La crucificada

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Libro de Dubut de Laforest

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JEAN-LOUIS

DUBUT DE LAFOREST

LA

CRUCIFICADA

Jean-Louis Dubut de Laforest

Título original: La Crucifiée

Calmann Lévy, editeur. Paris 1884

Traducción del original en francés de José M. Ramos González

Cádiz 31 de julio de 2014

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ALEXANDRE DUMAS HIJO

DEDICO ESTA OBSERVACIÓN

DUBUT DE LAFOREST

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Nuestros predecesores, mi querido maestro, no lo han di-

cho todo por la sencilla razón de que las sociedades humanas se

modifican día a día y más particularmente en Francia en estos

últimos años.

La guerra de 1870, en efecto, parece haber producido entre

nosotros una sobrexcitación de los espíritus, de los deseos de

batalla, de unas vidas más intensas que se manifiestan tanto para

bien como para mal. Jamás hemos tenido grandes criminales;

aquellos que estudian las costumbres de este pueblo que resuci-

ta, nunca han observado semejantes ejemplos de devoción y de

indomable valor.

Esto que es cierto para provincias, lo es más aún para

París.

Si la GAZETTE DES TRIBUNAUX está poblada de relatos

talmente espantosos, que la imaginación de un Shakespeare sería

impotente en concebir, el mundo parisino es el teatro de aconte-

cimientos tan extraños, que, sobre la misma escena, en presencia

de nuestros personajes en carne y hueso, nos frotamos los ojos

temiendo soñar.

Es así, querido maestro, como se me ha ocurrido saludar

en París a una mujer que ha puesto en práctica el sacrificio, so-

lamente entrevisto por uno de los héroes de Balzac, una esposa

madre que al no tener elección de esperar, ni la suerte de morir

como la señora Hulot1, vende su cuerpo a un hombre que no

ama. La esposa-madre ha concluido ese negocio a fin de evitar a

su hijo la mancha de un apellido deshonroso y a su miserable

esposo los tribunales de justicia y la cárcel.

1 Personaje de la novela de Balzac La cousine Bette. (Nota del T.)

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LA CRUCIFICADA es pues la inmolación de una mujer, no

el remordimiento de una esposa después de una falta lejana, tal

como usted y el Sr. De Girardin lo han dramatizado tan bien en

el SUPLICIO DE UNA MUJER, pero la inmolación observada,

por así decirlo, en el mismo momento del sacrificio.

El argumento de esta novela, usted lo reconoce en la carta

tan halagadora y benevolente que me ha hecho el honor de es-

cribir, aceptando el homenaje de su joven amigo, es terrible.

Intentar decir lo que no ha dicho Balzac; lo que nadie to-

davía ha pensado en decir; ser tratado por usted de atrevido, por

usted, querido maestro, que siempre se ha atrevido de forma tan

magnífica, me ha dado más valor todavía para la audacia.

Me he dedicado a disecar ese trozo de vida real, con la

idea bien meditada de no salirme de la decencia que demanda un

tema tan ardiente y tan peligroso. He debido ser breve para dejar

al drama todas sus armas y todos sus efectos.

El libro se resume por su título: LA CRUCIFICADA.

Es ese pudor ultrajado, es ese vestido abotonado hasta

arriba y lentamente desgarrado por el amante; son esas manos,

esa boca, ese cuerpo mancillado por unas manos, por una boca,

por un cuerpo odioso; es el rubor de la madre ante su hijo, las

silenciosas vergüenzas de la esposa adúltera; son las súplicas,

las lágrimas, los gritos, las angustias, la sublevación de la cris-

tiana librada a su propia debilidad, blasfemando contra su reli-

gión, acusando a su Dios, lo que constituye la base de esta co-

media trágica, cuya división será: El Sacrificio, La Expiación,

La Redención.

El amante es implacable. Cuanto más deseo pone en su

empeño, mayor es la insensibilidad voluntaria de la mujer; la

castidad de la dama se rebela con más fuerza contra las apeten-

cias de la lujuria; tan grande es el mal que hay en él- el mal de la

época, la neurosis- que la amante comprada permanece como

muerta en medio de los besos que él le prodiga, en medio de los

espasmos donde todo su ser en él estremece, se consume y se

apaga.

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A veces es para preguntarse cuál es el mártir de este pacto

inhumano…

¿Es la duquesa de Lormont? ¿Es Samuel Heymann? ¿Es el

amante atenazado por las mordeduras del deseo? ¿Es la mujer

llena de vergüenza y de horror, la mujer tan cruelmente flagela-

da?...

Ambos, ¿no es así?...

Marcelle de Lormont, la esposa-madre que, para salvar a

los suyos, vende su cuerpo, ¿no es de entre las mujeres, lo que

se podría llamar una santa laica?... ¿El recibidor del palacete de

la avenida de Villiers, no ha sido para ella más frío y mortal que

la celda de una clarisa descalza?...

Ese Samuel Heymann – ese poseso de los sentidos – ese

descendiente de una raza hasta ahora tan fecunda, tan dueña de

sí misma, ¿no es la victima desesperada de las faltas de sus an-

tepasados solamente unidos entre consanguíneos, cuya decaden-

cia estaba fisiológicamente prevista?… Todos esos deseos, todas

esas pasiones que los Heymann han dominado, desde dos siglos

atrás, limitando en ello su amor, sus deseos y sus pasiones, a un

círculo de parentesco obligadamente restringido, se han acumu-

lado en el camino. Su desencadenamiento ha sido terrible, por-

que el dique que los contenía se ha desmoronado bruscamente,

tras haber resistido a las amenaza de ruptura, a las veleidades de

independencia.

El Sr.- J.J. Weiss, que desde hace tiempo tengo por uno de

los espíritus más notables de estos tiempos, publicó el año pasa-

do en el Figaro un estudio sobre Bismarck. No tengo el texto

ante mí, pero la síntesis me ha quedado grabada en la memoria.

El Sr. Weiss decía que un gran hombre no es, propiamente

hablando, más que el punto culminante de una familia, como la

resultante de antepasados desaparecidos que vuelven a vivir en

un heredero privilegiado. El fisiólogo encontraba en Bismarck la

audacia de un solado alemán, la estrategia de un diplomático, la

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visión de un gran oficial, etc. En fin, afirmaba que ni uno de los

pequeños Bismarcks, venidos o por venir, no están tan bien do-

tados como el gran Bismarck contemporáneo, al encontrarse este

en posesión del summun de inteligencia debida a su familia.

La conclusión de la doctrina del Sr. Weiss me parece erró-

nea.

En efecto, si es cierto decir que el canciller de Alemania,

que cuenta en su genealogía con valores disimiles, ha aprove-

chado – por medio de las leyes atávicas – la herencia vital de sus

antepasados, nos está más permitido concluir un punto de as-

cendencia en la línea de los Bismarck que se renueva y se modi-

fica por sangres nuevas.

El razonamiento del Sr. Weiss lo aplicaría más de buen

grado a la familia de los Heymann, cuya selección pura, no vi-

viendo más que de si misma, de sus fuerzas y de su sangre, pod-

ía desembocar en un punto culminante para dirigirse hacia una

decadencia absoluta.

Pero, todavía una vez más, la doctrina es falsa, pues basta

que los Heymann de hoy contraigan alianzas fuera de su paren-

tesco para que la tesis del Sr. Weiss no encuentre en ninguna

parte su aplicación; para que Samuel Heymann – ese desdicha-

do- tenga pequeños sobrinos más inteligentes que sus propios

antepasados.

El montón de genios e idiotas que hay en el aire bajo la

forma de átomos es inconmensurable, como diría un cura de

campo, si un cura se ocupase de estas cosas.

No hay punto culminante. Tal familia producirá mañana

un gran hombre, y ese gran hombre tendrá por hijo a un cretino.

El cretino desaparecerá. La selección, momentáneamente debili-

tada, se fortalecerá mediante elementos de vitalidad reclutados

en otra familia, tal vez en otra raza; y nacerán aún seres ordina-

rios, luego seres superiores, esperando que la decadencia reco-

mience.

Así pues, para determinar la marcha hacia delante, harían

falta las vacilaciones y el retroceso de las selecciones humanas,

no un punto culminante, sino más bien unos postes indicadores

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cuya elevación sería creciente hasta cierto grado, para volver a

disminuir y elevarse aún, disminuir de nuevo y volver a elevar-

se, así siempre.

La Naturaleza es una gran inconsciente que distribuye sus

gérmenes a ciegas. No tiene orgullo por sus prodigalidades; no

se preocupa por sus éxitos ni por sus debilidades. Su centro de

actividad está por todas partes al mismo tiempo; su labor es infa-

tigable.

Ni se debe maldecir ni alabar.

Esta naturaleza, que los chinos tanto como los franceses y

los prusianos están de acuerdo – entre algunos estruendos de

cañones y algunos cantos de poetas – en llamar maternal, no

hace más que realizar su tarea a sus horas. Nos crea sin conocer-

nos nunca, sin interesarse en nosotros sus gigantes, al igual que

crea una montaña, un océano, un león, un árbol, una fuente, un

perro, una hormiga, una flor; nos concede a veces incluso algo

que está en ella, de la cual ella tiene la nuda propiedad, pero

cuyo usufructo le está prohibido por causas que no hace hay que

buscar: la inteligencia y el libre albedrío.

Yo creo, querido y gran Dumas, que no es útil llevar más

lejos el problema, y que las religiones y ciencias futuras se de-

tendrán como en el pasado, como hoy nosotros, ante el misterio

que es el secreto de la fuerza concedida.

El Sr. Pasteur podrá aún asesinar gérmenes malsanos; el

Sr. Camille Flammarion podrá convencernos de que hay milla-

res de habitantes en la luna y en los planetas; el Sr. Paul Bert

podrá encontrar las causas y los remedios de nuestras enferme-

dades en sus experiencias de vivisección; el Sr. Charcot podrá

arrinconar la hidroterapia y el tratamiento mediante metales y

hacer prodigios con la electricidad estática, la electricidad, ese

agente desconocido, así como se decía ayer en los exámenes de

bachillerato: vendrá tal vez desde lo más profundo de Alemania

un doctor Knauss llamado a reparar los desastres de los herma-

nos Krupp, esos tumbadores de hombres: ese gigante podrá vul-

garizar la generación artificial, ayudar a la obra de la creación

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humana, hacer madres a las mujeres que sufren y que lloran en

su helada impotencia…

Realmente este fin de siglo que pertenece a la ciencia, y

que pronto va a llegar al término de su gestación, maravillará a

los habitantes de la tierra…

¿Y luego?...

Pues bien, después de esos nacimientos gigantescos, to-

davía permanecerá por siempre el eterno problema, el problema

del movimiento y de la vida, el eterno inspirador de los folios

inútiles, de las declamaciones vanas y de los renovados furores

de los griegos.

Así pues, querido maestro, es su opinión, creo – debemos

restringirnos y conformarnos con arrancar un par de pequeños

regalos de las gran madre – la Naturaleza– que si tuviese un

cuerpo y un alma, reiría hasta retorcer su cuerpo y condenar su

alma, por nuestros descubrimientos, nuestras invenciones y so-

bre todo por nuestros asombros.

Al menos, tenemos el deber de observar nuestro miserable

paso, aprovechando las informaciones que nos da el día a día.

Debemos romper los viejos moldes y registrar la sociedad con

armas antaño poderosas como las de nuestros mayores, incluso

los más ilustres – con esos rayos de luz siempre más brillante

que las lámparas Edison – quiero decir las ciencias: la antropo-

logía, la anatomía, la fisiología – se proyectarán de todos lados.

Pero ordenaremos a la ciencia no mancharnos de aceite, de

permanecer en el estado de vapor rosa, a fin de no asustar a los

adorables frutos secos de los institutos de muchachas. La peque-

ña serpiente oculta entre líneas hará nuestras obras más persona-

les, más vivas y más humanas; y la serpiente, amiga de las muje-

res, defendiendo nuestra causa al lado de las lectoras, excusará

nuestras audacias y nuestras revelaciones.,

No tenemos ya el derecho de actuar como simples hacedo-

res de inventarios. Los otros – los muertos ilustres – han cum-

plido admirablemente ese oficio que la comparación nos pare-

cería demasiado dolorosa y que a tan poca distancia nuestra la-

bor no contaría.

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En la actualidad, hay que decir también el por qué de las

cosas, sin querer subir hasta las nubges, conformándonos con

interrogar el pasado, tratando con ello, con nuestras armas nue-

vas, de conocernos nosotros mismos y conocer a los demás, si es

posible.

En la novela contemporánea – todos tanto como somos

historiadores de costumbres, en nuestras alegrías como en nues-

tras tristezas, – seremos distribuidores de razones o no lo sere-

mos.

Regreso a LA CRUCIFICADA.

Usted me concederá, querido maestro, que esta digresión

no ha sido inútil respecto a mi tema.

Presentando un personaje como Samuel Heymann, tenía el

deber de investigar las causas de los desfallecimientos de mi

héroe: esas causas las resumo diciendo que Samuel Heymann es

el descendiente de una familia demasiado tiempo cerrada, un

mal producto de la dama Naturaleza a la cual no hay que guar-

dar rencor nunca.

A pesar de todo, Samuel Heymann permanece en un se-

gundo plano.

Lo que me ha interesado sobre todo en este estudio de la

vida parisina: lo que hace que la obra haya temblado en mis ser,

es que he podido ver a una mujer luchando en Paris – vendién-

dose a un caballero, como una puta callejera, – pero por razones

tan elevadas y con amarguras tan poderosas, que desafío a una

esposa fiel a negarle el saludo y su piedad.

Al marido de tal mujer sorprendida en flagrante delito de

adulterio, usted no le gritaría: ¡Mátela!...Usted tomaría al hom-

bre por los hombros y le obligaría a arrodillarse: lo que el Sr. de

Lormont no ha hecho. El marido indigno ha muerto con el insul-

to en los labios; el amante se ha matado, con el amor en el co-

razón, queriendo la muerte de su víctima, después de haberle

comprado su vida. Hay por el mundo ciertos seres de los cuales

no se debe esperar ni sacrificio, ni perdón.

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La Señora de Lormont ha sido crucificada por dos hom-

bres, por un marido desprovisto de sentido moral, por un amante

que sería demasiado odioso si no fuese un irresponsable. Sola,

ella ha conservado casi hasta el final la plenitud de su libre al-

bedrío. Fue por ello por lo que ha sufrido. Ella ha sufrido… No

se puede decir más que eso, puesto que no hay palabras en las

lenguas humanas capaces de expresar los dolores de esta infor-

tunada…

Usted me comprenderá mejor que nadie, señor autor del

Demi-Monde, cuando le diga que desde que he tenido uso de

razón, toda mi curiosidad se ha dirigido hacia la mujer, sobre ese

ser múltiple en sus manifestaciones, fatigado dice usted.

Es la mujer siempre noticia con sus caprichos, sus desfa-

llecimientos, sus cobardías, sus heroísmos; es la mujer siempre

modificada por nuestras condiciones sociales, en cuyo misterio

trato de profundizar.

Allá, en el Perigord, en mi agujero de provincias, siendo

niño todavía, cuando sorprendía a las señoritas risueñas, char-

lando detrás de sus sombrillas, al abrigo del sol meridional y de

unas orejas meridionales también, hubiese querido hacerme muy

pequeñito, convertirme en un Ariel para escuchar sin ser visto.

Esas encantadoras jóvenes – hoy damas serias – se divertían

mucho con esas curiosidades de colegial ávido de despojar el

árbol de la ciencia. Si veía lágrimas mojar sus grandes ojos o

risas expandirse sobre sus labios rosas, trataba de adivinar el

secreto de sus dolores y de sus alegrías infantiles.

Más tarde, siendo joven, esas mismas risas y esas lágri-

mas, las vi aparecer sobre los rostros de las mujeres; y, en ese

momento, comencé a comprender. Los hombres, a menudo reían

menos y a menudo lloraban menos también. La mujer era pues

un ser aparte, hecho de una carne frágil y delicada, una sensiti-

va.

Entonces, he pedido al marido, quien tiene el orgullo y el

goce de sentir apoyada sobre su hombro la cabeza de una com-

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pañera amada y que la ama, que debe ser realmente el protector

de su mujer; he pedido a la madre tener más ternura e indulgen-

cia aún por su hija que por el bebé macho, más capaz de resig-

nación; he pedido al amante que sea menos duro con la querida

a la que paga y que no le engaña; he pedido al legislador deci-

dirse por fin a intentar algo para esas muchachas, para esas mi-

serables que deshonran nuestras calles, pero cuya vergüenza,

asco y lagrimas también proporcionan el pan cotidiano.

Todas son mujeres, casi todas son débiles.

En Paris, en medio de esta vida terriblemente agotadora

del observador vigilante, en ausencia del cual la capital queda

como una esfinge de ojos enormes hecho de luz y de fuego que

os quemaqn sin iluminaros, mi respeto y mi piedad para la mu-

jer ha aumentado todavía más.

La Esfinge hablaba: He escuchado ansiosa, a las horas en

que la Ciudad del Placer parece por fin dormida. Y hete aquí que

de los palacetes suntuosos y de las casas más modestas; y de las

cortinas de seda de las casadas y de los amantes ricos; y de las

cortinas todas blancas de las castas señoritas; y de las camas sin

cortinas de las impúdicas y las desheredadas, subían contra Paris

y contra el hombre, más gritos de angustia que suspiros de amor.

Fue bajo el impacto de esas diversas emociones, y tras un

paciente análisis, como escribí LA CRUCIFICADA.

Esa novela, mi querido maestro, de la que usted ha querido

ser padrino, no será inútil, si se encuentran en Francia siete mu-

jeres bastante virtuosas para convencer a sus maridos que hay

adulterios más gloriosos que fidelidades sin batalla.

DUBUT DE LAFOREST

París, octubre de 1883.

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I

Cuando el duque de Lormont salió del círculo de los Ar-

tistas Reunidos, los cocheros que estacionaban sus vehículos en

el bulevar de los italianos le ofrecieron sus servicios: él los des-

pidió con ademán brusco; luego, con las solapas de su gabán

levantadas sobre su cuello, con el cigarro entre los dientes, su

bastón nerviosamente agarrado con la mano derecha, caminó

como lo hace un hombre que tiene miedo de lo que deja tras él.

Era el mes de noviembre de 1881. Sonaron las cuatro de la

madrugada. Una lluvia fina comenzaba a caer. El duque, des-

pués de numerosas vacilaciones, entró en el Café Americano.

En las salas del piso superior, la animación era grande.

Mucha gente de alcurnia. Grupos ruidosos luchando contra la

lasitud de la madrugada; flores marchitas dentro de corsés de

mujeres; rosas muertas en el ojal de las levitas; todos los rostros

cansados por la víspera, adoptando un semblante de vida a la luz

del gas, en una atmósfera cargada de olores a cigarros, a heno

cortado y a perfume. Aquí y allá, algunas desdichados en la pro-

cura de una última copa de champán después de haber errado,

melancólicos, por todos los ambientes noctámbulos.

– ¡Vaya, si es el barón Nicolás!... ¡Qué cara de enterrador!

–Arruinado, querida… absolutamente arruinado… limpio

como un vaso de cerveza…

–No somos nada… Era tan agradable antaño… Todo pa-

sa… Todo se estropea… ¡Oh! ¡Ese maldito bacarrá!.... ¡Es el

cólera de París!...

Y el comentario filosófico se ahogaba en el gluglú de un

jerez seco sorbido mediante una pajita por unos labios pintados.

El duque pidió una botella de champán y se sentó solo en

una mesa. Parecía tener una treintena de años.

Alto, muy moreno, bigote negro, rostro abotargado, la piel

del color de los viejos marfiles, corbata blanca casi desanudada,

la levita gastada y rozada en diversos lugares, el rostro ilumina-

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do por un rictus amargo, tal era el joven duque Frédéric de Lor-

mont.

Mientras se le servía, una joven alta en vestido de tercio-

pelo, con los ojos brillantes, cuyas orejas y dedos refulgían bajo

el fuego de los diamantes, se acercó y lo tomó del cuello. El

había llenado su copa. La muchacha la vació, y tomando la bote-

lla, se dispuso a servir de nuevo.

–Estás apenado, mi gran bebé, bebe un poco, tu pena se

ahogará… Vamos, gluglú… gluglú…

Ella le presentaba la copa…

Maquinalmente, el duque se puso a beber; pero temblaba

tan fuerte que la mujer se vio obligada a ayudarlo. En el segundo

intento, fue ella misma quién le hizo beber con mesura, y, como

él reía divertidamente, la mujer le dijo:

–He leído en mis cartas que un hombre iba a suicidarse;

apuesto a que ese hombre eres tú.

–Quizá…

–¿Cómo te llamas?

Él no respondió.

–Armas de duque. –dijo ella, tomando la mano y mirando

una sortija.

Y, en una actitud heroico-cómica, dijo:

–Señor duque de… Turlututu…

–Schssss…

Ella habló en voz más baja:

–Ya sé… Entonces, pobre gatito, ¿quieres morir?... ¡Oh!

Veo en tu cara que estás harto de la vida… Tienes la máscara…

la máscara del jugador… del desesperado… Yo tenía ese rostro

la noche en la que los agentes de policía me detuvieron en la

calle de Ámsterdam… Quería suicidarme también… Ánimo,

duque, la vida es una broma de la que hay que participar hasta el

límite…

–Mi querida amiga, ¿no bebe?

Charlaron así durante algunos minutos. La mujer que se

llamaba Anna-la- Limousine quería llevarse al duque con ella.

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Entonces, entre el ruido de los vasos, en medio de las risas

burlonas, se comenzó a decir que era rica, muy rica. Había veni-

do de Limoges completamente inocente; pero ahora conocía la

vida. Tenía un palacete en los Campos Elíseos, caballos, criados,

un tren de vida extraordinariamente suntuoso… Su casa era pura

diversión… Todo Paris estaba en sus fiestas… Un amigo, un

periodista, el vivaracho Fonreau, que el duque debía con seguri-

dad conocer, presidía la organización de sus cenas…

–Me he arrastrado por la miseria, mi querido duque, –

continuó ella en voz alta – me vengo de la miseria… No soy una

puta… soy una artista, una artista-pintora; mis cuadros se expo-

nen en el Salón y algún día obtendré una medalla… ¿Una tipa

divertida, verdad?... Vengo aquí de observadora, no de otro mo-

do… Eso me divierte y alguna vez me hace llorar también por

sentirme dueña de mi misma, después de haber caído tan bajo…

Sin duda, Anna se vanagloriaba un poco; pues, próxima a

ella, una gruesa rubia alzó los hombros y se echó a reír ruidosa-

mente. La alusión era directa; y ya las putas comenzaban a dis-

cutir, cuando el duque, tras haber pedido y saldado la cuenta,

abandonó el restaurante sin quedarse a escuchar las protestas de

amor de Anna-la Limousine.

Amanecía. A lo largo del camino, el duque encontró unos

barrenderos vestidos con unas telas grises y unas mujeres delga-

das haciendo creer que estaban extenuadas por los sabats noc-

turnos, y llegó hasta el número 80 de la calle Rochechouart. Su-

bió lentamente la escalera hasta el quinto piso. Una vez que pe-

netró en el vestíbulo, pareció reflexionar un instante. Por fin,

abrió la puerta del comedor que también servía de despacho, una

gran estancia fría y desnuda.

El duque arrojó al suelo su abrigo; y cuando entraba en la

habitación contigua, una joven le cortó el paso.

Quedaron un largo rato de pie, el uno delante del otro, sin

fuerzas para decirse nada.

–Te he esperado toda la noche –dijo la duquesa– He pa-

sado mucho tiempo rezando… ¿Qué desgracia me vas a anun-

ciar ahora?

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Frédéric bajó la cabeza. Se hubiese dicho que en ese espí-

ritu turbado, la situación real que la orgía había expulsado du-

rante algunas horas, regresaba imperiosa y brutal. Bruscamente,

ese rostro arrugado se distendió y de ese pecho de hombre salió

un sollozo de niño.

–Vengo a decirte que el duque de Lormont es un misera-

ble…

Ella se cayó.

–Sí, un miserable – repitió él tomándose dolorosamente la

cabeza– Un canalla…

–¿Has vuelto a jugar?

–Sí.

–Desgraciado… Desgraciado…

Continuó su relato en una especie de extraña monotonía.

Desde hacía algunas semanas, no había hecho más que mentir.

So pretexto de un viaje a Versalles, donde lo esperaba una situa-

ción honorable, había ido al círculo de los Artistas Reunidos con

un amigo, el Sr. Samuel Heymann… Una mala suerte increí-

ble… Esperando ganar una fuete suma para pagar sus pérdidas

en Bolsa, había jugado como un insensato… En resumen, había

firmado al cajero del círculo un bono de cincuenta mil francos:

tenía cuatro días para pagar… Estaba decidido a matarse si no

podía hacer frente a sus compromisos… la Bolsa y el círculo le

producían unas pérdidas totales de ciento cuarenta mil francos…

Una buena cantidad…

Decía todo eso como un niño que recita una lección;

hablaba de saltarse la tapa de los sesos o de arrojarse al agua, de

un modo completamente tranquilo. Se veía que el sentimiento

de lo real se iba poco a poco de esa organización atormentada;

se veía que el aristócrata mentía y que era incapaz de llevar a

cabo sus amenazas.

La joven no tuvo más que una idea:

–¡Mi hijo!... ¿Mi pobre bebé!... ¿Qué va a ocurrir?... ¿Qué

va a suceder ahora?... ¡Dios mío, ten piedad de nosotros!...

En ese momento, por la puerta entreabierta, se escuchó de

la habitación contigua una voz que decía:

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–Papá… papá… ven a contarme las costillas… El diablo

no ha venido esta noche… Tengo todas mis costillas… Una…

dos… dos… tres…

Era el pequeño Antoine con el cual el duque jugaba todas

las mañanas, pretendiendo que quería ver si durante la noche,

Mefisto no había robado una de las costillas de su hijo.

–Tengo todas mis costillas… cuenta, cuenta, papá.

La cama de la madre no estaba deshecha.

El duque permaneció un poco apartado: la voz del niño lo

seguía llamando.

–Papá, ¿Por qué mamá no se ha acostado ayer? ¿Por qué

ha llorado tanto? ¡Dime!...

La duquesa Marcelle fue hacia su marido:

–No es necesario que nuestro hijo tenga que avergonzarse

de tu apellido… Mis joyas, algunas piezas de plata que nos que-

dan aún, eso supondrá un poco de dinero… Yo partiré esta no-

che para la granja de Bareuil… Veré a mi tío Louis…

–El tío no te dará nada, Marcelle… Sabes bien que ya se

ha negado en otras ocasiones…

–Entonces…

–Creo que lo mejor será que me dirija a Samuel Hey-

mann…

Ante ese nombre, Marcelle se estremeció, pero Frédéric

levantaba los ojos al techo para buscar allí sin duda alguna teoría

que lo sacase del apuro y no se percató del trastorno de su espo-

sa.

Frédéric continuó:

–Estábamos un poco distanciados de Samuel que me guar-

daba un rencor de un modo poco benevolente porque no lo has

acogido bien… No te gustan los judíos…

–Iré a Bareuil.

–Bien

–Debes querer descansar

–Estoy destrozado.

El duque se arrojó sobre su cama.

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–Despiértame al mediodía para el almuerzo… Mi madre

no se enterará de nada.

Marcelle vistió a su hijo y salieron ambos de la habitación,

sin hacer ruido.

El niño decía:

–¿Cómo está tan pálido papá esta mañana?... ¿Y tú, por

qué lloras?...

–Cállate… Cállate…

Marcelle había abierto su armario. Las joyas que esperaba

vender habían desaparecido.

–También ladrón, – gruñó con voz sorda – Un Lormont

que roba a su esposa…

Y se mordió los labios para no llorar.

Hacia las doce, Antoine golpeó a la puerta de la habitación

de su padre.

Frédéric llegó sonriente, descansado, besó a su madre, la

vieja duquesa de Lormont. La comida fue alegre. Se habló de la

buena colocación que el duque tendría próximamente en el con-

sejo de administración de una gran compañía financiera, y la

anciana que miraba a los ojos de su nuera para buscar allí la ver-

dad, fue engañada por las buenas palabras del aristócrata.

A las cinco de la tarde, la duquesa se dirigió a la estación

del Norte y tomó un billete para Bareuil-sur-Oise.

Marcelle, hija de ricos granjeros, no tenía por pariente más

que a su tío Louis, el hermano de su padre y la familia Parce-

llier, todos originarios de la provincia del Oise. A los dieciocho

años, la señorita Marcelle Le Vasseur era muy bonita; alta, ru-

bia, de ojos negros y profundos, de una distinción completamen-

te aristocrática; fue cortejada por muchos jóvenes de la región.

El Sr. y la Sra. Le Vasseur – y sobre todo el tío Louis que había

jurado morir soltero – habrían sido felices al ver a Marcelle ca-

sada con un propietario del país.

Pero la joven no parecía en absoluto dispuesta al matrimo-

nio. Fue en ese momento cuando el joven duque Frédéric, cuyo

castillo era vecino de la propiedad de los Le Vasseur, se fijó en

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Marcelle y cayó perdidamente enamorado. El general de Lor-

mont había muerto durante el asedio de París, y fue su esposa

quien, por amor a su hijo, pasando por encima de las alianzas,

fue personalmente a pedir la mano de la joven a la granja de

Bareuil.

Se produjeron dudas y tiras y aflojas. Aunque halagados

por esa unión, los Le Vasseur no dejaban de temer la reputación

del joven duque del que los periódicos de París divulgaban sus

francachelas. Los padres de Marcelle se rindieron al deseo de su

hija, a la que consideraban con justicia prudente y ahorradora,

con la esperanza de que la vida familiar procurase un poco de

sensatez al aristócrata. Solamente el tío Luis permaneció in-

flexible. En su rudeza de paisano enriquecido, decía que las vie-

jas razas tanto como las viejas fortunas, se iban al garete en este

siglo donde prima el trabajo.

El consejero general republicano encontraba escandaloso

que aparte del temido caos financiero, su sobrina se casase con

un monárquico. Lo que él desearía era que la hija de un burgués

se convirtiese en la esposa de un burgués; y en lugar de enorgu-

llecerse del parentesco con un duque que llevaba uno de los

grandes apellidos de Francia, sentía una gran tristeza. Fue en

vano que la novia tratara de enternecer esta naturaleza salvaje; el

corazón del hombre del Norte no se abrió al perdón.

La boda tuvo lugar. El tío Louis no apareció. El consejero

general, alcalde de Bareuil, que vivía en una casa cercana a la de

su hermano, delegó sus poderes en su adjunto; y, desde lo alto

de su ventana, miró pasar los coches adornados con la rabia en

el alma.

El enfado entre ambos hermanos contribuyó no poco a la

muerte del padre de Marcelle; la pena por el ausente mató a la

madre.

Los jóvenes esposos vivían en el palacete de los Lormont

en el barrio Saint-Germain, en la calle de Varennes, un edificio

un poco sombrío, un poco severo, así como conviene a las gran-

des cosas que portan en ellas toda la historia del pasado.

24

El tío Louis había adivinado el futuro. En menos de cinco

años, la ruina se abatió sobre la familia. Se vendió el castillo de

Lormont; se vendió el palacete de la calle de Varennes y la pare-

ja, que había tenido un hijo, fue a vivir a un apartamento en el

quinto piso de un edificio de la calle Rochechouart.

En medio de sus escandalosas locuras, el aristócrata en-

contró un compañero de juergas, un hombre que se aferró a él,

que se convirtió en su más íntimo confidente, un joven banquero

retirado de los negocios, el Sr. Samuel Heymann.

El duque había conocido al riquísimo Heymann en el

círculo de los Artistas-Reunidos; lo había invitado a cenar al

palacete de la calle Varennes. Samuel había ido varias veces y

luego sus visitas se habían hecho escasas. Fue en vano que

Frédéric intentase llevar a Heymann; este invocaba mil pretextos

para rechazar las invitaciones; y sin embargo su cartera estaba

siempre abierta al aristócrata. Pero el día de la catástrofe previs-

ta, el duque de Lormont, que había mantenido a su amigo al

corriente de todos sus asuntos, buscó, sin encontrarlo, al alegre

compañero. Heymann estaba de viaje, mientras los alguaciles

embargaban los bienes de los señores de Lormont: fue por abso-

luta casualidad que Frédéric se encontrase con Samuel una no-

che en Tortini, cuando se disponía a tentar una última vez su

suerte.

Cenaron en el círculo. El duque contó a su amigo todas sus

desgracias, y Samuel acogió con muy buena disposición todas

las confidencias. Luego pasaron a la sala de juegos; y allí,

Frédéric encontró un crédito inesperado. El duque de Lormont

apostaba, en plena desesperación, cuando el cajero vino a decirle

al oído:

–Señor duque, debéis ya cincuenta mil; me es imposible

prestarle más… Apenas estoy en condiciones de reembolsar las

fichas…

–Veinte luises… nada más que veinte luises… Mañana

temprano, a las ocho, habré pagado todo… Vamos señor Ro-

dolphe… Usted sabe perfectamente que pago con buenos inter-

eses…

25

El cajero fue inflexible.

