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Julio 2008 Número 451 Alí Chumacero, el hijo pródigo ISSN: 0185-3716 Alberto Arriaga Juan José Reyes Ernesto Herrera Giorgio de Chirico María Zambrano Maestro Eckhardt André Breton Víctor Serge Entrevista con Alí Chumacero Poemas Alí Chumacero

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Julio 2008 Número 451

Alí Chumacero,el hijo pródigo

ISSN

: 018

5-37

16

■ Alberto Arriaga

■ Juan José Reyes

■ Ernesto Herrera

■ Giorgio de Chirico

■ María Zambrano

■ Maestro Eckhardt

■ André Breton

■ Víctor Serge

■ Entrevista con Alí Chumacero

Poemas

■ Alí Chumacero

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número 451, julio 2008 la Gaceta 1

SumarioMi amante 3

Alí ChumaceroToreando tautologías: Alí Chumacero más cerca de la tierra que del follaje 4

Alberto ArriagaNarciso herido 5

Alí Chumacero¿Quién es Alí Chumacero? 6

Juan José ReyesCuestionario Proust al maestro Alí Chumacero 8

Blanca Luz PulidoAlí Chumacero, crítico 9

Ernesto HerreraEntrevista con Alí Chumacero: curador de generaciones literarias 10

Moramay Herrera Kuri y Alberto ArriagaEspejo y agua 14

Alí ChumaceroPequeña Antología 15

Giorgio de ChiricoLa destrucción de la Filosofía en Nietzsche 18

Mar a ZambranoEl saurio inmóvil 21

Jos RevueltasEl nacimiento eterno 22

Maestro EckhardtFrida Kahlo 26

André BretonEl mensaje del escritor 27

Víctor SergeContr verano de Mijail Lamas 30

Por Geney Beltrán FélixMañana de Graham Swift 31

Por Arturo Gutiérrez Aldama

Fotografía de portada: Rogelio Cuellar.Ilustraciones de interiores: Vlady (Cortesía del centro Vlady), Giorgio de Chirico y Christian Hugo Martín.

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Directora del FCE

Consuelo Sáizar

Director de La GacetaLuis Alberto Ayala Blanco

EditorMoramay Herrera Kuri

Consejo editorialSergio González Rodríguez, Alberto Ruy Sánchez, Nicolás Alvarado, Pa-blo Boullosa, Miguel Ángel Echega-ray, Martí Soler, Ricardo Nudelman, Juan Carlos Rodríguez, Citla li Ma-rroquín, Paola Morán, Miguel Ángel Moncada Rueda, Geney Beltrán Fé-lix, Víctor Kuri.

ImpresiónImpresora y EncuadernadoraProgreso, sa de cv

FormaciónMiguel Venegas Geffroy

Versión para internetDepartamento de Integración Digital del fcewww.fondodeculturaeconomica.com/LaGaceta.asp

La Gaceta del Fondo de Cultura Econó-mica es una publicación mensual edi-tada por el Fondo de Cultura Econó-mica, con domicilio en Carretera Picacho-Ajusco 227, Colonia Bosques del Pedregal, Delegación Tlalpan, Distrito Federal, México. Editor res-ponsable: Moramay Herrera. Certifi -cado de Licitud de Título 8635 y de Licitud de Contenido 6080, expedi-dos por la Comisión Califi cadora de Publicaciones y Revistas Ilustradas el 15 de junio de 1995. La Gaceta del Fondo de Cultura Económica es un nom-bre registrado en el Instituto Nacio-nal del Derecho de Autor, con el nú-mero 04-2001-112210102100, el 22 de noviembre de 2001. Registro Pos-tal, Publicación Periódica: pp09-0206. Distribuida por el propio Fondo de Cultura Económica.ISSN: 0185-3716

Correo electró[email protected]

2 la Gaceta número 451, julio 2008

Alí Chumacero, el poeta, el crítico y, sobre todo, el editor, es el referente más precla-ro con el que cuenta México si de tradición literaria se trata. Estamos frente a un escritor peculiar, que escribió poco —algunos dirán que muy poco, apenas tres poe-marios y un sinfín de críticas literarias—, pero ese poco denota inteligencia, un tipo de inteligencia difícil de encontrar en estos tiempos de “barbarie ilustrada”. José Emilio Pacheco es preciso: “Chumacero eligió callarse porque el camino de extremo rigor y máxima difi cultad que se había impuesto sólo iba a llevarlo, en caso de persis-tir en él, a la tautología y el solipsismo.” Pocos escritores saben reconocer sus límites, por eso hay pocos escritores realmente inteligentes: Chumacero pertenece a esos pocos. Este hombre de letras cumple 90 años de vida, de los cuales 70 los ha dedica-do al mundo de los libros y de la literatura en general. Podríamos decir que él es un “avatar” de la tradición cultural y literaria de nuestro país; maestro de generaciones enteras de escritores y editores. Así como decidió escribir poco, su producción como editor es asombrosa. No por nada lleva trabajando 58 años en el fce. Chumacero el editor, pero antes que nada, el editor del Fondo.

Y para celebrarlo como se merece, La Gaceta decidió mostrar no sólo algunos de sus poemas, sino también el inicio de su vida como editor un momento antes de to-mar el camino del fce. Dicho inicio tiene un nombre: El hijo pródigo (1943-1946). Ésta fue una revista de calidad extraordinaria, de esas que causan nostalgia de tiempos mejores al ver los autores que publicaba. La selección que hicimos para este número dibuja con nitidez la silueta del hijo pródigo, de Chumacero el editor: María Zam-brano, Giorgio de Chirico, José Revueltas, André Breton, el Maestro Eckhardt y Víctor Serge.

Alí Chumacero es la tradición de la buena literatura, esa que debemos rescatar y continuar. G

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Poema*Alí Chumacero

*Poema tomado de la edición Revistas literarias modernas, El hijo pródigo, 1, Abril/Septiembre, 1943, fce, México, 1983.

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Toreando tautologías: Alí Chumacero más cerca de la tierra que del follajeAlberto Arriaga

¿Qué misterio se esconde en los hoteles de paso? ¿Qué desti-nos cruzados rebelan su trayectoria en las sábanas arrugadas de una cama sin tender? ¿Es verdad que la muerte habita en el agua turbia y que en los ojos de la mujer nace una tempestad? ¿Los mendigos de la noche son ángeles disfrazados y los chicos fl uorescentes, ávidos de mujer, son los sacerdotes de la liturgia de los misterios cotidianos? Estas imágenes interrogativas sur-gen a raíz de la lectura de la poesía de Alí Chumacero. Más que un sagaz arquitecto de complejos edifi cios poéticos, como Oc-tavio Paz, o un erudito que disfraza de cultura popular sus versos, como Rubén Bonifaz Nuño y Eduardo Lizalde, o un refundidor del cancionero popular, como Jaime Sabines, Alí Chumacero es algo así como una síntesis de muchos poetas cuyos recovecos de infl uencias muestran una voz irrepetible. El propio autor defi nió así su universo poético hace algunos años: “Un mundo de marginados y de pobres diablos. Esos que lle-van la ceniza en la frente.” Dicho universo parece nacer de los veneros lopezvelardeanos, del colorido de Pellicer, de la místi-ca de Villaurrutia y, sobre todo, de la tertulia de cantina. Sus “pobres diablos” habitan en cada uno de sus lectores.

“La poesía no se estructura como una novela; sale de pron-to, fl uye el primer verso, luego agarras un lápiz y va pasando. Yo me guío por la perfección del verso. En la generación de Paz eran poetas desordenados, aventaban versos a lo loco. A mí no se me da… Hay una conciencia absoluta del verso, no sólo por lo que se está diciendo sino cómo lo está diciendo, porque para mí la poesía no es una palabra de referencia, es una sínte-sis de cosas, de insinuaciones”, dijo alguna vez el poeta.

Y es que el efecto que deparan sus tres poemarios, Páramo de sueños (1940), Imágenes desterradas (1948) y Palabras en reposo (1956), suele ser inolvidable. Por un lado, su poesía es límpida en el mensaje y sencilla en su orfebrería, pero ofrece signifi ca-dos complejos y esconde una hechura de arte mayor (ya se ha dicho: el hipérbaton, la disyunción y la musicalidad son algu-nas de sus peculiaridades). Parece que su afán de perfección elude las tautologías enfrentándolas como el torero al pitón. El de la voz de esos versos es un testigo atento de los asuntos más triviales que desentraña misterios a la vuelta de la esquina, como si fuera (también esto ya se ha dicho) el primer poeta de la tierra. El rigor formal es el mismo que ha aplicado a su tra-bajo editorial, inseparable del quehacer poético. Marco Anto-nio Campos, uno de sus más dilectos discípulos, dijo que:

“La poesía debe cultivarse como las plantas; las ediciones deben vigilarse con esmero. En cada autor contenido hay un

universo que desborda pasiones. A muchos de mis colegas los he estimado a través de su obra mucho antes de conocerlos; creo que la poesía es una voz y un rostro que a la larga se con-vierte en la verdadera esencia de un ser humano. […] Sobre Alí Chumacero sólo puedo decir que lo considero mi segundo padre. El medio poético en México no podría explicarse sin su presencia. Muchos de sus términos y epigramas aparecen en las obras de numerosos autores, quienes no saben que le rinden homenaje indirecto. Todos ellos son amigos, compañeros, pero, ante todo, cómplices en la difusión del hecho poético.”

Una liturgia de lo profano y lo sagrado es lo que propone esta complicidad, igual que en la tauromaquia. Aunque su poe-sía suela apreciarse como el paisaje desolado del amor (imper-fecto por naturaleza), “El responso del peregrino”, por ejem-plo, tendría que leerse en lugar de la epístola de Melchor Ocampo durante las ceremonias de matrimonio. Esta compli-cidad que surge cuando se lee la poesía de Alí Chumacero se encuentra muy presente en el imaginario poético de varias generaciones. Es como si al leer Palabras en reposo, Imágenes desterradas o Páramo de sueños se leyera una parte signifi cativa de la tradición poética mexicana.

Mucho antes de que se volviera moda, Chumacero fue el primero en guardar silencio sabiamente, como quien sabe que se enfrentó con éxito a la tradición que lo precede y tuvo que aceptar con modestia (mas no con humildad) que los grandes como Gorostiza son insuperables. Para José Emilio Pacheco, “Chumacero eligió callarse porque el camino de extremo rigor y máxima difi cultad que se había impuesto sólo iba a llevarlo, en caso de persistir en él, a la tautología y el solipsismo.”

En el coso

Alí Chumacero cita frontalmente a la metáfora, sosteniendo el capote de la inspiración con una pluma añeja a la mitad del pecho. Al entrar la metáfora en jurisdicción, imprime un lati-gazo, pero enseguida se endereza con un pase natural. Con más de medio siglo practicando estas suertes dentro y fuera del ruedo poético, el peregrino de la caja tipográfi ca perfecta re-clama sin querer su lugar tutelar en la plaza de las letras, de donde sale en hombros rumbo a otra corrida. Se merece orejas y rabo. G

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Poema*Alí Chumacero

*Poema tomado de la edición Revistas literarias modernas, El hijo pródigo, 1, Abril/Septiembrre, 1943, fce, México, 1983.

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Los años no se cumplen: se celebran, dice en un poema Tomás Segovia (cito de memoria). Es cierto, por lo menos en algunos casos. Lo es sin duda en el de Alí Chumacero, el más alto poeta vivo de México, uno de los mayores que hemos tenido, voz singularísima en la poesía de lengua española. La hora cum-plida de Alí Chumacero es muchas horas, tiempo dilatado de brillantes intersticios. Aunque hace años no haya escrito poesía este poeta nacido en Nayarit o por lo menos no la haya dado a conocer. Pero no es necesario forzar nada para decir con justicia que Chumacero vive en la poesía, rodeado de poesía, iluminado por ella, a la que no deja de alumbrar, por lo demás. Erguido como un árbol recio de blanco follaje, moreno con el duro tono perfecto y bello de la raza, sonriente desde sus pequeños labios, avispado, inquieto, travieso detrás de sus len-tes infaltables, siempre listos los fuertes abrazos para abrazarlo a uno y dejar correr desde la boca menuda un sonoro y cálido ademán de ánimo, Chumacero, como él mismo le dijo hace ya varios años a su amigo el poeta Marco Antonio Campos, parece contradecir, en su persona, tan festiva casi siempre, su obra poética excepcional. Pero ¿es real aquella contradicción? Todo depende. El poeta Chumacero anda por el mundo como un caballero dispuesto a toda batalla, tras haber vencido en las numerosas que ha sostenido donosa y elegantemente. Su melena blanca parecería un aura, una aureola, una corona. No lo circunda ni lo remata o defi ne la inocencia. Si de algo parece estar distante Alí Chumacero es de los extremos axiológicos. Ni inocente ni transgresor deliberado. Su naturaleza lo ha situado sobre esta tierra movediza que no es otra que la de la pura conciencia de la vida, es decir la libertad, la apertura a todo dar y a recibirlo todo si todo enriquece, si todo procura cosas verdaderas, alegres o penosas.

Alí Chumacero llegó siendo un muchacho a la ciudad de México. Vivió “con estrecheces”, según le cuenta a Campos, “en un cuarto de vecindad en la calle de Costa Rica, en un barrio cercano a Tepito”. Sus lecturas formativas son numero-sas, y “los poetas que más me marcaron, además de Villaurru-tia, fueron José Gorostiza, Luis Cernuda, Vicente Huidobro, Vicente Aleixandre. […] Y también la Antología de la poesía es-pañola contemporánea que preparó Gerardo Diego. De los poe-tas extranjeros, principalmente, Paul Valéry, Saint-John Perse, Paul Claudel y, desde luego, T. S. Eliot, de quien aprendí las posibilidades del lenguaje conversacional, que aunque sea en mínima parte las he aplicado en mi poesía. Y la Biblia, por supuesto. En mi obra poética, y sobre todo en el último libro, hay expresiones bíblicas recreadas y aprovechadas…”. Pero de aquellas precariedades no extrajo lamentaciones, ejercicios de

autoconmiseración o encono, sino una mirada que describe e interpreta, doblándose, irguiéndose en espiral o ras de tierra, en palabras que más que descansar danzan conforme un ritmo de amplia e intensa respiración. Sucede esto en uno de sus grandes poemas, “Salón de baile”, asombrosa creación de un ambiente donde cruzan sus fi los el ansia de la desmemoria, el vuelo mutilado, los desvencijados sueños de una música que no terminaría de ser escuchada. Una mirada: los danzantes danzan su ronda nocturna entre los fulgores tristes del desasosiego y el cansancio, la terrible paz de los vencidos. Escribe Alí Chuma-cero en el poema:

Desde su estanque taciturno increpan los borrachos el bello acontecer de la ceniza, y luego entre las mesas la tiranía agolpa un muro de puñales.

