Jorge Accame - Leer Toda La Vida
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IMAGINARIA
Leer toda la vida
Nº 315 | Lecturas | 5/6/12 | 15 comentarios
Por Jorge Accame
¡Atiza!— dijo Superman.
—¡Cáspita!— exclamó Jaime Olsen.
A los seis años yo aprendía a leer con historietas de superhéroes y vaqueros con nombres
raros que hablaban un castellano distinto al que escuchaba todos los días, lleno de
expresiones incomprensibles, cuyo significado tenía que estar preguntando constantemente a
mis maestros o mis padres. Ahora que lo pienso, en los textos que más me gustaron siempre
hubo algo extraño, algo que me alejaba o que me mantenía distante. Los personajes de estas
historias eran magníficos. Quiero decir, esta gente volaba, tenía visión de rayos X,
superfuerza, o se batía a duelo y sacaba el revólver más rápido que nadie. Ninguna de las
personas que yo conocía tenía habilidades siquiera parecidas.
Creo que entre las primeras cosas que me atrajeron de la literatura, una fue su capacidad de
fundar un lugar donde todo era posible. Otra fue sin duda la promesa de que algo más iba a
pasar. No importaba en qué instancia de la lectura uno estuviera: siempre era lícita la
esperanza de que la historia seguía. Y aún después del final, la imaginación continuaba
trabajando.
Cuando cumplí diez años alguien me regaló dos libros publicados por Molino, una editorial
española, que hoy presumo extinguida. El autor era Richmal Crompton y ambos narraban las
aventuras de un niño inglés y terrible llamado Guillermo. Acaso demoré unos meses en
decidirme a empezarlos. Sólo sé que cuando lo hice, no pude dejarlos nunca. No deseaba
hacer otra cosa sino leer. Me peleaba con mis padres porque no quería ir a comer cuando me
llamaban, no quería ir a la escuela, no quería dormir. En pocos días me convertí en un sujeto
famélico e insomne que había trazado un plan: leer toda la vida, prolongar al infinito ese placer
que me arreciaba como una tormenta.
En las historias de Guillermo encontré algo que jamás había percibido antes. Algo que
(después supe) se llamaba estilo. Significaba que aquello que me atraía no era tanto la
historia, sino cómo estaba contada. Y que esa manera de narrar tenía que ver con la voluntad
y el pulso particulares, únicos, de un autor.
Los años trajeron otros libros. Sin embargo, mi primer amor fue la colección de Guillermo,
escrita por el misterioso —o la misteriosa, algunos afirmaban que era el seudónimo de una
mujer— Richmal Crompton. Hoy ya no la tengo, la he buscado desesperadamente, pero no he
podido recuperarla. Como sucede con todo primer amor, la perdí sin saber cómo. Acaso sea
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mejor así, aunque el tiempo que pasa la hace tan maravillosa que a veces dudo de que
realmente haya existido.
Después de Guillermo, vino la colección Robin Hood. Me deslicé cada noche por los marjales
codo a codo con el príncipe valiente, de Harold Foster, y, apretando entre los dientes la hoja
de un cuchillo, integré las bandas de piratas malayos de Emilio Salgari (con mayor admiración
todavía cuando, algo más tarde, me enteré de que el escritor no había estado en la Malasia y
que no había salido nunca de Italia).
En mi decisión de dedicarme a las palabras, seguramente tuvieron que ver tres profesores en
la escuela secundaria. Quiero hablar de ellos ahora, porque es mucho lo que les debo e
ignoro si habrá una mejor oportunidad para hacerlo. Yo concurría al Colegio del Salvador, en
Buenos Aires, que está sobre la avenida Callao. Confieso que toda la primaria había odiado
Lengua y cuando ingresé a primer año no planeaba cambiar de sentimiento al respecto. Mi
profesor era Alfredo Maxit, un entrerriano despacioso. Sospechando que el tiempo pasaría sin
pena ni gloria, un día lluvioso, acomodaba la cabeza entre mis brazos cuando tuve un primer
llamado de atención que me advirtió que las cosas podían ser distintas: el profesor
leyó “Recuerdo Infantil”, de Antonio Machado:
“Una tarde parda y fría
de invierno. Los colegiales
estudian. Monotonía
de lluvia tras los cristales…”
Era tan justo todo. Se llevaban tan bien todas las cosas en ese momento —la lluvia en el patio
mi colegio, la melancolía que no sé por qué razón siempre me acompañaba, los colores y los
sonidos del poema— que mi corazón empezó a seguir un ritmo impensable.
