La conciencia del universo · 2017-02-13 · eterna princesa de mi cuento de hadas. ... -¿Diga?...

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LA CONCIENCIA DEL UNIVERSO Manuel Gilabert Bernal

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LA CONCIENCIA DEL UNIVERSO

Manuel Gilabert Bernal

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Título: La conciencia del universo Autor: © Manuel Gilabert Bernal I.S.B.N.: 84-8454-244-0 Depósito legal: A-XXX-2003 Edita: Editorial Club Universitario Telf.: 96 567 38 45 C/ Cottolengo, 25 – San Vicente (Alicante) www.ecu.fm Printed in Spain Imprime: Imprenta Gamma Telf.: 965 67 19 87 C/. Cottolengo, 25 - San Vicente (Alicante) www.gamma.fm [email protected]

Reservados todos los derechos. Ni la totalidad ni parte de este libro puede reproducirse o transmitirse por ningún procedimiento electróni-co o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación magnética o cualquier almacenamiento de información o sistema de reproducción, sin permi-so previo y por escrito de los titulares del Copyright.

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A mi familia y amigos.

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PRIMERA PARTE

EL COLOR DEL VACÍO

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Esta historia no la estoy escribiendo yo, la está escribiendo mi mujer.

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En el invierno de 2001 todo iba viento en popa. Hacia ya tiempo que había empezado a ganar suficiente dinero como para permitirme unos largos descansos durante la época del año en que flojease el trabajo. Mi mujer intentaba coincidir conmigo en casa, por eso siempre rodaba en los estudios de la ciudad cuando yo disfrutaba de mis vacaciones. En aquellos momentos, aparte de producir la serie de televisión en la que actuaba mi mujer, "Amor desesperado", acababa de terminar la postproducción de la última película a mi cargo: "Anali y Lelard", para la cual se preveía un exitazo en taquilla. Recuerdo que pensé que podía alargar un poco más mis vacaciones y realizar un viaje juntos.

Normalmente conectaba la calefacción a unos 20 o 22 gra-dos. Aquella noche la subí hasta los 27 grados, interesado en que el calor ayudase a que Ali se desnudase antes. De haberlo sabido no me hubiese molestado, pues nada más verme con mi humilde atuendo (un simple delantal y nada más) se quitó toda la ropa y la mesa ya no fue mesa, sino cama (es increíble la magia del amor), y las velas y el resto de utensilios que con tanto esmero había colocado, cayeron estrepitosamente contra el suelo. Aque-lla noche, la mesa, el sofá y la lavadora sintieron la magia del amor.

Eran ya las cinco de la madrugada cuando nuestros cuer-pos disfrutaron del descanso y relax "post-acción ininterrumpida y desenfrenada de locura salvaje de una noche de invierno de 2001". La primera palabra que salió de mi boca, una vez alcan-

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zada la paz, fue: ¡DIOSSSSS!, pero creo que ya había perdido todo significado, pues la había repetido tantas veces aquella no-che que ya lo decía por inercia. Tras cinco minutos más de dis-frute "post-acción ininterr..." me quedé profundamente dormido, mientras pensaba (deseaba) despertar todos los días de mi vida, tanto terrenal como en el más allá, al lado de Alicia, mi vida, la eterna princesa de mi cuento de hadas.

-Apandarum balactra maniua secra pobutae. Exactamente eso fue lo que dije cuando desperté de golpe,

sólo una hora más tarde de subyacer inminentemente al mundo de los sueños.

-¿Qué te pasa, cariño? -Ali se encontraba ante la ventana. Su cuerpo desnudo, rodeado por un aura luminosa, hizo que pensara que realmente todavía no había despertado. Mis ojos y mi mente tardaron unos diez segundos en admitir la realidad; el contraluz de las farolas de la calle, una imagen tan utilizada en mis películas, había doblegado mi mundo. De todos modos, sí era cierto que mi esposa recogía en su ser un poder celestial, algo que yo había admirado desde el día en que la conocí.

-No lo sé -respondí a su pregunta-. Me... me siento extra-ño, yo no... no quería...

-Tranquilo, ya ha pasado todo. Sólo ha sido una pesadilla -se acercó a mi lado y me acarició el pelo suavemente, como sólo ella sabía hacerlo.

-No, no ha sido una pesadilla. Ni siquiera estaba soñando -sentía frío, me abracé fuertemente y noté mi sudor lubricando nuestros cuerpos. Entonces, intenté explicarle lo que me había pasado, pero las palabras no salían de mi boca. Me di cuenta de que era imposible de explicar, pues yo tampoco lo sabía. Seguí abrazado, como un niño pequeño, avergonzándome de mi acti-tud, pero ¿qué podía hacer?

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Mi esposa volvió a meterse en la cama y apaciguó mi corazón, que apunto estaba de desbocarse, trasladándome de nuevo a la zona que delimita los sueños de la realidad.

