, la existencia de grados de conocimien-to reflexivo, o, lo que es igual, la posibilidad de una mayor integración reflexiva del sujeto con sus creencias, aspiración cuyo cumplimiento ideal es el conocimiento reflexivo de alto orden (que el sujeto cuente con razones tales a favor de sus creencias que sea racionalmente inconcebible su falsedad, esto es, que sea inconcebible la escisión entre lo que cree y la actitud racional que toma respecto a sus creencias), legitima las inquietudes epistemológicas (cartesianas), y así concede carta de ciudadanía al problema del escepticismo radical. Intuiciones externistas e internistas son conciliadas en una concepción unitaria (conocimiento es conocimiento re-flexivo: conocimiento mínimo y conocimiento estricto son conocimientos del mismo tipo), pero gradual (el conocimien-to reflexivo en sentido estricto exige un grado superlativo de

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meta-aptitud). No hay barreras de clase que franquear, lo que permite una concepción unívoca pero no única del conoci-miento. El conocimiento reflexivo estricto no es ni un «extra» epistémico ni una imposición filosófica arbitraria, pero tam-poco una carga onerosa que transforme de forma automática nuestras creencias ordinarias en casos de heteronomía, gra-tuidad y reproche. Curiosamente, esta actitud, estricta pero tolerante, es la misma que la de Descartes.

Tal como señalé arriba, un escéptico de corte pirrónico nunca admitiría la posibilidad de gradación epistémica de las creencias, que podamos mejorar nuestra posición cognitiva en ausencia de conocimiento estricto: faltando este, ninguna creencia poseería estatus epistémico (reflexivo) alguno, todas serían simples apariencias. Lo que permite a Sosa orillar esta objeción (que, a mi entender, sería fatal para su posición), es el argumento trascendental que cierra el volumen, un argu-mento que, demostrando la incoherencia del escepticismo radical, es decir, la imposibilidad de suscribir racionalmente dicha posición de forma no contradictoria, permite asignar estatus epistémicos (menores que el de la creencia apta en grado superlativo) a los diversos niveles de apropiación re-flexiva de la creencia. En este sentido, y solo en este sentido, el conocimiento reflexivo de alto orden es necesario para que el sujeto pueda poseer algún grado (aunque sea mínimo) de conocimiento reflexivo. La epistemología no se limita a dilu-cidar nuestras prácticas cognitivas ordinarias: también las justifica.

En cualquier caso, la existencia misma de este argumento muestra el punto exacto en el que Con pleno conocimiento se separa del grueso de las corrientes epistemológicas contem-poráneas. Los casos de Gettier situaban al internista ante un trilema: o negaba el principio de cierre, o admitía las conse-cuencias escépticas de su teoría del conocimiento, o renun-ciaba a esta, aceptando cláusulas externistas. Ninguna de es-tas alternativas ha resultado epistémicamente adecuada. Lo que, en contraposición a esto, nos muestra Sosa es que existe una cuarta alternativa: la refutación del escepticismo radical.

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Sin embargo, su cumplimiento no nos retrotrae a una con-cepción internista del conocimiento de corte tradicional. El desarrollo de la epistemología contemporánea ha mejorado, en el ínterin, nuestra posición cognitiva. Lo que resulta de ello es una teoría compleja, en la que fiabilidad, aptitud, reflexión, coherencia horizontal y vertical, e, incluso, compe-tencias (y formas de confianza debidas a dichas competen-cias) cuyo estatus epistémico es independiente del orden de razones, se compenetran a distintos niveles. No hay duda de que Sosa trasciende la epistemología contemporánea, pero lo hace preservando (en su debido lugar) toda su riqueza. Lo que es muestra de su actitud agradecida y de su meta-aptitud filosófica.16

Modesto M. Gómez-Alonso

16 He optado por desarrollar lo que a mi parecer es la motivación fundamental para la teoría expuesta en Con pleno conocimiento. Sin em-bargo, la imagen de la Tebas de las mil puertas es, en lo que se refiere a esta obra, mucho más que una metáfora. Los distintos problemas que aborda el volumen (el del valor del conocimiento, la acomodación de la suspensión del juicio, la norma de la creencia, la responsabilidad episté-mica, o los diversos tipos de circularidad en epistemología), desembocan en el mismo punto: meta-aptitud, conocimiento como conocimiento re-flexivo, conocimiento como integración del sujeto con sus creencias. La justificación de la tesis de Sosa es, por tanto, múltiple, como diversas son sus motivaciones. Además, su potencial dialéctico es asombroso (por ejemplo, su justificación, en virtud tanto de capacidades sub-personales como de la validación trascendental de las mismas, de nuestras creencias perceptivas, constituye una alternativa relevante al disyuntivismo episte-mológico).

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Prefacio

El objetivo de este libro es el desarrollo y defensa de una con-cepción de la normatividad epistémica como una clase de «normatividad de la actuación».

En el primer capítulo, «Con pleno conocimiento», afronta-mos un problema que ya formuló Platón en el Teeteto: ¿Cómo se encuentra constituido el conocimiento? ¿Cuáles son sus condiciones necesarias y suficientes? Este problema, bajo el rótulo de «el problema de Gettier», ha tenido una gran rele-vancia en el panorama epistemológico contemporáneo. Una solución basada en un tipo de normatividad de la actuación cuenta con la ventaja de ser sorprendentemente más simple y natural que las propuestas que abundan en la literatura sobre los casos de Gettier, conspicuas por el nivel de elaboración téc-nica que han alcanzado. El capítulo ofrece una explicación de la normatividad epistémica constitutiva del conocimiento, una explicación que identifica diferentes niveles de conocimiento, y, por tanto, diferentes niveles de normatividad.

El segundo capítulo, «Agencia epistémica», analiza los ob-jetivos que un sujeto podría perseguir al creer de determina-do modo. ¿Es la verdad uno de los objetivos de la creencia, tal vez, su único objetivo? Y, si lo es, ¿en qué sentido? ¿Cómo afecta el hecho de que el objetivo de una creencia sea la ver-dad a su evaluación epistémica, por ejemplo, a si cuenta o no como conocimiento?

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En el capítulo tres, «Cuestiones de valor en epistemolo-gía», nos fijamos en un segundo problema platónico respecto al conocimiento, en el problema del Menón sobre su valor. ¿Es el conocimiento siempre y necesariamente mejor que la co-rrespondiente creencia meramente verdadera? Y si es así, ¿cómo y por qué? A lo largo de esta investigación, también consideramos cómo podría el conocimiento encontrarse nor-mativamente vinculado a la acción, en general, y a la asevera-ción, en particular. ¿Qué conocimiento necesitamos para ac-tuar adecuadamente, si es que necesitamos alguno? ¿Es el conocimiento la norma de la aseveración? Y, si es así, ¿en qué medida? Si el conocimiento es una norma de la aseveración, tal vez, la norma de la aseveración, ¿qué relación guarda este hecho con la intuición del valor del conocimiento?

El cuarto capítulo, titulado «Tres concepciones del cono-cimiento humano», compara tres posiciones en epistemolo-gía: (a) el realismo indirecto históricamente dominante, (b) el tipo de aproximación cuyo lema es «Primero, conocimiento», predominante en el contexto de una renaciente tradición oxo-niense, y (c) una concepción basada en una normatividad de la actuación desarrollada en términos de creencia apta y creencia meta-apta, concepción expuesta en los capítulos precedentes. Dicha comparación saca a la luz algunas venta-jas de esta tercera concepción del conocimiento.

En el capítulo cinco, «Contextualismo», analizamos una cuarta concepción epistemológica. Se ofrecen razones para poner en duda que el contextualismo sea realmente una con-cepción rival en epistemología, propiamente dicha. Resulta más pertinente considerarlo una posición en filosof ía del len-guaje, con implicaciones interesantes para la comprensión del discurso epistemológico. El capítulo evalúa en qué medida estas implicaciones son relevantes para la epistemología en sentido estricto.

El sexto capítulo, «Experiencia proposicional», presenta una explicación de los estados experienciales en consonancia con el análisis del conocimiento perceptivo de capítulos ante-riores. Dicho conocimiento perceptivo exige estados expe-

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rienciales con contenido proposicional, estados a los que sea aplicable la estructura ADA (acierto, destreza, aptitud).

El título del capítulo siete, «Conocimiento: a partir de ins-trumentos y por testimonio», expresa bien sus contenidos. ¿Cómo adquirimos conocimiento mediante la lectura de nuestros instrumentos o la escucha de nuestros interlocuto-res? La explicación que aquí se propone se deriva de la episte-mología de virtudes teoréticas basada en la actuación expues-ta en los capítulos anteriores.

El capítulo final, el octavo, se titula «Circularidad episté-mica». El tema que trata es el de la circularidad en epistemo-logía, y el de cómo esta afecta, a la luz de nuestra concepción a dos niveles, al alcance del conocimiento humano.

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Agradecimientos

Este libro se deriva en parte de las primeras Conferencias Soochow en Filosof ía, que impartí en la Universidad Soochow en Taipéi, en junio de 2008.

Agradezco al Departamento de Filosof ía de Soochow, y en especial al profesor Chienkuo Mi, su invitación para impartir dichas conferencias, la provechosa discusión, y su amable hospitalidad.

Parte del material aquí contenido ha sido expuesto en dis-tintas charlas y conferencias. Amigos y colegas han leído di-versos pasajes. Me complace agradecer los valiosos comenta-rios que he recibido de Jason Baehr, Jason Bridges, John Greco, Niko Kolodny, Jennifer Lackey, Alan Millar, Christian Piller, Duncan Pritchard, Baron Reed, Joe Salerno y Wai-hung Wong. Stephen Grimm, David Sosa y John Turri me han ayudado con sus valiosos comentarios sobre el borrador completo, al igual que dos evaluadores anónimos de Princeton University Press.

También quiero expresar mi agradecimiento a Rob Tem-pio y al equipo editorial de Princeton, incluyendo a Jodi Beder y Nathan Carr, por su ayuda en la preparación del manuscrito para su publicación. Y gracias a Blake Roeber por el índice. Trabajar con todos ellos me ha sido de gran ayuda, además de un placer.

Tres de los capítulos presentan ideas nuevas, que no han sido publicadas con anterioridad; mientras que los cinco

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36 agradecimientos

restantes se derivan, de forma parcial o completa, de publi-caciones previas, tal como sigue: el primer capítulo, de «Knowing Full Well», Philosophical Studies 142 (2009): 5-15; el tercero, cuyos contenidos se derivan en gran medida de la última de las tres Conferencias Carus que impartí en los en-cuentros de la División Central de la American Philosophical Association, en febrero de 2010, de «Value Matters in Episte-mology», Journal of Philosophy 107(4) (abril, 2010): 167-190; el quinto, de «Skepticism and Contextualism», Philosophical Issues 10 (2000): 1-18; el sexto, de «Experience and Intentio-nality», Philosophical Topics 14 (1986): 67-85; y el séptimo, de «Knowledge: Instrumental and Testimonial», en The Episte-mology of Testimony, editado por Jennifer Lackey y Ernest Sosa (Oxford University Press 2006), pp. 116-127.

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CA PÍT U LO U NO

Con pleno conocimiento

La creencia es un tipo de actuación que alcanza un determi-nado nivel de éxito al ser verdadera (o, lo que es igual, al ser acertada), un segundo nivel si es competente (o diestra), y un tercero en el caso de que su verdad manifieste la competencia del sujeto (y sea, por tanto, apta). A determinado nivel (el ni-vel animal) el conocimiento equivale a creencia apta. En con-secuencia, la normatividad epistémica constitutiva de dicho conocimiento es un ejemplo específico de la dimensión nor-mativa de las actuaciones. Sin embargo, el hecho de que la misma normatividad epistémica que rige a la creencia rija también a la suspensión de la creencia, cuando suspender el juicio no es otra cosa que no actuar, o, al menos, que no actuar con el objetivo de alcanzar la verdad, plantea un problema para este modelo explicativo. Mi solución se basa en distin-guir órdenes de normatividad de las actuaciones, de forma que incluyamos un primer orden referido a la competencia en la ejecución, y un segundo orden donde el agente deba eva-luar los riesgos de la actuación de primer orden. Este segundo orden introduce una dimensión de conocimiento reflexivo por encima de la dimensión animal.

Dos de los más conocidos diálogos de Platón son investiga-ciones acerca del conocimiento. El Teeteto investiga su natura-leza, el Menón también su valor. A mi entender, ambos diálo-gos se incardinan en una pregunta aún más básica: ¿Cuál es la

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38 con pleno conocimiento

clase de normatividad constitutiva de nuestro conocimiento? Entendemos, por tanto, que una creencia que no alcance el estatus de conocimiento, tendrá un carácter inferior. Obvia-mente, es mejor saber que equivocarse: pero también es mejor saber que acertar por casualidad. ¿Qué presupone dicha eva-luación? Responder a esta cuestión básica supondría una solu-ción de los dos problemas platónicos. A lo largo de este capí-tulo consideraremos principalmente este problema: ¿Cuál es la normatividad epistémica que define al conocimiento?

Nuestra pregunta es, por tanto, la siguiente: ¿Qué condi-ción ha de satisfacer una creencia, además de ser verdadera, para ser conocimiento? Al igual que en el caso de Platón, esta pregunta, referida a la naturaleza del conocimiento, ha ocupa-do un lugar central en la epistemología de las últimas décadas.

Edmund Gettier mostró que para que una creencia cons-tituya conocimiento no basta con que quien la posee lo haga de forma competente, es decir, con que la creencia haya sido competentemente adquirida y se sostenga de manera compe-tente. La estructura de sus casos puede reconstruirse fácil-mente. Es evidente que una creencia puede ser falsa pese a ser competente. Si, bajo dichas condiciones, el sujeto dedujese algo verdadero de su creencia falsa, la conclusión en cuestión, aunque verdadera, no constituiría conocimiento. Y, sin em-bargo, cuando deducimos competentemente una conclusión a partir de una premisa que creemos de manera competente (incluso tras sacar la conclusión), también creemos la conclu-sión de forma competente. De este modo, alcanzamos un re-sultado más fuerte (el de Gettier): una creencia puede ser competente y verdadera (justificada y verdadera) sin llegar a ser conocimiento.1

1 [Nota del traductor]: Edmund Gettier (1963), «Is Justified True Belief Knowledge?», en Sven Bernecker y Fred Dretske (eds.), Knowledge. Readings in Contemporary Epistemology (Oxford: Oxford University Press 2000), pp. 13-15.Edmund Gettier describe aquí varios ejemplos en los que, pese a que se cumplen las condiciones que tradicionalmente definían el conocimiento (S sabe que P si S cree que P, su creencia es verdadera y se encuentra jus-tificada), rehusamos adscribir conocimiento a S. Con ello, mostró que

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el conocimiento como caso especial 39

Tras Gettier, el problema platónico asume una nueva for-ma: ¿Qué condición adicional, una condición que bien reem-place o bien se añada al criterio de competencia, debe satisfa-cer una creencia verdadera con el fin de ser conocimiento?

Solo recientemente, el segundo problema platónico, el del valor del conocimiento, ha pasado a ocupar el lugar central del escenario epistemológico contemporáneo. Para Platón se trataba del problema de cómo es posible que, en general, ten-ga más valor el conocimiento que la correspondiente creencia verdadera, cuando una mera creencia verdadera resultaría igual de útil. Por ejemplo, una creencia verdadera acerca de la ubicación de Larisa nos servirá para llegar allí tan eficazmen-te como el correspondiente conocimiento. De ahí, la cuestión: ¿En qué perfecciona el conocimiento como tal a la mera creencia verdadera, en caso de hacerlo?

En relación con ambos problemas asumiremos que existe una condición adicional (independientemente de que sea simple o compleja) que ha de satisfacer una creencia para constituir conocimiento, más allá de ser una creencia, y de ser verdadera. Es más, dicha condición debe añadir suficiente contenido normativo positivo como para explicar por qué el conocimiento, que ha de cumplir esta condición adicional, es como tal siempre mejor que la correspondiente creencia me-ramente verdadera. Cuando, por ejemplo, nos hacemos una pregunta, de alguna manera intuimos que una respuesta fruto del conocimiento es mejor que un acierto azaroso.

Afrontaremos el problema del valor del conocimiento en el tercer capítulo. En el presente capítulo nos ocuparemos del otro problema platónico: ¿Qué es el conocimiento? ¿Cómo se encuentra constituido?

El conocimiento como caso especial

Al someterlas a prueba, observamos que cosas de la índole más diversa pueden «actuar» bien o mal. Así sucede en el caso

dichas condiciones no son suficientes para saber, y, en consecuencia, fijó el programa de investigación de la epistemología contemporánea.

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40 con pleno conocimiento

de los agentes racionales, pero también en el de los órganos biológicos, los instrumentos de diseño, e incluso aquellas es-tructuras que poseen una función, por ejemplo, un puente. Un puente puede cumplir bien su cometido como parte de la red viaria. Activando la caldera, un termostato desempeña correc-tamente la función de mantener una temperatura ambiente agradable. Latiendo, el corazón cumple adecuadamente el pa-pel de ayudar a circular a la sangre. Y así sucesivamente.

A manos del titiritero, la marioneta actúa bien si sus bisa-gras están suficientemente engrasadas, son flexibles, y no tie-nen herrumbre, de forma que sus partes respondan sin trabas a la manipulación de los hilos. Un puente cumple bien su fun-ción en la medida en que resiste una tormenta. Atribuimos una buena actuación a la marioneta, al igual que se la atribui-mos al puente, si esta procede de manera relevante de su constitución y estado. Pudiera ser que el puente haya resistido la tormenta porque es un buen puente, sólido y bien construi-do, y no solo porque la tormenta amainase en el último mo-mento, después de haber arrasado a su paso todo tipo de construcciones.

La marioneta «actúa» (bien o mal), al igual que lo hace el puente: por tanto, genera actuaciones. Sin embargo, sería una exageración considerarla, a diferencia del puente, un «agen-te». Otra cosa es lo que sucede con los seres humanos, aunque solo sea porque somos agentes racionales. No solo existen ra-zones que explican por qué actuamos como lo hacemos. Tam-bién tenemos razones para actuar así, es decir, razones que motivan nuestra actuación, razones por las cuales actuamos tal y como lo hacemos. No se trata tan solo de que nuestras acciones tengan un objetivo. Al fin y al cabo, también lo tie-nen el corazón o el termostato. Sin embargo, sus respectivos objetivos no motivan sus acciones, no les dan razones que los impulsen a actuar del modo en que lo hacen.2

2 Es cierto que tal vez pudiésemos, forzando bastante los términos, dar sentido, incluso en estos casos, a un uso extendido de «motivación»: como cuando una antorcha cercana al termostato lo engaña, haciendo que active el aire acondicionado cuando la habitación ya está fresca.

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el conocimiento como caso especial 41

La motivación humana se sitúa a otro nivel, incluso cuan-do, tal como sucede en las actuaciones atléticas o artísticas, se trata de una actuación f ísica.

El disparo del arquero es un buen ejemplo. El objetivo del disparo es alcanzar el blanco, y puede juzgarse su éxito en vir-tud de si lo consigue, es decir, en virtud de su acierto. Indepen-dientemente de lo acertado que sea, existe otra dimensión des-de la que evaluar el disparo: se trata de evaluar su competencia, es decir, la habilidad o talento que pone de manifiesto, lo dies-tro que es. Sin embargo, un disparo podría dar en el centro mismo de la diana, e incluso evidenciar una gran habilidad, y, pese a ello, fracasar completamente, como disparo, de acuerdo con una tercera dimensión normativa. Imaginemos que, al ini-cio de su trayectoria, la flecha ha sido desviada por un golpe de viento, y que, por ello, hubiese errado completamente el blanco si no fuese por un segundo golpe de viento que endereza de nuevo su recorrido de forma que alcance el centro de la diana. Dicho disparo es acertado y diestro. Pero no es acertado porque sea diestro, de forma que el acierto haya sido causado por y ponga de manifiesto la habilidad y competencia del arquero. De este modo, dicho disparo no supera un tercer criterio de eva-luación, diferente a los de acierto y destreza: no logra ser apto.

La explicación de la normatividad epistémica como un tipo de normatividad de la actuación ayuda a aclarar la natu-raleza del conocimiento. Conocimiento no es otra cosa que creencia apta, es decir, que creencia en tanto que actuación epistémica apta, donde una actuación epistémica es apta si manifiesta la destreza del agente para alcanzar la verdad. También clarifica por qué el conocimiento posee un valor añadido del que carece la simple creencia verdadera.

Desafortunadamente, este modelo explicativo se enfrenta a una objeción alarmante, que consideraremos a continuación.

Podríamos decir que el termostato dispone, en un sentido amplio, de razones para actuar así, de una «razón motivante». No obstante, y pese a la semejanza no trivial, se trata de una expresión claramente metafórica, aunque solo sea porque, literalmente, los termostatos no poseen mente. De este modo, el termostato no puede literalmente albergar motivos.

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El problema de la suspensión

¿Cuál es el problema?Los juicios normativos de que el conocimiento como tal es

mejor que la simple creencia verdadera y de que, siempre que la evidencia sea insuficiente, la suspensión de la creencia es mejor que la creencia, son juicios en tándem. Dado que am-bos juicios son epistémicamente normativos, tendría sentido esperar que guardasen una relación estrechísima. Sin embar-go, no es eso con lo que nos encontramos a primera vista.

Parece claro que la verdad es el objetivo de primer orden de nuestros esfuerzos cognitivos. Sin embargo, no resulta fá-cil saber cómo hemos de evaluar la suspensión del juicio de acuerdo con dicho objetivo. En consecuencia, tampoco resul-ta obvio cómo aplicar a dichas suspensiones la estructura normativa ADA (acierto, destreza, aptitud) propia de las ac-tuaciones. Después de todo, las suspensiones de juicio son, precisamente, casos de no-actuación, negativas a actuar (a creer). ¿Cómo pueden entonces entrar a formar parte de nuestra normatividad de la actuación? El problema es serio: si el modelo que proponemos fuese incapaz de dar cuenta de las suspensiones, nos veríamos obligados a reconsiderar la tesis propuesta, y a poner en duda que hayamos identificado la cla-se más relevante de normatividad epistémica presupuesta en la intuición de que el conocimiento como tal es mejor que la mera creencia verdadera.

Supongamos que nuestro arquero, más que un atleta de competición, es un cazador. La diferencia es importante: cuando llega su turno, el deportista tiene que disparar, care-ciendo de alternativa relevante.3 Cierto: podría haberse nega-do a competir. Pero una vez compite, queda excluida toda elección relevante de disparo. En contraste, el cazador ha de seleccionar sus disparos, ejercitando en dicho proceso toda su habilidad y cuidado. La elección de blancos con el valor ade-

3 Conf ío en que, tanto aquí como a lo largo del texto, el contexto deje lo suficientemente claro cuándo los términos que empleo son gené-ricamente neutros.

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cuado forma parte sustancial de la caza. Además, normal-mente el cazador ha de elegir en qué condiciones dispara con el fin de garantizar una probabilidad razonable de éxito.4 Así pues, el disparo del cazador puede evaluarse en más sentidos que el del atleta. En un sentido, se evalúa de acuerdo con la destreza que manifiesta la ejecución. En un segundo sentido, se evalúa en virtud de la competencia mostrada por la elec-ción del blanco y del disparo.

No disparar a un blanco concreto puede o no constituir una actuación. Por ejemplo: quizás hayas dejado de disparar porque en ese momento estabas dormido. Pero también po-drías abstenerte de disparar intencional e, incluso, delibera-damente. Si tu abstención deliberada tiene un objetivo, y si, además, lo cumple, tu abstención tiene éxito, pudiendo tra-tarse incluso de una actuación, es más, de una actuación apta.

Consideremos un campo en el que el agente actúa con un objetivo, sea este atlético, artístico, académico o de otro tipo. Esto trae consigo un objetivo derivado: evitar el fracaso. Es más, se trata de un objetivo independiente: uno puede querer evitar el fracaso sin pretender, por ello, alcanzar el éxito, al menos en lo que respecta a éxito de primer orden. Cuando, por ejemplo, el cazador decide no disparar a un blanco de gran valor, el objetivo de su acción, de su abstención, es evitar el fracaso. Abstenerse es, precisamente, no buscar un éxito de primer orden. Sin embargo, el abstenerse posee un objetivo propio: como ya se ha señalado, evitar el fracaso.5

4 Se plantean aquí cuestiones interesantes acerca de las prácticas y los objetivos constitutivos de campos tales como el de la caza. ¿Podría decirse correctamente de alguien que caza si para nada le preocupase el éxito de sus disparos? ¿Estaría jugando al ajedrez alguien que no preten-diese ganar? ¿Existe algo así como un automatismo de la práctica, de for-ma que se pueda actuar mecánicamente, sin que el sujeto se encuentre realmente comprometido con la actividad que realiza? Tal vez recono-ciendo la existencia de grados de seriedad en el compromiso del agente puedan afrontarse adecuadamente dichos problemas. 5 [Nota del traductor]: El Imperativo Epistémico Estándar: cree aquello, y solo aquello, que sea verdadero, es decir, cree la verdad y evita el error; justifica dos políticas epistémicas que no siempre coinciden. Es usual que, si el objetivo cognitivo básico es alcanzar la verdad a secas

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Tómese, por tanto, la actuación del cazador al abstenerse, una actuación que tiene éxito porque evita el fracaso en el nivel de ejecución (o de base). Dicha actuación logra su obje-tivo. ¿Es, por tanto, apta? De acuerdo con nuestro modelo: sí. Tal es la respuesta que tenemos que dar. Después de todo, dicha abstención es una actuación con un objetivo propio, que alcanza ese objetivo, y que, al hacerlo, manifiesta una cla-se específica de competencia.

¿Qué pasaría si se tratase de un disparo que, de forma ob-via, el cazador debiese haber realizado? ¿Qué pasaría si, abs-teniéndose, cometiese un error gravísimo? ¿Cómo evitar el desagradable resultado que parece seguirse, el hecho de que la abstención sea apta, y de que, pese a ello, se trate de algo que resulte obvio que no debía haber ocurrido? En dicho su-puesto, tal vez la abstención sea apta solo en un sentido

(adquirir el mayor número posible de creencias verdaderas), los niveles de escrutinio se resientan. Por otra parte, una cautela excesiva parece conllevar la reducción, a veces drástica, del número de creencias verda-deras. La tensión entre ambos «valores» epistémicos es un tema recu-rrente en la epistemología contemporánea, desde William James y su «The Will to Believe». Un locus classicus de este problema se encuentra en Roderick M. Chisholm (1989), Theory of Knowledge (New Jersey: Prentice-Hall International), pp. 13-17.

Sosa señala que tanto precipitación como prevención son formas de incompetencia epistémica. Quien se precipita al creer puede acertar, pero su acierto es casual. Quien, con el fin de no equivocarse, suspende el juicio cuando no hay razones de peso para hacerlo, evita el error al alto precio de perder la verdad. Podría decirse que, para Sosa, la finalidad cognitiva prioritaria es alcanzar la verdad con conocimiento. En este sen-tido, su jerarquía epistémica es análoga a la de Descartes, quien, pese a lo que suele decirse, no considera que la política de suspensión del juicio con la que se abren las Meditaciones (política de acuerdo con la cual el Meditador, más que renunciar a sus creencias de primer orden, se limita a retirar su asentimiento racional o reflexivo a las mismas) sea un fin en sí mismo (o, al menos, un mal menor), sino un medio para adquirir cono-cimiento reflexivo de alto orden, un medio cuyo valor se deriva en exclu-siva de dicha finalidad. De este modo, y a diferencia de lo que sucede en el caso del pirronismo, la suspensión del juicio no solo no es un estado inherentemente deseable, sino que, como política solidificada, puede tra-tarse o de una forma de incompetencia o, incluso, de mala fe epistémica: de una variedad de prevención que impida el reconocimiento de juicios racionalmente indudables.

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restringido, careciendo de una forma más amplia de aptitud. Vale la pena explorar esta posibilidad.

Imaginemos que Diana se ve forzada a optar entre dispa-rar y abstenerse de hacerlo. Si decide disparar, sus habilidades en el tiro con arco entran en juego. Si el resultado de su ejer-cicio es un disparo acertado, su actuación, su disparo, mani-fiesta su competencia en sentido restringido, y, en consecuen-cia, es apta en sentido restringido. Pero esto es compatible con que su decisión de disparar sea incompetente, bien por descuido inconsciente o, simplemente, por desconocimiento o error respecto a la situación o a sus habilidades.

Esta narración explicita un sentido en el que un disparo que es apto de forma restringida es, sin embargo, objetable desde una perspectiva más amplia. La cazadora que se abstie-ne de disparar cuando es obvio que debería hacerlo fracasa con su actuación de abstenerse. Su abstención evita un fraca-so en la ejecución (en la base). Pero no por ello deja de ser deplorable.6

Variedades de aptitud

Una actuación es apta si su éxito manifiesta una compe-tencia asentada en el agente (en condiciones adecuadas rele-vantes). No importa lo frágil que sea dicha competencia, o lo frágiles que sean las condiciones adecuadas, en el momento en el que el agente realizó su actuación.7 De este modo, una

6 Restrinjo mis apreciaciones al área de la caza, donde evaluamos los disparos en la medida en que son buenos disparos de caza. Tratar de impresionar a una novia o de estrechar vínculos con un pariente millona-rio, son objetivos irrelevantes en la evaluación de un disparo en tanto que buen disparo de caza. Aunque, por supuesto, son relevantes para evaluar el disparo de acuerdo con otros criterios. 7 [Nota del traductor]: El concepto de fragilidad, o, mejor dicho, la posibilidad de que una actuación cognitiva sea frágil sin que por ello deje de constituir conocimiento («frágil» en el sentido de que, aunque no es el caso, tanto la competencia como las circunstancias de su ejercicio fácil-mente pudieron haber sido desafortunadas o defectuosas), es uno de los elementos básicos constituyentes de la epistemología de Ernest Sosa.

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actuación puede fácilmente no ser «meta-apta» porque el agente no sepa evaluar correctamente el riesgo, bien porque se arriesgue demasiado o porque no se arriesgue lo más míni-mo. Tal vez el agente no perciba el riesgo en circunstancias en las que debería ser más perspicaz, o responda al riesgo perci-bido de forma inadecuada, bien con temeridad ciega o con cobardía. Tal vez su actuación sea correcta en el nivel de eje-cución (de base), aunque la posibilidad de fracaso sea excesi-vamente alta. O tal vez se abstenga en condiciones donde di-cha abstención indica una actitud pusilánime.

Sea como fuere, se ha de distinguir la aptitud de una ac-tuación de su meta-aptitud. Cualquiera de ellas puede estar presente sin que lo esté la otra.

Por ejemplo: un cazador podría ser sumamente diestro en la elección de blancos y en la evaluación del riesgo, de forma que al disparar se pusiese de manifiesto su competencia en

Esto le permite concluir que, en vez de demostrar que no sabemos, lo que los escenarios escépticos modales muestran es que gran parte de nuestro conocimiento es frágil. Con ello, se reduce su capacidad destructiva, o, lo que es igual, se redefine el blanco del escepticismo radical: que no es nues-tro conocimiento animal, sino la seguridad de nuestro conocimiento.

Así, en A Virtue Epistemology, Sosa escribe:«La competencia o habilidad pertinentes, y la situación relevante

para su ejercicio, pueden ser lo suficientemente frágiles como para que la actuación sea insegura, pero, aun así, podría seguir tratándose de una actuación apta, de cuyo acierto el mérito fuese atribuible al sujeto. Cono-cimiento es simplemente esa actuación apta en el ámbito de la creencia. No necesita, por tanto, la seguridad de la creencia, pues esta última pue-de ser insegura en virtud de la fragilidad bien de la competencia del suje-to bien de su situación». E. Sosa (2007), A Virtue Epistemology. Apt Belief and Reflective Knowledge, Volume I (Oxford / Nueva York: Oxford Uni-versity Press), pp. 40-41. [La traducción es nuestra].

Por otra parte, la dicotomía fragilidad / seguridad pierde gran parte de su relevancia en Con pleno conocimiento, donde la reemplaza la rela-ción entre la cognición animal y los distintos niveles de conocimiento re-flexivo. Esto implica tanto una reconstrucción del significado del escepti-cismo como de las estrategias para afrontarlo: no se trata ya de reducir la probabilidad de los escenarios escépticos globales (de demostrar que hay conocimiento seguro), sino de justificar la atribución reflexiva de compe-tencias (de demostrar que podemos saber que nuestras creencias de pri-mer orden son aptas).

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ambos sentidos, y, sin embargo, que su disparo errase el blan-co, tratándose, por ello, de un disparo desacertado, y, en con-secuencia, no-apto. En este supuesto, el disparo sería meta-apto sin ser apto.

A la inversa: tal vez el cazador se arriesgue demasiado dis-parando a determinado blanco, dado el nivel de competencia que manifiesta (ha estado bebiendo) y las previsiones acerca de la fuerza del viento (el día es tormentoso). Sin embargo, pudiese ser que al disparar se halle justo por debajo del nivel de ebriedad que anula la competencia y que el viento se haya calmado por un momento, de modo que su disparo sea (gra-cias a un golpe de suerte) suficientemente apto. En este caso el disparo sería apto sin ser meta-apto.

El cambio de imágenes, el que hayamos pasado del mode-lo representado por el arquero de competición al ejemplifica-do por el cazador con arco, con la mayor libertad de la que este último dispone para elegir blancos y para seleccionar dis-paros, trae consigo la siguiente distinción:

Un disparo es apto si y solo si el éxito que logra, el que dé en el blanco, manifiesta la competencia de primer orden del agente, esto es, su habilidad como tirador.

Un disparo es meta-apto si y solo si es correctamente selec-cionado, esto es, si y solo si se ha corrido el riesgo adecuado, de forma que ello manifieste la competencia del agente para elegir blancos y seleccionar disparos.

Ni la aptitud es suficiente para la meta-aptitud, ni vice-versa. Ambos factores varían de forma independiente.

Cuando Diana lanza su flecha, su disparo puede ser tan-to apto como meta-apto. Cuando se abstiene de disparar, su abstención puede ser meta-apta, aunque, por supuesto, y dado que dicha abstención ni tan siquiera tiene como objeti-vo el éxito en el nivel de ejecución, no puede ser apta. No obstante, la abstención puede ser meta-apta en la medida en que se trata de una respuesta adecuada en cuanto al riesgo percibido, de una respuesta tal que manifiesta la meta-com-petencia de Diana cazadora.

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En ocasiones, el agente responde adecuadamente al ac-tuar a nivel de base, de forma que en dicho caso la actuación positiva es meta-apta. En otras circunstancias, la respuesta adecuada es la abstención, de modo que dicha abstención es meta-apta.

Parecería, incluso, posible que un disparo fuese tanto apto como meta-apto, y que, pese a ello, y en la medida en que no fuese apto por ser meta-apto, fuese de alguna manera inferior. De este modo, un disparo podría manifestar la competencia del cazador en la evaluación del riesgo, y ser el resultado de su habilidad como arquero ejercida en condi-ciones adecuadas, y, sin embargo, que su aptitud, en vez de manifestar la meta-competencia del arquero, delatase algún tipo de suerte. Diana podría evaluar aptamente el riesgo, pero, acto seguido, tirar una moneda para decidir si dispara.

Aptitud plena y conocimiento reflexivo

Las actuaciones alcanzan un estatus especial cuando son aptas a nivel de base, y cuando, además, su aptitud es el resul-tado de una estimación competente del riesgo. Supongamos que el proceso de evaluación del riesgo tiene como resul-tado que el agente sepa que su situación (tanto constitutiva como circunstancial) es favorable (donde una situación es favorable si el riesgo de fracaso es suficientemente bajo) para llevar a cabo una actuación. Si se cumpliesen estas condicio-nes, la aptitud de la actuación podría dejar traslucir su meta-aptitud, es decir, dicha aptitud podría explicarse de manera relevante en tanto que resultado del meta-conocimiento del agente de que el éxito y la aptitud de su actuación de primer orden son lo suficientemente probables.

Esto se aplica a actuaciones tales como las de un disparo que alcanza a su presa. Dicho disparo es superior, más admi-rable, y más razonablemente atribuible al sujeto, cuando, además de apto y meta-apto, es plenamente apto, apto por ser meta-apto. Esto sucede cuando, por ejemplo, la aptitud del disparo de Diana procede de su meta-competencia

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evaluando adecuadamente riesgos, de modo que la aptitud del disparo haga patente su habilidad para disparar apta-mente, habilidad de la que forma parte esencial su habilidad para evaluar bien el riesgo.

La aptitud admite grados. Por ejemplo: un disparo es más apto que otro si manifiesta una competencia más fiable. A determinada escala, el saque de un campeón de tenis podría no ser mejor que el de un aficionado, cuando la po-tencia y colocación del segundo es similar a las del primero. Sin embargo, desde otra perspectiva, el saque del campeón refleja su pericia en la pista, mientras que el saque casi idén-tico del aficionado es simplemente afortunado, no mostran-do habilidad alguna, o solo la más mínima. Es más, el saque del campeón manifiesta competencia a dos niveles. Muestra su habilidad puramente atlética para sacar con velocidad y colocación, y con porcentajes impresionantemente buenos. Pero también puede exhibir (y normalmente lo hace) su exce-lente selección de saques, su pericia para reducir sus inten-tos a saques con un porcentaje adecuado de éxito. El saque del aficionado fracasa en ambos niveles.

Los saques del campeón son aptos, meta-aptos, y plena-mente aptos (es decir, aptos por ser meta-aptos). Para que un saque tenga la propiedad de ser apto su éxito ha de acreditar una competencia asentada en el agente. El agente podría ser capaz (o no) de organizar todo este despliegue, aunque dicha planificación exigiría algo más que el simple ejercicio de la competencia de primer orden en él asentada. Como poco, el agente podría ser capaz de elegir cuándo y dónde ejercitar su competencia, mostrando en tal elección una mayor o menor destreza.

Lo mismo sucede en el caso del disparo del cazador con arco. Dicho disparo puede ser apto en la medida en que su éxito, su acierto, exhibe la competencia del agente en condi-ciones adecuadas relevantes (no hay viento, la luz es sufi-ciente, la distancia no es excesiva, y así sucesivamente). Pero el disparo, y su aptitud, también puede manifestar la meta-competencia del agente para elegir blancos y seleccionar dis-

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paros. Si este es el caso, no es accidental que el disparo se realice en condiciones específicas bajo las cuales la compe-tencia del arquero se adecúe a la tarea de dar en el blanco con un porcentaje de aciertos lo suficientemente elevado. En otras palabras, en dicho supuesto la percepción del riesgo por parte del agente es lo bastante competente, de forma que dicha competencia se muestra en su conocimiento de que el nivel de riesgo es el adecuado. A un nivel, el grado de aptitud del disparo depende del grado de competencia que su éxito pone de manifiesto. Pero, a otro nivel, la aptitud plena del disparo también depende de la meta-competencia acusada en su aptitud y su éxito. Una actuación es plenamente apta solo si su aptitud de primer orden se deriva de manera sufi-ciente de la evaluación realizada por el agente (aunque esta sea implícita) de su probabilidad de éxito (y, correlativamen-te, de su probabilidad de fracaso).

Aquí el agente se sitúa en un meta-nivel. Debe tomar en consideración la probabilidad de que su competencia se ha-lle (y permanezca) intacta, y de que las condiciones relevan-tes sean adecuadas (y permanezcan así). También debe eva-luar qué probabilidades hay de que en tales condiciones el ejercicio de su competencia resulte en éxito. Supongamos que el agente piensa que las probabilidades de éxito son lo suficientemente altas (y que el riesgo de fracaso es lo bastan-te bajo), que tiene razón, y que se encuentra bien informado, de modo que las probabilidades de éxito son tal como él piensa que son, y tanto su competencia como las condicio-nes son tal como él creía. Supongamos, además, que, de acuerdo con lo anterior, ejerce su competencia, y que, de esta forma, su disparo es, en grado suficiente, apto en virtud de su meta-competencia, es decir, en virtud de que tiene razón acerca de sus probabilidades de éxito, poniendo de manifies-to así su meta-competencia. En este supuesto, el disparo es más plenamente apto y más meritorio cuanto mejor se ajus-ten entre sí las piezas que hemos señalado.

Afrontamos así otro nivel de normatividad basado en la actuación. De nuevo, la normatividad epistémica es un caso

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particular en este sentido más complejo y sutil. El conoci-miento animal es creencia apta de primer orden. El cono-cimiento reflexivo es creencia animal refrendada aptamente por el sujeto. Ahora podemos ver que saber algo con pleno conocimiento exige que, además de disponer de conocimien-to animal y de conocimiento reflexivo, conozcamos algo con aptitud plena. Exige, por tanto, que el acierto de nuestras creencias de primer orden manifieste mucho más que las competencias animales y de primer orden que explican con suficiente fiabilidad la corrección (verdad) de las creencias producidas.

Nuestras creencias de primer orden fracasarían a este nivel si la meta-competencia relevante no las guiase adecua-damente. Dicha meta-competencia regula cuestiones tales como, si sobre el asunto que nos concierne, deberíamos for-mar tal o cual creencia, o si, por el contrario, tendríamos que suspender completamente el juicio. Únicamente en el su-puesto de que esta meta-competencia sea realmente operati-va en la formación de la creencia podrá esta alcanzar estatu-ra epistémica. El grado de aptitud de las creencias de primer orden depende del grado de fiabilidad de la competencia de primer orden que su éxito manifiesta. Es más, nuestras creencias de primer orden serán tanto más plenamente ap-tas cuanto más fiable sea la meta-competencia que su éxito también exhibe. Sin embargo, y en la medida en que lo que define al meta-conocimiento de que es suficientemente pro-bable que una creencia sea apta a nivel animal es el hecho de que la correspondiente meta-creencia manifieste en sí mis-ma la meta-competencia relevante del sujeto, dicha meta-competencia siempre se plasma en la creencia a través de su manifestación en la meta-creencia: a cierta distancia, como quien dice.

En cuanto actuaciones, las actuaciones plenamente aptas son, por lo general mejores que aquellas que tienen éxito sin ser aptas, y también que aquellas que, siendo aptas, no son plenamente aptas. El disparo apto con el que Diana mata a la presa es mejor, por apto, que aquel cuyo acierto se deba, más

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que a la competencia, a la suerte. Es más, se trata de un dis-paro mejor, más admirable, y más meritorio, en la medida en que dicho acierto también se deriva de su habilidad para ele-gir blancos y seleccionar disparos.8 El disparo de Diana es más meritorio en este caso que cuando se trata de un dispa-ro donde, aunque se manifiesta la competencia correcta bajo las condiciones que demanda una actuación acertada de pri-mer orden, lo que actualiza esa competencia es la suerte, y no la meta-competencia del sujeto.

De nuevo, la normatividad epistémica es un caso parti-cular de este modelo. La creencia apta, el conocimiento animal, es mejor que la creencia que cumple su objetivo, que es verdadera, sin ser apta. La creencia apta aptamente reconocida, el conocimiento reflexivo, es mejor que la mera creencia apta o simple conocimiento animal, espe-cialmente cuando el conocimiento reflexivo supervisa a la creencia de primer orden de modo que esta sea apta.9

8 Podría pensarse que uno ha de poseer cierto conocimiento de cómo funciona esta facultad o habilidad para que se le pueda atribuir adecuadamente el acierto de su ejercicio. Sin embargo, existe un tipo de «mérito» que también se aplica a sujetos no reflexivos, algo similar al mérito que atribuimos a un termostato por mantener caliente la ha-bitación. 9 De hecho, un conocimiento reflexivo adecuado siempre guiará (o ayudará a guiar) a la correspondiente creencia animal. Después de todo, este conocimiento reflexivo es adecuado en la medida en que satisface condiciones de coherencia, donde «coherencia» no solo se refiere a la coherencia lógica o probabilista de los respectivos contenidos de la creencia, sino a las relaciones de mutua justificación que hacen posible que tal coherencia se refleje adecuadamente en los contenidos. La cohe-rencia vertical, entre el nivel objeto y el meta-nivel, y viceversa, es un caso particular de coherencia como justificación mutua, y conlleva «supervi-sión» de la creencia animal por parte de la meta-creencia relevante (o, con otras palabras, implica que la primera se basa en la última). Conviene subrayar que la meta-aptitud de una creencia, de la que hemos dicho que se trata de un factor importante en su evaluación epistémica, exige ascen-so epistémico, es decir, nos obliga a ascender a una perspectiva lo sufi-cientemente buena en lo que concierne a la evaluación de potenciales actitudes de primer orden entre las que ha de optar el sujeto (se trate de una elección plenamente deliberada y consciente o de un procedimiento menos explícito). La coherencia entre actitudes de primer orden no es

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En dicho supuesto, la creencia es plenamente apta, y el sujeto sabe con pleno conocimiento.

suficiente. El sujeto ha de ascender a una posición desde la que pueda, bien con plena deliberación o menos explícitamente, sopesar el riesgo relevante, y optar en consecuencia. Obligatoriamente, dicho análisis in-cluye algún tipo de estimación de la situación y competencia(s) del sujeto, estimación que, a su vez, ha de realizarse adecuadamente para que el resultado sea una actuación de primer orden plenamente meritoria. Además, la susodicha evaluación es epistémica: se basa en criterios epis-témicos que determinan cuál es la respuesta adecuada, creencia o absten-ción, a la situación que se afronta.

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CA PÍT U LO DOS

Agencia epistémica

1. Actuaciones y creencias

Algunas actuaciones tienen como objetivo consciente al-canzar un resultado específico, como cuando el arquero diri-ge su disparo a un blanco. Otras tienen un objetivo en un sentido más amplio de la expresión, como cuando decimos que la función de los latidos del corazón es ayudar a que circule la sangre. Podría llamarse a las actuaciones cuyo ob-jetivo es específico (incluso si dicho objetivo no es conscien-te), «iniciativas». Dependiendo de si logran su «objetivo», tales actuaciones pueden evaluarse como correctas o inco-rrectas.

De este modo, una iniciativa dispone de un objetivo esen-cial, que le es inherente. Lo que, como resulta obvio, no quita que no pueda perseguir algún otro objetivo, externo a la ini-ciativa. Podríamos querer activar el interruptor mediante cierto movimiento de nuestros dedos. Con dicho movimien-to, lo que procuramos es activar el interruptor. Pero en nues-tro plan, la acción de activar el interruptor podría servir para un fin ulterior: podría ser que nuestro objetivo fuese encen-der la luz. Al encenderla, todavía podríamos estar haciendo algo más, como alertar a un merodeador, incluso aunque esta última acción no fuese evaluable en virtud de su grado de éxi-to. Al fin y al cabo, porque tampoco era lo que nos proponía-mos, que hayamos alertado al merodeador no es un «logro».

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Sin embargo, si en un caso así lo que pretendiésemos fue-se alertar al cómplice del merodeador, cierta relación de me-dio a fin articularía esta iniciativa con las otras: intentaríamos alertar al merodeador con la presencia de la luz, encender la luz mediante la activación del interruptor, activar el interrup-tor por medio de cierto movimiento de nuestros dedos. Es más, cuando la red de iniciativas tiene éxito las acciones in-tencionales resultantes también se articulan entre sí: alerta-mos (intencionadamente) al merodeador encendiendo la luz, encendemos la luz activando el interruptor, activamos el inte-rruptor presionándolo de cierta forma con nuestros dedos.

Es a tales actuaciones, a las que tienen un objetivo, a las que se aplica la estructura ADA (acierto, destreza, aptitud). Si las creencias son actuaciones de este tipo han de tener un ob-jetivo. Pero ¿tienen necesariamente las creencias un único objetivo? Podría ponerse en duda que la verdad, en particular, fuese en todos los casos su objetivo. Seguramente la verdad no es el objetivo exclusivo de la creencia. Al fin y al cabo, exis-te una forma de pensar conforme a nuestros deseos cuyo pro-pósito es la tranquilidad intelectual del sujeto. Por ejemplo, se dice que sobrestimamos sistemáticamente nuestros méritos personales. Las creencias de esta clase podrían buscar nues-tra satisfacción sin tener en cuenta la verdad, de forma que en muchos casos esta última no solo no fuese el objetivo de la creencia, sino tan siquiera uno de sus objetivos.

Tal vez la creencia se encuentre necesariamente orientada hacia la verdad. ¿Podría tratarse esta de un objetivo intrínseco a la creencia misma? Podría ser, con independencia de qué otras metas persiga el sujeto al creer. A fin de cuentas, siempre se puede evaluar una creencia conforme a su verdad (positiva-mente) o falsedad (negativamente), y, de cualquier actuación que sea positivamente evaluable en virtud de la consecución de un determinado estatus, puede decirse, analíticamente, que «aspira» a ese estatus. Sin embargo, cuando señalo que el único objetivo de una creencia podría ser la tranquilidad, de forma que la verdad para nada fuese un valor al que aspira, lo que quiero decir es algo mucho más sustancial.

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La idea de que la verdad no es el objetivo de la creencia no se ajusta bien a la concepción del conocimiento como creen-cia apta, es decir, como creencia cuyo acierto manifiesta la competencia del sujeto. Una creencia ilusoria puede alcanzar su objetivo: la satisfacción del sujeto, y, por ello, poner de ma-nifiesto la destreza del sujeto para hacerlo, sin ser verdadera. Lo que, en la medida en que implica que una creencia puede ser perfectamente apta sin ser conocimiento, parece refutar la epistemología de virtudes de la estructura ADA. Afortunada-mente, no es dif ícil superar este problema.

Al creer, podríamos o no estar tratando de alcanzar la ver-dad. Aquellas creencias que no lo pretendan no pueden cons-tituir conocimiento. Incluso cuando dichas creencias cum-plen aptamente sus objetivos, el que así lo hagan no las convierte en conocimiento. Por tanto, las creencias constitu-yen conocimiento únicamente cuando el sujeto procura lo-grar la verdad, lo que no siempre sucede. Podría objetarse que un escéptico cuyo objetivo consciente fuese la suspensión del juicio podría, pese a ello, saber que, al dejar la acera, se le está echando un camión encima. Cierto, pero un caso así deja de suponer un problema en cuanto consideramos que alguien podría esforzarse a nivel consciente en lograr X cuando, de forma más profunda e inconsciente, a lo que aspira es a lo contrario. No parece tratarse de un supuesto más inverosímil que el del individuo que, lleno de prejuicios, niega de forma consciente y sincera tenerlos.

Aquellas creencias cuyo único objetivo es bien la tranqui-lidad bien cualquier otra finalidad pragmática, no se encuen-tran adecuadamente guiadas por la competencia epistémica para alcanzar la verdad. Dicha competencia tampoco ejerce su función con suficiente corrección epistémica en el caso de aquellas creencias donde el peso de los objetivos pragmáticos es mucho mayor que el de la verdad. Podría suceder, por ejemplo, que cierta creencia fuese impermeable al peso total de las evidencias relevantes de las que dispone el sujeto. Si, pese a ello, la creencia fuese correcta, ese hecho no manifes-taría competencia epistémica. (Como tampoco tendría por

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qué manifestarla si, en cierto sentido, y en la medida en que es obvio que, cuando es verdadera, una creencia es positivamen-te evaluable como verdadera, la creencia aspirase de forma automática a la verdad. Que ese sea el objetivo automático de una creencia no es suficiente para convertirla en candidato al conocimiento, a no ser que, además, el sujeto pretenda alcan-zar la verdad de un modo más sustantivo).

Tales iniciativas no tienen por qué ser conscientes. Los prejuicios, positivos o negativos, no siempre son conscientes, pero no por ello dejan de incluir intenciones e iniciativas. La parcialidad de un juez olímpico a favor de su etnia puede ser desmedida, tanto como su animadversión hacia los competi-dores de otros grupos étnicos. El juez puede negar sincera-mente esos prejuicios, y, pese a ello, que una cuidadosa com-paración con el resto de los jueces a lo largo de décadas revele una pauta definida y estable, una cuya explicación exija la presencia de dichos prejuicios de base.

En consecuencia, las creencias pueden encontrarse sub-consciente o inconscientemente sesgadas, de modo que las orienten consideraciones epistémicamente defectuosas. Por ejemplo, puede aflorar una pauta que indique una fuerte par-cialidad a favor del grupo al que se pertenece, acompañada de una indiferencia absoluta a evidencias perfectamente conoci-das y enormemente relevantes. La desatención a los hechos podría ser de un extremo tal como para que resultase obvio que cuando el sujeto en cuestión forma creencias sobre deter-minado tema en nada valora y para nada atiende a la verdad. El ejemplo del juez olímpico es tan solo uno de tantos.

Supongamos que lo que se pretende es obtener la verdad respecto a p, y que el medio para lograrlo es creyendo que p. Solo así se puede alcanzar conocimiento por medio de la creencia. Aunque, evidentemente, sería más estricto decir que es nuestra iniciativa la que obtiene la verdad, y que lo hace alcanzando su objetivo de una forma tal que exhibe com-petencia epistémica.

Dichas iniciativas epistémicas conforman un subcon-junto de las actuaciones que caen bajo la estructura ADA.

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Las actuaciones con un objetivo poseen dicha estructura, estructura de acuerdo con la cual una actuación será acer-tada o tendrá éxito solo si alcanza su objetivo. Por tanto, tiene que existir algo que sea el objetivo de la actuación. Las actuaciones que nos interesan son, entonces, aquellas que tienen un objetivo esencial, el objetivo que identifica a una actuación dada como una iniciativa específica.1

Todo lo anterior nos lleva a señalar que cuando decimos que el conocimiento es creencia apta a lo que nos referimos es a una creencia de cierto tipo. Únicamente aquellas creencias cuyo propósito es alcanzar la verdad cumplen los requisitos. Y tales creencias son aptas solo de modo indirecto. Su aptitud se deriva de la aptitud de la iniciativa correspondiente: de la iniciativa para alcanzar la verdad. Es a esta a la que se aplica más directamente la estructura ADA.2

El próximo capítulo tratará el problema del valor del co-nocimiento. Pero antes debemos despejar algunas dudas res-pecto a las iniciativas epistémicas y el objetivo de la creencia.

1 Los componentes de la estructura epistémica ADA son acierto, destreza, y aptitud (es decir, acierto que manifiesta destreza). Una estruc-tura más amplia aplicable a las iniciativas de forma más general combina-ría logro (o éxito), destreza y aptitud (esto es, éxito que exhibe destreza). Una estructura todavía más general se aplicaría a las actuaciones con independencia de sus objetivos, o de si tienen alguno. Así, una actuación podría ser deplorable bien por su naturaleza o por sus consecuencias, de forma que este aspecto deplorable pudiese manifestar alguna disposi-ción desafortunada del agente, por ejemplo, un vicio. En este supuesto, la actuación sería peor que no-apta. Este aspecto deplorable sería atri-buible al agente de un modo análogo a cómo se atribuyen las creencias aptas al agente epistémico. Dennis Whitcomb ha desarrollado de forma tentativa esta generalización en trabajos de próxima aparición. 2 De forma alternativa, también podríamos introducir en este sub-conjunto actuaciones que no son iniciativas, entre ellas, creencias. Sin embargo, y dado que tales actuaciones podrían tener múltiples objetivos, la estructura ADA se aplicaría a ellas únicamente en relación con un ob-jetivo concreto. En tales situaciones, el conocimiento no sería tan solo creencia apta, sino creencia apta en función de la verdad, etc. Pero inclu-so así, resultaría útil considerar en qué medida, y en tales circunstancias, procuramos alcanzar la verdad creyendo tal como lo hacemos, y de qué peso disponen dicho objetivo y su consecución en la evaluación episté-mica de creencias de esta índole.

