Las Ruinas de Gorlan - John Flanagan

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Will quiere ser guerrero yconvertirse en un héroe del reino;pero no es admitido en la Escuelade Combate del castillo Redmont.No obstante, le eligen comoaprendiz de montaraz, ya que puedemoverse tan silenciosamente comouna sombra. Sabe trepar. Y esvaliente.

Todas estas cualidades y muchasmás serán necesarias, puesMorgarath, señor de las Montañasde la Lluvia y de la Noche, estáreuniendo su ejército. El inicio de labatalla por el reino está escrito en el

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destino. Una batalla como ni siquieraWill es capaz de imaginar.

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John Flanagan

Las ruinas deGorlan

Montaraces - 01

ePub r1.0Titivillus 25.02.15

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Título original: The Ruins of GorlanJohn Flanagan, 2004Traducción: Julio HermosoImagen de cubierta: John Blackford

Editor digital: TitivillusePub base r1.2

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Para Michael.

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MPrólogo

orgarath, señor de lasMontañas de la Lluvia y laNoche, antiguo barón de

Gorlan en el reino de Araluen,contemplaba el paisaje de su inhóspitodominio barrido por el viento y la lluviay, quizás por milésima vez, maldijo.

Esto era todo cuanto le quedabaahora: un cúmulo de abruptos

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acantilados de granito, pedregales ymontañas heladas; de escarpadosdesfiladeros y angostos pasospronunciados; de grava y roca, sin unárbol o signo de verdor que rompiera lamonotonía.

Aunque habían transcurrido quinceaños desde que le obligaron a retirarse aeste imponente reino que se habíaconvertido en su prisión, aún podíarecordar los agradables claros verdes ylas colinas densamente arboladas de suantiguo feudo. Los arroyos repletos depeces y los campos ricos en cosechas ycaza. Gorlan había sido un lugar bello yvivo. Las Montañas de la Lluvia y laNoche estaban muertas y yermas.

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Bajo él, una sección de wargalshacía la instrucción en el patio delcastillo. Morgarath los observó duranteunos segundos, escuchando los cantosguturales rítmicos que acompañabantodos sus movimientos. Eran seres bajosy fornidos, deformes, con característicasmedio humanas, pero con un largohocico y colmillos de bestia como unoso o un perro grande.

Los wargals habían vivido ymedrado en estas montañas remotasdesde tiempos ancestrales, evitandocualquier contacto con los humanos. Yano vivía nadie que hubiera visto alguno,pero persistían rumores y leyendas deuna tribu salvaje de bestias

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semiinteligentes en las montañas.Morgarath, que planeaba una revueltacontra el reino de Araluen, envió a lasgentes de Gorlan en su busca. Si existíantales criaturas, le proporcionarían unaventaja en la guerra que se avecinaba.

Le llevó meses pero al final lasencontró. Aparte de su canto mudo, loswargals no disponían de un lenguajehablado, se basaban en una formaprimitiva de transmisión delpensamiento para comunicarse, aunquesus mentes eran simples y su intelecto,básico. Debido a esto habían sidosusceptibles al dominio por parte de unainteligencia y voluntad superiores.Morgarath les hizo ceder a su voluntad y

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se convirtieron en un ejército perfectopara él: feos a más no poder,absolutamente despiadados y limitadospor completo a sus órdenes mentales.

Ahora, al verlos, recordaba elesplendor de los caballeros ataviadoscon brillantes armaduras que solíancompetir en los torneos del castillo deGorlan, alentados por sus damas contrajes de seda que aplaudían sushabilidades. Al compararlosmentalmente con estas criaturasdeformes de pelaje negro, volvió amaldecir.

Los wargals, en sintonía con suspensamientos, notaron su alteración y seagitaron inquietos mientras hacían una

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pausa en su actividad. Enojado, lesordenó volver a su instrucción y sereanudó el canto.

Morgarath se apartó de la ventanasin cristales en dirección al fuego, queparecía totalmente incapaz de disipar lahumedad y el frío del lúgubre castillo.«Quince años», pensó para sí de nuevo.Quince años desde que se rebeló contrael recién coronado rey Duncan, un jovenveinteañero. Había planeado todo consumo cuidado según avanzaba laenfermedad del viejo rey, contando conla indecisión y la confusión queseguirían a su muerte, que separarían alos otros barones y le darían aMorgarath la oportunidad de hacerse

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con el trono.Había entrenado en secreto a su

ejército de wargals, concentrándolosaquí arriba, en las montañas, listos parael momento del ataque. Después, en losdías de confusión y luto que siguieron ala muerte del rey, cuando los baronesviajaron al castillo de Araluen para losfunerales dejando sus ejércitos sinlíderes, él atacó, invadiendo la partesureste del reino en cuestión de días yaplastando las confusas fuerzas sinmando que intentaron hacerle frente.

Duncan, joven e inexperto, nuncahabría sido capaz de oponerleresistencia. El reino estaba a su merced.El trono estaba a su disposición.

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Entonces lord Northolt, comandantesupremo de los ejércitos del viejo rey,reunió a algunos de los barones másjóvenes en una confederación leal quedio fortaleza a la determinación deDuncan y endureció el coraje titubeantedel resto. Los ejércitos se encontraronen el monte Hackham, cerca del ríoSlipsunder, y el resultado de la batallase mantuvo en el aire durante cincohoras, con ataques y contraataques y unaenorme cantidad de bajas. El Slipsunderera un río poco profundo, pero suspeligrosas cuencas de arenas movedizasy lodo formaban una barrerainfranqueable que protegía el flancoderecho de Morgarath.

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Pero entonces uno de esosentrometidos de capa gris, conocidoscomo montaraces, dirigió un grupo decaballería pesada a través de un vadosecreto diez kilómetros corriente arriba.Los jinetes armados aparecieron en elmomento crucial de la batalla y cayeronsobre la retaguardia del ejército deMorgarath.

Los wargals, entrenados en lospedregales de las montañas, tenían unpunto débil. Temían a los caballos y nopudieron hacer frente a un ataque comoaquél, por sorpresa, de la caballería. Sevinieron abajo y se retiraron a losestrechos confines del Paso de los TresEscalones y de vuelta a las Montañas de

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la Lluvia y la Noche. Morgarath,frustrada su rebelión, se marchó conellos. Y allí ha estado exiliado duranteestos quince años. Esperando,conspirando, odiando a los que lehicieron esto.

Ahora, pensó, era el momento de suvenganza. Sus espías le contaron que elreino se había vuelto complaciente ydescuidado y que su presencia allí casise había olvidado. En esos días elnombre de Morgarath era una leyenda,un nombre que las madres usaban parahacer callar a los niños protestones, conla amenaza de que si no se comportaban,el señor oscuro Morgarath vendría a porellos.

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Había llegado el momento. Denuevo, dirigiría a sus wargals al ataque.Pero esta vez tendría aliados. Esta vezsembraría la incertidumbre y laconfusión de antemano. Y esta vez,ninguno de los que antes conspiraroncontra él quedaría vivo para ayudar alrey Duncan.

Pues los wargals no eran las únicascriaturas ancestrales, terroríficas, quehabía hallado en estas montañassombrías. Contaba con otros dosaliados, más aterradores incluso: lashorribles bestias conocidas como loskalkara.

Había llegado el momento desoltarlos.

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—IUno

ntenta comer algo, Will.Mañana es un gran día, apesar de todo —dijo Jenny.

Rubia, guapa y alegre, Jennygesticuló hacia el plato casi intacto deWill y le sonrió dándole ánimos. Willhizo un intento por devolverle la sonrisapero fue un rotundo fracaso. Picoteó delplato ante sí, amontonando sus alimentos

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favoritos. Esa noche, la tensión y lasexpectativas le provocaban un nudo enel estómago, y difícilmente podríaobligarse a probar bocado.

Mañana iba a ser un gran día, losabía. Lo sabía demasiado bien, dehecho. Mañana iba a ser el día másgrande de su vida, porque mañana seríael día de la Elección y determinaría aqué se iba a dedicar el resto de su vida.

—Nervios, imagino —dijo George,al tiempo que dejaba su tenedor cargadoy se cogía las solapas de la chaqueta enun gesto reflexivo. Era un muchachoestudioso, delgado y larguirucho,fascinado por las normas y losreglamentos y aficionado a examinar y

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debatir ambos lados de cualquier tema,a veces de manera muy extensa—. Cosahorrible, los nervios. Pueden paralizartehasta el punto de que no puedes pensar,no puedes comer, no puedes hablar.

—No estoy nervioso —dijo Willrápidamente al darse cuenta de queHorace había levantado la mirada, listopara hacer un comentario sarcástico.

George asintió varias veces,considerando la afirmación de Will.

—Por otro lado —añadió—, enrealidad un poco de nerviosismo puedemejorar el rendimiento. Puede elevar tupercepción y agudizar tus reacciones.Así que el hecho de que estéspreocupado, si en realidad lo estás, no

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es necesariamente, de por sí, algo por loque preocuparse, por así decirlo.

A pesar de la falta de ganas, Willesbozó una sonrisa irónica. Sabía queGeorge poseía un talento innato para elmundo de las leyes. Sería, casi concerteza, la elección del maestroescribano a la mañana siguiente. Quizás,pensó Will, aquél era el meollo de supropio problema. Él era el único de loscinco compañeros que sentía algúntemor sobre la Elección, que tendríalugar en doce horas.

—¡Debería estar nervioso! —seburló Horace—. Después de todo, ¿quémaestro le va a querer como aprendiz?

—Estoy segura de que todos estamos

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nerviosos —dijo Alyss. Dirigió una desus extrañas sonrisas a Will—.Seríamos estúpidos si no loestuviéramos.

—¡Bueno, yo no lo estoy! —dijoHorace, poniéndose rojo al tiempo queAlyss levantaba una ceja y Jenny soltabauna risita.

Era típico de Alyss, pensó Will.Sabía que a la esbelta y elegantemuchacha ya le habían prometido unaplaza de aprendiza con lady Pauline,responsable del Servicio Diplomáticodel castillo de Redmont. Su forma defingir que estaba nerviosa por el díasiguiente y su tacto al no mencionar lapifia de Horace mostraban que ya era

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una diplomática de cierta habilidad.Jenny, por supuesto, se dirigiría de

inmediato a las cocinas del castillo,dominio del maestro Chubb, primer chefde Redmont. Era un hombre reconocidoen todo el reino por los banquetes que seservían en el enorme comedor delcastillo. A Jenny le encantaban lacomida y cocinar, y su naturaleza detrato fácil y su infalible buen humorharían de ella un miembro inestimabledel personal en la agitación de lascocinas del castillo.

La elección de Horace sería laEscuela de Combate. Will observóentonces a su compañero, que atacabahambriento el pavo asado con jamón y

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patatas con el que había colmado suplato. Horace era grande para su edad yatleta de nacimiento. Las probabilidadesde que le rechazaran eran prácticamenteinexistentes. Era justo el tipo de reclutaque sir Rodney buscaba en sus guerrerosaprendices: fuerte, atlético, en forma. Y,pensó Will con una pizca de amargura,no muy brillante. La Escuela deCombate era la senda hacia la condiciónde caballero para chicos como Horace,nacidos plebeyos pero con la capacidadfísica necesaria para servir comocaballeros del reino.

Y quedaba Will. ¿Cuál sería suelección? Más importante aún, comoapuntó Horace, ¿qué maestro de oficios

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le aceptaría como aprendiz?El día de la Elección era el momento

fundamental en la vida de los pupilosdel castillo. Se trataba de niñoshuérfanos educados gracias a lagenerosidad del barón Arald, señor delfeudo de Redmont. En la mayoría de loscasos, sus padres habían muerto alservicio del feudo y el barón tomó comosu responsabilidad el cuidado y laeducación de los hijos de sus antiguossúbditos y el darles la oportunidad demejorar su situación en la vida siempreque fuera posible.

El día de la Elección daba esaoportunidad.

Cada año, los pupilos del castillo

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que rondaban los quince podían solicitarser aprendices de los maestros de losdiversos oficios que atendían el castilloy a su gente. Normalmente seseleccionaba a los aprendices en funciónde la ocupación o la influencia de suspadres sobre los maestros. Los pupilosno solían tener tal influencia y ésta erasu oportunidad de labrarse su propiofuturo.

Aquellos que no fueran elegidos opara quienes no fuera posible encontraruna vacante serían asignados a familiasgranjeras del pueblo cercano comomano de obra para cultivar las cosechasy criar los animales con que sealimentaban los habitantes del castillo.

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Will sabía que algo así era pocofrecuente. El barón y sus maestros seesforzaban mucho en encajar a lospupilos en uno u otro oficio. Pero podíaocurrir y era un destino que temía másque a cualquier otra cosa.

Horace llamó su atención y le brindóuna sonrisa de suficiencia.

—¿Todavía piensas en solicitar laEscuela de Combate, Will? —preguntócon la boca llena de pavo y patatas—.Entonces mejor come algo. Te va a hacerfalta coger unas pocas fuerzas.

Soltó una risotada y Will lo fulminócon la mirada. Algunas semanas atrás,Horace oyó cómo Will le confiaba aAlyss que tenía unas ganas desesperadas

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de ser elegido para la Escuela deCombate, y desde ese momento le hizola vida imposible, asegurando cada vezque se le presentaba la ocasión que lacomplexión delgada de Will era porcompleto inapropiada para los rigoresdel entrenamiento de la Escuela deCombate.

El hecho de que con todaprobabilidad Horace tuviera razón nohacía sino empeorar las cosas. Mientrasque éste era alto y musculoso, Will erabajo y flaco. Era ágil, rápido ysorprendía su fuerza, pero simplementeno tenía el tamaño que sabía que serequería a los aprendices de la Escuelade Combate. Durante los últimos años

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había confiado contra todo pronóstico enpoder dar lo que la gente llamaba el«estirón» antes de que llegase el día dela Elección. Pero aquello nunca sucedióy ahora ese día ya estaba a la vuelta dela esquina.

Como Will no dijo nada, Horacesintió que sus palabras habían hechoblanco. Esto era una rareza en suturbulenta relación. Durante los últimosaños Will y él habían chocado enrepetidas ocasiones. Al ser el más fuertede los dos, Horace solía vencer a Will,aunque muy ocasionalmente la agilidad yvelocidad de éste le permitían dar unapatada por sorpresa o un puñetazo yescapar antes de que Horace pudiese

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atraparle.Pero aunque Horace por lo general

se llevaba la mejor parte en susenfrentamientos físicos, para él era raroganar uno de sus encuentros verbales. Elingenio de Will era tan ágil como todo ély casi siempre se las apañaba para tenerla última palabra. De hecho, estatendencia era la que solía generar losproblemas entre ambos: Will aún debíaaprender que tener la última palabra nosiempre era una buena idea. Horacehabía decidido ahora hacer más grandesu ventaja.

—Necesitas músculos para entrar enla Escuela de Combate, Will. Músculosde verdad —dijo al tiempo que miraba a

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los demás alrededor de la mesa para versi alguien estaba en desacuerdo.

El resto de los pupilos, incómodosante la creciente tensión entre los dosmuchachos, se concentró en sus platos.

—Entre las orejas, especialmente —replicó Will, y, por desgracia, Jenny nopudo evitar una risita.

La cara de Horace enrojeció ycomenzó a levantarse de su asiento. PeroWill era más rápido y ya estaba en lapuerta antes de que Horace se librara desu silla. Se contentó con lanzar uninsulto final ante su compañero enretirada.

—¡Eso es! ¡Huye, Will No-sé-qué!¡Eres un desconocido y nadie te va a

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querer como aprendiz!Fuera, desde la antesala, Will

escuchó la pulla de despedida y sintiócómo la sangre le sonrojaba lasmejillas. Era la burla que más odiaba,aunque había intentado evitar queHorace lo supiera pues sentía que en talcaso le estaría dando un arma algrandullón.

Lo cierto es que nadie conocía elapellido de Will. Nadie sabía quiéneshabían sido sus padres. Al contrario quesus compañeros, que ya vivían en elfeudo antes de la muerte de sus padres yde cuyas familias se conocía la historia,Will surgió prácticamente de la nada,como un bebé recién nacido. Le habían

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encontrado envuelto en una pequeñamanta dentro de un canasto en lasescaleras del edificio de los pupilos, laSala, quince años atrás. Una notaacompañaba la manta; tan sólo decía:

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Su madremurió enel parto.Su padremuriócomo unhéroe.Por favor,cuiden deél. Sunombre es

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Will.

Aquel año sólo hubo otro pupilo. Elpadre de Alyss fue un teniente decaballería que murió en la batalla delmonte Hackham, cuando el ejército dewargals de Morgarath fue derrotado yconducido de vuelta a las montañas. Lamadre de Alyss, destrozada por supérdida, sucumbió a la fiebre unassemanas después de dar a luz. Así quehabía sitio de sobra en la Sala para elniño desconocido y el barón Arald era,en el fondo, un hombre bondadoso.Aunque las circunstancias no eran lashabituales, dio permiso para que Will

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fuera aceptado como pupilo en elcastillo de Redmont. Parecía lógicosuponer que, si la nota era cierta, elpadre de Will habría muerto en la guerracontra Morgarath, y como el barónArald tuvo una destacada participaciónen aquella guerra, se sintió en laobligación de honrar el sacrificio delpadre desconocido.

Así que Will se convirtió en unpupilo de Redmont, que creció y seeducó por la generosidad del barón.Según pasó el tiempo, los otros seunieron gradualmente a Alyss y a élhasta que fueron cinco en el grupo de suedad. Pero mientras que los otros teníanrecuerdos de sus padres o, en el caso de

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Alyss, gente que los había conocido y lepodía hablar de ellos, Will no sabíanada acerca de su pasado.

Aquél era el motivo de haberinventado la historia que le sostuvodurante su infancia en la Sala. Y,conforme pasaron los años y añadiódetalles y color al relato, él mismoacabó por creérselo.

Sabía que su padre había muertocomo un héroe, así que tenía sentidocrearse una imagen de él como tal: uncaballero, un guerrero, con su armaduracompleta, en plena lucha contra lashordas de wargals, acabando con ellos adiestro y siniestro hasta que finalmentese vio superado por pura cuestión de

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número. Will había dibujado muy amenudo en su mente a tan alto personaje,viendo cada detalle de su armadura y loscomplementos de ésta, pero sin sercapaz nunca de ver su rostro.

Como guerrero, su padre esperaríade él que siguiera sus pasos. Por eso eratan importante para Will que leseleccionaran para la Escuela deCombate. Y por eso, cuanto menoreseran las posibilidades de que leseleccionaran, más desesperadamente seasía a la esperanza de que ocurriese.

Salió del edificio de la Sala al patioensombrecido del castillo. El sol sehabía puesto hacía rato y las antorchassituadas cada veinte metros sobre las

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murallas del castillo emitían unaparpadeante luz irregular. Vaciló unmomento. No regresaría a la Sala paraenfrentarse a las continuas burlas deHorace. Hacerlo sólo conduciría a otrapelea entre ambos, una pelea que Willsabía probablemente perdida. Georgeintentaría analizar la situación por él,mirando ambos lados de la cuestión yconvirtiendo el tema en algo totalmenteconfuso. Sabía que Alyss y Jennyintentarían reconfortarle —en particularAlyss, ya que habían crecido juntos—,pero en aquel momento ni quería sucompasión ni podía enfrentarse a laspullas de Horace, así que se dirigió alúnico lugar donde sabía que podía

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encontrarse a solas.La enorme higuera que crecía cerca

de la torre central del castillo le habíaproporcionado con frecuencia unrefugio. A Will no le daban miedo lasalturas y trepó al árbol sin problemas,siguiendo mucho más allá de donde otropodía haberse parado, hasta llegar a lasramas más delgadas, en la misma copa—ramas que oscilaban y cedían bajo supeso—. En el pasado había escapado deHorace allí arriba muchas veces. Elgrandullón no podía igualar la velocidadde Will en el árbol y era incapaz deseguirle tan alto. Will encontró unahorqueta apropiada y se encajó en ella,abandonando ligeramente su cuerpo al

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movimiento del árbol según las ramasoscilaban en la brisa del anochecer.Abajo, las figuras escorzadas de laguardia hacían sus rondas por el patiodel castillo.

Oyó abrirse la puerta del edificio dela Sala y, mirando hacia abajo, vioaparecer a Alyss, que le buscaba envano por el patio. La esbelta muchachadudó unos instantes, pareció encogersede hombros y regresó dentro. Elalargado rectángulo de luz que la puertaabierta arrojaba sobre el patio se cortócuando ella la cerró con suavidad trasde sí. «Es extraño», pensó, «lo poco quela gente tiende a mirar hacia arriba».

Se produjo un susurro de plumas

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ligeras y una lechuza se posó en la ramacontigua a la vez que giraba la cabeza,capturando con sus enormes ojos cadauno de los últimos rayos de la tenue luz;le estudió despreocupada, con laaparente convicción de que nada debíatemer de él. El ave era una cazadora.Una voladora secreta. La dueña de lanoche.

—Tú por lo menos sabes quién eres—le susurró a la rapaz. Ésta giró lacabeza de nuevo y partió hacia laoscuridad dejándole a solas con suspensamientos.

Gradualmente, durante el tiempo quepasó allí sentado, las luces de lasventanas del castillo se fueron

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apagando, una por una. Las antorchasquedaron reducidas a cáscarashumeantes y el cambio de la guardia lassustituyó a medianoche. Por último, sóloquedó prendida una luz que él sabía eradel estudio del barón, donde el señor deRedmont presumiblemente aún seencontraba trabajando, enfrascado enpapeles e informes. El estudio estabacasi al nivel de la posición de Will en elárbol y pudo ver la corpulenta figura delbarón sentada a su mesa. Por fin elbarón Arald se levantó, se estiró y seinclinó hacia delante para extinguir lalámpara y salir de la habitación,dirigiéndose a sus aposentos en la plantasuperior. Ahora el castillo dormía,

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excepto los guardias en las murallas,que mantenían una vigilancia constante.

Will se dio cuenta de que en menosde nueve horas se enfrentaría a laElección. En silencio, abatido, temiendolo peor, descendió del árbol y tomó elcamino de su cama en el dormitorio delos chicos, a oscuras, en la Sala.

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—¡MDos

uy bien, candidatos!¡Por aquí! ¡Y que se osvea alegres!

El que hablaba, o mejor dichogritaba, era Martin, secretario del barónArald. Su voz resonó por la antesala ylos cinco pupilos se levantarondubitativos de los largos bancos demadera donde habían permanecido

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sentados. Con nervios repentinos ahoraque el día había llegado, comenzaron aandar hacia delante arrastrando los pies,cada uno reacio a ser el primero enatravesar la gran puerta de herrajes queMartin mantenía abierta para ellos.

—¡Vamos, vamos! —gritó Martincon impaciencia, y finalmente Alyssescogió encabezar la marcha, como Willimaginó que haría. Los demás siguierona la esbelta muchacha rubia. Ahora quealguien había decidido ir a la cabeza, elresto era feliz yendo detrás.

Will miró con curiosidad a sualrededor al entrar en el estudio delbarón. No había estado nunca en estaparte del castillo. La torre, que

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albergaba la sección administrativa ylos aposentos privados del barón, raravez recibía la visita de los de clasebaja, como los pupilos del castillo. Laestancia era enorme. El techo le parecióaltísimo y los muros estaban hechos debloques de piedra maciza, unidos entresí sólo por mínimas capas de argamasa.En el muro del este había un enormeventanal, abierto a los elementos perocon unas contraventanas de maderamaciza que se podían cerrar en caso demal tiempo. Advirtió que era la mismaventana a través de la cual había miradoél la noche anterior. Hoy, la luz del solentraba y se posaba sobre la enormemesa de roble que el barón utilizaba

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como escritorio.—¡Vamos ya! ¡Id en fila, id en fila!

—Martin parecía estar disfrutando de sumomento de autoridad.

El grupo se puso en fila lentamente ylos estudió, al tiempo que hacía unamueca de desaprobación.

—¡Por estatura! ¡El más alto aquí!—E indicó el extremo en que quería quese pusiera el más alto de los cinco.

Poco a poco el grupo se recompuso.Horace, por supuesto, era el más alto.Alyss ocupó su sitio tras él. DespuésGeorge, media cabeza más bajo que ellay tan delgado que daba pena. Se colocóen su habitual postura encorvada. Will yJenny dudaron. Jenny sonrió a Will y le

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hizo un gesto para que se situara antesque ella, aunque probablemente era unpelín más alta que él. Típico de Jenny.Sabía cuántas vueltas le daba él al hechode ser el más bajo de todos los pupilosdel castillo. Cuando Will se puso en lafila, la voz de Martin le detuvo.

—¡Tú no! La siguiente es la chica.Jenny se encogió de hombros

disculpándose y se colocó en el lugarque Martin había indicado. Will ocupóel último lugar en la fila deseando queMartin no hubiera hecho tan llamativa sufalta de estatura.

—¡Venga! ¡Arreglaos, arreglaos!Veamos cómo os ponéis firmes —continuó Martin, para detenerse cuando

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una voz profunda le interrumpió.—No creo que eso sea

absolutamente necesario, Martin.Era el barón Arald, que había

entrado inadvertidamente por una puertamás pequeña tras su escritorio macizo.Ahora era Martin quien se había puestoen lo que él consideraría una posiciónde firmes, con los huesudos codosseparados de los costados, los talonesjuntos a la fuerza de manera que suspiernas inequívocamente arqueadasquedaban muy separadas por lasrodillas, y la cabeza echada hacia atrás.

El barón Arald miró al cielo. Aveces, el fervor de su secretario en estasocasiones podía ser abrumador. El

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barón era un hombre grande, ancho dehombros y cintura y muy musculoso,como correspondía a un caballero delreino. Era bien sabido, sin embargo, elaprecio del barón Arald por la comida yla bebida, así que su considerable moleno era totalmente atribuible al músculo.

Tenía una corta barba negra,arreglada con esmero, que, como sucabello, comenzaba a mostrar las trazasgrisáceas acordes con sus cuarenta y dosaños. Poseía una mandíbula prominente,una nariz larga y unos penetrantes ojososcuros bajo las pobladas cejas. Era unacara poderosa pero no desagradable,pensó Will. Había un sorprendenteatisbo de humor en esos ojos oscuros.

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Ya lo había notado antes, en lasinfrecuentes ocasiones en que Araldvisitaba las dependencias de los pupilospara ver cómo avanzaban sus clases y laevolución de cada uno.

—¡Señor! —dijo Martin a todovolumen, propiciando que el barón seestremeciera ligeramente—. ¡Hemosreunido a los candidatos!

—Ya lo veo —replicó el barón conpaciencia—. ¿Tendría usted quizás labondad de pedir también a los maestrosque participen?

—¡Señor! —respondió Martinintentando hacer sonar sus talones alchocar.

Como llevaba un calzado de cuero

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blando flexible, el intento estabacondenado al fracaso. Todo codos yrodillas, marchó en dirección a la puertaprincipal del estudio. A Will le recordóa un gallo. Cuando Martin posó su manoen el pomo de la puerta, el barón ledetuvo una vez más.

—¿Martin? —dijo en voz baja.Continuó en el mismo tono, a la vez queel secretario se giraba y le dirigía unamirada inquisitiva—: Pídaselo. No lesgrite. A los maestros no les gusta.

—Sí, señor —dijo Martin conapariencia algo desinflada. Abrió lapuerta y, haciendo un esfuerzo evidentepor hablar en un tono más bajo, añadió—: Maestros, el barón ya está listo.

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Los responsables de la Escuela deOficios entraron en la estancia sinningún orden de prioridad. Como grupo,se admiraban y respetaban unos a otros yrara vez procedían de formaestrictamente ceremonial. Sir Rodney,responsable de la Escuela de Combate,entró el primero. Alto y ancho dehombros como el barón, llevaba el trajede campaña normal de camisa de cotade malla bajo una sobrevesta blancablasonada con su propio escudo, unacabeza de lobo escarlata. Se habíaganado aquel escudo en su juventud,combatiendo a los navíos de lossaqueadores del mar de Skandia, queconstantemente hostigaban la costa este

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del reino. Portaba un cinto y una espada,por supuesto. Ningún caballero semostraría en público sin una. Era más omenos de la edad del barón, con ojosazules y una cara muy bien parecida deno haber sido por la nariz destrozada.Lucía un inmenso bigote pero, alcontrario que el barón, no llevaba barba.

Detrás entró Ulf, el maestro dedoma, responsable del cuidado yentrenamiento de los poderosos caballosde combate del castillo. Tenía unosvivos ojos marrones, fuertes antebrazosmusculosos y muñecas sólidas. Vestía unsencillo chaleco de cuero sobre unacamisa de lana y calzas. Las botas altasde montar de cuero flexible le llegaban

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por encima de las rodillas.Lady Pauline siguió a Ulf. Delgada,

de pelo cano y elegante, había sido unagran belleza en su juventud y aúnconservaba la gracia y el estilo parahacer que los hombres se volvieran.Lady Pauline, a quien se le habíaconcedido el título por derecho propiodebido a su trabajo en la políticaexterior del reino, dirigía el ServicioDiplomático de Redmont. El barónArald tenía sus habilidades en altaestima y ella era uno de sus confidentesy consejeros cercanos. Arald solía decirque las chicas eran los mejores reclutaspara el Servicio Diplomático. Tendían aser más sutiles que los chicos, atraídos

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de forma natural hacia la Escuela deCombate. Y mientras que los chicosveían los medios físicos como el modode solucionar los problemas, se podíaconfiar en que las chicas utilizarían suingenio.

Quizás se tratase sólo de algonatural el que Nigel, maestro escribano,siguiera muy de cerca a lady Pauline.Habían estado discutiendo algunostemas de interés mutuo mientrasesperaban a que Martin los convocara.Nigel y lady Pauline eran amigosíntimos y compañeros de trabajo. Eranlos escribanos entrenados por Nigelquienes preparaban los documentosoficiales y comunicados que tan a

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menudo enviaban los diplomáticos delady Pauline. Él también asesorabasobre la formulación precisa de aquellosdocumentos ya que contaba con unaextensa experiencia en asuntos legales.Nigel era un hombre bajo y enjuto conun rostro vivo, curioso, que a Will lerecordaba a un hurón. Su pelo era de unnegro brillante; sus facciones, delgadas;y sus ojos oscuros nunca dejaban derecorrer la estancia.

El maestro Chubb, primer chef, entróen último lugar. Como era inevitable, setrataba de un hombre gordo, barrigón,ataviado con una blanca chaqueta decocinero y un gorro alto. Era célebre suterrible carácter, capaz de inflamarse tan

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rápido como el aceite derramado en elfuego, y la mayoría de los pupilos letrataba con una precaución considerable.De cara rubicunda y pelo rojizo enrápido retroceso, el maestro Chubbllevaba un cucharón de maderadondequiera que fuese. Era un bastón demando no oficial. También lo empleabaa menudo como arma ofensiva, queaterrizaba con un crujido sonoro sobrelas cabezas de los aprendices de cocinadescuidados, olvidadizos o lentos.Única entre los pupilos, Jennifer veía aChubb como algo parecido a un héroe.

Había confesado su intención detrabajar para él y aprender sushabilidades, con o sin cucharón de

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madera.Había otros maestros, por supuesto.

El maestro armero y el herrero eran dosde ellos. Pero hoy sólo se presentaríanaquellos que tuvieran plazas vacantespara nuevos aprendices en ese momento.

—¡Los maestros están reunidos,señor! —dijo Martin subiendo elvolumen de su voz.

Martin parecía relacionar de formadirectamente proporcional el volumencon la importancia de la ocasión. Elbarón elevó de nuevo la mirada al cielo.

—Ya lo veo —dijo con calma,añadiendo después en un tono másformal—: Buenos días, lady Pauline;buenos días, caballeros.

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Le respondieron y el barón se giróhacia Martin una vez más.

—¿Podríamos proceder, quizás?Martin asintió varias veces, consultó

un fajo de notas que sostenía en unamano y marchó a encarar la fila decandidatos.

—Bien, ¡el barón está esperando!¡El barón está esperando! ¿Quién es elprimero?

Will, con la mirada baja, cambiandonervioso el peso de su cuerpo de un piea otro, tuvo de repente la sensación deque alguien le observaba. Levantó lavista y dio un respingo de sorpresacuando se encontró con la oscura einsondable mirada de Halt, el montaraz.

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No le había visto entrar en lahabitación. Se dio cuenta de que elmisterioso personaje debía de habersedeslizado hacia el interior por la puertalateral mientras todo el mundo centrabasu atención en los maestros según hacíansu entrada. Ahora se encontraba de pie,tras la silla del barón y ligeramente a unlado, vestido con sus habituales ropasde color marrón y gris y envuelto en sularga capa de montaraz, moteada de grisy verde. Halt era una personadesconcertante. Tenía el hábito deacercarse a ti cuando menos te loesperabas, y nunca le oías llegar. Lossupersticiosos aldeanos creían que losmontaraces practicaban una forma de

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magia que los hacía invisibles ante lagente común. Will no estaba seguro decreer aquello, pero tampoco lo estaba deno creerlo. Se preguntó por qué Haltestaba hoy allí. No se le reconocía comouno de los maestros y, hasta donde Willsabía, no había asistido a ningunaElección anterior a ésta.

Súbitamente, la mirada de Halt seapartó de él y fue como si se hubieraapagado un foco. Will advirtió queMartin estaba hablando de nuevo. Sepercató de que el secretario tenía lacostumbre de repetir las frases, como sile persiguiera su propio eco.

—Vamos a ver, ¿quién es elprimero? ¿Quién es el primero?

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El barón suspiró de forma audible.—¿Por qué no empezamos por el

primero de la fila? —sugirió en tonorazonable, y Martin asintió varias veces.

—Por supuesto, mi señor. Porsupuesto. El primero de la fila, un pasoal frente y preséntese al barón.

Tras un instante de duda, Horace dioun paso al frente saliendo de la fila ypermaneció firme. El barón le examinóunos segundos.

—¿Nombre? —dijo, y Horacerespondió atrancándose ligeramente conla forma correcta de dirigirse al barón.

—Horace Altman, señor… mi señor.—¿Y tienes alguna preferencia,

Horace? —preguntó el barón con el aire

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de alguien que conoce cuál será larespuesta antes de oírla.

—¡Escuela de Combate, señor! —dijo Horace con firmeza.

El barón asintió. No esperabamenos. Miró a Rodney, que estabaanalizando al chico pensativamente,evaluando su validez.

—¿Maestro de combate? —dijo elbarón. Por lo general se habría dirigidoa Rodney por su nombre de pila, no porsu título. No obstante, ésta era unaocasión formal. De igual modo, lohabitual era que Rodney se dirigiese albarón como «señor», pero en un díacomo hoy «mi señor» era la maneraapropiada.

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El corpulento caballero avanzó, conla cota de malla y las espuelastintineando levemente según seaproximaba a Horace. Miró al chico dearriba abajo y se situó detrás de él. Lacabeza de Horace comenzó a girar conél.

—Quieto —dijo sir Rodney, y elmuchacho dejó de moverse, fijando lamirada al frente—. Parece losuficientemente fuerte, mi señor, ysiempre me vienen bien nuevos reclutas—se rascó el mentón—. ¿Montas,Horace Altman?

Una mirada de inseguridad cruzó elrostro de Horace cuando se percató deque podía ser un obstáculo para que le

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seleccionaran.—No, señor. Yo…Estaba a punto de añadir que los

pupilos del castillo tenían muy pocasoportunidades de aprender a montar,pero sir Rodney le interrumpió.

—No importa. Eso se puede enseñar—el corpulento caballero miró al baróny asintió—. Muy bien, mi señor. Lotomo para la Escuela de Combate, sujetoal habitual período de prueba de tresmeses.

El barón tomó nota en una hoja depapel que tenía delante y sonrióbrevemente al encantado, y muyaliviado, joven ante sí.

—Enhorabuena, Horace. Preséntate

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en la Escuela de Combate mañana por lamañana. Ocho en punto.

—¡Sí, señor! —replicó Horace conuna amplia sonrisa. Se volvió a sirRodney e hizo una leve reverencia—.¡Gracias, señor!

—No me lo agradezcas aún —replicó crípticamente el caballero—, nosabes la que te espera.

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—¿QTres

uién es el siguiente? —llamó Martin mientrasHorace volvía a la fila

con una gran sonrisa.Alyss se adelantó con elegancia,

fastidiando a Martin, a quien le hubieragustado designarla como el siguientecandidato.

—Alyss Mainwaring, mi señor —

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dijo con su tono suave y equilibrado.Acto seguido, antes de que pudieranpreguntarle, continuó—: Solicito, porfavor, el ingreso en el ServicioDiplomático, mi señor.

Arald sonrió a la muchacha desolemne apariencia. Tenía un aire deconfianza en sí misma y desenvolturaque le vendría muy bien en el Servicio.El barón miró a lady Pauline.

—¿Mi señora? —dijo.Ella asintió varias veces con la

cabeza.—Ya he hablado con Alyss, mi

señor. Creo que será una candidataexcelente. Aprobada y aceptada.

Alyss inclinó ligeramente la cabeza

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en dirección a la dama que iba a ser sumentora. Will pensó en cuánto separecían: ambas altas y de movimientoselegantes, ambas de actitud seria. Sintióuna pequeña oleada de alegría por sumás antigua compañera, consciente de lomucho que había deseado ella estaselección. Alyss regresó a la fila yMartin, para que no se le anticiparanesta vez, ya estaba señalando a George.

—¡Sí! ¡Eres el siguiente! ¡Eres elsiguiente! Dirígete al barón.

George se adelantó un paso. Su bocase abrió y se cerró varias veces pero deella no salió nada. Los otros pupilosmiraron sorprendidos. A George,considerado de largo por todos ellos

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como el abogado oficial deprácticamente todo, le estaba superandoel miedo escénico. Al final consiguiódecir en voz baja algo que nadie en laestancia pudo oír. El barón Arald seinclinó hacia delante llevándose unamano detrás de la oreja.

—Perdona, no he entendido nada —dijo.

George levantó la mirada hacia elbarón y, con un esfuerzo tremendo, hablóen un tono apenas audible.

—G-George Carter, señor. Escuelade Escribanos, señor.

Martin, siempre un purista de lasnormas de conducta, tomó aire parareprenderle por lo truncado de su

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discurso. Antes de que pudiera hacerlo,y para el evidente alivio de todos, elbarón intervino.

—Muy bien, Martin. Déjalo —Martin se mostró un poco ofendidoaunque se sosegó. El barón miró aNigel, su primer escribano y oficial entemas legales, con una ceja levantada amodo de interrogante.

—Aceptable, mi señor —dijo Nigel,y añadió—: He visto alguno de lostrabajos de George y lo cierto es quetiene un don para la caligrafía.

El barón pareció dudar.—Si bien no es el más contundente

de los oradores, ¿no, maestro escribano?Eso podría ser un problema si alguna

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vez tiene que ofrecer consejo legal en elfuturo.

Nigel minimizó la objeción.—Le prometo, mi señor, que con el

entrenamiento apropiado ese tipo decosas no representa ningún problema.Ningún problema en absoluto, mi señor.

El maestro escribano juntó lasmanos en el interior de las anchasmangas de la túnica que vestía, similaral hábito de un monje, mientras se metíaentusiasmado en su terreno.

—Recuerdo a un chico que se unió anosotros hará unos siete años, bastanteparecido al muchacho que tenemos aquí,de hecho. Tenía esa misma costumbre dehablarle al cuello de su camisa, pero

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enseguida le enseñamos a superarlo.Algunos de nuestros más renuentesoradores han llegado a desarrollar unaelocuencia absoluta, mi señor,elocuencia absoluta.

El barón inspiró para hacer uncomentario, pero Nigel continuó con sudiscurso.

—Le puede llegar a sorprenderincluso oír que, cuando era unmuchacho, yo mismo sufrí el tartamudeonervioso más terrible. Absolutamenteterrible, mi señor. Apenas si podía decirdos palabras seguidas.

—Lo cual veo que ya no es unproblema —consiguió terciar consequedad el barón, y Nigel sonrió

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aceptándolo.Le hizo una reverencia.—Exactamente, mi señor. Pronto

ayudaremos al joven George a superarsu timidez. Nada como la agitación y eljaleo de la Escuela de Escribanos paraeso. Absolutamente.

El barón sonrió a su pesar. LaEscuela de Escribanos era un lugar deestudio donde rara vez, si acaso, selevantaba la voz y donde imperaba eldebate lógico y razonado.Personalmente, en sus visitas a aquelsitio, lo había encontrado aburrido enextremo. No era capaz de imaginarsenada con una atmósfera de menosagitación y jaleo.

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—Le tomaré la palabra al respecto—replicó, y después le dijo a George—: Muy bien, George, peticiónconcedida. Preséntate mañana en laEscuela de Escribanos.

George arrastró los pies con torpeza.—Sshhs-guissh-shsuis —dijo, y el

barón se volvió a inclinar hacia delante,frunciendo el ceño mientras intentabadescifrar las palabras en tono grave.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó.George por fin miró hacia arriba y

consiguió susurrar:—Gracias, mi señor.Arrastró apresuradamente los pies

de vuelta al relativo anonimato de lafila.

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—Ah —dijo el barón recuperandoun poco su posición—, no es nada. Y elsiguiente ahora es…

Jenny ya estaba dando un paso alfrente. Rubia y guapa, era también, habíaque admitirlo, un poco gordita. Pero eseaspecto le iba bien, y en cualquiera delos actos sociales del castillo era una delas parejas de baile más solicitadas porlos muchachos, tanto los compañeros desu edad como los hijos del personal delcastillo.

—¡Maestro Chubb, señor! —dijoella al tiempo que avanzaba hasta elborde del escritorio del barón. Ésteobservó la cara redonda, vio la emociónbrillar en los ojos azules y no pudo

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evitar sonreírle.—¿Qué pasa con él? —preguntó con

amabilidad, y ella dudó al percatarse deque, en su entusiasmo, había violado elprotocolo de la Elección.

—¡Oh! Disculpe, señor… mi…barón… su señoría —improvisóprecipitadamente, dejándose llevar porsu lengua, mientras destrozaba la formacorrecta del discurso.

—¡Mi señor! —le apuntó Martin.El barón le miró con las cejas

arqueadas.—¿Sí, Martin? —dijo—. ¿Qué

pasa?Martin tuvo la gentileza de parecer

avergonzado. Sabía que su señor estaba

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malinterpretando intencionadamente suinterrupción. Respiró hondo y dijo entono de disculpa:

—Yo… tan sólo deseaba informarlede que el nombre de la candidata esJennifer Dalby, señor.

El barón asintió y Martin, lealsirviente del fornido barbudo, vio unamirada de aprobación en los ojos de suseñor.

—Gracias, Martin. Bien, JenniferDalby…

—Jenny, señor —dijo la irrefrenablemuchacha, y él se encogió de hombroscon resignación.

—Jenny, pues. Supongo que estássolicitando ser aprendiza del maestro

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Chubb, ¿no?—¡Oh, sí, señor, por favor! —

replicó Jenny sin aliento, a la vez quededicaba una mirada de adoración alcorpulento cocinero pelirrojo.

Chubb frunció el ceño pensativo y lacontempló.

—Mmm… Podría ser, podría ser —masculló mientras caminaba haciadelante y hacia atrás frente a ella, que lesonrió de manera encantadora. PeroChubb se encontraba fuera del alcancede tales tretas femeninas.

—Trabajaré duro, señor —le dijo detodo corazón.

—¡Sé que lo harás! —le contestócon cierto temple—. Me aseguraré de

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ello. Déjame decirte que en mi cocinano se holgazanea ni se hace el vago.

Con el temor de que su oportunidadpudiera estar escapándose, Jenny jugó subaza.

—Tengo el tipo adecuado para ello—dijo.

Chubb debió admitir que estaba bienrellenita. Arald tuvo que ocultar unasonrisa, no por primera vez esa mañana.

—En eso tiene razón, Chubb —indicó, y el cocinero se giró en sudirección aceptándolo.

—El tipo es importante, señor.Todos los grandes cocineros tienden aestar… rellenitos —se volvió hacia lachica, aún considerándolo. A todos los

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demás les había ido muy bien aceptandoa sus aprendices en un abrir y cerrar deojos, pensaba. Pero cocinar era algoespecial—. Cuéntame —dijo a laansiosa muchacha—, ¿qué harías con unpastel de pavo?

Jenny le dedicó una sonrisadeslumbrante.

—Comérmelo —respondió deinmediato.

Chubb la golpeó en la cabeza con elcucharón que llevaba.

—Quiero decir que cómo lococinarías —preguntó.

Jenny dudó, ordenó suspensamientos y a continuación sezambulló en una extensa descripción

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técnica sobre cómo elaboraría ella talobra maestra. Los otros cuatro pupilos,el barón, sus maestros y Martinescuchaban algo intimidados, sin lamenor comprensión de lo que ella decía.Chubb, sin embargo, asintió variasveces conforme ella hablaba, einterrumpió en el instante en quedetallaba cómo estirar la masa.

—¿Nueve veces, dices? —preguntócon curiosidad, y Jenny asintió, segurade dónde pisaba.

—Mi madre siempre decía: «Ochoveces para conseguir el hojaldre y unamás por amor» —le respondió. Chubbasintió pensativo.

—Interesante, interesante —dijo él,

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y después, levantando la vista hacia elbarón, asintió—. La tomaré, mi señor.

—Qué sorpresa —dijo gentilmenteel barón, y después añadió—: Muy bien,preséntate en las cocinas por la mañana,Jennifer.

—Jenny, señor —le corrigió denuevo la muchacha con una sonrisa queiluminaba la estancia.

El barón Arald sonrió. Miró alpequeño grupo ante sí.

—Y esto nos deja con un candidatomás.

Echó un vistazo a su lista y levantóla mirada en busca de los angustiadosojos de Will, con un gesto de ánimo.

Will dio un paso al frente, tan

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nervioso que la garganta se le secó derepente de forma que su voz surgió casien un susurro.

—Will, señor. Me llamo Will.

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—¿WCuatro

ill? ¿Will qué? —preguntó Martin,exasperado, al tiempo

que leía por encima las hojas de papelcon los detalles escritos de loscandidatos.

Era el secretario del barón desdehacía sólo cinco años y no sabía nada dela historia de Will. Se dio cuenta de que

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no figuraba ningún apellido en lospapeles del chico y, asumiendo que se lehabía pasado por alto el error, se enfadóconsigo mismo.

—¿Cuál es tu apellido, muchacho?—preguntó con severidad.

Will le miró, dubitativo, odiando lasituación.

—Yo… no tengo… —comenzó, peroel barón intercedió compasivo.

—Will es un caso especial, Martin—dijo con calma y una mirada que ledecía al secretario que dejara el tema.Se volvió hacia Will, a la vez quesonreía para alentarle—. ¿Qué escuelate gustaría solicitar, Will? —preguntó.

—Escuela de Combate, por favor,

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mi señor —contestó intentando parecerseguro en su elección.

El barón frunció el ceño y Willsintió que sus esperanzas sedesvanecían.

—¿La Escuela de Combate, Will?¿No crees que eres… un poquito bajo?—preguntó el barón con amabilidad.

Will se mordió el labio. Casi sehabía convencido de que si lo deseabacon la suficiente fuerza, si creía lobastante en sí mismo, le aceptarían; apesar de sus obvios inconvenientes.

—Aún no he dado el estirón, señor—dijo desesperado—. Todo el mundolo dice.

El barón se pellizcó el barbudo

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mentón con el pulgar y el índicemientras contemplaba al chico que teníadelante. Miró a su maestro de combate.

—¿Rodney? —dijo.El alto caballero avanzó, estudió a

Will por un instante o dos y sacudiólentamente la cabeza.

—Me temo que es demasiado bajo,mi señor —dijo.

Will sintió que una mano fría leaferraba el corazón.

—Soy más fuerte de lo que parece,señor —dijo, pero al maestro decombate no le afectó la súplica. Miró albarón, descontento a las claras por lascircunstancias, y meneó la cabeza.

—¿Alguna otra elección, Will? —

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preguntó el barón. Su voz era amable,incluso preocupada.

Will dudó un largo rato. Nunca habíaconsiderado ninguna otra posibilidad.

—¿La Escuela de Doma, señor? —preguntó por fin.

La Escuela de Doma cuidaba yentrenaba los poderosos caballos decombate que montaban los caballerosdel castillo.

Al menos era un nexo con la Escuelade Combate, pensó Will. Pero Ulf, elmaestro de doma, ya estaba negándolocon la cabeza antes incluso de que Araldsolicitara su opinión.

—Necesito aprendices, mi señor —dijo—, pero éste es demasiado pequeño.

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Jamás controlaría a uno de mis caballosde combate. Le tirarían al suelo nadamás verle.

Will contemplaba ahora al barón através de un velo acuoso. Luchódesesperadamente por evitar que laslágrimas se deslizaran por sus mejillas.Aquélla sería la peor humillación: serrechazado por la Escuela de Combate ydesmoronarse después llorando como uncrío delante del barón, los maestros ysus compañeros.

—¿Qué habilidades tienes, Will? —le preguntó el barón.

Se estrujó el cerebro. No se le dabanbien las clases y los idiomas, como aAlyss. No era capaz de dar forma a

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letras claras, perfectas, como hacíaGeorge. Ni tampoco tenía el interés deJenny por la cocina.

Y estaba claro que no tenía losmúsculos y la fuerza de Horace.

—Soy un buen escalador, señor —dijo por fin, viendo que el barónaguardaba a que dijera algo. Se percatóal instante de que había sido un error.Chubb, el cocinero, le miró enfadado.

—Muy bien, sabe escalar. Recuerdocuando trepó por un desagüe hasta micocina y robó una bandeja de dulces quese estaba enfriando en el alféizar de laventana.

Will se quedó con la boca abiertaante aquella injusticia. ¡Había ocurrido

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dos años atrás! Quiso decir que era uncrío entonces y que fue una simpletravesura. Pero el maestro escribanotomó también la palabra.

—Y justo la pasada primaveraescaló hasta nuestro estudio del tercerpiso y soltó dos conejos durante uno denuestros debates legales. De lo másperturbador. ¡Desde luego!

—¿Conejos, dice, maestroescribano? —dijo el barón, y Nigelasintió enfáticamente.

—Un macho y una hembra, mi señor,si usted me entiende —contestó—. ¡Delo más perturbador, sin duda!

Sin que Will lo viera, la muy serialady Pauline ocultó su boca con una de

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sus elegantes manos. Pudo haber estadodisimulando un bostezo, pero cuandoretiró la mano las comisuras de suslabios apuntaban aún hacia arriba.

—Bueno, sí —dijo el barón—,todos sabemos cómo son los conejos.

—Y, como ya he dicho, mi señor, eraprimavera —prosiguió Nigel, por siacaso el barón no lo había cogido.

Lady Pauline soltó una tos impropiade una dama. El barón miró en sudirección, con cierta sorpresa.

—Creo que nos hacemos a la idea,maestro escribano —dijo, y volvió lavista a la figura desesperada quepermanecía en pie frente a él.

Will mantuvo la barbilla alta y miró

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al frente. En ese momento el barón sintiólástima por el joven chaval. Pudo verlas lágrimas que brotaban de susinquietos ojos marrones, contenidas sólopor una determinación infinita. «Fuerzade voluntad», pensó abstraído,reconociendo el mérito del muchacho.No disfrutaba obligando al chico a pasarpor todo aquello, pero había quehacerlo. Suspiró para sus adentros.

—¿Podría alguno de ustedes sacarpartido a este muchacho? —preguntó.

Contra su deseo, Will dejó que sucabeza girara y mirara suplicante a lafila de maestros, rezando porque algunode ellos transigiera y le aceptase. Unopor uno y en silencio, todos menearon la

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cabeza.Sorprendentemente, fue el montaraz

quien rompió el horroroso silencio de laestancia.

—Hay algo que debería saber sobreeste muchacho, mi señor —dijo.

Will jamás había oído hablar a Halt.Su voz era grave y baja, con el ligerodeje del acento de Hibernia aúnperceptible al pronunciar las erres.

Avanzó y entregó en mano al barónun papel dos veces doblado. Arald lodesdobló, estudió las palabras allíescritas y frunció el ceño.

—¿Estás seguro de esto, Halt? —dijo.

—Totalmente, mi señor.

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El barón dobló de nuevo el papel ylo colocó sobre su mesa. Tamborileópensativo con los dedos en el escritorioy dijo:

—Tendré que pensar en ello estanoche.

Halt asintió y retrocedió, dando alhacerlo la sensación de que sedesvanecía contra el fondo. Will le miróinquieto, preguntándose qué informaciónle habría pasado al barón el misteriosopersonaje. Como la mayoría de la gente,Will había crecido pensando que eramejor evitar a los montaraces. Se tratabade un grupo reservado, arcano, rodeadode un velo de misterio e incertidumbre,y esa incertidumbre conducía al temor.

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A Will no le gustaba la idea de queHalt supiese algo sobre él, algo quesintió que era lo bastante importantecomo para traerlo hoy, de entre todos losdías, a la presencia del barón. La hojade papel descansaba ahí, tentadoramentecerca pero increíblemente lejos.

Advirtió el movimiento que seestaba produciendo a su alrededor y queel barón hablaba al resto de la gente enla estancia.

—Enhorabuena a todos aquellos quehabéis sido seleccionados hoy aquí. Esun gran día para todos vosotros, así quepodéis disfrutar del resto de la jornadalibre y pasarlo bien. Las cocinas osservirán un banquete en vuestras

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habitaciones y tenéis libertad durantetodo el día para salir por el castillo y elpueblo.

»Lo primero que haréis mañana porla mañana será presentaros a vuestrosnuevos maestros y, si me aceptáis unconsejo, os aseguraréis de ser puntuales—sonrió a los otros cuatro y se dirigió aWill con un tono de comprensión en suvoz—: Will, mañana te haré saber loque he decidido para ti —se volvióhacia Martin y le hizo un gesto para queacompañara a los nuevos aprendices ala salida—. Gracias a todos —dijo, yabandonó la estancia por la puerta trassu escritorio.

Los maestros le siguieron y Martin

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acompañó a los antiguos pupilos a lapuerta. Charlaban emocionados,aliviados y encantados de haber sidoadmitidos por los maestros que habíanescogido.

Will se quedó rezagado del resto,vacilando mientras pasaba por delantede la mesa sobre la que aún descansabala hoja de papel. La miró por unmomento, como si de alguna forma fueracapaz de entender las palabras escritasen el anverso. Tuvo entonces la mismasensación que había percibido antes, quealguien le estaba vigilando. Levantó lavista y se encontró contemplando lososcuros ojos del montaraz, quepermanecía detrás del alto respaldo del

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sillón del barón, casi invisible en suextraña capa.

Will se estremeció en un repentinoescalofrío de temor y se apresuró a salirde la estancia.

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ECinco

ra bien pasada la medianoche.Las parpadeantes antorchas delpatio del castillo, ya

reemplazadas una vez, comenzaban aapagarse de nuevo. Will había vigiladopacientemente durante horas, en esperade este momento, cuando la luz era bajay los guardias bostezaban en la últimahora de su turno.