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Abrí los ojos a las doce del mediodía. Hacía ya tres horas que Ali se había ido. Me levanté y fui directo a la nevera, tenía la boca totalmente seca y áspera. Me tomé un vaso de zumo de piña y, en vez de disminuir, mi sed aumentó. Me serví otro y me dirigí al aseo. Necesitaba una ducha, mi cuerpo oscilaba sin que yo pudiera controlarlo, como oscila un flan si juegas con él, e irremediablemente acaba cayendo al suelo. Bueno, yo tuve suer-te y pude apoyarme en la mampara. Abrí el grifo del agua calien-te y me estiré en la bañera (apandarum balactra maniua secra pobutae) y dejé que el agua me sumiera en un descanso que su-mamente agradecí.

El relax trajo consigo la dilatación del espacio y el tiempo. La bañera se convirtió en una gran piscina, tan grande como el océano, y en ella me perdí. Vagué y divagué a través de mis sue-ños y, si todo era tan perfecto ¿por qué seguía angustiado? El rincón más apartado de mi mente tenía la respuesta, y yo toda la vida para encontrarla.

En la realidad, los sueños se vuelven pesadillas, el tiempo se contrae abruptamente y la mente cesa en su intento de volar más allá de nuestro alcance. En la realidad, yo sigo estirado en la bañera, (apandarum) y mi cuerpo sigue sin encontrar un rumbo al que aferrarse.

Aquella frase me estaba volviendo loco. Si no había signi-ficado nada, si había sido algo anecdótico ¿por qué la recordaba tan perfectamente? ¿por qué se retorcían mis entrañas, aún cuando la mantenía lejos de mí? Carlos, necesitaba hablar con Carlos. Cinco minutos más tarde salí de la bañera y me sequé,

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me enrollé la toalla a la cintura y marqué el número de la pro-ductora.

-Producciones Antígona, ¿qué desea? -Santi, soy Cé... -¡Jefe! ¿Es que no se ha enterado? Está usted de vacacio-

nes -el día menos pensado me iba a matar de un susto. -El que más lo siente soy yo, no tengas duda. -Jefe, ¿le pasa algo? Le noto un poco raro -lo raro es que

no hubiese notado nada. Si mis malas vibraciones se hubiesen materializado habrían causado un terremoto.

-Tranquilo, no es nada. Oye ¿está Carlos por ahí? -Claro, enseguida le paso, jefe. Y haga el favor de cuidar-

se, que necesito conservar el empleo. Tuve que esperar durante más de tres minutos escuchando

una horrenda melodía que yo mismo había elegido. La espera fue eterna, me pareció que la dilatación del tiempo me invadía de nuevo, cuando la melodía calló.

-Carlos al aparato, jefe, ¿en qué puedo ayudarle? ¿Cómo iba a explicarle lo sucedido? El punto en el que me

encontraba era sólo una base, necesitaba construir el siguiente escalón, pero una fábrica de pensamientos no crea una pirámide. Lo más importante era mantener mi cordura, ahora la necesitaba más que nunca. Le dije exactamente lo que necesitaba oír.

-Buenas, ¿estás muy ocupado? -Como siempre -lo cual quería decir que sí lo estaba. La

documentación era muy importante en mis películas, siempre exigía que nuestra representación de la realidad fuese lo más exacta posible-, pero no se preocupe. Usted diga lo que necesite.

-Necesito que investigues todo lo que puedas sobre una frase. ¿Tienes papel y boli a mano?

-Espere un momento... Vale, dicte. -Escríbela como suena: A-PAN-DA-RUM BA-LAC-TRA

MA-NI-UA SE-CRA PO-BU-TAE. No sé cómo se escribe, es lo único que te puedo decir.

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-De acuerdo, jefe -se quedó un momento dubitativo, luego continuó-. Perdone, ¿le puedo preguntar para qué necesita que la investigue?

-La leí en una revista. El autor del artículo la empleaba pa-ra hacer referencia a ciertas cosas, y me interesaba saber qué es lo que tiene de especial. ¿Quién sabe?, tal vez estemos ante un guión en potencia.

-Muy bien, y ¿quería algo más? -No, Carlos. Llámame en cuanto sepas algo. -No se preocupe, antes de que termine el día tendrá toda la

información que necesita. Hasta luego, jefe. -Hasta luego -dije, y colgué. La sed volvía a arreciar en mi garganta. Todavía quedaba

un poco de zumo en la nevera y me lo bebí directamente del envase. Luego, sólo recuerdo el suelo cada vez más cerca, un fuerte golpe, la oscuridad.