–Ni un centavo, señor duque… ni un centavo…

Y dirigiéndose a la mesa:

–La banca está adjudicada en quinientos luises…. ¡Caba-

lleros, hagan juego!...

El desdichado jugador buscó con la mirada a Samuel

Heymann: el amigo había abandonado el círculo.

Estas dos súbitas desapariciones en condiciones análogas

no inspiraron ninguna reflexión al aristócrata parisino.

Solamente, la duquesa habría podido explicar el horror

instintivo que sentía por Heymann y que había comenzado en

una cena íntima dada, hacía dos años, en el palacete de Lormont.

Allí, en la paz del hogar doméstico, una visión turbadora había

hecho estremecer a la joven mujer. Una noche – se había des-

pedido al servicio para poder charlar entre amigos – el duque

acababa de levantarse de la mesa, bajo el pretexto de tomar so-

bre la chimenea una carta que deseaba mostrar a Heymann. La

viuda de Lormont se había retirado a sus aposentos. Frédéric no

encontraba la carta; se excusó ante su amigo al verse obligado a

registrar los documentos de una enorme cartera.

–Papeles… papeles… mi querido duque –murmuró Sa-

muel con toda naturalidad.

Y mientras Frédéric, con los ojos perdidos entre los pape-

les, no podía ver nada, Samuel Heymann tomó la copa de la

duquesa y la llevó a sus labios. Marcelle, creyéndolo una confu-

sión, hizo ademán de levantar el brazo; pero la súbita animación

del amigo del duque de Lormont afirmó en grado sumo que el

error había sido voluntario.

El duque de Lormont retomó su lugar. La carta, una misi-

va cualquiera, fue leida.

–¿Qué le parece este vino?

–¡Ah! mi querido duque, me siento demasiado emociona-

do par responderle… Este johannisberg trae alegría y sol al co-

razón…

El duque Frédéric quiso llenar la copa de la duquesa.

–Gracias, amigo mío.

26

Y, rechazando el vaso donde Samuel Heymann acababa de

beber, Marcelle muy pálida abandonó la mesa.

El Sr. de Lormont no comprendió nada de esa escena.

27

II

El tío Louis acababa de cenar, cuando Marcelle llegó a la

granja de Bareuil. La granja estaba situada a algunos cientos de

metros de la estación de Creil. Era el establecimiento agrícola

más importante de la provincia del Oise, el mejor organizado,

aquél que se citaba en primer lugar de las granjas modelo. Los

premios de las exposiciones y los diplomas vinieron a recom-

pensar el infatigable celo del propietario de Bareuil: se hablaba

incluso de la cruz de honor para el tío Louis con motivo del

próximo concurso regional.

La joven duquesa había hecho el camino a pie.

–¡Es su sobrina, la señora Marcelle! – exclamó la sirvien-

ta, que había conocido a la duquesa desde pequeña.

–¡Ah! – dijo sencillamente el consejero general.

La duquesa fue hacia él con el corazón llenos de grandes

suspiros; se arrojó a su cuello, mientras la criada, muy conmovi-

da, decía retirándose:

–¡Otra desgracia más!... ¡Pobre señorita!...

El tío miró fijamente a su sobrina:

–Para que vengas a esta hora, debe suceder algo muy gra-

ve…

–Muy grave, tío.

–¿Has cenado?

–No, pero quiero hablar con usted antes.

El Sr. Le Vasseur cruzó sus brazos sobre su pecho de atle-

ta; su rostro rojo con unas espesas patillas completamente blan-

cas, se iluminó con salvajes luces. Su cuello de toro normando

cruzado con una amplia corbata negra pareció hincharse desme-

suradamente; muy tieso en su amplio chaleco marrón, se dispuso

a escuchar.

Ella se sentía muy pequeña para hablar al tío terrible que

escuchaba todas las tristezas y todas las angustias de su sobrina

sin que un músculo de su rostro se alterase.

Cuando hubo dicho todo, el Sr. Le Vasseur lanzó al techo

su servilleta, y se puso a caminar lentamente por el gran salón

28

muy sencillo de la granja. Tras haber dado algunos pasos, el

hombre, todavía pálido, se detuvo y apoyando sus huesudas ma-

nos sobre los hombros de Marcelle completamente temblorosa,

dijo:

–Tu marido es un canalla…

La duquesa desconsolada tendió hacia él unos brazos su-

plicantes.

–He dicho «canalla» y lo mantengo, sobrina…. Tal vez no

me creas… Espera… espera, querida.

Y sentándose de nuevo, extrajo un fajo de papeles del bol-

sillo de su chaleco:

–Ves estos valores, señora duquesa… valen unos diez mil

francos… Los he pagado… Tu marido el señor Frédéric de

Lormont es un falsificador: ha falsificado mi firma…

Marcelle escuchaba jadeante y destrozada.

–Sí, habría podido enviar a ese caballero a la cárcel: no sé

en verdad lo que me ha retenido…

Y elevando los papeles a la claridad de la lámpara de co-

bre, tuvo un estremecimiento formidable. Las ojos llameantes,

miraba la firma Louis Le Vasseur, y sus dedos nerviosos atena-

zaban el papel.

–Está muy bien imitada… Cuando el alguacil ha venido

esta mañana, me he quedado sin palabras durante algunos minu-

tos; luego me he hecho el tonto, diciendo que comenzaba a per-

der la memoria… Mi firma yo no la haría mejor… Vamos, va-

mos, para mantener las juergas y recorrer las timbas, uno se

arriesga a galeras, y es el tonto de Louis quien paga el baile…

Tomó a la duquesa por el brazo:

–Escúchame bien: que tu marido no vuelva a poner nun-

ca más los pies en Bareuil a partir de ahora: he hecho todo lo

posible para oponerme a ese matrimonio; soy un burgués, un

hombre honrado, y no quiero ladrones en mi casa; eso es todo.

Marcelle se fundió en lágrimas; y viéndola así, el tío

adoptó una voz menos dura:

–Vas a cenar, ¿verdad?

–No tengo hambre, tío.

29

Entonces, él la besó dulcemente en la frente.

–Vamos, no debo mostrarme más malvado de lo que soy

realmente… Después de todo esto no es culpa tuya, mi pobre

hija, si tus padres no han sido lo bastante razonables para pre-

servarte del peligro. Cuando el corazón domina la razón hay que

esperar de todo… Vamos, Marcelle, ¿quieres que me sacrifique

otra vez más?; ¿quieres que impida que tu marido se vea des-

honrado mañana?... ¿Quieres que repare las infamias cometidas?

Pues bien, estoy dispuesto, lo estoy…

La duquesa levantó sobre su tío una mirada llena de agra-

decimiento.

–Mi fortuna es tu fortuna, ¿no es así? No se ha de decir

que el Sr. Le Vasseur ha dejado morir de hambre a la propia hija

de su hermano… Pagaré las deudas de tu marido; venderé si es

necesario mi granja de Lassigny… Vendrás a vivir a Bareuil con

tu pequeño Antoine al que yo amo con todo mi corazón; reci-

birás allí a tu suegra que un una santa mujer; y ambas os conver-

tiréis aquí en amas absolutas; pero con una condición….

–¿La condición?

–Que tu marido será inexistente a partir de ahora para ti

….

–Abandonar a Frédéric, jamás.

–No me has comprendido, sin duda, o mejor aún, no te das

cuenta de la situación. Teníais un palacete, ese palacete ha sido

vendido; ese castillo de Lormont que nos deslumbraba antaño, a

mí y a los tuyos, pertenece hoy a un industrial inteligente y tra-

bajador. Estáis arruinados, completamente arruinados; sin algu-

nos millares de franco que yo te doy, de todo corazón, cada año,

viviríais en la miseria… ¿Acaso no es cierto todo eso?

–Así es, tío.

–Entonces, Marcelle, tienes un hijo que amas con toda tu

alma; eres una buena madre y nadie en el mundo tiene el dere-

cho de reprocharte los crímenes del hombre al que has unido tu

vida, a una hora donde niña todavía, no sabías nada de las cosas

de este mundo… Eres una buena madre, estoy seguro… la san-

gre de los Lormont no ha podido envenenar la sangre de los Le

30

Vasseur… Si permaneces en Paris con tu marido, Frédéric co-

meterá nuevas estupideces y tal vez nuevos crímenes… Quiero

salvarte. Cuando se ha tenido la desgracia de casarse con un

hombre semejante a tu marido, se llora el pasado y se mantiene

uno fuerte ante el futuro… Tu hijo prima ante tu marido; eres

esposa, pero también eres madre, y los sentimientos maternales

son de esos contra los cuales nada debe prevalecer… Instálate

en Bareuil y serás la dicha de mis últimos días…

–Lo que usted me pide, tío, es imposible… Mi existencia

está vinculada a la de Frédéric; esperaba ser feliz con él; no ten-

go el derecho de ser feliz sin él… Abandonar a mi marido y so-

bre todo en un momento como este, sería indigno de una esposa

cristiana… Sería una cobardía…

–¿Lo has pensado bien, Marcelle?

–¡Oh! sí…

Louis Le Vasseur hacía girar sus pulgares.

–Con los sentimientos, se muere de hambre, señora duque-

sa; y a veces, peor todavía…

–Tio…tío…

Levantando la cabeza con orgullo, Marcelle contestó:

–Por mucho respeto que le tengo, no le permito que me

hable así…

Iba a retirarse. El Sr. Le Vasseur le rogó que la escuchase

aún.

–Marcelle, perteneces a una familia de gente decente. La

muerte ha hecho que yo sea hoy el jefe de esta familia: tu tío, mi

primo Parcellier no te hablaría de un modo distinto al que yo lo

he hecho; no tendría otros consejos distintos para su hija, si Je-

annine, a la que quieres tanto, se encontrase en tu situación. Es

un padre que se dirige a su hija; la amistad excusa la autoridad y

los rigores. Te lo repito, Marcelle, debes abandonar a tu mari-

do… Es preciso…

–No puedo; no debo…

–Entonces, estás perdida, hija mía.

La joven mujer unía las manos.

31

–Tío Louis, usted es bueno. Ya nos ha ayudado en otras

ocasiones; sin usted estaríamos muertos de hambre… Pues bien,

sea usted humano como siempre lo ha sido. Frédéric ha actuado

mal; es un hombre desdichado, un ser débil que no ve de la vida

más que sus aspectos brillantes y engañosos; tiene necesidad

más que nadie de un alma gemela que vele por él; no exija que

su compañera le sea infiel, que sea cobarde en el momento de la

caída… Nuestro rol, el de las esposas, es mostrarnos fuertes y

valerosas en el peligro; es tener la energía por aquellos a los que

le falta… Le prometo que Frédéric no volverá a caer…

–Vamos, vamos, hija mía, veo que la influencia de los

Lormont ha extraviado tu espíritu… Hablas de honor y de valor,

y el recuerdo de tu hijo es impotente para hacerte sacrificar ese

amor fatal que llevas en ti… ¿Quieres que te diga?: eres amante

y no eres madre; tu amas a ese hombre con una pasión insensata,

una pasión de cortesana y no de esposa; tú, gran dama, amas a

ese señor indigno como una puta ama a un chulo…. Todas sois

iguales. La porquería os atrae en lugar de asquearos… Ve, du-

quesa… Continua viviendo y divirtiéndote con tu duque; y, de-

ntro de algunos meses – escúchame bien – dentro de algunos

meses, te encontraré moribunda y loca en la Salpétriere o en

Saint-Lazare…

La duquesa saltó bajo el ultraje.

–No tenéis derecho a insultarme, tío… Si es necesario tra-

bajaré día y noche… A partir de ahora no quiero nada de us-

ted… ¡Oh! nada… nada…

–Como quieras, querida…. como quieras, duquesa…

Y retirándose, Marcelle pudo escuchar una voz que decía:

–¡Ah! hermano Julien, más valdría que tu hija estuviese

muerta…

Esa noche, la duquesa pidió hospitalidad a sus otros pa-

rientes, los Parcellier, que vivían también en el pueblo de Bareu-

il. Los Parcellier no eran ricos. Marcelle debió contener sus

lágrimas y su desesperación.

32

33

III

Durante todo el día, el duque había recorrido París para

conseguir dinero. Frédéric no se hacía ninguna ilusión sobre el

resultado de la gestión de su esposa: sabía que el viejo tío pagar-

ía la deuda que él acababa de contraer; pero no pensaba que

consintiese en sacarlo de apuros. Uno de sus amigos de nombre

de Foureau, con el que había contado, no le hizo siquiera el

honor de recibirlo. En cuanto a Samuel Heymann, había perma-

necido sordo a todos los ruegos. El duque había dicho:

–Mi esposa firmará.

Samuel se había conformado con responder:

–Usted sabe perfectamente, señor, que la duquesa es tan

pobre como usted.

Entonces el duque, presa de una sorda rabia, tuvo un acce-

so violento. Quiso decir a ese hombre que era él, Heymann, la

causa de su desgracia, porque solo él lo había arrastrado a las

malas inversiones en Bolsa y al círculo, procurándole un crédito

demasiado considerable: se contuvo sin embargo, y, debatiéndo-

se contra un rencor desesperado, regresó a su apartamento. Al-

gunas horas más tarde, un coche llevaba a la duquesa a la calle

Rocheuart.

Frédéric comprendió al mirar a su mujer que no era posi-

ble ocultar la historia de los valores falsificados; extendiendo los

brazos, los dejó caer con un grito de dolor tan agudo que Marce-

lle se puso más pálida que él.

–El juzgado… Galeras… No. no… La liberación… La

muerte…

Bruscamente se dirigió hacia la panoplia donde estaban

sus pistolas.

Marcelle le detuvo.

–No quiero que mueras; no quiero… ¿entiendes?... Te

prohíbo matarte…

–¡Déjame! ¡Déjame desdichada!...

–Frédéric, es tu esposa quién te habla; es tu esposa que te

ama…

34

Los ojos del duque brillaban.

–¿Prefieres verme en la cárcel?... ¡Confiesa que ya no me

amas!....

Él se desprendió del abrazo; luego, muy fríamente, dijo:

–Solo hay un hombre en Paris que puede salvarme: ese

hombre que me trataba como un hermano me ha echado de su

casa; pero lo que se le rechaza a un compañero de juerga, se le

puede conceder a una mujer que llora…

–Ese hombre…

–Es Heymann… Me gustaría…

–Te gustaría…

Suplicó a la duquesa de Lormont que se presentase en el

palacete de la avenida de Villiers…

–No es a tu esposa, Frédéric, a quién corresponde hacer

semejantes gestiones…

–Entonces me mataré… Un Lormont no va a galeras…

Después de mi muerte, volverás a tomar el apellido Le Vasseur

para que nuestro hijo no esté deshonrado… Es la mejor de las

salidas…. Sin embargo existe una posibilidad de salvarme; la

gestión te repugna; no hablemos más, entonces…

–Por lo demás –añadió él con indolencia – no te lo he di-

cho todo… El Sr. Samuel Heymann tiene en sus manos la posi-

bilidad de hacerme detener hoy mismo… Es terrible, pero es

así… Soy dos veces falsificador… He falsificado también la

firma de Heymann…. Los efectos serán descubiertos mañana….

–¡Oh! –suspiró la joven mujer, – Cállate… cállate… Pare-

ce que te place torturarme…

La duquesa bajó la cabeza; pero de pronto en su mirada

sombría pasó un rayo de luz, de esperanza:

–Está bien. – dijo sencillamente– Iré a casa del Sr. Samuel

Heymann.

Samuel Heymann nació en Viena. Había llegado a París

desde hacía varios años, dejando la dirección de la banca viene-

sa a su hermano más joven. Lo quisieron casar con una de sus

primas de Londres, pero él huyó del matrimonio.

35

Vivía en un encantador palacete, al fondo de la avenida de

Villiers; cada sábado aceptaba ir a cenar con sus parientes los

Heymann, los grandes banqueros de la calle Lafayette.

En lo físico, era un apuesto muchacho, de altura por enci-

ma de la media, esbelto y nervioso, ojos azules llenos de enso-

ñaciones, una barba rubia rizada, unos labios un poco delgados

que revelaban una voluntad férrea. Se le conocían pocos amigos,

aunque fuese el más benefactor de los hombres; en cuanto a

amantes, no se le conoció nunca una relación seria, aunque en el

semi mundo e incluso en la alta sociedad, más de una mujer se

hubiese turbado ante su mirada escrutadora y misteriosa. El du-

que de Lormont era tal vez el único hombre que lo había fre-

cuentado con asiduidad; la naturaleza poco sospechosa del pari-

sino vividor era de todos sabida; la de Samuel permanecía im-

penetrable.

Se le veía conduciendo a él mismo sus caballos en el Bois;

tenía hermosos ejemplares. Gran aficionado a la pintura, Hey-

mann poseía una colección soberbia. Ni desenfrenado, ni juga-

dor, llevaba una vida completamente artística hasta la edad de

treinta y cuatro años.

Viéndolo tan apuesta y tan bueno, se decía de él:

«Tiene un rostro y un corazón de Cristo.»

Pues bien, ocurrió un día en el que esa máscara de impasi-

bilidad de quebró. Sobre esa cara, de ordinario sonriente y repo-

sada, pasó un viento frío de amargura y tristeza. Sí, después de

esa velada donde – como un ladrón – había bebido de la copa de

la mujer tan ardientemente deseada; desde el momento en el

que su magnética mirada se había cruzado con la de la duquesa,

Samuel Heymann ya no era el mismo hombre. Se había dicho:

«Esta mujer me pertenecerá un día»; y, a partir de ese momento

haría todo lo que hiciera falta para lograr su objetivo.

La Señora de Lormont lo comprendió tan bien, que tenía

miedo del hombre e intentaba evitarlo; él merodeó en torno a

ella como un pájaro siniestro que acecha su presa.

36

La pasión estalló repentinamente, irresistible, en el co-

razón del joven austríaco. Todo su ser se vio abrasado; y desde

entonces Samuel no vivió más que para la visión entrevista.

Soñó con la ruina del duque Frédéric y fue él quien mostró

el camino de esa ruina; soñó con el deshonor de su amigo y el

amigo se deshonró; deseo la miseria para la gran dama que lo

rechazaba, y la miseria no se hizo esperar.

Entró en la vida del aristócrata y la demolió con la tenaci-

dad de un paisano que, buscando un tesoro, destruye su casa,

piedra por piedra. Lo que quería, no era la ruina, ni la miseria, ni

el deshonor del marido. Quería que la mujer amada – esa visión

obsesiva a todas horas – acudiese a él desolada y suplicante,

puesto que sabía perfectamente que no podía venir de otro mo-

do.

Ahora estaba seguro de poseerla. Su corazón había san-

grado lo suficiente como para mostrarse implacable.

Samuel esperaba a Marcelle. Era su obra la que por fin se

iba a realizar… Su carne se había animado en impulsos de de-

seo… Sentía oleadas de calor por todo el cuerpo…

Esperaba en su magnífico despacho, cuyos muebles despa-

recían bajo ramos de flores y de verdor. Las pesadas cortinas de

seda y oro estaban recogidas sobre las ventanas. Samuel estaba

atento a los ruidos que procedían de la avenida. Se encontraba

allí, febril por los tumultuosos latidos de los sentidos.

Esta noche que él había creado, en ese día invernal, pobla-

ba su espíritu de mil quimeras.

Sonó un timbre. Fue el propio Samuel quien abrió la puer-

ta.

–Duquesa, sea bienvenida – dijo, inclinándose respetuo-

samente.

No se veía criado alguno por ninguna parte.

Marcelle, completamente vestida de negro, subió detrás de

Samuel por la escalera de mármol rosa que conducía al despa-

cho; y como, en el momento de entrar, Heymann se apartaba

37

para dejarla pasar, la joven mujer fue presa de un temblor ner-

vioso que no pudo reprimir.

En medio de la sala aparecía el retrato de ella en la época

en la que, gran dama, era la reina de las fiestas del barrio Saint-

Germain. Estaba vestida con un largo vestido de terciopelo color

cereza, los mismos encajes en la blusa, las mismas rosas en el

cabello. Era la sonrisa de la época en la que la noble dama era

feliz.

Al ver su retrato en esa estancia, se vio tan aturdida que

Samuel se vio obligado por dos veces a invitarla a sentarse en el

sofá: tomó lugar frente a ella; y viendo que toda esa parafernalia

la turbaba hasta el punto de impedirle hablar, él dijo dulcemente:

–Perdóneme, señora, por vivir en medio de estos recuer-

dos… Ese retrato es la obra de un gran pintor… El artista no os

conocía mucho; pero yo estaba ahí, guiando al pintor que traba-

jaba basándose en una fotografía… Yo estaba ahí, dándole áni-

mo e inspiración… Me parecía a veces que era mi propia mano

la que reproducía sus rasgos… Ese dulce y noble rostro que me

está por fin permitido contemplar a mis anchas…

–Señor, no hubiese venido si hubiese sospechado…

Samuel se mordió los labios.

–Usted sabe tan bien como yo, señor, el asunto que me

trae…

–Lo sé, Señora, – respondió Samuel.

–Señor, una palabra suya va a decidir el destino de toda

una familia… El duque de Lormont ha sido su amigo, ¿quiere

usted salvarlo? Sea generoso, señor…

–Por el amor que le tengo a usted no hay obstáculo que no

pueda vencer…

Samuel temblaba al hablar; bajo el golpe de una sobrexci-

tación febril, suspiró, con los ojos llenos de llamaradas:

–El dolor la vuelve extraordinariamente bella, señora…

–Señor…

–Sí, sabía que vendría, y hace muchas horas que la espe-

ro… Hable… hable… Su voz me encanta y me embriaga…

Ella se levantó fría y altiva.

38

–No me queda más que retirarme.

Pero volvió aún, suplicante, desesperada:

–Señor Heymann, el favor que os pido en nombre de mi

marido, en nombre de mi hijo, puede llevarlo a cabo. Sea gene-

roso… Haga que mi marido no tenga que ir a la cárcel y yo lo

bendeciré…

Entonces fue el hombre el que fue hacia ella, a su vez, de-

solado y febril. Habló de sus noches sin sueño, de todos los

horribles sufrimientos que había soportado, sabiéndola feliz con

otro; dijo que desde el día en el que sus labios se habían posado

en el lado de la copa por la que ella había mojado sus labios,

todo en la vida había desaparecido, y que solo ella había tomado

en su ser el lugar de todas las cosas.

Ella ya no lo escuchaba y parecía murmurar una plegaria.

Y él la miraba extasiado, transfigurado como los persona-

jes de Ingres de los que la mirada se pierde en las profundidades

del Infinito. Una sonrisa que no era del hombre erró un minuto

sobre la boca del joven extranjero.

De súbito, tomó las manos de Marcelle entre las suyas; y,

arrodillado, dijo estas palabras que expresaban todo su respeto y

todo su amor:

–La adoro, como usted, mujer católica, adora a la virgen

María…

Marcelle se desprendió vivamente:

–Señor, señor, quiero irme… ¡Ah! es usted cruel…

–Camina a la vergüenza, señora.

–No, a la muerte –respondió ella, con la cabeza alta, irrita-

da y todavía desdeñosa.

A estas palabras, toda la pasión de Heymann se desvane-

ció. Samuel tuvo miedo de haber dicho demasiado y rogó a la

duquesa que no se retirase todavía. Ante ese rostro más tranqui-

lo, se encontraba algo del paisano bromista y estratega, pasean-

do a su viajero por los lugares pantanosos y haciendo ensuciar a

su compañero, mientras que él sale de allí –no se sabe como–

con los botines brillantes y la reputación intacta.

39

La conversación fue retomada y la duquesa casi llega a

creer que Samuel iba a ceder, cuando, inclinándose hacia su ore-

ja, él le dijo palabras ardientes abrazándola con su aliento.

–No… no… antes la vergüenza y la muerte – dijo ella con

un grito de angustia.

Fuera de sí, salió del salón.

Pero desde que la puerta del corredor se cerró sobre ella y

no le quedó más que descender algunos escalones para verse

libre, una especie de vértigo la tomó. Esa noche, el apellido de

los Lormont iba a ser deshonrado; la historia de esa familia tan

ilustre se terminaba en los registros del presidio; vio más aún:

una vergüenza inefable sobre la frente de su Antoine bien ama-

do… Sí, todos esos cuadros pasaron ante sus ojos con una niti-

dez desesperante. Tuvo miedo.

Y, sumida en ese espanto sobrehumano, le pareció que las

paredes de amplios arabescos se cruzaban ante ella para impe-

dirle pasar… Estaba allí, con los labios pálidos, la frente ardien-

do, la garganta jadeante… Iba a ser demasiado tarde…. Todos

aquellos a los que amaba estaban perdidos… La puerta estaba

entreabierta y Samuel envolvía a la joven mujer con una amplia

mirada de amor.

La Señora Lormont se cubrió el rostro con sus manos; y,

con los ojos llenos de lágrimas, de lágrimas de muerta en vida –

la madre dijo fríamente estas palabras, en las que gritaban su

pudor sublevado y su sacrificio:

–Voy a venderme, señor…

41

IV

Las deudas de Frédéric de Lormont fueron pagadas por

Samuel.

Marcelle, cuya actividad iba a ser puesta en entredicho por

poner todos los medios ante el Sr. Heymann, exhortaba cada día

a su marido a buscar un empleo. Las gestiones repugnaban al

aristócrata que ahora pasaba sus noches en los cafés de los bule-

vares de la periferia.

Frédéric no agotaba elogios sobre Samuel:

–Ese diablo de Heymann… me rehúye… Evita mi agrade-

cimiento… Excelente corazón…

Desde su viaje a la granja de Bareuil, la duquesa no había

escrito a su prima, la señorita Parcellier. Por la mañana, había

partido furtivamente y la joven, que no había podido dejar a su

padre que se encontraba un poco indispuesto en aquel momento,

había escrito a la calle Rochechouart. Al no recibir respuesta, la

señorita Jeannine Parcellier se había dirigido a París, presintien-

do alguna grande desgracia. Había ido dispuesta a sacrificar la

pequeña fortuna que había heredado de su madre. Una palabra

de Frédéric calmó todas sus inquietudes.

–Está todo pagado, Jeannine.

–¿Por el tío Louis?

–No… Por un extranjero, un amigo, un hermano…

La prima no hizo más preguntas.

Marcelle y Jeannine eran amigas desde la infancia. Aun-

que la duquesa fuese algunos años mayor – Jeannine tenía dieci-

nueve años – la mayor de las intimidades no había dejado de

reinar entre las dos mujeres.

La hija del Sr. Parcellier amaba a Marcelle y le pareció

que la gran desgracia que había golpeado a la duquesa le impon-

ía el deber de ser aún más afectuosa con ella que en el pasado:

experimentó como una satisfacción íntima haciendo sus visitas

más frecuentes al modesto apartamento de la calle Rochechou-

art. Las situaciones sociales diferentes no habían disminuido en

nada la recíproca amistad entre las dos muchachas del Norte, y

42

el infortunio repentino de la duquesa encontró un eco doloroso

en el corazón de aquella que se decía la hermana pequeña de

Marcelle.

También, Jeannine confesó en su inocencia encantadora

que lamentaba ver a sus parientes llenos de problemas sin contar

con ella.

–Un extranjero – decía – no tenía el derecho de pasar por

delante de mí.

–Tu fortuna no habría bastado, mi querida Jeannine–

murmuró Marcelle tomando a la jovencita entre sus brazos.

–¿Y si mi fortuna hubiese sido suficiente, hubieses busca-

do en otra parte?

–No podía hacer que te desprendieses de ella.

–Sin embargo estabas segura de que jamás te hubiese re-

prochado ese favor…

–Querida mía…

–¿Y el otro? ese amigo, ese extranjero cuyo nombre no sé,

¿tienes la certeza de que jamás te reprochará ese servicio?

Marcelle arrojó sobre su prima una mirada indefinible.

A ambas les gustaba recordar sus alegrías de juventud.

Eran ellas quienes –antaño– en la iglesia de Bareuil-sur-Oise

estaban encargadas de los ornamentos de las capillas. Cuando

había una colecta en la iglesia, eran ellas quienes la hacían y se

las veía vestidas de blanco, a la entrada del templo con motivo

de las ceremonias del Jueves Santo. Un domingo, durante la

misa, Marcelle Le Vasseur había presentado una bolsa de ter-

ciopelo azul a un elegante caballero venido de París que se man-

tenía muy orgulloso en un banco reservado desde siglos a su

familia. Fue ese día cuando Frédéric de Lormont, que dio un

puñado de oro sin percatarse de la muchacha, tomó lugar en el

corazón de Marcelle.

La duquesa había conservado de sus primeros años una

especie de extraño misticismo; y fue tal vez ese mismo misti-

cismo el que le dio el valor necesario para su sacrificio.

43

Esa mañana –mientras el Sr. de Lormont, siempre en la

búsqueda de una situación imposible, recorría las calles de París

– las dos jóvenes mujeres charlaban en el salón.

Un saloncito tapizado de papel rosa y blanco en el cual se

encontraban algunos restos de los muebles del palacete de la

calle de Varennes. En las ventanas que daban a la calle Roche-

chouart unas cortinas de tapicería, trabajadas por Marcelle. En-

cima del piano, los retratos de dos antepasados, el del padre de

Frédéric, el general de Lormont que se hizo matar durante el

asedio de París y el del bisabuelo, un miembro del Parlamento.

La genealogía se detenía allí, pues los demás retratos habían

sido vendidos por el duque de Lormont.

La familia conservaba aún con un esmero religioso un

Cristo de tamaño natural esculpido en madera, una maravilla

artística que databa del Renacimiento. Era ante ese Cristo situa-

do enfrente de su cama donde la duquesa iba a rezar. Frédéric

encontraba que Samuel Heymann tenía un parecido asombroso

con el Cristo, lo decía a menudo – a propósito de nada – y no se

daba cuenta de la alteración de los rasgos de su esposa ante esta

continua comparación.

–¿Tú suegra no está mejor? – preguntó la señorita Parce-

llier.

–No, querida Jeannine, en su caso ha quedado más afecta-

da que los demás… Ha visto tantas cosas tristes…

–Tú eres valiente.

–Yo también necesito valor.

–Trabajas demasiado… Vamos… descansa un poco… Te

pondrás enferma…

–Debo entregar esta tapicería por la tarde… Es imprescin-

dible que la termine…

Jeannine se acercó al trabajo.

–Este dibujo es realmente encantador… Sin duda es para

un reclinatorio…

–Así es.

–Eres una joya, mi querida Marcelle…. Lecciones de pia-

no, bordado, tapicería….

44

–También es un modo de ganar mucho dinero, mi querida

Jeannine…

–¡Oh! mucho dinero… es decir que todas tus marquesas y

todas tus condesas de pacotilla te engañan… Ellas obtienen tra-

bajos magníficos por casi nada…. Y luego, ¿quieres que sea

franca?: esas damas se vanaglorias; dicen: Esto está hecho por la

duquesa de Lormont; esta mantilla ha sido bordada por manos

de duquesa… ¿Os lo imagináis?... Y las bellas damas ennoble-

cidas ayer no se sienten en absoluto mal por humillarte un po-

co…. Hacer trabajar a una auténtica duquesa, eso encanta a las

damas del alto comercio de Paris…

–No seas malévola, Jeannine.

–Digo la verdad…. Fíjate, la pasada noche en el teatro

«Français», escuché a una dama que se encontraba al lado de mi

palco pavoneándose, durante un entreacto, con un pañuelo bor-

dado a mano; decía a las personas de su entorno: «Me cuesta

cien francos.» Todos los oídos a su alrededor estaban atentos y

ella continuaba: Pero es el trabajo de una duquesa, ¿eh?... ¿De

duquesa?, exclamaban todos a coro; y era la dama quién le des-

velaba tu identidad a los demás… Yo estaba roja de cólera; la

habría abofeteado… He sabido que esa dama era la condesa de

Tessières… una bonita condesa, desde luego…

–La condesa no me daría más trabajo si te escuchase…

Hubiese sido generoso callar mi nombre…. Pero, Jeannine, ne-

cesito trabajo y me hace falta sufrir….

–Pobre Marcelle…. Es a otra persona a quién guardo ren-

cor, te lo aseguro… Tu tío Louis ha actuado mal; es un mal

hombre… ¡Oh¡ tú no quisiste decir nada la noche en la que vi-

niste tan triste a pedirnos hospitalidad…. Marcelle, mi padre y

yo leímos en tu alma; comprendimos todo lo que sufrías… El

hermano de tu padre tenía el deber de acudir en tu ayuda; des-

pués de él me pertenecía a mí sacrificarme por mi prima, por mi

amiga de la infancia: un extranjero ha tomado mi lugar, tanto

peor…

El duque entraba en el salón. La Señorita Jeannine dejó de

hablar.

45

Siempre despreocupado y encantador a la vez, Frédéric se

dedicó a contar el resultado de sus visitas. En la imprenta Du-

pont se le había ofrecido un empleo, un humillante empleo. Se

trataba se servir de intermediario entre el ministerio de la guerra

y la empresa; un diputado influyente del Oise lo había recomen-

dado; y poco había faltado realmente para que no aceptase re-

presentar el rol de criado idiota que se le había propuesto.

–¿Qué se quería de ti? –preguntó orgullosamente Marce-

lle.

