La Ciudad Sitiada
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José Luis Pardo
LA CIUDAD SITIADA
Guerra y urbanismo en el siglo XX
I
La singularidad de las ciudades puede definirse de muchas maneras, pero está claro que en
ellas se conjugan dos factores: un determinado modo de vida (caracterizado por la existencia de un
tejido civil de derechos económico-jurídicos) y una espaciotemporalidad específica (un tejido
urbano diferente del de las sociedades rurales o las aldeas). La conjunción de estos dos factores
permite describir la ciudad por el que me parece ser su rasgo más peculiar: las ciudades como
máquinas de producir individuos (sujetos dueños de su discurso y de sus propiedades, capaces de
hablar con sentido y, por tanto, de intercambiar bienes y argumentos, de contraer deudas y de
mantener su palabra), sujetos libres para firmar un contrato. No quiero decir que en las aldeas o en
las sociedades rurales no haya individuos, quiero decir solamente que la presión colectiva y el
primado de los vínculos de parentesco son en ellas factores que pueden frenar la individualización
o, al menos, no fomentarla. Más que una cultura urbana, lo urbano es, en cierto modo, la incultura,
es decir, la condición de individuo desprendido de su lugar de origen o de su comunidad natal, y
para ello es necesario que la ciudad se distinga de toda cultura local. No se necesita recordar
aquellas imágenes que dieron la vuelta al mundo con ocasión de la entrada de tropas
internacionales de ayuda humanitaria en Somalia: la mujer somalí que sube al todo-terreno de los
soldados extranjeros (seguramente para pedir comida, o protección, o refugio, o quizás alimento
para sus hijos), y que es lapidada por sus hermanos en cuanto vuelve a poner el pie en la tierra. No
había cometido otro crimen que el de individualizarse, segregarse de la colectividad tribal y
convertirse, al rodar en aquel vehículo con soldados extranjeros, en un individuo independiente de
su tribu, de su cultura y de su género, es decir, en una ciudadana. Es decir, en una traidora a los
suyos. La tribu que apedreaba a aquella desdichaba notaba perfectamente el peligro, el gran
peligro, que no era el que representaban esas otras tribus vecinas contra quienes se combatía en
aquel momento, enemigos ancestrales o rivales locales, sino la guerra que viene de fuera de toda
tribu, es decir, de esos que, según decía Homero y repetía Aristóteles, viven "sin tribu, sin ley, sin
hogar", híbridos de bestias y de dioses, y que permite a la tribu olvidar todo tipo de honorabilidad
guerrera y proceder a la lucha más cruel y más inhumana que quepa imaginar, la despiadada guerra
de todos contra uno (la guerra de todos contra aquel que ha osado convertirse en uno).
Un individuo -un sujeto capaz de mantener su palabra y, por tanto, de contraer
compromisos- es aquel que tiene una "vida pública" (léase: una cierta dosis de poder económico y
político en condiciones de igualdad jurídica) o, lo que es lo mismo, libre acceso a la información
(ubana y civil) relevante para la ciudad; y que, en esa medida, tiene también una "vida privada" (es
decir, derecho al anonimato, a guardar silencio sobre sí mismo, a no tener que confesar ni declarar
contra sí mismo y, en suma, a la garantía jurídica de la presunción de inocencia).
II
Las murallas, elementos arquitectónicos que caracterizaron a las ciudades premodernas,
además de su evidente función de defensa militar y garantía de la paz civil, que tan útil resultó
durante la Edad Media, satisfacen la función simbólica de diferenciación de la barabarie. La ciudad
antigua asienta su propia fundación sobre este mito de los bárbaros, y la muralla es el símbolo
arquitectónico que expresa la voluntad de la ciudad de "dejar fuera" un tipo de existencia salvaje e
insoportable. Resulta obvio que la barbarie de los extranjeros es una ilusión etnocéntrica, pero ello
no impide que su representación imaginaria, primero, desempeñe un papel sociopolítico innegable
y, segundo, recubra -como sucede con todos los mitos- realidades efectivas -pero problemáticas-
que quiere al mismo tiempo acoger y redimir: el mito, aunque hecho con elementos imaginarios, es
siempre la solución simbólica de un problema real.
Por eso conviene observar que, aunque sea desde fuera, esa brutalidad incivil es un
fantasma que recorre la ciudad: el "terror a la invasión de los bárbaros" es muy conocido en todas
las ciudades antiguas y pre-modernas. Es, por ejemplo, el terror al saqueo de los bárbaros (como el
que finalmente se apoderó de la Roma decadente), a las razzias de los nómadas de la montaña o
del desierto en las ciudades orientales, el terror de las tripulaciones marítimas ante los piratas, el
terror de los colonizadores del lejano Oeste americano ante un ataque indio o ante una incursión de
forajidos fuera de la ley, el terror de todos los viajeros preferroviarios, el terror de las caravanas y
las diligencias en los pasos montañosos o en los cruces de caminos, el terror de los habitantes de
las ciudades medievales ante esos ejércitos mercenarios de señores feudales rebeldes que practican
el pillaje y el bandidismo, el terror rural a los hombres-lobo, vampiros y otros monstruos de los
bosques (los bisabuelos de los enfants terribles, de los enfants sauvages), el terror siciliano ante el
implacable reguero de sangre de la vendetta, el terror, en suma, ante ese espacio indeterminado,
tierra de nadie, que se extiende entre una ciudad y otra, más allá de las murallas urbanas. La ciudad
es el único lugar del mundo en el que se puede hallar refugio contra ese terror, refugio que las
murallas garantizan.
III
El origen filogenético del terror a la barbarie se puede comprender recurriendo a una
hipótesis que a menudo han sugerido los etólogos para explicar el inicio de la guerra humana. Se
ha sostenido, en este sentido, que, en el momento en el cual la especie humana llegó a alcanzar una
supremacía estable sobre el resto de los mamíferos superiores que habían sido sus competidores en
el terreno de la caza, de la lucha por el territorio o por el abastecimiento de agua, la dosis de agre-
sividad que hasta ese día estaba canalizada hacia la violencia extraespecífica, y que ya resultaba
inútil, cambió de orientación hacia lo intraespecífico, y el potencial de agresividad interhumana
experimentó un aumento sin precedentes; el hombre se convirtió entonces en un lobo para el hom-
bre, o aún en algo peor, porque a los lobos la naturaleza les ha dotado de mecanismos de
inhibición de la agresión proporcionales a sus capacidades de hacer daño: el lobo puede permitirse
ser violento (con las especies que constituyen sus presas), porque su caza nunca amenazará con la
extinción de las mismas; incluso puede permitirse ser agresivo (con otros miembros de su especie
que rivalicen con él), porque en el momento en que uno de los luchadores se dé por vencido y
ofrezca a los colmillos del ganador su cuello desnudo, el instinto del vencedor le impedirá
clavarlos y le obligará a aceptar la sumisión y a renunciar a la sangre inútil; pero sólo el hombre
puede permitirse ser cruel, porque ha fabricado armas artificiales contra las cuales, al no ser
producto de la naturaleza, no hay tampoco mecanismos de inhibición natural de la agresión
capaces de detener o moderar su uso.
