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1 LA CAFETERA ITALIANA Un diálogo sobre la ciencia y los valores Jesús Zamora Bonilla UNED LORENZO: Te agradecemos mucho, querido amigo Faustino, tu invitación para ver el partido aquí, en tu casa. Has sido de los pocos que esta mañana, en el congreso, se han acordado de que hoy jugaba nuestra selección los cuartos de final de la Copa del Mundo, y, como los encuentros de otros países sólo son transmitidos aquí por las cadenas de “pago por visión”, en nuestro hotel no hubiéramos podido verlo. 1 FAUSTINO: No hay por qué dar las gracias. En realidad me apetece mucho ver el partido de vuestro país, ya que el nuestro ha sido eliminado de mala manera en la primera ronda (no me explico cómo los árbitros y la federación internacional llegaron a consentir que nos clasificáramos para la fase final, con lo injustos que han sido siempre con nosotros). VIOLETA: Reconoce que era también la excusa perfecta para enseñarnos tu fabuloso equipo de televisión de próxima tecnología. FAUSTINO: Ay, Violeta, qué bien me conoces. Y te aseguro que nunca habrás visto los goles como esta noche. Te parecerá que los marcas tú. 1 Los personajes de este diálogo también agradecemos los proyectos de investigación en los que ha participado su autor: PB98-0495-C08-01 (‘La cultura de la tecnociencia’) y BFF2002-03656 (‘Raíces cognitivas en la evaluación de las nuevas tecnologías de la información’), del antiguo Ministerio de Ciencia y Tecnología, y el proyecto hispano-mexicano ‘Capacidades potenciales, racionalidad acotada y evaluación tecnocientífica’ (antiguo Ministerio de Educación, Cultura y Deportes y Agencia Española de Cooperación Internacional).

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LA CAFETERA ITALIANA

Un diálogo sobre la ciencia y los valores

Jesús Zamora Bonilla

UNED

LORENZO: Te agradecemos mucho, querido amigo Faustino, tu invitación para

ver el partido aquí, en tu casa. Has sido de los pocos que esta mañana, en el congreso, se

han acordado de que hoy jugaba nuestra selección los cuartos de final de la Copa del

Mundo, y, como los encuentros de otros países sólo son transmitidos aquí por las

cadenas de “pago por visión”, en nuestro hotel no hubiéramos podido verlo.1

FAUSTINO: No hay por qué dar las gracias. En realidad me apetece mucho ver el

partido de vuestro país, ya que el nuestro ha sido eliminado de mala manera en la

primera ronda (no me explico cómo los árbitros y la federación internacional llegaron a

consentir que nos clasificáramos para la fase final, con lo injustos que han sido siempre

con nosotros).

VIOLETA: Reconoce que era también la excusa perfecta para enseñarnos tu

fabuloso equipo de televisión de próxima tecnología.

FAUSTINO: Ay, Violeta, qué bien me conoces. Y te aseguro que nunca habrás

visto los goles como esta noche. Te parecerá que los marcas tú.

1 Los personajes de este diálogo también agradecemos los proyectos de investigación en los que

ha participado su autor: PB98-0495-C08-01 (‘La cultura de la tecnociencia’) y BFF2002-03656

(‘Raíces cognitivas en la evaluación de las nuevas tecnologías de la información’), del antiguo

Ministerio de Ciencia y Tecnología, y el proyecto hispano-mexicano ‘Capacidades potenciales,

racionalidad acotada y evaluación tecnocientífica’ (antiguo Ministerio de Educación, Cultura y

Deportes y Agencia Española de Cooperación Internacional).

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LORENZO: ¡O que nos los marcan a nosotros, ja, ja! En fin, no es por ser

aguafiestas, cariño, pero me da que vamos a perder.

FAUSTINO: No le hagas caso a tu Lorenzo, Violeta; es siempre igual de tonto.

VIOLETA: ¡Qué me vas a decir a mí!

FAUSTINO: Pero aún queda casi una hora para el partido, voy a poneros un poco

de música y algo para tomar. ¿Una copa?, ¿café? Estáis en vuestra casa, poneos

cómodos, por favor.

VIOLETA: Un café, por favor. ¿También tú, Lorenzo? Me encanta como hacéis el

café en vuestro país. Puedo ayudarte en algo, Faustino.

FAUSTINO: Por supuesto que no. Relajaos; vais a necesitarlo. En cuanto os traiga

los cafés, pienso liquidar sin piedad los ridículos argumentos que habéis esbozado en

vuestras presentaciones en el Congreso.

LORENZO: ¿No ves, Violeta querida? Van a empezar a meternos goles antes

incluso de que empiece el partido.

VIOLETA: ¡Bah! No seré yo quien tema a un argumento de nuestro amigo. La

verdad es que me extrañó que no se metiera mucho con nosotros esta mañana. Se ve que

ya tenía planeada esta encerrona. Por quien realmente lo siento es por ti, Lorencito.

Tendrás que tomar partido por uno de los dos. Y sabes, por buena experiencia, que mis

razones son más poderosas, ¿verdad mi cielo?

FAUSTINO (desde la cocina): ¡No uses tus artes de mujer! En el caso de Lorenzo,

sé que no puedo competir contigo.

VIOLETA: ¡Pero un postmoderno como tú no debería preocuparse por la

legitimidad de los argumentos!

LORENZO: Cuidado con lo que decís. Me conocéis de sobra para saber que los

asuntos personales nunca los mezclo con mis posturas filosóficas... al revés de lo que

hacen otros. Y por curiosidad, Faustino, ¿a quién vas a despellejar primero?

FAUSTINO (vuelve): Como aún queda bastante tiempo hasta el partido, empezaré

por Violeta. A ti, Lorenzo, espero poder despacharte durante el descanso.

VIOLETA: ¡En guardia, pues! Atrévete a señalar alguna de mis tesis con la que no

estuvieras de acuerdo.

FAUSTINO: Podría disparar a ciegas, cariño. Pero voy a empezar por lo más fácil.

Has dicho que tu proyecto consiste en aplicar “hasta sus últimas consecuencias” el

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individualismo metodológico a la teoría de la ciencia. Otros, entre ellos tu Lorenzo, tal

vez te critiquen esa posición porque la identifiquen con un reduccionismo positivista,

con una especie de “imperialismo” de la economía matemática sobre las otras ciencias

sociales, con un racionalismo excesivo que no permite ver la pluralidad del mundo

cultural, y bla, bla, bla. Pero yo no. Yo me alegro muchísimo de que alguien se

abandone en los brazos del individualismo, porque esos brazos lo arrastrarán sin más

remedio hasta la conclusión que yo quiero que saque.

VIOLETA: ¿Qué conclusión?

FAUSTINO: La de que no hay nada que esté más allá de las opiniones subjetivas

de cada individuo. Tú misma lo has dicho: en un momento determinado, lo que hemos

de tomar como el “estado de los conocimientos” en una disciplina científica es sólo la

enumeración de las opiniones expresadas por cada uno de sus miembros. No hay un

“conocimiento público” que sea, como una especie de entidad social autónoma (¡y

mucho menos una entidad lógica!), algo que esté por encima, que trascienda las

opiniones de los individuos, que sea “más objetivo” que ellas.

VIOLETA: Lo digo y me reafirmo.

FAUSTINO: ¡Bienvenida, en tal caso, a la república anarquista de la post-

modernidad!

VIOLETA: Pero estás muy equivocado si crees eso os da la razón a los relativistas

como tú. Aunque desconfíe de lo que algunos filósofos han intentado hacer en los

últimos años, o sea, mostrar que hay en la ciencia una especie de “consenso virtual” que

tendría un mayor grado de “justificación” o “garantía” que cada una las opiniones

individuales, y que sería esta entidad colectiva la que objetivamente deberíamos tomar

como “conocimiento legítimo”... aunque desconfíe de todo esto, digo, de ahí no se sigue

que todas las opiniones sean igual de legítimas y objetivas.

FAUSTINO: Ya me explicarás cómo no.

VIOLETA: Pues, en primer lugar, porque todo el proceso mediante el que los

científicos van generando y cambiando sus opiniones está impulsado, entre otras cosas,

por el hecho de que ellos (y el resto de los ciudadanos también) tenemos, o tienen,

ciertas preferencias básicas acerca de cuándo es un “conocimiento”, o cualquier otro

resultado científico, o una opinión cualquiera, mejor, más válido que otros (aunque estas

preferencias no sean exactamente las mismas para todos). Si no fuera por esto, los

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científicos podrían decidir qué opiniones tener, simplemente echándolo a suertes. Ellos

se ahorrarían así muchos quebraderos de cabeza, y nosotros mucho dinero. Pero, puesto

que entre sus preferencias se encuentran algunos criterios que les dicen que ciertas

opiniones son mejores que otras, se esforzarán por llegar a tener opiniones que sean de

la mejor “calidad” posible de acuerdo con esos criterios, al menos.

