Kant y la ilustración

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ISEGORÍA/25 (2001) pp. 293-309 293 Kant y la ilustración ROBERTO R. ARAMAYO Instituto de Filosofía, CSIC El siglo XVIII es conocido en términos his- toriográficos como «el Siglo de las Luces». Los pensadores de aquella época estaban convencidos de poder acabar con las tinie- blas del oscurantismo y entendieron que su misión consistía en alumbrar al género humano con la luz del pensamiento racio- nal. Tal era el fantasma que recorría la Europa de aquel entonces. En Inglaterra se llamaban freethinker, en Francia philo- sophes y en Alemania Aufklärer. Pero ya fueran librepensadores ingleses, filósofos franceses o ilustrados alemanes, todos ellos compartían un mismo culto: el confiar en que con las luces de la razón podían com- batir toda superstición y transformar el orden establecido «civilizando a la huma- nidad», por utilizar la expresión de Vol- taire. Mientras Diderot impulsa el magno proyecto de la Enciclopedia, Kant empren- de su crítica de la razón, instituyendo un tribunal que garantice sus pretensiones legítimas y cancele cualquier presunción infundada, no mediante argumentos de autoridad, sino a través de las leyes eternas e inmutables que la propia razón posee. Todo ha de someterse al dictamen de semejante tribunal presidido por la razón humana y aquello que pretenda zafarse de tal crítica, como sería el caso de la religión revelada o la legislación codificada, suscita una justificada sospecha en contra suya, pues la razón sólo dispensa su respeto hacia «lo que puede resistir un examen público y libre» (KrV, A xi-xii). Este dic- tamen, contenido en el prólogo a la pri- mera edición de su Crítica de la razón pura (1781), anuncia las líneas maestras del razonamiento seguido por Kant en el opús- culo que nos ocupa. Su Contestación a la pregunta: ¿Qué es la ilustración? es publicado en 1784 por la Berlinische Monatsschrift, la Revista men- sual de Berlín. Kant ha cumplido sesenta años y es bien conocido como el autor de la Crítica de la razón pura, cuya primera edición data de 1781. Además, aunque no ha publicado nada en la década de los setenta, su fama como docente universi- tario había transcendido las fronteras de su Königsberg natal, confiriéndole un enorme prestigio en toda Europa. Su pro- pósito en el aula no era enseñar filosofía, sino aprender a filosofar, tal como seña- laba en el anuncio de los cursos que impar- tía sobre las más variopintas materias: antropología, ética, filosofía del derecho, filosofía de la religión, geografía, lógica, pedagogía o metafísica. Un antiguo discípulo suyo —nada menos que Herder— nos comenta lo siguiente a propósito del magisterio kan- tiano: «Tuve la suerte de tener como pro- fesor a un gran filósofo al que considero un auténtico maestro de la humanidad. Este hombre poseía por aquel entonces la vive- za propia de un muchacho, cualidad que parece no haberle abandonado en su madurez. Su ancha frente, hecha para pen- sar, era la sede de un gozo y de una ame- nidad inagotables; de sus labios fluía un discurso pletórico de pensamientos. Las anécdotas, el humor y el ingenio se halla- ban constantemente a su servicio, de mane- ra que sus lecciones resultaban siempre tan instructivas como entretenidas. En sus cla- ses se analizaban las últimas obras de Rousseau con un entusiasmo sólo compa- rable a la minuciosidad aplicada al examen de las doctrinas de Leibniz, Wolff, Baum- garten o Hume, por no mentar la pers-

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ISEGORÍA/25 (2001) pp. 293-309 293

Kant y la ilustración

ROBERTO R. ARAMAYOInstituto de Filosofía, CSIC

El siglo XVIII es conocido en términos his-toriográficos como «el Siglo de las Luces».Los pensadores de aquella época estabanconvencidos de poder acabar con las tinie-blas del oscurantismo y entendieron quesu misión consistía en alumbrar al génerohumano con la luz del pensamiento racio-nal. Tal era el fantasma que recorría laEuropa de aquel entonces. En Inglaterrase llamaban freethinker, en Francia philo-sophes y en Alemania Aufklärer. Pero yafueran librepensadores ingleses, filósofosfranceses o ilustrados alemanes, todos elloscompartían un mismo culto: el confiar enque con las luces de la razón podían com-batir toda superstición y transformar elorden establecido «civilizando a la huma-nidad», por utilizar la expresión de Vol-taire. Mientras Diderot impulsa el magnoproyecto de la Enciclopedia, Kant empren-de su crítica de la razón, instituyendo untribunal que garantice sus pretensioneslegítimas y cancele cualquier presuncióninfundada, no mediante argumentos deautoridad, sino a través de las leyes eternase inmutables que la propia razón posee.Todo ha de someterse al dictamen desemejante tribunal presidido por la razónhumana y aquello que pretenda zafarse detal crítica, como sería el caso de la religiónrevelada o la legislación codificada, suscitauna justificada sospecha en contra suya,pues la razón sólo dispensa su respetohacia «lo que puede resistir un examenpúblico y libre» (KrV, A xi-xii). Este dic-tamen, contenido en el prólogo a la pri-mera edición de su Crítica de la razón pura(1781), anuncia las líneas maestras delrazonamiento seguido por Kant en el opús-culo que nos ocupa.

Su Contestación a la pregunta: ¿Qué esla ilustración? es publicado en 1784 porla Berlinische Monatsschrift, la Revista men-sual de Berlín. Kant ha cumplido sesentaaños y es bien conocido como el autor dela Crítica de la razón pura, cuya primeraedición data de 1781. Además, aunque noha publicado nada en la década de lossetenta, su fama como docente universi-tario había transcendido las fronteras desu Königsberg natal, confiriéndole unenorme prestigio en toda Europa. Su pro-pósito en el aula no era enseñar filosofía,sino aprender a filosofar, tal como seña-laba en el anuncio de los cursos que impar-tía sobre las más variopintas materias:antropología, ética, filosofía del derecho,filosofía de la religión, geografía, lógica,pedagogía o metafísica.

Un antiguo discípulo suyo —nadamenos que Herder— nos comenta losiguiente a propósito del magisterio kan-tiano: «Tuve la suerte de tener como pro-fesor a un gran filósofo al que consideroun auténtico maestro de la humanidad. Estehombre poseía por aquel entonces la vive-za propia de un muchacho, cualidad queparece no haberle abandonado en sumadurez. Su ancha frente, hecha para pen-sar, era la sede de un gozo y de una ame-nidad inagotables; de sus labios fluía undiscurso pletórico de pensamientos. Lasanécdotas, el humor y el ingenio se halla-ban constantemente a su servicio, de mane-ra que sus lecciones resultaban siempre taninstructivas como entretenidas. En sus cla-ses se analizaban las últimas obras deRousseau con un entusiasmo sólo compa-rable a la minuciosidad aplicada al examende las doctrinas de Leibniz, Wolff, Baum-garten o Hume, por no mentar la pers-

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picacia derrochada a la hora de exponerlas leyes naturales concebidas por Keplery Newton; ningún hallazgo era menospre-ciado para mejor explicar el conocimientode la Naturaleza y el valor moral del serhumano. La historia del hombre, de lospueblos y de la Naturaleza, las cienciasnaturales, las matemáticas y la experiencia:tales eran las fuentes con que este filósofoanimaba sus lecciones y su trato. Nada dig-no de ser conocido le era indiferente; nin-guna cábala o secta, así como tampoco ven-taja ni ambición algunas empañaron jamássu insobornable pasión por dilucidar ydifundir la verdad. Sus alumnos no recibíanotra consigna salvo la de pensar por cuentapropia; nada le fue nunca más ajeno queel despotismo. Este hombre, cuyo nombreinvoco con la mayor gratitud y el máximorespeto, no es otro que Immanuel Kant»(Cartas relativas al fomento de la huma-nidad, 79; SW XVII, 404).

