La Tierra Del Hielo - John Flanagan

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Will y Evanlyn van rumbo a Skandia,prisioneros del temible capitán Erak,a bordo de uno de sus barcos. Haltha jurado rescatar a Will y harácualquier cosa para cumplir supromesa, incluso desafiar a su rey.Expulsado del Cuerpo deMontaraces, Halt inicia su viaje encompañía de Horace y, por elcamino, se verán constantementeamenazados por caballeros sinfeudo dedicados al pillaje.

¿Llegarán a tiempo para salvar aWill de una vida de esclavitud?

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John Flanagan

La tierra delhielo

Montaraces - 03

ePub r1.0Titivillus 27.02.15

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Título original: The Icebound LandJohn Flanagan, 2005Traducción: Julio HermosoImagen de cubierta: John Blackford

Editor digital: TitivillusePub base r1.2

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A Penny, que puso el listónmuy alto.

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EUno

l barco de los skandians sehallaba a unas pocas horas delcabo Refugio cuando les

alcanzó la brutal tormenta.Habían navegado rumbo al norte

durante tres días, hacia Skandia, a travésde un mar que estaba más en calma queuna bañera, hecho que agradecieron Willy Evanlyn.

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—Esto no está tan mal —dijo Willconforme la estrecha nave cortaba consuavidad las aguas. Había oído lossombríos relatos de la gente que semareaba y vomitaba de una formaterrible a bordo de los barcos en altamar, pero a él no le parecía que hubiesenada de lo que preocuparse en aquelsuave movimiento oscilatorio.

Evanlyn asintió con algo de duda.Ella no era un marino experto, desdeluego, pero sí que se había hecho antes ala mar.

—Si es que esto es lo peor que sepone —dijo ella. Había captado lasmiradas de preocupación que Erak, elcapitán del barco, lanzaba hacia el norte

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y la forma en que apremiaba a losremeros del Wolfwind para queaumentasen el ritmo.

Erak, por su parte, sabía que aquellaengañosa calma era el anuncio de uncambio a peor, a mucho peor. De formaleve, al norte sobre el horizonte, podíaver cómo se formaba el oscuro frentetormentoso. Sabía que si no erancapaces de doblar el cabo Refugio ysituarse a tiempo al abrigo de aquel gransaliente de tierra, recibirían de llenotoda la fuerza de la tormenta. Durantevarios minutos, calculó velocidades ydistancias, y contrastó su avance con elcrecimiento de las nubes.

—No vamos a conseguirlo —le dijo

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por fin a Svengal. Su segundo de abordo asintió mostrando su acuerdo.

—Eso es lo que parece —admitióSvengal tomándoselo con filosofía.

La mirada de Erak recorría ahora deforma minuciosa el barco y secercioraba de que no quedase ningúnobjeto suelto, sin asegurar. Sus ojos seclavaron en los dos prisioneros,acurrucados en la proa de la nave.

—Será mejor que atemos a esos dosal mástil Y también vamos a aparejar lapala del timón.

Will y Evanlyn vieron cómo Svengalse dirigía hacia ellos con un rollo decuerda fina de cáñamo en la mano.

—¿Y eso? —preguntó Will—. No es

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posible que piensen que vamos aintentar escapar.

Sin embargo, Svengal se habíadetenido junto al mástil y los llamabacon apresurados gestos. Los dosaraluenses se levantaron y caminaroninseguros hacia él. Will se percató deque el movimiento del barco se estabavolviendo un poco más pronunciado y elviento crecía en intensidad. Se tambaleóen dirección a Svengal. Tras de sí, oyó aEvanlyn mascullar un juramento nadafemenino cuando se tropezó y se raspóla espinilla con un amarradero.

Svengal extrajo su cuchillo saxe ycortó dos trozos de cuerda del rollo.

—Ataos al mástil —les dijo—. En

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cualquier momento nos vamos a meteren la tormenta del siglo.

—¿Quieres decir que el viento nospodría lanzar por la borda? —preguntóEvanlyn, incrédula.

Svengal se percató de que Willestaba atándose al mástil con un perfectonudo de as de guía. La muchacha teníaalgún que otro problema, así que elskandian tomó la cuerda, rodeó con ellala cintura de la chica y la asegurótambién.

—Es posible —respondió a supregunta—, pero es más probable quesean las olas las que te arrastren al mar.

Vio el rostro del muchacho palidecerde miedo.

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—¿Nos estás diciendo que las olas,de verdad… pasan por encima de lacubierta? —dijo Will.

Svengal le lanzó una sonrisa fiera yforzada.

—Oh, sí, ya lo creo —dijo, y seapresuró a volver en ayuda de Erak conel timón, quien ya se encontrabaaparejando el enorme remo curvo.

Will tragó saliva varias veces.Habían dado por hecho que un barcocomo aquél se mantendría sobre las olascomo una gaviota. Ahora le contabanque era probable que las olas rompiesensobre la cubierta. Se preguntaba cómopodrían mantenerse a flote si aquellosucedía.

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—Dios mío… ¿Qué es eso? —dijoEvanlyn en voz baja y señalando alnorte. La delgada línea oscura que Erakhabía visto era ahora una mole negra yturbulenta apenas a doscientos cincuentametros de distancia y se cernía sobreellos a una velocidad superior al galopede un caballo. Los dos se acurrucaronjunto a la base del mástil e intentaronabarcar con los brazos el poste demadera y asirse escarbando con lasuñas.

Entonces el sol desapareció segúnles alcanzó la tormenta.

La brutal fuerza del viento cortó larespiración a Will. Literalmente. Aquélno era como ningún otro viento que Will

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hubiese conocido jamás. Se trataba deuna fuerza primitiva, viva, salvaje, quele rodeaba, le ensordecía, le cegaba, leextraía el aire de los pulmones y no lepermitía volver a respirar: le asfixiabaal tiempo que intentaba hacer que sesoltase. Tenía los ojos cerrados confuerza y luchaba por respirar, agarradoal mástil con desesperación.Débilmente, oyó gritar a Evanlyn ysintió que empezaba a separarse de él.La agarró a ciegas, tomó su mano y laatrajo de nuevo.

Les golpeó la primera ola gigantescay la proa del barco se escoró con unángulo aterrador. Comenzaron aascender por la pared de la ola; a

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continuación, el barco se tambaleó yempezó a deslizarse.

—¡Hacia atrás y hacia abajo! —gritaban Erak y Svengal a los remeros.Sus voces se las llevaba el viento, perola tripulación, de espaldas a la tormenta,podía ver y entender su lenguajecorporal. Tiraban de los remos de talforma que doblaban las varas de roblecon el esfuerzo y el deslizamiento haciaatrás fue poco a poco disminuyendo. Elagarre de los remos hizo que el barcocomenzase a ascender por la pared de laola, cada vez más alto, moviéndose cadavez más despacio hasta que Will tuvo laseguridad de que se produciría de nuevoel terrible deslizamiento hacia atrás.

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Entonces, la cresta de la ola rompióy tronó sobre ellos.

Toneladas de agua cayeron sobre elbarco y lo hicieron descender, loescoraron hacia la derecha hasta unpunto del que parecía que no se podríarecuperar. Will gritaba presa de unterror absolutamente animal y untremendo golpe de gélida agua salada learrancó el grito de la garganta, le llenóla boca y se le metió hasta los pulmones,hizo que se soltara del mástil y lo lanzópor la cubierta. Aún sujeto por lacuerda, estuvo girando de acá para alláhasta que toda la masa de agua hubopasado sobre él. Permaneciósacudiéndose sobre la cubierta como un

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pez mientras el barco se enderezaba.Evanlyn se encontraba a su lado y juntosregresaron al mástil a gatas, aferradoscon una renovada desesperación.

Entonces, la proa se inclinó haciadelante y cayeron en picado hacia elseno de la ola, el estómago se les quedóatrás y de nuevo se pusieron a gritar depuro terror.

La proa atravesó el seno dela ola,como si abriese el mar y lo lanzase bienalto por encima de ellos. Otra vez, elagua cayó en cascada sobre la cubierta,pero en esta ocasión carecía de la brutalfuerza de la ola al romper y los dosjóvenes consiguieron sujetarse. El agua,al nivel de su cintura, les pasó a gran

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velocidad. A continuación, el esbeltobarco de los skandians pareciósacudirse libre del tremendo peso.

En los bancos de los remos, latripulación de reemplazo ya seencontraba en pleno esfuerzo, achicandoagua por la borda con cubos. Erak ySvengal, en la parte más expuesta de lanave, se hallaban también atados en suspuestos, a ambos lados del timón detormenta. Éste era un enorme timón conforma de remo, un cincuenta por cientomás grande que los remos normales, y seutilizaba en lugar del timón más pequeñoen momentos como aquél. La longitud deaquel remo le daba al timonel un mayoragarre de forma que podía ayudar a los

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remeros a desplazar la proa del barcopara virar. Aquel día, era precisa lafuerza de ambos hombres paramanejarlo.

En la profundidad del seno entre lasolas, el viento parecía haber perdidoalgo de su fuerza. Will se apartó la salde los ojos, tosió y vomitó agua saladasobre la cubierta. Se encontró con lamirada de terror de Evanlyn.Débilmente, sintió que debía hacer algopara tranquilizarla, pero no había nadaque él pudiera decir o hacer. No podíacreer que el barco fuese capaz deaguantar otra ola como aquélla.

Y sin embargo, ya había otra encamino. Mayor aún que la primera, se

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dirigía hacia ellos desde una distanciade varios cientos de metros del seno,ganaba volumen y se elevaba bien alto,más alta que los muros del castillo deRedmont. Will apretó el rostro contra elmástil y sintió que Evanlyn hacía lomismo cuando el barco inició de nuevoaquella lenta y horrible elevación.

Subieron y subieron con los remosclavados sobre la pared de la olagracias al esfuerzo de los hombres en suintento por arrastrar al Wolfwind haciaarriba en contra de las fuerzas aliadasdel viento y el mar. Esta vez, antes deque la ola rompiese, Will creyó que lanave perdía la batalla en el últimomomento. Abrió los ojos horrorizado

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conforme ésta comenzaba a deslizarsehacia atrás, camino del seguro desastre.Entonces, la cresta de la ola se rizó ydescendió para golpear sobre ellos denuevo, y otra vez Will se vio lanzadodando vueltas y gateando por lacubierta. Se detuvo con un tirón de lacuerda que le sujetaba, sintió que algo ledaba un fuerte golpe en la boca y se diocuenta de que había sido el codo deEvanlyn. El agua cayó con estruendosobre él, una vez más la proa se inclinóhacia abajo y el Wolfwind comenzó otrodeslizamiento para zambullirse a todavelocidad por el otro lado, recobrar lavertical y expulsar el agua como un pato.Esta vez, Will se encontraba demasiado

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débil para gritar. Se quejó en voz baja yse arrastró de vuelta junto al mástil.Miró a Evanlyn y sacudió la cabeza. Nohabía forma de sobrevivir a aquello,pensó, y pudo ver el mismo temor en losojos de ella.

Al timón, Erak y Svengal sesujetaban cuando el Wolfwind golpeócontra el seno de la ola, levantó sendascortinas de agua a buena altura y aambos lados de la proa y toda laestructura del barco vibró con elimpacto. La nave rotó, se sacudió y seenderezó de nuevo.

—¡Lo está soportando bien! —gritóSvengal.

Erak asintió sombrío. Por muy

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aterrador que pudiera parecerles a Willy a Evanlyn, el barco de los skandiansestaba diseñado para sobrellevar olastan enormes como aquélla. Pero inclusolos barcos de los saqueadores tenían suslímites y Erak era consciente de que, silos superaban, todos estarían muertos.

—Esa última casi nos lleva pordelante —le respondió.

Apenas un empujón de los remerosen el último instante había hecho que lanave atravesase la cresta justo cuandoestaba a punto de deslizarse hacia atrás,hacia el seno.

—Vamos a tener que virar la nave ysalir por delante de la tormenta —concluyó, y Svengal asintió en señal de

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acuerdo, mirando al frente con los ojosentreabiertos contra el viento y laespuma salada.

—Después de ésta —dijo.La siguiente ola era un poco más

pequeña que la que casi había acabadocon ellos, pero «pequeña» era untérmino relativo. Los dos skandians seagarraron con fuerza al timón.

—¡Arriba, malditos seáis! ¡Arriba!—rugía Erak a los remeros conforme lamontaña de agua se elevaba por encimade sus cabezas y el Wolfwind comenzabaotra lenta y precaria ascensión.

—Oh, no. Por favor, por favor, quese acabe ya —se quejaba Will segúnsentía elevarse la proa una vez más. El

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terror era físicamente extenuante. Sóloquería que aquello parase. Si esnecesario, pensaba él, que se hunda elbarco. Que lo dejen. Que le pongan fin.Que tan sólo hagan que cese este pánico.Podía oír a Evanlyn a su lado,sollozando de miedo. Le pasó un brazopor los hombros pero no era capaz dehacer nada más para consolarla.

Subieron más, más y más, y allí seprodujo el familiar rugido del desplomede la cresta de la ola y el ruidoatronador del agua al caer sobre ellos;luego la proa atravesó la cresta, golpeócontra la espalda de la ola y descendióen picado. Will intentó gritar pero teníala garganta en carne viva y no le

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quedaban fuerzas. Sólo consiguiósollozar en voz baja.

El Wolfwind se deslizó hacia el senode la ola. Erak gritó unas instrucciones alos remeros. Dispondrían de un tiempomuy breve al resguardo del vientoproporcionado por la siguiente ola quese acercaba, y ésa era su ocasión paravirar.

—¡A estribor! —gritó señalando conla mano la dirección del viraje por siacaso su voz no llegaba a alguno de losremeros más alejados, aunque no temíamucho aquello.

Los remeros situaron los pies contrala estructura de vigas de madera. Losque se hallaban a estribor, el lado

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derecho del barco, tiraron de los mangosde sus remos hacia sí. Los del ladoizquierdo empujaron los suyos haciadelante. En cuanto el barco se equilibró,Erak dio la orden.

—¡Ahora!Las palas de los remos se

sumergieron en el agua y, conforme unlado empujaba y el otro tiraba, Erak ySvengal colgaron su peso del timón. Elbarco, largo y estrecho, viró en redondo,casi en el sitio, y puso la popa en ladirección del viento y las olas.

—¡Remad juntos ahora! —rugióErak, y los remeros se pusieron a ellocon ganas. Habían de mantener el barcoa una velocidad de desplazamiento

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superior a la de la ola que les seguía oésta los sepultaría. Miró un instante alos dos jóvenes cautivos araluensesacurrucados con abatimiento junto almástil y se olvidó de ellos en cuantovolvió a su tarea de evaluar losmovimientos del barco para mantener lapopa en la dirección de la ola.Cualquier error por su parte y la naveviraría y quedaría de costado contra elviento y el mar, lo que sería el fin paratodos ellos. Ahora navegaban con másfacilidad, él lo sabía, pero no eramomento para distracciones.

Para Will y Evanlyn, el barco aúncabeceaba y se elevaba de un modoterrible, unos quince metros según iba

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de cresta a seno; no obstante, ahora lamarcha era más controlada. Iban con elmar, no luchaban contra él. Will sintióuna leve mejoría en el movimiento. Laespuma y el agua aún caían sobre ellos aintervalos regulares, pero aquel terribledeslizamiento en retroceso habíaquedado atrás. Conforme el barcosuperaba las sucesivas montañas deagua que oscilaban por debajo y a sualrededor, Will comenzó a creer quepodrían tener una ligera posibilidad desupervivencia.

Pero apenas se trataba de un escasopodrían. Él seguía sintiendo el mismoterror aferrado a los intestinos con cadaola que les adelantaba, y cada vez tenía

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la sensación de que aquélla bien podíaser la última. Rodeó a Evanlyn conambos brazos y notó los de ellaalrededor de su cuello en respuesta,mejilla contra mejilla. Evanlyngimoteaba de miedo. Y Will se percató,con cierta sorpresa, de que también lohacía él mientras mascullaba palabrassin sentido, llamaba a Halt, a Tirón, acualquiera que le pudiese oír y ayudar.Pero conforme a cada ola le siguió otray el Wolfwind aguantó, el pánicocegador fue disminuyendo, laextenuación nerviosa lo sustituyó y,finalmente, se durmió.

Durante siete días más, el barco fueconducido lejos, al sur, fuera del mar

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Angosto, dentro de los límites delocéano Infinito. Y Will y Evanlynpermanecieron acurrucados junto almástil: empapados, exhaustos ycongelados. El pánico ante el desastrese hallaba siempre presente en suscabezas, pero, de forma gradual,comenzaron a creer que podríansobrevivir.

Al octavo día, el sol se abrió paso.Era débil y deslavazado, a decir verdad,pero era el sol. El brusco movimientovertical había cesado y, de nuevo, elbarco surcaba con suavidad las grandesolas.

Erak, con el pelo y la barbaescarchados por la sal, tiró cansado del

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timón e hizo que la nave describiese unaamplia curva para dirigirse otra vezhacia el norte.

—Rumbo al cabo Refugio —le dijoa su tripulación.

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HDos

alt se encontraba de pie,inmóvil, apoyado en el enormetronco de un roble cuando los

bandidos salieron del bosque en manadapara rodear el carruaje.

Se hallaba por completo a la vista,pero nadie le vio. En cierta medida sedebía al hecho de que los ladronesestaban totalmente concentrados en su

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presa, un adinerado mercader y suesposa. Por su lado, éstos seencontraban de igual modo distraídos,mirando con horror a los hombresarmados que ahora rodeaban su carruajeen medio del claro.

Pero sobre todo se debía a la capade camuflaje que llevaba Halt, con lacapucha puesta sobre la cabeza paradejar el rostro en penumbra, y al hechode que se hubiese quedado inmóvil.Como todos los montaraces, Haltconocía el secreto de fundirse con elpaisaje de fondo por medio de lacapacidad de quedarse quieto, auncuando la gente parecía estar mirandodirectamente hacia él.

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Convéncete de que no se te ve,decía el montaraz, y así será.

Una figura corpulenta, vestida denegro por completo, surgió entonces deentre los árboles y se aproximó alcarruaje. Halt entornó los ojos por uninstante y a continuación suspiró ensilencio. «Otra pérdida de tiempo»,pensó.

El personaje guardaba un leveparecido con Foldar, el hombre que Haltperseguía desde el fin de la guerra conMorgarath y que había sido el primerlugarteniente de éste. Había conseguidoescapar de su captura cuando su lídercayó muerto y su ejército de wargalsinfrahumanos se deshizo.

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Por contra, Foldar no era una bestiadescerebrada. Era un ser humano muyracional y planificador; y un ser humanototalmente malvado y retorcido. Hijo deuna familia noble de Araluen, habíaasesinado a sus padres después de unadiscusión por un caballo. Apenas era unadolescente por aquel entonces y escapóhuyendo a las Montañas de la Lluvia y laNoche, donde Morgarath reconoció en éla un alma gemela y lo acogió. Ahora erael único miembro superviviente delbando de Morgarath, y el rey Duncanhabía hecho de su captura yencarcelamiento la absoluta prioridadpara las fuerzas armadas del reino.

El problema era que no dejaban de

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aparecer suplantadores de Foldar portodas partes, bandidos de poca montacomo era el caso de éste, que hacían usodel nombre de aquél y de su reputaciónde salvaje para infundir temor en susvíctimas y que robarles fuese mássencillo. Y según surgía cada uno, Halt ysus colegas habían de perder el tiemposiguiéndoles. Sentía un lento ardor deira por el tiempo que estabaderrochando con aquellas molestias demenor importancia. Halt tenía otrascuestiones que atender. Tenía unapromesa que cumplir e idiotas como éstese lo estaban impidiendo.

El falso Foldar se había detenidojunto al carruaje. Su capa negra con el

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cuello alto era en cierto modo similar ala que llevaba el verdadero, pero Foldarera un dandi y su capa era de unterciopelo y satén negros inmaculados,mientras que la de éste era de simplelana, mal cortada y con parches envarios sitios, con un cuello de cueronegro curtido de manera rudimentaria.

La boina que llevaba estabadescuidada, tenía muchas arrugas, y lapluma de cisne negro que la adornaba seencontraba doblada, probablementeporque alguno de los bandidos se habíasentado sobre ella. El hombre comenzóa hablar, y su intento por imitar el tonosarcástico y con un leve ceceo de Foldarse fue al garete por su tosco acento rural

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y su torpe gramática.—Bajad del carruaje, buen señor y

madame —dijo con una torpereverencia—. Y no temáis, buena dama,que el noble Foldar nunca hace daño aalguien tan bello como vos.

Pretendió una risa malvada ysardónica, sin embargo le salió algo másparecido a un débil cacareo.

La «buena dama» era de todo menosbella. De mediana edad, con sobrepesoy feúcha en extremo, pero sin motivoalguno por el que hubiera de someterse aaquel tipo de hostigamiento, pensó Haltcon severidad. Ella se echó hacia atrásgimoteando de miedo ante la visión deaquel personaje de negro ante sí.

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«Foldar» dio un paso al frente, con unavoz más violenta y un tono másamenazador.

—¡Abajo, señora! —gritó—. ¡O leentrego en la palma de la mano lasorejas de su marido!

Agarró la empuñadura de una largadaga que pendía de su cinto. La mujergritó y se encogió alejándose aún más enel interior del carruaje. Su marido,igualmente aterrado y más que a gustocon tener las orejas donde las tenía,intentaba empujarla hacia la puerta delcarruaje.

«Suficiente», pensó Halt. Seguro deque nadie miraba en su dirección,engarzó una flecha, tensó y apuntó en un

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movimiento conjunto, y disparó.«Foldar», cuyo verdadero nombre

era Rupert Gubblestone, tuvo la breveimpresión de que algo pasaba como unrayo justo por delante de sus narices.Acto seguido se produjo un fuerte tirónen el cuello levantado de su capa y sevio pinchado en el carruaje por unaflecha negra que vibraba y que se habíaincrustado en la madera con un ruidosordo. Dio un grito del susto, perdió elequilibrio y tropezó, y la caída la evitóla capa, que ahora empezaba a ahogarleal llevarla abrochada alrededor delcuello.

Conforme los demás bandidos segiraban para ver de dónde venía la

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flecha, Halt avanzó desde el árbol. Sinembargo, a los asustados ladrones lespareció que había salido de dentro delenorme roble.

—¡Montaraz del rey! —gritó Halt—.Tirad las armas.

Había diez hombres, todos armados.Ni uno solo pensó en desobedecer laorden. Cuchillos, espadas y garrotessonaron al caer al suelo. Acababan dever en directo un ejemplo de la magianegra de los montaraces: la adusta figurahabía salido de dentro del tronco vivode un roble. Incluso ahora, la capa quellevaba parecía brillar vagamente demanera que hacía difícil concentrarse enél. Y si la hechicería no fuese suficiente

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para obligarles, a la vista tenían unarazón tangible: el gigantesco arco largocon otra flecha de varilla negra ya sobrela cuerda.

—¡Al suelo, boca abajo! ¡Todos! —Recibieron aquellas palabras como elazote de un látigo y se arrojaron alsuelo. Halt señaló a uno, un joven con lacara sucia que no podía tener más dequince años—. ¡Tú no! —le dijo, y elmuchacho, a gatas, vaciló—. Tú quítaleslos cinturones y átales las manos a laespalda.

El muchacho, aterrorizado, asintióvarias veces y a continuación sedesplazó hacia el primero de suscompinches tumbados boca abajo. Se

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detuvo cuando Halt le dirigió otraadvertencia.

—¡Átalos bien fuerte! —le dijo—.Si me encuentro un solo nudo flojo, te…—dudó por un instante, mientras se leocurría una amenaza apropiada, yentonces prosiguió—: Te encerraréemparedado dentro de aquel roble deallí.

Con aquello valdría, pensó. Eraconsciente del efecto que suinexplicable aparición desde el árbolhabía tenido en aquellos toscosaldeanos. Se trataba de una herramientaque ya había utilizado antes en muchasocasiones. Vio cómo el rostro delmuchacho palidecía de miedo bajo la

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suciedad y supo que la amenaza habíafuncionado. Centró su atención enGubblestone, que daba débiles tironesde la correa que le abrochaba la capaconforme ésta seguía ahogándole. Yatenía la cara roja y los ojos saltones.

Y más que sobresalieron sus ojoscuando Halt desenvainó su gran saxe.

—Vamos, relájate —dijo Halt,irritado.

Dio un veloz tajo a la cinta yGubblestone, liberado de formarepentina, cayó al suelo con pocaelegancia. Parecía contento deencontrarse allí, lejos del alcance deaquel cuchillo brillante. Halt levantó lamirada a los ocupantes del carruaje. El

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alivio en sus rostros era más que obvio.—Creo que ya pueden seguir camino

si lo desean —afirmó en tono agradable—. Estos idiotas no les van a molestarmás.

El mercader, sintiéndose culpable alrecordar cómo había intentado empujara su esposa fuera del carruaje, trató decubrir su incomodidad con una sarta debravatas.

—¡Se merecen la horca, montaraz!¡A la horca! ¡Han aterrorizado a miseñora y han amenazado a mi mismísimapersona!

Halt miraba impasible al hombrehasta que finalizó su arrebato.

—Peor que eso —dijo en voz baja

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—, me han hecho perder el tiempo.

—Halt, la respuesta es no —dijoCrowley—. Exactamente la misma quela última vez que lo pediste.

Podía apreciar la ira en cada puntodel cuerpo de Halt mientras su viejoamigo se hallaba de pie ante él. Crowleyodiaba lo que tenía que hacer, pero lasórdenes eran las órdenes y, comocomandante de los montaraces, sutrabajo consistía en lograr que secumpliesen. Y Halt, como todos losmontaraces, tenía la obligación deobedecerlas.

—¡No me necesitan! —estalló Halt

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—. ¡Estoy perdiendo el tiempo dandocaza a esos imitadores de Foldar portodo el reino cuando debería ir tras deWill!

—El rey ha convertido a Foldar ennuestra prioridad número uno —lerecordó Crowley—. Más tarde o mástemprano encontraremos al verdadero.

Halt hizo un gesto de desdén.—¡Y ya tienen a los otros cuarenta y

nueve montaraces para hacer el trabajo!—dijo—. Por el amor de Dios, esodebería ser suficiente.

—El rey Duncan quiere a los otroscuarenta y nueve. Y te quiere a ti. Confíaen ti y depende de ti. Eres el mejor quetenemos.

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—Yo he cumplido mi parte —replicó Halt bajando la voz, y Crowleysabía cuánto le dolía al montaraz deciraquellas palabras. Sabía también que sumejor respuesta sería el silencio: unsilencio que obligaría a Halt a avanzaren el tipo de racionalización queCrowley sabía que él odiaba—. El reinoestá en deuda con ese muchacho —dijocon un poco más de seguridad en sutono.

—El muchacho es un montaraz —dijo Crowley con frialdad.

—Un aprendiz —le corrigió Halt, yCrowley se puso en pie de golpe tirandola silla con la violencia de sumovimiento.

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—El aprendiz de un montaraz asumelos mismos deberes que un montaraz.Siempre lo hemos hecho, Halt. Lasreglas son las mismas para todos losmontaraces: el reino es lo primero. Ésees nuestro juramento. Tú lo hiciste, yo lohice y Will lo hizo.

Se produjo un áspero silencio entreambos, empeorado por los años quehabían vivido como amigos ycamaradas. Halt, se percató Crowley,era posiblemente su amigo más cercano,y allí se encontraban, intercambiandopalabras amargas y argumentos cargadosde ira. Se dio la vuelta, puso en pie lasilla que se había caído y realizó ungesto pacífico hacia Halt.

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—Mira —le dijo en un tono mássuave—, ayúdame tan sólo a acabar contodo este tema de Foldar. Dos meses,puede que tres, y podrás ir tras de Willcon mi bendición.

La cabeza canosa de Halt ya semeneaba en un gesto negativo antes deque hubiese terminado.

—En dos meses podría estar muerto.O vendido como esclavo y perdido parasiempre. Tengo que ir ahora, cuando elrastro es aún reciente. Se lo prometí —añadió tras una pausa con una vozpesada por la tristeza.

—No —dijo Crowley en un tono decarácter definitivo.

Al oírlo, Halt se cuadró de hombros.

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—Entonces, veré al rey —dijo.Crowley bajó la mirada hacia su

escritorio.—El rey no te recibirá —replicó de

forma rotunda. Levantó la mirada y viola sorpresa y la traición en los ojos deHalt.

—¿Que no me recibirá? ¿Merechaza?

Durante veinte años, Halt había sidouno de los consejeros más cercanos delrey con permanente e incuestionableacceso a las habitaciones del monarca.

—Sabe lo que le vas a pedir, Halt.No quiere rechazarte, por eso se niega arecibirte.

La sorpresa y la traición habían

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desaparecido ya de los ojos de Halt. Ensu lugar había ira, amarga ira.

—Entonces tan sólo tendré quehacerle cambiar de opinión —dijo envoz baja.

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ETres

n cuanto el barco de losskandians dobló el cabo y seencontró al resguardo de la

bahía, desapareció el fuerte oleaje. Enel interior de aquel puerto natural, elcabo rocoso cortaba la fuerza tanto delviento como de las olas, de forma que elmar se hallaba en calma, con unasuperficie perturbada tan sólo por la

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expansión en forma de «V» de la esteladel barco.

—¿Esto es Skandia? —preguntóEvanlyn.

Will, vacilante, se encogió dehombros. Sin lugar a dudas, no tenía elaspecto que él esperaba, sólo había unaspocas cabañas pequeñas y destartaladasen la orilla. Ni rastro de ciudad alguna.Ni de gente.

—No parece lo bastante grande,¿verdad? —dijo él.

Svengal, que estaba enrollando unacuerda cerca de ellos, rió ante suignorancia.

—Esto no es Skandia —les dijo—,apenas estamos a mitad de camino de

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allí. Esto es Skorghijl.Al ver sus miradas de desconcierto,

continuó con su explicación.—Ahora no podemos cruzar hasta

Skandia. Esa tormenta en el mar Angostonos ha retrasado tanto que nos hemosmetido en la temporada de losvendavales de verano. Nos refugiaremosaquí hasta que hayan amainado. Para esoson esas cabañas.

Will echó un vistazo a las ajadascabañas de madera.

Tenían un aspecto lúgubre eincómodo.

—¿Y cuánto tiempo va a ser eso? —preguntó, y Svengal se encogió dehombros.

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—Seis semanas, dos meses, ¿quiénsabe?

Se alejó con la cuerda enrollada alhombro y los dos jóvenes se quedaron asolas para observar los alrededores.

Skorghijl era un lugar inhóspito ypoco acogedor, de roca desnuda,abruptos acantilados de granito y unapequeña playa llana en la que seapiñaban las cabañas de maderadesvaída por la acción del sol y la sal.No se veía un solo árbol ni una briznade verde por ningún lado. Los bordes delos acantilados estaban salpicados delblanco de la nieve y el hielo, el resto erapiedra y esquisto, una roca de colornegro azulado parecida a la pizarra. Era

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como si los dioses que los skandiansveneraban, cualesquiera que fuesen,hubieran eliminado todo vestigio decolor de aquel pequeño universo rocoso.

De forma inconsciente, sin lanecesidad de combatir el empujeconstante hacia atrás de las olas, losremeros aflojaron el ritmo y el barcocruzó la bahía deslizándose hasta laplaya de guijarros. Erak, al timón, guióla nave por el canal que conducíadirecto a la playa hasta que la quillachirrió contra los guijarros y el barco,por vez primera en todos aquellos días,se quedó quieto.

Will y Evanlyn se pusieron en pie ynotaron inseguridad en las piernas tras

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días de constante movimiento.El barco resonó con golpes sordos

de madera contra madera cuando latripulación recogió los remos y losguardó. Erak enrolló una correa decuero alrededor del timón paraasegurarlo y evitar que se golpease deun lado a otro con los movimientos delas mareas. Miró un instante a los dosprisioneros.

—Id a tierra si queréis —les dijo.No había ninguna necesidad deencerrarlos o vigilarlos, Skorghijl erauna isla de apenas dos kilómetros delargo en su zona más ancha. Aparte deaquel puerto natural perfecto que habíahecho las veces de refugio de los

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skandians durante la temporada de losvendavales de verano, la costa deSkorghijl era una abrupta sucesión deacantilados que caían al mar.

Will y Evanlyn se desplazaron haciala proa del barco y pasaron entre losskandians que se encontrabandescargando barriles de agua y cervezay sacos de comida desecada de losespacios protegidos que había bajo lacubierta principal. Will se subió a laborda y se descolgó de ella estirándosepor completo durante unos segundospara dejarse caer al suelo de esquisto acontinuación. Allí, con la proa del barcoinclinada hacia arriba según se habíadeslizado por la playa, había una buena

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caída hasta las piedras. Se volvió paraayudar a Evanlyn, pero ella ya se estabadejando caer justo detrás de él.

Permanecieron en pie con un ciertoaire vacilante.

—Dios mío —dijo Evanlyn entredientes al sentir que se tambaleaba comosi la tierra firme rodase y se inclinase.Tropezó y cayó sobre una rodilla.

Will no se encontraba en un estadomucho mejor. Ahora que había cesado elmovimiento constante, parecía que elsuelo debajo de ellos subía, bajaba y sesacudía. Se apoyó con una mano contrael costado de madera del barco para nocaerse.

—¿Qué es esto? —le preguntó a

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Evanlyn. Miró al suelo bajo sus piescomo si esperase verlo rodar y formarmontículos y colinas, pero estaba planoe inmóvil. Tuvo los primeros síntomasde náuseas en la boca del estómago.

—¡Cuidado ahí abajo! —les advirtióuna voz desde arriba, y un saco de carneseca de ternera cayó sobre los guijarrosa su lado con un ruido sordo. Willlevantó la vista con un tambaleovacilante y se encontró con la miradasonriente de uno de los miembros de latripulación.

—Tienes el mareo de tierra,¿verdad? —le dijo, no sin compasión—.Estarás bien en unas horas.

A Will le daba vueltas la cabeza.

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Evanlyn había conseguido ponerse denuevo en pie. Aún le oscilaba todo, peroella no sentía el mismo ataque denáuseas que tenía Will. Lo cogió delbrazo.

—Vamos —le dijo—, hay unosbancos ahí arriba, junto a las cabañas.Estaremos mejor si nos sentamos.

Tambaleándose como si estuvieranborrachos, tropezón tras tropezón,atravesaron la playa de guijarros hastalos toscos bancos de madera y las mesasque había en el exterior de las cabañas.

Will se dejó caer agradecido en unode ellos y apoyó la cabeza en las manos,con los codos sobre las rodillas. Lanzóun gruñido de suplicio al tiempo que le

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invadía otra oleada de náuseas. Evanlynse encontraba en una disposiciónligeramente mejor. Le dio unaspalmaditas en el hombro.

—¿Cuál será la causa de esto? —preguntó ella en voz baja.

—Ocurre cuando has pasado variosdías a bordo de un barco.

Erak, jarl de los skandians, se habíaaproximado por detrás de ellos. Llevabaun saco de provisiones sobre el hombroy lo descargó en el suelo junto a lapuerta de una de las cabañas, con unleve gruñido por el esfuerzo.

—Por alguna razón —prosiguió—,vuestras piernas parecen creer que aúnse encuentran sobre la cubierta del

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barco. Nadie sabe por qué. Sólo duraráunas pocas horas y después osencontraréis bien.

—Ahora no puedo ni imaginarme elestar bien otra vez —gruñó Will con unavoz pastosa.

—Lo estarás —le aseguró Erak—.Encended un fuego —dijo de formabrusca, y señaló un círculo de piedrasennegrecidas a unos pocos metros de lacabaña más cercana—. Os sentiréismejor con una comida caliente en elcuerpo.

Will gruñó ante la mención de lacomida; sin embargo, se levantó delbanco con cierta falta de estabilidad ytomó el eslabón y el pedernal que le

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ofrecía Erak. A continuación, Evanlyn yél se trasladaron hasta el lugar de lafogata. Allí cerca había un montón detrozos de madera desecados por el sol yla sal. Algunas de las tablas eran tanfrágiles que se podían partir con lamano, y Will comenzó a amontonar losfragmentos en forma de pirámide en elcentro del círculo de piedras.

Evanlyn, por su parte, había reunidounos puñados de musgo seco a modo deyesca y en cinco minutos tenían enmarcha el crepitar de un pequeño fuegocuyas llamas lamían con ansia los trozosmás grandes de leña que ahora añadían ala hoguera.

—Como en los viejos tiempos —

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murmuró Evanlyn con una leve sonrisa.Will se volvió rápidamente hacia ellacon otra sonrisa en respuesta. Podía vercon gran claridad cómo el puente deMorgarath se elevaba de nuevo anteellos con los fuegos que habíanpreparado alimentándose con voracidadde las sogas embreadas y las resinosasvigas de madera de pino. Suspiró hondo.Dada la posibilidad de volver a hacerlo,aún habría actuado como lo hizo, pero lehubiera gustado que Evanlyn no hubieseestado mezclada con aquello. Deseabaque no la hubieran capturado con él.