Para suplir este defecto de la naturaleza, la cultura ha inventado sistemas artificiales de
ritualización de la agresividad -la noble piedad-, de contención de la furia desatada o de limitación
del furor guerrero. Las eternas reclamaciones de Antígona contra la soberbia de Creonte son
siempre un buen ejemplo del modo en que la cultura suple a la naturaleza creando un mecanismo
artificial de inhibición de la violencia gratuita o del apetito de venganza de los vencedores: un
código implícito del honor guerrero -apoyado en la censura ejercida por la opinión pública y por la
propia corporación militar- impide al vencedor llevar la humillación del vencido más allá de cierto
umbral, revestido con el carácter de lo sagrado. Si no se traspasa ese umbral, se permanece en el
terreno de la rivalidad y de la alianza en el cual se puede combatir -es decir, tanto ganar como
perder- con honor. Este código del honor -que hizo las veces de moral y de derecho entre las élites
aristocráticas-, de origen cultural y a menudo religioso, sustituye en los hombres a los mecanismos
instintivos de limitación de la violencia. La tragedia, sin embargo, nos advierte de una curiosa
aporía: aunque esa barbarie despiadada debería estar -según la imagen- "fuera de la ciudad" (más
allá de la muralla), es precisamente Creonte -el Tirano, el gobernante en quien recae toda la
autoridad política- quien actúa como bárbaro. Es decir, que las declaraciones de Homero y
Aristóteles acerca de aquellos que carecen de tribu, de ley y de hogar -o sea de cultura-, aquellos
que viven como bestias o como dioses, y que son capaces de una crueldad ilimitada que no sola-
mente destroza los bienes o se apodera de las ciudades, sino que pisotea el honor y hiere la dig-
nidad (eso es lo que hace tan terrible a la violencia bárbara), esas declaraciones se refieren a
quienes viven dentro de la ciudad, no a quienes merodean en su exterior. Creonte, el individuo por
excelencia (el soberano), se convierte en bárbaro cuando pisotea la dignidad de Antígona (la
desindividuada por excelencia, la mujer) quien, como la somalí antes citada, no ha cometido más
crimen que el de individualizarse. La muralla (imaginariamente) exterior es, pues, el símbolo de
una frontera (realmente) interior.
La censura del tirano soberbio mediante la tragedia -encarnación de la opinión pública
como crítica del abuso de poder- da cuenta de que, precisamente porque la ciudad sabe que sus
habitantes son los que no tienen tribu ni aldea (es decir, son autónomos y libres), pueden
comportarse como bárbaros o como civilizados, como bestias o como dioses. En este sentido, la
opinión pública representa una línea de urbanización o de contención de la barbarie, una línea
civilizatoria. El bárbaro, ése que en realidad recubre la representación fabulada o imaginaria de la
fiera salvaje o de la bestia enfurecida, ronda los límites de la polis como el fantasma o el espectro
de su propia desaparición, que amenaza desde un exterior natural: la figura de un guerrero que no
procede de otra ciudad sino de la no-ciudad, que no hace la guerra desde otra ciudad o para otra
ciudad sino desde y para la no-ciudad, la figura del furor guerrero que puede llevar la crueldad
hasta lo extremo y, en suma, la figura de una máquina de guerra que sólo se apodera de la ciudad
para destruirla, para obligarla a autodestruirse, para arrasarla y convertirla en naturaleza, en tierra,
en campo; la máquina que, por ejemplo, sitia a la ciudad hasta obligar a sus habitantes, bloqueados
sus suministros, a devorarse entre ellos, a comerse su propia tierra y a beberse su propia sangre,
que convierte la ciudad fortificada en una cárcel inexpugnable y a los ciudadanos en presos
condenados a una muerte lenta, en un recinto mortífero y bestial, deshumanizado, del que no ha de
quedar más que la ruina, la máquina que penetra, tras la victoria, y que desfila por las calles
ensangrentadas de una ciudad vacía poblada únicamente por cadáveres y cenizas humeantes, la
máquina que no quiere conquistar la ciudad sino simplemente exterminarla, que amenaza a la
ciudad oponiendo a su impulso urbanizador una línea urbanicida1.
Incluso a título estratégico, esta guerra total difiere de la guerra limitada u honorable -la
1.- Permítasenos una anécdota: en la China del siglo VIII de nuestra era, bajo la dinastía Tang, la rebelión del General An Lushan desencadenó grandes disturbios en el país. Presionado por los rebeldes, el Emperador se vio obligado a huir de la capital, Chang'an. Aprovechando esta huida, los jinetes nómadas de las tribus del Tibet invadieron la ciudad imperial, desierta y abandonada por el ejército: penetraron en sus palacios, cabalgaron por sus calles, saquearon sus barrios y, dos semanas después, huyeron: no querían la ciudad, no querían en absoluto vivir en ella ni conquistarla.
que se produce entre ciudades o entre estados- por varias razones: en primer lugar, no es una gue-
rra franca o abierta, no es una guerra entre caballeros y, por tanto, se produce sin declaración
explícita (es, por decirlo así, una guerra implícita); no procede mediante la celebración de batallas
en campo abierto o en terreno disputado, sino mediante incursiones-relámpago aprovechando
descuidos, mediante traiciones y espionaje, utilizando como tácticas el ataque por sorpresa, el
saqueo, el secuestro, la toma de rehenes, la escaramuza y la emboscada (lo que se ha tendido a
llamar guerra injusta o ilegal, y que hoy denominamos "guerra sucia"). El terror al guerrero furioso
se explica justamente porque éste, al no querer vivir en la ciudad sino únicamente destruirla, no
teme a la fama o a la sanción de los ciudadanos, se burla de la opinión pública y, en general, de
todo lo público, porque su combate -imaginariamente- es en favor de los espacios deshabitados e
inhóspitos: la estepa infinita, las cumbres heladas, el infinito desierto o el océano, aunque realmen-
te sea un combate por la privatización del espacio público. La muralla es, así, también, lo que
protege de esta violencia ilimitada y despiadada.
