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LA ARCADIA NUEVAMENTE INVENTADA DEL QUIJOTE DE 1605 MARY MALCOLM GAYLORD Harvard University DE ARCADIAS E INVENCIONES Mi título juega adrede con dos términos, cuya polivalencia en el Re- nacimiento produce el doble ñudo semántico y referencial que me in- teresa escudriñar en estas páginas. Cada uno es un término que apunta hacia esferas distintas: por un lado, evocan el espacio efímero de la ima- ginación y de la creación poética; por otro, designan el mundo de la ex- periencia vivida. En el presente trabajo me centro en el complejo juego de mundos y sentidos que se produce en la intersección de múltiples Ar- cadias e invenciones en la «Segunda parte» del Quijote de 1605. Si en la tradición literaria Arcadia sirve para evocar el locus amoenus de la convención pastoril, el mismo topónimo designa un lugar real, una re- gión situada en el centro montañoso del Peloponeso, que coincidiría en la Antigüedad con el actual departamento de Arkhadia. En una Europa cuyos habitantes despertaban a la idea de que otros montes, otros ríos, otros valles los esperaban en regiones transoceánicas, el intenso cultivo de la modalidad pastoril no se nutre únicamente de la poesía bucólica gre- colatina. En el Renacimiento, el mito pastoril, en compañía del paraíso terrenal y la utopía, goza de una vida tan activa en el mundo de la histo- ria como en el de la literatura. Siguiendo el ejemplo de Colón, innume- rables exploradores descubren la imagen del lugar ameno en tierras tan remotas como la isla de Hispaniola o la Nueva Arcadia (hoy la Nueva Es- cocia canadiense), cuyos descendientes «arcadianos» («Cajún») hoy pue- blan el estado norteamericano de Louisiana. En su turno, la actividad de descubrir y de inventariar Arcadias geográficas anima una labor alegóri- ca filosófico-política que produce obras como la Utopía de Moro o la Ciu- dad del Sol de Campanella. Para Bartolomé de las Casas, las Indias ofre- cen una confirmación de la visión pastoral bíblica y la justificación de la misión evangelizadora: las «mansas ovejas» de un prístino paraíso terre- nal merecen «buenos pastores» religiosos, no «lobos hambrientos» 1 . 1 Bartolomé de las Casas, Brevísima relación de la destrucción de las Indias, edición de André Saint-Lu (Madrid, Cátedra, 1984). «Cervantesy el Quijote.» Actas Coloquio internacional (Oviedo, 27-30/10/2004) CERVANTES Y EL QUIJOTE. Mary MALCOLM GAYLORD. La Arcadia nuevamente inventada de...

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LA ARCADIA NUEVAMENTE INVENTADA DEL QUIJOTE DE 1605

MARY MALCOLM GAYLORD Harvard University

DE ARCADIAS E INVENCIONES

Mi título juega adrede con dos términos, cuya polivalencia en el Re­nacimiento produce el doble ñudo semántico y referencial que me in­teresa escudriñar en estas páginas. Cada uno es un término que apunta hacia esferas distintas: por un lado, evocan el espacio efímero de la ima­ginación y de la creación poética; por otro, designan el mundo de la ex­periencia vivida. En el presente trabajo me centro en el complejo juego de mundos y sentidos que se produce en la intersección de múltiples Ar­cadias e invenciones en la «Segunda parte» del Quijote de 1605.

Si en la tradición literaria Arcadia sirve para evocar el locus amoenus de la convención pastoril, el mismo topónimo designa un lugar real, una re­gión situada en el centro montañoso del Peloponeso, que coincidiría en la Antigüedad con el actual departamento de Arkhadia. En una Europa cuyos habitantes despertaban a la idea de que otros montes, otros ríos, otros valles los esperaban en regiones transoceánicas, el intenso cultivo de la modalidad pastoril no se nutre únicamente de la poesía bucólica gre-colatina. En el Renacimiento, el mito pastoril, en compañía del paraíso terrenal y la utopía, goza de una vida tan activa en el mundo de la histo­ria como en el de la literatura. Siguiendo el ejemplo de Colón, innume­rables exploradores descubren la imagen del lugar ameno en tierras tan remotas como la isla de Hispaniola o la Nueva Arcadia (hoy la Nueva Es­cocia canadiense), cuyos descendientes «arcadianos» («Cajún») hoy pue­blan el estado norteamericano de Louisiana. En su turno, la actividad de descubrir y de inventariar Arcadias geográficas anima una labor alegóri­ca filosófico-política que produce obras como la Utopía de Moro o la Ciu­dad del Sol de Campanella. Para Bartolomé de las Casas, las Indias ofre­cen una confirmación de la visión pastoral bíblica y la justificación de la misión evangelizadora: las «mansas ovejas» de un prístino paraíso terre­nal merecen «buenos pastores» religiosos, no «lobos hambrientos»1.

1 Bartolomé de las Casas, Brevísima relación de la destrucción de las Indias, edición de And ré Saint-Lu (Madrid, Cátedra, 1984).