Brillantes puntos de luz aparecieron frente a mí, empeza-

ron a rodearme. La imagen era borrosa, mi cuerpo y mi mente también. Poco a poco, pausadamente, comencé a vislumbrar el contexto. Los puntos brillantes creaban formas, figuras que me eran familiares. De pronto lo entendí todo: la Osa Menor, el Ca-zador, la Estrella Polar, estaba en un planetario. No, estaba en vuelo estelar. No me apoyaba en nada, flotaba a la deriva, y casi podía tocar las estrellas. Giré la cabeza y vi la tierra, a lo lejos, como una bola más de una partida de billar cósmico. Tan sólo era un ojo azul en un rostro oscuro, ¿y qué color tiene la oscuri-dad? No, no es el negro, es el color del vacío, de la nada. Está vivo, y come, todo lo que encuentra a su paso. Las estrellas sólo son pegotes de harina en la barbilla del universo. Las estrellas se mueven, se juntan, quieren estar unidas y una extraña fuerza gravitatoria les ayuda. A mi espalda, a lo lejos, vi el Sol, y hacia él se encaminaba el firmamento. El mismo Sol parecía que im-plosionaba en una serie de espirales concéntricas, y la vida del

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universo parecía que se escapaba justo por el centro. Succión, arrebato de energía, arrebato de esperanza.

Fue el timbre del teléfono lo que me hizo volver. Como

pude, me levanté y llegué hasta el sofá. Despacio, me senté y descolgué.

-¿Diga? -vi una mancha de sangre en el suelo de la cocina, a través de la puerta que la comunicaba con el comedor. Segui-damente me llevé la mano a la cabeza y palpé mi frente. Una brecha la surcaba. Una gota de sangre se me metió en un ojo, lo cerré rápidamente, pero el daño ya estaba hecho. Cuando conse-guí abrirlo, observé el mundo a través de un filtro rojo, y preferí volver a cerrarlo. Una arcada arremetió contra mis entrañas y vomité todo el zumo que me había tomado antes.

-¡Jefe! ¡¿Se encuentra bien?! -alarmado, Carlos no sabía reaccionar a lo que oía.

-Tranquilo -reprimí el impulso de continuar mi festín pri-vado-, no... no es nada.

-¿Seguro? ¿Quiere que llame a una ambulancia? -No seas exagerado. Si necesito ayuda ya me encargaré yo

de buscarla. Ahora, dime, ¿has encontrado algo? -Internet es un gran invento, jefe. Pero, escúcheme, lo que

le voy a decir es muy extraño -la palabra “extraño” comenzaba a carecer de significado para mí, al igual que la palabra “Dios”-. La frase que usted me dictó pertenece al Shraw, una lengua anti-quísima que ya sólo se utiliza en una pequeña región al sur del continente africano. Dicha región tiene por nombre Cambatua y, según la documentación que he conseguido, está poblada por tribus tercermundistas. Estas tribus realizan ritos en nombre de su demonio, Kabawa, y muchos de sus integrantes acaban siendo poseídos. El Vaticano se mantiene lo más alejado que puede de ellos, y todas las expediciones realizadas en aquella parcela del mundo rodean la región sin pensarlo dos veces. Son muchas las

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leyendas que se cuentan. No sé de que hablaría el artículo que leyó, pero yo dejaría el tema en paz.

-¿Algún dato importante que no me hayas mencionado? -No, pero ya le digo lo que piens... -Gracias, Carlos. Te volveré a llamar si necesito algo -

colgué. Tenía que limpiar todo aquello y volver a meterme en la ducha antes de que llegara mi mujer.

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Recibí una carta. Había pasado una noche bastante tranquila, sin sueños ex-

traños ni frases saliendo de mi boca. Me desperté antes de que Ali se fuese a los estudios, y aproveche para prepararle el des-ayuno. Sabía que ella me notaba raro, pero no había querido pre-guntarme el por qué, simplemente esperaría a que yo se lo conta-ra. Imagino que prepararle el desayuno fue mi forma de darle las gracias. Cuando se dispuso a marcharse la acompañé hasta la entrada, le di un beso, que ella aceptó y convirtió en sublime, como todo lo que tocaba, y luego me quedé mirando como se iba, pensando en cuanto quería a mi mujer, pensando en qué iba a ser de mí si algún día la perdía.

Recibí una carta. Estaba en el buzón, así que la cogí antes de volver a entrar en casa. La mandaba la Universidad. Decía así:

A la atención de César Jiménez: Muy a nuestro pesar, nos vemos obligados a anunciarle la

desaparición de su padre (mi cara adoptó una postura insólita, indescriptible, ¿qué demonios era aquello?). Rogamos y solici-tamos su presencia para poder informarle lo mejor posible so-bre todo lo sucedido.

Atentamente, Lucas Salcedo, director.

