IX PREMIO JOVEN DE

RELATO CORTO“EL CORTE INGLÉS”

Edición 2016

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del “Copyright”, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella, mediante alquiler o préstamo públicos.

Editan:Ateneo Navarro/Nafar Ateneoa y El Corte Inglés

ACTA DEL FALLO DEL JURADO DELIX PREMIO JOVEN DE RELATO CORTO

“EL CORTE INGLÉS”

El jurado compuesto por los siguientes miembros:- Don Andrés Amat, premiado en la edición 2014.- Doña Garazi Albizua, profesora de actividades creativas.- Don Luis Tarrafeta, vocal de Promoción de la Juventud del Ateneo Navarro/Nafar Ateneoa y escritor.

Después de examinar los 197 trabajos presentados a concurso, procedentes de varias Comunidades Autónomas de Espa-ña y de otros tantos países, resalta la calidad de los relatos finalistas.

El jurado falla lo siguiente:

Otorgar el primer premio a: Juncal Baeza Monedero con su obra “El hombre que soy”.

Otorgar el segundo premio a:Manuel Félix Cantón con su obra “La cuestión de los pa-dres”.

Otorgar el premio al mejor relato navarro a:Iñigo García Yoldi con su obra “¿Buscas trabajo, chaval?”.

El jurado, Ateneo Navarro/Nafar Ateneoa y El Corte Inglés dan su enhorabuena a los ganadores y agradecen a todos los participantes su contribución a este certamen.

Pamplona, 10 de junio de 2016

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ÍNDICE

JUNCAL BAEZA MONEDEROEl hombre que soy ......................................... 9 MANUEL FÉLIX CANTÓNLa cuestión de los padres ............................. 23

IÑIGO GARCÍA YOLDI¿Buscas trabajo, chaval? .............................. 37

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GANADOR IX PREMIO JOVEN DE RELATO CORTO

Juncal Baeza MonederoEl hombre que soy

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Juncal Baeza Monedero es madrileña, tiene 34 años, y está a punto de ser madre de su segunda hija. Se licenció en Ciencias Ambientales por la Universidad Autónoma de Madrid en 2004 y actualmente está cursando 3º de Grado de Psicología en la UNED.Después de trabajar en El Salvador como Joven Cooperan-te de la AECID y posteriormente en el ámbito de las ONGs, actualmente ocupa el cargo de Directora de Proyectos de Cooperación Internacional con especialización en temáti-ca de Gobernabilidad, acumulando experiencia en países como República Dominicana, Bolivia, Honduras, México o Colombia.

En el ámbito literario comenzó escribiendo sus primeros textos a los 12 años en una máquina de escribir antigua, aficionándose cada vez más a la creación de historias. En el año 2008 comenzó a participar en certámenes litera-rios, siendo galardonada en numerosas ocasiones con pri-meros y segundos premios, accésits y menciones de honor, y habiéndose publicado la mayoría de sus textos.

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El hombre que soy

Entró un tipo llamado Beau, o Bo, no sabría de-cirlo. Quizá fuese incluso Bou. Tenía pinta de no haber dormido en días, y llevaba el pelo revuelto y la ropa arrugada. Creo que alguno de nosotros llegó a saludarlo como a un cliente cualquiera, pero él no pareció darse cuenta. Caminaba como en un sueño, arrastrando los pies mientras reco-rría los pasillos. No hizo ningún gesto mientras deshacía el espacio hasta el fondo de la librería. Cuando su cuerpo estaba ya a punto de toparse contra la última estantería, se paró en seco. Tenía el rostro separado apenas unos milímetros de la hilera de libros, y ahí mismo le sonó el teléfono, aunque casi pudo escucharse mejor la vibración que la melodía, y lo sacó del bolsillo interior de la cazadora con un gesto muy adormilado. Apre-tó el botón de descolgar con la mirada aún fija en la estantería y dijo, solamente, Aquí Beau. O Bo. Lo que fuese.

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Todo lo demás debió decirlo ese otro que llama-ba, porque Beau no volvió a abrir la boca. Pa-recía, más bien, estar recibiendo instrucciones. De cuando en cuando asentía con la cabeza, de forma muy leve, no sé si con resignación o mos-trándose de acuerdo, porque desde mi posición no podía verle bien la cara. Colgó sin despedirse, que es algo muy de película. En el mundo real nadie cuelga sin decir adiós, hasta luego, vale, nos vemos. Eso solo lo hacen en el cine, porque ahí todo termina pareciéndonos muy normal y nada importa demasiado. Sin embargo, en el am-biente cerrado de la librería, su silencio quedó colgado del aire como la cuerda de una cometa.

Después de eso, Beau no se movió durante unos minutos, aún con el teléfono en la mano y las puntas de los pies rozando la estantería. Se me ocurrió que podía acercarme a preguntarle si po-día ayudarlo a buscar algo, a encontrar un libro o escoger un título para regalar a alguien, lo de siempre, pero no me dio tiempo. Él mismo sacó un tomo de la mitad de la fila, y se fue con él en la mano hasta un rincón. Apoyó la espalda contra la pared y, aún con los ojos fijos en ese horizonte desdibujado para el resto, se dejó resbalar hasta el suelo. En realidad, no estaba permitido sen-

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tarse en el suelo a leer, pero decidí dejarlo. No sabría decir por qué, pero me dio pena la cara de hombre desolado que tenía.

Pensé que ese rato, mirándolo, se podía conver-tir en la anécdota más interesante de mi sema-na. Intenté adivinar qué leía desde la distancia, guiándome por el color de la cubierta y el tipo de edición, rascándome la barba muerto de intriga. Había sacado el libro de la hilera, en formato de bolsillo, de Acantilado. No era, ni mucho me-nos, mi editorial favorita cuando entré a trabajar en la librería. Me parecía demasiado oscura, de una sobriedad insoportable, como si solamente publicase a autores muertos capaces de matar también a sus lectores de aburrimiento. Con el tiempo, sin embargo, había cambiado mi opinión totalmente y ahora, cuando cogía uno de sus li-bros en las manos, me gustaba el peso aligerado de sus páginas y sus portadas flexibles. La tipo-grafía de sus títulos me parecía perfecta, con ese aire centroeuropeo que hacía temblar de frío.

