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La comunidad a debate Reflexiones sobre el concepto de comunidad en el México contemporáneo Miguel Lisbona Guillén Coordinador El Colegio de Michoacán Universidad de Ciencias y Artes de Chiapas

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La comunidad a debateReflexiones sobre el concepto de comunidad en el México contemporáneo

Miguel Lisbona GuillénCoordinador

El Colegio de Michoacán Universidad de Ciencias y Artes de Chiapas

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El concepto de comunidad está instalado en el vocabulario de las ciencias sociales com o mención obligada a una form a de vivir en sociedad. Sin embargo, el térm ino oscila entre la referencia a un territorio constituido porla im pronta humana, y la conform ación de relaciones sociales modélicas en ese mismo espacio. De ahí que haya sido utilizado por las disciplinas que estudian a lo seres humanos, en su pasado y en su presente, con la libertad que otorga una consideración ontològica, incuestionable en su ser, aunque su historia etimológica no sea nítida y su prolongación contem poránea lo haya convertido en una “palabra com odín” en la que se reflejan miembros provenientes tanto del campo como de la ciudad, o grupos hum anos de la más variada composición u origen.

Este carácter polisémico es habitual porque no siempre se distingue entre la citada delimitación territorial y una peculiar y estandarizada form a de vida, la expresada en su definición sociológica. E n este libro1 se muestra, por medio de diferentes enfoques disciplinarios y de diversas visiones teóricas, que el concepto de comunidad está vigente en el pensamiento social para debatir su contenido; pero, en especial, para cuestionar su aplicación generalizada.

Colección Debates

Biblioteca "Luis González'

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LA COMUNIDAD IMPOSIBLEA lc a n c es y paradojas d e l m o d e r n o c o m u n a l is m o

J. Eduardo Zárate Hernández1 El Colegio de Michoacán

In t r o d u c c ió n . E l p o d e r d e la c o m u n id a d

Al igual que ciudadanía, nación o democracia, comunidad ha sido una poderosa idea que ha guiado el destino de grupos e individuos. La búsqueda de “comunidad”, de la “comunidad” real o la lucha por reivindicar y fortale­cer a las comunidades indígenas existentes, se ha mantenido hasta nuestros días a pesar del avance de las ideas de la modernidad y del individualismo como uno de los principales ideales que guían la acción de ciertos grupos e individuos. Si bien algunos autores ubican a la comunidad en un esquema evolutivo como anterior a la sociedad, lo cierto es que las comunidades conocidas y documentadas hasta ahora han surgido o se han conformado por oposición a las relaciones individualistas que dan fundamento a las sociedades modernas. Como principio estructurante de las relaciones socia­les se opone al de sociedad, según Weber, al fundamentarse en el sentimiento subjetivo de formar parte de un todo.2

No es casual que el surgimiento -durante las últimas décadas del siglo pasado- de actores diversos con las más variadas reivindicaciones nos llevara a pensar que la contraparte necesaria y obvia al moderno proceso de globalización es la vuelta a la comunidad local, ahí donde supuestamente se

Agradezco profundamente la ayuda que me prestó Leticia Mayorga para concluir este trabajo, con materiales, sugerencias y correcciones. Por supuesto los errores y deficiencias son responsabilidad mía.

1 Hunter y Whitten (1976: 177-178) señalan que el término “comunidad” ha sido “usado con gran liberalidad por los sociólogos para caracterizar a una amplia gama de grupos cuyos intereses respectivos comparten un sentido de identidad, valores e intereses específicos, y una definición de funciones o papeles sociales concretos con respecto a los demás. En este sentido general, un poblado, una vecindad, una sociedad recreativa, un sindicato obrero o una profesión colegiala puede entenderse como comunidad.

En un sentido más específico llamamos comunidad a esa forma de organización social característica de los pequeños poblados campesinos de la América Latina, de parte de Europa, de Java, etc.”.

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mantienen los valores inalterables. La reivindicación de identidades históri­cas construidas en las relaciones cotidianas e inmediatas, cara a cara, aparece ahora como un resultado obvio de la desestructuración de las grandes narra­tivas de poder que le daban sustento a los Estados nacionales. Sobre todo la notable beligerancia de etnias y recientemente de tribus y clanes {v. gr. en África y el Medio Oriente) frente a un desgastado y decadente concepto de ciudadanía individual proclamado como universal, nos ha obligado a repensar otra vez las nociones sobre las cuales se construyeron las ciencias sociales, entre ellas la de “comunidad”, a la vez que a dudar de todas aque­llas definiciones esencialistas, estructuralistas, cerradas y ahistóricas de estas nociones.3

A grandes rasgos, podemos decir que en la práctica antropológica la noción de comunidad local ha tenido dos acepciones ampliamente usadas por los científicos sociales: a) como una unidad de cultura (ahora diríamos un constructo cultural), y b) como una estructura u organización social, en el centro de la cual estaría un gobierno propio sea un sistema de cargos u otro mecanismo. En nuestro país esta distinción sintetiza los diferentes acerca­mientos antropológicos a las comunidades locales. Por un lado, los que hacen énfasis en la unidad cultural o el sistema de valores (una cosmovisión); por otro, los que lo hacen en el mantenimiento de relaciones horizontales entre sus miembros y la búsqueda de igualdad social por medio de mecanismos de redistribución de riqueza. No está de más recordar que esta distinción tiene profundas raíces en distintas tradiciones intelectuales y de pensamiento. En los años cincuenta del siglo pasado, un durkheimiano convencido como Radcliffe-Brown había sentenciado que preguntarnos por la cultura nos con­ducía por un camino distinto y, para él, poco fructífero, al que nos conduciría preguntarnos por la “estructura social”, lo cual recomendaba.43. No dejamos de lado las extensas y excelentes revisiones que ya se han hecho de la noción sociológica de

comunidad tales como las de A.B. Pérez Castro (1988), para el caso de México, donde se revisan los trabajos de Manuel Gamio, R. Redfield, Aguirre Beltrán y E. Wolf, entre otros. También habría que mencionar las revisiones enciclopédicas del concepto y que están citadas en las entradas de la Enciclopedia de las ciencias sociales. Sobre los estudios de comunidad o en comunidad, además de la revisión de Pérez Castro existe una abundante literatura que pretende revisar de manera exhaustiva la utilidad y limitaciones del concepto “comunidad” para las ciencias sociales.

4. La idea de separar metodológicamente la organización social de la cultura está claramente expresada por Radcliffe-Brown desde los años cincuenta, cuando define a la antropología como una ciencia natural y a su objeto como “la estructura social”, y no a la cultura o a las —en palabras de Durkheim- “representaciones sociales”.

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El hecho de que a pesar de los grandes cambios estructurales que se han dado durante la última centuria -como el surgimiento y decadencia de los estados nacionales- las comunidades locales de raigambre étnica se man­tengan, ha renovado el interés por los enfoques culturalistas, en detrimento de los que hacían énfasis en las estructuras o en el poder organizador de las relaciones de poder. Con ello también ha surgido una importante fuente de legitimidad para aquellos actores que reivindican su propia comunidad como el espacio esencial y necesario para su reproducción social. Además de una notable producción de trabajos en los que se reivindica a la comunidad como un modelo de sociedad ordenada y sin conflictos aparentes. Tenemos, pues, un doble movimiento entre la reivindicación de la comunidad y el auge de los modelos culturalistas en detrimento del análisis de las relaciones sociales, ambos imprescindibles para explicar el moderno comunalismo y sus contra­dicciones. La comunidad, dice Anthony P. Cohén (1992: 15), se ha con­vertido en un símbolo cuya función esencial es la delimitación de fronteras culturales. Lo que me interesa mostrar en este trabajo es cómo las prácticas de raigambre comunal moldean los comportamientos y horizontes de los nuevos actores sociales, a la vez que la búsqueda del ideal de comunidad produce nuevas relaciones sociales jerarquizadas al interior de localidades específicas. La idealización de las comunidades indígenas y campesinas como lugares edé­nicos es un producto del comunalismo como ideología, pero también ciertos logros y acciones de nuevos actores sociales tienen su origen en una cultura comunal históricamente forjada. El comunalismo, tanto como lo fue en su momento el nacionalismo, oculta y niega las complejas dinámicas en que las comunidades indígenas actuales están inmersas y las simplifica en un modelo ideal que, en gran medida, es resultado de las visiones que desde marcos teó­ricos específicos construyeron los mismos antropólogos y otros científicos sociales. Por lo mismo, no podríamos entender el significado de comunidad en la actualidad sin tener en cuenta que es consecuencia de una compleja combinación de discursos y prácticas provenientes de muy diversas fuentes.

El comunalismo como ideología que exalta el ideal de comunidad y de la vida comunitaria, produce un orden social particular con base en un imaginario que tiene como referente a la comunidad histórica.5 Lo paradó-5. Estamos utilizando el término ideología no en un sentido peyorativo o limitativo, sino como sinónimo de

cultura, tal como lo hace Dumont (1982).

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jico es que este ideal de comunidad ha sido construido [discursivamente] a partir de la retroalimentación que se da entre la experiencia de vida de los mismos actores que generalmente pertenecen a una comunidad, donde se han socializado, y las imágenes que han producido los investigadores sociales, las agencias del Estado (como las escuelas públicas o las institucio­nes sociales), las iglesias y los grupos políticos. Por comunalismo entonces me refiero a un proyecto de recomunalización de las relaciones sociales al interior de localidades, por consiguiente a un imaginario que proyecta un sentido de comunidad ideal, permeado tanto por prácticas culturales añejas y propias como por modelos de comportamiento político que son ya el resultado de la experiencia participativa de los actores en organizaciones e instituciones modernas y no comunitarias. Curiosamente, la mezcla de estos elementos es lo que ha hecho posible tanto la movilización como la articu­lación de actores teóricamente considerados inamovibles, pero también, y es lo que quiero tratar en este trabajo, impone claras limitaciones al proceso de renovación de las comunidades contemporáneas, así como nuevos procesos de diferenciación social.