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Volví a leer la carta, dos veces, pues me resistía a creer lo

que veían mis ojos, lo que leían mis labios. No alcanzaba a comprender como mi vida había podido dar un traspié de tal magnitud en tan poco tiempo. Sueños oníricos de vuelos interes-telares, frases que salían de mi boca sin yo querer pronunciarlas, mi cuerpo en estado catatónico sin causa aparente, y ahora, mi padre desaparecido. Todo junto superaba con creces mi límite vital, pues ¿cómo iba a superar lo desconocido? No lo hice, me dejé llevar.

Una hora más tarde me encontraba en la Universidad. Es-

taba compuesta por varios complejos de aulas, tantos como fa-cultades contenía. El edificio donde se hallaba el despacho del director era el más antiguo. Parecía sacado de "La Guarida", aquella película sobre una casa encantada que había dirigido Jan de Bont, pero este era bastante más pequeño. Una ideología ro-mántica recorría las venas de aquellas paredes, un ambiente de lo más lúgubre, un contexto de leyenda. Remitiéndome a otra película, los espíritus de "Sleppy Hollow" acariciaban mi nuca.

El interior no era muy diferente. Hasta encontrar el despa-cho anduve por largos pasillos, iluminados por grandes ventana-les, muchos de los cuales estaban adornados con vidrieras que formaban superfluos dibujos de luz mortecina en las paredes. Imaginé que andaba por un museo de cuadros góticos (no, más bien grotescos) pintados con colores indefinidos, por artistas que seguramente nunca habían pisado nuestro mundo.

Ya en el despacho, sencillo, sin vidrieras y con los mue-bles más típicos, fui recibido por el director.

-Buenos días, señor Jiménez. -César, por favor -dije yo-. No estamos en ninguna rueda

de prensa. -De acuerdo, y usted llámeme Lucas.

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Yo no quería tomar una postura arrogante, pero la situa-ción casi me dominaba, y la mayoría de mis actos ni siquiera estaban coordinados por mi cerebro, sino más bien por el ansia de escabullirme del atolladero que los acontecimientos estaban creando en torno a mi persona.

-Verá, César -continuó el director-. Le he pedido por favor que viniese porque creía necesario informarle de todo lo sucedi-do personalmente. Su padre -mi padre era profesor de geografía e historia en la Universidad desde hacía trece años- pidió una excedencia para el curso presente, con la intención de realizar unos estudios sobre las costumbres de ciertas regiones del conti-nente africano -yo no tenía ni idea de qué me hablaba. ¿Por qué había perdido la comunicación con mi padre?, nuestras viejas peleas quedaban tan lejos, y yo no había sido capaz de llamarlo una sola vez desde hacía ya cinco años. Lo peor de todo es que el motivo de nuestras peleas agonizaba en mi mente, era total-mente difuso, y si no lo había llamado era por abandono, por no querer siquiera intentarlo-. Hasta ahora su padre se había mante-nido en contacto con nosotros, llamándonos dos veces por se-mana, pero desde hace ya tres no hemos sabido nada de él.

-¿Han llamado a la policía? -Claro, pero no es tan fácil. En el momento en que perdi-

mos el contacto con él se encontraba en los alrededores de Cam-batua, y en cuanto lo supieron las autoridades africanas se desen-tendieron por completo de nuestro problema. Dijeron que no se acercarían a Cambatua aunque hubiese desaparecido una de las infantas de la casa real, o incluso el mismísimo rey.

-Pero... pero, ¿qué me está contando? -estupor, cólera-, ¿cómo pretende que crea lo que me está diciendo?

-Lo sé, César... -Llámeme señor Jiménez. -Mire, sólo trato de informarle de todo lo sucedido.

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-Bien, pues si eso era todo... -ahora me arrepiento de la ac-titud que tomé, pero ahora sé cosas que en aquel momento no podía siquiera concebir.

-Señor -dijo el director-, continuaremos buscando a su pa-dre. Encontraremos a alguien que vaya...

-Más le vale, señor Salcedo, más le vale. De nuevo en los pasillos, caminé hacia la salida, rápido,

sin cese alguno. Saldría de allí y pensaría en algo. Pondría mi mente en orden, mi vida.