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2. Creer en pos de la verdad: diálogo con un crítico

Objeción: Supongamos que es cierto que el conocimiento exige que una persona aspire a obtener la verdad por me-dio de la creencia, de forma que esta crea para lograr la verdad (y no para alcanzar otro fin). Esto parece plausible. Sin embargo, puedo imaginarme un caso problemático. Supongamos que mi primo Vinny ha sido acusado de un crimen terrible. No puedo soportar la idea de que sea cul-pable, y quiero consolarme creyendo que no lo es. Visito a mi primo, y le digo: «Por favor, ¡dime que tú no lo hiciste!». Pero me responde: «Lo siento mucho, pero soy culpable». Involuntariamente formo la creencia de que es culpable. Parece que, a través de su testimonio, sé que es culpable. Pero, al preguntarle, mi intención era que me tranquiliza-se, y no llegar a la verdad creyendo en su culpabilidad.

Respuesta: Es necesario distinguir entre tu intención al preguntar y tu intención al creer. Además, la expresión «pre-tender consolarse creyendo que p» es ambigua. Con ella, pue-den querer decirse dos cosas. En un sentido, que se adapta a la historia de Vinny, se corresponde con el siguiente esquema:

S pretende X mediante Y si y solo si el objetivo de S es lograr X por medio de Y.

En este primer sentido, S no necesita realmente hacer Y para que su objetivo sea lograr X por medio de Y. En otro sentido, sin embargo, es un esquema diferente el que recoge el significado de ‘pretender X mediante Y’ (donde, para que el significado de la expresión sea más claro, deberíamos poner una coma entre ‘X’ y ‘mediante’):

S pretende X, mediante Y, si y solo si S hace Y en vistas a lograr X.

Esto último exige que S realmente haga Y, y que lo haga en vistas a lograr X, como un medio respecto a X. Para que esto suceda no es, sin embargo, necesario que conscientemente ha-gamos Y para lograr X. Uno puede hacer Y en procura de X

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sin haberlo planeado previamente, o, incluso, sin que haya fi-nalidad consciente alguna en la realización de Y. Basta con que, aunque de forma inconsciente, el objetivo del sujeto sea X, de tal modo que dicho objetivo sirva de base racional de Y. Tampoco parece correcto presuponer que, en todos los casos, una razón operativa equivale a una razón que motiva eleccio-nes o decisiones voluntarias.

Puede suceder que la proposición de que tu primo es cul-pable suscite tu asentimiento sin que existan deliberación y decisión explícitas por tu parte, y que, pese a ello, dicho asen-timiento se base en razones: razones (entre las que se incluiría su testimonio) que pueden conllevar un ejercicio tal de agen-cia epistémica que haga de ti un buscador de la verdad en lo que respecta al asunto que te concierne. Para que alguien vaya tras la verdad se requiere el ejercicio de competencia y de agencia epistémica en la formación de sus creencias.3 Y es po-sible formar racionalmente creencias, aunque dicho proceso no sea ni deliberativo, ni voluntario, ni tan siquiera consciente.

Objeción: Mi preocupación ahora consiste en que, si tie-nes razón, y nuestras iniciativas pueden ser involuntarias, inconscientes y carentes de intención, entonces basta con que creamos algo (a diferencia de, por ejemplo, que desee-

3 Para ejercer agencia, ¿debe uno hacer algo motivado por alguna razón (independientemente de si se hace voluntariamente, por elección, o de forma consciente)? ¿No podríamos actuar arbitrariamente (sin tipo alguno de motivación racional), y, sin embargo, practicar la agencia? Pero entonces ¿qué permitiría distinguir ambas clases de acción inmotivada: la que incluye y la que, tal como sucede cuando reposamos acostados del lado izquierdo de nuestro cuerpo, sin que lo hayamos elegido así, ni haya-mos pensado en ello, ni lo hayamos hecho por razón motivante alguna, no incluye agencia? En el caso anterior, siempre podríamos hacer algo diferente a voluntad, pero este hecho parece insuficiente para explicar la agencia. Este problema se presenta para la agencia en general, y no solo para la agencia epistémica. Aquí dejo sin explicar la agencia, limitándome a suponer que sea cual fuere la explicación correcta de la agencia, en ge-neral, también dará debida cuenta de la agencia epistémica, en cuanto ejemplo particular de aquella. Para nuestros propósitos, es suficiente el siguiente principio: Hacer algo por una razón motivante es un ejercicio de agencia.

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mos creerlo, o de que finjamos que lo creemos), para que esto por sí solo nos garantice que, procediendo así, en el ánimo del sujeto está alcanzar la verdad. Si esto fuese así, parecería como si toda esta conceptograf ía sobre las ini-ciativas, aunque filosóficamente interesante, no jugase pa-pel alguno en epistemología.

Respuesta: El origen y la conservación de muchas creen-cias es epistémicamente cuestionable: pienso, por poner el caso, en las creencias producto de la mala fe, en aquellas de-nunciadas por la Teoría Crítica, en las proyecciones psicoló-gicas y creencias infantiles que Freud atribuye a quienes tie-nen creencias religiosas, o en creencias cuyo origen es el amor, la amistad o el parentesco, más que el hecho de que se adecúen a la totalidad de las evidencias a disposición del suje-to. Lo que tengo en mente son casos en los que el sujeto hace caso omiso de las pruebas. (Tampoco supondría un problema a nivel epistémico el que todas las creencias estuviesen prag-máticamente condicionadas, siempre que no hubiese distor-sión epistémica, y que se concediese a los factores epistémi-cos su peso correcto). Así pues, una creencia puede proceder de causas, o incluso de razones, que no son epistémicas. To-memos en consideración tal creencia, una motivada por razo-nes pragmáticas. Por mucho que también la motiven razones epistémicas, dicha creencia podría no ser un ejemplo de bús-queda de la verdad, en el supuesto de que el sujeto creyese con indiferencia absoluta respecto a las evidencias.

Objeción: Concuerdo contigo en que hay creencias cuya posesión obedece a razones no-epistémicas (o que se en-cuentran tan motivadas por ellas que el sujeto no presta suficiente atención a los hechos). Sin embargo, ninguna creencia de este tipo (sea o no verdadera) puede manifestar competencia epistémica alguna. Lo que me lleva a pensar que, tal vez, el tipo de iniciativa relevante en epistemología es aquella que no solo incluye creencias, sino creencias competentes. Si esto fuese correcto, las cláusulas relativas a las iniciativas serían epistémicamente redundantes (se

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encontrarían ya ahí, implícitas en el requisito de compe-tencia), por mucho que, de algún modo, clarificasen la na-turaleza de la competencia epistémica. Por otra parte, las iniciativas recuperan la agencia epistémica, lo que permi-tiría contrarrestar una objeción frecuente a una epistemo-logía de virtudes que otorga un protagonismo especial a la competencia epistémica fiable.4

Respuesta: Parece que al fin nos vamos acercando.

Sin embargo, hay buenas razones para introducir las ini-ciativas. Si la única razón por la que un individuo cree que p fuese su tranquilidad, dicha creencia sería apta en el supuesto de que la obtención de ese fin manifestase la competencia del sujeto. Sin embargo, no es así cómo se adquiere conocimien-to. Por lo que disponemos de un contraejemplo a la teoría de la mera aptitud.5 De un contraejemplo que nos obliga a reco-nocer que una creencia puede ser apta sin ser conocimiento, y que, en consecuencia, las creencias son aptas de modo rele-vante únicamente si se trata de iniciativas cuyo objetivo es al-canzar la verdad. Es conveniente subrayar explícitamente que esta condición se encuentra tácitamente contenida en nuestra explicación del conocimiento animal como creencia apta. En todo caso: para ser conocimiento, la creencia ha de ser apta en

4 [Nota del traductor]: La característica distintiva del fiabilismo es considerar que basta con que el mecanismo de generación de creencias sea fiable, es decir, con que proporcione resultados verídicos, aunque el sujeto desconozca dicha fiabilidad, o, aunque no pueda tener acceso a ella, para que una creencia cuente como conocimiento. La fiabilidad del proceso es condición suficiente tanto de la justificación de la creencia como, por consiguiente, de que esta constituya conocimiento. Lo que sig-nifica que, en lo que respecta a ambas dimensiones epistémicas, el papel que desempeña el agente (y la reflexión) es, de acuerdo con esta perspec-tiva, nulo.

En este texto, Sosa se preocupa en subrayar su distancia (no de gra-do, sino de género) del fiabilismo. No es de extrañar, por tanto, que su posición se haya convertido en blanco del fiabilismo. Confróntese, por ejemplo: Hilary Kornblith (2012), On Reflection (Oxford: Oxford Univer-sity Press), pp. 14-41. 5 La teoría de la mera aptitud es la que señala que el conocimiento es creencia apta (y nada más).

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tanto que iniciativa a favor de la verdad. Otro punto (conecta-do con este) que merece la pena poner de relieve es que una única actuación podría tener varios objetivos independientes, y que, por ello, una creencia específica podría aspirar tanto a la verdad como a la tranquilidad. En dicho supuesto, solo con-tará como conocimiento la aptitud de la creencia en tanto que iniciativa en pos de la verdad.

Me atrevo a decir más: una creencia puede tener como fin la verdad sin tan siquiera ser competente.

Bastaría para ello con que la guiase la meta-creencia de que se trata de una creencia competente, y con que lo hiciese de tal modo que si el sujeto se hubiese convencido de lo con-trario no habría actuado así: creyendo. En estos casos, podría-mos creer para alcanzar la verdad, aunque creer no fuese el medio adecuado para obtener dicho objetivo.

Las creencias sin competencia no son aptas. ¿Es necesario que, al menos, sean meta-aptas? Tampoco, pues puede suce-der que el agente epistémico se equivoque sobre su situación y su competencia epistémicas de primer orden, y que, por tanto, no sepa qué influencia real tienen estas en la probabili-dad de acierto. Su intento de sopesar el riesgo epistémico de primer orden puede ser un completo fracaso. Lo que, sin em-bargo, es compatible con su intención de acertar. El sujeto puede, honestamente, tener esa intención. Puede ocurrir, in-cluso, que no exista contradicción alguna entre su intención consciente y sus propósitos a nivel inconsciente. En resumen: puede querer alcanzar la respuesta correcta respecto de una cuestión de primer orden, y, con todo, fracasar: fracasar por-que juzga mal su situación y su competencia.

Parece posible, entonces, que estemos buscando la verdad incluso cuando no asignamos el peso correcto a las evidencias relevantes de las que disponemos. Al menos, podemos desear la verdad (desear alcanzar la respuesta correcta sobre deter-minado tema), por mucho que fracasemos en la evaluación del riesgo relevante. Puede que estimemos mal el riesgo im-plícito al aventurar una respuesta. Podríamos no saber valorar adecuadamente nuestras situación y competencia en relación

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con un tema. Puede que creamos que el riesgo es aceptable, y que nos aventuremos a dar una respuesta, en circunstancias que imposibiliten una respuesta competente. Así, también a nivel reflexivo se forman creencias no aptas (respecto al ries-go relevante de primer orden). Y, pese a todo, obtener la ver-dad puede ser nuestro más preciado empeño. Tal vez, lo que suceda es que al estimar el riesgo no estemos lo suficiente-mente informados, aunque la desinformación no siempre su-ponga una falta por nuestra parte, ni tan siquiera indiferencia respecto a la verdad. Recurriendo a casos extremos, lo que puede pasar es que seamos cerebros en una probeta, o vícti-mas de cualquier otro escenario escéptico radical. Y, sin em-bargo, y hasta en dichos supuestos, todavía podemos ser in-vestigadores puros, investigadores que, pese a perseguir la verdad por encima de cualquier cosa, tenemos, por la razón que sea, la desgracia de no creer de forma competente.

En cualquier caso, nada de lo que he dicho hasta ahora responde a tu preocupación, que es, no si la competencia epistémica es necesaria para la búsqueda de la verdad, sino si es suficiente. Supuesta dicha suficiencia, la condición adi-cional de que se trate de una iniciativa en pos de la verdad es superflua. El conocimiento es creencia apta; la creencia es apta solo si es epistémicamente competente, y epistémica-mente competente únicamente si procura la verdad. Así, que el conocimiento exige la búsqueda de la verdad se sigue direc-tamente del núcleo de la teoría. Esto resulta suficientemente plausible, aunque no veo en ello razón alguna para preocu-parse. Lo único que de aquí se deduce es que la condición exigida, condición cuya presencia se puede demostrar de for-ma independiente, se deriva ya, afortunadamente, de la pro-pia teoría.

Objeción: Y, sin embargo, todavía me cuesta aceptar que la iniciativa epistémica sea una condición necesaria para el conocimiento. Imagina el caso de Friedrich, cuya meta es ejercitar sus poderes intelectuales mediante la for-mación de creencias. Friedrich piensa que esta gimnasia intelectual es estéticamente agradable, que se trata de un

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modo excelente de mantener en forma su vida cognitiva mediante ejercicios intelectuales estimulantes. Su meta no es alcanzar la verdad, por medio de la creencia. Friedrich adiestra así sus capacidades, que son formidables: agude-za en la intuición, precisión lógica, memoria prodigiosa, una capacidad hercúlea de concentración; todas ellas tra-bajando al unísono. No es de extrañar, por tanto, que el número de creencias verdaderas que forma sea enorme.

Pienso que las creencias de Friedrich constituyen cono-cimiento. Lo que pone en tela de juicio el requisito de un propósito sustantivo de lograr la verdad (lo que has llama-do «iniciativa»). Lo sé: vas a decirme que existe la posibili-dad de que ese propósito sea inconsciente, involuntario, y sub-personal. Pero, sinceramente, no creo que así se preser-ve mucha agencia epistémica.

Respuesta: Lo primero es recordarte que las razones pueden operar de forma subconsciente sin que eso implique privación de agencia epistémica. No se necesita la delibera-ción consciente. De hecho, gran cantidad de nuestra vida activa se desarrolla sin que existan deliberación o reflexión premeditadas. (Otra cosa es la dimensión sub-personal; dimensión a la que ni siquiera un análisis profundo puede traer a la superficie).6

En lo que concierne más específicamente a Friedrich: su objetivo no es la verdad como un fin en sí misma. Sin embar-go, ¿no es evidente que, en la medida en que realmente ejerci-ta su competencia epistémica, tiene que estar buscando la verdad? Supón, a modo de comparación, que, aunque carece del más mínimo interés en dar en la diana, le apetece ejercitar su destreza como arquero. ¿Puede ejercitarla sin apuntar al blanco? ¿No es parte consustancial del ejercicio de la compe-tencia con arco el que uno apunte a la diana? ¿Y no sucede lo mismo en lo que respecta a cualquier otra competencia?

6 [Nota del traductor]: Esta dimensión sub-personal será objeto de investigación en la sección 2 del capítulo ocho, «Más allá de la circu-laridad».

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Finalmente, todavía podemos recurrir a otra estrategia en defensa de la agencia epistémica, independientemente de que en ocasiones sea involuntaria y a menudo inconsciente: la formación de creencias competentes requiere, para ser po-sible, una competencia epistémica global, que no se reduce a las competencias modulares que proporcionan datos, como los que proporcionan, por ejemplo, los sentidos. Dichos da-tos son apariencias de la más diversa índole. Sin embargo, incluso no habiendo nada defectuoso en esas apariencias, con frecuencia tenemos que dar un paso más: debemos al-canzar una apariencia adicional y resultante a través del ejer-cicio de alguna forma de razonamiento, hemos de lograr al-gún tipo de equilibrio entre los distintos datos, bien por medio de la deliberación o reflexión conscientes, o de un modo más rápido y subconsciente. Como mínimo, hemos de ejercer nuestra capacidad para apreciar la ausencia de apa-riencias en contra, sean estas apariencias que socavan nues-tra posición o prejuicios que nos llevan a ignorar sus debili-dades. Esto último es un ejemplo de cómo se puede ejercer agencia racional, incluso cuando ese ejercicio es implícito. Se trata de un proceso de ponderación de razones, indepen-dientemente de lo rápido o implícito que sea. Nada que ver con la reacción automática que provoca el martillo de refle-jos del médico.7

3. Competencia, motivación, y agencia epistémica

Prestemos atención ahora a la esfera del razonamiento de medios respecto a fines. Hacer algo en vistas a un objetivo particular es hacerlo en razón de que (se piensa que) contri-buye a ese fin. Como ya se ha señalado, el razonamiento no tiene por qué ser explícito, de igual manera que el fin en

7 Incluso cuando modularmente las cosas aparentan ser de cierto modo, esto puede deberse al ejercicio de la agencia racional, siempre que sean razones las que nos llevan a otorgar nuestro asentimiento. Las razo-nes podrían ser testimoniales, inferenciales, basarse en la experiencia, etcétera.

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cuestión no tiene por qué ser el único fin relevante. Uno po-dría actuar de cierto modo con el propósito, no solo de que sus acciones contribuyan, aunque sea parcialmente, a la con-secución de un fin específico, sino de alcanzar otros objeti-vos sin relación con el primero.

Supongamos, por tanto, que alcanzar una creencia co-rrecta respecto a p no es lo único que perseguimos al creer que p. Imaginemos que nos auto-engañamos: que a lo que as-piramos es a creencias reconfortantes. Si, en tales circunstan-cias, alcanzásemos la verdad y, por ello, manifestásemos com-petencia epistémica, ¿sería nuestra creencia, conocimiento? La tesis de que la aptitud en pos de la verdad equivale a cono-cimiento implica una respuesta afirmativa:

Una creencia es conocimiento si y solo si es apta en lo que respecta a la consecución de la verdad, es decir, si y solo si su acierto manifiesta la destreza epistémica del sujeto.

¿Es esto correcto? En concreto: ¿Es dicha aptitud suficien-te para que haya conocimiento? Supongamos que tu inten-ción es creer correctamente, pero que el deseo de tranquili-dad predomina. Y predomina tanto como para que, en el supuesto de que percibieses un conflicto entre ambas aspira-ciones, prefirieses creer lo que quieres creer, y no tuvieses es-crúpulo alguno en olvidarte de la verdad. ¿Contaría todavía entonces tu creencia como conocimiento? Probablemente no, pero pienso que podríamos acomodar este ejemplo sin dema-siado esfuerzo. Después de todo, la preeminencia del deseo de comodidad eliminaría la competencia epistémica relevante. Eliminada esta, y, con ella, la aptitud epistémica, nos encon-traríamos con que, a diferencia de lo que pensábamos en un principio, este no es un caso en el que la creencia sea apta sin ser conocimiento.

Para disfrutar de competencia epistémica respecto a p, es necesario que el sujeto esté dispuesto a alcanzar la verdad sobre p en condiciones apropiadas. Si el deseo de comodi-dad predomina, y hay una probabilidad lo suficientemente alta de que entre en conflicto con el deseo de verdad, el su-jeto carece de competencia epistémica respecto a p. En estas

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circunstancias, y bajo la influencia de su deseo de comodi-dad, el sujeto podría, con demasiada facilidad, no acertar.

Pero ¿es esta la forma correcta de abordar el problema? ¿Cómo deberíamos enfrentarnos al factor señalado: al predo-minio del deseo de comodidad? ¿Es análogo a un viento próxi-mo que, aunque fácilmente podría haberse abatido sobre el campo de tiro, ha permanecido de facto alejado? De acuerdo con este modelo, mientras el dominio del deseo de comodi-dad no interfiera con el deseo subsidiario de alcanzar la ver-dad, la competencia epistémica del sujeto se manifiesta en el acierto de sus creencias, que son aptas, y, por tanto, conoci-miento.

Sin embargo, lo que un modelo alternativo señala es que el deseo de comodidad es, más bien, como una tormenta de vientos huracanados y tumultuosos que ya azota el campo de tiro. Incluso si se diese el caso de que la tormenta amainase súbitamente, y de que, por unos instantes, mientras la flecha se aproxima al blanco que acaba alcanzando, no le afectasen los vientos, sería muy dudoso que el acierto del disparo mani-festase la competencia del arquero. Quisiéramos decir que sí, que la manifiesta. Pero, tal vez, solo se trate de un disparo afortunado, pues ha sido una cuestión de suerte que el viento no afectase a la trayectoria de la flecha. La ruta de la flecha se despejó mientras esta se aproximaba, pero, en cada instante, solo por el tiempo justo para que la trayectoria completa re-sultase propicia.

También es sugerente el caso de la percepción de color. Imaginemos que, porque la iluminación es la adecuada, ve-mos una superficie roja. ¿En qué afecta a nuestro conocimien-to de que la superficie es roja el que, fácilmente, pudiese ha-berse tratado de una luz inadecuada? Diría que, siempre y cuando la luz sea buena, manifestamos la idoneidad de nues-tra vista al creer que la superficie es roja. Y que esto sucede incluso si, ignorándolo, las luces fácilmente pudiesen haber sido rojas, de forma que, contrafácticamente, también hubié-semos creído que la superficie era roja en condiciones donde la superficie fuese blanca y la luz roja. ¿Por qué no pensar que

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el predominio del deseo de comodidad responde a este mode-lo? Dicho deseo podría llegar a ser un problema. Lo sería, sin duda, en casos de conflicto. Pero, en ausencia de este, se man-tiene aparte, no interfiere con nuestra habilidad para respon-der de forma pertinente.

Pero, tal vez, un factor que pudiese interferir, se trate de un viento o de un deseo, reduzca nuestra competencia com-pleta en proporción inversa a su mayor grado de probabilidad.

Consideremos los siguientes dos casos, sobre los que plantearé una pregunta:

1. Disparas tu flecha al blanco A, alcanzándolo, en cir-cunstancias donde, sin tú saberlo, dicho blanco ejerce una atracción magnética poderosísima sobre la punta metálica de tus flechas. La atracción magnética es tal que, si en vez de disparar a A, hubieses disparado a un blanco próximo B, la flecha hubiese alcanzado, tal como en el caso actual, a A.

1a. Lo mismo que en el caso 1, más: fácilmente podrías haber disparado al blanco B, en vez de a A.

1b. Lo mismo que en el caso 1, más: no es probable que hubieses disparado a otro blanco que no fuese A.

2. Disparas tu flecha al blanco A, alcanzándolo, en cir-cunstancias donde, sin tú saberlo, dicho blanco fácil-mente podría haber ejercido una atracción magnética poderosísima (aunque, de hecho, no lo hace). La atrac-ción magnética hubiese sido tal (de haberse produci-do) que, si, en dichas condiciones, hubieses disparado a un blanco próximo B, la flecha hubiese alcanzado a A.2a. Lo mismo que en el caso 2, más: fácilmente po-

drías haber disparado al blanco B, en vez de a A.2b. Lo mismo que en el caso 2, más: no es probable que

hubieses disparado a otro blanco que no fuese A.¿En cuál de los dos casos, 1 o 2, es apto tu disparo? ¿En cuál

se trata de un disparo cuyo acierto manifiesta tu competencia? ¿Afecta el imán, en el caso 1, a tu competencia con el arco? Podríamos decir que tu habilidad (o competencia interna)

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permanece intacta, pero no tu competencia completa. Parece plausible señalar que, en ese campo de tiro y en esa competi-ción, el campo de fuerza suprime tu competencia completa para dar en el blanco. Supongamos que apuntas a la diana A, y que, evidentemente, aciertas. ¿Es tu competencia la causa de tu éxito? Por mucho que aquí haya lugar para la controver-sia, una cosa parece segura: que el acierto del disparo, acierto que se hubiese producido en cualquier caso: fueses o no un arquero diestro, no manifiesta claramente tu competencia. Tal vez, el acierto se encuentre sobre-determinado, y, por eso mismo, muestre tu competencia. Pero esta respuesta es poco prometedora. El papel desempeñado por el imán parece, más bien, preventivo. Después de todo, suprime la competencia completa relevante. Y si las malas condiciones te impiden ejercitar una competencia completa, tampoco puedes mani-festarla, lo que significa que tus disparos no pueden ser aptos. Si esto es así, tu disparo no manifiesta tu competencia com-pleta, y, por tanto, no es apto, con independencia de que el caso adopte la forma de 1a o de 1b.

¿Qué sucede en el caso 2? ¿Puede negarse que el disparo del arquero muestre su competencia? ¿Podemos, de forma plausible, recusar el mérito de su acierto? En este supuesto, que el imán hubiese podido (o, incluso, que fácilmente hubiese podido) ser operativo, resulta irrelevante. Siempre que no lo sea, el acierto del disparo evidencia competencia, y, por ello, es perfectamente explicable por y atribuible a la competencia ejercida por el sujeto. Este punto es cierto independientemen-te de que el escenario sea 2a o 2b.

Comparemos los casos anteriores con escenarios análo-gos de superficie-color:

3. La superficie es roja, pero, sin tú saberlo, también la luz es roja. De forma que, incluso si la superficie hubiese sido blanca, te hubiese parecido roja, y, en consecuen-cia, hubieses creído que es roja.3a. Lo mismo que 3, más: la superficie podría fácil-

mente haber sido blanca.

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3b. Lo mismo que 3, más: no es probable que la super-ficie hubiese sido de un color distinto al rojo.

4. Asumes correctamente que la superficie es roja, pero, sin tú saberlo, y sin que, si tal hecho hubiese ocurrido, hubieses dispuesto de indicio alguno que te lo sugirie-se, la luz podría fácilmente haber sido roja (aunque, de hecho, no lo es). Si, en tales circunstancias, la superfi-cie hubiese sido blanca, te hubiese parecido roja, y, en consecuencia, hubieses creído que es roja.4a. Lo mismo que en 4, más: la superficie podría fácil-

mente haber sido blanca.4b. Lo mismo que en 4, más: no es probable que la su-

perficie hubiese sido de un color distinto al rojo.¿En cuál de los dos casos, 3 o 4, es apta tu creencia? ¿En cuál

se trata de una creencia cuyo acierto manifiesta tu competen-cia? ¿Afecta la mala luz, en el caso 3, a tu competencia episté-mica? De nuevo, podríamos decir que tu habilidad (o compe-tencia interna) permanece intacta, pero no tu competencia completa. Parece plausible sugerir que la mala luz suprime tu competencia completa para creer correctamente. Supongamos que te preguntan de qué color es la superficie. Y que, como (de acuerdo con el escenario) no podría ser de otra manera, tu res-puesta es acertada. El acierto de la creencia, ¿manifiesta tu competencia? Podría decirse que sí, pero que no lo hace clara-mente. Para contrarrestar esta respuesta, podríamos recurrir, otra vez, a la posibilidad de que el acierto se encuentre de tal modo sobredeterminado que no suprima la manifestación de la competencia. Pero, repetimos, esta caracterización es inverosí-mil: la mala luz no asegura el acierto, previene el ejercicio de una competencia completa. Suprimida esta, no tiene sentido decir que la creencia acertada la manifiesta, lo que significa que las creencias relevantes no pueden ser aptas. Por tanto, en el caso 3, y porque no manifiesta la competencia completa del sujeto, la creencia no es apta, con independencia de que el caso adopte la forma de 3a o de 3b.

¿Qué pasa en el caso 4? ¿Puede negarse que la creencia del sujeto muestre su competencia? ¿Podemos, de forma plausi-

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competencia, motivación, y agencia epistémica 73

ble, rehusarle el mérito de su acierto? En este supuesto, que la luz hubiese podido (o, incluso, que fácilmente hubiese podido) ser inadecuada, es irrelevante. Siempre que de hecho no lo sea, el acierto de la creencia muestra competencia, y, por tanto, es perfectamente explicable por y atribuible al ejercicio de la misma. Lo que es cierto independientemente de cuál fuese el escenario instanciado, 4a o 4b.

Apliquemos los ejemplos previos a nuestro problema ini-cial: el del predominio del deseo de creencias reconfortantes. Supongamos que el anhelo de creer que p es poderosísimo, tanto que seguiríamos creyendo que p contra todas las eviden-cias. Supongamos también que las pruebas de las que dispone-mos establecen que <p>, y que, en consecuencia, creemos que p. En un supuesto así, ¿sabemos que p? Me parece un caso di-f ícil. Es verdad que creemos conforme a las evidencias, pero ¿por qué lo hacemos: porque hemos tenido la buena fortuna de que los hechos hayan coincidido con nuestros deseos, o porque, al reflexionar y configurar nuestra creencia, hemos otorgado a las pruebas el peso que racionalmente les corres-ponde? No está del todo claro. Sin embargo, el anhelo parece asemejarse más a una fuerza que, en la dinámica racional, nos impide dar a la evidencia el peso que le corresponde. A fin de cuentas, si todo hubiese hablado contra p, habríamos hecho caso omiso de las pruebas, sobre la base de motivaciones prag-máticas. Así, mi reacción personal es que, en el caso descrito, carecemos de la competencia epistémica que se exige para ir tras los hechos, lo que significa que tampoco podemos mani-festar dicha competencia cuando nuestra creencia es correcta. Me parece que este ejemplo cae en la misma categoría que el del disparo del caso 1, y el de la creencia del caso 3. El predo-minio del deseo de tranquilidad cancela la competencia epis-témica, del mismo modo que el campo magnético anula la competencia con arco en el caso 1 (donde, recordemos, lo que elimina es la competencia completa, no la competencia inter-na), y que la luz roja suprime nuestra competencia visual de colores en el caso 3.

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4. ¿Pueden las creencias justificarse pragmáticamente?

Todo lo anterior ha presupuesto que la respuesta a esta pregunta es afirmativa. Se ha asumido que, por lo menos, las creencias pueden derivarse motivacionalmente (y no solo causalmente) de consideraciones prácticas. Pero ¿es esta po-sición defendible?8

¿Puede ser racional que alguien crea algo en virtud de que con ello promueve sus objetivos (o, en todo caso, aque-llos de sus objetivos que sean apropiados)? ¿Dispone esta razón de algún peso? ¿Desempeña realmente algún papel en el proceso de deliberación práctica (consciente o incons-ciente) acerca de lo que deberíamos creer?

En contra: ¡Por supuesto que no! Razones epistémicas y ra-zones prácticas no pueden competir realmente. Una deli-beración del tipo sugerido arriba es imposible. Razones epistémicas y razones prácticas son inconmensurables. Ninguna dimensión racional contiene actitudes doxásticas cuya posición pueda fijarse en virtud de ambos criterios, el práctico y el epistémico, y de las razones a favor y en contra de acuerdo con los dos estándares. Por el contrario, lo que existe es una dimensión epistémica donde las razones epis-témicas son relevantes, y una dimensión práctica donde lo único relevante son razones prácticas. Pero tales dimensio-nes son tan independientes entre sí como lo es la excentri-cidad de la elipse respecto al área que delimita.

A favor: Tu respuesta no puede ser correcta. A fin de cuen-tas, hay personas a las que admiramos por su búsqueda desinteresada de la verdad, búsqueda que, en muchas

8 [Nota del traductor]: La crítica al voluntarismo doxástico directo (que uno pueda decidir creer a voluntad) ha sido parte importante de la agenda epistemológica actual desde el conocidísimo artículo de Bernard Williams, «Deciding to Believe». Confróntese Bernard Williams (1970), «Deciding to Believe», en Howard E. Kiefer y Milton K. Munitz (eds.), Language, Belief, and Metaphysics (Albany: SUNY Press), pp. 95-111.

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ocasiones, tiene que hacer frente a presiones sociales y a tentaciones enormes que podrían afectar negativamente a la investigación.

En contra: La investigación es una cosa, la creencia otra muy diferente. Sí, tanto los problemas que uno elige abordar como el vigor, la integridad y la profundidad con que los aborde, pueden involucrar acciones cuya racionalidad se vea afectada por consideraciones prácticas. Pero la creen-cia que uno adquiera al final de la investigación permanece incólume ante este tipo de contaminación. Alcanzado ese punto, solo la evaluación de las evidencias es pertinente.

A favor: Pero hay personas que no solo ganan nuestro respe-to por su hercúleo intento de descubrir cualquier dato re-levante para la solución de un problema, sino también por adoptar la creencia que se exige epistémicamente a la luz de las pruebas descubiertas.

Es más, creo que mi esquema podría dar cabida a tus preocupaciones. Bastaría para ello con que consideráse-mos los objetivos epistémicos como un subconjunto de los objetivos prácticos. Al enfrentarnos a la pregunta de si creer o no creer que p, puede motivarnos el deseo de al-canzar la respuesta epistémicamente correcta (o verdade-ra), y también el deseo de una respuesta reconfortante. Estos deseos pueden entrar en conflicto, obligándonos a optar entre la verdad y el confort.

En contra: Pasas por alto algo importante. Olvidas que ca-rece de sentido suponer que, con el objetivo de alcanzar la verdad sobre p, podamos llegar a creer que p a partir de una decisión basada en el argumento de que dicha creen-cia es el medio adecuado para alcanzar la verdad sobre p. El problema estriba en que un argumento de esta índole asume la siguiente forma: El objetivo que me propongo es O. M es un medio de lograr O. Por tanto, haré M. ¿Cómo no evitar la sospecha de que el argumento es trivial, de que, aceptando la premisa de que creer que p es el medio

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para lograr una creencia verdadera sobre p, ya estamos creyendo la conclusión, y de que, por consiguiente, esta no es independiente de la premisa, se encuentra ya contenida en ella?9

A favor: Esta objeción tiene muchísimo peso, pero creo que no es concluyente. Vislumbro un modo de afrontarla. Permíteme que intente describirlo, y que, mientras tanto, trate de desarrollar la perspectiva a la que nos abre.

Supongamos que nos encontramos dentro de un vehículo que se mueve a lo largo de una trayectoria fija. Estipule-mos esto: que tenemos cierto control del vehículo, en con-creto, que podemos hacer que el vehículo continúe su tra-yectoria predeterminada T hasta que alcance su punto de destino D, o que, por el contrario, podemos, en determi-nadas intersecciones, desviarlo, haciendo que se dirija a otros destinos: D1,… Dn. Supongamos que, en cada inter-sección, podemos ejercitar nuestro razonamiento prácti-co, y decidir si desviamos o no el vehículo. E imaginemos que dichas decisiones son adecuadamente evaluables sobre la base de la calidad de los respectivos silogismos prácticos. No deja de ser un hecho susceptible de evalua-ción práctica el que en cada intersección Ii prosigamos la trayectoria T, dado que es el resultado de que hayamos evitado tomar la trayectoria Ti. No importa que, porque no está bajo nuestro control directo el tomar la trayec-toria T, esto no sea pragmáticamente evaluable. T es la trayectoria por defecto (predeterminada), aquella que tomará el vehículo a no ser que intervengamos. No requie-re acción positiva alguna por nuestra parte. Pero sí nega-tiva: «tomamos» la trayectoria T en la intersección Ii, en la medida en que evitamos tomar la trayectoria Ti.

9 [Nota del traductor]: No aceptamos una creencia después de aceptar que es verdadera (y porque aceptemos que es verdadera). Entre la premisa y la conclusión no hay espacio alguno, y, en consecuencia, no hay espacio para un porqué. Adoptamos una creencia al aceptar su verdad: creer que p equivale a creer que es verdad que p.

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Pensemos, por poner el caso, en un barco que se mueve a favor de la corriente en un canal, un barco cuyo piloto está a cargo de un timón que solo se desbloquea para desviar la embarcación hacia un canal secundario. Este ejemplo nos ayuda a comprender mejor en qué medida la práctica afecta a nuestras creencias, y en qué sentido puede eva-luarse pragmáticamente la racionalidad ejercida en la preservación y adquisición de las mismas.

La motivación de quien busca desinteresadamente la ver-dad, o, incluso, de quien, alcanzado el punto final de su in-vestigación, adopta una determinada creencia, puede ser práctica en el siguiente sentido. El sujeto puede estar tenta-do (consciente o subconscientemente) a influir en su creen-cia en virtud de la tranquilidad que le proporciona (por li-mitarnos a citar un ejemplo de consideración práctica). Pero, en este caso, evita que sus deseos afecten a la creen-cia, motivado «desinteresadamente» por el propósito de que su creencia sea correcta, de creer la verdad. No se ne-cesita acción positiva alguna por parte del sujeto para for-mar la creencia. Únicamente el ejercicio adecuado de la competencia epistémica explica su adquisición y preserva-ción. Es más, la competencia epistémica, en sí misma, no es el resultado de una acción por nuestra parte: no es institui-da por medio de un silogismo práctico, positivo y directo, de un razonamiento de medios respecto a fines. La razón ya se ha dado arriba, en boca de nuestro crítico: la conclusión de ese razonamiento ya estaría contenida en la premisa. Por el contrario, es la competencia epistémica la que da lugar a creencias, aunque no por medio de decisiones o silogismos prácticos. Se concluye que, en cierto sentido, desempe-ñamos un papel pasivo, que no es directamente activo, en el proceso de formación de nuestras creencias. Sin embar-go, esas creencias están bajo nuestro control. ¿Cómo son posibles ambas cosas? ¿Cómo podemos ser responsables de creencias que el mecanismo epistémico nos impone, que responden a un orden autónomo de razones? ¿Cómo pode-mos ser al mismo tiempo «agentes» y «racionales»?

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Recordemos al piloto de río cuyo barco se mueve con la corriente a lo largo de un rumbo fijo R. El rumbo no es el resultado de acción positiva alguna por su parte. Ni es necesaria una decisión suya para que la embarcación comience a moverse en esa dirección. El barco conti-nuará su trayectoria siempre que el piloto no decida des-viarse a un canal secundario en alguna de las intersec-ciones relevantes. En este sentido, el piloto no dispone de capacidad alguna para tomar la decisión efectiva po-sitiva de tomar activamente el rumbo R. Tal decisión positiva sería inefectiva, pues el escenario la previene. Sin embargo, y pese a todo ello, el rumbo predetermina-do R del barco se encuentra bajo el control del piloto. Este puede desviar a la embarcación de su ruta en las intersecciones, hacer que cambie su rumbo y que alcan-ce un destino diferente.

De un modo análogo, disponemos de la capacidad de asu-mir una posición por defecto donde nuestra competencia epistémica fije y preserve nuestras creencias sin necesidad de la ayuda que pudiesen prestarle nuestras decisiones positivas, y donde nuestra intervención se limite a la elec-ción del problema que abordamos (siempre que estemos en el ámbito de la investigación). Cuando somos epistémi-camente racionales, la formación de nuestras creencias resulta de la operación de nuestra competencia epistémi-ca (que incluye varias subcompetencias: perceptiva, infe-rencial, mnemónica, etc.). En este contexto, los silogismos prácticos cuyo objeto es una decisión positiva están com-pletamente fuera de lugar: no hay necesidad alguna de de-cisiones positivas. Sin embargo, nuestras preocupaciones prácticas también configuran nuestra vida intelectual, perfeccionándola o deteriorándola. Podemos sucumbir a influencias epistémicamente perniciosas, como cuando nuestros deseos distorsionan la realidad, o nuestros pre-juicios nos impiden aceptar argumentos sólidos. Si logra-mos resistir esas tentaciones, nuestras creencias serán, por imparciales y desinteresadas, dignas de admiración.

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En dicho supuesto, y porque bien puede atribuírsenos el mérito de nuestras creencias, merecemos respeto.10

Como corolario, tengamos en cuenta que, en ocasiones, abstenerse de creer puede no ser la mejor o la más racio-nal opción práctica, y que el criterio de racionalidad prác-tica, lejos de ser independiente de la racionalidad epis-témica, podría ser pertinente en la evaluación de una creencia de acuerdo con su racionalidad global.

10 [Nota del traductor]: La posición que el autor desarrolla aquí que-daría dentro de lo que se denomina «voluntarismo doxástico indirecto». Curiosamente, tanto el problema que se plantea (que, en su versión con-temporánea, se origina con Bernard Williams, conocido estudioso de Descartes), como la solución propuesta, son cartesianas. En la Medita-ción Cuarta, Descartes analiza el papel de la voluntad en el juicio (lo que hoy llamaríamos «creencia»). Por una parte, el máximo grado de libertad judicativa (libertad de espontaneidad) se corresponde con la inserción del sujeto en el orden de razones, es decir, con su incapacidad de suspen-der el juicio en el caso de percepciones claras y distintas, cuya verdad se impone a la voluntad. Por otro lado, el sujeto es tanto libre como respon-sable (libertad de decisión) en lo que se refiere a sus creencias. ¿Cómo pueden conciliarse ambos aspectos, el automatismo de la razón, y la agencia cognitiva? La respuesta de Descartes remite a la distinción entre dos perspectivas: la perceptiva (que, interna a la razón, se corresponde a la comprensión pasiva de los resultados del entendimiento) y la judicativa (que, externa a la percepción clara y distinta de una proposición, se basa en la voluntad libre del sujeto). Mientras el sujeto percibe una verdad clara y distintamente no puede negarla. Pero, basta con que abandone el orden de razones (cosa que, como en el caso de las corrientes alternativas, está en su poder hacer), con que decida no ajustarse a la ley de la claridad y la distinción, para que adopte una actitud extra-epistémica (judicativa) respecto a las intuiciones. Uno es responsable de adaptarse (o no) al or-den de razones: de buscar racionalmente la verdad o de negarse a hacerlo. Por eso, el papel de la persuasión (y de la catarsis moral del investigador) es tan importante en las Meditaciones como su dimensión argumentati-va. También por eso, Descartes prefiere un método de exposición analíti-co a uno sintético (o axiomático). Confróntese, en este último aspecto, John Cottingham, Robert Stoothoff y Donald Murdoch (eds.) (1984), The Philosophical Writings of Descartes (II) (Cambridge: Cambridge Univer-sity Press, 2008), pp. 110-113 [AT VII: 156-159]. Para una lectura de Des-cartes como la expuesta, confróntese John Cottingham (2006), Cartesian Reflections. Essays on Descartes’s Philosophy (Oxford / Nueva York: Oxford University Press), pp. 213-230.

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Suponiendo que todo lo anterior sea correcto, podríamos decir que hay dos tipos de motivaciones racionales que conforman la base de las actitudes que tomamos. El pri-mer tipo se encuentra constituido por las razones por las que asumimos esa actitud. La segunda clase está formada por razones por las que nos abstenemos de cancelar (o de deformar, o de modificar de cualquier modo) dicha acti-tud, cuando se trata de una actitud por defecto. La bús-queda desinteresada y pura de la verdad motiva racional-mente nuestras creencias de acuerdo con el segundo modelo. Puede servir de razón para que nos abstengamos de desfigurar nuestras creencias de acuerdo a objetivos pragmáticos como la tranquilidad.

Evidentemente, todo lo anterior es compatible tanto con la idea de una racionalidad puramente epistémica, como con la posibilidad de que una creencia, aunque epistémi-camente irracional, pueda ser racional una vez satisfechos todos los factores pertinentes, o, lo que es igual, que pue-da ser racional una vez valoradas todas las consideracio-nes prácticas, incluida la aspiración a la verdad.

Los capítulos 1 y 2 han procurado exponer y desarrollar una concepción del conocimiento que subraya el papel que en él desempeñan las virtudes teóricas. Esta concepción se adecúa al modelo normativo que caracteriza a las actuacio-nes en general. La normatividad epistémica es un caso de normatividad de estructura ADA, en el que las actuaciones son actuaciones epistémicas, principalmente creencias. En el capítulo 3 intentaré arrojar luz sobre algunos problemas refe-rentes a la normatividad epistémica, en concreto, sobre el problema de por qué, generalmente, es mejor conocer que disponer de una mera creencia verdadera. El capítulo abor-dará también la cuestión de la conexión normativa del cono-cimiento con la acción, en general, y con la aseveración, en particular. La finalidad del capítulo consistirá en ofrecer soluciones en el marco de la actuación.

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CA PÍT U LO TR ES

Cuestiones de valor en epistemología*

¿En qué sentido es mejor el conocimiento que la mera creen-cia verdadera? Este es el problema que Platón aborda en el Menón. Aquellas creencias que no alcanzan el estatus de co-nocimiento parecen inferiores. Es mejor saber que equivocar-se. También es mejor saber que acertar por casualidad, es de-cir, que acertar de tal modo que la verdad no sea el resultado del ejercicio de nuestra competencia. Pero ¿cómo podemos explicar estas intuiciones, cuando los beneficios de la creen-cia verdadera son idénticos a los del conocimiento, cuando este último parece causalmente irrelevante? No necesitamos saber cuál es el camino a Larisa para llegar allí. Nos basta con que nuestra creencia sea verdadera.

Es más, ¿son esas intuiciones correctas?, ¿es verdad que siempre es mejor saber la respuesta a un problema que acertar-la de modo casual? Estas son las preguntas que abordaremos en la parte A de este capítulo, donde el objeto de nuestra investi-gación será averiguar si, al menos en lo que concierne a la di-mensión epistémica, el conocimiento es siempre más valioso. Nuestra conclusión será que sí, que esta intuición puede defen-derse frente a las dudas derivadas de una concepción de la creencia como confianza suficiente. En la parte B, y prosiguien-do nuestra búsqueda de en qué radica el valor especial del

* [Nota del traductor]: Una traducción alternativa del título sería: El valor importa en epistemología.

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conocimiento, exploraremos la relación entre conocimiento y acción apropiada. La finalidad de la parte C es mostrar cómo la intuición del valor del conocimiento resulta reforzada (y cobra especial interés) cuando la vinculamos a la tesis de que el cono-cimiento es la norma de la aseveración. Finalmente, en la parte D daremos un paso atrás, con el propósito de examinar el sig-nificado de la intuición original, y de saber qué es lo que real-mente queremos decir cuando señalamos que el conocimiento es siempre, y necesariamente, más valioso que un acierto for-tuito en la oscuridad, es decir, en la ignorancia. Para que poda-mos defender de forma solvente nuestra intuición del valor del conocimiento, primero tenemos que entenderla mejor. La par-te D ofrece dicha elucidación.

A. Las concepciones de la creencia y su relevancia para el problema del valor del conocimiento

1. La concepción de la creencia como umbrala. Nuestro grado de confianza sobre cualquier cuestión

que afrontemos oscila entre la certeza absoluta de su verdad y la certeza absoluta de su falsedad. Podemos creer sin necesi-dad de certeza, siempre que tengamos suficiente confianza en nuestra respuesta, por encima de un determinado umbral. A la inversa, que no creamos equivale a falta de confianza, esto es, a que nuestro grado de seguridad se sitúa por debajo del umbral de confianza. El segmento entre ambos umbrales se corresponde a un grado de confianza que ni resulta en creen-cia ni en incredulidad. Aquí, el sujeto suspende consciente-mente el juicio. (Nos limitaremos a tratar casos donde el suje-to considera la cuestión conscientemente).1

1 En lugar de hablar de umbrales, podríamos hablar de «zonas de claroscuro» que separasen, respectivamente, creencia e incredulidad de suspensión del juicio. La línea de argumentación que vamos a seguir se aplica directamente a la concepción de la creencia como umbral, pero podría proyectarse sin problema alguno a un modelo que priorizase las «zonas de claroscuro».

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b. Comparemos el grado real de confianza que sobre un tema manifiesta el sujeto con el grado que debería manifestar (su grado ideal) de acuerdo con su posición epistémica, in-cluido el conjunto completo de la evidencia relevante de la que dispone. El grado de confianza real debería concordar, en la medida de lo posible, con el grado de confianza ideal. El mejor grado de confianza que podemos alcanzar es, obvia-mente, el grado ideal. Es más, el estatus de nuestra actitud empeora en proporción directa a la distancia entre el grado real y el ideal. Denominemos a esta cláusula intuición de la proporcionalidad.2

¿Es esta distancia epistémicamente relevante? De hecho, puede ser relativamente insignificante, tal como sugiere el si-guiente ejemplo. Imaginemos que, dadas las evidencias de las que dispone, la actitud que Reticente debiese adoptar fuese la de una confianza extrema, pero que su desproporcionada cautela intelectual le lleve a ser mucho menos confiado de lo que debería. Pese a esta desproporción, su creencia podría encontrarse epistémicamente justificada, es más, disponer de una justificación tan completa que se tratase de un candidato para el conocimiento. Por tanto, la creencia de Reticente esta-ría justificada (y, justificada de sobra), incluso cuando este de-biese manifestar más confianza de la que muestra. Comparé-moslo con Normal, que, sobre la misma cuestión, cuenta con muchos menos datos. Que las pruebas del primero sean (de forma suficiente) más numerosas y más sólidas, hace que su creencia esté mejor justificada que la de Normal, incluso cuando, en el caso de este último, concuerdan su grado real y su grado ideal de confianza.3

2 Aquí no estamos teniendo en cuenta el criterio de verdad. Es ob-vio que una creencia verdadera siempre es epistémicamente más valiosa que una creencia falsa, por mucho que los sujetos de ambas creencias les otorguen el mismo grado de confianza ideal. La intuición de la proporcio-nalidad es independiente del valor adscrito a una creencia en virtud de su verdad o falsedad. 3 Objeción: «La intuición de la suficiencia lleva a un problema, siempre que también aceptemos algún tipo de restricción en lo que se refiere a la coherencia de probabilidades. En la medida en que mi grado

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84 cuestiones de valor en epistemología

Los anteriores ejemplos parecen oponerse a la intuición de la proporcionalidad. Llamemos al principio que recogen: intuición de la suficiencia. Lo que esta señala es que si una creencia con un grado elevado de confianza se encuentra jus-tificada, también lo están creencias con grados menores de confianza, siempre y cuando dichos niveles se encuentren por encima del umbral de la creencia.

Consideremos una pregunta de sí o no para la que carece-mos de razones a favor o en contra. En este supuesto, la acti-tud ideal es la suspensión del juicio. Si, por el contrario, dis-pusiésemos de razones excelentes para creer que sí, lo correcto sería una gran confianza. Comparemos ambos ca-sos: si cada actitud real se corresponde con su respectiva acti-tud ideal, ambas actitudes reales —suspensión en un caso, confianza elevada en el otro— son epistémicamente idénticas en relación con su proporcionalidad. Y, sin embargo, la creen-cia confiada justificada es epistémicamente mejor, especial-mente cuando constituye un caso claro de conocimiento.

De este modo, lo único a lo que, como mucho, la propor-cionalidad puede aspirar es a aportar una razón parcial o pri-ma facie para la evaluación de un grado de confianza dado. En esa evaluación intervienen otros muchos factores, fácilmente predominantes. Si una creencia con un alto grado de confian-za se aproxima lo bastante a su justificación ideal, es epistémi-camente mejor que la suspensión ideal demandada por otro

real de creencia en p no alcanza el grado ideal, mi grado real de creencia en no-p se sitúa por encima del grado ideal. Como un nivel más elevado de confianza en p nos compromete racionalmente a un nivel más bajo de confianza en no-p, no deberíamos aceptar desviación alguna del grado de confianza ideal (o así podríamos argumentar)». Respuesta: Si la evidencia justifica una cierta desviación respecto a .5, también justifica una desvia-ción menor. Si tu nivel de confianza en <p> es .6, y el ideal es .8, el nivel de confianza en <no-p> que, por coherencia, se te exige será .4, y el ideal .2. De acuerdo con nuestro principio, y en lo que respecta a <no-p>, está justificado un nivel mayor de confianza que el ideal. Suena raro, pero pa-rece correcto señalar que, gracias a este mayor grado de confianza en no-p, te arriesgas menos, pues la desviación respecto a .5 es menor de lo que podría ser. Parece tratarse de la intuición correcta.

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problema. Desde una perspectiva global, sería epistémica-mente mejor incluso si, en el segundo problema, suspensión real y suspensión ideal divergiesen entre sí mucho menos que en el caso de la creencia confiada.4

c. Supongamos, a continuación, que nuestro grado ideal de confianza es mayor, incluso mucho mayor, que nuestro grado real. Esto no tiene por qué restarle demasiado (si es que le resta algo) a nuestra competencia epistémica. Mientras uno crea, con cierto grado positivo de confianza, la creencia está justifi-cada. No importa que uno debiese mostrar más confianza.

Supongamos que el grado real de confianza de S está lige-ramente por encima de su grado ideal. Normalmente, esto apenas repercute en el rango epistémico del grado de confian-za. Sin embargo, hay una excepción importante: cuando el umbral de creencia se sitúa en un punto intermedio entre los grados real e ideal de confianza del sujeto. En estos casos su-cede algo extraordinario: ¡El sujeto cree lo que no debería

4 Este tema se relaciona con una de las formas que asume la disputa entre internismo y externismo. La intuición de la proporcionalidad se co-rresponde con un tipo de evaluación interna de las creencias del sujeto (llamémosle Interno) donde lo único que se considera es lo que este hace epistémicamente con los materiales a su disposición (donde, además, se presupone que el sujeto evaluado no ha mostrado negligencia alguna en la adquisición de esos materiales). Es evidente que, desde este punto de vista desde dentro, el sujeto fracasa epistémicamente en proporción directa a la distancia entre su conducta actual y su conducta ideal, entre lo que cree y lo que debe creer. Supongamos ahora que Externo posee mejor evidencia que Interno sobre una cuestión dada. Lo que hemos señalado arriba es que, de acuerdo con la noción dominante de justificación epistémica, Externo (con mejores datos) está más justificado que Interno, y que lo está por mucho que, desde una perspectiva interna, su posición sea mucho peor. Externo maneja peor sus materiales, pero (y tengamos siempre en cuenta que ninguno de ellos ha sido negligente en su adquisición) la mate-ria prima es mejor. La intuición internista aspira a evaluar al sujeto única-mente sobre la base de que actúe lo mejor posible dada la situación. Pero esta intuición no nos proporciona la totalidad de los factores que ha de recoger una concepción intuitivamente plausible de la justificación episté-mica. También importa la evidencia con la que cuenta el sujeto, factor que, por mucho que no haya pecado de negligencia, escapa a su control. Este elemento es, en un sentido relevante de la expresión, externo.

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creer: su creencia no está justificada! Pensemos en un sujeto cuyo grado real de confianza se sitúe apenas por encima del umbral de creencia. Si su grado ideal también se sitúa ligera-mente por encima del umbral, la pequeña distancia entre am-bos resulta intrascendente. Sin embargo, basta con que el gra-do ideal sea menor que el grado real, y con que esté por debajo del umbral de creencia, para que la distancia entre ambos adquiera relevancia. No solo eso: para que la adquiera en proporción directa a su magnitud. ¿Qué es lo que explica el extraordinario poder de este punto concreto, del umbral, en la escala de la confianza?

Resulta dif ícil resolver estas tensiones mientras sigamos pensando que ese punto específico es un umbral, y nada más que un umbral. No parece que podamos encontrar un modo de conciliar nuestras intuiciones con la concepción de la creencia como «mero umbral». Tal como veremos en seguida, todas estas tensiones y paradojas se reproducen y amplifican al afrontar el problema del valor del conocimiento.

d. Prestemos atención a los siguientes principios (tri-viales).

(RC) El cliché de la Respuesta con ConocimientoEs epistémicamente mejor saber que no saber la respuesta a una pregunta. De forma más específica: es mejor res-ponder deliberadamente a una pregunta que, también de-liberadamente, suspender el juicio, siempre y cuando la respuesta constituya conocimiento.

(RJ) El cliché de la Respuesta Justificada (Competente)Es epistémicamente mejor poder que no poder responder a una pregunta, siempre y cuando la respuesta se encuen-tre justificada (sea competente). De forma más específica: es mejor responder deliberadamente a una pregunta que, también deliberadamente, suspender el juicio, siempre y cuando la respuesta se encuentre justificada (sea compe-tente).