Entonces, mientras pensaba en aqueldeseo, se dio cuenta de que ella era laúnica chispa de brillo en su actual vida

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de penuria y que, al desear que ella sehallase lejos, estaba queriendo alejar desí el único resplandor de felicidad ynormalidad en sus días.

Tuvo un instante de confusión. En unmomento de extrema sorpresa, sepercató de que, si ella no se encontrasecon él, apenas merecería la pena vivirsu vida. Se estiró y rozó ligeramente sumano. Ella le miró de nuevo y en estaocasión fue él quien sonrió primero.

—¿Volverías a hacerlo? —lepreguntó—. Ya sabes, el puente y todoeso.

Y esta vez ella no le devolvió lasonrisa. Seria, meditó durante unossegundos y después dijo:

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—De inmediato. ¿Y tú?Él asintió y volvió a suspirar,

pensando en todo lo que habían dejadoatrás.

Desapercibido para los dos jóvenes,Erak había presenciado el breveintercambio. Asintió para sus adentros.Era bueno para ambos disponer de unamigo, pensó. La vida iba a resultar muydura para los dos cuando llegasen aHallasholm y a la corte de Ragnak. Losvenderían como esclavos y sus vidas selimitarían al duro trabajo físico, sin unrespiro ni concesión. Un díapenosamente duro detrás de otro, un mestras otro, año tras año. Alguien con esavida necesitaría un amigo.

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Sería demasiado decir que Erak sehabía encariñado con los dos jóvenes,pero se habían ganado su respeto. Losskandians eran un pueblo guerrero queapreciaba la valentía y el valor en labatalla por encima de todo lo demás, ytanto Will como Evanlyn habíandemostrado su coraje cuandodestruyeron el puente de Morgarath. Elchico, pensaba él, era un buen luchador.Había derribado a los wargals con aquelpequeño arco suyo como si fueran bolos.Pocas veces había visto Erak un arqueromás rápido y con mayor precisión. Seimaginó que aquello era el resultado desu entrenamiento de montaraz.

Y la chica había mostrado asimismo

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tener coraje de sobra, en primer lugar alasegurarse de que el fuego habíaprendido como quería en el puente ydespués, cuando por fin cayó Will por elgolpe de una piedra lanzada por unskandian, ella misma intentó coger elarco y seguir disparando.

Resultaba difícil no sentircompasión por ellos. Eran los dos tanjóvenes, con tanto como debían habertenido por delante. Trataría de hacerleslas cosas tan fáciles como le fueseposible cuando llegasen a Hallasholm,pensó Erak, pero no había mucho alalcance de su mano. Entonces se sacudiócon enfado rompiendo el aireintrospectivo que se había apoderado de

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él.—¡Pero qué maldito sensiblero! —

masculló para sí.Advirtió que uno de los remeros

estaba intentando escamotear un trozo decarne de cerdo de primera de un saco deprovisiones cercano. Se desplazósilencioso por detrás de él y le asestó unempujón con la planta del pie en laespalda con tal fuerza que lo levantó delsuelo.

—¡Métete esas manos de ratero enlos bolsillos! —le gruñó. Acontinuación, agachó la cabeza bajo eldintel de la entrada y se introdujo en laoscura cabaña que olía a humo con laintención de reclamar el mejor catre

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para sí.

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LCuatro

a taberna era un sitio lúgubre,humilde y pequeño, con el techoa baja altura, repleto de humo y

nada limpio, pero se hallaba cerca delrío donde atracaban los grandes navíosque traían mercancías para el comerciocon la capital, así que allí también solíahaber un buen negocio.

Justo ahora, no obstante, el negocio

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se había esfumado y la razón del declivese encontraba sentada en una de lasmesas vacías, sucias con restos, junto ala chimenea. El hombre levantó los ojosen dirección al tabernero con una miradarefulgente bajo las prominentes cejas ydio un fuerte golpe con la gran jarravacía contra los desiguales tablones demadera de la mesa.

—Otra vez está vacía —dijoenfadado. Había un ligerísimo arrastreen su vocalización que le recordó altabernero que aquélla sería la octava ola novena vez que le rellenaría la jarracon el brandy fuerte y barato que era laespecialidad de los bares de los muellescomo aquél. Una venta era una venta, se

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dijo para sí lleno de dudas, pero sucliente tenía toda la pinta de ser unabomba de relojería, y el tabernerodeseaba con desesperación que semarchase y explotase en cualquier otrositio.

Casi todos los clientes habituales,con un asombroso instinto para lassituaciones en que se cocían losproblemas, se habían marchado cuandoaquel hombre de baja estatura entró ycomenzó a beber con tan inquietantepropósito. Tan sólo se había quedadomedia docena. Uno de ellos, unestibador corpulento, había mirado porencima del hombro a aquel individuo demenor envergadura y había decidido que

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sería presa fácil. Tal vez aquel clientefuese pequeño y estuviese borracho,pero la capa de color gris verdoso y ladoble vaina de cuchillo que colgaba desu cadera izquierda lo identificabancomo un montaraz, y éstos, cualquierpersona sensata lo afirmaría, no erangente con la que se pudiese andarjugando.

El estibador lo aprendió por lasmalas. La pelea apenas duró unos pocossegundos y acabó con él tiradoinconsciente en el suelo. Suscompañeros se marcharon a toda prisaen busca de un ambiente más amistoso, ymás seguro. El montaraz les vio marchare hizo una seña para que le sirvieran

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otra vez. El posadero pasó por encimadel estibador, llenó hasta los topes,nervioso, la jarra del montaraz y seretiró tras la relativa seguridad de labarra.

Entonces comenzaron los verdaderosproblemas.

—Ha llegado a mis oídos —anuncióel montaraz, pronunciando sus palabrascon la cuidadosa precisión de un hombreconsciente de que ha bebido demasiado— que nuestro buen rey Duncan, señorde este reino, no es más que unamilanado.

Si antes de aquello el ambiente en elbar había sido premonitorio, ahora sehabía puesto de verdad al rojo por la

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tensión. Los ojos de los pocos clientesque quedaban se hallaban fijos en elpequeño personaje de la mesa. Éstemiró a su alrededor con una leve ysevera sonrisa que se formaba en suslabios, apenas visible entre la barba y elbigote entrecanos.

—Un amilanado, un cobarde y unbobo —dijo con claridad.

No se movió nadie. Aquélla era unaforma peligrosa de hablar. Insultar ometerse con el rey en público de esamanera, para un ciudadano normal, seríaun delito grave. Para un montaraz, unmiembro bajo juramento de las fuerzasespeciales del reino, aquello estabapróximo a la traición. Se produjo un

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intercambio de miradas nerviosas. Lospocos clientes restantes desearon tenerla posibilidad de marcharse sin hacerruido, pero algo en la tranquila miradadel montaraz les decía que eso ya no erauna opción. Se percataron entonces deque el arco largo que había apoyado enla pared detrás de él se hallaba yaencordado, y el carcaj junto a éste seencontraba lleno de flechas. Todossabían que al primero que intentase salirpor la puerta principal, de formainmediata le seguiría una flecha. Y todossabían que los montaraces, inclusoborrachos, rara vez fallaban a la hora dealcanzar los objetivos a los queapuntaban.

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No obstante, permanecer allímientras que el montaraz lanzabareproches e insultos contra el reyresultaba igualmente peligroso. Susilencio bien podía ser interpretadocomo aquiescencia, de llegar a enterarsealguien de lo que allí estaba pasando.

—Sé de buena tinta —prosiguió elmontaraz, casi de manera jovial ahora—que el buen rey Duncan no es el legítimoocupante del trono. He oído que enrealidad es el hijo de una limpiadora deretretes borracha. Otro rumor aseguraque es el resultado de la fascinación desu padre por una bailarina ambulante delhula-hula. Escojan la que prefieran. Deuno u otro modo, no parece el linaje

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apropiado para un rey, ¿no?Un leve suspiro se le escapó a

alguien de entre los labios.Aquello se estaba volviendo más

peligroso por momentos. El tabernero,inquieto detrás de la barra, captó unmovimiento en el almacén y se desplazópara poder ver mejor a través de lapuerta. Su esposa, en su camino deentrada al bar con una fuente de pastelespara la barra, se había detenido al oír laúltima afirmación del montaraz. Sequedó de pie, con el rostro lívido,mirando a su marido con un gesto deinterrogación silenciosa.

Él miró rápidamente al montaraz,pero la atención de éste se encontraba

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ahora centrada en un carretero queestaba intentando pasar desapercibidoen el extremo más alejado del bar.

—¿No está de acuerdo, señor…usted, el del jubón amarillo que aúnlleva los restos de la mayor parte de sudesayuno de ayer… en que una personaasí no se merece ser el rey de esta bellatierra? —le preguntó. El carreterofarfulló y se cambió de sitio sin querermirarle.

El tabernero hizo un gesto apenasperceptible con la cabeza en dirección ala puerta trasera del edificio. Su mujerdesvió la mirada hacia allí y despuésvolvió a mirar a su marido con las cejaslevantadas a modo de pregunta. «La

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guardia», gesticuló él con la boca ymucho cuidado, y vio aparecer en losojos de ella una señal inequívoca de quele había entendido. Pisando con sumacautela y aún fuera de la línea de visióndel montaraz, la mujer cruzó el almacén,salió por la puerta de atrás y la cerrótras de sí tan silenciosamente comopudo.

A pesar de todas sus precauciones,se oyó el pestillo de la puerta cuando seencajó en su sitio después de salir ella.Los ojos del montaraz se volvieron degolpe hacia el tabernero, recelosos einquisidores.

—¿Qué ha sido eso? —le preguntó,y el tabernero se encogió de hombros

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mientras se frotaba nervioso las manoshúmedas contra el delantal sucio. Nointentó hablar, sabía que tenía lagarganta demasiado seca para articularpalabra.

Por un fugaz instante, creyó habervisto un brillo de satisfacción en laexpresión de aquel hombre, perodescartó la idea por ridícula.

Conforme los minutos se alargaban,los insultos y las calumnias del montarazcontra el rey Duncan se hacían másintensos y más ultrajantes. El propietariotragó saliva nervioso. Su mujer se habíamarchado hacía ya diez minutos. A buenseguro ya debía haber encontrado undestacamento de la guardia, ¿no? Debían

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estar a punto de llegar, sin duda, encualquier momento, para llevarse aaquel hombre peligroso y detener esediscurso de alta traición, ¿no?

Y según se le ocurrían tales cosas, lapuerta principal se abrió de golpegirando sobre sus bisagras y un grupo decinco hombres dirigidos por un cabo seabrió paso al interior de la oscura sala.Cada uno de ellos iba armado con unaespada larga y una maza corta y pesadacolgando del cinto, y llevaba unpequeño escudo redondo cargado a laespalda.

El cabo examinó la sala mientras sushombres se desplegaban a su espalda yentornó los ojos al distinguir la figura

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encorvada sobre la mesa.—¿Qué está pasando aquí? —

inquirió, y el montaraz sonrió. Era unasonrisa que no se transmitió a su mirada,se percató el tabernero.

—Estamos charlando de política —dijo con unas palabras cargadas desarcasmo.

—No es lo que he oído —replicó elcabo, de labios finos—. Me han dichoque más bien se trataba de traición.

La boca del montaraz se abrió sindar crédito y sus cejas se arquearon enuna mueca de sorpresa.

—¿Traición? —repitió, y recorrió lasala con una mirada de curiosidad—.Así que alguien de por aquí ha estado

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dedicándose al chismorreo, ¿eh? ¿Hayentre los presentes algún idiota acusicacuya lengua haya que… ¡cortar!?

Sucedió tan rápido que el taberneroapenas tuvo tiempo de lanzarse al suelodetrás de la barra. Según el montarazsoltaba la última palabra, había cogidoel arco de detrás de él y había engarzadoy disparado una flecha. Se estampó en lapared tras el lugar en el que el tabernerose encontraba de pie un segundo antes, yse hundió bien profunda en el panel demadera, temblando aún por la fuerza delimpacto.

—Ya es suficiente… —empezó adecir el cabo al tiempo que iniciaba suavance, pero, de manera increíble, el

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montaraz ya tenía otra flecha engarzada.La punta de la misma, ancha, con un

brillo apagado, apuntaba a la frente delcabo, y el arco estaba tenso y armado.El cabo se detuvo al ver el rostro de lamuerte tan de cerca.

—Bájalo —le dijo, pero su vozcarecía de autoridad y él lo sabía.Mantener a raya a los borrachos yalborotadores de los muelles era unacosa, y otra completamente distintaenfrentarse a un montaraz, uncombatiente hábil y entrenado paramatar. Incluso un caballero se habríapensado dos veces aquellaconfrontación, que superaba con mucholas posibilidades de un simple cabo de

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la guardia.No obstante, el cabo no era un

cobarde y sabía que tenía un deber quecumplir. Tragó saliva varias veces yentonces, muy, muy despacio, levantó lamano hacia el montaraz.

—Baja… el… arco —le repitió. Noobtuvo repuesta. La flecha permanecíacentrada en su frente, a la altura de losojos. Vacilante, dio un paso al frente.

—No lo hagas.La expresión había sido categórica e

inequívoca. El cabo tenía la seguridadde estar escuchando los latidos de sucorazón, que sonaban como un timbal.Se preguntaba si los demás presentes enla sala podrían oírlos también. Respiró

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profundamente. Había hecho unjuramento de lealtad al rey. Él no era unnoble o un caballero, tan sólo un hombrenormal y corriente, pero su palabra teníatanto valor para él como la de cualquieroficial de alta alcurnia. Se habíaencontrado feliz ejerciendo su autoridaddurante años, manejando a borrachos ydelincuentes de poca monta. Ahora laapuesta era mucho más elevada, muchomás. Aquél era el momento de devolverel pago por aquellos años de autoridad yrespeto.

Dio otro paso.El restallido de la cuerda del arco

resultó casi ensordecedor en el ambientecargado de tensión de la sala. De forma

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instintiva, violenta, el cabo seestremeció y dio un tambaleante pasohacia atrás a la espera del ardientemartirio de la flecha y después laoscuridad de una muerte segura.

Y se percató de lo que había pasado:la cuerda del arco se había partido.

El montaraz se quedó mirando conincredulidad el arma inútil en susmanos. Los personajes de aquel retablopermanecieron inmóviles durante cincolargos segundos y, a continuación, elcabo y sus hombres avanzaron de unsalto haciendo oscilar las mazas quellevaban, para arremolinarse en torno ala pequeña figura vestida de gris yverde.

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Nadie se dio cuenta de que elmontaraz, a la vez que se agachaba bajola lluvia de golpes, dejaba caer lapequeña cuchilla que había utilizadopara cortar la cuerda del arco. Aunqueel tabernero se preguntaba cómo unhombre que acababa de moverse a talvelocidad para vencer al estibador quele doblaba en tamaño podía parecerahora tan lento y vulnerable.

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ECinco

n la isla estéril y barrida por elviento de Skorghijl, Will corría.

Había dado cinco vueltas ala playa de guijarros y a continuación sedirigió hacia los abruptos acantiladosque se erguían sobre el pequeño puerto.Las piernas le ardían por el esfuerzocuando se obligó a subir; los músculosde los muslos y las pantorrillas se

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quejaban. Las semanas de inactividad enel barco de los skandians habían pasadofactura a su estado de forma y ahoraestaba decidido a recuperarlo,endurecer sus músculos y devolver sucuerpo a aquel afinado punto que Halt lehabía exigido.

Tal vez no tuviese la posibilidad depracticar con el arco o los cuchillos,pero al menos sí podía asegurarse deque su cuerpo estuviera listo si se dabala oportunidad de escapar.

Y Will estaba decidido a que taloportunidad llegase.

Ascendió por la pendiente empinaday las pequeñas piedras y el esquisto sedeslizaron y cedieron bajo sus pies.

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Cuanto más subía, más le tiraba elviento de la ropa hasta que, por fin,alcanzó la cima del acantilado y quedóexpuesto a aquel azote del norte en todasu fuerza: los vendavales de verano,como los llamaban los skandians. En laparte norte de la isla, el viento guiabalas olas contra la implacable roca negray lanzaba alto, al aire, fuentes deespuma. En el puerto, a sus pies, el aguase encontraba en relativa calma,protegida por la enorme herradura deacantilados que lo rodeaban.

Tal y como hacía siempre quealcanzaba aquel punto, escrutó el océanoen busca de alguna señal de un barco,pero, como siempre, no había nada que

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ver excepto la incesante marcha de lasolas.

Volvió a mirar hacia el puerto. Lasdos cabañas grandes parecíanridículamente pequeñas desde allí. Unaera el barracón donde dormía latripulación de los skandians; la otra, elcomedor donde éstos pasaban la mayorparte del tiempo, discutiendo, jugando ybebiendo. Junto al barracón, construidocontra una de sus largas paredes, sehallaba el cobertizo que Erak les habíaasignado a Evanlyn y a él. Se trataba deun espacio pequeño pero al menos notenían que compartirlo con losskandians, y Will había apañado unamanta vieja atravesando uno de los

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extremos para proporcionarle a Evanlynun poco de intimidad.

En aquel momento, ella estabasentada fuera del cobertizo. Inclusodesde aquella distancia, Will fue capazde ver la desanimada caída de sushombros, y frunció el ceño. Unos díasatrás, el aprendiz de montaraz le habíasugerido que se uniese a él en su intentopor mantenerse en forma. Ella habíadescartado la idea de plano.Simplemente, parecía haber aceptado susuerte, pensó él. Se había dado porvencida y, a lo largo de los últimos días,sus conversaciones se habían vueltocada vez más cáusticas cuando élintentaba levantarle el ánimo y hablaba

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de la posibilidad de escapar, pues en sucabeza ya se estaba formando una ideaen aquel sentido.

Se sentía desconcertado y dolido porla actitud de ella. No era propio de laEvanlyn que él recordaba del puente: lacompañera valiente, resuelta, que habíacruzado a la carrera los estrechostablones del puente para ayudarle sinpensar en ningún momento en su propiaseguridad, y que a continuación habíaintentado combatir a los skandianscuando éstos los cercaban.

Esta nueva Evanlyn se encontrabaextrañamente desanimada. Su actitudnegativa le sorprendía. Nunca habríadicho de ella que fuese alguien que

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abandona cuando las cosas se ponenfeas.

Quizás fuese que las chicas son así,se dijo, pero no terminaba de creérselo;tenía la sensación de que había algomás, algo que ella no le había contado.Apartó aquellos pensamientos de sumente y comenzó a bajar el acantiladouna vez más.

La carrera cuesta abajo resultabamás fácil que cuesta arriba, pero no pormucho. La superficie deslizante ytraicionera bajo sus pies le obligaba ano dejar de correr más y más rápidopara mantener el equilibrio,desencadenando pequeñosdesprendimientos a su paso. Mientras

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que en el recorrido cuesta arriba lehabían quemado los músculos de losmuslos, ahora era en las pantorrillas yen los tobillos donde lo sentía. Alcanzóel final de la pendiente con una fuerterespiración y se tumbó en el suelo deguijarros para hacer una serie deflexiones rápidas.

Tenía los hombros ardiendo trasunos pocos minutos, pero siguió en ello,obligándose más allá del dolor, cegadopor el sudor que se le metía en los ojos,hasta que ya no pudo más. Exhausto, sederrumbó, pues los brazos ya no podíanaguantar su peso, y se quedó tumbadoboca abajo sobre los guijarros, luchandopor recuperar el aliento.

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No había oído a Evanlyn acercarsemientras él hacía las flexiones de brazosy le sorprendió el sonido de su voz.

—Will, es una pérdida de tiempo.Su voz no tenía el tono discutidor

del que había hecho gala durante losúltimos días, sonaba casi conciliadora,pensó él. Se levantó de los guijarros conun leve gruñido de dolor, se dio lavuelta y se sentó al tiempo que sesacudía la arena húmeda de las manos.

Le sonrió y ella le devolvió lasonrisa y fue a sentarse junto a él en laplaya.

—¿Qué es una pérdida de tiempo?—le preguntó.

Ella hizo un gesto vago que

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englobaba el lugar de la playa donde élhabía estado haciendo flexiones y elacantilado que acababa de subir y bajar.

—Todo este correr y hacer ejercicio.Y todo eso de hablar sobre escapar.

Él frunció el ceño ligeramente. Noquería iniciar una discusión con ella, asíque tenía cuidado de no reaccionar condemasiada vehemencia ante suspalabras. Intentó mantener un tononeutro, razonable.

—Estar en forma nunca es unapérdida de tiempo —dijo.

Ella asintió, reconociendo que teníarazón.

—Quizás no, pero ¿escapar? ¿Deaquí? ¿Qué posibilidades tendríamos?

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Will sabía que ahora debía tenercuidado. Si daba la impresión de que lasermoneaba, ella bien podría volver aencerrarse en su caparazón, perotambién sabía lo importante que eramantener viva la esperanza en unasituación como aquélla y quería dejarleclaro aquel hecho.

—Admito que no parece muyprometedor —dijo—, pero nunca sesabe lo que puede pasar mañana. Loimportante es mantenerse optimista. Nodebemos rendirnos, Halt me lo enseñó.Nunca te rindas porque, si aparece unaoportunidad, has de estar preparadopara aprovecharla. No abandones,Evanlyn, por favor.

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Ella negaba de nuevo con la cabeza,pero sin discutir.

—No me has entendido. Yo no heabandonado. Lo que estoy diciendo esque se trata de una pérdida de tiempoporque no es necesario. No nos hacefalta escapar. Hay otra salida para esto.

Will hizo un gesto como si mirase asu alrededor, como si pudiese ver esaotra salida de la que hablaba ella.

—¿La hay? —dijo—. No la veo, metemo.

—Pueden pagar nuestro rescate —dijo ella, y él se rió a carcajadas, no consorna, sino verdaderamente divertidopor su inocencia.

—Lo dudo mucho. ¿Quién va a pagar

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el rescate de un aprendiz de montaraz yla doncella de una dama? O sea, quierodecir que sé que Halt lo haría sipudiese, pero no tiene el dinero queharía falta. ¿Quién iba a pagar un buendinero por nosotros?

Ella vaciló y entonces pareció habertomado una decisión.

—El rey —respondió simplemente,y Will la miró como si hubiera perdidola cabeza. De hecho, por un instante, sepreguntó si no lo habría hecho. Sin duda,ella no parecía tener los pies porcompleto en la tierra.

—¿El rey? —repitió él—. ¿Por quése tomaría el rey el menor interés ennosotros?

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—Porque yo soy su hija.La sonrisa desapareció del rostro de

Will. La miró fijamente, sin la seguridadde haberla oído bien. Entonces recordólas palabras de Gilan allá en Céltica,cuando el joven montaraz le habíaavisado de que había algo en Evanlynque no encajaba.

—¿Que tú eres su…? —Comenzó adecir y se detuvo. Había demasiadascosas que asimilar.

—Su hija. Lo siento mucho, Will.Tenía que habértelo dicho antes. Meencontraba viajando de incógnito porCéltica cuando me encontrasteis —leexplicó—. Para mí se ha convertido enalgo casi instintivo no decirle a la gente

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mi verdadero nombre. Después, cuandoGilan nos dejó, te lo iba a contar, perome di cuenta de que, si lo hacía, túinsistirías en devolverme de inmediatojunto a mi padre.

Will negó con la cabeza mientrasintentaba aceptar todo lo que estabaescuchando. Volvió el rostro y miróhacia el pequeño puerto rodeado deacantilados.

—¿Tan malo hubiera sido eso? —preguntó a Evanlyn con un leve deje deamargura. Ella le sonrió con tristeza.

—Piénsalo, Will. Si tú hubierassabido quién era yo, nunca habríamosseguido a los wargals. Jamás habríamosencontrado el puente.

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—Nunca nos hubieran capturado —interrumpió Will, pero ella volvió ahacer un gesto negativo con la cabeza.

—Morgarath habría vencido —dijode manera simple.

Entonces él la miró a los ojos y sedio cuenta de que tenía razón. Seprodujo un largo silencio entre ellos.

—Así que te llamas… —dudó, yella finalizó la frase por él.

—Cassandra, princesa Cassandra —y a continuación añadió, con una sonrisade disculpa—: Y siento mucho habermecomportado estos últimos días un pococomo una princesa. Me estaba sintiendomuy mal por no habértelo contado. Notenía intención de pagarlo contigo.

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—No, no, está bien —dijo Will deforma distraída. Se encontrabaabrumado por las novedades. En eseinstante le vino algo a la cabeza—. ¿Selo vas a decir a Erak?

—No creo que deba hacerlo —contestó ella—. Este tipo de cosas semanejan mejor al más alto nivel. Erak ysus hombres son poco más que unospiratas, al fin y al cabo. No sé cómoreaccionarían. Creo que será mejor queme quede como Evanlyn hasta quelleguemos a Skandia, entonces yaencontraré una forma de acercarme a sujefe; ¿cómo se llamaba?

—Ragnak —dijo Will, a quien se leagolpaban las ideas en la cabeza—, el

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oberjarl Ragnak.Desde luego que tenía toda la razón,

pensó él. Como princesa Cassandra deAraluen, ella valdría una pequeñafortuna para el oberjarl y, dado que losskandians eran, en esencia, mercenarios,no cabía duda de que exigirían unrescate.

Su caso, por otro lado, resultaba unacuestión diferente. Se percató de queella seguía hablando.

—Una vez que les diga quién soy,me encargaré de que paguen un rescatepor los dos. Estoy segura de que mipadre accederá.

Y ése era el problema, sabía Will.Quizás ella le convenciese si tuviese la

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posibilidad de apelar a su padre enpersona, pero el asunto quedaría en lasmanos de los skandians. Le dirían al reyDuncan que tenían a su hija yestablecerían un precio por su rescate.Se podía recuperar así a los nobles y alas princesas, de hecho solía ocurrir entiempos de guerra, sin embargo congente como los guerreros y losmontaraces era otra cosa. Los skandiansbien podían ser reacios a liberar a unmontaraz, incluso a un aprendiz, quepodría causarles problemas en el futuro.

También había otro aspecto en todoaquello: el mensaje tardaría meses,quizás la mayor parte del año, en llegara Araluen. La respuesta de Duncan

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tardaría otro tanto en hacer el viaje deregreso. Entonces comenzarían lasnegociaciones. Durante todo ese tiempo,a Evanlyn la mantendrían cómoda y asalvo, ella era una propiedad valiosa, alfin y al cabo. Pero ¿quién podría decirqué iba a ser de Will? Para el momentoen que se pagase cualquier rescate, élpodría estar muerto.

Obviamente, Evanlyn no había idotan lejos en sus pensamientos, ellaseguía con su idea previa.

—Así que, Will, ya lo ves. No tienesentido todo este correr y subir eintentar encontrar una vía de escape. Note hace falta hacerlo. Y además, Erakestá empezando a sospechar. No es

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tonto, y le he visto vigilarte. Relájate ydéjamelo todo a mí. Yo haré quelleguemos a casa.

Él abrió la boca a punto de contarlelo que había estado pensando y luego lavolvió a cerrar. De repente supo queella no aceptaría su punto de vista. Eratozuda y tenía determinación, estabaacostumbrada a salirse con la suya.Tenía el convencimiento de que podríaorganizar el regreso de ambos a casa ynada de lo que él dijese le haría cambiarde opinión, así que le dedicó una sonrisay asintió, aunque no fue más que unapobre imitación de su sonrisa habitual.

En el fondo de su corazón, él sabíaque iba a tener que encontrar su propia

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forma de volver a casa.

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ESeis

l castillo de Araluen, el centrodel poder del trono del reyDuncan, era una edificación de

una belleza majestuosa.Las altas torres rematadas con

chapiteles y los elevados contrafuertesle daban una elegancia que hacía quepareciese vivo y disimulaban sufortaleza y solidez. Era hermoso, desde

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luego, construido con enormes bloquesde piedra de color miel, pero tambiénera casi inexpugnable.

Las numerosas torres altasproporcionaban al interior del castillouna sensación de luz y espacio, y deelegancia. También facilitaban a sushabitantes una completa serie deposiciones desde las cuales arrojarflechas, rocas y aceite hirviendo sobrecualquier atacante que fuese lo bastanteinsensato como para asaltar los muros.

La sala del trono se encontraba en elcorazón del castillo, situada en elinterior de una serie de muros, rastrillosy puentes levadizos, que en el caso de unasedio prolongado proporcionaba a los

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defensores una sucesión de posicionesde retirada. Como todo en el castillo, lasala del trono estaba hecha a granescala, con un techo abovedado a granaltura y un suelo con un acabado delosas cuadradas de mármol de colornegro y rosa pálido.

Las altas ventanas estabanacristaladas con vidrieras queproyectaban un resplandor brillante conel reducido ángulo del sol invernal. Lascolumnas, que daban una inmensafortaleza a los muros, se hallabanagrupadas y estaban estriadas paraaumentar la sensación de ligereza y deespacio en la sala. El trono de Duncan,sencillo y coronado con la talla de una

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hoja de roble, hecho de madera delmismo árbol, dominaba la pared norte.En el lado contrario había dispuestosunos bancos y mesas de madera para losmiembros del gabinete de Duncan. Entremedias, la sala estaba vacía, conespacio para varios cientos decortesanos de pie. En las ocasionesceremoniales, éstos abarrotaban aquellazona, y sus vestimentas de colores vivosy escudos de armas recibían la luz roja,azul, dorada y naranja que provenía delas vidrieras, y sus yelmos y armaduraspulidas refulgían resplandecientes.

Aquel día, por orden de Duncan,apenas había presente una docena dehombres, el número mínimo exigido por

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la ley para que se impartiese justicia. Elrey afrontaba la tarea que tenía ante sícon muy poco placer y deseaba el menornúmero de testigos posibles que viesenlo que él sabía que tendría que hacer.

Se sentó en el trono con el ceñoseriamente fruncido, mirando al frente ycon los ojos fijos en la gran puerta dobleal otro extremo de la sala. Su enormemandoble, con el pomo labrado con lacabeza de leopardo que era la insigniapersonal de Duncan, descansaba en suvaina apoyado en el brazo derecho deltrono.

Lord Anthony de Spa, el chambelánde Duncan durante los últimos quinceaños, se encontraba de pie a uno de los

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lados del trono y varios escalones pordebajo de él. Miró al rey de manerasignificativa y carraspeó en señal dedisculpa para llamar su atención.

Los ojos azules de Duncan sevolvieron hacia él con las cejaslevantadas en un gesto de interrogación,y el chambelán asintió.

—Es la hora, su majestad —dijo envoz baja.

Bajo y con sobrepeso, lord Anthonyno era un guerrero, no tenía ningunahabilidad con las armas y, enconsecuencia, tenía los músculosblandos y fuera de forma. Resultabavalioso como administrador. En granmedida gracias a su ayuda, hacía mucho

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tiempo que en Araluen reinaban laprosperidad y la satisfacción.

Duncan era un rey popular; y un reyjusto. Esto no equivalía a decir que nofuese un gobernante firme, voluntariosoy comprometido con el cumplimiento delas leyes en el reino, unas leyes quehabían sido establecidas y mantenidaspor sus predecesores desde seiscientosaños atrás.

Y ahí residía el motivo del gestotorcido de Duncan y su pesadumbre,porque aquel día tendría que hacercumplir una de esas leyes con un hombreque había sido su amigo y leal servidor,un hombre que por dos veces en las dosdécadas pasadas se había mostrado

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crucial para salvar a Araluen de laamenaza de la derrota y la esclavitud amanos de un loco.

Lord Anthony se movió inquieto.Duncan lo vio e hizo un gesto dándosepor vencido.

—Muy bien —dijo—. Acabemoscon esto.

Lord Anthony se volvió para quedarde frente a la sala del trono y los pocosallí reunidos se agitaron con sumovimiento y miraron expectantes a laspuertas. El símbolo del cargo dechambelán era una larga vara de ébanocalzada con un recubrimiento de acero.En ese momento, la levantó y golpeó dosveces contra las losas del suelo. El

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tañido del acero contra la piedra resonópor toda la sala y llegó con claridad alos hombres que aguardaban tras laspuertas cerradas.

Se produjo una pequeña pausa y actoseguido comenzaron a abrirse laspuertas casi sin hacer ruido sobre susbisagras bien engrasadas y con unequilibrio perfecto. Una vez abiertas,avanzó un pequeño grupo de hombres alritmo de una lenta marcha ceremonialpara detenerse en la base de los anchosescalones que ascendían al trono.

Había cuatro hombres en total. Tresde ellos llevaban sobrevestas, cota demalla y casco de la guardia del rey. Elcuarto era un personaje pequeño,

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vestido con ropas de un color verdeanodino y un gris insulso. Llevaba lacabeza descubierta y su pelo era decolor gris entrecano, greñudo y malcortado. Caminaba entre los doshombres a la cabeza de su guardia, conel tercero cerrando la marcha justo a suespalda. Duncan vio que el rostro delhombre pequeño se encontraba moteadocon manchas de sangre seca y lucía unafea herida en la parte alta de la mejillaizquierda que casi le cerraba el ojo deese lado.

—¿Halt? —dijo antes de poderevitarlo—. ¿Estás bien?

Halt levantó los ojos para cruzar lamirada con la del rey. Durante un

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momento breve, el monarca creyó habervisto en ellos una tristeza insondable. Sepasó aquel instante y no quedó nada enaquellos ojos oscuros excepto fieraresolución y un deje de sorna.

—Estoy tan bien como cabe esperar,su majestad —dijo de forma seca.

Lord Anthony reaccionó como si lehubiera picado una avispa.

—¡Contén la lengua, prisionero! —dijo bruscamente.

A sus palabras, el cabo que estabade pie junto a Halt levantó una manopara golpear al prisionero, pero antes deque pudiera soltar el golpe, Duncan seincorporó en el trono.

—¡Ya es suficiente!

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Su voz restalló por la sala vacía y elcabo bajó la mano un poco avergonzado.Duncan pensó que ninguno de lospresentes estaría disfrutando con aquellaescena, Halt era un personaje muyconocido y muy respetado en el reino.Vaciló, consciente de lo que tenía quehacer a continuación, y no obstanteodiando hacerlo.

—¿Procedo a leer los cargos,majestad? —preguntó lord Anthony. Enrealidad, era Duncan quien debía decirleque lo hiciese, pero en cambio el reyagitó una mano en reacia aquiescencia.

—Sí, sí, adelante si os empeñáis —masculló, y lamentó haberlo dicho encuanto lord Anthony le miró con una

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expresión herida en el rostro. Al fin y alcabo, se percató el rey, lord Anthonytampoco quería hacer aquello. Duncanse encogió de hombros en señal dedisculpa—. Lo siento, lord Anthony. Porfavor, leed los cargos.

Lord Anthony carraspeó con ciertaincomodidad ante aquello. Ya era maloque el rey se hubiese apartado delprocedimiento formal, pero resultabainfinitamente más violento para elchambelán el hecho de que el rey sedignase ahora a disculparse ante él.

—El prisionero Halt, montaraz delejército de vuestra majestad, al serviciodel rey y portador de la hoja de roble deplata, ha sido oído mancillando el

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nombre de la persona del rey, suderecho de nacimiento y su linaje, sumajestad —dijo.

Un suspiro casi inaudible queprovenía del pequeño grupo de testigosoficiales llegó de forma clara hasta losdos hombres que se hallaban en laplataforma del trono. Duncan levantó lamirada en busca del origen. Podía habersido el barón Arald, señor del castillode Redmont y mandatario del feudo acuyo servicio estaba Halt adscrito. Oposiblemente Crowley, comandante delCuerpo de Montaraces. Ambos hombreseran los amigos más viejos que teníaHalt.

—Su majestad —continuó

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tímidamente lord Anthony—, me permitorecordaros que, como oficial al serviciodel rey, tales comentarios se hallan encontravención directa del juramento delealtad del prisionero y por tantoconstituyen un delito de traición.

Duncan miró al chambelán con unaexpresión de dolor. La ley era muy claraen materia de traición. Sólo había dosposibles castigos.

—Sí, claro, lord Anthony ¿Por unaspalabras de enfado?

Lord Anthony miraba ahoraatribulado. Tenía la esperanza de que elrey no intentase influir en él en aquellamateria.

—Su majestad, se trata de una

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contravención del juramento. No son laspalabras en sí las que lo constituyen,sino el hecho de que el prisionerorompiese su juramento al decirlas enpúblico. La ley es clara a ese respecto—miró a Halt y extendió las manos enun gesto de impotencia.

En las apaleadas facciones delmontaraz se esbozó una leve sonrisa.

—Y vos romperíais el vuestro, lordAnthony, si no informáis de ello al rey—dijo Halt. Esta vez, lord Anthony nole ordenó permanecer en silencio.Entristecido, reconoció con un gestoafirmativo que estaba de acuerdo. Halttenía razón. Había creado una situaciónintolerable para todo el mundo con su

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ridícula conducta de borracho.Duncan fue a hablar, vaciló y se

arrancó de nuevo.—Halt, a buen seguro que debe

haber algún mal entendido aquí —lesugirió con la esperanza de que elmontaraz pudiese de alguna maneraencontrar una forma de salir al paso delas acusaciones.