Para concluir con música perfecta, acompañamiento preciso de la escena:

Vuelve la espada a su lugar, arrastra hacia el asombro de Caín el dócil resplandor del movimiento, impulsos y distancia mezclan la misma ola y sólo en su heredad persisten los borrachos, vulnerables columnas que prefi eren del silencio elegido la sapiencia de la desesperanza.

Había comenzado a sus 18 años a escribir poemas en Gua-dalajara. Su irrupción, su feliz presentación en la capital del país sobreviene en el primer número de Tierra Nueva / Revista de Letras Universitarias, auspiciada por la Universidad Nacional Autónoma de México y que tenía como responsables a cuatro amigos: Jorge González Durán, José Luis Martínez, el propio Alí Chumacero y Leopoldo Zea. La fecha: enero-febrero de 1940. Aparece allí “Poema de amorosa raíz”, una bella pieza, tal vez aún muy marcada por la infl uencia, siempre saludable, que tuvo la poesía de Xavier Villaurrutia en la poesía del pri-mer Chumacero. Los responsables de la publicación encontra-ron un ancho camino abierto a sus afanes de expresión. Zea escribió entonces sobre Heráclito. Jorge González Durán en-trevistó a Enrique González Martínez y publicó poemas. Apa-recieron también poemas de José Luis Martínez: “Cuatro pe-queñas ausencias”. Martínez, Zea y Alí Chumacero hicieron reseñas bibliográfi cas. Se publicaron a la vez dos secciones sin fi rma: una destinada al registro de revistas literarias (Taller, Ábside, Letras de México), otra a noticias literarias. Orientada a la publicación de textos de jóvenes escritores, Tierra Nueva dio

¿Quién es Alí Chumacero?Juan José Reyes

A Marco Antonio Campos

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espacio desde el comienzo a varios de ellos. En aquel primer número aparecen los nombres de Jorge Garabito Martínez, Pina y Manuel Juárez Frausto, Alicia González y González y José García Marín. A todos ellos los amparaban grandes auto-res: “Navegante”, un bello poema de Juan Ramón Jiménez; un pequeño relato histórico de Alfonso Reyes, también de asunto marino: “El Cipango y la Antilla”; un poema de Francisco Gi-ner de los Ríos: “Presencia tuya”.

Comenzó entonces la trayectoria deslumbrante y peculiar de Alí Chumacero, como poeta de voz única, sabia, vital, de cadencias graves y frescas, de imágenes sorpresivas, de perfecta

captación de lo intempestivo y lo imborrable. Y también como crítico literario, uno de los más serios de las letras mexicanas. Puntual e imaginativo, leal al autor y la obra de los que se ocu-pa y fi el a su vocación de crear cosas valiosas. Cientos, miles de libros han pasado delante de los ojos de Alí Chumacero, tanto en estas tareas críticas de primer orden, exigente y benefactora a un tiempo, como en la mesa del trabajo editorial que por décadas el poeta ha venido cumpliendo, mítica y fecundamen-te, para el Fondo de Cultura Económica, en bien de su riquí-simo acervo y en bien de escritores y lectores. G

Fotografía: Moramay Herrera Kuri, 1993

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Cuestionario Proust al maestro Alí Chumacero

Blanca Luz Pulido

¿Alguna vez le han hecho el Cuestionario Proust?No.

¿Le gustaría contestarlo?Claro.

El rasgo principal de su carácter:Burlarme de las cosas más dignas de burla.

Su cualidad favorita en un hombre:Que le gusten las mujeres despiertas.

Su cualidad favorita en una mujer:Que le gusten las mujeres dormidas.

Lo que más aprecia en sus amigos:Que no presuman de ser tontos.

Su defecto principal:Ser abstemio.

Su idea de la felicidad:No creo en la felicidad, la felicidad es una creencia de tontos. Felices son los angelitos que pintaba Murillo, con las nalgas de fuera, dignos de que les pongan una inyección.

¿Cuál sería su mayor desgracia?Mi mayor desgracia sería envejecer: no pienso hacerlo.

¿Qué quisiera ser?Aviador, en el sentido burocrático de la palabra.

¿En dónde le gustaría vivir?En la ciudad de Guadalajara.

Su color favorito:El verde.

Su fl or favorita:El clavel.

Su pájaro preferido:El pollo, pero en pipián.

Sus autores favoritos en prosa:Martín Luis Guzmán y Juan Rulfo.

Sus poetas preferidos:Gilberto Owen y José Milro uno por bueno y otro por malo.

Sus personajes favoritos en la fi cción:Romeo.

Sus heroínas favoritas en la fi cción:Madame Bovary.

Sus compositores favoritos:Debussy.

Sus pintores favoritos:Cualquiera, menos un mexicano.

Sus héroes en la historia:Benito Juárez, por guapo.

Sus heroínas en la historia:Heroína no, mejor mariguana.

Los personajes históricos a quienes desprecia:Hitler.

Sus héroes en la vida real:…

Sus heroínas en la vida real:…

Sus nombres favoritos:Carmen, Aurora.

Lo que más detesta:…

El don que quisiera tener:Quisiera tener el don de que las mujeres me toleraran.

¿Cómo le gustaría morir?Viejo, o por lo menos, llegar a viejo.

¿Cuál es su estado de ánimo actual?Siempre estar percibiendo, de las cosas, el perfi l, porque de aquí a cien años, ¡todos calacas!

¿Cuáles faltas le inspiran mayor indulgencia?Las faltas que comete la mujer respecto de la fi delidad.

Su frase favorita:El hombre siempre es hombre aunque su mujer le pegue.

¿Qué tipo de películas prefi ere?Las películas trágicas, como las de Bergman.

Sus películas favoritas:…

Sus actores favoritos:…

Sus actrices favoritasLas muy bonitas, aunque sean malas actrices. G

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Alí Chumacero, críticoErnesto Herrera

La crítica literaria en México se ha ejercido de dos maneras: por un lado está la de los fajadores que gustan cebarse en su, lla-mémosle así, objeto de análisis; y por otro lado, la de quienes sin agresividad y con mesura ponderan los aspectos positivos y negativos de la obra leída. En el primer caso, el emblema sería Jorge Cuesta, cuyo rigor desgraciadamente en los últimos tiem-pos se ha confundido con un afán de protagonismo, es decir, de tirar golpes a lo loco, entre algunos escritores jóvenes (eso de que cualquier primerizo agarre de punching bag a Carlos Fuen-tes es todo menos un ejercicio de crítica); en el segundo, los representantes serían dos escritores de una de los promociones que siguen a los Contemporáneos: José Luis Martínez y Alí Chumacero, de Tierra Nueva (don José Luis, sin necesidad de vapulear a nadie, como es sabido, se convirtió en uno de nues-tros mejores críticos antes de tomar el camino de la Historia). Las siguientes palabras de Alí los defi nen a ambos y son una especie de poética que guió esta labor: “El crítico conduce no sólo a la lectura de los libros que están apareciendo sino que contribuye a que el caos de la imaginación, o peor aún, de las imaginaciones, se perfi le en una continuidad que al fi n y al cabo creará lo que llamamos tradición de la literatura. La tradición, se entiende, no como la muerte de una actividad. El crítico debe ser el ordenador y el orientador, y mientras más críticos haya, mejor”.

Precisamente un respetuoso de la tradición, José Emilio Pacheco, decía en el homenaje que se le rindió a Alí a propósi-to de sus 60 años, que todas las críticas que escribía las hacía pensando en qué diría el autor de Palabras en reposo. Y en este caso, lo que está implícito en la opinión de Pacheco es que no se trataba sólo de una cuestión de exposición, sino también de estilo. Por ello, para todos aquellos que quieran dedicarse a estos menesteres resulta obligatoria la lectura de Los momentos críticos, summa de su trabajo en este campo, la cual fue elabora-da por Miguel Ángel Flores.

El libro está dividido en ocho secciones que ofrecen un pa-norama bastante completo de los intereses chumacerianos. Los dos primeros, “El espacio lírico” y “La zona prosaica”, son más bien escritos teóricos. En el resto —“Área de la poesía mexica-na”, “Ámbito de la prosa mexicana”, “Escritores hispanoameri-canos”, “Escritores españoles”, “Otros escritores” y “Pintores y escultores”—, realiza un acercamiento a la obra particular de diversos autores y artistas. Siempre fi el a su idea del respeto a la tradición, Chumacero no olvida a los maestros y, en términos de una perspectiva temporal, destaca que los autores a los que pone atención, en particular, los del ámbito nacional, todavía

son aquellos de los que se alimentó la generación anterior a la suya, los Contemporáneos. A su vez, la generación de Alí será la encargada de realizar los primeros estudios que evalúen con rigor las aportaciones de sus jóvenes maestros. En el campo de la poesía, es clara la infl uencia de la Antología de la poesía mexi-cana moderna de Jorge Cuesta como un faro que guía hacia los autores que merecen ser analizados. Chumacero parte de nues-tros románticos y modernistas, para llegar a sus contemporá-neos y un poco más adelante (comienza con Manuel Acuña y termina con José Emilio Pacheco). No es muy diferente el or-denamiento en el caso de los prosistas, que comienza con el realista decimonónico Emilio Rabasa y culmina con Carlos Fuentes.

Y aunque los apartados dedicados a sus predecesores tienen hallazgos, creo que es en los dedicados a los escritores de su generación donde Chumacero despliega mejor su ofi cio de crí-tico. En la reseña que le dedica a A la orilla del mundo, una pri-mera recopilación de la poesía de Octavio Paz, anota: “… el día que se vierta sólo por el cauce de la pasión, estará fuera de su sitio; porque nada hace más profunda y verdadera su poesía, dejando aparte sus cualidades, que esta unión de inteligencia y pasión que la equilibra, dándole el tono que, tan peculiar en nuestra literatura patria, no la deja desbordarse hacia la inge-nuidad o el grito.” Y de Efraín Huerta, a propósito de Los hom-bres el alba, dice: “En él la palabra nace encendida, violenta, y muchas veces sin ajustarse por completo a las situaciones poéti-cas. Con su poesía están hermanadas una ternura trunca, un deseo jamás cumplido y un resultado fi nal de noble amargura.” Juicios que se volverán moneda corriente en los acercamientos posteriores que van a hacerse de estos autores.

Es con los prosistas donde Chumacero alcanza sus máximos logros y su tropiezo más grande. El trabajo del crítico no es adivinar qué escritor va a alcanzar el genio y su consolidación, esto fi nalmente depende del escritor mismo, pero sí puede au-gurar en términos de la calidad de la obra leída. A José Revuel-tas, Chumacero le dedica los primeros estudios serios a su obra, y si bien le pone algunos reparos, no duda que se va a convertir en uno de nuestros mejores prosistas. Con respecto a Juan Rul-fo nunca duda de su talento narrativo, pero en el caso de la célebre reseña negativa dedicada a Pedro Páramo, donde cuestio-na la estructura de la novela, aspecto que después se va a consi-derar uno de sus rasgos más notables, esto simplemente mues-tra que los críticos son falibles. Los críticos ordenan y orientan, y sólo los soberbios creen que pueden imponer el rumbo de la literatura; esa tarea les corresponde a los creadores G

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Alí Chumacero: curador de generaciones literariasMoramay Herrera Kuri y Alberto Arriaga

No hay oportunidad para la solemnidad. Nada de esas preguntas que todo el mundo le ha hecho (¿por qué nada más escribió tres libros?, ¿cuál es la misión del poeta?, ¿el silencio es mejor que la escritura?, ¿su poesía tiene com-promiso?, ¿por qué escogió el camino de la literatura?) ni de reverencias gratuitas o de humildad, porque es como ponerse humilde ante un toro. El hombre que está sen-tado ahí ha revisado miles, tal vez millones de cuartillas ajenas, algunas de las mejores de la literatura mexicana. La verdad es que impone. Tiene 90 años y se ve mejor que todos los jovencitos que han sido homenajeados recien-temente (Raúl Renán, Dolores Castro, Gerardo Deniz, Monsiváis, Álvaro Mutis…). Hay mucha calma en su mira-da, pero cómo escruta, cómo calcula los movimientos del interlocutor, cómo sabe que uno viene a entrevistarlo. No queda otra mas que tratar de romper el hielo.

¿Es cierto que en Acaponeta le pusieron su nombre a una cancha de basquetbol?

A una casa de la cultura. Una casa de la cultura lleva mi nom-bre y en Tepic, al teatro, el teatro del pueblo. Cada estado tiene un teatro del pueblo… Pero no tengo calle, eso es lo que me pesa.

Él solo es una literatura con todo y su feria de vanidades, con todo y sus tipografías, sus cajas, sus pliegos y su tinta. Además de las galeras que se ha encargado de cuidar, tam-bién ha sido una especie de curador de nuevas generaciones de escritores. Durante mucho tiempo parecía que el pre-mio, más allá del diploma, la publicación y el metálico, era conocerlo y escucharlo.

En Orizaba ya me quejé porque no tengo calle. Un día que se reunió todo el pueblo de Orizaba, y alguien famoso dio un dis-curso muy bonito, dijo que daba las gracias al pueblo por haber-le dado su nombre a una calle. Pero mejor, dijo, me hubieran dado una casa. Que una calle para qué la quería. No es lo mismo tener una calle en una ciudad que un rinconcito para vivir.

Alí Chumacero confi esa que se siente un poco cansado. No han dejado de venir a pedirle una entrevista, una de-claración, una opinión sobre sus 90 años, pues los home-najes suelen ser la carroña de los periodistas culturales. Dice que lo quieren sacar a la calle con una cámara, que para hacer un DVD. ¿O será que nada más quieren que lea

sus poemas en voz alta? “No quiero que me pregunten otra vez por qué nada más escribí tres libros”, había adver-tido, así que proseguimos:

Me piden entrevistas todo el tiempo. Lo bueno es que muchas de ellas no se publican, pero siempre me preguntan lo mismo. Y yo a todo digo que sí, por ejemplo me propusieron seguirme con una cámara todo un día para sacar un DVD o un disco o algo así. Es absurdo, eso no lo compra nadie. Ni yo. Y claro, pues yo les dije que sí, así que van a estar conmigo en la maña-na, a medio día, en la noche…

Bueno, pero los homenajes se los merece…

Pues sí, pero yo tengo que trabajar. Tengo que hacer discursos, tengo que rechazar cosas. Me invitaron a Cancún, Mexicali, Baja California, Torreón, Chihuahua, Culiacán… Sólo acepté ir a Guadalajara porque yo crecí allí y Tepic, porque soy de por allá. Nada más. Pero así es la gente. Jamás han leído una línea mía. Por eso lo hacen, por eso me invitan…

Ya se ha dicho pero no está por demás hacerlo otra vez: la biblioteca de Alí Chumacero es una de las más nutridas del país, luego de las portentosas de José Luis Martínez (que en estos momentos se clasifi ca) y la de Fernando Tola de Habich. Una de las atracciones de su acervo es el gran número de manuscritos originales, fi rmados de puño y letra de sus autores. ¿Cuándo habrá comenzado Alí Chu-macero a formar esa biblioteca?

