La Caja de Pandora-La Ley del Camaleón - PortadayLibro
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LA LEY DEL CAMALEÓN
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LA CAJA DE PANDORA
LA LEY DEL CAMALÉON
DAC DANIEL
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A Gonzalo.
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LA CAJA DE PANDORA
LA LEY DEL CAMALEÓN
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ÍNDICE.
PRELIMINARES
ANÁLISIS DEL INTERÉS PURO Y EL INTERÉS CREADO……….15
A LA MEMORIA DE BERNARD FREUD (1937 – 2012)…………….21
LA CAJA DE PANDORA. LA LEY DEL CAMALEÓN.
DE LA SOCIEDAD DE BERNARD FREUD.
LA VEJEZ DE BERNARD…………………………………………...25
DE CÓMO LOS HOMBRES BUSCARON EL ARTEFACTO DE
LA MITOLOGÍA……………………………………………………….27
DE LA APARICIÓN DE LA CAJA DE PANDORA EN MEDIO
DE LA CELEBRACIÓN DEL DÍA DEL DESCANSO………………..39
DEL ENCUENTRO ENTRE OLIVIER CAMALEÓN Y ADÈLLE......49
DE LA INTERVENCIÓN DEL POBLADO DE EVANGELIS Y
UNA PRIMERA ALUSIÓN AL DOCTOR BERNARD FREUD……..61
DE LA SEGUNDA SALIDA DE ADÈLLE Y SU NUEVO
ENCUENTRO CON OLIVIER CAMALEÓN Y LOS MIEMBROS
DE LAS INSTITUCIONES ARQUEOLÓGICAS……………….…….73
DE LA VIDA DE TRABAJO EN LA GRAN CASONA PATRONAL
DE OLIVIER CAMALEÓN Y LA PRESENTACIÓN DEL DOCTOR
BERNARD FREUD ANTE LOS OJOS DE ADÈLLE………………...87
DENTRO Y FUERA DE LA MENTE DE ADÈLLE…………………117
MEDUSA, LA ZÍNGARA…………………………………………….133
DE LA PREPARACIÓN DEL VIAJE A PARÍS QUE ADÈLLE
EMPRENDIÓ….....................................................................................145
LA CONSTRUCCIÓN DE LA CAJA DE PANDORA.........................157
UN CAMALEÓN EN LA CIUDAD LUZ…………………………….169
DE LLUVIAS Y DE REVELIÓN……………………………………..179
CANCIÓN PARA UNA CAJA DESOLADA………………………...199
12
LA LEY DEL CAMALÉON...................................................................217
EL RETORNO A EVANGELIS……………………………………….225
EPÍLOGO………………………………………………………………235
POST SCRIPTUM……………………………………………………...239
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14
15
ANÁLISIS DEL INTERÉS PURO Y EL INTERÉS CREADO
Breve preludio del Doctor Bernard Freud. Extraído de “Psicología de la
Pseudo-realidad”.
En el verano de 2012, el Doctor Psicólogo Bernard Freud, ante un
concurrido auditórium de la Facultad de Psicología de la Universidad de
La Sorbona, expuso su obra “Psicología de la Pseudo-realidad”, que trata
del análisis de la mente social de algunos pueblos europeos y
norteamericanos. De esta forma, antes de las líneas de la historia de “La
Caja de Pandora. La Ley del Camaleón”, y por petición de sus ex alumnos,
como tributo a su obra, registramos el preludio, leído ante los entusiastas y
jóvenes estudiantes, que, al igual que en las mentes de sus amigos y
seguidores, permanece en el legado de sus investigaciones.
“El sacerdote de la pequeña ciudad salió por unos momentos de su
acompasada prédica de domingo, y, con los ojos desorbitados y el cuerpo
descompuesto, apuntó hacia los feligreses, y dijo:
- ¿Y cuál es el más grande pecado que existe hoy en la humanidad?
Pues no otro que la envidia, hermanos. Ese mal que corrompe las
entrañas, que las transgrede y las lleva a cometer los crímenes y
atrocidades más horrendos. ¡Tengan cuidado, hermanos! ¡No se
dejen llevar por ella, que la envidia no sólo es un pecado, sino que
un sacrilegio a los ojos de Dios!
Las palabras del sacerdote tenían razón, porque, cuando la envidia se
apodera de las mentes humanas, muchas situaciones que están fuera de la
norma surgen igual que las acciones más cotidianas de la vida. El hombre y
la mujer son transportados a ambientes encapsulados, que los obnubilan y
les impiden ver más allá de sus ojos.
Sin embargo, el sacerdote cometía un error al centrar el mayor pecado
del hombre en la envidia, porque el hombre tiene un pecado todavía más
grande, que no es el haber nacido, como nos señala Calderón de la Barca,
sino que el simple hecho del interés. Así, cualquiera acción que un hombre o
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una mujer deseen realizar, obedece al interés por realizarlo o crearlo. Un
niño que aprende las primeras palabras tiene un deseo interno de repetir las
frases de los adultos, aunque, para muchos científicos, aquel pequeño ser no
tenga la capacidad de distinguir entre lo que se desea hacer y lo que no se
desea hacer. Es necesario, por lo tanto, establecer un distingo entre el interés
general, nacido en situaciones habituales, del que es generado por una
elaboración mental superior.
El primero es llamado “interés puro”, que no obedece a las reglas ni a
las convenciones ni a las planificaciones del cerebro. Dentro de éste,
aparecen las emociones, las acciones simples, el deseo de observar una obra
de arte o el simple hecho de curiosear. Un menor de siete meses siente un
impulso por igualar las frases o vocablos sueltos que escucha en su entorno.
No se sabe con certeza si existe un mecanismo interno que busca alcanzar
ese interés puro, que bien podría verificarse al ver que el niño se esfuerza
por decir la palabra de forma correcta, una clara muestra de estar ante un
puro anhelo de conseguir la pronunciación precisa, aunque, de igual modo,
pertenece a la esencia de la motivación inicial. De la misma forma, el amor,
la solidaridad, la amistad son otros ejemplos del interés puro, donde, en
ocasiones, aparecen los intereses creados.
Entonces, ¿dónde está el límite que nos permite distinguir entre un
interés puro y el interés creado? Antes de responder esa pregunta, se debe
completar la explicación, y decir que el interés creado es la “parte
pecaminosa” que ha olvidado el sacerdote de la prédica. Si tomásemos el
ejemplo del niño ferviente por repetir las palabras, podríamos considerar
que, en el caso de que aquel infante reciba un premio cada vez que diga una
palabra con buena pronunciación, y dilate ese proceso a sabiendas de que
recibirá un regalo, y, si, en lugar de repetir la palabra con rapidez, lo hace
con lentitud, tendríamos ante nuestros ojos el interés creado de obtener el
obsequio. Pero no es así. El interés creado es una estrategia nacida de la
mente del humano sin que exista un estímulo previo. Se puede decir, en ese
caso –y de ahí el significado de la palabra– que es amoldamiento de cada
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acción que se realizará con un único objetivo: conseguir lo que se desea sea
como fuere, alejándose de toda norma, ética o grado de cordura.
La lista de intereses creados es larga: la venganza, la persecución, el
delito, el fraude, la corrupción. Los humanos se escapan a estos actos con
contadas excepciones, ya que, en pequeñas o grandes cantidades, todos
alguna vez han sido llevados al interés de elaboración, que desea conseguir
la satisfacción de tener lo que no se posee. He ahí que el máximo de los
interese del hombre sea el interés por tener poder. El poder lo controla todo;
con poder se puede ejercer el mando, liderar un pueblo, maltratar a los
debilitados, obtener réditos sea con o sin una moral económica, establecer
leyes propias alejadas del criterio democrático. Muchos han sucumbido ante
la fuerza que trae consigo siquiera un pequeño grano de poder. El duro
comandante de un escuadrón de infantería puede encontrar la muerte a
manos de sus propios soldados, hartos de obedecer maniobras arbitrarias y
sin sentido. Un gobernador que dicta una orden suprema, sin la aceptación
plena del territorio que rige, puede ver debilitada su aprobación, hasta ver
socavado su cargo. El impetuoso interés creado de abarcar un nuevo tipo de
tráfico de droga puede comprometer la cabeza del mafioso que, pese a
saberlo, se arriesga a la enemistad del clan vecino, ya dueño de la
distribución de aquel producto. Hay poblados que, para alcanzar el interés
creado, son capaces de sumirse en creencias falsas, sólo con el fin de
satisfacer sus propios anhelos, algo que yo llamo la pseudo-realidad, de la
que trata esta obra.
Aunque, ¿por qué usar el concepto de pecado para aquel interés que
nace y se crea desde la mente humana? ¿No el pecado es un
comportamiento propio de la religión? Pues no. Apartarse de lo justo y lo
recto es el significado de esta palabra. Por consiguiente, cabe preguntarse:
¿es justo fijar un mandato sólo con el fin de ver cumplidos los deseos
personales en lugar de tener una mirada global, y consultar si aquel
empleado está de acuerdo con la orden? ¿Es justo llegar a un cargo
representativo sólo para avasallar las ideas de los demás y poner por encima
de todo el criterio propio? ¿Es justo aceptar la mentira sólo para alcanzar el
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añorado objetivo interno? ¿Es justo sumir en el flagelo de la droga a cientos
de personas sólo para llenarse los bolsillos de dinero? ¿Es justo encubrir
crímenes que causan la muerte y la destrucción del espíritu sólo por las
satisfacer las creencias propias? ¿Puede ser respetable abusar de menores de
edad con trabajos forzados a costa del dinero? Las sociedades actuales viven
una existencia abarrotada de placeres fútiles, pequeños logros, y si esas
sociedades desean conseguir más, buscar tenerlo todo y no la mitad, siempre
tendrán como alternativa el camino de la sencillez y la honestidad, que, si
bien es más largo, tiene la facultad de dejarnos dormir tranquilos, sin pensar
en cuál será el interés que habrá que crear al siguiente día.”
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A LA MEMORIA DE BERNARD FREUD
1937 - 2012
Las campanadas finales de la capilla del Camposanto de París
anunciaban que era tiempo de acabar con la ceremonia fúnebre de uno de
los hombres más decisivos para la psicología social del siglo XX y parte del
siglo XXI. Sus principales colaboradores, seguidores de toda una vida,
abandonaban el recinto resignados con la idea de haber perdido a un
personaje excepcional, aunque, también, con la aceptación de que su legado
seguiría patente por muchas décadas más.
Bernard Freud era el profesional de la mente por antonomasia.
Respetado por la gran mayoría de sus colegas, su reputación se había
esparcido por su natal Francia, en Italia, España, Rusia, los EUA y en el
resto de Europa. Sus trabajos se habían iniciado a la corta edad de veinte
años. Por lo tanto, a su muerte, ocurrida cerca de los setenta años, le había
permitido tener una carrera de casi cincuenta años, sólo interrumpida por
una etapa negativa de su vida, que la había llevado al desequilibrio mental, y
de la que salió para resurgir cual Ave Fénix.
Dos días antes del sepelio, el mundo cambió para todos los que lo
conocíamos: un llanto de bebé era el único signo de vida que dejaba la
explosión de un coche bomba apostado en la Facultad de Arqueología de La
Sorbona, donde Freud impartía una de sus habituales cátedras. El niño era
un neonato adoptado por él en el último viaje realizado por tierras europeas,
en busca de más datos para sus investigaciones sociales. Lo había dejado
oculto debajo de un mueble de acero que, sin saberlo, fue un verdadero
escudo para salvar al pequeño. El psicólogo no deseaba que se supiese de la
existencia de él por causa que sólo sus amigos más cercanos conocían.
Freud había sido asesinado.
De todos aquellos amigos, y aunque alejado del área de estudio de su
profesión, estaba yo, Giorgio Cousteau, un hombre que ha dedicado buena
parte de su existencia al negocio de la dramatización. Conocí a Bernard
cuando ambos éramos jóvenes, en un viaje que hicimos juntos a Colombia,
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para examinar algunas consecuencias que habían ejercido en un pueblo
campesino un sistema de adiestramiento mental que se conoció por “Los
Perros de Pávlov”, en alusión al famoso psicólogo ruso. Yo buscaba nuevas
ideas para mis obras dramáticas, y él buscaba fuentes para la redacción de
sus libros de análisis. Se podría decir que ambos buscábamos conocer la
mente humana desde su esencia; él, para exponerla en sus obras; yo, para
llevarlas al guión dramático. Siempre me interesó el mundo interior de las
personas, por lo que Bernard era el hombre ideal para extraer los estudios de
sociedades diversas en virtud de mostrarlo al público, ferviente por conocer
nuevas e interesantes puestas en escena.
En el invierno de 2010, luego de una pequeña velada que tuvimos en
el Moulin Rouge, él veía su futuro menos extenso que antes por razones
evidentes: ya había superado los sesenta años, y el reloj comenzaba a tener
menos cuerda. Ese mismo día me dijo, no sé si en tono de broma, aunque
con una seguridad decidora:
- He escrito muchos libros sobre cómo se comportan las sociedades
del mundo. He repasado cada espacio de la psicología que éstas
tienen. Lo cierto es que nunca he llevado al papel cómo fueron esos
procesos exploratorios, aunque tengo muchos manuscritos sueltos en
mis archivos. Hay historias maravillosas, que muestran vidas
paralelas a esas sociedades. Yo considero que ya estoy viejo para
escribir más. Si yo te lo pidiera, ¿te atreverías a ser mi redactor
personal?
Debo ser honesto, y decir que, ya que estábamos en un ambiente de
dispersión, no tomé en serio sus palabras. Bernard se veía rebosante de vida,
y jamás consideré que fallecería dos años después. Sin embargo, pocas
situaciones son como uno las deseas, y, antes de poder responderle, la
muerte apareció en el camino de mi querido amigo. La última vez que lo vi
fue en un seminario de la “Psicología de los Conceptos”, elementos que él
había podido ver repetir en muchas sociedades de forma diversa, y pretendía
rebatir la idea de que las gesticulaciones, los signos y el lenguaje más
básicos tenían un código universal. Él siempre decía que lo único general en
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las sociedades eran los conceptos absolutos: el interés, el hambre, el deseo
de poder, las necesidades esenciales. De ahí había acuñado los términos de
pseudo-realidad y el estándar de conceptos mentales, muchos de los que
pude ver en directo. Su frase típica era: “Al ser humano le gusta tenerlo
todo, no la mitad”, en clara alusión a que las personas podían ser capaces de
cometer muchas salvajadas sólo por conseguir los conceptos absolutos de
los que hablaba.
“Las personas son capaces de aceptar la mentira, el odio, la incredulidad,
los golpes, sólo con el fin de ver cumplidos sus ideales y de sentirse
tranquilos con el resto, aunque, antes, consigo mismos”, decía Bernard.
Hubo pueblos enteros que aceptaban conocer la falsedad de muchas
creencias, y que, pese a todo, las mantenían porque eso significaba
permanecer en el estatus de tranquilidad que siempre deseaban. Otras
sociedades permitían que sus peticiones de servicios esenciales fuesen
acalladas sólo por el hecho de sentir amenazada su fuente laboral. También
existieron pequeñas agrupaciones que eran capaces de vender sus propias
vidas para mantenerse en un determinado rango de una pirámide. Historias
que, quizás, eran más interesantes que el análisis psicológico de mi
entrañable amigo.
Yo no soy quién para juzgar a nadie, pero todos sabemos que Bernard
pudo haber estado más tiempo entre nosotros de no haber sido por el
atentado que le costó la vida, y del que, como gran parte de su existencia,
siempre involucrado en situaciones límite, se generó por la animadversión
que generó en ciertos grupos que no aceptaban sus ideas, que buscaban
exponer cuál era la esencia del hombre.
Hay quienes hablan de que Bernard conocía mucha información que era
vital para algunas organizaciones y personas, cuyos cargos podían verse
resarcidos si mi amigo habría su boca. ¿Habrá sido ese el motivo por el que
Bernard nunca se atrevió a escribir las historias personales de sus viajes de
análisis de la psicología de las sociedades? Es posible. De cualquier forma,
yo, como amigo, luego de revisar los archivos almacenados en su despacho
personal, una de las herencias dirigidas a mí, que dejó registrada en su
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testamento, me veo en la obligación de darlos a conocer al mundo, para que
éste sea quien juzgue las situaciones.
He deseado comenzar en retroceso, con una historia que he puesto por
nombre “La Caja de Pandora. La Ley del Camaleón”, y que mi amigo vivió
en el último año de existencia, en plena vejez, hace sólo algunos meses,
poco antes de morir, y de la que yo también formé parte. Mi intensión es
exponer el resto de los relatos cada cierto período. Trabajo cada día en ello,
siempre con el recuerdo de la figura de un hombre que siempre hubiese
querido dar a conocer sus vivencias al resto, y que las circunstancias se lo
impidieron. En honor al gran aporte que deja para todos los que los
conocieron y para la ciencia en general, he decidido llamar al ciclo de sus
historias “La Sociedad de Bernard Freud”, porque nos muestra cómo los
análisis registrados en sus obras tuvieron origen a partir de situaciones de
los mismos pueblos que estuvieron bajo el estudio de su profesión.
25
LA SOCIEDAD DE BERNARD FREUD
LA VEJEZ DE BERNARD
LIBRO X
LA CAJA DE PANDORA
LA LEY DEL CAMALEÓN
26
27
DE CÓMO LOS HOMBRES BUSCARON EL ARTEFACTO DE LA
MITOLOGÍA
Ni los árboles ni las casas ni los animales del pequeño bosque que estaba
en las afuera de Llion, un pueblo que para muchos geógrafos no existía en
los mapas, sabían de la presencia de los siete hombres forzudos que cavaban
desde hace varias horas en la noche de la Víspera del Día del Descanso, y
cuyo objetivo era encontrar algo que no conocían con exactitud, y que sus
jefes les habían señalado por el Artefacto de la Mitología. Esos hombres,
con grandes cuerpos y grandes mentes, que habían recorrido más de medio
mundo a caballo, barco y avión, miraban en lontananza, y se preguntaban
cómo sus conocimientos habían sido tan deplorados al punto de estar
pagando una condena que jamás imaginaron. Los sonidos de las aves
nocturnas, el viento que hacía mover las hojas de los árboles, y los rostros
enojosos de sus mandamases les hacían pensar en la pobre y destruida alma
que les quedaba por tener; quizás lo único importante que mantenían vivo.
Aún no era el tiempo del descanso que le habían asegurado tener los
encargados de la faena, y, a causa de lo extenuante del cavado, los hombres,
que si bien tenían mucha fuerza, decidieron sentarse en torno a una de las
pirámides de tierra que había formado, y reposar del cansancio que sentían.
La noche era más noche que cualquiera que hubiesen visto antes en sus
largas vidas. Se preguntaban por qué la noche era tan noche en ese pueblo,
por qué todo se veía más oscuro de lo normal, sin Luna, sin haces de luz que
aparecieran desde algún sector. Porque los hombres habían recorrido todo el
mundo, y no la mitad, y conocían las noches de otros lugares, y ésta, en
cambio, les era del todo lóbrega, sombría y muda, aunque también
comprendían que se trataba de una víspera especial, y se conformaban con
escapar del silencio al comentar la situación:
- Todo el pueblo está dormido a la espera del Día del Descanso. No se
escucha nada. – Decía uno de ellos.
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- Debe ser por eso que nos trajeron hasta acá hoy, porque sabían que
no habría mucho alboroto si nos veían cavando. – Respondía otro
hombre.
- Esto nos has pasado por mentir; si hubiésemos dicho la verdad desde
un principio, no estaríamos en medio de la nada. – Increpaba un
tercero.
- Es mejor que sigamos cavando; los jefes pueden enojarse y pedir que
nuestra pena sea mayor. – Intervenía otro hombre más.
Los dos hombres que estaban algo más lejos de los siete que cavaban
mantenían el rictus firme y enojoso, y sólo se dedicaban a masticar un poco
de nuez moscada para pasar el rato, mientras esperaban la llegada del
amanecer. Los dos también habían recorrido el mundo, y se habían
encontrado con muchas vivencias, objetos y elementos que les
proporcionaron bienes y un buen pasar, aunque no por eso consideraban que
otros artefactos eran más importantes que los del pasado; por lo tanto, no
querían claudicar en la búsqueda del objetivo de ese momento. Los dos
hombres pertenecían a la Escuela de Arqueología de la Universidad de La
Sorbona, y vestían trajes de tela en aquella noche, y se preguntaban cuándo
estaría entre sus manos aquel elemento que sus superiores también les
habían señalado por el Artefacto de la Mitología.
Uno de los hombres miraba, de vez en cuando, a su alrededor, porque
había sentido la presencia de alguien que se movía entre los árboles que
estaban a sus espaldas. El hombre tenía el sexto sentido, la llamada
intuición, y sabía muy bien que sus presentimientos no fallaban. Para salir
del desconcierto, prefería sacar un cigarro, y fumarlo con fuerza, al tiempo
de mantener el rostro firme, y no inquietar a su compañero, que prefería sólo
mirar el trabajo de los siete hombres, sin responder las preguntas de su
acompañante:
- Sé que hay alguien que nos está observando, Lucious…
- Mmm…
- Mis sensaciones no se equivocan. Estoy seguro de que no estamos
solos.
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Y el hombre no se equivocaba, porque, si se avanzaba unos pasos más
hacia la dirección de los árboles, y oculta entre el follaje, se podía ver una
figura menuda de humano que miraba todo lo que estaba pasando, aunque
no podía distinguir qué y quiénes eran con exactitud, a causa de lo oscuro de
la noche. Lo cierto es que podía escuchar con total claridad lo que todos los
hombres hablaban, en lo principal, lo que comentaban los jefes del grupo.
Aquella figura, por vez primera, sabía el significado de estar fuera de su
hogar, y prefería mantener el mismo silencio que los hombres, o, de lo
contrario, su plan de conocer el pueblo, al que había estado restringida desde
siempre, podía acabarse en ese mismo minuto.
La arqueología moderna no era la misma arqueología de inicios del siglo
XX. En los nuevos tiempos, casi todo estaba descubierto, y existía un
catastro muy formado de aquellos artefactos y objetos que el hombre había
creado para gozo y magnificencia de los demás. Los pergaminos egipcios,
las cerámicas del Mar Egeo, El Santo Sudario, los trozos destruidos de los
barcos naufragados formaban parte de una serie de elementos encontrados y
expuestos ante los ojos de las personas, y que, por lo tanto, estaban fuera de
los objetivos de la actual arqueología. Esto hacía que, día a día, los
arqueólogos de todas las zonas del mundo estuvieran en una constante
pugna por descubrir o encontrar los pocos vestigios que quedaban de los
tiempos antiguos, para obtener los réditos correspondientes y gozar de la
poca fama que todavía quedaba en la ciencia. Así era que muchas
instituciones, e incluso gobiernos de países importantes, financiaban las
excavaciones y las búsquedas con el fin de adjudicarse una parte de los
logros, y de las consecuentes ganancias monetarias que esto contraía. Se
puede decir que había –y que aún lo hay– un pequeño mercado de los
objetos arqueológicos, donde no todo es ciencia ni conocimiento ni deseos
de maravillar al mundo con lo que las civilizaciones del pasado realizaron,
sino que, también, hay otro pequeño mundo, el mundo bursátil, que, día a
día, soñaba con obtener un trozo del pastel de los réditos arqueológicos. Una
de esas instituciones era la Escuela de Arqueología de la Universidad de la
Sorbona de París, y el hecho de que los siete hombres forzudos y los dos
30
superiores estuvieran en las afueras del casi desconocido pueblo de Lion, al
sur de Francia, se fundamentaba en el nuevo modus operandi de la
arqueología: recibir altas sumas de dinero por el denominado Artefacto de la
Mitología, y recuperarse del des-financiamiento en que se había sumido
desde hace algunos años.
Charles Poncairet había recibido órdenes expresas de mantener a raya
todo indicio de descubrimiento de las acciones que había establecido la
Escuela, y he ahí que su inquietud por saber si, en realidad, alguien se
escondía detrás del follaje del soto del pequeño bosque aumentaba a cada
segundo que sus presentimientos le confirmaban que los sonidos de pies no
eran parte de una alucinación. Su rol de supervisor de la excavación le daba
más responsabilidades que el resto, y que su propio colega Charles, al que le
seguía interesando muy poco saber si había alguien cerca, y sólo deseaba
encontrar el artefacto.
En tanto, dos de los siete hombres forzudos seguían hablando entre
ellos, aunque, en esta oportunidad, al mismo tiempo que cavaban:
- Supe que este pueblo está lleno de ignorantes que no conocen ni la
radio.
- ¿Ni la radio? Pienso que estás exagerando, ni mis ancianos padres
son tan anticuados.
- Es porque tus ancianos padres viven en París, donde todo es
modernidad. Mira cómo es todo esto, si parece que estuviésemos en
un país del tercer mundo.
- Tal vez sus habitantes están acostumbrados a vivir así. A veces
pienso que es mejor estar lejos de tanta tecnología; nos deshumaniza
y nos vuelve estúpidos.
- Yo no me siento un estúpido por el hecho de tener en frente de mí
una pantalla de televisión.
- Aunque cada día intentas conseguirlo; la televisión y todos esos
medios de comunicación no muestran la realidad del mundo, y nos
convierte en idiotas. Ésta es la realidad; aquí está la naturaleza.
Francia debiera estar orgullosa de tener pueblos rurales, nos sirven
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para salir de la congestión de las calles y tener un espacio de
tranquilidad.
Con una linterna disparada en diferentes direcciones, Charles intentaba
verificar si, entre el follaje, aparecería alguna figura reconocible. Lucious le
golpeaba el brazo derecho para que dejase de moverse; sin embargo, Charles
no podía darse el lujo de fallarles a los decanos que habían puesto sus
confianzas en él, y encontrarse al día siguiente en un escándalo en las
portadas de los periódicos. Así como ellos, existían otras organizaciones que
buscaban lo mismo, y algunas de ellas preferían confabular para que las
metas de los otros fallaran y se convirtiesen en noticias amarillentas, en
lugar de descubrir los objetos antiguos. Algunos llamaban a estos grupos
“Los mercaderes”, por el hecho de tranzar con artefactos de valor
arqueológico, e incluso, llegar a vender los mismos en el famoso mercado
ilegal, sólo con el fin de obtener sumas de dinero para ellos mismos, y no
ampararse en el debido proceso de búsqueda.
Lo cierto es que si, desde siempre, ha existido una actividad
arqueológica oficial, amparada en instituciones de gran prestigio, y con
excavaciones permitidas y respaldadas, ¿por qué la Escuela de Arqueología
de una universidad tan prestigiosa como la de La Sorbona de París se había
involucrado en este mercadillo de la arqueología que no conocía de la ética
más si de soñar con obtener las ganancias monetarias correspondientes? La
respuesta era una sola y tenía nombre y apellido: Hugo Grant.
Hugo Grant era el ala derecha del Gobierno francés, era el hombre que,
por no ser el Presidente, había tenido que conformarse con el cargo de
Primer Ministro, y que, por lo tanto, para satisfacer parte de sus ideales,
había caído en el juego sucio de los sobornos, con el fin de sumar adeptos
para su siguiente campaña, y ocupar el cargo que tanto añoraba. Uno de esos
grandes apoyos provenía de la Academia de Arquitectura de París, cuyos
miembros habían redactado un proyecto de ley que establecía el total control
de las excavaciones arqueológicas en territorio francés, desterrando al resto
de las organizaciones por considerarlas no acreditadas, y, así, quedarse con
el monopolio de las ganancias. Esto significaba que instituciones tan
32
prestigiosas como la National Geographic o la Royal Society tuviesen
prohibición de realizar trabajos de campo, además del resto de las entidades
francesas. El férreo lobby por conseguir que esto se obtuviese no fue fácil,
ya que el proyecto se aprobó sólo con dos votos a favor por sobre los en
contra, y con una alta presión por parte de la Academia hacia Grant. Lo
cierto es que la ley se estableció, y esto significaba una verdadera lucha
interna por descubrir los vestigios de la Antigüedad, y una especie de sub-
mercado de las excavaciones.
Cuando Nikolás Groban, el decano de la Escuela de Arqueología de la
Universidad de la Sorbona de París, recibió una llamada y, después, una
visita directa de un miembro de la Sociedad Arqueológica Griega, cuyo fin
era solicitarle apoyo para encontrar el Artefacto de la Mitología, que, según
los informes de ellos, estaba en territorio francés, sin duda que tuvo que
pensarlo mucho antes de aceptar su propuesta. Él sabía muy bien que estaría
violando la Nueva Ley de Excavaciones y Trabajos de Campo, aunque no
fue necesario explicarle detalles al miembro de la Sociedad:
- Señor decano, ¿usted cree que nosotros desconocemos las nuevas
leyes arqueológicas de su país? Le aseguro que no tiene que darnos
ninguna explicación, ya que ese es uno de los principales fines por el
que yo estoy aquí.
- En ese caso, ¿por qué ustedes no han acudido a la Academia, como
es debido?
- Al parecer usted aún no me comprende. Digamos que cuando busca
algo que le pertenece, y desea que ese algo siga siendo suyo, no
querrá que otro se adjudique el hecho de encontrarlo. ¿Me
comprende mejor ahora…?
- Sí, sí… Ahora puedo comprender más… Aunque, ¿qué obtendremos
nosotros a cambio?
- Nos hemos enterado que la Escuela está desfinanciada; por lo tanto,
para salir del desajuste económico, ¿no cree que le vendría bien algo
como esto…?
33
El cheque que el miembro de la Sociedad había dejado sobre la mesa del
decano registraba una suma de dinero estratosférica, una suma que era casi
imposible de desechar. Con esa cantidad, no sólo la Escuela salía de su
debacle, sino que, además, permitía dejar fondos para financiar otras
actividades. El decano estuvo ante una encrucijada ética, que le impedía
responder de inmediato, pues él sabía que estaría yendo en contra de la ley,
lo que le podría costear el cargo si se llegaba a descubrir. Miró el desgastado
bolígrafo que tenía a un lado de su escritorio, y pensó en cómo la Escuela
había llegado a tal des-financiamiento al punto de no tener el dinero para
solventar los gastos de los insumos básicos, como una simple pluma de
escribir. El miembro de la Sociedad rompió el silencio en que se había
quedado el despacho, y agregó:
- Tenemos hombres preparados para estas actividades; ellos son
griegos, y, si son descubiertos, serán deportados, y no pondrán en
riesgo a ningún integrante de vuestra Escuela. Nuestro país pasa por
un momento económico inestable, y ellos han aceptado realizar
cualquier tipo de trabajo por ganar algo de dinero; sabrán cumplir
con su deber.
- ¿Y esos hombres son confiables…? – Consultó el decano.
- Del todo, son hombres que han roto algunos pactos en el pasado,
aunque están con condiciones, y saben que no pueden fallar de
nuevo…
- ¿Y por qué hacen ustedes todo esto…? Debe haber otro fin más…
- Por supuesto. El turismo. Si Grecia se adjudica haber encontrado el
Artefacto de la Mitología, muchos turistas viajarán para verlo, y la
economía saldrá a flote, lo que permitirá que el país retome su
rumbo en buena parte.
Más temprano que tarde, las órdenes del miembro de la Sociedad no se
hicieron esperar a los siete hombres forzudos, que estaban a la espera de
recibir el mandato de viajar al sur de Francia, a cumplir con el compromiso
de redención:
34
- Señores, los hemos citado aquí para informarles que, conforme a lo
expuesto en las reuniones anteriores, vuestros intentos de fraude al
fisco serán desestimados con el cumplimiento de los trabajos de
campo que la Escuela de Arqueología de la Universidad de la
Sorbona de París ha aceptado respaldar, para encontrar el Artefacto
de la Mitología. Ustedes saben que deberán guardar la más absoluta
confidencialidad de sus actos, o, de lo contrario, serán sumariados y
procesados de todas formas. Pronto deberán embarcarse rumbo a
Francia. Les deseo lo mejor, y cumplan con los objetivos de la
Sociedad, por el bien de Grecia, y por los dioses del pasado.
Las palabras volverían a resonar en la mente de Gustave, el mayor de los
hombres forzudos, en medio de la excavación, que aún seguía cavando con
el resto de sus colegas, en la noche oscura de Llion. Todos ellos, y no la
mitad, realizaban el trabajo a regañadientes, y con el espíritu cada vez más
destruido, a causa del infinito futuro diferente que les hubiese tocado vivir
de no haber caído ante las garras de la codicia y la envidia de tener el dinero
que otros tenían, después de la tentativa de robar parte de los impuestos del
Ministerio de Cultura y Turismo.
La reflexión de Gustave se detuvo de improviso cuando Charles les dio
un grito de interrumpir el cavado a los siete hombres forzudos. Les dijo que
se habían escuchado ruidos en los alrededores, y que no podían levantar
sospechas de estar irrumpiendo en un territorio que, además de estar bajo la
ley francesa, era un terreno privado. Los hombres se miraban entre ellos
asustados, sin saber qué hacer. ¿Qué pasaría si se presentara algún alguacil o
un habitante del pueblo? Quedarían al descubierto de inmediato, y ellos
serían los únicos perjudicados. La fuerza corporal no era suficiente para
mantener la fortaleza mental; las sospechas de estar siendo vigilados les
hacían sudar helado, y les revolvía el estómago, al pensar en su futuro y el
de sus hijos y sus esposas. Ellos no sólo habían decidido embarcarse en esa
proeza por el mero hecho de salvaguardar sus vidas; eran sus familias las
que también estaban detrás de esa decisión, ya que con el dinero del pago de
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sus servicios podrían solventar los gastos que no podrían costear a causa de
los delitos que se les impugnaban, y que los tenían al filo de la cárcel.
Mientras los hombres seguían nerviosos por la situación, Charles
descubrió que, entre el follaje, una figura se seguía moviendo. Alumbró con
su linterna hacia las hojas y las ramas, y vio cómo un cuerpo menudo se
alejó muy rápido, y comenzó a correr despavorido. Charles le pedía que se
detuviese, sin embargo, la ligereza de la figura era mayor, y no hubo manera
de darle alcance. Lucious le pidió que dejase de lado a esa persona, y que
mantuviera la calma, ya que, de cualquier forma, contaban con armas para
dispararle al primero que apareciera.
Antes que Lucious diera la orden de continuar con la excavación, uno de
los hombres intervino en medio de los dos, y dijo:
- Señores, ya no será necesario que sigamos cavando.
- ¿Por qué dices eso, hombre? – Contestó Charles.
- Mientras ustedes estaban mirando hacia el follaje, yo no quise
detener mi trabajo, y he encontrado esto. – Respondió el hombre.
El hombre extendió sus brazos, y expuso un pequeño cofre de metal que
se veía entreabierto. Charles y Lucious se miraron los rostros, y no supieron
cómo reaccionar.
- Coja el cofre, señor. – Le pedía el hombre a Charles.
Asombrados, ambos consideraban que el Artefacto de la Mitología
estaba delante de sus manos, aunque los dos también sabían que era algo
improbable, pues el Artefacto tenía dimensiones más grandes, y el cofre
podría tratarse de algún otro elemento.
Charles recibió el cofre con las manos temblorosas; haber intentado
capturar a la figura que se escondía detrás del follaje lo había dejado
intranquilo y nervioso; aún no sabía cómo reaccionar con las palabras de los
hombres. Lucious le cogió el brazo izquierdo, como si le estuviese dando el
apoyo necesario para atreverse a abrir el cofre. Ninguno de los dos tenía la
seguridad de estar ante el Artefacto, aunque algo les decía que no era una
simple casualidad haber encontrado algo en las afueras del pueblo. La
Sociedad había sido muy categórica en seguir al pie de la letra las
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características del objeto de búsqueda; no podían fallar y llevar algo que no
cumplía con las fotografías y los dibujos que llevaban consigo, ése era el
principal motivo de la disputa que comenzó entre ambos:
- Lucious, esto no es el Artefacto, no coincide con nada de los datos
que tenemos.
- Lo sé, pero no podemos dejar de lado este cofre sólo por el hecho de
que no es lo que creemos; debemos saber qué hay en su interior.
- Lo más probable es que no se trate de algún trasto dejado por algún
campesino.
- Pues averigüémoslo.
Con las manos más calmadas que antes, Charles abrió poco a poco el
cofre, no sin antes mirar hacia todos lados para verificar si aparecía alguien
inesperado. No podían darse el lujo de acabar con los planes de la Escuela, y
perder el dinero que financiaría el estado en bancarrota en que se
encontraban; existía mucho en juego. Por lo tanto, cerraron los ojos en señal
de concentrar todas las energías en ver alguno de los símbolos que les
habían descrito, y salir de aquel desolado lugar, dejar de percibir la noche
que era muy noche, los sonidos de las hojas, el viento que se colaba por
entre las piernas y que les causaba un escalofríos desgarrador.
La expectación acabó tan pronto como decidieron abrir los ojos y
verificar que, en el interior del cofre, no había nada más que un trozo de
papel doblado que decía, en letras mayúsculas versadas:
POR ORDEN Y VENTURA DE LOS DIOSES DEL OLIMPO,
Y DE LAS CONSTELACIONES QUE RIGEN SUS DESTINOS,
NO SIGAN BUSCANDO DONDE NO HAYARÁN NADA,
PORQUE LA CAJA DE PANDORA ESTÁ LEJOS DE AQUÍ,
CAMINO A LA CIUDAD LUZ.
No cabía duda que alguien más había estado en ese lugar antes que ellos,
y no sólo había tenido la osadía de encontrar el Artefacto, sino que, también,
el tiempo para ocultar el cofre y entregarles ese mensaje.
El viento y el sonido de las hojas de los árboles les hacían mirar en
lontananza, hacia el pueblo, y pensar cómo podrían cumplir con el deber
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encomendado. La tarea ahora se hacía más difícil para la Sociedad y todos
sus miembros; en lo principal, luego de corroborar las advertencias de ellos:
uno de los aparatos del Estado se habían enterado de la situación, e interfería
a través de la simbólica forma de llamarse por el Olimpo. Tal vez era la
Grecia misma, que, desde los bandos opositores, había realizado una
maniobra de inteligencia feroz. O quizás se trataba de la Academia
Francesa, que no deseaba claudicar en mantener el control de las
excavaciones, y había enviado a la figura oculta en el follaje. La claridad del
día siguiente, el Día del Descanso del pueblo de Llion, serviría para resolver
todas esas dudas, y afrontar los nuevos desafíos.
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DE LA APARICIÓN DE LA CAJA DE PANDORA EN MEDIO DE LA
CELEBRACIÓN DEL DÍA DEL DESCANSO
Todo el pueblo, y no la mitad, salió al encuentro de aquel hombre que
había recorrido el mundo entero poniendo a prueba la destreza de las
personas, para saber qué es lo que dirían esta vez sus labios. Entre los
habitantes del pueblo, estaban quienes serían desafiados por aquel hombre:
dos jóvenes cuyas mentes desconocían que ese sería el inicio del vínculo
que los uniría más allá de la simple prueba de capacidades, y que pondría a
prueba sus propias vidas, en la búsqueda de satisfacer los deseos que todo
ser humano anhela: sus intereses propios.
La plaza estaba atiborrada de mujeres y hombres que sólo deseaban
conocer cuáles eran los nuevos anuncios del visitante, a quien muchos los
consideraban un dios o una persona de grandes poderes, y que sólo podían
ver en el Día del Descanso. Había uno que comentaba entre el gentío:
- ¿Qué nos trajo Vernes el año pasado?
- La espada de Escalibur.
- ¿Y alguien pudo sacarla de la roca?
- Nadie; ni el mismo Guilleume.
Adèlle, que era uno de los jóvenes, miraba al señor con grandes ojos de
asombro, y no podía esperar más por ver qué traería esta vez. Adèlle, la
joven mirada de pies a cabeza, era el mayor ejemplo de cómo eran los
habitantes de la comarca de Lion, el pequeño pueblo del sur de Francia que
se resistía a avanzar con la modernidad de nuestros tiempos: un pueblo
destinado a mantenerse en el mayor de los retrasos y la inocencia.
Apostados en filas en semicírculo, los habitantes se dejaron llevar por el
asombro cuando el hombre salió del carromato rodante en el que siempre
andaba, y desplegó una gran estructura de acero que venía cubierta de una
tela negra.
El murmullo no se hacía esperar; cada persona comentaba para sus
adentros, o con su vecino, qué maravilla les mostraría el viajero. Algunos
afirmaban que se trataría de una gran máquina, algo fenomenal, que traería
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todas las soluciones al pueblo. Otros, en tanto, hacían callar a los que
hablaban, y pedían tener paciencia, porque aquel hombre sabía lo que estaba
haciendo tanto como conocía a cada uno de los habitantes del pueblo.
No hubo necesidad de esperar demasiado, porque el hombre, a quien
algunos llamaban “El sabio”, y, otros por su nombre de pila, Vernes, abrió
su boca, y, con un gran vozarrón, dijo:
- ¡He aquí, señoras y señores, que he traído la máxima y última
maravilla del último tiempo! ¡Ustedes viven en un pueblo que aún
no conoce del asfalto, mientras, en las grandes ciudades, en París,
todo es modernidad; todo es nuevo! ¡Ustedes están a años luz de la
gran ciudad! ¡Sí, ustedes, pobres hombres y mujeres!
Vernes, mientras hablaba, apuntaba a los habitantes con grandes dotes
de causar inquietud, así todos reaccionaran con asombro y estupefacción. Y,
al mismo tiempo que abría el largo abrigo que llevaba puesto, para exponer
su cuerpo semidesnudo, continuaba:
- ¡Miren, pobres hombres y mujeres, cómo la maravilla de la gran
ciudad puede hacer grandes bondades! ¡Miren cómo ha quedado mi
cuerpo, tan musculoso como el de un atleta!
Las mujeres y los hombres quedaron asombrados al ver que lo que decía
“El sabio” era verdad. Y Adèlle y los otros jóvenes también miraban con
entusiasmo, y no podían sacar su estupefacción. Mientras éste agregó:
- ¿Quieren saber cómo he podido conseguir todo esto? Ahora se los
mostraré.
“El sabio” se acercó al sector de la estructura cubierta con la tela negra,
y la destapó con gran fuerza. Se trataba de una cápsula donde se veía la
forma de una figura humana, habilitada para que aquella persona que se
introdujese, pudiese acoplarse, igual que un molde de una figura de barro.
Adèlle, la joven que no era joven, sino que una niña de mente, porque
siempre había pasado sus días encerrada en la gran casona familiar por
órdenes de su opresor padre, miraba por vez primera no sólo la gran caja,
sino que el pueblo entero. Miraba las casas, las personas, las mujeres, los
hombres, los niños, las voces de la muchedumbre, y todo le parecía nuevo,
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fabuloso y único. Y, como si esto fuese de conocimiento de “El sabio”, se
acercó al rostro de Adèlle, y le dijo, con grandes ojos desorbitados:
- ¿Te agradaría probar cómo funciona esta fabulosa caja, mi niña?
- ¿Me dice a mí, señor…? – Respondió Adèlle.
- ¿Y a quién más? Por supuesto que te digo a ti, querida. ¡Vamos, no
tengas miedo!
Los ojos de Adèlle se clavaron en la caja, su forma y su contenido. Tenía
muchos deseos de saber qué se sentía estar dentro, aunque también temía
por encontrarse con algo diferente. Las manos y el rostro arrugado de
Vernes le daban cierta seguridad, porque tenía las mismas canas que su
padre, y eso era lo que le daba más temple para obedecer la petición del
anciano hombre. De cualquier forma, éste conocía los misterios del
pensamiento humano, y, antes de que la muchacha avanzase más, quiso
explicarle a la muchedumbre lo que había delante de sus ojos.
Desde los tiempos remotos de la mitología griega, los hombres habían
traspasado esas historias de generación en generación, y muchos de ellos
consideraban que eran ciertas, y otros muchos que eran falsas; era por ello
que se hacía necesario exponer, de forma directa y empírica, un elemento
que les hiciese creer todo lo que se escondía, y ese elemento era la Caja de
Pandora, la famosa estructura creada por Zeus para amoldar las figuras en
belleza, la famosa estructura que esparcía los males y bienes de este mundo
en medio de las personas.
La muchedumbre escuchaba con total atención las palabras de “El
sabio”, hasta que éste se detuvo en seco para decirles:
- ¡Aunque sepan ustedes, hombre y mujeres desdichados, que ni esta
niña ni nadie de este miserable pueblo se adentrará en esta caja,
porque está muy bien sellada, y es imposible de abrir! ¡Y para aquel
que no cree en mis palabras, reto a cualquiera de ustedes a que se
atreva a abrirla, si es que no antes en eso se le va todo el aliento de
los pulmones!
Todo el pueblo, y no la mitad, como se ha dicho, se miró entre los ojos,
y comenzó a hacerse la pregunta de quién se atrevería a abrir la famosa Caja
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de Pandora. Unos decían que estaban enfermos, otros que eran muy débiles
para abrir, y las mujeres se excusaban con ser personas de cuerpos menudos
y ligeros. Vernes veía todo esto, y le causaba una gran molestia, hasta que
quiso poner las cuestiones en su orden, y, con el dedo apuntado sobre un
hombre joven de cuerpo más o menos grande, gritó:
- ¡Tú, hombre, a ti te ordeno que te acerques a este artefacto, y lo
intentes abrir! ¡Si eres capaz, te pagaré con tres francos!
Aquel que se atrevió a obedecer el desafío que “El sabio” había ofrecido
era uno de los hombres corpulentos y grandiosos del pueblo, el hombre que
siempre se destaca por sobre los demás por su fuerza física y su arrojo,
aunque, cuando se trata de las autoridades, prefiere permanecer en quietud y
seguir la ley y el orden. El hombre decidió poner todo su cuerpo a voluntad
de las fuerzas, y se quitó la camisa para estar a tono. Eso permitió que los
músculos de sus brazos y su torso estuvieran a vista de todo el pueblo, y no
de la mitad, como se dice, y he aquí que por supuesto que también Adèlle
veía al hombre, y le causaba un gran asombro ver por vez primera un
grandioso caballero. La joven se acercó para tocar uno de los bíceps del gran
hombre, y lo hacía con temor y novedad; le causaba un gran interés ver al
musculoso, porque era algo magnífico, único, y la motivaba a quedarse más
tiempo en el pueblo que había sido su pueblo toda su vida y que veía delante
de sus ojos, aunque no se creyese, sólo a partir de ese mismo día.
Lo cierto es que Vernes no requería los ojos desorbitados de una joven
novedosa, sino que necesitaba que el hombre musculoso abriese la Caja de
Pandora, por lo que no demoró un minuto más en pedirle que cumpliese con
su cometido, no sin antes consultarle su nombre:
- Antes de que inicies tu acción, hombre, dime cuál es tu nombre, para
anunciarte.
- Guillaume, mi nombre es Guillaume Lebert, señor. – Respondió el
hombre.
- ¡Ya lo oyeron, señoras y señores! ¡El hombre que está frente a
ustedes, Guilleume Lebert; este hombre grande, fuerte y poderoso;
se ha atrevido a desafiar el poder de los dioses, y destapar la Caja de
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Pandora! ¡Prepárense para ver cómo un ser humano utiliza toda su
fuerza para intentar abrir este poderoso aparato!
Guilleume se estiró de brazos y dedos para poner en preparación su
musculatura y cada una de las fibras de su cuerpo. Él sabía muy bien que
significaba un importante desafío, aunque también sabía que lo podría
superar con facilidad, porque en su mente tenía las peleas y los momentos
en que había utilizado su portentoso cuerpo para derrotar a luchadores, y
romper las leñas del bosque, que era su trabajo.
Los hombres y mujeres del pueblo retrocedieron un poco para poder
apreciar mejor el cumplimiento del desafío que debía romper el musculoso,
y todos comentaban si sería capaz de hacerlo: algunos decían que sería muy
fácil para un hombre tan grande; otros decían que la Caja de Pandora era un
poderoso aparato, y que tendría sus dificultades, aunque, de todas formas,
daban más crédito al hombre, ya que, al final, sólo se trataba de una caja.
Adèlle, la joven en su inocencia, quería tocarlo todo, porque todo era
nuevo para ella, y no dudó en acercarse a la Caja de Pandora, y tocarla con
su blanquísima mano derecha, ya que le causaba un profundo interés. “El
sabio” tuvo que alejarla para que no interrumpiese a Guilleume, y mantener
atentas las miradas del pueblo, que sólo deseaba ver abierta la Caja.
“El sabio” miró fijo a Guilleume, al mismo tiempo que observaba los
rostros inquietos de los hombres y mujeres. No quiso demorar más la
situación, y, con voz portentosa, gritó:
- ¡Ahora, Guilleume! ¡Cumple con tu cometido! ¡Destapa la Caja de
Pandora!
Los poderosos brazos de Guilleume se afirmaron a los extremos de la
Caja, y, dos a dos, hicieron fuerza y pulsión hacia afuera, cuestión de sacar
de cuajo la tapa de la Caja. Guilleume había tenido la experiencia de
destapar tarros de cola fría en el taller de cepillado de la madera, por lo que
consideraba que no sería algo muy complicado abrir un elemento con
características similares.
Sin embargo, a medida que Guilleume intentaba abrir la Caja, todos
podían ver que las venas de sus brazos, su cuello y su abdomen se
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demarcaban cada vez más, y sobresalían, como si Guilleume estuviese
luchando contra un gigante. Guilleume, en realidad, no podía abrir la Caja,
le era imposible, y por más que se puso en diferentes posiciones para
lograrlo, e, inclusive, se posó sobre ella para hacer fricción con sus piernas,
no consiguió abrirla, y terminó derrumbado en el suelo, sudando mucho, y
con un gran desgaste físico y mental.
Ninguno de los hombres y mujeres del pueblo podían creer que
Guilleume, el gran hombre, el poderoso, el más alto de entre los hombres
sencillos, había sido derrotado por un artefacto, y que, al contrario de todo
lo pensado, quedaba con grandes muestras de estar exhausto y muy
descolocado.
Por alguna extraña razón que Adèlle no pudo descubrir, y de una manera
muy intempestiva, las miradas de Guilleume y de la niña se conectaron por
algunos minutos, después del intento de la apertura de la Caja. Parecía como
si ambos se estuvieran comunicando a través de sus mentes, y sintieran que
sus ideas no tuvieran necesidad de palabras, porque, a partir de ese
momento, nacía una fuerza interior que los conminaba a sentir un placer por
mirarse, igual que dos personas que se miran cara a cara para saciar el deseo
de observar lo que el otro posee, y deleitarse con sus facciones y su
estructura.
De cualquier forma, las miradas cruzadas entre Guilleume y Adèlle se
detuvieron cuando “El sabio” tocó el brazo del hombre, y le pidió, con una
actitud insidiosa, que siguiera con el intento de abrir la Caja, porque aún
quedaba tiempo antes de su partida.
- ¡Necesito que abras la Caja, hombre! ¡Vamos, yo sé que puedes!
¡Inténtalo una vez más!
- ¡No, señor! ¡Ya lo intenté y no pude! ¡Ha sido suficiente para mí por
hoy!
- ¿Qué no me has escuchado? ¡Te ordeno que sigas intentando abrir la
Caja!
Guilleume no quiso seguir escuchando las palabras de “El sabio”, y se
apartó de él con un movimiento de brazo que lo rosó por el pecho, al punto
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de que el anciano hombre casi se cae, de tan grande que era la fuerza de
Guilleume.
Por cierto que “El sabio” no se quedó en silencio, y, a medida que
Guilleume se alejaba por en medio de la muchedumbre, que le abría paso
para dejarlo pasar, la rabia por no haber conseguido que el musculoso
abriese la Caja de Pandora le carcomía los huesos y la sangre, y su rostro
pasaba de un pálido semblante a un rojo enfurecido que, ahora, a él le hacía
relucir las venas del cuello y la frente; y, ante el pueblo, lo expresaba con
toda su furia:
- ¡Vean, señoras y señores, cómo ese cobarde se aleja de este fabuloso
aparato! ¡Vean cómo ese idiota teme de la fuerza de la Caja de
Pandora, y no acepta seguir con su cometido! ¡Allá va ese cobarde!
¡Allá va la debilidad hecha hombre!
El rostro de Guilleume fulgía una rabia inmensa por no haber
conseguido su objetivo, aunque, a pesar de eso, lo único que deseaba era
salir de entre la muchedumbre, y dejar de escuchar a “El sabio”. Para éste,
en cambio, la meta no estaba concluida, y lo único que pensaba era en
encontrar a alguien más que pudiese abrir la Caja de Pandora. Fue así que se
paró a un costado del artefacto, y extendió sus brazos para darle una orden
al pueblo:
- ¡Escuchen, hombres y mujeres de este pueblo inmundo, les exijo que
me presenten ahora mismo a aquel que sea capaz de abrir esta
valiosa Caja! ¡Les ordeno que alguien de ustedes se atreva a destapar
este valioso aparato! ¡Ahora!
Ninguno de los habitantes del pueblo pudo responder al petitorio del
anciano, porque, tan pronto como había terminado de decir la última
palabra, una gran patada vino por detrás de éste, y causó que cayese de
bruces encima de los hombres de las primeras filas, ante lo cual todo el
pueblo, y no la mitad, se asombró al unísono, y sintió un profundo pavor
cuando vio que aquel que había causado la caída de “El sabio” era el dueño
de la Hacienda del Aura, y condotiero del pueblo, don Pierre Avignon de
Toulouse, quien no sólo tenía fama de ser el cabecilla de la pequeña ciudad,
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sino que albergaba el estigma de ser un hombre fiero e intransigente, que
consideraba a los habitantes del pueblo igual que basura, luego de haber
sido ordenado dirigirlo a regañadientes de sus deseos. Y no sólo era esto lo
que le daba conocimiento; también estaba el estricto modo de vivir que
imponía en los suyos, en su esposa, sus criados, y, en especial, sus hijos, o,
más bien, su única hija, la joven Adèlle, quien, al verlo, se espantó mucho
más que el pueblo entero, y sentía cómo la piel de gallina le aparecía en el
cuerpo, y los colores de su rostro pasaban de un naranjo pálido a un rojo
intenso. Buscaba dónde esconderse, mas su cuerpo le impedía salir del
costado de la Caja; estaba muy asustada y pasmada. Lo cierto es que don
Pierre no quiso hablar de inmediato con su hija, y se encaminó hacia donde
estaba Vernes para increparlo con mucha rabia:
- ¡Viejo imbécil! ¿Qué no te quedó claro que no te quería ver de nuevo
en el pueblo? ¡La última vez que te vi por aquí te ordené que te
largaras con todas tus invenciones a otra parte!
- Do… Don Pierre… Es usted… Me habían dicho que estaba de viaje
en la ciudad… Discúlpeme… No quise… - Respondió
incorporándose “El sabio”.
- ¡Ya regresé; y no me vengas con excusas! ¡Quiero que cojas todas
tus porquerías, y te vayas lejos de este pueblo! – Interrumpió Don
Pierre.
- ¡Pero, Don Pierre, usted no sabe lo que he traído esta vez, es algo
muy valioso!
- ¡No quiero saber nada de ti, viejo! ¡Sólo quiero que te vayas de aquí!
Adèlle veía cómo su padre reaccionaba con toda la fuerza que le
permitía su cargo de condotiero en contra de Vernes, y eso le hacía sentir
mucho más temor por su propia vida. ¿Qué le diría su padre cuando sepa
que se ha escapado de la Hacienda y se ha mezclado con los habitantes del
pueblo, de quien éste le ha dicho que no debe acercarse porque se trata de
personas inmundas e ignorantes? No quería de ninguna forma que su padre
supiese que ella estaba ahí, y, mientras hablaba, intentaba esconderse por
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detrás de la Caja para no ser vista; su tamaño no era mayor al de un pie, y
eso le permitía ser de poco alcance.
Don Pierre era un hombre iracundo y lleno de manías que sólo él podía
entender. Nacido y criado en la gran ciudad luz de París, no podía concebir
que sus avanzados conocimientos, títulos y rangos hayan podido ser
menoscabados con el hecho de llevarlo al pequeño pueblo de Lion, el lugar
más miserable de todos los que algún día pensó conocer. Dentro de su
mente, cada vez que le tocaba mirar a los que él llamaba “burros
miserables”, se sentía al lado de la plaga, y no era por pocos conocido que,
al momento de llegar a su Hacienda, le pedía a sus criados que arrojasen a la
basura sus ropas, ya que, según afirmaba, se habían contaminado con los
cuerpos de bacterias y sabandijas, los habitantes del pueblo que no merecían
ser considerados de otra forma; al tiempo que pedía a su ama de llaves que
preparase una gran tina de baño de leche, el único elemento puro que le
proporcionaba el pueblo y que aceptaba ingresar a su Hacienda, ya que todo
lo demás provenía de París.