Uno de los autores que más acertadamente ha desarrollado la idea de comunidad como ficción ideológica es J. Galinier (1987), quien señala que,

vista como totalidad cerrada, la comunidad sí existe en el plano ideológico, pero ¿cómo explicar la persistencia de esta visión “anacrónica”? Esto se debe al hecho de que las oposiciones internas, lejos de hacer desaparecer la idea de comunidad, por el contrario la vuelven más necesaria, pues la utilizan como justificación de los poderes locales, políticos y económicos. De alguna manera, representa lo que está en juego entre las fuerzas de la tradición y las del “progreso”, ya que tanto los grupos dominantes como los grupos en rebelión actúan y se definen en nombre de la comunidad. Además, los pueblos otomíes presentan una estratificación social en vías de consolidación, la cual surge de la oposición entre una masa de pequeños propietarios o jornaleros y un sector de comerciantes, los “ricos”. Ahora bien, los intereses respectivos de ambos grupos no coinciden siempre con la idea unitaria de una comunidad cerrada, hecho que los proyectos de desarrollo rural ponen al descubierto. La electrificación, por ejemplo, no tiene plena aceptación en la comunidad; junto a la gente acomodada y a los comerciantes, quienes están a favor de todos los signos del progreso, hay grupos de habitantes pobres que ven en esto un factor de tensión en la comunidad, en la medida en que causa desigualdades económicas.

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Por esto, la comunidad como representación es una ficción, pero una ficción cuya presencia es indispensable para asegurar una cohesión mínima entre los grupos que la constituyen (p. 115) (cursivas mías).

Ahora bien, si entendemos a la comunidad como una forma diná­mica que continuamente está siendo reestructurada y no como una esencia que se mantiene constante (la comunitas, según Víctor Turner, sería un momento en el proceso de reestructuración), creo que es factible y lógico plantear que las comunidades actuales son el resultado tanto de la ideología comunalista que ha posibilitado la reinvención de las comunidades sobre bases sociales, no sólo nuevas sino producto neto de la modernidad (o de las políticas de la modernidad), como de prácticas culturales conformadas his­tóricamente y que se mantienen vigentes. De hecho, aunque tiene referentes históricos, el comunalismo es una ideología moderna que en gran medida se contrapone a la idea de nación como una comunidad de ciudadanos.Y aquí debemos tratar brevemente otro tema que atañe a la discusión, los términos “comunidad” y “sociedad” aparecen en la teoría clásica como dos construcciones sociales excluyentes.6 Lo que significa que ni los principios ni las formas de vida de uno pueden exportarse al otro. La relación entre las

6. De acuerdo con Weber (1984: 33), la comunidad en cuanto relación social se inspira en el sentimiento sub­jetivo de los participantes de constituir un todo, por el contrario la relación social denominada sociedad se inspira en una compensación de intereses por motivos racionales.Al respecto, resulta interesante lo que sobre Tónnies, Durkheim, Hegel y Marx, dice Dumont (1987:216- 217): “Tóennies se halla en contacto directo con todo el pensamiento alemán: su Gemeinschaft o comu­nidad corresponde al holismo de Adam Muller y de los románticos. Su mérito consiste en reanalizar, en distinguir, los dos componentes que Hegel, tras haber logrado despejarlos, había combinado brutalmente, y Marx confundido. Esto es a mi entender, la razón de la fecundidad de la antítesis de Tóennies. Conocemos la curiosa y aparente inversión de sentido entre la opinión de Tóennies y la de Durkheim en La división del trabajo. Durkheim habla de solidaridad mecánica ahí donde Tóennies habla de comunidad’, y de solidari­dad orgánica ahí donde Tóennies habla de ‘sociedad’. La inversión proviene de lo que Tóennies considera el nivel de representaciones y Durkheim, aquí, el de los hechos materiales. Los dos puntos de vista se comple­mentan, a condición de que pongamos a Durkheim dentro de Tóennies. Lo que ha detenido a este último en la explotación de sus contrastes es que ha hecho extensiva su reflexión sobre la yuxtaposición de los dos elementos a todas las sociedades, sin insistir sobre su jerarquía en cada caso. Con la sola condición de añadirle la dimensión de valor relativo, la distinción hecha por Tóennies ofrece el instrumento fundamental para la comparación que impone, como ya hemos señalado, la situación misma del antropólogo.

Resulta más fácil mantener la distinción entre Gemeinschaft y Gesellschaft, entre holismo e individua­lismo, que intentar reunidos o subsanarlos de alguna manera. Los dos puntos de vista sobre el hombre en sociedad, incluso si en una sociedad determinada están empíricamente presentes a niveles diferentes, son directa­mente incompatibles”.

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comunidades reales y el resto de la sociedad está marcada por la imposición, el intercambio, adaptaciones y rechazos, y no sólo por la resistencia. Además, estas acciones tienen como fundamento la selectividad que, como dice R. Williams (1980), es uno de los principios que median todos los procesos hegemónicos. No podríamos entender aún el auge del comunalismo en loca­lidades que hasta hace algunos años eran consideradas plenamente mestizas y perfectamente integradas a la nación, en tanto monolingües de español, sin considerar que no pretenden un simple regreso al origen o una súbita recuperación de la historia, sino que se trata de un discurso elaborado por actores locales para articularse de otra manera a la sociedad mayor sin perder su sentido de totalidad. Tal es el caso de aquellas comunidades que perdieron su lengua, el vestido y otros rasgos diacríticos desde principios del siglo XX, pero que en los últimos años se reivindican como “comunidad indígena”. Entonces podemos plantear que la “comunidad cerrada”, o el cierre social de las comunidades contemporáneas, se ha convertido en un mecanismo que los mismos actores utilizan para tratar de “controlar” y negociar su inte­gración a la sociedad mayor e incluso al mercado, y no necesariamente su oposición o negación.

Por lo mismo, en nuestro país el símbolo de “la comunidad cerrada” se ha convertido no sólo en el referente fundamental para las organizaciones étnicas, sino en el motivo y fin que guía su acción política. Resulta un meca­nismo fundamental para intentar frenar las fuertes tensiones y sacudidas del cambio social, así como los procesos internos de diferenciación.

Ahora bien, lo que resulta paradójico (como ya señalaba al inicio) es que los movimientos comunalistas surgen precisamente en una época en que en el ámbito global se están dando cambios trascendentales que han impac­tado a las mismas comunidades y su composición interna se está modifi­cando notablemente. Por consiguiente, cuando se proyecta a la comunidad como motivo y fin de la acción social, haríamos bien en preguntarnos a qué comunidad se refieren las reivindicaciones étnicas o en qué orden comunal están pensando quienes ahora proponen que a partir de la comunidad étnica pueden crearse formas de convivencia en las que se recupere y mantenga la esencia comunal, como alternativa a la occidental. Podríamos decir que el comunalismo como ideología política, al intentar producir un orden a través de la imposición de un imaginario en sociedades internamente bastante dife-

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rendadas, lo que busca es redefinir una hegemonía comunal sobre nuevas bases y no, como lo señalan algunos autores, mantener los valores esenciales e inalterables del comunalismo transhistórico.

El p o d e r d e la c r e e n c ia

Reconocer que efectivamente la sociedad moderna no ofrece alternativas de grupalización que no sean las que ofrece el mercado -que propicia una competencia feroz y descarnada por los recursos y que inhibe casi cualquier tipo de solidaridad- no es suficiente para idealizar a la comunidad indígena, despojarla de sus problemas internos y reposicionarla como la alternativa para el resto de la sociedad. La fuerza de la comunidad no radica en la inmo­vilidad de sus instituciones, tales como el trabajo comunal, la asamblea o las fiestas, ni siquiera en la vitalidad o fortalecimiento de sus fronteras y formas de gobierno, como algunos autores lo sostienen.8 En todo caso, las institu­ciones que en una determinada época prevalecen en una comunidad serían resultado del establecimiento de un proyecto hegemónico local, construido a partir de la interacción con la sociedad mayor. Ningún tipo de comunidad particular puede operar como el modelo ideal, ya que en todas hay impor­tantes transformaciones en sus instituciones y estructuras. En este sentido se podría plantear que el comunalismo parte de una inversión de valores en la búsqueda de sus intereses (sean personales o de grupo). Los ideólogos del comunalismo señalan que el poder de la comunidad no está en el discurso, sino en sus instituciones, las cuales son descritas tomando como base los tra­bajos de antropólogos y otros científicos sociales. De esta manera despojar, de su poder al discurso que es su esencia y pretenden legitimarse en la m t:i descripción de sus instituciones.

Por lo mismo resulta imprescindible preguntarnos en qué ti pe c t comunidad se está pensando y cuestionar aquellos modelos que “acusan ¿ las “fuerzas externas” de amenazar a este modelo ideal. Al respecte >:.: ~ t limitaré a algunos ejemplos.

Gunther Dietz (1999), al igual que otros comunalistai mocera considera, casi a la manera de los antropólogos decimonónicos, que ~ _ -8. Tal es el caso del trabajo de Adelfo Regino (1998).

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nidades en sí mismas no cambian internamente, es decir, no generan con­flictos y, por consiguiente, es sólo a partir del “contacto” con el exterior (sean partidos políticos, proyectos y agentes del Estado, iglesias u otros actores) que se presentan los conflictos faccionales o más precisamente los conflictos al interior de las comunidades. “Nos llegan a dividir” o “nomás nos vienen a dividir”, se dice, como si las comunidades fueran siempre las víctimas del sistema.9

Comunalistas como Jaime Martínez Luna (también sería el caso de Adelfo Regino) señalan que la comunidad tradicional existe en cuanto que está ligada a un espacio local o a un suelo. El territorio es concebido como un ámbito común de relación al que pertenecen todos los individuos y que establece un vínculo entre ellos. “El lugar donde están enterrados los antepa­sados y que frecuentan los espíritus de la tribu, la parte del mundo que nos ha sido asignada para nuestro cuidado o en la que todos, plantas, animales, hombres, nos integramos”(Martínez Luna 1992, cit. en Villoro 1997: 371). Para estos autores la llegada de la “modernidad” rompe con el sentido de comunidad; entonces

el “territorio” sagrado se convierte en “tierra”. La tierra es susceptible de ser poseída, vendida al mejor postor, expoliada, dominada para disfrute personal. La compra y venta de los territorios para convertirlos en tierras de propiedad privada es la primera amenaza contra la subsistencia de la comunidad. Cuando la “madre tierra” se convierte en objeto, la liga más profunda entre todos los entes que estaban a su cuidado se rompe (ibid.).

Otros aspectos que en este discurso están asociados con el mante­nimiento de la comunidad como una “unidad sagrada” son el trabajo y el gobierno local. El mismo Martínez Luna señala que

en todos los pueblos, se mantiene, en efecto, un “sistema de cargos” por el que la autoridad está ligada a un servicio prestado. Como gustan decir los indígenas: toda autoridad debe seguir el principio de “mandar obedeciendo” ... La comunidad, como denominamos nuestro comportamiento, descansa en el trabajo, nunca en el discurso. El trabajo para la decisión (la asamblea), el trabajo para la coordinación

9. Para Dietz (1999: 193), las comunidades purhépecha han sido “víctimas de la política de fragmentación y mediatización; ... por la penetración de agencias centralizadoras del Estado”.