–¡Ah! mi querida esposa… Querían que el duque de Lor-

mont atravesase diariamente diez y veinte veces al día las calles

de París, con unos paquetes bajo el brazo; querían que el caba-

llero arruinado se convirtiese en un criado de tercera clase…. El

barrio Saint-Germain recibía una lección…

–¿Y te has negado?

–Me he negado, duquesa.

–Has hecho bien, Frédéric.

Y diciendo eso, Marcelle volvió valientemente a su tarea.

Jeannine no resistió el deseo de abrazar a su prima:

–¡Ah! eres grande… grande…

En el fondo, la duquesa no se dejaba engañar por las men-

tiras de su marido; pero le agradecía que se mantuviese orgullo-

so ante la desgracia. Ella, la burguesa, podía matarse a trabajar;

pero él, el gran señor, hacía bien en no rebajar su condición. Era

un Lormont, un «de» Lormont; ella era una Le Vasseur: eso lo

decía todo.

Y ella se identificaba tan bien con su papel que admiraba a

Frédéric, incluso en sus locuras. Su Frédéric era aristócrata hasta

la médula. No era culpa suya que hubiese nacido en un medio

que los burgueses no podían comprender. La sangre hablaba en

él; su buen corazón justificaba todas sus faltas: si no tenía más

que veinte centavos en su bolsillo, los daba a un pobre; si poseía

un luís enviaba un ramo de flores a su esposa o un juguete para

su hijo. No se podía razonablemente ver en él ninguna mezquin-

dad.

46

Bajo sus trajes un poco pasados de moda, pero mantenidos

por su esposa con un decoro irreprochable, el duque tenía gran-

des aires, y hasta en esa casa, el portero, de por sí insolente con

los demás inquilinos, se sentía pequeño ante el Sr. de Lormont,

y lo saludaba más bajo que a los otros inquilinos más ricos.

Marcelle, que se levantaba al amanecer, se ocupaba del

hogar, al no poder la criada con todo el trabajo. Ella confeccio-

naba la ropa ordinaria de su hijo, zurcía la ropa interior de su

marido; y además, hacia las dos, daba una lección de piano a la

hija del Sr. Séverin, el inquilino del tercero. El resto del tiempo,

lo dedicaba a las obras de bordado y tapicería que vendía a las

burguesas parisinas e incluso a sus antiguas amigas del barrio

Saint-Germain.

La señora de Lormont, casi siempre enferma, admiraba la

energía de su nuera; y esta decía simplemente:

–Trabajo para distraerme… No me riña, mamá… Me abu-

rro cuando no hago nada.

Jeannine no podía reprimir sus impulsos de ternura y ad-

miración.

–Eres una santa –murmuraba.

Y la duquesa – al recuerdo de su sacrificio – bajaba la ca-

beza; y atormentada, desgarrada por la dolorosa visión, de la que

ella solo conocía el misterio, se volvía a a ver saliendo del pala-

cete Heymann, sucumbiendo bajo el oprobio y el dolor de su rol

de prostituta.

–Si se supiese…

Y esas tres palabras se clavaban en su corazón, a cada

hora, a cada minuto, sangrantes, vengativas.

La cena tuvo lugar a las seis.

Cuando en ese comedor tan burgués, la anciana madre,

dulcemente apoyada sobre el hombro de Marcelle, tomó asiento,

el cuadro parecía engrandecerse: se hubiese dicho que las pare-

des tomaban un aspecto severo y solemne.

A pesar de los años que pesaban sobre ella, Gersinde de

Lormont era bella todavía con su perfil de medallón romano y

sus largos papillotes completamente blancos y rizados. Sentada

47

en su sillón Enrique II– un regalo del Sr. Parcellier – parecía una

gran reina en el exilio presidiendo una comida entre exiliados,

sus fieles súbditos.

Completamente erguida, había rezado el Benedicite con

voz dulce y grave y se había tomado mucho tiempo porque la

casa tenía necesidad de largas oraciones.

A veces, la vieja dama volvía a ver las glorias pasadas, su

padre ministro del rey, su marido el general famoso, muerto en

1870, los antepasados de lord Lormont, sus antepasados tam-

bién, los Drouot-Brézières cuyos nombres destacaban en la his-

toria de Francia; cuando le sobrevenía algún pensamiento rela-

cionado con su juventud pasada en la corte, la señora Gersinde

tenía palideces de muerta. Pero, bajo el esfuerzo de la voluntad,

el rostro retomaba rápido su ordinaria placidez. –Una de esas

placideces de estatuas tan majestuosas que se pasa aún ante ellas

con el sombrero bajo. La dama engrandecía la casa.

–¡Bien! ¿Frédéric? – preguntó con bondad, –podemos

hablar ante Jeannine, que es una pariente, ¿has encontrado una

situación adecuada?

Fue Marcelle quién tomó la palabra:

–Tenemos buenas noticias, madre.

La vieja dama inclinó la cabeza:

–Un Lormont no debería dejar de trabajar, cuando su es-

posa trabaja.

–Sin embargo, madre, no puedo aceptar una plaza de cria-

do.

–Es de los empleos, hijo mío, que no afectan en absoluto a

la dignidad… No importa que la nobleza piense aún que el tra-

bajo degrada al hombre…

La duquesa, mediante una mirada muy triste, suplicó a la

madre del duque que no continuase; y a las palabras de que

Frédéric sería próximamente nombrado inspector del Crédito

financiero, se habló de otra cosa.

El apellido de Neymann fue varias veces pronunciado por

Frédéric; y, al final de la comida, sin haberlo deseado, Jeannine

sabía que el riquísimo Heymann era el salvador de la familia.

48

–Es muy divertido – decía Frédéric –varias veces me he

presentado en el palacete de la avenida de Villiers para agrade-

cer a nuestro amigo… Nunca había nadie…

–Un gran corazón como el del Sr. Samuel, concluyó la

vieja dama, sufre con los sentimientos de gratitud que se le tes-

timonian.

La conversación decayó.

En el salón se hizo un poco de música. A petición de Je-

annine, la señora de Lormont tocó una melodía que había com-

puesto antaño. El pequeño Antoine, elegante como un paje en su

vestido de terciopelo, charlaba con la señorita Parcellier:

–¿Qué quieres ser, mi hombrecito?...

–¿General, verdad? –preguntaba el padre.

–No… no general… Obispo.

La abuela sonreía al futuro prelado.

Frédéric se había acercado a Jeannine.

–Prima, ¿no piensas en el matrimonio?

La señorita tuvo una mueca encantadora:

–No todavía, primo.

–¿Cuál es tu principal condición, querida?

–Vivir en París.

El duque se inclinó a la oreja de la joven:

–Creo haber puesto la mano…

No acabó su frase. El Sr. Parcellier, quien había ido a ce-

nar a casa de viejos amigos del Marais, entraba en el salón. Se

adivinaba en él a uno de esos buenos granjeros del Norte, fríos,

reservados, sin grandes maneras. Se presentó alegremente y es-

trechó entre sus robustas manos la frágil mano que le tendía la

vieja dama; se sentía intimidado ante la señora. Su rostro frágil,

su tez fuertemente colorada, sus largos dientes blancos y su es-

pesa cabellera le daban el aire de un hombre grueso curtido por

el campo.

–Es de la quinta de 1830… decía el duque de Lormont –

Estaría muy elegante en sotana…

Mejor que nadie, el Sr. Parcellier sabía el bien que los

Lormont habían hecho al país, en los tiempos en los que, simple

49

empleado en una refinería de Compiégne, comenzaba a hacer

fortuna. El tío Louis no le gustaba demasiado con su moral a

todas horas y sus ideas del otro mundo. No tenía el derecho en

erigirse en moralista aunque era generoso y bueno con las cabe-

zas ligeras. Era inexcusable en el alcalde de Bareuil el haber

permanecido insensible ante las lágrimas de su sobrina.

Bien es verdad que hablando así, el Sr Parcellier ignoraba

el comportamiento del duque Frédéric.

–Puesto que los parientes más próximos no son padres –

dijo él con voz gruesa que hería un poco, – le recuerdo, mi que-

rido duque, que nuestra casa es la suya. ¿No es así Jeannine?

–¡Oh! sí, padre.

Frédéric estaba soñador.

–Tío Parcellier, ¿no conoce usted a nuestro benefactor?

–No, pero sea quien sea, es un gran hombre…

–No lo adivinaría. Es un israelita…

–No me gustan demasiado los judíos…

–Es mi amigo Samuel Heymann…

–¿El sobrino del gran banquero, el archimillonario?

–El mismo.

–Sabía que los Heymannn hacen mucho bien en París…

–Samuel se había negado al principio…

Marcelle se había levantado:

–No partirá esta noche Sr Parcellier.

–Mi querida Marcelle, permaneceríamos en París con mu-

cho gusto, pero los negocios son los negocios… El mercado en

Beauvais se celebra mañana.

El duque sonrió.

–Y papá Parcellier no dejaría el mercado ni por un caño-

nazo…

–Es cierto, mi querido duque.

Y el buen hombre murmuró aún:

–Los negocios son los negocios…

–«Los negocios son los negocios», dijo Frédéric bromista:

ese es el estribillo de una cancion de los «Ambassadors…»

50

Tras esas palabras, los Parcellier se despidieron de los

Lormont.

–Un gran hombre. – dijo la señora Gersinde– Lleva en sus

ojos inscritos la honestidad y la devoción.

–Pero nunca inventaría el fonógrafo – continuó Frédéric –

¡Oh!, no…

–Te equivocas hablando de ese modo, – dijo Marcelle.

La vieja dama se encaminaba hacia su habitación.

–¿Sabes Marcelle que tengo una idea?

–¿Alguna maldad, tal vez?

–No, verás… ¿Tu quieres a tu prima, verdad?

–Desde luego.

–He pensado en casar a Jeannine… Dirás que deliro; pero

se ven tanta cosa extraña bajo el gobierno de la República fran-

cesa, que todo me parece posible.

–¿Y quién sería el pretendiente?...

–Podría citarte mil… Nadie como yo para tener semejan-

tes ideas: he pensado que la prima Parcellier podría convertirse

en la señora Samuel Heymann…

–Eso es insensato, – dijo la duquesa con voz estridente.

–¿Por qué?... Los Heymann no se casaban antaño más que

entre parientes; pero tú sabes que la señorita Heymann de Lon-

dres se casó con lord Ratersy, y que la señorita Heymann de

París se ha convertido en la esposa del duque de Garlès…. Nada

imposible pues en que el Sr. Heymann de Viena sea el marido

de una burguesa de Francia… ¿No dices nada?... Pero si es la

felicidad de tu prima lo que barrunto.

–El Sr. Heymann es de religión judía…

–Samuel se hará católico… Su prima Rachel, de Franc-

fort-sur-le-Mein, que va a casarse con un príncipe, se convirtió

al catolicismo… Samuel tiene el mismo derecho… Los Hey-

mann desertan de la fe judía; ponen al servicio del catolicismo

su dinero e influencias… La religión es golpeada por todos la-

dos… Nosotros, los creyentes, tenemos el deber de acoger a los

recién convertidos… Esta si que es buena, daría la impresión de

que te apene que hable así…

51

53

V

Hacía algunos minutos que Marcelle miraba el reloj de su

salón. En un momento se levantó; y como el pequeño Antoine,

que jugaba a su lado, la seguía inquieto, ella le empujó un poco

fuerte hacia la puerta:

–Ve a buscar a tu criada… Vamos vete. Necesito salir.

–¿No me llevas contigo, mamá?

–No… no…

–Mamita, me portaré bien…

–He dicho que no.

–¡Oh! mamita mala…

El niño se iba, arrastrando por una cuerda un polichinela;

hacia: ¡ouh!... ¡ouh!... y luego su rosado rostro sonreía y sus

pequeños labios chasqueaban bajo un beso que enviaba con sus

manos – un beso que silbaba en el aire como un gorjeo de pájaro

en una bella mañana de primavera. Ella lo llamó de nuevo y le

besó tan fuerte como pudo…

Y ambos jugaron a hacerse cosquillas.

–Déjame, déjame – dijo la madre.

Y bruscamente, tras haber arrojado sobre sus hombros un

chal de paño negro, Marcelle salió del salón.

Al pasar cerca de la cocina, gritó a Gabrielle, la criada:

–Si el señor regresa antes que yo, le dirá que estoy en casa

de la condesa de Tessières.

–Sí, señora.

Eran las cuatro, el comienzo del anochecer en noviembre.

La Señora de Lormont bajó por la calle Rochechouart. Al llegar

a la avenida Trudaine, tomó un coche que subía vacío. Su agita-

ción era tal, que olvidó decir la dirección adónde debía ser tras-

ladada.

Cerrando la portezuela, el cochero le preguntó:

–Avenida de Villiers – dijo ella– Al final de la avenida…

Yo le detendré.

54

El hombre sonrió estúpidamente y el coche partió al trote.

De vez en cuando, el rostro de la duquesa se contraía dolo-

rosamente; en sus ojos unas lágrimas pugnaban por salir y, al no

poder desbordar, la hacían sufrir más todavía; su cuerpo delgado

se había hundido hacia atrás, como si tuviese miedo de llegar

demasiado pronto al término del viaje.

Se circulaba por la avenida de Villiers.

El coche rodaba y los árboles sin hojas se alineaban, seme-

jantes a esqueletos en procesión: la joven se echaba hacia atrás

cada vez más en el fondo del coche, con las manos juntas y la

mirada fija.

Bajó, pagó al cochero, y éste al verla tan bonita y tan páli-

da, sacudió la cabeza con una risa guasona.

Marcelle continuó la ruta a pie, pegada a las fachadas de

las casas, y a medida que avanzaba, su rostro adoptaba una ex-

presión más dolorosa todavía.

Por fin, se detuvo ante un palacete de amplias verjas blan-

cas. La puerta de servicio estaba entreabierta. Marcelle siguió

por un paseo que llevaba a una marquesina de cristal.

Sin que tuviese necesidad de llamar, las puertas se abrie-

ron por si solas. La joven mujer temblaba muy fuerte; se vio

obligada a apoyarse contra las paredes pintadas del gran corre-

dor en el que penetró; el Sr. Heymann, muy elegante, vestido

con una chaqueta azul que dejaba ver una camisa de seda blan-

ca, calzado con unos zapatos de hebillas de oro, se acercó respe-

tuoso y la tomó por la mano.

Ella subió así algunos escalones de mármol rosa que con-

ducían al salón; iba, inconsciente.

–Señora… Señora Marcelle –decía el hombre muy emo-

cionado, tembloroso, pálido – Perdóneme, la amo, la amo a mo-

rir…

Sentada en un sillón, la duquesa cruzó las manos, inmóvil,

horrorizada en su belleza glacial.

Samuel Heymann se mantenía de pie a su lado. Durante

mucho tiempo, él la miró como se hace con una obra de arte

maravillosa o, mejor aún, con algo santo; luego se arrodilló y,

55

con infinita delicadeza, rodeó el cuello de la duquesa con sus

brazos. La joven pareció abandonarse; sus manos se distendie-

ron, impotentes y flojas. Solamente su mirada conservó esa fije-

za desoladora de unos ojos deslumbrados por un objeto lumino-

so.

Samuel le tomó las manos que estaban frías; al besarle el

rostro, no encontró más que el frío de un mármol.

Entonces, en un lenguaje cálido y colorido, él narró sus

noches sin sueño, su vida sin esperanza. Habló de la embriaguez

en la que había vivido desde el día en que Marcelle se había

entregado a él, huyendo de París y sus fiestas… ¡Oh! le hubiese

gustado tanto no actuar como amo; debía perdonarlo… Había en

él fuerzas irresistibles… El combate entre su pasión y el honor

había sido rudo… Estaba vencido…

Ella no respondía.

La máscara del hombre humilde y suplicante se volvió de

pronto imperiosa.

La última vez que ella había acudido, él había tenido pie-

dad, esperando aún, esperando que ella tuviese piedad de él y

que acabaría diciéndole un día: «No me has robado mi amor; me

has obtenido, después de haberme conquistado; te amo.» Él hab-

ía sido un esclavo sumiso, un amante imbécil, cuando habría

debido ser un amo. Realmente, la cosa era paradójica: la dama

había partido liberada de su pesadilla de algunos minutos; y él,

él, había llorado largas horas, solo, completamente solo… ahora

era la bestia que aullaba, la bestia ávida de goces soñados, enca-

britada bajo las dolorosas mordeduras del deseo.

–Quiero que me hable– gruñó, apretándole las muñecas–

Lo quiero… lo quiero…

Y liberando la soberbia cabellera de Marcelle, tomó ávi-

damente los rubios cabellos entre sus manos febriles. La pasaba

por su boca, por sus ojos, por todo su rostro. Se embriagaba de

ese modo con la fragancia de la mujer.

–¡Oh! ¿Me desprecia, señora? ¿Me odia?... ¿Qué impor-

ta?... Sea lo que sea para usted, ángel o bestia, soy feliz…

56

Sobre un velador se encontraban unos joyeros, un regalo

de Samuel destinado a Marcelle.

–Estas son sus joyas de familia que he vuelto a comprar…

¿Esto le gusta, señora?... ¿Lo rechaza?...

La Señora de Lormont no respondió.

–¡Oh! por piedad–murmuró él con la garganta oprimida –

no sea así… Yo la amo tanto… La fortuna no significa nada.

Usted es mi vida… Oh, Marcelle no me juzgue por el acto

horrible que la ha traído a mí. El amor produce desesperados…

Me gustaría poder borrar todo, me gustaría poder decirte: «Vete,

eres libre…» No puedo. Cuando no estás ahí me parece que no

soy yo mismo; mi alma me abandona y marcha contigo… Se

clemente…

–Señor – dijo la duquesa desasiéndose –sabe perfectamen-

te que la mujer que está ante usted jamás lo ha amado; sabe de

sobra que ella se ha vendido, y que si está en su casa a estas

horas, es porque usted tiene en sus manos papeles que compro-

meten el honor de su marido… Señor Heymann, no espere nun-

ca mi amor… Me he vendido…

–Vendida… Vendida… por culpa de él… ¿Y todavía lo

ama?

–Sí, lo amo… ya lo creo que lo amo.

–¡Vendida!...

Esa palabra cayó sobre Heymann y se hundía en su pecho

como una espada desgarradora.

–¿Así que usted no me amará nunca, señora?

–Jamás.

–¿No puede?

–Ni puedo, ni quiero, señor…

Heymann se levantó; el incendio iluminaba los ojos del te-

rrible amante:

–Pues bien, mujer… me libero de este infierno… Tomo a

Dios por testigo que usted podía hacer de mí el más generoso y

el mejor de los hombres… He sido respetuoso mientras usted se

burlaba de mi respeto; he llorado lágrimas de sangre, y mis

lágrimas la hacían sonreír. Ya he tenido bastante con esos opro-

57

bios y esos dolores; más vale la infamia… Tengo rabia en el

corazón… Ya no es un hombre quien le habla, mi noble dama,

es un miserable… La pasión infantil de los dioses y también de

los monstruos… Soy un monstruo…

La duquesa lo miró, impasible.

Samuel no veía; no comprendía. Esta actitud de crucifica-

da lo exasperaba cada vez más; cuanto más ella se hundía en su

resignación, él se sentía más martirizado por el aguijón de los

sentidos.

Se acercó a ella; la miró frente a frente; la cubrió con su

cuerpo… ¡Oh! ahora la poseía; ella era suya. ¿La mano blanca

no había temblado? ¿El corazón no había latido muy fuerte? ¿El

cuerpo entero no se había estremecido, cuando él la estrechó

entre sus brazos?...

Desde luego, una mujer no podía permanecer insensible.

La carne es la carne… ¡La mujer amada por fin se había entre-

gado!... Sí, realmente la había poseído en uno de esos fulgores

de fuego y de vida donde su ser se había abrasado en él…

No… no… Samuel se equivocaba. Sus sentidos, vivamen-

te excitados, se volvían locos bajo los ardores de la neurosis sin

percatarse de que durante todo el tiempo que duró esta escena, el

cuerpo de la duquesa había sido, entre sus manos, «como un

cadáver entre las manos de un embalsamador de muertos.»

Marcelle abandonó el palacete de la avenida de Villiers.

Portaba en todo su ser tal desesperanza que no caminaba

por la acera, sino por medio de la calzada, apartándose apenas

ante los gritos de los cocheros, esperando la bendita hora en la

que sería destrozada bajo las patas de los caballos; sin embargo

no hubiese sufrido, y tendría que ocurrir que un ángel del cielo o

algún demonio vengador la preservase de sí misma para hacerla

sufrir más.

Le asaltó la idea de desfigurarse, de cortar sus cabellos de

oro que un aliento impuro había mancillado; quería herir los

labios que unos labios odiosos habían profanado… Entonces

Heymann no la amaría; entonces también, se vería a Frédéric

58

con el uniforme de los presidiarios… Antoine, el hijo de un de-

lincuente… No, no, para ella el lodo y la infamia, puesto que el

lodo y la infamia eran lo único que podía salvar a los que ama-

ba…

Pero a algunos pasos de la casa de la calle Rochechouart,

el rostro de la mujer adúltera se tranquilizó; se hubiese dicho

que algún mago, cansado de verla sufrir tanto, hiciese desapare-

cer los signos del dolor soportado. Marcelle ya no era la misma

mujer en el momento en el que Frédéric, que la esperaba, la

abrazó contra su pecho.

–¿Cómo has tardado tanto en regresar?... He recorrido

París; traigo buenas noticias…

–Qué bien, amigo mío… Qué bien…

Marcelle lo había exhortado de tal modo al trabajo, había

puesto tanto empeño en hacerle comprender la necesidad de

encontrar una posición, que finalmente Frédéric se había decidi-

do a buscarlo. Regresaba siempre con excelentes promesas. El

Crédito financiero, la Compañía de ferrocarriles del Norte, los

Seguros, todo el mundo le quería; pero él no podía realmente

aceptar así, a la ligera…

–Cuando uno se llama duque de Lormont, no se debe

mezclar con ciertas personas… ¿No es así, esposa mía?

Y Marcelle, decidida a perdonarle, incluso si la hubiese

abofeteado, respondía:

–Es verdad… Tú eres un Lormont…

Desde que la duquesa tenía algún dinero proveniente de

sus trabajos de bordado o sus lecciones de piano, se daba el gus-

to de darlo a su marido, ignorante aún de que este se viese redu-

cido a pedir prestados veinte centavos a sus antiguos amigos.

Ahora, Frédéric paseaba su mirada sobre un enorme ramo

de rosas y camelias blancas que él mismo había colocado en uno

de los jarrones de la chimenea.

Cuando la duquesa se desprendió de su sombrero y abrigo

gris, vio el ramo.

–¡Oh! Frédéric… ¿Todavía más locuras?

59

–Quería darte una pequeña sorpresa. ¿Soy amable, no es

así? Un viejo deudor me ha pagado…

–¿No me mientes?

–Yo no miento nunca… nunca.

Con una triste sonrisa, tomó el ramo entre sus manos y

respiró profundamente el olor de las rosas.

Frédéric estaba serio.

–Marcelle, eres la bondad personificada; te amo tanto que

no pido al cielo más que verte siempre como un rayo en lo alto

para consolar mis entristecidos días…. Ven, más cerca de mí…

Más…

La joven mujer apoyó su cabeza sobre el hombro de su

marido.

–Querida esposa, vas a verme cambiar de conducta; me

hace daño pensar que trabajas y que yo estoy a tu cargo…

–¿Quién dice eso?

–¡Oh! sí, es humillante… Hay personas que me miran con

sorna…

–¿Qué te importa?...

–Habría debido hacer como el conde de Lernouze, que se

ha arruinado en el krach. Ahora está en Ciudad del Cabo, a pun-

to de recuperar su fortuna.

–Hay que conocer el mercado de los diamantes….

–Cuando salió de París, Lernouze no sabía distinguir un

solitario de un tapón de una jarra… Ha trabajado. No depende

de su esposa… Y yo, yo, no valgo más que los merodeadores

nocturnos del bulevar Rochechouart y de los Batignolles… Soy

un pardillo… Un buen pardillo…

–Cállate– dijo ella vivamente – me haces daño.

Marcelle estaba acostumbrada a ese carácter de hombre

esencialmente versátil.

–¿Es que te he reprochado algo, Frédéric?

–No… Pero…

–¿Acaso no eres mi vida? Te he amado tanto, te amo tan-

to, que por ti no hay sacrificio que no me sienta capaz de sopor-

tar… Por ti y por nuestro hijo…

60

–Querida esposa…

–Venga, ánimo. Los malos días ya pasaron. Tengo con-

fianza en Dios. Pero Frédéric, tu deber y el mío es tratar de libe-

rarnos lo más pronto posible… Es vital… vital…

–¡Bah! Samuel no se preocupa de lo que podemos deber-

le… Es tan rico… ¿La prueba?... Fíjate, no tengo secretos para

ti; prométeme no enfadarte…

–¿De qué se trata?

La duquesa lo tomó vivamente por el brazo.

–¿Has hecho eso, Frédéric?

–¿Qué tiene de malo? Samuel no es un amigo para mí, es

un hermano. Observa pues, te lo ruego, toda su delicadeza… No

se atreve a venir aquí, porque le horrorizan los agradecimien-

tos… Ese judío, en verdad, es el mejor de los hombres; dice

cosas que llegan al corazón, como esta por ejemplo: El favor es

para aquel que lo hace… ¿No es bonito?... Es banal, pero bello

de todos modos…

El duque seguía hablando:

–Realmente es raro, en los tiempos que corren, encontrar

en París a uno de tus amigos que te preste una centena de mil

francos para pagar tus deudas… Y además, Marcelle, lo que

todavía me sorprende más que el acto en sí mismo, es la encan-

tadora delicadeza del benefactor. Fíjate, ayer, por ejemplo, yo

estaba en la plaza del Palais-Royal, cuando vi a Heymann que

charlaba con Planchas, uno de nuestros amigos comunes. Corrí

hacia Samuel; tomé sus manos entre las mías; mi efusión pare-

ció molestarle hasta tal puente que, viéndole sonrojado y ver-

gonzoso, me pregunté si no era él quien me estaba agradecido a

mí…

–Papá– dijo vivamente Antoine que entraba en el salón–

¿dónde está el caballo grande que me has prometido?

–Mañana, mi Antonie, mañana…

–¡Oh! papito, vas a engañarme otra vez, como el tiito

Heymann que me había dicho «mañana» para el coche azul,

mañana… siempre mañana… no me gusta mañana…

61

Frédéric tomó al niño en sus rodillas, mientras la madre

arreglaba las flores encima de una mesa de mármol.

–¿Antoine, te gustaría volver a ver al tiito Heymann?

–¡Oh! sí… Es tan bueno, tan guapo… Se parece al buen

Dios con su barba rizada… Y además, siempre me daba carame-

los… ¿Te acuerdas, mamá?

–¿Marcelle?

–¿Amigo mío?

–¿Y si invitásemos a Samuel a cenar el domingo por la

noche?

–¿Tú sueñas? – dijo la joven mujer girándose bruscamen-

te.

Más dulcemente, añadió:

–Es una idea loca… El Sr. Samuel es nuestro acreedor; es-

taría molesto con nosotros….

–Vamos pues, él vendrá sin ceremonias, en chaleco, en

simple chaleco…

–Soy yo entonces quién estaría molesta por su presencia,

Frédéric.

–¿Tú?... ¿por qué? Invitaremos también al Sr. Parcellier y

a Jeannine… una pequeña reunión de amigos… Mi madre estará

contenta de volver a ver al Sr. Heymann… El millonario ha sido

recibido en el palacete de Varennes, no establecerá ninguna

comparación con el apartamento de la calle Rochechouart…

Marcelle, me daría mucha pena, mucha pena, que me negases el

placer de recibir a un amigo… mejor dicho, a un hermano…

El pequeño Antoine aplaudía:

–Tiito Heymann va a venir… Tiito Heymann va a venir.

¡Qué alegría!... Me traerá el cochecito azul… el bonito coche…

La madre emitió una extraña sonrisa.

–¿Marcelle, qué decidimos?

–Tú eres el amo, amigo mío.

–¿Entonces, me autorizas a escribirle unas palabras?

El duque se había levantado.

62

–Hecha la reflexión, escríbele tú. Tal vez rechazaría mi

invitación… La escritura de una gran dama siempre impacta

más a un hombre.

–Tal vez sería mejor…

–Te lo ruego… Me harás muy feliz… un autógrafo de du-

quesa… Heymann estará orgulloso como Artaban…

Bajo el dictado de su marido, la duquesa escribió una carta

de invitación al Sr. Samuel Heymann, una carta muy espiritual.

Hacia las ocho, Frédéric se dispuso a salir.

La viuda, sentada ante el hogar, leía un misal.

–No salgas, Frédéric. Pasa al menos una velada en fami-

lia…

–Me has de diculpar, madre; tengo una reunión de nego-

cios ineludible.

–Reuniones de negocios que te retienen hasta las cinco de

la mañana. Deberías enrojecer…

El duque comentó algo al oído de su esposa.

–¿Ciento cincuenta francos?, pero yo no tengo esa suma –

dijo Marcelle.

–Marcelle, necesito ese dinero….

–¿Cómo me miras?

–Perdón… perdón… Me avergüenza haberte hablado

así… ¿Qué queda en la casa?

–Apenas cien francos…

–Dame cincuenta… cincuenta solamente…

–Guardaba ese dinero en caso de necesidad… Siempre

hace falta tener algo en un ca saca… En fin, rogaré a mis amigas

que me adelanten un poco de dinero…

–Mira, mamá duerme…

Ambos se levantaron y pasaron a su dormitorio.

Frédéric ponía su traje y su corbata blanca, y se miraba en

el espejo de cuerpo entero.

–Todavía tengo aspecto de señor, caramba! ¿Qué opinas

tú, esposa? Pero, mírame…

Posó con orgullo el puño sobre la cadera.

63

–Y de un enamorado – dijo con voz acariciadora – dando

un largo beso de amor a Marcelle.

–Eres guapo, mi señor; bésame otra vez…

El duque abrazó a la joven, y Marcelle, completamente es-

tremecida, permaneció un largo rato entre los brazos de su mari-

do.

Las mismas escenas de amor se renovaban a menudo;

jamás hombre alguno fue adorado por una mujer como Frédéric

fue adorado por Marcelle.

Le entregó el último billete de cincuenta francos que ella

había ganado con su trabajo.

Y mientras Frédéric, en compañía de algunos amigos, fu-

maba excelentes cigarros en el bulevar de los Capuchinos, la

joven esposa, tras haber acostado a su hijo, terminaba un trabajo

de costura.

-¡Eh! mi querido duque, vamos a jugar unas partidas? –

acababa de preguntar a Lormont un joven alto de rostro exan-

güe, con voz ronca.

–No, ahora no; me ha pillado en una situación….

–¡Bah! uno se hace y se vuelve a hacer.

–No tengo más que dos o tres luises en el bolsillo.

–Vamos, vamos, venga… Eso lo rejuvenecerá.

–Tengo una mala racha… En fin….

Esos caballeros entraron en el círculo de los Artistas-

Reunidos.

La partida apenas había comenzado.

–Apuesto un luís – dijo el duque de Lormont.

La voz era conocida; las cabezas se volvieron.

El cajero del círculo se acercó a Frédéric, saludando en

voz baja al duque, pero rechazando enérgicamente consentir el

préstamo de diez luises que este solicitaba con una encantadora

naturalidad.

En menos de diez minutos, Frédéric, cabizbajo, erraba

como un alma en pena por los salones del establecimiento. Per-

maneció en la sala de juego, sin jugar, interesándose por la suer-

64

te de los demás hasta las tres de la madrugada. Se le veían los

labios tensos, tan atento al juego como si él mismo hubiese

arriesgado sumas importantes… El banquero – un hombre del-

gado y calvo –le interpeló de este modo:

–¡Eh! mi pequeño Frédéric… ¿Cómo va eso?

Frédéric no dudó en estrechar la mano del banquero, un

boock-maker, que le tuteaba y a veces le decía impertinencias

que hacían reír a la mesa. El duque soportaba las pesadas bro-

mas del hombre, porque este se dejaba fácilmente pedir presta-

dos algunos luises cuando estaba de buena racha.

–Buenas noches, mi querido Frédéric… mi duquesito…

La voz continuaba – ¡Nueve!...

Cuando el duque regresó a su casa, la lámpara de la habi-

tación todavía no estaba apagada. La costurera todavía no había

finalizado su trabajo.

65

VI

El tío Louis, mejor que nadie, conocía las locuras del Sr.

de Lormont.

En los primeros tiempos, cuando «los señores» – así como

los llamaba él con un acento casi feroz – venían de vacaciones al

castillo de Lormont, él se había dejado enternecer por el aristó-

crata espiritual y buen muchacho. Él, el hombre del Norte, tan

frío y desafiante, había aceptado todas las historias contadas por

el marido de Marcelle. Un día, el duque había olvidado su carte-

ra; otra vez, le faltaba tiempo para negociar unas acciones; nun-

ca era más que por una quincena de días: los billetes de mil del

burgués desaparecían en el pozo abierto por el aristócrata, un

pozo terrible.

–Ese duque – decía el paisano – devorará todo… Es el

torbellino del Niágara de donde nada emerge…

Louis Le Vasseur no quería arruinarse; puso orden, lo que

no le impidió en absoluto – era sabido – pagar los efectos de

diez mil francos sustraídos por su sobrino convertido en falsifi-

cador.