Alguna vez, José Luis Martínez habló del primer libro que usted le regaló, creo que era El Romancero Gitano. Decía que ese libro, por entonces, no se encontraba en ninguna parte de Hispanoamérica. ¿Usted se acuerda de eso?

Y la madeja del recuerdo se desovilla. Alí Chumacero des-pierta. Sus ojos brillan. El poeta se emociona. Vaya que le gusta charlar.

Eso fue en Guadalajara, casi el año en que se publicó, creo que en el 35. Nosotros estábamos en la preparatoria. Era un libro rarísimo. En Guadalajara no había esos libros y el ejemplar lo tenía Efraín González Luna, y Efraín se lo prestó a un muy amigo de él cuyo hermano era parte de nuestro grupo. Entonces este muchacho me dijo que le habían prestado El Romancero Gitano y yo le dije “préstamelo”. “No, ¿si se nos pierde?”, decía

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el otro. Y yo: “no se nos pierde, préstamelo”. Y me lo prestó y yo lo copié a mano en una noche. Todavía por ahí tengo el ma-nuscrito y ése fue el que leímos. Al otro día en la mañana lo devolví. Ésa es la historia de ese libro. En buena parte José Luis Martínez se hizo con mis libros, y también con libros de amigos. Leíamos mucho, nos juntábamos para platicar e intercambiar los libros, y en ese entonces no eran tan caros como ahora. Había libros de 15 centavos, de 50, de 75, de un peso, que ya eran ca-ritos. Yo gastaba mucho en libros. Mucho quiere decir 4 pesos, que alcanzaban para tres o cuatro ejemplares, y de ahí hicimos el grupo de afi cionados a la literatura, aunque luego se deshizo porque cada quien tomó su carrera. Uno fue médico, otro fue ingeniero, otro abogado, pero nos dedicamos a las letras José Luis Martínez, Jorge González Durán y yo. En aquel tiempo una circunstancia muy especial nos hizo venir a la ciudad de México. Y aquí continuamos. Tuvimos la suerte de llegar a una revista y ahí trabajamos en 1940. Nos fuimos con Leopoldo Zea e hicimos la revista Tierra Nueva, que fue una revista muy útil en aquel momento. Aquella generación fue guiada por los profeso-res y por los españoles del exilio. Luego, González Durán se retiró, se dedicó a otras actividades, y perduramos, persistimos, insistimos, reiteramos José Luis Martínez y yo.

El joven de Acaponeta frisaba los 20. Así comenzó un ofi -cio que, a diferencia de la escritura, no tuvo interrupcio-nes. A Tierra Nueva (1939) siguió El hijo pródigo (1943-1946), y también la fundación del suplemento México en la

cultura (1949) de Novedades, que dirigió Fernando Benítez hasta 1961. Pero fue precisamente en Tierra Nueva donde Alí Chumacero publicó “Poema de amorosa raíz” que des-pués formaría parte de Páramo de sueños (1940).

La revista no fue del todo mala porque de los cuatro que la hacíamos, todos fuimos Premios Nacionales, y eso quiere decir que no estábamos tan equivocados en cuanto a la elección de ofi cio. Y fuimos profesionales dedicados a escribir, yo exclusi-vamente a eso. Tuve la suerte de caer en manos de editores. Desde muy joven trabajé en imprentas; aprendí de todo para formar libros, y ese ofi cio tan bonito es en el que sigo: corregir un libro, revisar una traducción, calcular un original, en fi n, hacer todo el mecanismo de la estructura de un libro y de su hechura misma. Además he ayudado a muchos a que aprendan el ofi cio. En nuestros días la tipografía en México es de primer nivel; en 1940 no lo era, no era tan buena como ahora, que es magnífi ca… Yo ya practico poco el ofi cio, ahora quiero descan-sar, pero que no sea en forma defi nitiva.

Para eso todavía le cuelga…

Le cuelga muchísimo —recalcó Alí.

¿Y cómo llegó a El hijo pródigo?

Me ligué mucho con Octavio Barreda, que hacía la revista Le-tras de México. Yo la manejé también, y después hicimos —es-tuve en la imprenta, era el esclavo— El hijo pródigo, una mag-nífi ca revista, y haciendo El hijo pródigo, poco después, vine a dar al Fondo de Cultura Económica. Llegué aquí en 1950, hace 58 años cumpliditos, y no pienso irme sino con los pies en alto. Pienso levantar los tenis trabajando en el Fondo de Cul-

tura Económica, que es mi lugar, y que es un sitio en donde me he divertido, he aprendido, y quizá he alentado un poco a los muchachos que tenían la afi ción de los libros. Ahora ya con menos vigor pero continúo en esto. Durante todo este tiempo he tenido alguna oferta, más bien algunas ofertas, y no acepté ninguna. No es sólo que no haya aceptado, sino que nunca tuve la tentación. Alguien me preguntó que si quería ser diputado sólo para estar levantando la mano. Después, cuando maduré un poquito, me querían hacer senador, y yo dije sí aceptaba, pero senador con “c”. De ninguna manera. Prefi ero ser un hombre limitado de recursos, pero hacer lo que se me pega la gana. Siempre he sido un hombre pobre pero tacaño.

¿Entonces usted se inventó lo de Tierra Nueva? El nombre, ¿a quién se le ocurrió?

El nombre, se ha publicado muchas veces, es de Alfonso Reyes. Fuimos a ver al autor de La X en la frente José Luis Martínez, Jorge González Durán y yo. Reyes era un hombre muy alegre, muy simpático, y lo fuimos a ver para hablar de la revista, de la posibilidad del nombre, y dijo él que el nombre más acertado que había conocido era el de una revista muy famosa que ya no me acuerdo cómo se llama. Entonces dio un brinco y dijo: Tierra Nueva es el mejor nombre para una revista. Y después vi que Knut Hamsun tiene un libro que se llama Tierra Nueva. Fue una revista muy buena. Ahí escribieron escritores impor-tantes. Nosotros nos amparábamos hipócritamente en plumas ya consagradas. Ahí publicó Juan Ramón Jiménez, Villaurrutia, Octavio Paz, que ya tenía cierto nombre y que también lo in-corporamos al grupo de colaboradores. Estaba Neftalí Beltrán, de la generación de Taller, y varios muchachos que empezaban a escribir.

¿Usted cree que antes era más fácil ser poeta?

No, porque en aquel entonces éramos unos cuantos. Cuando empecé a escribir poesía, los poetas que había en la ciudad de México no llegaban más allá de una docena, acaso quince. Aho-ra, por ejemplo, en la última antología que hizo Jorge Esquin-ca son 72 poetas sólo de Guadalajara. Calculo que hay más de 300 poetas jóvenes en todo el país.

¿Qué opina de estos nuevos jóvenes poetas?

Creo que se está trabajando, se están haciendo nuevos tipos de poesía, se están buscando nuevas maneras de escribir y se están encontrando. Yo no puedo opinar porque no es mi meta y por-que yo soy un poeta al que nadie entiende… Ni yo me entien-do, así que no tengo derecho a opinar sobre la poesía porque yo escribo y escribo como se me pega la gana y luego me leo y no hay manera… Bueno, estoy limitando el número de lectores, pero mientras menos lectores haya, entonces es uno más exqui-sito, más fi no y además me hacen fi esta cuando cumplo años.

¿Y todavía va a los toros?

Sí, claro. Yo soy muy afi cionado a los toros. Yo voy a los toros desde 1931. Soy autoridad en eso.

¿En su biblioteca hay libros de tauromaquia?

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Sí, tengo una buena biblioteca, aunque hace poco la limpié y dejé solamente algunas materias, sobre todo de literatura. Te-nía de todo: sociología, economía (claro, si yo trabajaba aquí tenía que tener economía a fuerza). Pero limpié y me quedé con libros de psicología, porque yo leo psicología desde los 14 años, literatura y fi losofía; con eso. Política sólo tengo unos 30 ó 40 libros, tengo a Marx, a Marcuse (estaba muy de moda, ahora ya no), tengo mucha fi losofía. De esta materia es un buen acervo para una persona que es sólo un afi cionado, para una persona que lee por curiosidad, pero no fi lósofo. Yo fui universitario como todo el mundo, y me expulsaron de la uni-versidad, no les guardo rencor a los que me expulsaron, son mis amigos.

¿Por qué le empezaron a gustar los toros desde chiquito?, ¿quién lo llevó a una corrida por primera vez?

Para ir a los toros yo no tenía dinero. Lo que hacía en la tarde, los domingos, era irme a los toros. Esperábamos ahí, y en el quinto toro dejaban entrar gratis. Cuando no se llenaba la pla-za se retiraban los boleteros y toda la muchachada entraba. Yo vi por ejemplo a “El soldado”, vi también a… ¿Para qué les cuento?

Y entonces Alí Chumacero le hace una chicuelina al re-cuerdo:

Fui a la inauguración de la Plaza México, hasta tengo el cartel de la primera corrida en la entrada de mi biblioteca. Ahí lo

tengo enmarcado. No he querido formar una biblioteca tauri-na muy grande. Un día, Zaplana, un librero muy famoso y muy inteligente, me dijo: “No compres libros de toros, son muchos y todos dicen los mismo”, y tenía absoluta razón. Cualquier libro de toros dice lo mismo. No lo digo en público porque los afi cionados se enojan…

¿Conserva la costumbre de la tertulia taurina?

No, no, no… Los odio. No aguanto a los afi cionados, no los aguanto pero me gustan mucho los toros. Yo fui manoletista, era sensacional, y luego pues hay toreros mexicanos muy bue-nos. Pero yo nunca hablo de toros, ni me junto con afi cionados a los toros porque son insoportables. No hablan más que de eso, no tienen temas, no ven nada.

Marco Antonio Campos, Jorge F. Hernández, Bernardo Ruiz, Adolfo Castañón y Jorge Esquinca son sólo algunos de los muchos discípulos de Alí Chumacero. Al frente de jurados de concursos y becas, el autor de Palabras en repo-

so ha formado, con el mismo cuidado de las galeras, varias plumas y varios editores. En más de una ocasión ha recal-cado la importancia de los estímulos para los creadores. Sin embargo, reconoce que, hoy por hoy, sufrimos carestía de grandes escritores, algo normal luego de que se mar-chara el último: Octavio Paz:

Me había preguntado alguien que qué opinaba de las becas. Yo fui jefe de becas durante muchísimos años, gratuito además,

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porque a mí me interesaba que la literatura fuera impulsada, entonces yo la impulso para que salga de pronto un Octavio Paz, que era un gran escritor, uno de los grandes escritores que ha dado este país. Siempre he estado en los grupos, he partici-pado como jurado de algunos concursos, unos buenos y otros atroces. Por ejemplo, en este momento soy jefe de un jurado de un concurso del que me acaban de hablar ayer. No sé ni de quién es, ni de dónde es, ni nada, pero ya me nombraron y quedaron de mandarme el material. Acabo de salir de otro concurso la semana pasada en Toluca. Durante 15 años o más fui asesor del Centro Mexicano de Escritores del cual había sido becario en el 51. Estoy muy ligado a ese vicio, porque no es virtud, es una desgracia que se recibe con cariño. No produ-ce nada pero produce algunas cosas privadas, íntimas, es como el amor, que no produce nada más que dolores de cabeza, pero qué haría uno sin amor.

Hay más escritores que antes y hay muchos estímulos para los jóvenes, pero hay menos revistas literarias y más libros, ¿no le parece contra-dictorio? Vemos que los grandes escritores son jovencillos de 90 años. Paz, por ejemplo, a los cuarenta años era ya un escritor forma-dísimo, y los otros, quienes tienen 80 años, a los 40 años esta-ban formados. Pero ahorita es muy difícil encontrar un escritor de cuarenta o treinta años que destaque. Soy muy amigo de

ellos y todos los muchachos tienen 55 años o 50. Tengo un hijo mayor, que tiene 57 años, y sus compañeros pues tienen esa edad, de manera que no existe como antes esa precocidad. Ha desaparecido o es más difícil encontrarla o no sé qué es lo que ha pasado. La cantidad de becas se ha multiplicado por cien. Hace muchos años no había becas. Yo nada más veía decir a los muchachos: “ya se está acabando la beca, ¿qué vamos a ha-cer?”. Eso no es correcto. Lo que debe interesarle a la gente es la creación, no el dinero. A veces iba a casa de algún becario y me asomaba por ahí y no había ningún libro en su casa. Y yo me preguntaba pues de dónde sacó éste lo escritor, y yo era el que le había dado la beca. Luego lo que sucede es que los maes-tros no saben leer, menos escribir.

Pero este maestro vaya que sabe lo que hace. Al homenaje (merecido, pero institucional) se suman varios motivos para releer sus poemarios perfectos y una olvidada pero imprescindible recopilación de sus reseñas de libros agru-padas bajo el título de Los momentos críticos: Alí Chumace-ro ha llegado a España; la editorial Pre-Textos publicó la antología poética Páramo de sueños, y el FCE publicará una edición de su poesía completa prologada por José Emilio Pacheco. Además, el rostro del autor de Palabras en reposo aparecerá en un billete conmemorativo de la Lotería Na-cional. G

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Poema*Alí Chumacero

*Poema tomado de la edición Revistas literarias modernas, El hijo pródigo, 1, Abril/Septiembre, 1943, fce, México, 1983.

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Pequeña Antología*Giorgio de Chirico

Esperanzas

Los astrónomos poetizantes están muy alegres.El día está radioso la plaza llena de sol.En la veranda están inclinados.Música y amor. La dama demasiado bella.

Yo quisiera morir por sus ojos de terciopelo.

Un pintor ha pintado una enorme chimenea rojaQue un poeta adora como a una divinidad.He vuelto a ver esa noche de primavera y de cadáveresEl río arrastraba tumbas que ya no existen.¿Quién quiere vivir aún? Las promesas son más bellas.

Izaron tantas banderas sobre la estaciónCon tal de que el reloj no se detengaUn minuto debe llegar.Es inteligente y dulce, sonríeComprende todo y en la noche al resplandor de una lámpara humeante mientras el guerrero de piedra duerme en la plaza oscuraEscribe cartas de amor tristes y ardientes.