LORENZO: Pero, Violeta, no seas ingenua. En primer lugar, los criterios de los

que hablas son múltiples, muchas veces incompatibles entre sí, y, otras muchas veces

simplemente inconmensurables. Y en segundo lugar, los criterios que efectivamente

utilizan los científicos para decidir qué resultados son mejores, pueden estar

determinados por intereses que no tienen nada que ver con la “validez objetiva” del

conocimiento.

FAUSTINO: Me alegro de que el pluralismo acuda en mi ayuda en el momento

justo, porque debo ir por el café.

LORENZO: No, amigo, no es ésta una ayuda para ti. Lo que quiero indicar es que,

frente a los criterios puramente subjetivos de los individuos, la objetividad sólo puede

surgir de algún tipo de organización social que permita expresar y sintetizar los diversos

puntos de vista individuales en un todo lo más coherente posible, de manera que no creo

que el individualismo metodológico que toma Violeta como punto de partida nos lleve a

ninguna parte... salvo a tu propio relativismo, Faustino. Yo veo además un tercer

peligro: si nuestro único punto de partida son los científicos individuales, cada uno con

sus propias preferencias, ¿cómo podremos identificar algo así como los valores

presentes en la ciencia? ¿No será todo una cuestión de tus gustos frente a los míos?

VIOLETA: No, no, no. Tenéis una idea demasiado simplificada de lo que significa

el individualismo. Efectivamente: no hay nada “por encima” de las opiniones y los

criterios de los individuos. Efectivamente: estas opiniones y estos criterios pueden ser

muy distintos de unos científicos a otros, e incluso para el caso de un único científico en

dos momentos diferentes... o en el mismo momento, si me apuras. Efectivamente: los

criterios que a veces se utilicen para justificar un cierto resultado pueden no tener que

ver con su “validez epistémica”. Y efectivamente: todo es cuestión de “gustos

personales”. Pero la gracia está en mostrar que, pese a todo ello, la actividad de los

científicos puede conducir a un resultado progresivo según los criterios de muchos

individuos, incluyéndonos a nosotros. Lo que debemos plantearnos para que esto no

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suene a paradójico es muy sencillo: tomemos a unas personas cualesquiera (por

ejemplo, a vosotros dos), y hagámosles reflexionar y discutir sobre cómo les gustaría

que estuviera organizada la investigación científica de tal modo que fuera lo más

productiva posible según sus propias preferencias. No necesitamos, por lo tanto,

“valores” que estén por encima de los “gustos” personales; simplemente dejemos que

los ciudadanos tomen una decisión colectiva en la que cada uno aporte su propio

criterio. Tal vez nos llevemos la sorpresa de que el modo de organización real de la

ciencia no sea muy distinto a cómo la mayoría de los ciudadanos querrían que fuese, y,

por otro lado, las diferencias que encontremos entre ambos modos nos darán buenas

ideas sobre cómo cambiar la práctica científica, si nos llegamos a poner de acuerdo en

hacerlo así.

FAUSTINO: ¡Pero todo esto es terriblemente naïf, querida! Anda, servíos el café...

a vuestro gusto, por supuesto. Estas pastas son artesanas, están riquísimas pero

engordan un montón y es pecado comerlas. Aunque bueno, por un pecado más...

“En fin, veamos, ¿de dónde vas a sacar, primero, a unos “ciudadanos

cualesquiera” que empiecen a discutir, de la noche a la mañana, las formas óptimas de

organización de la ciencia? ¿De un mercado, de un monasterio, de una mezquita, de una

fábrica de armas? No existe “el ciudadano cualquiera”, y una individualista como tú

debería saberlo.

VIOLETA: Me basta con convencer a mis propios interlocutores. En este caso, es

a tus propios criterios a los que apelo, por ejemplo. Si te consigo convencer de que la

ciencia está bastante bien organizada desde tu punto de vista, lo que piensen un

monoteísta fanático o un adicto a la brujería sobra en la discusión que estamos teniendo

nosotros dos. Con ellos ya discutiré si tengo la oportunidad.

LORENZO: Eso es una argumentación ad hominem. Por cierto, está buenísimo

este café.

VIOLETA: Todos los argumentos son en el fondo ad hominem, pero todos vienen

también con un radical libre al que se pueden ir enganchando otros homini.

FAUSTINO: Es más, los argumentos, cuanto más ad hominem, mejor. También

son los más fáciles de deconstruir. En fin, si quieres discutimos más tarde (si el partido

nos lo permite) cómo me gustaría que estuviese organizada la investigación científica. A

lo mejor te llevas una sorpresa.

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VIOLETA: Después de tantos años oyendo tus extravagancias, no creo que nada

pudiera sorprendierme ya.

LORENZO: Ahí le duele.

FAUSTINO: Lo que yo quiero que me respondas ahora, mientras te tomas tu café,

es cómo puede tener la ciencia un elevado valor según los criterios epistémicos de los

científicos, si éstos toman sus decisiones siempre en función de criterios de interés

personal.

VIOLETA: Esta pregunta, así como la de Lorenzo pretendiendo distinguir entre

“gustos” y “valores”, muestra de nuevo que no entendéis algunos aspectos básicos de la

perspectiva individualista. Los científicos individuales tienen preferencias, cada uno las

suyas, y estas preferencias no debemos tomarlas más que como una expresión de las

decisiones que cada individuo tomaría si se enfrentase a la necesidad de elegir entre

cada posible conjunto de opciones. ¿Por qué va a ser el deseo de “encontrar la verdad”

menos “personal”, o menos “importante”, que el deseo de obtener un buen puesto de

trabajo? ¿Por qué va a ser un deseo compartido con muchos otros individuos más

“valioso” que un deseo idiosincrático? Las preferencias de cada uno son las que son, y

lo único de lo que nos podemos servir para criticarlas no es con alguna escala de valores

“social”, “menos subjetiva”, sino sencillamente con nuestras propias preferencias.

Ahora bien, la hipótesis que he lanzado esta mañana era la siguiente: hay efectivamente

algo que nos permite diferenciar, dentro del conjunto de las preferencias de los

individuos, aquellas que nuestro lenguaje habitual identifica como “valores”, y esta

diferencia se refiere al contexto institucional en el que son normalmente aplicadas.

“La idea es que, en determinadas circunstancias, los individuos deben tomar

decisiones colectivas, es decir, deben llevar a cabo alguna acción de manera conjunta

(por ejemplo, construir una carretera por cierto sitio, en vez de por otro, o aceptar una

determinada hipótesis como solución de un problema científico, en vez de otra). Qué

decisión se tomará en esas circunstancias puede determinarse por algún procedimiento

puramente autoritario, o bien mediante algún tipo de deliberación colectiva. En este

último caso, la deliberación consistirá en que cada individuo aportará razones con las

que intentará convencer a los demás de que cuál es la mejor alternativa. La cuestión

importante es: ¿por qué los individuos aceptan ciertos tipos de razones, y no otros? ¿Y

por qué se considera que utilizar determinados tipos de argumentos es “hacer trampas”?

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Al fin y al cabo, esto también es algo que se puede discutir y decidir colectivamente:

someterse a razones de cierta clase, y no a las demás. Según mi propuesta, llamamos

“valores” a aquellas preferencias que un individuo puede tener en cuenta cuando lo

que debe juzgar o elegir no es qué decisión tomar, sino qué criterios, razones o

procedimientos deben considerarse válidos en una deliberación sobre una decisión

colectiva. No es que estos valores sean preferencias “más sublimes” que las demás; lo

que sucede es que, como generalmente los criterios así elegidos estarán en vigor durante

un tiempo indefinido, los individuos no pueden estar seguros de qué efectos tendrán

tales criterios sobre muchas de las variables que forman parte de sus preferencias (están

sometidos, por así decir, al “velo de la ignorancia”); por lo tanto, tenderán a elegir

criterios que les pueden beneficiar en una amplia variedad de circunstancias posibles, y

por lo tanto, serán criterios que tenderán a beneficiar también a la mayoría de los demás

individuos. Es por esto que los valores son preferencias particularmente “imparciales”.

LORENZO: Recuerda, Violetita, que los ejemplos son el alimento de la

inteligencia. Aunque no tan exquisito como estas pastas, por cierto.