«Cervantesy el Qui jote . » Actas Coloquio internacional (Oviedo, 27-30/10/2004)

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El sustantivo invención (latín, inventio) se entiende como la acción de descubrir algo que ya existe en el mundo, no en el sentido actual de crear­lo ex nihilo, sino más bien de ser el primero en hallarlo. Covarrubias do­cumenta el verbo inventar, formado sobre el participio pasado latino, con sentido de «hallar una cosa de nuevo», pero eran más comunes los ver­bos descubrir, encontrar, hallar. En los siglos XVI y XVII, el sentido literal de «hallazgo» seguía plenamente vigente, en expresiones como «la in­vención de la Cruz» o «la invención de las Indias» de la Historia homó­nima de Hernán Pérez de Oliva2, quien se hace eco del título latino (De Insulis nuper repertis) de la muy difundida carta de Cristóbal Colón a Luis de Santángel. En su definición de inventar («discurrir ingeniosamente al­gún artificio u otra cosa de nuevo») , igual que entre su catálogo de co­sas «inventadas» y en el derivado invencionero, el Diccionario de autoridades vincula el concepto de invención a los productos del discurso y del arti­ficio. De esta asociación toma plena posesión el propio Cervantes, cuan­do se otorga el título honorífico de «raro inventor» en Viaje del Parnaso. Sin más ejemplos que los precedentes, se ve que los dos términos que he­mos adoptado como punto de partida tienen un pie plantado en el mun­do de la historia y otro en el mundo de la imaginación. Es más: tienen un pie plantado en el Nuevo Mundo americano y otro en la temprana construcción imaginativa de ese mismo mundo.

En lo que sigue, propongo que la secuencia pastoril de la primitiva «Segunda parte» (capítulos 9 a 14) de 1605 explota, de una manera ac­tiva e intensa, la circulación de la idea de la Arcadia mítica en el mundo de la historia de los siglos XV a XVII. A la vez que Cervantes hace que sus personajes atraviesen mundos ficticios representados ya como reales, ya como conspicuamente literarios, proyecta la experiencia de sus criaturas hacia los horizontes «arcádicos» del entonces Nuevo Mundo transatlán­tico. Todo menos que un desvío digresivo, la estancia de su protagonista en los territorios de esta nueva Arcadia literaria tiene su seguro lugar en el intrincado proyecto imitativo, paródico y satírico que es el Quijote.

LA PASTORIL CERVANTINA ENTRE POESÍA E HISTORIA

En general, la crítica ha visto los encuentros cervantinos con la moda­lidad pastoril más bien como desencuentros. Para un buen número de lec­tores, el escritor novicio demostraría en 1585 con La Galatea que no sabe, o no quiere, ajustarse al estrecho decoro bucólico, contraviniendo sus le­yes temáticas (limitación al espacio bucólico y a personajes pastores, ex­clusión de pasiones extremas, violencia y muerte, aconsejadas por Fer­nando de Herrera) y lingüísticas (elocuencia, sencillez y pureza de dicción, recomendadas por el poeta sevillano y por fray Luis de León ) . Esta su-

2 He rnán Pérez de Oliva, Historia de la Inuención de las Indias, edición de José Juan A r r om (Bogotá, Instituto Caro y Cuervo, 1965).

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puesta inadaptación se transformaría, en obras posteriores, en una rela­ción paródica y satírica con una convención vista como la quintaesencia de la irrealidad, cuya invocación sirve principalmente, en el Entremés del rufián viudo o el Coloquio de los perros, por ejemplo, para desmentir la afec­tación poética y para censurar la hipocresía. Cuando la voz autorial del Prólogo de 1605 da a entender que su libro se engendró, no en «el sosie­go, el lugar apacible, la amenidad de los campos», sino en una cárcel, pa­rece anunciar al «desocupado lector» que piensa abandonar la vía pastoril, acaso porque no caben en ella los proyectos literarios de su madurez.

Al mismo tiempo, es evidente que el autor de la Historia del Ingenioso Hidalgo no pierde de vista el locus amoenus y sus habitantes. Al contrario, los convierte en una parte fundamental del diseño de su obra, desde la historia de los pastores Grisóstomo y Marcela hasta la «fingida Arcadia» del Quijote de 1615. Aquí, no obstante, como sucede en otras obras su­yas posteriores a La Galatea, el encuentro con la materia pastoril siempre toma la forma de un episodio, intercalado en una obra cuyo centro está en otra parte, y que por su mismo carácter de interludio puede parecer ser una fuente de discontinuidad y heterogeneidad, consecuencia que ha merecido juicios críticos negativos. Considerada con una óptica neu­tral, sin embargo, la hibridez constitutiva de la pastoril cervantina cobra nuevos sentidos, apuntando hacia intertextualidades sorprendentes. Es­tas, a más de confirmar la profunda seriedad del encuentro de nuestro escritor con esta modalidad estética, sugieren que Cervantes pudo haber encontrado, en un código que suele verse como artificioso, curiosas for­mas de verosimilitud histórica.

Al hablar de la presencia de la pastoril en el Quijote, me refiero a epi­sodios y secuencias marcadas por una geografía natural (trátese del lugar ameno tópico o de otro espacio no urbano -campo, aldea, camino, sole­dad), por la naturaleza de sus personajes (en general ocupados en la vida sentimental y contemplativa), y por la atención que se presta al lenguaje (es decir, a versos y discursos, canciones y papeles, incluso libros) con el que éstos se dedican a explorar la interioridad y la intimidad humanas, vistas siempre en relación con la Naturaleza. La amplitud de esta defini­ción nos permite reconocer afinidades bucólicas en una multitud de epi­sodios de nuestra obra. No limitadas al Prólogo y a la «Segunda parte» de 1605, estas afinidades se hacen sentir en el escrutinio de los libros de don Quijote; en la serie de «aventuras» de los capítulos 15 a 22 y Sierra Mo­rena, repletas de parodias de motivos pastoriles; en las figuras entrelaza­das de Cardenio, Luscinda, Dorotea, Fernando; en los coloquios literarios con el Canónigo de Toledo (capítulos 47 a 50) que transcurren en pleno lugar ameno; en la historia de Leandra; y en los elogios de los académi­cos de la Argamasilla que cierran el primer tomo. En la continuación de 1615, donde el espacio de este ensayo no nos permite entrar, la modali­dad pastoril, en sus versiones cortesana, rústica, poética, filosófica y polí­tica, se irá naturalizando en el espacio representado, representándose cada vez más inmersa en la sociedad y la historia contemporáneas.