Pero otro día fue, creo yo, el definitivo. Maxit nos leyó “El hombre muerto”, de Horacio
Quiroga. No puedo explicar de qué modo se dispusieron las palabras en el aire, sólo recuerdo
que tanto estragaron mi alma, que cuando concluyó la lectura, con la respiración agitada, me
dije: esto quiero hacer; quiero provocar en otros lo que ha sucedido hoy en mí.
Del segundo profesor conservo unos pocos rasgos: piel oscura, bigotes finos; un apellido,
Meyer; la inquietante lectura que hizo en clase de “La lluvia de fuego”, de Leopoldo Lugones, y
el legendario trabajo, seductoramente inútil, de haber traducido el Martín Fierro al griego
clásico.
Carlos Carlevaro fue mi profesor de quinto año. Una mañana avisó de una prueba escrita que
tomaría a la semana siguiente sobre un libro del programa. En el recreo me acerqué a él y le
comenté que estaba leyendo Cien años de soledad, y que realmente me costaba mucho
sustraerme de la atmósfera hipnótica de Macondo. Él me dijo entonces que olvidara el libro
que había pedido e hiciera la prueba sobre el texto de García Márquez. En aquel momento, la
propuesta me pareció de gran bondad y condescendencia, hoy me emociona por lo que sabía.
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Trabajando yo mismo como profesor de secundaria, su actitud me ha iluminado siempre para
mostrarle a mis alumnos que la literatura sabe mejor cuando se sirve con la libertad y el
deseo.
Ingresé a la Facultad de Letras con un solo propósito: hacerme de algunos recursos
indispensables para leer y escribir aceptablemente. Sé que fueron años importantes; hoy
conservo poco de ellos: un puñado de emociones atadas a algunos textos y la voz de dos o
tres profesores queridos. Me recuerdo soberbio e ingenuo, porque todo soberbio lo es,
convencido de mis infalibles interpretaciones, escribiendo poemas en las horas de clase.
Consideraba a la poesía como la reserva moral de la literatura y me juraba que nunca
escribiría otra cosa.
En esa época descubrí poemas que me acompañarían toda la vida.
Uno refrescante de Arquíloco, el griego que por fin se reía de los ideales heroicos de
la Ilíada y mostraba una sana marginalidad:
“Uno de los Sai alardea con el hermoso escudo
que a mi pesar abandoné entre los arbustos.
Pero salvé mi vida. ¿Qué me importa del escudo?
Que se vaya al diablo; me compraré otro mejor.”
Uno de Safo, como un melancólico guiño, en donde el ser amado siempre brillaba lejos del
alcance de uno:
“Como la manzana más dulce en lo alto enrojece la rama,
alta en la rama más alta: escapó de los recolectores.
No, no escapó; en realidad, no han podido alcanzarla.”
La muerte y la vida, en los leves pero graves versos de Asclepíades:
“Mezquinas tu virginidad. ¿Y para qué?
Yendo al Hades, no encontrarás un solo amante.”
Pese a que una profesora en primer año me había advertido que “la Facultad de Letras no era
para quien quería ser escritor”, en 1979 yo terminaba mis estudios y me sentía bastante
conforme. En esos últimos tramos leí un autor que, creo, fue determinante para mi vida: el
peruano José María Arguedas. En Los ríos profundos, en el primer capítulo, hay un párrafo
que describe el Muro del Inca:
“Toqué las piedras con mis manos; seguí la línea ondulante, imprevisible, como la de los ríos,
en que se juntan los bloques de roca. En la oscura calle, en el silencio, el muro parecía vivo,
sobre la palma de mis manos llameaba la juntura de las piedras que había tocado.
(…)
—Papá —le dije—. Cada piedra habla. Esperemos un instante.
—No oiremos nada. No es que hablan. Estás confundido. Se trasladan a tu mente y desde allí
te inquietan.
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—Cada piedra es diferente. No están cortadas. Se están moviendo.
Me tomó del brazo.
—Dan la impresión de moverse porque son desiguales, más que las piedras de los campos.