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(el cargo), el trabajo para la construcción (el tequio) y el trabajo para el goce (la fiesta) (ibid.\ 368).

Por consiguiente, para ellos la destrucción del sentido de comuni­dad se completa con la desaparición del arraigo estrecho del individuo a un espacio local. Como la comunalidad estaría indisolublemente enraizada en el suelo, su significado se restringiría a un territorio limitado. No se acepta la posibilidad de comunidades desterritorializadas ni del individualismo al interior de la comunidad conviviendo con el todo comunal. Ambos aspectos serían para ellos una prueba fehaciente de que la comunidad ha desaparecidoo está pronta a desaparecer. Desde esta perspectiva resulta imposible pensar en una modernidad comunitaria. La comunidad es siempre tradicional y la modernidad una amenaza a la comunidad. Modernidad y comunidad en este discurso son excluyentes y están en continua lucha por sobrevivir.

Sobre la comunidad como modelo ideal, en un trabajo reciente indudablemente elaborado a la luz de los reclamos de las comunidades indí­genas a la nación, Luis Villoro ha pretendido unificar en una sola propuesta los principios de la sociología occidental, de naturaleza individualista y uni­versal, con los principios comunalistas. A mi parecer haciendo una sobreva- loración de las comunidades indígenas contemporáneas y retomando como evidencia empírica el estudio que sobre una comunidad tojolabal realizó C. Lenkersdorf (1996); Villoro dice:

La comunidad tojolabal parte de la idea de igualdad entre todos sus miembros. “Todos son parejos”. No los nivela la homogeneidad entre todos, pues cada quien cumple una función y tiene características distintas; son iguales en sus diferencias. Sus relaciones son semejantes a las de los miembros de una familia extensa: si bien todos están vinculados con todos, desde su nacimiento, cada quien lo está en una relación diferente (ibid.: 370).

Otro aspecto que actualmente se idealiza es el poder político al inte­rior de las comunidades y el discurso “mandar obedeciendo”. Por supuesto no se considera al gobierno comunal como parte de un proceso de creciente complejidad social y que, de mantener a toda costa la “unidad sagrada”, necesariamente conduce al autoritarismo. Por el contrario, dice Villoro,

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la comunidad sería el antídoto del poder particular. Si poder es la capacidad de imponer la propia voluntad sobre los demás, la noción de comunidad implica que ninguna voluntad particular se imponga sobre la del todo, luego, si se realiza cabal­mente nadie puede imponer su voluntad sobre los demás. A cualquier poder par­ticular se opondría así el “contrapoder” constituido por las voluntades concertadas de todos los miembros de la comunidad. Pero entonces, una comunidad perfecta no admitiría el Estado (ibid.: 365).

Según este autor, hay que distinguir esa autoridad de la que imponen los caciques o los funcionarios de gobierno, y que corresponde a una estruc­tura de poder ajena a la comunidad. La vida en la comunidad no es conce­bida como sujeción a ningún poder particular ajeno a ella; por eso se percibe como libertad. “La condición de posibilidad de la libertad ... es la existencia de la comunidad libre en la cual estamos integrados” (Lenkersdof 1996: 85, cit. en Villoro, ibid.: 370).

Esta proposición que se presenta como la solución final de la dicotomía individuo-sociedad, sobre la que se ha fundado el pensamiento sociológico moderno, no dejaría de ser una propuesta entre otras si quedara planteada en términos abstractos como categorías sociológicas (o propias del conocimiento sociológico); sin embargo, Villoro lleva hasta el ámbito de las comunidades indígenas contemporáneas su razonamiento y señala que en las comunidades indígenas actuales tenemos un claro ejemplo de cómo se ha resuelto esta contradicción, entre el individualismo extremo a que nos ha conducido la modernidad y la necesidad que todos los individuos tenemos de reproducirnos (política y culturalmente) en sociedad. Aquí el ideal de comunidad no se queda en las sociedades locales, sino que se convierte en el modelo (ideal) para toda la sociedad moderna.

La conclusión a la que llega es que los problemas de representación que aquejan a los individuos modernos que conforman las sociedades con­temporáneas se resuelven finalmente en la comunidad o en una noción de comunidad definida en sentido weberiano y tomando como fundamento las ideas del “don” elaboradas por Marcel Mauss.10 Finalmente, para Villoro la10. “La comunidad indígena tiene una base económica. Marcel Mauss había señalado cómo el don constituye,

en muchos pueblos, una alternativa al intercambio basado en la adquisición de bienes. Quien da sin pedir nada a cambio, pone en deuda al otro; el otro debe, a su vez, dar en reciprocidad. Pueden considerarse las ideas de Dominique Temple como un desarrollo de esa idea seminal, aplicada a las comunidades indígenas

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comunidad ideal sería la comunidad de los ciudadanos modernos y racionales quienes deciden libremente conformarse como comunidad para sublimarse como individuos universales. Propone que una nueva comunidad debe surgir del pensamiento liberal moderno, superando sus cuatro “ideas-lema”: 1) individualismo, 2) democracia, 3) Estado nacional, y 4) productividad y desarrollo.

Dos temas me parecen los más discutibles en el planteamiento de este autor, uno es que esta comunidad supera los valores de la asociación para la libertad. La libertad individual moderna, según él, es una libertad acotada porque el individuo requiere no sólo de la sociedad, sino de la comunidad misma para liberarse (emanciparse) totalmente como tal. Si tomamos como punto de partida comunidades reales, socialmente imposibles de existir, sólo pueden ser pensadas como proyecto o proyecciones de una forma de vida (el ideal de vivir en comunidad del que habla Villoro). Las realmente existentes siempre son diferenciadas y articuladas a universos mayores. La comunidad que ahora pretenden construir, promover o reconstruir los ideólogos del nuevo comunalismo es básicamente la comunidad que les transmitieron las ideolo­gías del siglo XX -como el catolicismo comprometido de los años sesenta- los antropólogos e historiadores y no tanto “la que ellos han vivido”. Donde la diversidad y la fragmentación social existe, el problema de constitución de una comunidad depende directamente del establecimiento de un proyecto hegemónico, que permita articular los distintos discursos, voces e intereses en un todo sentido como una unidad sin fricciones, pero no por eso dejan de existir las diferencias al interior de las comunidades, en el que no son pre­cisamente los ancianos quienes dirigen las asambleas, sino los nuevos actores rorjados en las luchas sociales extracomunitarias o los “exitosos”empresarios, profesionistas y migrantes.

Cuando Villoro dice que la comunidad “subsiste como un ideal por alcanzar y a cuya pureza original hay que regresar” (2000: 6), como _in atributo de los pueblos aborígenes, realmente lo plantea como un ideal

americanas. El vínculo de la comunidad sería una economía de la ‘reciprocidad’ ... La reciprocidad se define como la reproducción del don, y el don ya no puede ser considerado como una forma primitiva del inter­cambio, sino como su contrario ... Citando a Marx, sentencia D. Temple: ‘El intercambio empieza cuanúc la comunidad se termina; nosotros decimos ‘la comunidad empieza donde el intercambio se termina” ̂ibúL 368-369).

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incluso de grupos sociales mayores, como las naciones modernas u otros que también esperan alcanzar cierto sentido de comunidad; como incluso podría pasar con los derechos humanos en un mundo globalizado. Un grave problema con el trabajo de Villoro es que éste toma como inmutables rasgos y descripciones que desarrollaron los antropólogos en la primera mitad del siglo XX; como lo son sus reflexiones sobre el sistema de cargos, el trabajo colectivo y el papel de las asambleas. Sin la crítica a la antropología como parte del proyecto del colonialismo cultural (como lo hace E. Krotz, 2002) resulta bastante limitado tomar las descripciones de comunidad como genuinas y objetivas. Cuestión que no toman en cuenta Villoro y quienes destacan a la comunidad como ideal.

Tampoco Villoro dice mucho acerca de la coerción social que existe al interior de las comunidades indígenas, lo que además se ha agravado en aquellos lugares donde un grupo político o de fanáticos, por ejemplo los practicantes de algún culto esotérico, ha tomado el control, y que van desde el castigo físico, la exclusión, la segregación y el señalamiento, hasta la expul­sión de la comunidad y la pérdida de todos sus derechos como individuos o familias.

En la actualidad, la comunidad local sólo puede existir en tanto parte de otras “comunidades” o “totalidades” mayores, cuyos principios son distin­tos de los de las comunidades étnicas locales.

Si tenemos en cuenta que las comunidades han sido y son capaces de generar su propia modernidad, las ideas de los nuevos comunalistas deben ser cuestionadas porque simplifican una realidad cambiante y dinámica. No es casual que a pesar de los procesos de modernización a que han sido sometidas desde hace siglos sigan existiendo con nuevos rostros, intereses y prácticas, y que el ideal se renueve constantemente. Se puede decir que las comunidades actuales son tan modernas en sus principios como cualquier otra forma de sociedad que se sostenga con base en algún principio de comunalidad, como la misma nación. Sin embargo, lo que generalmente hace el discurso es que “reduce”, “olvida” u “oculta” algunas notables dife­rencias para resaltar la unidad. Como lo han constatado una buena cantidad de etnografías, ni las acciones de los miembros de los partidos políticos ni las de los líderes comunales están carentes de sentidos e intereses particula­res. Resulta totalmente absurdo pensar en nuestros días que quien defiende

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la causa indígena no tiene intereses que trasciendan los del grupo, y por el contrario, cualquiera que participe en una institución nacional sea un colo­nialista corrupto y perverso.

Es necesario reconocer que los actores que encabezan, dirigen o cons­truyen discursivamente este proyecto, también buscan un reacomodo o un reconocimiento como personas y, en última instancia, influir en el rediseño de las relaciones de poder comunales y regionales. No se trata necesariamente de la búsqueda de riqueza material (aunque existen casos de corrupción de líderes de comunidades indígenas) sino de reconocimiento y prestigio social. En la actualidad la calidad de intermediario social constituye una fuente de disputa con los agentes externos. Este sería el sentido del ataque tan recu­rrente a las “Iglesias” y organizaciones políticas “externas”. “No los queremos porque causan división”, se ha dicho en todos los foros posibles y por casi todos los voceros de las organizaciones indígenas; ¿pero acaso ellos no causan también nuevas divisiones al interior de las comunidades? Lo cierto es que en una sociedad compleja como la nuestra, unos y otros representan distin­tas posibilidades de asociación y comunalización, lo único que cambia es el sentido y la legitimidad de la intermediación política y, por consiguiente, en la práctica no se limita al “mandar obedeciendo”. De lo que se trata más bien es de establecer nuevas formas de dominación con o sin hegemonía.