-¡César! La voz llegó de todas partes. Me rodeó sin remedio, cercó

mi existencia. No provenía de mi cabeza, de eso estaba seguro. Observé con atención. A pesar de todo continuaba mirando con ojos de cineasta. La escena tenía una agradable composición, un punto de fuga lejano al final del pasillo, líneas horizontales en el piso, cada setenta centímetros, confiriéndole un dinamismo es-pecial. La dilatación del tiempo había dado paso a la contrac-ción, los acontecimientos se sucedieron a una velocidad galopante. A quince metros, una sombra desapareció en el interior de una de las aulas, quise seguirla, pero no podía asegurar que fuese algo real. Recibí un golpe en la parte trasera de la rodilla derecha, la corva, y caí. De nuevo, vi otra sombra y, de nuevo, escuché mi nombre. Al levantarme enseguida, mi pierna recibió una punzada de dolor. Contuve mi percepción olvidando mis sentidos y corrí incesante detrás de aquel espectro (no era un fantasma, pero dadas las circunstancias es la mejor manera de describirlo). El aula se encontraba a oscuras. Las dos sombras podían salir de cualquier lugar, así que introduciendo la mano busqué el interruptor en la pared, pero mi búsqueda terminó cuando sentí que una mano se posaba en mi hombro. Lancé el codo izquierdo hacia atrás y noté como golpeaba un rostro arrugado y cansino. Lucas Salcedo calló sin remedio, yo me di la vuelta dispuesto a continuar mi contraataque, pero el miedo y la angustia en la cara del director consiguieron frenar mi cólera.

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-Señor Jiménez -dijo Lucas, llevándose las manos al ros-tro-, sólo quería saber que le ocurría. Escuché un pequeño grito -había sido yo, al recibir el golpe en la pierna.

Pedí disculpas, le ayudé a levantarse, le dije que no me ocurría nada, volví a pedir disculpas y salí de allí. Conduje hasta mi casa, entré, cogí una bolsa de hielo del congelador, la puse en la parte trasera de mi rodilla derecha y rabié de dolor.

Recuerdo que aquel día lloré.

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No soy una persona dada a filosofar. Quiero decir que siempre he vivido sin preguntarme nada que resulte existencial a los ojos del mundo. Aparentemente todo me había ido tan bien en la vida que tenía miedo de buscar un por qué y que se acaba-ra. Imagino que una sucesión de hechos fatídicos debe ayudar bastante al comienzo de las preguntas. Sin darte cuenta, empie-zas por preguntarte qué es lo que te ha pasado estos días y aca-bas pensando cuál es tu razón de vivir.

¿Qué significado, intrínseco y extrínseco, tenía aquella maldita frase?, ¿quiénes eran las dos sombras?, ¿qué le estaba ocurriendo a mi cuerpo?, ¿qué pintaba el sur de África en todo esto?, ¿cómo había viajado mi mente en un vuelo estelar tan vívido?, ¿quién demonios era Kabawa?, o mejor dicho ¿qué de-monio era Kabawa?

Sin apenas darme cuenta estaba formulando preguntas que, hasta el momento, ni tan siquiera habían rozado de soslayo mi vida. Mi padre. Su imagen me sobrevino, como llega una solu-ción a tu cabeza, de repente, cuando ya crees que el problema no tiene solución. La característica del ojo humano que había hecho posible el nacimiento del cine, la persistencia retiniana, mante-nía una imagen de mi padre todavía nítida. Creo que por muchos

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años que transcurriesen sin verlo, su imagen permanecería en mi tan limpia como el palacio más lustroso del más maravilloso de los reinos. Un pensamiento, un sentimiento, cruzó por delante de mí, y pude cogerlo al vuelo. Si mi padre estaba en peligro, si no volvía a verlo jamás, nunca sería capaz de perdonármelo. Deja-ría que las puertas del infierno se abriesen ante mí y arrancasen mi piel a tiras. Jirones de masa putrefacta e imperfecta que dar a los leones, voraces por el hambre de los siglos, por el miedo de la gente, el egoísmo canalla, el estigma de la verdad. Pero todo el asunto, absolutamente todo, me venía demasiado grande. Para empezar, me habían agredido físicamente, por no inmiscuirnos en el plano psicológico, y ni siquiera estaba seguro de que hubiesen sido personas. A mi parecer, podían haber sido criatu-ras feroces salidas de la peor de las pesadillas de Clive Barker. Mi mente se había visto obligada a abrirse camino por un cúmu-lo de sensaciones que la racionalidad no aceptaba en su haber.

A lo largo de mi vida, y cuando alcancé la madurez a lo ancho también, he necesitado objetivos que cumplir. No concibo la monotonía, la desazón de saber que todo está hecho, siempre hay algo por lo que luchar. Creo que por eso decidí dedicar mi vida al mundo del cine. La pasión que siento por él influyó en gran medida, todo hay que decirlo. Cada película supone un nuevo reto, e intento que sea diferente a cualquier otro. Por eso me planteé el misterio que me circundaba como otra de mis pelí-culas, como una nueva meta que alcanzar en la vida. Atar cabos se suponía fácil, al menos de momento. Mi padre había desapa-recido cerca de Cambatua, la lengua extraña, el Shraw, provenía de aquella misma región. El problema no estaba en lo evidente (evidentemente), sino en lo onírico de la situación. En la ecua-ción que trataba de despejar se había hablado, incluso, de un demonio, de frases saliendo de mi boca en lenguas totalmente desconocidas para mí, de sombras espectrales,... Mi cuerpo, mi mente, mi existencia, mi conciencia, mi contexto, todos tenían

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claro que nada había terminado, es más, tan sólo acababa de empezar.