IV
Abramos un breve paréntesis para notar que la muralla que protege contra los bárbaros se
amplía -es decir, la ciudad conquista parte de su exterior al civilizar la guerra, siguiendo lo que
podríamos llamar una línea de urbanización-, pero difícilmente se puede concebir una ciudad
antigua o premoderna sin muralla (o sin algo que haga sus veces): esto es otro modo de decir que
la ciudad no puede alcanzar los límites del mundo porque, entonces, si no dejara nada fuera de
ella, los bárbaros estarían dentro. Aparentemente, esto parece contradecir algunos modelos de
ciudad antigua, especialmente en el caso de los grandes imperios y sus capitales: ¿no podría
decirse del Imperio Macedonio o del Imperio Romano que son intentos por construir una ciudad
que tuviera las dimensiones del Mundo? Yo diría que no es así, aunque por diferentes razones en
ambos casos. En el caso del Imperio Macedonio, porque toda la empresa de Alejandro está
imbuida de espíritu cosmopolita y el cosmopolitismo, a pesar de las apariencias, es algo bastante
distinto que el crecimiento de una ciudad hasta alcanzar las dimensiones del mundo. Para que haya
ciudad se ha de producir una clase especial de espacio (y de tiempo) en el que se sintentizan el
tejido civil y el tejido urbano, y que podríamos llamar "espacio público" o espacio de los
ciudadanos. Este espacio, aunque geográficamente identificado con el centro urbano, alude a una
definición de este centro en términos más geopolíticos que geométricos o geofísicos.
Negativamente, tal espacio se define por su oposición al espacio interior de la casa, de la familia o
de la tribu. Huelga, pues, decir, que el espacio civil o urbano es un espacio abstracto, o al menos
más abstracto que el concreto espacio local y cultural de la aldea o la tribu. De aquí se sigue el
carácter "desterritorializado" del espacio urbano, es decir, su condición de topos relativamente
independiente -de una independencia infinitamente superior a la de la aldea- con respecto a su
contexto geográfico y ecológico. Mucho más que un lugar, la ciudad es, como dijimos al principio,
un modo de vida, y esto explica que sólo los moradores de ciudades puedan sentirse cosmopolitas.
El significado de este término ("cosmopolitismo"), frecuentemente malentendido, requiere
alguna explicación, porque el origen del "espíritu cosmopolita" no se encuentra exactamente, en el
terreno histórico, en la ciudad-estado sino en las ciudades de la época helenística. A pesar de su
importancia simbólica, es sabido que la polis no es solamente un modelo muy localizado en el
espacio, sino bastante corto en el tiempo. Mucho más generalizado y, en algunos casos, mucho
más estable, parece haber sido la identificación del Estado con la forma Imperio. Ateniéndonos de
nuevo a nuestra propia tradición cultural, sabemos que la época helenística, a pesar de la
segregación que comporta entre el tejido urbano y el tejido civil, registra el reforzamiento -si no el
efectivo nacimiento- del cosmopolitismo, alentado especialmente en la época alejandrina.
Alejandría representa un modelo de ciudad particularmente autónoma, ya que podría considerarse
como un experimento para profundizar de un modo más radical en la autonomía de la ciudad con
respecto a la "tierra". Si, como a veces se ha dicho, el proyecto de Alejandro Magno no era tanto el
de fundar una ciudad que tuviese las dimensiones del mundo, sino más bien el de fundar muchas
veces la misma ciudad a lo largo del mundo, el de dispersar por todo el globo una red múltiple y
variada de Alejandrías, es porque en ese proyecto se desafía la geopolítica cultural establecida -una
geopolítica basada en lo local- negando, de hecho, la diferencia entre Oriente y Occidente. Y si el
cosmopolitismo está ligado a ese proyecto es porque ser "ciudadano del mundo" no significa sino
tener la oportunidad de vivir como un ciudadano -es decir, de llevar un estilo de vida urbano y
civilizado- en diferentes partes del planeta. Para ello hace falta algo así como establecer una
cadena mundial de albergues hospitalarios para los que no tienen pueblo. Mientras que quien
pertenece a una tribu difícilmente podría admitir trasladarse a otra o ser admitido en ella, el
habitante de ciudad puede fácilmente desplazarse de ciudad en ciudad -de Alejandría en
Alejandría- sin demasiada incomodidad. Pero es muy diferente llenar el mundo de ciudades que
llenar una ciudad con todo el mundo. En el caso del Imperio Romano, las razones que
imposibilitan la confusión de Roma con el mundo radican en la propia lógica del imperialismo: no
se trata únicamente de que el crecimiento físico de Roma fue siempre relativamente limitado (en el
año 274 no sobrepasaba los 8 kilòmetros cuadrados), sino de que la distinción esencial es entre
Roma y sus provincias, la capital y su inmensa periferia2. Pero cerremos aquí el paréntesis y
sigamos.
V
Decíamos que el honor militar es lo que limita la barbarie del instinto belicoso del lobo
humano. En este sentido, es muy útil señalar que, según nos han enseñado en este siglo los hele-
nistas, nuestro modelo más idealizado de ciudad -la polis griega- procede exactamente de una
"extensión democrática" de aquellos privilegios -ligados al honor guerrero- que fueron
anteriormente propios de la élite militar aristocrática3. Si lo que hace ciudad es, como recordaba
Max Weber4 y ya antes sugerimos, la existencia de un espacio público de autogobierno e
2.- Ver L.J. Kleinstadt-Rohr, "Alejandría, Jerusalén, Roma", en Debats, n.54, Valencia, 1995, pp. 4-12.
3.- Vernant, J.-P, "La guerra en las ciudades", en Problèmes de la guerre en Grèce ancienne, La Haya, Mouton, 1968 (trad. cast. C. Gázquez, en Mito y sociedad en la Grecia antigua, Siglo XXI, Madrid, 1982).
4.- Aunque en realidad se trata de un capítulo del monumental Economía y sociedad, existe versión
intercambio mercantil, conviene recordar que todas las reglas que definen este espacio público -y,
sobre todas ellas, la igualdad jurídica- han sido heredadas de lo que antaño había sido el derecho
exclusivo de los jefes militares, hasta el punto de que el ciudadano de la polis es una suerte de
guerrero urbanizado. En efecto: del mismo modo que el guerrero aprende a moderar su furor y su
cólera manteniendo la guerra en los límites de una hostilidad entre ciudades o entre estados some-
tida a reglas tácitas y necesitada de una declaración explícita, es decir, concibiéndola como una
competición inter pares que pueden rivalizar o aliarse, el espacio público que surge como urbani-
zación del campo de batalla es también el lugar de rivalidad y alianza de los Iguales, es decir, de
los únicos que gozan del privilegio propio de la aristocracia dirigente (la que ejerce el poder
político y económico), o sea de los únicos que son realmente individuos. Lo que hoy llamamos
disciplina militar fue, en su origen, ese código implícito de automoderación por el cual cada gue-
rrero, al convertirse en soldado del poder civil, renuncia a la violencia inmoderada o a la crueldad
despiadada, es decir, elige no comportarse como un criminal sanguinario a pesar de que puede
hacerlo (sin esperar por ello castigo alguno). Al democratizarse este código de honor por
ampliación de los privilegios aristocráticos a todos los varones adultos libres que tienen casa en la
ciudad, el honor militar se convierte en "honor civil" y se encarna en una "estética de la
existencia", como denominaba Michel Foucault a la ética de automoderación que practica el
ciudadano de la polis griega de la época clásica, es decir, en la elección de no abusar de sus
privilegios (frente a las mujeres, los esclavos o los niños) a pesar de que está en su poder hacerlo
(a veces hasta la misma muerte) sin cometer delito alguno ni temer más sanción que la de la
pública opinión.