Beau leía muy rápido. O, al menos, pasaba las páginas a gran velocidad. Me acerqué a la bal-da de donde había sacado el libro, y donde aún podía adivinarse el espacio imperceptible que

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había dejado ese tomo extraído, en mitad de la K. En la librería lo teníamos todo ordenado al-fabéticamente, tomando como referencia el pri-mer apellido del autor. Lo identifiqué enseguida, porque Ivan Klíma era uno de esos autores tan brillantes como desconocidos de los que sola-mente teníamos un ejemplar en la hilera, porque no solía venderse. Aquí al menos. Tal vez fuese por ese silencio que acompañó a sus primeros tiempos de supuesto disidente, o a lo lejana que nos parece la cultura checa. A la pereza que nos da el frío o a haber leído a Kafka como si no hubiera otro. Con la manía que yo le tengo a su metamorfosis y a toda la iconografía que escupió su obra.

Cuando me di la vuelta y lo miré, me di cuenta de que había sacado una libreta y un bolígrafo del bolsillo y que estaba escribiendo, así que su-puse que se había puesto a traspasar un pasaje de Amor y Basura a un pedazo de papel arran-cado de mala manera. También escribía deprisa. Transcribir fragmentos no estaba prohibido en la librería, pero sí forzar el encuadernado de los libros con tanta violencia para poder apoyarse cómodamente entre sus páginas. Ese ejemplar iba a quedar así, tal cual, con las tripas aflojadas

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y una marca longitudinal en el canto, como una serpiente estrechísima. Sin embargo, no le dije nada sobre esto tampoco. Sentía que debía estar haciendo algo verdaderamente importante y que yo, dejándole anotar, de alguna forma participa-ba de ello.

Beau escribió un rato más, y estaba tan concen-trado que no se daba cuenta de que yo perma-necía cerca, observándolo escribir. Algún cliente se acercó a consultarme algo en algún momento, pero solo tuve que decir, pregunte a un compa-ñero, por favor, para quedarme de nuevo a so-las, mirando. La nueva vibración del teléfono me sobresaltó a mí más que a él, que en realidad parecía haber estado esperando otra llamada, y quizá por eso había decidido hacer tiempo trans-cribiendo a Klíma. Descolgó con un gesto que de nuevo parecía muy cansado, como si leer y escribir fuese lo único para lo que tenía energía. Esta vez no dijo que ahí estaba Beau. Solamente escuchó, durante un par de minutos, y después tragó saliva y musitó, Voy. De verdad, parecía muy, muy cansado. Del teléfono, de la persona al otro lado, y de su vida tal vez.

Así solamente, voy.

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Se levantó lentamente, y yo tuve que echarme a un lado para no entorpecerlo con mi cuerpo. Se acercó a dejar el libro en la estantería y echó a andar pasillo adelante, mientras se guardaba el bolígrafo, la libreta y el móvil de nuevo en el bolsillo. Tenía un esqueleto descoordinado y torcido, y la ropa parecía despegarse de su piel a cada paso. Vi que intentaba guardarse el pa-pel que había estado escribiendo en el bolsillo trasero del pantalón, pero no debió hundir bien la mano en la abertura porque se le resbaló en-seguida hacia fuera, y yo me agaché veloz a recogerlo. Me alegré de tener una excusa para intentar acercarme a hablar con él. Solo cuando grité Oiga! por segunda vez, se dio la vuelta con gesto de enfado. Inconscientemente, levanté las manos, como para sacarme una culpa de encima. No me dio tiempo a mostrarle el papel manosea-do. Me hizo un gesto de amenaza con la cabe-za, levantando al aire el mentón rápidamente y abriendo los brazos.

Luego se dio la vuelta y continuó su camino, y yo me quedé quieto como una estatua, y tuve un poco de miedo, aunque en realidad no sabía por qué. Cuando lo perdí de vista por la escale-ra mecánica de bajada, eché un vistazo al papel,

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con la curiosidad de saber qué fragmento había copiado. Resulta que no era Amor y Basura. El papel estaba repleto de repeticiones de una mis-ma frase: Margot cuelga del último edificio de la ciudad. Av. Pascal Guimeau. Una y otra vez.

Margot cuelga del último edificio de la ciudad. Av. Pascal Guimeau. Con letras puntiagudas.

Después de leer tantas veces el nombre de Mar-got en el papel, me pareció que la conocía. E inmediatamente después me entró una pena tre-menda. Un dolor desconocido por una descono-cida que, por lo visto, estaba colgada en un edi-ficio de la ciudad. Me pregunté si la frase tendría un significado literal, y Margot estaría sintiendo endurecerse su cuerpo con una cuerda anudada al cuello. O si simplemente Beau había querido decir que Margot estaba colocada hasta las ce-jas, hasta no ser capaz de decir ni su nombre. O que estaba completamente loca. O esperando a alguien que no llegaba.

Corrí a la estantería para coger el libro de Klíma y lo hojeé entero, página por página, doliéndo-me la abertura forzada por las manos de Beau en la mitad del tomo. No sé qué buscaba. Por un

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instante me sentí un detective, un ser diferente de mí mismo. Otra persona, por fin. Pensé que el momento de cambiar mi vida por completo había llegado a través de él y de su nota. Justo después me sentí un poco estúpido.

Coloqué el libro en su estante y me guardé el pa-pel en el bolsillo del chaleco. Me senté detrás de mi ordenador, y solo por curiosidad, tecleé en un buscador lo de Av. Pascal Guimeau. No aparecía. Probé con Margot Av. Pascal Guimeau. Nada. Después puse solamente Margot, y la web me devolvió un millar de resultados. Paseé la mirada sobre las fotos de desconocidas que respondían a ese nombre y me dediqué a imaginar esos ros-tros muertos. Violentamente muertos. Drogados. Enloquecidos. Y después solos.

La megafonía anunció el cierre del comercio y so-licitó amablemente a los clientes que terminasen sus compras y se dirigiesen hacia la puerta de sa-lida. Cerré la página web y bloqueé el terminal con mi usuario.

En la calle me estaba esperando Beau. Me sor-prendió por la espalda, cuando ya había iniciado mi camino hacia casa. Hacía un frío tremendo.