El alcalde de Bareuil había conocido al general de Lor-

mont y sabía que Frédéric, su hijo, que no había podido ser ad-

mitido en la Academia militar de Saint-Cyr, era víctima de un

temperamento desordenado. Se había opuesto al matrimonio de

Marcelle porque había sabido que el duque tenía necesidad de

rehacer su fortuna. La señorita Parcellier tenía quinientos mil

francos de dote.

Cada vez que el Sr. Louis se paseaba por la ruta de Om-

braies y miraba a los extranjeros convertidos en dueños de la

propiedad de su hermano, sentía su corazón encogerse y su odio

crecer contra el devastador de la familia. Habría querido ver el

castillo de los Lormont en cenizas –ahora una fábrica – cuyo

subsuelo gruñía bajo el ruido de máquinas de vapor y cuyas to-

rres altas, dentadas, desafiando el humo de los hornos, todavía

conservaban sus aires de altivas e insolentes princesas ante el

trabajo.

66

Las nuevas infamias del duque Frédéric de Lormont casi

habían sido acogidas por el Sr. Le Vasseur con placer, pues pen-

saba que Marcelle, preocupada por el futuro de su hijo, consen-

tiría finalmente aceptar la hospitalidad en la granja de Bareuil.

El burgués se equivocaba.

Hay ciertas naturalezas tan extraordinariamente dotadas, a

los que los duelos y las desgracias los aferran a la vida más aún

que una vida feliz, exenta de tristezas y de deberes. Hay mujeres

de espíritu débil que se someten al déspota que las considera

como máquinas de placer y como mujeres productivas; hay otras

que tienen un amor tan profundo, tan vivo y tan fiel por el espo-

so que han decidido que para ellas ese esposo está investido de

todas las cualidades y que, pase lo que pase, jamás se desenga-

ñan: Marcelle era una de esas.

Cuando la joven duquesa hubo comenzado a leer en la vi-

da de Frédéric, tuvo nauseas; pero cerró el libro y fueron las

visiones de antaño las que todavía la mantenían encantada.

–Frédéric es un niño grande…

Y la esposa no encontraba otra frase para calificar la con-

ducta de su marido.

El Sr. Le Vasseur regresaba de cazar y entregaba su fusil a

su criado, cuando percibió al Sr. Parcellier de pie ante la chime-

nea de la cocina.

–¿Qué hay de nuevo, mi viejo amigo?

El Sr. Parcellier dudaba en hablar.

Entonces, ambos pasaron al salón que precedía al jardín de

la granja – el saloncito en el que Marcelle había estado hacía

algunos meses, para solicitar la intervención de su pariente.

–¿Dime?... ¿Qué ocurre? habla…

–Es que…

–Vamos…

–Bueno… no te enojes, Louis. He querido hacer la gestión

yo mismo… El secretario del juzgado de paz ha recibido de

París una petición de informe muy extraña. Se trata de saber si

estás muerto…

67

–¿Otra canallada del señor duque?

–Sí… Ten, lee tú mismo… Esto es estúpido… estúpido…

El alcalde de Bareuil tomó la carta que le tendía el Sr. Par-

cellier. Leyó, y un grito ronco salió de su garganta:

–¡Oh! ¡el miserable!...

Un prestamista de la calle Montmartre escribía al secreta-

rio del juzgado de paz, diciéndole que el duque de Lormont soli-

citaba un préstamo de veinte mil francos sobre los inmuebles a

él dejados por un tío de apellido Le Vasseur. El duque esperaba

crear una confusión entre el apellido de Le Vasseur y hacer creer

que el tío Louis estaba muerto, en lugar del padre de Marcelle.

La carta, mal redactada, hablaba del fallecimiento del alcalde de

Bareuil. No había posibilidad de un error involuntario, al no

haber sido el hermano Julien alcalde en su vida.

–Vaya… vaya…– murmuró el Sr. Le Vasseur– Quiere

apropiarse por adelantado de la herencia del tío y enterrarlo vi-

vo… Antes me casaré con cualquier golfilla…

El padre de Jeannine trataba en vano de calmar la cólera

de su amigo:

–Esto es completamente burdo….

El Sr. Le Vasseur caminaba con sus largas manos tendidas

hacia adelante, como si hubiese querido destrozar al paso algún

objeto invisible:

–Marcelle no es mejor que él; es una mala madre. Le he

ofrecido hospitalidad para ella y su hijo; se ha reído en mis nari-

ces… ¿Lo ves, Parcellier? Las duquesas son como las putas de

París; aman a los golfos y a los ladrones…

–¡Louis!... ¡Oh! ¡Louis!...

–Sé muy bien lo que digo… Cuando esa loca ha venido

aquí, desolada, a pedirme pan, le he demostrado claro como el

día que su Frédéric era un bandido… Casi me salta al rostro…

¡Ah! ¿la señora duquesa quiera hacerse la melindrosa?... ¡De

acuerdo!... ¡Que continúe su vida de prisionera!... En cuanto a

mí, ya he tomado partido; no tengo nada en común con las per-

sonas indecentes…

68

Golpearon a la puerta. La Señorita Jeannine acababa de

entrar.

–Buenos días, señor le Vasseur.

–Hola, señorita Jeannine.

La respuesta fue dada en un tono tan brusco que la joven

se mordió los labios.

–Perdón, señorita, por haber respondido tan brutalmente…

Acabo de comprender tanto y de tantos colores, que tengo méri-

to en no perder la cabeza…

–Marcelle es tan buena…

–¿Qué es buena?... ¿Así es como sois todos y yo soy des-

preciable, verdad? ¿Yo soy un monstruo por no dejarme despo-

jar por el ladrón de su marido y conservar algo para el desdicha-

do hijo de mi sobrina?... Esta sí que es buena… El tío Louis es

un gruñón, un sin corazón, y ya están cansados de verlo vivir…

Toda una existencia de trabajo y honor, eso no es nada; para ser

considerado un hombre caba, hay que arrojar dinero por las ven-

tanas y arruinar a los demás después de haberse arruinado a sí

mismo… El mundo está hecho así y es un mundo sucio, os lo

aseguro…

–Señor Le Vasseur, – dijo la joven – Marcelle tiene dere-

cho a su respeto y a su afecto; trabaja como una sirvienta… ¡Oh!

si la hubiese usted visto la pasada noche, curvada sobre sus cos-

turas, con los ojos quemaos por el fuego de la lámpara, por muy

malo que usted desee parecer…

–¿Malo? Yo no soy malo en absoluto, Jeannine… pregun-

te a su padre que me conoce desde la infancia…

El Sr. Le Vasseur se había calmado.

–Jeannine… Marcelle la quiere como si fuese su propia

hermana… Debería hacerle comprender que se equivoca ac-

tuando así conmigo; debería aconsejarle venir a Bareuil…

–No puede abandonar a su marido.

–¿Su marido?... Pero en fin, ¿si este hombre fuese a la

cárcel, ella debería seguirle, señorita?

Se produjo un silencio.

69

El Sr. Le Vasseur retomó su agitada marcha, con los pul-

gares metidos en los bolsillos de su chaleco de terciopelo.

–Cuando un hombre ya viejo ve como se desvanece toda

su familia, debe llamar a la muerte… La vida ya no significa

nada para mí a partir de ahora; los viejos se equivocan queriendo

ser longevos…

–No diga eso…

–Pero solo podrán despojar el cadáver; vivo sabré defen-

derme; pues en fin, con un Lormont uno no está seguro de morir

tranquilo en su cama… El falsificador puede convertirse en ase-

sino…

–Esta mal lo que dice, señor Le Vasseur – dijo la señorita.

–Esperemos el final del drama… ¿Y conoces a ese pres-

tamista generoso, Parcellier? ¿al caballero que tira por la venta-

na cientos de miles de francos para complacer a un amigo?

–Lo conozco… pero debo callar su nombre…

–¿Un secreto de familia?

–Un secreto de amigo.

–Muy bien.

–El que ha ayudado a tu sobrina es un hombre galante.

–¿Un hombre galante?... ¿Crees eso? Fíjate, apostaría el

cuello que Marcelle se ha comprometido por el doble de la su-

ma… Vamos, vamos, debajo de todo esto hay alguna historia…

Después de todo, no debo preocuparme; los hechos y gestos de

esas personas no me competen. Hablemos de otra cosa… Esas

personas están muertas para mí…

–¡Oh! es usted cruel, señor Louis –suspiró Jeannine.

Y mientras el Sr. Parcellier y su hija se iban emocionados,

el Sr. Le Vasseur gesticulaba aún, con los puños cerrados y de-

cía:

–Sí, hermano Julien, has hecho bien en morir… has hecho

bien en morir…

71

VII

Ese domingo, la señora de Lormont lo pasó rezando en la

Magdalena. Había elegido esa iglesia con preferencia a las de-

más, porque le parecía que la gran Pecadora tendría piedad de

sus angustias. En su alma de creyente, se decía que aquellos que

han sufrido y que han llorado, saben mejor que los demás conso-

lar los corazones ulcerados.

El oficio de las vísperas iba a comenzar.

Arrodillada sobre una silla baja, muy cerca de las pilas de

agua bendita de mármol – la joven del vestido oscuro, llevando

en sus manos unos guantes negros un poco gastados, rezaba. Se

había situado a la entrada del templo, como si algún temor se-

creto le hubiese impedido avanzar ante el gran altar que los sa-

cristanes preparaban para la ceremonia. Aquí y allá, delante de

los altares floridos, otras personas sumidas en las lecturas reli-

giosas; otras agrupadas ante una capilla ardiente, cuyas imáge-

nes temblaban bajo el estremecimiento luminoso de los cirios,

evocaban a los muertos.

Se dice que la Magdalena, con sus oros y mármoles y su

poblado especial de fieles da más la idea de un edificio profano

que de un monumento religioso; pero no es así cuando la iglesia

está casi desierta y el silencio es solamente turbado por pasos de

algún sacerdote de servicio. Entonces una grandeza desoladora

pesa sobre esos altares desnudos y sobre esas sillas vacías: todo

el aspecto teatral se va con las luces y la multitud; el recogi-

miento que sucede a los mil ruidos es de una majestad soberana.

Los vestidos de colores chillones han desparecido; los lus-

tres de cristal ya no brillan; los órganos se callan; se diría una

sala de baile tras la partida de la orquesta y los bailarines.

Las emanaciones del incienso que flotan en el aire son más

turbadoras aún que las verbenas y las rosas que las bailarinas

llevan en sus cabellos y en su cintura… Esas oraciones que las

jóvenes mujeres murmuran con labios ardientes, se dirían cuchi-

cheos, ruidos de besos en una inmensa alcoba.

72

La Magdalena tiene dos caras, como el templo de Jano,

dos rostros que se modifican y se transforman según las cere-

monias.

El grupo del altar mayor de Marochetti: La Magdalena

santificada, no tiene el mismo aspecto a todas las horas del día.

Si – durante la celebración de una boda – el sol entra por los

vitrales e inunda sus claridades el terciopelo cereza de los paños

y la blancura de los manteles bordados, es la apoteosis mágica

de un final de drama; si, por el contrario – como en ese domingo

– el cielo es gris y la iglesia sombría, es la santificación de la

Pecadora, tal como la ha soñado el artista y como la imploran

los creyentes.

La Magdalena, vestida como una casquivana de Jean

Béraud, es de admirable elegancia; la Magdalena, un poco en-

sombrecida, es más religiosa, menos parisina, menos mundana,

menos vivaracha y más santa. Así, una gran dama que es madre

también, es más madre en un traje severo que bajo las faralaes,

los diamantes y los encajes.

De vez en cuando, el locutorio de un confesionario se ce-

rraba; y a la penitente sucedía otra penitente.

Se preparaban las comuniones de Navidad.

Los sacerdotes vestidos con sus sobrepellices blancas, los

niños del coro con vestidos completamente rojos, iban del altar

principal a la sacristía.

La multitud entraba poco a poco. Los grandes órganos pre-

ludiaban. De los vitrales descendían unos rayos de sol – de un

sol de invierno un poco pálido – que ponía luz alrededor de los

rostros de las mujeres. El altor mayor, iluminado por mil velas,

proyectaba fulgores de incendio en medio de la humareda blanca

de los incensarios.

En ese momento, Marcelle levantó los ojos. Estaba hermo-

sa en esa actitud de la mujer que reza. Sus cabellos de oro tren-

zados, retenidos bajo su sombrero negro – un pobre sombrero de

burguesa – toda su sencilla indumentaria contrastaba con la agi-

73

tación de su rostro que se crispaba bajo nerviosos temblores.

Miró del lado del confesionario: una dama, bonita y joven como

ella, salía tranquila y reposada. La dama fue a sentarse sobre una

silla vecina de la de la duquesa; y además, habiendo dicho una

oración por sus pecados ya perdonados, se retiró persignándose.

La duquesa estaba de pie: dio un paso para tomar sitio en

la fila de las penitentes que esperaban. Pero se sintió clavada

sobre las losas. Permaneció allí, inmóvil, queriendo apaciguar a

cualquier precio el infierno que la torturaba: al recuerdo del pac-

to terrible, se encontró sin fuerza y sin valor. El Dios de miseri-

cordia no podía perdonar a la mujer arrepentida de hoy que, ma-

ñana, iba a volver a ser infame y mancillada.

De todos los creyentes y de todas las infortunadas, solo

ella necesitaba beber el cáliz hasta el fondo. Todas esas santas

imágenes, desde las bellas esculturas del frontón representando a

Jesucristo separando los buenos de los malos, a la hora del Jui-

cio final, hasta ese pequeño cuadro de los magos adorando al

recién nacido, iban a desaparecer. No… no… hay no había espe-

ranza para ella…

Y sin embargo, las penitentes venían en masa. Se las veía

abandonando los confesionarios y yéndose purificadas. Mujeres

adúlteras y muchachas culpables, parisinas de la alta sociedad,

parisinas del bulevar, eran salvadas de la condenación eterna; y

ella, ella sola, no podía franquear el umbral sagrado. El perdón

se extendía por doquier, generoso y divino. Bastaba decir su

falta o su crimen, pecado venial o pecado mortal; y, en nombre

de Dios, un hombre tenía la misión de absolver.

¡Qué la paz sea contigo!... Estas palabras habían salvado

legiones de almas condenadas. La Iglesia católica, apostólica y

romana no tenía el derecho de maldecir o condenar a un solo

hombre: Judas Iscariote que, tras haber vendido a su maestro, se

había ahorcado… La sangre del Cristo redentor limpiaba todas

las manchas; la Magdalena, de la que esta iglesia lleva el nom-

bre como un estandarte triunfante, era una santa a la que se le

podía rezar. Pecadora ella también, era indulgente con los peca-

dos de los demás.

74

–Así pues, – se decía la duquesa– Judas y yo somos los

únicos réprobos… Yo he vendido mi cuerpo por treinta duca-

dos… ¡Ah! ¡Estoy maldita!... ¡Soy la mujer de Judas!...

Las campanas repicaban festivas. Los fieles encumbraban

la iglesia. Después de los primeros cantos, un predicador subió

al púlpito. Era un dominico de rostro austero y voz grave. Habló

de la generosidad del divino maestro; dijo que nadie en este

mundo tenía el derecho de desesperar y que la Iglesia era una

buena madre complaciente con las debilidades humanas. Conti-

nuó así:

«Sí, mis queridas hermanas, la mujer del burgo de Magda-

la – la matrona venerada de esta iglesia, – os dice a todas: «He

sufrido y he llorado porque había pecado, pero Jesús vino y me

ha curado. Vosotras sois mujeres, sois débiles; habéis sufrido:

Jesús va a venir a consolaros.»

La voz se extendía amplia, sonora, majestuosa; y luego se

volvía amenazadora, aguda, irritada:

«Que se vaya a lo lejos la infortunada que se guarda las

manchas de su alma. María Magdalena la invita a recibir el

perdón; ella la rechaza… ¡Ah! que sea eternamente condenada

aquella que enrojece al confesar su crimen con la esperanza de

seguir siendo criminal!...»

Marcelle escuchaba esa voz.

Sus venas se hinchaban; su rostro enrojecía: era como una

máscara roja hecha de sus vergüenzas, de su sangre y de sus

dolores – que brillaba sobre su rostro; sus arterias silbaban en

sus sienes.

Su mano moribunda dejó caer el misal que hasta ese mo-

mento había mantenido apretado con una fuerza casi convulsa.

Y la voz de aquel que hablaba en nombre de Dios arrojaba

ahora el anatema:

–«¡Qué sean entregadas a las llamas eternas, aquellas que

puedan ser salvadas y continúen viviendo en el pecado!»

Al final del discurso, la duquesa temblaba tanto que una

dama le dijo:

–¿Se encuentra mal, señora?

75

Ella no tuvo fuerzas para responder.

El sacerdote, cubierto con la casulla dorada, elevaba el

Santo Sacramento. Las mujeres se inclinaban. Marcelle miró

fijamente la pequeña pieza de orfebrería que – semejante a un

sol – daba luz con sus rayos. La mujer adúltera – la esposa cató-

lica no fue en absoluto deslumbrada por esta estrella azul y oro

que brillaba ante el tabernáculo. Por primera vez, miraba a Dios

cara a cara; y, como Dios permanecía impasible viéndola morir,

Dios le pareció pequeño… De pie sobre el umbral de la iglesia,

paseó una mirada amarga sobre los asistentes y le pareció – te-

niendo hiel en los labios – que todo mentía en ese templo, las

mujeres, los sacerdotes, el propio Dios.

Pero conjuró su espanto; sus rasgos se distendieron bajo el

poder de su voluntad sobrehumana; y, habiendo vencido el do-

lor, regresó a su casa.

Samuel Heymann cenaba en casa de los Lormont.

La duquesa dio rápidamente sus órdenes para la comida,

queriendo que todo fuese muy sencillo y no atreviéndose ella

misma a aportar a la mesa esa coquetería de mujer de la que

conocía los mil secretos. Era su amante el que iba a venir; y ella

hubiese querido permanecer ajena a todos esas cosas. Hasta el

último momento, esperó que el Sr. Heymann rechazase la invi-

tación. Desde luego, ella no se había atrevido a hacerle ese rue-

go; pero pensaba que su verdugo tendría algún pudor y que le

ahorraría enrojecer ante su hijo.

No ocurrió así.

El Sr Parcellier y su hija ya estaban en el salón con la viu-

da y Marcelle, cuando Frédéric y Samuel hicieron su entrada.

El duque se encargó de las presentaciones y Heymann, con

aire jovial, ofreció el brazo a la vieja dama de Lormont. A peti-

ción expresa de su amigo, Samuel había venido en simple chale-

co para esa cena familiar.

La vieja dama que estaba frente a Frédéric, hizo sentar a

su derecha al Sr. Parcellier y a su izquierda a Samuel Heymann;

el duque tuvo a su lado a su esposa y a la señorita Jeannine; Sa-

muel se encontró así situado entre la señora de Lormont madre y

76

la hija del Sr. Parcellier. El pequeño Antoine levantaba sobre

Samuel sus grandes ojos de niño escrutador y sumiso.

–En verdad, burgueses – dijo Frédéric, mientras Gabrielle,

constantemente ayudada en el servicio por su ama, distribuía los

platos del potaje.

Samuel miraba sonriendo al hijo de Marcelle y este le en-

viaba besos; de vez en cuando sus pequeños dedos dibujaban en

el aire la forma del bonito coche tan impacientemente esperado.

El duque encontraba la cosa exquisita; decía a Heymann:

–Has hecho muy pronto un amigo… ¿verdad, Antoine que

tú quieres mucho al tiito «Muel»?

–¡Oh! sí, mucho, mucho, mil veces mucho…

Sonrió.

Todo en esa casa parecía bendecir el nombre de Heymann.

El Sr. Parcellier, que llevaba aún las largas corbatas de se-

da negra de los viejos tiempos y dejaba caer de sus bolsillos,

espantosos colgantes, no callaba su admiración por ese joven

hombre que había dado una prueba tan grande de desinterés. La

Señorita Jeannine, blanca y recta en su vestido de encajes, así

como una princesa – iba a menudo a Dieppe y copiaba las mo-

das inglesas, – compartía el entusiasmo de su padre.

Por lo demás, el apellido de los Heymann era conocido en

toda la tierra; nada de asombroso tenía que esos dos burgueses

estuviesen orgullosos de entrar en relaciones con uno de los

príncipes de las finanzas.

–¡Ah! sí, – decía el Sr. Parcellier – si los Heymann quisie-

ran, podrían cambiar el mundo…. ¿Es cierto, señor Heymann,

que Napoleón III debía millones a su tío?...

Las damas se habían retirado al salón, mientras los caba-

lleros encendieron sus cigarros; y, como buen padre de familia,

el Sr Parcellier exhibió su vieja pipa de espuma.

La conversación giró sobre los judíos, desde el punto de

vista del matrimonio.

–Yo –decía Heymann – he roto con la tradición; y si algún

día me caso, no será probablemente con una judía…

77

Frédéric tocó el codo del Sr. Parcellier y su fisonomía

adoptó el aire de seguir una conversación anterior, como si

hubiese dicho: ¿Lo ves?

Se levantaron de la mesa.

A ruego de su marido, la duquesa se había sentado al pia-

no; tocaba con la Señorita Jeannine un fragmento a cuatro ma-

nos.

Sentados los dos sobre el canapé, mientras el Sr. Parcellier

hablaba con la viuda, Frédéric interpeló dulcemente a Samuel,

designando a Jeannine:

–Ves como no te había engañado… Mírala… encantado-

ra… radiante… un bebé para comerse a mordiscos…

Y como el joven extranjero, muy absorbido, no respondía,

el duque continuaba:

–Un carácter de ángel… tipo inglés… no apreciándosele

en nada la burguesía, ni la actitud de nueva rica…

Samuel, flemático, inclinaba a la cabeza:

–¿Eh? ¿No te gusta? ¡El flechazo!, caramba!... yo ya du-

daba… No te preocupes… arreglaremos el asunto con la duque-

sa…

El fragmento había acabado. Los caballeros aplaudieron y

Samuel, que se había levantado, se deshizo en cumplidos.

Frédéric se había acercado al Sr. Parcellier.

–¿Qué le parece?

–¿Quién?

–Samuel Heymann.

–Es muy amable…

–¿Qué pedazo de yerno, eh?

El padre de Jeannine no comprendió; el duque fue más

claro.

–Creo – dijo con una fina sonrisa – que mi camarada

Heymann está loco por su hija… loco… completamente loco…

–Usted cree? – preguntó el hombre un poco confuso.

–Estoy seguro, absolutamente seguro, mi bravo Parcellier.

78

Y continuando su rol hasta el final, Frédéric tomó fami-

liarmente a Heymann por el brazo y lo arrastró fuera del salón.

–Tengo que hablarte, Samuel.

–Habla…

–Aquí no… sígueme…

Los dos amigos atravesaron el comedor. El fuego estaba

apagado.

–Entremos en la habitación de mi esposa – dijo el duque,

abriendo la puerta– Hay fuego… Estaremos mejor para char-

lar…

Samuel dudaba.

–¡Vamos!... ¡Ven!...

Era el dormitorio conyugal. Frédéric no había reflexionado

ni un instante en la inconveniencia que cometía introduciendo

allí a un extraño.

–No quisiera aquí a otro que no fueses tú – afirmó el Sr. de

Lormont – Pero tú, ¿no eres mi hermano?...

–Sí… tu hermano.

–Ves, mi buen Samuel… Ningún lujo… nada de chucher-

ías… un simple dormitorio burgués con camas de acajú… Nues-

tros antepasados tenían guardias para vigilar; se duerme mejor

sin guardias…

Se veía por todas partes el trabajo de Marcelle, desde las

cortinas de las ventanas hasta sillas tapizadas y ese oratorio de

terciopelo negro que la joven había bordado con sus manos.

Samuel seguía al duque; se sentía invadido por los recuer-

dos de la mujer amada: Hubiese pagado un precio enorme por el

placer de entrar en esa habitación y he aquí que el azar se lo

había concedido.

Era ahí donde Marcelle se sentaba, allí donde rezaba, allí

donde descansaba, allí donde soñaba, allí donde había amado a

otro que no era él.

Ante este último pensamiento, Heymann tuvo una mirada

terrible.

–¿Qué querías decirme? – preguntó con una gran sereni-

dad.

79

–Esto: He observado la frialdad de mi esposa hacia ti… Tú

mismo no le has dirigido ni cuatro palabras: se diría realmente

que tenéis vergüenza el uno del otro…

–Te aseguro, amigo mío…

–¿Aún sigues con la delicadeza?.... Lo comprendo bien…

Quisieras que se olvidase todo… ¿Olvidar que tú eres nuestro

salvador? Jamás… Heymann, sin ti el duque de Lormont estaría

en Nouméa… Tenías en tus manos las pruebas de mis críme-

nes… de mis falsificaciones… Y no te has aprovechado de

ello… gracias… gracias…

Sollozaba mientras hablaba.

–Frédéric, no seas niño… Esto es idiota…

–Abrázame…

Samuel Heymann sonrió divertidamente y abrazó al du-

que.

–Hay que tratarte como a un bebé…

–Quiero que vengas a vernos a menudo, muy a menudo…

–Entendido, amigo mío.

–Y además, no quiero ya que mi esposa tenga el aire de

guardarte rencor por el favor que nos has hecho…

Heymann había encontrado su frase:

–La duquesa ha venido a mi casa, yo habría debido aho-

rrarle esa visita; es siempre penoso para una gran dama como

ella hacer una gestión semejante… Pero no le reprocho su frial-

dad. Viéndome bueno y devoto, me perdonará.

–¿Perdonarte por habernos salvado?... Eres admirable…

Salían de la habitación. Frédéric detuvo a Samuel por el

brazo; y mostrándole el gran Cristo de madera:

–¿Ves ese Cristo?... es tu retrato el que tenemos ahí… Ro-

gando a uno, pensamos en el otro…

Todavía se produjo una nueva situación en el comedor.

–Ahora una pregunta, la última…. ¿Qué opinas de la seño-

rita Parcellier?

–Todo lo bien que tú quieras.

–Bromista… ¿Piensas, si o no, en casarte?

–Sí y no.

80

–Esa no es una respuesta, Samuel…

–Es una respuesta para las personas que no tienen prisas.

–La señorita Jeannine es una joven encantadora… Samuel,

creo que tendrías en ella una esposa que te haría feliz.

–Estoy convencido, mi querido duque, absolutamente

convencido…

–¿Entonces?...

–Dame tiempo de reflexionar.

–¡Esto es un flechazo!...

–No lo tengo claro.

Esa misma noche, el duque de Lormont decía a su esposa:

–Esto marcha… Antes de dos meses, Jeannine se llamará

señora Heymann.

81

VIII

Era mayo.

La Señora de Lormont pensaba con esfuerzo en los hechos

pasados, durante ese invierno que le había parecido eterno. Más

que nunca, el amante terrible la tenía bajo su poder, y Samuel,

ebrio de goce, venía a turbarla hasta en su propio hogar.

Sí, él acudía allí, no para provocar espanto en el corazón

de la mujer que amaba, sino porque su cerebro y sus sentidos

solamente tenían un objetivo. Iba allí para observar a Marcelle

hasta en los más mínimos detalles de su vida íntima. Al no poder

mantenerla mucho tiempo en su casa, él tenía que entrar en la

vida de la duquesa, para sorprender allí a la mujer, para gozar

del espectáculo de esos misteriosos y encantadores abandonos,

de esas felinas actitudes, cuyos dulces secretos conocen los es-

posos más castos.

Ninguna sospecha asaltaba al duque; no podía tenerla.

Samuel representaba su rol de maravilla, y la viuda de Lormont

opinaba que el riquísimo judío estaba loco por Jeannine. Incluso

suponía todo un divertimento para la vieja dama, que se intere-

saba mucho en el futuro de los dos jóvenes, de ahondar en el

idilio comenzado.

Samuel amaba a Marcelle, no con un amor de amante ce-

loso, no con el ardor de un poeta, sino con todo el amor con sus

visiones deslumbrantes y crueles, con sus delirios espantosos.

No vivía más que para ella, no hablaba más que de ella, no sufr-

ía más que por ella. Fascinación extraña… El descendiente de

los Heymann fue un poseso de los sentidos. A menudo, en su

casa, se encerraba largas horas; y allí, en medio de un lujo que

desdeñaba, se embriagaba con la fragancia de la mujer; sus la-

bios casi sangraban besando las alfombras que ella había pisa-

do…

Jamás hombre alguno fue invadido y reducido hasta ese

punto… Se hubiese dicho que el espíritu de Marcelle y su cuer-

82

po también, - pues este amor enfermizo no podía ser carnal, al

ser absoluto, irresistible, – se hubiese dicho que el espíritu y el

cuerpo de la mujer, se habían encarnado en él; para arrancarlo

de allí, haría falta tomar su propio corazón entre sus manos y

destrozarlo.

Sin embargo, Samuel Heymann intentó un día vencerse a

sí mismo.

Quiso conceder la libertad a la duquesa; quiso condenarse

a huir para siempre de esa mujer; jurando que era dueño de sí

mismo y que no había corrompido su raza.

Así pues, se dispuso a viajar. Partía para Londres. Había

suplicado a Marcelle que se dirigiese al palacete de la avenida

de Villiers por última vez.

La pobre mujer fue con el sonrojo en la frente.

–Señora – dijo Samuel – me despido. Dejo Paris, no me

volverá a ver…

Marcelle, con la cabeza baja, permanecía ante él.

–¿Llevaré conmigo al menos una palabra de piedad? Pue-

de usted comprobar que es un enfermo quien la ha torturado…

–Yo no soy su juez, señor.

–¿He sido cruel, verdad? ¡Oh! me horrorizo de mí mis-

mo…

Y como la duquesa guardaba silencio, Samuel dejó caer

estas palabras gravemente:

–Señora, Byron, un poeta que admiro, dijo en Lara que

nada es tan triste como los juramentos de adiós de dos amantes

que se dejan… Byron se equivoca… Hay algo más doloroso

aún, la visión incesante del crimen que se ha cometido…

Marcelle iba a retirarse.

–Señora, quédese todavía, no he acabado… Quiero que

sepa que si el hombre que le habla ha actuado mal, no ha sido

dueño de actuar de otro modo… He sido el más odioso de los

amigos: el duque se confió a mí; fui yo quién arruinó al duque

para poder salvarle luego y pedirle a usted el precio de su salva-

ción… Todo eso es cierto… He tomado a ese hombre y lo he

83

arrastrado por el fango y la orgía parisina: él era inmundo cuan-

do salía… Yo me decía: ella lo despreciará; ella lo odiará; pero

lo habéis adorado… ¿Qué queréis que haga?....

La exaltación del amante crecía por momentos:

–¡Oh! la he amado mucho… He sido un loco al haber que-

rido mancillarla…. Debía conservar de usted una santa imagen

que se venera y que, en las horas de turbación, consuela… Lejos

de eso, pensé en apropiarme de la mujer, de su amor, de su pu-

dor… ¡Imbécil!... ¡Insensato!... ¡Si supiera lo que he sufrido!...

Cuando usted no estaba conmigo, gritaba, lloraba… No es culpa

mía, si usted ha entrado en mi vida y si para defenderme he des-

trozado la suya… Váyase, señora, márchese… Su existencia va

a tornar en calma; va a ser la madre, lo sabe bien, la madre del

pequeño Antoine… ¡Adiós!... ¡Adiós!...

Al día siguiente, Samuel Heymnan se dirigía a Boulogne-

sur-Mer y se embarcaba para Londres.

Frédéric y Marcelle charlaban:

–Ves marcelle –decía el dudque, – ya adinvo tdo… Hey-

mann está enamorado de Jeannine y quiere huir de su amor…

Nuestro amigo gtal vez ha recidio una carta de su familia… Esos

judíos no se casan ENTRE Extrños más que excepcionalmen-

te… Los Heymann de Viena y de Londres van a reunirse con los

HeymaNN DE Paris para impedir el matrimonio…

–Frédéric, me decías esta mañana que habías recaudado

una suma bastante importante con la que no contabas… Sería

digno pagar los intereses de nuestra deuda…

–¿Intereses a Heymann?... Vaya una broma… Le pagare-

mos todo al mismo tiempo, a la muerte de ese canalla del tío

Louis si no nos deshereda… Samuel es cincuenta veces más

rico…

–Esa no es una razón, Frédéric.

–¿Sigues sin admitir que ese viejo amigo me haya ayuda-

do por altruismo?...

Antoine acudía, arrastrando un magnífico caballo de ma-

dera atado a un cochecito:

84

–Un regalo de tiito Muel, – decía el pequeño aplaudien-

do…– Quiero mucho a tiito Muel… Lo quiero mucho….

–Querida Marcelle… ¿ves?… No soy el único que opina

de ese modo… Nuestro propio hijo quiere a Samuel como si

fuese su propio padre… ¿No es así, Antoine?...

–¡Oh! sí, papá… Quiero a tiito Muel con todo mi co-

razón…

La duquesa quería impedir al niño subir sobre el caballo

mecánico.