A continuación presento dos ejemplos de estudios de caso en los que se muestran los procesos de modernización en que están inmersas las comu­nidades y cómo la búsqueda del ideal de comunidad se mantiene como un precepto esencial que moldea de manera particular la reorganización de las relaciones de dominación al interior de grupos sociales específicos.

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Si bien los procesos de diferenciación social de las comunidades son añejos, en los últimos años éstos han tomado un nuevo impulso, los ejemplos abundan. Sólo quiero mencionar como los más evidentes la creciente y franca articula­ción al mercado capitalista de importantes grupos de productores (agrícolas, forestales y artesanales), además de la irreversible integración de grandes capas de la población indígena a los flujos migratorios transnacionales.

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Esto por supuesto no es nada nuevo, en los últimos años lo realmente novedoso ha sido el surgimiento de empresas forestales y de ecoturismo, la expansión de los monocultivos, de la ganadería y la especialización en la pro­ducción de cierto tipo de artesanías, como una alternativa a la producción diversificada pero incapaz de articularse al mercado. Todo ello manejado por grupos o por las mismas autoridades comunales o por ambos; además de la intervención directa de los migrantes y sus organizaciones en los asuntos de las comunidades.

En todos los casos, el desarrollo de los procesos comunales a partir de la nueva organización para la producción, la comercialización y la migración están incidiendo directamente en la vida interna de las localidades, en sus ciclos rituales, en la elección de autoridades y en el cuestionamiento de ciertas normas o “formas de hacer las cosas” localmente. Ya sea que las autoridades comunales mismas controlen empresas y procesos de comercialización o que grupos específicos lo hagan, tal como sucede con muchas organizaciones de migrantes y pequeños artesanos que a partir de los ingresos obtenidos invier­ten e intervienen en las mismas comunidades controlando importantes y estratégicos espacios para la reproducción social, como los cargos de represen­tación, consejos comunales, grupos de apoyo mutuo y redes de solidaridad.

El impacto de las empresas comunales en la modificación de la dinámica local ya ha sido bastante estudiado;11 también empiezan a parecer algunos trabajos sobre los efectos de los grupos de productores organizados en torno de los Fondos Regionales en la reconformación de las estructuras comunitarias. Tal es el caso de la empresa comunal modelo de San Juan Nuevo. Al respecto, la reciente tesis de Silvia Bofill (2003) y un artículo de síntesis publicado en el año 2002 por parte de la misma autora, se centran en analizar su relación con la “comunidad”. Si bien Bofill destaca que la “perfecta articulación del proyecto empresarial con determinados intereses industriales (y políticos) regionales ha resultado crucial en la conformación y el desarrollo económico de la empresa” (Bofill 2002: 132), la comunidad indígena no ha desaparecido sino incluso se ha fortalecido.1211. Entre otros, Vázquez (1992), Espin (1986), Bofill (2003), Garibay (2002), Dietz (1999), etcétera.12. Esta tesis ya la había formulado Luis Vázquez, quien desde principios de los ochenta sostenía que “la orga­

nización social corporativa y la modernización forestal confluyen en un mismo objetivo político: otorgar seguridad y garantizar el abasto regular y permanente de madera hacia la gran industria de papel y celulosa. Y en este sentido, la recuperación de la comunidad indígena o agraria como institución económica es resultado,

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El gran auge de la empresa y de la comunidad indígena de San Juan Nuevo durante los años noventa, se sostuvo gracias a su efectiva vinculación con la industria maderera, de celulosa y papel, y al incremento en las fuentes de financiamiento por parte del gobierno federal y de otras agencias inter­nacionales, pero sobre todo gracias a la racionalidad organizativa impuesta por los líderes de la empresa (todos ellos profesionistas, con licenciaturas y maestrías en agronomía, biología, manejo de recursos forestales) sobre la organización comunal. Desde sus inicios los líderes impusieron como un requisito indispensable la separación entre lo económico y lo político. En junio de 1981 se crea la figura de “comisionado para los aprovechamientos forestales”, nombrado por acuerdo de la asamblea general de comuneros,

perfectamente diferenciado de lo que serán los órganos políticos de representación comunal (agraria), representante o comisariado de Bienes Comunales y Consejo de Vigilancia, ... La convivencia en este sentido, de “reservar el manejo del dinero al Comisionado y los asuntos políticos y de mando del núcleo agrario al Repre­sentante” ... como premisa indiscutible de organización por uno de sus dirigentes administrativos, continúa percibiéndose hoy ... como factor clave del éxito de San Juan. Este principio se reflejará en el organigrama político de la comunidad, en el reparto de poder y en la toma de decisiones: el comisionado pasó a depender de la asamblea general de comuneros y no, tal y como expresa el que fuera primer comi­sionado, “como un empleado” del representante de Bienes Comunales, de acuerdo a un proceso productivo que se realiza bajo los lincamientos de la Asamblea general(i b i d 134-135).Según esta lógica, las demandas sociales deberían seguir resolvién­

dose de la manera tradicional “con la solidaridad, el apoyo, la cooperación”, pero de ninguna manera con los recursos de la empresa. En su discurso “la empresa aparece como un instrumento de desarrollo social” que, al benefi­ciar a los mismos individuos que en ella participan, afectará al todo pero no atenderá necesidades específicas. A principios de los noventa, y para hacer

más que de una voluntad política de colocar los bosques al servicio social de las comunidades, de la ‘nueva función histórica que se le asigna [a ésta] como productora de mercancías indispensables para la industria moderna” (Bofill 2003: 78, la cita es de Vázquez 1986: 84). Por la época en que se publicó el trabajo de Luis Vázquez Zepeda sostenía de manera muy mecanicista lo contrario; es decir, que el comunalismo indígena (baluarte de lucha y resistencia) de esa época era resultado de la “pérdida irrev ersible de los bosques” (cit. en Bofill, ibid.: 80).

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frente a una serie de problemas relacionados con la toma de decisiones al interior de la empresa y de conflictos entre la comunidad y los propietarios particulares, a propuesta del comisionado se crea formalmente el consejo comunal como una instancia intermedia entre la asamblea general de comuneros, el subconsejo administrativo (formado por el gerente y los otros profesionistas encargados de áreas) y el comisariado de bienes comunales. El consejo comunal (una especie de lo que en otras comunidades de la región se denomina “cabildo”) es una estructura de representación que puede dar res­puesta inmediata a los problemas agrarios y políticos que se derivan del uso y manejo de los recursos forestales. Hay que señalar que durante las décadas de los ochenta y noventa, a propuesta de algunos sacerdotes y otros agentes del progreso, se reconstruyeron y reinstalaron los antiguos cabildos en muchas comunidades de Michoacán, tal como lo constató Leticia Mayorga (2003). La creación del consejo comunal es un intento por contar con una instancia de mediación que pudiera resolver los conflictos y tensiones entre la racio­nalidad económica de la empresa y las demandas (de apoyo económico, de ayuda) de la gente de la comunidad. De hecho, en el nivel personal los directivos de la empresa proporcionaban esa ayuda, lo que se traducía en el fortalecimiento de lealtades y de cierto clientelismo.

Para mediados de los noventa, el auge de la empresa atrajo mayores capitales, sobre todo provenientes de los programas sociales del gobierno.13 Dado que la empresa comunal efectivamente representaba un modelo y que sus líderes y autoridades se mantenían afiliados al PRI, en una región emi­nentemente perredista, se convirtió en un espacio estratégico para los dos últimos sexenios priistas. No es casual que una de las mayores crisis que ha vivido la empresa comunal haya aparecido en 2001, cuando al ganar terreno el PRD en la comunidad y el municipio, los líderes tradicionales fueron acu­sados de malos manejos y fraudes y, finalmente, destituidos.

Dicha ruptura que prefigura igualmente nuevas formas de negociación política intracomunal y municipal, presupone el agotamiento de un esquema de liderazgo que, tras haber conducido de forma ininterrumpida el proyecto económico, polí-

13. Tales como “PRONASOL, Programa Nacional de Reforestación, Fondos Nacionales de apoyo para empresas de Solidaridad, Fondos del Ramo 26, o programas de apoyo agropecuario como el Programa de Apoyos Directos al Campo (PROCAMPO) o Alianza para el campo’, canalizados desde la Secretaría de Agricultura, Ganadería y Desarrollo Rural (SAGAR)” (Bofill 2002: 149).

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tico y social comunitario a lo largo de dos décadas, comienza a ser percibicc v valorado por el grueso de los actores involucrados como autoritario y coercitivo. moralmente reprobable e inadmisible (Bofill 2002: 133).

Lo importante de todo este proceso ha sido que a partir de que se inicia la gestión de la empresa comunal, la idea de comunidad adquiere una nueva dimensión en la vida de la gente del poblado,

ser comunero en San Juan significa, a partir de este momento y en contraposi­ción al lugar histórica e institucionalmente asignado al indígena “ser dueño de una enorme empresa forestal”, en boca de uno de los administrativos jóvenes de la empresa, de segunda generación ... El pueblo, otrora símbolo de identidad y pertenencia, se diluye frente a una comunidad que, definida en contraposición a la “pequeña propiedad”, reaparece como nueva categoría de identificación y diferen­ciación económica y social” (ibid.\ 144-145).

Algo similar pasa con la migración y las organizaciones de migrantes, y la manera en que intervienen y modifican la vida de sus comunidades de origen.14

Sobre este tema que parece paradigmático de los tiempos modernos, el excelente trabajo de Laura Velasco (2002) es uno de los que mejor ha carac­terizado la relación entre las organizaciones de migrantes y su intervención en sus comunidades. Para esta autora, el regreso de la comunidad (título que asimismo toma su libro) estaría determinado por dos factores esenciales: la conformación de las redes de migrantes y los nuevos actores que desde distin­gos sitios ejercen su liderazgo. Las organizaciones binacionales formadas por -nixtecos y zapotecos -dice- han construido otra versión del discurso comu- nalista moderno. Los líderes de estas organizaciones, al igual que muchos

14. Es frecuente que en muchas comunidades de Michoacán al menos la mitad de los cargueros que participan en el ciclo festivo sean migrantes, y si comparamos el gasto que se realizaba en las fiestas hace quince años con el actual, se observa un crecimiento exponencial. Tanto el gasto que efectúan las familias en ropa, atuendos, bebidas alcohólicas y alimentos para recibir a los visitantes, como el que realizan los mismos cargueros, en bandas, arreglos a la iglesia, juegos pirotécnicos, bebidas alcohólicas, vestuarios y ornamentos, etc., ha crecido significativamente y tiende a crecer por la cada vez mayor influencia de los migrantes. Pero también el gasto en el arreglo de calles, plazas y edificios públicos es evidente. La autoridad central que controla estos gastos en el ámbito de la comunidad es por lo regular el cabildo, es decir la junta de ancianos o representantes de barrios y familias que están por encima de jueces, comisariados o jefes de tenencia, aunque los migrantes ca¿¿ vez tienen mayor injerencia.

