La divina comedia- El purgatorio.

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La Divina Comedia Dante Alighieri EL PURGATORIO

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La Divina Comedia poema épico escrito por Dante Alighieri.

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La Divina Comedia

Dante Alighieri

EL PURGATORIO

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Canto I

Catón guardián de la playa

Por surcar mejores aguas alza las velas ahora la navecilla de mi ingenio,

tan cruel mar detrás de sí dejando;

y cantaré de aquel segundo reino, donde el humano espíritu se purga y se hace digno de subir al Cielo.

Resurja ahora aquí la muerta poesía, ¡oh Santas Musas! pues vuestro soy;

y que Calíope un algo surja

acompañando mi canto con aquel son del cual las míseras Urracas sintieron tal golpe, que ya no esperan perdón.

Dulce color de oriental zafiro,

que se acogía en el sereno aspecto del medio, puro hasta el primer giro,

a mis ojos recomenzó dilecto,

así como salí fuera del aura muerta, que contristado me había los ojos y el pecho.

El bello planeta que de amar conforta

hacía que el entero oriente riera, velando a los Peces que eran su escolta.

Volvíme a la derecha, y dirigí la mente

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al otro polo, y vi las cuatro estrellas, que nadie vio más la primera gente.

Gozar parecía el cielo de sus flamas:

¡oh septentrional viudo sitio, pues que privado estás de verlas!

Así que de mirarlas me apartara,

volviéndome un poco hacia el otro polo, allí donde el Carro ya se había ido,

vi cerca de mí a un viejo solo

digno de tanta reverencia al ver, que más no debe al padre ningún hijo.

Larga la barba y de blanco pelo mestiza

tenía, a sus cabellos semejante, de la que caía al pecho doble lista.

Los rayos de las cuatros luces santas

franjeaban de luz tanto su rostro, que lo veía como si el Sol fuera delante.

¿Quién sois vosotros, que contrario al ciego río

huido habéis de la prisión eterna? dijo, moviendo esas honestas plumas.

¿Quién os ha guiado? ¿o quién os fue lucerna,

saliendo fuera de la profunda noche que siempre tiene negro el infernal valle?

¿así se han roto las leyes del abismo?

¿o se ha dictado en el cielo nuevo consejo

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de que, condenados, vengáis a mis grutas?

Mi conductor entonces me tomó la mano, y con palabras, manos y señales

hízome hincar y bajar la frente reverente.

Después le dijo: Por mí no viene; mujer bajó del cielo, a cuyos ruegos,

mi compañía para con él dispuso.

Pero como es afán tuyo que más te explique cuánto de honesta nuestra condición sea

no cabe en mí que a tí me niegue.

Éste aún no vio su última tarde pero estuvo por su locura tan cerca,

que le era escaso el tiempo para que volver pudiera.

Así como te dije, a él yo fui mandado por que viviera; y no había para él otro camino

que éste por el que me he metido.

Mostrado le he la perversa gente; y ahora pretendo mostrarle los espíritus

que se purgan en tus dominios.

Cómo lo traje, sería largo contarte; de lo alto una virtud me ayuda

a conducirlo a verte y a escucharte.

Ahora pues que su visita acoger te plazca: libertad va buscando, que le es tan cara, como lo sabe quién la vida por ella deja.

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Lo sabes tú, que por ella no te fue amarga

en Útica la muerte, donde dejaste la vestidura que en el gran día será tan clara.

Los eternos edictos no hemos quebrado; que éste vive, y a mí Minos no alcanza;

que soy del giro donde están los ojos castos

de tu Marcia, que al parecer te ruega ¡oh santo pecho! que la tengas por tuya;

por su amor, pues, a nuestro deseo accedas.

Déjanos viajar por tus siete reinos; gracias reportaré de ti a ella,

si de ser mencionado allá abajo te dignas.

Marcia plugo tanto a mis ojos mientras allá estuve, dijo entonces,

que cuantos gracias quiso de mí, las tuvo.

Ahora que allende el mal río habita, no puede más conmoverme, por aquella ley

que hecha fue cuando salíme fuera.

Mas si dama del cielo te mueve y te sostiene como tú dices, no hacen falta lisonjas; baste bien que en su nombre requieras.

Vete pues, y haz que éste se ciña

de un junco mondo y que el rostro lave para que de toda suciedad así se redima,

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que bien no fuera con el ojo herido de alguna niebla, venir ante el ministro

primero, que es de los del paraíso.

Aquella apartada isla, bien abajo de la playa, allá donde las olas azotan,

abriga juncos sobre el blando limo:

ninguna otra planta de hojas o de tronco duro, puede vivir allí,

que el batir de las olas no secunde.

Después no volváis aquí: el Sol os mostrará, que ahora surge, a tomar del monte la más leve cuesta.

Ahí desapareció; y de pie me puse, en silencio, y me allegué muy cerca

de mi conductor, y hacia él alcé la vista.

Y él comenzó: sigue mis pasos, retrocedamos, que por aquí declina

esta llanura a sus lugares más bajos.

Vencía el alba la hora matutina que delante huía, de modo que de lejos

pude ver el fluctuar de las olas.

Íbamos por el solitario llano como quien vuelve a la perdida senda y que hacia ella le parece ir en vano.

Cuando llegamos allí donde el rocío

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lidia con el Sol, y por estar a la sombra se difunde poco a poco,

ambas manos sobre la hierba abiertas

suavemente mi maestro puso: y yo entonces, su intento advirtiendo,

le ofrecí mis mejillas lacrimosas:

y allí dejóme descubierto aquel color que ocultara el infierno.

Llegamos luego al litoral desierto,

cuyas aguas no vieron navegar nunca a hombre, que de ellas regresara experto.

Ciñóme allí como al otro plugo:

¡oh maravilla! que así como escogió la humilde planta, igual renació otra

súbito allí donde la arrancara.

Canto II

Ya estaba el Sol al horizonte junto, cuyo meridiano círculo cubre

a Jerusalén en su más alto punto;

y la noche que opuesta a éste gira salía del Ganges con las Balanzas,

de cuyas manos se cae cuando se alarga;

de modo que las blancas y rosadas mejillas,

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donde yo estaba, de la bella Aurora, por la mayor edad ya eran naranjas.

Nos hallábamos aún sobre la orilla del mar,

como quien el camino a tomar medita, que de corazón avanza, pero de cuerpo demora.

Y entonces, así como sorprendido a la mañana,

por el grosor de la niebla, Marte enrojece, allá en el poniente sobre el marino suelo,

así se mostraba, como si aún la viera.

una luz por el mar venir tan presto que no había volar que al suyo pareciera.

Como la vista un momento apartara hacia mi Maestro por una pregunta,

al reverla la vi, de más brillo y mayor tamaño.

Luego a sus lados ver me parecía un no sé qué de blanco, y que de abajo un otro blanco poco a poco aparecía.

Mi maestro aún palabra no decía

en tanto se veía que los blancos eran alas; y aunque al gondolero bien lo conocía

gritóme: ¡Dobla, dobla la rodilla!

éste es el Ángel de Dios: junta las manos; de ahora en más verás oficiales tales.

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Mira cómo desprecia los medios humanos, que remo no quiere, ni más otro velamen

que sus alas, en riberas tan lejanas.

Mira como alzadas las tiene al cielo, agitando el aire con eternas plumas,

que no se mudan como el mortal pelo.

Luego como poco a poco hacia nos vino el ave divina, más brillante aparecía: pero como el ojo de cerca no lo sufría

incliné la vista; y él se dirigió a la orilla

en una navecilla esbelta y leve, tanto que en el agua apenas se metía.

En popa estaba el celestial barquero,

cuyo sólo aspecto ya mostrábalo bendito; y más de cien espíritus sentados dentro.

“In exitu Israel de Aegypto”

cantaban juntos a una voz en coro con lo que sigue escrito de aquel salmo.

Luego de la santa cruz les hizo el signo;

y ellos se arrojaron todos a la playa, y el ángel se marchó, veloz, como vino.

La turba que allí quedó, extrañada

del lugar parecía, mirando alrededor como quien nuevas cosas contemplara.

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De todas partes saetaba el día

el Sol, quien con las nobles saetas del medio cielo había echado a las Cabras,

cuando la nueva gente alzó la frente

a nosotros, diciendo: si vos sabéis, mostradnos la vía de subir al monte.

Y Virgilio respondió: tal vez creéis que expertos seamos de este sitio;

mas como vosotros peregrinos somos.

Ha poco que llegamos, antes que vosotros, por otra vía, que fue tan dura y fuerte, que subir ésta nos parecerá de juego.

Las almas, que habían advertido,

por el respirar, que aún estaba vivo, maravilladas palidecieron.

Y como el mensajero, que porta olivo, atrae a la gente para oír las nuevas,

y de pisotear a otro nadie es esquivo,

así en mi rostro se fijaron ellas almas afortunadas todas

como olvidando de hacerse bellas.

Yo vi a una salir delante para abrazarme con tan grande afecto,

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que movióme a hacer lo semejante.

¡Ay sombras vanas, aunque sólo en el aspecto! Tres veces detrás de él ceñí las manos,

y otras tantas ceñidas las hallé a mi pecho.

De sorpresa, creo, quedé pintado; pero la sombra se retiró sonriendo, y yo siguiéndola, avancé adelante.

Suavemente pidió me detuviera;

conocí entonces quien era, y le rogué, que para hablarme, un poco se estuviera.

Respondióme: Así como te amé

en el mortal cuerpo, así te amo suelto: por éso me detengo; pero tú ¿por qué vas?

Casella mío, por retornar de nuevo allá de donde soy, hago este viaje,

le dije, pero tú ¿porque te demoraron tanto?

Y él a mí: No me han hecha ultraje alguno porque aquel, que lleva cuando y quién le place,

muchas veces me ha negado el pasaje:

de su justo querer así se hace: en verdad desde hace tres meses, ha llevado a todo el que quiso entrar, en paz completa.

Por éso yo, que al mar me había vuelto

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donde el agua del Tíber de sal se impregna, fui acogido por él benignamente.

Hacia aquella embocadura dirige ahora el ala

porque allí se congregan siempre los que al Aqueronte no descienden.

Y yo: si una nueva ley no te priva

de memoria o del uso del amoroso canto que solía aquietar todas mis penas,

con él te plazca consolar un tanto

el alma mía, porque, con su cuerpo aquí viniendo, ¡se ha afanado tanto!

"Amor que en la mente me razona",

comenzó él entonces tan dulcemente, que la dulzura aún dentro de mi suena.

Mi maestro y yo y aquella gente

que con él estaban, parecían tan contentos, como si a nadie otra cosa en mente fuera.

Todos quietos éramos y atentos

a sus notas; y entonces el viejo honesto gritando: ¿qué es ésto, espíritus lentos?

¿qué negligencia, qué quedarse es éste? corred al monte a quitaros los escollos

que a vos no dejan mirar a Dios manifiesto.

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Como cuando, cogiendo grano o hierba, las palomas apiñadas en pastura,

quietas, sin mostrar su normal orgullo,

si algo aparece de lo que ellas tengan miedo súbitamente dejan estar el alimento,

porque acosadas de un mayor cuidado;

así vi yo a aquella mesnada fresca dejar el canto, y lanzarse a la costa, como quien va, sin saber a donde;

ni nuestra partida fue más lenta.

Canto III

Los arrepentidos en trance de muerte

Entonces cuando la súbita fuga los dispersó por la campiña

hacia el monte a donde la razón los lleva,

yo me acogí al confiable compañero: ¿y cómo estaría yo sin su concurso?

¿quién me habría hecho subir la montaña?

Me pareció consigo mismo atrito; ¡oh digna conciencia y clara,

cómo breve falta te es compunción amarga!

Cuando sus pies abandonaron la prisa, que de todo acto la honestidad empaña,

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mi mente, que reducida estaba,

el designio dilató, aguijoneada, y volví mi rostro a la colina

que al más alto cielo sobre las aguas se exalta.

El Sol, que detrás flameaba rojo, lanzaba adelante mi figura,

porque en mí hallaban sus rayos apoyo.

A mi lado volvíme con pavor de ser abandonado, al ver sólo de mí delante la tierra oscura;

y mi sostén: ¿Por qué desconfías? comenzó a decirme muy alterado;

¿no crees que estoy contigo y soy tu guía?

Allá es de tarde donde sepulto está el cuerpo en el cual hacía sombra;

lo tiene Nápoles, y de Brindis fue sacado.

Ahora, si ante mí nada se nubla no te asombres más que de los cielos

un rayo al otro no obsta.

A sufrir tormentos, calor y hielo tales cuerpos la virtud dispone,

y cómo sea, no quiere que se nos devele.

Loco es quien espera que la razón nuestra

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pueda recorrer la infinita vía que tiene una sustancia en tres personas.

Estad contentos, humana gente, del quia;

porque si tuvierais poder de verlo todo no hubiera sido necesario parir María.;

vos visteis que lo desearon sin fruto

los que así hubieran aquietado el deseo que eternamente queda en ellos como luto:

de Arístoteles y de Platón hablo

y de otros muchos; y aquí curvó la frente y más no dijo, y quedó turbado.

En tanto al pie del monte llegamos, allí encontramos tan abrupta roca

que en vano fueran las piernas prontas.

Entre Lérici y Turbía la más desierta, la más quebrada ruina es una escala,

cotejada con ésta, ágil y abierta.

¿Quién sabe cuál es más asequible lado, dijo mi maestro frenando el paso.

para que pueda subir el que no tiene alas?

Y mientras guardando la vista baja examinaba el curso del camino,

y yo arriba miraba alrededor de la roca,

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por la izquierda apareció una afluencia de almas, que movían el pie hacia nosotros,

y no lo parecía, por venir tan lentas.

Alza, dije yo, maestro, tus ojos: mira por allí quien nos dará consejo,

si no logras por ti mismo tenerlo.

Miró entonces, y con franco aspecto respondió: Vamos allá, que vienen lentos;

y tú mantén la esperanza, dulce hijo.

Aquella gente estaba lejos, aún después de haber dado mil pasos,

cuanto una piedra lanzada por buena honda,

cuando se apretujaron todos contra la masa dura del alto escollo, quedando quietos y juntos, como se está mirando, quien anda en duda.

¡Oh bien finados!, ¡oh espíritus ya selectos!

comenzó Virgilio, por la paz aquella que todos vosotros, creo, esperan,

decidnos donde la montaña sesga, para que podamos trepar por ella;

que perder tiempo, a quien más sabe, más desplace.

Como salen del redil las ovejas una, dos, tres, y las demás se quedan

tímidas, bajos los ojos y el hocico;

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y lo que hace la primera, lo hacen las otras,

apretándose a ella, si se detiene, simples y quietas, aunque ignoran el motivo;

así vi venir a nosotros la primera

de aquella grey ahora afortunada, de rostro púdico y en el andar honesta.

Como llegaron entonces a ver rota

la luz que a tierra iba hacia mi derecha, de modo que de mi a la gruta iba la sombra,

quedaron quietas, retrocediendo un poco,

y todos los demás que atrás venían, sin saber porqué, otro tanto hicieron.

Sin que lo pregunten les confieso

que es humano cuerpo el que estáis viendo; por quién la luz del Sol quiébrase al suelo.

No os maravilléis; mas creed

que no sin virtud que del cielo venga intenta sobrepasar esta pared.

Así el maestro; y aquella gente digna:

Volved, dijeron, id delante de nosotros, con el dorso de la mano haciendo señas.

Y uno de ellos comenzó: Quienquiera

seas, andando así, vuélveme el rostro:

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piensa si de allá alguna vez no me vieras.

A él volvíme y miréle fijo: rubio era y bello y de gentil aspecto, mas una ceja un golpe había partido.

Cuando húbeme humildemente escusado

de haberlo visto nunca, me dijo: Pues mira, y enseñóme una llaga sobre el pecho.

Luego sonriendo me dijo: Yo soy Manfredo,

nieto de Constanza emperatriz; por donde te ruego, que cuando vuelvas,

vayas a mi bella hija, raíz

del honor de Aragón y de Sicilia, y dile la verdad a ella, si es que se dice otra cosa.

Cuando mi cuerpo fue traspasado

por dos heridas mortales, yo me rendí, llorando, a aquel que con gusto perdona.

Horribles mis pecados fueron

mas la infinita bondad tiene tan largos brazos que toma a todo el que se vuelve a ella.

Si el pastor de Cosenza, que a cazarme

fue puesto entonces por Clemente, hubiera de Dios leído bien esta cara,

los huesos de mi cuerpo estarían ahora

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en la cabeza del puente, cabe Benvenuto, bajo custodia de pesadas rocas.

Pero los moja la lluvia y el viento los arroja

fuera del reino, casi a la orilla del Verde, a donde los llevó, con extintos cirios.

Por su maldición así no se pierde,

que no pueda volver, el eterno amor, mientras la flor de la esperanza reverdece.

Verdad es que quien en contumacia muere

de la Santa Iglesia, aun cuando al fin se arrepienta, forzoso es que de este monte quede afuera,

por todo el tiempo que ha estado, treinta.

en su presunción, si tal decreto más breve no se hiciera por plegarias buenas.

Mira pues si darme alegría puedes revelando a mi buena Constanza,

cómo me has visto, y cómo estoy prohibido,

que por los ruegos de allá, mucho se avanza.

Canto IV Los perezosos

Cuando por un placer o por un dolor,

que alguna virtud nuestra comprenda, el alma fuertemente a ella se recoge,

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parece que ya a otra potencia no atienda;

y ésto va contra aquel error que cree que un alma sobre otra en nosotros se encienda.

Por éso, cuando algo se oye o mira

que con fuerza tenga así el alma vuelta, el tiempo pasa y el hombre no lo observa;

que una es la potencia que escucha,

y otra la que subyuga el alma entera: ésta está como atada, y la otra está suelta.

De lo que tuve experiencia verdadera oyendo aquel espíritu y admirando;

que bien cincuenta grados salido había

el Sol, sin que lo advirtiera, cuando llegamos a donde aquellas almas acordes nos gritaron: Aquí está vuestra respuesta.

Mayor portillo con frecuencia obtura

con un manojo de espinas el aldeano cuando la uva madura,

que no la senda por donde subimos

mi conductor, y yo detrás, solos, cuando se nos separó la turba.

Súbase a San Leo y bájese en Noli,

móntese en Bismantua y en Cacume

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bastan los pies; pero aquí se precisa el vuelo;

digo con las ligeras alas y con las plumas del gran deseo, siguiendo al que conduce

que me daba esperanza y me brindaba lumbre.

Subimos por una quebrada senda cuyos costados me apretujaban entero

mientras abajo el suelo pies y manos requería.

Cuando llegamos al borde supremo de la barrera a una abierta meseta,

Maestro mío, dije, ¿por dónde iremos?

Y él a mí: Ningún paso tuyo descienda: arriba, hacia el monte detrás de mí, trepa,

hasta que hallemos una sabia escolta.

Tan alta era la cumbre que la vista no alcanzaba, y la ladera empinaba tanto

como de medio cuadrante la línea al centro.

Yo estaba agotado cuando comencé: ¡Oh dulce padre! vuélvete y mira

cómo solo me quedo si no te aquietas.

Hijito mío, dijo, súbete hasta este punto, mostrándome arriba un descanso

desplegado de aquel lado del monte.

Me animaron tanto sus dichos,

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que esforzándome hacia él trepé hasta que el ámbito quedó bajo mis pies.

En ese lugar los dos nos sentamos,

mirando a levante por donde subimos: que agradar suele contemplar lo andado.

Primero incliné la vista a los lugares de abajo,

luego la alcé al Sol, y me admiraba que por la izquierda me hería.

Bien advirtió el poeta que atónito estaba yo ante el carro de la luz,

que entre nos y el Aquilón entraba.

Entonces él: Si Castor y Pólux estuvieran en compañía del aquel espejo

que arriba y abajo su luz conduce,

verías el Zodíaco rojizo girar todavía muy junto a la Osa,

si afuera no se saliera del camino antiguo.

Y cómo ésto ser pueda, si elaborarlo quieres, recogido en ti mismo, imagina a Sion

y a este monte estar en la Tierra

de forma que ambos un solo horizonte y distinto hemisferio tengan; así la ruta

que mal supo carretear Faetón,

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verás como a éste es necesario que vaya por un lado, cuando por otro va aquel,

si tu intelecto bien claramente mira.

Cierto, maestro mío, dije, nunca había visto tan claro como entiendo ahora en lo que mi ingenio antes parecía manco,

porque el círculo medio del motor superno que se llama Ecuador, en alguna ciencia,

y que permanece siempre entre Sol e invierno,

por la razón que dices, de aquí se marcha hacia el Septentrión, mientras los Hebreos

lo ven hacia la ardiente parte.

Mas si te place, quisiera saber cuánto hemos de andar; pues el monte asciende

más de lo que alcanzar mis ojos pueden.

Y él a mí: Esta montaña es tal que siempre el comenzar de abajo es duro;

y cuando se sube más, menor es el mal.

Mas cuando te parezca suave tanto, que el andar por ello te será ligero, como boga a favor de la corriente la nave,

estarás entonces al fin de este sendero;

por tanto a reposar la pena espera. Más no respondo, sólo ésto sé de cierto.

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Y así que hubo sus palabras dicho sonó una voz muy cerca: Tal vez

antes te verás forzado a sentarte.

A tal sonido ambos torcimos, y a la izquierda una gran peña vimos, de la que él ni yo nos dimos cuenta.

Allá nos fuimos: y allí había personas que a la sombra estaban tras la roca

como indolentes que a estar se sientan.

Y uno de ellos, que parecía cansado, sentado se abrazaba las rodillas,

teniendo entre ellas el rostro bajo.

¡Oh dulce señor mío!, dije, contempla a éste que se muestra más negligente como si hermana suya fuera la pereza.

Volvióse entonces a mirarnos

y alzando el rostro de entre las piernas dijo: ¡Sube tú, que eres valiente!

Supe quién era entonces, y aquella angustia

que me exigía aún algo de aliento, no me impidió acercarme; y luego

que junto a él estuve, alzó apenas la testa y dijo: ¿Has comprendido bien cómo el Sol

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por el dorso siniestro el carro lleva?

Sus perezosas señas y su palabra escasa pusieron en mis labios algo de risa;

luego empecé: Belacqua, ya más de ti

no me conduelo; pero dime, ¿por qué sentado aquí mismo estás? ¿Esperas escolta

o a la vieja costumbre has retornado?

Y él: ¡Oh hermano! subir ¿qué me aprovecha? porque no me dejaría ir al martirio

el Ángel de Dios que está en la puerta.

Antes preciso es que dé tantos giros el cielo y yo afuera de ella, cuantos giró en mi vida, pues aplacé hasta el final el buen suspiro,

si no hay oración que auxilie

que surja de un alma que en gracia viva; pues ¿qué valdría de otra si en el cielo no es oída?

Y ya el poeta delante precedía

y decía: Ven ahora; mira que toca el Sol el meridiano y la orilla

cubre la noche ya junto a Marruecos.

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Canto V Los muertos por violencia

Habíame ya de aquella sombra partido

y las huellas de mi conductor seguía cuando detrás de mí, alzando el dedo,

uno gritó: ¡Ved que no brilla

el izquierdo rayo en aquel de abajo y al parecer se conduce como un vivo!

Volví la vista de esta voz al sonido

y allí estaba mirándome con maravilla a mí, a mí y a la luz que estaba rota.

¿Por qué tu alma tanto se complica, dijo el maestro, que el paso aflojas?

¿qué te afecta lo que aquí se musita?

Sígueme y deja hablar a la gente, sé como firme torre que su cima

no abate por más que sople el viento;

porque siempre que apila el hombre un pensamiento sobre otro, se desvía del intento,

pues en llegando el uno se debilita el otro.

¿Qué podría yo decir, sino “ya voy”? Díjeselo, un poco de rubor moteado

que acaso hace al hombre de perdón digno.

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En tanto por la costa al sesgo venía gente un poco hacia nosotros

cantando “Miserere” verso por verso.

Cuando advirtieron que no daba yo por mi cuerpo paso a los rayos,

cambiaron el canto por un ¡Oh! largo y opaco,

y dos de ellos, en mensajeros, corrieron a nosotros en demanda:

De vuestra condición haznos conscientes.

Y mi maestro: Podéis ir vosotros y llevar a vuestros mandantes

que el cuerpo de éste es veraz carne.

Si os detuvisteis a ver su sombra, como pienso, tenéis ya la respuesta:

rendidle honor, que puede valeros algo.

Fuegos fugaces no vi yo tan veloces hender al nacer la noche el sereno, ni en agosto el Sol correr las nubes,

que ellos no se volvieron en menos.

y, una vez allá, hacia nosotros vinieron como partida que sin freno acude.

Esta gente que nos rodea es mucha, y vienen a rogarnos, dijo el poeta,

con todo anda, y andando escucha.