Una vida

¡Vida, vida, gran sueño misterioso! Todos los enigmas que muestras; dichas y relámpagos... Visiones presentidas.

El carro de mudanzas da vuelta en el ángulo de la calle.Pórticos al sol. Estatuas dormidas.Chimeneas rojas; nostalgias de horizontes desconocidos.—Días bellos horriblemente tristes, persianas cerradas.—Y el enigma de la escuela, y la prisión y el cuartel; y la loco-

motora que silba en la noche bajo la bóveda helada y las estrellas.

—Siempre lo desconocido; el despertar en la mañana y el sue-ño que se tuvo, oscuro presagio, oráculo misterioso; qué quiere decir el sueño de las alcachofas de hierro; me duele la garganta, mis pies están fríos, mi corazón, ay está ardien-do pues la gran música de la esperanza canta siempre en él; pero el amor me hace sufrir. Es tan dulce pasearse con la amiga las tardes de invierno cuando las pálidas luces se en-cienden en la celda de cada prisionero.

Y separado de ella sufre como...

El niño se ha despertado en la hora más profunda de la nocheEn medio del ruido horrible de la tormenta corre los pies des-

nudos a la ventana y mira a la lívida luz de los relámpagos caer a torrentes el agua en las calles entonces el recuerdo del padre que viaja en países lejanosLe estruja el corazón... y llora.Su cuarto queda en la sombra después del mediodía

Pues el sol, el triste sol de invierno gira y desciende lentamen-te. Cerca de su casa hay una estación y un gran reloj entera-mente nuevoAlumbrado cuando llega la oscuridad. A menudo en la noche el ruido de los cochesY de los pasantes retrasados le impide dormirEntonces enciende su vela y en el gran silencio contempla los

extraños cuadros que penden de los muros.Cerca de su lecho hay también un vaso de agua y un revólver automático y un retrato de mujer de mirada triste y sorprendida.—Y ahora espera, busca la amistad.—Una guerra ha terminado, queremos aprender un nuevo

juego.Yo quiero que mis uñas estén pulidas como el marfi l y mis ojos

bellos y puros.Yo desprecio a aquel que no se interesa por mí. En la ciudad

no se oye el canto del gallo. La detonación de la pólvora sin humo es más seca y más fuerte. Tapaos los oídos, el tiro va a partir.

Una noche

La última noche el viento silbaba tan fuerte que creí que iba a desmoronar las rocas de cartón.

Mientras duraron las tinieblas las luces eléctricasArdían como corazonesDentro del tercer sueño me desperté cerca de un lagoA donde venían a morir las aguas de dos ríos. Alrededor de la

mesa las mujeres leían.Y el monje callaba en la sombra.Lentamente pasé el puente y en el fondo del agua oscuraVi pasar lentamente grandes peces negros.De pronto me encontraba en una ciudad grande y cuadrada.Todas las ventanas estaban cerradas, doquier silencioDoquier meditaciónY el monje pasó una vez más al lado mío.A través de los agujeros de su cilicio podrido vi la belleza de su

*Texto tomado de la edición Revistas literarias modernas, El hijo pródigo, VI, Octubre/Diciembre, 1944, fce, México, 1983.

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cuerpo pálido y blanco como una estatua del amor.Al despertar la felicidad dormía todavía cerca de mí.

1911-1913

Sueño

En vano lucho con el hombre de ojos bizcos y muy dulces. Cada vez que lo enlazo se desprende separando suavemente los bra-zos y esos brazos tiene una fuerza inaudita, una potencia incal-culable; son como palancas irresistibles, como esas máquinas todopoderosas, esas grúas gigantescas que levantan sobre el hormigueo de los astilleros trozos de fortalezas fl otantes con torres pesadas como las tetas de mamíferos antediluvianos. En vano lucho con el hombre de mirada muy dulce y bizca; de cada abrazo, por furioso que sea, se desprende suavemente sonriendo y separando apenas los brazos… Es mi padre quien me aparece así, en sueños, y sin embargo, cuando lo miro, no es enteramen-te tal como lo veía mientras estaba vivo, en tiempos de mi niñez. Y sin embargo, es él; tiene algo de más lejano en toda la expre-sión de su fi gura, alguna cosa que existía, quizás, cuando lo veía vivo y que, ahora, después de más de veinte años, me aparece en toda su fuerza cuando lo vuelvo a ver en sueños.

La lucha se termina por mi abandono; yo renuncio; después las imágenes se confunden; el río (el Po o el Paneo) 1 que durante la lucha yo presentía fl uir cerca de mí se ensombrece; las imáge-nes se confunden como si nubes tempestuosas hubieran descen-dido muy cerca de la tierra; ha habido intermezzo, durante el cual

sueño quizá todavía, pero no recuerdo nada sino búsquedas an-gustiosas a lo largo de calles obscuras, cuando el sueño se aclara de nuevo. Me encuentro en una plaza de una gran belleza meta-física; la piazza Cavour en Florencia, quizás; o quizás también una de esas bellísimas plazas en Turín, o quizás ni la una ni la otra; de un lado se ven pórticos coronados por los departamen-tos con persianas cerradas, balcones solemnes. Al horizonte se ven colinas con villas; sobre la plaza el cielo es muy claro, lavado por la tormenta, pero, sin embargo, se siente que el sol declina pues las sombras de las casas y de los escasos pasantes se alargan desmesuradamente sobre la plaza. Miro hacia las colinas donde se aglomeran las últimas nubes de la tempestad que huye; en ciertos lugares las villas son enteramente blancas y tienen algo de solemne y de sepulcral, vistas contra el telón muy negro del cielo en ese punto. De pronto me encuentro bajo los pórticos, mezclado a un grupo de personas que se aglomeran a la puerta de una dulcería con repisas repletas de pasteles multicolores; la multitud se apretuja y mira dentro como en las puertas de las farmacias cuando llevan ahí al pasante herido o caído enfermo en la calle; pero, al mirar yo también, veo a mi padre de espaldas, que de pie, en medio de la dulcería come un pastel; sin embargo yo no sé si es por él la aglomeración de la multitud; una angustia cierta se apodera de mí entonces y siento deseos de huir hacia el oeste, a un país más hospitalario y nuevo y, al mismo tiempo, busco bajo mis vestidos un puñal, o una daga, pues me parece que un peligro amenaza a mi padre en esta dulcería y siento que, si entro, la daga y el puñal me serán indispensables, como cuan-

1Hoy Salamvria, no de la Thesalia. (N del T)

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do se entra en la guarida de los bandidos, pero mi angustia au-menta y súbitamente la multitud me rodea de cerca, como un remolino, y me arrastras hacia las colinas, tengo la impresión de que mi padre no está ya en la dulcería, que huye, que van a per-seguirlo como a un ladrón y me despierto con la angustia de este pensamiento.

Lo que debe ser el Impresionismo. Un edifi cio, un jardín, una estatua, una persona nos hacen una impresión. Se trata de re-producir esta impresión lo más fi elmente posible. Varios pin-tores que fueron llamados impresionistas no lo eran en el fondo. No tiene ningún fi n, según mi opinión, tratar por me-dios técnicos (divisionismo, puntillismo, etc.) de dar la ilusión de lo que llamamos lo verdadero. Pintar, por ejemplo, un paisa-je soleado esforzándose por dar la sensación de la luz. ¿Para qué? La luz, yo la veo también, por bien reproducida que esté, yo la veo también en la naturaleza y una pintura que se pro-ponga semejante fi n no podrá jamás darme la sensación de algo nuevo, de lago que antes yo no conocía. Mientras que las sensa-ciones extrañas que pueda sentir un hombre, reproducidas fi elmente por él mismo, pueden siempre dar a una persona sensible e inteligente goces nuevos.

(1913)

Una visita a Versalles 2

Para que una obra de arte sea verdaderamente inmortal es preciso que salga totalmente de los límites humanos; el sentido común y la lógica estarán ausentes. Así se acercará al sueño y a la mentalidad infantil.

La obra profunda será extraída por el artista de las lejanías más remotas de su ser; allí ningún rumor de arroyo, ningún canto de pájaro, ningún murmullo de hojas, pasan.

Lo que escucho no cuenta: no hay sino lo que mis ojos ven, abiertos, o más aún, cerrados.

Durante una clara tarde de invierno, me encontraba en el palacio de Versalles. Todo estaba tranquilo y silencioso. Todo me miraba con un aspecto interrogador. Vi entonces que cada ángulo del palacio, cada columna, cada ventana tenía un alma que era enigma. Miraba alrededor los héroes de piedra, inmó-viles bajo el cielo claro, bajo los rayos fríos del sol de invierno que brilla sin amor como las canciones profundas. Un pájaro cantaba en una jaula suspendida a una ventana. Sentí entonces todo el misterio que impele a los hombres a crear ciertas cosas. Y las creaciones me parecieron entonces más misteriosas aún que sus creadores.

Una de las sensaciones más extrañas que nos ha legado la prehistoria es la sensación del presagio. Existe y existirá siem-pre. Es como una prueba eterna de la falta de sentido del uni-verso. El primer hombre debe de haber visto presagios en to-das partes, debía estremecerse a cada paso.

Es necesario ante todo, desembarazar al arte de lo que con-tiene de conocido hasta aquí, todo sujeto, toda idea, todo pen-samiento, todo símbolo deben ser apartados… Lo que se nece-sita principalmente es una gran certidumbre de sí mismo; es preciso que la revelación que tengamos de una obra de arte, que la concepción de un cuadro representando determinada cosa sin sentido propio, sin querer decir absolutamente nada des-de el punto de vista de la lógica humana; es necesario, digo, que tal revelación o concepción sea tan fuerte en nosotros, que nos procure tanta dicha o tanto dolor, que nos veamos obliga-dos a pintar empujados por una fuerza mayor a la que empuja a un hambriento a morder como una bestia el pedazo de pan que cae en su mano. G

2Este texto ha sido traducido por Agustín Lazo.

Traducción de César Moro

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La destrucción de la Filosofía en Nietzsche*Mar a Zambrano

El tiempo que acaba de pasar se nos muestra sobremanera rico en formas de pensamiento inquietantes, ambiguas; son formas vacilantes entre límites que se habían dibujado con toda precisión en etapas anteriores de la cultura occidental. Ambiguas en todo, producen la impresión de aurora y tam-bién de agonía. Si durante los periodos de madurez, la luz puede haberse estancado e iluminar fi jamente, produciendo las mismas sombras, en este tiempo que aún palpita, la luz parece sufrir una agonía, que es nacimiento y que puede ser también consunción.

Nacimiento y muerte, aurora y anochecer, son instantes del proceso vital más prometedores. La ilimitación del nacimien-to, y esa liberación que se produce en el instante anterior a toda muerte, tienen una gran semejanza; son los instantes de máxima libertad, en que se manifi esta en una pura presencia esa realidad que mientras dura lo que es propiamente vida, está encerrada en una forma. Nacimiento y muerte son destrucción de una forma, tránsitos.

Libertad y riqueza, posibilidad de formas, de nuevas combi-naciones antes insospechadas o simplemente imposibles, son las apariencias de estos tiempos ambiguos. Y en ellos se da una inmensa capacidad aventurera que no depende siempre del heroísmo de quienes las corren.

Uno de los protagonistas de este tiempo ambiguo fue Fede-rico Nietzsche. Si un rasgo propio vemos en él, es una especie de implacable extremismo, de rigor ascético en todo lo que emprende o cree haber emprendido. Nietzsche es ante todo un héroe del extremismo, como si comprendiera que habiéndose dejado llevar por alguna tentación, sólo puede afi rmarse a sí mismo en la tenacidad y en la audacia.

Tal extremismo le hizo recorrer hasta el fi nal el proceso de destrucción de la Filosofía misma. Quizá fue el primero de esos geniales destructores, los más infatigables trabajadores de este tiempo; los más exasperados, al menos. Lo que a Nietzsche tocó en suerte destruir fue la fi losofía misma.

El propósito asoma en su obra con bastante claridad y sin embargo no es solamente la existencia de este propósito lo que le hace consumarlo, sino algo sumamente fi losófi co, que le es común con los fi lósofos todos y especialmente con los fi lósofos de la actualidad: el afán de buscar los orígenes.

La Filosofía no admite principios encontrados por ninguna otra ciencia. Es un saber autónomo que se fundamenta a sí mismo, dice Aristóteles, llevando a perfecta claridad lo que

estaba en el ánimo de todos los fi lósofos que le habían prece-dido. Tal exigencia envolvía la de dar ella misma los principios de todos los demás saberes.

Así, el que la Filosofía busque incesantemente sus propios fundamentos pertenece a su condición de un modo esencial. Y de ahí el desconcierto que llega a irritación de tantos hom-bres de ciencia, ante ese comenzar y recomenzar sin tregua. Mas la Filosofía sigue su curso a manera de la vida, no en mera continuidad hecha de agregación, sino en renacimientos sucesivos.

Pero esta exigencia de descubrir los orígenes inherentes a la Filosofía, viene a unirse con un anhelo que ha dominado hasta devorar al hombre de Occidente; el de encontrar su yo origina-rio. Una plegaria de la secta budista japonesa llamada Zen, dice: “Señor, haz que yo vea mi rostro como era antes de que yo naciese.” Poética expresión de uno de los más hondos, irrefre-nables anhelos del ser humano. Pero el europeo ha sentido este anhelo de un modo distinto del que expresa la plegaria budista. Es partiendo de su propio yo presente y actual, porque el euro-peo es más creyente en la actualidad inmediata que el oriental. Contemplarse tal como se es originariamente, en estado de pureza absoluta; descubrir este yo puro, vivo, invulnerable ha sido, sin duda, la inspiración de la Filosofía de más largo alien-to del mundo moderno, es decir, del Idealismo alemán.

Nietzsche vivió dentro de la Filosofía el doble anhelo por el origen, que reside en la Filosofía misma, y el otro, el del hom-bre que sueña verse más allá de su propio ser. En el Idealismo alemán, con supremo rigor fi losófi co, el afán de saber origina-rio desembocó en el “Saber absoluto” proclamado por Hegel; saber originario de un sujeto puro.

Ambos anhelos se unen íntimamente, pues quizá sean uno solo. El anhelo de encontrarse a sí mismo, de descubrir el que se era cuando todavía no se era, hunde sus raíces en la Religión. El afán de un “saber absoluto” que se baste a sí mismo, es lo que la Filosofía conserva de la Religión de donde saliera. El “Saber absoluto” lleva consigo el ser absoluto, el ser en estado de pureza.

