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Juan Valera

Pepita Jiménezhttp://www.stockcero.com/book.php?ID=168998821

Prólogo a la edición de 1927por Manuel Azaña

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2 Prólogo a la edición de 1927 por Manuel Azaña

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Don Juan Valera y Alcalá-Galiano nació en Cabra, el 18 de octu-

bre de 1824. Fueron sus padres Don José Valera y Viaña, oficial de la

Armada, maestrante de Ronda, y Doña Dolores Alcalá-Galiano y Pa-

reja, marquesa de la Paniega. Del mismo lecho nacieron dos hijas, So-

fía y Ramona. De un primer matrimonio con don Santiago Freuller,

general suizo al servicio de España, la marquesa de la Paniega había

tenido un hijo, don José Freuller y Alcalá-Galiano, que sucedió en el

título. Los Valera, oriundos de la montaña de León, son una familia

antigua, arraigada en Andalucía desde los tiempos de la Reconquista.

Poseían tierras libres en términos de Baena, Cabra y Doña Mencía, un

mayorazgo y una capellanía. Los Viaña, la otra rama del abolengo pa-

terno de Don Juan Valera, oriundos de Torrelavega, son andaluces de

más reciente data. El linaje materno de Don Juan, procede de la unión

del apellido Alcalá, radicado en Doña Mencía, con el de Galiano, ori-

ginario de Murcia. Hubo entre los Alcalá-Galiano hombres distingui-

dos en las carreras civiles del Estado, y no pocos militares y marinos,

algunos ilustres, como don Dionisio, el famoso orador de La Fontana

de oro, corifeo en su juventud del partido exaltado y de la revolución

romántica. Para Don Juan Alcalá-Galiano y Flores, ascendiente de los

ya nombrados, se creó en 1765 el título de marqués de la Paniega, que

recayó en su biznieta Doña Dolores, madre de Don Juan Valera. Hay

noticia de que a fines del siglo XV los linajes de Valera y Galiano ya se

habían enlazado. En los siglos XVII y XVIII hubo otros cruces entre

ambas familias, y entre los mismos del apellido Valera. Consanguíneos

en cuarto grado eran los marqueses de la Paniega, Doña Dolores y Don

José, casados en Sevilla el 31 de octubre de 1823.

El marqués consorte, Don José Valera, había en la juventud pade-

cido cárcel por sus opiniones republicanas. Durante el terror fernan-

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dino vivió retirado del servicio de Cabra o en Doña Mencía. A la muer-

te del rey reingresó en la Armada, pero lo más del tiempo estuvo en sus

tierras, afanándose en administrarlas. Prefería la independencia per-

sonal, aunque fuese la independencia pobre del labrador sin caudales.

La marquesa permanecía con sus hijas en Granada, mientras Don Juan

cursaba estudios en Málaga, en Granada mismo o en Madrid. Subve-

nir a los gastos de todos con las rentas no muy famosas del marquesa-

do y las de su caudal propio, fue un problema que Don José Valera no

pudo resolver sin empeñarse, a veces y sin aceptar de continuo priva-

ciones rigurosas. Si el espíritu de Valera no quedó baldío ni se perdió

en la ingrata soledad de un lugarcejo, a la abnegada pertinacia de su

padre se debe. El marqués duró bastante para ver encumbrados a sus

hijos. Falleció en Madrid en 1859, a los sesenta y seis años.

De la marquesa solamente poseemos noticias posteriores a su se-

gundo matrimonio, cuando los apuros de dinero, la incertidumbre en

la colocación de los hijos, las decepciones granjeadas con la edad, la

vida fastidiosa de una provincia y el carácter un tanto huraño, aunque

afectuoso y leal, del marido, habían asolado su ingenuidad e inculcán-

dole una moral harto desengañada y amarga. La marquesa parecía

creer que el mundo, en su época, estaba enfermo de “positivismo”. Da-

ma algo imperiosa, pagada de su estirpe, creyente en las preeminencias

morales de la sangre noble, apenas halla, mirando en torno, otra cosa

sino bajeza, falsía, y, como diríamos hoy, arribismo. Su corazón de “ma-

dre pobre” se acongoja por la suerte de sus hijos en una sociedad falaz

e implacable. Juan era su orgullo. Procuraba guiarle para que la gene-

rosidad, el entusiasmo, la altivez, la pasión cívica, en suma, el “idealis-

mo”, no le extraviasen, haciéndole caer en las asechanzas del mundo.

El Marqués, no menos escéptico, desengañado de España y los españo-

les, había visto perecer la ilusión liberal de su juventud, y temiendo que

su hijo comprometira el porvenir ligeramente, le inculcaba la más ri-

gurosa cautela en puntos de opinión.

En Granada la marquesa adquirió o renovó amistades valiosas. Se-

rrano, capitán general de la región en 1848, trabó relaciones con los Pa-

niega. En Granada mismo, y después en Madrid, apadrinó las preten-

siones de Don Juan e influyó en sus primeros destinos de la carrera

diplomática, como, mucho más tarde, en su posición política, La Mar-

4 Prólogo a la edición de 1927 por Manuel Azaña

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quesa de la Paniega reanudó por entonces con la condesa del Montijo

una amistad que pesó en el porvenir de Sofía. La marquesa trasladó

sus penates a Madrid cuando empezó Don Juan a disfrutar sueldo y el

marqués pudo subvenir con más holgura a los gastos de la casa. Sofía

pasaba por sobrina de la Montijo, que la hospedó a veces, ya en Ma-

drid, ya en la Quinta de Carabanchel. Coronada Eugenia emperatriz

de los franceses, concertó la boda de su amiga, que solía visitarla en Pa-

rís, con Aimable-Jean-Jacques Pelissier, duque de Malakof, mariscal

de Francia. Dasarraigada de España, Sofía vivió hasta 1890. Ramona,

la hija menor de los Paniega, casó en Granada, a los dieciséis años, con

Don Alonso Mesía, primogénito de los marqueses de Caicedo. Murió

en Madrid en 1867. La marquesa de la Paniega, ya viuda, residía por

temporadas en Doña Mencía, cuidando de sus bienes. Fiaba mucho

en su energía, y se jactó de restaurar la prosperidad de la casa. A su

muerte (1872), las fincas, mal traídas, rendían menos que nunca.

Respecto de Don Juan, esta familia tuvo el mérito de conocer su

talento y de alentarle, cuando el gran escritor en ciernes era un adoles-

cente que emborronaba los cuadernos de clase con versitos de colegial.

El amor, la admiración henchida de esperanzas, aunaron los esfuer-

zos de todos para allanar la carrera de Don Juanito. El caso de Valera

no es el de otros ingenios y el desconocimiento de la familia. Su voca-

ción, no sometida a la prueba temprana de la necesidad, donde hubie-

ra aprendido a conocerse y cobrado vigor, creció irresoluta.

Una decisión de su padre le puso en vías de educarse literariamen-

te. Había cursado en Cabra las primeras letras y humanidades, y se tra-

tó de darle carrera. Tenía derecho a una plaza en el Colegio de Arti-

llería. El marqués , desengañado de la carrera de las armas, dejó

caducar el privilegio de su hijo, y resolvió que estudiase leyes. En el Se-

minario de Málaga cursó “filosofía” desde 1837 a 1840. “La filosofía

–dice una carta (1)- de que anduve después muy enamorado, me era en-

tonces odiosa. Sin embargo, ya me gustaba entonces argumentar en

materia (la forma silogística yo la tenía por una barbaridad)” En 1841,

admitido en el colegio-seminario de San Dionisio del Sacro-Monte de

Granada, se matriculó al primer año de Facultad. Cursó en la Univer-

sidad el año segundo, en la de Madrid el tercero, y vuelto a Granada,

fue Bachiller en Jurisprudencia en 1844 y Licenciado en 1846. Las con-

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(1) A Serafín Estébanez Calderón: Río de Janeiro, 12 de agosto de 1852 (inédita)

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clusiones del discurso (“¿Qué se entiende por legislación universal?”)

compuesto para graduarse, del más genuino corte estudiantil, son or-

todoxas, y no falta algún rasgo personal que anuncie vagamente el Va-

lera de mañana.

El discurso en la Universidad de Granada no es el más antiguo es-

crito de Valera que conocemos. Desde los trece o catorce años compo-

nía versos y tanteaba la narración en prosa. Temas heroicos y amato-

rios le inspiran: versos a sus novias, a la mujer soñada, a un pajarillo;

versos inocentes los más, salvo alguna explosión de crudo erotismo; y

versos también a personales y eventos memorables: a lord Byron, a Gre-

cia, a la caída del imperio romano, al general Narváez, pacificador de

Andalucía… Don Alberto Lista desaprobó los primeros frutos de la

inspiración de Valera. Otros ingenios: Espronceda, Ros de Olano y Mi-

guel de los Santos Alvarez, a quien conoció en los baños de Carratra-

ca, corriendo el verano de 1839, alabaron los ensayos de joven princi-

piante. Su devoción a Espronceda creció desde aquel día con el

prestigio que irradiaba la persona del gran poeta, cuya muerte cantó.

En los borradores de Valera hay huellas, entre paráfrasis y acotaciones

de Byron, de la influencia directa de Espronceda, imitando con poca

maña en sus metros y temas. Valera mismo da a entender que siguió

al cantor de Jarifa en los motivos de su inspiración (2). Del estado de su

espíritu en tales años , Valera retuvo una imagen poco fiel. Purgada

en breve la desazón romántica se imaginó o quiso creer que no la ha-

bía padecido. “En aquellos tiempos –escribe (3)- ni aun para imitar a

lord Byron andaba desesperado y mal avenido con el mundo, la vida,

la mujer, etc.” Sus propios tanteos le contradicen. A los dieciséis años

comienza unas memorias: Horas perdidas, de inspiración melancólica,

y registra en sus cuadernos, con versos broncos, la amargura precoz,

el desengaño.

“Mezclado entre los brindis y gritos del festín”.

Valera abjuró pronto la religión romántica. No siguió esa vena, que

le guiaba mal, y la cegó en cuanto supo desechar los sentimientos pos-

tizos y formarse una retórica.

Valera publicó primeramente el El Guadalhorce, de Málaga (4). En

6 Prólogo a la edición de 1927 por Manuel Azaña

(2) AUTOBIOGRAFIA. Bol. De la R.A.E., 1924.(3) Notas a sus poesías. (OBRAS COMPLETAS, XVII). Escribió las Notas en 1885

para la edición de sus Poemas, romances y canciones, publicada por Catalina en1886.

(4) El Guadalhorce, revista semanal de literatura y artes. 1839-1840.

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1844 su padre le costeó la impresión de un tomito de versos (5). Rele-

yéndolos impresos, no le parecieron muy buenos. Pasó por la tienda del

librero y supo que no se había despachado ni un ejemplar. Pesaroso de

haber impuesto a su padre un sacrificio más, herido en la vanidad, y

como quien toma represalias de la indiferencia del vulgo, recogió la

edición y la escondió en el desván de su casa de Doña Mencia. La mar-

quesa de la Paniega procuró alentarle. ¿Pensabas-viene a decir (6)-que

los españoles son gente para gastarse diez o doce reales en un libro?

“Esto no marchita tu gloria ni tu talento”.

Valera se trasladó a Madrid corriendo los últimos meses de 1846.

Muchos proyectos le agitaban. El capítulo “¿Para qué sirve?”, de su no-

vela Las ilusiones del doctor Faustino, contiene un traslado casi literal de

sus perplejidades. Quería brillar, mover ruido en el mundo, ganar di-

nero. Prometió a su familia consagrarse al foro. Sus relaciones y sus

gustos le indujeron a empeñarse en otro camino. Fue recibido cariño-

samente en casa de la Montijo. Se agolpaban en el salón de la condesa

los rancios y los advenedizos, “pollos” aristócratas, literatos, políticos,

abogados que empezaban a ganar millones con los pleitos surgidos de

la desvinculación. Era el foco más brillante de la sociedad de Madrid,

el mejor campo de maniobras para un joven ambicioso. Valera ganó

amistades excelentes en la nobleza, en las letras, en la política, mun-

dos aparte en nuestro tiempo que empezaban entonces a desgajarse.

Por un lado, la nobleza terrateniente conservaba mucho del poder po-

lítico que pertenece al dinero. Los inmensos patrimonios, ya desvincu-

lados, aun no se habían deshecho. La riqueza mobiliaria, y la industria,

en mantillas, representaban poco, socialmente, junto al valor de la tie-

rra acumulada en las grandes casas. Se abría, por otra parte, la era de

los empresarios y de las profesiones libres. El segundo cebo opíparo

(el primero, las tierras desamortizadas), ofrecido en la arena del parla-

mento a la gula de las clases nuevas, fue la concesión de los ferrocarri-

les. La gente de “buen tono” solía mofarse del burgués enriquecido,

ávido de mando, de lujo, de comodidades ostentosas. Lo más ilustre de

la generación que iba a cubrir, aupada por la nueva: oradores, estadis-

tas, literatos, afilaba las armas. Como Valera, Cánovas y Castelar eran

jóvenes desconocidos que devanaban los ensueños de su ambición. Des-

hecha la estructura antigua, y mientras un orden nuevo se instauraba,

7Stockcero.com - Pepita Jiménez

(5) Ensayos poéticos de Juan de Valera. Granada. Librería de Benavides, calle Nue-va del Milagro, núms. 5 y 7. Abril de 1844. XI-118 páginas. Prólogo de JiménezSerrano.

(6) La marquesa de la Paniega a su hijo Don Juan, 15 de mayo. 1844 (Carta inédi-ta).