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de los líderes de otras organizaciones indígenas, se formaron en las luchas urbanas y por la tenencia de la tierra en los años setenta y ochenta, sus ideales son básicamente los mismos que los de los otros líderes de organizaciones indígenas: recuperar y mantener el control de las tierras y los recursos comu­nales y renovar los mecanismos de elección de las autoridades locales.15 Es su experiencia del conflicto lo que permite explicar su papel como represen­tantes o como aquellos actores que tienen la capacidad de construir al grupo por medio del discurso político. Sin embargo, lo que cambia radicalmente es el contexto socioeconómico y geográfico en que se dan sus demandas y se construye su organización.16 En la práctica, “la organización funciona como un comité ejecutivo de líderes que se alimentan de las necesidades y recursos de las comunidades pueblos en los lugares de origen o en los nuevos lugares de residencia y moviliza esos elementos en un campo político regional, estatal, nacional o trasnacional. A la vez, ese comité crea una narrativa del proyecto étnico de las comunidades en el campo político5 {ibid.: 249, cursivas mías).

Velasco concluye que “la comunidad indígena territorial está siendo reelaborada a la luz de esas migraciones para dar paso a una comunidad étnica dispersa y fragmentada -en términos territoriales-, con nuevas ins­tituciones sociales como las redes de migrantes y nuevos agentes, como las organizaciones de migrantes que reproducen una comunidad étnica que aún está perfilando su nuevo rostro” (Velasco, ibid.: 262).15. En particular, Velasco menciona el conflicto generacional que se dio y se sigue dando en muchos pueblos de

Oaxaca y de Chiapas (y yo diría de Michoacán), y que consiste en la crítica de los jóvenes a las gerontocracias y su forma de hacer política. Para Yvon LeBot, en ese conflicto generacional se encuentra el desmantela- miento o desmembramiento de la comunidad indígena. Velasco no está de acuerdo y dice que “vista desde la migración hacia la frontera México-Estados Unidos esa comunidad indígena parece haberse modificado y, a la vez, resistido a nuevos contactos y nuevas formas de hacer política. Dado que ese conflicto puede minarla” (op. cit., p. 250) Para el caso de Guatemala y Chiapas, ese conflicto está representado por las viejas jerarquías tradicionales que se enfrentan a los grupos de jóvenes catequistas. En ambos casos el conflicto dividió profun­damente a las comunidades y transformó (aunque no hizo desaparecer) a la comunidad como unidad local y corporada. Lo paradójico es que los jóvenes activistas al reivindicar sus formas propias de gobierno algunas veces o frecuentemente sobrevaloran, para el exterior, el papel de los ancianos y cabildos como ha sucedido en el caso de Michoacán.

16. Sobre las organizaciones de los indígenas oaxaqueños, la misma autora dice en la página 249: “La vida de las organizaciones al parecer incluye etapas en las que éstas existen prácticamente sin bases: el grupo de líderes puede ocupar espacios o foros de denuncia constante, o insertarse coyunturalmente en acciones concretas impulsadas por comunidades en los pueblos de origen o en las de destino en la frontera. En otras palabras, las únicas membresías estables son las pertenencias a comunidades pueblos; de ahí en adelante la inserción en una u otra organización puede ser coyuntural, en torno a derechos concretos que remitan a la comunidad antes que a la organización”.

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Tanto para algunas comunidades de Puebla, estudiadas por Roben Smith (1998), como de Michoacán (Zárate 2002), es claro que las orga­nizaciones y grupos de migrantes intervienen directamente en la vida jjm im al, tomando decisiones y en muchos casos imponiendo proyectos y i_;:oridades “propios”. No obstante, hay que destacar que las autoridades adicionales, como los cabildos, no han desaparecido, sino que en distintas ;: munidades incluso se han fortalecido cuando no plenamente reinstalados. H ice algunas décadas parecía que todos esos cuerpos tradicionales estaban remediablemente condenados a desaparecer. En la actualidad es claro que fxiste una retroalimentación entre los grupos de migrantes y las autoridades ¿e las comunidades. En algunos casos, como entre los indígenas de Puebla

Oaxaca, donde las organizaciones de migrantes están bien organizadas, :jh importante es pertenecer a las organizaciones de migrantes como a los cuerpos de autoridad locales. Para el caso de las comunidades de Michoacán, .1 migración más que constituir una amenaza constituye una readecuación ze la comunidad a las nuevas circunstancias que le exige la globalización. Podríamos decir que son estas readecuaciones las que le dan viabilidad como sociedad basada en los principios comunalistas; justamente lo opuesto a lo zne plantea el comunalismo como ideología en el que se hace referencia al mantenimiento de la unidad territorial y social.

De esta breve exposición sobresalen tres temas. Por una parte las comunidades en cuanto su organización para la producción son, en su mayor parte, altamente dependientes de los recursos externos sean de los migrantes o de agencias financieras. Aunque hay casos de grupos de produc­tores y empresas “exitosos” que logran obtener ganancias, pagar los créditos y capitalizarse, existe en todas las comunidades un gran número de proyectos que luego de recibir el financiamiento inicial no se realizan o que cada vez más requieren de recursos “frescos” que les permita capitalizarse y reiniciar el proceso productivo. Al estar insertos en la economía de mercado se enfren­tan a los mismos problemas de liquidez y de sucesivas crisis económicas que el resto de las empresas nacionales.

Por otra, se ha generado una nueva forma de diferenciación con base en la inserción al mercado entre migrantes, productores o grupos “exitosos” -que pagan sus créditos o invierten e incluso se capitalizan- y grupos deficita­rios o dependientes, que no logran trascender la ideología conservadora y tra­

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dicional y asumir una mentalidad “empresarial”. En la lógica de las agencias de financiamiento gubernamentales y no gubernamentales esta diferenciación resulta determinante y ocupa un lugar central en su discurso. Lo más impor­tante es que esta ideología ha sido adoptada en algunas comunidades. En la actualidad, el “éxito” en el manejo de recursos y apoyos financieros se traduce fácilmente en prestigio y cargos políticos. Así sucede con líderes de grupos de migrantes o de productores que ahora forman parte de las agencias de desarrollo gubernamental; que además manejan programas oficiales de apoyo a las comunidades e incluso llegan a controlar los cargos de representación de sus comunidades o municipios con base en el prestigio logrado a partir de su inserción en los programas de Fondos Regionales o de financiamientos de agencias internacionales.

Es la calidad del discurso comunalista lo que permite la reconstruc­ción de la comunidad y la renovación de sus instituciones, principalmente de gobierno, como los cabildos. En la actualidad este aspecto está muy rela­cionado con las historias de “éxito” de migrantes y profesionistas que ahora reivindican la comunidad. Son ellos los que ahora dan vida a las institucio­nes comunales. En tanto, parte del proceso de construcción de una hegemo­nía comunal, el cabildo, órgano de gobierno o junta de notables, puede ser entendido como una instancia necesaria para mantener el orden y refrendar la comunidad. Es en torno de este aparato de gobierno que se dan los más fuertes conflictos, generalmente entre distintos proyectos de comunidad que implican formas particulares de modernización y de integración a la socie­dad mayor sea el Estado nacional o el mundo global.

En distintos momentos el discurso comunalista ha legitimado la acción de organizaciones y líderes, y también ha constituido y constituye un importante impulso en la construcción y reconstrucción de formas de vida basadas en la solidaridad local.17 Como puede verse, la idea de comunidad le ha dado coherencia y solidez a la organización de varias comunidades, la posibilidad de emprender acciones conjuntas, trascender las disputas faccio-17. Margarita Zárate Vidal (1998) muestra cómo en el centro de Michoacán este discurso constituye un impor­

tante instrumento en la construcción de comunidades, no sólo indígenas, sino mestizas y urbanas. En su trabajo ella analiza tres tipos distintos de localidades que se han definido a sí mismas como “comunidades”: Zirahuén, una comunidad con ascendencia indígena y con una larga historia de enfrentamientos con el Estado; Ixtaro, un rancho mestizo dentro de una vieja hacienda; y la Colonia Comunal “Emiliano Zapata”, una colonia popular urbana.

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szies (y en ocasiones familiares) y desarrollar proyectos productivos o cui- -.riies que requieren la concurrencia de diversos grupos. En muchos casos ki *ogrado que las comunidades, a pesar de sus divisiones, funcionen como _r„dades, con capacidad para controlar sus recursos y fronteras territoriales.

En términos políticos los efectos más importantes me parece son el *£to de reconocimiento [y la representación] por parte de la sociedad nacio­

nal: la recuperación y mantenimiento de los límites territoriales y las tierras :; múñales; y el control de recursos financieros y el poder local.

Cuando el comunalismo se acepta como ideología, la asamblea co- -_jial se convierte en el órgano máximo para decidir sobre los asuntos de la j o munidad y, según sea el caso, desplazando o no a las autoridades tradicio­n e s . Como se ve en los ejemplos antes expuestos y en otros casos, el servicio i la comunidad, la defensa de sus intereses y la búsqueda de su progreso

desarrollo serán elementos a considerar para la asignación de cargos de representación comunal. Las jerarquías tradicionales, así como los mecanis­mos para participar en ellas, se han redefinido, pero también los conflictos acciónales, intergeneracionales o entre “exitosos5 y “deficitarios” han pasado i formar parte de la vida cotidiana de las comunidades.