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El recuerdo de mi marido acude a mi mente como algo perteneciente a una vida anterior. Continuar adelante, encauzar mi vida, supuso el mayor de los retos. Arrebatármelo no fue una buena idea por parte de Dios.

Tenía sus pros y sus contras, como todo, pero entre los dos siempre llegábamos a buen puerto. Sólo una conversación, unas premisas y una conclusión, como en un silogismo, y todo volvía a la normalidad, con la misma facilidad que la tormenta había azotado, con aquel bravo desdén. Le quise, le quise hasta el infinito, hasta reventar. Aún recuerdo como citaba a Neruda, en sus noches marchitas, cuando parecía que todo se desmoro-naba. "Me gusta cuando callas porque estás como ausente...", o "Puedo escribir los versos más tristes esta noche...". Siempre quiso transmitir aquellos sentimientos, sensaciones, al celuloi-de, y puedo asegurar que en ocasiones lo consiguió. En el final de "Anali y Lelard", en el eterno retorno de "Despierta", en el laberinto místico de "Dos círculos", alcanzó cotas inalcanza-bles, su narración se tornaba poesía, su pasión, ambición, su vida,... No sé, no puedo seguir, creo, creo que voy a llorar...

No es fácil. Sé que sentí por él lo que cualquier enamorada siente por

su pareja. El nuestro no era un amor de magnitudes isabelinas. Digamos que era un amor contemporáneo, eterno, eso sí, para siempre. A veces me hizo dudar, a veces, creo. Parecía que pu-diese leer mi pensamiento, que hubiese llegado a un límite en el que la magia se adentraba en lo terrenal, la materia se trans-

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formaba en energía, y oscilaba en el aire un aroma de... Pero recordar todo aquello es sufrir, es melancolía.

Cuando decidió adentrarse en una aventura sin límite, firmó su sentencia de muerte. Lo hizo porque debía hacerlo, y no le culpo por ello. Al principio sí. Cuando me dejó, creí morir, y recuerdo que pensé que el egoísmo corroía su sangre. No te-nía derecho a dejarme, sola, a la deriva, no, no tenía. Luego pensé, sentí, y comprendí que él no hubiera querido nunca de-jarme sola, que no pudo evitarlo.

Ahora creo, ahora sé, que descubrió su razón de vivir, y que fue en busca de su último objetivo, porque si no era así, si moría sin ni tan siquiera intentarlo no podría perdonarse jamás, ni aún en el más allá, donde el tiempo es eterno y el espacio infinito.

No es fácil, pero ahora duermo en paz.

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-Jefe, soy yo, Carlos. Hacía ya un rato que el sol se había escondido. Alí cogió el

teléfono. -Vale, Carlitos, soy la jefa, enseguida le digo que se ponga. -¡Huy! Perdone, jefa -Ali me paso el teléfono. -Dime. -Jefe, escuche atentamente, he hecho un descubrimiento

que le puede interesar. Verá, en una de esas revistas de divulga-ción científica que compramos para sacar ideas, he encontrado un artículo muy interesante. Se trata del descubrimiento de un nuevo mineral, pariente cercano del diamante, hasta ahora des-conocido. Su apariencia externa es la de un diamante, pero en su interior no alberga nada. Es como si fuese hueco, y en vez de contener aire contuviese la oscuridad. Los científicos siguen

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investigando, pues creen hallarse en el buen camino, y opinan seriamente que el interior del mineral está compuesto de antima-teria. “La antimateria es el reflejo de la materia ordinaria en un espejo” dice el físico John Eades en la revista “Muy Interesan-te”, en el antimundo las partículas conservan su masa, pero cambian, entre otras cosas, su carga eléctrica y espín o momento cinético. La cuestión, lo importante del tema, es que este nuevo mineral, que ha sido encontrado en unas excavaciones en el de-sierto rocoso de Monument Valley, en Utah, E.E.U.U., posee dos características muy especiales. La primera es que es capaz de recoger en si mismo toda la energía que se le pueda dar, sin límites. Para que se haga una idea, absorbería la energía de mil plantas nucleares, y creo que me quedo corto, y podría continuar succionando energía en cantidades ingentes sin ningún tipo de problema. La segunda característica es que no se desintegra por nada, por elevado que sea el calor al que se le someta. Ni en el centro del Sol sufriría daño alguno. Si los seres humanos nos viésemos expuestos al interior del mineral seríamos atraídos hacia él y moriríamos al instante por una paradoja protónica en nuestro mundo, el de la materia. Gracias al revestimiento del mineral nos encontramos a salvo, y ya están creando un habitá-culo seguro donde resguardarlo. Pues le he llamado enseguida porque creo que si rizamos el rizo lo suficiente, podemos crear una buena historia, de aquí puede salir un buen guión.