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los militares de buena estrella, que rápidamente se enriquecían y titu-

laban, erigidos en duques, en príncipes, unían tiempos con tiempos,

brindando a los españoles, además de una parodia del genio personal

y de una ilusión de gobierno, el ejemplo de la audacia galardonada, la

prueba de que el predominio no sería ya de la sangre sino del mérito,

graduado por el éxito. En el Madrid de esta crisis isabelina, la Corte lo

era casi todo: para la villa (comercio “de tiendas”, sin fuerza espansi-

va; burócratas pendientes del albur ministerial, pequeños propietarios

y rentistas, chapados a la antigua, menestrales que secundaban las al-

garadas callejeras) apenas quedaba sitio. En los palazotes de las Visti-

llas, de las calles del Sacramento y de Segovia era el emporio de la vi-

da social. Intrigas del Real Palacio, fausto de la grandeza, proveían de

cebo a los maldicientes y a la admiración de la villa, envanecida de al-

bergar dentro de sus tapias a tanto prócer: todos los ojos se volvían a

ese mundo relativamente deslumbrador, de límites dudosos, donde

eran los finos modales y las costumbres más libres. Quien brillaba que-

ría hacerse presentar en sociedad, y nadie brillaba bastante mientras no

era presentado. Los certámenes de las sociedades literarias no mere-

cían la asistencia de la gente de “buen tono”. En las tertulias de litera-

tos reinaban –afirma Valera-“la grosería y la ordinariez netamente es-

pañolas”.

En aquel mundo, dispensador del renombre, del poder, Valera, que

los ansiaba sin límites, se arrojó por conveniencia y por gusto. Frecuen-

taba en casa de Montijo, de Frías, de Rivas. No perdía baile en estas ca-

sas, en las de Heredia y Cabarrus, en el Liceo. Estaba muy satisfecho

de sus andanzas por Madrid. Primeramente, en razón de sus triunfos

con las señoras. Sus padres recibían las confidencias de Don Juan, que

no se había asimilado noción alguna capaz de hacerle sentir en el co-

mercio amatorio falsa vergüenza ni el rubor de lo pecaminoso. Entre

sus amigos íntimos estaba en opinión de amador violento, que hablaba

mal de las mujeres y las conquistaba “a la cosaca”. Satisfecho, además,

de su naciente nombre de poeta. Consagraba a la literatura el tiempo

que no perdía en su vida mundana. Leía sin orden. Estudiaba el ale-

mán. Socio “facultativo” del Liceo, iba también al café del Príncipe don-

de se reunía “el Parnasuelo completo, desde lo más alto a lo más bajo,

es decir, desde Ferrer del Rio hasta don Eusebio Asquerino”(7). Publi-

8 Prólogo a la edición de 1927 por Manuel Azaña

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có dos composiciones en El Siglo Pintoresco (8). Santos Alvarez, Jimé-

nez Serrano y Romea preparaban la publicación de un periódico, El Ar-

tista, segundo de este título. Colaboraría en El Artista, y sus versos le val-

drían algún dinero. El teatro le tentaba: pero un buen poeta lírico

estropea su reputación escribiendo paparruchas para el teatro.

En tal ambiente, con tales relaciones, el propósito de abrazar la

carrera diplomática debió de surgir naturalmente en su espíritu. Mu-

chos literatos de la época servían en la diplomacia.El duque de Rivas,

embajador de España en Nápoles, se ofreció a llevarle consigo, si Va-

lera alcanzaba del gobierno una credencial de agregado sin sueldo. Fá-

cilmente la obtuvo. El 24 de enero de 1847, Isturiz firmó el nombra-

miento. Valera arribó a Nápoles del 16 de marzo siguiente.

Dos años y medio estuvo en Italia. Los recuerdos históricos y poé-

ticos suscitados por las tierras que iba visitando, le cautivaron. Las hu-

manidades del colegio revividas en los lugares virgilianos, cobraban

una plasticidad emocionante. En el espíritu de Valera se anudó la ila-

ción necesaria entre las letras clásicas meramente aprendidas y una rea-

lidad no menos patética porque se manifieste en vestigios. Introdujo

en sus sentimientos estéticos el gusto por las normas clásicas, no como

receta de composición, sino como principio animador que felizmente

educaba su inclinación natural.

Vivía en Nápoles como un “viejo solterón”. Leyó novelas, tratados

de estética y de historia, viajó, escribió cartas; se familiarizo con la len-

gua italiana y los maestros de su literatura; adelantó en el estudio del

griego. En la breve corte del duque (señoritos alegres, de familias ma-

drileñas conocidas; damas de la aristocracia española establecidas en

Nápoles), más agitada por los lances amorosos que por los negocios de

Estado y los ejercicios poéticos, Valera desempeñó un papel brillante.

Dejo ahora de contar sus diversiones que sólo tienen valor anecdótico.

Dos amistades de importancia en su vida adquirió Valera en Ná-

poles. Con el ejército del general Córdova, enviado a restaurar el po-

der temporal del Papa, desembarcó en Gaeta Don Serafín Estébanez

Calderón. La diferencia de edad no estorbó que Valera y Estébanez se-

llasen buena amistad, de la que son fruto algunas de las cartas más re-

gocijadas y brillantes de Don Juan. En ellas no se cansa de llamarle

maestro. Sometía a su dictámen los versos que iba componiendo; y aun-

9Stockcero.com - Pepita Jiménez

(7) Carta a su padre. 30 de enero de 1847. OBRAS COMPLETAS: Corresponden-cia. T.I.

(8) El Siglo Pintoresco: Tomo I, pág. 138: “El fuego divino”. Tomo II, págs. 90 y 113:“La belleza ideal” (Cide Yahye).

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que no siguió el descaminado purismo de El Solitario, se dejó inculcar,

favorecido de cierta “semejanza” que Estébanez menciona, el fervor

literario españolista. Estébanez le contagió la afición a los libros viejos

y le mostró regiones de nuestra literatura poco esplotadas. Valera, opo-

niéndose a la imitación de lo extranjero, ya fuese el clasicismo de Lu-

zán o Moratín, ya el romanticismo importado, militó en la reacción fa-

vorable a lo peculiar de España, subsiguiente a la fiebre romántica.

Despegado de otras cosas españolas, magnifica los valores estéticos de

la literatura nacional. Su españolismo literario es de un orden superior,

mas no deja de ser también pasión, puesto que a veces le ciega, lleván-

dole a proponer equivalencias y tasas no siempre aceptables.

Influencia segunda de Estébanez sobre Valera fue el iberismo. La

restauración de España debía fundarse en la unión peninsular, idea re-

cibida por muchos españoles y portugueses de aquel tiempo. El iberis-

mo reclutaba adeptos entre los conservadores, como Estébanez, y entre

los demócratas alentados por el “espíritu del siglo”. Estébanez practicó

con ardor la religión iberista, e inducía a su amigo a fundar escuela so-

bre esos principios. Valera dedicó algunos trabajos en las letras y en la

diplomacia a procurar la unión de los pueblos peninsulares.

La otra amistad notable adquirida por Valera en Nápoles, provino

de un amor sin recompensa. Lucía Paladi (“la dama griega”), del lina-

je rumano de Cantacuzeno, se había casado con un prócer español, el

marqués de Bedmar. La marquesa solía residir en París, en Italia, o en

sus estados de Moldavia; el marqués en Madrid, donde sus galanas pren-

das merecieron ser recompensadas por quien más podía distinguirle y

hacerle descollar entre los lindos del reino. Valera encontró en Nápo-

les a la marquesa y no tardó en prendarse de ella. Muy instruída, sen-

sible, inteligente, macerada por el pesar y las dolencias físicas, la mar-

quesa, cuando Valera la enamoró, había dejado de ser joven y no parece

que hubiese sido nunca bonita. La lividez de su rostro y la fantasía ama-

toria de Valera, que adoraba a un objeto fingido, inexistente, más bien

a un “cadáver”, valieron a la marquesa de Bedmar el sobrenombre de

La Muerta. Ella aceptaba el remoquete, impuesto acaso por el duque de

Rivas, y bajo ese apodo la designa Valera en sus cartas. Se enamoró de

la conversación de la marquesa, de su brillante espíritu, de su saber pe-

regrino, de su experta y doliente ternura. Su afición a La Muerta no que-

10 Prólogo a la edición de 1927 por Manuel Azaña

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ría ser quitaesenciada y a lo divino, o, como dicen, platónica. El plato-

nismo en el amor se le antojaba a Don Juan, estando cabales la mujer y

el hombre, una sofistería. Su pasión, de origen intelectual, no fue me-

nos arrebatada e imperiosa. Amaba con todas sus potencias a la mar-

quesa y probó a conquistar todos los premios. La Muerta le hizo ver que

estando ella en la declinación de la vida y él en su orto, cualquiera fla-

queza sería ridícula; le persuadió que no podía amarle con la novedad

y la frescura pertinentes a la juventud, y que esperaba se aviniese con su

amistad entrañable. Valera concibió dolor muy recio. Se enfurruñó, llo-

ró; tuvo celos sin causa; quiso tornar a España. Mal su grado se atuvo a

la virtud de La Muerta, y un comercio amistoso se siguió, férvido, co-

mo hermano mellizo del amor, dulce de todos modos, que, embellecía

en el corazón de Don Juan las memorias de Italia y se las representaba

con saudades dolientes. Compuso versos a La Muerta (9). Ella, que do-

minaba el griego, le hizo aprovechar en su estudio. Le exhortaba a no

ser perezoso, a confiar en su talento. La Muerta le conocía a fondo. Sus

elogios, sus buenos augurios le embriagan de júbilo. La amaba por mo-

do tan juvenil y tan ingenuo que no se privó de estimularse al trabajo

poniendo su norte en ese amor. Cinco años más tarde Valera decía: “la

persona que yo más quiero en el mundo” (10), refiriéndose a La Muerta.

Al volver de Rusia, en 1857, la visitó en París. Los últimos jirones de la

quimera de Don Juan se disiparon: la pobre Muerta estaba al borde de

serlo de veras, para siempre.

En noviembre de 1849, Don Juan, ansioso de mejorar su carrera,

regresó a Madrid. Llegar, y pesarle de haber vuelto, fue todo uno. Le

fastidiaba “la aridez y el tristísimo aspecto de estos campos , que no dan

sino desconsuelo al corazón”, le enojaban “las cosas primitivas” de su

patria, y “la presunción estúpida de sus raquíticos hombres de Estado,

filósofos y sabios” (11); y la sociedad madrileña, demasiado impolítica

por causa de la mala educación y vulgaridad de las mujeres. Pasó por

muchas alternativas del humor: tan pronto desalentado y triste, se creía

incapaz, le entraban ganas de morirse; tan pronto esperanzado, veía

cercana la celebridad, más que en la profesión literaria en la contien-

da política. Su afán más urgente era salir diputado: en siéndolo “se ha-

ría el amo”. Tenía principios políticos, dimanantes de sus ideas filosó-

ficas: “Yo he logrado formarme ya cierto sistema, muy parecido al de

11Stockcero.com - Pepita Jiménez

(9) En las Poesías (1858) llevan por título “Canciones”. En la ed. De 1886 (Poemas,romances y canciones) se titulan “A Lucía”.

(10) A Estébanez: Doña Mencía. Abril, 1854 (inéd.).(11) Cartas de 31 de enero y 22 de abril de 1850. OBRAS COMPLETAS: Correspon-

dencia. T. I.

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Kant, el que me sirve de base en los estudios que hago” (12). El marqués

de la Paniega le forzó a tener secretas sus opiniones personales, le pro-

hibió alistarse en el progresismo, y le hizo esperar una ocasión para

recibir del gobierno moderado una credencial y un escaño en las Cor-

tes. Esperándolos, Valera partía el tiempo entre sus tanteos literarios y

el amor. Publicó en La Patria unos versos a Colón; compuso una oda a

la resurrección de Jesucristo; comenzó una novela autobiográfica: Car-

tas de un pretendiente. La prosa se le resistía. Con harto sudor pergeñó

un artículo sobre “la cuestión de los frailes”. Su amigo García Tassara,

director de El País, admirando la mucha doctrina del autor, rechazó

el artículo. Le aconsejó, no obstante, que se dejara de pretender em-

pleos y viviese de la pluma. En sus lauros de galán se cuenta por más

lúcido (y enteramente honesto)en aquella temporada, un amorío con

La divina Culebrosa (13), que le tuvo embelesado.

La ocasión política y la credencial del gobierno llegaron juntas. Le

nombraron agregado a la Legación de España en Lisboa, con sueldo.

Bien dispuesto, por los trabajos de su medio hermano Freuller, el co-

to electoral malagueño, Valera aceptó el patrocinio del gobierno en las

elecciones de diputados a Cortes convocadas por Narváez, muñidas

por Sartorius, de las que salió el Congreso de familia (1850). Le repug-

naba ser “ministerial y sartoriesco” y recibir “una mancha que será di-

fícil que se lave cuando quiera lanzarme en el partido progresista” (14).

Fingía ministerialismo por necesidad; estéril fingimiento: el oro de

Don José Salamanca y la coalición de los progresistas derribaron la can-

didatura de Valera.

En Lisboa se aficionó a las letras e historia de Portugal. Los des-

cubrimientos y conquistas de los portugueses en ultramar robaron su

admiración, de que hay un destello vespertino en los temas de Monsa-

mor. No soñaba entonces una vida de literato profesional. Rigurosa-

mente, nunca lo fue, y la discordia entre su espléndida aptitud, su vo-

cación más cierta, y su puesto en el mundo, tal vez se dejó sentir

dolorosamente en un espíritu que a ningún incentivo renunció. La dis-

cordia es patente desde su juventud; mas, con dilatar para otro día la

abnegación y la renuncia necesarias., el descontento, que vendrá, se es-

conde entre nubes de esperanza. En su fastidioso destino de Lisboa, el

deseo de emplearse en tareas nobles le finge un porvenir, no de escri-

12 Prólogo a la edición de 1927 por Manuel Azaña

(12) Carta a su padre: 3 de mayo de 1850. Correspondencia, I.(13) Malvina Saavedra, hija del duque de Rivas.(14) Valera a su padre: 8 de mayo de 1850. Correspondencia. Tomo I.