En aquellos lugares donde se ha pretendido impulsar la participación política “abierta” (o democrática, en el sentido de igualitaria) de todos los comuneros a través de las asambleas comunales, lo que aparece con frecuen­cia es la manipulación y la imposición de la voluntad de los líderes sobre la : pinión de los representantes de familias y barrios. De hecho parecería que los proyectos comunales se hacen factibles dentro de un marco donde existe ^na autoridad fuerte y centralizada que puede ser el cabildo o el grupo de dirigentes y no donde la representación (como podría ser una democracia moderna) se diluye en múltiples fragmentos. Justamente porque la comuni­dad se ha convertido en una especie de objeto sagrado que legitima la acción de las fuerzas modernizantes endógenas, no constituye una esencia inmu­table; en su interior conviven principios culturales contrapuestos que están mezclándose y enfrentándose de múltiples maneras.1818. No está de más recordar que a pesar que desde hace tiempo los antropólogos se habían percatado de que las

comunidades indígenas no eran universos cerrados, homogéneos ni uniformes, sino dinámicos, cambiantes, y que no se les reconocía capacidad de transformarse internamente, de generar sus propias respuestas y de solu­cionar, mediante el cambio de sus propias “estructuras”, los conflictos internos. Se suponía que al estar anclan

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Aunque las comunidades contemporáneas existen básicamente por la voluntad colectiva de seguir manteniendo esa forma de vida, en la actualidad resulta imprescindible, además, su vinculación “exitosa” a procesos externos para mantener este proyecto comunal. En la práctica este proyecto es ela­borado por actores específicos mediante la negociación y el consenso que se establece entre los diferentes grupos con intereses particulares que la compo­nen. Como todos los procesos hegemónicos es, por definición, inacabado; siempre está en continua reelaboración y genera sus propias contradiccioneso conflictos. No es estable y debe de actualizarse permanentemente.

C o n c l u s io n e s

Individuo y sociedad forman una unidad indisoluble, en cambio individuo y comunidad aparecen siempre como opuestos. El comunalismo moderno lo que buscaría entonces sería establecer una nueva relación entre estos dos términos, generalmente anteponiendo la comunidad al individuo, aunque no siempre sucede así como lo ha señalado Luis Villoro. La comunidad de individuos libres parece ser todavía un ideal más difícil de alcanzar que la comunidad corporada que niega (o al menos limita) la representación indivi­dual. Para lograr la comunidad de individuos libres se requeriría un sentido negativo de la libertad acendrado en la conciencia individual, y por el cual los individuos estarían dispuestos a negar su libertad en pos del “bien común” o de “la comunidad como un todo”. En la actualidad, la presión que ejerce el mercado capitalista sobre aquellos sistemas que no operan bajo su lógica está siendo determinante en la elección de estrategias organizativas por parte de las comunidades locales, que ya no pueden abstraerse a estas presiones, sino que participan y conviven con las modernas tendencias de producción y consumo capitalista.

en la tradición y en la búsqueda del equilibrio mediante la redistribución (el “don”), sólo el impulso externo (las políticas indigenistas y de desarrollo) las haría modificarse o transformarse radicalmente. Los modernos movimientos de reivindicación étnica han cuestionado desde sus fundamentos mismos estas posiciones. Hoy es necesario reconocer las capacidades de los mismos actores que desde sus propias lógicas culturales redefi- nen el orden social al que aspiran. Como lo había señalado E. Wolf, estaban articulados a Estados nacionales que les imponían límites y normas que provocaban cambios y conflictos en su interior.

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La c o m u n i d a d im p o s ib le

Por otra parte, es claro que para las comunidades locales el territorio ssr-c teniendo un valor que trasciende lo meramente económico, lo que k ¿raímente se simboliza por medio de rituales y mitos particulares asocia- ém con la fertilidad. Sin embargo, al igual que otras instituciones comunales hbcem ) el trabajo colectivo o los sistemas de cargos y gobierno, no constituyen sendas inmutables. Sus significados, aunque lentamente, se transforman

laierdo con los cambios de la relación entre comunidad local y sociedad jLZvor. Son redefinidos y manipulados por los actores sociales en función de ios conflictos y luchas que mantienen tanto hacia el interior como hacia el menor de la comunidad.

El dinamismo y la complejidad que muestran las comunidades loca- íes desde hace décadas, sólo adquiere sentido único cuando su diferenciación _* :erna (y cada vez más su diversidad) logra ser cubierta (o cobijada) por un proyecto hegemónico. Es necesario entonces volver a la idea de comunidad

i tica local, que parte del reconocimiento de las diferencias internas, para mostrarse o presentarse hacia el exterior como una totalidad “homogénea”

sobre todo, organizada. Es entonces también cuando sus instituciones y *i5¡̂ os culturales conformados históricamente adquieren su aparente natu- -i_;dad, para finalmente convertirse, en el discurso, en los pilares o funda­mentos de la comunidad. La comunidad como forma de organización sigue endo un ideal, y como tal, imposible de existir en la realidad.

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LA COMUNIDAD INDÍGENA CONTEMPORÁNEA L im it e s , fr o n ter a s y r ela c io n es in t e r é t n ic a s

Maya Lorena Pérez RuizINAH

;CÓMO PUEDE CARACTERIZARSE LA COMUNIDAD INDÍGENA CONTEMPORÁNEA?

Mucho se ha dicho y escrito acerca de las comunidades indígenas en nues­tro país y se ha abundado demasiado en éstas tratando de definirlas. En ese trayecto se les ha visto desde distintas perspectivas. No haré un recuento histórico al respecto, pero sí quiero recordar que en su forma de gobierno se les ha observado como si hubiera una línea de continuidad entre el antiguo calpulli y la comunidad contemporánea (Aguirre Beltrán 1953), como un producto colonial que persiste hasta nuestros días (Carrasco 1979) o como una entidad social ensimismada y autocontenida (Wolf 1981). Sin embargo, hechos y puntos de vista novedosos han aportado información etnográfica e histórica que han obligado a poner de nueva cuenta a debate el concepto de comunidad. Sin duda han influido para ello los estudios históricos cada vez más abundantes, las investigaciones acerca de migraciones indígenas, los cada vez más incisivos estudios de comunidad, la presencia organizada y cada vez más visible de los indígenas en las ciudades de México, así como los movimientos sociales contemporáneos en los cuales los indígenas se han vuelto actores fundamentales para reivindicar, entre otras cosas, precisa­mente el derecho a fortalecer la comunidad.

Para una parte importante del movimiento indígena contemporá­neo, la posibilidad de reconstituir a sus pueblos se basa en el fortalecimiento y el reconocimiento jurídico de la comunidad como un sujeto colectivo con derechos propios, ya que sobre esa base aspiran a fortalecer algún día una identidad colectiva integradora de lo que hoy es una población indígena fragmentada y dispersa en diversos municipios y comunidades.

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M aya Lorena Pérez Ruiz

Para iniciar con la reflexión sobre cómo entender y definir la comu­nidad indígena contemporánea expondré lo que uno de los dirigentes indí­genas de Oaxaca señala como los pilares básicos para la vida de la comunidad y de la “comunalidad” en la que éstas se sustentan.1 Para Hugo Aguilar Ortiz, coordinador general de Servicios del Pueblo Mixe A. C., la comuna­lidad se fortalece mediante la reflexión y la sistematización de la experiencia de las comunidades, ya que éstas, hasta hoy, han sido el espacio de creación y recreación de un conjunto de principios que han permitido la pervivencia de los indígenas, y que será lo que en el futuro permita su reconstitución como pueblos. El primer pilar sobre el que se sostiene la comunidad indí­gena -según este dirigente- es la tierra comunal, ya que por su carácter de comunal rige los derechos y obligaciones entre los miembros individuales de la comunidad; el segundo pilar es el poder comunal, representado por las asambleas generales, que aunque no tienen hoy reconocimiento legal -puesto que sólo tiene reconocimiento jurídico en el ámbito agrario— es la instancia máxima de decisión en las comunidades, generando otro enfoque en el ejercicio del poder y en la resolución de conflictos; el tercero es el tra­bajo comunal; y el cuarto es el disfrute de la fiesta, entendida ésta como un espacio donde se recrea, se fortalece y reconstruye la cultura y la identidad (Aguilar Ortiz 2003).

De las palabras de Aguilar Ortiz se deriva la importancia de la comu­nidad como la unidad básica y primera para la vida social, así como para la reconstitución de los indígenas como pueblos. También puede advertirse la importancia de la asociación de la comunidad con la tierra comunal; de la asamblea general como forma de gobierno propio; del trabajo colectivo; y de la fiesta como elemento fundamental para la reproducción de la cultura y la identidad.

Dentro de los estudios antropológicos realizados en las comunidades -que intentan definir qué es la comunidad-, destacan aquéllos que dentro del marco de la antropología jurídica están preocupados por desentrañar las formas de gobierno indígena y el papel que desempeñan en ello los usos y costumbres además de los sistemas de cargos. En un campo tan abundante en escritura y reflexión se destaca el trabajo de Agustín Ávila, quien con1. La defensa de la comunalidad como eje de la reproducción de la comunidad indígena la realizan también

otros líderes indígenas de Oaxaca como Jaime Martínez Luna y Adelfo Regino.

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miras a plasmar en la constitución de San Luis Potosí los avances en la legis­lación nacional en materia indígena, ha realizado una interesante labor en la Huasteca Potosina. Para él,

la comunidad indígena constituye una unidad territorial con espacios interna­mente delimitados y jerarquizados: barrios o secciones, anexos, parajes y sitios, etc. Está habitada por personas con una serie de valores y normas; personas que en buena medida comparten una concepción del mundo, hablan principalmente una misma lengua indígena y se organizan de acuerdo con normas particulares para lograr objetivos comunes, entre los que destacan los de preservar y reproducir a la propia comunidad (Ávila 2003).

Para este autor, en la comunidad el espacio geográfico y el espacio político “se articulan como unidad, desde la cual se autorregula la comuni­cad, a partir también de un concepto propio de derechos y obligaciones”. De mi manera que el “ámbito comunitario se constituye en el espacio natural y privilegiado que agrupa al conjunto de sus miembros, como un solo cuerpo :ue dispone de instrumentos propios para elegir sus mandos y los términos de referencia que norman prácticas sociales y que dan vida y sentido diná­mico, a toda una gama de instituciones propias y principios colectivos, desde los cuales se norma la convivencia y se construyen futuros posibles” (ibid.).

En la concepción de Avila, igual que en la de Aguilar Ortiz, se hace énfasis en la definición de la comunidad territorializada y con un antecedente nistórico de largo alcance; es decir, aquélla ubicada en un territorio particular con límites precisos (aunque éstos puedan estar en conflicto y en litigio con otra comunidad) y que tiene como comunidad una larga historia. Las con­cepciones, sin embargo, difieren en otro aspecto. Para Avila, el territorio de una comunidad no debe ser necesariamente comunal, ya que -según lo que él ha encontrado en la Huasteca, así como en diversas regiones del país- las comunidades pueden incluir tierras de diferente régimen: comunal, ejidal y privada, o estar integradas por la mezcla de alguno de estos tipos de tenencia v seguir considerándose comunidades.2 Una aportación de este autor es, por2. Este autor, en otro trabajo (Ávila 2001), señala para todo México que, de acuerdo con la información del

Sector Agrario del segundo semestre de 1999, había en el país 27 460 ejidos y 2 400 comunidades agrarias localizados en todas las entidades federativas, por ello es factible decir que más de 50% del territorio nacior_i_ es propiedad de ejidatarios y comuneros. Sin embargo, aclara que las comunidades indígenas como sociales de pertenencia se presentan en ambos tipos de tenencia de la tierra.