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¡Oh alma que vas hacia la dicha

con los miembros con los que naciste, venían gritando, un poco el paso aquieta!

Mira si a alguno de nosotros nunca vistes,

para que allá reportes sus noticias: ¡Eh! ¿por qué sigues?¿por qué no esperas?

Nosotros todos fuimos por la fuerza muertos,

y pecadores hasta la última hora fuimos; allí nos despertó la luz del cielo,

tal que, arrepintiéndonos y perdonando,

de la vida salimos en paz con Dios que de verlo nos apremia el ansia.

Y yo: en vuestros rostros ajados

a nadie reconozco; mas si a vosotros place, lo que pueda, bien nacidas almas,

decid, y lo haré, por aquella paz

que, detrás de los pies de mi otorgada guía, de mundo en mundo, buscar se me hace.

Y uno empezó: Cada uno confía

en tu ayuda sin que lo jures, y si no estorbare algo que te lo impida.

Por lo que yo, que solo entre los otros hablo,

te ruego, si acaso vieras aquel país

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situado entre Romaña y el de Carlos,

que me seas cortés con tus oraciones en Fano, de modo que por mí se adore,

así que purgar pueda las ofensas graves.

Allí yo nací; más las profundas heridas que vertieron la sangre en la que yo vivía,

me fueron hechas en el seno de los Antenórides,

allí donde más seguro estar creía: el del Este lo ordenó, porque me tenía odio

mucho más de lo que hubiera sido justo.

Pero si hubiera huido hacia la Mira cuando sobrevine a Oriaco,

estaría aún allá donde se respira.

Corrí al pantano, y las cañas y el barro me obstaron tanto que caí; y allí vi yo

de mis venas hacerse en la tierra un lago.

Después otro dijo: ¡Ea! Si aquel deseo se cumple que te trajo al alto monte,

con buena piedad, ¡ayuda al mío!

Yo fui de Montefeltro, soy Bonconte; Juan y otros de mí no se cuidan;

por eso voy con éstos con la frente abatida.

Y yo a él: ¿Qué poder o qué ventura

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te llevó tan lejos de Campaldino, que nunca se conoció tu sepultura?

¡Ay! me respondió, al pie del Cosentino

pasa un arroyo de nombre Archiano, que sobre el Eremo nace en el Apenino.

Allá donde su nombre pierde,

llegué yo con el cuello perforado huyendo a pie y ensangrentando el llano.

Allí perdí la vista y la palabra;

en el nombre de María fenecí; y allí caí, y quedó mi carne sola.

Te diré la verdad, y repítelo entre los vivos: me tomó el ángel de Dios, y el del infierno

gritaba: ¡Eh, tú, del Cielo! ¿por qué me privas?

Tú de éste te llevas lo eterno por una lagrimita me lo quitan,

pero ¡yo tendré del cuerpo otro gobierno!

Bien sabes tú cómo en el aire se recoge ese húmedo vapor que en agua llueve,

así que sube hasta donde lo aprieta el frío.

Juntóse aquel mal querer que sólo mal quiere con el intelecto, y movió el humo y el viento

por la virtud que su naturaleza tiene.

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De allí el valle, cuando acabose el día, de Pratomagno hasta el gran yugo cubrió

de niebla; y arriba condensó el cielo

y convirtió en agua el aire espeso; cayó la lluvia y rellenó barrancos

con el agua que no absorbió la tierra;

y se formaron grandes torrentes, que al verdadero río tan velozmente

se volcaron, pues nada contenerlos pudo.

A mi cuerpo helado en la embocadura halló el furioso Arquiano; y lo arrojó

en el Arno, y desarmó la cruz de mi pecho

que de mí hiciera cuando me venció el dolor; por la orilla me arrastró y por el fondo, después me cubrió y ciñó con su arena.

¡Ah! cuando hayas vuelto al mundo

y reposado de la larga vía, terció un otro espíritu tras el segundo,

recuérdate de mí que soy la Pía;

Siena me hizo, y me deshizo la Marisma: sábelo aquel que antes me desposara

con un anillo enriquecido de ricas piedras.

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Canto VI

Cuando termina el juego de la zara, el perdedor queda doliente,

recordando lances, y triste aprende;

con el otro se va toda la gente; uno marcha adelante, otro de atrás lo prende,

y otro de lado en él quiere que piense;

él no se para, y a éste y a otro escucha, al que tendió la mano, ese ya no molesta;

y así de la pandilla se defiende.

Tal estaba yo entre aquella turba espesa, volviendo a ellos, aquí y allá, la cara, y, prometiendo, me libraba de ella.

Allí estaba el Aretino que por los brazos

crueles de Ghin de Tacco halló la muerte, y el otro que se ahogó yendo de caza.

Allí oraba con abiertos brazos,

Federico Novello, y aquel de Pisa que mostró el valor del buen Marzuco.

Vi al conde Orso y al alma separada

de su cuerpo por rencor y por envidia, como él decía, y no por culpa cometida;

a Pedro de la Brocha nombro; y que prevenga,

Page 33: La divina comedia- El purgatorio.

32

mientras está de acá, la dama de Brabante, de modo que no sea parte de peor rueda.

Cuando libre fui de todas ellas,

sombras que rogaban que otros rueguen, para que más pronto a ser santas lleguen,

comencé: Me parece que tú niegas, o luz mía, expresado en algún texto,

que el decreto del cielo la oración venza;

bien que esta gente ruega por ello: ¿será entonces su fe vana

o no he entendido bien tu documento?

Y él a mí: Mi escritura es clara; y la esperanza de estos no será falsa: si bien se observa con la mente sana.

Que el alto juicio no se abate

porque el fuego del amor logre en un punto, lo que por satisfacerlo aquí uno se instala;

y allá afirmé sobre este punto:

que no se enmendaba, por rogar, el defecto, porque el rogar de Dios estaba desjunto.

En verdad en tan alta sospecha

no te detengas, hasta que aquella te lo diga, y ponga luz entre la verdad y el intelecto.

Page 34: La divina comedia- El purgatorio.

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No sé si me entiendes; hablo de Beatriz: tú la verás arriba, sobre la cumbre

de este monte, riendo y feliz.

Y yo: vamos, Señor, con más presteza, que ya no me fatigo como antes,

y observa como el monte ahora sombra echa.

En este día proseguiremos adelante, respondió, cuanto de ahora en más podremos, pero la cosa es de otra forma que no piensas.

Antes que estés arriba, volver verás al que ahora se oculta tras la loma

y cuyos rayos ya no quiebras.

Pero mira allí un alma inmóvil, sola solita, a nosotros observando:

ella nos indicará la más corta senda.

A él nos allegamos: ¡Oh alma lombarda! ¡Cómo en tu porte eres, altanera y desdeñosa,

y en el mover los ojos honesta y tarda!

No decía ella ninguna cosa mas dejábanos pasar, solo mirando

a guisa de león cuando se posa.

Luego Virgilio se le acercó, rogando que nos mostrara la mejor subida:

mas ella no respondió a la demanda,

Page 35: La divina comedia- El purgatorio.

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más de nuestra patria y de la vida

inquirió. Y el dulce conductor ya comenzaba: Mantua ..., y la sombra, ensimismada,

saltó hacia él del lugar en donde estaba

diciendo: ¡Mantuano, yo soy Sordello de tu tierra!; y uno al otro se abrazaban.

¡Ay sierva Italia, del dolor albergue, nave sin timonel en gran borrasca,

no dueña de provincias, sino burdel!

Aquella alma gentil fue así tan presta, sólo por el dulce son de su tierra,

en honrar al ciudadano suyo aquí con fiestas;

y ahora en ti no están sin guerra tus vivos, y el uno al otro se laceran

los que un mismo muro y foso encierra.

Busca, mísera, en derredor de las orillas tus marinas, y luego dentro de ti observa,

si alguna parte tuya de paz se alegra.

¿Qué vale que te sujetara el freno Justiniano, si la silla está vacía?

Sin ello fuera la vergüenza menos.

¡Ay gentes que debieran ser devotas y dejar sentar a César en la silla,

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si bien entiendes lo que Dios te anota,

mira cómo se ha vuelto arisca esta fiera por no haber sido enmendada con la espuela,

pues que pusiste mano en las riendas!

¡Oh germánico Alberto que abandonas la que se ha hecho indómita y salvaje

y que sus ijares espolear debieras!

Justo juicio de las estrellas caiga sobre tu sangre, nuevo y patente,

para que mueva tu sucesor a espanto!

¡Habéis, tu padre y tú, tolerado, por codicias de allá distraídos,

que el jardín del imperio sea un desierto!

¡Ven y contempla Montesgos y Capuletos, Monaldos y Filipescos, hombre indolente:

tristes unos y otros con recelo!

¡Ven, cruel, ven y mira la esclavitud de sus nobles, y sus males cura;

y verás Santaflor como es oscura!

Ven a ver a tu Roma que está llorando, viuda y sola, y que de noche clama:

César mío ¿por qué no me acompañas?

¡Ven y contempla la gente cómo se ama!

Page 37: La divina comedia- El purgatorio.

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y si de nosotros ninguno a piedad te mueve, en vergüenza convertirás tu fama!

Y si me es lícito decir, ¡oh sumo Jove!

que crucificado fuiste por nos en Tierra, ¿es que tus justos ojos para otra parte miran?

¿O es providencia, que en el abismo

de tu consejo engendras, por algún bien de nuestro entender tan escindido?

Porque las ciudades de Italia están todas

de tiranos llenas, y se hace un Marcelo cualquier villano que a un partido ingresa.

¡Florencia mía!, bien puedes estar contenta

de esta digresión que no te toca gracias a tu pueblo que así lo piensa.

Muchos tienen justicia en el alma, más la sacan

tarde, por no soltar sin consejo el arco, pero tu pueblo la tiene en la punta de los labios.

Muchos se niegan a los comunes cargos;

pero tu pueblo solícito responde, sin ser llamado, y grita: ¡de ellos me encargo!

¡Ponte pues contenta, que has de donde:

tú rica, tú en paz, tú con buen tiento! Pues digo la verdad, los hechos no lo esconden.

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Atenas y Lacedemonia, que escribieron las antiguas leyes y fueron tan civiles,

que del vivir bien te hicieron breve guiño

a ti, que preparas tan sutiles providencias, que a mitad noviembre

no llega lo que en octubre enfilas.

¡Cuántas veces, del tiempo que remembro, leyes, moneda, cargos y costumbres

has tú mudado, y renovado miembros!

Y si bien recuerdas y ves la luz veráste semejante a aquella enferma

que no halla pose sobre plumas

mas dando vueltas su dolor reserva.

Canto VII Los príncipes que descuidaron sus deberes

Luego que los agasajos honestos y alegres

reiterados fueron tres y cuatro veces, Sordello se contuvo y dijo: ¿Vos, quién sois?

Antes que a este monte vinieran las almas dignas de subir a Dios,

fueron mis huesos sepultos por Octavio.

Yo soy Virgilio; y por ningún otro motivo el cielo perdí que por no tener la fe.

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Así respondió entonces mi conductor.

Como aquel que cuando una cosa delante súbitamente ve que maravilla,

que cree y que no cree diciendo: “Es...no es...”,

así se mostró aquel: luego bajó la vista, y humildemente se acercó a él,

y lo abrazó donde un menor alcanza.

¡Oh gloria de los latinos, dijo, por quien mostróse lo que podía nuestra lengua!

¡Oh galardón eterno del lugar de donde fui!

¿qué mérito o cuál gracia a ti me muestra? Si de oír tus palabras soy digno

dime si del infierno vienes, y de qué fosa.

Por todos los giros del doliente reino, le respondió, hasta aquí he venido;

virtud del cielo me llevó, y con éste vengo.

No por hacer, mas por no hacer he perdido de ver el alto Sol que tú deseas, y que tarde de mi fue conocido.

Lugar hay allá no triste por martirios,

mas sólo por tinieblas, donde los lamentos no suenan como gritos, mas son suspiros.

Allí estoy yo con los niños inocentes

mordidos por los dientes de la muerte antes de que fueran de la humana culpa absueltos;

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allí estoy yo con los que las tres santas

virtudes no vistieron, y sin vicios conocieron las otras y las siguieron cuantas.

Mas si tú sabes y puedes, algún indicio

danos para que llegar podamos más presto allí donde el purgatorio tiene cabal inicio.

Respondió: lugar cierto aquí no hay designado;

me es lícito andar subiendo y en torno, en lo que pueda, como guía me propongo.

Mas observa ya cómo declina el día,

y subir de noche no se puede; así es bueno pensar en buena estadía.

Hay almas a la derecha de aquí remotas;

si me lo aceptas, te llevaré a ellas, y no sin deleite será que las conozcas.

¿Cómo es ésto?, le fue dicho, quien quisiese

subir de noche, ¿sería impedido por alguien, o sería que no puede?

Y el buen Sordello trazó en el suelo con el dedo

diciendo: ¿Ves? sólo esta línea no sortearéis luego del Sol partido;

no que haya otra cosa que ponga traba que la nocturna tiniebla, para ir arriba; y así al no poder a la voluntad estorba.

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En cambio se podría ir hacia abajo a pasear en torno por la costa errando

mientras que el horizonte el día tiene ocluso.

Y entonces, mi señor, casi admirando, llévanos, dijo, a donde dices

a ver si es posible deleitarse esperando.

No muy lejos estaban de nuestro sitio, cuando noté que el monte tenía barrancos

como los valles en la Tierra tienen quebradas.

Allá, dijo la sombra, iremos donde la costa forma un regazo

y allí el nuevo día aguardaremos.

Entre alturas y bajíos había un sendero sesgado, que nos condujo al flanco de la cañada, cuya hondura de las otras es mediana.

Oro y plata finos, bermejo y blanco, índigo, ébano negro, añil intenso, fresca esmeralda recién tallada,

de hierbas y flores dentro de aquel seno

puesto, serían por su color vencidos como por el mayor es vencido el menos.

No sólo los había allí pintado la natura

más de la suavidad de mil aromas fundía allí otra desconocida y distinta.

“Salve Regina” sobre el verde y sobre flores

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sentadas cantando vi allí varias almas que por el valle no se veían de afuera.

Antes que el poco Sol ahora se anide,

comenzó el Mantuano vuelto a nosotros, entre aquellos no queráis que yo os guíe.

Desde esta altura mejor los actos y rostros

conoceréis vosotros de todos ellos, que mezclados con ellos en el fondo.

Aquel que en lo alto asienta y muestra semblante

de haber sido negligente en lo que debiera y que no adhiere con sus labios al canto,

Rodolfo fue emperador, quien podía

sanar las llagas que tienen a Italia muerta, de modo que fue otro el que más tarde lo haría.

Aquel otro que se ve confortarlo, rigió la tierra donde al agua nace

que el Moldava al Elba y el Elba al mar lleva:

Ottokar tiene por nombre, y ya en pañales fue mucho mejor que Wenceslao su hijo

en las barbas, quien en lujurio y ocio pace.

Y aquel Nasetto que estrecha consejo al parecer con ése de tan benigno aspecto,

murió huyendo y desflorando el lirio:

¡míralo allá como se bate el pecho! Mira al otro que ha hecho para su mejilla,

Page 43: La divina comedia- El purgatorio.

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de la palma de su mano, lecho.

Padre y suegro son del mal de Francia: saben que su vida es viciosa y sucia,

y de ahí viene el dolor que los alcanza.

Aquel que se ve tan membrudo y concuerda cantando con aquel del macho naso, de todo valor llevó ceñida la cuerda;

y si rey, después de él, hubiera quedado el jovencito que detrás de él se asienta,

bien hubiera ido el valor de vaso en vaso.

lo que del otro heredero decir no se puede; Jaime y Federico conservan el reino; del legado mejor ninguno es dueño.

Raras veces resurge en las ramas la humana probidad; y ésto quiere

aquel que la da, pues que de él se gana.

Incluso al Narigudo van mis palabras no menos que al otro, Pedro, que con él canta,

por donde Pulla y Provenza ya se duelen.

Tanto es menor que su semilla la planta cuanto, más que Beatriz y Margarita, Constanza de su marido aún se alaba.

Ved al rey de la simple vida

sentado sólo, Enrique de Inglaterra: éste tuvo en sus ramas mejor salida.

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Ése otro que más abajo asienta en tierra mirando arriba, es Guillermo marqués,

por quien Alejandría y su guerra

hacen llorar a Monferrato y a Canavés.

Canto VIII Los ángeles custodios del ante purgatorio

Era ya la hora cuando la nostalgia vuelve a los navegantes y les enternece el corazón

el día que a los dulces amigos han dicho adiós;

y cuando del mar el nuevo peregrino de amor se acongoja oyendo a lo lejos la esquila

como si el día llorara que se muere;

cuando comencé a dejar de lado el oír, y a mirar una de las almas

que de pié que la escucharan pedía con la mano.

Juntando y alzando ambas manos, fijos los ojos en oriente,

parecía decir a Dios: De nada curo,

“Te lucis ante” tan devotamente brotó de sus labios y con tan dulces notas

que me puso fuera de la mente;

y las demás luego dulce y devotamente seguirla a ella por todo el himno entero,

con la vista atenta en las supernos ruedos.

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Aguza aquí, lector, bien los ojos a lo cierto

porque el velo es ahora tan sutil, que en verdad traspasar dentro es ligero.

Yo vi aquel ejército gentil

callado observar arriba luego como esperando, pálido y humilde;

y vi salir de lo alto y abajo descendiendo

dos ángeles con dos espadas de fuego romas y de sus puntas privadas.

Verdes como retoños recién natos

eran las vestes, que, por las verdes plumas agitadas, detrás traían ondulando.

Allá poco sobre nosotros a posarse vino uno,

y el otro descendió en la opuesta orilla, de modo que la gente en medio se tenía.

Bien se veía en ellos la testa blonda,

pero en el rostro el ojo se perdía, como virtud que por exceso se confunde.

Ambos vienen del regazo de María, dijo Sordello, a custodiar el valle

de la serpiente que vendrá enseguida.

Por donde yo, que no sabía por cual calle, miré en torno, y encogido me arrimé, helado todo, a las espaldas fiables.

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Y Sordello agregó: Ahora pues descendamos entre las grandes sombras, y hablemos con ellas;

a ellos veros les será muy grato.

Sólo tres pasos creo que descendí y llegué abajo, y vi a uno que miraba

sólo a mi, como si conocerme quisiera.

Era ya la hora en que el aire ennegrecía, mas no tanto que entre sus ojos y los míos no se mostrase lo que primero no se veía.

Hacia mí vino, y yo hacia él fui;

¡Cuánto me plugo juez Nino, cuando te vi que entre los reos no estabas!

Ningún buen saludo entre nosotros faltó;

después preguntó: ¿Cuánto hace que viniste al pie del monte por las lejanas aguas?

¡Oh!, le dije, a través de los lugares tristes

vine esta mañana, y estoy en la primera vida, hasta que la otra, así andando, consiga.

Y así como mi respuesta fue oída, Sordello y él atrás se recogieron, como gente súbitamente perdida.

Uno a Virgilio, y el otro a uno se volvió sentado allí gritando: ¡Álzate Conrado!

ven a ver lo que Dios por su gracia quiere.

Después, vuelto a mí: Por la singular gratitud

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que debes a aquel que tanto esconde su primer porqué, que no admite paso,

cuando estés allende las amplias ondas,

di a mi Juana que por mí clame allá donde a los inocentes se responde.

No creo que su madre aún me ame, pues trasmutó las blancas vendas

las que conviene, ¡oh mísera! que aún anhele.

Por ella no poco se comprende cuanto en la mujer el fuego de amor dura,

si el ojo o el tacto asiduamente no lo enciende.

No le hará tan bella sepultura la sierpe del Milanés en el campo

cuanto habría hecho el gallo de Gallura.

Así decía, signado con la estampa, en su aspecto, de aquel correcto celo

que mensuradamente inflama el alma.

Vagaban mis golosos ojos por el cielo, por allá donde las estrellas son más tardas,

así como las ruedas más cercanas del perno.

Y mi conductor: Hijito, ¿qué allá observas? Y yo a él: Aquellas tres bujías

por las que este polo entero arde.

Entonces él: Las cuatro estrellas claras que esta mañana viste, están bajas allende,

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y estas han subido a donde estaban ellas.

Así como él hablaba, Sordello lo atrajo diciendo: Mira allá nuestro adversario; y extendió el dedo para que lo mirase.

De aquella parte donde no tiene reparo

el vallecillo, había una serpiente, quizá la misma que dio a Eva el pasto amargo.

Entre hierba y flor venía la mala cinta, volviendo aquí y allá la testa, y su dorso

lamiendo como bestia que la piel se alisa.

Yo no vi, por lo que decir no puedo, cómo se movieron los celestes azores pero bien vi a ambos en movimiento.

Oyendo hender el aire las verdes alas huyó la sierpe, y los ángeles volvieron,

a su puesto arriba volando iguales.

La sombra que al juez se había recogido cuando la llamó, durante todo aquel asalto

no dejó de mirarme ni un instante.

Si la lámpara que te lleva a lo alto halla en tu arbitrio tanta cera

cuanto hace falta hasta el sumo esmalte,

comenzó, si noticia verdadera del Val de Magra o de vecina parte

sabes, dímelo, que un grande allá ya era.

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Fui llamado Conrado Malaspina; no el antiguo, mas de él desciendo;

a los míos les di el amor que aquí se afina.

¡Oh! le dije, por vuestro país nunca estuve; mas ¿acaso región hay

en toda Europa donde no seáis conocidos?

De la fama que vuestra casa honra, echan bando los señores y la comarca

de modo que lo sabe aún aquel que allí no estuvo;

y yo os juro, que así arriba llegar pueda, que de vuestra gente honrada no se pierda el buen nombre de su bolsa o de su espada.

Uso y natura le da tal privilegio,

que, aunque el perverso jefe el mundo tuerza, ella sola va derecho y el mal camino desprecia.

Y él: Ahora vete; que antes que el Sol retorne

siete veces al lecho que el Morueco con todas sus cuatro patas cubre y monta,

que esta cortés opinión

te sea clavada en medio de la testa con mayores clavos que los dichos de otro,

si el curso del juicio no se arresta.

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Canto IX

Rapto de Dante por Lucía

La concubina de Titono antiguo blanqueaba ya en el balcón de oriente fuera de los brazos de su dulce amigo;

gemas relumbraban su frente,

colocada en la figura del frío animal que con la cola zahiere a la gente;

y la noche, de los pasos con que sube, dos había hecho allí donde estábamos,

y el tercero ya inclinaba las alas;

cuando yo, que conmigo tenía algo de aquel Adán, vencido por el sueño, me reincliné sobre la hierba,

allí donde ya los cinco nos sentábamos.

A la hora en que comienza su triste cantar, casi ya de mañana, la golondrina,

tal vez en memoria de sus primeros ayes,

y cuando nuestra mente, peregrina más de la carne que del pensamiento presa,

en sus visiones casi es divina,

en sueños me parecía ver suspendida un águila en el cielo con plumas de oro, abiertas las alas, y a lanzarse decidida;

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y que yo estaba, me parecía, allí donde fueron abandonados los suyos por Ganímedes, cuando raptado fue al sumo consistorio.

Entre mí pensaba: Tal vez ésta caza

sólo aquí por costumbre, y quizá de otro lugar desdeña de cargar arriba en sus patas.

Después me parecía, que revoloteando un poco

terrible como un fulgor descendía, y me arrebataba hacia arriba hasta el fuego.

Allí parecía que ella y yo nos ardiéramos,

y tanto ardió el imaginado incendio, que forzó al sueño a que se rompiera.

No de otra forma Aquiles despertó

desvelados los ojos en torno revolviendo y no sabiendo donde se encontraba,

cuando la madre, de Quirón a Esciro,

en sus brazos a escondidas lo llevó dormido allá de donde los Griegos lo llevaron luego;

así sobresalté, en cuanto del rostro

me huyó el sueño, y quedé muy pálido como el hombre al que el espanto hiela.

A mi lado estaba mi sostén,

y el Sol en alto iba ya más de dos horas y yo estaba con el rostro vuelto al mar.

No temas, dijo mi señor;

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reasegúrate, que en buen punto estamos; no encojas, mas expande el vigor todo.

Tú has ahora junto al purgatorio llegado: mira allá la ladera que lo cierra en torno; mira la entrada allá donde hay una fisura.

Antes, al alba que precede al día, cuando tu alma dentro dormía

sobre las flores que el suelo adornan

vino una dama, y dijo. Yo soy Lucía; dejadme tomar a éste que duerme; más ágil lo haré andar por su vía.

Sordello quedó y las demás gentiles formas;

ella te tomó, y cuando el día fue claro, vino aquí arriba, y yo tras sus pasos.

Aquí te posó, pero antes me mostraron sus ojos bellos aquella entrada abierta;

después ella y el sueño juntos se marcharon.