Halt se encogió de hombros.—No puedo negar los cargos, su

majestad —dijo sin alterarse—. Meoyeron decir algunas… cosasdesagradables acerca de vos.

Y en aquello residía el otro elementoque le mantenía entre la espada y pared:Halt había hecho sus comentarios

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vergonzosos en público, delante de almenos una docena de testigos. Comohombre y como amigo, Duncan podríaestar dispuesto a perdonarle, yciertamente lo haría; por contra, comorey debía mantener la dignidad de sucargo.

—Pero… ¿por qué, Halt? ¿Por quéhacernos esto a todos?

El montaraz volvió a encogerse dehombros. Bajó la mirada de los ojos delrey y masculló algo en voz baja que elmonarca no pudo entender.

—¿Qué has dicho? —le preguntócon el deseo de hallar una salida delatolladero en el que se encontraba. Losojos de Halt volvieron a elevarse para

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topar con los suyos de nuevo.—Demasiado brandy su majestad —

dijo en un tono más alto. Luego,forzando una sonrisa, añadió—: Nuncahe sabido controlarme con la bebida.Quizás podríais añadir la acusación deebriedad, ¿no, lord Anthony?

Por una vez, la compostura y elsentido del protocolo de lord Anthony sevieron alterados.

—Por favor, Halt… —comenzó adecir, a punto de rogarle al montaraz queno se tomase el procedimiento a laligera. Entonces se recuperó y se volvióhacia el rey—. Ésos son los cargos, sumajestad, reconocidos por el prisionero.

Por un momento largo, Duncan

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permaneció sentado y sin decir nada.Miró fijamente al pequeño personajeque tenía ante sí como si quisieseatravesar la expresión desafiante enaquellos ojos para hallar la razón quehabía tras los actos de Halt. Sabía que elmontaraz estaba enfadado porque se lehabía denegado el permiso para intentarrescatar a su aprendiz, pero Duncanrealmente creía vital que Haltpermaneciese en Araluen hasta que seresolviese la situación con Foldar. Concada día que pasaba, el antiguolugarteniente de Morgarath se convertíaen un peligro mayor, y Duncan quería asu lado a sus mejores consejeros paramanejar la cuestión.

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Y Halt era uno de los primeros entrelos mejores.

Duncan tamborileaba con los dedossobre el brazo de madera del trono porla frustración. No era propio de Halt noser capaz de ver la situación global, y entodos los años que hacía que seconocían, Halt no había antepuestojamás sus propios intereses a los delreino. Ahora, al parecer porresentimiento y enfado, había permitidoque el alcohol le nublase la mente y eljuicio. Había insultado públicamente alrey, delante de testigos, un acto que nopodía ser ignorado ni se podía dejarpasar como unas palabras de enfadoentre amigos. Duncan miró a su viejo

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amigo y consejero. Los ojos de Halt sedirigían ahora al suelo. Quizás, sisuplicase clemencia, si reclamase algúntipo de indulgencia por sus pasadosservicios a la corona… cualquier cosa.

—¿Halt? —dijo Duncan antes de serconsciente de ello.

Los ojos del montaraz se elevaronpara encontrarse con los suyos, y el reyhizo un pequeño e impotente gestointerrogatorio con las manos, pero lamirada de Halt se fue endureciendo aúnmás conforme se centraba en la delmonarca y éste pudo ver que allí nohabría súplica de clemencia alguna. Lacabeza entrecana se movió en un levegesto de rechazo y los ánimos de Duncan

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se hundieron todavía más. De nuevotrató de tender un puente para salvar elabismo que había surgido entre elmontaraz y él. Forzó una leve sonrisaconciliatoria en su rostro.

—Al fin y al cabo, Halt —añadió enun tono razonable—, no se trata de queno entienda exactamente cómo te sientes.Mi propia hija se encuentra con tuaprendiz. ¿No crees que a mí no megustaría dejar por las buenas el reino asu suerte e ir a rescatarla?

—Hay una gran diferencia, sumajestad. La hija de un rey puedeesperar que la traten un poco mejor queal simple aprendiz de un montaraz. Ellaes un rehén muy valioso, al fin y a la

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postre.Duncan se echó un poco hacia atrás

en el trono. La amargura en el tono devoz de Halt era como una bofetada en lacara. Peor, cayó en la cuenta el rey, Halttenía razón. Una vez que los skandiansse enterasen de la identidad deCassandra, la tratarían bien mientrasesperaba a que pagasen su rescate.Apenado, fue consciente de que suintento de reconciliación tan sólo habíapronunciado más el distanciamientoentre ellos.

Lord Anthony rompió el silencio quese apoderaba de la sala.

—A menos que el prisionero tengaalgo que decir en su propia defensa, es

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declarado culpable —advirtió a Halt.Los ojos de éste, no obstante,

permanecían sobre los del rey, y una vezmás se produjo el leve movimiento derechazo de su cabeza. Lord Anthonyvaciló, recorriendo la sala con la miradaen dirección al resto de nobles yoficiales que se encontraban allíreunidos, con la esperanza de quealguien, cualquiera, pudiese dar conalgo que decir en defensa de Halt, pero,por supuesto, no había nadie. Elchambelán vio caer de desesperaciónlos robustos hombros del barón Arald, yapreció el dolor en el rostro de Crowleycuando el comandante del Cuerpo deMontaraces desvió la mirada de la

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escena que se estaba desarrollando antetodos ellos.

—El prisionero es culpable, sumajestad —dijo lord Anthony—. Oscorresponde a vos dictar sentencia.

Y aquello, sabía Duncan, era la partede ser rey para la cual a uno nunca lepreparan. Estaban la lealtad, laadulación, el poder y la ceremonia.Estaban el lujo y las buenas comidas yvinos; y las mejores ropas, caballos yarmas.

Y después estaban esos momentos enlos que se paga por todo lo anterior.Momentos como aquél, cuando la leydebe prevalecer, cuando se debenproteger la dignidad y el poder del

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cargo aun cuando, al hacerlo, acababacon uno de sus más preciados amigos.

—La ley establece solo dos posiblespenas para la traición, su majestad —volvía a apuntar lord Anthony,consciente de cuánto odiaba el rey cadaminuto de aquello.

—Sí, sí, lo sé —dijo Duncan conenfado entre dientes, pero no losuficientemente a tiempo para detener alord Anthony en su siguiente anuncio.

—Muerte o destierro. Nada pordebajo de esto —entonó el chambeláncon solemnidad. Y, según pronunciabaestas palabras, Duncan sintió unpequeño estremecimiento de esperanzaen su pecho.

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—¿Son ésas las opciones, lordAnthony? —le preguntó en tono suavecon el deseo de asegurarse.

Lord Anthony asintió con gravedad.—No hay otras. Tan sólo la muerte o

el destierro, su majestad.Lentamente, Duncan se puso en pie,

tomando la espada con su mano derecha.La sostuvo delante de sí, por la vaina,con la mano por debajo de la guarda conincrustaciones y labrada de un modointrincado. Sintió una cálida ola desatisfacción. Había preguntado a lordAnthony dos veces para asegurarse. Paraasegurarse de que los testigos en la saladel trono habían oído las palabrasexactas del chambelán.

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—Halt —dijo con firmeza, sintiendosobre sí todos y cada uno de los ojosque había en la sala—, antiguo montarazdel rey en el feudo de Redmont, yo,como señor de este reino de Araluen,declaro que seas desterrado de todasmis tierras y propiedades.

De nuevo se produjo un pequeñorespiro en la sala conforme los testigossentían el alivio de saber que lasentencia no sería de muerte. Nada, sedio cuenta, que no esperase cualquierade los presentes; pero ahora venía laparte que no se esperaban.

—Se te prohíbe, bajo pena demuerte, poner el pie en este reino denuevo… —vaciló al ver entonces la

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tristeza en los ojos de Halt, el dolor queel montaraz entrecano ya no podíaocultar, y completó la sentencia—:Durante el periodo de un año desde estedía de hoy.

Al instante, se produjo un alborotoen la sala del trono. Lord Anthonyavanzó con una evidente sorpresa en elrostro.

—¡Su majestad! ¡Debo protestar!¡No podéis hacer esto!

Duncan conservó la solemnidad enel semblante. Otros en la sala no erancapaces de controlarse tanto. Vio elrostro del barón Arald, que mostrabauna gran mueca de alegría, mientras queCrowley hacía cuanto estaba en su mano

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por esconder una sonrisa bajo lacapucha gris de su capa de montaraz.Con una triste sensación de satisfacción,Duncan se percató de que, por primeravez en toda la mañana, Halt parecía encierto modo sorprendido por el giro delos acontecimientos, aunque no tantocomo un lord Anthony ocupado enruidosas protestas. El rey miró alchambelán con las cejas arqueadas en ungesto interrogativo.

—¿No puedo, decís, lord Anthony?—inquirió con una gran dignidad, y lordAnthony se apresuró a retirar suafirmación al caer en la cuenta de quedar órdenes al rey no era una de susatribuciones.

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—Quiero decir, su majestad… queel destierro es… bueno, es el destierro—concluyó de manera pococonvincente.

Duncan asintió con gravedad.—Ya lo creo —replicó—. Y como

vos mismo me dijisteis, es una de lasdos únicas opciones que podía elegir.

—Pero, su majestad, el destierroes… ¡es total! ¡Es de por vida! —protestó lord Anthony, que tenía la cararoja por lo violento de la situación. Nole deseaba ningún mal a Halt; de hecho,hasta el momento en que el montaraz fuearrestado por mancillar la reputacióndel rey, lord Anthony había sentido unaclara admiración por él. Sin embargo su

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trabajo consistía, al fin y al cabo, enaconsejar al rey en las cuestiones deleyes y convenciones.

—¿Estipula eso la ley de formaespecífica? ¿O no? —preguntó entoncesel rey, y lord Anthony, negándolo con lacabeza, hizo un gesto de impotencia conlas manos de forma que casi se le cae elbastón de mando.

—Bueno, no, de forma específicano. No hace falta. El destierro siempreha sido de por vida. ¡Es una tradición!—añadió, al encontrar por fin laspalabras que estaba buscando.

—Exacto —replicó el rey—. Y latradición no es ley.

—Pero… —comenzó a decir lord

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Anthony, y de pronto se encontrópreguntándose por qué estabaprotestando tanto. El rey Duncan habíaencontrado, al fin y al cabo, una formade castigar a Halt y, al mismo tiempo,suavizar la pena con clemencia.

El rey vio sus dudas y tomó lainiciativa.

—La cuestión está decidida.Prisionero, quedas desterrado por docemeses. Tienes cuarenta y ocho horaspara cruzar la frontera de Araluen.

La mirada de Duncan se encontrócon la de Halt por última vez. Elmontaraz inclinó la cabeza ligeramenteen un gesto de respeto y gratitud a su rey.Duncan suspiró. No tenía ni idea de por

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qué Halt les había llevado a todos a lafuerza a aquella situación. Quizás lodescubriese en algún momento posterioral año que se avecinaba. De repente,sintió una punzada de disgusto por todoaquello. Colgó la espada envainada desu cinto.

—La cuestión está finiquitada —comunicó a los allí reunidos— y estetribunal, cerrado.

Se volvió y abandonó la sala deltrono a través de una pequeña antesala ala izquierda. Lord Anthony observó alos presentes y se encogió de hombros.

—El rey ha hablado —dijo con untono de voz que sugería hasta qué puntole sobrepasaba todo aquello—. El

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prisionero queda desterrado durantedoce meses. Escolta, lleváoslo.

Y diciendo esto, siguió los pasos delrey fuera de la sala del trono.

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ESiete

vanlyn observaba con crecienteirritación cómo Willcompletaba otra vuelta a la

playa y acto seguido se dejaba caer alsuelo y realizaba diez rápidas flexionesde brazos.

No podía comprender el porqué desu persistencia en aquel ridículoprograma de ejercicios. Si se tratase

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simplemente de una cuestión demantenerse en forma, ella lo habríaaceptado. Al fin y al cabo, había pocomás que hacer en Skorghijl y era unaforma de mantenerse ocupado; perotenía la sensación de que aquello estabaligado a una razón más profunda. Apesar de su conversación de unos díasantes, estaba segura de que él aúnplaneaba escaparse.

—Idiota terco y testarudo —masculló. Era igual que un crío,pensaba. No parecía capaz de aceptarque ella, una chica, se hiciese cargo delas cosas y organizase el regreso deambos a Araluen. Frunció el ceño. Noera el modo en que Will se había

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comportado en Céltica. Cuando estabanplaneando la destrucción del gigantescopuente de Morgarath, él parecía recibirbien su participación y sus ideas. Sepreguntaba por qué había cambiado.

Mientras Evanlyn observaba, Will sehabía desplazado hacia la orilla, dondeSvengal remaba de vuelta a tierra en elesquife del barco. El segundo al mandodel grupo de los skandians era un ávidopescador, salía en aquel bote casi todaslas mañanas si el tiempo lo permitía, yla lubina y el bacalao fresco quecapturaba en las frías y profundas aguasdel puerto de Skorghijl resultaban uncambio bien recibido en su dieta decarne y pescado en salazón y verduras

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repletas de hebras.Contemplaba con una ligera punzada

de celos cómo Will hablaba con elskandian. Ella no poseía la facilidad detrato con la gente que tenía el muchacho,era consciente de ello, y él mostraba unaactitud abierta y amistosa que hacía quele resultase sencillo entablar unaconversación con cualquier persona queconociese. A la gente parecía caerlebien de manera instintiva. Ella, por elcontrario, a menudo se sentía torpe eincómoda con los extraños y éstosparecían advertirlo. No se le habíaocurrido que aquello podía deberse a sueducación como una princesa. Y dadoque aquella mañana se sentía con

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tendencia a tener celos de Will, la visiónde éste ayudando a Svengal a tirar delpequeño esquife más allá de la marca dela marea alta simplemente incrementó suirritación.

Enfadada, le dio un puntapié a unapiedra en la playa, soltó un juramentocuando ésta resultó ser más grande yhallarse más sólidamente anclada de loque había esperado, y se marchócojeando al cobertizo, donde seahorraría la visión de Will y su nuevoamigo.

—¿Han picado? —interrogó Will,planteando la pregunta que todo

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pescador a lo largo de los tiempos haescuchado alguna vez. Svengal hizo ungesto con la cabeza en dirección almontón de pescado en el fondo del bote.

—Alguna belleza hay por ahí —lecontestó. Había un bacalao grande entreocho o nueve peces más pequeñosaunque aún respetables. Will asintió,impresionado.

—Ya lo creo que es una belleza —dijo Will—. ¿Te echo una manolimpiándolos?

De todas formas, tenía todas laspapeletas para que le dijesen que loslimpiara. A Evanlyn y a él les cargabancon todas las tareas del hogar y lacocina y el servicio, pero quería

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entablar una conversación con Svengaly, de esa manera, pensaba él, el skandianpodría quedarse y charlar un ratomientras Will trabajaba. Los skandianseran buenos conversadores, se habíadado cuenta, en particular cuando el otroestaba ocupado.

—Sírvete tú mismo —le dijo elcorpulento skandian de forma amable, altiempo que lanzaba un pequeño cuchillode pescado al montón de peces, y sesentó sobre la borda del esquifemientras Will sostenía el pescado ycomenzaba la sucia tarea de quitarle lasescamas y limpiarlo. Will sabía queSvengal se quedaría, sabía que elskandian querría llevar él mismo el

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bacalao a la cabaña. A los pescadoresles encantaban las alabanzas.

—Svengal —dijo Will, concentradoen quitarle las escamas a una lubina yasegurándose de que su voz sonaseinformal—, ¿por qué no sales a pescar ala misma hora todos los días?

—La marea, muchacho —replicóSvengal—. Me gusta pescar cuando lamarea está subiendo. Trae los peces alinterior del puerto, ¿sabes?

—¿La marea? ¿Qué es eso? —preguntó Will. Svengal hizo un gestonegativo con la cabeza ante laignorancia que el chico de Araluenmostraba acerca de las cosas de lanaturaleza.

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—¿No te has dado cuenta de cómo elnivel del agua asciende en el puerto yluego desciende durante el día? —lepreguntó. Cuando Will asintió, Svengalprosiguió—. Eso es la marea: sube ybaja, viene y se va; pero cada día lohace un poco más tarde que el anterior.

Will frunció el ceño.—Pero ¿adónde se va? ¿Y de dónde

vino primero?Svengal, pensativo, se rascó la

barba; nunca se había preocupado porenterarse de algo así. La marea era,simplemente, un hecho de su vida demarino. Los porqués y los dóndes se losdejaba a otras personas.

—Dicen que es por la Gran Ballena

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Azul —le dijo al recordar la fábula quehabía oído de niño. Al ver que Will nolo entendía, prosiguió—: Supongo quetampoco sabrás qué es una ballena, ¿no?—suspiró ante la expresión en blancodel chico—. Una ballena es un animalmarino gigantesco.

—¿Tan grande como el bacalao? —respondió Will señalando al orgullo deentre las capturas de Svengal. El marinoskandian se rió de puro divertimento.

—Bastante más grande que eso,chico. Algo más que un poquito.

—¿Tan grande como una morsa,entonces? —preguntó Will. Había unacolonia de esos animales en las rocasdel extremo sur del fondeadero y había

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aprendido el nombre gracias a uno delos miembros de la tripulación. Lasonrisa de Svengal se hizo todavía másamplia.

—Aún mayor. Las ballenas normalesson tan grandes como una casa. Sonenormes; pero la Gran Ballena Azul esalgo diferente. Es tan grande como unode vuestros castillos. Aspira el aguahacia su interior y después la expulsa através de un orificio en lo alto de lacabeza.

—Ya veo —dijo Will lentamente.Parecía necesario comentar algo.

—Así que —prosiguió Svengalpacientemente—, cuando aspira el agua,la marea baja. Después la vuelve a

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expulsar…—¿Por un agujero que tiene en lo

alto de la cabeza? —dijo Will, quecomenzó a limpiar el bacalao. Todoaquello parecía demasiado fantástico,animales marinos con agujeros en lacabeza que inhalaban y exhalaban agua.Svengal frunció el ceño ante lainterrupción y el deje de incredulidadque había detectado en el tono de Will.

—Sí, a través de un agujero quetiene en lo alto de la cabeza. Cuando lohace, la marea vuelve a subir, y lo hacedos veces al día.

—Entonces, ¿por qué no lo hacetodos los días a la misma hora? —preguntó Will, y Svengal dio otra señal

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más de estar molesto. A decir verdad, élno tenía ni idea. La leyenda no incluíainformación sobre ese punto.

—¡Porque es una ballena, muchacho!Y las ballenas no saben qué hora es, ¿osí?

Irritado, agarró la cuerda de pescadolimpio, asegurándose de llevar tambiénel cuchillo, y se marchó playa arriba.Will se quedó atrás para limpiarse lasangre y las escamas del pescado de lasmanos.

Erak se encontraba sentado en elbanco en el exterior del comedor cuandoSvengal subió de la playa.

—Buen bacalao —le dijo, y Svengalhizo un breve gesto afirmativo. Erak

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señaló en la dirección de Will y añadió—: ¿Qué es lo que pasaba?

—¿Cómo? Ah, ¿con el chico? Sóloestábamos hablando de la Gran BallenaAzul —replicó Svengal.

Erak se rascó pensativo la barbilla.—¿De veras? ¿Y cómo es que os

habéis puesto a hablar de eso?Svengal hizo una pausa, pensando de

nuevo en la conversación. Por fin, dijo:—El chico sólo quería saber algo

sobre las mareas, eso es todo.Permaneció a la espera por si Erak

tenía algo más que decirle; acontinuación se encogió de hombros ypasó al interior del comedor.

«¿Y ahora ya lo sabe?», se dijo Erak

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para sus adentros. Habría que vigilar almuchacho, pensó.

Permaneció fuera de la cabañadurante unas pocas horas, con todo elaspecto de estar dormitando al sol, perosus ojos seguían al aprendiz de montarazallá donde iba. Varias horas más tarde,vio cómo el muchacho lanzaba trozos demadera al agua y después observabacómo la bajada de la marea se losllevaba mar adentro.

«Interesante», masculló para sí elpatrón del barco de los skandians.Entonces se dio cuenta de que Will sehabía puesto en pie y oteaba bajo lasombra de su mano la entrada delpuerto. Erak siguió la dirección de la

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mirada de Will y se levantósorprendido.

Muy escorado y calado en el agua, ycon un balanceo por una batería deremos desequilibrada, un navío skandianse arrastraba al interior de la bahía.

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EOcho

l jinete vestido de gris seencorvaba abatido dentro de sucapa mientras cabalgaba

despacio bajo la fina lluvia. Los cascosde sus dos caballos, uno ensillado y elotro que servía para transportar unaligera carga, chapoteaban por loscharcos que se habían formado en elcamino.

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Tras de sí, al alcanzar una cresta, lastorres y chapiteles del castillo deAraluen se alzaban ante el cielo gris,pero Halt no giró el rostro paracontemplar tan magnífica vista. Sumirada se hallaba puesta al frente.

Había oído a los dos jinetes que leseguían mucho antes de que lealcanzasen. Las orejas de Abelard semovieron al percibir el tamborileo delos cascos y Halt supo que su pequeñocaballo había reconocido a los otros doscomo caballos de montaraces. Aun así,no miró atrás. Sabía quiénes serían losjinetes y sabía por qué venían. Sintióuna punzada de desagrado. Habíaesperado que, en la confusión y el pesar

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por su destierro, Crowley se hubieraolvidado de un pequeño objeto queahora Halt le tendría que devolver.

Con un suspiro y la aceptación de loinevitable, tocó ligeramente las riendasde Abelard y el muy adiestrado caballorespondió al instante y se detuvo. Detrásde ellos, el animal de carga hizo lomismo. El sonido de los cascos de lasmonturas se aproximaba cada vez más yél permaneció sentado, mirando sinánimo al frente, hasta que Crowley yGilan se detuvieron a su lado.

Los cuatro caballos se saludaron conun relincho muy suave y cordial; los treshombres eran algo más reservados. Seprodujo un incómodo silencio entre

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ellos, roto al fin por Crowley.—Vaya, Halt, te has marchado

temprano. Hemos tenido que apretar alos caballos para darte alcance —dijo,esforzándose por lograr una falsa actitudcalurosa que ocultase su abatimientoante el desarrollo de los hechos. Haltobservó indiferente los otros doscaballos. Desprendían un vapor que seelevaba de forma lenta en el aire frío yhúmedo.

—Ya lo veo —respondió con calma.Intentó ignorar la angustia en el jovenrostro de Gilan. Era consciente de quesu antiguo aprendiz estaría sufriendoprofundamente por sus inexplicablesactos y endureció el corazón para

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ahuyentar la pena del joven montaraz.Entonces, también Crowley perdió

su actitud cálida. Su expresión se tornóseria y preocupada.

—Halt, puede que se te hayaolvidado una cosa. Siento tener queinsistir, pero… —vaciló.

Halt intentó interpretar la escenahasta el final, adoptando una expresiónconfundida.

—Dispongo de cuarenta y ochohoras para abandonar el reino —replicó—. El tiempo empezó a contar alamanecer, esta mañana. Habré cruzadola frontera a tiempo, no hay necesidadde que me escoltéis.

Crowley hizo un gesto negativo con

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la cabeza. Con el rabillo del ojo, Haltvio cómo Gilan bajaba la vista. Aquello,simplemente, les estaba haciendo daño atodos ellos. Sabía qué había ido abuscar Crowley. Introdujo la mano en elinterior de su capa y alcanzó la cadenade plata que le colgaba del cuello.

—Tenía la esperanza de que se tehubiera olvidado —le dijo en un intentopor aligerar su voz, pero había untemblor en ella que echaba por tierra suesfuerzo. Crowley, entristecido, lo negócon la cabeza.

—Sabes que no te puedes quedarcon la hoja de roble. Al hallarte bajo lapena de destierro, quedas expulsado deforma automática del Cuerpo de

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Montaraces.Halt hizo un gesto afirmativo. Sintió

la punzada de las lágrimas ocultas en susojos al quitarse la cadena y entregar lapequeña insignia de plata al comandantede los montaraces. El metal aún estabatemplado por el contacto con su cuerpo.Se le enturbió la vista cuando vio lacadena en la palma de la mano deCrowley; un trozo tan pequeño de metalbrillante, pensó, y que, sin embargo,significaba tanto para él. Había llevadola hoja de roble durante la mayor partede su vida con el intenso orgullo quetodos los montaraces sentían, y ahora yano era suya.

—Lo siento, Halt —dijo Crowley,

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abatido. Halt levantó un hombro en ungesto de impotencia.

—No tiene mayor importancia —respondió él.

De nuevo cayó el silencio entreellos. Los ojos de Crowley se quedaronfijos en los suyos, en un intento portraspasar el velo que Halt habíadispuesto sobre ellos, a fin de aceptar lasituación sin que le importase o sintiesealgo. Se trataba de una farsa, pero unafarsa mantenida de un modoimpresionante. Por fin, el comandante seinclinó hacia él en su silla y asió confirmeza el antebrazo de Halt.

—¿Por qué, Halt? ¿Por qué lohiciste? —le preguntó de forma violenta.

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Y de nuevo, aquel exasperanteencogimiento de hombros.

—Como dije ayer —replicó Halt—,demasiado brandy. Ya sabes que nuncahe aguantado bien el alcohol, Crowley.

Al decir aquello consiguió esbozaruna sonrisa que tuvo una aparienciaespantosa en su rostro, como una muecaen la cara de un muerto. Crowley lesoltó el brazo y recobró la posición ensu silla de montar, haciendo un gestonegativo con la cabeza por la decepción.

—Ve con Dios, Halt —dijofinalmente, con una voz quebrada por laemoción. A continuación, con un tirónbrusco de las riendas muy impropio deél, Crowley dio media vuelta a su

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caballo y se alejó al galope por elcamino de regreso al castillo deAraluen.

Halt le vio marchar con su capamoteada de color grisáceo, queenseguida había desaparecido casi porcompleto en la fina lluvia. Entonces sevolvió hacia su antiguo aprendiz. Sonrióentristecido y, esta vez, tanto la sonrisacomo la tristeza eran genuinas.

—Adiós, Gilan, me alegra que hayasvenido a despedirte de mí.

Pero el joven montaraz hizo undesafiante gesto negativo con la cabeza.

—No he venido a despedirme de ti—le dijo de manera brusca—. Voycontigo.

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Halt levantó una ceja. Se trataba deuna expresión tan típica de Gilan, queoírla le desgarró el corazón.

—¿Al destierro? —le preguntó Haltal joven, y Gilan, de nuevo, lo negó conla cabeza.

—Sé lo que te propones —respondió. Hizo un gesto con la cabezaseñalando al caballo de carga queaguardaba paciente detrás de Abelard—.Te llevas a Tirón contigo. Vas en buscade Will, ¿no es así?

Por un instante, Halt tuvo latentación de negarlo, pero tantos días defingimiento estaban siendo demasiadopara él. Sabía que sería un alivio, sólopor esta vez, admitir sus razones.

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—Tengo que hacerlo, Gilan —dijoen voz baja—. Se lo prometí, y ésta erala única forma en la que podía vermerelevado del servicio.

—¿Consiguiendo que te destierren?—La voz de Gilan se elevó en un tonode incredulidad—. ¿Y no se te ocurriópensar que Duncan podía haberordenado tu ejecución?

Halt se encogió de hombros, peroesta vez no se trataba de un gesto deburla, esta vez no era más que un gestode resignación.

—No creí que fuese a hacerlo. Teníaque arriesgarme.

Gilan negó triste con la cabeza.—Bueno, desterrado o no —le dijo

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—, yo voy contigo.Halt levantó entonces la vista y miró

al infinito, inspiró aire profundamente ylo expulsó. Era una tentación, tenía queadmitirlo. Se dirigía hacia una sendalarga, dura y peligrosa donde lacompañía de Gilan sería tan bienrecibida como útil podría ser su espada,pero los deberes de Gilan se hallabansujetos a otras órdenes y Halt,consciente de haber traicionado suspropias obligaciones, no podía consentirque el joven montaraz hiciera lo mismo.

—Gilan, no puedes —se limitó adecir.

Éste tomó aire para contestar y Haltlevantó la mano para detenerle.

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—Mira, yo ya pedí que me relevaranpara poder ir a buscar a Will —prosiguió Halt— y me dijeron que hacíafalta aquí.

Hizo una pausa y Gilan asintió.—Bueno, pues en mi opinión —

continuó el veterano montaraz— ésa esuna necesidad menor, pero se trata tansólo de mi opinión y yo me puedoequivocar. Esta situación con Foldar espeligrosa, muy peligrosa, y hay quecortarla de raíz. Hay que acecharle,seguirle la pista y tenderle unaemboscada, y, francamente, no se meocurre un montaraz más apropiado paraese trabajo que tú.

—Aparte de ti —respondió Gilan, y

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Halt reconoció el hecho con una leveinclinación de cabeza. No se trataba deuna cuestión de ego, sino de una honestaconstatación de la verdad.

—Puede que eso sea cierto —dijo—, pero más a mi favor: si ambosdesaparecemos, Crowley tendrá queencontrar a otro que haga el trabajo.

—No me importa —replicó Gilantestarudamente mientras retorcía lasriendas en su mano y hacía un pequeñonudo bien apretado para volver asoltarlas otra vez. Halt le dedicó unaleve sonrisa.

—A mí sí, Gilan. Sé lo que se sienteal romper uno su palabra, y no permitiréque tú te inflijas tal daño.

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—Pero, Halt —dijo Gilan, abatido,y el montaraz canoso pudo ver en susojos que las lágrimas no se hallabandemasiado lejos—. Yo fui elresponsable de dejar a Will. ¡Yo leabandoné en Céltica! ¡Si me hubieraquedado con él, los skandians jamás lehabrían capturado!

Halt negó con la cabeza. Su voz,ahora, era más amable al consolar aljoven.

—No puedes ni debes culparte poreso —le dijo—. Lo que hiciste en aquelmomento era lo correcto. Cúlpame a mí,si acaso, por reclutar a un muchacho conel coraje y el honor para actuar como lohizo y por adiestrarle de forma que

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nunca cupiese ninguna duda de queactuaría de tal modo.

Hizo una pausa para ver si suspalabras estaban teniendo algún efecto.Era consciente de que Gilan flaqueaba,así que añadió el toque final.

—Gracias a que sé que tú estás aquípuedo abandonar mi puesto de estamanera, ¿no lo ves, Gilan? Es porque séque tú me puedes suplir; pero si tú teniegas a hacerlo, entonces no podrémarcharme.

Y ante aquello, los hombros deGilan cayeron sumisos.

Bajó la mirada una vez más ymasculló con voz ronca:

—Está bien, Halt, pero encuéntralo.

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Encuéntralo y tráelo de vuelta,desterrado o no.

Halt le sonrió y se inclinó paraagarrar su hombro.

—Sólo es un año —le dijo—.Estaremos de vuelta antes de que te descuenta. Adiós, Gilan.

—Ve con Dios, Halt —le dijo eljoven montaraz con una voz titubeante.Se le había enturbiado la vista con laslágrimas, y escuchó el chapoteo de loscascos sobre el camino mojado encuanto Abelard y Tirón se pusieron enmarcha hacia la costa.

Halt llevaba el viento de cara y éstele rociaba con la fina lluvia conformehacía su camino a caballo. Formaba

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pequeñas gotas de agua sobre sus rasgosajados por la intemperie, gotas querodaban por sus mejillas.

De un modo extraño, algunas deellas tenían un sabor salado.

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LNueve

a nave de los skandians seencontraba en mal estado.

Se arrastraba de un modotorpe hacia la playa de guijarros, dondela tripulación del barco de Erak habíasalido en tropel de su cabaña para mirar.Avanzaba muy escorada y más hundidaen el agua de lo que debía. La borda delcostado en la parte baja de la escora se

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hallaba apenas a diez centímetros delagua.

—¡Es el barco de Slagor! —gritóuno de los skandians de la playa alreconocer la cabeza de lobo en laprolongación curva de la proa de lanave.

—¿Qué está haciendo aquí? —preguntó otro—. Estaba a salvo enSkandia cuando nosotros nos marchamoshacia Araluen.

Will se aproximó a la carrera desdelas rocas donde había estado lanzandotrozos de madera al agua. Vio a Evanlynbajar desde el cobertizo y se unió a ella.Su irritación previa se le había olvidadoante aquel nuevo giro de los

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acontecimientos.—¿De dónde ha salido ese barco?

—preguntó ella, y Will se encogió dehombros.

—No tengo ni idea. Yo estaba allílejos, en las rocas, entonces levanté lavista y allí estaba.

El barco ya se encontraba muypróximo. Will se percató de que latripulación parecía demacrada yexhausta. Pudo ver que había huecosentre algunas de las planchas de maderaque formaban el casco y la cepairregular por el sitio donde se habíahecho añicos el mástil y había caído almar. Los skandians de la playa se habíandado cuenta de aquellos hechos y los

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comentaban.—¡Slagor! —El grito de Erak cruzó

las aguas en calma—. ¿De dóndedemonios sales?

El hombre corpulento en la popa, acargo del timón, agitó una mano en ungesto de saludo. Se encontrabaclaramente agotado y contento por llegara puerto.

Un miembro de la tripulación sepuso entonces en pie y arrojó un cabogrueso a los hombres de Erak queaguardaban en la playa. En unossegundos, una docena de ellos habíaasido el cabo y había comenzado a tirardel barco en los últimos metros de surecorrido. Agradecidos, los remeros se

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recostaron en sus bancos, sin fuerzaspara subir los remos a bordo. Laspesadas palas de madera de roblecolgaban sobre el agua y producían unsonido sordo al golpear contra loscostados del barco conforme girabansobre sí mismas, encajadas en sussoportes.

La quilla chirrió contra los guijarrosde la playa y el barco se detuvo. Máshundido en el agua que el Wolfwind, noascendió tanto la pendiente de la playacomo éste. La proa golpeó y se quedóclavada enseguida.

Los hombres de a bordo comenzarona desembarcar pasando por encima de laborda de proa para descolgarse a la

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playa. Los remeros se tambaleaban entierra firme, se estiraban y gruñían decansancio, se dejaban caer al suelo depiedras gruesas y arena como siestuvieran muertos. Uno de los últimosen bajar a tierra fue Slagor, el capitán.

Descendió a la playa de un modocansino. Tenía el pelo y la barbamoteados y escarchados de blanco porla sal; los ojos, rojos y con unaexpresión de angustia. Erak y él sequedaron frente a frente. Resultóextraño, pero no se saludaron con elhabitual agarrón mutuo por el antebrazo.Will se dio cuenta de que no debía dehaber mucho afecto entre amboshombres.

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—¿Qué estás haciendo aquí en estaépoca del año? —preguntó Erak al otropatrón.

Slagor hizo un gesto negativo con lacabeza, indignado.

—Estamos aquí de puñetera suerte.Hacía dos días que habíamos zarpado deHallasholm cuando nos alcanzó latormenta. Había olas tan grandes comocastillos, y el viento venía directo delpolo. El mástil se nos vino abajo en laprimera hora y no lo pudimosdesprender del todo. Perdimos doshombres intentando soltarlo. Luego elextremo no dejaba de golpear en la líneade flotación del barco, y antes de quenos librásemos de él había abierto un

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boquete en el casco. Se nos inundó uncompartimento por completo antes deque nos enterásemos de lo que estabapasando, y nos entraba agua en los otrostres.

Los barcos de los skandians, pese aparecer barcos abiertos, eran enrealidad unos navíos con una elevadanavegabilidad, en buena medida debidoal diseño que dividía el casco en cuatrocompartimentos estancos,independientes, debajo de la cubiertaprincipal y entre las dos galeríasinferiores donde se sentaban losremeros. Era la sustentación de esoscompartimentos lo que mantenía losbarcos a flote incluso cuando se veían

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anegados por las olas gigantescas quesurcaban el mar de la Ventiscablanca.

Will permaneció con la vistaclavada en Erak. Observó cómo elfornido jarl fruncía el ceño ante laspalabras de Slagor.

—En primer lugar, ¿qué hacíais enalta mar? —preguntó Erak—. Ésta no esépoca para intentar cruzar el mar de laVentiscablanca.

Slagor aceptó un vaso de brandy,ancho y alto, de madera, que le ofrecíauno de los hombres de Erak. Alrededordel pequeño puerto, la tripulación delbarco de éste sacaba bebidas a susexhaustos compatriotas y, en algunoscasos, se ocupaban de heridas

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obviamente sufridas en las sacudidas delnavío durante la tormenta. Slagor nohizo gesto alguno de agradecimiento yErak arrugó la frente de manera leve. Denuevo, Will fue consciente de lasensación de animosidad entre los doscapitanes. Las formas de Slagor eranincluso beligerantes mientras describíasu infortunio, como si se encontrase encierto modo a la defensiva en todo aquelasunto. Se bebió entonces la mitad delvaso de un trago largo y a continuaciónse pasó el dorso de la mano por la bocaantes de contestar.