Así pues, al querer definir el término«ilustración», Kant viene a identificarlacon su propio quehacer como profesor uni-versitario. Sus alumnos —según el testi-monio de Herder— no recibían otra con-signa que la de pensar por sí mismos yésa será justamente la divisa del movimien-to ilustrado: ¡atreverse a pensar! Acostum-brarse a ejercitar nuestra propia inteligen-cia sin seguir necesariamente las pautasdeterminadas por cualquier otro. El hom-bre debe aprender a emanciparse de todatutela y alcanzar una madurez intelectualque suele rehuir por simple comodidad.

1. Otras definiciones kantianasdel término «ilustración»

Una definición muy similar es reiteradapor Kant sólo dos años después en unanota del escrito titulado ¿Qué significaorientarse al pensar?, el cual fue publicadoen 1786. «Pensar por cuenta propia —es-cribe allí— significa buscar dentro de unomismo (o sea, en la propia razón) el cri-

terio supremo de la verdad; y la máximade pensar siempre por sí mismo es lo quemejor define a la ilustración. La ilustraciónno consiste, como muchos se figuran, enacumular conocimientos, sino que suponemás bien un principio negativo en el usode la propia capacidad cognoscitiva, puescon mucha frecuencia quien anda más hol-gado de saberes es el menos ilustrado enel uso de los mismos. Servirse de la propiarazón no significa otra cosa que pregun-tarse a sí mismo si uno encuentra factibleconvertir en principio universal del uso desu razón el fundamento por el cual admitealgo o también la regla resultante de aque-llo que asume. Esta prueba puede aplicarlacualquiera consigo mismo; y con dicho exa-men verá desaparecer al momento lasuperstición y el fanatismo, aun cuando noposea ni de lejos los conocimientos quele permitirían rebatir ambos con argumen-tos objetivos. Implantar la ilustración ensujetos individuales mediante la educaciónes relativamente sencillo, pues basta conque los jóvenes se vayan acostumbrandoa esta reflexión desde una temprana edad.Pero ilustrar a toda una época es cuestiónde mucho tiempo, pues hay muchos obs-táculos externos que dificultan e impidenese tipo de educación» (Ak. VIII, 146-147nota).

Pensar por sí mismo sigue siendo lo quemejor define a la ilustración. Además nohay que confundir a ésta con una simpleacumulación de conocimientos. El ilustra-do no tiene por qué ser necesariamenteun erudito, sino alguien que sepa utilizarconvenientemente sus recursos intelectua-les y se interrogue a sí mismo por las razo-nes que le hacen asumir una determinadapauta de conducta, preguntándose tan sólosi dicha regla podría ser asumida por cual-quier otro como un principio de actuaciónuniversal. Después de todo, ésa es la esen-cia del criterio ético acuñado por Kant ensu Fundamentación para una metafísica delas costumbres (1785), compulsar si mimáxima pudiera valer como ley universal,

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o sea, que pudiera ser adoptada como pro-pia por los demás bajo cualesquiera cir-cunstancias.

Quien piense por cuenta propia evitarásucumbir tanto a la superstición como alfanatismo, nos dice también Kant en elcitado pasaje de ¿Qué significa orientarseal pensar? Algo en lo que insistirá cuatroaños después, en 1790, cuando publiquesu tercera Crítica (esa Crítica del discer-nimiento que merced a Morente se sueleconocer en castellano como Crítica del Jui-cio). En el § 40 de dicha obra Kant nosbrinda una nueva definición referente ala ilustración, si bien es cierto que lo hacecolateralmente, al hablarnos de las máxi-mas del sentido común, las cuales no seríanotras que éstas: 1) pensar por cuenta pro-pia, 2) pensar adoptando el punto de vistaque tienen los demás y 3) mostrarse con-secuente con uno mismo al pensar. Segúnel razonamiento que Kant hace aquí, cuan-do se busca un juicio que deba servir comoregla universal, nada resulta más naturalque abstraer del mismo toda emoción yaliciente personal, para intentar tener unjuicio lo más objetivo posible. Lo contrariodel pensar por uno mismo equivale a dejar-se guiar sin más por los prejuicios y lasuperstición. La ilustración, por tanto, nosignificaría justamente sino liberarse de losprejuicios y la superstición (cfr. KU, Ak. V,294).

Los prejuicios, la superstición y el fana-tismo representan las cadenas de que debeliberarnos esa ilustración propugnada porKant. Para ejercitarla bastaría con aplicarlas tres máximas del sentido común, asaber, pensar siempre por sí mismo sin per-der de vista el parecer ajeno, siendo luegoconsecuente con todo ello. De nuevo Kantrecurre a una nota para explayarse sobrela ilustración: «Pronto se advierte que lailustración es una cosa sencilla en cuantotesis, pero difícil y larga de cumplir comohipótesis. Pues no permanecer pasivo consu razón, siendo en todo momento legis-lador de sí mismo, es ciertamente algo muy

fácil para el hombre que sólo quiere ade-cuarse a sus fines esenciales y no pretendesaber lo que se halla por encima de suentendimiento; ahora bien, como el afánpor esto último es apenas inevitable y nun-ca faltarán otros que prometan poder satis-facer con absoluta confianza esa curiosi-dad, por fuerza tiene que resultar muyarduo alcanzar o incluso mantener, sobretodo en el ámbito de lo público, aquel sen-cillo modo de pensar en que consiste laverdadera ilustración» (KU, Ak. V, 294nota).

2. Los tutores del pueblo y el papelde la filosofía

Aquel que pretenda transgredir los límitesde su capacidad cognoscitiva se convertiráen una presa fácil del fanatismo y la supers-tición, pues nunca faltarán voluntarios quele ofrezcan absurdas recetas para satisfaceresa estéril curiosidad. En ¿Qué es la ilus-tración? Kant había llamado a estos volun-tarios «tutores». Dichos tutores no aspi-rarían a ser el mentor de sus pupilos paraorientarles y aconsejarles hasta que pue-dan valerse por sí mismos. Bien al con-trario, pretenderían ejercer una tutela vita-licia que impidiese su plena emancipación.Por desgracia, el diagnóstico kantiano eneste punto continúa siendo tan certerocomo desolador. Todavía hoy son muchoslos que prefieren seguir confortablementeinstalados en una suerte de infancia inte-lectual y moral, sin tomarse nunca lamolestia de asumir sus propias responsa-bilidades ni mucho menos pensar por cuen-ta propia, optando en todo momento porseguir pautas ajenas.

Desde luego, siempre nos encontrare-mos con alguien bien dispuesto a regularnuestra existencia: un médico que nosprescriba nuestra dieta, un sacerdote quenos evite apelar a nuestra conciencia o unabogado que nos dicte las normas a seguiren cada momento. Kant retomará este

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argumento en la última de sus obras publi-cadas. Me refiero a El conflicto de las facul-tades, aparecida en 1798. Allí se refierecon toda mordacidad al papel jugado porlos médicos, abogados y sacerdotes comoinstrumentos del gobierno para manejara sus administrados. Cualquiera de noso-tros desea indudablemente tener una vidatan larga como saludable, además de verpreservado su patrimonio y encontrar algoque nos consuele de la muerte. «Según elinstinto natural —escribe Kant—, el médi-co habría de ser el personaje más impor-tante para el hombre, al tratarse de quienprorroga su vida, luego le seguiría enimportancia el jurista, que se comprometea velar por sus bienes materiales y sóloen último lugar (casi en el umbral de lamuerte), aun cuando esté en juego la dichaeterna, se buscaría un sacerdote; puesincluso éste mismo, por mucho que apreciela felicidad del mundo futuro, al no tenerningún testimonio de la misma, le reclamavehementemente al médico el permanecerun ratito más en este valle de lágrimas»(SdF, Ak. VII 23).

