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La deshumanización del arte: Ortega, Breton, Borges y Rodríguez Monegal Al año siguiente del Manifiesto Surrealista (1924) redactado por André Breton, el filósofo español José Ortega y Gasset publicó un libro al que puso el título de uno de los trabajos que contenía: La deshumanización del arte. En coincidencia con Breton, Ortega describía (y defendía) un tipo de arte que no apelaba a la sensibilidad humana, la de las facilidades de la descripción y la psicología, y que por el contrario perseguía su purificación, la evitación de las formas vivas, la completitud en su sentido artístico. En un “Ensayo de Estética a manera de Prólogo”, escrito en 1914 para acompañar el libro El pasajero de J. Moreno Villa, Ortega había incluido un iluminado capítulo sobre la metáfora que puede servir para ilustrar la forma en que coincidió con las vanguardias y su aproximación a los procedimientos de esta. La primera aclaración que hace Ortega, luego de poner como ejemplo una metáfora (un ciprés “e com l´espectre d´una flama morta”), es que el objeto metafórico no es ninguno de los que sugieren las imágenes de realidad que la metáfora reúne (ciprés, espectro o llama) sino el objeto ideal, nuevo, que la metáfora hace nacer. Para ello la metáfora exige la desrealización de la realidad de las imágenes: la destrucción de la imagen real se consigue poniendo en contacto imágenes distantes y haciendo estallar, en el punto de semejanza, las diferencias, esto es, la irreductibilidad que existe entre las dos. Si el punto de partida de la metáfora es la similitud, el principio esencial es la no identidad: de ella, de la imposibilidad de reducir una imagen a otra, surge la creación de una nueva, la propiamente metafórica. Dice Ortega: “Unidos por una coincidencia en algo insignificante, los restos de ambas imágenes se resisten a la compenetración, repeliéndose mutuamente. De suerte que la semejanza real sirve en rigor para acentuar la desemejanza real entre ambas cosas. Donde la identificación real se verifica no hay metáfora. En esta vive la coincidencia clara de la no identidad”. El trabajo de 1914 de Ortega concluye señalando, con toque

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La deshumanización del arte: Ortega, Breton, Borges y Rodríguez Monegal

Al año siguiente del Manifiesto Surrealista (1924) redactado por André Breton, el filósofo español José Ortega y Gasset publicó un libro al que puso el título de uno de los trabajos que contenía: La deshumanización del arte. En coincidencia con Breton, Ortega describía (y defendía) un tipo de arte que no apelaba a la sensibilidad humana, la de las facilidades de la descripción y la psicología, y que por el contrario perseguía su purificación, la evitación de las formas vivas, la completitud en su sentido artístico.

En un “Ensayo de Estética a manera de Prólogo”, escrito en 1914 para acompañar el libro El pasajero de J. Moreno Villa, Ortega había incluido un iluminado capítulo sobre la metáfora que puede servir para ilustrar la forma en que coincidió con las vanguardias y su aproximación a los procedimientos de esta. La primera aclaración que hace Ortega, luego de poner como ejemplo una metáfora (un ciprés “e com l´espectre d´una flama morta”), es que el objeto metafórico no es ninguno de los que sugieren las imágenes de realidad que la metáfora reúne (ciprés, espectro o llama) sino el objeto ideal, nuevo, que la metáfora hace nacer. Para ello la metáfora exige la desrealización de la realidad de las imágenes: la destrucción de la imagen real se consigue poniendo en contacto imágenes distantes y haciendo estallar, en el punto de semejanza, las diferencias, esto es, la irreductibilidad que existe entre las dos. Si el punto de partida de la metáfora es la similitud, el principio esencial es la no identidad: de ella, de la imposibilidad de reducir una imagen a otra, surge la creación de una nueva, la propiamente metafórica. Dice Ortega: “Unidos por una coincidencia en algo insignificante, los restos de ambas imágenes se resisten a la compenetración, repeliéndose mutuamente. De suerte que la semejanza real sirve en rigor para acentuar la desemejanza real entre ambas cosas. Donde la identificación real se verifica no hay metáfora. En esta vive la coincidencia clara de la no identidad”. El trabajo de 1914 de Ortega concluye señalando, con toque fenomenológico, que lo que interesa en la metáfora no son las imágenes reales que reúne sino la capacidad de crear un lugar emocional en el que el “yo” las reúna. Allí sí las imágenes serán idénticas, coincidirán los sentimientos de ambas. Pero ya ese acto se ha vuelto inexplicable racionalmente, constituye un fenómeno empírico que no logra responder a su por qué.