Es que los incas convertían en barro la piedra. Te lo dije muchas veces.
—Papá, parece que caminan, que se revuelven, y están quietas.
Abracé a mi padre. Apoyándome en su pecho contemplé nuevamente el muro.”
Por primera vez, sentía a todo un pueblo en una sola voz, original y estéticamente sólida. Por
primera vez en un texto no me molestaban los diminutivos y los signos de admiración, a los
que había mirado siempre con desconfianza. Pero había algo más: en Los ríos profundos, el
castellano se fusionaba con el quechua y producía una música desgarradora y honda, tierna y
dolorosa. El castellano traducía las emociones del quechua y el quechua traducía al castellano
y paradójicamente ambos eran auténticos. En 1980 viajé a Jujuy, la provincia argentina donde
mejor percibía los ecos del Cuzco. Buscaba esa luz milagrosa con que me habían bañado las
palabras de Arguedas. Encontré un pequeño resplandor, como un rescoldo. Lo encontré o
imaginé que lo encontraba y me afinqué en San Salvador, aparentemente para quedarme.
Buscaba además un tiempo para leer y escribir que no podía siquiera concebir viviendo en
Buenos Aires. Lo encontré también, aunque no podría definir en qué consistía ese tiempo: en
Jujuy llegué a tener más de diez horas de clase por día.
Saldé algunas deudas de lectura y contraje otras que, espero, algún día pagaré. Y preferí por
muchos años, acaso sensible a un parco destino nacional, los cuentos a las novelas. Creo que
siempre recuerdo en algún momento del día, en algún nivel de mi conciencia, “Los venenos” y
“La noche boca arriba”, de Julio Cortázar; “La intrusa” y “El Sur”, de Jorge Luis Borges; “La
sierva ajena”, de Adolfo Bioy Casares; “El desierto”, de Horacio Quiroga; o “Un horizonte de
cemento” y “Kid Ñandubay”, de Bernardo Kordon. Ciertos textos ya forman parte de uno. Es
difícil pensarse a sí mismo sin ellos. Están en nuestras miradas, en nuestros gestos, en
nuestra manera de amar y de odiar, porque estamos hechos de palabras, y muchas de las
palabras más intensas que hemos aprendido provienen de la literatura.
La lluvia no es lo que era para mí, después de leer el soneto de Borges que dice:
“Bruscamente la tarde se ha aclarado
porque ya cae la lluvia minuciosa.
Cae o cayó. La lluvia es una cosa
que sin duda sucede en el pasado.”
O quizá yo sospechaba en mi angustia que la lluvia era cosa del pasado, pero no tenía la
certeza. Desde que escuché escritas las palabras maravillosas, es una verdad absoluta; lo sé
porque cada vez que leo ese soneto me cuesta cerrar el libro y despedirme de él. Una verdad
parecida a la que alude Eugenio Montale en el susurro de su poema “Los limones”:
“Ves, en estos silencios en que las cosas
se abandonan y parecen cercanas
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a traicionar su último secreto,
entonces acaso se espera
descubrir una equivocación de la Naturaleza,
el punto muerto del mundo, el eslabón perdido,
el hilo a desenredar que finalmente nos ponga
en el centro de una verdad.”
Tampoco nada es lo que era, desde que leí “Los mares del Sud”, de Cesare Pavese. La
historia de todos los hombres parece llegar mansamente a nuestros cuerpos como las olas de
todos los mares:
“Pero cuando le digo
que él es de los afortunados que han visto la aurora
sobre las islas más bellas de la tierra,
sonríe al recordar y responde que el sol
se alzaba cuando el día ya era viejo para ellos”
Pienso que acaso no he sido un lector de muchos libros; pero he leído unos cuantos,
intensamente. Sin embargo, a medida que transcurro en este oficio, me pregunto cada vez
con mayores dudas si existe una diferencia real entre la lectura y la escritura. Y si el lector no
está escribiendo su propia historia al correr sobre las palabras que ha dejado el escritor, como
quien corre sobre las viejas piedras que se asoman en la superficie de un lago. Porque
posiblemente el escritor haya armado ese camino de piedras, al pasar sobre las que dejó
algún otro.
Detalle de una ilustración de Quint Buchholz para su obra El Libro de los Libros. Historias sobre imágenes (Barcelona, Lumen, 1998).
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