Lo incontrolable de los impulsos de Don Pierre también era conocido
por todo el pueblo; y pudo comprobarse, una vez más, cuando no soportó la
idea de que “El sabio” osara levantarle la voz en medio de todos, y para
demostrar su poder y su fuerza, sacara el arma que siempre llevaba consigo
y amenazara con dispararle a la cara si no se retiraba en el acto.
Las mujeres arrojaron un gran grito, y algunos ya comenzaban a escapar
por el miedo a la furia de Don Pierre, cuando, de improviso, y de una forma
que nadie se pudo explicar, Adèlle se detuvo en medio de su padre y del
anciano, y le suplicó que no le disparase, porque ella consideraba que “El
sabio” no merecía morir:
- ¡Padre mío! ¡Por favor, no le dispares, él no ha hecho nada malo!
¡Sólo desea que podamos ver la Caja de Pandora!
- ¡Hija!, ¿qué haces aquí? ¿Cómo has salido de la Hacienda? ¿Es que
no te tengo ordenado que no te mezcles con las personas de este
inmundo pueblo? – Respondió asombrado Don Pierre.
- ¡Padre! ¡Por favor! – Seguía suplicando Adèlle.
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Las personas que estaban apostadas en las primeras filas le mostraban a
Don Pierre un rostro de aceptar las palabras de su hija, y que desistiese en
dispararle a “El sabio”. Al pueblo le gustaba la entretención y lo novedoso,
y también creía que no era conveniente matar al anciano. Por algunos
segundos, el condotiero pensó que debía calmar sus impulsos para no
continuar con el incómodo momento, aunque, dentro de su mente, comenzó
a armar cabos, y, al ver a Adèlle frente a sus ojos, buscaba la manera de
saber quién la había llevado hasta la plaza, por lo que no dudó un minuto
más en suponer que había sido el mismo anciano quien la había tentado con
algún engaño:
- ¡Maldito viejo embustero! ¡Tú has sido quien le ha metido ideas en
la cabeza a mi hija! ¡Cómo te atreves a sacarla de mi propia casa y
traerla hasta acá! ¡Y tú, Adèlle!, ¿por qué te has dejado llevar por las
palabras de este hombre?
- ¡No, padre! ¡Él no me ha dicho nada! ¡Yo sola, y sin ayuda de nadie,
decidí salir de la casa! – Respondió la niña.
- ¡Pues no les creo! ¿Acaso me obligarán a matarlos a los dos por
desobedientes y mentirosos? – Contestó Don Pierre.
La niña y el anciano se acuclillaron en posición de arrepentimiento y
aflicción, y lo único que pensaban era en que ambos habían cometido un
gran error al atreverse a desobedecer las órdenes de Don Pierre, y creían que
había llegado la hora del fin de sus días, por lo que preferían cerrar los ojos
y no saber de nada más.
Pero, de la misma forma que en el pueblo había un Don Pierre, existía
uno que era la horma del zapato exacta para aquel que todo lo podía, un
personaje que vivía en las afueras del villorrio, y que había amasado una
gran fortuna a base de la venta del producto esencial: la sepa de uva. Ese
personaje era Olivier Camaleón, quien no podía quedar indiferente ante el
amedrentamiento, y miraba desde un costado y a lo lejos, contando los
minutos para aparecer en escena, y detener la afrenta de aquel quien era su
principal enemigo.
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DEL ENCUENTRO ENTRE OLIVIER CAMALEÓN Y ADÈLLE
Los Camaleón eran Lion y Lion no podía existir sin que se nombrara a
los Camaleón. Había sido en el año 1250 que el primer Camaleón, don
Lorenzo Camaleón, había llegado proveniente de Italia, y se había apostado
en el arbolado sector del sur de Francia, para formar la primera pequeña
empresa basada en el cultivo de la cepa de uva. Desde el Feudalismo del
Medioevo hasta la redistribución de las tierras francesas, después de la
Segunda Guerra Mundial, la familia había traspasado, de generación en
generación, el tradicional trabajo de tratar las siembras con el cuidado de un
artesano, el símbolo del pequeño pueblo, que, en sí, se sostenía gracias al
desarrollo de la ahora floreciente empresa.
Todo esto podría considerarse para creer que el poder del pueblo debía
ser ostentado por los mismos Camaleón; que, ellos, al ser amos y señores de
la mayor parte de los ingresos y el empleo de los habitantes, tenían la
facultad de dirigir los destinos de Lion; pero no; los Camaleón no habían
sabido utilizar sus conocimientos empresariales en los asuntos de la política,
y, jamás, ninguno de sus miembros, en ninguno de los siglos pasados, había
ocupado un cargo o una ordenanza pública. Quizás por esto era que Olivier
Camaleón, el último descendiente directo de don Lorenzo Camaleón,
guardaba dentro de sí un profundo recelo para aquellos que consideraba
“forasteros oportunistas”, que habían sabido hacer buenas migas con los
reyes o el gobierno de turno, y llegaban al pueblo con aires de grandeza y
sólo a dar órdenes, e imponer sus ideas.
Desde el sector en el que estaba apostado, a uno de los costados de la
plaza del pueblo, en medio de la visita de “El sabio”, Olivier pensaba en
todas estas situaciones, y en su cabeza daba vueltas cientos de rostros de sus
ancestros, que no habían sabido tomar las riendas de lo que les era tan
propio como sus cepas, y adoptar una postura fuerte y sólida. ¿Por qué un
condotiero retirado de una guerra a la que sus mismos abuelos habían
financiado podía darse el lujo de dar las órdenes en una tierra que no le
pertenecía ni en un gramo? Él mejor que ninguno podía ser capaz de
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dominar no sólo la economía de Lion, sino que, también, las decisiones
políticas. Pierre Avignon de Toulouse era un forastero que no se merecía
tener respeto, y, si, desde que llegó al pueblo, lo había estado vigilando y
fustigando para que obedeciera algunos de sus puntos de vista, no era
suficiente, y para sí mismo se decía, antes de decidir encararlo:
- Ese miserable y relamido condotiero, que llega a mi pueblo a hacer
lo que quiere. Esto se acabó hoy mismo; ya verá de lo que estamos
hecho los Camaleón.
Adèlle no podía escuchar los pensamientos de Olivier porque sólo
deseaba que el mundo se acabase en ese minuto de pavor e inquietud, en el
que su propio padre la amenazaba con dispararle si seguía interponiéndose
en sus planes. A pesar de ello, la joven le tenía un profundo aprecio y
respeto, y le tocaba con la punta de los dedos la bastilla del pantalón para
que éste se compadeciera de sí, y dejase el odio que siempre llevaba dentro.
Para Adèlle, su padre era todo lo que tenía, y él era su máximo referente, su
señor y su héroe. Y era el primer hombre que le había hecho iniciar aquel
deseo que se acrecentó con mirar a Guilleume, el hombre musculoso. Es
que, para ella, cada hombre tenía su particularidad: su padre, la fuerza;
Guilleume, la musculatura; Vernes, el conocimiento. Ningún hombre, sin
excepción alguna, podía salir de la lista de placeres por mirarlos y adorarlos,
aunque no con deseos carnales ni sexuales, ya que Adèlle era una mujer
casta y virgen, que, por causa del estricto ordenamiento de su padre, había
tenido muy poco contacto con el mundo exterior.
Mientras seguía con sus ojos cerrados, recordaba lo que la ama de llaves
le había dicho ese día, poco antes de decidir escapar de la Hacienda, cuando,
por hacer una consulta que le hiciese salir de sus dudas, le preguntó:
- Marie, ¿usted alguna vez ha estado con un hombre?
- ¿A qué se refiere con eso, señorita Adèlle? No le comprendo…
- Usted sabe, me refiero a que si ha podido tocar a un hombre,
contemplarlo, mirarlo…
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- ¡Pero qué preguntas son esas! ¡Por supuesto que sí, señorita! ¡Su
padre es un hombre, y lo veo todos los días! Igual que el jardinero
que viene algunas veces a la semana.
- ¿Y qué le parece? ¿No es cierto que los hombres son muy
especiales? ¿No le parece que tienen coraje, gallardía y son muy
sabios?
- Nosotras las mujeres también lo somos; ¿o no le ha dicho su padre
que fue una mujer la que la trajo al mundo, al igual que mi madre?
Eso significa tener mucha fuerza.
- Sí, pero los hombres son mucho más fuertes, son envidiables, tienen
estatura, talante, un rostro aguerrido y serio. ¡Cómo me gustaría
conocer a los hombres de este pueblo!
- Señorita Marie, tenga cuidado con los hombres… Y no intente hacer
nada; usted sabe que su padre no quiere que se acerque al pueblo.
Ahí sólo hay personas brutas y sin educación…
- Pero debe haber muchos hombres, muchos…
El recuerdo de la conversación hizo que, por algunos segundos, y, como
si creyese que en ese minuto se le iba la vida, abriese los ojos, y
contemplara a todos los hombres que estaban en la plaza del pueblo; miraba
sus rostros, sus ojos, su semblante, la estatura de cada uno de ellos, y, a
medida que más los veía, más se acrecentaba el íntimo deseo, la pequeña
envidia, de ser uno de ellos, de ser un hombre, y cumplir su anhelo de
obtener la fortaleza de sus actitudes y sus cuerpos.
Al mismo tiempo que miraba a cada uno de los hombres del pueblo,
porque los miraba a todos, y no a la mitad, como se dice, Adèlle viajaba a
un espacio atemporal y sin límites, donde se encontraba frente a ellos, cara a
cara, y, como si se tratase de un pedir y obtener, los hombres, que estaban
apostados en una fila, extraían una parte de su cuerpo, y se la entregaban en
sus manos, para que fuese armando aquel hombre que añoraba. Uno le
entregaba su cerebro; el siguiente, su brazo; el tercero, sus ojos; el que
venía, su pierna; y ninguno, sin excepción, complacía el deseo de configurar
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aquella figura masculina que tanto deseaba, y que la convertiría en lo que
siempre había soñado ser.
El espacio atemporal y sin límites formaba parte de su imaginación, y
aunque Adèlle estaba segura de que así era, no podía evitar que su corazón y
su intuición le dijesen que, algún día, en alguna mañana en la que sus ojos
se abrieran para ver un día más de luz, se levantaría y se vería al espejo
convertida en un hombre por completo.
La amplia y poderosa espalda de Guilleume, que seguía alejándose de la
multitud, se veía a lo lejos de ese espacio atemporal y sin límites. Era el
signo de que había que volver a la realidad. Adèlle cerró los ojos otra vez, y
esperó la reacción de su padre, sin imaginar que otro hombre, Olivier
Camaleón, al que terminaría adorando y, después, odiando, aparecería para
cambiar del todo el curso de su vida:
- ¿Acaso es así como los forasteros tratan a los suyos y al pueblo que
los acoge? – Exclamó Olivier Camaleón, por detrás de la espalda
Don Pierre.
- ¿Qué haces aquí, Camaleón? ¡No te metas en esto! ¡Tú no tienes
autoridad por sobre el territorio que está a mi cargo! – Respondió
don Pierre, al ver a Olivier.
Los ojos de Adèlle se abrieron de súbito después de escuchar las
palabras de Olivier; su posición, a espaldas de éste, le impedía ver su rostro,
y por vez primera, le atrajo algo no físico de un hombre: la voz, la resonante
y portentosa voz de Olivier Camaleón. Poco a poco fue girando el rostro
para mirar a aquel que se atrevía a levantar la voz a su padre –una acción de
la que nunca pensó observar en directo–, y, desde la posición arrodillada en
la que estaba, alzó su rostro con mucha lentitud, como si tuviera miedo de
conocer el rostro de quien podría ser considerado su salvador.
Hasta ese momento, Adèlle sólo se había fijado en los hombres de
modo general: había pensado en su fortaleza, su gallardía, su estatura, la
musculatura; nunca había puesto atención a algo específico de un hombre,
pero eso fue hasta ese minuto, porque desde el instante en que vio los labios,
los ojos, la nariz y cada una de las partes del rostro de Olivier, la joven
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sintió que era la cara perfecta, la mejor y más cuidada cara que había visto
antes, algo que se contradecía con el grave tono de su voz, que lo hacía ser
más masculino, y que le causaba el mismo gusto que todas las facciones de
su cara. Ese rostro, decía en su interior, era el que debía ser suyo a la hora de
convertirse en hombre.
De la misma forma que Adèlle, aunque con razones diferentes,
Olivier fijó su mirada en la suavidad del rostro de la niña, y vio cómo su
mirada de miedo calaba hasta sus huesos, y le hacía sentir un profundo
deseo de tenerla para sí; Olivier había sido cautivado por Adèlle a primera
vista, aunque le costaría reconocer y actuar de inmediato, ya que, ante todo,
era un hombre de principios, y, hasta ese momento, sus objetivos
primordiales eran tomar el control del pueblo, y acabar con los años de
ostracismo a la que había sido relegada su familia.
De cualquier forma, Olivier, si bien estaba sintiendo una ferviente
atracción por Adèlle –una extraña atracción, se decía para sus adentros–, no
podía olvidar que se había presentado en la plaza del pueblo para acometer
contra Don Pierre, y eso era lo que se disponía a hacer en ese momento:
- ¡Usted, forastero, no tiene ni moral ni voz ni voto para decirme lo
que tengo que hacer en el territorio que me pertenece por la potestad
de los siglos anteriores en que mis ancestros vivieron y desarrollaron
sus vidas en toda Lion! ¡Si aquí hay alguien que no tiene autoridad
para meterse donde no lo han llamado es usted!
- ¡Silencio, Camaleón! ¡Yo he sido ordenado por el Gobernador de las
Provincias del Sur para liderar los destinos de este pueblo, cuestión
que a mí no me agrada del todo, pero que debo aceptar conforme a
las palabras del comandante De Gaulle! ¡Por lo tanto, te pido que
acabes con el escándalo que ha creado este viejo, y te lo lleves, o lo
mataré ahora mismo!
- ¡No meta a Vernes en esto! ¡Aquí la pelea es entre usted y yo!
- ¡Yo no peleo con inmundos pueblerinos! ¡Ya llévate al viejo, y no
me causes más dramas!
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La furia que sentía Olivier Camaleón contrastaba con el aire de paz que
irradiaba Adèlle, y que, no lo sabía muy bien, le impedía actuar con toda la
fuerza que había premeditado. Se supone que ese sería el momento perfecto
para validarse delante de todo el pueblo, y expresar que él era un perfecto
líder para defender sus demandas. Sin embargo, los ojos de Adèlle le decían,
de alguna forma, que mantuviese su ira a raya, ya que se trataba de su padre
a quien enfrentaba, y a ojos vista de los demás, un desacato ante la ley
empeoraría la situación, y acabaría con los anhelos de alzarse como el
hombre defensor de los desvalidos. Aunque, también él mismo consideraba
que dejarse llevar por el impulso no sería el mejor camino. ¿Qué pasaría si,
delante de todos, se atrevía a asesinar a Don Pierre? ¿El pueblo lo
aguantaría? ¿Las autoridades validarían su posición de hombre conocedor
de las falencias de Lion para otorgarle el cargo de condotiero? Sin duda que
no. Había que ser más templado, y planificar la situación. Aunque, quizás,
con un agregado que le permitiera detener la omnipotencia de Don Pierre;
algo que ya estaba tramando en su mente, y que tenía un solo nombre:
Adèlle.
La multitud apostada en la plaza aún se mantenía en el más absoluto
silencio; sólo cuando Don Pierre había amenazado a su hija y a “El sabio” y
en el minuto en que apareció amenazante Olivier, los suspiros y gritos de
asombro se habían dispersado por el ambiente. Lo cierto es que hubo uno de
los hombres que, apostado en una de las filas de atrás, se atrevió a alzar la
voz para hacer una súplica:
- ¡Don Pierre, nosotros queremos ver qué hay en el interior de la Caja
de Pandora! ¡Para eso estamos aquí! ¡No se lleve a “El sabio”, que
sus aparatos son muy atractivos!
- ¿Quién es el que ha dicho eso? – Respondió Don Pierre.
- ¡Fui yo, Gaudencio, el dueño de la panadería! ¡Como siempre, para
servirle! – Replicó el hombre.
Si Don Pierre tenía muchas fobias y aversiones en contra del pueblo y de
los elementos que lo conformaban, había algo que lo superaba todo, y eso
era que alguien se atreviese a hablarle de igual a igual, alguien que, por
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cierto, no tuviera profesión, rango social o cargo. La sangre le hervía por
dentro al vivir estas situaciones, y lo único que deseaba era matar a aquel
que osaba hablarle igual que un amigo de siempre o un familiar. Uno de sus
médicos, que lo había examinado luego de haber sufrido un ataque cardíaco
después de un disgusto causado por algo parecido, le había ordenado
respirar tranquilo y contar hasta diez antes de reaccionar; pero, en ese
momento, sentía mucha tensión, y, olvidando por completo las indicaciones
médicas, levantó la voz con una gran fuerza para dirigirse al panadero y a
todo el pueblo:
- ¡Escúchame, hombrecillo; y escúchenme todos! ¡Les ordeno, como
condotiero que soy, que, ahora mismo, hagan abandono de esta
plaza, por mandato del Gobernador de las Provincias del Sur, y
porque está prohibido exponer productos y elementos sin el permiso
de la Gobernación! ¡Ya lo escucharon! ¡No quiero ver a nadie aquí!
¡Todos a sus casas!
El temor y la debilidad de reacción de parte de los habitantes del pueblo
se demostraron de inmediato cuando, en pocos segundos, todos se apostaron
a retirarse, sin siquiera preguntar o increpar las palabras de Don Pierre. Lion
era un lugar con un comportamiento inusual para los años de 1990; aquello
que el mundo ya había conseguido: salir de las guerras, impedir las
restricciones y ordenanzas arbitrarias y absolutistas de las autoridades, ahí
era donde Lion se caracterizaba por ser lo contrario: conformarse con lo que
tenía, y obedecer las palabras superiores, aunque eso significase impedir sus
ideas y sus deseos. El acostumbramiento y la tradición de mantener el
aquietado ritmo de vida lo tenía como una verdadera burbuja en medio de
una Francia moderna, rebosante de tecnología y símbolo de la lucha por los
Derechos del Hombre.
En tanto, mientras las personas se dirigían a sus casas, Adèlle se movía
en dirección de la Caja de Pandora, para tocarla otra vez y mirarla con más
detalle. Era evidente que, con algo más que la fuerza bruta, la Caja se podía
abrir; un elemento de tanto valor no iba a dejarse al descuidado de un viejo
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que más lo exponía por el mero gusto de encantar a un pueblo olvidado, y
que despreciaba la importancia de los artefactos modernos.
Poco a poco, con las manos y con su mirada, observó la Caja, y pudo
verificar que, en uno de sus costados, había un surco con la figura de una
llave algo más grande que las pequeñas; no cabía duda que la Caja se podía
abrir con una llave, y no con la simple apertura de su tapa. ¿Acaso “El
sabio”, a quien Olivier Camaleón prefería llamar Vernes, ocultaba la llave
en algún sector de su carromato, y había fingido desconocerlo, sólo para
causar impacto en el pueblo? No; eso no podía ser. Lo que sí podía ser es
que él carecía de esa llave, y buscaba a alguien con la suficiente fuerza
física para poder abrirla. En ese caso, Vernes no era un simple viejo; era
alguien que conocía el funcionamiento de algunos aparatos que eran de
importancia para otros, entre ellos, para Camaleón, con quien, de alguna
forma, tenía un vínculo con su historia y con su vida. Esa era la principal
respuesta de por qué estaba en el pueblo, ya que contaba con la defensa de
Olivier, y eso le había otorgado un escudo ante los posibles arrebatos de su
padre.
Lo cierto es que, fuera de todo lo relacionado con Vernes, Adèlle no
buscaba conocer cuáles eran los vínculos entre él y Camaleón; lo que Adèlle
deseaba saber era cómo y dónde se encontraba la llave que abría la Caja de
Pandora, porque, si esa Caja deseaba ser abierta con muchos deseos por “El
sabio”, no cabía duda de que contenía elementos de gran importancia,
quizás algo que podía causar inestabilidad en el pueblo, y que los tres
hombres que estaban frente a ella: padre, anciano y Camaleón, conocían
muy bien, y, cada uno con un objetivo diferente, deseaba resguardar para sí.
La evidencia se podía ver en las palabras que entre los tres se disparaban:
- ¡Mi señor, disculpe si le he causado algún contratiempo, no sabía
que Don Pierre aparecería aquí! – Suplicaba el anciano a Camaleón.
- ¡Yo ya te había advertido que no era bueno que volvieses a este
pueblo! ¡No puedo defenderte toda la vida! – Respondía Camaleón.
- Yo he querido ayudarlo, señor. Yo deseaba que alguien abriese la
Caja de Pandora.
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- ¡Ah, esa Caja! ¡Me tiene vuelto loco! ¡Nunca debí habértela
entregado!
- Mi señor, yo la he cuidado como usted me lo pidió. Yo he intentado
abrirla; le pedí a uno de los hombres…
- ¡No me digas nada! ¡Lo he visto todo! ¡Por lo mismo te digo que ya
es tiempo de que te retires! ¡No me gusta obedecer las palabras del
condotiero, pero, esta vez, tiene razón!
- ¡Mi señor…!
- ¡Ya escuchaste a tu señor, viejo! ¡Vete y llévate esa Caja, que
tampoco quiero verla! – Interrumpía Don Pierre, reforzando la idea
de la Caja.
El ceño fruncido de Camaleón demostraba que, aunque también deseaba
que Vernes y la Caja saliesen de su vista, no le agradaba oír los gritos de
órdenes de Don Pierre. Escucharlo era peor que un balazo que se incrustase
en la mitad de su cabeza y le revolviese los sesos. Y ese mismo disparo era
el que añoraba incrustarle en la mitad de la frente al forastero que se atrevía
a arrebatarle el poder que merecía por derecho.
Bien hubiese querido Adèlle no haber tenido la intuición cerca de su
mente para no comprender que entre su padre y Camaleón existía un gran
rencor, un odio profundo que iba más allá de las simples palabras de enojo
que en ese momento se repartían; pero la joven empezaba a comprender que
bajo los ojos de furia de Camaleón existía algo importante, y era lo que
Camaleón había estado cavilando durante todo el tiempo en que Vernes
demostraba su artefacto al pueblo: no otra acción que hacerse del control de
éste.
Antes de retirarse, Camaleón caminó hacia la Caja de Pandora, y dio
algunos pasos lentos y seguros. Tocaba la cobertura con la punta de los
dedos, los sacaba y los levantaba para mirar fijos con sus ojos. Sacaba una
sonrisa sarcástica, como si quisiera hacer garbo y burla de las palabras de
Don Pierre. Sabía muy bien que, con esas técnicas de indiferencia, lo sacaría
de quicio, y le haría hervir de rabia, igual que la ira que había acumulado
contra él por varios años.
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De improviso, se acercó hacia donde estaba Adèlle, y le acarició el
mentón con delicadeza, a lo que la joven no reaccionó de mala forma,
porque el placer de sentir su cuerpo era igual al de codiciar tener su rostro
para sí. Se puede decir que Adèlle disfrutó ese momento como ningún otro:
era la primera vez que un hombre, diferente de su padre, la acariciaba, y eso
significaba mucho para ella; aunque no correspondiese en el evidente deseo
sexual que se notaba en Camaleón, quien no dudó en responder a las
órdenes de Don Pierre con más ironías, mientras seguía tocando el mentón
de la joven:
- Se nota que la suavidad no es hereditaria. Tiene a una hija con una
piel tan tersa que ni se compara con su actitud, Pierre. – Decía
Camaleón.
- ¡No sigas tocando a mi Adèlle! ¡Saca esas inmundas manos de ella!
¡Sé muy bien cuáles son tus intensiones! – Respondía Don Pierre.
- ¡Tranquilo, tranquilo, señor condotiero! ¡Yo no le haré nada a su
hija, y me llevaré todo esto a un lugar donde no le moleste a nadie!
- ¡Más te vale! ¡Y espero que ese viejo tampoco regrese por aquí!
- ¡Así será! ¡Ya me escuchaste, Vernes, coge todo, y vete por donde
viniste!
La sonrisa socarrona de Camaleón ahora fue en dirección a Adèlle,
quien seguía deleitándose de descubrir más de cerca la fineza y los detalles
de su rostro. No cabía duda que tener la cara de Camaleón era el deseo que
había superado al resto de los deseos, y ella tendría que poner todo su
esfuerzo para conseguirlo.
Poco a poco, Vernes rearmó su carromato y guardó dentro de éste la
Caja de Pandora. Camaleón le hacía unas señas extrañas, como si le
estuviese dando unas instrucciones en símbolos con la punta de sus dedos.
Ambos se fueron alejando de la plaza, cada cual en su caballo. Don Pierre
miraba la escena sin guardar la rabia que aún sentía por dentro, y cuando
pensó que Camaleón se retiraba sin decir palabras, tuvo que contener la ira
de la mejor forma que pudo al escuchar su inusitada advertencia:
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- ¡Oiga, condotiero, yo ya he tenido suficiente paciencia, así que tenga
cuidado, que los caminos de este pueblo son inciertos, y si no me
resulta con usted, me puede resultar con su hija! ¡Cuídela, y cuídese
usted también!
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DE LA INTERVENCIÓN DEL POBLADO DE EVANGELIS Y UNA
PRIMERA ALUSIÓN AL DOCTOR BERNARD FREUD
Las palabras del guía turístico eran categóricas: cuando los mortales e
inmortales se separaron, Prometeo urdió un engaño para que, en adelante,
cuando los hombres sacrificaran a los dioses, solo les reservaran los huesos
y pudieran aprovechar para sí mismos la carne y las vísceras. Zeus, irritado
por el ardid, les negó el fuego a los hombres, pero Prometeo, hurtándolo, se
los restituyó. Zeus ordenó que Hefesto modelara una imagen con arcilla, con
figura de encantadora doncella, semejante en belleza a las inmortales, y le
infundiera vida. Pero, mientras que a Afrodita le mandó otorgarle gracia y
sensualidad, y a Atenea concederle el dominio de las artes relacionadas con
el telar y adornarla, junto a las Gracias y las Horas con diversos atavíos, a
Hermes le encargó sembrar en su ánimo mentiras, seducción y un carácter
inconstante; todo esto, con el fin de configurar un "bello mal", un don tal
que los hombres se alegren al recibirlo, aceptando en realidad un sinnúmero
de desgracias. Así nació la figura mitológica de "Pandora": en adelante, el
hombre debía optar por huir del matrimonio, a cambio de una vida sin
carencias materiales, sin descendencia que lo cuide y que mantenga después
de su muerte su hacienda; o bien casarse, y vivir constantemente en la
penuria, corriendo el riesgo incluso de encontrar a una mujer
desvergonzada, mal sin remedio. Los hombres habían vivido hasta entonces
libres de fatigas y enfermedades, gracias a que el dios supremo Zeus, que
todo lo ordenaba y todo lo sabía, urdió un plan con el que el que fuese
imposible que sobreviniera una gran desgracia a los mortales: introducir en
una ánfora todos los males y bienes de la nueva creación, la denominada
“Caja de Pandora”. Sin embargo ésta, sin saber la acción del padre de los
dioses, abrió la caja, y liberó todas las desgracias humanas por sobre la faz
de la Tierra. Lo único que no salió de la Caja fue la esperanza, que quedó
dentro al cubrirla con la tapa.
Los extranjeros observaban la maravilla de la Acrópolis de Atenas en un
día caluroso, en el centro de la capital griega; y, al mismo tiempo,
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escuchaban los relatos mitológicos de la conformación de los dioses,
semidioses y criaturas fenomenales existentes en una de las cunas de la
civilización occidental, por parte del guía turístico. En sus mentes, la alegría
y la emoción de estar en medio de construcciones antiquísimas, superiores
en milenios a la historia independiente de algunos de sus países de origen,
les arrebataba el espíritu, y les llenaba de una fuerza interior imposible de
describir. Se trataba de estar en el origen de los tiempos; en el fluir de la
grandeza de los dioses; y el gran deseo griego de infundir con su cultura,
con las artes y las ciencias a todo lo que le rodeaba.
Sin embargo, para Arnold Espanaucoupulus, Ministro de Turismo de
Grecia, la fuerza de los dioses no era suficiente en medio de uno de los
momentos más inestables de la economía de su país. Mientras saludaba a
sólo siete turistas que escuchaban las palabras del guía, se preguntaba cómo
su nación había pasado de la gloria de la Antigüedad a la crisis económica
que sumía al país en la profundidad de la Comunidad Europea. Él pensaba
en su interior: “Grecia, el crisol de la civilización moderna, convertida en un
espíritu que deambula sin rumbo fijo; esto no es justo para nosotros”. En
sólo un año, la Bolsa de Valores había devaluado el euro interno, y la
mayoría de los bancos se vieron en la obligación de cerrar las cuentas y
congelar gran parte de las líneas de crédito. Los griegos salieron a las calles
a exigir que los políticos dieran la cara, y las renuncias del Primer Ministro
y del Presidente no se hicieron esperar. Alemania, el Reino Unido y Francia
no accedieron a apoyar la condonación de la deuda externa, y cada día, la
economía del antes portentoso país helénico se hundió más y más. Hacía
falta algo que solucionara el inestable período de bancarrota, y ese algo
provenía de los cimientos y la esencia de las creencias griegas, su mitología
y aquello que les devolvería los turistas que, a medida que pasaban los
meses, diezmaban a cada segundo: encontrar la Caja de Pandora.
Las órdenes provenientes del nuevo Primer Ministro no podían ser más
claras e ir en la línea de recuperar la economía: había que relanzar el poderío
de la mitología griega a través de una publicidad y renombre de la Grecia
del siglo XXI, una nueva Grecia, que sabía salir de las debacles. El mundo
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se había tornado en algo diferente; el mundo ahora no se contentaba con
minucias de romanticismo ni ensueños de las leyendas de los dioses; el
mundo ahora sólo creía al ver, y exigía más veracidad y credibilidad.
Encontrar y exhibir la Caja de Pandora no sólo significaba más turistas y
más ingresos, sino que la verificación palpable de que los relatos de los
dioses griegos no eran una invención de los propios griegos para ensalzarse
y ejercer un poderío mayor, sino que se trataba de algo real, que demostraba
la voluntad de salir del desastre económico, con un objetivo poderoso.
Hay pueblos que guardan las tradiciones para consigo de una forma muy
restringida y limitada. Esos pueblos forman agrupaciones, tribus o clanes
cerrados, donde no dejan entrar a los visitantes por mucho tiempo. El pueblo
griego, en cambio, era un pueblo hospitalario, ávido de recibir a los
extranjeros, pues se había nutrido con ellos por muchos siglos, al tener un
legado histórico tan amplio y majestuoso. Y esta tradición de recibir bien a
los foráneos era el lema y deber de Evangelis, el poblado que estaba a los
pies de la Acrópolis, y que era visitado por el Ministro Espanaucoupulus, en
medio de la agitación de sus habitantes, que habían escuchado del arribo de
la autoridad, y lo esperaban con regalos y salutaciones.
Yunius Polus, el Alcalde de Evangelis, también esperaba con ansias la
llegada del Ministro, aunque, más bien, la esperaba con cierta rabia e
intranquilidad; habían pasado más de cinco meses desde que se
comprometió a acudir al poblado, y conversar acerca de aquel tema de
importancia que tanto les interesaba a los dos, y que le causaba interés a
todo Evangelis. Ambos pasaron a la oficina del ayuntamiento, y
conversaron en privado:
- Sr. Ministro, nosotros estamos a la espera de iniciar las labores desde
hace más de cuatro meses; usted conoce que trabajamos a conciencia
y muy bien; ¿por qué nos ha hecho esperar tanto? – Decía Polus.
- Estimado, la Sociedad ha estado en apuros; usted sabe que recibimos
presiones de todos lados; Grecia se desmorona a pedazos, y nosotros
debemos poner el pecho. – Respondía Espanaucoupulus.
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- Muchos de ustedes, los políticos de alto mando, tienen
responsabilidades en todo lo que nos está pasando. Los dioses
debieran castigarlos a todos.
- Amigo, los dioses ya nos están castigando. Vea cómo ha disminuido
el turismo, que era el alma de nuestra economía.
- Debe ser por eso que ustedes están tan inquietos, si se le nota en la
cara.
- Estamos inquietos porque no hemos encontrado la Caja; es sólo por
eso.
- Esa bendita Caja; ustedes ya debieran darse por vencidos, y darnos el
trabajo de forma directa.
- Usted sabe que esto se trata de algo muy delicado. Los científicos no
son tan fáciles de sobornar. Sus análisis con carbono 14 pueden
destruir toda nuestra operación.
- Para eso estamos nosotros, usted deje todo en nuestras manos;
sabemos laborar muy bien.
- Bien; aunque deme dos semanas más. Ese es el tiempo límite para
encontrar la Caja de Pandora; si no lo logramos, ustedes comienzan
la elaboración de una falsa.
- ¡Señor Ministro, ya hemos esperado mucho! ¡Usted no nos puede
hacer esto!
- ¡Silencio! ¡Usted está hablando con un ministro de Estado, no con su
esposa! Por lo demás, son ustedes los que les deben más favores al
Gobierno que nosotros. Esta colaboración se debe considerar una
forma de pago por todo lo que les hemos entregado.
Evangelis era el pueblo griego hecho carne y vida en una mínima
expresión, aquel pueblo griego que, aunque existieran rencillas internas, una
vez abiertas las puertas del exterior y de vuelta a lo cotidiano, se volcaba al
verdadero espíritu que lo conocía: la hospitalidad. Los rostros hace
segundos enojosos de Ministro y Alcalde, al salir al balcón del
Ayuntamiento, y saludar a los lugareños, se miraban diferente, y actuaban
con la sonrisa de ser buenos amigos, con total displicencia y acogimiento.
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Podría notarse como un engaño; una careta para no demostrar los
verdaderos sentimientos; pero no. Para los evangelianos, como se hacían
llamar, las cuestiones de Estado y de burocracia en general sólo quedaban
entre cuatro paredes, y no se demostraban ante el público. Se podía decir
que la ley de la casa no era la misma ley que la calle, que las conversaciones
interiores cumplían una función diferente; y que el regocijo del recibimiento
de un visitante se mantenía inalterable, aunque hubiese discrepancias
políticas o ideológicas. El estrechamiento de manos que ambas autoridades
se impartían ante todos los evangelinos era el mejor ejemplo de lo que se
estaba hablando.
Aunque no sólo este ejemplo se podía ver en Evangelis, porque,
también, en los reductos hogareños, que gozaban de un amplio espectro y
diversidad de situaciones, al mismo tiempo que Ministro y Alcalde se
estrechaban la mano, y a pocos metros, al ingresar desde la ventana de una
de las casas, construidas, por cierto, con adobe y barro, por motivo de
anquilosar la idea de rusticidad en un poblado que podría considerarse un
vestigio de la Antigua Grecia, y al rondar los pasillos de aquel hogar, algo
más grande que el resto por motivos evidentes, se podía ver el núcleo del
corazón de la hospitalidad: la amplísima cocina y bodega de alimentos del
poblado. Un sitio lleno de mujeres y hombres que se daban órdenes unos a
otros, a veces, con enojo, otras, con mucho aliento, todo con el fin de tener
afinado el banquete de recibimiento de la autoridad visitante de la forma que
ellos decían: “como los dioses mandan”.
Una figura de la diosa Hestia, la protectora de la cocina, remataba en el
fondo de la gran habitación de cocción de alimentos, que, en buena parte, se
cubría con el humo proveniente de los calderos, las ollas y los braceros. Al
costado de la estatua, una mujer robusta y con un traje que la diferenciaba
de las demás, discutía con otra, quien la secundaba en la jerarquía de la gran
casa. Se trataba de Vesta, la encargada de establecer el orden y las
instrucciones de la carta alimenticia, y que, con una gran cuchara sopera, se
proponía a analizar el punto de cocción de los platos. Con rostro severo, se
paseaba por las amplias mesas que servían de apoyo para el gran banquete, y
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acometía con el análisis culinario, no sin dar su opinión a aquel cocinero o
cocinera que estaba a cargo:
- ¡Pero esto está pésimo! ¿Cómo es posible que usted no haya
agregado aceite de oliva a este puchero? Desde antes de probarlo
sentía que contenía aceite de flor de maravilla. ¡Tiene que cambiarlo
ahora mismo! ¡No podemos desentonar delante del Ministro!
- Puede ser que el Ministro no note la diferencia entre uno u otro tipo
de aceite, señora.
- ¡Por supuesto que lo notará! El aceite es la esencia de nuestros
alimentos. Hay que agradecer a los dioses que nos han regalado los
olivos para satisfacer nuestro paladar, evitar la gula y mantener
nuestros cuerpos en línea.
- Usted parece que consume poco aceite de oliva, en ese caso, señora.
- ¿A qué se refiere con eso? ¿Insinúa que estoy gorda?
- De ninguna manera, sólo es que sé que a la señora le agrada mucho
el aceite de flor de cáñamo.
- Entiendo. Sí, es cierto. Es mejor que siga con su trabajo. Y ya sabe,
cambie ese plato, y agréguele el aceite que le indiqué.
Si había alguien que podía jactarse de estar en la misma línea de respeto
y jerarquía que el Alcalde, dentro de Evangelis, esa era Vesta, quien, a sus
setenta y cinco años, lucía una fuerza y vigor de una mujer de cuarenta
dentro y fuera de sus cocina. Dentro, porque no había nadie capaz de
superar su mando en cuanto a las órdenes de la cocción. Fuera, porque el
pueblo entero se subordinaba ante las palabras ancestrales que había
heredado de sus padres. Lo cierto es que no sólo esta era la razón por la que
estaba a la par de Yunius Polus; había otra mucho más importante: Vesta era
esposa y dueña del cerebro de éste, y, a cada momento y lugar de relevancia
que sus pasos se dirigieran, ella estaba presente y se hacía notar. Por ello era
de esperar que en la visita del Ministro, ella fuera la conciencia de Polus, y
pareciera que, tanto él y ella fueran uno solo en muchos momentos de la
conversación, pues, o hablaba Polus a través de lo que su mujer le decía al
oído –cuando estaba presente, por cierto, ya que, en los momento que
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permanecía en la cocina, se ausentaba–, o hablaba ella misma, y de forma
muy directa, por medio de unas interrupciones muy especiales.
Era evidente, y no podía ser de otra manera, que, las creencias
ancestrales, todas provenientes de la mitología griega, eran el arma de lucha
de los argumentos de Vesta; ella consideraba que la Grecia Clásica no
podría desaparecer nunca del todo de la esencia de los griegos, y que si la
mayoría se había hecho al catolicismo ortodoxo o profesaba otras religiones,
los dioses primigenios siempre permanecerían en la tierra, el mar y el cielo,
porque el poder divino era mucho más fuerte que las ideas del hombre
- …que se ha sumido en la ambición del dinero y la destrucción. Si
Zeus bajase del Olimpo, y viese todo lo que pasa en Atenas y sus
alrededores, castigaría a todos y todas. – Completaba la frase, hablando con
el Ministro, ya dentro del despacho del Ayuntamiento, y al costado derecho
de Polus.
- ¿Usted cree, mi señora? – Respondía el Ministro.
- No es mi pensamiento; es la realidad. Atenea y Apolo saben de qué
hablo. Ellos y su padre les entregaron a ustedes nuestro pueblo para
administrarlo, y no para consumarlo. ¡Miren cómo estamos ahora; ya no
llegan ni los turistas! Si yo estuviera en la política, si yo estuviera en la
política… - Respondía Vesta.
- Siga, siga, mi señora… Si usted estuviera en la política, ¿qué haría…?
- Yo habría acabado con todos esos imbéciles corruptos del Senado. Son
una tropa que no sirve para nada…
- ¿No le parece suficiente con que el Primer Ministro y el Presidente
hayan renunciado?
- Me parece poco. Todos sabemos que es el Senado el que ha hecho un
mal obrar. No supo aplicar bien las leyes…
- Mi señora, en el Senado las leyes se crean y establecen, no se aplican;
para eso está la Justicia…
- ¡Pues a los jueces y a los senadores debieran haber sacado! ¡Han
llevado nuestra gran nación a la ruina!
- ¿Y no le parece que, de alguna manera, todos hemos contribuido a eso?
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- ¡Yo no tengo ninguna culpa en eso! ¡Y mi marido tampoco, que ha
hecho un espléndido trabajo en este pueblo!
- Me refiero a que, digamos, esas creencias ancestrales que usted tanto
desarrolla y afianza dejaron hace mucho tiempo de formar parte de los
pensamientos de nuestros compatriotas…
- ¡Porque igual que los senadores y los jueces, se han dejado llevar por
las corrientes occidentales, y por esa absurda religión ortodoxa que trajeron
los turcos y los rusos! ¡Qué diría de eso nuestro dios Zeus!
- ¿A usted él le ha dicho algo?
- ¡Sí, que usted es bienvenido, aunque espera ver más logros en este
nuevo Gobierno! ¿Usted es economista, o quizás un banquero…?
- ¿Por qué me pregunta eso?
- Porque, si los senadores y los jueces tienen culpa en la desgracia de
nuestro país, los economistas y banqueros tienen más culpa. Todos son unos
corruptos y codiciosos.
- No; no soy ni economista ni banquero. Por lo demás, no culpe de todo
al pueblo griego; hasta los Estados Unidos cayeron en una gran crisis por
culpa de la codicia de los inversionistas de los bancos. No somos los únicos.
De cualquier forma…
- ¿De cualquier forma…?
- Les tengo buenas noticias. Unas que ustedes estaban esperando tanto
como la construcción de la Caja de Pandora.
Cuando el Ministro expresó aquella última frase, los ojos del Alcalde y
de Vesta se exorbitaron de asombro. Habían escuchado lo que estaban
esperando desde hace mucho tiempo, y lo que también los habitantes de
Evangelis añoraban conocer y sentir.
Evangelis no sólo era un poblado rústico y dejado al lento desarrollo del
mundo por una simple decisión del destino; Evangelis era, con mucha más
notoriedad, el último reducto de las creencias en la casi extinta mitología
griega, que había quedado para los libros históricos y la enseñanza de lo que
un día había sido el pasado glorioso de la Grecia Antigua. Su razón de ser
provenía de atesorar las ideas y la seguridad de que la vida, los cielos y la
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tierra habían sido creación de Caos, el dios primigenio, fundador del
Universo. Todos los evangelinos, y no la mitad, creían con firmeza que sus
vidas dependían de los dioses del Olimpo; en ellos, los objetos y los
elementos giraban en torno a las divinidades: nunca conseguían sentirse
tranquilos si dormían sin venerar a uno de ellos; encomendarse a Zeus y
Atenea eran sus principios; leían los escritos filosóficos de quienes
consideraban eran los hijos directos del poder mental de los divinos;
prodigaban enseñar a sus hijos, y a los hijos de sus hijos la cultura de de la
Grecia Clásica; no permitían que interfirieran en las ideas internas;
escuchaban las voces de sus autoridades porque las veían descendientes
directos de sus dioses; pero, por sobre todo, esperaban aquel momento tan
ansiado, el que se venía escuchando desde hace dos generaciones, y que
siempre causaba entusiasmo entre ellos: la llegada de la nueva
reencarnación de Zeus en la Tierra.
El aislamiento de Evangelis los había llevado a masificar la idea de que,
por estar a los pies de la Acrópolis, estaban en una posición privilegiada, la
posición elegida por los dioses para presentarse por vez primera, antes de
subir al Olimpo. Vesta y su esposo se habían encargado de difundir la
creencia después de ser visitados por algunos investigadores extranjeros,
que apoyaban la existencia de un poblado antiguo de las características de
Evangelis por sobre la modernidad de estos días, y, por ejemplo, asfaltarlo.
Uno de los principales defensores había sido el Doctor Bernard Freud,
psicólogo social que visitó el poblado con el fin de conocer en directo cuáles
eran las creencias y las costumbres de sus habitantes. El Alcalde y Vesta lo
habían recibido en su propia casa, y lo consideraban un amigo desde que los
ayudó a impedir una propuesta gubernamental que buscaba actualizar el
entorno de Evangelis. Vesta expresaba al Ministro el apoyo moral que
habían recibido de parte de Freud, y aseveraba la idea de recibir a la
reencarnación de Zeus:
- El Doctor Freud no sólo nos ayudó a impedir que nuestro pueblo
fuese socavado, sino que defendió con dientes y uñas que respetasen
70
nuestras creencias. Aquí vinieron algunos políticos y periodistas de
la época, y todos aceptaron sus palabras.
- Sí, mi señora, Freud es un hombre de reputación mundial; sé que ha
defendido algunos otros casos, y también a algunos apresados que
tuvieron que luchar por sus ideas antiquísimas. Yo no me encontraba
en ese tiempo en Grecia. ¿Esto hace cuánto fue…?
- Hace dos años, antes de que llegara la crisis. Si esos políticos que,
gracias a los dioses, están fuera del Gobierno, hubiesen conseguido
sus objetivos, ni los siete turistas de hoy hubiesen llegado.
- Puede ser, tal vez sus dioses tienen ciertos propósitos. Lo cierto es
que hemos recibido una información del Oráculo, y tenemos un dato
preciso.
- ¿Una información del Oráculo? ¿Y qué les dijo…?
- Lo que les estaba anunciando, algo que ustedes están esperando con
ansias…
- ¿Se trata de la llegada de…?
- Sí, mi señora; la milésima reencarnación de Zeus llegará muy
pronto. Ésta será una nueva era para Grecia y el mundo. Y Evangelis
la vivirá antes que todos.
Horas después, en medio de la noche, y lejos del despacho del Alcalde,
en lo alto de una colina, la voz de Arnold Espanaucoupulus repitió la última
frase, “Ésta será una nueva era para Grecia y el mundo”, para sí mismo, a la
espera de que llegara uno de sus asesores. Le parecía que sus palabras no
podían reflejar mejor lo que se vendría para él y para su país. Así se lo hacía
saber al joven ayudante, cuando llegó:
- Te has demorado en llegar, ¿la Sociedad no se enteró a tiempo de mi
anterior mensaje?
- Sí; usted sabe que utilizar una forma de comunicación tan antigua
tiene sus demoras. Éste pueblo es uno de los pocos lugares del
mundo que no cuenta con ningún tipo de telefonía. – Respondía el
asesor.
- Lo sé; lo sé. El mundo va a cambiar después de todo esto.
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- ¿Y qué pasó con las autoridades de aquí? ¿Se creyeron todo lo que
les dijo?
- Por supuesto; hemos hecho bien en venir hasta acá.
- Estos hombres y mujeres; yo no sé cómo pueden creer todavía en
esas tonterías de dioses y diosas.
- Lo importante ahora es que la Sociedad tendrá la forma de saber
dónde está la condenada Caja de Pandora. Date vuelta, para
escribirte el mensaje en la espalda, antes de que aparezca alguien.
Con una tinta especial, y luego de mirar hacia las estrellas, las
constelaciones de los dioses y divinidades griegas, Espanaucoupulus, quien
no sólo era el Ministro de Turismo, sino que uno de los miembros de la
Sociedad Arqueológica Griega, suspiró, y escribió:
Señores, la tarea está finalizada. El pueblo recibirá a la joven Atenea en
medio de una celebración fenomenal. Díganle que su condición está
cumplida, y que debe darles la información del lugar exacto donde se
encuentra la Caja de Pandora. No tengan temores de la reacción de
Evangelis; he actuado con total diligencia; ellos han creído todo lo que les
dije. Zeus tiene que llegar a la entrada de este pueblo lo antes posible.
Háganlo por el bien de Grecia, y de todos los griegos. Este debe ser el
inicio de una nueva era para cada uno de nosotros.
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DE LA SEGUNDA SALIDA DE ADÈLLE Y SU NUEVO ENCUENTRO
CON OLIVIER CAMALEÓN Y LOS MIEMBROS DE LAS
INSTITUCIONES ARQUEOLÓGICAS
Los rayos solares que se colaban por en medio de los árboles
contrastaban con la gran espalda de Guillaume Lebert se mostraba desnuda
desde la ribera del único río de Llion. Era una espalda musculosa, blanca y
con algunas marcas dejadas por el roce de las maderas que apiñaba en un
pequeño bote, cuyas astillas, en ocasiones, se dejaban caer por algunas
zonas de su columna. El hombre llevaba toda la mañana realizando el
trabajo de una vida entera, que había heredado de su padre; un trabajo
propio de hombres corpulentos, preparados para el dominio de la poderosa
naturaleza: el talado de madera.
La labor merecía estar desnudo de la cintura para arriba por cuanto el
sudor y la destreza física desplegada requerían tener plena libertad de la
sofocante sensación de talar árbol tras árbol, sin dejarse llevar por el
cansancio. Adèlle, que miraba la labor escondida por detrás del follaje, se
respondía a sí misma al preguntarse para sí por qué Guilleume trabajaba
semidesnudo, por sobre todo, al mirar el color rojizo que se tornaba su
rostro y el mismo pecho cuando cortaba con fuerza los grandes árboles. La
joven, a pesar de las advertencias de su padre, había salido de la Hacienda
por segunda vez, con la idea fija en su mente de volver a ver a los hombres
que la habían dejado cautivada en medio de la celebración del Día del
Descanso, en la plaza del pueblo. Ella había recordado el momento en que
Guilleume expresó que se dedicaba a talar la madera, y supuso que el
bosque cercano a su casa era el único sitio donde podría encontrarlo.
La joven llevaba dos horas viéndolo trabajar; observaba sus brazos,
sus piernas, el pecho y la espalda: era ver en su esplendor cómo esa figura
colosal desplegaba sus fuerzas en una labor que, al mismo tiempo, le parecía
maravillosa. Estar en el contacto con los árboles, los pequeños animales del
bosque, los espacios de luz solar que se colaban por entre las hojas, le
parecía un espectáculo que nunca antes había podido sentir ni percibir,
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debido al claustro de su hogar; las estrictas órdenes de su padre que, con
algo de temor, volvía a desafiar, para ponerse por sobre sus propias ideas,
escapar de ese pequeño mundo, y mirar la realidad cara a cara, sin sueños ni
límites. Y lo principal: mirar a los hombres que le hacían sentir más cerca de
ser uno de ellos.
El tiempo había pasado rápido, y Guilleume ya no talaba ningún
árbol, y acarreaba toda la madera cortada hacia la pequeña embarcación
encallada en el río. Cuando tuvo toda la madera cargada, con un trozo de
tela, se secó el sudor que tenía en su frente, y parte del pecho. Al pasar el
trozo por sus abdominales, con un movimiento lento y delicado, Atenea,
todavía oculta en el follaje, apreciaba el cuidado de las fibras y la piel del
gran hombre. Su cuerpo era el perfecto prototipo del hombre grande y fuerte
que requería para sí, y quizá el único que vería en toda su vida.
Sin imaginarlo, Guilleume, en un acto que para él era una costumbre
de todos los días, y que, para las visitas, en lo principal, para una mujer, era
una verdadera sorpresa, comenzó a desnudarse por completo, ante la mirada
más atenta aún de Adèlle. Si antes la joven se había asombrado con el
cuerpo de Adonis que tenía su coterráneo, lo que veía ahora la maravillaba
todavía más. Se trataba de unas piernas gigantescas, robustas, lampiñas y
muy bien formadas. Era evidente que las fuerzas realizadas con la tala de
árboles había surgido su efecto en, también, modelar los muslos y las
pantorrillas de Guilleume, quien, a la par de tocar con la punta de sus dedos
el agua del río, para saber cuál era su temperatura, flexionaba su cuerpo al
hacer unas sentadillas, a modo de pequeño ejercicio.
Lo último le permitió ver a Atenea que no sólo las piernas de
Guilleume estaban en buena formación; sus nalgas se replegaban tanto como
éstas al hacer el movimiento de las flexiones, uno de las pocas secciones del
cuerpo de un hombre en que no había parado a notar, pues nunca antes, ni
siquiera con su padre, había visto a un hombre del todo desnudo. Esa zona,
la de las nalgas, le causaba una atracción pudorosa, que la hacía ocultarse la
vista en ocasiones, aunque, después de salir de sus temores, dejaba de lado
mantener cubierta su mirada, y atreverse a observar sin más.
75
Pero si Guilleume tenía un abdomen, piernas y nalgas de una total
fijación por parte de Adèlle, fue su bajo-vientre el que captó la mayor
atención de la joven, porque no había visto jamás algo parecido, ni lo había
pensado o añorado mirar; de ese nivel era el desconocimiento de la figura
del hombre que tenía en su vida, por el señalado encierro en que había
vivido hasta sus actuales doce años de edad.
Antes de seguir con la observación a la fastuosa musculatura de
Guilleume, Adèlle se paraba en pensar cómo había nacido su deseo de
igualar la figura de un hombre. Es en este punto donde su mente se abría a
externalizar las sensaciones más interiores de su alma, aunque prefería
mantenerse en la idea de no aumentar los recuerdos, y sólo fijarse en los
cuerpos masculinos que se presentaban delante de sus ojos. Porque, donde
había un hombre, ahí se encontraba la inteligencia, al arrojo, el coraje y las
decisiones máximas. Quizás las mujeres se encontraban en una posición
muy mejorada con respecto a los años anteriores, pero, para ella, sólo existía
la noción de que, al tener la misma estructura física de un hombre, sus
ideales y su sentido de vivir estarían completos. Si, con disfrazarse, todos
sus anhelos estuvieran solucionados, hace mucho tiempo que se hubiese
ataviado con trajes de hombre; pero eso sería engañarse a sí misma. Nunca
estaría del todo conforme si, por dentro, aún siguiese siendo una mujer, y no
lo externalizase con el correspondiente físico de un macho de verdad.
Aquella parte física, la zona más viril que tiene el hombre, estaba
delante de sus ojos, colosal, grande, directa. Tal vez era necesario pensarlo
bien antes de decidir encausarse a esa decisión de formar parte de la
masculinidad, pues eso significaba asumir una nueva estructura en su
cuerpo. Por algunos momentos, pareciera que el sonido de las hojas de los
árboles, el silbido de algunas aves cercanas y los rayos solares que
provenían desde lo alto de las copas estuvieran confabulando para que
analizara la situación. El temor, sin desear pensarlo, había llegado a la
mente de la joven en pocos minutos. Como si se tratase, ahora, de una
amenaza para ella, la majestuosa figura de Guilleume se convirtió en una
gran estatua de madera, un gran árbol que amenazaba con destruirla si iba en
76
contra de la naturaleza. Ella sabía que se trataba de una imaginación, y
prefería cerrar los ojos; no hacer caso de sus aflicciones internas. Pero el
árbol era mucho mayor a todo lo que sentía. Se hacía necesario salir de ahí,
y no mirar más a Guilleume; escapar; correr por el bosque en busca de un
escape al ahogo de garganta que la estaba colapsando.
La liberación de su espíritu sólo surtió efecto cuando se vio en medio
de los pequeños caminos del bosque; mientras corría por escapar un
momento de Guilleume; mientras consideraba que sólo así podría
reflexionar mejor sobre su futuro, en el contacto con los árboles, las plantas
y los sonidos del bosque. La naturaleza, pensaba, la había dotado de una
figura femenina, una figura que no tenía ni el menor defecto, pues ella
poseía un rostro y piel tersos, un semblante cuidado, un cuerpo delgado.
Algo en su interior le repetía que corriese con más fuerza, que cruzase casi
todo el bosque si era posible, hasta soltar las indecisiones, dudas y miedos
que todavía la seguían sucumbiendo en la inestabilidad más absoluta.
No supo cómo ni de dónde provino, pero, de pronto, escuchó un
fuerte mandato que le espetó:
- ¡Detente!
Sus ojos se quedaron absortos de la impresión de escuchar una voz que
provenía de ninguna parte, en un bosque que tampoco era de su entero
conocimiento. Sólo optó por pararse y mirar en todas las direcciones; bien
podría tratarse de Guilleume, que había escuchado sus pasos al correr, y la
había perseguido para atraparla. Lo cierto es que no había nadie. No había
nadie, aunque sí había un algo; un objeto que no debiera haber estado en
medio del bosque, y que, por extrañas circunstancias, sí estaba ahí: se
trataba un gran espejo.