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Devuélveme el papel, me dijo. Y yo me di la vuelta y lo miré, me saqué la mano del bolsillo y le tendí el papel arrugado, y de repente me es-cuché a mi mismo preguntándole que quién era Margot. A ti no te importa, me respondió, con la misma calma hueca con que había respon-dido al teléfono un rato antes. Sin embargo, no se iba. Estábamos así, uno frente al otro en la oscuridad de la noche de invierno, y nos mirábamos, y a mí me entró una tensión inso-portable pensando en si llevaría un arma. En realidad tenía cara de poder llevarla.

Lo miré de abajo a arriba. Las piernas delga-das, la cazadora con el cuello de piel sobre la ropa desastrada, y ese rostro enrojecido de frío y desamparado que, por momentos, me hubie-ra gustado tener a mí, a quien nunca pasaba nada nuevo. Fantaseé imaginando lo que sería haberse levantado de la cama después del me-diodía, con un dolor de cabeza inaguantable, y haberse bebido un café solo de tipo duro, antes de esperar con un cigarro en la mano a que se hiciese de noche y alguien marcase mi núme-ro para darme instrucciones sin que yo tuviese apenas que responder. Supuse que él, al mirarme a mí de la misma for-

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ma, estaría descubriendo a un individuo insigni-ficante con una vida opaca y una rutina de plomo sobre los hombros. Y nada más. Pero aún así, no se marchaba. Tal vez él también estaba buscando algo en una existencia completamente diferente a la suya. Vas a buscar a Margot, me escuché preguntar de nuevo. Pensé que a esas alturas ya no me iba a pasar nada por continuar hablando, así que me tranquilicé mientras lo veía dudar con los ojos. No hizo ningún gesto muy visible, pero movió las pupilas un poco hacia arriba y se llenó el pecho de aire, como si acabase de terminar de correr o estuviese a punto de morirse. En la librería pasamos tanto tiempo en silencio que no me costó nada continuar así unos minu-tos más, mirándolo solamente, esperando algo que sabía que iba a suceder tarde o temprano. No estaba nervioso pero el corazón me latía a toda velocidad. No he encontrado la avenida Pascal Guimeau en el callejero, dije, y su cuerpo se tensó como un arco. Tardó en responderme, y el eco adormilado de su voz parecía haber desapa-recido de pronto, y sin embargo ahora resonaba lleno de prisa, completamente decidido. No es la Avenida Pascal Guimeau, me susurró, sino la avenida donde vive Pascal. Sacó el bolígrafo del bolsillo y se apoyó en los ladrillos del edificio

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para garabatear la verdadera dirección al lado de la repetición de frases. Me tendió el papel arru-gado.

Le vi quitarse la chaqueta con determinación y yo hice lo mismo. Después nos las intercambiamos. Le dije que en el bolsillo izquierdo encontraría el chaleco del uniforme, para el día siguiente. Lo palpó en silencio a través de la chaqueta. En ese momento salió del edificio el guarda de seguri-dad, nos miró un instante y luego dijo, buenas noches Philippe. Abrí la boca en un acto refle-jo para responder, sin pensar, pero Beau se me adelantó. Buenas noches, dijo.

Ya estaba hecho.

Tuve que cerrarme la cremallera de su chaqueta hasta arriba, y subir las solapas de piel para que me protegiesen las orejas. Empecé a tiritar, aun-que no creo que fuese solamente de frío. Le es-treché la mano, y mientras echaba a andar calle arriba emocionado, encendí el primer cigarro de toda mi vida. El eco de mis pasos sobre los ado-quines fue bajando de ritmo según me alejaba, y para cuando llegué a la intersección, ya camina-

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ba con el aire desolado de Beau y su esqueleto torcido.

Pensé que si Margot estaba ahorcada en el piso podría descolgarla muy lentamente, y luego ta-parla con una manta como si eso fuera a prote-gerla de algo en la otra vida, hasta que la vibra-ción del teléfono rompiese el silencio de pronto. Si estaba agachada en una esquina, hecha un ovi-llo y luchando contra los fantasmas que se había pinchado, solamente la acunaría en los brazos, y secaría el sudor de su frente con un pañuelo. Si estaba loca, la miraría a los ojos y trataría de arrastrarla de vuelta hasta que donde me diesen las fuerzas.

Y si estuviera completamente sola, entonces me sentaría en el sofá raído del apartamento, y así, con la chaqueta todavía puesta, me quedaría con ella. Sencillamente.

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FINALISTA IX PREMIO JOVEN DE RELATO CORTO

Manuel Félix Cantón

La cuestión de los padres

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Manuel Félix Cantón. Nacido en Buenos Aires, Argentina, en 1996. Su primer nombre fue tomado de un personaje de cuentos infantiles; el segundo, de un bisabuelo. Ese doble plagio lo incomodó y provocó que durante algún tiempo no sonriera en las fotos. Con el tiempo se le pasó. Mientras tanto fue científico, jugador de básquet y bandoneonista, vocaciones que sostuvo sin éxito, aunque se niega a per-der las esperanzas. Prefiere la comida casera, los libros usados y las películas donde no pasa nada. Para matar el tiempo estudia Letras en la UBA y ejerce una porteñidad desganada.

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La cuestión de los padres

Qué hace, pregunta la profesora. Franco no responde, cierra los ojos y empieza a contar en su cabeza. Uno, dos, tres; hasta diez y de vuel-ta al principio. La pregunta se repite y él no es-cucha. En el aula hay ruidos de incomodidad, de chicos revolviéndose en los asientos. Uno dice, en voz baja, que lo deje, que es siempre así. La profesora hace caso y lo deja con los ojos cerrados. Está sentado con la espalda muy derecha y las manos agarradas al borde del pu-pitre. No parece que esté respirando. Abre los ojos. En el frente, la profesora termi-na un gráfico en el pizarrón. Es el tercero, pero no había visto ninguno hasta ahora. Estuvo re-pasando las líneas de su cuaderno cuadriculado con lapicera azul; primero hace todas las líneas verticales y después todas las horizontales. El trazo recto lo tranquiliza, porque es lento y cons-tante y le permite no mirar a los demás y hacer de cuenta que está solo. A veces la sensación de