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Había sido uno de los peores díasque era capaz de recordar. Mientras quesus compañeros lo celebraban,disfrutando de su festín y empleando eltiempo en juguetees desenfadados por elcastillo y el pueblo, Will se escabulló alsilencio del bosque, más o menos a unkilómetro de las murallas del castillo.Allí, en el frescor del verde oscuro entrelos árboles, pasó la tarde reflexionandoamargamente sobre los sucesos de laElección, cuidándose el profundo dolorpor la decepción y preguntándose por loque decía el papel del montaraz.

Conforme transcurrió el día y lassombras comenzaron a alargarse en loscampos abiertos junto al bosque, llegó a

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una conclusión.Tenía que saber qué había en el

papel. Y tenía que saberlo esa noche.Regresó cuando empezaba a

oscurecer, evitando tanto a los aldeanoscomo a la gente del castillo, y se ocultóotra vez en las ramas de la higuera.Antes, se había deslizado en las cocinassin que le vieran y se había hecho conpan, queso y manzanas. Las habíamordisqueado de forma malhumorada,sin apenas saborearlas, según pasaba latarde y el castillo comenzaba aacomodarse para la noche.

Observó los movimientos de losguardias, mientras se hacía una idea delo que tardaban al hacer sus rondas

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habituales. Además de la vigilancia dela tropa, había un sargento de guardia enel camino a la puerta de la torre queconducía a los aposentos del barónArald. Pero estaba demasiado gordo ysomnoliento y era poco probable quesupusiera un riesgo para Will. Al fin y alcabo, no tenía intención de utilizar lapuerta o la escalera.

A lo largo de los años, su curiosidadinsaciable y su afición por ir a sitiosdonde no se le suponía habíandesarrollado en él la habilidad demoverse por espacios aparentementeabiertos sin ser visto.

Cuando el viento agitaba las ramassuperiores de los árboles, éstas creaban

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formas en movimiento a la luz de laluna, formas que Will utilizaba ahoracon un gran resultado. De manerainstintiva ajustó sus movimientos alritmo de los árboles, fundiéndose confacilidad con las sombras del patio,convirtiéndose en parte de él, y quedóasí encubierto por éste. En cierto modo,la ausencia de una protección evidentefacilitó su tarea. El sargento gordo noesperaba que nadie cruzase el espacioabierto del patio. Así que, como noesperaba ver a nadie, no consiguióhacerlo.

Sin aliento, Will se pegó a la ásperapiedra de la pared de la torre. Elsargento estaba apenas a cinco metros

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de distancia y Will podía oír suprofunda respiración, pero un pequeñocontrafuerte del muro le ocultaba de suvista. Estudió la pared que tenía delante,echando la cabeza hacia atrás para mirararriba. La ventana del despacho delbarón se hallaba a bastante altura, y máslejos, dando la vuelta a la torre. Paraalcanzarla tendría que escalar,desplazarse después por la cara delmuro hasta un punto más allá de lavertical de donde hacía guardia elsargento y ascender otra vez hasta laventana. Nervioso, se humedeció loslabios. Al contrario que las lisasparedes interiores de la torre, losenormes bloques de piedra que

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componían el muro exterior teníangrandes huecos entre sí. Escalar no seríaningún problema. Contaría con todo tipode apoyos para manos y pies hastaarriba. Era consciente de que en algunoslugares la piedra se habría ido alisandopor el clima al pasar los años y deberíair con cuidado. Pero ya había escaladolas otras tres torres en alguna ocasiónanterior y no esperaba encontrar ningunaverdadera dificultad con ésta.

No obstante, esta vez, si le veían nopodría hacerlo pasar por una travesura.Estaría trepando en medio de la noche auna parte del castillo en la que no teníaningún derecho a estar. Después de todo,el barón no había apostado guardias en

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la torre por diversión. Se suponía que lagente no debía acercarse a menos quetuviera algo que hacer allí.

Se frotó nervioso las manos. ¿Quépodrían hacerle? Ya le habían pasadopor alto en la Elección. Nadie le habíaquerido. Estaba condenado a una vida enel campo. ¿Qué podía haber peor queeso?

Pero una duda persistía en el fondode su cabeza: no tenía la absolutaseguridad de estar condenado a esavida. Aún le quedaba una débil llama deesperanza. Quizás el barón transigiera.Quizás, si Will se lo suplicara por lamañana y le hablara de su padre y de loimportante que era para él que le

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aceptasen en la Escuela de Combate,habría una muy ligera posibilidad de quese le concediera su deseo. Y entonces,una vez fuese aceptado, podría mostrarcómo su entusiasmo y dedicación leconvertirían en un estudiante de mérito,hasta que diera el estirón.

Por otro lado, si le pillaran en losminutos siguientes, ni siquiera lequedaría esa pequeña oportunidad. Notenía ni idea de lo que le harían si leatrapaban, pero podía estarrazonablemente seguro de que noincluiría el ser aceptado en la Escuelade Combate.

Vaciló, necesitado de unempujoncito extra que le pusiera en

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marcha. Fue el sargento gordo quien selo dio. Oyó la profunda inspiración deaire, el arrastre de las botas tachonadascontra las losas mientras reunía elequipo, y se percató de que el sargentoestaba a punto de comenzar uno de losrecorridos irregulares de su ronda. Porlo general esto suponía desplazarse unospocos metros alrededor de la torre, aambos lados de la puerta, para volverdespués a su posición original. Teníamás el propósito de mantenersedespierto que cualquier otra cosa, peroWill se dio cuenta de que aquello lesllevaría a encontrarse cara a cara en lospróximos segundos si no hacía algo.

Rápido, con facilidad, comenzó a

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trepar el muro. Recorrió los primeroscinco metros en cuestión de segundos,desplegándose por la piedra rugosacomo una araña gigante de cuatro patas.Oyó entonces las fuertes pisadas a suspies y se quedó quieto, pegándose almuro por si algún leve ruido alertaba alcentinela.

De hecho, le dio la impresión de queel sargento había oído algo. Se detuvojusto bajo el punto del que Will colgaba,al tiempo que escudriñaba en la noche,intentando ver más allá de las sombrasveteadas proyectadas por la luna y losárboles en su balanceo. Pero, tal y comoWill pensó la noche anterior, la genterara vez mira hacia arriba. Satisfecho

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con que no había oído nadasignificativo, continuó su marchaalrededor de la torre.

Aquélla era la oportunidad que Willnecesitaba. También le dio laposibilidad de moverse por la cara de latorre. Así que se encontraba justo bajola ventana que quería. Encontrando confacilidad donde agarrarse con las manosy los pies, se movió casi tan rápidocomo un hombre al andar, siempre más ymás arriba en el muro de la torre.

En cierto punto miró hacia abajo yaquello fue un error. A pesar de su buenacabeza para las alturas, se le fueligeramente la vista y vio lo lejos quehabía llegado y lo lejos que estaban las

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duras losas del patio del castillo bajo él.El sargento apareció de nuevo: unapequeña silueta vista desde esadistancia. Will se sacudió de los ojos elmomento de vértigo y continuóescalando, algo más despacio, quizás, ycon algo más de cuidado que antes.

Se produjo un momento de infartocuando, a la vez que estiraba su piederecho hasta otro apoyo, el izquierdoresbaló sobre el borde redondeado porla erosión de los bloques macizos y sequedó colgando solo por las manos,mientras escarbaba otro apoyodesesperadamente. Se recuperó ycontinuó moviéndose.

Sintió una oleada de alivio cuando

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sus manos se aferraron por fin alantepecho de piedra de la ventana y conesfuerzo se elevó y se introdujo en laestancia, balanceando las piernas porencima del alféizar y cayendo dentro conligereza.

Por supuesto, el despacho del barónestaba desierto. La luz de la luna encuarto creciente penetraba a raudalespor la gran ventana.

Y allí, sobre la mesa, donde el barónla había dejado, descansaba la hoja depapel que contenía la respuesta sobre elfuturo de Will. Nervioso, echó unvistazo a la habitación. La enorme silladel barón, de respaldo alto, permanecíacomo un centinela tras la mesa. Los

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demás muebles se erguían oscuros einmóviles. En una pared, un retrato deuno de los antecesores del barón lemiraba acusador.

Se sacudió estas imaginaciones yavanzó rápidamente hacia el escritorio,sin hacer ruido con las suaves botassobre los tablones desnudos del suelo.La hoja de papel, que brillaba blancacon el reflejo de la luz de la luna, estabaa su alcance. Sólo mirarla, leerla y salir,se dijo. Eso era todo cuanto tenía quehacer. Alargó una mano para cogerla.

Sus dedos la tocaron.¡Y una mano salida de la nada le

agarró por la muñeca!Del susto, Will lanzó un fuerte

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alarido. Se le puso el corazón en la bocay se encontró mirando a los fríos ojos deHalt, el montaraz.

¿De dónde había salido? Will sehabía asegurado de que no había nadiemás en la estancia. Y no había oídoabrirse ninguna puerta. Recordóentonces cómo Halt era capaz deenvolverse en esa extraña capa suya,moteada, gris y verde y desaparecer enel entorno, fundiéndose con las sombrashasta volverse invisible.

Daba igual cómo lo había hechoHalt. El verdadero problema es que lehabía cogido allí, en el despacho delbarón, Y aquello significaba el final detodas las esperanzas de Will.

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—Pensé que podrías intentar algoasí —dijo el montaraz en tono grave.

Will, con el corazón bombeando porla impresión de los últimos instantes, nodijo nada. Bajó el rostro, avergonzado ydesesperado.

—¿Tienes algo que decir? —lepreguntó Halt, y él negó con la cabeza,sin querer levantar la vista y toparse conesa mirada oscura, penetrante.

Las siguientes palabras de Haltconfirmaron lo que Will más temía.

—Bien, veamos qué piensa el barónde esto.

—¡Halt, por favor! No… —Will sedetuvo. No había excusa para lo quehabía llevado a cabo y lo menos que

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podía hacer era enfrentarse a su castigocomo un hombre. Como un guerrero.Como su padre, pensó.

—¿Qué? —dijo Halt de maneracortante.

Will meneó la cabeza.—Nada.El montaraz agarraba a Will

férreamente de su muñeca mientras leconducía por la puerta hasta la anchaescalera en curva que ascendía a losaposentos del barón. Los centinelas, enlo alto de la escalera, levantaron lamirada sorprendidos ante la visión delrostro adusto del montaraz y el chico asu lado. A un leve gesto de éste, seapartaron y le abrieron las puertas de la

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habitación del barón.La estancia estaba muy iluminada y,

por un instante, Will miró confuso a sualrededor. Estaba seguro de haber vistocómo se apagaban las luces en estaplanta mientras esperaba y vigilabadesde el árbol. Observó entonces laspesadas cortinas echadas en la ventana ylo entendió. Al contrario que lasdependencias de trabajo en la plantainferior, con escasos muebles, estahabitación era un confortable revoltillode sofás, banquetas, alfombras, tapices ybutacas. El barón se hallaba sentado enuna de ellas, leyendo una pila deinformes.

Levantó la mirada de la hoja que

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sostenía cuando Halt entró con suprisionero.

—Así que tenías razón —dijo elbarón, y Halt asintió.

—Tal y como dije, mi señor.Atravesó el patio del castillo como unasombra. Esquivó a los centinelaspasando inadvertido y subió por la torrecomo una araña.

El barón dejó el informe en unamesilla auxiliar y se inclinó haciadelante.

—¿Escaló la torre, dices? —preguntó un pelín incrédulo.

—Sin cuerda. Sin escalera, miseñor. La escaló con la facilidad con laque usted se sube al caballo por la

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mañana. Más fácilmente, de hecho —dijo Halt con la leve sombra de unasonrisa.

El barón frunció el ceño. Teníacierto sobrepeso y a veces necesitabaayuda para subirse al caballo tras unanoche larga. No pareció sorprendido enabsoluto de que Halt se lo recordara.

—Bien —dijo mientras miraba aWill con dureza—, esto es algo muyserio.

Will no dijo nada. No tenía laseguridad de si debía estar de acuerdo ono. Cada camino tiene sus peligros. Perohubiera preferido que Halt no pusiera albarón de mal humor recordándole supeso. Ciertamente con aquello no

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conseguiría que a él le fueran mejor lascosas.

—Bueno, ¿qué vamos a hacercontigo, joven Will? —prosiguió elbarón. Se levantó de su silla y comenzóa caminar. Will le observó al tiempo quetrataba de calibrar su humor. El fuerterostro barbudo no le dijo nada. El barónse detuvo y se mesó la barba, pensativo—. Cuéntame, joven Will —dijo,poniéndose de espaldas al pobre chico—, ¿qué harías tú en mi lugar? ¿Quéharías con un chico que irrumpe en midespacho en mitad de la noche e intentarobar un importante documento?

—¡No estaba robando, mi señor! —Will explotó en el desmentido antes de

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ser capaz de contenerlo. El barón se giróhacia él con una ceja levantada enaparente descrédito. Will prosiguiódébilmente—: Sólo… quería verlo, esoes todo.

—Quizás sea así —dijo el barón conla ceja aún levantada—, pero no hasrespondido a mi pregunta. ¿Qué haríasen mi lugar?

Will bajó de nuevo la cabeza. Podíarogar misericordia. Podía disculparse.Podía intentar explicarlo. Pero cuadrólos hombros y tomó una decisión.Conocía las consecuencias de que lecogieran. Y había decidido aceptar elriesgo. No tenía derecho ahora asuplicar el perdón.

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—Mi señor… —dijo vacilante,consciente de que ése era un momentodecisivo en su vida.

El barón le prestó atención, vueltoaún a medias hacia la ventana.

—¿Sí? —dijo, y Will halló de algúnmodo la resolución para continuar.

—Mi señor, yo no sé lo que haría ensu lugar. Sí sé que no hay excusa paramis actos y aceptaré cualquier castigoque decida.

Según hablaba levantó la vista paramirar al barón a los ojos. Y al hacerlocazó un fugaz vistazo de éste a Halt.Pudo ver que había algo en aquellamirada. Por muy raro que pareciese, eracasi una mirada de aprobación o

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acuerdo. Vista y no vista.—¿Alguna sugerencia, Halt? —

preguntó el barón en un cuidadoso tononeutro.

Will miró entonces al montaraz. Surostro estaba serio, como siempre. Labarba entrecana y el pelo corto le hacíanparecer aún más disgustado, másamenazador.

—Quizá deberíamos mostrarle elpapel que tantas ganas tenía de ver, miseñor —dijo al tiempo que extraía lahoja del interior de su manga.

El barón dejó que se le escapara unasonrisa.

—No es mala idea —dijo—.Supongo que, en cierto modo, el papel

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deja bien claro cuál es su castigo, ¿no?Will alternó la mirada de uno a otro

hombre. Allí estaba pasando algo que noentendía. El barón parecía pensar que loque acababa de decir era bastantegracioso. Halt, por el contrario, no leseguía la broma.

—Si usted lo dice, mi señor —lecontestó sin alterarse.

El barón le hizo un gesto agitando lamano con impaciencia.

—¡Acepta una broma, Halt! ¡Aceptauna broma! Bien, anda, muéstrale elpapel.

El montaraz cruzó la habitación y leentregó a Will la hoja que tanto habíaarriesgado por leer. Al tomarla, le

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tembló la mano. ¿Su castigo? Pero¿cómo sabía el barón que merecería uncastigo antes de lo que acababa depasar?

Advirtió que el barón le mirabaexpectante. Halt, como siempre, era unaestatua impasible. Will desdobló la hojay leyó las palabras que Halt habíaescrito allí.

El muchacho Willtiene potencial paraser

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entrenado comomontaraz.

Le aceptaré comomi aprendiz.

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WSeis

ill contempló las palabrasdel papel totalmenteconfuso. Su primera

reacción fue de alivio. No iba a recibirla condena de una vida de trabajo en elcampo. Y no iba a ser castigado por susactos en el despacho del barón. Luego,aquella inicial sensación de alivio diopaso a una súbita y persistente duda. No

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sabía nada de los montaraces más alládel mito y la superstición. No sabía nadade Halt, aparte de que el adustopersonaje de la capa gris le poníanervioso cada vez que se acercaba.

Ahora, al parecer, le estabanenviando a pasar todo su tiempo con él.Y no tenía nada claro que le gustara laidea en absoluto.

Observó a los dos hombres. Pudover que el barón sonreía expectante. Enapariencia, sentía que Will debía recibirsu decisión como si fueran buenasnoticias. No lograba ver la cara de Haltcon claridad. La profunda capucha de sucapa proyectaba una sombra sobre surostro.

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La sonrisa del barón se borróligeramente. Parecía algo perplejo porla reacción de Will —o mejor dicho, laausencia de reacción visible alguna—ante las noticias.

—Bueno, ¿qué dices, Will? —preguntó con un tono de ánimo.

Will respiró profundamente.—Gracias, señor… mi señor —dijo

con inseguridad.¿Y si la broma anterior del barón

acerca de que la nota contenía su castigoiba más en serio de lo que él pensaba?Quizás su asignación como aprendiz deHalt fuera el peor castigo que podíahaber elegido. Pero no parecía que elbarón pensase así. Daba la impresión de

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estar muy complacido con la idea. Dejóescapar un suspiro de gusto al sentarseen una butaca. Miró al montaraz e hizoun gesto hacia la puerta.

—Quizás podrías dejarnos unosmomentos a solas, Halt. Me gustaríatener unas palabras con Will en privado—dijo.

El montaraz hizo una reverenciasolemne.

—Por supuesto, mi señor —dijo conesa voz que salía de las profundidadesde la capucha.

Se desplazó con su habitual silencio,pasó por delante de Will y salió por lapuerta que conducía al pasillo. Ésta secerró tras él sin apenas ruido. ¡Aquel

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hombre era increíble!—Siéntate, Will —el barón señaló

una de las butacas bajas frente a la suya.Will, nervioso, se sentó en el borde,como en disposición de echar a volar. Elbarón percibió su lenguaje corporal ysuspiró—. No pareces muy complacidocon mi decisión —dijo, decepcionado.

La reacción confundió a Will. Jamásse habría imaginado que un personajetan poderoso como el barón se hubierapreocupado de una u otra forma por loque un insignificante pupilo pudierapensar de sus decisiones. No sabíacómo responder, así que permaneciósentado en silencio hasta que el barón,por fin, continuó.

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—¿Preferirías trabajar de mozo enel campo? —preguntó.

Le costaba creer que un muchachotan animado y activo como ésteprefiriese una vida tan aburrida yapacible, pero quizás se equivocaba.Will se apresuró a tranquilizarle en esesentido.

—¡No, señor! —dijoprecipitadamente.

El barón hizo un leve ademáninterrogativo con ambas manos.

—Bien, entonces, ¿preferirías que tecastigase de algún modo por lo que hashecho?

Will comenzó a hablar pero entoncesse percató de que su respuesta podría

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ser insultante y se detuvo. El baróngesticuló para que prosiguiese.

—Es sólo que… no estoy seguro deque no lo haya hecho, señor —al ver laarruga que había crispado la frente delbarón mientras él hablaba, continuó conrapidez—: Yo… yo no sé mucho sobrelos montaraces, señor. Y la gente dice…

Dejó que sus palabras se apagaran.Era evidente que el barón tenía a Halt encierta estima y no creyó que fueradiplomático por su parte exponer que lagente común y corriente temía a losmontaraces y pensaba que eran brujos.Vio que el barón asentía y que unamirada de comprensión reemplazaba laexpresión de perplejidad que había

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mantenido.—Por supuesto. La gente dice que

hacen magia negra, ¿no? —Reconoció, yWill asintió, sin darse cuenta incluso deque lo estaba haciendo—. Dime, Will,¿encuentras que Halt es una persona quedé miedo?

—¡No, señor! —dijo Will conprecipitación, pero, como el barónseguía mirándole, añadió de mala gana—: Bueno… puede que un poco.

El barón se echó hacia atrás,cruzando los dedos. Ahora que entendíalas razones de la renuencia del chico, sereprochó mentalmente el no haberlasprevisto. Al fin y al cabo, tenía un mejorconocimiento del Cuerpo de Montaraces

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de lo que cabía esperar de un jovenmuchacho que acababa de cumplir losquince, susceptible a los cuchicheossupersticiosos del personal del castillo.

—Los montaraces son un grupomisterioso —dijo—, pero no hay nadaque temer de ellos, a menos que seas unenemigo del reino.

Pudo apreciar que el chico se estabaquedando con todas y cada una de suspalabras, y añadió, en tono de broma:

—Tú no eres un enemigo del reino,¿verdad, Will?

—¡No, señor! —dijo éste con untemor súbito, y el barón suspiró denuevo.

Odiaba que la gente no se diera

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cuenta de que bromeaba. Por desgracia,como cacique del castillo, la mayoría setomaba sus palabras muy en serio.

—Está bien, está bien —dijo paratranquilizarle—, sé que no lo eres. Pero,créeme, pensé que te agradaría estaasignación: un chaval aventurero comotú debería hacerse a la vida de montarazcomo un pato al agua. Es una granoportunidad para ti, Will —hizo unapausa, estudiando minuciosamente almuchacho al ver que no terminaba desentirse seguro con todo el asunto—.Muy pocos chicos son elegidos para seraprendices de montaraz, ya lo sabes. Laoportunidad sólo se presenta enocasiones extraordinarias.

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Will asintió, pero aún no estabatotalmente convencido. Pensó que debíadarlo todo por su sueño y hacer unúltimo intento por entrar en la Escuelade Combate. Al fin y al cabo, el barónparecía estar de un buen humor pococomún esta noche, a pesar del hecho deque Will irrumpiese en su despacho.

—Quería ser guerrero, señor —dijocon cautela, pero el barón meneó lacabeza de forma inmediata.

—Me temo que tus cualidades vanen otra dirección. Halt lo supo laprimera vez que te vio. Por eso tereclamó.

—Ah —dijo Will. No había muchomás que pudiera decir. Sintió que

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debería estar tranquilo con todo lo queel barón había dicho y, hasta ciertopunto, con lo que él era. Pero pensó queaún había mucha incertidumbre en todoaquello—. Es sólo que Halt parece tanhuraño siempre… —dijo.

—Cierto es que no tiene mi brillantesentido del humor —reconoció el barón,y después, mientras Will le miraba sincomprender, murmuró algo entre dientes.

Will no estaba seguro de qué habíahecho para contrariarle, así que pensóque sería mejor cambiar de tema.

—Pero… ¿en realidad qué hace unmontaraz, mi señor? —preguntó.

De nuevo, el barón meneó la cabeza.—Eso te lo contará el propio Halt.

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Son un grupo extraño y no les gustademasiado que los demás hablen deellos. Bueno, quizás deberías regresar atu cuarto e intentar dormir un poco.Tendrás que presentarte en la cabaña deHalt a las seis en punto de la mañana.

—Sí, mi señor —dijo Willlevantándose de su incómoda posiciónelevada en el borde de la silla.

No tenía claro que fuera a disfrutarla vida de un aprendiz de montaraz, perono tenía otra elección. Hizo unareverencia al barón y éste le asintióligeramente en respuesta, después sevolvió en dirección a la puerta. La vozdel barón le detuvo.

—¿Will? Esta vez, usa las escaleras.

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—Sí, mi señor —contestó conseriedad, y se sintió un poco confuso porla forma en que el barón levantó los ojosal cielo y de nuevo masculló algo parasí. Esta vez Will pudo entender algunaspalabras. Era algo sobre «bromas»,pensó.

Atravesó la puerta. Los centinelasaún estaban de servicio en eldescansillo de la escalera, pero Halt sehabía marchado.

O, por lo menos, eso parecía. Con elmontaraz, nunca se podía estar seguro.

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FSiete

ue raro abandonar el castillo trastodos esos años. Will se giró alllegar al final de la colina, con

el hatillo de sus pertenencias al hombro,y contempló los muros macizos.

El castillo de Redmont dominaba elpaisaje. Levantado en lo alto de unapequeña colina, se trataba de unaestructura maciza de tres lados, más o

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menos orientada al oeste, y con una torreen cada uno de sus tres vértices. En elcentro, protegidos por el telón de lostres muros, se encontraban el patio y latorre del homenaje, la cuarta torre, quese elevaba por encima de las otras y queacogía las dependencias oficiales delbarón y sus aposentos privados, juntocon los de sus oficiales de alto rango. Elcastillo estaba construido con pedernalrico en hierro; una roca casiindestructible que en los momentos desol bajo como el amanecer o elatardecer parecía brillar con una luzroja interior. Fue esta característica laque le dio al castillo su nombre:Redmont, o Montaña Roja.

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Al pie de la colina y al otro lado delrío Tarbus se extendía la villa deWensley, un alegre conjunto irregular decasas, con una posada y los comerciosde los artesanos necesarios parasatisfacer la demanda del día a día de lavida campestre: un tonelero, uncarretero, un herrero y un fabricante dearneses. Las tierras de alrededor sehabían despejado hasta una ciertadistancia, tanto para proporcionarcampos de labranza y pastos a losaldeanos como para evitar que losenemigos se pudieran ocultar alaproximarse. En las épocas de peligro,los habitantes de la villa conducían susrebaños por el puente que cruzaba el

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Tarbus, retiraban la parte central de éstetras de sí y buscaban refugio dentro delos muros macizos de pedernal delcastillo, protegidos por los soldados delbarón y los caballeros entrenados en laEscuela de Combate de Redmont.

La cabaña de Halt se hallaba a unacierta distancia, lejos del castillo y elpueblo, situada al refugio de los árbolesen el límite del bosque. El sol salía justopor encima de los árboles cuando Willllegó a la choza de troncos. Un hilo dehumo en espiral se elevaba desde lachimenea, por lo que pensó que Halt yaestaba en pie. Subió a la veranda quecorría a lo largo de uno de los lados dela casa, dudó un instante y luego, tras

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una respiración profunda, llamó confirmeza a la puerta.

—Pasa —dijo una voz desde dentro.Will abrió la puerta y entró en lacabaña.

Era pequeña pero sorprendentementebien organizada y cómoda en su interior.Se encontró en la estancia principal, unárea a medias salón y comedor, con unacocina pequeña en un extremo, separadade la zona central por un banco de pino.Había confortables sillas distribuidasalrededor de un fuego, una mesa demadera bien fregada y cazuelas ysartenes que relucían de tan frotadascomo estaban. Había incluso un jarróncon flores silvestres de brillantes

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colores sobre la repisa de la chimenea yel primer sol de la mañana penetrabacon alegría por una ventana grande.Desde la estancia principal se accedía aotras dos habitaciones.

Halt se sentó en una de las sillas, ala vez que apoyaba en la mesa los piescalzados con botas.

—Al menos llegas a tiempo —dijobruscamente—. ¿Has desayunado ya?

—Sí, señor —dijo Will,contemplando fascinado al montaraz.

Aquélla era la primera vez que veíaa Halt sin su capa verde y gris y lacapucha. El montaraz llevaba puesta unasencilla ropa de lana gris y marrón ybotas que parecían de cuero blando. Era

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más mayor de lo que Will habíapensado. Su barba y su pelo eran cortosy oscuros, pero salpicados conmechones grises como el acero. Losllevaba recortados de forma irregular yWill pensó que daba la impresión dehabérselos cortado él mismo con sucuchillo de caza.

El montaraz se puso en pie. Era decomplexión sorprendentemente pequeña.Otra cosa más de la que Will nunca sehabía percatado. La capa gris habíaocultado mucho de Halt. Era delgado yen absoluto alto. De hecho, era más bajoque la media. Pero daba tal sensación defuerza y carácter fustigador que su faltade altura y corpulencia no hacían de él

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un personaje menos intimidador.—¿Has acabado de mirar? —

preguntó de repente el montaraz.Will dio un respingo nervioso.—¡Sí, señor! ¡Perdón, señor! —dijo.Halt gruñó. Señaló hacia una de las

pequeñas habitaciones que Will habíavisto al entrar.

—Ésa será tu habitación. Puedesdejar tus cosas ahí dentro.

Se desplazó hacia el hornillo de leñaque había en la zona de la cocina y Willentró vacilante en el cuarto que le habíaindicado. Era pequeño pero, como elresto de la cabaña, también estabalimpio y parecía cómodo. Una camapequeña se extendía a lo largo de una de

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las paredes. Había un armario para laropa y una mesa tosca con una palanganay una jarra encima. Will se fijó en queasimismo había otro jarrón de floressilvestres recién cogidas que daba unaviva nota de color a la habitación. Dejósu hatillo y sus cosas sobre la cama yregresó a la sala principal.

Halt aún estaba ocupado junto alhornillo, de espaldas a Will, quecarraspeó para llamar su atención.Continuó removiendo el café en unacacerola sobre el hornillo.

Will carraspeó de nuevo.—¿Estás constipado, chico? —

preguntó el montaraz sin darse la vuelta.—Eh… no, señor.

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—¿Por qué toses, entonces? —dijoHalt girándose para quedar frente a él.

Will vaciló.—Bueno, señor —comenzó inseguro

—, sólo quería preguntarle… ¿Enrealidad a qué se dedica un montaraz?

—¡No hace preguntas sin sentido,chico! —dijo Halt—. ¡Mantiene los ojosy los oídos abiertos y observa yescucha, y, al final, si no tienedemasiado serrín entre las orejas,aprende algo!

—Ah —dijo Will—, ya veo —noquiso y no pudo controlarse y, aunque sedio cuenta de que no era momento dehacer más preguntas, repitió en tono unpoco rebelde—: Yo sólo me preguntaba

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qué hacen los montaraces, nada más.Halt captó el tono de su voz y le

miró con un brillo extraño en los ojos.—Vale, entonces supongo que será

mejor que lo sepas —dijo—. Lo quehacen los montaraces, o mejor dicho, loque hacen los aprendices de montaraz,son las tareas de la casa.

Will se sintió hundido mientras legolpeaba la sospecha de que habíacometido un error táctico.

—¿Las tareas de la casa? —repitió.Halt asintió mostrándose

abiertamente complacido consigomismo.

—Eso es. Mira a tu alrededor —realizó una pausa al tiempo que

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señalaba el interior de la cabaña paraque Will hiciera lo que le habíasugerido, y después prosiguió—: ¿Vesalgún criado?

—No, señor —dijo Will lentamente.—¡Desde luego que no, señor! —

dijo Halt—. Porque esto no es un grancastillo con personal de servicio. Estoes una cabaña humilde. Y hay agua quetraer y leña que cortar y suelos quebarrer y alfombras que sacudir. ¿Y quiéncrees que se supone que debería hacertodas esas cosas, chico?

Will intentó pensar en algunarespuesta diferente de la que parecíaahora inevitable. No le vino nada a lacabeza, así que dijo por fin, en tono de

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derrota:—¿Debería ser yo, señor?—Creo que sí —le dijo el montaraz,

y de un tirón le soltó una lista deinstrucciones—: El cubo, allí. El tonel,al otro lado de la puerta. El agua, en elrío. El hacha, en el cobertizo, y la leña,detrás de la cabaña. La escoba, junto ala puerta, y creo que probablemente vesdónde podría estar el suelo, ¿no?

—Sí, señor —dijo Will mientrascomenzaba a remangarse.

Al llegar ya había visto el tonel que,obviamente, guardaba el suministrodiario de agua de la cabaña. Habíaestimado que le cabrían veinte o treintacubos llenos. Con un suspiro, se percató

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de que iba a tener una mañana muyatareada.

Conforme salía al exterior con elcubo vacío en una mano, oyó almontaraz decir con satisfacción mientrasse servía una taza de café:

—Había olvidado lo divertido quepuede ser tener un aprendiz.

Will no podía creer que una cabaña tanpequeña y en apariencia cuidada fueracapaz de precisar tanta limpieza ymantenimiento general. Después dehaber llenado el tonel con agua frescadel río (treinta y un cubos repletos),cortó leña del montón de troncos tras la

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choza, colocándola en una pilaordenada, barrió la cabaña y, cuandoHalt decidió que hacía falta sacudir laalfombra del salón, la enrolló, la sacófuera y la tendió sobre una cuerdacolgada entre dos árboles, golpeándolacon tanta fuerza que salían nubes depolvo. De vez en cuando, Halt seasomaba a la ventana para darle ánimos,que solían consistir en comentarioscortantes como «Te has dejado un pocoen la parte de la izquierda» o «Pon unpoco de energía, chico».

Una vez la alfombra recuperó sulugar en el suelo, Halt decidió quevarias de sus cacerolas no brillaban conla suficiente intensidad.

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—Vamos a tener que frotar un poco—dijo, más o menos para sí.

Will ya sabía que aquello queríadecir «Tú vas a tener que frotar unpoco». Así que, sin decir una palabra, sellevó las cacerolas a la orilla del río ylas llenó por la mitad de agua y arenafina, las frotó y pulió el metal hasta quebrilló.

Halt, mientras tanto, se habíatrasladado a una silla de lona en laveranda, donde se sentó a leer una buenapila de lo que parecían ser comunicadosoficiales. Will pasó por delante una odos veces y pudo ver que varios de lospapeles llevaban blasones y escudos dearmas, mientras que la gran mayoría

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estaba encabezada por el dibujo de unahoja de roble.

Cuando volvió de la orilla del río,Will sostuvo en alto las cacerolas parala inspección de Halt. El montaraz hizouna mueca a su reflejo distorsionado enla brillante superficie de cobre.

—Mmm. No está mal. Puedo ver mipropia cara —dijo, y añadió sin rastrode una sonrisa—: Puede que eso no seatan bueno.

Will no dijo nada. Si se tratase deotra persona, podía haber sospechadoque era una broma, pero con Halt,simplemente, no se sabía. Éste le estudiódurante un segundo o dos, se encogióligeramente de hombros y le hizo un

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gesto para que devolviera las cacerolasa la cocina. El muchacho se encontrabaa medio camino de la puerta cuandoescuchó a Halt decir, a su espalda:

—Mmm. Qué extraño.Pensando que el montaraz se dirigía

a él, Will se detuvo en la puerta.—¿Disculpe? —le dijo con

suspicacia.Cada vez que Halt encontraba una

tarea nueva a la que dedicarle, parecíainiciar la orden con un enunciado como«Qué raro. La alfombra del salón estállena de polvo», o «Creo que el hornillotiene la extrema necesidad de unaprovisión de leña».

Era una afectación que Will había

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encontrado algo más que un pocomolesta a lo largo del día, aunque a Haltparecía encantarle. Esta vez, sinembargo, parecía que estaba en realidadreflexionando para sí mientras leía otroinforme, uno con el emblema de la hojade roble, notó Will. El montaraz levantóla vista, un poco sorprendido de queWill se hubiera dirigido a él.

—¿Qué pasa? —dijo.Will se encogió de hombros.—Perdone. Cuando dijo «qué

extraño», pensé que me estaba hablandoa mí.

Halt movió la cabeza varias veces,con el ceño aún fruncido y observandoel informe en sus manos.

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—No, no —dijo un pelín distraído—. Sólo estaba leyendo esto… —su vozse fue apagando y, pensativo, frunció denuevo el ceño. Había despertado lacuriosidad de Will, que aguardabaexpectante.

—¿Qué es? —se aventuró finalmentea preguntar.

Cuando el montaraz volvió sus ojososcuros hacia él, deseó al instante nohaberlo hecho. Halt le contempló por unsegundo o dos.

—Eres curioso, ¿verdad? —dijo porfin, y cuando Will asintió incómodo,prosiguió en un tono inesperadamentemás suave—. Bien, supongo que es unacualidad en un aprendiz de montaraz. Al

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fin y al cabo, por eso te pusimos aprueba con ese papel en el despacho delbarón.

—¿Me pusieron a prueba? —Willdejó la cacerola de cobre junto a lapuerta—. ¿Esperaban que intentara verlo que decía?

Halt asintió.—Me habría decepcionado que no

lo hubieras hecho. También quise vercómo te apañarías para conseguirlo —levantó una mano para detener eltorrente de preguntas que estaba a puntode salir en avalancha de la boca de Will—. Discutiremos eso más tarde —dijo,mirando de forma significativa la teteray el resto de cacerolas.

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Will se agachó para recogerlas y sevolvió hacia a la casa una vez más. Perola curiosidad aún le quemaba y se giróde nuevo hacia el montaraz.

—Entonces, ¿qué dice? —preguntóinclinándose hacia el informe.

Se produjo otro silencio mientrasHalt le contemplaba, quizásevaluándolo. Después dijo:

—Lord Northolt ha muerto. Alparecer le mató un oso la semana pasadamientras se encontraba de caza.

—¿Lord Northolt? —preguntó Will.El nombre le resultaba vagamentefamiliar pero no era capaz de situarlo.

—Antiguo comandante supremo delos ejércitos del rey —le informó Halt, y

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Will asintió, como si ya lo supiera. Y,como parecía que Halt respondía a suspreguntas, se animó a continuar.

—¿Qué hay de raro en ello? Al fin yal cabo, los osos matan gente de vez encuando.

Halt asintió.—Cierto. No obstante, habría dicho

que el feudo de Cordom estabademasiado al oeste para los osos. Ytambién que Northolt era un cazador condemasiada experiencia como para irdetrás de uno él solo —se encogió dehombros, como desechando elpensamiento—. Pero la vida tambiénestá llena de sorpresas y la gente cometeerrores —hizo otro gesto hacia la

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cocina, indicando que la conversaciónse había terminado—. Cuando hayasrecogido eso, a lo mejor te apetecelimpiar la chimenea —dijo.

Will se dirigió a hacerlo al instante.Y unos minutos más tarde, según pasabapor una de las ventanas hacia la granchimenea que ocupaba la mayor parte deuna de las paredes del salón, miró alexterior para ver cómo el montarazgolpeaba pensativo su barbilla con elinforme, con sus pensamientosclaramente muy lejos.

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POcho

oco después, por la tarde, aHalt por fin se le acabaron lastareas para Will. Echó un

vistazo alrededor de la cabaña,advirtiendo los brillantes utensilios decocina, la inmaculada chimenea, el suelominuciosamente barrido y la alfombrasin una mota de polvo. Una pila de leñadescansaba junto a la chimenea y otra,

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cortada en trozos más cortos, llenaba elcesto de mimbre junto al hornillo de lacocina.

—Mmm. No está mal —dijo—. Noestá nada mal.

Will sintió una oleada desatisfacción ante los parcos elogios,pero antes de que pudiera sentirsecomplacido consigo mismo, Haltañadió:

—¿Sabes cocinar, chico?—¿Cocinar, señor? —preguntó Will,

inseguro. Halt elevó la mirada haciaalgún ser superior invisible.

—¿Por qué los jóvenes siempreresponden a una pregunta con otrapregunta? —se cuestionó. Acto seguido,

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al no recibir réplica, continuó—: Sí,cocinar, preparar alimentos de formaque se puedan comer. Hacer la comida.Supongo que sabes lo que son losalimentos, lo que es la comida, ¿no?

—Ss-sí —respondió Will,cuidándose de eliminar de la palabracualquier entonación de pregunta.

—Bien, como te conté esta mañana,esto no es un gran castillo. Aquí, siqueremos comer, tenemos que cocinarnosotros —le dijo Halt.

Ahí estaba ese «nosotros» de nuevo,pensó Will. Todas y cada una de lasveces que Halt había dicho «nosotrosdebemos» parecía haberse traducidocomo «tú debes».

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—No sé cocinar —admitió Will, yHalt aplaudió y se frotó las manos.

—¡Pues claro que no sabes! Lamayoría de los chicos no sabe. Así quetendré que enseñarte cómo se hace.Vamos.

Le precedió en el camino a la cocinae introdujo a Will en los misteriosculinarios: pelar y cortar cebollas,escoger una pieza de ternera de ladespensa de la carne, trocearla en cubosperfectos, cortar verduras, dorar laternera en una sartén muy caliente y, porúltimo, añadir un generoso chorreón devino tinto y un poco de lo que Halt llamósus «ingredientes secretos». La resultafue un estofado de olor sabroso que

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hervía a fuego lento en lo alto delhornillo.

Después, mientras esperaban a quela cena estuviese lista, se sentaron en laveranda al atardecer y charlarontranquilamente.

—El Cuerpo de Montaraces se fundóhace más de ciento cincuenta años, conel rey Herbert en el trono. ¿Sabes algode él? —Halt miró de reojo almuchacho, que se sentaba a su lado,lanzando la pregunta con rapidez paraver su respuesta.

Will dudó. Recordaba vagamente elnombre por las clases de Historia en laSala, pero no era capaz de evocarningún detalle. De todas formas, decidió

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intentar salir de aquello con un engaño.No quería parecer demasiado ignoranteen su primer día con su nuevo maestro.

—Ah… sí —dijo—, el rey Herbert.Nos hablaron de él en clase.

—¿En serio? —dijo el montarazexplayándose—. ¿Me podrías, quizás,contar algo sobre él? —Se recostó ycruzó las piernas, acomodándose.

Will buscó desesperadamente en sumemoria, en un intento por recordaraunque sólo fuera un nimio detalle sobreel rey Herbert. Ese rey había hechoalgo… pero ¿qué?

—Era… —vaciló, al tiempo quesimulaba poner en orden suspensamientos— el rey. —Eso era todo

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de cuanto estaba seguro y observó almontaraz para ver si podía dejarlo ya.Halt, simplemente, le miró e hizo ungesto con la mano para que continuara—. Era el rey… hace ciento cincuentaaños —dijo Will en un intento porparecer seguro de lo que hacía.

Halt le sonrió y le hizo más gestospara que siguiese.

—Mmm… bueno, creo recordar quefue quien fundó el Cuerpo deMontaraces —dijo expectante, y Haltlevantó las cejas en un gesto de sorpresaburlona.

—¿En serio? Lo recuerdas, ¿verdad?—dijo, y Will pasó un momento terriblecuando se percató de que Halt

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simplemente había dicho que se fundódurante su reinado, no necesariamenteque él lo fundase.

—Ahhh, bueno, cuando he dicho quefundó el Cuerpo de Montaraces, queríadecir que él era el rey cuando se fundó—dijo.

—¿Hace ciento cincuenta años? —inquirió Halt.

Will asintió con énfasis.—Exacto.—Bueno, resulta llamativo teniendo

en cuenta que eso te lo he contado yohace apenas un minuto —dijo elmontaraz bajando las cejas sobre losojos como nubes de tormenta. Willpensó que habría sido mejor no haber

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dicho nada. Finalmente, el montarazprosiguió en un tono más suave—:Chico, si no sabes algo, no intentescolarme una mentira. Dime simplemente«no lo sé», ¿está claro?

—Sí, Halt —dijo Will con la miradabaja. Se produjo un silencio y entoncesdijo—: ¿Halt?

—¿Sí?—Sobre el rey Herbert… en

realidad, no lo sé —admitió Will.El montaraz soltó un pequeño

gruñido.—Vaya, jamás lo habría imaginado

—dijo—, pero estoy seguro de que lorecordarás cuando te diga que fue el queexpulsó a los clanes del norte de vuelta

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hasta las Highlands a través de lafrontera, ¿no?

Y, por supuesto, en cuanto lomencionó, Will se acordó. Pero pensóque sería inapropiado decirlo. El reyHerbert era conocido como el «Padredel reino moderno de Araluen». Habíaagrupado los cincuenta feudos en unapoderosa unión para derrotar a losclanes del norte. Will vio entonces elmodo de recuperar algo de crédito antelos ojos de Halt. Si mencionaba el títulode «Padre del reino moderno deAraluen», quizás el montaraz…

—A veces se le conoce como elPadre del reino moderno de Araluen —estaba diciendo Halt, y Will se dio

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cuenta de que había tardado mucho—.Creó la unión entre los cincuenta feudos,que es la estructura que aún hoytenemos.

—Me parece que ya recuerdo —terció Will. Pensó que añadir «meparece» contribuía a que no sonase acomentario a toro pasado.

Halt le miró con una ceja enarcada yprosiguió.

—En aquel momento, el rey Herbertsintió que, para permanecer seguro, elreino necesitaba una fuerza deinteligencia eficaz.

—¿Una fuerza inteligente? —dijoWill.

—Inteligente no. De inteligencia.

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Aunque es una ayuda si tu fuerza deinteligencia es también inteligente. Lainteligencia consiste en saber lo que tusenemigos, o tus potenciales enemigos,van a hacer. Qué están planeando. Quéestán pensando. Si conoces de antemanoese tipo de cosas, lo normal es que seascapaz de urdir un plan para detenerlos.Por eso fundó el Cuerpo de Montaraces:para mantener informado al reino. Paraactuar como los ojos y los oídos delreino.

—¿Cómo hacéis eso? —preguntóWill con un creciente interés.

Halt percibió el cambio de tono y unmomentáneo brillo de aprobacióniluminó sus ojos.

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—Mantenemos los ojos y los oídosabiertos. Patrullamos el reino, y másallá. Escuchamos. Observamos.Informamos.

Will asintió para sí, pensando.Después, preguntó:

—¿Es ésa la razón por la que ospodéis hacer invisibles?

De nuevo, el montaraz sintió eseinstante de aprobación y satisfacción.Pero se aseguró de que el muchacho nolo percibiese.

—No podemos hacernos invisibles.La gente cree que sí. Lo que nosotroshacemos es que sea difícil vernos.Hacerlo de forma apropiada requiereaños de aprendizaje y práctica, pero tú

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ya tienes algunas de las habilidadesnecesarias.

Will levantó la vista, sorprendido.—¿Las tengo?—Cuando cruzaste anoche el patio

del castillo utilizaste las sombras y elbalanceo de las ramas para ocultarte,¿no?

Will asintió. Nunca había conocido anadie que entendiera de verdad suhabilidad para moverse desapercibido.Halt continuó.

—Empleamos los mismosprincipios: fundirse con el paisaje.Utilizarlo para ocultarnos, convertirnosen parte de él.

—Entiendo —dijo Will despacio.

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—El truco está en asegurarse de quenadie más lo hace —le contó Halt.

Por un instante, Will pensó que elmontaraz había hecho una broma, perocuando le miró, Halt tenía el mismorostro serio de siempre.

—¿Cuántos montaraces hay? —preguntó. Halt y el barón se habíanreferido más de una vez al Cuerpo deMontaraces, pero Will sólo había visto auno, y ése era Halt.

—El rey Herbert instauró el Cuerpocon cincuenta, uno por cada feudo. Yoestoy asignado a éste y mis colegas loestán a los otros cuarenta y nuevecastillos a lo largo del reino. Además deproporcionar información sobre

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enemigos potenciales, los montaracesson los guardianes de la ley —dijo Halt—. Patrullamos nuestro feudo asignadoy nos aseguramos de que se obedece laley.

—Pensé que eso lo hacía el barónArald —terció Will.

Halt sacudió la cabeza.—El barón es un juez —dijo—. La

gente le hace llegar sus quejas para queél pueda resolverlas. Los montaracesimponen la ley. Llevamos la ley alpueblo. Si se ha cometido un crimen,buscamos las pruebas. Estamosespecialmente capacitados para ello yaque a menudo la gente no se da cuenta deque andamos por allí. Investigamos para

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ver quién es el responsable.—¿Qué pasa después? —preguntó

Will.Halt se encogió ligeramente de

hombros.—A veces informamos al barón del

feudo y éste arresta y enjuicia alindividuo. Otras veces, si la cosa esurgente, sólo… nos encargamos de ello.

—¿Qué hacemos? —preguntó Will,antes de poder contenerse.

Halt le dedicó una larga mirada deconsideración.

—No mucho si llevamos unas pocashoras como aprendiz —respondió—.Los que llevamos veinte años o máscomo montaraces solemos saber qué

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hacer sin preguntar.—Ah —dijo Will, con el

correspondiente escarmiento.Halt continuó.—También, en época de guerra,

actuamos como tropas especiales:guiamos a los ejércitos, exploramos pordelante de ellos, vamos tras las líneasenemigas para causar daño, etcétera —observó al muchacho—. Es mucho másinteresante que trabajar en el campo —Will asintió. Quizás la vida de aprendizde montaraz iba a tener su atractivodespués de todo.

—¿Qué clase de enemigos? —preguntó. Al fin y al cabo, el castillo deRedmont no había entrado en guerra

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desde hacía tanto como él era capaz derecordar.

—Enemigos de dentro y de fuera —le contó Halt—. Gente como lossaqueadores del mar de Skandia oMorgarath y sus wargals.

Will se estremeció al tiempo querecordaba algunos de los relatos másescabrosos sobre Morgarath, señor delas Montañas de la Lluvia y la Noche.Halt asintió sombrío al ver la reacciónde Will.

—Sí —dijo—, Morgarath y suswargals son sin duda gente de la quepreocuparse. Por eso el Cuerpo deMontaraces los mantienen vigilados.Queremos saber si se están organizando,

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si se están preparando para la guerra.—De todos modos —dijo Will, más

para quedarse tranquilo que porcualquier otra razón—, la última vez queatacaron, los ejércitos de los barones leshicieron papilla.

—Es cierto —reconoció Halt—.Pero sólo porque les habían avisado delataque… —hizo una pausa y miró a Willsignificativamente.

—¿Fue un montaraz? —preguntó elmuchacho.

—Correcto. Fue un montaraz quientrajo la noticia de que los wargals deMorgarath se encontraban en camino…Después guió a la caballería a través deun vado secreto para que pudieran

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rodear al enemigo.—Fue una gran victoria —dijo Will.—Sin duda lo fue. Y todo gracias a

la vigilancia y la habilidad delmontaraz, y su conocimiento de lossenderos secretos y las trochas.

—Mi padre murió en esa batalla —añadió Will en voz más baja, y Halt lededicó una curiosa mirada.

—¿Es eso cierto? —dijo.—Fue un héroe. Un caballero

poderoso —continuó Will.El montaraz hizo una pausa, casi

como si estuviera decidiendo si deciralgo o no decirlo. Luego, simplementerespondió:

—No estaba al corriente de eso.

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Will fue consciente de unsentimiento de decepción. Por unmomento, tuvo la sensación de que Haltsabía algo sobre su padre, que podíacontarle la historia de su heroica muerte.Se encogió de hombros.

—Por eso tenía tantas ganas de ir ala Escuela de Combate —dijo por fin—,para seguir sus pasos.

—Tú tienes otras cualidades —ledijo Halt, y Will recordó cómo el barónle había dicho exactamente lo mismo lanoche anterior.

—Halt… —dijo. El montaraz asintiópara animarle a continuar—. Me estabapreguntando… el barón dijo que meelegiste, ¿no?

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Halt asintió de nuevo, sin decirnada.

—Y ambos decís que yo tengo otrascualidades: cualidades que me hacenapropiado para ser un aprendiz demontaraz…

—Es cierto —dijo Halt.—Bueno… ¿cuáles son?El montaraz se recostó hacia atrás y

juntó las manos tras su cabeza.—Eres ágil, eso es bueno en un

montaraz —comenzó—. Y, como hemosdicho, sabes moverte en silencio. Eso esmuy importante. Eres de pies rápidos einquisitivo…

—¿Inquisitivo? ¿En qué sentido? —preguntó Will. Halt le miró con dureza.

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—Siempre haciendo preguntas.Queriendo saber siempre las respuestas—le explicó—. Por eso hice que elbarón te pusiera a prueba con ese trozode papel.

—Pero ¿cuándo te fijaste en mí porprimera vez? Quiero decir, ¿cuándo fuela primera vez que pensaste enseleccionarme? —Quiso saber Will.

—Ah —dijo Halt—, supongo quefue cuando te vi robar esos dulces de lacocina del maestro Chubb.

La boca de Will se abrió delasombro.

—¿Me viste? ¡Pero si eso fue hacesiglos! —Un pensamiento le vino súbitoa la mente—. ¿Dónde estabas?

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—En la cocina —dijo Halt—,cuando entraste estabas demasiadoocupado como para verme.

Will sacudió la cabeza con gesto deasombro. Se había asegurado de que nohabía nadie en la cocina. Entoncesrecordó de nuevo cómo Halt, enfundadoen su capa, era capaz de volverseprácticamente invisible. Se percató deque para ser un montaraz necesitaba algomás que aprender a cocinar y limpiar.

—Me impresionó tu habilidad —dijo Halt—. Pero hay algo que meimpresionó mucho más.

—¿Qué fue? —preguntó Will.—Más tarde, cuando el maestro

Chubb te interrogó, vi que dudaste. Ibas

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a negar haber robado los dulces.Entonces te vi admitirlo. ¿Recuerdas? Tedio un golpe en la cabeza con su cucharade madera.

Will sonrió abiertamente y se rascópensativo la zona donde fue golpeado.Aún podía oír el ¡crack! de la cucharaal alcanzarle.

—Me pregunto si debería habermentido —admitió.

Halt movió la cabeza con muchalentitud.

—Oh no, Will. Si hubieras mentido,nunca te habrías convertido en miaprendiz.

Se puso en pie y se estiró al tiempoque se volvía para entrar y dirigirse

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hacia el estofado, que hervía a fuegolento sobre el hornillo.

—Vamos a comer ya —dijo.

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HNueve

orace dejó su petate en el suelodel dormitorio y cayó en lacama con un gruñido de alivio.

Le dolía cada músculo de su cuerpo.No tenía ni idea de que fuera capaz desentirse tan dolorido, tan agotado. Notenía ni idea de que hubiera tantosmúsculos en el cuerpo humano quepudiera sentir de ese modo. Se preguntó,

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no por primera vez, si saldría airoso delos tres años de entrenamiento en laEscuela de Combate. Llevaba menos deuna semana como cadete y ya era unaruina física.

Cuando solicitó la Escuela deCombate, Horace tenía una vaga idea debrillantes caballeros ataviados conarmaduras, guerreando mientras elpueblo llano asistía y miraba consobrecogida admiración. Una buenacantidad de miembros de ese pueblollano, en su imagen mental, eran chicasatractivas; Jenny, su compañera en laSala, sobresalía entre todas. Para él, laEscuela de Combate era un lugar deglamour y aventura y los cadetes eran

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gente a quienes los demás respetaban yenvidiaban.

La realidad era otra. Hasta elmomento, los cadetes de la Escuela deCombate eran personas que selevantaban antes del amanecer ydedicaban la hora previa al desayuno aun severo recorrido de entrenamientofísico: correr, levantar pesos, formar enfilas de diez o más para alzar y sostenerpesados troncos sobre sus cabezas.Agotados por todo esto, se les devolvíaa sus estancias para que tuvieran laoportunidad de darse una ducha —conagua fría— antes de asegurarse de queel dormitorio y el pabellón de aseo seencontraban absolutamente inmaculados.

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Tras esto venía la inspección de cuartos,que era meticulosa. Sir Karel, el viejo yastuto caballero que llevaba a cabo lainspección, se las sabía todas cuando setrataba de tomar atajos en la limpiezadel dormitorio, al hacer la cama yrecoger tus cosas. La más ligerainfracción por parte de alguno de losveinte muchachos implicaba que lesesparcieran sus petates por el suelo,voltearan sus camas y les vaciaran loscubos de basura en el suelo; tendríanque hacerlo de nuevo, desde cero, en elrato en que deberían estar desayunando.