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Su misma omnipresencia no solamente hace inevitable la intersección de motivos pastoriles con la materia caballeresca que se presenta como central para la vocación de don Quijote y para el proyecto paródico del autor, sino que propicia una creciente confusión en torno a la diferen­cia o la separabilidad de los dos mundos literarios. En más de un episo­dio, los mismos personajes parecen no saber a las claras a cuál de los dos pertenecen. En otras ocasiones, dudan entre las dos opciones, pecando contra un decoro genérico que parecería querer mantenerlas a distan­cia la una de la otra. La compleja interacción de caballeresca y pastoril -ya zigzagueo entre las dos, ya superposición o interpenetración de una y otra- viene a constituir una especie de proceso metonímico. En la na­rración de Don Quijote, los muy diversos proyectos existenciales y litera­rios que representan los dos géneros se suceden y se interrumpen, como sustitutos uno de otro, en términos miméticos y diegéticos.

Los antecedentes de esta fórmula cervantina los hemos de buscar fue­ra de la pastoril sentimental renacentista, cuya hibidrez se da a partir de Sannazaro en la alternancia del verso canónico de la bucólica antigua con la prosa narrativa. Es cierto que Garcilaso de la Vega, a más de abrir dos de sus églogas con una dedicatoria heroico-militar, coloca la materia bé­lica en el corazón ecfrástico de la Égloga II: las hazañas de la casa de Alba, pintadas al vivo en una urna sacada del río Tormes y narradas por el an­ciano Severo, sirven de contrapeso al drama de pasión que transcurre en el presente del poema. Pero la mayoría de ejemplos del entrelazamien­to de historias marciales con episodios sentimentales se encuentran en la epopeya, donde la práctica se remonta hasta Homero (piénsese en la escena pastoril que figura en el escudo de Aquiles en la litada) y es casi obligatoria en la poesía épica vernácula del XVI y en el mismo género caballeresco. Si el idilio convierte el campo de batalla en campo de flo­res y amores, el descanso que ofrece a personajes y lectores no carece de peligro. Al desviar al protagonista de su itinerario heroico, el inter­valo sentimental y los valores y figuras femeninos que tienden a marcar­lo (Circe, Dido, Oriana), amenazan frustrar la empresa viril. Los bardos de la conquista española de América no son excepción a la regla gene­ral: la materia bucólica les permite no únicamente variar la temática gue­rrera, sino también ensalzar la belleza de los nuevos continentes y reves­tir sus figuras indígenas de atractivos «naturales». En la crónica en verso que se celebra en el escrutinio de la biblioteca de don Quijote, Alonso de Ercilla intercala múltiples episodios de corte pastoril en su narración de la invasión española, dotando a sus personajes araucanos de historia personal y voz propia, y sembrando en torno a sus casos dudas sobre la veracidad de la «historia verdadera» y sobre el compromiso de su autor con la materia bélica. Es este modelo estructural, adoptado por otros cro­nistas poéticos de la materia de América (entre ellos, Luis Zapata, Cario famoso [1566]; Gabriel Lobo Lasso de la Vega, Cortés valeroso [1588] y La Mexicana [1594]), el que sugiere un vínculo, que no podemos explo­rar plenamente en el presente contexto, entre las híbridas versiones de

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pastoril indianas con la Historia del Ingenioso Hidalgo, donde la materia pas­toril aparece siempre en función de una fábula principal «heroica».

La misma comparación nos ayuda a matizar la función del interludio pastoril-sentimental como sustituto metonímico del episodio caballeres­co. En la epopeya indiana como en el Quijote, la acción y las «ocasiones y peligros donde, acabándolos, cobrase eterno nombre y fama», son ob­jetos del deseo, metas de la empresa heroica, aunque las leyes de la For­tuna y de la aventura frustren el acceso a ellas. La estancia en Arcadia, el encuentro erótico-sentimental, la meditación o conversación o can­ción, no se buscan. En la obra de 1605, el protagonista cervantino entra tropezando en el espacio pastoril; cuando lo encuentra, siempre por ca­sualidad (descanso después de la pelea, pretexto para huir del peligro, introducción de personajes desconocidos), se desvía de su pretendido iti­nerario caballeresco, incluso da un paso hacia atrás. Sin embargo, en un mundo que no prodiga las deseadas «ocasiones» marciales, el intervalo pastoril puede hacer las veces de la aventura: don Quijote es muy capaz de intentar convertir un encuentro bucólico en ocasión para demostrar la fuerza de su brazo. Al mismo tiempo, el descanso o la distracción mo­mentánea del protagonista pueden encubrir un diseño autorial nada ca­sual. Este es el caso también de la Araucana, donde el poeta-personaje, «seducido» por la materia amorosa poética y humana, aparentando li­berarse temporalmente del doble imperativo de la materia bélica y la ver­dad histórica, se sirve de personajes «inocentes» y del discurso lírico de su inspiración pastoril para desestabilizar la empresa monumentalizadora de su poema. La obra de Ercilla da la razón al crítico británico William Empson, quien observa que, en el texto pastoril, el elogio de la natura­leza y la atribución de perfecciones «naturales» a cualquier figura o si­tuación delatan una postura política o ideológica 3. ¿Cuáles serán los mo­tivos de la entrada de don Quijote en el espacio arcádico de la «Segunda parte»? ¿A qué intereses puede obedecer la inclusión, evidentemente no siempre prevista por el autor, de este entramado de episodios en el di­seño de la obra de 1605?4

L O S U M B R A L E S DE L A A R C A D I A

Si el sentido de de la pastoril quijotesca reside, al menos en parte, en sus discontinuidades, nos conviene prestar atención a aquellos momen­tos liminares, cuando personajes y narrador pisan los umbrales del es-

3 Wil l iam Empson, Some Versions of Pastoral (Nueva York, N e w Directions, 1974). 4 Luis Andrés Muril lo, entre otros editores, apunta que la epígrafe mal puesta del even­

tual capítulo 10, aparentemente pensada para el capítulo 15, hace pensar en la posibilidad de que «el episodio, o interludio pastoril de Grisóstomo y Marcela, se hubiese interpolado poste­riormente». Don Quijote de la Mancha, edición de Luis Andrés Muril lo (Madrid, Castalia, 1978), 1.1, pág. 146, n. 1. En adelante, citamos entre paréntesis tomo y página por esta edición.