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estar encerrado con toda esa gente lo supera y entonces tiene que cerrar los ojos y contar. Suele pasar cuando algún profesor le hace una pregun-ta. Rápidamente aprenden que él no responde y entonces lo dejan en paz.Los gráficos son líneas dentro de ángulos rectos. Franco no tiene idea de qué significan. La profe-sora habla pero él no escucha. Mira las marcas del paso de los borradores, los rastros de tiza, en un rincón del pizarrón. Parecen huellas de autos o el barro solidificado después de las tormentas. Hace siete días que no llueve; en Buenos Aires debería llover. En promedio, más de cien días al año son días lluviosos: eso hace cerca de uno de cada tres. Hoy el día está claro y el cielo es azul. Timbre. Sus compañeros salen al pasillo. Él espera a ser el último en el aula para ponerse de pie. Guarda su cuaderno de matemática en la mo-chila y saca el de historia; saca también su ce-lular. Hace todo el camino al baño con la mira-da fija en la pantalla. Está jugando: el objetivo del juego es juntar bloques con idénticas po-tencias de dos, hasta alcanzar el dos mil cua-renta y ocho. Él es bueno, tiene la puntuación más alta entre sus compañeros de aula. Suele pasar los recreos jugando porque no lo dejan jugar en clase.

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No hay nadie en el baño. Va hacia el orinal del fondo y abre su bragueta. Mientras está mean-do entran otros dos chicos, compañeros suyos: Jonathan y Lucas. Jonathan es morocho, ancho y tiene olor a sudor; Lucas es alto y parece fuer-te. Siempre sonríe como si guardara un secreto. Hablan.- El viernes fui a la casa de Maca - dice Lucas. Macarena es una chica de su división. Se sienta al fondo, en el grupo de las chicas. Tiene el pelo castaño y liso, y es alta y delgada. Habla mucho con voz aguda, pero es bastante agradable. No resulta molesto tenerla detrás.- ¿Y? - dice Jonathan.- Nada. Piola, qué se yo.Terminan de mear y se van. Franco siente alivio; era incómodo fingir, y fácil descubrir que men-tía. Pero no podía salir del baño antes que ellos. El resto del recreo lo pasa jugando con el celu-lar en la puerta del aula. Entra ni bien suena el timbre. Poco rato después los siguen los demás chicos, con la profesora de historia detrás. A Franco le gusta la profesora de historia. Es joven y hace reír a la gente. Usa lentes y tiene el pelo enrulado, y eso la hace simpática. La clase pa-sada les habló de la Edad Media y de reyes. Fue emocionante. - Bueno chicos, hoy nos vamos a desviar del pro-

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grama para hacer una breve reflexión a propósito del veinticuatro de marzo.Franco no escucha todo. Le cuesta mirar al fren-te, prefiere su hoja blanca, y muchas veces se distrae repasando los renglones. Entiende que los militares (hombres prolijamente uniforma-dos que la profesora les marca en su libro de texto) mandaban el país y que mataron a mucha gente. No como en las guerras de la Edad Media, porque eran gente del mismo país; quizás como la quema de brujas. Que esa gente desaparecía, es decir moría, y que también tenían hijos que eran criados con otro nombre, sin saber que ha-bían matado a sus padres. La profesora habla de Cabandié, y de cómo él en realidad era hijo de unos muertos. Quedan algunos como él. Timbre. Otra vez a esperar a que todos salgan. Es el últi-mo timbre: tienen que volver a sus casas. Franco vive a tres cuadras del normal, en Riobamba y Tucumán. Vuelve caminando. Tiene que mirar la calle, no puede andar con el celular porque es peligroso. Por el camino pasa, como siempre, por enfrente del depósito de aguas. Su papá le dijo que era un depósito de aguas (también le dijo que era peligroso andar con el celular) pero parece una ópera. Es brillante y caprichosa. Él piensa que quizás dentro el agua hace música de lluvia.

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No hay nadie en su casa. Cruza el living hasta su cuarto, entra y cierra la puerta. Prende la com-putadora. Primero la pantalla está en negro y la CPU hace ruido de viento. Después se enciende. Espera un minuto después de que aparezcan los iconos del escritorio; recién entonces entra en Google. Busca: hijos de desaparecidos. Aparece la página de H.I.J.O.S. Lee: 1995. Olvido, pa-dres; lucha. Abuelas. ¿Seré hijo biológico de mis padres? Cabandié, Falco.- Ey, ey.Le tocan el brazo. Papá.- Vení a comer, te llamamos un montón de veces. Franco se levanta. - Adri, ya está, estaba colgado con la compu - grita su papá. Se acercan a la mesa. Su mamá preparó pastel de papas. Está caliente y humea. Le sirven una porción; él empieza a separar la papa y la carne.- ¿Podés comer normal, por favor? - le dice su papá.Franco cierra los ojos. Uno, dos.- Dejalo, qué te jode - dice su mamá - vos sabés que él es así.- Nada, ya sé. No sé por qué me jode. Ya está igual - dice su papá.Franco abre los ojos. Tampoco puede usar el ce-lular en la mesa. No puede usar el celular en el

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aula, en la calle y en la mesa, le dijo su papá. Y se tiene que sentar derecho. Come primero la carne. La papa tiene agua aden-tro y es tramposa, dice su mamá. Suele estar más caliente de lo que parece. Echa humo. - ¿Qué hiciste hoy? - pregunta su mamá.- Tuvimos inglés, geografía, matemática e his-toria - responde Franco. Empieza a comer las papas. Su papá habla de la fábrica. Siempre habla de la fábrica; hacen pilas, doble a y triple a. Después hace un chiste y su mamá se ríe. Hace ruido de pájaro.