Como consecuencia, los nuevoscadetes sólo intentaban engañar a sirKarel una vez. El desayuno no tenía

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nada de especial. De hecho, en opiniónde Horace, era de lo más básico. Pero site lo perdías, quedaba una larga y duramañana hasta la hora del almuerzo, que,en consonancia con la vida espartana enla Escuela de Combate, sólo durabaveinte minutos.

Tras el desayuno, dos horas declases de Historia Militar, Teoría deTácticas y demás, y después solíanllevar a los cadetes a hacer el recorridode obstáculos: una serie de obstáculosdiseñados para poner a prueba lavelocidad, la agilidad, el equilibrio y lafuerza. Contaban con un tiempo máximoestablecido para el recorrido. Había queterminar en menos de cinco minutos, y

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todo cadete que no lo lograba eraenviado inmediatamente de vuelta alprincipio para intentarlo otra vez.Resultaba extraño que alguiencompletara el recorrido sin caerse almenos una vez, pues estaba plagado decharcas de barro, obstáculos con agua yfosas llenas de una desconocida aunquedesagradable materia sobre cuyo origenHorace ni siquiera quería pensar.

El almuerzo seguía al recorrido deobstáculos, pero, si uno se caía durantela carrera, tenía que asearse antes deentrar en el comedor —otra de lasfamosas duchas frías— y con frecuenciaaquello se llevaba la mitad del tiempodestinado al descanso de la comida. En

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consecuencia, las abrumadorasimpresiones de Horace sobre la primerasemana en la Escuela de Combate eranuna combinación de músculos doloridosy hambre persistente.

Había más clases tras el almuerzo,después, ejercicios físicos en el patiodel castillo ante la vigilancia de uno delos cadetes mayores. Tras esto, la clasese alineaba y realizaba la instrucción enformación cerrada hasta el final de lajornada escolar, momento en el cualtendrían dos horas para sí, para limpiar,reparar el equipo y preparar laslecciones de las clases del día siguiente.

A menos, claro, que alguien hubieradesobedecido a lo largo del día, o

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hubiera molestado de alguna forma aalguno de sus instructores uobservadores, en cuyo caso se invitaba atodos a cargar sus petates con piedras ysalir a dar una carrera de docekilómetros a lo largo de un recorridoplaneado a través de los campos dealrededor. Cómo no, el recorrido nopasaba por ningún camino o pista llanade la zona. Implicaba correr por suelosdesnivelados, cortados, subir colinas ycruzar riachuelos, por matorrales muycrecidos, donde las lianas y la gruesamaleza los arañaban y los intentabantumbar.

Horace acababa de terminar una deesas carreras en ese momento. Antes,

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durante el día, habían pillado a uno desus compañeros de clase pasándole unanota a un amigo en Tácticas I.Desafortunadamente, no se trataba deuna nota escrita, sino de una caricaturapoco favorecedora del narigudoinstructor que impartía la clase. Conigual infortunio, el muchacho poseía unaconsiderable habilidad comocaricaturista y el dibujo era reconociblede inmediato.

En consecuencia, a Horace y a suclase los invitaron a llenar los petates yempezar a correr.

Poco a poco vio cómo el resto delos chicos iban quedando atrás, segúnsubían penosamente la primera colina.

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Aunque sólo habían transcurrido unospocos días, el estricto régimen de laEscuela de Combate estaba empezado adar sus frutos con Horace. Se sentía másen forma de lo que jamás había estadoen su vida, a lo que se añadía el hechode que tenía una habilidad natural comoatleta. Aunque no era consciente de ello,corría con estilo y equilibrio allí dondelos demás mostraban el esfuerzo.Conforme avanzaba la carrera, seencontró muy por delante del resto.Siguió su ritmo, con la cabeza alta yrespirando regularmente por la nariz.Hasta entonces no había tenido muchasoportunidades de llegar a conocer a suscompañeros de clase. Había visto a la

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mayoría de ellos por el castillo o elpueblo a lo largo de los años, porsupuesto, pero crecer en la Sala habíatendido a aislarle de la vida normal, deldía a día del castillo y el pueblo. Lospupilos no podían evitar sentirsediferentes del resto. Y era una sensacióncorrespondida por los chicos y chicascuyos padres aún vivían.

La ceremonia de la Elección erapropia sólo de los miembros de la Sala.Horace era uno de los veinte nuevosreclutas de aquel año y los otrosdiecinueve llegaban a través del procesoque se consideraba normal: influenciafamiliar, mecenazgo o recomendación desus profesores. Por ese motivo se le

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consideraba algo así como unacuriosidad, y los demás muchachos nohabían llevado a cabo ningúnacercamiento amistoso o siquiera unverdadero intento de conocerle. Detodas formas, pensó él mientras sonreíacon macabra satisfacción, les habíaganado a todos en la carrera. Ninguno delos demás había regresado aún. Leshabía dado una lección a todos, muybien.

La puerta del final del dormitoriochirrió con estruendo sobre sus goznes yunas pesadas botas sonaron contra lastablas del suelo. Horace se incorporósobre un hombro y gruñó para sí.

Bryn, Alda y Jerome marchaban

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hacia él entre las ordenadas hileras decamas hechas a la perfección. Erancadetes de segundo año y parecían haberdecidido que su tarea en la vidaconsistiría en hacerle a Horace la suyaimposible. Balanceó con rapidez laspiernas por un lado de la cama y se pusoen pie, pero no lo suficientementerápido.

—¿Qué haces tumbado en la cama?—le gritó Alda—. ¿Quién te ha dichoque es la hora de dormir?

Bryn y Jerome sonreían. Disfrutabancon las agudezas verbales de Alda, queestaban muy lejos de ser originales, perocompensaban su carencia de inventivaverbal con una fuerte confianza en el

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lado físico de las cosas.—¡Veinte flexiones! —ordenó Bryn

—. ¡Ya!Horace dudó un instante. En realidad

él era más grande que cualquiera deellos. Si se llegaba a un enfrentamiento,estaba seguro de que podía vencer acada uno. Pero eran tres. Y además, lesrespaldaba la autoridad de la tradición.Hasta donde él sabía, tratar así a loscadetes de primer año era una prácticanormal de los cadetes de segundo año, yse podía imaginar el desprecio de suscompañeros de clase si fuera a quejarsede aquello a la autoridad. A nadie legustan los lloricas, se dijo mientrascomenzaba a agacharse en el suelo. Pero

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Bryn había visto la duda y quizásincluso la luz fugaz de la rebeldía en susojos.

—¡Treinta flexiones! —dijobruscamente—. ¡Hazlas ya!

Mientras sus músculos protestaban,Horace se extendió por completo en elsuelo y comenzó las flexiones.Inmediatamente sintió un pie en la partebaja de la espalda, haciendo presiónsobre él cuando intentaba elevarse delsuelo.

—¡Vamos, nene! —Ahora eraJerome—. ¡Esfuérzate un poco!

Horace consiguió hacer una flexióncon gran dificultad. Jerome habíadesarrollado la habilidad de mantener

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justo la presión exacta. Un poco más yHorace nunca hubiera sido capaz decompletar la flexión. Pero el cadete desegundo año siguió presionando cuandoHorace empezó a bajar. Aquelloendureció el ejercicio al máximo. Debíamantener la misma presión hacia arribamientras bajaba, de otro modo se veríalanzado con fuerza contra el suelo.Completó la primera entre gruñidos,acto seguido comenzó la segunda.

—¡Deja de llorar, nene! —le gritóAlda. Después se situó en la cama deHorace—. ¿No hiciste tu cama estamañana? —gritó.

Horace, mientras hacía el esfuerzohacia arriba contra la presión del pie de

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Jerome, sólo era capaz de devolvergruñidos.

—¿Qué? ¿Qué? —Alda se inclinó deforma que su cara quedó solo a unoscentímetros—. ¿Qué dices, nene? ¡Hablaalto!

—Sí… señor —consiguió susurrarHorace.

Alda sacudió la cabeza en unmovimiento exagerado.

—¡No señor, creo yo! —dijoponiéndose en pie de nuevo—. Miraesta cama, ¡es una pocilga!

Naturalmente, las mantas estaban unpoco arrugadas donde Horace se habíatumbado, pero le habría llevado sólo unsegundo o dos estirarlas. Con una

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amplia sonrisa, Bryn se dio cuenta delplan de Alda. Se adelantó y le dio unapatada a la cama por uno de los lados,esparciendo el colchón, las mantas y laalmohada por el suelo. Alda se unió,dando patadas a las mantas por laestancia.

—¡Hazlas todas de nuevo! —gritó,complacido con su idea.

Bryn le acompañó con una gransonrisa mientras revolvían las veintecamas, repartiendo las mantas,almohadas y colchones por lahabitación. Horace, aún en el esfuerzode las treinta flexiones, apretó losdientes. El sudor se le metió en los ojos,le produjo escozor y le nubló la vista.

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—Estás llorando, ¿no, nene? —Oyógritar a Jerome—. ¡Vete a casa y llóralea mamaíta!

Empujó brutalmente el pie sobre laespalda de Horace y le mandó al suelosin control.

—El nene no tiene mamaíta —dijoAlda—. El nene es un mocoso de laSala. Mamaíta se marchó con unmarinero de agua dulce.

Jerome se inclinó hacia él de nuevo.—¿Es eso cierto, nene? —siseo—.

¿Se fue mamaíta y te dejó?—Mi madre está muerta —rechinó

Horace.Enfadado, comenzó a levantarse,

pero el pie de Jerome se mantenía en su

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nuca y le empujaba la cara contra losduros tablones. Horace abandonó elintento.

—Qué triste —dijo Alda, y los otrosdos se rieron—. Ahora, limpia estedesastre o te obligaremos a hacer elrecorrido otra vez.

Horace permaneció tendido,exhausto, mientras los tres chicosmayores salían fanfarroneando de laestancia, volcando las taquillas al irse,esparciendo las pertenencias de suscompañeros de cuarto por el suelo.Cerró los ojos cuando el sudor salado sele volvió a meter en ellos.

—Odio este sitio —dijo con la vozamortiguada por los tablones irregulares

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del suelo.

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—YDiez

a es hora de que conozcaslas armas que vas autilizar —dijo Halt.

Habían desayunado un buen ratoantes del amanecer y Will siguió a Haltal interior del bosque. Llevabancaminando media hora más o menos y elmontaraz le iba mostrando a Will cómodeslizarse de una zona de sombra a otra,

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con el mayor silencio posible. Will eraun buen estudiante en el arte de moversesin ser visto, como Halt ya habíasubrayado, pero tenía mucho queaprender antes de alcanzar el nivel delos montaraces. De todos modos, Haltestaba complacido con sus progresos. Elmuchacho tenía ganas de aprender, enespecial cuando la materia implicabatareas de campo como ésta.

La cuestión era ligeramente distintacuando se trataba de deberes menosemocionantes como la lectura de mapaso el dibujo de diagramas. Will teníatendencia a saltarse detalles que él creíasin importancia hasta que Halt le indicó,con cierta mordacidad:

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—Verás que estas habilidadescobrarían importancia si estuvierasplanificando una ruta para una compañíade caballería pesada y olvidarasmencionar que hay un río en el camino.

Se detuvieron en un claro y Haltdejó en el suelo un pequeño fardo quehabía estado oculto bajo su capa.

Will contempló el fardo, dubitativo.Cuando pensó en armas, se imaginóespadas, hachas de combate y mazas deguerra, las armas que llevaban loscaballeros. Era obvio que ese pequeñofardo no contenía ninguna de ellas.

—¿Qué clase de armas? ¿Tenemosespadas? —preguntó Will con los ojospegados al fardo.

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—Las principales armas de unmontaraz son el sigilo y el silencio, y suhabilidad para evitar que le vean —dijoHalt—. Pero si no lo consigue, quizástenga que luchar.

—Entonces sí que usamos unaespada, ¿no? —dijo esperanzado.

Halt se arrodilló y desenvolvió elfardo.

—No. Entonces usamos un arco —dijo al tiempo que lo dejaba a los piesde Will.

La primera reacción de Will fue dedecepción. Un arco era algo que la genteutilizaba para cazar, pensó. Todo elmundo tiene un arco. Es más unaherramienta que un arma. De niño ya le

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tocó hacerse más de uno, flexionandouna rama elástica de árbol para darleforma. Luego, como Halt no dijo nada,observó el arco más de cerca. Éste, sepercató, no era una rama forzada.

No se parecía a ningún arco queWill hubiera visto antes. La mayor partede éste seguía una larga curva, como unarco largo normal, pero después laspuntas se volvían a curvar en el sentidocontrario. Will, como la mayoría de lasgentes del reino, estaba acostumbrado alos arcos habituales, que consistían enuna pieza larga de madera flexionada enuna curvatura continua. Éste era muchomás corto.

—Se llama arco recurvado —dijo

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Halt, advirtiendo su confusión—. Noeres lo suficientemente fuerte aún paramanejar un arco largo, así que la doblecurvatura le dará a tus flechas másvelocidad y fuerza, con una menor cargade tensión. Aprendí de los temujai ahacer uno.

—¿Quiénes son los temujai? —preguntó Will mientras levantaba lavista del extraño arco.

—Feroces guerreros del este —dijoHalt—. Y, probablemente, los mejoresarqueros del mundo.

—¿Luchaste contra ellos?—Contra ellos… y con ellos por un

tiempo —dijo Halt—. Deja de hacertantas preguntas.

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Will contempló de nuevo el arco ensus manos. Ahora que se estabaacostumbrando a su inusual forma, podíaver que se trataba de un armamaravillosamente bien elaborada.Habían pegado láminas de madera dediversas formas, con las vetas endiferentes direcciones. Tenían grosoresdispares y era eso lo que conseguía ladoble curvatura del arco, según lasdistintas fuerzas presionaban unas contraotras, flexionando las palas del arcohasta un punto cuidadosamenteplanificado. Puede ser, pensó, queaquello en realidad fuera un arma, al finy al cabo.

—¿Puedo tirar? —preguntó.

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Halt asintió.—Si tú crees que es una buena idea,

adelante —dijo.Con rapidez, Will escogió una flecha

del carcaj que había estado junto alarco, en el fardo, y la situó en la cuerda.Tiró hacia atrás de la flecha con elpulgar y el índice, apuntó al tronco de unárbol a unos veinte metros y disparó.

¡Plas!La potente cuerda del arco le golpeó

en la piel desnuda del interior del brazo,con el picor de un látigo. Will gritó dedolor y dejó caer el arco como siestuviera al rojo vivo.

Ya le estaba saliendo en el brazo ungrueso verdugón de color rojo. No tenía

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ni idea de adonde había ido la flecha. Nitampoco le importaba.

—¡Qué daño! —dijo mientrasmiraba al montaraz de modo acusador.

Halt se encogió de hombros.—Siempre tienes prisa, jovencito —

dijo—. Esto te puede enseñar a esperarun poco la próxima vez.

Se agachó ante el fardo y extrajo unlargo brazalete de cuero endurecido. Lodeslizó en el brazo de Will para quepudiera protegerlo de la cuerda delarco. Arrepentido, se fijó en que Haltllevaba un brazalete similar. Másarrepentido aún, se dio cuenta de que sehabía fijado antes, pero en ningún casose preguntó por la razón para llevarlo.

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—Vuelve a probar ahora —dijoHalt.

Will escogió otra flecha y la colocóen la cuerda. Cuando fue a tensarla denuevo, Halt le retuvo.

—No con el pulgar y el índice —lemostró—. Deja que la flecha se apoyeen la cuerda entre los dedos índice ycorazón… Así.

Le enseñó a Will cómo el culatín —la muesca en el extremo trasero de laflecha— se enganchaba a la cuerda ymantenía la flecha en su sitio. Despuésle demostró cómo la cuerda debíaapoyarse en la primera falange de losdedos índice, corazón y anular, con elíndice por encima del punto de

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colocación de la flecha y el resto pordebajo. Finalmente, le enseñó a permitirque la cuerda se deslizara para soltar laflecha.

—Eso está mejor —dijo, y segúnWill llevaba la flecha hacia atrás,continuó—: Intenta usar los músculos dela espalda, no sólo tus brazos. Haz comosi estuvieras tratando de unir losomóplatos…

Will lo intentó y el arco pareciótensarse con un poco más de facilidad.Se vio capaz de sujetarlo de manera másestable.

Lanzó de nuevo. Esta vez erró porpoco el tronco del árbol al que habíaestado apuntando.

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—Necesitas practicar —dijo Halt—. Déjalo por el momento.

Con cuidado, Will depositó el arcoen el suelo. Estaba deseando ver qué ibaa sacar Halt del fardo ahora.

—Éstos son los puñales de unmontaraz —dijo Halt.

Le entregó a Will una vaina doble,como la que él llevaba en el ladoizquierdo de su propio cinto.

Will tomó la vaina doble y laexaminó. Los puñales estaban colocadosuno encima del otro. El de encima era elmás corto de los dos. Tenía unaempuñadura sólida y gruesa elaboradade discos de cuero dispuestos uno sobreotro. Había una guarda horizontal de

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latón entre la hoja y el puño y tenía unpomo también de latón a juego.

—Sácalo —dijo Halt—. Hazlo concuidado.

Will deslizó el puñal corto fuera dela vaina. Tenía una forma poco habitual.Estrecho en el puño, considerablementeafilado, se hacía más grueso y anchohasta los tres cuartos de su longitud,para formar una hoja amplia con el pesoconcentrado hacia la punta; luego, unamarcada terminación en sentido inversocreaba una punta afilada. Miró a Haltcon curiosidad.

—Es para lanzarlo —dijo elmontaraz—. La anchura de más en lapunta equilibra el peso del puño. Y el

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peso combinado de ambos ayuda adirigir el puñal a su destino cuando lolanzas. Mira.

Su mano se movió suave y veloz alpuñal de hoja ancha en su cintura. Loliberó de la vaina con un leve tirón y, enun movimiento fluido, lo envió dandovueltas hacia un árbol cercano.

El puñal se clavó en la madera conun satisfactorio ¡zac! Will miró a Halt,impresionado con la habilidad yvelocidad del montaraz.

—¿Cómo has aprendido a hacereso? —preguntó.

Halt le miró.—Práctica.Dirigió un gesto a Will para que

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inspeccionara el segundo puñal.Era más largo. La empuñadura

mostraba la misma construcción dediscos de cuero y llevaba una cortaguarda robusta. La hoja era pesada yrecta, afilada en un lado, gruesa y toscaen el otro.

—Éste es para cuando el enemigo seacerque demasiado —dijo Halt—.Aunque si tienes algo de arquero, nuncalo hará. Está equilibrado para lanzarlo,pero también puedes bloquear el ataquede una espada con esa hoja. Es obra delos acereros más refinados del reino.Cuídalo y mantenlo afilado.

—Lo haré —dijo el aprendiz en vozbaja, mientras admiraba el puñal en sus

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manos.—Es similar a lo que los skandians

llaman un cuchillo saxe —le dijo Halt.Will torció el gesto ante un nombre queno conocía y Halt continuó suexplicación—: Es tanto un arma comouna herramienta, originalmente un seaaxe, un hacha de mar, pero con los añoslas palabras se han ido fundiendo paraconvertirse en saxe. Claro está —añadió—, la calidad de nuestro acero es muysuperior a la del suyo.

Will estudió el cuchillo más decerca, contempló el débil tinte azul en lahoja, sintió el perfecto equilibrio. Consu guarda de cuero y latón, el puñalpodía ser sencillo y funcional en

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apariencia, pero se trataba de un armaexcelente y, notó Will, muy superior alas torpes espadas, en comparación, queportaban los guerreros del castillo deRedmont.

Halt le mostró cómo atarse la vainadoble al cinto de forma que su manocayese de modo natural sobre lasempuñaduras de los cuchillos.

—Ahora —dijo—, todo cuanto hasde hacer es aprender a usarlas. Y yasabes lo que eso significa, ¿no?

Will asintió con la cabeza,sonriendo.

—Mucha práctica —dijo.

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SOnce

ir Rodney se apoyó en la vallade madera que rodeaba la zonade prácticas mientras observaba

a los nuevos cadetes de la Escuela deCombate en su instrucción de armas. Serascó la barbilla pensativo mientrasescrutaba a los veinte nuevos reclutas,pero siempre volvía la vista a uno enparticular, el muchacho alto de anchos

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hombros de la Sala, a quien Rodneyhabía seleccionado en la Elección.Pensó un instante, mientras buscaba elnombre del chico.

Horace. Eso era.La instrucción tenía un formato

estándar. Cada muchacho, que vestía unacota de malla y un casco y llevaba unescudo, permanecía frente a un poste demadera acolchado de la altura de unhombre. Rodney creía que no teníasentido practicar el uso de la espada sino se iba cargado con escudo, casco yarmadura, como sería el caso en unabatalla. Pensaba que era mejor que loschicos se habituaran a las restriccionesde la armadura y el peso del equipo

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desde el principio.Además del escudo, el casco y la

malla, cada muchacho sostenía asimismouna espada de prácticas suministradapor el armero. Estaban hechas demadera y se parecían poco a una espadade verdad, aparte de la empuñadura decuero y la cruceta. De hecho, eranbastones largos, elaborados de nogalseco, curtido. Pero tenían un peso muysimilar al de una hoja de acero fino, ylas empuñaduras estaban lastradas paraaproximarse al peso y el equilibrio deuna espada de verdad.

Con el tiempo, los reclutasavanzarían hasta practicar con auténticasespadas, aunque con puntas y bordes

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romos. Pero para eso aún faltaban unosmeses y, llegado ese momento, losreclutas menos aptos habrían sidodescartados. Era bastante normal que almenos un tercio de los solicitantes de laEscuela de Combate abandonara el duroentrenamiento en los primeros tresmeses. En ocasiones era por decisióndel muchacho, pero en otras se debía alcriterio de sus instructores o, en casosextremos, del propio sir Rodney. LaEscuela de Combate era severa y elnivel, estricto.

El patio de prácticas repicaba con elruido de la madera contra el gruesocuero curtido por el sol del acolchadode los postes de entrenamiento. Al

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mando del patio, el maestro deinstrucción, sir Karel, ordenaba a voceslos golpes habituales que se ibanpracticando.

Cinco cadetes de tercer año bajo ladirección de sir Morrón, un instructorayudante, se desplazaban entre losmuchachos, mientras atendían al detallelos golpes básicos de la espada:corrigiendo un mal movimiento aquí,cambiando el ángulo de un golpe allá,asegurándose de que el escudo de otromuchacho no bajase demasiado cuandogolpeaba.

Se trataba de un trabajo aburrido yrepetitivo bajo el ardiente sol de latarde. Pero necesario. Aquéllos eran los

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movimientos fundamentales por los queestos chicos bien podrían vivir o moriren un futuro y era vital que estuvierantotalmente arraigados para serinstintivos.

Era ese pensamiento lo que manteníaa Rodney observando a Horace,Mientras Karel gritaba la cadenciabásica, Rodney se había fijado en queHorace añadía un golpe ocasional a lasecuencia, y lo conseguía sin retrasarseen la sincronización.

Karel acababa de comenzar otrasecuencia y sir Rodney se inclinó atentohacia delante, con la mirada fija enHorace.

—¡Estocada! ¡Golpe lateral! ¡Revés

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lateral! ¡Descendente! —ordenaba elmaestro de instrucción—. ¡Revésdescendente!

¡Y allí estaba otra vez! Según Karelordenaba el golpe de revés descendente,Horace lo soltaba pero después, casi almomento, cambiaba a un golpe de revéslateral, permitiendo que el primer golperebotara contra el poste para prepararlede forma instantánea para el segundo.Liberaba el golpe con una fuerza yvelocidad tan sensacionales que, en elcombate real, el resultado habría sidodevastador. El escudo de su oponente,levantado para detener el golpedescendente, nunca podría haberrespondido con la suficiente rapidez

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para proteger las costillas descubiertasdel veloz golpe lateral que venía acontinuación. Durante los últimosminutos, Rodney había advertido que elaprendiz estaba añadiendo esos golpesde más a su rutina. Lo vio al principiopor el rabillo del ojo: una levevariación en el patrón estricto de lainstrucción, un veloz latigazo demovimiento extra que iba y venía casidemasiado rápido para percibirlo.

—¡Descanso! —ordenó entoncesKarel, y Rodney se fijó en que, mientrasque la mayoría de los chicos dejaba caersus armas y se quedaba al descubierto,Horace mantenía su posición de guardia,con la punta de la espada ligeramente

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por encima del nivel de su cintura y losdedos de los pies en movimientocontinuo como para no perder su propioritmo natural.

Al parecer, alguien más se habíapercatado del golpe extra de Horace. SirMorton hizo acercarse con señas a unode los cadetes mayores y habló con élmientras realizaba rápidos gestos endirección a Horace. El recluta de primeraño, con la atención concentrada aún enel poste de entrenamiento que era suenemigo, no percibió el cambio. Levantóla vista asustado cuando el cadeteveterano se le acercó y le gritó.

—¡Eh, tú! El del poste catorce. ¿Quécrees que estás haciendo?

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La mirada en el rostro de Horacedenotaba perplejidad —y preocupación—. Ningún recluta de primer añodisfrutaba ganándose la atención de losinstructores o sus ayudantes. Todos erandemasiado conscientes de esa tasa debajas del treinta por ciento.

—¿Señor? —dijo con inquietud, sinentender la pregunta.

El cadete veterano continuó.—No estás siguiendo la pauta. Sigue

la orden de sir Karel, ¿entendido?Rodney, que vigilaba con

detenimiento, estaba convencido de quela perplejidad de Horace era auténtica.El alto muchacho hizo un levemovimiento de hombros, casi

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encogiéndolos pero sin llegar a hacerlo.Se encontraba ahora en posición defirmes, con la espada descansando sobresu hombro derecho y el escudo elevado,en postura de formación.

—¿Señor? —dijo de nuevo,inseguro.

El cadete mayor se estabaenfadando. No había visto por sí mismolos movimientos extra de Horace yresultaba obvio que había supuesto queel muchacho más joven simplementeseguía una secuencia aleatoria de suinvención. Se inclinó hacia delante, conla cara sólo a unos centímetros de la deHorace y dijo, en una vozexageradamente alta para tan pequeña

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separación:—¡Sir Karel ordena la secuencia

que desea que se ejecute! ¡Tú laejecutas! ¿Entendido?

—Señor, yo… lo he hecho —respondió Horace con la cara muy roja.Sabía que era una equivocación discutircon un instructor, pero también sabía quehabía ejecutado cada uno de los golpesque Karel había ordenado.

Rodney vio que el cadete veteranose encontraba en desventaja. Enrealidad, él no había visto lo queHorace había hecho. Cubrió suinseguridad con una bravuconada.

—Ah, lo has hecho, ¿sí? Bueno,podrás repetirme quizás la última

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secuencia. ¿Qué secuencia ha ordenadosir Karel?

Sin dudar, Horace respondió:—Secuencia cinco, señor. Estocada.

Golpe lateral. Revés lateral.Descendente. Revés descendente.

El cadete mayor vaciló. Había dadopor hecho que Horace estabasimplemente soñando, dándole tajos alposte según le parecía. Pero, hastadonde él recordaba, Horace acababa derepetir a la perfección la secuenciaanterior. Al menos, creyó que lo habíahecho. Ni él mismo estaba seguro ahorade la secuencia, pero el aprendiz habíarespondido sin dudar lo más mínimo.Era consciente de que todos los demás

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aprendices miraban con un considerableinterés. Los aprendices siempredisfrutan al ver que a otro se le reprendepor un error. Solía distraer la atenciónde sus propias deficiencias.

—¿Qué está pasando aquí, Paul?Sir Morton, el instructor ayudante,

no sonaba muy complacido con todaaquella discusión. En un principio habíaordenado al cadete veterano quereprendiera al novato por su falta deatención. A estas alturas, la reprimendaya debería haberse echado y temazanjado. En cambio, se estabainterrumpiendo la clase. El cadeteveterano Paul se puso firme.

—Señor, el aprendiz dice que ha

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ejecutado la secuencia —respondió.Horace fue a contestar a la obvia

implicación en el énfasis que el cadetemayor había puesto en el «dice», pero lopensó mejor y permaneció con la bocafirmemente cerrada.

—Un momento.Paul y sir Morton no habían visto

aproximarse a sir Rodney. Alrededor deellos, los demás aprendices tambiénprestaban una tensa atención. Todos losmiembros de la Escuela de Combatesentían un respeto reverencial por sirRodney, en particular los más nuevos.Morton no se puso firme pero sí seirguió un poco, se puso derecho.

Horace se mordió el labio en plena

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angustia por la preocupación. Podíaapreciar cómo ante sí surgía laposibilidad de la expulsión de laEscuela de Combate. En primer lugar, sehabía distanciado de los tres cadetes desegundo año que le estaban haciendo lavida imposible. Después atrajo laatención no deseada del cadete veteranoPaul y sir Morton. Ahora esto: elmismísimo maestro de combate. Y paraempeorar las cosas, no tenía la menoridea de lo que había hecho mal. Buscóen su memoria y pudo recordar connitidez que había ejecutado la secuenciatal y como se ordenó.

—¿Recuerdas la secuencia, cadeteHorace? —preguntó el maestro.

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El cadete asintió categóricamente y,cuando se dio cuenta de que aquello nose consideraba una respuesta aceptablea una pregunta de un oficial superior,dijo:

—Sí, señor. Secuencia cinco, señor.Rodney advirtió que aquélla era la

segunda vez que había identificado lasecuencia. Habría estado dispuesto aapostar a que ninguno de los demáscadetes hubiera sido capaz de decir quésecuencia del manual acababan decompletar. Dudó que los cadetesveteranos estuvieran mejor informados.Sir Morton fue a decir algo, peroRodney levantó una mano paradetenerle.

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—Quizás podrías repetirla paranosotros ahora —dijo, ocultando en suvoz adusta cualquier rastro del crecienteinterés que sentía por el recluta. Hizo ungesto hacia el poste de entrenamiento—.Ponte en posición. Marca el ritmo…¡Comienza!

Horace ejecutó la secuencia demanera intachable, nombrando losgolpes según los daba.

—¡Estocada! ¡Golpe lateral! ¡Revéslateral! ¡Descendente! ¡Revésdescendente!

La espada de instrucción daba tajosen el acolchado de cuero en estrictasincronización. El ritmo era perfecto. Laejecución de los golpes, impecable.

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Pero esta vez, se fijó Rodney, no huboningún golpe adicional. No hizo acto depresencia el velocísimo revés lateral.Pensó que conocía el porqué. Horace seconcentraba esta vez en desarrollar lasecuencia correcta. Anteriormente habíaestado actuando de forma instintiva.

Sir Karel, atraído por laintervención de sir Rodney en unasesión normal de instrucción, fuepaseando a través de las filas deaprendices, en pie junto a sus postes deentrenamiento. Sus cejas se arquearoninterrogando a sir Rodney. Comocaballero de alta graduación, estabaautorizado para tal informalidad. Elmaestro de combate levantó la mano de

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nuevo. En ese momento no quería quenada distrajera la atención de Horace.Pero se alegraba de que Karel seencontrara allí para ser testigo de lo queél estaba seguro que estaba a punto depasar.

—¡Otra vez! —dijo con la mismavoz severa, y una vez más Horacerealizó la secuencia. Según terminó, lavoz de Rodney restalló como un látigo—: ¡Otra vez!

Y Horace ejecutó de nuevo la quintasecuencia. En esta ocasión, según acabó,Rodney dijo con brusquedad:

—¡Secuencia tres!—¡Estocada! ¡Estocada! ¡Paso atrás!

¡Parada cruzada! ¡Escudo! ¡Lateral! —

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gritaba Horace al ejecutar losmovimientos.

Rodney podía ver que el muchachose movía ligero sobre los dedos de lospies, la espada como una lenguaondulante que bailaba dentro, fuera y deun lado a otro. Y sin darse cuenta,Horace iba cantando la cadencia de losmovimientos casi el doble de rápido queel maestro instructor.

Karel llamó la atención de Rodney.Asintió de forma apreciable. PeroRodney no había terminado aún. Antesde que Horace tuviera tiempo parapensar, le ordenó la quinta secuenciaotra vez y el muchacho respondió:

—¡Estocada! ¡Golpe lateral! ¡Revés

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lateral! ¡Descendente! ¡Revésdescendente!

—¡Revés lateral! —Soltó sirRodney al instante, y en respuesta, casicon voluntad propia, la espada deHorace osciló en aquel movimientomortal.

Sir Rodney oyó los murmullos desorpresa de Morton y Karel. Sepercataron de la importancia de lo quehabían visto. El cadete veterano Paul,quizás de forma comprensible, no fue nimucho menos tan rápido en captarlo. Enlo que a él se refería, el aprendiz habíarespondido a una orden adicional delmaestro. Lo había hecho bien, tenía queadmitirlo, y con certeza sabía distinguir

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un extremo de la espada del otro. Peroeso era todo cuanto había apreciado elcadete.

—¡Descanso! —ordenó sir Rodney,y Horace dejó caer la punta de la espadaa la arena, la mano en el pomo, de piecon las piernas un poco abiertas, con laempuñadura centrada sobre la hebilla desu cinto, en la postura de descanso enformación.

—Entonces, Horace —dijo elmaestro en voz más baja—, ¿recuerdashaber añadido ese golpe de revés laterala la secuencia la primera vez?

Horace torció el gesto y después elentendimiento apareció en sus ojos. Noestaba seguro, pero ahora que el maestro

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de combate le había refrescado lamemoria, pensó que era posible que lohubiera hecho.

—Uh… sí, señor. Creo que sí. Losiento, señor. No quería hacerlo. Fuesólo que… pasó.

Rodney miró rápidamente a susinstructores. Pudo ver que entendían laimportancia de lo que había pasado allí.Les hizo un gesto de asentimiento queencerraba un mensaje silencioso: noquería que hicieran nada al respecto…todavía.

—Bueno, no ha sido nada. Peropresta atención en lo que queda y ejecutasólo los golpes que sir Karel ordene,¿de acuerdo?

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Horace se puso firme.—Sí, señor —dirigió bruscamente la

mirada al maestro instructor—. ¡Losiento, señor! —añadió, y Karel zanjó eltema con una sacudida de la mano.

—Presta más atención en el futuro—Karel asintió a sir Rodney con lasensación de que el maestro queríamarcharse—. Gracias, señor. ¿Permisopara continuar?

Sir Rodney dio su aprobación.—Continúe, maestro instructor —

comenzó a marcharse cuando, como sihubiera recordado algo más, se giró yañadió de manera informal—: Ah, porcierto, ¿podría verle en mis habitacionescuando concluyan esta tarde las clases?

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—Por supuesto, señor —dijo Karel,igualmente informal, conocedor de quesir Rodney quería discutir el fenomenalsuceso, pero no deseaba que Horacefuese consciente de su interés.

Sir Rodney se alejó paseandolentamente de vuelta al edificioprincipal de la Escuela de Combate.Detrás de él, oyó las órdenespreparatorias de Karel y, después, elrepetitivo zac, zac, zac-zac-zac de lamadera contra el acolchado de cuero,que comenzó una vez más.

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HDoce

alt examinó la diana a la queWill había estado tirando.

—No está nada mal —dijo—. Tu tiro va mejorando, sin duda.

Will no pudo evitar una sonrisa.Aquello sí que era un gran elogio porparte de Halt. Éste vio la expresión einmediatamente añadió:

—Con más práctica, mucha más

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práctica, podrías incluso llegar a sermediocre.

Will no estaba absolutamente segurode lo que significaba ser mediocre, perotuvo la sensación de que no era bueno.La sonrisa se desvaneció y Halt dejó eltema con un movimiento de la mano.

—Ya es bastante tiro por elmomento. Vámonos —dijo, y empezódescender a grandes zancadas por unangostó sendero a través del bosque.

—¿Adónde vamos? —preguntó Willa medio correr para mantener el paso delas zancadas más largas del montaraz.

Halt levantó la mirada hacia losárboles.

—¿Por qué hace tantas preguntas

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este chico? —interrogó a los árboles.Naturalmente, no le respondieron.

Anduvieron durante una hora antes dellegar a un conjunto de construccionesescondido en la profundidad del bosque.

Will se moría por hacer máspreguntas, pero a aquellas alturas yahabía aprendido que Halt no iba aresponderlas, así que contuvo la lenguay aguardó su momento. Sabía que mástarde o más temprano se enteraría de porqué habían ido allí.

Halt le precedió en el camino deascenso hacia la más grande de lasdestartaladas chozas, luego se detuvo al

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tiempo que indicaba a Will que hicieralo mismo.

—¡Hola, Viejo Bob! —voceó.Will oyó a alguien moverse dentro

de la cabaña y acto seguido un personajeencorvado, lleno de arrugas, apareció enla puerta. Su barba enmarañada eralarga y de un sucio color blanco. Estabacasi completamente calvo. Cuando sedesplazó hacia ellos, sonriendo,mientras saludaba a Halt con la cabeza,Will contuvo la respiración. El ViejoBob olía como un establo. Y no comouno muy limpio que digamos.

—¡A los buenos días, montaraz! —dijo el Viejo Bob—. ¿Quién es este quete has traído para verme?

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Miró con entusiasmo a Will. Susojos eran brillantes y muy despiertos, apesar de su apariencia descuidada ysucia.

—Éste es Will, mi nuevo aprendiz—dijo Halt—. Will, éste es el ViejoBob.

—Buenos días, señor —dijo Willcon educación.

El viejo se rió.—¡Me llama señor! ¿Has oído eso,

montaraz? ¡Me llama señor! ¡Unexcelente montaraz, éste lo será!

Will le sonrió. Por sucio queestuviese, había algo agradable en elViejo Bob, quizás fuera el hecho de queno parecía intimidado ante Halt. Will no

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podía recordar haber visto antes a nadiehablar al montaraz de rostro adusto enun tono tan familiar. Halt gruñó conimpaciencia.

—¿Están listos? —preguntó.El viejo volvió a reír y asintió

varias veces.—¡Listos están, ya lo creo! —dijo

—. Ven por aquí y los verás.Los guió a la parte trasera de la

cabaña, donde un pequeño prado estabaseparado con una cerca. En la zona másdistante se hallaba un cobertizo. Tansólo un tejado y unos postes que losoportaban. Sin paredes. El Viejo Bobsoltó un silbido muy agudo que hizosaltar a Will.

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—Ahí están, ¿ves? —dijo mientrasseñalaba el cobertizo.

Will miró y vio dos caballospequeños que cruzaban el patio al trotepara saludar al viejo. Según seacercaron logró distinguir que uno eraun caballo; el otro, un poni. Pero amboseran animales pequeños, lanudos, nadaparecidos a los fieros y elegantescaballos de combate sobre los que elbarón y sus caballeros cabalgaban haciala batalla.

El más grande de los dos trotó deinmediato hasta llegar al lado de Halt.Le dio al caballo unas palmaditas en elcuello y le ofreció una manzana de uncubo cercano a la valla. El caballo la

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ronzó agradecido. Halt se inclinó y ledijo unas pocas palabras en la oreja. Elcaballo movió bruscamente la cabeza yrelinchó, como si estuvieracompartiendo algún chiste con elmontaraz.

El poni esperó junto al Viejo Bobhasta que le dio también una manzana.Después le dedicó una larga einteligente mirada a Will.

—Éste se llama Tirón —dijo elviejo—. Parece de tu talla, ¿no?

Le pasó la brida a Will, que la cogióy miró a los ojos al caballo. Se tratabade una pequeña bestia lanuda. Sus pataseran cortas, pero robustas. Su cuerpotenía forma de tonel. Su crin y su cola

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estaban desgreñadas y sin cepillar. Engeneral, para tratarse de un caballo, noparecía una visión demasiadoimpresionante, pensó Will.

Siempre había soñado con el caballoque algún día cabalgaría hacia labatalla: en esos sueños el animal eraalto y majestuoso. Era fiero y de colornegro azabache, peinado y cepilladohasta brillar como una armadura negra.

Este caballo casi parecía sentir loque estaba pensando y le dio unsimpático topetazo en el hombro.

«Puede que no sea muy grande»,parecían decir sus ojos, «pero te puedosorprender».

—Bien —dijo Halt—. ¿Qué piensas

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de él? —Estaba acariciando el suavemorro del otro caballo. Obviamente eranviejos amigos.

Will vaciló. No quería ofender anadie.

—Es un poco… pequeño —dijo porfin.

—Tú también —señaló Halt.A Will no se le ocurrió ninguna

respuesta para aquello. El Viejo Bobresollaba de la risa.

—No es un caballo de combate, ¿eh,chico? —preguntó.

—Bueno… no, no lo es —dijo Will,incómodo.

Le gustaba Bob y sintió que podríatomarse cualquier crítica hacia el poni a

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título personal. Pero el Viejo Bobsimplemente volvió a reír.

—¡Pero tumbará a cualquiera deesos preciosos y elegantes caballos decombate! —dijo con orgullo—. ¿Éste?Éste es fuerte. Seguirá todo el día,mucho después de que esos caballos tanmonos estén por los suelos y hayanmuerto.

Will miró dubitativo al pequeñoanimal lanudo.

—Estoy seguro de que lo hará —dijo educadamente.

Halt se inclinó sobre la valla.—¿Por qué no miras a ver? —

sugirió—. Eres de pies rápidos. Déjalosuelto y mira si logras capturarlo de

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nuevo.Will notó el desafío en la voz del

montaraz. Dejó caer la brida. El caballo,como si se diera cuenta de que consistíaen algún tipo de prueba, dio unos ligerossaltitos hacia el centro del pequeñorecinto. Will pasó agachado bajo loslistones de la valla y caminó consuavidad hacia el poni. Le extendió lamano a modo de invitación.

—Vamos, chico —le dijo—.Quédate ahí quieto.

Extendió la mano hasta la brida y elpequeño caballo se giró, alejándose.Respingó hacia un lado, luego hacia elotro, pasó alrededor de Willesquivándolo con cuidado y se fue hacia

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atrás lejos de su alcance.Lo intentó de nuevo.Otra vez, el caballo le esquivó con

facilidad. Will empezó a sentirse comoun idiota. Avanzó hacia el caballo y ésteretrocedió, acercándose más y más a unade las esquinas. Entonces, justo cuandoWill creyó que ya lo tenía, dio un ágilsalto a un lado y se marchó de nuevo.

Will perdió los nervios y corrió trasél. El caballo, divertido, relinchó y sealejó de su alcance con facilidad. Estabadisfrutando del juego.

Y así continuaron. Will seaproximaba, el caballo le esquivaba, seapartaba y escapaba. No podíaatraparlo, ni siquiera en los estrechos

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límites del pequeño prado.Se detuvo. Era consciente de que

Halt le vigilaba sin perder detalle.Pensó por uno o dos instantes. Debíahaber una forma de hacerlo. Nuncaatraparía a un caballo tan ligero y demovimientos tan rápidos como éste.Debía haber otra forma…

Su mirada se detuvo en el cubo demanzanas en el exterior de la valla.Rápidamente, se agachó bajo el listón yse hizo con una manzana. Después,volvió al prado y permaneció inmóvilmientras sujetaba la manzana a la vista.

—Vamos, chico —dijo.Las orejas de Tirón se dispararon.

Le gustaban las manzanas. También

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pensó que le gustaba el muchacho,jugaba bien a esto. Con unosmovimientos de la cabeza en señal deaprobación, trotó hacia delante y tomó lamanzana con delicadeza. Will cogió labrida y el caballo ronzó la manzana. Side algún caballo se pudiera decir queparecía feliz y contento, era de éste.

Will levantó la mirada y vio cómoHalt daba su aprobación con la cabeza.

—Bien pensado —dijo el montaraz.El Viejo Bob golpeó con el codo en

las costillas al hombre de la capa gris.—¡Chico listo, éste! —Rió

socarronamente—. ¡Listo y educado!Éste va a hacer un buen equipo conTirón, ¿que no?

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Will acarició el cuello lanudo y lasorejas levantadas. Miró entonces alviejo.

—¿Por qué le llamas Tirón? —preguntó.

Al instante, el brazo de Will casi sedesencaja de su hombro cuando elcaballo sacudió la cabeza hacia atrás.Will se tambaleó, luego recobró elequilibrio. Las enormes risotadas delViejo Bob resonaron por todo el claro.

—¡A ver si te lo imaginas! —dijoencantado.

Su risa era contagiosa y el propioWill no pudo evitar sonreír. Halt miróarriba, hacia el sol, que desaparecíarápidamente tras los árboles que

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bordeaban el claro del Viejo Bob y laspraderas de más allá.

—Llévalo al cobertizo y Bob teenseñará cómo cepillarlo y cuidar susarreos —dijo, y después añadió al viejo—: Nos quedaremos contigo esta noche,Bob, si no es un inconveniente.

El viejo cuidador de caballos movióla cabeza, complacido.

—Estaré encantado con lacompañía, montaraz. A veces paso tantotiempo con los caballos que empiezo apensar que yo mismo soy uno de ellos—inconscientemente, hundió una manoen el tonel de las manzanas y eligió una,ronzándola distraído, igual que habíahecho Tirón unos minutos antes. Halt le

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miraba con una ceja levantada.—Debemos llegar a tiempo —

observó con sequedad—. Mañana,entonces, veremos si Will es capaz demontar a Tirón tan bien como cogerlo —dijo al tiempo que imaginaba que suaprendiz conseguiría dormir muy pocoesa noche.

Tenía razón. La diminuta cabaña delViejo Bob sólo tenía dos habitaciones,así que, tras la cena ligera, Halt setumbó en el suelo junto a la chimenea yWill se acostó en la cálida y limpia pajadel granero, al tiempo que escuchaba losagradables sonidos de los dos caballosal resoplar. La luna ascendió ydescendió mientras él, tumbado y bien

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despierto, se preguntaba y sepreocupaba por lo que podría traer eldía siguiente. ¿Sería capaz de montar aTirón? Él nunca había montado acaballo, ¿se caería nada más intentarlo?

¿Se haría daño? Peor aún, ¿seavergonzaría de él mismo? Le gustaba elViejo Bob y no quería parecer un idiotadelante de él. Ni delante de Halt, sepercató, con cierta sorpresa. Aún sepreguntaba en qué momento la buenaopinión de Halt había llegado asignificar tanto para él cuando por fin sedurmió.

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—BTrece

ueno, tú lo viste. ¿Quépensaste? —preguntó sirRodney.

Karel se estiró y se sirvió otra jarrade cerveza de la vasija que había en lamesa, entre ambos. Las habitaciones deRodney eran bastante sencillas, inclusoespartanas si se recordaba que era elresponsable de la Escuela de Combate.

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Los maestros de combate de otrosfeudos aprovechaban su posición pararodearse de todo lujo, pero ése no era elestilo de Rodney. Su cuarto estabaamueblado con sencillez, con una mesade pino como escritorio y seis sillas derespaldo recto, también de pino,alrededor.

Por supuesto, había una chimenea enla esquina. Rodney podía haber optadopor vivir de forma sencilla, pero eso nosignificaba que le gustaran lasincomodidades, y los inviernos en elcastillo de Redmont eran fríos. En esemomento se encontraban en el final delverano y las gruesas paredes de piedrade los edificios del castillo mantenían

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los interiores frescos. Cuando llegara eltiempo frío, esos mismos murosretendrían el calor del fuego. En una delas paredes, una gran ventana en salientemiraba sobre el campo de instrucción dela Escuela de Combate. Enfrente de laventana, en la pared opuesta, había unaentrada, protegida con una cortinagruesa, que conducía al dormitorio deRodney, una simple cama de soldado ymás muebles de madera. Estuvo un pocomás adornada cuando su esposaAntoinette aún vivía, pero había muertounos años atrás y las habitaciones eranahora de un carácter inequívocamentemasculino, sin un solo elemento en ellasque no fuera funcional y con un mínimo

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absoluto de decoración.—Lo vi —reconoció Karel—. No

estoy seguro de creérmelo, pero lo vi.—Tú solo lo viste una vez —dijo

Rodney—. Lo estuvo haciendo todo elrato durante la sesión, y estoy seguro deque lo hacía de forma inconsciente.

—¿Tan rápido como el que yo vi? —preguntó Karel.

Rodney asintió con mucho énfasis.—Si acaso, más rápido. Estuvo

añadiendo un golpe de más a las rutinas,pero manteniendo la sincronización conlas órdenes —vaciló y finalmente dijolo que ambos estaban pensando—. Elmuchacho tiene un talento innato.

Karel inclinó la cabeza pensativo.

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Sobre la base de lo que habíaobservado, no estaba en disposición dediscutir el hecho, y sabía que el maestrode combate había permanecido un ratosiguiendo al chico durante la sesión.Pero los innatos eran contadísimos. Eranaquellas personas únicas para quienes ladestreza en el manejo de la espada seencontraba en una dimensión diferentepor completo. Se convertía para ellos notanto en destreza como en instinto.

Eran los que se convertían encampeones. Los maestros de la espada.Guerreros experimentados como sirRodney y sir Karel eran espadasexpertos, pero los innatos llevaban ladestreza a un plano superior. Era como

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si, para ellos, la espada en su mano setransformara en una verdaderaextensión, no sólo de su cuerpo, sinotambién de su personalidad. La espadaparecía actuar en armonía y comunióninstantánea con la mente del espadainnato, actuando más rápido incluso queel pensamiento consciente. Poseían unahabilidad única en sincronización,equilibrio y ritmo.

Por ser tales, representaban una granresponsabilidad para quienes sehallaban al cargo de su entrenamiento,ya que esas destrezas y habilidadesnaturales debían ser nutridas ydesarrolladas en un programa deentrenamiento a largo plazo para

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permitir al caballero, ya de por sí enalto grado competente, desarrollar suverdadero potencial de genio.

—¿Estás seguro? —dijo Karel alfin, y Rodney asintió de nuevo, mientrasmiraba por la ventana.

En su mente, estaba viendo almuchacho entrenar, veía los parpadeosen los movimientos adicionales a lavelocidad del rayo.

—Estoy seguro —dijo sencillamente—. Debemos hacer saber a Wallace quetendrá otro alumno el semestre queviene.

Wallace era el maestro de espada enla Escuela de Combate de Redmont. Élera quien tenía la responsabilidad de

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añadir el lustre final a las habilidadesbásicas que enseñaban Karel y losdemás. En el caso de un aprendizsobresaliente —como era, obviamente,Horace—, le impartía clasesparticulares de técnicas avanzadas.Karel torció el labio inferior, pensativo,mientras meditaba el calendario quehabía sugerido Rodney.

—¿No hasta entonces? —preguntó.Faltaban tres meses para el siguientesemestre—. ¿Por qué no comenzamoscon él ya? Por lo que he visto, ya haaprendido las cosas básicas.

Pero Rodney negó con la cabeza.—No hemos evaluado su

personalidad aún —dijo—. Parece un

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chaval bastante agradable, pero nunca sesabe. Si resulta ser un inadaptado decualquier clase, no quiero darle el tipode instrucción avanzada que Wallacepuede proporcionar.

Una vez lo pensó, Karel estuvo deacuerdo con el maestro. Al fin y al cabo,si resultara que Horace tuviese que serexpulsado de la Escuela de Combate porcualquier otro defecto, sería bastanteembarazoso, por no decir peligroso, quese encontrase ya camino de ser unespada muy bien entrenado. Losaprendices expulsados reaccionaban amenudo con resentimiento.

—Y otra cosa —añadió Rodney—.Dejemos esto entre nosotros, y dile a

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Morton lo mismo. No quiero que elmuchacho oiga ni una palabra de estoaún. Podría convertirlo en un gallito yeso resultaría peligroso para él.

—Eso es bastante cierto —reconoció Karel. Se terminó su cervezade uno o dos tragos rápidos, dejó sujarra en la mesa y se puso en pie—.Bien, me debería ir yendo. Tengoinformes que terminar.

—¿Quién no? —dijo el maestro concierto pesar, y los dos viejos amigosintercambiaron unas compungidassonrisas—. Nunca me imaginé quellevar una Escuela de Combateimplicase tanto papeleo —dijo Rodney,y Karel gruñó en tono de burla.

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—A veces pienso que deberíamosolvidarnos del entrenamiento con armasy lanzarle todos estos papeles alenemigo, enterrarlos con ellos.

Le dedicó un saludo informal,apenas tocando con uno de sus dedos enla frente, en conformidad con sugraduación. Después se giró y seencaminó a la puerta. Se detuvo cuandoRodney añadió una cuestión más a suconversación.

—Mantén vigilado al muchacho, porsupuesto —dijo—. Pero no dejes que sedé cuenta.

—Por supuesto —respondió Karel—. No queremos que empiece a pensarque tiene algo de especial.

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En aquel momento, no había ningunaposibilidad de que Horace pudierapensar que había algo de especial en él,al menos, no en sentido positivo. Lasensación que tenía era que había algoen él que atraía los problemas.

Se corrió la voz sobre el extrañosuceso del campo de entrenamiento. Suscompañeros de clase, que no entendíanlo que había ocurrido, supusieron todosque Horace había molestado de algunaforma al maestro de combate yaguardaban la inevitable represalia. Lanorma durante el primer semestre eraque cuando un miembro de la clase

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cometía un error, toda la clase pagabapor ello. En consecuencia, el ambienteen su dormitorio había estado tenso, porno decir más. Horace había conseguidopor fin salir de la habitación, con lapretensión de dirigirse hacia el río paraescapar de la culpa y la condena quepodía sentir en los demás. Pordesgracia, cuando lo hizo se dio debruces con Alda, Bryn y Jerome.

Los tres chicos mayores habían oídouna versión embrollada del suceso en elpatio de prácticas, asumieron queHorace había sido reprendido por sumanejo de la espada y decidieronhacerle sufrir por ello.

No obstante, sabían que sus

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atenciones no contarían necesariamentecon la aprobación del personal de laEscuela de Combate. Horace, comorecién llegado, no tenía forma de saberque este tipo de acoso sistemáticogozaba de la total desaprobación porparte de sir Rodney y los demásinstructores. Horace, simplemente, diopor sentado que se suponía que las cosaseran así y, a falta de un conocimientomayor, lo aceptó, permitiendo que leintimidaran y le insultaran.

Aquél fue el motivo por el cual lostres cadetes de segundo año se llevarona Horace a la orilla del río, donde detodos modos él se dirigía, lejos de lavista de los instructores. Allí, le

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hicieron meterse en el río con el aguahasta los muslos y permanecer firme.

—El nene no sabe usar la espada —dijo Alda.

Bryn prosiguió la cantinela.—El nene ha hecho que el maestro

se enfade. El nene no es de la Escuelade Combate. No deberían darlesespadas a los nenes para jugar.

—En vez de eso, el nene deberíatirar piedras —concluyó Jerome lasarcástica letanía—. Coge una piedra,nene.

Horace vaciló, después miró enderredor. El lecho del río estaba llenode piedras y se agachó a coger una. Alhacerlo, se mojó la manga y la parte

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superior de la chaqueta.—Una pequeña no, nene —dijo Alda

dedicándole una sonrisa malvada—.Eres un nene grande, así que necesitasuna piedra grande.

—Una piedra muy grande —añadióBryn mientras le indicaba con las manosque quería que cogiese una roca grande.

Horace miró a su alrededor y viovarios pedazos de roca más grandes enel agua cristalina. Se agachó y recogióuno de ellos. Al hacerlo cometió unerror. La que eligió se levantaba confacilidad bajo el agua, pero en cuanto lasacó, soltó un gruñido por su peso.