VIOLETA: Muy bien. Imaginad a un científico que ha encontrado ciertos datos

empíricos cuyo grado de discrepancia con las predicciones de su propia teoría es

bastante mayor que lo que en su disciplina suele admitirse para definir lo que es una

“evidencia positiva”. A él le interesaría, por tanto, que se adoptase un criterio colectivo

mucho más laxo sobre esta definición. ¿Qué es lo que le impide hablar con sus colegas

y decirles, “vamos, chicos, ya sé que, en este tipo de experimentos, normalmente

tomamos cómo buena evidencia los datos que discrepan de nuestras predicciones menos

de un 10 %, pero a vosotros qué más os da considerar que una discrepancia del 40 % ha

de tomarse como evidencia positiva, en vez de como evidencia negativa”? Al fin y al

cabo, cada uno de los demás científicos puede encontrarse a veces en situaciones en las

que le interesaría cambiar el criterio en ese sentido. Mi respuesta es que ningún

científico estará seguro de que, en general, ese cambio vaya a ser beneficioso para él

(¡en parte porque, si un número suficientemente grande de científicos lo estuvieran, ya

lo creo que cambiarían el criterio!).

LORENZO: ¿Y qué tenía esto que ver con las preferencias y los valores?

VIOLETA: Creo que está bastante claro: pensad acerca de qué criterios (es decir,

qué tipo de preferencias) tendrá en cuenta un científico para decidir qué definición de

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“evidencia suficientemente positiva” le conviene que se establezca en su disciplina. Por

lo que a mí se me ocurre, podría echar mano de criterios que maximicen las

probabilidades de que las teorías propuestas por él en particular sean aceptadas; pero si

esos criterios tienden a hacer que se rechacen las teorías propuestas por los demás, éstos

ni siquiera se plantearán discutir tales criterios. Así pues, en primer lugar deben ser

criterios que beneficien más o menos equitativamente a todo el mundo, para que todos,

o un número lo bastante grande, los acepten. Y en segundo lugar, parece lógico que

sean criterios que se refieran a lo que cada uno realmente cree que es “una evidencia lo

suficientemente positiva”; al menos, no veo ninguna razón por la que uno fuese a

proponer criterios contrarios a sus propias creencias sobre esto. Por supuesto, el criterio

colectivo que finalmente se adopte por parte del grupo puede no coincidir justo con el

criterio que habría preferido ningún individuo (para unos puede ser demasiado estricto,

y para otros demasiado laxo, por ejemplo), pues, como en cualquier negociación, cada

uno puede ceder un poco para alcanzar un acuerdo.

FAUSTINO: No sé si este aroma que siento es el del café, o es el tufo kantiano que

sale de tus argumentos. Vamos, ¿quién se cree que los individuos van a adoptar

decisiones colectivas tan “imparciales”? Al final, los que tengan más poder fijarán

criterios que les beneficien a ellos.

VIOLETA: Claro que sí. Por ejemplo, en las comunidades científicas formadas

mayoritariamente por varones, pueden establecerse tácitamente criterios que tiendan a

perjudicar a las teorías propuestas por mujeres. ¿Cómo no voy a saber yo eso? Lo

mismo ocurrirá con respecto a otras minorías. Pero el poder nunca es permanente, sobre

todo cuando se garantiza un alto grado de competencia, y es de esperar que los grupos

que adopten reglas más imparciales tenderán a producir conocimientos científicos que

sean mejores con respecto a los criterios de un número mayor de individuos, y gracias a

ello, tenderán a recibir apoyos sociales, económicos y políticos más fuertes.

LORENZO: Si la sociedad en la que se encuentran es lo “bastante” democrática,

querrás decir.

VIOLETA: Naturalmente. No afirmo que haya una garantía a priori de que las

comunidades científicas adopten siempre los criterios más coherentes con las

preferencias epistémicas de sus miembros, y, para el caso, de los ciudadanos. Pero me

parece que el éxito tecnológico de la ciencia moderna es difícilmente explicable sin el

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supuesto de que el modelo de competencia interna entre los miembros de cada

disciplina, que es el que ha estado vigente al menos desde la época de Galileo, les ha

llevado a establecer reglas que son bastante imparciales y bastante eficientes en la

producción de conocimientos de alta calidad (según las preferencias epistémicas de los

individuos involucrados). No absolutamente eficientes e imparciales (ni siquiera sé lo

que querría decir eso), pero sí al menos “aceptablemente” para los individuos que

participan en la ciencia de un modo u otro.

LORENZO: De todas formas, con tu modelo parece que los científicos pueden

imponer las normas metodológicas que más les beneficien a ellos (como grupo,

digamos), aunque no sean las que más beneficiarían al resto de los ciudadanos.

VIOLETA: También es posible, y admito que en muchas ocasiones habrá ocurrido

así. Por ejemplo, los científicos pueden favorecer proyectos de investigación

excesivamente costosos, cuyos beneficios para los ciudadanos no estén claros; o

también pueden favorecer reflexiones puramente especulativas, sin ninguna repercusión

práctica y ni siquiera con garantías de que las conclusiones a las que se lleguen sean

“correctas” en algún sentido relevante.

FAUSTINO: O pueden ser favorables a las estrategias de las multinacionales en las

que los científicos trabajan.

VIOLETA: Por supuesto. Pero en todos estos casos, lo que el individualismo

sugiere es que deben promoverse cambios institucionales que favorezcan la

participación de cuantos más ciudadanos sea posible. Por ejemplo, incrementando la

competencia entre los científicos, entre escuelas, entre las disciplinas... y, claro, entre

las empresas, y entre todos estos y las asociaciones que los ciudadanos puedan crear

para defener sus intereses.

FAUSTINO: ¡Qué agradable música celestial! ¿Y tú eras la que afirmaba que no

hay ningún criterio por encima de las preferencias de cada individuo? Con tanta escuela,

disciplina, y asociación, ¿no es siempre tu punto de vista de una “colectividad”, sólo

que disfrazado de individualismo metodológico?

VIOLETA: Como mucho, admito que algunos, o muchos de los criterios,

preferencias y modos de pensar de un individuo habrán de ser aprendidos a partir de las

prácticas colectivamente adoptadas en los grupos de los que forma parte. Pero no son en

modo alguno preferencias o modos de pensar del grupo, sino de cada individuo, que

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puede decidir cambiarlos si le interesa, o irse a otro grupo. O más bien, volviendo al

ejemplo de las reglas de una disciplina científica: son criterios que cada individuo

acepta obedecer (aunque no coincidan necesariamente con los que más le gustarían)

porque son los que los demás obedecen, pero si a un número lo suficiente decisivo de

individuos le interesara modificarlos, se modificarían. Al fin y al cabo, decir que los

individuos son los únicos que toman decisiones no implica asumir que lo hagan sin

tener en cuenta las decisiones que esperan que tomen los demás. Los individuos no son

átomos, sino moléculas que reflejan, mediante su propia estructura, una parte de la

estructura que ellos creen que tienen los grupos de los que forman parte.

FAUSTINO: Bueno, bueno. A mí me sigue dando la impresión de que todo esto

son subterfugios para defender una teoría racionalista de la ciencia, que a su vez pueda

ser empleada para justificar el statu quo tecnocientífico. Creo que los “individuos” de tu

individualismo no son más que una construcción abstracta, mera retórica.

LORENZO: ¿No irás a criticar precisamente tú que algo sea “retórico”?

¿Tendremos que darte la bienvenida al campo de los que defienden la realidad... o al

menos al de los que queremos comprender la tecnociencia “como realmente es”?

FAUSTINO: ¡Claro que no! Todo es retórica, así que no hay nada de malo, ni de

bueno, en que algo lo sea. Pero al menos debéis reconocer que es así.

VIOLETA: ¿Y qué hace que una “retórica” sea mejor que otra? ¿No será la

decisión colectiva, y razonada, de los individuos que la utilizan?

FAUSTINO: ¡Por favor! La mayor parte de la retórica que uno emplea, o en la que

se ve envuelto, pocas veces es consciente de ella... Pero estamos en mi casa y los temas

de discusión serán los que proponga yo, o me llevo las pastas, no hago ya más café, y

por supuesto, no pongo el partido en la televisión. Así que, si aceptáis estas mínimas

pero rotundas reglas, establecidas por quien tiene el poder, tenéis que esperarme hasta

que traiga una nueva cafetera llena, y mientras tanto, querida Violeta, ve buscando

argumentos para responderme a la siguiente pregunta: ¿qué barbaridad era esa que

dijiste esta mañana, de que con tu individualismo podías ofrecer una justificación de la

“unidad de la ciencia”? Antes saldría zumo de naranja de la cafetera, en vez de café.