Cuando hablamos de justificación siempre nos referimos a justificación epistémica, en este contexto la única pertinen-

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te. Resulta, por otra parte, obvio que hay situaciones en las que, pragmáticamente, podría ser mejor carecer de justifica-ción y de conocimiento que poseerlos.

Pese a su verosimilitud inicial, RC y RJ son, de acuerdo con la concepción de la creencia como umbral, problemáti-cos. Imaginemos que el nivel de confianza que determinada proposición le merece a Reticente cae ligeramente por debajo del umbral de creencia, mientras que la confianza de Afirma-tivo se sitúa un poco por encima de ese umbral. Y suponga-mos que Afirmativo está justificado, y no solo justificado: su creencia es conocimiento. ¿Está Afirmativo epistémicamente mejor situado que Reticente? Más específicamente: ¿Es su creencia epistémicamente mejor que la deliberada suspen-sión del juicio con la que Reticente reacciona a la misma pre-gunta? ¿No es epistémicamente mejor saber que no saber la respuesta a una pregunta? El criterio de coherencia que se deriva de la concepción de la creencia como umbral no nos proporciona una respuesta clara.

Supongamos que, además de estar poco convencido de su respuesta, la creencia de Afirmativo está apenas justificada, que no se basa más que en la evidencia justa para garantizar una mínima justificación. En contraposición, la evidencia de Reticente es enorme: de forma que el único factor que le im-pide creer es su desconfianza intelectual innata. En tal su-puesto, Reticente está justificado, es más, está mucho más justificado que Afirmativo. Y, sin embargo, el criterio cohe-rentista nos obligaría a negarlo. Recordemos: la diferencia de sus grados de confianza es mínima hasta un punto de conver-gencia, por mucho que la de uno se sitúe por encima y la del otro por debajo del umbral.

Lo que parece claro es que la distancia entre creer y sus-pender conscientemente el juicio, entre que una proposición nos inspire o no confianza, puede ser marginal, y, pese a ello, que sea el sujeto que rehúsa juzgar el que, gracias a que su in-clinación a creer es mayor que la que evidencia la creencia re-ticente del segundo individuo, manifieste una mejor compe-tencia epistémica. Los dos sujetos tienen un grado casi idéntico

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de confianza, aunque con el umbral en medio. Pruebas de todo tipo respaldan el grado positivo de confianza de Reticente, mientras que las bases epistémicas de Afirmativo son exiguas. Por tanto, la posición epistémica del primero es mejor, pese a que su nivel de confianza no llegue a creencia; mientras que el nivel de confianza del segundo se sitúa justo por encima del umbral, alcanzando a ser, a duras penas, creencia.

e. La concepción de la creencia como umbral también pone en cuestión otro principio trivial:

(CA) El cliché de la Creencia AptaEs epistémicamente mejor responder aptamente a una pregunta que carecer de respuesta alguna. De forma más precisa: la respuesta apta es epistémicamente mejor que cualquier otra actitud que no alcance esa categoría, es de-cir, que cualquier otra actitud que solo se manifieste como suspensión del juicio y silencio.

El problema es análogo al expuesto arriba. Podría suceder que, aunque la diferencia en el grado de confianza de dos su-jetos, uno con una creencia positiva, el otro, que suspende el juicio, sea mínima, sea el segundo quien, en virtud de que su inclinación a creer es mayor que la que evidencia la creencia reticente del primero, manifieste una mayor competencia epistémica. También una inclinación a creer puede ser apta: basta para ello con que sea lo suficientemente fuerte, con que sea verídica, y con que su competencia epistémica sea la causa de su veracidad. (Una inclinación a creer equivale a un nivel positivo de atracción de nuestro asentimiento por parte de una proposición, por encima de .5, pero por debajo del um-bral de creencia). Y, de nuevo, nos encontramos, por un lado, con que el nivel de confianza de Reticente solo es ligeramente menor que el de Afirmativo, y, por otro, con que el grado ideal del primero es mucho mayor, dado el enorme peso de su evi-dencia, que desequilibra la balanza del juicio.

f. Conclusión: existe una tensión evidente entre la concep-ción de la creencia como umbral (y la subsiguiente concepción

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general de las actitudes epistémicas —creencia, incredulidad y suspensión— como umbral) y las trivialidades RC, RJ, CA.

En lo que sigue prestaremos atención a algunas ideas que pueden ayudarnos a encontrar una alternativa, ideas que, en sí mismas, también podrían tener cierto interés.

2. Dos modelos: la creencia como afirmación frente a la creencia como umbral

a. Detengámonos a considerar el concepto de afirmar que p, definido así: en lo que respecta a la proposición p, bien (a) aseverarla de forma pública, o (b) asentir a ella en privado. En la presente investigación, tomaremos estas nociones como dadas.

b. Disponemos de dos modelos para concebir la creencia: la creencia como umbral, donde creencia es confianza sufi-ciente (por encima de un umbral); y la creencia como afirma-ción, donde creencia es disposición a la afirmación (tal como esta última ha sido definida arriba). Dos individuos podrían coincidir en su creencia como umbral, dado que comparten el mismo grado de confianza, pero divergir en su creencia como afirmación, ya que uno es naturalmente más enérgico, y el otro más cauteloso. Correlativamente, la creencia como afir-mación de dos individuos podría ser la misma, aunque difirie-sen en su grado de confianza.

c. Algunas ventajas de la concepción de la creencia como afirmación: Examinemos qué se deduce de esta concepción alternativa en lo que respecta a las trivialidades RC, RJ, CA, que, como hemos visto, la concepción de la creencia como umbral es incapaz de asimilar. Para empezar, fijémonos en cualquier pequeña diferencia entre grados de confianza res-pecto a la misma proposición, con independencia de cuál sea su posición a lo largo del espectro de la creencia. Ninguna diferencia así es más significativa que cualquier otra. Por tan-to, no se le debería adscribir ningún significado especial a una ligera diferencia entre grados de confianza cuyo segmento

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incluyese el umbral de creencia. Si el umbral es un mero umbral, ninguna otra conclusión es posible.

Comparemos este resultado con la diferencia entre estar o no estar dispuesto a afirmar algo. La importancia de dicha diferencia podría deberse al valor que tiene el hecho de que el propio sujeto sea la fuente de sus aseveraciones, y, por ello mismo, una fuente de información para otros. Se trata de un valor epistémico distintivo del estado mental de creer defini-do como disposición a la afirmación. Tendrá que dilucidarse en qué consiste este valor, pues siempre es posible que nos extralimitemos, y que, así, contaminemos el espacio dialécti-co. Por ahora, nos conformaremos con señalar que esta incli-nación es una condición necesaria para que podamos com-partir información fiable sobre temas que nos interesan y nos conciernen. Sin tal inclinación a afirmar no hay información compartida.

Además, si careciésemos de la disposición a afirmar, sería-mos incapaces de servirnos de nuestras creencias en los pro-cesos de argumentación consciente que llevan a conclusiones, bien de realización factible, o epistémicamente correctas. Despojados de cualquier inclinación a asentir, nuestro nivel de confianza se muestra insuficiente: al fin y al cabo, toda ar-gumentación exige la afirmación de sus premisas, y no solo una vaga confianza en que puedan ser correctas.

También puede decirse que, independientemente de que al final se trate de la explicación correcta, este modelo elude algunos de los problemas de discriminación (vinculados al Sorites) que plagan la concepción de la creencia como umbral. Por ejemplo, nos permite identificar qué hace tan diferente al umbral, qué factor le otorga su extraordinaria relevancia epis-témica. Esta concepción es inmune al problema de la indiscer-nibilidad de los grados de confianza, precisamente el punto que impide explicar el poder epistémico del umbral y que nos encalla en la pregunta: ¿Cuál es el factor relevante que distingue a este de todos los demás grados de confianza? Solo una con-cepción de la creencia del tipo de la concepción de la creencia como afirmación, una que no la haga depender de un punto

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particular del espectro, de un punto que en sí mismo es episté-micamente insignificante, nos permite evitar este problema.

De todo lo anterior se sigue que disponemos de dos mo-delos para concebir la relación entre afirmación y umbral. Por una parte, podríamos permitir que el umbral variase de sujeto a sujeto, y, por tanto, que, más que estar fijado a priori, fuese la adquisición por parte del sujeto de la disposición relevante a afirmar la que lo instituyese. Desde esta perspectiva, no se-ría posible divergencia alguna entre el umbral de la creencia y la creencia afirmativa. En contraposición, el modelo alternati-vo implicaría la invariabilidad del umbral. De acuerdo con esta concepción, creer no sería otra cosa que disponer de un grado de confianza por encima del umbral. Recordemos, sin embargo, que es este modelo alternativo el que desemboca en las dificultades arriba mencionadas.

En todo caso, todavía desconocemos qué es lo que otorga a la disposición a afirmar su interés epistémico. Esto es algo que tenemos que explicar independientemente de cuál sea la clase de relación que la afirmación guarde con el espectro de con-fianza y con los umbrales que lo conforman. Nuestras suge-rencias acerca de valores epistémicos de tipo argumentativo y social han intentado paliar, por el momento, esta necesidad.

B. ¿Como está vinculado el conocimiento a la acción?

Prestemos atención al tipo de normatividad característico del conocimiento, al estatus normativo que una creencia ha de alcanzar para ser conocimiento. Dicha normatividad es un caso particular de normatividad de la actuación. Considere-mos cualquier actuación con un objetivo. Diremos que una actuación que alcanza su objetivo (que tiene éxito), es «acer-tada». Si, además, se trata de una actuación competente, que manifiesta competencia, será «diestra». Y si, finalmente, su éxito manifiesta la competencia evidenciada en la actuación, se tratará de una actuación «apta». Con esto obtenemos la estructura ADA aplicable a las actuaciones (a aquellas que

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tienen un objetivo) en general. Las creencias constituyen un grupo particular de dichas actuaciones. Son actuaciones cognitivas cuyo objeto puede ser la verdad, y que, por ello, pueden ser aptas en la medida en que su éxito al lograr dicha finalidad manifieste la competencia cognitiva del sujeto. En dichas circunstancias, las creencias equivalen a conocimiento de primer orden o conocimiento animal.

Del mismo modo que las creencias están sujetas al fenó-meno expuesto por los casos de Gettier, también las actuacio-nes consideradas en su conjunto pueden verse afectadas por una forma general del mismo fenómeno. El caso del disparo del arquero que alcanza accidentalmente el blanco gracias a ráfagas de viento que se compensan es solo un ejemplo. Se trata de un disparo acertado y diestro, pero no apto. De modo que podríamos decir que las creencias con las características que ejemplifican los casos de Gettier son un caso particular de un fenómeno general del mismo tipo. Dichas creencias son acertadas y diestras, pero no aptas.

¿Cómo está el conocimiento normativamente vinculado a la acción? Pensemos, por ejemplo, en acciones que impliquen medios y fin, acciones con la forma: hacer X en vistas a Y, como medio para Y, o con el objetivo de Y. Tomemos dichas acciones como punto de partida, para más tarde hacer una generalización. Permítasenos concebir los «medios» relevan-tes de una forma amplia, de forma que incluyan, no solo me-dios instrumentales causales, como activar el interruptor para encender la luz, sino medios de distintos tipos, como, por ejemplo, levantar la mano para votar. Pero, al mismo tiempo, limitémonos a examinar medios «claramente seguros» (en vez de aquellos que caen en el ámbito de lo probable).

Una acción intencional que conlleve medios y fin implica la existencia de una creencia respecto a la relación de medios a fin. Y si la acción propuesta se lleva a cabo con éxito, tam-bién es acertada la creencia en la que se basa.

Pasemos a evaluar ahora una acción intencional que con-lleve medios y fin. Por ejemplo, que un agente active el inte-rruptor para encender la luz. Es obvio que a esta actuación,

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con un objetivo inherente, puede aplicársele la estructura ADA. Entre los factores que, en dicho supuesto, configuran la competencia relevante del agente, se encuentra la creencia respecto a la relación de medios a fin constitutiva de la acción misma. En otras palabras: la competencia cuya manifestación haría que la actuación fuese diestra o competente incluye en-tre sus componentes la creencia del agente. Por tanto, es nece-sario que esa creencia sea competente para que también lo sea la actuación. (Incluso aunque no se siguiese deductivamente de las premisas, esta sería una conclusión muy plausible).

Supongamos que la creencia respecto a la relación de me-dios a fin fuese epistémicamente competente, pero no apta. Imaginemos que pertenece a la familia de los casos de Gettier: que es competente, que, además, es verdadera; pero que, al deberse al azar, su verdad no evidencia competencia relevante alguna por parte del sujeto. Mi posición es que, en dicho su-puesto, tampoco la acción intencional es apta, que fracasa desde el punto de vista de la normatividad de la actuación. Tal vez la acción alcance su objeto. Tal vez hasta manifieste com-petencia: por ejemplo, una competencia global que incluyese en parte la competencia epistémica que la formación de la creencia respecto a la relación de medios a fin muestra. Sin embargo, basta que la creencia incardinada en la acción no sea apta, que alcance accidentalmente el blanco de la verdad, para que la actuación misma no sea apta. El éxito de la actua-ción obedece a la suerte, lo que la hace deplorable. De ahí que fracase desde la perspectiva de la normatividad de la actua-ción. Fracasa por una sola razón: porque, en cierta medida, su éxito es atribuible al azar, porque no se debe completamente al ejercicio de la competencia.

La conexión normativa entre conocimiento y acción no-básica, esto es, acción en función de un fin, se encuentra ase-gurada. Afortunadamente, podemos generalizar dicha co-nexión de forma que también abarque a las acciones básicas, si estas cuentan como casos límite. X es una acción básica si y solo si se trata de una acción tal que el agente hace X en vistas a X. Resulta sumamente fácil que esta última proposi-

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ción constituya conocimiento: lo dif ícil es, por el contrario, imaginar casos donde no lo sea. Es obvio que uno puede al-canzar X haciendo X, si hacer X es un caso límite de medio para lograr X.

De todo lo anterior se desprende otro resultado: que la ac-ción es deficiente si el sujeto no sabe si las razones en las que explícitamente la fundamenta son verdaderas. Esto no se debe al hecho de que, para que una proposición pueda ser la razón para hacer X, el agente ha de saber que es verdadera. Como mucho, la observación anterior se limita a recoger un rasgo superficial de la gramática española. El argumento real es otro, uno que recoge una verdad más profunda, y que puede expo-nerse en términos de las bases declaradas del agente, de sus razones explícitas, de las proposiciones que aduce como razo-nes de la acción, o de sus razones aseverativas: por ejemplo, creencias que le sirven para justificar bien otra creencia, o alguna decisión u opción. La verdad normativa que nos inte-resa es que, si el agente actúa en virtud de razones de base (o fundamentos), y si no sabe si estas razones son verdaderas, la acción no satisface las condiciones de su normatividad.

Cuando alguien activa un interruptor como medio para encender la luz, dispone de una razón explícita para (en un sentido amplio) justificar su acción: a saber, que activar el in-terruptor es un medio de encender la luz. Ahora bien, es evi-dente que cualquier acción a la que se considere un medio para lograr otra cosa fracasará si no logra dicho objetivo. Si esto es evidente, no lo es menos que la acción también fraca-sará en el supuesto de que ese logro se deba a la intervención de un tipo específico de factor fortuito que impide que se ma-nifieste la competencia del agente. Supongamos que la creen-cia relevante para la acción es verdadera: y que, por ejemplo, es verdad que activar el interruptor es un medio de encender la luz. Pero supongamos también que esa creencia, aunque adquirida de forma competente, es verdadera por casualidad (que cae bajo el manto de los casos de Gettier), de forma que su verdad se deba a pura suerte epistémica. Lo que defiendo es que, en dicho supuesto, la activación del interruptor fraca-

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sa, no porque no resulte en el efecto deseado (lo hace), sino porque produce ese efecto de modo tal que este no manifiesta de forma suficientemente completa la competencia del agen-te, porque se trata de una actuación no-apta.

Las actuaciones no-aptas no solo fracasan porque pudie-sen haber sido mejores de acuerdo con los criterios relevantes. Fracasan de una forma mucho más completa: porque no cumplen los criterios mínimos que constituyen normativa-mente a las actuaciones. En resumen: porque no son aptas, son actuaciones imperfectas. No es que sean improbables. Son fallidas.

C. ¿Es el conocimiento la norma de la aseveración?

Lo siguiente que hemos de tener en cuenta es que también la aseveración es una acción. Supongamos, además, que la sin-ceridad es la norma epistémica de la aseveración, o, lo que es lo mismo, que una aseveración insincera fracasa epistemológi-camente. Como miembros de una comunidad epistémica, ac-tuamos incorrectamente cuando, en vez de expresar lo que realmente creemos, mentimos. Jennifer Lackey ha sostenido que no hay nada epistémicamente incorrecto en el hecho de que un profesor de convicciones creacionistas asevere en su clase proposiciones evolucionistas en las que no cree.5 Se trata de un caso interesante, pero que podemos asimilar recurrien-do a la distinción entre aseveración en nombre de uno mismo, es decir, aseveración en cuanto ser humano que se comunica con otros seres humanos, y aseveración vicaria, en nombre del papel que desempeñamos o de aquello que representamos. A un profesor, a un presentador del telediario, se les exige que digan cosas, y, por tanto, que, en el contexto de las noti-cias o de la clase, las aseveren, por mucho que no crean en lo que dicen. Nuestro comportamiento epistémico propio pue-

5 [Nota del traductor]: Cfr. Jennifer Lackey (2007), «Norms of Assertion», Noûs, 41.4: 599; y Jennifer Lackey (2008), Learning from Words: Testimony as a Source of Knowledge (Oxford: Oxford University Press), pp. 48-53.

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de seguir siendo adecuado aunque también desempeñemos correctamente nuestro papel epistémico. En tales circunstan-cias, el ejercicio de ese papel nos exige leer (con convicción) un guión o un apuntador óptico, o hacer uso de nuestra memoria para aseverar determinadas tesis: servimos de portavoces de las fuentes institucionales de la información presentada, fuen-tes como la escuela o una corporación mediática.

Así que presupondré que la sinceridad es la norma de la aseveración en nombre de uno mismo, es decir, la norma de aquellas aseveraciones en las que no representamos a ningu-na institución epistémica (actuando como mecanismos de presentación de la información que la institución quiere transmitir). Esto significa que, para no fracasar epistémica-mente, la aseveración ha de realizarse en vistas a aseverar la verdad. Una aseveración en la que el sujeto no atienda a lo que considera verdadero es una aseveración insincera. Es ob-vio que somos insinceros al aseverar algo que creemos que es falso. Pero tampoco somos completamente sinceros cuando aseveramos algo de lo que no acabamos de estar conven-cidos. De forma que la aseveración sincera es la asevera-ción que se hace con el fin de aseverar la verdad, la aseve-ración que se corresponde con lo que el sujeto piensa que es la verdad de algo. Es ahora cuando podemos aplicar a la ase-veración los resultados que hemos obtenido en nuestra re-flexión sobre la normatividad de las acciones con medios y fin. En la medida en que la aseveración de p es el medio para aseverar con verdad que p, dicha aseveración presupone una creencia respecto a la relación de medios a fin constitutiva de la acción de aseverar misma. Me refiero a la creencia en que aseverar que p es el medio para aseverar con verdad que p. Esta creencia equivale a creer que p. Por lo que, del hecho de que (tal como es visto en el apartado previo) no sea posible que la acción de medios a fin sea apta sin que la creencia respecto a la relación de medios a fin sea conocimiento, se sigue que, para que una aseveración sincera de que p sea apta, el agente ha de saber que p. De esta forma, el conoci-miento es la norma de la aseveración. Para que la aseveración

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(en nombre de uno mismo) de que p no fracase epistémica-mente ha de ser sincera, y una aseveración sincera de que p será apta solo si el sujeto sabe que p. Y, por supuesto, decir que el conocimiento es la norma de la aseveración no es limi-tarse a señalar que si el sujeto supiese que p su aseveración sería epistémicamente mejor que si no lo supiese. Aquí, «nor-ma» posee un significado estricto: que la aseveración no es apta significa que no cumple los criterios mínimos de la nor-matividad de la actuación. Cualquier actuación (con un obje-tivo) que no sea apta es, por eso mismo, fallida.

Hemos encontrado la forma de que el papel del conoci-miento como norma de la aseveración sea más importante que el de la certeza. Tal vez una actuación sea epistémicamen-te mejor cuando el agente sepa con certeza que por medio de X se logra el fin Y. Pero incluso defender esto sería compatible con el reconocimiento de que basta con que su actuación sea apta, con que su éxito manifieste conocimiento, para que el agente satisfaga criterios epistémicos mínimos. Su actuación no tiene por qué ser fallida, por mucho que el conocimiento que evidencia no alcance el estatus de la certeza.

Acabamos de decir que sin conocimiento la aseveración no es adecuada. Cuando hablamos de «adecuado» nos referimos a lo epistémicamente adecuado. No es inadecuado mentirle a un asesino. Nuestra tesis se limita a decir que, para que nuestras aseveraciones sean plenamente adecuadas (o plenamente va-liosas) desde un punto de vista epistémico, tenemos que saber que es verdad lo que aseveramos. Esta conclusión y la intuición del valor del conocimiento son la cara y la cruz de la misma moneda, de una tesis/intuición unitaria que la concepción de la creencia como disposición a afirmar no hace otra cosa que re-forzar. De que el conocimiento sea la norma de la aseveración se sigue que también es la norma de la afirmación, bien nos refiramos a una afirmación privada o a una pública. Y afirmar que p es epistémicamente adecuado (o epistémicamente valio-so) si, y solo si, nuestra disposición a afirmar p también lo es.6

6 La corrección de la primera se derivaría de la corrección de la última, del mismo modo que la destreza de una actuación concreta

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Desde nuestra posición actual, podríamos argumentar así:i. El conocimiento es la norma de la afirmación. O, lo

que es igual: para que la afirmación de que p sea ple-namente adecuada (o valiosa) desde un punto de vis-ta epistémico, es necesario saber que p.

ii. El conocimiento es la norma de la creencia. O, lo que es igual: para que creer que p (o, lo que equivale a ello: para que estar dispuesto a afirmar que p) sea ple-namente adecuado (o valioso) desde un punto de vis-ta epistémico, es necesario saber que p.

iii. Es epistémicamente mejor que nuestras creencias sean plenamente adecuadas desde el punto de vista epistémico que que no lo sean.

iv. Por tanto, el conocimiento es epistémicamente me-jor que la mera creencia verdadera, es decir, que la creencia verdadera que no satisface las condiciones de su normatividad.

También podemos invertir la dirección del argumento, tal como sigue:

v. El conocimiento es epistémicamente mejor que la mera creencia verdadera, es decir, que la creencia verdadera que no satisface las condiciones de su nor-matividad.

vi. Para que creer que p —o para que sentirse inclinado a afirmar que p— sea plenamente adecuado (o valio-so) desde un punto de vista epistémico, no solo se exige que la creencia de que p sea acertada, sino que sea apta, es decir, que se trate de conocimiento. (Si esto no sucediese así, la creencia no sería apta, y, por ello, fracasaría).

vii. El conocimiento es la norma de la creencia, o, lo que es lo mismo, la norma de la disposición a la afirma-

proviene de la habilidad o disposición del agente para llevar a cabo dichas actuaciones diestras. Evidentemente, la destreza de una actuación no se encuentra analíticamente vinculada a su acierto: una actuación dies-tra puede fracasar, tal vez en virtud de circunstancias desfavorables imprevisibles.

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ción de que p. En otras palabras: para que creer que p sea plenamente adecuado desde el punto de vista epistémico, es necesario saber que p.

viii. El conocimiento es la norma de la afirmación. En otras palabras: para que afirmar que p sea plenamen-te adecuado desde el punto de vista epistémico, es necesario saber que p.

El hecho de que cada una de las premisas de las series ii-iv y vi-viii dependa lógicamente de su premisa anterior, justifi-ca la equipolencia de las tesis de que el conocimiento es la norma de la aseveración y del valor del conocimiento (de que el conocimiento es mejor que la simple creencia verdadera). La segunda parte del razonamiento —desde v a viii— gana plausibilidad en cuanto sustituimos «la norma» por «una norma», mientras que si hiciésemos esa sustitución en la pri-mera parte las tesis no perderían plausibilidad alguna. La de-fensa de la tesis más sustantiva (y controvertida) nos exigiría explicar en qué medida esta norma, la norma del conocimien-to, se diferencia de otras normas epistémicas. Cosa que, a su vez, parece que nos obligaría a demostrar que se trata de la norma epistémica fundamental, de aquella de la que se dedu-cen todas las demás normas, por ejemplo, la norma de la jus-tificación y la de la verdad. Sin embargo, aquí no afrontare-mos este proyecto. Nos limitamos a señalar una equivalencia plausible, que merece la pena explorar.7

Es perfectamente posible que, al final, sea la equivalencia más débil —la equivalencia entre la tesis del valor del conoci-

7 [Nota del traductor]: En el extremo opuesto del espectro episte-mológico contemporáneo, se encuentra el planteamiento de Richard Foley, quien disocia radicalmente la teoría del conocimiento y la teoría de la justificación (esta última, reducida a un análisis de las normas sociales de orden cognitivo), y que, al proporcionar una definición de conoci-miento en función de la noción de información adecuada, de forma que S sepa que P cuando no haya huecos importantes en su información sobre P, es decir, cuando su lista de creencias verdaderas relacionadas con P sea completa de acuerdo con el contexto, elimina la justificación como con-dición del conocimiento. Cfr. Richard Foley (2012), When Is True Belief Knowledge? (Princeton / Oxford: Princeton University Press), p. 136.

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miento y la tesis de que el conocimiento es una norma de la aseveración, y no la norma de la aseveración— la única que resulte justificable. Por otra parte, y de forma compatible con lo anterior, podría resultar que solo la certeza, o, lo que es igual, el que uno sepa que sabe, sea la norma fundamental, es decir, la norma que explica a todas las demás.8 Pero ¿por qué decir que la norma es saber que uno sabe, y no saber que uno sabe que sabe? ¡Buena pregunta! Mi respuesta: el regreso que esta cuestión subraya no tiene por qué ser vicioso; basta para ello con que exista un límite máximo impuesto por las limita-ciones humanas, aunque estas varíen de sujeto a sujeto. Pero ¿por qué pensar en la certeza como una «norma»? La asimila-ción no parece muy correcta: la certeza es fundamentalmente un criterio; solo secundariamente y de forma esporádica ac-túa como principio regulador. Mi respuesta: la razón por la que la certeza es un criterio superior adecuado se hace evi-dente en cuanto prestamos atención a cómo nuestras creen-cias de primer orden se ven afectadas por una reflexión de segundo orden acerca de nuestro conocimiento. No creer que uno sepa que p daña irremediablemente nuestra creencia de que p.9 Lo mismo sucede si tenemos que suspender el juicio

8 Confróntese David Sosa (2009), «Dubious Assertions», Philoso-phical Studies, 146: 169-172. 9 [Nota del traductor]: El énfasis en la «coherencia vertical» entre la creencia (animal) del sujeto y la actitud reflexiva que este tiene respec-to a la misma, distancia a Sosa tanto del fiabilismo como del coherentis-mo estándar (que únicamente presta atención a la coherencia horizontal entre creencias). También lo separa del naturalismo epistemológico, tér-mino con el que me refiero a la posición que Peter Strawson asume, y que, además, atribuye a Hume y Wittgenstein. Este tema se encuentra íntimamente vinculado al de la agencia epistémica: la posibilidad del su-jeto de «apropiarse reflexivamente de sus creencias», de integrar racio-nalmente sus respuestas cognitivas animales, y de no estar a merced de compulsiones que no puede evitar, pero con las que no se identifica. En este sentido, el «peligro escéptico» es el de la desintegración cognitiva, esto es, el del divorcio del sujeto reflexivo respecto a sí mismo, de forma que aquel se relacione con sus creencias como si fuesen las creencias de otro, o como si fuesen imperativos naturales coactivos, y, por tanto, ajenos. Para el naturalismo epistemológico, confróntese Peter Strawson (1985), Scepticism and Naturalism: Some Varieties (Londres / Nueva York:

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sobre la pregunta de segundo orden, si no sabemos si sabe-mos que p. Es obvio que nuestra posición epistémica es mejor si somos capaces de defender nuestras creencias de primer orden, en la arena de la reflexión, como ejemplos de conoci-miento (incluso aunque esa capacidad se limite a contar con una defensa ya confeccionada, con un ready-made epistémi-co). Además, es muy verosímil suponer que esto mejora el estatus epistémico de la propia creencia-objeto. Y lo mismo sucede para cualquier nivel epistémico por encima del nivel objeto al que el sujeto pueda ascender.

Sin embargo, todavía hay otro problema. El disponer de una evidencia tal que ninguna mayor sea posible, no puede postularse como candidatura plausible para convertirse en norma de la aseveración o de la creencia. Y, pese a ello, tam-bién es verdad que una creencia que no cuente con la mejor evidencia posible fracasa epistémicamente. Lo que significa que, en lo que respecta a creencias que podrían haber estado mejor fundamentadas, existe una posición epistémica mejor a la que el agente, con más inversión y esfuerzo, podría haber accedido. No obstante, y siempre que uno no haya sido negli-gente, este hecho no hace ni que nuestras creencias sean epis-témicamente reprobables, ni, tan siquiera, que sean fallidas. Las creencias no son ni reprobables ni fallidas porque hubie-sen podido estar mejor justificadas. El problema es que el cri-terio de justificación reflexiva es análogo al de contar con el máximo de evidencias posible. No hay duda: además de con-tar entre los haberes del agente epistémico, la justificación reflexiva realza el valor de aquellas creencias-objeto a las que orienta el conocimiento de segundo orden del agente. De acuerdo con un punto de vista epistemológicamente relevan-te, las creencias orientadas por el conocimiento del agente sobre su competencia y su situación son más valiosas. Es más: este rasgo no es exclusivo de las actuaciones cognitivas. Cual-

Routledge 2008). Para la noción de «coherencia vertical» (Cross-level coherence), confróntese Ernest Sosa (2009), Reflective Knowledge. Apt Belief and Reflective Knowledge, Volume II (Oxford / Nueva York: Oxford University Press), p. 243.

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quier actuación con un objetivo es mejor (de acuerdo con un criterio de evaluación relevante y transparente), si, además de apta, es plenamente apta, es decir, si se trata de una actuación cuya aptitud manifiesta la meta-aptitud del agente, su apre-ciación inteligente de la competencia y la situación relevantes. Pero: ¿Es reprensible que el sujeto actúe irreflexivamente, en modo de «piloto automático», como quien dice? ¿Le resta eso valor a su actuación? No siempre. Gran parte de nuestra vida se desarrolla en piloto automático, y no por eso es reprensible. Lo que sugiere que, mientras que la norma del conocimiento se aplica en todos los casos, la norma de la certeza posee una aplicación más restringida, respecto a problemas lo suficien-temente importantes como para exigir una cautela especial.10

A la luz de la reflexión anterior, parece evidente que debe-ríamos reformular el argumento de equivalencia, introdu-ciendo ciertas modificaciones:

ix. El conocimiento es la norma epistémica de la afirma-ción. O, lo que es igual: para que afirmar que p no sea epistémicamente defectuoso, es necesario saber que p.

x. El conocimiento es la norma de la creencia. O, lo que es igual: para que creer que p —o estar dispuesto a afirmar que p— no sea epistémicamente defectuoso, es necesario saber que p.

xi. La mera creencia verdadera es defectuosa en compa-ración con el conocimiento correspondiente.

Y, en la dirección contraria:xii. La mera creencia verdadera es defectuosa en compa-

ración con el conocimiento correspondiente.xiii. Para que creer que p —o estar dispuesto a afirmar

que p— no sea epistémicamente defectuoso, es nece-sario saber que p.

10 He dicho que «sugiere», y lo he dicho muy conscientemente. Pues también podríamos señalar que ningún ser humano cree (o actúa) en ig-norancia absoluta de su situación y su competencia. Que no tengamos que alcanzar el nivel de perescrutación reflexiva de las Meditaciones en nuestras transacciones ordinarias, no significa que no necesitemos nada, incluso por debajo de la superficie de la consciencia.

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xiv. El conocimiento es la norma epistémica de la actua-ción: para que afirmar que p no sea epistémicamente defectuoso, es necesario saber que p.

Hay tres clases de normas epistémicas: (a) Normas de eva-luación que especifican coordenadas de estimación de una actuación. (b) Criterios mínimos, es decir, pautas que deter-minan si una actuación es adecuada. Una actuación podría ser inadecuada sin que eso implicase la culpabilidad del agen-te. (c) Normas de crítica, esto es, normas cuya violación, ade-más de hacer fallida la actuación, redunda en descrédito del agente, quien es, por tanto, responsable.

En correspondencia con las tres clases de normas episté-micas, una actuación podría ser fallida de tres formas distin-tas (que consideraremos en orden inverso al de las clases de normas).

En primer lugar, la actuación podría ser reprensible, es decir, podría ser defectuosa y redundar en descrédito del agente, quien, en consecuencia, sería responsable de lo que ha hecho.

En segundo lugar, la actuación podría ser defectuosa sin ser reprensible, es decir, podría incumplir los criterios mínimos de evaluación, caer por debajo del umbral de una actuación adecua-da, de modo que fuese defectuosa, pero que el defecto no fuese una falta imputable al agente.

Finalmente, la actuación podría no haber llegado al máximo nivel epistémico posible al alcance del sujeto, en cuyo supuesto fracasaría sin, por eso, ser defectuosa o reprensible.11

11 [Nota del traductor]: Confróntese este texto con un curiosísimo pasaje de Descartes, en la Carta a Hyperaspistes de agosto de 1641 (carta que por su ubicación temporal y relevancia doctrinal equivale a las Répli-cas a las Octavas Objeciones), donde Descartes disocia claramente la ra-zonabilidad de la creencia de su indubitabilidad y de su verdad, indepen-dizando el imperativo racional de dichos factores. Escribe:

«Suponga que un hombre decide abstenerse de alimento alguno hasta el punto de la inanición porque no está seguro de si está envenena-do, que, además, piensa que no está obligado a comer porque no le resul-ta evidente que la comida sea el medio adecuado para mantenerse con vida, y que considera que es una opción más razonable esperar la muer-te por inanición que matarse comiendo. Dicho hombre sería correc-tamente considerado un demente responsable de su propia muerte. Suponga, además, que es verdad que todo el alimento del que pueda

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Pensemos en un bateador de béisbol enfrentándose a un lanzador magnífico. Si yerra en su swing, este no es necesaria-mente defectuoso. Es evidente que fracasa, pues ni siquiera hace contacto con la pelota. Pero: ¿es defectuoso?, ¿queda por debajo de algún criterio mínimo de bateo? Eso es lo que, tal vez, sucediese en el supuesto de que, en ese lanzamiento con-creto, el bateador sufriese una distracción evitable, apartando por un momento los ojos de la pelota. Pero ¿es culpable de haber fallado? Aquí, la respuesta no es tan clara. Puede tratar-se de un gran bateador, y que este swing no tenga nada espe-cial, que sea similar a los que acostumbra a hacer. Además, no se exige a los bateadores que mantengan una concentración máxima en todos y cada uno de los lanzamientos. Se permite cierto espacio para la distensión. De forma que este es uno más de los swings que nuestro bateador ha fallado, pese a que tiene el mejor promedio de bateo en la historia del béisbol y a que está en su mejor momento. Es obvio que sería responsa-ble de su fallo si se hubiese bebido un Martini doble justo an-tes del juego. En tal caso, su actuación hubiese sido, además de defectuosa, reprochable.

Pongamos otro ejemplo: el de la preparación de un plato de acuerdo con las instrucciones que contiene una receta. El chef sigue la receta literalmente, una receta que ha obtenido a partir de una fuente acreditada y sobre la que tiene todas las razones del mundo para confiar y ninguna para mostrar rece-lo. Tampoco hay razón alguna para que esté preocupado por

disponer está envenenado y que su naturaleza es tal que el ayuno le re-sulta beneficioso: pese a ello, y siempre que le parezca que la comida es inofensiva y saludable y que crea que con toda probabilidad el ayuno producirá sus habituales efectos dañinos, sería su deber [la cursiva es nuestra] comer y, por tanto, actuar de acuerdo con el curso de acción que le parece beneficioso y no de acuerdo con aquel que realmente lo es. Esto resulta tan evidente a todos que me extraña que alguien pueda pensar de otro modo». John Cottingham, Robert Stoothoff, Donald Murdoch y Anthony Kenny (eds.) (1991), The Philosophical Writings of Descartes (III) (Cambridge: Cambridge University Press, 1997), p. 189 [AT iii: pp. 422-423]. [La traducción es nuestra].

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el funcionamiento de su horno, que siempre ha sido perfecto. Sin embargo, y sin saberlo el chef, tanto la receta como el hor-no son defectuosos. Supongamos que cada defecto potencia al otro, de forma que un plato que, dado el desajuste de la temperatura del horno, solo se hubiese pasado, asociado a una receta deficiente, hace que se queme. En un caso de estas características, la actuación es defectuosa, pero el chef no es culpable de lo que ha pasado. Se trata de una actuación defec-tuosa, pero no reprensible. Es más, pienso que, por mucho que ambos defectos se cancelasen mutuamente, y que el plato saliese como tenía que salir, la actuación seguiría siendo de-fectuosa. La actuación habría alcanzado su objetivo, pero no sería apta. Pertenecería a la familia de los casos de Gettier: su éxito dependería de la suerte, no habría mostrado la compe-tencia completa del chef, el tipo de competencia que no solo exige una competencia interna y constitutiva, sino ayudas ex-ternas concretas.

Podría objetarse lo siguiente: para que una actuación de medios a fin sea apta, no es necesario que el agente sepa con seguridad que el medio desembocará en el fin. Sin embargo, nada de lo anterior nos compromete con una tesis tan fuerte como la que aquí se critica. Todo depende de si algo puede ser un medio sin ser un medio a prueba de fallos. Hasta ahora, nos hemos limitado a hablar de medios completamente segu-ros. Pero parece razonable que también incluyamos en nues-tro esquema medios cuyo resultado es probable. A menudo actuamos sobre la base de esos medios, cuyo empleo no ga-rantiza el éxito. El swing de un bateador podría no tener más que un quince por ciento de probabilidades de éxito. Y, aun así, podría tratarse de un excelente porcentaje y de un batea-dor soberbio. De forma que si el resultado del swing es un hit de base, el swing es apto, y ello con independencia de que lo que, al hacer su swing, el bateador cree, sea que mediante su swing podrá obtener un hit de base, y no que su swing asegura el hit de base. La creencia del bateador es que su swing hará lo suficientemente probable el logro de su objetivo. Lo mismo

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le sucede a Diana, al cazar con su arco y sus flechas. Algo pa-recido ocurre para todos los atletas en general. La aptitud no exige competencia infalible. Lo que es más: ¡ni siquiera exige una probabilidad por encima del cincuenta por ciento!

No contradice lo anterior el que señalemos que, para que una actuación de medios a fin sea apta, es necesario que el agente sepa que los medios aseguran el objetivo de una forma lo suficientemente probable. Para que el éxito se deba a su com-petencia, el agente no puede limitarse a adivinar, o a disparar a ciegas. Un disparo al azar que alcanza su blanco no manifiesta competencia alguna, si no hay un atisbo de competencia en las creencias que la constituyen. Imaginemos que la creencia que define a la competencia es probabilística, es decir, que lo que el agente cree es que los medios que selecciona harán lo suficien-temente probable la obtención del fin que se ha propuesto: di-cha creencia es evaluable de acuerdo con su rango epistémico, o, lo que es igual, según su estructura ADA. Y, como ya hemos señalado, para que la actuación de medios a fin sea apta tam-bién ha de ser apta la creencia respecto a la relación de medios a fin que forma parte intrínseca de esa competencia. El hecho de que hayamos aplicado este esquema a las creencias probabi-listas para nada debilita esta condición. La creencia probabilis-ta relevante ha de ser ella misma apta para que la acción inten-cional de la que es parte inherente también sea apta.12

Acabamos de justificar la equivalencia entre nuestras in-tuiciones acerca del conocimiento como norma de la asevera-ción y las intuiciones correspondientes acerca del valor del

12 Es natural que tratemos de especificar el criterio de suficiencia, y que nos preguntemos qué es lo que significa creer que los medios asegu-ran el objetivo de una forma lo suficientemente probable. En este lugar, no sería inapropiado recurrir a consideraciones pragmáticas. Sin embargo, una determinación pragmática del criterio de suficiencia no tiene por qué implicar la sustitución de los baremos epistémicos por baremos pragmá-ticos: la determinación del nivel de competencia o de aptitud que ha de cumplir la creencia en que los medios aseguran el objetivo de una forma lo suficientemente probable, es una tarea que la pragmática no puede usurpar.

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conocimiento. Con anterioridad, defendimos la intuición de que el conocimiento es mejor que la mera creencia verdadera frente a las dudas que se derivaban de una concepción con-creta de la creencia: la concepción de la creencia como um-bral. Sin embargo, y tal como veremos en el siguiente punto, todavía hay dudas que mitigar.

D. El problema del valor del conocimiento: un paso atrás

¿Qué entraña la evaluación epistémica? ¿Qué es lo que queremos decir cuando señalamos que siempre es «mejor» saber? ¿Es de verdad evidente que el conocimiento siempre es mejor que la mera creencia verdadera, al menos, desde un punto de vista epistémico?

Este problema ha pasado a ocupar el lugar central de la escena epistemológica contemporánea. Platón ya se pregun-taba cómo es posible que el conocimiento tenga más valor que la correspondiente creencia verdadera, cuando la segun-da nos presta el mismo servicio. Una creencia verdadera nos ayuda a alcanzar nuestro objetivo con no menos eficacia que el correspondiente conocimiento. Conforme a esto, nos pre-guntamos: ¿En qué mejora el conocimiento a la creencia ver-dadera correspondiente?

Asumiremos que existe una condición adicional que una creencia ha de satisfacer para constituir conocimiento, más allá de ser una creencia, y de ser verdadera. Si el conocimien-to de que p es siempre, y necesariamente, mejor que la simple creencia verdadera de que p, dicha condición adicional ha de añadir algún contenido normativo positivo. Y este contenido adicional debería ayudarnos a explicar por qué el conoci-miento como tal siempre es mejor. Al fin y al cabo, lo que nuestras intuiciones nos dicen es que, al afrontar un proble-ma, siempre es mejor poder responder con conocimiento que acertar casualmente.

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1. El valor del conocimiento

Suele decirse que el objetivo de la creencia es la verdad. Y, en general, esto es cierto. Cuando, por ejemplo, te haces una pregunta, lo que quieres es la respuesta correcta. Alcanzar una respuesta equivale a adoptar una determinada creen-cia, una creencia cuya finalidad es la verdad sobre la cues-tión que te concierne. No obstante, esto plantea un proble-ma: de que (normalmente) el objetivo de la creencia sea la verdad parece seguirse que, una vez es verdadera, la creencia ya dispone de todo lo que es epistémicamente relevante, sin que importe su etiología.13

¿Cómo es posible, entonces, que una creencia verdadera y generada por mecanismos fiables en la adquisición de la ver-dad pueda ser mejor que otra cuyo único valor es la verdad, con independencia de que haya o no haya sido generada me-diante procesos fiables? La conclusión es que el conoci-miento no tiene nada más que ofrecer que la simple creencia verdadera.

Respondemos: «Cualquier argumento que lleve a esa conclusión ha de ser minuciosamente re-examinado. En primer lugar, porque es posible que, para saber, sea nece-sario que el objetivo de la creencia no se limite a la verdad, sino que sea el conocimiento. Esto explicaría cómo y por qué el conocimiento (con su obligada etiología) es, después de todo, mejor que la creencia meramente verdadera».14

En lo que sigue, defenderemos esta respuesta situándola en su debido contexto, explicando su contenido, y sacando algunas de sus consecuencias.15

13 [Nota del traductor]: Compárese, por ejemplo, con lo que escribe Richard Foley: «[…] fiabilidad, aptitud, indefectibilidad, y justificación son méritos que acompañan frecuentemente al conocimiento, pero no sus requisitos». Richard Foley (2012), op. cit., p. 132. [La traducción es nuestra]. 14 Tanto aquí como en lo que sigue, con «el objetivo de la creencia» implícitamente nos referiremos a su objetivo en casos normales. 15 Es más, una de las virtudes de la estructura de la normatividad de la actuación es su flexibilidad: comprobaremos cómo es capaz de asimilar

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2. ¿Qué significa que nuestro objetivo es la verdad? ¿Comprendemos realmente el valor que a esta le otorgamos?Al señalar que buscamos la verdad lo que, posiblemente,

queramos decir es que nuestro objetivo es poseer la verdad. Es a la verdad adquirida a la que le otorgamos valor. ¿Qué es lo que deberíamos decir entonces: que nuestra finalidad es acu-mular el mayor número posible de creencias verdaderas? ¿Qué es lo que buscamos: acaudalar creencias verdaderas? Comparemos este caso con el valor que les otorgamos a los disparos acertados, a aquellos que dan en el blanco. ¿Por qué les damos valor? ¿Qué es lo que buscamos: acumular disparos correctos?

Imaginémonos a alguien que, para pasar el tiempo, traza en la playa un gran círculo sobre la arena, justo a sus pies, que apunta a él con su arma, y da en el blanco. ¿Qué diríamos: que, al menos en parte, ha cumplido con un objetivo indepen-diente anterior: el de asegurar el acierto de sus disparos? Pero ¿se trata de un objetivo que compartamos todos, igual que compartimos el concepto de buen disparo? Alguien podría responder: «Bueno, tal vez sea así. Al fin y al cabo, ¿no prefe-rimos, en paridad de circunstancias, lo bueno a lo malo? ¿Y no son los buenos disparos, pues eso, buenos?». Pienso que todos estaremos de acuerdo en que una respuesta así raya en lo absurdo.

Sin embargo, el tirador en la playa podría hacer un buen disparo, un disparo al que concediésemos cierto valor. Tal vez, considerado en sí mismo, y dada la ínfima importancia que, en este contexto, tiene dar en el blanco, el valor del dispa-ro sea mínimo. Pero, desde otro punto de vista, desde una perspectiva interna a la actuación misma, podría tratarse de un disparo excelente: bastaría, para ello, con que el tirador alcanzase el blanco desde una distancia considerable. Pero, incluso aunque se tratase de un disparo dif ícil, no debería su

una objeción más general, de acuerdo a la cual el objetivo necesario de la creencia es la verdad, pero no el conocimiento.

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estatus a una preferencia anterior por acumular éxitos en cir-cunstancias complicadas. No existe presión normativa alguna que nos obligue a acaudalar buenos disparos, por mucho que comprendamos perfectamente qué criterios ha de cumplir un buen disparo, y que los tengamos en mente cuando dispara-mos. No existe una presión normativa inherente, hablemos de disparos buenos o de disparos excelentes. (Nótese que lo que no estamos obligados a acumular en razón de sí mismos son los disparos, independientemente de su calificativo).

Fijémonos ahora en nuestros disparos intelectuales: las creencias. Puede que una creencia sea la respuesta correcta a cierta pregunta, pero si la pregunta carece de importancia, tampoco será mucho el valor de la creencia. No hay duda de que el valor del blanco pesa sobre el valor de los disparos que a él dirigimos. Elegir arbitrariamente un blanco, en una zona de la arena junto a tus pies, supone un blanco estúpido. Lo mismo sucede si decides recoger un puñado de arena y dedi-carte laboriosamente a contar el número de granos que con-tiene. Por mucho que llegues a la respuesta correcta, ¿qué valor tiene lo que haces? ¿Diríamos que satisfaces, al menos en parte, un objetivo independiente anterior: el de asegurar el mayor número posible de creencias verdaderas? Una respues-ta afirmativa es tan plausible aquí como en el caso del disparo en la playa.

3. De nuevo: ¿en qué sentido es valiosa la verdad de nuestras creencias?

Algo que, al menos, parece prima facie valioso es la satis-facción de nuestra curiosidad. Consideremos otra vez la pre-gunta absurda sobre el número de granos de arena. Si resulta-se que a alguien le interesase saberlo, parecería evidente que la satisfacción de su curiosidad tendría valor para dicho indi-viduo, lo que no es más que un modo complicado de decir que la valora. Podría suceder, incluso, que averiguar eso tuviese algún valor extra, que, de algún modo, contribuyese a mejorar su vida en algún pequeño aspecto. Este es un sentido en el que

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la verdad puede ser valiosa para alguien. A fin de cuentas, es-tar interesado en saber (a) si p, equivale a estar interesado en saber (b) si es verdad que p.16 Así que, a lo que aspiramos, cuando valoramos la verdad de esta manera, es a obtener res-puestas a nuestras preguntas: respuestas correctas, por su-puesto.

De este modo, la mera curiosidad, y sean las que fueren sus causas, dota de algún valor a la respuesta correcta a una pregunta, aunque, tal como ocurre en el ejemplo de los granos de arena, ese valor sea ínfimo. Disponer de la respuesta a una pregunta específica podría añadir tan poco a la vida del suje-to, y, al mismo tiempo, distraer tanto su mente, que, una vez considerados todos los factores, se tratase de un detrimento. Aunque solo fuese por el coste en oportunidades perdidas que una atención mal dirigida acarrea.

Algo parecido puede decirse del disparo en la playa dirigi-do a un blanco a pocos centímetros. El mero deseo de dar en el blanco, y sean las que fueren sus causas, hace que el logro de ese objetivo tenga valor para el agente. Sin embargo, no tiene valor para nadie más. Es más, dedicar tiempo a eso podría ser perjudicial para la vida del agente. Ni es verosímil que los seres humanos tengamos un deseo independiente de lograr dispa-ros acertados, ni que concedamos valor intrínseco preliminar a la obtención de esos disparos. El valor que su precisión con-fiere al disparo en la arena depende únicamente del capricho del tirador, de que le haya apetecido disparar a ese blanco.

16 A la distinción anterior debería añadirse una segunda: entre (c) si es verdad que p, y (d) si nuestra creencia (cuyo contenido es p) es verda-dera. Hay muchas maneras de que nos preguntemos si nuestras creencias son verdaderas sin necesidad de especificar su contenido. Una de ellas: podríamos preguntarnos si una creencia a la que hemos identificado por descripción, es decir, a la que hemos seleccionado sin haber tenido en cuenta su contenido proposicional, es verdadera. (Esta distinción es bási-ca para entender el proyecto epistemológico de Descartes, cosa que argu-mento en un artículo de próxima aparición: «Descartes and Virtue Epis-temology»).

[Nota del traductor]: Publicado en Kelly James Clark y Michael Rea (eds.) (2012), Reason, Metaphysics, and Mind. New Essays on the Philoso-phy of Alvin Plantinga (Oxford: Oxford University Press), pp. 107-127.

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Tengamos, sin embargo, en cuenta que, aunque el disparo en la playa no satisfaga ningún interés humano anterior al ca-pricho del tirador, podría tratarse de un disparo mejor, mejor en tanto que disparo, que muchos otros cuyo valor global es más elevado. Considérese un disparo en defensa propia y a corta distancia que no acierta a dar en la cabeza del agresor, y que lo alcanza en el hombro, previniendo así el ataque. Se tra-ta de un mal disparo, de un disparo impreciso, pero mucho más valioso que el disparo acertado en la playa. (Es más, si hubiese sido mejor como disparo, si hubiese sido más preciso, podría haber constituido un crimen terrible, pues la agresión no justificaba el disparar a matar).

¿Son, en este sentido, las creencias como los disparos? ¿Son las creencias actuaciones que puedan lograr su objetivo interno, y que, no obstante, dejen abierta la cuestión de si tie-nen valor intrínseco, y de si sirven o no a un objetivo externo? Exploremos esta concepción de la creencia.

4. El conocimiento como caso particular de actuación apta: una explicación de su valor especial

Una actuación que alcance su objetivo de primer orden sin manifestar competencia es una actuación inferior. El dis-paro que alcanza su blanco ayudado por el viento logra su objetivo fortuitamente, y, por ello, no exhibe competencia alguna. Por tanto, se trata de un disparo en comparación in-ferior a aquel cuyo éxito es el resultado de la competencia del arquero.17 El contundente saque directo que, casualmente, consigue un aficionado al tenis es, por comparación, inferior a uno similar que manifiesta la competencia sobresaliente de un campeón a cargo de lo que hace. Y así sucesivamente.

17 Un disparo podría manifestar la competencia del arquero sin que también lo haga su acierto. El disparo al que el viento, primero desvía, después recoloca en su trayectoria, es un ejemplo. ¿Cómo manifiesta ese disparo la competencia del arquero? En la medida en que, al ser lanzada, la flecha posee una dirección y una velocidad tales que, en las condiciones apropiadas relevantes, habría alcanzado el centro de la diana.

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Considérese cualquier actuación con un objetivo de primer orden, sea un disparo de arco o un servicio de tenis. Tales ac-tuaciones también incluyen el objetivo de alcanzar su objetivo de primer orden. En resumen: una actuación X logra su obje-tivo <p>, no solo porque sea el caso que p, sino porque la ac-tuación es la causa de p.18

El caso de la creencia es, simplemente, un ejemplo espe-cial donde la actuación es cognitiva o doxástica. Una creencia competente aspira a la verdad, y, si es verdadera, es acertada o correcta. En consecuencia, incluye el objetivo de alcanzar ese objetivo. Lo que significa que una creencia así no solo busca ser acertada (la verdad), sino que pretende ser apta (busca co-nocimiento). Una creencia que alcance ambos objetivos, el de la verdad y el del conocimiento, parece, por esta razón, mejor que una que solo logre el primero. Esto nos proporciona una razón plausible de por qué el conocimiento como tal parece mejor que la simple creencia verdadera.19

Incluso en el supuesto de que las actuaciones no incluye-sen automáticamente los objetivos aquí sugeridos, todavía dispondríamos de una explicación de por qué el conocimien-to es mejor que la simple creencia verdadera: las actuaciones aptas son, en general, mejores que aquellas cuyo éxito se debe

18 Del mismo modo que la verdad de p implica la verdad de que es verdad que p, que uno sea la causa de p puede implicar que uno sea la causa de que uno sea la causa de p, siempre presuponiendo que dicha iteración tenga sentido. Podría objetarse a esto señalando que es posible que uno sea la causa de que alguien más sea la causa de p sin que, por ello, uno sea la causa de p. Sin embargo, basta con que postulemos cierta fle-xibilidad en el tratamiento del uso de otros como medios, y con que no se exija exclusividad, para que esta posición resulte incoherente: uno podría lograr p haciendo que otro sea su causa directa. 19 Objeción: «No creo que de la obligación a actuar pueda deducirse la obligación a actuar bien. A menudo, me resulta indiferente si estoy haciendo bien lo que hago. Simplemente, la tarea en cuestión no me re-sulta lo suficientemente importante como para invertir en ella tiempo, atención, y esfuerzo». Respuesta: Para que uno sea competente no tiene por qué mostrar un grado elevado de competencia: puede bastar un nivel mínimo. Además, si lo que el agente hace no manifestase, al menos, un grado mínimo de competencia, resultaría dif ícil considerarlo una acción que podamos atribuirle.