-Muy bien, apunta todo lo que encuentres sobre el tema y en cuanto vuelva de mis vacaciones lo estudiamos con deteni-miento, a ver que partido podemos sacarle.

-De acuerdo, voy a ponerme... -No, Carlos, espera -le dije, cortando su despedida-. Es

muy tarde, vete a descansar, mañana continuarás con todo esto. Es una orden, ¿vale? -tuve que hacerlo, me sentía mal. Ese hom-bre no cesaba en su trabajo, parecía no tener límite ni fin. Cuan-do iba a pagarle siempre me parecía que le daba poco, y puedo asegurar que no era así.

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-Vale, jefe. Y no se preocupe por nada. -Lo sé, lo sé. Confío en ti. Cinco minutos después de colgar el teléfono, todavía sen-

tado en el sofá, abrazado a mi mujer, sentí una necesidad impe-riosa de acudir al servicio.

Llegué y descargué. No sé por qué vino a mi mente la es-cena de "Algo pasa con Mary" en la que Ben Stiller se pilla el pene con la cremallera del pantalón. Me dolió solo de pensarlo. Por suerte para mí, mi vida no era una alocada comedia de los hermanos Farrely. Últimamente parecía más un libro de Stephen King o John Farris. Abrí el grifo del lavabo y me lavé las manos, y cuando alcé la vista y me miré en el espejo mi reflejo aparecía al revés, bocabajo. Di un respingo y casi voy al suelo, conseguí sujetarme, todavía no recuerdo como, y cuando volví a mirarme en el espejo todo había vuelto a la normalidad. El sudor arreció en mi frente, y tuve que pasarme la mano por los ojos para que no me entrase ninguna gota. No quería revivir la sensación, la gota de sangre me había dejado un mal recuerdo. Cuando aparté la mano de los ojos, volví a mirarme, y ahora aparecía de espal-das. Estaba viendo mi propia espalda. Una punzada de terror heló mi conciencia, un achaque de veracidad, de comprensión de que nada había terminado, sino que todo acababa de empezar. Sin yo moverme, mi reflejo se dio la vuelta, y allí estaba yo mi-rándome a mí mismo, pero sin ojos. En el espejo mis cuencas estaban vacías. Mi otro yo, mi reflejo, abrió la boca como que-riendo gritar, pero no se oía nada. Parecía tan poderoso como impotente. Desencajó su mandíbula y continuó abriendo la boca, exageradamente, como en los dibujos animados. Su piel se esti-raba sin remedio, en cualquier momento se desgarraría las comi-suras. Miedo, miedo. Necesitaba ayuda, la pedía a gritos. Gritos mudos para hombres sordos. Acabó por desgarrarse las comisu-ras y la mandíbula quedó colgando, y de las cuencas sin ojos brotaron lágrimas de dolor. Cayó la sangre sobre el lavabo y él

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se precipitó contra el cristal, y alzando una mano que posó sobre el mismo desgarró la poca cordura que todavía me mantenía firme. Entonces sí caí al suelo, otra vez.

A pesar del miedo que pasé, y de la visceralidad de la si-

tuación, creo que se trataba de algo benigno. Creo que me esta-ban pidiendo ayuda, o que me estaba pidiendo ayuda a mí mis-mo. Cuando abrí los ojos, no vi ninguna luz deslumbrante y ma-ravillosa, no vi un paraíso, entre otras cosas porque era de noche, y entre otras cosas porque una figura tapaba cualquier luz, aun-que fuese de una bombilla. Mi mujer me ayudó a levantarme, pasó uno de sus brazos bajo mis hombros y me llevó, no sin un gran esfuerzo por su parte, a nuestro dormitorio, lo más parecido a un paraíso que yo podía encontrar en aquel momento, en cual-quier lugar. Con una toalla mojada refrescó mi cara y me limpió un poco de sangre que me brotaba de las comisuras de los labios. Cómo me recordaba a mi madre.

Mi madre era atenta, era cariñosa. Mi madre me preparó el almuerzo durante trece años, en el colegio y en el instituto. Siempre preocupada por mí, ¿dónde iba a esas horas? ¿qué ami-gos eran esos con los que iba? ¿de qué familia era aquella chi-ca?, sólo quería lo mejor para mí, como todas las madres del mundo. Hay muchos tipos de amor, pero ninguno es comparable al amor materno, y paterno también, aunque a nosotros no nos lo parezca. Por mucho que protestemos en nuestra infancia, cuando nos toca ser padres a quien más nos parecemos es a ellos. Toda-vía recuerdo, y creo que nunca lo olvidaré, cuanto lloré el día que mi madre nos dejó, el día que dejó al mundo. Un supermer-cado repleto de gente, pleno verano, calor sofocante, un par de puñaladas, en el tórax y en el estómago, nadie vio nada, nadie vio a nadie. Todo por un simple bolso, sólo llevaba siete mil pesetas.