Nietzsche llevó al extremo y sin piedad este anhelo que es también ansia de crear, de hacer desde la nada, para que sobre ella afl oren como por vez primera, las palabras, la palabra. Y si el Filósofo exige al pensamiento que comience con él su histo-ria, el poeta sueña con pronunciar la palabra primera, aquella que fi ja el orden y hasta la existencia de las cosas. Filosofía y Poesía desde siempre han buscado la palabra que crea el ser. Pero el Idealismo alemán declara este anhelo y lo persigue más que otro sistema. Nietzsche en su polémica contra la fi losofía

*Texto tomado de la edición Revistas literarias modernas, El hijo pródigo, VI, Octubre/Diciembre, 1944, fce, México, 1983.

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alemana no se da cuenta de que va movido por el mismo afán, de que está situado en ese extremo de la poesía y de la Filosofía que es el Idealismo.

Por lo que tiene de radical “idealismo” inquiere implacable-mente ante toda doctrina. Como Hegel, tampoco acepta una Filosofía “edifi cante”. Sabido es el camino que recorre; sin vacilar se dirige a Sócrates, como Lutero a Aristóteles. Es la idea del bien y del mal lo que Nietzsche encuentra como pre-texto de toda la Filosofía y, en consecuencia, ve a Sócrates como el gran embaucador que desvía sutilmente los valores, introduciendo el del bien, para hacer de la Filosofía la “ancilla” irremediable. La idea del ser es el cimiento. Y basta proceder al derrocamiento de estos valores para que aparezcan los valo-res “verdaderos” de la vida. En el lugar de la idea del ser ya no irá ninguna idea, sino la vida, suprema realidad.

La fi losofía será en Nietzsche una “inspiración”, pues la vida que no permite ninguna idea que la suplante, sólo puede hacerse presente “inspirando”. Y aparece así el primero de los confl ictos que toda fi losofía vitalista ha de presentar. Si la vida no tolera ninguna idea radical, ninguna idea del “ser” sin sen-tirse suplantada por ella, quiere decir que el hombre no ha de tomar en serio ninguna idea, que ha de vivir sintiendo el oscu-ro fondo de la vida como una potencia absoluta, inescrutable. La vida vuelve a ser lo que era antes de que naciera la Filosofía occidental, antes también de su equivalente oriental: religión, sabiduría. La era anterior, la de los dioses extraños, inaccesibles al hombre, pues nada importa que la vida sea la propia vida para que permanezca inaccesible. El hombre es de tan singular condición que le es preciso que se le revele lo que lleva dentro de sí, su propia vida.

La Filosofía comenzó en un momento dado porque la vida necesitó de un saber transparente, porque al hombre no le basta con vivir y cuando solamente vive, ni vive tan siquiera. ¿Podrá destruir el último fundamento de la idea de ser; podrá prescindir en “su vida” de lo que en ella va contenido: inmuta-bilidad, transparencia, identidad?

Mas no es éste el problema fundamental que levanta la con-trafi losofía nietzscheana. La moral fue su Circe, el foco mágico que hechizó su pensamiento y, como todo encantamiento, re-aparecía detrás de cada acción del proceso destructor. Preten-dió ir más allá del “bien y del mal”, y sólo lo trasmutó en exi-gencias más fi eras; el ascetismo socrático, en otro ascetismo más implacable, en que la vida tiene que renunciar más todavía a lo inmediato, a la espontaneidad graciosa. La moral que qui-so destruir para que la vida libre brotara, se le convirtió en un laberinto lleno de encantos. Al destruir la Filosofía regresó al mundo mágico, en que por no haber horizonte ni objetividad, los objetos son peligrosos hechizos, focos de enajenación.

Se adentró en el mundo mágico, en ese que la Filosofía griega —ser e identidad, bien y mal— había reducido a medi-da humana. Fue el poeta que le habitaba quien le alcanzó sus mejores instantes en esos linderos en los que la palabra no puede ya decir apenas nada. El “logos” de la Filosofía traza sus propios límites en que la luz se disuelve en las tinieblas, más allá de lo inteligible. Pero la poesía nació como ímpetu hacia la claridad desde esas zonas oscuras, por eso precede a la Filosofía —lenguaje meramente inteligible— y le ayuda a nacer. Sin poesía previa, la razón no hubiera podido articular su claro lenguaje. La primera conciencia que el hombre adquiere es lo que podríamos llamar conciencia poética en la que la enajena-

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ción toca a una cierta identidad. La embriaguez poética prime-ra es ímpetu, aspiración, como quizá toda embriaguez lo sea, a una identidad superior.

Mas en Nietzsche la poesía ha tenido que aguardar a que el lenguaje racional, en su arquitectura de siglos, haya sido des-truido. ¿No habrá sido el poeta asfi xiado por el fi lósofo, quien en el complejo corazón de Nietzsche exigiera esa disolución sin tregua que la razón hace de sí misma? Pues la poesía en él se siente libertada y vive sus mejores días cuando ya la razón desciende. Y así se nos aparece esta ambigua personalidad con los rasgos de un cierto misticismo. Misticismo que, por lo de-más, no es inusitado en muchos de sus coetáneos. La exigencia implacable que le ordenaba ir siempre más allá, semeja avidez de una realidad suprema y transmutadora, de una realidad es-condida que sólo se muestra a los que todo lo han destruido, a los que todo lo han consumido “toda ciencia trascendiendo”.

Recuérdese el camino que un San Juan de la Cruz traza con lucidez geométrica, método para destruir todas las potencias y facultades del alma tal como aparece en sus comentarios a la Noche obscura. Todas sucumben; el alma entera se disuelve y se deshace, encontrándose en este perdimiento. Pero en él como en todos los místicos ortodoxos —de cualquier religión— la destrucción del ser (cuanto es posible permaneciendo en la vida), no sólo la ciencia, sino el ser mismo se trascienden para deshacerse, para “desnacer” en esa realidad última y suprema, a quien la inteligencia pura situó “más allá del ser y de la esen-cia”. Suprema realidad que trasciende todo bien y toda idea, seno infi nito donde hundirse es renacer.

Nietzsche, como los místicos ortodoxos, devora toda cien-cia y hasta se dispone a devorarse a sí mismo en ese infi nito tormento con que se fl agela. Pero, como tantos hombres “mo-dernos”, presenta la faz del “casi testimonio” de la pasión vuelta contra sí misma y que rehúsa todo alimento que no sea ella misma. La avidez del místico es amor a lo que está más allá del propio ser, amor legítimo sin narcisismo. Mas la mística moderna parece nacer de una fuente enturbiada, donde un Narciso intenta contemplar su rota imagen. Y es avidez que todo puede destruirlo, todo, menos ese sutil velo del amor

propio, débil membrana engañadora, pues parece nada estor-bar y se interpone siempre confi nando al amor y al entendi-miento en sí mismos, haciéndoles revolverse contra sí. La destrucción no ha conseguido la trascendencia, sino que iman-tada vuelve a su punto de origen y allí devora al propio sujeto. El amor se vuelve sobre sí y es pasión de sí, hambre vaciada que no acepta más alimento que aquel que tiene a mano. El vuelo ascensional cae, se convierte en “eterno retorno”, símbolo bien claro de una avidez y de un amor rebeldes ante el objeto.

Y como un fatal resultado de este drama que Nietzsche nos presenta, claro espejo del hombre moderno, tenemos el mun-do fantasmal que hoy nos rodea: un mundo preracional des-pués de que la razón lo ha habitado. Mundo prelógico después de un largo periodo de ejercicio de “logos” en todas sus for-mas. Y esto: un mundo de “antes” en el “después”, ¿no es la imagen más verídica del horror?

El horror es siempre del instante, porque surge ante una conciencia de seres o de situaciones que no concuerdan. Y ahora, es horror ante el anacronismo de un mundo mágico en el que hemos recaído después de haber llegado a la plenitud de un mundo modelado por el “logos”. El mundo que precede al descubrimiento del pensar —del ser y de la identidad— aspira a ese descubrimiento y lo anuncia. La situación de hoy es más intrincada porque la reaparición de ese mundo mágico se veri-fi ca como recaída, como retorno en medio de los restos de un pensamiento sin brío creador. “El eterno retorno” es, más que una idea, un espejismo creado por el horror. Nietzsche sucum-bió a él por no haberse adentrado todavía más en la destruc-ción. Pues la vida abandonada a sí misma bien pronto vuelve a descubrir el pensamiento; la inteligencia fue requerida por la vida, que si hubiera podido sobrevivir sin ella no la hubiese perseguido tan ahincadamente. La Filosofía, en verdad, ha sido vital siempre; logro y realización en sus momentos más afortu-nados de esa necesidad que la vida padece de ver, de esa aspi-ración hacia la transparencia que si encontró su expresión más pura en la Filosofía y en ciertas fi losofías, es reconocible siem-pre en todas las tormentas de la historia. G

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El saurio inmóvil*Jos Revueltas

Los ojos de la madre se abrieron con angustiosa intensidad, mientras aspiraba el olor de los pastizales remotos que el aire conducía justamente a ese sitio donde era posible precisar su fuego, el blanco tono de sus llamas. El viejísimo saurio muerto, con la cabeza llena de piedras, era del todo indiferente, a punto de desaparecer en defi nitiva, con ramas y piedras en la cabe-za, nostálgico, empero, por aquellas edades antiguas, que no volverían más. En los burros hay también esos ojos de pureza terrible. Los abrió para tomar con ellos toda la llanura, para tenerse de los huizaches y que éstos, humildes y furiosos como son, la protegieran, humildes y con las uñas, con los dientes de polvo duro. De aquello negro y quemado levantaríanse yerbi-tas dulces, allá a lo lejos, donde ahora soplaba el viento, increí-blemente de un color claro, yerbitas casi de agua. Los abrió con toda la desesperación que pudo encontrar en su espíritu. Iba hacia aquel sórdido animal muerto que tenía en la cabeza peñascos anteriores al Diluvio. Hacia aquel animal frío e indi-ferente del cual acaso pudiesen partir sollozos prolongados, de compasión inmóvil, también anteriores al Diluvio.

—A ella.— Te digo que a ella.Los burros igualmente: una pureza sin límites, santa y pura,

una pureza llena de pensamientos. Son como dos lagos donde caben tantas cosas, ríos enteros y hombres, a su vez, que gritan. Igualmente el paisaje completo, sin faltar nada, como hoy mis-mo, sin faltar el animal viejísimo, entrando cada vez más, más próximo a cada minuto.

Abiertos hasta llegar a ese pavor callado y fi no.Pensaría el saurio en su antigua propiedad, en aquella habi-

tación tan amplia. Hoy horriblemente viejo como era.—Te digo que a ella hay que tirarle.Los ojos de la madre se abrieron como para devorar el mundo.El mundo entero estaba ahí en sus ojos llenos de casas, de

ciudades, de hombres con espuma. Las esposas aguardaban ahí

a tibios esposos muertos. En la ciudad había un silencio, en toda la ciudad, como una gran esfera y las madres mostrábanse sin brazos.

Todo el dolor del mundo.Pensaba el saurio en su antigüedad de ser vivo, antes de que

solamente tuviese esta cresta de peñascos, cuando aún podía moverse. Había antes una turba acogedora, el primer hogar, el primer sitio. Vino entonces la muerte y de todo eso lejanísimo y anterior hasta contar mil, sólo restaban las piedras sobre su cabeza, sobre su lomo, como una memoria dura y quieta.

La madre abrió los ojos en la huída, y éstos desparramándo-sele por todo el cuerpo. En la huída, también, aspiró nueva-mente el aire del pastizal, un aire tan grande: allá el fuego blanco, para que después crecieran las yerbitas. Por todo el cuerpo, en su sed de salvación y de encontrar refugio junto al viejo animal prehistórico. Entonces la envolvieron como una vestidura limpia.

—¡Córtale! Qué no se vaya para el cerro.Tal vez el viejo saurio quiso moverse, pero no pudo, pues lo

sujetaba aquel sueño que había nacido muchos siglos antes de todas las cosas.

Oiría tal vez el ruido.Los pequeños hijos danzaron un minuto en torno de ella,

con fl exiones graciosas, brincando, atados en su derredor por el anillo del aire, sin poder abandonarla jamás.

Creyéronla dormida, aunque ya su alma estaba con los án-geles del cielo.

Entonces ellos también sintieron aquel mismo golpe acari-ciador, seco, brusco y dulce del disparo.

—Sí —dijo el cazador a su compañero—, cuando mata uno en primer lugar a la venada, después puede matar a las crías, porque ahí se quedan junto a ella…

El sol caía de fi lo sobre sus cabezas. G

*Texto tomado de la edición Revistas literarias modernas, El hijo pródigo, 1, Abril/Septiembre, 1943, fce, México, 1983.

é

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El nacimiento eterno*Maestro Eckhardt

Celebramos aquí, en esta vida efímera, el eterno nacimiento que Dios Padre ha realizado, y realiza siempre sin interrup-ción, en la eternidad; y este nacimiento se produjo también en el tiempo, en la naturaleza humana. Este nacimiento se produ-ce siempre, dice San Agustín. Mas, si no es en mí, ¿qué me importa? Que en mí se produzca es cuanto deseo. Queremos, pues, hablar de ese nacimiento, de la forma en que se efectúa en nosotros o, mejor dicho, en las nobles almas: ¿En qué lugar de esa alma perfecta pronuncia el Señor su eterna palabra? Todo cuanto aquí digo no se refi ere, en verdad, sino al hombre prefecto, al que ha caminado y aún camina por los senderos de Dios, y no al ser natural y sin experiencia, pues para éste, el nacimiento de que hablamos es algo completamente descono-cido y lejano.

Un sabio varón decía: “Cuando en hondo silencio todo re-posaba, hacia mí descendió de las alturas, del regio trono, una escondida palabra”. Y de esta palabra quiero ocuparme en este sermón.

Tres aspectos debemos considerar.Primero: ¿En qué parte del alma pronuncia Dios su palabra;

dónde ocurre este nacimiento y esta obra? No puede ser sino en lo más cándido, en lo más noble y sutil del alma. Cierta-mente que si Dios, con toda su omnipotencia, hubiese encon-trado algún lugar más noble con qué poder, como don natural regalar el alma que esta alma saldría a recibir, el Padre debería haber esperado, para realizar este nacimiento, a que dicha su-prema cualidad estuviese ya allí. Es necesario, pues, que el alma en la que ha de producirse el nacimiento, permanezca perfec-tamente limpia; que su vida sea la más noble; que aparezca absolutamente unida y recogida en su interioridad; que los sentidos no la extravíen fuera de sí entre la multitud de las criaturas, sino que embebecida sea en lo más puro que posee, pues ésta es su morada y otra más humilde la repugnaría.