LORENZO: Ciertamente, Violeta, eso me extrañó también a mí. Al fin y al cabo, a

no ser que tus individuos sean poco más que una simple copia los unos de los otros,

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cada uno tendrá sus gustos, sus formas de pensar, sus opiniones, y esto conducirá más

bien a un pluralismo radical.

VIOLETA: Y es un pluralismo radical; más radical que el tuyo, que al fin y al

cabo es más bien un pluralismo de culturas o de grupos sociales, más que de individuos.

En todo momento acepto que en la ciencia conviven, no siempre en armonía, miles de

prácticas diferentes, miles de criterios metodológicos, millones de hipótesis, millones de

intereses; como en cualquier otro tipo de realidad social, dicho sea de paso. Lo que yo

pretendo defender es que, por debajo (o por encima) de esa enorme diversidad, existe

una estructura relativamente uniforme, más o menos como a la diversidad de los seres

vivos subyacen el mismo código genético y la misma bioquímica.

FAUSTINO (regresando de la cocina): Cualquier cosa tiene tantos rasgos en

común con cualquier otra como uno desee. Asimilar dos cosas es tan fácil como

diferenciarlas, e igual de arbitrario.

LORENZO: Bueno, tampoco es eso. Si cualquier clasificación fuese totalmente

convencional, no merecería la pena hacer ninguna, ni siquiera las que haces tú. Dejemos

a la chica explicarse.

VIOLETA: ¡Qué bueno eres, cariño, defendiéndome de la fiera relativista!

LORENZO y FAUSTINO: Menos pitorreo.

VIOLETA: En fin, es muy fácil de explicar. Lo que afirmo, en primer lugar, es

que en la ciencia, considerada sobre todo como un conjunto de prácticas e instituciones,

se comparte un esquema de valores que, aunque no es el mismo para todos los sujetos ni

en todas las circunstancias, tiene una estructura común. Y en segundo lugar, que

también se comparten los mismos métodos fundamentales.

LORENZO: Supongo que los “valores” los entenderás al modo que nos has

explicado hace un momento, ¿no?

VIOLETA: Por supuesto. Los valores son fines, o preferencias, a los cuales los

sujetos acuden para justificar los criterios que ellos pretenden que se adopten de forma

colectiva. Ahora bien, estos fines, como cualquier otro, a menudo queremos alcanzarlos

para obtener gracias a ellos otros fines, y por lo tanto los primeros son también medios;

y a su vez también habrá algunos medios que tengamos que utilizar para obtener los

primeros fines. De modo que podremos establecer algún tipo de relación jerárquica

entre unos fines o valores y otros. Imaginad que representamos gráficamente esta

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relación de tal modo que, si un valor es instrumental para conseguir otro, o (lo que a

menudo será lo mismo) si el segundo se utiliza como justificación del coste de obtener

el primero, entonces escribimos el primero (el “medio”; por ejemplo, el empleo de una

cierta notación matemática estandarizada) por debajo del segundo (“el fin”; por

ejemplo, facilitar la comunicación entre los científicos), y los unimos con una flecha

que va del “medio” al “fin”.

LORENZO: ¿Te traigo papel y bolígrafo?

VIOLETA: No es necesario, gracias, no iré mucho más allá. El principal punto a

favor del pluralismo es que, si intentamos completar este dibujo, enseguida llenaremos

todo el espacio del que dispongamos; tantos son los valores que entran en el juego de la

ciencia. Además, en comunidades científicas distintas, o en la misma disciplina pero en

períodos distintos, los valores que aparecerán en el dibujo podrán ser bastante

diferentes, y sus posiciones y relaciones también podrán cambiar. Un buen trabajo para

jóvenes estudiantes sería el de dibujar estos “mapas de valores” para varias disciplinas o

contextos históricos, y compararlos. Seguramente, la topología del asunto nos obligará

muchas veces a dibujar flechas que vayan en sentido horizontal, o de arriba hacia abajo,

e incluso muchos bucles, pues las relaciones entre unos fines y otros pueden ser muy

indirectas, y los dibujos que resulten se diferenciarán en muchos detalles.

LORENZO: Esta idea de los “mapas de valores” no es muy original, cielito lindo.

Alguna vez he visto algo muy semejante, a lo que llamaban “mapas de significación”,

aunque en ese caso se trataba más bien de las relaciones entre problemas científicos, y

no tanto entre los propios valores. Pero creo que nunca se ha llevado a cabo

sistemáticamente como una investigación “de campo” o histórica. Podríamos ponernos

a ello cuando volvamos a casa, e incluso pedir un proyecto de investigación.

VIOLETA: ¿Podríamos...?

LORENZO: Bueno, se podría... ¡Podrías! Pero que conste que yo estoy dispuesto a

echarte una mano, en cualquier momento.

FAUSTINO: No, no, no. Aquí las manos quietas, que ésta es una casa post-

moderna pero decente. Sigue, Violeta, por favor. Hasta ahora la cuestión de los “mapas

de valores” sólo es algo que queda bonito y que sirve de apoyo al pluralismo, pero

¿cuándo nos vas a enseñar la unidad subyacente?

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LORENZO: Espera, antes quiero aclarar un poco más la cuestión que me preocupa

desde el principio. ¿Cómo diantres podemos identificar empíricamente los valores que

hemos de introducir en cada mapa? ¿Hacemos una encuesta entre los científicos? En tu

charla de esta mañana ni tan siquiera hiciste ver que eso podía ser un problema.

VIOLETA: ¡Ay, Lorencito! Se supone que era Faustino el que iba a acribillarme

con sus preguntas. No le pongas el trabajo más fácil. De veras creo que se trata del

problema más serio en esta idea que intento defender. Pero, en fin, intentémoslo.

Veamos: por lo que acabo de explicaros, los valores son aquello que es tomado como

una razón para justificar algún criterio normativo, es decir, algún criterio sobre lo que,

en determinadas circunstancias, es “correcto” o “incorrecto” hacer. No son simplemente

“algo que alguien desea alcanzar” (cualquier elemento de sus preferencias cumple esa

condición), sino “algo que alguien desea alcanzar y que aporta como razón para

adoptar algún criterio de decisión coletiva”. Así que lo primero será buscar en la

práctica científica estos criterios: qué pautas se siguen en una disciplina, mediante qué

normas se justifica que algunas cosas deban ser aprobadas y otras cosas reprobadas. En

particular, será interesante averiguar qué criterios se considera legítimo emplear para

aceptar o rechazar públicamente lo que cada miembro de la disciplina proponga a los

demás (hipótesis, datos, diseños experimentales, modelos, programas de investigación,

pero también propuestas más institucionales: contratos con empresas, gestión de

revistas, organización de congresos, etcétera). La segunda parte consistirá en descubrir

los argumentos con los que se defienden (o se critican) esos criterios, u otros

alternativos. Esta parte puede ser bastante más difícil de llevar a la práctica que la

primera, porque es posible que las discusiones en las que aquellos argumentos son

planteados no sean tan públicas como las discusiones acerca de la valildez o

aceptabilidad de los resultados de la investigación. Pero, sea como sea, es en estas

argumentaciones donde podremos hallar los valores a los que me estoy refiriendo, y, por

supuesto, la información sobre sus relaciones de dependencia.

FAUSTINO: ¡Qué bonito paisaje! Pero yo tengo dos contraargumentos mortíferos,

uno más dulce y otro más ácido. ¿Cuál quieres primero?

VIOLETA: El ácido. Mientras tanto, me tomaré el café.

FAUSTINO: El contraargumento más ácido dice, simplemente, que si intentas

llevar a cabo esa búsqueda empírica de los valores la ciencia, lo más probable es que no

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encuentres nada relevante para tu teoría. “Pautas”, “criterios”, “normas”, o como

quieras llamarlo, sí que encontrarás, pero seguramente más de los que querrías, porque

habrá muchos que serán contradictorios con otros, y que, por lo tanto, no se podrán

justificar simultáneamente apelando a los mismos valores.

VIOLETA (con media pasta en la boca): O tal vez sí...

FAUSTINO: Tal vez; ya veremos. Pero lo más importante es que la inmensa

mayoría de estas normas y criterios no son nunca, o casi nunca, adoptados a través de

una discusión en la que se intercambien argumentos. Muchas de las pautas que siguen

los científicos proceden de la tradición de cada disciplina, y se aceptan sin más. Otras se

imponen mediante la autoridad (por ejemplo, algunas de las que se utilizan en

laboratorios de empresas privadas). Otras se difunden como una moda cualquiera, por

imitación y esnobismo.