Desgraciadamente, observa Kant, «elpueblo no cifra su máxima dicha en la liber-tad, sino en sus fines naturales», los cualesvienen a quedar concretizados en los tresaspectos ya señalados, es decir, gozar debuena salud, tener a salvo nuestro dineroy superar de algún modo el temor a lamuerte. La filosofía, sin embargo, «sólopuede admitir esos deseos a través de pres-cripciones tomadas de la razón y, perma-neciendo fiel al principio de libertad, selimita a sostener aquello que el hombredebe y puede hacer; vivir honestamente, nocometer injusticias y mostrarse tan mode-rado en el goce como paciente en la enfer-medad, ateniéndose sobre todo a la espon-taneidad de la naturaleza; para todo estono se requiere, claro está, una gran sabi-duría, pues en buena medida todo se redu-ce al hecho de que uno refrene sus incli-naciones y confíe la batuta a su razón, algoque pese a todo no le interesa en absoluto

al pueblo por representar un esfuerzo per-sonal» (SdF, Ak. VII, 30).

Pero el pueblo encuentra en los pre-ceptos recién enumerados una mala alter-nativa para su inclinación a gozar y su aver-sión a cultivarse, por lo que sus reivindi-caciones rezarían más o menos así, segúnnos dice literalmente Kant: «“Lo que Vds.parlotean, señores filósofos, ya lo sabía pormi cuenta desde hace mucho tiempo; loque a mí me interesa averiguar de vosotrosen vuestra condición de sabios es más bienesto: ¿cómo podría, aunque hubiese vividocomo un desalmado, procurar a últimahora un billete de ingreso al reino de loscielos?; ¿cómo podría, aun cuando notuviese razón, ganar mi pleito?, y ¿cómopodría, aun cuando hubiese usado y abu-sado a mi antojo de mis fuerzas físicas,seguir estando sano y tener una larga vida?Para eso habéis estudiado y debiérais sabermás que cualquiera de nosotros, cuya únicapretensión es la de tener buen juicio”. Dala impresión —apostilla el Kant de El con-flicto de las facultades— de que el pueblose dirigiera al especialista como a un adi-vino o a un hechicero familiarizado conlas cosas sobrenaturales; pues el ignorantegusta de forjarse una idea exagerada delsabio a quien exige algo excesivo. Por esoresulta fácil presumir que, si alguien semuestra lo bastante osado como parahacerse pasar por taumaturgo, éste con-quistará al pueblo y le hará abandonar condesprecio el bando de la filosofía» (SdF,Ak. VII, 30-31), o sea, el de la libertad.

Esa libertad que propugna la filosofíatiene un alto precio: esforzarse a pensarpor uno mismo sin la guía de un tutor quenos pueda relevar en tan fastidiosa tarea.Como el niño que aprende a caminar, alprincipio el paso es titubeante y resultainevitable dar algún tropiezo, pero luegoel paso se vuelve cada vez más firme yseguro. Se trata de combatir la cobardepereza que nos impide caminar por nuestracuenta y riesgo, sin asir la mano del tutorde turno. En 1784 Kant aludía genéri-

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camente a unos tutores que se ofrecenvoluntarios para dirigir la vida de la gente,imposibilitando con ello que abandonensu «minoría de edad» y sigan precisandoandaderas ajenas. Catorce años más tardedichos tutores quedan personificados porantonomasia en los tres colectivos profe-sionales ya mencionados, a saber: médicos,jurisconsultos y clérigos, quienes —a sumodo de ver— se mostrarían extremada-mente propicios a hacerse pasar por tau-maturgos ante los ojos del pueblo. Al filó-sofo le tocaría oponérseles públicamente,no para derribar sus doctrinas, sino paradesmentir esa fuerza mágica que se les atri-buye de un modo supersticioso.

Merced a esa supersticiosa magia elpueblo cree, por ejemplo, que gracias alcumplimiento de ciertos ritos o formali-dades religiosas pueden lavarse automá-ticamente los más execrables crímenes, contal de creer a pie juntillas en unas doctrinascuyo auténtico significado ni siquiera seintenta comprender jamás o, dentro delámbito jurídico, que la observancia literalde una determinada ley nos impida pre-guntarnos por cuál fue su espíritu inicialy, por lo tanto, si cabe acomodar éste aunas nuevas circunstancias, por no hablardel cuidado de nuestra propia salud, la cuales encomendada ciegamente a los facul-tativos del ramo. Kant derrocha toda suironía sobre unos tutores que se hallaríancuando menos tan encadenados como suspupilos a los manuales al uso. Pues el teó-logo bíblico no podría tomar sus doctrinasde la razón, sino únicamente de la Biblia,ni el profesor de derecho extraer sus teo-rías del derecho natural, teniendo que limi-tarse a entresacarlas del código civil, aligual que un médico no habría de funda-mentar su terapéutica en la fisiología delcuerpo humano, sino que se vería obligadoa consultar un vademécum de medicinaconvenientemente sancionado por lasautoridades competentes (cfr. SdF, Ak.VII, 23).

Las facultades de teología, derecho ymedicina representaban para Kant el aladerecha del parlamento universitario, entanto que la de filosofía constituía su alaizquierda. Mientras que las primeras hande salvaguardar los estatutos del gobierno,los filósofos representarían algo así comoel partido de una eterna oposición, puestoque nunca estarían llamados a ejercer elpoder, aun cuando siempre deban asesorara quien lo detenta (cfr. SdF, Ak. VII, 35).En el artículo secreto de Hacia la paz per-petua (1794) Kant dejó escrito lo siguiente:«No cabe confiar en que los reyes filosofeno esperar que los filósofos lleguen a serreyes, pero tampoco hay que desearlo, por-que detentar el poder corrompe inexora-blemente aquella libertad que debe carac-terizar al juicio de la razón. Sin embargo,es imprescindible que los reyes no hagandesaparecer o acallar a la casta de los filó-sofos y que, por el contrario, les dejenhablar públicamente para que iluminen sutarea» (ZeF, Ak. VIII, 369). Al entenderde Kant, ésa es justamente la misión delos filósofos: alumbrar el camino a todoslos demás, ya se trate del gobierno, de losteólogos o de los juristas.

Suele creerse —comenta Kant— que lafilosofía debe oficiar como sirvienta de lateología, pero no se aclara si debe pre-cederla con la luz de su antorcha o seguirlasujetando la cola de su regio manto. «Inclu-so cabría conceder a la facultad de teologíala arrogante pretensión de que la filosofíasea su sierva (aunque siempre subsista laduda de si ésta precede a su graciosa seño-ra portando la antorcha o va tras ella suje-tándole la cola del manto), con tal de queno la despidan o le tapen la boca; puesjustamente esa modesta pretensión de serlibre, tan sólo para descubrir la verdad enprovecho de cada ciencia, debe recomen-darla ante el propio gobierno como nadasospechosa y del todo imprescindible»(SdF, Ak. VII, 28). «El jurista, que tienecomo símbolo de su oficio la balanza delderecho y la espada de la justicia, se sirve

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comúnmente de la espada, no sólo paramantener apartada de la balanza cualquierinfluencia extraña, sino también paraponerla en esa balanza cuando no quiereque se hunda uno de los platillos; el juristaque no es al mismo tiempo filósofo tienela enorme tentación de hacer esto, porquesu cometido es aplicar si más las leyes exis-tentes, mas no indagar si precisan unamejora» (ZeF, Ak. VIII, 69).

3. Uso privado-uso público de la razón:¿un antídoto contra las revoluciones?

Esta indagación sería el quehacer del filó-sofo, tal como señala Kant en Hacia lapaz perpetua (1794) y El conflicto de lasfacultades (1798). Ahora bien, en ¿Qué esla ilustración? (1784) este papel lo podíaejercer cualquier persona instruida (Ge-lehrte) que tuviese una opinión formadasobre un determinado asunto. La ilustra-ción sólo requiere libertad, la más inofen-siva de las libertades —precisa Kant—,libertad para hacer un uso público de lapropia razón, expresando por escrito nues-tras críticas y argumentos ante aquel públi-co que configura el mundo de los lectores(Leserwelt). A este uso público Kant con-trapone un uso privado, esto es, un usorestringido a cierto ámbito, un uso par-ticular y no general. Todo aquel que formeparte de la maquinaria del Estado debeatenerse a este uso privado, en tanto quedesempeñe una determinada función oencomienda. Los ejemplos que aduce Kantson el del soldado que cumple una orden,el de un ciudadano a la hora de pagar susimpuestos y el del sacerdote cuando pre-para sus homilías para los miembros desu parroquia.