Aquí volvemos a experimentar que la imaginaria "muralla exterior" de contención contra la
barbarie no es sino el símbolo de la invisible -pero real- frontera interior entre los Iguales y los
Desiguales, ligados a los primeros por relaciones de propiedad y servidumbre. La ciudad antigua
crea una periferia civil objetiva (la masa de quienes carecen de estatuto civil, aunque no de rol
social) que, sin embargo, no necesita materializar en significantes urbanísticos o arquitectónicos,
justamente por esa cuasi-ley según la cual la diferencia de estatuto es tan fuerte y notable que no
hace falta subrayarla con una segregación espacial, Iguales y Desiguales son tan inconfundibles
que pueden compartir la misma casa e, incluso, el mismo espacio público, porque la presencia de
castellana de la edición separada (Trad. J. Varela y F. Alvarez Uría) en La Ciudad, Ed. de la Piqueta, Madrid, 1987.
los Desiguales en él es totalmente irrelevante. Así que, ciertamente, el mito de los bárbaros del
exterior cumple una función de legitimación de la barbarie interior, justificando la dominación de
los Iguales sobre los Desiguales como si estuviese apoyada en una diferencia de naturaleza: es el
carácter por naturaleza bárbaro de los extranjeros (los no griegos y no romanos), o el carácter por
naturaleza caprichoso y engañoso de las mujeres y los niños lo que obliga a mantener a los
primeros en la condición de esclavos, y a los segundos, respectivamente, en la condición de
esposas o rameras sumisas, y de hijos-propiedad privada de su Padre; el extranjero sólo es sopor-
table (o admisible en la ciudad) como esclavo, las mujeres sólo como esposas o rameras, los niños
sólo como hijos en propiedad. Aquí tenemos, pues, la bárbara guerra que se desarrolla en el
interior de la ciudad, la guerra de los Iguales contra los Desiguales, la batalla aristocrática por el
mantenimiento de las distancias y los privilegios, por el mantenimiento de la distinción (de
naturaleza). Esta guerra es, pues, una guerra de destrucción del espacio público (del centro civil y
del centro urbano) o, mejor dicho, una guerra cuyo objetivo es la destrucción del espacio público
para convertirlo en monopolio de unos cuantos individuos privados (esos "señores de la guerra"
que, mediante el pillaje y el bandidismo hostigaban y asediaban las ciudades), que lo explotan para
su beneficio.
VI
Dado, pues, que la muralla tiene un significado ambiguo y doble -denota una voluntad de
contención de la barbarie, pero connota la frontera interior y la humillación de los Desiguales-, la
desaparición de las murallas en las ciudades modernas -primer episodio de la mundialización- o, lo
que es lo mismo, el inicio de su crecimiento extramuros, tiene, también, una significación doble:
por una parte, es una victoria contra la barbarie; en la medida en que la muralla externa era un
símbolo de la invisible frontera interior, de la barbarie incivil que, dentro de la ciudad, privatizaba
la información de interés público y hurtaba a la mayoría el acceso al espacio público y a la vida
privada, la ciudad sin murallas es, pues, imaginariamente, la ciudad sin fronteras internas, y se
encarna en la utopía moral y política, que también alcanza concreciones urbanístico-
arquitectónicas, de la Ciudad de los Iguales, es decir, la ciudad no atravesada por diferencias
estamentarias, la ciudad sin privilegios. Umberto Eco contaba, en los años setenta, el dramático
caso de la moderna Brasilia: concebida por sus planificadores como monumento a la igualdad
social, hizo patente la debilidad del sueño urbanístico, es decir, la pretensión de que, si la ciudad se
construía eliminando todas las barreras arquitectónicas de clase y todos los símbolos de segrega-
ción económica, sus habitantes se convertirían ipso facto en iguales; finalmente, sucedió muy al
contrario que las formas arquitectónicas terminaron convirtiéndose en reflejo y evidencia de las
desigualdades sociales, haciendo de Brasilia, con su inmenso cinturón de favelas, un monumento a
la Desigualdad. Una cosa es que se pueda, como Benjamin hacía con el París decimonónico, "leer
la ciudad", y otra muy distinta que se pretenda escribirla. El urbanismo y la arquitectura construyen
símbolos (para los que suelen imaginar significados esplendorosos, que no por ello dejan de ser
imaginarios) que la realidad urbana y civil se encarga de llenar de sentido efectivo. La otra cara de
esa seudo-ley a la que antes he apelado nos dice que allí donde las diferencias estamentales tienden
a desaparecer, las distancias físicas se tornan más necesarias.
Por ello, una vez más, la pérdida de la muralla exterior tuvo como efecto la visualización
de las barreras internas: la ciudad, que ha perdido sus murallas, se ve de pronto cargada de esa
periferia suburbana que caracteriza a las conurbaciones industriales. Todos los individuos tienen
(jurídicamente) el mismo acceso al centro (urbano, político y económico), pero a algunos -los que
viven más lejos- les cuesta infinitamente más que a otros llegar hasta él, y esta lucha por la ciudad
es la que registra esos movimientos estratégicos a los que se refería la "lectura urbana" de Walter
Benjamin. En efecto, según el hermoso y célebre análisis de Benjamin, la reforma urbanística de
Haussmann en el París del siglo XIX -el embellecimiento estratégico- estaba destinada a evitar la
construcción de barricadas. Las calles, anchas y panorámicas, debían ser el complemento a la
belleza tranquila de la ensoñación de los interiores burgueses, contrapunto a su vez del fragor de
las fábricas. La ebria y enfurecida muchedumbre que ahora trabajaba en ellas, y que ya había
recorrido las calles de París como un río desbordado en la Revolución del 48, tenía que ser
contenida y, para empezar, expulsada a los márgenes, a unos márgenes que, quizá ilusoriamente,
estaban situados fuera de la ciudad o al menos por debajo de ella, los suburbios. "En 1864,
[Haussmann] formula todo su odio contra la población desarraigada de la ciudad en un discurso
ante la Cámara. La subida de los alquileres arroja al proletariado a los suburbios. Los barrios de
París pierden así sus fisonomías propias. Surge el cinturón rojo. Haussmann... se sentía llamado a
realizar una obra..., pero al realizarla, quitó a los habitantes de París su propia ciudad. Dejaron de
sentirse cómodos en ella. Se inició el carácter inhumano de la gran ciudad"5, así decía Benjamin.