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pació arcádico. Para la «Segunda parte» de su historia, Cervantes cons­truye, con detalle exquisito, un marco formal que sirve para aislar la se­cuencia pastoril, a la vez que va tejiendo subrepticiamente la red de sus conexiones con mundos (textuales y extratextuales) que aparentemen­te quedan fuera de sus límites. Este marco lo contribuyen a constituir, en un extremo, el corte abrupto del capítulo 8 y comienzo del 9, y en el otro, el final resonante (si igualmente inconcluso) del capítulo 14. Para de­marcar formalmente el territorio pastoril, Cervantes se sirve del dramá­tico motivo de la espada levantada colocado en una y otra frontera de su Arcadia textual: las de don Quijote y el vizcaíno en el conflictus interrup-tus del capítulo 8 y la espada que amenaza desenvainar el manchego para impedir que los acusadores de la pastora Marcela la persigan. Con las ar­mas levantadas de los contrincantes del capítulo 8, el «segundo autor» anuncia un cambio de tema y de ritmo narrativo, pero con el mismo ges­to llama la atención sobre la violencia que se pretende excluir del lugar ameno, cuya presencia no dejará de sentirse en lo que sigue.

En el mismo marco, también en los dos extremos, se asoma la figura de Cide Hamete Benengeli, introducido en el capítulo 9 por el persona­j e narrador que encuentra y manda traducir la historia manuscrita de don Quijote. Aunque el «segundo autor» nos dice que retoma la narración de la batalla suspendida, siguiendo la traducción del historiador arábi­go, éste no vuelve a mencionarse, ni se citan sus palabras, hasta que la «Tercera parte» (capítulo 15) se inicia con la fórmula «Cuenta Cide Ha­mete». Colocado en las puertas de la «Segunda parte», el tópico de his­toria verdadera, central para la definición del protagonista y sus autores, ocupa una zona textual limítrofe, una zona donde el mito arcádico se roza con la violencia (real o amenazada). La simetría arquitectónica de su co­locación nos impide concluir que tales contigüidades sean accidentales. Habremos de buscar la lógica de semejante diseño formal, de acuerdo al consejo del muy sabio Cide Hamete, «no sólo en la dulzura de su ver­dadera historia, sino en los cuentos y episodios della, que, en parte, no son menos agradables y artificiosos y verdaderos que la misma historia» (I, 344) —eso es, en el grano fino de los episodios que se agrupan dentro del recinto pastoril. Pero ya, en lo que hemos señalado como marco for­mal de la secuencia, aparecen unas claves sugerentes.

Sus dos motivos mencionados (espadas levantadas, historia verdade­ra) tienen una historia textual doble: en la literatura caballeresca (Mu-rillo recuerda el dato aportado por Clemencín de un episodio parecido en el Espejo de príncipes y caballeros) y en la historiografía indiana, donde ambos motivos figuran precisamente en la crónica americana que más admiraba Cervantes5. Además de ofrecer su poema repetidas veces (a par­tir del prólogo de 1569) como vehículo de la verdad histórica, Ercilla se

5 En «The True History of Early Mode rn Writing in Spanish: Some American Reflections» (Modern Language Quarterly, 1996), exploramos algunas de las rutas transadánticas del motivo de la historia verdadera.

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sirve, en nada menos que tres ocasiones, del motivo de las espadas le­vantadas para suspender la narración de un conflicto. En todos los tres casos, figura el guerrero indígena Rengo, y en todos, la suspensión pos­terga el desenlace de un encuentro hasta el comienzo del próximo can­to 6. Estos puntos suspensivos se colocan, además, en lugares críticos de la narración: en vísperas de la entrada del poeta-personaje en su obra, cuando se anuncian peligros para la campaña española, y donde la fun­ción del «historiador verdadero» se vuelve ambigua. En la tercera ins­tancia, las espadas en alto dejan pendiente la empresa imperial durante los once años que tarda el bardo en retomar el hilo de su historia.

Son igualmente reveladores los preámbulos narrativos de la entrada de don Quijote y Sancho en la Arcadia textual de la «Segunda parte». El capítulo 8, como muchos capítulos de la obra, tiene la forma de un díp­tico: bajo su toldo, se arriman dos episodios, de los cuales la historia trun­ca del vizcaíno es el segundo. La emblemática aventura de los molinos de viento que lo precede es, de acuerdo a la lógica que ha de regir todas las hazañas del protagonista, un acontecimiento de doble signo: mientras pone delante del lector una escena «real» (en este caso señas visibles de desarrollo proto-industrial), el aspirante a caballero andante ve a las «co­bardes y viles criaturas» que menean sus amenazantes brazos como natu­rales del universo caballeresco, descendientes del mítico Briareo. Como todo díptico, el capítulo 8 tiene su bisagra: el descanso mimético y diegé-tico donde el apaleado castigador de gigantes le revela a su escudero cómo piensa remediar la reciente pérdida de su lanza. La solución ( «de la pri­mera roble o encina que se me depare pienso desgajar otro tronco tal y tan bueno») la encuentra en el recuerdo de «un caballero español llama­do Diego Pérez de Vargas [quien], habiéndosele en una batalla roto la es­pada, desgajó de una encina un pesado ramo o tronco», machacando con éste a «tantos moros, que le quedó por sobrenombre Machuca» (I, 131).