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lo tanto, que no delimita a la comunidad según las fronteras que le darían su régimen agrario de tenencia de la tierra.3 Otra de sus aportaciones es que no restringe a la comunidad al concepto de localidad, ya que reconoce que la comunidad puede estar constituida por un conjunto de localidades articula­das por un gobierno propio. En Avila destaca, entonces, el gobierno propio como parte esencial de la definición de la comunidad, ya que la comunidad -según él- abarcaría hasta donde llegan las localidades articuladas por ese gobierno propio, aunque reconoce que tales fronteras incluyen dimensiones importantes de pertenencia, identidad y cultura, además de los ya mencio­nados de territorialización e historicidad.

Hasta aquí sobresalen como elementos importantes para definir una comunidad la asociación de un colectivo con su territorio; la historicidad y la permanencia de la comunidad en el tiempo, las instituciones y el gobierno propios; los principios, valores y normas que rigen la vida colectiva; la iden­tidad de pertenencia; y la cultura compartida. Pero ¿qué sucede cuando los miembros de una comunidad se van de ella, como sucede con los indígenas que se establecen en las ciudades?, ¿pueden definirse estas agrupaciones como comunidades indígenas?, ¿se trata de la misma comunidad que agranda sus fronteras para cobijar a los que están afuera?, ¿o los que se van constituyen una nueva y diferente comunidad de identidad y pertenencia?

Dentro de la investigación antropológica sobre migraciones indí­genas y la residencia de éstos en las ciudades ha sido un reto definir si esa población constituye o no una comunidad indígena, así como resolver si se trata de una recomposición de la comunidad de origen o de un nuevo tipo de comunidad -indígena, también, puesto que por lo menos aún las terceras y las cuartas generaciones de inmigrantes se siguen considerando indígenas-. En torno de esa problemática se han escrito novedosas propuestas, entre las que destacan -a mi parecer- dos: la realizada por Cristina Oehmichen Bazán acerca de “comunidades extraterritoriales”, y la de Regina Martínez Casas referente a “comunidades morales”.

3. Ávila (2001) hace énfasis en “a) No todas las comunidades y los ejidos tienen población indígena ni todos los pueblos indígenas de México tienen como forma de tenencia de la tierra la comunal o ejidal, ya que la pre­sencia indígena en el país puede existir en cualquier forma de tenencia de la tierra; y b) Es factible encontrarse ejidos y comunidades perfectamente definidos en términos jurídicos-agrarios, que por sus características sociales, culturales y de organización sean a su vez comunidades indígenas, pero no todos los son”.

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En su estudio sobre mazahuas residentes en la ciudad de México, Iristina Oehmichen define la comunidad como “una colectividad cultural- ¿sada en un conjunto de relaciones primarias significativas en virtud de que

miembros comparten símbolos comunes, apelan a un real o supuesto n^en e historias comunes, y a las relaciones de parentesco”. Aunque tam-

r.en puede ser definida -nos dice esta autora- “como una forma de inte- mción social primaria que genera vínculos con carácter de primordialidad frente a otras adscripciones o pertenencias sociales”. Sobre los sentimientos y- - culos primordiales Oehmichen señala que éstos pueden ser reconstruidos resignificados en virtud de los cambios que ocurren con la modernización las migraciones o, por el contrario, pueden entrar en una fase de desestruc-

-iración y anomia (Oehmichen 2001: 18).Al definir la comunidad como un “constructo cultural”, es decir

;omo una unidad de pertenencia y lealtades, la autora deja de pensar en la comunidad sólo como una unidad territorial, y concibe la posibilidad de que esta se extienda más allá de sus límites territoriales conforme sus miembros, como inmigrantes, se van a otros lugares del país o del extranjero, configu­rando así “comunidades extensas” o “comunidades extraterritoriales”; mismas jue, sin embargo, continúan gravitando en torno del territorio ancestral o de origen. En su definición destaca, por tanto, la idea de la comunidad como una construcción social y como una unidad de integración social primaria que genera vínculos y sentimientos con carácter de primordialidad frente a otras adscripciones o pertenencias sociales, de modo que cobran relevancia para su integración la pertenencia, las relaciones de parentesco, las lealtades, así como el principio de tener un origen común.

Por su parte, Regina Martínez Casas, para el caso de los otomíes resi­dentes en la ciudad de Guadalajara, señala a la comunidad como una unidad moral que “va más allá del territorio y se ubica en cada uno de los puntos en donde habitan paisanos”. Es por lo tanto “una comunidad moral, en la que el cumplimiento de imperativos morales impuestos desde la comunidad se obedece en los distintos destinos de la migración gracias a un intrincado sistema de cargos que poseen los miembros en las diferentes ciudades del país en las que viven paisanos”. Para esta autora “existe un complejo sistem¿ de imperativos morales que obliga a sus habitantes a mantener un código de conducta con un fuerte componente de solidaridad comunitaria. Esre

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código en términos de Epztein (1978) crea una fuerte identidad gracias a la cual se sostienen las relaciones sociales en virtud de encontrarse fuertemente permeadas por afectos y emociones. Todo ello se constituye en un conjunto de argumentos muy fuertes para evitar cualquier intento de dejar la comuni­dad” (Martínez Casas 2001: 230).

En la actualidad son tan importantes la migración para las comu­nidades y las comunidades para la migración, que para Martínez Casas “la comunidad existe en todos estos sitios a donde han migrado los paisanos.Y no sólo existe en todos estos lugares sino que existe precisamente porque está presenta en las grandes ciudades de México” (ibid.: 229). Destacan en su definición la idea de la comunidad como una unidad moral, la fuerza de los imperativos morales que obligan a conductas que se imponen desde la comunidad de origen y que deben ser cumplidos por los inmigrantes, así como la solidaridad colectiva de sus miembros que se extiende hacia cual­quier lugar donde se encuentren.

La perspectiva de ver a las comunidades más allá de sus fronteras territoriales, ya sea como comunidades extraterritoriales o como comunida­des morales, sin duda nos abre el horizonte para comprender la complejidad de las colectividades contemporáneas que habitan fuera de sus territorios de origen y que, pese a los cambios y la distancia, se siguen autoadscribiendo a su comunidad de origen, al tiempo que siguen siendo reconocidos por los que se quedaron en ella como miembros de la misma colectividad y con una identidad compartida. Relaciones primordiales, origen común, parentesco, imperativos morales, afectos, autoadscripción, reconocimiento, pertenencia, solidaridad, organización e identidad, se presentan como palabras clave para entender el proceso.

Sin embargo, además de los casos antes vistos, la experiencia antro­pológica nos reporta situaciones en las que las comunidades indígenas, una vez desaparecidas o inexistentes, se reconstruyen, se recrean o incluso se inventan, recuperando del pasado -real, mítico o imaginario- los elemen­tos suficientes para fundar y proyectar hacia el futuro la existencia de la comunidad.4 Uno de estos casos fue reportado por Margarita Zarate Vidal4. Aquí hay que recordar que una comunidad no puede ser comprendida por la veracidad o la falsedad de su

creación, ya que, como lo dice Benedict Anderson (1993: 24), “todas las comunidades mayores que las aldeas primordiales de contacto directo (y quizá incluso éstas) son imaginadas. Las comunidades no deben distin­guirse por su falsedad o legitimidad, sino por el estilo con el que son imaginadas”.

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(1998) cuando investigó las luchas agrarias de los comuneros de Santa Fe de la Laguna, en Michoacán. Allí, “recuperar la comunidad” se volvió el eje de las luchas por conseguir la tierra, al tiempo que en torno de ese proyecto se construyó un imaginario colectivo alrededor de cómo debía ser y gobernarse esa comunidad recreada e imaginada. En ese proceso de reconstrucción, sin embargo, Zarate encontró que si bien la idea de un pasado, una historia, una cultura y una identidad comunes desempeñaron un papel fundamental, también existían diferencias de percepción, e incluso de acción, derivadas de las diferentes posiciones de poder que tenían los comuneros, según su posición política, su capacidad de liderazgo, su edad y su género. Incluso, ya “recuperada” la comunidad, Zárate encontró que ni ese hecho ni el dis­curso de la importancia del colectivo antes que los intereses individuales eran garantía de mayor equidad y democracia al interior de la comunidad recreada.5

En experiencias como éstas, en las que la comunidad existe como proyecto y como utopía, es decir como motivación para la acción colectiva, volvemos a encontrarnos elementos similares a los que tienen las comunida­des realmente existentes y que son fundamentales para erigir la nueva, y al mismo tiempo, antigua comunidad: la idea de que preexiste una comunidad de origen que cohesiona y sustenta la identidad colectiva, la certeza de que tal comunidad poseía un territorio ancestral -o cuando menos existe la legi­timidad de tener el derecho histórico de poseer ese territorio-, las relaciones de parentesco real y simbólico que desempeñan un papel fundamental en la integración del colectivo, la instauración o recuperación de patrones cultu­rales que se suponen comunes, así como el imperativo de llegar a tener un gobierno propio sobre la base de principios, normas, valores e instituciones propias.

Después de atender la complejidad señalada por los autores antes citados, ¿cómo definir, entonces, a la comunidad indígena?5. Otro caso de “reinvención” de comunidad lo reporta Verónica Ruiz Lagier en su tesis de maestría, “En

busca de la comunidad: el caso de La Gloria, Chiapas”, México, CIESAS, diciembre de 2003. Dicha autora muestra cómo un amplio grupo de indígenas guatemaltecos que provenían de distintos lugares de origen y que incluso eran de diferente grupo étnico, al llegar a México como refugiados fundan la comunidad de La Gloria, en Chiapas; y cómo en el proceso de consolidación de la comunidad -y de la construcción de la identidad colectiva que los une a partir de refugio- los habitantes de La Gloria construyen un mito de origen fundacional y hacen una relectura especial de su pasado, de su presente y de su futuro.

