"La forma de las ruinas"

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Un adelanto de la última novela de Juan Gabriel Vásquez

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  • La ltima vez que lo vi, Carlos Carballo estaba su-biendo laboriosamente a una furgoneta policial, las manos esposadas detrs de la espalda y la cabeza hundida entre los hombros, mientras una leyenda en lo bajo de la pantalla informaba de las razones de su arresto: haber intentado robar el traje de pao de un poltico asesinado. Fue una imagen fugaz, capturada por casualidad en uno de los no-ticieros de la noche, despus del acoso vocinglero de las propagandas y poco antes de las noticias deportivas, y re-cuerdo haber pensado que miles de televidentes compartan conmigo ese momento, pero que slo yo hubiera podido decir sin mentira que no estaba sorprendido. El lugar era la antigua casa de Jorge Elicer Gaitn, ahora convertida en museo, adonde llegan cada ao ejrcitos de visitantes para entrar en contacto breve y vicario con el crimen poltico ms clebre de la historia colombiana. El traje de pao era el que Gaitn llevaba el 9 de abril de 1948, el da en que Juan Roa Sierra, un joven de vagas simpatas nazis, que haba coqueteado con sectas rosacruces y sola conversar con la Virgen Mara, lo esper a la salida de su oficina y le dispar cuatro tiros a pocos pasos de distancia, en medio de la calle concurrida y a plena luz del medioda bogotano. Las balas dejaron orificios en el saco y en el chaleco, y la gente que lo sabe visita el museo slo para ver esos oscuros crculos de vaco. Carlos Carballo, hubiera podido pensarse, era uno de aquellos visitantes.

    Esto ocurra el segundo mircoles de abril del ao 2014. Al parecer, Carballo haba llegado al museo a eso de las once de la maana, y durante varias horas se le vio

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    dando vueltas por la casa como un feligrs en trance, o de pie con la cabeza ladeada frente a los libros de Derecho Penal, o viendo el documental cuyos fotogramas de tran-vas en llamas y gente iracunda con el machete en alto se presentan y se vuelven a presentar a lo largo del da. Espe-r la partida de los ltimos estudiantes de uniforme para subir al segundo piso, donde una vitrina guarda a la vista de todos el traje que llevaba Gaitn el da de su asesinato, y entonces comenz a reventar el vidrio grueso a golpes de manopla. Alcanz a poner la mano sobre el hombro del saco azul medianoche, pero no tuvo tiempo de nada ms: el vigilante del segundo piso, alertado por el estallido, le apuntaba con su pistola. Carballo se dio cuenta enton-ces de que se haba cortado con los vidrios rotos de la vi-trina, y comenz a lamerse los nudillos como un perro de la calle. Pero no pareca demasiado preocupado. En tele-visin, una jovencita de camisa blanca y falda escocesa lo resumi as:

    Era como si lo hubieran agarrado pintando en la pared.

    Todos los peridicos de la maana siguiente hicie-ron referencia al robo frustrado. Todos se sorprendieron, con su hipcrita sorpresa, de que el mito de Gaitn siguie-ra despertando estas pasiones sesenta y seis aos despus de los hechos, y algunos compararon por ensima vez el asesinato de Gaitn con el de Kennedy, del cual se haba cumplido medio siglo el ao anterior sin que su poder de fascinacin hubiera disminuido en lo ms mnimo. Todos recordaron, por si hiciera falta, las consecuencias impre-visibles del asesinato: la ciudad incendiada por las protes-tas populares, los francotiradores apostados en las azoteas que disparaban sin orden ni criterio, el pas en guerra de los aos siguientes. La misma informacin se repeta por todas partes, con ms o menos matices y ms o menos melodrama y acompaada de ms o menos imgenes, in-cluidas aquellas en que la turba furiosa, que acaba de linchar

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    al asesino, arrastra su cuerpo semidesnudo por la calzada de la carrera sptima, en direccin al Palacio Presidencial; pero en ningn medio pude encontrar una especulacin, por gratuita que fuera, sobre las verdaderas razones por las que un hombre que no est loco decide irrumpir en una casa protegida y llevarse por la fuerza la ropa agujereada de un muerto clebre. Nadie se hizo esa pregunta, y nues-tra memoria meditica fue olvidando poco a poco a Car-los Carballo. Ahogados por las violencias de todos los das, que no dan tiempo ni para sentir desnimo, los colombia-nos dejaron que aquel hombre inofensivo se fuera dilu-yendo como una sombra en la tarde. Nadie volvi a pen-sar en l.

    Es su historia, en parte, lo que quiero contar. No puedo decir que lo haya conocido, pero tuve con l un grado de intimidad que slo consiguen quienes han trata-do de engaarse. Sin embargo, para emprender este relato (que preveo a la vez prolijo e insuficiente) debo hablar primero del hombre que nos present, pues lo que me ocurri despus slo tiene sentido si refiero las circunstan-cias en que lleg a mi vida Francisco Benavides. Ayer, caminando por los lugares del centro bogotano donde ocurrieron algunos de los hechos que voy a explorar en este informe, tratando de confirmar una vez ms que nada se me ha escapado en su dolorosa reconstruccin, me descubr preguntndome en voz alta cmo he llegado a saber estas cosas sin las cuales tal vez estara mejor: cmo he llegado a pasar tanto tiempo pensando en estos muer-tos, viviendo con ellos, hablando con ellos, escuchando sus lamentos y lamentndome, a mi turno, de no poder hacer nada para aliviar su sufrimiento. Y me maravill que todo hubiera comenzado con ciertas palabras ligeras, las que ligeramente pronunci el doctor Benavides para invi-tarme a su casa. En ese instante cre que aceptaba por no hurtarle mi tiempo a quien me haba dedicado el suyo en un momento difcil, de manera que la visita sera un mero