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a la suerte. Las creencias no pasan de ser una instancia con-creta de esta verdad general. Sin embargo, a esta explicación todavía le falta algo: que desarrollemos nuestra concepción del conocimiento como creencia apta, es decir, como creencia que manifiesta la competencia relevante del agente para al-canzar su objetivo: la verdad.

5. El problema del valor regresa

Todavía no está claro a qué clase de «valor» nos referimos cuando señalamos que el conocimiento tiene valor, y que siempre es «mejor» como tal que la creencia verdadera co-rrespondiente. ¿Cuáles son los términos de comparación? ¿De acuerdo con qué perspectiva es verdad que el valor del conocimiento es siempre necesariamente mayor que el valor de la creencia verdadera correspondiente?

La epistemología contemporánea ha discutido, y mucho, so-bre estos problemas. Pero ¿cuál es el problema exacto? ¿En qué sentido podría ser valioso el conocimiento? ¿Cuál es el significa-do de esa expresión? ¿Qué queremos decir cuando aseguramos que siempre tiene que ser más valioso que la creencia verdade-ra? Para contestar a estas preguntas, podría resultar útil una re-copilación de los muchos significados de las expresiones perti-nentes en español. Sin embargo, nuestro desconcierto tiene una cura más directa. Lo que necesitamos es un modo de aproxi-marnos al problema principal que añada a su claridad su capaci-dad de hacer verosímil por qué el conocimiento es «mejor» que la mera creencia verdadera correspondiente. ¿Cómo debería-mos abordar la cuestión, de forma que, honestamente, podamos proporcionarle la respuesta que tan obviamente merece? (Nada más lejos de nuestras intenciones que ser restrictivos: nuestra aproximación deja abierta la posibilidad de que otras formas de afrontar el problema rindan los mismos resultados. En cual-quier caso, nuestra situación es tan desesperada que nos basta-ría con encontrar una sola ruta de salida).

Al menos, podríamos decir que el conocimiento es valioso del mismo modo en que lo son la interacción social, la amistad

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el problema del valor regresa 115

o la alimentación. Lo que aquí pretendo es hacer algunos comentarios sobre la lógica de estas atribuciones de valor.

Todas las cosas a las que concedemos valor desempeñan alguna función importante para el florecimiento de la vida humana. Probablemente, eso es lo que hace que sean valiosas. Pero esto no exige que cada ejemplo específico sea valioso, bien como fin o como medio. Compárese esto con el sentido en que los buenos disparos de arco tienen valor para una tribu en la que la caza y la guerra son actividades básicas, o con las razones por las que desempeñan un papel tan importante y valioso en la vida de la tribu. Dicho papel es el que hace que sea verdadero decir que son valiosos, tal como sucede con los buenos arcos, las buenas flechas, o la buena puntería. Sin em-bargo, y de forma compatible con lo anterior, muchos buenos disparos podrían no tener valor alguno, ni tan siquiera pro tanto o prima facie. Dichos disparos no tendrían más valor que el que pudiésemos encontrar en el correspondiente dis-paro no-apto, o, incluso, en un mal disparo.

Por consiguiente, el valor general del conocimiento para el florecimiento de la vida humana no nos ayuda a explicar por qué este es siempre mejor que la correspondiente creencia verdadera. Tampoco es necesariamente mejor como medio para alcanzar nuestros objetivos, tal como ya se señala en el Menón. Al fin y al cabo, hay creencias verdaderas respecto a la relación de medios a fin que nos ayudan a lograr esos objeti-vos tan eficazmente como el conocimiento.20

Y, sin embargo, el conocimiento, como tal, siempre pare-ce preferible en algún sentido: preferible a la correspondien-te creencia meramente verdadera. ¿Cuál es la perspectiva relevante?

Tal vez, si consideramos al conocimiento como un tipo de actuación, en un sentido amplio, podamos comprender por qué el conocimiento parece disfrutar de tal superioridad.

20 Se puede replicar diciendo que el conocimiento implica un grado tal de confianza que nos hace inmunes a la tentación de indagaciones estériles. Pero ¿qué pasaría si nuestra creencia verdadera fuese especial-mente tenaz? Una creencia así, ¿no nos impermeabilizaría respecto a esa tentación, sin tener que ser, por ello, conocimiento?

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116 cuestiones de valor en epistemología

Prestemos atención a estos dos elementos de la normati-vidad de la actuación:

El éxito es mejor que el fracaso.El éxito que es resultado de la competencia es mejor que el éxito producto del azar.

Si les concediésemos un valor objetivo y absoluto, las dos tesis precedentes serían inverosímiles. Lo mismo (o casi) su-cedería si les concediésemos un valor instrumental. Por tan-to, es inverosímil que el éxito de una iniciativa sea siempre intrínsecamente valioso, con independencia de su contenido específico. Tampoco es plausible que deba ser siempre ex-trínsecamente valioso. Ni tan siquiera que haya de disponer siempre de, al menos, un valor pro tanto o prima facie. En resumen: que el éxito de cualquier iniciativa, sea del tipo que sea, haya de tener algún valor intrínseco objetivo, al me-nos pro tanto o prima facie, no parece muy plausible. Pense-mos en un acto de tortura horrible. Sí, hay un hueco en el espacio lógico para la opinión de que los aspectos perversos de ese acto sobrepasan con mucho cualquier valor objetivo que pudiese tener su éxito. Sin embargo, la plausibilidad de esa posición se aproxima a cero, o, al menos, eso me pare-ce.21 Yo, al menos, no puedo discernir valor intrínseco obje-tivo alguno en el éxito de tal acto, ni tan siquiera un valor prima facie.

Intentémoslo desde otra perspectiva. Consideremos esto: cualquiera que esté tratando de lograr un objetivo pre-ferirá siempre alcanzarlo que no alcanzarlo; es más, esta preferencia es siempre apropiada, al menos prima facie, aunque, por supuesto, haya casos donde dicha adecuación quede invalidada. Además, debemos distinguir entre llegar a un objetivo y alcanzarlo, donde «alcanzarlo» exige que el lle-gar a él no se deba al azar. Un agente racional que no sufra de

21 A un nivel más profundo, la cuestión gira en torno a un punto muy controvertido en axiología: ¿Es la satisfacción de nuestras preferen-cias reales una de las fuentes del valor, al menos prima facie o pro tanto, con independencia de lo malo que sea su contenido?

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falta de voluntad (acrasia) ya está, por el simple hecho de procurar su objetivo, prefiriendo alcanzarlo. Limitarse a de-sear cierto resultado no es lo mismo que tratar activamente de lograrlo, que aspirar a ese resultado. Es inherente a dicha aspiración el esfuerzo por satisfacerla. De ahí que para cum-plir un requisito básico de coherencia el agente deba, al comparar la satisfacción y la frustración de su preferencia, optar racionalmente por la primera.

Pensemos en un agente que cree que p y que se pregunta si su creencia es verdadera. La coherencia pura y simple exige que uno considere que sus creencias son verdaderas. Del mis-mo modo, la simple coherencia exige que uno prefiera la sa-tisfacción global de sus preferencias.22 Esta es la razón por la que la afirmación «El éxito es mejor que el fracaso» resulta tan plausible. Cuando emitimos un juicio tan general de for-ma tan despreocupada, lo que hacemos es adoptar el punto de

22 Objeción: «Es cierto que, al creer, me comprometo a considerar que mi creencia es verdadera. Sin embargo, no creo que pueda decirse que eso hace que la última creencia sea correcta. La distancia entre creer que p y creer que mi creencia de que p es verdadera es “tan pequeña” que nuestra evaluación de la última depende siempre (y exclusivamente) de nuestra evaluación de la primera. Del mismo modo, en el caso de la pre-ferencia, la forma que tenemos de responder al problema de si es bueno para el agente tener éxito es mediante la evaluación de su objetivo. El hecho de que la consistencia demande que prefiramos la satisfacción de nuestras preferencias en virtud de las preferencias que tenemos en pri-mer lugar proporciona una base de evaluación endeble. Quiero contar granos en la arena. Por tanto, quiero que mi preferencia por contar gra-nos en la arena se satisfaga. Esto no hace que mi preferencia sea “correc-ta”, o que podamos “darle el visto bueno”». Respuesta: Estoy de acuerdo. Lo que pasa es que una interpretación conforme a estas líneas de la tesis de que el conocimiento es siempre y necesariamente mejor, hace falsa esta intuición. Así, esta lectura no es capaz de explicar la verdad conteni-da en dicha tesis, verdad que se nos impone intuitivamente. La sugerencia alternativa es que, cuando afirmamos esa verdad obvia, lo que hacemos es adoptar la posición del agente, y prestar atención al hecho de que en lo que se refiere a la coherencia racional (y únicamente en lo que se refiere a ella), este siempre, necesariamente, actúa como debe al refrendar reflexi-vamente su preferencia de primer orden. Esto no significa que, teniendo en cuenta todos los factores, la actuación del agente sea la adecuada. Podría no serlo, cosa que, de hecho, sucede frecuentemente.

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vista del hipotético agente. ¿Qué significaría dicho juicio puesto en boca del agente? Lo que estoy sugiriendo es que, como agentes, preferimos la satisfacción global de nuestras preferencias, y que dicha preferencia, dado lo incoherente que resultaría preferir lo opuesto o suspender el juicio, es racionalmente adecuada.23

E. Conclusión

En la parte A hemos concluido que solo una concepción de la creencia como disposición a afirmar (y no la concepción de la creencia como umbral de confianza), puede dar cabida a nuestras intuiciones sobre la corrección y el valor epistémi-cos. En la parte B se ha defendido que el conocimiento es ne-cesario para la acción apta, y que, en este sentido, tiene valor. En la parte C hemos mostrado cómo la concepción de la creencia como disposición a afirmar garantiza la equivalencia entre la intuición del valor del conocimiento y el hecho de que este sea la norma de la aseveración.

Sin embargo, llegados a ese punto todavía teníamos que afrontar el tema del valor del conocimiento, cosa que hici-mos en la parte D. Se trataba de dilucidar el significado de lo que decimos al señalar que el conocimiento siempre es me-jor que la correspondiente creencia meramente verdadera. En dicha parte, consideramos distintas opciones para dotar de plausibilidad a esa afirmación. ¿Qué es lo que queremos indicar al decir eso? Con el fin de responder a este problema, hemos sugerido lo siguiente: que al hacer una declaración tan general, asumimos el punto de vista del agente, y que, desde esa perspectiva, siempre es normativamente preferi-ble saber (donde conocimiento equivale a aptitud) si lo que

23 La discusión anterior ilustra uno de los problemas principales de las críticas al uso de la intuición en filosof ía. Lo que el desacuerdo apa-rente entre intuiciones suele reflejar en un desacuerdo en las preguntas, no en las respuestas.

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conclusión 119

nos limitamos a tomar en consideración es el criterio de co-herencia racional.

En eso consiste nuestra explicación de por qué la afirma-ción de que el conocimiento es siempre necesariamente me-jor que la correspondiente mera creencia verdadera nos re-sulta intuitivamente verdadera. Lo que señalamos es que es siempre, y necesariamente, apropiado preferir saber que pre-ferir contentarse con creer correctamente. Esto se limita a ser una instancia particular del hecho de que, para cualquier iniciativa que emprendamos, es siempre necesariamente apropiado preferir el éxito de nuestra empresa, y, por supues-to, preferir que ese éxito, más que deberse al azar, sea el re-sultado de nuestra competencia. En al menos un sentido, esa es siempre la preferencia normativamente correcta. Y nues-tras creencias relevantes, nuestros esfuerzos en procura de la verdad, solo son un caso particular. Uno siempre debería preferir alcanzar aquello por lo que lucha, y alcanzarlo apta, no fortuitamente. Esa es la preferencia adecuada, o, al me-nos, es la preferencia a la que nos obliga el criterio de cohe-rencia racional.

¿Existe alguna otra razón objetiva por la que el conoci-miento sea más valioso que la mera creencia verdadera? Sí, el conocimiento también es valioso porque saber ciertas co-sas es importante para el florecimiento tanto de nuestra vida propia como de la vida de la comunidad. Sobre cuestiones importantes, la mera creencia verdadera no basta. Sin em-bargo, esto no significa que cualquier ejemplo de conoci-miento sea importante en este sentido, que en todos los casos el conocimiento sea necesariamente mejor que la creencia verdadera. No es verdad, tan siquiera, que cualquier ejemplo de conocimiento sobre cuestiones importantes contribuya al florecimiento bien del agente o de la comunidad. Lo único que se exige para que sea verdad que el conocimiento es un producto valioso, más valioso que la correspondiente creen-cia meramente verdadera, es que el conocimiento de ciertas

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120 cuestiones de valor en epistemología

cosas importantes suponga normalmente una contribución positiva a una vida, individual o colectiva, floreciente, de forma que dicha contribución sea mayor que la de la corres-pondiente creencia meramente verdadera.24

24 Es obvio que el conocimiento también podría ser valioso en la medida en que es importante disponer de alguna medida de conocimien-to, de, por ejemplo, un conocimiento suficiente de aquellos a quienes amamos; de forma que, aunque ninguna instancia particular de conoci-miento sea imprescindible para alcanzar ese resultado, podamos cono-cerlos bien. De igual modo, una vida plena no es posible (vivir, no sobre-vivir) sin un mínimo de interacción íntima, interacción que, a su vez, exige conocimiento. Sin embargo, hemos de tener en cuenta que ninguna de estas consideraciones explica por qué cualquier ejemplo de conoci-miento es mejor que la correspondiente creencia meramente verdadera. El valor que posee disponer de cierta cantidad de conocimiento no se ex-tiende a cada caso particular de conocimiento.

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CA PÍT U LO C UATRO

Tres concepciones del conocimiento humano

De acuerdo con un conocido punto de vista, el concepto de conocimiento ha de analizarse añadiendo a la justificación, la verdad y la creencia, una cuarta condición. Hay una obje-ción básica que ha llevado a algunos epistemólogos recientes a cuestionar los presupuestos fundamentales de esta pers-pectiva: lo que han señalado es que es incapaz de dar cuenta de algunos de los rasgos más significativos de nuestro con-cepto de conocimiento. En primer lugar, conocer implica po-der asegurar una respuesta definitiva, capacidad para poner un punto y final a la investigación. En segundo lugar, solo podemos responder por algo adecuadamente si lo conoce-mos, siendo el conocimiento la base de que podamos dar fe de ello. Únicamente en dicho supuesto podremos servir de fuentes fiables de información en el contexto de una especie social que comparte información.

¿Por qué no puede el análisis tradicional hacer justicia a estas dos funciones del conocimiento? Porque el concepto clave de dicho análisis, el concepto de creencia justificada, es demasiado débil para cumplir dicho cometido.

Este es el rumbo que ha tomado el ataque a la concep-ción tradicional, un ataque que merece un escrutinio por-menorizado.

En una fiesta donde la iluminación es tenue, la fotograf ía a tamaño real de una celebridad me hace pensar que se

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encuentra en la habitación. Mi creencia está justificada, pero no «tengo derecho» a ella, por mucho que, por una feliz coin-cidencia, la celebridad en cuestión se encuentre allí. Tener derecho a una creencia es mucho más que estar justificado. Dicho rango epistémico es superior al de razonabilidad o al de ausencia de culpa epistémica. Tengo tanto derecho a mi creencia de que la celebridad está en la habitación como a una herencia de la que mi único título de propiedad es creer razo-nablemente que tengo ese derecho.

Una creencia que solo sea razonable es incapaz de asegu-rar, o de establecer, que las cosas son tal como uno cree razo-nablemente que son.

Por eso, la epistemología necesita una noción más estricta que el simple concepto de justificación: la noción de derecho seguro.1 O, al menos, eso es lo que nos dicen.

El ataque cuyas bases acabamos de esbozar es especial-mente convincente en lo que se refiere al conocimiento per-ceptivo. De acuerdo con la aproximación tradicional, el cono-cimiento perceptivo no es más que un caso particular de creencia justificada y verdadera, a la que se añade una cuarta cláusula. Lo que, supuestamente, justifica a una creencia per-ceptiva es la evidencia de nuestros sentidos. Sabemos, por ejemplo, que una superficie es roja en la medida en que cree-mos que es roja, a condición de que (entre otras cosas) sea nuestra experiencia visual de una superficie roja la que justifi-ca nuestra creencia.

Sin embargo, no basta con que, en virtud de dicha eviden-cia, nuestra creencia de color se encuentre justificada, para que dispongamos del derecho seguro que el conocimiento exige. Esta es la objeción: «Sea cual fuere el color de la super-

1 [Nota del traductor]: El concepto de entitlement (‘derecho’) ocu-pa un lugar prominente en las obras de Fred Dretske, Tyler Burge, Christopher Peacocke y Crispin Wright. De especial importancia en este contexto es el empleo que de él hace este último, y que Sosa discute en Reflective Knowledge: cfr. Ernest Sosa (2009), op. cit., p. 107. Cfr. Crispin Wright, «Wittgensteinian Certainties», en Denis McManus (ed.) (2004), Wittgenstein and Scepticism (Londres / Nueva York: Routledge), pp. 22-55.

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primero, conocimiento 123

ficie, blanco o rojo, lo cierto es que si la luz es roja, no tene-mos derecho a nuestra creencia, por mucho que esté justifica-da. Para tener derecho a ella necesitamos mucho más que la mera justificación».

La objeción prosigue así: «Cuanto más indagamos en el caso de la percepción peor parada sale la concepción tradicio-nal. El tipo de análisis que el realismo indirecto de la tradición promueve es incapaz de dar cuenta del conocimiento percep-tivo. En concreto: la percepción visual no incluye razones o evidencia alguna del tipo postulado por la tradición. Pensemos en nuestras habilidades para aprender mediante la percepción. No se trata de habilidades inferenciales, sino de capacidades para reconocer algo como algo. No implican inferencia alguna, ni tan siquiera la capacidad inferencial básica que ejercitamos al deducir de la lectura del indicador de gasolina la cantidad que queda en el depósito. Normalmente, la percepción, a dife-rencia de la lectura de instrumentos, no depende de razones. Son nuestras habilidades de reconocimiento las que nos per-miten adquirir conocimiento perceptivo. Y, pese al realismo indirecto, estas capacidades no implican razones».

Así se desarrolla el argumento contra el realismo indirec-to tradicional.

1. Primero, conocimiento2

La propuesta es la siguiente: es preferible una concepción que invierta el orden de la explicación conceptual. Debería-mos otorgar prioridad analítica al concepto de conocimiento, de forma que entendamos nuestras facultades perceptivas

2 Esta concepción genérica ha sido asociada últimamente a la obra de Timothy Williamson. Sin embargo, forma parte de la tradición filosó-fica oxoniense, remontándose al menos a H. A. Prichard. La versión espe-cífica que discuto se encuentra tomada de la obra de Alan Millar. Véase, por ejemplo, su contribución a The Nature and Value of Knowledge, obra de la que es, junto con Duncan Pritchard y Adrian Haddock, coautor (Oxford: Oxford University Press, 2010). La crítica a la concepción tradi-cional que arriba hemos expuesto, también se deriva de Millar.

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como medios que nos permiten adquirir información, conoci-miento, sobre los rasgos perceptibles del entorno. Por ejem-plo: la percepción del color es la habilidad para conocer los colores de los objetos visibles.

De acuerdo con este punto de vista, nuestra competencia perceptiva asegura o establece los datos que proporciona, per-mitiéndonos poner un punto y final a la investigación. Al fin y al cabo, una competencia perceptiva específica no es otra cosa que una forma particular de conocer una determinada gama de hechos perceptibles, tales como el color de una superficie.

También se dice que esta concepción explica por qué po-demos decir tan a menudo y tan fácilmente que sabemos, cuando es verdad que sabemos. Pensemos en la habilidad de reconocimiento que nos permite saber que la superficie es roja. ¿Por qué no postular una habilidad vinculada a ella que nos permita reconocer, no solo que la superficie es roja, sino también que sabemos que es roja?

Nos basta con lo anterior para saber cuáles son las bases de la posición cuyo lema es «Primero, conocimiento». Pase-mos ahora a considerar algunas alternativas, y a comparar nuestras opciones.

2. Alternativas al lema de «Primero, conocimiento»

Una posible alternativa es recuperar el realismo indirecto de la concepción tradicional del conocimiento perceptivo. De acuerdo con esta opción, el conocimiento perceptivo de nues-tro entorno es el resultado de inferencias abductivas a partir de los datos que proporciona nuestra experiencia sensorial. No es necesario que especifiquemos estos datos de forma in-dividual y consciente. Es posible inferir a partir de esta base, por mucho que las creencias o juicios de entrada permanez-can implícitos.

Desafortunadamente, se trata de una concepción invero-símil de la percepción humana real. Por mucho que pudiése-mos recurrir a esos datos (cosa que no parece ocurrir), no podríamos especificarlos. Nos resulta imposible reflejar lin-

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alternativas al lema de «primero, conocimiento» 125

güísticamente cada pequeño matiz por el que nos guiamos. Es muy dudoso, incluso, que pudiésemos especificarlos in foro interno, no solo porque carezcamos de palabras, sino porque carecemos de conceptos. Pero, aunque asumiésemos la exis-tencia de esos conceptos, ¿cómo obtendríamos el necesario conocimiento de fondo? Un conocimiento de fondo general y contingente es imprescindible. ¿Cómo puede el realismo indi-recto dar cuenta de ese conocimiento sin circularidad viciosa?3.

G. E. Moore nos ofrece una versión más moderada de esta concepción, una versión cuyo rasgo más característico es su negación de que los datos operativos hayan de encontrarse individualmente detallados a nivel judicativo. Por poner el caso: Moore piensa que podemos saber que estamos despier-tos sobre la base de nuestra experiencia y de nuestra memoria a corto plazo, pese a que seamos incapaces de especificar in-dividualmente nuestras razones, y de, por ello, construir una prueba que demuestre que estamos despiertos. Una prueba de este tipo sería incapaz de explicitar públicamente la base racional completa que justificaría que supiésemos que esta-mos despiertos. Tampoco podría especificar dichas razones in foro interno. Quizás la razón de nuestra incapacidad para construir tal prueba radique en que el caso es tan complejo que no puede ser formulado por un ser humano normal, por mucha que sea su paciencia. O, tal vez se deba, de forma alter-nativa o complementaria, a que carecemos de los conceptos imprescindibles para formular con detalle los juicios necesa-rios. De acuerdo con Moore, es imposible construir una prue-ba de esta índole, sea deductiva o inductiva: una prueba cuya conclusión sea que ahora estamos despiertos. Pese a la impo-sibilidad de esa prueba, Moore explica por qué, en su opinión, podemos saber que estamos despiertos. Lo sabemos sobre la

3 [Nota del traductor]: Sosa se refiere implícitamente a la crítica de Sellars al «mito de lo dado», posición que describe pormenorizadamente en Reflective Knowledge: cfr. Ernest Sosa (2009), op. cit., pp. 82-108. Cfr. Wilfrid Sellars (1956), Empiricism and the Philosophy of Mind (Cam-bridge, Massachusetts / Londres: Harvard University Press, 2003).

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base de evidencias y razones concluyentes (sus palabras). A su juicio, también podemos conocer hechos perceptibles, como el hecho de que esto es un lápiz, a partir de argumentos induc-tivos o analógicos (sus palabras, de nuevo) basados en eviden-cias o razones. Evidentemente, se supone que estas razones operan por debajo del nivel judicativo, pues no es necesario que las formulemos lingüística o conceptualmente para que puedan justificar nuestro conocimiento de que, en la medida en que estamos despiertos, vemos una mano.

Lamentablemente, y con el fin de defender su posición, Moore postula una implicación lógica inverosímil, de forma que de la naturaleza fenoménica de su experiencia, inmediata o re-ciente, saca la conclusión de que en este momento está des-pierto. Que nuestra relación con el mundo externo no puede deducirse lógicamente a partir de la naturaleza de nuestra expe-riencia subjetiva, es algo que cualquier realista metafísico (y anti-idealista) como Moore debería, a fin de cuentas, conceder.4

El evidente fracaso del realismo indirecto redunda en be-neficio de la concepción de «Primero, conocimiento». Vere-mos cómo, supuestamente, un nuevo fracaso de la concep-ción tradicional nos forzará a decantarnos todavía más por dicha alternativa. Primero, estudiemos la situación. Más tar-de, analizaremos este segundo fracaso.

3. Algunas funciones importantes del concepto de conocimiento

Se nos ha señalado que cualquier análisis mínimamente aceptable del concepto de conocimiento ha de ser capaz de

4 Esta evaluación sumaria se basa, principalmente, en tres artículos (que son clásicos en epistemología) de los primeros años de la Segunda Guerra Mundial: «Prueba del mundo externo», «Certeza» y «Cuatro for-mas de escepticismo», cuyas partes más importantes han sido recopila-das en Epistemology: An Anthology (Wiley-Blackwell, 2008), ed. por E. Sosa, J. Kim, J. Fantl y M. McGrath. Algunos de los puntos más relevantes se discuten más ampliamente en «Moore’s Proof», el capítulo primero de mi libro Reflective Knowledge (Oxford: Oxford University Press, 2009).

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algunas funciones importantes del concepto… 127

explicar algunas de las funciones básicas que este desempe-ña. Sin embargo, ni está claro cuál es el significado de esas funciones, ni cuáles son las razones por las que una concep-ción determinada del conocimiento sería incapaz de asimi-larlas. ¿Cómo, exactamente, nos permite el conocimiento asegurar una respuesta definitiva? Esta cuestión no tiene una respuesta obvia, como tampoco está claro por qué el co-nocimiento hace que podamos responder por algo adecua-damente. En consecuencia, no sabemos a ciencia cierta por qué el análisis tradicional del concepto de conocimiento, en términos de creencia razonable y verdadera, a la que se aña-de una cuarta cláusula, no sería capaz de explicar dichas funciones. Por ejemplo: del hecho de que asegurar una res-puesta definitiva equivalga a saber esa respuesta, se sigue que cualquier concepción aceptable del conocimiento in-cluirá, de forma trivial y automática, dicha función. Del mis-mo modo, si poder dar fe de una respuesta es lo mismo que responder con conocimiento, cualquier concepción acepta-ble del conocimiento incluirá, de forma trivial y automática, el hecho de que, salvaguardando nuestras aseveraciones, el conocimiento hace posible que nos hagamos responsables de lo que decimos.

¿Puede la concepción tradicional explicar cómo el cono-cimiento es capaz de cumplir estas funciones decisivas? Pa-rece que no, que cualquier análisis del conocimiento en tér-minos de creencia razonable y verdadera, a la que se añade una cuarta cláusula tendrá que enfrentarse al tipo de defi-ciencia explicativa que se hace palpable en el ejemplo de la celebridad. Creemos que la celebridad está en la habitación de acuerdo con una base experiencial que hace que nuestra creencia sea razonable. Sin embargo, dicha base no decide la cuestión de si está o no ahí, cuestión que sí decidiría el he-cho de que viésemos que está ahí. Tampoco nos da derecho a dar fe de su presencia, cosa que sí nos concedería el que vié-semos que está ahí.

El abogado de la concepción tradicional podría respon-der señalando que su teoría sí da cabida a un estado tal de

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128 tres concepciones del conocimiento humano

seguridad de la creencia y del derecho a ella, es decir, al es-tado de conocimiento perceptivo de que la celebridad se encuentra en la habitación. Es verdad que en el ejemplo propuesto carecemos de ese derecho seguro, pero solo por-que la única base epistémica con la que contamos es una experiencia visual que se deriva de una fotograf ía a tamaño real. Se trata de un ejemplo más de casos de Gettier, donde no hay conocimiento relevante. Si nuestra creencia de que la celebridad está en la habitación fuese razonable y verda-dera, y no cayese bajo el paradigma definido por los casos de Gettier, dispondríamos de conocimiento perceptivo de ese hecho. Dicho conocimiento perceptivo es un estado cogniti-vo de características tales que sí decide la cuestión, y que, por ello, nos da derecho a hacernos responsables de lo que decimos.

Es más, la concepción basada en el lema «Primero, cono-cimiento» no nos proporciona estados cognitivos que pue-dan asegurar la respuesta y garantizar nuestra responsabili-dad con independencia del conocimiento. El estado peculiar que, de acuerdo con este punto de vista, establece la presen-cia de la celebridad y justifica el que demos fe de ello de forma adecuada es el de ver que la celebridad está en la ha-bitación. Pero, de acuerdo con esta concepción, esto no es otra cosa que un estado de conocimiento: que el estado de saber que la celebridad está en la habitación, de saberlo visualmente.

Entonces, ¿por qué fracasa la concepción tradicional?, ¿por qué es incapaz de explicar las dos funciones señaladas? Si, tal como acabamos de ver, se trata de una concepción aceptable, que da cabida a un estado (el de conocimiento pro-posicional, o creencia que no cae bajo los casos de Gettier) que decide la cuestión y nos da derecho a responder por lo que creemos, parece que hablar de «fracaso» aquí es, como poco, precipitado.

Tenemos que sacar a la luz las verdaderas razones que alientan el ataque a la tradición, explicitándolas de una forma clara y distinta.

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cómo exponer correctamente la objeción… 129

4. Cómo exponer correctamente la objeción contra la tradición

Lo que buscamos es una epistemología que contenga esta-dos cognitivos que aseguren respuestas definitivas, de modo que, sobre la base racional de dichos estados, podamos formar creencias y asumir, de forma adecuada, nuestra responsabili-dad sobre ellas. Y eso es, precisamente, lo que nos ofrece la teoría de «Primero, conocimiento» al hacer del estado mismo de conocimiento tal estado. A diferencia de la aproximación tradicional, esta teoría niega que el conocimiento sea consti-tutivamente analizable como creencia más otros componen-tes (de modo que la creencia sea un ingrediente del concepto de conocimiento). Por tanto, y siempre conforme a este punto de vista, la creencia puede basarse en un estado previo de co-nocimiento, en un estado que nos garantiza el derecho a esa creencia imprescindible para, mediante una respuesta defini-tiva, decidir un tema de una vez por todas.

En contraposición, la concepción tradicional no puede recurrir, sin que ello implique circularidad viciosa, a un esta-do epistémicamente previo de conocimiento que nos otor-gue el derecho a creer en el hecho que conocemos. Esa es la razón por la que la defensa de la tradición que expusimos arriba no funciona. Hemos de tener derecho a la creencia misma para que esta pueda salvaguardar nuestras asevera-ciones. El problema es que ningún conocimiento analizable en términos de creencia puede garantizar la creencia que ya contiene. En la medida en que, de acuerdo con la teoría de «Primero, conocimiento», la creencia no es un ingrediente del conocimiento, dicha concepción nos proporciona un estado que nos da derecho a la creencia: el estado de conocimiento.5

5 Un defensor del lema Primero, conocimiento no está obligado a aceptar que el conocimiento implique creencia. Podría suceder, incluso, que solo en su forma más pura (sin dicha implicación, con la señaliza-ción de que «saber» y «creer» son categorías mutuamente excluyentes) pueda defenderse esta posición. Consideremos, sin embargo, los si-guientes casos:

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130 tres concepciones del conocimiento humano

En lo que a esto respecta, la concepción tradicional confor-me a la cual el conocimiento contiene la creencia es clara-mente inferior.

Ya hemos señalado cómo los problemas del realismo indi-recto tradicional favorecen el modelo de «Primero, conoci-miento». Parece que ahora contamos con una razón más a favor de esta posición: que es capaz de proporcionarnos un estado cognitivo que nos da derecho a la creencia, un estado tal que, en nivel del juicio, sirve de base racional para las creencias. Ninguna teoría tradicional puede cumplir ese requisito.

Hasta el momento, nos hemos limitado a considerar una teoría tradicional del conocimiento vinculada a una concep-ción particular de la percepción: el realismo indirecto, y a comparar dicha perspectiva con otra radicalmente opuesta, que concede prioridad analítica al concepto de conocimien-to, y que, por eso mismo, parece aventajar con mucho a la concepción a la que pretende reemplazar. Esta última pers-pectiva deja espacio para razones capaces tanto de estable-cer respuestas definitivas como de garantizar nuestra res-ponsabilidad sobre lo que afirmamos. Sin embargo, existe una tercera alternativa sobre la que todavía no hemos habla-do: una alternativa que, aunque estrechamente relacionada con la tradición, dice contar con las mismas ventajas que hacen tan atractivo el abandono de los presupuestos básicos de la epistemología desarrollada tras los casos de Gettier.

«¿Qué es lo que te hace pensar que hay un fuego visible desde aquí?», «Veo que uno es visible (viendo que allí está ardiendo)».

«¿Por qué crees que había una cebra en el zoo la semana pasada?», «Porque vine aquí, y recuerdo que entonces había una cebra».

Ver que y recordar que son verbos factivos que implican saber que. Pero ¿se sigue de esa implicación que el conocimiento no puede conllevar creencia? No hay una respuesta clara. Aunque, tal vez, podamos describir la situación de otro modo, rehusando ver las respuestas como razones o bases racionales a las que el sujeto apela para justificar sus creencias. Tal vez, el sujeto recurra a lo que ve o a lo que recuerda con el fin de explicar las causas de sus creencias, de explicar, literalmente, cómo llegó a creer eso: algo muy distinto a tratar de justificarlas. Si esto fuese así, todavía sería posible la exclusividad de conocimiento y creencia.

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5. Una teoría de virtudes

En primer lugar, distingamos experiencia perceptiva y creencia o juicio perceptivos. Consideremos, por ejemplo, una experiencia visual idéntica a la que tendríamos si viésemos que una superficie es roja. Este estado psicológico difiere del juicio o creencia visuales de que lo que vemos es una superficie roja. La experiencia visual justifica nuestra creencia de que la su-perficie que vemos es roja. Sin embargo, y por mucho que la creencia sea verdadera, podría carecer de los méritos necesa-rios para establecer (fijar, asegurar) el hecho de que la superfi-cie que vemos es roja. Una iluminación inadecuada podría hacer que el rojo de la superficie resultase invisible. Si la luz fuese roja, una superficie blanca también parecería roja. En este supuesto, uno no ve que la superficie es roja, y, por tanto, no sabe que la superficie es roja (siempre que presupongamos que carecemos de otra forma de acceso a ese hecho).

En lo que se refiere a dichos casos, la teoría de «Primero, conocimiento» concluye que la mera justificación no es sufi-ciente para explicar de forma aceptable el conocimiento per-ceptivo. Lo que se señala es que nuestro concepto de conoci-miento es primitivo, que no se construye a partir de los conceptos previos de creencia, verdad y justificación. Se nos recomienda empezar con una noción de conocimiento que re-sista cualquier modelo de análisis reduccionista. La dirección de la explicación conceptual ha de ser exactamente inversa a la propuesta por la tradición. Deberíamos reconsiderar nues-tra imagen de las competencias perceptivas, y empezar a ver-las como medios que nos informan sobre los rasgos percepti-bles de nuestro entorno. Estos medios de información son medios de conocimiento, habilidades para discernir con cono-cimiento lo verdadero de lo falso en las áreas que correspon-den a las respectivas competencias.

Hasta aquí, la imagen que nos proporcionan los defenso-res de «Primero, conocimiento». Ahora, nuestra alternativa.

La experiencia visual posee contenido proposicional. Desde un punto de vista «fenoménico», cuando decimos que

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a un sujeto S «le parece» como si p, lo que hacemos es atri-buirle a S una experiencia visual cuyo contenido proposicio-nal es <p>.6 Dichas experiencias son evaluables.7 Podrían ser o no ser verídicas; haber o no haber sido adquiridas de forma competente; ser o no ser aptas, es decir, que su éxito como experiencias verídicas manifestase o no la competencia vi-sual relevante del sujeto.8 Esta estructura de conceptos tam-bién se aplica a la percepción proposicional factiva, con sus múltiples variedades. Así, la visión proposicional, el ver que p, equivale a experiencia visual apta, es decir, a experiencia visual cuya veracidad manifiesta la competencia visual rele-vante del sujeto. Esto es válido tanto para cualquier modali-dad sensorial general como para formas más específicas de experiencia visual. De forma más abstracta: la percepción sensorial proposicional, el que percibamos sensorialmente que p, equivale a experiencia sensorial apta, es decir, a expe-riencia sensorial cuya veracidad manifiesta la competencia perceptiva relevante del sujeto.

Gracias a lo anterior, algo que ya a primera vista parecía plausible gana un respaldo adicional. Aunque una superficie parezca claramente roja, podríamos tener alguna razón para sospechar de la luz. Supongamos que lo engañoso no es la luz, sino la razón para sospechar de ella. En dichas circunstancias, podríamos no saber qué decir si nos preguntasen cuál es el color de la superficie. «Sin comentarios», podría ser la res-puesta más razonable. Pienso que todos concordaremos en señalar que, en un caso así, el sujeto no sabe que la superficie es roja. Pero ¿ve que la superficie es roja? No olvidemos dos factores: que la superficie parece roja, y que, en este escena-rio, el sujeto percibe el color con una iluminación adecuada.

6 [Nota del traductor]: El autor desarrollará este tema en el capítulo seis, «Experiencia proposicional», especialmente en las secciones 8-10. 7 En un sentido amplio del término, el que utilizamos al decir que un termostato «actúa» correcta o incorrectamente. 8 De acuerdo con mi diccionario, «competencia» en un sentido amplio equivale a «idoneidad, … efectividad» o a «la habilidad para hacer algo bien o eficazmente». En dicho sentido, un termostato puede ser competente en tanto que termostato.

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Tal vez el sujeto vea que la superficie es roja aunque no sepa que es roja. Si esto fuese así, se trataría de un hecho del que nuestra teoría puede dar cuenta. Nos basta con recurrir a nuestro estado factivo pre-cognitivo, a nuestra experiencia visual apta. El sujeto ve que la superficie es roja porque la per-cibe aptamente como roja: y dicha percepción no tiene que ir acompañada de una creencia apta.

Podría recusarse lo anterior apelando al hecho de que de-cir que «el sujeto ve que la superficie es roja sin saber que es roja» no es algo gramaticalmente aceptable en español. No voy a negar ese hecho: que parezca que la gramática nos obli-ga a interpretar expresiones como «ve que» o «percibe que» de forma que estas impliquen conocimiento. Sin embargo, esta no es la única interpretación posible: hay otras lecturas menos exigentes. Uno podría decir del sujeto que «ve que p», aunque, dado que no está seguro de si la luz es buena, este suspenda el juicio sobre p. En tales casos, el sujeto ve que p sin saber que p.9 El español es una lengua lo suficientemente flexible como para permitir ambos usos: uno en el que expre-siones perceptivas de la forma «ve que» impliquen conoci-miento, otro en el que tal implicación no existe.10 Lo único que este último uso requeriría sería la aptitud de la experien-cia constitutiva de la percepción.

Dicho lo anterior, debemos tener en cuenta que lo real-mente importante es si tal estado, el estado de tener una expe-riencia apta, existe, y no si el español lo reconoce. A fin de

9 Timothy Williamson se distancia de esta posición en Knowledge and Its Limits (Oxford: Oxford University Press, 2002), obra en la que defiende la tesis de que el conocimiento es la actitud factiva más general, aquella que todas las demás implican (incluyendo, obviamente, la visión proposicional). Sin embargo, John McDowell acepta el punto de vista que estamos proponiendo, tal como puede verse en su respuesta a Barry Stroud en McDowell and His Critics, editado por Nicholas Smith (Lon-dres y Nueva York: Routledge, 2002). 10 Para un fenómeno similar, compárese con el caso de Macbeth, que «ve» una daga ante él: de acuerdo con un sentido del verbo, es ver-dad que la ve; de acuerdo con otro, no ve tal cosa.

[Nota del traductor]: Macbeth, Acto 2, Escena i, versos 34-65.

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cuentas, se trataría de un estado pre-cognitivo capaz de asegu-rar (establecer) un hecho y de garantizar nuestra responsabili-dad sobre lo que aseveramos. Además, se trataría de un estado que la imagen tradicional del conocimiento podría reconocer. Lo que nos permitiría adoptar una actitud más moderada res-pecto a la epistemología tradicional que la de los defensores de «Primero, conocimiento». Esta concepción basada en la episte-mología de virtudes subraya la independencia lógica de los estados de experiencia apta y de creencia apta. Únicamente la creencia apta equivale a conocimiento. El conocimiento ani-mal es definido por la creencia apta, y no por la experiencia apta. El conocimiento visual de que la superficie que vemos es roja exige la creencia apta de que es roja, es decir, una creencia cuya verdad manifieste la competencia del agente.11 La compe-tencia visual aquí implicada puede explicarse como sigue.

Para que un individuo con buena vista crea aptamente que determinada superficie (identificada de forma ostensiva) es roja, ha de tener una percepción (experiencia) tal como si la superficie que ve (identificada de forma ostensiva) fuese roja, de forma que dicha percepción (experiencia) sea apta, esto es, que manifieste verídicamente la competencia de su sistema visual, la capacidad del mismo para generar datos aptos. So-bre la base de dicha experiencia apta, el sujeto forma la co-rrespondiente creencia de que la superficie es roja. Proce-diendo así, ejerce una competencia visual en virtud de la cual forma sus creencias. Y esta es la competencia que la verdad de la creencia que ha formado muestra.

Se rechazó el análisis tradicional del conocimiento como creencia justificada y verdadera a la que se añade una cuarta cláusula porque no proporcionaba una razón concluyente que nos otorgase derecho a la creencia y que nos permitiese responsabilizarnos de ella de forma apropiada. Supuestamen-te, la tesis de «Primero, conocimiento» aporta una razón así, que no es otra que el conocimiento mismo. Dicho conoci-

11 Por tanto, nos oponemos a la versión radical de la tesis de Prime-ro, conocimiento, aquella que señala que el conocimiento no requiere creencia.

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miento no incluye (ni tan siquiera implica) creencia, de forma que puede servir de estado epistémicamente prioritario que garantiza nuestro derecho a creer. Por otro lado, nuestra ex-plicación de acuerdo con la epistemología de virtudes tam-bién da cabida a un estado de tal índole, asegurando así estos mismos beneficios. Sin embargo, ello no nos obliga a negar que la creencia sea un ingrediente del conocimiento. De acuerdo con nuestro punto de vista, el estado que garantiza nuestro derecho a creer es el de tener una experiencia apta. En la medida en que una creencia perceptiva se basa en la correspondiente experiencia apta, dicha creencia no solo está justificada: tenemos derecho a ella. Así, cuando vemos que la celebridad está en la habitación, tenemos una experiencia vi-sual tal como si estuviese en la habitación, una experiencia cuya veracidad manifiesta nuestra competencia visual rele-vante. Eso no es lo que ocurre cuando, en condiciones percep-tivas inadecuadas (la luz es tenue), lo que vemos es su foto-graf ía a tamaño real en una pared. En este supuesto, la experiencia es verídica, pero su veracidad no es el resultado de nuestra competencia visual (no la manifiesta), sino que obe-dece a que, casualmente, la celebridad se encuentra presente, a que la fortuna nos ha sonreído.12

6. La epistemología de lo epistémico

Se dice que la concepción tradicional todavía tiene otro problema, un problema que redunda en beneficio de la tesis

12 Hay quienes emplean el término «verídico» para referirse al con-cepto que yo represento con la palabra «apto». No tengo ningún problema en abandonar dicho vocablo, y en buscar algún otro término con el que referirme al concepto de una experiencia cuyo contenido es verdadero.

Parecería, además, recomendable que, con el fin de dar cuenta de algunos aspectos sutiles de los contenidos demostrativos de nuestras ex-periencias visuales, echásemos mano de un ejemplo más elaborado que el de la fotograf ía a tamaño real en la pared. Podríamos recurrir, por ejem-plo, a algún tipo de holograma de la celebridad, a un holograma que estu-viese colocado junto a ella, aunque lo que uno ve sea solo el holograma, y no a la celebridad misma.

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de «Primero, conocimiento». Prestémosle atención, fijándo-nos especialmente en cómo se supone que socava los cimien-tos de la epistemología tradicional, y en qué medida afecta a una alternativa basada en la epistemología de virtudes.

Este parece ser el problema: que, para que nuestro concep-to de conocimiento pueda desempeñar su papel de forma ade-cuada, tenemos que poder emplearlo con conocimiento de una forma general y constante. Supongamos que el análisis tradi-cional de nuestro concepto de conocimiento sea correcto, y que, por tanto, y a nivel de juicio, empleemos dicho concepto de acuerdo con las condiciones que el analisans determina.13 En tal supuesto, resulta dif ícil explicar cómo es que sabemos tan a menudo y en circunstancias tan variadas que el uso del concepto es correcto. Para saber eso, tendríamos que saber qué es lo que sucede de acuerdo con factores tales como la vulnerabilidad o la fiabilidad, factores cuyo discernimiento es dif ícil.

¿Qué es lo que, en el sentido mencionado, hace preferible la tesis de «Primero, conocimiento»? Que dicha posición, en la medida en que no implica análisis de ningún tipo, tampoco proporciona un analisans. De este modo, es inmune al proble-ma de la determinación del cumplimiento de las condiciones del analisans. Sin embargo, esto, por sí solo, no explica por qué nos las arreglamos tan bien para saber si sabemos, cómo es posible que tan a menudo y en circunstancias tan variadas seamos capaces de determinar si sabemos o no sabemos.

En respuesta a este problema, se ha sugerido que, al menos en lo que respecta al conocimiento visual, del mismo modo que saber que p equivale a ver que p, saber que sabemos que p equivale a ver que vemos que p. De este modo, los defensores de «Primero, conocimiento» contarían con una plataforma desde la que empezar a desarrollar su explicación en detalle de cómo es, en principio, posible que sepamos que sabemos. Pero ¿se trata de una explicación realista, de un modelo que pueda

13 Un examen pormenorizado de esta objeción muestra que se basa en una interpretación epistémica del análisis conceptual muy cuestiona-ble. Aquí, dejaremos sin desarrollar este punto.

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dar cuenta de la amplia gama de casos que caen bajo el rótulo de «visión proposicional» o, con mayor razón, bajo el rótulo más general de «percepción proposicional»? De forma más radical: ¿Cómo podríamos proyectar este modelo más allá de la percepción y de la memoria, de modo que pudiese explicar otras fuentes de las que se alimenta nuestra provisión de cono-cimientos? ¿Cómo podríamos, de acuerdo con esta concep-ción, llegar a saber que sabemos en lo que se refiere a la totali-dad de los ejemplos de nuestro conocimiento?

¿Son mejores las expectativas de una concepción basada en la epistemología de virtudes? Conforme a nuestra alterna-tiva, sabemos, bien que sabemos determinadas cosas específi-cas, bien que otros las saben, en la medida en que sabemos que creemos aptamente esas cosas. Este conocimiento no es más que un caso particular de nuestro conocimiento general de cómo se manifiestan nuestras competencias y disposicio-nes. ¿Existe alguna razón particular por la que este conoci-miento sea especialmente problemático, por la que debamos ser especialmente cautos a la hora de señalar que sabemos cómo se manifiestan nuestras competencias cognitivas? ¿Hay algo diferente en estas manifestaciones, algo que las distinga de la enorme cantidad de manifestaciones de competencia común y corrientes con las que nos encontramos (y que reco-nocemos) en un día normal? ¿Cómo sabemos que, al hacerse añicos, nuestro vaso de vino manifiesta su fragilidad? ¿O que el hecho de que el terrón de azúcar se disuelva muestra su solubilidad? ¿Cómo sabemos que las cerillas dan luz y son in-flamables? ¿O qué decir de las múltiples habilidades de cuyo ejercicio triunfante somos testigos? ¿Cómo sabemos que las actuaciones artísticas y atléticas que contemplamos manifies-tan las habilidades relevantes del sujeto que las lleva a cabo? El interés filosófico de estas preguntas es innegable, pero no justifican que el conocimiento sea un tema del que hayamos de preocuparnos especialmente.

Obviamente, con lo anterior no queremos dar a entender que nuestra comprensión de las líneas generales de las com-petencias epistémicas relevantes sea clara y distinta. En con-

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creto: todavía hay muchísimas cosas que ignoramos sobre las competencias epistémicas que permiten que un niño desarro-lle una imagen cada vez más compleja de sí mismo y del mun-do que le rodea. Se trata de un caso análogo al de nuestro co-nocimiento de un GPS. En este sentido: sabemos que, al darnos nuestra posición correcta, manifiesta su competencia, pese a que nuestra idea de cómo lo hace sea vaga. En la mayor parte de los casos, nuestra comprensión de la estructura de tal competencia es, como mucho, esquemática.14

7. Virtudes y competencias epistémicas

Las virtudes o competencias epistémicas son habilidades. Las habilidades son, a su vez, una clase especial de disposicio-nes. Ejemplos familiares de disposiciones son la fragilidad y la solubilidad. Cada una de dichas disposiciones se encuentra asociada a un ramillete de condicionales que conllevan condi-ciones antecedentes desencadenantes y manifestaciones re-sultantes. Un vaso de vino es frágil porque se haría añicos si lo dejásemos caer desde la altura de nuestros labios sobre un mostrador de superficie dura, porque, como resulta evidente, también se haría añicos si lo dejásemos caer desde la altura de nuestra cabeza sobre un suelo duro, etc. Dichas disposiciones presuponen una situación de fondo normal, de manera que el hecho de que el vaso de vino no se rompa al caer sobre un mostrador forrado de material blando no refuta su fragilidad. Un vaso intacto sobre una superficie blanda no deja de ser frágil por eso: todavía se haría añicos si lo dejásemos caer des-de la altura de nuestros labios en condiciones apropiadas. ¿Cuáles son estas condiciones apropiadas? No existe respues-ta general alguna que dé cuenta de la variedad completa de conceptos disposicionales que empleamos durante un día normal. Y, pese a ello, nuestra maestría de dichos conceptos es innegable, tanto como nuestra concordancia virtualmente

14 [Nota del traductor]: Este punto será desarrollado en el capítulo siete, «Conocimiento: a partir de instrumentos y por testimonio».

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unánime a la hora de desestimar condiciones irrelevantes, condiciones que impliquen que la condición antecedente des-encadenante es incapaz de determinar la presencia o la ausen-cia de una disposición.15

Merece la pena destacar especialmente una característica de las disposiciones, en general, y de las competencias, en particular:

Raramente (por no decir, nunca) requerirá una disposición reconocida y de sentido común que sus condiciones anteceden-tes desencadenen la manifestación resultante, no solo en los mis-mos lugar y tiempo en los que el portador de la disposición está ubicado, sino también a lo largo y ancho de un espectro que in-cluya una variedad amplia de lugares y tiempos adyacentes.

En general, la manifestación de una disposición de sentido común no exige una extensión espacio-temporal tan amplia. Consideremos la fragilidad y la solubilidad. Si dejamos caer un vaso de vino sobre un mostrador cuya superficie es dura,

15 Compárese esto con la amplia literatura existente sobre disposi-ciones y condicionales, y con los casos tan debatidos de esquiroles eléc-tricos (finks), disposiciones enmascaradas, talones de Aquiles, etc.

[Nota del traductor]: El escenario del esquirol eléctrico se refiere a un aparato conectado a un cable que no transmite la electricidad. Sin embar-go, cuando otro cable toca el primero, el aparato adosado al cable original hace que este transmita la corriente. El cable carece de la disposición in-trínseca de conducir la electricidad, y, sin embargo, y gracias a un agente externo, las declaraciones condicionales al respecto son verdaderas siem-pre. Se trata, en consecuencia, de un ejemplo que problematiza la atribu-ción de disposiciones; al igual que el problema de las disposiciones en-mascaradas (un agente externo impide que una disposición se manifieste), y el del «talón de Aquiles» (un bloque de hormigón armado es casi indes-tructible, pero dispone de un «talón de Aquiles» o «punto débil» que lo reduciría a escombros: el bloque no es frágil, pero en una circunstancia específica, imita esa disposición).

Para el esquirol eléctrico, confróntese Charles Burton Martin (1994), «Dispositions and Conditionals», The Philosophical Quaterly, 44: 1-8. Para las disposiciones enmascaradas (el escenario del mago protector), confróntese Mark Johnston (1992), «How to Speak of Colors», Philoso-phical Studies, 68: 221-263. Para el del bloque de hormigón con un punto débil, confróntese David Manley y Ryan Wasserman (2008), «On Linking Dispositions and Conditionals», Mind, 117.465: 59-84.

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el hecho de que se haga añicos manifiesta su fragilidad, inclu-so aunque todas las superficies horizontales cercanas sean acolchadas. Del mismo modo, cuando añadimos un terrón de azúcar al café caliente, el hecho de que se disuelva manifiesta su solubilidad, por mucho que alguien disponga de la capaci-dad de impedir que el terrón se disuelva en la totalidad de los líquidos próximos, por ejemplo, haciendo que dichos líquidos se congelen en contacto con el azúcar.

Lo mismo es válido, en general, en lo que se refiere a aque-llas disposiciones que son habilidades. El lanzamiento acerta-do del atleta puede manifestar su competencia, por mucho que el mismo lanzamiento esté condenado al fracaso en la totalidad de los escenarios relevantes próximos. Podría ocu-rrir que todos los campos de tenis o de baloncesto cercanos se encontrasen al aire libre, y que los arrasasen vientos tan fuer-tes que la probabilidad de éxito del lanzamiento fuese prácti-camente nulo. Sin embargo, esta posibilidad no impide que el éxito de su lanzamiento en un recinto cerrado manifieste su competencia.

Estudiemos ahora nuestras competencias epistémicas, fijándonos especialmente en la percepción. La competencia epistémica perceptiva es la habilidad para distinguir lo ver-dadero de lo falso en el área que corresponde a dicha compe-tencia. Se trata de una habilidad, y, por tanto, de una disposi-ción. En consecuencia, se presenta asociada a un grupo de condicionales que conllevan condiciones antecedentes des-encadenantes y manifestaciones resultantes. Al igual que su-cede en el caso de las disposiciones en general, la maestría de dichos conceptos implica la desestimación de las condicio-nes irrelevantes. En concordancia con lo anterior, también podemos decir que la manifestación de esa habilidad no exige una extensión espacio-temporal amplia. Pongamos a prueba la validez de estos rasgos mediante el examen de un caso concreto.

Recordemos el escenario de los graneros falsos. Mejor to-davía: consideremos, en función de su simplicidad, un esce-nario en el que se simulen colores. Alguien ve una superficie

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roja en circunstancias donde la luz es blanca, y cree (correcta-mente) que la superficie es roja. Con ello, parece mostrar su competencia visual para discernir colores. Pero ¿qué pasaría si todas las superficies cercanas que parecen rojas realmente fuesen superficies blancas iluminadas por una luz roja? ¿Anu-larían dichas condiciones la competencia visual del sujeto? No lo creo.

Podría objetarse que este ejemplo se limita a mostrar la relevancia epistémica de la aptitud, y no su equivalencia con el conocimiento. Lo que se nos dice es que, pese a tratarse de un logro epistémico, la creencia apta no es conocimiento en el sentido normal del término. Analicemos más detenidamente este punto.

La objeción es la siguiente: aunque su juicio es apto, las circunstancias son tales que el sujeto podría haberse enga-ñado muy fácilmente al juzgar el color de la superficie (eso es exactamente lo que sucede, mutatis mutandi, en el céle-bre ejemplo de los graneros de la tradición oral posterior a Gettier). Es este hecho el que nos lleva a decir que dicho juicio realmente no constituye conocimiento, y, en conse-cuencia, que conocimiento y creencia apta no se identifican. Pero ¿es esta la única respuesta posible?

