Juventud en Exequias - Rossana Reguillo

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Juventud en exequias: Violencias, precarización y desencanto Rossana Reguillo Mi corazón, tambor velado va redoblando marchas fúnebres… Charles Baudelaire Conocí a Carla en una zapatería del centro de Guadalajara. Tres cosas llamaron mi atención, su extrema palidez, su incomodidad cuando el perfil de un tatuaje indefinido asomaba por el cuello de su camiseta verde (el gesto desesperado y repetido por acomodar la camiseta), y, de manera especial un libro de Baudelaire, Las flores del mal, que reposaba al lado de la caja registradora que ella operaba con eficiente desgano. Era una tarde extraña, la preocupación y la tristeza me perseguían como un dolor sordo en todo el cuerpo; me retumbaban los oídos o el corazón de pura angustia. Venía de hablar con varios jóvenes en uno de esos barrios “calientes”, “difíciles”. En este barrio calibré en más de una ocasión mis instrumentos etnográficos de conocer. De los “morros” de aquellos tiempos, por allá a finales de los noventa, no quedaba ninguno. Puras biografías rotas, fracturadas, despedazadas. Habían sido 22 jóvenes, puros hombres (a ellos no les cuadraba tener morras en la clika; era peligroso, decían); los más, habían muerto en distintos sucesos violentos, asesinatos cometidos por otras clikas o en desapariciones adjudicadas a los señores que habían empezado a adueñarse de los barrios de la ciudad por allá de los años ochenta; los menos estaban en la cárcel con condenas eternas por asesinatos (con puntas, no les alcazaba para las fuscas; no, no en aquellos tiempos), y dos de ellos, según me contaron, habían logrado huir al otro lado, desde donde mandaban señales intermitentes a las familias, las mujeres y los hijitos que quedaron regados. Todos ellos tenían rostros para mí, nombres y apodos: “El Trole”, “El Afanado”, “El Gancho”, “El Mofle”, nombres que apelaban a alguna de sus características, un distintivo frente al anonimato al que se sentían condenados por un sistema que se esmeraba en excluirlos y perseguirlos. Entre la banda, el apodo es clave; santo y seña para sobrevivir a la intemperie.

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Juventud en exequias: Violencias, precarización y desencantoRossana Reguillo

Mi corazón, tambor velado va redoblando marchas fúnebres…

Charles Baudelaire

Conocí a Carla en una zapatería del centro de Guadalajara. Tres cosas llamaron mi atención, su extrema palidez, su incomodidad cuando el perfil de un tatuaje indefinido asomaba por el cuello de su camiseta verde (el gesto desesperado y repetido por acomodar la camiseta), y, de manera especial un libro de Baudelaire, Las flores del mal, que reposaba al lado de la caja registradora que ella operaba con eficiente desgano. Era una tarde extraña, la preocupación y la tristeza me perseguían como un dolor sordo en todo el cuerpo; me retumbaban los oídos o el corazón de pura angustia.

Venía de hablar con varios jóvenes en uno de esos barrios “calientes”, “difíciles”. En este barrio calibré en más de una ocasión mis instrumentos etnográficos de conocer. De los “morros” de aquellos tiempos, por allá a finales de los noventa, no quedaba ninguno. Puras biografías rotas, fracturadas, despedazadas. Habían sido 22 jóvenes, puros hombres (a ellos no les cuadraba tener morras en la clika; era peligroso, decían); los más, habían muerto en distintos sucesos violentos, asesinatos cometidos por otras clikas o en desapariciones adjudicadas a los señores que habían empezado a adueñarse de los barrios de la ciudad por allá de los años ochenta; los menos estaban en la cárcel con condenas eternas por asesinatos (con puntas, no les alcazaba para las fuscas; no, no en aquellos tiempos), y dos de ellos, según me contaron, habían logrado huir al otro lado, desde donde mandaban señales intermitentes a las familias, las mujeres y los hijitos que quedaron regados. Todos ellos tenían rostros para mí, nombres y apodos: “El Trole”, “El Afanado”, “El Gancho”, “El Mofle”, nombres que apelaban a alguna de sus características, un distintivo frente al anonimato al que se sentían condenados por un sistema que se esmeraba en excluirlos y perseguirlos. Entre la banda, el apodo es clave; santo y seña para sobrevivir a la intemperie.