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tor recoleto y asiduo, sino de sabio docente. Vivirá seis o siete años de

la carrera diplomática, en tanto que su casa se desempeña: después se

irá con sus libros a Granada, y enseñará en la Universidad la lengua

griega o la Economía política. No faltó quien leyese en el porvenir: “us-

ted llegará a ser –le decía Estébanez (15)- un buen hablista castellano…,

usted ha de descollar en el condimento sazonado de nuestra sabrosísi-

ma lengua”. El afán de dinero le aguijaba tanto como el afán de saber.

No quería pasar la juventud oscurecido, sin amores, sin fiestas, sin las

comodidades de que no se acercaba a dispensarse. Formó proyectos

de boda con una señorita acaudalada, que no llegaron a colmo.

Por ascender en la carrera solicitó, y obtuvo, la secretaría de la Le-

gislación de España en el Brasil. Finando el año 1851, desembarcó en

Río de Janeiro. Mil desabrimientos le aguardaban: el clima, las dolen-

cias, una sociedad abigarrada y sin finura, cierta barbarie colonial. El

esplendor de Río fue momentáneo consuelo. La ciudad, mal empedra-

da; las distancias, enormes; los coches, detestables; la comida, nausea-

bunda, servida por esclavos malolientes; las habitaciones pobladas de

arañas, curianas, lagartijas, mosquitos, salamanquesas, alacranes “y

otros monstruos horribles y asquerosas”. Ni edificios buenos, ni esta-

tuas, ni cuadros. Las mujeres, bozales; los hombres, absortos en la po-

lítica y en el comercio. Males asquerosos le amenazan. El calor le des-

truye. Un dolor de estómago casi continuo le quita el gusto para todo.

“Me fastidio ferozmente –dice-. Paso días enteros solo, encerrado en

mi cuarto; leo, fumo y me entristezco” (16).

Vivía con su jefe, Don José Delavat y Rincón, ministro de S.M.C.

cerca del emperador Don Pedro. Al señor Delavat, treinta y cinco años

de residencia en el Brasil le habían deteriorado la estampa y el caletre.

Su mujer, una dama brasileña, vivía con la imaginación en el siglo de

Luis XIV. Dos hijos embellecían su hogar: un varón, de once años, y

una niña, Dolores, de ocho o nueve. ¡Quién pudo prever que, andan-

do los años, vendrían a enlazarse los destinos de Dolores y don Juan!

En las cartas a Estébanez, Valera traza una caricatura enorme de los

usos, figuras y modales de esta familia; del alboroto y liviandad de la

servidumbre; de las manías y dolencias del buen señor Delavat. Su in-

genio burlón (la “propensión satírica” que corregía La Paniega), se es-

parce sin miramiento, y teje, por vez primera en su luengo epistolario,

13Stockcero.com - Pepita Jiménez

(15) Estébanez a Valera: Madrid, 16 de abril de 1851 (inéd.).(16) Valera a Estébanez: Río Janeiro, 13 febrero y 10 marzo de 1852 (inéditas).

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una prosa ya formada.

Escribiendo cartas se reveló prosista y a fuerza de escribirlas arri-

bó a la maestría. Fue su ejercicio literario principal, casi único, en los

dos años de confinamiento brasileño. La producción epistolar de Vale-

ra es copiosísima. Desde su mocedad hasta pocos días antes de morirse

escribió o dictó cartas continuamente, desperdigando en ellas unas con-

fesiones o memorias que, por aversión a las confidencias públicas, nun-

ca hubiera redactado para su cuerpo de libro. Se conservan algunos mi-

llares de cartas. Reunidas formarían, si los expurgos y otros deterioros

a que papeles de esta índole se hallan muy expuestos, no fueran me-

noscabándolas (17), un documento biográfico y literario de gran interés.

Las cartas son literarias, por los puntos que tocan, o por el adobo y pu-

limento de la prosa, aunque narre y comente sucesos privados; y fami-

liares, donde entrega sus sentimientos del instante con una ingenuidad

insospechable si conociéramos sólo sus escritos públicos. Las cartas li-

terarias son ejercicio de estilo, o la primera versión de artículos por ve-

nir; aprovechadas después realmente, a trozos, en los ensayos de crítica

o en alguna novela. Confrontando las cartas y los escritos que destinó a

ver la luz, seguimos paso a paso la formación del autor en el arte de es-

cribir, con acepción omnímoda de este verbo, desde el estilo a la orto-

grafía y el carácter de letra, y conocemos al hombre completo, que en

su perfecta urbanidad rehusó el mostrarse a los lectores doliente o com-

pungido, y apenas dejó trasparecer su facies personal por la máscara ele-

gante del donaire (18). Hay publicadas muestras de ambos géneros de

cartas, con algunos cortes y alteraciones, en los dos tomos de Correspon-

dencia de las OBRAS COMPLETAS. Las más chistosas y libres de sus

cartas íntimas; las más substanciales de las literarias, parecen, por lo que

hasta hoy sabemos, las que escribió en Río Janeiro. Combatía el fasti-

dio abandonándose a la irresistible comezón de menear la pluma, y des-

pachaba a sus amigos copiosos relatos de sus hábitos, lecturas y amores,

sin celar cosa alguna, por escondida que acostumbre estar. Descubre

además un pensamiento literario ya maduro. Parte de la epístola a He-

riberto García de Quevedo, disuadiéndole de escribir “un vasto poema

humanitario”, entró en uno de los primeros grandes artículos firma-

14 Prólogo a la edición de 1927 por Manuel Azaña

(17) Las cartas, libérrimas, de Valera a Miguel de los Santos Alvarez –“las mejoresque he escrito”, decía el autor- fueron abrasadas por la familia de Alvarez.

(18) Este bosquejo biográfico, y el estudio de la vida y la obra de Valera, que tengoinédito aún, se fundan, principalmente, en los papeles y cartas de Don Juan, quesu hija, la Sra. D.a Carmen Valera, me ha franqueado con notable generosi-dad. Es ocasión de agradecérselo públicamente.

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dos por Valera (19). Junto con las adquisiciones literarias comunicaba a

Estébanez sus lozanías de enamorado. Tomándolas en el modo descrip-

tivo, refiere, con nimia crudeza, las gracias y desgracias más ocultas de

la señora a quien servía. Halló también en Río Janeiro un ejemplar de

esa dama sapiente y amorosa con quien le gusta departir en las novelas.

Armida (Mariquiña en el siglo), se encumbraba “a lo científico y subli-

me”. Siete u ocho cartas (“eran cosa de gusto”, dice el autor) le escribió

Valera proponiendo, entre requiebros sacados del repertorio teresiano,

un más estrecho conocimiento. Inspiran estos amores dos composicio-

nes: Amor del cielo e Impaciencia (20). Se hallará una transposición del per-

sonaje en Genio y figura… Rafaela la generosa es Armida-Mariquiña,

chapurrada con cierta ninfa gaditana que Valera conoció en Lisboa.

Mas, Rafaela lo daba todo: dinero, y amor, por consolar a los tristes; Ma-

riquiña no daba su amor y pedía dinero. Valera, falto de metales, se con-

soló disparando epigramas al marido y burlándose dulcemente del em-

perador Don Pedro, que, pobre y todo, trasquilaba gratis el jardin de

Armidas. Fuera de las cartas y poesías mentadas, nada más produjo.

Buscaba y adquiría para sí o para Estébanez libros raros, fuesen euro-

peos o americanos, y libros referentes a América: tratados de historia,

de geografía, gramáticas y diccionarios de las lenguas indígenas, colec-

ciones de periódicos y antologías.

Regresó en otoño de 1853. Desembarcó en Lisboa. Acusiado por la

marquesa de la Paniega y por Estébanez, rompió el compromiso ma-

trimonial. Planeó con Latino Cohelo una revista bilingüe, que no lle-

gó a nacer, la Revista Ibérica, destinada a secundar el iberismo. Andu-

vo por su tierra, y en Madrid, devanando proyectos vagos, y asistió

como curioso a las jornadas de julio de 1854. Quiso venir diputado a

las Cortes constituyentes, protegido por el general Serrano. Lanzó un

manifiesto “patriota”. Le derrotaron. “No teniendo usted anteceden-

tes de sansculotismo –le escribía Estébanez (21),- por más antífonas y se-

guidillas que entonara a lo último de patriotería, siempre lo conside-

rarían a usted como lo han considerado, como un hombre de salón y

atildado, más propio para aristócrata que para hombre de tribuna ar-

diente… Por lo demás no se duela mucho de ese azar. ¿Qué iba a ser

en el pulpitillo?” Una vez más Estébanez leía el horóscopo de Valera.

Inauguró por aquellos meses su carrera de crítico. Desde noviem-

15Stockcero.com - Pepita Jiménez

(19) Del romanticismo en España y de Espronceda.(20) Incluídas ya en las Poesías (1858).(21) El Escorial, 17 de octubre de 1854 (carta inédita).

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bre de 1853, salía en Madrid la Revista española de ambos mundos, que

vivió hasta muy entrado el año 1855 (22). Trasladado a la Legación de

Dresde, visitó París, viajó por Alemania, donde su adquisición más no-

table fue el descubrimiento de la música de Handel, de Mozart y de

Beethoven: “En el conjunto sinfónico (páseme usted la palabrilla)de la

música alemana, se cree oir la voz misma del espíritu del mundo” (23).

Suprimida la Legación de Dresde, se incorporó, de mala gana, al mi-

nisterio. Divertido en las fiestas con que en el invierno de 1855 a 56 la

buena sociedad de Madrid se desquitaba del espanto y asolamientos

causados por cólera, Valera se quejaba de no hallar sosiego para escri-

bir. Trabajó un poco más de lo que denotan sus pesares. Se le había

cumplido el deseo que dos años antes comunicaba con Latino Cohelo:

en Lisboa salió la Revista Penínsular, con la forma, el programa y la co-

laboración proyectados para la Ibérica. Los escritores de la revista se

inspiraban en el iberismo noble que se funda en la unidad de cultura.

Valera contribuyó con versos, artículos de crítica y revistas de Madrid(24), en las que se excusaba de hablar de política, alegando fingido atur-

dimiento e ignorancia. En rigor, escribiendo desde Madrid en tal sa-

zón, apenas había otra cosa de que hablar. Era petente que el ministe-

rio progresista se desmoronaba. El golpe de Estado de julio de 1856

tomó a Valera en su actitud de expectante curioso, como le había to-

mado la revolución del 54. La víspera de la batalla, Don Juan se sola-

zaba en la suntuosa fiesta nocturna de los jardines de Montijo, en Ca-

rabanchel. Esa madrugada, los huéspedes de la condesa rezagados en

la Quinta, pudieron, al volver a Madrid, tropezar con las fuerzas de

O’Donnell y Serrano que se aprestaban a desarmar a los milicianos.

16 Prólogo a la edición de 1927 por Manuel Azaña

(22) ”En religión, católica; en política, liberal; en filosofía, espiritualista; en econo-mía política, inclinada a la escuela inglesa presidida por Peel” (Rev. Esp. De A.M.,T.I, pág. VII). Colaboraban Sanz del Río, Cueto, Gayangos, Castelar, Ferrer delRío, Cánovas. Valera dio en la Revista tres artículos: Del romanticismo en Espa-ña y de Espronceda, número de septiembre de 1855, Sobre los cantos de Leopardi,número de agosto.

(23) Carta a Estébanez; 2 abril, 18555. (inéd.)(24) Del lado portugués colaboraban: Herculano, Lopes de Mendoca, Latino Cohe-

lo, Ferrer de Couto; del lado español: Amador de los Ríos, A. Alcalá Galiano,Maldonado Macanaz, Carlos Rubio, Campoamor, la Avellaneda y Romea. Va-lera publicó, firmadas de su nombre, dos poesías: Plegaria (n.o 6, tomo I, pág.264), y el poema a Cristóbal Colón (n.o 4); tres traducciones del alemán, de Gei-bel, y una del romáico, de Ipsilanti (n.o 12 del vol. II). Firmado con el pseudó-nimo Silvio Silvis de la Selva: Espronceda e a poesia romnntica em Hispanha (n.o2.o, tomo I, pag. 49); Las escenas andaluzas del Solitario (n.o 10, t.I, p. 433); Obraspoéticas de Campoamor (n.o 2, del vol. II, Página 80); carta remitiendo una falsaleyenda de A. Fernández Guerra, y revistas de mayo, junio y agosto de 1856.

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El día de la batalla, el ministerio de Estado, en los bajos del Palacio

Real, se convirtió en hospital de sangre, donde yacía herido el poeta

García de Quevedo, militante por la causa del orden. Allí debió verle

su gran amigo Valera, presente en su despacho del ministerio. Corrien-

do agosto, proseguían las veladas en la Quinta de Carabanchel. Re-

presentaban comedias de Musset y de Cruz, cantaban coros de Rossi-

ni; la flor de la sociedad de Madrid cenaba y bailaba en aquellos

jardines. Valera describe estos jolgorios y confiesa su desánimo perso-

nal: “estoy triste, muy triste, completamente desilusionado, y nada bien

de salud. Acaso pida una licencia” (25). No fue menester. Cueto, subse-

cretario de Estado, obtuvo para Valera la secretaría de la misión ex-

traordinaria que llevó a la corte de Rusia el duque de Osuna. Este via-

je, que he relatado prolijamente en otro lugar (26), es un lance muy

ameno en la vida de Valera. Sus cartas de San Petersburgo, por las que

el duque se enojó, movieron en Madrid un mediano escándalo, le hi-

cieron sospechoso a Narváez y las pagó con un nuevo fracaso electo-

ral. De sus amores con la actriz francesa Magdalena Brohan, contra-

tada en el Teatro imperial de San Petersburgo, quedan, además de la

narración epistolar a Cueto, otras huellas, no advertidas hasta ahora en

su obra literaria (27).