Con la punta de los dedos, Adèlle tocó el vidrio del espejo, primero con
mucho temor; segundo, con más temor; y tercero, con el doble de temor que
al principio. Su intuición le decía que ese espejo había sido dejado ahí con
fines que no eran los mejores. No tenía ninguna noción de quién podría
haberlo dejado apoyado en un árbol viejo, al desAdèlle de cualquiera. Lo
que sí sabía es que algunas de las hojas que volaban en torno a ella, y el
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constante sonido del follaje de los árboles, replegado por la pequeña brisa, la
instaban a mirarse en él, a descubrirse tal cual era en ese grandioso espejo.
Quizás de nuevo su mente se dejaba llevar por ideas inexistentes, por
situaciones que no había sentido en otro momento, pero escuchó con total
claridad cuando la misma voz que antes le había ordenado detenerse, le
pedía seguir un nuevo mandato:
- ¡Desnúdate y mírate en el espejo!
El bosque estaba del todo vacío como para pensar que alguien pudiese
estar expresando esas órdenes, que se escuchaban igual que los gritos de un
hombre adulto; una voz parecida a la de una divinidad de la naturaleza. Si
Adèlle no hubiese sentido el influjo del espejo, podría haber caído en la
búsqueda del origen de esos gritos; podría haber detenido su caminar, y
haber regresado a su punto de partida. Sin embargo, la joven prefirió
acercarse al espejo más que con la punta de sus dedos. Una conexión
especial surgía entre éste y ella. No sabía con exactitud dónde ni cuándo,
pero tenía la seguridad de que lo había visto en algún otro lado. El encuentro
de un espejo en la mitad de la espesura del bosque debiera haberla incitado
al miedo y la desconfianza, porque era imposible que hubiese aparecido sin
mediación humana; lo cierto es que, de forma extraña, el espejo la instaba a
romper las dudas; le conminaba a mirarse a sí misma, tal cual era.
La delgada vestimenta de tela blanca que llevaba puesta se deslizó por
su tronco, y cayó a sus pies mucho más rápido de lo que ella creía. El reflejo
la dejó verse desnuda, sin miedos ni desilusiones por ser lo que era: una
mujer en desarrollo. Pudo fijarse que sus senos estaban más grandes que
hace sólo una semana; éstos, poco a poco, comenzaban a formarse en una
figura muy redondeada; se podría decir que era un perfecto busto, el deseo
de cualquier hombre. Lo mismo ocurría con su abdomen, delgado,
curvilíneo, de suave piel; la vida había dotado a Adèlle de un cuerpo
envidiable, un cuerpo que bien podría hacerle desistir de sus gran deseo de
ser hombre. Cualquiera de los pensamientos que nacían de la mente de la
joven iban en dirección a igualar la figura masculina; el espejo se paraba
78
delante de ella como un mecanismo de conciencia, para demostrarle que no
todo era tan negativo por el hecho de ser mujer.
Desde detrás de su espalda, y sin saber cómo, Guilleume apareció para
cogerla de la cintura y abrazarla con delicadeza. Ambos ahora estaban
desnudos, y, al contrario de lo que ella misma hubiese pensado, se sentía a
gusto de rozar el varonil cuerpo de aquel hombre grande. Por un momento,
pareció estar dentro del mundo masculino, y, en lugar de sentir un placer por
ser tocada, percibía el máximo placer de cómo un hombre tocaba a una
mujer.
Si fuese hombre, tendría la facultad de tomar por la cintura a una mujer,
y hacerla sentir segura. Si fuese hombre, tendría la gallardía de caminar
desnudo por el bosque, mostrar su musculatura, exponer lo que la naturaleza
le había brindado. Si fuese hombre, la vida le daría las fuerzas necesarias
para irrumpir donde fuese, abrir las puertas de todos los espacios. Si fuese
hombre, la fiereza le permitiría mantener la respiración ante los momentos
de inestabilidad. Si fuese hombre, ella sería quien estuviese por detrás de su
espalda, y tomaría el dominio de la situación. El espejo, en cambio, estaba
ahí para mostrarle su realidad, una realidad que era muy difícil de acabar. El
espejo era la pared que golpeaba su frente para enrostrarle su verdadero
estado, no el de sus sueños. Adèlle cerró los ojos para dejarse llevar por las
sensaciones con Guilleume, aunque, de nuevo, la poderosa voz le inquirió
en una orden:
- ¡Es suficiente! ¡No te dejes llevar por la tentación! ¡Abre los ojos!
Cuando abrió los ojos, todavía sentía el roce del colosal cuerpo de
Guilleume; sin embargo, él ya no estaba: se había dejado llevar por los
anhelos de tenerlo para sí, y la imaginación la había consumido a verlo
aparecer. El espejo era quizás un arma en contra de ella. Ese espejo había
sido puesto en ese lugar para atormentarla y torturarla. El bosque era la
naturaleza sabia, que lo conocía y lo manejaba todo; era la única capaz de
saber cuáles eran sus pensamientos, sus anhelos. Ella sólo estaba corriendo
de sus miedos, pero no así de sus ideas. Sus ideas eran firmes, y no podían
79
destruir de un momento a otro. El espejo debía ser destruido. Se hacía
necesario acabar con los obstáculos que impedían alcanzar sus objetivos.
Su mano alzada con una piedra entre su puño fue la pronta reacción que
tuvo para romper el vidrio del espejo. Porque ni su cuerpo ni su cara debían
ser más motivo de indecisiones. Ella debía ser superior a cualquier elemento
de persuasión del fin de sus ideas. Sin embargo, antes de que soltase la
piedra, otro puño, de otro hombre que aparecía de la nada, cogió su muñeca,
y le impidió que arrojase el peñasco. Se trataba de Olivier Camaleón, quien
hacía su aparición con una potente orden hacia la joven:
- ¡Detente, no lances esa piedra! ¡Ese espejo es muy valioso!
La mano de Adèlle tiritaba por la tensión que le generaba estar delante
del espejo, en busca de su destrucción. A pesar de que Camaleón la
mantenía cogida de la muñeca, su puño aún persistía en sostener la piedra;
tal era el desconcierto de su mente.
Con un movimiento lento y delicado, Olivier Camaleón quitó la piedra
de la mano de la joven, quien bajó el rostro en señal de resignación; la
resignación de aceptar que ni siquiera con el espejo roto podría escapar de
sus dudas. Camaleón, como si supiese el tormento de Adèlle, recogió su
vestido, y la cubrió por la espalda, para sacarla de la desnudez. Pero ella, en
una acción que ni el propio Camaleón se hubiese imaginado, no quiso
arroparse, y, al contrario, se quitó el vestido, y lo arrojó a un costado.
La misma mano que había usado para sostener el peñasco la utilizó
para coger del brazo a Camaleón, y acercarlo al espejo. La delicadeza de la
joven transformaba el temple del dueño de los viñedos en una sensación
indescriptible, porque no sólo lo sacaban de sus objetivos, sino que también
infundían en él un deseo de seguir los deseos de la joven, en una atmósfera
que se convertía en un terreno construido por nubes en lugar de la tierra
cubierta por hojas del bosque.
Era quizás el íntimo placer de estar junto a la joven; o, por otro lado,
también podría haberse tratado de un aplacamiento del poder de su
temperamento, a manos de la naturaleza; o el esperado momento de mostrar
respeto delante de una mujer. Camaleón no tenía seguridad de cuál era la
80
razón de por qué, a diferencia de su tosco comportamiento delante de todo el
pueblo –y no la mitad, como se dice–, aquí, al lado de un cuerpo tan frágil y
sin grandes diferencias, se comportaba igual que un niño temeroso; el
caballero que, hasta ahora, nunca había sacado a relucir en público.
Adèlle, en cambio, no salía de su silencio absoluto; ella permanecía
en el espacio que la sumía el espejo; un influjo que deseaba impregnar a
Camaleón en búsqueda de obtener un poco de su fuerza y garbo, las
características específicas para completar las figuras masculinas que, de
nuevo, aparecían en su camino.
Si el espejo no hubiese estado delante de Adèlle, ella sería la joven
temerosa de siempre, la niña que no se atrevía a nada. Si el espejo no
estuviese delante de Adèlle, ella no tendría las fuerzas para estar desnuda al
lado de un hombre que casi no conocía. Si el espejo no estuviera delante de
Adèlle, la niña tierna, la muchacha sumida en el desconocimiento total del
mundo exterior a su amada Hacienda, inundaría el bosque con su implacable
silencio. Sin embargo, el influjo del espejo sacaba a la joven de todo
prejuicio, para coger el brazo de Camaleón, y pedirle que tocase sus senos
con la misma delicadeza con que le cubría su boca, en señal de mantenerse
silentes en la mitad de la brisa del bosque.
Camaleón, que no podía separar sus deseos carnales por sobre las
obligaciones de su irrupción en el bosque, tocó los senos de Adèlle con el
deseo irrefrenable de sentir a aquella enigmática joven que lo había
cautivado desde el primer minuto, en la celebración del Día del Descanso,
cuando el resguardo que significaba don Pierre no le había permitido
cumplir con este máximo placer de rozar su piel, percibir su aroma, mirar
directo a sus ojos. En cambio, ahora, el impulso le permitía acercarse todo lo
que quisiera a sus labios, estar a pocos centímetros de él, para sentirlos, para
besarlos.
Pero las sensaciones no podrían seguir su causa con la facilidad que
Camaleón hubiese deseado, porque él había llegado hasta Adèlle
acompañado de algunos de los miembros de la Sociedad de Arqueología
81
Griega, quienes interrumpieron el idílico momento entre la muchacha y el
dueño de los viñedos, para aparecer de detrás de unos árboles:
- ¡Basta, basta, Camaleón; ya hemos esperado mucho; no estamos aquí
para ver escenitas de amor!
- ¡Eh…! Disculpen, había olvidado que estaba con ustedes…
- ¡Cómo se nota que las correrías del pueblo son ciertas, hombre! Te
dejamos sólo unos momentos, y ya te quieres llevar a la cama a la
muchacha.
- No es eso, señores. Sólo que…
- …Sólo que no deseamos escuchar tus palabras. Deseamos hablar con
esta joven. Porque es ella quien estaba en medio del bosque la noche
en que nuestros hombres estaban buscando la Caja de Pandora, ¿no
es así?
- Sí, es ella. Yo la vi aquella noche.
- Esperamos que sea cierto y no una imaginación tuya.
- No, señores, de ninguna manera… Les dije que a quien besase, esa
sería la persona que ustedes buscan, y así lo he hecho.
Los rostros enojosos de los miembros de la Sociedad se mantuvieron así
hasta que Camaleón, por orden de ellos mismos, se apartó de Adèlle, con el
fin de dejarles el camino libre para interrogar a la joven. Se suponía que ella
era la única capaz de entregarles un indicio de quién había estado pocos
minutos antes en el soto del bosque, y se había llevado la Caja. Si ella
accedía a contestar sus preguntas, sería fácil obtener la información.
Camaleón miraba de lejos las acciones de los miembros, mientras observaba
a su alrededor, como si estuviera vigilante.
Adèlle tenía el rostro cabizbajo; la joven no deseaba establecer contacto
con esos hombres, que, si bien estaban dentro de los sueños de ella, por el
hecho de ser masculinos, no les causaba ni la menor atracción, pues sus
atenciones estaban en aquellos hombres con características especiales, que
sobresalían del resto.
Uno de los miembros se acercó al espejo para retirarlo de su sitio, pero
la joven salió de su silencio, y espetó un potente chillido que lo conminaba a
82
no moverlo. Camaleón les pidió a los miembros que obedecieran los deseos
de la joven, o, de lo contrario, no conseguirían sus fines. En el interior, el
duelo de los viñedos buscaba agradar a Adèlle, con fines que, poco a poco,
se irían dilucidando.
Para los miembros de la Sociedad, las sensaciones se convertían en un
obstáculo que no estaba dentro de sus planes; Camaleón les había servido de
guía para encaminarlos a Adèlle; no podían sacarlo del camino tan fácil;
aunque tampoco podían consentir que ambos estuviesen juntos por más
tiempo. Lo más sensato era salir del bosque; manejar la situación a su
antojo. Nikolaus, el menor de los miembros, le pidió a Camaleón que
tomase de la mano a la joven, para caminar en dirección a su casona. Olivier
se desconcertó por unos momentos; el acuerdo había sido hablar con Adèlle
en el bosque; hay que decir que sólo obedeció porque tenía algunos
elementos en juego. Darse el lujo de perderlo todo por el placer de tener
entre sus brazos a la joven no serviría de mucho.
En contra de su voluntad, y haciendo aspavientos para impedir que la
cogieran de los brazos, Adèlle rehuía de acompañar a los miembros de la
Sociedad. Ella podía percibir sus intensiones, los deseos de conseguir lo que
fuere a manos de usurpar la naturaleza con fines egoístas, que sólo buscaban
obtener la gloria para sí mismos, en lugar de compartirla con otros. De
cualquier forma, los hombres podían sostenerla antes de que se les escapase,
pues no deseaban perder más tiempo en las negativas de la joven.
Camaléon veía la repulsa de Adèlle que, muy pronto, se acompañó de
gritos de temor por la reacción de los miembros. Él aún tenía la indecisión
de intervenir o apoyar las ideas de sus acompañantes; era quizá el doble
deseo de conseguir lo que ellos le habían prometido a cambio lo que detenía
sus impulsos agresivos.
Más temprano que tarde, y sin que ninguno de los presentes pudiese
pensarlo, un fuerte estruendo se escuchó en el espejo, que causó que su
vidrio se trisara en muchos pedazos, que saltaron en todas direcciones, con
el consiguiente miedo de todos, y el acto reflejo de cubrir sus rostros con los
brazos.
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Parecía imposible que el espejo se rompiera por sí solo; menos se podía
pensar en Adèlle, porque la joven estaba cogida de los brazos. Camaleón
miró en todas direcciones, para verificar si alguien aparecía en medio del
follaje del bosque, pero sólo podía escuchar la brisa que golpeaba las hojas.
Uno de los miembros, en cambio, se acercó al espejo, y pudo ver que la
cubierta que sostenía el vidrio estaba perforada por una bala de escopeta.
Movió el espejo, y pudo verificar que el tronco del árbol que estaba detrás
también estaba perforado. Cuando se disponía a expresar la situación a los
demás, un fuerte disparo le perforó medio a medio en la frente, que, al
mismo tiempo que expulsaba una gran cantidad de sangre, le causó la
muerte de forma instantánea.
Camaleón se tornó en desesperación, y, junto con sacar el revólver que
tenía a uno de los costados del pantalón, gritó:
- ¡El cobarde que se escuda detrás de los árboles, que salga ahora! ¡Ya
basta de juegos tontos!
El eco de las palabras de Camaleón se acompañaron de un consecuente
silencio que más hacía inquietarlo; se suponía que había vigilado muy bien
si alguien los seguía; que ahora apareciese un desconocido salía de toda
lógica. Sin embargo, muy pronto el silencio se acabó, para dar paso a la voz
de aquel que había disparado, don Pierre, quien gritaba por detrás del
enramado:
- ¡Suelta a mi hija, Camaleón! ¡Te estoy mirando por el agujero de mi
escopeta, y te aseguro que, si no haces lo que te digo, el próximo en
morir serás tú!
- ¡Le dije que tuviera cuidado conmigo, Avignon, esta vez vengo
preparado! ¡Ya ha sido suficiente de tanta soberbia de su parte!
Camaleón juntó sus dedos índice y medio en dirección a la boca, para
acabar con el disgusto que le retorcía los sesos de sólo escuchar la voz de
don Pierre; el dueño de los viñedos espetó un consiguiente silbido de alerta,
que se dejó escuchar por cada espacio del bosque, pues necesitaba que
pronto apareciera una respuesta. En pocos segundos, otro silbido se dejó
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escuchar desde lejos: era la señal para arremeter en contra del intruso
condotiero.
Por detrás de la espalda de don Pierre, Guilleume, el musculoso hombre
que hace minutos se bañaba en el río y era visto por la joven Adèlle, apuntó
con la amenaza de acabar con su vida en ese momento si no dejaba el
camino libre a los miembros de la Sociedad y a Camaleón. El anciano padre
de Adèlle no supo qué responder por unos cuantos minutos; sudaba frío,
porque no consideró esta nueva estrategia del dueño de los viñedos.
La joven, aunque no veía lo que estaba ocurriendo, pues los árboles
cubrían a su padre y a Guilleume, intuyó la situación, y, con un grito de
desesperación, expresó:
- ¡Padre, no te preocupes por mí; deja que estos señores hagan lo que
quieran conmigo; vete; no quiero que mueras por mi causa!
- ¡Hija, la sociedad francesa está en juego con la codicia de estos
hombres, yo no puedo permitir que te causen daño, que te laven el
cerebro! – Respondió don Pierre.
- ¡No será así, padre; te lo aseguro! – Respondió Adèlle.
El deseo de ver a su hija libre de tensiones innecesarias llevó a Don
Pierre bajar el arma, con grandes muestras de sentirse impotente por la
situación. Él sabía que Camaleón no tenía las mejores intensiones más allá
de su actitud tosca y desenfadada, pues el condotiero, que pertenecía al
gobierno francés, conocía muy bien qué buscaban y cuáles eran los fines
estratégicos de atrapar a Adèlle.
Todos se replegaron en torno al soto del bosque; ahí se vieron las caras
otra vez, no sin demostrar que existía el mismo odio de siempre, aunque
disminuido por las amenazas de muerte del momento. Guilleume aún
mantenía su revólver por detrás de la espalda de Don Pierre, quien evitaba
hacer preguntas ni hablar, sólo se miraba a Camaleón con ojos de rabia por
tener a su hija en un estado deplorable.
Adèlle, que mantuvo su desnudez hasta que Camaleón, conminado por
la presencia del condotiero, se acercó a cubrirla con una tela que guardaba
en la montura de su caballo, miraba la escena con profunda armonía. Sus
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tres hombres, los referentes que guardaba en su mente, en el íntimo deseo de
ser uno más de ellos, se convertían en realidad, frente a su rostro. La
emoción de verlos cerca le nublaba la vista, le causaba un profundo mareo.
Fue así que, poco a poco, mientras escuchaba las primeras palabras de
discusión, mientras oía la réplica de su padre, defensor de las nuevas leyes
arqueológicas francesas; mientras escuchaba de nuevo el nombre de la Caja
de Pandora de boca de Camaleón; con los ojos lagrimosos, se fue
desvaneciendo, hasta caer en la tierra cubierta por hojas de aquel bosque que
la llenaba de paz.
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87
DE LA VIDA DE TRABAJO EN LA GRAN CASONA PATRONAL DE
OLIVIER CAMALEÓN Y LA PRESENTACIÓN DEL DOCTOR
BERNARD FREUD ANTE LOS OJOS DE ADÈLLE
Nunca, ni siquiera en el Día del Descanso, donde se trabajaba media
jornada, los encargados de dar vida al sostén de la economía de Llion
detenían su andar acompasado, lleno de fuerzas por realizar las labores
encomendadas por su mandamás y por sus propias conciencias. Los
hombres y mujeres de las uvas, como todos los llamaban, se despertaban
con la idea en su mente de que aquel nuevo día significaba una oportunidad
para el fortalecimiento del pueblo; por lo tanto, acudían en masa en
dirección del lugar de trabajo que los esperaba: la Gran Casona Patronal,
ubicada en las afueras de Llion.
Se puede decir que los hombres y las mujeres de la uva eran Llion,
porque el resto se reducían a los profesores, al panadero, el condotiero, y las
esposas que preferían quedarse en casa. Llion no conocía de otras mayores
fuentes de trabajo a causa de las pocas fuentes de cultivo que existían, las
cuales, de forma extraña, a pesar de los intentos de algunos agricultores, no
habían surgido resultado, tras muchos intentos. Era así que ni el tomate, ni
la lechuga ni el albaricoque habían tomado forma y florecimiento en esas
tierras, por lo que había que buscar esos productos en los pueblos cercanos.
Sin embargo, la uva crecía por doquier en la Gran Casona Patronal, sus
desmesuradas formas se podían ver incluso cerca de los jardines de ésta, y
se había convertido en un símbolo de la localidad, cuyo apodo, para los
vecinos, era, el Pueblo de la Uva; que llevaba al mote de la Casa Uva, para
referirse a la Casa Patronal.
El gobierno francés resguardaba mucho la zona, por su atractivo
turístico, por las tradiciones que se sentían a flor de piel. El condotiero
estaba encargado de ello, aunque no así de la Casa Patronal, que era
territorio y concreción de la voz de mando de Olivier Camaleón, el
reconocido dueño de los viñedos, regidor de todo lo que existía en cultivos,
omnipotencia en cualquiera de las cuatro esquinas del terreno, líder en su
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propio campo, último descendiente de la dinastía Camaleón y, para desdicha
del propio pueblo, un hombre que mantenía el distingo entre humanidad y
trabajo, pues no establecía contacto directo con sus empleados, salvo en
reuniones donde había que comunicar una modificación o entregar los
resultados, siempre con los encargados de la mano de obra.
Desde uno de los pisos altos de la Gran Casona, Olivier Camaleón
observaba la llegada de sus peones, como les decía, a las nueve de la
mañana en punto; él no dejaba escapar los minutos de su reloj, pues era un
hombre criado con las costumbres del rigor y la responsabilidad. Sus
generaciones pasadas, las de los Camaleón Entrelgo y Camaleón Durg, le
habían mostrado que no se podía dejar nada al azar en las empresas, mucho
menos el deber de la puntualidad. En ese momento, en una comunicación
consigo mismo, decía entre dientes:
- Todo se puede comprar, menos el tiempo.
Sus actitudes maniáticas, que iban desde no tocar las manos de quienes
eran sus trabajadores –y, si eso ocurría, iba de inmediato a lavárselas– hasta
la de establecer treinta minutos diarios para lo que él denominaba el
“Discurso de Alentamiento”, se expresaban en el íntimo deseo de acabar con
sus dotes de mando, junto con una animadversión que se dejaba sentir desde
lejos. Quizás este era el principal motivo por el que los habitantes de Llion,
en lugar de estar en contra de las actitudes hostiles del condotiero –que si
bien tenía un comportamiento similar de repugnancia para con los llionenses
– y buscar que se apartase de las órdenes del pueblo, lo preferían a éste, por
la seriedad que demostraba al hablar con ellos, en contraste con la patente
repulsa de Camaleón.
Un cargo político no es lo mismo que un mando empresarial; al
condotiero se le veía en momento específicos, tal vez una ceremonia, un
anuncio oficial, o la celebración del Día del Descanso, como se había
apreciado en su aparición en medio de la plaza del pueblo. Su actitud de
replegarse en contra del pueblo más bien estaba dirigida hacia Adèlle, su
única hija, por la que cualquier padre podría buscar el alejamiento de una
masa humana ignorante, de costumbres poco atractivas para un hombre de la
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aristocracia. En cambio, Camaleón era un hombre coterráneo, alguien que
había pasado toda su vida en medio de las uvas y el mando de los
campesinos. El tiempo de juventud había quedado en el pasado luego de
superados veinte años desde sus estudios superiores en París, interrumpidos
por el inesperado fallecimiento de su padre, de cuyo testamento legó todo el
mando en la empresa de los viñedos. A partir de ese momento, las órdenes
de sus lacayos, y la misma enseñanza de su padre, lo volvieron un hombre
trabajólico, enfermizo, obstinado en encausar sus ideas de negocio; abocarse
a conseguir sus metas financieras.
El inicio de la jornada le hacía cavilar en cómo había logrado todo lo
que tenía, y cómo había dejado pasar el tiempo en lo que no. Ya era un
hombre de cuarenta y cinco años; su juventud se había ido con el empuje de
consolidar la empresa familiar, llevarla hasta donde más se pudiese; no se
había parado en considerar ni el poder político ni el amor. Lo cierto es que
las dos ideas le daban vuelta en la cabeza desde hace un buen tiempo; su
irrupción en contra del condotiero lo notaba; las caricias hacia Adèlle,
también. La intranquilidad por abordar los temas dejados al olvido la hacían
continuar en su conversación consigo mismo:
- El poder, Camaleón, tú sabes que te hace falta el poder…; y el amor,
no te puedes convertir en un témpano de hielo toda tu vida…
El sonido de la sirena de inicio de jornada le hacía salir de sus reflexiones;
era el momento del discurso diario, el discurso de aliento; el único momento
del día en que establecía comunicación con los campesinos, aunque desde lo
alto del balcón del segundo piso de la Gran Casona; siempre con una
especie de velo blanco entre éste y los obreros, pues consideraba que éstos
tenían contaminantes que podían hacerle enfermar.
Los campesinos se replegaban uno detrás de otro para escuchar las
palabras de su superior. La gran parte de ellos sólo estaba ahí para cumplir
con las órdenes, y no ser expulsados de las siembras, ya que, en sí, odiaban
oír sermones de un hombre que los consideraba bastardos, la escoria de la
humanidad. El sustento necesario para solventar los gastos de sus
respectivas familias era más fuerte; ellos lo sabían muy bien; por lo tanto,
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sólo les quedaba escuchar el discurso, aunque eso significase tener que
aguantar las peores ofensas que la vida les hubiese deparado.
Camaleón miraba de reojo a todos, con el sentido de notar algo
diferente en ellos; verificar si cada uno tenía el traje que les asignaba puesto
de buena forma, o si aparecía algún peón nuevo entre las filas, para, de paso,
burlarse de él.
El lacayo mayor de la Gran Casona, cuya existencia se vinculaba con
los viñedos en cuerpo y mente, se aprestaba a dar el anuncio de la nueva
comunicación del mandamás. Su nombre era Aristóteles Gaulle, aunque era
llamada sólo por Aristóteles. Para muchos, se trataba de la verdadera voz de
mando de los destinos de la empresa, pues, como se dijo, luego del
temprano fallecimiento del padre de Olivier, él había quedado con el cargo
de tutor de quien, por esos años, era un joven de 19 años. La asesoría legal,
las decisiones de adquirir negocios con nuevos distribuidores, las normas y
las reglas laborales, el cuidado de la Casa, las costumbres y modeles; todo
había quedado bajo su mando. El joven Camaleón recibía las palabras igual
que una esponja: absorbía cualquier orden, consejo, comentario; no dejaba
nada fuera de su mente, porque consideraba que así contentaría a su padre
muerto.
Habían transcurridos veinticinco años desde que aquel joven recibía
las órdenes de sus lacayos, de los mayores y los menores, a pies juntillas, sin
regañadientes ni contradicciones. El tiempo de la adultez se acercaba cada
vez más a la tercera edad, por lo que no podía dejarse estar, y acabar con las
ideas que siempre había postergado. Cuando Aristóteles le entregó el
documento que contenía el discurso a los obreros, para sorpresa de los
presentes, Olivier rompió las hojas, mientras miraba los ojos de sus
asistentes con odio, como si no quisiera que estuviesen presentes.
Aristóteles se acercó a su oído, para expresarle algunas palabras, pero fue
detenido en seco con un signo de manos. Camaleón deseaba escapar del
persistente influjo de todos, porque sabía que había llegado la hora de iniciar
sus propias ideas, que si bien eran tardías, era preferible encausarlas a partir
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de ese momento, antes de morirse con la sensación de no haberse atrevido a
dar los pasos necesarios en el ámbito de los negocios y el poder.
Antes de continuar con el discurso de Camaleón, es necesario
entregar una información esencial para comprender cierto aspecto de la
animadversión que el pueblo sentía para con este hombre.
Adèlle se había dejado llevar por los ojos celestes, los cabellos
rubios y la blanca piel de Olivier Camaleón más allá de porque él tuviese
esas características. Camaleón, por una anomalía genética que venía
presentando desde algunas generaciones pasada, en las que también se
incluía su padre y su abuelo, presentaba el fenómeno del albinismo, que se
refleja en la pigmentación en extremo blanca de la piel, los cabellos rubios y
los ojos, por lo general, claros. Para los habitantes de Lion, en su mayoría,
personas que carecían de anomalías congénitas, ver la figura de mando de
Olivier no sólo les causaba extrañeza, sino que también repulsa de ver cómo
un hombre diferente –para muchos, un monstruo– podía mantenerlos bajo el
dominio del sustento económico, sin tener la oportunidad de llegar a esos
peldaños como, según ellos decían, “personas normales que eran”.
En los ojos de los llioneses había desconcierto, envidia,
inconformismo; hasta miedo. Porque ninguno de ellos podía tener plena
seguridad de que un hombre incompleto tenía las plenas facultades de
mando. Lo cierto es que esta insatisfacción, que tenía muchos rasgos de
discriminación e intolerancia, debía acallarse al momento de escuchar las
palabras de “aquel patrón enfermo que nos acompleja con su mirada hosca,
su rostro extraño”, conforme a lo que también decían.
De cualquier forma, lo que la naturaleza no le había podido dar en
cuanto al físico, sí le había otorgado en la voz de mando, pues Olivier tenía
una voz colosal, potente, que apabullaba al más fiero. Algunos de sus
conocidos íntimos, que lo habían escuchado en veladas especiales, se
asombraban cuando, por el hecho de su tono, solía acompañar las
conversaciones con canciones tradicionales, que, para opinión de varios, no
tenían nada que envidiarles a las melodías exaltadas por artistas
profesionales.
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En esta oportunidad, por cierto, Camaleón se disponía a comunicar
un deseo mayor que asombrar con canciones o con los resultados de la
siembra. Y ese era un paso adelante en cuanto a la consumación de su
anhelo más grande en cuanto a la empresa de viñedos, algo de lo que su
padre y todas las generaciones anteriores estarían orgullosas de él, y de las
que las futuras lo recordarían por siempre: la extensión de la empresa. De
esta forma, se los comunicó a todos los allí presentes:
- Obreros de la Gran Casona Camaleón, este día no es un día
cualquiera para ninguno de ustedes. Este día es quizás el día más
importante de toda la historia del cultivo de viñedos de esta empresa
familiar y generacional, porque, a diferencia de los discursos
anteriores, donde les exhorto para que cumplan con una jornada de
poder y trabajo por los suyos, por el pueblo y por la compañía, les
comunicaré cómo saldremos de los límites de Llion, para
adentrarnos al mundo de la tecnología, con el fin de extender
nuestros caminos comerciales, y llegar a la gran Ciudad Luz.
Aristóteles, que era un flemático inglés, origen del extremo orden que
había inculcado en Camaleón, quiso expresarle su opinión ante el arrebato
de salirse de la planificación diaria, pero Olivier volvió a detenerlo con un
gesto de mano alzada, sin hacer caso de las palabras del lacayo. Se trataba
de la primera vez que hacía público su descontento con mantenerse obligado
a seguir las órdenes establecidas, ya que, de alguna forma, desde hace meses
venía considerando el cambio de sus ideas. Él sabía que, si esta vez seguía
sus instintos, su descontento consigo mismo tornaría todo en novedad; no
todos los días se podían tener las oportunidades que la Sociedad de
Arquitectura le había propuesto, aunque esto, todavía, se mantuviese como
un secreto que ni el mismo Aristóteles conocía. Era el tiempo de seguir un
camino independiente; así se lo hacía saber a todos los obreros:
- …Hasta ahora, La Gran Casona Camaleón ha establecido sus labores
de extracción y elaboración de la uva y el vino dentro de nuestros
propios límites, en Llion. Pero el tiempo actual nos exige ir más allá
de las limitadas fronteras de este pueblo. El prestigio que hemos
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ganado en las poblaciones del sur y sur-occidente de Francia deben
consolidarse con una instalación fuerte y poderosa, que nos permita
estar en contacto directo con las grandes urbes. Por lo tanto, hoy les
anuncio que, a partir de la siguiente semana, y por una gestión de la
Escuela de Arqueología de la Universidad de La Sorbona y sus
integrantes asociados, en un predio de amplias hectáreas, nos
instalaremos en las afuera de París, para cosechar el producto de la
uva, y distribuir de forma más directa y rápida nuestros vinos, tanto
en el sur como en el norte de nuestro país.
Después de decir estas palabras, en medio de un momento de respiro,
donde Camaleón mantuvo un corto silencio, uno de los encargados de grupo
alzó la voz, para preguntar una inquietud, donde se pudo ver las formas
reaccionarias del dueño de los viñedos:
- Señor, ¿y qué tenemos que ver nosotros en todo eso? Eso no es un
discurso de aliento.
- ¿Es que tu ignorancia y tu estupidez no te deja comprender la
importancia de mis palabras, obrero? ¡Espera a que finalice mi
discurso; bien sabes que está del todo prohibido interrumpirme! –
Respondió Camaleón.
Camaleón respiró profundo, y comenzó a toser muy fuerte, durante más
de un minuto; el esfuerzo le causó un dolor en el pecho, y un consiguiente
encorvamiento. Aristóteles, asustado, se acercó a Camaleón para asistirlo; él
sabía muy bien que su señor, como le decía, venía sufriendo hace algunos
meses de estos ataques de toz, causados por las anomalías congénitas que
acompañan el fenómeno del albinismo. De cualquier forma, Olivier le pidió
que no se inquietara, pues no era un ataque grave. Se restableció pronto, y
continuó con su discurso.
- Obreros, las palabras que han escuchado no sólo son un simple
comunicado para que conozcan los nuevos rumbos de la empresa,
sino que, también, es una vital información para el desarrollo de sus
vidas, porque nuestra Casona requiere de hombres y mujeres de
experiencia y de confianza. Por lo tanto, les anuncio que, a través de
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un concurso interno, que se aplicará durante un mes, se elegirá a un
grupo de trabajadores, capaces y eficientes, que estarán a cargo de
las instalaciones parisinas. Esto quiere decir que, quienes deseen
salir de las limitadas fronteras de Llion, deberán esforzarse el doble
en las siguientes semanas, si desean ser parte del grupo de selección.
Espero que cada uno de ustedes considere estas buenas nuevas como
un desafío personal, social y de desarrollo para sus familias. París
nos espera; hay todo un país que desea conocer de nuestros vinos.
Esto será el punto inicial para la siguiente etapa: la exportación,
donde también deseamos contar con ustedes. Ahora, inicien sus
labores diarias con la idea fija de consolidar el prestigio de La Gran
Casona Camaleón.
Los obreros se miraron los rostros durante algunos segundos con el
evidente desconcierto por las palabras de Camaleón. Comprendían el
mensaje, aunque no sabían los mecanismos que la Casona establecería para
elegirlos. Para ellos, París era la ciudad de los sueños, a pesar de ser
franceses, y estar a unos cuántos kilómetros de la capital. Su reducida auto-
estima y la precariedad en la que habían vivido desde siempre los
postergaba a mantenerse en Llion; nacer, desarrollarse y morir ahí; no había
más alternativas para los adustos hombres y mujeres del pueblo, tal vez algo
increíble en un país desarrollado.
Olivier se mantuvo estoico en el balcón, a la espera de que los obreros
comenzaran su faena. De a poco, cada uno de ellos fue abandonando el
sector del discurso, para aprestarse a una nueva faena. Todos, y no la mitad,
tenían deseos de consultar cuáles serían las formas de selección, pero, una
vez más, el poderío de las actitudes de Camaleón intimidaba sus
conciencias, con el evidente silencio absoluto, las cabezas gachas.
Aristóteles miraba a su señor con desconcierto y rabia; nunca antes se había
atrevido a cambiar la rutina del inicio de la jornada; el discurso de aliento
era algo que, para él, debía mantenerse inalterable, pues formaba parte de la
tradición de la Casona. Cuando intentó acercarse a Olivier, éste, en lugar de
esperar a que llegase a su posición, salió de su estado de quietud, y caminó
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en sentido contrario. Antes de que girase la cabeza, Aristóteles pudo ver que
su señor fruncía el ceño con mucha fuerza; era evidente que algo estaba
ocurriendo en él, quizá todo tenía relación con los espacios de tiempo que
había pasado fuera de la Casona, los días anteriores. Quiso detener el
desprecio que le daba, con llamarlo por su nombre; sin embargo, Camaleón
no respondió, pese a que Aristóteles no se conformó con requerirlo una
única vez, sino que repitió el llamado en tres ocasiones, sin obtener
resultados. El lacayo prefirió guardar silencio, porque estaba seguro de que
esto se trataba de algo transitorio en su señor. Se volvió sobre sí, para
dirigirse a la cocina; pronto llegaría el momento de servir el desayuno.
Por su parte, dos pisos más abajo, cuando la mirada descendía hacia la
zona que iniciaba el cultivo de viñedos, en la Gran Casona Patronal, los
obreros se encaminaban a su labor diaria, con el deseo de salir un tiempo de
la inquietud que les había causado las palabras de Camaleón; aunque,
también, por cierto, con el máximo deber de cumplir una nueva jornada de
trabajo.
El trabajo de campo merecía cuerpos y mentes preparadas para el cultivo
y la extracción de la uva, desde los frondosos huertos llenos de la
zarzaparrilla. Por lo tanto, los obreros hombres dejaban sus ropas en
pequeñas habitaciones construidas de madera, que servían, al mismo
tiempo, de lugar de conversación sobre las vivencias y las opiniones de sus
vidas. Ahí, a torso desnudo, expresaban todo aquello que temían decir en
voz alta, desde el rencor hacia las actitudes de Camaleón hasta lo que les
deparaba el nuevo día. Se puede decir que la media de años de los habitantes
de Llion era de treinta y cinco, pues la mayor parte de ellos se encontraba en
la Gran Casona. Los obreros tenían esta edad, debido, sobre todo, a que la
longevidad era reducida en el pueblo por causa de los retrasos tecnológicos.
La mayor parte de los hombres moría cerca de los cuarenta y cinco años a
causa de los esfuerzos de la cosecha, y por la escasa asistencia médica, ya
que el hospital más cercano estaba en el poblado de Avignon-Curie, distante
doscientos kilómetros de Llion.
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Algunos de los hombres que estaban dentro del cuarto de cambio de
vestimentas preferían guardar silencio, sin dejarse llevar por las habladurías
de los demás, expresad, en lo principal, por los más viejos, que gozaban de
experiencia en el lugar, con las reiteradas réplicas a Camaleón y su sistema
de trabajo, todavía dejado al descuido en cuanto a las normas de seguridad y
a los habitáculos correspondientes. Los jóvenes tenían que escuchar las
palabrotas y la incitación a que les llevaban los más viejos: expresar el
descontento por las exigencias del mandamás, y los pocos beneficios que
tenían. Con gritos, les apuntaban los espacios rotos del cuarto, les decían
que estaban así desde hace más de un década, y que nadie se había atrevido
a exigirle a Olivier una preocupación más exhaustiva por la esencia de las
ganancias de la empresa: sus trabajadores.
Las palabras de enojo por el trato de Camaleón podrían haber seguido
mucho más de lo que los jóvenes podían soportar de no ser por un extraño
ruido que provenía del interior de uno de los antiguos armarios donde los
obreros guardaban sus pertenencias. Parecía un golpeteo en contra de la
puerta del armario, como si alguien quisiese salir de ahí, al mismo tiempo
que golpeaba los extremos de éste, no sin dejar de emitir un potente sonido
nasal que se acercaba a un llanto de bebé.
Los obreros acallaron de inmediato el barullo, pues quedaron
desconcertados al escuchar el ruido que provenía del interior del armario. Se
suponía que sólo ellos podían acceder al cuarto de vestimentas; incluso sus
esposas tenían vetada la entrada, por órdenes expresa de Camaleón. Era
evidente que adentro había un intruso, que no podía salir de ahí sin tener su
merecido escarmiento. En un acto poco usual para la cobardía de casi todos,
y removidos por el ánimo de afrenta que tenían en el momento, los más
viejos cogieron palos de madera para aprestarse a batir a aquel que se
ocultaba en un lugar que no le pertenecía. Pensaban que no era posible que,
ni siquiera en ese miserable cuartucho, ellos tuvieran la tranquilidad
necesaria que requería la preparación, antes del trabajo.
Dos obreros se apostaron a los costados del armario para abrir las
puertas a la par. Dos más estaban un poco más adelante con la idea de
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golpear al intruso apenas se abrieran las puertas. Se respiraba un aire de
inquietud en el lugar, a pesar de que eran cerca de treinta hombres juntos,
con cuerpos fortalecidos por el trabajo de campo. Era la máxima
demostración de que el temperamento de los habitantes de Llion mantenía
un estado de introversión ante las situaciones de inestabilidad social.
Uno de los obreros, quizás el de mayor edad de todos, pues no se tenía
certeza de la edad exacta de los hombres, miraba a los viejos de los palos y
los que estaban prestos a abrir la puerta para darles la orden del momento
específico en que iniciaran la acción reactiva. Con los dedos de las manos, y
la voz fuerte, contó:
- ¡Uno! ¡Dos! ¡Tres!
Los viejos abrieron las puertas, y los otros dos se lanzaron a golpear con
los palos; sin embargo, ninguno de estos últimos pudo cumplir su cometido,
ya que, para el desconcierto de todos, no era un hombre el que se refugiaba
en el armario, sino que la mascota de Camaleón: un pequeño cerdo al que
éste había puesto por nombre Rey. El animal salió despavorido del interior
del mueble, y corrió con una prisa desmesurada, que a nadie permitió
atraparlo ni ver hacía dónde se dirigía.
Los hombres viejos y los otros dos más jóvenes que se habían aprestado
a atrapar al intruso salieron en dirección a la puerta para intentar atrapar al
cerdo; sin embargo, ninguno de ellos pudo continuar, pues, como si fuese un
promontorio en la puerta de entrada, apareció Maldonado, el mismo obrero
que había interrumpido el discurso de Camaleón, en esta oportunidad, para
hacer valer su voz de mando ante el bullicio, conforme su cargo de
encargado de faenas.
Maldonado, que se puede representar como el ejemplo de la
subestimación aplicada por Camaleón incluso en aquellos obreros que
tenían un cargo, también era el paradigma de la fiereza a la que Olivier no
alcanzaba a llegar: la bravuconería, la desfachatez en el hablar, y, lo que
más lo caracterizaba, el poco límite que tenía para guardar el respeto por los
obreros. Se pudo demostrar de inmediato cuando, al ver que existía mucho
desorden, sacó un látigo que guardaba en una casquilla del costado del
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pantalón, y comenzó a golpear a dos de los obreros que su vista le permitió
observar.
Fuera de todo aspecto negativo que tuviera Camaleón, aquí quizás
existía una acción acertada, porque había depositado la poca confianza que
surgía de sus actos en un hombre recio, potente, ávido de controlar al grupo
bajo su mando; un auténtico jefe tirano. La sumisión de los obreros, el
silencio extremo en el que su sumió la vieja habitación, reflejaba cómo ese
hombre era capaz, con sólo su presencia, de infundir la fiereza que un
superior debía expresar. Todos, y no la mitad, se pararon en fila para
encaminarse hacia la tarea del día; bien sabían que Maldonado les ordenaría
salir de sus ociosidades; de otro modo, no hubiese irrumpido en el cuarto.
Maldonado, por su parte, dejó de golpear a los hombres, y les ordenó que se
unieran al grupo, porque era el momento de caminar hacia la zona de
extracción de la uva.
En medio de un canto propio del interior de los pueblos franceses, que
perduraban desde el antiguo hablar de la Galia romana, los obreros salieron
del cuarto, en fila, dirigidos por Camaleón, quien, a cada espacio de silencio
de existía en la canción, hacía sonar un silbato, con el acompañamiento de
su propio silbido. Quizás una de las características más reconocidas en el
proceso del trabajo de campo por aquellos que provenían de ciudades
extranjeras.
El sonido del cántico recorría las afueras de la Gran Casona de una
forma que incluso Aristóteles, dentro de la cocina, era capaz de escucharlo
con mucha claridad. De alguna forma, servía como señal de que los hombres
se aprestaban a cumplir con el deber del trabajo, deber que él también debía
cumplir con su señor, quien, a pesar de demostrar una actitud extraña desde
hace algunas semanas, esperaba que le llevara el desayuno a la mesa del
comedor.
En el interior de la cocina, una verdadera envidia para cualquiera de los
llionenses, por su amplia construcción y variedad de alimentos, los
encargados de preparar el desayuno, tres mujeres y dos hombres, trabajaban
con la cabeza agachada, luego de pasar durante más de una década al mando
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de las órdenes de Aristóteles, quien podría considerarse como el lacayo
permanente de la Gran Casona, pues los otros eran asesores específicos: el
abogado, el médico, el contador y la dermatóloga. De cualquier forma, las
cabezas gachas no eran señal de silencio extremo, ya que, en ocasiones, una
de las mujeres, anciana y, que pese a su labor menor, por los aires de
infundir respeto conforme sus años, era capaz de acceder al relamido
Aristóteles para expresarle algunas opiniones sobre su, también, señor:
- He notado al señor algo extraño estos días. A mí, por ejemplo, ayer
me pidió que no le agregara la misma cantidad de azúcar al café,
algo que nunca me hubiese imaginado, porque él siempre pedía la
medida exacta de azúcar: no más ni menos de dos cucharaditas. Me
pidió que le pusiese tres. ¿Usted cree que eso no le cause diabetes?
El señor ya tiene más de cuarenta años. – Decía la cocinera anciana.
- No lo sé; lo cierto es que él está rompiendo muchas reglas. Hoy se
salió del discurso de aliento… - Respondió Aristóteles.
- ¿Del discurso…? Esa es una tradición que viene desde hace muchos
años…
- Así es. Yo no me lo esperaba de él. Aunque estoy seguro de que en
esto tiene mucha relación esos hombres que lo están visitando desde
hace algunas semanas…
- ¿Se refiere a los que ayer llegaron con la hija del condotiero a
cuestas?
- Sí, ellos. Esos hombres no tienen buenas intenciones, es algo
evidente…
- ¿Por qué lo dice? ¿Los vio hacer algo malo? ¿Usted los conoce?
- No, nunca antes los había visto; sólo que desde que están aquí, el
señor me excluye del despacho, y quiere conversar con ellos en
privado…
- ¿Lo excluye a usted, su lacayo? Pero si él sabe que su padre depositó
toda su confianza en usted… Debiera respetarlo…
- Debiera, pero no lo hace. Además, de cualquier forma, escuché parte
de lo que hablaban…
100
- ¿Sí? ¿Y se trata de algo muy grave? ¿Algún negocio fraudulento? ¿O
quizás el plan de un delito?
- No; hablan mucho de una Caja, la Caja de Pandora. Les escuchaba
nombrar mucho a dos instituciones, la Sociedad Arqueológica de
Grecia y la Escuela de Arqueología de la Universidad de La
Sorbona. Ellos deben pertenecer a alguna de esas instituciones. No
escuché con claridad, aunque sí pude percibir palabras como “apoyo
en la búsqueda”, “compromiso de caballeros”, “intercambio de
información” y “pago por la ayuda prestada”.
- ¿Y tanta es la influencia que han tenido esos hombres en el señor?
- La suficiente para hacerle cambiar su rutina, y para incentivarlo a
emprender el viaje a París.
- ¿Un viaje? ¿Se va de viaje el señor?
- Algo parecido: el discurso de siempre fue cambiado por el anuncio
de la instalación de una sucursal de la Gran Casona en las afueras de
la Ciudad Luz…
- ¿Y el padre del señor también tenía tierras en la capital?
- No, pero esos hombres quizás sí. Tal vez a eso se referían con “pago
por la ayuda prestada”… Si tan sólo supiera qué tan importante es
esa supuesta Caja de Pandora…
La conversación de Aristóteles tomaba sentido si se avanzaba en línea recta
desde su posición hasta el centro del comedor, y se pasaba por el pequeño
cuarto que se interponía entre la cocina y la vasta sala de estar, con los
sillones de terciopelo y extremos decorados con metal de oro, los cuadros de
pinturas importantes en las paredes y una gran alfombra tapizada por
artesanos de Estambul, hasta alcanzar el comedor, donde, con un rostro
enjuto y enojoso esperaba sentado a la mesa Camaleón, mientras se tocaba
la barbilla, en señal de espera. La demora había sido demasiado para él, a
pesar de que establecía que el desayuno debía servirse a las 09:00 am, y
todavía quedaban 10 minutos para que llegase dicha hora. Con la campanilla
que tenía a su costado, llamó al lacayo, a la vez que expresaba palabras
101
soeces por su boca, algo que sin duda se escapaba de todo buen trato que
había mantenido para con los suyos, por muchos años.
Aristóteles apareció frente a su señor, con el debido semblante de
obediencia y seriedad; aunque él había visto cambios en su superior, no
perdía la noción de que él estaba ahí para seguir órdenes. Lo cierto es que,
de igual forma, le consultó cuál era el motivo del apuro, ya que aún faltaban
diez minutos para la hora oficial del desayuno, ante lo que sólo escuchó una
respuesta simple de parte de Camaleón, que le pedía que no hiciera
preguntas, y que deseaba alimentarse pronto para el largo día que vendría.
La anciana mujer que conversaba con el lacayo en la cocina apareció con la
bandeja del desayuno con el signo de que éste estaba preparado para su
señor. Como siempre, Aristóteles se acercó a la mesa para entregarle la
cuchara que el padre de Camaleón había establecido para la alimentación
del desayuno, una cuchara pequeña que era propia de la aristocracia de un
empresario importante. Sin embargo, el dueño de los viñedos no quiso
recibirla, y le exigió a Aristóteles que se dejara de abolengos. Prefería tomar
el café con una de las cucharas que les había regalado uno de los hombres
de la Sociedad de Arqueología de París, que, a decir verdad, eran unas
cucharas inapropiadas para el desayuno, por su tamaño mediano, más útiles
para tomar un plato de sopa que para una taza de café. Si bien esto
significaba una minucia para un simple llionense, en la Gran Casona, la
acción rompía de nuevo con las tradiciones, aunque también se escapaba de
la lógica de cualquier casa del mundo. Aristóteles instó a su señor a seguir
lo que siempre se había utilizado, pero sólo recibió un contundente mandato
de su parte:
- ¡Esta es mi Gran Casa y estas son mis cucharas! ¡Aquí se hace lo que
yo digo! ¡Ponme esa cuchara, y no se hable más!
- Como usted desee, mi señor. – Asintió el lacayo.
Cuando Aristóteles, con un rostro disgustado y descompensado por las
nuevas manías de su señor, giró un poco el rostro para mirar en dirección a
la puerta de la cocina, vio que frente a él, y como si lo estuvieran mirando
frente a frente, estaba la pequeña figura de Rey, el cerdo-mascota de
102
Camaleón, que se aprestaba a continuar con su corrida, en franca decisión de
sólo haber parado unos segundos para tomar fuerzas y dirigirse, en esta
ocasión, en línea recta hacia el cuerpo del lacayo.
Camaleón había dejado de lado algunas costumbres que formaban parte
de las tradiciones creadas por sus antepasados; sin embargo, aquellas que él
había establecido seguían siendo regla sin quebrantamientos, cuya
aplicación se ceñía al lado infantil y burlesco que le gustaba aplicar en sus
criados, tal vez más con la intensión de reflejar cuán grande era su
plenipotencia en la Gran Casona que por el mero hecho de causarse risa.
Una de esas manías propias se relacionaban con Rey, quien, todos los días,
en la hora del desayuno, degustaba un trozo de queso desde un sector
especial: la punta de la nariz de Aristóteles, a quien, en cada desayuno, le
hubiese gustado no tener que obedecer las jugarretas de su señor, y quedaba
con los ojos desorbitados al ver que aparecía, otra vez, aquel que, para él,
era una infame condena. Lo cierto es que, sea como fuere, sabía que con el
toque de la campanilla, debía coger el trozo de queso, para dejarlo en su
nariz, y esperar a que Rey corriera desde la puerta de la cocina, saltase al
carrito del desayuno y clavase su rostro con el suyo, mientras recibía el
mordisco del cerdo en plena nariz.
El sonido de la campanilla no se hizo esperar, mientras Camaleón le
preguntaba:
- ¿Estás listo, Aristóteles?
- Sí, señor; ya tengo el trozo de queso en la punta de mi nariz. –
Respondía el lacayo.
- Muy bien, ahora, que Rey coma. ¡Ya puedes correr, Rey! –
Respondió Camaleón.
El cerdo no dudó ningún segundo en obedecer la orden de su amo. Con
una rapidez extrema, corrió desde la puerta de entrada de la cocina, para
saltar sobre el carrito del desayuno, y lanzarse sobre el rostro del lacayo. La
boca de Camaleón se había tornado en una sonrisa que tendía a la risa. Por
su parte, Aristóteles no podía contener su rabia por el vejamen de la
103
situación, y, al ver que el cerdo se acercaba a su rostro y percibir su olor,
gritó:
- ¡Condenado animal! ¡Huele horrible! ¡Esto es inhumano!
Los incisivos de Rey se clavaron sobre la nariz de Aristóteles con el fin
de alimentarse del trozo de queso. La presión que ejerció el cerdo sobre el
rostro del lacayo causó –como siempre– que éste se fuese de espaldas, y
recibiese sobre su cuerpo el peso del animal. Rey había concluido su salto,
no sin dejar de obtener lo que tanto deseaba; no sin dejar de causar las
carcajadas batientes de Camaleón, quien miraba la escena con total
jocosidad.
Miradas desde el exterior de la Gran Casona, las carcajadas de
Camaleón resonaban en el ambiente no como risas de alegría, sino que
como el claro reflejo de la potestad que tenía por sobre todo su territorio
empresarial, quizás mucho más potente y visible que el espacio político del
condotiero. Para los visitantes, estas palabras eran una especie de
reconocimiento del poder que venían ejerciendo los Camaleón en el pueblo.
Uno de esos extranjeros, para seguir una solicitud del mismo Olivier,
llegaba a la Gran Casona, en medio de sus risotadas. Era el esperado doctor
psicólogo Bernard Freud, el connotado especialista de la mente, que se
dedicaba a analizar los pensamientos sociales, y que había llegado a Llion
por dos razones específicas: seguir la petición de Camaleón e investigar las
actitudes de los llionenses.
Desde el interior de su tradicional automóvil, un Fiat 650 blanco –que
no abandonaba jamás–, observaba la grandeza de la Casona, y podía
comprobar en directo cuán de reales eran las expresiones de los amigos y
conocidos, que le habían dicho que llegaría a un auténtico palacio en medio
de la pobreza del pueblo. Miraba a sus costados con el asombro de ver lo
grandes que florecían los cultivos de uva en la entrada, la frondosidad de los
árboles, el aire que se respiraba. Tenía que aceptar que, si bien Camaleón
era un hombre fiero y soez –otro de los rumores que habían llegado a sus
oídos–, no había descuidado los arreglos de la Casona, pues ésta no tenía
104
nada que envidiarle a la hermosura de, por ejemplo, los jardines del Palacio
de Versalles.
Freud giró en semicírculo alrededor de la fuente de agua construida en la
mitad de la entrada de la Casona. Estacionó el Fiat con algo de dificultad, ya
que, a sus sesenta y cinco años, había perdido el dominio del manejo del
auto, aunque, también, hay que decirlo, el vehículo no estaba en buenas
condiciones. A muy pocas personas se les ocurriría utilizar una versión de
auto con más de cuarenta años en el mercado, a sabiendas de que, tarde o
temprano, terminaría fallando. Lo cierto es que el psicólogo era un hombre
de poca modernidad. Prefería tener un automóvil viejo, o una chaqueta de
tela arpillada, típica de la década de 1970, antes de abocarse a utilizar la
última moda, pese a que sus ingresos se lo permitían.
Al salir del auto, vio con más cercanía las flores, el cultivo de uvas y los
árboles que rodeaban el jardín de entrada de la Casona. Parecía estar viendo
un auténtico hogar de cuento de hadas, aunque, en esta ocasión, en la
realidad. Miraba hacia arriba, para apreciar cuántos pisos tenía la gran
vivienda. Pudo contar que eran cuatro, y pudo ver que, hacia los costados, el
edificio se extendía en, a lo menos, cincuenta metros. No podía comprender
cómo, en un lugar tan al interior de Francia, casi perdido en el mapa, existía
una construcción de tal envergadura y hermosura, que bien podría formar
parte de una postal de turismo del país galo.
Bernard Freud, que venía arribando a Francia proveniente de la capital
griega –donde había participado en el cierre del acta de conservación del
pueblo de Evangelis–, había recibido un telegrama de Camaleón en medio
del viaje de regreso, y, como amigo de estudios de París, quiso acudir a la
Gran Casona para no defraudarlo, porque, de lo contrario, sus compromisos
con La Sorbona no le hubiesen permitido estar presentes. La experiencia de
Freud era la única solución que Olivier consideraba viable para acabar con
la desorientación mental de Adèlle, quien había sido descubierta en sus
deseos de ser un hombre, luego de que el ama de llaves de la mansión del
condotiero confesara su preocupación tras las escapadas de la niña.