—Que la veamos, nene —dijoJerome—. Levántala.

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Horace afirmó su posición —larápida corriente del río hacía difícilmantener el equilibrio y sostener lapesada roca al tiempo— y después laizó hasta la altura del pecho para quesus torturadores pudieran verla.

—Más alto, nene —ordenó Alda—.Por encima de la cabeza.

Con mucho esfuerzo, Horaceobedeció. La roca parecía más pesada acada segundo pero la mantuvo bien altapor encima de la cabeza y los tresmuchachos quedaron satisfechos.

—Eso está bien, nene —dijoJerome, y Horace, con un suspiro dealivio, comenzó a bajar la roca—. ¿Quéhaces? —le reclamó Jerome enfadado

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—. He dicho que eso está bien. Así queahí es donde quiero que se quede laroca.

Horace empujó y levantó la roca denuevo sobre su cabeza, con los brazosestirados. Alda, Bryn y Jerome dieron suaprobación.

—Ahora te vas a quedar ahí —ledijo Alda— mientras cuentas hastaquinientos. Después te puedes volver aldormitorio.

—Empieza a contar —le ordenóBryn sonriendo ante la idea.

—Uno… dos… tres… —Horacecontaba y ellos dieron su aprobación.

—Eso está mejor. Ahora, cuentadespacio hasta quinientos y te puedes ir

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—le dijo Alda.—No intentes hacer trampas, porque

lo sabremos —le amenazó Jerome—. Yvolverás aquí a contar hasta mil.

Riéndose entre ellos, los tresestudiantes se fueron hacia sus cuartos.Horace se quedó en medio del río, losbrazos temblorosos por el peso de laroca, lágrimas de frustración yhumillación llenándole los ojos. Perdióel equilibrio y cayó al agua. Tras eso, suropa pesada, empapada, le hizo másdifícil sostener la piedra sobre lacabeza, pero perseveró en ello. Nopodía estar seguro de que no se hallaranocultos en alguna parte, vigilándole, y silo estaban, le harían pagar por

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desobedecer sus instrucciones.Si así eran las cosas, que así fueran,

pensó él. Pero se prometió a sí mismoque, en la primera oportunidad que se lepresentase, haría que alguien pagase porla humillación a la que le estabansometiendo.

Mucho más tarde, con la ropamojada, los brazos doloridos y unsentimiento profundo de resquemor queardía en su corazón, se arrastró devuelta a su cuartel. Llegaba demasiadotarde para la cena, pero no le importaba.Llegaba demasiado abatido para comer.

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—ACatorce

nda un poco con él —dijo Halt.

Will echó un vistazoal poni lanudo, que le vigilaba con unamirada inteligente.

—Vamos, chico —dijo, y tiró delronzal.

Al instante, Tirón pisó firmementecon las patas delanteras y se negó a

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moverse. Will tiró con más fuerza de lacuerda, echándose hacia atrás en suesfuerzo por conseguir que el pequeñoponi testarudo se moviese.

El Viejo Bob se carcajeó.—¡Es más fuerte que tú! —dijo.Will notó que las orejas se le ponían

rojas de vergüenza. Tiró más fuerte.Tirón meneó las orejas y se resistió. Eracomo tratar de mover una casa.

—No le mires —dijo Halt en vozbaja—. Sólo tira de la cuerda y sepáratede él. Te seguirá.

Will lo intentó de esa manera. Le diola espalda a Tirón, asió la cuerda confirmeza y comenzó a andar. El poni trotócon facilidad detrás de él. Will miró a

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Halt y sonrió. El montaraz asintió con lacabeza y señaló hacia la valla lejana delprado. Will echó un vistazo y vio unapequeña silla dispuesta sobre el listónmás alto de la valla.

—Ensíllalo —dijo el montaraz.Tirón trotó dócilmente con un sonoro

clip-clop hasta la valla. Will enrolló lasriendas en el listón y levantó la silla porencima de la grupa del poni. Se agachópara atar las cinchas de la silla.

—¡Tira bien y ponlas tensas! —Leaconsejó el Viejo Bob.

La silla se encontraba por fin enposición y firme. Will miró con ansia aHalt.

—¿Puedo montarlo ya? —preguntó.

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El montaraz se acarició pensativo labarba irregular antes de responder.

—Si tú crees que es una buena idea,adelante.

Will dudó un instante. La frase ledespertó un vago recuerdo. Pero luegoel ansia pudo con la precaución y pusoun pie en el estribo y se balanceó conagilidad sobre la grupa del poni. Tirónpermaneció quieto, inmóvil.

—¡Arre! —dijo Will al tiempo quedaba un golpe con sus talones en elcostado del poni.

No pasó nada por un momento.Después, Will sintió un pequeño temblorque recorría el cuerpo del animal.

De repente, Tirón arqueó su pequeña

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y musculosa grupa y salió disparado alaire, elevando del suelo las cuatro patasa la vez. Se giró violentamente hacia unlado, cayó sobre sus patas delanteras ycoceó con las traseras al cielo. Willsalió despedido de forma brusca porencima de las orejas del poni, dio unavoltereta completa en el aire y cayó deespaldas en la tierra. Se levantó él solo,rascándose la espalda.

Tirón se quedó cerca, con las orejaserguidas, mirándole atentamente.

«Y bien, ¿por qué vas y haces unatontería como ésa?», parecían decir susojos.

El Viejo Bob se apoyó en la valla,partiéndose de risa. Will miró a Halt.

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—¿Qué he hecho mal? —lepreguntó.

Halt se agachó bajo los listones dela valla y caminó hacia donde se hallabaTirón, expectante, mirando a ambos. Leofreció de nuevo la brida a Will y lepuso una mano sobre el hombro.

—Nada, si éste fuera un caballonormal —dijo—. Pero Tirón ha sidoentrenado como el caballo de unmontaraz…

—¿Cuál es la diferencia? —leinterrumpió Will, enfadado, y Haltlevantó una mano pidiéndole silencio.

—La diferencia es que al caballo decada montaraz hay que pedírselo antesde que un jinete pueda montarlo por

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primera vez —dijo Halt—. Se lesentrena así para que no los puedan robarnunca.

Will se rascó la cabeza.—¡Nunca había oído algo semejante!

—dijo.El Viejo Bob sonreía mientras se

acercaba.—Casi nadie —dijo—. Por eso

nunca roban los caballos de losmontaraces.

—Vale —dijo Will—. ¿Qué se ledice al caballo de un montaraz antes demontarlo?

Halt se encogió de hombros.—Varía de un caballo a otro. Cada

uno responde a una petición diferente —

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hizo un gesto hacia el más grande de losdos—. El mío, por ejemplo, responde alas palabras «permettez moi».

—¿Permettez moi? —repitió Will—. ¿Qué tipo de palabras son?

—Es gálico. Significa «¿mepermites?». Sus padres eran de Gálica,¿entiendes? —le explicó Halt. Entoncesse volvió hacia el Viejo Bob—. ¿Cuáles la frase de Tirón, Bob?

Bob apretó los ojos, fingiendo queno era capaz de recordarla. Después sele iluminó la cara.

—¡Ah, sí, ya me acuerdo! —dijo—.A este de aquí hay que preguntarle «¿teimporta?» antes de subirte a su grupa.

—¿Te importa? —repitió Will y Bob

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negó con la cabeza.—¡No me lo digas a mí, jovencito!

¡Díselo al oído al caballo!Sintiéndose un poco tonto y sin tener

la seguridad de que no estuvierangastándole una broma, Will avanzó ydijo bajito en la oreja a Tirón:

—¿Te importa?Tirón lanzó un leve relincho. Will

miró a los dos hombres repleto de dudasy Bob le hizo un gesto de ánimo.

—¡Vamos! ¡Súbete ya! ¡El jovenTirón no te va a hacer daño ahora!

Con mucho cuidado, Will sebalanceó de nuevo sobre la grupa lanudadel poni. Aún le dolía la espalda delintento anterior. Permaneció sentado un

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momento. No pasó nada. Entonces,acarició con suavidad las costillas deTirón con los talones.

—Vamos, chico —le dijo en vozbaja.

Las orejas de Tirón se levantaron degolpe y avanzó a un paso tranquilo.

Precavido aún, Will le dejó pasearuna o dos veces por el prado, luego leacarició otra vez con los talones. Tirónemprendió un agradable trote. Will semovía con facilidad al ritmo del caballoy la mirada de Halt resultabaaprobadora. El muchacho era un jinetecon instinto.

El montaraz liberó la pequeñalongitud de cuerda que mantenía cerrada

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la puerta del prado y la abrió del todo.—¡Sácalo fuera, Will —le ordenó

—, y comprueba qué sabe hacer!Obediente, Will dirigió el poni hacia

la puerta y, según salían a campoabierto, lo acarició una vez más con lostalones. Notó que el pequeño cuerpomusculoso se contraía por un momentodebajo de él, acto seguido Tirónemprendió un galope rápido.

El viento le zumbaba en los oídos yse echó hacia delante sobre el cuello delponi, alentándole para que fuera a unavelocidad incluso mayor. Tirón levantólas orejas en respuesta y fue aún másrápido que antes.

Era como el viento. Sus cortas patas

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eran un borrón de movimiento mientrastransportaban al muchacho a todavelocidad hacia el límite de los árboles.Con suavidad, no muy seguro de cómoreaccionaría el poni, Will aplicó presiónsobre la rienda de la mano izquierda.

Al instante. Tirón viró a laizquierda, alejándose rápido de losárboles en un ángulo. Will mantuvo lapresión suave en la rienda hasta que elponi se situó en la dirección de regresoal prado. Will dejó escapar un ahogadogrito de asombro al ver lo lejos quehabían llegado. Halt y el Viejo Bob eranahora unas figuritas en la distancia. Perocrecieron rápidamente conforme Tirónvolaba hacia ellos sobre la hierba alta.

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Un tronco caído apareció frente aellos y, antes de que Will pudiera hacerningún esfuerzo para evitarlo, Tirón sehabía preparado, estabilizado y saltadoel obstáculo. Will soltó un grito deemoción y el poni dio un breve relinchoen respuesta.

Ya casi habían regresado al prado yWill tiró con suavidad de ambasriendas. Al instante. Tirón ralentizó lamarcha a un medio galope, después a untrote y finalmente a un ritmo de paseo,según Will mantenía la presión en lasriendas. Condujo el poni hasta detenersejunto a Halt. Tirón sacudió la cabezalanuda y relinchó de nuevo. Will seinclinó hacia delante y acarició al poni

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en el cuello.—¡Es impresionante! —dijo sin

aliento—. ¡Es tan rápido como el viento!Halt asintió con gravedad.—Quizás no tan rápido como el

viento —dijo—, pero es sin duda capazde andar mucho —se volvió hacia elviejo—. Has hecho un buen trabajo conél, Bob.

El Viejo Bob, por su parte, agachó lacabeza en agradecimiento y se inclinóhacia delante para acariciar al pequeñoponi lanudo. Había pasado su vidacriando, domando y preparando loscaballos del Cuerpo de Montaraces yéste se encontraba entre los mejores quehabía visto.

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—Mantendrá ese ritmo todo el día—dijo con cariño—. Tumbará a esosgordos caballos de combate, éste lohará. Además, el joven lo monta bien,¿no te parece, montaraz?

El montaraz se acarició la barba.—No demasiado mal —dijo.Bob se escandalizó.—¿No demasiado mal? ¡Eres un tío

duro, montaraz! ¡El jovencito montóligero como una pluma en ese salto! —El viejo miró a Will, que estabamontado a horcajadas en el poni, y lehizo un gesto de reconocimiento con lacabeza—. Tampoco pega tirones con lasriendas como otros. Tiene un toque finocon la boca sensible de un caballo, sí

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que lo tiene.Will sonrió ante el elogio del viejo

domador de caballos. Lanzó una velozmirada de reojo a Halt, pero el montaraztenía el rostro tan serio como siempre.

«Nunca sonríe», pensó Will para sí.Fue a desmontar, pero se detuvorápidamente.

—¿Hay algo que deba decir antes debajarme?

Bob se carcajeó.—No, jovencito. Una vez dicho

aquí, el joven Tirón se acordará,mientras seas tú quien lo monte.

Aliviado, Will se bajó. Permanecióen pie junto al poni y Tirón le empujóafectuoso con la cabeza. Will miró el

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tonel de manzanas.—¿Puedo darle otra? —preguntó.Halt asintió.—Sólo una más —dijo—. Pero no

lo conviertas en una costumbre. Sepondrá demasiado gordo para correr sino paras de darle comida.

Tirón resopló ruidoso. Enapariencia, Halt y él opinaban locontrario en lo referente a la cantidaddiaria de manzanas que debía comer unponi.

Will empleó el resto del día enrecibir consejos del Viejo Bob sobre latécnica de montar y en aprender cómomantener y reparar el arnés y la silla deTirón, así como los aspectos más

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refinados del cuidado del pequeñocaballo.

Cepilló y bruzó el pelaje lanudohasta que brilló, y Tirón parecióreconocer sus esfuerzos. Finalmente,molido, los brazos doloridos por eltrabajo, se sentó desplomado en unabala de heno. Y aquél, por supuesto,tuvo que ser el momento exacto en queHalt entró en el establo.

—Vamos —dijo—. No hay tiempopara andar holgazaneando sin hacernada. Sería mejor que nos fuéramosmoviendo si queremos estar en casaantes de que oscurezca.

Y, mientras lo decía, pasó una sillapor la grupa de su caballo. Will no se

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molestó en protestar por no haber estado«holgazaneando sin hacer nada», comohabía dicho el montaraz. Para empezar,sabía que no iba a servir de nada, y ensegundo lugar, le emocionaba el hechode que irían cabalgando de regreso a lapequeña cabaña de Halt junto al límitedel bosque. Parecía que los dos caballosiban a convertirse en elementospermanentes de su organización. Will sedio cuenta entonces de que el caballo deHalt, obviamente, ya era suyo antes yque el montaraz sólo había estadoaguardando hasta que Will hubomostrado su pericia para montar y hubocongeniado con Tirón para ir a buscarloa su hogar temporal en el establo del

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Viejo Bob.

Los caballos se relinchaban el uno alotro de vez en cuando mientras trotabande regreso a través del oscuro bosqueverde, cualquiera hubiera dicho quemantenían su propia conversación. Willestaba que reventaba con la cantidad depreguntas que quería hacer. Pero, porahora, tenía la cautela de no charlardemasiado en presencia del montaraz.

Finalmente, no fue capaz decontenerse más.

—¿Halt? —Probó a decir.El montaraz gruñó. Will interpretó

aquello como un signo de que podía

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continuar hablando.—¿Cómo se llama tu caballo? —

preguntó el muchacho.Halt bajó la mirada hacia él. Su

montura era ligeramente más alta queTirón, aunque nada parecida al tamañode los gigantescos caballos de combateque albergaba el establo del barón.

—Creo que Abelard —dijo.—¿Abelard? —repitió Will—. ¿Qué

tipo de nombre es ése?—Es gálico —dijo el montaraz

poniendo fin a la conversación demanera obvia.

Cabalgaron unos pocos kilómetrosmás en silencio. El sol estabadescendiendo entonces sobre los árboles

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y sus sombras se alargaban ydistorsionaban en el suelo delante deellos. Will estudió la sombra de Tirón.El poni parecía tener unas patasenormemente largas y un cuerporidículamente pequeño. Quiso llamar laatención de Halt al respecto pero pensóque una observación tan frívola noimpresionaría al montaraz. En su lugar,reunió el coraje necesario para hacerotra pregunta que había estado ocupandosus pensamientos durante días.

—¿Halt? —dijo de nuevo.El montaraz suspiró levemente.—¿Qué pasa ahora? —preguntó. Su

tono desde luego no animaba a continuarla conversación. Sin embargo, Will

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siguió adelante.—¿Recuerdas que me contaste que

un montaraz fue el responsable de laderrota de Morgarath?

—Mmm —gruñó.—Bueno, sólo quería saber… ¿cuál

era su nombre? —Preguntó el muchacho.—Los nombres no importan —dijo

Halt—. De verdad que no me acuerdo.—¿Eras tú? —prosiguió Will,

seguro de que era él.Halt le dedicó esa plana y adusta

mirada otra vez.—He dicho que los nombres no

importan —repitió. Durante algunossegundos se produjo un silencio entreellos y entonces dijo el montaraz—:

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¿Sabes lo que importa?Will meneó la cabeza.—¡La cena importa! —dijo el

montaraz—. Y vamos a llegar tarde paracenar si no nos damos prisa.

Chasqueó los talones en los costadosde Abelard y el caballo salió disparadocomo una flecha del arco del propioHalt, dejando muy atrás a Will y a Tirónen apenas segundos.

Will tocó los costados de Tirón consus talones y el pequeño poni corrió enpersecución de su amigo más grande.

—¡Vamos, Tirón! —le apremió Will—. Vamos a enseñarles cómo sabecorrer el caballo de un verdaderomontaraz.

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WQuince

ill condujo lentamente aTirón a través de lamultitudinaria feria que se

había montado en el exterior de losmuros del castillo. Parecía que todas lasgentes del pueblo y los propioshabitantes del castillo hubieran salido, yhubo de montar con cuidado paraasegurarse de que Tirón no pisara a

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nadie.Era el Día de la Cosecha, el día en

que todos los cultivos recogidos sereunían y se almacenaban para los mesesde invierno venideros. Tras un duro mesde cosecha, el barón permitíatradicionalmente un descanso a su gente.Cada año, por esta época, la feriaitinerante venía al castillo y montaba sustenderetes y casetas. Había tragafuegos ymalabaristas, juglares y cuentacuentos.En las casetas se podía probar suertetirando pelotas de cuero blando a unaspirámides levantadas con trozos demadera con forma de botella o lanzandoaros a unos cubiletes. A veces Willpensaba que los cubiletes eran quizás un

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poco más grandes que los aros que tedaban para lanzar ya que en realidadnunca había visto a nadie ganar unpremio. Pero era todo diversión y elbarón lo costeaba de su propio bolsillo.

Ahora mismo, sin embargo, a Willno le preocupaban la feria y susatracciones. Habría tiempo más adelantepara eso a lo largo del día. En esemomento, se hallaba en camino paraencontrarse con sus antiguoscompañeros.

Por tradición, los maestros dabanlibre el Día de la Cosecha a susaprendices, aunque en realidad nohubieran tomado parte en la cosecha.Will se había estado preguntando

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durante semanas si Halt cumpliría contal práctica. El montaraz parecía nosaber nada de la tradición y tenía supropia forma de hacer las cosas. Pero,dos noches antes, su ansiedad se calmó.Halt le dijo con brusquedad que sepodía tomar el día, añadiendo que conprobabilidad olvidaría todo lo que habíaaprendido en los tres meses anteriores.

Aquellos tres meses habían sido unaépoca de práctica constante con el arcoy los cuchillos que Halt le había dado.Tres meses de acecho por los camposexteriores del castillo, dedesplazamiento de una zona de escasacobertura a la siguiente mientras tratabade avanzar sin que le alcanzara la vista

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de águila de Halt. Tres meses de montary cuidar a Tirón, de formar unos lazosde amistad especiales con el pequeñoponi.

Aquélla, pensó, había sido la partemás divertida de todas.

Ahora estaba listo para un pequeñodescanso y para pasárselo bien. Nisiquiera la idea de que Horace estaríaallí podría oscurecer el disfrute. Podíaser, pensó, que unos pocos meses deduro entrenamiento en la Escuela deCombate hubieran cambiado algo lasagresivas formas de Horace.

Era Jenny quien había preparado elencuentro del día festivo, animando alos demás a reunirse con ella con la

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promesa de un lote de pasteles de carneque traería de la cocina. Ya era uno delos mejores alumnos del maestro Chubby éste se vanagloriaba de su arte antecualquiera que estuviese escuchando,mientras hacía el apropiado énfasis en elpapel vital que su entrenamiento habíajugado en el desarrollo de la destreza dela muchacha, por supuesto.

Las tripas de Will sonaban de placerante la idea de aquellos pasteles. Estabamuerto de hambre ya que se habíamarchado intencionadamente sindesayunar, como para dejarles másespacio. Los pasteles de Jenny tenían yarenombre en el castillo de Redmont.

Había llegado pronto al punto de

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encuentro, así que desmontó y dejó aTirón a la sombra de un manzano. Elpequeño poni estiró la cabeza y mirócon añoranza las manzanas en las ramas,bien lejos de su alcance. Will le sonrió ytrepó rápido al árbol, cogió una manzanay se la ofreció.

—Esto es todo lo que te toca —dijo—. Ya sabes lo que dice Halt sobrecomer demasiado.

Tirón sacudió la cabeza, impaciente.Aquello era aún un motivo dedesacuerdo entre el montaraz y él. Willmiró alrededor. No había ni rastro delos demás, así que se sentó a esperar ala sombra del árbol, recostando laespalda sobre el tronco nudoso.

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—Vaya, pero si es el joven Will, ¿noes así? —dijo una voz profunda detrásde él.

Will se puso en pie bruscamente y setocó la frente en un educado saludo. Erael mismísimo barón Arald montado ensu gigantesco caballo de combate yacompañado por varios de suscaballeros de alto rango.

—Sí, señor —dijo nervioso Will.No estaba acostumbrado a que el barónse dirigiera a él—. Tenga usted un felizDía de la Cosecha, señor.

El barón le hizo un gesto dereconocimiento y se inclinó haciadelante, encorvándose cómodamente ensu silla. Will tuvo que estirar el cuello

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hacia arriba para mirarle.—Debo decir, joven, que pareces

todo un montaraz —dijo el barón—.Casi no te vi con esa capa gris y verde.¿Ha estado ya Halt enseñándote todossus trucos?

Will bajó la vista hacia la capamoteada gris y verde que llevaba puesta.Halt se la había dado varias semanasantes. Le enseñó cómo el moteado gris yverde rompía las formas del portador yle ayudaba a fundirse con el paisaje. Erauna de las razones, le dijo, por lascuales los montaraces eran capaces dedesplazarse sin ser vistos con tantafacilidad.

—Es la capa, señor —dijo Will—.

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Halt lo llama camuflaje.El barón asintió, obviamente

familiarizado con el término, que habíaresultado un concepto nuevo para Will.

—Asegúrate sólo de no usarla pararobar más pasteles —dijo con unaseveridad burlona, y Will se apresuró anegar con la cabeza.

—¡Oh no, señor! —replicó deinmediato—. Halt me ha dicho que sihacía algo así me iba a curtir la piel deltras… —se detuvo incómodo. No estabaseguro de si «trasero» era la clase depalabras que se usan en la presencia dealguien de la categoría de un barón.

El barón asintió de nuevo en unintento por evitar que se le escapase una

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amplia sonrisa.—Estoy seguro de ello —dijo—. ¿Y

cómo te estás llevando con Halt, Will?¿Te diviertes aprendiendo a ser unmontaraz?

Will hizo una pausa. Para serhonesto, no había tenido tiempo depensar si se divertía o no. Sus díasestaban demasiado ocupados con elaprendizaje de nuevas habilidades, lapráctica con el arco y los cuchillos y eltrabajo con Tirón. Era la primera vez entres meses que disponía de un momentopara pensar de verdad en ello.

—Supongo que sí —dijo dubitativo—. Sólo… —su voz se apagó y el barónle miró más de cerca.

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—Sólo ¿qué? —inquirió.Will cambiaba su peso de un pie a

otro, con el deseo de que su boca no leestuviera metiendo en situaciones comoésta de forma continua, por hablardemasiado. Las palabras encontraban uncamino para emerger antes de que éltuviera tiempo de valorar si queríadecirlas o no.

—Sólo… Halt nunca sonríe —continuó con torpeza—. Se toma lascosas siempre tan en serio.

Tenía la impresión de que el barónestaba reprimiendo otra sonrisa.

—Bueno —dijo el barón Arald—.Ser un montaraz es algo serio, ya losabes. Estoy seguro de que Halt te ha

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inculcado eso.—Continuamente —dijo Will con

arrepentimiento, y esta vez el barón nopudo evitar sonreír.

—Tú solo presta atención a lo que élte cuenta, jovencito —le dijo—. Estásaprendiendo una tarea muy importante.

—Sí, señor —a Will le sorprendiódarse cuenta de que estaba de acuerdocon el barón.

Éste se echó hacia delante parajuntar las riendas. En un impulso, antesde que el noble se alejara cabalgando,Will dio un paso al frente.

—Disculpe, señor —dijo vacilando,y el barón se giró de nuevo hacia él.

—¿Sí, Will? —preguntó.

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Will arrastró otra vez los pies,después continuó.

—Señor, ¿recuerda cuando nuestrosejércitos lucharon contra Morgarath?

El alegre rostro del barón se nublócon un gesto serio.

—Muchacho, no me olvidaré tanrápido —dijo—. ¿Qué pasa con eso?

—Señor, Halt me contó que unmontaraz mostró a la caballería un pasosecreto a través del Slipsunder, de modoque pudieron atacar la retaguardia delenemigo…

—Es cierto —dijo Arald.—Me he estado preguntando, señor,

¿cómo se llamaba el montaraz? —concluyó Will sonrojándose por su

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atrevimiento.—¿No te lo dijo Halt? —le preguntó

el barón.Will se encogió de hombros.—Dijo que los nombres no

importaban. Dijo que la cena síimportaba, pero que los nombres no.

—Pero tú crees que los nombres síimportan, a pesar de lo que te ha dichotu maestro, ¿no? —dijo el barón,frunciendo de nuevo el ceño enapariencia.

Will tragó saliva y prosiguió.—Yo creo que fue el propio Halt,

señor —dijo—. Y me pregunto por quéno se le honró o se le condecoró por sudestreza.

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El barón pensó un instante, despuéshabló de nuevo.

—Bien, tienes razón, Will —dijo—.Fue Halt. Y yo quise honrarle por ellopero no me lo permitió. Dijo queaquéllas no eran las formas de unmontaraz.

—Pero… —comenzó Will en untono de perplejidad, sin embargo lamano levantada del barón le impidióhablar más.

—Vosotros los montaraces tenéisvuestras propias maneras, Will, comoestarás aprendiendo, estoy seguro. Losdemás a veces no las entienden. Tú soloescucha a Halt y haz lo que él hace yestoy seguro de que tendrás una vida

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honorable por delante.—Sí, señor —Will le saludó de

nuevo mientras el barón sacudía lasriendas con suavidad sobre el cuello delcaballo y se giraba en dirección a laferia.

—Bueno, ya es suficiente —dijo elbarón—. No podemos charlar todo eldía. Me marcho a la feria. ¡Quizás esteaño pueda pasar un aro por uno de esosmalditos cubiletes!

El barón comenzó a marcharse.Pareció entonces que le asaltaba unpensamiento y tiró de las riendas.

—Will —le llamó.—¿Sí, señor?—No le digas a Halt que te he

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contado que él guió a la caballería. Noquiero que se enfade conmigo.

—Sí, señor —dijo Will con unasonrisa.

Mientras el barón se alejaba, sesentó de nuevo a esperar a sus amigos.

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JDieciséis

enny, Alyss y George llegaronpoco después. Tal y como habíaprometido, Jenny traía consigo

una hornada de pasteles recién hechosenvueltos en un paño rojo. Los dejó concuidado en el suelo bajo el manzanosegún los demás se arremolinaban a sualrededor. Incluso Alyss, con tantoaplomo y tan digna de forma habitual,

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parecía ansiosa por ponerle la manoencima a una de las obras maestras deJenny.

—¡Vamos! —dijo George—. ¡Memuero de hambre!

Jenny negó con la cabeza.—Deberíamos esperar a Horace —

dijo, mientras echaba un vistazo a sualrededor en su busca, pero sin verleentre las multitudes de gente quepasaban.

—¡Venga, vamos! —suplicó George—. ¡He estado toda la mañanatrabajando como un esclavo en unapetición de última hora del barón!

Alyss elevó los ojos al cielo.—Quizás deberíamos empezar —

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dijo—. Si no, comenzará una discusiónlegal y nos vamos a quedar aquí todo eldía. Siempre podemos apartar dos paraHorace.

Will sonrió. Ahora George no teníanada que ver con el muchacho tímidoque tartamudeaba durante la Elección.Era obvio que la Escuela de Escribanosle había hecho despuntar. Jenny sirviódos pasteles a cada uno, dejando dosaparte para Horace.

—Empecemos, entonces —dijo.Los demás atacaron con entusiasmo

y enseguida entonaron sus alabanzas alos pasteles. La reputación de Jennyestaba bien fundada.

—Esto —dijo George de pie ante el

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resto al tiempo que abría los brazoscomo si se dirigiera a una corteimaginaria— no puede ser descritocomo un simple pastel, su señoría.¡Describir esto como un pastel sería unaburda injusticia, cosa igual jamás vistapor esta corte!

Will se volvió a Alyss.—¿Cuánto tiempo lleva así? —le

preguntó.Ella sonrió.—Todos se ponen así con unos

pocos meses de entrenamiento legal.Estos días, el principal problema conGeorge es conseguir que se calle.

—Venga, George, siéntate —dijoJenny poniéndose colorada pero no

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menos encantada—. Eres un completoidiota.

—Quizás, mi querida señorita. Peroha sido la pura magia de estas obras dearte lo que ha trastocado mi mente. ¡Estono son pasteles, son sinfonías! —Elevóel medio pastel que le quedaba en unbrindis burlesco—. Brindo por… ¡lasinfonía de pasteles de miss Jenny!

Alyss y Will se rieron con George,elevaron sus pasteles en respuesta yrepitieron el brindis. Después, loscuatro aprendices rompieron a reír acarcajadas.

Fue una pena que Horace escogieraaquel preciso momento para llegar. Sóloél de entre ellos se encontraba abatido

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en su nueva situación. El trabajo eraduro y sin tregua y la disciplina, férrea.Se esperaba aquello, por supuesto, y encircunstancias normales habría sidocapaz de manejarlo. Pero ser el objetivode los rencores de Bryn, Alda y Jeromeestaba haciendo de su vida unapesadilla, literalmente. Los tres cadetesde segundo año le despertaban por lanoche a todas horas y le arrastraban alexterior a realizar las tareas máshumillantes y agotadoras.

La falta de sueño y la preocupaciónpor no saber nunca cuándo podríanaparecer para atormentarle aún másestaban consiguiendo que se retrasase ensus trabajos escolares. Sus compañeros

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de cuarto, con la sensación de que simostraban alguna comprensión hacia élpasarían a ser objetivos también ellos,le habían dejado de lado, así que sesentía sólo por completo en suabatimiento. La única cosa a la quesiempre había aspirado se estabadiluyendo tan rápidamente como unazucarillo en un vaso de agua. Odiaba laEscuela de Combate pero no era capazde encontrar ninguna forma de salir desu aprieto sin avergonzarse ni humillarseaún más.

Hoy, el único día en que podíaescaparse de las restricciones y lastensiones de la Escuela de Combate,llegaba para encontrarse con que sus

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antiguos compañeros se ocupaban ya desu festín y se sentía enfadado y heridoporque no se hubieran preocupado poresperarle. No tenía ni idea de que Jennyhabía apartado algunos de los pastelespara él. Supuso que ya los habíarepartido y eso le hacía más daño quecualquier otra cosa. De todos susantiguos compañeros, ella era de quienmás cercano se sentía. Jenny siempreestaba alegre, siempre amistosa,siempre deseosa de escuchar losproblemas de los demás. Se percató deque había estado deseando verla hoy denuevo y ahora sentía que ella le habíafallado.

Estaba predispuesto para pensar mal

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de los otros. Alyss siempre habíaparecido mantener las distancias con él,como si no fuese lo suficientementebueno para ella, y Will se había pasadoel rato jugándosela y huyendo después aese árbol inmenso donde Horace nopodía seguirle. Al menos, así era comoHorace veía las cosas desde su estadovulnerable actual. Había olvidado, deforma conveniente, las veces que lehabía dado capones a Will o que lehabía inmovilizado haciéndole una llaveen el cuello hasta que el muchacho, máspequeño, se veía obligado a gritar «¡merindo!».

En lo que a George se refería,Horace nunca le había prestado mucha

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atención. El chico delgado era estudiosoy se dedicaba a sus libros, y Horacesiempre le había considerado unapersona gris y sin interés. Allí estabaahora actuando para ellos mientras todosse reían y comían pasteles y a él no lehabían dejado nada, y, de pronto, losodiaba a todos.

—Bueno, esto está muy bien, ¿no?—dijo con amargura, y los demás sevolvieron hacia él, a la vez que la risase desvaneció de sus rostros.

Como era inevitable, Jenny fue laprimera en recuperarse.

—¡Horace! ¡Aquí estás por fin! —dijo. Comenzó a moverse hacia él, perola mirada fría de su rostro la detuvo.

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—¿Por fin? —dijo él—. ¿Vengounos minutos tarde y resulta que llegopor fin? Y demasiado tarde porque ya oshabéis zampado todos los pasteles.

No estaba siendo en absoluto justocon la pobre Jenny. Como la mayoría delos cocineros, una vez preparado unalimento, ella sentía poco interés porcomérselo. Su verdadero placer era vercómo los demás disfrutaban con losresultados de su obra y escuchar suselogios. En consecuencia, ella no habíacomido ningún pastel. Se volvióentonces hacia los dos que habíacubierto con una servilleta paraguardárselos a él.

—No, no —dijo rápidamente—.

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¡Todavía quedan! ¡Mira!Pero la ira acumulada de Horace le

impidió hablar o actuar racionalmente.—Bueno —dijo con una voz cargada

de sarcasmo—, quizás debería volvermás tarde y daros tiempo para acabarostambién ésos.

—¡Horace! —Las lágrimas brotaronde los ojos de Jenny.

No tenía ni idea de lo que le pasabaa Horace. Todo lo que ella sabía era quesu plan de una reunión agradable con susviejos compañeros se estabaderrumbando.

George se adelantó entonces,observando a Horace con curiosidad. Elchico alto y delgado ladeó la cabeza

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para estudiar más de cerca al aprendizde guerrero, como si fue una exposicióno una prueba en un juicio.

—No es obligatorio ser tan grosero—dijo en tono razonable.

Pero la razón no era lo que Horacequería oír. Enojado, echó al otromuchacho a un lado de un empujón.

—Apártate de mí —dijo—. Y cuidatu forma de hablarle a un guerrero.

—Tú no eres un guerrero aún —ledijo Will con desdén—. Aún eres sóloun aprendiz como el resto de nosotros.

Jenny hizo un leve gesto con lasmanos instando a Will a que dejase eltema. Horace, que se encontraba enpleno acto de servirse los pasteles

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restantes, miró lentamente hacia arriba.Evaluó a Will de arriba abajo durante unsegundo o dos.

—¡Jo, jo! —dijo—. ¡Veo que elaprendiz de espía se encuentra hoy entrenosotros! —Miró para ver si los demásse reían con su ingenio. No lo hicieron yaquello sólo sirvió para hacerle másgrosero—. Supongo que Halt te estáenseñando a ir a hurtadillas, espiando atodo el mundo, ¿no? —Horace dio unpaso al frente sin esperar una respuestay señaló con el dedo la capa moteada deWill sarcásticamente—. ¿Qué es esto?¿No tenías suficiente tinte para hacerlatoda de un color?

—Es una capa de montaraz —dijo

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Will con calma, conteniendo el enojoque crecía en su interior.

Horace resopló con desdén mientrasse metía en la boca la mitad de uno delos pasteles, proyectando migas alhacerlo.

—No seas tan grosero —dijoGeorge.

Horace, con el rostro enrojecido,rodeó al aprendiz de escribano.

—¡Vigila tu lengua, chico! —dijocon brusquedad—. ¡Sabes que le estáshablando a un guerrero!

—Un aprendiz de guerrero —repitióWill con firmeza, haciendo hincapié enla palabra «aprendiz».

Horace se sonrojó aún más y

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observó a ambos con enfado. Will sepuso en tensión al notar que elgrandullón estaba a unto de lanzar unataque. Pero había algo en la mirada deWill y en su posición de guardia quehizo que Horace se lo pensara dosveces. No había visto nunca esa miradade desafío. En el pasado, si amenazaba aWill, siempre veía temor. Esta confianzarecién descubierta le había confundidoun poco.

En su lugar, se volvió de nuevo aGeorge y le propinó un fuerte empujónen el pecho.

—¿Te parece esto grosero? —dijomientras el muchacho alto y delgado setambaleaba hacia atrás.

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George movió los brazos como lasaspas de un molino en un intento porevitar la caída. De forma accidental, ledio un golpe de soslayo en un costado aTirón. El pequeño poni, que pastabapacíficamente, se encabritó de prontotirando de las bridas.

—Quieto, Tirón —dijo Will, y Tirónse calmó de inmediato.

Pero entonces Horace se fijó en élpor primera vez. Avanzó y miró más decerca al poni lanudo.

—¿Qué es esto? —preguntó con unaincredulidad de mofa—. ¿Se ha traídoalguien un perro grande y feo a la fiesta?

Will apretó los puños.—Es mi caballo —dijo tranquilo.

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Podía aguantar los ataquesdespectivos de Horace hacia él, pero nose iba a quedar ahí viendo cómoinsultaba a su caballo.

Horace soltó una carcajada.—¿Un caballo? —dijo—. ¡Eso no es

un caballo! ¡En la Escuela de Combatemontamos caballos de verdad! ¡Noperros peludos! ¡Creo que ademásparece necesitar un buen baño! —Arrugó la nariz y fingió que olisqueaba aTirón de cerca.

El poni miró de reojo a Will. Susojos parecían decir «¿quién es estezoquete grosero?». Entonces Will,escondiendo la sonrisa perversa que seintentaba dibujar en su rostro, dijo con

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indiferencia:—Es un caballo de montaraz. Sólo

un montaraz puede montarlo.Horace se rió de nuevo.—¡Mi abuela podría montar ese

perro peludo!—Es posible que ella pudiera —

dijo Will—, pero apostaría a que tú no.Antes incluso de que hubiera

terminado el desafío, Horace estaba yadesatando las bridas. Tirón miró a Willy el muchacho habría jurado que elcaballo le asentía ligeramente.

Horace se subió en un fácil balanceoa la grupa de Tirón. El poni permanecióquieto, inmóvil.

—¡Así de fácil! —Alardeó Horace.

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Entonces clavó los talones en loscostados de Tirón—. ¡Vamos, perrito!Vamos a dar una carrera.

Will vio la conocida contracciónpreparatoria de los músculos de laspatas y el cuerpo de Tirón. Acto seguidoel poni saltó con las cuatro patas en elaire, se retorció de forma violenta, cayósobre las patas delanteras y lanzó loscuartos traseros al cielo.

Horace voló como un pájaro durantevarios segundos. Golpeó de plano en latierra sobre su espalda. George y Alyssmiraban con placentera incredulidadmientras el bravucón permanecíatendido en el suelo durante un segundo odos, aturdido y sin aliento. Jenny fue a

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acercarse para ver si estaba bien.Entonces su boca adoptó un gesto dedeterminación y se detuvo. Horace lohabía pedido a gritos, pensó.

Hubo una posibilidad, sólo una, deque todo el incidente se hubiera acabadoahí. Pero Will no pudo resistir latentación de decir la última palabra.

—Tal vez sería mejor que lepidieras a tu abuela que te enseñase amontar —dijo muy serio.

George y Alyss consiguieron ocultarsus sonrisas pero, desafortunadamente,fue Jenny quien no logró detener la risitaque se le escapó.

En un instante, Horace se puso enpie, el rostro oscuro por la ira. Miró a

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su alrededor, vio una rama caída delmanzano y la agarró, blandiéndola porencima de la cabeza mientras corríahacia Tirón.

—¡Yo os enseñaré a ti y a tu malditocaballo! —gritó furioso, amenazando aTirón con el palo como un loco.

El poni dio un saltito quitándose deen medio y, antes de que Horace pudieraatacar de nuevo, Will se le tiró encima.

Aterrizó sobre la espalda de Horacey su peso y la fuerza de su saltoacabaron con ambos en el suelo.Rodaron envueltos en un forcejeo,tratando de ganar ventaja el uno sobre elotro. Tirón, alarmado al ver a su dueñoen peligro, relinchó nervioso y se

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encabritó.Una de las sacudidas desordenadas

de los brazos de Horace golpeó consonoridad en la oreja de Will. Consiguióentonces liberar su brazo derecho y ledio un fuerte puñetazo en la nariz aHorace.

La sangre descendía por la cara delmuchachote. Will tenía los brazosfuertes y bien musculados después desus tres meses de entrenamiento conHalt. Pero Horace también asistía a unadura escuela. Dirigió un puñetazo alestómago de Will, que lanzó un gritoentrecortado mientras expulsaba el airede su interior.

Horace se levantó pero Will, en un

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movimiento que le había mostrado Halt,dibujó con las piernas un arco amplio,barriéndole los pies a Horace yhaciéndole caer de nuevo.

«Siempre ataca primero», le habíainculcado Halt a base de repetírselodurante las horas que habían estadopracticando el combate sin armas.Entonces, mientras el otro muchacho segolpeaba otra vez contra el suelo, Willse abalanzó sobre él, en un intento desujetarle los brazos entre sus rodillas.

En ese momento, Will sintió unférreo agarrón de la parte de atrás delcuello y notó que le levantaban en elaire, como a un pez en un anzuelo,retorciéndose y protestando.

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—¿Qué está pasando aquí entrevosotros dos, gamberros? —dijo unavoz fuerte y enojada en su oído.

Will se giró y se dio cuenta de que lesostenía sir Rodney, el maestro decombate. Y el corpulento guerreroparecía enfadado en extremo. Horace selevantó y se puso firme. Sir Rodneysoltó el cuello de Will y el aprendiz demontaraz cayó al suelo como un saco depatatas. Después, se puso también firme.

—¡Dos aprendices —dijo enfadadosir Rodney—, en plena gresca como dosgamberros y estropeando el día defiesta! ¡Y, para empeorar las cosas, unode ellos es mi propio aprendiz!

Will y Horace movieron los pies, la

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cabeza gacha, incapaces de sostener lafuriosa mirada del maestro de combate.

—Muy bien, Horace, ¿qué pasaaquí?

Horace movió de nuevo los pies y sepuso rojo. No contestó. Sir Rodney miróa Will.

—Muy bien, ¡tú, el chico delmontaraz! ¿De qué va te esto?

Will vaciló.—Sólo una pelea, señor —masculló.—¡Eso ya lo veo! —gritó el maestro

de combate—. ¡No soy un idiota,¿sabes?! —Se detuvo un momento, porsi alguno de los dos muchachos teníaalgo que añadir.

Ambos permanecían en silencio. Sir

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Rodney suspiró de la exasperación.«¡Chicos! Cuando no te están dando lalata se están peleando, y cuando no seestán peleando, están robando orompiendo algo».

—Muy bien —dijo finalmente—. Seterminó la pelead. Estrechaos la mano yse acabó —hizo una pausa y, comoninguno de los muchachos se movió paradarse la mano, rugió en su tono del patiode armas—: ¡Hacedlo de una vez!

Impulsados a ello, Will y Horace seestrecharon la mano reticentes. Perocuando Will miró a Horace a los ojos,vio que la cuestión distaba mucho dehaberse acabado.

«Ya terminaremos en otra ocasión»,

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decía la mirada de enfado en los ojos deHorace.

«Cuando tú quieras», respondieronlos ojos del aprendiz de montaraz.

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LDiecisiete

a primera nevada del invierno seextendía profunda sobre la tierramientras Will y Halt cabalgaban

despacio a casa desde el bosque.Habían pasado seis semanas desde

la confrontación del Día de la Cosecha yla situación con Horace permanecíairresoluta. Los dos muchachos habíantenido muy pocas oportunidades de

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continuar con su discusión, dado que susmaestros les mantenían ocupados y suscaminos rara vez se cruzaban.

Will había visto en alguna ocasión alaprendiz de guerrero, pero siempre acierta distancia. Nunca habían hablado oincluso tenido la posibilidad deapercibirse de la presencia del otro.Pero el resentimiento aún estaba ahí,Will lo sabía, y algún día llegaría a supunto más crítico.

De modo extraño, encontró que laperspectiva no le molestaba ni muchomenos como unos meses atrás. No setrataba de que estuviera deseandoreanudar la pelea con Horace, sino queahora era capaz de afrontar la idea con

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una cierta ecuanimidad. Sentía unaprofunda satisfacción cuando recordabaaquel buen puñetazo que le habíaasestado a Horace en la nariz. Tambiénse había percatado, con una ligerasensación de sorpresa, que la memoriadel incidente se había hecho másagradable por el hecho de que ocurrieseen presencia de Jenny y, aquí es donderesidía la sorpresa, Alyss. Taninfructífero como el suceso había sido,aún existían muchos aspectos del mismoque ocupaban los pensamientos y lamemoria de Will.

Pero no en aquel preciso momento,se percató, cuando el tono enojado deHalt le arrastró de vuelta al presente.

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—¿Sería posible que continuáramoscon nuestro rastreo, o tienes algo másimportante que hacer? —inquirió.

Al instante, Will recorrió losalrededores con la mirada, tratando dever lo que había indicado Halt. Segúncabalgaban a través de la nieve reciente,intentando hacer el menor ruido, Halthabía ido señalándole perturbaciones enel níveo manto liso. Se trataba dehuellas de animales, y la tarea de Willconsistía en identificarlas. Tenía un buenojo y ganas para ello. Normalmentedisfrutaba estas clases de rastreo, peroen aquel momento se le había ido elsanto al cielo y no tenía ni idea deadonde se suponía que debía mirar.

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—Allí —dijo Halt mientrasseñalaba hacia la izquierda, en un tonoque no dejaba dudas de que no esperabatener que repetir esas cosas.

Will se incorporó sobre los estribospara ver la nieve revuelta con mayorclaridad.

—Conejo —dijo enseguida.Halt se giró para mirar de refilón.—¿Conejo? —le preguntó, y Will

miró de nuevo, corrigiéndose casi deinmediato.

—Conejos —dijo haciendo hincapiéen la ese final.

Halt insistió en la exactitud.—Eso me parece a mí —masculló

—. Al fin y al cabo, si eso de ahí fueran

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huellas de skandians, te haría falta estarseguro de cuántos son.

—Supongo que sí —dijo Will,sumiso.

—¡Supones que sí! —repitió Halt entono sarcástico—. Créeme, Will, existeuna gran diferencia entre saber que hayun skandian merodeando y saber que haymedia docena.

Will asintió a modo de disculpa.Uno de los cambios por los que habíaatravesado últimamente su relación erael hecho de que Halt casi nunca serefería ya a él como «chico». A esasalturas siempre era «Will». A Will legustaba aquello. Le hacía sentir que, dealgún modo, el montaraz de rostro

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adusto le había aceptado. De la mismaforma, deseaba que Halt sonriese una odos veces cuando lo decía.

O sólo una.La voz grave de Halt le sacó de su

ensimismamiento.—Así que… conejos. ¿Eso es todo?Will miró de nuevo. En la nieve

revuelta resultaba difícil de apreciar,pero ahora que Halt se lo habíaindicado, allí había otro conjunto dehuellas.

—¡Un armiño! —dijo triunfal, y Haltasintió de nuevo.

—Un armiño —reconoció—. Perodeberías haber sabido que había algomás, Will. Mira cuán profundas son esas

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huellas de conejo. Resulta obvio quealgo los había asustado. Cuando ves unaseñal como ésa, es una pista para buscaralgo más.

—Ya veo —dijo Will. Pero Haltnegó con la cabeza.

—No. Demasiado a menudo no loves, porque no mantienes laconcentración. Tienes que trabajarlo.

Will no dijo nada. Simplementeaceptó la crítica. Por aquel entonces yahabía aprendido que Halt no criticabasin razón. Y cuando había razones, no leiba a salvar un montón de excusas.

Prosiguieron en silencio. Willinspeccionó atentamente el suelo que lesrodeaba, en busca de más huellas, más

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rastros de animales. Anduvieron otrokilómetro, más o menos, y comenzaron aver algunos de los puntos de referenciaconocidos, que le dijeron que seencontraban cerca de la cabaña, cuandovio algo.

—¡Mira! —Dirigió, al tiempo queseñalaba una porción de nieve revueltajusto tras el límite del sendero.

Halt se giró para mirar. Las huellas,si es que lo eran, no se parecían en nadaa otras que Will hubiera visto. Elmontaraz dirigió a su caballo hastaacercarse al límite del sendero paraobservar más de cerca.

—Mmm —dijo pensativo—. Ésta esuna que no te había mostrado aún. No se

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ven muchas así en estos tiempos, así quemírala bien, Will.

Se bajó con facilidad de la silla ycaminó con la nieve hasta la rodilla endirección a la nieve revuelta. Will lesiguió.

—¿De qué es? —preguntó elmuchacho.

—Jabalí —dijo Halt con brevedad—. Y uno grande.

Will miró nervioso en derredor.Podía no saber cómo eran las huellas deun jabalí en la nieve, pero conocía losuficiente de aquellos animales parasaber que eran muy, muy peligrosos.

Halt notó su mirada e hizo unmovimiento tranquilizador con la mano.

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—Relájate —dijo—. No está cercade nosotros.

—¿Eres capaz de decirlo por lashuellas? —preguntó Will.

Observaba la nieve fascinado. Lossurcos profundos los había hecho,obviamente, un animal muy grande. Ytenían pinta de ser de un animal muygrande y muy enfadado.

—No —dijo Halt sin alterarse—.Puedo decirlo por nuestros caballos. Siun jabalí de ese tamaño estuviera enalguna parte dentro de esta zona, esosdos estarían bufando, piafando yrelinchando tan fuerte que no seríamoscapaces de oír nuestros propiospensamientos.

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—Ah —dijo Will, sintiéndose unpoco idiota.

Relajó la fuerza con que habíaagarrado su arco. Sin embargo a pesarde las aseveraciones del montaraz, nopudo evitar echar un vistazo más a sualrededor. Y cuando lo hizo, su corazóncomenzó a latir más y más rápido.

La espesa maleza del otro lado delcamino se estaba moviendo con lamayor ligereza. Normalmente, le habríaquitado importancia al atribuirlo a labrisa, pero su entrenamiento con Halthabía elevado su razonamiento y suobservación. En ese momento no habíabrisa. Ni el más mínimo soplo.

Aun así, los arbustos seguían

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moviéndose.La mano de Will se dirigió

lentamente al carcaj. Tan lentamentecomo para evitar que el animal que semovía entre los arbustos se sobresaltase.Extrajo una flecha y la situó en la cuerdadel arco.

—¿Halt? —Intentó mantener la vozbaja pero no pudo evitar que le temblaraun poco. Se preguntaba si su arcodetendría un jabalí a la carga. Pensó queno lo haría.

Halt levantó la vista, se fijó en laflecha engarzada en la cuerda del arcode Will y notó la dirección en la queéste miraba.

—Espero que no estés pensando en

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dispararle al pobre viejo granjero queestá escondido detrás de aquellosarbustos —dijo muy serio. Sin embargo,había levantado la voz tanto que llegó deforma clara hasta el espeso macizoarbóreo del otro lado del camino.

Al instante, se produjo unmovimiento rápido desde el arbusto yWill oyó una voz nerviosa que gritaba:

—¡No dispare, buen señor! ¡Porfavor, no dispare! ¡Sólo soy yo!

Los arbustos se abrieron conformeun viejo asustado y despeinado se poníaen pie de forma apresurada y avanzabacorriendo. Su apuro fue su perdición, sinembargo, pues metió uno de sus pies enun enredo de maleza y se despatarró por

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la nieve. Se incorporó con torpeza, conlas manos en alto y mostrando laspalmas para que vieran que no portabaarmas. Según venía, prosiguió con unsinfín de balbuceos:

—¡Sólo yo, señor! ¡No hace faltaque dispare, señor! ¡Sólo yo, lo juro, yno soy un peligro para los que son comoustedes!

Avanzó deprisa hasta el centro delcamino, sus ojos fijos en el arco enmanos de Will y en la reluciente yafilada punta de la flecha. Lentamente,Will aflojó la tensión de la cuerda ybajó el arco según vio más de cerca alintruso. Era delgado en extremo. Vestidocon un andrajoso y sucio blusón de

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granjero, tenía unos brazos y piernaslargos y poco elegantes, y codos yrodillas huesudos. Su barba era gris y seestaba quedando calvo por la partesuperior de la cabeza.

El hombre se detuvo a unos pocosmetros de ellos y sonrió nervioso a lasdos figuras en capa.

—Sólo yo —repitió una última vez.

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WDieciocho

ill no podía evitar sonreír.No podía imaginar nadamenos parecido a un feroz

jabalí a la carga.—¿Cómo sabías que estaba ahí? —

preguntó a Halt en voz baja.El montaraz se encogió de hombros.—Le vi hace unos minutos.

Acabarás aprendiendo a sentir cuándo te

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vigila alguien. Después, sabes cómobuscarlos.

Will movió la cabeza, admirado. Lacapacidad de observación de Halt eraincreíble. Nadie del castillo, pormilagroso que fuera, le había asombradotanto.

—Entonces —dijo Halt con seriedad—, ¿por qué andas merodeando? ¿Quiénte ha dicho que nos espíes?

El viejo juntó las manos connerviosismo, sus ojos en un vaivén entrela expresión imponente de Halt y lapunta de la flecha, entonces abajo peroaún engarzada en la cuerda del arco deWill.

—¡Espiando no, señor! ¡No, no!

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¡Espiando no! ¡Les oí llegar y pensé queera ese puerco monstruoso que volvía!

Las cejas de Halt se juntaron.—¿Pensaste que yo era un jabalí? —

preguntó.Otra vez, el granjero negó con la

cabeza.—No. No. No —balbució—. ¡Por lo

menos, no desde el momento en que lesvi! Pero después no estuve muy segurode quiénes podían ser. Podía tratarse debandidos, o algo así.

—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó Halt—. No eres de estosparajes, ¿verdad?

El granjero, ansioso por agradar,sacudió la cabeza una vez más.

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—¡Vengo de Willowtree Creek, síseñor! —dijo—. Siguiéndole los pasosal puerco y con la esperanza deencontrar a alguien que lo transformaseen panceta.

De pronto, Halt mostró un graninterés. Abandonó el burlesco tonosevero en el que había estado hablando.

—¿Has visto al jabalí, entonces? —preguntó, y el granjero juntó las manosde nuevo y, nervioso, miró alrededor,como si temiese que el puerco pudieraaparecer de entre los árboles encualquier momento.

—Lo he visto. Lo he oído. No loquiero ver más. Es malo, señor, ya loverá.

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Halt volvió a observar las huellas.—Desde luego que es grande, al

menos —se dijo.—¡Y malvado, señor! —continuó el

granjero—. Ése tiene un verdaderodemonio por carácter. ¡Vaya, si es capazde descuartizar a un hombre o un caballocomo el que se toma el desayuno, síseñor!

—¿Y qué tenías pensado hacer conél? —preguntó Halt, y después añadió—: ¿Cómo te llamas, por cierto?

El granjero hizo una reverencia conla cabeza y se tocó con los nudillos en lafrente a modo de saludo.