Que un oficial discutiera la ordenimpartida por un superior al ir a ejecutarlaresquebrajaría esa disciplina que requieretodo ejército y por ello ha de limitarse acumplir sus órdenes, aun cuando luegopueda verter sus observaciones por escrito,

como especialista en el tema, para denun-ciar las deficiencias que haya detectado ytender a subsanarlas. A la hora de pagarlos impuestos, el ciudadano debe hacerlosin rechistar, porque lo contrario podríadar lugar a una insumisión fiscal genera-lizada, pero eso no es óbice para que pos-teriormente publique sus alegaciones con-tra la inconveniencia o injusticia de talestributos. De igual modo, las homilías queun párroco dirige a sus feligreses habránde ajustarse al credo profesado por su igle-sia, dado que fue aceptado en su seno bajoesa condición. Cuanto enseña en funcióndel puesto que desempeña será presentadocomo algo con respecto a lo cual él noes libre para enseñarlo según su propiocriterio, habida cuenta de que ha sidoemplazado a exponerlo según una pres-cripción ajena, si bien como especialistaen la materia tenga plena libertad paraexponer a los lectores interesados por elasunto sus discrepancias y juicios perso-nales al respecto.

Reparemos en la paradoja que conllevaeste último ejemplo del distingo kantianoentre uso público y uso privado de la propiarazón. En cuanto sacerdote no es libre, nitampoco le cabe serlo, al estar ejecutandoun encargo ajeno; en cambio, como alguiendocto que habla mediante sus escritos alpúblico en general, esto es, al mundo,dicho sacerdote disfruta de una libertadilimitada para usar públicamente su razóny hablar en su propio nombre. Al sarcásticoHamann esta distinción kantiana le pare-cerá tan cómica como distinguir entre lodigno de risa y lo risible. «¿Para qué mesirve —dirá Hamann en Una carta sobrela ilustración— el traje de fiesta de la liber-tad, si en casa tengo que llevar el delantalde la esclavitud?» (cfr. Qué es ilustración,Madrid, Tecnos, 1993, p. 35).

Sin embargo, Kant sí estaba plenamenteconvencido de que su distinción entre usopúblico y uso privado de la razón com-portaba una indudable ventaja, puesto quebien aplicada podía evitar el recurso a la

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revolución. Esto lo vio muy bien Erharden su escrito de 1795 Sobre el derecho delpueblo a una revolución: «es posible —lee-mos allí— que las constituciones se adap-ten a los diferentes grados de emancipa-ción, impidiendo de este modo la verda-dera revolución, hasta el extremo de quetodo sucede poco a poco e imperceptible-mente la constitución consigue su correctaforma moral. Igual que se dice que el pue-blo es culpable de su minoría de edad, tam-bién se puede afirmar del gobierno queél fue el culpable de toda revolución, alno haberse sabido adaptar a la emanci-pación o no respetar los derechos humanosdel pueblo. Feliz es el Estado en dondesu gobierno es constantemente tan justocomo para tratar al pueblo en correspon-dencia con lo exigido por la ilustración.En tal Estado ocurre lo que pasa en otrosa través de la revolución; sin embargo, aeste tipo de Estado se llega por la evo-lución producida merced a la ilustración»(cfr. Qué es ilustración, Madrid, Tecnos,1993, pp. 95 y 97). Kant apuesta decidi-damente por la vía de una paulatina refor-ma constitucional que vaya mejorando éstapoco a poco y haga superfluo el recurrira un traumático proceso revolucionario.«Mediante una revolución —leemos en¿Qué es la ilustración? (Ak. VIII, 36)— qui-zá se logre derrocar un despotismo per-sonal, así como la opresión generada porsu codicia y ambición, pero nunca lograráestablecer una verdadera reforma en elmodo de pensar» ni emanciparnos, portanto, del prejuicio y de la superstición.

Al contrario que Erhard, Kant jamásadmitió que un pueblo tuviese derechoalguno a la revolución, aunque fuera paraderrocar a la más execrable de las tiranías.En La metafísica de las costumbres (1797),Kant afirma tajantemente: «Contra elsupremo legislador del Estado no hay nin-guna resistencia legítima por parte del pue-blo; no existe ningún derecho de revolu-ción para rebelarse o atentar contra su per-sona, ni siquiera bajo el pretexto de que

abusa tiránicamente del poder. El másmínimo intento en ese sentido supone uncrimen de alta traición y el traidor ha deser castigado con la muerte» (MdS, Ak.VI, 320). Kant está repitiendo aquí losargumentos explicitados en su Teoría ypráctica de 1793: «Toda oposición contrael supremo poder legislativo, cualquierincitación que haga pasar a la acción eldescontento de los súbditos, todo levan-tamiento que estalle en rebelión es el delitosupremo y más punible de una comunidad,porque destruye sus fundamentos. Y estaprohibición es incondicionada, de suerteque, aun cuando el jefe del Estado hayallegado a violar el contrato originario y aperder con ello, ante los ojos del ciuda-dano, el derecho a ser legislador por auto-rizar al gobierno para que proceda demodo absolutamente despótico y tiránico,a pesar de todo sigue sin estar permitidaninguna oposición a título de contravio-lencia» (ÜdG, Ak. VIII 299).

Estas contundentes afirmaciones encontra de un presunto derecho a rebelarsecontra el despotismo y la tiranía las viertealguien que, por otra parte, simpatizóabiertamente con los levantamientos deIrlanda o la sublevación de las coloniasnorteamericanas, además de manifestar unencendido entusiasmo hacia los revolucio-narios franceses. Pero este doble raserono significa que Kant sea inconsecuenteconsigo mismo, sino que aplica distintosenfoques a un mismo problema. FelipeGonzález Vicén lo explica muy bien en sulibro La filosofía del Estado en Kant (LaLaguna, 1952): «El problema de resisten-cia al poder no es tratado por Kant desdeel punto de vista histórico de su posiblejustificación o no justificación, sino sólocomo un problema de lógica jurídica. Sucondena de toda revolución no encierra,en realidad, un juicio valorativo; sólo dic-tamina que un «derecho» de resistenciaes un contrasentido en sí mismo, meraspalabras sin contenido alguno» (op. cit.,p. 96).

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Ahora bien, una cosa es que la revo-lución, enfocada como un presunto dere-cho a la rebelión del pueblo contra su tira-no, suponga un absurdo jurídico y otra muydistinta es el juicio que Kant emite comofilósofo de la historia, cuando enjuicia des-de otro punto de vista los movimientosrevolucionarios de su tiempo, como es elcaso de la revolución por antonomasia, esdecir, de la Revolución francesa, que Kantcalifica como un signo inequívoco del pro-greso moral de la humanidad, a la vistadel entusiasmo que suscita en cualquierespectador imparcial. En la segunda partede El conflicto de las facultades, publicadaen 1798 y que porta el significativo títulode Replanteamiento sobre la cuestión de siel género humano se halla en constante pro-greso hacia lo mejor, Kant afirma con todacontundencia lo siguiente: «La revoluciónde un pueblo pletórico de espíritu, queestamos presenciando en nuestros días,puede triunfar o fracasar, puede acumularmiserias y atrocidades en tal medida quecualquier hombre sensato nunca se deci-diese a repetir un experimento tan costoso,aunque pudiera llevarlo a cabo por segun-da vez con fundadas expectativas de éxitoy, sin embargo, esa revolución —a mi modode ver— encuentra en el ánimo de todoslos espectadores (que no están compro-metidos en el juego) una simpatía rayanaen el entusiasmo, cuya manifestación llevaaparejado un riesgo, que no puede tenerotra causa que una disposición moral enel género humano» (SdF, Ak. VIII, 84).