A fines de 1857 Valera comenzó a ser periodista enzarzándose en

una polémica con Castelar (28). Los rasgos duraderos de su fisonomía

literaria están, desde ese tiempo, cuajados: concurren a formar un Va-

17Stockcero.com - Pepita Jiménez

(25) Carta a Estébanez; 29 de agosto de 1856, (inéd.)(26) Valera en Rusia: Revista “Nosotros”. Buenos Aires, número de enero-febrero

de 1926.(27) ”No tengo más remedio que hacer de todo esto, una novela”, decía a Cueto. Es

Mariquita y Antonio, de la que salieron 19 capítulos en El Contemporáneo; y Sau-dades de Elisena, en Poesías (1858).

(28) Dos años después fundó con Alarcón, Santos Alvarez y Maldonado Macanaz,La Malva. “periódico suave, aunque impolítico”. Con Antonio Segovia fundóEl Cócara (1860). Maldonado le llevó a la Crónica de Ambos Mundos. Colaboróen El Mundo Pintoresco. En 1859 empezó a explicar en el Ateneo un curso de Fi-losofía de los bello (OBRAS COMPLETAS: Miscelánea, III), y más tarde unaHistoria crítica de nuestra poesía. Al fundarse, en 1860, El Contemporáneo, Va-lera, ya diputado, entró en el periódico de redactor principal. En el orden de lasletras puras, dio aquellos años una nueva colección de versos (Poesías de DonJuan Valera. Madrid, Rivadeneyra, 1858. Prólogo de A. Alcalá Galiano), y es-cribió dos cuentos: El pájaro verde, impreso en la única entrega de una serie deCuentos vulgares (1860) que editó con Segovía, y Parsondes, reimpresos con lasegunda edición de Pepita Jiménez (1875). Posteriormente a su ingreso en la Aca-demia española (1861), se resolvió a coleccionar algunos de sus escritos en pro-sa: Estudios críticos sobre literatura, política y costumbres de nuestros días, por DonJuan Valera, de la Academia española. Madrid, 1864; 2 vols.

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lera al que sólo falta su tardía fase de novelista. El gusto, el estilo, la

doctrina: el giro de su pensamiento: las preferencias y repulsiones ín-

timas: los resabios de su manera: cuando le ensalza sobre su época,

cuanto le constituye peregrino dentro de ella, todo lo declaran y pro-

ponen los ensayos, discursos y lecciones, las polémicas, los pálidos ver-

sos y las narraciones alegóricas que compuso en los principios de su

vida pública. Cursó en secreto el eprendizaje. Aparece formado en le-

tras modernas y clásicas, formación robusta dondequiera, excepcional

entre los españoles de su tiempo. En su obra de escritor no se advierte

la desmaña del talento indeciso ni el ímprobo trabajo del estudiantón

aprovechado que transforma en artículos sus lecturas cotidianas. Se re-

pitió no poco, añadió matices y distingos. En los puntos de vista capi-

tales se comprueba una perseverancia típica, una personalidad que al

nacer para el público era ya adulta. Eso permite caracterizarlo desde

sus comienzos. El Análisis de las novelas concluye su figura: en ellas

dio cauce al lirismo, repartiendo por trozos su personal sentir a cria-

turas imaginarias, que recitan un soliloquio perenne. Valera inaugura

su obra de crítico intentando el proceso del romanticismo (29). La afi-

ción romántica de Valera duró menos que su juventud. Se libera del

romanticismo a medida que su educación literaria progresa, y en cuan-

to aprende a modular su canto personal, el estro parece tan poco ro-

mántico como su actitud en la vida. La razón predomina en su espíri-

tu. Contempla ideas generales y le emociona más el discurso que la

observación. Al meditar se eleva; observar le divierte, acaso; lo que ob-

serva sólo le rinde anécdotas. El Tránsito del hombre a la naturaleza

está, para Valera, casi siempre obstruído: rara vez se comunica con ella.

En su sensualidad imprime el mundo exterior una imagen sin presti-

gio, conservada en notaciones generales, de las que adrede excluye lo

peculiartad poderosa en Valera es la memoria, apoyo de su fantasía. Su

imaginación nunca fue libre: se pone a guiarla, fantaseando, y más que

inventar, recuerda. Es discursivo, razonador, ingenioso. Aborrece la

expansión personalista y confidencial. Está en contra de los ardientes,

de los que rompen el decoro: la aversión a Juan Jacobo, cuya misan-

tropía, cuyo cinismo le repugnan, es típica. El erotismo, la malicia, la

discreción, el giro de su filosofía moral, le graduaban para las tertulias

“libertinas” de un siglo diez y ocho francés, entre damas licurgas que

18 Prólogo a la edición de 1927 por Manuel Azaña

(29) Del Romanticismo en España y de Espronceda.

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le rindiesen su admiración y su amor.

En los juicios de Valera sobre el romanticismo apunta el propósi-

to de reducir la sensibilidad romántica a una lozanía silvestre del gus-

to, a un defecto de educación, disculpable y hasta amable en la moce-

dad: que fue su caso. Carga la mano en los defectos y errores de los

poetas románticos: ignorancia, verbosidad, desaliño, amaneramiento,

hipocrecía, porque afectaban tener fe; falta de “majestad tranquila” y

de “mirar sereno”. Cumplida la revolución romántica, quedaban sus

efectos estables: en uno los resume Valera: libertad. El arte se ha eman-

cipado de todo propósito moral, docente u otro, que trascienda a esfe-

ra distinta de lo bello. En sí mismo ha puesto su fin. Valera adopta el

canon encerrado en la fórmula de “el arte por el arte”. No obstante su

casticismo, condena el extremo vicioso a que llagaba la inclinación ro-

mántica a lo nacional, lo espontáneo y lo típico (30).

Poseía Valera inclinación natural a contradecir, si no es que esta-

ba poseído de ella, y encontraba en su fértil espíritu cantidad de recur-

sos para satisfacerla. Ágil, fluido peregrino lector, emparedado entre

la duda y la mesura, apestándolo cualquier dogmatismo, propenso a

la sátira, su opinión se precipitaba al oponerse a otras, más por argu-

mento que por razón, más para decir: no es eso, que para probar: esto

es. Tan fuerte contradictor, a veces se cargaba si alguien venía a demos-

trarle lo que él mismo, por moción espontánea y sin hostigo, solía pro-

fesar. Preso en este espíritu, dejábase arrastrar por la fuerza de sus ar-

gumentos al paso que los tejía: Valera lo confiesa. Oponiéndose, varía

la faz según a quien se opone: nunca es más racionalista que frente a

Donoso Cortés, ni más conservador que frente a Pí y Margall, ni más

despegado de la tradición que ante Menéndez y Pelayo, ni atenúa tan-

to el influjo del Santo Oficio como al “hundir” a Núñez de Arce; ni fue

más patriota que al rebatir los juicios de un extranjero despectivos pa-

ra España, ni menos iberista que viviendo en Portugal, ni más acérri-

mo madrileño que a quinientas leguas de la Carrera de San Jerónimo,

aunque la encontrase mal en viéndola de nuevo. La oposición a lo con-

tiguo, a lo presente, se halla en su carácter y en su intelecto. En el ca-

rácter se descubre por el descontento. En orden al juicio, por la varia-

19Stockcero.com - Pepita Jiménez

(30) No es cosa de preferir, dice Valera (La libertad en el arte) “los aullos de los cari-bes a las odas de Horacio, y el vito de los jitanos, la timorodea de las mozas deOtaiti y el tango de los negros, a la danza magistral, graciosa y mesurada, quecompuso Dédalo para solaz recreo de la rubia Ariadna”. Desde el origen, Va-lera se aparta de la senda conducente al gusto de nuestros días, que prefiere eltango de los negros y otras danzas con aullos de caribes, aun más desatinadas yselváticas.

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ción de matiz a que le cohibe cada adversario.

Fue polemista menos activo de lo que tal inclinación prometía. Mu-

chas causas le detuvieron, ya provengan de su natural benigno, con más

“ternura que odio”, ya de cuanto había de diletante en su espíritu, gus-

tador de lo bello en la vida: no siempre en la suya fueron las letras la

ocupación continua y virtuosa. Le detuvo también el respeto mundano:

los enojos que acarrea la contradicción personal no eran de su gusto (31).

Valera quedó escarmentado en su polémica con Castelar. Los re-

paros que puso a las lecciones sobre los Cinco primeros siglos del cristia-

nismo parecieron “una salida de tono”. Mostró que Castelar, en sus

veinticinco años, no sabía bastante para decir sobre el tema algo más

que divagaciones acaloradas. ¿Se contentará el señor Castelar –viene

a decir Valera (32)- con ser “el Zorrilla de la elocuencia” y con que se

diga de su oratoria lo que del poema Granada: que es “música celes-

tial”? Los parciales de Castelar se escandalizaron. Valera se disculpó

irónicamente de haber atacado las opiniones del ídolo de los demócra-

tas. Castelar y Valera son antípodas. Se oponían por los defectos y por

las cualidades de cada uno, incomprensibles (sobre todo las de Caste-

lar para Valera), para el otro. El recato, la mesura, el resguardo cuida-

doso de la intimidad personal; la pureza de líneas, la claridad, el or-

den perenne al buen sentido; la sencillez y la gracia, mas la aversión

consiguiente a lo estentóreo y lo desaforado, que de todo eso hay en Va-

lera, debían de formar en su espíritu una imagen del tribuno seme-

jante a la de un energúmeno; peor: la imagen de un hombre “inconve-

niente”, sin noción de buen gusto, sentimental y cursi. El rapto lírico,

la facundia caudalosa, la composición sintética e interpretativa, cuan-

to en Castelar provenía de la exuberante imaginacón y denotaba falta

de análisis, era insoportablle para Valera. Veía en Castelar la suma de

los defectos románticos. La mención de Zorrilla declara más su anti-

patía. No dejó de estimar personalmente a Castelar, de quien fue ami-

20 Prólogo a la edición de 1927 por Manuel Azaña

(31) Decía en La Malva (20 noviembre 1859): “¡Crítica literaria!… ¿Sabes tú lo queme pides? ¿Es posible en España la crítica? ¿Quieres que me pierda por maresnunca de antes navegados? En literatura impera aquí, como en política, el in-terés de los partidos. ¿Cómo atacar de frente las eminencias y los nombres famo-sos, que es lo que conviene, divierte e instruye? ¿Qué dirían de mí las personasgraves, si yo zahiriese a sus ídolos, o me riese de ellos con suavidad? ¿Qué di-rían de mí los absolutistas, si yo les pusiese en el secreto de que no me admirode Balmes, y de que su libro “El Criterio” (más la seriedad y menos el chiste),me parece una colección de fabulillas desatinadas como las de Alvarez y las deSelgas, sólo que en vez de tener al fin una moraleja, tienen metafisiqueja?

(32) De la doctrina del progreso. OBRAS COMPLETAS, tomo 34. La polémica re-toñó entre Castelar y Campoamor. En ella terció Valera

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go; no así de sus escritos y discursos.

A la radical oposición de los espíritus se juntaba, para excitar el áni-

mo crítico de Valera, el democratismo cristiano de Castelar. El Dios

sanguinario de Donoso Cortés le repugnaba; pero el Cristo demócra-

ta no le repelía menos. Valera se aplicó en esta polémica a disminuir el

papel del cristianismo en el progreso humano, y a reducirlo a casi na-

da en el conjunto de la civilización moderna. Pero, ¡con cuántos ro-

deos, reticencias y veladuras! Esa actitud, valiosa en la biografía inte-

lectual y moral de Valera, no menos que en la historia española, de

ciertos problemas, podrá, a fuerza de reservas mentales, impacientar a

un lector de nuestro siglo. La posición de Valera, observada en las con-

tiendas pertinentes al interés social, o que al menos rozaban de algún

modo las prevenciones de su clase, . Se avenía a esgrimir en el terreno

preparado por el uso de todos; esgrimía con armas tradicionalmente lí-

citas: a veces no podía menos de parecerle y de hecho le parecía, aun-

que no lo dijese, el terreno falso, botas las armas. No le hace. Su triun-

fo estriba en dejar al adversario convicto de error, revocándole con sus

propias doctrinas. Acepta una convención que, más intrépido, habría

empezado por rasgar, poniendo en tela de juicio las bases mismas en

que la convención se funda. Tal vez le llevó ese juego a prestar servi-

cios humillantes para el buen seso. Tuvo que defender, contra Cañete,

que se podía encontrar malos muchos dramas a lo divino de nuestro

teatro del siglo XVII, y seguir siendo buen católico. A la sazón el ám-

bito de España hervía en monstruos que, en el orden intelectual, se co-

rresponden con el “anfibio de Liérganes”, alanceado por Feijóo. De

buena gana Valera habríales ayudado a morir pronto. Mas no podía es-

perarse de su mano la primera lanzada. Se satisface con tenerlos a ra-

ya y estorbar en lo posible que propaguen sus monstruosidades. Racio-

nalista por principios, delante de las circunstancias históricas es

comedido, tomándose la licencia de verter en la raíz de lo que enfáti-

camente respeta, una gota de ironía insidiosa. Si no supiéramos de él

cuanto sabemos, la compostura, el decoro podrían despistarnos: de tal

suerte la ironía se enrarece, se pierde acaso en el disimulo. Del Ensayo

de Donoso escribió: “Si no fuese el catolicismo divino vendría a tierra

y se hundiría para siempre con pocos defensores que tuviese como el

marqués de Valdegamas” (33). Ni antes ni después de escribir ese artí-

21Stockcero.com - Pepita Jiménez

(33) Ensayo sobre el catolicismo… por D. Juan Donoso Cortés. OBRAS COMPLETASde Valera, tomo XXXIV.

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culo aceptó Valera el origen divino de la religión. No era católico cre-

yente, ni siquiera cristiano; pero se atuvo públicamente a un catolicis-

mo liberaL, con criterio de burgués ilustrado que sobrelleva la preocu-

pación dominante en su país, tal como la historia lo fragua.