Como quien cambia su duda por certeza y su pavor muda en sosiego

luego que la verdad le es descubierta,

me cambié yo; y como sin cuidado mi conductor me veía, arriba por la cuesta

se movió, y yo detrás hacia la altura.

Lector, tú ves como yo exalto mi materia, y con todo con más arte

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no te maravilles si la afianzo.

Nos apresuramos, y estando en la parte allá donde antes me parecía rota,

justo como una raja que el muro abre,

vi una puerta, y abajo tres gradas para subir a ella, de colores varios,

y un portero que aún no decía nada.

Como más y más el ojo abriese sentado lo vi sobre la grada soberana,

tal en su rostro que no lo toleraba;

y una espada desnuda tenía en la mano, que a nosotros tanto sus rayos reflejaba,

que yo intentaba mirarla en vano.

Decidme desde allí: ¿qué queréis vosotros? comenzó a decir, ¿dónde la escolta?

Cuidad que el subir aquí no os sea en daño.

Dama del cielo, enterada de estas cosas, respondió mi maestro, un poco antes nos dijo: “Id allá: allí está la puerta”.

Que ella en bien preceda vuestros pasos,

respondió el cortés portero, Venid pues, ante nuestros peldaños.

Allí nos acercamos; y el escalón primero de blanco mármol era tan pulido y terso,

que en él me espejé tal como me veo.

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El segundo era oscuro tirando a negro,

de piedra tosca y ardida, a lo largo y al través rasgado.

El tercero, que en lo alto agobia, pórfido parecía, tan encendido, como sangre que de vena brota.

Sobre este tenía ambas plantas

el ángel de Dios, sentado en el umbral, que se veía como gema de diamante.

Por las tres gradas de buen grado

me llevó mi conductor, diciendo: Pide humildemente que el cerrojo corra.

Devoto me arrojé a los santos pies; pedí misericordia y que me abriese,

mas tres veces antes el pecho me golpeé.

Siete P me escribió en la frente con la punta de la espada, y: Haz que lave,

dijo, cuando esté dentro, estas llagas.

De ceniza, o de arcilla que seca se extrae, sería el color de su veste;

de debajo de la cual sacó dos llaves.

Una era de oro y la otra de argento; primero con la blanca y luego con la dorada

abrió la puerta, y así me dejó contento.

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Cuando alguna de estas llaves falla, que libre no gire en el cerrojo,

nos dijo, no se abre esta entrada.

Más rica es una, más la otra exige mucho de arte y de ingenio antes que descierre,

porque es la que desata el nudo,

De Pedro las tengo; y me dijo que yerre más por abrir que por tenerla cerrada,

con tal que se postren a mis pies las gentes.

Empujó luego con fuerza la sagrada puerta, diciendo: Entrad; mas os advierto

que quien atrás mira vuelve afuera.

Y cuando en los goznes giraron los pernos de aquellos postigos sacros,

que de metal son sonante y fuerte,

no rugió tanto ni sonó tan estridente Tarpeya, cuando quitado le fue al buen Metelo, porque después quedó magra.

Volvíme atento al primer tono

y “Te Deum laudamus” me parecía oír en voz acorde con el dulce son.

Tal imagen entonces me dejaba

lo que oía, como la que tener se suele cuando con órgano se canta;

que ora sí ora no se oyen las palabras.

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Canto X Los soberbios agobiados por grandes pesos

Luego que cruzamos el umbral de la puerta

que de las almas el mal amor destierra, que hace ver derecha la vía tuerta,

por el sonido sentí que fue cerrada; y si los ojos hubiera vuelto a ella,

¿qué excusa hubiera sido digna de tal falla?

Subíamos por una piedra hendida, que se movía de una y otra parte,

como la onda que huye y que regresa.

Conviene aquí hacer uso de algún arte, comenzó mi conductor, para apoyarse

ora aquí ora allá del lado que se aparte.

Y nuestros pasos se hicieron más escasos, tanto que el cuarto de la Luna alcanzó su lecho de descanso,

cuando salimos de la angostura aquella; mas cuando quedamos libres y al abierto,

arriba donde el monte se repliega,

yo fatigado y ambos inciertos del camino, nos quedamos en un plano más solitario que senda en un desierto.

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Su contorno, limitado por el vano,

al pie de la empinada cuesta ascendente, mediría tres veces lo que un cuerpo humano;

y a cuanto más mi ojo podía extender las alas,

por el izquierdo y por el diestro lado, esta cornisa me parecía tal.

Aún los pies no habíamos movido asuso, cuando noté que aquella cuesta en torno

que no tenía permiso de subida,

era de mármol blanco y adornado de relieves tales que no sólo Policleto, más la natura se habría avergonzado.

El ángel que bajó a la Tierra con el decreto

de paz por mucho años llorada, que abrió el cielo después del largo encierro

parecía a la vista tan verdadero labrado allí en actitud suave,

que no parecía imagen que no hablara.

Hubiera jurado que decía “Ave”; pues allí estaba figurada aquella

que de abrir el alto amor giró la llave;

y tenía en la expresión impresa esta leyenda “Ecce ancilla Dei”, a la manera

como en la cera una figura se sella.

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A un solo lugar no pongas mientes, dijo el dulce maestro, que me tenía

del lado en que el corazón tiene la gente.

Por lo que mudé mi vista, y allí veía, luego de María, por el lado

donde estaba aquel que me movía,

otra historia en la roca puesta; por lo que dejé a Virgilio, y acerquéme, a fin de que a mis ojos fuera manifiesta.

Estaba tallado allí en el mármol mismo

el carro y los bueyes llevando el arca santa, por la que es temible el oficio no confiado.

Delante había personas; y todas juntas,

partidas en siete coros, a dos de mis sentidos hacían decir, uno “No”, y el otro “Sí, canta”.

De igual forma, al humo del incienso.

que allí estaba figurado, el ojo y la nariz en sí y en no, discordes disentían.

Precedía allí al bendito vaso,

en saltos y cabriolas, el humilde salmista, y más o menos que rey era en el caso.

En otra parte, tallada en una vista de un gran palacio, Micol reparaba

como dama triste y despectiva.

Moví el pie de donde estaba,

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para mirar de cerca otra historia, que seguido a Micol blanqueaba.

Ahí estaba historiada la alta gloria del principado romano, cuyo valor

movió a Gregorio a su gran victoria;

hablo de Trajano emperador; y una viudilla le asía el freno,

fatigada de lágrimas y de dolor.

A su alrededor calcando el suelo multitud de caballeros, y las águilas de oro

sobre ellos veíanse moverse al viento.

La pobrecilla entre todos ellos parecía decir: “Señor, véngame

de mi hijo que está muerto, y me desgarro”.

y él a responderle: “Espérame a que yo vuelva”; y ella: “Señor mío”,

como persona a quien el dolor apremia,

•¿y si no vuelves?” Y él: “Quien me remplaza, él lo hará”; y ella: “Acaso hará otro el bien, que tú olvidas?”;

a lo que él: “Anímate; habré de cumplir

mi deber antes de seguir adelante: la justicia lo quiere, y la piedad me retiene”.

Aquel que no vio jamás cosa nueva

produjo este visible hablar, que nos es

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nuevo, pues no se halla en la tierra.

Mientras me deleitaba mirando las imágenes de tanta humildad, y por su artífice tan preciosas,

Mira allá, que a pasos lentos,

murmuraba el poeta, viene mucha gente; ellos nos enviarán a las altos grados.

Mis ojos que a mirar contentos,

y por ver novedades tan animados, volviendo a él no fueron lentos.

Empero no quiero, lector, que te apartes

de tu buen propósito, por venir a oír cómo quiere Dios que el débito se pague.

No te fijes en la forma de las penas:

piensa en la sucesión; piensa que a lo peor allende la gran sentencia ir no se puede.

Comencé: Maestro, los que veo

venir a nosotros, no parecen personas, y no sé qué sean, pues mi visión desfallece.

Y él a mí: La pesada condición

de su tormento a la tierra los inclina, tanto que mis ojos tenían dudas.

Mas mira fijo allá, y que tu vista

discierna lo que debajo viene de esas peñas: descubrir puedes cómo cada uno se castiga.

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¡Oh cristianos soberbios! míseros enclenques, que, en la visión de vuestras mentes enfermas, tenéis confianza en vuestra regresivos pasos,

¿No os dais cuenta que somos larvas

nacidos a formar la angélica mariposa que a la justicia vuela sin trabas?

¿De qué tanto se os exalta el alma,

ya que sois cual insectos defectuosos, como larvas cuyo desarrollo falla?

Como a sustentar terraza o techo,

como pilar a veces se pone una figura que junta las rodillas con el pecho,

que aunque es cosa ficticia real piedad

provoca en quien la mira; así agobiados vi yo a aquellos cuando los miré atento.

Verdad es que más o menos contraídos iban según llevaban al dorso más carga o menos;

y el que más paciencia allí ejercía

llorando parecía decir: “Ya más no puedo”.

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Canto XI

Padre nuestro, que en el cielo estás, no circunscrito, mas por el más amor

que a los primeros efectos allá arriba has.

Alabado sea tu nombre y tu valor de toda criatura, porque es digno rendir gracias a tu dulce vapor.

Venga a nosotros la paz de tu reino,

que a ella por nosotros no podemos no, si ella no viene, con todo nuestro ingenio.

Como de su querer los ángeles tuyos

te ofrecen sacrificio, cantando hosanna, así también los hombres del suyo.

Danos hoy el cotidiano maná,

sin el cual por este áspero desierto atrás se vuelve cuando más de ir se afana.

Y como nosotros el mal que hemos sufrido

perdonamos a cada uno, también tú perdona benigno, y no mires nuestro merecido.

Nuestra virtud que fácilmente se rinde, no pruebes con el antiguo adversario, mas líbranos de él, que así la incita.

Esta última oración, hacemos, señor caro,

no ya por nosotros, que no es menester, mas por los que detrás nuestro quedaron.”

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Así para ellos y nosotros el buen auspicio

aquellas sombras rogando, iban bajo el lastre, tal como el que a veces se sueña.

Diversamente agobiados todos en rueda

y fatigados en la primer cornisa, purgando la calígine del mundo.

Si de allí siempre el bien se nos pide,

de aquí ¿qué no podrán pedir y hacer por ellos los que aquí tienen de su querer buena cepa?

Bien sea ayudarlos a lavar sus manchas

que llevaron de aquí, para que, limpios y leves, puedan salir a las supernas ruedas.

¡Ah! Que justicia y piedad os alivien

pronto, de modo que podáis batir las alas que según vuestro deseo os lleven.

Mostradnos de que lado hacia la escala

se va más breve; y si hay más de un paso, enseñadnos cuál menos brusco se eleva.

Que éste que va conmigo, por la carga de la carne de Adán con que se viste, a trepar, contra su voluntad, es parco.

Sus palabras, que dieron a éstas

que dichas fueron por el que yo seguía, de quien vinieron no fue manifiesto.

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Pero se dijo: A la derecha por la orilla venid con nos, y hallaréis el paso

por el que pueda subir una persona viva.

Y si no estuviera impedido por la laja que doma la soberbia cerviz mía,

por lo que debo andar con la vista baja.

A este, que aún vive y no se nombra, lo miraría, para ver si lo conozco,

y para que se compadezca de mi alforja.

Yo fui latino, y nacido de un gran Tosco: Guillermo Aldobrandesco fue mi padre;

ignoro si su nombre ya estuvo entre vosotros.

La sangre antigua y las acciones liberales de mis mayores me hicieron tan arrogante,

que, no pensando en la común madre.

A todo hombre tuve en desprecio tanto que de ello morí, como los sieneses saben, y lo sabe en Campagnatico todo parlante.

Yo soy Humberto; y no sólo a mi dañó

la soberbia, porque a mis parientes todos a la desdicha arrastró.

Y así es menester que este peso cargue

por ella, hasta que a Dios satisfaga, pues vivo no hice, lo que entre los muertos hago.

Escuchando incliné abajo la cara;

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y uno de ellos, no éste que hablaba, se torció bajo el peso que lo clava,

Y vióme y conocióme y me llamaba,

los ojos fatigados absortos en mí que muy inclinado con ellos marchaba.

¡Oh!, le dije, ¿no eres tú Oderisi,

el honor de Agobbio y de aquel arte de iluminar llamado así en París?

Hermano, me dijo, más dan las planchas

que Franco Bolognese a pluma traza; el honor es todo suyo, y mío en parte.

Cierto que tan cortés no hubiera sido

mientras vivía, por la ambición de grandeza, que mi corazón buscaba.

De tal soberbia aquí se paga lo debido;

y aún aquí no estuviera, si no fuera que, pudiendo pecar, me volví a Dios.

¡Oh vanagloria de lo que puede el hombre!

¡cuán poco verde en la cima dura, mientras la edad no la vuelve tosca!

Creía Cimabue en la pintura

tener el cetro, y ahora es del Giotto, y la fama de aquel ahora es oscura.

Así ha robado uno del otro Guido

la gloria de la lengua; y quizá ya haya nacido

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quien a uno y otro echará del nido.

El mundano rumor no es más que un vaho de viento, que ora viene, ora va,

y muda de nombre porque muda de lado.

¡Qué mayor fama tendrías si en la vejez salieras de la carne, que si hubieras muerto

cuando dejabas la “papa” y el “din”.

De aquí a mil años? porque es más corto ese espacio ante lo eterno, que lo es un parpadeo

respecto del cerco que más tardo en el cielo ronda.

De aquel que tanto ante mi se adelanta, Toscana resonó entera; y ahora en Siena apenas se musita.

Donde era señor cuando fue destruida

la rabia florentina, que gloriosa era en aquel tiempo, y ahora es puta.

Vuestra nombradía es color de hierba,

que viene y va, y aquel la decolora por quién ella sale de la tierra acerba.

Y yo a él: tus veras palabras graban en mí buena humildad y el gran tumor aplanan; mas ¿quién es del que recién hablabas?

Es, respondió, Provenzan Salvani; y está aquí porque presumiendo

quiso tener a toda Siena en sus manos.

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Así va y así marcha sin sosiego

desde que murió; con tal moneda paga y satisface quien allá abajo osó tanto.

Y yo: Si un espíritu aguarda,

antes de arrepentirse, la orilla de la vida, abajo se retrasa, y no sube arriba.

Si una buena oración no lo auxilia,

antes que pase tanto tiempo cuanto ha vivido, ¿cómo fuéle concedida la venida?

Cuando más glorioso, dijo, vivía, libremente en el Campo de Siena

se instaló, depuesta toda vergüenza.

Y allí por sacar a un amigo de la pena que sufría en la prisión de Carlos,

se comportó hasta temblar todas sus venas.

Mas no diré, y sé que oscuro hablo; mas en poco tiempo, tus vecinos,

obrarán de modo que tu podrás descifrarlo.

Tal acción lo libró de aquellos confines.

Canto XII

Pareados, como bueyes bajo el yugo, andaba yo con aquel alma cargada,

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en tanto el buen pedagogo lo permitía.

Mas cuando dijo: Déjalo y pasa; que aquí es bueno con las alas y los remos, en cuanto pueda, cada uno fuerce su barca;

erguido me rehice, tal como andar debe

la gente, aunque mis pensamientos quedaran inclinados y vacíos.

Me había movido, y de buena gana seguía

los pasos del maestro, y en ambos ya se veía cuán ligeros andábamos;

y me dijo: Mira hacia abajo;

bueno te será, para aliviar el camino, mirar el lecho donde posas las plantas.

Como, para que haya memoria de ellos,

sobre los sepultados las tumbas terrestres llevan escrito lo que fueron antes ,

de modo que muchas veces allí se llora

tras el aguijón de la remembranza cuya punción sólo a los píos alcanza;

así vi yo, pero con mejor semblanza de obra de arte, por entero dibujada, la vía que fuera del monte avanza.

Veía a aquel que noble fue creado

más que otra criatura, desde el cielo, caer fulminado, en un lado.

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Veía a Briareo, clavado por el dardo

celestial, yacer, en otra parte, oprimido en tierra bajo el mortal hielo.

Veía a Timbreo, veía a Palas y a Marte, todavía armados, entorno a su padre,

mirar los miembros dispersos de los Gigantes.

Veía a Nemrod al pie del gran trabajo, como extraviado, contemplar las gentes que en Senaar con él fueron soberbios.

¡Oh Niobe, con cuán dolientes ojos te veía yo dibujada sobre la estrada

entre siete y siete hijos tuyos extintos!

¡Oh Saúl, cómo, sobre tu propia espada aquí muerto en Gelboé aparecías,

cuando ya no sentías ni la lluvia ni el rocío!

¡Oh loca Aracne, así yo te veía ya medio araña, triste sobre los harapos de la obra que por ti fue mal diseñada.

¡Oh Roboam, no ya porque amenaces

aquí en el diseño; mas lleno de espanto te lleva un carro, sin que te cace nadie.

Mostraba aún el duro pavimento cómo Alcmeón a su madre caro

hizo pagar el infortunado ornamento.

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Mostraba cómo los hijos se arrojaron sobre Sennaquerib dentro del templo,

y cómo, muerto, allí lo dejaron.

Mostraba la ruina y el crudo estrago que hizo Tomiris, cuando dijo a Ciro:

“Sangre quisiste, y yo de sangre te harto”.

Mostraba como en derrota huyeron los Asirios, luego de muerto Holofernes,

y también las huellas del martirio.

Veía Troya en cenizas y en ruinas; ¡Oh Ilion, cuán bajo y vil te mostraba

el diseño que allí se veía!

¿Quién de la pluma fue el maestro o del estilo que aquí surgir hizo las sombras y rasgos

que admirables serían para un ingenio sutil?

Muertos los muertos y vivos eran los vivos: no ve mejor que yo quien ve lo verdadero

cuanto pisé yo, mientras inclinado anduve.

¡Endiosaos entonces e id altaneros, hijos de Eva, y no inclinéis el rostro para no ver vuestro mal sendero!

Ya mucho habíamos contornado el monte y el Sol su camino bastante había andado

más de lo que creía mi ánimo absorto,

cuando el que siempre adelante atento

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iba, comenzó: Alza la testa; pasó el tiempo de ir tan en suspenso.

Mira allá un ángel que se apresta

a venir a nosotros; mira que vuelve del servicio del día la sierva sexta.

De reverencia tu rostro y actos adorna,

tal que le agrade enviarnos asuso; piensa que este día ya más no retorna.

Yo estaba de su advertir tan en uso de no perder tiempo, de modo que

en tal materia no me resultaba oscuro.

Hacia nosotros venía la criatura bella, de blanco vestida, y la cara cual

surge tremolando la matutina estrella.

Abrió los brazos, y después las alas; dijo: Venid: cerca de aquí están las gradas, y de ahora en más ágilmente se remonta.

A está invitación veloces adherimos:

¡Oh gente humana, para volar nacida! ¿porqué al menor soplo caes vencida?

Llevónos a la roca que cortada estaba;

allí batióme las alas en la frente; después me prometió segura marcha.

Así como a la derecha, para subir el monte donde se encuentra la iglesia que subyuga

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a la bien guiada sobre el Rubaconte,

se rompe de subir el audaz repecho con las escaleras hechas en la edad

cuando eran seguros la lista y el cuaderno;

así se tempera la cuesta que cae aquí bien empinada desde el otro cerco;

pero aquí y allá las altas rocas nos rozan.

Dirigiendo allí nuestras personas “Beati pauperes spiritu!” voces cantaron

tan bien que no se expresaría con palabras.

¡Ah, cuán son diversos estos barrancos de los infernales, que aquí con cantos se entra, y allá con lamentos feroces.

Ya subíamos por los peldaños santos,

que me parecían ser mucho más livianos que no me lo parecían antes por el llano.

Por donde yo: Maestro, ¿qué pesada cosa

se me ha quitado, que ninguna casi fatiga, andando, en mí se percibe?

Respondió: Cuando las P, subsistentes

aún en tu rostro casi borradas, sean como una que ya del todo fue quitada,

serán tus pies del buen querer tan vencidos

que no solamente no sentirán fatiga más les será deleitoso ser llevados arriba.

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Entonces hice como aquellos que llevan

algo en la cabeza que ignoran, más que sospechan por señas de otros;

y con la mano en acertar se ayudan,

y buscan y hallan y así la mano cumple lo que la vista cumplir no puede;

con los dedos de la derecha extendidos

halle sólo seis letras, que me grabó aquel de las llaves sobre la frente;

a lo que viendo mi conductor sonreía.

Canto XIII Los envidiosos.

Tienen cosidos los ojos y están ciegos.

Nos hallábamos en la cima de la escala, donde un segundo giro restringe

la montaña que, subiendo, a otros sana.

Allí también una cornisa la ciñe en rededor, como a la primera;

sólo que su arco más corto repliega.

Sombras no tiene, ni diseños semejantes: vese la cuesta y vese la plana senda

con el lívido color de la piedra.

Si aquí por preguntar gente se espera,

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razonaba el poeta, temo que quizá mucho tardaremos en elegir la senda.

Luego fijos los ojos en el Sol puso;

volvióse al derecho lado, tomó apoyo y avanzó la izquierda parte.

¡Oh dulce luz! en ti confiando ingreso

un camino nuevo, tú condúceme, decía, como conducir se debe aquí adentro.

Tú calientas el mundo, tú sobre él luces; si no hay causa contraria que se oponga,

guías han de ser siempre tus rayos.

Cuanto en la tierra un milla cuenta, tanto allí habíamos ya andado

en poco tiempo, por el querer resuelto.

Y hacia nosotros volar sentimos, sin verlos, espíritus hablando,

a la mesa de amor corteses invitando.

La primera voz que pasó volando “Vinum non habent” claramente dijo,

y tras nosotros lo siguió reiterando.

Y antes que del todo ya más no se oyera al alejarse, otra: “Yo soy Orestes”

pasó gritando, y tampoco se detuvo.

¡Oh, dije, padre! ¿qué voces son éstas? Y en tanto preguntaba, pasó otra

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diciendo: “Amad a quien mal os hace”.

Y el buen maestro: En este giro se azota la culpa de la envidia, sin embargo de amor

están hechas las cuerdas de la fusta.

El azote ha de ser de contrario tono; creo que lo oirás, según indicio,

antes que llegues al paso del perdón.

Fija bien los ojos en el aire firme, y verás delante gentes sentadas,

y a lo largo de la gruta cada una posada.

Entonces más que antes abrí los ojos; miré adelante, y vi sombras con mantos

de color de la piedra semejantes.

Y luego que estuvimos más adelante oía gritar: “María, por nos ora”:

gritar “Miguel” y “Pedro”, y “Todos los santos”.

No creo que en la tierra existir pueda hombre tan duro, que no fuera herido de compasión, por lo que yo vi luego.

Porque, cuando junto a ellos hube llegado,

y su condición me fue cierta, lo que vi dejóme de gran dolor punzado.

De vil cilicio parecían cubiertos,

y uno sostenía al otro con la espalda y todos se apoyaban en la cuesta.

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Así los ciegos, a quienes la comida falta, se ponen en la iglesia a pedir sustento,

y cada uno la testa en la del otro recuesta,

Para que a piedad la gente pronto se mueva, no sólo por el sonar de las palabras,

mas por la vista que no menos afecta.

Y así como el Sol a esos ojos no llega, así a las sombras, de las que hablo ahora,

la luz del cielo otorgarse no dona;

Porque a todos un alambre perfora las cejas y cose, como con el gavilán salvaje

se hace, porque quieto no se soporta.

Me parecía, andando, hacerles ultraje, viendo a los otros, no siendo visto:

por lo que volvíme a mi consejo sabio.

Bien él sabía lo que quería decir el mudo; Y así no esperó mi demanda

mas dijo: Habla, se breve y agudo.

Virgilio me acompañaba por aquel lado de la cornisa de donde caer se puede,

porque ningún barandal lo guarnecía;

Del otro lado estaban las devotas sombras, que por la horrible costura

tanto exprimían el llanto que bañaban sus mejillas.

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A ellos volvíme y: ¡Oh gente segura, comencé, de ver el alta lumbre,

que de ello vuestro deseo sólo se cura

Que pronto la gracia disuelva las espumas de vuestra conciencia, tanto que claro por ella descienda de la mente el río;

Decidme, que me será grato y amado, si hay alma entre vos que sea latina; quizá le será bueno si yo lo guardo.

¡Oh hermano mío, cada una es ciudadana de una ciudad verdadera; mas tú inquieres

si alguna en Italia viviera peregrina.

Ésto me pareció oír por respuesta, un poco más delante de donde yo estaba,

por donde hice para que aún más me sintieran.

Entre las otras vi un alma al parecer expectante; y si quisiera decir alguno ¿Cómo? a la manera de los ciegos, el mentón alzaba.

Espíritu, le dije, que por salir te domas,

si eres tú el que me respondiste, házteme noto por tu patria o por tu nombre.

Yo fui sienesa, respondió, y con estos

otros remiendo aquí la vida rea, lagrimando a aquel que se nos conceda.