105
La fiereza de las amenazas en medio del bosque hacia don Pierre había
hecho que éste aplacara sus instintos de afrenta con la condición de ver
cumplida la promesa de sacar a su hija del desorden en que se había sumido
su pensamiento. Él consideraba una aberración que buscase parecerse a un
hombre, sobre todo después de las palabras que el ama de llaves le
específico punto por punto, pues sólo a ella Adèlle se había atrevido a
confesar sus anhelos internos. Era así que, después de la escena del espejo
en el soto del bosque, cada uno se había encaminado uno en sus direcciones
de origen con el compromiso, de parte de Camaleón, de tratar los desvaríos
de la niña con las manos de un profesional de primera línea. Y ese
profesional era, por supuesto, Bernard Freud.
El psicólogo esperaba que alguien viniese a recibirlo, mientras seguía
observando todo lo que rodeaba a la Gran Casona. Si bien tenía el
conocimiento de que se trataba de analizar a una única persona, se sentía
inquieto al saber que, después de más de tres años, volvería a abocarse a un
paciente específico. Hasta ahora, sus labores estaban destinadas a analizar
las grandes masas, el grupo psicológico como sociedad; algunos de sus
escritos habían sido muy bien recibidos en los Estados Unidos y Europa;
aunque algunos de ellos le habían causado críticas importantes por parte de
los “americanos puros” –aquellos que estaban en contra de las explicaciones
de los motivos del terrorismo–, además de una incomprensión por parte de
los europeos que no aceptaban la lucha sin cuartel de los estadounidenses.
Se puede decir, en ese caso, que Freud era un psicólogo polémico, que no
escapaba de las amenazas de muerte. Ese era el principal motivo de su ir y
venir desde el extranjero a Francia; consideraba que en su país galo se sentía
más seguro que en tierras extrañas. De cualquier forma, afuera, siempre
contaba con la protección de seguridad de los organismos que solicitaban
sus servicios.
El destino final en Francia que por esos días tenía Freud era la Facultad
de Arqueología de la Universidad de La Sorbona. Los miembros deseaban
conocer cuáles habían sido los logros conseguidos en la investigación que le
habían solicitado desarrollar en los pueblos aledaños a la Acrópolis, uno de
106
los motivos por el que el psicólogo se había convertido en defensor de las
ideas del poblado de Evangelis. La Facultad deseaba conocer cuáles era el
pensamiento colectivo actual de los habitantes con relación al legado de las
construcciones y las estatuas que había dejado la Grecia Clásica. Por lo
menos, eso era lo que la misma Facultad le había indicado. Si bien le parecía
extraño que siempre tuviese que ir acompañado de un estudiante recién
graduado, y que la Facultad se lo había impuesto como condición, tendió a
confiar, sin hacer más preguntas, hasta el final de sus trabajos de psicología
social.
El viaje de regreso le daba un lapso de tiempo para relajarse, antes de
llegar a la Facultad. Lo cierto es que Freud, más que seguir el favor de
Camaleón, era un hombre trabajólico; no le agradaban los descansos;
prefería utilizar todo los momentos de ocio en aplicar sus conocimientos.
Estaba claro que ahora no realizaría un acabado estudio de la sociedad
psicológica de Llion, pues se trataba de auscultar la mente de la joven
Adèlle; de todas formas, eso le daba una especie de tranquilidad, le hacía
sentirse aliviado de la muchedumbre; le hacía pensar en cuán valioso podía
ser su ayuda para la joven, quien, quizás, le otorgaría la distención que
buscaba en medio de aquel especial pueblo.
Aristóteles, que se había liberado del atosigamiento del cerdo Rey,
apareció en la puerta de entrada de la Gran Casona, con el correspondiente
saludo de bienvenida al reputado psicólogo. Freud lo miró con displicencia;
sabía que se trataba de uno de los criados de Camaleón, aunque fue el
propio Aristóteles quien supo reconocer que estaba delante de una
eminencia de la psicología, con la curiosa pregunta que le hizo después de
estrecharle la mano:
- Señor Freud, disculpe mi indiscreción, pero no puedo dejar de
consultarle algo. – Dijo el lacayo.
- Dígame, estimado; lo escucho. – Respondió Freud.
- ¿Es cierto que usted tiene la capacidad de analizar la mente humana,
en general, sólo con ver a las personas por algunos segundos?
- Sí; no resulta con todos, aunque sí con la mayoría.
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- ¿Y usted podría hacer eso conmigo…?
- ¿Ahora mismo…?
- Sí, por favor, sería un honor para mí.
- Usted sabe que esto tiene un costo.
- Mi señor sabrá cómo recompensarle. Estoy seguro de ello.
- Bien… Párese relajado, por favor. Tengo que verlo en posición
normal para sacar mis conclusiones.
No por más de un minuto, Freud se detuvo a mirar, de pies a cabeza, el
cuerpo de Aristóteles. El lacayo, retratado de forma física, era de estatura
mediana, cuerpo delgado, rostro enjuto, -como ya se mencionó- nariz
aguileña, cabello oscuro y ojos marrones. Era el perfecto prototipo del
mayordomo mayor que Freud había conocido en palacios del Reino Unido,
España e Italia, además de las grandes mansiones de los Estados Unidos.
Freud, fuera de responder de inmediato con lo que Aristóteles esperaba
escuchar, quiso iniciar una breve conversación con él, que expondría, en la
práctica, parte de los pensamientos que el profesional había volcado en sus
investigaciones:
- Usted, estimado, ¿alguna vez ha deseado ser mayordomo?
- Pues sí, señor; sería algo muy valioso para mí. Sé que es un cargo de
mucha importancia. – Respondió Aristóteles.
- Pero usted ahora es un lacayo; ese es el nombre que se utiliza en
Francia. – Aseveró Freud.
- Sí, señor; es una tradición que proviene desde siempre en mi familia.
- Aunque no es un mayordomo; eso está claro.
- Así es, señor; yo soy un lacayo.
- ¿Y sabía usted que puede ser lacayo y mayordomo a la vez?
- ¿Sí, señor? ¿Y cómo se consigue eso? ¿Hay que seguir algún
estudio?
- No; por lo menos, no en su caso. Sólo hace falta que lo retenga en su
mente, y se diga a sí mismo que usted es un mayordomo…
- ¿A pesar de que soy un lacayo…?
108
- Por supuesto. Todo lo que somos nace y se desarrolla en nuestra
mente. Si usted se considera un mayordomo, aunque la realidad así
no lo establezca, será un mayordomo. Eso es lo que yo llamo la
pseudo-realidad: el convencimiento pleno de que somos lo que
somos por el solo hecho de pensar que es así.
- ¿Y eso no sería una verdad a medias?
- En absoluto, es una realidad que se asevera con los dichos externos.
- ¿A qué se refiere con eso, señor?
- ¿Usted quería que describiese su mente, no es así?
- Sí, señor.
- Pues su mente es la mente de un mayordomo. Porque así lo ha
establecido su carácter.
- ¿En serio, señor?
- Totalmente. Escuche bien esto: “La realidad sólo está en las
palabras, no en los hechos”. Si usted es mayordomo es porque yo le
digo que es un mayordomo.
- ¡Gracias, señor! ¡Eso me llena de alegría! ¡Pase pronto, que mi señor
lo está esperando!
El psicólogo sonrío ante la mirada alegre de Aristóteles, algo muy poco
común en él, sobre todo después de las situaciones surgidas hace algunos
minutos con Camaleón. De más está decir, por cierto, que, para un hombre
acostumbrado a comunicarse sólo con los criados de la Gran Casona,
algunos habitantes de Llion y su propio señor, ver a un visitante de tal
importancia como Freud, transformaba las actitudes de siempre en
disposiciones renovadas; el remozo que se percibe en los niños que son
encantados con un juguete nuevo.
El pasillo de entrada a la Gran Casona asombró al psicólogo; nunca
imaginó que estuviese ataviada de tantos cuadros, tapices y artefactos de
incalculable valor. Se podía ver desde la armadura de un caballero del
Medioevo hasta el retrato de Velásquez, que Aristóteles le aseguró que era
auténtico, pues el pintor había conocido a uno de los antepasados de su
señor. Podía verificar que las palabras que Camaleón le habló en su estancia
109
en La Sorbona eran reales, sin ninguna excepción de los elementos del
pasillo. Muy pocos creían en ese entonces que una especie de castillo
antiguo perviviese al interior de un pueblo perdido francés; sobre todo si
aquel que expresaba esas afirmaciones era un engreído estudiante de
Economía.
Al acceder a la gran sala de estar de recibimiento de invitados,
Camaleón lo esperaba sentado en uno de los sillones de estilo neoclásico,
otra herencia de sus antecesores. El dueño de los viñedos mantenía un
estado de tranquilidad apreciable, junto con un esbozo de sonrisa que
distaba bastante de las acciones contra los obreros y su lacayo. Se había
tornado en una figura diferente, ante la presencia de su visita. Cuando vio
que Freud estaba cerca de él, se incorporó y lo saludó con un estruendoso
abrazo al mismo tiempo que lo nombra por su “querido profesor”. Era
evidente que Olivier estaba emocionado de volver a encontrarse con quien
había sido uno de sus docentes favoritos en su pasar por La Sorbona, donde
pudo conocer sus primeros escritos, en la época que Freud recién daba a
conocer sus pensamientos al público masivo.
Las anécdotas vividas en las salas de estudios de la prestigiosa
Universidad salieron a relucir en una amena conversación sazonada con una
taza de té de hierbas elegidas desde el campo de siembra del poblado de
Avignon-Curie. Estos elementos específicos, además del origen de los
muebles, los cuadros y los tapices de la Gran Casona, eran recalcados por
Camaleón como si con eso quisiera refrescarle la memoria a su visitante de
aquellas conversaciones entre alumno y maestro, y compañeros de clase,
donde él aseguraba provenir de una familia de viejas tradiciones, con
grandes riquezas, y que nada tenía que envidiarle a los castillos alemanes e
ingleses, mucho de lo cual –incluyendo al propio Freud– les hacían dudar de
sus palabras.
Más temprano que tarde salió la parte de la conversación que, a partir
de una consulta del estado de las ventas de sus libros, se veía venir por parte
de Freud: el agradecimiento que, por siempre, tendría que expresar hacia los
Camaleón en la puesta en marcha de la publicación de sus obras, cuando el
110
padre de Olivier, ligado en las inversiones de la Universidad, propuso a
Freud como el investigador en jefe de las sociedades del borde costero
francés, con el consiguiente financiamiento total, y por adelantado, del libro
que registraría todos esos análisis sociales y psicológicos.
La conversación podría haber continuado mucho más tiempo de no ser
por la interrupción que Aristóteles se vio forzado a realizar, para que hiciese
su aparición lo joven Adèlle, quien venía con un rostro desorientado, aún
asustada de estar en una casa que no era la suya, y estar en constante
contacto con Camaleón.
El psicólogo, atendido por el semblante de la joven, se levantó de la silla
que ocupaba desde hace algunos minutos, y quiso expresar algunas palabras
de apoyo para con ella:
- ¡Así que eres tú la niña de la que Olivier tanto me ha hablado! ¡Es
un gusto conocerte! Me han dicho que tu nombre es Adèlle. Mi
nombre es Bernard Freud. Estoy muy contento de conocerte.
Adèlle se mantenía en un mutismo extremo, un silencio del que había
querido mantenerse cautiva desde que reaccionó de su desmayo en el
bosque, y abrió los ojos recostada en una de las camas de las habitaciones de
la Gran Casona; en lo principal, porque pudo ver que, a sus pies, la recibía,
de nuevo, el rostro de Camaleón. Éste, a pesar de que la niña no lo deseaba,
incitó a que correspondiese el saludo de Freud. Sin embargo, la niña
permanecía en su silencio, y bajaba la mirada para alejarse de los ojos de
todos.
Los conocimientos de la mente humana que el psicólogo había
acumulado por más de cuarenta años de carrera detuvieron las presiones de
Olivier, a quien Freud le propuso que no forzase los deseos de la muchacha,
pues eso significaría un retroceso en su posterior análisis.
Adèlle mantenía su mirada hacia el suelo por temor a encontrarse con
inquisiciones que no estaba dispuesta a responder. Camaleón la había
llevado contra su voluntad hasta la Gran Casona, con claras intensiones de
seguir en sus flirteos amorosos, los cuales ella degustaba sólo por el hecho
111
de estar cerca de sus anhelos de desear ser un hombre, y no con un fin de
establecer un noviazgo.
El dueño de los viñedos miraba la escena con un rostro severo, el rostro
habitual del que gozaba reputación, y que sólo lo tornaba a cambiar en los
momentos especiales, como la visita del psicólogo. La rudeza del rostro de
Camaleón provenía no sólo de la indiferencia de Adèlle, sino de los
compromisos que había contraído con quienes eran las otras visitas que
estaban en la Casona en ese momento: los miembros de la Escuela de
Arqueología de la Universidad de la Sorbona de París y la Sociedad de
Arqueología de Grecia, que, en ese momento, aparecían por detrás del sillón
de Freud para presentarse ante éste.
- Buenos días, Señor Freud. Nos presentamos; mi colega es Lucious
Spanaupapulus, miembro de la Sociedad de Arqueología de Grecia;
y yo soy Charles Poncairet, encargado de trabajos de campo de la
Escuela de Arqueología de la Universidad de la Sorbona de París. Es
un placer conocerlo. El Señor Camaleón nos ha hablado mucho de
usted; aunque, de todas formas, nosotros ya conocíamos de sus
trabajos, al igual que el resto del mundo. – Dijo Poncairet.
- Buenos días, señores. Gracias por sus palabras; para mí también es
un gusto conocerlos. – Respondió el psicólogo.
Los hombres estaban deseosos de plantear las situaciones a los que
venían abocados; lo hacían visible con algunos gestos de manos y
movimientos de ojos que infundían a Camaleón. Sin embargo, éste, que
también tenía sus propios planes, les detuvo con un signo de manos, y les
pidió que esperasen un momento en la habitación contigua, porque
necesitaba indicarle a Freud dónde estaba la habitación de visitas, con el
pretexto de que su ex profesor estaba muy cansado luego del viaje desde
Grecia. Freud, por su parte, dijo no sentirse del nada cansado, por lo que
estaba dispuesto a dejarles el espacio de conversación a los miembros. De
todos modos, con el tono imperativo que lo caracterizaba, Camaleón insistió
en que era mejor mostrarle el lugar donde alojaría por algunos días, pues la
conversación con Lucious y Charles podía esperar.
112
Al tiempo que lo encaminaba a la habitación, Olivier puso su brazo
derecho por detrás de la espalda del psicólogo, en señal de fraternidad y
compañerismo, aunque también con la intensión de infundirle una sentido
de compromiso con la petición que más le apremiaba en ese momento: la
salud mental de Adèlle, preocupación que iba más allá de buscar la mejora
en la joven, y que se vinculaba de forma directa con la presencia de los
miembros en la Casona. Con un tono de amistad, le dijo:
- Mi querido profesor; usted ahora no es mi profesor, aunque para mí
siempre será mi profesor. Yo quiero transmitirle cuál es el sentido
principal por el que he solicitado su visita. Esto quizás se lo diré con
mucha firmeza, aunque deseo que, más que considerarlo un
mandato, lo vea como una petición de amigos.
- No te preocupes, Olivier; yo he venido hasta acá para seguir tus
deseos. Tú dime lo que requieres, que yo, dentro de mis facultades,
sabré corresponder.
- Gracias, profesor. Deseo que sepa que es muy importante para mí,
imprescindible que, antes de que viaje hasta París, la mente de
Adèlle esté sino del todo sana, más apta para que sea capaz de
comunicarse con el resto de las personas. En pocas palabras, yo le
pido que usted cumpla al cabal con su labor de psicólogo; que la
analice bien, que le permita confiar en los demás.
- Veo que se trata de eso. Las patologías de trastornos obsesivos-
compulsivos son difíciles de tratar, aunque, por tu telegrama, puedo
ver que el desorden mental no está muy avanzado. Si deseamos que
su irrefrenable idea de ser hombre sea un poco transformada, es
posible obtener resultados mucho más rápidos.
- Profesor, no importa el método que utilice. Necesito que esa joven
exprese la información que está en su mente. Los cabo sueltos que
tiene ahora le impiden avanzar más allá de lo que yo requiero con
urgencia.
113
- Muy bien, muy bien. Entiendo. Para ello, en ese caso, necesitaré de
tu ayuda el día de mañana. Tengo un método utilizado en otros
pacientes.
- Como usted quiera. Dígame lo que tengo que hacer, y lo tendrá.
- Perfecto, aunque dentro de algunas horas. En este momento, estoy
algo cansado, ¿me llevas a mi habitación?
- Sí, por supuesto, para allá vamos.
Con un movimiento de manos, Aristóteles se aprestó a obedecer la orden
de su señor, que le pedía acompañar a Freud hasta su cuarto, mientras él se
encargaría de conversar con los miembros. Las actitudes imperativas se
habían tornado en ciento ochenta grados al interior de la Gran Casona,
donde Camaleón era amo y señor, y no estaba dispuesto a consentir
mandatos déspotas. Esto se reflejaba en el rostro enojoso que Lucious y
Charles mostraban después de saludar al psicólogo, en espera de hablar con
aquel que ellos consideraban un hombre clave en la búsqueda de la Caja de
Pandora, aunque no él de su total agrado.
Adèlle levantaba el rostro en unos cuantos centímetros para ver los
rostros de esos dos personajes que, todavía sin la seguridad de saber dónde,
en algún lugar había visto antes. En las solapas de los trajes de cada uno,
colgaba el estandarte de sus respectivas instituciones. Eso le hacía pensar a
la joven en la frondosidad del bosque en la noche anterior al Día del
Descanso. Veía destellos de esas escarapelas en la oscuridad; veía la luz de
la linterna apuntando hacia ella; veía a hombres grandes que cavaban; veía a
Lucious y Charles conversar de pie tras aquellos hombres. Aunque, a pesar
de esos vagos recuerdos, no sabía cómo había podido ver todo esa escena.
Acongojada, bajaba la cabeza para escapar un poco de esas imágenes
momentáneas que venían a su mente.
Camaleón regresó hacia la amplia sala de estar con la idea de sentarse de
inmediato, pero uno de sus criados apareció en el salón, y acompañado de
Guilleume, el leñador del bosque, le anunció a su señor que éste deseaba
hablar de forma urgente con él. Guilleume traía el ceño fruncido, como si
detestase tener que estar ahí, cuestión que, para Camaleón, tampoco era
114
agradable. Se podía decir que estos hombres eran auténticas porciones de
aceite y agua en un vaso: estaban dentro de un mismo recipiente –la Gran
Casona–, aunque, en sí, permanecían separados, por las diferencias de
caracteres propias de los dos.
Olivier consideró que conversar en medio de la presencia de Adèlle
entorpecería la libertad del diálogo que necesitaban. No tenía certeza del
porqué, pero se sentía en deuda con la tranquilidad de la joven. Más allá de
mantener a raya toda sospecha de las verdaderas intensiones de su mejora,
veía a Adèlle como alguien que merecía respeto, alguien que, si estaba en el
cuento de la búsqueda de la Caja de Pandora, sólo lo era de forma
circunstancial, no con una idea de entrometerse en los planes de los
miembros. Por lo tanto, les pidió a todos que lo acompañasen al balcón para
hablar de los temas que deseaban exponer.
Poco antes de iniciar la plática, Lucious miró desde el balcón, en
lontananza, el cultivo de viñedos que crecía a los costados de la entrada de
la Casona, y las siembras que se veían más hacia lo lejos, al lado del camino
de llegada. Le parecía estar observando una imagen de vida ideal, con la
inmensidad del campo, el aletear de la aves, el cielo azul. Se lo hizo saber a
Camaléon, y, con el típico acento griego, le expresó que, por lo menos en su
citadina estancia en Atenas, donde, en los alrededores, también se cultivaba
alimentos como el aceite de oliva, aseguró que jamás había visto una escena
tan majestuosa, tan llena de inmensidad. Camaleón, que, en lugar de prestar
mucha atención a las palabras de los demás, no sacaba la vista del débil
cuerpo de Adèlle, sentada en el sillón de la sala, sólo respondía con
monosílabos y sonidos de boca.
Para Charles, en cambio, esas imágenes de grandes sectores de cultivo,
como francés que era, no tenían nada de novedad, e interrumpió las palabras
de Lucious con el objetivo de recibir prontas respuestas de las demandas que
requerían. Se suponía que las dos instituciones a las que representaban uno a
uno esperaban resultados concretos del paradero de la Caja; haber obedecido
las palabras de Camaléon en la mitad del soto del bosque, y llevar a Adèlle a
la Casona, para intentar sacarle palabras, retrasaba aún más los tiempos. Los
115
plazos se agotaban; su paciencia, también; se sentía descontrolado, y lo
expresaba en su forma de hablar:
- Camaleón, todo esto significa una pérdida de tiempo para nosotros.
Ya ha sido suficiente con lo del bosque como para tener que
aguantar tus ideas de cuidar a la joven. Hay métodos más efectivos.
Podemos amenazarla. Podemos aplicarle algún método de tortura.
Ella tiene que confesar quiénes eran los que desenterraron la Caja y
dejaron esa nota aquella noche. ¿Por qué te empecinas en mejorar su
mente? ¿Cómo sabes si acaso está fingiendo? ¡Zamarréala, ponle una
cuchilla en el cuello! ¡Qué hable! – Expresó, furibundo, Charles.
- ¡Basta! ¡Cállate, carajo! En el bosque podías decirme lo que quieras,
pero ésta es mi casa, mi Gran Casona, y aquí se hace lo que yo
ordeno. Además, a la muchacha no me la tocas. Al condotiero le
aseguré que la cuidaría. Por lo demás, ella no miente; estoy seguro
de eso. Su ama de llaves me confesó situaciones que desconocía.
Debemos tratarla bien. Si así no es, jamás podremos sacarle
palabras. De cualquier forma, yo tengo una estrategia que no fallará.
Hay que esperar. Para eso he traído al doctor Freud, él nos ayudará
mucho. – Respondió el dueño de los viñedos.
- Señor, disculpe que interrumpa, pero yo deseo saber cuándo me
darán el pago por fingir que me bañaba en el río. No fue muy
agradable saber que esa joven me vio desnudo, y menos tener que
facilitarles mi espejo, al mismo tiempo que le daba las órdenes de
mirarse en él a Adèlle. Yo aprecio a la muchacha; la considero una
niña. Yo sólo hice lo que pidieron porque necesito el dinero. ¿Falta
mucho para el pago? Para eso he venido. – Dijo Guilleume.
La mirada enojosa de Camaleón no tuvo contemplaciones con lo que
consideraba era una exigencia infantil, sin ningún sentido de la importancia
de la conversación. Miraba a Guilleume incluso con más odio que al
responderle a Charles. Consideraba que, si bien él hacía todo eso por
obtener el poder que tanto anhelaba, lo que no le otorgaba dictar clases de
ética, veía, en las palabras del leñador, la mayor codicia que se hubiese
116
imaginado. Un hombre interesado sólo por el dinero, conocedor de la joven,
quizás un amigo de su familia, cuando acudía a dejar la leña a la mansión
del condotiero, y, desde lejos, la veía a ella junto a su padre, ahora,
minimizado por sus ansias de obtener un pago que, de cualquier forma, era
miserable, en comparación con la pureza de la joven. Olivier, con toda la
rabia que mantenía acumulada, se metió la mano al bolsillo, y sacó un fajo
de billetes, todavía más de la cantidad que había pactado pagarle; lo arrojó
sobre la cara del leñador, no sin dejar de expresarle su opinión con un tono
mucho más rudo del que se le había escuchado increpar a Charles:
- ¡Miserable ser; toma, ahí tienes tu paga! ¡Vete a ocupar ese dinero en
el trago, que es el único compañero al que sé que le tienes aprecio; y
no regreses más a mi Casa; que si te veo de nuevo por aquí, ni
siquiera la agilidad que tienes con el hacha impedirá que te libres del
filo de mi cuchilla!
Los deseos de obtener rápido el pago por sus servicios ocasionaron que
Guilleume, sin responder palabra alguna a Camaleón, cogiese el dinero, y se
retirase de inmediato de la Gran Casona. El silencio se apoderó del balcón
durante unos cuantos minutos, lo que incluso permitió ver cómo el leñador
se alejaba corriendo por el camino de entrada. El estado anímico de Olivier
había pasado de la rabia a la extrema preocupación con el destino de Adèlle,
futuro que estaba en sus manos decidir, con el compromiso de traerla a la
realidad, sacarle las ideas obsesivas de su mente.
A medida que repasaba sus pensamientos, sus planes, el anhelado
tiempo del poder que estaba muy cerca de llegar a él de la mano de los
acuerdos con las instituciones que buscaban la Caja, su mirada se dirigía
lenta y sigilosa hacia la triste figura sentada de la joven, en la mitad de la
sala de estar. Observaba su cabello oscuro, su delgado cuerpo, sus ojos
caídos, hasta llegar a sus manos, que, vistas con detalle, se movían poco a
poco, como si quisieran apretarse la una con la otra, en clara señal de que su
obsesión pasaba a los actos compulsivos, al descontrol de sus reflejos.
117
DENTRO Y FUERA DE LA MENTE DE ADÈLLE
Las láminas del Test de Rorschach volaron por la habitación del
doctor Freud cuando una de las ventanas se abrió con una pequeña corriente
de viento que era común en las tardes de primavera de Llion. La noche del
día anterior y la mañana del nuevo amanecer habían pasado mucho más
rápido de lo que pensaba, sobre todo después de que Camaleón lo había
invitado a recorrer los sectores de la cosecha cercanos a la Gran Casona. El
psicólogo se había entusiasmado con mirar la frondosidad de los viñedos,
los fulgurantes colores del campo, que había tardado en regresar a la
vivienda, para ordenar los documentos que utilizaría en la auscultación de
Adèlle. Las láminas del Test de Rorschach formaban parte de uno de los
mecanimso que permitirían acceder a la mente de la joven, era por ello que
debía clasificar en orden todo lo necesario para su nuevo trabajo.
Freud, que no era un psicólogo de consultas, sino que uno de terreno,
de campo, percibía más allá de los simples análisis que un profesional podía
establecer dentro de un reducido espacio con cuatro paredes. Si bien seguía
pautas y utilizaba elementos propios de los psicólogos –como el citado Test
de Rorschach– su avanzada experiencia en el espacio abierto, el contacto
con las sociedades, grandes y pequeñas, le dotaban de un conocimiento del
mundo de los nuevos tiempos, le hacía reconocer lo difícil que era, para
muchos, adaptarse a los medios; soportar cargas que no eran simples para
las mentes débiles; lo complicado de seguir los pactos convencionales.
Mientras releía una previa ficha de paciente que había construido a la vez
que paseaba por los viñedos, y verificaba la corta edad de Adèlle, sus
orígenes, su claustro en la mansión del condotiero (datos que le había
facilitado Camaleón), podía comprobar el origen de la obsesión por
convertirse en un cuerpo masculino, que guardaba desde hace algunos años
la joven.
En una sociedad donde la misma naturaleza dotaba de elementos
establecidos, imposibles de modificar al antojo, o de escoger antes de
elaborarse, era la mente humana, una vez que ésta llegaba a su etapa de
118
desarrollo, un verdadero control para aquello que estaba establecido con
total arbitrariedad. Porque existe un hombre y una mujer; un macho y una
hembra; un día y una noche; pero ¿no acaso la naturaleza otorgaba sus
construcciones sin consultarle de forma previa a sus inquilinos si estaban de
acuerdo con los materiales usados en la creación del edificio? Un hombre
que nace hombre puede sentirse atormentado porque su estatura no es la que
desearía; una mujer se preguntaría cuál es el motivo de ser morena y no
rubia, como le agradaría ser. Por lo tanto, aunque fuese en un rango más
superior, y con esto se estuviese juzgando el molde completo, bien cabía la
posibilidad de que se discutiese la figura en su conjunto; de que una mujer
nacida mujer no estuviese conforme con su sexo, al punto de querer buscar
ser lo contrario, ser un hombre, un hombre del todo.
La psicología del siglo XXI no era la misma psicología de inicios del
siglo XX ni menos la pre-psicología del siglo XIX. Los tiempos actuales
planteaban un nuevo enfoque para la ciencia de la mente; la sociedad en su
conjunto había evolucionado en nuevas maneras de considerar la sexualidad.
La aversión al homosexualismo, su análisis de enfermedad y demencia,
habían sido erradicados por posturas más liberales, que consideraban una
inclinación sexual o amorosa por personas del mismo sexo como un acto
personal, libre, donde la psicología, ahora, sólo tomaba un papel de apoyo
en el común período de inestabilidad emocional y cerebral: la pubertad.
Muchos padres con hijos jóvenes, que se atrevían a declarar estas
inclinaciones –pues se les llaman decisiones u opciones cuando el ser
humano ha alcanzado la adultez– o eran descubiertos por los mismos en
actos de este tipo, eran llevados a las consultas, donde, por supuesto, los
padres exageraban las situaciones, demostrando estar en contra de sus
decisiones, con una casi exigencia al profesional de “sanar” al hijo de aquel
tan lamentable mal.
Se puede decir que quienes todavía mantienen la noción de patología
o enfermedad extraña en los que se sienten atraídos por personas del mismo
sexo eran los propios padres, que, criados en ambientes conservadores, aún
mantienen las ideas fijas de locura en sus hijos. El psicólogo, antes, se
119
abocaba a “curar”; ahora, en cambio, su labor es escuchar y exponer
opiniones, las cuales son escuchadas por los padres sólo cuando éstos
quieren; muchos, se retiran de las consultas ofuscados, no consienten ver
convertidos a sus hijos en auténticos animales anormales, en verdaderos
maricas.
El caso de Adèlle no era el caso de la homosexualidad, eso Freud lo
tenía muy claro. Era quizás lo contrario, porque la joven no sentía amores
por alguien de su mismo sexo; ella buscaba ser el sexo contrario, conseguir
el cuerpo anhelado de un hombre en el suyo propio. De cualquier forma,
también se trataba de una pulsión que rompía los esquemas radicales.
¿Cómo habría generado este deseo en su mente? ¿Cuál era el motivo de su
placer de mirar cuerpos masculinos sólo con el añorado cumplimiento de ser
uno más de ellos? Freud leía parte de los datos que Camaleón le había
dejado en su habitación para sacar las conclusiones. Así fue configurando
una lista previa de las características esenciales de su nueva paciente:
1.- Había nacido y se había criado en Llion, bajo su padre, sin madre,
pues ella había muerto poco antes de que la diera a luz.
2.- Siempre había visto a su padre como el representante de las
órdenes de Llion. Pudo haberlo escuchado hablar en sus reuniones, además
de recibir las enseñanzas de él, sus consejos. Esto quería decir que tenía a su
padre como una figura máxima, inalcanzable, superior. Y era una figura
masculina. Lo cierto es que ese no era un gran motivo; muchas familias –lo
había visto en sus viajes por el mundo, al analizar diferentes sociedades–
carecían de uno de sus padres, y no por eso se obsesionaban con ser uno de
ellos.
3.- Nunca antes había acudido a una escuela de enseñanza, nunca
antes se había socializado con niñas y niños; sólo había estudiado con su
padre y con profesores particulares –mujeres, por cierto– que acudían a la
mansión. Un dato que servía para reconocer que su padre seguía siendo un
gran referente masculino.
4.- No había visto a ningún otro hombre, salvo a su padre, en toda su
vida en el pueblo. Sólo la salida a escondidas el Día del Descanso rompía
120
esa norma, lo que había acrecentado su idea de convertirse en un hombre,
sobre todo al mirar a Camaleón, el hombre que más le atraía.
La lista de características de su vida decía mucho, aunque, al mismo
tiempo, no decía nada. Ninguno de esos cuatro puntos permitía llegar a la
conclusión de cuál era el motivo de buscar ser un hombre. ¿Acaso existía
algo que él no conocía? ¿Camaleón había olvidado entregarle toda la
información necesaria? El punto que faltaba añadir era que no podía
considerarse el deseo extremo de convertirse en su mismo padre, porque
Adèlle prestaba atención a otros hombres, y no sólo a su padre. Freud buscó
mucho entre los datos; algo más tenía que encontrar. Mientras hurgaba en
los papeles, sintió que tocaban la puerta; era Camaleón, quien venía a
consultarle qué tal se había sentido en su viaje por los cultivos. También
deseaba saber cuándo comenzaría con el análisis. Freud respondía con
cortesía y se explayó en su recorrido por los viñedos, lo cierto es que en lo
que más prestaba atención en ese momento era en el rostro de Camaleón, en
sus ojos, en sus facciones físicas, en su estatura. No tenía que seguir
buscando; por fin supo que ahí estaba la respuesta: Adèlle tenía una figura
masculina esencial, un prototipo, un referente. Adèlle no deseaba ser un
hombre cualquiera; ella deseaba ser “el hombre”, un hombre específico, un
hombre que, en algún lugar –tal vez un texto, una fotografía– ella había
visto. Su obsesión estaba limitada y concentrada en un único ejemplar de
hombre. La pregunta era, ahora, saber quién era ese hombre.
De las anomalías mentales que Freud había analizado, el trastorno
obsesivo-compulsivo era uno de las más reiteradas; incluso aquellos pueblos
del sur de Asia, en Indonesia, que vivían de forma rústica, desprovista de los
avances y las nuevas tendencias, alejados del todo de los conceptos de
homosexualidad, bisexualidad, travestismo, mantenían en sus acciones
ciertos comportamientos que estaban ligados, de forma íntima, a las
compulsiones que demostraban sus arraigadas ideas de mantener firmes las
creencias. Comenzó a recordar a aquellos pueblos, y a otros tantos: los
franceses del sur, los norteamericanos del centro, los iraquíes; en todos ellos
pudo encontrar que, aquellas ideas que ellos veían tradiciones o costumbres
121
fijas, y que, por su forma de realizarlas, se podía considerar una obsesión
por verlas desarrolladas, mantenían elementos físicos: amuletos, imágenes,
efigies, algo que expresara, en lo externo, las ideas que estaban al interior de
sus mentes. En Adèlle, ese algo debía ser un elemento que reuniese todas las
características del hombre en que añoraba convertirse. Su espera habías sido
prolongada. Por eso, cuando Camaleón le dijo que le preocupaba la actitud
que había visto en la joven, en su acción de apretarse las manos, Freud de
inmediato le pidió al dueño de los viñedos que registrase toda la sala de
estar, pues ahí estaría la respuesta.
- ¿Y por qué la sala de estar? ¿Qué hay ahí? – Replicó Camaleón.
- El origen de las ideas de la mente de Adèlle. Dile a tus criados que
verifiquen ese lugar; y que, ya limpiaron el sitio, que rastreen en las
bolsas de basura. – Respondió el psicólogo.
Camaleón ordenó que, de inmediato, analizaran cada espacio de la sala de
estar; o que, en su defecto, vieran en los desperdicios que habían recogido
de ella. No tenía certeza de cuál era el objetivo de Freud, pero confiaba en
que su ex profesor conocía muy bien su profesión, por lo que no puso dudas
en el requerimiento.
Veinte minutos después, Aristóteles apareció en la habitación de
Freud, donde todavía estaba Camaleón, para entregarle lo que habían
encontrado cerca de la silla donde la joven se había sentado el día anterior.
Se trataba de una especie de lámina en forma de carta; en sí, era una carta de
la baraja francesa: el rey de corazones. En ella, como se sabía, aparecía la
figura del rey: un hombre con corona, barbado, con una espada, ataviado
con el traje de su honorable cargo. Para algunos, era la representación de
Carlomagno, uno de los máximos reyes de todos los tiempos. Se podía
considerar que la joven tenía por referente la figura de Carlomagno, que ella
deseaba ser igual a aquel famoso rey. Lo cierto es que, al desdoblar la carta
–que la joven había arrugado con sus manos apretadas, el día anterior–, se
podía leer con claridad: “Ni su poder ni sus ideas podrían haber surgido si
sus orígenes culturales no hubiesen provenido del verdadero rey: Zeus”.
122
Las palabras escritas en la carta eran, por comparación de unos
escritos que Freud analizaba entre sus documentos, iguales a las letras que
Adèlle había dejado en una carta que el condotiero dejó en manos de
Camaleón, como prueba de las habilidades de la joven. Estaba claro que ella
misma había dejado esas líneas en el naipe, y que, por los avanzados
conocimientos que recibía de su propio padre y de sus profesores
particulares, se hubiese interesado mucho en el fondo del mensaje: la cultura
griega, el origen del Sacro Imperio Romano Germánico, el que tenía sus
cimientos en el Imperio Romano de Occidente, y, a su vez, en la cultura
griega, que había traspasado buena parte de sus elementos a la omnipotente
cultura latina.
Camaleón escuchaba las interpretaciones de Freud con la intensión
de descifrar cuál era el significado de aquella carta. En un momento, le
propuso al psicólogo que, en ese caso, el referente que tenía la joven era un
monarca, un rey, igual que Carlomagno. Sin embargo, Freud le dijo que eso
no podía, porque ella hace referencia a un rey que, en sí, no era un rey, sino
un dios. La carta era el mejor ejemplo de que la obsesión por aquella figura,
la de Zeus, había llegado al punto mínimo, al relacionar un personaje que se
alejaba de la esencia griega en una fuerte medida. Esto no era más que la
clara expresión de cómo su fijación con el dios supremo aparecía en todos
los espacios de su pensamiento. Olivier seguía escuchando las palabras de
su ex maestro; para él, no era fácil comprender las ideas de la joven, a quien
consideraba una auténtica víctima del poder extremo del condotiero. Su
aparente odio con todo el mundo se aplacaba al verla; la veía alguien débil
al lado de los miembros de la Sociedad y la Facultad, y que él mismo. No
podía comprender por qué, pero, a pesar de esa debilidad, infundía en él un
límite, una cortina que aplacaba todo deseo de ser hostil o ruda con ella.
Este mismo deseo de preocupación le llevó a preguntar a Freud si existía
cura para su enfermedad.
- Profesor, ¿cómo podemos sacar esas ideas de la mente de la joven?
Yo me siento apremiado por ella cada vez que la veo.
123
- En primer lugar, debemos establecer que quizás no es una
enfermedad. Tal vez sea una idea pasajera, o el inicio de una vida
adulta de transexualismo. – Respondió Freud.
- No creo que sea algo normal, profesor. – Replicó Camaleón.
- Sígame, por favor. – Dijo Camaleón.
Ambos se encaminaron hacia la habitación de Adèlle, quien se
encontraba sentada en una silla pequeña, a espaldas de ellos. Su mira seguía
cabizbaja, sin destino ni horizonte fijo. Freud comprobaba, una vez más, que
su alejamiento del mundo externo era una prueba más de su obsesión
interna. Comoquiera que fuese, Camaleón le había llevado para que viese lo
que la joven había convertido su habitación: un auténtico templo de
veneración a la figura de Zeus, por las cuatro paredes había imágenes del
dios, junto con el nombre de éste, en letras mayúsculas, escrito en todos los
espacios existentes de las murallas. ZEUS. ZEUS. ZEUS. ZEUS. La palabra
se repetía por todos los rincones de la habitación, como si fuese la única
expresión que conociese Adèlle; el único nombre que recorriese su mente,
su alma, su cuerpo.
El psicólogo no necesitaba más pruebas para determinar que Adèlle
debía salir de inmediato de la habitación. De su bolsillo, sacó una jeringa, y
le inyectó con delicadeza el somnífero que almacenaba dentro. Camaleón no
puso reparos, aunque le consultó si la inyección le causaría algún daño, a lo
que Freud respondió que sólo se trataba de anestesia local; su cerebro seguía
pensando. Entre los dos, la cargaron en brazos hasta el automóvil Fiat 650,
con la intensión de llevarla a un sitio alejado de la habitación, un sitio donde
su mente se pudiera conectar más con el exterior. Camaleón le propuso el
bosque, pero Freud consideró que no era el mejor lugar si desde ahí había
sido llevada a la Casona. Olivier pensó un momento, y recordó que, detrás
de los viñedos, había un sitio específico: un pequeño cultivo de flores –con
rosas rojas y blancas–, algunos árboles y un invernadero a uno de sus
costados. Era el lugar más tranquilo que podía tener por el momento. Freud,
sin dudarlo, se encaminó con marcha rápida; Adèlle necesitaba un espacio
libre como el que señalaba Camaleón lo antes posible.
124
Los ojos cerrados de Adèlle la tornaban en una figura más inocente que
al estar despierta. Tenía el aspecto de una pequeña niña que, desprovista de
toda ayuda, carecía de la preparación necesaria para formar su propio
carácter, las ideas de una joven de 17 años. Camaleón, que la cargaba en sus
piernas, en el asiento trasero del automóvil, tocaba sus labios con la punta
de sus dedos, y la contemplaba con lástima, tal vez una lástima más
acompañada de aprecio extremo que sólo misericordia. Él sabía que la joven
podría ser su hija, sobre todo cuando veía el reflejo de su rostro en la
ventana del Fiat, y apreciaba que su barba rubia también traía consigo
algunas canas, que denotaban los cuarenta y cinco años que traía a cuestas.
Su tradicional conservadurismo proveniente de sus antepasados instalaba en
su conciencia lo inadecuado de dar rienda suelta a sus sensaciones; olvidar
la diferencia de edad; besar sus labios; percibir aquella palabra de la que
muchos hablaban: el, para él, despreciado amor.
Freud miraba la escena por el vidrio retrovisor con la doble sensación de
estar ayudando a la muchacha y amparar el íntimo deseo de Camaleón de
estar a solas con ella. No todo podía ser una simple preocupación por el
estado de salud de Adèlle; como hombre que era, Camaleón de seguro sentía
más allá de un simple aprecio; de lo contrario, no le prestaría tanta atención.
El conocimiento previo de su ex alumno le hacía superar los prejuicios
sociales; pensaba que él no tenía el derecho de inmiscuirse en asuntos
personales, íntimos, el que, de todas formas, era el libre destino de los
hombres. Prefirió acelerar la velocidad del coche. Todavía quedaba camino
para llegar al invernadero.
La tarde de primavera mantenía su brisa característica de la zona de
Llion. Los pétalos de rosas rojas y blancas se levantaban alrededor de los
árboles cercanos al invernadero. La escena causaba un verdadero regocijo,
una tranquilidad en el espíritu de cualquiera. Podía decirse que era una copia
del Edén en tierras francesas. Al contemplarla, Fred supo que había llegado
al lugar específico para acceder a la mente de Adèlle. El ambiente se parecía
mucho a unos parajes existentes en las afueras de Evangelis, el lugar
contemporáneo más cercano a la esencia de la Grecia Clásica. La
125
reconstrucción perfecta para poner en práctica las ideas de sus
investigaciones.
En su obra “La sociedad disfrazada: un acercamiento a la pseudo-
realidad”, Freud exponía cómo pequeñas y grandes organizaciones, personas
específicas o personajes de amplio poder, instalaban en las mentes de los
pueblos sus propias ideas, las cuales eran seguidas por aquellas sociedades,
en general, al pie de la letra, y que éstas no aplicaban rechazos o reparos,
porque la conciencia moral amoldada desde la niñez les había erradicado
todo indicio de establecer la diferencia entre la realidad concebida por su
propia mente de la que se instauraba por norma grupal. Desde los pequeños
clanes de los primeros hombres africanos, pasando por ideologías tan
poderosas como el Cristianismo, hasta el mundo globalizado de la vida
actual, lo que se conocía por realidad era aquella óptica fijada por estos
grandes universos y mentes pensantes, por lo que, incluso, Freud
consideraba que la psicología se basaba en parámetros generales impuestos
por estas mismas generalidades, y que nadie ni nada había alcanzado el
punto necesario para conocer cuál era la realidad del Universo; qué era lo
esencial, verdadero o bueno.
La pseudo-realidad era, por lo tanto, el mundo real que se nos imponía
por norma general pero con el claro consentimiento de desear aplicarla y
con la conciencia de que se obedecía sólo porque no existía más alternativa
que lo existente en la sociedad que nos había tocado vivir. En pocas
palabras, era tener conocimiento de que las creencias generales no eran
nuestras creencias ni tampoco eran la verdad absoluta, y que sólo se seguían
por el grado de conformismo con ellas, porque no había más opciones,
porque las expectativas esperadas no existían. Freud ejemplificaba esto en
su obra con la petición de un niño de tener un “balón cuadrado”. El “balón
cuadrado”, en sí, no existe, cuestión que un niño, en el desconocimiento de
las limitaciones, de todas formas, le exigía a su padre tener, y éste, al no
poder encontrarlo, se sentía desilusionado de no poder entregar el regalo
añorado por su hijo. Poco antes de darse por vencido, el padre vio en una
tienda una figura inflable de dado, que tenía un tamaño parecido a un balón
126
de fútbol. El padre, de forma instintiva, adquirió el producto, y rápido
regresó a su hogar para pintarlo con los colores habituales de un balón, así
se lo regalaría a su hijo, al pasarlo por un “balón cuadrado”. Lo especial de
la situación era que, mientras el padre falseaba el artefacto, el hijo lo había
descubierto, aunque no se lo hizo saber. Cuando el padre le entregó el balón,
el hijo lo acepto consciente de que no se trataba de algo real. El hijo había
mentalizado de tal forma lo sucedido que, a pesar de saber que tales figuras
no existían, se había abocado a aceptar la falsedad del balón, pues había
visto el esfuerzo de su padre por cumplir sus deseos, y, de cualquier forma,
el elemento satisfacía sus necesidades. Esto servía para expandir las propias
columnas de nuestras mentes, porque, a pesar de que el niño descubrió la
inexistencia de un balón cuadrado y el padre conocía de forma previa dicha
situación, la figura que traía en sus manos podía ser un perfecto “balón
cuadrado”. La realidad a la que ambos habían llegado era una nueva
realidad, una realidad en parte falsa y en parte real. La pseudo-realidad no
era más que la aceptación de que lo que se ve real no lo es, y que, a pesar de
eso, se considera como la única opción para completar la realidad que
nuestras mentes desean que exista.
Ante cualquiera de estos casos, la pseudo-realidad sólo podía iniciarse a
partir de la aseveración externa de la realidad propia. El ejemplo anterior
nunca podría haber existido si el hijo no expresaba la frase de la “pelota
cuadrada”. Por lo tanto, en Adèlle, había que instaurar las dudas sobre la
existencia de Zeus, sus deseos de ser hombre, a través de un mecanismo
específico, que Freud pondría en práctica.
Con cuidado, bajaron a la joven del automóvil, y la posaron cerca de uno
de los árboles, sobre una pequeña acumulación de pétalos de flores. El
efecto del somnífero estaba finalizando; poco a poco, Adèlle abría los ojos,
y veía el rostro del psicólogo cerca de ella. Freud sacó una de las láminas
del Test de Rorschach, y le consultó qué era lo que aparecía en la lámina. La
niña seguía en su silencio absoluto. Como supuso, su actitud no tendría
ningún cambio sólo con llevarla a un sitio diferente. Guardó las láminas, y
se acercó al oído de la joven, para decirle en un tono cercano y amable:
127
- Te he traído hasta acá porque hay un ser muy valioso para ti que
quiere hablarte. Yo me alejaré un poco para que puedan hablar a
solas. Después me cuentas qué te dijo, ¿vale?
Freud se incorporó para esconderse detrás del gran árbol; era necesario
observar de cerca cuál era la reacción de la muchacha una vez aplicado su
ejercicio.
La figura de Zeus, ataviado con una toga blanca, una frondosa barba
blanca, una especie de corona y un rayo en su mano apareció desde uno de
los costados del invernadero en dirección a Adèlle: se trataba de Camaleón,
quien había seguido las indicaciones de Freud: disfrazarse de Zeus para
establecer un diálogo con la joven.
Camaleón se arrodilló para estar a la altura de Adèlle. Ella, para aseveración
de las pretensiones de Freud, levantó su mirada, como si estuviese extasiada
por la figura que aparecía ante sus ojos. Con lágrimas en sus ojos, exclamó:
- ¡Zeus! ¡Zeus! ¡Has venido para rescatarme de los males de este
mundo!
- Adèlle, hija. Sé que siempre has deseado verme aparecer para
regocijar tu espíritu, pero no he venido para rescatarte; he venido
para que me expliques lo que te has negado a confesar. – Respondió
Camaleón, con un tono de hombre anciano, para aparentar ser Zeus.
- ¿Qué deseas que te explique, mi dios? – Respondió la joven.
- ¿Por qué te empeñas en ser igual a mí? ¿Por qué buscas en cada
hombre las similitudes con mi cuerpo y mi mente sólo para verte
convertida en mí? ¿No sabes acaso que tú has sido creada mujer, y
que no es necesario ser un hombre?
- Padre Zeus, tú eres el dios supremo; yo quiero ser igual a ti; no
quiero ser una mujer, quiero ser un hombre fuerte, como tú.
- Adèlle, ¿es que no te has dado cuenta todo este tiempo que tú ya eres
un hombre?
- ¿Qué yo soy un hombre…? No, yo soy una mujer, mira, tengo
pechos…
128
- Hija, tu eres un hombre aquí, en tu mente; tú has nacido para ser un
hombre, y debes luchar por ser uno; pero, para eso, debes abrirte al
mundo, comunicarte, expresar tus ideas. Sólo así llegarás a ser como
yo en cuerpo, mente y espíritu. Espero que sigas mis palabras.
- ¿Estás seguro, padre Zeus? ¿Ya soy un hombre a pesar de que tengo
un cuerpo de mujer?
- Sí, hija. Tú eres un hombre. Si quieres conseguir que tu cuerpo
también lo sea, deberás luchar por ello. Si no es así, no te aflijas,
porque siempre debemos asumir la realidad de nuestras vidas….
Ahora me retiro con una pequeña petición.
- Sí, dime, padre Zeus; haré lo que me pidas.
- Responde las dudas de Olivier Camaleón. Él busca algo que te
llevará por el camino hacia tu sueño. Si eres condescendiente con los
cuidados que te ha otorgado, verás que el futuro traerá novedades
para ti. Estímalo; él quiere lo mejor para ti.
Adèlle se quedó pensativa por algunos segundos; no quiso responder de
inmediato la solicitud del falso Zeus, pues todavía tenía sus aprensiones
para con Camaleón. Cuando se sentía más segura de responder, una voz
apareció a sus espaldas, para exigirle que respondiese una nueva
inquisición:
- ¡Adèlle!, ¿con quién estás hablando? ¿Es que no te había dicho que
vendría a hablar contigo un ser muy valioso para ti? – Exclamó
Freud, que apareció de improviso de detrás del árbol, para asombrar
a la joven.
- Estoy hablando con el dios Zeus, señor. Él es un ser valioso para mí.
– Respondió Adèlle.
- Pequeña, yo no veo a nadie. ¿Me vas a decir que tú crees que Zeus
existe? Esas son sólo leyendas de la mitología griega. Zeus no existe.
- ¡Sí existe! Yo estoy hablando con él ahora. ¡Véalo, ahí está!
- Adèlle, él no es Zeus. Fíjate bien en quién es. Míralo con
detenimiento.
129
Freud realizó un movimiento de dedos para señalarle a Camaleón que
hiciese lo que habían acordado: que se quitase el disfraz ante los ojos de la
joven; así reconocería que todo lo que había visto se trataba de una farsa.
Pero Camaleón no obedeció la orden del psicólogo, y, en lugar de continuar
con el plan, corrió hacia uno de los sectores del invernadero, y se escondió
detrás de éste. El psicólogo estaba ofuscado, porque, de seguir con la
mentira, la joven mantendría en su mente la idea de haber hablado con Zeus.
Su mecanismo de sanación contemplaba que el paciente saliese de su mundo
de invenciones al advertir que existía una realidad indiscutible.
En pocos segundos, Camaleón volvió a aparecer en escena, aunque,
ahora, con su propia vestimenta. Adèlle, como si hubiese sido encausada por
un mecanismo impulsor de nuevas sensaciones, corrió en dirección de
Olivier, y lo abrazó con mucha fuerza. El dueño de los viñedos correspondió
su aprecio al pasar su mano por la cabeza, al mismo tiempo que le decía
palabras dulces, que la llevaban a la tranquilidad. Freud miraba con asombro
cómo la joven se había tornado hacia su ex alumno igual que una niña que
busca el abrazo de su padre o de algún querido familiar. ¿Qué era lo que le
había faltado por comprender? ¿Es que ni sus mecanismos de terapia servían
en esta oportunidad para esta joven? Se suponía que, hasta hace poco, la
muchacha irradiaba un profundo desinterés por considerar a Camaleón.
¿Qué había pasado en su mente para que esto cambiase? Quizás no había
prestado demasiada atención a las palabras de la conversación entre Adèlle
y el falso Zeus. Tal vez el mensaje había sido mucho más potente del que
consideraba. El mensaje había calado hondo en la mente de su paciente.
Caminó despacio hacia donde ambos estaban, y se quedó un momento
mirando el abrazo. Parecía del todo real; Adèlle no podía estar fingiendo las
sensaciones. Se acercó al rostro de Camaleón para esperar a que éste le
dijese alguna palabra. Él soltó un momento a Adèlle, y le dijo que esperase
mientras hablaba con Freud. El psicólogo no demoró en inquirir las dudas
de sus acciones:
- Olivier, se supone que éste no era el acuerdo al que habíamos
llegado. – Le dijo con cierto enojo a Camaleón.
130
- Lo sé, profesor, pero esto es necesario; es mejor que sea así. –
Respondió Olivier.
- Tú sabes que esto va en contra de la sanación de la joven. Ella ahora
se ha sumido en una realidad del todo diferente. Ella creerá que Zeus
existe, que él estuvo aquí. ¿Por qué no te quistaste el disfraz como
habíamos acordado? – Replicó el psicólogo.
- La respuesta está a la vista, profesor: para ella, esa es su realidad, y
yo no tengo el derecho de quitársela.
- Esa es una realidad falsa; no es la realidad de la vida. Zeus no existe,
o, por lo menos, no estaba aquí; eras tú disfrazado.
- Se equivoca. Zeus sí existe; Zeus está dentro de la mente de ella, y
de todos aquellos que siguen validando la mitología. Igual que los
pueblos que todavía viven a los pies de la Acrópolis.
- Pero, Olivier…
- Zeus sí estuvo aquí. Ella lo vio y lo sintió. Y mientras eso sea así, yo
me sentiré conforme con que su estado de ánimo esté mejor. ¿O
acaso no lo plantea usted con su teoría del “balón cuadrado”? Pues
bien, ésta es mi particular “balón cuadrado”.
- ¿Y ahora qué pasará, Olivier? Ella también cree que es un hombre.
Su mente no ha escapado de esa idea.
- Su mente está más libre con las palabras de Zeus. Ha llegado el
tiempo de que ella emprenda una nueva vida, con las fuerzas de un
hombre en el cuerpo de una mujer.
- ¿A qué te refieres? No te comprendo.
- París, mi estimado profesor, París será el destino de mi dulce
Adèlle…
La brisa de la primavera volvía a elevar los pétalos de las flores por
encima de las cabezas de los tres. El rostro de la joven Adèlle se veía
lozano, fulgurante, con el esplendor que la había dejado por un algún
tiempo, y que volvía a su semblante para expresar una sonrisa a Camaleón.
Él correspondía el gesto con una nueva sonrisa, mientras veía todo un
mundo para ella en la Ciudad Luz. La Gran Casona se instalaría en la capital
131
de la mano del líder perfecto; un líder que pensaba con la mente de un
hombre, y actuaba con la fineza de una mujer; un líder que sería la catapulta
para sus ansiados deseos de llegar su metal final: el poder.
132
133
MEDUSA, LA ZÍNGARA
Otra forma que Freud expresaba en su obra “La sociedad disfrazada:
un acercamiento a la pseudo-realidad”, para entender el específico concepto
de la pseudo-realidad, era la aceptación general de realidad en las
situaciones manipuladas. Sus estudios de las sociedades, desde las
aborígenes hasta las civilizadas, le habían permitido establecer que la
pseudo-realidad era algo mucho más común de lo que él mismo consideraba
en el principio de sus investigaciones. Él había descubierto que las
anticuadas agrupaciones del sur de Indonesia, que vivían en un estilo propio
de los primeros humanos, sabían que el líder del grupo no era del todo
capaz; muchos de los más jóvenes, incluso, expresaban su recelo:
descubrían que algunas de las estrategias de caza eran más eficientes que las
indicadas por dicho líder, y, a pesar de estos descubrimientos, mantenían las
indicaciones superiores por concebir que la finalidad satisfacía las mismas
necesidades.