El discurso de ingreso en la Academia española (34) y el conato de

polémica con Francisco de Paula Canalejas, valen, entre otras cosas,

para fijar la opinión de Valera respecto del lenguaje como instrumen-

to del arte y establecer las bases de su doctrina crítica. Valera desecha

la crítica fundada en la mera experiencia y en la inducción: otra críti-

ca, deducida de principios filosóficos, permite juzgar los casos particu-

lares, porque los comprende todos. Con el uxilio de la filosofía del ar-

te se alcanza más que con los preceptos fundados en el sentido común

o en la observación juiciosa, desprovistos de otro fundamento sólido.

Compete a la ciencia desconocer y negar la autoridad en nombre de la

razón; mas no se ha de otorgar, porque sería contrario a la razón mis-

ma, esa prerrogativa al arbitrio de cada uno, apoyado en verdades mal

entendidas. Tocante a la lengua y a la literatura, dos corrientes –rebel-

des a la autoridad fundada en principios filosóficos- prevalecen: unos

quieren ensanchar el idioma nacional porque en su estrechez no cabe

el pensamiento moderno; otros, entendiendo torcidamente lo popu-

lar, sólo diputan por bueno lo que place al vulgo. Ambas direcciones

convienen en que la inspiración no es compatible con la reflexión y la

crítica, “poniendo entre el pensamiento y la forma de que va revestido

una diferencia y hasta un divorcio que jamás existieron”.

Corrompen el gusto y el idioma, de una parte, “los nuevos filóso-

fos y políticos que abusan de un tecnicismo innecesario”; de otra, los

poetas enemigos del estudio que practican un casticismo desatinado. A

los que introducen en el habla novedades tremendas, Valera opone la

intangibilidad del espíritu nacional, significado en el lenguaje; a quie-

nes se acogen al ámbito de lo que estiman castizo, opone la universali-

dad del espíritu del mundo, con el cual todas las inteligencias “han de

estar en comunión y consorcio, si no quieren perecer”. El espíritu de

la humanidad (“la entidad viva del conjunto de nuestra raza”), lleva

un movimiento ascensional perenne, y se manifiesta en la historia me-

diante el espíritu de cada pueblo. Yerra, pues, gravemente quien se em-

peña en ser “muy español y muy castizo en el pensamiento”. El pensa-

22 Prólogo a la edición de 1927 por Manuel Azaña

(34) La poesía popular como ejemplo del punto en que deberían coincidir la idea vulgary la idea académica sobre la lengua castellana. (Año 1861). Canalejas le contestóen la Revista Ibérica (no. De Abril). Valera escribió en defensa propia dos cartaspublicadas en la misma revista. Discurso y cartas coleccionados en las OBRASCOMPLETAS, tomos I y XXII.

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miento es humano, y no de casta. Valera descubre ese yerro en los poe-

tas que idolatran lo popular. El impulso renovador de las tradiciones

nacionales produjo en las letras el mal efecto de poner antagonismo en-

tre los cantos populares y la poesía erudita, despreciando a ésta para

ensalzar a aquéllos. El prestigio de la poesía popular y el tenerla por

superior a todas, engendra entre otros males: el negar importancia a

la forma, la vulgaridad, el hacer

útil la poesía poniéndola al servicio de algo, y el anacronismo de

ideas y sentimientos. Mas, proclamada la necesidad de aquel enlace su-

perior con el espíritu de la humanidad, el espíritu nacional obra como

fuerza conservadora. Valera rompe en favor de la conservación y la me-

sura el juego armonioso de las fuerzas que, en teoría, mutuamente se

corrigen y completan; lo rompe por arbitrio del gusto, introduciendo

en su raciocinio el peso de una obra realizada en la historia por l espí-

ritu nacional, obra que Valera se representa como el fruto ya maduro

de una plenitud fecunda. El espíritu nacional –viene a decir- se mani-

fiesta en el lenguaje, que brota del genio de la raza “como brota la flor

de su germen”. El lenguaje crece sin alterarse en la esencia ni en la for-

ma y se unimisma con el espíritu que lo engendra; donde el idioma de-

cae, también decae el espíritu. La descendencia del mismo tronco lin-

güístico establece entre los pueblos lazos fraternales, en tanto que la

diversidad los aparta. De ahí el poderío político del idioma. “Una len-

gua algo diversa de la que hablamos –exclama- y un gran monumen-

to escrtito de esa lengua, Os Lusiadas, son el mayor obstáculo a la fu-

sión de todas las partes de esta Península; Camoens se levanta entre

Portugal y España, cual firme muro, más difícil de derribar que todas

las plazas fuertes y los castillos todos”. Atenta contra la nacionalidad

quien disloca el idioma. Los “nuevos filósofos y políticos” que divul-

gan con frase bárbara pensamientos extranjeros, cometen una ofensa

innecesaria o inútil: innecesaria, si como piensa Valera, las teorías más

sutiles “pueden expresarse en el habla en que nuestros grandes místi-

cos se expresaron”; inútil, porque el ser de una nación, revelado en el

habla, no se reforma artificialmente. No se opone Valera a la introduc-

ción de sistemas extraños: “no se crea que entiendo de un modo mez-

quino lo castizo y lo nacional, fingiéndome en mi patria una origina-

lidad que no existe ni ha existido nunca, y encastillándome en mi patria

23Stockcero.com - Pepita Jiménez

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para conservarle esa originalidad fabulosa”. Pero la mente de un país

y el idioma sólo adquieren lo que pueden asimilarse conforme a su ge-

nio. En todo caso, la mudanza como la creación del lenguaje ha de ser

obra instintiva del pueblo.

Combatiendo la retórica de los krausistas (“los nuevos filósofos y

políticos”), Valera no lidia con un caso extravagante, que no valdría la

pena: combate una doctrina general. Su punto de vista le caracteriza.

Valera se desliza del terreno puramente lingüístico al literario, y pre-

dica de las formas artísticas del habla, como las fijan los escritores de

una época trabajando sobre un material dado, lo que conviene sólo al

organismo vivo del idioma. Las potencias de conservación del habla

son fortísimas. Tales potencias pretende utilizar Valera erigiéndolas

defensivamente en torno de ciertas formas, de cierta estructura de la

prosa, labradas en un momento de esplendor artístico. Cuando no que-

pa en esa estructura es declarado corruptor del idioma. Valera se deja

engañar por la imagen de la “madurez” del lenguaje. Es singular que

representándoselo muy bien como organismo vivo, no reconozca que

cuanto más fértil y sensible el espíritu progenitor, más lo dejará pare-

cer en el habla, no obstante la permanencia del fondo primitivo y del

artificio gramatical. Mudanza en el pensamiento, un punto nuevo de

sensibilidad, ¿no piden formas propias, no las crean necesariamente, y

no es la creación de tales formas el signo en que se reconoce el vigor

de un pensamiento original o el tránsito a una fase peregrina de lo sen-

sible? Supuesto que en los claros y vigilantes espíritus hiere cualquier

invención primero que en los vulgares, parece modesto en demasía el

papel discernido por Valera al escritor como artífice del idioma. Los

ejemplos que propuso sólo prueban el fracaso de los “filósofos innova-

dores”. El intento de apropiar el lenguaje a un movimiento filosófico,

intento abonado por la experiencia ajena, es irrefutable en principio:

sorprende que Valera lo desconociese, sabiendo muy bien, como de-

mostró más tarde, que no existe filosofía original en castellano. Su di-

lema (o es nulo el espíritu filosófico de los españoles, o cualquiera pen-

samiento puede expresarse en la lengua de los místicos) es falso. No sé

yo que los españoles seamos naturalmente menos filósofos que místi-

cos. Valera gustaba de probar que la mística española es una floración

de semillas germánicas . El Carmelo ya no suena con voces españolas

24 Prólogo a la edición de 1927 por Manuel Azaña

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elocuentes, como en el siglo XVI. ¿Habremos perdido la vía unitiva,

sin hallar, en trueco, la racional? Que todo pensamiento, por nuevo que

sea, pueda expresarse en la lengua de los místicos, es hipótesis capri-

chosa, como la “lengua de los místicos” no se tome a metáfora para de-

signar el castellano. Bajo esa figura la proposición es inócua.

Abismarse en “la pureza y hermosura” de la lengua literaria de una

edad, aunque fuese edad dorada, conduciría a formar un idioma sacer-

dotal. Valera no lo desconoce, y corrige esa invitación al hieratismo.

“Tampoco soy yo –dice en el discurso- de los que, por amor al lengua-

je y su pureza, se desvelan y afanan en imitar a un clásico de los siglos

XVI y XVII. Prefiero una dicción menos pura, prefiero incurrir en los

galicismos que censuro, a hacerme premioso en el estilo, o duro y afec-

tado”. En la carta segunda a Canalejas, añade: “Yo no acudo a leer

nuestros antiguos clásicos para aprender lo castizo, sino lo natural del

lenguaje”. Los escritores “de buen gusto, los de la difícil facilidad, los de

la sobriedad discreta y cortesana” empobrecen el idioma, dice Valera (35).

El remedio es consultar a los autores antiguos y al pueblo, que conser-

va la abundancia del idioma y el espíritu de la nación. Notemos, de pa-

so, que Valera fiaba al tesoro de la inspiración popular el renacimien-

to de otras artes, como la música: “si ha de venir nueva era de gloria

musical para España, al vulgo de Andalucía se la deberemos principal-

mente, por habernos conservado en el tabernáculo del alma el fuego

sano de la inspiración, la forma y manera propias de nuestra música, y

hasta algunas tradiciones de escuela”.

Valera negó en el discurso de ingreso en la Academia que hubie-

se existido poesía popular española, digna de tal nombre, anterior al si-

glo XVI o a la postrimería del XV. La explicación de este error y de lo

que en el mismo lugar consignó acerca del origen de los romances y del

valer de la poesía de la edad media, nos abre otro aspecto interesante

de su formación literaria y de su pensamiento sobre la historia nacio-

nal. Valera conocía los estudios de Wolf y de Durán y lo que, en la sa-

zón de escribir aquel discurso, llevaba publicado Don Manuel Milá y

Fontanals. No había oído mentar a Milá hasta que de él le habló en

Moscú un erudito ruso, el año 1857. Vuelto a España, se puso al tanto

de sus escritos y fue el primero en llamar la atención del gran público

a los trabajos del profesor catalán. Las apreciaciones de Valera deben

25Stockcero.com - Pepita Jiménez

(35) Las escenas andaluzas del Solitario. OBRAS COMPLETAS. Tomo XIX.

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atribuirse a un arbitrio del gusto. Lo típico es su sordera para la poe-

sía de la edad media. Conocía sus monumentos y los menospreciaba.

Había pasado de las letras clásicas al Renacimiento: lo demás es bar-

barie, que tal vez se esfuerza en tanteos, pero que ni acierta ni sabe. Su

antimedievalismo es, en lo poético, total. Tampoco gustó el sabor de la

lengua poética vieja; y mostró ser un desarraigado de la historia. En la

carrera del tiempo atrás era compatriota de muchos menos españoles

que nosotros, o mejor diríamos connacional, porque él reduce la patria

a los elementos naturales de la nación. La cual se forma de la natura-

leza y de la idea, plasmada por la historia, creación del espíritu huma-

no. Para Valera, los españoles adquirieron la conciencia de su naciona-

lidad (es decir, injertaron su idea en lo que ponía la naturaleza),

solamente a fines del siglo XV. Los españoles del siglo XVI estaban

unánimes en su sentimiento, el religioso, que determinó su voluntad y

los apretó en haz, imprimiendo su sello en la vida nacional. Entonces

nació una gran poesía legítimamente popular, es decir, que expresase

en gran estilo, en formas artísticas superiores, sentimientos comparti-

dos por el pueblo y el poeta. Exhausto el pensamiento nacional, aun-

que existan en España poetas excelentes, no puede haberlos grandes:

la consonancia que es menester entre el poeta y el pueblo “no se esta-

blece cuando el alma del pueblo no se deja oir, cuando el espíritu po-

pular está muerto o aletargado” (36). Tampoco tenemos filosofía, ni po-

lítica ni escuela científica “que puedan llamarse nacidas en España”.

Valera se preguntó muchas veces la causa de postración tan grande.

El punto central de sus ideas sobre el caso se halla en el discurso pro-

nunciado en la Academia Española al recibir a Núñez de Arce (37).

“Fue una fiebre de orgullo, un delirio de soberbia… Nos llenamos de

desdén y de fanatismo a la judaica… El gran movimiento de que ha

nacido la ciencia y la civilización moderna y al cual dio España el,pri-

mer impulso, pasó sin que lo notásemos”. Cuando España despertó, es-

taba muy atrás de la Europa culta. Esta opinión es congruente con lo

que más arriba leíamos acerca del espíritu nacional, partícipe en el es-

píritu del mundo, y engendra el consejo terapéutico que más repitió Va-

lera: poner nuestro espíritu “en medio del raudal de las ideas de nues-

tro siglo… La grande originalidad no proviene de aislarse, sino de

conocer lo que otros dijeron y añadir algo del caudal propio”.

26 Prólogo a la edición de 1927 por Manuel Azaña

(36) Poesías de Don Francisco Zea. OBRAS COMPLETAS. Tomo XX.(37) Del influjo de la Inquisición y del fanatismo religioso en la decadencia de la litera-

tura española. OBRAS COMPLETAS. Tomo I.

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Valera ensanchó más tarde los límites de la consanguinidad nacio-

nal. Formuló su concepto nuevo por contradicción al catolicismo es-

clusivista de Menéndez y Pelayo en la Historia de los heterodoxos. Ya en

sus primeros escritos Valera se representaba el catolicismo como absor-

viendo las energías más sanas del pueblo español. Un giro diferente

de su civilización peculiar quedaba, como evento posible, admitido.