Sabia no fui, aunque Sapia

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fuese llamada, y fui del daño ajeno mucho más feliz que de mi propia ventura.

Y porque no creas que te engaño,

oye si fui, como te digo, loca, al descender ya la curva de mis años.

Estaban mis ciudadanos cerca de Colle

en campo al encuentro de sus adversarios, y yo rogaba a Dios que ocurriera lo que él quería.

Destrozados fueron allí y ceñidos a los amargos

pasos de la fuga; y viendo la cacería, tuve tal alegría que a ninguna se compara,

Tanto que alcé al cielo mi audaz cara

gritando a Dios: “¡De hoy en más ya no te temo!“ como confió el mirlo en la breve bonanza.

Paz quise con Dios en el extremo

de mi vida; y no sería todavía mi deuda de penitencia completa,

Si no fuera que en su memoria me tuvo Pedro Pettinaio en sus santos ruegos,

quien de mí se apiadó por caridad.

Mas tú ¿quién eres, que nuestra condición vas demandando, y tienes los ojos sueltos,

como yo creo, y respirando hablas?

Los ojos, dije, me serán aquí cerrados, por poco tiempo empero, porque poca es la ofensa

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que hice por haberlos con envidia usado.

Mucho mayor es el terror que suspende al alma mía del tormento primero

que la carga de allí abajo ya me pesa.

Y ella a mí: ¿Quién te ha conducido aquí entre nosotros, si abajo retornar crees?

Y yo: Éste que va conmigo y está mudo.

Y vivo estoy; pero ahora pídeme, espíritu electo, si tú quieres aún que mueva

allá por ti mis mortales plantas.

¡Oh, oír ésto es cosa tan nueva, respondió, que gran señal es de que Dios te ama;

pero que tu oración alguna vez me ayude.

Y pídote, por aquello que más anhelas, si por acaso pisas tierra toscana,

que ante mis parientes rehagas mi fama.

Tú los verás entre aquella gente vana que confía en Talamone, y antes perderán la esperanza que si encontraran la Diana;

Pero más perderán sus capitanes.

Canto XIV

¿Quién es éste que el monte rodea

antes que la muerte le haya dado el vuelo, y los ojos abre a voluntad y los cierra?

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No sé quién es, mas no está solo; pregunta tú que estás más cerca

y dulcemente, para que hable, acógelo.

Así dos espíritus, juntos inclinados, razonaban de mi allí a la derecha;

luego alzaron el rostro para hablarme;

y dijo uno: ¡Oh alma que fija aún en el cuerpo al cielo te conduces,

por caridad consuélame, y dime

de dónde vienes y quién eres, pues tanto me maravilla la gracia que has recibido como cosa que antes no fue vista nunca.

Y yo: En medio de Toscana se espacia un arroyuelo que nace en Falterona, y cien millas de curso no lo sacian.

De tal lugar traigo esta mi persona:

decirte quién soy sería hablar en vano, que mucho mi nombre aún no resuena.

Si tu explicación bien considero en mi intelecto, me dijo entonces,

el que habló primero, tú hablas del Arno.

Y el otro dijo: ¿Por qué éste esconde el nombre de aquella orilla,

como se hace de las horribles cosas?

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Y la sombra que de ello rogada era, se libró diciendo: No sé; más digno

es que el nombre de ese valle muera;

porque de su inicio, donde está tan de agua lleno el alpestre monte del que se apartó el Peloro, que en pocos sitios sobrepasa aquella cota,

hasta el final allá donde restaura

lo que de la marina enjuga el cielo, de donde toman los ríos lo que acarrean luego,

así, como enemiga, la virtud se fuga

de todos como de sierpes, por desventura del sitio, o porque los incita el mal uso;

por donde tienen tan alterada la natura

los habitantes del mísero valle, como si Circe los tuviera en pastura.

Entre brutos puercos, dignos más de bellotas

que de otro pasto propio del humano uso, arrastra primero su pobre curso.

Perros encuentra luego, siguiendo abajo,

que gruñen más de lo que les toca, y de ellos desdeñoso tuerce el morro.

Vase cayendo; y cuando más engorda, tanto más halla perros hacerse lobos

la maldita y desventurada fosa.

Bajando luego por piélagos más hondos,

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encuentra zorros tan llenos de fraude, que no temen ingenio que los entrampe.

No callaré porque otros me oigan; y bueno le será a éste, si recuerda lo que el veraz espíritu me revela.

Yo veo a tu sobrino transformado

en cazador de aquellos lobos en la orilla del fiero río, y los destruye a todos.

Vende su carne aun estando viva;

luego los mata como a las vacas viejas; muchos de la vida, y así de precio priva.

Sangriento emerge de la triste selva;

la deja tal, que de aquí a mil años a su primer estado no vuelve.

Así como al anuncio de dolorosos daños

se turba el rostro del que escucha, fuera de donde fuere que el peligro venga,

así vi a la otra alma, que atenta

a oír se tenía, turbarse y quedar sombría, después de oír lo que se decía.

Las palabras de una, y de la otra el rostro,

creó en mí el deseo de conocer sus nombres, y entonces rogando les pregunté por ellos,

y el espíritu que primero hablara, recomenzó: Tú quieres que haga

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lo que tú no quieres hacer conmigo.

Mas desde que Dios en ti quiere que luzca tanto su gracia, no te seré escaso; sabe pues que fui Guido del Duca.

Estaba mi sangre de envidia tan inflamado,

que de haber visto a uno estar alegre, visto me habrías de lividez manchado.

De mi simiente igual paja cosecho;

¡Oh humana gente! porqué el corazón pones donde excluir a los familiares manda el derecho?

Éste es Rinieri; él es el valor y el honor

de la casa de Calboli, donde no hay hecho alguno que de su valía sea herencia.

Y no sólo su sangre se ha empobrecido

entre el Po y el monte y la marina y el Reno, de bienes necesarios al saber y al buen vivir;

porque entre aquellos lindes está lleno

de venenosas sierpes, tantas que ya es tarde a que ahora por cultivarse se hicieran menos.

¿Dónde están el buen Licio y Enrique Mainardi?

¿Pedro Traversaro y Guido de Carpigna? ¡Oh romañoles trasmutados en bastardos!

¿Cuándo renacerá en Bolonia un Fabro?

¿Cuándo en Faenza un Bernardino de Fosco, vara gentil de pequeñita simiente?

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No te asombres, si lloro, Tosco,

cuando recuerdo que junto a Guido de Prata Ugolino de Azzo vivió con nosotros.

Federico Tiñoso y su brigada,

la casa Traversara y los Anastagi (y una familia y la otra desheredadas),

las damas y caballeros, los afanes y justas

empapados de amor y cortesía allí donde tan malvados se han hecho ahora los corazones.

¡Oh Bretinoro! ¿porqué no te saliste

luego que huyera tu familia y mucha gente para no ser convictos?

Bien hace Bagnacaval que no procrea, Y mal hace Castrocaro, y peor Conio,

que de criar tales condes más se empeñan.

Bien harán los Pagani, cuando su demonio se vaya; pero no sin embargo que puro

de él ya más no quede testimonio.

¡Oh Ugolino de los Fantolino, seguro está tu nombre, desde que ya no se espera que puedas, degenerando, hacerlo oscuro!

Ahora, toscano, vete ya; que más me deleita

llorar mucho ahora que hablar, que esta plática me ha conturbado la mente.

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Sabíamos que aquellas almas queridas nos sentían andar; pero ellas callando

nos daban del correcto camino confianza.

Luego nos quedamos solos avanzando, y como fulgor el aire hendiendo

una voz vino a nuestro encuentro diciendo:

“Me ultimará cualquiera que me aprese”, y huyó como se aleja el trueno

si súbitamente la nube se dispersa.

Cuando nuestro oír de él tuvo tregua entonces otra con gran estruendo,

como tronar que al fulgor pronto sigue:

“Yo soy Aglauro, convertida en roca”; y luego yo, para adherirme al poeta,

a diestra y no adelante avancé un paso.

Ya en todos lados estaba la brisa quieta: y él me dijo: Ése es el duro freno

que debería el hombre tener en su mente.

Mas vos tomáis la vianda, de modo que el amo del antiguo adversario a sí os tira;

para lo cual poco vale freno o reclamo.

Clamáis al cielo y él en torno a vosotros gira, mostrándoos sus bellezas eternas, y vuestro ojo sólo a la tierra mira;

por donde os abate aquel que todo discierne.

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Canto XV Los iracundos en vueltos en una espesa nube de humo.

Entre el morir de la hora tercia

y el principio del día, cuanto se ve de la esfera que siempre a modo de chiquillo juega,

tal espacio parecía ya hacia la puesta

quedarle aún al Sol en su carrera; la tarde era allá, y aquí media noche era.

Y sus rayos me herían en la mitad del naso, porque tanto habíamos rodeado el monte, que marchábamos directo hacia el ocaso,

cuando entonces sentí la frente alcanzada por el resplandor mucho más que antes,

y esta novedad de estupor me embargaba;

por tanto alcé las manos por arriba de las cejas, y me armé una visera

para que el exceso de luz se atenuara.

Como cuando del agua o del espejo salta el rayo hacia la opuesta parte,

subiendo de comparable modo

a aquel que baja, y tanto se aparta del caer de la piedra igual espacio,

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como lo demuestra el arte y el ensayo;

así me pareció que de la luz refractada allí mismo por delante era herido,

por lo que mi vista en apartarse fue ligera.

¿Quién es ése, dulce padre, del que no puedo resguardar mi vista por más que intente, dije yo, y parece hacia nosotros moverse?

No te maravilles si aún te deslumbra,

me respondió, la familia del cielo: es el enviado que viene a invitar a que se suba.

Pronto será cuando mirar estas cosas no te será grave, mas tan placentero

cuanto la natura a sentirlo te disponga.

Luego que al ángel bendito juntos llegamos con voz alegre nos dijo: “Entrad aquí

a una escala muy menos erguida que las otras”.

Montamos por ella de allí mismo partiendo, y “Beati misericordes” nos fue

cantado detrás, y “Goza tu que vences”.

Mi maestro y yo, solos los dos asuso andábamos; y andando pensaba, en el provecho a sacar de sus palabras;

y a él me dirigí así preguntando:

¿Qué decir quiso el espíritu de Romania, “excluir” y “los familiares” mencionando?

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Por lo que me dijo: Del tamaño de su falta conoce el daño; por éso no es de admirar si se reprende de ello para llorar menos.

Porque vuestros deseos apuntan

a donde por compañía la parte mengua, la envidia mueve a suspiros el fuelle.

Mas si el amor de la esfera suprema

arriba vuestro deseo torciera, no anidaría en vuestro corazón ese miedo;

pues, cuanto más se dice “nuestro”, tanto de bien más cada uno posee,

y más la caridad arde en ese aposento.

Yo de estar contento estoy más ayuno, dije yo, que si antes callado me hubiera,

y mayor duda en la mente aúno.

¿Cómo es posible que un bien distribuido a más tenedores, los haga más ricos que si fuera de unos pocos poseído?

Y él a mí: Como tú sólo apuntas

la mente a las terrenas cosas de la vera luz las tinieblas te separan.

Aquel infinito e inefable bien que arriba está, corre al amor

como al lúcido cuerpo el rayo viene.

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Tanto se da cuanto encuentra de ardor; de modo que, cuanto la caridad se extiende,

sobre ella crece el eterno valor.

Y cuanta más gente allá arriba se ama más se os da de bien amar, y más se os ama,

y como espejo el uno al otro se entrega.

Y si mi razonamiento no te calma, verás a Beatriz, y ella plenamente

te quitará éste y cualquier otro afán.

Procura sólo que pronto se extingan, como ya lo fueron dos, las cinco plagas que cicatrizan por lamentarse de ellas.

Y cuando yo iba a decir: Tú me calmas, vi que llegados éramos al otro recinto,

y quedé en silencio con los ojos rondando.

Allí parecióme que una visión estática súbitamente me arrastraba,

y veía en un templo muchas personas;

y una mujer, en la entrada, en actitud dulce de madre, decir: “Hijito mío,

¿por qué has así con nosotros obrado?

He aquí, que angustiados, tu padre y yo te buscábamos”. Y como aquí se callara

desapareció la visión primera.

De allí me apareció otra con esas aguas,

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que por las mejillas, el dolor destila, cuando una gran despecho contra otro nace,

y decir: “Si eres tú señor de la ciudad,

de cuyo nombre hubo entre los Dioses gran litigio, y donde toda ciencia resplandece,

véngate de aquellos audaces brazos

que abrazaron a nuestra hija, ¡Oh Pisístrato!” Y el señor, a mi parecer, benigno y suave,

responderle con el rostro templado:

“¿Qué le haremos al que el mal nos desea, si aquel que nos ama condenamos?”

Después vi gente inflamadas en ira,

con piedras matar a un jovencito, unidos en un solo y fuerte grito: ¡Mátalo, mátalo!

Y lo veía inclinarse, por la muerte que ya le pesaba, hacia la tierra,

mas con los ojos siempre al cielo alzados,

orando al alto Sire, entre tanta guerra, que perdonase a sus perseguidores,

con aquel semblante que a piedad lleva.

Cuando mi alma volvió afuera a las cosas que fuera de ella son veras,

reconocí mis no falsos errores.

Mi conductor, que me veía como quien del sueño se desliga,

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dijo: ¿Qué tienes que no puedes tenerte,

mas has marchado más de media legua con los ojos bajos y vacilantes pasos,

como a quien el sueño o el vino pliega?

¡Oh dulce padre mío, si me escuchas, te diré, yo dije, lo que me apareció

cuando las piernas me ligaron!

Y él: Si tuvieras cien máscaras sobre el rostro, no se me ocultarían

tus pensamientos, por pequeños que fueran.

Lo que viste fue para que no te recuses a abrir el corazón a las aguas de la paz

que de la eterna fuente se difunden.

No te pregunté: ¿Qué tienes? como hace el que mira sólo con el ojo que no ve, cuando desanimado el cuerpo yace;

mas pregunté para darte fuerza en los pies;

de este modo hay que excitar a los pigros, lentos a usar su vigilia cuando a ella retornan.

Seguíamos en el ocaso, atentos

hasta donde los ojos podían alargarse contra los lucientes rayos de la tarde.

Y he aquí que poco a poco un humo vino

hacia nosotros como la noche oscuro; ni de él lugar había donde abrigarse.

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Y nos privó de la vista y del aire puro.

Canto XVI

Oscuridad de infierno y de noche priva de todo planeta, bajo pobre cielo,

cuanto ser puede de nubes atenebrada,

no cubrió mi rostro de tan espeso velo, como aquel humo que allí nos cubría,

ni nunca hubo más áspero pelo,

que el ojo abierto sufrir podría; por éso mi escolta sabida y confiable se me acercó y el hombro me ofrecía.

Como ciego que va detrás de su guía

por no perderse y no dar tropiezo en cosa que le moleste, o quizá lo hiera,

así me andaba yo bajo el aire amargo y negro,

escuchando a mi conductor que me decía: Cuídate que de mi lado no te muevas.

Sentía voces, y cada una parecía

orar, por paz y misericordia, al Ángel de Dios que los pecados lleva.

Sólo “Agnus Dei” eran sus exordios;

todas las palabras era de un solo modo

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pues entre ellas había cabal concordia.

¿Son espíritus éstos, maestro, que oigo? dije yo. Y él a mí: Bien has comprendido, y de la iracundia el nudo van resolviendo.

¿Quién eres tú que nuestro humo hiendes,

y de nosotros hablas como si por calendas aún midieras el tiempo?

Así se oyó una voz decir;

por lo que mi maestro dijo: Responde, y pregunta si por aquí se va arriba.

Y yo: ¡Oh criatura que te purgas

por volverte bella ante quien te hizo, maravillas oirás, si me acompañas.

Yo te seguiré cuanto me es lícito,

respondió, y si el humo ver no nos deja el oído nos mantendrá juntos supliendo.

Entonces empecé: Con aquel rostro que la muerte disuelve voy arriba,

y llegué aquí por las infernas penas,

y si Dios en su gracia tal me puso que quiere que su corte vea de forma totalmente fuera del corriente uso,

no me ocultes quién antes de morir fuiste, mas dime, y dime si voy bien hacia el paso;

y tus palabras nos servirán escolta.

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Lombardo fui, y fui llamado Marco; del mundo supe, y aquel valor amé

del cual hoy todos han arriado el arco.

Para subir ve derechamente, respondió, y agregó: te ruego

que por mí ruegas cuando estés arriba.

Y yo a él: Por mi fe a ti me ligo que haré lo que me pides; pero me muero

por un dilema, si no me lo explico.

Primero era simple, y ahora se ha duplicado por tu sentencia, pues es cierto,

lo que aquí y en otro lugar, ahora vinculo.

El mundo está pues bien desierto de toda virtud, como tú me suenas,

y de malicia grávido y cubierto;

más te ruego me señales la razón de modo que la vea y la explique a otros;

pues hay quien en el cielo otros aquí abajo la ponen.

Un fuerte suspiro, que al dolor ciñó en un ¡ay! soltó primero; y comenzó: Hermano,

el mundo es ciego, y bien se ve que de él vienes.

Vosotros que vivís toda razón fundáis sólo en el cielo, como si todo

se moviera por necesidad.

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Si así fuera, en vosotros se destruiría el libre albedrío, y nos sería justicia

por bien alegría, y por mal ganar luto.

El cielo vuestros movimientos inicia; no digo todos, mas, aunque así fuera,

luz os es dada para bien y para malicia;

y el libre querer que, si a la fatiga de las primeras batallas con el cielo resiste,

después vence todo, si bien se afirma.

Ante mayor fuerza y mayor natura, libres yacéis; y a ella la crea en vosotros

la mente, de la que el cielo no cura.

Sin embargo, si el presente mundo se desvía, en vos la razón está, de vos se la reclama,

y de ello te seré verdadero espía.

Sale de manos de aquel que la acaricia antes que sea, como hace una mocilla

que riendo y llorando parlotea,

el alma simplísima que nada sabe, salvo que, llevada por el alegre hacedor,

de su voluntad se dirige a lo que le agrada.

Primero de un pequeño bien gusta el sabor; allí se engaña, y tras él corre,

si guía o freno no tuerce su amor.

Por éso tiene que haber leyes de freno;

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necesario que haya rey, que discierna de la vera ciudad la torre al menos.

Las leyes existen, mas ¿quién cura de ellas?

Ninguno, y aunque el pastor que guía, rumiar puede, con todo no tiene la pezuña hendida;

porque la gente, que contempla a su guía

hender sólo hacia aquel bien del que ella es glotona, de ése se pace, y más allá no ambiciona.

Bien puedes ver que la mala conducta es la razón que a hecho al mundo reo,

y no que en vos la natura esté corrupta.

Solía Roma, que el buen mundo hizo, dos soles tener, que uno y otro camino hacían ver, el del mundo y el de Dios.

El uno al otro ha extinguido; y unida la espada

al cayado, y ambos estando juntos, por la violencia es forzoso que mal vaya;

porque juntos, uno al otro no se temen:

si no me crees, atiende a la espiga que toda hierba se conoce por la semilla.

En el país que el Adigio y el Po riegan

solía valor y cortesía hallarse, antes que Federico diera pelea;

hoy por allí seguro puede pasar

cualquiera que evitara, por vergüenza,

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de hablar con buenos, o de prisa darse.

Verdad que hay allí aún tres ancianos en quienes la vieja edad riñe a la nueva,

y sienten que Dios tarda a mejor vida llevarlos;

Conrado da Palazzo y el buen Gerardo y Guido de Castel, que mejor se nombra, como los franceses, el simple Lombardo.

Como hoy nunca la Iglesia de Roma,

confundiendo ambas regencias, cae en el fango, se afea ella misma y a la otra.

¡Oh Marco mío!, dije yo, bien argumentas;

y ahora entiendo porqué del reparto los hijos de Leví fueron exentos.

Mas ¿cuál Gerardo es aquel que por sabio

dices que aún queda de la extinguida gente, para reproche del salvaje siglo?

O tus palabras me engañan o me tientas,

me repuso, porqué, hablando tosco, parece que del buen Gerardo nada sepas.

Por otro nombre no lo conozco,

salvo que lo tomara de su hija Gaya. Dios os acompañe, más no voy con vosotros.

Mira el albor, que por entre el humo destella,

ya va blanqueando, y me conviene partir (el Ángel está allí) antes de que aparezca.

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Entonces retrocedió, y más oírme no quiso.

Canto XVII

Habíamos ya dejado atrás al ángel, al ángel que al sexto giro nos llevara, que del rostro una seña me borrara;

y a los que tienen de la justicia el deseo

beatos los llamara, y cuyas voces “sitiunt”, sin más, nos propusieron.

Y más leve que por las otros huecos

caminaba yo, tal que sin fatiga alguna seguía a arriba a los espíritus veloces;

entonces Virgilio comenzó: Amor,

de virtud inflamado, siempre a otro inflama, con tal que la llama se vea afuera;

por eso desde que descendió

a nuestro limbo del infierno Juvenal, quien tu afecto me hizo patente,

mi benevolencia hacia ti fue tal

como nunca fue hacia ninguna otra persona, y así ahora me son cortas estas escalas.

Mas dime, y como amigo perdóname, si la mucha confianza afloja el freno, y como amigo ahora conmigo razona:

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¿cómo pudo hallar en tu seno

lugar la avaricia, en medio de tan buen sentido del que por tus estudios y cuidados estuviste lleno?

Estas palabras a Estacio mover lo hicieron un poco a risa primero; luego respondió:

Todos tus dichos de amor me son claro signo.

En verdad muchas veces vienen cosas que a la duda dan falsa materia

porque esconden la razones veras.

Tu pregunta tu creencia me confirma de que yo fuera avaro en la otra vida, tal vez por aquel giro en el que yo era.

Pues bien, sabe que la avaricia lejos

de mi estuvo, y a ésta desmesura mil lunaciones la han castigado.

Y si no fuera que apliqué pronto la cura cuando escuché aquello que tú clamas, fastidiado casi de la humana natura:

“¿A dónde no arrastras tú, oh sacro hambre

del oro, el apetito de los mortales?”, estaría en las anteriores tristes labores.

Entonces advertí que por abrir demás las alas podía irse de manos el gasto, y arrepentíme

así de éste como de los otros males.

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¡Cuántos resurgirán con rapadas crines por ignorancia, que a este defecto

priva de penitencia en vida y en los fines!

Y sabe que la culpa que replica por directa oposición algún pecado,

juntamente con él aquí su verdor seca;

pues, si yo entre la gente me he contado que llora su avaricia, por purgarme, en su contrario me he encontrado.

Ahora cuando tú cantaste las crueles armas

de la doble tristeza de Yocasta, dijo el cantor del bucólico Carmen,

por lo que allí Clio contigo trata,

no parece que entonces te hiciera fiel la fe, sin la cual hacer bien no basta.

Si así fue, ¿qué Sol o qué candelas

te sacaron de tinieblas tantas que alzaste luego detrás del pescador las velas?

Y aquel a él: Tú primero me enviaste

al Parnaso a beber en sus grutas, y el primero junto a Dios me iluminaste.

Hiciste como aquel que va de noche,

que lleva en su detrás la luz y no se ayuda, mas tras de sí hace a las personas doctas,

cuando dijiste: “El siglo se renueva;

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vuelve la justicia y el primer tiempo humano, y una progenie desciende del cielo nueva”.

Por ti fui poeta, por ti cristiano:

mas porque veas mejor lo que diseño para colorearlo extenderé la mano.

Ya estaba el mundo preñado de la vera creencia, sembrada

con los mensajes del eterno reino;

y tu palabra arriba indicada se armonizaba con los nuevos predicantes;

por donde a visitarlos tomé usanza.

Vinieron luego pareciendo tan santos, que, cuando Domiciano los perseguía,

de mis lágrimas no carecieron sus llantos;

y mientras que de aquel lado estuve, los auxilié, y sus derechas costumbres

me llevó al desprecio de todas las demás sectas.

Y antes que condujera a los Griegos a los ríos de Tebas poetizando, recibí el bautismo; mas por miedo oculto cristiano estuve

largamente mostrando paganismo; y esta tibieza en el cuarto círculo

me hizo rodar más de cuatro centésimos.

Tú pues, que alzado has la cubierta que me escondía todo el bien que digo,

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mientras que subiendo tenemos tiempo,

dime dónde está Terencio nuestro antiguo, Cecilio y Plauto y Varro, si lo sabes;

dime si están condenados y en cuál giro.

Ellos y Persio y yo y otros muchos, respondió mi guía, estamos con aquel griego que lactaron las Musas más que a ninguno,

en el primer círculo del penal ciego; muchas veces hablamos del monte

que tiene siempre a nuestras nodrizas consigo.