–Ese juguete es peligroso para Antoine… Cuando sea más

grande…

–Mamá, ya soy grande… grande…

El pequeño iba a llorar; ella no insistió.

Por lo demás, Antoine se mantenía muy bien sobre el ca-

ballo y admiraba el bonito sello bordado con sus armas: corría

por la habitación, el padre feliz y la madre sonriente, ella, con

una sonrisa de loca.

Frédéric acababa de salir y Marcelle miraba aún el regalo

de Heymann: hubiese querido destrozar ese juguete.

La joven pasó la velada con su suegra y todavía tuvo que

soportar elogios interminables hacia su amante.

Decididamente, el joven austríaco tenía unos modales de

aristócrata… Los Heymann eran bendecidos en Paris; era de

justicia…

La vieja dama era de la opinión de su hijo y vería con pla-

cer que Samuel se casase con Jeannine… El deber de la duquesa

consistía en facilitar ese matrimonio…

La suegra concluyó así:

–Escucha, Marcelle, de que Heymann se case o no, depen-

de el futuro de tu hijo Antoine… Samuel adora al pequeño…

Los Lormont van a seguir en la brecha… Debes ser feliz, hija

mía, por haber encontrado semejante protector…

–El Sr. Heymann es un extraño para nosotros, madre…

Por la noche, registrando uno de los cajones de su secreter

para buscar la factura de un proveedor, Marcelle, temblorosa,

85

reconoció en un sobre la escritura de Samuel Heymann. La carta

olvidada allí por Frédéric, contenía estas palabras:

Avenida de Villiers, 25

Miércoles

Mi querido duque,

Tengo un auténtico placer en poner a tu disposición los

cincuenta luises que me has pedido. No se lo digas a la señora

duquesa: ella es mujer y no permitiría que me importunases

aunque no sea así…

Hasta pronto: Parto esta noche para Londres.

Todo tuyo,

SAMUEL HEYMANN.

Marcelle se tragó sus lágrimas, y cuando volvió a ver al

duque, se conformó con decir, con un grueso sollozo, mostrán-

dole la carta:

–Me estás matando…

Frédéric se alzó de hombros:

–Cincuenta luises, una bagatela… Te repito que Samuel y

yo somos dos hermanos… En nuestro mundo no tenemos esos

miramientos… Querida, naciste burguesa y morirás burguesa…

87

IX

Siempre despreocupado y presuntuoso, el duque Frédéric

continuaba su vida errante, despreciando los empleos que se le

ofrecían, inventando improbables proposiciones, dilapidando los

luises que arriesgaba todas las veladas en la mesa de bacarrá de

un garito. Llegó a vender bajo manga condecoraciones extranje-

ras o a aceptar cenar con actrices de moda que le prestaban al-

gunas monedas.

Así menguaba el honor de un noble venido a menos en un

siglo donde toda fortuna, que no se fundamenta en el trabajo,

debe desvanecerse fatalmente. Se le veía, a la hora de la absenta,

sentado en una de las salas del Café de la Paix, aceptando invi-

taciones de jovencitos que eran felices de emitir en el café la

frase sacramental: Mi querido duque. Esos mismos jovencitos lo

llevaban con ellos al Bois, al Circo, al Teatro: hijos de burgueses

y nuevos ricos, adquirían de ese modo un poco de la nobleza de

su hombre, a precio de saldo, por supuesto.

Y no solamente eran los asiduos de los grandes bulevares

los que decían: Mi querido duque. La baja ralea de ese París que

cada año vomita a sus víctimas en los rincones ignorados de los

bulevares del extrarradio, habían hecho de Frédéric su íntimo

camarada. Las mismas escenas se renovaban por la noche en las

cervecerías, y ese diablo de duque, que llevaba de vez en cuando

la levita adornada con una rosa o una gardenia – se consideraba

el jefe de la bohemia de los Batignolles. Lo más triste es que

aquí y allá, su realeza no le costaba nada.

El Sr. de Lormont llevaba esa vida, sin percatarse de que

se había convertido en el hazmerreir de las personas que lo invi-

taban a beber; aceptaba la generosidad de los demás, habiendo

sido bueno y generoso él mismo, sin preocuparse de los senti-

mientos que podía hacer nacer en sus anfitriones, era el espectá-

culo de un aristócrata mantenido por vividores y borrachos.

En el Café de la Paix, se murmuraba:

–Aquí está nuestro duque…

88

Y de inmediato, Frédéric tomaba lugar entre los «camara-

das». El hijo de un conocido empresario de modas le decía:

–Querido, adoro a una mujer del barrio Saint-Germain:

sería muy amable de su parte que me la presentara, toda vez que

usted conoce al gran mundo.

El reía estúpidamente; pero no le molestaba.

En las cervecerías de la plaza Pigalle, los camaradas le in-

terpelaban:

–¿Es una broma por la que te llaman duque? Tú eres un

antiguo crupier acabado… Un crupier convertido en jugador…

No tienes por qué vendernos esa milonga… Tú te llamas Augus-

te o François o Néstor…

Él se reía.

El duque llevaba una vida doble. Un día, se le veía sobre

el bulevar de los italianos, bastante correctamente vestido, ca-

minando de prisa, temiendo encontrarse con algún acreedor;

esos días, eran su malos días. Pero, lo más a menudo, el aristó-

crata iba a ahogar sus penas en las cervecerías cercanas a su ca-

sa. Sus nuevos amigos, pintores, músicos, hombres de letras, le

divertían enormemente con sus paradojas sobre las cuestiones de

arte y su desprecio por los artistas en ciernes.

Ese pequeño mundo de bebedores era ensordecedor de

elocuencia y alegría y Frédéric les perdonaba todo. Para él, edu-

cado en un medio tan diferente, era una especie de descanso de

toso su ser. Iba allí en chaqueta y en sombrero hongo. El cinis-

mo en la compostura y el lenguaje de los asiduos, iba ganando

poco a poco al elegante de antaño; el humo de las pipas se lleva-

ba los recuerdos de un mundo perdido.

Un único sentimiento que hacía vibrar la organización

desamparada de este hombre era su amor por su esposa.

En medio de tantas vergüenzas, el duque amaba a Marce-

lle. La amaba con la misma fe que en los primeros años de ma-

trimonio, cuando vivían en el palacete de Varennes. Frédéric

encontraba aún dulces palabras para justificar a su mujer sus

noches de desenfreno; y cuando la veía llorar, se colgaba de su

cuello, con suspiros de niño.

89

–No era culpa suya, si hacía daño– decía – tenía necesidad

de distraerse…

La duquesa siempre le daba hasta su último centavo.

Una mañana, Marcelle recibió una carta del tío Louis.

El Sr. Le Vasseur estaba enfermo, y rogaba a su sobrina

que acudiese a su lado y llevase con ella a Bareuil al pequeño

Antoine, al que no había visto desde hacía mucho tiempo.

El Sr. Le Vasseur acogió a la duquesa con bondad; cubrió

de caricias a su querido Antoine; pidió noticias de la viuda; pero

enmudeció acerca de cualquier referencia a Frédéric.

La joven mujer pasó quince días en la granja y le pareció

que esa calma del campo la alejaba un poco de su martirio.

Jeannine fue a verla: hablaron mucho del pasado. Cosa

sorprendente, en todas las visitas que la duquesa recibió, jamás

se habló de su marido. Todos los vecinos que conocían la vida

disoluta del duque, imitaron la discreción del tío: incluso parecía

que el propio niño comprendía la actitud general, puesto que ya

no pronunciaba el nombre de su padre.

Marcelle había retomado su dulce y melancólica fisonom-

ía, y nada en el mundo hubiese podido penetrar el secreto de sus

más íntimos terrores.

A veces, al ver una casita burguesa de ventanas verdes,

pensaba en sus alegrías de chiquilla; y cuando en ocasiones, del

camino sombrío que llevaba de Bareuil a Clermont, percibía las

torres almenadas del castillo, sabía reprimir sus lágrimas. Gra-

ciosa y distinguida, simplemente vestida con un vestido de cre-

tona a rayas azules bajo el amplio sombrero de paja, paseaba a

su Antoine por los caminos de su región natal, feliz de las mil

maravillas que ese buen mes de junio revelaba al niño.

Los granjeros de los dominios próximos al castillo todavía

la llamaban «Nuestra Dama»; y a la duquesa le encantaba que la

llamasen así, y se complacía distribuyendo vestidos y juguetes a

los pequeños de los granjeros.

El tiempo transcurría en una dulce quietud. El tío Le Vas-

seur ya casi estaba restablecido.

90

Cada mañana, la duquesa recibía unas entusiastas cartas de

Frédéric que ella guardaba para sí. El duque le contaba que iba a

estar dotado próximamente de una posición excepcional… vein-

ticinco mil francos de emolumentos… No menos de veinticinco

mil francos…

Eran las mismas mentiras de siempre.

–¿Frédéric le ha dado noticias del Sr. Heymann? – le pre-

guntó un día el Sr. Parcellier que había acompañado a su hija a

casa del tío Louis.

–No… no… –respondió la duquesa un poco turbada.

–¿Qué corazón, eh?... He aquí un hombre, ese señor Hey-

mann… palabra de honor, jamás he encontrado un hombre tan

seductor… El Sr. Samuel tendría el derecho de sentirse orgullo-

so… Me gusta ese muchacho…

El Sr. Parcellier habló en voz más baja.

–Marcelle, dirá que pierdo la cabeza… Pero como revien-

to, más vale que hable…

El buen hombre arrojó una mirada alrededor de él, como si

temiese alguna escucha indiscreta. Estaban solos en el jardín de

los álamos erectos rodeados de bojes.

Continuó:

–Voy a ser muy franco… Frédéric nos ha hecho entrever

un matrimonio inesperado… Jeannine me parece un poco turba-

da… Usted ya sabe, las jóvenes… una niña… En fin, ¿Piensa

usted que el Sr. Samuel tiene intenciones?...

–No lo sé…

–Frédéric…

–Frédéric a menudo habla a la ligera…

–¿Y si el matrimonio tuviese lugar?... No hay nada impo-

sible, después de todo… Qué situación para Jeannine… Usted

estaría muy contenta, ¿no es así, Marcelle? Por otra parte, usted

no querría que su prima… su hermana, se comprometiese a la

ligera…

–Usted lo ha dicho… mi hermana…

El Sr. Le Vasseur, Jeannine y Antoine se acercaron. Se ca-

llaron.

91

–¿Esta es mi otra mamá, verdad madre? –dijo el niño de-

signando a Jeannine.

–Sí, querido.

–Jeannine tomó el brazo de Marcelle y los hombres se ale-

jaron un poco para mirar un sembrado de espárragos.

Antoine jugaba con Fixo, el lebrel del tío Louis.

–Marcelle, ¿tú no tienes secretos para tu pequeña Jeanni-

ne? –preguntó la señorita Parcellier.

–No, querida, no…

–¿Qué te decía mi padre?

–Hablaba de un matrimonio.

–¿De mi matrimonio con el Sr. Samuel Heymann?

–¿Lo sabes entonces?...

–Frédéric me lo ha dicho todo.

La duquesa se puso seria.

–Tú no has visto al Sr. Heymann más que una sola vez…

Apenas lo conoces…

–Es cierto…

–¿No eres feliz con tu padre? ¿Por qué pensar en abando-

narlo tan pronto?...

–¿Cómo estás tan seria?…

–Es que, Jeannine, el matrimonio es algo muy serio.

–Tienes razón, siempre tienes razón… Yo no me atrevería

a confiar mi suerte a otra mujer… pero a Marcelle, puedo decir-

le todo… Perdona mi irreflexión en favor de mi amistad por

ti… Para ahorrarte una pena, yo asumiría todas las penas…

–Querida Jeannine…

–Sí… sí… El Sr. Heymann viaja a Inglaterra… Tal vez

conozca doscientas jóvenes más inteligentes y más bonitas que

yo… Parece que en Londres tiene una prima a la que adora… A

esta hora, sin duda los enamorados «flirtean»… Estaba loca…

Hablemos de otra cosa, ¿quieres?...

El Sr. Parcellier propuso un paseo. Atravesaron las prade-

ras. Los caballeros permanecían atrás, mientras que las jóvenes

y Antoine entraban en la iglesia de Bareuil, una vieja y pequeña

92

iglesia de campo medio perdida entre las hiedras y las madresel-

vas.

La iglesia estaba desierta.

En medio de la nave aparecía un inmenso lustre de plata

macizo, el regalo de bodas de Marcelle.

Las dos damas y el niño tomaron lugar en la bancada re-

servada a la familia Lormont, y la duquesa fue feliz de volver a

encontrar en el lugar sagrado un recuerdo de su grandeza perdi-

da. Tres o cuatro de los sillones de la bancada contaban casi la

historia de los nobles del país, y se contaba incluso que uno de

ellos había sido ofrecido a los Lormont por un rey de Francia.

El cura entró dirigiéndose a la sacristía. Una vez termina-

das sus oraciones, las damas presentaron sus respetos al viejo

sacerdote que las había bautizado a amabas. El cura se acercó a

la duquesa, y tendiendo el brazo hacia el altar:

–Hija mía, ahí fue donde bendije su unión… Dios le ha

enviado duras pruebas y las ha soportado con valentía… Haga el

cielo que la unión de su prima, que tengo la esperanza de bende-

cir también, sea más clemente…

–¡Oh! padre – dijo Jeannine, – nada está decidido todav-

ía…

–Al contrario, señorita, – dijo el viejo pastor, – parece que

todos los obstáculos están a punto de ser derribados… El Sr.

Parcellier me ha mostrado hoy mismo una carta de la que ha

debido ocultarme la firma… El Sr. Samuel Heymann está deci-

dió a convertirse a la fe católica casándose con la señorita Jean-

nine… He ahí un noble ejemplo que será seguido seguramente

un día por los demás miembros de esa ilustre familia…

La duquesa Marcelle se apoyó, desequilibrada, contra la

puerta de la sacristía.

–¿Qué le ocurre señora duquesa?... ¿Se encuentra bien?...

–Marcelle… Marcelle – decía Jeannine, sosteniendo a la

duquesa…

–¡Mamá! –gritaba Antoine anegado en lágrimas…

Marcelle cayó sin conocimiento entre los brazos de Jean-

nine. Al cabo de algunos minutos, mientras se le mojaba la fren-

93

te, Marcelle abrió los ojos y miró todo ese mundo apresurado a

su alrededor. Preguntó a todos:

–¿He dicho algo?

No comprendieron su pregunta.

De regreso a París, la duquesa dijo a su marido:

–Frédéric, ¿por qué jugar así con el corazón de una cría?

Sabes perfectamente que ese matrimonio es imposible… que el

Sr. Samuel Heymann jamás ha pensado en eso seriamente…

–¿Esa boda es imposible, dices?.. ¿Y por qué?... Porque el

amigo Samuel es judío: se convertirá… He escrito al Sr. Parce-

llier para calmar las inquietudes de nuestro buen sacerdote de

Bareuil… Soy yo, Marcelle, quien organiza ese matrimonio para

la gran felicidad de nuestros amigos... No comprendo realmente

que vengas a inmiscuirte de ese modo en mis proyectos… ¿Te-

mes acaso que tu prima no sea feliz con Samuel? Pero, tú cono-

ces a Heymann… Samuel es la bondad personificada… Nos ha

dado una prueba deslúmbrate de su afecto… y también de su

delicadeza, ahorrándonos mucho tiempo sus visitas, después del

favor que nos ha hecho… Así pues, si como una carta reciente

me lo hace suponer, Heymann persiste en su deseo: si Jeannine

ama a Samuel, ¿acaso no tenemos el deber de facilitar su

unión?...

Marcelle no encontró palabras que responder.

95

X

La avenida de Hyde Park de Londres, con sus casas de co-

lumnas de mármol y sus ventanas que desaparecen bajo matas

de verdor y de geranios rojos, es uno de los lugares más maravi-

llosos del mundo. Estamos en el mes de julio de 1882: el verano.

Los coches circulan; las amazonas galopan en escuadrones

estrechos, los labios sonríen, los ojos brillan tanto como los ca-

bellos de oro; los policías vestidos de negro, con la porra col-

gando de la cintura, se mantienen en medio de la multitud de

vehículos; y todo ese mundo pasa y se hunde en el Bosque que

no recibe más que coches particulares.

Hacia las cinco de la tarde, la avenida de Hyde Park tiene

una fisonomía muy peculiar; la muchedumbre que se apresura

está viva, alegre y es rica. El sol se pone para iluminar ese en-

cantador rincón; las casas no tienen más de uno o dos pisos, y el

cielo de un azul puro sirve de tela de fondo a ese espléndido

panorama.

El Banco de los Heymann ocupa uno de las esquinas de la

avenida; contiguo al palacete de la Embajada de Francia. Es allí

donde las flores son más bellas. Las ventanas están protegidas

con verjas de hierro; pero no se perciben bajo la lujuriosa vege-

tación de plantas; hay tantas ventanas como jardincillos escarla-

tas.

Anselme Heymann es uno de los gentleman más distin-

guidos de la alta sociedad inglesa. Sus sucursales están por toda

la ciudad; su apellido está en cabeza de todos los consejos de

administración importantes; sus navíos se cuentan por cientos en

todos los mares. El Sr. Heymann tiene tres hijos y dos hijas;

entre los hombres, el más joven ha ido a fundar una sucursal en

las Indias; el intermedio, antiguo alumno de la Escuela de Wol-

wich, es oficial de artillería; solo el mayor permanece en Lon-

dres. De las dos señoritas, la mayor, miss Sarah, se ha casado

con lord Ratersy, hace algunos meses; la familia destina la se-

gunda, miss Winifred, a Samuel Heymann.

96

El banquero es muy estimado en Londres, donde su al-

truismo se pone de manifiesto todos los días, donde su inteligen-

cia lo coloca en primera fila de los gentleman del Reino Unido.

Es de aquellos que tienen el derecho de acompañar al

príncipe y a la princesa de Gales en las calesas de cuatro caba-

llos que escoltan a Sus Altezas Reales; es de aquellos a los que

la reina Victoria admite en su intimidad y en sus consejos en el

castillo de Windsor. Es uno de los hombres más ricos del mundo

conocido.

Es miembro del «Reform-Club»: el gran establecimiento

de la Banca de Inglaterra tiembla ante él, como en las horas

críticas, los banqueros franceses tiemblan ante los Heymann de

Paris.

El Sr. Anselme Heymann es un hombre joven aún, a pesar

de sus sesenta años pasados. De alta envergadura, una barba

blanca enmarcando un rostro rosado, ojos grises y brillantes,

labios delgados, y en la actitud, un poco de la majestad de un

rabino. La Señora Heymann, su esposa, es de la familia de los

Heymann de Rusia; la dama es bendecida y venerada en los ba-

rrios pobres. Ama a sus hijos con todo su corazón; es la reina del

hogar, y la presidenta de todas las obras benéficas de las Sina-

gogas.

El mayor de la casa, Isaac Heymann, es un joven inglés de

largas patillas en abanico, con los dientes muy blancos; los con-

siderables negocios que trata cada día, no le permiten demasiado

gozar las alegrías de su interior.

Miss Winifred resume el tipo judío en toda su pureza pri-

mitiva. Sus bellos ojos negros como dos uvas maduras, han

guardado una llama del sol que maduró las uvas del otro lado de

la Mancha; sus labios purpurinos tiene todo el estallido y todo el

frescor de la salud y la juventud; su talla ligera y elegante, sus

brazos nerviosos, su cabellera negra rizada hacen de ella la ama-

zona más graciosa y admirada que galopa por Hyde Park, con la

corbata alta y la risa al viento.

En esta casa donde un verdadero ejército de empleados

trabaja día y noche, Winifred es una Providencia bendita. Si a

97

veces, su padre, inflexible sobre los reglamentos fijados en todas

las secciones del Banco, amenaza con despedir a algún emplea-

do por algún error, Winifred interviene y solicita la gracia del

desdichado. La joven tiene un modo tan dulce de solicitar el

perdón, que el banquero no sabe negarle nada.

Aquellos que no han visto ese interior y que sin embargo

conocen Londres, la mejor que se le puede aproximar es la ad-

mirable organización del Times: la gestión del Times se quedaría

pequeña comparada con la casa Heymann, salvando las distan-

cias por la diferencia de trabajos de ambas. El mismo orden, la

misma regularidad, la misma matemática. La conocida divisa,

grave como una prédica en la abadía de Westminster, preside

todo: Times is Money; todo se resume en eso.

Y sin embargo, a pesar de sus riquezas, el Sr. Heymann se

veía invadido por tristezas incomprensibles.

Desde el matrimonio de su hija mayor con lord Ratersy,

no era el mismo hombre; no es que su yerno fuese indigno de

entrar en su familia, los Ratersy ocupan en Inglaterra una posi-

ción envidiable, tanto por su valor personal como por su crédito

y su importancia en la historia del Reino¸ pero el banquero judío

hubiese deseado que su hija se casase con Jacob, su sobrino de

Berlín; del mismo modo que a esa hora deseaba, y más ardien-

temente aún, que Winifred se convirtiese en la esposa de Sa-

muel.

Cuando se recibió el telegrama anunciando la llegada de

Samuel, el viejo Heymann miró a su hija, y, alegre, dijo:

–Vamos, los Heymann todavía serán los dueños del mun-

do… La sangre de un solo extranjero recién llegado a nuestra

familia no destruirá nuestra autonomía. Permaneceremos siendo

nosotros mismos…

Samuel no tenía prisa en llegar. Iba a Londres por el cami-

no de los escolares y los artistas. Por Folestone y por el Támesis,

volvió a ver sin emoción – de tal modo su alma estaba torturada

– los magníficos paisajes de las costas inglesas, Gravesend y

Wolwichd perdidos en el negro verdor. De pie sobre el puente –

98

mientras los demás pasajeros, envueltos en sus chales de viaje,

dejaban elevar su mirada a la luz del día que se levantaba; mien-

tras que el sol aparecía sobre el Támesis en una estela de púrpu-

ra y oro, y que las sombras azules con reflejos de acero y puntas

de estrellas se apagaban en la limpidez del agua. Samuel per-

manecía allí, con los brazos cruzados, la mirada átona, indife-

rente a las bellezas de la naturaleza y a los espléndidos desfalle-

cimientos de la noche.

El capitán del paquebote, orgulloso de tener a bordo al mi-

llonario cuyo nombre era conocido en el universo entero, era

todo gracia y diligencia

-¿Vuestra Señoría desea tal cosa? … ¿Vuestra Señoría pre-

fiere esta otra?

Samuel era objeto de un examen minucioso:

Unos franceses salmodiaban esta cancioncilla:

–El oro no da la felicidad…

Unos ingleses más positivos, añadían, altivos:

–Uno tiene derecho a estar alegre o triste, cuando se tiene

el dinero de milord.

Samuel aceptaba las deferencias del capitán y los obse-

quiosos cumplidos de los viajeros, con una misma indiferencia:

nada podía distraerle de su pena.

Se aproximaban a la aduana, en medio de las mil naves

que pueblan el Támesis.

Un coche enganchado con dos bellos caballos esperaba en

el andén. Anselme Heymann había ido él mismo a recoger al

que ya llamaba yerno. La efusión fue cordial por parte del judío

inglés; fue reservada y un poco fría por parte del austríaco.

Un vehículo especial debía recoger el equipaje. Se partió

de inmediato.

–Winifred va estar contenta –murmuró el inglés, con los

ojos brillando.

Samuel adoptó el aire de alguien que no comprende.

99

El Sr Heymann no se desanimó. Hacía tiempo que conocía

la naturaleza poco expansiva de su sobrino y se tranquilizaba a

sí mismo diciéndose que Samuel no habría venido a Londres, sin

intenciones matrimoniales bien claras.

Miss Winifred –vestida de amazona – regresaba de Hyde

Park, embriagada de aire libre.

–Hola, primo.

Se dieron la mano a la inglesa.

–Bésala – dijo la madre a su sobrino.

Un poco emocionada, la bonita judía tendió su mejilla. El

beso fue glacial.

A mediodía, la familia tomó sitio en la mesa.

–¡Eh! sobrino – dio el viejo Anselme – no eres hablador…

Sin embargo se dice que los parisinos tienen la alegría más fácil

que los ingleses… Veamos, ¿los teatros, las piezas nuevas?... ¿la

política?...

Samuel pareció luchar contra las ideas que lo invadían y

habló de París.

Pero en su conversación, se mezclaban preocupaciones ex-

trañas a las palabras que dejaba caer de su boca de un modo in-

consciente. Tan solo Winifred había comprendido que su primo

no estaba enamorado de ella.

–Vamos a mi despacho, mi querido Samuel, hijo mío…

¿Me permites llamarte así? –dijo Heymann apoyándose fami-

liarmente en el brazo de su sobrino.

Se sentaron, uno frente al otro, en una magnífica sala tapi-

zada de cuero verde, con amplias ventanas doradas que se abrían

a la avenida. Charlaban suavemente y el murmullo de su conver-

sación era a menudo interrumpido por un ruido de metal proce-

dente de las cajas vecinas. En todo el palacete, desde el subsue-

lo, que vibraba al movimiento de gruesos sacos de oro y plata,

hasta los despachos, donde los botones del banco se sucedían

con unas bolsas ventrudas, se oía como una canción de millones,

una canción viva en la que el cliqueteo de las caja fuertes, los

rozamientos de papeles azules, los sonidos de las monedas so-

naban acompasadamente y cuyo estribillo subía por encima de la

100

ciudad y se extendía por el mundo en un arroyo de oro. De vez

en cuanto, unos empleados venían a solicitar una firma del

patrón.

–Ya ves, Samuel, el viejo tío trabaja a todas horas… ¿Has

dejado el negocio de la banca?

–Sí, y para siempre.

–En fin, tienes a tu hermano que te sustituye en Viena…

–Y ventajosamente… Yo hubiera dado un financiero de-

plorable…

–¿Qué te gusta, entonces?...

–Nada… o casi nada…

–Cuando se es joven, rico y guapo, es muy raro que no sea

amado por nadie… Es imposible que no tengas algún amor en

mente…

Samuel permaneció sombrío. Entonces, el Sr. Heymann se

envalentonó:

–Voy a ser más claro, mi bravo Samuel…. La vida te pesa

porque estás solo… Necesitas una compañera…

–No quiero casarme, tío.

Anselme Heymann se levantó bruscamente.

–No es serio lo que acabas de decir…

Se detuvo, y luego acercándose a Samuel le tomó de las

manos:

–Samuel, te quiero como quiero a mis hijos… Voy a

hablarte como un padre afectuoso.

–Le escucho, tío.

–Tengo una hija que te dará felicidad… ¿Quieres ser mi

hijo?...

–Tío Anselme, usted es el jefe de nuestra familia; yo lo

quiero y lo respeto; pero me es imposible ver en Winifred otra

cosa que no sea una hermana querida…

El Sr. Heymann continuó:

–Samuel, dices que quieres a Winifred como a una herma-

na; algún día la amarás como a una mujer…

–No puedo ser el marido de Winifred –dijo resueltamente

Samuel.

101

Anselme Heymann permaneció allí, confuso, aniquilado.

–Señor –concluyó – Me he equivocado al insistir… Esto

acaba ahora mismo… ¡Ah! veo que nuestra familia va a desapa-

recer… Los descendientes son indignos de sus antepasados…

La gran idea de Anselme Heymann es demasiada pesada para

sus frágiles hombros… Tras haber desertado de la profesión,

deserta de la familia… Váyase, señor, váyase… Solo le falta

afirmar en sus clubs y en sus salones parisinos que los Heymann

de Londres le han ofrecido a su hija a la que usted no ha queri-

do…

Antes de su partida, Samuel mantuvo una conversación

con Winifred:

–Winifred, que no te ofenda mi resolución… No puedo

entregarme a ti… Mi corazón no me pertenece ya y no quisiera

engañarte… Encontrarás en nuestra familia o fuera de ella un

hombre que te hará feliz… Yo, yo soy indigno de ti… ¡Oh! no

me preguntes… Yo había venido a Londres creyéndome curado

y hete aquí que el mal que está en mí, y que no puedo contarte,

todavía me tortura… Debes saber únicamente que lucho contra

un amor desesperado y que soy muy desdichado… muy desdi-

chado… Tu padre se equivoca al creer que soy un caprichoso…

Mírame a los ojos, prima, y dime si este que te habla puede ser

tu marido...

La señorita depositó en Samuel una mirada llena de dul-

zura y piedad.

–Samuel, no sé nada aún de la vida… Se me ha educado

con la intención de que un día sería tu esposa… No debe ser

así… ¡Qué se haga la voluntad de Dios!... Adiós, primo, adiós…

103

XI

Mientras Samuel Heymann, bruscamente partía de Lon-

dres y paseaba su nostalgia por las montañas de Suiza, Marcelle

parecía haber encontrado un poco de paz. Gracias a un trabajo a

horario completo, la señora de Lormont hacia frente a los gastos

domésticos. En ese mes de agosto, bordaba el traje de novia de

la señorita de Tessières, la hija de una antigua amiga del barrio

Saint-Germain.

Esta burguesa de Francia que el destino había unido a un

aristócrata derrochador, perseguidor de actrices y casi célebre

por sus vergonzosos recursos; – esa madre, esposa de corazón

herido, que fríamente había aceptado el sacrificio de su honor de

esposa, encontraba en el trabajo una redención de las manchas

pasadas.

Por la noche, cuando la casa estaba dormida, se sentaba en

su pequeña mesa de trabajo. La viuda permanecía un momento

junto a ella.

–Hija mía, vas a enfermar. Te lo suplico, tómate un des-

canso…

–¡Qué pálida estás, mamá! –decía Antoine juntando sus

pequeñas manos… Trabajas como una obrera.. Eras más bonita

antes – las noches de baile – con tu gran vestido blanco y tus

rosas… Dime, mama, ¿Por qué haces como las obreras?...

¿Mamá en que les ha pasado a tus rosas?...

Marcelle no respondía y frías lágrimas discuerrían a lo

largo de sus enflaquecidas mejillas.

–Antoine, cállate… cállate… mira a tu madre como llora –

murmuraba la señora Gersinde…

Y el niño, con la mirada asombrada, dejaba caer de sus

manos los juguetes, los polichinelas, los soldaditos de madera,

los aros, y otros tantos regalos del Sr. Samuel: a los soldados y

los polichinelas se le descoyuntaban los brazos y piernas, los

aros rodaban en caótica mezcla sobre el suelo y Antoine se pon-

ía serio.

104

–¡Cataplum!... ¡ Cataplum!... – exclamaba tristemente el

pequeño.

Esas palabras sonaban en los oídos de su madre, y entre

sus dedos temblorosos, la aguja se detenía. Cataplum, esa era la

ruina de la familia… Cataplum, era la caída de la esposa adúlte-

ra… ¡Cataplum!... ¡Oh! ¡ese Cataplum!...

Entonces, Antoine se levantaba suavemente e iba a apoyar

su rubia y rizada cabeza sobre las rodillas de la madre.

–Mamá, me portaré bien… No llores más… tengo ganas

de llorar cuando tú lloras…

–¡Oh, mi bebé!... ¡Oh, mi amor!...

La joven duquesa cubría a su hijo de caricias.

Antoine se alejaba un poco; plegaba sus labios rosas lla-

mando a los besos, y regresaba yendo de la abuela a la madre; y

se producían risas infantiles en la habitación, alegres como tri-

nos de pájaros que ponían un poco de sol en medio de esas lar-

gas horas tanto tiempo silenciosas y sombrías.

–Ve a dormir, bebé… Usted también, madre, vaya a des-

cansar…

–¿Y tú, hija mía?

–Quiero acabar de bordar esta falda… La condesa de Tes-

sières espera… No debo hacerla esperar… No me daría más

trabajo… Vamos, ven Antoine, voy a desvestirte….

–¿Papá no duerme en casa, mamá? Hace dos noches que

papá regresa cuando nosotros nos levantamos…

–Tu padre está obligado a salir…

–¿Para ganar dinero también, verdad?... Qué triste verse

obligado a ganar dinero… Tú, mamita, si fueses tan rica como

antes, no trabajarías…

Cuando yo sea mayor trabajaré… tu descansarás…

El niño fue acostado; las dos damas todavía charlaban:

–Querida Marcelle, eres la mujer del hogar, la esposa del

deber… Lo de Frédéric es imperdonable… Es un loco… un lo-

co…

–Frédéric me hace desgraciada; pero le perdono…

–¿Dónde pasa sus noches?...

105

–No lo sé… En el café, en el círculo, sin duda…

–Debe estar sin dinero y actúa como antes… No lo entien-

do… Me avergüenzo de mi hijo…

–Madre…

–Marcelle, esto tiene que terminar… Frédéric nos oculta la

verdad… He querido saber… Ayer por la mañana, mientras me

dirigía a San Vicente de Paul, vi en la calle Gérando un magnífi-

co coche… Frédéric estaba en el coche… A mi vista, volvió la

cabeza… El cochero cambió de dirección…

–Uno de sus amigos del círculo que le habrá prestado sus

caballos…

–No, era el coche de una mujer.

–¿De una mujer?... ¡Oh! Dios mío…

–Sí, de una mujer… Los vecinos no dejan de rumorear…

–Se equivoca, madre… Se equivoca…

–Dios te escucha, hija mía…

–Veré a Frédéric… Le hablaré…

–Mentirá…

–Eso sería odioso…. odioso… Esa es una calumnia…

La joven duquesa empalideció de muerte.