La segunda parte de este sermón, se ocupa del modo en que el hombre debe relacionarse con el obrar de Dios —o bien con esa inspiración, con ese nacimiento, si es más útil que colabore en este obrar para obtener, por medio de la lucha y su propio mérito, que el nacimiento tenga lugar y se realice en él—, por ejemplo, creando en su alma una imagen de Dios formada con representaciones de Él, y diciendo en sí, mientras continua-mente la recrea: “¡Dios es todopoderoso, sabio, eterno...!” y otras cualidades parecidas que él imagina que Dios posee. ¿Es esto pues lo más útil y provechoso al nacimiento de Dios? ¿O

es mejor, tal vez, mantenerse completamente apartado de obras, palabras y pensamientos; apartado de las imágenes de nuestro entendimiento; con el espíritu vacío, desligado de toda representación, y permanecer como en espera, padeciendo a Dios, de tal modo que el hombre mismo resulte ocioso, mien-tras deja que Él obre? ¿Por cuál de estos caminos llegaría me-jor el hombre al fi n anhelado?

La tercera parte de este sermón es el ascenso, ¡cuán magní-fi co!, que fl orece con este nacimiento.

Examinemos primero la expresión: “En medio del silencio me fue dicha una escondida palabra.” ¿Dónde está el silencio, dónde el lugar en que resonó esta palabra?: En lo más cándido del alma, como ya dije, en su parte más noble, en su último fondo, en la esencia del alma.

Es lugar de hondo silencio nunca profanado por criatura ni manchado por imagen; ni acción ni conocimiento perturban ese rincón: allá el alma nada sabe de ninguna imagen, ni de sí misma, ni de criatura alguna.

El alma realiza sus manifestaciones por medio de las poten-cias: lo que conoce, lo conoce por la razón; lo que imagina, es imaginado por la memoria; si debe amar, ama con la voluntad; actúa, pues, con las potencias y no con el ser. Y cada uno de sus actos externos depende siempre de algún intermediario: no pone en juego la potencia del ver sino por medio de los ojos, y de otro modo no puede realizar, ni siquiera concebir, algo pa-recido al acto de ver. Y lo mismo para todos los sentidos: el alma, cuando se manifi esta hacia afuera, utiliza siempre algún intermediario.

Mas en la esencia no existe obrar alguno. Porque las poten-cias, por medio de las cuales actúa el alma, proceden en verdad del fondo del alma, mas en ese fondo no hay sino inmenso si-lencio. Aquí existe tan solo lugar de reposo para este nacimien-to, para que Dios Padre pronuncie su palabra; ya que, según su naturaleza, este lugar no es apto para recibir nada que no sea la Esencia divina sin intermediario. Aquí Dios penetra en el alma con todo su ser. No sólo con una parte: penetra hasta el fondo del alma; y nadie sino Dios penetra hasta ese fondo. La criatu-ra no llega a él, ha de detenerse en lo externo, en las potencias: solamente es posible percibir una imagen, por medio de la cual el objeto es acogido interiormente y allí recibe hospitalidad.

Cuando las potencias del alma entran en contacto con la criatura, extraen de ella una imagen y la trasladan al alma: de este modo conocen a la criatura. La criatura no puede aden-trarse más en el alma, tampoco el alma puede tener más estre-cha relación con la criatura, si previamente no acogió en sí, con toda plenitud, una imagen. No es sino por medio de la imagen

*Texto tomado de la edición Revistas literarias modernas, El hijo pródigo, VII, Enero/Marzo, 1945, fce, México, 1983.

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evocada por las potencias del alma—una imagen es algo que el alma crea con las potencias— como ella se aproxima a las cria-turas. Sea piedra, rosa u hombre lo que desea conocer, cada vez el alma busca la imagen, que ya antes había recibido. Y sólo de este modo puede unirse al objeto.

Mas cuando de este modo el hombre recibe en él una ima-gen, forzoso es que esa imagen llegue desde fuera, por los sentidos: por eso nada hay más desconocido para el alma que ella misma: “El alma —dijo un maestro— no puede por sí crear una imagen o desprenderse de ella”; y así nada posee con qué poder conocerse, pues la imagen nunca llega sino por los sen-tidos, y, por tanto, el alma no puede tener imagen propia. Conoce el alma cualquier otro objeto, pero no a sí ya que ca-rece de intermediario.

Porque has de saber: en lo más íntimo, el alma aparece libre y desprendida de todo intermediario e imagen, y por esto Dios puede unirse directamente a ella sin imagen ni forma. Toda capacidad que puedas atribuir a un maestro, no podrás dejar de atribuirla también, y en forma ilimitada, a Dios. Cuanto más sabio y poderoso sea un maestro, de modo más inmediato y simple realiza su obra. El hombre necesita muchos intermedia-rios para cumplir las obras exteriores: antes que las produzca fuera de sí, según su deseo, son precisos múltiples tanteos. La luz, máxima creación del sol y la luna es producida con toda rapidez: apenas los astros derraman su esplendor, el mundo se inunda de luz hasta los últimos rincones. Más alto todavía se yergue el ángel que, para realizar su obra, aún necesita menos medios e imágenes. El más alto de los serafi nes no encierra sino una sola imagen: todo lo que aquellos que se encuentran bajo él perciben como diverso, él lo entiende como unidad. Así

pues, absolutamente Dios no tiene necesidad de imagen, ni encierra ninguna en sí: obra en el alma sin medio alguno, sin imagen ni fi gura; actúa en lo profundo del alma, allí donde nunca llega imagen; y es Él únicamente quien obra con su más íntimo ser. ¡Ninguna criatura puede hacer tal!

Y ¿cómo Dios Padre engendra al Hijo en el alma? ¿En ima-gen y fi gura como las criaturas? No así. Precisamente del modo que lo engendra en la eternidad y no de otro. Pero ¿cómo lo engendra en la eternidad? Veamos. Dios Padre posee un mirar hacía sí perfectamente lúcido, un conocimiento de sí completo e inmediato, que únicamente tiene lugar por sí mis-mo y no por medio de una imagen. Es el nacimiento del Hijo, el cual, en este nacimiento, recibe como herencia la plena unión con la naturaleza divina. Y es justamente de este modo, y no de otro, como Dios Padre engendra a su Hijo en el fondo y esencia del alma, y es así como se une a ella. Si allí hubiera aún alguna imagen, la plena unión no podría tener lugar: sólo sobre ella descansa la beatitud absoluta del alma y es así como se une a ella. Si allí hubiera aún alguna imagen, la plena unión no podría tener lugar: sólo sobre ella descansa la beati-tud absoluta del alma.

Podrías decir: “¡Pero, sin embargo, en el alma, por su mis-ma naturaleza, no hay sino imágenes!” Mas no, no es así. Si así fuese, nunca el alma llegaría a bienaventurada. Pero tampoco Dios puede crear una criatura en la cual sintieses perfecta bea-titud, ya que entonces no sería Él la beatitud suprema y el fi n último: es propio de su naturaleza, y es su voluntad ser princi-pio y fi n de todas las cosas. Una criatura no puede ser nunca la beatitud: imposibles es para ella ser ya en la vida la perfección, pues perfección y virtud son frutos de una vida cumplida. De-

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bes, pues, permanecer y morar en tu esencia, en lo más hondo de tu alma, y es ahí donde has de recibir el toque de la pura y divina esencia, sin mediación de imagen alguna. Una imagen no mira a sí misma, ni se propone por sí: siempre conduce hacia el objeto del cual es imagen y siempre refl eja a éste. Y ya que no existe imagen sino de aquello que está fuera de nosotros y es recibido por los sentidos, es decir por las criaturas, y ya que además la imagen sólo refl eja aquello de lo cual es imagen, resulta imposible que puedas llegar a ser bienaventurado con cualquiera de ellas.

El segundo punto es el siguiente: ¿qué debe hacer el hombre para obtener y merecer que se produzca en él y llegue a breve término este nacimiento? ¿Es mejor que el hombre, por su parte, haga algo para ello, por ejemplo, representarse a Dios y pensar en Él? ¿O quedará sereno en estado de reposo y silen-cio, dejado que Dios actúe y hable en él mientras permanece en espera de este obrar? A este propósito, repetimos: el hablar y el actuar de Dios no sucede sino a los buenos y perfectos, a aquellos que de tal modo han asimilado la esencia de toda vir-tud, que ésta emana ya de ellos; brota de toda su esencia, sin cooperación humana; sin cooperación de hombres en los que, ante todo, ha de morar la venerable vida y noble doctrina de nuestro Señor Jesucristo. Sólo ellos saben que lo mejor y más alto a que pueden llegar en esta vida, es el silencio, en espera de que Dios actúe y hable en ellos. Donde todas las potencias se hallan recogidas y apartadas de su actividad y objeto, es donde resuena la palabra. Por eso nuestro texto decía: “En medio del silencio me fue dicha una escondida palabra.” Cuan-to mayor sea la disposición en que te halles para absorber todas las potencias y olvidar todas cuantas cosas e imágenes desde siempre acogiste en ti, más olvidarás la criatura y más cerca estarás de esta palabra, y más dispuesto a recibirla. ¡Ah, si en un instante pudieses olvidar todo, ignorar hasta tu propia vida!, como sucedió a San Pablo, cuando dijo: “Si en mi cuerpo estu-ve, o fuera de mi cuerpo, no lo sé: Dios lo sabe.” En él, el es-píritu de tal modo recogió en sí todas las potencias del alma, que el cuerpo había desaparecido: ni memoria, ni razón, ni los sentidos, ni las potencias, que han de guiar y alimentar el cuer-po, eran ya activas; fuego y calor vital estaban suspendidos; y por ello el cuerpo no se debilitaba, aunque durante tres días no comiera ni bebiese. Lo mismo sucedió a Moisés cuando sobre el monte ayunó cuarenta días sin que por ello su cuerpo lan-guideciese: el último día se hallaba en el mismo estado que el primero. El hombre debe así alejarse de los sentidos, volverlos hacia su interior y entrar en el olvido de las cosas tanto como de sí. Y por ellos un maestro hablaba al alma en estos términos: “Apártate de la inquietud del mundo externo”; y luego: “Huye y elude el tumulto de la actividad extrema tanto como los in-ternos pensamientos, que no producen sino turbación”.

Si Dios ha de pronunciar su palabra en el alma, ésta debe haber llegado antes al reposo y la paz; es entonces cuando re-suena su palabra, y es Él mismo quien se pronuncia en el alma ¡no una imagen suya, sino Él! Dionisio dice: “Dios no tiene de sí imagen ni fi gura, pues Él es esencialmente todo lo bueno y verdadero y esencia de todo.” Dios realiza sus obras dentro y fuera de sí, en un instante. No imagines que cuando Dios creó cielo, tierra y demás cosas, hizo una hoy, otra mañana. Cierta-mente que esto es lo que Moisés escribe y él había de saberlo: más escribió para la multitud, que no hubiera podio de otro modo comprenderle ni entenderle. Dios hizo una sola cosa:

dijo “quiero” y la creación fue. Dios obra sin intermediario ni imagen. Cuanto más libre te halles de imágenes, más dispuesto estarás a recibir su acción; cuanto más vuelto te halles hacia tu interior, y más olvidado, más cerca te encontrarás de Él. Y así Dionisio exhortó a su discípulo Timoteo, diciéndole: “Hijo querido Timoteo, liberado el espíritu de inquietud debes, en la escondida y silenciosa noche oscura, elevarte sobre tu propio ser y sobre las potencias de tu alma, sobre el mundo y sobre toda esencia, para alcanzar un conocimiento del desconocido Dios supradivino.” Necesario es, por tanto, un desprendimien-to de todo: Dios rehúsa operar entre imágenes, sean éstas cualesquiera .

Preguntarás ahora: “¿Qué es eso que, en el fondo del alma y en su esencia, sin imagen alguna opera Dios?” No podría saberlo, pues las potencias del alma nada pueden percibir sino en imágenes y, con ellas, captan y reconocen cualquier objeto en su propia imagen. No pueden estas potencias conocer un pájaro en la imagen de un hombre; y ya que las imágenes pro-ceden siempre de fuera, la manifestación de lo divino perma-nece escondida; y así debe ser: la ignorancia mueve las poten-cias hacia lo maravilloso, lanzándolas en su persecución. Porque el alma percibe que hay algo, mas no sabe qué es ni por qué. Apenas el hombre conoce la naturaleza de las cosas, ya se fatiga de ellas, y de nuevo dirige su mirada hacia algo nuevo: posee siempre anhelo de conocer, mas le falta constancia. Sólo este anhelo no cumplido mantiene el alma de ese modo sus-pensa, impeliéndola a la búsqueda.

Y por eso el sabio dijo: “En medio de la noche, cuando todo se hundía en profundo silencio, me fue dicha una escondida palabra.” Llegó como el ladrón, furtivamente. Pero, ¿qué quiso decir con “una escondida palabra”, cuando lo propio de la pa-labra es revelar lo escondido? Desvelóse y apareció luciente como si quisiese revelarme algo; transmitiéndome un mensaje divino: por eso la llamamos Palabra. Mas qué era, es lo que permaneció escondido; por eso fue dicho: “Para manifestarse, llegaba como susurro, en un silencio.” Y justamente por ser escondida debemos, y es necesario, cercarla estrechamente. Apareció y, no obstante, escondida era: lo cual signifi ca que siempre debemos anhelar y suspirar por Él. San Pablo dijo: “Hemos de buscarlo hasta encontrar sus huellas, no cesar de perseguirlo hasta verle aprehendido.” Cuando fue arrebatado hasta el tercer cielo, en el que Dios se manifestó y donde con-templó cuanto existe; y luego cuando volvió a sí, nada había olvidado de aquello: tan profundamente había penetrado en él, en el fondo de su alma, que su razón no pudo alcanzarlo; por eso era para él escondido. Y hubo de salir en su busca, siguien-do sus huellas en sí mismo, no fuera de sí. Sucedió todo inte-riormente, no fuera: absolutamente en lo interior. San Pablo fue capaz de afi rmar: “Muerte ni tormento alguno podrán apartarme de lo que encuentro en mí.”