—Peter, señor. Peter Sal, me llaman,a cuenta de que me gusta echarle un

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poco de sal a la carne, sí señor.Halt asintió.—Estoy seguro de ello —dijo con

paciencia—. Pero ¿qué esperabas hacercon ese jabalí?

Peter Sal se rascó la cabeza ypareció un poco perdido.

—No lo sé muy bien. Esperabaquizás encontrarme con un soldado o unguerrero o un caballero para librarme deél. O quizás un montaraz —añadió comouna ocurrencia de último momento.

Will sonrió. Halt se levantó dedonde había estado apoyado sobre unarodilla para examinar las huellas. Sesacudió un poco de nieve de la rodilla ycaminó de vuelta hasta donde

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permanecía Peter Sal, cambiandonervioso su apoyo de un pie a otro.

—¿Ha estado creando muchosproblemas? —preguntó el montaraz, y elviejo granjero asintió rápidamentevarias veces.

—¡Sí que lo ha hecho, señor! ¡Sí quelo ha hecho! Ha matado a tres perros,destrozado campos y vallas, sí señor. Ycasi mata a mi yerno cuando trató dedetenerle. ¡Como dije, señor, es malo!

Halt se frotó la barbilla, pensativo.—Mmm —dijo—. Bien, no cabe

duda de que sería mejor que hiciéramosalgo al respecto —levantó la miradahacia el sol, que descendía sobre elhorizonte en el cielo del oeste, después

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se volvió hacia el chico—. ¿Cuántotiempo de luz dirías que nos queda,Will?

Will estudió la posición del sol.Aquellos días, Halt nunca dejaba pasaruna oportunidad de enseñarle, opreguntarle, o poner a prueba susconocimientos y habilidades endesarrollo. Sabía que era mejor valorarcuidadosamente la respuesta antes dedarla. Halt prefería las respuestasexactas, no las rápidas.

—¿Un poco más de una hora? —dijoWill.

Vio cómo las cejas de Halt se uníanal fruncir el ceño y recordó también queal montaraz le disgustaba que le

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respondieran con una pregunta.—¿Me lo estás preguntando o me lo

estás diciendo? —dijo Halt.Will negó con la cabeza, molesto

consigo mismo.—Algo más de una hora —

respondió con más confianza, y, estavez, el montaraz hizo un gesto deacuerdo.

—Correcto —se volvió de nuevo alviejo granjero—. Muy bien, Peter Sal,quiero que lleves un mensaje al barónArald.

—¿El barón Arald? —preguntónervioso el granjero.

Halt frunció el ceño otra vez.—¿Ves lo que has hecho? —le dijo a

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Will—. ¡Aquí le tienes ahorarespondiendo con preguntas a laspreguntas!

—Lo siento —farfulló Will,sonriendo sin querer.

Halt meneó la cabeza y continuóhablando a Peter Sal.

—Eso es, el barón Arald,encontrarás su castillo un par dekilómetros más adelante por estecamino.

Peter Sal oteó con una mano a modode visera, al tiempo que miraba por elcamino como si pudiera ver ya elcastillo.

—¿Un castillo, dice? —Articuló,asombrado—. ¡Nunca he visto un

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castillo!Halt suspiró impaciente. Mantener la

mente del viejo charlatán centrada en elasunto estaba empezando a irritarle.

—Eso es, un castillo. Luego, ve alguardia de la puerta…

—¿Es un castillo grande? —preguntó el viejo.

—¡Es un castillo enorme! —le gruñóHalt.

Peter Sal retrocedió asustado. Surostro mostraba una mirada herida.

—No hace falta gritar, joven —ledijo malhumorado—. Sólo estabapreguntando, eso es todo.

—Bien, entonces, deja deinterrumpirme —dijo el montaraz—.

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Aquí estamos perdiendo el tiempo.Ahora, ¿me estás escuchando?

Peter Sal asintió.—Bien —prosiguió Halt—. Ve al

guardia de la puerta y dile que tienes unmensaje de Halt para el barón Arald.

Una mirada de reconocimiento seextendió por el rostro del viejo.

—¿Halt? —preguntó—. Pero no elmontaraz Halt, ¿no?

—Sí —respondió Halt, cansado—,el montaraz Halt.

—¿El que dirigió la emboscadasobre los wargals de Morgarath? —preguntó Peter Sal.

—El mismo —dijo Halt con unapeligrosa voz grave.

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Peter Sal miró a su alrededor.—Bueno —dijo—. ¿Dónde está?—¡Yo soy Halt! —tronó el montaraz

mientras le plantaba la cara a unospocos centímetros a Peter Sal.

Otra vez, el granjero reculó algunospasos. Reunió entonces coraje y negócon la cabeza en un gesto deincredulidad.

—No, no, no —dijo sin dudarlo—,usted no puede ser él. Vaya, el montarazHalt es tan alto y corpulento como doshombres. ¡Un gigantón, sí señor!Valiente, feroz en la batalla, sí señor.Usted no puede ser él.

Halt se volvió y se alejó en unintento por recuperar la calma. Will no

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podía evitar que la sonrisa brotase en surostro de nuevo.

—Yo… soy… Halt —dijo elmontaraz espaciando sus palabras paraque Peter Sal no pudiera cometer ningúnerror—. Era más alto de joven, y muchomás ancho. Pero éste es el tamaño quetengo ahora —clavó sus ojos refulgentesen los del granjero y se le quedómirando—. ¿Entiendes?

—Bueno, si usted lo dice… —concedió Peter Sal. No creía aún almontaraz, pero un brillo muy peligrosoen sus ojos le avisó de que no seríainteligente seguir negándolo.

—Bien —dijo Halt con muchafrialdad—. Entonces, le dices al barón

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que Halt y Will…Peter Sal abrió la boca para hacer

otra pregunta. Halt se la tapó con lamano de inmediato y señaló al lugardonde permanecía Will junto a Tirón.

—Ése de ahí es Will —Peter Salasintió, sus ojos de par en par sobre lamano que le sujetaba la boca confirmeza para detener ulteriores preguntase interrupciones. El montaraz continuó—: Dile que Halt y Will estánrastreando un jabalí. Cuandoencontremos su madriguera, volveremosal castillo. Mientras tanto, el baróndeberá organizar a sus hombres para unacacería mañana por la mañana —retiródespacio la mano de la boca del

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granjero—. ¿Lo has captado todo? —lepreguntó el montaraz.

Peter Sal asintió con cuidado.—Entonces repítemelo.—Ir al castillo, decirle al guardia de

la puerta que tengo un mensaje deusted… Halt… para el barón. Decirle albarón que usted… Halt… y él… Will…están rastreando un jabalí para encontrarsu madriguera. Decirle que tenga a sushombres listos para la cacería mañana.

—Bien —dijo Halt. Le hizo un gestoa Will y se subieron a sus sillas.

Peter Sal permaneció dubitativo enel camino, mirándolos.

—Márchate —le dijo Halt mientrasseñalaba en la dirección del castillo.

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El viejo granjero dio entonces unospocos pasos y después, cuando juzgóencontrarse a una distancia segura, sevolvió y le voceó al montaraz de rostroadusto:

—¿Sabe? ¡No le creo! ¡Nadiemengua y se encoge!

Halt suspiró y giró su caballo haciael interior del bosque.

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CDiecinueve

abalgaron despacio a la luz quese desvanecía, inclinándose alos lados en sus sillas para

seguir el rastro del jabalí.No tuvieron ningún problema para

hacerlo. El enorme cuerpo habíadibujado un profundo surco en la espesacapa de nieve. Incluso sin ella, pensóWill, habría sido fácil. Era obvio que el

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jabalí estaba de muy mal humor. Habíaarañado los troncos y los arbustos dealrededor con los colmillos al pasar,trazando un claro sendero de destruccióna través del bosque.

—¿Halt? —Probó a decir una vez seadentraron aproximadamente unkilómetro en la densa arboleda.

—¿Mmm? —dijo Halt, un pocodistraído.

—¿Por qué molestar al barón? ¿Nopodríamos sencillamente matar nosotrosal jabalí con nuestros arcos?

Halt negó con la cabeza.—Es grande, Will. Puedes ver el

tamaño del rastro que ha dejado.Podríamos necesitar media docena de

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flechas para matarlo, e incluso entonces,llevaría su tiempo que muriese. Con unabestia como ésta, es mejor asegurarse.

—¿Cómo lo hacemos?Halt elevó la mirada un instante.—Supongo que nunca has visto la

cacería de un jabalí, ¿no?Will negó con la cabeza. Halt se

detuvo unos pocos segundos paraexplicárselo y Will condujo a Tirónhasta pararse a su lado.

—Bueno, en primer lugar —dijo elmontaraz—, necesitamos perros. Ésa esotra razón por la que no podemos acabarcon él con nuestros arcos. Cuando loencontremos, muy probablemente sehabrá escondido en un matorral o entre

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densos arbustos donde no lo podamosatrapar. Los perros le harán salir ytendremos un cerco de hombresalrededor de la madriguera con picaspara matar jabalíes.

—¿Y se las lanzan? —preguntó Will.Halt negó con la cabeza.

—No, si tienen dos dedos de frente—dijo—. La pica de jabalí tiene más dedos metros de largo, una hoja de doblefilo y una cruceta tras la hoja. La idea esque el jabalí cargue contra el picador.

Will miró dubitativo.—Eso suena peligroso.El montaraz asintió.—Lo es. Pero al barón y a sir

Rodney y a los demás caballeros les

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encanta. Por nada del mundo seperderían la caza de un jabalí.

—¿Y tú? —preguntó Will—.¿Llevarás una pica de jabalí?

Halt negó con la cabeza.—Estaré aquí montado sobre

Abelard —dijo—. Y tú sobre Tirón, porsi acaso el jabalí rompe el cerco a sualrededor. O por si únicamente sealcanza a herirle y huye.

—¿Y qué haremos si pasa eso? —preguntó Will.

—Lo agotaremos antes de que puedavolver a esconderse —dijo Halt conseriedad— y, entonces, lo mataremoscon nuestros arcos.

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El día siguiente era sábado y, tras eldesayuno, los estudiantes de la Escuelade Combate eran libres de emplear lajornada en lo que les pareciese. En elcaso de Horace, esto solía significarperderse de vista siempre que Alda,Bryn y Jerome vinieran a buscarle. Peroúltimamente habían advertido que losevitaba y se acostumbraron a esperarlefuera del comedor. Según salía al patiode armas esa mañana, los vioaguardándole, sonriéndole. Vaciló. Erademasiado tarde para darse la vuelta.Acongojado, continuó hacia ellos.

—¡Horace! —Le asustó una voz quevenía justo de detrás de él.

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Se giró y vio a sir Rodneyobservándole, con una curiosa mirada ensus ojos según se fijaba en los trescadetes de segundo año que esperabanen el patio. Horace se preguntó si elmaestro conocería el trato que estabarecibiendo. Supuso que así era. Horacese imaginó que era parte del proceso defortalecimiento de la Escuela deCombate.

—¡Señor! —respondió mientras sepreguntaba qué había hecho mal.

Las facciones de Rodney sesuavizaron y sonrió al joven. Parecíaextraordinariamente complacido conalgo.

—Descansa, Horace. Es sábado, al

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fin y al cabo. ¿Has estado alguna vez enla caza de un jabalí?

—Mmm… no, señor —a pesar de lainvitación de sir Rodney al descanso,permaneció erguido en posición defirmes.

—Ya es hora entonces. Recoge unapica y un cuchillo de caza en la armería,que Ulf te asigne un caballo y preséntateaquí de vuelta en veinte minutos.

—Sí, señor —respondió Horace.Sir Rodney se frotó las manos con un

placer evidente.—Parece que Halt y su aprendiz nos

han conseguido un jabalí. Ya era hora deque todos tuviéramos un rato dediversión —sonrió alentando al

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aprendiz, después se marchó a grandeszancadas entusiasmado con la idea depreparar su propio equipamiento.

Cuando Horace regresó al patio, sedio cuenta de que Alda, Bryn y Jeromeno se encontraban a la vista. Deberíahaber pensado más en por qué los tresbravucones desaparecieron mientras sirRodney andaba por allí, pero teníademasiadas cosas en la cabeza,cuestionándose qué se esperaba quehiciera él en la caza de un jabalí.

Era media mañana cuando Halt guió lapartida de caza hasta la madriguera deljabalí.

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El enorme animal se habíaagazapado en un denso macizo dearbustos en las profundidades delbosque. Halt y Will encontraron elescondite justo antes del anochecer, latarde anterior.

En ese momento, según seacercaban, Halt hizo una señal y elbarón y sus cazadores desmontaron,dejando los caballos al cuidado de unpeón de los establos que losacompañaba. Cubrieron los últimoscientos de metros a pie. Halt y Will eranlos únicos que permanecían a caballo.

Eran quince cazadores en total, cadauno armado con una pica del tipo de lasque Halt había descrito. Se dispersaron

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en un amplio círculo conforme seacercaban a la madriguera del jabalí.Will se sorprendió un poco al reconocerque Horace era uno de los miembros delgrupo de caza. Se trataba del únicoaprendiz de guerrero invitado. Todos losdemás eran caballeros.

A falta de cien metros para llegar,Halt levantó la mano para que loscazadores se detuviesen. Espoleó aAbelard en un trote ligero y cruzó hastadonde Will aguardaba nervioso a lomosde Tirón. El pequeño caballo no dejabade moverse al olfatear la presencia deljabalí.

—Recuerda —le dijo el montaraz envoz baja a Will—, si tienes que tirar,

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apunta a la zona justo detrás del hombroizquierdo. Un tiro limpio al corazón serátu única oportunidad de detenerle siviene a la carga.

Will asintió mientras se humedecíanervioso los labios resecos. Se echóhacia delante y calmó a Tirón con unarápida caricia en el cuello. El pequeñocaballo inclinó la cabeza en respuesta alcontacto de su amo.

—Y quédate cerca del barón —lerecordó Halt antes de desplazarse haciasu posición en el lado contrario delcírculo de cazadores.

Halt se hallaba en el lugar de mayorpeligro, acompañando a los cazadoresde menor experiencia, y por tanto con

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mayor probabilidad de cometer un error.Si el jabalí atravesaba el círculo poraquel sitio, sería el responsable deperseguirlo y matarlo. Había asignado aWill el quedarse junto al barón y loscazadores más experimentados, donde laposibilidad de problemas era menor.Aquello le situó también cerca deHorace. Sir Rodney había colocado alaprendiz entre el barón y él mismo.Después de todo, era la primera caceríadel muchacho y el maestro de combateno quería asumir ningún riesgoinnecesario. Horace se encontraba allípara mirar y aprender. Si el jabalícargaba en aquella dirección, debíadejar que el barón y sir Rodney se

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ocuparan de él.Horace elevó una vez la vista,

estableciendo contacto visual con Will.No había ninguna animosidad en lamirada. De hecho, le dedicó al aprendizde montaraz una media sonrisa forzada.Will notó, al ver cómo Horace sehumedecía los labios una y otra vez, queel otro muchacho estaba tan nerviosocomo él mismo.

Halt hizo otra seña y el círculocomenzó a cerrarse sobre el matorral.Al hacerse más pequeño el círculo, Willperdió de vista a su profesor y a loshombres del lado más lejano de lamadriguera. Sabía, por el continuonerviosismo de Tirón, que el jabalí aún

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debía encontrarse en el interior de losarbustos. Pero Tirón estaba bienentrenado y continuó avanzando según sujinete le espoleaba con suavidad haciadelante.

Un rugido profundo salió del interiordel matorral y a Will se le puso el vellode punta. Nunca había oído el grito deun jabalí enojado. El ruido estaba amedio camino entre un gruñido y unchillido y, por un momento, loscazadores vacilaron.

—¡Ahí dentro está, sí! —gritó elbarón sonriendo a Will con emoción—.Esperemos que venga por nuestro lado,¿eh, chicos?

Will no estaba del todo seguro de

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que quisiese que el jabalí saliera a lacarga por su lado del matorral. Pensóque le iba a parecer muy bien si salíapor el lado contrario.

Pero el barón y sir Rodney sonreíancomo colegiales mientras preparabansus picas. Estaban disfrutando, justocomo Halt había dicho que harían. Conrapidez, Will extrajo el arco cruzadosobre los hombros y colocó una flechaen la cuerda. Palpó la punta un instantepara asegurarse de que aún estabaafilada. Tenía la garganta seca. Noestaba seguro de que fuera capaz dehablar si alguien se dirigía a él.

Los perros tiraban de las correasque los retenían, despertando los ecos

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del bosque con la excitación de susaullidos. Fue su ruido lo que hizolevantarse al jabalí. Acto seguido,mientras el ruido continuaba, Will pudooír al enorme animal arañando losárboles y partiendo los arbustos en sumadriguera con sus largos colmillos.

El barón se volvió hacia Bert, sucuidador de perros, y le dirigió unaseñal con la mano para que los soltase.

Los grandes y poderosos animalessalieron casi al instante, cruzaron comoun rayo la zona del claro hasta elmatorral y desaparecieron en su interior.Eran bestias de complexión muy fuerte,salvajes, criadas especialmente para elpropósito de la caza del jabalí.

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El ruido del interior del matorralresultaba indescriptible. El aullidofurioso de los perros se había unido alos chillidos del jabalí, que helaban lasangre. Los arbustos y árboles jóvenesrecibían golpes y se quebraban. Todo elmatorral parecía temblar.

Entonces, de pronto, el jabalí estabaen el claro.

Irrumpió en medio del círculo, entrelos puntos en que Will y Halt seencontraban apostados. Con un chillidoirritante se liberó de uno de los perrosque aún colgaban de él, se detuvo unmomento y luego cargó hacia loscazadores a una velocidaddeslumbrante.

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El joven caballero que estaba justofrente a la carga del jabalí no vaciló.Echó una rodilla al suelo, apuntaló elextremo trasero de su pica en la tierra ypresentó la brillante punta al animal a lacarga.

El jabalí no tuvo oportunidad degirar. Su propia velocidad le llevó hastala cabeza de la pica. Corcoveó haciaarriba, chillando de dolor y furia, en unintento por sacarse la hiriente pieza deacero. Pero el joven caballero asió lapica con todas sus fuerzas, la sosteníacon firmeza contra el suelo y sin dar aliracundo animal ninguna posibilidad deliberarse.

Will observó con inocente inquietud

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cómo el asta firme de fresno de la picase flexionaba como un arco con la fuerzade la velocidad del jabalí, después lapunta cuidadosamente afilada penetróhasta el corazón del animal y todoacabó.

Con un último rugido chillón, elenorme jabalí se inclinó hacia un lado ycayó muerto.

El cuerpo moteado era casi tangrande como el de un caballo y cadacentímetro era de sólido músculo. Loscolmillos inofensivos ahora que estabamuerto, se curvaban hacia atrás sobre sufiero hocico. Se encontraban manchadoscon la tierra que había levantado en sufuria y con la sangre de al menos uno de

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los perros.Will miró el tremendo cuerpo y se

estremeció. Si aquello era un jabalí,pensó, no tenía ninguna prisa por verotro.

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LVeinte

os demás cazadores searremolinaron alrededor deljoven caballero que le había

dado muerte, al tiempo que le felicitabany le daban palmadas en la espalda. Elbarón Arald comenzó a cruzar en sudirección, pero se detuvo junto Tirón,levantando la vista mientras le hablaba.

—No verás otro de ese tamaño en

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mucho tiempo, Will —le dijo conaspereza—. Una lástima que no vinierahacia nosotros. Me hubiera gustado untrofeo como ése para mí —continuó sucamino hacia sir Rodney, quien ya seencontraba con el grupo de guerrerosalrededor del jabalí muerto.

Como resulta, Will se encontró, porprimera vez en algunas semanas, cara acara con Horace. Se produjo una pausaincómoda, ninguno de los dosmuchachos quería dar el primer paso.Horace, emocionado por los sucesos dela mañana, su corazón latiendo aún conla excitación del temor que habíasentido al ver aparecer el jabalí por vezprimera, ansiaba compartir el momento

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con Will. A la luz de lo que acababan dever, su riña de críos parecíainsignificante, y ahora se sentía mal porsu comportamiento en aquel día seissemanas atrás. Pero no podía encontrarlas palabras para expresar sussentimientos y no vio ningún aliento parahacerlo en los rasgos de Will, así que,con un leve movimiento de hombros,pasó junto a Tirón y se encaminó afelicitar al joven cazador. Cuando lohizo, Tirón bufó y levantó las orejas conun relincho de aviso.

Will miró hacia atrás, al matorral, yle pareció que la sangre se le helaba enlas venas.

Allí, en pie y fuera del refugio de los

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arbustos, se encontraba otro jabalí, másgrande incluso que el que ahora yacíamuerto en la nieve.

—¡Cuidado! —gritó mientras elenorme jabalí escarbaba la tierra conlos colmillos.

Era una situación desfavorable. Sehabía deshecho la formación de loscazadores, la mayoría había ido amaravillarse del tamaño del jabalímuerto y a elogiar al que lo habíamatado. Sólo Will y Horacepermanecían en el camino del segundo,principalmente, se percató Will, porqueHorace había vacilado durante esospocos instantes vitales.

Horace se giró con el grito de Will.

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Le miró y se balanceó para ver el nuevopeligro. El jabalí bajó la cabeza, arañóotra vez el suelo y cargó. Todo ocurrió auna velocidad terrible. Si el enormeanimal estaba rascando en el suelo conlos colmillos, al momento siguiente ibahacia ellos a toda velocidad. Horace segiró sin dudar para hacerle frente aljabalí, colocándose entre éste y Will, altiempo que preparaba su pica como elbarón y sir Rodney le habían mostrado.

Pero, según lo hacía, el pie se leresbaló sobre una placa de hielo en lanieve y se quedó tendido de costado sinpoder hacer nada, perdido el agarre dela pica.

No había un segundo que perder,

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Horace yacía indefenso ante aquelloscolmillos asesinos. Will sacudió lospies de los estribos para liberarlos ydesmontó al tiempo que apuntaba ytensaba la cuerda de su arco. Eraconsciente de que su pequeño arco notenía ninguna posibilidad de detener laenloquecida carrera del jabalí. Todocuanto podía tener la esperanza deconseguir era distraer al animal fuera desí, para alejarlo del indefenso muchachoen el suelo.

Disparó y al instante corrió hacia unlado, lejos del aprendiz caído. Gritó contodas sus fuerzas y tiró de nuevo.

Las flechas sobresalían del gruesocostado del jabalí como agujas en un

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alfiletero. No le produjeron ningún dañoserio, pero el dolor que le causaban lequemaba por todo el cuerpo como uncuchillo al rojo vivo. Sus ojos enojadosy enrojecidos se centraron en la figurapequeña, encapada, que se hacía a unlado y, furioso, se lanzó tras Will.

No había tiempo para disparar denuevo. Horace estaba seguro por elmomento. Ahora era el propio Willquien se hallaba en peligro. Aceleróhasta el refugio de un árbol y seescondió tras él, ¡justo a tiempo!

La carga enfurecida del jabalí lecondujo directo al tronco del árbol. Suenorme cuerpo chocó contra él,sacudiéndolo hasta las raíces, mientras

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lanzaba cortinas de nieve en cascadahacia abajo desde las ramas más altas.

Increíblemente, al jabalí no parecíahaberle afectado el choque. Retrocedióunos pocos pasos y cargó de nuevocontra Will. El muchacho rodeó veloz eltronco del árbol y consiguió evitar porlos pelos los cortantes colmillos cuandoel jabalí pasó bramando.

Con un chillido de furia, el enormeanimal se giró sobre sus huellas,patinando en la nieve, y otra vez fuehacia él. En esta ocasión vino másdespacio, sin dejarle a Will laoportunidad de echarse a un lado en elúltimo momento. El jabalí se acercabaal trote, los ojos rojos de furia, los

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colmillos tajando de lado a lado, sualiento cálido humeando en el frío aireinvernal.

Tras él, Will podía oír los gritos delos cazadores, pero sabía que llegaríandemasiado tarde para ayudarle. Engarzóotra flecha, conocedor de que no teníaposibilidad de acertar en un punto vitalsegún venía el jabalí de frente hacia él.

Se produjo un ruido sordo de cascosamortiguados sobre la nieve y unapequeña y lanuda silueta se dirigió haciael monstruo furioso.

—¡No, Tirón! —chilló Will, con unmiedo desesperado por su caballo.

Pero el poni cargó contra el enormejabalí, girándose sobre sus huellas y

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atacándolo con las patas traseras cuandoestuvo a su alcance. Los cascos traserosde Tirón alcanzaron al jabalí en lascostillas y, con toda la fuerza de laspatas traseras levantadas del poni, loenviaron rodando de costado por lanieve.

El jabalí se levantó en un instante,todavía más furioso que antes. El poni lehabía cogido desprevenido, pero la cozno le había causado ningún dañoimportante. Ahora se sacudía e intentabaalcanzar a Tirón mientras el pequeñoponi relinchaba temeroso y saltaba de unlado a otro fuera del alcance de esoscolmillos afilados.

—¡Tirón! ¡Apártate! —chilló Will

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otra vez.Tenía el corazón en un puño. Si

aquellos colmillos alcanzaban losvulnerables tendones de la parte baja delas patas del caballo, Tirón se quedaríalisiado de por vida. No podíapermanecer inmóvil mientras su caballose ponía en tal peligro por su amo.Tensó y disparó de nuevo y, extrayendoel cuchillo largo de montaraz de sucinto, cargó cruzando la nieve contra elenorme y furioso animal.

La tercera flecha alcanzó al cerdo enel costado. Otra vez, había errado el tirosobre alguna parte vulnerable y sólohabía herido al monstruo. Le gritó altiempo que corría, chillándole a Tirón

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que se hiciese a un lado. El jabalí le viovenir y reconoció la pequeña figura quetan furioso le había puesto en primerlugar. Sus ojos rojos y llenos de odio secentraron en él y bajó la cabeza para laúltima y mortal carga.

Will vio la contracción de losmúsculos de sus macizos cuartostraseros. Se encontraba demasiado lejosde un refugio para correr. Tendría queafrontar la carga ahí, al descubierto.Echó una rodilla a tierra y, sinesperanzas, sostuvo el cuchillo afiladode montaraz frente a sí mientras el jabalícargaba. Oyó débilmente el grito roncode Horace según el aprendiz de guerrerocargaba al frente para ayudarle pica en

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ristre.Entonces sobre el sonido de las

pezuñas del jabalí se oyó un profundo ysilbante zumbido seguido de un sólido ycarnoso ¡chas! El jabalí se puso a dospatas a media zancada, retorciéndose enuna agonía súbita, y cayó en la nieve,muerto como una piedra.

La flecha larga de astil grueso deHalt estaba casi hundida en su costado,dirigida hasta allí con toda la fuerza delpoderoso arco recto del montaraz. Habíaalcanzado al monstruo justo detrás delhombro izquierdo, haciendo penetrar lacabeza de la flecha y atravesando elgigantesco corazón del cerdo.

Un tiro perfecto.

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Halt detuvo a Abelard en un aluviónde nieve y se tiró al suelo, lanzando losbrazos alrededor del temblorosomuchacho. Will, vencido por el alivio,enterró la cara en la áspera tela de lacapa del montaraz. No quería que nadieviera las lágrimas que ahora rodabanpor su rostro.

Halt tomó con suavidad el cuchillode la mano de Will.

—¿Qué diantre esperabas hacer conesto? —preguntó.

Will simplemente sacudió la cabeza.No podía hablar. Sintió que el suavehocico de Tirón le daba golpecitoscariñosos y le miró a los ojos grandes einteligentes.

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Todo era entonces ruido y confusióncuando los cazadores se reunieron a sualrededor, maravillándose del tamañodel segundo jabalí y dando palmadas enla espalda a Will por su coraje.Permaneció en pie entre ellos: unapequeña figura, avergonzado aún por laslágrimas que habían surcado su rostro,por mucho que había intentadodetenerlas.

—Son bestias astutas —dijo sirRodney según empujaba el jabalí muertocon la bota—. Todos dimos por sentadoque sólo había uno porque nuncasalieron juntos de la madriguera.

Will sintió una mano en el hombro yse volvió para encontrarse con los ojos

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de Horace: el aprendiz de guerreroestaba moviendo la cabeza despacio, enun gesto de admiración e incredulidad.

—Me has salvado la vida —dijo—.Ha sido el acto más valeroso que jamáshe visto.

Will intentó no darle importancia alagradecimiento del otro muchacho peroHorace insistió. Recordó todas lasveces que se había burlado de Will en elpasado, que se había comportado con élcomo un matón. Ahora, actuando deforma instintiva, el pequeño le habíasalvado de aquellos cortantes colmillosasesinos. El hecho de que hubieraolvidado su propia acción instintivacuando se interpuso entre el jabalí a la

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carrera y el aprendiz de montaraz decíamucho de la creciente madurez deHorace.

—Pero ¿por qué, Will? Al fin y alcabo, nosotros… —no pudo llegar aterminar su frase, aunque Will, en ciertomodo, sabía lo que estaba pensando.

—Horace, puede que nos hayamospeleado en el pasado —dijo—. Pero note odio. Jamás te he odiado.

Horace asintió una vez, con unamirada de entendimiento que le invadíala cara. Pareció entonces haber tomadouna decisión.

—Te debo mi vida, Will —dijo convoz firme—. Nunca olvidaré esta deuda.Si alguna vez necesitas un amigo, si

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alguna vez necesitas ayuda, puedes venira verme.

Los dos muchachos permanecieronfrente a frente por un momento, luegoHorace ofreció su mano y Will la tomó.El círculo de caballeros a su alrededorestaba en silencio, presenciando, perosin querer interrumpir, ese momento tanimportante para los dos chicos. Entoncesel barón Arald avanzó y les rodeó a losdos con sus brazos, uno a cada lado.

—¡Bien dicho los dos! —dijoefusivamente, y los caballeros corearonsu asentimiento.

El barón sonrió complacido. Habíasido una mañana perfecta, en total. Unpoco de emoción. Dos jabalíes enormes

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muertos. Y ahora dos de sus pupilosforjando ese tipo de lazo especial quesólo surge del peligro compartido.

—¡Tenemos aquí dos buenosjóvenes! —dijo al grupo en general, y denuevo se produjo ese coro efusivo deasentimiento—. ¡Halt, Rodney, ambospodéis estar orgullosos de vuestrosaprendices!

—¡Ya lo creo que lo estamos, miseñor! —respondió sir Rodney.

Hizo un gesto de aprobación aHorace con la cabeza. Había visto laforma en que el muchacho se habíavuelto sin vacilar para enfrentarse a lacarga. Y daba su aprobación al abiertoofrecimiento de amistad a Will.

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Recordaba demasiado bien la pelea delDía de la Cosecha. Daba la impresiónde que aquellas riñas de chiquillosquedaban ahora atrás y sentía unaprofunda satisfacción por haber elegidoa Horace para la Escuela de Combate.

Halt, por su parte, no dijo nada. Perocuando Will volvió la vista hacia sumentor, el montaraz entrecano lemantuvo la mirada y sencillamenteasintió.

Y aquello, sabía Will, era elequivalente de tres calurosos huras deHalt.

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EVeintiuno

n los días siguientes a la cazadel jabalí, Will percibió uncambio en la forma en que le

trataban. Había una cierta deferencia,incluso respeto en el modo en que lagente le hablaba y le miraba al pasar.Resultaba más notorio entre losaldeanos. Se trataba de gente sencilla,con los restringidos límites de sus vidas

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cotidianas, con tendencia a exaltar yexagerar cualquier suceso que se saliesede alguna manera de lo corriente.

Hacia el final de la primera semana,los sucesos de la caza se habíanexagerado de forma tan desmesuradaque se decía que Will había matado conuna mano a ambos jabalíes cuando éstoscargaron tras salir del matorral. Un parde días después de eso, al oír cómocontaban la historia, casi se podía creerque había conseguido la hazaña con unaflecha, disparándola limpiamente através del primer jabalí hasta el corazóndel segundo.

—En realidad yo no hice mucho —le dijo a Halt una tarde, sentados junto

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al fuego en la pequeña y cálida cabañaque compartían en el límite del bosque—. Quiero decir que no es como si melo hubiera pensado y lo hubiesedecidido. Sólo ocurrió, o algo así. Y,después de todo, tú mataste al jabalí, noyo.

Halt tan sólo asintió, mirandofijamente las saltarinas llamas amarillasen la chimenea.

—La gente pensará lo que quiera —dijo con tranquilidad—. Nunca hagasmucho caso.

Sin embargo, a Will le preocupabala adulación. Tenía la sensación de quela gente estaba haciendo de todo aquelloalgo demasiado grande. Habría

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disfrutado del respeto si éste hubieraestado fundado en lo que había ocurridoen realidad. En su interior sentía quehabía hecho algo meritorio, e inclusoquizás honorable. Pero le estabanagasajando por una versión totalmenteficticia de los hechos y, al ser unapersona esencialmente honesta, enrealidad no podía sentir ningún orgullopor aquello.

También se sentía un pocoavergonzado porque él era uno de lospocos que se habían fijado en elauténtico e instintivo acto de coraje deHorace al interponerse entre el jabalí ala carga y Tirón y Will. Le habíamencionado este último hecho a Halt.

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Sentía que quizás el montaraz pudieratener la ocasión de hacer que sir Rodneyvalorase el generoso acto de Horace,pero su profesor simplemente habíaasentido y dicho con brevedad:

—Sir Rodney lo sabe. No hay muchoque se le escape. Tiene algo más deluces que la media de esospegaporrazos.

Y con aquello, Will tenía que estarcontento.

En los alrededores del castillo, conlos caballeros de la Escuela de Combatey los diversos maestros y aprendices, laactitud era diferente. Allí Will disfrutóde una aceptación sencilla y elreconocimiento del hecho de que había

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obrado bien. Se dio cuenta de que ahorala gente empezaba a conocer su nombre,de manera que le saludaban como a Haltcuando tenían asuntos que arreglar en lastierras del castillo. El barón mismo eramás amistoso que nunca. Para él era unmotivo de orgullo ver a uno de suspupilos desenvolverse bien.

La única persona con la que a Willle hubiera gustado conversar sobre todoello era el propio Horace. Pero comosus caminos rara vez se cruzaban, laoportunidad no había surgido. Queríaestar seguro de que el aprendiz deguerrero sabía que Will no daba ningúnvalor a las ridículas historias que habíanrecorrido el pueblo, y esperaba que su

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antiguo compañero supiese que él nohabía hecho nada para extender losrumores.

Mientras tanto, las lecciones y elentrenamiento de Will continuaban a unritmo acelerado. En un mes, le habíacontado Halt, estarían de camino a laCongregación, un evento anual en elcalendario de los montaraces.

Ése era el momento en el que loscincuenta montaraces se reunían paraintercambiar noticias, discutir cualquierproblema que pudiera haber surgido a lolargo del reino y hacer planes. De mayorrelevancia para Will, era asimismo elmomento en el que se evaluaba a losaprendices, con el fin de ver si

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resultaban aptos para pasar al siguienteaño de su entrenamiento. Will habíatenido mala suerte al haber estadopracticando solo durante siete meses. Sino pasaba la prueba en la Congregaciónde este año, tendría que esperar otro,hasta que surgiese la siguienteoportunidad. En consecuencia, habíapracticado y practicado de sol a solcada día. La idea de un sábado dedescanso era para él un lujo por largotiempo olvidado. Disparó flecha trasflecha a blancos de diferentes tamaños,en diferentes condiciones, de pie, derodillas y sentado. Incluso tiró desdeescondites en los árboles.

Y practicó con sus cuchillos.

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Lanzando de pie, de rodillas, sentado,tirándose a la izquierda, tirándose a laderecha. Practicó lanzando el más largode los dos cuchillos de forma quealcanzase el blanco con la empuñaduraen primer lugar. Al fin y al cabo, comoHalt había dicho, a veces solo senecesitaba dejar sin sentido a la personacontra la que se lanzaba, así que era unabuena idea saber cómo hacerlo.

Practicó su destreza en el sigilo,aprendiendo a quedarse inmóvil inclusocuando estaba seguro de que le habíandescubierto y comprobando que, conmuchísima frecuencia, simplemente nole veían hasta que se movía yabandonaba el juego. Aprendió el truco

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que usan los buscadores: pasan lamirada por encima de un punto yvuelven sobre él al instante paracapturar cualquier leve movimiento.Aprendió acerca de los escobas:exploradores de retaguardia que van ensilencio detrás de una partida enmovimiento para capturar a cualquieraque hubiera permanecido oculto listopara salir al descubierto una vez lapartida hubiese pasado.

Trabajó con Tirón, fortaleciendo loslazos y el afecto que tan rápido habíaarraigado entre los dos. Aprendió autilizar los sentidos superiores delolfato y el oído del pequeño caballopara que le avisaran de cualquier

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peligro, y las señales que el caballoestaba entrenado para darle a su jinete.

Así que no resultaba extraño que, alfinal del día, Will no tuviera ningúndeseo de ascender el revirado senderoque conducía hasta el castillo deRedmont, para encontrarse con Horace ypoder hablar con él. Aceptó que, antes odespués, la ocasión se presentaría.Mientras tanto, sólo le quedaba esperarque sir Rodney y los demás miembrosde la Escuela de Combate estuvierandando a Horace el reconocimiento porsus actos.

Desafortunadamente para Horace,

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parecía que no podía haber nada máslejos de la realidad.

Sir Rodney estaba desconcertadocon el joven y musculoso aprendiz.Daba la sensación de poseer todas lascualidades que buscaba la Escuela deCombate. Era valiente. Obedecía lasórdenes de manera inmediata y aúnmostraba una destreza extraordinaria ensu entrenamiento con armas. Pero surendimiento en clase se hallaba pordebajo del mínimo. Entregaba losdeberes tarde o acabados de cualquiermanera. Parecía que le costaba prestaratención a sus instructores, como siestuviera distraído todo el tiempo.Como guinda de todo esto, sospechaba

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que sentía predilección por las peleas.Ningún miembro del personal le habíavisto pelearse nunca, pero acostumbrabaa lucir moratones y pequeñascontusiones y no parecía haber hechoamigos íntimos entre sus compañeros declase. Por el contrario, se esforzabanmucho en mantenerse apartados de él.Todo aquello contribuía a crear elcuadro de un recluta perezoso, peleón einsociable que poseía una ciertadestreza con las armas.

Teniendo todo en consideración, ycon un alto grado de reticencia, elmaestro de combate empezaba a tener lasensación de que se vería obligado aexpulsar a Horace de la Escuela de

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Combate. Todos los indicios parecíanapuntar en esa dirección. Aunque suinstinto le decía que se equivocaba. Quehabía algún otro factor del que no seestaba percatando.

De hecho, había otros tres factores:Alda, Bryn y Jerome. Y justo cuando elbarón estaba considerando el futuro desu recluta más novato, éstos habíanrodeado a Horace una vez más.

Daba la impresión de que cada vezque Horace se las arreglaba paraencontrar un sitio donde podía escaparde sus atenciones, los tres estudiantesmás mayores conseguían encontrarle.Por supuesto, esto no les resultabadifícil pues disponían de una red de

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espías e informadores entre los otrosestudiantes más jóvenes que les teníanmiedo, tanto dentro como fuera de laEscuela de Combate. Esta vez le habíanacorralado detrás de la armería, en unsitio tranquilo que había encontradounos días antes. Estaba encerrado contrael muro de piedra del edificio de laarmería, los tres matones de pieformando un semicírculo ante él. Cadauno de ellos portaba un mimbre grueso yAlda tenía un trozo grande de arpilleradoblado en el brazo.

—Te hemos estado buscando, nene—dijo Alda.

Horace no dijo nada. Sus ojossaltaron de uno a otro mientras se

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preguntaba cuál de ellos haría el primermovimiento.

—El nene nos ha puesto en ridículo—dijo Bryn.

—Ha puesto en ridículo a la Escuelade Combate entera —añadió Jerome.

Horace frunció el ceño,desconcertado por sus palabras. Notenía ni la menor idea de qué estabanhablando. La siguiente afirmación deAlda lo dejó claro.

—Al nene le tuvieron que salvar deljabalí grande y malo —dijo.

—Un sigiloso aprendiz de soplón —añadió Bryn con un fuerte tonodespectivo en su voz.

—Y eso nos deja a todos en muy mal

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lugar —dijo Jerome propinándole unempellón en el hombro y empujándolecontra la piedra irregular del muro.

Estaba enfadado y tenía la cara roja,y Horace sabía que le iban a hacer algo.Cerró los puños a ambos lados. Jeromelo vio.

—¡No me amenaces, nene! Ya eshora de que aprendas una lección —avanzó de manera intimidatoria.

Horace se giró para hacerle frente yen el mismo momento supo que habíacometido un error. La maniobra deJerome era un amago. El verdaderoataque vino de Alda, que rápidamente lepasó un saco pesado de arpillera porencima de la cabeza antes de que

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pudiera ofrecer resistencia, y tiró fuertede un cordón de forma que se quedósujeto de cintura para arriba, sin vernada e indefenso.

Sintió varias vueltas del cordón porsus hombros para atarlo, luegoempezaron los golpes.

Se tambaleó cegado, sin poderdefenderse mientras le llovían losgolpes de los tres muchachos con losgruesos mimbres que llevaban. Tropezócontra el muro y cayó, incapaz dedetener la caída con los brazosinmovilizados a ambos costados. Losgolpes continuaron, caían sobre sucabeza desprotegida, los brazos y laspiernas, mientras los tres chicos

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continuaban con su letanía de odio sinsentido.

—Llama ahora al soplón para que tesalve, nene.

—Esto es por ponernos a todos enridículo.

—Aprende a respetar tu Escuela deCombate, nene.

Siguieron y siguieron mientras él seretorcía en el suelo, intentando en vanoescapar de los golpes. Era la peor palizaque jamás le habían dado y continuaronhasta que de forma gradual, gracias aDios, se quedó quieto, semiconsciente.Cada uno le golpeó unas pocas vecesmás, después Alda le quitó el saco.Horace tomó una gran bocanada

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temblorosa de aire fresco. Le dolíaferozmente cada parte de su cuerpo.Desde una distancia lejana oyó la voz deBryn:

—Ahora vamos a darle la mismalección al soplón —los otros se rieron ylos oyó alejarse.

Gruñó ligeramente con el deseo deque la inconsciencia le liberase, queríadejarse hundir en sus brazos abiertos yoscuros para que así desapareciese eldolor, al menos por un momento.

Entonces le golpeó toda latrascendencia de las palabras de Bryn.Le iban a aplicar el mismo tratamiento aWill, por la ridícula razón de que suacto al salvar a Horace los había

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empequeñecido de algún modo a ellos ya la Escuela de Combate. Con unesfuerzo titánico, rechazó el acogedorrefugio de la oscuridad y consiguióponerse en pie, gimiendo de dolor, elpecho oprimido, la cabeza dando vueltassegún se apoyó en el muro. Recordó lapromesa que le hizo a Will: «Si algunavez necesitas un amigo, puedes venir averme».

Era el momento de hacer valer lapromesa.

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WVeintidós

ill estaba practicando en elprado abierto detrás de lacabaña de Halt. Había

colocado cuatro blancos a diferentesdistancias, alternaba los tiros de formaaleatoria entre los cuatro y nuncadisparaba dos veces seguidas al mismo.Halt le había preparado el ejercicioantes de marcharse a las oficinas del

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barón para discutir un despacho real quehabía llegado.

—Si tiras dos veces al mismoblanco —le había dicho—, empezarás aconfiar en el primer tiro para determinartu dirección y elevación. De esa manera,nunca aprenderás a tirar por instinto.Siempre necesitarás hacer primero untiro de prueba.

Will sabía que su profesor teníarazón. Pero aquello no hacía que elejercicio fuera más fácil. Para hacerlomás difícil, Halt había estipulado que nodebería dejar pasar más de cincosegundos entre cada tiro.

Con el gesto torcido por laconcentración, soltó las últimas cinco

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flechas de una tanda. Una detrás de otra,en rápida sucesión, cruzaron el pradocomo rayos, alcanzando los blancos conun ruido sordo. Will, su carcaj vacío pordécima vez aquella mañana, se detuvopara supervisar los resultados. Asintiósatisfecho. Cada flecha había alcanzadoun objetivo, y la mayoría de ellas seconcentraba en el anillo interior de ladiana. Era una tanda de una calidadexcepcionalmente alta, y le demostrabael valor de la práctica constante. Nodebería saberlo, por supuesto, pero yahabía pocos arqueros en el reino, apartedel Cuerpo de Montaraces, capaces deigualarle. Ni siquiera los arqueros delejército del rey estaban entrenados para

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conseguir individualmente tal velocidady precisión. Los habían entrenado paradisparar en grupo, soltando una nube deflechas sobre una fuerza de ataque. Enconsecuencia, su entrenamiento secentraba más en las accionescoordinadas, de forma que todas lasflechas se soltaran de forma simultánea.

Acababa justo de dejar el arco, antesde recuperar sus flechas, cuando elsonido de una pisada a su espalda lehizo volverse. Se sorprendió un poco dever a tres aprendices de la Escuela deCombate mirándole, sus sobrevestasrojas les convertían en alumnos desegundo año. No reconoció a ninguno deellos, pero asintió en un saludo amable.

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—Buenos días —dijo—. ¿Qué ostrae por aquí?

No era usual encontrar aprendicesde la Escuela de Combate tan lejos delcastillo. Se fijó en los gruesos mimbresque llevaban y decidió que debían dehaber salido a dar un paseo. El máscercano de ellos, un muchacho rubio,guapo, sonrió y dijo:

—Estamos buscando al aprendiz delmontaraz.

Will no pudo evitar devolverle lasonrisa. Al fin y al cabo, la capa demontaraz que vestía le identificabainequívocamente como un aprendiz demontaraz. Pero quizás el aprendiz de laEscuela de Combate sólo estaba siendo

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educado.—Bien, le habéis encontrado —dijo

—. ¿Qué puedo hacer por vosotros?—Traemos un mensaje de la Escuela

de Combate para ti —respondió elmuchacho.

Como todos los alumnos de laEscuela de Combate, era alto y estababien musculado, como susacompañantes. Se acercaron a él y Willretrocedió un paso de forma instintiva.Tuvo la sensación de que se encontrabandemasiado cerca. Más cerca de lonecesario para darle un mensaje.

—Es sobre lo que pasó en la cazadel jabalí —dijo uno de los otros.

Éste era pelirrojo, tenía la cara

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repleta de pecas y una nariz quemostraba distintos signos de haberseroto, probablemente en una de las luchasde entrenamiento que siempre estabanpracticando los estudiantes de laEscuela de Combate. Will, incómodo, seencogió de hombros. Había algo en elambiente que no le gustaba. El muchachorubio aún sonreía, pero ni el pelirrojo nisu tercer compañero, el más alto de lostres, tenían el aspecto de estar pensandoque hubiera algo por lo que sonreír.

—Ya sabéis —dijo Will—, la gentedice muchas cosas sin sentido sobre eso.Yo no hice mucho.

—Lo sabemos —dijo bruscamenteel pelirrojo, enfadado, y Will de nuevo

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dio un paso atrás a la vez que todos seacercaban un poco más.

En ese momento, el entrenamiento deHalt estaba haciendo saltar las alarmasen su cabeza. «Nunca dejes que la gentese te acerque demasiado», le habíadicho, «si lo intentan, ponte en guardia,sin importar quiénes sean o cuánamistosos creas que son».

—Pero cuando vas por ahífanfarroneando y contándole a todo elmundo que has salvado a un aprendizgrande y torpe de la Escuela deCombate, nos pones a todos en ridículo—acusó el muchacho alto.

Will le miró con el gesto torcido.—¡Jamás he dicho eso! —protestó

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—. Yo…Y en ese momento, mientras Bryn le

distraía, Alda hizo su jugada, en unavance rápido mientras aferraba el sacoabierto para lanzarlo sobre la cabeza deWill. Era la misma táctica que habíanempleado con Horace con tanto éxito,pero Will estaba ya en guardia y, segúnel otro muchacho se movió, él sintió elataque y reaccionó.

De forma inesperada, se lanzóadelante hacia Alda, rodando en unavoltereta que le llevó por debajo delsaco y después trazó con sus piernas uncírculo que barrió las de Alda debajo deél, de modo que mandó al grandullóndespatarrado a la hierba. Pero ellos eran

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tres y le resultaron demasiadosenemigos de los que cuidarse. Habíaevitado a Alda y a Bryn, pero segúnterminó de rodar y se puso en pie,completando su movimiento, Jeromehizo zumbar su vara y le golpeó en laespalda a la altura de los hombros.

Con un grito de dolor y susto, Willse balanceó hacia delante al tiempo queBryn movía su vara en círculo y legolpeaba en el costado. Para entonces,Alda ya se había puesto en pie, furiosopor la forma en que Will le habíaevitado, y golpeó a éste en el hombro.

El dolor era insoportable y, con unsollozo de agonía, Will cayó de rodillas.

Al instante, los tres aprendices de la

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Escuela de Combate avanzaron y lerodearon, atrapándole entre ellos, laspesadas varas en alto para seguir lapaliza.

—¡Ya basta!La inesperada voz los detuvo. Will,

agazapado en el suelo a la espera de queempezase la paliza, con los brazos sobrela cabeza, levantó la vista y vio aHorace, maullado y apaleado, de pieunos metros más allá. Sostenía en sumano derecha una de las espadas demadera de las prácticas de la Escuela deCombate. Tenía un ojo amoratado y unhilo de sangre brotaba de su labio. Peroen sus ojos había una mirada de odio ypura determinación que, por un

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momento, hizo vacilar a los tresmuchachos. Entonces se dieron cuentade que eran tres y la espada de Horaceno era, después de todo, más arma quelas varas que ellos llevaban. Seolvidaron de Will por un momento, seabrieron en abanico y fueron a rodear aHorace con sus gruesas varas en ristrepara atacar.

—El nene nos ha seguido —dijoAlda.

—El nene quiere otra paliza —añadió Jerome.

—Y el nene la va a recibir —dijoBryn sonriendo confiado, pero entoncesun grito de miedo se desprendió de suslabios al tiempo que una fuerza seca y

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repentina golpeaba contra la vara, lasacudía de su mano y la mandabarodando al suelo a varios metros dedistancia.

Un grito similar a su derecha le dijoque lo mismo le había pasado a Jerome.

Confuso, Bryn miró en derredor,hacia donde yacían las dos varas,observando con un sentimiento decongoja que una flecha de astil negroatravesaba cada una de ellas.

—Yo creo que de uno en uno es másjusto, ¿no os parece? —dijo Halt.

Bryn y Jerome sintieron una oleadade terror cuando levantaron la vista yvieron al montaraz de rostro adusto depie en las sombras a diez metros de

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distancia, otra flecha ya engarzada en lacuerda de su enorme arco.

Sólo Alda mostró algún signo derebeldía.

—Éste es un problema de la Escuelade Combate, montaraz —dijo en unintento por salir bravuconeando de lasituación—. Será mejor para timantenerte al margen.

Will, incorporándose despacio,contempló la ira oscura que ardíaprofunda en los ojos de Halt ante lasarrogantes palabras. Por un segundo, sesintió mal por Alda, luego sintió eldolor punzante en su espalda y sushombros y cualquier pensamientocompasivo se borró al momento.

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—Así que un problema de laEscuela de Combate, ¿eh, hijito? —dijoHalt con una peligrosa voz grave.

Avanzó, cubriendo la distancia entreAlda y él mientras se deslizaba en unospocos y engañosos pasos veloces. Antesde que Alda se diera cuenta, Halt sehallaba apenas a un metro de distancia.Quieto, el aprendiz permanecíadesafiante. La mirada oscura del rostrode Halt era inquietante, pero, visto decerca, Alda se percató de que él lesacaba más de una cabeza al montaraz ysu confianza creció de nuevo. Todosestos años le había hecho aflorar losnervios el hombre misterioso que ahoraestaba frente a él. Nunca se había dado

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cuenta del personaje enclenque que enrealidad era.

Aquél fue el segundo error del díapor parte de Alda. Halt era pequeño,pero enclenque era una palabra que nocuadraba con él. Además, Halt habíadedicado toda una vida a luchar contraadversarios mucho más peligrosos queun aprendiz de segundo año de laEscuela de Combate.

—A mí me parece que estabaisatacando a un aprendiz de montaraz —dijo Halt con calma—. Creo que esotambién lo convierte en un problema delCuerpo de Montaraces, ¿no?

Alda se encogió de hombros,confiando ahora en que él sería más que

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capaz de manejar cualquier cosa que elmontaraz pudiese hacer.

—Lo puedes convertir en tuproblema si quieres —dijo adoptando suvoz un aire despectivo—. Me da igualde una u otra forma.

Halt asintió varias veces mientrasdigería aquel discurso. Entoncesrespondió.

—Bien, entonces creo que lo haré miproblema, pero esto no lo voy anecesitar.

Según lo dijo, devolvió la flecha asu carcaj y lanzó con suavidad el arco aun lado, dándose la vuelta al hacerlo.Inconscientemente, los ojos de Aldasiguieron el movimiento y al instante

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sintió un dolor agudo cuando Halt lanzóuna patada hacia atrás con el borde de labota, alcanzó el pie del aprendiz entre elpuente y el tobillo y se lo dobló. A lavez que Alda se inclinaba hacia delantepara cogerse el pie lesionado, elmontaraz pivotó sobre su talón izquierdoy su codo derecho golpeó ascendentecontra la nariz de Alda, irguiéndole denuevo y logrando que se tambaleasehacia atrás, los ojos llenos de dolor. Porun segundo o dos las lágrimas nublaronsu visión y percibió un ligero pinchazobajo la barbilla. Cuando se aclaró lavista, se encontró con que los ojos delmontaraz estaban sólo a unos pocoscentímetros de los suyos. No había ira

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en ellos. En cambio, se topó con unamirada de absoluto desprecio y desdénque en cierto modo daba mucho másmiedo.

La sensación del pinchazo seacentuó un poco más y, cuando trató demirar hacia abajo, Alda soltó un jadeode temor. El cuchillo largo de Halt,afilado y puntiagudo, se encontraba justobajo su barbilla, presionandoligeramente en la carne blanda de sugarganta.

—No vuelvas nunca a hablarme así,chico —dijo el montaraz en una voz tanbaja que Alda tuvo que aguzar el oídopara escuchar sus palabras—. Y nuncavuelvas a ponerle la mano encima a mi

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aprendiz. ¿Entendido?Alda, toda su arrogancia perdida, su

corazón latiendo de terror, no pudo decirnada. El cuchillo pinchó un poco másfuerte contra su garganta y sintió uncálido hilo de sangre deslizarse cuelloabajo. Los ojos de Halt centellearon depronto, como el carbón en una hogueracon un soplo repentino.

—¿Entendido? —repitió, y Aldarespondió ronco.

—Sí… señor.Halt retrocedió al tiempo que

envainaba de nuevo el cuchillo en unmovimiento natural. Alda se dejó caer alsuelo, masajeándose el tobillo herido.Estaba seguro de que tenía lesionados

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los tendones. Ignorándole, Halt sevolvió para enfrentarse a los otros dosaprendices de segundo año. Se habíanido aproximando el uno al otro de modoinstintivo y le vigilaban temerosos,inseguros de lo que iba a hacer acontinuación. Halt señaló a Bryn.