–Buenas noches, hija mía…

–Buenas noche, madre…

Pero viéndola tan pálida y desvalida, la anciana temió

haber dicho demasiado:

–Tal vez, después de todo, he visto mal… mis ojos están

cansados…

–Sí… sí… usted está equivocada… Frédéric no ha caído

tan bajo…

Ahora, Marcelle estaba sola. Esa confidencia que le había

hecho su suegra, después de largas dudas, estimando que la du-

quesa tenía la autoridad necesaria para reprender a su marido si

lo merecía, había dejado totalmente confusa a la joven mujer.

Los hilos y la aguja se mezclaban y confundían entre sus manos.

Su corazón latía hasta romperse; se estremeció. Allí estaba,

clavada sobre su silla, con la mirada fija, los brazos colgando a

106

lo largo de su cuerpo. Las vejaciones infligidas por el amante

pesaban sobre ella, y, con tal peso, que su ser completo estaba

agotado; la nueva vergüenza que la amenazaba la obligaba a

curvar su frente más bajo aún; bajó la cabeza bajo esas ignomi-

nias sin nombre; y cansada, cansada, se arrodilló sin fuerzas

para rezar.

La hija del Norte echaba de menos la vida en los campos,

la granja trabajando bajo el ruido de las máquinas; maldijo ese

orgullo que tanto le hacia apreciar antes su titulo de duquesa;

maldijo el amor que le inspiraba aún ese aristócrata – su marido

– al que los burgueses rechazarían darle la mano. Juzgó su vida,

y llena de espanto, se dijo que fueran cuales fueran las abyec-

ciones y los crímenes del hombre cuyo apellido llevaba, ella, la

esposa culpable, la mujer adúltera, no tenía derecho ni a una

queja ni a una lágrima.

La gran dama era sin embargo ahorradora; se comportaba

como una burguesa. Hacía seis meses que llevaba el mismo ves-

tido negro, un vestido que ella misma se había hecho. La sir-

vienta Gabrielle vestía mejor que su ama. Cuando tenía algunos

ahorros, el mayor placer de la duquesa consistía en comprar un

traje para su hijo, uno de esos trajes que los almacenes de nove-

dades colocaban en sus escaparates y que el niño recibía igno-

rando el trabajo, las privaciones y las lágrimas que había costa-

do.

El pequeño aristócrata tenía buen aspecto con sus trajes a

precio fijo que parecían haber sido hechos a su medida: el hijo

del duque Frédéric había conservado algo de la altivez aristocrá-

tica del padre. A menudo acompañaba a la criada a casa de los

suministradores del barrio. El portero le encontraba parecido con

el príncipe imperial:

–Es igualito que el príncipe…

El niño apenas saludaba al portero y descendía muy serio

por la calle Rochechouart, desdeñoso por el mercado de aves y

rechazando siempre las golosinas que le ofrecía el tendero. Si

Antoine era altivo con los extraños, era bromista y alborotador

con su criada y adoraba a su madre. Se diría ya que el pequeño

107

ser, cuya inteligencia era singularmente precoz, adivinaba que el

papá ya no existía para él.

–Tú eres malo – dijo a su padre– haces llorar a mamá…

El duque frunció las cejas:

–Basta… Basta…

Antoine se apartaba del hombre que iba y venía por el

apartamento, con las manos en los bolsillos, en busca de alguno

nuevo cuento para procurarse recursos.

–Papá camina como un ladrón –murmuraba el niño asus-

tado.

Marcelle volvió a su trabajo. El día comenzaba. De la calle

subía el ruido de coches. La joven entreabrió su ventana y sus

ojos agotados por la víspera no encontraron más que a las obre-

ras y a los empleados dirigiéndose a su trabajo cotidiano.

Desde hacía un momento, Marcelle miraba la calle cada

vez más animada. Los vendedores gritaban los frutos de la esta-

ción; los coches y los ómnibus iban llenos; aquí y allá, obreros

pasaban, con los brazos al descubierto, el cuerpo plegado bajo el

peso de los fardos; un carretero cuyos caballos sobrecargados se

veían impotentes en subir la cuesta, golpeaba a sus animales con

terribles latigazos; en un rincón de la calle, una vieja mendiga

pegaba a un pobre muchachito que regresaba con las manos vac-

ías; junto a la mendiga, un perro cuyas dos panas delanteras es-

taban rotas, se golpeó contra el muro, aullando; dos gamberros

maltrataban a una puta cuya noche no había sido más productiva

que la madrugada del pequeño mendigo: por todas partes trabajo

y lágrimas; y sobre todos esos dramas de la vida real que pasan

como un rayo, se expandían deslumbrantes los rayos del sol.

Inclinada en su ventana, la mujer de los cabellos de oro

pálido tenía la cabeza entre sus manos; y aunque aterrorizada

por el espectáculo de las tristezas y los dolores, aún presentes a

su vista, envidió la suerte de todos esos miserables, de las perso-

nas y también de los animales.

–¡Oh! se acabó… No volverá – dijo en un desesperado so-

llozo…

108

La idea de suicidarse se le apareció como la única libera-

ción posible. Hizo un esfuerzo sobrehumano para separarse de la

ventana, para huir del vacío que la espera, abierto.

La batalla parisina pasaba cálida y viva; era un clamor

formidable en medio del cual el último grito de la mujer se emi-

tió sin ser escuchado…

Todo la invitaba a morir, todo, desde esos rayos de luz que

marcaban sobre la acera la el lugar donde acabaría su cuerpo,

hasta esas faldas de putas que se arrastraban sobre el pavimento

y que iban a barrer su sangre…

Pero la madre no quería morir… Se dirigió hacia su cama,

tambaleandose y lívida, y se tumbó vestida, fría, como se mete a

un muerto en un ataúd.

Hacia las once, el portero trajo un telegrama.

El duque escribía:

«Mi querida esposa

Mil y mil perdones… Has debido estar muy preocupada…

Ha ocurrido lo siguiente: el general Bercoff – uno de mis amigos

íntimos – acaba de llegar a París. El general me ha rogado ayu-

darle a redactar un informe muy urgente para el gobierno ruso…

Hemos pasado la noche y la mañana trabajando… El amigo

Bercoff me promete una situación magnífica: almorzamos jun-

tos… Hasta pronto.

Te beso

FREDERIC.»

–Miente –gruñó Marcelle, con los labios temblando.

La viuda entraba:

–¿Has tenido noticias, hija mía?

–Sí… Frédéric ha pasado la noche en casa del general…

–¿Qué general?...

–Mire usted misma…

109

Tras haber leído el pequeño papel azul, la señora Gersinde

inclinó dolorosamente la cabeza:

–¡Pobre hija mía… ¡Qué pena!... ¡Dios mío! ¡Qué pena!...

–Madre, yo sabré la verdad…

–¿La verdad?... Para ser más desdichada todavía… No va-

le la pena…

Y la vieja dama se retiró gruñendo:

–¡Ah! el bandido!... Si su padre viviese, le mataría…

Llamaron a la puerta. Gabrielle fue a abrir e introdujo a

dos damas en el salón.

–La Señora de Tessières – dijo vivamente Marcelle leyen-

do la tarjeta que le tendía la criada… Ruega a esas damas que

esperen..

La condesa de Tessières y su hija examinaban el salón:

–Qué pequeño es esto… y frío y triste. – dijo la condesa,

una alta mujer delgada, cuyos ojos pestañeaban en un tic nervio-

so ¿Y la escalera? ¡Qué horror!...

–La duquesa es pobre…

–La pobreza no excusa la suciedad…

La joven respondió dulcemente.

–Te equivocas madre… Mira: todo está en orden… Por

ninguna parte se ven trazas de polvo… Estamos en casa de per-

sonas pobres: no debemos olvidarlo.

–Es culpa suya si son pobres…

–Tú me habías dicho que la duquesa…

–Yo he dicho… yo he dicho… que la señora de Lormont

ha sido una elegante, una dilapidadora… En suma, esta duquesa

no es más que una recién llegada…

–La Señora Marcelle era muy buena conmigo, cuando yo

iba a la calle de Varennes.

–Y bien, nosotros le damos trabajo: eso es todo lo que po-

demos hacer… Si la duquesa hubiese seguido los consejos de su

tío el campesino, viviría feliz en Bareuil, en lugar de arrastrar la

miseria con ese duque que deshonra su apellido…

–Madre, aquí llega la duquesa…

La señorita se levantó; la madre permaneció sentada.

110

–Buenos día, condesa…

–Buenos días, señora.

Marcelle se sintió humillada; pero superó su turbación.

–Querida pequeña Adrienne, pronto te vas a convertir en

marquesa – dijo tomando las manos de la señorita.

–Sí, señora duquesa.

–El Sr. de Valons es un joven muy distinguido… Le he

visto en casa de su madre en la época en la que todavía estaba en

el Instituto… pero hablo demasiado… Aquí está el trabajo…

Y la duquesa desplegó sobre la mesa del salón unas

magníficas batistas bordadas.

–¡Oh! esto es maravilloso… ven… ven, mamá – dijo la

joven.

La condesa de Tessières se adelantó:

–Muy bien… muy bien… ¿está todo listo, señora?

–Todo estará terminado mañana por la tarde, condesa.

–Usted había prometido…

–Me he encontrado un poco indispuesta.

–Me gusta la exactitud, señora.

–¿Madre?... –intervino la jovencita.

La condesa tuvo una ligera crispación nerviosa:

–Entonces, señora, su trabajo será entregado mañana por

la tarde, en el palacete… ¿Cuánto le debo?...

La dama había sacado de su bolsillo un portamonedas.

–Todavía no he hecho la cuenta – respondió la duquesa

enrojeciendo – ¿Es demasiado ciento cincuenta francos?...

–¡Oh! no, no – dijo vivamente la señorita Adrienne– La

duquesa no pide lo que cuesta su obra maestra. Yo pensaba en

tres cientos francos…

La condesa de Tessières pagó los ciento cincuentas fran-

cos pedidos por Marcelle.

–Señora… Recuerdelo…. mañana por la tarde, antes de las

siete… Estamos de paso en París y regresamos a Trouville; de-

seo preservarme tanto como sea posible de estar pendiente de

los proveedores… incluso los proveedores amigos… Hasta

pronto, señora…

111

La señorita Adrienne besó a la duquesa y la bondad de la

joven pareció atenuar en el espíritu de Marcelle las tristezas que

las duras palabras de su madre habían producido en ella.

A las cinco, el duque Frédéric bajaba de un coche. Subió

rápidamente la esclaera. En el vestíbulo se encontró cara a cara

con su madre.

–Te esperaba, Frédéric – dijo la vieja dama – Ven, quiero

hablar contigo.

El hombre vacilaba.

–Es que tengo mucha prisa… Marcelle no te ha enseñado

mi telegrama… Mi amigo el general me ha invitado a cenar esta

noche… No quería aceptar. Pero de esa entrevista depende tal

vez mi situación futura… una espléndida posición, mamá…

La Sra. Gersinde se había levantado amenazadora:

–Ven, caballerete… Lo que tengo que decirte debe ser ig-

norado por tu mujer… Ya he lamentado hablar delante de ella…

Entraron en la habitación de la anciana.

–Frédéric–continuó la dama– un amigo te ha evitado la

vergüenza y el deshonor… Y sin embargo vuelves a caer siem-

pre…

El duque acariciaba su barba con movimientos febriles.

–¿Algún falso rumor, sin duda?

–No, señor, no… Tu madre no es la víctima de tus menti-

ras… Ayer por la mañana, mientras me dirigía a misa, te vi en

un coche privado… El Sr. Samuel Heymann está ausente de

París y no supongo que tu amigo, conociéndote como te conoce,

haya puesto sus caballos a tu disposición…

–Es verdad… Samuel no me ha escrito desde hace varios

días y ni siquiera había pensado en pedirle ese nuevo favor.

–Si lo hubieses pensado…

–Tal vez se lo hubiese pedido… Entre amigos, es así…

–Pues bien, ¿sabes lo que decían los vecinos al verte bajar

de ese coche?

–La verdad, no… El coche pertenece a Bercoff y…

–Decían que desde hacía varios días, vives a expensas de

una mujer… que ese coche es el de tu amante…

112

–Frédéric emitió una gran carcajada.

–Vaya broma… Mamá, ¿cómo has podido creer…?

–Júramelo…

–Te juro todo lo que quieras… Siempre me he comportado

como un hombre galante… Los vecinos son todos unos idiotas y

unos cretinos…

–Ante tu juramente, Frédéric, no quiero insistir… Sola-

mente apelo a tus generosos sentimientos y te pregunto si está

bien en dejar a tu esposa matarse trabajando, mientras tú pasas

tus noches de francachelas…

–Trabajando, mamá… Hemos redactado un informe so-

berbio sobre la creación de una sociedad financiera en vías de

formación: se me promete el cincuenta por ciento y el título de

administrador… ¿qué te parece?...

La madre se preparaba para continuar sus reproches;

Frédéric no le dio tiempo:

–Perdóname… Tengo que vestirme…

Salía. Marcelle le cortó el paso.

–¿Nos dejas, Frédéric? ¿Qué clase de esposo eres?...

El duque, muy simpático, besó a su mujer en la frente:

113

–Un esposo que te quiere mucho que lucha para darte la

felicidad de la que eres digna… Por lo tanto, no tengo ni un mi-

nuto que perder…

–Entonces, ¿no me engañas? Eso que se dijo en presencia

de tu madre…

–Es falso… absurdo… te presentaré a mi amigo el general

Bercoff… un primo del zar… Para que veas que mis relaciones

son poderosas…

Las dos damas intercambiaron una triste mirada.

Ahora, el aristócrata, en levita, con un sombrero de copa

bajo el brazo, el bigote rizado, el ojal adornado con una rosa

blanca, daba un último beso a su mujer y a su hijo. Antoine,

radiante, aplaudía:

–Papá es bueno, tan bueno como cuando éramos ricos…

¿Por qué tú no te pones bella, mamá?...

115

XII

Anna La Limousine, esa prostituta a la que el duque

Frédéric se había encontrado en una noche de mala racha, en el

Café Americano, llevaba un efecto un gran tren de vida. El pa-

sado invierno se vanagloriaba de ser rica, y recordábamos el

deplorable efecto que producían, a a sus amigas, la exuberancia

de palabras de la joven provinciana.

–Mentirosa como un saca muelas – murmuraban sus com-

pañeras.

–Astuta como un mono –Decían los camareros a los que la

bella Anna no pagaba las bebidas.

Anna había debutado en la vida parisina en calidad de ca-

marera de cervecería, en el barrio latino; luego se había ido a

instalar a la orilla derecha, a la calle Calepyuron, en pleno barrio

de Europa. La señorita moraba en la actualidad en un soberbio

palacete de la avenida de los Campos Elíseos, un palacete prin-

cipescamente amueblado por el general ruso Bercoff, su amante

oficial.

La Limousine –así como la llamaban familiarmente sus

amigos –estaba agradecida a aquellos que la habían aupado, es-

pecialmente a un periodista, de nombre de Fonreau, un triste

hombre al que se le podía encontrar por todas partes donde

hubiese alguna indelicadeza a cometer. Era Fonreau quién había

presentado el general a Anna.

El general, cuyas funciones lo retenían con frecuencia en

San Petersburgo y que pasaba solamente dos o tres días por tri-

mestre en París, presentía algo sombrío en las asiduidades del

periodista. También pareció encantado, cuando este llevó a su

amante a un recién llegado, el duque de Lormont.

–Esos dos hombres, –pensó el ruso– desconfiaban el uno

del otro…. Si están conchabados para engañarle los tomaría a

ambos y los arrojaré por la ventana como dos ramas de made-

ra… Por añadidura, La Limousine era una amante fiel… e inte-

ligente…

116

Cierta noche en las que algunos aburridos esperaban la ce-

na en el balcón del círculo de los Artistas-Reunidos, Fonreau se

había acercado a Frédéric.

–¿Qué hace usted esta noche, mi querido duque?

–Nada… Más o menos nada… La duquesa está en el cam-

po…

–¿Se aburre, verdad?

–Horriblemente.

–Venga conmigo.

–¿Adónde?

–Se lo diré de camino…

–Es usted un bromista, Fonreau…

–No soy bromista, mi querido duque… Práctico, eso es

todo… Uno se ahoga en este comedor… Este círculo solo es

divertido en invierno… vamos a cenar a otra parte…

–¿Me invita?...

–Sí, yo invito…

Fonreau subió al coche en el que Frédéric acababa de to-

mar asiento.

El coche circulaba por los Campos Elíseos.

–Le voy a presentar a una amiga que estará encantada de

conocerle… Madame Anna, una pintora…

–¿La Limousine?...

–Exacto… Una pintora que tiene mucho, mucho talento…

Ella le hará su retrato…

–Entonces, me voy…

–Está usted loco…

–Es que ya conozco a esa dama…

–¿Qué le ha hecho?...

–Usted tienen buenas intenciones, Fonreau… ¡Oh! Es us-

ted extraordinario…

El duque todavía dudaba; fue vencido por los argumentos

de su interlocutor. El periodista contó a su amigo que la señorita

Anna era casi su compatriota. La muchacha había llegado muy

pobre a París; Fonreau, se había gastado una fortuna con ella.

Por ella se había arruinado…. El director de su periódico lo hab-

117

ía despedido a causa de un anuncio que él había publicado en

una crónica para hacer publicidad de su protegida… ¿No era

realmente legítimo que la damisela recién llegada fuese la cama-

rada de su primer amante, hoy sin un céntimo ni sin situa-

ción?.... Pauline Télien, la nueva estrella de la Opera Cómica, no

actuaba si no era gracias a él; y eran dos casas abiertas, dos ca-

sas completamente agradables donde su cubierto estaba puesto

cada noche… Con eso, Fonreau podía esperar días mejores…

–Duque, créame, solo los imbéciles pasan hambre en

París… ¡Oh! ¡los prejuicios!... Eso es muy bonito, los prejui-

cios… No conozco ningún plato que lleve ese nombre…

–Pero, el general…

–El general, mi querido duque, está contento cuando hay

gente… Bercoff está en París desde esta mañana… Voy a pre-

sentarle… ¿Un duque?.... Caramba, es Anna quien va a estar

orgullosa… Usted tendrá algo a cambio… No le digo lo que…

Frédéric guardaba silencio. El periodista continuaba:

–Francamente, dígame… ¿prefiere cenar en un tugurio

cualquiera?... No podemos comer siempre en el círculo… El jefe

de cocina nos pone mala cara… Usted ha sido rico; usted ha

repartido oro por doquier… A nuestras expensas, tanto a las

suyas como a las mías, las putitas han engordado; es con nuestro

dinero porque los croupier van en carroza; no pedimos nada a

los crupier; pero no desdeñemos a las amigas de los días feli-

ces… Mi duquesito, usted es desdichado y tiene treinta años…

No debe dejarse morir de hambre… fíjese, el otro día, usted me

inspiraba piedad; lo he visto entrar en un tabernucho… Un du-

que cenando en Duval: Había en esa escena con que divertir a

todo París… Puede estarme agradecido… Tuve una ocasión

soberbia de escribir una noticia en el Figaro… No lo hice a cau-

sa de mi amistad con usted… ¿Tal vez piense que vamos estar

solos en casa de Anna?... Diez personas al menos, todos los mar-

tes, un lujo… Es el general quien paga… ¡Un hombre soberbio,

el general!

118

Los caballeros acababan de entrar en el salón. La Señorita

Anna estaba muy rodeada. Entre los chalecos a corro destacaban

Bizoin, un maestro de baile que asaltaba la mesa en los postres;

Letfarié, un compositor muy inteligente, pero casi siembre bo-

rracho; Tardival, un pintor sin cuadros que corregía los esbozos

de Anna, su única alumna; el Dr. Minot, un joven médico que,

desesperado por hacerse una clientela en su barrio, se había

puesto a cuidar las migrañas de Anna. Los demás, unos tipos de

rostro sombrío a quienes los criados acusaban de robar los cu-

biertos de plata.

Todas esas personas vivían por la dama y para la dama.

Estaban allí diez que se habían creado en la casa unos producti-

vas especialidades, mordiéndose los unos a los otros, pero recu-

perando su solidaridad para explotar al enemigo común: la mu-

jer. Ese rebaño de hombres hambrientos, que procedía de las

cuatro esquinas de Paris, hacía las delicias del general Bercoff.

Fonreau distribuyó algunos saludos y, designando al duque:

–Permitidme, querida amiga, presentarle a mi amigo el

duque de Lormont.

Frédéric se inclinó.

Anna la Limousine mostró una sonrisa triunfal.

–Ya he tenido el honor de ver al señor duque, una noche…

hace mucho tiempo…

–¡En el Café Americano, señora

–Exactamente…

–Ya recuerdo…

–He rogado a Fonreau que lo invite a nuestras pequeñas

reuniones de familia… Le agradezco que haya venido… ¿Cena

con nosotros, verdad?

–Señora…

–¡Oh!... nada de ceremonias… Está aquí como en su ca-

sa…. Esperamos al general… Si Bercoff no está aquí a las siete

nos sentaremos a la mesa…

Alto, moreno, con un monóculo en el ojo derecho, Fonre-

au, que llevaba la barba cortada en abanico, recordaba por su

119

torso de Hércules y su rostro apergaminado a los luchadores de

feria.

Despedido de todas las redacciones de los periódicos y

apenas tolerado en el círculo de los Artistas-Reunidos, a causa

de los reclutas que llevaba a la mesa de bacarrá, Fonreau ya no

escribía.

Tenía cuarenta años y comprendía perfectamente que era

demasiado tarde para crearse una posición. Por lo demás, el pe-

riodista de antaño no era exigente.

Siempre encontraba el medio de hacerse pagar su absenta

y de obtener un luis de un amigo o una amiga; y, como sus rela-

ciones entre los dos sexos eran numerosas, soportaba la vida con

filosofía.

–Mi querido duque, no es más difícil que esto – dijo to-

mando a Frédéric por el brazo – Usted está en su casa ahora,

completamente en su casa…

Los dos hombres se pasearon por los salones del palacete

con un desenfado que no sorprendió en absoluto a ningún invi-

tado.

Aunque desprovisto de todo sentido moral, Fonreau hizo

sacrificios para sacar de apuros a un amigo e incluso a un des-

conocido: Tenía una generosidad instintiva, la generosidad de

una muchacha para la cual la vida es un divertimento y que no

quiere que unos rostros tristes amarguen sus alegrías.

El general fue puntual; las presentaciones tuvieron lugar;

y, a partir de ese día, el duque Frédéric se convirtió en asiduo a

las cenas de la señorita Anna.

Conversador amable, parisino elegante, Frédéric conquistó

bien pronto un gran lugar en la intimidad de la dama. El perio-

dista no se celó. Así como el mismo decía, Fonreau tenía varias

cuerdas en su arco y encontraba muy natural que ese pobre du-

que también obtuviese sus beneficios.

El general había regresado de Rusia. La señorita Anna, un

poco indispuesta, había suspendido su viaje a Dieppe y exigía

que Frédéric fuese lo más a menudo al palacete: Se aburría sola;

él la distraía.

120

La duquesa Marcelle estaba en Bareuil con su hijo y su

suegra. El aristócrata hizo un amplio uso de la invitación.

Los criados – unos criados en pantalón corto, muy correc-

tos bajo su indumentaria rusa – trataban al duque de Lormont

como a su amo. Era él quien verificaba los menús; era él quien

daba órdenes para los paseos en el Bois; era él quien pagaba a

los suministradores.

La Señorita Anna tenía pasión por los cobres viejos; al du-

que le encantaba acompañarla a casa de los anticuarios… Prepa-

raba la paleta de la dama y se extasiaba mirándola pintar.

–Ese rol de factótum – por llamarlo de algún modo –

Fonreau lo había desempeñado antes que el duque; pero, la se-

ñorita se enorgullecía de tener a su lado, a su disposición, un

aristócrata que llevaba uno de los grandes apellidos de Francia.

La educación del duque la hacía olvidar las violencias del gene-

ral, de ese cosaco a veces terrible en sus cóleras, siempre hosco

y siempre celoso, que se permitía entrar en su saloncito con sus

pesada botas y que la amenazaba estúpidamente con hacerle

probar su fusta.

Fonreau era buen muchacho, sin duda; pero, Anna lo en-

contraba demasiado obsequioso, y además el periodista era de

raza plebeya como ella. Con Fonreau, había que decir «Fonre-

au» a secas… ¿Un duque?… Un verdadero duque al que ella

podría colgar una llave de chambelán en la espalda, un gran se-

ñor que no tendría el derecho de hablarle como amante, que se

plegaría a sus órdenes y a sus caprichos, un aristócrata converti-

do en esclavo, sería la envidia de todas las parisinas.

Eso no era todo.

La Limousine que – en su vida galante – había tenido que

soportar las humillaciones que le infligía su clientela, saboreaba

el violento disfrute del odio... Esa joven que, en apariencia, hab-

ía permanecido insensible a las picardías de las cervecerías y

que, ascendiendo hasta el medio mundo, había sufrido despre-

cios más íntimos, pero no menos sangrantes, de los vividores de

corbata blanca, esa descastada, cansada de todo, ponía su orgu-

llo de nuevo a relucir. Realmente, estaba orgullosa de recibir en

121

su casa a los amantes de sus peores días y de presentarse ante

ellos como una providencia bendita – una gran artista cuyo ta-

lento ellos alabarían y que serían su publicidad viviente.

En medio de su lujo deslumbrante, la Limousine se acor-

daba de la primera semana de su llegada a Paris.

En Limoges se decía que el dinero se ganaba sin proble-

mas bajo el cielo parisino.

Anna, cuyos padres mendigaban su pan, conoció a un via-

jante de comercio de un gran almacén de la capital. La mucha-

cha vendía flores para vivir. Era muy bonita. El viajero compró

para ella un vestido de seda, ropa interior, un sombrero, botines;

Anna estaba encantada de su metamorfosis. La pequeña vende-

dora de ramos tenía aires de dams. Su amante– un gran idiota,

que aparte de las franelas de las que proveía a provincias – le

gustaba con su labia escandalosa y sus maneras altivas tratar al

cliente de provincias. Tenía un olor a Paris del que ella no podía

desprenderse, un olor de fiestas y lujuria que turbaba su espíritu

y despertaba su sexo de mujer.

Su padre y su madre acababan de ser condenados a pri-

sión, por robo, por el tribunal correccional de Limoges. Por mu-

cho tiempo, Anna estaba sola en el mundo. Suplicó a su amante

que la llevara a Paris: partieron.

La parranda – una parranda endiablada– duró dos días; el

tercero, la Limousine se encontró en el pavimento de París, sin

dinero y sin protector. Se puso entonces a recorrer la ciudad y

viendo que otras muchachas hablaban a los transeúntes, quiso

imitarlas. Se detuvo en la calle de Amsterdan. Lloró tan fuerte

que el agente de policía tuvo piedad de ella y no la detuvo.

Pero a partir de esa noche, la joven se volvió práctica. En

menos de tres años, tuvo muebles en su apartamento de la calle

Clapeyron; dos años más tarde – gracias al patronazgo de Fon-

reau, se convirtió en la amante de un viejo marqués; el marqués

era avaro; ella lo abandonó por el general Bercoff.

Rica, casi célebre, Anna había conquistado su posición a

base de servilismo; y mujer de temperamento, experimentaba

goces secreteos esclavizando a los amos de antaño. Quería sobre

122

todo a esa aristocracia desdeñosa y difícil que la había tratado –

decía ella – como no se trata ni a una negra ; quería a esas no-

bles damas que las noches de Ópera, pasaban ante ella con ros-

tros insultantes… Ella, una artista…

Era rica por fin. Los periódicos hablaban de sus fiestas: el

salón de pintura acogía sus envíos, obras mediocres que hacía

retocar por pintores que conocía. Pues bien, a pesar de ese lado

artístico del que se glorificaba, la alta sociedad no le perdonaba

haber nacido pobre con la necesidad de ser impúdica parta hacer

fortuna.

–Cuando sea más famosa, tendré un príncipe por lacayo…

Las damas galantes que debutan en la vida parisina tienen

criadas a tres francos setenta y cinco céntimos por día: la señori-

ta Anna tenía por lacayo y por criado a un duque, mientras espe-

raba algo mejor.

–Tráeme algún gran señor aburrido, había dicho a Fonre-

au… Eso me distraerá…

El periodista había satisfecho el deseo de la Limousine, sin

sospechar los deseos de revancha, la necesidad de humillar a los

grandes que se habían burlado de ella.

La bella Anna tenía por fin a su hombre. Para hacer revivir

su odio, una noche se fue a pie, muy cerca de la estación Saint-

Lazare, en esta misma calle Amsterdam donde sus parejas de

antaño pedían al vicio el pan de todos los días… El escándalo

era mayor todavía… Eran muchachitas de doce y quince años

que hacían el infernal comercio, como en Londres, en el barrio

de Haymarket… Anna fue presa de un gran desprecio por esa

capital siempre impotente en encontrar el medio de evitar a las

demás los disgustos y las vergüenzas que ella misma había so-

portado…

En el rincón de la calle de Milan, observó a una morena

que se apartó para dejarla pasar.

–Toma, mi pobre niña, ve a dormir sola… más te valdará–

dijo ella obligándola a aceptar un puñado de oro.

La muchacha lloraba. Anna le dio dos besos en las meji-

llas.

123

–Pon de patitas en la calle a todos tus hombres… Este di-

nero es para ti… solo para ti… Duerme bien toda la noche…

Veras como es bueno dormir sola…

Luego, la dama regresó a su palacete, mientras que la jo-

ven puta asombrada y alegre se encaminaba hacia lo alto de

Montmartre.

Las lámparas estaban iluminadas en el gran salón de la

Limousine. El duque Frédéric, vestido por completo de azul, un

azul del color de las colgaduras y los asientos del apartamento,

esperaba a Anna.

El hombre tenía el aspecto de un mueble.

–Buenas noches, mi querido duque, ¿se encuentra bien

aquí? – preguntó Anna, saludándole irónicamente con la mano.

La pregunta era obvia; besó a Frédéric.

–Muy bien… muy bien.. – dijo él acariciando su bigote.

–¡Ah! tango mejor… Es medianoche… El general va a

venir… Veamos su menú de la cena…

El aristócrata mostró una sonrisa beatífica:

–Hoy me he concedido un permiso, querida, pensaba que

vuestro maitre de hotel…

–Amigo mío, necesita ser útil…

El duque se puso muy pálido:

–Yo no soy un criado, señora…

En su turbación Frédéric tropezó con un jarrón de Sèvres

que se rompió al caer al suelo.

–¡Torpe! – gritó la Limousine… Pero recoja los trozos…

Él se bajó maquinalmente; y después de haber reunido los

despojos de la porcelana, puso cara de retirarse.

–¿Adónde va? preguntó Anna… ¿Está usted loco?...

Anna se había sentado sobre un diván, en todo el estallido

de su magnífica belleza. Se había hecho peinar en la Récamier;

sus cabellos negros y brillantes enmarcaban sus mejillas frescas

y rosas; una camelia banca completaba ese peinado. Su vestido

azul, dejaba percibir su blando y firme pecho. Pareció ser indife-

rente a la sombría cólera de Frédéric y murmuró con gestos mi-

mosos:

124

–¿Duque, piensa usted que el general me encuentra bonita

así?... Bercoff es muy difícil… ¿Tengo algo de Judy en Lili,

verdad?

El Sr. de Lormont bajó la cabeza:

–Mi pequeño duque, le he disgustado… Soy una tonta..

Vamos, venga a besar,e…

Frédéric levantó los ojos:

–Es usted feroz, señora…

Pero ese ligero matiz pronto fue disipado. Anna volvió a

encontrar su graciosa sonrisa. Su perro– un perillo de pelo riza-

do saltó sobre sus rodillas. La Limousine acarició al perro un

momento, y luego, esbozando un semicírculo con sus manos:

–Frédéric, me aburro… Dígame cosas amables… ¿No sa-

be nada nuevo?... Un aristócrata debería tener un montón de

aventuras para distraer a su dama: ese montón debiera evocar las

bomboneras de los viejos marqueses y a los viejos duques em-

polvados… ¿Francamente, no tiene nada que decirme?... Enton-

ces, cánteme algo…

El duque se puso al piano y comenzó el preludio de un

vals de Strauss. Anna lo interrumpió:

–No… eso no… La canción de Fleurette… El viejo ro-

mance tonto que cantaba la duquesa, el día de su boda…

Ella cantó:

Escúchame bien , mi Fleurete,

El rey viene mañana al castillo:

Una gran fiesta se promete,

Y el cortejo que se prepara

Por la Virgen, tendrá brillo…

–Ahora usted, Frédéric…

Y ambos unieron sus voces:

Si el rey dice: os adoro;

Yo le diré: Yo os honro…

Y mis ojos no verán más que a ti;

125

Y mis ojos no verán más que a ti…

–Caramba, mi querido duque, – dijo Anna– hace quince

días que estamos juntos y todavía no me ha dicho: «Os adoro»...

Frédéric sonrió. Ella lo envolvió con una mirada turbado-

ra; y como él le tendía sus brazos que temblaban bajo el deseo,

ella prorrumpió en carcajadas.