En “La deshumanización del arte” (1925) Ortega retoma el tema de la metáfora. Allí enfatiza la metáfora como procedimiento de evasión, la exalta por su capacidad de crear arrecifes imaginarios, islas ingrávidas entre las cosas reales. Cree Ortega que la metáfora sustituye una cosa por otra no tanto por afán de llegar a esta como por el empeño de rehuir de aquella. El enmascaramiento metafórico, afirma Ortega, responde a la necesidad de evitar realidades. La metáfora no acude a embellecer el mundo sino a sustituirlo: se tiende a eliminar el sostén extrapoético o real y a realizar la metáfora, hacer de ella la res poética. El universo del arte se deshumaniza, se disuelve o desentiende del sentido real de sus imágenes, y busca resignificarse con independencia de esa realidad original. Este asunto nos permite establecer la pauta vanguardista que este análisis comporta: el que tiene que ver con una autonomía del arte respecto de la realidad (conseguida mediante el desplazamiento metafórico); el del protagonismo de las ideas sobre las cosas o la realización de lo abstracto. Ortega encuentra un notable ejemplo en la obra de Pirandello Seis personajes en busca de autor. Si es “drama de ideas”, dice Ortega, no lo es tal como ese concepto se había usado hasta ese momento. En

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la obra de Pirandello los personajes no interesan por su destino “humano” sino por las ideas que sostienen. No son criaturas humanizables sino fantasmas de ideas que irrumpen desde la mente del autor. Si el arte, en el post-expresionismo, está dispuesto a volver al objeto, no lo hará como retorno a la realidad lisa y llana sino insistiendo en la formulación de una realidad paralela que amplíe el registro de la experiencia del hombre.

En el mismo libro de 1925 Ortega incluyó un artículo que llamó “Ideas sobre la novela”. En él señaló la decadencia del género y lo atribuyó a la imposibilidad de hallar nuevos temas. La novedad de los temas, según Ortega, se fue agotando y el escritor tuvo que afirmarse en los demás ingredientes para compensar la falta de aquel. Ortega afirma que este desplazamiento afina la percepción y refina el gusto del lector. En lo que llama “Autopsia” mira el desarrollo de la historia del género. Observa que el interés se ha ido corriendo de la pura narración hacia la rigurosa presentación; que los temas han dejado de interesar por sí mismos y que, más que el destino o la aventura de los personajes, importa al lector la presencia de estos. “Nos complace verlos directamente, penetrar en su interior, entenderlos, sentirlos inmersos en su mundo o atmósfera”. Ortega entiende que esta “autopsia”, esta pura presencia de los personajes que sustituye lo que de ellos pudiera decir el narrador, es lo que permite la sobrevivencia de la novela. La trama de la novela, la aventura, el argumento no es lo que complace al lector sino el dar vueltas alrededor del personaje. “Nuestro interés –dice Ortega- se ha transferido, pues, de la trama a las figuras, de los actos a las personas (...) La novela de alto estilo tiene hoy que tornar” del arte de las aventuras al arte de las figuras “y más bien que inventar tramas por sí mismas interesantes –cosa prácticamente imposible” debe “idear personas atractivas”.

Al tratar los casos de Dostoievski y Proust, Ortega ahonda su reflexión en el mismo sentido. “La materia –dice Ortega- no salva nunca a una obra de arte, y el oro de que está hecha no consagra a la estatua. La obra de arte vive más de su forma que de su material y debe la gracia esencial que de ella emana a su estructura, a su organismo. Esto es lo propiamente artístico de la obra, y a ello debe atender la crítica artística y literaria (...) La obra de arte lo es merced a la estructura formal que impone a la materia o al asunto” (el subrayado es mío). Al referirse a Proust, Ortega admite que la estructura de su novela lleva a cierto grado de exageración la falta de progreso y tensión, la anulación de la trama. De manera que, como matiz a las afirmaciones anteriores, Ortega completa su razonamiento aceptando que “aunque la trama o acción posee un papel mínimo en la novela actual, en la novela posible no cabe eliminarla por completo” pues “conserva la función, ciertamente no más que mecánica, del hilo en el collar de perlas, de los alambres en el paraguas, de las estacas en la tienda de campaña”.