—Tú —dijo, sus palabras cargadasde desprecio—, coge tu vara.

Temeroso, Bryn se desplazó haciadonde su vara yacía en el suelo, laflecha de Halt aún incrustada hacia lamitad de su longitud. Sin quitarle losojos de encima al montaraz, temiendoalgún truco, se puso de rodillas mientrassu mano palpaba la hierba hasta quetocó la vara. Entonces se incorporó,

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inseguro, sujetándola con la manoizquierda.

—Ahora, devuélveme mi flecha —ordenó el montaraz, y el chico alto, depiel morena, se apresuró a retirar laflecha, avanzando lo suficientementecerca para dársela, tenso en cadamúsculo mientras aguardaba algúnmovimiento sorpresivo del montaraz.

Halt, sin embargo, tan sólo tomó laflecha y la devolvió a su carcaj. Brynretrocedió deprisa fuera de su alcance.Halt soltó una pequeña y despreciativarisa. Luego, se volvió a Horace.

—Entiendo que éstos son los tresque te han causado esas magulladuras,¿no? —preguntó.

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Por un momento, Horace no dijonada, luego se dio cuenta de que sucontinuo silencio era ridículo. No habíaninguna razón por la que debiera seguirprotegiendo a los tres matones. Nuncahubo una razón.

—Sí, señor —dijo con decisión.Halt asintió a la vez que se frotaba

la barbilla.—Ya me lo imaginaba —dijo—.

Bien, he oído rumores de que eresbastante bueno con la espada. ¿Qué teparece una práctica de combate con estehéroe que tengo aquí delante de mí?

Una lenta sonrisa se extendió por elrostro de Horace según entendió lo quele estaba sugiriendo el montaraz.

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Avanzó.—Creo que me gustaría.Bryn retrocedió un paso en un

intento por alejarse.—¡Un momento! —gritó—. No

esperarás que yo…No fue más lejos. Los ojos del

montaraz refulgieron otra vez con esa luzpeligrosa y dio medio paso adelante altiempo que bajaba la mano, de nuevo,hasta la empuñadura del cuchillo saxe.

—Tienes una vara. Igual que él. Asíque empieza de una vez —le ordenó conuna voz grave y peligrosa.

Asumiendo que estaba atrapado,Bryn se giró para enfrentarse a Horace.Ahora que era cuestión de uno contra

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uno, se sintió mucho menos confiado encuanto a vérselas con el muchacho másjoven. Todo el mundo había oído hablardel manejo natural de la espada, casiasombroso, que tenía Horace.

En la decisión de que el ataque erala mejor defensa, Bryn avanzó y soltó unmandoble descendente a Horace. Éste lodetuvo fácilmente. Paró los siguientesdos golpes de Bryn con igual facilidad.Luego, según bloqueaba el cuarto golpede Bryn, deslizó su hoja de maderahacia abajo por toda la longitud de lavara del otro muchacho justo antes deque las dos armas se separaran. Nohabía guarda alguna que protegiera lamano de Bryn del movimiento y la

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espada de prácticas de madera noble legolpeó en los dedos de forma muydolorosa. Dejó caer el palo pesado conun grito de agonía, mientras daba unsalto hacia atrás y estrujaba la manoherida bajo el otro brazo. Horace sequedó quieto, preparado para continuar.

—No he oído que nadie ordenaseparar —dijo Halt con gentileza.

—¡Pero… me ha desarmado! —Lloriqueó Bryn.

Halt le sonrió.—Sí que lo ha hecho. Pero estoy

seguro de que te permitirá coger tu varay empezar de nuevo. Vamos.

Bryn miró de Halt a Horace y devuelta otra vez. No vio pena en ninguno

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de los dos rostros.—No quiero —dijo en voz muy

baja.A Horace le resultaba difícil cuadrar

este personaje que se arrastraba con elmatón despectivo que le había estadoamargando la vida durante los últimosmeses. Halt pareció evaluar laafirmación de Bryn.

—Su protesta será tenida en cuenta—dijo alegremente—. Ahora prosiga,por favor.

La mano de Bryn palpitaba de dolor.Pero incluso peor que el dolor era elmiedo de lo que se avecinaba, la certezade que Horace le castigaría sin piedad.Se agachó y alcanzó temeroso la vara,

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sus ojos fijos en Horace. El muchachomás joven esperó con paciencia a queBryn estuviese listo, entonces amagó depronto hacia delante.

Bryn dio un grito de miedo y tiró aun lado la vara. Horace meneó la cabezadisgustado.

—¿Quién es el nene ahora? —preguntó.

Bryn no le miró a la cara. Reculócon la mirada gacha.

—Si se va a comportar como un crío—sugirió Halt—, supongo que tendrásque darle una azotaina.

Una sonrisa se extendió por el rostrode Horace. Brincó hacia delante yagarró a Bryn por el pescuezo, dándole

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la vuelta. Se puso entonces a atizarle enel trasero con la parte plana de laespada de instrucción, una y otra vez,persiguiéndole alrededor del pradomientras Bryn intentaba zafarse delimplacable castigo. Bryn aulló y saltó ysollozó, pero el agarrón de Horace en sucuello era firme y no había escape.Finalmente, cuando Horace sintió quehabía correspondido a todo el acoso, losinsultos y el dolor que había sufrido, ledejó ir.

Bryn se tambaleó y cayó con lasmanos y las rodillas en tierra,sollozando de miedo y de dolor.

Jerome había visto las evolucionescon horror, sabedor de que llegaba su

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turno. Comenzó a alejarse poco a poco,con la esperanza de escapar mientras laatención del montaraz se encontrabadistraída.

—Da un paso más y te atravieso conuna flecha.

Will intentó modular su voz en eltono tranquilo y amenazador que habíaempleado Halt. Había retirado varias desus flechas del blanco más cercano yahora tenía una lista, colocada en lacuerda del arco. Halt miró hacia atrásdando su aprobación.

—Buena idea —dijo—. Apunta a lapantorrilla izquierda. Es una herida muydolorosa —echó un vistazo hacia dondeyacía Bryn, que sollozaba en el suelo a

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los pies de Horace—. Creo que ya hatenido bastante —afirmó. Entoncesseñaló a Jerome—. Tu turno —le dijocon brevedad.

Horace recogió la vara que Brynhabía tirado y se acercó a Jerome,ofreciéndosela. Jerome retrocedió.

—¡No! Él… —gritó con los ojoscomo platos—. ¡No es justo!

—Por supuesto, claro que no esjusto —reconoció Halt en un tonorazonable—. Ya veo que tú crees que lojusto es tres contra uno. Comienza deuna vez.

Will había oído a menudo el dichode que una rata acorralada llega apresentar batalla. Jerome se lo demostró

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entonces. Se lanzó al ataque y, para susorpresa, Horace se fue al suelo ante lalluvia de golpes que le dirigió. Laconfianza del matón comenzó a aumentarconforme avanzaba. No consiguiópercatarse de que Horace estababloqueando cada golpe con sumafacilidad. Los mejores golpes de Jeromenunca tuvieron las más mínimaapariencia de ir a romper la defensa deHorace. Como si el aprendiz de segundoaño hubiera estado golpeando un murode piedra.

Entonces, Horace dejó deretroceder. Se puso rápido en piebloqueando el último golpe de Jeromecon una muñeca de hierro.

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Permanecieron pecho contra pechodurante unos pocos segundos y luegoHorace comenzó a empujar a Jeromehacia atrás. Su mano izquierda agarró lamuñeca derecha de Jerome, manteniendosus armas trabadas. Los pies de éste sedeslizaron sobre la hierba blanda segúnHorace le empujaba hacia atrás, más ymás. Acto seguido, pegó un empellónfinal y mandó a Jerome al suelo.

Éste había visto lo que le habíapasado a Bryn. Sabía que rendirse noera una opción. Se puso en pie y sedefendió desesperadamente mientrasHorace iniciaba su propio ataque.

Jerome se vio obligado a retrocederante un torbellino de mandobles

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derechos, de revés, laterales ydescendentes. Logró bloquear alguno delos golpes pero la velocidad vertiginosadel ataque de Horace le derrotó. Lellovieron los golpes en las espinillas,los codos y los hombros, casi avoluntad. Horace pareció concentrarseen las partes más huesudas, que ledolerían más. En alguna ocasión utilizóla punta redonda de la espada para darleestocadas a Jerome en las costillas, conla fuerza justa para magullarle sinromperle ningún hueso.

Por fin, Jerome había recibido losuficiente. Se giró para huir de laarremetida, tiró la vara y cayó al suelo,las manos unidas por encima de la

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cabeza para protegerse. Su trasero sequedó elevado en el aire de formaincitante y Horace se detuvo y miróinterrogador a Halt. El montaraz hizo unpequeño gesto hacia Jerome.

—¿Por qué no? —dijo—. Unaoportunidad así no se presenta todos losdías.

Pero incluso él se estremeció ante latremenda patada en el trasero que soltóHorace. Jerome, con la nariz abajo,hundida en la tierra, se deslizó por lomenos un metro de la fuerza que llevaba.

Halt recogió la vara que habíadejado caer Jerome. La estudió por unmomento, probando su peso y equilibrio.

—La verdad es que, como arma, no

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vale mucho —dijo—. Tienes queecharle imaginación para saber por quéla escogieron —entonces le tiró la varaa Alda—. Manos a la obra —ordenó.

El muchacho rubio, agazapado aúnen la hierba cuidándose el tobillolesionado, observó la vara conincredulidad. La sangre le corría por lacara desde la nariz destrozada. Nuncavolvería a ser tan bien parecido, pensóWill.

—¡Pero… pero… estoy herido! —protestó al tiempo que se levantabarenqueando con torpeza. No podía creerque Halt le obligara a pasar por elcastigo que acababa de presenciar.

Halt hizo una pausa, estudiando al

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muchacho como si aquel hecho no se lehubiera ocurrido a él. Por un momento,un rayo de esperanza brilló en la mentede Alda.

—Sí que lo estás —dijo el montaraz—. Sí que lo estás.

Pareció un poco decepcionado yAlda comenzó a creer que el sentido deljuego limpio de Halt le iba a ahorrar eltipo de castigo que se les habíadispensado a sus amigos. Entonces elrostro del montaraz se despejó.

—Espera un momento —dijo—.Horace también lo está. ¿No es así,Will?

Will sonrió.—Sin duda, Halt —dijo, y la mínima

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esperanza de Alda se desvaneció sindejar rastro.

Halt se volvió entonces a Horace yle preguntó con seriedad burlona:

—¿Estás seguro de que no estás muymalherido para continuar, Horace?

Horace sonrió. Fue una sonrisa quenunca alcanzó sus ojos.

—Mmm, creo que me las puedoarreglar —dijo.

—¡Bien, arreglado entonces! —dijoHalt alegremente—. ¿Podemoscontinuar, por favor?

Y Alda supo que no habríaescapatoria tampoco para él. Se irguiófrente a Horace y comenzó el duelofinal.

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Alda era el mejor espada de los tresmatones, y al menos le plantó cara aHorace durante algunos minutos, peroconforme se fueron tanteando el uno alotro con golpe y contragolpe, estoque yparada, enseguida se dio cuenta de queHorace le superaba. Su únicaoportunidad, tuvo la sensación, eraintentar algo inesperado.

Se desenganchó, cambió el agarre dela vara, sujetándola con las dos manoscomo un bastón, y lanzó una serie degolpes de gancho rápidos de izquierda yderecha con ella.

Por un segundo cogió a Horace porsorpresa y éste cayó hacia atrás. Pero serecuperó con una velocidad felina y

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lanzó un golpe descendente sobre Alda.El aprendiz de segundo año intentó unaparada normal de bastón, cogiendo lavara por ambos extremos, para bloquearel golpe de la espada con la parte delmedio. En teoría era la táctica correcta.En la práctica, la espada de instrucciónde nogal curtido rompió la vara y dejó aAlda sujetando dos cortos palos inútiles.Totalmente desconcertado, los dejó caery se quedó indefenso ante Horace.

Horace miró al que había sido sutorturador durante tanto tiempo ydespués a la espada en su mano.

—No necesito esto —dijo entredientes, y dejó caer la espada.

El derechazo que lanzó no hubo de

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atravesar más de veinte centímetroshasta la mandíbula de Alda. Perollevaba la carga de su hombro y cuerpo,y de los meses de sufrimiento y soledada su espalda, la soledad que sólo unavíctima de intimidación puede conocer.

Los ojos de Will se abrieron un pocomás al tiempo que Alda perdía los piesy volaba hacia atrás, para caer sobre latierra junto a sus dos amigos. Pensó enlas veces que se había peleado conHorace en el pasado. Si hubiera sabidoque el otro muchacho era capaz dearrear un puñetazo como aquél, nunca lohabría hecho.

Alda no se movía. Lo más probableera que no se moviese en algún tiempo,

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pensó Will. Horace retrocediósacudiendo sus nudillos magullados ysoltó un suspiro de satisfacción.

—No tiene ni idea de lo bien que mehe sentido —dijo—. Gracias, montaraz.

Halt hizo un gesto de reconocimientocon la cabeza.

—Gracias por echar una manocuando atacaron a Will. Y, por cierto,mis amigos me llaman Halt.

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EVeintitrés

n las semanas que siguieron asu encuentro final con los tresmatones, Horace notó un

cambio definitivo en la vida dentro de laEscuela de Combate.

El factor más importante era queAlda, Bryn y Jerome fueron todosexpulsados de la escuela —y delcastillo y del pueblo vecino—. Durante

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cierto tiempo sir Rodney tenía lasospecha de que había algún tipo deproblema entre las filas de susestudiantes medianos. Una discretavisita de Halt le alertó sobre dónderesidía éste y la investigación resultantepronto sacó a la luz la historia completadel modo en que Horace había sidoinjustamente tratado. El juicio de sirRodney fue veloz e inflexible. A los tresestudiantes de segundo año se les diomedio día para liar el petate. Se lesproporcionó una pequeña cantidad dedinero y provisiones para una semana ylos transportaron hasta los límites delfeudo, donde se les dijo, en términosbien claros, que no volvieran.

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Una vez se hubieron marchado, lasuerte de Horace mejoró de formaconsiderable. La rutina diaria de laEscuela de Combate era aún tan dura ydesafiante como siempre. Pero sin elpeso añadido que Alda, Bryn y Jeromehabían cargado sobre él, Horace seencontró con que podía sobrellevar confacilidad la instrucción, la disciplina ylos estudios. Comenzó rápidamente aalcanzar el potencial que sir Rodneyhabía visto en él. Además, suscompañeros de cuarto, sin el temor deprovocar la venganza de los matones,empezaron a ser más cordiales yamistosos.

En resumen, Horace sintió que las

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cosas, definitivamente, estabanmejorando.

Su único pesar era que no habíapodido darle a Halt las gracias demanera apropiada por la gran mejora ensu vida. Tras los sucesos del prado,habían mandado a Horace a laenfermería durante varios días mientrasle cuidaban las magulladuras ycontusiones. Cuando llegó el momentode salir, se encontró con que Halt y Willse habían marchado ya hacia laCongregación de los Montaraces.

—¿Queda mucho? —preguntó Willquizás por décima vez esa mañana.

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Halt dejó escapar un pequeñosuspiro de exasperación. Aparte de eso,no respondió. Llevaban para aquelentonces tres días de camino y a Will leparecía que debían de estar cerca delsitio de la Congregación. En la últimahora había notado varias veces un aromaen el aire que no le resultaba familiar.Se lo había mencionado a Halt, que ledijo con brevedad:

—Es la sal. Nos estamos acercandoal mar —y no quiso entrar en másexplicaciones.

Will miró de reojo a su profesor, conla esperanza de que quizás se dignase acompartir un poco más de informacióncon él, pero la aguda vista del montaraz

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escrutaba el suelo frente a ellos. De vezen cuando, notó Will, elevaba la miradahacia los árboles que flanqueaban elcamino.

—¿Estás buscando algo? —lepreguntó, y Halt se giró en su silla.

—Por fin una pregunta útil —dijo—.Sí, en realidad, sí que lo hago. El jefe delos montaraces tendrá centinelas en losalrededores del sitio de laCongregación. Siempre trato deengañarlos cuando me aproximo.

—¿Por qué? —preguntó Will, y Haltse permitió una pequeña y controladasonrisa.

—Los mantiene alerta —explicó—.Intentarán deslizarse detrás de nosotros

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y seguirnos, sólo para poder decir queme han tendido una emboscada. Es unjuego estúpido que les gusta.

—¿Por qué es estúpido? —preguntóWill.

Sonaba como el tipo de ejerciciosde destreza que Halt y él practicabancon asiduidad. El entrecano montaraz sevolvió en la silla y miró a Will sinparpadear.

—Porque nunca lo consiguen —dijo—. Y este año saben que traigo unaprendiz. Querrán ver lo bueno que eres.

—¿Es parte de la prueba? —preguntó Will, y Halt asintió.

—Es su comienzo. ¿Recuerdas loque te conté anoche?

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Will asintió. Durante las dos nochesanteriores, junto a la hoguera, la vozbaja de Halt le dio a Will consejos einstrucciones sobre cómo comportarseen la Congregación. Anoche le habíaaconsejado algunas tácticas de uso encaso de una emboscada, justo el tipo desituación que Halt acababa demencionar ahora.

—¿Cuándo vamos nosotros a…? —Comenzó, pero Halt se puso súbitamentealerta.

Levantó un dedo reclamandosilencio y Will dejó de hablar alinstante. El montaraz tenía la cabezaligeramente ladeada. Los dos caballoscontinuaron sin dudar.

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—¿Lo oyes? —preguntó Halt.Will estiró también la cabeza. Pensó

que, sólo quizás, podía oír un sonidosuave de cascos detrás de ellos. Pero noestaba seguro. El paso de sus propioscaballos enmascaraba cualquier sonidoproveniente del camino a su espalda. Sihabía alguien ahí, su caballo se movíallevando el paso de los suyos propios.

—Cambia el paso —susurró Halt—.A la de tres. Uno, dos, tres.

Simultáneamente, ambos dieron untoque con el pie izquierdo en las ijadasde los caballos. Sólo era una de lasmuchas señas ante las cuales Tirón yAbelard habían sido entrenados pararesponder.

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Al instante, ambos caballosvacilaron en su zancada. Pareció que sesaltaban un paso, después continuaroncon su ritmo regular.

Pero la vacilación cambió el patróndel sonido de sus cascos por unsegundo, Will pudo oír otro conjunto decascos equinos detrás de ellos, como uneco ligeramente retrasado. Entonces elotro caballo también cambió el pasopara igualar el suyo propio y el sonidodesapareció.

—Caballo de montaraz —dijo Halten voz baja—. Será Gilan, seguro.

—¿Cómo puedes saberlo? —preguntó Will.

—Sólo un caballo de montaraz

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puede cambiar el paso tan rápido. Yserá Gilan porque siempre es Gilan. Leencanta intentar sorprenderme.

—¿Por qué? —preguntó Will, y Haltle miró con severidad.

—Porque fue mi último aprendiz —le explicó—. Y por alguna razón, a losantiguos aprendices les encanta pillar asus antiguos maestros con los pantalonesbajados —miró a su actual aprendiz deforma acusadora.

Will estaba a punto de protestarporque él nunca se comportaría de talmodo después de graduarse y entoncesse dio cuenta de que probablemente loharía, y en la primera oportunidad. Laprotesta murió sin ser formulada.

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Halt hizo un gesto pidiendo silencioy oteó el camino delante de ellos.Entonces señaló.

—Aquél de ahí es el punto —dijo—.¿Listo?

Había un árbol alto cerca del bordedel camino con ramas que colgabanjusto por encima de la altura de lacabeza. Will lo estudió un momento,después asintió. Tirón y Abelardcontinuaron con su paso regular hacia elárbol. Según se acercaron, Will sacó lospies de los estribos y se subió,agachado, sobre la grupa de Tirón. Elcaballo no varió el ritmo mientras suamo cambiaba de posición.

Cuando pasaron bajo las ramas, Will

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se irguió, asió la más baja y se subió aella. En el momento en que su pesoabandonó la grupa de Tirón, el pequeñocaballo comenzó a pisar con mayorvigor, forzando los cascos contra elsuelo a cada paso para no dar alperseguidor que venía por detrás ningúnsigno de que su carga se había aligeradode manera repentina.

En silencio, Will trepó más alto porel árbol hasta que encontró un puntodonde tenía una buena sujeción y unavista clara. Podía ver a Halt y a los doscaballos desplazándose despacio por elcamino.

Cuando alcanzaron el siguienterecodo, Halt espoleó a Tirón para que

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continuase, luego detuvo a Abelard ydesmontó de la silla. Se arrodilló comosi estudiara la tierra en busca de señalesde huellas.

Ahora Will podía oír el otro caballodetrás de ellos. Miró hacia atrás por elcamino por el que había venido perootro recodo ocultaba a su perseguidor dela vista.

Entonces cesó el sonido de cascos.Will tenía la boca seca y su corazón

latía más y más rápido en su tórax.Estaba convencido de que le resultaríaaudible a cualquiera en un radio decincuenta metros por lo menos. Pero suentrenamiento se impuso sobre él ypermaneció inmóvil sobre la rama del

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árbol, entre las hojas y las sombrasveteadas, vigilando el camino tras ellos.

¡Un movimiento!Lo vio con el rabillo del ojo y ya no

estaba. Observó minuciosamente elpunto durante uno o dos segundos yentonces recordó las lecciones de Halt.«No concentres tu atención en un punto.Mantén un enfoque amplio todo el rato ysigue escrutando. Lo que verás de élserá un movimiento, no una figura.Recuerda, él también es un montaraz yha sido entrenado en el arte de no servisto».

Will amplió su enfoque y escudriñóel bosque a su espalda. En el transcursode unos segundos, se vio premiado con

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otro signo de movimiento. Una rama sebalanceó de vuelta a su sitio, mientrasuna figura oculta pasaba silenciosa.

Después, diez metros más allá, unarbusto se sacudió ligeramente.Entonces vio un manojo de hierba altaque se erguía despacio de vuelta a suposición en el lugar donde un pie quepasaba lo había aplastado por unmomento.

Will permaneció inmóvil. Semaravilló del hecho de que superseguidor fuera capaz de moverse através del bosque sin que él pudieraverlo. Obviamente, el otro montarazhabía dejado atrás su caballo y acechabaa Halt a pie. Los ojos de Will se giraron

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para echar un rápido vistazo a Halt. Suprofesor aún parecía estar preocupadocon alguna señal en el suelo.

Se produjo otro movimiento en elbosque. El montaraz oculto acababa depasar de largo el escondite de Will y sedesplazaba de vuelta al camino, en unintento de sorprender a Halt por detrás.

De pronto, una silueta alta envueltaen una capa gris y verde parecióemerger del suelo en mitad del camino,unos veinte metros por detrás de lafigura arrodillada de Halt. Willparpadeó. La silueta no estaba ahí, y almomento siguiente pareció habersematerializado por arte de magia. Lamano de Will comenzó a moverse hacia

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el carcaj de flechas que colgaba a suespalda y entonces la detuvo. Halt lehabía dicho la noche anterior: «Esperahasta que estemos hablando. Si él noestá hablando, oirá el movimiento másleve que hagas».

Will tragó saliva con la esperanza deque el personaje alto no hubiera oído elmovimiento de su mano hacia el carcaj.Pero parecía que lo había detenido atiempo. Oyó una voz alegre gritar a suspies.

—¡Halt, Halt!Halt se giró y se puso lentamente en

pie, al tiempo que sacudía el polvo desus rodillas al hacerlo. Inclinó la cabezaa un lado y examinó al personaje en

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medio del camino, que se apoyaba confacilidad en un arco largo idéntico al deHalt.

—Vaya, Gilan —le gritó—. Veo quesigues gastando esa vieja broma.

El alto montaraz se encogió dehombros y le respondió con alegría.

—Parece que este año la broma te lahe gastado yo a ti, Halt.

Mientras Gilan hablaba, la mano deWill se movió con rapidez, pero ensilencio, hasta el carcaj y escogió unaflecha, dejándola preparada en lacuerda. Halt estaba hablando de nuevo.

—¿En serio, Gilan? ¿Y qué broma esésa, me pregunto yo?

El asombro era evidente en la voz de

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Gilan al responder a su viejo maestro.—Vamos, Halt. Admítelo. Por una

vez te he vencido, y ya sabes cuántosaños lo he estado intentando.

Halt se pasó una mano por la barbacanosa, pensativo.

—La verdad, Gilan, me supera elporqué sigues intentándolo.

Gilan se rió.—Deberías saber cuánto placer le

proporciona a un antiguo aprendizvencer a su maestro, Halt. Venga, vamos.Admítelo. Este año gano yo.

Mientras el personaje alto hablaba,Will tiró hacia atrás de la flecha yapuntó al tronco de un árbol a unos dosmetros a la izquierda de Gilan. Las

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instrucciones de Halt resonaban en susoídos: «Escoge un blanco losuficientemente cerca como paraasustarle cuando tires. Pero, por lo quemás quieras, no demasiado cerca. ¡Si semueve, no quiero que le atravieses conuna flecha!».

Halt no se había movido de suposición en el centro del camino. Gilancambiaba ahora incómodo el apoyo delpeso de su cuerpo de un pie al otro. Elcomportamiento imperturbable de Haltempezaba a molestarle. Tenía laapariencia, de repente, de no estar deltodo seguro de que Halt estuvieseintentando simplemente salir de latrampa con un cuento.

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Las siguientes palabras de Haltincrementaron sus sospechas.

—Ah sí… aprendices y maestros.Son una combinación extraña, sí. Perodime, Gilan, mi viejo aprendiz, ¿no se teestá olvidando algo este año?

Quizás fue la forma en que Halt hizohincapié en la palabra «aprendiz», perode pronto Gilan se dio cuenta de quehabía cometido un error. Comenzó avolver la cabeza, buscando al aprendizde quien se había olvidado.

Según empezó a moverse, Willliberó su flecha.

El astil siseó por el aire, pasó delargo al montaraz alto y golpeó con unruido seco, temblando, el árbol que Will

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había seleccionado. Gilan saltó haciaatrás del susto y acto seguido sus ojos sedirigieron hacia las ramas del árbol enel que Will se había estado ocultando.El muchacho se maravilló de que, auncogido por sorpresa como así habíasido, Gilan era todavía capaz dereaccionar con tanta rapidez eidentificar la dirección desde la cualhabía disparado su atacante.

Gilan sacudió la cabeza,arrepentido. Sus ávidos ojos lograrondistinguir la pequeña figura vestida degris y verde oculta en las sombras delfollaje del árbol.

—Baja, Will —le llamó Halt—. Yconoce a Gilan, uno de los montaraces

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más descuidados —le hizo un gesto aGilan con la cabeza—. Te lo dije cuandoeras un muchacho, ¿no? Nunca vayas tanrápido. No te precipites.

Gilan asintió, un poco alicaído. Yaún lo pareció más cuando Will bajó alsuelo desde la rama más baja y elmontaraz alto vio lo pequeño y jovenque era el aprendiz.

—Por lo visto —dijo—, tenía tantasganas de capturar un viejo zorro gris quese me pasó por alto el pequeño monoescondido en los árboles —se sonrióante su propio error.

—¿Mono? ¿Sí? —dijo Halt conbrusquedad—. Yo diría que hoy te hahecho hacer el mono a ti. Will, éste es

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Gilan, mi antiguo aprendiz y ahora elmontaraz del feudo de Meric, aunque seme escapa lo que hayan hecho allí paramerecérselo.

La sonrisa de Gilan se hizo másamplia y le tendió la mano a Will.

—Y justo cuando estaba pensandoque te había vencido, Halt —dijoalegremente—. Así que tú eres Will —prosiguió mientras se estrechaban lamano con firmeza—. Encantado deconocerte. Ha sido un trabajo muy hábil,joven colega.

Will sonrió a Halt y el veteranomontaraz hizo un leve e intencionadomovimiento con la cabeza. Will recordólas instrucciones finales que Halt le

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había dado la noche antes: «Una vez quevenzas a un hombre, nunca te regodees.Sé generoso y encuentra algo en susactos digno de alabanza. No disfrutarápor haber sido vencido, pero lo aceptarácon buena cara. Muéstrale que apreciasaquello. El elogio puede hacerte ganarun amigo. El regodeo siempre crearáenemigos».

—Sí, yo soy Will —dijo, y despuésañadió—: ¿Podrías quizás enseñarmecómo te mueves así? Fue impresionante.

Gilan rió con arrepentimiento.—No tan impresionante, creo yo.

Está claro que me viste venir desde muylejos.

Will sacudió la cabeza al recordar el

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esfuerzo que había hecho intentandolocalizar a Gilan. Ahora que lo pensaba,su elogio y su solicitud eran mássinceros de lo que había creído.

—Te vi cuando llegaste —dijo—, yvi dónde habías estado. Pero no te vi niuna sola vez desde el momento en quedoblaste ese recodo. Ojalá yo pudieramoverme así.

El rostro de Gilan mostró sucomplacencia ante la obvia sinceridadde Will.

—Bueno, Halt —dijo—, veo queeste joven no sólo tiene talento. Tiene uncomportamiento excelente también.

Halt contempló a ambos: su actualaprendiz y su antiguo alumno. Asintió a

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Will, en aprobación de sus palabrasllenas de tacto.

—El movimiento desapercibidosiempre fue la mayor habilidad de Gilan—dijo—. Te vendría bien si aceptaraenseñarte —se movió hacia su antiguoaprendiz y pasó el brazo alrededor delos hombros del montaraz más alto—.Me alegra verte de nuevo.

Se dieron un caluroso abrazo. LuegoHalt se separó de él y le examinó condetenimiento.

—Cada año estás más seco —le dijopor fin—. ¿Cuándo le vas a poner algode chicha a esos huesos?

Gilan sonrió. Resultaba obvio queera una vieja broma entre ellos.

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—Tú pareces tener suficiente paralos dos —dijo. Le dio un toque a Halt enlas costillas, no muy cortés—. Esto quese ve aquí, ¿no será una barrigotaincipiente? —Sonrió a Will—.Apostaría a que se ha pasado estos díassentado en la cabaña dejando que túhicieras todo lo de la casa, ¿no?

Antes de que Halt o Will pudierancontestar, se giró y dio un silbido. Unossegundos después, su caballo doblótrotando el recodo del camino. Cuandoel alto y joven montaraz se dirigió haciasu caballo y montó, Will se fijó en unaespada que colgaba de la silla en unavaina. Se volvió hacia Halt, confuso.

—Creía que no se nos permitía tener

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espadas —dijo con discreción.Halt frunció el ceño por un

momento, sin entenderlo. Entoncessiguió la mirada de Will y se dio cuentade lo que había provocado la pregunta.

—No es que no se nos permita —leexplicó mientras los dos montaban—. Esuna cuestión de prioridades. Hacen faltaaños para convertirse en un buen espaday nosotros no disponemos de ese tiempo.Nosotros desarrollamos otrashabilidades —vio la siguiente preguntaformándose en los labios de Will ycontinuó—: El padre de Gilan es uncaballero, así que él ya había estadopracticando con la espada durantealgunos años antes de unirse al Cuerpo

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de Montaraces. A él se le consideró uncaso especial y se le permitió continuarcon ese entrenamiento cuando era miaprendiz.

—Pero yo pensé… —comenzó Will,y entonces vaciló.

Gilan trotaba sobre su caballo endirección a ellos y no estaba seguro desi sería educado hacer su siguientepregunta delante de él.

—Nunca digas eso delante de Halt—dijo Gilan, entreoyendo las últimaspalabras de Will—. Él sencillamenteresponderá: «Eres un aprendiz. No estáspreparado para pensar» o «Si hubieraspensado en ello, no lo preguntarías».

Will tuvo que sonreír. Halt había

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utilizado con él esas palabras exactas enmás de una ocasión y la imitación deGilan del montaraz más mayor fueasombrosa. En ese momento, sinembargo, ambos hombres le miraban aél con expectación, esperando para oírla pregunta que estaba a punto derealizar, así que se metió de lleno enella.

—Si el padre de Gilan era uncaballero, ¿no era él entoncesautomáticamente seleccionable para laEscuela de Combate? ¿O tambiénpensaron de él que era demasiadopequeño?

Halt y Gilan intercambiaron unamirada. Halt enarcó una ceja e hizo

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después un gesto a Gilan para querespondiese.

—Podía haber ido a la Escuela deCombate —dijo—, pero elegí unirme alCuerpo de Montaraces.

—Ya ves, algunos lo hacemos —terció Halt con gentileza.

Will reflexionó sobre ello. Siemprehabía supuesto que los montaraces noprovenían de entre las filas de losnobles del reino. Al parecer seequivocaba.

—Pero yo pensé… —comenzó, y alinstante se percató de que había errado.

Halt y Gilan le miraron, después semiraron el uno al otro y dijeron a coro:

—Eres un aprendiz. No estás

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preparado para pensar.Dieron entonces media vuelta a sus

caballos y se alejaron al trote. Will seapresuró a enderezar a Tirón y salió trasellos a medio galope. Cuando losalcanzó, los dos montaraces hicieron suscaballos a cada lado, dejándole espaciopara cabalgar entre ellos. Gilan lededicó una sonrisa. Halt estaba tanadusto como siempre. Pero segúncontinuaron en un cordial silencio, Willfue consciente de lo reconfortante queresultaba entender que ahora formabaparte un grupo exclusivo, estrechamenteunido.

Era una cálida sensación depertenencia, como si, en cierto modo,

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hubiera llegado a casa por primera vezen su vida.

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—HVeinticuatro

a pasado algo —dijoHalt con discreción,haciendo una señal a sus

dos compañeros para que detuvieran loscaballos.

Los tres jinetes habían cabalgado agalope moderado el último mediokilómetro hasta el sitio de laCongregación. Ahora, según culminaron

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una ligera cuesta arriba, el espacioabierto entre los árboles se extendía asus pies, a cien metros de distancia.Pequeñas tiendas individuales sedesplegaban en filas ordenadas y elhumo de los fuegos para cocinarperfumaba el aire. A un lado del espacioabierto se hallaba un campo de tiro conarco, y docenas de caballos —todospequeños y lanudos caballos demontaraz— observaban cerca de losárboles.

Incluso desde donde se encontrabansentados en sus caballos, podíandistinguir un cierto aire de urgencia yactividad por todo el campamento. En elcentro de la línea de tiendas se asentaba

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un pabellón más grande, de unos cuatrometros por otros cuatro y con lasuficiente altura para albergar a unhombre alto en pie. Los laterales estabanabiertos en ese momento y Will pudo vera un grupo de hombres ataviados deverde y gris, de pie en torno a una mesa,sumidos aparentemente en unaconversación. Mientras observaban, unose separó del grupo y fue corriendohasta un caballo que aguardaba justo a lapuerta. Montó, hizo girar al caballosobre las patas traseras y partió algalope atravesando el campamento endirección a la estrecha vereda entre losárboles del lado opuesto.

Apenas había desaparecido en las

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profundas sombras bajo los árbolescuando otro jinete surgió por ladirección opuesta, galopando entre laslíneas y deteniéndose fuera de la tiendagrande. Su caballo casi no se habíaparado antes de que desmontase y sedirigiese adentro para unirse al grupo.

—¿Qué pasa? —preguntó Will.Con el gesto torcido, se percató de

que muchos de los propietarios de laspequeñas tiendas las estabandesmontando y enrollando.

—No estoy seguro —respondióHalt. Hizo un gesto hacia las filas detiendas—. Mira a ver si nos puedesencontrar un sitio decente para acampar.Yo trataré de averiguar qué está pasando

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—espoleó a Abelard hacia delante,después se volvió y gritó—: No monteslas tiendas aún. Por el aspecto de lasituación, es posible que no las vayamosa necesitar —acto seguido, los cascosde Abelard golpearon el césped mientrasgalopaba hacia el centro delcampamento.

Will y Gilan encontraron un sitiopara acampar bajo un árbol grande,razonablemente cerca de la zona centralde reunión. Luego, sin la certeza de loque deberían hacer a continuación, sesentaron en un tronco, en espera delregreso de Halt. Como montarazveterano en el Cuerpo, Halt tenía accesoal pabellón grande: Gilan le había

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explicado que se trataba de la tienda demando. El comandante del Cuerpo, unmontaraz llamado Crowley, se reuníaallí con su personal a diario paraorganizar las actividades y recopilar yevaluar la información que cada uno delos montaraces traía a la Congregación.

La mayoría de las tiendas próximasa los dos jóvenes montaraces estabandesocupadas, pero había un montarazflaco y desgarbado en el exterior de unade ellas, paseando impaciente de unlado a otro con el mismo aspectoconfuso que tenían Gilan y Will. Alverlos en el tronco, se acercó paraunirse a ellos.

—¿Alguna novedad? —dijo de

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inmediato, y su rostro se hundió con larespuesta de Gilan.

—Estábamos a punto de hacerte lamisma pregunta —le tendió su manopara saludarle—. Eres Merron,¿verdad? —dijo, y estrecharon susmanos.

—Así es. Y tú eres Gilan si norecuerdo mal.

Gilan le presentó a Will y el reciénllegado, que aparentaba estar en lostreinta y pocos, le miró al tiempo quehacía sus conjeturas.

—Entonces tú eres el nuevoaprendiz de Halt —dijo—. Nospreguntábamos cómo serías. Yo iba a seruno de tus examinadores, ya sabes.

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—¿Ibas a ser? —preguntó Gilan conrapidez, y Merron le miró.

—Sí, dudo que continuemos con laCongregación ahora —vaciló y despuésañadió—: ¿Quieres decir que no habéisoído nada?

Los dos recién llegados negaron conla cabeza.

—Morgarath está tramando algo denuevo —dijo con discreción, y Willsintió cómo un escalofrío de miedo leascendía por la espina dorsal ante lamención del malvado nombre.

—¿Qué ha pasado? —preguntóGilan mientras entrecerraba los ojos.

Merron meneó la cabeza a la vez quecon la punta de la bota removía la tierra

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delante de él en un gesto de frustración.—No hay noticias muy claras que

digamos. Sólo informes confusos. Perosegún parece un grupo de wargals haescapado del Paso de los TresEscalones hace unos días. Superaron alos centinelas y se dirigieron al norte.

—¿Estaba Morgarath con ellos? —preguntó Gilan.

Will permanecía con los ojos comoplatos y en silencio. No era capaz devolver en sí para plantear ningunapregunta, en realidad no podía volver ensí para mencionar el nombre deMorgarath.

Merron se encogió de hombros enrespuesta.

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—No lo sabemos. No lo creemos aestas alturas, pero Crowley ha estadoenviando exploradores durante los dosúltimos días. Tal vez solo sea pillaje.Pero si es algo más que eso, podríasignificar el inicio de otra guerra. Y sies así, es un mal momento para perder alord Lorriac.

Gilan levantó la vista, con lapreocupación en su voz.

—¿Lorriac está muerto? —preguntó,y Merron asintió.

—Un derrame cerebral, enapariencia. O el corazón. Le encontraronmuerto hace unos días. Sin un arañazo.Mirando al frente. Bien muerto.

—¡Pero si estaba en su mejor forma!

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—dijo Gilan—. Le vi hace sólo un mesy estaba sano como un toro.

Merron se encogió de hombros. Nopodía darle una explicación. Élúnicamente conocía los hechos.

—Supongo que le puede pasar acualquiera —dijo—. Nunca se sabe.

—¿Quién es lord Lorriac? —preguntó Will discretamente a Gilan.

El joven montaraz hizo un gesto conla cabeza, pensativo, mientrascontestaba.

—Lorriac de Steden. Era el líder dela caballería pesada. Probablemente,nuestro mejor comandante de caballería.Como ha dicho Merron, si entramos enguerra, le echaremos muchísimo de

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menos.La fría garra del miedo se aferró al

corazón de Will. Durante toda su vida,la gente había hablado de Morgarath ensusurros, si es que se llegaba a hablar deél. El Gran Enemigo casi habíaalcanzado las proporciones de un mito—una leyenda de los días antiguos,oscuros—. Ahora el mito se había hechorealidad una vez más, una realidaddesafiante, aterradora. Miró a Gilan enbusca de sosiego, pero el bello rostrodel joven montaraz no mostraba sinodudas y preocupación por el futuro.

Pasó más de una hora antes de que Halt

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se les uniera de nuevo. Como ya erapasado el mediodía, Will y Gilan habíanpreparado una comida a base de pan,carne fría y frutos secos. El montaraz depelo gris se deslizó de la silla deAbelard y, tras aceptar un plato de Will,empezó a comer a rápidos mordiscos.

—La Congregación ha finalizado —dijo, escueto, entre bocados.

Al ver la llegada del montarazveterano, Merron se acercó otra vezpara unirse a su grupo. Él y Halt sesaludaron de forma rápida y actoseguido Merron planteó la cuestión quetodos tenían en mente.

—¿Estamos en guerra? —preguntóinquieto, y Halt negó con la cabeza.

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—No lo sabemos con certeza. Losúltimos informes nos dicen queMorgarath se encuentra aún en lasmontañas.

—¿Por qué escaparon entonces loswargals? —preguntó Will.

Todos sabían que los wargalscumplían únicamente la voluntad deMorgarath. Nunca habrían llevado acabo un acto tan radical sin su dirección.El rostro de Halt se mostraba sombrío alresponder.

—Son sólo una partida pequeña,quizás cincuenta de ellos. Debían deactuar a modo de distracción. Mientrasnuestra guardia se ocupaba de perseguira los wargals, Crowley piensa que los

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dos kalkara se escabulleron fuera de lasmontañas y están escondidos en algunaparte en la Llanura Solitaria.

Gilan soltó un silbido en tono grave.Merron dio incluso un paso atrás por lasorpresa. Los rostros de los dos jóvenesmontaraces mostraron su total horrorante las noticias. Will no tenía ni idea delo que podían ser los kalkara, pero, ajuzgar por la expresión de Halt y lasreacciones de Gilan y Merron, quedabaclaro que no eran buenas noticias.

—¿Quieres decir que aún existen?—dijo Merron—. Pensaba que seextinguieron hace años.

—Oh, ya lo creo que aún existen —dijo Halt—. Sólo quedan dos, pero eso

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es suficiente para preocuparse.Se hizo un largo silencio entre ellos.

Finalmente, Will preguntó:—¿Qué son?Halt movió la cabeza en un gesto

triste. No era un tema del que quisiesehablar con alguien tan joven como Will.Pero sabiendo lo que les aguardaba atodos ellos, no tenía elección. Elmuchacho debía saberlo.

—Cuando Morgarath estabaplaneando su rebelión, deseaba algo másque un ejército corriente. Sabía que, siera capaz de aterrorizar a sus enemigos,su tarea sería mucho más fácil. Así que,a lo largo de los años, realizó variasexpediciones a las Montañas de la

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Lluvia y la Noche, buscando.—¿Buscando qué? —preguntó Will,

aunque tenía la incómoda sensación desaber cuál sería la respuesta.

—Aliados que pudiera utilizarcontra el reino. Las Montañas son unaparte antigua, virgen, del mundo. Se hanconservado sin cambios durante siglos yhabía rumores acerca de que extrañasbestias y monstruos ancestrales vivíanaún allí. Los rumores resultaron serdemasiado ciertos.

—Como los wargals —añadió Will,y Halt asintió.

—Sí, como los wargals. Y élrápidamente los esclavizó y los sometióa su voluntad —dijo con un deje de

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amargura en su voz—. Pero despuésencontró a los kalkara. Y son peores quelos wargals. Mucho, mucho peores.

Will no dijo nada. La idea de unasbestias peores que los wargals resultabaperturbadora, como mínimo.

—Había tres. Pero a uno lo mataronhace alrededor de ocho años, de modoque sabemos un poco más de ellos.Piensa en una criatura a medio caminoentre un simio y un oso, que caminaerguido, y te harás una idea de a qué separece un kalkara.

—¿Morgarath los controla tambiéncon la mente como a los wargals? —preguntó Will, y Halt negó con lacabeza.

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—No. Éstos son más inteligentes quelos wargals. Pero están obsesionadoscon la plata. La atesoran y le rindenculto y Morgarath en apariencia se laproporciona en grandes cantidades paraque hagan lo que a él se le antoja. Y lohacen bien. Pueden ser increíblementeastutos cuando acechan a su presa.

—¿Presa? —preguntó Will—. ¿Quétipo de presa?

Halt y Gilan intercambiaron unamirada y Will pudo ver que su mentorera reacio a hablar sobre el tema. Por unmomento pensó que Halt iba a comenzarotra de sus disertaciones sobre lasinterminables preguntas de Will. Pero sedio cuenta de que aquél era un tema

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mucho más serio que la curiosidadociosa según el montaraz le respondiócon discreción.

—Los kalkara son asesinos. Una vezque se les asigna una víctima concreta,harán todo cuanto esté en su mano paraencontrar a esa persona y matarla.

—¿Los podemos detener? —preguntó Will, al tiempo que desplazababrevemente su mirada del enorme arcode Halt al carcaj de cerdas repleto deflechas negras.

—Matarlos resulta muy complicado.Poseen una gruesa capa de pelosenmarañados y adheridos unos a otrosque parecen casi como escamas. Unaflecha apenas la atraviesa. Un hacha de

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combate o un espadón son mejorescontra ellos. O un buen estoque con unapica gruesa podría servir al efecto.

Will sintió un instante de alivio.Esos kalkara habían empezado a sonarcasi a invencibles. Pero había grancantidad de caballeros consumados en elreino que sin duda serían capaces de darcuenta de ellos.

—¿Fue entonces un caballero el quemató al de hace ocho años? —preguntó,y Halt negó con la cabeza.

—No fue un caballero. Tres. Fueronnecesarios tres caballeroscompletamente armados para matarlo ysólo uno de ellos sobrevivió a labatalla. Es más, quedó lisiado de por

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vida —concluyó Halt, sombrío.—¿Tres hombres? ¿Y todos

caballeros? —dijo Will conincredulidad—. Pero ¿cómo…?

Gilan le interrumpió antes de quepudiese continuar.

—El problema es que, si te acercaslo suficiente para utilizar una espada ouna pica, el kalkara suele ser capaz dedetenerte antes de que tengas unaoportunidad.

Mientras hablaba, sus dedostamborileaban ligeramente sobre laempuñadura de la espada que portaba ensu cintura.

—¿Cómo te detiene? —preguntóWill, con la sensación momentánea de

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alivio disipada por completo ante laspalabras de Gilan.

Esta vez fue Merron quienrespondió.

—Sus ojos —dijo el desgarbadomontaraz—. Si le miras a los ojos, tequedas paralizado e indefenso, igual queuna serpiente paraliza a un pájaro con sumirada antes de matarlo.

Will paseó la vista de uno a otro delos tres hombres sin comprenderlo. Loque Merron estaba diciendo parecíademasiado exagerado para ser cierto.Aunque Halt no le estaba llevando lacontraria.

—Te paraliza… ¿Cómo puede hacereso? ¿Es magia de lo que estáis

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hablando?Halt se encogió de hombros. Merron

miró a lo lejos, incómodo. A ninguno deellos le gustaba hablar del tema.

—Algunos lo llaman magia —dijoHalt finalmente—. Yo creo que es másprobable que sea una forma dehipnotismo. De una u otra forma, Merrontiene razón. Si un kalkara consigue hacerque le mires a los ojos, te quedasparalizado por puro terror, incapaz dehacer nada para salvarte.

Will miró a su alrededor inquieto,como si esperase en cualquier instantever aparecer una criatura mezcla de unsimio y un oso saliendo a la carga de losárboles silenciosos. Podía sentir el

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pánico crecer en su pecho. En ciertomodo, había llegado a creer que Halt erainvencible. Aunque aquí estaba él,pareciendo admitir que no había defensacontra esos viles monstruos.

—¿No hay nada que se pueda hacer?—preguntó en tono esperanzado. Halt seencogió de hombros.

—La leyenda dice que sonparticularmente vulnerables al fuego. Elproblema es, como antes, acercarse losuficiente para causarle algún daño.Llevar una llama descubierta hace unpoco más difícil acechar a un kalkara.Suelen cazar por la noche y te puedenver venir.

A Will le resultaba difícil creer lo

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que estaba oyendo. Halt parecía ser muyrealista respecto de todo aquello y Gilany Merron estaban obviamentetrastornados por sus noticias.

Se produjo un incómodo silencioque Gilan rompió al preguntar:

—¿Qué le hace pensar a Crowleyque Morgarath los esté utilizando?

Halt vaciló. Le habían hechopartícipe de lo que Crowley pensaba enun consejo privado. Luego se encogió dehombros. Todos tendrían que saberloantes o después y todos ellos eranmiembros del Cuerpo de Montaraces,incluso Will.

—Ya los ha utilizado dos veces eneste último año, para asesinar a lord

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Northolt y lord Lorriac —los tresjóvenes intercambiaron miradas deconfusión, así que continuó—. Se creíaque a Northolt le había matado un oso,¿recordáis? —Will asintió lentamente.Ahora se acordaba. En su primer díacomo aprendiz de Halt, el montarazrecibió la noticia de la muerte delcomandante supremo—. En aquelmomento pensé que Northolt era uncazador demasiado diestro para morirde esa manera. Como es evidente,Crowley está de acuerdo.

—Pero ¿y Lorriac? Todo el mundodijo que fue un derrame —era Merronquien hacía esa pregunta.

Halt le miró brevemente, después

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respondió:—Eso es lo que te han dicho,

¿verdad? Bueno, su médico estaba muysorprendido. Dijo que nunca había vistoa un hombre más sano. Por otro lado…—se detuvo, y Gilan completó supensamiento:

—Pudo haber sido obra de loskalkara.

Halt asintió.—Exacto. No conocemos todos los

efectos de la parálisis causada por lavista que han desarrollado. Si esamirada se mantiene durante un tiempo lobastante largo, el terror bien podría sersuficiente para detenerle el corazón a unhombre. Y había informes poco

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concretos acerca de un gran animaloscuro avistado en la zona.

De nuevo se instaló el silencio entrelos miembros del pequeño grupo bajolos árboles. A su alrededor, losmontaraces iban de aquí para alláajetreados, desmontando el campamentoy ensillando los caballos. Finalmente,Halt les hizo volver a todos en sí de suspensamientos.

—Será mejor que nos preparemos.Merron, tú tendrás que regresar a tufeudo. Crowley quiere al ejércitomovilizado y alerta. Las órdenes sedistribuirán en unos pocos minutos.

Merron asintió y se volvió paraalejarse hacia su tienda, pero se detuvo

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y se giró de nuevo. Algo en la voz deHalt, el modo en que había dicho «tútendrás que volver a tu feudo», le habíahecho pensar.

—¿Y vosotros tres? —dijo—.¿Adónde vais vosotros?

Incluso antes de que Haltrespondiese, Will sabía lo que iba adecir. Pero eso no lo hizo menosaterrador o le heló menos la sangrecuando pronunció las palabras.

—Nosotros vamos tras los kalkara.

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EVeinticinco

l campamento bullía deactividad según las tiendas sedesmontaban y los montaraces

volvían a empaquetar sus equipos yataban sus alforjas. Los primeros jinetesya habían partido rumbo a susrespectivos feudos.

Will estaba atando los nudos de susalforjas, una vez devueltas a su sitio las

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pocas cosas que había sacado. Halt seencontraba sentado unos pocos metrosmás allá, pensativo, con el gesto torcido,mientras examinaba un mapa del áreaque rodeaba la Llanura Solitaria. Lallanura en sí era una zona vasta,inexplorada, sin caminos y de la quehabía pocos accidentes geográficosindicados. Una sombra se cernió sobreél y levantó la vista. Gilan estaba allí depie, con aparente preocupación reflejadaen el rostro.

—Halt —dijo con una voz grave yafectada—. ¿Estás seguro de esto?

Halt le miró fijamente a los ojos.—Muy seguro, Gilan. Simplemente,

hay que hacerlo.

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—¡Pero es sólo un muchacho! —protestó Gilan, mirando hacia dondeWill se hallaba atando un fardo detrásde la silla de Tirón. Halt dejó escaparuna larga exhalación, apartando sus ojosde los de Gilan.

—Lo sé. Pero es un montaraz.Aprendiz o no, es un miembro delCuerpo, como todos nosotros —vio queGilan estaba a punto de seguir suprotesta, preocupado por Will, y sintióuna oleada de afecto por su antiguoaprendiz—. Gilan, en un mundo de colorde rosa, yo no le enfrentaría a un riesgocomo éste. Pero éste no es un mundo decolor de rosa. Todos tendrán queparticipar en esta campaña, incluso los

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chicos como Will. Morgarath se estápreparando para algo grande. Losagentes de Crowley se han enterado deque, además de todo esto, ha estado encontacto con los skandians.

—¿Los skandians? ¿Para qué?Halt se encogió de hombros.—No conocemos los detalles, pero

mi apuesta es que tiene la esperanza deformar una alianza con ellos. Lucharáncontra quien sea por dinero. Y enapariencia, lucharán por quien seatambién —añadió, su desatado hacia losmercenarios era obvio en el tono de suvoz—. La cuestión es que estamoscortos de efectivos mientras Crowleyintenta reunir el ejército. En una

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situación normal, no me iría tras loskalkara con un grupo de menos de cincomontaraces veteranos. Pero él,sencillamente, no los puede desplazarpara mí. Así que me he tenido queconformar con los dos en quienes másconfío, Will y tú.

Gilan sonrió con tristeza.—Bueno, gracias, de todos modos

—la confianza de Halt le habíaconmovido. Todavía admiraba a su viejomentor. La mayor parte del Cuerpo deMontaraces lo hacía.

—Además, pensé que esa viejaespada oxidada tuya podría ser útil sinos echamos encima de esos bichos —dijo Halt. El Cuerpo de Montaraces

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había tomado una decisión inteligente alpermitir que Gilan continuase suentrenamiento con el arma. Aunque muypoca gente lo sabía, Gilan era uno de losespadas más refinados de Araluen—. Y,en cuanto a Will —prosiguió Halt—, nole subestimes. Tiene muchos recursos.Es rápido y valiente y ya es un tiradorcondenadamente bueno. Y lo mejor detodo, piensa rápido. Lo que estoypensando en realidad es que siencontramos la pista de los kalkara, lepodemos enviar a por refuerzos. Eso nosayudará a mantenerle lejos del peligro.

Gilan se rascó la barbilla, pensativo.Ahora que Halt se lo había explicado,aquélla parecía la única opción lógica

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para ellos. Miró a los ojos del hombremás mayor e hizo un gesto con la cabezamostrándole que entendía la situación.Se volvió entonces a organizar suequipo, para encontrarse con que Willya lo había recogido y atado a su silla.Sonrió a Halt.

—Tienes razón —dijo—, piensa porsí mismo.