Eso sí, en una de sus Reflexiones iné-ditas, Kant celebra que dicha revoluciónhaya tenido lugar bastante lejos de su terri-torio. Al contemplar a un pueblo gober-nado antes por el absolutismo y cuya repu-blicanización conlleva las mayores tribu-laciones, el espectador de la Revoluciónfrancesa queda embargado por un vivoentusiasmo que le hace desear ardiente-mente la consecución de tal empresa, «has-ta el punto de que incluso a los habitantesde un Estado gobernado más o menos

como aquél (Prusia) les gustaría realizartambién esa transición, máxime si pudieratener lugar sin una revolución violenta queno desean para sí; en parte, porque tam-poco les va tan mal y, sobre todo, porqueademás el enclave del Estado al que per-tenecen tampoco permite otra constituciónsino la monárquica sin correr el riesgo dequedar desmembrado por sus vecinoscolindantes» (Refl. 8044, Ak. XIX, 604).

Es cierto que Kant aplaude la Revo-lución francesa e incluso da en conside-rarla un hito muy significativo para el pro-greso moral de la humanidad, pero no esmenos cierto que no está demasiado inte-resado en que Prusia pase por la mismaexperiencia. Tampoco hay necesidad, puesno le parece tan importante la forma quepueda tener un gobierno como el modode gobernar, es decir, le preocupa sobretodo que gobierne republicana o despó-ticamente y le importa menos que la repre-sentación de su soberanía recaiga en unosolo (autocracia), en varios (aristocracia)o en toda la sociedad civil (democracia).Es más, el se decanta por un monarca ilus-trado como Federico II, que se considerea sí mismo «el primer servidor del Estado»(cfr. ZeF, Ak. VIII, 352) y gobierne conun espíritu representativo, cumpliendo conel deber que Kant impone a todos losmonarcas, quienes, «aunque manden auto-cráticamente, deben gobernar pese a todode modo republicano, esto es, deben trataral pueblo de acuerdo con principios con-formes a las leyes de la libertad, tales comolas que un pueblo se prescribiría a sí mismoen la madurez de su razón» (SdF, Ak. VII,90).

Para gobernar de un modo republicanoy promulgar este tipo de leyes, el soberanocontaría con la ficción heurística del pactosocial que fundamenta toda sociedad civil.Esta idea regulativa de un contrato socialoriginario tendría una indudable realidadpráctica, «la de obligar a todo legisladora que dicte sus leyes como si éstas pudieranhaber emanado de la voluntad unida de

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todo un pueblo, pues ahí se halla la piedrade toque de la legitimidad de toda leypública» (ÜdG, Ak. VIII, 297). Un sobe-rano así sabría, claro está, que no es unser sobrehumano dotado de inspiracióncelestial y, en orden a enmendar sus posi-bles errores legislativos, vería con agradoque todos los ciudadanos estuvieran facul-tados para dar «a conocer públicamentesu opinión acerca de lo que le parezcainjusto con la comunidad en las disposi-ciones del soberano». A juicio de Kant,«todo hombre tiene unos derechos inalie-nables a los que no podría renunciar aun-que quisiera y sobre los cuales él mismoestá perfectamente capacitado para juz-gar». Por ello dictamina que «la libertadde pluma es el único paladín de los dere-chos del pueblo» (ÜdG, Ak. VIII 304) yel único camino que permite introducir lasreformas necesarias para evitar una trau-mática revolución.

Esta «libertad de pluma» la tendría quepoder ejercer cualquier ciudadano, peroes algo inexcusable para el filósofo, cuyatarea consistiría en ilustrar al pueblo, a lapar que asesora con sus razonamientos algobierno. «La ilustración del pueblo —es-cribe Kant en la segunda parte de El con-flicto de las facultades— consiste en la ins-trucción pública del mismo respecto a susderechos y deberes para con el Estado alque pertenece. Ahora bien, como aquí sólose trata de los derechos naturales deriva-dos del más elemental sentido común, susdivulgadores e intérpretes no son los juris-tas designados oficialmente por el gobier-nos, sino aquellos otros que van por libre,o sea, los filósofos, quienes justamente porpermitirse tal libertad son piedra de escán-dalo para el Estado y se ven desacredi-tados, como si supusieran por ello un peli-gro, bajo el nombre de enciclopedistas oinstructores (Aufklärer) del pueblo, pormás que su voz no se dirija confidencial-mente al pueblo (que bien escasa o ningunaconstancia tiene de sus escritos), sino quese dirige respetuosamente al Estado, supli-

cándole que tenga en cuenta los derechosdel pueblo; lo cual no puede tener lugarsino por el camino de la publicidad» (SdF,Ak. VII, 89).

Antes, en la primera sección del mismoescrito, Kant ha subrayado el hecho de que«la facultad de filosofía no puede verseanclada por una interdicción del gobiernosin que éste actúe en contra de su auténticopropósito. Sólo a los eclesiásticos, juriscon-sultos o médicos puede prohibírseles que,en el ejercicio de sus respectivas funciones,contradigan públicamente las doctrinasque les han sido confiadas por el gobiernoy se arroguen el papel del filósofo. Si lospredicadores o los magistrados se dejaranllevar por el antojo de comunicar al pueblosus reparos y dudas frente a la legislacióneclesiástica o civil, le harían sublevarse conello en contra del gobierno» (SdF, Ak. VII,28-29). Sólo la filosofía ha de ser «inde-pendiente de los mandatos del gobiernocon respecto a sus doctrinas y ha de tenerla libertad, no de dar orden alguna, perosí de juzgar todo cuanto tenga que ver conlos intereses científicos, o sea, con la ver-dad, terreno en el que la razón debe tenerel derecho de expresarse públicamente, yaque sin ello la verdad nunca llegaría amanifestarse en perjuicio del propiogobierno» (SdF, Ak. VII, 19-20).

4. La ingrata experiencia de Kantcon la censura prusiana

Kant reclama con ardor esta libertad parael quehacer del filósofo, porque él mismohabía sido víctima de la censura prusiana.En 1793 no pudo publicar en la BerlinischeMonatsschrift lo que luego se convertiríaen el segundo capítulo de La religión dentrode los límites de la mera razón (1793) yKant se las ingenió para burlar a los cen-sores berlineses obteniendo el plácet paraimprimirlo en otro lugar ese mismo año.Entonces el sucesor de Federico el Gran-de, que había muerto en 1786, le mandó

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estas líneas que fueron redactadas porWöllner, un clérigo que oficiaba comoministro de asuntos religiosos: «Nuestraalta persona ha venido observando conenorme desagrado desde hace ya algúntiempo cómo abusáis de vuestra filosofíapara deformar y profanar algunos princi-pios capitales de la Sagrada Escritura ydel cristianismo, como lo habéis hecho envuestro libro La religión dentro de los límitesde la mera razón. A vos mismo se os debealcanzar cuán irresponsablemente habéisobrado con ello en contra de vuestro debercomo maestro de la juventud y en contrade nuestras intenciones como soberano.Exigimos vuestra pronta y concienzudarectificación y esperamos que no volváisa cometer ninguna otra falta de este tipo,sino que, por el contrario, apliquéis vuestroascendiente y vuestro talento a secundarnuestros propósitos; de no ser así, vuestrareticencia habrá de contar irremisiblemen-te con ingratas disposiciones» (SdF, Ak.VII, 6).

En su respuesta Kant alega que lasfacultades universitarias «sí son libres parajuzgar públicamente en conciencia segúnsu leal saber y entender; únicamente losmaestros del pueblo situados en escuelasy púlpitos quedan ligados a lo sancionadopara su exposición pública por parte dela autoridad gubernamental, lo que porotra parte no ha de ser sino el resultadodel debate mantenido por las facultadescualificadas para ello (la teológica y la filo-sófica); el soberano no sólo debe aprobarese debate, sino que tiene el derecho aexigirles que pongan en conocimiento delgobierno mediante sus escritos todo cuan-to consideren provechoso a tal efecto»(SdF, Ak. VII, 7). Para Kant no es lícitodespojar a los filósofos del «deber de velarporque, si bien no se diga públicamentetoda la verdad, sí sea verdad todo lo quese diga y sea establecido como principio»(SdF, Ak. VII, 32).