Ahora bien, en un momento del artículo Ortega realiza la siguiente afirmación: “Es muy difícil que hoy quepa inventar una aventura capaz de interesar nuestra sensibilidad superior”. Y apenas más adelante agrega la “imposibilidad práctica de inventar hoy nuevos argumentos interesantes”. Jorge Luis Borges retoma estas dos afirmaciones en el prólogo a la novela de Adolfo Bioy Casares La invención de Morel. El trabajo escrito en 1940 comienza haciendo referencia a Stevenson y su opinión de que los lectores británicos de 1882 desdeñaban un poco las peripecias novelescas. Borges sigue su razonamiento citando las dos frases de Ortega que transcribimos al principio del párrafo y concluye que en 1882, en 1925 y aun en 1940 es común aceptar que el placer de la aventura en la novela es inexistente o pueril. Borges, apoyándose en la

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novela de Bioy, “cree razonable disentir” con tal afirmación y expresa los motivos de ese disentimiento. El más sustancial alude al intrínseco rigor de la novela de peripecias. Borges argumenta que la novela de aventuras es un objeto artificial y por lo tanto no se propone una transcripción de la realidad: en ese sentido no sufre ninguna parte injustificada. Por el contrario, la novela psicológica en su índole realista prefiere que olvidemos su carácter de artificio verbal y que la juzguemos como parte del mundo en que vivimos. Sin embargo no duda en acometer los actos más arbitrarios que someten al lector a un desorden similar al de la realidad que lo rodea. El rigor del argumento evita esa dispersión.

El error de Borges en el citado artículo es insistir en que Ortega aboga por la novela psicológica. Ya hemos visto algunos de los asuntos que trata Ortega en “Ideas sobre la novela” de donde Borges toma las citas. No es intención de Borges extenderse en las ideas de Ortega pero si lo hubiera hecho, sin salir de ese artículo, se habría encontrado con algunas sorpresas. Por ejemplo, con la defensa cerrada que hace Ortega de la capacidad que debe tener una novela para retener al lector dentro de su mundo sin dejarlo escapar para volver al de afuera. Ese “hermetismo” resulta, en el concepto de Ortega, componente esencial para que el lector viva el universo novelesco. Al salirse de él el lector debe sentir la nostalgia de ese abandono. “En ese sentido me atrevería a decir que solo es novelista quien posee el don de olvidar él, y de rechazo hacernos olvidar a nosotros, la realidad que deja fuera de su novela. Sea él todo lo “realista” que quiera, es decir, que su microcosmos novelesco esté fabricado con las materias más reales; pero que cuando estemos dentro de él no echemos de menos nada de lo real que quedó extramuros”. Con esto Ortega funda el concepto de intrascendencia para el arte.

Es cierto que Ortega admite el debilitamiento de la intriga y el énfasis en el clima y la atmósfera de la novela. Pero eso no tiene nada que ver con lo que, indirectamente, le imputa Borges: la propensión a la informe novela psicológica en la que “nadie es imposible: suicidas por felicidad, asesinos por benevolencia, personas que se adoran hasta el punto de separarse para siempre, delatores por fervor o por humildad...”. Ortega afirma que “cuando el novelista desarrolla un proceso psicológico no pretende que lo aceptemos como una serie de hechos (...), sino que recurre a un poder de evidencia que hay en nosotros (...) Y no se diga que el proceso descrito nos parece bien cuando coincide con casos de que en la vida hemos tenido experiencia. Bueno fuera que el novelista estuviese atenido al azar de la experiencias que este o el otro lector ha recogido (...) Las almas de la novela no tienen por qué ser como las reales; basta con que sean posibles. Y esta psicología de espíritus posibles que he llamado imaginaria es la única que importa a este género literario”.

En síntesis, muy lejos está Ortega de aprobar un tipo de ficción cuya confusión con la realidad la induzca al caos. Tanto por la autonomía de la trama como por las objeciones a la novela psicológica la posición de Ortega dista de la que le imputa Borges.