En la primera hora del día siguiente Macarena habla frente a la clase. Los invita a una charla de-bate sobre la dictadura organizada por militantes de La Cámpora, esa tarde después del colegio. Una abuela de plaza de mayo va a venir a hablar. Es en el salón de actos. Cuando termina reparte unos folletos celestes y blancos como la bandera; camina entre los bancos contoneándose para no golpear las esquinas. Choca contra el banco de Franco y le toca el hombro para pedirle perdón mientras le deja el folleto. Tiene olor a vainilla. Al final del día Franco baja al salón de actos. Macarena lo saluda y lo invita a sentarse al lado suyo; Lucas está sentado del otro lado. Hay chi-

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cos de otras divisiones y aulas que Franco reco-noce de los pasillos y algunos desconocidos con remeras de La Cámpora. Son blancas y celestes con letras negras. Macarena tiene una igual. Hay mucha gente. Franco mira el escenario, por-que así, desde la primera fila, es como si estuvie-ra solo con la señora del pañuelo blanco. Se con-centra en lo que dice la señora. Cuenta la historia de su hijo y de su nieto, ambos desaparecidos. Algunos lloran. Todos aplauden. Franco piensa en la página de internet de abuelas: ¿Seré hijo biológico de mis padres? Macarena le pregunta qué le pareció. Él le dice que bien. Ella sonríe, lo saluda, y va a hablar con los desconocidos que tienen remeras parecidas. Franco sale del normal y toma el camino a su casa.Su papá lo está esperando. Ya se sacó la corbata y el saco, y los dejó sobre el respaldo del sillón del living. Unos meses atrás le enseñó a atarse la corbata, porque tenía su primer quince; Franco todavía la tiene, anudada, en su escritorio.- ¿Qué pasó? ¿Por qué llegaste tarde? - le dice su papá.- Estaba en una charla.- ¿Por qué no avisas? Me asusté.Franco levanta la vista buscando a su mamá. To-davía no llegó, debe seguir en el consultorio.

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- Me olvidé.- Andás siempre con el celular, ¿y no te acordas-te? ¿Qué, te creés que soy tarado?Franco no responde.- Dale, decime algo, la puta madre. Mirame por lo menos. Dale, mirame. La puta que me parió - dice su papá y se levanta del sillón. Sale del living y Franco escucha una puerta cerrarse de golpe. Espera la hora de la cena dentro de su cuarto. Juega con el celular. Algunas veces, después de jugar mucho, el celular se calienta o se queda sin batería, y entonces tiene que dejarlo. En esos momentos no sabe qué hacer, siente las manos inútiles. Ahora le parece que las manos se mue-ven solas y que él está en otro lado.Su mamá lo llama a cenar. Él llega a la mesa con la mirada baja. Sus dos padres lo miran en silencio, en un momento se toman de la mano. Habla su mamá:- Me dijo Jorge que hoy fuiste a una charla. ¿De qué fue?- Era una charla por el 24 de marzo.Su mamá sonríe, pero es una sonrisa forzada.- Qué interesante, ¿la organizaba el colegio?- No, La Cámpora.Su papá resopla. Suelta la mano de su mamá y se recuesta sobre el asiento. Después se decide a

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seguir comiendo; hoy toca pescado a la plancha. Hay que tener cuidado con las espinas. - Y, ¿estuvo buena? - pregunta su mamá.- Sí. - ¿Qué te agarró por interesarte en esas cosas? - dice su mamá - No, ya sé, fuiste por una chica, ¿no? Eso es típico.Franco no responde pero piensa en Macarena. Empieza a abrir el pescado para evitar las espi-nas. Sus padres comen en silencio enfrente suyo. Son tan familiares, piensa Franco, pero podrían no serlo. Podrían ser extraños, no ser mis padres.

Otro día en la escuela. Durante la hora de geo-grafía, Macarena invita a sus compañeros a la marcha del veinticuatro. A Plaza de Mayo, con las abuelas. Después siguen viendo los ríos de Europa: el Sena, el Danubio, el Rin. La profe-sora traza su recorrido en un mapa esquemático dibujado en el pizarrón. Timbre. Salen todos, Franco a lo último. Juega con el celular, pero se sorprende espiando por lo bajo el comportamiento de sus compañeros. Mira a Macarena, charlando con Lucas y Sofía, otra chica de la división. Tiene el pelo teñido de rojo y rapado en un costado y siempre habla como si la otra persona la hubiera lastimado. Están sen-tados en una escalera enfrente suyo, Macarena y

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Lucas en los escalones de arriba, Sofía más aba-jo. Decide acercarse. Saluda y ellos le devuelven el saludo, con mayor o menor interés. Le cuesta mirarlos a los ojos y le hace doler el cuello. Mira los escalones. Apenas escucha lo que hablan, pero se siente acogido. No parece importarles que él esté ahí. En un momento, Macarena ríe con su risa simpática y Franco levanta la vista. Ella está agarrando la mano de Lucas mientras él le acaricia el pelo. Franco se va.No vuelve a mirar al pizarrón durante el resto del día. En el siguiente recreo busca con el celular la dirección de Abuelas de Plaza de Mayo: Ceva-llos 592. Busca también la forma de ir; es cer-ca, puede tomarse el 12 derecho por Riobamba. Busca en su billetera la tarjeta sube y la guarda en el bolsillo de su pantalón. Siente la presión de la forma geométrica y firme contra su pierna y eso lo ayuda a esperar. A la salida busca la parada en la esquina del co-legio. Espera unos diez minutos en compañía de otros chicos. No sabe si puede usar el celular, así que para distraerse cuenta. Diez minutos son seiscientos segundos. Arriba del colectivo repite las instrucciones que vio en el celular: son trece cuadras y después bajarse y caminar a la derecha. Que sean trece y no doce es un poco incómodo. Cuenta las cuadras. Se baja sobre Venezuela y

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camina el resto del recorrido; es un lugar en el que nunca estuvo, un barrio nuevo. Hay más ca-sas, las manzanas parecen más compactas pero menos atemorizantes; no ve ninguna ópera. Un cartel le señala la sede de las Abuelas de Plaza de Mayo. Hay bastante gente dentro, seguramente en relación a la marcha del día siguiente. Una re-cepcionista lo saluda con la mirada. Él se acerca. - ¿En qué puedo ayudarle? - dice la recepcionis-ta. Es morocha y con lentes y eso la hace sim-pática.- ¿Seré hijo biológico de mis padres? - dice Franco.La recepcionista lo mira sorprendida.- Tengo dudas sobre mi identidad - insiste Fran-co. Es consciente de que repite las fórmulas de la página, pero es la única forma que conoce de expresar esa idea. Hablar con tanta gente a su alrededor, aunque no lo estén escuchando, resul-ta un poco doloroso. Y decir palabras de otro se parece mucho a no decir nada. La recepcionista lo mira fijo. Él no la ve, tiene los ojos puestos en las baldosas del suelo, pero siente su mirada en la coronilla. Ella acerca su mano y le toca el hombro a través del escritorio.- Querido, ¿cuántos años tenés? ¿dieciséis, dieci-siete? No puede ser - dice.Franco se queda quieto. Siente el calor de la mano.