Mas el recio poder de unión o desunión otorgado al idioma, según que

fuese uno o diverso, y el representarse la parte primera de la edad me-

dia, sobre todo en esta península invadida de sarracenos, como tal arra-

samiento que sólo deja entre dos mundos un desierto, donde algún

monje letrado preserva con sus manos la lucecita de la cultura, condu-

cía a pensar que en Valera la génesis del ser espiritual llamado España

consiste en el desarrollo de las lenguas romances (o sea, de la civiliza-

ción que en ellas se expresa), y en la ordenación del caos medieval por

el designio de la unidad. No sería España cuanto la idea (plasmada por

la historia, injerta en los elementos naturales de la patria), ha ido repe-

liendo del ser nacional. Dilatar hasta el mundo antiguo la continui-

dad moral de España, no podía esperarse de Valera mientras no infli-

giese a su idealismo algún menoscabo. Se lo infligió al rebatir a

Menéndez y Pelayo, que veía en el catolicismo la exclusiva fuerza de-

terminante de la civilización española. Poseía Menéndez y Pelayo una

sensibilidad bastante aguda para retraer a su imaginación de artista y

a su conciencia de esspañol el ser de los siglos esquilmados. Refuerzan

su temperamento los estudios históricos. Se desposa con no pocos en-

tes, y repudia otros, en fuerza de prestarles plasticidad y una segunda

vida actual, sacándolos del limbo de una España, eterna en sus rasgos

genuinos, cuyo fondo en el tiempo de la historia parece insondable.

Valera, por arte de polémica, acepta ese españolismo naturalista y prue-

ba a Menéndez y Pelayo que tal posición no se aviene con la supuesta

exclusividad del sello católico en la civilización de España. Cede de su

rigor la fuerza dialéctica de la idea: entran a ser españoles no pocas gen-

tes que incorporaban otra muy distinta de la nuestra: cobran poderío

determinante los elementos naturales que Valera, de primera inten-

ción, dejaba cuasi inertes. La honra de hacernos compatricios de Avi-

cebrón, de Maimónides, de Trajano, de Séneca y aun de Viriato y los

numantinos, se paga desvirtuando un poco el espíritu nacional en el

27Stockcero.com - Pepita Jiménez

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modo como se manifiesta dentro de nuestra era mediante el idioma.

Valera, en los últimos años de su vida, resumió así lo que había dicho

al contradecir el ardoroso proselitismo de Menéndez y Pelayo. “Error

es afirmar que un catolicismo intolerante y austero haya sido el gér-

men fecundo de la grande y propia civilización española y pueda con-

siderarse consustancial con ella. Tarde se formó la unidad nacional; pe-

ro desde hace muchos siglos hay España, y no sólo como mera

expresión geográfica, sino como cuna y patria de hombres que consi-

deramos antepasados nuestros, y nos jactamos de que fuesen españo-

les cuando algo valían. Y si en España, cuando prevalecía el gentilis-

mo, hubo filósofos y poetas como Séneca y Lucano, y los hubo de mayor

valer e importancia todavía entre los españoles sectarios del Talmud y

del Corán, no me parece lógica la afirmación de que todo gran pensa-

miento español ha de ser católico y de que todo aquel que no le tiene

reniega de su casta” (38).

Parece haber surcado Valera, en los años de acividad pública si-

guientes a su vuelta de Rusia hasta la revolución de 1858, el tramo más

apacible y sesgo de su vida. Diputado a Cortes, académico, periodista,

y crítico importante; titular de empleos considerables en la administra-

ción y la diplomacia, el equilibrio entre su edad, sus deseos de nombra-

día, de poder, y el puesto y la reputación que alcanza, no se ha roto (39).

La ambición, ya no impaciente ni todavía chasqueada, no le atosiga.

Soltero aún, puede mantener su rango sin sacrificio de la libertad ni

del gusto, en espera de que su posición se consolide. Ya cuadragena-

rio, se advierte en su porte el reposo de un señor bien situado, en po-

sesión tranquila de sus luces; el empaque de hombre de mundo y gran

letrado, no mengua la brillantez ni la gracia. Asiduo en la esfera social

28 Prólogo a la edición de 1927 por Manuel Azaña

(38) La poesia lírica y épica en la España del siglo XIX. OB. COMPS. Tomo XXXII.(39) Salió diputado por Archidona en 1858, derrotando alcandidato del gobierno

de la Unión liberal. Por “no quedarse solo”, puesto que el ministro de la Go-bernación, a quien se había ofrecido después del triunfo, no le quiso en sus hues-tes, se afilió en la minoría moderada. Hizo una campaña política en El Contem-poráneo, que representaba el matiz más liberal del moderantismo. Con estepartido fue director general. En las Cortes, sus discursos sobre la libertad reli-giosa y la cuestión de Italia, le grangearon el anatema de los moderados intran-sigentes, “que estragaba la peste del neo-catolicismo”. Con el antiguo grupo delContemporáneo pasó a la Unión liberal. En 1865 y 66 fue ministro de España enFrancfort. En octubre de 1868 en general Serrano le nombró subsecretario deEstado. Diputado en las Constituyentes, director general, su carrera política que-dó truncada por el fracaso, que predijo, de la monarquía saboyana. Consejerode Estado durante el último gobierno del duque de la Torre, volvió a las Cor-tes y aceptó la restauración. El ministerio liberal le nombró en 1881 senador vi-talicio. Valera no volvió a ser orador ni escritor político.

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más alta, donde estuvieron sus relaciones de familia y algunos de sus

íntimos afectos, frecuentaba no menos el Congreso, el Ateneo, los pe-

riódicos. En todas partes disentía del tono medio d la sociedad. Políti-

camente, en unos círculos pasaba por demócrata y amigo de noveda-

des; en el Ateneo le tildaban de reaccionario, y “Pásmese usted –dice a

Cabalejas- hasta de neo-católico”. Valera no servía en política como sir-

ven los hombres de partido. Su finura mental le impedía ser fanático;

el señorío personal no le dejaba meterse entre la turba y abrirse cami-

no a codazos. Sin don de mando ni elocuencia, no era jefe; instruído,

tenía demasiadas opiniones propias para ser buen secuaz. En los par-

tidos no podía pasar de la condición secundaria reservada a los que bri-

llan fuera de la política, temidos, y en el fondo, desagradables por su

inteligencia, sospechosos a sus correligionarios. Es seguro que en nin-

guna parte se hallaba a gusto. En cuanto habló y escribió sobre cuetio-

nes políticas, casi nunca se mostró de frente y al descubierto: se dejó ver

de tres cuartos o de perfil, postulando en el lector la agudeza bastante

para rasgar el velo de las reticencias y de la ironía. Entre su pensamien-

to íntimo y su actitud pública, algún estorbo se interpuso siempre pa-

ra desviarlos e impedir que cuadrasen exactamente. Respetos a su po-

sición mundana, aversión a desentonar, y, no pocas veces, empleaba en

rebatir las afirmaciones extremosas que “le cargaban”, pusiéronle muy

fuertes grillos, representados en distingos y medias tintas. El fondo de

su pensamiento político es un liberalismo individualista. De la Revo-

lución aceptaba el principio crítico de la razón discursiva, principio des-

tructor y a la vez reconstructor, enderezado contra las formas tradicio-

nales. El advenimiento de la burguesía al mando es, para Valera, la

forma definitiva, ya que no sea perfecta, de la sociedad: “el reinado de

la clase media no tendrá fin sino con la civilización del mundo” (40). Al

discurrir sobre los negocios públicos, Valera se cuidó de no soltar la

rienda a la razón implacable; prefería infiltrarse a combatir. Entrando

contra su voluntad en el partido moderado, con el designio de liberali-

zarlo, Valera es menos hábil y más espontáneo de lo que a primera vis-

ta puede parecer. Se metía en el cotarro, bajo reserva de encontrarlo

muy mal. Cuando declara en las Cortes: “pertenezco a la escuela libe-

ral doctrinaria,” con el énfasis y la chistosa pedantería de los burgue-

ses ilustrados de aquella edad, elegantes, adversos al populacho, mo-

29Stockcero.com - Pepita Jiménez

(40) Artículo sobre el Ensayo… de Donoso Cortés. OBRAS COMPLETAS, tomoXXXIV.

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dernos a causa de su ilustración, aferrados en verter al español la fraca-

sada experiencia conciliatoria de la monarquía de Luis Felipe, es el di-

putado de toda una clase, cuyo espíritu representa y asume. Valera lu-

ce personalmente en esa representación su despejo intelectual y cierta

indulgencia de hombre curado de espantos. La actitud era común a

muchos. Escépticos sobre el valer del régimen establecido y de sus gen-

tes, percibían acaso otro mejor y hallábanlo bueno, no para su áspero

tiempo ni traído por su esfuerzo, mas para el futuro sin data adonde

la prudencia conservadora relega la “política teórica” y los “ideales”.

Valera había recibido la lección de su desengañado padre: “el progre-

sismo no tiene porvenir en España, por lo menos en este siglo,” escri-

bió el marqués de la Paniega, movido (apliquémosle palabras de su hi-

jo) de “fatídica inspiración y no desmentido vaticinio”. Anduvo pues,

un tanto a remolque de los acontecimientos. No diremos que corrió

tras ellos: no era hombre para desbocarse por nada: los siguió pasito a

paso. El conservatismo social, el liberalismo político trazan los límites

que nunca franqueó; y aun, su posición crítica de racionalista indepen-

diente está disimulada bajo las formas del buen tono, que, sin ser filo-

sofía, acaso valga por una ética.

Valera rayaba con el medio siglo al escribir (1873) Pepita Jiménez,

primera novela a que dió cabo. En cartas coetáneas de la composición

de esa obra, don Juan se nos parece inquieto, malhumorado y triste. Sus

asuntos personales caminaban torcidamente. La abdicación del Saboya

y el advenimiento de la República habían detenido el adelanto de Va-

lera en las posiciones políticas, privándole de mando, de empleos y de

honras oficiales. Estaba pobre. Muerta su madre (1872), el “caudalejo”

que Valera heredó en Doña Mencía y Cabra no rentaba más de veinte

mil reales. Don Juan se había casado en 1867 con la señorita Dolores

Delavat, hija de aquel don José Delavat, ministro de España en el Bra-

sil, a cuyas órdenes sirvió Valera como secretario por los años 1851 a

1853. Bella y distinguida, la señorita de Delavat aportó al matrimonio

bienes que en tal época constituían una posición desahogada, si no bri-

llante. Ni la mujer ni el marido eran el ave fenix de la creamatística.

Exigencias de la posición social, el aumneto de la familia, y el gusto pro-

pio de los cónyuges, graduaron las dificultades: se melló la hacienda ma-

trimonial, y con la hacienda el buen acuerdo entre los esposos, que no

30 Prólogo a la edición de 1927 por Manuel Azaña

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salieron del trance sin ningún amargor. Un momento, Valera pensó li-

brarse de apuros cultivando un género literario más popular que la crí-

tica. Soñó también con recrecer su nombradía, por manera de desqui-

te, brindando un nombre glorioso a su mujer, un tanto incrédula sobre

la habilidad del marido para las cosas prácticas de la vida. El fondo de

esta historia, que no tiene aquí lugar bastante, es triste. Provoca en el

ánimo de Valera una decepción sentimental, y repercute en su obra no-

velesca como otro de sus afectos personales. Años más tarde, Valera

aconsejaba a su fervoroso y joven amigo Menéndez y Pelayo, que no se

casase nunca. Sin Cortes, sin periódico, sin empleo en la diplomacia (es-

taba cesante desde 1866), los estímulos que más contrariaban su voca-

ción le dejaron tranquilo. Retirado momentáneamente a Doña Mencía

y Cabra, halla un respiro en su dispersión mundana. Los antiguos lu-

gares, aunque no los ama mucho, suscitan la vena narrativa; los proyec-

tos mil veces aplazados vienen a primer plano. Valera se concentra, tra-

baja con esmero. Su tardía profesión de novelista representa,

coadyuvando otros impulsos, un retorno al jardín interior, un esfuerzo

por recobrarse. Del primer conato salió Pepita Jiménez (41). El triunfo re-

31Stockcero.com - Pepita Jiménez

(41) Del origen, composición y tendencia de esta obra y del arte de Valera como no-velista trató por extenso en: Una novela española: Pepita Jiménez. CUADERNOSLITERARIOS. Ed. LA LECTURA, actualmente en prensa.

Pepita Jiménez se publicó en la Revista de España de marzo a mayo de 1874. La pri-mera edición en volumen es del mismo año (Madrid, Noguera). Se hizo en me-jor papel, una tirada especial de 300 ejemplares que se anunció como edición delujo. Pepita Jiménez se reimprimió un año después en el folletín de El Impar-cial. Siguieron estas ediciones: Madrid, A. de Carlos e Hijo, 1875. – Madrid, Pe-rojo, 1877. – Madrid, Perojo (Ed. elzeviriana), 1879. - Madrid, Fe, 1880. - Se-villa, 1883. – Madrid, Rivadeneyra, 1884. – Madrid, Colecc. De escr. Castellanos,1888. – New York, Appleton y C.a, 1887. - Omito la cuenta de las reimpresio-nes hechas en España y América desde 1888 hasta la publicación de Pepita Jimé-nez en la serie de OBRAS COMPLETAS. Las ilusiones del Doctor Faustino: Re-vista de España, octubre, 1874.- Junio, 1875.- Madrid, 1879; Sevilla, 1883; Madrid,1890 y 1901. El Comendador Mendoza. Publicada en diciembre de 1876 a mayode 1877 en El Campo. Primera edición (con La Cordobesa y Un poco de crematís-tica), Madrid, Aribau,1877. Pasarse de listo. Agosto-noviembre de 1877, en ElCampo. Primera edición (con El pájaro verde y Parsondes), Madrid, Perojo, 1878.Tentativas dramáticas (La venganza de Atahualpa, Asgenia, Lo mejor del tesoro),Madrid, 1879. Doña Luz. En la Revista Contemporánea, números 71, 73 y siguien-tes. Primera edición: Madrid, Perojo, 1879; segunda, Sevilla, 1882. Dafnis y Cloe.Madrid, 1880. Colaboraba en la Revista de España desde su fundación (1868), enla Revista Contemporánea, Los Debates, El Campo, La Academia, La Ilustraciónespañola y americana, La Ilustración artística popular (Barcelona), la Revista eu-ropea. Coleccionó de estos trabajos en: Disertaciones y juicios literarios. Madrid,Perojo, 1878.- Sevilla, 1882. Cuentos y diálogos. Sevilla, 1882. Algo de todo. Sevi-lla 1883

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sonante y pronto de la obra, le animó a perseverar. En siete años menu-

deó las novelas, los ensayos, diálogos y cuentos, se probó en el teatro;

hasta que , mirando lo reducido del provecho, y con deseo de remediar-

se, se acogió nuevamente a la diplomacia el año 1881. Desde entonces

las letras vuelven a ser un accidente en el trabajo ya que no en las preo-

cupaciones de Valera. Es preciso llegar a los diez últimos años de su vi-

da para encontrarle consagrado exclusivamente a la literatura.