Allí Eurípides con nosotros y Anacreonte, Simónides, Agatón y otros muchos

griegas que ya de laurel ornaron su frente.

Allí se ven de tus gentes Antígona, Deifila y Argía,

e Ismenea tan triste como siempre.

Vese a aquella que mostró a Langia; la hija de Tiresia y Tetis

y con sus hermanas Deidamia.

Callaban ya ambos poetas de nuevo atentos a mirar en torno

libre de escalera y de paredes;

y ya las cuatro esclavas habían del día quedado atrás, y la quinta al timón alzaba en alto el ardiente cuerno,

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cuando mi conductor: Creo que al extremo

hay que volver la espalda diestra, girando el monte como hacer solemos.

Así la rutina fue allí nuestra consigna,

y tomamos la vía con menor recelo por el sentir de aquella alma digna.

Iban ellos delante y yo solito

detrás, y escuchaba su conversa, que de poetizar me daba intelecto.

Más pronto quebró las dulces razones

un árbol que hallamos en medio de la estrada, con manzanas de aromas suaves y buenos;

y como el abeto hacia lo alto degrada

de rama en rama, así aquel hacia abajo, creo yo, para que nadie arriba no vaya.

Del lado donde nuestro camino estaba ocluso,

caía de la alta roca un licor claro y se expandía por las hojas superiores.

Los dos poetas al árbol se acercaron;

y una voz de adentro de la fronda gritó: De este fruto careceréis.

Luego dijo: Más pensaba María en

que las bodas honradas fueran y enteras, que en su propia boca, que ahora os apoya.

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Y las Romanas antiguas, para su beber, contentas estuvieron con agua; y Daniel

despreció comida y adquirió saber.

El primer siglo, como el oro, fue bello, hizo sabrosas, con hambre, las bellotas,

y fue néctar a la sed todo arroyuelo.

Miel y langostas fueron la vianda que nutrieron al Bautista en el desierto;

pues él es glorioso y tan grande

cuanto por el Evangelio se os es abierto.

Canto XVIII Los acidiosos, corren sin detenerse nunca.

Terminado ya su razonamiento,

el alto doctor atento contemplaba mi rostro por ver si contento me veía;

y yo, a quien nueva sed por más movía,

por fuera nada, y por dentro decía: quizá el mucho preguntar mío lo cansa.

Mas aquel veraz padre que advirtió el tímido querer que no se abría,

hablando, de osar hablar me dio aliento.

Y yo entonces: Maestro, mi vista se aviva tanto con tu luz, que discierno claro todo lo que tu razón parte o describe.

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Empero te ruego, dulce padre amado,

que me muestres el amor, al cual reduces todo bien obrar y su contrario.

Alza, me dijo, a mí las agudas luces de tu intelecto, y séate manifiesto

el error de los ciegos que se hacen guías.

El alma, que fue creada a amar pronta, a toda cosa se mueve que le place,

luego que al placer en acto se despierta.

Vuestra aprehensiva del ser verdadero trae la imagen, y adentro la despliega,

de modo que mueve al alma a volverse a ella;

y si al hacerlo a ella se entrega, ése entregarse es amor, y es la naturaleza

que por placer de nuevo en vosotros se ata.

Después, así como el fuego muévese a la altura, por su forma nacida a subir

a donde más en su materia dura,

así el alma presa entra en deseo, que es moción espiritual, y ya no reposa

hasta no gozar de la cosa amada.

Ahora ya puedes ver cuán escondida la verdad está a los que avalan

cualquier amor en sí como loable cosa;

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porque quizá creen que su materia es siempre buena, pero no todo sello

es bueno, aun cuando buena sea la cera.

Tus palabras y mi seguidor ingenio, le respondí, el amor me ha descubierto, mas me ha dejado de dudar más lleno;

pues si el amor nos es de afuera dado,

y el alma no va de otra manera, si recta o torcida va, no es su mérito.

Y él a mí: cuanto la razón observa, puedo decirte; de allí en más espera

sólo a Beatriz, pues ya de fe es materia.

Toda forma sustancial, que distinta es de la materia y está unida a ella, tiene una virtud específica propia,

la cual, sin el obrar, no se percibe,

ni más no se muestra que por el efecto, como en la planta por verde fronda la vida.

Sin embargo, de donde la intelección venga

de las primeras noticias, no lo sabemos, ni de las primeras apetencias el afecto,

que en vosotros están, como en la abeja

el arte de hacer la miel, y este primer querer mérito de alabanza o de reproche no tiene.

Ahora, como todo otro de este se infiere,

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os es innata la virtud que aconseja, y que el umbral debe tener del ascenso.

Este es el principio de donde se toma

la razón de merecer en vos, según que buenos y reos amores acoge y elige.

Los que razonando llegaron al fondo,

reconocieron esta innata libertad, y donaron entonces la moral al mundo.

Por donde, poniendo que por necesidad surja todo amor que en vos se encienda,

de retenerlo está en vos la potestad.

La noble virtud es lo que Beatriz entiende por libre albedrío, por ello cuida que en la mente

la guardes, si a hablar de ello te prende.

La Luna, casi a media noche atardada, forzaba a las estrellas a que lucieran menos,

y estaba como un caldero aún ardiente;

corría por el cielo por aquellas estradas que el Sol inflama cuando desde Roma,

entre Cerdeña y Córcega, se lo ve que cae.

Y aquella sombra gentil, por quien se nombra Piétola más que la ciudad mantuana,

de mi insistencia depuesto había la carga;

pues yo, que la razón abierta y plana de mis cuestiones había cosechado,

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estaba como el somnoliento que desvaría.

Pero esta somnolencia me fue quitada súbitamente por gente que por detrás

de nuestra espalda se acercaba.

Y cual como el Ismeno otrora y el Asopo de noche en sus orillas vieron furia y caterva, porque los Tebanos necesidad tenían de Baco,

así por aquel giro a saltos avanzan,

que allí yo los vi, viniendo, a los que buen querer y justo amor cabalga.

Luego llegaron a nosotros, porque corriendo

se movía entera aquella turba magna; precedidos por dos que llorando gritaban:

“Maria corre con prisa a la montaña;

y César, por subyugar Ilerda picó a Marsella y corrió después a España”.

“Pronto, pronto, que el tiempo no se pierda por poco amor”, gritaban detrás los otros,

“que el celo del bien reverdece a la gracia”.

¡Oh gente en la que el agudo fervor ahora compensa quizá la negligencia o tardanza que pusisteis en el bien hacer por flaqueza,

éste que vive, y es cierto que no os miento,

quiere subir, en cuanto que el Sol reaparezca; decidnos, pues, dónde de subir está la puerta!

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Palabras estas fueron del conductor mío;

y uno de aquellos espíritus dijo: Ven en pos nuestro, y encontrarás la hendidura.

Estamos del deseo de movernos tan llenos, que parar no podemos; por lo que perdona,

que nuestra villanía justicia tiene.

Abad fui de San Zenón de Verona bajo el imperio del buen Barbarroja,

de quien dolida aún Milán reflexiona.

Y hay un tal que tiene ya un pie en la fosa, que pronto llorará aquel monasterio,

y triste estará por haber tenido el mando;

porque a su hijo, malo del cuerpo entero, y de la mente peor, y mal nacido,

ha puesto en el lugar de su pastor verdadero.

No sé si más dijo o si callóse, ya tanto de nosotros se había ido;

mas ésto entendí, y recordarlo me place.

Y quien me había en todo apuro auxiliado dijo: Vuélvete aquí: verás a dos

venir dando a la acidia mordiscos.

Detrás de todos decían: Antes primero murió la gente para quien el mar abrióse,

que el Jordán viese a sus herederos.

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Y aquella que el afán no sufrió hasta el fin con el hijo de Anquises,

a una vida sin gloria se entregó.

Después, cuando tan lejos fueron aquellas sombras, que verlas ya no podía, un nuevo pensamiento se instaló en mí;

y tanto deliré de uno a otro,

que los ojos por vagancia recubrí, y trasmuté en sueño el pensamiento.

Canto XIX

En la hora cuando aún el calor diurno no puede entibiar más el frío de la Luna,

vencido por la Tierra, y a veces por Saturno;

cuando los geomantes su Mayor Fortuna ven en oriente, antes del alba,

surgir por la vía que poco está oscura,

vínome en sueños una mujer gaga, de ojos bizca, de pies torcidos,

manca de manos, y pálida de tez.

Yo la miraba; y así como el Sol conforta los fríos miembros que la noche agrava,

de igual manera mi mirada liberaba

su lengua, y luego la enderezaba entera en pocas horas, y el descolorido rostro,

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como el amor quiere, coloreaba.

Luego que así tuvo ella el habla suelta comenzó tal cantar que con pena

hubiera mi atención separado de ella.

“Yo soy”, cantaba, “yo soy la dulce sirena, que a los marineros en medio del mar desvío;

¡Tanto estoy de placeres a gozar plena!

Yo aparté a Ulises de su variado camino con mi canto; y quien se arraiga conmigo, rara vez se marcha; ¡complazco tanto!”

Aún no había ella cerrado la boca,

cuando apareció una dama santa y presta a mi lado para dejarla confusa.

“¡Oh Virgilio, Virgilio!, ¿quién es esta?”

ferozmente decía; y él venía con los ojos fijos sólo en la honesta.

A la otra prendía, y por delante la abría

rasgando sus ropas, y mostrábame el vientre: y me despertó el hedor que de allí salía.

Moví los ojos y el buen maestro: ¡Al menos tres

veces te he llamado!, decía, levántate y ven; busquemos la apertura por la que entres.

Me levanté, y del alto día ya estaban llenos

todos los giros del sacro monte, y marchábamos con el Sol nuevo en las renes.

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Siguiéndolo, llevaba la frente

como quien de pensares la tiene grávida, inclinado como medio arco de puente;

cuando oí “Venid, por aquí se pasa”

decir de modo suave y benigno, cual no se siente en esta mortal marca.

Con las alas abiertas, como de cisne, arriba nos llevó el que así hablara entre dos paredes del duro macizo.

Movió las plumas y aventóme,

“Qui lugent” afirmando ser beatos que tendrán de consuelo el alma dueña.

¿Qué tienes que al suelo sólo miras?,

mi guía comenzó a decirme, poco después que más allá del ángel fuimos.

Y yo: Tan caviloso me hace ir

una nueva visión que a ella me apega, que no puedo de pensar en ella partirme.

Viste, dijo, aquella antigua maga

causa única de lo que más arriba se llora; viste como el hombre de ella se desliga.

Que te baste, y batiendo al suelo los talones:

vuelve los ojos al reclamo que gira el rey eterno junto a las magnas ruedas.

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Como el halcón, que primero sus patas mira, de allí se vuelve al grito y se lanza

por el deseo del pasto que allá le tiran,

tal hice yo; y tal, cuanto se hiende la roca para dar paso al que va arriba,

anduve hasta donde a circular se comienza.

Cuando al quinto giro hube llegado, vi gente allí que lloraba

yaciendo en tierra boca abajo.

“Adhesit pavimento anima mea” oía de ellos tan altos suspiros

que sus palabras apenas se entendían.

¡Oh de Dios electos, a quienes el sufrir justicia y esperanza hacen menos duro,

dirigidnos hacia las altas gradas!

Si venís del yacer aquí eximidos, y más pronto queréis hallar la vía,

que vuestra diestra esté siempre por fuera.

Así rogó el poeta, y así se oyó un poco más adelante de nosotros; y como yo

advertí por la voz al que estaba oculto,

volví mis ojos a los ojos de mi señor; y él aprobó con alegre gesto

lo que la expresión de mi deseo pedía.

Luego que pude actuar según mi deseo,

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avancé inclinado sobre la criatura cuyas palabras notarlo antes me hicieran,

diciendo: Espíritu en quien llorar madura

lo que sin ello a Dios volver no puedes, suspende un poco para mi tu mayor cura.

Quién fuiste y porqué vuelto tenéis el dorso

arriba, dime y si quieres que impetre alguna cosa allá de donde salí vivo.

Y él a mi: porqué nuestras espaldas miran al cielo, sabrás: pero antes scias que ego fui succesor Petri.

Entre Sestri y Chiavari desciende

un bello arroyuelo, de cuyo nombre el título de mi sangre se honra.

Un mes y poco más probé yo cuánto

pesa el gran manto a quien del fango lo guarda, que plumas parecen todas las otras cargas.

Mi conversión, ¡ay de mi! fue tarda;

mas, cuando fui hecho pastor romano, descubrí allí la vida embustera.

Vi que allí el corazón no se aquietaba,

y que subir más no se podría en aquella vida; y así de ésta me encendí de amor.

Hasta entonces miserable y alejada de Dios un alma fui, del todo avara;

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ahora, como ves, aquí soy castigada.

Lo que la avaricia hace, aquí se declara en la purga de las conversas almas;

y no hay en el monte pena más amarga.

Así como nuestro ojo no enfocó hacia la altura, fijo en las cosas terrenas, así la justicia aquí a la tierra lo sumerge.

Como la avaricia extingue de todo bien nuestro amor, y el buen obrar se pierde, así la justicia aquí estrechos nos tiene,

de pies y manos ligados y presos;

y tanto cuanto plazca al justo Sire, estaremos inmóviles y extensos.

Yo me había arrodillado y quería hablar:

Y en que comencé, se percató sólo escuchando, de mi reverencia,

¿Qué razón, dijo, te ha hecho abajarte?

Y yo a él: Por vuestra dignidad de inmediato movióme la conciencia.

¡Endereza las piernas, levántate, hermano!

respondió, no yerres: consiervo soy contigo y con los otros de la misma potestad.

Si nunca aquel santo evangélico sonido

que dice “Neque nubent” entendiste, bien podrás ver porqué así razono.

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Vete ya: no quiero que más te quedes;

que estando tú aquí mi llanto cesa, con el que maduro yo lo que dijiste.

Nieta tengo allá de nombre Alagia

de natural bueno, con tal que nuestra casa no la haga con el ejemplo malvada;

y ella es la única que de allá me ha quedado.

Canto XX Los avaros y los pródigos.

Contra mejor querer querer mal pugna;

y así contra mi placer, por agradarle, la esponja aún no sacia saqué del agua.

Me moví; y mi conductor movióse por los

sitios expeditos a lo largo de la roca, como entre estrechos muros y merlones;

porque la gente que suelta gota a gota

por los ojos el mal que domina a todo el mundo, hacia afuera del giro se acerca mucho.

¡Maldita seas tú, antigua loba, que

más presas haces que todas las bestias juntas a causa de tu hambre sin fin profunda!

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¡Oh cielo!, que en tu girar ver se cree las condiciones aquí abajo de los cambios,

¿cuándo vendrá aquel por quien esta se vaya?

Íbamos con pasos lentos y escasos, atento yo a las sombras, que sentía piadosamente llorar y lamentarse;

y por ventura oí: “Dulce María”

delante nuestro así clamar en el llanto como hace mujer en trabajo de parto;

y en seguida: “Pobre fuiste tanto

cuanto se puede ver por aquel hospicio donde expusiste al que portabas santo”.

Seguidamente escuché: “¡Oh buen Fabricio,

en pobreza quisiste más virtud que gran riqueza poseer con vicio!”

Estas palabras me fueron tan gratas que me adelanté para tener noticia

de aquel espíritu de donde al parecer venían.

Seguía aún hablando de la largueza con la que Nicolás trató a las doncellas

por llevar a honor su adolescencia.

¡Oh alma que tan bien conversas dime quien fuiste, dije, y porqué tú sola

estas dignas alabanzas renuevas.

No quedará sin premio tu palabra,

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si yo regreso a cumplir el corto camino, de aquella vida que al terminar vuela.

Y él: Te lo diré, no por consuelo

que yo espere de allá, sino por la tanta gracia que luce en ti antes de haber muerto.

Yo fui raíz de la mala planta

que a la tierra cristiana ensombrece tanto que buen fruto raro se cosecha.

Pero si Douay, Gante, Lila y Brujas pudieran, pronto habría venganza;

y yo la suplico a aquel que todo juzga.

Llamado fui allá Hugo Capeto; de mi nacieron los Felipes y los Luises,

por quienes últimamente es regida Francia.

Hijo fui de un carnicero de Paris: cuando los reyes antiguos faltaron

todos, salvo uno envuelto en paños grises,

me hallé ceñido entre las manos el freno del gobierno del reino, y tal poder

de nuevo adquirí, y tan de amigos pleno,

que la viuda corona promovida a la cabeza de mi hijo fue, del cual

comenzaron de la estirpe los sagrados huesos.

Mientras que la gran dote provenzal a mi sangre no quitó la vergüenza,

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poco valía, mas con todo no hacía mal.

Entonces comenzó con fuerza y con mentira su rapiña: y después, por enmienda,

usurpó Pontiheu, Normandía y Gazcuña.

Carlos vino a Italia y, por enmienda, víctima hizo a Corradino; y después

envió al cielo a Tomás, por enmienda.

Veo no mucho más tarde un tiempo todavía, en que saldrá otro Carlos de Francia,

para darse mejor a conocer y a los suyos.

De allí sale sin armas y sólo con la lanza con la que luchó Judas, y la esgrime

tanto que de Florencia hiende la panza.

Por donde no tierras, mas pecado e infamia cosechará, lo que le será más grave

cuanto más leve cree que tal daño cuenta.

Al otro, que hasta salió preso en una nave, veo vender a su hija pactando precio,

como los corsarios hacen de otras esclavas.

¡Oh avaricia! ¿qué más puedes hacer, que así te has apropiado de mi sangre que ni te cuidas de tu propia carne?

Para que menos se vea el mal futuro y pasado,

veo en Anagni entrar la flor de lis, y en su vicario quedar Cristo encarcelado.

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Véolo ser de nuevo burlado;

veo renovar el vinagre y la hiel, y entre vivos ladrones ser occiso.

Veo al nuevo Pilato tan cruel,

que ni éso lo sacia, pues sin decreto hasta el Temple lleva las codiciosas velas.

¡Oh Señor mío! ¿cuándo tendré la dicha

de ver la venganza que, escondida, torna dulce tu ira en tu secreto?

Lo que antes decía de aquella única esposa

del Espíritu Santo y que hizo te volvieras a mí con una pregunta,

es letanía tan repetida en nuestras preces cuanto dura el día; mas cuando anochece,

contrarios tonos en su lugar hacemos.

Coreamos a Pigmalión entonces, que traidor y ladrón y parricida tuvo del oro voluntad golosa;

y la miseria del avaro Midas,

que siguió a su demanda gruesa, por la que siempre será objeto de risa.

Del loco Acam todos se acuerdan,

que robó los despojos, tal que la ira de Josué parece que aún lo muerda.

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De allí acusamos con su esposo a Safira; alabamos los pies que sufrió Heliodoro;

y todo el monte como infamia reitera

a Polinéstor que ultimó a Polidoro; por último gritamos: ”¡Dinos Craso!,

pues lo sabes ¿qué sabor tiene el oro?”

A veces habla uno alto y otro bajo, según la afección que nos espolea

ora con mayor, ora con menor paso:

con todo, al bien que en el día se razona, no era yo el único; bien que cerca de aquí

no alzaba la voz ninguna otra persona.

Nos habíamos ya alejado de él, y luchábamos por montar la estrada, tanto cuanto la fuerza nos permitía,

cuando sentí, como si se derrumbara,

temblar el monte; de donde me tomó un hielo como el que suele tomar al que a la muerte vaya.

Verdad que no se sacudía tan fuerte Delos,

antes que Latona en ella hiciese nido para parir los dos ojos del cielo.

Luego creció de todas partes un grito

tal, que el maestro a mi converso, dijo: No dudes, mientras yo te guío.

“Gloria in excelsis” todos “Deo”

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decían, por lo que comprendí de cerca, donde entender el grito se podía.

Estábamos inmóviles y en suspenso

como el primer pastor que oyó ese canto, hasta que el temblor cesó y completóse.

Luego retomamos nuestro camino santo

mirando a las sombras que yacían por tierra, lanzando ya a lo alto el usual llanto.

Nunca ninguna ignorancia con tanta guerra

me aguijoneó el deseo de saber, cuanto, si mi memoria no yerra,

pensando, me parecía entonces querer;

mas por la prisa preguntar no me atrevía, ni por mí mismo nada podía ver:

y así me andaba tímido y caviloso.

Canto XXI Aparición del poeta Estacio y su liberación

La natural sed que nunca se sacia sino con el agua que la mujercilla samaritana demandó por gracia,

me trabajaba, y punzábame la prisa

en la estorbada vía tras mi guía,

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y me condolía de la justa venganza.

Y entonces, tal como escribe Lucas que Cristo apareció a dos en la vía,

salido ya de la sepulcral fosa,

apareció una sombra que detrás nuestro venía, del pie cuidando a la yaciente turba;

y no la apercibimos, hasta que nos habló primero,

diciendo. ¡Oh hermanos míos, Dios os dé paz! Nos volvimos súbitamente, y Virgilio

le respondió con el gesto que correspondía.

Luego agregó: En el beato concilio te ponga en paz la veraz corte

que me relega a mí en el eterno exilio.

¡Cómo!, exclamó, en tanto íbamos con prisa, si sois sombras que Dios arriba no digna,

¿quién por su escalera os ha guiado?

Y el doctor mío: Si observas los signos que éste lleva y perfila el ángel

bien verás que con los buenos merece el reino.

Pero como aquella que día y noche hila no le había aún completado el copo

que a cada uno Cloto impone y compila,

su alma, que es hermana tuya y mía, teniendo que subir, no pudo venir sola, porque no puede ver a nuestro modo.

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Por donde fui sacado de la amplia gola infernal para mostrarle, y le mostraré hasta donde pueda llevarlo mi escuela.

Mas dime si lo sabes, ¿por qué tales fragores

dio antes el monte, y porqué todas a una parecen gritar hasta sus marinas faldas?

Tanto acertó, preguntando, en el centro de mi deseo que, solo con la esperanza

de oír, mi sed se hizo menos ayuna.

Aquel comenzó: Nada hay que fuera de orden consienta la religión

de la montaña, o que esté fuera de usanza.

Libre sitio es éste de toda mudanza: de lo que el cielo de sí en sí recibe,

puede ser, y no de otra cosa, la causa.

Pues ni lluvia, ni granizo, ni nieve, ni rocío, ni escarcha no más arriba cae de la escalita de las tres breves gradas;

nubes espesas no se ven ni ralas,

ni relámpagos, ni la hija de Taumante, que allá cambia frecuente de comarca;

seco vapor no surge más allá

de la cima de las tres gradas que dije, donde el vicario de Pedro tiene las plantas.

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Más abajo quizá tiemble poco o mucho; pero por viento que en tierra se esconda, no sé cómo, aquí arriba no tembló nunca.

Tiembla cuando algún alma tan munda

se siente, que se alza o se mueve para subir a lo alto; y el grito la sigue.

De la mundicia sólo el querer da prueba, porque, libre ya para cambiar de asiento, al alma sorprende y a querer la ayuda.

Primero bien quiere, pero se opone el deseo,

que la divina justicia, contra voluntad, como fue de pecar, pone de tormento.

Y yo, que he yacido en esta pena

quinientos años y más, recién ahora sentí la libre voluntad del mejor suelo;

por ello sentisteis el terremoto y a los píos

espíritus por el monte rendir loas al Señor, a que pronto arriba los envíe.

Así habló; y porque se goza tanto

en beber cuanto más grande es la sed, no sabría decir cuánto me fue de ayuda.

Y el sabio conductor: Ahora veo la red que aquí os retiene y como os libera,

porqué tembláis y porqué juntos gozáis.

Ahora quién fuiste, plázcate que lo sepa,

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y porqué tantos siglos has yacido aquí, que en tus palabras lo entienda.

En tiempos cuando el buen Tito, con ayuda

del sumo rey, vengó las llagas que brotaron la sangre que vendió Judas,

con el nombre que más dura y más honra estaba yo allá, respondió aquel espíritu, famoso mucho, pero no con fe todavía.

Tanto fue dulce mi vocal sonido,

que, tolosano, a sí me trajo Roma, donde merecí ornar mis sienes de mirto.

Estacio aún la gente de allá me llama: canté a Tebas, y luego al gran Aquiles;

mas caí en camino de la segunda alforja.

De mi ardor fueron semilla las chispas, que me escaldaron, de la divina llama de la que son iluminados más de mil;

de la Eneida hablo, la cual madre

fue mía, y fue mi nodriza, en poesía: sin ella no valdría el peso de un dracma.

Y por haber vivido allá cuando

vivió Virgilio, aceptaría un siglo más, que no debo, en salir de este bando.

Volvióse a mi Virgilio a estas palabras con el rostro que, callando, dijo: calla;

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mas no puede la virtud todo lo que quiere,

que risa y llanto son tan secuaces de la pasión que en cada una brota,

que vencen la voluntad de los más veraces.