La tarde en que conocí a Carla fue de puro estupor, de un desconcierto que no lograba nombrar. Desde un hueco bien hondo en el estómago observé a Carla, y un fragmento me golpeó como un recuerdo que fulmina: “Mi corazón, tambor velado, va redoblando marchas fúnebres”. Lo repetí en voz alta y ella me oyó: “Ah, se sabe los poemas del maestro”, afirmó, más que preguntó, y sonrió ligeramente ante mi gesto afirmativo. Supe con ese extraño saber que dan los años de trajinar por esos caminos que se llaman etnografía, que tenía que hablar con ella. Pagué mi cuenta y le dije: “Te espero afuera y platicamos, ¿no?”. Asintió atendiendo a la mujer que hacía fila con tres pares de semi

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zapatillas de ballet. Tomé la caja y salí hacia la plaza de Los Libertadores, la catedral era una mole silenciosa que contrastaba con el bullicio del centro a las siete de la tarde. Pasó un buen rato y Carla apareció recompuesta: a la cicatriz vacía de su nariz se había añadido un bello arete de plata y, del inicio del tatuaje que se mostraba ya sin incomodidad, pude adivinar unas letras “D”, “M”, “N”. Sostenía entre sus manos con uñas negras, fúnebres, el ejemplar de Las flores del mal.

Caminamos un poco y le invité un raspado. Nos sentamos en una banca y comenzamos a charlar.

Su iniciación a Baudelaire le venía de un novio en su natal Tijuana, un gótico culto que la convirtió; Carla era una punk y al conocer al “Male” decidió que lo suyo era lo gótico: leyó toneladas de poesía, escuchó hasta el hartazgo a grupos célebres del gótico (pero esa es otra historia), y, sobre todo, decidió que estaba deprimida para siempre:

—¡Quiero dormir! ¡Dormir más que vivir! En un sueño, como la muerte, dulce —recitó.

—¿“El Leteo”? —pregunté. Eso cerró nuestro pacto y Carla se decidió a contarme su vida.

Gramática de las violencias

En mis distintas aproximaciones al tema (tanto teóricas como empíricas), he sostenido tres premisas básicas que quiero enfatizar en estas páginas:

A) La violencia jamás puede ser enunciada en singular: son muchas sus formas y sus lenguajes. Por ello hablo de “gramática de las violencias”.

B) No es exterior a lo social; está dentro, aquí, dando forma y constituyendo eso que llamamos sociedad

C) Emerge como lengua franca cuando se produce un colapso en las formas de inteligibilidad, cuando colapsa el lenguaje, los sistemas de representación y las instituciones.

Como sistemas de acción y como lenguajes, las violencias implican siempre creencias y ritualizaciones, y se sustentan en la capacidad o mejor competencia de unos sujetos conscientes y sintientes que buscan alterar la realidad o el curso de los sucesos a través del uso de métodos, mecanismos o dispositivos violentos para conseguir ciertos resultados que se insertan en la “racionalidad” que comanda el sistema de acción de las violencias sociales.

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Este enfoque me permite desestabilizar dos lugares comunes fuertemente instalados en el imaginario: que la violencia en singular se ubica en un lugar más allá de lo social, como si de una fuerza exógena, supraterrenal se tratara; y, que la violencia es irracional y por ende incomprensible.

Desde mediados de los años ochenta empezó a hacerse visible, primero de manera imperceptible y luego de manera estruendosa, que algo cambiaba en el mapa de los universos juveniles y su relación con las violencias: Brasil, Colombia, El Salvador, y más tarde México, mostraban tasas de mortalidad juvenil de alcances mayúsculos. A las etiquetas-estigmas que la sociedad ha colocado sobre sus jóvenes: “rebeldes sin causa”, “estudiantes revoltosos”, “marihuanos”, “hedonistas”, “apáticos”, “desinformados” (según la perspectiva adultocéntrica de quien la asigna), se añadieron las marcas definitivas: “violentos”, “delincuentes”. Mientras algunas y algunos investigadores de la condición juvenil en Iberoamérica intentábamos entender y producir conocimiento, los grandes medios de comunicación y algunas autoridades estatales, sin proyecto para los jóvenes, habían empezado su gran cruzada: la criminalización de los jóvenes, “chavos expiatorios” (como me dijo alguna vez Monsiváis), responsables en primera instancia del previsible colapso de nuestras sociedades. Los jóvenes se instalaron en el imaginario y en el espacio público como “problema”, como operadores de la violencia informe que sacudía los territorios de la vida social. El “minimalismo” de la política social del Estado, y su “maximalismo” policíaco y represor, apretaron la pinza que se cerró sobre millones de jóvenes en México.

Colocar en el debate público la necesidad de pensar a los jóvenes como víctimas (y no sólo como victimarios), ha sido una tarea compleja a lo largo de estos años; volver visible el sistema que los excluye, los criminaliza, los condena por la vía de los hechos a la precarización y les expropia la noción de futuro, es navegar a contracorriente de una sociedad que ha preferido el relato terrible sobre sus jóvenes.