Y mis ojos no verán más que a ti…

Suspiró ella aún con voz llena de sarcasmo y desdén.

Se anunció al general Bercoff, con su alta estatura y los

largos bigotes que destacaban en su rostro, imponía a su gente.

Anna fue hacia él muy apresurada; él la rechazó casi brutalmen-

te y, respondiendo apenas al saludo del duque, se paseó por el

salón sin decir palabra.

–Es el momento de desfilar –murmuró la Limousine al oí-

do de Frédéric– ¿Tiene dinero para cenar?... Tome, aquí tiene

dos luises.

El duque los rechazó y se dirigió a la puerta.

–Hasta la vista, general…

–Buenas noches, señor… Buenas noches…

Cuando Frédéric abandonó el palacete, Anna se aproximó

al ruso.

–Amigo mío, has hecho una tontería…

Bercoff se alzó de hombros:

–Bebé, no me importan tus fantasías, pero realmente ese

duque me irrita… Fonreau al menos era divertido…

–¿Crees que el gran señor me divierte?... Yo estaba feliz

humillándolo un poco, porque él y sus semejantes me han humi-

llado bastante. Me gustaría recuperarlo para echarlo a mi mane-

ra…

–¿Entonces, no lo amas?

–Anna se alzó de hombros.

126

–Lo desprecio, eso es todo… Fíjate ¿quieres que te dé una

idea de nuestros aristócratas parisinos y que te muestre que,

cuando caen, caen más bajo que las putas?

–¿Qué vas a hacer, bebé?

–Voy a escribir al duque de Lormont que el general estaba

de mal humor y que su cólera ha pasado; voy a decirle que lo

esperamos a cenar, mañana por la noche, con Fonreau y toda la

banda… El duque olvidará todo; será de los nuestros…

–Bien… escribe, será divertido…

Al día siguiente, el duque Frédéric había retomado su lu-

gar en la mesa; y el general lleno de desprecio decía:

–El aristócrata encerará mis botas en el momento adecua-

do…

127

XIII

A comienzos de octubre, Samuel Heymann regresó a

París. Durante sus viajes a través de Europa, el joven había in-

tentado alejar en vano la visión de las horas pasadas. Más que

nunca, amaba a Marcelle. Era necesario que esa mujer se entre-

gase a él, no como una mártir y como una suplicante, sino como

una mujer cuyo corazón latiese con su cercanía y que no perma-

neciese insensible y glacial ante sus ardientes caricias. Samuel

tenía un remordimiento: se reprochaba haber intervenido en la

salvación de Frédéric… El duque condenado por el juzgado de

instrucción, el falsificador hubiese desaparecido de París… La

mujer quedaría sola… Samuel se convertiría en el amo de la

situación… La duquesa tenía el alma demasiado altiva para no

arrojar de su vida a un delincuente.

Heymann se decía que él había actuado como un colegiar

comprando a esa mujer, y que el único medio práctico de con-

quistar a la esposa hubiese sido dejar ensuciar al marido. Enton-

ces, él se habría convertido en el consolador, intentando hacerse

perdonar su primera negativa; en lugar de actuar como un amo

imperioso y brutal, habría podido disculpar dulcemente su cau-

sa… La vergüenza pesando sobre la familia, el aislamiento de

Marcelle, las preocupaciones de la madre pensando en el triste

provenir de su hijo, su amor por él, su amor y su desinterés,

hubiesen hecho la tarea más fácil.

A la viuda humillada, arruinada, expulsada de todas par-

tes, a la burguesa llena de desprecio por el condenado, a la ma-

dre aferrándose a la vida por el recuerdo de su hijo, ante la mu-

jer tan aislada que ni una mano amiga hubiese apretado la suya,

él aparecería como un amigo y como un protector. El amor nace

a veces de la gratitud: la mujer lo habría amado por su valor y su

bondad.

Hoy, era demasiado tarde.

Entonces, Samuel, impotente en vencer su amor, pensó en

convertirse en el esposa de la señorita Jeannine, la prima de la

duquesa. Gracias al parentesco, se introduciría más íntimamente

128

en la existencia de Marcelle. Si Marcelle se negaba a amarlo, al

menos tendría el consuelo de vivir cerca de ella, tener libre en-

trada en su casa, y tal vez la esperanza de vencerla a base de

tiempo y caricias.

Se enteró de las relaciones de Frédéric con Anna La Li-

mousine.

–Decididamente –se dijo – mi hombre se hunde solo… No

necesito influir…. Unos meses más y el aristócrata será detenido

por la policía en un tugurio…. Vamos, es la lucha de las finan-

zas contra la aristocracia… La aristocracia se suicida… Espere-

mos su fin…

Heymann estaba sumido en estas reflexiones, cuando su

mayordomo le entregó una tarjeta.

–El duque… Muy bien… Conduce al señor al salón…

El criado se retiró. Samuel le llamó vivamente:

–¿Moisés?

–Señor…

–He cambiado de idea… Haz entrar al duque en mi despa-

cho…

Samuel no se había dado cuenta al principio que el retrato

de la duquesa de Marcelle ocupaba el lugar de honor en su

salón.

–¡Ah! mi querido Samuel, que feliz estoy de verte… ¿Qué

hay de nuevo?... ¿y ese viaje?...

–Sin novedad, querido duque…

Los dos hombres se estrecharon la mano.

Frédéric observó una caja de cigarros y se preparó para

fumar.

–¿Me permites?

–Por supuesto…

–He vivido un poco solo, durante tu ausencia… Toda la

familia estaba en Bareuil…

–¿Ya ha regresado la duquesa?...

–Sí… Le he anunciado tu llegada… ¿Cenas con nosotros

esta noche?...

–Gracias… no… esta noche no.

129

–¿Siempre tan modesto?...

Samuel reprimió una sonrisa.

–Pero, excelente Frédéric, has debido pasar un verano

horrible en París…

–He hecho nuevas amistades…

–¡Ah!...

–Ya te contaré todo eso…

–Anna… La bella Anna, ¿verdad?

–¿Cómo?... Lo sabías…

–He visto a Forneau en los Artistas-Reunidos. Todo un ti-

po, ese general Bercoff…

–Un oso…

–¿Has tenido quejas de él?

–Ni me quejo… ni lo alabo…

–Confiesa… ¿El ruso te ha hecho algo?...

–Una historia de celos…

–¿Estás enamorado?

–Como un loco…

–Vaya… Fonreau me decía…

–Fonreau es un imbécil…

–En resumen, que vivías muy bien en casa de la señorita

Anna….

–Extraordinariamente bien…

–Has engordado…

–¡Oh!...

El duque había enrojecido un poco. Siempre fumando su

cigarro, continuó:

–Al principio, tuve algunos escrúpulos idiotas… Comer en

la mesa de una mujer, eso me parecía casi escandaloso; pero,

Anna La Limousine es una artista… Tiene unos bibelots magní-

ficos… Los verás… Te la presentaré dentro de unos días…

–¿Anna ha dejado París?....

–El general la ha condenado a pasar una semana en Niza,

en su compañía. Fonreau y yo cenamos de vez en cuando en el

palacete… La Limousine es una mujer original… tiene mucho

talento… Un bonito talento de pintor aficionado…

130

–Recitas eso como un cura su breviario…

–Sobre todo, Samuel, ni una palabra…

–Puedes estar tranquilo….

–¡Un hombre casado!... Ya entiendes…

–Entiendo…

Samuel Heymann se puso serio.

–Frédéric…

–¿Amigo mío?...

–Necesito de ti y de tus consejos…

–¡Ah! bah!...

–Voy a confesarte algo… Me ves sonriente, rico hasta po-

der llenar los bolsillos tan fácilmente como tú mismo los vacías;

me ves soltero, con buena salud y te dices: Samuel es feliz… El

tunante de Samuel… ¡qué afortunado!... Sin embargo, Frédéric,

soy el hombre más desdichado de París…

–Vamos… Menuda broma… No estás enfermo… Quizás,

quizás… estés enamorado, amigo mío?

–Estoy enamorado…

–¿Una mujer casada?... felicidades…

Heymann mostró un rictus amargo. Su cabeza rubia se in-

clinó sobre el respaldo de su sofá.

A esta pregunta, que Frédéric le arrojaba bruscamente a la

cara con una sonrisa de obsceno sinvergüenza, dando él mismo

respuesta a su pregunta, Heymann respondió:

–No del todo…

–¿Una actriz, entonces?

–Menos aún…

–Quieres sentar la cabeza… Quieres casarte… ¿Jeanni-

ne?... Lo he adivinado…

–Precisamente… Amo a la señorita Jeannine Parcellier.

El duque se levantó lleno de entusiasmo.

–Mi querido Heymann, soy un imbécil… Habría debido

adivinarlo de inmediato… Somos amigos, vamos a ser herma-

nos… Mi esposa estará contenta sabiendo la noticia… Regreso a

la calle Rochechouart…

–Un poco de calma, –dijo Samuel.

131

–¿Calma?... ¿por qué esperar?... Estás aceptado por ade-

lantado…

–¿Estás seguro de eso?

–Absolutamente seguro…

–Yo sin embargo tengo mis dudas… La señorita Jeannine

es católica; yo soy judío… La duquesa tiene una gran influencia

en el espíritu de la señorita Parcellier… Si la duquesa quisiera

ayudarme…

–Te ayudará… ¿Quieres que advierta a mi esposa que de-

seas tener una entrevista con ella respecto de Jeannine?

–Eso es…

–No te preocupes… el matrimonio marchará rodado…

Ese día, hacia las tres, Samuel Heymann se presentaba en

la calle Rochechouart.

–Estoy un poco indispuesta– había dicho Marcelle a su

marido… El Sr. Heymann hubiese podido posponer su visita

para otro día…

–Se trata de un matrimonio…

La criada introdujo al Sr. Heymann en el salón.

–Te dijo – le dijo que duque– Hasta pronto, primo… voy a

tomar una caña…

Permanecieron un momento sin hablar; Marcelle bajó la

cabeza. Fue el joven hombre quien rompió el silencio:

–Señora –murmuró con voz trémula– soy muy feliz…

muy feliz de volver a verla… he sido culpable con usted… ¿Me

perdonará algún día?...

La duquesa miró con tal desolación a Heymann, que este

temió verla desmayarse.

–Señor – dijo ella – si usted tuviese un poco corazón, me

hubiese ahorrado la vergüenza de su presencia… Creía que Dios

pondría término a las torturas que usted me ha impuesto… Con

usted, señor, el único medio de acabar, es matándome… estoy

dispuesta…

–¿Morir?... ¿usted, morir?... ¡Oh! no, usted no hará eso…

El tono de la voz de Samuel cambió bruscamente.

132

–Duquesa, ¿una pregunta?... ¿Piensa realmente que me ca-

sa con su prima por amor?... Sería una espantosa mentira y usted

es la única mujer a la que no quiero mentir… Convirtiéndome

en el marido de Jeannine, salvo las apariencias y permanezco

siendo su amante… Así le evito la molestia de que venga a mi

casa… ¿Qué dice usted, señora, de mi proyecto?...

Marcelle se ocultó el rostro entre sus manos:

–¡Oh! ¡Es usted infame!... ¡Lo odio!... ¡Lo odio!... Usted

me inspira horror…

Luego, en un esfuerzo supremo, la mujer se levantó:

–Ese matrimonio nunca tendrá lugar, señor… Si fuese ne-

cesario lo contaría todo… y luego me mataría… Ahora, retíre-

se… Váyase… Se lo suplico…

Heymann se cruzó los brazos y permaneció impasible.

–No tiene piedad por una mujer que llora y ruego a Dios

que caiga toda su venganza sobre usted…

–Insúlteme… Desprécieme. Yo la amo, la amo… ¿Dice

que no le inspiro más que asco?... ¿Cree acaso que no me horro-

rizo de mi mismo?.... Usted no sabe todo lo que he sufrido tra-

tando de vencer la infernal pasión que está en mi… Usted no me

ha visto en mis noches enloquecidas, buscándola, llamándola

por todas partes… La amo… La quiero… Si mi padre viviese y

me impidiese estar con usted, mataría a mi padre…

Hablaba con la garganta oprimida; un sudor helado dis-

curría por su frente.

–Dice usted que no tengo piedad; y usted, señora, ¿tiene

usted piedad de mí? El deber… El deber… ¡Oh! Lo sé… Usted

es una valiente, una sacrificada… No es un hombre, es un loco,

un pobre loco el que ha sido su verdugo… Mi amor no es un

amor de novela; soy cruel porque estoy enfermo, enfermo por

usted, enfermo a causa de usted… He tomado a la más santa de

las esposas, la más maternal de las madres, y a esa mujer que he

mancillado, la respeto como respetaba a mi madre… ¿Es culpa

mía si hago mal?... Respóndame pues… Dígame que soy cruel

porque soy débil… Tenga piedad de este desgraciado que los

millones lo aplastan, del que París alaba los goces y placeres y

133

que se encierra completamente solo para llorar por su vida… Su

fría mirada me apena… Es espantoso…

Samuel se adelantó hacia la duquesa y la tomó de las ma-

nos.

Marcelle retrocedió, espantada.

–Salga, señor, o llamo…

–Atrévase –dijo él con una ironía llena de angustia…

El Sr. Parcellier estaba radiante con la idea de esa boda in-

esperada. La propia Jeannine no podía callar su alegría… Ya, la

joven se veía gran dama en París… La Señora de Samuel Hey-

mann, ese apellido sonaba más alto que el de una princesa. Los

Heymann poseían toda la tierra… Había Heymann en París, en

Londres, en Berlín, en Viena, en San Petersburgo. Esos colosa-

les banqueros prestaban dinero a los emperadores; las Repúbli-

cas debían contar con ellos…

El burgués de Bareuil casi pierde la razón, el día en que

Samuel, acompañado de Frédéric, fue a pedirle la mano de su

hija. En su orgullo de campesino, que consiguió una buena posi-

ción a base de trabajo y ahorros, el hombre del Norte exclama-

ba:

–Será una boda de reyes…

Y como el duque objetaba que Samuel era de religión jud-

ía, el hombre se frotaba las manos:

–El cura de Bareuil convertirá al Sr. Heymann…

–¡Ah! tío Parcellier, – continuó el duque – puede usted

alegrarse de haber nacido bajo una estrella… ¡El suegro de Sa-

muel Heymann!... Va a poder hacer llover y que salga el sol…

Aconsejará a su yerno a que retome la actividad bancaria… Un

despacho desde París a Londres, desde Londres a Berlín, a Vie-

na… y Listo… Las cartas están echadas… Los Heymann son

honestos, sin que la República viese en ello nada malo… Tío, se

convertirá en un hombre célebre…

Toda esa verborrea encantaba al Sr. Parcellier.

El propio cura de Bareuil adoptaba aires de triunfador. Je-

annine había ido al presbítero a contarle la noticia y el sacerdote

134

se enorgullecía con la idea de que el Sr. Heymann, por amor a su

novia, abrazaría la fe católica. La cosa parecía más o menos de-

cidida: El Sr. Heymann debía recibir el bautismo el mismo día

de su boda. Ese judío –el primero de entre los judíos– daba un

ejemplo admirable…

El sacerdote levantaba los brazos al cielo:

–Oficiará Su Eminencia de París…

Solamente el tío Louis Le Vasseur permanecía al margen:

–Esa boda organizada por el duque –dijo a su viejo amigo

– no me inspira nada bueno… En tu lugar, Parcellier, descon-

fiaría… Apenas conoces a tu futuro yerno…

El Sr. Parcellier se encogía de hombros;

–¿Un Heymann faltar a su palabra?... ¿Piensas eso?... Le

Vasseur, tus sospechas son insultantes…

–La aristocracia me ha enseñado a desconfiar de las finan-

zas…

–Viejo tonto, va…

En ese momento, Samuel y Jeannine pasaban delante de

las ventanas del Sr. Le Vasseur. Los novios aprovechaban un

bonito día de invierno. Iban por los caminos del pueblo, él un

poco soñador, ella tan deslumbrante y orgullosa, que la alegría

de la señorita iluminaba sus dos frentes y los vecinos murmura-

ban al paso:

–¡Qué felices son!... ¡Qué fortuna para Bareuil!...

El padre de Jeannine al no querer importunar su charla, les

hizo una señal amistosa con la mano:

–¿Eh? ¿Qué dices tú, Santo Tomás? – exclamó con aire

sarcástico, golpeando rudamente el hombro de su camarada.

–Perdóname, Parcellier… Dame tu leal mano como prueba

de olvido… Marcelle es tan desdichada con el amigo de tu yer-

no, que lo que toca ese hombre me parece sucio y vil…

–Frédéric parece sentar la cabeza…

–Sí… la sienta muy alegremente… Aún el otro día, en

París, se decía que el miserable vive a expensas de una casqui-

vana… un chulo… La madre tiene vergüenza, oculta sus lágri-

mas y su desesperación a su nuera… Marcelle, a Dios gracias, se

135

niega a creer que su señor haya caído tan bajo… Y sin embar-

go…

–Louis, siempre exageras… Por demás, después de su bo-

da, Jeannine acudirá en ayuda de su prima… Tú también ayu-

darás un poco… ¡Qué diablos! ¡no eres un tigre!... Tu sobrina ha

llorado demasiado…

–No… no… esto se acabó… bien acabado… No quiero

arruinarme por culpa de ese duque… Marcelle no tendrá ni un

centavo mío en tanto ella sea incapaz de echar a ese hombre de

su casa…

Con un refinamiento sin igual, Samuel se iba enterando

poco a poco de la pasada existencia de la mujer que adoraba.

Jeannine se convertía en su inconsciente cómplice.

–¿Entonces, la señora Marcelle nunca leía novelas, señori-

ta?

–No, señor, jamás…

–Nadie la había cortejado antes que el duque…

–¡Oh! sí… pero el duque estaba tan enamorado…

–Ella debía ser muy bonita…

–Sí, señor Samuel… Marcelle era muy bonita, con sus

grandes ojos y sus rubios cabellos…

–¿Acaso no la encuentra más bella hoy?... Se diría una re-

ina… Y sus ojos negros son más luminosos aún que los diaman-

tes que llevaba en los bailes del barrio Saint-Germain…

Pero temiendo ir demasiado lejos, el joven matizaba:

–Si le hablo así, señorita, es que encuentro en usted todas

las simpatías y gracias de su prima… La duquesa es casi una

vieja dama ahora…

–¿Vieja?... señor, bromeáis… Marcelle apenas tiene vein-

ticinco años…

–Pero usted no tiene más que veinte, señorita…

–La duquesa ha sufrido mucho…

Heymann lo quería saber todo, como se había educado

Marcelle con sus padres, lo que le gustaba y lo que odiaba sien-

do niña, los vestidos que ponía, las canciones que cantaba, los

juguetes que prefería. Revivía la vida de su amante para persua-

136

dirse a sí mismo que ella le había pertenecido desde hacía mu-

cho tiempo.

Y actuando de ese modo, Samuel se creaba una existencia

para él en la propia existencia de Marcelle. Se complacía en cre-

er que había sido compañero de juegos de la chiquilla, el testigo

y el actor de esas mil naderías que entristecen y regocijan la in-

fancia. En esta turbadora evocación del pasado, el amante tenía

súbitas alegrías que disimulaba ante la señorita.

Jeannine decía:

–¡Oh!, señor Samuel, usted hace que evoque en mi memo-

ria una aventura… yo era muy pequeña, pero recuerdo todo lo

que pasó… Al principio tuvimos miedo, y luego nos reímos con

todo nuestro corazón… Un día, Marcelle… ¿pero no lo aburro,

señor?...

–No… no… hable… hable…

–Marcelle se había bañado en la fuente que ve usted allí…

Un travieso muchacho de Bareuil le robó su ropa… incluso su

camisa… Mi prima gritaba tanto como podía… Pedimos auxi-

lio… La casa del tío Julien estaba demasiada alejada para que se

tuviese tiempo de ir a buscar un nuevo vestido a la pobrecilla…

Mis ropas eran demasiado pequeñas… Marcelle rechazó la ropa

de las granjeras…

–¿Entonces?

–Entonces, se rodeó a Marcelle con una gran sábana… se

la llevó a la casa en una carreta de bueyes tapada con unas ramas

verdes… Yo coloqué una corona de rosas en la cabellera de mi

prima…El granjero caminaba delante de sus animales, con el

varal en la mano: las mujeres del pueblo formaban una escolta…

Marcelle, acostada en la carreta en un colchón de verdor, reía al

verse así transformada en diosa…. Con la sábana, parecía dos

veces más alta… y bonita… Se hubiese dicho una estatua de

mármol… o una aparición… Pero me equivoco, señor, contán-

dole semejantes historias… ¡Qué dirá la duquesa, si supiese que

me he permitido… Estoy avergonzada…

Los sentidos de Heymann se habían tranquilizado; su ima-

ginación se vio dolorosamente quebrantada. El insensato incluso

137

iba a inventar para alimentar unas manchas en la adolescencia

de la mujer amada. Viéndola inmaculada, el marido indigno no

le parecía más que una comparsa… El marido ya no existía.

Solo, él era el único en haber comprendido todos los encantos,

todas las seducciones de esa alma sin mácula, de ese cuerpo de

formas admirables en cuyos misterios intentaba todavía profun-

dizar.

Exaltado como un mártir, ese descendiente de una raza tan

dueña de sí mismo que, durante dos siglos, se había controlado

al punto de doblegar sus pasiones y de edificar sus deseos a una

voluntad imperiosa que la condenaba a no salir de un círculo

delimitado por adelantado, ese descendiente sufría de todos los

amores y de todos los odios.

Ellos, los antepasados, habían permanecido armados con-

tra los peligros y las seducciones del mundo. Las mujeres ex-

tranjeras habían sido bellas, extraordinariamente bellas; las pre-

tendientes extranjeros habían sido príncipes de sangre real… La

tribu había permanecido cerrada.

Hasta el día del matrimonio de lord Ratersy con la hija

mayor del Sr. Heymann de Londres, la familia había permaneci-

do fiel a sus creencias, grandiosa y victoriosa.

Mientras las otras descendencias, golpeadas por las heren-

cias fatales, se hundían bajo los golpes del destino, solamente la

raza de los judíos millonarios que el mundo entero bendice a

causa de su caridad, permanecía indemne, luchando contra la

naturaleza y sus maleficios. Y hete aquí que, bruscamente, la

fortaleza se había debilitado y que, por segunda vez, un Hey-

mann se enfrentaba a la ley familiar.

Respondiendo a una carta amenazadora de su tío abuelo de

Berlín, Samuel había escrito:

«No me casaré con mi prima de Londres… Amo y deseo

casarme con otra mujer… No me siento con fuerzas para obede-

cer la ley que nos prohíbe amar y unirnos fuera de nuestra fami-

lia…»

138

Sí, todos los frutos de una selección tan larga y fecunda se

hacían polvo. El Judío, víctima de nuevas condiciones sociales,

se convertía en un hombre como los demás. La fisiología irritada

parecía tomar una revancha terrible anulando el espíritu de vo-

luntad que la línea ancestral había transmitido tan fuerte y tan

intensa.

Samuel Heymann estaba dispuesto a casarse con Jeannine,

para facilitar sus relaciones criminales con la duquesa. Todavía

se veía gozando en paz de su dicha. Poco le importaba destrozar

a esa jovencita –muñeca insignificante – que serviría de máscara

al adulterio ignorado por todos…

Y sin embargo, trató de luchar todavía: quiso controlar sus

sentidos. De regreso a París, se encerró en su palacete, no sa-

liendo más que por las noches para recorrer los garitos y los

restaurantes de los bulevares. Se emborrachaba, él que no bebía

nunca; tuvo amantes en el mundo del teatro, él que despreciaba

los amores fáciles; se hizo jugador, él que aborrecía el juego.

Mujeres, vino y juego se disiparon en humo…

Esas locuras duraron una semana.

El hombre estaba vencido, impotente, desarmado. En sus

noches turbadoras, en medio de las obras maestras de su lujo

artístico, de esos mil objetos preciosos, de los recuerdos de fa-

milia y de la infancia, Samuel buscaba a Marcelle: la veía siem-

pre y por todas partes.

Ella acudía a él, sonriente y preciosa: el personaje ficticio

tomaba movimiento y vida… La carne enloquecida de deseos,

cansada de tanto horror y de sufrimiento, gemía… Y era en va-

no, que, como Jacques Clément en la aparición de Marie de Lo-

rraine, Samuel gritaba: «¡Dios mío, aléjame de esta visión!...»

El duque le vio así; y como tenía que explicar la alteración

de esa voz antes tan dulce y la máscara atormentada de ese ros-

tro, Samuel le explicó que sus parientes estaban haciendo todo

lo posible para retardar su boda.

–Yo envío de paseo a la familia – concluyó enérgicamen-

te.

139

Los Lormont cenaban a menudo en Bareuil, en casa del Sr.

Parcellier, en compañía de Samuel Heymann.

Una noche, Samuel y Marcelle se encontraron solos en el

salón. El amante ya amenazaba a la mujer con la mirada. La

duquesa llamó:

–¡Jeannine… Jeannine!...

La señorita Parcellier charlaba en el comedor con Frédéric

que la cumplimentaba por su bonito vestido. Ella acudió. Su

rostro estaba púrpura; ponía la mano en su corazón para apaci-

guar los latidos.

–¡Oh! Marcelle, que miedo me has dado… Creía que te

encontrabas mal… ¿Por qué has gritado tan fuerte?...

Luego, viéndolos a los dos muy tranquilos, la joven añadió

con una graciosa sonrisa:

–Sois unos malvados que habéis querido asustarme…

Algunos días más tarde, Anna la Limousine tuvo una idea

loca.

El duque, que ya había olvidado los desprecios, almorzaba

cara a cara con su dama.

Se servía el café.

–Mi pequeño duque, –dijo ella vivamente – me has prome-

tido enseñarme tu apartamento… Quiero aprovechar la ausencia

de tu esposa… Iré hoy a la calle Rochechouart… Está dicho,

¿verdad?...

Frédéric se esforzó en dar todo tipo de razones, su temor

de ser sorprendido, la poca curiosidad que ofrecía la pobre casa,

pero Anna se mantenía en sus trece.

–Vete delante, mi duquesito… A las tres llamaré a la

puerta… Esperaré en la calle; desde tu ventana me harás la señal

para que pueda subir…

Hacía un momento que ellos estaban allí, ambos, en la

misma habitación de Marcelle. Anna, con un gran vestido de

terciopelo rojo adornado con unos encajes y un sombrero de

plumas, se había sentado indolentemente en un sofá; Frédéric

fumaba un cigarrillo.

140

–Es bien fea tu casa, –murmuró la dama bostezando –

¡Pufff!... ¡qué fea es!...

–Frédéric – dijo ella – ¿qué piensas tú de esta frase que los

clérigos lanzan a los cuatro vientos: « Cristo no tenía ni una pie-

dra donde reposar su cabeza…»

–No comprendo…

–No comprendes…. Pues bien, querido amigo, hay miles

de mujeres en París, putas, como dices tú, que no son más feli-

ces que Jesucristo… Aparte de la comisaría de policía, esas pu-

tas no tienen un lecho donde reposar su cuerpo, si la fantasía o el

asco las empuja a dormir solas, aunque no fuese más que una

noche… Yo he sido una de esas putas; y a veces me suben olea-

das de odio del que no puede defenderme…

El duque iba a responder, cuando el ruido de la puerta que

se entreabría le hizo saltar.

–Mi esposa… ¡oh! estoy perdido…

La duquesa estaba de pie ante ellos.

–¡Salga, desgraciada!... ¡salga! –exclamó Marcelle enlo-

quecida.

–Me quedo –replicó fríamente la otra.

El rostro insolente, el gesto cínico, Anna añadió:

–Señora, mi visita tal vez la sorprenda… Su sorpresa no

durará… He venido para ver donde se gasta mi dinero… Yo

mantengo el hogar de una duquesa; y cuando se paga, al menos

se tiene el derecho…

–¡Ah! es usted, señora, quién…

–Sí, soy yo… La Limousine…

Frédéric, completamente pálido, intervino suavemente.

Anna todavía hablaba. Pero la mirada de la mujer que se

plantó sobre ella, la hizo desfallecer bruscamente. Una oleada de

lágrimas brotó de sus ojos: estuvo a punto de ponerse de rodi-

llas.

–Perdón… señora… Me retiro… ¡Oh! pobre mujer, es us-

ted muy desdichada –suspiró con voz estrangulada.

Luego, con la mirada irritada, la boca torcida bajo el insul-

to, pasó ante el hombre:

141

–¡Cobarde que no me has arrojado de tu casa!

Y como él no respondía, blandió su sombrilla y lo abofe-

teó.

143

XIV

»Bareuil-sur-Oise 15 noviembre 1882,

»Soy feliz, mi querida prima, de poder desahogarme en un

corazón amigo… Ayer aún, mi novio ha venido a casa; y, como

siempre, hemos charlado mucho rato de ti. El Sr. Samuel te res-

peta y te venera… Encuentra palabras brillantes para alabar tu

devoción y abnegación… Realmente, es para estar celosa…

¿Celosa de ti?... Qué tontería… ¿Acaso no eres la hermana, la

hermana mayor que antes reemplazó a mi madre perdida?... Sí,

tú, tan grande y tan valiente en el infortunio, te miro y te admi-

ro… Entrando en esta nueva vida, me esforzaré en imitarte…

»Marcelle, comprendo todos tus escrúpulos y agradezco al

ángel guardián que, el otro día, me decía: El matrimonio es un

asunto serio… ¡Oh! conozco el sentimiento que dictaba tus pa-

labras… El Sr. Samuel es tu benefactor, el salvador de Frédéric;

y, aunque tú seas la más agradecida de las mujeres, tratabas de

olvidar ese gran favor en beneficio del porvenir de tu pequeña

prima…

»Yo leía esto en tus ojos: «¿Lo amas?» Y luego esto

«¿Estás segura de ser amada?»

»No temas, mi buena Marcelle, amo y soy amada… Ya

me siento por completo de Samuel… Desde el día en el que

temblé bajo su mirada, he comprendido que Samuel era el único

hombre al que podía amar…

»Y ya ves, no es el capricho de una colegiala… Este amor

que me ha invadido de golpe, no lo he razonado… Me ha pare-

cido que todo mi ser se abría a un goce que descendía del cie-

lo… El Sr. Heymann me jura que me ama: No necesito juramen-

tos… Si supieses que dulce y turbadora es su voz… El Sr. Hey-

mann es bueno; es generoso… Esta mañana, nos paseábamos

por la ruta de Beauvais: una anciana pasó a nuestro lado ten-

diendo unas manos suplicantes: mi novio me dio cien francos

para ella… La mendiga no lo podía creer; y a lo largo del cami-

144

no, nos ha seguido con un hosanna de alabanzas y bendicio-

nes…

»Samuel acaba de partir para París… Desde lo alto de mi

ventana, todavía puedo verlo… Se encamina hacia la estación…

Me parece que mi alma me abandona y marcha con él…

»¿Pero, qué digo? Si mi sueño despareciese…. ¡Oh! eso

sería demasiado cruel… No sobreviviría… Estoy loca… Doy

caricias al aire que pasa… Tengo el corazón henchido de alegr-

ía… Mis labios te cubren de besos…

«JEANNINE.»

Marcelle conocía a Heymann y lo sabía capaz de ejecutar

su terrible proyecto. Ver a su Jeannine bien amada en las manos

de ese hombre que continuaría siendo su amante: eso era impo-

sible. ¿Entonces, qué hacer? ¿Morir? ¿Dejar a su hijo sin protec-

tor o seguir representando el papel que se le había impuesto?...

La Señorita Parcellier entró en la habitación de la duquesa.

Venía muy alegre, hablando de su próxima boda, cuando, con un

gesto, Marcelle la detuvo:

–Jeannine –dijo con voz vacilante – tú me quieres, ver-

dad?... Yo jamás te he engañado… Es imprescindible que te

hable… Jeannine, no puedes casarte con el Sr. Heymann…

La joven retrocedió, espantada:

–¿Qué dices, Marcelle?... Pero mi boda con el Sr. Samuel

está decidida… Además, yo amo a Samuel… El me ama… ¡Oh!

es impropio de ti decir semejantes cosas…

–Pobre Jeannine… mi pobre Jeannine…

La Señorita Parcellier se había tranquilizado:

–Apuesto que Frédéric está oculto por ahí y que, ambos,

os habéis puesto de acuerdo para someterme a una prueba…. Ya

lo adivino… Marcelle, lo adivino…

Y caminando por la habitación, Jeannine miraba por todos

los rincones:

–Primo… ¿estás ahí?

–Cállate –dijo Marcelle, impaciente…

145

–¿Cómo me hablas así?...

La duquesa añadió más dulcemente:

–Ven, mi Jeannine; escúchame…

–¿Entonces es en serio? – preguntó la señorita Parcellier,

temblando.

–Muy serio… Ese matrimonio es imposible, porque ese

matrimonio supondría tu desgracia…

–¿Mi desgracia?... Pero es que has perdido la razón… Al

menos me dirás… Tengo derecho a saberlo…

–No puedo decir nada… nada…

–¡Ah! realmente, no comprendo –interrumpió la señorita

Parcellier –Eres tú, tú, Marcelle, quien acaba de arrojarme a la

cara que no puedo convertirme en la esposa de aquel que te ha

salvado…

–Desdichada… ¡Oh! desdichada…

La voz de la joven adoptó un tono airado.