Yo me sonreí como quien destella; por lo que la sombra callóse, y mirándome a los ojos, donde el semblante más refleja,

y: Si tanto trabajo como bien asumes, dijo, ¿por qué tu cara ahora mismo un rebrillo de risa me demuestra?

Ahora estoy de un lado y de otro preso: uno me hace callar, el otro me conjura que diga; y yo suspiro, y entendiendo

mi maestro: No tengas miedo,

me dice, de hablar; habla y dile lo que demanda con tanta cura.

A lo que yo: Quizá te maravilles,

antiguo espíritu, del reír que hice; pero mayor estupor haré que te pique.

Éste que guía a lo alto mis ojos,

es aquel Virgilio de quien tomaste fuerza para cantar los hombres y lo dioses.

Si otra causa de mi reír creíste,

déjala por no cierta, y cree que lo sean aquellas palabras que de él dijiste.

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Ya se inclinaba a abrazar los pies

de mi doctor, pero le dijo: Hermano, no lo hagas, tú eres sombra y sombra ves.

Y él alzándose: Ahora puedes la cantidad de amor comprender que a ti mi escalda,

al olvidar yo nuestra vanidad,

tratando sombra como cosa compacta.

Canto XXII Los golosos padecen hambre y sed ante alimentos que no

pueden tocar

Habíamos ya dejado atrás al ángel, al ángel que al sexto giro nos llevara, que del rostro una seña me borrara;

y a los que tienen de la justicia el deseo

beatos los llamara, y cuyas voces “sitiunt”, sin más, nos propusieron.

Y más leve que por las otros huecos

caminaba yo, tal que sin fatiga alguna seguía a arriba a los espíritus veloces;

entonces Virgilio comenzó: Amor,

de virtud inflamado, siempre a otro inflama, con tal que la llama se vea afuera;

por eso desde que descendió

a nuestro limbo del infierno Juvenal,

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quien tu afecto me hizo patente,

mi benevolencia hacia ti fue tal como nunca fue hacia ninguna otra persona,

y así ahora me son cortas estas escalas.

Mas dime, y como amigo perdóname, si la mucha confianza afloja el freno, y como amigo ahora conmigo razona:

¿cómo pudo hallar en tu seno

lugar la avaricia, en medio de tan buen sentido del que por tus estudios y cuidados estuviste lleno?

Estas palabras a Estacio mover lo hicieron un poco a risa primero; luego respondió:

Todos tus dichos de amor me son claro signo.

En verdad muchas veces vienen cosas que a la duda dan falsa materia

porque esconden la razones veras.

Tu pregunta tu creencia me confirma de que yo fuera avaro en la otra vida, tal vez por aquel giro en el que yo era.

Pues bien, sabe que la avaricia lejos

de mi estuvo, y a ésta desmesura mil lunaciones la han castigado.

Y si no fuera que apliqué pronto la cura cuando escuché aquello que tú clamas, fastidiado casi de la humana natura:

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“¿A dónde no arrastras tú, oh sacro hambre

del oro, el apetito de los mortales?”, estaría en las anteriores tristes labores.

Entonces advertí que por abrir demás las alas podía irse de manos el gasto, y arrepentíme

así de éste como de los otros males.

¡Cuántos resurgirán con rapadas crines por ignorancia, que a este defecto

priva de penitencia en vida y en los fines!

Y sabe que la culpa que replica por directa oposición algún pecado,

juntamente con él aquí su verdor seca;

pues, si yo entre la gente me he contado que llora su avaricia, por purgarme, en su contrario me he encontrado.

Ahora cuando tú cantaste las crueles armas

de la doble tristeza de Yocasta, dijo el cantor del bucólico carmen,

por lo que allí Clio contigo trata,

no parece que entonces te hiciera fiel la fe, sin la cual hacer bien no basta.

Si así fue, ¿qué Sol o qué candelas

te sacaron de tinieblas tantas que alzaste luego detrás del pescador las velas?

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Y aquel a él: Tú primero me enviaste al Parnaso a beber en sus grutas,

y el primero junto a Dios me iluminaste.

Hiciste como aquel que va de noche, que lleva en su detrás la luz y no se ayuda, mas tras de sí hace a las personas doctas,

cuando dijiste: “El siglo se renueva;

vuelve la justicia y el primer tiempo humano, y una progenie desciende del cielo nueva”.

Por ti fui poeta, por ti cristiano:

mas porque veas mejor lo que diseño para colorearlo extenderé la mano.

Ya estaba el mundo preñado de la vera creencia, sembrada

con los mensajes del eterno reino;

y tu palabra arriba indicada se armonizaba con los nuevos predicantes;

por donde a visitarlos tomé usanza.

Vinieron luego pareciendo tan santos, que, cuando Domiciano los perseguía,

de mis lágrimas no carecieron sus llantos;

y mientras que de aquel lado estuve, los auxilié, y sus derechas costumbres

me llevó al desprecio de todas las demás sectas.

Y antes que condujera a los Griegos a los ríos

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de Tebas poetizando, recibí el bautismo; mas por miedo oculto cristiano estuve

largamente mostrando paganismo; y esta tibieza en el cuarto círculo

me hizo rodar más de cuatro centésimos.

Tú pues, que alzado has la cubierta que me escondía todo el bien que digo, mientras que subiendo tenemos tiempo,

dime dónde está Terencio nuestro antiguo,

Cecilio y Plauto y Varro, si lo sabes; dime si están condenados y en cuál giro.

Ellos y Persio y yo y otros muchos,

respondió mi guía, estamos con aquel griego que lactaron las Musas más que a ninguno,

en el primer círculo del penal ciego; muchas veces hablamos del monte

que tiene siempre a nuestras nodrizas consigo.

Allí Eurípides con nosotros y Anacreonte, Simónides, Agatón y otros muchos

griegas que ya de laurel ornaron su frente.

Allí se ven de tus gentes Antígona, Deifila y Argía,

e Ismenea tan triste como siempre.

Vese a aquella que mostró a Langia; la hija de Tiresia y Tetis

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y con sus hermanas Deidamia.

Callaban ya ambos poetas de nuevo atentos a mirar en torno

libre de escalera y de paredes;

y ya las cuatro esclavas habían del día quedado atrás, y la quinta al timón alzaba en alto el ardiente cuerno,

cuando mi conductor: Creo que al extremo

hay que volver la espalda diestra, girando el monte como hacer solemos.

Así la rutina fue allí nuestra consigna,

y tomamos la vía con menor recelo por el sentir de aquella alma digna.

Iban ellos delante y yo solito

detrás, y escuchaba su conversa, que de poetizar me daba intelecto.

Más pronto quebró las dulces razones

un árbol que hallamos en medio de la estrada, con manzanas de aromas suaves y buenos;

y como el abeto hacia lo alto degrada

de rama en rama, así aquel hacia abajo, creo yo, para que nadie arriba no vaya.

Del lado donde nuestro camino estaba ocluso,

caía de la alta roca un licor claro y se expandía por las hojas superiores.

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Los dos poetas al árbol se acercaron;

y una voz de adentro de la fronda gritó: De este fruto careceréis.

Luego dijo: Más pensaba María en

que las bodas honradas fueran y enteras, que en su propia boca, que ahora os apoya.

Y las Romanas antiguas, para su beber, contentas estuvieron con agua; y Daniel

despreció comida y adquirió saber.

El primer siglo, como el oro, fue bello, hizo sabrosas, con hambre, las bellotas,

y fue néctar a la sed todo arroyuelo.

Miel y langostas fueron la vianda que nutrieron al Bautista en el desierto;

pues él es glorioso y tan grande

cuanto por el Evangelio se os es abierto.

Canto XXIII

Los golosos padecen hambre y sed ante alimentos que no pueden tocar

Mientras los ojos por la fronda verde

rondaba yo como hacer suele quien tras los pajarillos su vida pierde,

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mi más que padre me decía: Hijito,

ven ahora, que el tiempo que nos fue impuesto más útilmente emplear conviene.

Volví el rostro, y el paso no menos pronto

detrás de los sabios, que de tan bello que hablaban el andar me era sin costo.

Y entonces llorar y cantar se oía

“Labia mea, Domine” de tal modo que placer y dolor en mi nacer hacían.

¡Oh dulce padre! ¿qué es lo que oigo?

comencé. Y él: Sombras que van quizá de su débito soltando el nudo.

Como hacen los pensativos peregrinos

que en su ruta hallan no conocida gente, y las miran y no se detienen,

así detrás nuestro, con más veloz paso, viniendo y adelantándose nos admiraba

una turba de almas callada y devota.

De los ojos era todas oscuras y hundidas, pálido el rostro, y tan delgadas

que de los huesos la piel notificaba.

No creo que a tan delgada corteza a Erisictón lo dejara seco

el ayuno, cuando mayor miedo tuvo.

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Entre mí mismo decía pensando: Ésta es la gente que perdió a Jerusalén,

cuando al hijo María le clavó el pico.

Tenían los ojos como anillos sin gemas: y el que en el rostro del hombre lee “omo”

bien habría aquí visto la eme.

¿Quién creería que el perfume de una poma así los excitase, generando tal ansia,

y el de un agua, no sabiendo el cómo?

Me admiraba yo de lo que los afligía tanto, por causa aún no manifiesta

de su flacura y de su triste escama,

más de pronto de lo profundo de la testa volvió a mí los ojos una sombra y me miró fijo; luego dio un fuerte grito: ¿Qué gracia es ésta?

Por el rostro no lo hubiera nunca conocido;

pero en su voz me fue notorio lo que la figura había en si consumido.

La voz oída reavivó entera

mi percepción de los deformes labios, y reconocí la cara del Forese.

No te cuestiones por la seca mugre,

rogaba, que la piel me decolora, ni por la falta de carne que yo tenga;

mas dime la verdad de ti, y quiénes son aquellas

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dos almas que te dan escolta: ¡No me detendré hasta que me lo digas!

Tu cara, que ya lloré muerta,

me da de llorar ahora no menor pena, le respondí, viéndola tan contrahecha;

mas dime, por Dios, ¿qué así te deshoja?

No me hagas hablar mientras mi asombro dura, que mal puede hablar a quien otra cosa abruma.

Y él a mí: Por eterno consejo

cae una virtud en el agua y en la planta que quedó atrás, de la cual yo enmagrezco.

Toda esta gente que llorando canta,

por haber seguido a la garganta en desmesura, en hambre y sed aquí se rehace santa.

De beber y de comer nos enciende el deseo el perfume que del manzano y del agua sale

y se extiende por su follaje.

Y no sólo en una vuelta, este espacio girando, se reaviva nuestra pena,

yo digo pena, mas debiera decir consuelo,

pues este deseo a los árboles nos lleva como llevó a Cristo gozoso a decir “Elí”,

cuando nos liberó con su vena.

Y yo a él: Forese, desde aquel día en que dejaste el mundo por mejor vida,

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no han pasado cinco años aún hasta ahora.

Si primero en ti fue el poder finiquitado de pecar más, antes que llegase la hora

del buen dolor, que a Dios nos remarida,

¿cómo es entonces que has venido aquí arriba? Yo creía encontrarte allá abajo

donde tiempo por tiempo se repara.

Y entonces él: Así de pronto me ha conducido a beber el dulce ajenjo del tormento, la Nella mía con su llorar encendido.

Con sus ruegos devotos y con suspiros

sacado me ha de la costa donde se espera, y librado me ha de los otros giros.

Tanto es a Dios más cara y más dilecta

la viudilla mía, que tanto amé, cuanto su bien obrar es más raro;

porque la Barbagia de Cerdeña mucho

más púdica es en sus mujeres que la Barbagia donde la dejé.

¡Oh dulce hermano! ¿qué quieres que diga?

Un tiempo futuro yace ya ante mis ojos para el cual esta hora no será muy antigua,

en el que será desde el púlpito prohibido

a las descaradas mujeres florentinas andar mostrando con las tetas el pecho.

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¿Qué bárbaras hubo nunca, qué sarracenas,

qué requirieran, para ir cubiertas, espiritual u otra disciplina?

Mas si las desvergonzadas fueran ciertas

de lo que el cielo pronto les prepara, ya por aullar tendrían la boca abierta;

porque si la previsión no me engaña, estarán tristes antes que tenga vello

la mejilla del que no se consuela con la nana.

¡Ah, hermano, no más te escondas! Mira que no sólo yo, mas estas gentes todas miran a donde el Sol ocultas.

Por lo que yo a él: Si traes a tu mente cuál fuiste conmigo, y cuál yo contigo,

aún más grave sería el recordar presente.

De aquella vida me trajo anteayer éste que me va delante, cuando redonda se nos mostró la hermana de aquel,

y señalé el Sol. Por la profunda

noche me condujo de los veros muertos con esta vera carne que me acompaña.

De allí me ha traído arriba su asistencia

subiendo y rodeando la montaña que os endereza, a vos, que el mundo dejó tuertos.

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Tanto me dará dice su compañía hasta que llegue adonde está Beatriz;

allí fuerza es que sin él me quede.

Virgilio es éste que así me lo dijo, y lo indiqué con el dedo; y el otro es la sombra

por quien temblaron hace poco las laderas todas

de vuestro reino, que de sí lo descombra.

Canto XXIV

Ni el habla al paso, ni el paso al habla más lento hacían, mas razonando íbamos con energía,

como nave impulsada por buen viento.

Y las sombras, que se veían tan consumidas, por las fosas de los ojos admiración

por mi sacaban, de mi vivir advertidas.

Y yo, continuando mi discurso dije: Esa sombra arriba va quizá más tarda

que no lo haría, por causa de otro.

Mas dime, si sabes, dónde está Piccarda: Dime si de notar veo alguna persona entre esta gente que así en mí repara.

Mi hermana, que entre bella y buena no sé qué fuera más, triunfa alegre en el alto Olimpo ya con su corona.

Esto dijo primero, luego: Aquí no se prohíbe

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nombrar a nadie, dado que tan alterada está nuestra apariencia por la dieta.

Éste, y mostrólo con el dedo, es Bonagiunta,

Bonagiunta de Lucca; y aquella cara más allá, más que las otras recamada

tuvo la Santa Iglesia entre sus brazos:

de Tours fue, y purga por ayuno la anguilas de Bolsena y el garnacha.

Muchos otros me nombró uno por uno;

y de ser nombrados se veían muy contentos, que no reparé en ellos gesto oscuro.

Vi por hambre en vacío mascar los dientes

a Ubaldino de la Pila y Bonifacio que apacentó con báculo a mucha gente.

Vi a meser Marchese, que tuvo buen espacio

de beber en Forli con menos sequedad, y bebiendo fue tal, que nunca se sintió sacio.

Mas como el que mira y luego aprecia

más a uno que a otro, así hice con el de Lucca quien hablarme más querer parecía.

Y murmuraba; y no sé qué de “Gentucca”

sentía yo allí, donde él sentía la llaga de la justicia que así lo desgrana.

¡Oh alma!, dije yo, que te ves tan deseosa

de hablar conmigo, haz de modo que te entienda,

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y a mí y a ti con tu hablar nos calma.

Mujer ha nacido y no lleva aún venda, comenzó él, que te hará gustar

de mi ciudad, aunque alguno la reprenda.

Tú te irás con esta antevista: si de mi murmurar error sacaste

ya te lo ha de declarar la realidad cierta.

Mas dime si estoy viendo aquel que afuera lanzó las nuevas rimas, comenzando

“Damas que tenéis inteligencia de amor.”

Y yo a él: Yo soy uno que, cuando Amor me inspira, anoto, y del modo

que me dicta adentro voy significando.

¡Oh hermano, ahora veo, dijo él, el nudo que a Notario y a Guittone y a mi retiene

fuera del dulce estilo nuevo que oigo.

Yo veo bien como vuestras plumas tras del que os dicta van estrechas,

lo que en verdad con las nuestras no ocurrió;

y el que mirar más allá quisiera no distinguiría del uno el otro estilo.

Y, ya satisfecho, guardó silencio.

Como las grullas que inviernan en el Nilo forman falanges a veces por el aire

y luego más veloces vuelan y van en fila,

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así toda la gente que allí era,

volviendo el rostro, apretaban el paso, no sólo por la flacura más por el deseo ligeras.

Y como el hombre que de correr laxo,

deja que los compañeros avancen y se pasea hasta que el resuello del pecho ceda,

así dejó pasar a la santa grey

Forese, y detrás conmigo venía diciendo: ¿Cuándo será que te revea?

No sé, le repuse, cuánto yo viva;

mas no será ya mi regreso tan pronto que no llegue antes con mi deseo a la orilla;

porque el lugar en que a vivir fui puesto, de día en día más de bien se despulpa,

y parece que a triste ruina está dispuesto.

Ahora vete, me dijo, que a aquel que más tiene culpa véolo arrastrado tras el anca de una bestia hacia el valle donde nunca hay disculpa.

La bestia a cada paso más se apresa,

siempre más, hasta que al fin lo golpea y deja el cuerpo vilmente deshecho.

No falta mucho a que ronden tales ruedas, y alzó los ojos al cielo, que te será revelado lo que mi discurso más declarar no puede.

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Ahora quédate; que el tiempo es caro en este reino, y así yo pierdo mucho

viniendo contigo apareado.

Como se sale algunas veces al galope un caballero del escuadrón que cabalga, y va a tomar el honor del primer choque,

tal se partió de nosotros con mayor paso;

y yo quedé en el camino con esos dos, que fueron del mundo mariscales grandes.

Y cuando se hubo adentrado adelante

que mis ojos tras él seguían como a sus palabras mi mente,

advertí las ramas grávidas y vivaces de otro manzano, y no muy lejano,

pues recién entonces había doblado hacia ese lado.

Vi gente alzar bajo el árbol las manos, y gritar no sé que hacia el follaje,

cuasi críos codiciosos y vanos,

que ruegan y el rogado no responde, mas, para que el querer sea aún más agudo, mantiene en alto lo deseado y no lo esconde.

Luego que se fueron descreídos

nos fuimos acercando al gran árbol, que tantos ruegos y tantas lágrimas rechaza.

Seguid de largo sin tardanza:

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leño hay más arriba que mordido fue por Eva y esta planta es su retoño.

Así entre las ramas no sé quien hablaba;

por lo que Virgilio y Estacio y yo, estrechados, seguimos adelante del lado que se alza.

Recordaos, decía, de los malditos

formados en las nubes, que, saciados, a Teseo combatieron con su doble pecho;

y de los Hebreos que a beber tiernos se vieron, y por ello Gedeón no los quiso de compañeros,

cuando hacia Madián descendió los cerros.

Así arrimados a uno de los dos lados, pasamos, oyendo culpas de la gula,

seguidos de sus miserables corolarios.

Luego abriéndonos por la calle solitaria, bien mil pasos nos llevaron adelante, cada uno contemplando sin palabras.

¿Qué andáis así pensando vosotros tres?

súbita voz dijo; por lo que me sacudí como bestia despavorida y potra.

Alcé la testa para ver quién era; y ya nunca se vieron en horno

vidrios y metales tan lucientes y rojos,

como vi yo a uno que decía: Si os place montar arriba, aquí es necesario dar vuelta;

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por aquí va quien ir a la paz quiere.

Su aspecto me había ofuscado la vista; por donde me puse detrás de mis doctores,

como hombre que va según lo que oye.

Y cual, anunciadora de albores, el aura de mayo muévese y perfuma,

impregnada toda de hierbas y de flores,

tal sentí yo un viento en medio de la frente, y bien sentí overse la pluma,

que hace palpar la brisa de ambrosia.

Y oír decir: ¡Felices a quienes ilumina tanta gracia, que el amor del gusto

en el pecho excesivo deseo no flamea,

comiendo siempre lo que es justo!

Canto XXV Los lujuriosos se hallan inmersos en un fuego.

Hora de subir era sin demora,

ya que el Sol dejado había el meridiano círculo a Tauro y la noche a Escorpio:

por lo cual, como hace quien no se arresta mas por su vía se lanza, que lo que estorba,

por su necesidad, lo traspasa,

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de igual modo entramos por la brecha, uno tras del otro, asidos de la escala,

pues por la estrechez no íbamos de a pares.

Y como la cigüeñita que alza las alas de volar queriendo, y no se atreve

a dejar el nido, y entonces las baja,

así estaba yo con el deseo de preguntar animado y muerto, en la actitud de quien a preguntar se prepara.

No se privó, aunque el andar fuera rápido,

el dulce padre mío, mas dijo: Dispara el arco de hablar, que hasta el hierro tienes tensado.

Entonces asegurado abrí la boca

y comencé: ¿Cómo es posible volverse flaco allí donde la necesidad de comer no cabe?

Si te recuerdas como Meleagro

se consumió al consumirse un tizón, no te sería, dijo, ésto tan agrio;

y si pensaras como, a vuestros gestos, gesticula en el espejo vuestra imagen, lo que te parece duro te sería blando.

Mas para que tu deseo calmes,

aquí está Estacio; y yo lo llamo y le ruego que sea el sanador de tus llagas.

Si la mirada eterna le desligo,

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respondió Estacio, estando tú presente, pido disculpas al no poder negarme.

Luego empezó: Si mis palabras, hijo, tu mente guarda y recibe,

luz te daré al cómo que tú dices.

Sangre perfecta, que nunca beben las sedientas venas, y que sobra,

como alimento que se saca de la mesa,

adquiere en el corazón de todos los miembros una virtud formante, como la sangre

que a trocarse en ellos va por las venas.

Ya digerido, baja a donde es más bello callar que decir; y de allí luego se instila sobre la sangre de otro en natural vasija.

Allí se acogen una y a la otra solidariamente,

una dispuesto a recibir, y la otra a hacer por el perfecto lugar de donde viene;

y, llegado a ella, comienza a obrar coagulando primero, y luego aviva

lo que en su materia hizo condensar.

Hecha alma la virtud activa cual de una planta, pero en esto diferente,

que esta está en camino, aquella en la ribera,

tanto obra después, que ya se mueve y siente, como esponja marina; y de allí emprende

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a organizar las potencias de las que es simiente.

Ahora se despliega, hijito, ahora se extiende. la virtud que es del corazón del generante, de donde la natura a todo miembro tiende.

Mas cómo del animal se haga razonante

aún no percibes: éste es un tal punto que a uno más sabio que tú lo hizo errante.

de modo por su doctrina dejó disjunto

del alma el posible intelecto, porque no vio de él órgano adjunto.

Ábrete a la verdad que viene al pecho:

y sabe que, tan pronto al feto el ensamble del cerebro es perfecto,

el primer motor a él se vuelve contento

de tanta arte de natura, e inspira nuevo espíritu, de virtud repleto,

que lo que allí encuentra activo, absorbe en su sustancia, y hácese un alma sola, que vive y siente y así en sí se remira.

Y para que menos te admire la palabra,

observa el calor del Sol que se hace vino, junto al humor que de la vid se cuela.

Cuando Láquesis ya no tiene más lino,

suéltase de la carne, y en virtud lleva consigo y lo humano y lo divino:

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las demás potencias todas quedan mudas;

memoria, inteligencia y voluntad en acto mucho más que antes agudas.

Sin detenerse, por sí misma cae

maravillosamente a una de las riberas: allí conoce primero sus estradas.

Una vez que el lugar de allí la circunscribe,

la virtud formativa irradia en torno, así y tanto cuánto en los miembros vive.

Y como el aire, cuando está empapado,

por el rayo de otro que en sí refleja, de diversos colores queda ornado;

así el aire vecino aquí se mete

en aquella forma que en él sella virtualmente el alma que allí se encierra,

y en forma semejante a la flamita

que sigue al fuego doquiera se trasmuta, el espíritu sigue a su forma nueva.

Sin embargo cuando ha obtenido su apariencia,

se la llama sombra; y de allí organiza luego cada sentido inclusive el de la vista.

Así hablamos y así reímos nosotros;

también soltamos lágrimas y suspiros que por el monte sentido haber pudiste.

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Conforme nos afligen los deseos y los demás afectos se configura la sombra,

y esta es la razón de lo que te admiras.

Y ya habíamos a la última tortura llegado, vueltos a mano diestra,

y estábamos atentos a nuevas tareas.

Aquí hacia fuera dispara llamas la cuesta y la cornisa hacia arriba exhala viento

que las rechaza y de ellas la vía secuestra;

por donde ir nos obligaba del lado externo uno a uno; y yo temía el fuego de aquí, y de allá despeñarme.

Mi conductor decía: Por este lugar

se requiere dar a los ojos estricto freno, porque errar podríase por poco.

“Summa Deus clementia” en el seno del gran ardor entonces oí cantando,

que de volverme me hizo desear no menos;

y vi espíritus entre la llama andando; por lo que yo los miraba y a mis pasos, compartiendo la vista de vez en cuando.

Llegados al fin del cantado himno,

gritaban alto: “Virum non cognosco”; de allí reemprendían el himno en voz baja.

Terminado, aún gritaban: Al bosque

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vino Diana y de allí expulsó a Hélice, que de Venus había probado el tóxico.