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U n ensayo d e d e f in ic ió n

La comunidad indígena contemporánea puede definirse como una dimen­sión de la organización social actual en la cual sus integrantes vinculados por relaciones primarias -como el parentesco- generan lazos de cohesión, orga­nización e identidad en torno de su pertenencia a un territorio y a un origen común. Dicho origen, real o simbólico, por lo demás remite a la existencia de una cultura también común y, con ello, a un repertorio compartido de valores, normas y símbolos. De esta forma, la persistencia de un colectivo social que se asume y se identifica como comunidad -o que incluso busca ser o reconstituirse como comunidad- implica la existencia -o la puesta en marcha- de una estructura específica de organización social, así como de instituciones y mecanismos de diversa índole (jurídicos, rituales, simbólicos, etc.) que propicien la reproducción de la propia comunidad, bajo la perspec­tiva de poseer un gobierno propio.

La comunidad indígena contemporánea, generalmente asociada con un territorio -real o simbólico- y a ciertas formas de organización -presentes o pasadas-, muchas veces ha debido ampliar sus fronteras identi- tarias y culturales para acoger y mantener como miembros integrantes a los inmigrantes que han salido de ésta y mantienen relaciones con ella. Así, en ella se han fiexibilizado y hasta modificado ciertas formas de organización y de gobierno, así como algunas instituciones y tradiciones culturales, con el fin de afrontar las nuevas y cambiantes condiciones de interacción que los miembros de la comunidad establecen entre sí, al interior de la comunidad y con el exterior; es decir, con el Estado nacional y con el resto de la sociedad nacional e incluso internacional.

Más que un ente social homogéneo, autorregulado y ensimismado, la comunidad indígena constituye, por tanto, una unidad de pertenencia y organización social asociadas real o simbólicamente a un territorio y una historia comunes, y en la cual coexisten el cambio y el conflicto junto al interés por la reproducción y la continuidad, por lo cual es un espacio social contradictorio y dinámico. Así, la comunidad se constituye y se reproduce a la vez que se transforma y hasta puede desaparecer, como producto de la permanente interacción y negociación de sus miembros entre sí, así como de

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éstos con los ámbitos estatal, nacional e internacional a los cuales se encuen­tra integrada la comunidad.

Un ejemplo de la capacidad de los miembros de las comunidades para adecuar sus sistemas de gobierno a sus nuevas condiciones sociales e ideológicas, puede ser la secularización del sistema de cargos que se observa hoy en día en diversas regiones del país,6 y que -como hipótesis- puede creerse que se debe al interés de conservar el sustento comunitario, y a la comunidad misma, más allá de la cada vez más acentuada diversidad reli­giosa entre los miembros de una comunidad.7

Como resultado de las contradicciones internas y de las tensiones :ue las comunidades enfrentan para su reproducción en un contexto social nacional e internacional, éstas son diversas en sus grados de cohesión y con­victo, en sus formas de gobierno y organización interna, lo mismo que en la ruerza con que sus integrantes luchan por mantener y reproducir —y quizá r.asta desaparecer- la comunidad a la que pertenecen. De tal forma que algu­nas de las comunidades actuales, incluso, desarrollan en el campo político aportantes batallas para lograr el reconocimiento de la comunidad como

sujeto de derecho público, y con ello garantizar un repertorio de derechos y r bligaciones constitucionales para ese ente social politizado llamado comu­nidad.

El interés por mantener y reproducir la comunidad, sin embargo, no cebe entenderse romántica ni ahistóricamente, ni como si ésta fuera un ente .deal donde prevalece la unidad, la igualdad y la equidad; por el contrario, la jomunidad debe comprenderse como producto de una gran diversidad de ictores -económicos, políticos y culturales unos, y emocionales y simbóli­cos, otros- que conducen a sus miembros a solidarizarse, a tomar decisiones

a desarrollar acciones en las que se ponen en juego relaciones de poder, rosiciones de clase y de estatus, las diferencias religiosas y políticas, así como o s diversos proyectos para el presente y el futuro de lo que debe ser la comu- -idad. De esta forma, el “hacer comunidad”, y el consecuente interés porx. Es decir, la separación dentro del sistema de cargos de los puestos o cargos civiles y políticos de los religiosos,

o el mayor énfasis en los rituales y la organización y la ritualidad cívica, en lugar de la religiosas, para la repro­ducción de la vida comunitaria.

7. Véase por ejemplo el caso de Guelatao, Oaxaca, en la tesis de maestría de Rowena Gabriela Cañedo Vásquez. “Comunidad y reconocimiento de los usos y costumbres: concepciones, prácticas y alcances de los usos v costumbres en la organización política de Guelatao, Oaxaca”, CIES AS, diciembre de 2003.

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recuperar o mantener la comunidad, deben analizarse como inmersos en un campo de lucha, confrontación y negociación, en el cual se enfrentan y se dirimen los diversos proyectos políticos, culturales e identitarios de los inte­grantes de una comunidad real o imaginaria, diferenciados entre sí por con­diciones de clase, de estatus, de género y de generación. Así, los miembros de la comunidad -aglutinados, organizados y hasta confrontados mediante lazos familiares y alianzas políticas y simbólicas con agentes internos y exter­nos- contribuyen activa o pasivamente, desde la vida pública o privada, en la dinámica de la comunidad. De manera activa mediante la creación de condiciones para accionar en la vida política; de manera pasiva delegando su capacidad de decisión y acción en quienes detentan el control y el poder en la vida comunitaria.

En ese “hacer comunidad”, por lo tanto, cobran diferentes alcances y significados la legalidad, la legitimidad, así como el apego a los valores, las normas y las instituciones comunitarias; aunque discursivamente siempre los grupos en contienda se remitan al pasado, a las tradiciones y a la costumbre para justificar y sustentar sus decisiones y acciones.

¿C ó m o e n t e n d e r y e st u d ia r a la c o m u n id a d in d íg e n a c o n t e m p o r á n e a ?

Para ello, sin duda, es importante romper con varias tendencias: la de tomar la comunidad como la unidad mínima de análisis sin que se contextualice en los ámbitos nacional e internacional; la de analizarla como una unidad expli­cable en sí misma; y la de ubicarla en un contexto de relaciones interétnicas que muchas veces se interpretan como si se tratara de las mismas que existían en tiempo de la colonia.

Respecto de los dos primeros problemas -el de tomar la comuni­dad como unidad mínima de análisis y como una unidad explicable en sí misma- cabe recordar el importante trabajo histórico de Jan Rus (1995) acerca de la comunidad revolucionaria institucional, asimismo el trabajo que por mi parte realicé en Yucatán (1983).

El trabajo de Jan Rus rompió los estereotipos más comunes en torno de la comunidad (su aislamiento, su autonomía política y cultural, y su sen­

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tido innato de la democracia), ya que este autor dejó al descubierto cómo fue que las comunidades indígenas de Los Altos de Chiapas perdieron su autonomía mediante un complejo proceso de integración al Estado nacio­nal, y para el cual sus promotores, sin embargo, recurrieron al discurso de la defensa de la comunidad y de las tradiciones culturales.

Por mi parte analicé cómo era la organización social de Yaxcabá, Yucatán (Pérez Ruiz, 1983), encontrando que tanto el acceso a los recursos colectivos como las disputas por los mismos y por el control de la dirección del ayuntamiento y del comisariado ejidal se basaban en la pertenencia a grandes grupos familiares. Era a través de la pertenencia a un tronco familiar (a un apellido) como las unidades familiares y de producción tenían acceso a la tierra y al gobierno local, y pertenecían a la comunidad. Estas disputas v estas alianzas entre familias, sin embargo, no eran ajenas a los pactos y a las alianzas que estos grupos establecían con actores y agentes institucionales externos. Es decir, sin captar las complejas relaciones de filiación y de alian­zas que se daban entre los grandes grupos familiares -mediante el parentesco real y simbólico-, era imposible comprender la dinámica comunitaria y aun los diversos vínculos que tales grupos -muchas veces en conflicto entre sí- establecían con el Estado nacional y con los diversos agentes sociales del exterior.

De lo anterior podemos destacar que para comprender la dinámica comunitaria ésta se debe escudriñar hacia adentro y hacia fuera, en un aná­fisis que entrecruce enfoques disciplinarios que pocas veces se entrelazan en ios estudios sobre comunidad en la antropología contemporánea, tales como el del parentesco, la religión, el gobierno, el poder y la política; enlaces sobre 'os cuales tiene mucho que decirnos la antropología mexicana de la primera mitad del siglo XX.

Respecto del último problema, el de las relaciones interétnicas, cabe decir que difícilmente se pueden encontrar hoy comunidades que estén articuladas al resto del país y el mundo por relaciones preponderantemente le tipo étnico, como sucedió durante la colonia. Lo que hoy tenemos son comunidades integradas al resto de México y el mundo por un complejo sis- rema cuyas relaciones sociales abarcan diversas dimensiones, entre las cuales Las de clase y las étnicas ocupan un lugar que habrá que desentrañar según os casos particulares, ya que aquí, entre los indígenas contemporáneos no

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todos están ubicados en una misma clase social, ya que existen dueños de medios de producción, asalariados, productores de autoconsumo y empre­sarios; además de que existen algunos indígenas más que son varias de esas cosas al mismo tiempo; es decir, que pueden ser de forma simultánea dueños de medios de producción (con los que producen tanto para el autocon­sumo como para la venta), asalariados y socios de algún pequeño negocio o empresa. En cuanto a las relaciones interétnicas, hay que recordar que si bien éstas desempeñan un lugar importante en ciertas regiones de México, los vínculos intraétnicos y de conflicto no se dan sólo entre indígenas y no indí­genas, sino entre diversos grupos de indígenas que han establecido relaciones asimétricas y de dominación entre ellos; además de que a los indígenas no siempre les corresponde el estatus de ser los desposeídos, como muestra con toda claridad el caso de los exitosos y poderosos transportistas indígenas de Los Altos de Chiapas.

De esta forma, desentrañar la composición de clase y la étnica en las comunidades, así como el tipo de relaciones que éstas establecen con otras comunidades y con otros sectores sociales, deberá ser motivo de análisis específicos, así como de profunda reflexión antes de emprender generaliza­ciones.8

Podemos concluir que en la actualidad los estudios de comunidad son una necesidad impostergable para acabar con estereotipos y generali­zaciones infundadas; pero éstos deben realizarse con rigor y profundidad y tomando en cuenta que toda generalización debe estar acotada por la histori­cidad y por una contextualización y una delimitación adecuadas.

B ib lio g ra fía

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8. Un redefinición de lo étnico y una propuesta de cómo emprender el estudio de las relaciones entre las clases sociales y lo étnico puede leerse en Pérez Ruiz (2003), “El estudio de las relaciones interétnicas en la antropología mexicana” en José M. Valenzuela (coord.), Los estudios culturales en México, México, Fondo de Cultura Económica, pp. 116-207.

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