Esta improvisada conscripción, al introducir en el relato la figura his-tórico-legendaria de un subdito de Fernando III, parecería ubicarnos en el nostálgico marco de la Reconquista, y en el terreno historiográfico, medieval y peninsular, propio del Valerio de las historias eclesiásticas y de España de Diego Rodríguez de Almela, donde (como lo apunta Murillo en una nota al pasaje citado) se refieren las proezas de este machuca-moros. No obstante, cuando don Quijote declara que «así él como sus des­cendientes se llamaron desde aquel día en adelante Vargas y Machuca», el lec­tor de 1605 no dejaría de captar una resonancia contemporánea. A quien honra el apellido «alto, sonoro y significativo» en vida de Cervantes, es a Bernardo Vargas Machuca, autor de una Milicia y descripción de las Indias, publicada en Madrid en 1599, en cuya primera parte se prodigan con­sejos, basados en las experiencias del autor en tierras americanas como

6 Alonso de Ercilla, La Araucana, edición de Isaías Lerner (Madrid, Cátedra, 1998). Los tres cortes ocurren entre los cantos X y XI (desafío de Rengon y Leucotón) , entre el XTV y el XV (pelea de Rengo con Andrea Lomba rdo ) , y entre el XXIX y XXX (Rengo contra Tucapel ) .

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capitán de soldados y como gobernador civil7. El mismo descendiente del vasallo del Rey Santo sería más tarde autor de una Apología de los argu­mentos a favor de la conquista española de América que el humanista Juan Ginés de Sepúlveda había opuesto en Valladolid medio siglo antes a la crítica de Bartolomé de las Casas.

Al insinuar en la narración la figura fantasmal de su contemporáneo indiano, la bisagra, que a primera vista sólo parece añadir una coda cu­riosa al infeliz encuentro con los molinos-gigantes, abre el espacio ima­ginario de la aventura quijotesca, proyectándola sobre unos horizontes geográficos e históricos que no tardan en hacerse presentes en el segundo episodio del capítulo. En esta secuencia archiconocida, un personaje, pin­toresco por su castellano medio vascuence, se ve reclutado a pesar suyo para el papel literario caballeresco de secuestrador de princesas. Antes de librarse el conflicto cuya interrupción abre las puertas del lugar ame­no, a este sujeto, que el primer cartapacio de Cide Hamete identificará en el capítulo siguiente como don Sancho de Azpeitia, se le asigna un papel muy concreto: el de acompañar a «una señora vizcaína, que iba a Sevilla, donde estaba su marido, que pasaba a las Indias con un muy hon­roso cargo» (I, 133).

Si la función oficial de don Sancho choca con la voluntad heroica del protagonista, no está de ninguna manera reñida con los diseños del autor, quien va preparando meticulosamente su aparición en el relato. Luego de traer a colación el pariente de Bernardo Vargas Machuca, el narrador se cuida de señalar que «se asomaron por el camino dos frai­les de la orden de San Benito, ... con sus antojos de camino y sus quita­soles», precisando, después de vislumbrarse la señora vizcaína y su séqui­to, que los frailes «no venían con ella, aunque iban el mismo camino». Cuando el encuentro, doblemente casual, de frailes y vizcaínos, y de am­bos con don Quijote, se vuelve violento, la misma refriega no carecerá de insinuaciones novomundiales. No solamente no es difícil encontrar en la literatura indiana, sensu lato, a caballeros armados y frailes en el mis­mo camino, sino que la rivalidad entre militares y religiosos españoles en tierras americanas es un motivo constante del discurso historiográfico y polémico sobre América. En el contexto presente, tangencialmente in­diano, caballeros y frailes se ven involucrados en una pelea que ofrece una versión burlesca de esta contienda histórica e historiográfica, refractada como en un espejo cóncavo.

No menos cargada de resonancias indianas será la salida de la Arca­dia de la «Segunda parte». Es, paradójicamente, al salir del espacio tex­tual marcado por la historia de Marcela y Grisóstomo como pastoril que don Quijote y Sancho se encuentran en un arquetípico lugar ameno. Al comienzo del capítulo 15, mientras los dos improvisan una merienda campestre sobre la «fresca hierba», les saca de su idilio el bueno de Ro-

7 Bernardo Vargas Machuca, Milicia y descripción de las Indias, edición de Mariano Cuesta D o m i n g o y Fernando López-Ríos Fernández (Valladolid, Universidad de Valladolid, 2003).

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cíñante, quien, «sin pedir licencia a su dueño», decide «comunicar su ne­cesidad» a unas yeguas. Cuando éstas lo reciben «con las herraduras y con los dientes», y sus dueños yangüeses con estacas, dejando en breve al rocín «malparado en el suelo», don Quijote decide tomar «la debida venganza del agravio que delante de nuestros ojos se le ha hecho a Ro­cinante» (I, 190). A pesar de la insistencia del manchego («Yo valgo por ciento») y el entusiasmo de Sancho («incitado y movido del ejemplo de su amo» ) , ambos terminan como Rocinante en el suelo, donde, desapa­recidos los arrieros, caballero y escudero entablan un diálogo sobre las causas de su derrota. Es aquí donde se vuelve a sentir la invisible presencia de América.