¿Cómo entender las violencias en los mundos juveniles sin asumir que hoy enfrentamos la erosión de la condición juvenil que en formas diferenciadas dificulta su inserción y participación, su acceso a la escuela, al trabajo; su creciente descreimiento y desconfianza en la política como espacio para la negociación y el pacto; la distancia que se acrecienta entre ofertas de consumo, de posibilidades, de información, al mismo tiempo que se achican las oportunidades de acceso. Todo esto en contextos de fragilidad democrática y una enorme desigualdad estructural? La pregunta clave, me parece, es cuestionarnos en torno a la situación en la que ellas y ellos deben armar sus biografías, su vida cotidiana, no como la aventura de un sujeto individual, sino como ese “miedo ambiente” que delinea, de maneras desiguales, la condición juvenil en el México contemporáneo.

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Bajo estas perspectivas, hago inmersión en “aguas etnográficas adentro”, para que Carla nos guíe por esos laberintos que transitan nuestros jóvenes.

El yo precario

Carla tuvo cinco hermanos, de los que sobreviven dos, además de ella. Hija de una familia de migrantes que llegó a Tijuana a principios de los años setenta, procedente de Veracruz. Sus padres, en ese entonces jóvenes y sin hijos, querían cruzar hacia el norte, pero –me cuenta Carla– un accidente del padre selló sus destinos y se fueron quedando hasta que Tijuana se les volvió terruño, el lugar de sus apegos y afectos.

A los 14 años Carla ya había perdido a su madre y a dos de sus hermanos, el mayor y el más pequeño. Ella de cáncer; ellos, esculpidos a balazos, quedaron en la calle como monumentos siniestros a los que la pequeña Carla tuvo miedo.

Ante el dolor de estas pérdidas el padre decidió cruzar por fin y encomendó a Carla con una comadre veracruzana; los otros tres ya se movían con impulso propio.

Carla dejó la escuela para ayudar en la ferretería del barrio propiedad de su madrina; su hermano “El Ches” (en honor a Chespirito), la visitaba de vez en vez y le llevaba dineritos para sus afanes. Carla se volvió punketa, de las duras –dice ella–; andaba toda loca, acelerada: “No se me olvidaban mis hermanos enfrente de la casa y los hilitos de pinche sangre que les salía sin acabarse”. Los problemas con su familia adoptiva no se hicieron esperar. Y a Carla se le acababan los recursos y la sonrisa se le iba volviendo mueca.

Sin saberlo, Carla empezaba a enfrentar lo que Beck llama “la solución biográfica a las contradicciones sistémicas”. Es decir, la construcción vertiginosa de un yo “inadecuado”, que se (auto) responsabiliza de todo lo que (le) sucede.

Vender riesgo: de la precarización al agenciamiento violento

Desde el pánico moral, algunos “portavoces” de la sociedad mexicana, “sinceramente consternados”, como diría Monsiváis, se concentraron en el problema de la expansión “epidémica” del consumo de drogas entre los jóvenes; preocupación consecuente con la lógica tutelar y proscriptiva que gobierna los imaginarios sociales en torno a los jóvenes. Lo que ha sido obturado por este debate es que más allá del consumo, la situación en el país: el quiebre de la institucionalidad, el crecimiento de la impunidad, el aumento de la pobreza y la exclusión, resultaría un caldo de cultivo propicio para que las estructuras del narco comenzaran un trabajo tan callado como eficaz en el

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reclutamiento de un ejército de jóvenes desencantados, empobrecidos y en búsqueda de reconocimiento.

Sostengo entonces que de cara a las condiciones que enfrentan por lo menos 50 por ciento de nuestros jóvenes, muchas de ellas y de ellos son orillados a utilizar su único “valor de cambio”: correr riesgos, vender riesgos, un capital muy codiciado por el crimen organizado.

El Ches se apersonó una tarde en la ferretería; le pidió a Carla que saliera del local. Sin demasiadas palabras le dijo “toma” y le entregó un paquete raro, “blandito”, describió Carla. Te vas al puente a las 9:00 y te cruzas, te paras en el bus y un bato acá, todo tatuado te va pedir el paquete y ya´stuvo, te regresas y por el jalecito te tocan diez mil.