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- No dan los números - dice la recepcionista.Franco asiente con la cabeza y se aleja de la mano caliente de la secretaria. A su espalda encuentra un banco donde sentarse, cerca de la puerta. Es el único en el banco, la mayoría de la gente que anda a su alrededor está parada, hablando. Se da cuenta que no buscó cómo volver.

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MEJOR RELATO NAVARRO IX PREMIO JOVEN DE

RELATO CORTO

Iñigo García Yoldi¿Buscas trabajo, chaval?

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Iñigo García Yoldi (Pamplona, 1980) lleva unos años dedicándose a la literatura en la sombra y a la investiga-ción científica en la luz. Su participación en el “IX Premio Joven de Relato Corto El Corte Inglés” es, de hecho, la primera participación en un concurso literario desde su mayoría de edad. Otros ejemplos de su obra pueden ser encontrados en Journal of Computational Chemistry, The Journal of Physical Chemistry A o Macromolecular Theory and Simulations, entre otros.

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¿Buscas trabajo, chaval?

-¿Buscas trabajo, chaval?Eso me dijo un hombre bastante mayor, mientras yo paseaba por la avenida sin nada que hacer. Respondí que no, que ya tenía uno, aunque fue-ra mentira, ya que pensé que debía ser un timo. Seguí andando, pero al momento me entró la cu-riosidad y, ya que no tenía nada que hacer, volví a por el hombre para ver de qué tipo de timo se podía tratar; sería una buena anécdota para la ca-fetería de la universidad.-Nada ilegal, tranquilo -explicó atropelladamen-te-, un trabajo con contrato: mil pesetas la hora por estar de dos a cinco de la tarde y, si te gusta y cumples, seguramente sea por más días.Lo más probable sea que la mayoría no recordéis las pesetas, baste decir que en esos tiempos una cerveza en un bar costaba cien pesetas y un cu-bata doscientas, por lo que tres mil pesetas eran un sábado bastante a tope. Recuerdo que a esas

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horas tenía clase, pero no hubiera ido de todas formas. Acepté y le pregunté qué tendría que ha-cer.-Tienes que ir mañana, a las dos de la tarde, a la oficina situada en esta dirección –dijo tendiéndo-me una tarjeta-. Ahí recibirás todas tus instruc-ciones y firmarás el contrato. Lleva el número de cuenta donde quieras que te ingresen el dinero.La tarjeta estaba a nombre de la FUNDACIÓN STOMAPODA y en ella constaba la dirección de un sexto piso de una céntrica plaza.-Estoy seguro que serás capaz de llevar el trabajo a buen puerto; nada más verte he sabido que eras la persona adecuada.Nos despedimos, no sin antes presentarnos, el hombre se llamaba Vicente García.

Llegué a la oficina a las dos menos cinco del día siguiente, lunes. En la puerta había un letrero que decía “pase sin llamar” y así lo hice. Nunca más volví a encontrar ni el cartel, ni la puerta abier-ta. Entré a una habitación rectangular de 33,18 m2 (lo he medido varias veces) con un pequeño cuarto de baño adyacente. En la habitación había un escritorio, una silla, un archivador, un calen-dario y un cuadro de un gatito. En la mesa, unos cuantos papeles en blanco, un bote negro con va-

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rios lápices y bolígrafos y una bandeja de correo con un sobre con mi nombre escrito, nada más, ni un ordenador, ni una tableta, ni un metaGAN, ni ningún tipo de dispositivo electrónico, pero no eran cosas habituales en aquel tiempo. Abrí el sobre y encontré una carta que todavía conservo y paso a reproducir:“Bienvenido a la FUNDACIÓN STOMAPODA.Si ha llegado hasta aquí no dude que es la per-sona que necesitamos. Encontrará en este mis-mo sobre las llaves del despacho y tres copias de su contrato por obra y servicio de seis meses de duración. Este será su periodo de prueba, tras cumplirlo, discutiremos las condiciones futuras de su estancia en la FUNDACIÓN STOMAPO-DA. Deposite las copias rellenadas y firmadas en la bandeja de correo y mañana recogerá su copia sellada por nosotros. Su salario será de mil (1.000) pesetas la hora en ingresos semanales de quince mil (15.000) pesetas. A lo largo de estos seis meses, podrá disfrutar de doce días de va-caciones que distribuirá como guste. Sus obli-gaciones se recogen en las siguientes seis (6) cláusulas:(1) Estará en el despacho sito en (prefiero no po-ner la dirección exacta) de 14:00 a 17:00 horas de lunes a viernes. En su horario laboral deberá

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encontrarse en el despacho en espera de instruc-ciones. En ausencia de instrucciones podrá em-plear su tiempo en cualquier actividad que pueda abandonar tan pronto sea requerido.(2) Si desea disfrutar de sus días de vacaciones, lo comunicará mediante nota en la bandeja de correo con al menos una semana de antelación.(3) Todos los días, antes de irse, cerrará la puerta del despacho con llave y no podrá volver en ho-rario ajeno al estipulado en su contrato.(4) No podrá invitar al despacho a ninguna per-sona ajena a la FUNDACIÓN STOMAPODA.(5) No podrá hablar de sus actividades laborales con personas ajenas a la FUNDACIÓN STO-MAPODA.(6) Todos los viernes deberá redactar un informe con las actividades principales que haya realiza-do a lo largo de la semana. La extensión míni-ma del informe será de al menos una palabra, no habiendo extensión máxima. El informe será depositado en la bandeja de correo antes de sa-lir y cerrar la oficina. Los informes no le serán devueltos ni podrá consultarlos una vez entrega-dos.El incumplimiento o ruptura de cualquiera de es-tas seis cláusulas podría dar lugar a la rescisión unilateral de su contrato. Si tiene alguna consulta