—El cielo se abrió allá enHallasholm —dijo con brevedad—.Pensé que era un paréntesis lo bastante

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largo como para cruzar la zona detormentas.

Los ojos de Erak se abrieron de paren par por la incredulidad.

—¿En esta época del año? —lepreguntó—. ¿Estás loco?

—Pensé que podíamos conseguirlo—repitió Slagor, testarudo, y Will viocómo ahora los ojos de Erak seentrecerraban.

El corpulento jarl bajó la voz deforma que no llegase hasta el resto delos hombres. Sólo Will y Evanlyn leoyeron.

—Maldito seas, Slagor —dijo conamargura—. Estabas intentandoadelantarte a la temporada de saqueos.

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Slagor se enfrentó con enfado al otrocapitán.

—¿Y si así fuera? Era mi decisióncomo capitán, y de nadie más, Erak.

—Y tu decisión le ha costado la vidaa dos hombres —señaló Erak—. Doshombres que juraron acatar tusdecisiones, por muy insensatas que éstaspudieran ser. ¡Cualquiera con más decinco minutos de experiencia habríasabido que es demasiado pronto paraintentar el paso!

—¡Estaba en calma! —Le devolvióel grito Slagor, y Erak bramó indignado.

—¡En calma! ¡Siempre hay periodosde calma! Duran un día o dos, pero esono es suficiente para hacer el paso y tú

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lo sabes. ¡Maldito seas por tu codicia,Slagor!

Slagor se irguió.—No tienes derecho a juzgarme,

Erak. Un capitán es el amo y señor de subarco y lo sabes. Como tú, yo soy librepara elegir dónde y cuándo voy —dijo.Levantaba la voz más que Erak, y Willtuvo la sensación de que se estabaponiendo bravucón.

—Tomaré nota de que elegiste nounirte a nosotros en la batalla queacabamos de librar —replicó Erak condesdén en el tono de su voz—. Tecontentaste con sentarte en casa ydespués escabullirte para hacerte con elbotín fácil antes de que otros capitanes

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estuvieran preparados para partir.—Era mi elección —repitió Slagor

—, que al final ha resultado ser sabia —su tono de voz se fue volviendo burlesco—. Observo que no tuvisteisprecisamente un gran éxito en vuestrainvasión, ¿no es así, jarl Erak?

Erak se acercó al otro capitán con unfulgor de advertencia en la mirada.

—Vigila ese tono, ladrónespabilado, me he dejado allí muybuenos amigos.

—Y algo más que amigos, según heoído —replicó Slagor, ahoraenvalentonado—. Pocosagradecimientos vas a recibir por partede Ragnak por dejarte allí también a su

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hijo.Erak dio un paso atrás con la boca

abierta.—¿Gronel fue capturado en la

batalla?Slagor negó con la cabeza,

sonriendo ante la pérdida de aplomo porparte del otro.

—Capturado no, muerto, he oído, enla batalla del bosque del Espino.Algunos de los barcos consiguieronvolver a Skandia antes de que seformaran las tormentas.

Will levantó rápidamente la vista aloír aquello. El Wolfwind, el barco deErak, había sido el último en abandonarla costa de Araluen. La tripulación aún

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aguardaba el regreso de Erak cuando lossupervivientes de la funesta expediciónde Horth fueron llegando de vuelta a losbarcos con la noticia del fracaso paradespués zarpar. Más tarde, Will habíaescuchado cómo hablaba la tripulacióndel Wolfwind de la batalla del Espino.Dos montaraces, uno bajo y canoso yotro joven y alto, habían guiado a lasfuerzas del rey que diezmaron a losskandians conforme éstos marchaban arodear por los flancos al grueso delejército de Duncan. De algún modo, enel fondo de su corazón, Will sabía quehabían sido Halt y Gilan.

Erak dejó entrever un gesto detristeza.

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—Gronel era un buen hombreSentiremos profundamente su pérdida.

—Su padre ya lo está haciendo. Hajurado el voto de los Vallas en contra deDuncan.

—Eso no puede ser cierto —dijoErak frunciendo el ceño de incredulidad—. El voto de los Vallas tan sólo ha dehacerse contra la traición o el asesinato.

Slagor se encogió de hombros.—Él es el oberjarl. Puede hacer

según le plazca, diría yo. Y ahora, por loque más quieras, ¿tenéis algo de comeren esta isla de mala muerte? Nuestrasprovisiones se han echado a perder conel agua del mar.

Erak, distraído aún por las noticias

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que acababa de oír, se percató de lapresencia de Will y Evanlyn e hizo ungesto en dirección a las cabañas.

—Encended un fuego, estos hombresnecesitan comer caliente.

Le había molestado que Slagortuviese que recordarle su deber deaquella manera. Podía no gustarle nadael otro capitán, pero sus hombresmerecían ayuda y atención después detodo lo que habían pasado. Le dio unempujón tosco a Will para que fuerahacia la cabaña. El muchacho setambaleó y empezó a correr con Evanlynmuy cerca tras sus pasos.

Will notaba una sensación muydesagradable en la boca del estómago.

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No tenía la menor idea acerca de quépodía ser el voto de los Vallas, pero sítenía clara una cosa: mantener en secretola identidad de Evanlyn se habíaconvertido de pronto en una cuestión devida o muerte.

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EDiez

l camino se aproximaba alocéano y las arboledas a amboslados se hallaban cada vez más

próximas según los fértiles camposcultivados daban paso a un paisaje debosque más denso.

Se trataba del tipo de escenario en elque los viajeros tranquilos solíanvolverse temerosos de los bandidos,

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donde los gruesos árboles junto a lacuneta podían servir de escondite parauna emboscada. Halt, sin embargo, notenía tales temores; de hecho, su estadode ánimo era tan sombrío que bien podíahaber recibido con los brazos abiertosun intento por parte de los bandidos derobarle sus pocas pertenencias.

Bajo la capa le resultaba sencilloalcanzar su pesado cuchillo saxe y elque solía lanzar, y llevaba el arcoencordado y apoyado sobre la perilla desu montura, al modo de los montaraces.Una de las esquinas de su capa, hechaespecialmente para tal propósito, seencontraba doblada hacia atrás sobre suhombro para dejar los extremos

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emplumados de las dos docenas deflechas que llevaba en su carcaj a sualcance y sin impedimentos. Se decíaque cada montaraz portaba en su carcajla vida de veinticuatro hombres, pues talera su asombrosa y mortal precisión conel arco largo.

Aparte de aquellas armas tanevidentes y de su propio y muy afinadoinstinto para el peligro, Halt disponía deotras dos ventajas no tan obvias sobrecualquier potencial atacante: los doscaballos montaraces, Tirón y Abelardque estaban entrenados para avisar deforma silenciosa de la presencia decualquier extraño que presintiesen; yahora, conforme Halt cabalgaba, las

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orejas de Abelard se habían movidovarias veces y tanto él como Tirónbajaron la cabeza y resoplaron.

Halt se inclinó hacia delante y diounos golpecitos en el cuello de sucaballo.

—Buenos chicos —susurró a ambosanimales, bajos y fornidos, quemovieron las orejas en reconocimientode sus palabras.

A los ojos de cualquier observador,el jinete cubierto con la capa se hallabasimplemente calmando a su montura, unhecho del todo normal, cuando lo ciertoes que tenía los sentidos alerta y elcerebro le funcionaba a toda velocidad.Habló de nuevo, sólo una palabra.

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—¿Dónde?La cabeza de Abelard describió un

leve ángulo hacia la izquierda señalandoen dirección a un grupo de árboles máscercano al camino que los demás, a unoscincuenta metros por delante. Halt mirórápidamente por encima de su hombro yvio a Tirón, que trotaba silencioso a suespalda, mirar en la misma dirección.Ambos caballos habían notado lapresencia de extraños, o quizás fuesesólo uno, entre los árboles.

Entonces Halt habló de nuevo.—Descanso.Y los dos caballos, sabedores de

que su advertencia se había tenido encuenta y la dirección había sido

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apuntada, volvieron a girar la cabezapara mirar al frente. Se trataba de esetipo de habilidades especiales quedotaban a los montaraces de suasombrosa capacidad de supervivenciay de anticiparse a los problemas.

Aparentemente desapercibido aúnpor completo de la presencia de alguienentre los árboles, Halt continuóavanzando a caballo al mismo pasorelajado. Se sonrió de forma adusta alconsiderar el hecho de que los caballossólo le hubiesen podido contar que allíhabía alguien. No eran capaces depredecir las intenciones de aquellapersona, o si era o no un enemigo.

Aquéllos serían verdaderos poderes

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sobrenaturales, pensó.Se encontraba a cuarenta metros de

los árboles. Había media docena deellos, espesos y rodeados de muchomatorral. Proporcionaban un esconditeperfecto para una emboscada; o paraalguien que simplemente deseabaprotegerse de la fina lluvia que habíaestado cayendo durante más o menos lasdiez horas previas. Bajo su capucha, enla oscuridad e invisibles para cualquierobservador, los ojos de Halt se clavabany buscaban por la cobertura de arbustos.Abelard, más cercano ahora al potencialpeligro, soltó un quejido gutural queapenas resultó audible y que su jinetesintió como el ruido sordo de una

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vibración en el fornido pecho de sucaballo más que otra cosa. Halt le dio untoque con la rodilla.

—Lo sé —dijo en voz baja, sabedorde que la penumbra de su capuchaocultaría cualquier movimiento de suslabios.

Decidió que ya se encontraba lobastante cerca. El arco le proporcionabaventaja siempre y cuando se mantuviesea una cierta distancia. Tiró levemente delas riendas, Abelard se detuvo y Tirón,un paso más tarde, también lo hizo.

Con un movimiento fácil y fluido,Halt alcanzó una flecha de su carcaj y laengarzó en la cuerda del arco. Nointentó tensarlo. Los años de constante

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práctica le habían hecho capaz de tensar,apuntar, disparar y alcanzar su objetivoen un abrir y cerrar de ojos.

—Me gustaría verte al descubierto—gritó con gran proyección en su voz.Se produjo un instante de duda y, acontinuación, una figura de complexiónfuerte espoleó a su caballo para quesaliese de entre los árboles hastadetenerse en un claro junto al borde delcamino.

Un guerrero, vio Halt, a juzgar por eldébil brillo de la cota de malla en susbrazos y alrededor del cuello. Llevabatambién una capa, para resguardarse dela lluvia. Un casco simple, cónico,pendía del fuste de la silla de montar y

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un escudo pequeño, redondo y sinblasón colgaba de su espalda. Halt nopodía ver rastro alguno de espada u otraarma, aunque pensó que lo más probablesería que aquel hombre la llevase en ellado izquierdo, el más alejado de él.Resultaría seguro asumir que el jinetellevaría algún tipo de arma; al fin y alcabo, no tenía sentido vestir mediaarmadura y salir desarmado.

En aquel personaje había algo que leresultaba familiar, no obstante. Unsegundo después, Halt había reconocidoal jinete. Se relajó y devolvió la flechaal carcaj en un movimiento igualmentesuave y entrenado.

Espoleó a Abelard para que

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avanzase y se dirigió a saludar al otrojinete.

—¿Qué estás haciendo aquí? —lepreguntó teniendo ya una idea bastanteaproximada de cuál sería la respuesta.

—Voy contigo —contestó Horace,confirmando las sospechas de Halt—.Vas en busca de Will y yo quiero unirmea ti.

—Ya veo —dijo Halt al tiempo quetiraba de las riendas y llegaba junto aljoven. Horace era un chico alto, y sucaballo de combate era varios palmosmás alto que Abelard. El montaraz seencontró teniendo que mirar haciaarriba, al rostro del joven, y se percatóde que expresaba determinación—. Y

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como aprendiz, ¿qué crees que dirá tumaestro al respecto cuando se entere?—le preguntó.

—¿Sir Rodney? —Horace seencogió de hombros—. Ya lo sabe. Ledije que me marchaba.

Halt inclinó la cabeza algosorprendido. Imaginaba que Horacehabía huido sin más en su intento porunirse a él, pero el aprendiz de guerreroera un tipo directo, nada dado a lastretas ni a los subterfugios. Se dio cuentade que huir por las buenas no era partedel carácter de Horace.

—¿Y cómo recibió una noticia tanimportante?

Horace arrugó la frente al no

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entenderlo.—¿Perdón? —le preguntó

dubitativo, y Halt suspiró en voz baja.—¿Qué te dijo cuando se lo

contaste? Supongo que te daría un buenpescozón en el cogote, ¿no?

Rodney no era famoso por sutolerancia con los aprendicesdesobedientes. Su carácter tenía unosbuenos prontos que caían con todo supeso sobre los chicos de la Escuela deCombate.

—No —respondió Horace,impasible—, me dijo que te diera unmensaje.

Halt sacudió la cabeza ante lasorpresa.

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—¿Y el mensaje era…? —le apuntó,y notó que el muchacho se movíaincómodo en la silla antes de contestar.

—Dijo: «Que tengas suerte» —respondió el chico por fin—. Y que tedijese que había venido con suaprobación, de manera extraoficial, porsupuesto.

—Por supuesto —replicó Halt,consiguiendo ocultar la sorpresa quesintió ante aquel inesperado gesto deapoyo por parte del comandante de laEscuela de Combate—. Difícilmentepodría darte su aprobación oficial paraque te fueses corriendo con uncondenado al destierro, ¿no crees?

Horace lo pensó y asintió.

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—Supongo que no —contestó—. Asíque ¿me dejarás ir contigo?

Halt negó con la cabeza.—Por supuesto que no —dijo de

forma enérgica—. No tengo tiempo paracuidar de ti allá donde voy.

El rostro del muchacho enrojeció deira ante el tono displicente de Halt.

—Sir Rodney también me pidió quete hablase de la posibilidad de hacer usode una espada para guardarte lasespaldas durante tus viajes —le dijo.Halt observaba al muchacho condetenimiento conforme hablaba.

—¿Fueron ésas sus palabrasexactas? —le preguntó Halt, y Horacehizo un gesto negativo.

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—No exactamente.—Entonces cuéntame qué te dijo

exactamente —le exigió Halt.Horace respiró hondo.—Sus palabras exactas fueron:

«Puedes ser una buena espada que osguarde las espaldas».

Halt reprimió una sonrisa.—¿Sí? ¿Y a quién se refería? —dijo

Halt poniéndole en entredicho. Horacemantuvo la compostura a lomos de sucaballo, se puso rojo de la furia, pero norespondió; y ésa era la mejor réplicaposible. Halt le vigilaba muy de cerca,no se tomaba la recomendación de sirRodney a la ligera y sabía que elmuchacho tenía coraje de sobra. Lo

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había demostrado cuando desafió aMorgarath a un combate singular en lasllanuras de Uthal.

Pero existía la posibilidad de que sehubiera vuelto un fanfarrón o anduviesecon un exceso de confianza, quedemasiada adulación y halagos lehubiesen cambiado. Si ése hubiera sidoel caso, sin embargo, habría respondidode forma inmediata al sarcasmo de Halt.El haber permanecido sin más sobre lasilla con la determinación en el rostro,en vez de hacer aquello otro, decíamucho sobre el carácter del chico.Resultaba extraño cómo acababansiendo, pensó Halt. Recordaba a Horacecuando era más joven como una especie

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de matón; era obvio que la disciplina dela Escuela de Combate y la madurez deunos pocos años habían obrado unosinteresantes cambios.

Evaluó de nuevo al chico. A decirverdad, sería útil llevar un compañeroconsigo. Había rechazado a Gilanporque sabía que allí, en Araluen,necesitaban al otro montaraz; pero elcaso de Horace era distinto. Su maestrole había dado permiso, de maneraextraoficial, y era un espadachín másque capaz. Era leal y digno de confianza.

Y además, Halt había de admitir que,desde que Will había caído prisionero,él echaba de menos a alguien más jovena su alrededor. Añoraba la emoción y el

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entusiasmo que la juventud traíaconsigo. Y, que Dios le amparase,incluso echaba de menos lasinterminables preguntas que llegabantambién con ella.

Advirtió entonces que Horace lecontemplaba con inquietud. El muchachohabía estado esperando una decisión y,hasta ahora, no había recibido nada másque el sardónico desafío de Halt enreferencia a la identidad de la «buenaespada» que sir Rodney había sugerido.Suspiró de forma sonora y dejó que unaprofunda arruga le frunciera el ceño.

—Supongo que te pasarás día ynoche bombardeándome con preguntas,¿no es así? —le dijo.

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Los hombros de Horace dieron unbajón con el tono de voz de Halt, y acontinuación, de repente, comprendió elsignificado de sus palabras. Se leiluminó el rostro y los hombros seelevaron de nuevo.

—¿Quieres decir que me llevascontigo? —preguntó con una voz que sele rompía por la emoción en un registromás elevado del que pretendía. Haltmiró hacia abajo y ajustó una cincha delas alforjas de su silla que no necesitabaajuste alguno. Sería un flaco favor dejarque el chico viese la leve sonrisa que sedibujaba en sus ajadas facciones.

—Parece que tendré que hacerlo —dijo con pesar—. Te será difícil volver

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con sir Rodney ahora que te hasescapado, ¿o no?

—¡No, no puedo! Quiero decirque… ¡es genial! ¡Gracias, Halt! No tearrepentirás, ¡lo prometo! Es sólo queyo, en cierto modo, me prometí a mímismo que encontraría a Will y queayudaría a rescatarlo —el muchachoestaba de verdad balbuceando por laalegría de verse aceptado.

Halt dio un toque a Abelard con larodilla y se puso en marcha con Tiróncómodo detrás. Horace espoleó a sumontura para que igualara el paso deHalt y prosiguió con su río de gratitud.

—Yo sabía que irías a por él, Halt.¡Sabía que por eso fingiste estar

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enfadado con el rey Duncan! EnRedmont nadie se lo podía creer cuandonos enteramos de lo que había pasado,pero yo supe que era para que pudiesesir a rescatar a Will de los skandians…

—¡Basta! —dijo Halt por finlevantando una mano para detener laavalancha de palabras, y Horace sedetuvo dejando la frase a medias y conuna inclinación de cabeza en un gesto dedisculpa.

—Sí, por supuesto. Lo siento. Ni unapalabra más —dijo.

Halt asintió agradecido.—Ya lo creo que no.Escarmentado, Horace cabalgó en

silencio junto a su nuevo maestro

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mientras se dirigían a la costa este.Habían recorrido unos cien metroscuando, por fin, no pudo aguantarse más:

—¿Dónde vamos a encontrar unbarco? —preguntó—. ¿Vamos a navegardirectamente a Skandia tras lossaqueadores? ¿Podemos cruzar el maren esta época del año?

Halt se volvió sobre la silla ydirigió una mirada torva al joven.

—Pronto empezamos, me parece amí —dijo con severidad. Pero, en suinterior, notaba el mayor alivio en elcorazón que había sentido en semanas.

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LOnce

a inesperada aparición del navíode Slagor, el Colmillo, hizo eldía a día en Skorghijl aún más

desagradable.Las condiciones de vida eran ahora

peores que antes, con dos tripulacionesque abarrotaban el espacio diseñadopara una sola. Y con el hacinamientollegaban las peleas. Los skandians no

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estaban acostumbrados a largosperiodos de inactividad, de forma queocupaban las horas bebiendo y jugando:una receta casi segura para que hubieseproblemas. Cuando los implicados erantodos miembros de una mismatripulación, las desavenencias quesurgían se arreglaban con rapidez y seolvidaban; pero las lealtadesindependientes de ambas tripulacionesinflamaban la situación de forma queestallaban las discusiones, se perdíanlos nervios y, a veces, se desenvainabanlas armas antes de que Erak pudieseintervenir.

Resultaba llamativo, pensaba Will,que Slagor jamás alzase la voz para

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sofocar las luchas. Cuanto más veía delcapitán del Colmillo, más se dabacuenta de que aquel hombre tenía muypoca autoridad real e infundía un respetomínimo en el resto de los skandians.Incluso su tripulación trabajaba por unapaga, no por sentido de lealtad alguno.

El trabajo de Evanlyn y Will sehabía visto duplicado, por supuesto.Ahora, como mínimo, había que cocinar,servir y limpiar el doble, y había eldoble de skandians que podíanordenarles que se hicieran cargo decualquier otra labor. Al menos, sinembargo, conservaban su propio espaciovital. El cobertizo resultaba demasiadoestrecho para que ninguno de los

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enormes skandians valorase eladueñarse de él para su propio uso.Aquélla era una pequeña compensaciónpor haber caído prisioneros de unosgigantes, pensaba Will.

Sin embargo, no eran sólo las peleasy el trabajo extra lo que había hecho dela vida de Will y Evanlyn algo penoso.Las noticias de aquel misterioso voto delos Vallas que Ragnak había juradohabían resultado devastadoras para laprincesa. Su vida se hallaba ahora enpeligro y el más mínimo error, la másmínima palabra imprudente significaríasu muerte. Suplicó a Will que fuesecuidadoso, que continuase tratándolacomo a un igual, como siempre lo había

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hecho antes de que ella le hablase de suverdadera identidad. El menor signo dedeferencia por su parte, el menor gestode respeto, bien podría levantarsospechas y significar su fin.

Naturalmente, Will le aseguró queguardaría su secreto. Se obligó a nopensar nunca en ella como Cassandra,sino a utilizar en todo momento elnombre de Evanlyn, incluso en suspensamientos, pero cuanto más tratabade evitar ese nombre, más parecía éstequerer salir de su boca de maneraespontánea. Vivía con el temor constantede traicionarla sin darse cuenta.

Las malas sensaciones entre ellos,surgidas del aburrimiento y la

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frustración más que nada, se habíandesvanecido a la luz de aquel peligronuevo y muy real. Otra vez eran amigosy aliados, y su determinación a la horade ayudarse y apoyarse el uno al otrorecuperó la fuerza y la convicción de laque ambos habían disfrutado en su brevepaso por Céltica.

Por supuesto, el plan de Evanlyn enreferencia a su rescate se había venidoabajo por completo. Difícilmente podríarevelar su identidad a un hombre quehabía jurado matar a todos los miembrosde su familia. Ser consciente de aquello,emparejado con el resentimiento innatoque sentía al verse obligada a realizartareas desagradables y de baja

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categoría, había hecho de su vida enSkorghijl algo penoso. El único punto deluz en su día a día era Will: siemprealegre, siempre optimista, siemprealentador. Evanlyn era capaz de apreciarahora cuán discretamente él se hacíacargo de los peores trabajos, los másengorrosos, siempre que era posible, yse sentía agradecida. Al echar la vistaatrás sobre la forma en que ella le habíatratado unos días antes, se avergonzaba;pero cuando intentó disculparse —era lobastante honesta como para admitir quese había equivocado—, él lo rechazócon una sonrisa:

—Todos estamos un poco agobiadosy nos sentimos encerrados —le dijo—.

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Cuanto antes nos vayamos, mejor.Will aún planeaba escapar, y ella se

dio cuenta de que debía acompañarle.Sabía que él tenía algo en mente, peroaún estaba trabajando en el plan y hastaentonces no le había contado losdetalles.

En cuanto al presente, habíafinalizado la comida y quedaba unenorme saco lleno de platos, cucharas ytazas de madera que había que fregarcon el agua del mar y arena fina en laorilla. Con un suspiro, ella se inclinópara levantarlo. Se sentía exhausta ycasi no podía aguantar la idea deencorvarse con el agua fría a la altura delos tobillos mientras frotaba la grasa.

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—Yo me encargo de eso —dijo Willen voz baja. Miró a su alrededor paraasegurarse de que ninguno de losskandians estaba vigilando y acontinuación tomó el pesado saco de lasmanos de ella.

—No —protestó Evanlyn—. No esjusto… —pero él alzó una mano paradetenerla.

—De todas formas hay algo quequiero comprobar, y esto será una buenatapadera Además, has pasado un par dedías malos. Vete y descansa un poco —sonrió—. Si te hace sentir mejor,mañana habrá que fregar un montón; ypasado mañana. Puedes hacerlo tú todomientras yo me escaqueo.

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Ella le dedicó una sonrisa decansancio y le rozó la mano en un gestode gratitud. La idea de tirarse en su durocatre y no hacer nada era casidemasiado bonita para ser cierta.

—Gracias —dijo ella simplemente.Él agrandó su sonrisa y ella advirtió

que era una sonrisa sincera: Will sesentía feliz porque la relación entreambos hubiese regresado a lanormalidad.

—Al menos nuestros anfitrionestienen muy buen comer —dijo él, alegre—. No dejan mucho en el plato.

Se colgó al hombro el saco y susonoro contenido y se dirigió a la playa.Evanlyn, con una sonrisa para sí, agachó

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la cabeza y se metió en el cobertizo.

El jarl Erak surgió del desorden ruidosoy repleto de humo de la cabaña e inspiróprofundamente el aire frío del mar. Lavida en la isla le estaba dejando losánimos por los suelos, en particular conun Slagor que no ponía nada de su partepara mantener la disciplina. Aquelhombre era un borracho inútil, pensabaErak enfadado, y no un guerrero: detodos era sabido que para los saqueoselegía sólo los objetivos pocodefendidos y jamás tomaba parte en lalucha. Erak se acababa de ver obligadoa intermediar entre uno de sus propios

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hombres y un miembro de la tripulaciónde criminales que llevaba el Colmillo.El hombre de Slagor había estadoutilizando un juego de dados trucados y,cuando le acusaron, desenvainó sucuchillo saxe frente al otro skandian.

Erak se interpuso y de un puñetazocolosal tumbó sin sentido al tripulantedel Colmillo. Después, con el objeto demostrar ecuanimidad, se vio obligado adejar también fuera de combate a supropio marino.

Ecuanimidad al estilo skandian,pensó con cansancio. Un gancho deizquierda y un directo de derecha.

Oyó el crujido de unos pasos en lagrava de la playa y levantó la mirada

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para ver una figura oscurecida rumbo ala orilla. Frunció el ceño pensativo: erael chico de Araluen.

Con sigilo, comenzó a seguir almuchacho. Oyó el golpeteo de los platosy las tazas al vaciarse el saco en laplaya y, a continuación, el sonido de losrestregones. Podía ser que sóloestuviese fregando, pensó. Podía ser queno. Con paso cuidadoso, se fueacercando.

No se puede decir que el conceptoque Erak tenía del sigilo estuviera a laaltura del nivel de los montaraces. Willestaba fregando los platos cuando oyóacercarse al fornido skandian. O eso,pensó él, o una morsa se estaba

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quedando varada en los guijarros de laplaya.

Al volverse para mirar reconoció lacorpulenta silueta de Erak, más grandeaún en la oscuridad por la capa de pielde oso que llevaba para protegerse delfrío del viento. Will, que estabaagachado, comenzó a incorporarsetímidamente, pero el jarl le hizo un gestocon la mano para detenerle.

—Sigue con tu tarea —le dijo conbrusquedad. Will siguió frotando yvigilando al líder skandian con elrabillo del ojo mientras éste cruzaba conla mirada el fondeadero e inspiraba elaire húmedo de tormenta.

—Ahí dentro apesta —masculló

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finalmente Erak.—Demasiada gente en un sitio tan

pequeño —se aventuró a decir Will sinlevantar la vista y sin dejar de fregar elplato. Erak había captado su interés. Setrataba de un hombre duro, un luchadordespiadado, pero en realidad no eracruel. A veces, a su brusca manera,podía parecer incluso amistoso.

Erak, a su vez, estudiaba a Will.¿Qué estaba tramando? Probablementeintentaba imaginar una vía de escape,pensó Erak, eso es lo que él estaríahaciendo en el lugar del muchacho. Elaprendiz de montaraz era listo y teníarecursos. Y también determinación. Erakhabía sido testigo del modo en que se

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había ceñido a su agotador programa deejercicio, corriendo al aire libre hicierabuen tiempo o hiciera malo.

Una vez más, tuvo aquella sensaciónde aprecio por el aprendiz de montaraz;y por la chica. Ella también habíademostrado tener agallas de sobra.

El hecho de pensar en la muchachale hizo arrugar la frente. Más tarde omás temprano, habría problemas por esaparte; en particular con Slagor y sushombres. La tripulación del Colmilloera un grupo lamentable: delincuenteshabituales y rateros de poca monta en sumayoría. Los buenos marinos no seenrolaban con Slagor.

Bueno, pensó él con filosofía, si

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aquello pasaba, tendría que golpearalgunas cabezas contra otras. No iba apermitir que una chusma como loshombres de Slagor pusiese su autoridaden tela de juicio. Los dos esclavos eranpropiedad de Erak. Serían su únicobeneficio del desastroso viaje aAraluen, y si alguien intentaba causarlealgún daño a cualquiera de los dos,tendría que responder ante él. Conformela idea se le pasaba por la cabeza,intentaba convencerse de que protegía suinversión, pero no estaba seguro de quefuese del todo cierto.

—¿Jarl Erak? —dijo el muchacho enla oscuridad con un tono de voz quemostraba sus dudas sobre si debía

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interrogar al líder skandian. Erak gruñó.Se trató de un ruido evasivo, pero Willlo interpretó como un permiso paracontinuar—. ¿Qué era eso del voto delos Vallas que mencionó el jarl Slagor?—preguntó esforzándose por parecerinformal. Erak frunció el ceño al oír elrango.

—Slagor no es un jarl —corrigió almuchacho—. No es más que un skirl, elcapitán de un barco skandian.

—Lo siento —dijo Will conhumildad. Lo último que deseaba eraenfurecer a Erak. Obviamente, alreferirse a Slagor como su igual, Will sehabía arriesgado a aquello. Vaciló, perola molestia de Erak parecía haberse

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aplacado, así que volvió a preguntar—:¿Y el voto de los Vallas? —inquirió.

Erak reprimió un eructo y se inclinóhacia un lado de forma que pudieserascarse la espalda. Estaba seguro deque la tripulación de Slagor tenía pulgasy las había metido en la cabaña. Aquéllaera la única incomodidad que no habíantenido que soportar hasta ahora. Frío,humedad, humo y malos olores, a lo queahora había que añadir las pulgas.Deseó, y no primera vez, que el barcode Slagor se hubiese hundido en mediode los vendavales del mar de laVentiscablanca.

—Es un juramento que hizo Ragnak—contestó poco dispuesto—. Y no es

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que tuviera motivos para hacerlo —añadió—. No se provoca a los Vallas ala ligera. No, si se tiene algo de seso.

—¿Los Vallas? —preguntó Will—.¿Quiénes son?

Erak miró a la silueta oscuraagachada debajo de él. Hizo un gestonegativo con la cabeza por el asombro.¡Qué ignorantes eran estos araluenses!

—¿Nunca has oído hablar de losVallas? ¿Qué te enseñan en esa isluchahúmeda tuya? —le preguntó. Will, de unmodo inteligente, no dijo nada enrespuesta. Se produjo un silencio queduró unos instantes. Erak prosiguió—:Los Vallas, muchacho, son los tresdioses de la venganza. Adoptan la forma

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de un tiburón, un oso y un buitre.Hizo una pausa para ver si aquello

había calado. En esa ocasión, Will sintióque era necesario hacer algúncomentario.

—Ya veo —dijo inseguro, y Erakresopló con sorna.

—Tengo la certeza de que no. Nadieen su sano juicio quiere ver jamás a losVallas. Nadie en su sano juicio escogejamás hacerles un juramento.

Will meditó acerca de lo que elskandian acababa de decir.

—Entonces, ¿un voto de los Vallases un juramento de venganza? —preguntó, y Erak asintió con gravedad.

—La venganza hasta sus últimas

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consecuencias —respondió—. Se hacecuando odias tanto a alguien que jurasser vengado, no sólo sobre aquellapersona que te ha hecho mal, sinotambién sobre todos y cada uno de losmiembros de su familia.

—¿Todos los miembros? —dijoWill. Por un instante, Erak se planteóqué podía haber detrás de la línea queseguía con sus preguntas, pero no veíade qué manera una información comoaquélla podía ayudarle en un intento defuga, de forma que prosiguió.

—Hasta el último —le contó—. Esun juramento de muerte, por supuesto, einquebrantable. Una vez que se hace, siel que lo jura se retracta en algún

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momento, los Vallas se lo llevarán a él ya su familia en lugar de las víctimasiniciales. Créeme, no son ese tipo dedioses con los que uno quiere tener algoque ver.

De nuevo, un breve silencio. Will sepreguntaba si había ido lo bastante lejoscon sus preguntas, y decidió tomarse unpoco más de libertad.

—Entonces, si son tan terribles, ¿porqué Ragnak…? —Comenzó a decir, peroErak le interrumpió.

—¡Porque está loco! —le espetó—.¡Ya te lo he dicho, sólo un loco haría unjuramento a los Vallas! Ragnak nunca hasido demasiado estable y, ahora, esobvio que la pérdida de su hijo le ha

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dado el toque que lo ha desequilibradodefinitivamente.

Erak realizó un gesto de asco.Parecía que le cansaba el tema deRagnak y los aterradores Vallas.

—Da gracias porque tú no eres unmiembro de la familia de Duncan,chaval, o de Ragnak para el caso.

Se giró hacia la luz del fuego que seadivinaba a través de las innumerablesgrietas y rendijas en las paredes de lacabaña y proyectaba formas alargadas yextrañas sobre los guijarros húmedos.

—Ahora, regresa a tu trabajo —ledijo a Will con enfado, y se encaminó devuelta al calor y el olor de la cabaña agrandes zancadas.

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Will le observó mientras enjuagabael último de los platos condespreocupación en la fría agua del mar.

—Tenemos que salir de aquí cuestelo que cueste —dijo para sí en voz baja.

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HDoce

abía tanto que ver y tanto queescuchar que Horace no sabíahacia dónde volver la cabeza

en primer lugar.A su alrededor, la ciudad portuaria

de La Rivage bullía de vida. El puertose encontraba repleto de barcos: simplesbarcas de pesca y mercantes de dospalos amarrados los unos junto a los

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otros y creando un bosque de mástiles ydrizas que parecía extenderse hastadonde se perdía la vista. Los oídos lezumbaban con los chillidos de lagaviotas: se peleaban por las sobras quelos pescadores tiraban al mar durante lalimpieza de sus capturas. Los barcos,grandes y pequeños, subían, bajaban yse mecían con el levísimo oleaje delinterior del puerto, que no cesaba ni unsolo momento. Por debajo de losestridentes sonidos de las gaviotas seoía el constante crujir y los quejidos delos cientos de defensas de mimbre queprotegían los cascos de lasembarcaciones de los golpes de susvecinos.

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Se le inundaron las fosas nasales conel olor del humo y el aroma de lacomida en el fuego, pero se trataba de unaroma diferente al de la simple comidaaldeana que se preparaba en el castillode Redmont. En este olor había algomás: algo exótico, emocionante yextranjero.

Lo cual era de esperar, pensó a lavez que ponía el pie sobre una tierraverdaderamente extranjera por primeravez en su aún corta vida. Había viajadoa Céltica, por supuesto, pero eso nocontaba. En realidad, no era sino unaextensión de Araluen. Esto resultabamuy diferente. A su alrededor se alzabanvoces de enfado o de diversión, voces

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de gente que se llamaban los unos a losotros, se insultaban o se reían los unoscon los otros; y era incapaz de entenderni una sola palabra de aquella lenguaextravagante.

Permaneció en pie junto al muelledonde habían atracado, sujetando lasbridas de los tres caballos mientras Haltpagaba al patrón del carguero pequeño yrechoncho que les había transportado através del mar Angosto junto con unhediondo cargamento de pielesdestinado a las curtidurías de allí, deGálica. Tras cuatro días rodeado deaquellas pieles tiesas de animales,Horace se sorprendió preguntándose sialguna vez sería capaz de volver a

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ponerse algo hecho de cuero.Una mano le tiró del cinturón y él,

sobresaltado, se volvió.Una vieja encorvada y marchita le

sonreía mostrando las encíasdesdentadas y mantenía la palma de lamano levantada y extendida hacia él.

Vestía harapos y llevaba la cabezaenvuelta en un pañuelo que una vez pudohaber tenido colores vivos, pero ahoraestaba tan sucio que resultaba imposibletener la certeza. Dijo algo en el idiomalocal y todo cuanto Horace pudo hacerfue encogerse de hombros. En cualquiercaso, él no tenía dinero y estaba claroque la mujer le pedía limosna.

Su servil sonrisa se convirtió en una

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muy mala cara y la mujer le soltó unafrase. Aun sin conocimiento alguno delidioma, supo que no se trataba de unpiropo. Después la vieja dio mediavuelta y se marchó renqueando trashacer en alto un extraño gesto cruzandolos dedos. Horace negó con la cabeza enseñal de impotencia.