El concepto tomaba una connotación mayor cuando una práctica se
mantenía por real en contra de todo lo falso que revestía. Era el caso de los
políticos que pregonaban grandes promesas en las campañas, muchas de las
cuales no cumplían. Sus adherentes, con el conocimiento previo de que esto
era así, le entregaban el voto porque satisfacía sus necesidades ideológicas,
porque no había ninguna otra opción en el camino. Pasaba lo mismo con
muchos hipnotizadores o intérpretes de sueños, que eran descubiertos en sus
tretas, y, con todo, la muchedumbre los apoyaba sólo para consentir los
deseos propios del morbo, al escucharlos o verlos.
Freud se preguntaba en su obra si acaso todo era una pseudo-
realidad, si el Universo entero era una farsa creada por un grupo de
astrónomos que deseaban ver prevalecer sus ideas por sobre las de otros, y
que esos otros, al saber que éstas eran falsas, las aceptaban por la simple
satisfacción de sus ideas. La psicología, por cierto, no era una ciencia del
todo filosófica, no podía establecer ideas universales, pues estaba restringida
al pensamiento humano personal o en sociedad. Lo que sí podía fijar la
134
psicología eran las pautas para no ampararse en una eterna pseudo-realidad,
que era quizás una realidad más, una realidad paralela, no sólo una realidad
falsa, y que, sin embargo, significaba mentirnos a nosotros mismos al no
aceptar que el primer paso para encontrar un atisbo de verdad era por medio
de ser auténticos con el futuro social, no sólo con una efímera satisfacción
personal.
Camaleón repasaba las líneas del libro de Freud mientras escuchaba
las inquisiciones de Charles, el miembro de la Facultad Arqueológica de L
Sorbona, quien no detenía su rabia por continuar a la espera de las
respuestas de Adèlle. Su institución y la que representaba Lucious
presionaban sus pellejos con telegramas enviados a la Gran Casona, y que,
cada día, eran entregados en sus manos por los lacayos de Camaleón. La
Caja de Pandora se había convertido en un dolor de cabeza que aumentaba
sin piedad de quienes lo padecían; hasta ese momento, no conocían cuál era
el paradero exacto del también llamado “Artefacto de la Mitología”; sólo la
nota dejada en el cofre la noche del cavado, que mantenían entre los papeles
del escritorio del despacho de Olivier, donde se informaba que el siguiente
paradero de la Caja sería París –anunciada por la Ciudad Luz–, significaba
el único indicio de cuál era un posible lugar de encuentro de ésta. Lo
concreto es que se desconocía el punto específico en que estaría; París es
una de las capitales más grandes del mundo; no era fácil iniciar una
búsqueda sin datos previos, sin la información que, hasta ahora, sólo sabía
Adèlle.
La vista de Camaleón se levantaba de reojo para ver el trozo de papel
con la citada nota. Las letras mayúsculas le parecían familiares; no sabía
dónde las había visto antes, aunque sí podía relacionar algunas de las
palabras. CIUDAD CAJA CIUDAD CAJA CAJA DESTINOS OLIMPO
CAJA. Los ojos de Olivier se movían en diferentes direcciones en torno a la
nota, releían las palabras, e intentaban vincularlas con las letras que habían
visto antes, en otro escrito. Estaba seguro de que, más temprano que tarde,
recordaría quién era el autor de las versalitas.
135
Después de haber regresado del invernadero con Adèlle en plan de
colaborar con él y los requerimientos del psicólogo, su espíritu se sentía más
liberado de haber hecho lo máximo que podía con sacarle la información
necesaria a la joven. Él, por cierto, no deseaba exponerla ante la rabia de los
miembros porque sabía que su delicada naturaleza no se merecía seguir
pasando vejámenes. Por lo tanto, le solicitó a Freud que dejara por escrito
tanto sus preguntas como las que él mismo le formuló. El informe
psicológico, al igual que la nota manuscrita, también estaba sobre su
escritorio. Ahí estaban todas las respuestas que Charles y Lucious
esperaban. No tenía el mismo deseo que ellos por conocer el contenido del
documento. Sin embargo, contra todo, le pidió a Charles que retirase la
carpeta y que leyese con detenimiento las diez hojas que conformaban el
informe.
El despacho se sumió en un silencio que sólo se rompía con los
suspiros que, cada cierto tiempo, alguno de los presentes expresaba. Si bien
Camaleón conocía parte de las respuestas, no había deseado leer todo el
documento. El respeto que le causaba Adèlle superaba el hecho de
considerarla una demente del todo, una muchacha obsesiva. En ocasiones,
consideraba que la locura más estaba presente en las instituciones que, como
desquiciadas, se abocaban a buscar algo de lo que no se tenía certeza
existiera. Muy pronto el silencio acabó para dar paso a los nuevos arrebatos
de ira de Charles:
- ¡Pero qué es esto, Camaleón! ¡Esta muchacha dice que aquella noche
no vio a nadie conocido! ¡Ella afirma que no pudo reconocer a
quienes cavaron antes que nuestros hombres! ¡Eso no puede ser!
¡Ella está mintiendo! ¡Si ella estuvo toda esa noche en el bosque! –
Gritaba, enojado, Charles.
- Charles, te recuerdo, una vez más, que en mi Casona nadie me
levanta la voz. Cuando te dirijas a mí, hazlo con una comunicación
de seres humanos, no de bestias. – Respondió, calmado, Camaleón.
- ¡Es que esto me supera! ¡Esta casa me asfixia! ¿Dónde estará esa
maldita Caja? ¡Nadie lo sabe! – Increpaba Charles.
136
- Te equivocas; todavía hay alguien que nos puede colaborar. - Refutó
Olivier.
- ¡¿Quién?! ¡¿Otra niña loca de este miserable pueblo?! – Siguió
gritando Charles.
- No; es alguien que tiene el dominio necesario para llevarnos al autor
de este trozo de papel, además de informarnos sobre dónde se
encuentra.
- ¿Es un detective; un policía?
- Mejor que eso. Es la mezcla perfecta entre el mundo nuestro y el de
lo desconocido. Le he solicitado que se presente hoy. Debe llegar
pronto.
Cuando Camaleón hablaba de “el mundo nuestro y el de lo
desconocido” no estaba exagerando ni creando expectativas. Él se refería a
uno de los personajes más importante en la historia de su vida, un personaje
que había aparecido en momentos cruciales para advertir o informar acerca
de algo de significancia para su destino. El pueblo la conocía por “Medusa,
la Adivina”; Camaleón, en cambio, le decía “La zíngara”. Para cualquiera de
los dos casos, se trataba de una mujer enigmática, una mezcla de gitana,
grafóloga y médium. Sus orígenes eran desconocidos –aunque se tenía
indicios que provenía de la India–; lo cierto es que había atravesado cuatro
generaciones de habitantes de Llion, una hazaña que la revestía de aires de
supuesta inmortalidad, dentro de una lista de diversas habilidades que los
llionenses no se cansaban de comentar, como seres con poca cultura,
habituados a creer en leyendas antiguas.
Medusa, sin que se supiera cómo, apareció en frente de la Gran Casona,
para mirar con ojos fijos el frontis del lugar que albergaba a su estimado
Olivier. Entre sus manos, barajaba algunos naipes de la baraja del tarot, con
un sentido de buscar un significado a las cartas que comenzaba a ver. Sus
ojos, demarcados con arrugas a los costados, la clara demostración del paso
del tiempo en su rostro, miraban con recelo hacia todos los costados, con la
idea de establecer cuál sería el objetivo a dilucidar en esta nueva visita.
137
No existía peor sensación, se decía a sí misma, que estar a las puertas de
la desgracia en medio del reencuentro con Camaleón. Tal vez las cartas eran
un mecanismo apreciable y de respeto, la baraja había sido el principal
método de acreditación de sus conocimientos, aunque, cuando se trataba de
utilizarla en un ser estimado, los deseos por aplicar sus funciones se
disminuían al punto mínimo.
La oportunidad de observar la Casona en todo su esplendor le causaba el
mismo impacto que el haber conocido desde antes la fecha del fallecimiento
del padre y el abuelo de Olivier. Las cartas no eran del todo claras en esta
oportunidad; sólo entregaban señales de advertencia. Lo que sí era seguro es
que el llamado de Camaleón tenía mucha relación con lo que mostraba la
baraja.
La mirada señera de Camaleón había alcanzado el balcón de la Casona,
y observaba aquel rostro, el ahora pequeño cuerpo de “La zíngara”. Las
escenas de la niñez venían a su mente de la misma forma en que la vida
adulta le permitía reencontrarse con la enigmática mujer. Las palabras de la
obra de Freud resaltarían la situación con una de sus frases más
sobresalientes sobre los estudios de las realidades de los pueblos: “Si las
tradiciones, los comportamientos y las creencias de los pueblos se forman
desde la niñez, es sin duda mucho más persistente aquella ideología que,
creada desde la infancia, se relaciona con una particular escena ocurrida en
ésta, una vivencia marcada con símbolos o acciones específicas, imposibles
de eliminar de la mente humana.”
Acompañado de su padre, tomado de su mano, Olivier miraba desde el
balcón a “La zíngara”, treinta años antes. Michelle Camaleón era un hombre
rudo, quizás más rudo que él; los cuentos de leyendas no cabían en su
mente, pues consideraba por charlatanes y mentirosos a todos los hombres y
mujeres dedicados a augurar el futuro, a romper la línea de lo normal y de lo
sensato. Sin embargo, las habladurías de algunos de sus peones lo habían
llevado a solicitar la presencia de la adivina por cuanto el cultivo de uvas
había disminuido en gran medida a causa de una extrema sequía. Sus
obreros le habían informado sobre las dotes de conocimiento del devenir
138
que dominaba “La zíngara”, e incluso le habían señalado las dotes que
poseía para manejar a su antojo los movimientos de la naturaleza. La
preocupación y la curiosidad pudieron más con el férreo temple de Michelle,
y antes de lo previsto, adivina y señor se miraban rostro con rostro.
A diferencia de lo que ocurría con los obreros, para “La zíngara” no
existían límites ni supeditaciones; su fiera actitud contrastaba con la del
padre de Camaleón, a quien no parecía tenerle ni el mínimo temor para con
su calidad de dueño de los viñedos, personaje respetable del pueblo, al
punto de que, al verlo asomarse al balcón junto a su hijo, le pidió,
apuntándolo con la punta del dedo índice, que bajase de inmediato, porque
no estaba para ser subestimada por una mente que se reía por dentro cuando
veía ante sus a ojos a alguien fuera de sus principios de la lógica del mundo.
Fue esta desmedida maniobra lo que caló profundo en la mente de
Olivier Camaleón, porque se trataba de la primera vez que veía que alguien
se atrevía a levantarle la voz a quien creía el hombre más poderoso de todos.
Los habitantes de Llion mantenían un respeto de ser sobrenatural hacia
Michelle; se podría decir que era considerado un pequeño dios en tierras
francesas. En cambio, “La zíngara” lo increpaba y le daba órdenes. Desde
ese momento, comprendió que no estaba delante de una mujer cualquiera.
Era el enfrentamiento, cara a cara, entre lo físico, las acciones reales y
visibles, y el mundo esotérico, el vasto universo de sensaciones
sobrenaturales, de un hombre y una mujer que no tenían similitudes, pero
que si compartían la misma fuerza del carácter.
Si aquel encuentro entre estos dos personajes produjo el anuncio –por
parte de “La zíngara”– de una potente lluvia con la condición de establecer
las mejoras que aún estaban vigentes entre los peones; es decir, los cuartos
para cambiarse de ropa y la disminución de las horas diarias de trabajo;
treinta años después, las peticiones tal vez estarían relacionadas con obtener
algo a cambio que iba a favor de otros, y no de ella misma. Este punto, y no
sólo el atrevimiento de la adivina, inició la credibilidad en quien Michelle
menos se esperaba: su propio hijo. Así se sentía al interior del espíritu de
Camaleón, cuando seguía mirando desde el balcón hacia la, ahora, astuta
139
anciana: un respeto y admiración que no eran comunes en quien, a pesar de
la confianza depositada en la mujer, mantenía una actitud muy parecida a su
progenitor con casi todos.
Charles y Lucious aparecieron por detrás de la espalda de Olivier para
ver quién era el extraño personaje. No comprendían cómo aquella mujer
podía entregar datos si, a simple vista, semejaba una miserable anciana
dedicada al tarot. Ambos eran, en esencia, científicos; incluso Charles había
ayudado en algunas investigaciones de la Facultad de Ciencias de La
Sorbona. Su ceño se fruncía al escuchar sobre las facultades sobrenaturales
de la mujer; un claro signo de que no deseaba dar crédito a los anuncios de
Camaleón. Lucious, en cambio, vinculado con la mitología de su pueblo
griego, prefería esperar a escuchar las palabras de “La zíngara”.
Camaleón, por su parte, conocedor de las costumbres de la anciana, sólo
se esmeró en seguir los protocolos del azar: levantó su brazo y lo sacó por
fuera del balcón. “La zíngara” supo que era el momento de arrojar la baraja
hacia arriba para que no la ciencia, no los escrutinios de una investigación,
sino que alguien más confiable que el simple hecho de la naturaleza de las
probabilidades, permitieran que la mano de Olivier escogiera una de las
cartas del tarot.
A pesar del paso del tiempo, Medusa no había perdido la agilidad para
alzar la baraja a la altura del balcón; lo mismo había hecho con Michelle y
con el padre de éste. La longevidad extrema de su vida le permitía repetir el
movimiento, y ver cómo, con certeza, Olivier, el nuevo descendiente de la
familia Camaleón, convertido en un adulto, extraía una única carta del mazo
que se suspendía en el aire.
“El regente: máximo líder de un grupo de hombres, tomador de
decisiones, sagaz, vinculado con los poderes políticos y económicos.
Símbolo de la inteligencia de la mente por sobre la fuerza física.”. La carta
escogida por Olivier no podía ser más decidora para que “La zíngara”
dilucidara la consulta que, por esos momentos, inquietaba a los miembros.
Aristóteles apareció por detrás de ellos, y le consultó a su señor:
- ¿Traemos hasta su presencia a la anciana, señor?
140
- Sí. Necesitamos corroborar el significado de esta carta. Díganle que
suba. – Respondió Camaleón.
En pocos minutos, Medusa estaba al interior del despacho de la Casona,
ante la atenta e inquisidora mirada de Charles y Lucious. Olivier había
vuelto a sentarse detrás de su escritorio, y, cogida con la punta de sus dedos
índice y pulgar, movía en dirección a su nariz la carta que había escogido,
mientras observaba los rostros de los dos hombres. En frente de él, aunque
de pie, el menudo cuerpo de “La zíngara” esperaba a que le preguntase los
detalles del significado de la carta. Aristóteles caminó en dirección a ella
para entregarle la nota manuscrita; la anciana, al contrario de la actitud
amable que reflejaba hacia Camaleón, demostró, con su mirada, un
profundo rencor por ver de nuevo al lacayo. Recibió la nota sin expresarle
ningún tipo de palabra sólo por respeto a Olivier.
La rudeza del rostro de Medusa no sólo estaba dirigida hacia Aristóteles
-cuya razón se expresaba a través de los símbolos gestuales entre éste y su
señor-, sino que más bien a todos los presentes, incluido el propio
Camaleón. Los años de la mujer la habían llevado a mirar las acciones de
los más jóvenes con el derecho de la crítica de todo anciano. Para ella, ni
aquellos que se decían actuar con la seriedad de la ciencia estaban a la altura
de las circunstancias; mucho menos Olivier, que se esmeraba en seguir las
ideas tradicionales para conseguir sus objetivos. Al mirar de reojo el trozo
de papel escrito con letras mayúsculas, respiraba profundo, como si se
sintiera desdichada, quizás desilusionada de estar en medio del despacho de
la Casona. Sin pregunta de por medio por parte de los presentes, se dirigió
hacia Camaleón, y le dijo:
- Hijo, ¿cuál de todas mis palabras no entendiste hace cerca de 30
años? ¿No acaso asentías tu cabeza cada vez que yo te instaba a
buscar tu propio camino al poder?
- Zíngara, no te he llamado hasta acá para que me recrimines. Tú
sabes qué es lo que deseo saber. – Contestó Olivier.
- Yo te he hecho una consulta, y quiero que me la respondas. – Refutó
la anciana.
141
- Eso no viene al caso ahora. – Refunfuñó Camaleón.
- Hijo, con sólo 15 años de vida me asegurabas que tendrías el coraje
de superar todos las tradiciones de tu padre, y marcar tu propio
camino, aunque con logros e ideas propias. ¿Cuál es el motivo de
buscar la Caja para afirmarte del poder? ¿Dónde ha quedado tu
fuerza espiritual? – Increpó Medusa.
- ¡No quiero escuchar esas palabras! ¡Dígame de quién es la letra de
ese papel! – Volvía a exigir Olivier.
Medusa caminó en dirección a la ventana que daba al balcón con un andar
lento, como si quisiera que se fijasen en cada paso de daba. Miró hacia el
cultivo de los viñedos con ojos tristes, que cerraba en ocasiones para
adentrar la pena que sentía. Las letras del manuscrito no podían ser más
fáciles de reconocer para ella; aunque, en ese momento, su mente estaba en
otro lado: a lo lejos, al lado de aquellos hombres y mujeres que cultivaban
los sembrados con la misma diligencia que sus labores de grafología y
adivinación. Habían pasado treinta años, tres décadas donde ella había
recorrido el mundo, visto maravillas, conocido pueblos enteros, y, sin
embargo, el único avance que existía para con los obreros eran los cuartos
de cambio de ropa. Le parecía increíble que la indiferencia y el despotismo
hayan podido más al interior de la mente de aquel, en ese entonces,
muchacho que creía en sus palabras, y que, de alguna forma, sirvió para que
Michelle, su padre, cumpliese las peticiones. Sin duda –pensaba en su
interior– los días de usurero de Camaleón estaban contados. El aire, los
movimientos de las nubes, las sensaciones que afloraban en derredor –
percibidas por “La Zíngara” antes que en cualquiera– anunciaban que los
ánimos de sumisión acabarían pronto. Pero ella no era quién para anunciar
lo venidero, porque incluso los humanos con habilidades especiales saben
cuándo y dónde hablar. Lo que sí podía expresar era su opinión de cómo
Olivier había mantenido su opresiva actitud en sus trabajadores:
- ¿Sabes por qué no has obtenido el poder que tanto anhelas, hijo?
Porque el poder no se obtiene sólo con desearlo, también se gana.
Podrías haber siquiera engañado a los habitantes de este pueblo con
142
promesas que jamás cumplirías. Podrías haber solucionado las
falencias de tus trabajadores con mejoras ínfimas. Podrías haber
pegado carteles en todo Llion subtitulados con un lema tentador. Lo
cierto es que, para cualquiera de los casos, la comunicación con el
pueblo, y la entrega por ganártelo serviría mucho más que las
estrategias de pasillos.
- Mujer, ¿has venido a increparme o a hacer tu trabajo? Mi paciencia
se está acabando. – Refutó Olivier.
- He venido para cumplir con lo que me has pedido, pero eso me
impide hablar lo que pienso. Olivier, mira a tus trabajadores, son
ellos los que te han dado todas las riquezas que tienes ahora.
Ninguno de tus antepasados ha sabido reconocer el rol que tienen
esos hombres y mujeres en el surgimiento de la Gran Casona. Yo
dejaré escrito en este papel manuscrito quién es el autor de sus
palabras, pero te pido que no te ampares en la Caja de Pandora para
alcanzar tus metas. La mitología está siendo usada por la codicia de
los hombres que ocultan las verdaderas intensiones de alcanzar el
resurgimiento de la decaída Grecia: volver a anquilosarse en el
poder. Es una lástima que tú sepas esto, y, con todo, sigas aquel
egoísta camino.
Con los dedos temblorosos a causa de la fuerza de sus palabras, “La
Zíngara” escribió el nombre del autor de las letras al pie del manuscrito. Lo
hizo con una bolígrafo de tinta desgastado por el paso del tiempo, el mismo
desgaste que se veía en su rostro, más arrugado que de costumbre al
expresar el enojo de sus pensamientos.
Lucious y Charles hacían señas a Camaleón para que también le consultase
sobre el lugar donde se encontraba la Caja de Pandora, quizás el único
motivo por el que ambos apreciaban la presencia de la anciana en el
despacho. Sin embargo, Olivier no deseaba consultarle sobre aquel tema, y
prefirió concederles la palabra a los dos hombres que, hasta entonces,
habían estado en silencio absoluto:
143
- Disculpe, señora, requerimos saber algo importante. – Expresó
Charles.
- Ustedes dirán, señores. – Respondió Medusa.
- Necesitamos saber dónde está la Caja de Pandora. – Preguntó el
académico.
- ¿Está usted seguro de la pregunta que me está haciendo? – Increpó la
anciana.
- ¡Por supuesto, señora! Por algo se lo consulto.
- ¿Cómo un científico como usted puede creer en las adivinaciones de
una mujer anciana? Usted no está capacitado para escuchar mis
palabras, señor. Nosotros somos polos opuestos. No se engañe a sí
mismo, pues ni con decirle el lugar específico donde se encuentra la
Caja usted me creería.
- No se pase de lista, señora; yo no le he expresado mis pensamientos.
Sólo deseo que me responda la consulta que le realicé.
- Pues no se la responderé. Yo no he venido para eso. Ya es tiempo de
que me retire.
La mirada de Medusa se apartó de los miembros en señal de desprecio
por sentirse subestimada. Sus ojos estaban abocados a valorar las señales
que el horizonte mostraba desde el balcón: un horizonte de fuego, lluvia y
cenizas, los símbolos de que nada bueno vendría en el futuro. Ella sabía que
esas señales no eran sólo el devenir de Camaleón, quien quizás quedaba
pequeño ante el sufrimiento que vendría después. Tuvo muchos deseos de
expresar más advertencias a los presentes, pero siguió con su silencio. Sin
despedirse, caminó hacia la puerta de salida del despacho, y desapareció en
dirección desconocida. Charles no pudo contener el enojo que mantenía
dentro, e increpó a Camaleón:
- Ustedes, los empresarios y los políticos tienen estas estúpidas
costumbres de obedecer a adivinas y brujas. Por eso es que Europa
se está cayendo a pedazos.
- No se atreva a tratar de bruja a Zíngara, ella…
144
La voz de Olivier se detuvo cuando, desde la sala de estar, se escuchó un
gran grito proveniente de una de las criadas. Los hombres corrieron para ver
de qué se trataba; era muy extraño escuchar una expresión de miedo en la
Casona. Al llegar al gran salón, sin duda que la escena era dantesca: Rey, el
cerdo que Olivier tenía por mascota, yacía en el suelo, del todo
ensangrentado y con la cabeza extraída de cuajo. El animal estaba muerto:
había sido faenado de una forma horrorosa. Ninguno de los miembros se
atrevió a tocarlo; en cambio, Camaleón, se acercó para besar su frente, en
señal de aprecio. Para Charles y Lucious, que miraban con espanto, el hecho
sólo tenía un sentido de delincuencia feroz; pero, para Olivier –que
mantenía una mirada fija y asustada–, servía para interpretar el símbolo de
los franceses pueblos del sur: “Primero se empieza por los cerdos pequeños;
luego por los más grandes”.
145
DE LA PREPARACIÓN DEL VIAJE A PARÍS QUE ADÈLLE
EMPRENDIÓ
La tina del baño de la Gran Casona estaba rellena del aceite de las
flores cultivadas en el invernadero cercano, además de espuma de leche
extraída de las vacas del pueblo de Avignon-Curie. Ambas sustancias, según
las tradiciones locales de los pueblos del sur de Francia, tenían el efecto de
contrarrestar las posibles afecciones contraídas por los símbolos de
matanzas o conspiraciones de muerte que pudieren ocurrir en aquel que
había sido informado con acciones concretas. Camaleón, por lo tanto, se las
aplicaba con total rigurosidad por el cuerpo, ayudado por Aristóteles y una
criada. El dueño de los viñedos estaba de pie sobre la tina, y su cuerpo
desnudo sólo era cubierto a partir de los muslos por la acumulación
espumante de elementos y la abundante agua fresca que se había sacado de
un pozo especial.
Olivier refunfuñaba entre dientes mientras recibía el baño que
contrarrestaba las potenciales afrentas, y que, al igual que algunos de sus
antepasados, lo veía envuelto en medio del disgusto de soportar la
obediencia de más ritos que, al contrario de estos, él deseaba erradicar de su
vida. Consideraba increíble la osadía de entrar al salón de la Casona para
dejar a su querida mascota muerta, sólo para jactarse del poder al que se
podía llegar con un poco de fuerza bruta. El jabón que tenía en sus manos
era el claro ejemplo de que su cólera era incontrolable: lo había deshecho
por completo con tan solo aprisionar su puño una única vez. Aristóteles veía
la reacción de su señor con profundo pesar, y, en lugar de expresarle su
parecer, prefería seguir pasando una friega de leche de vaca con un pañuelo
de lino, desde una escalerilla habituada para alcanzar la altura de los
hombros de Camaleón.
La puerta del cuarto de baño había quedado entreabierta como si el
destino hubiese deseado que Adèlle obtuviese parte de los anhelos que
esperaba su interior, porque, al mismo tiempo que Olivier se esmeraba en
sacar la desidia de su cuerpo, la joven se asomó por la rendija de la puerta, y
146
pudo ver, en desnudez total, a aquel hombre que seguía siendo el referente
de todo lo que soñaba convertirse.
Camaleón, a pesar de superar la cuarentena y tener rasgos faciales
propios del albinismo, gozaba de un cuerpo lozano, fresco, musculoso,
manutenido en línea gracias a su trabajo en los viñedos, que le exigían
movilizarse entre los cultivos, la Gran Casona y las negociaciones con
importadores de los pueblos aledaños. Era ese el motivo por el que prefería
el caballo antes de un vehículo motorizado –tal vez la única tradición legada
por sus antecesores que todavía optaba por preferir por simple gusto de las
cabalgatas–, pues le otorgaba un constante movimiento físico.
Para Olivier, su cuerpo era su templo, el principal resguardo de sus
pensamientos y sus acciones, la coraza que lo mantenía firme en sus ideales
sin que otros pudieran dominarlo. He ahí la razón de obedecer al pie de la
letra lo que su lacayo le había recordado para sacarse el influjo de la
negatividad del descuartizamiento de Rey, contra toda reticencia a seguir las
indicaciones durante el desayuno y el discurso a los obreros. Él estaba
seguro de que sólo así la pureza de sí mismo se eliminaría de aquellas
absurdas amenazas simbólicas.
La distracción de la mente de Adèlle, que se elevaba por ensueños de
estar dentro del cuerpo de Camaleón, quizás tocarlo antes, quizás unir sus
labios con los de él, ocasionó que no advirtiera la apertura de la puerta del
baño por parte del criado, quien debía salir a buscar más leche fresca.
Aristóteles advirtió la presencia de la joven con un grito de sorpresa que
pronunció su nombre. Olivier, de espaldas hacia Adèlle, giró su cabeza para
verificar que, en efecto, Adèlle observaba la situación. De inmediato, le
pidió al lacayo que no la echase de la habitación, y le dijo que los dejara
solos.
- Pero, señor, debo aplicarle la leche fresca en su espalda. – Respondió
Aristóteles.
Los ojos de Camaleón se tornaron rojizos de rabia contra el criado, y
éste no tuvo más alternativa que entender el significado de la embrutecida
mirada. Dejó el paño de lino en un recipiente con agua, y salió con una
147
sonrisa forzada. Olivier le pidió antes que le avisase a la criada que tampoco
entrara al cuarto de baño hasta que él lo ordenase. Adèlle miraba la escena
ya no cabizbaja como lo había hecho antes; ahora sus ojos se notaban
seguros y decisivos en dirección recta hacia el señor de la Casona, quien le
hablo despacio para solicitarle que subiese a la escalerilla y, con el paño de
lino, frotase su espalda.
- Sé de la delicadeza de tus manos. Pienso que podrías hacer un mejor
trabajo que Aristóteles. – Añadió.
Mucho más decidida de lo que imaginó Camaleón, la joven cogió el
paño de lino con delicadeza manual de por medio. No todos los días la vida
le otorgaría la dicha de tocar el cuerpo del máximo de sus referentes. Con
cuidado de no caerse, subió la escalerilla para quedar a la altura de los
hombros de Olivier, e iniciar un suave movimiento de frotación en su cerviz
hasta alcanzar la parte baja de la espalda. El dueño de los viñedos se dejaba
llevar por el profundo placer que le significaba percibir el contacto de las
manos de la joven en su propio cuerpo. El efecto de delicadeza le quitaba
parte de la rabia que todavía mantenía guardada para aquél que estaba detrás
de la muerte de Rey, y que buscaba advertirle que la siguiente víctima sería
él mismo.
Sin embargo, el encuentro entre joven y señor no sólo sería delicadeza
manual, pues Adèlle comenzó a entonar una melodiosa canción que su nana
le había enseñado en los tiempos de niña, y que aplicaba al momento de
llevarla a la tina de baño de la mansión. Camaleón aumentó su dicha al
dejarse llevar por la paz que trasuntaba la letra y la música. El canto de
Adèlle era equilibrado, armonioso, sin ningún atisbo de falencia frente a una
cantante profesional. Tal vez la joven cantaba en secreto y para sí misma
desde hace algunos años, y, debido al claustro ejercido por el condotiero, él
tenía la alegría de ser el primero en escuchar las bondades de su canto. No
hubiese deseado interrumpir el agradable momento, pero tuvo la obligación
de detener las cadencias de la joven para inquirirla con una pregunta directa:
- ¿Estás preparada para todo lo que viniere, pequeña?
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Adèlle siguió frotando la espalda de Camaleón al mismo tiempo de
proseguir la melodía. Se acercaba a la oreja de Olivier y levantaba el
volumen de su canto como si con esto quisiera demostrar que estaba
pensando en la mejor respuesta para la consulta. Después de unos minutos,
la voz delicada aunque segura de la joven respondió:
- Siempre estaré preparada para todo lo que mi señor me ordene.
Como si se tratase de la respuesta que esperaba para poder proseguir con
la conversación, Olivier le pidió a Adèlle que cubriese su cuerpo con una
bata blanca que colgaba de un perchero, pues, según le indicó, “tendría que
ver algunas situaciones de mucha importancia si en realidad estaba
capacitada para cumplir con su palabra”.
Las manos de la joven tocaron con denuedo los brazos de Camaleón
mientras le ayudaba a colocarse la bata. Parecía el momento ideal para
acercarse a aquel cuerpo fortalecido y grande del dueño de todo lo que había
en derredor. “¿Qué querrá mostrarme mi señor?”; “¿Cuáles serán las
misiones que tiene para conmigo en el futuro?”; “¿Seré capaz de cumplir sus
mandatos?”. Las interrogantes aparecían unas con otras en la mente de
Adèlle, no sin dejar de maravillarse con la mirada profunda de los ojos
celestes y la esbeltez del pecho de Olivier, quien se acercó a ella con la bata
entreabierta, y la tomó de la mano con el objetivo de llevarla fuera de la
Gran Casona.
Ambos cruzaron el amplio salón de estar, la cocina y las puertas
posteriores, hasta llegar a un pequeño patio interior que existía detrás de la
vivienda. El patio estaba rodeado de árboles con ramas secas y otros con
abundantes hojas. Los árboles con ramas secas crecían en el interior del
patio, y los de más vegetación en los contornos, por lo que daba la
impresión de un pequeño bosque con un soto al centro, soto que se notaba
oscuro al mirar de lejos, y que tendía a aclarar al acercarse. El suelo, por su
parte, estaba cubierto por las hojas de los árboles de ramas secas, algunas de
esas hojas muy arrugadas y viejas, cuyas características demostraban la poca
limpieza que se aplicaba en el sector, situación ordenada por el propio
Camaleón, por motivos que en ese minuto se dedicaría a exponer a Adèlle.
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La primavera había otorgado un día despejado, sólo algunos espacios de
ventisca traían el frescor que hacía levantar algunas hojas, y las levantaba
hasta la mitad de algunos árboles, para caer de nuevo. Niña y señor se
miraban a los ojos sin ninguna necesidad de hablarse. Uno conocía lo que
debía decir; el otro sabía que tenía que escuchar con atención. Era aquel
grado de seguridad por lo que cada uno sabía de sí que los mantenía
comunicados aunque existiese un silencio absoluto.
A medida que se internaban en el patio, los rayos solares que
posibilitaban la luz al interior del soto, al contrario de lo que parecía desde
afuera, no traspasaban las ramas, y la iluminación que aparecía parecía
provenir desde una propagación propia, interna. En efecto, la luminiscencia
tenía la forma de destellos pulsativos, que aparecían y desaparecían en
breves espacios de tiempo. El soto se mostraba más profundo que las
apariencias externas lo exponían a los ojos, tal vez con una intensión de
distraer a quienes se acercasen. Aunque no sólo éstas eran las extrañas
características del lugar; también aparecía en el ambiente una música
cadenciosa de piano, que interpretaba la melodiosa composición “Claro de
Luna”, de Claude Debussy.
La música se hacía más fuerte, con rasgos distintivos de interpretarse
desde el mismo soto; todo indicaba que ahí se originaba la entonación del
piano. Pudieren haber aparecido muchas ideas en la mente de Adèlle, sobre
quién y cómo se originaba aquella melodía, lo cierto es que más temprano
de lo esperado, un gran piano de cola blanco se dejó mostrar, al mismo
tiempo que se podía ver quién lo interpretaba: un pequeño ser de estatura
pequeña, con un rostro albino parecido al de Camaleón, aunque con claras
manifestaciones de padecer de enanismo. Sobre el piano, y como si
estuvieran en un verdadero éxtasis melodioso, una pareja, un hombre y una
mujer, bailaban con movimientos parecidos al vals, muy apretados, con los
rostros cubiertos uno sobre el otro por efecto de estar tan unidos. Se podía
ver que también eran enanos, y que mostraban colores claros en su cabello
igual que el pianista.
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Adèlle, atraída por el traje blanco del hombre y el vestido de la
mujer, se acercó hasta la pareja que bailaba. La albura de éstos refulgía cada
vez que la luz destellante aparecía. La mano de la joven tocó el vestido de la
mujer sin que ella devolviese ningún tipo de respuesta o se detuviera en su
bailar. Ambos demostraban estar del todo compenetrados, imbuidos en la
música, ajenos a la inestabilidad del mundo exterior. Incluso aceleraban el
paso a la par de la cadencia musical. Camaleón miraba el rostro absorto de
su querida Adèlle, le parecía que sus intensiones se veían reflejadas en la
actitud asombrada y atenta de la joven. Sin hacer ningún tipo de comentario,
volvió a cogerla de la mano, y la instó a continuar el camino por el interior
del soto. Adèlle obedeció, aunque, a veces, miraba hacia atrás para seguir
viendo el hermoso bailar, la fabulosa música, de los enanos.
Habiendo avanzado unos pasos más hacia el interior del patio,
Camaleón le pidió a la joven que esperase un momento mientras verificaba
si lo que debía mostrarle estaba del todo preparado. Todavía se podía
escuchar, aunque con un volumen menor, el sonido del piano. No cabía
duda de que aquel espacio de la Gran Casona representaba una especie de
resguardo de los profundos sentimientos y sensaciones del dueño de los
viñedos. Su semblante, siempre rústico, siempre empecinado en mostrar la
parte enojosa de su ser, se mostraba más llano, cordial, quizás demostrativo
de todas aquellas actitudes bondadosas que había despreciado por décadas.
El rostro risueño de Olivier apareció de pronto, parecía estar
contento por haber encontrado en condiciones lo que deseaba mostrar a la
joven. Le extendió su brazo en tono amistoso con una nueva sonrisa. Adèlle
no sabía qué vendría después, pero la confianza y la fuerza del placer por
estar a su lado le dieron la valentía para olvidar sus miedos. Diferente
hubiese sido si aquel grotesco Camaleón hubiera aparecido ante ella para
ordenarle que siguiese el camino sea como fuere. Ante esos modos, ella
podría haber opuesto resistencia, podría haber gritado; tal vez hubiese
aplicado el sistema del silencio, y haber corrido a la Casona con lágrimas en
sus ojos. En cambio, ahora los comportamientos eran distintos. Todavía
había dudas. Aunque tenía que confiar. Debía hacerlo.
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Un nuevo espacio de luz se mostró a la vista de Adèlle. La luz, en
esta oportunidad, era permanente, con algunos cambios de tonalidad, que
iban del blanco al amarrillo. El espacio de luz semejaba un nuevo soto, algo
más amplio que el anterior, con la diferencia de que en éste no había
personas, tampoco música; sólo un artefacto en la mitad, cubierto con una
tela negra, que llegaba hasta el suelo, e impedía ver qué había debajo. A
pesar de la cobertura, lo delgado de la tela permitía apreciar la figura
rectangular que conformaba el artefacto oculto. Por el color de la tela, por la
forma de la figura, algunas imágenes de sucesos cercanos vinieron a la
mente de la joven; sin embargo, los desmayos y las situaciones de sopor en
que se vio envuelta en las últimas horas le impedían reconocer dónde los
había contemplado.
Comoquiera que pensase, e instada por la amabilidad de su señor,
Adèlle se acercó hacia el artefacto con la petición de mantenerse atenta a
todo lo que desde ese momento se le indicaría, pues de eso dependería el
destino de la Gran Casona, el suyo propio, los deseos de convertirse en
hombre y el entente entre naciones. Algunas de estas palabras no eran
comprendidas por la joven. ¿Qué significaba el futuro de la Gran Casona?
Su vida había sido muy corta como para asumir decisiones importantes.
¿Cómo una mujer que aparentaba ser niña podría tomar las riendas de algo
tan importante? La joven había roto su silencio, llevada ahora más por una
ansiedad que por las dudas, y le preguntaba todas estas interrogantes a
Olivier.
- No sientas inquietud, mi niña; tus capacidades serán grandes gracias
a las fuerzas que te otorgará tu nueva realidad. – Respondió, con
agrado, Camaleón.
Sin darle tiempo para continuar con más preguntas, y con un rápido
movimiento de manos, Olivier quitó la tela negra que cubría el artefacto,
ante lo cual se pudo ver que lo que estaba oculto era la misma Caja de
Pandora que “El sabio” había expuesto en el Día del Descanso en frente de
la muchedumbre de Llion apostada en la plaza del pueblo. Los recuerdos
vinieron más aprisa a la mente de la joven, quien no dudó en acercarse a
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tocar su estructura mezcla de madera y metal con una curiosidad igual que
la necesidad de conocer qué significaba verla frente a sus ojos.
Camaleón contemplaba el desasosiego juvenil que estaba a su lado. Se
veía a sí mismo hace veinticinco años, desesperado por conocer el mundo
exterior, descubrir lo nuevo, alcanzar la citadina vida de la capital. Sabía
que el tiempo de los tiempos había llegado para él, y que la decisión que
estaba por tomar, si bien le impediría alcanzar las cuotas de poder por él
mismo, sería la más adecuada. Con delicadeza, tomó el hombro de Adèlle
para apartarla de la Caja, y, a diferencia de todo el esfuerzo que había
significado abrirla para Guilleume, el leñador del bosque, sacó la tapa con el
fin de sacar algunos elementos que estaban dentro.
Un traje negro de estilo clásico, un sombrero de copa, una corbata
pequeña y unos zapatos de charol que brillaban al moverlos fueron
entregados en las manos de la joven con la petición de cuidarlos y
convertirlos en parte de su la vida que vendría para ella en el futuro. Olivier
decía estas palabras con la seriedad de siempre, aunque, también, con un
tono pasivo que no buscaba más que mantener la tranquilidad en Adèlle.
Los ojos de la joven estaban absortos, quietos; ella no sabía cómo
reaccionar. Ni siquiera sabía cuál era aquel futuro del que se le hablaba,
porque toda parecía simbolismo; sólo las suposiciones le daban una idea de
las indicaciones de su señor. Lo cierto es que, como si ambos estuviesen
comunicados por un instinto de saber qué pensaba el uno del otro, Camaleón
le explicó con mucho detenimiento:
- Adèlle, tus anhelos se han hecho realidad; ya no hace falta que sigas
añorando ser un hombre. Desde este momento, y, muy pronto, en la
Ciudad Luz de París, serás Olivier Camaleón. Estos ropajes son los
servirán para que te conviertas en mí; y camines por los Campos
Elíseos en dirección a la Facultad de Arqueología con la frente en
alto, para poner el apellido de los Camaleón en el lugar que, hasta
ahora, la historia se ha negado darle.
Olivier estaba emocionado; las últimas palabras que había pronunciado
denotaban un pequeño temblor en su garganta. Sin embargo, lejos de dejarse
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llevar por la emoción, dejó a un costado las prendas, y se acercó a los labios
de la joven para darle un profundo beso, que no fue rechazado ni desafiado
por ella, más bien demostraba un profundo placer en ambos.
El soto se convertía en el escenario natural en el que muchacha y señor
se unieron en un solo cuerpo, con notorias sensaciones de corresponderse
del todo. Tal vez ninguno de los dos consideró que terminarían desnudos y
recostados sobre las hojas secas que rodeaban la Caja, con la luz más
fulgurosa del pequeño patio sobre sus cabezas. La excitación de sus
emociones no les permitía pensar en otra acción que rozar sus cuerpos,
besarse, tocar sus cabellos; la soledad no podía haber sido mejor espacio
para desinhibir las represiones ocultas que, antes, por las circunstancias, no
deseaban aflorar con facilidad. De cualquier forma, ahí estaban los dos:
unidos, ardorosos, enajenados por el placer.
Bernard Freud, acompañado de Aristóteles, esperaba afuera del
pequeño patio con una maleta en el suelo. El lacayo le había indicado que su
señor debía comunicarle la etapa final de su visita en la Gran Casona. El
psicólogo armaba cabos de cuál sería aquella nueva petición, que, de todas
formas, aceptaría a realizar por cuanto la amistad que lo mantenía unido a
Olivier.
Adèlle y Camaleón salieron, del interior del patio, tomados de la mano,
con rostros apaciguados, quizás la última vez que se les vería tranquilos en
sus vidas. Aristóteles se acercó a su señor cabizbajo y con aflicción; parecía
ser que él sabía desde antes lo que Olivier comunicaría a Freud. La joven,
por su parte, se había abocado a continuar con su tradicional silencio.
Prefería dejar que las situaciones siguieran su curso conforme los planes
establecidos.
- ¿Qué significa todo esto, Olivier? He tenido que esperar mucho
tiempo a que salieses del patio. Tú sabes que tengo las horas
contadas para llegar a la capital. – Expresó el psicólogo de forma
intempestiva antes de que Camaleón se decidiese a hablar.
154
- Profesor, no se inquiete; conozco sus labores, y le pido disculpas si
me retrasé. Pero estos minutos de mi vida son importantes para mí, y
no puedo desaprovecharlos. – Contestó el dueño de los viñedos.
Con mucho detalle, casi como si le estuviese hablando a un padre,
Olivier le explicó a Freud que era necesario que viajase a París acompañado
de Adèlle, pues ella tenía una información vital para la Facultad de
Arqueología de la Sorbona, además de las labores que debía realizar, luego
de depositar su confianza en el desarrollo de la sede de la empresa
vitivinícola en la Ciudad Luz. El psicólogo miraba a la joven mientras el
señor hablaba, y le causaba muchas dudas saber que una chica de corta edad
pudiese llevar a cabo una empresa tan importante. Veía que existía mucha
seguridad en las palabras de Olivier, y, por otro lado, denotaba que las
expectativas pudieren desaparecer ante la escasa experiencia de
desenvolvimiento social con que contaba Adèlle. Un poco de conformidad
apareció en su mente cuando Camaleón, con voz ruda y potente, al tiempo
que le entregaba las prendas que estaban en el interior de la Caja de
Pandora, le dijo:
- Coja estas prendas, por favor. Estas vestiduras, junto con un
adecuado maquillaje, le darán a mi querida niña las características
que todo hombre de negocios debe tener en una ciudad tan
convulsionada como París.
- ¿Olivier, tú me estás queriendo decir que esta muchacha se debe
vestir con trajes de hombre…? ¿No te parece que esto puede agravar
su estado mental? – Arguyó Freud.
- No, profesor. Porque estos trajes la distinguirán entre la modernidad
de la ropa de estos tiempos, y le darán la prestancia que necesita para
ser Olivier Camaleón. – Refutó el señor.
- ¿Tú me estás diciendo que ella… que ella será tú…?
- Así es. Y no puede ser de otra manera. Ella será un hombre en
cuerpo de mujer. Aunque no será cualquier hombre.
Freud miró el rostro pacífico de la niña sin querer imaginar lo delicado
de la labor que Camaleón le estaba encomendando. La ciudad era un sitio
155
muy diferente al pequeño pueblo de Llion; una urbe como París tenía la
fuerza suficiente para tragarse a todo aquel que apareciese en ella sin la
preparación suficiente de desenvolvimiento en las grandes esferas. Jugar con
la Facultad, y, por sobre todo, con la Academia de Arquitectura, no eran
tareas fáciles al mando de una muchacha que jamás había encarado a alguno
de sus miembros. Éstos podían llenarlas de preguntas inquisidoras, acosarla,
hacerla caer igual que una pluma; él los conocía tanto como sus propias
manos, sabía de lo que eran capaces. La diferencia, se lo recalcaba Olivier,
era que Adèlle no se presentaría con las vestiduras ni el semblante de una
simple joven; ella hablaría en su nombre ataviada con las ropas de un
hombre de negocios, que ha establecido vínculos y conversaciones internas
y externas con buena parte de los miembros de la Facultad y la Sociedad
Griega. Era imposible que esos señores, con sus capacidades de persuasión
y confabulación, pudiesen hundir hasta el fondo a aquel que, de alguna
forma, les servía para cumplir sus objetivos.
- Señor, disculpe que lo interrumpa. Con relación a lo que dice, los
señores Charles y Lucious se han retirado de la Casona hace algunos
minutos. Estaban muy ofuscados, y me pidieron que le informase el
gran enojo que sienten por no haber conseguido nada, hasta ahora.
Afirmaron que esperaban buenas nuevas en París. – Expreso
Aristóteles.
Camaleón cogió otra vez las manos de Adèlle, y le pidió que tuviese
fortaleza en su siguiente cometido. Le indicó que, dentro de la solapa de la
chaqueta del traje, había una pequeña libreta, con instrucciones de cómo
debía reaccionar ante algunas situaciones propias de la capital. Agregó que
se encontraría con la mirada de muchos, las preguntas de cientos, las
desconfianzas de otros tantos; lo importante era saber superar esas
interpelaciones con la frente en alto, sin miedo a responderlas. De
inmediato, se acercó al psicólogo para darle un profundo abrazo; sabía bien
que depositaba en el mejor a la mujer que había roto su tradicional forma de
ser, al punto de aplacar casi por completo su rudo carácter. Retrocedió en
sus pasos, y con un gesto de despedida, se internó en el pequeño patio,
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camino a encontrar su última morada: el interior de la Caja de Pandora.
Aristóteles miraba entristecido la escena, con la certeza de que no volvería a
ver a su señor.
Por su parte, el universo interno de la vida, igual que el cosmos creador
de nuevas estrellas y galaxias, albergado en lo profundo del cuerpo de
Adèlle, desconocía de pueblos y grandes ciudades; aunque sí sabía de
fuerzas, de coraje y de competencias. Porque, como en la fiera existencia de
las capitales, un espermatozoide luchaba por superar a los miles que lo
acompañaban, con el fin de ingresar a aquel único óvulo que le permitiría
prosperar y hacerse de la creación de un nuevo ser. El poder masculino de
los Camaleón desaparecía en el exterior, pero se forjaba con total vitalidad
desde dentro, como un verdadero refuerzo para las tareas de la joven.
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LA CONSTRUCCIÓN DE LA CAJA DE PANDORA
Vesta de Polus llevaba toda la noche custodiando la entrada a la
habitación donde pequeños y grandes maestros de la madera discutían con
conocedores del fundido de hierro sobre el mejor material de construcción
de la Caja de Pandora que el pueblo de Evangelis había prometido elaborar.
Su esposo le había solicitado que se mantuviera al margen de las
conversaciones previas a la petición del Ministro, aunque eso le significase
no poder dar su opinión en un tema de importancia. Era ese el principal
motivo por el que estaba impaciente por salir del resguardo de la puerta, y
entrar a dar la opinión que su lugar en el pueblo le había otorgado. Llamó a
una de las criadas que ayudaban en la cocina, y le pidió que no se moviese
hasta que ella regresara. Una acción tan valiosa no podía quedar fuera de su
conocimiento.
Cuando accedió a la sala de reuniones, el Alcalde la miró sorprendido,
no sin dejar de conminarla a volver a la puerta. La fornida mujer, como era
habitual en ella, dominó la situación con un ademán de manos, que obligó a
callar al hombre, mientras los maestros proseguían en su discusión.
Los orfebres del hierro argumentaban que una caja con dimensiones
rectangulares debía ir revestida de una adecuada protección de metal, para
protegerla de los golpes; ellos habían elaborado algunos artefactos parecidos
con una abocada labor; y afirmaban que nunca habían fallado en sus
cálculos. Algunos de sus colegas de rubro, aunque no así de materia,
intentaban imponer su voz con la opinión de aplicar una mezcla de plata y
caliza, una aleación más eficiente para cubrirla del frío inclemente del
invierno francés.
En el extremo de la mesa, y siempre acallados por los maestros del
hierro, los conocedores de la madera delineaban una figura en un trozo de
papel grande, que, para los metaleros, sólo podía concebirse como el interior
de la caja, pues, la ligereza de la madera impedía pensar en que el artefacto
sólo estuviese construido de ella. Lo cierto es que la negativa a aceptar el
postulado se mantenía férrea en los madereros, al punto de ofrecer maderas
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especiales, revestidas con sustancias corrosivas que impedían el
humedecimiento y la quema inmediata al contacto del fuego. Otro punto que
apoyaba su tesis era el costo inferior: siempre la madera tendría una
inversión menor que el uso de materias costosas, como la plata y el estaño.
La facilidad de poder construir una caja de madera tampoco era comparable
si se usaba el hierro y el metal. Los árboles cercanos dotaban del fácil
acceso de obtener la madera, en contraste con el transporte lejano de los
metales. Sin embargo, pese a la lista de argumentos, los del hierro
respondían con un contundente no a todo lo que los madereros decían.
En más de una ocasión, las opiniones eran cruzadas, de un bando al otro;
ninguno deseaba claudicar ante las ideas propias, aún cuando el Alcalde,
con una voz siempre más baja que el resto, intentaba acallarlos con un
llamado al orden.
Mientras las voces iban de un lado a otro en el cuarto, Vesta entró
sigilosa y se detuvo detrás de su esposo. La intuición femenina le había
otorgado suponer que el murmullo que se escuchaba desde la puerta tenía
directa relación con el material de construcción de la Caja; ella sabía de los
intereses cruzados que los maestros ocultaban en sus palabras, sobre todo
después de saber cuál sería el pago que se le otorgaría a cada uno. Veía los
elementos que los hombres tenían en la mesa: una pequeña figura de metal
que semejaba la forma de la Caja, los planos de los madereros, las muestras
de hierro fundido, los trozos de madera. ¿Sería capaz su esposo de tomar la
mejor decisión? El destino de tener a Zeus de regreso a los pies de la
Acrópolis dependía de tener un buen criterio de elección. Fue el motivo por
el que, en contra del recato que le había solicitado el Alcalde, intervino para
hacer unas consultas específicas:
- ¡Señores, guarden silencio; esta es una conversación de besugos si
hablamos al mismo tiempo! – Gritó Vesta.
- Querida, ¿no te pedí que te mantuvieras al margen de todo esto? –
Replicó el Alcalde.
- Lo siento; no puedo estar tranquila si no sé cuál será la opción más
acorde con lo que el pueblo necesito. ¿Qué no entiendes que nos
159
estamos jugando el futuro de nuestras tradiciones? – Contestó la
mujer.
- Lo sé muy bien; por eso te pedí que estuvieras en la puerta, porque
esta conversación debe quedar en el más absoluto de los secretos.
¿Te imaginas si alguien sabe que estamos construyendo una falsa
Caja de Pandora? El Ministro no quitaría todos los beneficios.
- Esa es la razón por lo que decidí entrar. Tú no puedes tomar una
decisión tan importante solo. Necesitas de tu esposa, que siempre ha
estado a tu lado. – Refutó Vesta.
La mujer extendió su brazo para coger la pequeña figura de la Caja
construida con metal; parecía ser un molde a escala menor que tenía la
suficiente robustez en caso de estar en contacto con el fuego o sufrir alguna
caída. Cualquiera que tuviese dos dedos de frente podía suponer que la
madera era un material demasiado inestable e inseguro si se trataba de
elaborar un artefacto valioso. ¿Qué pasaría si, en medio del transporte, la
Caja sufría algún golpe; o si los cambios de temperatura convertían la
madera en material fácil de corroer? Los animales que se alimentan de
madera también eran otra variante a cuestionar. De cualquier forma, era
necesario aplicar una estrategia más económica, y el uso del metal no servía
para economizar gastos. Se requería una decisión duradera y solvente. Vesta
se dirigió a los grupos de maestros, y estableció cuál sería el camino:
- Señores, necesitamos ser realistas y conscientes de las capacidades
de endeudamiento del pueblo. Por lo tanto, la Caja de Pandora será
construida con una base de madera sólida, revestida de sustancias
anti-corrosivas, para, después, ser cubierta con placas de metal
fundido que garanticen la óptima eficiencia de la protección en el
traslado y los posibles accidentes que pudieren surgir.
- ¿Usted sabe lo que significa dejarse llevar por la avaricia cuando se
trata de un artefacto de sumo valor histórico? El metal siempre será
más útil en estos casos. – Replicó uno de los maestros.
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- En sus inicios, la Caja de Pandora fue diseñada con barro y
cerámica. No es necesario ser exhaustivos en el tipo de material. –
Respondió Vesta.
- ¡Pero, señora, estamos hablando de la Caja de Pandora! ¡Usted…!
- ¡Usted no me levanta la voz en mi propia casa, que ya ha sido
suficiente con tener que aguantar quedarme afuera de la habitación
como una auténtica extraña! La decisión ya está tomada. Necesito
que sus obreros preparen la cubierta de la Caja cuanto antes,
conforme a los planos de los maestros madereros. Y ustedes,
señores, comiencen la construcción de la base con la mejor madera
que tengan. – Interrumpió con voz de mando la esposa del Alcalde.
- Señora, sus órdenes ya se están cumpliendo; sabíamos que nuestra
propuesta sería acogida; por lo tanto, nuestros hombres están
trabajando en la base de la Caja desde esta tarde, y realizarán un
turno especial durante toda la noche, para que esté finalizada lo antes
posible. – Respondió el maestro maderero.
Las expresiones del hombre eran del todo literales: si se descendía la
vista en línea recta, y para aplicar el máximo secretismo de los actos, los
obreros de la madera trabajaban codo a codo en la construcción de la falsa
Caja de Pandora. Al avanzar por entre las grandes mesas y pasillos, el
polvillo del aserrín se desprendía en diferentes direcciones, lo que se
conjugaba con los gritos y el sonido de las sierras que cortaban los trozos
del cuidado material. La misión era finalizar la base antes de la madrugada;
quizás una petición poco habitual para empleados que estaban
acostumbrados al trabajo diligente y minucioso; de todas formas, el bono
prometido para acabar con la tarea los motivaba a emplearse con rapidez.
Además, algunos evangelinos se habían unido a la causa de la construcción,
por petición expresa del Alcalde.
A decir verdad, el acopio de elaboración de la madera no estaba en el
subterráneo de la casa del Alcalde por mera casualidad. Como todo
ayuntamiento, los menesteres de fabricación de elementos propios del
avance del pueblo requerían que su centro de origen estuviese cerca de la
161
máxima institución de Evangelis; desde ahí era fácil controlar todo lo que
salía de manos de la recaudación de impuestos provenientes del gobierno
central, cuestión que Vesta le había sugerido a su esposo para, como ella
decía, “tener todo donde mis ojos te vean”. Ese motivo, unido con el ansia
de querer manejar la vida entera de las decisiones del pueblo, fue el que
primó en la mente de la mujer al momento de optar por la madera. Así, más
temprano que tarde, señora y Alcalde caminaban por en medio de los
pasillos del acopio, mirando con detenimiento que la base de la Caja no
perdiese la forma del plano. El Ministro no les había instruido ni ordenado
una configuración específica, pero ellos conocían la mitología, y no podían
darse el lujo de dejar el descuido los detalles.