El último eslabón de esta cadena de malosentendidos es el crítico Emir Rodríguez Monegal. En su libro Borges, una biografía literaria, dedica un apartado a lo que llama “Una teoría de la literatura fantástica”. Allí alude al prólogo de Bioy Casares a la Antología de la literatura fantástica (en el colofón dice 1940, aunque aclara Julio Prieto que Bioy en su Borges confesó que había aparecido en 1941). También hace mención al prólogo de Borges a La invención de Morel que según Rodríguez Monegal había aparecido pocas semanas antes que la Antología.... El comentario del crítico uruguayo multiplica los equívocos que

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ya provocaba el prólogo de Borges. Para empezar atribuye las afirmaciones de Ortega al “breve ensayo llamado “La deshumanización del arte””. Borges había hecho referencia al libro La deshumanización del arte, dentro del cual se encontraba el trabajo “Ideas sobre la novela” que es el que cita; Rodríguez Monegal no va a la fuente y confunde los dos artículos. La edición de 1925 de la obra de Ortega reunía los dos trabajos: esa es la que maneja Borges y de ella toma las citas y los números de páginas. Rodríguez Monegal no confirma la cita de Borges y supone que ella sale del artículo que da título al libro. Por supuesto que mucho menos se encarga de aclarar la confusión de Borges respecto a Ortega y la novela psicológico-realista. Sigue a pie juntillas las afirmaciones del maestro argentino como si fueran propias para continuar la tergiversación y desacreditación de las teorías de Ortega.

Una precisión final. Si Rodríguez Monegal hubiese acudido a la primera edición de La deshumanización del arte y a las páginas que señala Borges hubiese aclarado la confusión. Si hubiese acudido a ediciones posteriores se habría encontrado con una sorpresa: el artículo “Ideas sobre la novela” abandonó el libro en el que fuera recogido primitivamente y pasó a formar parte de Meditaciones del Quijote, un libro anterior pero con el que el artículo sobre la novela guardaba más afinidad. Si el lector quiere hacer sus propias comprobaciones y accede a las ediciones de Revista de Occidente más recientes deberá buscar las citas que hace Borges ya no en La deshumanización... sino en Meditaciones.

Arte deshumanizado e intrascendente

Del español José Ortega y Gasset mencionamos una incursión sobre la metáfora, en un ensayo de 1914, y dos artículos importantes de 1925: “Ideas sobre la novela” y “La deshumanización del arte”. Los comentarios sobre la metáfora aportaban la coincidencia de Ortega con las poéticas de la imagen que se podían ver en Pierre Reverdy y el cubismo/creacionismo y en André Breton y el surrealismo: también Ortega abonaba la idea de que la imagen debía renovar el mundo, incorporarse como una novedad, ser augural e insólita. Para ello la metáfora, que era el tropo que Ortega disecaba, debía desrealizar las imágenes reales y permitir surgir, en el quicio entre las similitudes y las diferencias, la imagen nueva. De esa forma la metáfora, como en los ultraístas, los creacionistas y hasta los surrealistas, actuaba como procedimiento que nos trasladaba de la realidad de la imagen referencial a una nueva cosa creada por el artista.

La otra coincidencia de Ortega con Breton (y con Borges, según se vio) era la del repudio a la novela psicológica. Los tres interpelaban a la novela desde la trinchera antirrealista.

“La deshumanización del arte”¿Qué plantea Ortega en su tan citado “La deshumanización del arte? Desprendamos del breve ensayo algunas de las ideas que no hayan sido expresadas antes.

La primera y más rotunda comprobación que hace Ortega es que el arte de los jóvenes de su época es un arte impopular y, aun, antipopular. Ortega se esmera en explicar este punto para que no haya confusión con otras cosas. No se trata, dice, de un arte que no es comprendido en una primera instancia, que resulta extraño, pero que luego termina conquistando al pueblo: así el romanticismo. No.

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Se trata de un arte que lleva consigo, intrínsecas, las notas de la impopularidad. La mayoría de la gente, la masa, aclara Ortega, no entiende el arte nuevo. Y no lo entiende porque los resortes que mueve no son los genéricamente humanos. El goce estético del arte, hasta la irrupción de los nuevos, dependió de que despertara el interés por los destinos humanos que eran propuestos a través de la obra. Una obra era “buena” cuando conseguía producir la cantidad de ilusión necesaria para que los personajes imaginarios valieran como personas vivientes. Figuras, peripecias y pasiones humanas llamaban al espectador a participar de esos sentimientos, a intervenir en ellos como en la realidad.