Unas carcajadas le distrajeron y segiró para ver a un trío de jovencitas,quizás un poco mayores que él, quehabían presenciado el incidente con lavieja. Se quedó boquiabierto, no sepudo controlar. Las muchachas, que a suparecer eran en extremo atractivas, ibanvestidas con unos conjuntos que sólo sepodrían describir como excesivamente

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atrevidos. Una llevaba una falda tancorta que le llegaba bien por encima delas rodillas.

Las muchachas hacían gestos haciaél imitando su mirada boquiabierta. Seapresuró a cerrar la boca de golpe yellas se rieron aún más alto. Una deellas le dijo algo a voces y le hizo señaspara que se aproximara. Él no entendíanada de lo que le decía y, sintiéndoseignorante y ajeno, se percató de que lasmejillas se le habían puesto rojas.

Todo esto hizo que las carcajadas delas muchachas fueran todavía mássonoras. Se llevaban las manos a lasmejillas, representaban su rubor congestos y parloteaban entre sí en su

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extraña lengua.—Parece que ya estás haciendo

amigos —dijo Halt a su espalda, y elmuchacho se volvió con sentimiento deculpa. El montaraz, porque Horace noera capaz de pensar en él de otro modo,los observaba a él y a las tres chicas conun aire de diversión en la mirada.

—¿Hablas esa lengua, Halt? —lepreguntó. Sin saber por qué, el hecho nole sorprendía. Siempre había asumidoque los montaraces tenían a sudisposición una amplia variedad dehabilidades arcanas y, hasta el momento,los sucesos le habían demostrado queestaba en lo cierto. Su compañeroasintió.

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—Lo bastante para arreglármelas —contestó sin alterarse, y Horace hizo ungesto, tan disimulado como pudo, endirección a las chicas.

—¿Qué dicen? —le preguntó. Elmontaraz adoptó el rostro carente deexpresión que Horace estaba empezandoa conocer muy bien.

—Quizás sea mejor que no lo sepas—le respondió finalmente. Horaceasintió sin llegar a entenderlo enrealidad, pero sin desear parecer mástonto de lo que se sentía.

—Quizás sea mejor así —aceptó.Halt, con agilidad, se había montado yaen la silla de Abelard y Horace lesiguió, a lomos de Kicker su caballo. El

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movimiento provocó un coro deexclamaciones de admiración por partede las chicas. Sintió cómo el ruborafloraba en sus mejillas. Halt le mirócon una sensación mezcla de lástima yde diversión. Meneó la cabeza y seabrió paso por la estrecha y atestadacalle del puerto, alejándose de losmuelles.

A caballo, Horace sintió la habitualola de confianza que surgía del hecho deencontrarse a lomos de su montura, ycon ella apareció la sensación deigualdad con aquellos extranjeros quediscutían y se apresuraban. Ahora, leparecía a él, nadie venía corriendo areírse de él, o a pedirle limosna o a

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lanzarle insultos a la cara. Había unadeferencia natural en los peatones hacialos hombres a caballo y armados.Siempre había sido así en Araluen, peroaquí, en Gálica, parecía haber algúningrediente más. La gente se desplazabacon mayor presteza para dejar paso librea los dos jinetes y al robusto poni decarga que marchaba tras ellos.

Se le ocurrió que quizás el imperiode la ley en Gálica no era tan ecuánimecomo en su patria. En Araluen, la gentese apartaba de los jinetes como unacuestión de sentido común. Aquíparecían aprensivos, incluso temerosos.Estaba a punto de preguntarle a Haltacerca de aquella diferencia y ya había

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incluso tomado aire para hacerlo,cuando se contuvo. Halt siempre estabareprendiéndole por sus preguntas yhabía tomado la determinación derefrenar su curiosidad. Decidió que lepreguntaría por sus sospechas cuando sedetuviesen para el almuerzo.

Agradado con aquella resolución,hizo para sí un gesto de asentimiento.Después se le ocurrió otra cosa y, antesde ser capaz de pararse, ya había puestoen marcha el preludio de una nuevapregunta.

—¿Halt? —dijo tímidamente. Oyóun profundo suspiro del hombre menudoy delgado que cabalgaba a su lado.Mentalmente, se aporreó la cabeza

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contra una pared.—Por un momento pensé que te

habías puesto enfermo o algo parecido—dijo Halt con el rostro serio—. Debende haber pasado unos dos o tres minutosdesde tu última pregunta.

Obligado entonces, Horaceprosiguió.

—Una de esas chicas —arrancó, yde inmediato sintió sobre sí los ojos delmontaraz—. Llevaba una falda muycorta.

Se produjo una pausa mínima.—¿Y? —Le dio pie Halt, que no

estaba seguro de hacia dónde llevabaaquella conversación. Horace,incómodo, se encogió de hombros. El

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recuerdo de la chica y sus piernas bientorneadas estaba provocando que lasmejillas le ardiesen de nuevo por lavergüenza.

—Bueno —dijo inseguro—. Sólome preguntaba si eso era normal poraquí, eso es todo.

Halt examinó el joven rostro serio asu lado y carraspeó varias veces.

—Creo que a veces las muchachasgálicas trabajan como correos —le dijo.

Horace frunció ligeramente el ceño.—¿Correos?—Correos. Llevan mensajes de una

persona a otra; o de un comercio a otro,en los pueblos y en las ciudades —Haltle miró para ver si Horace parecía estar

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creyéndole hasta entonces. No habíarazón aparente para pensar de otromodo, así que añadió—: Mensajesurgentes.

—Mensajes urgentes —repitióHorace, que aún no veía la relación,pero se sentía inclinado a creerse lo queHalt le contaba, de forma que el hombreentrecano prosiguió:

—Y digo yo que, en el caso de unmensaje verdaderamente urgente, unotendrá que correr.

Vio entonces un brillo deentendimiento en los ojos del muchacho.Horace asintió varias veces conformeiba estableciendo las conexiones.

—Así que, la falda corta… sería

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para que pudiesen correr con mayorfacilidad, ¿no? —sugirió. Halt asintió asu vez.

—Ciertamente sería una forma devestir más sensata que la falda larga, silo que quieres es correr mucho —dedicóun vistazo fugaz a Horace para ver siaquella leve broma que le estabagastando no se iba a volver en su contra;para ver, de hecho, si el muchacho sehabía dado cuenta de que Halt estabadiciendo bobadas y que le estabatomando el pelo. La expresión deHorace, sin embargo, revelaba su buenfondo y credulidad.

—Supongo que sí —respondiófinalmente, y a continuación añadió en

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un tono más bajo—: Sin duda, de esaforma también tienen un aspecto muchomejor.

Halt volvió a echarle un vistazo,pero Horace parecía estar satisfecho conla respuesta. Por un instante, el montarazse arrepintió de su engaño y sintió unaleve punzada de culpa. Al fin y al cabo,Horace se hallaba plenamente confiadoy resultaba sencillo tomarle el pelo deaquella forma. Luego miró a aquellosojos azules y al rostro honesto ysatisfecho del aprendiz de guerrero ycualquier sensación de culpa quedóreprimida. Horace tenía tiempo de sobrapara aprender acerca del lado mássórdido de la vida, pensó. Podía

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conservar la inocencia por algún tiempomás.

Salieron de La Rivage por su puertanorte y se encaminaron a través de loscampos de labranza que la rodeaban. Lacuriosidad de Horace se mantenía tanviva como siempre y miraba de un ladoa otro conforme el camino les llevabadejando atrás los prados, sembrados ygranjas. La campiña era diferente a la deAraluen. Había más variedades deárboles y, en consecuencia, más tonos deverde. Algunas de las plantacionestampoco le resultaban familiares: unashojas anchas y largas que pendían detallos a la altura de la cabeza de unhombre parecían a la espera de secarse

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y marchitarse en el tallo antes de serrecolectadas. En diversos lugares,Horace vio esas mismas hojas colgadasen grandes chamizos abiertos secándosemás aún. Se preguntó qué tipo decosecha sería aquélla, pero, al igual queantes, decidió racionar sus preguntas.

Había otra diferencia, más sutil.Durante un rato, Horace ni siquiera sehabía dado cuenta de que estaba allí,pero de pronto advirtió su existencia. Enlos campos y los sembrados había engeneral un aire de descuido. Resultabaobvio que no estaban abandonados, yalgunos de ellos se veían arados, peroparecían carecer de los atentos yexigentes cuidados que uno apreciaba en

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las tierras y campos de su patria. Sepodía sentir una ausencia de atenciónpor parte de los campesinos y, enalgunos de los campos, las malashierbas eran claramente visibles.

Halt suspiró.—Es la tierra la que sufre cuando

los hombres luchan —dijo en voz baja.Horace le miró. No era habitual que elmontaraz fuese quien rompiera elsilencio.

—¿Quién está luchando? —preguntóél, cuyo interés había despertado.

Halt se rascó la barba.—Los gálicos. Aquí no hay un poder

central fuerte, sino docenas de nobles ybarones menores, caudillos, por así

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decirlo. Se saquean de forma constantelos unos a los otros y luchan entre ellos.Ése es el motivo por el que los camposse hallan tan descuidados. La mitad delos campesinos han sido reclutados porun ejército u otro.

Horace observó a su alrededor loscampos que rodeaban el camino porambos lados. Allí no había rastro deluchas, sólo abandono. Se le ocurrióalgo.

—¿Por eso la gente parecía tan…nerviosa ante nosotros? —preguntó, yHalt hizo un gesto aprobatorio deasentimiento.

—Lo notaste, ¿verdad? Buen chico.Es posible que aún quede algo de

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esperanza para ti. Sí —prosiguió con larespuesta a la pregunta de Horace—, loshombres armados y a caballo pasan porser aquí una amenaza en potencia, en vezde guardianes de la paz.

En Araluen, los campesinosesperaban de los soldados que losprotegiesen a ellos y a sus tierras de laamenaza de los potenciales invasores.Aquí, se había percatado Horace, laamenaza eran los propios soldados.

—El país se halla en la confusiónmás absoluta —continuó Halt—. El reyHenri es débil y no tiene un verdaderopoder, de manera que los baronesluchan, se pelean y se matan los unos alos otros. La verdad, no es que sea una

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gran pérdida, pero sí una malditainjusticia cuando matan también a lospobres campesinos inocentes sóloporque se cruzan en su camino. Podríasuponer algún problema para nosotros,sin embargo tendremos tan sólo que…Maldita sea.

Dijo las dos últimas palabras en vozbaja, pero no por ello fueron menossentidas. Horace siguió la mirada deHalt y volvió la vista al frente, a lolargo del camino.

Iban bajando una pequeña colina, acuyo paso el camino se encontrababordeado por árboles que crecían muyjuntos unos de otros. Al pie de la misma,un riachuelo discurría a través de los

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campos y entre los árboles, cruzado porun puente de piedra. Era un paisaje encalma, bastante normal y hermoso a sumanera.

Pero no eran los árboles ni elriachuelo ni el puente los que habíanarrancado el susurrado improperio delos labios de Halt. Era el jinete conarmadura en medio del camino, unguerrero a lomos de su caballo que lescortaba el paso.

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ETrece

vanlyn sintió el suave toque dela mano de Will en el hombro ydio un pequeño respingo de

sorpresa. Aunque estaba echada ydespierta, no le había oído aproximarse.

—Está bien —dijo ella en voz baja—. Estoy despierta.

—No hay luna —respondió Will enun tono igualmente bajo—. Es hora de

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irse.Se quitó las mantas de encima y se

sentó en el catre. Estaba completamentevestida a excepción de las botas. Lasalcanzó y comenzó a ponérselas. Will leofreció un montón de trapos que habíacortado de su manta.

—Átate esto en los pies —le dijo—.Amortiguará el sonido de los guijarros.

Evanlyn vio que Will se habíaenvuelto los pies en grandes fardos detrapos y se apresuró a hacer lo mismo.

Podían oír a los skandians roncar ygruñir dormidos a través de la delgadapared que separaba el cobertizo delbarracón dormitorio. A uno de ellos ledio un ataque de tos y Will y Evanlyn se

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quedaron quietos a la espera de ver sihabía despertado a alguien. Unosminutos después, la calma volvió albarracón y Evanlyn terminó de atarse lostrapos en los pies, se levantó y siguió aWill hasta la puerta.

El muchacho había lubricado lasbisagras de la puerta del cobertizo congrasa de las cacerolas. Contuvo larespiración, la abrió con suavidad ydejó escapar un suspiro de aliviocuando la puerta giró sin hacer ruido.Sin luna, la playa era una extensiónoscura y el agua una sábana negra quereflejaba muy débilmente la luz de lasestrellas. El tiempo se había idosuavizando a lo largo de los últimos

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días; la noche era clara y la fuerza delviento había descendidoconsiderablemente, aunque aún podíanoír el sordo estallido de las olas alromper contra la cara externa de la isla.

Evanlyn apenas era capaz dedistinguir el bulto oscuro que formabanlos dos barcos de los skandiansencallados en la playa. A un lado senotaba una forma más pequeña, elesquife que Svengal había dejado allí ala vuelta de su última salida de pesca.Hacia allí se dirigían.

Will señaló pacientemente eltrayecto que había elegido. Lo habíanrepasado al anochecer, pero queríaasegurarse de que ella lo recordaba.

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Moverse sin ser visto se habíaconvertido en algo casi instintivo paraél, pero sabía que Evanlyn se pondríanerviosa una vez que se encontrase acielo abierto. Ella querría llegar a todaprisa hasta los barcos.

Y la velocidad significaba ruido ymayores probabilidades de ser vistos uoídos. Acercó mucho la boca al oído deEvanlyn y le habló en el más leve de lossusurros.

—Tómatelo con calma. Primerohasta los bancos; a continuación hastalas rocas; después hasta los barcos.Espérame allí.

Evanlyn asintió. Él podía ver cómoella tragaba saliva por los nervios y

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notó que la respiración se le aceleraba.La agarró por el hombro con suavidad.

—Cálmate. Y recuerda, si salealguien, quédate quieta. Estés dondeestés.

Con tan poca luz como había,aquélla era la clave de todo. Cualquieraque vigilase podría no ver y pasar poralto a una persona allí, de pie yperfectamente inmóvil, pero el menormovimiento atraería su mirada deinmediato.

De nuevo, ella asintió y él le dio unaleve palmada en el hombro.

—Vamos, sal —le dijo. Ella inspiróprofundamente de nuevo y salió alexterior.

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Se sentía terriblemente expuestamientras avanzaba en dirección alresguardo de los bancos y la mesa, aunos diez metros delas cabañas. Latenue luz de las estrellas le parecíaahora tan brillante como el pleno día yse obligó a desplazarse con lentitud,situando los pies con parsimonia,mientras luchaba contra la tentación decorrer en busca de cobijo.

El acolchado de trapos que llevabaen los pies funcionaba bien yamortiguaba el ruido de sus pasos, peroaun así a ella le parecía ensordecedor elcrujido de los guijarros. Cuatro pasosmás… tres… dos… uno.

Con el pulso acelerado y el corazón

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latiendo con fuerza, se agachó alresguardo de la tosca mesa y de losbancos. Había un grupo de rocas amedio camino de la bajada hacia laplaya. Ésa era su siguiente meta. Vaciló;deseaba permanecer al cómodo cobijoque le proporcionaba la mesa, perosabía que si no salía ya era posible quenunca tuviese el valor de moverse. Conresolución, salió al descubierto, un piedetrás del otro, estremeciéndose con elcrujido amortiguado de las piedras bajosus pies. Aquella parte del trayecto lacondujo a pasar justo por delante de lapuerta del barracón. Si salía alguno delos skandians, la tendría que ver.

Alcanzó el resguardo de las rocas y

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sintió que la envolvía la agradableprotección de las sombras una vez más.Ya había pasado la parte más dura delrecorrido. Se tomó unos segundos paraque se le calmara el pulso y luego sedesplazó hacia los barcos. Ahora que yaestaba prácticamente allí, sentía unasganas desesperadas de correr, perocombatió la tentación y se adentró,despacio y con suavidad, en la sombrajunto al Colmillo.

Completamente exhausta, se dejócaer sobre las rocas húmedas parasentarse apoyada contra los tablones demadera que formaban el casco delnavío. Entonces observó cómo Willseguía sus pasos.

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Había algunas nubes dispersas quecruzaban el cielo y proyectaban unaserie de sombras más oscuras queondulaban por la playa. Will hizocoincidir sus movimientos con el ritmodel viento y de las nubes y se desplazócon paso firme a lo largo del trayectoque Evanlyn acababa de recorrer. Ellacontuvo la respiración ante la sorpresade verle desaparecer tras los primerosmetros, fundido con el patrón delmovimiento de la luz y las sombrascomo parte integrante del paisaje. Denuevo lo vio, de forma breve, cuandollegó a los bancos y después en lasrocas; entonces pareció surgir del sueloapenas a unos metros de distancia frente

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a ella, que sacudió la cabeza deasombro. No era de extrañar que lagente creyese que los montaraces eranmagos, pensó la muchacha. Sin serconsciente de la reacción de Evanlyn,Will le dedicó una sonrisa fugaz y seacercó a ella para poder hablar.

—¿Todo bien? —le preguntó en vozbaja, y ella asintió—. ¿Estás segura deque quieres seguir con todo esto hasta elfinal?

Esta vez no hubo dudas.—Estoy segura —dijo con firmeza.Él la volvió a agarrar por el hombro

en un gesto de aliento.—Bien por ti.Will miró a su alrededor. Se

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encontraban lo bastante lejos de lascabañas como para que lasprobabilidades de que escucharan susvoces fueran casi nulas; además, aunqueel viento ya no era tan tempestuosocomo lo había sido antes, les cubría desobra. Tuvo la sensación de que aEvanlyn le vendría bien un poco deánimo, así que señaló al esquife.

—Recuerda que eso de ahí espequeño, no como los barcos de losskandians. Se mantendrá a flote sobrelas olas grandes, no las atravesará, asíque estaremos absolutamente a salvo.

Él no estaba muy seguro acerca delas dos últimas afirmaciones que habíahecho, pero le parecían lógicas. Había

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visto flotar sobre las grandes olas a lasgaviotas y los pingüinos de la isla y lepareció que cuanto más pequeño fueseuno, más seguro estaría.

Llevaba consigo un odre grande quehabía robado de la despensa de lasprovisiones. Había vaciado el vino y lohabía rellenado con agua. No sabía muybien, pero los mantendría vivos.Además, pensó con filosofía, cuantopeor supiese, más les duraría. Lo situócon cuidado en el fondo del esquife y setomó unos pocos minutos paracomprobar que los remos, el timón y elpequeño palo y su vela estaban bienrecogidos y asegurados. La marea semecía entonces hasta una altura de un

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tercio del casco del esquife y él sabíaque ése era el máximo nivel quealcanzaría. En unos pocos minutoscomenzaría a retirarse, y Evanlyn y él seirían con ella. Tenía la vaga idea de quela costa de Teutlandt se hallaba en algúnlugar hacia el sur; o quizás pudiesenavistar un barco ahora que losvendavales de verano parecíancomenzar a remitir. No se habíadetenido demasiado a pensar en elfuturo. Simplemente, sabía que no podíaseguir prisionero. Llegado el caso,preferiría morir intentando ser libre.

—No podemos quedarnos aquísentados toda la noche —dijo él—.Ponte por el otro lado y vamos a meter

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este bote en el agua. Levanta primero ydespués empuja.

Asidos a las bordas de ambos lados,lo levantaron e hicieron fuerza juntos. Alprincipio se les quedó rápidamenteencallado en los guijarros, pero una vezque lo levantaron y lo desengancharoncomenzó a deslizarse con mayorfacilidad. Poco después ya flotaba yambos treparon a bordo. Will dio unúltimo empujón con el pie y el esquifese desplazó a la deriva alejándose de laplaya. Will disfrutó de un breve instantetriunfal y entonces se dio cuenta de queno tenía tiempo para congratularse.Evanlyn, lívida y tensa, se agarraba aambas bordas mientras el bote se mecía

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sobre las pequeñas olas.—Todo bien por ahora —dijo ella,

mas su voz delató el nerviosismo delque era presa.

Will asentó con torpeza los remos enlos soportes. Había visto a Svengalhacerlo una docena de veces, pero ahorase encontraba con que verlo y hacerloeran dos cosas muy diferentes y, por vezprimera, sintió una punzada de duda. Esposible que se hubiese hecho cargo demás de lo que podía manejar. Intentó untorpe golpe de remos metiéndolos en elagua y haciendo fuerza. Falló por el ladode su izquierda, hizo virar el bote y casise cae al fondo de la embarcación.

—Despacio —le aconsejó Evanlyn,

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y lo intentó de nuevo con un mayorcuidado. Esta vez tuvo la agradablesensación de que el bote se movía.Recordó que había visto a Svengal girarlos remos al final de cada golpe paraevitar que las palas ofrecieranresistencia al agua. Al hacer él lomismo, la acción le resultó más sencilla.Con más confianza, dio unas pocaspaladas más y el esquife se desplazó conmayor suavidad. El efecto de la mareacomenzaba a notarse entonces y, cuandoEvanlyn volvió la vista atrás, hacia laplaya, sintió una sacudida de temor alver lo lejos que habían llegado.

Will captó su reacción.—Iremos más rápido conforme nos

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adentremos —le dijo entre golpe y golpede remos—. Apenas estamos en la parteexterior de la corriente de la marea.

—¡Will! —gritó ella con voz dealarma—. ¡Hay agua en la barca!

Los envoltorios de los pies habíanimpedido que sintiese el agua hastaentonces, pero en aquel momento ya sehabían empapado y, cuando ella miróhacia abajo, pudo ver cómo el agua sebalanceaba hacia delante y hacia atráspor el fondo del bote.

—Son sólo salpicaduras —le restóimportancia él—. La achicaremoscuando hayamos salido del fondeadero.

—¡No son salpicaduras! —replicóEvanlyn con la voz temblorosa—.

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¡Tenemos una vía de agua! ¡Mira!Will miró hacia abajo y el corazón

se le vino a la boca. Ella tenía razón.Había varios centímetros de agua en elfondo del esquife y parecía que el nivelestaba subiendo.

—¡Dios mío! ¡Empieza a achicar,rápido!

Evanlyn agarró un cubo pequeño quehabía en la popa y se puso a echar elagua por la borda de un modo frenético.El nivel que alcanzaba ésta, sinembargo, le ganaba terreno y Willnotaba que el movimiento del bote seiba haciendo más lento conforme entrabamás y más agua.

—¡Da la vuelta! ¡Da la vuelta! —le

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gritó Evanlyn. Toda pretensión de no serdescubiertos había quedado ya olvidada.Will asintió, demasiado ocupado parahablar, y se aplicó a la desesperadasobre uno de los remos haciendo virar elbote para dirigirse a la playa. Ahoratenía que luchar contra la corriente de lamarea y el pánico le entorpecía. Falló ungolpe de remos, volvió a perder elequilibrio y casi se le cae un remo almar. Con la boca seca por el miedo,agarró el remo justo en el últimoinstante. Evanlyn, que achicabafrenéticamente el agua del bote, cayó enla cuenta de que estaba derramandodentro de la barca tanta agua como laque tiraba por la borda. Reprimió la

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sensación de pánico y se obligó aachicar con más calma. Aquello estabamejor, pensó, pero el agua aún le ganabaterreno.

Por fortuna, Will había tenido elbuen sentido de desplazar el botelateralmente, de vuelta a la parteexterior de la corriente de la marea,donde ésta no tenía tanta fuerza. Libredel empuje de la corriente principal, elbote comenzó a avanzar con mayorestabilidad, aunque seguía hundiéndoseen el agua y, cuanto más se hundía, másrápido entraba el agua; y más difícilresultaba remar.

—¡Sigue remando! ¡Rema todo loque puedas! —le animó Evanlyn. Will

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gruñó al tiempo que tirabadesesperadamente de los remos yarrastraba el pesado bote con lentitud ala orilla. Casi lo consiguen. Se hallabana tres metros de la playa cuando el boteterminó por irse al fondo. El agua delmar entró por encima de las bordas y elesquife se hundió debajo de ellos.Mientras luchaban por mantenerse aflote con el agua hasta la cintura,tambaleándose por el cansancio, Will sedio cuenta de que la barca, libre ahoradel peso de los dos, volvía a flotar, justopor debajo de la superficie. La agarró yla guió de vuelta al bajío con Evanlyndetrás de él.

—¿Qué, intentando suicidaros? —

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dijo una voz seria. Levantaron la vista yvieron a Erak de pie junto a la orilla.Había varios miembros de su tripulacióna su espalda que mostraban unas ampliassonrisas en el rostro.

—Jarl Erak… —comenzó Will, y secontuvo. No había nada que decir. Erakdaba vueltas a un pequeño objeto quetenía en las manos. Se lo lanzó a Will.

—Parece que se te olvidó esto, ¿no?—dijo con una voz ominosa. Willestudió el objeto. Se trataba de uncilindro pequeño de madera, quizás deunos seis centímetros de largo por dosde diámetro. Se quedó mirándolo sinentender nada—. Es lo que nosotros,simples marinos, llamamos «tapón» —le

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explicó Erak de modo sarcástico—.Evita que el agua se meta en el bote.Suele ser una buena idea asegurarse deque está en su sitio.

Will bajó los hombros. Estabaempapado, exhausto, e intentaba soltarel miedo que notaba agarrado alestómago por los diez minutos previos.Más que nada, tenía una tremendasensación de desaliento por su fracaso.¡Un corcho! ¡Su plan se había venidoabajo por un maldito corcho! Entonces,una mano gigantesca le asió por lapechera y le levantó los pies del suelo;en ese instante se encontró a unoscentímetros de las iracundas faccionesde Erak.

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—¡No vuelvas a tomarme por idiota,chaval! —le gruñó en la cara—. ¡Vuelvea intentar algo como esto y te arranco lapiel a latigazos! —Se volvió paraincluir a Evanlyn en la amenaza—. ¡Alos dos!

Aguardó hasta que estuvo seguro deque su advertencia había calado y acontinuación se quitó a Will de encimade un empujón. El aprendiz de montarazcayó despatarrado sobre las duraspiedras de la playa, derrotado porcompleto.

—¡Y ahora, volved a la cabaña! —les dijo Erak.

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—MCatorce

ira qué bien —dijoHalt en voz baja y conun tono de indignación.

Por delante de ellos, un puenteperaltado de piedra se alzaba sobre unpequeño riachuelo y, a caballo entre losdos viajeros y el puente, se hallaba uncaballero con su armadura.

Halt alargó una mano por encima del

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hombro, extrajo una flecha de su carcajy la posó sobre la cuerda del arco sinmirar siquiera a lo que estaba haciendo.

—¿Qué pasa, Halt? —preguntóHorace.

—Las payasadas a las que sededican estos gálicos cuando tengo prisay quiero seguir viaje —masculló altiempo que hacía un gesto negativo conla cabeza por la molestia—. Esteimbécil nos va a exigir el pago de unimpuesto por permitirnos cruzar sumaravilloso puente.

No había terminado aún de hablarcuando el caballero armado se levantóel visor con el dorso de la manoderecha. Fue un movimiento torpe que

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quedó más exagerado aún por el hechode sostener una pesada lanza de tresmetros con esa mano. Casi se le cayó lalanza y consiguió atraparla dando ungolpe contra el lateral del yelmo, lo cualprodujo un sordo sonido metálico quellegó hasta los dos viajeros.

—Arretez là mes seigneurs, avantde passer ce pont-ci! —gritó con untono de voz demasiado agudo. Horaceno entendió lo que había dicho, pero eltono era inconfundiblemente altanero.

—¿Qué ha dicho? —Quiso saberHorace, pero Halt se limitó a hacer ungesto negativo en referencia alcaballero.

—Que hable en nuestro idioma si se

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quiere dirigir a nosotros —dijo conenfado, y a continuación, en un tono devoz más elevado gritó—: ¡Araluenses!

Incluso a la distancia que seencontraban de aquel hombre, Horacedistinguió el gesto de desdén ante lamención de su nacionalidad. Entonces,el caballero habló de nuevo, con unacento tan fuerte que sus palabrasresultaban apenas más reconocibles quecuando les había hablado en gálico.

—Vu, mis seniogues, no podéiscugusag mi ponte sin pagag a mua untiguibuto —gritó. Horace frunció elceño.

—¿Qué? —le preguntó a Halt, y elmontaraz se volvió hacia él.

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—Brutal, ¿verdad? —le dijo—.«Vos, mis señores», se refiere anosotros, claro, «no podéis cruzar mipuente sin pagarme un tributo».

—¿Un tributo? —preguntó Horace.—Es una forma de asaltar caminos

—le explicó Halt—. Si hubiese unaverdadera ley en este país, la gentecomo nuestro amigo jamás se saldríacon la suya. Tal y como están las cosas,pueden hacerlo que les venga en gana.Los caballeros se plantan en los puenteso los cruces de caminos y exigen que lagente les pague un tributo para pasar. Sino lo pueden pagar, pueden escogercombatir con ellos y, dado que lamayoría de los viajeros no van

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equipados para combatir con uncaballero con toda su armadura, paganel tributo.

Horace se acomodó sobre su silla demontar y estudió al jinete. Éste hacíatrotar a su caballo hacia delante y haciaatrás cruzando el camino, en unademostración que sin duda pretendíadisuadirles de toda resistencia. Suescudo con forma de lágrima ibablasonado con una burda representaciónde la cabeza de un ciervo. Llevaba unacota de malla completa cubierta con unasobrevesta azul que también lucía elmismo símbolo de la cabeza de ciervo.Portaba guanteletes de metal, grebas enlas pantorrillas y un yelmo con forma de

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tiesto invertido y un visor deslizante, enaquel momento abierto. El rostro bajo elvisor era delgado y tenía una narizprominente y puntiaguda. Un ampliobigote sobresalía más allá de los límitesde la abertura del visor. Horace sólo fuecapaz de imaginarse que aquel caballerose aplastaría las puntas del bigotecuando bajase el visor.

—¿Qué vamos a hacer entonces? —preguntó.

—Bueno, supongo que tendré quedisparar a ese pedazo de idiota —replicó Halt en un tono resignado de voz—. Apañado estaría yo si le pagase unimpuesto a cada ladronzuelo con ínfulasque se cree con derecho a vivir de

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gorra. Aunque sería un maldito incordio.—¿Y eso por qué? —le preguntó

Horace—. Si va por ahí buscando pelea,¿a quién le va a importar que le maten?Se lo merece.

Halt apoyó el arco, con la flechaengarzada y listo para el disparo, sobresu silla de montar.

—Tiene que ver con lo que esosidiotas llaman «caballería» —le explicó—. Si éste cayese muerto o herido amanos de otro caballero en un combatesegún las normas de la caballería, esosería disculpable. Lamentable, quizás,pero disculpable. Por otro lado, si yo leatravieso con una flecha esa cabezahueca, sería considerado una injusticia.

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A buen seguro que tiene amigos oparientes por la zona. Estos taradossuelen viajar en grupo; y si lo mato,querrán venir detrás de nosotros. Lo quete digo, un maldito incordio.

Con un suspiro, comenzó a elevar elarco.

Horace observó una vez más laimperiosa figura que se encontrabadelante de ellos. Aquel hombre parecíatotalmente ajeno a la circunstancia dehallarse a escasos segundos de un finaldesastroso. Resultaba obvio que habíatenido poco trato con montaraces y sesentía confiado por el hecho de llevar suarmadura. Parecía no tener ni idea deque Halt era capaz, si así lo decidía, de

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meterle una flecha a través de la rendijadel visor de su yelmo, una vez cerrado.Al estar abierto, era un blanco casidemasiado fácil para alguien con lahabilidad de Halt.

—¿Te parecería bien que yo meencargase de esto? —se ofreciófinalmente Horace, un poco dubitativo.Halt, que tenía el arco a medio caminode la posición de disparo, reaccionósorprendido.

—¿Tú? —dijo.Horace asintió.—Aún no soy del todo un caballero,

lo sé, pero creo que lo puedo manejar desobra; y mientras que sus amigospiensen que ha sido otro caballero quien

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lo ha dejado fuera de combate, nadie irádetrás de nosotros, ¿no te parece?

—¡Seniogues! —gritaba ahoraimpaciente el jinete—. ¡Tenéis queguespondeg a mi esigensia!

Horace miró a Halt con una cejalevantada.

—Tenemos que responder a suexigencia. ¿Estás seguro de que no esdemasiado para ti? —dijo el montaraz—. Al fin y al cabo, él es un caballerohecho y derecho.

—Bueno… sí —replicó Horace contorpeza. No quería que Halt pensase queestaba alardeando—. Pero en realidadno es muy bueno, ¿no?

—¿No lo es? —preguntó Halt de

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forma sarcástica y, para su sorpresa, elmuchacho negó con la cabeza.

—No, no mucho. Mira cómo seplanta en el caballo. Tiene un equilibriohorrible; y sujeta la lanza con demasiadatensión, ¿lo ves? Bueno, y también estáel escudo. Lo lleva demasiado bajo paradefenderse de una juliette por sorpresa,¿no crees?

Halt arqueó las cejas.—¿Y qué se supone que es una

juliette?Horace no pareció darse cuenta del

tono de sarcasmo en la voz del montarazy se lo explicó impasible.

—Es un cambio repentino de blancocon la lanza. Al principio se apunta al

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escudo, a la altura del pecho; entonces,justo en el último instante, elevas lapunta en dirección al casco —hizo unapausa y a continuación añadió con unligero tono de disculpa—: No sé porqué se llama juliette, sólo sé que sellama así.

Se produjo un largo silencio entreambos. Halt podía ver que el muchachono estaba alardeando, sí que parecíasaber de lo que hablaba. El montaraz serascó la mejilla pensativo. Podíaresultar útil ver lo bueno que era Horaceen realidad, pensó. Si las cosas seponían feas para él, Halt siempre podíavolver al plan «A» y disparar sin más alvocinglero guardián del puente. Aunque,

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no obstante, había un pequeño problema.—Si es que tuvieras la posibilidad

de llevar a cabo alguna de esas juliettes,por supuesto. No parece que dispongasde una lanza.

Horace lo reconoció con un gesto deasentimiento.

—Así es, tendré que utilizar laprimera pasada para hacerle perder lasuya. No debería ser un gran problema.

—¡Seniogues! —gritó el caballero—. ¡Debéis guespondeg!

—Cállate ya —masculló Halt más omenos en su dirección—. Entonces nodebería ser un problema, ¿verdad?

Horace frunció la boca e hizo ungesto negativo con decisión.

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—Venga, Halt, míralo. En el rato quellevamos aquí ha estado a punto detirarla tres veces. Un niño podríaquitársela.

Ante aquello, Halt tuvo que sonreír.Ahí estaba Horace, poco más que unchaval, afirmando que un niño podríaarrebatarle la lanza al caballero que lescortaba el paso. Halt recordó entonceslo que él había hecho cuando tenía laedad de Horace y recordó cómo Horacehabía combatido con Morgarath. Unoponente mucho más peligroso que elpersonaje ridículo del puente. Evaluó almuchacho una vez más y no vio en élnada que no fuese determinación yconfianza sosegada.

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—¿Sabes de verdad de lo quehablas, eh? —le dijo, y aunque habíaentonado la frase como una pregunta, setrataba más de la afirmación de unhecho. Una vez más, Horace asintió.

—No sé cómo, Halt, Es sólo quetengo un sexto sentido para las cosascomo ésta. Sir Rodney me dijo que eraalgo innato en mí.

Gilan ya le había contado a Haltexactamente lo mismo tras el combate enlas llanuras de Uthal. De forma brusca,el montaraz tomó una decisión.

—Muy bien —dijo—, intentémosloa tu manera.

Se volvió al caballero impaciente ylevantó la voz para gritarle:

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—¡Seniog, mi compañero haescogido enfrentarse a vos en uncombate entre caballeros! —le dijo. Eljinete se puso tenso y recto sobre lasilla. Halt se dio cuenta de que casiperdió el equilibrio ante unas noticiastan inesperadas.

—¿Combate entegue caballegos? —repitió—. ¡Vuestogo amigo no es uncaballego!

Halt hizo un gesto exagerado deasentimiento para asegurarse de que elhombre lo podía ver.

—¡Oh, sí que lo es! —le contestó avoces—. Es sir Horace de la Orden dela Feuille du Chêne —hizo una pausa ydijo para sí—: ¿O tenía que haber dicho

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de la Crêpe du Chêne? Qué más da.—¿Qué le has dicho? —preguntó

Horace descolgándose el escudoredondo de la espalda y colocándoseloen el brazo izquierdo.

—Le he dicho que eras sir Horacede la Orden de la Hoja de Roble —ledijo Halt, y añadió entre dudas—: Almenos, eso es lo que yo creo que le hecontado, porque le puedo haber dichoque eras de la Orden de la Tortita deRoble.

Horace se quedó mirándole con unaleve decepción en los ojos. Se tomabalas normas de la caballería muy en serioy sabía que no estaba autorizado parautilizar el título de «sir Horace».

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—¿Era eso absolutamentenecesario? —le preguntó, y el montarazasintió.