Los maestros madereros acompañaban a los señores al tiempo que les
indicaban cuál era el proceso de cortados, cepillado y pulido de la madera.
Asimismo, les señalaban las funciones que debía realizar cada albañil.
Sabían de la importancia del trabajo, por lo que no escatimaban en
solicitarles, a viva voz, que la noche era el límite del tiempo establecido
para la construcción de la base.
El Alcalde se apartó un momento en dirección a la puerta para hablar
con los conocedores del metal; les expresó que estaba muy agradecido de la
exposición, pero que era imposible sólo utilizar hierro y estaño ante la
deplorable situación económica del pueblo. Les pidió que, a la brevedad,
acudiesen a su fábrica para elaborar el baño de aleación correspondiente. Un
dejo de enojo se vio en los ojos de los maestros; ellos se habían esmerado en
crear un plan estratégico de largo plazo, más costoso, por cierto, aunque con
todo lo necesario para mantener la Caja en buenas condiciones, por lo
menos, en una centuria. Pese al rechazo de su propuesta, aceptaron iniciar
cuanto antes la configuración de metal.
La mitología nos decía que la Caja de Pandora no era ni de metal ni de
madera, y que, en sí, no tenía una forma de caja rectangular o cuadrada; más
bien, era una vasija de barro y cerámica que semejaba la figura de un jarrón
con tapa. Muchas de las vasijas pertenecientes al período helénico clásico –
que, por lo general, se acompañaban de figuras de personas y seres
162
fantásticos–, albergadas en los actuales grandes museos de Europa, tenían
un gran parecido a aquella original Caja. En ese caso, ¿por qué construir un
artefacto con la habitual idea rectangular? El motivo era simple: hasta ahora,
la conformación albergada en los europeos era que la Caja en realidad tenía
una forma de rectángulo; además, para efectos de una potente visión
comercial que hiciera despegar la alicaída economía griega, siempre una
estructura colosal y llamativa serviría mucho más que una sencilla vasija,
que podría ser considerada una reproducción de las vasijas resguardadas en
los museos. Vesta no ignoraba este punto, y se lo hacía recordar a los
maestros madereros. El énfasis en entregar un producto acabado, de clase y
estilo, dejaría satisfecho al Ministro, al Gobierno y a los habitantes griegos,
que esperaban un repunte de su situación.
- La cubierta de la Caja está en manos de los albañiles especializados
en el diseño sobre madera. Ellos han recopilado información de
nuestra mitología con mucha diligencia. El bajorrelieve se verá
estilizado una vez que se aplique el baño de metal. – Informaba el
maestro maderero a la mujer del Alcalde.
Vesta tenía en el opalino del ojo el deseo de que todo saliera a pedir de
boca, como debía ser cualquier acción que estuviese bajo sus manos, pero
también tenía el profundo desagrado de estar en medio de quienes, para ella,
eran seres inferiores, y que no merecían la pena estar en contacto con un
elemento tan preciado. Sus impulsos, el experimentado sentido de la
intuición, le hacían mirar de soslayo la pequeña conversación que su esposo
mantenía con los hombres del metal; no veía buenas intensiones en ellos, los
consideraba aprovechadores de la situación del pueblo; y, más allá de esto,
le causaban una gran desconfianza de sólo verlos.
Si la Caja estaba finalizada antes del amanecer, no sólo ella, su marido y
el pueblo iniciarían un nuevo camino; Grecia entera se vería mejorada de la
crisis; “Grecia entera”, se repetía para sus adentros. Con esas palabras, se
inició el proceso propio de los seres humanos que ven en una oportunidad la
manera de brillar con luces propias, la forma de salir del desconocimiento,
con todo lo que ello significa. Porque, ¿quién era Vesta? La esposa del
163
Alcalde de Evangelis, digna de ser elevada al máximo endiosamiento por
sus convecinos, aunque desconocida del todo en el resto del país; mucho
más en Europa. Bien valdría el gran trabajo realizado para obtener una falsa
Caja la recompensa anhelada por cualquiera. Ella ya no merecía ser sólo
Vesta, sino que Vesta La Diosa, la salvadora, igual que Zeus, Atenea,
Poseidón y todos los dioses griegos. ¿No su pueblo era el guardián de los
pies de la Acrópolis, y su pueblo eran ella representada en un único ser? Su
esposo no tenía la suficiente fuerza para atreverse a negociar. Ahora, el
opalino de sus ojos se armaba de la codicia por obtener más.
Yunius Polus se acercó a su esposa para comentarle que había acordado
con los hombres del metal la aplicación del baño de hierro aleado; lo cierto
es que Vesta se había dejado llevar por sus pensamientos de interés
personal, y, junto con tomar fuerte del brazo al Alcalde, ignoró del todo sus
palabras, sólo con el objetivo de conminarlo a caer en sus mismos planes:
- Yunius, ver a Zeus de vuelta entre nosotros es insuficiente para todo
el despliegue de ideas y esfuerzos que el pueblo hace por Grecia.
¿No te parece que nosotros merecemos más? – Expresó Vesta.
- ¿Merecer más? No te comprendo, querida; se supone que la llegada
de Zeus es un gran acontecimiento; no debiéramos despreciarlo. –
Inquirió el Alcalde.
- La mitología nunca nos podrá otorgar la prosperidad que siempre
hemos buscado. Nosotros debemos exigir una recompensa propia.
Evangelis lo requiere.
- Evangelis es un pueblo privilegiado al ver la llegada de la
reencarnación de Zeus. No creo que se necesite una recompensa
específica.
- ¡Yunius, escúchame! Debemos exigirle al Ministro un cargo
importante para nosotros dos. El pueblo puede ser regentado por
cualquiera; en cambio, la vida de Grecia, no. ¿Te imaginas los dos
en cargos de relevancia? Zeus estaría orgulloso de nosotros.
- ¿Los dos, dices? Yo no he considerado eso; nunca lo he analizado…
164
La mujer cogió un trozo de madera y, en silencio, lo levantó a la altura
de sus ojos. Era un trozo de madera pequeño, en bruto, sin pulir. Al costado,
había otro trozo, de igual tamaño, aunque con un cepillado que lo hacía ver
más reluciente y estilizado. Vesta siguió el discurso de sus ideas con un
argumento que caló profundo en la mente de su esposo:
- ¿Ves estos trozos de madera? Ellos nos representan a los dos. Ambos
tenemos características similares, cargos parecidos, un linaje único.
El trozo de madera bruta nos representa en nuestro estado actual. En
cambio, el trozo de madera cepillada es el futuro que nos espera:
nuestra esencia es la misma, pero nuestra cáscara, nuestras
embestiduras, nos dan un mejor y más notorio rostro. A eso me
refiero con lo que te digo. Seguiremos siendo los mismos; el poder
será la única diferencia con el resto de los nuestros.
El alcalde escuchaba con atención la explicación de su esposa. Él sabía
que no podía despreciar una oportunidad que, en el futuro, sería poco
probable de volver a encontrar. Sin embargo, sus principios le indicaban lo
contrario. El dilema lo ponía en una encrucijada difícil de resolver. Se quedó
pensativo por algunos minutos, hasta que el líder de los maestros madereros
se acercó a él para informarle que, conforme sus cálculos, la base de la Caja
estaría completa antes del amanecer. Le pidió que, junto con su esposa, se
dirigiera a su cama, y que preparase el discurso necesario a exponer delante
del pueblo. Los maestros y los pueblerinos trabajaban codo a codo para
conseguir la labor propuesta. El baño de acero se aplicaría después de
mostrar la base ante todos, pues sólo se trataba de una acción final. Vesta
escuchaba las indicaciones del maestro con el ceño fruncido, y, aunque
sabía que era importante obedecerlas, su intuición le decía que no era
apropiado dejar la faena en manos extrañas.
- Querida, ellos son profesionales; dejemos que hagan su trabajo, y
vayámonos a dormir. La mañana siguiente nos espera. El pueblo está
deseoso de ver la Caja. Recuerda que hemos realizado una estrategia
específica. – Calmó a su mujer el Alcalde.
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A regañadientes, Vesta obedeció a su esposo, y se encaminaron hacia la
salida de la gran sala maderera. Poco a poco, el sonido de las sierras y las
conversaciones de los maestros quedaban atrás. Era cierto que los hombres
eran profesionales, y que sabían muy bien sus labores, pero eso no
significaba que la confianza debía entregarse del todo. La tosca actitud de
los conocedores del metal aún seguía en la mente de la mujer como un signo
de que, para que sus codiciosos planes resultaran, debía tener los ojos
puestos en las acciones dudosas. Sólo la mano calurosa y cobijadora de su
esposo mantuvo su temple calmado. Ella dependía en buena forma de su
cónyuge; si él no dormía lo suficiente para estar presto al siguiente día en el
esperado discurso, ningún promisorio futuro se vería forjado. Por lo tanto,
asintió con la cabeza sin dar paso a sus egoístas impulsos.
A unos cuantos pasos, los maestros del metal observaban el abandono
del lugar de señora y Alcalde. Uno de ellos, el más joven de los dos, le
consultó al otro si sería apropiado realizar una consulta específica a Yunius.
El mayor le aconsejó que se calmase; faltaba poco para el amanecer; la
oportunidad llegaría en su momento. Comoquiera, el joven se quedó
mirando a las dos autoridades, mientras doblaba en sus manos un trozo de la
muestra del metal que habían expuesto en la reunión. Pudo ver que Vesta
giró la cabeza, y lo quedó mirando fijo. Él supuso que esa mirada,
desconfiada, escrutadora, demostraba las percepciones que la mujer sentía
para con él.
La desconfianza de los ojos de Vesta, en pocos, minutos, se aminoraron
en el lecho de su habitación, cuando, junto a su esposo, se dispuso a dormir.
Las imágenes que le mostraban un futuro promisorio, en uno de los escaños
del Parlamento, le hacían mirar con rudeza, con los ojos fijos. Lo cierto es
que el sueño fue colmando su cuerpo, hasta que, despacio, cerró los ojos,
imbuida en las escenas de la codicia.
Más temprano de lo esperado, los ojos de Vesta se abrieron con la
rapidez de todo aquel que desea despertar pronto. La mujer estaba sola en su
cama. Yunius se había despertado hace pocos minutos, y se encontraba en la
sala de estar redactando el discurso que daría en el balcón del Ayuntamiento
166
ante el pueblo, mientras se descubría la base de la Caja de Pandora. Vesta se
acercó despacio hacia la ventana, para ver cómo los asesores se encargaban
de armar el soporte que serviría de apoyo del artefacto, en la mitad del
espacio de reunión del pueblo. La mañana había llegado.
La puerta de la casa-Ayuntamiento sonó con cierta violencia: se trataba
del encargado de los maestros madereros, quien les anunció que todo estaba
dispuesto para que se iniciara el discurso. Vesta se vistió sin mucho cuidado
en sus vestidos ni maquillaje; e instó a su esposo que se diera prisa. Era
evidente que la mujer deseaba apurar las acciones lo antes posible.
Afuera, los habitantes de Evangelis, conminados por el alguacil mayor,
fueron apostándose uno a uno en torno a la estructura que soportaba la Caja,
cuya base estaba cubierta por una tela azul oscura, a modo de darle un tono
de relevancia al suceso: descubrirla delante de todos (y no la mitad).
La ventana del balcón del Ayuntamiento se abrió de par en par ante la
atenta mirada de los evangelinos que miraban desde abajo. La pequeña
figura del Alcalde apareció a contraluz de los rayos solares que se reflejaban
en torno al frontis del edificio. Los murmullos de los habitantes se
aquietaron poco a poco, hasta que el silencio absoluto se apoderó de la
ocasión. Desde atrás, Vesta acompañaba a su esposo en lo que, para ella,
significaba el punto de partida de una nueva vida. La mujer, con el temple
desdeñoso de siempre, quizás un caso extraño para un personaje apreciado
por los hombres y las mujeres, pues ella no expresaba ni la menor
consideración para con ellos –al contrario, sólo deseaba dejar de verlos–,
observaba a los presentes con una mirada engreída, presuntuosa, sintiéndose
desde ya superior.
El Alcalde no demoró en coger el trozo de papel donde registraba el
escrito que anunciaría la exposición de la Caja. Sus palabras iniciales fueron
de agradecimiento a los maestros madereros y algunos de los habitantes,
hasta pasar a la importancia que tenía para el pueblo entregar el elemento
que serviría de resurgimiento de la desdeñada economía griega, aunque éste
fuese falso. La voz del hombre se hacía cada vez más fuerte, como si
estuviese colmado, imbuido, por la idea de formar parte de la tarea. La
167
gravedad de su voz se elevó al máximo cuando dio por terminado el
mensaje, para decir lo esperado del momento:
- ¡Señoras y señores, queridos habitantes de Evangelis, con ustedes, la
Caja de Pandora!
Las voces de expectación no se hicieron esperar al ver que el retiro de la
tela que cubría el artefacto mostraba su interior. Aunque, para asombro de
todos, y, en lo principal, de Vesta, la sorpresa fue mayor cuando pudieron
ver que, debajo de la tela, no había elemento alguno. La estructura
rectangular estaba vacía, desprovista de aquello que más ansiaban los
evangelinos, también corroídos por la codicia: la falsa Caja de Pandora
había sido robada.
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169
UN CAMALEÓN EN LA CIUDAD LUZ
Los miembros de la Escuela de Arqueología de la Universidad de La
Sorbona de París, relamiéndose la barba algunos, mirándose con ojos
desconfiados otros, esperaban que el decano iniciara la Sesión
Extraordinaria a la que habían sido convocados para analizar la suerte de la
búsqueda de la Caja de Pandora en las sureñas tierras de Francia. El enojo
era visible en la mayoría de los asistentes, que estaban inquietos por ver
consumadas las informaciones entregadas por la máxima autoridad, y que, a
medida que transcurrían las semanas, sólo traían excusa tras excusa.
El salón de la junta, delimitado por un amplio pasillo donde exponían,
en voz alta, los encargados de entregar los avances, no sólo albergaba la
presencia de los académicos parisinos, sino que, también, a modo de visita,
se encontraban los principales miembros de la Sociedad Arqueológica
Griega, quienes se sobaban las manos, a causa del nerviosismo reinante.
Así, ambas instituciones se miraban las caras, uno a uno, en los escaños
establecidos a los costados del amplio pasillo central.
La puerta de acceso al salón se abrió despacio, con un sonido que acalló
las voces murmuradoras que expresaban los señores. Un pequeño hombre,
que sostenía un libro entre sus manos, accedió con la mirada baja y un
caminar lento. Venía seguido de Nikolás Groban, el decano de la Facultad,
que, al contrario de su acompañante, mostraba un rostro recio y ensalzado,
algo que llamó la atención de los académicos, muchos de quienes
consideraban una auténtica desfachatez lucir un semblante quieto como una
roca.
Algunos de los miembros de la Sociedad se hablaban al oído para
expresar comentarios a favor del decano; otros, en cambio, lo consideraban
el único responsable del retraso en el hallazgo de la Caja; incluso, había
quienes presumían una posible lección en contra del gobierno griego, por el
mal manejo de las finanzas, que habían llevado al país a pensar en excluirse
de la Unión Europea. De cualquier forma, la única manera de salir de las
especulaciones era escucharlo; las críticas vendrían después.
170
El pequeño hombre que sostenía el libro sacó fuerzas desde su interior, y
elevó al máximo el volumen de su voz, para que todos pudieran escuchar
que, en breve, el señor decano expresaría el último informe de la búsqueda
de la Caja, además de presentarles a dos expositores traídos de forma
especial desde uno de los puntos donde se había establecido el trabajo de
campo.
Antes que Groban alcanzase a iniciar la exposición, uno de los
miembros de la Facultad, furibundo y descontrolado, se levantó de su
asiento, y, apuntándolo, espetó:
- ¡Usted ni siquiera debiera tener la moral suficiente como para
presentarse ante nosotros con el rostro de la tranquilidad! ¿Hasta qué
día vamos a seguir esperando para que nuestra Facultad se recupere
de la debacle? ¡Déjese de cuentos y leyendas estúpidas; la Caja de
Pandora es un mito; necesitamos algo más concreto para salir de la
insolvencia! ¡Yo exijo su dimisión!
Algunos de los académicos y otros tantos de los miembros de la
Sociedad apoyaron con gritos a favor la solicitud de aquel académico que se
atrevía a desafiar al decano. No cabía duda que la autoridad se encontraba
en una situación difícil, con poco apoyo de sus pares, con una soga hasta el
cuello que no podía sacarse con facilidad. Su asesor, debido a la corta
estatura, lo miraba hacia arriba, inquieto al escuchar la reacción de los
asistentes, aunque seguro de su labor. Sacó una pequeña campanilla del
interior del bolsillo, y la remeció con fuerza, para que se aplicara el silencio.
En seguida, acometió a la lectura del documento de protocolo que normaba
y fechaba la Sesión Extraordinaria, mientras esperaba la venia del inicio de
la exposición.
Groban miraba los rostros enojosos de los académicos, muchos de los
cuales eran contemporáneos suyos, amigos de toda la vida, colegas; la
expresión misma del compañerismo defraudado. Él sabía que había hecho
todo lo que estaba a su alcance para reflotar la Facultad. ¿Cómo solicitar un
crédito más cuando las entidades bancarias cerraban con la puerta en la nariz
todo intento por un nuevo empréstito, sobre todo si veían el historial de
171
deudas con pagadas? Un caso extraño para una Francia que, en comparación
con sus vecinos europeos, había hecho una gestión ordenada, y estaba fuera
de la zona de peligro de la crisis económica. Quizás ese era el principal
punto por el que la Facultad no salía de su potencial derrumbe: el país galo
no tenía la necesidad de establecer un plan de apoyo a los deudores
institucionales; más bien su programa anti-crisis estaba ligado con el
reforzamiento del apoyo social y algunas medidas de restricción de gastos,
algo diferente de lo que ocurría en España e Italia, donde se desarrollan
estrategias de Adèlle a los morosos, junto con un fuerte apoyo a la banca en
vías de quiebra. Por lo demás, la propuesta de la Sociedad parecía
responsable; si las acciones de búsqueda no habían resultado, no era su
responsabilidad directa. Era el tiempo de expresar sus sensaciones y las
novedades. Sacó un pañuelo de su bolsillo, tosió en él, y se suspiró profundo
cuando su asesor le indicó que estaba todo protocolizado para iniciar su
alocución.
- ¡Embustero! – Se escuchó desde el sector de los académicos.
Groban no quiso responder le expresión; sólo carraspeó fuerte para decir
lo que debía decir:
- Señores académicos, miembros invitados de la Sociedad Griega de
Arqueología, la Sesión Extraordinaria que nos convoca hoy tiene dos
motivaciones claras y concisas, que expondré de forma breve, pues,
luego, vendrán otros relatores, más profundizados en los datos, que
nos ampliarán las razones de esta junta. El primer punto tiene
relación con la, hasta ahora, infructuosa búsqueda de la Caja de
Pandora, en algunos pueblos de nuestro país, en lo principal, Llion,
por parte de miembros de la Sociedad que, en este momento, están
entre nosotros. Para mi pesar y el de todos, no existe rastro alguno
del Artefacto de la Mitología, ni de trozos de su exterior como así
tampoco de lo que contiene dentro. El segundo elemento, y por el
que no seré quien me detenga en éste, se trata de la visita que tuve en
el día de ayer, en mi despacho, por parte de uno de nuestros ex
alumnos, el señor Olivier Camaleón, dueño de un viñedo de Llion, y
172
el prestigioso psicólogo social, amigo nuestro, Bernard Freud. Ellos
están aquí, y nos hablarán sobre lo que no sabemos de la Caja.
El asesor del decano volvió a sacar la campanilla de su bolsillo, y, contra
su apariencia, elevó un grito poderoso, para solicitar que ambos hombres
accedieran al salón de la Junta en ese momento. La puerta de acceso se abrió
poco a poco, hasta que todos pudieron ver las figuras señeras y serias de los
dos.
Los ojos absortos, inquietos por la presencia de más de 40 hombres en el
salón pleno, de Olivier Camaleón, el Camaleón con esencia de mujer,
miraban en todas direcciones con el sólo ánimo de apaciguar la
intranquilidad interna en un instante de calma espiritual que le permitiese
decir las indicaciones de la libreta punto por punto. A su lado, Bernard
Freud observaba a los señores académicos y miembros de la Sociedad con
cierto acostumbramientos, pues conocía a algunos de ellos desde hace años.
Miró a Camaleón, y se dispuso a explicar el motivo de su presencia en la
Facultad.
Para Olivier, el Olivier que venía a la Ciudad Luz con un traje de
etiqueta del siglo XIX, coronado por un sombrero de copa que maravillaba y
extrañaba, acomplejaba y degustaba, las palabras de Freud –y los murmullos
de los asistentes– rebotaban en su mente igual que simples bla-bla. Se
suponía que debía estar al pendiente de todo lo que dijese el Doctor, y no
sólo de la mitad, como se dice; en cambio, su indiferencia al ver a más de 40
hombres viejos y refunfuñones, que ni siquiera le inspiraban el mínimo
deseo de ser uno de ellos (porque la esencia de mujer le permitía seguir
pensando en ser aquel hombre que se presentare delante de sus ojos),
contrastaba con la mucha atención que algunos de ellos le prestaban, no por
lo que significaba su nombre, sino más bien por la fineza de su rostro, la
delgadez de su cuerpo, el aire de un travestido.
Las murallas del interior del salón, con algunos espacios desgastados por
el paso del tiempo –algo normal para un edificio que tenía más de 400 años
de construcción–, eran lo único que le hacían motivarse por estar presente
ahí, cumpliendo con la petición de su señor. El Camaleón con esencia de
173
mujer olía la madera y el tapiz viejo igual que cuando percibía los olores del
follaje y el arbolado del bosque. Sin saberlo con certeza, podía reconocer
que algunas de las maderas de los asientos, y, por supuesto, la de las
murallas, provenían de los antiguos árboles, de la naturaleza; podía verificar
que la moderna Ciudad Luz de París también era vida, una vida edificada
desde la materia prima de la Tierra.
Con un leve codazo, Freud sacó de su distracción a Camaleón, para
pedirle que dijese el motivo de su presencia; que expusiese con detalle cuál
era su argumento y cuáles serían las condiciones de satisfacer el
cumplimiento de las peticiones de los presentes. El nerviosismo se apoderó
de su cuerpo como si estuviese siendo punzado por una espada en la mitad
del pecho; el sudor de sus manos y su frente no demoraron en aparecer; lo
cual pudo ser percibido por Freud.
- ¿Te sientes bien, Adèlle? – Le consultó el psicólogo.
Olivier no quiso responderle; en lugar de mantener su inquietud,
obedeció las palabras de su señor, y sacó la pequeña libreta de su bolsillo: el
naipe del rey de corazones apareció al abrirla; el símbolo que demostraba
cuán grande podían llegar a ser sus proyecciones si calmaba sus nervios. Sin
pensarlo más, habló con voz gruesa:
- Como ha expresado el Doctor Freud, nuestra presencia no es una
casualidad del destino ni una visita de placer, porque nosotros, y, en
especial, Charles Poincaret y Lucious Spanaupapulus, hemos estado
detrás de vuestros objetivos luego de recibir las peticiones del
decano, y por el vínculo que desde joven he mantenido con esta
prestigiosa Universidad. En la Facultad de Arqueología, viví mis
mejores años de juventud, aquí conocí a algunos de vosotros, al
Doctor Freud, a lo que me formó como hombre. La búsqueda de la
Caja de Pandora, por lo tanto, va más allá del deseo de encontrarla e
impedir la debacle económica de mi querida Facultad; se trata de
honrarla, respetarla, velar porque ella sea íntegra, devolverle la mano
a lo que inició mi criterio; en resumen, proteger el patrimonio
cultural de la esencia de nuestra Francia académica. Señores, la Caja
174
de Pandora existe, y está en París; yo sé cuál es su localización, y, si
ustedes colaboran en la implementación de la sede de los Viñedos de
la Gran Casona, en la periferia de la capital, yo les informaré cuál es
el punto específico donde se encuentra, y la Facultad será salvada.
La estupefacción de Charles y Lucious no se hicieron esperar, y, más
temprano que tarde, le expresaron, con gritos, cuál había sido el motivo para
ocultar esos datos en su estancia en la Casona de Llion, lo que consideraban
una falta de respeto y un engaño sin límites.
Freud contuvo como pudo los reclamos de los dos miembros de la
Sociedad, con un alzamiento de brazos que buscaba indicar que las palabras
de Olivier eran de conocimiento reciente; la razón principal de la
convocatoria de la Sesión Extraordinaria.
Sin embargo, e instado por una fuerza de la que no supo dónde se
originaba, Camaleón caminó en línea recta con la frente en alto, mientras
hacía resonar los tacos de sus ajustados zapatos de botín, con el fin de
llamar la atención de los inquietos académicos. Para él, después de leer el
mensaje escrito en la libreta, y ver el rostro descompuesto de los ancianos
docentes, no existía mayor prueba de que cualquiera de sus palabras
significaría el control de todo lo que quisiere obtener. ¿No era la Facultad la
que estaba en apuros y pedía ayuda de búsqueda? ¿No era la Facultad la que
había enviado a Charles y Lucious a fustigar su vida pueblerina para
satisfacer deseos y necesidades propias? Pues esa misma Facultad era la que
debía escuchar con atención sus palabras. Su andar lento, seguro, que
denotaba la altura que alcanzaba su cuerpo con el sombrero de copa, mirado
con sigilo por los hombres, le daban la sensación de estar en la cima de
París. Devolviéndose en sus propios pasos, giró rápido para mirar los rostros
de cada uno, y les espetó con fuerza:
- ¡Ustedes sí que no saben nada de la vida sudorosa del campo, donde se
trabaja de sol a sol, sin la necesidad de venderse a los políticos, grupo de
mafiosos de cuello y corbata! ¡Si quieren la dichosa Caja, estaré en el Hotel
de París! ¡Allí quiero tener una respuesta a mi petitorio! ¡Ya está todo
dicho! ¡Esta Sesión se acaba, señores! ¡Hasta la vista!
175
Con violencia, Olivier abrió la puerta del salón, y, seguido de Freud, se
retiró en dirección a la salida de la Universidad. Algunos de los miembros
de la Sociedad, y, en lo principal, los académicos, murmuraban entre ellos,
sin dar crédito a la osadía de las voces de Camaleón. Ellos consideraban un
aprovechamiento de las dificultades de su estado financiero el hecho de
acudir al centro de estudios más prestigioso de Francia a exigir condiciones
a cambio del cumplimiento de una solicitud antojadiza. Lo cierto es que, al
mismo tiempo, estaban conscientes de la gran oportunidad que perderían si,
sólo por orgullo, rechazaban la propuesta. El decano también observaba la
situación con cierto desagrado; no era fácil entregar una propiedad que, por
siglos, había pertenecido a la Facultad para el trabajo de prácticas
arqueológicas, y que, si bien era un terreno en las afueras de la ciudad,
descuidado por el paso del tiempo, no era motivo suficiente para deshacerse
de él sólo por los réditos que otorgaría encontrar la Caja. Un gran dilema
ético y de tradiciones crujía en la mente de la autoridad, quien miraba con el
mismo ceño fruncido que, en ese momento, expresaba Camaleón, a quien el
Doctor intentaba calmar a la salida de la Universidad.
No era posible –en palabras del psicólogo– que la Facultad entregase un
terreno para el cultivo de la vid de un día para otro. Si ellos estaban
buscando reflotar la economía de sus finanzas, bien podrían haber decidido
vender ese terreno, para siquiera haber pagado algunas mínimas cuentas.
Suponer que hombres viejos, conocedores de las situaciones de la vida,
cedieran tan pronto como se les solicitaba era ser incauto. Por lo tanto, ¿era
útil alzar la voz cuando urgía obtener una respuesta positiva?
- Adèlle, si expresas rabia, vas a recibir rabia. Esa libreta tiene modos
que no conviene seguir. Tu señor comete un grave error si piensa
conseguirlo todo de esa forma. ¡Mira esta ciudad; mira la Torre
Eiffel! ¡Mira la antigüedad de La Sorbona! ¿Crees que esta
tranquilidad se ha conseguido con rabietas de niño? ¡París es el
paradigma del conservadurismo europeo! ¡Aquí la Revolución fue lo
último nuevo, y, con todo, se demoraron siglos en aplicarla!
176
Vayamos a recorrer los Campos Elíseos, mientras pensamos en una
manera mejor de resolver nuestra situación. – Añadió Freud.
Era un día templado en la Ciudad Luz; sólo algunas nubes delgadas se
dejaban ver en el cielo celeste, la muestra de estar en plena primavera.
Caminar por las calles se hacia un agrado; aunque eso no significaba que el
impacto de ver a un hombre vestido a la usanza del siglo XIX causase
extrañeza y cierto alboroto en quienes veían pasar a Camaleón. París es una
ciudad con un casco histórico que data de siglos; así como decía Freud, las
tradiciones arquitectónicas se imponían por sobre los edificios modernos; y
quizás sólo el Louvre sobresalía por encima de la Iglesia de Notre Dame, el
Arco de Triunfo, la Casa de Gobierno. La propia Torre Eiffel, el símbolo de
la modernidad de los nuevos tiempos, se había alojado como la única y
exclusiva edificación refulgente, novedosa; pero distante a años luz con la
vanguardia de los rascacielos neoyorquinos. En ese caso, ¿era pertinente
actuar con vehemencia ante una ciudad plagada de tradicionalismo? El
Camaleón con esencia de mujer debía saber esto mejor que nadie al provenir
de un pueblo también envuelto en una serie de ritos.
Quizás muchas de las costumbres eran parte de la vida social del París
de inicios del siglo XXI, pero las nuevas generaciones no conocían su
sentido, las razones por las que habían sido creadas, y por las que los
mayores continuaban considerándolas. La Caja de Pandora era, en ese caso,
el símbolo de la importancia de mantener aquellos elementos propios de las
leyendas y las historias antiguas, a pesar del descrédito que algunos le
daban.
- ¡Esta ciudad no merece que nuestras voces se eleven al viento igual
que canciones estúpidas que nadie quiere escuchar! ¡Esta
Universidad, los hombres y mujeres que estudian dentro, el pueblo
de París debe comprender cuál es el sentido de la vida! ¡No todo es
rutina, no todo es un nacer y morir! – Gritó Camaleón-mujer.
Como si estuviera poseída por el instinto masculino del que se había
hecho carne, corrió a uno de los costados de La Sorbona, hacia los pastos
utilizados por los estudiantes para dialogar y conversar entre las asignaturas,
177
y se apostó arriba de una estatua de un viejo emperador romano. Miró a los
muchachos, y, con una voz aún más gruesa de la que había utilizado en el
Salón de Juntas, exclamó:
- ¡Despierta, juventud actual! ¡Sal de la burbuja de la que os habéis
metido por voluntad propia! ¡Mirad todo lo que había a vuestro
alrededor, y no lo consideréis perfecto! ¡El nuevo milenio no es
sinónimo de totalidad! ¡Todavía queda mucho por descubrir, por
producir! ¡Pero sólo les digo una única palabra: no olviden lo que los
grandes, como este emperador, hicieron en el pasado, porque es a
partir de ellos que somos lo que hoy…!
El delgado cuerpo de Olivier no pudo continuar expresando la potencia
de su voz, pues, de improviso, perdió el equilibrio, y cayó a los pastos en el
preciso momento en que, por un acto de rabia, se disponía a sacar un arma
de su bolsillo, con el fin de disparar a alguno de los estudiantes –que, al ver
la situación, decidieron arrancar–, y quitarse la chaqueta y la camisa, para
mostrar su pecho que, en este caso, hubiese expuesto los senos del que su
esencia femenina no podían escapar. De inmediato, Freud acudió a
ayudarlo, y le pidió que mantuviese la calma:
- ¡Adèlle, no puedes reaccionar de esta manera; sé que tienes muchas
tensiones por la petición que te ha solicitado tu señor, pero debes
equilibrar tu mente! No servirá de nada si sigues con estos arrebatos
de ira.
- ¡París no sabe pensar; el mundo no considera cuál es su papel en la
historia…! ¡Todo será más difícil desde ahora…! – Respondió, entre
la aflicción y la rabia, el Camaleón-mujer.
- No generalices, muchacha; Francia, por lo menos, ha hecho bien su
trabajo en la economía. Si la Facultad tiene un desajuste financiero,
es un caso puntual. Casi todas las regiones y empresas de este país se
han mantenido bien. Tú debes comprender… – Añadió el Doctor.
Con el cuidado de un padre que atiende a una hija, Freud incorporó a
Adèlle de la mejor forma que pudo. Le ocasionaba una gran tristeza tener
que dejarla a mitad de una ciudad grande, con el estado de desequilibrio
178
mental que todavía permanecía en ella. ¿Cuán importante era el deseo de
Camaleón como para exponer a una joven al borde de la demencia a los
cuestionamientos de personas influyentes y de poder? Una única persona en
la bastedad de la Ciudad Luz podía acabar no sólo con ella, con cualquiera.
París es la capital del arte y la maravilla, aunque, al mismo tiempo, era un
verdadero león capaz de tragar de una mascada a cualquier ser que osase
alzarle la voz en sus propia cara.
Freud, conmovido por la situación extrema, consideró que lo mejor que
se podía hacer era sacar a la joven, por algunas horas, del ensimismamiento
de la Caja. París, una de las cunas del arte musical, era perfecta para
desarrollar la habilidad que había causado asombro en él durante la visita en
la Gran Casona: su canto de dioses. El recuerdo fue suficiente para abrazarla
con dulzura, y hablarle al oído con un tono amistoso, que sólo buscaba
acompañarla, conseguir su placidez:
- Esta noche, en el Moulin Rouge, tú serás la estrella de la velada. Tu
voz se dará a conocer por todo París, y ella será la fuerza que te lleve
a conseguir el prestigio y la coraza que todo hombre y mujer necesita
para alcanzar sus propósitos en una ciudad como ésta. – Le dijo en
voz baja, el psicólogo.
- ¿Esta noche…? – Consultó la muchacha.
- Sí, y ante un público que estará expectante de escuchar tu voz.
- ¿Con este atuendo? ¡No tengo otras ropas, doctor!
- No te preocupes, eso déjamelo a mí. Yo me haré cargo de todo. Tú
sólo dedícate a estar en paz, y preparar una actuación deslumbrante,
única.
Los ojos apesadumbrados del Camaleón-mujer miraban con
incertidumbre las expresiones del Doctor, sin dejar de preguntarse cuál sería
su papel en los siguientes días y meses. Sin embargo, tendió a escapar un
momento de las tribulaciones, y mirar, en lontananza, la majestuosidad de la
Torre Eiffel, que, en el crepúsculo de la tarde, encendía sus primeras luces
nocturnas. Las mismas que, en pocas horas, vería destellar en dirección a su
cara, en el escenario del famoso Moulin Rouge.
179
DE LLUVIAS Y DE REVELIÓN
Las voces transfiguradas del bosque, las voces que se levantaban
desde lo profundo de los árboles y el follaje cercano a Llion, resonaban en la
mente de Guilleume, el leñador, como si fueran órdenes expresadas por
todos los seres humanos que sufrían la opresión de las autoridades del
pequeño pueblo. Quizás no eran voces fútiles e innecesarias, aunque se
considerase que salían sólo de la mente del fortachón hombre; tal vez se
trataba de una acción obligatoria, que la naturaleza circundante no podía
dejar de expresar ante el hostil panorama. ¿Qué había en juego en las
poderosas voces del bosque? Había en juego vidas, había en juego formas
de trabajar, había en juego el futuro del pueblo. El futuro del pueblo no
podía ser igual al presente; eso era lo más importante. Existía un mando
superior, el condotiero, el condotiero que, en el momento que muchos
llionenses pasaban precariedades, se fumaba el cuarto habano de una caja
traída de forma especial desde La Habana, Cuba. Una caja que también
había sido elaborada con la presión de un trabajo esclavizado de obreros que
prensaban el tabaco; aunque ese era otro mundo, otras vidas; otro país. Aquí
estábamos en Llion, Francia, y era de Llion, Francia, que se debía resolver
la situación.
Si Paris, la denominada Ciudad Luz, podía gozar de todos los
avances y libertades de una capital de los nuevos tiempos, Llion merecía
gozar de los mismos privilegios que ella. Las dos localidades estaban en un
solo país, no había excusa para otorgar el derecho de modernidad al
pequeño pueblo. Pero ¿por qué esperar más de 700 años para reivindicar el
estado de las circunstancias? ¿Nunca antes había surgido la necesidad de ser
mejores en un país conocido en el mundo por su deseo de revoluciones? El
extremo conservadurismo reinante, la manera tradicional y pausada de vivir,
eran el principal motivo de la parsimonia existente. Los llionenses
aceptaban los insultos, las órdenes, el descrédito, la pobreza y el maltrato
obrero por el íntimo deseo de no ser contestatarios; cuestión de la que todos
los Camaleón se habían aprovechado, aún más los condotieros anteriores a
180
Don Pierre. Guilleume respondía las voces del bosque, que recordaban
todos estos hechos del pasado y el presente, y que le pedían actuar a quien le
habían otorgado el don del nuevo liderazgo.
- ¿Quién soy yo para tomar una carga tan pesada? ¿Cómo puedo
contrarrestar el gran poderío de dos fuerzas: la política y la
empresarial? – Preguntaba en voz alta el leñador.
Las voces del bosque no contestaban, e insistían en avanzar en la
ofensiva que acabase con siglos de intimidación. No era necesario
preguntarse por qué y cómo; la naturaleza sólo pedía actuar: se acercaba el
atardecer del día posterior al que Olivier Camaleón había decidido
resguardarse en la Caja de Pandora de su patio, y, de regreso a su hogar,
Maldonado, el jefe de los obreros, caminaba por el bosque. Guilleume
comprendió las señales, y se acercó a hablar con el hombre:
- ¿Por qué llevas el rostro cabizbajo? ¿Acaso tu jefe de nuevo volvió a
fustigarles la jornada? – Pregunto el leñador a Maldonado.
- No, no se trata de eso. Es algo diferente. – Contestó el obrero.
- ¡Dime qué pasa, que no soy adivino! – Replicó Guilleume.
- Se trata de Camaleón; el jefe se fue de viaje a París; por ahora, está a
cargo su estúpido lacayo, Aristóteles. ¡Es un cretino idiota! En el
discurso de hoy, nos trató igual que perros de la calle.
- Veo que tu jefe ha dejado al mando a alguien con su misma engreída
actitud; aunque…
- ¿Aunque…?
- …No lo suficiente como para resistir la fuerza de más de 100
obreros.
- ¿La fuerza de más de 100 obreros? ¿A qué te refieres con eso?
La pregunta de Maldonado no tuvo una respuesta inmediata; Guilleume
se quedó pensativo por algunos minutos, mientras se tocaba el mentón con
la punta de los dedos. Era evidente que había un escollo menos en el
camino, quizás el mayor de todos. La ausencia de Camaleón significaba la
oportunidad precisa para reaccionar y obedecer el mandato del bosque.
¿Que se trataba de una acción cobarde, al no presentar el rostro con valentía
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delante de Olivier cuando éste llegase del viaje, como debían hacerlo los
hombres de valor, gallardos ante todo? Sí; lo era. Sin embargo, también los
más de 700 años de maltratos y penumbra ameritaban evitar el tono de
hombres guerreros sólo a partir del arribo del opresor. No todos los días
tendrían el privilegio de irrumpir en la Gran Casona para hacerse con el
mando de ella; elegir, de una buena vez, el futuro que ellos deseaban.
Maldonado, fuerte de carácter como pocos dentro del grupo de trabajo
de Camaleón, nunca había mantenido una conversación extensa con
Guilleume; lo había encontrado en los caminos del bosque en ciertas
ocasiones, lo saludaba de la mano, y seguía su camino. Escuchar su
propuesta era, por lo tanto, una extrañeza que coronaba la desdicha del final
del día. ¿Quién era el leñador para iniciar una ofensiva de proporciones en
contra del dueño de casi la mitad del pueblo, sino de toda, si se analizaba la
mano de obra que tenía contratada? Él mismo tampoco era un todopoderoso,
instigador de huestes, ni mucho menos un general o capitán de ejército. Su
cargo sólo se confinaba a dar órdenes a los peones, ellos obedecían porque
conocían quién le había otorgado el cargo. La brutalidad, la ignorancia, la
aceptación incondicional de los hombres hacia el señor de los viñedos, hacía
que la sumisión llegase a la par de los gritos de mando. Maldonado no se lo
explicaba de otra forma.
De cualquier forma, la naturaleza había tomado la decisión de acabar
con su sempiterno silencio de manos de su principal hijo. Porque Guilleume,
con toda la rudeza que muchos pudieren suponer al mirar su configuración
física –musculada, altiva, ruda–, controlaba los ciclos de crecimiento de los
árboles al talarlos de forma regular y no desproporcionada. Él sabía cuándo
y dónde debía cortar, un conocimiento que, al igual que la apropiación
ancestral de los viñedos por parte de los Camaleón, también había pasado de
generación en generación desde siempre en su familia. Se podía decir que
era un hombre muy consciente del equilibrio que debía existir en el pequeño
ecosistema de Llion. No por ello se había opuesto a la idea de extender los
viñedos hacia una sección del bosque, a modo de pago por la ayuda
proporcionada en la búsqueda de la Caja de Pandora, como se lo había
182
planteado Olivier. Él prefirió el pago en efectivo; no le interesaba ser dueño
de aquel reducido territorio a cultivar. Sí le interesaba, pues la naturaleza lo
había convertido en su voz, entregar la libertad a su pueblo.
Con un cuidado propio de los estrategas, se acercó a Maldonado de
forma amistosa. Era evidente que las intensiones de obtener el liderazgo de
Llion no eran las mismas entre él y el obrero; por lo tanto, abrazándolo por
la espalda, utilizó una estrategia específica, al decirle:
- ¿Qué te parece, Maldonado, que, al finalizar la ofensiva, tú te quedes
al mando de la economía del pueblo, y yo de la parte política? ¿No te
agradaría ser el jefe superior de la Gran Casona en lugar del
supervisor de obreros?
- No lo sé. ¿Tú crees que los obreros se unan a nuestra causa? ¿Crees
que obedezcan mis órdenes? – Contestó Maldonado.
- No sólo lo creo; pienso firmemente que será así. No existe otra
persona más adecuada que tú para esos fines. Tus obreros no sólo te
obedecerán, sino que se unirán a nuestra idea como si fuésemos la
única luz que han visto en su oscura vida. Ellos deben estar
esperando este momento desde hace mucho. – Replicó el leñador.
No era fácil avanzar en las intensiones de sólo dos personas si el pueblo
entero no era capaz de asumir que esas mismas intensiones, potentes ideas,
grandes objetivos, no eran las suyas propias. Llion era un pueblo de sumisos
equivalente a la de niños pequeños que ni siquiera tienen la capacidad de
avanzar un paso si no eran tomados de las manos de sus padres. Los padres
de Llion eran, por supuesto, el condotiero y Camaleón. De éste último, salía
la frase ya indicada “Llion no era nada sin los Camaleón”. La única forma
era exponerle al pueblo lo deficiente de sus vidas si seguían supeditados a
una vida sencilla y tradicional, en lugar de pelear por lo propio.
Como si las palabras de Guilleume fueran un bálsamo para los oídos,
Maldonado extrajo de su bolsillo una cepa de uva que siempre guardaba
consigo. Se trataba de una cepa de uva especial, muy dura, que había
encontrado hace algunas décadas en el cultivo, cuando recién comenzaba su
trabajo en la Gran Casona. Cogió la cepa con su mano derecha, y la posó
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sobre la palma de su mano izquierda, para mostrársela al leñador. Hasta ese
momento, los dos guardaban un pequeño silencio contemplador de la cepa.
Pareciera que ambos supieran lo que el otro pensaba en su interior, y que no
era necesario establecer un diálogo sobre la exposición del producto. Ambos
sabían qué se ocultaba detrás de la cepa; un elemento pequeño, minúsculo,
tenía la capacidad de controlar los pensamientos del pueblo mucho más que
una arenga de ataque. La estrategia no podía ser más elaborada; nada más
allá surtiría el mejor efecto en todos, y no sólo la mitad. La cepa se mantuvo
en la mano del obrero por un buen rato, a diferencia de lo que, algunos
metros más allá, y con gran apetito, el condotiero mantenía sólo por
segundos, mientras engullía un racimo completo.
El condotiero reposaba luego de una jornada de comunicaciones y
conversaciones con las autoridades de los pueblos cercanos, en su amplia
mansión. Su gran estómago servía de base para un plato lleno de uvas, que
comía sin mediar contenciones, como sólo el dueño de los rumbos del
pueblo podía hacer. Nada de lo que había sucedido con Adèlle había llegado
a sus oídos, y él daba por sentado que su querida hija aún seguía en la
Casona de Camaleón, bajo la ayuda psicológica del Doctor Freud. A
petición de él, una de sus empleadas se acercó hasta el despacho donde
reposaba, para traerle algo más de uvas, en lo que sirvió para que Don Pierre
consultase sobre los avances de sanación de su hija. La mujer no tenía
ninguna información más allá de la que él mismo le había encomendado:
recibir los comunicados traídos por los criados de Olivier, quienes, hasta
hace dos días, no se habían presentado en la mansión. El condotiero sintió
cierta inquietud; se llevó más de siete uvas a la boca al mismo tiempo, y las
engulló con fuerza. Sabía que algo estaba ocurriendo con su hija. El dueño
de los viñedos volvía a interponerse en la tranquilidad de su mandato; no
cabía duda. Recordó las advertencias del Día del Descanso y la afrenta en el
bosque. Él había tenido que sumirse en la aceptación de dejar en sus manos
a la joven, al ver cuáles eran sus capacidades de afrenta. Su mente había
divagado entre aceptar la rendición o buscar aliados para un ataque más
poderoso, que lo dejará indefenso, vulnerable. ¿Cómo seguir exponiendo a
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su única hija, lo más importante de su vida, a las manos de un tosco y
vilipendiado hombre? Su hija bien podría estar muerta, quizás en una
catacumba, siendo parte de un cruel plan de tortura, en lugar de buscar su
salud. No existía ninguna respuesta más: la sumisión podría llevarlo a
perder el poder en el pueblo, en todo lo que, hasta ahora, había conseguido.
Algunas imágenes de sangre vinieron a su mente. Se veía en medio de una
batalla campal, del todo solo, siendo atacado por las huestes de Camaleón,
mientras éste aprisionaba a su hija hasta la opresión absoluta, en torno a una
pila de fuego, mientras ella clamaba por ayuda, y que, sin embargo, nunca
llegaba, por causa de la soledad de su padre, quien era rodeado por los
hombres de su enemigo, hasta causarle la muerte. La situación se hacía
insostenible.
La empleada se disponía a retirar del despacho, cuando, desde la
puerta de entrada de éste, una criada menor le entregó un sobre que contenía
un mensaje y cierto elemento que resaltaba desde su interior. La muchacha
le informó que se trataba de un mensaje urgente que uno de los hombres de
Camaleón le había entregado, y que debía entregárselo al condotiero cuanto
antes. La empleada agradeció, y le pidió a la criada menor que se retirase.
El rostro de Don Pierre estaba del todo desorientado; aún sus ideas viajaban
por los mundos de ultranza en contra de su persona; no podía sacarse
aquella sensación pesarosa, llena de incertidumbre, de lo que era capaz el
dueño de los viñedos si él no ponía coto. Sin embargo, la empleada tuvo que
superar el desánimo de su jefe, y, con un tono amable, le indicó que había
llegado un mensaje para él.
- ¿Quién te ha entrado esto, mujer? – Consultó el condotiero.
- La muchacha ha recibido el sobre de manos de uno de los hombres
de Camaleón, en la puerta de entrada de la mansión, señor. No sé
cuándo; tal vez hace minutos. – Respondió la mujer.
- ¿No les he dicho que me mantengan informado de cada uno de los
actos de ese hombre en su debido momento? ¿El empleado se ha
retirado o aún sigue ahí?
185
- Ya se retiró, señor. Él sólo trajo el sobre, y se marchó – Finalizó la
empleada.
Don Pierre frunció el ceño y expiró un suspiro largo y profundo, que
causó un estremecimiento fuerte en el interior de la empleada. De
inmediato, con el ademán de manos de siempre, le ordenó que volviese a sus
asuntos. La mujer obedeció en el acto: con la cabeza agachada, corrió hasta
la puerta del despacho para retirarse. La amplia habitación de sumió en un
ambiente aterrador, más allá de las imaginaciones de penurias del
condotiero, pues el sobre con un mensaje y un elemento oculto, era
evidente, traían consigo un anuncio que se presumía adverso, quizás un
comunicado que iniciaba un antes y un después en su vida.
Con cuidado, aunque con las manos temblorosas, don Pierre abrió el sobre y
extrajo su contenido. No había un papel tradicional, con la nota
comunicativa registrada en una hoja lisa y cuidada, sino que ésta envolvía el
pequeño elemento que sobresalía del sobre. Se trataba de una cepa de uva
dura y desgastada por el paso del tiempo, la misma uva que, hace algunos
minutos, había estado en manos de Maldonado. Era el símbolo del mal
presagio, la tradición de un pueblo nacido para el cultivo de la vida, que no
necesitaba de escritos ni de palabras, pero que decía mucho más que
cualquiera de ellas. A pesar de ello, el remitente de la carta no deseaba dejar
todo a los signos, y, junto con la cepa de uva, en el arrugado papel que la
cubría, añadió:
“Llion no es nada sin los Camaleón; aunque, hoy, los Camaleón no estén en
Llion. La cepa de uva podría hacerse más fuerte. ¿Quién la detendrá?”
Don Pierre no pudo contener la rabia que significaba la provocación
del escrito; su cuerpo estaba del todo tembloroso, sus manos no soportaban
mantenerse quietas; era una sensación desagradable, detestable. Con un
movimiento intempestivo, se levantó de sopetón, ocasionando que los gajos
de uva del pocillo se levantaran por los aires de la habitación, y cayesen al
piso, con el consiguiente quiebre del plato.
El condotiero se acercó a la ventana para observar el pueblo en
lontananza, contemplarlo en toda su extensión, y no la mitad. Su frente, con
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las venas al descubierto, denotaba la impotencia que sentía al reconocer que
su poder no era imbatible, que habían muchos riesgos de perder buena parte
de éste o quizás todo.
- ¿Y si lo pierdes todo? – Se preguntaba con inquietud.
Su mano derecha arrugo el papel que contenía la cepa de uva. No podía
soportar el descaro de Camaleón, al volver a desafiarlo, y mucho menos con
su hija como escudo de armas. ¿Acaso él creía que, a pesar de tener bajo
resguardo a su retoña, no sería capaza de adentrarse a la Gran Casona, para
arremeter con su hombres, en busca de su muerte? Sin duda que estaba muy
equivocado; él tenía la valentía suficiente como para enfrentar al propio
Anticristo, si era necesario. Jamás se dejaría vencer por un papel y un signo
de amenaza.
De cualquier forma, y como si se tratase de una conexión de
pensamientos, la rabia del condotiero se vio interrumpida por una nueva
llamada que su empleada anunció en la puerta de entrada del despacho. La
mujer, en esta oportunidad, le informó a Don Pierre que un visitante
aguardaba en la sala de espera de invitados; se trataba de Guilleume, el
leñador, quien indicaba traer una vital información para el condotiero. Éste,
con algo de dudas, le ordenó a la empleada que lo hiciese pasar al despacho,
junto con pedirle que pronto limpiara la suciedad que habían dejado los
trozos rotos del pocillo de los gajos de uva. La empleada asintió con la
cabeza, y se retiró para informarle a Guilleume que podía pasar. Los
pensamientos del condotiero todavía estaban en la incertidumbre de su
momento actual. Quizás nunca había considerado que Camaleón estaba en
una posición de privilegio al tener una gran cantidad de trabajadores, casi el
pueblo completo, bajo su mando. En cualquier momento, a través de un
mecanismo de ataque, podía irrumpir en su mansión, y quitarle el poder por
la fuerza. Prefirió calmarse mientras veía que el leñador entraba al
despacho.
El hombre de los bosques se notaba sereno, seguro de sí mismo, grande,
y, ante todo, joven, la juventud que el condotiero había perdido por el paso
del tiempo, pero que podía recuperar en un joven de fuerzas descomunales,
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capacitado para romper cabezas, rasgar vestiduras, clavar cuchilladas, lazar
disparos a mansalva. No cabía duda que estaba ante un auténtico general de
batalla, lo suficientemente formado en las disciplinas de la guerra. Si era el
hombre que derribaba los poderosos y grandes árboles del bosque de Llion,
¿por qué no podía ser el destructor de la gran planta de la vid, la columna
vertebral de la economía del pueblo? A partir de una estrategia que había
surgido en ese minuto, le pidió, con templanza, que se sentara en la silla del
escritorio, y que le expusiese el motivo de su visita, no sin antes ofrecerle el
quinto habano de su caja traída desde Cuba. La mirada perspicaz del regente
causaba extrañeza en Guilleume, quien, poco a poco, encendía el habano,
desacostumbrado a estar en los espacios acomodados, el mundo millonario y
aristocrático del que buscaba alejarse, y que aceptaba visitar para conseguir
sus fines de conquista máxima. Muy pronto ambos comenzaron a hablar:
- Dime qué es lo que te trae por acá, muchacho. No recuerdo haberte
visto mucho por la mansión; debe ser algo muy importante lo que
vienes a decirme. – Inició el condotiero.
- Así es, Don Pierre. Se trata de Camaleón y de su hija. – Respondió el
leñador.
- ¿Algo ocurre con Adèlle? ¿Acaso ese hombre ha atentado contra su
vida?
- No, señor. Su hija está bien. Lo esencial es con Olivier; él ya no está
en Llion; ha viajado a París.
- ¿A París? ¿Y qué fue a hacer ese tipo a la capital? La Ciudad Luz es
sólo para personas capaces y de temple, no para estúpidos y
pequeños empresarios.
- Él ha decidido expandir su empresa, quiere que sus viñedos lleguen a
toda Francia.
- ¿Y cómo pretender conseguir eso en medio de una crisis económica?
- Francia no está en crisis; o por lo menos, no en demasía, señor.
- Veo que te enteras de la vida, también, muchacho. Bueno, no hagas
tantos rodeos, ¿cuál es el fin de todo esto?
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- Quiero ayudarle a detener el poder de Camaleón; si él desea
expandirse, de seguro querrá quedarse con todo el pueblo; para eso,
haya que detener la esencia de su empresa.
- ¿A qué te refieres?
- Tenemos que acabar con la Gran Casona, y todo lo que contenga
registros de la propiedad de los viñedos. – Argumentó Guilleume.
Dubitativo de sus propias ideas, el condotiero deseaba seguir la línea de
afrente que le proponía el leñador; con ello, significaba interrumpir los
anhelos de surgimiento de Camaleón, que, con una visita en la capital,
podían percibirse grandes y sin límites. Lo que decía Guilleume tenía
mucho de cierto; ¿qué pasaba si, una vez acrecentado su poder económico,
adentraba en la política, y pedía su expulsión del pueblo? Desde siempre, el
hombre había tenido una animadversión contra su persona. ¿Cómo podía
asegurarse de mantenerse en el cargo si no era por medio de un plan de
prevención? La ausencia de Olivier significaba la oportunidad precisa. Sólo
tenía que iniciar el ataque a la Gran Casona, con el pertinente resguardo de
su hija. En ese minuto, Guilleume se levantó de la silla, y, con voz fuerte, le
expresó al condotiero:
- Señor, yo no he venido solo; todos los hombres fuertes de Llion,
trabajadores, obreros y otros, están afuera de la mansión, y esperan
que usted, con su voz de mando, inicie la ofensiva sobre la Gran
Casona. Por favor, salga fuera, y sáquenos de la opresión de más de
700 años, e impida que Camaleón le quite sus atribuciones.
Los absortos ojos de Don Pierre expresaron el gran asombro que
significaba escuchar las palabras del leñador. Nunca creyó que el día de la
lucha llegaría en ese momento. Con inquietud, siguió a Guilleume hasta la
puerta de la mansión, y pudo ver que, fuera de la reja, aguardaban los 600
obreros, dos alguaciles, el panadero, el escribano y algunas mujeres fuertes.
Guilleume dio un silbido hacia el cielo, para que su mascota, el halcón del
bosque, viniese desde el aire y trajese el arma simbólica de la iniciativa: la
espada clavada a los pies del árbol más antiguo. El condotiero preguntó a
Guilleume:
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- En ausencia de Camaleón, ¿contra quién peleamos?