Al interpretar una demostración de erotismo animal en clave senti­mental y caballeresca, tanto don Quijote como el narrador dejan ver los parecidos que acercan esta nueva historia de «necesidad» erótica a la de Grisóstomo y Marcela. Con la yuxtaposición de los dos casos, además. Cer­vantes ha creado otro díptico narrativo, que sirve para entrelazar dos ca­pítulos y aun dos «Partes» de su obra. En este díptico, dos anécdotas com­parten una misma fábula -la pretensión de un amante a los favores de una dama- revestida en la primera instancia de disfraces y discurso pas­toriles, contrahecha en clave bestial en la segunda. En ésta, la violencia que no pasa de amenazas verbales en el caso de la pastora, estalla, y el caso sentimental pastoril comienza a metamorfosearse. Don Quijote y el na­rrador convierten un movimiento de puro instinto animal en necesidad sentimental y luego en un caso de «honor» equino. Pero la transforma­ción no termina con la venganza del agravio de Rocinante: pronto se dará otra vuelta a la tuerca narrativa, cuando don Quijote invita a Sancho a prepararse para el próximo encuentro.

Razonando que el dios de las batallas le ha quitado la victoria «en pena de haber pasado las leyes de la caballería», poniendo «mano a la espada contra hombres que no fuessen armados caballeros como yo» (I, 192), don Quijote avisa a su escudero que en el futuro le tocará a éste de­fenderlos contra villanos. Cuando Sancho protesta («Señor, yo soy hom­bre pacífico, manso, sosegado, y sé disimular cualquier agravio») y anun­cia su perdón incondicional de «cuantos agravios me han hecho, han de hacer, ... ora me los haya hecho, o haga, o haya de hacer, persona alta o baja, rico o pobre, hidalgo o pechero, sin eceptuar estado o condición alguna», don Quijote formula sus objeciones al pacifismo de su criado como un caso hipotético que parece alejar a los dos de su circunstancia inmediata. «¿Qué sería de ti [le pregunta a Sancho] si, ganándola [ínsu­la] yo, te hiciese señor della? Pues, ¿lo vendrás a imposibilitar por no ser caballero, ni querer ser, ni tener valor ni intención de vengar tus injurias y defender tu señorío? Porque has de saber que en los reinos y provincias nuevamente conquistados nunca están tan quietos los ánimos de sus naturales, ni tan de parte del nuevo señor, que no se tenga temor de que han de hacer alguna novedad para alterar de nuevo las cosas, y volver, como di­cen, a probar ventura» (I, 193; la cursiva es mía).

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La historia imaginada, que no entra en el presente de la obra, con­densa en breves palabras una intrincada secuencia de sucesos: toma de posesión armada de un territorio, descontento de sus habitantes, levan­tamiento de éstos y nueva imposición del poder del «nuevo señor». Esta miniatura narrativa reubica el coloquio y el discurso novelesco en un ter­cer espacio, el de los aludidos reinos y provincias, que la gramática suspende entre la indefinición y una definición histórica cada vez más clara. Para Sancho y don Quijote, seguramente se trata de la elusiva ínsula prome­tida como premio del servicio escuderil. Para el lector de 1605, en cam­bio, el término funcionaría como una dilogía: tanto los pormenores que detalla, con una verosimilitud poco caballeresca, la historia de la ínsula como el deíctico temporal que la contextualiza (« nuevamente conquista­dos») la sitúan, no en el illo tempore del mito caballeresco, sino en un te­rreno histórico reconocible. En 1605, la alusión a «reinos y provincias nue­vamente conquistados», por muy vago que fuese, no podía dejar de crear reminiscencias de las conquistas y territorios que marcan la expansión mundial de «las Españas».

Con las dos primeras historias de la secuencia que enfocamos -la de los pastores y la del rocín y las yeguas- hemos visto cómo, mientras cam­bia el reparto de personajes y su mundo, se conserva la esencia de una fábula. Cuando el discurso de don Quijote muda la imaginada escena de nuevo, llevándonos hacia conquistas remotas, la fábula parece aban­donar el ámbito sentimental para plantarse en un suelo histórico y po­lítico. Sin embargo, si reconocemos en la narración hipotética de don Quijote la sombra de un requerimiento, veremos que se trata de una ter­cera versión de la misma fábula «amorosa». En la voz «requerimiento» que se mueve simultáneamente en los campos semánticos del sentimien­to amoroso («requerir de amores») y de la Ley, encontramos la razón de una aparente sinrazón. El lector de crónicas indianas, por no hablar de la cuantiosa literatura polémica en torno a la conquista, no tardaría en reconocer en el microrrelato de don Quijote la huella de un documen­to que fue durante casi tres décadas protocolo obligatorio de cualquier «entrada» española en tierra ajena. Incluso después de su anulación con la promulgación de las Leyes Nuevas, el notorio Requerimiento de 1513 conserva una autoridad virtual, sirviendo durante largos años, acaso si­glos, como guión implícito de la conquista bienintencionada. El docu­mento explota insistentemente los múltiples sentidos de la voz «requerir», rogando e imprecando, pero al mismo tiempo mandando y exigiendo a los indígenas americanos que se reconozcan como vasallos de un «nuevo señor» europeo, que escuchen la enseñanza de predicadores cristianos, y que acepten «sin dilación» la salvación que se les ofrece como expre­sión del amor de Dios y como corolario de su vasallaje político. También promete (eso es, amenaza) consecuencias mortales a quienes resistan, y finalmente echa los daños resultantes a la culpa de los mismos.