—Ya lo creo. No combatirá concualquiera, ya sabes. Ha de ser uncaballero. No creo que se haya fijado ensi llevas armadura —añadió mientrasHorace se ajustaba con firmeza sucasquete cónico en la cabeza.Previamente, se había subido la capuchade la cota de malla que antes le caía porla espalda, bajo la capa. Se desabrochóentonces la capa y buscó un lugar dondedejarla. Halt le ofreció la manoextendida.

—Permíteme —le dijo. Tomó laprenda y la situó sobre su silla de

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montar. Horace vio cómo, al hacerlo,Halt se cuidó de no obstaculizar el arcocon ella. El aprendiz hizo un gesto endirección al arma.

—No vas a necesitar eso —le dijo.—Ya he oído eso antes —replicó

Halt, y levantó la vista cuando elguardián del puente volvió a gritar.

—Vuestogo amigo no tiene lansa —dijo conforme hacía un gesto con lalanza, de madera de fresno de tresmetros de longitud y rematada con unapunta de hierro.

—Sir Horace os propone uncombate a espada —contestó Halt, y elcaballero negó de forma violenta con lacabeza.

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—¡No, no! ¡Yo usagué mi lansa!Halt levantó una ceja mirando a

Horace.—Parece que las normas de la

caballería están muy bien —dijo en vozbaja—, pero si implican perder unaventaja de tres metros de largo, olvídatede ellas.

Horace se limitó a encogerse dehombros.

—No es un problema —dijo concalma y, según se le ocurrió algo,preguntó—: Oye, Halt, ¿de verdad tengoque matarle? Quiero decir que puedoencargarme de él sin llegar tan lejos.

Halt evaluó la pregunta.—Bueno, no es obligatorio —dijo al

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aprendiz—. Pero no te arriesgues con él.Al fin y al cabo, lo tendría bienmerecido si alguien lo matase. No lequedarían muchas ganas de andarextorsionando con tributos a los viajerosdespués de eso.

Ahora le tocaba a Horace levantar laceja en un gesto de pena hacia elmontaraz. Halt se encogió de hombros.

—Bueno, ya sabes lo que quierodecir —dijo Halt—. Sólo que teasegures de que estás bien antes dedejarle escapar con demasiadafacilidad.

—¡Seniog! —gritó el caballero, quese asentó la lanza bajo el brazo y clavólas espuelas en las ijadas de su caballo

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—. ¡En garde! ¡Voy a dagos muegte!Se produjo un veloz siseo del acero

contra el cuero según Horace extrajo sularga espada de la vaina y dio mediavuelta a Kicker para enfrentarse a lacarga de su oponente.

—Será un minuto —le dijo a Halt, yentonces Kicker se alejó a saltos yalcanzó el galope en el espacio de unospocos metros.

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CQuince

omo consecuencia del intentofallido de huida, Will yEvanlyn tuvieron prohibido

alejarse a más de cincuenta metros delas cabañas. Se acabó el correr y seacabó el hacer ejercicio. Erak consiguióencontrar una nueva serie de tareas paraque las llevaran a cabo los dos cautivos,desde entretejer de nuevo los catres de

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cuerda del barracón hasta repasar elsellado de los tablones inferiores delcasco del Wolfwind con brea y trozos decuerda deshilachada. Era un trabajopesado y desagradable, pero Evanlyn yWill lo aceptaron con filosofía.

Así confinados, no podían evitar verla creciente tensión entre los dos gruposde skandians. Slagor y sus hombres,deseosos de alguna distracción, habíanpedido a gritos que se flagelara a losmuchachos de Araluen. Slagor,relamiéndose, incluso se había ofrecidopara llevar a cabo la tarea él mismo.

Erak le había dicho a Slagor deforma rotunda que no se metiera dondeno le habían llamado. Se estaba

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cansando cada vez más de las formasdespectivas y fanfarronas con queSlagor se comportaba y de la manera enque los hombres de éste hacían trampasy provocaban a la tripulación delWolfwind a cada momento. Slagor era uncobarde y un matón, y cuando Erak locomparaba con los dos prisioneros, sesorprendía al ver que él tenía más encomún con Will y Evanlyn que con supropio compatriota. No les guardabarencor por su tentativa de escape; élhabría hecho lo mismo en su lugar. Enaquel momento, el hecho de tener aSlagor clamando por el pellejo de losdos muchachos por simple y retorcidadiversión había provocado que Erak se

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sintiera, en cierto modo, más cercano alos jóvenes extranjeros.

En cuanto a los hombres de Slagor,Erak tenía la firme opinión de que eranun derroche colectivo del aire fresco deSkorghijl.

La situación explotó una noche,durante la cena. Will estaba colocandoplatos y varios cuchillos de trinchar enuna mesa. Evanlyn servía sopa de unpuchero grande en la otra, donde sesentaban Erak y Slagor con losmiembros de mayor rango de susrespectivas tripulaciones. Cuando ellase inclinó hacia delante entre Slagor y susegundo de a bordo, el skirl dio derepente un respingo en su silla al tiempo

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que abría los brazos riéndose de uncomentario que había hecho uno de sushombres. La mano fue a sacudir el cazolleno y le tiró la sopa ardiendo sobre elbrazo desnudo.

Slagor gritó de dolor y agarró aEvanlyn por la muñeca, tiró de ellahacia delante y le retorció el brazo concrueldad de forma que la chica quedómedio tumbada, de manera violenta,sobre la mesa. El puchero de sopa y elcazo cayeron al suelo con un estruendometálico.

—¡Maldita seas, muchacha! ¡Me hasescaldado! ¡Mira esto, condenada vagaaraluense!

Sacudió el brazo chorreando cerca

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de la cara de la chica mientras lasujetaba con la otra mano. Evanlyn pudooír el flujo de su respiración a través delas fosas nasales y percibir eldesagradable olor corporal deldesaseado skandian.

—Lo siento —dijo ella de formaapresurada, estremeciéndose por eldolor mientras él le retorcía más elbrazo—. Pero tú le diste un golpe alcazo.

—Entonces es culpa mía, ¿verdad?¡Yo te enseñará a contestar a un skirl!

Con la cara roja de ira, alcanzó ellátigo corto de tres colas que llevaba enel cinturón. Él lo llamaba su«estimulador», y decía usarlo con los

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remeros holgazanes, una afirmación queno creían aquellos que le conocían bien.De todos era sabido que no tenía elarrojo para golpear a un remerocorpulento.

Una muchacha, sin embargo, era otracuestión, especialmente ahora queestaba borracho y furioso.

La sala se quedó en silencio. En elexterior, el viento siempre presentesonaba como un lamento contra lostablones de la cabaña. En el interior, laescena pareció haberse quedadocongelada por unos instantes, levementeiluminada por la inestable y ahumada luzdel fuego y las lámparas de aceiterepartidas por el comedor.

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Erak, sentado enfrente de Slagor,maldijo para sus adentros. En la otrapunta de la sala, Will dejó la pila deplatos sin hacer ruido. Sus ojos, comolos de todos los demás, se hallabanclavados en Slagor, en el malsano ruboretílico de su rostro y el rojo de sus ojos,y en la forma en que su lengua no dejabade dispararse entre los dientes torcidosy sucios para humedecer sus gruesoslabios. Desapercibido, el aprendiz demontaraz se quedó con uno de loscuchillos, uno pesado y con doble filoque se utilizaba para cortar porciones detocino para la mesa. Con alrededor deunos veinte centímetros de longitud, noera muy distinto de un saxe pequeño, un

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cuchillo que a él le resultaba más quefamiliar después de todas sus horas deentrenamiento con Halt.

Entonces, por fin, habló Erak. Su vozera grave y tenía un tono moderado.Aquel hecho, por sí solo, hizo que sutripulación se incorporase y prestaseatención. Cuando Erak bravuconeaba yvoceaba, solía estar de broma. Ellossabían que cuando estaba serio yhablaba bajo era cuando resultaba máspeligroso.

—Suéltala, Slagor —dijo.Slagor le puso mala cara, furioso

por aquella orden y el seguro tono demando que había tras ella.

—¡Me ha escaldado! —gritó—. ¡Lo

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ha hecho a propósito y va a recibir sucastigo!

Erak alcanzó su copa y dio un largotrago de cerveza.

Cuando volvió a hablar, adoptó unaire de cansancio y aburrimiento con elskirl.

—Te lo voy a decir una vez más.Suéltala, es mi esclava.

—Los esclavos requieren disciplina—dijo Slagor mientras lanzaba unrápido vistazo al comedor—. ¡Todoshemos visto que tú no estás dispuesto ahacerlo, así que ya va siendo hora deque alguien lo haga por ti!

Al sentir su distracción, Evanlynintentó librarse de su agarre, pero él

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notó el movimiento y la sujetó confacilidad. Varios de los tripulantes delColmillo, los que estaban másborrachos, corearon su acuerdo conaquellas palabras.

Erak vaciló. Podía inclinarse haciadelante y dejar a Slagor sin sentido deun golpe, sin más; pero con aquello nobastaría. Todos los presentes sabían quepodía vencer a Slagor en una pelea yhacerlo no demostraría nada. Estabacansado, harto de aquel hombre ydeseaba humillarlo y avergonzarlo.Slagor no se merecía menos, y Eraksabía cómo conseguirlo.

Suspiró como si estuviera harto detodo aquel tema, se inclinó hacia delante

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sobre la mesa y habló despacio, como sise dirigiese a un ser sin uso de razón, locual, pensaba, era un resumen bastantebueno de las capacidades mentales deSlagor.

—Slagor, he pasado por unacampaña muy dura y estos dos son miúnico beneficio. No permitiré que seasel responsable de la muerte de uno deellos.

Slagor se rió con crueldad.—Has sido blando con estos dos,

Erak. Te estoy haciendo un favor. Y,además, una buena tanda de latigazos nova a matarla; tan sólo hará de ellaalguien más obediente en el futuro.

—Yo no hablaba de la chica —dijo

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Erak, impasible—. Me refería almuchacho.

Hizo un gesto con la cabezaapuntando hacia el otro lado de la sala,donde Will se hallaba en pie, entre lassombras titubeantes. Slagor siguió sumirada, al igual que el resto.

—¿El muchacho? —Frunció el ceñosin entenderlo—. No tengo ningunaintención de hacerle daño.

Erak asintió varias veces.—Eso ya lo sé —replicó—, pero si

tocas a la chica con ese látigo tuyo, lomás probable es que él te mate; yentonces yo tendré que matarle a élcomo castigo. Y me temo que no estoyen condiciones de perder tanto dinero,

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así que suéltala.Algunos de los skandians ya estaban

riéndose con la intervención de Erak,realizada en un tono de lo más tranquiloy natural. Incluso se unieron lostripulantes del Colmillo.

Slagor arrugó y juntó las cejas en ungesto de ira. Odiaba ser el blanco de lasburlas de Erak, y él, como la mayoría delos demás, pensaba que el jarl estabasimplemente menospreciándole alpretender que el muchacho canijo deAraluen tuviera posibilidad alguna devencerle en una pelea.

—Has perdido la cabeza, Erak —dijo con aire despectivo—. El muchachoes casi tan peligroso como un ratón

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silvestre. Podría partirlo por la mitadcon una sola mano.

Realizó un gesto con la mano quetenía libre, la que no estaba sujetando elbrazo de Evanlyn.

Erak le sonrió. No había el menorrastro de humor en su sonrisa.

—El chico podría matarte antessiquiera de que dieses un paso hacia él—le dijo.

Había en su voz tal calma yseguridad que dejaba patente que nobromeaba. Toda la habitación la sintió ypermaneció muy en silencio. Slagor lanotó también. Frunció el ceño mientrasintentaba dar con una forma de salir deaquello. El alcohol le había nublado el

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pensamiento; allí había algo que se leestaba escapando. Comenzó a hablar,pero Erak alzó una mano para detenerlo.

—Supongo que no podemos hacerque te mate de verdad para demostrarlo—dijo con un tono de lamento por aquelhecho.

Recorrió el comedor con la mirada ylos ojos se le iluminaron al dar con unpequeño barrilete de brandy, mediovacío, en el extremo más alejado de lamesa. Lo señaló con un gesto.

—Svengal, trae aquí ese barrilete —pidió Erak Su segundo de a bordo pusouna mano sobre el barril y lo mandódeslizando sobre la mesa tosca hasta sucapitán. Erak lo examinó con ojo crítico

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—. Slagor, esto es más o menos deltamaño de tu cabezota —dijo con unaligera sonrisa. Tomó entonces sucuchillo, que se encontraba sobre lamesa, y talló rápidamente dos muescasde color más claro en la madera oscuradel barril—. Y digamos que éstos sontus ojos.

Empujó el barril por la mesa y lollevó junto a Slagor, tocando casi con sucodo. Un murmullo de expectaciónrecorrió la sala mientras los hombresmiraban y se preguntaban dónde iría aparar todo aquello. Sólo Svengal yHorak, quienes habían estado a lasórdenes de Erak en el puente, podíantener una ligera idea de lo que se

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proponía el jarl. Sabían que elmuchacho era un aprendiz de montaraz;habían visto con sus propios ojos que setrataba de un adversario respetable.Pero allí no había ningún arco y ellos nohabían visto lo que sí había visto Erak:el cuchillo que Will sostenía oculto ensu brazo derecho.

—Bueno, chico —prosiguió Erak—,esos ojos están un poco juntos, perotambién lo están los de Slagor —seprodujo una oleada de risas entre losskandians, y Erak entonces se dirigió aellos de manera directa—. Vamos todosa observarlos con detenimiento a ver siaparece algo entre ellos, ¿de acuerdo?

Y conforme decía aquello, hizo

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como que miraba con mucha atención elbarril sobre la mesa. Fue casi inevitableque casi todos los demás presentessiguiesen su ejemplo. Will dudó por uninstante, pero tuvo la sensación de quepodía confiar en Erak. El mensaje que ellíder de los skandians le estabaenviando era absolutamente claro.Veloz, echó el brazo hacia atrás en unmovimiento de revés y lanzó el cuchillodando vueltas a través de la habitación.

Se produjo un resplandor fugazcuando el destello rojo del fuego y laslámparas de aceite se reflejó en la hoja,que iba dando vueltas. Entonces, con unruido sordo, la afilada hoja se incrustóen la madera, aunque no de forma exacta

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en el punto medio entre las dos muescastalladas. El barril se deslizó no menosde diez centímetros hacia atrás por lafuerza del impacto.

Slagor dejó escapar un grito deasombro y se apartó de un respingo. Sindarse cuenta, soltó el brazo de Evanlyn yla muchacha se alejó de él con rapidez.A continuación, en cuanto Erak le hizoun rápido gesto con la cabeza endirección a la puerta, ella huyó de lasala, desapercibida entre la confusión.

Se produjo un momento de griteríopor la sorpresa; entonces Erak comenzóa reírse y a aplaudir aquella excelentepuntería. Incluso los hombres de Slagoracabaron por unirse cuando el skirl se

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quedó sentado fulminando con la miradaa los que le rodeaban. No era muypopular, sus hombres sólo le seguíanporque tenía los suficientes medios paraproveer un barco para las partidas desaqueo. En ese momento, varios de ellosimitaban el gañido estridente que habíadejado escapar cuando el cuchillo seincrustó en el barril.

Erak se levantó del banco y rodeó lamesa al tiempo que hablaba.

—Ya lo ves, Slagor, si el muchachohubiera apuntado a la cabeza de maderaequivocada, sin duda estarías muertoahora mismo y yo tendría que matarle encastigo.

Se detuvo cerca de Will, con una

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sonrisa hacia Slagor mientras que elskirl se hallaba medio agazapado en elbanco, a la espera de lo siguiente quepudiese ocurrir.

—Con lo que ha pasado —prosiguióErak—, simplemente tengo quereprenderle por atemorizar a alguien tanimportante como tú.

Y, antes de que Will viese venir elgolpe, Erak soltó un sopapo de revéscon el puño contra uno de los lados dela cabeza del muchacho, que cayó alsuelo sin sentido. Miró a Svengal e hizoun gesto hacia la figura inconscientetendida sobre el basto suelo de maderade la cabaña.

—Tira a este mocoso irreverente en

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su cuchitril —le ordenó. A continuación,dio la espalda a la sala y salió al aire dela noche.

En el exterior, al aire libre, frío ylimpio, levantó la vista. No había nubesen el cielo. El viento aún soplaba, peroahora se había moderado y habíacambiado hacia el este. Los vendavalesde verano habían finalizado.

—Ya es hora de que salgamos deaquí —le dijo a las estrellas.

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EDieciséis

l combate, si es que se le podíallamar así, no duró más de unospocos segundos.

Los dos jinetes armados clavaron lasespuelas en la dirección del oponente.Los cascos de sus caballos tronabansobre la superficie sin pavimentar delcamino, a su paso levantaban terrones dearena que daban vueltas en el aire y el

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polvo se elevaba en una columna queseñalaba su recorrido.

El caballero gálico llevaba tendidala lanza, y entonces Halt pudo ver elfallo que Horace había detectado en latécnica de su rival. Con una sujeción tantensa de partida, la punta de la lanzatemblaba y oscilaba con el movimientodel animal. Una sujeción más ligera delarma, más flexible, habría mantenido lapunta centrada en su objetivo. Tal ycomo la llevaba, la lanza subía, bajaba ytemblaba con cada una de las zancadasdel caballo.

Horace, por el contrario, cabalgabarelajado con la espada apoyada en elhombro y prefería preservar las fuerzas

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para cuando llegase el momento de laverdadera acción.

Se aproximaban el uno al otro por ellado del escudo, como era lo normal.Halt esperaba en cierto modo ver aHorace repetir la maniobra que habíautilizado contra Morgarath y quedesviase su caballo hacia el otro lado enel último momento; sin embargo, elaprendiz continuó su avancemanteniendo la línea de ataque. Cuandose encontraba apenas a tres metros dedistancia, desplazó la espada en un arcodescendente partiendo de su posición dedescanso, de forma que la puntadescribió un círculo en el aire, yentonces, conforme la punta de la lanza

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se acercaba al escudo de Horace, laespada, aún en su movimiento circular,impactó de lleno contra la lanza y lalevantó para que pasase por encima dela cabeza del muchacho.

Pareció engañosamente fácil, pero,según observaba, Halt se percató de queel muchacho tenía una maestría innatapara las armas. El caballero, preparadopara el impacto que esperaba de sulanza contra el escudo de Horace, seencontró de repente con que el cuerpo sele iba hacia delante al no tenerresistencia alguna. Se tambaleó con lasensación de que se caía de la silla. Enun intento desesperado por puro instintode supervivencia, se agarró de la perilla

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de su montura.Tuvo la mala fortuna de hacerlo con

la mano derecha, la misma que estabaintentado también mantener el control dela torpe y pesada lanza. Con la puntahacia arriba por el giro de la espada deHorace, la lanza describía ahora unenorme arco por sí sola. No fue capazde mantener el equilibrio y manejar lalanza a la vez, y del interior del yelmosurgió el sonido apagado de unamaldición cuando se vio forzado a dejarcaer la lanza.

Enfurecido, palpó a ciegas en buscade la empuñadura de su espada en unintento por liberarla de su vaina para lasegunda pasada.

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Desafortunadamente para él, sólohabría una pasada.

Halt hizo un gesto con la cabeza ensilenciosa admiración cuando Horace,una vez que la lanza había quedado fuerade combate, tiró al instante de Kickerque se detuvo encabritado, y con lasrodillas y la mano del escudo a lasriendas hizo que el caballo girase sobresus cuartos traseros antes de que elcaballero hubiese terminado de pasarlede largo.

La espada, que aún dibujabaaquellos fáciles círculos que manteníanla muñeca suelta y ligera, describióentonces un giro horizontal más eimpactó contra la parte trasera del

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yelmo de su rival con un fuerte tañidometálico.

Halt hizo una mueca de dolor alimaginarse cómo debía de haber sonadoaquello en el interior del tiesto de acero.Era demasiado esperar que un sologolpe atravesase el metal resistente.Conseguir aquello requeriría una seriede golpes fuertes, pero causó una buenaabolladura en el yelmo, y la sacudidadel golpe se transmitió del acero alcráneo del caballero que lo portaba.

Sus ojos, fuera del alcance de lavista de los dos araluenses, se tornaronvidriosos, se desenfocaron, bizquearon yvolvieron por fin a su posición.

Entonces, muy despacio, se fue

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cayendo de la silla hacia un lado, golpeócontra el camino de tierra y se quedóallí tumbado, inmóvil. Su caballocontinuó al galope durante unos pocosmetros más y, cuando notó que ya nadielo espoleaba, aminoró el ritmo hastaseguir de paseo, bajó la cabeza ycomenzó a pastar de la hierba alta juntoal camino.

Horace volvió despacio, con sucaballo al trote, y se detuvo a la alturadel lugar donde se encontraba elcaballero, despatarrado en medio delcamino.

—Ya te dije que no era muy bueno—se dirigió con mucha seriedad a Halt.

El montaraz, que se enorgullecía de

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su habitual aire taciturno, no pudo evitarque una amplia sonrisa apareciese en surostro.

—Bueno, quizás no lo sea —le dijoal joven serio que se hallaba ante él—.Pero tampoco cabe duda de tu notableeficiencia.

Horace se encogió de hombros.—Es para lo que estoy entrenado —

respondió de forma simple.Halt pudo ver que aquel muchacho

no tenía ni un solo pelo de fanfarrón. LaEscuela de Combate había tenido, sinduda, muy buen efecto sobre él. Hizo ungesto hacia el caballero, que entoncescomenzaba a recobrar el sentido.Realizaba pequeños movimientos

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débiles y descoordinados con los brazosy las piernas, lo cual le daba el aspectode un cangrejo medio muerto.

—También es para lo que se suponeque él está entrenado —le contestó, yañadió——: Bien hecho, joven Horace.

El muchacho enrojeció desatisfacción ante el halago de Halt.Sabía que el montaraz no era muy dado aofrecer cumplidos en vano.

—Y entonces, ¿qué hacemos con élahora? —preguntó señalando con lapunta de la espada a su enemigo caído.Halt se deslizó rápidamente de la sillade montar y se acercó al hombre.

—Deja que yo me ocupe de eso —dijo—. Será un verdadero placer.

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Agarró al hombre por un brazo y tiróde él hasta dejarlo sentado. Elcaballero, aturdido, farfulló dentro delyelmo. Ahora que tenía tiempo parafijarse en los detalles, Horace pudo vercómo las puntas del bigote se salían porfuera de ambos lados del visor cerrado.

—Mushas ggasias, seniog —murmuró de forma incoherente elcaballero en tanto que Halt lo colocaba,sentado, en una posición más o menoserguida. Escarbaba con los pies en elcamino para intentar levantarse, peroHalt le empujó para sentarlo de nuevo,sin mucha cortesía.

—De eso nada, gracias —dijo elmontaraz. Extendió la mano bajo la

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barbilla del hombre y Horace se diocuenta de que llevaba el más pequeño desus dos cuchillos en ella. Por uninstante, horrorizado, el muchacho creyóque Halt pensaba cortarle el cuello.Entonces, con un hábil golpe de muñeca,cortó la cinta de cuero que le sujetaba elyelmo en la cabeza. Una vez cortada,Halt tiró del yelmo y lo arrojó a losarbustos de la cuneta. El caballero soltóun quejido de dolor cuando las puntas desu bigote de un tirón quedaron libres delvisor, aún cerrado.

Horace envainó su espada, seguropor fin de que el caballero no era ya unaamenaza. Por su parte, el guerreroderrotado miraba con cara de

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solemnidad a Halt y a la figura que seelevaba por encima de ellos dos, acaballo. Aún veía borroso.

—Continuaguemos el combate a pie—afirmó con tembleque.

Halt le propinó una buena palmadaen la espalda y de nuevo sus ojos sepusieron a dar vueltas.

—Y un cuerno. Os han derrotado,amigo mío. Os han tumbado en buenalid. Sir Horace, caballero de la Ordende la Feuille du Chêne, ha accedido aperdonaros la vida.

—Oh… Ggasias —dijo temblorosoy haciendo un vago gesto de salutaciónen dirección a Horace.

—No obstante —prosiguió Halt, que

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dejaba traslucir en su voz un adusto tonode divertimento—, bajo las normas de lacaballería, vuestras armas, armadura,caballo y otras pertenencias quedan adisposición de sir Horace.

—¿Es así? —preguntó Horace conuna cierta incredulidad.

Halt asintió.—Así es.El caballero intentó levantarse una

vez más pero, igual que antes, Halt lomantuvo sentado.

—Pego seniog… —protestó deforma débil—. ¿Mis agmas y miagmaduga? No puede seg ciegto.

—Lo es —replicó Halt. El rostrodel hombre, que ya se encontraba pálido

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y tembloroso, se tornó aún más pálidocuando fue consciente del verdaderoalcance de lo que el extraño de la capagris le estaba diciendo.

—Halt —interrumpió Horace—.¿No estará un poco indefenso sin susarmas… ni su caballo?

—Sí, ya lo creo que estará indefenso—fue la satisfecha respuesta—, lo cualhará que para él sea mucho más difícilaprovecharse de los inocentes viajerosque quieran cruzar este puente.

Horace lo entendió todo.—Ah —dijo pensativo—, ya veo.—Exacto —dijo Halt dedicando una

mirada significativa al muchacho—. Hasaprovechado bien el día, Horace. Mira

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—añadió—, apenas te ha llevado dosminutos hacerlo, pero mantendrás a estedepredador fuera de combate y harásque este camino sea un poco más seguropara la gente de los alrededores. Y, porsupuesto, ahora tendremos una cota demalla completa bastante cara, unaespada, un escudo y un caballo con muybuen aspecto para venderlos en elpróximo pueblo por el que pasemos.

—¿Estás seguro de que eso está enlas normas? —preguntó Horace, y Haltle devolvió una amplia sonrisa.

—Oh sí, es del todo justo y legítimo.Él lo sabía. Simplemente, debería habertenido más cuidado antes de desafiarnos.Ahora, majete —le dijo al caballero

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alicaído que se hallaba sentado a suspies—, vamos a ver cómo te quitamosesa cota de malla.

De mala gana, el aturdido caballerocomenzó a cumplir. Halt dedicó unasonrisa a su joven acompañante.

—Está empezando a gustarmeGálica mucho más de lo que esperaba—dijo.

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DDiecisiete

os días más tarde, elWolfwind zarpó del puerto deSkorghijl y viró al noreste

rumbo a Skandia. Slagor y sus hombresse quedaron atrás, afrontando la tarea derealizar reparaciones provisionales ensu barco, antes de llevarlo renqueante devuelta a puerto. Los daños que tenía erandemasiado graves para continuar hacia

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el oeste rumbo a la temporada desaqueos. La decisión de Slagor de dejarel puerto tan pronto estaba resultandoser costosa.

El viento, que durante semanas habíasoplado del norte, había cambiado ahoray provenía del oeste, lo cual permitía alos skandians desplegar la vela mayor.El Wolfwind surcaba las aguas de colorgris con facilidad y su estela seexpandía tras su paso. El movimientoresultaba tonificante y liberador segúnlas millas se sucedían y pasaban bajo laquilla de la nave, y el ánimo de latripulación se elevaba conforme seaproximaban a su patria.

Sólo Evanlyn y Will eran incapaces

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de compartir el aire de optimismogeneral. Skorghijl había sido un sitiodeprimente, yermo e inhóspito; pero almenos los meses transcurridos allíhabían pospuesto el momento en que lossepararían. Sabían que iban a venderloscomo esclavos en Hallasholm y teníantodas las posibilidades de acabar conamos diferentes.

Will había intentado una vez animara Evanlyn al respecto de su posibleseparación.

—Dicen que Hallasholm no es unsitio muy grande —le dijo—, así que,aunque nos separemos, aún tendremos laposibilidad de vernos. Al fin y al cabo,no pueden pretender que trabajemos

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veinticuatro horas al día, siete días a lasemana.

Evanlyn no le había respondido.Hasta el momento, su experiencia conlos skandians le decía que aquello eraexactamente lo que se podían esperar.

Erak había notado el silencio y elaire melancólico que se habíaapoderado de ellos y sintió una punzadade compasión. Se preguntaba si nohabría forma de asegurarse de quepermaneciesen juntos.

Por supuesto, siempre se los podríaquedar él como esclavos, pensó, peroErak no tenía una verdadera necesidadde esclavos para su servicio. Comolíder militar de los skandians, vivía en

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los barracones de los oficiales, dondelos ordenanzas atendían susnecesidades. Si se quedaba a los dosaraluenses para sí, tendría que pagar sualimentación y su ropa; y se tendría queresponsabilizar de ellos también.Descartó la idea sacudiendo la cabezacon irritación.

—Al infierno con ellos —mascullócon ferocidad al tiempo que se losquitaba de la cabeza, se concentraba enmantener el barco en su rumbo perfectoy, con el ceño fruncido en un gesto fiero,miraba la aguja de piedra imantada queflotaba en un cuenco situado junto altimón, dispuesto sobre un sistema dearos concéntricos que servían para

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mantenerlo siempre horizontal.

Avistaron tierra en el vigésimo día denavegación, la costa de Skandia, en elpunto exacto en el que Erak habíaprevisto que aparecerían. A decir de lasmiradas de admiración que los hombresdedicaban al jarl, Will supuso queaquello era una hazaña considerable.

A lo largo de los siguientes días,fueron bordeando la costa a pocadistancia de ésta, hasta que Evanlyn yWill pudieron distinguir más detalles.Daba la impresión de que los altosacantilados y las montañas cubiertas denieve eran el paisaje dominante de

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Skandia.—Ha cogido la corriente de Loka a

la perfección —les dijo Svengalmientras se preparaba para subir alpuesto de vigía, en la cruceta del mástil.

El alegre segundo de a bordo habíadesarrollado un cierto aprecio por Willy Evanlyn. Él sabía que sus vidas comoesclavos iban a ser duras y penosas, eintentaba compensarlo con algunaspalabras amistosas siempre que eraposible. Desafortunadamente, susiguiente comentario, con una intenciónamable, resultó de poco consuelo tantopara Evanlyn como para Will.

—Qué bien —dijo asiendo una drizapara trepar hasta lo alto del mástil—,

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estaremos en casa en unas dos o treshoras.

Al final, resultó que se habíaequivocado. El barco de los skandians,a remo de nuevo en la última parte, sedeslizó a través de la espesa niebla queenvolvía la bocana del puerto deHallasholm apenas una hora y cuartodespués. Evanlyn y Will permanecían depie y en silencio en la zona central delbarco cuando la ciudad de Hallasholmapareció ante sus ojos, como salida deentre la niebla.

No era un sitio muy grande.Enclavada al pie de unas elevadasmontañas revestidas de pinos,Hallasholm estaba formada, quizás por

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unas cincuenta edificaciones, todas ellasde una sola planta y todas, enapariencia, hechas de troncos de pino ycon tejados de una mezcla de paja yhierba.

Las edificaciones se apiñabanalrededor del límite del puerto, donde almenos una docena de barcos skandiansse hallaban amarrados en embarcaderoso metidos en tierra, escorados sobre uncostado mientras los hombres trabajabanen el casco, librando una batalla eternacontra los parásitos marinos queconstantemente se comían las planchasde madera. El humo ascendía en volutasde la mayoría de las chimeneas y el airefrío estaba cargado del embriagador

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aroma de los troncos de pino en elfuego.

El edificio principal, el Gran Salónde Ragnak, estaba construido con losmismos troncos de pino que el resto delas casas de la ciudad, pero era másgrande, más largo y más ancho, y teníaun tejado puntiagudo que le permitíaelevarse por encima de sus vecinos. Seencontraba en el centro de Hallasholm,dominando el paisaje, rodeado por unfoso sin agua y una empalizada: máspinos, pensó Will. Resultaba obvio quelos pinos eran el material deconstrucción más a mano en Skandia. Uncamino largo y ancho conducía hasta lapuerta de la empalizada desde el muelle

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principal.Observando la ciudad con el agua

cristalina del puerto de por medio, Willse dijo que las casas bien ordenadas,con aquellas enormes montañascubiertas de nieve que se alzaban a suespalda, le parecerían muy hermosas enotro momento y en unas condicionesdistintas.

Sin embargo, ahora mismo no eracapaz de ver nada que le resultaseatractivo de su nuevo hogar. Mientraslos dos jóvenes miraban, una nieveligera comenzó a caer a su alrededor.

—Me parece que aquí va a hacerfrío —dijo Will en voz baja.

Sintió cómo la mano helada de

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Evanlyn trepaba por la suya. La apretócon suavidad, con la esperanza detransmitirle una sensación de aliento.Una sensación totalmente contraria a loque él mismo sentía en aquel instante.

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—YDieciocho

a te dije que el símbolo detu escudo nos haría másfácil el viaje —comentó

Halt a Horace.Cabalgaban relajados sobre sus

sillas, Halt con una pierna subida yapoyada en la perilla de su montura,mientras veían cómo el caballero gálicoque les cortaba el acceso a un cruce

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clavaba las espuelas en su caballo y sealejaba al galope en busca de laseguridad del siguiente pueblo. Horacebajó la vista para mirar el emblema conuna hoja verde de roble que Halt habíapintado en su sobrio escudo.

—Sabes que no tengo verdaderoderecho a un escudo de armas hastahaber sido nombrado caballero —ledijo con un leve tono desaprobatorio.

La formación de Horace con sirRodney había sido bastante estricta y aveces tenía la sensación de que Halt noprestaba la suficiente atención a laetiqueta en el comportamiento de loscaballeros. El barbudo montaraz le miróde reojo y se encogió de hombros.

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—En realidad —señaló— tampocopuedes entrar en combate con ninguno deestos caballeros hasta que seasdebidamente nombrado como tal, perono me ha parecido que eso te detuviese.

Desde su primer encuentro en elpuente y en media docena de ocasiones,los dos viajeros habían recibido el altopor parte de bandoleros con armaduraque guardaban encrucijadas, puentes ypasos estrechos. Todos ellos habían sidodespachados con despectiva facilidadpor el joven y musculoso aprendiz, yHalt se había visto bastanteimpresionado por la habilidad ycapacidad natural del muchacho. Unodetrás de otro, Horace había

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descabalgado de la silla a losguardianes de los caminos, al principiocon unos pocos golpes de su espadalanzados con destreza y, másrecientemente, después de haberconfiscado una lanza buena, robusta ycon un equilibrio y un tacto que legustaban, lo hacía con una terrible cargaque arrancaba de la silla a su oponente ylo mandaba volando varios metros pordetrás de su caballo al galope. Hasta elmomento, los dos viajeros habíanreunido una buena cantidad de armas yarmaduras que llevaban sujetas a lassillas de los caballos que habíancapturado. Halt pretendía venderlo todo,armas, armaduras y caballos, en el

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siguiente pueblo de un cierto tamaño alque llegasen.

A pesar de toda su admiración por lahabilidad de Horace, e incluso delhecho de sentir una adusta satisfacciónal ver a aquellos buitres matones fuerade combate, Halt renegaba de loscontinuos retrasos que éstos generabanen su viaje. Incluso sin ellos, ya habríaresultado difícil para Horace y élalcanzar la lejana frontera con Skandiaantes de que las primeras tormentas denieve del invierno la hicieseninfranqueable. Por eso, cinco nochesantes, cuando acamparon en los establosmedio en ruinas de una granjaabandonada, Halt anduvo rebuscando

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entre los montones de herramientasviejas y oxidadas y de sacos podridoshasta que desenterró un bote pequeño depintura verde y un pincel reseco. Conambos, dibujó en el escudo de Horaceun emblema con una hoja de roble. Elresultado había sido el que él esperaba.La reputación de sir Horace de la Ordende la Hoja de Roble les habíaprecedido. Ahora, la mayoría de lasveces, cuando los caballeros apostadosles veían acercarse, daban media vueltay huían ante la vista del emblema en elescudo de Horace.

—No puedo decir que lamente vercómo huye —comentó Horace mientrasdaba un suave toque a Kicker para que

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avanzase hacia el ahora desierto cruce—. No tengo curado el hombro del todo.

Su anterior oponente había resultadoconsiderablemente más hábil que lamedia de los salteadores de caminos.Sin miedo ante el emblema de la hoja deroble en el escudo y, obviamente, sinque le importase la reputación deHorace, se había lanzado al combate conentusiasmo. La lucha duró variosminutos, y en el transcurso de lacontienda un golpe de su maza habíarebotado en el borde superior delescudo de Horace y se había desviadohacia el brazo.

Por suerte, el escudo habíaabsorbido gran parte de la fuerza del

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golpe, pues de otro modo, con todaprobabilidad, Horace tendría ahora elbrazo roto. Tal y como ocurrió, le salióun gran moratón, y aún no tenía toda lamovilidad que le hubiera gustado en elbrazo y en el hombro.

Apenas medio segundo después deque la maza hubiera causado aquel daño,un golpe de revés de la espada deHorace resonó con un fuerte estruendometálico contra la parte frontal delyelmo de su oponente, produjo unaprofunda hendidura y mandó alcaballero al suelo del bosque,inconsciente y con una fuerte conmoción.