–¿Y has pensado que, bajo tu simple recomendación, yo

me volvería perjura?

–¿Perjura?...

–¿No es perjura la mujer que, habiendo entregado su amor

a un hombre, insulta a ese hombre retirándole su amor, sin

razón?...

–¡Ah! ya veo –dijo Marcelle – que seré impotente en con-

jurar las desgracias que nos amenazan… Sabré morir…

–¿Ahora hablas de matarte? ¿Me pregunto adónde quieres

llegar?... Veamos… ¿Qué significa esa nueva actitud?...

Marcelle guardaba silencio.

Entonces Jeannine se levantó amenazadora:

–Habla, Marcelle… ¿El Sr. Heymann ha cometido un cri-

men?... ¿ El Sr. Heymann es indigno de casarse con una joven

decente?... Con tus restricciones, toda hipótesis es posible…

Marcelle, ¿quieres saber lo que pienso?... Es mi situación futura

la que te pone celosa… A la señora duquesa no le gusta que yo

me convierta en la señora de Samuel Heymann: tú ya ves mis

vestidos y mis coches…

–¿Celosa?... ¡Oh, Dios mío!...

146

–Sí, celosa… celosa…

Jeannine había tomado su sombrero y ponía sus guantes.

–Ven a besarme –murmuró Marcelle.

–No… No lo mereces…

–¿Jeannine?

–He dicho: no, y será: no…

El duque entraba en la habitación de su esposa; Jeannine

estaba dispuesta a salir:

–¿Nos dejas, señora de Samuel?

–Frédéric, si me convierto en la mujer de Samuel, será a

pesar de su esposa…

–¿Cómo es eso?

–La duquesa de Lormont pretende que esa boda es impo-

sible…

Frédéric, furioso, se volvió hacia su esposa:

–¡Ah! Marcelle, decididamente representas un vil papel…

Desde hace días parecías estar de acuerdo con la idea de esta

unión; y hete aquí que, bruscamente, llevas el trastorno al co-

razón de la pobre Jeannine… ¿Es que no tienes corazón?... ¿En

qué estás pensando?...

La Señora de Lormont acaba de recibir la siguiente carta:

»Bareuil-sur-Oise 22 noviembre 1882,

» Ayer, me he comportado como una loca… Perdona…

He pasado la noche en medio de los desgarros más crueles…

Jamás semejante agitación ha asaltado mi corazón: navego entre

dos pasiones contrarias… ¡Oh! el secreto que guardas debe ser

terrible para que no tengan dudas en tomar mi alma y destrozar-

la…. Como me mirabas y como tu voz temblaba pronunciando

estas palabras: No puedes casarte con el Sr. Heymann… Es de

los secretos que deben morir con nosotras…

»Te lo suplico, Marcelle, ilumíname. La verdad será aún

menos cruel que la incertidumbre… ¿Qué vileza ha podido co-

147

meter el Sr. Samuel? ¿De qué infamia es culpable, infamia tan

grande que ni siquiera puede contarse en voz baja?...

»Hermana mía, yo amo a Samuel; lo amo… Si en esa vida

que yo creía honorable, hay una mancha, entonces que se me

haga juez… No, no puede ser eso… ¿Hay en su familia alguna

espantosa tara hereditaria?... Pero hay locos y enfermos por to-

das partes; los hijos de los enfermos y los hijos de los locos no

siempre están locos y enfermos. Los Heymann, al contrario, han

sabido evitar las deformidades humanas; todos lo dicen en

París… ¿Qué puede ser entonces? ¡Ah! ten piedad del abati-

miento al que me has reducido; ponte en el lugar de mi corazón

abatido… Piensa por aquella que no piensa más que por ti ¿Qué

ocurre?…. Yo había entrevisto la felicidad; podría ser una espo-

sa cristiana y mis días estarían cubiertos de dolor y de oprobio…

No soy mala y no merezco sufrir tanto…

»¿Samuel no es libre?... ¿No lo soy yo? ¿No se merece to-

da mi estima?... ¿No tengo toda la suya?... ¿En verdad, es posi-

ble que ese hombre tan afectuoso, con el corazón tan amplia-

mente abierto, sea indigno de mí?... Pues, en fin, Marcelle, me

has dado el derecho de suponer cualquier cosa… ¿Qué quieres

que adivine, en medio de tales incertidumbres?...

»¡Oh! Dios mío! cuántos horrores me rodean; cuantos

tormentos desgarran a tu desgraciada amiga!...

»Mi padre no sabe nada todavía; esta mañana, me hacía

entrever mi futura dicha y yo lo escuchaba con el corazón enco-

gido… ¿Es posible que por una sola palabra, tu amistad por mi

destroce mi vida?...

»Y a él, a él, cuando regrese, cuando me mire con sus ojos

llenos de amor, ¿qué podré responderle? ¿Me atreveré a decirle,

cara a cara: señor, le he mentido, no lo amo… ¿Y si lo veo su-

cumbiendo bajo el dolor, tendré fuerzas para callarme?... Mi

deber no sería añadir: Se le acusa… ¿Se disculpa?... Y si des-

pliega ante mi toda una existencia de honor; si me demuestra a

las claras que ha sido injustamente acusado? Entonces, será él

quien desdeñe a la joven muchacha poco creyente, a la joven

instruida demasiado pronto en los asuntos de la vida…

148

»Es en la habitación azul donde murió mi madre, donde

me he refugiado para escribirte… Me ha parecido que en esta

estancia venerada donde planea el alma de aquella que ya no

está y a la que lloro, encontraré fuerzas para contarte mis angus-

tias… Marcelle, amo al hombre en el que me prohíbes pensar a

partir de ahora; lo amo… Mis manos han temblado entre las

suyas, él me ha dado el casto beso de un novio. Dime, hermana,

si lo veo mañana irse de esta casa, roto, perdido, no pudiendo

comprender, ¿dónde encontraré la fuerza para mantener silen-

cio?...

»Pero entonces, si estoy sola, sin defensa, entregada a ese

amor irresistible que está en mi ser, ¿quién me protegerá?...

»¡Oh! no, no, Marcelle… Tú no eres mala; tú no quieres

que me muera…

»Tú, la valiente y animosa, inspírame el secreto de tu fuer-

za. Voy a rogar a Dios para que tenga piedad de mi debilidad…

Reflexiona. No me digas como a una condenada: Abandona toda

esperanza…

»Créeme, mi amor es bastante grande para borrar el peca-

do que mancille al que amo, tan grande como pueda ser ese pe-

cado. Yo perdono…

» Una palabra tuya va disipar esta espantosa nube…

»Te beso.

»TU JEANNINE ».

149

XV

En vano resultó que Samuel Heymann hiciese llegar unas

cartas apresuradadas a Marcelle; fue en vano que la amenazase

con denunciar a su marido a la fiscalía del Sena como falsifica-

dor: la duquesa de Lormont no regresó al palacete de la avenida

de Villiers.

Destrozada, rota, la joven mujer esperaba, dispuesta a to-

do.

Esa mañana, el duque había salido muy temprano para di-

rigirse, según decía, a casa de un influyente diputado de l’Oise

que parecía que podría encontrarle una posición conveniente.

Apenas eran las nueve y Marcelle ponía en orden su dor-

mitorio. Antoine descansaba todavía en su pequeña cama.

Un timbrazo resonó en la casa; y de inmediato, en la ante-

sala, se escuchó un ruido de voces.

–El Señor duque ha salido –decía la criada.

–Vengo precisamente de parte del Sr. de Lormont… es un

asunto muy urgente… es necesario que hable con la señora du-

quesa…

La criada fue a llamar a la puerta del dormitorio de Marce-

lle.

–Señora, es el señor Heymann… El Señor Samuel Hey-

mannn…

–No puedo recibirlo…

–Dígale que vengo de parte del señor Frédéric – dijo a

media voz Samuel que había seguido a la criada hasta el salón

contiguo al dormitorio–un asunto urgente…. muy urgente…

¿Qué hacer?... Delante de la sirvienta, Marcelle no podía

impedir responder:

–Ruega al Sr. Heymann que me espere en el salón…

A la llegada de la dama, Samuel se inclinó. Estaba pálido,

muy tranquilo. La puerta había quedado entreabierta. Él mismo

la cerró y pasó la llave.

–¿Qué hace, señor?

150

–Perdón, señora, que actúe aquí como amo… Perdón…

–Señor, haga el favor de abrir esa puerta…

–Perdóneme señora, pero es imprescindible que nadie nos

moleste.

–Voy a llamar…

–Hágalo… Y en dos minutos, toda su gente la conocerá…

Señora duquesa de Lormont, he tenido el honor de escribirle y

usted no me ha hecho el honor de responderme… No le haré

partícipe ni de mi rabia ni de mi desesperación; se reiría… He

venido sencillamente a informarle que hoy mismo su marido

duque será denunciado al procurador de la República…

–Muy bien, señor… Ahora puede retirarse…

–¿Me echa?

–No le echo; le ruego que salga, señor; y le recuerdo que

es una mujer quien le habla…

–Me niego, señora.

–¿Al menos me permitirá que regrese al lado de mi hijo?

–No.

–En fin, ¿qué quiere de mí, señor?

–Mirarla, mucho tiempo, mucho tiempo…

–Mi marido va a regresar, señor.

–Lo espero.

–¡Oh! usted está loco…

–Tal vez… pero loco de amor y de odio; y eso no se cu-

ra…

Samuel tomó a la joven entre sus brazos; Marcelle emitió

un grito desgarrador.

Unos pasos se oían por el corredor.

El pequeño Antoine apareció, asustado, sobre el umbral

del dormitorio:

–Matan a mamá… matan a mamá…

Una mano ya sacudía violentamente el manubrio de la

puerta.

–La puerta está cerrada –decía la criada muy pálida – Se-

ñor, me he equivocado…. –El Sr. Heymann ha marchado… La

señora está en su habitación…

151

–Cállese… ¡Abrid! – gritó el duque.

No hubo respuesta.

–¡Marcelle! ¡Marcelle!... –repitió el Sr. de Lormont.

Antoine había abierto la puerta de la habitación, no atre-

viéndose a avanzar.

Frédéric titubeaba.

–Váyase – dijo a la criada – Le prohíbo permanecer ahí….

¡Abrid! ¡Abrid de una vez!...

Samuel giró la llave en la cerradura; y, retrocediendo al-

gunos pasos, permaneció allí, con los brazos cruzados y la mira-

da fija.

La duquesa se arrojó a sus rodillas, mientras el pequeño

Antoine, a medio vestir, se agarraba temeroso al vestido de su

madre.

El duque Frédéric entró en el salón; y recomponiendo su

compostura, jamás pareció tan alto.

–Déjanos – dijo a su hijo – vamos… vete…

Y como el niño dudaba, él le tomó por los hombros y lo

empujó al corredor, luego tomando una pistola de su panoplia,

caminó recto hacia Marcelle.

La joven mujer se levantó y quedó de pie ante la muerte.

–¿Este hombre es tu amante?

–Sí.

–Muere, infame…

El disparo partió; pero la robusta mano de Heymann, que

había golpeado el brazo de Frédéric, hizo desviar la bala.

Se produjo una lucha entre los dos hombres.

–Frédéric, Frédéric, escúchame –decía la duquesa anegada

en lágrimas y arrojándose alrededor del cuerpo de su marido.

–No tengo nada que escuchar… Voy a matar a este hom-

bre… Y a continuación voy a matarte a ti…

–No me defenderé – respondió Heymann – pero pensaba

que un aristócrata tenía otros medios de vengar su honor… ¿Es

que el amante de la Limousine ha caído tan bajo?

Ante ese insulto, los brazos del aristócrata quedaron sin

fuerzas.

152

Entonces, Marcelle tomó la palabra:

–Señor – dijo ella a su marido – juro ante Dios que jamás

he amado a este hombre… La duquesa de Lormont se ha vendi-

do para salvarle… Se ha vendido para que su hijo no fuese el

hijo de un recluso… ¡Júzgueme pues!

–Es cierto – concluyó fríamente Heymann.

El duque vio partir a Samuel que decía:

–Estoy a sus órdenes, caballero, y bajo el pretexto que os

plazca elegir…

Vio a su madre, su vieja madre, desfalleciente entre los

brazos de la criada; escuchó las voces que subían de la escalera

producto del rumor de los inquilinos, y se ocultó el rostro entre

sus manos para no ver más, para no escuchar más.

Al día siguiente, los periódicos de París publicaban en las

noticias – y solamente bajo las iniciales de los implicados – que

a consecuencia de una discusión surgida en el Café de la Paix,

era inminente un encuentro entre dos hombres de la alta socie-

dad.

–No puedes matar a ese hombre antes de haberle pagado –

había dicho Marcelle a su marido.

Y de inmediato, la duquesa partió para Bareuil, de donde

trajo al tío Louis y el Sr. Parcellier.

El Sr. Le Vasseur estaba aterrado por la horrible noticia.

El temperamento tan rudo del burgués se hundió al fin en un

impulso de ternura admirable. Al relato de tanto dolor, sintió su

alma romperse:

–Eres una santa… una mártir… ¡Ah! mi pobre hija –

murmuraba a lo largo del camino.

Y el Sr. Parcellier repetía:

–Una santa… una mártir…

Se hizo cuenta de todas las cantidades debidas al Sr. Sa-

muel Heymann; se calcularon los intereses y se le pagó.

Libre por fin, el duque de Lormont tomó por testigos a los

señores Parcellier y Le Vasseur que se entrevistaron con dos

oficiales de la guarnición de París.

153

El encuentro debía tener lugar en Mons. El arma elegida

era la pistola: se batía a veinte pasos y a la orden. Se intercam-

biarían tres balas, alternativamente. El Sr. Heymann había acep-

tado todas las condiciones de Frédéric de Lormont, reconocido

como el ofendido.

Algunas horas antes de la partida, el duque dijo a Marce-

lle:

–Señora, debemos ya mucho dinero a esos caballeros: no

podemos pedir prestado Más… Me he tomado la libertad de

vender un objeto de familia – un objeto sagrado – aquel que

queríamos más que cualquier otro.

–¿El crucifijo? – dijo ella vivamente.

–Sí, el crucifijo… Créame señora, que esta decisión me

ha resultado muy penosa…

Esta escena tenía lugar en el dormitorio de Marcelle. La

duquesa levantó sus ojos hacia el Cristo:

–Él me ha consolado a menudo de mis angustias… ¿No

podrías posponer la venta algunos días?... No quisiera…

–¿Por qué?

–Frédéric – dijo la duquesa conmovida – no hace falta

vender el Cristo; eso te traería desgracias…

–Es necesario, señora.

La criada acababa de introducir al anticuario esperado por

el duque.

Marcelle se retiró.

Durante ese tiempo, el anticuario, ayudado por el aristó-

crata, descolgó la cruz y la depositaron sobre un reclinatorio.

–He dicho dos mil – decía el negociante.

–Señor, no quiero eternizar semejante venta… Me cuesta

mucho deshacerme de este recuerdo de familia…

–Entonces, está hecho, señor duque….

La duquesa acudió:

–Frédéric, el Cristo no saldrá de la casa… El tío Louis lo

conserva…

El mercader se retiró gruñendo.

154

Por la noche, los caballeros habían partido para Mons, la

duquesa acostó ella misma a su hijo, y habiendo dado órdenes a

la criada instalada en la habitación de la viuda encamada desde

la víspera, regresó a su habitación.

Allí, vestida de negro, se arrodilló frente al crucifijo y

permaneció largas horas rezando. Una vela ardía sobre la mesa

de noche. En esa semioscuridad, la mujer adúltera decía al Dios

misericordioso:

«¡Oh, Cristo!

»Unas manos impías se han posado sobre mis manos

trémulas y aún fieles: unos labios odiosos han besado mi boca

no mancillada… Te tomo por testigo, ¡oh Cristo! Cuando mi

cuerpo se convirtió en la presa del amante y cuando ningún po-

der me ha preservado de esa tortura, he sufrido como tú has su-

frido en el camino de tu Pasión, cuando se te insultaba al pa-

sar… Ten piedad de tu humilde servidora: he llorado lágrimas

de sangre… Ten piedad… El último suspiro que exhalaste en el

Gólgota, es el grito de angustia y de terror que yo he ahogado en

mi alma…»

Y continuó de ese modo sus turbadoras evocaciones… Sus

rodillas estaban como fijas en el suelo… Ahora rezaba en voz

alta, y poco a poco el sentimiento de lo real se perdía en ella…

Ya no eran más que palabras entrecortadas mediante grandes

sollozos… Ya no habló más: quedó en éxtasis ante la imagen…

Pero en un momento, y sin que ella se hubiese dado cuen-

ta, su cuerpo fue arrastrado hacia delante y su boca rozó los la-

bios del Hombre-Dios… La alucinación la invadió… Esos ojos

medio expirantes, eran los ojos de Samuel; esos labios un poco

pálidos, esa barba ondulada… ese cuerpo, era el cuerpo del

amante…

Se levantó de inmediato, hundió sus dedos en el agua ben-

dita; pero su mano crispada fue impotente en hacer la señal de la

cruz.

El melancólico rostro del Cristo se destacaba sobre el fon-

do negro del reclinatorio de terciopelo; la pesada cruz de roble

155

parecía desaparecer en las sombras, y solamente la cabeza, in-

clinada, suplicante, permanecía a la luz.

–Él… él… siempre él… Antoine, háblame… habla a tu

madre…

El niño dormía.

La sangre abandonó el rostro de la joven mujer y se volvió

de una blancura de mortaja; sus brazos cayeron a lo largo del

cuerpo; sus piernas se doblaron.

Se frente se mojó con un sudor helado; sus dientes casta-

ñearon…

Si Goethe hubiese descendido de las sombras, hubiese po-

dido ver un cuadro más terrible todavía que el de Mefisto gri-

tando a Margarita: ¡no rogarás!...

Una voz como un trueno turbó de repente ese desolador si-

lencio:

–¿Es cierto que tú, la mujer adúltera, has permanecido

siempre insensible a las caricias del amante?... ¿Tu cuerpo de

esposa no se ha estremecido bajo sus besos encendidos?... Va-

mos, ¡acuérdate! Samuel es apuesto; su cabeza llena de amor se

ha apoyado sobre tu seno…

–No… no… – respondió ella – doblada, no he tenido más

que horror… ¡Cristo!... ¡Cristo!... Protégeme…

–¿Es cierto que no ha germinado en ti ningún pensamiento

voluptuoso?... Tu amante todavía te reclama… No hay en el

mundo voluntad capaz de resistir a tanto amor y a tanta fiebre!...

Samuel te ha comprado para siempre…Vendrá a acosarte, a la

luz de la llama que te ilumine, al lecho de muerte…

Marcelle se había arrastrado hasta su cama. La voz la per-

seguía:

–Vas a comparecer ante el tribunal de Jesucristo… ¿Qué

dirás a la vista de tantos pensamientos, de tantas acciones crimi-

nales, donde todo será descubierto hasta los movimientos más

ocultos de tu corazón, donde todo será contado hasta tus meno-

res suspiros?... Escuchas los gritos lamentables de las mujeres

adúlteras, las condenadas… Aullan como bestias feroces en me-

dio de las llamas… Sufren todo tipo de males, al mismo tiempo,

156

sin consuelo, sin descanso… Siempre tienen rabia en el co-

razón…

La mujer se levantó y caminó hacia la cruz:

–¡Cristo, que permaneces insensible ante mi desespera-

ción, te odio! – gritó ella, fuera de sí.

La voz continuaba:

–Mujer adúltera, eres tú quién condujo al amante a tu

habitación nupcial… ¿Por qué mentir?... Tu eres mujer; eres

bella… Eres una mujer moldeada de deseos y lujuria, como las

demás mujeres… Mira… Tu amante está ahí, con la cabeza in-

clinada sobre el reclinatorio… Es apuesto… Te sonríe… Viene

hacia ti… He aquí el bien amado… Te quiere… Te quiere…

Marcelle profirió un grito de desesperación y horror: tomó

la gran cruz entre sus brazos, y arrojándola al suelo, la pisoteó…

Luego, no pudiendo rezar más, no queriendo vivir más,

desató sus cabellos y los cortó hasta la raíz.

……………………………………………………………

El duelo había sido terrible.

El duque fue alcanzado por una bala que le rompió el hue-

so frontal. Se le llevó muy grave, desde la estación del Norte

hasta su domicilio. Allí permaneció ocho días sin conocimiento.

Jeannine debía ignorar la verdad. Su padre se tuvo que

conformar con decirle:

–El Sr. Heymann es un hombre indecente… Ese matrimo-

nio hubiese constituido tu desgracia… Marcelle es una santa…

157

XVI

La señora de Lormont nunca fue tan desgraciada como en

esa época. Ese año terrible donde toda la actividad de su ser hab-

ía sido puesto en juego para mantener esa vida doble, tan extra-

ña y tan cruel, la había destrozado: a punto estuvo de desfalle-

cer.

Delante de ese hombre silencioso y taciturno que renacía a

la vida sin perdonarle su sacrificio, fue débil y estuvo desarma-

da. Ahora, el duque la llamaba señora, siempre señora.

Era señora para aquel que ella había salvado; era señora

para el incorregible caballero que, tras haber dilapidado sus bie-

nes, la había visto matándose a trabajar, mientras él llevaba una

vida alegre.

Ella lo amó, lo adoró, le suplicó, con las manos juntas; pe-

ro el esposo ultrajado no tuvo para ella ni una dulce palabra.

Poco a poco, la frialdad del hombre se hundió como una

punta de acero en las carnes de la sacrificada.

Huyendo de su mirada, ella se sumió bajo el peso de una

incomprensible angustia. Lamentó su devoción; hubiese querido

volver a comenzar su vida; el camino se había cerrado detrás de

ella; no podía ya pasar.

Entonces, se sintió rota por todas las mentiras que había

acumulado sobre su cabeza. En vano fueron las excusas que dio

por las faltas cometidas; fue en vano que intentase identificarse

en su rol de mártir, diciéndose todavía y siempre que había sal-

vado a su marido de la cárcel y a su hijo de un apellido deshon-

rado. El espectáculo de las visiones pasadas se presentaba a su

vista… Sí, sí, otro que no era el esposo se había enorgullecido

de su belleza, otro que no era el esposo se había estremecido a la

espera de sus voluptuosidades…

Marcelle se vio, por amor a los suyos, vendida a la ver-

güenza – con la sumisión del mártir que camina al suplicio: pero

nada podía excusarla a sus propios ojos.

Y sin embargo, cuando ella estaba allí – en el reposo del

hogar– cuidando al herido cuya madre la había perdonado, ella

158

habría podido ser feliz… Frédéric, – tal como un espectro – ex-

pulsaba toda esperanza de dicha para ella…

El duque de Lormont sufría una metamorfosis. El mal físi-

co no era nada al lado de la tortura moral que trataba en vano de

no hacer reaparecer. Se le veía sonreír dulcemente, pero se podía

comprender muy bien que esa sonrisa era ficticia. Sobre ese ros-

tro, que las orgías y las vigilias habían marcado con sus huellas

y que, antes de lo debido, se marcaba de arrugas, – sobre todo

ese ser que la enfermedad todavía curvaba, se veía un velo de

tristeza tan poderoso que uno olvidaba las arrugas, las ojeras y la

herida de la frente, para buscar solamente la llaga misteriosa e

incurable.

Acostado sobre un diván, con la frente arrugada, el aristó-

crata permanecía así, soñador y triste. Comparaba su vida infa-

me con las honorables vidas de los antepasados desaparecidos:

Él, el descendiente, se veía arrastrando su blasón por todo el

fango de París; el tapete verde había sido su campo de batalla…

Al haber basado su futuro en el azar, no debía sorprenderse de

que el azar se hubiese mostrado cruel. Pero de todos sus infortu-

nios, aquel que le llegaba al corazón, era la pérdida de su Marce-

lle… Marcelle – su esposa – había pertenecido a otro; se había

ensuciado entre los brazos de otro. ¡Oh! eso era más espantoso

que lo demás…

A este pensamiento, Frédéric se estremecía. Ya no era el

vividor parisino intermitente, haciendo sus apariciones de vez en

cuando por los grandes bulevares; ya no era el caballero que

disimulaba su miseria, riendo él mismo de sus vergüenzas en las

cervecerías de la plaza Pigalle… Se producían en él por fin re-

vueltas repentinas y como una llamada formidable de los gran-

des muertos.

El Sr. de Lormont se había acostumbrado a considerar a su

esposa como a uno de esos seres impecables, que estaban por

encima de la humanidad y sus errores… Marcelle y la Adúltera:

esas dos palabras casaban en su acoplamiento, como casan el

Pudor y el Cinismo… Y sin embargo...

159

La joven duquesa, siempre de negro – como si llevase luto

por su propia vida– iba al lado del herido; iba, tocada con un

gorro de religiosa… El duque trataba de ahogar el odio que es-

taba en él y acariciaba dulcemente a Marcelle, así como se hace

con una compañía amada y que os ama…

–Te has cortado los cabellos… tus bonitos cabellos… Sa-

bes que ahora estás casi fea…

–¿Qué importa? – decía ella, con su voz de mujer desolada

– habría debido hacerme fea mucho antes… Mi pobre amigo, al

menos hubiésemos llorado juntos…

Hablaban del futuro de su hijo. Antoine se convertiría en

oficial: entraría en la Escuela de Saint-Cyr… El apellido de los

Lormont volvería a recuperar sus glorias perdidas.

Pero de pronto, el rostro del duque se crispaba extraña-

mente. Se hubiese dicho que una visión olvidada lo acosaba de

nuevo: impotente en dominarse, rechazaba a su esposa:

–Váyase, señora… Váyase… Me hace daño escucharla…

Su gorro de monja me resulta horrible… horrible… Una mujer

sin cabello es un monstruo…

Cuando la crisis había pasado, Marcelle retomaba su lugar,

un poco lejos de él, espiándolo con la mirada. Él la veía bajo el

imperio de una pena tan profunda que, no teniendo fuerza para

expulsarla, giraba la cabeza.

–No… no… Váyase, señora – le dijo un día en el que sus

dolores de cabeza lo atenazaban más intensamente que de cos-

tumbre – no la perdonaré nunca… nunca…

–¿Nunca? – preguntó ella, anegada en lágrimas.

–No… nunca…

–Usted habría hecho mejor matándome, señor…

Los médicos habían desahuciado al duque. El herido podía

apagarse súbitamente. El aristócrata empleaba lo poco de vida

que le quedaba aún en insultar a su esposa.

A menudo, en medio de sus espantosas crisis, el enfermo

decía a su madre, señalando a la duquesa:

–Madre, ordena a esa mujer que se vaya… Échala de

aquí… ¿No ves que me está matando a fuego lento?...

160

Luego sucedió que Frédéric se tranquilizó. Toleraba que la

duquesa velase en su cabecera y vendase cada día su herida.

Marcelle cumplía con su deber de esposa con una devo-

ción admirable. Entonces, el duque decía: gracias, señora. Im-

posible arrancarle una palabra piadosa. No, se lo agradecía como

se lo pudiese agradecer a una extraña, a una simple enfermera

que se le paga por horas.

–Gracias, señora… Esta bien… Ahora váyase… Váyase…

Con estas palabras, hacia más daño a Marcelle que cuando

la trataba de puta y vendida.

Durante algunos días, la duquesa se sumió en las lecturas

de Bossuet y de la Imitación de Jesucristo.

Pero, una mañana que el duque la había tratado más dura-

mente que de costumbre, diciéndole que la cárcel no hubiese

sido nada para él en comparación con la pérdida de su honor

conyugal, ella tuvo miedo. La mujer se vio asaltada por una de

esas angustias desesperadas que aniquilan un ser: quiso acabar

con su vida.

Sobre la mesa del salón se encontraba un frasco de morfi-

na del que se servía para calmar al herido durante sus crisis. El

licor debía bastar para matarla… La duquesa buscó a su Antoi-

ne, lo besó; y luego, regresó a la habitación del duque. El aristó-

crata parecía dormir; ella le besó en la frente y se alejó suave-

mente.

A fin de disimular su acto, había dejado un azucarero so-

bre la chimenea del salón; vertió la morfina sobre el azúcar y

llenó un vaso de agua, cuando un hombre apareció detrás de

ella: era Samuel Heymann.

Ella quiso gritar.

Samuel le mostró la habitación del enfermo.

–Señora – dijo– no soy el diablo… ¿Cómo he podido in-

troducirme aquí?... El dinero entra en todas partes: da razón de

los criados fieles como de las mujeres inconquistables…

–Señor… señor –murmuró Marcelle, con las manos jun-

tas– Una crisis puede resultar fatal para mi marido… ¿Quiere

usted que me mate ante usted?...

161

Samuel la miró en éxtasis:

–Era usted tan bonita con sus cabellos rubios… ¿Fue para

condenarme, verdad, por lo que se los ha cortado?... ¡Oh! seño-

ra, lo ha conseguido de maravilla… Si sus libros santos no

mienten, yo seré condenado… Por lo demás, quiero morirme…

Uno muere con alegría cuando ha vivido desesperado… ¿De qué

me serviría vivir?... ¿Acaso no está muerta usted misma?... ¿Hay

en el mundo un poder capaz de devolver a sus ojos su luz, a su

boca su frescor?... ¿Acaso yo no he destruido todo eso?... ¡Oh!

sí… Sin duda hablo a una muerta…

Se detuvo bruscamente, e, inclinando la cabeza:

–¡Que degradación!...¡Qué piedad!... Un Heymann venir

aquí… Soy bastante grotesco para hacer reír a Paris durante una

semana, yo, el millonario, el archimillonario… ¡Ah! duquesa…

duquesa…

Heymann se acercó a la chimenea:

–Usted bebía en el momento en el que entré… Marcelle,

¿quiere permitirme beber después de usted?

–No… no… no beba… señor…

Samuel levantaba el vaso:

–¿Recuerda usted, duquesa, la encantadora velada en la

que por primera vez mojé mis labios en la copa que usted había

mojado con sus labios?...

Bebió, bebió ávidamente…

… Ahora Samuel caminaba, con los ojos desmesurada-

mente abiertos… Iba, chocando con las sillas los muebles. Mar-

celle se había retirado a una esquina del salón; permanecía allí,

estupefacta… Él avanzaba siempre, sacudido bajo un rictus es-

pantoso… Las manos temblorosas, la boca exhalando sus últi-

mos alientos buscaban aún a la mujer en el vacío…

–Un beso… el último… puesto que tú me has matado…

no me rechaces…

La duquesa no podía retroceder. El cuerpo doblado en dos

había llegado hasta ella… El amante se aferraba a sus faldas…

Ella se debatió… El hombre cayó…

162

–Envenenado…. – dijo en un estertor… – por fin voy a

dormir…

En ese momento la puerta de la habitación se abrió lenta-

mente. La vieja dama apareció, llevando de la mano al pequeño

Antoine que lloraba.

–Hija mía, Frédéric ha muerto – dijo seriamente la madre.

–He aquí el asesino – respondió la duquesa mostrando el

cuerpo de Samuel tendido en el suelo.

La Señora Gersinde emitió un grito:

–Desgraciada, ¿lo has matado?...

–No. Se ha hecho justicia él mismo.

Samuel se levantó en una convulsión suprema.

–Sí… me he matado… quería morir… Aquí o allá… ¿Qué

importa?... Una carta explicará mi suicidio… Sufría demasia-

do… Adiós, duquesa, adiós… Rompa su vaso…

Cayó. Eso fue todo.

Y como el niño, espantado entre esos dos muertos, se hab-

ía soltado de las manos de la abuela, demasiado débiles para

sostenerle, Marcelle le tomó entre sus brazos; lo estrechó con

fuerza contra su corazón:

–¡Oh, mi Antoine, … He pagado el derecho de amarte por

dos…

Mañana se festejará el carnaval de 1883.

En esa noche de invierno, mientras París brilla en la luz;

cuando desde el barrio Saint-Germain hasta los Batignolles, hay

en el aire como un viento de locura que expulsa por algunas

horas las preocupaciones y las tristezas; – mientras los jóvenes

parisinos de todo extracto social preparan sus flores y sus disfra-

ces para el baile; cuando por todas partes el Carnaval es rey; –

allá abajo, en el fondo de la Calzada du Maine, en una habita-

ción muy modesta, una mujer de luto trabaja a la luz de la

lámpara.

Y si al recuerdo del pasado, una vieja dama no puede mi-

tigar sus sollozos, si un hombrecito tiene lágrimas en los ojos, la

viuda los mira a ambos con una extraña sonrisa, una de esas

163

sonrisas misteriosas que nunca se ven sobre los labios rojos de

las mujeres, pero que iluminan a veces el pálido rostro de los

muertos. Ella los mira: los sollozos se detienen; las lágrimas ya

no fluyen.

De pie sobre tanto duelo y tanta sangre, Marcelle parece

tan grande en su dolor, tan grande en su robusta fe en el porve-

nir, que las vírgenes más castas, las esposas más fieles y las me-

jores de entre las madres se sienten completamente pequeñas al

lado de esta Prostituta.

FIN