Los tres partieron a caballo un rato mástarde, mientras los demás montaracesaún estaban recibiendo sus órdenes.Movilizar el ejército de Araluen noresultaría una tarea sencilla, ycoordinarlo sería responsabilidad de los

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montaraces, preparados para guiar lasfuerzas individuales de cada uno de loscincuenta feudos hasta el punto dereunión en las llanuras de Uthal. ConGilan y Halt ocupados en la búsquedade los kalkara; otros montaracestendrían que encargarse de coordinartambién los ejércitos de sus feudos.

No se dijeron mucho los trescompañeros mientras Halt encabezaba lamarcha hacia el sudoeste. Incluso lacuriosidad natural de Will se hallabacontenida por la magnitud de la tareaque tenían ante sí. Al tiempo quecabalgaban en silencio, evocaba en sumente imágenes de criaturas salvajescon la apariencia de un oso y las

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facciones de un simio: criaturas que bienpodrían demostrar ser invencibles,incluso para alguien de la destreza deHalt.

Con el tiempo, sin embargo,conforme la monotonía se fue asentando,las imágenes horrorosas remitieron yempezó a preguntarse por el plan queHalt tenía en mente, si es que teníaalguno.

—Halt —dijo un poco entrecortado—, ¿dónde esperas encontrar a loskalkara?

Halt miró el joven y serio rostro a sulado. Viajaban al paso de marchaforzada de los montaraces: cuarentaminutos en la silla, cabalgando a medio

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galope continuo, después veinte minutosa pie, guiando a los caballos ypermitiéndoles viajar descargadosmientras los hombres corrían a trotecontinuo.

Cada cuatro horas, hacían una pausade una hora para descansar, en la quetomaban una comida rápida de cecina,pan duro y fruta, y después se envolvíanen sus capas para dormir.

Llevaban cierto tiempo de marcha yHalt pensó que era el momento dedescansar. Dejó a Abelard fuera delcamino y al refugio de una arboleda.Will y Gilan le siguieron, dejando caerla riendas y permitiendo a sus caballospastar.

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—Lo mejor que se me ocurre —dijoHalt en respuesta a la pregunta de Will— es comenzar por su guarida y ver siestán en los alrededores.

—¿Sabemos dónde está? —preguntóGilan.

—La mejor información de quedisponemos es que se encuentra enalguna parte de la Llanura Solitaria, másallá de las Flautas de Piedra.Exploraremos el área de alrededor yveremos qué somos capaces de hallar.Si están en la zona, deberíamosencontrarnos con que ha desaparecido elganado suelto, ovejas o cabras, de lospueblos de alrededor. Aunque conseguirque los aldeanos hablen será otra cosa.

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Las gentes de la llanura son un grupohermético en el mejor de los casos.

—¿Cuál es esa llanura de la quehablas? —preguntó Will con la bocallena de pan duro—. ¿Y qué diantre esuna flauta de piedra?

—La Llanura Solitaria es un áreavasta, plana, con muy pocos árboles,cubierta principalmente porafloramientos de roca y hierba alta —lecontó Halt—. El viento parece estarsiempre soplando, no importa la épocadel año en que vayas por allí. Es unlugar sombrío y deprimente, y lasFlautas de Piedra son su elemento mássombrío.

—Pero ¿qué son…? —empezó Will,

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sin embargo Halt sólo había hecho unabreve pausa.

—¿Las Flautas de Piedra? Nadie losabe en realidad. Son un círculo depiedras levantadas por los ancestros,justo en el medio de la parte másventosa de la llanura. Nadie haentendido nunca su propósito original,pero están dispuestas de forma que elviento se desvía alrededor del círculo ya través de una serie de agujeros en laspropias piedras. Crean el sonido de unlamento constante, si bien a mí se meescapa el motivo por el que alguienpensó que sonaban como flautas. Elsonido es turbador y discordante y sepuede escuchar a kilómetros de

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distancia. Después de unos pocosminutos te produce dentera, y sigue ysigue durante horas.

Will guardaba silencio. La idea deuna llanura sombría, barrida por elviento, y unas piedras que emitían unincesante gemido parecía llevarse losvestigios finales del calor del último solvespertino. Tembló involuntariamente.Halt lo vio y se inclinó hacia delantepara darle una palmada de aliento en elhombro.

—Anímate —le dijo—. Nada esnunca tan malo como parece. Ahora,descansemos un poco.

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Alcanzaron las inmediaciones de laLlanura Solitaria a media mañana delsegundo día. Halt tenía razón, pensóWill, era un lugar vasto, deprimente. Elmonótono terreno se extendía ante elloskilómetro tras kilómetro, cubierto poralta hierba gris, crecida y seca por elviento constante.

El propio viento casi parecía ser unapresencia viva. Les crispaba losnervios, soplando de forma constante einvariable desde el oeste, inclinando lahierba alta a su paso según barría elterreno plano de la Llanura Solitaria.

—¿Veis ahora por qué la llaman la

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Llanura Solitaria? —dijo Halt a losotros dos, deteniendo a Abelard paraque pudieran llegar a su altura—.Cuando cabalgas con este vientocondenado, te sientes como si fueras laúnica persona que quedase viva sobre laTierra.

Will pensó que era cierto. Se sintiópequeño e insignificante frente al vacíode la llanura. Y a la sensación deinsignificancia se sumaba la sensaciónde impotencia. El páramo por el quecabalgaban parecía insinuar la presenciade fuerzas arcanas —fuerzas muysuperiores a sus propias aptitudes—.Incluso Gilan, normalmente alegre ylleno de vida, parecía afectado por la

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atmósfera pesada y deprimente del lugar.Sólo Halt parecía inmutable. Adusto ytaciturno como siempre.

Poco a poco, según cabalgaban, Willfue advirtiendo una sensacióninquietante. Algo andaba merodeando,justo fuera del alcance de su percepciónconsciente. Algo que le hacía sentirseintranquilo. No pudo aislarlo, nisiquiera fue capaz de decir de dóndevenía o la forma que tenía. Estaba ahí,siempre presente. Cambió de postura enla silla, erguido sobre los estribos paraescrutar el monótono horizonte en laesperanza de poder divisar el origen deaquello. Halt se fijó en el movimiento.

—Lo has notado —dijo—. Son las

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Flautas de Piedra.Y, ahora que Halt lo había dicho,

Will se dio cuenta de que era un sonido—tan tenue y tan continuo que no habíapodido aislarlo como tal— lo que habíaestado generando la sensación deintranquilidad en su cabeza y el tensoencogimiento de miedo en el estómago.O quizás era sólo como Halt acababa dedecir: habían entrado en el rango dealcance de las Flautas de Piedra. Porqueahora lo podía aislar. Se trataba de unaserie de notas musicales sin melodía,todas tocadas al tiempo. Creaban unchillón sonido disonante que erizaba losnervios y alteraba la mente. Su manoizquierda trepó con discreción hasta la

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empuñadura de su cuchillo saxe mientrascabalgaban, y obtuvo consuelo en eltacto sólido y fiable del arma.

Continuaron durante la tarde, con laapariencia de no estar avanzando através de la llanura vacía y monótona.Con cada paso, los horizontes detrás ydelante de ellos no parecían ni acercarseni alejarse. Era como si estuviesenmarcando el paso en un mundo vacío. Elsonido constante del lamento de lasFlautas de Piedra les acompañaba todoel día, en aumento gradual segúnviajaban. Era el único signo de queestuvieran avanzando. Las horas pasarony el sonido continuó, y a Will no leresultó sencillo aguantarlo. Le mantenía

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en tensión, con los nerviosconstantemente de punta. Cuando el solcomenzó a esconderse por el límiteoeste, Halt detuvo a Abelard.

—Descansaremos durante la noche—anunció—. Es casi imposiblemantener un recorrido constante en laoscuridad. Sin ningún accidentesignificativo en el terreno para fijar uncamino, podríamos acabar cabalgandoen círculos fácilmente.

Agradecidos, los otros desmontaron.Por muy en forma que estuvieran, lashoras transcurridas al paso de marchaforzada les habían dejado hechos polvo.Will comenzó a explorar los arbustosraquíticos que crecían en la llanura, en

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busca de leña. Halt, que se dio cuenta delo que tenía en mente, meneó la cabeza.

—Sin fuego —dijo—. Seríamosvisibles desde kilómetros de distancia yno tenemos ni idea de quién puede estarvigilando.

Will se detuvo al tiempo que dejabacaer al suelo el pequeño fardo que habíareunido.

—¿Te refieres a los kalkara? —dijo.Halt se encogió de hombros.—Ellos, o gente de la llanura. No

podemos estar seguros de que algunosno se hayan aliado con los kalkara.Después de todo, si vives codo concodo con criaturas como ésas, bienpuedes acabar cooperando con ellas

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solo para proteger tu propia seguridad.Y no queremos que les cuenten que hayextraños en la llanura.

Gilan estaba desensillando a Blaze,su yegua zaina. Dejó la silla en el sueloy cepilló al animal con un manojo de laomnipresente hierba seca.

—¿No crees que ya nos han visto?—preguntó.

Halt tomó la pregunta enconsideración durante unos pocossegundos antes de contestar.

—Podría ser. Hay muchas cosas queno sabemos: dónde tienen los kalkara enrealidad su guarida, si las gentes de lallanura son sus aliados o no, si algunode ellos nos ha visto y les ha informado

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o no de nuestra presencia. Pero hastaque yo sepa que nos han visto,supondremos que no lo han hecho. Asíque, sin fuego.

Gilan asintió renuente.—Por supuesto, tienes razón —dijo

—. Es sólo que, tranquilamente, mataríaa alguien por una taza de café.

—Enciende un fuego para prepararla—le dijo Halt— y podrías acabarteniendo que hacer justo eso.

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EVeintiséis

ra una acampada fría,desanimada. Cansados por elduro paso que habían estado

manteniendo, los montaraces tomaronuna comida fría —pan, frutos secos ycarne fría, otra vez—, regada con aguafresca de sus cantimploras. Will estabaempezando a odiar la visión de las durasraciones que llevaban, prácticamente

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insípidas. Halt inició después el primerturno de guardia mientras Gilan y Willse envolvían en sus capas y se dormían.

No era la primera acampada a laintemperie que Will aguantaba desdeque había comenzado su período deentrenamiento. Pero ésta era la primeravez que no contaba con el leve consuelode un fuego chisporroteante o, al menos,un lecho de carbón caliente junto al quedormir. Durmió de forma irregular, consueños desagradables que le perseguíanpor su subconsciente, sueños decriaturas aterradoras, cosas extrañas yterroríficas que permanecían fuera de suconciencia, pero tan cerca de lasuperficie que sentía su presencia, y le

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alteraban.Se sintió casi agradecido cuando

Halt le sacudió el hombro con suavidadpara despertarle y que hiciera suguardia.

El viento hacía cruzar raudas lasnubes ante la luna. El quejumbroso cantode las Flautas de Piedra se oía más quenunca. Will se sintió cansado de espírituy se preguntó si las piedras no habríansido diseñadas para abatir de esamanera a la gente. La hierba alta a sualrededor siseaba en contrapunto dellejano lamento. Halt señaló hacia unpunto en el cielo, indicando un ángulo deelevación que Will debía recordar.

—Cuando la luna alcance ese ángulo

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—dijo al aprendiz—, pásale la guardiaa Gilan.

Will asintió y se puso en pie paraestirar sus músculos agarrotados. Cogióel arco y el carcaj y caminó hacia losarbustos que Halt había elegido comomirador estratégico. Los montaraces enguardia nunca permanecían en el espacioabierto junto a la zona del campamento,sino que siempre se desplazaban diez oveinte metros y encontraban un sitio paraocultarse. De esa forma, los extrañosque se acercaran al campamentotendrían menos posibilidades de verlos.Era una de las habilidades que Willhabía aprendido durante los meses de suentrenamiento.

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Tomó dos flechas de su carcaj y lassostuvo entre los dedos de la mano delarco. Las sostendría así durante lascuatro horas de su guardia. Si lasnecesitaba, no tendría que moverse tantocomo para cogerlas del carcaj —movimiento que podría alertar a unatacante—. Se puso entonces la capuchade su capa para confundirse con laforma irregular del arbusto. Su cabeza ysus ojos escrutaban constantemente deun lado a otro como le había enseñadoHalt, cambiando el enfoque de modopermanente, desde la zona cercana alcampamento hasta el tenue horizonte quelos rodeaba. De esa manera, su vista nose fijaría en una distancia y un área y

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tendría más posibilidades de vermovimiento. De vez en cuando se volvíadespacio describiendo un círculocompleto, escrutando todo el terreno asu alrededor, y lo hacía lentamente paramantener su propio movimiento tanimperceptible como fuera posible.

El lamento de las Flautas de Piedray el siseo de la hierba creaban un sonidode fondo constante. Pero comenzó a oírtambién otros ruidos —el susurro deanimales pequeños en la hierba y otrossonidos menos explicables—. Con cadauno su corazón se aceleraba un poco, altiempo que se preguntaba si aquellopodrían ser los kalkara, que se echabansigilosamente sobre las siluetas

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durmientes de sus amigos. Una vez,estuvo convencido de poder oír larespiración de un animal grande. Eltemor creció en él, jarrándose a sugarganta, hasta que se dio cuenta de que,con los sentidos aguzados en gradosumo, lo que en realidad podía oír era asus compañeros respirando consuavidad en su sueño.

Sabía que, desde cualquier distanciasuperior a cinco metros, seríaprácticamente invisible al ojo humano,gracias a la capa, las sombras y la formadel arbusto a su alrededor. Pero sepreguntaba si los kalkara dependían sólode su vista. Tal vez dispusieran de otrossentidos que les desvelaran que había un

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enemigo oculto en el arbusto. Quizás,incluso en ese momento, se estuvieranaproximando, ocultos por la hierba altaen movimiento, listos para atacar…

Sus nervios, activados más allá desu resistencia por la lúgubre canción delas Flautas de Piedra, le espoleabanpara que se girara con el fin deidentificar el origen de cada nuevosonido según lo oía. Pero sabía quehacer eso significaría descubrirse. Seobligaba a moverse despacio, girándosecon cuidado hasta que miraba en ladirección de la que pensaba que venía elsonido, mientras evaluaba cada nuevoriesgo antes de descartarlo.

En las largas horas de tensa guardia

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no vio nada salvo las veloces nubes, laluna efímera y el ondulante mar dehierba que los rodeaba. Para el momentoen que la luna hubo alcanzado laelevación preestablecida, se encontrabafísica y mentalmente agotado. Despertóa Gilan para que tomase la guardia,después se envolvió de nuevo en sucapa.

Esta vez no hubo sueños. Exhausto,durmió profundamente hasta la grisácealuz del amanecer.

Contemplaron las Flautas de Piedra amedia mañana: un círculo gris ysorprendentemente pequeño de

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monolitos graníticos que se erguían en loalto de una elevación de la llanura. Elrecorrido que eligieron llevó a losjinetes a un kilómetro, más o menos, deuno de los lados de las Flautas dePiedra y Will se alegró de no acercarsemás. La deprimente canción se oía másfuerte que nunca, con el flujo y el reflujode la marea del viento.

—Al próximo flautista que meencuentre —dijo Gilan con un humornegro— le voy a partir la boca.

Continuaron su camino, dejandoatrás los kilómetros, hora tras hora, launa igual que la otra, sin nada nuevo a lavista y siempre con el débil aullido deaquellas piedras a su espalda,

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crispándoles los nervios.

El llanero se levantó súbitamente de lahierba a unos cincuenta metros dedistancia de ellos. Pequeño, ataviadocon harapos grises y con el pelodescuidado que le caía suelto sobre loshombros, los observó durante variossegundos con una mirada demente. Elcorazón de Will apenas se habíarecuperado del susto de su aparición,cuando ya se había marchado, seretorcía y corría a través de la hierba,parecía que se hundiera en ella. Ensegundos había desaparecido, tragadopor la hierba. Halt estaba a punto de

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espolear a Abelard en su persecuciónpero se detuvo. La flecha que al instantehabía seleccionado y colocado en lacuerda del arco permaneció engarzada.Gilan estaba asimismo preparado paratirar, sus reacciones tan veloces comolas de Halt. También él contuvo el tiro,mirando con curiosidad a su superior.

Halt se encogió de hombros.—Puede no significar nada —dijo

—. O puede que se haya ido acontárselo a los kalkara. Pero nopodemos matarlo por una sospecha.

Gilan soltó una breve risotada, máspara liberar la tensión que sentía comoconsecuencia de la inesperada aparicióndel hombre.

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—Supongo que no hay diferencia —dijo— si encontramos nosotros a loskalkara o si ellos nos encuentran anosotros —los ojos de Halt se fijaron enél por un instante, sin el menor signo decorresponder a su humor.

—Créeme, Gilan —dijo—, hay unagran diferencia.

Habían abandonado el paso demarcha forzada y ahora cabalgabanlentamente a través de la hierba. Trasellos, el sonido de las Flautas de Piedracomenzó a debilitarse un poco, paragran alivio de Will. Ahora, pensó, elviento lo estaba alejando de ellos.

Pasó algún tiempo sin más señal devida después de la repentina aparición

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del habitante de la llanura. A Will lehabía estado acuciando una preguntadurante toda la tarde.

—¿Halt? —dijo a modo de prueba,sin estar seguro de que Halt no le fuera aordenar silencio. El montaraz le miró,con las cejas levantadas en señal de queestaba listo para responder preguntas,así que Will prosiguió—. ¿Por quépiensas que Morgarath ha reclutado alos kalkara? ¿Qué puede conseguir?

Halt se percató de que Gilan tambiénestaba aguardando su respuesta. Puso enorden sus pensamientos antes decontestar. Era un poco reacio acontarlos, ya que gran parte de surespuesta dependía de la intuición y las

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conjeturas.—¿Quién sabe por qué hace

Morgarath las cosas? —contestódespacio—. No puedo darte unarespuesta certera. Todo cuanto puedodecirte es lo que yo supongo, y tambiénlo que Crowley piensa.

Miró rápidamente a sus doscompañeros. Era obvio por susexpresiones de expectación que estabanpreparados para aceptar sussuposiciones como hechos consumados.A veces, pensó con ironía, la reputaciónde tener siempre la razón puede ser unacarga muy pesada.

—Se avecina una guerra —continuó—. Eso es bastante obvio. Los wargals

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se están desplazando y hemos oído queMorgarath ha estado en contacto conRagnak —vio la expresión confusa quecruzó el rostro de Will. Gilan, sabía él,conocía quién era Ragnak—. Es eloberjarl, o señor supremo, si loprefieres, de los skandians, los lobosdel mar —vio el fugaz destello decomprensión y prosiguió—. Ésta va aser, obviamente, una guerra mayor quelas que hemos padecido antes y vamos anecesitar todos nuestros recursos ynuestros mejores comandantes paraguiarnos. Creo que eso es lo queMorgarath está pensando. Buscadebilitarnos haciendo que los kalkaraasesinen a nuestros líderes. Northolt, el

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comandante supremo del ejército, yLorriac, nuestro mejor comandante decaballería, ya nos han dejado. Concerteza habrá otros hombres que ocupenesos puestos, pero será inevitable quehaya cierta confusión en el período derelevo, alguna pérdida de cohesión.Creo que eso es lo que hay detrás delplan de Morgarath.

Gilan dijo pensativo:—También hay otro aspecto.

Aquellos dos hombres fueronfundamentales en su derrota la últimavez. Está destruyendo nuestra estructurade mando y vengándose al mismotiempo.

Halt asintió.

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—Eso es cierto, por supuesto. Ypara una mente retorcida como la deMorgarath la venganza es un motivopoderoso.

—Entonces, ¿piensas que habrá másasesinatos? —preguntó Will, y Halt lemiró a los ojos con firmeza.

—Creo que habrá más intentos.Morgarath los ha enviado dos veces conobjetivos y han tenido éxito. No veo larazón por la cual no fueran a ir a porotros. Morgarath tiene motivos paraodiar a mucha gente en el reino. Elpropio rey, quizás. O puede ser el barónArald, él le infligió a Morgarath muchodaño en la última guerra.

«Igual que tú», pensó Will, con un

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súbito destello de temor por su profesor.Estaba a punto de dar voz alpensamiento de que Halt podía ser unobjetivo cuando advirtió queprobablemente el mismo Halt seencontraba de por sí al tanto. Gilan leestaba haciendo otra pregunta almontaraz mayor.

—Hay una cosa que no entiendo.¿Por qué siguen regresando los kalkara asu escondite? ¿Por qué no van despuésde una víctima a por la siguiente?

—Supongo que ésa es una de laspocas ventajas que tenemos —les contóHalt—. Son salvajes e inmisericordes ymás inteligentes que los wargals. Perono son humanos. Tienen una mente

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absolutamente simple. Muéstrales unavíctima y la perseguirán y la matarán omorirán ellos en el intento. Sin embargo,sólo son capaces de seguirle la pista auna víctima cada vez. Entre losasesinatos, vuelven a su guarida. LuegoMorgarath, o uno de sus subordinados,les revelará su siguiente víctima y ellospartirán de nuevo. Nuestra mayoresperanza consiste en interceptarlos ensu marcha si es que les han dado unnuevo objetivo, o, si no, matarlos en suguarida.

Will miró por milésima vez a lamonótona llanura de hierba que seextendía ante ellos. En algún sitio ahífuera, las dos criaturas aterradoras

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esperaban, quizás con alguna víctimanueva en mente. La voz de Haltinterrumpió el hilo de sus pensamientos.

—El sol se está poniendo —dijo—.También podemos acampar aquí.

Desmontaron con rigidez de lassillas y aflojaron las cinchas para quesus caballos estuvieran más cómodos.

—Eso es algo que tiene este malditositio —dijo Gilan mirando a sualrededor—. Cualquier sitio es tanbueno como otro. O tan malo.

Will se despertó de una cabezada sinsueños al toque de la mano de Halt en suhombro. Se sacudió la capa, miró a la

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luna entrecubierta por las nubes que elviento empujaba encima de su cabeza ytorció el gesto. No había sido capaz dedormir durante más de una hora.Comenzó a decírselo a Halt pero éste ledetuvo indicándole con un dedo en loslabios que guardara silencio. Will miróen derredor y se percató de que Gilan yaestaba despierto, en pie, con la cabezavuelta hacia el noreste, hacia el caminode donde venían, escuchando.

Will se puso de pie, moviéndose concuidado para evitar hacer cualquierruido indebido. Sus manos se habíandirigido automáticamente hacia susarmas pero se relajó en cuanto se diocuenta de que no había una amenaza

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inmediata. Los otros dos escuchabanatentamente. Acto seguido, Halt levantóuna mano y señaló hacia el norte.

—Ahí está otra vez —dijo en vozbaja.

Entonces Will lo oyó, por encimadel quejido de las Flautas de Piedra y elmurmullo del viento entre la hierba, y sele heló la sangre en las venas. Era unbrutal aullido agudo que ululaba yelevaba su tono. Un sonido inhumanoque el viento les traía desde la gargantade un monstruo.

Segundos más tarde, otro aullidorespondió al primero. De tonoligeramente más grave, parecía venir deuna situación un poco a la izquierda del

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primero. Sin necesidad de que se locontaran, Will supo lo que significabanaquellos sonidos.

—Son los kalkara —dijo Halt conseriedad—. Tienen un nuevo objetivo yvan de caza.

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LVeintisiete

os tres compañeros pasaron unanoche insomne mientras los gritosde caza de los kalkara disminuían

hacia el norte. Cuando oyeron lossonidos por vez primera, Gilan fue aensillar a Blaze. La yegua zainaresoplaba nerviosa ante el aullidoaterrador de las dos bestias. Halt, sinembargo, le hizo un gesto para que se

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detuviese.—No voy a ir detrás de esas cosas

en la oscuridad —dijo lacónicamente—.Esperaremos hasta las primeras luces,entonces buscaremos sus huellas.

Encontrar las huellas era bastantefácil, ya que resultaba obvio que loskalkara no intentaban ocultar su paso.Los dos cuerpos pesados habíanaplastado la hierba alta, dejando unclaro sendero que apuntaba al este-noreste. Halt halló el sendero que habíadejado el primero de los dos monstruos,y unos minutos después, Gilan encontróel segundo, alrededor de un cuarto dekilómetro a la izquierda y discurriendoparalelo, lo suficientemente cerca para

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proporcionar apoyo en caso de unataque, pero a la distancia necesariapara evitar cualquier trampa preparadapara su hermano.

Halt valoró la situación por unosmomentos, luego tomó una decisión.

—Tú te quedas con el segundo —ledijo a Gilan—. Will y yo seguiremos aéste. Quiero asegurarme de que ambosvan en la misma dirección. No quieroque uno de ellos dé media vuelta y nosvenga por detrás.

—¿Crees que saben que estamosaquí? —preguntó Will, haciendo un granesfuerzo para que su voz sonara firme ydesinteresada.

—Podrían. Ha habido tiempo para

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que ese llanero que vimos los avisara. Oquizás es sólo una coincidencia y estánsaliendo en su siguiente misión —observó el sendero de hierba aplastada,que se movía de forma irrevocable enuna dirección constante—. Desde luego,parece que tienen una motivación —sevolvió de nuevo a Gilan—. En cualquiercaso, mantén los ojos abiertos y prestamucha atención a Blaze. Los caballossentirán a esas bestias antes quenosotros. No queremos meternos en unaemboscada.

Gilan asintió y desvió a Blaze deregreso al segundo sendero. A una señalde Halt, los tres montaraces iniciaron elavance siguiendo la dirección que

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habían tomado los kalkara.—Yo miraré el sendero —le dijo

Halt a Will—, tú échale un ojo a Gilanpor si acaso.

Will centró su atención en elmontaraz alto, a unos doscientos metrosde distancia, que mantenía su paso. ABlaze sólo se la veía de hombros paraarriba, su mitad inferior quedaba ocultapor la hierba alta. De vez en cuando lasondulaciones del terreno entre ellosocultaban tanto a la yegua como al jinetedel alcance de su vista, y la primera vezque esto sucedió, Will reaccionó con ungrito de alarma al tiempo que Gilan,simplemente, parecía desaparecer en elinterior del suelo. Halt se giró veloz,

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una flecha ya a medio tensar, pero en esemismo momento Gilan y Blazereaparecieron, en aparienciainconscientes del momento de pánicoque habían provocado.

—Lo siento —masculló Will,molesto por haber dejado que levencieran los nervios.

Halt le contempló con astucia.—Está bien —dijo con voz firme—.

Prefiero que me lo hagas saber cada vezque siquiera pienses que hay algúnproblema —Halt sabía muy bien que,tras haber dado una falsa alarma, a Willpodía costarle reaccionar en la siguienteocasión, y eso podía resultar fatal paratodos ellos—. Cada vez que pierdas de

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vista a Gilan, cuéntamelo. Y me lo dicestambién cuando reaparezca —dijo.

Will asintió, comprendiendo elrazonamiento de su maestro.

Y así continuaron a caballo, ellamento de las Flautas de Piedraaumentando de volumen en sus oídossegún se aproximaban al círculo depiedras. Esta vez pasarían mucho máscerca, se percató Will, ya que loskalkara parecían ir directos a aquelsitio. Mientras cabalgaban, su travesíaestaba marcada por avisos intermitentesde Will.

—Se ha ido… Sigue sin estar…Vale. Le veo otra vez.

Las hondonadas y las elevaciones

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del terreno eran prácticamente invisiblesbajo la cubierta ondulante de hierba alta.

De hecho, Will nunca estaba segurode si era Gilan el que pasaba por unazona hundida o eran Halt y él. A menudoera una combinación de ambas cosas.

Hubo un mal momento cuando Gilany Blaze se hundieron fuera de su vista yno reaparecieron en los pocos segundosde costumbre.

—No puedo verle… —avisó Will—. Sigue sin estar… Sigue sin estar…Sin rastro de él… —comenzó a elevarel tono de su voz según la tensión crecíaen su interior—. Sin rastro de ellos…Aún sin rastro…

Halt detuvo a Abelard, su arco

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preparado de nuevo, sus ojos escrutandoel terreno a su izquierda mientrasaguardaban la reaparición de Gilan.Soltó un silbido agudo, tres notasascendentes. Se produjo una pausa,después un silbido de respuesta, lasmismas tres notas, esta vez en ordendescendente, les llegó con claridad. Willliberó un suspiro de alivio y justo en esemomento reapareció Gilan, en carne yhueso. Los miró e hizo un gesto ampliocon ambos brazos levantados en unapregunta obvia: «¿Qué pasa?».

Halt hizo un gesto negativo y sepusieron en marcha.

Según se aproximaban a las Flautasde Piedra, Halt se volvió más y más

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vigilante. El kalkara que Will y élrastreaban se encaminaba directo alcírculo. Detuvo a Abelard y se protegiólos ojos del sol para estudiar laslúgubres rocas grises con atención, enbusca de algún movimiento o cualquiersigno de que los kalkara pudieran estarallí a la espera para tenderles unaemboscada.

—Es el único refugio decente enkilómetros a la redonda —dijo—. Nodemos oportunidad a que esas malditascosas nos sorprendan si están al acecho.Iremos con un poco de cuidado.

Hizo una seña a Gilan para que seuniera a ellos y le explicó la situación.Se separaron entonces para formar un

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perímetro ancho alrededor de lasFlautas de Piedra, al tiempo que seaproximaban despacio a caballo desdetres direcciones distintas, pendientes desus monturas ante cualquier signo dereacción. Pero el lugar estaba vacío, sibien, al acercarse, el enervante quejidodel viento a través de los agujeros de laspiedras estaba muy próximo a serinsoportable. Halt se mordisqueó ellabio mientras reflexionaba, a la vez quecontemplaba los dos senderos rectos quelos kalkara habían dejado a través delmar de hierba.

—Esto nos está llevando demasiadotiempo —dijo por fin—. Mientraspodamos ver su rastro en un par de

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cientos de metros en adelante, nosmoveremos más rápido. Iremos másdespacio cuando llegues a una elevacióno siempre que la pista no sea visible pormás de cincuenta metros.

Gilan hizo un gesto de haberentendido y volvió a su posiciónseparada. Espolearon entonces a suscaballos a un medio galope, el fácil trotedel caballo de un montaraz que se comíalos kilómetros que tenían por delante.Will mantenía su vigilancia sobre Gilany, siempre que disminuía la pistavisible, bien Halt o bien Gilan silbabany frenaban a un trote de paseo hasta queel terreno se abría de nuevo ante ellos.

Acamparon otra vez cuando cayó la

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noche. Halt aún se negaba a perseguir alos dos asesinos en la oscuridad, aunquecon la luna los senderos eran claramentevisibles.

—Demasiado fácil para ellosgirarse en la oscuridad —dijo—. Quierotodas las precauciones cuando se nosechen encima.

—¿Crees que lo harán? —preguntóWill, al percibir que Halt había dichocuando y no si.

El montaraz miró a su joven alumno.—Supón siempre que un enemigo

sabe que estás ahí y que te atacará —dijo—. De esa manera te evitarássorpresas desagradables —dejó caeruna mano sobre el hombro de Will para

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tranquilizar al muchacho—. Puede queaún sean desagradables, pero por lomenos no serán una sorpresa.

Por la mañana volvieron una vezmás a la pista, desplazándose al mismopaso ligero, parando solo cuando notenían una vista clara del suelo que ibana pisar. A primera hora de la tardehabían alcanzado el límite de la llanuray se adentraban en el terreno boscoso alnorte de las Montañas de la Lluvia y laNoche.

Allí se encontraron con que los doskalkara se habían unido en compañía,dejaron de mantener la ampliaseparación que habían guardado en elespacio abierto de la llanura. No

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obstante, el camino escogido continuabasiendo el mismo: noreste. Los tresmontaraces siguieron su curso duranteuna hora antes de que Halt tirara de lasriendas de Abelard hiciera una seña alos demás para que desmontaran. Sereunieron en torno a un mapa del reinoque desenrolló sobre la hierba,utilizando flechas como pesos paraevitar que volviera a enrollarse.

—A juzgar por sus huellas, hemosrecuperado algún tiempo con respecto aellos —dijo—. Pero están aún por lomenos a medio día por delante denosotros. Ahora, ésta es la dirección queestán siguiendo… —tomó otra flecha yla dispuso sobre el mapa orientándola

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de forma que apuntase en la direcciónque los kalkara habían estado siguiendodurante los dos últimos días con susnoches—. Como podéis ver, sicontinúan en esta dirección, sólo haydos sitios de alguna importancia hacialos que se podrían estar dirigiendo —señaló un sitio en el mapa—. Aquí, lasruinas de Gorlan. O más al norte, elmismo castillo de Araluen.

Gilan resopló de pronto.—¿El castillo de Araluen? —dijo—.

No estarás pensando que se atreverían air a por el rey Duncan, ¿no?

Halt le miró y negó con la cabeza.—Lo cierto es que no lo sé —le

respondió—. No sabemos, ni de lejos,

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lo suficiente sobre esas bestias, y lamitad de lo que pensamos que sabemoses probablemente mito y leyenda. Perohas de admitir que sería un golpedefinitivo, un golpe maestro, y aMorgarath nunca le han disgustado esetipo de cosas —dejó que los otrosdigirieran la idea durante unosmomentos y después trazó una líneadesde su posición actual hacia elnoroeste—. Ahora bien, mirad, aquí estáel castillo de Redmont. Quizás a un díade distancia a caballo, y después, otromás hasta aquí.

Desde Redmont, trazó una línea alnoreste, a las ruinas de Gorlan indicadasen el mapa.

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—Una persona, cabalgando duro yempleando dos caballos, podría ir aRedmont en menos de un día, y despuésllevar al barón y a sir Rodney aquí, a lasruinas. Si los kalkara siguen moviéndoseal ritmo que lo están haciendo,podríamos ser capaces de interceptarlosaquí. Iríamos muy justos, pero seríaposible. Y con dos guerreros comoArald y Rodney a mano, tendremos unaoportunidad mucho mayor de detener aesas malditas cosas de una vez portodas.

—Un momento, Halt —interrumpióGilan—. ¿Has dicho una personamontando dos caballos?

Halt levantó la mirada para

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encontrarse con la de Gilan. Pudo verque el joven montaraz ya habíaadivinado lo que él tenía en mente.

—Así es, Gilan —dijo—, y el másligero de nosotros viajará más rápido.Quiero que le entregues tu yegua a Will.Si alterna entre Tirón y Blaze, puedeconseguirlo a tiempo.

Vio la reticencia en el rostro deGilan y lo entendió a la perfección. Aningún montaraz le agradaría la idea deentregarle su caballo a nadie —incluso aotro montaraz—. Pero, al mismo tiempo,Gilan entendió la lógica que había trasla sugerencia. Halt esperó a que elhombre más joven rompiera el silencio,mientras Will los miraba a ambos, con

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los ojos muy abiertos por la alarma quele producía la idea de laresponsabilidad con la que le iban acargar.

Finalmente, reacio, Gilan rompió elsilencio.

—Supongo que tiene sentido —dijo—. ¿Qué quieres que haga entonces?

—Seguir a pie detrás de mí —dijoHalt con dinamismo, enrollando el mapay devolviéndolo a la alforja—. Sipuedes conseguir un caballo en algúnsitio, hazlo y alcánzame. Si no, nosencontraremos en Gorlan. Si perdemos alos kalkara allí, Will puede esperartecon Blaze. Yo continuaré siguiendo a loskalkara hasta que me deis alcance.

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Gilan expresó su conformidad y,según lo hacía, Halt sintió una ola decariño por él. Una vez que Gilan vio elsentido de su propuesta, no era de losque planteaban objeciones o problemas.Lo que dijo, con arrepentimiento, fue:

—Creí que habías dicho que miespada podría ser útil, ¿no?

—Lo hice —respondió Halt—, peroesto me da la oportunidad de presentarun contingente de caballeroscompletamente armados, con hachas ylanzas. Y tú sabes que ésa es la mejorforma de luchar contra los kalkara.

—Cierto —dijo Gilan, y, tomandoentonces las bridas de Blaze, anudó lasriendas y las lanzó por encima del

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cuello de la yegua—. Puedes partirmontando a Tirón —le dijo a Will—.Eso le dará a Blaze la oportunidad dedescansar. Te seguirá detrás sin una guíaen las riendas y Tirón hará lo mismocuando montes a Blaze. Ata las riendasasí sobre el cuello de Tirón para que novayan oscilando y se enganchen encualquier cosa —comenzó a volversehacia Halt, entonces recordó algo—. Ahsí, antes de que lo montes la primera vezacuérdate de decir «ojos marrones».

—Ojos marrones —repitió Will, yGilan no pudo evitar sonreír.

—A mí no. A la yegua.Era una vieja broma de montaraces y

todos rieron. Luego Halt los trajo de

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vuelta al tema que tenían entre manos.—Will, ¿confías en que podrás

encontrar el camino de Redmont?Will asintió. Tocó el bolsillo donde

guardaba su propia copia del mapa ymiró hacia el sol para orientarse.

—Noroeste —dijo conciso,indicando la dirección que habíaelegido. Halt asintió satisfecho.

—Llegarás al río Salmón antes delanochecer, eso te dará un buen punto dereferencia. Y la calzada principal estásolo un poco al oeste del río. Mantén ungalope moderado continuo durante todoel camino. No intentes hacer correr a loscaballos, así sólo conseguirás potarlos ya la larga irás más lento. Viaja seguro

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ahora.Halt montó en la silla de Abelard y

Will montó a Tirón. Gilan señaló a Willy habló al oído de Blaze.

—Síguelo, Blaze, síguelo —la yeguazaina, inteligente como lo eran todos loscaballos de los montaraces, sacudió lacabeza como si reconociese la orden.

Antes de que partieran, Will teníauna pregunta más que le había estadopreocupando.

—Halt —dijo—, las ruinas deGorlan… ¿qué son exactamente?

—Es irónico, ¿no crees? —respondió Halt—. Son las ruinas delcastillo de Gorlan, el antiguo feudo deMorgarath.

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LVeintiocho

a cabalgada hacia el castillo deRedmont pronto se convirtió enuna amalgama de fatiga. Los dos

caballos mantenían el paso continuo queles habían enseñado. La tentación, porsupuesto, era espolear a Tirón al galoperápido, con Blaze siguiendo detrás. PeroWill sabía que tal ritmo seríaautodestructivo. Se desplazaba a la

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mejor velocidad para los animales.Como el Viejo Bob, el preparador decaballos, le había contado, las monturasde los montaraces podían mantener ungalope medio durante todo el día sincansarse.

El jinete era otra historia. Alesfuerzo físico de moverseconstantemente al ritmo de cualquieraque fuera el caballo que estabamontando —y los dos tenían zancadasbien distintas, debido a la diferencia desus tamaños— se sumaba el cansanciomental, igualmente debilitador.

¿Y si Halt se equivocaba? ¿Y si loskalkara habían virado de pronto al oestey ahora estuvieran en una dirección que

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interceptase la suya? ¿Y si cometíaalgún error terrible y no conseguíaencontrar Redmont a tiempo?

Este último temor, el temor de laduda en sí mismo, era al que más difícille resultaba enfrentarse. A pesar delduro entrenamiento al que se habíasometido durante los meses anteriores,todavía era poco más que un muchacho.Es más, siempre había podido confiar enel juicio y la experiencia de Halt en elpasado. Ahora se encontraba solo y eraconsciente de cuánto dependía de sucapacidad de llevar a cabo la tarea quese le había asignado.

Los pensamientos, las dudas y losmiedos abarrotaron su mente fatigada,

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rodando unos sobre otros, empujándosepor un sitio. El río Salmón vino y se fueentre el continuo ritmo de los cascos desus caballos. Se detuvo fugazmente aabrevarlos al llegar al puente y después,una vez en la calzada real, consiguió unpromedio de velocidad óptimo, con sóloparadas cortas a intervalos regularespara cambiar de montura.

Las sombras del día se alargaron ylos árboles que se descolgaban sobre elcamino se tornaron oscuros yamenazadores. Cada ruido de losárboles oscurecidos, cada vagomovimiento que percibía en lassombras, le mandaba el corazón a laboca con una sacudida.

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Aquí, un búho ululó y se encorvópara apretar sus garras alrededor de unratón desprevenido. Allí, un tejónmerodeaba a la caza de su presa comouna sombra gris en la maleza delbosque. Con cada movimiento y ruido,la imaginación de Will trabajaba a todamáquina. Empezó a ver grandes figurasnegras —muy parecidas a como habíaimaginado que serían los kalkara— encada porción de sombra, en cada grupooscuro de arbustos que se agitaba con laligera brisa. La razón le decía que nohabía casi posibilidad alguna de que loskalkara le estuvieran buscando. Laimaginación y el temor le replicaban queandaban por algún sitio, y ¿quién le iba

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a decir que no estaban cerca?La imaginación y el miedo

vencieron.Y así la noche larga, repleta de

miedos, fue pasando, hasta que la luztenue del amanecer se encontró con unafigura agotada, encorvada en la silla deun robusto y fornido caballo queavanzaba a ritmo constante hacia elnoroeste.

Dormitando en la silla, se despertóde golpe con un respingo al sentir elprimer calor de los rayos del sol sobreél. Detuvo a Tirón con suavidad y elpequeño caballo permaneció quieto, lacabeza baja, los costados palpitantes.Will se dio cuenta de que había estado

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cabalgando mucho más de lo que debíapues su miedo le había llevado amantener a Tirón trotando en laoscuridad, cuando debía haberle dejadodescansar mucho antes. Desmontóagarrotado, con todas las articulacionesdoloridas, e hizo una pausa paraacariciar afectuoso el suave hocico delcaballo.

—Lo siento, chico —dijo.Tirón, reaccionando al tacto y la voz

que ahora tan bien conocía, agitó lacabeza y meneó su melena lanuda. SiWill se lo hubiera pedido, habríacontinuado, sin una queja, hasta reventar.Will miró a su alrededor. La luz alegrede las primeras horas de la mañana

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había dispersado todos los oscurostemores de la noche previa. Ahora, sesentía un poco ridículo al recordar esosmomentos de pánico asfixiante. Tiesocomo había desmontado, aflojó lascinchas de la silla. Le dio a su caballodiez minutos de respiro, hasta que larespiración de Tirón pareció calmarse ysus costados cesaron de palpitar.Entonces, maravillado por la capacidadde recuperación y la resistencia de laraza de los caballos de los montaraces,apretó las cinchas de la silla de Blaze yse montó a horcajadas en la yegua,liberando un suave gemido al hacerlo.Puede que los caballos de losmontaraces se recuperen rápidamente.

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Los aprendices de montaraz tardan unpoco más.

Se acercaba el final de la mañanacuando el castillo de Redmont apareciópor fin a la vista.

Will montaba de nuevo a Tirón, elpequeño caballo no parecía notar losefectos de la dura noche de esfuerzodespués de culminar la última hilera decolinas. El valle verde de la baronía deArald se extendía ahora ante ellos.

Exhausto, Will se detuvo unos pocossegundos, tendiéndose cansado sobre laperilla de la montura. Habían llegadomuy lejos muy rápido. Echó una miradade alivio a la familiar vista del castilloy el bonito pueblo que se asentaba

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satisfecho a su cobijo. El humo seelevaba desde las chimeneas. La gentedel campo volvía despacio a casa de loscultivos para la comida del mediodía. Elcastillo se erguía sólido y tranquilizadoren su mole sobre la cima de la colina.

—Todo parece tan… normal —dijoWill a su caballo.

En cierto modo, se dio cuenta, habíaesperado encontrar las cosas cambiadas.El reino estaba a punto de ir a la guerrapor primera vez en quince años, peroallí la vida continuaba con normalidad.

Luego, percatándose de que estabaperdiendo el tiempo, espoleó a Tirónpara que avanzara hasta alcanzar elgalope, deseosos, tanto el muchacho

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como el caballo, de terminar la últimaparte de su viaje.

La gente miraba sorprendida ante lapasada veloz de la pequeña figuravestida de verde y gris, agachada sobreel cuello de su caballo polvoriento, conuna yegua zaina de mayor tamañosiguiéndole a continuación. Uno o dosde los aldeanos reconocieron a Will y lesaludaron a voces. Pero sus palabras seperdieron en el ruido de cascos.

El ruido se convirtió en untamborileo con eco al cruzar el puentelevadizo hacia el patio de entrada alcastillo. Después, el tamborileo setransformó en un repiqueteo apremiantecontra los adoquines del patio. Will tiró

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con suavidad de las riendas y Tirón sedeslizó hasta detenerse junto a la entradade la torre del barón Arald.

Los dos hombres de armas queestaban allí de servicio, sorprendidospor su repentina aparición a ritmosuicida, dieron un paso al frente y lecerraron el camino con sus picascruzadas.

—¡Un momento! —dijo uno de ellos,un cabo—. ¿Adónde crees que vas contanto ruido y tanta prisa?

Will abrió la boca para responderpero, antes de que pudiera articularpalabra, una voz enojada tronó a suespalda.

—¿Qué demonios crees que haces,

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idiota? ¿Es que no reconoces a unmontaraz del rey cuando lo ves?

Era sir Rodney, que atravesaba elpatio a grandes zancadas para ver albarón. Los dos centinelas se cuadraronmientras Will se giraba, agradecido, almaestro de combate.

—Sir Rodney —dijo—, tengo unmensaje urgente para lord Arald y parausted.

Como Halt había señalado tras lacaza del jabalí, el maestro de combateera un hombre inteligente. Se fijó en lasalborotadas ropas de Will, los doscaballos polvorientos, quietos, con lacabeza gacha de cansancio. Advirtió queaquél no era momento para un montón de

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preguntas estúpidas. Señaló en direccióna la puerta.

—Entonces, será mejor que entres ynos lo cuentes —se volvió a loscentinelas—. Reencárguense de queatiendan a estos caballos. Que les denpienso y agua.

—No demasiada cantidad deninguno de los dos, por favor, sirRodney —dijo Will rápidamente—.Sólo un poco de grano y agua, y quizáspudiera pedir que los cepillasen. Losvolveré a necesitar pronto.

Las cejas de Rodney se levantaronante aquello. Will y los caballosparecían necesitar un largo descanso.

—Sí que debe de haber una urgencia

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—dijo, añadiendo al cabo—: Vayaentonces a atender a los caballos. Y quetraigan comida al estudio del barónArald y una jarra de leche fría.

Los dos caballeros silbaron de asombrocuando Will les contó las novedades. Yales había llegado la noticia de queMorgarath estaba reuniendo su ejército yel barón había enviado a sus mensajerospara formar sus propias tropas, tantocaballeros como hombres de armas. Sinembargo, la información sobre loskalkara era algo totalmente distinto.Ningún indicio de aquello había llegadoal castillo de Redmont.

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—¿Dices que Halt piensa quepueden ir tras el rey? —preguntó elbarón Arald conforme Will terminó dehablar.

Will asintió, después vaciló antes deañadir:

—Sí, mi señor. Pero creo que hayotra posibilidad —se resistía acontinuar, pero el barón le hizo un gestopara que prosiguiese y finalmenteexpresó la sospecha que se había idolevantando en su interior durante ellargo período de la noche y el día—.Señor… creo que existe la posibilidadde que vayan tras el propio Halt.

Una vez que hubo expresado lasospecha y que había sacado el miedo al

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exterior para que fuera valorado yanalizado, se sintió mucho mejor. Parasorpresa de Will, el barón Arald nodescartó la idea. Se acarició la barbapensativo mientras digería las palabras.

—Continúa —dijo, esperandoescuchar el razonamiento de Will.

—Es sólo que Halt tuvo la sensaciónde que Morgarath podría estar buscandovenganza, buscando castigar a aquellosque le combatieron la última vez. Ypensé que Halt, probablemente, le causóel mayor daño de todos, ¿no?

—Eso es bastante cierto —dijoRodney.

—Y pensé que quizás los kalkarasabían que los estábamos siguiendo, el

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hombre de la llanura tuvo todo el tiempodel mundo para encontrarlos ycontárselo. Y que podía ser queestuvieran conduciendo a Halt hasta quedieran con un lugar para una emboscada.Así que, aunque él piensa que les estádando caza, es él quien está siendocazado.

—Y las ruinas de Gorlan son un sitioideal para ello —reconoció Arald—. Enaquel montón de rocas podrían caersobre él antes de que tuviese unaoportunidad de usar ese arco largo suyo.Bien, Rodney, no hay tiempo que perder.Tú y yo nos iremos de inmediato. Mediaarmadura, creo yo. Iremos más rápidoasí. Lanzas, hachas y espadones. Y

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llevaremos dos caballos cada uno, eneso seguiremos el ejemplo de Will. Nosmarcharemos en una hora. Que Karelreúna a otros diez caballeros y que nossiga tan pronto como pueda.

—Sí, mi señor —respondió elmaestro de combate.

El barón Arald se volvió de nuevohacia Will.

—Has hecho un buen trabajo, Will.Nosotros nos ocuparemos ahora de esto.En cuanto a ti, mira a ver si puedescoger ocho horas seguidas de buensueño.

Agotado, con cada músculo y cadaarticulación dolorida, Will se levantó.

—Me gustaría ir con ustedes, mi

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señor —dijo. Tuvo la sensación de queel barón estaba a punto de mostrar sudesacuerdo y se apresuró a añadir—:Señor, ninguno de nosotros sabe lo queva a pasar y Gilan anda por ahí fuera apie. Además… —vaciló.

—Continúa, Will —dijo el barón entono tranquilo, y, cuando el muchacholevantó la vista, Arald vio el temple ensus ojos.

—Halt es mi maestro, señor, y estáen peligro. Mi sitio está junto a él —dijo Will.

El barón le evaluó con inteligencia yacto seguido tomó una decisión.

—Muy bien. Por lo menos puedesdescansar durante una hora. Hay un catre

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en aquel anejo de allí —indicó unasección del estudio separada con unacortina—. ¿Por qué no lo usas?

—Sí, señor —dijo agradecido.Sentía los ojos como si le hubieran

restregado puñados de arena en ellos.Nunca en su vida había estado tancontento de obedecer una orden.

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DVeintinueve

urante aquella larga tarde,Will sintió como si se hubierapasado la vida entera en la

silla, siendo su único descanso loscambios de un caballo a otro cada hora.Una breve pausa para desmontar, aflojarlas cinchas del caballo que había estadomontando, apretar las del caballo queiba detrás y montarse de nuevo para

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continuar. Una y otra vez se maravillabaante la sorprendente resistenciamostrada por Tirón y Blaze mientrasmantenían su galope moderado. Tuvoincluso que frenarlos un poco paramantener el paso de los caballos decombate que montaban los doscaballeros. Tan grandes, poderosos yentrenados para la guerra como estarían,no podrían igualar el ritmo constante delos caballos de los montaraces, a pesardel hecho de estar frescos cuando lapequeña partida abandonó el castillo deRedmont.

Cabalgaron sin hablar. No habíatiempo para la charla ociosa, e inclusosi lo hubieran tenido, les habría

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resultado difícil oírse los unos a losotros por encima del sonido atronadorde los cuatro pesados caballos decombate al cabalgar, el soniquete másligero de los cascos de Tirón y Blaze yel traqueteo constante del equipamientoy las armas que llevaban.

Ambos hombres portaban lanzaslargas de guerra —duras pértigas defresno de más de tres metros de longitud,rematadas con una punta pesada dehierro—. Además, cada uno llevaba unmontante atado a la silla —espadonesenormes que se manejaban con las dosmanos y que hacían que las espadas deuso normal, cotidiano, pareciesenminiaturas— y Rodney tenía un hacha

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pesada de combate colgada del faldóntrasero derecho de su silla. Era en laslanzas, sin embargo, donde ellos teníandepositada su mayor confianza.Mantendrían a los kalkara a ciertadistancia y así reducirían lasposibilidades de que los caballeros sepudieran quedar paralizados por lamirada aterradora de las dos bestias. Alparecer, la mirada hipnótica sólo eraefectiva en las distancias cortas. Si unhombre no podía verles los ojos conclaridad, había muy pocasprobabilidades de que su visión leinmovilizara.

El sol descendía deprisa a susespaldas, lanzando sus sombras por

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delante de ellos, largas y distorsionadaspor el ángulo bajo de la luz. Arald miróla posición del sol por encima de suhombro y llamó a Will.

—¿Cuánto tiempo falta para elanochecer, Will?

Will se giró en su silla y frunció elceño ante la bola de luz en descensoantes de responder.

—Menos de una hora, mi señor.El barón movió la cabeza dubitativo.—Vamos entonces muy justos para

llegar allí antes de que oscurezca porcompleto —dijo.

Espoleó a su caballo para aumentarla velocidad un poco. Tirón y Blazeigualaron la aceleración sin esfuerzo.

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Ninguno de ellos quería ir a la caza delos kalkara en la oscuridad.

La hora de descanso en el castillohabía hecho maravillas con Will. Peroahora parecía que había pasado hacíasiglos. Pensó en las instruccionessomeras que Arald les había dadocuando montaron para abandonarRedmont. Si encontraban a los kalkaraen las ruinas de Gorlan, Will sequedaría atrás mientras que el barón ysir Rodney cargaban contra los dosmonstruos. No había en aquello ningunatáctica compleja, sólo una carga frontalque podría coger a los dos asesinos porsorpresa.

—Si Halt está allí, estoy seguro de

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que también echará una mano. Pero a tite quiero detrás, bien lejos del peligro,Will. Ese arco tuyo no le haría ni unrasguño a un kalkara.

—Sí, señor —había dicho Will.No tenía intención de acercarse a los

kalkara. Estaba más que contento dedejarles el asunto a los dos caballeros,protegidos por sus escudos, yelmos ymedia armadura de camisón y pernerasde cota de malla. Sin embargo, lassiguientes palabras de Arald disiparonrápidamente cualquier exceso deconfianza que hubiera podido tener en sucapacidad para enfrentarse a las bestias.

—Si esas malditas cosas nosvencen, quiero que cabalgues a buscar

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más ayuda. Karel y los demás estarán enalguna parte por detrás de nosotros.Encuéntralos y ve tras los kalkara conellos. Localizadlos y matadlos.

Will no había dicho nada anteaquello. El hecho de que Arald siquieracontemplase el fracaso, cuando Rodneyy él eran los dos caballeros másimportantes en un radio de doscientoskilómetros, decía mucho de supreocupación respecto de los kalkara.Por primera vez, Will se dio cuenta deque en aquella contienda las apuestasestaban claramente en su contra.

El sol temblaba sobre el borde de latierra, las sombras en su máximalongitud, y a ellos aún les restaban

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varios kilómetros para llegar. El barónArald levantó una mano y detuvo lapartida. Miró a Rodney y señaló hacia elfardo de antorchas empapadas con breaque cada hombre llevaba detrás de lasilla.

—Antorchas, Rodney —dijobrevemente.

El maestro de combate objetó por unmomento.

—¿Está seguro, mi señor? Revelaránnuestra posición si los kalkara estánvigilando.

Arald se encogió de hombros.—De todas formas nos oirán llegar.

Y entre los árboles nos moveremosdemasiado despacio sin la luz. Nos la

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jugaremos.Se disponía ya a entrechocar la

piedra de sílex contra el acero paraprender una chispa que hizo humear sumontoncito de yesca y encendió el fuegodespués. Sostuvo la antorcha en la llamay la gruesa y pegajosa resina de pinocon la que había sido impregnada seprendió de pronto y se sumergió en unallama de color amarillo. Rodney seinclinó hacia él con otra antorcha y laencendió con la llama del barón.Después, sosteniendo altas las antorchasy llevando sus lanzas sujetas por correasde cuero a sus muñecas, retomaron elgalope, tronando en la oscuridad bajolos árboles según dejaban por fin el

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ancho camino que habían estadosiguiendo desde el mediodía.