LORENZO: ¡Si vas a criticar el esnobismo de los científicos necesito una

grabadora, y mañana haré sonar la grabación por los altavoces del congreso!

FAUSTINO: ¿Quién critica el esnobismo? Por favor, no hay nada malo en ser un

esnob. Pero vosotros no estaréis dispuestos a reconocer sus virtudes, me temo. En fin, a

donde quería llegar es a la conclusión de que tus “valores” serán, en la mayor parte de

los casos, totalmente invisibles para los científicos. Y cuando no lo son, los utilizarán de

forma estratégica, defendiendo en cada caso el valor que más les interese.

VIOLETA: ¿Y la crítica suave?

FAUSTINO: Veo que no me haces mucho caso. En fin, la crítica más dulce viene a

decir que, aunque llevéis a cabo esas investigaciones empíricas sobre los valores de los

científicos y obtengáis un hermoso resultado, no hay nada que os asegure que otros,

indagando sobre la misma comunidad científica y el mismo período, lleguen a

conclusiones totalmente contrarias: hay tantas normas, tantos criterios, tantos “valores”,

que seleccionando unos cuantos como los más relevantes nunca harás honor a la radical

variedad e inconmensurabilidad que reina en la ciencia.

VIOLETA: Ya empezamos. Lo mismo podría decirse de tu propio enfoque, pero

ya ves: como eres tú el que controla la televisión y puede dejarnos sin ver el partido, no

vamos a criticarte ahora.

FAUSTINO: Me parece muy bien. El argumentum ad baculum (o en este caso, ad

remotum commandum) es uno de mis preferidos.

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VIOLETA: Pero en mi defensa he de decir que tus críticas son puramente

apriorísticas (lo que, por otra parte, mis propios argumentos justamente merecen, ya que

no son más empíricos que los tuyos; pero, al menos, creo que los míos constituyen un

razonable proyecto de investigación empírica). Después de realizado el estudio será

cuando haya que aportar argumentos que indiquen específicamente en qué ha podido

fallar y cómo podría mejorarse.

LORENZO: Bueno, ¿y el tema de la unidad de la ciencia, que dejaste aparcado por

mi culpa? ¿Cómo puedes reconstruirla a partir de los múltiples individuos con sus

múltiples preferencias?

VIOLETA: Ahora mismo veréis. Mi tesis es que los mapas de valores de todas las

comunidades científicas tendrán una estructura bastante similar. Por una parte,

aparecerán muchos valores en la base, que corresponderán en general a los diversos

métodos que se utilicen en cada disciplina, área, o lo que sea; no sólo los métodos en el

sentido de aquello que estudia tradicionalmente la “metodología”, sino también todas

aquellas cosas que un científico de “saber hacer” para conseguir que sus proyectos

salgan como espera, y que sus colegas u otras personas le aporten lo que necesita. A los

valores de este tipo los llamaré valores instrumentales: son cosas que hace falta

conseguir, o criterios que hace falta satisfacer, para obtener resultados científicamente

meritorios. Por otro lado, en la parte de arriba también puede haber muchos valores, que

corresponderán en general a aquellas cosas que los científicos, u otras personas, intentan

obtener por medio de los resultados obtenidos en esa disciplina; digamos que son las

posibles aplicaciones; no sólo “aplicaciones prácticas”, sino también “puramente

científicas”, pues pueden utilizarse los resultados de un área como inputs para el trabajo

en otras áreas. A éstos los llamaré valores finales (“finales” desde el punto de vista de la

comunidad científica que estemos estudiando).

“Desde otro punto de vista, los valores de la parte de arriba son los que hacen

que ciertos problemas científicos sean más interesantes que otros, mientras que los

valores de la parte de abajo son los que indican cómo debe llevarse a cabo la

investigación. Los valores de la parte central, en cambio, serán los que determinen

cuándo debe tomarse una cierta tesis como la “solución correcta” a un problema.

“Tanto en la parte de abajo como en la de arriba, los valores que aparezcan en

los mapas de varias disciplinas o comunidades podrán ser muy distintos entre sí. Por el

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contrario, en la parte central habrá muy pocos valores, y todos ellos idénticos (o muy

semejantes) en todas las disciplinas científicas. A éstos los podemos considerar como

los valores centrales de la ciencia. Así que la estructura de cualquier mapa de valores

tiene una forma parecida a la de esta cafetera italiana: dos conos o pirámides truncadas,

unidas por su parte más estrecha, con los “valores instrumentales” en la parte inferior,

los “valores finales” en la superior, y en el centro... ¡ah! la parte más sustancial, el

corazón de la cafetera, el filtro por el que todo se ve obligado a pasar.

FAUSTINO: Creo que estoy adivinando cuáles son esos valores centrales.

VIOLETA: Dispara.

FAUSTINO: Apuesto a que se trata de la verdad, la racionalidad, y otras músicas

celestiales del mismo tipo.

VIOLETA: Has estado cerca, pero no has dado del todo en el clavo. Mi hipótesis

es que en el centro hay básicamente tres valores, si bien no han de entenderse (como,

por otro lado, tampoco los demás) como conceptos perfectamente definidos; más bien

tienen un amplio margen para ajustarse a circunstancias diversas y aún así seguir siendo

los mismos valores.

LORENZO: Eso provocaría de nuevo grandes dificultades si intentásemos aclarar

lo que significa.

FAUSTINO: Dejémoslo para luego. ¿Cuáles son esos tres valores, Violeta, por

favor?

VIOLETA: El primero es lo que yo denominaría la verdad empírica aproximada.

Su posición justo en el centro es fácil de entender: con respecto a los valores

instrumentales, nos molestamos en desarrollar métodos, a menudo tremendamente

sofisticados, porque queremos alcanzar un conocimiento verdadero sobre la realidad; y

con respecto a los valores finales, deseamos obtener respuestas verdaderas (o

aproximadamente verdaderas) a las preguntas que nos hacemos, porque esa es la mejor

manera de garantizar que el conocimiento obtenido gracias a la ciencia será eficaz en la

consecución de aquellos objetivos. En segundo lugar, estaría la gloria científica: los

investigadores se esfuerzan en perseguir otros valores instrumentales, y también otros

valores finales, así como soluciones verdaderas a los problemas planteados en su

disciplina, porque quieren obtener la fama entre sus colegas, o ante la sociedad en

general. Y en tercer lugar habría algo que podríamos denominar un “valor de segundo

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orden”, o un “metavalor”, y que podemos llamar economía o eficiencia: satisfacer este

valor consiste en alcanzar cierta sabiduría acerca de cómo contrapesar la satisfacción de

distintos valores cuando el cumplimiento de unos implica disminuir el grado en el que

realizamos otros.

FAUSTINO: Sería demasiado fácil criticar esta palabrería positivista. Voy a

rogarte que desarrolles más extensamente la naturaleza de estos valores centrales y sus

relaciones mutuas y con los demás antes de lanzarme a tu cuello, con el permiso de

Lorenzo.

LORENZO: Tal vez tengamos que lanzarnos los dos. Dejemos que se explique

primero. A ver, ¿qué es eso de la “verdad empírica aproximada”? Creo que por la

mañana sólo hablaste de la verdad, a secas; ¿significa que ya estás empezando a

retroceder?

VIOLETA: Tú mejor que nadie sabes que en filosofía es imposible ir siempre en

línea recta y hacia adelante. Ahora mismo, si me lo permitís, haré también un pequeño

excurso antes de hacer las aclaraciones que me pedís. Aún hay tiempo para el partido,

¿no?

LORENZO: Sólo si vas directamente al grano del excurso dichoso. Porque tendrá

algún grano, digo yo.

FAUSTINO: ¡Ay, Lorenzo, déjala hablar de una vez!