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o comentario, puede depositarlo en la bandeja de correo y será respondido lo antes posible.Esperamos que disfrute su experiencia laboral con la FUNDACIÓN STOMAPODA.Atentamente.Sello de la fundación FUNDACIÓN STOMA-PODA”No sin dudas, rellené el contrato y lo deposité en la bandeja, me guardé las llaves y me dispuse a pasar las primeras horas en el lugar donde pasa-ría los próximos cuarenta años.Pasé una tarde tranquila, demasiado tranquila. Nadie vino a darme instrucciones y me aburrí como una ostra pero ¡tres mil pelas por aburrir-me! Al día siguiente, recogí mi copia del contrato con sello de la FUNDACIÓN STOMAPODA y pasé otras tres horas de hastío total sin que nadie entrara al despacho. Continuamente pensaba en una historia de Sherlock Holmes: “la liga de los pelirrojos”. En esa historia una persona era con-tratada para un trabajo estúpido, copiar la Enci-clopedia Británica, sólo porque era pelirrojo. Era un muy buen sueldo y un trabajo tranquilo, pero al final resultaba ser una estratagema que sólo descubriréis si os sumergís en la inmortal obra de Conan Doyle. A mí no se me ocurría ningún motivo por el que quisieran encerrarme durante

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estas tres horas y agradecía no tener que estar copiando el María Moliner. Al tercer día llevé un libro de Sherlock Holmes para pasar la tarde. Por otro lado, estuve buscando información sobre la FUNDACIÓN STOMAPODA sin éxito, nadie parecía saber nada de ella. Al terminar la sema-na, no había tenido ninguna instrucción; había pasado quince horas sin hacer absolutamente nada; redacté un escueto informe que decía algo así como “Cinco días sin ninguna visita en la oficina. Deseando conocer mis obligaciones”. Al salir del trabajo, comprobé que ya estaban en mi cuenta bancaria las quince mil pesetazas pro-metidas. En ese momento, decidí dos cosas: que seguiría en ese trabajo tanto como pudiera y que me iba a enganchar una buena melopea ese fin de semana.

Y pasaron los primeros seis meses. Gracias a mi no-trabajo pude aprobar mi licenciatura en Bio-logía a los veinticinco años de edad, puesto que pasé bastantes horas en la oficina estudiando lo que no estudiaba en clase.Intenté averiguar datos sobre la FUNDACIÓN STOMAPODA en vano, ni siquiera encontré una dirección física. También busqué a Vicente Gar-cía, pero, aun suponiendo que me hubiera dado

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su verdadero nombre, había demasiados en la guía telefónica (eran tiempos analógicos). Espié el edificio, y nunca encontré a nadie que entra-ra o saliera del despacho; una vez incluso hice noche vigilando la entrada después de dejar un mensaje en la bandeja de correo y cuando entré a trabajar me encontré la respuesta al mensaje.El día que cumplí los seis meses en mi puesto de trabajo, encontré una nueva nota que también guardo:“Estimado empleado de la FUNDACIÓN STO-MAPODA.Enhorabuena por haber cumplido tan satisfacto-riamente su periodo de prueba.A continuación, le ofrecemos una gratificación adicional de cincuenta mil (50.000) pesetas que ya ha sido ingresada en su cuenta bancaria y seis semanas de excedencia. Si usted decide volver a su puesto de trabajo el lunes 1 de septiembre a las 8:00 horas, encontrará un nuevo contrato como trabajador fijo y a jornada completa de la FUNDACIÓN STOMAPODA.Muchas gracias por su dedicación y disfrute las vacaciones.Atentamente.Sello de la fundación FUNDACIÓN STOMA-PODA.”

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¡Diez mil duros de golpe! Pasé esas seis sema-nas en el pueblo, con mis padres, cerrando todos los bares y discotecas de treinta kilómetros a la redonda.El uno de septiembre, a las ocho menos cinco de la mañana, estaba de nuevo en el despacho para descubrir mi nuevo contrato: ¡Ciento cin-cuenta mil pesetas al mes! ¡Horario de ocho de la mañana a dos de la tarde con media hora para almorzar! ¡Veintiséis días de vacaciones al año! ¡Ascensos, trienios y sexenios! ¡Me había to-cado la lotería! Además, me proporcionaron un ordenador para “ayudarle al correcto desempeño de sus obligaciones con la FUNDACIÓN STO-MAPODA”. Todavía recuerdo ese primer orde-nador, un PC 486 a 66 MHz con 16 Mb de RAM y 80 Mb de disco duro. Cada dos años me cam-biaban de ordenador: 486, pentium I, pentium II, pentium III, i3, i5, i7, i9, ziyouYI, ziyouLIANG, ziyouSAN, ziyouSI, ziyouWU y, finalmente, mi actual JHK.

En un primer momento pensé que los seis pri-meros meses habían sido realmente un periodo de prueba para evaluar mi paciencia, constancia, responsabilidad o lo que fuera y que tras firmar el contrato como trabajador fijo iba a comenzar

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a trabajar de verdad. Sin embargo, las semanas pasaban y seguía sin tener ninguna orden más allá de estar ahí de ocho a dos con media hora para almorzar. De esta forma, joven, recién li-cenciado, con un contrato fijo que me daba cien-to cincuenta mil pesetas al mes (casi el triple del salario mínimo) y sin apenas obligaciones, pasó lo que tenía que pasar y me convertí en un autén-tico bala perdida. Acabé saliendo prácticamente todas las noches, bebiendo, fumando, esnifando y follando todo lo que se ponía a mi alcance. Durante la carrera no perdonaba ningún sábado y casi ningún viernes, salvo en periodo de exá-menes, pero ahora comencé a salir también los miércoles y los jueves. Descansaba los lunes y los martes porque tenía que recuperarme del fin de semana, ya que la juerga del sábado se me so-lía alargar hasta las ocho de la mañana del lunes, cuando aprovechaba el trabajo para dormir si me lo permitía la droga acumulada a lo largo de 36 horas. En la oficina, cuando no dormía, leía te-beos o jugaba al buscaminas; los viernes redac-taba informes que solían constar de un lacónico “nada”, pero que a veces comprendían largas pa-rrafadas sobre lo humano y lo divino, sobre todo los viernes que iba a la oficina con una botella de whisky para ir calentando. Me gustaría leer esos

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informes e intenté pedirlos, pero me citaron la cláusula seis de mis obligaciones.Así pasé casi tres años de los que me sorprende seguir vivo. Aun cobrando lo que cobraba, so-lía tener problemas para llegar a fin de mes. No recuerdo gran cosa de esa temporada, sólo una sensación general de euforia y de no ser yo mis-mo. Todo esto acabó cuando conocí a la que se-ría mi futura mujer. Por respeto, y por no poner-me demasiado cursi, no quiero hablar demasiado de ella, pero baste decir que me salvó la vida. En aquel tiempo, le conté de mi trabajo lo mismo que contaba a todo el mundo: que trabajaba en una oficina y que lo único que hacía era redactar informes; ella se dio rápidamente cuenta de que yo no quería o no podía hablar de mi trabajo y no preguntó demasiado.Con mi mujer fui, he sido y sigo siendo muy fe-liz. Nos casamos a los dos años de conocernos, nos hipotecamos en un piso en las afueras (gra-cias a Dios, antes de los años de locura anterior a la Recesión del 08) y tuvimos dos preciosas niñas. Recientemente nos hemos vuelto a mudar, la pequeña se ha casado y parece que no va a tardar en hacerme abuelo, pero todo eso son de-talles de mi vida de los que no quiero hablar en este momento.