De allí a cantar volvían: y de allí mujeres

gritaban y maridos que fueron castos, como virtud y matrimonio imponen.

Y este modo creo que les baste

por todo el tiempo que el fuego los abrase; que tal cura es necesaria y con tal pasto

para que la llaga del sexo se digiera.

Canto XXVI El poeta Guido Guinizelli

Mientras que así por la orla, uno tras otro, marchábamos, y, asiduo, el buen maestro decía: Cuidado, atiende que yo te adiestro;

heríame el hombro diestro el Sol,

que ya, irradiando, a todo occidente mudaba a blanco aspecto de celeste;

y yo con la sombra más rojiza hacía

verse la llama; por donde a tanto indicio vi muchas sombras, andando, fijarse.

Tal fue la razón que dio inicio

a que de mi hablaran; y comenzaron a decirse: Este no parece cuerpo ficticio;

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luego, vueltos a mi cuanto podían ponerse,

lo confirmaron, siempre cuidando de no salirse a donde no fueran ardidos.

¡Oh tú que vas, no por más tardo,

mas quizás reverente, detrás de los otros, respóndeme a mí que en sed y fuego ardo!

No sólo a mi tu respuesta es necesaria; que todos éstos tienen de ella más sed que de agua fría el Indio o el Etíope.

Dime ¿cómo es que tu cuerpo es pared

del Sol como si todavía no hubieses de la muerte entrado en la red?

Así me hablaba uno de ellos; y yo me hubiese

ya manifestado, si no hubiera sido atraído por otra novedad que surgió entonces:

porque en medio del camino encendido

venía gente de frente al encuentro de esta, la cual me dejó a mirarlas suspendido.

Allí veo de todas partes apresurarse cada sombra y besarse una con otra

sin quedarse, contentas con breve fiesta:

así por entre su hilera oscura se hociquean una con otra las hormigas, quizá para saber del camino o la fortuna.

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Una vez terminado la cortesía amiga, antes que el primer paso transcurra,

a gritar fuerte cada una se fatiga,

la nueva gente: ¡Sodoma y Gomorra! y la otra: ¡En la vaca entró Pasífae, para que el torito a su lujuria corra!

Luego como grullas que a la montaña Rife

gustan de irse, y huir hacia la arena, unas del hielo, otras del Sol hartas,

unas sombras van y otras vienen;

y vuelven, llorando, al primer canto y a gritar lo que más requieren.

Y acércanse a mí, como antes,

los mismos que me habían rogado, llenos de atención el semblante.

Yo, que dos veces había visto su deseo,

comencé: ¡Oh almas seguras de lograr, cuando sea, de paz estado,

no han quedado ni verdes ni maduros

allá mis miembros, mas están aquí conmigo con su sangre y coyunturas.

Por donde subiendo voy para no más ser ciego:

dama hay arriba que me logra gracia, por lo que el mortal por vuestro mundo llevo.

Pero si vuestra mayor ansia saciada

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pronto se hallare, de modo que el cielo os albergue, que lleno está de amor y más amplio se espacia,

decidme, a fin de que luego en papel lo grabe,

quién sois vosotros, y qué es aquella turba que de vuestras espaldas se aleja.

No de otra forma estúpido se turba

el montañés, y remirando enmudece, cuando rústico y salvaje a la ciudad llega,

así cada sombra trastornó su aspecto;

pero cuando estuvieron del estupor repuestas, que en los altos corazones pronto se calma,

¡Beato tú, que en nuestras marcas,

recomenzó el que me inquirió primero, para morir mejor, experiencia embarcas!

La gente que con nosotros no viene, ofendió

con lo que una vez César, triunfando, “Reina” en su contra gritar escuchó:

por eso van “Sodoma” gritando, reprochándose como has oído,

y así añaden al quemarse vergüenza.

Nuestro pecado fue hermafrodito; mas porque no observamos la humana ley,

siguiendo como bestias el apetito,

en oprobio nuestro gritamos el nombre de aquella, cuando partimos,

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que se bestializó encerrada en bestia.

Conoces ahora nuestros actos y de qué fuimos reos: si quizá por nombre quieres saber quiénes somos

no hay tiempo de decirlo, y no sabría hacerlo.

Con todo de mi dejaré tu deseo satisfecho: soy Guido Guinizelli y ahora me purgo, por haberme dolido antes del extremo.

Cuando en la tristeza de Licurgo

corrieron los dos hijos a rever la madre, tal me hice yo, aunque a tanto no llego,

cuando oigo que a sí mismo se nombra el padre

que fue mío y de otros mayores que yo, que hicieron rimas de amor dulces y gentiles;

y sin más oír ni hablar pensativo anduve

largo rato contemplándolo, aunque, por el fuego, más no me acerqué.

Luego que de mirar satisfecho estuve, me ofrecí por completo a su servicio

con la firmeza que hace creer al otro.

Y él a mí: Tu dejas tal vestigio, por lo que oigo, en mí y tan claro,

que Lete no podrá quitarlo ni nublarlo.

Mas si tus palabras lo verdadero han jurado, dime ¿cuál es la razón de que demuestres

en palabras o miradas que por ti soy amado?

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Y yo a él: Vuestros dulces dichos,

los cuales, cuanto durare el moderno uso, harán que sean amados aún sus manuscritos.

¡Oh hermano, dijo, éste que te señalo

con el dedo, e indicó un espíritu adelante, fue mejor artesano del hablar materno.

Versos de amor y prosas en romance

los superó todos; y deja hablar a los tontos que el Lemosín creen sea más grande.

A la voz más que a la verdad prestan oído,

y así sostienen su opinión, antes que escuchar el arte o la razón.

Así hicieron muchos antiguos de Guittone,

de grito en grito por él dando precio, hasta que lo venció la verdad de más personas.

Ahora bien, si tú tienes tan amplio privilegio

que lícito te sea llegar al claustro en el que es Cristo abad en el colegio,

haz por mí un decir de un padrenuestro,

que tanto lo necesitamos los de este mundo, donde el poder pecar ya no es más nuestro.

Luego, tal vez por hacer lugar a uno siguiente

que cerca de él estaba, desapareció por el fuego, como por el agua el pez marchando al fondo.

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Yo me acerqué al que me había mostrado un poco, y díjele que a su persona mi deseo

le preparaba un gentil espacio.

El comenzó de su libre corazón a decir: “Tam m’abellis vostre cortes deman,

que’ieu no me puesc ni voill a vos cobrire.

Ieu sui Arnaut, que plore e vau cantan; consiros vei la passada folor,

e vei jausen la joi que’esper, denan.

Ara vos prec, per aquella valor que vos guida al som de l’escalina,

¡sovenha vos a temps da ma dolor!" (*)

Después se escondió en el fuego que lo afina.

(*) Tanto me deleita vuestra cortés demanda, que no puedo ni quiero de vos celarme.

Yo soy Arnaldo, que llora y va cantando; dolorido mi pasada locura veo,

veo, gozoso, el gozo que espero, adelante. Ahora os ruego, por aquel Valor,

que os guía a la sumidad de la escala, os recuerde, a tiempo, mi dolor.

Canto XXVII

Despedida de Virgilio

Así como cuando sus primeros rayos vibran allá donde su hacedor vertió la sangre,

y el Ebro yace bajo el alta Libra,

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y las ondas del Ganges a las nonas se caldean,

así estaba el Sol: por donde el día se iba, cuando el ángel de Dios alegre apareció.

Fuera de la llama estaba arriba en la orilla

y cantaba: “¡Beati mundo corde!”. con voz mucho más que la nuestra viva.

Después: Más no se va, si primero no muerden,

almas santas, el fuego: entrad en él, y al cantar de allá no seáis sordos,

nos dijo cuando de él estuvimos cerca;

por lo que tal me puse yo, al oírlo, como aquel que en la fosa dejan.

Me protegí alzando juntas las manos,

mirando el fuego e imaginando mucho los humanos cuerpos que había visto ardiendo.

A mí volvieron los buenos escoltas;

y Virgilio me dijo: Hijito mío, aquí puede haber tormento, mas no muerte.

¡Recuerda, recuerda! Que si yo

sobre Gerión te guié a salvo ¿qué no haré ahora más cerca de Dios?

Cree con certeza que si en el vientre

de esta llama estuvieras mil buenos años, no quedarías ni de un solo cabello calvo.

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Y si quizá crees que yo te engaño, acércate a ella, y haz la prueba

con las manos en la orla de tus paños.

¡Depón, depón toda sospecha; vuélvete y ven: entra seguro!

Y yo quieto y contra conciencia.

Cuando me vio seguir quieto y duro, turbado un poco, dijo: Pues mira, hijo: que entre tú y Beatriz está este muro.

Cuando al nombre de Tisbe alzó la ceja

Píramo en tren de muerte, y miróla, y entonces la mora se volvió bermeja;

así, ablandada y dócil mi dureza,

me volví al sabio guía, al oír el nombre que en la mente siempre me resuena.

Por donde frunció el ceño y dijo: ¡Cómo?

¿Quieres quedarte aquende?; y sonrió como se hace al niño vencido por la poma.

Luego al fuego se metió primero,

pidiendo a Estacio que detrás siguiera, que antes por largo camino se había interpuesto.

En cuanto fui adentro, en hirviente vidrio

arrojado me habría por refrescarme, tanto era allí sin mesura el incendio.

Mi dulce padre, por confortarme,

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sólo de Beatriz hablando andaba, diciendo: Su ojos ya verlos creo.

Nos guiaba una voz que cantaba

del lado opuesto; y nos, atentos sólo a ella, salimos fuera a donde se trepaba.

“Venite, benedicti Patris mei”,

resonó dentro de una luz que allí había, tal que me venció y mirarla no podía.

El Sol se va, agregó, y viene la tarde; no os detengáis, mas estudiad el paso,

mientras occidente no ennegrece.

Recta subía la vía por entre la roca, hacia la parte donde yo cortaba los rayos, delante de mí, del Sol que ya estaba bajo.

Y a los pocas gradas comprobado

que se ponía el Sol, por la esfumada sombra, lo sentimos detrás, yo y mis sabios.

Y antes que en todas sus partes inmensas

fuera el horizonte cambiado en un solo aspecto, y la noche hubiera todo su ámbito cubierto,

cada uno de una grada hicimos lecho;

porque la naturaleza del monto nos quitó la voluntad de subir más, y el deseo.

Así como quedan rumiando mansas

las cabras, rápidas y atrevidas

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sobre las cimas antes de apacentadas,

silenciosas a la sombra, mientras el Sol hierve, guardadas por el pastor, que sobre el cayado

se apoya y del apoyo se sirve;

y como el pastor que afuera se queda, junto a su grey y quieto pernocta,

cuidando que la fiera no la disperse;

así estábamos todos los tres en un hato yo como cabra y ellos pastores,

estrechados por ambos lados de la gruta.

Poco se veía de allí el cielo afuera; mas por aquel poco, veía yo las estrellas,

más que lo suelen claras y mayores.

Así rumiando y así mirando a ellas, me tomó el sueño; sueño que a menudo,

antes que ocurran, sabe las nuevas.

A la hora, creo, que del oriente lanzaba al monte su primer rayo Citerea,

que de fuego de amor parece siempre ardiente,

joven y bella en sueños parecíame ver una dama andando por una landa

cogiendo flores, y cantando decía:

Sepa quienquiera que mi nombre demanda que soy Lía, y voy moviendo en torno

las bellas manos para hacerme una guirnalda.

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Por placerme ante el espejo, me adorno;

pero mi hermana Raquel nunca se aparta de su espejo, todo el día sentada.

Ella de ver sus bellos ojos está enamorada

como yo de adornarme con las manos; a ella el mirar, y a mi el obrar nos aplaca.

Y ya por los esplendores del alba,

que para el peregrino surgen más gratos, cuando, de regreso, se hospedan aún lejanos,

huían las tinieblas de todos lados,

y mi sueño con ellas; entonces levantéme viendo a los grandes maestros ya levantados.

Aquellas dulces pomas que por tantas ramas

buscando va el mortal cuidado, hoy pondrá en paz a tus hambres.

Virgilio dirigiéndose a mí estas tales palabras usó: y nunca recibí regalos que fueran de placer a éstos iguales.

Tanto querer sobre querer me vino de estar arriba, que tras cada paso

de volar sentía crecerme alas.

Cuando toda la escalera debajo fue subida y fuimos en el escalón superno,

en mí fijó Virgilio los ojos

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y dijo: el fuego temporal y el eterno has visto, hijo; y has llegado a la parte donde yo por mí más allá no discierno.

Aquí te traje con ingenio y con arte;

tu deseo ahora en más será tu conductor; fuera estás de las rudas vías, fuera de las estrechas.

Mira el Sol que en la frente te reluce;

mira las hierbas, las flores y las frondas que aquí la tierra por sí sola produce.

Mientras que lleguen alegres los ojos bellos

que, lagrimeando, venir a ti me hicieron, sentarte puedes y puedes pasear por estos.

No aguardes mis palabras ni tampoco mis gestos;

libre, recto y sano es tu arbitrio, y sería errado no obrar a su mando:

por lo que yo a ti sobre ti te corono y mitro.

Canto XXVIII

Encuentro con Matilde que le explica el origen de los

ríos del Paraíso.

Ansioso ya de vagar dentro y entorno de la divina floresta espesa y viva,

que a la vista templaba el nuevo día,

sin esperar más, dejé la orilla, entrando en la campiña lento lento

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por el suelo que por todas partes bien olía.

Un aura dulce, sin mudanzas en ella, me hería la frente

de no mayor roce que de suave viento;

por la cual las frondas, tremolando, prontas se inclinaban todas hacia donde

la primera sombra el santo monte arroja;

con todo de su estar erectas no alejadas tanto, que los pajarillos por las copas

dejaran de ejercer todo su arte;

mas con alegría plena la primera hora, cantando, entre las hojas acogían, que de bordón hacían a sus rimas,

tal cual como de rama en rama se los oye

por el pinar de Chiassi en la marina cuando Eolo el siroco afuera arroja.

Ya me habían llevado mis lentos pasos dentro de la selva antigua tanto, que

rever no podía por donde había entrado;

y entonces a más andar me impidió un río, que hacia la izquierda con sus ondas pequeñitas

plegaba la hierba que en su ribera crecía.

Todas las aguas del mundo más puras se diría que alguna mancha tienen

al lado de aquella, que no esconde a ninguna,

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aunque morenas morenas corrían

bajo la sombra perpetua, que nunca pasar los rayos deja ni del Sol allí, ni de la Luna.

Quietos los pies, con los ojos pasé allende el riachuelo, para mirar

la gran variedad de frescos mayos;

y allí me apareció, así como se aparece súbitamente una cosa que desvía por maravilla todo otro pensar,

una dama solita que se iba

contando y cogiendo flor de las flores de la que estaba pintada su vía.

¡Oh bella dama, que a los rayos del amor te entibias, si puedo creer al semblante

que suele ser testimonio del alma,

que nazca en ti el deseo de venir delante, le dije, hacia esta ribera,

tanto que pueda oír lo que tu cantas.

Tú me recuerdas de dónde y cuál era Proserpina cuando a ella perdiera

su madre, y ella la primavera.

Como se vuelve, estrechados los pies y pisando el suelo, dama que baila, y pie delante de pie apenas pone,

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volvióse sobre las bermejas y doradas florecillas hacia mí, a la manera

de una virgen que los honestos ojos baja,

y dejó a mis ruegos contentos, acercándose ella tanto que el dulce son llegaba a mi con sus entendimientos.

Cuando llegó hasta donde las hierbas

bañadas son por las ondas del bello arroyo, de alzar sus ojos me hizo regalo.

No creo que esplendiese tanta luz bajo las cejas en Venus, saetada

por su hijo contra toda su costumbre.

Reía ella en la otra derecha orilla, trenzando flores con las manos

que la alta tierra sin semilla echa.

De tres pasos el arroyo nos tenía lejanos; pero el Helesponto, por donde pasó Jerjes, que aún es freno a todo orgullo humano,

más odio de Leandro no sufrió

por el oleaje entre Sestos y Abidos, que de mi aquel por no abrirme paso.

Sois nuevos, y quizá porque yo río, comenzó ella, en éste lugar elegido por la natura humana para su nido,

maravillados os retiene una sospecha;

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más luz aporta el salmo Delectasti, que puede desanublar vuestro intelecto.

Y tú que estás delante y me rogaste,

di si otra cosa oír quieres; que pronta vine a tus cuestiones todas, hasta que baste.

El agua, dije yo, y el son de la floresta

impugnan en mi la creencia nueva por algo que oí contrario a ésta.

Por lo que ella: Te diré como procede

por su razón aquello que admirarte hace, y purgaré la niebla que te hiere.

El sumo Bien, que solo así se place, hizo al hombre bueno y para el bien,

y este lugar le dio en arras de paz eterna.

Por su falta que demoróse poco; por su falta en llanto y en afanes

cambió honesta risa y dulces juegos.

Para que la conmoción que abajo hacen de sí la exhalación del agua y de la tierra, que cuanto pueden tras el calor marchan,

no hiciera al hombre guerra alguna,

este monte se alzó al cielo tanto que libre de ellas quedó desde la puerta.

Ahora bien, como en el entero círculo el aire se mueve con la primera vuelta,

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si en algún punto no es roto el cerco,

en esta altura que está por entero suelta en el aire vivo, tal movimiento repercute,

y hace que la selva suene, porque es espesa;

y la azotada planta tanto puede, que de su virtud el aire impregna,

y este luego, girando, difunde entorno;

y la otra tierra, conforme es digna por sí y por su cielo, concibe y alumbra

de diversas virtudes diversos leños.

Por tanto allá no será maravilla, oído esto, cuando alguna planta os germine sin aparente semilla.

Y saber debes que la campiña santa

en la que estás, de toda semilla está colmada, y fruto encierra que allá abajo no se coge.

El agua que ves no surge de vena

nutrida de vapor que el frío convierta, como río que adquiere y pierde aliento;

mas sale de fontana sólida y cierta,

que por voluntad de Dios tanto recobra, cuanto vierte en dos partes abierta.

En esta parte con virtud desciende que quita la memoria del pecado;

en otra de toda buena obra recuerda.

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Este Lete; y del otro lado

Eunoe se llama; y no opera si aquí primero que allá no se bebe;

a todos los demás sabores estos superan.

Y aunque mucho pueda ser sacia tu sed porque más no te descubro,

te daré un corolario aún de gracia:

no creo que mis dichos te sean menos caros, si más allá de prometido se espacian.

Aquellos que antiguamente poetizaron

la edad de oro y su feliz estado quizá este monte en el Parnaso soñaron.

Aquí fue inocente la raíz humana; aquí es siempre primavera y fruto;

éste es el néctar del que todos hablan.

Entonces atrás me di vuelta por completo a mis poetas, y vi que con sonrisa

había escuchado el último período;

luego a la bella dama retorné la vista.

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Canto XXIX El carro triunfal simbólico de la gloria del Edén

Cantando como mujer enamorada,

continuó al fin de sus palabras: “¡Beati quorum tecta sunt peccata!”.

Y como ninfas que andan solas

por las selváticas sombras, deseando cual de verlo, cual de huir del Sol,

se movió entonces contra el río, andando

sobre la orilla; y yo al par de ella, pasito a pasito acompañando.

No sumaban cien pasos los suyos y los míos

cuando las orillas parejas doblaron, de modo que a levante me encontré encarando.

Nuestra andada vía aún no era mucha, cuando la dama toda hacia mi volviendo me dijo: Hermano mío, mira y escucha.

Y entonces un súbito destello traspuso

las partes todas de la gran floresta, que de un relámpago me puso en duda.

Mas como el relámpago venido se aquieta,

y éste, durando, más y más esplendia, en la mente me decía: ¿Qué cosa es ésta?.

Y una dulce melodía corría

por el aire luminoso; cuando un buen celo

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me vino en reprender la osadía de Eva,

pues allí donde obedecían la tierra y el cielo, una mujer, sola y con todo recién formada,

no sufriera el estar bajo algún velo;

bajo el cual, si devota hubiese durado, habría aquellas inefables delicias gozado primero y por largo rato.

Mientras caminaba entre tantas primicias

del eterno placer todo suspenso, y deseoso aún de más delicias,

ante nosotros, como un fuego encendido,

se hizo el aire entre las verdes ramas; y se vio que el dulce son era un canto.

¡Oh sacrosantas Vírgenes, si hambre, frío o vigilias por vos jamás sufriera,

razón me apoya de que merced os clame.

Ahora es preciso que Helicón por mí vierta, y Urania me aporte con su coro

grandes temas a concebir y poner en verso.

Un poco más allá, siete árboles de oro, falseaban el parecer por el amplio espacio que mediaba todavía entre ellos y nosotros;

mas cuando tan cerca de ellos estuve,

que el común objeto, que al sentido engaña, no perdiera por la distancia su efecto,

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la virtud, que a la razón argumento provee,

que eran siete candelabros comprendió y que las voces del canto eran “Hosanna”.

Flameaba arriba el bello objeto

mucho más claro que la Luna en el sereno de media noche en la mitad de su mes.

Yo me volví de admiración lleno

a Virgilio, y el me respondió con gesto cargado de estupor no menos.

De allí volví mi atención a esas grandes cosas que se movían hacia nosotros tan lentamente, que hubieran sido vencidas por nueva esposa.

La dama me gritó: ¿Por qué sólo te inflamas

tanto tras el efecto de las vivas luces, que lo que detrás viene no reparas?

Gentes vi entonces, como por ellas guiadas,

venir detrás, vestidas de blanco; y de un tal candor que acá nunca se viera.

El agua resplandecía del izquierdo lado,

y reflejaba mi izquierdo costado, de modo que me veía en él como en un espejo.

Cuando por mi orilla llegué a tal puesto

de donde sólo el río ponía distancia, por mejor ver, a los pasos di descanso,

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y vi a las flamas venir delante, dejando detrás de sí el aire pintado, a desplegadas flámulas semejantes;

de modo que el aire arriba quedaba tinto

en siete listas, todas de aquel color que forma el arco del Sol y de Delia el cinto.

Estos estandartes atrás se extendían más allá

de lo que mi vista podía; y, en mi opinión, más de diez pasos se espaciaban los extremos.

Bajo tan bello cielo como yo describo, veinticuatro ancianos, de a dos en dos,

coronados venían de lirios.

Todos cantaban: “¡Benedicta tú entre las hijas de Adán, y benditas

sean en eterno tus bellezas!”

Luego que las flores y las otras frescas hierbas frente a mí en la otra orilla

libres quedaron de aquella gente electa,

así como luz a luz en el cielo sigue, vinieron detrás cuatro animales,

cada uno coronado de verde fronda;

cada uno tenía emplumadas seis alas; las plumas llenas de ojos; y los ojos de Argos

si estuviera vivo, serían tales.

En describir su forma más no alargo

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rimas, lector; que otra prisa me urge, tanto que de ésta no puedo ser largo;

mas lee a Ezequiel, que los describe cuando los vio venir de la fría parte con viento, con nube y con fuego;

y cual los hallares en sus páginas

tal eran aquí, salvo que por las plumas Juan y yo de él nos apartamos.

El espacio entre los cuatro contenía un carro, con dos ruedas, triunfal,

que arrastrado del cuello de un grifo venía.

Éste extendía hacia arriba una y otra ala entre la central y las tres y tres listas

de modo que a ninguna, interfiriendo, dañaba.

Se elevaban tanto que no se veían; miembros de oro tenía en cuanto era ave,

y los otros blancos, de rojo mezclados.

Ni a Roma con un carro tan bello alegrara el Africano, ni tampoco Augusto,

hasta el del Sol sería pobre en su presencia;

pues el del Sol, desviado, fue combusto por ruegos de la Tierra piadosa,

cuando Jove fue arcanamente justo.

Tres mujeres en derredor de la diestra rueda iban danzando; una tan roja

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que apenas dentro del fuego sería notada;

la otra como si la carne y los huesos hubieran sido de esmeralda hechos;

la tercera blanca como nieve recién nevada;

y ora parecían llevadas por la blanca, ora de la roja; y del canto de ésta

las otras tomaban la marcha lenta o rápida.

Sobre la izquierda, cuatro hacían fiestas, de púrpura vestidas, ajustadas al modo

de una de ellas, que tenía tres ojos en la testa.

Detrás de todo el sobredicho corro vi a dos viejos en hábito dispar,

mas pares en el porte honesto y sólido.

Uno mostraba una cierta familiaridad con aquel sumo Hipócrates, que la natura

hizo para los seres vivos que le son muy caros;

mostraba el otro contrario sino con una espada luciente y aguda,

tal que de este lado del río me dio pavura.

Después vi a cuatro en humilde porte; y detrás de todos vi un viejo solo

venir, durmiendo, con la faz astuta.

Y estos siete como el primer grupo estaban vestidos, pero de lirios

entorno a la cabeza no tenían huerto;

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sino de rosas y de otras flores bermejas; jurado habría viéndolos desde algo lejos que todos ardieran por sobre las cejas.