VIOLETA: Lo que quiero hacer es describiros en líneas muy generales el “juego”

al que juegan los científicos. Es un juego de persuasión, en el que cada uno intenta que

los demás acepten expresamente las hipótesis o los resultados propuestos por él. La idea

está basada en el análisis del lenguaje como un juego, en el que cada locución de un

hablante supone un cambio en el conjunto de sus “compromisos”, “obligaciones” o

“derechos” ante los demás. Es decir, cada hablante tiene en la conversación un cierto

status normativo que puede ir cambiando con las oraciones que profiere, o que profieren

los otros. Por ejemplo, si uno dice que hará algo, adquiere el compromiso de hacerlo; si

dice que ciertas cosas son de tal modo, adquiere el compromiso de aportar alguna razón

si se le pide; si dice que ciertas cosas son malas, adquiere el compromiso de no hacerlas;

si alguien admite que has venido de un sitio lejano que él no conoce, te da el derecho a

describirlo y se obliga a aceptar, en principio, tu descripción. Dominar el lenguaje

consiste en saber “llevar el tanteo” de cada participante en la conversación, en saber

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obedecer y emplear eficazmente el conjunto de reglas que conectan cada posible

proferencia con el status normativo de cada hablante. Dicho de otro modo, dominar el

lenguaje consiste en ser capaz de jugar al juego de dar y pedir razones, y las razones son

los pasos del juego que hacen cambiar el status normativo de los hablantes. El aspecto

esencial de la comunicación mediante el lenguaje es, por lo tanto, la posibilidad de

realizar inferencias “correctamente”, esto es, de acuerdo con ciertas normas

características de cada lenguaje. Estas inferencias, a su vez, no son sólo deducciones

“lógicas” (de unos enunciados como “premisas”, a otros como “conclusión”), sino que

también van de elementos externos al lenguaje (por ejemplo, percepciones) a

enunciados, y de enunciados a consecuencias prácticas (por ejemplo, acciones, y sobre

todo, los cambios en el “tanteo” o el “marcador” de cada hablante).

LORENZO: ¿Y esto, Violeta, no es el inferencialismo del que tanto hablas

últimamente? Faustino debe ser de los pocos que aún no te había escuchado contarlo.

VIOLETA: Pues ya lo ha hecho. Y he aquí cómo se traduciría todo esto al caso de

la ciencia. Imaginad que cada científico va escribiendo en un gran libro todos y cada

uno de los enunciados que desea proponer públicamente a sus colegas (descripciones de

aparatos, resultados de experimentos u observaciones, formulaciones de problemas,

hipótesis, modelos, argumentos a favor de algunas propuestas, argumentos en contra,

etcétera). Podemos considerar que ese “libro” es el conjunto de sus artículos y trabajos

científicos. Naturalmente, los enunciados inscritos en el libro no están meramente

yuxtapuestos unos a otros, sino que forman cadenas de inferencias, algunas de ellas

puramente lingüísticas, y otras con “entradas” o “salidas” de tipo práctico.

FAUSTINO: Antes de que termine de perderme, y teniendo en cuenta que, como

ya ha dicho Lorenzo, es la primera vez que te oigo hablar de todo esto: ¿podrías ser un

poco más clara con esto de las “entradas” y las “salidas”?

VIOLETA: Sí claro, pero va a empezar pronto el partido, así que intentaré ser

breve. Me refiero a que algunos de los enunciados están inscritos en el libro como

consecuencia de algún acontecimiento no meramente lingüístico, como, por ejemplo, la

descripción de los resultados de un experimento. En cambio, de otros enunciados

inscritos en el libro se deriva como consecuencia la obligación de llevar a cabo alguna

acción, o la autorización para realizarla, como por ejemplo, la introducción de alguna

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variante en el experimento mencionado, si los argumentos que se hayan presentado

indican la conveniencia de hacerlo así.

FAUSTINO: Me parece que ya lo veo. Por cierto, eso de un juego al que se juega

anotando “inscripciones” me parece sabrosamente post-moderno. Sigue, sigue, por

favor.

VIOLETA: Bien, pero no sé si adonde quiero llegar te parecerá igual de sabroso.

En fin, las cadenas de inferencias a las que me refería deben estar hechas

“correctamente”, y esto quiere decir que deben ser coherentes con las normas de

inferencia aceptadas en la comunidad científica relevante. Esas normas son los criterios

de legitimidad a los que me he referido hace poco. Ahora bien, que lo que está escrito

en los libros deba ser coherente con las normas no implica que siempre lo vaya a ser, o

que lo sea siempre en la misma medida. Habrá científicos con más talento o virtuosismo

que otros para implementar esas normas de forma apropiada, y además, también habrá

ocasiones en las que varias normas nos orienten hacia conclusiones incompatibles, o en

las obedecerlas suponga reconocer que hemos cometido un error en algún otro sitio. Así

pues, propongo denominar “marcador interno” al tanteo normativo que refleja, para

cada miembro de una comunidad científica, la coherencia de su libro con las normas

aceptadas en ella.

FAUSTINO: ¿Habrá también un “marcador externo”?

VIOLETA: Naturalmente. En el “marcador externo” de un científico se van

anotando, por así decir, aquellas proposiciones formuladas por él y que han sido

explícitamente aceptadas como correctas, o tal vez con alguna matización, en los libros

de sus colegas, y se anotan asímismo con la valoración que les corresponde según los

criterios empleados en su comunidad. Digamos que el “marcador interno” de cada

científico mide cómo es él o ella de “buen profesional” dentro de su disciplina, mientras

que el “marcador externo” mide su “gloria científica”, la aceptación que han alcanzado

sus resultados entre sus colegas.

LORENZO: Veamos si me estoy enterando: supongo que cada científico intenta

alcanzar la mayor fama posible, es decir, la valoración más alta posible de su marcador

externo, aunque muchos de ellos, pobrecitos, tal vez la mayoría, tendrán muy pocos

puntos en ese marcador, porque no todos consiguen producir resultados que alcancen a

la vez una valoración muy alta y una aceptación muy extendida entre los otros

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investigadores. Así que se tendrán que conformar con intentar obtener el máximo

posible de puntos en su marcador interno.

VIOLETA: ¡Ay, cariño, qué bien me estudias! ¿Verdad que es un cielito?

FAUSTINO: Lo que pasa es que te quiere seguir la corriente; ya le conozco.

LORENZO: Ahora bien (y no me interrumpáis, que ya falta muy poco para el

partido), incluso aunque lo que más le interese a un investigador sea conseguir una alta

puntuación en su marcador externo, resulta que él no puede hacer nada directamente

para conseguirlo, pues esa puntuación viene dada por las afirmaciones que hay escritas,

o “inscritas”, en los libros de los demás. Y de este modo, criterios de legitimación, o

normas de inferencia, o lo que sea, vigentes en la comunidad, adquieren el

protagonismo. En primer lugar, porque será ajustándose lo más que pueda a esas normas

como cada científico intentará obtener una puntuación elevada en su marcador interno.

Y en segundo lugar, porque el hecho de que los demás están haciendo lo mismo (o sea,

intentando ajustarse a las normas para maximizar el valor de sus marcadores internos)

es lo que le permite a cada científico ingeniarse alguna manera de conseguir (mediante

las inscripciones de su propio libro, y mediante las normas de inferencia que las ligan

con las de otros libros) que sus colegas se vean forzados (por esas mismas normas, y por

las inscripciones anteriores efectuadas por ellos) a hacer una nueva inscripción en la que

acepten los resultados o hipótesis propuestos por aquél.

FAUSTINO (al oído de Violeta, pero en voz bien alta): Reconozco que me

enteraba mejor cuando lo estabas explicando tú. Si no fuera quien soy, te propondría

vernos a medianoche para que me aclarases a solas esto que ha contado Lorenzo.

LORENZO: ¡Está bien! Dicho de otra manera...

FAUSTINO: ¡No, no, no! Por favor, era una broma. Lo he comprendido todo con

la claridad de la luz del día. Los juegos de inscripciones no tienen secretos para mí. La

cuestión es, ¿a dónde nos lleva todo este excurso? Estábamos hablando de los valores

centrales de la cafetera, si no recuerdo mal.

VIOLETA: Efectivamente. Recordemos que por “valores” entendíamos aquellos

fines que los científicos utilizaban para justificar la adopción de unas normas en vez de

otras. Pensad que estas normas consisten sobre todo en reglas que permiten a cada

investigador exigir a un colega que saque una determinada conclusión a partir de

algunas proposiciones con las que éste se ha comprometido previamente, o exigirle que

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no saque otra conclusión, si ello va contra las normas, o exigirle que presente razones

que justifiquen algunos de sus enunciados o de sus actos. En principio podrían

ocurrírsenos infinitas normas de este tipo; la cuestión es, entonces, por qué aceptan los

científicos unas reglas en vez de otras posibles. Mi tesis es que las normas de inferencia

que se usan en una comunidad científica son aceptadas fundamentalmente (aunque no

exclusivamente) porque poseen la propiedad de garantizar, en algún grado razonable,

que las conclusiones aceptadas mayoritariamente por los miembros de la comunidad

sean verdaderas, o verdaderas con un grado suficiente de aproximación.

LORENZO: ¿Y cómo se garantiza que las normas tengan esa propiedad?