Valera había trazado la teoría de la novela mucho antes de aplicar-

se a escribirlas (42). Escribiéndolas, usó de la libertad y se atuvo a los lí-

mites que en la doctrina otorgó e impuso al novelista. La novela es gé-

nero poético, parto de la imaginación; todo cabe en la novela “con tal

que sea historia fingida” y se revista de verosimilitud estética. La no-

vela no debe ser historia, sino poesía: “el único fin y objeto de la poe-

sía es la realización de lo bello, escaso, confuso y figitivo de la natura-

leza, en el arte permanente, rico y depurado”. El arte tiene en sí mismo

su fin. Queda proscrita la novela tendenciosa, cualquiera que sea la ten-

dencia. Valera reacciona vivamente contra la novela social y contra el

bajo realismo de los costumbristas; y, no hay que decirlo, contra la no-

vela cintífica y experimental. Es el autor que menos se paga del “do-

cumento humano”, del “trozo de vida”, y de otras recetas acreditadas

en su tiempo. Su diatriba del año 1887 contra los naturalistas es una

amplificación chistosa del canon adoptado por él un cuarto de siglo an-

tes. Mas, don Juan Valera no es un novelista fantástico, ni soñador. Es,

en el fondo, un realista: su realismo es interior más que externo; es un

realismo de los efectos del alma. Hay novelas –decía (43)-, en que a los

personajes, exteriormente, nada les ocurre digno de contarse; pero en

lo íntimo de su alma hay un caudal de poesia que el autor desentraña:

es la novela “que podemos llamar psicológica”. Alumbrar los veneros

poéticos del alma de personas vulgares en apariencia, fue un propósi-

to declarado. La frecuentación de los místicos le enseñó el valor de la

experiencia interna. En la vida psíquica le preocupa sobre todo la ex-

periencia amorosa. Valera borda elegantes arabescos sobre el tema eró-

tico: ya sea el amor encauzado a lo divino, ya se ponga en lo humano;

ya concilie benignamente sus miras, como en Pepita Jiménez, ya mues-

tre su furor antagónico como en la Doña Blanca del Comendador Men-

doza. El placer erótico se eleva en las novelas de Valera, como en el co-

32 Prólogo a la edición de 1927 por Manuel Azaña

(42) De la naturaleza y carácter de la novela. (1860). OBRAS COMPLETAS. TomoXxi.

(43) De la naturaleza y carácter de la novela.

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razón del autor, al rango de tema primordial en la vida. Es la condi-

ción de la felicidad. Sus personajes enamorados se explican, de defi-

nen, se ponen (como decían los “filósofos innovadores”) mediante el

análisis del sentimiento amoroso. Esta pasión, combinada con el po-

der arbitral de la voluntad, que Valera deja escrupulosamente a salvo,

constituye el resorte que mueve la acción en sus novelas más importan-

tes.

El mundo exterior le preocupaba, como elemento de composición,

mucho menos. En Pepita Jiménez, el ambiente, de gran valor, no sólo

marco de la acción pero estímulo y coadyuvante de la acción misma,

está logrado finamente como al descuido, por el gusto magistral de no

insistir sobre el detalle pintoresco. Apenas describe. Emplea notacio-

nes generales. Y aún, la materia novelesca aparece desbastada, fundi-

da bajo una prosa translúcida, de ritmo tranquilo, siempre igual, con

más número y armonía que brillantez, y tal acento que en los oídos

del énfasis y la hinchazón suena muy poco. Lo menos realista en las no-

velas de Valera es la prosa; su calidad apaga el ya mitigado realismo

de la observación y las descripciones. No imita el habla pertinente a la

condición de sus personajes. Una vez, por excepción, la Antoñona de

Pepita Jiménez se despotrica en caló. No ha de buscarse en Valera un

lenguaje típico. Sus criaturas propenden a echar discursos, a escribir

cartas, género en que Valera se había amaestrado. Le reprocharon que

sus héroes y heroínas hablasen y escribiesen tan bien como el propio

autor. No es falta de habilidad. Nada más lejos de su propósito que el

copiar la lengua coloquial. En la prosa narrativa se aplicó a parecer sen-

cillo por las ordenación del período, y natural, no rebuscado, escon-

diendo de los ojos del lector el esfuerzo y el apresto; con esa naturali-

dad que sólo se alcanza merced al señorío absoluto sobre la materia

verbal. Frente a otros gustos: verbosidad redundante de algunos na-

rradores, folletinismo sin estilo, verismo de los costumbristas regiona-

les, el modo de Valera pareció alquitarado y preciosista. No obstante,

el novio de Pepita Jiménez, describiendo las sendas floridas de su lu-

gar, dice: “En un instante puede uno coger un gran ramo de violetas”.

Por el sitio en que está y el tiempo en que se escribió, esa humilde fra-

se insonora es un encanto.

En las novelas, Valera tiraba a ser ameno, deleitoso. “Feliz el au-

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tor de Dafnís y Cloe –había escrito en 1860- que no consagró su obrilla

a Minerva, ni a Témis, sino a las ninfas y al amor, y que logró hacerse

agradable a todos los hombres”. Quería nacionalizar el género, nutri-

do principalmente de traducciones e imitaciones de obras extranjeras.

Quería que hubiese en castellano “buenos libros de entretenimiento”,

de carácter español. La sensiblería, la falsa idealización de la vida y de

los caracteres, los delirios románticos, las narraciones con moraleja so-

cial le cargaban cuanto no es decible. El carácter español vendría a re-

sultar de la autenticidad de los sentimientos y de la exactitud en la pin-

tura de las costumbres. Es notable que Valera, genuino hombre de

mundo, que vivió medio siglo cumplido en lo más denso de la socie-

dad madrileña, que conocía a fondo la capital y sus gentes, que sabía

al dedillo innumerables historias, genealogías, aventuras y enredos se-

cretos, desdeñase una materia tan copiosa. En sus novelas apenas hay

nada de Madrid. La menos convincente de cuantas explicaciones se me

ocurren para tamaña rareza es la de achacarla a reserva y comedimien-

to propios de su condición social. Habría podido utilizar su experien-

cia sin componer novelas de clave, como Pequeñeces, que le escandali-

zó por lo que tiene de libelo. Y no se privó, en las novelas andaluzas,

de poner en solfa a personas muy allegadas a él, que tardaron en per-

donarle la broma. Ha de buscarse la explicación por otro camino. Va-

lera pensaba muy mal de los gustos, modales y usos de la sociedad ma-

drileña, mirado su valor típico. No se documentaba. No es el novelista

de oficio que atiborra de notas un cartapacio y luego las vuelca metó-

dicamente, con mejor o peor aliño, en un cuadro novelesco. Seguía la

vena más libre de su inspiración personal. La sociedad de Madrid no

le inspiraba: debía de parecerle fea, como primera materia artística.

Una novela “bonita” –dice en uno de los prólogos a Pepita Jiménez- de-

be embellecer las cosas, “iluminándolas con luz que tenga cierto hechi-

zo”. La luz hechicera no le acudía sino inspirado por los recuerdos de

la edad juvenil, adscritos a la tierra nativa, y lo bastante remotos para

que las personas y cosas implicadas en ellos se le representasen más lin-

das, apacibles y graciosas de lo que realmente fueron. No importa el

pensamiento o la tesis que se proponga cifrar en cada novela: en todas,

apoyado en los recuerdos, esparce un lirismo recatado, que apenas se

advierte a través de la ironía. Como no era inventor, se abasteció en su

34 Prólogo a la edición de 1927 por Manuel Azaña

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propia historia. De ella saltaba a los temas granjeados por la erudición,

lecturas y viajes.

En Mariquita y Antonio se proponía, como tengo dicho, contar sus

amores con Magdalena Brohan. Añadiré que un capítulo de la novela

es la transcripción de una carta de Valera a don Leopoldo Augusto de

Cueto, contándole su aventura en San Petersburgo; que hasta ahora no

se haya notado la transcripción arguye mucho descuido en el modo de

leer. La anécdota de Pepita Jiménez es un lance ocurrido en la familia

del autor. Don Luis de Vargas incorpora algunos sentimientos perso-

nales de Valera. La juvenil ambición de don Luis se expresa en térmi-

nos que trasladan casi literalmente algunos trozos de las cartas escri-

tas por Valera en la mocedad. La reconciliación de Vargas con el campo

de su lugar es la misma a que Valera se aviene en cartas poco anterio-

res a la redacción de Pepita Jiménez. Vargas, en fin (raro seminarista),

luce por su cuenta calidades propias de la inteligencia de su creador.

Las ilusiones del doctor Faustino es la historia de Valera, mozo, contada

y juzgada por Valera, viejo. Don Faustino es el pretendiente y ambi-

cioso Juanito Valera, a vueltas con su vocación indecisa; como “Don

Juan Fresco” es el espíritu de nuestro Don Juan, escarmentado y zum-

bón, infundido en la apariencia de un ricacho que realmente atendía

por ese apodo. Ciertos capítulos de Las ilusiones son, en todo rigor, au-

tobiográficos. Valera se reencarna en el Don Fadrique del Comendador

Mendoza, y manipula, para tejer esta novela, sucesos de la familia de

sus abuelos los Galiano. El Don Braulio de Pasarse de listo traduce, sin

que el lector no advertido pueda sospecharlo, el íntimo sentir que más

afligía a Valera en la sazón de componer esa obra. Y la teoría de los

“grados de talento”, que en pasando de cierta monta ordinaria inutili-

zan a un hombre, es una explicación que Valera había inventado para

sus cuitas personales. Del origen de Doña Luz nada seguro puedo de-

cir hasta ahora. Si el epistolario estuviese más completo, quizás se ha-

llaría el germen de esta novela en las cartas que Don Juan escribía, por

la década del 60, a una mística señora con quien pretendió casarse. Fi-

nalmente, en Juanita la larga (que de primeras iba a titularse La joya,

y aspiraba a refutar con un ejemplo el determinismo naturalista) con-

cedió a los usos y al color locales más importancia: los personajes se-

cundarios son seudónimos de tipos ya conocidos en novelas anterio-

35Stockcero.com - Pepita Jiménez

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res: la Juanita es un retrato; el secretario es un personaje que por su de-

bil plasticidad, en contraste con su vigor moral, se me antoja pura in-

vención de Valera, dirigida a embellecer los amores tardíos, tema per-

teneciente a su historia personal. Genio y figura … se compone –creo

haberlo dicho- de recuerdos brasileños. Las descripciones de Río de Ja-

neiro que trae la novela, ya se encuentran nada menos que en cartas di-

rigidas por Valera a Estébanez medio siglo antes, como en cartas de fe-

cha poco más reciente introdujo la descripción de la Semana Santa en

Doña Mencía que reaparece en Juanita la larga.

El espacio que me dan tasado para este prólogo, no consiente ma-

yor esclarecimiento de la materia fecunda e instructiva que ofrece el

conjunto de la obra novelesca de Valera. Lo dejo para ocasión más hol-

gada, si no más honrosa que la presente. Parando un momento la aten-

ción sobre Pepita Jiménez, conviene apuntar siquiera su importancia en

la restauración del género novelesco español; su valor, comparativa-

mente al resto de la producción de Valera, y la calidad durable de la

obra misma. Por indolencia, que no le dejó concluir Mariquita y Anto-

rio, se retrasó cronológiacamente en el movimiento renovador de la no-

vela; le pertenece de todos modos la primacía en el orden de la novela

psicológica, mediante Pepita Jiménez. Y no menos descuella esta obra

por su rango literario sobre la producción novelesca de aquel tiempo.

Es la más acabada, por la composición y el estilo, de cuantas produjo

el autor. Valera solía ser negligente en el arreglo y disposición de una

trama novelesca. Publicaba “a pedacitos”, según iba escribiendo; mé-

todo difícilmente recomendable. En su opinión, los defectos de una

obra debían corregirse, no en la msima obra, revisándola, rehaciéndo-

la, sino en la obra siguiente. De tal suerte, si en el curso simultáneo de

la redacción y la publicación, la musa no le asistía puntualmente, se

quedaba la obra a medio hacer, como sucede en Pasarse de listo. La su-

perioridad de Pepita Jiménez sobre sus hermanas proviene, en gran me-

dida, del mayor esmero con que parece trabajada. El ingenio de Vale-

ra pasó entonces por el cenit: “yo la escribé –decía- en la más robusta

plenitud de mi vida, cuando más sana y alegre estaba mi alma, con op-

timismo envidiable, y con un panfilismo simpático a todos, que nunca

más se mostrará ya en lo íntimo de mi ser, por desgracia”. En efecto: si

el “cuento alegre” (así lo llama Valera), por los caracteres y la acción,

36 Prólogo a la edición de 1927 por Manuel Azaña

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aparece sin fecha dentro de un amplio jirón del tiempo, se halla, mer-

ced al propósito que el autor –no obstante su enemiga a las novelas ten-

denciosas- quiso cifrar en Pepita Jiménez, profundamente arraigado en

la situación crítica de la conciencia española al comenzar el último ter-

cio del siglo. El propósito de Valera es conciliador. Su Cloe andaluza

incorpora la fuerza natural de la pasión amorosa: Don Luis, un ideal

anacrónico y postizo, adquirido por contagio en lecturas desordena-

das. Que el espíritu no pretenda evadirse de la naturaleza, ni la abo-

rrezca; que el instinto se acendre y se levante, poniendo un fin más al-

to que el puro placer. Trató el mismo tema, por otro estilo, poco después

de Pepita Jiménez, en la deleitosa Asclepígenia, un diálogo bizantino car-

gado de transparentes alusiones madrileñas. El punto se roza con lo ín-

timo del ser de Valera; porque su mente preclara, ambiciosa de cono-

cer y gustar toda hermosura, y su erotismo natural, sin pizca de

morbosidad, le exigían, para colmar la vida que amaba mucho, perse-

guir todo aliciente, todo premio. Puesto en el caso de optar, habría op-

tado por el amor, mientras pudiese brindarle sacrificios y acatamiento

gozoso. En conclusión, la lectura de Pepita Jiménez no nos conduce an-

te un coloso ingente, sino ante una efigie graciosa, cobijada en el sim-

bólico templete del huerto cordobés, alegrado por el son de la flauta

bucólica. La prosa, superior al invento; el deleite, más vivo que la emo-

ción; más elegante la línea que violento el color; menos calurosa la ex-

presión que el sentimiento; visiblemente despojada de ingenuidad. Los

años doran y acendran la novela, en vez de ajarla. En mi opinión, el

gustador de las letras no ha de ser banderizo, ni rehusar a tal distan-

cia, por divergencia y aun oposición de escuela, la simpatía inteligen-

te a la obra maestra de un espíritu noble.