En este momento, Horace sentía elalivio de no haberse visto obligado a

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combatir desde entonces.—Pasaremos la noche en el pueblo

—dijo Halt—. Podemos conseguiralgunas hierbas y te prepararé unacataplasma para ese brazo tuyo.

Había advertido que el muchachoestaba forzando el brazo y, aunqueHorace ni siquiera se había quejado,resultaba obvio que le estaba causandoun dolor considerable.

—Eso me gustará —dijo Horace—.Una noche en una cama de verdad seráun cambio agradable después de dormiren el suelo durante tanto tiempo.

Halt bufó con sorna.—Es evidente que la Escuela de

Combate ya no es lo que era —replicó

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—. Es genial que un viejo como yopueda dormir cómodo a la intemperiemientras que un jovencito se queda todotieso y reumático.

Horace se encogió de hombros.—Sea como sea —le respondió—,

me va a seguir pareciendo agradabledormir esta noche en una cama.

En realidad, Halt era del mismoparecer, pero no iba a permitir queHorace lo supiese.

—Quizás debamos darnos prisa ymeternos en una bonita y cómoda camaantes de que las articulaciones se teagarroten por completo.

Y espoleó a Abelard a un paso demedio galope. Tras él, Tirón aumentó su

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ritmo al instante hasta igualarlo. Horace,sorprendido y dificultado por loscaballos capturados que iba guiando,tardó un poco más en llegar a su altura.

La hilera de caballos de combate,cargados con armadura y armas, levantócierto interés en el pueblo conformeiban recorriendo las calles. Una vezmás, Horace se dio cuenta de que lagente se apartaba corriendo del paso desu caballo, sintió sobre sí miradasfurtivas y en más de una ocasión escuchóla expresión «chevalier du chêne» ensusurros al pasar entre la gente. Miró aHalt con curiosidad.

—¿Qué es eso que dicen? ¿Por quéme llaman «nene»? —le preguntó. Halt

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señaló el símbolo de la hoja de roble enel escudo que pendía de la silla demontar de Horace.

—No dicen «nene» —le contó aljoven guerrero—, dicen chêne. En sulengua significa roble. Están hablandode ti: el caballero del roble. Al parecer,tu fama se ha extendido.

Horace frunció el ceño. No estabaseguro de si aquello le agradaba o no.

—Esperemos que eso no causeproblemas —dijo con incertidumbre.Halt, simplemente, se encogió dehombros.

—¿En un pueblo pequeño comoéste? Es poco probable. Más bien alcontrario, esperaría yo.

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Sí que se trataba de un pueblopequeño, apenas más grande que unaaldea, de hecho. La calle principal eraestrecha, casi no había sitio para que susdos caballos fueran en paralelo. Lospeatones se tenían que apretujar paraquitarse de en medio; se metían en lascallejuelas laterales para abrir paso alos jinetes y permanecían así mientras lahilera de caballos de combate y elsonido de sus cascos pasaban de largo.

La calle estaba sin pavimentar, unsimple camino de tierra que enseguidase convertía en un espeso lodazal si sedaba el caso de que lloviese. Las casaseran pequeñas, la mayoría de una solaplanta, y parecían haber sido construidas

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a una escala algo inferior a la normal.—Abre bien los ojos en busca de

una posada —dijo Halt en voz baja.Viajar con un compañero afamado

resultaba una experiencia novedosa paraHalt. En Araluen, él estabaacostumbrado a las sospechas, y a vecesel temor, con que se daba la bienvenidaa la aparición de uno de los miembrosdel Cuerpo de Montaraces. Las capasmoteadas con sus profundas capuchaseran una visión con la que estabanfamiliarizados los habitantes del reino.Aquí, en Gálica, Halt tuvo el placer dedescubrir que el uniforme de losmontaraces, junto con las armas que losdistinguían, el arco y los dos puñales,

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parecían levantar poco o ningún interés.Lo de Horace era algo

completamente distinto. Resultaba obvioque su reputación les había precedido yla gente le observaba con el mismoaspecto de sospecha e incertidumbre alque Halt se había acostumbrado con losaños. La situación resultaba bastanteagradable para el montaraz. Llegado elcaso de presentarse algún problema, elque la gente hubiese asumido que elprincipal peligro venía por parte delfornido joven de la armadura lesproporcionaría a Horace y a él una claraventaja.

El hecho era que el hombre canoso ymás mayor, el que vestía la capa tan

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poco llamativa, era con mucho elenemigo potencial más peligroso.

—Allí arriba —dijo Horace,despertando a Halt de sus cavilaciones.

Siguió con la mirada la direcciónque señalaba el muchacho y vio allí unaedificación de mayor tamaño que lasotras, con una segunda planta que,apoyada en unas irregulares vigas deroble a la altura del primer piso, secernía de forma precaria sobre la calle.Un letrero desgastado se mecíasuavemente con la brisa. Mostraba enuna pintura desconchada una burdarepresentación de un vaso de vino y unafuente con comida.

—No lances las campanas al vuelo

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en lo que respecta a esa cama blanda ymaravillosa para esta noche —avisóHalt al aprendiz—. Es muy posible quehayamos dormido más cómodos en elbosque —lo que no añadió fue que casicon total seguridad habrían dormido enun sitio más limpio.

Al final resultó que había cometidouna injusticia con la posada. Erapequeña y las paredes no eran del todoverticales, tenía los techos bajos ydesiguales y las escaleras parecíaninclinarse a un lado conforme losviajeros ascendían por ellas parainspeccionar la habitación que leshabían ofrecido.

Por lo menos el lugar se encontraba

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limpio y la habitación tenía un granventanal acristalado que habían dejadoabierto de par en par para que entrase lafresca brisa de la tarde. El olor de loscampos recién arados llegó hasta elloscuando se asomaron a mirar por encimade la desordenada masa de tejadospuntiagudos del pueblo.

El posadero y su mujer eran ambosancianos, pero al menos parecíanafables y amistosos con sus doshuéspedes, en particular después dehaber visto la colección de armas yarmaduras apiladas sobre los caballossin jinete que estaban alineados en elexterior de la posada. El jovencaballero era, obviamente, un hombre de

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bienes, decidieron ellos; y también unapersona de una considerableimportancia, a juzgar por la forma enque dejaba todos los tratos en manos desu sirviente, ese tipo bastante hosco dela capa verde y gris. Asumir que la gentede noble cuna no se dignaba interesarsepor temas comerciales como el preciode una habitación para pasar la nocheencajaba con la idea que el posaderotenía del esnobismo.

Una vez comprobado que no habíaen el pueblo un mercado donde pudieranconvertir el botín de sus capturas endinero, Halt dejó que el mozo de laposada acomodase a sus caballos parala noche. Todos excepto Abelard y

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Tirón, por supuesto. Él se hizo cargo deellos personalmente, y le complació verque Horace hacía lo propio con Kicker.

Una vez se hubieron encargado delos animales, los dos compañerosvolvieron a la habitación. La cena noestaría lista hasta una o dos horas mástarde, según les había contado la mujerdel posadero.

—Emplearemos el tiempo en echarleun vistazo a ese brazo tuyo —le dijoHalt a Horace.

Agradecido, el joven se dejó caer enla cama y suspiró con satisfacción. Alcontrario de las expectativas de Halt, lascamas resultaron blandas y cómodas,con mantas gruesas y limpias y sábanas

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blancas recién puestas. A una señal deHalt, el muchacho se puso en pie y sequitó la cota de malla y la túnica por lacabeza con un ligero gruñido de dolor altener que levantar el brazo hasta laaltura del hombro para hacerlo.

El moratón se había extendido portodo el brazo y formaba un parcheado decolores en la piel, que iba desde el azuloscuro y negro hasta un feo coloramarillento por los bordes. Haltexaminó la zona amoratada con ojocrítico y palpó para asegurarse de queno había ningún hueso roto.

—¡Ay! —Soltó Horace mientras losdedos del montaraz palpaban ytoqueteaban alrededor del moratón.

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—¿Duele ahí? —preguntó Halt, yHorace le miró con exasperación.

—Pues claro que sí —dijo conbrusquedad—. Por eso he dicho «ay».

—Mmm —murmuró Halt, pensativo.Le tomó el brazo y se lo movió aquí

y allá mientras Horace apretaba losdientes soportando el dolor. Al fin,incapaz de seguir aguantándolo más, dioun paso atrás y se soltó el brazo de lamano de Halt.

—¿Crees de verdad que vas aconseguir algo haciendo eso? —lepreguntó en tono malhumorado—. ¿Osimplemente estás pasándotelo bienhaciéndome daño?

—Estoy intentando ayudar —dijo

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Halt sin alterarse. Fue a agarrarle elbrazo de nuevo pero Horace se apartó.

—Quita las manos —le dijo—. Sóloestás toqueteando y clavándome losdedos, y yo no veo cómo se supone queayuda eso.

—Únicamente intento asegurarme deque no tienes nada roto —le explicóHalt, pero Horace hizo un gesto negativocon la cabeza.

—No tengo nada roto. Lo que tengoson unos moratones, eso es todo.

Halt hizo un impotente gesto deresignación. Abrió la boca para deciralgo con la intención de tranquilizar aHorace y que viese que pretendíaayudarle, cuando le quitaron el tema de

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las manos, literalmente.Un breve golpe sonó en la puerta

cuando, antes siquiera de que el sonidose hubiese apagado, ésta se abrió degolpe y la mujer del posadero entró enla habitación cargada de almohadas paralas camas. Sonrió a ambos huéspedes,clavó a continuación los ojos en el brazode Horace y se le borró la sonrisa,sustituida de inmediato por una miradade preocupación maternal.

Soltó un torrente de expresiones engálico que ninguno de los dos entendió yse desplazó a toda prisa hacia elmuchacho, dejando caer las almohadassobre la cama. Él se quedó vigilándolacon suspicacia mientras ella alargaba la

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mano para tocarle el brazo lastimado. Lamujer se detuvo, frunció la boca y lemiró a los ojos de maneratranquilizadora. Satisfecho, el muchachopermitió que le examinase la lesión.

Y lo hizo con mucha suavidad, conun ligero tacto, casi imperceptible.Horace, sometido a sus cuidados, dirigíaa Halt una mirada significativa. Elmontaraz torció el gesto y se sentó sobrela cama a observar. Finalmente, la mujerse apartó y, tomando a Horace por elbrazo, le guió para que se sentase en elborde de la cama. Se volvió paradirigirse a los dos mientras señalaba elbrazo dañado.

—No huesos rotos —dijo con

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inseguridad. Halt asintió.—Eso pensaba yo —respondió, y

Horace hizo un gesto desdeñoso. Lamujer asintió un par de veces yprosiguió, escogiendo las palabras conmucho cuidado. Su dominio de la lenguade Araluen no era muy preciso, pordecirlo de manera suave.

—Morado —dijo—. Grave morado.Necesita… —vaciló en busca de lapalabra y entonces dio con ella—.Hierbas… —hizo un gesto como sifrotase, imitando el acto de restregar lashierbas al hacer una cataplasma—.Corto hierbas… poner aquí —tocó elbrazo dañado una vez más. Con unasentimiento, Halt mostró que estaba de

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acuerdo.—Bien —le dijo—, por favor,

hacedlo —miró entonces a Horace—.Hemos tenido suerte —dijo—. Pareceque sabe lo que hace.

—Quieres decir que yo he tenidosuerte —replicó Horace con frialdad—.Si me hubiera quedado a tu merced, esprobable que a estas alturas ya notuviera brazo.

La mujer, que oía el tono de vozpero no entendía lo que decían, seapresuró a tranquilizarle y se puso aacariciarle la zona herida con lasuavidad de una pluma mientras emitíasonidos de arrullo.

—Dos días… tres… no más

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morados. No más dolor —le decía entono tranquilizador, y él le devolvió unasonrisa.

—Gracias, madame —dijo en eltono de cortesía que imaginaba queutilizaría un joven y galante caballero—.Siempre estaré en deuda con vos.

Ella le sonrió y, de nuevo conmímica, les indicó que se marchaba abuscar sus hierbas y medicinas. Horacese puso en pie y realizó una torpereverencia conforme ella abandonaba lahabitación con una risita tonta para sí.

—Por-fa-vooor —dijo Halt a la vezque elevaba la vista al techo.

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EDiecinueve

l calor en el comedor deRagnak era muy intenso. Lagran cantidad de personas

presentes y la gigantesca chimenea, queocupaba uno de los extremos de la salaen casi toda su extensión, se combinabanpara mantener la temperaturaincómodamente cálida a pesar de lacapa de nieve que se había depositado

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en el exterior.Era una sala enorme, alargada y con

el techo bajo, con dos mesas que seextendían a lo largo de la habitación yuna tercera, la mesa presidencial deRagnak, situada en sentidoperpendicular a las otras dos, en elextremo opuesto al fuego. Las paredesestaban hechas de simples troncos depino cortados y calafateados de maneratosca, y allá donde su forma desigualdejaba huecos entre unos y otros, teníanuna mezcla de arcilla y barro seca, yendurecida como una roca.

El armazón del tejado estaba hecho abase de más troncos de pino formandoángulo, con una capa de juncos y paja

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que tenía casi un metro de espesor enciertas zonas, sin revestimiento interioralguno, sostenida por unos listones demadera basta atados entre las vigas deltecho.

El ruido de cerca de ciento cincuentaskandians borrachos comiendo, riendo ygritándose los unos a los otros resultabaensordecedor. Erak miró a su alrededory sonrió.

—Qué bien estar otra vez en casa.Aceptó la invitación a otro tanque de

cerveza a cargo de Borsa, el hilfmann deRagnak. Mientras que éste era eloberjarl, el jarl supremo de todos losskandians, el hilfmann era unadministrador que se ocupaba de la

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marcha cotidiana de la nación. Seaseguraba de que se plantasen lascosechas, se pagasen los impuestos, lossaqueos se pusieran en marcha a tiempoy los patrones de los barcos calculasende forma justa y pagasen de inmediato aRagnak la parte que le correspondía detodos los botines de los saqueos: uncuarto de todo lo sustraído.

—Un mal negocio todo aquello,Erak —dijo. Estaban conversandoacerca de la malhadada expedición aAraluen—. Nunca debimoscomprometemos en una guerra a largoplazo. Eso no es lo nuestro, en absoluto.Estamos hechos para los saqueos: entrar,agarrar el botín y salir de nuevo con la

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marea. Eso es lo que nos va. Siempre loha sido.

Erak asintió. Él había pensado lomismo cuando Ragnak le asignó aquellaexpedición, pero el oberjarl no habíaestado en disposición alguna deescuchar su consejo.

—Por lo menos, Morgarath nos pagópor adelantado —prosiguió el hilfmann.Erak arqueó las cejas al oír aquello.

—¿Eso hizo? —Era la primeranoticia que tenía. Había asumido que ély sus hombres combatían tan sólo porcualquier botín que pudiesen lograr yque, en ese sentido, la expedición habíasido un completo fracaso, pero suacompañante asintió con énfasis.

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—Oh sí, desde luego. Ragnak notiene un pelo de tonto en lo referente aldinero. Cobró a Morgarath por tusservicios, y por el de todos tus hombres.A todos se os pagará vuestra parte.

Al menos, pensó Erak, sus hombresy él obtendrían algún fruto de aquellosúltimos meses; pero Borsa seguíahaciendo gestos negativos con la cabezarefiriéndose a la campaña de Araluen.

—¿Sabes cuál es nuestro mayorproblema? —le dijo, y antes de queErak pudiese responder, prosiguió—:Nosotros no tenemos nuestros propiosgenerales o nuestros estrategas. Losskandians luchamos de forma individualy, en ese sentido, somos los mejores del

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mundo; pero cuando nos enrolamoscomo mercenarios, no tenemos nuestrospropios planificadores que nos dirijan.Así que nos vemos obligados a confiaren idiotas como Morgarath.

Erak mostró su acuerdo con unmovimiento afirmativo de la cabeza.

—Cuando estábamos en Araluen, yoya dije que sus planes eran demasiadoenrevesados, que se había pasado delisto.

Borsa le señaló con su grueso dedoíndice y Erak se sorprendió ante suvehemencia.

—¡Y tenías razón! Podíamos utilizara unos pocos que fuesen como esosmontaraces araluenses —añadió.

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—¿Lo dices en serio? —dijo Erak—. ¿Por qué les necesitamos?

—No me refiero a ellos de maneraliteral. Quiero decir gente como ellos.Gente entrenada para trazar planes ytácticas, con la capacidad de ver todo elescenario de lo que está pasando y sacarel mejor partido de nuestras tropas.

Erak debía reconocerle que algo derazón tenía, pero la mención de losmontaraces había puesto suspensamientos en Will y Evanlyn. Ahoraveía una forma de solucionar elproblema de encargarse de ellos.

—¿Te vendría bien un par deesclavos nuevos en el Gran Salón? —preguntó sin darle mucha importancia.

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Borsa asintió de inmediato.—Los extras siempre vienen bien —

dijo—. ¿Estás pensando en alguien enconcreto?

—Un chico y una chica —le contóErak. Pensó que era mejor no mencionarque Will era un aprendiz de montaraz—.Los dos fuertes, sanos e inteligentes. Loscapturamos en la frontera de Céltica. Ibaa venderlos para poder pagar algo a mitripulación por todo este desastre, peroahora, si dices que nos pagarán de todosmodos, me gustaría entregártelos.

Borsa aceptó agradecido.—Seguro que puedo darles alguna

utilidad —respondió—. Envíamelosmañana.

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—Hecho —dijo Erak, contento.Sentía que se había quitado de encimaun molesto peso—. Bueno, ¿y dónde estáesa jarra de cerveza?

Mientras Erak se hallaba decidiendo sufuturo, Will y Evanlyn habíanpermanecido encerrados en una cabañajunto al muelle, cerca del lugar donde elWolfwind se encontraba amarrado. A lamañana siguiente los despertó unskandian del personal de Borsa, que loscondujo hasta el Gran Salón. Allí, elhilfmann los miró de arriba abajo y losexaminó con mirada crítica. Lamuchacha era atractiva, pensó, pero no

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tenía el aspecto de haber llevado a cabouna gran cantidad de trabajo duro en suvida. El muchacho, por el contrario,estaba en forma y bien musculado,aunque era un poco corto de estatura.

—La muchacha puede ir al comedory la cocina —le dijo a su ayudante—.Llevad al chico al patio.

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UVeinte

na hora después de la puestadel sol, Halt y Horace salieronde su habitación y bajaron las

escaleras hasta el bar de la posada paracenar.

La mujer del posadero habíapreparado un enorme puchero desabroso estofado. Hervía a fuego lento,suspendido sobre la lumbre en la gran

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chimenea que dominaba uno de los ladosde la sala. Una muchacha les sirvió unoscuencos grandes de madera con lacomida humeante junto con unascuriosas barras de pan que tenían unaforma que Horace no había visto hastaentonces. Eran muy largas y estrechas,de manera que presentaban más elaspecto de unos palos gruesos que deunas barras de pan, pero eran crujientespor fuera y deliciosamente ligeras yesponjosas por dentro; y, como tardópoco en descubrir el aprendiz,resultaron ser la herramienta ideal pararebañar la deliciosa salsa del estofado.

Halt había aceptado un gran vaso devino tinto con la comida. Horace se

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había conformado con agua. Trasdisfrutar de una gran porción de unamaravillosa tarta de frutas del bosque,se sentaron frente a sendas tazas de uncafé excelente.

Horace se sirvió una buenacucharada de miel en su taza ante lareprobatoria mirada del montaraz.

—Estás matando el sabor del buencafé —masculló Halt. Horace se limitóa sonreír. Ya empezaba a acostumbrarsea la fingida severidad del montaraz.

—Es una costumbre que copie de tuaprendiz —le respondió, y por uninstante ambos guardaron silenciomientras pensaban en Will y sepreguntaban qué habría sido de Evanlyn

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y de él, con la esperanza de que ambosse encontrasen sanos y salvos.

Halt rompió finalmente el airemeditabundo que se había apoderado deellos y señaló con la cabeza endirección a un pequeño grupo delugareños sentados junto al fuego.Horace y él se habían colocado en unamesa en el fondo de la sala. Así lo hacíasiempre Halt: mantenía la espalda contrauna pared sólida, se sentaba dondepudiera ver toda la habitación y, altiempo, él mismo pasaba relativamentedesapercibido.

Mientras comían, el salón se habíaido llenando de vecinos del pueblo, yafuese para cenar o para disfrutar de unas

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copas de vino o jarras de cerveza antesde dirigirse a sus hogares. En aquelmomento, se había percatado Halt, unode los presentes había sacado una gaitade dentro de su fardo y otro seencontraba trajinando con las clavijasde un instrumento que tenía ocho cuerdasy forma de calabaza.

—Parece que el espectáculo está apunto de empezar —le dijo a Horace.

Y conforme estaban hablando, elresto de la gente en el salón comenzó aacercar las sillas al fuego y a pedirrondas de bebida al posadero y a susayudantes.

El gaitero comenzó a tocar unacomposición triste, y el instrumento de

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cuerda rápidamente inició uncontrapunto con pulsaciones rápidas ytoques vibrantes con el fin de crear untrasfondo continuo y muy agudo para lamelodía ascendente y descendente. Elsonido de la gaita llenaba la sala con unaire furioso y lastimero, un lamento quellegaba a lo más profundo del alma yevocaba el recuerdo de los amigos quepartieron hace mucho y de los tiempospasados en la mente de los queescuchaban.

Según las notas reverberaban através de la cálida sala, Halt mismo sedescubrió recordando los largos días deverano en los bosques que rodeaban elcastillo de Redmont; y a una figura

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pequeña y atareada que no dejaba dehacerle interminables preguntas y quehabía traído a su vida una nuevasensación de energía y de interés. En susrecuerdos podía ver el rostro de Will: elpelo alborotado por la capucha de sucapa, sus ojos marrones brillantes yllenos de una irrefrenable capacidadpara ver el lado divertido de las cosas.Recordaba cómo cuidaba de Tirón,recordaba el orgullo que el muchachohabía mostrado ante la idea de tener supropio caballo y el lazo tan especial quese había formado entre ambos.

Quizás era porque Halt podía sentirlos años caer sobre él a medida que lascanas de su barba pasaban de ser la

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excepción a ser la norma, pero Willhabía dado a su vida un aire de juventud,de diversión y vitalidad, un aire queresultaba un bendito contraste frente alas oscuras y peligrosas sendas que unmontaraz a menudo se veía obligado arecorrer.

Recordaba, también, la sensación deorgullo que había experimentado cuandoHorace le contaba el modo en que Willhabía cargado sobre sus hombros latarea de seguir a la columna de wargalsen Céltica y cómo el muchacho habíaresistido sólo contra wargals yskandians mientras Evanlyn seaseguraba de que el fuego prendiese enel puente. En Will había algo más que un

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espíritu irrefrenable; había coraje,ingenio y lealtad. El muchacho habríasido un montaraz verdaderamentegrande, pensó Halt, y entonces advirtióde golpe que había estado pensando enWill como si tal eventualidad ya nofuese posible. Los ojos se lehumedecieron con lágrimas e, incómodo,cambió de postura. Había pasado muchotiempo desde la última vez que mostrósigno externo alguno de emoción. Hizoun gesto de indiferencia. Will se merecíano menos que unas pocas lágrimas de unvejestorio canoso como él, pensó, y norealizó el menor movimiento parasecárselas. Miró de reojo a Horace paraver si el muchacho se había dado cuenta,

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pero éste se hallaba extasiado con lamúsica, inclinado hacia delante sobre elbanco que compartían, con los labioslevemente separados y llevando el ritmode manera inconsciente con un dedosobre la mesa. Era mejor así, pensó Haltcon una sonrisa atribulada para sí. Alchico no le serviría de nada verledeshacerse en lágrimas con los primerosacordes de una música triste. Se suponíaque los montaraces, y en particular losexmontaraces traidores que habíaninsultado al rey, estaban hechos de otrapasta.

La música terminó por fin con unrugido de aplausos del público presente.Halt y Horace se unieron con entusiasmo

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y el montaraz utilizó ese momento paraocultar una pasada de su mano por losojos y eliminar de ese modo todo rastrode las lágrimas.

Vio que el público estabarecompensando a los músicos con unasmonedas que lanzaban al gorro que éstoshabían dejado muy hábilmente bocaarriba en el suelo y cerca de sí.

Empujó un par de monedas haciaHorace y le hizo una seña en dirección alos músicos.

—Échaselas —dijo—. Se las hanganado.

Horace asintió ilusionado y selevantó para cruzar la sala con la cabezaagachada bajo las pesadas vigas que

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aguantaban el techo. Tiró las monedas algorro; fue el último del salón en hacerlo.El gaitero alzó la mirada, vio un rostroque no le resultaba familiar y le dirigióun gesto de agradecimiento. Comenzóentonces a insuflar aire de nuevo con elcodo en el fuelle de la gaita y, una vezmás, la evocadora voz del instrumentovolvió a llenar la sala.

Horace vaciló, resistiéndose amoverse ahora que había empezado otracanción. Se giró para mirar hacia ellugar donde Halt se hallaba sentado enla sombra, se encogió de hombros y seaposentó sobre una mesa, en la esquinade un pequeño grupo de gente querodeaba a los músicos.

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Esta pieza tenía otro aire. Había enla melodía un sutil tono triunfalaumentado por los enérgicos acordesmayores del instrumento de cuerda, queen esta canción se oía más al frente. Dehecho, las frágiles y susurrantes notasdel instrumento con forma de calabazano tardaron mucho en arrebatarle la vozcantante a la gaita y en hacer que lospies y las manos por todo el salón sepusieran a marcar el ritmo. En el rostrode Horace apareció una sonrisa deagrado y, cuando se abrió la puerta de lacalle y una ráfaga de viento barrió elsalón, él apenas se percató de la entradade un recién llegado.

Otros, sin embargo, sí lo hicieron, y

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Halt, cuyos sentidos estaban bienafinados por los años de su vida en losque había pasado por situaciones depeligro, notó un cambio en el ambientede la sala. Un aire de aprensión y caside sospecha pareció hacerse con lagente agrupada en torno a los músicos.

Se produjo, incluso, una ligerísimaduda en el transcurso de la melodía en elmomento en que el gaitero levantó lavista y vio al hombre que había entrado.Apenas el salto más nimio en el ritmo,casi imperceptible, pero suficiente paraque Halt lo notase.

Miró al recién llegado. Un hombrealto, bien proporcionado, quizás unosdiez años más joven que él. Pelo y barba

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negros y cejas muy pobladas y tambiénnegras que le daban un aspectoinquietante. Obviamente, no era uno másde entre los simples vecinos. Cuandoabrió su capa hacia atrás, dejó ver unacota de malla cubierta por unasobrevesta negra con el emblema de uncuervo blanco.

La empuñadura de su espadaresultaba llamativa en su cintura,labrada con hilo de oro y con un pomodel mismo metal que tenía un brilloapagado. Las botas altas de montar, decuero blando, indicaban que se tratabade un guerrero y un jinete: un caballero,a juzgar por el emblema en susobrevesta. Halt no tenía ninguna duda

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de que en el exterior de la posadaencontraría atado un caballo decombate, muy probablemente negroazabache, según el color favorito delextraño.

Estaba claro que el recién llegadoandaba buscando a alguien. Su miradabarrió el salón con rapidez pasando poralto a Halt, sin reparar en aquelpersonaje difuminado en el fondo de lasala, y se iluminaron por fin al posarseen Horace. Se le tensaron levemente lascejas e hizo para sí un gesto deasentimiento casi imperceptible. Elmuchacho, entusiasmado con la música,casi ni se había dado cuenta de laentrada del extraño y ahora no prestaba

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atención al escrutinio del que estabasiendo objeto.

Había otros en el salón que sí lohicieron. Halt pudo ver la claraconsciencia de la situación quemostraban el posadero y su mujer,mientras observaban a la espera de quelos acontecimientos se desarrollasen. Ytambién varios de los lugareños dabanclaros signos de inquietud, señal de quehubieran preferido hallarse en cualquierotro sitio.

La mano de Halt se estiró debajo dela mesa en busca de su carcaj. Comosiempre, sus armas se encontraban biencerca, incluso cuando estaba cenando, yel arco apoyado contra la pared a su

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espalda ya estaba encordado. Acontinuación, extrajo una flecha delcarcaj y la dejó ante sí, sobre la mesa, altiempo que la pieza musical tocaba a sufin.

Esta vez no hubo coro de aplausosdel público en la sala. Sólo Horaceaplaudió entusiasmado y, al caer en lacuenta de que era el único que lo hacía,se detuvo confundido y con un ruboravergonzado que afloraba a sus mejillas.Fue entonces cuando advirtió lapresencia del hombre armado en elsalón, de pie, a media docena de pasosde él, que le miraba fijamente y con unaintensidad que rayaba en la agresión.

El muchacho recuperó la compostura

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y realizó un gesto de saludo hacia elrecién llegado. Halt vio con agradocómo Horace se guardó de mirar haciadonde él se encontraba. Había sentidoque algo desagradable podía estar apunto de suceder y comprendió laventaja que obtenían del hecho de queHalt pasase desapercibido.

El recién llegado habló por fin conuna voz ronca y profunda. Se trataba deun hombre alto, tanto como Horace, y decomplexión fuerte. Aquél no era unsalteador de caminos, decidió Halt.Aquel hombre era peligroso.

—¿Sois vos el caballero de la hojade roble? —preguntó con un tono deburla. Hablaba bien la lengua de

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Araluen, aunque con un claro acento deGálica.

—Creo que así han dado enllamarme —respondió Horace tras unmomento de pausa. El caballero parecióconsiderar la respuesta, asintiendo parasí, con una mueca en el labio superiorque reflejaba una cierta expresión dedesdén.

—¿Vos lo creéis? —dijo—. Pero ¿esque se puede, vos mismo incluso, creeren vos? ¿O quizás sois un perromentiroso de Araluen que anda ladrandopor las alcantarillas?

Horace arrugó la frente, perplejo. Setrataba de un torpe intento de insultarle.Aquel hombre estaba intentando

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provocar una pelea por alguna razón, yaquello, para Horace, era una razón másque suficiente para no dejarse provocar.

—Si así lo preferís —le contestócon calma y una máscara de indiferenciaen el rostro; aunque Halt había vistocómo su mano izquierda había rozado deforma leve y casi instintiva su caderaizquierda, el lugar donde su espadahabitualmente colgaba lista para el uso.Ahora, por supuesto, colgaba de detrásde la puerta de su habitación en el pisode arriba. Horace iba armado tan sólocon una daga.

El caballero había percibidotambién el movimiento involuntario.Entonces sonrió con los labios torcidos

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formando un cruel arco, y se acercó unpaso en la dirección del musculosoaprendiz. En aquel momento se formóuna opinión acerca del muchacho:anchos hombros, delgado en la cintura y,obviamente, bien musculado. Y se movíabien, con una gracia y equilibrionaturales que eran el distintivo de unguerrero experto.

Sin embargo, su rostro era joven ysin una pizca de malicia. No se tratabade un oponente que hubiese combatido amuerte contra otros hombres enrepetidas ocasiones. No era un guerreroque hubiese aprendido las más oscurashabilidades que enseña la implacableescuela del combate a muerte. El

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muchacho apenas si había empezado aafeitarse. No cabía duda de que era unluchador adiestrado y al que había querespetar.

Mas no temer.Una vez hecha su valoración, el

adulto se acercó un paso más, y otro.—Soy Deparnieux —afirmó.

Obviamente, él esperaba que su nombrele dijese algo, pero Horace se limitó aencogerse de hombros con afabilidad.

—Mejor para vos —le respondió, yaquellas cejas negras se volvieron acontraer.

—Yo no soy uno de esos palurdosdelos caminos al que vayáis a derrotarcon vuestros trucos y vuestras

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bellaquerías. No me cogeréisdesprevenido con vuestras cobardestácticas como habéis hecho con tantos demis compatriotas.

Hizo una pausa para ver si suspalabras de insulto estaban teniendo elefecto deseado. Horace, sin embargo,era lo bastante astuto como para noofenderse. Volvió a encogerse dehombros.

—Os aseguro que lo tendré encuenta —contestó con tranquilidad.

Un paso más y el corpulentocaballero se encontró dentro del alcancede su brazo. Su rostro se tiñó de ira conla respuesta de Horace y la negativa delmuchacho a sentirse insultado.

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—¡Yo soy el caudillo de estaprovincia! —gritó—. Un guerrero queha despachado a más intrusosextranjeros, más cobardes de Araluen,que cualquier otro caballero en estatierra. ¡Preguntadles a ellos si no es estoasí! —Y barrió con el brazo señalando ala gente que se encontraba sentada entensión a las mesas alrededor del fuego.Durante un momento no hubo respuesta yel caballero, entonces, volvió la fieramirada sobre ellos, retándoles a llevarlela contraria.

Al unísono, los presentes bajaron lavista y de mala gana murmuraronratificando su afirmación. Acto seguidosus ojos volvieron una vez más a

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desafiar a Horace. El muchacho,impasible, le sostuvo la mirada, aunqueun tono rojizo comenzaba a colorear susmejillas.

—Tal y como os he dicho —respondió con cuidado—, lo tendré encuenta.

Los ojos de Deparnieux seencendieron mirando al muchacho.

—¡Y yo digo que sois un cobarde yun ladrón que ha matado a caballerosgálicos por medio de tretas ysubterfugios y les ha robado susarmaduras, caballos y pertenencias! —concluyó con un tono de voz que habíaido ganando en volumen.

Se produjo un largo silencio en el

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salón. Finalmente, Horace respondió.—Creo que estáis equivocado —

dijo en el mismo tono suave que habíamantenido a lo largo de toda laconfrontación. Se produjo unainspiración de aire colectiva en el salón.

Y entonces Deparnieux retrocediófurioso.

—¿Decís que soy un mentiroso? —preguntó.

Horace negó con la cabeza.—No, en absoluto. Digo que estáis

equivocado. Al parecer, alguien os hainformado mal.

Deparnieux abrió los brazos y sedirigió a toda la sala.

—¡Vosotros lo habéis oído! ¡Me

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llama mentiroso a la cara! ¡Esto esinaguantable!

Y, tal y como él lo había planeado,con el mismo movimiento con el quehabía abierto los brazos, había retiradouno de sus guantes de cuero de donde sehallaba sujeto bajo el cinturón y, justodespués, antes de que nadie en la salapudiese reaccionar, lo había llevadohacia atrás con la intención de utilizarlopara cruzarle la cara a Horace en undesafío que no podría ser ignorado.

Con una exultante sensación triunfal,inició el movimiento de avance con elbrazo para abofetear al muchacho con elguante.

Tan sólo para ver cómo una mano

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invisible lo arrancaba de su agarre ycómo atravesaba volando el salón, hastadetenerse clavado en una de las vigas deroble que sujetaban el techo.

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AVeintiuno

sí que, al final, los iban aseparar, pensó Will. Sellevaron a Evanlyn a

trompicones cuando volvió la cabezapara mirarle con una expresión afligida.Él le mostró una sonrisa forzada deánimo y se despidió con la mano, en unesto informal ale re, como si se fueran aver muy pronto.

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Su intento por levantarle el ánimo sevio cortado de raíz por un fuerte golpede revés en la cabeza. Se tambaleó unospocos pasos con un zumbido en losoídos.

—¡Muévete, esclavo! —gruñó Tirak,el skandian que supervisaba el patio—.Ya veremos si tienes mucho por lo quesonreír.

Will pronto descubriría que larespuesta a aquello era: poquísimo.

De todos los cautivos de losskandians, los esclavos del patio teníanel destino más duro y desagradable. Losesclavos de la casa, los que trabajabanen las cocinas los comedores, tenían almenos la comodidad de trabajar y

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dormir en una zona caliente. Podríancaer exhaustos en su manta al final deldía, pero las mantas eran cálidas.

A los esclavos del patio, por elcontrario, se les exigía que se ocupasende todas las tareas que había que haceral aire libre: cortar leña, quitar la nievede los caminos, vaciar las letrinas ydeshacerse de su contenido, dar decomer y de beber a los animales ylimpiar los establos. En todos los casosse trataba de trabajos que había quellevar a cabo en un ambienteterriblemente frío; y cuando su ejerciciofísico les hacía por fin romper a sudar,los esclavos se quedaban con la ropahúmeda, que se les congelaba una vez

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que habían terminado sus tareas,arrebatándoles el calor del cuerpo.

Dormían en un granero viejo,destartalado, con corrientes de aire, queles aislaba del frío más bien poco. Acada esclavo le daban una manta fina,una protección del todo inadecuadacuando las temperaturas nocturnas caíanpor debajo de los cero gradoscentígrados. Ellos complementaban elabrigo con cualquier harapo o cualquiersaco al que le pudiesen echar el guante.Los robaban, mendigaban por ellos y, amenudo, se peleaban por ellos. En sustres primeros días, Will vio a dosesclavos apaleados hasta agonizar enpeleas por trozos harapientos de

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arpillera.Se dio cuenta de que ser un esclavo

del patio era más que incómodo. Erasumamente peligroso.