No obstante, el cinturón rojo no deja de estar al rojo vivo, no deja de luchar por la ciudad.
En esa misma época, Londres ve a sus masas trabajadoras, literalmente, como bárbaros
sumidos en el crimen, el desorden, la prostitución y la sedición. Y también las expulsa a las
afueras. En veinte años, el centro de Londres pierde casi cuarenta mil habitantes de derecho,
mientras que la población de hecho durante la jornada laboral aumenta un ochenta por ciento. Un
cronista de esa ciudad y ese tiempo escribe: "Las clases más bajas, aquellas cuyos medios de
existencia son precarios, deshonrosos o vergonzosos, tienen costumbres peculiares. Apenas se
preocupan por las apariencias, y son prácticamente unos desconocidos para el resto de la gente,
excepto cuando sus necesidades y sus delitos les exponen a la vista del público"6. Para desactivar
este barril de pólvora que acecha en las fronteras, y cuya sombra se cierne sobre la ciudad en
cuanto se producen crisis o epidemias, los urbanistas londinenses promueven una nueva
legislación sobre las viviendas: en primer lugar, ampliación de las calles, inspección sanitaria de
las casas de huéspedes, y disposiciones destinadas a dispersar a los habitantes de los barrios bajos
y a cerrar los tugurios y las tiendas de licores, así como la aparición de las "viviendas-modelo". En
segundo lugar, se impone el pago regular del alquiler, la reglamentación minuciosa de las
instalaciones de cada vivienda, y la presencia del portero, que ha de garantizar el cumplimiento de
las normas. Y, como ùnico consuelo, el Music Hall, una evasión poderosamente antiaristocrática y
populista, a veces melancólica.
En Barcelona, el siglo se inicia con un ambicioso proyecto urbanístico: la construcción de
5.- "París, capital del Siglo XIX", trad. cast. R.J. Vernengo, en Sobre el programa de la filosofía futura, Ed. Planeta-Agostini, Barcelona, 1986.
6.- R. J. MacCulloch, London in 1850-1851, apud Gareth Stedman Jones, "Working class culture and working class politics in London 1870-1890: npotes on the remaking of a working class", Journal of social History, vol. 7, 4, 1974, pp. 460-508, trad. cast. Pilar López, Zona Abierta n. 8/9, Octubre 1981-Marzo 1982, pp. 33-98.
la Gran Vía Layetana que, una vez más, busca ampliar las calles, dejar visibles los monumentos, a-
brir perspectivas, y que comporta un desventramiento de la ciudad, la demolición de una parte de
la ciudad antigua con objeto de desplazar hacia la periferia industrial, o al menos de dispersar al
deshacer sus barrios, a esa masa insana, indisciplinada e ingobernable de cuyo núcleo más oscuro
salen las bombas que, de vez en cuando, salpican de sangre la ciudad con sus detonaciones inespe-
radas. El urbanista Pere López Sánchez lo describe con estas palabras: "Se puede plantear,
entonces, la reforma interior como una guerra por la supremacía social en la ciudad antigua. Y
dado que el enlace entre la ciudad histórica -el intramuros anterior al grito de abajo las murallas- y
la ciudad nueva -el Ensanche- se incluye en la idea de metrópoli que será el caballo de batalla de la
política urbana del partido industrial, aquella conexión es parte de la apropiación capitalista de
Barcelona. De esta manera, la operación Vía Layetana es una batalla entre la metrópoli del capital
y la metròpoli proletaria"7.
Basten estos recordatorios para indicar que la conexión entre guerra y urbanismo, ya en el
siglo XIX, es muy estrecha. No, como en otro tiempo, porque se construyan ciudades-fortaleza
pensadas para la guerra (ciudades que puedan ser defendidas contra un ataque exterior), tampoco
porque la obra de destrucción de la guerra modifique el perfil urbano de las ciudades, sino ante
todo porque el proceso mismo de construcción, de edificación, y sobre todo de planificación, es ya
una guerra, y la ciudad un campo de batalla por la apropiación del espacio urbano. Como recuerda
el mismo Benjamin, los bulevares de Haussmann no pudieron nada contra la masa compacta que
se adueñó de las calles de París el 18 de Marzo de 1871. Del mismo modo, las barricadas
volvieron a inundar las calles de Barcelona durante la Semana Trágica de Julio de 1909. La ciudad
se torna, así, escenario de una contienda revolucionaria de carácter emancipatorio y democrático
(la conquista del espacio público por parte de los Desiguales), contienda de la cual son episodios
tanto el París de 1789 como el San Petesburgo de 1917 y la Barcelona de 1936. Nada de esto
volverá a suceder en la Europa postindustrial después de 1945. El combate de las periferias por el
centro urbano deja de ser posible como efecto de la pérdida de las murallas: una nueva
planificación se aseguró de que nunca más pudieran volver a construirse barricadas, pues el
Ensanche proyectado a partir de entonces para ampliar las calles tiene potencialmente las di-
mensiones del planeta (¿quién podría construir una barricada planetaria?).
7.- Un verano con mil julios y otras estaciones, Ed. Siglo XXI, Madrid, 1993.