Ahora, mirando a Ali, con un dolor de cabeza impresio-nante, las lágrimas volvieron a asomar. Ella me acarició, trému-

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lamente, pues no sabía muy bien como reaccionar. A mí con eso me bastaba, con su suave tacto, con su dulce y cálida mirada. Cuando conseguí calmarme ya nada podía parar. Llegó el hura-cán y arrasó con todo. Pero fue un huracán pacífico, de felicidad. Nos acariciamos sin remedio, y sin perdón. No dejamos ni una sola parcela de terreno fisiológico. Y nos besamos, hasta fundir-nos. Había visto una escena parecida a lo que intento describir en "El cortador de césped", una fusión de cuerpos, una imagen tan virtualmente poética. Yo me sentía realmente extraño, indes-criptible a nivel físico. Un sentimiento me oprimía el corazón, lo desbordaba. En mi cabeza rondaba la idea de que aquella iba a ser la última vez que Ali y yo hiciésemos el amor, y entregué hasta mi alma en el acto. Contradicciones, felicidad y tristeza en la vorágine sexual. Lloré más, pero Ali no intentó detenerme, sabía que mis lágrimas rayaban en la alegría, conciencia de saber que seguía vivo y junto a ella. La resplandeciente luz que no había visto cuando abrí los ojos, después de caer en el aseo, la vi ahora, de una forma metafísica, abrazando a mi mujer. Nos ro-deó, e inundó la habitación, en plena noche. Fue algo que nadie habría visto de haber estado allí, sólo lo vi yo, porque sólo yo contenía a Ali entre mis brazos, en mi vida.

El dolor de cabeza se me había pasado. Aquella noche me olvidé de todo, dormí como un tronco, como un niño pequeño que no despierta a sus padres en toda la noche. Aún no lo sabía, pero me esperaba un día horrible cuando despertara. Mañana quedaba tan lejos. Mañana sería otro día.

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Lucas Salcedo siempre había sido un hombre tranquilo. Se levantaba bien temprano, se aseaba, se vestía e iba a trabajar. Así todas las mañanas. En cierto modo, esa forma de ser tan metódi-ca era lo que más le atraía a su mujer. Él nunca perdía la calma, ni en las discusiones más acaloradas. Sus alumnos le llamaban "señor Torán", por Félix Torán de la serie "Compañeros".

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Esa mañana, algo era diferente en la vida del director. Su cara estaba marcada por un moratón, provocado por el codazo del señor Jiménez. Todavía le dolía, sobre todo si intentaba to-carse. No entendía que le había sucedido a César, ese hombre tenía la adrenalina y la testosterona por los cielos. Lucas se miró al espejo. No podía creerlo, estaba hecho un cristo. ¿Qué iba a contar en la Universidad? Seguro que en cuanto llegase todos empezarían a preguntar.

Vaya semanita que llevaba. Primero desaparecía el profe-sor Jiménez, después la reunión con su hijo (ese engreído hijo de puta que le había dejado la cara marcada), y ahora una nochecita de cojones. Dos veces que había cerrado los ojos, dos pesadillas que había tenido. Siempre igual.

Andaba por los pasillos de la Universidad, pero todo era diferente. Aunque hacía sol en la calle, las vidrieras no refleja-ban sus bellos dibujos en las paredes. Todo era demasiado som-brío. Sentía que su cuerpo pesaba el doble de lo normal. Tenía que arrastrar los pies, como si andase sobre la luna con un traje de la NASA, como si la gravedad estuviese disgustada con él. Luego, llegaba a su despacho y abría la puerta, pero no podía, alguien empujaba desde el otro lado. Todo esfuerzo era inútil. La cólera empezaba a atacar sus sentidos. No era normal en él, pero no podía evitarlo, y cuanto más se enfadaba más crecía el mora-tón de su cara, hasta que todo él era de color morado, y cualquier parte del cuerpo que rozase algún objeto le dolía. Entonces caía, porque los pies estaban tocando el suelo, y el golpe era fatídico. Rodaba y todo su cuerpo se estremecía de dolor. Hasta que cho-caba con algo, las costillas rabiaban y el dolor se multiplicaba por cien, pues alguien le pateaba sin piedad. En esos momentos solo morir hubiese ayudado al director. ¡DIOS! Eran como puña-ladas, dentelladas de perro rabioso, con colmillos afilados, con ojos ensangrentados y fuera de sus órbitas, raquítico, famélico. ¿Por qué no le mataban directamente? ¡JODER! Esto es dema-siado, yo no he hecho nada, dejadme en paz. El dolor cesaba, de