- Contra Aristóteles, su lacayo, la encarnación del criterio de Olivier. –
Respondió el leñador.
- En ese caso, pelearemos con el mismo Camaleón. Esto no será un
acto de cobardía. – Replicó Don Pierre.
Guilleume se adelantó al condotiero para caminar en dirección a la reja
de entrada de la mansión y abrirla de par en par. Mientras recorría estos
pasos, un pequeña llovizna comenzó a caer sobre el pueblo; las gotas
mojaban el rostro del hombre de los bosques, aunque, éste, tan
enfervorizado con la idea de acabar con la Gran Casona al igual que Don
Pierre, no consideraba el rocío del agua, que, por el contrario –con su temple
de hombre de la naturaleza–, veía reforzada su objetivo de encausar el fin de
los malignos tiempos de Llion.
Cuando el leñador abrió la reja, dio un giro en dirección a Don Pierre, y,
con un signo de mano, le cedió la potestad de iniciar la arenga del ataque,
que, de inmediato, el condotiero expresó gallardo:
- ¡Pueblo de Llion, desdeñado por mí en el pasado, aunque ahora
reconocido como personas de fuerza y carácter, ha llegado la hora de
erradicar la plenipotencia y el maltrato! ¡Vayamos todos a la Gran
Casona, y acabemos de una buena vez con el reino de Camaleón!
Los gritos de respuesta afirmativa estremecieron el ambiente que cada
vez se hacía más sombrío, gracias a la llovizna convertida en lluvia. No
podía existir ningún otro suceso más esperado por todos que el de irrumpir
en el territorio del dueño de los viñedos, y acabar con cualquier rastro que
significase su ideal de controlar, ordenar y maltratar.
La gran mayoría de los obreros iban a pie, con un paso firme y
acelerado; algunos, montaban caballos, y las mujeres, las menos,
acompañaban al grupo desde atrás. Don Pierre, junto a Guilleme, había
tomado la cabecera del grupo de ataque, mientras discutían cómo sería la
instancia para adentrarse en la custodiada Gran Casona, que, si bien ya no
contaba con los obreros como defensa, sí tenía un contingente de guardias
custodios, que Camaleón mantenía en reserva en caso de que surgiese un
190
imprevisto. La mayor parte de ellos eran los lacayos que secundaban a
Aristóteles, y que, tras el resguardo de Olivier en la Caja de Pandora del
patio, habían sido redoblados.
Desde un lado del grupo de ataque, Maldonado se unió con el semblante
recio, para dar la impresión de seriedad ante el condotiero. Pronto le expresó
a éste:
- También formaré parte de este grupo de ataque. El día de la rebelión
ha llegado para el pueblo. Llion ya no será el mismo. Mis hombres
han escuchado mi petición, y por esa causa están aquí.
El paso firme del séquito siguió el camino a la Gran Casona sin importar
que la lluvia se hiciese cada vez más potente; quizás se trataba de una
defensa ambiental que la naturaleza del pueblo le brindaba a Camaleón,
quien, como descendiente de una familia legendaria, que había crecido con
la historia del pueblo, tenía una parte de derechos por sobre las tierras de
Llion, aunque la plenipotencia del trabajo los hayan convertido en
auténticos enemigos, despreciados por todos –y no la mitad–, en lugar de ser
alabados por padres fundadores del reconocimiento del poblado en el
entorno de la región.
En tanto, la tranquilidad al interior de la Gran Casona se vio alterada por
un hecho inusual: el gran cuadro que pintaba a Camaleón desde la cabeza a
la cintura, en actitud señorial, sentado en la silla de su despacho, cayó desde
la pared que lo sostenía hasta el piso, para romperse por la mitad, sin darle
tiempo a Aristóteles de sostenerlo. El lacayo mayor caminaba cerca del
pasillo que albergaba el cuadro, y, casi por coincidencia, vio cómo su
pintado señor caía a sus pies. La rutilante, la más infame de las
supersticiones que circundaban las tradiciones del pueblo, se presentaba
delante de su rostro, aunque, quizás, sólo era el efecto reflejo que necesitaba
ver para prevenir el ocaso de la vida de los viñedos. Miró hacia el gran salón
donde solía ver a su señor sentado, y recordó los tiempos en que le servía el
desayuno, desde que era un niño hasta su formación de hombre. Sólo en ese
minuto aceptó que debía superar sus diferencias, en pos de defender la casta
que había nacido junto con Llion: había que llamar a los alguaciles, a todos
191
y cada uno de los alguaciles. Nadie podría irrumpir en la Gran Casona sin
antes superar la fuerza de los defensores con la fuerza de sus propias armas.
Uno de los lacayos menores se acercó a Aristóteles para preguntarle si
era necesario pedirle a la servidumbre que recogiese el cuadro. Sin embargo,
Aristóteles no quiso responder la pregunta, y, en lugar de dejarse llevar por
la destrucción del cuadro, tomó una postura reactiva, con rasgos de
enfurecimiento que iban hacia él y su propio señor, a quien no comprendía
del todo después de escuchar la decisión de enclaustrarse en la Caja de
Pandora. Tan pronto como el lacayo menor se cayó, le ordenó que llamase a
los alguaciles, y que se apostaran en la puerta de entrada de la Casona. Él
tomaría el mando de cualquier afrenta que viniere, como si se tratase de un
capitán de batalla. El cargo de general recaería en sí mismo, para efectos de
resguardar el edificio de la Casona, y todo lo que había en su interior. Su
deber sería no dejar penetrar a ninguno de los hombres que buscasen entrar
por la fuerza; de lo contrario, se encontrarían con la muerte. Comoquiera, el
lacayo menor, desconocedor de los signos y las señales, percibió en
Aristóteles un acto exagerado y enloquecido, y no tardó en preguntarle de
forma inquisitiva:
- ¿Y por qué debiéramos reclutar a los alguaciles?; ¿y por qué yo debo
convertirme en un general? ¿Acaso habrá alguna batalla? Yo no he
sabido de ningún plan de ataque.
- ¡Necio! ¡Inepto! ¡Por eso nuestro señor ha querido resguardarse de
este mundo, porque está cansado de tanta estupidez! ¿Qué no has
visto que el cuadro se ha roto por la mitad? ¿Nadie te enseñó a
reconocer los anuncios? ¡No preguntes lo innecesario! ¡Obedece de
una buena vez! – Respondió furibundo el lacayo mayor.
Con la mirada agachada, y cateando de reojo, el lacayo menor se
encaminó a buscar al jefe de los alguaciles, para que se aglutinasen en la
puerta de entrada de la Casona. En su interior, Aristóteles, hombre recio, la
mayor vertiente psicológica de la que Olivier se había hecho adulto, sintió
por vez primera el temor que cala los huesos, el miedo profundo de perder
todo cuanto lo rodeaba y cuanto había conseguido. No era sólo la Gran
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Casona y su señor quienes estaban en su mente al momento de pensar en el
futuro, era él mismo quien se ponía por punto inicial, tal cual como todo ser
humano que prima su propia postura en desmedro de los demás.
La lluvia se escuchaba con fuerza incluso desde el interior de los cuartos
de la Gran Casona. Como nunca antes, la soledad de la vivienda se hacía
fuerte en medio de la ausencia del amo y dueño de los viñedos. No era
suficiente con saber que, en realidad, éste permanecía adormecido en la Caja
de Pandora, al interior del patio trasero, y que, ante una eventualidad mayor,
se podía acudir a su consejo –el último subterfugio para salir de la desgracia
inminente–, pues los alguaciles eran hombres preparados, los mejores
luchadores que Camaleón había reclutado en décadas de recorrer los pueblos
cercanos, aunque no del todo imbatibles. El anuncio de Medusa había
calado profundo en la mente de Olivier; él pudo comprender cuál era el
significado de la mirada preocupante de la adivina, y, con el vínculo
adquirido con ella desde la niñez, fue innecesario ahondar en preguntas. Ese
había sido el origen de su resguardo en la Caja, su alejamiento de los
destinos de la Casona, y el legado en el desarrollo de ésta en Adèlle y
Aristóteles. El mensaje que éste leía, anotado en una pequeña libreta dejada
en su habitación, registraba cada una de las predicciones que adivina y señor
pudieron advertir. Una había abandonado el pueblo y se dirigía hacia París;
otro, el amo del pueblo, optaba por desparecer del mapa del todo. ¿Era algo
sano todo esto? ¿Aristóteles tenía la necesidad de obedecer a su señor, a
aquel señor que lo dejó solo delante de las fieras de Llion, personificadas en
los obreros y los habitantes?
- No, no es necesario, Aristóteles, pero es un deber que tienes que
cumplir. – Se respondía a sí mismo el lacayo.
El murmullo de gritos de afrenta subía su tono a medida que se acercaba
a la Casona. El poder de las pisadas de los hombres y mujeres se reflejaba
en el pequeño temblor de tierra que se producía en las cercanías de la
entrada, y que remecía las paredes y los artículos ligeros. Llion ya no era
una única voz de queja; era el conjunto de todas las voces hecha carne,
deseosas de ver caer la opresión.
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Aristóteles corrió en dirección de la entrada hacia la Casona, mientras
gritaba al lacayo mayor que replegase a todos los hombres en fila, porque
nadie podía irrumpir en el terreno de su señor sin que antes se viese
fustigado por las fuerzas de los defensores. Ni todo el pueblo podría ser
capaz de acabar con una empresa de siglos, que todavía era la esencia del
desarrollo económico de Llion.
Los cuarenta alguaciles que Camaleón había reunido para ocasiones
difíciles se aparataron, uno a uno, en línea horizontal, apegados hombro con
hombro, a modo de escudo humano de acceso a la Casona. No había otra
forma de custodiar el pequeño territorio si no era con los alguaciles
imponiendo su poderío en el primer minuto, además de mostrar sus armas
blancas y de fuego en ristre, como si se tratase de una amenaza de muerte
segura para cualquiera que se atreviese a superar la barrera de sus cuerpos.
Si bien algunos de los hombres y mujeres del pueblo venían armados,
ninguno de ellos contaba con herramientas de batalla que fuesen capaces de
enfrentar ametralladoras, pistolas de grueso calibre y cuchillos de doble filo.
Se podía decir que era una auténtica utopía, un juego de niños, una pelea
entre un elefante y un ciervo, el hecho de pretender atacar en igualdad de
condiciones al séquito de alguaciles, si se consideraba que las armas más
elaboradas sólo eran unas pequeñas pistolas.
Aristóteles, ataviado con un sobretodo revestido con capa, avanzó
entre los alguaciles con un tono de autoridad sin precedentes; parecía que
todas las dudas y los temores se habían escapado de su cabeza para
reemplazarlos por la más poderosa decisión de ataque. La lluvia que caía
sobre él no mermaba el objetivo de sacar a toda la raza inmunda del pueblo
que se había atrevido a irrumpir en la Casona; interrumpir el descanso de su
señor. Cinco alguaciles mayores iban a sus espaldas, uno de ellos intentaba
cubrirlo de la lluvia con un paraguas, aunque él prefería caminar más rápido,
en dirección a los líderes de la revuelta.
Don Pierre se había apostado en el primer puesto de batalla, dos
pasos más adelante que Guilleume y Montesinos. Los tres permanecían
impertérritos ante la llegada de Aristóteles, a quien consideraban el
194
verdadero cerebro detrás de todas las acciones de Camaleón. Podría decirse
que enrostrar a Aristóteles era desafiar el pensamiento opresor del pueblo de
los últimos veinticinco años, el tiempo en que Olivier se había vuelto adulto,
desde que la temprana muerte de su padre le hubiese impedido realizar toda
su juventud, en aras de cumplir con las metas productivas de los viñedos.
Muchos de los que estaban en la línea de lucha, los habitantes de
Llion y los obreros (que habían visto la hostil respuesta que había lanzado
en contra de los presentes en la plaza el Día del Descanso) no estaban del
todo conformes con el liderazgo de Don Pierre, un hombre nacido y criado
en medio de la aristocracia, también –por dicha causa– fustigador de los
habitantes; un condotiero que, en esencia, mantenía el límite entre una
autoridad y el resto de una forma notoria, con un carácter que denotaba la
ideología de división de clases sociales que, desde su cuna familiar, había
calado en sus actitudes. Sin embargo, los humanos también estaban en
Llion, y los humanos se motivan a través de intereses propios. Los intereses
que, en la entrada de la Gran Casona, sea quien fuere estuviese al mando, se
resumían en conseguir un mejor futuro para sus vidas.
Los rostros silenciosos aunque probatorios de la furia interna que se
podía percibir en el ambiente fueron suficientes para reconocer que el
minuto de iniciar la ofensiva había llegado. La seguridad de Aristóteles de
tener ganada la batalla no sólo se exponía en la visible diferencia de armas,
sino que, también, en la aparente poco experiencia de luchar que tenían los
habitantes del pueblo. ¿Cómo una masa de obreros y hombres comunes
podría derrotar a alguaciles reforzados con armas de última generación,
adiestrados para guerras entre naciones? No todo estaba en las armas y en la
preparación. Había métodos y estrategias que podían acabar con cualquier
amenaza en menos tiempo del que cualquiera batallón tuviera en mente.
Guilleume obedeció la seña realizada por Don Pierre con la decisión
de un capitán que no puede desteñir las confianzas de su general y de sus
hombres. Con la tradición de los sonidos del bosque, sacó un trozo de
madera ahuecada, que, como si fuera un corno sonoro, sopló con fuerza,
cuestión de hacerlo vibrar entre la multitud.
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La motivación del sonido, la meta de obtener un nuevo y diferente
despertar, encauzaron una rápida respuesta a la pregunta que Guilleume
gritó en medio de todos:
- ¡Pueblo de Llion!, ¿estáis preparado para iniciar un renovado
amanecer? ¿Tenéis la fuerza necesaria para derrotar a nuestros
enemigos?
Ninguno de los pobladores mantuvo el silencio absoluto del que se
habían sumido. Cada uno alzó una potente expresión positiva de ser capaces
de arrebatarle el poder del pueblo a Camaleón y sus seguidores. Arrebatados
de sí, retrocedieron unos cuantos pasos, y sacaron el arma oculta que
Montecinos había preparado con anticipación: potentes e indestructibles
antorchas de fuego, capaces de mantenerse encendidas más allá de la
persistente lluvia.
Como caballos de carrera que requerían del anuncio de partida, los
hombres y mujeres de abalanzaron sobre los hombres para arrojarles las
antorchas de fuego en el rostro. La acción había sido consensuada camino a
la Casona, con la decisión de establecer una apariencia de pobreza de armas,
a partir de una acercamiento suficiente para no caer en el intertanto bajo los
certeros y poderosos disparos del armamento de última generación.
Comoquiera, algunos de los alguaciles pudieron reaccionar a tiempo: se
alejaron de la zona de las antorchas al mismo tiempo que disparaban a
mansalva, causando la muerte de los hombres que buscaban verlos caer.
A partir de la iniciativa de los pobladores, la entrada de la Gran Casona
se convirtió en un auténtico campo de batalla, donde hombres y mujeres
luchaban contra los alguaciles, envueltos en la rabia interna que les causaba
sentirse superados por un personas sencillas; rabia que sólo era posible
sentir en aquellos alguaciles que no eran presa del fuego inmediato, y que
ardían en medio de gritos de dolor que causaban espanto para los lacayos
mayores, quienes intentaban por todos los medios detener a los insipientes
luchadores, con pocos resultados.
Delante de todos los pobladores, Don Pierre y Guilleume se interponían
entre los alguaciles y los lacayos mayores, poniéndose en la primera línea de
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lucha. El objetivo era evitar que Aristóteles siguiese resguardándose entre
algunos alguaciles que lo defendían al mismo tiempo que corrían al interior
de la vivienda. No podían permitir que el plan se les escapase de las manos a
costa de la cobardía del gran lacayo. Por su parte, Montesinos seguía
liderando el grupo de pelea, con antorchas a dos manos, moviéndolas en
todas direcciones para que los alguaciles no tuvieran tiempo de responder
con disparos. En menos tiempo del calculado, gran parte de los enemigos
estaban derrotados en el suelo, calcinados por el fuego del que había sido
presa fácil. Los que no recibieron el poder de las llamas en su cuerpo habían
arrancado hacia los viñedos aledaños, dejando tiradas las armas, a causa del
pavor que les había causado enfrentarse a una estrategia defensiva que
nunca habían considerado. Sin embargo, asimismo, buena parte de los
pobladores había caído derrotada, sucumbida por los disparos al azar, que
eran mucho más certeros que el fuego, y que les causaba la muerte
inmediata.
La tensión y la angustia habían acabado con toda la valentía de
Aristóteles. La mano derecha de Camaleón tambaleaba de izquierda a
derecha, llevado por los dos alguaciles que los custodiaban. Su cuerpo, su
mirada, se volvían débiles ante la inminente derrota. Poco antes de que
pudiera acceder a la puerta de la Casona, tres antorchas fueron arrojadas a
los costados de ésta, lo que impidió que pudiera seguir su camino. El fuego
se esparció rápido por los contornos de la vivienda, y se acrecentó cuando
algunos pobladores encendieron otras antorchas para reforzar la propagación
de las llamas, así la gran casa se convertía pronto en una bola de fuego
incontrolable, que espantaba a Aristóteles, y lo hacía retroceder, para caer de
rodillas al piso, abatido por la aflicción, suplicando a Don Pierre y
Guilleume, quienes lo tenían rodeado:
- ¡Por favor, hagan conmigo lo que quieran, pero no destruyan la
Casona; esto es todo lo que mi señor tiene para llenar su alma! ¡Él
no se merece esto! ¡Nosotros no nos merecemos esto!
- ¡Tú y tu señor pueden darse por derrotados! ¡El tiempo de la
desdicha se acabó para Llion! ¡La opresión ha sido suficiente! ¡La
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Gran Casona debe consumirse en cenizas para que no quede ningún
recuerdo de la maldad de siglos en el pueblo! – Respondió
Guilleume.
- ¡Señores, sean sensatos, este fuego se propagará más allá de los
límites de la casa, y también acabará con la vida de mi señor!
¡Tengan piedad de él! ¡Júzguenlo y no lo maten! – Replicó el gran
lacayo.
- ¿A qué te refieres con que no acabemos con su vida? ¿Acaso tu
señor no está en París? ¿O es que Camaleón está aquí? – Increpó con
fuerza Don Pierre.
El rostro de Aristóteles se tornó compungido, prueba de haber cometido
un error en medio de la desesperación por salvar la Casona y al propio
Olivier. Se suponía que nadie debía conocer que éste, en realidad, dormía
recluido en la Caja. Lo cierto es que ¿cómo podría permitir que su señor
muriese envuelto en el fuego? Afligido, alzó su mirada hacia atrás, para ver
cómo la Casona se sumía en el fuego: el símbolo del fin de la empresa de
los Camaleón. El epílogo de la vida de todo cuanto rodeaba la industria de
los viñedos. El fin de su propia vida.
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CANCIÓN PARA UNA CAJA DESOLADA
“La Caja de Pandora” se había convertido en el proyecto musical más
elaborado por el dramaturgo Giorgio Cousteau; la magna idea teatral
permanecía en la lista de espectáculos que el Moulin Rouge tenía como
primera propuesta teatral luego de que la presentase ante sus dueños,
quienes deseaban darle un nuevo aire al local, algo que le diera un realce
fuera de las tradicionales expresiones del vodevil. “La Caja de Pandora es la
conjugación perfecta entre cultura y expresión musical; ustedes podrán ver
en escena la fastuosidad de la fuerza femenina y la sensualidad que toda
mujer tiene dentro de sí, con un esmerado acervo en la mitología griega”,
decía Cousteau, para mantener el interés de Nemesius, el encargado artístico
del local. ¿Qué hacía falta en este fastuoso musical para que por fin fuese
aprobado? Sin duda que lo más importante: una voz privilegiada que saliese
del doblaje y la fono-mímica, la resonancia hecha mujer, que pudiese
expresar el sentimiento necesario a partir de la primera nota musical. La
búsqueda había sido infructuosa; ninguna de las muchachas que
participaban en las representaciones había dado con el tono que Cousteau
requería; ni siquiera una larga lista de cantantes semi-profesionales que
habían hecho filas en el casting. Si bien la expresividad que Cousteau
buscaba, para muchos, era una manía por encontrar lo óptimo, la
credibilidad de sus treinta años de experiencia en las tablas validaba la
espera que los dueños mantenían, como ellos decían, “hasta que el maestro
encuentre su musa inspiradora”.
Las musas, que también forman parte del vasto corolario de figuraciones
mitológicas griegas, no estaban lejos. “Aquella específica musa del canto
viene conmigo, y está afuera, esperando que le digas si puede pasar”, dijo el
doctor Freud a su entrañable amigo Cousteau, después de haberlo saludado
en unas de las salas de audición del Moulin. El Doctor Freud, como todo
humano, también tenía sus horas de diversión; y el salón de variedades era
uno de sus sitios predilectos, en lo principal, por saber que ahí estaba su
amigo de la infancia, además de la belleza femenina existente. Cousteau le
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había contado su afán por dar con la voz especializada para su puesta en
escena; le había informado lo costoso de encontrar el tono adecuado, el que
a él le servía; siempre, por cierto, con un dejo de desilusión. Por lo tanto,
Freud supo que en Adèlle había descubierto lo que a su amigo le hacía falta
con urgencia: la lozanía vocal, el garbo que significaba. No tenía nada más
que presentar a la musa inspiradora cuanto antes.
En una esquina de la sala de audición, la joven esperaba sin el disfraz de
Camaleón. Su cuerpo se sentía extraño, parecía pedirle que saliese de ese
sitio de inmediato, se sentía desprotegida sin el debido traje de su señor. Las
dudas eran cada vez más profusas, y su mente volvió a divagar en las
alucinaciones de horror que aparecían en la Gran Casona y en el bosque de
Llion. Se veía envuelta en ropas y caretas que no eran las esperadas, en un
escenario con un público adverso, que se mofaba de ella, se reía a
carcajadas, la sacaba a patadas del show; la hacía sentir una figura de circo.
La llegada de Freud, que la tomó de la mano para presentársela a Cousteau,
acabo en parte con los miedos que sentía.
El dramaturgo y la potencial artista se miraron a los ojos con otros ojos,
no con los ojos de un virtual empleado a un virtual superior, sino que con
los ojos de la atracción carnal, la sensación que, hasta ahora, Adèlle no
había dejado adentrar en sus sensaciones. Si antes había mantenido la
atracción para con los hombres por el deseo profundo de ser uno de ellos,
esa atracción se convertía en una gran fascinación por el semblante de
Cousteau, quien, pese a sus sesenta años, se mantenía en un estado corporal
valorable: era delgado, de rostro enjuto, ojos verdes, cabellera en parte cana
y en parte negra, gran estatura, y un bigote del todo negro, que, para muchas
de sus seguidoras, era un símbolo de sensualidad.
No hubo necesidad de que el dramaturgo pronunciase palabra alguna
para que la joven caminase hacia el escenario y realizara la prueba vocal.
Adèlle se dirigió con pie firme al sector del micrófono que la esperaba, con
un caminar tan ligero como el que mantuvo en el sector del invernadero de
Olivier. Subió por la pequeña escalinata sin mirar a ningún otro lado que el
201
centro del pasillo del espectáculo, sólo con la firme idea de entonar la
misma melodía que cantó en el patio de su señor.
Freud y Cousteau se sentaron en la primera fila de las mesas de Moulin
con la mirada puesta en la muchacha, que vestía una delgada falda blanca,
cuya ajustada costura la hacía ver más delgada y menuda de lo que era.
La, al principio, delgada voz de Adèlle se acrecentó cada vez más toda
vez que debía alcanzar el tono fuerte que deseaba expresar. Ella no cantaba
la misma melodía del patio; en esta oportunidad, había preferido abocarse a
un tema que su padre solía escuchar en un viejo tocadiscos de la mansión
campestre: “La vie en rose”, de Edith Piaf. Comoquiera, con esta entonación
o con la de antes, la muchacha realizaba una interpretación brillante,
superior a cualquier otra candidata que Cousteau había audicionado.
Los dos hombres se miraban entre ellos, con la certeza de estar ante un
auténtico prodigio de la canción popular, un diamante en bruto que debía
pulirse lo antes posible. Freud levantaba las cejas, y apuntaba con los brazos
extendidos y en movimiento, destacando a saber que ahí estaba lo que tanto
el dramaturgo estaba buscando. Él podía verificar en directo que las palabras
de su amigo eran reales: Adèlle tenía las cualidades de sobra para ser la
prima donna de su fastuoso musical.
Cousteau no pudo esperar a que la joven finalizase su presentación;
con saltos de emoción, subió hacia el escenario, y le pidió que dejase de
cantar, pues ya no era necesario demostrar más sus capacidades. Le pidió
que se buscase algo ligero de comer en su domicilio, y que, su deseaba,
llegase con las mismas ropas dentro de una hora, para que comenzase el
ensayo de la sección que le correspondía desarrollar en el musical. Esa
misma noche sería su primera actuación; el público la esperaría con ansias.
La gran emoción que sentía el dramaturgo se veía en sus ojos, en su
mirada; la vívida sonrisa era la prueba de que su alma había sido rebosada
de alegría después de encontrar a la musa de inspiración. Con pasos
delicados, la ayudó a bajar del escenario, mientras la miraba con un
sentimiento que, por cierto, iba más allá del placer musical, un sentimiento
que también era correspondido por ella.
202
El Doctor Freud sentía algo de emoción en su interior; Adèlle podía
ser muy bien su nieta, y, en ocasiones, la miraba como tal. El psicólogo se
preguntaba cómo es que, hasta ese minuto, no había conseguido formar una
familia estable, con hijos que lo saludasen, con una esposa que lo quisiera; a
veces, recordaba su pasado, un pasado oscuro, aunque no del todo su
responsabilidad, como algo que le pesaba siempre, una roca eterna de
pesadumbre que jamás podría eliminar. Quizás ese era el principal motivo
por el que, después de su etapa negra, donde nunca estuvo en sus cabales,
donde se había dejado dominar por lo que decía el resto, sus trabajos de la
psicología social, su nueva y renovada vida, eran sus únicas armas de lucha
diaria. Una lucha que se veía ejemplificada en Adèlle, a quien la tenía por
claro reflejo de lo que el pensamiento colectivo era capaz de forjar en las
mentes humanas; en lo que dichas mentes forjaban en su propia sociedad.
Con una sonrisa cómplice, confirmó las indicaciones de su amigo, para
llevarse a la muchacha, y traerla de vuelta en el tiempo señalado.
La noche llegó más rápido de lo esperado. Los preparativos para la
presentación del musical se habían realizado, en tiempo récord, en menos
tiempo del estimado. Con el acuerdo previo establecido con Nemesius,
Cousteau había organizado la puesta en escena en una primera etapa de
sorpresa, para los asistentes que, en general, acudían los días viernes al
salón de eventos. El público de los días viernes era un público más liberal y
abierto a las nuevas sensaciones; el mismo Nemesius había creado shows de
iniciación para esos días, aunque, en ninguna otra ocasión, se había abocado
a un drama parecido al de los teatros de aristocracia, porque “La Caja de
Pandora” se podía comparar con una pequeña opereta, con diálogos incluso
en griego, melodía adaptadas para la ocasión, y que lo hacían ver como una
novedad riesgosa. Sin embargo, era Nemesius quien deseaba darle el nuevo
aire al Moulin, por lo que asumía las responsabilidades tanto como su
dramaturgo estrella.
Afuera, el cartel que Cousteau mantenía guardado en la bodega
desde hace meses, sólo a la espera de encontrar la voz adecuada, anunciaba
lo nuevo de aquel día: “La Caja de Pandora. La mitología musical renueva
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el Moulin Rouge”. Algunos asistentes miraban el letrero con la evidente
curiosidad de todo ser humano; otros se sentían atraídos por el hermoso
dibujo que se había elaborado para la ocasión: Zeus destapando la Caja,
mientras salían todos los males al mundo; Pandora, a su lado, suplicante de
no hacer tamaña calamidad.
Detrás del escenario, entre bastidores, Adèlle esperaba el inicio del
espectáculo con la mirada fija en el espejo. No quería dejarse llevar por las
insinuaciones de sus fantasmas, que solían aparecer en el los vidrios
reflectantes. Prefería retocarse el rostro con el maquillaje adecuado para la
ocasión. Se suponía que la confianza y el agrado que percibía en Giorgio
eran el mejor escudo para no dejarse llevar por las insinuaciones
imaginarias.
A pesar de todo, cuando se levantó de su silla para dirigirse a la puerta del
camerino, la voz de su señor resonó fuerte en el cuarto. La pregunta
provenía desde su espalda, en el espejo; y era clara y contundente:
- ¿No te he ordenado venir hasta París para hacerte cargo de mis
negocios? ¿Por qué abandonas mi empresa y te dejas llevar por lo
banal, por lo fútil? – Recriminaba el imaginario reflejo de Camaleón.
La joven se sintió acorralada por esa mínima pregunta que comenzó un
interrogatorio repleto de consultas que sólo buscaban persuadir su decisión
de cantar. Camaleón, su voz, se escuchaban con más fuerza en la pequeña
habitación, ahora con un tono amenazante, que le advertía que debía asumir
las consecuencias de sus actos si, por dejarse llevar por las luces del
espectáculo, relegaba las funciones de la Gran Casona. Adèlle se veía
apabullada por las innumerables preguntas, que, si bien salían de su mente,
para ella, eran tan reales como el hecho de estar a segundos de salir a
escena.
Sin darle más espacio para que las interrogantes continuasen, con un
rostro compungido por la desesperación de escuchar la voz de su señor en
todos lados, salió corriendo del camerino en dirección al escenario.
Camino a escena, una pequeña figura de mujer le impidió que continuase
corriendo. Los potentes ojos de aquella fémina, anciana a todas luces, por
204
las demarcadas arrugas de su rostro, le causaron impacto, al punto que le
hicieron gritar de pavor. La vieja mujer aquietó el temperamento de la
muchacha, y le informó que venía desde lejos, desde Llion, sólo con un
único motivo: advertirle lo importante de seguir las indicaciones de
Camaleón, quien no se encontraba en la mejor de las posiciones, luego de
participar en el musical. Para Adèlle, nada tenía sentido, no sabía quién era
esa mujer, no sabía por qué ella se presentaba de la nada en su camino, no
sabía cómo ella conocía a Camaleón.
- No te esmeres en saber de mí; sólo averigua tu interior; acepta que
estás en una misión especial, que no te puedes distraer demasiado. –
Respondió la anciana, mitigando las dudas que tenía la joven.
- Pero ¡siquiera dígame quién es usted! - Replicó Adèlle.
- La adivina Medusa soy; en Llion me dicen La Adivina, y tu señor
me trata de Medusa. Ahora me retiro, aunque apareceré pronto de
nuevo si lo estimo necesario. Ya estás informada. – Argumentó la
mujer.
Común a ella, dichas esas últimas palabras, la anciana desapareció sin
dejar rastro. Otra vez desde la nada había aparecido y desde la nada se
disipaba en el ambiente. Por su parte, en cambio, las dudas de Adèlle no
desaparecían y se mantenían firmes. ¿Por qué esa mujer había aparecido en
Moulin para advertirla de su error de participar en el mundo de las luces? ¿A
qué se refería con que Olivier no se encontraba en la mejor de las
posiciones? Era imposible negar que ella estuviera en París con un objetivo
específico, una labor clara, y que involucrarse de forma permanente en el
espectáculo le podría incitar a abandonar la empresa. De cualquier forma,
era el momento de la presentación. Cousteau la esperaba con la esperanza de
entregarle al público una noche única.
Después de la presentación que el propio Nemesius expresó, el musical
se inició con la creación de Pandora, la primera mujer, por mandato de Zeus.
Adèlle se dejaba modelar por la encarnación teatral de Hefesto, el dios del
fuego y la forja, mientras que, a los costados, Afrodita y Atenea ordenaban
otorgarle la gracia y la sensualidad y el dominio del arte. Así, desde los
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extremos, aparecían sensuales muchachas que simbolizaban estos
elementos, acompañadas de las representaciones de las Gracias y las Horas.
En ese momento, desde el fondo de la cortina trasera, Cousteau levantaba la
mano a la joven, para que interrumpiera la configuración en arcilla que
Hefesto realizaba, con un cálido canto que expresaba las sensaciones y las
ideas que la propia Pandora tenía para su modelación mental y corporal, y
que demostraban el poder que, desde su origen, habían tenido las mujeres en
las decisiones del mundo. Uno de los actores que solía participar en los
espectáculos del vodevil del Moulin, Claude Borges, hizo su aparición
desde el extremo derecho del escenario, para interpretar a un maléfico
Hermes, que pedía, también con un tono de canción, sembrar en la mujer las
mentiras, la seducción y un temperamento furtivo, todo con el fin de
conseguir el “bello mal” que cautivase a los hombres, cuyo mandato recibía
el rechazo de la reciente Pandora, ahora, con un tono de voz más grueso,
que demostrase la independencia del personaje.
Sin importarle las peticiones de Pandora, Hefesto finalizó su cometido,
hasta modelar por completo a la primera mujer, quien quedó desvalida en el
suelo, sumida en la tristeza de no ser lo que ella deseaba. Un nuevo canto,
amargo, desgarrado, salió de su boca, como si con ello quisiera que la
humanidad entera viera cuán grande era su aflicción. En ese momento,
desde el costado derecho del escenario, apareció la encarnación de
Epimeteo, un dios joven de rostro apuesto, aunque con pocas condiciones
para la inteligencia. El actor que lo interpretaba traía consigo una careta, con
el fin de disimular la carencia de la vejez de su rostro, lo que contrastaba
con el buen estado físico de su cuerpo, que se notaba musculoso y de gran
estatura: no era otro que el mismo Giorgio; había decidido ser él mismo
quien representaste al dios sólo con el fin de estar cerca de la muchacha.
Ambos sintieron el flechazo del amor: Epimeteo se agachó para recoger
a la desconsolada Pandora, quien seguía cantando, ahora con un tono más
bajo. Giorgio puso su mano derecha sobre la boca de la joven, y entonó una
potente melodía de fuerza, al mismo tiempo que incorporaba a la mujer en
un cadencioso baile de origen griego. Las miradas de pasión superaban la
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máscara del dios: sus potentes ojos verdes instaban la atracción de Adèlle,
quien no sabía por qué presentía estar junto a alguien conocido, pues no
sabía que tras la careta se escondía el dramaturgo. En el ensayo, la
interpretación de Epimeteo había recaído en otro actor, Calisto Foulloux, un
joven lozano, a quien pudo ver a rostro descubierto por no necesitar de
máscaras en ese momento; un joven que tenía profundos ojos marrones y no
verdes. ¿Quién era este nuevo actor que se presentaba delante de ella, con
un estilo cautivador y desafiante? Querría haberlo sabido en cuanto se
soltaron las manos al finalizar la canción; sin embargo, ese era el momento
de la irrupción del regalo del dios Zeus: la Caja con todos los bienes y males
del mundo.
El escenario se tornó oscuro; una música de misterio era lo único que se
escuchaba, mientras, desde lo profundo, ascendía lento, una gran figura
rectangular cubierta de una tela negra, único espacio iluminado por un haz
de luz. Cuando la Caja estuvo del todo elevada, Pandora y Epimeteo se
acercaron con curiosidad y temor de saber qué era lo ocultaba la tela. Era
extraño ver aparecer de improviso una figura colosal. ¿Tendría relación con
las quejas de Pandora? ¿Vendrían a ser satisfechas las solicitudes de la
mujer? Ninguna de las interrogantes pudo ser resueltas, porque, desde el
aire, y revestido de un traje de águila, Zeus, el dios de todos los dioses, hizo
su aparición, para, con voz poderosa, informarle a Pandora que traía un
regalo que resolvería todas sus demandas: una Caja que contenía los bienes
que ella necesitaba, en función de salvar al mundo de una descendencia
desmejorada.
La tela negra que cubría a la Caja fue quitada por las Gracias y las
Horas, hasta que se pudo ver qué había debajo de ella. Zeus le pidió a la
mujer que se acercase, y que viera la maravilla del artefacto, hecho con un
material resistente: el hierro de las fraguas de Vulcano y la madera interior
de los bosques de Natura. La Caja era, sin duda, un armatoste precioso, con
decorados de plata y oro, encajes de rubí, madreperla y lapislázuli; en sí, una
obra de arte. La primera mujer estaba absorta de ver la hermosura del regalo
de Zeus, a quien agradeció con una reverencia. El dios de dioses recibió la
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señal de agradecimiento no sin indicarle a la pareja presente que estaban
delante de una elaboración divina, la elaboración superior que un dios
pudiera haber creado:
- En esta Caja, se guardan los elementos más preciados de la
humanidad, elementos que, hasta ahora, sólo los dioses han tenido
oportunidad de poseer. Sin duda que sois afortunados al recibir de
mis manos este valioso obsequio. Abrid la tapa para conocer cuáles
son esos elementos. Verán que son de gran utilidad en las acciones
de los humanos del mundo. – Señaló con una voz aún más bronca el
dios supremo.
La mirada de pasión que habían mantenido Pandora y Epimeteo se
convirtió en una de dudas y temores extremos, sobre todo después de que
Zeus no diera tiempo para resolver las consultas, y se elevase en vuelo
directo al Olimpo. Ninguno de los dos comprendía por qué se les había
presentado un regalo en la mitad del baile, cuando todo indicaba que se
dejarían llevar por las sensaciones del placer. ¿Acaso este era una
distracción para que saliesen de su embrujo? Los dioses no entregaban
obsequios por el solo hecho de ser dadivosos con los humanos. La mente de
Pandora, decisiva, intuitiva, cavilaba todas estas dudas toda vez que miraba
los contornos de la Caja.
El musical se tornó lujurioso: era la sección que incluía la participación
de las bailarinas, que, caracterizando la danza de las Gracias y las Horas,
envolvió a la pareja en un sinsentido por conocer cuál sería su futuro si
obedecían las voces de Zeus. Aún faltaba la mitad de la presentación
cuando, desde el escenario, la figura de Medusa volvió a calar hondo en el
pensamiento de Adèlle. Las palabras de cumplir con la petición de Olivier
regresaban al interior de la muchacha. La música se hacía cada vez más
constante, envolvente; no existía manera de superar el barullo mental que
provocaba el baile de las chicas, las miradas del público; los potentes ojos
verdes de Epimeteo.
La desorientación mental de Pandora creció al extremo de creer que se
encontraba afuera de la Gran Casona de Llion, con el pueblo como público,
208
y la Caja, el resguardo de su señor. Ella, en un acto de desesperación, se
despegó de los brazos de Epimeteo, con el fin de abrir la Caja, y ver qué
había en su interior. Desde el extremo izquierdo, una voz poderosa apareció;
se trataba de la figura de Prometeo, quien, también enmascarado, le exigía
que no la abriese, pues se encontraría con elementos que desatarían las más
grandes penurias en la humanidad. El Prometeo se acercó con rapidez a su
lado; la respiración del dios fue la señal perfecta para saber que detrás de la
máscara se ocultaba su señor, Olivier, quien venía a exigirle abandonar los
espacios de diversión cuanto antes. El colapso mental de Adèlle no pudo
más contra sí misma: su cuerpo se infundió en un calor interior que la hizo
gritar en medio de la actuación, al mismo tiempo que rompía su hermoso
vestido blanco, con la amarga expresión:
- ¡Perdóneme, mi señor; lo he desobedecido; yo debo ser Olivier
Camaleón y sólo Olivier Camaleón!
El descontrol de la joven fue percibido por el público, quien, en un
primer momento, consideró que se trataba de parte del musical. Sin
embargo, cuando vieron que ella se abalanzó sobre la Caja, como si quisiera
impedir que alguien la abriese, hasta poder incorporarse sobre ella, con
gritos que ninguno de los presentes entendía, pero que, para el Doctor
Freud, que siempre se había mantenido en la primera fila del salón, eran
claras alucinaciones a la imagen de Camaleón.
Freud deseó intervenir en el escenario, pero Nemesius, que estaba
sentado en la misma mesa, lo contuvo del brazo, indicándole que el musical
tenía muchos momentos de desenfreno, debido a la esencia de la Caja: un
artefacto que, como dice la tradición, trae sorpresas que juegan en contra de
lo establecido.
Las expresiones de Adèlle seguían subiendo de tono; ahora se había
bajado de la Caja, y se dirigía hacia el público, con su vestido desgarrado,
los senos al descubierto, la cara desfigurada por la tensión que emanaba
desde su interior. Era evidente que esto no era parte del musical. Freud
había detectado que, como suele ocurrir, llega un momento en que el
trastorno obsesivo-compulsivo toca techo, y el enfermo exterioriza su
209
desequilibrio con acciones coléricas. Había que actuar cuanto antes, o, de lo
contrario, Adèlle podía incluso atentar contra la vida de alguno de los
asistentes. Caminando por entre las mesas, se dirigió hacia donde estaba,
para inyectarle una dosis de morfina; no podía perder ningún segundo más.
Las reacciones de la intérprete de Pandora superaron los límites cuando
tomó del cuello a uno de los hombres, mientras les gritaba a todos en
derredor que no se involucrasen con ella ni con su señor, pues él debía
permanecer adormecido sin ser molestado por nadie, y que ella era la
encargada de asumir la empresa de la Gran Casona. Los asistentes no
entendían nada. El revuelo comenzó a notarse: los asistentes de las mesas
traseras se levantaron en dirección a la puerta para marcharse. El caos salía
de todos los cálculos de Cousteau; él no podía dar crédito a lo que estaba
pasando; sólo atinaba a mantenerse quieto, a causa de la impresión.
El ataque de ira de Adèlle continuó con una desestabilización propia: su
cuerpo no pudo resistir la tensión hasta que se vio envuelto en espasmos
bucales que le hicieron arrojar una gran cantidad de espuma por la boca, al
tiempo que caía al suelo con consiguientes espasmos corporales.
Freud llegó cuando la muchacha estaba revolcándose en el suelo; el
espectáculo era dantesco; algunas señoras que estaban a los costados se
cubrían los ojos por el espanto que les causaba mirar cómo la espuma cubría
todo el rostro de aquella delgada joven. El tiempo jugaba cada vez más en
contra si él dejaba que el desequilibrio se tornase en una descompensación
total de su cuerpo, por lo que el doctor no dudó en ensartarle la aguja directo
al corazón, para calmar las actividades sanguíneas de raíz.
La solución del tranquilizante supo efecto más rápido de lo esperado: la
muchacha detuvo sus espasmos a los pocos segundos; su cuerpo se notaba
tenso, recto del todo, aunque con la tranquilidad de poder dominar sus
acciones. Con calma, la tomó en brazos, apoyando sus manos en el cuello y
los muslos de Adèlle. Su rostro parecía el de una mujer fresca, aún más
joven de lo que sus años mantenían en su cuerpo. La magnificencia de aquel
semblante, a ojos vista de Freud, lo hacía enternecer, retraerse otra vez en el
210
pasado, aunque sin deseos de querer ahondar más en él, porque ese pasado
ya no deseaba traerlo al presente, jamás.
A pesar de las palabras de sus amigos, Nemesius y Cousteau, que le
pedían dejar a la niña entre ellos, a la espera de que llegase el personal de
asistencia médica más especializado, el Doctor no quiso seguir las
peticiones, y prefirió salir cuanto antes del Moulin Rouge. Un sudor frío
corría por su espalda, como si él fuese el responsable del desequilibrio de la
joven. Era evidente que también había jugado un rol importante en la
aparición de ella en el musical, lo cierto es que él lo había hecho con buenas
intensiones. Lo que más le intranquilizaba de la situación es que Adèlle
seguía balbuceando el nombre de Camaleón, muestra de que el compromiso
adquirido con el empresario era demasiado profundo para ella. Freud hacía
un signo de negación con la cabeza. Consideraba incomprensible que los
deseos de poder de su ex alumno hubiesen calado tanto en la joven.
Pero era así. Al amanecer siguiente, igual que un gato de siete vidas,
Adèlle se levantó de la cama, en la habitación del hotel, dispuesta a vestirse
con el traje masculino que su señor le había ordenado usar. No había otra
idea en su mente que sacar adelante la empresa de los viñedos, quizás con
amenazas, quizás con fuerza, aunque con la suficiente entrega para sentirse
satisfecha de entregar todo en la cancha. El espejo la reflejaba con un rictus
firme, que no sabía de derrotas hasta el minuto de sentirse acorralada por las
huestes enemigas. Con delicadeza, se retocaba el falso bigote en la extremo
del labio superior. No le parecía estar encubriéndose en el cuerpo de
Camaleón; para ella, Camaleón se había abocado a descansar y dormir; por
lo tanto, su rol debía ser cubierto por un asistente incondicional, que jamás
fallase ante las adversidades.
Freud dormía en la habitación contigua; aún no se reponía del disgusto
de Moulin; sentía un peso en el cuerpo que no podía resistir, que no lo
dejaba despertar, a pesar de que intentaba hacerlo en incontables ocasiones.
La responsabilidad de la muchacha era su propia responsabilidad; si a ella le
ocurría algo, se sentiría mucho más culpable que con las acciones de su
pasado.
211
Los límites de Adèlle, en cambio, no existían; ella sabía que el pleno de
académicos de la Facultad de Arqueología de La Sorbona la esperaba para
darles la respuesta a sus peticiones. Si se imbuía en la misma preocupación
del Doctor, nunca obtendría los resultados esperados. Sin esperar a que
Freud se despertase, se encaminó hacia la Universidad con paso seguro, no
sin antes mirar de reojo al psicólogo, como si, aún cuando se sentía recia en
sus ideas, quisiera que se despertase para que la acompañase.
Al interior del Salón de Junta, los académicos discutían entre ellos cuál
sería la mejor decisión para conseguir la anhelada Caja de Pandora. ¿Era
adecuado entregar la vasta propiedad de trabajo de campo arqueológico a
cambio de un artefacto que, quizás, no les entregaría las sumas de dinero
para sacar adelante la institución? El sector estaba devaluado, por lo que
nunca podrían obtener buenos réditos si, en lugar de entregarlo, decidían
venderlo o, incluso, rematarlo. Sin embargo, también estaba la tradición, sus
propios estudiantes. ¿Dónde se realizarían los futuros trabajos de campo de
la Facultad? ¿Todo tendría que reducirse a la teoría? Había mucho en juego
para seguir las órdenes –para algunos, caprichos– de un empresario sureño.
La puerta de acceso al salón se abrió de par en par al mismo tiempo que
el murmullo de los académicos finalizó. El decano, su asistente y el
Camaleón-mujer entraron juntos para dar inicio a una nueva sesión. El
pequeño asistente volvió a carraspear antes de informar a los presentes que
se dirigiría ante el pleno el señor decano. La autoridad se subió al podio
discursivo, miró a todos los académicos con ojos de intuir cuál había sido la
decisión de cada uno, y expresó las palabras de inicio:
- Gracias, señores, por asistir a esta nueva sesión. Ustedes conocen
cuál es el objetivo de la misma, por lo que, para ser breves, dejo la
palabra al Director de Asuntos Académicos. Él comunicará la
decisión que ha tomado la Mesa Directiva, al Señor Olivier
Camaleón, aquí presente, respecto de entregar el terreno de los
trabajos de campo de la Facultad, a cambio de la Caja de Pandora.
Las bajas estaturas de los miembros se evidenció una vez más cuando el
Director de Asuntos Académicos se levantó de su butaca para dirigirse al
212
podio: era aún más pequeño que el asistente del decano, lo que significaba
que su cuerpo no superaba el metro. Su rostro, por el contrario, mostraba la
seriedad y el conocimiento que todo académico que llega a su cargo posee.
Subió al podio con total soltura, mientras miraba a su alrededor sin fijarse
en Camaleón; la decisión de su semblante rompía con la tranquilidad de la
joven, quien presentía cuál sería la respuesta del pleno. El Director
respondió sin muchos rodeos:
- Señor decano, Señores de la Sociedad de Arqueología Griega,
miembros de la Facultad, Señor Camaleón, luego de un análisis
exhaustivo de la petición de trocar el terreno de trabajo de campo por
el artefacto mitológico de la Caja de Pandora, el pleno ha decidido…
El Director, en un movimiento involuntario, rosó el vaso con agua que
estaba a un costado del podio, y lo dejó caer al suelo, trisándose. Pronto el
decano ordenó al asistente que lo recogiese, a la vez que solicitaba al
Director que siguiese con sus palabras. El director continuó serio:
- …Como les decía, señores, y disculpen mi acto involuntario, el
pleno ha decidido entregar el citado terreno de trabajo de campo, a
cambio de la Caja de Pandora, al Señor Olivier Camaleón, quien
asegura poseer el artefacto. El pleno ha decidido esto en una
votación no unánime de 45 votos contra 36, por lo que, a petición de
los mismos académicos vencedores, debo expresar que la victoria no
es compartida por todos los dirigentes de la Facultad, aun cuando
este fallo servirá en gran medida para salir de la situación de
deficiencia económica…
El discurso del académico se vio interrumpido por la brusca irrupción de
cuatro hombres y un caballo al Salón de Juntas. Los guardias de seguridad
de la Facultad venían detrás de ellos, y le dieron las explicaciones al decano
que no habían podido detenerlos en su arremetida. Uno de los hombres, el
que se montaba a caballo, acalló a todos con la fuerte solicitud de que
escuchasen sus palabras, antes de seguir con cualquier acción, pues traía
consigo algo muy valioso. El decano contuvo a los guardias, y les pidió que
abandonasen el Salón. Por su parte, los académicos, en especial, los
213
miembros de la Sociedad, comentaban entre ellos el porqué de tamaño
desorden.
Comoquiera, el hombre de a caballo, que hacía llamar Atila, en honor al
personaje de la Antigüedad, expresó con voz potente que, por ningún
motivo, entregaran los terrenos a Camaleón, pues él traía consigo la
verdadera Caja de Pandora, y que la ofrecida por el empresario era una
réplica falsa, creada sólo para conseguir sus fines económicos. Atila, sin
detenerse en su exhortación, ordenó a sus tres acompañantes que trajesen
desde afuera la Caja, y la expusiese a todos los presentes. De inmediato, los
hombres la acarrearon al interior del Salón, a ojos vista de todos: por lo que
apreciaba, la Caja tenía mucho de real: era rectangular, cubierta con oro y
metales preciosos, con bajorrelieves acabados. No parecía ni muy vieja ni
muy acabada; es decir, daba la impresión de estar ante una auténtica figura
de los tiempos remotos, que había pasado, de siglo en siglo, por las manos
de muchos hombres. Los académicos estaban asombrados, tal vez contentos,
al ver que tenían ante sus ojos un artefacto mitológico único en su especie.
El decano se acercó a la Caja con sigilo; estaba mirando en directo la
solución de todas las desgracias de la Facultad; sus infructuosas acciones
para dar con el paradero del artefacto habían llegado a su fin. Lo cierto es,
en ese caso, ¿qué es lo que había ofrecido Camaleón?, ¿era una farsa todo su
petitorio, sus promesas? Sin más, le pidió a Atila que les expresase de dónde
venían y cómo había encontrado la Caja. Atila, con certeza, respondió:
- Con mis compañeros, venimos desde las faldas de la Acrópolis de
Atenas, del pequeño pueblo de Evangelis. La Caja siempre ha estado
ahí. La mantuvimos oculta por más de dos milenios, y, en vista de
que nuestro pueblo griego está al borde del colapso económico, por
la crisis reinante, y en obediencia a las palabras de Zeus, la hemos
traído, para sacarla del ocultamiento, entregarla a la Sociedad de
Arqueología Griega y exponerla a los turistas del mundo.
Charles y Loucious, al escuchar las palabras de Atila, reaccionaron con
extrañeza, pues, para ellos, la Caja había salido de Grecia desde hace
mucho. Lo cierto es que, a la vez, se sentían reconfortados al saber que no
214
tendrían que compartir las ganancias del turismo con la Facultad, cuestión
que, en su fuero interno, desconcertaba al decano.
Sin embargo, el que más se encontraba inestable era el Camaleón-mujer,
quien alzó su voz para ordenar que no escucharan las palabras de los cuatro
hombres, ya que, si bien ellos lo tildaban de embaucador, también esa
misma Caja podía ser una réplica falsa. En acto seguido, apuntó hacia Atila,
y lo encaró, mientras lo amenazaba a que se bajase del caballo para pelear
como un hombre. Éste, para sorpresa del Camaleón-mujer, respondió:
- Disculpe, pero yo no peleo con mujeres.
Sin dar tiempo para responder, con un movimiento de dedos, el de a
caballo mandó a uno de sus tres compañeros que se acercase al empresario,
y le rasgase las vestiduras al nivel del pecho. La fuerza del hombre causó
que el traje y la camisa del Camaleón-mujer se partiesen en dos, a la vez que
exponía ante todos sus pequeños aunque decidores pechos. El asombro
volvió a coger todo el Salón: los académicos no podían creer lo que veían;
se habían dejado llevar por las palabras de una mujer, prueba palpable de
que, si desde su cuerpo mentía, bien sus promesas de poseer la Caja serían
una farsa de principio a fin.
Otra vez, la estabilidad mental de Adèlle, ya no el Camaleón-mujer, se
vio alterada por los hechos que atentaban con sus intensiones de ser Olivier
Camaleón a toda costa. La nula presencia de credibilidad en los presentes la
hacía expresar los mismos gritos del Moulin, donde aseguraba que ella era
el empresario, aunque todos dijesen lo contrario. Sin dejarse amedrentar por
las palabras de Atila, sacó de su bolsillo la pistola que traía consigo,
cuestión de acertarle dos disparos directos a la cabeza a su nuevo asechador.
El de a caballo cayó muerto en el acto. Adèlle estaba desquiciada; disparaba
en todas direcciones; no tenía ningún tipo de medida; para ella, todo había
llegado a su fin si las personas no lo reconocían como el auténtico Olivier
Camaleón. Entre sus disparos, dos de los tres compañeros de Atila cayeron
derrotados, y al propio decano le llegó un disparo en la pierna. Su asesor dio
un grito de alerta, para que los guardias entraran al Salón, aunque, en este
minuto, Adèlle había sido atrapada por las consecuencias superiores del
215
trastorno obsesivo-compulsivo, sacudiéndose en el suelo, con espasmos
corporales incontenibles, junto con la inherente espuma bucal.
A tiempo de impedir la respuesta de los guardias, el doctor Freud
accedió al Salón en acompañamiento del dramaturgo Cousteau. Vio a la
muchacha en el suelo: la misma imagen de compulsiones que supuso
volverían a aparecer en ella si se arropaba con los trajes de Camaleón.
Comprobaba en directo que haber seguido la solicitud de su ex alumno, y
traer a la muchacha a París, era una acción del todo equivocada. Volvió a
clavar en el pecho de la niña la aguja con el somnífero, mientras le pedía
ayuda a su amigo para sacarla de la Universidad. Había que subirla al
automóvil que los esperaba afuera lo antes posible, para llevarla al hotel.
Los dos corrieron por sobre los académicos, el Director y el asistente del
decano, quienes buscaban impedir que la mujer saliese de la Facultad sin
recibir apresamiento por su instinto asesino, a pesar de que algunos habían
comprendido que se trataba de una persona demente, que no podía controlar
sus actos. En medio de esta agitación, la pequeña figura de Medusa, la
adivina, apareció enfrente de Freud, para ordenarle con voz segura:
- ¡Hombre, tú me conoces! ¡No me mires como un bicho raro ni me
subestimes, pues conoces mis facultades! ¡Lleva a la muchacha en
este momento a Llion! ¡Camaleón está acorralado por los habitantes,
que se han levantado en revelión, y ella es la única que puede
salvarlo! ¡No pienses si mis palabras son reales o no! ¡Saca a la niña
de aquí! ¡Llévala al lugar del que nunca debió salir! ¡Pronto!
El psicólogo se sintió extrañado, aunque suponía que buena parte de las
palabras de la mujer eran reales, sobre todo después de verificar en directo
la opresión que Camaleón ejercía en el pueblo. Vio cómo, con la misma
forma en que apareció, la pequeña anciana ya no estaba delante de sus ojos,
lo que aseveró la credibilidad de sus palabras.
Cuando, con Adèlle, estaba dentro del automóvil, el viejo Fiat 705 que lo
había acompañado en las últimas décadas, y su amigo Cousteau, ahora al
volante, le preguntó a qué hotel debía dirigirse, el viejo psicólogo respondió:
216
- No vamos a ningún hotel, amigo mío. Nosotros regresaremos a casa,
adonde ella pueda respirar tranquila.