VII
De los dos factores que, según Max Weber, constituían la esencia de la ciudad -el
autogobierno político y el mercado-, el primero se desurbaniza adquiriendo una escala estatal (con
lo cual lo protegido por el ejército es la Nación, envoltorio de un Pueblo que, como decía Herder,
nada debe de su espíritu "al apestoso vaho de las ciudades"), y por ello la información vital para la
ciudad es monopolizada por un reducido número de miembros de un Estado Mayor; el segundo de
los factores weberianos se mundializa ya en el siglo XIX, constituyendo esa red multinacional que
luego será recubierta por las comunicaciones cibernéticas. Con lo cual se produce una efectiva
privatización del centro urbano (que ahora ya no está en absoluto en el centro urbano), una
reintroducción de la barbarie. Pues, dado que la muralla representaba también la protección de la
ciudad contra lo que hoy llamaríamos la "guerra sucia" (que ahora sabemos que es la guerra de
destrucción del espacio público por privatización a manos de forajidos), su desaparición aumenta
su vulnerabilidad. En la medida en que las ciudades eran -y aún son, en parte- centros políticos y
administrativos, la guerra moderna las ha castigado especialmente, y han conservado -al menos las
capitales- un enorme significado militar (así la caída de París en las guerras franco-prusianas y en
las mundiales, o la derrota de Madrid en la guerra civil española, o la resistencia de Stalingrado
ante las tropas de Hitler). El potencial de la guerra moderna se ha convertido, en una parte
importante, en potencial de destrucción urbana masiva, algunas veces sin estar pensado para ello
(como el tanque, que fue diseñado para batallas en campo abierto, pero que destruyó grandes
enclaves urbanos en las dos guerras mundiales), y otras deliberadamente (como en el caso del
avión de bombardeo, instrumento privilegiado de terror urbano, o de los misiles balísticos
intercontinentales, que apuntaban todos ellos a objetivos civiles y urbanos, de acuerdo con la
ortodoxia estratégica llamada "de destrucción mutua asegurada" [MAD], o de los misiles de corto
alcance combinados con ataques aéreos, cuya eficacia fue comprobada en los ataques contra
Bagdad en 1991). Después de 1945, la mundialización de la guerra constituye el primer paso para
la disolución efectiva de los estados nacionales, lo que comporta un nuevo episodio en la
indefensión de las ciudades. Ya no es un Estado Mayor quien controla la información estratégica
vital para las ciudades, sino, como dice Paul Virilio, una máquina de declaración de guerra,
auténtica soberana que implica la existencia de ese estado de guerra tácita y constante, nunca
declarada pero sin tregua. La distancia entre ese Estado Mayor cibernético global y las ciudades
convertidas en provincias empobrecidas deja lugar a un mercado clandestino de armamento, en el
cual las nuevas armas han abierto nuevas posibilidades de pillaje y bandidismo contra las ciudades,
que hemos visto especialmente materializadas en la ex-Yugoeslavia. En Bosnia y en Croacia, las
grandes matanzas fueron iniciadas por guerreros no oficiales y criminales privados, como Arkan,
alentado por el presidente Milosevic; los francotiradores aficionados y los guerreros de fin de
semana viajaban desde Serbia-Montenegro para disparar indiscriminadamente sobre los residentes
de Sarajevo y regresaban a casa con algún vídeo o algún televisor como botín. La milicia bosnia, al
carecer de fuerzas militares propias, fue liderada a menudo por personajes del hampa, y la vida
civil ha llegado a desintegrarse casi totalmente en Mogadiscio, una suerte de Dodge City dominada
por las bandas. Allí donde la situación no está tan degradada, se observa inequívocamente el paso
de la "delincuencia menor" o de baja intensidad a la "gran delincuencia" dirigida por grupos
multinacionales organizados y a menudo relacionada con el narcotráfico, que tiende a liquidar el
tejido urbano en grandes sectores. Y en los mismos centros civiles, se pasa del terrorismo de
escaramuza al gran terrorismo, también de carácter internacional, que incluso puede utilizar,
debido a su miniaturización y a su comercio en el mercado negro, armas nucleares, y amenazar
centros neurálgicos de comunicaciones urbanas y la vida de decenas de miles de personas (quizá el
epíteto es innecesario) inocentes, como el atentado contra el World Trade Center, con un efecto
comparable a un bombardeo aéreo y que ya está al alcance incluso de un sólo individuo, abriendo
la posibilidad del francotirador nuclear o bacteriológico. Este es el sentido en el que la
"globalización" de la ciudad comporta un factor urbanicida.
Efectivamente, el grito ¡Abajo las murallas! tiene un cierto parentesco con el grito ¡Más
madera!, tan cercanos ambos -no hay más que pensar en Josué a las puertas de Jericó- al grito,
también marxiano, ¡Es la guerra! Desde Lucrecio hasta Descartes -tan aficionado este último a las
metáforas urbanísticas- se extiende por nuestra tradición literaria la figura del viajero que, antes de
llegar a una ciudad, contempla desde lejos sus murallas. Esta imagen es suficiente para provocar
en el lector actual la nostalgia de aquel tiempo en el cual las murallas -que, además, tenían un
carácter sagrado- protegían las ciudades. Un tiempo en el cual, por tanto, la exclusión social podía
plasmarse en el exilio extramuros: aún en nuestros días, aquellas ciudades que, abandonadas por la
industria y ajenas a las rutas turísticas masivas, han mantenido un ritmo de crecimiento casi
meramente vegetativo, conservan esta división, y es posible observar, en la parte exterior de sus
muros, las adherencias y excrecencias del mal: los siniestros arrabales de tolerancia venal,
patéticamente deprimidos y estigmatizados. Pero seguramente es algo más que una metáfora el
hecho de que, hoy, las viejas murallas -las fronteras sagradas- estén dentro y no fuera de las
ciudades.
Y es que el crecimiento urbano no es la única cristalización de este fenómeno, bien
conocido por los científicos de la naturaleza: la demolición de las grandes barreras externas, la
apertura a una ampliación -un Ensanche- potencialmente ilimitado, tiene como inevitable efecto
secundario la aparición proliferante de barreras interiores como malformaciones intratables.
Baudrillard ha concentrado todos estos efectos secundarios en la poderosa figura de la "caída de la
barrera inmunológica": la imposibilidad de reconocer al otro como otro lleva aparejada la
imposibilidad de reconocer al enemigo y, en consecuencia, la imposibilidad de combatir el mal.
"Indefensión" es, pues, la palabra clave. Indefensión social, indefensión política, indefensión
económica, indefensión jurídica. La ciudad, no sólo en cuanto tejido urbano, sino también en
cuanto tejido civil, sede de los ciudadanos, dejó hace mucho de considerarse fuente de derechos -
precisamente- civiles, justamente en el momento en que fue el Estado el encargado de emitir las
"cartas de ciudadanía". La ciudad se volvió entonces más vulnerable (como lo prueban los
padecimientos de algunas ciudades en las guerras interestatales), de acuerdo con lo que podríamos
llamar una línea de globalización urbanicida. Y es esta línea la que ha progresado con la
globalización total.
En resumen: la desaparición de las barreras -y, para empezar, la difuminación de las
fronteras entre los estados nacionales- ha traído como consecuencia un aumento de esa
vulnerabilidad, que amenaza con la disolución del "estilo de vida urbano". El aumento de la
vulnerabilidad física y jurídica se ve perfectamente escenificado, por una parte, en la actualidad
que de pronto han adquirido los derechos humanos en el seno de las ciudades -y no ya en las
periferias desurbanizadas o suburbanas-, puesto que crece de modo alarmante una masa de
población apátrida e irregular que sólo puede invocar en su defensa su pertenencia a la desnuda
condición humana; y, por otra, en el inminente o anunciado regreso a la Europa urbana de ciertas
enfermedades que se consideraban erradicadas o ajenas (entre las cuales no se encuentran so-
lamente el cólera, la malaria o la tuberculosis, sino también el fascismo y la xenofobia, de la mano
de Le Pen o Gianfranco Fini, así como el nacionalismo), y también en el salto cualitativo del
terrorismo, que de nuevo encuentra en las ciudades el teatro privilegiado para poner de manifiesto
esa hiper-vulnerabilidad. "Amplias poblaciones, cuyas vidas dependen ahora más que nunca de
sistemas técnicos sofisticados, son blancos fáciles para el ataque mortal y la destrucción física de
la tecnología militar avanzada"8.