A Kant le indignó enormemente queun clérigo censurase sus escritos desde su

poltrona ministerial y esta indignación serefleja en el primer borrador del prólogoa La religión, un texto que hubo de pulirhasta tres veces antes de hallar el tono ade-cuado para su publicación. En esa primeraversión Kant se olvida por completo dehacer cualquier concesión a la diplomaciay derrocha una enorme mordacidad, iro-nizando acerca del deber que habría deobservar todo buen ciudadano, y en par-ticular el filósofo, de no inmiscuirse paranada en los derechos ostentados por unafe revelada, «máxime cuando esa intromi-sión se halla bajo la custodia e incluso lainterpretación de ciertos funcionarios queno tienen necesidad alguna de razonar,sino tan sólo de ordenar cómo debe juz-garse conforme a esa fe y profesarla públi-camente. Este privilegiado colectivo tam-bién cuenta, sin embargo, con límites a sucompetencia, cual es la no intromisión enla actividad profesional del filósofo y pre-tender demostrar o impugnar sus dogmasmediante la filosofía; alguno de tales fun-cionarios debiera comprender que no esésa su misión y desistir así de su imper-tinencia» (Ak. XX, 427-428).

Su indignación va subiendo de tono yhacia el final del mencionado borrador iné-dito afirma: «Si se sigue por ese caminoy se confiere al clero, además del poderque le ha sido concedido para llevar a cabosu tarea, el privilegio de someter todo asu examen, reconociéndosele asimismo elderecho de juzgar si algo es o no asuntode su competencia por encima de la ins-tancia de cualquier otro tribunal, todo estáperdido para las ciencias y pronto retor-naríamos a los tiempos de los escolásticos,cuando no cabía ninguna otra filosofía sal-vo la modelada de acuerdo con los prin-cipios aceptados por la Iglesia o, como enla época de Galileo, la única astronomíaposible será la consentida por el teólogobíblico de turno, que nada entiende de esamateria» (Ak. XX, 431-432). Este inciden-te con la censura de su tiempo es lo quele hará escribir poco después El conflicto

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de las facultades, donde la filosofía reclamadel gobierno «limitarse a no estorbar elprogreso del conocimiento y las ciencias»(SdF, Ak. VII, 20 nota), dado que la razónha de tener el derecho a expresarse públi-camente, al margen de cualquier interdictogubernamental.

Al no poder publicar en la revista deBerlín su escrito sobre la religión, Kant losustituye por otro, cuyo título es En tornoal tópico: «tal vez eso sea correcto en teoría,pero no sirve para la práctica», aunque sueleser citado con el de Teoría y práctica (1793).En la segunda parte de dicho trabajo cabeleer lo siguiente: «En toda comunidad tieneque haber una obediencia sujeta al meca-nismo de la constitución estatal, con arregloa leyes coactivas que conciernen a todos,pero a la vez tiene que haber un espíritude libertad, en donde cada cual, por lo queatañe al deber universal de la humanidad,exige verse convencido de que tal coacciónes legítima, para no incurrir en una con-tradicción consigo mismo. La obedienciasin el espíritu de libertad es la causa detodas las sociedades secretas. Pues el comu-nicarse unos con otros es una vocaciónnatural de la humanidad, sobre todo en loque concierne al ser humano en general;por lo tanto, las asociaciones clandestinasdejarían de existir, si se propiciara esa liber-tad. Y ¿por qué otro medio podría elgobierno alcanzar los conocimientos quefavorecen su propio propósito más esencial,salvo permitiendo que se manifieste talespíritu de libertad?» (ÜdG, Ak. VIII, 304).

Como puede apreciarse, Kant está reco-giendo aquí la distinción entre uso privadoy uso público de la razón acuñada en ¿Quées la ilustración? «En algunos asuntos enca-minados al interés de la comunidad se hacenecesario un cierto automatismo, mercedal cual ciertos miembros de la comunidadtienen que comportarse pasivamente paraverse orientados por el gobierno hacia finespúblicos mediante una unanimidad artifi-cial o, cuando menos, no perturben la con-secución de tales metas. Desde luego, aquí

no cabe razonar, sino que uno ha de obe-decer. Sin embargo, en cuanto esta partede la maquinaria sea considerada comomiembro de una comunidad global e inclu-so cosmopolita y, por lo tanto, se consideresu condición de docto que se dirige sen-satamente a un público mediante sus escri-tos, entonces resulta obvio que puede razo-nar sin afectar con ello a esos asuntos endonde se vea parcialmente concernidocomo miembro pasivo» (Ak. VIII, 37). Enrealidad Kant está transfiriendo al ámbitopolítico el mismo esquema con que su teo-ría moral ha solventado el espinoso pro-blema de la libertad.

Recordemos cómo resuelve Kant en suCrítica de la razón práctica (1788) el pro-blema de la libertad. Cualquiera de noso-tros está inmerso, en cuanto fenómeno, enuna inexorable cadena causal cuyos esla-bones va trabando el transcurso temporalconforme al mecanicismo de la naturaleza,pero al mismo tiempo nos cabe conside-rarnos, en cuanto noúmenos, como sereslibres cuya voluntad moral es capaz de for-jar leyes autónomamente, al margen decualquier determinación o condiciona-miento causal (cfr. KpV, Ak. V, 114). Deigual modo, considerado como una partede la maquinaria del Estado, el ciudadanodebe limitarse a obedecer los dictados delgobierno al desempeñar el encargo que sele ha encomendado, pero como miembrode una comunidad global o cosmopolitatiene todo el derecho a expresar públicay libremente sus opiniones para ir mejo-rando con ellas la legislación vigente.

Haciendo gala de semejante libertad,Kant denuncia en Qué es la ilustración algu-nas cosas que son sencillamente intolera-bles, como el decidir que una determinadaconfesión religiosa se autoproclame comola única fe verdadera e intente imponerpara siempre a todos los ciudadanos ciertosdogmas de su credo. «Yo mantengo —nosdice Kant— que tal cosa es completamenteimposible. Semejante contrato, que daríapor cancelada para siempre cualquier ilus-

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tración ulterior del género humano, esabsolutamente nulo e inválido, y seguiríasiendo así, aun cuando quedase ratificadopor el poder supremo, la dieta imperialy los más solemnes tratados de paz. Unaépoca no puede aliarse y conjurarse paradejar a la siguiente en un estado en queno le haya de ser posible ampliar sus cono-cimientos, rectificar sus errores y, en gene-ral, seguir avanzando hacia la ilustración.Tal cosa supondría un crimen contra lanaturaleza humana, cuyo destino primor-dial consiste justamente en ese progresar;y la posteridad estaría, por lo tanto, per-fectamente legitimada para recusar aquelacuerdo adoptado de un modo tan incom-petente como ultrajante. La piedra detoque de todo cuanto puede acordarsecomo ley para un pueblo se cifra en estapregunta: ¿acaso podría un pueblo impo-nerse a sí mismo semejante ley?» (Ak.VIII, 39). Hay cosas que, a juicio de Kant,«vulneran y pisotean los sagrados derechosde la humanidad», como el estipular la per-sistencia de un credo que nadie pudieraponer en duda públicamente.

Ésta es una tesis que Kant no se cansaráde repetir, como podemos comprobar siacudimos a Teoría y práctica o a La meta-física de las costumbres. «Lo que un pueblono puede decidir sobre sí mismo, tampocopuede decidirlo el legislador sobre el pue-blo», aducirá Kant en 1793 (ÜdG, Ak. VIII,304) y en 1798 (MdS, Ak. VI, 327), paraponer en cuestión que ninguna ley puedadisponer la perdurabilidad indefinida decierta constitución eclesiástica, como siunos determinados artículos de fe y unadeterminada liturgia pudieran valer parasiempre. A juicio de Kant no sería lícitoprohibir a la posteridad el enmendar posi-bles errores y por ello resulta claro quetal proceder atentaría contra el destino ylos fines de la humanidad; «en consecuen-cia, una ley así dictada no se ha de con-siderar como la genuina intención delmonarca y por ello cabe ponerle objecio-

nes, enjuiciándola públicamente» (ÜdG,Ak. VIII, 305).