VIOLETA: Como casi todo, las normas son siempre falibles: los científicos

pueden creer que gracias a ellas obtendrán muchos enunciados verdaderos relevantes, y

estar equivocados en esta creencia. En parte es por ello por lo que insisto en que el valor

fundamental es la verdad empírica. Con esto no quiero decir que los enunciados que

persiguen los científicos tengan que ser sólo “enunciados observacionales”, o algo así,

sino más bien que ha de haber algún proceso que condicione la aceptación de los

enunciados “menos” observacionales al éxito predictivo de los modelos y teorías en los

que están insertados. Si queréis expresarlo de otro modo: las normas de una comunidad

científica deben garantizar, en la medida de lo posible, que las hipótesis, leyes, modelos,

etcétera, aceptados mayoritariamente por sus miembros, generen con una frecuencia lo

suficientemente elevada predicciones correctas cuando son aplicadas a la solución de

problemas empíricos. Por otro lado, la mayoría de las normas estarán basadas en los

conocimientos previos; por ejemplo, las normas sobre cómo interpretar los resultados de

ciertas observaciones dependerán de lo que se sepa (o se crea saber) sobre el

funcionamiento de los aparatos de observación; o las normas sobre cómo resolver

ciertos problemas presupondrán que se deben utilizar determinadas ecuaciones, que

reflejan leyes de general aceptación. Así, las normas serán tan falibles y sujetas a

revisión como dichos conocimientos, y serán diferentes en cada comunidad o área

científica, pues en cada una se tendrán, obviamente, conocimientos diferentes, al

ocuparse de objetos y problemas distintos.

FAUSTINO: En esto sí que eres pluralista. En fin, yo casi suscribiría todo lo que

has dicho, teniendo en cuenta, sobre todo, que la parte más post-moderna vendrá

después, cuando empieces a hablar de la “gloria” y la “economía”. Seguramente, lo

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único que cambiaría sería la cháchara sobre la verdad... ¡O, mejor, no! Creo que más

bien aprovecharía para argumentar que la palabra “verdad” sólo significa, como acabas

de decir, el mayoritario beneplácito que recibe una cierta “inscripción” dentro de una

comunidad, por la solidez y la resistencia que ha demostrado ante los posibles

argumentos en su contra.

VIOLETA: Dilo así, si quieres, pero ten en cuenta que esto que acabas de describir

es sólo el hecho de que los miembros de la comunidad creen que ciertas proposiciones

son verdaderas, ¡pero en realidad puede que sean falsas! Lo importante no es tanto qué

proposiciones aceptan, como qué criterios siguen para decidir cuáles aceptan, y lo que

yo afirmo es que la principal razón para que elijan esos criterios, en vez de otros, será su

creencia de que van a llevarles a aceptar proposiciones empíricamente sólidas.

LORENZO: ¿Y qué pasa con los otros valores centrales?

VIOLETA: Con respecto a la “fama”, lo más relevante para situarla en el centro

de nuestra “cafetera” no es (o no es sólo) el que sea un fin de los más apreciados por los

científicos, sino que es, junto con la verdad, el otro objetivo fundamental que tienen en

cuenta para decidir si ciertas normas o criterios son aceptables o no. Puesto que la

verdad difícilmente puede conseguirse con total certidumbre, ni con total aproximación,

es necesario que los criterios de aceptación determinen con cuánta certeza o con qué

margen de aproximación nos hemos de ver obligados a adoptar una hipótesis. En los

contextos tecnológicos, estos márgenes pueden venir dados por las exigencias del uso

práctico de los productos que se estén diseñando. Pero en el caso de la ciencia “básica”,

donde las aplicaciones comerciales no están muy a la vista, un criterio mucho más

“práctico” es el de no exigir soluciones demasiado precisas y seguras, pues entonces

raramente se acabaría aceptando hipótesis alguna, ni darse por contento con soluciones

demasiado endebles, pues entonces cualquiera podría ganar en el juego de la persuasión,

y este juego dejaría de ser interesante para individuos cuyo objetivo “práctico”

fundamental es la gloria. Así que la búsqueda de la fama es el valor que especifica, en

último término, cómo de “buenas” van a ser las teorías que se acepten en una

comunidad.

FAUSTINO: ¡Y luego dices que no eres post-moderna!

VIOLETA: Cuidado: lo que digo es que la búsqueda de la fama aporta el criterio

para determinar qué “nivel de calidad” tendrán por término medio las teorías aceptadas,

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¡pero no es el criterio que dice en qué sentido son “buenas” las buenas teorías! Ese

criterio es, más bien, el de la verdad empírica.

FAUSTINO: De todas maneras, no me quedan muy claras tus razones por los que

la fama ocupa el centro de la “cafetera”, junto con la verdad y tal vez otras cosas. El

argumento parece impecable en el caso de la verdad: los valores instrumentales o

metodológicos (los de la parte de abajo) se justifican porque son eficientes en la

búsqueda de la verdad, y la verdad se desea porque es la mejor manera de satisfacer los

valores relacionados con las aplicaciones (los de la parte de arriba). Pero no veo nada

parecido a esto en el caso de la fama.

LORENZO: Déjame echarte un capote, Violeta, a ver qué tal me sale. Pensad en

este argumento: respecto a los valores instrumentales (que son fundamentalmente los

métodos de cada disciplina, pero también, como dijiste más arriba, las maneras de

conseguir que los demás hagan lo que uno quiere), los miembros de la disciplina

considerarán que tienen más posibilidades de mejorar sus “marcadores” con ciertos

métodos en vez de con otros; así, cada uno favorecerá ciertos valores de esta clase,

según sus preferencias, capacidades, aprendizaje, y cosas así. Además, también para

cada uno de estos valores habrá que determinar “cuándo es suficientemente bueno” lo

que hacemos con ellos, como en el caso de la verdad aproximada.

“Pero con respecto a los valores finales, es la sociedad, más que la propia

comunidad científica, la que consiente a ésta que sus miembros se dediquen al juego de

la fama, para, gracias al tremendo esfuerzo que los científicos ejercen para obtenerla,

poder encontrar soluciones a los problemas científicos y a los relacionados con sus

aplicaciones. De este modo, aunque la gloria científica es un fin último para los

investigadores, desde el punto de vista de la sociedad se trata de un medio que ésta

utiliza para que la ciencia funcione de manera eficaz.

FAUSTINO: Tu querida Violeta pone cara de sorprendida; no sé si por lo

rápidamente que te ha convencido, o porque está en completo desacuerdo con este

argumento chapucero que acabas de inventar. ¿Qué es eso de uitlizar criterios distintos

para justificar por qué la fama está en el centro de la cafetera, según la veamos desde

arriba o desde abajo?

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VIOLETA: Reconozco que no se me había ocurrido este argumento, y ni siquiera

tu crítica, con el que se originó, pero me parece más o menos aceptable. Además,

¿desde cuando a los post-modernos os preocupa la coherencia de los argumentos?

FAUSTINO: Nos preocupa mucho más de lo que parece. Y otra cosa acerca del

argumento de Lorenzo: hay una diferencia radical (que me encanta) entre el papel que tú

le has asignado a la verdad como valor central que justifica los valores instrumentales, y

el papel que ha asignado Lorenzo a la fama respecto a esos mismos valores. En el

fondo, lo que se desprende de sus palabras es que los científicos ¡tenderán a elegir los

métodos que a ellos les vengan bien! Por ejemplo: métodos con los que estén más

familiarizados, métodos que tiendan a favorecer a las teorías desarrolladas dentro de

programas de investigación tradicionales, métodos que justifiquen grandes

subvenciones... en definitiva, preferirán aquellos métodos que les garanticen el control

de la situación. Tenéis que reconocer que, en estas circunstancias, es bastante dudoso

que los métodos efectivamente elegidos vayan a ser precisamente los que garantizan la

“verdad objetiva” de las conclusiones que se obtengan con su ayuda.

LORENZO: Yo al menos pienso que, en muchas circunstancias, es verosímil que

el objetivo de la búsqueda de la verdad y el de la búsqueda de la fama tiendan a

favorecer métodos o valores instrumentales distintos. ¿No crees, Violeta?

