La Alcahueta

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8/19/2019 La Alcahueta

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La “aLcahueta”

G.B.I.)

Era una vieja renga, de pelo ensortijado y renegrido. Causaba gracia verla,

encerrada siempre en su casa, asomar sus ojillos vizcacheros por entre las rendijas del

ventiluz de su cocina. Sólo salía de vez en cuando, y cuando las compras de la casa lo

requerían. Sin embargo, no se le escapaba nada. “Crónica T.V.”, le decíamos. 

En una de las rondas barriales, le tocó hacer guardia al cabo Jiménez. No pasó

media hora, cuando ya la alcahueta lo había visteado desde su “mirador”. Con sigilo de

lechuza oteó si el área estaba “despejada” y avanzó. Inmediatamente Jiménez la puso

al radio. Lo que oí, en otro momento hubiérame parecido un simple y llano chisme.Pero, las noticias de la revista Ahora   y algunos diarios, hacía un tiempo que divulgaban

una promesa de venganza de parte de los hermanos Riquelme. Manolo, el propietario

del antiquísimo bar La nueva armonía, pagaría con su vida la muerte del “Largo”. El

susodicho no valía nada. Además de ladrón, había aumentado su prontuario con el

asesinato de uno de mis subordinados más valientes y queridos -el policía Bazán, mi

propio hermano-.

No quedaba mucho tiempo para evitar la tragedia. Si la vieja tenía razón, en menos

de media hora arremeterían contra el gallego, antes de que éste cerrase el local. Tenía

que darme prisa.

El campanario de la iglesia toloneaba las once de la noche, cuando entré al local de

la esquina de Floresta al sur, calle Mariano Acosta al mil y tantos. Las mesas portaban

sus sillas, señal de que Manuel Cerdeiro se preparaba para marcharse. Bajando una

de las que cubrían las mesas del fondo del salón, me senté a esperar a que apareciera,

sin dejar de observar el movimiento de la calle, por la vidriera que reflejaba mi costado.

Sus cejudos ojos delataron una mueca de espanto. Era como si hubiera estado

esperando aquel momento, pero le costara creer que había llegado. Secamente le pedí

un licor guindado. No pude dejar de sonreír, al notar que sus manos temblorosas no

lograban acertar por completo al interior del vaso.

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 A las once y cuarenta y tres, los pasos de alguien adentrándose en el bar me

pusieron en guardia. Palpé mi arma debajo del impermeable. No hizo falta usarla. Era

un pobre borracho con ganas de continuar ensanchando su vientre con vino. Para

ponerle más pimienta al caldo que hervía en la cabeza del Manolo, lo saqué a

empujones a la lluvia callejera.

El cuadrado reloj parroquiano daba las doce y doce. Un nuevo sobresalto mojó de

transpiración la frente de mi protegido. Si él supiera quién era yo, no habría tratado de

poner sobre aviso a su vecino -Adelquí Martinelli- de mi presencia. Lo vi anotar algo, en

tanto que le servía una ginebra doble, y calculé lo que era. Mis subalternos, como quien

les habla -el comisario de este pueblo-, estaban abocados al operativo, ocultos y

expectantes entre las sombras de los árboles.

El plazo llegaba a su fin. En pocos minutos, los truenos de la tormenta se

confundirían con los de nuestras armas. El viejo Adelqui se dirigía tiritando, y no de frío,

hacia la puerta. Tuve que hacer el papel de matón para evitar que se fuera, y le ordené

que se tirara al piso y se quedara quieto. Los Riquelme no tardarían en llegar.

Pasó casi media hora y ¡nada! Ya empezaba a maldecir a la chusma del ventiluz,

cuando, a la una en punto, estacionó frente al bar un automóvil negro y brillante. Las

dos mojadas puertas delanteras se abrieron. No cabían dudas: lo único en que se

había equivocado doña Mari, era en el tiempo. O, tal vez, viendo que Cerdeiro se

tardaba demasiado, decidieron no esperar más y allí estaban.

Sus cicatrices se impusieron. Manoteé mi 45 de la leonera y disparé. Uno de ellos

fue a caer justo detrás del mostrador, donde el gallego ocultaba su miedo. El otro,

batiéndose con mis oficiales que ya entraban a sumarse a la revuelta, se desplomó a

pocos metros de su hermano. Los “siameses” Riquelme, como los apodaban en el

barrio por ser tan unidos en sus fechorías, quisieron permanecer así, incluso en sus

muertes.

Mucho le debía don Manuel a “Crónica T.V.”. De no ser por ella, lo que ahora

quedaba en el pasado como un susto, tendría el sabor nauseabundo de su propia

tumba. Pero yo le debía más aún. Por fin, mi occiso hermano y otros tantos policías,

habían sido vengados.