«Lo que a un pueblo no le resulta lícitodecidir sobre sí mismo, menos aún le cabedecidirlo a un monarca sobre el pueblo—leemos también en Qué es la ilustra-ción— porque su autoridad legisladoradescansa precisamente en que reúne lavoluntad íntegra del pueblo en la suya pro-pia» (Ak. VIII, 39-40). El soberano debedejar que los ciudadanos hagan cuantoconsideren oportuno para la salvación desu alma, pues esto es algo que no le incum-be de modo alguno; en cambio sí le com-pete impedir que unos perturben violen-tamente a otros al buscar su propia sal-vación o su propia felicidad, porque sumisión es crear un marco jurídico de con-vivencia donde cada cual pueda «buscarsu bienestar según le plazca, siempre ycuando ello sea compatible con la libertadajena» (Idee, Ak. VIII 28), dado que labúsqueda de la felicidad es una tarea per-sonal e intransferible. Kant se oponerotundamente a un gobierno paternalistaque adoptara como principio de su legis-lación la benevolencia para con el puebloy se comportara con los ciudadanos comoun padre lo hace con sus hijos, dando enconsiderar a los ciudadanos como unosniños que, al ser menores de edad, sonincapaces de distinguir lo que más les con-viene y por eso se ven obligados a esperarque su jefe de Estado determine arbitra-riamente cómo deban ser felices. Ungobierno así le parece a Kant «el mayordespotismo imaginable» (ÜdG, Ak. VIII,290-291), tal como señala en Teoría ypráctica.

5. «El siglo de Federico»

Kant estaba convencido de no padecer esedespotismo. Cuando en ¿Qué es la ilustra-ción? se pregunta si acaso se vivía entoncesen una época ilustrada, responde a renglónseguido que ciertamente no, aunque sí

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cupiera calificarla como una «época de ilus-tración», a la que también se podría llamar«el siglo de Federico» (Ak. VIII, 40). Fede-rico II de Prusia es descrito aquí por Kantcomo «un príncipe que no considera indig-no de sí reconocer como un deber suyo elno prescribir a los hombres nada en cues-tiones de religión, sino que les deja plenalibertad para ello e incluso rehúsa el altivonombre de tolerancia». Un príncipe así —si-gue diciendo— «es un príncipe ilustradoy merece que el mundo y la posteridad selo agradezcan, ensalzándolo por haber sidoel primero en haber librado al génerohumano de la minoría de edad, cuandomenos por parte del gobierno, dejando librea cada cual para servirse de su propia razónen todo cuanto tiene que ver con la con-ciencia» (Ak. VIII, 41).

Federico el Grande no sólo se habríamostrado muy liberal en materia de reli-gión, sino que tampoco se habría mostradoreticente a favorecer una libre opinión encuestiones políticas, al darse cuenta deque, «incluso con respecto a su legislación,tampoco entraña peligro alguno el consen-tir a sus súbditos que hagan un uso públicode su propia razón y expongan pública-mente al mundo sus pensamientos sobreuna mejor concepción de dicha legislación,aun cuando critiquen con toda franquezala que ya ha sido promulgada». Según elKant de 1784, Federico II sería todo unpionero en este campo, porque ningúnmonarca le habría precedido en ese pro-ceder. Se trataría de un príncipe ilustradoque «no teme a las sombras», al disponerde «un cuantioso y bien disciplinado ejér-cito para garantizar la tranquilidad públicade los ciudadanos». Cuando leyó estaslíneas, la cáustica pluma de Hamann lesdedicó este comentario: «¿Con qué con-ciencia puede reprochar un especulador,apoltronado detrás de la estufa y con elgorro de dormir calado hasta los ojos, lacobardía del menor de edad, si su ciegotutor tiene como fiador de su infalibilidadun ejército ingente y bien disciplinado?»

(cfr. Qué es ilustración, Madrid, Tecnos,1993, pp. 33-34).

Desde luego, como ya hemos vistoFederico Guillermo II, el sucesor de Fede-rico el Grande, sólo consiguió que Kantse reafirmará en estas opiniones y echaráde menos a ese monarca ilustrado, queaccedió al trono en 1740, justo el mismoaño en que Kant se matriculó en la Uni-versidad Albertina de Königsberg. Elpadre de Federico II, Federico GuillermoI, se había ganado el apodo de «Rey-Sar-gento», porque los únicos gastos en queno reparaba era el dinero destinado a susregimientos y, por añadidura, cifraba sumayor orgullo en reclutar para sus tropasa soldados de una elevada estatura. Unade sus mayores hazañas intelectuales fuedesterrar al filósofo que había populari-zado el pensamiento leibniziano, ChristianWolff, por entender que sus teoría en tornoal libre albedrío podrían llegar a favorecerla deserción entre sus huestes. A pesar dehaberlo intentado, el «Rey-Sargento» nologró erradicar las inclinaciones literariasy la sensibilidad artística mostradas por elheredero de la corona.

Federico era un monarca bastante atí-pico. Le gustaba escribir versos y compo-ner una música que luego interpretaba élmismo con su célebre flauta. En la corres-pondencia mantenida con su admiradoVoltaire aseguraba haber preferido ser unsimple filósofo en lugar de rey. De hecho,publicaba sus obras como las del «Filósofode Sans-Souci», el palacio que se habíahecho construir en Postdam, para huir dela corte berlinesa. Y, antes de acceder altrono, redactó una obra titulada Antima-quiavelo, donde se propuso refutar capítulopor capítulo las tesis de El príncipe deMaquiavelo. Esta obra fue concebida comouna especie de catecismo ético para gober-nantes, pero jamás la hubiera publicadouna vez que se unció la corona, si no hubie-ra sido por el empeño de Voltaire, quienpor otra parte la rescribió hasta convertirlaen una obra conjunta. Muchos pensadores

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europeos creyeron que Federico podíaencarnar al Filósofo Rey soñado por Pla-tón, pero Federico prefirió tomar como sumodelo más bien a Marco Aurelio e inten-to establecer su propia pax romana ponién-dose a la cabeza de su ejército para con-quistar los territorios vecinos. «Pronto sevio, nos dice Voltaire, que Federico II, reyde Prusia, no era tan enemigo de Maquia-velo, como el príncipe heredero habíaparecido serlo.» Y Rousseau le dedicó estedíptico: «Su gloria y su provecho, he ahísu Dios y su ley. Pues piensa como filósofoy se comporta como Rey.»

Es verdad que Federico, tal como le dicea D’Alambert en 1770, decía cosas comoéstas: «Yo creo que es bueno ilustrar alos hombres. Combatir el fanatismo esdesarmar al monstruo más cruel y sangui-nario» (Carta del 3 de abril de 1770 cit.en ¿Es conveniente engañar al pueblo?,p. 19). Pero también que veía ciertas difi-cultades para realizar esa tarea y librar alos hombres de la superstición asentadaen absurdas fábulas religiosas. En otra desus cartas cruzadas con D’Alambert escri-be lo siguiente: «La condición humana yel trabajo diario suponen un serio impe-dimento para ilustrar a los hombres y hacerque superen los prejuicios de la educación.Tomemos cualquier monarquía y descon-temos primero a los labradores, trabaja-dores manuales, artesanos y soldados; nosquedarán unas cincuenta mil personasentre hombres y mujeres; de ellas, descon-temos la mitad; el resto lo compondrá lanobleza y la buena burguesía; de ellos, exa-minemos cuántos espíritus no cultivadoshabrá, cuántos imbéciles, cuántas almaspusilánimes, cuántos libertinos, y de esecálculo resultará aproximadamente que, delo que se llama una nación civilizada, ape-nas encontraréis mil personas doctas, y aunentre ellas, ¡qué diferencia de ingenio!Suponed, pues, que fuera posible que estosmil filósofos tuvieran todos ellos idénticosentimiento y estuvieran también tan des-provistos de prejuicios los unos como los

otros; ¿qué efectos producirían en el públi-co sus lecciones? Si ocho décimas partesde la nación, ocupadas en conseguir vivir,no leen nada; si otra décima no se aplicaa ello por frivolidad, por libertinaje o porineptitud, se deduce de todo ello que elbuen sentido del que es capaz nuestraespecie no puede residir más que en lamenor parte de una nación y que el restono es susceptible de ello. Por tanto, estasconsideraciones me llevan a creer que lacredulidad, la superstición y el temor timo-rato de las almas débiles se impondránsiempre en la balanza del público, que elnúmero de los filósofos será pequeño yque siempre una superstición cualquieradominará el universo; es un gasto estérilintentar ilustrar y, frecuentemente, esaempresa es peligrosa para quienes seencargan de ella. Hay que contentarse conser sabio para uno mismo, si se puede serlo,y abandonar al vulgo a su error, tratandode apartarlo de los crímenes que alteranel orden de la sociedad» (Carta del 8 deenero de 1770 cit. en ¿Es conveniente enga-ñar al pueblo?, pp. 16-17).