VIII
El antropólogo Marc Augé ha definido las ciudades tardomodernas por la proliferación de
un tipo particular de espacio que él llama "los no-lugares"9, unos emplazamientos que no tienen
carácter relacional, ni guardan memoria histórica, ni proporcionan señas de identidad: se trata de
sitios de tránsito o de ocupación provisional, y una lista de los mismos quizá sea más ilustrativa
que muchas disquisiciones teóricas: la clínica y el hospital, las cadenas hoteleras, los pisos
8.- Para todos estos temas, vèanse Martin Shaw, "Nuevas guerras urbanas" (Dos, dos, Revista sobre las ciudades, Valladolid, 1997, n. 2, pp. 67-75) y P. Virilio, Un Paisaje de Acontecimientos, Ed. Paidós, Barcelona, 1998.
9.- Los no-lugares. Espacios del anonimato, trad. cast. M. N. Mizraji, Ed. Gedisa, Barcelona, 1993.
ilegalmente ocupados, los clubes de vacaciones, las barracas y chabolas, los campos de refugiados,
los medios de transporte, los aeropuertos, las estaciones ferroviarias, las estaciones aeroespaciales,
los parques de recreo, los supermercados. Digamos que se trata de sitios para no estar, lugares de
paso. La definición de este tipo de espacio como "no-local" introduce el tema, tan querido de los
analistas contemporáneos, de la ciudad global. La ciudad global es una ciudad que tiene las
dimensiones del planeta (ésa en cuyas calles no se podrían construir barricadas). Con este término
se define un espacio deslocalizado, actual o virtualmente mundial, y por tanto inexpugnable,
inatacable, que desde luego está bien simbolizado por todos esos emplazamientos señalados por
Marc Augé: todos los hoteles de una misma cadena son iguales, así como todas las instalaciones
de una misma empresa de grandes superficies mercantiles, y desde luego existen parecidos muy
notorios entre todas las chabolas y favelas de los suburbios misérrimos de las grandes ciudades y
entre todas las viviendas ilegalmente ocupadas generadas por la alta especulación del mercado
inmobiliario; lo que más llama la atención en esa lista es, sin duda, la mezcla de espacios de "alto
standing" -como cadenas internacionales de hoteles o clubes de vacaciones- con espacios de
penuria y degradación. La sociología urbana latinoamericana (y en especial José Nun) ofreció, al
final de los años sesenta, un concepto y una imagen plástica que podría explicar esta aberrante
coexistencia: hablaba Nun de una "Masa marginal" que excedía la demanda, tradicionalmente aso-
ciada a las ciudades industriales, de un "ejército de reserva" constituido por desempleados o
subempleados; la masa marginal sería ese excedente de los que nunca van a ser admitidos (ni
siquiera provisionalmente) en el sistema económico urbano, residuos sólidos humanos no
reciclables y que, por lo tanto, aunque socialmente perturbadores, pueden considerarse como
inexistentes debido a su irrelevancia como sujetos económicos productores o consumidores: esa
"masa excedente", expulsada incluso de los barrios deprimidos, desborda literalmente su espacio
natural de confinamiento urbano en las periferias y, presionada contra los límites del sistema, se
filtra como una gelatina untuosa por los poros y los intersticios del espacio público del centro en
forma de anomalías (un vagabundo dormitando en los bancos de una estación ferroviaria
frecuentada por altos ejecutivos, un heroinómano terminal sufriendo el síndrome de abstinencia en
el parque de una urbanización de lujo, o un inmigrante alcoholizado perturbando con sus gritos el
sueño de un barrio residencial de viviendas unifamiliares). En este fenómeno se cumple de nuevo
esa que parece ser una ley del desarrollo urbano: cuanto más notorias y evidentes son las
diferencias de estatuto social o de jerarquía civil, menos necesarias son las distancias físicas (nadie
puede confundir a un vagabundo con un ejecutivo), y el cielo y el infierno urbanos, como ha dicho
Manuel Castells, pueden estar a menos de una manzana de distancia.
Pero, aunque la globalidad de la riqueza y de la pobreza son relativamente ciertas, habría
que decir, contra las tesis de Augé, que esos sitios conservan aún demasiado sabor local (después
de todo, el centro de Nueva York es diferente del de Nairobi, y un Aeropuerto de Toronto no se
parece demasiado al de Nueva Delhi). La verdadera realización de la ciudad global -que
actualmente sólo puede experimentarse en Tokio, Londres y Nueva York- es la ciudad de la
información: los centros de negocios de esas capitales permiten acceder a un caudal de
información que sí que es literalmente homogéneo y literalmente planetario: en ellos es posible
tocar los límites del mundo con la punta de los dedos, instantáneamente y en tiempo real. Mejor
dicho, con la punta de los ojos y de los oídos, porque se trata de una ciudad audiovisual, que no
tiene tacto, ni olor, ni sabor (porque éstos son sentidos poco aptos para la digitalización). El
crecimiento de la ciudad hasta los límites del mundo es uno de los factores más claros de disolu-
ción de la ciudad o de caída de las barreras inmunológicas civiles y urbanas, como ya señalaran en
su momento Patrick Geddes (el creador del vocablo "conurbación", forjado para designar un modo
de urbanización "post-histórico", distinto del de las ciudades que él llamaba "históricas") y Lewis
Mumford, que sin embargo depositaba todas sus esperanzas en el desarrollo de los sistemas de
comunicación. Digamos que la mundialización de la ciudad, en la medida en que destruye todas
sus barreras y murallas, incluye un factor claramente urbanicida porque, después de todo, no sólo
de espíritu vive el hombre: también tiene que tocar, oler y gustar, mientras no se encuentre la
manera de residir en un domicilio de internet.