Con rapidez, Cousteau aceleró en dirección a la Carretera Sur, camino al
pueblo de Llion. Los intentos por conquistar París habían sido en vano,
aunque, pese a todo, todavía quedaba espacio para estabilizar la mente de la
joven, quien, en pocas horas, volvería a sentir la compañía de su señor.
El automóvil pasaba por fuera del Moulin Rouge, donde todavía se colgaba
el letrero del musical “La Caja de Pandora”, mientras que ambos hombres,
sin necesidad de estar presentes, volvían a escuchar el hermoso canto de
Adèlle, la paradoja perfecta del cantar de una mente desolada.
217
LA LEY DEL CAMALÉON
Llion se mostraba como un pueblo sumido en el desorden absoluto
que todo pueblo, y no la mitad, expone ante la inexistencia de un líder
único. Porque ni Don Pierre ni las huestes comandadas por Guilleme habían
conseguido dominar la iniciativa de rebelión de sus habitantes, mucho
menos habían logrado encontrar al desaparecido Camaleón, aún oculto en el
patio trasero de la Casona. Maldonado, por su parte, lucía en su pecho
desnudo los tatuajes que había pintado para la ocasión, y lo hacían resaltar
fuerte, vigoroso, en medio del grupo. Él estaba a la espera de la orden
definitiva de Guilleume, la parte del plan que no estaba contemplada por
Don Pierre, y que había acabado con el intento de unificar las ideas: prender
fuego a la pira que estaba bajo sus pies, luego de haberlo amarrado a un
tronco de madera, cuestión de quemarlo por completo. El deseo de controlar
todo lo que existía en el pueblo, de saldar cuentas, acabar con la indiferencia
del pasado, habían podido más en la decisiva afrenta contra los viñedos, a
través de una estrategia que el condotiero jamás hubiera imaginado. Para
quienes habían sentido el maltrato, la vil arrogancia de la autoridad, el
pueblo todo de Llion, por supuesto, tomar ventaja de una situación para
acabar con otra, pasaba por algo válido y útil. ¿Por qué de un día para otro
permitirían olvidar la actitud pusilánime y odiosa del funcionario máximo?
¿Era suficiente razón el haber iniciado una hondonada en contra de
Camaleón para sacar de sus mentes la bajeza con la que se vieron tratados
en los últimos cinco años? La idea de sacar del camino la opresión del
empresario se reforzaba aún más si, con un disparo que mata dos aves, se
eliminaba todo lo negativo de raíz. Así, la gran parte de la hueste se sentía
conforme al ver que don Pierre vivía sus últimos minutos, aunque, con la
misma fuerza, esperaba dar con el paradero de Camaleón, de quien, por lo
menos, conocían su verdadero paradero.
Desde lejos, por el camino de entrada al pueblo, los tripulantes del
viejo Fiat 670 veían la columna de humo que se levantaba por sobre los
árboles, signo de que la información de Medusa tenía razón. El doctor Freud
218
observaba el rostro de Adèlle con más tranquilidad; su estado de descontrol
había pasado desde el desequilibrio total a un rostro con mirada quieta, que,
de todas formas, no quitaba el estado de alerta en que el especialista debía
estar, ante un nuevo ataque corporal de la joven. Cousteau también miraba
con apremio a ambos; él consideraba que no sólo la muchacha necesitaba
estar serena, sino también el Doctor, un hombre del que conocía su pasado
tanto como de su propia vida.
Los llionenses que estaban en la última fila del grupo de rebelión se
extrañaron al ver que el Fiat 670 se paraba detrás de ellos, a la vez que, del
interior, salía Freud, agitado, para pedirles que les dejara el paso libre.
Algunos de los pueblerinos, que habían estado presentes en el tumulto de la
plaza del Día del Descanso, pudieron reconocer a Adèlle; los mismos se
asombraron al ver que caminaba recia y segura, en comparación con la
postura deprimente, casi sometida, de hace algunas semanas. Lo cierto es
que la inquietud de verla aparecer ante el espectáculo del intento de
asesinato de su padre recorrió todos los cuerpos, que, en la inestabilidad de
sensaciones, sólo tendieron a obedecer en el acto dejar pasar, en lugar de
impedirles la entrada a la Casona.
Guilleume, que estaba al interior de la vivienda, todavía amenazando
a Aristóteles para que le indicara el lugar exacto de donde se encontraba
Camaleón, desconocía la llegada de la mujer; esto significaba el quiebre de
su estrategia, pues no contaba con la aparición de personas externas al
pueblo, que podrían delatarlo ante las autoridades mayores, por el alto delito
de amenazar de muerte a un funcionario de Gobierno. Sin embargo, nada de
esto aún llegaba a sus oídos, e insistía en poner la punta de su gran hacha de
leñador en el cuello del hombre, a pesar de los gritos de clemencia que éste
lanzaba.
Antes de lo imaginado, y aunque había visto el flagelo en que se
encontraba su padre y el fuego que envolvía la Casona, Adèlle irrumpió en
ésta, ahora, con un paso más ligero, directo al interior del patio trasero. A su
paso, como era de esperarse, se encontró con el gran cuerpo del leñador,
quien no había notado la presencia de la joven. Aristóteles sí vio a la
219
muchacha, y, en su aflicción, iba a solicitar su ayuda. Comoquiera, para
sorpresa suya, no alcanzó a pronunciar palabras, cuando Adèlle sacó la
pistola que guardaba en un bolsillo de la chaqueta que aún vestía, para, de
inmediato, asestar dos disparos en diferentes sectores de la amplia espalda
de Guilleume. El musculoso, que tenía una vigorosa fuerza interior, primero
cayó arrodillado al suelo, hasta, con un intento desesperado de vivir,
desplomarse del todo al costado de Aristóteles.
El fuego avanzaba con más fuerza hacia el interior de la casa sin
forma de controlarlo. Freud también se había atrevido a entrar con el fin de
proteger a su paciente, y, cuando vio la deliberada acción, la conminó a
olvidarse de tomar represalias, o, de lo contrario, ella misma podía morir en
el intertanto. Adèlle tenía un camino trazado; su llegada a Llion le había
mostrado el mundo que ella no deseaba ver, la pequeña ciudad que ella
jamás se había imaginado; por lo tanto, estaba dispuesta a superar todo tipo
de obstáculos, sin importar que su propia vida estuviera en juego.
Aristóteles, más repuesto, también le pedía que saliese de su anhelo de
venganza. La chica era indiferente a cualquier palabra. Para ella, su
derrotero final era llegar hasta el patio trasero, que también comenzaba a ser
afectado por las llamas: su señor estaba ahí, su señor debía ser rescatado.
Maldonado, en la puerta de entrada, lidiaba con Cousteau, cuya sensibilidad
actoral le había permitido adelantarse a los hechos, armándose con una
pequeña escopeta de tiro, que apuntaba al líder de los obreros con un rostro
rabioso. Ambos se enfrascaron en una fuerte disputa:
- ¡Idiotas, están socavando su propia tumba; si ustedes pretenden
interrumpir nuestra rebelión, toda Francia se perjudica! – Expresaba
Maldonado.
- ¿Toda Francia? ¡No exageres, hombre! ¡Este es un pueblo pequeño!
¿De qué forma afectaría al país si no consiguen lo que buscan? –
Respondía el dramaturgo.
- ¡En lo más importante que puede tener cualquier hombre y por lo
que los mismos franceses lucharon un día, en la Revolución: la
libertad! ¡El fin de la esclavitud! – Replicaba el líder obrero.
220
- ¡Estamos en tiempos de entente y colaboración! ¡Ustedes no pueden
ejercer presión en base a los asesinatos y la quema! Con esto, lo
único que consiguen es aumentar el odio entre sus pares. –
Argumentaba Cousteau.
- ¡Esto es culpa de esa maldita Caja! ¡El patrón se volvió loco con esa
idea, y sólo ha deseado obtener más poder a través de un artefacto
inexistente! ¿A qué Caja te refieres, hombre?
- ¡A la Caja de Pandora! ¡Yo he visto a los hombres académicos
hablar con él y con el leñador! ¡El mismo psicólogo que llegó con
ustedes ha estado metido en esto! ¿Es que no distinguen entre la
realidad y la fantasía? ¡Es Caja nunca ha existido! ¡Eso lo sabemos
todos! ¡Le lavaron el cerebro al jefe! ¡Lo volvieron loco! – Finalizó
Maldonado.
No todo era desconocimiento para Cousteau al momento de escuchar el
enojo del jefe obrero; él había sido informado por el Doctor sobre los
motivos que lo habían llevado hasta París, y cuál era el objetivo de regresar
a Llion con la muchacha. El dramaturgo miraba a su alrededor con el
instinto de un creativo del arte: el pueblo podría ser aquel grupo social que
busca salirse de los márgenes y pelear por lo que le pertenece. Un pueblo
furioso de mantenerse bajo el yugo de los superiores, siempre obstinados en
conseguir los logros personales antes del apoyo a la comunidad. ¿Habría
sido un buen final para su obra “La Caja de Pandora” un pueblo de hombres
abrumado por los males de la sociedad que se levanta por sobre todos para
expresar sus emociones, a modo de ejemplo para el mundo? El pueblo de
Llion como representante del planeta entero, alza su voz para exigir sus
derechos. El pueblo de Llion, que no aparece en los mapas geográficos
porque muchos piensan que no existe, se hace carne con un grito de
desesperación, la fuerza propia de sus sublevados habitantes, que, a pesar
del enojo, siguen estimando a sus opresores, aunque estos sean unos rudos
jefes. Maldonado, triste, hombre, buscador; anhelante de un mejor futuro
para los suyos; cambiante, atento, tosco, siempre humano, luchador; era el
reflejo de los pensamientos del dramaturgo, a quien se le había designado
221
para mantener a la horda bajo control, y que ninguno de ellos, conmovido
por los ánimos de venganza, superase el fuego abrazador envuelto en la
Casona, contra todo peligro físico que ello significase. Fue así que alzó el
revólver hacia el cielo para lanzar tres disparos que contuvieran al jefe
obrero y amedrentara al resto que aguardaba detrás. Con todo, el miedo le
hacía mirar cada cierto tiempo hacia atrás, mientras se preguntaba qué
pasaba al interior de la Casona. No era fácil contener a un grupo de hombre
y mujeres desesperados por revelarse.
Adèlle no era el pueblo de Llion; Adèlle era sólo Olivier en el cuerpo de
una mujer. Adèlle era, en otras palabras, todo lo contrario de aquellas
vívidas fuerzas revolucionarias de sus temporales convecinos,
enfervorizados por la revuelta. Su mente, alma y físico nunca habían
pertenecido a Llion, y estaba por sobre cualquier idea que los hombres y
mujeres pobladores tuvieran, motivo por el que se debía separar del todo, y
no la mitad, lo ocurrido afuera y adentro de la Gran Casona. Afuera estaba
la masa humana que pedía más autonomía social; adentro, estaba la figura
que obedecía la obsesión por acabar un mandato de aquel hombre superior a
cualquier ideología. Internada en la profundidad del patio trasero, fuera de
cualquier obstáculo que le impidiese acometer su empresa, y tan sólo
seguida de Freud, avanzaba sólo con el sentimiento de encontrar a
Camaleón. Si su mente le decía que lo más probable es que las llamas que
también se agolpaban en los contornos del pequeño bosque habían
alcanzado el resguardo de la Caja, su interior le decía que aún había tiempo
para rescatarlo, quizás encontrarlo inconsciente.
El Doctor pensaba en las consecuencias que había significado llegar
hasta este punto de la historia. Podía ser que el plan se descontrolase, salir
del cauce esperado. Su ética profesional le impedía sentirse conforme con
participar de una estrategia de curación que no había salido de su mente, y
que tenía muchos riesgos. Delante de él corría una muchacha desconocedora
de las consecuencias que contraía el dejarse llevar por el impulso de una
obsesión que, para sus colegas, bien podría haberse tratado de una forma
diferente.
222
El pequeño altar en que se encontraba la Caja de Pandora apareció ante
la vista de Adèlle como una respuesta a sus instintos más interiores. Ella
sabía que era imposible que sus sensaciones superaran la realidad del fuego,
consumidor de todo lo que estaba a su paso sin medir dónde llegaba su
poder destructor. Todavía quedaba algo del reconocible resplandor que
iluminaba la Caja; era la señal de que, en su interior, la vida de su señor
seguía latiendo. Conmovida, con evidente desesperación en su rostro,
aunque conteniendo las lágrimas, por considerar que Olivier Camaleón
jamás hubiese aceptado verla flaquear, destapó el artefacto, para sacar al
hombre que había optado por dormir en lugar de continuar su labor de
empresario.
El rostro de Camaleón estaba ennegrecido por el humo que se había
colado por las rendijas de la Caja. No se notaba vivo: tenía los ojos
cerrados, sin evidenciar respiración, su cuerpo estaba quieto y sereno.
Estaba claro que, a pesar de la fortaleza de su actitud, no había podido
resistir el consecuente avance del fuego. Dentro de la Caja, el oxígeno era
menor; muy pocos podrían haber salvado de una situación ahogante. Adèlle
imaginaba cómo su señor debió haber luchado esos últimos minutos por
escapar de su interior, carente de cualquier ayuda. ¿Por qué los anhelos de
alcanzar el reconocimiento de todo el país había terminado en una tragedia?
La lucha por alcanzar el puesto que desde siempre debió haber existido para
la Casona se acababa del todo. La joven no pudo contener más tiempo la
angustia que la embargaba; se arrodilló a los pies de la Caja, para llorar
despacio, primero, y, con gritos de dolor, después. Una parte de su cuerpo,
quizás todo su ser, terminaban con la muerte del que había transformado su
mente, la había hecho madurar. ¿No podía ser la vida un poco más justa con
los objetivos de la suya propia? Si no pudo conquistar París con la estrategia
de la Universidad, otra idea podía salir de la mente de Camaleón, la que
siempre serpia obedecida por ella sin poner ninguna condición. Ahora, en
cambio, ni esa segunda opción existía; ahora, todo desaparecía, se hundía en
la profundidad del olvido.
223
Más pronto de lo que se esperaba, un nuevo ataque surgió en la
muchacha, bloqueada por la realidad que veían sus ojos. El Doctor Freud se
abalanzó sobre ella, y, en esta ocasión, sin esperar más tiempo para que sus
reacciones fuesen mayores, insertó la jeringa con el somnífero
correspondiente en la mitad de la vena aorta. Fue en ese minuto que, casi
por una respuesta divina, la lluvia que había finalizado durante algunas
horas, volvió a caer sobre tierras llionesas, aplacando en algún grado la
fiereza con la que avanzaba el fuego en el pequeño bosque. De inmediato,
cargándola en brazos, Freud sacó a Adèlle del patio trasero, afuera de la
Gran Casona. La corrida le había permitido olvidar los miedos de superar
una vivienda que permanecía en una inminente destrucción total, sin
considerar jamás el peligro de morir dentro.
Al llegar donde Cousteau, le pidió que dejara su rol de defensor de la
puerta de entrada, y siguiera con el plan que habían establecido. Ambos
corrieron hacia el Fiat 670, con Adèlle en brazos; se introdujeron dentro,
mientras veían cómo aparecía, desde el interior de la casa, para asombro de
todos los habitantes, Olivier Camaleón, quien desató a Don Pierre del
tronco, para continuar con un llamado a la calma de todos los presentes, que,
todavía, guardaban cierto rencor por verlo aparecer fortalecido; aunque más
por saber que continuarían viendo su figura pese a los esfuerzos por acabar
con su poder obstructivo.
Algunos de los pobladores, como si tuvieran miedo por la aparición de
un cuasi resucitado Camaleón, retrocedieron en sus pasos, queriendo
alcanzar el lento andar del automóvil, tal vez en búsqueda de una ayuda
exterior, en vista de que sus propias pretensiones de libertad estaban
mermadas. Tres niños, colados entre los adultos, también corrían con el
rostro asustado por la inquietante situación. Adèlle, en medio de la
divagación de sus pensamientos, todavía mareada por el efecto del sedante,
miraba, desde el lente retrovisor, cómo aquellas desvalidas personas
expresaban todo el sentimiento de incertidumbre que ella también guardaba
en su interior. Veía el humo, la lluvia, el fuego aún resistente a desaparecer,
en torno a la Gran Casona. Se preguntaba si su señor, el cúmulo de creencias
224
que habían calado profundo en su alma, la veía desde algún lejano lugar. El
Llion del que siempre había deseado buscar el desarrollo, le quitaba el deseo
de seguir viviendo, la sumía en la oscuridad del alma, le hacía derramar
lágrimas de dolor. Sin embargo, aquel mismo Llion se mantenía en su mente
como el pueblo que merecía desarrollo, fortaleza, crecimiento espiritual. Por
lo tanto, lejos de odiar a los hombres y mujeres que propiciaron el acabose
de su máximo referente, comprendía las necesidades de avance exigidas por
todos ellos. Así, con un pequeño movimiento de mano, al mismo tiempo que
derramaba otras cuantas lágrimas, se despedía de sus convecinos, segura de
no volver a verlos jamás.
Freud y Cousteau se miraban entre ellos, también seguros de que las
acciones del futuro serían las mejores para la muchacha. Había llegado el
momento de cerrar el ciclo de La Caja de Pandora, en el punto de inicio del
viaje: el pueblo de Evangelis.
225
EL RETORNO A EVANGELIS
Habrían de pasar nueves meses para que el viaje hacia tierras griegas
llegase a su objetivo, en el largo periplo del Musical Trashumante “La Caja
de Pandora”, la nueva creación nacida de la mente de Giorgio Cousteau, que
decidiera emprender en la búsqueda por reivindicar la obra dramática, en
ofrecimiento gratuito de los pueblos pobres de la costa mediterránea de
Francia, Italia y la propia Grecia. Durante los mismos nueve meses, Adèlle
Avignon de Toulouse pasó de ser una joven desolada por la muerte de
Camaleón a una mujer convencida de que su rol en la vida era actuar para
las grandes masas callejeras en el papel de Pandora, aunque eso significase
soportar el peso de un ser humano que se generaba en el interior de su
vientre, fruto del encuentro mantenido con su señor en el patio trasero de la
Gran Casona.
El alejamiento de las tierras de Llion durante algunos meses fue la
condición establecida por el Doctor Freud para que su paciente
recompusiese su espíritu, separada de las imágenes de dolor que le habían
causado los últimos minutos antes de salir del pueblo, en ausencia del
hombre que le había hecho crecer. Cada final de mes, cuando el Teatro
Trashumante se detenía en una localidad durante toda una semana, Cousteau
se ponía en contacto con su amigo psicólogo para que acudiese a analizar
los avances del inconsciente de Adèlle. Las observaciones variaban muy
poco uno de otro: la joven había podido superar su estado de aflicción por la
muerte de Olivier; sin embargo, sus sentidos habían volcado su sistema
nervioso, convirtiéndola en un ser abstraído del mundo, con la idea fija de
ser la verdadera Pandora del musical, silente la mayor parte del tiempo en
que no requería interpretar al personaje. Para el Doctor, su estado era el más
esperado por personas que experimentan fuertes emociones que chocan con
los esperados anhelos de cumplir una meta. Adèlle aún consideraba parte de
sus objetivos aquel que había dejado pendiente poco antes de llegar a Llion,
como si su reloj de vida hubiese retrocedido algunas horas, para quedarse
226
pegado en la interpretación del Moulin Rouge, sin la necesidad de recibir
nuevas órdenes para encarnizar al mitológico personaje.
Con un cuidado extremo, Freud habría los párpados de la joven, en
búsqueda de algún indicio físico que le permitiese encontrar una relación
entre su comportamiento y el desequilibrio mental que aún seguía latente.
Sólo las palabras del dramaturgo lo mantenían con esperanzas de que, en
algún espacio de su memoria, su salud tornaba a la normalidad:
- Esta muchacha tiene un talento innato para la interpretación y el
canto. Desde que se sube al escenario, la magia se apodera de todos
los espectadores. Tal vez su miedo a aceptar la realidad la convierte
en un fantasma fuera de las tablas.
La naturaleza, en cambio, había deseado que, sin la necesidad de la
sanidad mental, un nuevo ser humano se generase desde el cuerpo de
Adèlle, quien, por los efectos del embarazo, estaba lejos de ser la delgada
joven de los bosques de Llion. Su cuerpo se había tornado robusto,
desproporcionado, con todos los elementos de desarrollo de la maternidad:
grandes senos, un estómago abultado, rostro engrosado con mejillas
rosáceas. Ella misma tenía vergüenza de su nueva figura, por lo que pasaba
gran parte del día cubierta con una manta grande, que impedía ver el detalle
de su nueva figura. También prefería mantener su cabeza a la usanza de los
hábitos de las monjas, con la correspondiente caperuza, cuestión de sólo
mostrar sus siempre vivos ojos celestes. En ocasiones, salía un momento de
su silencio, para, en voz baja, hablarle a la criatura que estaba dentro de su
vientre. Parecía comprender que se trataba de alguien más, aunque no se
dirigía a él como una madre se dirige a su futuro hijo, más bien correspondía
con un tono de respeto y obedecimiento a lo que ella consideraba un ser
adulto. Le aseguraba que cumpliría con mantener su función de portadora de
su cuerpo hasta el minuto de llegar a los hombres otra vez.
Cousteau le explicó a Freud que, en las últimas dos semanas, aquellas
conversaciones se habían reiterado durante gran parte del día, pues la mujer
estaba convencida de que era el instrumento femenino para traer al mundo la
reencarnación de Zeus. Él relacionaba esas ideas con el ensimismamiento en
227
el musical itinerante, y, cabizbajo, aceptaba la responsabilidad que le
competía por haber promovido ideas ilusorias en una actriz y cantante tan
profesional como las mejores que le había tocado dirigir en años anteriores.
Freud aceptaba las palabras de su amigo sin contarle que el origen de esas
imaginaciones provenía desde mucho antes en la joven.
¿Hasta qué punto podía la psicología moderna, desapegada de las
convenciones anticuadas de mirar las confusiones mentales como una
enfermedad, consentir que una persona se hiciese daño a sí misma al punto
de quedarse en un estado de total descuido? Las creencias de Adèlle habían
alcanzado un punto que salía de toda aceptación. Un tratamiento esporádico,
sin ningún tipo de control permanente, con cuidados especiales, sería
fatídico para ella. Freud respetaba mucho a sus viejos amigos, aunque, por
sobre todo, respetaba la ética por su profesión. Nueve meses era tiempo
suficiente para poner punto y final a la “Ley del Camaleón”, como él la
llamaba. Si estaba ahí de nuevo, era para obedecer la petición de ver por
última vez el esperado musical en tierras del pueblo de Evangelis. La última
de las conversaciones que había mantenido decían de un plan efectivo para
exponer a La Caja de Pandora ante la población coartada por las creencias
mitológicas, acción fundamental para embaucarlos en nombre de salvar la
delicada situación de la economía griega.
- No estoy a favor del plan que hemos elaborado antes, en Llion,
aunque tampoco estoy de acuerdo con los efectos que tengamos en
Evangelis. Mi paciencia tiene un límite; cada vez me siento más
supeditado a las órdenes de Olivier. – Expresó, con enojo, Freud a
Cousteau.
- ¿No acaso eres tú mismo que, en tus escritos, señalas la pseudo-
realidad como un conflicto sólo solucionable con más pseudo-
realidad? ¿No es eso lo que se hizo en Llion y lo que haremos ahora?
¿O, como la mayoría de los especialistas, te desdices de tus
palabras? Yo no veo mejor solución que ésta para Adèlle. –
Respondió el dramaturgo.
228
El psicólogo respiró profundo mientras, desde la colina en que el Teatro
Itinerante se había apostado, miraba las pequeñas casas de Evangelis,
flanqueado por la Acrópolis de Atenas, vista un poco más lejos, en línea
recta; una perspectiva privilegiada que, a pesar de la hermosura del paisaje,
no disminuía el malestar de estar delante de un hecho exagerado,
inapropiado para un profesional.
En diversos puntos del pueblo, cientos de carteles anunciaban la llegada
de la perdida Caja de Pandora a tierras helénicas, de la mano de una puesta
en escena única. La estrategia surgió de la propia mente de Cousteau, quien,
al saber del robo de la Caja por parte de los mismos hombres que
irrumpieron en la sala de la Facultad de Arqueología de La Sorbona, en
lugar de buscar venganza contra quienes socavaron los anhelos de Camaleón
y del Camaleón-mujer, quiso entregar satisfacción a los pobladores, para él,
bendecidos con la magia de aún creer en historias mitológicas
desacreditadas por los científicos.
Vesta había estado desde muy temprano en la amplia cocina donde se
preparaban los alimentos para recibir a los nuevos visitantes; su cabeza sólo
se abocaba a obtener de vuelta a la auténtica Caja de Pandora, luego de la
infructuosa estratagema elaborada para sumir al pueblo en el crédito de una
Caja falseada. Aquel día sólo supo de la rabia y la impotencia de no ver
cumplidos sus sueños, lo que le costó el cargo que hasta ese entonces
desempeñaba en su tradicional reducto culinario para alejarse de todo acto
público, y mantener un bajo perfil que no acabara con todas las pretensiones
de saltar a la arena política del país. El Alcalde le propuso que preparara una
pequeña empresa de preparación de alimentos típicos, con supervisión
dentro de cuatro paredes, donde su mente estuviera fuera de las reiteradas
suposiciones de un mejor futuro basadas en la supuesta Caja. No fue fácil; el
pueblo quedó a la espera del artefacto con la excusa del robo a manos de
hombres deseosos de ver caer a Grecia a pedazos. Siete meses después, la
mujer irrumpió otra vez para cimentar el mandato de su esposo: dejar la
alcaldía en sus manos, debido al cansancio que él experimentaba después de
cuarenta años de gestión. La mujer vio en esto la oportunidad de resurgir de
229
sus cenizas, plantear novedades a los habitantes; lograr el primer paso para
alcanzar la añorada Atenas. De a poco, inició un proceso de campaña que,
en sí, sería fácil de ganar: conocía a todos, y no la mitad; era la esposa del
Alcalde; manejaba las finanzas desde siempre; tenía carácter; nunca estuvo
alejada por completo de las decisiones internas; era la mejor carta para
continuar con el legado de creencias mitológicas en las nuevas
generaciones. Faltaba, por cierto, un elemento catalizador de las promesas y
esperanzas que el pueblo buscaba; faltaba exponer, de una vez, la Caja de
Pandora, en clara demostración de cuáles eran sus facultades de poder ante
sus contrincantes.
Cuando, dos meses antes de la llegada del Teatro, un mensajero le
entregó una carta escrita de puño y letra de Cousteau, informándole sobre el
arribo de la Caja, Vesta estableció una campaña casi basada en “el retorno
del artefacto a las tierras de donde nunca debió salir”, según sus palabras. La
publicidad de las calles corrió por cuenta del dinero de la pequeña empresa,
con una alusión decidora de ser la candidata que traería de vuelta el
progreso a la región, conservar las creencias de los orígenes, pero, encima
de cualquier propuesta, cumplir con las tareas pendientes. La gran parte de
los hombres y mujeres veían en ella la encarnación de la fuerza que no debía
desperdiciarse en tiempos de inestabilidad nacional. Algunos de sus
discursos de ideas comenzaban con un poderoso “¡En el nombre de nuestros
dioses!”, donde ahondaba en las razones del estado actual con frases de
reprimenda a las autoridades:
- Ellos, que están sentados en sus tronos de aristocracia, han olvidado
cuál es el mandato divino, que no es otro que proteger los intereses
de nuestro país. Ellos se han alejado de nuestras ideas más íntimas.
Ellos no nos quieren reconocer, y tendrán que hacerlo. Atenea nos
proteja, señoras y señores. – Exhortaba en medio de la
muchedumbre.
La preparación del escenario que expondría la Caja en una nueva
muestra público había comenzado desde temprano el día que Freud y
Cousteau discutían sobre el futuro de Adèlle. Vesta daba órdenes de cómo
230
habilitar el armado, además de establecer la disposición del encuadre
artístico. Se suponía que el pueblo debía ver desde los cuatro contornos el
alzamiento de la Caja, de pie, con el vigor en pecho de estar observando
cuán grande era el deseo de los dioses de establecer un nuevo orden en la
nación, más allá de las rencillas internas, los íntimos intereses por deplorar
la vida ciudadana a costa de una economía desregulada y el olvido
consciente del legado mitológico. Ningún aspecto podía quedar al descuido,
luego de asegurarle al dramaturgo que entregaría lo mejor en la culminación
de su espectáculo.
Quizás el esmero en habituar la llegada de los visitantes hubiese tenido
una avocación menor si, en la búsqueda de obtener el reconocimiento de la
esencia de mujer por parte de Adèlle, Cousteau hubiese dejado de lado un
adicional a la estrategia con una indicación al pie de página de la carta, que
Vesta volvía a leer mientras coordinaba el anclaje:
“…Nuestra finalidad no sólo es encauzar el retorno de la Caja a vuestra
tierra, sino también traer consigo la solución de la espera más larga que ha
tenido el pueblo: tener a la reencarnación de Zeus en cuerpo y alma, para
gozo de los habitantes, que, sabemos, están expectantes por ver en directo al
dios de dioses.”
Aquella antigua promesa del ministro, jamás cumplida por el olvido
en que quedaron las conversaciones, y por la destitución que tuvo éste en su
cargo, reflotaba como el enganche perfecto para concitar todavía más las
miradas del pueblo. Tener el artefacto y a la nueva criatura en un único
momento le aseguraría el cargo de Alcaldesa, con evidente repercusión en la
cercana capital, que, desde la plataforma gubernamental, volcaría una
maquinaria decisiva para posicionarla en primera línea de preferencias.
Un llamado de bocina iniciado desde el balcón del Ayuntamiento dio
la alerta para que los hombres y mujeres salieran de sus viviendas en
dirección al escenario ya armado. La curiosidad por ver cumplidas las
promesas de la mujer del Alcalde ejercía un murmullo constante en los
habitantes, algo poco habitual en ellos, que, hasta antes de la fallida
demostración de la Caja, habían demostrado una actitud menos expresiva.
231
La tarde, así, no sólo servía para mostrar elementos y personas; también
reflejaba una actitud más cuestionadora de los pobladores, ahora críticos por
los compromisos no cumplidos.
Freud miraba los rostros de los presentes con el convencimiento
pleno de que algo ocurriría fuera de los planes de su amigo dramaturgo.
Camaleón seguía ejerciendo sus ideas incluso a distancia, pues cada una de
las actividades de representación habían estado financiadas por él, con el
férreo ordenamiento que sólo un hombre acostumbrado a ver cumplidas sus
ideas sin límite alguno podía establecer. Para el psicólogo, nada de lo que
naciera de mandatos avasalladores, plagados de intereses económicos, tenía
curso. Sentía desilusión de sí mismo, como ex profesor de Olivier; aunque
deseaba esperar el desarrollo del espectáculo para reaccionar conforme sus
convicciones, fuera de las intenciones del empresario.
Como correspondía para las visitas, Vesta había habilitado un sector
especial, con tres metros de separación de los habitantes, donde se dispuso
de sillas para que se sentasen el Doctor, Cousteau, el Alcalde y ella misma.
En el mismo sector, los garzones y cocineras de su pequeña empresa habían
establecido una mesa ataviada con alimentos propios de la región, junto con
regalos para los habitantes. La mujer siempre mantenía una actitud
controladora, parándose de su silla cada dos minutos, con el objetivo de
observar lo que pasaba a su alrededor. El Alcalde, en cambio, se mantenía
quieto en su posición, mientras entregaba gestos de felicidad por recibir a
las visitas.
De la misma forma que el espectáculo se iniciaba en el Moulin
Rouge, las luces del escenario se apagaban poco antes de la aparición de
Epimeteo, el dios encargado de moldear a Pandora. Adèlle realizaba la
sección del musical que tenía en el libreto, con canciones incluidas; sen
embargo, para esta ocasión Cousteau había realizado modificaciones
importantes en el drama, cuestión de poner en marcha el arriba de la Caja a
través de un medio diferente del regalo de Zeus. Era el propio Epimeteo
quien le informaba a Pandora la necesidad imperativa de salvaguardar su
cuerpo, pronto a dar a luz, con un artefacto que la cubriese de los ataques
232
malignos del mundo. Epimeteo tocaba el vientre de Pandora al tiempo que
decía una frase decidora:
- No sólo he tenido la labor de crearte a ti, primera mujer, sino
también formar la nueva figura carnal de Zeus, quien vendrá entre
nosotros para quedarse aquí sin retorno. Evangelis y Atenas esperan
esto desde hace siglos. Por lo tanto, nuestro padre Zeus ha deseado
convertirse en niño, para bendecir al pueblo griego.
Ninguno de los pobladores pudo evitar su asombro por lo que
escuchaban: todos ellos exclamaron una voz de admiración al unísono,
creyentes sin ninguna duda de cada palabra que salía de la boca de quien, en
lo concreto, era sólo un actor.
Epimeteo se alejó unos pasos de Pandora, y, con una exhortación
potente, solicitó que la Caja fuese traída ante su presencia, acto realizado, en
esta oportunidad, por las Gracias y las Horas. El artefacto estaba cubierto
por una manta negra, para causar más expectación en los presentes. Vesta
observaba su aparición con los ojos absortos, fascinada con la idea de sacar
réditos de lo que, hace nueve meses, no había podido concretar. El personaje
del dios, otra vez, levantó su voz para dirigirse al pueblo, sin tener ninguna
duda en exclamar lo que el librero modificado indicaba:
- ¡Habitantes de Evangelis, no es necesario que esperen más! ¡La Caja
de Pandora ha regresado a su punto de origen, el territorio que la vio
crearse y formarse por nuestro dios Zeus original! ¡Recibamos con
alegría el regalo divino que traerá prosperidad a nuestra alicaída
Grecia!
Al destapar la Caja, un estruendo generalizado se sintió en cada
contorno del escenario. Los evengelienses se habían sumido en la
admiración absoluta, sobre todo al ver los revestimientos dorados que poseía
el artefacto. Algunos de ellos saltaban de felicidad, otros pocos bailaban una
danza típica de la localidad. La euforia colectiva se había apoderado de
ellos, sin dejar de lado las consiguientes loas a la gestión de Vestión,
gritando su nombre en señal de aprobación de la credulidad de sus
promesas.
233
Lejos de considerar las reacciones del pueblo, Coustaau puso su mirada
en los actos de Adèlle. Si todo salía como él lo había calculado, el efecto de
un estimulante cervical que servía para acelerar el proceso de parto, aplicado
en la mujer minutos antes de la salida a escena, so pretexto de ser una de las
tabletas del tratamiento de Freud, tendría que demostrar sus resultados en
ese minuto. Lo cierto es que el estimulante fue más allá de las pretensiones
que el dramaturgo tenía establecidas, pues la también Pandora, con el fondo
de las voces gozosas y en medio del barrullo móvil creado por los
pobladores, bajó del escenario envuelta en dolores de las contracciones del
embarazo, con gritos que, aplacados por las voces evangelienses, tenían un
tono menor, casi imperceptible.
Obnubilada por las sensaciones de traer un nuevo ser el mundo, y como
madre primeriza, sentía un mareo que le impedía distinguir dónde estaban
las personas. El efecto del estimulante también tenía parte en esta situación
de descontrol corporal, al punto de hacerla enrojecer más de lo habitual en
una parturienta. La mujer no podía tener control de sí, y, sin saber hacia
dónde avanzaba, se abalanzó sobre la multitud agolpada en la primera fila,
quienes, al distinguirla, supusieron cuál era el motivo de sus convulsiones,
expresando con dicha:
- ¡Prepárense, vecinos, nuestro dios Zeus va a llegar al mundo!
¡Recibámoslo con felicidad!
El entusiasmo generó un agolpamiento en masa hacia el sector que
contenía el cuerpo de Adèlle. Ella, de una forma sin precedentes para la
medicina, expulsó al niño que tenía en su vientre sin grandes muestras de
dolor, ni congoja, aunque sí todavía imbuida por el colapso nervioso
generado por el estimulante. Los hombres y mujeres, como si tuviesen al
recién nacido como el único ser a quien debían cuidar y respetar, se
arrojaron a coger a éste en lugar de prestar atención a quien podía ser
considerada su madre. Sin tener medida ni cuidado, muchos pisotearon y
tironearon su amplio vestido maternal, sólo con el deseo de tocar por
algunos segundos a la reencarnación de Zeus. La joven exclamaba su
molestia y congoja por no sentirse estimada ni valorada, mientras solicitaba
234
al doctor que fuese en su rescate. En minutos, su estado de desesperación se
convirtió en el desequilibrio mental de siempre, volviendo a los ataques
corporales que, durante nueve meses, habían podido aplacarse, gracias al
tratamiento.
Freud, con grandes muestras de enojo, expresó unas palabras de
descontento a Cousteau, sin darle tiempo a responder, pues se dirigió hacia
Adèlle dispuesto a, incluso, golpear a los provocadores del nuevo descontrol
de su paciente. Vesta también lo siguió para poner orden entre la masa de
habitantes, a la vez que esperaba tener entre sus brazos al nuevo ser que
tanto había esperado.
Adèlle se convulsionaba de una forma que no sólo le causaba
decepción como profesional a Freud; ella, magullada y adolorida, era la
expresión misma del punto máximo al que se podía exponer a un paciente
dentro de una historia armada igual que un perfecto guión, cuyos resultados
habían sido del todo perjudiciales. Era cierto que, una vez fuera de
Evangelis, con la aparición de los personajes que la joven había considerado
por muertos, su mente aceptaría que las situaciones, las órdenes, las
empresas, en resumen, cualquier aspecto de su vida relacionada con la Caja
de Pandora y Camaleón, habían salido de ella misma y sólo de ella misma;
sin embargo, otro también podría haber sido el camino para solucionar sus
desvaríos.
Así, en medio de los gritos de alegría del pueblo al tener al Zeus viviente
entre ellos, Freud se agachó para aplicar el somnífero en la vena aorta de la
joven, al tiempo que, en voz baja, a modo de apaciguar los ánimos de ella y
de él, le decía:
- No te preocupes, mi niña, esto ya se acabó; todo esto, y no la mitad,
se acabó.
235
EPÍLOGO
Los rayos de luz solar que solían colarse por la ventana de la
habitación de invitados de la Gran Casona incitaron el despertar de Adèlle,
que dormía desde hace más de doce horas, después de recibir una nueva
dosis de somnífero. La primera figura que vio ante sus ojos fue la de su
padre, don Pierre, a quien la sonrisa de sus labios lo mostraba diferente a la
constante expresión enojadiza expresada por el rictus de su rostro. Igual que
un hombre que valora las expresiones de cariño, extendió su brazo para
pasarlo por el cabello de su hija, al tiempo que profundizaba el agrado de
verla de nuevo con una sonrisa aún mayor.
Un mes completo había sido el tiempo que separaba este nuevo
amanecer de la descontrolada reacción que el pueblo de Evangelis tuvo para
con la joven, momentos que aparecían como estelas en su mente, sin poder
recordar cada situación vivida en aquella caótica jornada. Durante ese
período, los cuidados del Doctor Psicólogo Bernard Freud fueron
exhaustivos y estrictos, ordenando mantenerla a puertas cerradas, en la
tranquilidad de la habitación, lejos de todo contacto con el resto de los
habitantes de la vivienda.
A diferencia de su intranquila actitud del pasado, Olivier Camaleón
había preferido mantenerse al margen del proceso de recuperación de
Adèlle. Su labor se había abocado a establecer una nueva alianza con Don
Pierre, Maldonado y el propio Freud, adoptando lo que él denominaba “El
Nuevo Tiempo de Llion”. En conjunto con el condotiero, estableció una
nueva reglamentación local, donde se respetaba el derecho a tener un
representante vecinal y sindical en todos los cuadrantes; además, construyó
habitáculos especiales para sus trabajadores, mejor elaborados que los
antiguos, con baños, camarines y zonas de recreación para sus hijos.
Privilegió las horas de relajo por las laborales en sus obreros, acortando la
jornada de trabajo a cinco horas diarias; no sin dejar de lado vacaciones
proporcionales para cada uno.
236
“La Ley del Camaleón”, como algunos quisieron llamar a este nuevo
documento de convivencia local, fue elaborada por los propios habitantes,
luego de una exposición callejera de los artículos incluidos. Algunos de
estos fueron creados por los lugareños, y se incorporaron en la versión
oficial. La mayor parte los llionenses había dejado al olvido la tensa jornada
de rebelión vivida hace algunos meses. Luego de escuchar el compromiso
de sus autoridades, en el discurso de la plaza principal, decidieron aceptar
los nuevos ofrecimientos, sólo con la condición de ver cumplidas cada una
de sus demandas.
Don Pierre salió de la habitación restaurado por el conocimiento de la
mejora de su hija. Freud y Camaleón lo esperaban para conversar algunas
palabras previas, antes de que los tres, al mismo tiempo, después de aquel
mes, tuviesen que encontrarse con Adèlle. El Doctor, que, con el paso de los
días, tenía menos enojo, expresó su opinión del devenir del plan creado por
los hombres presentes:
- Para ustedes, la mentira de la rebelión del pueblo servía para hacer
creer a la joven que está en esa habitación, y que estuvo al borde de
la muerte en Evangelis, una realidad que sólo salía de su mente,
turbada por las ideas confusas de ser un hombre a toda costa.
Camaleón estuvo contento por llevarla a la gran ciudad e
involucrarla en las ansias de poder de su empresa. Maldonado estaba
regocijante por acabar con la vida de su enemigo Guilleume. Don
Pierre, a pesar del riesgo, aceptaba ser amarrado en la picota de
fuego. Otra vez Camaleón contento por recuperar el mandato del
pueblo con una nueva Ley General. Otra vez Maldonado feliz al
estar al mando del Sindicato de Obreros. De nuevo Don Pierre
regocijante por quedarse como autoridad mayor. ¿Y Adèlle? ¿Dónde
estuvo Adèlle? A ella había que dejarla como una demente. A ella
había que llevarla al sufrimiento de un Teatro Trashumante sin
tratamiento permanente sin ninguna preocupación por su integridad
física. Sé que, cuando entremos en esa habitación, tendremos que
llevarla al descrédito de sus recuerdos, hacerle pensar que nada de lo
237
que ella vio existió alguna vez, que ustedes están vivos, fervientes de
alegría, gozosos de verla recuperada, con su cuerpo y rostro delgados
de siempre. Pero, sin duda, la forma de solucionar su delirio, podría
haber sido de una manera diferente, alejada de los riesgos. Si la Gran
Casona se quemaba, no importa; ahora se ve mejor construida que
antes. Si la Caja de Pandora fue una estrategia para llegar a las
cumbres políticas, no importa; La Sorbona fue embaucada por una
tan falsa como la idea que tuvo Camaleón, y obtuvo el dinero que
necesitaba para salir de su debacle financiera. Lo único que no tenía
recuperación era la integridad de aquella mujer, que, siempre
inocente, siguió cada palabra que salió de las cuatro murallas del
despecho en que se elaboró toda esta maquinación. ¿Qué tenía de
malo pretender ser un hombre? ¿Cómo ustedes pudieron tomar al pie
de las letras las palabras de mis escritos, y llevar al ejemplo el
pseudo-realismo? Sepan algo, señores, la psicología no está para
sanar, y menos a la fuerza; la psicología está para ayudar a organizar
las mentes inestables. Deben ser agradecidos, pues, si no tuviese un
lazo de profesor-alumno con Camaleón, otro hubiese sido el
panorama, con la Justicia de por medio, a través de mi propia
solicitud.
Los tres hombres entraron en la habitación cabizbajos, remecidos por la
reprimenda del psicólogo. Desde afuera, éste miraba cómo Don Pierre,
sentado a los pies de la cama de Adèlle, explicaba la versión elaborada por
ellos: la joven se había sumido en un desequilibrio que la llevó a imaginar
desde el viaje a París hasta el tumulto de Evangelis. Ella, al ver en cuerpo
presente a Camaleón y su propio padre, aceptaba cómo su desorden mental
bloqueó cualquier indicio de realidad, mientras veía, en la puerta, la figura
de su querido psicólogo, a quien le hacía un gesto de saludo.
Freud prefirió salir de la Gran Casona para respirar profundo. Los últimos
días habían sido muy tensos ante la inminente reunión de los hombres.
Tomó su Fiat 670 para dirigirse a la Plaza Principal, donde, al igual que
hace un año, los pobladores se habían agolpado para celebrar el Día del
238
Descanso, a la espera de la llegada de Vernes, el viejo que traía novedades a
la región.
“El sabio”, con el temple que lo caracterizaba, expresó la dicha de
estar de nuevo en el pueblo, seguido de la demostración de un nuevo
artefacto que superaba a todos los mostrados antes. Se trataba del legendario
Nudo Gordiano, imposible de desatar por miles de hombres en diez siglos
pasados. Sólo aquel que tuviera la suficiente fuerza de espíritu y físico sería
capaz de solucionar tan difícil acción, y, además, conseguir la gloria y el
reconocimiento del mundo entero. Con voz potente, ofreció diez mil francos
a la persona con el suficiente poder para superar a todos los anteriores
personajes que perdieron en el intento por conseguir su cometido, no sin
increpar por cobardes a todos los que observaban.
Freud reflexionaba cómo las sociedades pervivían en el tiempo con
las creencias de historias legendarias, que rozaban la mitología. Pensaba
cómo los humanos, de grandes y pequeñas ciudades, se dejaban llevar por
las ansias de poder, instados por conseguir lo que tienen aunque eso
signifique ir contra sus propios principios. Tal vez la esencia de la vida era
conseguir riquezas, enormes mansiones, dinero en abundancia, artículos en
cantidad. Lo cierto es que él, en el cénit de su carrera, con cerca de setenta
años, prefería la vida, el regalo que no tenía precio, el tesoro incalculable de
la felicidad.
Con el telón de ambiente de la nueva Llion, más sereno por el
paisaje campestre que, ahora, aparecía en el camino, el psicólogo miraba al
asiento derecho del automóvil, y le sonreía a Dante, el hijo que Adèlle había
engendrado con Camaleón, la única pureza dentro de un universo de mentes
codiciosas. El principal rédito que había obtenido en aquel largo proceso
conocería París de su mano; y, si bien la idea lo inquietaba, por vez primera,
escucharía que alguien no lo llamara ni psicólogo, ni Bernard ni Doctor
Freud, sino “padre”, con todo el valor que eso significaba.
Sin duda, pensaba, la Caja de Pandora, como decía la frase popular,
había traído más de una sorpresa.
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POST SCRIPTUM
Puede ser que la vida haya querido que, en el momento preciso,
fuese yo quien mirase cómo Adèlle abandonaba la Gran Casona, Llion, el
mundo entero, para sumirse en el sueño eterno del que jamás despertaría.
Bernard me había enviado unos mensajes para que viajara hasta
Llion en lo que él había establecido como el momento de solucionar el
desequilibrio de la joven, mostrándonos en la habitación donde descansaba,
y con lo que buscaba sanar sus heridas internas y externas. Ella había
recibido la fuerza del tumulto de Evangelis sin poder escapar de la presión
de los cuerpos, que, de una forma que ninguno de nosotros se pudo explicar,
dejó de lado el respeto, sólo para satisfacer el deseo de tocar la supuesta
reencarnación de Zeus. ¿Cómo la lógica no pudo entrar en ellos? ¿Tan
importante era sentir en sus manos el pequeño cuerpo de un nuevo ser?
Como fuere, para Adèlle, nada de eso había quedado en sus recuerdos. Yo,
incluso, no estaba en su memoria; las lagunas que habían dejado los golpes
en su cabeza eran mayores de las que hace algunos meses, no supo
encontrar. El olvido, por cierto, no impedía que las citadas heridas externas
aún fuesen motivo de dolor físico para su frágil estructura.
Después de ser recibido por el condotiero, Camaleón y Aristóteles,
que ya habían hablado con la muchacha, y, conforme al plan, le habían
expuesto cuán desorientada estaba su mente, al creerlos por muertos, accedí
a la habitación donde, con evidentes signos de haber recobrado su figura de
siempre, seguía reposando su cuerpo, no así su espíritu.
El impulso de los evangelienses la había dejado debilitada, sin la
suficiente fuerza para resistir más de dos minutos de conversación si no
interrumpía sus palabras con una toz compulsiva que casi la hacía ahogar.
Todavía se podían ver marcas en su frente de los pisotones y golpes
recibidos durante la última representación del musical de la Caja de
Pandora.
No pude ocultar la aflicción y la responsabilidad que sentía bajo mis
hombros tras haber obedecido las órdenes de Camaléon, y llevarla a recorrer
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tierras europeas tan solo por el interés de ver financiado mi espectáculo, al
mismo tiempo que lo mostraba al mundo. Siempre supe que ella no estaba
confortable en su estado de embarazo. Aunque también supuse que, como
mujer encinta, una vez parido su niño, volvería a la normalidad, quizás con
una actitud más rebosante, deseosa por ver cumplidos sus sueños actorales,
aquel fabuloso don de cantar mejor que cualquier mujer que haya escuchado
antes.
A pesar de las aflicciones físicas que pasaba, la muchacha mantenía
una calma espiritual que cualquiera hubiese deseado. Entrar a su habitación
tornaba la aflicción en esperanza, en medio de la convulsión que llevábamos
por dentro. Hay que ser realistas, y decir que, para cada uno de nosotros,
aquellos últimos treinta días habían sido desesperantes, pues no sabíamos
cómo reaccionaría al conocer que todo lo que ella consideraba por cierto era
parte de la obsesión por ver cumplida una meta; que nada de lo que ella
creyó vivir ocurrió.
Con la voz quebrantada por el constante dolor dejado por los golpes,
Adèlle levantó su cabeza para solicitarme al oído una petición de la que no
me pude negar:
- ¿Podría llevarme al invernadero de la Casona? Necesito respirar aire
fresco. Esta habitación no puede ser el último lugar que vean mis
ojos.
Sus palabras fueron expresadas con un tono suave, el tono que la
aflicción de su voz le permitía alcanzar, aunque también sonaban duras y
decididas, como si estuviera diciendo mucho de verdad en ellas. Yo pocas
veces había visitada la Gran Casona, por lo que tuve que, mientras la carga
en brazos, le preguntaba cuál era el camino para llegar. Fue en ese minuto,
con la claridad de los rayos solares de la primavera, que pude ver sus
todavía encendidos ojos celestes, que la transformaban en una imagen
angelical.
Despacio, siguiendo su petición, la posé a unos cuantos pasos de la
cúpula del invernadero, al lado del árbol que, según sus palabras, había
servido para conocer de cerca a Bernard, donde Camaleón le había
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expresado las primeras sensaciones que la acercaron a la madurez mental,
donde había experimentado la dicha de salir de la cápsula en la que se había
convertido su vida, ensimismada en buscar ser un hombre a como diera
lugar. Lo débil de su voz, unido con los cantos de aves que se posaban en
algunas flores y plantas, hacía difícil escucharla si no era acercándose a su
rostro. Mi intensión era consentir cada unas de sus solicitudes, luego de
haber sido testigo de los vejámenes propinadas en su contra. Por lo tanto,
cuando volvió a hablarme, dirigí mis oídos a su mejilla derecha, y pude
escuchar una de las últimas palabras que pronunció:
- El invernadero no ha cambiado. Las flores siguen en su sitio. Los
árboles se mantienen firmes. Las aves trinan con alegría. Mi cuerpo
y mi alma se sienten conformes. Ya es el tiempo de descansar.
Lléveme al patio trasero de la Casona. Es mi petición final.
No quise poner reparos a su nueva solicitud no sólo por saber que era
necesario satisfacer los deseos de una joven que lo había pasado pésimo a
sus cortos diecisiete años, más bien era el fuerte deseo de reivindicar la parte
de culpa que me concernía en todo el proceso del Teatro Trashumante, en su
paso por el Moulin Rouge, en las acciones premeditadas que quise realizar.
De nuevo bajo su guía, me encaminé con ella cargada en mis brazos
hacia el sector trasero de la Casona, hasta adentrarme en el patio, que yo no
había visto antes.
Me interné por cada espacio libre de árboles que Adèlle me indicaba
seguir. El sitio entregaba una paz interna sólo comparable con el éxtasis de
interpretar la escena más vívida de un personaje, y, aunque había poca luz,
los pocos rayos de sol que penetraban por entre las ramas, además de una
luminiscencia que parecía provenir desde el fondo, convertían el pequeño
bosque en un lugar de encanto, parecido a los ambientes naturales de las
leyendas.
El camino llegaba hasta un soto iluminado por una fuerza calórica
interna, que no provenía ni de la luz externa ni del reflejo de las plantas. En
la mitad de éste, estaba el legendario artefacto de La Caja de Pandora; pude
reconocerlo porque tenía el mismo diseño utilizado en la falsa Caja que
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llevaba consigo el musical de mi Teatro. Era extraño ver aquel artilugio
cerca de la Casona; por algunos momentos, consideré que se trataba de un
nuevo plan de Camaleón, y miraba alrededor para verificar si alguien estaba
mirándonos detrás de los árboles, o si esto se trataba de una farsa. No era
así.
Adèlle pidió que la dejase unos minutos sobre las hojas viejas
acumuladas en torno a la Caja, para que yo abriese su cubierta. No me dijo
cuál era el motivo de esta petición, pero preferí obedecer, conforme al
estado de ánimo de la joven.
De inmediato, y con muestras de sentirse más fortalecida, Adèlle se
incorporó, apoyándose en los costados de la Caja. La tocaba como si
estuviese conectada con ella; no, esa no es la palabra; ambos, joven y Caja,
parecían tener un vínculo eterno, que superaba la lógica de la ciencia, el
prejuicio humano, el asombro de estar delante de un suceso único.
Con la misma fuerza que la había hecho levantarse, y sin poder evitarlo
ni preguntarle el porqué, se introdujo en el interior del artefacto, con la
intensión de recostarse. Su mirada parecía aún más serena que antes;
contemplaba los árboles de derredor y la luz que caía sobre nuestras
cabezas. Ajena a toda presencia que estuviese a su lado, cerró los ojos con
lentitud, para iniciar un pequeño canto que contenía palabras alusivas al
pequeño bosque y a su participación en el plan de Camaleón:
Si no es la vida
la creación otorgada por las estrellas del Universo,
y, en cambio, sí el constante conocimiento de morir,
es que los dioses no supieron cumplir con su promesa.
Así, yo me despierto, en la soledad del Bosque de los Camaleón,
y me pregunto con la mirada absorta,
¿de qué le sirvió a Olivier mentir?;
¿cómo no supuso que yo conocía cuál era la verdad?
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La realidad es la palabra que resuena en mi mente como si fuese un
constante péndulo,
aminorada en el Bosque de los Camaleón,
quebrantada en el Bosque de los Camaleón,
dejada destruir en el Bosque de los Camaleón.
Puede decirse, entonces, para sorpresa de las estrellas otorgadoras de vida,
que la renuncia a despertar en el Bosque de los Camaleón,
y cerrar los ojos en un sueño permanente,
es la respuesta ante la promesa no cumplida de Olivier,
la única forma de olvidar su engaño.
Por esta Caja llegué a París.
Por esta Caja consentí cargar el hijo de Olivier en mi vientre.
Por esta Caja acabé con mis anhelos de actriz.
Sólo ella es la culpable de la desdicha de Llion.
¡Nunca estuve loca, Camaleón!
¡Jamás creí que habías muerto!
¡Siempre estuve aquí!
¿Es que no lo notaste?
¿Tanto te encegueció la codicia…?
Para mi sorpresa, antes de seguir con su canto, Adèlle se volcó al
descontrol de su cuerpo; y, con espasmos propios del trastorno, sacó una
pequeña daga de un costado de la Caja, que, sin saber cómo había llegado
ahí, clavó fuerte en el centro de su pecho, a la altura del corazón.
Por instantes, la mujer parecía resistir el instante cercano a la muerte,
con más convulsiones, lo que me llevó a buscar quitarle el arma de sus
manos. Sin embargo, pese a mis esfuerzos, la joven se remeció unos
segundos más al interior de la Caja, hasta quedarse quieta del todo, con los
ojos abiertos.
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Cuando quise salir a buscar ayuda, Camaleón y Don Pierre llegaron
al sitio donde yacía la joven, y vieron el dantesco espectáculo.
Ambos se arrodillaron a los pies del artefacto, afligidos, sin
comprender qué había pasado.
Era el término de un plan que nunca cumplió sus objetivos.
FIN
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