Por un lado, la fusión en su texto de los dos valores (amoroso y legal) fue precisamente lo que permitió que este edicto resolviera en 1513 una

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contienda entre eclesiásticos y militares sobre la legitimidad de las entra­das americanas y lo que le garantiza su prestigio como fábula maestra en infinidad de contextos historiográficos y literarios, desde las cartas de Her­nán Cortés hasta los autos sacramentales de Sor Juana Inés de la Cruz8. Por otro, sus contradicciones merecieron la crítica y la ironía de muchos otros, entre los cuales se cuentan Francisco de Vitoria, Las Casas y Alvar Núñez. En la secuencia de episodios que hemos rastreado, tres preten­siones y requerimientos (los de Grisóstomo, de Rocinante y del imagi­nario conquistador), que desembocan en gestos de agresión reales o ima­ginados, nos vuelven a poner delante la sombra de una conquista, basada por una parte en el amor cristiano, llevada a cabo casi siempre a fuerza de armas. Presente por igual en contextos literarios e histórico-políticos, el motivo presta a esta parte de la obra una profunda y paradójica cohe­sión, que nos invita a ver el interior de la Arcadia con nuevos ojos.

CORAZÓN DE LA ARCADIA CERVANTINA

El espacio del presente ensayo sólo nos permite recoger una selección de las alusiones más o menos veladas a la materia de América que aflo­ran en esta parte del Quijote de 1605. Ya en el capítulo 10, tenemos a caballero y escudero que conversan sobre la ínsula, sobre la diferencia entre «aventuras de ínsulas» y «aventuras de encrucijadas», sobre el go­bierno (bueno y malo) de las ínsulas y el valor económico relativo de la ínsula y el bálsamo de Fierabrás. Poco tiempo después de asegurar que «por grande que sea [la ínsula], yo me siento con fuerzas de saberla gobernar tal y tan bien como otro que haya gobernado ínsulas en el mun­do» (I, 147), Sancho ofrece su renuncia a cambio de la receta del bál­samo, «que valdrá la onza adondequiera a más de dos reales, y no he me­nester yo más para pasar la vida honrada y descansadamente» (I, 149). Al postular de manera tan directa el provecho comercial que promete la aventura, el ambicioso proyecto del escudero recuerda la tensión pe­renne entre el muy pregonado mesianismo de la conquista americana y la proverbial codicia de sus participantes. Mientras Sancho piensa en la ganancia, don Quijote sueña con su fama: «¿Has leído en historias otro que tenga ni haya tenido más brío en acometer, más aliento en el per­severar, más destreza en el herir, ni más maña en el derribar?» (I, 148)

8 Lewis Hanke da el texto del Requerimiento de 1513, con la historia de su génesis in­mediata, en La lucha por la justicia en la conquista de América (Buenos Aires, Editorial Sudam-mericana, 1949). El reciente libro de Patricia Seed, Ceremonies of Possession: Europe's Conquest of the New World, 1492-1640 (Cambridge, Inglaterra, Cambridge University Press, 1995) ofrece una contextualización histórica que se remonta a la ocupación musulmana de la Península Ibérica. El sugerente estudio de Roland Greene, Unrequited Conquests: Love and Empire in the Colonial Americas (Chicago, University of Chicago Press, 1999), que propone el petrarquismo como discurso maestro de la temprana representación europea de América, no vincula su bri­llante título con el notorio protocolo español.

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Cuando cae la noche, y el manchego elige dormirla «al cielo descubier­to, por parecerle que cada vez que esto le sucedía era hacer un acto po­sesivo que facilitaba la prueba de su caballería» ( I , 153), se está creando a la imagen y semejanza de soldados-cronistas como Hernán Cortés, quien acredita su valentía y sacrificios con datos parecidos y subraya fre­cuentemente su marca registrada, la maña.

Sobre el motivo de la codicia, vuelve don Quijote en el discurso de la Edad de Oro del capítulo 11. Tras evocar los siglos dorados descritos por Hesíodo y otros autores antiguos, celebra en ellos no el oro «que se al­canzase en aquella [edad] venturosa sin fatiga alguna», sino su despreo­cupación por el metal precioso que «en esta nuestra edad de hierro tan­to se estima» ( I , 155). Aquí el protagonista cervantino se hace eco de las muchas voces, rastreadas por Lía Schwartz, de escritores estoicos y neo-estoicos que condenan la auri sacra fames, la «sagrada hambre del oro» , como emblema del error moral de una política expansionista9. Dirige la arenga «que se pudiera muy bien escusar» a unos rústicos mudos, que lo escuchan «embobados y suspensos», sin entenderle palabra -acaso como los oyentes del Requerimiento que Las Casas imagina boquiabier­tos ante el edicto 1 0. En el curso de la misma velada, el cabrero Antonio canta una suerte de requerimiento, ciego a los deseos de una zagala es­quiva: «Yo sé, Olalla, que me adoras, / puesto que no me lo has dicho / con los ojos siquiera» ( I , 158).

Las referencias geográficas del capítulo 13 se dan en torno a dos te­mas. El origen y fortuna de la orden de caballería profesada por don Qui­jote se dice haber nacido en «aquel reino de la Gran Bretaña», que «des­de entonces ... fue extendiéndose y dilatándose por muchas y diversas partes del mundo» ( I , 170). Si entre éstas sólo se nombran Hircania y Grecia, el gesto retórico invita a pensar en otras, y sobre todo en la diversidad geo­gráfica y demográfica nuevamente comprobada por la exploración tran­soceánica. Pero es en la discusión de los méritos relativos de caballeros-soldados y religiosos, donde faltan referencias geográficas concretas, que esta debatida cuestión, vinculada desde las primeras protestas de Fray Ambrosio de Montesinos (1511) con la cuestión de la legitimidad de la acción militar como instrumento de la justicia divina y de la salvación de almas, ubica el intercambio entre los dos caballeros ficticios implícita­mente en el terreno de la historia contemporánea 1 1. Cuando don Qui­jote alega que los soldados «somos ministros de Dios en la tierra, y bra­zos por quien se ejecuta en ella su justicia» ( I , 173), pone el dedo en la llaga de una controversia de persistente actualidad.