Refugiado en la diplomacia (44) porque no conseguía vivir de la plu-

ma, Valera no escribió más novelas hasta su retorno definitivo a Ma-

drid. Los cargos de ministro y embajador, trayéndole a una posición

social brillante, graduaban sus apuros de dinero, en vez de menguar-

los. Sentía además la nostalgia del escritor de raza, que trueca su vo-

cación por menesteres prosaicos. Lo más enojoso era el problema de la

economía doméstica. “Hay días en que recelo que esta vida de angus-

tia económica es una a modo de castración intelectual, y que yo ni es-

37Stockcero.com - Pepita Jiménez

(44) Ministro de España en Lisboa, 1881-83; en Washington, 1883-86; en Bruselas,1886-88.Consejero de Estado, 1889-90.Embajador de España en Viena, 1893-95.Desde 1895, Valera no salió de Madrid más que por cortas temporadas de vera-no.

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cribiré nada, ni valdré mientras siga así, y no me vuelva a la Bohemia

por completo”(45). Estaba, además, quejoso de la crítica, de su “apasio-

nada estupidez”, de su “falta de undulgencia, desde la vulgar ignoran-

cia y no desde las alturas del saber” (46). Nada le dolía tanto como el

ver desdeñada su obra poética. La boga de los versos de Campoamor

(“frialdades vulgarísimas”), de Núñez de Arce (“artículos de fondo ri-

mados”), y de Grilo, le maravilla. No entiende la opinión que le rele-

ga en la mestría de la prosa. “¿Qué quieren que sea yo, si no soy poe-

ta?” (47). Realmente, Valera no puede aspirar a un puesto notable en la

lírica. Se propuso cifrar en verso conceptos filosóficos. Vastas lecturas

afluyen por alusiones en los poemas que trató con más esmero. Correc-

to casi simepre, alcanza a ser armonioso en sus momentos mejores, sin

rapto lírico ni fantasía poderosa ni efusión comunicativa. Su lenguaje

poético es frío. Acaso lo más estimable sean ciertos pasajes amatorios,

templados de ternura. Como los periódicos no anunciaron siquiera la

aparición de Canciones, romances y poemas, Valera opinó que “la bar-

barie, la grosería y la ordinariez, son en España irremediables”. El mal

éxito de su libro de versos le indujo a creerse menospreciado. “En Es-

paña estamos hoy en un período de transición, entre barbarie y cultu-

ra, y, en tales períodos, el mal gusto se entroniza con facilidad, y cier-

ta pedantería cursilona prevalece y se enseñorea de todo” (48). Dudaba

del público español hasta para la forma: “Mi estilo es natural y no re-

buscado, moderno y no arcaico, sencillo y no enrevesado. Si en Cabra

y Doña Mencía leyesen, y se interesaran en el asunto, entenderían mis

libros: pero la gente cursi de las capitales, que es la que lee en España,

se ha fabricado con dicharachos periodísticos y frases hechas parlamen-

tarias, neologismos franceses de salón y modismos de toreros y cantao-

res, un lenguaje endiablado, que es el que imagina natural, hallando el

mío, que es el verdaderamente natural, gringo, extraño y a veces inin-

teligible” (49).

38 Prólogo a la edición de 1927 por Manuel Azaña

(45) Valera a Menéndez y Pelayo: Lisboa, 9 marzo, 1883. (Inéd.)(46) Al mismo: 25 febrero, 1883: “Donde Sellés es un Shakespeare, bien puede us-

ted ser un píndaro, y yo un Cervantes”.(47) A Menéndez y Pelayo: Bruselas, 21 julio 1886. (Inéd.)(48) A don José Alcalá Galiano, 20 marzo 1887. (Inéd.)(49) Al barón de Greindt, Bruselas, 16 de abril de 1887. (Inéd.)

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El caso fue que en una decena de años escribió muy poco (50). Ven-

cida una crisis moral terrible que padeció en Washington, formaba

proyectos de nueva vida, de aplicarse como nunca a las letras. Murió

su hijo primogénito. Por vez primera, Valera maldice de lo que había

amado siempre: “La vida es muy funesto don. Hasta el estúpido e irra-

cional temor de perderla hace este don más funesto”. Parecen descon-

certadas las bases de su religión optimista. “A veces me siento caído:

paso malas noches, con insomnios horribles o con pesadillas. Mi humor

entonces es harto negro, y hasta pienso cosas impías, muy en contra de

mi condición, que es piadosa y optimista, aunque no sea cristiana. En-

tonces pienso que el mundo es abominable (el nuevo peor que el vie-

jo) y que la vida es un mal… Yo procuro desechar estos malos senti-

mientos y pensamientos, y a veces lo consigo, porque mi voluntad es

sana y me parece que mi entendimiento también” (51). La pasión amo-

rosa que por Don Juan, sexagenario, concibió una señorita americana,

inteligente y algo quimérica, se desenlazó por modo trágico. “Soy muy

desventurado –escribía Valera (52)- por causas que no me es dable ex-

poner aquí. Dirá como poeta: para mí los amores acabaron. Se decla-

rará viejo, jubilado e inválido. Vivirá para el espíritu. Le consuela el

pensamiento de escribir más y mejor, en verso y prosa, que cuanto ha-

bía escrito “en una vida inquietísima, durante la cual mi menor pro-

pósito era escribir”.

De hecho,, para el logro de sus planes literarios, Valera no “aquie-

ta” su vida hasta 1895, al dimitir la embajada en Viena. Cesante en los

39Stockcero.com - Pepita Jiménez

(50) Metafísica a la ligera. Artículos que empezó a publicar en El Día (1883), refutan-do El Idealismo, de Campoamor. Las “genialidades” filosóficasa de Campoamorsacaban de quicio a Valera.

Carta dedicatoria a Menéndez y Pelayo: prólogo a Canciones , romances y poemas, (Co-lec. De escritores castellanos, Madrid, 1886).

Prólogo a la edición de Pepita Jiménez en casa de Appleton.Apuntes sobre el nuevo arte de escribir novelas; artículos en la Rev. de España, reunidos

en volumen: Madrid, Tello, 1887.El Budhismo esotérico. Revista de España, 1887.Tres artículos sobre la Historia de la civilización Ibérica, de Oliveira Martins. Revista

de España, 1887.Cartas Americanas, insertas en El Imparcial, y coleccionadas en dos volúmenes: Ma-

drid, Fe, 1889 y 90.La Metafísica y la poesía (polémica con Campoamor). Madrid, Saenz de Jubera, 1890,

y artículos en El Ateneo, La España Moderna y El Centenario.(51) Valera a su mujer: Washington, 13 de octubre de 1884. (Inéd.)(52) A Campillo: Washington, 4 febrero 1886.

Las cartas a Campillo han sido publicadas en el Boletín de la Biblioteca, Archi-vo y Museo del Ayuntamiento de Madrid, Núms. V y sigts.

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empleos oficiales, septuagenario, creciendo la enfermedad de los ojos

que acabó por cegarlo, apenas le queda otro recurso que poner el oído

“a la música divina” que aún suena en su espíritu. Tenía en su casa ter-

tulia literaria semanal. Frecuentaba algunos salones, el teatro y la Aca-

demia, Empleaba lo más del tiempo en dictar para el público (53), o en

hacerse leer libros: su secretario le leía en español, un clérigo de Estras-

burgo en francés o alemán, y en griego un profesor de la Universidad

de Madrid. La ceguera, los achaques, le forzaron a más rigurosa re-

clusión. Declinaba su cuerpo, no su espíritu, todavía risueño y en cal-

ma, al contemplar desde las altas nieves de la senectud el largo cami-

no recorrido. “Lo único que conservo hasta ahora tan cabal como en

mis mejores días es la cabeza. Hasta en lo exterior la conservo, porque

tengo tanto pelo como a los treinta años, salvo que ahora está tan blan-

co como la nieve. El buen humor y el optimismo no me abandonan”(54). De noche pasaba “largas horas sentado en un sillón, en soledad y

silencio, porque hasta los criados se acuestan, y me entrego a intermi-

nables soliloquios tristes y hasta fúnebres a menudo” (55). Mas, de soli-

loquios tales, su pirronismo salía incólume. “¿Dónde estaré yo enton-

ces?” –exclama, Pensando en el porvenir de España.-¿Se conservará

algo de mí que recuerde lo que soy ahora, o habrá pasado todo como

40 Prólogo a la edición de 1927 por Manuel Azaña

(53) Antes de salir de Viena escribió La Buena Fama, publicado en La España Mo-derna (octubre-diciembre, 1894) y en volumen: Madrid 1895. El Hechicero (LaEspaña Moderna 1894), adaptación de una obrita alemana, fué compuesta en Ma-drid.En Madrid, dictó: Juanita la larga, Madrid, Fe, 1895. (Publicada en el folletín de El Imparcial).Genio y figura… Madrid, Fe. 1897.Morsamor, Madrid, Fe, 1899: y la copiosa colaboración en El Imparcial, El Li-beral, La Ilustración española y americana, El Correo de España y La Nación deBuenos Aires, La revista ilustrada, de New York, y La Lectura. Coleccionó estosescritos en:A vuela pluma, Madrid, Fe, 1897.De varios colores, Madrid, Fe, 1898.Ecos argentinos, Madrid, Fe, 1901.

E l superhombre y otras novedades, Madrid, Fe, 1903.Terapéutica social, Madrid, Tello, 1905.Colaboró con el seudónimo Zutano, en los Cuentos y chascarrillos andaluces, to-mados de boca del vulgo…por Fulano, Zutano, Mengano y Perengano. Madrid,1896.

Emprendió y no acabó otra novela: Elisa la malagueña.Dió en La Ilustración la parte biográfica y crítica del Florilegio de poesías castellanas

del siglo XIX, Madrid, Fe, 1902-1904. 5 vols.(54) Valera al barón de Greindt, 14 de octubre 1899. (Inéd.)(55) A don José Alcalá Galiano, 7 marzo, 1897. (Inéd,)

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si yo nunca hubiera sido? A veces pienso en estas cosas. Me las pregun-

to y no me las contesto, si bien no me apura el quedarme sin contesta-

ción. Al contrario, la penumbra de mi conocimiento tiene cierto hechi-

zo, y no aspiro a salir de ella, ni envidio a los que resueltamente afirman

o niegan, como si algún genio o espíritu familiar les hubiese traído no-

ticia circunstanciada del para mí impenetrable arcano” (56). Aunque su

norma fuese guardar para sí la melancolía, en ciertos escritos de últi-

ma hora trasparece la tristeza del ocaso. “En pocas épocas y en pocos

países, como en la España de hoy, el desdén o el olvido sigue tan de cer-

ca de la muerte”. La celebridad se acaba tal vez antes que la vida del

poeta. Y asumiendo en un movimiento elegante la rancia y auténtica

vacilación de su espíritu entre la vida “inquietísima” del literato mun-

dano y la vida recoleta y morosa del lugareño entendido, acentúa la in-

sinuación personal: “tal vez para mí, para mi familia y para la genera-

lidad de mis conciudadanos hubiera sido mejor que yo hubiese

cultivado en mi lugar los campos paternos, ut prisca gens mortalium, tra-

yendo al acerbo común de la riqueza nacional, no unas cuantas obri-

llas de mero entretenimiento que a pocos divierten y que de seguro no

enseñan nada, sino aceite claro, vino generoso, exquisitas frutas y tal

vez seda excelente criada en mi propia casa, merced a las frondosas mo-

reras de mi huerto” (57).

Podría decirse que don Juan Valera murió escribiendo. La Aca-

demia le encargó, al acercarse las fiestas conmemorativas de la publi-

cación del Quijote, un discurso para leerlo en junta solemne. Andaba

ya Valera por los ochenta y un años. Dictó el discurso. “Esto huele a

apoplejía” –dijo en una carta a Campillo-. Aludía Valera con frecuen-

cia al pasaje del Gil Blas en que el arzobispo de Granada, convalecien-

te de una apoplejía, vuelve a componer discursos y los compone mal:

“Voila un sermon qui sent l’apoplexie”, se dicen los oyentes. Esta vez, la

alusión salió terrible. El 9 de abril de 1905, terminando de hacerse leer

el discurso de encargo, don Juan cayó fulminado. En las últimas hora

del día 18, su mente, dilecta de las gracias, pasó.

Manuel Azaña

Madrid, 1927

41Stockcero.com - Pepita Jiménez

(56) Adon José Alcalá Galiano, 31 de julio de 1900. (Inéd.)(57) Discurso en la Academia española, contestando a don Jacinto O. Picón, 1900.

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42 Prólogo a la edición de 1927 por Manuel Azaña

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