No: he aquí otra alternativa. En lugar de lo anterior, po-dríamos negar que el agente disponga de la competencia rele-vante. Podríamos señalar que la competencia para identificar graneros, o superficies rojas, no puede limitarse a un único objeto: al objeto que casualmente percibimos en ese momen-to. La clave está en que la competencia perceptiva relevante ha de poder extenderse a un número amplio de casos adya-centes. Un escenario contaminado por un gran número de graneros falsos (maquetas) impediría el ejercicio de una com-petencia extendida de esta índole, incluso aunque nuestras creencias sobre el granero, o sobre el color de la superficie, se encontrasen adecuadamente vinculadas al objeto al que se re-fieren. Rehusamos conceder una competencia completa in-cluso a aquellos sujetos cuya creencia se encuentre debida-mente ligada al objeto particular sobre el que versa.

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Sin embargo, la característica de las disposiciones que destacamos arriba: que su manifestación no exige una exten-sión espacio-temporal amplia, plantea dudas sobre el modelo anterior. Recordemos: ninguna disposición ha de cumplir, para ser tal, un criterio tan estricto de invariabilidad en cir-cunstancias próximas. ¿Hay algo en el conocimiento percep-tivo que lo convierta en una excepción a esta regla general? Para contestar a esto, centrémonos en el caso de los graneros falsos. Al fin y al cabo, se trata de un locus classicus, de una de esas unidades de medida que determinan la solvencia de una teoría del conocimiento. Intentemos arrojar más luz sobre nuestras intuiciones acerca de este caso.

Con el fin de trazar una imagen más nítida, sustituiremos los graneros falsos por superficies cuyo color rojo es simulado (ambos escenarios son, en los puntos relevantes, análogos). Supongamos que nuestro protagonista es un inspector de co-lores cuyo trabajo consiste en determinar el color de una su-perficie en una central eléctrica, una central indiscernible de tantas otras. Una vez al mes se le venda los ojos y se le introdu-ce en el recinto de alta seguridad, y se hace esto de tal manera que no solo no se le permite de facto acceder a otras secciones de la central, sino que ese acceso no le sería concedido en cir-cunstancia alguna (de igual modo, ninguna superficie que per-tenezca a otra sección cruzará nunca el umbral del recinto al que accede nuestro protagonista: el escenario es, como quien dice, impermeable). Consideremos ahora la superficie que ve, una superficie cuyo color rojo el inspector certifica gracias a su experta competencia en la distinción de colores (al fin y al cabo, se trata de un reconocido árbitro en colores). Su juicio es correcto. Pero ¿manifiesta su acierto la competencia relevan-te? Independientemente de la respuesta que diésemos a esta pregunta, todavía quedaría algo por determinar: ¿Sabe el ins-pector que la superficie que ve es roja? El hecho de que todas las demás secciones de la central (a las que el inspector no tie-ne acceso) se encuentren epistémicamente contaminadas, de que en ellas abunden los simulacros de superficies rojas, care-ce de relevancia a la hora de determinar la respuesta a esta pregunta. Como mucho, tal vez sea relevante la situación de

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las superficies que el experto pudiese haber visto durante su inspección. Solo si el color de un número suficiente de dichas superficies es falso, o si fuese falso en el momento en el que el inspector las percibe, podría haber algún problema.

Pero ¿lo hay? ¿Amenazan los simulacros que encuentra durante su inspección la manifestación de la competencia de nuestro experto? No parece plausible. A fin de cuentas, esto no supone problema alguno en lo que respecta a las habilidades o a las disposiciones en general: como ya hemos señalado, un escenario donde las condiciones próximas a un objeto (y siem-pre que no le afecten) sean adversas no impide la manifesta-ción de una disposición. Cosa cuya validez se mantiene cuan-do reemplazamos la proximidad espacio-temporal por la proximidad modal. La propiedad disposicional de un objeto puede manifestarse en un determinado segmento espacio-temporal siempre que las condiciones sean, en dichos espacio y tiempo, adecuadas. Que las condiciones en segmentos espa-cio-temporales cercanos sean inapropiadas para que esa dis-posición se manifieste, que dichas condiciones pongan en pe-ligro la manifestación de la disposición en tales circunstancias, son hechos que no pueden proyectarse más allá del marco que delimitan.

Inevitablemente, esto nos aboca a una disyuntiva. Por una parte, la capacidad para determinar aptamente el color de una superficie equivale a una creencia verdadera que mani-fiesta la perfecta competencia visual del agente. La proximidad de simulacros no afecta a esta competencia. Por otra parte, podría muy fácilmente haber ocurrido que, en vez de una su-perficie genuinamente roja, el agente hubiese visto un simula-cro: lo que parece indicar que este no sabe que la superficie es roja. De la conjunción de ambos factores parece seguirse que creencia apta y conocimiento son dos cosas distintas.

El problema de esta conclusión es que solo en términos de aptitud podemos explicar nuestras intuiciones acerca del co-nocimiento de colores en ambos escenarios: en el escenario normal, donde el sujeto tiene acceso a las circunstancias ad-yacentes, y en el escenario extraordinario, donde el inspector carece de dicho acceso.

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Tal vez haya otra solución: introducir un requisito de se-guridad. Quizás el factor que determine si el sujeto sabe sea el nivel de seguridad de su creencia. En dicho supuesto, el ins-pector sabría en la medida en que la posibilidad de que hubie-se creído incorrectamente fuese remota, en que no fuese fácil que su creencia fuese errónea: condición que en nuestra na-rración se cumple, en gran medida porque la iluminación de todas las superficies que ha encontrado durante su inspección es correcta. Así, su creencia actual, cuando mira la presente superficie, es relevantemente segura, pese a la gran cantidad de simulacros próximos.

¿Podemos determinar el alcance de la seguridad relevante, fijar los límites de aplicabilidad de este criterio? Para que poda-mos definir una clase de seguridad capaz de explicar el conoci-miento, es imprescindible que descartemos determinados ries-gos como irrelevantes. Por ejemplo, siempre es posible que el inspector pierda su competencia porque algún tipo de radia-ción accidental dañe los bastones y los conos de su retina. Sin embargo, un riesgo así (muy improbable) no tiene por qué im-pedir que, gracias al ejercicio de su excelente capacidad visual en condiciones perceptivas inmejorables, sepa que la superficie es roja: siempre, eso sí, que el inspector preserve esa competen-cia, y aunque dicha preservación sea una cuestión de suerte. Por otro lado, y justo antes de la inspección, nuestro experto podría haber cogido una taza de café de una bandeja donde todas las tazas, excepto la que casualmente ha elegido, contie-nen una droga que anula la capacidad de discriminación de co-lores. En este escenario, su creencia podría haber sido falsa con demasiada facilidad. Es más, uno podría decir que la base expe-riencial de la creencia (correcta) del sujeto sería exactamente la misma en el supuesto de que este hubiese ingerido una droga que anula su habilidad de percibir sin contarlos un número li-mitado de objetos, y de que, por ello, su creencia en que ve cinco cerillas no fuese fiable. Se trata de un serio problema para esta solución: la seguridad como criterio del conocimiento.

Todavía podríamos señalar algo más: la seguridad no es condición suficiente del conocimiento, tal como demuestra el

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hecho de que todas las creencias cuyo contenido es una ver-dad necesaria sean automáticamente seguras. Algunas de esas creencias son conocimiento, otras no lo son: de forma que solo apelando al criterio de manifestación de una compe-tencia puede cobrar sentido esta distinción.

En conclusión: es muy dudoso que la seguridad pueda cumplir con el cometido que se le asigna. Lo que, para ello, se necesita es aptitud, es decir, la manifestación de la competen-cia epistémica. Este enunciado resulta especialmente evidente en cuanto consideramos el caso del conocimiento de verdades necesarias.16 Es más: si la aptitud es condición necesaria del conocimiento, tal vez también sea condición suficiente. Tal vez la cláusula de seguridad, como condición independiente, resulte al final prescindible.17

16 Objeción: «No veo por qué el caso de las verdades necesarias ame-naza a la seguridad, al menos, si entendemos dicho requisito de una forma correcta. Por ejemplo, los datos que una calculadora proporciona pueden ser seguros o fiables. El hecho de que todas sus respuestas contengan ver-dades necesarias podría interpretarse en términos de seguridad: es impro-babilísimo que una calculadora nos dé una respuesta errónea, en un caso así una equivocación no es fácil. Podríamos asumir una perspectiva idén-tica en lo que respecta a los seres humanos: el hecho de que no sea fácil que formemos una creencia falsa sobre “¿Cuál es el resultado de multipli-car siete por seis?”, equivale a señalar que sabemos que siete por seis es cuarenta y dos. Parece una forma plausible de conciliar el criterio de segu-ridad y las verdades necesarias». Respuesta: Esta parece una explicación plausible de nuestro conocimiento de verdades necesarias. Sin embargo, el significado de «seguridad» en los debates epistemológicos contemporá-neos no es el que aquí se presenta. Es más, tampoco creo que la posición, tal como ha sido formulada, sea correcta: pues el hecho de que sea impro-babilísimo que podamos creer una proposición que ni siquiera compren-demos, no implica (tal como la objeción sugiere) que el acierto casual conlleve por sí solo acierto seguro, o conocimiento (o que, en este área, todo acierto sea automáticamente conocimiento). Hay soluciones para este problema. Pero me parece que su desarrollo desemboca en un criterio de competencia y aptitud, y no tanto de seguridad. 17 Lo que no significa que la aptitud no haya de ser de algún modo complementada. Dicha complementación sería una necesidad obvia en el supuesto de que optásemos por una cláusula de meta-aptitud, de forma que pensásemos que todo conocimiento real es conocimiento reflexivo. Pero, incluso en este caso, no es necesario que se le añada un requisito separado de seguridad.

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8. Conocimiento y mérito

Podría decirse que la epistemología de virtudes es la con-cepción según la cual el conocimiento es creencia cuyo éxito es atribuible al agente, creencia cuyo acierto se debe al «méri-to» de este. Detengámonos con el fin de considerar esta posi-ción desde ese ángulo.

Lo primero que hemos de señalar es que hay variedades de mérito, entre las que se incluyen las siguientes. El mérito, como la reputación, puede ser un capital social, algo que ga-namos de nuestros colegas (y que estos nos conceden) en vir-tud de nuestras acciones. En este sentido, se trata de un capi-tal que podemos acumular e «incrementar», y del que podemos echar mano para lograr otros beneficios. A menu-do, el hecho de que nos «concedan» el mérito de algo lleva implícito un incremento de respeto muy por encima del nivel básico de respeto que debemos, en general, al resto de los se-res humanos. El respeto que se gana admite grados. Además, se trata de una actitud cuyo objeto parece limitarse a los seres racionales. A veces, los objetos inanimados merecen nuestro respeto, como sucede, por ejemplo, en el caso de un paisaje natural extraordinario, pero este respeto es análogo al respeto básico que nos merece una persona por el mero hecho de ser-lo. No se trata de mérito o de respeto que el agente gane en virtud de lo que hace.

Además de la forma anterior de mérito, existe otra varie-dad más genérica, como cuando atribuimos a un puente o a un barco el mérito de haber resistido una tormenta, a un ter-mostato el mérito de haber mantenido una temperatura am-biente agradable, o a un corazón el mérito de bombear de modo eficaz la sangre de un organismo. Este tipo de mérito no conlleva el reconocimiento o respeto sociales indicados arriba. Se trata, más bien, de un concepto causal, de forma que se atribuye responsabilidad causal en la producción de cierto resultado deseable a una entidad cuyo «mérito» radica en ha-ber sido (al menos, parcialmente) causa de dicho resultado. No es nada fácil proporcionar una definición al mismo tiem-

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po lo suficientemente amplia y lo suficientemente precisa de los componentes y de las implicaciones que constituyen dicha «atribución de mérito». Pero se trata de una noción familiar, que constantemente empleamos en nuestra vida corriente: la noción de responsabilidad causal. Cuando digo que, para que sea conocimiento, la verdad de una creencia ha de ser atribui-ble a la competencia del agente, y, por tanto, al agente mismo, que conocimiento es creencia cuyo acierto se debe al mérito del agente, a lo que me refiero es a esta clase de mérito.

Además, el tipo de competencia que tengo en mente es también muy amplio, e incluye usos del término en el área de la biología, de la lingüística, o de la geología. El empleo de «competencia» no se limita a los seres animados. Equivale, más bien, a la habilidad de generar «actuaciones» acertadas (como cuando un puente o un barco cumplen su función pese a la violencia de la tormenta). Tampoco excluimos las habili-dades y destrezas de los seres humanos. E incluimos también nuestras competencias epistémicas, tanto las innatas como las adquiridas. Sin embargo, es importante subrayar que tam-bién existen competencias relevantes que operan a un nivel sub-personal y que no se basan en razones, y que, sin embar-go, proporcionan conocimiento. Nuestras habilidades per-ceptivas y mnemónicas básicas operan principalmente de forma sub-personal, lo que no les impide generar conoci-miento.

Un mérito causal de este tipo es atribuible a cualquier en-tidad cuya correcta actuación manifieste la competencia que en ella se asienta. Es más, esta clase de mérito puede depen-der de la cooperación de condiciones externas apropiadas, dado que la manifestación de la competencia puede depender de elementos externos contingentes. Así, si el arquero dispara una flecha cuya punta es metálica, y resulta que el blanco es un imán de enorme capacidad, el crédito que su disparo acer-tado le reportará será, en el mejor de los casos, mínimo. En un caso así, cualquier disparo, con cualquier trayectoria, que pa-sase cerca del blanco acabaría en el centro de la diana: no hay mérito alguno que conquistar.

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El éxito del disparo de un arquero se debe a su mérito, es atribuible al ejercicio de su competencia, únicamente si las condiciones externas son las adecuadas para que esa compe-tencia se manifieste, lo que incluye condiciones atmosféricas apropiadas (que no haya viento), ausencia de imanes, etcétera.

También es importante destacar que algo puede explicar la existencia de una entidad sin proporcionar, por ello, expli-cación alguna de por qué esa entidad tiene una propiedad de-terminada. Es imprescindible que siempre tengamos presente este punto en la evaluación de una explicación basada en la epistemología de virtudes. De acuerdo con dicha perspectiva, que S sepa que p en la medida en que lo cree depende de que la corrección de su creencia manifieste una competencia asentada en el sujeto. No es suficiente que la existencia de la creencia se derive del ejercicio de tal competencia. Es su co-rrección la que debe manifestar la competencia, la que ha de ser causada por esta.

Por otra parte, y aunque la competencia ha de encontrarse asentada en el agente al menos de forma parcial, no es im-prescindible que se asiente en él de forma exclusiva. Incluso un sujeto que actúe solo y con independencia de otros puede llegar a saber algo en virtud de una competencia compleja operando mediante pasos secuenciales. De este modo, puedo saber introspectivamente en t que me duele la cabeza, y re-cordarlo unos momentos más tarde. Este último conocimien-to: el conocimiento de que hace unos instantes me dolía la cabeza, podría derivarse de una competencia que combinase una sub-competencia introspectiva y otra mnemótica. Su-pongamos ahora que te informo de mi dolor de cabeza, y que, gracias a tu comprensión del español y a una confianza ade-cuada en mi testimonio, pasas a saber que me dolía la cabeza. La competencia que tu conocimiento manifiesta ahora es to-davía más compleja, pues no solo requiere las dos sub-com-petencias que mi actual conocimiento de mi reciente dolor de cabeza implica, sino aquellas otras que conllevan los hechos de que me comprendas y de que aceptes mi testimonio. Para que, en las presentes circunstancias, tu creencia sea correcta,

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no solo es necesaria tu competencia en la recepción de mi testimonio (que incluye un suficiente dominio del castellano), sino mi competencia introspectiva y mnemónica. Si quisiéra-mos generalizar a partir de este ejemplo, podríamos sugerir el siguiente esbozo de una descripción más precisa del conoci-miento, una descripción tal que incluya la necesidad de com-petencias epistémicas socialmente asentadas:

S sabe que p si, y solo si, la corrección de la creencia de S de que p manifiesta, de forma parcial o completa, la competencia epistémica de S para formar o preservar creencias, competencia cuyo ejercicio también manifiesta de forma completa una com-petencia (posiblemente más compleja) que, al menos parcial-mente, se asienta en S.18

Tal vez un ejemplo ayude a explicar mejor la distinción entre una explicación parcial y otra completa de la corrección de una creencia. Te encuentras a la orilla del mar justo al ama-necer. De pronto, y detrás de ti, comienza el griterío de las gaviotas al alba: puedes oírlas, aunque todavía no seas capaz de verlas. En dicho supuesto, sabes dos cosas: que ya hay luz, y que hay un griterío estridente en la playa. La corrección de tu creencia se debe en parte al ejercicio de tu competencia visual, y en parte al ejercicio de tu competencia auditiva. Ni la vista ni el oído por separado proporcionan una explicación completa del acierto de tu creencia. Para llegar a ella tendrías que echar mano o bien de una combinación de ambas compe-tencias, o de un factor más general, por ejemplo, de tu compe-tencia perceptiva genérica.

Pasemos a considerar ahora los resultados que rinde la aplicación de lo anterior a algunos ejemplos interesantes.

Empecemos con el caso del arquero novato al que un ex-perto, guiando su mano, enseña a disparar.19 ¿Es atribuible el

18 [Nota del traductor]: El autor desarrollará este tema en el capítulo siete, «Conocimiento: a partir de instrumentos y por testimonio». 19 Confróntese con la parte primera, escrita por Duncan Pritchard, de The Nature and Value of Knowledge: Three Investigations (con Adrian Haddock y Alan Millar; Oxford / Nueva York: Oxford University Press, 2010).

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éxito de ese disparo al arquero novato? Para poder respon-der a esta pregunta tenemos que saber algo más de la situa-ción. Con la información disponible no podemos tan siquie-ra determinar si, aunque solo sea parcialmente, el éxito del disparo es atribuible al arquero. Es, por supuesto, plausible que podamos atribuirle la existencia del disparo. Al menos, presta sus manos para el ejercicio, y, presumiblemente, es de él de quien depende el momento exacto en el que se suelta la flecha. De este modo, la existencia de ese disparo concreto depende (al menos, de forma parcial) de él. Sin embargo, esto no implica que también le sea atribuible el éxito del dis-paro, ni siquiera parcialmente. Que eso suceda dependerá de lo que respondamos a cuestiones de esta índole: ¿Se debe o no a él la coordinación entre la punta y el culatín en el momento del lanzamiento? ¿Se debe o no a él que el arco haya alcanzado la apertura correcta para soltar la flecha? El punto a tener en cuenta es que la intervención del arquero novato podría determinar el si y el cuándo se suelta la flecha, afectando, por ello, a la existencia del disparo, sin que por ello afectase en lo más mínimo a los factores de los que depende su éxito: la coordinación de punta y culatín, o la tensión correcta del arco. La existencia del disparo podría depender del arquero sin que este fuese causalmente res-ponsable de su acierto.

Lo mismo sucede en el caso del receptor de un testimo-nio.20 También él podría contribuir a la existencia de su creencia sin, por ello, contribuir a su éxito, es decir, al hecho de que se trate de una creencia que alcanza la verdad. Para que su creencia sea apta es necesario que el agente contribu-ya, aunque solo sea de una forma limitada o pequeña, a la corrección de su creencia, y no solo a que esta exista. Fijé-monos, por contraste, en casos donde, aunque de forma li-mitada, existe el tipo de contribución que la aptitud requie-re. Pensemos, por ejemplo, en el mariscal de campo de un

20 Confróntese con el artículo de Jennifer Lackey (2007), «Why We Don’t Deserve Credit for Everything We Know», Synthese, 158: 345-61.

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equipo de fútbol americano que comparte el mérito del tou-chdown que acaba de marcar su equipo con el receptor que captura el pase en la zona de anotación, con los componen-tes de la línea ofensiva, especialmente con aquellos que han desempeñado papeles de protección cruciales, etc. Es cierto que ha contribuido de forma importante a la anotación del touchdown, pero también otros lo han hecho, y de forma sig-nificativa. O pensemos en un ejemplo mejor: en el caso de un campeón de levantamiento de pesas que colabora con una persona frágil y débil para ayudar a alguien atrapado por un tronco pesadísimo. Se trata de dos viandantes que, de forma espontánea, actúan como buenos samaritanos, au-nando esfuerzos para levantar el tronco. Imaginemos, ade-más, que el campeón nunca hubiese podido levantar el tron-co a tiempo sin la ayuda de la persona enclenque. El éxito de esta acción conjunta también es atribuible a este último. Tal vez otorguemos más mérito al campeón, pues, en cierto sen-tido, su contribución al éxito de la empresa ha sido mayor. Pero eso no quita que su colaborador no sea causalmente responsable del buen resultado. Este caso ejemplifica lo que considero el modelo apropiado para comprender cómo una creencia puede ser apta en casos de testimonio: cuando su corrección es más atribuible al testigo que al receptor de su testimonio. Después de todo, el acierto de la creencia, el he-cho de que esta alcance la diana de la verdad, podría ser en cierta medida atribuible al receptor de la información: lo que bastaría para que le concediésemos un mérito parcial. Para ello, se necesitaría algo más que su contribución a la existencia de la creencia. Como ya señalamos arriba: tam-bién se requeriría que el receptor contribuyese de algún modo a la corrección de la creencia. Un receptor que, por ejemplo, no prestase suficiente atención a lo que le dicen, de forma que pudiese haber malinterpretado fácilmente el mensaje, podría ser responsable parcial de la existencia de su creencia, sin por ello ser suficientemente responsable de su corrección.

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9. Evaluación final

Para que, pese a los numerosos simulacros próximos, el inspector de colores sepa que lo que ve es una superficie roja, ha de encontrarse protegido frente al engaño. Que sepa o no sepa cuál es el color de la superficie depende de a qué superfi-cies pudiese haber accedido fácilmente. ¿Qué da cuenta de este hecho?

a. La competencia relevante ha de poder extenderse a un número de ejemplos próximos (digamos que ha de poseer cierta extensión), aunque dicha proximidad no tiene por qué ser espacio-temporal. Más bien, deberíamos definirla modal-mente, a partir de instancias relevantes similares a las del caso actual a las que el sujeto pudiese haber tenido un fácil acceso. El inspector podría con facilidad haber accedido a su-perficies ubicadas en otros lugares. (En un escenario modifi-cado, su acceso a las superficies es electrónico, de forma que la probabilidad de que hubiese visto una falsa superficie roja es enorme). En lo que respecta al protagonista del escenario de los graneros falsos, este podría fácilmente haber visto uno de los muchos graneros falsos que contaminan el escenario, en vez de haberse topado con el granero real que, de hecho, ve.

Sin embargo, la manifestación de una disposición no exige criterios de proximidad tan robustos. Recordemos lo que ocurre con la solubilidad, la fragilidad o las competencias y habilidades del atleta y del artista. Definamos como defina-mos el criterio de proximidad, bien como proximidad f ísica o como proximidad modal, lo cierto es que no resulta verosímil pensar que una competencia, una habilidad, o una disposi-ción puedan manifestarse en una ubicación concreta única-mente si el portador de dichas propiedades alcanzase un éxito similar en la mayor parte de las situaciones adyacentes. To-memos de nuevo en consideración los líquidos en los que fá-cilmente podríamos haber vertido el terrón de azúcar, las su-perficies en las que fácilmente podría haber caído el vaso de vino, o los lugares en los que fácilmente podrían haber actua-do el atleta o el artista. Que el resultado (de la actuación en las

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que se encuentran implicados terrón de azúcar, vaso o agente humano) manifieste de hecho la disposición relevante no de-pende de que se hubiese producido un resultado análogo en lo que respecta a líquidos, ubicaciones o superficies próxi-mas. Es dif ícil apreciar por qué las competencias y actuacio-nes cognitivas han de suponer una excepción a esta regla.

Y, pese a ello, sigue sin resultarnos plausible que, en di-chos casos, el sujeto sepa. Podríamos insistir en que la aptitud es una cosa, y el conocimiento otra muy distinta.

b. Incluso aunque la aptitud de una actuación no depen-diese de su éxito en situaciones modalmente próximas en las que el agente también hubiese llevado a cabo dicha actuación, todavía podría ser cierto que el estatus del conocimiento en particular requiera una seguridad de esa índole. ¿Es dicha se-guridad, y no la aptitud, la que constituye la clave del conoci-miento? Ya hemos mostrado que hay razones para tratar con cautela esta propuesta.

c. En consecuencia, podríamos hacer hincapié en un ni-vel de conocimiento, el conocimiento animal, que simple-mente es creencia apta, sugiriendo, con ello, que, a dicho ni-vel, el protagonista del escenario de los graneros sabe que el granero particular que ve es un granero, siempre y cuando este sea real, y por mucho que pudiese haberse equivocado en escenarios modalmente próximos en los que hubiese emitido, incorrectamente, un juicio idéntico. La corrección de este ter-cer tipo de aproximación al problema depende de forma cru-cial de la distinción entre conocimiento animal y otro nivel de conocimiento: el conocimiento reflexivo. Este último nivel, mucho más exigente, requiere que el sujeto también crea ap-tamente que su creencia de primer orden es apta, o, lo que es igual, que dicha creencia de primer orden manifiesta su com-petencia. El inspector podría cumplir esta cláusula, pero solo si la probabilidad de que las superficies a las que tiene fácil acceso sean genuinamente rojas es lo suficientemente alta. Sin embargo, esto no se cumple en el caso de la versión están-dar del escenario de los graneros. En escenarios que caen bajo este último modelo, lo correcto es señalar que:

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Aquellos sujetos próximos a escenarios modales que conten-gan demasiados ejemplares falsos no saben.

Se trata de una intuición convincente. De acuerdo con el punto de vista que hemos adoptado, lo que esa intuición seña-la es que dichos sujetos no saben reflexivamente.

Sin embargo, a muchos de nosotros nos resulta dif ícil creer que el protagonista del escenario de los graneros sepa en algún sentido, sea éste animal o reflexivo.

d. Parece recomendable un nuevo giro en la investiga-ción. En primer lugar, definamos el concepto de conocimiento humano como creencia plenamente apta (lo que significa que la aptitud de la creencia es aptamente reconocida).21 El cono-cimiento humano exige siempre algún grado de meta-aptitud. De este modo, dicho conocimiento reflexivo humano admite grados, y los grados más elevados, aquellos que implican un conocimiento profundo de la situación epistémica en la que nos encontramos, constituyen un conocimiento reflexivo de alto orden, o, lo que es lo mismo, conocimiento reflexivo en sentido estricto, que merece su nombre.22 Es evidente que

21 Podría replicarse que el término «plenamente» no es adecuado en este contexto, dado que «la reflexión podría seguir desarrollándose». Pero, al igual que sucede en los casos de «cierto» y de «con pleno conoci-miento», nada nos obliga a reconocer lo contrario. Que alguien sepa algo «con pleno conocimiento» no impide que, bien el mismo u otro sujeto, pudiese haber sabido lo mismo todavía mejor. Que alguien se encuentre «lleno de odio» (o de alguna otra emoción) no implica que no pueda to-davía acumular más. No es incorrecto señalar que una habitación está «llena de langostas», aunque todavía quepan más en ella. Igual que el hecho de que el honor que otorgamos a un individuo sea «completamen-te merecido» no impide que todavía lo hubiese podido merecer mejor. Tal vez ninguna de estas expresiones sea literal. Si es así, también nuestro uso del término puede interpretarse metafóricamente. 22 De aquí se sigue que existen dos niveles de conocimiento huma-no. Todo conocimiento humano animal requiere cierto nivel de meta-aptitud, aunque sea mínimo. (La pura cognición animal requeriría un nivel sustancialmente menor). En contraposición, el conocimiento re-flexivo exige el ejercicio de las capacidades reflexivas humanas. En sus ejemplos más desarrollados, estas conllevan una reflexión consciente sofisticada que, en última instancia, el ejercicio de la sabiduría racional exige.

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este conocimiento puede exigir el recurso a perspectivas científicas o, incluso, filosóficas que nos permitan defender la aptitud de nuestras creencias de primer orden.

La ventaja de esta opción es que no es necesario que atri-buyamos conocimiento humano alguno al protagonista del escenario de los graneros falsos. (Quien tenga reparos en atri-buirle «conocimiento» alguno, aunque solo sea mero conoci-miento «animal», podría contentarse con el término «pura cognición animal», que equivaldría a la creencia apta, y que exigiría bien un mínimo de meta-aptitud o ninguna meta-aptitud en absoluto. No creo que en esta cuestión las palabras sean importantes). En cualquier caso, lo que ahora podemos comprobar es que tanto el inspector de colores como la vícti-ma del escenario de los graneros carecen de conocimiento humano, en la medida en que no satisfacen el criterio de me-ta-aptitud. Ambos fracasan en lo que se refiere a la meta-con-fianza que ponen en sus respectivas competencias visuales. Ambos asumen que la aceptación inmediata y pre-reflexiva de su experiencia visual garantizará la verdad de sus creen-cias. Aunque el modo en el que sus respectivas presuposicio-nes resultan falsas difiere, sus fracasos siguen un mismo mo-delo. En ambos casos, los escenarios modales próximos se encuentran epistémicamente contaminados.23

Tal vez resulte tentador parafrasear lo anterior en térmi-nos de seguridad de las bases epistémicas. Al fin y al cabo, la probabilidad de que, con la misma base perceptiva, ambos agentes hubiesen abrigado creencias falsas, es enorme. Sin embargo, el criterio de seguridad es incapaz de impedir que una creencia verdadera sea conocimiento. Para que una creencia sea meta-apta no es necesario ni que sea segura, ni que su base perceptiva sea segura, ni que el agente sepa que se trata de una creencia segura. Lo que la meta-aptitud exige es que el agente crea aptamente, al menos de un modo implícito,

23 Lo que define a dicha proximidad es que contiene casos que po-drían haberse dado con suma facilidad, casos en los que el sujeto podría haber hecho el mismo tipo de juicios (sobre el color rojo, sobre el hecho de que lo que tiene delante es un granero…), equivocándose.

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en la aptitud de su creencia de primer orden. Así, para que exista conocimiento humano de que la superficie es roja, el sujeto ha de reconocer aptamente que su creencia es apta. Esto equivale a la exigencia de reconocimiento de que la ver-dad de la creencia manifiesta plena competencia de primer orden. Y esto último, a su vez, requiere que el agente crea ap-tamente que las condiciones que rodean su creencia de pri-mer orden son apropiadas para la manifestación de dicha competencia.

Finalmente, para que el sujeto sepa que su creencia de pri-mer orden manifiesta una plena competencia de primer or-den, debe creer aptamente que dispone de tal competencia plena; pero para que pueda creer esto de forma apta debe creer competente y aptamente que las condiciones para el ejercicio de su competencia de primer orden son adecuadas (o que, si se diese el caso, lo serían). Y justamente esto es aque-llo de lo que el sujeto carece cuando es tan fácil que las condi-ciones sean apropiadas como que no lo sean.

Supongamos que el conocimiento humano exija una creencia que no solo sea apta, sino meta-apta, o, mejor dicho, plenamente apta. En dicho supuesto, requeriría una creencia cuyo éxito el sujeto atribuyese aptamente a una competencia amplia, competencia que el éxito de esa creencia manifesta-ría. Con la señalización de que la competencia ha de ser am-plia (no reducida), lo que queremos decir es que el sujeto, además de estar adecuadamente constituido, ha de estar también adecuadamente ubicado. Debe hallarse en condi-ciones tales que determinados condicionales que desencade-nan la manifestación de una competencia determinen su po-sesión por parte del sujeto. La proximidad de casos adversos no cancela dichas condiciones: pese a ellos, las condiciones perceptivas todavía podrían ser óptimas (buena luz, cercanía del objeto, etc.). Lo que dicha proximidad anula es otra cosa: la habilidad del sujeto para creer aptamente que se satisfacen las condiciones adecuadas (o que, previamente a su actua-ción, se satisfarían). El caso adverso podría contaminar di-chas condiciones con demasiada facilidad. Dado que no

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puede desechar de modo competente esta posibilidad, el su-jeto carece de una creencia de primer orden que no solo sea apta, sino meta-apta y plenamente apta. Lo que rehusamos concederle es aquello a lo que hemos denominado «conoci-miento humano».24

24 Señalar que un condicional que desencadena la manifestación de una competencia (Cx > Mx) determina la posesión de una disposición D por parte de x en relación con un conjunto de condiciones α, significa decir que x posee D si y solo si (Cx & x está en α) > Mx. Así, un terrón de azúcar A es soluble cuando lo insertamos en un líquido L, siempre que, entre otras cosas, el estado líquido del líquido en cuestión se mantenga en el momento de añadirle el azúcar. En general, existen condiciones C1,…, Cn tales que, si, en el momento de su inserción, el terrón A se encuentra en cualquiera de estas condiciones Ci, de su reacción a la inserción no se sigue si posee o no la propiedad disposicional D, es decir, la reacción es independiente de que tenga o no esa propiedad, en este caso, la solubi-lidad. Por tanto, las condiciones apropiadas para que una disposición se manifieste mediante el cumplimiento de un determinado condicional Cx > Mx, son aquellas condiciones que pertenecen al conjunto α, de modo que solo en relación con ese conjunto se determine si x posee D mediante el cumplimiento de Cx > Mx. En consecuencia, para saber si determinada actuación manifiesta una disposición D, el agente ha de sa-ber que las condiciones son adecuadas, esto es, que se trata de condicio-nes pertenecientes al conjunto α. El agente debe saber que no está en una condición inadecuada, en una condición tal que, bajo esa circunstancia, la actuación sería irrelevante para determinar D. Esta es la razón por la que la víctima de los graneros falsos no sabe.

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CA PÍT U LO CI NCO

Contextualismo

No hay duda de que el contextualismo, desde los días ya leja-nos de las «alternativas relevantes» hasta sus encarnaciones más recientes, ha ocupado una posición central en epistemo-logía, gracias, principalmente, a su forma de afrontar el pro-blema del escepticismo. Aunque yo mismo acepto algunos de sus elementos, querría arrojar algunas dudas sobre sus (su-puestas) implicaciones para la epistemología propiamente dicha. El resultado será que no se trata de una cuarta concep-ción del conocimiento humano análoga a las tres que estudia-mos en el anterior capítulo.

¿Es esto epistemología?

a. Echando mano del ascenso metalingüístico, el contex-tualismo reemplaza un problema determinado por otro, rela-cionado con el primero, pero de diferente índole. Lo que hace el contextualista es preguntarse cuándo pueden aplicarse co-rrectamente las palabras que formulan el problema original. Que el problema propuesto por el contextualista sea relevante para la solución del problema original dependerá, por tanto, de si esas palabras son o no ambiguas. Que dichas palabras se puedan usar correctamente con un significado diferente al que tienen en la formulación del problema original no facilita en lo más mínimo la resolución de ese problema. Para descar-

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tar dicha irrelevancia, es necesario que las palabras que inte-resan al contextualista puedan aplicarse sin cambio de signifi-cado. Aunque, ni siquiera esto basta: al fin y al cabo, el uso correcto de palabras semánticamente idénticas no tiene por qué ser relevante para el problema original, tal como sucede cuando dichas expresiones incluyen algún indéxico. Cuando, en la línea de meta, el corredor de una maratón dice «Estoy cansado» su declaración es verdadera. Pero ese hecho no cuenta para nada en la respuesta a la pregunta de si yo, ahora, estoy cansado.

La falacia contextualista consiste en inferir falazmente la respuesta a un problema de la información sobre el uso co-rrecto de las palabras que lo formulan. (Aunque esto no signi-fica que este tipo de estrategias sea inevitablemente falaz, que no haya casos donde podamos responder una cuestión gra-cias a la dilucidación del uso correcto del vocabulario en cu-yos términos se plantea).

¿Es el contextualismo epistemológico culpable de la fala-cia contextualista? El contextualismo epistemológico se dedi-ca, principalmente, al estudio de los mecanismos de constitu-ción y ajuste de umbrales. Las palabras objeto de su atención son, sobre todo, el verbo «saber» y los términos que configu-ran su familia semántica: vocablos que señalan si el sujeto se sitúa por encima de un umbral definido en virtud de uno o más sistemas de coordenadas de evaluación epistémica. De este modo, puede que, para que el empleo de sus palabras sea correcto, el agente necesite poseer un nivel suficiente de con-fianza y encontrarse lo suficientemente justificado, o que, tal vez, su creencia deba proceder de una fuente lo suficiente-mente fiable, o que su falsedad tenga que ser poco probable. En cada uno de los anteriores supuestos, la creencia ha de si-tuarse por encima de un umbral específico, de un umbral que varía de acuerdo con el contexto de uso del vocabulario epis-témico relevante.

¿Es un vocabulario así, un vocabulario cuyos umbrales normativos dependen del contexto, menos vulnerable a la fa-lacia contextualista que un vocabulario que incluya indéxicos

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o términos ambiguos? Independientemente de que se trate de un vocabulario en sí mismo «indéxico» o «ambiguo», lo cier-to es que presupone en todos los casos un umbral determina-do por el contexto de uso.

Tradicionalmente, la epistemología se ha dedicado a in-vestigar la naturaleza, condiciones, y alcance del conoci-miento humano. Puede que cuando reflexionamos en priva-do sobre dichas cuestiones, o cuando las discutimos en el contexto de una revista profesional o de un seminario, los umbrales relevantes difieran de aquellos que regulan contex-tos más corrientes. Es natural, por tanto, que nos hagamos de nuevo la misma pregunta: Suponiendo que el vocabulario epistémico pueda emplearse correctamente en contextos donde el umbral difiere del que rige la investigación episte-mológica, ¿cuál es la relevancia de ese hecho para el trata-miento de problemas epistemológicos referidos a la naturale-za, condiciones y alcance del conocimiento humano?

Una tesis que caracteriza a las variedades más recientes de contextualismo epistémico es la siguiente:

CE El valor de verdad de las oraciones de la forma ‘S sabe que p, en t’, únicamente es evaluable en relación con un con-texto C.

Lo que significa que, aunque dos individuos afirmen esta misma oración (‘S sabe que p’), uno podría acertar y el otro equivocarse, dependiendo de los diferentes contextos de uso o niveles de escrutinio.

El contextualismo contemporáneo ha aplicado el princi-pio CE en la «disolución» del problema escéptico. El contex-tualista dispone de las herramientas adecuadas (y del talante adecuado, deberíamos añadir), para conceder que en un con-texto de reflexión filosófica es falso decir «Sé que tengo ma-nos», al mismo tiempo que insiste en señalar que en contex-tos ordinarios, en el ámbito del hogar, la plaza pública o el evento deportivo, decir eso mismo (e innumerables cosas análogas a esa) no solo no es falso, sino que es verdadero. El éxito de esta estrategia ha sido enorme. Merece un escrutinio pormenorizado.

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La tesis básica del contextualismo epistémico (CE) es plausible en la medida en que la consideramos una tesis en lingüística o en filosof ía del lenguaje.1 Sin embargo, aplicada a la epistemología se extralimita, o, al menos, eso es lo que trataré de demostrar. Consideremos algunos ejemplos.

b. Los resultados alcanzados dentro del área de la lingüísti-ca o de la filosof ía del lenguaje en lo que respecta a las condi-ciones de verdad de las oraciones del tipo ‘S sabe que p’ podrían ser importantes para solucionar problemas que, planteados en el ámbito del estudio, el foro académico, o la publicación filosó-fica, versan sobre la naturaleza, condiciones, y alcance del co-nocimiento humano. Pero ¿de dónde procedería dicha relevan-cia? ¿En qué afectaría a la epistemología el hecho de que, muy a menudo, la proferencia de esa oración (‘S sabe que p’) fuese verdadera? Por todo lo que hemos visto, dicha relevancia po-dría ser tan insignificante como la que, en los siguientes ejem-plos, tienen (i) respecto a (ii) o (iii) respecto a (iv).

(i) Por lo general, cuando alguien dice «Hay alguien que me ama» su enunciado es verdadero.

(ii) ¿Hay alguien que me ame?(iii) Por lo general, cuando alguien dice «Los bancos ate-

soran riquezas» su enunciado es verdadero.(iv) ¿Atesora riquezas este banco (de arena)?

1 Entre las exposiciones más importantes y clarificadoras de esta posición en los últimos años se encuentran: Peter Unger, Philosophical Relativity (Minneápolis: University of Minnesota Press, 1984); Stewart Cohen (1987), «Knowledge, Context, and Social Standards», Synthese, 73: 3-26, y (1988), «How to Be a Fallibilist», Philosophical Perspectives, 2: 91-123; Keith DeRose (1995), «Solving the Skeptical Problem», Philoso-phical Review, 104: 1-52; y David Lewis (1996), «Elusive Knowledge», Australasian Journal of Philosophy, 74: 549-567. También es importante la obra temprana de Fred Dretske, Gail Stine y Alvin Goldman. Algunos de estos trabajos se encuentran incluidos en una colección sobre escepti-cismo filosófico editada por Keith DeRose y Ted A. Warfield (Oxford / Nueva York: Oxford University Press, 1999). En lo que concierne a este artículo, me ocuparé de posiciones que también pueden caracterizarse como «contextualistas», en alguno de los muchos sentidos de un término semánticamente tan flexible (cfr. la obra de Michael Williams y de Robert Fogelin).

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Si lo que me preocupa es que nadie me ame, saber que, por lo general, cuando alguien dice «Hay alguien que me ama» su enunciado es verdadero, no va a ayudarme en lo más mínimo a que me tranquilice. Por otra parte: ¿Qué relación guarda con mi empresa el que sepa que, en otros contextos, es, por lo general, verdad decir «Los bancos (instituciones fi-nancieras) atesoran riquezas», si soy un cazador de tesoros, y lo que intento averiguar es si este es el banco de arena en el que encalló un galeón español lleno de doblones?

Con estos ejemplos no pretendo refutar el contextualis-mo. Más concretamente: no estoy cuestionando CE. Ni si-quiera estoy sugiriendo que la irrelevancia de CE respecto al grupo de problemas que constituyen la reflexión epistemoló-gica sea flagrante. Sin embargo, la comparación de (i)/(ii) y de (iii)/(iv) nos lleva a preguntarnos en qué se distinguen dichos pares del siguiente:

(v) Por lo general, cuando alguien dice «Sé que tengo manos» su enunciado es verdadero.

(vi) ¿Sabemos si tenemos manos?

(El significado de [vi] es el de una pregunta que podría-mos plantearnos mientras reflexionamos filosóficamente, o que podríamos hacer en el marco de una conferencia o de un artículo profesional. A lo que me refiero con ello es a la cues-tión filosófica de si podemos saber si tenemos manos, que de-bemos distinguir de la oración interrogativa ‘¿Hay ocasiones en las que sepamos que tenemos manos?’).

Es más, de ninguna de las proposiciones (i), (ii) y (iii) se siguen las siguientes proposiciones, emparentadas con ellas:

(i’) Por lo general, cuando alguien dice que hay alguien que le ama su declaración es verdadera.

(iii’) Por lo general, cuando alguien dice que los bancos atesoran riquezas su declaración es verdadera.

(v’) Por lo general, cuando alguien dice que sabe que tie-ne manos su declaración es verdadera.

En consecuencia, de (v) ni siquiera se deduce que lo que, en contextos ordinarios, afirmamos al decir que sabemos algo

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sea siempre correcto. La razón es muy simple: que enuncie-mos algo, que profiramos sentencias del tipo «Sé que tal o cuál», no implica que, en un contexto ordinario, nos compro-metamos con la afirmación de que lo sabemos. Una cosa es que decir que sabemos sea correcto, otra muy distinta (y que no se deduce de la primera) es que lo que decimos (el conteni-do) también lo sea.2

De aquí que, para nosotros, los filósofos, el argumento contextualista que se deriva de CE no sea capaz de justificar que, después de todo, en contextos ordinarios se saben cosas. Ni siquiera sirve para justificar la tesis de que cuando (desde un punto de vista de tercera persona) atribuimos conocimien-to a otros tengamos por lo general razón. Esto pone límites al interés y relevancia epistemológicos del contextualismo epis-témico, por mucha que sea su importancia en el área de la lingüística.

c. La palabra amor es al tiempo polisémica y dependiente de contexto. En una de sus acepciones, se refiere a una actitud desinteresada y caritativa. En otra, a la atracción sexual. En la primera acepción, los criterios para su determinación varían contextualmente, de acuerdo con el grado de altruismo que las circunstancias exijan. En un contexto determinado, con un significado específico —por ejemplo, dentro de un marco en el que se evalúan los méritos de la madre Teresa para la santi-dad—, uno podría preguntarse si de verdad existe «amor» en el mundo, si, tal vez, el «amor» no es algo excepcional o impo-

2 [Nota del traductor]: Paul Grice distinguió entre el significado de lo que se dice (las implicaciones lógicas y semánticas de un determinado mensaje o contenido) y el significado de decirlo (aquello que, dado el tras-fondo de una proferencia, esta sugiere, supone, da a entender: sus impli-caturas conversacionales), o, lo que es igual, entre lo que un enunciado dice y lo que el hablante quiere decir por el hecho de proferirlo en un contexto específico. Con ello, se opuso a la ecuación poswittgensteiniana entre significado y uso de una expresión: las reglas de uso de un término no modifican ni su significado ni el valor de verdad de la proposición de la que forma parte, tampoco complementan al primero. Cfr. Paul Grice (1989), Studies in the Way of Words (Cambridge, Massachusetts / Lon-dres: Harvard University Press, 1991), pp. 3-21.

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sible. En dichas circunstancias, la ubicuidad de la atracción sexual resulta irrelevante. Dado el contenido real de lo que en dicho contexto nos preguntamos, ¿qué importa que, cuando, en un estado de excitación sexual, alguien dice «Te quiero», la verdad de su enunciado se encuentre garantizada?

Cuando una oración interrogativa contenga bien un in-déxico o una expresión ambigua, su significado dependerá del contexto. En ninguno de ambos supuestos es necesario que la pregunta que formulemos mediante esa interrogación sea re-levante en lo que respecta a la pregunta que nos planteemos al emplear esa misma interrogación en otro contexto. Pero ¿existe algún tipo de dependencia contextual en la que la rele-vancia transcontextual sea más probable?

Consideremos una de las acepciones unívocas de la pala-bra amor, pero de tal modo que la corrección de su atribución dependa de rasgos variables del contexto de atribución. En este caso, «El mundo está lleno de amor» podría ser un enun-ciado verdadero en contextos diferentes al presente, pero de manera tal que también fuese relevante para solucionar nues-tro problema: el problema de «si de verdad existe amor en el mundo». Al menos, podría decirse que «discutimos un tema del mismo tipo». El problema que nos preocupa es el de si hay algún ejemplo real que instancie de la forma más pura posible y en su más alto grado un desiderátum concreto (el amor des-interesado). «El mundo está lleno de amor» también es una respuesta a ese problema: una respuesta consistente en seña-lar que, aunque tal vez no podamos encontrar nunca un ejem-plo perfecto de amor, formas más imperfectas de amor al-truista son frecuentes. Lo importante es que discutimos lo mismo (a diferencia de lo que sucede en casos de expresiones ambiguas o de uso de indéxicos).

El contextualismo ganaría relevancia epistémica si la varia-ción contextual pertinente afectase únicamente a la cantidad necesaria (de acuerdo con las circunstancias) de un desiderá-tum común a varios contextos. A fin de cuentas, el contextua-lismo epistémico podría ser importante para la epistemología si dispusiésemos de una dimensión pertinente —por ejemplo,

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la justificación epistémica— tal que, aunque su grado ideal se encontrase fuera de nuestro alcance (al menos, el «grado ideal» tal como lo define el escéptico), pudiésemos, por lo ge-neral, alcanzar grados menores en nuestra vida ordinaria.

Además, el hecho de que pudiésemos evaluar nuestros enunciados o proferencias (tales como «S sabe que p») de acuerdo con contextos organizados a lo largo de una dimen-sión o sistema de coordenadas común nos ayudaría (en la me-dida de lo posible) a tender un puente entre el hecho de que sea correcto que A diga «S sabe que p» y el hecho de que lo que dice sea correcto. Subrayo el «en la medida de lo posible», pues me parece inverosímil una integración completa. Consi-deremos, a modo de comparación, el paso desde la premisa de que A ha proferido (dicho) correctamente «S es alto» a la con-clusión de que lo que A ha dicho (afirmado) es que S es alto. ¿Se trata de un paso legítimo? Un entrenador de baloncesto de la NBA se queja de que el nuevo fichaje, Tom, «es bajo». ¿Quiere eso decir que lo que ha dicho es que Tom es bajo, y que su declaración es verdadera? Con toda probabilidad, puesto que Tom solo mide un metro noventa. Pero debería-mos señalar que con idéntica probabilidad del hecho de que un viandante diga «Tom no es bajo» se sigue que lo que ha dicho de Tom es que no es bajo, cosa cuya verdad parece, ade-más, tan plausible como la del juicio del entrenador. Nos en-contramos con una contradicción. Por lo que el paso de la proferencia a la declaración sigue siendo cuestionable, inclu-so aunque las variaciones contextuales relevantes sean varia-ciones de umbral a lo largo de una dimensión común, esto es, de una dimensión jerárquica.

Parece, en consecuencia, que las cuestiones más impor-tantes de la epistemología son independientes del contextua-lismo. Lo que confiere importancia epistemológica a esta po-sición es el «desiderátum común» que, pese a los cambios de contexto, al paso del estudio al mundo ordinario y viceversa, permanece invariable. El problema es que dicho elemento co-mún es discutible y analizable en términos que no exigen un rodeo meta-lingüístico. Por ejemplo:

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¿Es la justificación epistémica una cuestión de grados, de for-ma que, aunque nunca podamos alcanzar la justificación ideal demandada por el escéptico, podamos obtener (con suficiente frecuencia) niveles menores (aunque todavía considerables) de la misma?

Todavía hay un problema ulterior. En su respuesta al reto escéptico, el contextualismo presupone que el único blanco de los argumentos escépticos es la certeza, que lo que estos se limitan a cuestionar es nuestra capacidad para alcanzar el gra-do más elevado y estricto de justificación epistémica. Pero ¿es eso verdad? ¿O no será, más bien, que los argumentos más poderosos e interesantes del escepticismo se refieren a otra cosa, que lo que ponen en duda es nuestra capacidad para al-canzar algún grado (por mínimo que sea) de justificación epis-témica, que lo que cuestionan no es que podamos alcanzar el punto más alto, sino que podamos dejar atrás el punto más bajo en la escala de la justificación? Si lo que estamos sugi-riendo es correcto, el resultado es idéntico (aunque por dife-rentes razones) al de arriba: la función antiescéptica del con-textualismo es muy limitada.3

Existe un consenso general respecto a la tesis de que nues-tro concepto de conocimiento incluye varias dimensiones, cada una con su respectivo umbral. Dimensiones como las siguientes: (a) «la creencia», es decir, el grado de confianza del que debemos disponer para saber algo; (b) «la justificación», esto es, la cantidad y la calidad del soporte racional impres-cindible para una creencia; (c) «la fiabilidad», o, lo que es igual, el grado de capacidad de nuestras facultades o fuentes operativas para generar creencias correctas; (d) «la seguri-dad», en otras palabras, el nivel de probabilidad de que pudié-semos habernos equivocado, la distancia respecto a cualquier posible discrepancia entre creencia y hecho. Las contribucio-nes más características del nuevo contextualismo atañen, principalmente, al ámbito de la constitución y ajuste de um-

3 Compárese esto con Ram Neta (2003), «Contextualism and the Problem of the External World», Philosophy and Phenomenological Research, 66: 1-31.

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brales. No hay duda de que dicho contextualismo arroja luz sobre este tema, una luz que no ensombrece el hecho de que, tal como defiendo, los problemas que constituyen el núcleo de la epistemología sean otros: problemas que, más bien, se refieren a la identidad y a la naturaleza de las dimensiones relevantes dentro de las cuales deben establecerse umbrales.

Si en este justo instante me pregunto(a) si realmente sabemos algo acerca del mundo externo,

no me estoy preguntando(b) si es siempre correcto decir «Los seres humanos sabe-

mos algo acerca del mundo externo».Si la segunda cuestión fuese relevante para la solución de

la primera, se debería a que el «conocimiento» posee rasgos que lo distinguen de las expresiones ambiguas o indéxicas. Por lo que a mí respecta, no creo que pueda descartarse que la segunda pregunta pueda ser importante para la primera. Sin embargo, el hecho de que la verdad del enunciado del viandante, que dice «Tom no es bajo», sea irrelevante para responder a la cuestión del entrenador de «si Tom es bajo», me hace ser prudente. Incluso aunque nuestras creencias no alcanzasen los niveles deseables en algunas de las dimensio-nes incluidas en el concepto de conocimiento, podrían lograr niveles menores, niveles que podrían tener cierta relevancia respecto a nuestro deseo original. Sin embargo, ¿hasta qué punto es importante que, para su atribución correcta, el uso de la expresión «sabe» en otros contextos únicamente requie-ra (o no) niveles bajos de justificación? Para mí, lo realmente interesante es que, a lo largo de una dimensión común (o di-mensiones comunes), seamos capaces de, por lo menos, al-canzar dichos niveles, algo completamente independiente de que, en virtud de esa base, podamos aplicar correctamente la expresión «sabe» en otros contextos. Las preguntas verdade-ramente relevantes son: ¿Cuáles son las dimensiones de eva-luación adecuadas para que una creencia cuente como cono-cimiento? ¿Cuáles son las dimensiones que nos conciernen cuando aspiramos a que nuestras creencias alcancen el esta-tus de conocimiento, cuando lo que buscamos es saber?

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Curiosamente, el ascenso metalingüístico propio del con-textualismo no afecta a ninguna de estas cuestiones. Supon-gamos que la variación en el contexto de atribución, que el cambio de un contexto ordinario a otro filosófico, y viceversa, no solo conllevase una variación en el umbral. Supongamos que, además, acarrease un cambio de dimensiones, que impli-case la sustitución de un sistema de coordenadas por otro, un cambio de paradigma epistémico. En dicho supuesto, el he-cho de que una creencia constituyese conocimiento en uno de esos contextos, el filosófico y el ordinario, no contribuiría en nada a la determinación de si también es conocimiento en el otro. La irrelevancia sería análoga a la que tendría la posición de un objeto en una dimensión respecto a la determinación de la posición de ese objeto en una dimensión independiente.

d. Una posible objeción.

Objeción: ¿No estás siendo injusto con el contextualismo? Los defensores de esta posición no se limitan a proponer la tesis CE. También realizan análisis detallados de los facto-res contextuales específicos que intervienen en la constitu-ción del umbral(es) relevante. Esto se materializa en tesis cuya relevancia para la epistemología es indudable, en al menos dos sentidos. En primer lugar, una teoría contextua-lista completa podría explicar cuál es la aplicación correcta del vocabulario cognitivo en el contexto de la investigación filosófica, en cuyo caso sería posible un descenso semántico (o, al menos, lingüístico) que proporcionase respuestas di-rectas a los problemas de la epistemología. Es más, como epistemólogos, también nos interesa el uso del vocabulario epistémico en contextos ordinarios y no-filosóficos.

Respuesta: Las disputas terminológicas y territoriales son deprimentes. Deberíamos evitarlas en la medida de lo po-sible. En ningún momento he defendido bien que el contex-tualismo no sea epistemología en absoluto, bien que esté completamente desprovisto de interés epistemológico. Lo que digo es que su interés es «limitado». Lo que he hecho es mostrar en qué sentidos lo es.