En 1777 Federico sugiere a Fornay, elsecretario perpetuo de la Academia ber-linesa, que promueva un concurso (algomuy en boga por la época como testimo-nian los dos célebres discursos de Rous-seau) para fomentar ensayos en torno altema ¿Puede ser útil engañar al pueblo? Unaño después, en 1778, la Real Academiade Ciencias y Letras de Berlín convoca unconcurso para responder a esta pregunta:«¿Puede ser útil para el pueblo algún tipode engaño, ya sea que consista en inducira nuevos errores o bien en mantenerlo enlos antiguos?» No habrá sólo un premio,sino dos. Cuando en 1780 se falla el doblepremio, recayendo sobre Rudolf ZachariasBecker y Frédéric de Castillon, todo elmundo sabe que se ha querido contentara Federico y que por eso se ha premiadotambién al segundo, a pesar de haber gus-tado más el primero. Éste había respon-dido negativamente, pero el otro había

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desgranado argumentos para mostrar cuánútil puede resultar engañar al pueblo. Heaquí cómo era ese monarca ilustrado enel que Kant depositó tantas esperanzaspara ilustrar al pueblo y hacer valer susderechos con arreglo a la dignidad propiade todo hombre.

BIBLIOGRAFÍA

A) Edición del texto en alemán

— «Beantwortung der Frage: Was istAufklärung?», en Kants Werke. Akade-mie-Textausgabe, vol. VIII, Berlin, Walterde Gruyter, 1968, pp. 35-42.

— «Was ist Aufklärung? Beiträge aus derBerlinischen Monatsschrift (In Zussammen-arbeit mit Michael Albrecht, ausgewählt,eingeleitet und mit Anmerkungen verse-hen von Norbert Hisnke), Darmstadt, Wis-senschaftlicher Buchgesellschaft, 1981.

B) Traducciones previas al castellano

1. «¿Qué es la ilustración?» (traduc-ción de Eugenio Ímaz), en KANT, E., Filo-sofía de la historia, El Colegio de México,1941; reimpresa luego en el FCE a partirde 1978.

2. «Respuesta a la pregunta: ¿Qué esla ilustración?» (traducción de EmilioEstiú), en KANT, E., Filosofía de la Historia,Buenos Aires, Nova, 1964.

3. «Respuesta a la pregunta: ¿Qué esilustración?» (traducción de AgapitoMaestre y José Romagosa), en ¿Qué es lailustración?, Madrid, Tecnos, 1988.

4. «Respuesta a la pregunta: ¿Qué esilustración?» (traducción de J. B. Llinares),en Materials de Filosofia, 4, Universitat deValència, 1991.

5. «Respuesta a la pregunta: ¿Qué esilustración?» (traducción de Javier Alco-riza y Antonio Lastra), en KANT, I., Endefensa de la Ilustración (introducción de

José Luis Villacañas), Barcelona, AlbaEditorial, 1999.

C) Otros escritos de Kant estrechamenterelacionados con el texto

— Ideas para una historia universal enclave cosmopolita y otros escritos sobre filo-sofía de la historia (traducción de RobertoRodríguez Aramayo y Concha Roldán),Madrid, Tecnos, 1994, pp. 3-23 [Idee(1784)].

— Teoría y práctica (traducción de JuanMiguel Palacios, Manuel Francisco PérezLópez y Roberto Rodríguez Aramayo),Madrid, Tecnos, 1986 (reimp. 1993),pp. 36-48 [ÜdG (1793)].

— Hacia la paz perpetua. Un esbozo filo-sófico (traducción, introducción y notas deJacobo Muñoz), Madrid, Biblioteca Nue-va, 1999, pp. 109-110 [ZeF (1794)].

— La contienda entre las facultades defilosofía y teología (versión castellana deRoberto R. Aramayo, con un estudio pre-liminar de José Gómez Caffarena),Madrid, Trotta, 1999, passim [SdF (1798)].

— «Replanteamiento sobre la cuestiónde si el género humano se halla en con-tinuo progreso hacia lo mejor», en KANT, I.,Ideas para una historia universal en clavecosmopolita y otros escritos sobre filosofíade la historia (traducción de RobertoRodríguez Aramayo y Concha Roldán),Madrid, Tecnos, 1994, pp. 86-96 [SdF(1798)].

— Kant. Antología (edición de RobertoR. Aramayo), Barcelona, Península, 1991,pp. 100-107 y 163-174.

D) Otras ediciones castellanas de Kantrelativas a su filosofía práctica

— Fundamentación para una metafísicade las costumbres (versión castellana, estu-dio preliminar, notas e índices de RobertoR. Aramayo), Madrid, Alianza Editorial,2001 [Grundl. (1785)].

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— Crítica de la razón práctica (versióncastellana, estudio preliminar, notas e índi-ces de Roberto R. Aramayo), Madrid,Alianza Editorial, 2000 [KpV (1788)].

— La religión dentro de los límites dela mera razón (traducción, prólogo y notasde Felipe Martínez Marzoa), Madrid,Alianza Editorial, 1991 [Rel. (1793)].

— La metafísica de las costumbres (tra-ducción de Adela Cortina y Jesús Conill;estudio preliminar de Adela Cortina),Madrid, Tecnos, 1989 [MdS (1797)].

— Antropología en sentido pragmático(traducción de José Gaos), Madrid, Revis-ta de Occidente, 1935; reimp. en Madrid,Alianza Editorial, 1991 [Anthropologie(1798)].

— Antropología práctica (edición prepa-rada por Roberto Rodríguez Aramayo),Madrid, Tecnos, 1990.

— Sobre pedagogía (traducción deLorenzo Luzuriaga), Madrid, DanielJorro, 1911; reimp. (con prólogo y notasde Mariano Fernández) en Madrid, Akal,1983.

— Lecciones de Ética (versión castella-na de Roberto Rodríguez Aramayo y Con-cha Roldán; estudio introductorio deRoberto Rodríguez Aramayo), Barcelona,Crítica, 1988.

E) Literatura secundaria sobre Kanty la Ilustración

Diccionario histórico de la ilustración,Madrid, Alianza Editorial, 1998, pp. 415y ss.

¿Es conveniente engañar al pueblo? Políticay filosofía en la ilustración (edición crí-tica, traducción, notas y estudio preli-minar de Javier de Lucas), Madrid, Cen-tro de Estudios Constitucionales, 1991;correspondencia entre Federico II yD’Alambert, pp. 15-22.

FEDERICO II DE PRUSIA Y VOLTAIRE, Anti-maquiavelo, o refutación del Príncipe deMaquiavelo (estudio introductorio, ver-

sión castellana y notas de RobertoR. Aramayo), Madrid, Centro de Estu-dios Constitucionales, 1995; introduc-ción, pp. xv-lii.

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TEXTOS Y DOCUMENTOS

ISEGORÍA/25 (2001) 309

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