Y refi riéndose a esta idea, bellamente, un maestro pagano decía a otro: “Advierto algo que resplandece en mi corazón: claramente percibo algo, pero no puedo entender qué es; me parece, sin embargo, que si pudiese entenderlo, conocería la verdad completa.” Y el otro le contestó: “Bien, ¡conténtate pues con esto! Si pudieses entender eso, tendrías la idea de toda bondad y alcanzarías así vida eterna.” Y San Agustín es-cribió: “Advierto algo en mí que es como preludio a mi alma, algo que de antemano la ilumina: si este no sé qué se convirtiese en algo perfecto y constante, ello sería la vida eterna. Pero se

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oculta y sin embargo se desvela.” Es decir: llega como ladrón queriendo asaltar el alma y robarle todo cuanto posee. Sobre esto el profeta dijo: “Señor, arrebátales su espíritu, otórgales el tuyo.” Y eso mismo quiere decir la Amada en el Cantar de los Cantares: “Mi alma se fundía y deshacía cuando el Amado me dijo sus palabras: cuando él llegaba tuve que irme.” Y es eso también lo que quiso decir Cristo: “El que por mi amor se desprenda de bienes, luego los recibirá centuplicados; aquel que quiera poseerme, habrá de despojarse de su yo y de todo bien terrestre; y quien quiera servirme, me seguirá sin ocupar-se ya de sus propios negocios.” Quizá digáis: “Oh, querido señor, ¿queréis contrariar el curso natural del alma? La natura-leza del alma consiste en percibir por los sentidos y en imáge-nes: ¿queréis invertir este orden?” Mas respondería yo: ¿qué sabéis de las capacidades que Dios ha concedido a la naturaleza humana? Aún no han sido descritas en detalle, y más bien po-dría decirse que permanecen escondidas: los que escribieron sobre capacidades del alma, no sobrepasaron el límite a que les llevó su razón natural; jamás llegaron al fondo. Por tanto, fue-ron muchas las cosas que para ellos permanecieron escondidas, y aún son desconocidas. Por eso el profeta dijo: ‘Quiero per-manecer sentado, y callar, y escuchar lo que Dios habla en mí’. Como escondida que es, esta palabra llega en la noche, en la oscuridad. “La luz resplandeció en las tinieblas; llegó envuelta en su propio esplendor, e hijos de Dios fueron hechos todos cuantos la recibieron: les fue dado el poder de transformarse en hijos de Dios.” Consideramos ahora las exigencias y frutos que se desprenden de esta escondida palabra y esta oscuridad. El Hijo del Divino Padre no es el único que nació de esta oscuri-dad que es su propia herencia: también tú naciste en ella, hijo del mismo Divino Padre y no de otro: y también a ti Él te da fuer-za. ¡Cuán magnífi co este ascenso! Pensad en todas esas verda-

des que desde siempre los maestros enseñaron según su enten-dimiento, en las verdades que han de enseñar hasta el último día: veréis que nada abarcan de este saber ni de este fondo. E incluso si este misterio es llamado ignorancia, no-conocer, sin embargo más saber y conocimiento se esconde en él que fuera de él; ya que esta ignorancia te guía, apartándote de todo lo conocido y aun de ti mismo. Es lo que quiere decir Cristo con las palabras: “Quien no hace dejación de sí mismo, quien no abandona padre y madre, quien no se mantiene apartado de toda vanidad, ése no es digno de mí.” Es como si dijera: Quien no renuncia a lo externo de lo creado no puede ser concebido ni engendrado en este divino nacimiento. Sólo renunciando a ti mismo y a todo cuanto te rodea, podrás alcanzar verdadera-mente este fi n. Yo creo, estoy seguro de ello, que quien posea esta disposición de ánimo nunca jamás podrá ser apartado de Dios. Afi rmo que este hombre es absolutamente incapaz de caer en pecado mortal. Tales hombres sufrirían mejor la más ignominiosa muerte que cualquier pecado mortal, cosa que además es lo que vemos en la vida de los Santos. No pueden cometer, incluso, pecado venial ni conscientemente advertirlo en ellos, o en otros, cuando son capaces de impedirlo. Se hallan de tal modo cautivados y atraídos por este camino, se hallan de tal modo habituados a él que jamás quisieran buscar otro: diri-gen todos sus sentidos y potencias hacia esta única senda.

Que Dios, hoy de nuevo nacido como hombre, nos ayude en este nacimiento, para que nosotros, pobres hijos de la tierra, podamos en Él, en tanto que Dios, nacer: ¡que en este anhelo eternamente Él nos ayude!

Amén. G

Traducción de Daisy Brody y A. S. B

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Frida Kahlo*André Breton

En el muro del cuarto de trabajo de Trotsky, he admirado largamente un autorretrato de Frida Kahlo de Rivera vestida de alas doradas de mariposas. Y es realmente bajo este aspecto como ella entreabre la cortina mental. Nos ha sido dado asistir, como en los más hermosos días del romanticismo alemán, a la entrada de una joven mujer provista de todos los dones de seducción que tienen la costumbre de frecuentar los hombres de genio. De su espíritu puede esperarse, en semejante caso, que sea un recinto geométrico: en él están hechos para encon-trar su resolución vital una serie de confl ictos del orden de los que afectaron en su tiempo a Bettina Brentano o a Carolina Schlegel. Frida Kahlo de Rivera se encuentra colocada precisa-mente en ese punto de intersección de la línea política (fi losó-fi ca) y de la línea artística, a partir del cual deseamos que ellas se unifi quen en una misma conciencia revolucionaria, sin que vayan por esto a confundirse los móviles de esencias diferentes que los mueven. Como aquí se busca esta resolución sobre un plano plástico, la contribución de Frida Kahlo al arte de nuestra época está llamada a tomar, entre las diversas tendencias pictóricas que surgen, un valor decisivo muy particular.

Cuál no habrá sido mi sorpresa y mi alegría al descubrir, a mi llegada a México, que su obra, concebida en total ignoran-cia de las razones que han podido determinarnos a obrar a mis amigos y a mí, crecía en sus últimas telas en pleno sobrerealis-mo. En la situación actual del desarrollo de la pintura mexica-na —que desde el principio del siglo xix es la más sustraída a toda infl uencia extranjera y la más profundamente apasionada de sus propios recursos— yo encontraba, en el extremo de la

tierra, esa misma interrogación espontáneamente patente: ¿A qué leyes irracionales obedecemos; qué signos subjetivos nos permiten a cada instante dirigirnos; qué símbolos, qué mitos están en potencia en tal amalgama de objetos, en tal trama de acontecimientos; qué sentido acordar a esta disposición de los ojos que los vuelve aptos para pasar del poder visual al poder visionario? El cuadro que Frida Kahlo de Rivera estaba enton-ces a punto de terminar —Lo que me ha dado el agua— ilustraba sin saberlo la frase que recogí antaño de la boca de Nadja: “Soy el pensamiento sobre el baño en el cuarto sin vidrios.”

No carece este arte de esa gota de crueldad y de humor, única capaz de ligar las extrañas potencias afectivas que entran en composición para formar el fi ltro del que México tiene el secreto. Los vértigos de la pubertad y los misterios de la gene-ración alimentan aquí una inspiración que, antes de mantener-los, como en otras latitudes, como temas reservados del espíri-tu, se jacta de ellos, por el contrario, con una mezcla de candor en impertinencia.

En México me he sentido inclinado a decir que no existía, en el tiempo y en el espacio, pintura que me pareciera mejor situada que ésta. Añado que no hay ninguna otra más exclusi-vamente femenina en el sentido en que, por ser la más llena de tentativas, consiste voluntariamente en hacerse infatigable-mente la más pura y la más perniciosa.

El arte de Frida Kahlo de Rivera es una cinta atrás de una bomba.

(1938) G

*Texto tomado de la edición Revistas literarias modernas, El hijo pródigo, XII, Abril/Junio, 1944, fce, México, 1983.

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El mensaje del escritor*Víctor Serge

¿Por qué escribís? A pregunta tan directa muchos escrito-res responderán: “Para ganar dinero y adquirir renombre narrando historias”… Desde ese instante, todo dependerá de la calidad de las historias; es decir, de la personalidad del subconsciente y consciente que trate de expresarse en ellas. Es posible que esta personalidad sea grande y que su contribución sea importante. Ciertamente, el caso es raro; sin embargo, la literatura de segunda o quinta clase llena una función útil creando el ambiente dentro del cual se desarrollan las grandes obras, no sin correr el riesgo, por cierto, de asfi xiarse en las épocas no propicias de la historia. Convengamos que existe para los libros de baja clase un vasto público de cultura inferior

y que, los de clases intermediarias, seleccionan el público lec-tor de obras famosas. Convengamos que son necesarios mucha pintura mediocre, muchos aprendizajes y fracasos para pro-ducir un Miguel Ángel (o un Balzac). Pero aun, ¿por qué otra cosa escribís? Me imagino que Balzac con su inmenso orgullo, hubiera respondido: “Para revelar este mundo al mundo”. Y Víctor Hugo, con su patetismo fácil y fuerte: “Para ayudar al hombre a salir de sus tinieblas”. André Gide, diría: “Para plan-tear problemas que son para mí la vida misma…” Duhamel: “Para dar mi testimonio sobre tiempos crueles…” Dostoievsky, Gorki, Tchekhov tratarían de condensar todas las respuestas en una sola… Marcel Proust, me imagino, corrigiendo en su lecho de muerte las pruebas de su último libro: “Porque tengo que decir, sobre algunas personas de mi tiempo, cosas que no han sido dichas todavía”… Y James Joyce: “Porque es

*Texto tomado de la edición Revistas literarias modernas, El hijo pródigo, VI, Octubre/Diciembre, 1944, fce, México, 1983.

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necesario revolucionar el estilo, el pensamiento literario, la visión del escritor y del lector.” Separemos, naturalmente, de estos diálogos, a los escritores que satisfacen las exigencias de un régimen, que cantan la gloria de un tirano: si algo realizan de valedero es a pesar de ellos mismos, a pesar del régimen, a pesar del tirano.

Proust, dije antes, escribía hasta en su lecho de muerte, sa-biendo que moriría muy pronto. Zola y Balzac murieron en pleno trabajo. Tchekhov, Gorki y Andreiev también. Tolstoy, antes de abandonar Yasnaya Poliana para morir, escribió su último mensaje, de una concisión y de una grandeza perfectas. Escribir, para estos hombres, signifi caba el objeto mismo, el sentido, la misión de sus vidas… Así vamos a Dostoievsky, jo-ven, acumulando notas en el presidio. Las profundas necesida-des psicológicas que hacen al gran escritor me parecen —de-masiado esquemáticamente— defi nirse así: desde luego la necesidad de retener, fi jar, comprender, interpretar, rehacer la vida; la necesidad de liberar (por medio de la exteriorización) las fuerzas confusas que siente fermentar en sí y por las cuales el individuo bucea en el subconsciente colectivo. (Si estos tér-minos parecen oscuros, consúltese a Freud y a Jung.) Dentro de la obra, estas necesidades se traducen por el testimonio y por el mensaje. Las diversas respuestas que hemos prestado a gran-des escritores, no sin refl exión, pueden resumirse en estas dos palabras: testimonio, mensaje.

Por su preocupación de atestiguar, la psicología del escritor se aproxima a la del hombre de ciencia. El testimonio debe ser lo más verídico posible, y la verdad no es solamente sinceridad; es también conocimiento y, más exactamente, búsqueda rigu-rosa del conocimiento: objetividad. La palabra de un personaje de novela debe ser auténtica; es decir, a la vez espontánea y rigurosamente de acuerdo con la realidad que el personaje encarna. Recordemos aquí la ardua labor de documentación histórica de Tolstoy escribiendo La guerra y la paz; de Zola componiendo Germinal; de Pierre Hamp edifi cando La reine des hommes; el esfuerzo de penetración de Proust, y, en nuestros días, de Aldous Huxley… Por la necesidad imperiosa de expre-sar un mensaje, el escritor se acerca a los grandes creyentes místicos, reformadores o revolucionarios al punto de caer a veces en la profetización, como en el caso de Tolstoy; de Bar-busse; de Gorki; de Romain Rolland hacia el fi n de su vida; de Unamuno durante toda su vida; en el extraordinario acierto de Jack London en El talón de hierro. No sin graves razones, los surrealistas, impetuosamente opuestos a toda actitud religiosa, vuelven a descubrir la profetización y dan pruebas de la más ardiente, de la más intratable intransigencia. “Hay que escribir con la propia sangre”, dice Nietzsche: el mensaje debe surgir de lo más profundo del ser; el testimonio debe estar sellado por el sacrifi cio; la espontaneidad debe armarse de conciencia apa-sionada. Condición de la obra acabada. Todo esto entraña un valor ético. Dudo de que la mentira consciente y la deforma-ción interesada de la verdad (del testimonio) sean compatibles con la obra fuerte y perdurable: de ahí la esterilidad espiritual de las abundantes literaturas dirigidas en los países totalitarios. No existe ejemplo de que una naturaleza inferior se haya ex-presado con obras fuertes y valederas, aunque es posible que alguno pueda dar, acerca de sí mismo, obras documentales de real interés. Toda la corriente del pensamiento humano tiende a sobrepasar la bajeza, la miseria interior del hombre. Que para ellos sea necesario hacerse implacablemente consciente; que la

moralidad del escritor deba, a menudo, romper con la morali-dad admitida por las sociedades mal edifi cadas y cimentadas en la hipocresía, son otras tantas verdades primordiales. En cam-bio, no veo sino un insostenible absurdo en esta frase de Wil-de, escrita a propósito de un ensayista y pintor inglés, del siglo xix, que fue al mismo tiempo un criminal: “El hecho de que un hombre sea envenenador, no podrá disminuir la calidad de su prosa.” (La pluma, el lápiz, el veneno, ensayo de Oscar Wilde sobre Thomas Griffi ths Wainwright.) Ni un solo gran escritor fue un canalla o asesino, pese a las biografías accidentadas, atormentadas o burguesas; buen número de literatos, dueños de una prosa juzgada excelente, se hicieron cómplices, por ce-guera, mediocridad espiritual o interés, de regímenes difíciles de defender; su castigo ha sido el de no alcanzar jamás la gran-deza. Desde Dante hasta Shakespeare, hasta Dostoievsky, los creadores poderosos han descendido sin cesar a los bajos fon-dos del alma para darnos de ella una visión sublimada, tanto en el sentido froidiano como en su sentido vulgar. La probidad del escritor, aunque difícil de defi nir, me parece un absoluto. Si cede, o desfallece, ya no hay misión, ni testimonio valedero, ni mensaje susceptible de amplia repercusión. Por esto las épocas de corrupción y de tiranía producen bella literatura sin produ-cir grandes escritores, prosistas o poetas, a menos que éstos se encuentren en el sector de la protesta. Los honores ofi ciales, las sinecuras, no hacen sino agravar la abdicación interior. ¿Quién se acuerda de los académicos del Segundo Imperio fran-cés? Los castigos de Víctor Hugo, en cambio, viven todavía.