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Es más, no creo que el contenido del contextualismo se reduzca a la tesis CE. Esta tesis es, simplemente, uno de sus rasgos «destacados». Mis dudas sobre la relevancia epistemo-lógica del contextualismo se han dirigido, de hecho, a formas más amplias de contextualismo. Lo que tengo en mente es lo siguiente.

Con bastante frecuencia se ha pensado que lo que el con-textualismo muestra es que, incluso aunque en contextos filo-sóficos no podamos saber cosas que parecen evidentes, por ejemplo, si tenemos manos, en contextos ordinarios somos muy a menudo capaces de saber esas cosas. Sin embargo, lo anterior no se deduce de la posición contextualista, por muy común que sea ver a sus abogados dándolo por supuesto. ¿Cuál es el problema?

Fijémonos en la investigación sobre la naturaleza, las con-diciones, y el alcance de cualquiera de los siguientes bienes: la libertad, la felicidad, la supervivencia (en el sentido de preser-vación de la identidad a través del tiempo), y la justicia. Com-paremos esta investigación con el estudio de la conducta so-cial de las hormigas, estudio que un investigador podría conducir con brillantez excepcional y curiosidad absorbente. Sin embargo, una preocupación excesiva por la vida social de las hormigas parece un tanto extravagante. Por contraste, cada uno de los bienes filosóficos que mencionamos arriba es algo que, no solo queremos entender, sino poseer.4

De acuerdo con las variaciones del contexto de uso, di-chos deseos «filosóficos» pueden expresarse de distintas maneras. Es más: usualmente, la aplicación de esos términos en nuestra vida ordinaria es correcta. Si, a partir de ello, pu-diésemos concluir que la aplicación correcta de ese vocabu-lario en la vida ordinaria indica la posesión del bien en sí mismo (si no siempre, la mayor parte de las veces, o, por lo menos, ocasionalmente), el análisis del uso correcto de esas expresiones formaría parte del núcleo básico de problemas

4 De forma más estricta: los conceptos filosóficos se refieren a ob-jetos cuyo valor o disvalor humanos son importantes. El mal, la injusticia, la debilidad de la voluntad…, son temas filosóficamente cruciales.

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de la epistemología. Desafortunadamente, dicha conclusión es falaz, un ejemplo sobresaliente de la falacia contextualista.

Mi experiencia con estudiantes de grado y con personas sin formación en epistemología, me ha convencido de que no es infrecuente que la palabra saber se emplee de tal modo que, al final, sea verdad que nuestros predecesores de la Edad Me-dia «sabían» que la Tierra es plana (algo que confirma el OED —Oxford English Dictionary). En ciertos contextos ordinarios, basta el hecho de que alguien esté muy seguro de algo, para que sea verdad decir que «sabe» que p. ¿Son, dichos usos, sig-nificativos para nuestra comprensión de la naturaleza, condi-ciones y alcance de un bien filosófico tal como el conocimien-to, de un bien que perseguimos constantemente, y por el que a veces tenemos que pagar un alto precio? No lo creo. Igual que tampoco creo que debamos admitir que, al menos de acuerdo con ciertos contextos ordinarios de uso, pueda decirse que nuestros predecesores medievales disfrutaron del extraño pri-vilegio de saber que la Tierra es plana. Que un estudiante de segundo curso llame a eso «conocimiento» no basta para que lo sea, por mucho que, de acuerdo con su definición, tal atri-bución sea, en dicho contexto, correcta.

Este es el aspecto específico al que se refieren mis dudas sobre la relevancia del contextualismo para la epistemología, relevancia cuyas limitaciones han ocultado formulaciones apresuradas e incorrectas de dicha posición.

Hay buenas razones para oponerse al cambio conceptual en filosof ía, razones exclusivas de este área, y que, por lo ge-neral, no son válidas para otro tipo de investigación intelec-tual, en concreto, para la investigación científica.

Un aspecto curioso de la investigación científica es que la divergencia en la trascendencia de sus objetos de estudio es notable: en que puede referirse tanto a cosas sobre las que nuestra preocupación es mínima, por ejemplo, a la conducta social de las hormigas (nota bene: es dicha conducta, en sí misma, la que no nos concierne, no nuestro conocimiento de ella, o nuestra capacidad para explicarla, etc.), como a otras cuya importancia es mayor. Cierto: la filosof ía no disfruta del

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monopolio de los bienes a los que aspiramos (basta que recor-demos las expectativas del entrenador sobre la altura de sus fichajes). Pero, al menos, sus temas de estudio son bienes que nos conciernen íntimamente. Además, investigación filosófi-ca e investigación científica difieren en lo que respecta a la posibilidad de que la expectativa original sobreviva a un cam-bio conceptual. Pensemos, por ejemplo, en el estudio de las ballenas. Antes o después, el incremento de los datos recopi-lados sobre ellas será tal que, en virtud de nuestras aspiracio-nes intelectuales a una mayor simplicidad y a un desarrollo de la capacidad explicativa de nuestras teorías, se hará necesaria una re-conceptualización y re-categorización de ese área de investigación. Lo realmente significativo es que un cambio conceptual de esta índole es conciliable tanto con cualquier otra expectativa que podamos albergar respecto a la fauna marina (que reconstruyamos el paradigma conceptual para explicar su conducta afecta muy poco a nuestros valores con-servacionistas o a nuestra dieta), como con nuestro deseo ori-ginal de conocer las ballenas.

Algo muy distinto ocurre en el caso de nuestra aspiración a conquistar bienes filosóficos: aquí, el resultado de estrate-gias de re-conceptualización generalmente reduccionistas no es la adquisición de esos bienes, sino de sus sucedáneos, de forma que la expectativa original no sobrevive a la paráfrasis. En ocasiones, se ha tratado de argumentar que esto no es así, y que podemos dedicarnos a re-conceptualizar sin, por ello, perder en el proceso los aspectos más importantes de nuestro problema original. El ejemplo reciente más conocido de este tipo de estrategias es el del argumento proporcionado por Parfit con el fin de demostrar que lo único relevante para la preservación de la identidad personal a través del tiempo son determinadas relaciones causales incapaces de garantizarla. Los defensores de las teorías del error también son propensos a estos procedimientos, de forma que no muestran reparo al-guno en eliminar cualquier tipo de concepto normativo o eva-luativo, y de sustituirlo por algún sucedáneo más asimilable desde un punto de vista meramente descriptivo.

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Mi crítica se limita a esto: a señalar que nunca deberíamos dar automáticamente por sentado que los humildes umbrales de nuestro uso ordinario son relevantes para solucionar pro-blemas en contextos filosóficos donde los umbrales son más elevados. Esto es algo que debe decidirse, y, tal vez, analizarse, caso a caso. Algunos casos serán similares al del entrenador de la NBA que precisa de alguien «alto» para su equipo: que, desde otros puntos de vista, pueda decirse que hay muchas personas altas (que superan el umbral pertinente), resulta irrelevante para el cumplimiento de sus expectativas. Por otro lado, es muy probable que las aspiraciones de alguien cuyo objetivo es que haya felicidad y amor en el mundo le lleven a preferir un bien negativo (la ausencia de odio y miseria) a la presencia de ejemplos excepcionales y perfectos de las cuali-dades que admira. Supongamos que el conocimiento se ade-cua a este segundo modelo: supongamos, por tanto, que, en referencia a un marco epistémico idéntico, aspirásemos a creencias que, al menos, se encuentren lo suficientemente justificadas, sean lo suficientemente seguras, y posean cierto grado de fiabilidad para el sujeto; que prefiriésemos dichas creencias a todas aquellas que no alcanzan su nivel en los as-pectos señalados; y que eligiésemos dichas creencias, por mu-cho que no alcanzasen grados ideales de confianza, seguri-dad, y justificación racional. En este supuesto, el hecho de que pudiésemos aplicar correctamente el término conocimiento de acuerdo con umbrales ordinarios sería relevante para el grupo de aspiraciones entre las que se incluye nuestro deseo de alcanzar los puntos más elevados del espectro cognitivo. Aquí, no sería el entrenador, sino el altruista, quien propor-cionase el modelo de comprensión del conocimiento.

Sea como fuere, lo cierto es que, incluso en este último supuesto, la relevancia de las tesis contextualistas referidas a la corrección del uso del campo semántico de «conocimien-to» en contextos ordinarios dependería de la satisfacción de condiciones especiales a partir de las que distinguir casos de forma relevante, del cumplimiento de criterios que nos per-mitan diferenciar al entrenador de la NBA del altruista. La

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determinación de dichas condiciones es algo que cae fuera del alcance del contextualismo, y que todavía está a la espera de una solución clara y distinta.

Mi conclusión es que, al no tratarse de una cuarta concep-ción del conocimiento humano, el contextualismo no es una alternativa a las tres concepciones expuestas en el capítulo precedente, y, por tanto, que no es una alternativa a una expli-cación del conocimiento basada en la actuación. Dicha expli-cación del conocimiento se desarrolla en el marco de un con-texto filosófico, y de acuerdo con determinada tradición argumentativa en epistemología. No es su objeto discutir de forma directa la amplia gama de usos contextualmente de-pendientes que el vocabulario epistemológico adquiere en la vida ordinaria. Baste esta advertencia para que continuemos desarrollando la epistemología de virtudes basada en la actua-ción que defendemos.

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CA PÍT U LO SEIS

Experiencia proposicional

La explicación del conocimiento perceptivo que hemos pro-puesto en los capítulos previos requiere de estados experien-ciales con contenido proposicional, estados a los que pueda aplicarse la estructura ADA (acierto, destreza, aptitud). El objetivo de este capítulo consistirá en la aclaración de la natu-raleza de dichos estados.

1. Aclaraciones preliminares

Comencemos nuestra investigación distinguiendo entre las ficciones, se trate de ficciones útiles (el demócrata medio), entretenidas (Superman, Pinocho), o de cualquier otro tipo; las entidades dependientes, que, mucho más generales, ade-más de ficciones, incluyen sombras, sonrisas, y la mayor parte de las cosas que nos rodean en nuestra vida ordinaria; y las entidades independientes o fundamentales, entre las que, tal vez, se encuentren los átomos.

Como segundo paso preliminar, estipulemos que un obje-to de experiencia es ontológicamente privado si y solo si, no solo no pudo haber existido independientemente de algún tipo de experiencia por parte de algún sujeto, sino que no pudo haber existido más que como objeto de la experiencia particular que lo contiene, experiencia que, a su vez, no pudo ser la experiencia de ningún sujeto diferente al sujeto que tie-ne dicha experiencia.

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De este modo, un dolor de cabeza no solo no pudo haber existido sin ser el objeto de alguna instancia indeterminada del tipo de experiencia al que denominamos «tener un dolor de cabeza» por parte de algún sujeto (también indeterminado), sino que, no pudo haber existido más que como el objeto de esta experiencia concreta de dolor de cabeza, experiencia que, a su vez, solo pudo ser, como experiencia particular, la expe-riencia del sujeto que tiene este dolor de cabeza concreto.1

La experiencia sensorial puede clasificarse de, al menos, dos formas fundamentales. Una experiencia puede ser (a) cla-sificada semánticamente bien como (i) verídica, en tanto que se corresponde con la realidad, o (ii) no verídica, si dicha co-rrespondencia no existe. Una experiencia se corresponde con la realidad si y solo si su objeto (u objetos) es verdadero, o real (o se encuentra presente), términos cuyo uso depende del tipo de objeto(s) al que nos refiramos. En caso contrario, la expe-riencia sensorial no se corresponde con la realidad. Sin em-bargo, la correspondencia de una experiencia con la realidad puede ser accidental, una mera cuestión de suerte: rasgo res-pecto al cual experiencia y creencia son similares. En conso-nancia con lo anterior, las experiencias también se clasifican (b) epistémicamente como (i) aptas, o (ii) no-aptas. Una expe-riencia es apta si y solo si el hecho de que sea verídica mani-fiesta la competencia perceptiva del sujeto. En caso contrario, es no-apta. Las experiencias no-aptas pueden, además, clasi-ficarse de acuerdo con su etiología como sueños, alucinacio-nes, ilusiones, etcétera.

Finalmente, también podemos clasificar la experiencia de acuerdo con su carácter intrínseco. En este sentido, podemos distinguir la experiencia orgánica, con sus múltiples varieda-des: experiencia propioceptiva, hedónica, de la temperatura interna, etcétera; y la experiencia externa, con sus variedades

1 [Nota del traductor]: Si lo que variase fuese el sujeto, este tendría dolor de cabeza, pero no este dolor de cabeza. Si la identidad de sujeto y tipo de experiencia se preservasen, pero su experiencia particular fuese distinta, al sujeto le dolería la cabeza, pero, de nuevo, no tendría este dolor de cabeza.

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propias: experiencia olfativa, gustativa, auditiva, táctil, visual. (Aunque pienso que estos términos son apropiados para una categorización de la experiencia como la anterior: de acuerdo con su carácter intrínseco; resulta obvio que también pueden emplearse para clasificar la experiencia apta en función de su etiología).

2. La percepción directa de los datos inmediatos de los sentidos

Bajo distintos rótulos, la experiencia ha sido un perma-nente objeto de investigación filosófica: desde los «fenóme-nos» de Platón y Aristóteles, y las «presentaciones» de los estoicos, pasando por los «fantasmas» de los escolásticos, las «ideas» de Locke y de Berkeley, las «impresiones» de Hume, o las «intuiciones» de Kant, por poner solo algunos ejemplos. En las primeras décadas de las tradiciones analíticas contem-poráneas, este tema pasó a ocupar un lugar privilegiado, al abrigo de corrientes como el verificacionismo, el fenomena-lismo, o la teoría de los datos inmediatos de los sentidos, o, de acuerdo con el uso que prefiero, teoría de los sensa. Es a esta última posición a la que nos referiremos, pues el tema que nos atañe es el de la naturaleza ontológica de la experiencia, o, lo que es igual, el de su análisis o estatus ontológico. Fue con el objeto de dilucidar dicha cuestión, con el fin de proporcionar un análisis completo de la experiencia sensorial, por lo que se introdujeron los sensa (por mucho que no todos sus defenso-res subrayasen explícitamente este punto).

Los principales defensores de las versiones tempranas de esta teoría: Moore, Broad y Price; recurrieron a uno u otro sentido de las nociones de inmediatez y de acceso directo para definir los sensa. No les faltaban predecesores: también Ber-keley, por boca de Philonous, presenta las «cosas sensibles» como «aquellas cuyo rasgo característico es que son percibi-das de forma inmediata por los sentidos».

Pero ¿qué son inmediatez y acceso directo? ¿De acuerdo con qué características relevantes pueden definirse esos con-

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ceptos? Parecen existir, al menos, cuatro candidatos: (a) cau-salidad, (b) justificación, (c) inferencia y (d) referencia.

a. Causalidad. Tomemos en consideración una cadena causal del siguiente tipo:

S … O(S) … T(S) … T(C) … C

En este esquema, S representa a uno de los dos participan-tes en una conversación telefónica, O(S) representa la parte externa del oído de S sobre la que este sostiene T(S), su teléfo-no, mientras que T(C) es el teléfono empleado por su interlo-cutor C.

Cuando S oye a C existe una secuencia causal de eventos de C a S. S está «auditivamente conectado» con cada uno de los eventos de dicha secuencia, en el sentido de que cada uno de ellos es causalmente relevante para su experiencia auditi-va. Sin embargo, su conexión con algunos miembros de la ca-dena es más directa que con otros. Así, S oye hablar a C solo porque oye los sonidos que salen de T(S). El hecho de que C hable es la causa de los sonidos que salen de T(S), pero no a la inversa. En cierto sentido, el eslabón más inmediato de tal ca-dena causal es la experiencia auditiva misma de S, pues S oye lo que C dice únicamente en virtud de su experiencia auditiva. Además, el hecho de que C hable es la causa de dicha expe-riencia auditiva, pero no al contrario. Finalmente, vemos tam-bién que no existe evento alguno e tal que cumpla estas dos condiciones al mismo tiempo: (i) que e sea causado por la ex-periencia auditiva de S sin ser causa de la misma, y (ii) que e también sea un eslabón imprescindible de la cadena causal que constituye el hecho de que S oiga lo que C dice. Una vez interpretamos la experiencia auditiva de S como su experien-cia de datos (sensaciones, sensa) auditivos, resulta natural de-cir tanto que S tiene una experiencia directa de estos sensa (que los percibe directamente), como que, de algún modo, solo gracias a que su experiencia de esos datos es directa, S es capaz de tener experiencia (indirecta) de los otros miembros de la cadena causal, miembros cuya posición en dicha cadena hace causalmente posible que S tenga la experiencia directa

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necesaria para que pueda tener experiencia de esos miembros de la cadena (para que, por ejemplo, los perciba: en este caso, los oiga).

Es evidente que, por lo común, restringimos el número de miembros audibles (perceptibles, «susceptibles de experien-cia») de la cadena causal. De los eslabones arriba menciona-dos, solo lo que C dice, y, tal vez, los sonidos que salen de T(S), serían generalmente admitidos como «cosas que S oye». Por contraste, las señales eléctricas que los cables de la red telefónica transmiten, aunque una parte completamente ne-cesaria y operativa de la serie causal, no son cosas que S oiga, a no ser que emplee tecnología atípica. Cómo nos las arregle-mos para seleccionar unos pocos eslabones de una cadena causal compleja, y para adscribirles la condición de «cosas que oímos», es una cuestión interesante, pero que no es nece-sario considerar ahora. Lo hagamos como lo hagamos, lo que parece claro es que los elementos seleccionados mediante este proceso se ordenan de acuerdo con la relación S tiene experiencia de x porque tiene experiencia de y, relación cau-salmente asimétrica. También parece muy verosímil pensar que, de acuerdo con esta dimensión causal, el evento del que se tiene una experiencia más directa o inmediata sea la expe-riencia auditiva del oyente (y, por tanto, que los objetos que se perciben de la forma más directa posible sean aquellos que forman parte constitutiva de la experiencia auditiva, esto es, los sensa).

b. Justificación. Supongamos que en el caso anterior-mente expuesto, S se encuentre justificado en creer que oye a alguien. Supongamos también que una parte esencial de su justificación consiste en que C ha hablado articuladamente por el teléfono y en que S le ha oído hacerlo. De ello, parece razonable deducir que lo único que justifica la creencia de S de que hay alguien hablando al extremo opuesto de la línea es que esté justificado al dar por sentado (al tomar posesión di-recta del hecho de) que determinados sonidos salen del re-ceptor telefónico que está usando (y que se trata de sonidos de cierto tipo, etc.). Es más: parece razonable suponer que, en

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cierto sentido, la justificación de la creencia del sujeto de que hay alguien al otro lado de la línea depende de que esté justifi-cado al dar por sentado que tales sonidos salen de su teléfono, y que, sin embargo, la justificación de esto último no depende de lo primero. De ahí que parezca razonable suponer que el sujeto se encuentra más directa o inmediatamente justificado en su actitud respecto a los sonidos que en su creencia acerca de su fuente. Al decir que los sensa son «aprehendidos direc-tamente», lo que los defensores de esta posición pueden que-rer decirnos es que, a falta de una afirmación (o creencia) más inmediatamente justificada de la que pudiese derivarse la jus-tificación de nuestra creencia en los presentes datos de los sentidos, estamos directamente justificados al aceptar (al creer, explícita o implícitamente) que tomamos posesión di-recta (o que tenemos experiencia directa) de cualquier dato de los sentidos, sea cual fuere el momento en el que se dé.

(Es, por otra parte, obvio, que la reconstrucción racional del argumento empleado por los defensores de esta teoría para interpretar epistémicamente la inmediatez de nuestra aprehensión de los sensa, no nos compromete con la tesis de una jerarquía en el proceso de justificación cuyo fundamento último sean los datos de los sentidos, tesis consustancial a esta concepción: una cosa es comprender una concepción, otra muy distinta, secundarla).

c. Inferencia. ¿Por qué cree S que oye a su interlocutor C? Posiblemente porque piensa que ciertos sonidos con determi-nadas características proceden del teléfono, etc. Pero S no piensa que dichos sonidos procedan del teléfono porque crea que oye a su interlocutor. Aquí, de nuevo, nos encontramos con una cadena, aunque en este caso se trate de una cadena «inferencial». Algunos eslabones de esta cadena inferencial que vincula a S con su creencia de que oye a C se encuentran conectados a S de forma más directa e inmediata que otros. El más alejado es, por supuesto, la creencia de que oye a C. En una posición intermedia se encuentra el hecho de que S pien-se que ciertos sonidos con determinadas características pro-ceden del teléfono.

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Al decir que los sensa son «aprehendidos directamente», lo que los defensores de esta posición pueden querer decirnos es que nuestras creencias acerca de los datos inmediatos de los sentidos no se basan en inferencia alguna: que no hay creencias tales que puedan servir de base racional de nuestras creencias sobre los sensa. (En la mayor parte de los casos, las «creencias» acerca de los sensa no serían creencias completa-mente conscientes, estados mentales que pudiésemos identi-ficar fácilmente y que poseyesen una duración específica, sino creencias en un sentido tan amplio de la palabra que es-tas incluirían presupuestos que solo un escrutinio pormeno-rizado sacaría a la luz). De este modo, el eslabón más directo o inmediato de la cadena inferencial que vincula a S con su creencia de que oye a alguien es su «creencia» de que tiene cierto tipo de experiencias auditivas.

d. Referencia. La distinción russelliana entre conoci-miento por descripción y conocimiento directo2 es un caso particular de una distinción más amplia: entre referencia in-mediata o directa y referencia mediada o indirecta.

Nuestro pensamiento abarca galaxias y eones. Mediante el pensamiento alcanzamos las estrellas más distantes y los más remotos confines del tiempo. ¿Qué medio, qué mecanis-mo, nos permite establecer contacto tan fácilmente con lo más remoto?

Limitémonos a considerar el sencillo caso de nuestra con-versación telefónica. ¿Cómo se refiere S a C? ¿Cómo se las

2 [Nota del traductor]: De acuerdo con esta distinción, los únicos «objetos» a los que podemos referirnos directamente (en la medida en que su existencia se encuentra garantizada, de forma que aseguran la significatividad de los nombres propios, cuyo significado es su referente, y que, en un sentido lógico, ni son ni contienen descripciones), son los sense data. Esto implica un realismo indirecto, que, además, alienta un escepticismo respecto al mundo externo: su conocimiento es siempre hipotético y mediado; los nombres «gramaticales» no son nombres en sentido estricto, sino ramilletes de descripciones de cuya falsedad no se seguiría el sinsentido del «nombre». Cfr. Bertrand Russell (1912), The Problems of Philosophy (Oxford / Nueva York: Oxford University Press, 1988), cap. 5 «Knowledge by Acquaintance and Knowledge by Descrip-tion», pp. 25-32.

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arregla para tener pensamientos acerca de dicha persona? Usualmente, empleamos como instrumentos de referencia conceptos a nuestro alcance, conceptos con los que identifi-camos cosas de nuestro entorno inmediato. De este modo, el concepto (C1) del hombre cuya voz transmite este teléfono de-pende referencialmente del concepto (C2) de este teléfono. Somos capaces de referirnos por medio de C1 a la entidad C1(e), en caso de que esta exista, a la que se aplica dicho con-cepto porque somos capaces de referirnos por medio de C2 a la entidad C2(e), en caso de que esta exista, a la que se aplica dicho concepto. Esta dependencia referencial es asimétrica.

Una vez más podemos hablar de una cadena, que en este caso es una cadena referencial. Algunos de los eslabones de la cadena que vincula a S con la referencia a su interlocutor C se encuentran más directa o inmediatamente conectados con S que otros. El más distante de S es la referencia a C. En una posición intermedia se encuentra la referencia de S a su teléfono.

Al decir que los sensa son «aprehendidos directamente», lo que los defensores de esta posición quizás pretendan afir-mar es que la referencia a nuestros datos inmediatos de los sentidos no se basa en ninguna otra referencia: que ninguna referencia a otras entidades es necesaria para que nos refira-mos a los sensa. De este modo, el eslabón más directo e inme-diato de la cadena referencial que vincula a S con la referencia a su interlocutor C es la referencia a sus sensaciones (sensa) auditivas. (Por otro lado, no hay razón por la que los defenso-res de esta teoría no puedan conceder sin reparo alguno que la referencia a uno mismo y al momento en el que dicha refe-rencia se lleva a cabo es tan directa como la referencia a las sensaciones de las que uno tiene experiencia en el momento de la referencia).3

3 [Nota del traductor]: Sosa se distancia aquí de la tradición, ini-ciada por Lichtenberg y proseguida por Russell, de acuerdo a la cual el argumento del cogito contiene elementos que carecen de certeza, en con-creto, la referencia al yo que piensa, duda, comprende… De acuerdo con estos autores de filiación empirista, el yo pienso debería reemplazarse

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3. Los sensa: los dos momentos de su presentación y la exposición del problema básico

Contamos con cuatro formas diferentes de interpretar la tesis de que nuestra experiencia (o aprehensión) de los datos inmediatos de los sentidos es directa. Dicha inmediatez pue-de ser causal, en el orden de la justificación, inferencial o refe-rencial.

Una vez hacemos abstracción de los detalles, dos hechos sobresalen en el proceso de presentar los sensa recurriendo a alguna forma de inmediatez. En primer lugar, dicha presenta-ción puede dividirse en dos momentos o etapas: el momento en el que se presenta la experiencia (o el hecho de que este-mos teniendo experiencia de algo), y el momento en el que ésta es analizada diádica o poliádicamente. En segundo lugar, el hecho de que ninguno de los cuatro tipos de inmediatez de los que hemos hablado (causal, en el orden de la justificación, inferencial, o referencial), puede ayudarnos a tender un puen-te entre ambos momentos, de que nos clausura en el primero.

El problema fundamental de la teoría de los datos inme-diatos de los sentidos es que es incapaz de justificar el paso del primer al segundo momento, de reconstruir a partir de las sensaciones el resto de nuestras creencias. Antes de abordar este problema, prestemos atención a algunas cuestiones pre-liminares, de discusión frecuente, sobre los sensa y la expe-riencia sensorial.

4. Cuatro formas de ser conscientes

¿Pueden las sensaciones (los sensa) existir de forma inde-pendiente, existir sin que las perciba sujeto alguno? ¿Puede

por un se piensa, que haga referencia únicamente a la actividad mental, y no a su sujeto. Sin embargo, la autopresentación del yo parece un dato incuestionable (con independencia de qué o quién sea ese yo), que no admite re-interpretación deflacionaria, y que debería entenderse en tér-minos de conocimiento no-proposicional y no-representativo; tal como, por ejemplo, ha argumentado Galen Strawson.

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un sujeto tener experiencia sensorial sin ser consciente de ello? La historia de estas dos preguntas es larga, tan larga como la historia del velo de confusión y de oscuridad que las ha envuelto.

Para aclararlas, podría resultarnos útil distinguir cuatro significados del término general consciencia. «Ser conscien-te» podría significar: (a) percatarse (en el presente) de algo: notarlo, (b) disponer de una creencia disposicional acerca de algo, (c) tener la experiencia de algo (aunque no lo reconozca-mos o identifiquemos), y (d) percibir que (o «tener experiencia de que») tenemos una experiencia (del tipo que fuere).

(a) No hay duda de que tras mirar sin prisa en el interior de un cajón en el que una llave se encuentra a plena vista, en cierto sentido he visto esa llave. Pero una cosa es que la haya visto, y otra muy distinta que la haya notado: de lo primero no se sigue lo segundo. De modo análogo, puedo estar viendo a alguien que camina con una visible cojera, y no notarla.

(b) Puede que uno no se esté percatando vívidamente de algo cuya verdad o realidad acepta implícita o disposicional-mente. Absorto en la lectura de un libro, podría no percatarme del ruido que hace el calentador hasta que el frío me lo hace presente. Pero ¿es mi creencia el resultado de mi asentimiento consciente (de que note el ruido del calentador), o, lo que hace dicho asentimiento es poner de manifiesto una creencia que precede a la consciencia explícita de la proposición que afir-mo? Ninguna de las dos opciones resulta evidente.

(c) Podemos estar mirando fijamente una sopa de letras, y no ser capaces de discernir la palabra PALABRA, dispuesta en una posición diferente a la habitual. No es que la configu-ración de esas letras nos resulte literalmente invisible, pues posteriormente podríamos darnos cuenta de la solución sin ayuda. Esto último parece indicar que, de algún modo, la con-figuración «nos ha entrado en la cabeza». La respuesta más simple a este caso consiste en indicar que la configuración de letras estaba presente dentro de nuestro campo visual, pero sin que nos percatásemos de ella, de un modo tal que solo más tarde, y de forma retrospectiva, la notamos. Esto es con-

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firmado por el hecho de que si alguien nos señalase la palabra, reconoceríamos que, aunque ha escapado a nuestra atención, ha estado ahí durante todo este tiempo. Además, es indiscuti-ble que una configuración puede estar presente sin que la no-temos (sin que la veamos como la configuración específica que es). Pensemos, por poner el caso, en un decágono regular en el centro mismo del campo visual de alguien que ni siquie-ra se molesta en contar sus lados. (Obviamente, podría ocu-rrir que alguien, aunque no reconozca que las letras en cues-tión conforman la palabra PALABRA escrita de abajo hacia arriba, reconozca —o crea reconocer— en ellas algún tipo de configuración o diseño extraños. Notamos algo a partir de sus propiedades: lo que significa que, incluso aunque un ítem pertenezca a dos o más clases de cosas, podríamos identifi-carlo como una cosa de cierto tipo sin que nos percatásemos de que también es una cosa de otro tipo. Lo interesante aquí es que un elemento dentro del campo visual puede disponer de una propiedad plenamente presente en el mismo, y que, pese a ello, no lo percibamos como algo con esa propiedad. Pense-mos, simplemente, en lo que ocurre en el caso del decágono, o de la figura vertical de un pájaro que, en un puzle visual, y pese a estar a plena vista, somos incapaces de reconocer).

(d) Finalmente, también podríamos usar el término cons-ciencia de tal manera que cuando quiera que alguien sea el sujeto que está pensando, deseando o sintiendo algo —el su-jeto de cualquier tipo de actividad psicológica o experien-cia—, del mero hecho de que perciba o piense ese hecho: que piensa, que desea, que siente, etcétera, se siga que es «cons-ciente» de él. (Esto podría derivarse de que, del mismo modo que saltamos saltos y sonreímos sonrisas, también percibi-mos o «tenemos experiencia» de nuestras experiencias. Y, dado que resulta razonable pensar que nuestras experiencias son formas de consciencia, de ahí se sigue que siempre que tenemos experiencia de algo «percibimos» esa experiencia, o, lo que es igual, «somos conscientes» de ella).

Gracias a esta cuádruple distinción, que nos proporciona un mapa de los diferentes modos en que somos conscientes

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de algo, podemos afrontar el problema de si es o no es posible que el acceso del sujeto a su experiencia sensorial no sea di-recto e indudable, de si podemos no ser conscientes de nues-tra experiencia sensorial real.

5. ¿Es nuestro acceso a la experiencia siempre directo e indudable?

Es evidente que, en el sentido (d) de consciencia, es impo-sible que no seamos conscientes de nuestras experiencias: pues de que percibamos una experiencia se sigue tautológica-mente que la percibimos, y esa es la única condición que (d) impone para que seamos conscientes de ella.

En lo que respecta al sentido (c), si, para que «seamos conscientes» de una configuración presente en nuestra expe-riencia, lo único que se necesita es dicha presencia —la co-nozcamos o la ignoremos, se encuentre explícita o implícita, se trate de una configuración con propiedades disposiciona-les u ocurrentes—, resulta de nuevo claro que es imposible que no «seamos conscientes» de ninguna de las configuracio-nes actualmente presentes en nuestra experiencia.

Sin embargo, nada de lo anterior nos permite suponer que, cuando nos referimos a la «consciencia» en el sentido (b), y, a fortiori, en el sentido (a) del término, no pueda haber muchos aspectos de nuestra experiencia que escapen a nuestra «cons-ciencia». Es más, todos los ejemplos y reflexiones que hemos sacado a colación en relación con estas acepciones del término indican un problema todavía más radical: el problema de por qué no podemos atribuir al sujeto experiencia de configura-ciones que no solo no discierne —bien notándolas o, incluso, accediendo disposicionalmente a ellas—, sino que, por falta de conceptos adecuados, ni siquiera es capaz de discernir.

Además, algunos sensa pueden ser imperceptibles, simila-res a motas de polvo que advertimos solo gracias a un rayo de luz, o a ayudas de esa índole. Pensemos en un pianista en el momento en el que ejecuta un pasaje cuya dificultad es incre-mentada por la velocidad con la que debe tocarse. Antes de

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atacarlo, se detiene para centrar su atención en la sensación táctil característica de presionar simultáneamente varias te-clas con cierta combinación de dedos. Sin embargo, dicha sensación le pasa desapercibida en el momento de la ejecu-ción. Podría pensarse que, pese a todo, dicha sensación es perceptible en el contexto de la ejecución: al fin y al cabo, si el pianista aminorase la velocidad de su actuación sería capaz de notarla. El problema es que el hecho de que a la luz podamos observar las motas de polvo no las hace perceptibles en la os-curidad. De este modo, el hecho de que, tocando más despa-cio, el intérprete pudiese apreciar cierto acorde, no hace que pueda percibirlo en el contexto de una ejecución rápida.

6. Los eventos y la naturaleza de la experiencia

A menudo, el concepto de evento se emplea de tal forma que también incluye estados o procesos. Tal como veremos, resulta conveniente acomodarse a este uso. Concibamos tales eventos como entidades ontológicas dependientes, que se de-rivan de propiedades, relaciones, o particulares más básicos. Concibámoslos, por tanto, como sobreviniendo a o idénticos a una secuencia ordenada (n + 1)-tupla constituida por una propiedad o relación n-aria y una lista de particulares de lon-gitud n. De este modo, podemos pensar en un evento como un predicado n-ádico al que se asigna un tupla de n elementos de dominio: el grado n del evento dependerá del número de elementos de dominio. Así, el hecho (evento) de que una bola de nieve concreta sea redonda es, presumiblemente, moná-dico (una vez hacemos abstracción del tiempo); el hecho (evento) de que, en lo que respecta a dos bolas de nieve, una sea más grande que la otra, es diádico, etcétera.

A menudo, solo recurriendo al contexto podemos saber cuál es el grado n de un evento. En este sentido, se supone que cuando una animadora lanza una patada al aire su acción es monádica, mientras que, al batear su chalana, la acción del barquero es diádica (independientemente de que al batear se exceda o se quede corto).

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Pero, una vez concebimos las experiencias sensoriales particulares experimentadas por sujetos concretos en mo-mentos específicos como eventos (en un sentido amplio del término), la pregunta es obvia: ¿Cuál es el grado de esos even-tos?, ¿varía su grado caso a caso, o poseen todas ellas (las ex-periencias) el mismo grado fundamental? Aquí, la línea divi-soria básica ha creado dos grandes posiciones antagónicas: (a) la de quienes piensan que la experiencia es monádica, y que se adecua al modelo ejemplificado por la patada al aire de la ani-madora (o, mejor dicho, al modelo que ilustra la respuesta automática que provoca el martillo de reflejos del médico, dado que la mayor parte de nuestra experiencia es involunta-ria), y (b) la de quienes consideran que la experiencia es bien diádica, y que se adecua al modelo de batear una chalana, o poliádica, como ocurre en el caso de un malabarista.

En la confrontación reflexiva entre ambas alternativas, diadismo (y poliadismo) no han resultado muy bien parados. Las siguientes cinco preguntas resumen algunos de sus aspec-tos más vulnerables:

(a) De que los sensa sean, tal como parece, ontológica-mente privados, se sigue que, por ejemplo, un dolor de cabeza es, necesariamente, propiedad exclusiva del individuo que lo sufre. Se trata de una peculiaridad de los sensa que, por lo general, las cosas de las que podemos ser propietarios no comparten. ¿Cómo puede el diadismo explicar una caracte-rística tan extraordinaria?

(b) ¿Tienen superficies las sensaciones? ¿O partes de atrás?(c) ¿Se encuentran los sensa plenamente determinados?

¿Hay un número específico de lunares en la sensación de un estampado de lunares? ¿Puede esa sensación ser 3,758 veces más larga que ancha?

(d) ¿Equivalen alguna vez los sensa, por ejemplo, los sensa visuales, a superficies de objetos?

(e) ¿Puede haber discrepancia entre lo que los sensa real-mente son y cómo aparecen? ¿O su función principal consis-te, precisamente, en clausurar de una vez por todas la dico-tomía apariencia-realidad?

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7. Problemas del monadismo

Años de escrutinio pormenorizado llevaron, finalmente, a un abandono general de la teoría de los sensa. Esta fue reem-plazada por las teorías adverbialistas, una variedad específica de análisis monádico de la experiencia. Sin embargo, esta lí-nea de aproximación no se encuentra en mejor posición que su predecesora. En concreto, es incapaz de solucionar un pro-blema que ha demostrado ser el talón de Aquiles de cualquier versión de análisis monádico: ¿Qué posición ocupan en la experiencia las propiedades que de algún modo parecen estar presentes en ella? Por poner un ejemplo: ¿Qué posición ocu-pan en la experiencia visual las propiedades de color presen-tes en ella? Cuando sufrimos una alucinación, y en ella apare-ce una bola de nieve, su blancura y circularidad forman parte de y son relevantes para nuestra experiencia. Pero ¿en qué sentido? Evidentemente, los hechos de que sintamos o de que tengamos la imagen de algo no son, en sí mismos, ni redondos ni blancos; del mismo modo que tampoco es blanco o redon-do el sujeto que tiene dichas experiencias. Entonces, ¿de qué forma están presentes dichas propiedades cuando tenemos la alucinación de una bola de nieve? Para los defensores de la teoría de los datos inmediatos de la consciencia, resultaba muy sencillo responder a esto. Es nuestra imagen sensorial (sensum) la que es blanca y redonda: de hecho, en su sentido más fundamental y literal, es de la imagen de la que se predi-can dichas propiedades. Con la desaparición de los sensa, las propiedades sensoriales quedan privadas de portador alguno en nuestra experiencia. Y, sin embargo, ningún análisis de la experiencia será plenamente aceptable a no ser que ubique dichas propiedades. ¿Cómo y dónde las ubica el monadismo?

Comparemos qué hace que algo sea el mapa de una isla en el que se representan colinas, arroyos y árboles, o la fotograf ía de esa isla, o la descripción de la misma, con qué hace que algo sea un sueño, o una alucinación, o una experiencia visual de dicha isla. La descripción de la isla no consiste en colinas, arroyos y árboles, sino en ciertos sonidos, o en ciertas figuras

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sobre el papel. Son los signos empleados en ella los que hacen que una descripción concreta sea la descripción de una isla, de forma que al decir que es «de una isla» lo que señalamos es el tipo de descripción que es, y no que los objetos que descri-be existan (hablamos del método de representación, no del objeto representado). En consecuencia, podríamos pensar que al decir que hemos tenido una experiencia visual de un parche triangular y rojo (que lo hemos visto), lo que hacemos es clasificar nuestra experiencia como una clase concreta de experiencia, como una experiencia de la clase experiencia-de-un-parche-triangular-rojo. Y del mismo modo que la descrip-ción (en el contexto de una narración) de una isla con deter-minados rasgos no implica que alguna vez haya existido una isla real con dichas características, puede que la experiencia visual de un parche con ciertos rasgos no implique la existen-cia de parche real alguno con dichas características.

Los más recientes defensores de los sensa han prestado especial atención a otra objeción, a la que es frecuente deno-minar «el problema de las propiedades múltiples». De una forma breve: se trata del problema de cómo analizar la expe-riencia de alguien cuando esta consiste en la experiencia vi-sual de un círculo rojo a la izquierda de un cuadrado azul. El blanco de esta objeción es la forma de monadismo represen-tada por las teorías adverbiales, teorías que sustituyen «S siente una sensación (sensum) roja» por «S siente de forma roja (rojamente)». Sin embargo, esta objeción subestima la versatilidad de la teoría adverbial, que, al no restringir su apli-cación a predicados simples, se encuentra conceptualmente equipada para distinguir adverbialmente la experiencia de un círculo rojo a la izquierda de un cuadrado azul de la experiencia de un círculo azul a la izquierda de un cua-drado rojo: basta con que «traduzca» dichas expresiones mediante el uso de predicados como siente-círculo-rojo-a-la-izquierda-de-un-cuadrado-azul y siente-círculo-azul-a-la-izquierda-de-un-cuadrado-rojo.

Sin embargo, el método de análisis del adverbialismo da pie a un problema especialmente preocupante. Se trata de

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una técnica que, por sus propias características, se presta fá-cilmente a abuso. Lo que quiero decir con ello es que parece alentar un programa que acaba reduciendo todo compromiso ontológico complejo a alguna Realidad, Absoluto o Naturale-za, con mayúsculas. Haciendo caso omiso de cualquier nivel de complejidad que puedan tener nuestras declaraciones, se-ría posible reducirlas a enunciados de la forma «La Realidad hace p-mente». Resultaría tentador, incluso, dar un paso más, e interpretar cualquier declaración de que tal y cual es el caso como una afirmación cuyo sujeto es impersonal, de acuerdo con el modelo ejemplificado por «Llueve». En este supuesto, nos encontraríamos con una técnica de «reducción del sus-tantivo a verbo» análoga a la que ponemos en práctica al reemplazar «La lluvia cae» por «Está lloviendo». La línea que divide uso y abuso en los procesos de adverbialización y de paráfrasis en términos de verbo no resulta nada clara.

8. Experiencia proposicional

En cualquier caso, quienes no sean hostiles al uso de pro-posiciones o de posibles estados de cosas, disponen de una concepción alternativa de la experiencia, de una concepción que señala que esta es un tipo de actitud proposicional con diversas modalidades: visual, auditiva, etcétera. De este modo, S podría tener la experiencia visual de (que hay) algo blanco y redondo ante él, o, de acuerdo con otra posible des-cripción, podría tener una experiencia visual tal como si hubiese algo blanco y redondo ante él.

Para cada modalidad sensorial existe un conjunto de pro-piedades características, exclusivas de esa modalidad; de for-ma que cualquier otra propiedad a la que dicha modalidad tenga acceso será percibida por medio de dichas propiedades características. En consecuencia, podríamos hablar de propo-siciones cuya fenomenología pertenece en exclusiva a una modalidad sensorial concreta (proposiciones fenoménica-mente-M), es decir, de proposiciones cuyos únicos elementos constituyentes son propiedades o relaciones características

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de M. Por ejemplo: las propiedades fenoménicamente-visua-les son aquellas que especifican los colores y las formas de las superficies de las cosas que tenemos ante nosotros en el mo-mento presente, al igual que las relaciones visibles que hay entre ellas.

Una de las ventajas de esta concepción es que proporciona respuestas a los dos problemas que, en el apartado anterior, planteábamos respecto al monadismo. El primero: una vez descartamos la ontología de los sensa nos vemos privados de portadores de las propiedades que, de algún modo, se en-cuentran presentes en la experiencia visual, propiedades tales como el color y la figura; dadas dichas circunstancias, ¿en qué lugar podríamos ubicarlas? De acuerdo con la concepción proposicional de la experiencia, dichas propiedades son ele-mentos constituyentes de las proposiciones fenoménicas de las que tenemos experiencia visual, como cuando tenemos la experiencia visual de (que hay) algo blanco y redondo ante nosotros.

El segundo problema se refería a las «propiedades múlti-ples». Lo que pedíamos era una explicación plausible de la diferencia entre el círculo rojo a la izquierda del cuadrado azul y el círculo azul a la izquierda del cuadrado rojo. Desde nuestra posición actual podemos decir que, dado que la pro-posición de que ante uno hay un círculo rojo a la izquierda de un cuadrado azul difiere de la proposición de que ante uno hay un círculo azul a la izquierda de un cuadrado rojo, es po-sible distinguir la experiencia visual de la primera proposi-ción de la experiencia visual de la segunda.

Hay, sin embargo, una posible dificultad. De que la expe-riencia sensorial sea proposicional parece seguirse que perte-nece a la misma clase de la que forman parte la creencia, la esperanza, el temor, el deseo y el resto de las actitudes propo-sicionales. El problema es que dichas actitudes proposiciona-les requieren una enorme sofisticación conceptual. No pode-mos creer o desear tal o cual cosa a menos que comprendamos la proposición en cuestión, a no ser que dispongamos de algu-na noción de cuáles son las condiciones de verdad de dicho

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estado de cosas. Sin embargo, la mera experiencia sensorial no parece depender de conceptos: sería absurdo decir que solo podemos sentir si disponemos de un dominio lingüístico complejo.

Concedámosle a nuestro crítico el derecho a abandonar la expresión «actitud proposicional». Aceptemos su señaliza-ción, y privemos a la experiencia sensorial de ese título. Basta para nuestros propósitos con que adoptemos una expresión más adecuada, la de «relación proposicional». Todas las acti-tudes proposicionales son relaciones proposicionales, pero no a la inversa. Así, una explosión puede ser la causa de que alguien muera. Superficialmente al menos, dicha situación podría entenderse como una relación entre un evento, la ex-plosión, y una proposición, que alguien muera. En dicho su-puesto, la relación causal en cuestión sería una relación pro-posicional. Pero no sería una actitud proposicional, pues la explosión es la causa de la muerte de alguien sin tener que entender lo que causa.

De este modo, contamos con las herramientas adecuadas para señalar que las alucinaciones y las ilusiones, aunque nin-guna de ellas parece implicar de forma directa creencia algu-na, incluyen relaciones proposicionales. Pensemos en la ilu-sión del remo torcido en el agua. Se trata de una ilusión que experimentamos aunque creamos explícita y firmemente que el remo es recto. Sin embargo, uno no puede sufrir una aluci-nación o una ilusión así sin tener la experiencia visual de una proposición fenoménicamente-visual que incluye una forma característicamente alargada formando un ángulo.

¿Cuál es la naturaleza de la relación incluida en el hecho de que uno tenga experiencia sensorial de una proposición fenoménica? ¿Podemos arrojar luz sobre ella? ¿Se trata, por ejemplo, de una relación que sobreviene a propiedades intrín-secas y monádicas de los términos relacionados (relata), de una forma análoga a cómo la relación «ser más redonda que» sobreviene a cada una de las formas monádicas e intrínsecas de dos bolas de nieve, una de las cuales es más redonda que la otra?

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Cuando un sujeto tiene la experiencia visual de que hay algo blanco y redondo ante él, ¿debe la relación proposicional en cuestión sobrevenir a propiedades monádicas e intrínse-cas del sujeto y de la proposición fenoménica? Si ese fuese el caso, la teoría adverbial (de tipo monádico) parecería funda-mentalmente correcta. El argumento sería el siguiente. Con toda seguridad, la propiedad intrínseca y monádica de la pro-posición fenoménica sería una propiedad necesaria de la misma (una propiedad característica de la modalidad senso-rial M a la que pertenece la proposición fenoménica en cues-tión); de forma que, en último término, el que S tenga una experiencia tal como si ante él hubiese algo blanco y redondo se derivará necesariamente del hecho de que él (el su-jeto) tenga alguna propiedad intrínseca y monádica: sea esta la propiedad que sea, el hecho de que el sujeto la tenga es la base por su parte de su relación sobreviniente de experiencia visual con la proposición fenoménica involucrada en dicha relación.

Sin embargo, si insistiésemos en lo anterior: en que la re-lación proposicional en la que consiste la experiencia senso-rial ha de sobrevenir del modo sugerido a las propiedades monádicas e intrínsecas de los sujetos, pareceríamos racio-nalmente obligados a defender una posición análoga en lo que respecta a las relaciones proposicionales en general, incluyen-do las actitudes proposicionales. Para evitar esto, uno tendría, como mínimo, que demostrar que la experiencia visual posee una marca distintiva, algún rasgo característico que explique por qué, a diferencia de otras relaciones proposicionales del tipo de las actitudes proposicionales, se trata de una relación necesariamente sobreviniente.

Sea cual fuere la respuesta final a esta cuestión, sea la ex-periencia visual fundamental o sobreviniente, la concepción proposicional de la experiencia sensorial siempre resultará, en ambos casos, y a un nivel u otro de análisis, esclarecedora. Pongámosla a prueba ahora, intentando comprender qué ha llevado a tantos filósofos a tener fe en entidades tan extraor-dinarias como los sensa.

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9. Los sensa y la experiencia proposicional

Para aquellos que no se encuentren ya comprometidos en detalle con una teoría particular de los sensa, el modo más sencillo y claro de concebirlos es representándoselos como imágenes. Tal vez, pensar en ellos como imágenes no sea una forma fiel de dar cuenta de todas las teorías que se han desa-rrollado sobre los datos inmediatos de los sentidos, pero, al menos, tiene dos ventajas: nos proporciona una aproxima-ción bastante correcta a buena parte de ellas, y se trata de una excelente base de comparación. A su vez, para comprender las imágenes sensoriales mismas resulta esclarecedor compa-rarlas con los personajes de ficción y, en general, con todas aquellas criaturas producto de la imaginación. Ya la misma versatilidad del verbo imaginar y de todos los vocablos que se relacionan con él sugiere afinidades entre las imágenes visua-les de una ensoñación y las imágenes de la poesía imaginativa y de la literatura. Una novela puede proporcionar una imagen detallada de un lugar puramente imaginario, y dicho lugar pa-rece no diferir ontológicamente de los personajes imaginarios que lo habitan. También deberíamos incluir en esta esfera on-tológica a las personas y lugares de las artes plásticas, a los dioses y héroes mitológicos, e, incluso, a los personajes que aparecen en el teatro de nuestros sueños. En cualquier caso, eso es lo que sugiero al argumentar que todos ellos se adecuan al mismo modelo básico de existencia sobreviniente. Cierto, incluso cosas tan ordinarias como una bola de nieve se ade-cuan a dicho modelo: al fin y al cabo, aunque las imágenes posean ciertas peculiaridades que no comparten con las bolas de nieve (por ejemplo, su carácter indeterminado y su priva-cidad ontológica), no por ello dejan las últimas de ser menos supervinientes; es más, la fuente o base de las imágenes (aquello a partir de lo cual sobrevienen) se encuentra tan poco afectada por esas peculiaridades como la base o fuente de las bolas de nieve.

He aquí una breve descripción de la idea principal del ar-gumento que desarrollaré: del mismo modo que lo que cons-

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tituye una bola de nieve es la forma redonda de cierta canti-dad de nieve (forma que no es idéntica a la cantidad de nieve, pues ciertos cambios en la última destruirían a la primera), lo que constituye a una criatura de la imaginación (se trate de un personaje, lugar, o cualquier otra cosa, de un poema, novela, pintura, escultura, o cualquier otro modo de construcción imaginativa) es el hecho de que un artista represente de cierta manera una proposición de cierto tipo (o un posible estado de cosas, o un conjunto de proposiciones o posibles estados de cosas). He escrito «un artista» conscientemente, pues asu-mo que Hamlet pudo haber sido creado por Bacon, por mu-cho que, de hecho, su creador haya sido una persona distinta: Shakespeare, y que el David pudo haber sido esculpido por Leonardo, etcétera, e incluso que, si hubiese ocurrido que mil autores hubiesen escrito una obra de teatro, Hamlet, idéntica hasta el más mínimo detalle, lo que habría resultado de su autoría, independiente pero coincidente, hubiese sido un úni-co personaje, Hamlet. Lo que constituye a Hamlet no es el hecho de que Shakespeare sea el autor de la obra, sino el que haya o el que haya habido alguien (tal vez, muchos individuos) que haya sido el autor de la obra. (De hecho, ni siquiera esto es necesario: la única condición imprescindible es que alguien haya concebido la obra, aunque la haya encontrado escrita por las fuerzas ciegas de la naturaleza sobre una roca. Pero, por la misma regla de tres, ¿por qué no decir que no es necesa-rio que alguien la haya leído, o la vaya a leer alguna vez; que basta con que la obra esté escrita en la roca y con que su graf ía se corresponda con la de una lengua existente? ¿Y qué pasa si se trata de una lengua muerta? ¿O de una lengua posible, que de hecho nadie ha adoptado todavía? ¡Basta! Aquí, por no decir mucho antes, tenemos que trazar una línea, con el fin de evitar que los personajes de ficción existan por toda la eterni-dad, y que la creación resulte imposible. Reconozco que po-dríamos pensar en un autor como en alguien que se limita a atraer nuestra atención sobre sus personajes, y que lo hace presentando una secuencia de proposiciones que configuran su historia, y que precede a y existe independientemente de

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que alguien la conciba.4 Podríamos, pero presupongo que no es eso lo que hacemos. Tampoco veo razón alguna para que lo hagamos).

Una narración o historia (corta o larga: su longitud no es relevante) es una proposición compleja con un número n de oraciones. Siempre que se introduce un nuevo personaje (o un nuevo lugar, etc.) nos encontramos con el cuantificador existencial correspondiente, de forma que posteriores «refe-rencias al mismo personaje» son referencias anafóricas al cuantificador que lo introduce. Una narración puede ser transcrita de acuerdo con la forma prenexa habitual: basta, para ello, con que escribamos la cadena de cuantificadores de introducción antes de la matriz. Del abandono de la cadena inicial de n cuantificadores resulta una propiedad n-ádica que, con toda justicia, puede identificarse con la narración misma.

Prosiguiendo esta analogía, podemos decir que, con in-dependencia de su grado de complejidad, una experiencia visual (una vista o perspectiva) es una proposición fenomé-nica-visual de la que forman parte algún número de propie-dades. (Aquí, «experiencia visual» no significa «el hecho de que tengamos una experiencia visual», sino el «posible obje-to de dicha experiencia», de forma que, en este sentido, dos sujetos, aunque sus respectivas experiencias no sean numéri-ca y formalmente idénticas, podrían tener la misma expe-riencia visual: por muy complejo que fuese, el contenido de

4 [Nota del traductor]: El autor alude a una variedad extrema de esencialismo, generalmente asociada a Alexius Meinong. De acuerdo con el filósofo austríaco, aunque los objetos ficticios (junto con los objetos matemáticos, los contrafácticos, y los objetos lógicamente imposibles) no existen (espacio-temporalmente), sí subsisten objetivamente (es decir, con independencia de que alguien los conciba). Dichos objetos serían los truthmakers de las proposiciones que a ellos se refieren, lo que (supuesta-mente) permitiría explicar la verdad de estas. La función de la teoría de las descripciones de Russell es oponerse a esta teoría, y al inflacionismo ontológico implicado en ella. Sin embargo, otras versiones (más o menos mitigadas) de esencialismo han reaparecido en las últimas décadas, en las obras de David K. Lewis y Colin McGinn.

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su experiencia sería idéntico). En cualquier descripción lo suficientemente completa de la experiencia visual, cada imagen visual de dicha experiencia dispondría de su propio cuantificador de introducción. Por tanto, la descripción completa de cualquier experiencia visual podría ser trans-crita de acuerdo con la forma prenexa habitual, poniendo la cadena de cuantificadores de introducción antes de la matriz. Del abandono de la cadena inicial de n cuantifica-dores resulta una propiedad n-ádica que, con toda justicia, puede identificarse con la experiencia o vista o perspectiva mismas.

10. La opción proposicional y el adverbialismo

Pero si, tal como acabamos de señalar, las experiencias vi-suales (los posibles objetos de una experiencia visual) son proposiciones fenoménicamente-visuales con cierto grado de complejidad (o de ausencia de ella), ¿no volvemos al adverbia-lismo? Después de todo, que el sufijo -mente se encuentre o no presente en el análisis no parece marcar una diferencia sig-nificativa.