Lo que quedaba del raspado de tamarindo se deslizaba por el brazo izquierdo de Carla, ella, sin inmutarse, seguía contando, más para sí misma (yo era el espejo de sus reflexiones y recuerdos). “¡Úta! –dijo de pronto–, qué huevos tuve. La neta yo sabía de qué se trataba, el Ches desde chiquito andaba en esas. Me cae que ni lo pensé, me imaginé que con esa lana me podía largar de esa pinche casa y podía jalar por mí misma. El Ches se me quedó mirando y me dijo: ‘No te claves culera, después de esto vienen más jales y vas a mandar a la chingada a ‘doña pelos’. Todo es seguro, psss qué. Nomás, añadió el Ches, te vistes de otro modo morra, estás muy placa con esa finta”. Carla dijo que por primera vez en muchos meses pensó, sintió con el cuerpo, que tenía opciones; era capaz de decidir.

Carla signaba así un pacto silencioso, se aproximaba a lo que ella entendía era su única posibilidad de libertad y bienestar. No le importó vender ese riesgo (lo prefería a vender lástima) y desde muy adentro supo que había dado un paso sin retorno y que no le importaba: el local de la ferretería –ajena–, y esa pequeña cama improvisada pero eterna entre el comedor y la sala, la tenían “hasta la madre”. Su papá no se comunicaba y sólo sabía por una tía que se perdía de borracho en Red Woods y lo encontraban en el portal de su motor home repitiendo el nombre de sus hijos, nunca el de su mujer.

La precariedad estructural, la precariedad del yo, la ausencia de políticas sociales, el quiebre de las instituciones se intersectan de maneras distintas de acuerdo con los contextos locales, con la condición de género, con las zonas urbanas o rurales y con las dimensiones religiosas que dan forma y concreción a las dinámicas en que los jóvenes asumen vender riesgo y acceder así a un mínimo de agencia.

Violencias disciplinantes: la pedagogía del miedo

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Entre las cuatro formas o gramáticas de las violencias que he logrado categorizar con fines analíticos, quisiera centrarme aquí (por razones de espacio) en lo que he llamado violencias disciplinantes, aquellas que despliegan los signos de su poder para marcar sobre los cuerpos y voluntades otras, el designio inapelable de su propia racionalidad. Someter por miedo, caligrafía brutal que ostenta su poder total.

Los códigos narcos operan bien la economía simbólica de estas formas de violencia: te martirizo a ti para que otros entiendan el mensaje; resuelvo un problema y avanzo sobre el control territorial. A lo largo de mi trabajo de investigación he podido constatar la estrecha relación que existe entre estas violencias disciplinantes y la búsqueda, necesidad de los jóvenes de construir sus biografías en contextos de mayor estabilidad, con (mínimas) certezas de lugar, lealtades, solidaridades, garantías (inestables) y, especialmente, reconocimiento. Cuesta entenderlo y aún más, aceptarlo, pero el narcotráfico es capaz de ofertar todo esto.

Con ese jale Carla se inició en el trabajo como transportista en pequeña escala, una mula que iba y venía como fantasma por la frontera. Al tercer viaje estuvo lista para abandonar la casa de su madrina. Rentó un pequeño “depa” y empezó a dormir de día y a vivir de noche; lo punketo se deshacía y en su identidad brotaba una mujer triste y solitaria pero “entrona”, así se definió. El jefe del Ches le agarró cariño pero la respetaba; “a otras morras les iba de la chingada, siempre andaban golpeadas, a mí no me tocaban, el Ches era mi seguro y yo agarré muy bien la onda y no faltaba a mis jales. Todo iba bien suave hasta que se chingaron a mi hermanito, lo abrieron en canal los hijos de la chingada y me lo aventaron, otra vez, en la puerta de mi cantón. No tengo ciencia cierta, pero lo que supe es que el pendejo del Ches andaba haciendo negocio por su cuenta y que las morras que tenía contratadas aparte de mí eran muy gruesas, muy cabronas. Total, a mí me lo tiraron y yo me tuve que hacer la fuerte. A donde me cambié llegó el jefe a pedirme disculpas: que la bronca no era conmigo y que los pendejos se habían equivocado de puerta. Ya para estas yo estaba asustadísima, pero seguí trabajando para ellos; me tragué el dolor de mi hermanito y le seguí; pero ya andaba yo con ganas de salirme del rollo. En esas conocí al Male y me encantó el bato, hablaba a pura poesía. Me clavé en lo del gótico y entendí muchas cosas; pero no me dejaban en paz. Los jales iban en aumento (y también la lana), hasta que un día el jefe me dijo que ya me tenían mucha confianza y que me invitaban a ‘sicariar’”.