La repercusión del mensaje es cuestión social. Fusilado el autor, quemado el libro, el mansaje no existe. No sabremos si dentro de una veintena de años, quizás, si tales estados moder-nos lograron destruir completamente obras de incomparable valor; y si las censuras y el boicot pudieron impedir su nacimien-to. Con Beethoven encerrado en Duchau, no existirían las Sinfonías. Que se me perdone proponer verdades tan simples: el presente así lo exige y este tiempo pasará, puesto que los hombres continuarán viviendo. Si el mensaje no es suprimido ni ahogado, su repercusión dependerá de su calidad humana y de los obstáculos materiales y psicológicos que encuentre su difusión. En cuanto al segundo punto, el escritor no puede hacer casi nada; su fl exibilidad y su habilidad prácticas, si llegan a obtener resultados, corren el peligro de disminuirlo en pro-porción directa de la apreciabilidad de esos resultados. Su deber no contempla sino la calidad, la integridad de la obra. Sé muy bien que es necesario vivir: difi cultad esencial; pero es el vivir como escritor lo que nos importa aquí. ¿Se trata de la calidad puramente literaria, es decir, del manejo de la lengua según sus cánones de una perfección, en parte, convencional, en parte, necesaria y natural? Una obra mal escrita se niega a sí misma; no es una obra. Se ha dicho de Balzac, de Zola, de Dostoievsky, de Gide, de Romain Rolland (y es el mismo Gide quien lo ha dicho de este último) que escribían deplorablemente; se juzga-ba ilegible a Proust; todos los editores de París lo rechazaron al principio. Es el mismo caso de Joyce. Lo importante, me parece, es que la forma sea adecuada al fondo, la expresión, digna del pensamiento. No existe escritura perfecta; no hay sino estilos más o menos torpes, más o menos titubeantes, más o menos realizados al servicio del testimonio-mensaje. Ni la buena prosa, ni los buenos versos, según el gusto del momento, faltaron jamás en las sociedades cultivadas: ¡qué buenos prosis-tas, qué buenos versifi cadores cayeron justamente en el olvido!

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Pero, los mensajes caóticos de Dante y de Shakespeare, escri-tos en la lengua hablada —la lengua vulgar— de la época, so-breviven aún. El estilo es el instrumento del pensamiento, de ninguna manera el amo absoluto. El pensamiento forja peno-samente su estilo, tan imperfecto como él mismo y tan signifi -cativo como él. Aquello que domina el problema es, probable-mente, el estilo del pensamiento, de la visión, de la sensibilidad, del inconsciente expresado. Y aquí tocamos lo esencial. La fuerza del escritor es creadora, responde a un brotar cuyas fuentes están más allá de la conciencia clara, pero que ésta gobierna, ilumina, tamiza, poda. La interpretación, la colabo-ración de lo consciente y de lo subconsciente producen la obra de arte, que es una obra de voluntad lúcida y de trance. La “escritura automática”, preconizada por André Breton, ha pro-ducido algunos poemas curiosos: nada más; el estilo de Breton es un estilo muy concienzudamente trabajado. El “yo soy así no de otra manera” de algunos escritores como, en Francia, el del novelista erotómano, escatológico y antisemita Louis-Fer-dinand Céline no ha dado sino páginas, a veces notables, per-

didas en un galimatías casi delirante. El mensaje del escritor, para ser valedero (pues puede haber mensajes de un valor limi-tado, o desprovistos de valor, o negativos: tal sería la apología, apasionada, genial aún, del sadismo) exige el dominio de sí mismo, la primacía de lo consciente sobre el inconsciente, la voluntad de servir a los hombres y de comulgar con ellos, una probidad particular, pero absoluta; un constante esfuerzo de transformación de sí mismo.

Estamos en el fi n del mundo, es decir, en el comienzo de un mundo. Raramente, en la historia, la responsabilidad del escri-tor fue tan grande. Europa, de donde vinieron las grandes obras nutricias de la cultura eurásica y euroamericana, Europa calla bajo los cañones. Mañana serán necesarios nuevos mensa-jes; al menos, mensajes renovados para todos los hombres so-bre todos los problemas. No podemos saber lo que serán, ni si son los nuestros. Solamente sabemos a qué llamadas es preciso que respondan, puesto que se trata de recomenzar la vida. Pen-semos en ello. G

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La difícil nostalgia del veranoGeney Beltrán Félix

Mijail Lamas, Contraverano.Fondo Editorial Tierra Adentro, México, 2008.

Los poemas de Contraverano, de Mijail Lamas (Culiacán, 1979), parecen fi ncarse en torno de una escena: el poeta, lejos de su ciudad natal, escribe sobre su ligazón con el pasado —la infancia, la familia, esas calles en sepia— y la descubre tocada por el rechazo. Al mismo tiempo, acepta que esas raíces, en las que el calor y la violencia no dejan de emanar sus savias insistentes, lo han condicionado hasta este “Ahora, en esta ciudad templada de distancia y nubes”, en que no le queda su familia sino (y sin solamente, porque es mucho) su compañera, “el cuerpo de una mujer que no puede dormir / y te espera en otro cuarto”. En su negación de la tierra propia, el poeta exhibe el rostro del desarraigo que no termina de descastar sus raíces.

La naturaleza escindida de esta voz se cifra entonces en una dicotomía: el calor del verano en su ciudad pretérita contra la urbe templada que lo ha acogido. La “dictadura de la luz” contra la noche del poeta que escribe. El viejo verano que busca persistir en el contraverano de hoy. Este ir y venir del pasado al presente, de la juventud a la primera madurez, se resuelve en la mixtura de las dicciones de ambos tiempos: “algunas de aquellas palabras / me llegan mezcladas con las que aquí me encuentro / mientras muy lentamente / revuelvo mi café.”

En tanto ciclo de poemas sobre la difícil nostalgia, Contraverano condensa en el motivo del calor el examen lírico de un mundo interno. Me interesa valo-rar esa operación introspectiva llevada a cabo por el poeta para lanzarse en la in-dagación del pasado. No es un poeta dedicado al “arte de vestir pulgas”, como llama Domínguez Michael a cierta ten-dencia de la poesía mexicana contempo-ránea dedicada a rehuir la exploración de las pasiones y las emociones y, en cambio, a encontrar onanistas misterios

en la descripción pudorosa de un par de calcetines o un salero.

Al desarrollar de manera unitaria el tema de la nostalgia cuestionada por el voluntarioso desarraigo, el poeta pone al servicio de una dicción clásica y sencilla, no sin dar pie a alguna página de experi-mentación —a como el tema desdobla y enriquece sus matices—, lo que podría llamarse la íntima violencia del calor. Habría que hacer notar, por supuesto, que en las ciudades de un clima hostil, como aquellas entre las que fi guraría Culiacán, el verano existe para el fuere-ño. El nativo habría de aceptar y hasta disfrutar la ligereza que el calor propo-ne. Para el deshabituado a esos placeres solares, sin embargo, el calor es una mano ardiente que se oprime contra los rostros, desaloja el sudor de la piel y nunca cesa. En la forma de un vaho den-so, cae sobre los techos de las casas, so-bre los automóviles y el asfalto; los vapo-res de la gasolina ascienden entre la luz brillantísima. El valle de Culiacán es cada verano una caldera de sopor. La gente rehuye el pavimento y se oculta en sus casas con el aire acondicionado, has-tiada por la densidad de los meses lar-gos. Afuera el día se incendia con ese sol lento, esa lumbre que adelgaza la sangre hasta evaporarla en un rencor furioso. Hacia fi nales de agosto llegan los prime-ros, siempre escasos, chaparrones, y las calles habrán de saturarse entonces con un agua lodosa que desaparece a las po-cas horas, dando paso de nuevo a la concentración asfi xiante de la canícula.

En esta vena, las imágenes del calor fungen como el motivo central en Con-traverano, en tanto un signo de la deca-dencia y la destrucción: “Afuera el vera-no dejaba correr libre su corazón de rojo carnicero / y la luz marchitaba cuerpos que antes fueron exquisitos, / que antes fueron necesarios”. Del afuera al aden-

tro, de ayer a hoy, el paso adquiere un relieve intimista: “Pero esa oscuridad... / no basta para extinguir la furia del vera-no que te habita”. Reside aquí uno de los valores principales de este libro: a partir de un paisaje totalitario de sol violento, incorpora en la experiencia visceral de la voz poética un universo de imágenes de gran y condensada fuerza expresiva: “La fi ebre es el verano del cuerpo, / deja quebrado el árbol que nos mantiene en pie / y hace nacer una fl or de sangre entre los labios”.

En su libro anterior, Fundación de la casa, publicado con Cuaderno de Tyler Durden en un tomo de Ediciones Sin Nombre (2008), Mijail Lamas desarrolla un ciclo de poemas sobre el amor en su esfera cotidiana e íntima. Ya ahí demos-traba el dominio de sus recursos técnicos. En busca de la limpidez, no desoía la jus-teza de una noción del ritmo muy acorde con la tradición poética mexicana: ende-casílabos, octosílabos y heptasílabos en-garzados con una libertad y discreción propias del Bonifaz Nuño de, por ejem-plo, Los demonios y los días. En Contravera-no Mijail Lamas enriquece esa sencillez expresiva con imágenes rotundas que brotan solidarias al ritmo, logrando en sus versos una amplitud de registros de las sensaciones y las emociones y una ca-dencia que contradice el estruendo de ese “edén subvertido que se calla / en la mu-tilación de la metralla”, como reza el epígrafe expropiado, con la mayor perti-nencia, a López Velarde, otro poeta de la provincia y la difícil nostalgia.

Con esos elementos, Mijail Lamas expresa con suma belleza una visión per-sonalísima: el verano vuelto metáfora de una frontera defi nitiva, la exploración de un confl icto con el origen y de nostalgia ambivalente que condiciona y enriquece la voz del poeta, quien con este libro da cuenta de una primera madurez. G

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número 451, julio 2008 la Gaceta 31

Mañana nunca se sabeArturo Gutiérrez Aldama

Graham Swift. Mañana. Editorial Anagrama. Barcelona, 2008.

“Necesitamos hablar”. Qué curioso, un par de palabras tan escuetamente hilva-nadas capaces de provocar en su desti-natario un agobio, en comparación, más bien exagerado. O las palabras ingenuas de una niña que un día toman por asalto a su madre: “Cuéntame cómo eran las cosas antes de que naciera.” Pero no son tanto las palabras en sí mismas como el desasosiego de no tener control sobre lo que realmente preludian, ¿qué clase de información requiere de enfatizar lo obvio, el cotidiano acto del habla, para no decirla y ya? ¿Qué pensará mi hija cuando le presente a esa que una vez fui, conviene más mentir, retrasar la verdad?

Dilemas que despojan el sueño de Paula Hook una noche de junio de 1995, la víspera del día en que ella y su esposo Michael harán una revelación a sus me-llizos de dieciséis años que cambiará para siempre la percepción sobre sus orígenes. “Mike les dirá que necesita-mos hablar con ustedes. Lo dirá de un modo extraño y poco casual y se lo pen-sarán dos veces antes de contestar.” Han acordado que él se encargará de la pláti-ca. Mañana, la más reciente novela del inglés Graham Swift, es el monólogo interior de la versión que no oirán sus hijos, la versión de Paula, que como ella misma precisa, “no será un cuento, serán los hechos, un cuento es lo que han te-nido hasta ahora. Aunque igual, será una especie de versión de algo real”. Menos leído en nuestro país que sus contempo-ráneos McEwan, Amis y Barnes, Swift se ha especializado en escribir sagas fami-liares bajo el infl ujo de Faulkner donde la Historia de los grandes acontecimien-

tos de la humanidad tensa las historias, en minúsculas más no por ello menores, de los personajes que pueblan sus libros. En Mañana encontramos una serie de rasgos constantes en su obra: la concien-cia de los ancestros en términos de per-tenencia familiar —aquí expresada en su mejor momento por Paula frente a la tumba de su suegro: “Entonces, por su-puesto, me golpeó: yo era una de ellos. Y luego me golpeó ese otro pensamiento: que yo podría, un día, ser una de estas piedras. […] Hay una expresión que ter-miné de entender ese día: ‘echar raíces en un lugar, en la tierra’.”—, la obsesión por un elemento científi co (tan impor-tante en novelas anteriores como Para siempre y Fuera de este mundo), en el inte-rés juvenil de Michael por los caracoles, y, claro, el infaltable secreto de sangre; duele pues decir que pese a semejante compendio de la visión de un autor por lo general entrañable, Mañana ocupa una entrada más bien modesta en la bi-bliografía de Swift, con El país del agua o el volumen de cuentos Aprendiendo a nadar manteniéndose como sus mejores cartas de presentación.

El principal problema, ya indicado por otros reseñistas, quizás radique en que esta vez el misterio, el secreto de la familia Hook, no alcanza para sostener la expectativa creada por Paula, sugi-riendo incluso que si Mike permanece dormido durante la noche en la cual transcurre la novela, esto se debe a que para empezar el asunto ni siquiera era para preocuparse tanto. Ésa es una ma-nera de verlo. Alrededor del capítulo 20, una vez resuelta la intriga, los rodeos de Paula van ordenándose alrededor de un

relato que trasciende las cavilaciones maternales para dar cuenta de una zozo-bra más primordial, experimentada por cualquiera que haya intentado asirse al último refi lón de noche con tal de no caer a la vertiginosa incertidumbre del nuevo día. Porque mañana, como canta-ban los Beatles, nadie sabe, mientras hay mañana posible las urgencias desapare-cen, las personas hablan, no necesitan hablar, el amanecer llega con la invaria-ble amenaza de exhumar lo que creía-mos enterrado en nocturnal confi dencia, pone al descubierto la alfombra salpica-da de botellas rotas y las manchas de gritos en las paredes que reclaman lim-pieza. Entrar en la corriente del día im-plica someterse a la luz fustigante del deber que decapita la fantasía del maña-na, poner la maquinaria en movimiento, aceptar que las cosas pasen, cuando todo lo que uno espera es quedarse suspendi-do en el impávido corazón del ámbar.

Una observación fi nal, desde Últimos tragos, la novela ganadora del Booker Pri-ze de 1996, Graham Swift ha venido realizando un acercamiento formal y temático al gran público que lejos de signifi car un rebajamiento en la escritu-ra, ha incrementado su rigor, detalle de agradecer ahora que confundimos inte-ligencia con hermetismo. En esta oca-sión el problema elegido le permite cartografi ar el ridículo en que a menudo desembocan las preocupaciones huma-nas enfrentadas a las jugarretas de la naturaleza; si bien inconsistentes, los resultados entretienen mucho más que las novelas de escritores sobre escritores que supuestamente deberíamos estar le-yendo. G

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