Pasaron diez minutos antes de queoyesen el alarido.

Se trataba de un sonido sobrenaturalque encogía el estómago y helaba lasangre. De forma involuntaria, el baróny sir Rodney tiraron de sus riendas encuanto lo oyeron. Sus caballoscorcovearon con furia. Provenía justo dedelante de ellos, y se elevó y cayó, hastaque el aire de la noche tembló con suhorror.

—¡Por todos los santos! —exclamóel barón—. ¿Qué es eso? —Su rostro sequedó lívido cuando el sonido infernalse alzó a través de la noche hacia ellos,

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para ser respondido de inmediato porotro aullido idéntico.

Pero Will ya había oído el terribleruido antes. Sintió la sangre abandonarsu rostro mientras se daba cuenta de quesus temores se estaban mostrandociertos.

—Son los kalkara —dijo—. Van decaza.

Y sabía que sólo podía haber ahífuera una persona a quien anduviesenacechando. Se habían vuelto y cazaban aHalt.

—¡Mire, mi señor! —dijo Rodney altiempo que señalaba al cielo nocturnoque oscurecía rápidamente.

Lo vieron a través de un claro en la

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bóveda arbórea, un súbito destello deluz que se reflejaba en el cielo, pruebade un fuego a una distancia cercana.

—¡Es Halt! —dijo el barón—.Seguro que es él. ¡Y necesita ayuda!

Clavó sus espuelas en las rendidasijadas del caballo de combate,espoleando a la bestia para avanzar enun pesado galope, en su mano laantorcha lanzaba chispas y llamas tras élmientras sir Rodney y Will galopabansobre sus huellas.

Fue una sensación inquietante seguiresas antorchas que crepitaban conllamaradas a través de la arboleda, suslenguas de fuego, alargadas a la espaldade los dos jinetes, proyectaban sombras

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extrañas y aterradoras entre los árbolesmientras que, delante de ellos, el brillodel gran fuego, encendidopresumiblemente por Halt, se hacía cadavez mayor y más cercano a cada tranco.

Había un corto espacio abierto dehierba, después el terreno situado másallá era un lecho de piedras y cantosrevueltos. Trozos gigantes demampostería, unidos aún por el mortero,yacían dispersos sobre sus lados ybordes, semihundidos a veces en latierra blanda cubierta de hierba. Losruinosos muros del castillo de Gorlanrodeaban las escena en tres de sus lados,sin elevarse nunca a más de cincometros de altura, destruido y demolido

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por un reino vengativo después de queMorgarath fuera obligado a huir hacia elsur hasta las Montañas de la Lluvia y laNoche. El caos resultante de rocas yporciones de muro derrumbado eracomo el patio de juegos de un niñogigante, dispersas en todas direcciones,apiladas con descuido unas sobre otras,sin apenas dejar suelo llano libre.

Toda la escena se encontrabailuminada por las llamas de una hogueraque se retorcían y saltaban a unoscuarenta metros frente a ellos. Y a sulado, una horrible figura permanecíaagachada, mientras daba alaridos deodio y furia y se tocaba inútilmente laherida mortal en su pecho que finalmente

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le había abatido.Más de dos metros y medio de alto,

con un pelo greñudo, enmarañado yapelmazado, de aspecto escamoso, quele cubría todo el cuerpo, el kalkara teníaunos brazos largos y revestidos de púasque le llegaban por debajo de lasrodillas. Unas poderosas extremidadesinferiores, relativamente cortas, ledaban la capacidad de cubrir el terrenoa una velocidad engañosa en una seriede saltos y brincos. Todo esto seencontraron los tres jinetes segúnemergieron de los árboles. Pero en loque más se fijaron fue en el rostrosalvaje y simiesco, con enormes yamarillentos colmillos y unos brillantes

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ojos enrojecidos repletos de odio y eldeseo ciego de matar. Entonces el rostrose giró hacia ellos y la bestia lanzó unalarido desafiante, intentó levantarse yse trastabilló, quedándose de nuevomedio encogido.

—¿Qué le pasa? —preguntó Rodneyal tiempo que detenía su caballo.

Will señaló el grupo de flechas quesobresalía de su pecho. Debía de haberocho de ellas, situadas a unoscentímetros unas de las otras.

—¡Mire! —gritó—. ¡Mire lasflechas!

Halt, con su asombrosa capacidadpara apuntar y tirar en un abrir y cerrarde ojos, debió de soltar una lluvia de

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flechas, una detrás de otra, para romperel pelaje apelmazado que hace dearmadura, cada una abriendo un huecoen las defensas del monstruo hasta quela última flecha penetró profundo en sucuerpo. La sangre negra le corría aborbotones por el torso y de nuevo lesaulló con todo su odio.

—¡Rodney! —gritó el barón Arald—. ¡Conmigo! ¡Ahora!

Tras soltar las riendas de su caballode refresco, lanzó a un lado la antorcha,bajó la lanza hasta su posición de ataquey cargó. Rodney iba medio segundodetrás de él, los dos caballos decombate tronando a través del espacioabierto. El kalkara, un charco de su

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sangre en el suelo a sus pies, se irguiópara encontrarse con ellos, a tiempo derecibir las dos puntas de lanza, unadetrás de la otra, en el pecho.

Estaba casi muerto. Aun así, el pesoy la fortaleza del monstruo contuvo elveloz avance de los caballos. Seencabritaron sobre sus cuartos traseroscuando ambos caballeros se echaronhacia delante sobre los estribos paradirigir las puntas de lanza a su objetivo.El hierro afilado penetró a través delpelaje enmarañado. Entonces, la fuerzade la carga hizo perder pie al kalkara ylo lanzó hacia atrás, a las llamas delfuego a su espalda.

Por un instante no pasó nada.

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Después se produjo un fogonazo cegadory una columna de fuego rojo que alcanzólos diez metros de altura en el cielonocturno. Y así, el kalkara desapareció.

Los dos caballos de combate seencabritaron de terror y Rodney y elbarón apenas se las arreglaron paramantenerse en sus sillas. Se retiraron delfuego. Había un horrible hedor a pelo ycarne calcinados que inundaba el aire.Will recordó con vaguedad a Halthablando de la forma de enfrentarse a unkalkara. Según dijo, se rumoreaba queeran particularmente sensibles al fuego.Vaya rumor, pensó, mientras avanzaba,al trote a lomos de Tirón para unirse alos dos caballeros.

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Rodney se frotaba los ojos, todavíadeslumbrado por el tremendo destello.

—¿Qué demonios ha causado eso?—preguntó.

El barón retiró su lanza del fuegocon cautela. La madera estabachamuscada y la punta, ennegrecida.

—Debe de ser la sustancia cerosaque apelmaza su pelaje y forma esecaparazón duro —respondió con un tonode asombro en la voz—. Debe de sermuy inflamable.

—Bueno, lo que quiera que fuese, loconseguimos —replicó Rodney concierto deje de satisfacción.

El barón negó con la cabeza.—Halt lo ha conseguido —corrigió

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a su maestro de combate—. Nosotrossólo lo terminamos.

Rodney asintió, aceptando lacorrección. El barón observó el fuego,que aún lanzaba un torrente de chispaspero ya regresaba a la normalidad trasla tremenda explosión de la llama roja.

—Ha debido de encender este fuegoal sentir que se volvían en círculo sobreél. Iluminó el área, así que tuvo luz paradisparar.

—Ya lo creo que lo hizo —terció sirRodney—. Esas flechas debieron declavarse todas en unos centímetroscuadrados.

Miraron a su alrededor en busca dealguna señal del montaraz. Entonces, al

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pie de los muros en ruinas del castillo,Will avistó un objeto que le resultabafamiliar. Desmontó y corrió a recogerlo,y el corazón se le encogió al levantar elpoderoso arco largo, aplastado y partidoen dos trozos.

—Debe de haber tirado desde allí—dijo indicando el punto bajo el muroen ruinas donde había encontrado elarco.

Miraron para imaginarse la escena,intentando recrearla. El barón tomó elarma destrozada de manos de Willmientras éste volvía a montar a Tirón.

—Y el segundo kalkara le alcanzósegún mataba a su hermano —dijo—. Lacuestión es: ¿dónde está Halt? Y ¿dónde

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está el otro kalkara?Fue entonces cuando oyeron el

aullido otra vez.

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DTreinta

entro del patio en ruinas,repleto de maleza, Halt seagazapó entre los fragmentos

de mampostería derrumbados que un díafueron el bastión de Morgarath. Supierna, entumecida en la zona en que elkalkara le había dado un zarpazo, leestaba empezando a palpitar del dolor ypodía sentir cómo la sangre se filtraba a

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través del grueso vendaje que habíapuesto a su alrededor.

Sabía que el segundo kalkara lebuscaba por alguna zona cercana. Devez en cuando oía el arrastre de sus piesal moverse y en una ocasión incluso elruido áspero de su respiración alaproximarse a su escondite entre las dossecciones caídas del muro. Era sólocuestión de tiempo que le encontrara, losabía. Y cuando eso ocurriese, estaríaacabado.

Se hallaba herido y desarmado.Había perdido su arco, machacado enesa terrible primera carga, cuando lanzóflecha tras flecha al primero de los dosmonstruos. Conocía la fuerza de su arco

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y las cualidades de penetración de laspesadas y afiladas puntas de sus flechas.No podía creer que el monstruocontinuase absorbiendo aquella lluviade flechas y se mantuvieseaparentemente impertérrito. En elmomento en que se tambaleó, ya erademasiado tarde para que Halt pudieracentrar su atención en su compañero. Elsegundo kalkara, que estaba casi sobreél, le arrancó el arco de las manos conla enorme pata cubierta de pinchos yapenas si tuvo tiempo de hacer unesfuerzo para conseguir protegerse en elmuro derrumbado.

Según aquello se abría camino haciaél, desenvainó su cuchillo saxe y le

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atacó a la cabeza. Pero la bestia erademasiado rápida para él y el cuchillorebotó en uno de sus antebrazosacorazados. Al mismo tiempo, seencontró frente a sus ojos rojoshinchados de odio, y tuvo la sensaciónde que su mente le abandonaba y se lecongelaban los músculos del terrorsegún se veía arrastrado hacia la bestiahorrible que tenía delante. Le supuso uninmenso esfuerzo apartar los ojos de lamirada de la criatura, se tambaleó,retrocedió y perdió el cuchillo saxecuando las garras osunas le golpearon yle rasgaron el muslo.

Corrió entonces, desarmado ysangrando, con la confianza puesta en el

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intrincado laberinto que formaban lasruinas para escapar del monstruo.

Había percibido el cambio en losmovimientos de los kalkara hacia elfinal de la tarde. Su camino constante yanteriormente recto hacia el norestecambió de pronto cuando las dos bestiasse separaron de forma brusca, giraronnoventa grados cada uno y sedesplazaron en diferentes direccioneshacia el interior del bosque que losrodeaba. Su rastro, tan fácil de seguirhasta aquel momento, mostró tambiénsignos de estar ocultándose, de formaque sólo un rastreador tan diestro como

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un montaraz pudo haber sido capaz deseguirlos. Por primera vez en años, Haltsintió un escalofrío de temor en labarriga al percatarse de que los kalkaraiban a su caza.

Las ruinas se hallaban cerca yprefirió hacerles frente allí mejor que enel bosque. Dejó a Abelard a salvo, fuerade peligro, y siguió a pie hacia lasruinas. Sabía que los kalkara vendríantras él una vez que cayera la noche, asíque se preparó lo mejor que pudo:reunió algunas ramas secas para hacer lahoguera. Encontró, incluso, medio tarrode aceite en las ruinas de la cocina.Estaba rancio y despedía un olor fétido,pero aún ardería. Lo vertió sobre la pila

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de leña y se desplazó a un lugar en elque tendría el muro a su espalda. Sehabía hecho con unas antorchas quemantuvo ardiendo mientras caía laoscuridad y esperó a que losimplacables asesinos vinieran a por él.

Los percibió antes de verlos. Luegodistinguió las dos formas desgalichadas,manchas más negras contra la oscuridadde los árboles. Le vieroninmediatamente, por supuesto. Laantorcha que parpadeaba encajada en elmuro a su espalda se aseguraba de ello.Pero no se fijaron en la pila de leñaempapada en aceite, y aquello era con loque él había contado. Cuando lanzaronsus alaridos de caza, él bajó la antorcha

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ardiendo hasta la pila y las llamas seelevaron al instante, brillando amarillasen la oscuridad.

Por un momento, las bestiasvacilaron. El fuego era su némesis. Perovieron que el montaraz no estaba cercade las llamas y continuaron, directos a lalluvia de flechas con la que Halt losrecibió.

Si hubieran tenido que cubrir otroscien metros, se las habría podidoarreglar para detener a los dos. Aúncontaba con una docena de flechas en sucarcaj. Sin embargo, el tiempo y ladistancia estaban en su contra y apenassi escapó vivo. Se encogió entoncesentre dos fragmentos de mampostería

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que formaban un refugio en forma de«A», escondido en una hendidura pocoprofunda del suelo, y se ocultó con lacapa, como lo había estado haciendodurante años. Su única esperanza ahoraera que Will llegase con Arald yRodney. Si podía esquivar a la criaturahasta que llegase la ayuda, tendría unaoportunidad.

Intentó no pensar en la otraposibilidad: que Gilan llegara antes queellos, solo y armado únicamente con suarco y su espada. Ahora que había vistoa los kalkara de cerca, sabía que unhombre sólo tenía pocas posibilidadesde hacer frente a uno de ellos. Si Gilanllegaba antes que los caballeros, él y

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Halt morirían allí.La criatura estaba destrozando el

viejo patio como un perro de presa enbusca de caza, adoptaba un patrónmetódico de búsqueda, hacia delante yhacia atrás, examinaba cada espacio,cada ranura, cada posible escondite. Élsabía que esta vez le encontraría. Sumano rozó la empuñadura del cuchillopequeño que solía lanzar, la única armaque le quedaba. Era una defensa penosa,casi inútil, pero era todo lo que tenía.

Entonces lo oyó: el inconfundibleruido fuerte de los cascos de loscaballos de combate. Miró hacia arriba,vigilando al kalkara a través de unpequeño hueco entre las rocas que le

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ocultaban. La bestia también los habíaoído. Estaba erguida, con la cabezagirada hacia el sonido en el exterior delos muros derrumbados.

Los caballos se detuvieron yescuchó el estridente aullido del kalkaraherido de muerte en el exterior queamenazaba a aquellos nuevos enemigos.El sonido de los cascos se elevó denuevo, ganando velocidad e ímpetu. Seprodujo entonces un aullido y ungigantesco destello rojo que se elevó alcielo en un instante. Vagamente, Haltrazonó que el primer kalkara debía dehaber caído al fuego. Comenzó aarrastrarse despacio hacia atrás parasalir de su escondite. Tal vez pudiera

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flanquear al otro kalkara, desplazándosehacia un lado y escalando el muro antesde que se diese cuenta. Lasposibilidades parecían buenas. Suatención se centraba ahora en lo quefuera que estuviera pasando en elexterior. Pero tan pronto como se leocurrió la idea, advirtió que no teníaalternativa. Ya que, en apariencia, elkalkara se había olvidado de él por unmomento y se movía con sigilo hacia lamampostería derrumbada que formabauna escalera irregular hasta lo alto delmuro.

En unos pocos minutos más, estaríaen disposición de abalanzarse sobre susamigos al otro lado, cogiéndolos por

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sorpresa. Debía detenerlo.Halt había salido de su escondite, el

cuchillo pequeño se deslizó fuera de lafunda casi como por voluntad propia,mientras corría a través del patio,agachándose y ondulando por entre losescombros dispersos. El kalkara le oyóantes de que hubiera dado media docenade pasos y se volvió hacia él, aterradoren su silencio mientras corría como unsimio para cortarle el paso antes de quepudiera advertir a sus amigos.

Halt se detuvo en seco, inmóvil, conlos ojos fijos en la desgalichada figuraque venía hacia él.

En otros pocos metros, su miradahipnótica se haría con el control de su

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mente. Sintió crecer más fuerte elimpulso irresistible de mirar a aquellosojos rojos. Cerró entonces los suyos,arrugó las cejas en fiera concentración ylevantó el cuchillo de atrás hacia delanteen un lanzamiento fluido, instintivo, dememoria, con la visión en su mente delblanco en movimiento, alineando elavance y el giro del cuchillo hasta elpunto en el espacio en el cual seencontrarían el puñal y el blancosimultáneamente.

Sólo un montaraz pudo haberrealizado ese lanzamiento, y sólo uno deentre un puñado de ellos. Alcanzó alkalkara en el ojo derecho y la bestiaaulló de dolor y de furia a la vez que se

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detenía para echarse las manos a lasúbita y agónica lanzada que penetró enel ojo y se abrió camino hasta losreceptores del dolor en su cerebro. Haltpasó entonces a su lado corriendo haciael muro, trepando por las rocas.

Will le vio como una silueta oscuracuando subió a lo más alto del muro enruinas. Oscuro o no, había algoinconfundible en él.

—¡Halt! —gritó al tiempo queseñalaba para que también los doscaballeros le vieran.

Los tres observaron cómo elmontaraz se detenía, se giraba y

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vacilaba. Entonces una enorme formacomenzó a aparecer unos pocos metros asu espalda, mientras el kalkara, cuyaherida era dolorosa pero estaba lejos deser mortal, iba tras él.

El barón Arald fue a montar denuevo. Después, al percatarse de queningún caballo podría pasar entre losmontones de rocas y mampostería juntoal muro, extrajo su enorme montante dela vaina de la montura y corrió hacia lasruinas.

—¡Atrás, Will! —gritó mientrasavanzaba, y Will, nervioso, guió a Tirónde vuelta al borde de la arboleda.

Sobre el muro, Halt escuchó el gritoy vio a Arald avanzar en carrera. Sir

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Rodney le seguía de cerca, con un hachade combate enorme que hacía zumbar encírculos sobre la cabeza.

—¡Salta, Halt! ¡Salta! —gritó elbarón, y Halt no necesitó que se lodijeran dos veces.

Saltó los tres metros desde el muro yrodó para detener la caída al aterrizar.Acto seguido se puso en pie y corrió contorpeza hacia los dos caballerosmientras la herida en la pierna se leabría de nuevo.

Will observó, con el corazón en laboca, cómo Halt corría sin mirar atrás.El kalkara vaciló un momento y después,en un espeluznante aullido amenazador,saltó tras él. Pero, mientras que Halt

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había rodado para volver a ponerse enpie, el kalkara, sin más, transformó lacaída de tres metros en un saltotremendo con sus patas traserasincreíblemente poderosas, hacia arriba yhacia delante, recorriendo el espacioentre él y Halt en ese único movimiento.Balanceando su enorme brazo, alcanzóde refilón a Halt y le tiró rodando,inconsciente. Pero la bestia no tuvotiempo de acabar con él, ya que el barónArald avanzó a su encuentro, con elespadón resonando en un arco mortíferohacia el cuello.

El kalkara era siniestramente rápidoy esquivó el golpe asesino, luego golpeócon las garras en la espalda al

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descubierto del barón antes de quehubiera recuperado su posición tras elataque. Rajó la cota de malla como sifuera de lana y Arald gruñó de dolor yde sorpresa cuando la fuerza del golpele postró de rodillas y se le cayó elmontante de las manos, la sangremanando de media docena de profundoscortes en su espalda.

Habría muerto allí y en aquelmomento si no hubiera sido por sirRodney. El maestro de combate hizogirar la pesada hacha de guerra como sifuera de juguete y la estrelló contra elcostado del kalkara.

La armadura de pelaje apelmazadopor la cera protegió a la bestia, pero la

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pura fuerza del golpe le hizo dar untraspiés que le obligó a retroceder conun aullido de furia y frustración. SirRodney avanzó, se situó a modo deprotección entre el kalkara y las figurasde Halt y el barón, tendidas boca abajo,y afianzando los pies, llevó el hachahacia atrás para asestar otro golpeaplastante.

Y entonces, de forma extraña, dejócaer el arma de sus manos y se quedóante el monstruo, totalmente a su mercedcuando el poder de la mirada delkalkara, canalizada ahora a través de suojo sano, le privó de su voluntad y sucapacidad de pensar.

El kalkara aulló su victoria al cielo

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nocturno. La sangre negra corría por surostro. Nunca en su vida había sentidotanto dolor como le habían infligidoaquellos tres hombres insignificantes. Yahora debían morir por atreverse ahacerle frente. Pero la inteligenciaprimitiva que le guiaba quería sumomento triunfal y aulló una y otra vezsobre los tres hombres indefensos.

Will observaba horrorizado. Unpensamiento iba tomando forma, unaidea estaba dando vueltas en algún lugarrecóndito de su mente. Miró a un lado,vio la parpadeante antorcha que el barónhabía dejado. Fuego. La única armacapaz de derrotar al kalkara. Pero estabaa cuarenta metros de distancia…

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Sacó a toda prisa una flecha de sucarcaj, se deslizó de la silla y corrióligero hacia la antorcha. Una buenacantidad de resina pegajosa, derretida,corría por el mango de la antorcha, yWill pasó rápidamente la punta de laflecha por la sustancia blanda y viscosa,haciéndola girar para formar una buenabola en la flecha. Después la puso en elfuego hasta que prendió.

A cuarenta metros de distancia, laenorme criatura malvada estaba dandosatisfacción a su sed de triunfo, lanzandoy retumbando sus aullidos en la nochemientras permanecía sobre los doscuerpos: Halt, inconsciente; el barón,aturdido por el dolor. Sir Rodney estaba

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aún en pie, congelado en el sitio, con lasmanos indefensas que pendían a amboscostados, aguardando su muerte.Entonces el kalkara levantó una de suspatas pinchudas para golpearle y todo loque el caballero pudo sentir fue el terrorparalizante de su mirada.

Will llevó la flecha hacia atrás,hasta el límite, e hizo un gesto de dolorcuando las llamas le quemaron la manoque sujetaba el arco. Apuntó un pocomás alto para compensar el pesoañadido de la resina y soltó.

La flecha se elevó dibujando un arcode chispas. El viento en su travesíaredujo las llamas a un mero rescoldo. Elkalkara vio venir el destello de luz y se

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giró para mirar, sellando su propiodestino según la flecha se le incrustó enmedio del enorme pecho.

La flecha apenas había penetrado enel duro pelaje seudoescamoso. Pero encuanto ésta se detuvo, la pequeña llamaardió de nuevo, la sustancia del pelajede alrededor se prendió y la llamacomenzó a propagarse con unavelocidad increíble.

Los aullidos del kalkara ahora sellenaron de terror al sentir el fuego, laúnica cosa que temía en la vida.

El monstruo golpeó las llamas en supecho con las zarpas, pero aquello sólosirvió para extender el fuego a losbrazos. Se produjo entonces una ráfaga

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súbita de fuego rojo y el kalkara quedóenvuelto en segundos, ardiendo de lacabeza a los pies, mientras corríacegado en círculos en un vano intento deescapar. Los aullidos eran constantes,desgarradores, y a la vez subían más ymás alto, en una espiral de agonía que lamente apenas podía comprender, segúnla fiereza de las llamas crecía a cadasegundo.

Y entonces el aullido cesó y lacriatura estaba muerta.

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LTreinta y uno

a posada de la villa de Wensleyse llenaba de música y risas yruido. Will se sentó en una mesa

con Horace, Alyss y Jenny, mientras queel posadero les servía una suculentacena de ganso asado y verduras frescas,seguida de un pastel de arándano cuyohojaldre se ganó la aprobación inclusode Jenny.

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Había sido idea de Horace celebrarla vuelta de Will al castillo de Redmontcon un banquete. Las dos muchachasaceptaron de inmediato, deseosas de undescanso en sus vidas cotidianas, queahora parecían más bien aburridas encomparación con los sucesos en queWill había tomado parte.

Naturalmente, la noticia de la batallacon el kalkara había dado la vuelta a lavilla como un fuego arrasador —«unsímil apropiado», pensó Will sobre lamarcha—. Cuando entró en la posadaesa tarde con sus amigos, se hizo unsilencio de expectación en la sala ytodas las miradas se volvieron hacia él.Agradeció mucho la profunda capucha

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de su capa, que ocultó cómo susfacciones enrojecían a toda velocidad.Sus tres compañeros notaron suvergüenza. Jenny, como siempre, fue lamás rápida en reaccionar y en romper elsilencio que llenaba la posada.

—¡Vamos, vosotros, tíos serios! —gritó a los músicos junto a la chimenea—. ¡Un poco de música ahora mismo! ¡Ypueden charlar, si les parece! —añadióla segunda sugerencia con unasignificativa mirada hacia el resto de losocupantes de la sala.

Los músicos le siguieron el aire. Eradifícil negarse a una persona comoJenny. Rápidamente empezaron a tocaruna popular tonada local y el sonido

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llenó la habitación. Los demás aldeanosse fueron dando cuenta de que suatención hacía que Will se sintieraincómodo. Recobraron sus modales ycomenzaron a hablar de nuevo entreellos, sólo con alguna mirada ocasionalhacia él, maravillados porque alguientan joven en apariencia pudiera habertomado parte en sucesos tantrascendentales.

Los cuatro antiguos compañerosocuparon sus asientos a la mesa en elfondo de la estancia, donde podríanhablar sin interrupciones.

—George envía sus disculpas —dijoAlyss mientras se sentaban—. Estáenterrado en papeleos, toda la Escuela

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de Escribanos trabaja día y noche.Will asintió comprensivo. La

inminente guerra con Morgarath y lanecesidad de movilizar las tropas yrecurrir a las viejas alianzas debía dehaber generado una montaña de papeles.

Habían pasado muchas cosas en losdiez días siguientes a la batalla con loskalkara.

Rodney y Will acamparon junto a lasruinas, atendieron las heridas de Halt yel barón y dejaron a los dos hombres enun apacible sueño. Poco después delamanecer, Abelard entró al trote en elcampamento buscando inquieto a suamo. Will acababa justo de conseguircalmar al caballo cuando llegó un Gilan

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con las piernas cargadas de cansancio,montado en un caballo de tiro, bajo delomo. El alto montaraz agradeció muchoel recuperar a Blaze. Acto seguido,después de quedarse tranquilo al saberque su antiguo maestro no estaba enpeligro, partió casi de inmediato haciasu feudo tras recibir la promesa de Willde devolver el caballo de tiro a sudueño.

Más tarde aquel día, Will, Halt,Rodney y Arald volvieron al castillo deRedmont, donde todo el mundo seencontraba sumergido en la incesanteactividad de la preparación de losguerreros para la guerra. Había mil y undetalles de que ocuparse, mensajes que

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enviar y llamamientos que realizar. ConHalt aún recuperándose de su herida,gran parte de su trabajo había recaídosobre Will.

En épocas como aquéllas, sepercató, un montaraz tenía pocasoportunidades para relajarse, lo cualhizo de aquella noche un entretenimientotan bien recibido. El posadero se acercóafanosamente a la mesa con aire deimportancia y les puso cuatro jarras decristal y un jarro de cerveza sin alcoholque había preparado con raíces dejengibre.

—Barra libre toda la noche paraesta mesa —dijo—. Es un privilegiotenerle en nuestro establecimiento,

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montaraz —se alejó y llamó a uno de losmuchachos del servicio para que vinieray atendiera la mesa del montaraz—. ¡Ydate prisa con eso! —Alyss levantó unaceja con asombro.

—Qué bien estar con una celebridad—dijo—. El viejo Skinner se agarra tanfuerte a una moneda que se asfixia lacara del rey.

Will hizo un gesto de desdén.—La gente exagera las cosas —dijo.Pero Horace se inclinó hacia delante

con los codos sobre la mesa.—Bueno, cuéntanos la pelea —dijo,

deseando los detalles.Jenny miraba a Will con los ojos

muy abiertos.

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—¡Es increíble lo valiente quefuiste! —dijo admirada—. Yo habríaestado aterrorizada.

—En realidad, yo estaba petrificado—les dijo Will con una sonrisacompungida—. Los valientes fueron elbarón y sir Rodney. Cargaron y seenfrentaron a esas criaturas de cerca. Yoestuve todo el rato a cuarenta ocincuenta metros de distancia.

Relató lo que pasó en el combate,sin entrar en muchos detalles en sudescripción de los kalkara. Ahoraestaban muertos y habían desaparecido yera mejor olvidarlos lo antes posible.Había algunas cosas en las que no eranecesario pensar. Los otros tres

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escuchaban, Jenny con los ojos muyabiertos y emocionada, Horace deseosode conocer los detalles de la lucha yAlyss, calmada y digna como siempre,pero absorta por completo en suhistoria. Mientras describía su solitariacabalgada en busca de ayuda, Horacemovió la cabeza con admiración.

—Esos caballos de los montaracesdeben de ser una raza especial —dijo.

Will le sonrió, incapaz de aguantarsela broma.

—El truco es mantenerse sobre ellos—dijo, y le agradó ver una sonrisapareja extenderse por el rostro deHorace al recordar ambos la escena enla feria del Día de la Cosecha.

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Notó, con un pequeño brillo deplacer, que su relación con Horace habíaevolucionado hasta convertirse en unaamistad firme en la que cada uno veía enel otro un igual. Impaciente por dejar deser el centro de atención, le preguntó aHorace por la evolución de las cosas enla Escuela de Combate. La sonrisa en elrostro del grandullón se hizo aún másamplia.

—Mucho mejor ahora, gracias aHalt —dijo, y según Will hábilmente lehacía una pregunta tras otra, le describióla vida que llevaban en la Escuela deCombate, con bromas sobre sus erroresy deficiencias, entre risas mientrascontaba los detalles de los muchos

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castigos que se había ganado.Will vio que Horace, una vez

jactancioso y arrogante, era ahora muchomás modesto. Tuvo la sospecha de que aHorace le estaba yendo mejor comoaprendiz de guerrero de lo que él habíareconocido.

Fue una noche agradable, con másrazón aún tras el terror y la tensión de lacaza de los kalkara. Cuando lossirvientes recogieron sus platos, Jennysonrió expectante a los dos muchachos.

—¡Bien! ¿Quién va a bailarconmigo? —dijo con alegría. Will fuedemasiado lento en responder y Horacetomó su mano y la llevó a la zona debaile.

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Mientras ellos se unían a los demásbailarines, Will miró dubitativo a Alyss.Nunca sabía con seguridad en qué estabapensando la esbelta chica. Peroconsideró que sería de buenos modalespreguntarle también si quería bailar. Seaclaró nervioso la garganta.

—Mmm… ¿te gustaría bailar a titambién, Alyss? —dijo torpemente.

Ella le dedicó el escaso rastro deuna sonrisa.

—Quizás no, Will. Bailando no soygran cosa. Parezco todo piernas.

En realidad, era una excelentebailarina, pero, diplomática hasta lamédula, tuvo la sensación de que Will selo había pedido sólo por educación. Él

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asintió varias veces y se quedaron ensilencio, aunque un silencio agradable.

Después de unos minutos, ella sevolvió hacia él, apoyando la barbilla enla mano para contemplarle de cerca.

—Mañana es un gran día para ti —dijo, y él se ruborizó.

Había sido convocado paracomparecer ante el tribunal del barón alcompleto al día siguiente.

—No sé de qué va todo eso —masculló.

Alyss le sonrió.—Es posible que quiera darte las

gracias en público —dijo—. Me handicho que los barones suelen hacer esocon la gente que les ha salvado la vida.

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Él comenzó a decir algo pero ellaposó una mano suave y fría sobre la suyay se detuvo. Miró aquellos tranquilos ysonrientes ojos grises. Alyss nunca lehabía parecido guapa. Pero entonces sepercató de que su elegancia y gracia yaquellos ojos grises, enmarcados por sufino pelo rubio, creaban una bellezanatural que superaba con creces lasimple beldad. De forma sorprendente,se inclinó más cerca de él y le susurró:

—Todos estamos orgullosos de ti,Will. Y creo que yo soy la que másorgullosa está de todos.

Y le besó. Los labios de ella sobrelos suyos eran de una suavidadincreíble, indescriptible.

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Horas más tarde, antes de que porfin se durmiera, él aún podía sentirlos.

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WTreinta y dos

ill se había detenido,paralizado por el miedoescénico, tras franquear las

inmensas puertas de entrada al salón deaudiencias del barón.

El edificio en sí era enorme. Aquéllaera la estancia principal del castillo, laestancia en la que el barón presidíatodos los asuntos oficiales con los

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miembros de su tribunal. El techoparecía alargarse hacia arriba,interminable. Haces de luz caían en elinterior de la estancia a través de lasventanas en lo alto de los tremendosmuros. En la parte más lejana de lahabitación, a lo que aparentaba ser unadistancia enorme, estaba sentado elbarón, vestido con sus mejores galas, enun sillón elevado, como un trono.

Entre él y Will se encontraba lamayor multitud que el muchacho habíavisto jamás. Halt propulsó con suavidada su aprendiz hacia delante con unempujón en la espalda.

—Empieza de una vez —masculló.Había cientos de personas en el

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Gran Salón y todas las miradas sevolvieron hacia Will. Todos losmaestros del barón se encontraban allícon sus vestiduras oficiales. Todos suscaballeros y todas las damas de laCorte, cada uno con sus mejores y másfinas galas. Más allá se encontraban loshombres de armas del ejército delbarón, los demás aprendices y losmaestros artesanos de la villa. Vio unrevoloteo de color cuando Jenny,desinhibida como siempre, le ondeó unabufanda. Alyss, de pie junto a ella, fueun poco más prudente. Besódiscretamente las yemas de los dedos ensu dirección.

Él seguía allí, incómodo, cambiando

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el peso de su cuerpo de un pie al otro.Pensó que ojalá Halt le hubierapermitido llevar puesta su capa demontaraz, así podría haberse mezcladocon el fondo y haber desaparecido.

Halt le empujó de nuevo.—¡Muévete! —siseó.Will se giró hacia él.—¿Es que tú no vienes conmigo? —

preguntó.Halt negó con la cabeza.—No me han invitado. ¡Andando!Empujó a Will otra vez más, luego

fue cojeando, para no forzar su piernaherida, hasta un asiento. Por fin, al darsecuenta de que no tenía otro camino,comenzó a recorrer el largo pasillo. Oía

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los cuchicheos a su paso, su nombresusurrado de boca en boca.

Y entonces empezó el aplauso.Lo inició la dama de un caballero y

se extendió veloz por todo el salónsegún se unió todo el mundo. El aplausofue el resonar de un rugidoensordecedor, atronador, que continuóhasta que Will alcanzó los pies de lagran silla del barón.

Tal y como Halt le había instruido,se postró sobre una rodilla e inclinó lacabeza hacia delante.

El barón se incorporó y levantó lamano pidiendo silenció y los aplausosse apagaron en su eco.

—Levántate, Will —dijo en voz

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baja, y le ofreció una mano paraayudarle a ponerse en pie.

Aturdido, Will obedeció. El barón lepuso una mano en el hombro y le hizovolverse para quedar frente a la granmultitud ante ellos. Su voz profundallegaba sin esfuerzo hasta el rincón másalejado de la estancia cuando habló.

—Éste es Will. Aprendiz de Halt, elmontaraz de este feudo. Vedle yconocedle, todos vosotros. Hademostrado su coraje, iniciativa yfidelidad a este feudo y al reino deAraluen.

Se produjo un murmullo dereconocimiento entre los espectadores.Entonces el aplauso comenzó de nuevo,

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esta vez acompañado de un vitoreo. Willse fijó en que el vitoreo habíacomenzado en la sección de lamuchedumbre en que se encontraban losguerreros aprendices de la Escuela deCombate. Pudo distinguir el sonrienterostro de Horace dirigiendo el coro.

El barón levantó una manoreclamando silencio e hizo una muecacuando el movimiento le causó dolor enlas costillas rotas y en los profundoscortes suturados y cuidadosamentevendados. El aplauso y el vitoreo seacallaron despacio.

—Will… —dijo con una voz queretumbó hasta las esquinas másapartadas de la gigantesca habitación—,

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te debo mi vida. No puede haberagradecimiento adecuado para tal cosa.Sin embargo, está en mi manoconcederte un deseo qué una vez meformulaste…

Will levantó la mirada hacia él,arqueando las cejas.

—¿Un deseo, señor? —dijo, algomás que confuso por las palabras delbarón.

El barón asintió.—Cometí un error, Will. Me

preguntaste si podrías recibir elentrenamiento de un guerrero. Era tudeseo convertirte en uno de miscaballeros y yo te rechacé. Ahora, puedorectificar ese error. Sería para mí un

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honor tener a alguien tan valiente eingenioso como uno de mis caballeros.Una palabra tuya y tendrás mi permisopara trasladarte a la Escuela deCombate como uno de los aprendices desir Rodney.

El corazón de Will latía con fuerzaen sus costillas. Pensó en cuánto habíadeseado, toda su vida, ser un caballero.Recordó lo profunda y amargamentedecepcionado que se quedó el día de laElección, cuando sir Rodney y el barónrechazaron su solicitud.

Sir Rodney dio un paso adelante y elbarón le hizo un gesto para que hablase.

—Mi señor —dijo el maestro decombate—, fui yo quien rechazó a este

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muchacho como aprendiz, como sabe.Ahora quiero que todo el mundo aquísepa que me equivoqué al hacerlo. ¡Miscaballeros, mis aprendices y yocoincidimos todos en que no podríahaber un miembro más digno que Will enla Escuela de Combate!

Se produjo un gran rugido deaprobación entre los caballeros reunidosy los guerreros aprendices.Desenvainaron las espadas y lasjuntaron chocando sobre sus cabezas,gritando el nombre de Will. De nuevo,Horace fue uno de los primeros enhacerlo, y el último en parar.

El tumulto se apagó gradualmente ylos caballeros envainaron sus espadas.

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A una señal del barón Arald, dos pajesavanzaron, portando con ellos unaespada y un escudo bellamenteesmaltado y que depositaron a los piesde Will. El escudo estaba pintado con larepresentación de la cabeza de un fierojabalí.

—Éste será tu escudo de armascuando te gradúes, Will —dijo el baróncon amabilidad—, para recordar almundo la primera vez que conocimos tucoraje y tu lealtad con un camarada.

El muchacho se apoyó en una rodillay tocó la suave superficie esmaltada delescudo. Extrajo despacio la espada desu vaina, respetuoso. Era una bellaarma, una obra maestra del arte del

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forjado de espadas.La hoja estaba afilada y tenía un

ligero color azulado. La empuñadura yla guarda estaban engastadas en oro y elsímbolo de la cabeza del jabalí serepetía en el pomo. La espada mismaaparentaba tener vida propia. Con unequilibrio perfecto, al sostenerla parecíaligera como una pluma. Miró la bellaespada, pieza de joyero, y luego elsencillo mango de cuero de su cuchillode montaraz.

—Son las armas de un caballero,Will —le instó el barón—. Pero tú hasdemostrado con creces que eres dignode ellas. Dilo y serán tuyas.

Will devolvió la espada a su vaina y

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se incorporó lentamente. Allí estabatodo cuanto siempre había deseado. Yaun así…

Pensó en los largos días en elbosque con Halt. La feroz satisfacciónque sintió cuando una de sus flechasalcanzó el blanco, justo donde él habíaapuntado, justo como él lo habíavisualizado en su mente antes desoltarla. Pensó en las horas empleadasaprendiendo a seguir el rastro deanimales y hombres. Aprendiendo elarte de ocultarse. Pensó en Tirón, en elcoraje y la devoción del poni.

Y pensó en el puro placer que sintiócuando escuchó el simple «bien hecho»de Halt al completar una tarea a su

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satisfacción. Y de pronto, lo supo.Levantó los ojos hacia el barón y dijocon voz firme:

—Soy un montaraz, señor.Se produjo un murmullo de sorpresa

entre la muchedumbre.El barón se acercó y le dijo en voz

baja:—¿Estás seguro, Will? No rechaces

esto sólo porque creas que Halt sepudiera ofender o estar decepcionado.Él insistió en que es algo que debesdecidir tú. Está de acuerdo ya en acatartu decisión.

Will negó con la cabeza. Estaba másseguro que nunca.

—Le agradezco el honor, mi señor

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—miró al maestro de combate y vio,para su sorpresa, que sir Rodney estabasonriendo y haciendo gestos deaprobación con la cabeza—. Y leagradezco al maestro de combate y a suscaballeros su generosa oferta. Pero soyun montaraz —vaciló—. No se ofendapor esto, mi señor.

Una sonrisa enorme arrugó lasfacciones del barón y estrechó la manode Will en un tremendo apretón.

—No lo hago, Will. ¡De ningunamanera! ¡Tu lealtad a tu oficio y a tumaestro te honran a ti y a todos los quete conocemos! —Dio a la mano de Willuna última y firme sacudida y la liberó.

Will hizo una reverencia y se dio la

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vuelta para alejarse por el largo pasillootra vez. De nuevo comenzó laaclamación y esta vez mantuvo la cabezaalta mientras los vítores le rodeaban yresonaban hasta las vigas del techo delGran Salón. Entonces, cuando se acercóotra vez a las enormes puertas, vio algoque le detuvo en el sitio, aturdido por lasorpresa.

Pues, en pie y un poco aparte de lamultitud, envuelto en su capa jaspeadade gris y verde y con los ojos ocultospor la capucha, estaba Halt.

Y estaba sonriendo.

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MEpílogo

ás adelante aquella tarde,después de que todo el ruidoy las celebraciones se

hubieran apagado, Will se sentó a solasen la minúscula veranda de la pequeñacabaña de Halt. En la mano sostenía unpequeño amuleto de bronce, con laforma de una hoja de roble y una cadenade acero enganchada con un anillo en la

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parte superior.—Es nuestro símbolo —le había

explicado su maestro cuando se lo diotras los eventos del castillo—. Elequivalente a un escudo de armas de unmontaraz.

Luego se había puesto a rebuscarentre su propia ropa y había sacado unahoja de roble con idéntica forma, en unacadena alrededor de su cuello. La formaera idéntica pero el color era diferente.La hoja de roble que Halt llevaba era deplata.

—El bronce es el color de losaprendices —le había contado Halt—.Cuando termines tu entrenamiento,recibirás una hoja de roble de plata

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como ésta. Todos la llevamos en elCuerpo de Montaraces, ya sea de plata ode bronce —había desviado su miradadel muchacho por unos minutos, luegohabía añadido, su voz un poco ronca—:En rigor, no deberías recibirla hastahaber pasado tu primera evaluación.Pero dudo que nadie vaya a discutirlo,tal y como han resultado las cosas.

La pieza de metal de curiosas formastenía ahora un brillo pálido en la manode Will mientras pensaba en la decisiónque había tomado. Le parecía muyextraño haber abandonado de maneravoluntaria algo en cuya esperanza habíacentrado la mayor parte de su vida: laoportunidad de pasar por la Escuela de

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Combate y ocupar su lugar comocaballero en el ejército del castillo deRedmont.

Jugueteó con la hoja de roble debronce y la cadena girando alrededor desu dedo índice, dejaba que subieradando vueltas por el dedo y aflojabadespués el movimiento en espiral.Suspiró profundamente. La vida podíaser muy complicada. Muy dentro de sí,sentía que había tomado la decisióncorrecta. Y un poco más profundoincluso, quedaba un minúsculo hilo deduda.

Se dio cuenta con un sobresalto deque había alguien de pie a su lado. EraHalt, vio en cuanto se giró con rapidez.

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El montaraz se agachó y se sentó junto almuchacho sobre la tarima de pino de laestrecha veranda. Ante ellos, el sol bajodel atardecer se filtraba a través de lasluminosas hojas del bosque y la luzparecía danzar y girar según la brisaligera sacudía el follaje.

—Un gran día —dijo en voz baja, yWill asintió—. Y una gran decisión laque has tomado —dijo el montarazdespués de un silencio de varios minutosentre ellos.

Esta vez Will se giró y le miró.—Halt, ¿tomé la decisión correcta?

—preguntó por fin con una claraangustia en la voz.

Halt apoyó los codos en las rodillas

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y se inclinó un poco hacia delante,entrecerrando los ojos hacia el destelloveteado a través de los árboles.

—En lo que a mí respecta, sí. Yo teelegí como aprendiz y puedo ver todo elpotencial que tienes para ser unmontaraz. Incluso casi ha llegado agustarme tenerte por aquí dándome lalata —añadió con el mínimo signo deuna sonrisa—. Pero mis sentimientos,mis deseos, no son importantes en esto.La decisión correcta para ti es la que túdesees más.

—Siempre quise convertirme en uncaballero —dijo Will, y entonces sefijó, con una sensación de sorpresa, enque había construido la frase en pasado.

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Aunque sabía que una parte de él aún loquería.

—Es posible, por supuesto —dijoHalt con calma—, querer hacer doscosas diferentes al mismo tiempo. Laelección se convierte entonces sólo ensaber cuál de las dos deseas más.

No era la primera vez que le daba lasensación de que Halt tenía algún modode leer su mente.

—Si eres capaz de resumirlo en unaidea, ¿cuál es la razón principal por laque te sientes un poco desilusionado porhaber rechazado la oferta del barón? —continuó Halt.

Will valoró la pregunta.—Imagino… —dijo despacio—.

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Siento que al rechazar la Escuela deCombate en cierto modo estoydefraudando a mi padre.

Las cejas de Halt se elevaron degolpe por la sorpresa.

—¿Tu padre? —repitió, y Willasintió.

—Fue un guerrero poderoso —ledijo al montaraz—. Un caballero. Murióen el monte Hackham combatiendo a loswargals, un héroe.

—Estás seguro de todo eso,¿verdad? —le preguntó Halt, y Willasintió.

Éste era el sueño que le habíasustentado durante los largos y solitariosaños en los que no sabía quién era o

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quién iba a ser. El sueño se había hechorealidad ahora para él.

—Fue un hombre del que cualquierhijo estaría orgulloso —dijo finalmente,y Halt asintió.

—Eso seguro que es cierto.Había algo en su voz que hizo

vacilar a Will. Halt no estabasimplemente reconociéndolo poreducación. Will se volvió rápidamentehacia él, percatándose de todas lasimplicaciones de las palabras delmontaraz.

—¿Le conociste, Halt? ¿Conociste ami padre?

Había un rayo de esperanza en losojos del muchacho, que pedían la verdad

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a gritos, y el montaraz asintió consobriedad.

—Sí, lo hice. No le conocí pormucho tiempo, pero creo que podríadecir que le conocí bien. Y tienes razón,puedes estar totalmente orgulloso de él.

—Fue un guerrero poderoso,¿verdad? —dijo Will.

—Fue un soldado —reconoció Halt—. Un luchador fuerte.

—¡Lo sabía! —dijo Will, feliz—.¡Fue un gran caballero!

—Un sargento —dijo Halt en vozbaja, no falto de amabilidad.

Will se quedó con la boca abierta,las siguientes palabras que iba apronunciar se congelaron en su garganta.

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Finalmente, desconcertado, consiguiódecir:

—¿Un sargento?Halt asintió. Podía ver la decepción

en los ojos del muchacho y le pasó unbrazo por encima de los hombros.

—No juzgues la valía de un hombrepor su posición en la vida, Will. Tupadre, Daniel, fue un soldado leal yvaliente. No tuvo la oportunidad de ir ala Escuela de Combate porque sucomienzo en la vida fue como ungranjero. Pero, si lo hubiera hecho,habría sido uno de los caballeros másgrandes.

—Pero él… —empezó triste elchico.

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El montaraz le detuvo y prosiguió enel mismo tono de voz suave, amable,convincente.

—Porque sin tomar ninguno de losvotos o el entrenamiento especial de loscaballeros, vivió según los más altosideales de la caballería, la nobleza y elvalor. En realidad fue unos días despuésde la batalla del monte Hackham,mientras Morgarath, sus wargals sedefendían en su retirada hacia el Paso delos Tres Escalones. Un contraataquerepentino nos cogió por sorpresa y tupadre vio a un compañero rodeado poruna tropa de wargals. El hombre estabaen el suelo y a punto de serdescuartizado cuando tu padre le echó

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una mano.La luz comenzó de nuevo a brillar en

los ojos del muchacho.—¿Lo hizo? —preguntó Will con los

labios formando apenas las palabras, yHalt asintió.

—Lo hizo. Y abandonó la seguridadde la formación de combate y saltó alfrente, armado tan sólo con una lanza. Semantuvo sobre su compañero herido y leprotegió de los wargals. Mató a uno conla lanza, después otro le partió la cabezade la pica y dejó a Daniel solo con elasta. Así que la usó como un bastón ytumbó a otros dos, ¡izquierda, derecha!¡Así!

Sacudió la mano de izquierda a

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derecha para demostrárselo. La miradade Will se concentraba en él, viendo labatalla según el montaraz se ladescribía.

—Le hirieron entonces, cuando lerompieron el asta de la lanza en otroataque. Habría sido suficiente paramatar a la mayoría de los hombres. Peroél, sencillamente, tomó la espada de unode los wargals que había matado yacabó con tres más, sangrando todo eltiempo de la herida enorme en sucostado.

—¿A tres? —preguntó Will.—Tres. Tenía la velocidad de un

leopardo. Y recuerda, como lanceronunca había entrenado en serio con la

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espada.Hizo una pausa recordando aquel

lejano día.—Sabes, por supuesto, que no hay

prácticamente nada a lo que teman loswargals, ¿no? Los llaman losDescerebrados, y una vez que comienzanuna batalla, casi siempre la terminan.Casi siempre. Aquélla fue una de laspocas veces que he visto a los wargalsatemorizados. Mientras que tu padregolpeaba de uno a otro lado,comenzaron a retroceder. Despacio alprincipio. Después corrieron.Simplemente se dieron la vuelta ycorrieron. Nunca he visto a ningún otrohombre, ningún caballero, ningún

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poderoso guerrero, que pudiera hacerhuir corriendo de miedo a los wargals.Tu padre lo hizo. Pudo haber sido unsargento, Will, pero fue el guerrero máspoderoso que yo jamás he tenido elprivilegio de ver. Entonces, cuando loswargals se retiraban, cayó sobre unarodilla junto al hombre al que habíaestado protegiendo, aún intentabaprotegerle, aunque sabía que él mismose estaba muriendo. Había recibido unamedia docena de heridas, peroprobablemente fue la primera la que lemató.

—¿Y su amigo se salvó? —preguntóWill con un hilo de voz.

Halt le miró un poco confuso.

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—¿Su amigo? —preguntó.—El hombre al que protegió —le

explicó Will—. ¿Sobrevivió?En cierto modo, pensó que habría

sido una tragedia si el valeroso intentode su padre no hubiera tenido éxito.

—No eran amigos —dijo Halt—.Hasta aquel momento, él nunca habíavisto al otro hombre —hizo una pausa,después añadió—: Ni yo a él.

La importancia de aquellas cuatroúltimas palabras se hundió bienprofundo en la conciencia de Will.

—¿Tú? —susurró—. ¿Eras tú elhombre al que salvó?

Halt asintió.—Como te dije, sólo le conocí

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durante unos minutos. Pero él hizo máspor mí que cualquier otro hombre, anteso después de aquello. Cuando se estabamuriendo, me habló de su mujer, y decómo estaba ella sola en su granja,esperando un bebé para uno de aquellosdías. Me suplicó que me encargase deque alguien la cuidara.

Will miró al rostro barbudo, adusto,que tan bien había llegado a conocer.Había una profunda tristeza en los ojosde Halt al recordar aquel día.

—Llegué demasiado tarde parasalvar a tu madre. Fue un parto difícil ymurió poco después de que tú nacieses.Yo te traje aquí y el barón Arald estuvode acuerdo en que debías ser educado en

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la Sala, hasta que tuvieras la edadsuficiente para convertirte en miaprendiz.

—Pero todos estos años, tú nunca…—Will se detuvo, sin saber qué decir.

Halt le sonrió con algo de tristeza.—¿Nunca revelé que te había dejado

en la Sala? No. Piénsalo, Will. La gentees… rara con los montaraces. ¿Cómohabrían reaccionado contigo cuandofueras creciendo? ¿Haciéndosepreguntas sobre qué tipo de criaturaextraña serías? Decidimos que seríamejor que nadie conociese mi interéspor ti.

Will asintió. Halt tenía razón, porsupuesto. La vida como pupilo había

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sido bastante difícil. Lo habría sidomucho más si la gente hubiera sabidoque existía algún tipo de conexión entreél y Halt.

—Entonces, ¿me tomaste comoaprendiz por mi padre? —dijo Will,pero esta vez Halt negó con la cabeza.

—No. Me aseguré de que cuidarande ti por tu padre. Te escogí porquedemostraste tener las capacidades yhabilidades que son necesarias. Ytambién pareces haber heredado algodel coraje de tu padre.

Se produjo un largo silencio entreellos mientras Will asimilaba el relatodel increíble combate de su padre. Dealguna forma, la verdad era más

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conmovedora, más inspiradora quecualquier fantasía que se hubiera podidoinventar a lo largo de los años parasustentarse. Al cabo del tiempo, Halt selevantó para irse y él sonrió agradecidoa la figura entrecana, ahora silueteadacontra el cielo mientras se apagaba laúltima luz del día.

—Creo que a mi padre le hubieragustado que escogiera como lo he hecho—dijo deslizando la cadena con la hojade roble de bronce por encima de sucabeza.

Halt simplemente asintió una vez,después se volvió y se metió en lacabaña, dejando a su aprendiz con suspropios pensamientos.

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Will permaneció sentado en silenciodurante algunos minutos. Casi sin querer,su mano se dirigió a tocar el símbolo dela hoja de roble de bronce que colgabade su cuello. La brisa del anochecer letraía los leves sonidos del patio deinstrucción de la Escuela de Combate yel incesante martilleo y el golpeteo delas armaduras que llevaban oyendo,noche y día, durante la última semana.Eran los sonidos del castillo deRedmont, preparándose para la guerraque se avecinaba.

Y extrañamente, por primera vez ensu vida, se sintió en paz.

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JOHN FLANAGAN nació en 1944 enSídney, Australia. Comenzó su vidalaboral en la publicidad antes decambiar para dedicarse por cuentapropia a escribir y editar guiones. Haescrito eslóganes publicitarios, folletos,vídeos corporativos y series para latelevisión, y es uno de los guionistas

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australianos más prolíficos de estemedio.

John escribió el primer libro de la serieMontaraces para animar a su hijo dedoce años a disfrutar de la lectura.Michael era un muchacho bajo y todossus amigos eran más altos y más fuertesque él. John quería mostrarle que leer esdivertido y que los héroes no erannecesariamente altos y musculosos.Ahora, a sus veintitantos años, Michaelmide un metro ochenta, es ancho dehombros y muy fuerte, pero aún leencanta leer los libros de Montaraces.

John vive en Manly, zona residencialcostera a las afueras de Sydney, y

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actualmente está escribiendo tres títulosmás de la serie Montaraces.