9 Schwartz, Lía. «El motivo de la auri sacra fames en la sáüra y en la literatura moral del si­glo X V I I » . Las Indias (América) en la literatura del Siglo de Oro. Ed. I. Arel lano. Kassel, Reichen-berger, 1992. Págs. 51-70.

1 0 La vehemencia lascasiana en relación con «tan irracionales y estultos mensajes» se oye en las páginas que dedica el dominico a la conquista de la Nueva España (Brevísima, 107-108).

1 1 Para la historia de los orígenes del debate, consúltense las páginas 27 a 46 de Hanke .

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Los capítulos 12 y 14 parecen dedicados por entero a una historia de amor y a los lugares estilizados que le corresponden: los montes y valles donde Grisóstomo y sus compañeros suspiran, cantan y graban el nom­bre de Marcela en las hayas prototípicas de la bucólica clásica, el paraje montañoso donde se cava la sepultura del difunto y donde se celebran sus exequias profanas. Todo parecería evocar un mundo literario poco preocupado con las cuestiones políticas que se han ido asomando en los capítulos 10,11 y 13. El sombrío paisaje anímico de la desesperación eró­tica y su inframundo pagano declaran sus afinidades con el arte mayor alegórico y con el cancionero conceptista del siglo XV. Pero al mismo tiempo, un bestiario grotesco, escenas de destierro y naufragio en «pla­yas, desnudas de contrato humano» y en vastos desiertos, lejos del Tajo y del Betis, y «los ecos roncos de mi mal» que «serán llevados por el ancho mundo» (I, 181-182) se sitúan por igual en un mapa mundial cuyas coor­denadas vienen ensanchándose. Las nuevas tierras se vuelven a recordar cuando el desesperado observa «que en fe de los males que me hace, / amor su imperio en justa paz mantiene» (I, 183). En sus razones, Grisósto­mo invierte por implicación la relación de poder entre el que requiere y la persona requerida. Si tanto él como sus amigos han afirmado que el pastor «rogó a una fiera» (I, 179), los versos del poeta difunto lo presen­tan no como conquistador fracasado sino como vasallo imperial, resig­nado a las crueldades de una tiranía que se llama amor.

La naturaleza pastoril, pura, armoniosa, que propicia la contempla­ción (a lo Fray Luis de León) de la hermosura del cielo, es lo que le otor­ga a Marcela su libertad: «Yo nací libre, y para poder vivir libre, escogí la soledad de los campos» (I, 186). Al convertir una cuestión de amor con­vencional (¿quién tiene la culpa de un suicidio por amor?) en una cues­tión de libertad humana, el discurso de la pastora entra en un terreno com­partido por el pensamiento político. Cuando afirma «Yo, como sabéis, tengo riquezas propias y no codicio las ajenas», enuncia un axioma central del pensamiento estoico. Cuando insiste que «tengo libre condición y no gus­to de sujetarme» (I, 187-188), se hace eco de las voces de defensores de la libertad de los habitantes perseguidos de otros campos prístinos, como el «Villano del Danubio» guevariano (muy posiblemente creado con una mirada hacia el Nuevo Mundo) o los indios lascasianos.

¿Qué significa esta acumulación de resonancias novomundiales? Pri­mero, aclaremos lo que no significa. No significa en absoluto que el Qui­jote ha de leerse en clave única, como un tratado o una sátira anti-impe-rial. Tampoco nos autoriza a anular indispensables precisiones filológicas sobre los textos europeos que serían fuentes y modelos cervantinos. Sí quiere decir, en cambio, que nos conviene ensanchar nuestro concepto de la imitación paródica y satírica que se da en el Quijote. El interés de Cervantes por la convención bucólica literaria no excluye la posibilidad de que su manejo de la misma tenga deudas inesperadas con instancias menos canónicas del tópico. Los motivos que hemos visto en la «Segun­da parte» sugieren que una y otra invención pastoril -tanto la Arcadia que

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nuestro autor encuentra escrita, como la que halla en su imaginación- lle­van la estampa, no únicamente de los lugares amenos que se hallan en la biblioteca de don Quijote, sino de otras Arcadias, nuevamente inventa­das, de las Indias, reales y fingidas, textuales y folclóricas, que hubiesen llegado a su noticia.

En la secuencia narrativa que venimos examinando, Cervantes no se limita a volver diglósico y multiforme un mundo natural y humano cuya esencia mítica es la prístina pureza y perfección. Consiste más bien en convertir a su protagonista en un prisma que refracta y descompone las diversas versiones del sueño arcádico, poniendo al descubierto sus para­dojas. En la marcha discontinua de episodios dispares, vemos al de la Man­cha variar de papel relativo a la Arcadia y sus habitantes: con Sancho pro­yecta conquistas; en compañía de los cabreros ensalza la prehistoria del comercio y de la fiebre del oro; en un momento se ofrece a defender a una habitante virginal del paraíso de la libertad; acto seguido, se lanza a vengar agravios al honor de un enemigo de otras (las «señoras facas») cuya independencia se ve amenazada. Finalmente, hace las veces de un miembro del Consejo de Indias, instuyendo al futuro gobernador sobre la manera de suprimir alzamientos de los «naturales» de un territorio re­cién conquistado. Bajo la capa de la locura del hidalgo y la simpleza de su criado, el autor nos invita a entrever la confusión cultural -¿acaso am­bivalencia personal?- que rodea el tema indiano en los umbrales de un nuevo siglo, cuando los paraísos terrenales se ven cada vez más remotos.

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