El arte nuevo, el arte de los jóvenes se desentiende de los elementos humanos con el sentido que tenían en el arte anterior. Consigue la pureza del arte mediante la depuración de esos valores humanos. El goce artístico dejará de estar sostenido por la coincidencia emocional y la intromisión del receptor entre las siluetas creadas. Perseguirá, tal lo expresa Ortega, el verdadero goce artístico, el que despierta sentimientos específicamente estéticos. “El placer estético para el artista nuevo –escribe Ortega- emana de ese triunfo sobre lo humano (...) La gente nueva ha declarado “tabú” toda injerencia de lo humano sobre el arte”.

Por cierto que esta opción es discriminatoria; que el arte nuevo es un arte para artistas y que eso ofende al burgués, descubierto en su ignorancia, en su incomprensión, en su incapacidad e ineptitud para poder decir algo sobre lo que ve o lee. Ortega no se inmuta ante la cuestión y no solo no le parece injusta sino que defiende el hecho de que el arte nuevo denuncie la desigualdad. “El arte joven contribuye a que los “mejores” se conozcan y reconozcan entre el gris de la muchedumbre y aprendan su misión, que consiste en ser pocos y tener que combatir contra los muchos (...) Se acerca el tiempo en que la sociedad desde la política al arte, volverá a organizarse, según es debido, en dos órdenes o rangos: el de los hombre egregios y el de los hombres vulgares (...) Bajo toda la vida contemporánea late una injusticia profunda e irritante; el falso supuesto de la igualdad real entre los hombres”.

Ortega encuentra 7 rasgos característicos del nuevo estilo. Tiende –según él- 1º, a la deshumanización del arte; 2º, a evitar las formas vivas; 3º, a hacer que la obra de arte no sea sino obra de arte; 4º, a considerar el arte como juego y nada más; 5º, a una esencial ironía; 6º, a eludir toda falsedad, y, por tanto, a una escrupulosa realización; 7º, el arte, según los artistas jóvenes, es una cosa sin trascendencia alguna.

A continuación, para explicar el lugar del artista, Ortega acude a un ejemplo. Cuatro personas asisten a la agonía de un hombre: su esposa, el médico, un periodista y un artista. La misma realidad, dice Ortega, provoca, en cada una, una reacción distinta. El espectro va del compromiso afectivo máximo en la esposa, al mínimo en el artista. Ortega quiere dejar claras dos cosas: la primera es la necesidad, para el artista, de ubicarse a una distancia máxima del compromiso sentimental; la segunda es que sin la realidad vivida el arte no tendría sentido. “Si no hubiera alguien –dice Ortega- que viviese en pura entrega y frenesí la agonía de un hombre (...) el cuadro en que el pintor representa un hombre en el lecho rodeado de figuras dolientes nos sería ininteligible (...) Un cuadro, una poesía donde no quedase resto alguno de las formas vividas, serían ininteligibles, es decir, no serían nada, como nada sería un discurso donde a cada palabra se le hubiese extirpado su significación habitual”.

Esa huida de la realidad como vivencia resulta, según observa Ortega, un rasgo del nuevo estilo. Dadaístas, ultraístas, se desentienden del modelo “natural”

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con el fin de construir una realidad nueva. En esta opción impera el acto constructivo. La “voluntad de estilo” del artista nuevo subraya la estilización que es deformación de lo real, desrealización y, por consiguiente, deshumanización. Vida es una cosa, poesía es otra, piensan los nuevos artistas. El poeta empieza donde el hombre acaba. El destino de este es vivir su itinerario humano; la misión de aquel es inventar lo que no existe. El poeta aumenta el mundo, añadiendo a lo real, que ya está ahí por sí mismo, un irreal continente. Ortega ejemplifica con Mallarmé la voluntad de estilo, la huida de la persona humana. “La poesía es hoy el álgebra superior de las metáforas” dice Ortega, antes de introducirse en el estudio de la metáfora, “el más radical instrumento de deshumanización”, al que ya nos hemos referido en este trabajo.