IX
Efecto secundario, pues, de esta inclemente exposición a lo global, serían todos los
fenómenos de repliegue sobre lo local, todos los cantonalismos e incluso las formas anómicas de
individualismo (¡el yo como último refugio!), que indican la existencia de lo que podría llamarse
una línea de localización urbanicida. Aunque comprensibles, estos localismos se encierran en algo
que ya no existe (suponiendo que alguna vez haya existido), se repliegan sobre nada. Y allí donde
no hay, en el fondo, nada que defender, la violencia es el único lenguaje posible. Mientras el
materialismo histórico dominó nuestra percepción de esta guerra que se desarrolla en las ciudades
-o, mejor: de esta guerra cuyo desarrollo son las ciudades-, podíamos imaginar al menos la ciudad
como una ciudad dual o, como nos decía hace unos momentos el urbanista López Sánchez, como
el combate entre dos ciudades -bien es cierto que ambas soñadas, utópicas-, la metrópoli capitalista
y la metrópoli obrera, es decir, como trasunto aún de una lucha de clases en la que combatían dos
sujetos identificables y bien diferenciados: la burguesía y el proletariado. Pero hoy la ciudad no
está atravesada por esa única y gran escisión entre los pobres y los ricos que explicaría todas las
demás, sino por miles de escisiones y fronteras -la territorialización de Nueva York por parte de
las gangs urbanas es siempre el mejor ejemplo, que ahora encuentra su reflejo ideológico en la
multiplicación de los cultural studies en las Universidades, al grito de ¡Un departamento por cada
tribu metropolitana!-. En su biografía de Dickens, Chesterton divide la clase media en dos seg-
mentos: el que tiende a subir y el que tiende a bajar. En el primero de ellos, a menos que se
produzca un grave accidente, el ascenso social está asegurado generacionalmente; en el segundo
es, al contrario, un accidente lo único que puede salvar de una caída irremediable: "a los Dickens,
de no haberles alzado de la tierra el fabuloso accidente de un genio, los habríamos visto cada vez
en empleos más modestos, de mozos de almacén, de celadores, de repartidores, hasta confundirse
finalmente en la masa anónima de los pobres"10. Digamos que hoy el riesgo de accidente -sobre
todo de accidente catastrófico y descendente- es mayor, o bien que la velocidad de caída ha
aumentado tan vertiginosamente que, como en La hoguera de las vanidades de Tom Wolf, puede
hacer que el mero pasar de una acera a otra convierta a un brillante broker en un delincuente o en
un mendigo miserable.
Ahora bien, la fragmentación de la ciudad en distritos segregados y virtualmente inconexos
no es ni una lucha de clases ni una lucha de etnias; es, en todo caso, la lucha de las etnias
(deliradas) contra los sin etnia, es una lucha declaradamente anti-urbana, que puede incluso
10.- G.K. Chesterton, Charles Dickens, trad. cast. E. Gómez, Ed. Pre-textos, Valencia, 1995, p. 24.
disfrazarse con el ropaje de la lucha de clases o de culturas. Mientras el centro de la ciudad, por el
que antaño luchaban sus pobladores, se ha volatilizado (convirtiéndose en un "espíritu
audiovisual" cuya materialidad electrónica es intangible), la ciudad táctil, olfativa y sápida se ha
fragmentado en mil pedazos reclamados por líderes locales y convertidos en aldeas de ambiente
étnico con severas aduanas (hay sabores que matan) y peajes de entrada y salida, de entre las cua-
les la aldea blanca (defendida por policías privados) es, sin duda, la más brillante al mismo tiempo
que la menos sabrosa. Pero sería un error pensar que hay una "aldea blanca". Los blancos no viven
ni han vivido jamás en aldeas. Los barrios residenciales blancos siguen siendo urbanos, de la única
ciudad que queda, es decir, de la ciudad global: como sucede con "los centros de negocios
específicos... estos espacios estratégicamente importantes están conectados a espacios similares en
todas las partes del mundo, tanto materialmente (mediante el transporte, las telecomunicaciones,
los hoteles internacionales o los centros de servicios comerciales) como simbólicamente (a través
de patrones de consumo, diseños formales, estilos arquitectónicos). Los espacios de la
comunidades locales, al contrario, son extremadamente específicos en cuanto a sus habitantes, su
cultura, su historia y sus modos de organización social y política. Obervamos una dicotomía entre
los segmentos nodales del espacio de flujos globalmente interconectados, por una parte, y los
lugares fragmentados e ineficaces de las comunidades locales, por otra"11 . La ciudad constituía
exactamente una solución para habitar que se caracterizaba por ser más pequeña que el mundo y
más grande que una aldea. Su fragmentación en aldeas locales es, pues, igualmente urbanicida: el
Barrio Chino, Harlem, el Distrito Italiano (o, como ahora se dice, zona de copas, zona de compras,
parque industrial, parque temático, centro de servicios, centro comercial)... es difícil no escuchar
en estas denominaciones los ecos del gueto, los campos de concentración, el apartheid y la
limpieza étnica. El odio a Sarajevo manifestado por todos los contendientes de la Guerra de los
Balcanes -verdadero paradigma de este fenómeno de relocalización antiurbana- se debe a que esta
ciudad -tejida durante siglos por sistemas de coeducación, matriminios mixtos y mestizaje
cultural- es una objeción viva contra los planes de serbios y croatas de establecer emplazamientos
étnicamente puros. A propósito de esta retribalización urbanizida, Martin Shaw ha mostrado que,
después de 1945, muchas de las guerras de guerrillas nominalmente "revolucionarias" son
movimientos de inspiración anti-urbana. La cruzada anti-judía del nazismo, a pesar del carácter
urbano de sus dirigentes, buscó su argumentación política en tradiciones retrógadas de intolerancia
11.- Manuel Castells y J. H. Mollenkopf, Dual City, Russell Sage Foundation, 1992.
étnica en áreas rurales y desarrolló un discurso típicamente rural en contra de la "decadencia" del
pluralismo cultural de la República de Weimar. Pero también la revolución comunista china -tanto
la militar como la "cultural"- es una revolución campesina contra las ciudades, que primero las
sitia y luego penetra en ellas con un ejército de campesinos vencedores, para finalmente -y esta fue
una de las tácticas de la revolución cultural- expulsar al campo a las élites urbanas. Mucho más
claro es el carácter urbanicida de los jemeres rojos, discípulos de Mao.
X
La profecía de McLuhan se ha cumplido, pero hecha pedazos: hay un retorno de las aldeas,
pero precisamente son ahora menos globales, más locales que nunca; y hay una globalización
comunicacional, pero es todo menos aldeana. La ciudad global tiende a privar a una mayoría de
ciudadanos del espacio público (privatizado y puesto -en términos económicos y tecnológicos- fue-
ra de su alcance), es decir de la información que no es publicidad o información-basura, mientras
las aldeas locales tienden a destruir la privacidad mediante la refundación paranoica de comunida-
des persecutorias. Donde hay mundo no hay aldea y donde hay aldea no hay mundo. El siglo XVIII
diluyó a las ciudades en los Estados-Nación, el siglo XIX fue un siglo de guerras por las ciudades,
pero el siglo XX parece ser un siglo de guerra contra la ciudad.
Madrid, Abril de 1998.