Sea cual fuere el grado de significatividad del sufijo -mente, la diferencia consiste en esto. Para el adverbialista, tener una experiencia visual es disponer de cierta propiedad, más o menos articulada, que, incluso cuando su articulación es enormemente compleja, retiene su carácter monádico. Para el intencionalista (tal como lo denominaremos a partir de ahora), tener una experiencia visual es guardar una rela-ción especial (experimentar, tener experiencia de) con una proposición fenoménica-visual más o menos compleja. ¿Quién de los dos tiene razón? Tal como se sugirió antes, se trata de la cuestión de si la relación de tener experiencia de algo puede ser tan fundamental como parecen serlo, de acuer-do con el sentido común, las relaciones espacio-temporales, o de si, por el contrario, dicha relación debe sobrevenir inevita-blemente a las propiedades puramente monádicas de los rela-ta, tal como nuestro sentido común nos dice que la relación

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«ser-más-redondo-que» sobreviene necesariamente a las formas intrínsecas y monádicas de ambos relata.

En cualquier caso, aquellos adverbialistas que ya acepten objetos intencionales tales como las propiedades y las pro-posiciones, disponen de buenas razones para aceptar tam-bién una relación adicional con dichos objetos, además de actitudes familiares como la creencia y el deseo: dicha rela-ción es la experiencia en sus diversas modalidades. ¿Por qué? Porque solo recurriendo a propiedades y proposiciones fenoménico-visuales, y a una experiencia con tales conteni-dos, puede el adverbialista encontrar un lugar en el que ubi-car los colores y las figuras tan manifiestamente presentes en nuestra experiencia visual, siendo esa, como ya hemos visto, una condición que cualquier teoría de la experiencia ha de cumplir necesariamente. En una situación así, el ad-verbialista diría que figuras y colores son elementos consti-tuyentes de las proposiciones fenoménico-visuales cuya ex-periencia constituye la experiencia visual. En resumen: tener experiencia visual es tener experiencia de formas, colores, y de cualquier otra cosa que podamos experimentar visual-mente. Es tener experiencia de proposiciones fenoménico-visuales de las que forman parte las propiedades de color y forma. Obviamente, tener experiencia de esas propiedades no es ejemplificarlas, aunque es posible que, simultánea-mente ejemplificamos y tengamos experiencia de la misma propiedad fenoménico-visual.

Si, tras todo lo anterior, nuestro crítico no estuviese sa-tisfecho, lo único que podríamos hacer sería señalarle que, cuestionando nuestra teoría, extiende el problema más allá del área de la experiencia. En dichas circunstancias, el mis-mo problema se reproduciría, además de en esa área, en la del pensamiento. A fin de cuentas, las propiedades de color y forma también se encuentran presentes en el pensamiento, como elementos que forman parte de objetos intencionales que cumplen el papel de objetos psicológicos. De forma que, si la teoría que proponemos respecto al lugar en el que se ubican los colores en la experiencia: que las propiedades de

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color son elementos constituyentes de los objetos de la ex-periencia, fuese problemática; se desarrollaría un problema análogo respecto a la ubicación de los colores (o de cual-quier otra propiedad) en el pensamiento.

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CA PÍT U LO SI ETE

Conocimiento: a partir de instrumentos y por testimonio

¿De qué modo obtenemos conocimiento a partir de nuestros instrumentos o de nuestros interlocutores? Este capítulo ofrece una explicación de ambos hechos acorde con la episte-mología basada en actuaciones expuesta en capítulos previos.

Los procesos de descubrimiento y de transmisión de la in-formación relevante son, con toda probabilidad, los factores más destacados en la explicación de que algo que creemos por autoridad sea correcto. El mérito epistémico de quien se limi-te a dar por sentada la autoridad de la fuente de su creencia será, en comparación, pequeño.

De lo anterior se sigue que, para ser conocimiento, una creencia procedente de testimonio ha de ser acertada, y que, por tanto, ha de mostrar competencia; pero también que no es necesario que la explicación más destacada de su correc-ción deba incluir la competencia individual que el sujeto muestra al tener esa creencia.1 Los factores explicativamente prominentes se ubican en otra parte; lo que principalmente da cuenta de la corrección de la creencia de S son los logros cognitivos de otros.

1 Recordemos que lo que hace que una creencia sea apta es que su corrección manifiesta la competencia cognitiva relevante del sujeto. Lo anterior parece compatible con la existencia de una explicación más des-tacada que otras de su corrección. El que un vaso de vino se haga pedazos muestra su fragilidad, aunque lo que mejor explique ese hecho sea el des-cuido de un borracho.

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La señalización anterior, perspicaz y reveladora, ha de ser adecuadamente valorada y asimilada.2 El conocimiento por testimonio es un logro colaborativo en el que intervie-nen diversas fuentes de información a lo largo del tiempo. Consideremos por un momento todo lo que exige: la reu-nión, retención, transmisión y recepción de información, todo ello acompañado de la aplicación paso a paso de los controles apropiados. Fijémonos en todos los ejemplos de aptitud, competencia o virtud intelectual necesarios para que pueda proporcionarse una explicación completa de cómo la creencia última que resulta de este proceso equivale a conocimiento, debe su verdad a su competencia. Se trata de un proceso del que podrían formar parte una enorme cantidad de personas, casi todas actuando de forma indivi-dual y sin conocimiento de los otros miembros de la cadena. Pensemos en todos los documentos que el historiador con-sulta, en todos aquellos que han sido responsables de su pro-ducción, o de su preservación y transmisión fiel, etcétera; en todas las personas que intervienen en la producción de un texto, y que colaboran para que se publique un libro; en to-das las copias de ese libro que bibliotecarios o particulares conservan sin alteraciones significativas; y en el resultado de todo ello: que, finalmente, leamos el texto y adquiramos cierta información sobre algo espacialmente distante y tem-poralmente remoto.

En consecuencia, una enorme parte del conocimiento que poseen los miembros de una civilización lo suficiente-mente avanzada como para hacer un uso tan amplio como el nuestro del testimonio, procede de fuentes externas al suje-to. Nuestro conocimiento depende profunda y ampliamente de factores que van más allá del ámbito de nuestra perspec-tiva reflexiva. No obstante, este no es un rasgo exclusivo del conocimiento por testimonio: algo que, basta con que lo

2 Se trata de una apreciación hecha por Jennifer Lackey en su rese-ña de Michael DePaul y Linda Zagzebski (eds.), Intellectual Virtue: Pers-pectives from Ethics and Epistemology, en Notre Dame Philosophical Re-views (agosto 2004).

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comparemos con una clase de conocimiento «a partir de instrumentos» íntimamente relacionada con él, para que re-sulte evidente.

La información proposicional que un instrumento pro-porciona es epistémicamente fiable únicamente si dicha propo-sición pertenece a un área de especialización, y si la constitu-ción y situación del instrumento son tales que no resulte fácil que este proporcione información falsa en lo que se refiere a dicho dominio.

Los datos proporcionados por un instrumento son res-puestas a preguntas. Al presionar ciertas teclas, lo que hace-mos es plantearle a la calculadora preguntas de la forma ‘¿Cuál es la suma de x e y?’. Al colocar un termómetro en de-terminado lugar y en determinado momento, lo que podemos estar haciendo es plantearle una cuestión de la forma ‘¿Cuál es la temperatura de tal lugar y en tal momento?’. Los datos proporcionados por el instrumento son sus respuestas al tipo de preguntas que podríamos plantearle. Un instrumento será fiable en la medida en que tienda a responderlas correcta-mente.

La fiabilidad de un instrumento varía de acuerdo con su situación. Lo que lo hace fiable en una situación dada es que se encuentre ubicado de tal modo que no sea fácil que respon-da incorrectamente a las preguntas relevantes.

Es el termómetro, y no solo la pantalla en la que se des-pliegan los datos, el que es un instrumento fiable. ¿Qué rasgo marca esta diferencia? Cierto: para que la pantalla cumpla su función ha de estar adosada al termómetro. Pero, del mismo modo, el termómetro no cumpliría su función si su situación no fuese la adecuada: por ejemplo, si estuviese aislado del am-biente cuya temperatura ha de medir, o si la temperatura del espacio en cuestión divergiese demasiado de la que el termó-metro puede medir. Para que el termómetro pueda medir de forma fiable la temperatura ambiente, su situación ha de ser la apropiada. Pero eso depende de aspectos contingentes, aspectos que podrían no haberse satisfecho, o que, tal vez, pudiesen no haberse satisfecho con demasiada facilidad.

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Sin embargo, y con independencia de que se encuentre f ísicamente unificado o f ísicamente disperso, el factor ope-rante (en un sentido real) es el sistema instrumental al com-pleto. Por poner el caso: el sistema de navegación de un auto-móvil no se reduce a ser algo así como la pantalla de un sistema operativo externo, el GPS asistido. A diferencia de lo que sucede con la pantalla del termómetro, en la que la fun-ción de medir la temperatura del aparato no tiene una ubica-ción destacada, el sistema de navegación es más que el dispo-sitivo en el que se despliegan los resultados de un sistema operativo: es parte operante de las funciones relevantes. Pese a ello, no debemos olvidar que el dispositivo ubicado en el automóvil no es análogo a un termómetro completo, que es parte de un sistema instrumental más amplio.

Al poner nuestra confianza en la lectura de instrumentos de la que cada vez dependemos más, tal como la que se des-pliega en sus pantallas, presuponemos tanto un área especia-lizada de proposiciones como una situación; de forma que damos por supuesto que el aparato en cuestión se encuentra situado de tal manera que, en lo que concierne a dicha área, es fiable: «ser fiable» significa que no es fácil que proporcione información proposicional respecto a dicho dominio a no ser que esta sea verdadera.

No es preciso que el hombre de la calle comprenda en profundidad el funcionamiento de los aparatos de los que de-pende.3 Por lo general, ponemos nuestra confianza en los dis-positivos de GPS, los teléfonos móviles, los relojes con pila atómica, y los terminales informáticos, por muy poco (o nada) que sepamos sobre cómo dependen de las relaciones que guardan con otros aparatos en los que las funciones relevan-tes se ubican de forma más destacada. Empleemos el término cuasi instrumentos para referirnos a aquellos dispositivos a los que tenemos un acceso más directo dentro de un sistema instrumental complejo.

3 Ni que lo haga la mujer. Conf ío en que baste el contexto para dejar claro cuándo los términos empleados son genéricamente neutros.

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Pensemos en todos los indicadores que aparecen en el ta-blero de un coche de último modelo. Lo único que la mayor parte de nosotros sabemos de ellos es que nos informan de la cantidad de gasolina que hay en el depósito, de la velocidad, de las revoluciones del motor, etc. Damos por sentado que todo este despliegue de señales forma parte de un instrumento más amplio que transmite de forma fiable determinada informa-ción. Pero ¿cuántos de nosotros sabemos cuál es la conexión de las señales que aparecen en el tablero con aquello a lo que se refieren?, ¿cuántos comprendemos cómo se encuentran co-nectadas a lo que indican? Lo que sabemos raramente se ex-tiende más allá de lo que aparece en un indicador o pantalla.

De este modo, al depender epistémicamente de un cuasi instrumento, incluso si se trata del caso límite de una panta-lla, presuponemos su fiabilidad. En dicha confianza ponemos de manifiesto que asumimos su fiabilidad. Pese a que lo único que sepamos de ellos es que aparecen en una pantalla, damos por sentado que la conexión entre los datos a los que tene-mos acceso y su verdad no es accidental. Tal vez lo que hagamos sea considerarlos datos seguros, de manera que pensemos que no es probable que la información que aparece en la pan-talla sea falsa. O, tal vez, lo que damos por supuesto es su ap-titud, es decir, que se trata de datos cuya verdad manifiesta una competencia ubicada (al menos, parcialmente) en el apa-rato. Podríamos adquirir dicha confianza de muchas mane-ras. Tal vez porque alguien nos haya dicho que son fiables. O, tal vez, mediante generalización inductiva, o, incluso, me-diante un proceso de ensayo y error. Lo que está claro es que, aunque se requiere dicha confianza, esta carecería de valor si fuese completamente arbitraria.

De forma más explícita: ¿Cuál es el contenido de esa nece-saria confianza, con independencia de cómo la adquiramos? Se derive de testimonio o de una generalización inductiva, en lo que confiamos es en que la información proposicional que, dentro de un área de especialización, un instrumento nos proporciona, es verdadera, o, al menos, en que tiende a ser verdadera.

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La fiabilidad de los instrumentos o cuasi instrumentos de los que dependemos es imprescindible para que nuestra con-fianza sea epistémicamente efectiva. Podríamos suponer que el conocimiento a partir de instrumentos es reducible a co-nocimiento no-instrumental, incluyendo en este último al conocimiento por testimonio. Pero esto es dudoso. A fin de cuentas, nuestro acceso a la mente de otros se encuentra me-diado por varios instrumentos, y, al menos implícitamente, hemos de confiar en tales medios para tener acceso a todos los testimonios que nos rodean. De este modo, existe un tipo de conocimiento a partir de instrumentos previo a y esen-cialmente incluido en el conocimiento por testimonio.

Muchos de nuestros instrumentos epistémicos son fiables porque reaccionan a su ambiente. Esto es lo que ocurre en el caso de los termómetros, velocímetros, marcadores de com-bustible, y otros tantos instrumentos que proporcionan infor-mación segura en la medida en que responden al ambiente. Así, un termómetro es fiable porque los datos que proporcio-na son seguros, porque son datos cuya falsedad es improba-ble. Dicha seguridad se basa en el hecho de que el termómetro es sensible a la temperatura ambiente, en que se encuentra constituido de tal forma y relacionado de tal manera con su entorno que la temperatura ambiente es la causa de los datos que muestra. No es extraño que, dada esa receptividad, los datos proporcionados por el termómetro sean sistemática-mente aptos e, incluso, seguros. No sería fácil que proporcio-nase información incorrecta. (Es decir: es fácil que, al consul-tarlo, proporcione información, pero no que proporcione información falsa).

Sin embargo, no todos los instrumentos son fiables por-que su receptividad a un área determinada de fenómenos cir-cundantes garantice la seguridad sistemática de la informa-ción que proporcionan, al menos, si esto requiere información de entrada resultado de un proceso de causalidad eficiente. Pensemos, por ejemplo, en una calculadora, un instrumento tan fiable como cualquier otro. Si introduces una pregunta, la calculadora proporcionará la respuesta correcta con una

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fiabilidad y una seguridad extremadamente altas. Sin em-bargo, la fiabilidad de la calculadora, y la seguridad sistemá-tica de la información que proporciona asociada a ella, no son el resultado de su capacidad para recibir, mediante cau-salidad eficiente, información específica sobre un grupo de fenómenos. Los hechos de la aritmética no son la causa efi-ciente de que, al consultarla, la calculadora muestre en su pantalla la respuesta correcta.

Y, pese a todo, en cierto sentido la calculadora proporcio-na su respuesta porque es la respuesta verdadera. Es más, gra-cias a que predecimos que sus respuestas serán verdaderas podemos predecir con extrema fiabilidad sus respuestas. Pero, ¿en qué sentido responde lo que responde porque se tra-ta de la respuesta verdadera? Si no es la causalidad eficiente, ¿qué clase de causalidad opera en casos como este? Aquí, lo más probable es que recurramos a una explicación en la que el factor más sobresaliente sea el hecho de que la precisión del artefacto es producto de un diseño eficiente e inteligente. El problema es que con esto lo único que hacemos es desplazar la cuestión: ¿Qué hace que el diseñador sea, él mismo, una calculadora tan fiable?, ¿qué explica eso, dada la ausencia de una relación causal eficiente entre los hechos de la aritmética y los contenidos de su mente?

El caso es que no tenemos por qué apelar a la causalidad eficiente para explicar tanto la fiabilidad como la seguridad sistemática de creencias como el cogito, es decir, de creencias tales como la de que pensamos y la de que existimos. Consi-deremos cualquier contenido proposicional cuyas condicio-nes de inteligibilidad o de verdad excluyan que podamos pen-sarlo siendo falso. Ningún contenido de ese tipo obtendrá nuestro asentimiento sin ser verdadero, lo que hace que la competencia que ejercemos en tales actos de asentimiento sea infalible (fiable hasta el extremo de la infalibilidad).

Podríamos, incluso, extender el alcance del tipo de asenti-miento que otorgamos al cogito más allá del cogito mismo, de forma que incluya el pensamiento introspectivo de orden de-mostrativo (o indéxico). No podemos equivocarnos al asentir

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a <Esto es tal>, cuando las condiciones de referencia para los usos relevantes de «esto» y de «tal» se encuentran esencial-mente constituidas por el episodio al que prestamos atención y por su contenido. En el supuesto de que sea verdad que una expresión del tipo <Esto es tal> es capaz de atribuir con éxito algo a algo, dicha proposición será necesariamente verdadera si la propiedad atribuida con «es tal» ha sido seleccionada de entre las propiedades fenoménicas del ítem indicado por «esto».

De ahí que los contenidos proposicionales propios del co-gito se extiendan mucho más allá de las afirmaciones específi-cas de que pienso y, tal vez, de que existo. Tomemos cualquier contenido proposicional cuya verdad sea accesible introspec-tivamente, y cuyas condiciones de inteligibilidad y de verdad garanticen que su comprensión implica necesariamente su verdad. Cualquier contenido proposicional de este tipo conta-rá ahora como un contenido propio del cogito, en el sentido amplio arriba indicado. En consecuencia, el asentimiento a un contenido propio del cogito (en sentido amplio) manifiesta una competencia epistémica que es altamente fiable en los datos seguros que proporciona. Sin embargo, lo que explica dichas fiabilidad y seguridad no es ninguna clase de receptivi-dad eficiente a su área de especialización.

Exactamente lo mismo ocurre en el caso de la fiabilidad de las calculadoras y de la seguridad sistemática de la informa-ción que nos proporcionan. El caso se repite (de nuevo) cuan-do, en vez de una calculadora mecánica, consideramos nues-tra capacidad (humana) de cálculo: tampoco la podemos explicar apelando a que (supuestamente) nuestra mente sea sensible a los hechos de la aritmética. Estos carecen de efica-cia causal.

Por tanto, una amplia variedad de competencias son fia-bles, y la información que proporcionan sistemáticamente segura, con independencia de cualquier tipo de sensibilidad a la eficacia causal. Y, pese a ello, y de un modo u otro, esa infor-mación es transmitida «porque» es verdadera. ¿Qué suerte de «porque» puede ser este, si no es el de la causalidad eficiente?

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¿Se trata del «porque» característico de la teleología o de la función, del «porque» bien de la calculadora consciente-mente diseñada para proporcionar respuestas verdaderas, o del diseño de un Creador, o de la selección de los más aptos por parte de la Madre Naturaleza? No, pues una competencia epistémicamente eficiente no tiene por qué derivarse de dise-ño alguno, se trate este de un diseño intencional o ciego, divi-no o evolutivo. Casos como el del Hombre del Pantano (Swampman) lo muestran claramente.4 Los rayos que caen sobre un pantano podrían hacer que, de forma fortuita, cier-tas moléculas se agrupasen conformando, en forma y en sus-tancia, un Hombre del Pantano inteligente. Es dudable que una criatura así sea f ísicamente posible; pero de ahí no se si-gue que, a priori, sea metaf ísicamente imposible. En la medi-da en que nuestro objetivo sea el de comprender en qué con-siste disponer de creencias epistémicamente valiosas, es decir, de creencias que o bien se encuentren epistémicamente justi-ficadas, o, incluso, equivalgan a conocimiento; en que nuestra intención sea la de entender qué es lo que conlleva la necesi-dad a priori en lo que se refiere a dichas justificación y cono-cimiento, en dicha medida, digo, el Hombre del Pantano es relevante para nuestra investigación, y eso incluso aunque se trate de una imposibilidad f ísica. Por todo lo que sabemos, los cerebros en la probeta, el anillo de Giges, la Tierra Gemela, o el trasplante de hemisferios cerebrales separados, podrían, todos ellos, ser f ísicamente imposibles, sin que eso disminu-yese en lo más mínimo su relevancia en investigaciones filo-sóficas cuyo objetivo es la comprensión de la naturaleza fun-damental de la moralidad, de la identidad personal, o de la referencia y el contenido mental.5

4 [Nota del traductor]: Para el conocido experimento mental de Davidson, confróntese Donald Davidson (1987), «Knowing One’s Own Mind», en Donald Davidson (2001), Subjective, Intersubjective, Objective (Nueva York / Clarendon: Oxford University Press), pp. 15-38. 5 [Nota del traductor]: Sosa se opone aquí a una de las estrategias empleadas por los defensores de la teleosemántica para enfrentarse al problema que el experimento del Hombre del Pantano supone para este tipo de teorías acerca de la adquisición y función del contenido mental.

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Por otra parte, la posición que hemos adoptado es, en cierto sentido, compatible con el reconocimiento de la rele-vancia que los factores funcionales o teleológicos (sean de ín-dole teológica o evolucionista) poseen en epistemología, por ejemplo, respecto a si realmente sabemos algo y a cómo lo sabemos. Al fin y al cabo, cuanto más sabemos sobre nuestras competencias y sobre cómo generan nuestras creencias, me-jor entendemos sus fuentes. Es más: cuanta más razón tenga-mos en atribuir nuestras creencias a dichos factores (cuanto más justificada esté esa atribución), mejor será la cualidad epistemológica de dichas creencias. De ahí que las expectati-vas epistemológicas del Hombre del Pantano sean limitadas. Antes o después, alcanzamos un punto crítico insuperable que le priva de la posibilidad de una explicación más amplia y de una seguridad mayor en lo que se refiere a sus competen-cias epistémicas.

En algunos casos, lo que justifica nuestra confianza en los instrumentos de los que dependemos es una base inductiva. El hecho de que usemos repetidamente un aparato con buenos resultados, otorga respaldo inductivo a su fiabilidad. En otras ocasiones, la justificación de dicha confianza procede de testi-monios. Sin embargo, el que aprehendamos un testimonio en tanto que testimonio depende, a su vez, del conocimiento a partir de instrumentos. Para discernir los pensamientos o las intenciones que hay tras una determinada conducta lingüísti-ca, tenemos que interpretar a nuestros interlocutores. A par-tir de manifestaciones orales o escritas, podemos saber lo que alguien está queriendo decir, o lo que está pensando.

Lo que estoy sugiriendo es que el conocimiento interpre-tativo es una clase de conocimiento a partir de instrumentos.

De acuerdo con Dennett, Millikan y Neander, dicho escenario es episté-micamente posible (es decir, concebible), pero «metaf ísicamente» impo-sible (y con «metaf ísicamente», aquí se quiere decir «f ísicamente»), por tanto, se trata de un escenario irrelevante en la explicación real de cómo se adquieren contenidos mentales. A este respecto, confróntese Ruth G. Millikan (1996), «On Swampkinds», Mind and Language, 11.1: 103-117; y Karen Neander (1996), «Swampman meets Swampcow», Mind and Language, 11.1: 118-129.

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Preguntamos algo a alguien. Presuponiendo su sinceridad y su competencia lingüística, lo que dice revela lo que piensa (y, bajo presuposiciones similares, también revela lo que quiere decir). Esto significa que podemos saber lo que nuestro inter-locutor piensa (o quiere decir) en virtud de la información que sus proferencias transmiten. Así, el conocimiento inter-pretativo de lo que el hablante piensa (o quiere decir) es un tipo de conocimiento a partir de instrumentos: un conoci-miento que usa el instrumento del lenguaje. El lenguaje es un instrumento bifronte, que sirve tanto al hablante como a su audiencia. Los oyentes dependen de la seguridad sistemática de las proferencias relevantes: de que no sea fácil que la pro-ferencia del hablante proporcione información sobre lo que este piensa (o quiere decir) sin que, de hecho, eso no sea lo que realmente piensa (o quiere decir).

Es cierto que los hablantes no solo hablan de lo que piensan. Sin embargo, tanto hablante como audiencia asumen de forma automática lo que viene a ser la situación por defecto de toda comunicación racional: la regulada por la máxima de sinceri-dad.6 En dicha situación, la proferencia del hablante da a enten-der lo que este piensa. De este modo, su proferencia, además de proporcionarnos información sobre el tema al que más directa-mente se refiere, nos informa sobre lo que el hablante piensa.

Para que podamos saber lo que el hablante piensa a partir de sus proferencias, este ha de disponer de una competencia (o habilidad) que le permita, de un modo fiable, mostrar lo que piensa. Por medio de sus proferencias, ha de ser capaz de proporcionar información segura respecto a lo que piensa so-bre el tema en cuestión. Dicha información ha de ser tal que no sería transmitida a menos que su contenido (en lo que res-pecta a lo que el hablante piensa) fuese verdadero.

Bastaría con que hubiese una duda seria acerca del cumpli-miento de las condiciones precedentes, para que un hipotético

6 [Nota del traductor]: De acuerdo con Paul Grice, la máxima de sinceridad es una de las reglas que constituyen el principio de coopera-ción, de las normas que regulan una conversación racional. Cfr. Paul Grice (1989), op. cit., p. 27.

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caso de testimonio quedase automáticamente descalificado (para sus oyentes y en el momento en el que se produce) como fuente de conocimiento de su contenido directo. El conoci-miento por testimonio presupone el conocimiento a partir de instrumentos. Resulta imposible reducir todo conocimiento a partir de instrumentos a conocimiento por testimonio.

Se podría contra-argumentar señalando que el conoci-miento lingüístico de tipo instrumental aquí subrayado es, él mismo, una forma de conocimiento por testimonio; pues es el testigo mismo quien, mediante su proferencia, da a entender que cree tales y cuales cosas. Dado que «dar a entender algo» es una forma de comunicarse, también podríamos conside-rarlo una forma de testimonio. Esta opción terminológica dis-tinguiría dos variedades de testimonio: el aseverativo y el no-aseverativo. Sin embargo, la terminología estándar restringe el testimonio a testimonio aseverativo: lo que parece indicar que el lugar propio del testimonio no-aseverativo es como miembro de la clase de los datos proporcionados por instru-mentos. En cualquier caso, interesan menos las etiquetas que la delineación apropiada de los fenómenos, que, por supuesto, incluye el debido reconocimiento a sus aspectos comunes.

A lo que no podemos aspirar es a obtener una justificación adecuada para el hecho de que creamos que un instrumento es fiable directamente a partir de sus propios resultados; de forma que aceptemos estos por la simple razón de que el me-canismo en cuestión los produce, y basemos nuestra creencia en que esa información tiende a ser correcta, y segura, recu-rriendo únicamente a una base inductiva. Dicha base no pro-porciona una justificación completa de nuestra creencia en la fiabilidad de los instrumentos. De hecho, es incapaz de pro-porcionar justificación alguna, en el supuesto de que, previa-mente, no contemos con justificación de ningún tipo.7

Del mismo modo que, aunque no seamos tan precisos o tan potentes como una calculadora artificial, somos calcula-

7 [Nota del traductor]: El autor desarrollará este tema, el de la cir-cularidad, en el capítulo ocho, en especial, en la sección 1, «Circularidad flagrante».

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doras, también somos termómetros, aunque, de nuevo, no seamos tan buenos termómetros como los artificiales. Y lo mismo es válido cuando, en vez de limitarnos a nuestra capa-cidad para detectar la temperatura, consideramos nuestra ca-pacidad sensorial en general, es decir, nuestro funcionamien-to como sensores o perceptores. De hecho, los instrumentos de los que dependemos de forma más amplia y fundamental son los módulos perceptivos incluidos en nuestra dotación natural.

De este modo, gran parte de nuestro conocimiento per-ceptivo puede ser visto como conocimiento a partir de instru-mentos. Si nuestros módulos son fiables, obtenemos conoci-miento y justificación epistémica cuando, de forma inmediata, aceptamos sus resultados seguros.

La aceptación arbitraria de los resultados proporcionados por un instrumento no cuenta como creencia justificada. La confianza que depositamos en los instrumentos que usamos para extraer información de nuestro entorno no puede ser algo puramente arbitrario. Los hechos de que asumamos su fiabilidad, y de que asumamos que los datos que proporcio-nan son sistemáticamente seguros, no pueden reducirse a meros caprichos intelectuales. Y, sin embargo, ni su justifica-ción puede basarse exclusivamente en testimonio, ni pueden limitarse a apoyarse mutuamente, sosteniéndose uno a otro sin nada que los sostenga a ambos. Entonces, ¿cómo podemos estar justificados al pensar que un instrumento es fiable, y sus resultados sistemáticamente seguros?

Este problema adquiere un matiz especialmente preocu-pante en cuanto prestamos atención al hecho de que, entre esos instrumentos, se encuentran nuestros módulos percepti-vos. ¿Cómo podríamos llegar a saber que estos instrumentos particulares son fiables? Dos opciones están descartadas: el recurso general al testimonio, y la justificación directa a partir de sus propios resultados. ¿Podríamos recurrir, tal vez, a algu-na forma indirecta de justificación a partir de sus propios re-sultados, por ejemplo, en virtud de su coherencia, de forma que, a un nivel fundamental, pudiésemos confiar en los datos

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perceptivos que recibimos, sin que ello implicase una forma ridícula de petición de principio y de circularidad?

La confianza epistémicamente justificada en nuestras fuentes de información sensoriales es un regalo de la evolu-ción natural. Esta nos provee al mismo tiempo, y, como quien dice, en un único paquete, de dos cosas: de módulos percepti-vos que condensan el contenido sensorial, y de su fiabilidad. Nuestra posición por defecto es la de una aceptación inme-diata de los datos de los sentidos. Y dicha aceptación es epis-témicamente adecuada. Esto se debe a que el contenido pro-porcionado exige la fiabilidad de su proceso de transmisión en circunstancias normales. Lo que les da a estos estados sen-soriales introspectivos el contenido que tienen es, en esencia, el hecho de que, normalmente, responden a la verdad de su contenido. De este modo, son aptos porque, normalmente, median entre los hechos relevantes del entorno que se ade-cuan a dicha absorción sensorial, y las creencias a las que tienden a dar lugar.

Así, nuestros sentidos se distinguen epistémicamente de nuestros instrumentos ordinarios. Podemos disponer de razo-nes para confiar en nuestros sentidos como lo hacemos: dicha confianza se basa de forma justificada en esas razones. Lo que distingue a los sentidos del resto de los instrumentos episté-micos es que, para que cada uno de ellos se encuentre justifi-cado, no es necesario disponer de razones que no dependan de la confianza que depositamos (o que hemos depositado) en cualquiera de los otros sentidos. Aquí, este tipo de justifica-ción no solo no es necesario, sino que es imposible: que la confianza en los sentidos es fundamental significa que se da de forma inmediata y en bloque, que no se construye de forma mediada y caso a caso.

Tracemos una comparación con un instrumento ordina-rio: el calibrador de gasolina, el termómetro, el velocímetro, etc. En un día normal, confiamos implícitamente en estos aparatos a cada momento. Aceptamos de modo inmediato sus resultados. ¿Qué justifica esta confianza implícita? ¿Sus propios resultados? Imposible, pues esto supone circularidad

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viciosa. Con el fin de justificar un instrumento a partir de sus resultados, previamente hemos de justificar nuestra presupo-sición de que estos son fiables, cosa que no podemos hacer sin, primeramente, demostrar que nuestra confianza implíci-ta en que el mecanismo que los produce es fiable se encuentra también justificada (con prioridad a la justificación de los re-sultados, o, al menos, no con posterioridad), y esta justifica-ción no puede provenir simplemente de la mera coherencia.

Obviamente, recurrir a los resultados propios de una fuente para justificarla es una estrategia tan ineficaz en lo que respecta a la justificación de nuestra confianza en los sentidos como en lo que se refiere a la justificación de nuestra confian-za en los instrumentos ordinarios. Así que no es esto lo que distingue a los sentidos de los instrumentos. La diferencia ra-dica, más bien, en que nuestros sentidos disfrutan de un tipo de justificación racional por defecto de la que carecen nues-tros instrumentos (ordinarios). Lo que quiere decir que, mientras nos encontramos justificados por defecto al aceptar los datos que los sentidos nos proporcionan, necesitamos una base racional para poder aceptar los resultados de nuestros instrumentos.

Una vez somos usuarios competentes de instrumentos dentro de una sociedad tecnológica, esa base racional actual ya no es necesaria. Aquí, lo que hace evidente la diferencia entre los instrumentos por una parte, y los sentidos por otra, es el uso epistémico de la memoria. A diferencia de lo que sucede con los sentidos, siempre hay un punto en el que nece-sitamos una base racional para confiar en nuestros instru-mentos: sin embargo, y por mucho que, más tarde, seamos incapaces de recordar dicha base racional, la justificación epistémica puede preservarse a través de la pura memoria. Esto es algo característico de la justificación epistémica en general, y no un aspecto peculiar del conocimiento a partir de instrumentos.

Un rasgo común a los sentidos y al testimonio humano es que también este último aporta justificación racional por de-fecto. Lo mismo es válido en lo que se refiere al conocimiento

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a partir de instrumentos que nos proporciona acceso al testi-monio por medio del instrumento del lenguaje. El lenguaje es uno de esos instrumentos cuya maestría (al menos, una parte importante de la misma) se adquiere mediante medios sub-personales que implican procesos animales por debajo del nivel de cualquier tipo de razonamiento. Eso no impide que la clase de conocimiento a partir de instrumentos que posibilita sea un eslabón esencial de la cadena por medio de la cual lle-gamos a saber gran parte de lo que sabemos, a través de la cual alcanzamos los niveles epistémicamente más elevados de conocimiento: un conocimiento plenamente racional.

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CA PÍT U LO OCHO

Circularidad epistémica

El tema que trataremos es el de la circularidad en epistemo-logía. Lo abordaremos en cuatro secciones:

Sección 1. Circularidad flagrante. Se explicarán dos va-riedades de razonamiento circular vicioso. La primera, la que atañe a la inferencia que de la creencia perceptiva de que la superficie que vemos es roja concluye que, al creer eso, no nos engaña una superficie blanca iluminada por una luz roja. Una segunda forma cuestionable de razonamiento es el basado en una inferencia inductiva que del historial de resultados de un mecanismo, historial recopilado gracias a la repetida confian-za puesta en los datos que proporciona, llega a la conclusión de que el instrumento en cuestión es fiable. Aunque ambos razonamientos son formalmente válidos, ninguno es capaz de aportar una justificación adecuada de su conclusión. ¿Por qué? La primera sección ofrece una explicación de ese hecho.

Sección 2. Más allá de la circularidad. La explicación que ofreceremos en la Sección 1 es limitada. Se restringe a casos de razonamiento circular que desembocan en la conclusión de que alguna forma u otra de adquirir y de preservar creencias a partir de razones es fiable. Un problema más general es el de la justificación circular de la fiabilidad de competencias que no conllevan razones de ningún tipo. No podemos esperar que, para que una facultad alcance la talla epistémica adecua-da, baste con que lleguemos a la conclusión de que es fiable a partir de un argumento inductivo cuya única base sean los

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datos que adquirimos al depositar nuestra confianza en la fa-cultad misma. Tal facultad, tal disposición a adquirir y preser-var creencias, ha de disponer de cierto estatus epistémico: es necesario distinguir disposiciones epistémicamente buenas o malas en la formación de creencias. Sin embargo, este estatus no tiene por qué derivarse completamente de alguna forma de razonamiento, se trate de un razonamiento circular o de un razonamiento epistémicamente adecuado. El estatus episté-mico fundamental de nuestras facultades básicas se deriva, más bien, del hecho de que cumplen bien su cometido de pro-porcionar la información adecuada para un animal racional.

Sección 3. Círculos virtuosos. Aunque la explicación pre-cedente da cuenta del estatus epistémico de nuestras compe-tencias básicas, esto no implica que dicha posición no pueda mejorarse con la ayuda del razonamiento apropiado. Cómo pueda esa circularidad ser virtuosa es el tema del que se ocupa esta sección.

Sección 4. Un argumento trascendental. Aquí desarrolla-remos un argumento cuyo propósito es justificar la confianza que depositamos en nuestras facultades epistémicas, un ar-gumento que conlleva cierto tipo de circularidad. En las últi-mas décadas, ha adquirido gran prominencia un argumento trascendental que, basado en el externismo semántico, alcan-za la misma conclusión.1 Aunque el argumento trascendental

1 [Nota del traductor]: Se trata del argumento propuesto por Da-vidson en «A Coherence Theory of Truth and Knowledge». Consciente de que, tras la crítica de Sellars a la disponibilidad de intermediarios «neutrales» que permitan la vinculación epistémica entre lo objetivo y lo subjetivo, no es posible recurrir a las evidencias para garantizar la verdad de nuestras creencias, Davidson apela a razones que no sean una forma de evidencia. El argumento trascendental que desarrolla muestra la co-dependencia de lo subjetivo, lo objetivo y lo intersubjetivo, es de-cir, la interdependencia de significado y verdad: nuestras creencias ca-recerían de significado si no fuesen de forma masiva verdaderas. Uno de los problemas de este argumento es que puede interpretarse en dos direcciones: o bien el significado de nuestras creencias garantiza su verdad o la posibilidad de su falsedad conlleva la posibilidad de un escepticismo semántico. En este sentido, la estrategia de Davidson po-dría alentar un escepticismo completo, una extensión del mismo hacia lo interno. Cfr. Donald Davidson (1983), «A Coherence Theory of Truth

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propuesto en esta sección difiere de él, podría decirse que ambos son, en cierto sentido, complementarios.

1. Circularidad flagrante

El sexador de pollos de la leyenda filosófica es capaz de distinguir hembras y machos sin la más mínima idea de cómo lo hace, o, incluso, con ideas completamente erróneas. El sexador no llega a la altura del perceptor normal, que sabe cuáles son los colores y las formas de las cosas que percibe en circunstancias donde la iluminación es adecuada. De acuerdo con los internistas, la deficiencia del sexador obedece al he-cho de que ignora cómo sabe. Incluso los internistas modera-dos te exigen que seas conscientes de tus razones. Te exigen ser consciente de tus razones, pero no de su fiabilidad. Es ne-cesario que las razones sean fiables, pero no que el sujeto sepa que lo son. De este modo, el internista moderado espera po-der evitar la amenaza de un regreso al infinito.

Pensemos en un miembro de una sociedad pre-tecnológica que, por primera vez, se encuentra con un termómetro, y que cree sin evidencia adecuada que lo que ese instrumento hace es indicar la temperatura. El sujeto de nuestro ejemplo cree que hace más calor sobre la base de lo que marca el termómetro. Dicho individuo tiene acceso a sus razones, pero carece de acceso a la fiabilidad de las mismas. Dispone de una creencia verdadera, pero no de conocimiento. Los sujetos que se encuen-tren en situaciones como la aquí descrita cumplen la condición suscrita por un internismo moderado, pero, pese a ello, no alcanzan la posición del perceptor ordinario. Este no solo tiene acceso a sus razones, sino a su fiabilidad. Aunque esta concep-ción de la percepción es controvertida, aquí la daré por supues-ta. Téngase en cuenta este inciso en lo que resta de sección.

Entonces, ¿por qué se sitúa la percepción visual ordinaria por encima del nivel señalado por el internismo moderado? El perceptor ordinario presupone (a) que las condiciones percep-tivas son favorables, y (b) que, en tales condiciones, él es un

and Justification», en Donald Davidson (2006), The Essential Davidson (Oxford: Clarendon Press), pp. 225-241.

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perceptor sagaz. De forma más concreta: ¿Qué es lo que da cuenta de esto?, ¿qué es lo que le permite confiar en estas pre-suposiciones?

Supongamos que, bajo una luz apropiada, vemos que de-terminada superficie es roja. ¿Qué es lo que nos permite asu-mir que no nos equivocamos? ¿Se trata, tal vez, de la deduc-ción siguiente?

Esta superficie es roja.Por tanto, no se trata de una superficie blanca bajo una luz engañosa.¿Es a partir de este argumento como llegamos a saber la

conclusión? Dif ícilmente. Pero, entonces, ¿cómo? Retomare-mos esta cuestión más adelante.

En lo que se refiere a nuestra vista, hasta ahora nos hemos limitado a considerar su ejercicio (con éxito) en ocasiones es-pecíficas. Pero ¿qué pasa con su fiabilidad general, con su fia-bilidad como capacidad? ¿Qué es lo que nos autoriza a confiar en que nuestra capacidad para, por ejemplo, discernir colores, es fiable? ¿Qué nos permite presuponer que si una superficie parece ser de cierto color, tiende a ser de ese color? ¿Podría deberse a un razonamiento a partir del historial del ejercicio de esa capacidad, a un razonamiento como el siguiente?

Aquí, en el primer ejemplo, el calibrador marca p1, de forma que es verdad que p1; aquí, en el segundo ejemplo, el calibrador marca p2, de forma que es verdad que p2; aquí, en el tercer ejem-plo…; etc. De forma que, dado el historial perfectamente docu-mentado de este calibrador, un historial donde todo son aciertos y donde no existen errores, concluimos que se trata de un apara-to completamente fiable.

Esto es, por supuesto, absurdo.Ambas conclusiones son inaceptables: la conclusión de

que la luz es la adecuada, y la conclusión de que el calibrador es fiable. ¿Cómo explicar este hecho? ¿Qué es lo que falla en estos argumentos? Una explicación plausible dirige su crítica a las presuposiciones de cada caso.2

2 También podríamos recusar la proyectabilidad de la correlación, pero parece posible solventar este defecto y que, pese a ello, el argu-

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Consideremos, en primer lugar, el caso del razonamiento que lleva a la conclusión de que no estamos ante una superfi-cie blanca bajo una luz engañosa. Únicamente presuponiendo que la luz es la correcta podemos juzgar adecuadamente que la superficie es roja. Así, tenemos que saber ya que la luz es correcta. Lo que significa que ya tenemos que saber virtual-mente que no estamos ante una superficie blanca bajo una luz defectuosa. De forma que no podemos descubrir esto último a partir de datos que cuentan como datos en la medida en que lo presuponen.

¿Qué ocurre en el otro caso? Aquí señalamos que el cali-brador es fiable sobre la base del historial que sus propios resultados proporcionan. Sin embargo, únicamente presu-poniendo que el calibrador es fiable podemos confiar adecua-damente en sus resultados. El hecho de que aceptemos la información que el calibrador proporciona muestra nuestra confianza implícita en su fiabilidad. De forma que, de nuevo, no podemos justificar esa confianza únicamente sobre la base de los resultados (datos) que la presuponen.

Supongamos que, en una ocasión concreta, hacemos dos tipos de inferencia a partir de datos que presuponen lo que (supuestamente) demuestran; de forma que concluimos, en primer lugar, que, porque la luz es la adecuada, la vista no nos engaña, en segundo lugar, que nuestra visión es una facultad fiable. Ninguna de esas dos inferencias puede, únicamente a partir de sí misma, proporcionar talla epistémica alguna a sus conclusiones. Imaginemos que, previamente a razonar así, ca-recemos de un estatus epistémico tal que nos permita confiar tanto en la cualidad de la luz como en la fiabilidad de nuestra competencia. En dicho supuesto, un razonamiento como el señalado no nos serviría para adquirirlo. Incluso si pensáse-mos que, tal vez, sí sirviese, y que, quizás, dicho razonamiento pueda, de un modo u otro, justificar epistémicamente tanto nuestra confianza en la capacidad ejercida como nuestra con-fianza en la creencia específica sobre el color de la superficie;

mento continúe siendo circular. Cf. Jonathan Vogel (2008), «Epistemic Bootstrapping», Journal of Philosophy, 105: 518-539; y (2000), «Relia-bilism Levelled», Journal of Philosophy, 97: 602-623.

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incluso así, digo, el razonamiento no podría desarrollarse sin que, tanto nuestra confianza en la idoneidad de las condicio-nes como nuestra confianza en la fiabilidad de la competencia, no dispusiesen de un estatus epistémico adecuado previo. A fin de cuentas, a través de ese razonamiento, manifestamos nuestro compromiso implícito con la idoneidad de las condi-ciones y con la fiabilidad de la competencia. Y ese compromiso implícito no puede ser arbitrario, si su función es la de propor-cionar estatura epistémica a la conclusión del argumento. Tampoco es verosímil pensar que ese compromiso pueda ad-quirir estatura epistémica ex nihilo en combinación con la creencia perceptiva acerca del color de la superficie.

Sin embargo, a lo que ahora nos enfrentamos no es, sim-plemente, al problema de cómo se adquiere justificación epis-témica para compromisos o presuposiciones antecedentes que el sujeto suscribe consciente y explícitamente, sino a un problema más general: ¿Cómo adquiere justificación episté-mica cualquier tipo de compromiso, sea explícito o implícito? Normalmente, asumimos la idoneidad de las condiciones perceptivas, y la fiabilidad de los mecanismos perceptivos de formación de creencias. ¿Cómo podemos hacerlo de una for-ma razonable, y sin caer, al mismo tiempo, en un proceso de circularidad viciosa?

2. Más allá de la circularidadSiempre podemos preguntarnos si una disposición para

formar creencias rinde creencias verdaderas de una forma fiable. La presuposición de su fiabilidad es circular (donde el círculo es vicioso) si se basa únicamente en los datos propor-cionados por la disposición misma. ¿Por qué? ¿Se debe a que el mero ejercicio de la disposición ya presupone su fiabilidad? En dicho supuesto, uno no puede descubrir que la disposición es fiable a partir de premisas epistémicamente anteriores de-rivadas de su operación misma, pues esta última requiere un compromiso, anterior o correlativo, con su fiabilidad.3

3 La expresión «descubrir que p» se usa aquí en un sentido amplio, equivalente a «ganar por primera vez conocimiento apropiado, sea explí-cito o implícito, del hecho de que p».

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Pese a ello, no todas las competencias epistémicas conlle-van, tal como ocurre en el ejercicio de nuestras competencias perceptivas, presuposiciones. Existen dos clases de compe-tencias epistémicas: la de aquellas que conllevan, y la de aque-llas que no conllevan, razones. Si no conlleva razones, una competencia epistémica puede operar sin presuponer su pro-pia fiabilidad.4 De lo anterior se sigue que una solución gene-ral al problema de la circularidad en epistemología no puede limitarse a las competencias que conllevan razones: tal como pasaba con la solución arriba propuesta. La solución al pro-blema genérico no puede exigir que la operación de una com-petencia haya de conllevar siempre una presuposición, una presuposición que ya conozcamos de forma implícita. El pro-blema que aquí abordamos es el de comprender por qué, sea específico o genérico, un razonamiento circular es intelec-tualmente tan repulsivo. Que ese razonamiento sea aborreci-ble es algo completamente independiente de que lo emplee-mos para justificar un tipo u otro de competencia.

Sin embargo, no solo son las presuposiciones las que han de disponer de un estatus epistémicamente normativo. Perte-

4 Las competencias que conllevan razones son aquellas que, en la fija-ción de una creencia, sopesan adecuadamente las razones (o, al menos, las apariencias) a su favor (o en su contra). Aquellas creencias o apariencias que no se basen en razones también pueden poseerse de forma «competente»; aunque, al asumir esto, tal vez esté extendiendo el significado del término. Sea como fuere, lo cierto es que podemos disponer «apropiadamente» de ellas. (En lo que respecta al hecho de «sopesar» razones, no es necesario que este proceso se realice de forma consciente o deliberativa; aunque esto pue-da parecer, de nuevo, una ampliación del significado de esa expresión. Con «sopesar razones», lo que entiendo es que estas ejercen cierta influencia en lo que uno cree acerca de una cuestión concreta, cosa que no exige que di-chas razones nos guíen de forma deliberada o consciente. No es tan solo que las razones puedan operar subconscientemente, es que frecuentemente lo hacen: por ejemplo, en el caso de alguien cuyos enormes prejuicios resultan evidentes en cuanto se encuentra con un miembro del colectivo al que se refieren. Al prejuicio general de fondo de que los miembros de este colectivo son generalmente inferiores se añade su creencia perceptiva de que tengo frente a mí a un miembro de ese colectivo. La conclusión es: tengo frente a mí a alguien inferior. Este razonamiento puede efectuarse de forma subcons-ciente, incluso aunque, conscientemente, el sujeto que lo lleva a cabo niegue su prejuicio sincera y enérgicamente).

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nezca a la clase a la que pertenezca, una disposición epistémi-ca solo podrá proporcionar bienes epistémicos si es una com-petencia epistémica. Obviamente, una disposición cuenta como «competencia» solo si dicho estatus epistémico es posi-tivo. Es más: algo ha de explicar el hecho de que una disposi-ción tenga ese estatus, y las competencias epistémicas pare-cen requerir fiabilidad en la adquisición de la verdad.5

Nuestro argumento depende del contraste entre compe-tencias que conllevan y competencias que no conllevan razo-nes. Consideremos el sexar pollos, una competencia que pue-de asumir dos formas: (a) El sexador podría distinguir a machos y hembras mediante un rasgo determinado, a partir del cual dictamina el género del pollo. (b) En su defecto, po-dría distinguirlos sin recurrir a ninguna razón fenoménica como la anterior. Su procedimiento podría ser exclusivamen-te sub-personal, análogo al modo como se piensa que procede un sujeto ciego. Si la competencia adopta la primera forma, se trata de lo que he llamado una competencia «que conlleva razones». Si adopta la segunda, si procede «de forma sub-personal», es una competencia que no conlleva razones.

No todos los problemas relacionados con la circularidad viciosa que afectan a las competencias que conllevan razones tienen que afectar igualmente a aquellas otras que no las con-llevan. Pensemos en una competencia cuyo ejercicio sea sub-personal. El sujeto de dicha competencia no necesita preocu-parse acerca de la circularidad viciosa cuando investiga los mecanismos sub-personales de esa competencia, y evalúa su fiabilidad. Seguramente, hay cosas que puede descubrir sobre ambos aspectos. Y, seguramente, puede hacerlo a partir de la información que esa misma competencia le proporciona. Consideremos, por ejemplo, el descubrimiento de cómo nuestra capacidad visual opera de forma fiable, predisponién-donos a aceptar la experiencia visual de modo inmediato. Al aproximarnos a una nueva situación con los ojos abiertos es-tamos automáticamente predispuestos a aceptar la informa-

5 Incluso el internista por antonomasia de la tradición insiste en este punto, tal como resulta evidente en el segundo párrafo de la Medita-ción Tercera.

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ción de nuestros ojos, en ausencia de una razón especial para la cautela. Para seres humanos normales en circunstancias normales, esta es una facultad poderosa y fiable. Y no se trata de una facultad que opere mediante razones. O, lo que es lo mismo: cuando la visión de una superficie provoca la presu-posición de que si parece roja entonces es roja, esta creencia condicional no se basa en razones. Se trata, más bien, de un compromiso por defecto incluido en la naturaleza humana normal. Además, hemos sido capaces de desvelar al detalle el funcionamiento de esta facultad humana: la transferencia de la luz, los bastoncillos y los conos que envían impulsos eléc-tricos al cerebro, el nervio óptico, etcétera. Este descubri-miento de cómo la visión de color funciona de forma fiable se ha basado él mismo, y esencialmente (no solo causal, sino normativamente), en las observaciones visuales de los cientí-ficos. Y repito: ningún reparo acerca de la circularidad viciosa ha impedido a esos científicos descubrir los pormenores del mecanismo gracias al cual la capacidad visual opera de modo fiable, por mucho que ese descubrimiento se haya basado en la información que la visión misma proporciona.6 Así, el pro-blema que previamente señalamos se refiere a cómo dichas presuposiciones implícitas pueden adquirir su estatus episté-mico, sin dar pie a los cargos de circularidad viciosa y de re-greso al infinito.

«Pero ¿cómo puede ser que la circularidad haya sido antes un problema, si, desde la posición actual, la existencia misma de ese problema es completamente inverosímil? En otras pa-labras: ¿Cómo pudo habernos resultado perentorio y acucian-te ese problema, si ahora se disuelve en el aire, si parece que no hay problema alguno?». Respuesta: El problema previo concernía a aquellas facultades que operan a partir de razo-nes. Las presuposiciones implícitas imprescindibles para que las facultades que conllevan razones operen adecuadamente no pueden obtener su estatus epistémico únicamente a partir

6 Aquellos lectores que sean reticentes a aceptar este razonamiento porque se aplica a una cualidad secundaria, pueden cambiar, si así lo pre-fieren, el ejemplo: sustituyendo la percepción del color por la percepción de figuras.

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de los datos que esas mismas facultades proporcionan. Y, pese a ello, parece que esas presuposiciones implícitas, que esos «compromisos», son empíricos, y que, por tanto, no son la cla-se de cosas que pueda tener un estatus fundacional a priori.7 En contraposición, ahora centramos nuestra atención en aque-llas facultades que no conllevan razones, en aquellas en las que no existen tales presuposiciones implícitas o compromisos.

La facultad de formar creencias a partir de la visión englo-ba diferentes disposiciones a formar creencias ordinarias acerca de nuestro entorno perceptible. Una facultad visual de este tipo más completa también incluiría disposiciones a for-mar los compromisos implícitos relevantes. Pensemos en nuestros compromisos implícitos al aceptar nuestras expe-riencias visuales tal como se presentan, en situaciones a las que accedemos con los ojos abiertos. Estos compromisos son, ellos mismos, resultado de una competencia, de una compe-tencia constitutiva de la facultad visual. Esta competencia (consistente en producir, una situación tras otra, dichos com-promisos) es, ella misma, una disposición fiable. No se trata, sin embargo, de una disposición que conlleve razones. Más bien, es parte de nuestra dotación animal.8 Lo que, por su-puesto, no quita que no haya una explicación, a partir de bas-toncillos y conos, del nervio óptico, etc., de por qué esta dis-

7 O, al menos, y momentáneamente, así parece. En la sección 4 ve-remos que hay buenas razones para abandonar esta opinión. 8 De forma alternativa, podríamos hablar de una creencia perma-nente de que si parece que las cosas son perceptivamente de tal y cual forma, tienden a ser (o habitualmente son) de tal y cual forma. Esta creen-cia podría ser bien innata bien resultado de mecanismos sub-personales que operan durante el desarrollo normal del niño. Es más: una vez pre-sente, se aplicaría mediante una suerte de razonamiento lógico a cada situación específica, una y otra vez. Si asumimos esta perspectiva, los compromisos específicos que adoptamos (que, aquí y ahora, si las cosas parecen así son realmente así) conllevarían, después de todo, razones, de tal forma que la creencia general disposicional constituiría la razón que se aplica racionalmente a los casos específicos. En consecuencia, la expli-cación a partir de bastoncillos y conos, nervio óptico, etc., daría cuenta de cómo nuestra creencia general en una tendencia o proposición habitual es verdadera. No es necesario que nos comprometamos con ninguna de las dos formas de especificar el modelo que proponemos: este puede permanecer neutral y genérico.

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posición es una competencia. Por último, los científicos pueden descubrir esta explicación a partir del ejercicio de la competencia misma cuya fiabilidad está siendo explicada. Ningún reparo en lo que concierne a la circularidad obstacu-liza su labor de descubrir el mecanismo que hace que dichas disposiciones sean fiables.