La furia por el geometrismo coincide en las artes nuevas con el asco hacia las formas vivas o los seres vivientes. Esto constituye una parte de la reacción moderna contra el arte clásico, que hizo imperar durante siglos el modelo mimético. No es posible entender el goce estético del arte nuevo sin tomar en cuenta el factor de burla y agresividad contra el arte clásico. Recurrir a lo primitivo tiene que ver, sobre todo, con poder remontarse hasta una posición ingenua en la que aún la tradición no había actuado. La irritación contra las formas tradicionales lleva a Ortega a preguntarse si no hay, en el fondo de esta reacción, un hartazgo, un odio al arte. La respuesta de Ortega apunta al cambio en la actitud. Del patetismo que primaba en la tradición artística se pasa al arte como una broma y, sobre todo, como una burla de sí mismo. El artista deja de tomarse en serio al hombre que es cuando no es artista. Predomina la ironía como máxima categoría estética. Ahora bien, esta actitud reflexiva, este plegarse del arte sobre sí mismo incluso para destruirse, este convertirse en espejo paródico de su propia actividad conduce al último y fundamental rasgo caracterizador: la intrascendencia.

“La intrascendencia del arte” es el último capitulito de este ensayo antes de las “Conclusiones”. Ortega se anima a hacer la afirmación “el arte es una cosa sin trascendencia” no sin visos de espanto. Se da cuenta que calificar el arte como intrascendente puede arrastrar numerosos malentendidos. Ortega insiste que la afirmación no se refiere a la importancia que el arte tiene sino a cómo ve el artista su quehacer. Y despeja la idea de que al artista no le interese el arte que practica: no es eso, dice Ortega, sino que el término intrascendencia está referido a una obligación del arte (trascendente), de la que el artista nuevo quiere desprenderse. Si en la tradición inmediata el artista era portador de una misión poco menos que salvacional, ya por la gravedad de los temas que trataba como por la dignidad del gesto de profeta y guía, el artista nuevo rehúye a tamañas responsabilidades, repele tanta seriedad y trascendencia. Elige el retorno a una actitud lúdica, gratuita, pueril en su ingenuidad. Ortega concluye sus reflexiones sobre la intrascendencia del arte señalando que, por el contrario de soberbia, existe en el artista moderno una gran modestia en sus cometidos. El arte pierde con él la actitud sublime y reduce a lo elemental sus pretensiones.

Bien. Todo el razonamiento conduciría a esa aseveración. Sin embargo... La actitud reflexiva, encerrada y hermética del artista; la construcción de un arte autorreferido; la ruptura de los nexos humanizadores del arte que lo comuniquen con el público apuntalan un desinterés del artista por el mundo que es difícil no calificar de soberbio. El encierro del artista sobre sí y sobre sus propios pares, la práctica autónoma del arte con prescindencia o a distancia del hecho humano que lo provoca (véase, más arriba, el ejemplo del artista ante el enfermo) conducen a

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la idea de un arte sectario, impenetrable. Como postula el propio Ortega en la primera parte de su ensayo, esa actitud contiene implícito un espíritu elitista, una defensa de la diferencia y de la aristocracia de la inteligencia. Al fin de cuentas, como se ha visto, la comprensión del arte nuevo sirve a Ortega para diferenciar entre hombres egregios y hombres vulgares y para augurar que “todo el malestar de Europa vendrá a desembocar y curarse en esta nueva y salvadora escisión (...) Bajo toda la vida contemporánea late una injusticia profunda e irritante; el falso supuesto de la igualdad entre los hombres”. Reunidos los razonamientos de Ortega, el arte nuevo es funcional a un sistema de discriminación que crearía un nuevo sistema de elección: el arte no crea la desigualdad y el artista no pretende asumir ningún liderazgo, pero acude en su defensa y resulta, a la postre, el emergente y justificador (cuando no el representante) de las nuevas jerarquías.

Para terminar Ortega insinúa que si el arte nuevo no ha dado frutos sazonados su actitud es tan necesaria como inevitable. No se puede continuar la tradición y es posible atisbar nuevas rutas que, sin repetir las fórmulas gastadas, corrijan el camino de la deshumanización.

Oscar Brando