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Por supuesto que he tenido temporadas malas: la peor fue con cuarenta y pico años, cuando casi todo el país estaba deprimido y yo no quise ser menos. Comencé a pensar en lo inútil y absurdo de mi trabajo con mayor intensidad que de cos-tumbre, con una sensación de haber malgastado mi vida sin hacer nada y sintiéndome atrapado. Lo pasé mal, perdí la motivación por casi todo y, si no hubiera sido de nuevo por mi mujer, no sé qué habría sido de mí. Violé la cláusula cinco de mis obligaciones y le conté lo que hacía, o mejor dicho lo que no hacía. Me vino a decir que siempre había sabido que yo tenía una flor en el culo y me animó a seguir y aprovechar todo lo que pudiera este chollo. ¿Cuánta gente está en trabajos con igual o menor sentido que el mío, teniendo que sudar la gota gorda y metiendo más horas? ¿Cuánta gente trabaja como loca para es-tropear el mundo? Yo gano dinero por no hacer nada, pero sin engañar a nadie, es lo que se es-pera de mí. No hubo consecuencias de la viola-ción de esta cláusula, mi mujer siempre ha sido muy discreta. Además de su ayuda, necesité seis años de antidepresivos y especialistas, ante los que no violé la cláusula cinco. Finalmente, acabé asumiendo mi trabajo como una de las mayores suertes que se pueden tener en la vida.

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A lo largo de estos años, es muy poco lo que he conocido de la FUNDACIÓN STOMAPODA, pese a buscar información con bastante frecuen-cia. Tiene una página web, en la que dice que se dedica a proyectos humanitarios y de innovación tecnológica. No tiene ninguna dirección física. No hay empleados suyos en las redes sociales. No aparece en los periódicos ni en la televisión. Siempre que les he preguntado directamente so-bre la naturaleza de mi trabajo, me han respondi-do que lo sabría cuando tuviera que saberlo.He agotado todas las hipótesis: experimento so-ciológico, análisis psicológico, estudio clínico, guardián del dispositivo del juicio final, salva-dor de la humanidad con mi sacrificio, juguete de millonarios aburridos, conejillo de indias para extraterrestres, realizador involuntario de una larga instalación artística... Cuando emitie-ron la serie “Perdidos”, pensaba en la FUNDA-CIÓN STOMAPODA como un tipo de iniciativa DHARMA. Al leer la obra de Thomas Luis Wa-llace, juzgué que él también había trabajado para la fundación. Viendo el final de la película “El Hombre 23 sobre los 42”, lloré a lágrima viva por razones obvias.Y así pasé cuarenta años en esta oficina. Pasé el 11S, el 11M, la Recesión del 08, la Jihad de los

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15 Días, la Gran Recesión, el 3J, el 9F, la Nueva Esperanza y la Purga. Gracias a Dios, ninguno de estos acontecimientos nos afectó demasiado ni a mí, ni a mi familia. Pasé de cobrar en pese-tas a euros; se me fueron acumulando ascensos, trienios y sexenios y acabé con un sueldo bas-tante potable; fui cambiando de título de traba-jo: primero comencé como Asistente, luego fui Técnico, más adelante Project Manager Junior para serlo Senior a los pocos años y, finalmente, llegué a ascender a CEO y ¡todo sin haber hecho nunca una hora extra!Y ¿qué he hecho en las diez mil horas que he pasado en la oficina durante estos años? Pues he leído muchos libros y cómics, he visto muchas películas y series, he jugado a muchos videojue-gos, he tenido una intensa vida virtual bajo múl-tiples pseudónimos, he aprendido japonés y ruso por mi cuenta (me gusta mucho el Manga y Dos-toyevski), he comenzado a escribir tres novelas inacabadas, he estudiado varias carreras también inacabadas, soy un experto en papiroflexia, he aprendido ganchillo y macramé... Los últimos años los he dedicado al cuidado de bonsáis, las novelas de detectives y las series estadouniden-ses de antes de que yo naciera.

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Finalmente, ha llegado la hora de jubilarme y ¡aquí estoy! En mi querida oficina, pasando mi último día de trabajo redactando esto. La FUN-DACIÓN STOMAPODA me avisó con antela-ción de las condiciones de mi jubilación, ¡todas ellas cojonudas! La única cláusula atípica era que debía buscar un sustituto que no podía te-ner ninguna relación de parentesco o amistad conmigo. Descarté el publicar un anuncio en las redes de búsqueda de empleo porque temía la avalancha de ofertas y no tenía claro cómo describir el puesto ni qué requisitos pedir. Pasé unos pocos días pensando, pero al final decidí buscar a mi sustituto de la misma forma que me encontraron a mí. Cuando hoy acabe mi última jornada laboral, apagaré el ordenador, deposi-taré mi último informe en la bandeja de correo (“Hasta luego y gracias por el pescado”), me despediré de estos 33,18 m2 y cerraré el des-pacho ¡espero no ponerme a llorar! Tras salir, me regalaré una buena comida en un restauran-te caro del centro y me prepararé para hacer el regalo de su vida al joven adecuado. Estoy se-guro de que nada más verlo sabré que es la per-sona correcta. Llevo un rato dando vueltas a la manera correcta de abordarlo, pero creo que lo más adecuado, pese a que suene tremendamen-

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te pasado de moda, será utilizar un “¿Buscas trabajo, chaval?”