Dice Carla que sus piernas se aflojaron; analizamos juntas el sentido de este nuevo verbo y desde el presente, Carla conectó con su saber antiguo: se trataba de dar un paso definitivo hacia la muerte; pero no la muerte dulce y nostálgica que conoció con el Male, sino la fea, la dura, la cabrona.Tuvo mucho miedo, dijo Carla que supo que tenía que escaparse. El Male la ayudó y eso se

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supo, el chavo amaneció degollado en un parque perdido de Tijuana. A sus 18 años Carla ya sumaba muertos y restaba vidas de los que había querido. Irse pa’ Califas la dejaba demasiado cerca de sus perseguidores y no podía contar con su papá; la vía de escape la armaron entre ella –que a esas alturas se sabía de memoria rutas y encrucijadas– y “El Borrego”, un compa del Ches: Guadalajara era la opción, allí podría perderse para siempre porque sus enemigos no dominaban la plaza. Y así, una madrugada salió de la casa del Borrego, sin mirar hacia atrás, con un ejemplar de Las flores del mal que el Male le había regalado, unos ahorros y una maleta casi vacía.

Los jóvenes ingresan como empleados y como victimarios a la órbita del narcotráfico, pero también como víctimas de un complejo sistema que los excluye y los niega. Su vida “útil” en estos mundos suele ser muy corta y la mayoría no corre con “la suerte” de Carla. Resulta fundamental, a mi juicio, romper de tajo con la idea de que los jóvenes se afilian al narcotráfico por “falta de valores y desintegración familiar”, como suelen machacar algunos expertos y muchos políticos. Esta lectura moralizante y psicologista resulta simplista y miope, porque niega, elude o invisibiliza las condiciones estructurales en las que muchos jóvenes intentan armar y construir sus biografías. Y porque desconoce el contexto en el que el narcotráfico opera como mecanismo de empoderamiento de estas y estos jóvenes reclutados. En una compleja mezcla de castigo (violencia disciplinante) y recompensa (sentido, pertenencia, consumo suntuario), el narco opera impunemente sobre lo que se consideran los “residuos sociales”, parafraseando a Bauman.

Lo siniestro: lo inerte y sus reversos

Considero que uno de los lenguajes de la violencia y el terror es lo siniestro. Para Freud, “lo siniestro” (Das Unheimlich), significa la transformación de lo familiar en lo opuesto, en algo extraño y amenazante, con potencial destructivo. Para muchos jóvenes en el país, la sociedad, su vida cotidiana, su experiencia ha devenido siniestra. La angustia frente a lo siniestro se produce porque hay un pacto tácito de reconocimiento de que “sabíamos” que aquello familiar y conocido podía mutar en su contrario, lo extraño, lo desconocido.

Carla frente al cuerpo tirado de sus hermanos “con hilos de sangre que no acaban” y que le producen miedo; Carla frente al “jefe” que entiende lo que se oculta en la sonrisa amable; Carla, frente a la reducción de sus opciones; Carla, sabiendo que su vida transcurre de manera precaria y que el gesto indescifrable de un transeúnte desconocido puede ser la sentencia final; Carla, aferrada a su tatuaje que, entiendo meses después, cuando me lo muestra, son los nombres de los muertos que la habitan.

No hay categorías precisas para nombrar la disolución de la experiencia límite de muchos jóvenes en estas violencias sincopadas, caóticas, terribles. La “bio-

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violenta” biografía de Carla, introduce el escalofrío de lo siniestro en la medida en que la autometamorfosis borra su posible identidad en aras de una alteridad que no está fuera de su propio cuerpo (ella vive y sabe lo que hace), sino contenida en él. A contravía de un imaginario social expandido que asume a los jóvenes como el lugar de la transparencia identitaria, de lo positivo, el mutar “violento” apela al discernimiento entre lo clausurado (como opción) y la conciencia de que es posible esculpir la propia biografía al margen o de espaldas a las tecnologías del poder disciplinario que expande sus tentáculos desde los mapas de la legalidad y desde la paralegalidad.

Carla consiguió un nuevo trabajo. Sus ahorros no alcanzan ya para sostener su vicio de apilar libros de poesía gótica; pero cada día se siente menos insegura. Cuando las autoridades ejecutaron a Nacho Coronel me llamó por teléfono, asustada: ya se jodió la cosa, me dijo, se me hace que me voy pa’ Califas, acá se va a poner muy bravo. Conversamos un largo rato y quedamos de encontrarnos en un café para intercambiar puntos de vista. No supe más de ella. Biografías precarias que se arman cotidianamente desde la contingencia. Reviso mi última anotación en mi diario de campo en lo que toca a Carla y leo: se agotan mis “instrumentos de conocer” y no hay escuchas; hay una flecha vacía y un signo de interrogación. A la vio-grafía de Carla, le siguió la de “Beto”, un joven sicario de La Familia.