VIOLETA: Por supuesto. Pero debéis tener en cuenta una cosa muy importante:

los métodos tienen que ser justificados a través de una discusión pública, y adoptados

por la gran mayoría de los miembros de la comunidad relevante (esto es lo que hace que

sea una comunidad, y no varias). En consecuencia, no es fácil que un científico

individual, o un grupo muy pequeño, “imponga” a todos los demás colegas aquellos

métodos que coincide que le favorecen precisamente a él. Si el grupo entero desea llegar

a un acuerdo colectivo, todos tendrán que ceder al menos un poco, como en cualquier

negociación. Recordad también lo que dijimos hace un rato sobre el “velo de la

ignorancia”: cuanto más abstracto y general es el nivel al que se discute la aceptabilidad

de una cierta metodología, más difícil será para los científicos predecir si esos métodos

en particular van a favorecer las teorías propuestas por unos o por otros. Además, en la

medida en que los resultados producidos por la comunidad tiendan a ser valiosos para

otras comunidades, los miembros de cada una estarán interesados en favorecer métodos

que garanticen esta capacidad de “exportar” resultados, pues eso les reportará, en

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definitiva, fama y recursos provenientes de otras áreas. Por lo tanto, en la medida en que

las áreas científicas sean más abiertas hacia otras, más importante será que los métodos

adoptados en cada una sean coherentes con las de los demás (aunque no necesariametne

idénticos), y esto reforzará la imparcialidad en la elección de métodos.

FAUSTINO: Vamos, eso será verdad “en abstracto”, pero si miras con detalle a la

práctica real de la ciencia, lo que observarás será más bien que existe en cada disciplina

un grupo de investigadores, no necesariamente pequeño, que utiliza ciertos criterios de

justificación que favorecen cierta clase de teorías, modelos, hipótesis o resultados, y que

se resisten (por lo general, limitándose a ignorarlos) a adoptar los métodos alternativos

propuestos por la nube de heterodoxos que rodea al grupo dominante. Y la principal

razón por la que se resisten no es porque crean que sus métodos son correctos, sino

porque saben que, si se adoptaran los métodos que ellos no dominan, el poder de

repartir la fama y los dineros dejaría de estar en manos de ese grupo.

VIOLETA: Eso deja sin explicar por qué quienes suministran en último término

los recursos sociales y económicos a los científicos, favorecen precisamente al grupo

dominante, si no hay ninguna razón por la que los resultados científicos alcanzados por

ese grupo tengan un mínimo nivel de calidad epistémica.

FAUSTINO: Tal vez sea porque a los gestores de la ciencia les importe un comino

esa calidad epistémica con la que se os llena la boca a los racionalistas.

VIOLETA: Bueno, incluso a quien sólo le importan el poder y la gloria, le

interesará al menos obtener un conocimiento verdadero sobre cuáles son los medios más

eficaces para alcanzar esos objetivos.

LORENZO: Amigos míos, deben ya estar a punto de conectar con el partido, y aún

le queda a Violeta explicar el último “valor central” del que nos habló. ¿Os importaría

dejar la discusión sobre los gestores de la ciencia para otro momento? A ver, ¿qué es

eso de la “economía de los valores”, o como lo llamaras?

VIOLETA: Se trata de una idea muy sencilla. No debemos olvidar que en la

ciencia, como en todo lo demás, cada decisión tiene un coste, y no sólo en términos

monetarios: seguir ciertas líneas de investigación implica prestar menos atención a

otras; adoptar ciertos métodos exige mucho esfuerzo, tanto al utilizarlos como al

aprenderlos; incluso la verdad y la fama pueden ser en ocasiones, tal vez a menudo,

objetivos que nos lleven en direcciones opuestas. La economía consistirá, por lo tanto,

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en la capacidad de armonizar los fines que perseguimos, de tal manera que la búsqueda

de uno de ellos no nos lleve a ignorar los demás; es una especie de “buen sentido”, o de

“prudencia”, que permite que el resto de los valores no se conviertan en fórmulas

mecánicas o en imperativos absolutos, sino que todo esté subordinado a las capacidades

normales de los seres humanos.

FAUSTINO: De tan vacía que suena esta descripción, sólo se oyen los ecos. ¿No

podrías concretar?

VIOLETA: Desde luego. Lo que quiero decir es, por una parte, que los científicos

buscarán la verdad y la fama intentando compatibilizar estos dos fines de la mejor

manera posible, de modo que la obtención de una de ellas no signifique renunciar

“demasiado” a la obtención de la otra; y por otra parte, que en todas las decisiones

tendrán que valorar el esfuerzo que suponga llevarlas a la práctica, es decir, a qué cosas

tendrán que renunciar si lo hacen. Por ejemplo, al elegir entre varios métodos

alternativos, una variable importante que tendrán en cuenta será la facilidad con la que

cada uno de ellos pueda ser utilizado; al valorar la simplicidad como una virtud de las

teorías científicas, en parte lo harán porque las teorías simples son más fáciles de

entender que las complejas, y es más cómodo trabajar con ellas; al aplaudir la

demostración de que una teoría se puede reducir a otra, aunque sea parcialmente, tal vez

lo más importante para los científicos sea el hecho de que eso les ahorra el trabajo de

comparar empíricamente las predicciones de ambas teorías en los ámbitos en los que es

válida la reducción.

LORENZO: Quizá el término “minimización del esfuerzo” sería más apropiado

que “economía” para nombrar a este tercer valor. Aunque el que más me gusta es el de

“prudencia”, que suena tan aristotélico.

VIOLETA: No vamos a discutir por ello. ¿Y a ti que te parece, Faustino?

FAUSTINO: Diréis que soy un tiquismiquis, pero voy a ir directamente a una

dificultad más radical: ¿no es un poco absurdo introducir un “metavalor” en una tabla

de valores? Si los valores los identificas como los elementos de una “función de

utilidad” o un “esquema de preferencias”, ya tendrás recogida ahí la importancia

relativa de cada uno. ¿Para qué introducir un valor adicional que controle o dirija a los

demás? ¿No haría falta, entonces, un meta-metavalor que ejerciera algún contrapeso

entre la “prudencia” o la “economía”, y los otros valores?

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VIOLETA: Lo tendré que pensar. Tal vez la idea de “minimización del esfuerzo”

no tenga estos problemas, pero también reconozco que la “economía de valores” y la

“prudencia” me parecen conceptos muy sugerentes, aunque no haya sacado aún todas

las consecuencias. Pero debemos tener en cuenta que los valores no son sólo elementos

de un esquema de preferencias: tal como los he representado, son, además, criterios

públicos de justificación de decisiones colectivas, y es posible que en ese papel esté más

justificado introducir algún “metavalor”, como de hecho la prudencia y el sentido

común están presentes de forma explícita en el sistema judicial.

FAUSTINO: En fin, también quería que nos hablaras de otra sugerencia que

hiciste esta mañana, sobre las posibles implicaciones de tu visión de los valores respecto

a los problemas de las relaciones entre la ciencia y la sociedad. Pero me temo que el

partido ha comenzado ya, y me parece prudente dejar esa discusión para después, junto

con los otros temas que han quedado pendientes. Además, tampoco he podido meterme

con la particular defensa del multiculturalismo que ha hecho Lorenzo en su propia

comunicación, y que me parece simplemente una vuelta de tuerca del neocolonialismo.

“¡Caramba! ¿De quién es ese móvil con esa música tan hortera?

LORENZO (ruborizándose): ¡Je, je! Es el mío. Debe ser mi señora, siempre tan

oportuna. En fin, si me disculpáis un momento...

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TÍTULO: La cafetera italiana. Un diálogo sobre la ciencia y los valores. TITLE: The italian coffeepot. A dialog on science and values. ABSTRACT: Three philosophers discuss on the roles of values in a view of science as a game, grounded on methodological individualism. The main character of the dialog argues that this view allows to defend the objectivity of scientific knowledge while explaining the social aspects of the scientific research process. DESCRIPTORES: Normas científicas; valores científicos; mapas de valores; individualismo metodológico; teoría de juegos; inferencialismo. KEYWORDS: Scientific norms; scientific values; value maps; methodological individualism; game theory; inferentialism. SUMARIO ANALÍTICO: Tres filósofos discuten sobre el papel de los valores en una concepción de la ciencia como un juego, basada en el individualismo metodológico. El personaje principal argumenta que esta concepción permite defender la objetividad del conocimiento científico a la vez que explica los aspectos sociales del proceso de investigación científica. NOTA BIO-BIBLIOGRÁFICA: JESÚS ZAMORA BONILLA es profesor titular de Lógica y Filosofía de la Ciencia en la Facultad de Filosofía de la UNED (Madrid). Entre sus publicaciones recientes están La lonja del saber. Introducción a la economía del conocimiento científico (UNED, 2003), Cuestión de protocolo. Ensayos de metodología de la ciencia (Tecnos, 2005), Ciencia pública - ciencia privada. Reflexiones sobre la producción el saber científico (FCE, 2005), y Filosofía de las ciencias sociales (UNED, 2005, con J. Francisco Álvarez y David Teira). DIRECCIÓN: Departamento de Lógica, Historia y Filosofía de la Ciencia. Facultad de Filosofía. UNED. 28040 Madrid. Correo electrónico: [email protected]