No obstante, incluso ahora, sigue existiendo un problema para la circularidad flagrante. Por ejemplo: nuestros ojos no pueden adquirir estatus epistémico alguno a partir de un ra-zonamiento que asume, tal como se presentan, los datos que estos proporcionan, y que, únicamente a partir de esos me-dios, construye un historial de aciertos del que, finalmente, concluye que nuestros ojos son fiables. Es más: lo que limita el valor de este razonamiento es que se trate de un razonamien-to, y no alguna supuesta presuposición de que nuestros ojos son fiables, cuando aceptamos la información que nos pro-porcionan. Al fin y al cabo, al adquirir creencias visuales, no es necesario que apelemos a su origen en el mecanismo ope-rativo de nuestros ojos. Esto es obvio, al menos en lo que res-pecta al nervio óptico, y a los bastoncillos y conos. Podemos saber cosas visualmente aunque ignoremos que hay cosas ta-les como nervios, bastoncillos y conos. La posición epistémi-ca de nuestros ojos, y de nuestra facultad de visión, y de nues-tras facultades básicas en general, ha de tener alguna otra fuente, diferente a la de cualquier razonamiento que postule premisas sobre esos mismos órganos y facultades.

Justificación y conocimiento son dos clases de rango epis-témico. Ambas atañen a las creencias. Son las creencias, junto con otras actitudes proposicionales, las que, cuando satisfa-cen ciertas condiciones, se encuentran justificadas o constitu-yen conocimiento. Evidentemente, nuestras competencias epistémicas, y los órganos a través de los que operan, no dis-ponen de este tipo de rango epistémico. Lo que no significa que no sean epistémicamente evaluables. Órganos y compe-tencias disfrutan de un rango epistémico en un sentido más amplio. Es esta clase más amplia de estatus normativo la que se encuentra fuera del alcance del sujeto, cuando este se limi-ta a recurrir a un razonamiento a partir de los datos que esas mismas competencias y órganos proporcionan.

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El estatus epistémico de una competencia que no conlleve razones, o cuyo modus operandi fiable pueda incluso ser sub-personal, no depende de actuación justificativa alguna por parte del sujeto. Gran parte de nuestras competencias anima-les pertenecen a nuestra dotación nativa, o se adquieren de modo sub-personal a lo largo de nuestro desarrollo temprano, cuando este es normal. Además, lo que les proporciona su es-tatus epistémico es su fiabilidad animal, que permite cosechar información necesaria.

Esta explicación, aunque especialmente verosímil en lo que se refiere a competencias que no conllevan razones, tam-bién puede aplicarse (de forma casi igualmente plausible) a competencias que operan a través de razones, tales como la percepción en sus numerosas variedades. Un rango epistémi-co fundamental del que aceptemos la experiencia tal como se presenta se deriva del hecho de que cumple de forma fiable su cometido en la recogida de información adecuada para el buen funcionamiento del organismo humano. La confianza que depositamos en nuestras competencias epistémicas ani-males es una fuente de talla epistémica para las creencias así adquiridas. Eso se debe a que las competencias mismas, a que dichas facultades animales mismas, poseen el estatus episté-mico apropiado. Y este es un estatus que obtienen gracias a su pertenencia a la dotación animal de un ser humano cuyo fun-cionamiento epistémico es correcto.9

3. Círculos virtuosos10

Sin embargo, no deberíamos precipitarnos en concluir que no podemos alcanzar justificación racional alguna a partir

9 Por tanto, esta epistemología se encuentra íntimamente empa-rentada con la propuesta por Stewart Cohen bajo el rótulo BKS («basic knowledge structure», estructura cognitiva básica), pues reconoce una clase crucial de rango epistémico, la competencia animal, que se obtiene sin la ayuda de ningún tipo de meta-creencia que refrende reflexiva-mente su fiabilidad. 10 [Nota del traductor]: Para otra exposición de este tema, véase el capítulo «Reflective Knowledge in the Best Circles», en Reflective Knowledge. Cfr. Ernest Sosa (2009), op. cit., pp. 178-210.

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de algún tipo de procedimiento «circular». Para apreciar esta posibilidad, es necesario que distingamos entre competencia animal y justificación reflexiva.

La competencia animal no exige que el sujeto refrende la fiabilidad de la competencia; ni que refrende la idoneidad de las condiciones para el ejercicio de esa competencia en la for-mación de una creencia. Sin embargo, lo anterior no impide que la creencia se forme sobre la base de razones. Eso es, pre-cisamente, lo que ocurre en el caso de competencias que ope-ran a partir de una base racional, lo que generalmente sucede con nuestras competencias perceptivas (tal como argumenté arriba). En este sentido, la competencia animal de una creen-cia difiere de su justificación reflexiva. Esta última forma de justificación se adquiere a través de un refrendo racional, al menos, parcialmente. Exige, por tanto, el refrendo racional de la fiabilidad de la competencia que se ejercita, o de la idonei-dad de las condiciones para su ejercicio, o de ambas.

La justificación epistémica funciona más como una red que como una tubería que transmite la savia de la justifica-ción o del respaldo epistémicos.11 Las creencias justificadas son nódulos en una red adecuadamente vinculada al mundo circundante a través de la percepción y de la memoria. Pense-mos en una intrincada tela de araña con numerosos nódulos, y que en varios puntos se encuentra fijada a distintas superfi-cies. Así, la posición de cada nódulo podría depender causal-mente (en alguna medida, tal vez, en una mínima medida) de las posiciones de los otros nódulos. Aquí, hay dependencia distributiva de un nódulo respecto a otro, y dependencia co-lectiva respecto a todos.

Lo anterior explica la pertinencia de aplicar un modelo de red a las creencias (aunque estas también ocupan una posi-ción dentro de una dimensión dinámica e histórica importan-

11 [Nota del traductor]: Aunque las imágenes varían, el contraste entre justificación asimétrica, jerárquica y fundacional, y justificación horizontal y multidireccional es una constante en el pensamiento de Sosa, desde su conocidísimo artículo de 1980 «La balsa y la pirámide». Cfr. Ernest Sosa (1980), «The Raft and the Pyramid: Coherence versus Foundations in the Theory of Knowledge», Midwest Studies in Philo-sophy, V: 3-25.

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te, lo que requiere la aplicación de un modelo de red más complejo). Cada nódulo de creencia dado ocupa su posición gracias a sus conexiones con otros nódulos, pero cada uno de ellos ocupa su posición gracias a sus conexiones con los otros nódulos, incluida su conexión con el nódulo original dado. El hecho de que las creencias se basen en otras creencias y en experiencias, teje una red racional, de forma que cada miem-bro de la misma es sostenido en parte (tal vez, dicha parte sea minúscula) por los otros miembros, directa o indirectamen-te.12 No parece haber razón alguna por la que debamos consi-derar que esa relación de fundamentación mutua es causal o normativamente asimétrica, ni tampoco razón alguna por la que muchas creencias no puedan constituir redes en las que cada nódulo se basa parcialmente en los otros. Así, cada nó-dulo podría adquirir su estatus epistémico a partir de dichas relaciones con los demás nódulos, en un contexto donde, ade-más, toda la red se encuentra vinculada al mundo a través de los mecanismos causales de la percepción y de la memoria.

Ahora, el refrendo reflexivo puede ocupar su lugar en la red sin que parezca haber ningún problema especial. A tra-vés del conocimiento creciente de nosotros mismos, del mun-do que nos rodea, y de la relación entre ambos, llegamos a ver que nuestros modos de justificación racional, y de adquisi-ción de otras creencias, son lo suficientemente fiables. Esto nos permite refrendar reflexivamente la fiabilidad de esos modos en la adquisición de la verdad, de forma que dicho re-frendo presta justificación epistémica a nuestras creencias y compromisos. Cierto: cuando modificamos un compromiso epistémico, implícito o explícito, lo hacemos sobre la base de creencias adquiridas a partir de compromisos ya operantes, fundamentalmente, compromisos relacionados con la absor-ción perceptiva. En consecuencia, en cómo llegamos a modi-ficar y a aceptar compromisos perceptivos, implícitos o explí-citos, es inevitable un círculo. Aceptamos esas obligaciones, las preservamos a lo largo del tiempo, sobre la base de obser-

12 Esto presupone una única red, cosa a la que solo recurrimos para simplificar la explicación. Es mucho más realista pensar en una plurali-dad de redes.

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vaciones continuadas que, a su vez, se basan en obligaciones que ahora albergamos, y que, tal vez, también hayan sido mo-dificadas. Ningún vicio especial atañe a los nódulos de nues-tra red constituidos por dichos compromisos.

Consideremos mi obligación de creer que veo algo rojo, provocada por la experiencia visual de que algo es rojo; una obligación con el siguiente contenido proposicional: Si tengo una experiencia visual tal como si viese algo rojo, entonces veo algo rojo. Esta obligación se da en tándem con una afirmación de fiabilidad como la siguiente: Es fiable que, si tengo una ex-periencia visual tal como si viese algo rojo, tienda a ver algo rojo. Dicho compromiso podría ser la base de la creencia de un observador científico de que algo que ve es rojo. Y, segura-mente, este último dato científico podría ayudar a confirmar alguna generalización en la psicología de la percepción, gene-ralización que, finalmente, también es relevante (por mucho que se trate de una relevancia mínima) para justificar el hecho de que consideremos que la capacidad humana de ver colores es fiable (desde el punto de vista de la adquisición de la verdad).13

13 Pero ¿cómo puede el conocimiento perceptivo funcionar de for-ma aceptable como base, aunque se trate de una base parcial, del estatus epistémico de los compromisos que aseguran nuestro conocimiento per-ceptivo al por menor, conocimiento como el de las observaciones cientí-ficas mediante las que adquirimos datos empíricos? ¿Qué es lo que hace que esto sea más admisible que nuestros primeros ejemplos de circulari-dad, los de la superficie roja y el calibrador fiable?

La paridad en el razonamiento nos obliga a reconocer que, incluso en estos dos últimos casos, el respaldo mutuo podría añadir valor episté-mico. La coherencia a partir del respaldo mutuo parece una cuestión de grado, de forma que incluso el grado mínimo presente en casos de circu-laridad flagrante tiene algún valor. Podríamos decir, incluso, que, aunque tanto la creencia perceptiva particular como el compromiso en el que se basa resultasen falsos, su coherencia (o respaldo mutuo) no sería un elemento carente por entero de valor. Una relación de coherencia comprehensiva y de respaldo mutuo siempre posee algún valor, aunque este sea el valor ínfimo de ejemplos tan simples como los que hemos considerado, especialmente cuando a la simplicidad se añade el hecho de que, debido a su falsedad, la red se encuentre completamente divorciada del mundo que la rodea. Sin embargo, la señalización precedente es compatible con que, gracias a una mayor complejidad en las relaciones

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De este modo, se incrementa gradualmente la capacidad de comprensión humana. Hacemos uso de nuestras faculta-des para adquirir un conocimiento creciente de nuestra fiabi-lidad, de las maneras en que, y de la medida en que, somos fiables, al menos, de una forma esquemática. Desde muy tem-prano, somos proclives a formar perceptivamente creencias de ciertos tipos, y a almacenar aquellas que, en su debido mo-mento, podamos necesitar. Estas disposiciones, tal vez inna-tas, tal vez actualizadas de modo sub-personal a lo largo de una infancia normal, disfrutan de poco soporte racional, por lo menos, en las primeras etapas de desarrollo. Sin embargo, gradualmente nos convertimos en seres más racionalmente completos, conforme ampliamos nuestro conocimiento y se incrementa nuestra coherencia racional. Cuanta más cohe-rencia adquieren, mayor es el estatus epistemológico de nues-tras facultades, y mayor es el control racional que de ellas te-nemos.

¿Es coherente la concepción del naturalista? ¿Puede este concebirnos coherentemente como animales con receptores sensoriales que nos permiten tener conocimiento (perceptivo y de otros tipos) de nuestro entorno? Se dice que una etiología ciega de nuestras facultades, una etiología que se limite a ape-lar a hechos brutos, da pie al siguiente problema: «Desde el punto de vista racional que nos es propio, ¿cómo podemos saber que nuestros receptores sensoriales nos ajustan de for-ma fiable a nuestro entorno? ¿Cómo podemos confiar enton-ces en los datos que nos proporcionan nuestros mecanismos sensoriales?».

Supongamos que mi cerebro pueda encontrarse dentro de una probeta, una posibilidad que no puedo desechar sin cir-cularidad viciosa. Para hacer frente a este escenario, ¿es racio-

de respaldo mutuo y a un incremento de los puntos de conexión de la red con el mundo que la rodea, esa situación epistémica sea susceptible de mejorar. Conforme se desarrolla nuestra infancia, nuestra coherencia comprehensiva se enriquece ininterrumpidamente, con conexiones más acertadas y fiables con el mundo que nos rodea. Este enriquecimiento es fruto, bien de nuestra educación dentro de una comunidad cognitiva, bien de nuestras capacidades individuales, bien de la conjunción de am-bos factores.

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nalmente apropiado recurrir a la creencia de fondo de que el cerebro al que cubre mi cráneo recibe información a través de receptores sensoriales a los que se encuentra conectado? Si pudiese ser un cerebro dentro de una probeta, ¿cómo puedo aceptar los datos de las mismas facultades cuyo estatus epis-témico esa posibilidad pone en duda?

Supongamos que no disponemos de base alguna para asu-mir, sin circularidad viciosa, que, de hecho, la situación en la que nos encontramos es adecuada para el uso de nuestras fa-cultades. He aquí nuestro predicamento: no podemos presu-poner adecuadamente, sin circularidad viciosa, que nuestras facultades sean lo suficientemente fiables. Una analogía pue-de ayudarnos a ver lo mala, realmente pésima, que es la situa-ción en la que nos encontramos.

Supongamos que existe una pastilla capaz de inhabilitar a quien la tome. De forma más concreta: supongamos que la pastilla provoca una ilusión persistente de realidad empírica coherente. La creencia de que uno ha tomado esa pastilla es incompatible con el pensamiento de que, pese a ello, uno to-davía es cognitivamente fiable. Si esto último fuese verdadero, se debería únicamente al azar. Pero ¿cómo podemos creer ra-cionalmente que hemos sido afortunados, cuando no existe razón especial alguna para esa creencia? Y, ¿cómo podemos adquirir una razón así sin circularidad viciosa? ¿Cómo po-dríamos hacerlo, dado que consideramos muy probable que nuestra capacidad cognitiva se encuentre inhabilitada? Este es el problema del Inhabilitador, que en seguida abordare-mos.

Los naturalistas han de afrontar el problema de lo acci-dental que parece el éxito de nuestras facultades cognitivas, si nos remitimos a la evolución, y a la concepción naturalista de nuestras mentes como cerebros con contenido. Para concluir, estas son dos de las direcciones que podría asumir una res-puesta.

En primer lugar, tal vez no pudiésemos haber existido, to-dos nosotros, si hubiésemos carecido de facultades cognitiva-mente competentes. Tal vez dicha carencia es incompatible con la existencia de la especie humana. Tal vez, como míni-mo, sin dichas facultades no podría haberse desarrollado

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nuestra capacidad para pensar de forma representacional. En tal caso, no sería un mero accidente que los seres humanos, qua humanos, estuviésemos provistos de razón, memoria y percepción, y que contásemos con el armazón social que constituye la base del testimonio fiable. Esta es una estrategia a disposición del naturalista, una estrategia inspirada en con-cepciones externistas recientes respecto al modo en que nuestras mentes adquieren contenidos conceptuales y propo-sicionales.

De este modo, la oposición al escepticismo se ha desarro-llado a partir de un tipo de argumento trascendental, de acuerdo con el cual no podríamos tener actitudes con conte-nido sin que la verdad fuese inherente a la mayor parte de ellas. Por ejemplo: las condiciones necesarias para adquirir conceptos empíricos implican que la aplicación de dichos conceptos ha de ser aproximadamente correcta. Pues solo gracias a una receptividad adecuada a la presencia o ausencia de las propiedades perceptibles podemos adquirir los concep-tos que se corresponden a esas cualidades.

Hace ya tiempo que esta estrategia se encuentra a disposi-ción de los epistemólogos contemporáneos.14 En adición a ella, existe una segunda estrategia (complementaria), o, al menos, eso es lo que trataré de mostrar. Esta segunda estrate-gia también incluye (como poco, parcialmente) un tipo de ra-zonamiento trascendental, aunque de diferente índole. Veá-moslo.

14 Evalúo sus posibilidades en el capítulo seis de Reflective Know-ledge (Oxford / Nueva York: Oxford University Press, 2009), como parte de un análisis de la epistemología de Davidson.

[Nota del traductor]: Esta evaluación reconoce algunos méritos en el procedimiento de Davidson, pero, en general, es crítica. Entre otras co-sas, Sosa señala que, incluso en el supuesto de que el argumento fuese correcto, sería poco relevante en epistemología: el hecho de que por lo general no nos equivoquemos no nos ayuda en nada a saber si en un ejem-plo concreto nos equivocamos; de forma que existe un hueco insalvable entre aquello a lo que tenemos acceso a priori y las creencias individuales sustantivas en un momento dado. El lector podrá reconocer que esta crí-tica es análoga a la que Sosa hace del contextualismo en el capítulo cinco. Cfr. Ernest Sosa (2009), op. cit., pp. 109-131.

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4. Un argumento trascendental

Necesitamos alguna base para saber que somos epistémi-camente fiables. Esta base conlleva el tipo de circularidad ya mencionado, pues nuestra confianza ha de provenir de las mismas facultades cuya fiabilidad espera justificación. Sin embargo, ninguna defensa concebible de nuestra fiabilidad en general puede evitar esta clase de circularidad; de forma que, al final, esta objeción no puede ser insuperable.

Consideremos, sin embargo, el ejemplo de la pastilla que nos inhabilita cognitivamente, a la que llamaremos el Inhabili-tador. Se trata de una pastilla que inhabilita irremediablemente nuestras facultades cognitivas, de modo que estas se combinan entre sí creando una ilusión coherente de realidad empírica. De este modo, la ingesta de la pastilla hace que, con toda probabi-lidad, el ejercicio de cualquiera de nuestras facultades sea defi-ciente y engañoso. ¿Cómo puedes, justo ahora, estar seguro de que nunca has tomado esa pastilla? Recurrir a los datos que, en el momento presente, te proporcionan tus facultades implica un círculo vicioso, dado que, si hubieses tomado la pastilla, gran parte de su información sería engañosa.15

¿Plantea el Inhabilitador un problema real? Bueno, pense-mos, justo ahora, en la posibilidad de que alguna vez hayamos tomado esa pastilla. Seguramente, eso es posible. Si resulta que es falso que alguna vez la hayamos tomado, eso es un he-cho contingente que, para ser racionalmente creído, parece exigir evidencias a su favor. ¿Cómo podemos asumir adecua-damente que, de hecho, hemos evitado la pastilla? ¿Cómo po-demos hacerlo, si no es confiando por defecto en nuestras fa-cultades, tal como lo hacemos normalmente? Pero con dicha confianza manifestamos nuestro compromiso, al menos en nuestra práctica intelectual, con la afirmación de que nues-tras facultades son, de hecho, fiables. Es más, si ese com-promiso se encuentra justificado, ¿qué podría impedirnos

15 Eso es lo que inicialmente parece, pero no lo que ocurre al final, una vez disponemos del argumento que voy a desarrollar.

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236 circularidad epistémica

entonces que hiciésemos explícita reflexivamente nuestra práctica? Desde luego, tenemos derecho epistémico a afirmar aquello a lo que ya nos encontramos correctamente compro-metidos en la práctica. Y, una vez lo enunciamos, ¿qué nos impide deducir también que nunca hemos tomado tal pasti-lla? En consecuencia, tenemos derecho a deducir que no po-demos haber tomado la pastilla. Pues, si lo hubiésemos hecho, no dispondríamos de aquello a lo que estamos obligados a creer que disponemos: la fiabilidad de nuestras facultades.

Obviamente, hay escenarios concebibles en los que dis-ponemos de evidencias considerables de que, de hecho, he-mos tomado la pastilla. Pero, incluso en estos escenarios, a duras penas estaríamos inequívocamente justificados en creer lo que inicialmente sugieren: que, de hecho, hemos to-mado la pastilla. Ni siquiera pueden, dichos escenarios, jus-tificar completamente nuestra suspensión del juicio. Pues la afirmación de que uno ha tomado la pastilla se auto-refuta. Tanto creer que la has tomado, como suspender el juicio so-bre eso, son actitudes que epistémicamente se auto-refutan. La afirmación contraria, la afirmación de que no has tomado la pastilla, se sigue de algo que es epistémicamente obligato-rio y auto-fundante, dícese, de nuestro compromiso con la negación de una falta de fiabilidad universal de nuestras fa-cultades. ¿Cómo podrías proceder entonces inadecuada-mente (desde un punto de vista epistémico), al afirmar la fiabilidad de tus facultades (al menos, cuando lo que afirmas es que no son universalmente engañosas)? ¿Y cómo podría ser inapropiado afirmar algo que se sigue lógicamente de eso? ¿Cómo, en concreto, podrías actuar inadecuadamente al afirmar la conclusión de que nunca has tomado el Inhabilitador?16

La pregunta a la que no podemos contestar racionalmente ni con un «no», ni con el «tal vez» de la suspensión del juicio,

16 La pertinencia epistémica y racional de la negación de que uno haya tomado alguna vez la pastilla es compatible con la posibilidad lógica y metaf ísica de que, pese a ello, uno la haya tomado.

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un argumento trascendental 237

es la de si nuestras facultades son cognitivamente fiables (al menos, cuando el alcance mínimo de esa pregunta se refiere a la posibilidad de que carezcan universalmente de fiabilidad). A lo que con esto me refiero es a si se trata de facultades que nos guíen de forma fiable en la adquisición de las actitudes doxásticas cognitivamente apropiadas. A veces, la actitud correcta es creer; en otras ocasiones, es no creer, en otras, suspender el juicio. (Estoy presuponiendo que la corrección epistémica de estas actitudes se encuentra internamente rela-cionada con la fiabilidad epistémica, con aquello que nos per-mite obtener la verdad y evitar el error de forma adecuada. Si esto es externismo, entonces incluso Descartes fue un externista).

¿Por qué no disponemos de ninguna alternativa plena-mente racional, más que de la de responder afirmativamente a la pregunta por nuestra fiabilidad? Consideremos las alter-nativas. Supongamos que dijésemos que no. ¿Cómo podría-mos entonces confiar coherentemente en las facultades que sustentan la respuesta misma?17 O supongamos que no fuése-mos tan lejos, y que nos limitásemos a suspender el juicio so-bre la pregunta, con un encogimiento de hombros y un «tal vez sí, tal vez no», o, incluso, que nos conformásemos con evitar conscientemente el juicio (si ésta fuese una actitud más débil que la de suspenderlo). Incluso aquí, ¿cómo podemos comprometernos coherentemente con esta actitud mientras decimos que realmente no podemos saber si, procediendo así, estamos o no actuando, desde un punto de vista cognitivo, correctamente? Esta no es una actitud plenamente coherente. De nuevo: sobre la pregunta señalada, la única actitud plena-

17 Objeción: «En la medida en que de lo que estamos hablando es de nuestras facultades cognitivas en su conjunto, el argumento es convin-cente. Pero ¿por qué no podemos confiar en una facultad (o en un con-junto de facultades) para poner en cuestión la fiabilidad de otra facultad (o conjunto de facultades)?». Respuesta: Concedido. Pero, aun así, conta-mos con un argumento trascendental a favor de la aceptación de una con-clusión contingente. La creencia en dicha conclusión contingente parecía más allá del alcance de una fundamentación a priori.

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238 circularidad epistémica

mente coherente es la de la afirmación confiada.18 Una vez comprobamos que esta actitud es racionalmente necesaria para una coherencia plena, contamos con una razón para sa-car las consecuencias que de ella se deducen, entre las que se incluyen (a) que nunca hemos tomado ninguna pastilla inha-bilitadora, y (b) que nuestras facultades no poseen orígenes inhabilitadores (es decir, orígenes que impliquen un engaño todopoderoso y sistemático).19

Desde luego, uno podría contar con numerosas eviden-cias de que ha tomado la pastilla. Es más: las evidencias po-drían ser tantas y de tal calidad que, creyendo que hemos to-mado la pastilla, procediésemos con una altísima fiabilidad de primer orden. Por tanto, y a nivel de primer orden o nivel ani-mal, nuestra creencia podría tener un estatus epistémico ele-

18 Una vez consideramos conscientemente si p, rehusamos cons-cientemente afirmar que p, y rehusamos conscientemente negar que p, estamos suspendiendo conscientemente el juicio sobre p. Si esta descrip-ción de la suspensión del juicio no es correcta, podemos limitarnos a la condición de estar en un estado consciente dúplice (de, conscientemente, rehusar afirmar y rehusar negar al mismo tiempo). Sin embargo, tampoco aquí hay una coherencia completa. Pues no es plenamente coherente to-mar esta actitud dúplice, mientras al mismo tiempo consideramos que al proceder así (que al asumir dicho estado, un estado de negación dúplice) no estamos actuando correctamente, o, al menos, mientras, al mismo tiempo, nos negamos a afirmar, de forma reflexiva, si estamos o no ac-tuando correctamente. ¿Puede esto ser plenamente coherente? 19 Objeción: «Parece que si hubiese sujetos que hubiesen tomado la pastilla, también deberían aceptar este argumento. Pero entonces el pro-blema se mantiene: si tanto aquellos que han tomado como aquellos que no han tomado la pastilla no tienen otra opción que la de creer que no han tomado la pastilla, el argumento de acuerdo con el cual no tenemos más alternativa que la de creer que no hemos tomado la pastilla, no nos proporciona razón alguna para creer que no la hemos tomado». Respues-ta: Pero si no tenemos opción alguna que la de creerlo, en el sentido de que se trata claramente de nuestra mejor opción racional (al menos, en la medida en que es más coherente que sus alternativas), ¿por qué no es entonces una «razón» para creerlo? ¿Puede una alternativa ser, de forma clara, nuestra mejor opción racional, incluso cuando no tenemos razón alguna para tomarla? ¿No es el mero hecho de que es nuestra mejor op-ción racional una excelente razón para tomarla? Tal vez no sea, necesaria-mente, una razón determinante (una razón ultima facie), pero, pese a ello, es una razón excelente.

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un argumento trascendental 239

vado. Sin embargo, se trataría de una creencia que no podría-mos refrendar coherentemente.20 A nivel reflexivo, seguiría sin dar la talla.21

20 [Nota del traductor]: Pese a la innegable similitud entre el escena-rio del Inhabilitador y la hipótesis del Dios engañador, hay tres rasgos que distinguen al procedimiento de Sosa del de Descartes: (i) Mientras que el escenario cartesiano pone en cuestión la fiabilidad de nuestra capacidad racional, de forma que justifica un proyecto de autovalidación de la ra-zón, el Inhabilitador problematiza nuestras capacidades cognitivas bási-cas, que incluyen razón, percepción, memoria, etc. (ii) La hipótesis carte-siana se presenta como una mera posibilidad lógica, esto es, como un escenario puramente a priori que no apela a hechos (a diferencia del ar-gumento de indiscernibilidad del sueño y la vigilia, que recurre al hecho de que los sueños forman parte de nuestra experiencia), mientras que un aspecto fundamental del escenario de Sosa es la posibilidad de escenarios en los que contemos con evidencias empíricas a favor de que hayamos tomado la pastilla, lo que posibilita una dialéctica entre conocimiento reflexivo y cognición animal. (iii) Finalmente, Sosa señala que el escena-rio es lógica o metaf ísicamente posible, no solo prima facie, sino ultima facie, es decir, incluso tras el argumento trascendental. Esto marca una diferencia notable entre los objetivos y métodos anti-escépticos emplea-dos por ambos autores: Sosa demuestra que no podemos asumir racio-nalmente un escepticismo completo, que la única actitud racional que podemos adoptar es la de confianza en nuestras capacidades básicas; Descartes, sin embargo, intenta demostrar que los escenarios que en principio parecen lógicamente posibles son, de hecho, ficciones del inte-lecto, es decir, hipótesis epistémicamente posibles (concebibles), pero metaf ísicamente imposibles; de lo que se trata aquí es de que adquiramos una perspectiva intelectual desde la que se derrumben las consideracio-nes escépticas de la Meditación Primera. 21 ¿Cómo deberíamos combinar entonces las dos dimensiones de la evaluación, la animal y la reflexiva, de forma que obtuviésemos una eva-luación global de la creencia? Este problema no admite una respuesta general simple, tal como sucede frecuentemente al entrar en conflicto valores importantes. Sin embargo, podrían existir respuestas obvias y simples en numerosísimos casos particulares.

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Resumen

El objetivo de este libro ha sido, en primer lugar, el de desa-rrollar una concepción de la normatividad epistémica que ha sido explicada en el primer capítulo como un tipo de «norma-tividad de la actuación». Esta resulta ser una normatividad compleja constitutiva de dos niveles de conocimiento, el ani-mal y el reflexivo. A nivel de primer orden, nos encontramos con la normatividad de la actuación apta, de aquella cuyo éxito se debe a la competencia del sujeto. A nivel de segundo orden, se halla la normatividad de la actuación meta-apta, de aquella que manifiesta, no una competencia o habili-dad de primer orden, sino el buen juicio de segundo orden necesario para una evaluación adecuada del riesgo. Dicha meta-aptitud es imprescindible para que sepamos con pleno conocimiento. Por tanto, el primer capítulo ofrece una solu-ción al problema del Teeteto respecto a la naturaleza y a la constitución de nuestro conocimiento. El segundo capítulo explora distintas formas en las que el ámbito epistémico admite cierto tipo de agencia, e investiga la importancia que esto tiene para la normatividad de la actuación específica de dicho ámbito. El tercer capítulo aborda el tema del valor en epistemología, y afronta el problema del Menón respecto al significado y a la plausibilidad de la afirmación de que el conocimiento es siempre mejor que la correspondiente creen-cia meramente verdadera. A lo largo de esta investigación,

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242 resumen

también se considera cómo podría el conocimiento encon-trarse normativamente vinculado a la acción en general, y a la aseveración en particular. El cuarto capítulo defiende nuestra explicación en dos niveles, comparándola con alter-nativas rivales. El quinto capítulo evalúa en qué medida el contextualismo es otra alternativa en epistemología, propia-mente dicha; y ofrecemos razones para dudar de que sea así. A continuación, en el sexto capítulo, reforzamos nuestra con-cepción basada en la actuación gracias a una explicación del tipo necesario de experiencia: la experiencia sensorial con contenido proposicional. El séptimo capítulo explora nuestro conocimiento a través de instrumentos y de interlocutores, ofreciendo un modo de entender tal conocimiento en conso-nancia con una epistemología de virtudes basada en la actua-ción. Finalmente, el octavo capítulo defiende la clase de cir-cularidad epistémica presente en la meta-aptitud, y, por tanto, presente en la aptitud plena de saber con pleno conoci-miento.

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Índice de conceptos y autores

acierto fortuito: 82; véase también suerteactuación apta: 43, 46, 112, 241ADA, estructura de evaluación: 33, 42, 56, 57, 58, 59, 80, 91, 93,

106, 175adverbialismo: 190, 198afirmación: véase creencia: concepciones de laagencia: 55-80, 61, 63, 66, 67

y agencia subconsciente: 57-58, 66, 77-78y evidencia: 57-58, 62-64, 73-75y razonamiento: 60-73, 76-80

alternativas relevantes: 159análisis tradicional: 121, 127, 134, 136; véase también cuarta

cláusula, concepciones del conocimiento de laapariencias: 67, 223n4aptitud: 45-53, 91-95, 112-118, 204-206

versus aptitud en función de la verdad: 59n2, 68versus aptitud plena: 48-53, 101-102, 154, 156-157versus aptitud relevante: 63-64y condiciones adecuadas: 45-46, 49, 68, 112n17, 138-145,

156-157 de la creencia: 37-41, 50-65, 89-95, 101-107, 112-115, 132-

137, 140-143, 156-157de la experiencia: 175-177grados de: 49versus meta-aptitud: 45-49, 63-64, 156-157

argumento trascendental: 218, 235-239Aristóteles: 177

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244 índice de conceptos y autores

ascenso metalingüístico: 159, 169aseveración: 80-82, 89, 95-107

como una forma de acción: 80, 95-97e insinceridad: 95-97y la naturaleza de la creencia: 87-91

en nombre de uno mismo versus aseveración vicaria: 95véase también normas de aseveración

Berkeley, George: 177Broad, Charlie Dunbar: 177

certeza: véase confianzacircularidad: 125, 129, 214, 217-239; véase también historial del

ejercicio de una capacidad, argumentos por elcircularidad flagrante: 217, 219-222, 227cogito: 207-208Cohen, Stewart: 162n1, 228coherencia: 52n9, 83n3, 87, 116-120, 213, 215, 231n13, 232,

238, 238n18competencia: 138-145

que conlleva versus que no conlleva razones: 123, 217-218, 224-228

y diseño: 209y evolución: 209, 233y mérito: 146-151véase también destreza

confianza: 81-91, 97, 99-101, 115n20, 118, 148, 154n21, 167, 173, 204, 205, 210, 213, 214, 215, 218, 221, 222, 228, 235

véase también creencia: concepciones de laconocimiento:

y acción: 91-97, 106, 113n19, 118como actuación apta: 112-114análisis del: 121-157animal versus reflexivo: 37, 50-53, 64, 91-92, 99-102, 133-

134, 145n17, 154-156, 202-203aspectos sociales del: 90, 114-115, 121, 146, 149, 233-234concepto de: 121, 126-128, 131, 135, 167-168grados de: 154-155humano: 121-157, 161-162instrumental: 201-206, 210-216

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índice de conceptos y autores 245

interpretativo: 210-211perceptivo: 122-131, 142-143, 147, 175, 213testimonial: véase testimoniovalor del: véase valor del conocimiento, problema delconsciencia: 183-186

contextualismo: 159-174crédito: véase méritocreencia:

como actuación: véase aptitud: de la creenciaconcepciones de la: 82-91control de la: 77-79, 85n4, 232evaluación pragmática de la: 57, 62-64, 74-80, 86-88, 106n12y evidencia: 83-84, 85n4, 87-89modelo de la red de: 229-230, 231n13y nuevas evidencias: 65, 75, 78-79, 115n20, 121, 123-124objetivo de la: 37, 42, 51, 56-67, 75, 92, 108-114de primer orden versus de segundo orden: 50-53, 154-157,

238-239probabilista: 105-106

creencias reconfortantes: 56, 68, 73, 78cuarta cláusula, concepciones del conocimiento de la: 121-124,

126-130, 133-135; véase también realismo, directo versus in-directo

curiosidad: 110-111, 170

Davidson, Donald: 234n14debate internismo/externismo:

acerca del contenido: 218, 234 acerca de la justificación y/o del conocimiento: 85n4,

202-203, 219, 224n5, 237derecho seguro: 122-123, 127-135, 236DeRose, Keith: 162n1Descartes, René: 111n16, 224n5, 237destreza: 37, 41, 42, 43, 49, 56, 59n1, 66, 68, 92-93, 97n6, 175;

véase también ADA, estructura de evaluacióndisposiciones: 137-145, 152-153, 157n24

y creencia: 82-103, 222-228, 232y experiencia: 186-187

Dretske, Fred: 162n1

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246 índice de conceptos y autores

ejemplos discutidos en el texto:arquero / Diana cazadora: 41-53, 55, 66, 69-73, 92, 109-112,

147, 148, 149, 150béisbol: 104buen samaritano: 151celebridad en la habitación: 121-122, 127-128, 135conducta social de las hormigas: 170-172gaviotas en la playa: 149 graneros falsos: 140-142, 152-157granos de arena: 110-111Hombre del Pantano: 209-210Inhabilitador: 233-239inspector de colores: 152-155juez parcial: 55-58, 223n4profesor creacionista: 95Reticente, Normal y Afirmativo: 83-88superficie coloreada: 69-73, 122-124, 131-134, 140-144, 152,

156, 217-222, 225, 231n13 sexador de pollos: 219, 224tenis: 49, 112, 113, 140

epistémico/a:ausencia de culpa: 122circularidad: véase circularidadcorrección: 57, 62, 95-97, 118, 237virtudes: véase virtudes intelectuales/teóricas

escepticismo: 57, 65, 125-126, 159, 161, 166-167, 232-234experiencia: 175-200

y adverbialismo: 189-191, 194, 198-200y causalidad: 178-179y consciencia: 183-186directa: 177-182, 187-194y eventos: 178-179, 187-188 e inferencia: 178, 180-181como inmediata e indudable: 186-187monádica: 187-194, 198naturaleza de la: 187-200proposicional: 191-200visual: 122, 127, 129-137, 155, 176, 189-200

externismo: véase debate internismo/externismo

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índice de conceptos y autores 247

factivo: 131-133del verbo saber: 171

falacia contextualista: 160, 171Fantl, Jeremy: 126n4fiabilidad: 49-51, 63, 108, 136, 145, 160, 167, 173, 203-239

y evolución: 232-234Fogelin, Robert: 162n1

Gettier, Edmund: 38Gettier, el problema de: 38, 92-95, 105, 128, 130, 141Goldman, Alvin: 162n1

Haddock, Adrian: 123n2, 149n19habilidad: véase competenciahistorial del ejercicio de una capacidad, argumentos por el: 217,

220-221, 227; véase también circularidadHume, David: 177

indéxicos: 160, 164-166; véase también contextualismointernismo: véase debate internismo/externismointrospección: 148, 207-208, 214 intuición: 118n23, 177

justificación: 83-88, 101, 121-123, 131-135, 166-168, 173, 178, 179-180, 183, 209-216, 217, 222, 227-230, 235

animal versus reflexiva: 228-229, 238-239

Kant, Immanuel: 177Kim, Jaegwon: 126n4

Lackey, Jennifer: 95, 150n20, 202Lewis, David: 162n1Locke, John: 177

McDowell, John: 133n9McGrath, Matthew: 126n4medios-fin:

acción/actuación: 95-97, 105-106razonamiento de: véase razones: de medios a fines

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248 índice de conceptos y autores

memoria: 125, 129n5, 137, 215, 229-233Menón, problema del: véase valor del conocimiento, problema delmérito: 50-53, 71-73, 79, 101-103, 146-151, 201

y causalidad: 146-147, 206-207respecto a la existencia de una creencia versus respecto a la

corrección de una creencia: 148, 149-151meta-aptitud: véase aptitud: versus meta-aptitudMillar, Alan: 123n2, 149n19Moore, George Edward: 125-126, 177

naturalismo: 212-214, 232-233Neta, Ram: 167n3normas de afirmación:

conocimiento: 97-103normas de aseveración:

certeza: 100conocimiento: 80-82, 95-107conocimiento reflexivo: 99-102evidencia: 101justificación: 101 sinceridad: 95-96verdad: 99

normas de la actuación: 103-107normas de la creencia:

certeza: 102conocimiento: 97-103evidencia: 101

normatividad:de la actuación: 37, 41, 91, 93, 97, 103, 108n15, 116 epistémica: 37-41, 50-53, 80, 223-224

Parfit, Derek: 172percepción: 69, 123-145, 175-179, 212-216, 217-222, 225n6,

228-234Platón: 37-39, 81, 107, 177prejuicio: 55-58, 223n4Price, Henry Habberley: 177Prichard, Harold Arthur: 123n2Primero, conocimiento: 123-124, 126-137Pritchard, Duncan: 123n2, 149n19

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índice de conceptos y autores 249

probabilidad subjetiva: véase confianzaprueba: 125

racionalidad: 74-80razonabilidad: 121-123, 126-127, 134razonamiento práctico: véase razones: prácticas versus epis-

témicasrazones:

explícitas: 94de medios a fines: 68, 75-76, 91-97, 105, 115prácticas versus epistémicas: 74-80

realismo, directo versus indirecto: 122-126, 130referencia: 178, 181-182, 207-209refrendo reflexivo: 230regreso al infinito: 100, 219, 225riesgo: 37, 45-50, 52n9, 64-65, 144Russell, Bertrand: 181

seguridad:de la creencia: 128, 144-145, 153-156, 167, 173, 206-212de medios: 92, 105de verdades necesarias: 144-145

silogismo práctico: véase razones: prácticas versus epistémicasSmith, Nicholas: 133n9Sosa, David: 100n8Stine, Gail: 162n1Stroud, Barry: 133n9suerte: 47-52, 69, 93-95, 105-107, 112-120, 144-145, 176; véase

también acierto fortuitosuspensión del juicio: 37, 42-48, 51, 52n9, 57, 76-80, 82-89,

99-100, 132, 235-239

Teeteto, problema del: 37testimonio: 60-61, 148-151, 201-216, 234

aseverativo versus no aseverativo: 212

Unger, Peter: 162n1

valor del conocimiento, problema del: 37-39, 80-120verificacionismo: 177

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250 índice de conceptos y autores

virtudes intelectuales/teóricas: 65, 80, 91, 138-145, 202Vogel, Jonathan: 221n2vulnerabilidad: 136, 236

Warfield, Ted: 162n1Williams, Michael: 162n1Williamson, Timothy: 123n2, 133n9

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Introducción (Modesto M. Gómez-Alonso) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11

Prefacio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 31

Agradecimientos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 35CAPÍTULO UNOCon pleno conocimiento . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 37CAPÍTULO DOSAgencia epistémica . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 55CAPÍTULO TRESCuestiones de valor en epistemología . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 81CAPÍTULO CUATROTres concepciones del conocimiento humano . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 121CAPÍTULO CINCOContextualismo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 159CAPÍTULO SEISExperiencia proposicional . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 175CAPÍTULO SIETEConocimiento: a partir de instrumentos y por testimonio 201CAPÍTULO OCHOCircularidad epistémica . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 217

Resumen . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 241

Índice de conceptos y autores . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 243

Índice

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Este libro se terminó de imprimiren los talleres

del Servicio de Publicaciones de la Universidad de Zaragoza

en mayo de 2014

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1 Joaquín Lomba Fuentes, El oráculo de Narciso. (Lectura del Poema de Parménides), 2.ª ed. (1992).

2 Luis Fernández Cifuentes, García Lorca en el Teatro: La norma y la dife-rencia (1986).

3 Ignacio Izuzquiza Otero, Henri Bergson: La arquitectura del deseo (1986). 4 Gabriel Sopeña Genzor, Dioses, ética y ritos. Aproximación para una com-

prensión de la religiosidad entre los pueblos celtibéricos (1987). 5 José Riquelme Otálora, Estudio semántico de purgare en los textos latinos

antiguos (1987). 6 José Luis Rodríguez García, Friedrich Hölderlin. El exiliado en la tierra

(1987). 7 José María Bardavío García, Fantasías uterinas en la literatura norteame-

ricana (1988). 8 Patricio Hernández Pérez, Emilio Prados. La memoria del olvido (1988). 9 Fernando Romo Feito, Miguel Labordeta. Una lectura global (1988). 10 José Luis Calvo Carilla, Introducción a la poesía de Manuel Pinillos. Estu-

dio y antología (1989). 11 Alberto Montaner Frutos, Política, historia y drama en el cerco de Za-

mora. La Comedia segunda de las mocedades del Cid de Guillén de Castro (1989).

12 Antonio Duplá Ansuategui, Videant consules. Las medidas de excepción en la crisis de la República Romana (1990).

13 Enrique Aletá Alcubierre, Estudios sobre las oraciones de relativo (1990). 14 Ignacio Izuzquiza Otero, Hegel o la rebelión contra el límite. Un ensayo de

interpretación (1990). 15 Ramón Acín Fanlo, Narrativa o consumo literario (1975-1987) (1990). 16 Michael Shepherd, Sherlock Holmes y el caso del Dr. Freud (1990). 17 Francisco Collado Rodríguez (ed.), Del mito a la ciencia: la nove-

la norteamericana contemporánea (1990). 18 Gonzalo Corona Marzol, Realidad vital y realidad poética. (Poesía y

poética de José Hierro) (1991). 19 José Ángel García Landa, Samuel Beckett y la narración reflexiva (1992). 20 Ángeles Ezama Gil, El cuento de la prensa y otros cuentos. Aproximación

al estudio del relato breve entre 1890 y 1900 (1992). 21 Santiago Echandi, La fábula de Aquiles y Quelone. Ensayos sobre Zenón de

Elea (1993). 22 Elvira Burgos Díaz, Dioniso en la filosofía del joven Nietzsche (1993). 23 Francisco Carrasquer Launed, La integral de ambos mundos: Sender

(1994). 24 Antonio Pérez Lasheras, Fustigat mores. Hacia el concepto de la sátira en

el siglo xvii (1994).

Títulos de la colección Humanidades

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25 M.ª Carmen López Sáenz, Investigaciones fenomenológicas sobre el origen del mundo social (1994).

26 Alfredo Saldaña Sagredo, Con esa oscura intuición. Ensayo sobre la poesía de Julio Antonio Gómez (1994).

27 Juan Carlos Ara Torralba, Del modernismo castizo. Fama y alcance de Ricardo León (1996).

28 Diego Aísa Moreu, El razonamiento inductivo en la ciencia y en la prueba judicial (1997).

29 Guillermo Carnero, Estudios sobre teatro español del siglo xviii (1997). 30 Concepción Salinas Espinosa, Poesía y prosa didáctica en el siglo xv:

La obra del bachiller Alfonso de la Torre (1997). 31 Manuel José Pedraza Gracia, Lectores y lecturas en Zaragoza (1501-1521)

(1998). 32 Ignacio Izuzquiza, Armonía y razón. La f ilosofía de Friedrich D.

E. Schleiermacher (1998). 33 Ignacio Iñarrea Las Heras, Poesía y predicación en la literatura francesa

medieval. El dit moral en los albores del siglo xiv (1998). 34 José Luis Mendívil Giró, Las palabras disgregadas. Sintaxis de las expre-

siones idiomáticas y los predicados complejos (1999). 35 Antonio Armisén, Jugar y leer. El Verbo hecho tango de Jaime Gil de

Biedma (1999). 36 Abū .t Tāhir, el Zaragozano, Las sesiones del Zaragocí. Relatos picarescos

(maqāmāt) del siglo xii, estudio preliminar, traducción y notas de Ignacio Ferrando (1999).

37 Antonio Pérez Lasheras y José Luis Rodríguez (eds.), Inventario de au-sencias del tiempo despoblado. Actas de las Jornadas en Homenaje a José Antonio Rey del Corral, celebradas en Zaragoza del 11 al 14 de noviembre de 1996 (1999).

38 J. Fidel Corcuera Manso y Antonio Gaspar Galán, La lengua francesa en España en el siglo xvi. Estudio y edición del Vocabulario de los vocablos de Jacques de Liaño (Alcalá de Henares, 1565) (1999).

39 José Solana Dueso, El camino del ágora. Filosofía política de Protágoras de Abdera (2000).

40 Daniel Eisenberg y M.ª Carmen Marín Pina, Bibliografía de los libros de caballerías castellanos (2000).

41 Enrique Serrano Asenjo, Vidas oblicuas. Aspectos históricos de la nueva biografía en España (1928-1936) (2002).

42 Daniel Mesa Gancedo, Extraños semejantes. El personaje artificial y el artefacto narrativo en la literatura hispanoamericana (2002).

43 María Soledad Catalán Marín, La escenografía de los dramas románticos españoles (1834-1850) (2003).

44 Diego Navarro Bonilla, Escritura, poder y archivo. La organización docu-mental de la Diputación del reino de Aragón (siglos xv-xviii) (2004).

45 Ángel Longás Miguel, El lenguaje de la diversidad (2004).

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46 Niall Binns, ¿Callejón sin salida? La crisis ecológica en la poesía hispa-noamericana (2004).

47 Leonardo Romero Tobar (ed.), Historia literaria / Historia de la litera-tura (2004).

48 Luisa Paz Rodríguez Suárez, Sentido y ser en Heidegger. Una aproxima-ción al problema del lenguaje (2004).

49 Evanghélos Moutsopoulos, Filosofía de la cultura griega, traducción de Carlos A. Salguero-Talavera (2004).

50 Isabel Santaolalla, Los «Otros». Etnicidad y «raza» en el cine español contemporáneo (2005).

51 René Andioc, Del siglo xviii al xix. Estudios histórico-literarios (2005). 52 María Isabel Sepúlveda Sauras, Tradición y modernidad: Arte en Zara-

goza en la década de los años cincuenta (2005). 53 Rosa Tabernero Sala, Nuevas y viejas formas de contar. El discurso narra-

tivo infantil en los umbrales del siglo xxi (2005). 54 Manuel Sánchez Oms, L’Écrevisse écrit: la obra plástica (2006). 55 Agustín Faro Forteza, Películas de libros (2006). 56 Rosa Tabernero Sala, José D. Dueñas Lorente y José Luis Jiménez Cerezo

(coords.), Contar en Aragón. Palabra e imagen en el discurso literario infantil y juvenil (2006).

57 Chantal Cornut-Gentille, El cine británico de la era Thatcher. ¿Cine nacional o «nacionalista»? (2006).

58 Fernando Alvira Banzo, Martín Coronas, pintor (2006). 59 Iván Almeida y Cristina Parodi (eds.), El fragmento infinito. Estudios

sobre «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius» de J. L. Borges (2007). 60 Pedro Benítez Martín, La formación de un francotirador solitario. Lectu-

ras filosóficas de Louis Althusser (1945-1965) (2007). 61 Juan Manuel Cacho Blecua (coord.), De la literatura caballeresca al

Quijote (2007). 62 José Julio Martín Romero, Entre el Renacimiento y el Barroco: Pedro de la

Sierra y su obra (2007). 63 M.ª del Rosario Álvarez Rubio, Las historias de la literatura española

en la Francia del siglo xix (2007). 64 César Moreno, Rafael Lorenzo y Alicia M.ª de Mingo (eds.), Filosofía y

realidad virtual (2007). 65 Luis Beltrán Almería y José Luis Rodríguez García (coords.), Simbolismo

y hermetismo. Aproximación a la modernidad estética (2008). 66 Juan Antonio Tello, La mirada de Quirón. Literatura, mito y pensamien-

to en la novela de Félix de Azúa (2008). 67 Manuela Agudo Catalán, El Romanticismo en Aragón (1838-1854). Lite-

ratura, prensa y sociedad (2008). 68 Gonzalo Navajas, La utopía en las narrativas contemporáneas (Novela/

Cine/Arquitec tura) (2008).

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69 Leonardo Romero Tobar (ed.), Literatura y nación. La emergencia de las literaturas nacionales (2008).

70 Mónica Vázquez Astorga, La pintura española en los museos y colecciones de Génova y Liguria (Italia) (2008).

71 Jesús Rubio Jiménez, La fama póstuma de Gustavo Adolfo y Valeriano Bécquer (2009).

72 Aurora González Roldán, La poética del llanto en sor Juana Inés de la Cruz (2009).

73 Luciano Curreri, Mariposas de Madrid. Los narradores italianos y la guerra civil española (2009).

74 Francisco Domínguez González, Huysmans: identidad y género (2009) 75 María José Osuna Cabezas, Góngora vindicado: Soledad primera, ilustra-

da y defendida (2009). 76 Miguel de Cervantes, Tragedia de Numancia, estudio y edición crítica de

Alfredo Baras Escolá (2009). 77 Maryse Badiou, Sombras y marionetas. Tradiciones, mitos y creencias: del

pensamiento arcaico al Robot sapiens, traducción de Adolfo Ayuso y Marta Iguacel, prólogo de Adolfo Ayuso (2009).

78 Belén Quintana Tello, Las voces del espejo. Texto e imagen en la obra lírica de Luis Antonio de Villena (2010).

79 Natalia Álvarez Méndez, Palabras desencadenadas. Aproximación a la teoría literaria postcolonial y a la escritura hispano-negroafricana (2010).

80 Ángel Longás Miguel, El grado de doctor. Entre la ciencia y la virtud (2010).

81 Fermín de los Reyes Gómez, Las historias literarias españolas. Repertorio bibliográfico (1754-1936) (2010).

82 M.ª Belén Bueno Petisme, La Escuela de Arte de Zaragoza. La evolución de su programa docente y la situación de la enseñanza oficial del grabado y las artes gráficas (2010).

83 Joaquín Fortanet Fernández, Foucault y Rorty: Presente, resistencia y deserción (2010).

84 M.ª Carmen Marín Pina (coord.), Cervantes en el espejo del tiempo (2010).

85 Guy H. Wood, La caza de Carlos Saura: un estudio (2010). 86 Manuela Faccon, Fortuna de la Confessio Amantis en la Península Ibé-

rica: el testimonio portugués (2010). 87 Carmen Romeo Pemán, Paula Ortiz Álvarez y Gloria Álvarez Roche,

María Zambrano y sor Juana Inés de la Cruz. La pasión por el cono-cimiento (2010).

88 Susana Sarfson Gleizer, Educación musical en Aragón (1900-1950). Legis-lación, pu blicaciones y escuela (2010).

89 Julián Olivares (ed.), Eros divino. Estudios sobre la poesía religiosa ibe-roamericana del siglo xvii (2011).

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90 Manuel José Pedraza Gracia, El conocimiento organizado de un hombre de Trento. La biblioteca de Pedro del Frago, obispo de Huesca, en 1584 (2011).

91 Magda Polo Pujadas, Filosofía de la música del futuro. Encuentros y desen-cuentros entre Nietzsche, Wagner y Hanslick (2011).

92 Begoña López Bueno (ed.), El Poeta Soledad. Góngora 1609-1615 (2011). 93 Geneviève Champeau, Jean-François Carcelén, Georges Tyras y Fer-

nando Valls (eds.), Nuevos derroteros de la narrativa española actual.Veinte años de creación (2011).

94 Gaspar Garrote Bernal, Tres poemas a nueva luz. Sentidos emergentes en Cristóbal de Castillejo, Juan de la Cruz y Gerardo Diego (2012).

95 Anne Cayuela (ed.), Edición y literatura en España (siglos xvi y xvii) (2012).

96 José Luis López de Lizaga, Lenguaje y sistemas sociales. La teoría socioló-gica de Jürgen Habermas y Niklas Luhmann (2012).

97 Ángeles Ezama, Marta Marina, Antonio Martín, Rosa Pellicer, Jesús Rubio y Enrique Serrano (coords.), Aún aprendo. Estudios Estudios de Literatura Española (2012).

98 Alejandro Martínez y Jacobo Henar (coords.), La postmodernidad ante el espejo.

99 Esperanza Bermejo Larrea, Regards sur le locus horribilis. Manifestations littéraires sur des espaces hostiles (2012).

100 Nacho Duque García, De la soledad a la utopía. Fredric Jameson, intér-prete de la cultura postmoderna (2012).

101 Antonio Astorgano Abajo (coord.), Vicente Requeno (1743-1811), jesuita y restaurador del mundo grecolatino (2012).

102 José Luis Calvo Carilla, Carmen Peña Ardid, M.ª Ángeles Naval, Juan Carlos Ara Torralba y Antonio Ansón (eds.), El relato de la Transi-ción / La Transición como relato (2013).

103 Ignacio Domingo Baguer, Para qué han servido los libros (2013). 104 Leonardo Romero Tobar (ed.), Temas literarios hispánicos (I) (2013). 105 David Pérez Chico (coord.), Perspectivas en la filosofía del lenguaje

(2013). 106 Jesús Ezquerra Gómez, Un claro laberinto. Lectura de Spinoza (2014). 107 David Pérez Chico y Alicia García Ruiz (eds.), Perfeccionismo. Entre la

ética política y la autonomía personal (2014). 108 Alain Bègue y Antonio Pérez Lasheras (coords.), «Hilaré tu memoria

entre las gentes». Estudios de literatura áurea (2014).

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