Y cuando el carro estuvo a mí frente,

un trueno se oyó, y aquellas gentes dignas parecieron tener la marcha interdicta,

deteniéndose allí con las primeras enseñas.

Canto XXX

Reaparece Beatriz

Beatrice ve a Dante desde el carro. Cuando el septentrión del primer cielo,

que de ocaso jamás supo ni de orto, ni de otra niebla que de la culpa el velo,

y que otorga allí a cada cual conciencia de su deber, así como el más bajo otorga

cómo se gira el timón para llegar a puerto,

quieto se detuvo: la veraces gentes que primero venían entre el grifo y él, se volvieron al carro como a su paz;

y uno de ellos, como enviado del cielo, “Veni, sponsa, de Libano” cantando

gritó tres veces, y los demás todos con él.

Como los bienaventurados al último bando surgirán prontos todos de sus cavernas,

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con su recuperada voz aleluyando,

tales hacia la divina carroza se alzaron cientos, ad vocem tanti senis, ministros y mensajeros de vida eterna.

Todos decían: “¡Benedictus qui venis! esparciendo flores alrededor y arriba,

“¡Manibus, oh, date lilia plenis!”.

Ya he visto yo al comenzar el día la parte oriental toda rosada,

y al otro cielo de bello sereno ornado;

y la faz del Sol nacer tan umbría que atemperada por los vapores

toleraba el ojo su luz por largo espacio:

así en una nube de flores que de las manos angélicas salía y dentro y fuera del carro caía,

bajo cándido velo coronada de olivo,

se me apareció una dama, en verde manto vestida de color de llama viva.

Y mi espíritu, que había pasado ya tanto tiempo que en su presencia

no estuviera de estupor, temblando, librado,

sin que mis ojos tuvieran otra advertencia, por una oculta virtud que de ella vino,

del antiguo amor sentí la gran potencia.

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Así como me hirió los ojos

la alta virtud, que ya me había traspasado antes de que salido de la puericia fuese,

volvíme a la izquierda con el respeto

del niñito que corre a la mama, cuando tiene miedo o está triste,

para decir a Virgilio: Menos de un dracma de sangre me ha quedado que no tiemble; conozco los signos de la antigua llama.

Pero Virgilio nos había dejado privados

de él, Virgilio dulcísimo padre, Virgilio al cual para mi salud me dieron;

ni cuanto perdió la antigua madre, valió a las limpias mejillas del rocío

que, lagrimeando, no tornaran negras.

Dante, porque Virgilio se vaya no llores siquiera, no llores todavía; que has de llorar por otra espada.

Como almirante que en popa y en proa

viene a ver la gente en servicio de otros barcos, y a bien hacer los alienta;

sobre la banda del carro izquierda, cuando volvíme al oír mi nombre,

que aquí por necesidad se consigna,

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vi a la dama que antes me apareciera velada bajo la angélica fiesta,

alzar los ojos a mí de acá del río.

Aunque el velo que de su cabeza caía, como cerco de la fronda de Minerva,

no la dejaba ver manifiesta,

con majestad real y de aspecto altiva continuó, como el que hablando

la palabra más ardiente dentro reserva:

¡Míranos bien! Soy yo, en verdad soy yo, Beatriz, ¿cómo te atreviste a acceder el monte?

¿no sabes tú que aquí el hombre es feliz?

Mis ojos descendieron a la clara fuente; y viéndome en ella, los bajé aún más a la hierba,

tanta vergüenza me oprimió la frente.

Como la madre al hijo parece soberbia, así pareció ella a mí; porque amargo

es el sabor de la piedad acerba.

Ella calló; y los ángeles cantaron de golpe: “In te Domine, speravi”;

pero más allá de “pedes meos” no pasaron.

Así como la nieve entre los vivos leños sobre el dorso de Italia se congela,

venteada y curtida por los eslavos vientos,

y luego, licuada, en sí misma se desliza,

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cuando la tierra que pierde sombra exhala, como el fuego que funde la candela;

así quedé yo sin lágrimas ni suspiros

antes del cantar de los que aúnan sus notas siempre con las de los eternos giros;

mas luego que entendí que en sus dulces sones

más me compadecían que si dicho hubieran: Mujer, ¿por qué lo reprendes?,

el hielo que en torno a mi corazón se restringía, se disolvió en suspiros y agua, y con angustia

por la boca y los ojos salió del pecho.

Ella, que firme sobre el varal de carro estaba, a las substancias pías

dirigió así sus palabras luego:

Vosotros veláis en el eterno día, de modo que ni noche o sueño os roba

nada de lo que haga el siglo por sus vías;

por donde mi respuesta pone más cuidado de que me entienda aquel que allá llora,

para que culpa y dolor sean de igual mesura.

No sólo por obra de las ruedas magnas, que dirigen cada simiente a algún fin

conforme a cómo las estrellas acompañan,

sino por generosidad de la gracia divina, que tan grandes nubes tiende a su lluvia

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que nuestra vista allá no llegan vecinas,

éste fue tal en su vida nueva virtualmente, que todo hábito recto

habría hecho en él admirable prueba.

Mas tanto más maligno y más silvestre se torna el terreno con mala semilla y sin cultivo,

cuanto más buen vigor tiene la tierra.

Por un tiempo lo sostuve con mi rostro: mostrándole los jóvenes ojillos

conmigo lo llevaba hacia el lado recto.

Mismo cuando en el umbral estuve de mi segunda edad y cambié de vida,

éste se apartó de mí, y dióse a otra.

Cuando de carne a espíritu hube salido, y en belleza y virtud crecida era,

fui para él menos cara y menos grata;

y volvió sus pasos a una vía no verdadera, imágenes de bien siguiendo falsas,

que ninguna promesa rinden entera.

Ni impetrarle inspiración me valió por las que en sueños y de otros modos

lo llamaba; ¡tan poco caso ha hecho de ella!

Tan bajo cayó, que todo argumento por su salud le eran ya cortos,

fuera de mostrarle la perdida gente.

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Por eso visité la puerta de los muertos, y a aquel que aquí arriba lo ha traído,

mis ruegos, llorando, expuestos fueron.

Alto hado de Dios sería roto, si el Lete atravesara, y tal vianda

fuera por él gustada sin ningún escote

de arrepentimiento que lágrimas expanda.

Canto XXXI

Arrepentimiento de Dante, y su trasmutación en una nueva criatura

¡Oh tú que allende estás del río sacro! dirigiendo a mí su habla con la punta

pues el solo filo ya me había sido acerbo,

recomenzó, sin indulgencia siguiendo: Dí, dí si es verdad; tan grave denuncia

requiere que tu confesión le sea adjunta.

Mi virtud estaba tan confusa que mi voz se movió, pero murió antes

que por los órganos vocales fuera difusa.

Poco soportó ella; luego dijo: ¿Qué piensas? Respóndeme; que las memorias tristes

en ti no han sido aún por el agua ofensas.

Confusión y pavura juntas mixtas

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me empujaron un tal “sí” de la boca, que a entender hiciera falta la vista.

Como rompe la ballesta, cuando se dispara

demasiado tensa, en cuerda y arco, y la flecha con menos fuerza el blanco alcanza,

así estallé yo sometido a grave carga, afuera manando lágrimas y suspiros,

y la voz demorada muerta en los labios.

Por lo que ella: Tras mis deseos, que te conducían a amar el bien

más allá del cual no hay nada a qué aspirar,

¿qué fosos cruzados o qué cadenas encontraste, que de pasar delante

debieras así desgajar la esperanza?

¿Y qué facilidades o qué ventajas el atractivo de otros bienes te mostraron,

para que debieras rondarlos tanto?

Después de un suspiro amargo, recobré a penas la voz que responde, y los labios con fatiga la formaron.

Llorando dije: Las presentes cosas

con su falso placer desviaron mis pasos, no bien vuestro rostro se escondiera.

Y ella: Si callases o si negases

lo que confiesas, no menos se notaría

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tu culpa: ¡por tal juez se sabe!

Mas cuando estalla de la propia boca la acusación del pecado, en nuestra corte

contra el filo se vuelve la rueda.

Sin embargo, para que más vergüenza cargues de tu error, y para que alguna otra vez

oyendo las sirenas, seas más fuerte,

depón la simiente del llorar y escucha: así oirás cómo hacia contraria parte

movido debería haberte mi carne sepulta.

Nunca te ofreció la naturaleza o el arte placer, cuanto los bellos miembros donde yo

encerrada estuve, y que en tierra están dispersos;

y si el sumo placer te fue quitado por mi muerte ¿qué cosa mortal podía arrastrarte en su deseo?

Bien debiste, a la primera flecha

de las cosas falaces, alzarte al cielo detrás de mí, que no era de las tales.

No te debían pesar las plumas cayendo

para esperar nuevo golpe, o una muchachita u otra nueva vanidad de tan breve uso.

El nuevo pajarillo dos o tres veces se descuida; pero delante de los ojos de los ya emplumados

en vano se despliega la red o se saeta.

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Como los niñitos, avergonzados, mudos

con los ojos bajos de pie se quedan, escuchando reconociendo sus faltas y arrepentidos,

así estaba yo; y ella dijo: Si al oír

te ves contrito, alza la barba, y sentirás más dolor observando.

Con menos resistencia se desbarba

robusta encina, ya por el austral viento ya por el que viene de la tierra de Jarba,

que yo no alcé a su comando el mentón; y cuando por la barba nombró mi rostro, bien entendí del argumento el veneno.

Y cuando mi faz se hubo distendido, cesar aquellas primeras criaturas de rociar flores el ojo comprendió;

y mis dos luces, aún poco seguras,

vieron a Beatriz sentada sobre la fiera que es una sola persona en dos naturas.

De velo cubierta y allende la verde orilla

la vi más bella que lo era ella misma antes, mas bella que lo era que las otras cuando vivía.

De arrepentirme me picó allí la ortiga,

y de todas las otras cosas la que me apartó mas de su amor, más me fue enemiga.

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Tanto arrepentimiento el corazón me mordió, que caí vencido; y en lo que entonces me cambié

sábelo aquel que su causa fue.

Luego, cuando el corazón me devolvió la fuerza, la mujer que había yo encontrado sola

vi sobre mí inclinada diciendo: ¡Tómate de mi, tómate!

Metióme dentro del río hasta la garganta, y arrastrándome con ella iba

por el agua leve como una barca.

Cuando cerca estuve de la bendita orilla “¡Asperges me! tan dulcemente se oía

que no puedo recordarlo, ni que yo lo escriba.

La bella dama me abrió los brazos; abrazóme la cabeza y me sumergió

pues era necesario que sorbiera agua.

Me sacó de allí, y bañado me ofreció a la danza de las cuatro bellas;

y cada una con el brazo me cercó.

Aquí somos ninfas y en el cielo estrellas; antes que Beatriz descendiera al mundo,

fuimos destinadas a ella para ser sus siervas.

Te llevaremos ante sus ojos; y en el jocundo fulgor que hay en ellos aguzarán los tuyos las tres de allá, que miran más profundo.

Así cantando comenzaron; y luego

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al pecho del grifo me llevaron, donde Beatriz mirándonos estaba.

Dijeron: haz que tu vista no sea mezquina;

te hemos puesto ante las esmeraldas donde Amor te lanzó antes sus armas.

Mil deseos más que ardientes que la llama estrecharon mis ojos a los ojos lucientes,

que sobre el grifo aún estaban fijos.

Como en el espejo el Sol, no de otra forma la doble fiera en ellos se reflejaba ora con una ora con otra regencia.

Piensa, lector, cuánto me maravillaba, cuando veía a la cosa en sí estar quieta,

y que en su reflejo se trasmutaba.

Mientras llena de estupor y alegre mi alma gustaba de aquel alimento

que, saciando de sí, de sí sediento deja,

demostrando ser de más alta tribu en sus actos, las otras tres avanzaron,

danzando su angélica melodía.

¡Vuelve, Beatriz, vuelve tus ojos santos, era su canción, a tu amigo fiel

que, por verte, ha dado pasos tan grandes!

De gracia haznos la gracia que desvele a él tu boca, para que discierna

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la segunda belleza que tu ocultas.

¡Oh esplendor de viva luz eterna! ¿quién habiendo palidecido a la sombra

del Parnaso, o bebido de su cisterna,

no sentiría que su mente está ofuscada, intentando mostrarte tal cual tu apareciste

allá, donde armonizando el cielo te envuelve,

cuando al aire abierto te descubriste?

Canto XXXII Visión de la decadencia de las dos Romas.

Iban mis ojos tan fijos y atentos a saciarse de las decenas sedes,

que mis otros sentidos quedaron yertos;

un muro a cada lado tenían para no atender a nada - ¡así la santa sonrisa

a ella los atraía con la antigua red! -;

luego voces de diosas forzaron mi rostro a volverse a la izquierda

porque de ellas oí un ¡Demasiado fijo!;

y la disposición de ver que tienen los ojos cuando el Sol acaba de herirlos, de la vista un tiempo me dejó privado.

Mas luego que a poco la vista reformóse

( y digo “a poco” por respeto al gran

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fulgor del que por fuerza fui apartado),

vi que a la derecha había virado el glorioso ejército, enfrentando

al Sol con su rostro y a las siete llamas.

Como para salvarse bajo el escudo cobijase la falange, y con la enseña

vuelve, sin terminar la maniobra entera;

aquella milicia del celeste reino que precedía, pasó adelante

antes que el carro doblara su timón.

Luego retornaron a las ruedas las damas y el grifo movió el bendito carro

de forma que no agitó ninguna pluma.

La bella dama que me trajo al vado, y Estacio y yo acompañamos la rueda que completó su vuelta en menor arco.

Así paseando por el alta selva vacía

por culpa de quien creyó en la serpiente, marcaba el paso una angélica melodía.

Quizá en tres vuelos tanto espacio no alcanza

una lanzada saeta, cuanto nos habíamos alejado, cuando Beatriz descendió.

Y sentí que todos murmuraban “Adán”;

luego rodearon una planta despojada de hojas y de otras frondas en las ramas.

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Su copa, que tanto se dilataba

cuanto más alto iba, fuera de los Indios en sus bosques por su altura admirada.

Bendito seas, Grifo, que no arrancas nada con el pico de este tronco dulce al gusto, pero que luego mal retuerce el vientre.

De este modo en torno al árbol robusto

gritaron los otros; y dijo el animal binado: Así se guarda la simiente de todo justo.

Y vuelto hacia el timón del que venía tirando

al pie lo trajo de la viuda planta y lo de ella a ella dejó ligado.

Como nuestras plantas, cuando cae la gran luz mezclada con aquella

que irradia detrás de los celestes peces,

se abultan, y luego renuevan cada una su color, antes que el Sol lleve sus corceles bajo otra estrella;

menos que de rosa y más que de violeta

color tomando, se renovó la planta, que antes tenía tan solitarias ramas.

Yo no entendí, ni aquí abajo se canta

el himno que aquellas gentes entonces cantaron, ni el canto llegué a oír por completo.

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Si pudiera describir como soñaron los ojos despiadados oyendo de Siringa,

ojos a los que el tanto vigilar costó tan caro;

como el pintor que el modelo pinta, yo representaría cómo caí en sueño;

mas sea quien sea quien figurar pueda lo soñado.

Paso, pues, al momento cuando desperté, y digo que un esplendor desgarró el velo

del sueño, y una llamada: Álzate, ¿qué haces?.

Como a mirar las florecillas del manzano, cuyo fruto los ángeles codician

y bodas perpetuas se celebran en el cielo,

Pedro y Juan y Santiago conducidos y vencidos, volvieron en sí a la palabra

por la cual mayores sueños fueron quebrados,

y vieron disminuida su escuela tanto de Moisés como de Elías, y de su maestro mudada estola;

así amanecí yo, y vi a aquella piadosa

inclinada sobre mí, la que había guiado antes mis pasos junto al río.

Y lleno de dudas dije: ¿Dónde está Beatriz?

Y ella: Mírala bajo la fronda nueva sentada sobre la raíz.

Mira la compañía que la circunda:

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los otros detrás del Grifo van subiendo, con más dulce canción y más profunda.

Y si la respuesta fue más difusa,

no sé, porque ya ante mis ojos era la que de pensar en otra cosa me impedía.

Sola sentábase sobre la tierra verdadera, apostada allí como guardián del carruaje

que ligado vi a la doble fiera.

En cerco le hacían claustro las siete ninfas, con aquellas luces en la mano

que están a salvo del Aquilón y del Austro.

Habitarás aquí poco tiempo esta selva; y conmigo serás sin fin ciudadano

de aquella Roma donde Cristo es romano,

sin embargo, por el mundo que mal vive, fija la vista en el carro ahora, y lo que veas,

regresando allá, escribe,

Así Beatriz; y yo, que entero a sus pies a sus mandatos devoto era,

volví la mente y los ojos a donde ella quería.

No desciende nunca tan velozmente fuego de espesa nube, cuando llueve de aquel confín que más va remoto,

como vi yo caer el pájaro de Jove

sobre el árbol, rompiendo cortezas,

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no menos que flores y hojas nuevas;

e hirió al carro con toda fuerza; el cual se dobló como nave en borrasca,

por la ola vencido de proa a popa.

Después vi lanzarse en la cuna del triunfal coche una zorra

que de todo buen pasto parecía ayuna;

mas, reprendiendo su feas culpas, mi dama la puso en tan veloz fuga

cuanto sufrir pudieron sus huesos sin pulpa.

Luego, por allí por donde había venido, vi descender el águila en la caja

del carro y dejarla de plumas llena;

y como sale del corazón que se reprocha, así unal voz salió del cielo que dijo:

¡Oh navecilla mía, cuán mala carga!

Después me pareció que se abría la tierra entre las ruedas, y vi salir un dragón

que en el carro hincó la cola;

y como avispa que retira el aguijón, retrayendo así la púa maligna,

parte se llevó del fondo, y se fue muy lenta.

Lo que quedó, como de gramínea la vivaz tierra, de la pluma ofrecida quizá con intención sana y benigna,

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se recubrió, y quedaron recubiertas

una y otra rueda y el timón, en lo que dura un suspiro de boca abierta.

Transformado así el edificio santo sacó fuera cabezas de sus partes,

tres sobre el timón y una en cada canto.

Las primeras eran cornudas como bueyes, mas las cuatro un solo cuerno tenían por frente: jamás tales monstruos no vistos todavía fueron.

Segura, como roca en alto monte,

sentada encima una puta desenvuelta apareció, los ojos girando en torno;

y a fin de que no le fuese arrebatada,

vi junto a ella de pie un gigante, y ambos de tanto en tanto se besaban.

Mas porque el ojo ávido y errante lanzó ella a mí, aquel feroz chulo

la flageló de la cabeza hasta las plantas;

luego, de sospechas lleno y de ira crudo, desató al monstruo, y lo arrastró por la selva, tan lejos que la selva fue para mí un escudo

que me ocultó a la puta y a la nueva fiera.

Canto XXXIII

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Baño en el río Eunoe y logro de la liberación total.

“Deus, venerunt gentes”, alternando ora las tres ora las cuatro, dulce salmodia

las damas comenzaron, y lagrimando:

y Beatriz, suspirosa y pía, las escuchaba tal mudada

como en la cruz se cambió María.

Mas luego que las otras vírgenes dieron lugar a que ella hablara, alzada derecha en pie,

respondió, encendida como el fuego:

“Modicum, et non videbitis me; et iterum, hermanas mías dilectas,

modicum, et vos videbitis me”.

Luego reunió delante a las siete, y tras ella, con un ademán, me puso

a mí y a la dama y al sabio que se había quedado.

Así marchaba; y no creo que hubiese en tierra su décimo paso puesto,

cuando mis ojos con sus ojos hirió

y con tranquilo aspecto: Ven más de prisa, me dijo, para que, si hablo contigo, a escucharme estés bien dispuesto.

Tan pronto estuve, como quería, consigo, me dijo: Hermano, ¿por qué no te atreves a preguntarme ya que vienes conmigo?

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Como aquellos que por demás reverentes

ante superiores que están hablando, no sacan la voz viva de entre los dientes,

me ocurrió a mí, que sin sonido entero

comencé: Señora, mis indigencias las conocéis, y lo que a ellas es bueno.

Y ella a mí: De temor y de vergüenza

quiero que de ahora en más te desentiendas, para que no hables más como hombre que sueña.

Sabe que el vaso que la serpiente rompió

fue y no es; mas quien no tiene culpa, crea que la venganza de Dios no teme sopa.

No siempre quedará sin herencia

el águila que sus plumas dejó en el carro, para que fuera monstruo y después presa;

que veo ciertamente, y por eso lo narro,

que ya le otorgarán un tiempo estrellas cercanas, que a salvo están de todo obstáculo y barrera,

en el cual un quinientos diez y cinco, enviado de Dios, matará a la ratera9

con aquel gigante que delinque con ella.

Y quizá mi profecía oscura cual de Temis y de Esfinge, menos te persuada,

porque a su modo al intelecto ofusca;

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mas pronto los hechos serán las Náyades, que resolverán este fuerte enigma sin daño ni de ovejas ni de avenas.

Tú anota; y así como mis labios las vierten,

así enseña estas palabras a los vivos del vivir que es un correr a la muerte;

y ten en mente, cuando las escribas,

de no ocultar cómo has visto la planta que fue aquí robada dos veces.

Quienquiera roba o arranca la planta con blasfemia de hecho ofende a Dios,

que sólo para su uso la creó santa.

Por morderla, en dolor y en deseo cinco mil años y más el alma primera

ansió al que al mordisco castigó en sí mismo.

Duerme tu ingenio, si no estima que por singular razón ella es excelsa tanto y tan transmutada en la cima.

Y si no hubieran sido agua del Elsa

los vanos pensamientos entorno a tu mente, y su placer un Píramo para la mora,

por tantas circunstancias solamente la justicia de Dios, en el interdicto, al árbol conocerías moralmente.

Pero como te veo en el intelecto

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hecho de piedra y, empedrado, teñido, tanto que la luz te ciega mis dichos,

quiero que si no escritos, dibujados al menos,

te los lleves adentro de ti por lo mismo que el bordón se lleva de palmas ceñido.

Y yo: Así como la cera del sello, la figura impresa no trasmuta,

así está sellado ahora por ti mi cerebro.

Mas ¿por qué tanto de mi visión vuestra deseada palabra vuela

que más la pierde cuanto más se ayuda?

Porque conoces, dijo, aquella escuela que has seguido, y analizas su doctrina de cómo pueda seguir tras mis palabras;

y ves cómo vuestra vía de la divina

tanto es distante, cuanto se desacuerda la tierra del cielo que más alto festina.

Por donde le repuse: No me recuerdo que me desviase nunca antes de vos,

ni tengo conciencia que me remuerda de ello.

Y si de ello memoria no tienes, sonriendo respondió, ahora recuerda sin embargo cómo bebiste del Lete;

y si del humo el fuego se argumenta,

este olvido claramente concluye

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culpa en tu voluntad en otras cosas atenta.

En verdad de ahora en más serán desnudas mis palabras, cuanto sea preciso

descubrirlas a tu vista ruda.

Y más corusco y con más lentos pasos custodiaba el Sol el cerco meridiano,

que aquí y allá, como los aspectos, muda,

cuando se detuvieron, como se detiene quien va delante de gente en escolta si encuentra novedad o sus vestigios,

las siete damas al fin de una tenue sombra,

como la que bajo hojas verdes y negros ramos sobre sus fríos ríos los Alpes portan.

Delante de ellas al Éufrates o al Tigris me pareció verlos salir de una fontana,

y como amigos separarse pigres.

¡Oh luz, oh gloria de la gente humana! ¿qué agua es ésta que se despliega de un principio y se divide lejana?

A tal ruego me fue dicho: Ruega

a Matilde que te lo diga. Y así repuso, como hace quien de una culpa se disculpa,

la bella dama: Ésta y otras cosas

dichas le fueron por mí; y estoy segura que el agua del Lete no se las ha escondido.

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Y Beatriz: Tal vez mayores cuidados,

que muchas veces de la memoria privan, han hecho de su mente la vista oscura.

Mas mira al Eunoe que allá deriva:

llévalo a él, y, como es tu estilo, su marchitada virtud reaviva.

Como alma gentil, que no se excusa,

mas hace suya la voluntad ajena no bien que un signo se la descubra;

así, luego que ella me tomara,

la bella dama avanzó, y a Estacio donosamente dijo: ven con él.

Si tuviera, lector, más amplio espacio para escribir, yo cantaría en aparte

el dulce beber que nunca me dejara sacio;

mas porque llenos están todas los pliegos urdidos en esta cantiga segunda,

no me deja ir más allá del arte el freno.

Yo retorné de la santísima onda así rehecho como plantas nuevas

renovadas con nueva fronda,

puro y dispuesto a subir a las estrellas.

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