El sistema bajo el que trabajabanelevaba el nivel de riesgo. Tirak sehallaba oficialmente a cargo del patio,pero él delegaba aquella autoridad enuna banda, pequeña y corrupta, conocidacomo «el comité». Se trataba de mediadocena de esclavos que llevaban muchotiempo allí, se movían en grupo yostentaban el poder para decidir sobrela vida o la muerte de sus compañeros.A cambio de su autoridad y de algunascomodidades extraordinarias comocomida o mantas, ellos mantenían una

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disciplina brutal en el patio yorganizaban la lista de los trabajos,asignaban las tareas a los demásesclavos. Aquellos que les hacían eljuego y les obedecían recibían las tareasmás fáciles. Aquellos que les ofrecíanresistencia se veían abocados a lostrabajos que se desarrollaban encondiciones más frías, húmedas ypeligrosas. Tirak hacía caso omiso desus excesos. Simplemente, no sepreocupaba de los esclavos a su cargo.En cuanto a él le concernía, eranprescindibles, y su vida resultaba muchomás sencilla si hacía uso del comitépara mantener el orden. Si ellos matabano lisiaban al rebelde de turno, era un

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precio barato al fin y al cabo.Resultaba inevitable que Will,

siendo el tipo de persona que era,tuviese algún encontronazo con elcomité. Sucedió en su tercer día en elpatio. Volvía de una salida a por leñapor la nieve fina y tiraba de un trineomuy cargado. Tenía húmeda la ropa porel sudor y por la nieve derretida y sabíaque, en cuanto cesase su actividad, seencontraría tiritando de frío. Lasmínimas raciones de comida con que lesalimentaban harían poco por devolverleel calor corporal y, a cada día quepasaba, él notaba que su fuerza y sucapacidad de resistencia menguaban unpoco más.

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Doblado prácticamente, arrastró eltrineo dentro del patio y lo empujó hastadetenerlo junto a la puerta, donde losesclavos de la casa los descargarían yse llevarían los troncos cortados alcálido interior de las enormesdependencias de la cocina. La cabeza ledio algunas vueltas cuando se irguió yentonces, desde detrás de uno de losanexos exteriores del edificio, oyó unavoz que maldecía mientras que otragimoteaba de dolor.

Interesado, dejó el trineo y fue a verla causa de aquel escándalo. Unmuchacho delgado, harapiento, seencontraba acurrucado en el suelomientras que otro joven, mayor que él y

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más grande, le golpeaba con un trozo decuerda con nudos.

—¡Lo siento, Egon! —Lloraba lavíctima—. ¡No sabía que era tuyo!

Will advirtió que ambos eranesclavos, aunque el joven más grandeestaba bien alimentado e iba másabrigado a pesar de que sus ropasestaban raídas y sucias. Will calculó querondaba la veintena. Se había percatadode que no había esclavos más mayoresen el patio. Tenía la desagradablesospecha de que aquello se debía a quelos esclavos del patio no duraban vivosmucho tiempo.

—¡Eres un ladrón, Ulrich! —decíael joven de mayor tamaño—. ¡Yo te

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enseñaré a no tocar lo que es mío!Ahora apuntaba con la cuerda de

nudos a la cabeza de su víctima y laazotaba con furia. Will vio que el rostrodel muchacho se encontraba muymagullado y, conforme estaba mirando,un corte se abrió justo por debajo delojo del chico que estaba en el suelo y lasangre le cubrió la cara. Ulrich gritó eintentó cubrirse el rostro con las manos.Su torturador le flageló de un modo aúnmás salvaje. Will no pudo soportarlomás. Avanzó y agarró el extremo de lacuerda con nudos cuando Egon iniciabael movimiento de un nuevo golpe, y tirócon fuerza hacia atrás.

Egon perdió el equilibrio, tropezó y

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soltó la cuerda. Se volvió, sorprendido,para ver quién había osadointerrumpirle. Él había esperadoencontrarse a Tirak o a otro skandianallí de pie, nadie más se hubieraatrevido a interferir en los asuntos de unmiembro del comité. Para su sorpresa,se encontró cara a cara con un jovenbajito y menudo que aparentaba unosdieciséis años.

—Ya ha tenido bastante —dijo Willal tiempo que tiraba la cuerda a la nievederretida del patio de la cocina.

Furioso, Egon dio un salto haciadelante. Era más alto y corpulento queWill y estaba listo para castigar a aquelextraño insensato. Entonces, algo en la

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mirada del extraño y en su postura enguardia le detuvo. Pudo ver que allí nohabía temor alguno. Y parecía en formay listo para pelear. Egon se percató deque era nuevo en sus dominios y aún sehallaba en relativamente buenascondiciones. Aquélla no era una presafácil, como el desafortunado de Ulrich.

—Lo siento, Egon —resoplóentonces el muchacho harapiento. Searrastró hacia el miembro del comité ypuso la cabeza entre sus botas viejas—.No lo volveré a hacer.

En aquel momento Egon habíaperdido el interés en su víctima inicial yla apartó con el pie. Ulrich levantó lavista y vio que la atención de Egon se

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hallaba en otro sitio, así que se escapó.Egon apenas notó que se había ido.

Tenía los ojos clavados en Will, loevaluaba. Éste no era una víctima fácil,pero había otras formas de encargarsede los que buscaban problemas.

—¿Cómo te llamas? —preguntó conlos ojos entornados y un tono bajo devoz por la furia.

—Me llaman Will —dijo elaprendiz de montaraz, y Egon asintiódespacio varias veces.

—No se me olvidará —le prometió.Al día siguiente, a Will le habían

asignado las palas.

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Las palas eran el trabajo más temidoentre los esclavos del patio.

El suministro de agua potable deHallasholm procedía de un gran pozosituado en la plaza frente al pabellón deRagnak. A medida que entraba el frío, elagua del pozo se congelaba porcompleto si no se hacía nada, por esolos skandians habían instalado unasenormes palas de madera con las que seagitaba el agua constantemente y serompía el hielo que se fuese formandoantes de que se solidificase del todo. Setrataba de una labor agotadora einterminable, que consistía en empujar

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las manivelas que hacían girar laspesadas palas de madera en el agua. Aligual que quitar la nieve, era un trabajofrío y húmedo, absolutamenteextenuante. Nadie duraba mucho en laspalas.

Will llevaba media mañanatrabajando y ya estaba exhausto. Ledolían todos los músculos de los brazosy la espalda por la fuerza que tenía quehacer.

Se esforzaba con la manivela,desgastada con el paso de los años poruna sucesión de manos ya desaparecidasmucho tiempo atrás. Apenas hacía unosminutos que había agitado la superficiedel agua del pozo y ya se había formado

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una fina capa de hielo. Crujió cuando lapala de madera la atravesó y sedesplazó con rapidez de un lado a otro.En el extremo opuesto del pozo, sucompañero en la tarea sacudía, girabasus propias palas y mantenía el agua enmovimiento impidiendo que secongelase. Al llegar allí, Will habíahecho un gesto de saludo al otroesclavo. El saludo fue ignorado. Desdeentonces, ambos habían trabajado ensilencio, aparte de sus constantesgruñidos de esfuerzo.

Una gruesa tira de cuero, empuñadapor el capataz, le sacudió de hombro ahombro. Él oyó el sonido, sintió elimpacto, pero no notó la sensación

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dolorosa del latigazo.Estaba entumecido por el frío.—¡Mételas más hondo! —gruñó el

capataz—. El agua se va a congelar pordebajo si te dedicas sólo a rascar así lasuperficie.

Con un leve gruñido, Will obedecióy se puso de puntillas para hundir máslas palas en el agua gélida y, al hacerlo,se salpicó. Sintió el contacto helado dellíquido en su cuerpo. Ya se encontrabaempapado, era casi imposiblemantenerse seco. Sabía que cuandoparase en uno de los breves periodos dedescanso que les permitían, la ropahúmeda y congelada le haría perder elcalor corporal y comenzaría a tiritar de

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nuevo.Eran las tiritonas incontenibles lo

que más le atemorizaba. A medida quese enfriaba, su cuerpo empezaba atemblar. Él intentaba obligarse a parar,pero se encontró con que no podía. Condesánimo, cayó en la cuenta de quehabía perdido el control sobre su propiocuerpo. Los dientes le castañeteaban, lasmanos le temblaban y él no podía hacernada al respecto. La única forma devolver a entrar en calor era ponerse denuevo a trabajar.

El tiempo fue pasando y aquello seacabó. Incluso los skandians reconocíanque nadie podía trabajar turnossuperiores a las cuatro horas en las

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palas. Tiritando y exhausto,absolutamente agotado, Will regresó atrompicones al cobertizo que servía debarracón. Se tropezó y cayó al suelocuando se aproximaba al lugar que lehabían asignado para dormir y no tuvofuerzas para volver a ponerse en pie. Searrastró medio a gatas, suspirando por elexiguo calor de la fina manta.

Entonces, algo le arrancó un gritoronco de desesperación. ¡La manta habíadesaparecido!

Se acurrucó en el suelo frío conlágrimas en los ojos. Dobló las rodillasy las rodeó con los brazos en un intentopor retener su menguante calor corporal.Pensó en su caliente capa de montaraz,

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perdida cuando Erak y sus hombres lecapturaron. Comenzaron los temblores ysintió que todo su cuerpo cedía anteellos. El frío caló profundo a través desus músculos, directo hasta los huesos,directo hasta su misma alma.

No había nada excepto el frío. Sumundo se reducía al frío. Él era el frío.Era inexorable, insoportable. No habíala más mínima llama de calor en sumundo.

Nada excepto el frío.Sintió algo áspero contra la mejilla y

abrió los ojos para ver cómo alguien seinclinaba sobre él y extendía unaarpillera basta sobre su cuerpotembloroso. A continuación alguien le

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habló en voz baja al oído.—Calma, amigo. Sé fuerte ahora.Era un esclavo alto, con barba y

despeinado, pero fueron sus ojos los quellamaron la atención de Will: estabanllenos de compasión, de comprensión.De un modo patético, Will tiró de la telaáspera y la acercó alrededor de subarbilla.

—Me he enterado de lo queintentaste hacer por Ulrich —dijo susalvador—. Tenemos que mantenernosunidos si queremos salir vivos de aquí.A propósito, me llamo Handel.

Will intentó responder pero losdientes le castañeteaban de maneradescontrolada y la voz le tembló al

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pretender articular palabra. Era inútil.—Toma, prueba esto —dijo Handel,

que levantó la vista y miró alrededorpara asegurarse de que nadie les veía—.Abre la boca.

Will forzó la mandíbula para quedejara de temblar y Handel le metió algoen la boca. Tenía el tacto de un paquetitode hierbas secas, pensó el muchachovagamente.

—Ponlo bajo la lengua —le susurróHandel—. Deja que se disuelva. Tepondrás bien.

Y entonces, tras unos brevesinstantes, a medida que la salivahumedecía la sustancia bajo su lengua,Will empezó a notar que la más gloriosa

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y liberadora sensación de calor seirradiaba a través de su cuerpo. Un calorhermoso que expulsaba el frío, que seextendía hasta la mismísima punta de losdedos de las manos y de los pies en unaserie de ondas rítmicas. Nunca habíasentido nada tan maravilloso en su vida.

Los temblores cesaron conforme lasolas sucesivas de calor le inundaron consuavidad. Los músculos tensos serelajaron en una deliciosa sensación dedescanso y bienestar. Levantó la miradapara ver a Handel, que le sonreía y lehacía gestos afirmativos con la cabeza.Aquellos ojos cálidos y maravillosos lesonrieron de manera tranquilizadora y élsupo que todo iba a salir bien.

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—¿Qué es? —dijo de un modo torpecon el pequeño fajo empapado en laboca.

—Es hierba cálida —respondióHandel con voz suave—. Nos mantienevivos.

Desde las sombras de una esquinaapartada, Egon vigilaba a los dospersonajes y sonreía. Handel habíahecho bien su trabajo.

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EVeintidós

l caballero vestido de negromaldijo de forma violentacuando la flecha le arrebató el

guante de la mano y se incrustó,llevándoselo consigo, en una gruesa vigade roble.

El fuerte impacto de la flecha en laviga atrajo su mirada por un instante y,de inmediato, se dio la vuelta con

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desconfianza para ver de dónde habíapartido aquel proyectil. Por primera vez,advirtió la presencia de una formaoscura y difusa en las sombras del fondodel salón. Después, cuando Halt sedesplazó desde detrás de la mesa y salióa la luz, reparó también en el arco largo,con una segunda flecha ya engarzada ylista sobre la cuerda del mismo. Elarquero no se había molestado en tensarel arco, pero Deparnieux acababa de veruna muestra de su habilidad. Eraconsciente de que se enfrentaba a unmaestro arquero, capaz de tensar ydisparar en un suspiro. Permanecióentonces muy quieto, controlando su iracon dificultad. Sabía que su vida bien

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podía depender de su capacidad paraconseguirlo.

—Desafortunadamente para losdictados de la caballería —dijo Halt—,sir Horace, caballero de la Orden de laHoja de Roble, se halla indispuesto poruna herida en el brazo izquierdo. No leserá posible, por tanto, responder a laamable invitación que vos estabais apunto de formular.

Se había desplazado más hacia lazona iluminada y Deparnieux pudodistinguir su rostro con mayor claridad.Con aquella barba y aquella severidad,aquél era el rostro de un combatienteexperimentado. Su mirada era fría y nomostraba el más leve rastro de

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indecisión. Con aquel hombre, supo deinmediato el caballero, no podíaconfiarse lo más mínimo.

A un lugareño se le escapó una risitaapagada y el caballero sintió bullir laira por dentro. Sus ojos se desplazaronveloces al origen del sonido y vio a uncarpintero que bajaba la vista paraocultar una sonrisa. Deparnieux tomónota mentalmente de aquel hombre. Yallegaría el momento de ocuparse de él.De cara al exterior, forzó una sonrisa.

—Una pena —le dijo al arquero—.Tenía la esperanza de cruzar armas deforma amistosa con el joven caballero;todo con el espíritu de la buenacamaradería, por supuesto.

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—Por supuesto —contestó Halt demanera desapasionada, y Deparnieux sepercató de que no le había engañado nipor un solo instante—, pero como os hedicho, tendremos que declinar suinvitación pues viajamos con unpropósito bastante urgente.

Deparnieux arqueó las cejas en ungesto cortés de interrogación.

—¿Qué me decís? ¿Y hacia dónde osdirigís vos y vuestro joven señor?

Deparnieux añadió la expresión«joven señor» para ver el efecto quepodía tener en el hombre barbudo quetenía frente a sí. Era obvio quiénostentaba el mando allí, y no era eljoven caballero. Albergaba la esperanza

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de poder aguijonear el orgullo de aquelhombre y, posiblemente, inducirle acometer un error.

La esperanza, sin embargo, le duróbien poco. Percibió un leve brillo dediversión en los ojos del arquero cuandoéste de inmediato reconoció laverdadera naturaleza de su táctica.

—Bueno, aquí y allá —respondióHalt de forma imprecisa—. No se tratade una tarea de la suficiente importanciacomo para que sea del interés de uncaudillo como vos.

El tono de su voz dejó bien claro alcaballero que no le iba a responder aninguna pregunta, hecha como quien noquiere la cosa, acerca de su destino

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final, ni siquiera de la dirección quepretendían tomar.

—Sir Horace —añadió Halt,consciente de que el muchacho sehallaba aún al alcance del brazo delcaballero negro—, ¿por qué no ossentáis allí y dais descanso a vuestrobrazo herido?

Horace le miró, lo entendió y sealejó del caballero para ir a sentarsejunto al fuego. El salón se encontrabaentonces en absoluto silencio. Losvecinos del pueblo miraban a los doshombres enfrentados y se preguntaban enqué momento se rompería aquel puntomuerto. Sólo dos personas en la sala,Halt y Deparnieux, eran conscientes de

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que el caballero estaba intentandocalcular sus posibilidades dedesenvainar la espada y alcanzar alarquero antes de que éste pudieradisparar. Cuando Deparnieux vaciló, seencontró con la firme mirada de los ojosdel montaraz.

—Yo no lo haría —dijo Halt concalma.

El caballero negro leyó el mensajeen los ojos del montaraz y fue conscientede que, por muy rápido que él pudieraser, la respuesta del arquero sería másrápida. Inclinó ligeramente la cabeza enun gesto de reconocimiento de tal hecho.Aquél no era el momento.

Forzó una sonrisa en su rostro y

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realizó una reverencia de burla endirección a Horace.

—Quizás otro día, sir Horace —dijocon frivolidad—. Ardo en deseos de uncruce amistoso de armas con vos cuandoos hayáis recuperado.

Esta vez, se percató, el muchachomiró fugazmente a su compañero adultoantes de contestar.

—Quizás otro día —asintió.Dedicando una ligera sonrisa a la

sala, Deparnieux dio media vuelta ycaminó hacia la puerta. Allí se detuvo uninstante y buscó de nuevo a Halt con lamirada. La sonrisa desapareció y elmensaje que le envió fue claro: Lapróxima vez, amigo mío. La próxima

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vez.La puerta se cerró tras él y un

suspiro colectivo de alivio recorrió elsalón. Al instante rompió un murmullode comentarios entre los presentes. Losmúsicos, que tuvieron la sensación deque se había pasado su momento poraquella noche, guardaron losinstrumentos y aceptaron unas bebidasde la muchacha que las servía.

Horace se dirigió hacia la vigadonde la flecha de Halt había clavado elguante del caballero. Forcejeó paraliberar la punta, tiró el guante a unamesa y le devolvió la flecha a Halt.

—¿De qué iba todo esto? —lepreguntó, un poco falto de aliento aún.

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Halt regresó a su mesa en la oscuridad yvolvió a apoyar el arco contra la pared.

—Esto es lo que pasa cuando unocomienza a adquirir una reputación —ledijo al muchacho—. Nuestro amigoDeparnieux es, obviamente, la personaque controla esta región y te ha vistocomo una amenaza potencial a esecontrol, así que ha venido aquí paramatarte.

Horace sacudió la cabezadesconcertado.

—Pero… ¿por qué? Yo he tenidoningún problema con ese hombre. ¿Le heofendido de algún modo? Desde luegoque yo no tenía ninguna intención —dijo.Halt asintió con solemnidad.

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—Ésa no es la cuestión —le dijo aljoven aprendiz—. Tú le importas unbledo. Tan sólo eras una oportunidadpara él.

—¿Una oportunidad? —preguntóHorace—. ¿Para qué?

—Para reafirmar su dominio sobrela gente de esta zona —le explicó Halt—. La gente como él domina por mediodel terror, en su mayoría. Así que,cuando un caballero joven llega a lazona con una reputación de campeón,alguien como Deparnieux lo ve comouna oportunidad. Provoca un combatecontigo, te mata y su propia reputaciónse acrecienta. La gente le teme aún másy es menos probable que desafíen su

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dominio sobre ellos. ¿Lo entiendes?El muchacho asintió lentamente.—No es como debería ser —dijo

con un tono de decepción en la voz—.No es como se supone que deben ser loscaballeros.

—En esta parte del mundo —le dijoHalt—, así es como es.

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EVeintitrés

l jarl Erak, capitán de un barcoskandian y miembro del consejointerno de jarls de rango

superior de Ragnak, había estadoausente de Hallasholm durante variassemanas. Silbaba mientras atravesaba devuelta, a grandes zancadas, las puertasabiertas del pabellón, con el aire desatisfacción que da el trabajo bien

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hecho. Borsa le había enviado a navegarrumbo sur por la costa, hasta uno de losasentamientos más meridionales, parainvestigar acerca de una aparente caídaen los impuestos que había pagado eljarl local. Borsa había detectado undescenso a lo largo de los cuatro o cincoaños anteriores. Nada que fuese lobastante pronunciado como parasospechar, sino una pequeña cantidadcada año.

Había hecho falta una mentecalculadora como la de Borsa paraadvertir la diferencia acumulada, y paracaer en la cuenta de que la reduccióngradual en los ingresos declarados habíacoincidido con la elección de un nuevo

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jarl en la aldea. Con la sospecha de queallí había gato encerrado, el hilfmannhabía encargado a Erak que investigase;y que convenciese al jarl local de que lahonestidad, en lo referente a losimpuestos que le correspondían aRagnak, resultaba sin duda la mejorpolítica.

Había que admitir que la visión queErak tenía de «investigar» consistía enagarrar al desafortunado jarl por labarba mientras dormía en la oscuridadde las horas previas al amanecer. Acontinuación, Erak le amenazaba conpartirle la crisma con su hacha decombate si no realizaba un inmediatoajuste al alza del total de los impuestos

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que estaba pagando a Hallasholm. Setrataba de tácticas roscas y directas,pero altamente efectivas. Al jarl leentraban unas ganas tremendas de pagarel impuesto de morosos.

Fue de pura casualidad que Erakentrase de vuelta con sus zancadas en elpreciso instante en que Will iba atropezones, pala en mano, a retirar delos accesos la gruesa capa de nieve quehabía caído la noche anterior.

Por un momento, Erak no reconociósu consumida y desgalichada figura,pero había algo que le resultaba familiaren aquella mata de pelo castaño, aunenmarañada y sucia como estaba. El jarlse detuvo para mirarle de cerca.

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—¡Por los dioses del abismo,muchacho! —masculló—. ¿Eres tú?

El chico se volvió para mirarle conun rostro indiferente e inexpresivo. Sóloestaba reaccionando al sonido de unavoz. No había signos de que hubiesereconocido a quien le hablaba. Se quedómirando al corpulento skandian con unosojos enrojecidos y apagados. Erak sintióque una profunda tristeza se apoderabade él.

Conocía los síntomas de la adiccióna la hierba cálida, por supuesto. Sabíaque se utilizaba para controlar a losesclavos del patio y había visto morir amuchos de ellos por los efectoscombinados del frío, la malnutrición y la

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carencia general de ganas de vivir queera el resultado de la adicción a aquelladroga. Los adictos a la hierba cálida nodeseaban nada, no tenían planes parahacer nada; en consecuencia, no teníanesperanzas que les levantaran el ánimo.Era aquello, más que cualquier otracosa, lo que acababa matándoles a lalarga.

Le dolía ver cómo el muchachohabía caído tan bajo. Ver que aquellosojos, tan llenos una vez de valor ydeterminación, ahora no reflejaban nadaexcepto el apagado vacío de la carenciade esperanza o expectativas de unadicto.

Will aguardó unos segundos a la

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espera de alguna orden. En lo másprofundo de su interior, un lejanorecuerdo se agitó por unos instantes, lamemoria del rostro que tenía ante sí y lavoz que había escuchado. Luego, elesfuerzo de recordar se convirtió enalgo demasiado grande, la niebla de laadicción, demasiado espesa, y, con elmás leve gesto de indiferencia, diomedia vuelta y se alejó arrastrando lospies hacia la puerta de entrada paracomenzar a retirar la nieve con la pala.En el transcurso de unos pocos minutosestaría empapado de sudor por el durotrabajo. Entonces, la humedad secongelaría sobre su cuerpo y el fríovolvería a calarle hasta los huesos.

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Ahora conocía el frío, era su perennecompañero; y con la idea del frío llegóel anhelo de su siguiente dosis de lamala hierba. Sus siguientes brevesmomentos de comodidad.

Erak observó cómo Will seagachaba con lentitud y torpeza en sutarea. Juró en voz baja, para sí, y semarchó. Había otros esclavos del patiotrabajando con las palas del pozo deagua potable, rompiendo la gruesa capade hielo que se había formado durante lagélida noche.

Pasó rápidamente junto a ellos sinapenas dirigirles la mirada. Ya nosilbaba.

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Dos días después, tarde, al anochecer,Evanlyn fue llamada a presentarse en lashabitaciones del jarl Erak.

Había conseguido hacerse con unsitio para dormir que se hallaba lobastante cerca de los grandes hornoscomo para estar caliente toda la noche,pero no tan cerca como para asarse decalor. En aquel momento, al final de unlargo día, estiró su manta sobre losduros juncos del suelo y se tumbóagradecida, enrollada en ella. Sualmohada era un tronco pequeño de lapila de leña que había acolchado conuna camisa vieja. Estaba tumbada bocaarriba, escuchando los sonidos que

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hacía la gente a su alrededor, lasesporádicas toses roncas y agarradas,resultado inevitable de vivir en el hieloy la nieve de Skandia en aquella épocadel año, y el murmullo bajo de laconversación. Ése era uno de los pocosmomentos en que los esclavos teníanlibertad para hablar entre sí. Por logeneral, Evanlyn estaba demasiadocansada para hablar.

Se dio cuenta de que alguien ibadiciendo su nombre y se sentó con unpequeño gruñido. Una esclava decámara atravesaba las hileras de siluetastumbadas, agachándose de vez encuando para menear el hombro de algunade ellas y preguntar si alguien sabía

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dónde podía encontrar a una esclava deAraluen llamada Evanlyn. En la mayoríade los casos recibió miradasinexpresivas y gestos de indiferencia. Lavida entre los esclavos no era muypropicia para hacer amigos.

—¡Aquí! —gritó Evanlyn. Laesclava de cámara miró para ver dedónde venía la voz y se encaminó haciaella con cuidado entre la gente tumbada.

—Vas a venir conmigo —le dijo conun tono pomposo de voz. Los esclavosde cámara, los que se ocupaban de lashabitaciones del pabellón, se veíancomo seres superiores a los simplesesclavos de las cocinas, una raza degente que vivía en un mundo de grasa,

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derramaba el vino y tiraba la comida.—¿Adónde? —le preguntó Evanlyn,

y la muchacha le respondió con unbufido desdeñoso.

—Donde se te ordene —contestó.Entonces, como Evanlyn no hizo elmenor movimiento para levantarse, sevio obligada a añadir—: Lo dice el jarlErak —al fin y al cabo, ella no teníaninguna autoridad personal sobre losesclavos de la cocina, por mucho que seconsiderase por encima de ellos. Losskandians no reconocían talesdiferenciaciones. Un esclavo era unesclavo y, aparte de los matones delpatio, todos eran iguales.

Aquello provocó un cierto interés en

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los que estaban sentados y tumbadoscerca de Evanlyn. No era nuevo que losoficiales skandians de alto rangoreclutasen sus esclavos particulares deentre las filas de las jóvenes másatractivas.

Evanlyn se puso en pie, dobló concuidado su manta y la dejó para guardarsu sitio mientras se preguntaba por elmotivo de todo aquello. A continuación,hizo un gesto a la otra muchacha paraque le indicase el camino y la siguiófuera de la cocina.

El pabellón de Ragnak era, enefecto, una auténtica madriguera depasadizos y habitaciones que salían delGran Salón central, donde se servían las

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comidas y se celebraban las reunionesoficiales. La muchacha guiaba ahora aEvanlyn a través de una serie depasadizos en penumbra y con el techobajo, hasta que llegaron a una parte queparecía no tener salida. Había unapuerta situada al final de la pared y laesclava de cámara se la indicó aEvanlyn.

—Allí dentro —dijo de formabreve, y añadió—: Será mejor quellames primero —y se dio la vuelta y seapresuró a regresar por el pasillooscuro.

Evanlyn tuvo un momento de duda,de incertidumbre acerca de lo quetrataba todo aquello, y después tocó con

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los nudillos en el duro roble de lapuerta.

—Adelante.Ella reconoció la voz que había

respondido a su llamada. Las cuerdasvocales de Erak se hallaban entrenadaspara llevar su voz hasta los hombres porencima de los vendavales del mar de laVentiscablanca. Él no parecía bajarnunca el volumen. Había un pasador enel exterior de la puerta, lo levantó yentró.

Las habitaciones de Erak eransencillas. De troncos de pino, como nopodía ser de otra manera, había una salade estar y, separado por una cortina delana, un dormitorio a un lado. En un

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extremo de la sala de estar había unapequeña chimenea encendida que ledaba a la habitación una considerablecalidez, y varias sillas talladas en roble.Un tapiz extranjero y muy caro, sepercató ella, cubría el suelo de juncos.Se imaginó que era el resultado dealguno de los saqueos de Erak enGálica. En sus años en el castillo deAraluen, ella había visto muchas piezassimilares tejidas por los artistas delvalle de Tierre a lo largo de un periodoque a menudo se extendía hasta las dosdécadas y que solían cambiar de dueñopor pequeñas fortunas. De algún modo,sabía que Erak no habría pagado unasola moneda por aquél.

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El jarl se encontraba sentado junto alfuego, recostado en una de las butacastalladas de aspecto confortable. Le hizoun gesto para que entrase y señaló unabotella y unos vasos que había en unamesita baja en el centro de la habitación.

—Entra, muchacha. Sirve un poco devino para los dos y siéntate. Tenemosalgo que hablar.

Insegura, cruzó la habitación y sirvióel vino tinto en dos vasos. Acontinuación le ofreció uno al skandian yse sentó en la otra butaca. Al contrarioque Erak, sin embargo, ella no serecostó ni se puso cómoda. Se sentónerviosa en el borde, como un pájaroque estuviese preparado para salir

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volando. El jarl la examinó con lo queparecía una cierta tristeza en la mirada.Entonces le hizo un gesto con la mano.

—Vamos, chica, relájate. Nadie teva a hacer daño, y menos yo. Prueba elvino.

De forma tímida, dio un pequeñosorbo y lo encontró sorprendentementebueno. Erak la estaba observando y sepercató de la involuntaria expresión desorpresa en su rostro.

—Reconoces el buen vino, ¿eh? —lepreguntó—. Me llevé un tonel de éste deun barco florentino en la últimatemporada de saqueos. No está mal,¿verdad?

Ella lo reconoció con un

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asentimiento. Comenzaba a relajarse y elvino hizo que una ligera sensación debienestar la recorriese. Se dio cuenta deque no había probado el alcohol enninguna de sus formas durante meses.Pensó que sería mejor tener cuidado conlo que hacía. Y con lo que decía.

Esperaba ahora que el skandianhablase. Parecía dudar, como si noestuviese seguro de cómo proceder. Elsilencio se apoderó de ambos hasta que,finalmente, ella no pudo aguantarlo más.Tomó otro sorbo rápido de vino ypreguntó:

—¿Por qué enviaste a buscarme?Erak había estado mirando las

llamas del pequeño fuego y levantó

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entonces la vista sorprendido por suvoz. No debía de estar acostumbrado aque los esclavos iniciasenconversaciones con él, pensó ella.Podían haberse quedado allí sentadostoda la noche si nadie ponía las cosas enmarcha. Se quedó intrigada al veraparecer una pequeña sonrisa en elrostro barbudo. Se le pasó por la cabezaque en otro lugar, en unas condicionesdistintas, le podía llegar a caer bienaquel pirata skandian.

—Es probable que no sea por larazón en la que tú estás pensando —dijoél, y, antes de que ella pudiese contestar,prosiguió—: Pero alguien tiene quehacer algo y yo creo que tú eres la

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indicada para esa tarea.—¿Hacer algo? —repitió Evanlyn

—. ¿Hacer algo con qué?Erak pareció tomar entonces una

determinación. Soltó un profundosuspiro, agotó el último trago de vino desu vaso y se inclinó hacia delante conlos codos apoyados en las rodillas y lasmarcadas facciones de su rostro barbudomirando hacia ella.

—¿Has visto últimamente a tuamigo? —le preguntó—. ¿El jovenWill?

Sus ojos miraron al suelo. Sí lohabía visto o, más bien, había vistoaquella figura descuidada, autómata, enque se había convertido. Unos días

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atrás, él se encontraba trabajando en elexterior de la cocina y ella le habíasacado un poco de comida. El muchachole arrancó el pan de las manos y lodevoró como un animal y, cuando ella lehabló, se limitó a mirarla.

En el breve plazo de dos semanas, élno se acordaba ya de Evanlyn, no seacordaba de Halt ni de la cabaña en elborde de los bosques que rodeaban elcastillo de Redmont. Se había olvidadoincluso delos importantes sucesosacaecidos en las llanuras de Uthal,cuando el ejército del rey Duncan sehabía enfrentado y había derrotado a losimplacables regimientos de wargals deMorgarath.

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Aquellos sucesos, y todo el resto desu joven existencia, en lo que a él serefería, bien podían haber tenido lugaren otro siglo. En aquel momento, toda suvida y su ser se centraban en un único yexclusivo pensamiento: su siguientedosis de hierba cálida.

Una de las otras esclavas, una mujermayor, había presenciado el encuentro.Cuando Evanlyn regresó a la cocina,ella le habló en voz baja: «Olvídate detu amigo. La droga se ha apoderado deél. Ya está muerto».

—Sí, le he visto —le dijo a Erakentonces en un tono bajo de voz.

—Yo no tengo nada que ver con eso—dijo enfadado, sorprendiendo a

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Evanlyn con la intensidad de surespuesta—. Nada. Créeme, muchacha,yo odio esa maldita droga. He visto loque hace con la gente. Nadie se mereceese tipo de vida tan lúgubre.

La joven volvió a levantar la vistapara encontrarse con sus ojos. Era obvioque estaba siendo sincero y resultabaigualmente obvio que deseaba que ellareconociese lo que le estaba diciendo.Asintió.

—Te creo —le dijo.Erak se levantó de su asiento y

caminó a grandes zancadas, nervioso,por la habitación cálida y pequeña,como si la actividad, cualquieractividad física, fuese a aliviar la furia

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que se había ido formando en su interiordesde que se encontró con Will.

—Un muchacho como ése… él es unguerrero. Puede que no levante un palmodel suelo, pero tiene el valor de unauténtico skandian.

—Es un montaraz —dijo ella concalma, y él asintió.

—Ya lo creo; y se merece algomejor que esto. ¡Esa maldita droga! ¡Nosé cómo Ragnak la consiente!

Hizo una pausa durante un buen ratopara recobrar el control de sutemperamento. Entonces se volvió haciaella y prosiguió:

—Quiero que sepas que intentémanteneros juntos. No tenía ni idea de

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que Borsa lo fuera a enviar al patio. Esehombre no sabe cómo tratar a unenemigo honorable. Pero ¿qué puedesesperar? Borsa no es un guerrero. Segana la vida contando sacos de grano.

—Ya veo —dijo Evanlyn concuidado. No estaba segura deentenderlo, pero tenía la sensación deque se esperaba alguna respuesta por suparte. Erak la miró de un modo amable,evaluándola, pensó ella. Parecía estarintentando hacerse a la idea de algo.

—Nadie sobrevive al patio —añadió en voz baja, casi para sí.Conforme lo dijo, Evanlyn sintió queuna mano helada le atrapaba el corazón—. Así que —siguió—, nos toca a

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nosotros hacer algo al respecto.Evanlyn le miró con una creciente

esperanza en su interior según él decíaaquellas últimas palabras.

—Y, exactamente, ¿en qué tipo decosa estás pensando? —preguntó elladespacio, esperando contra todopronóstico estar juzgando laconversación de manera correcta. Erakhizo una pausa de un par de segundos yentonces decidió, de manerairrevocable, comprometerse.

—Vas a escapar —le dijo por fin—.Vas a llevártelo contigo, y yo os voy aayudar a conseguirlo.

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LVeinticuatro

os dos viajeros pasaron unanoche inquieta, haciendo turnosde guardia. Ninguno de los dos

tenía la seguridad de que el caudillolocal no fuese a volver a hurtadillas enla oscuridad. Al final, sin embargo, sustemores resultaron infundados. No hubosigno alguno de Deparnieux aquellanoche.

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A la mañana siguiente, mientrasensillaban los caballos en el establo dela parte de atrás del edificio, elposadero se acercó nervioso a Halt.

—No puedo decir, señor, que sientaveros abandonar mi posada —dijo conun tono de disculpa. Halt le dio unosgolpecitos en el hombro para dejarpatente que no se había ofendido.

—Puedo entender la posición en quese encuentran, amigo mío. Me temo queno nos hemos ganado el cariño de losmatones del pueblo.

El posadero miró nervioso enderredor antes de mostrar su acuerdocon Halt, como si temiese que alguienpudiera estar observándole y fuese a

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informar de su deslealtad a Deparnieux.Halt se imaginó que tal cosaprobablemente había ocurrido muchasveces antes en aquella aldea. Sintiópesar por el hombre que se había reídoen el bar el día anterior, y sintió que elcaballero negro le hubiera visto hacerlo.

—Es un hombre malvado,completamente malvado, señor —admitió el posadero bajando el tono devoz—, pero ¿qué podemos hacer los denuestra clase con él? Un pequeñoejército le guarda las espaldas ynosotros no somos más quecomerciantes, no guerreros.

—Desearía poder ayudaros —ledijo Halt—, pero tenemos que ponernos

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en marcha —vaciló sólo un instante y acontinuación preguntó de manerainocente—: El transbordador de LesSourges, ¿funciona todos los días?

Les Sourges era un pueblo fluvialque se hallaba al oeste, a unos veintekilómetros de distancia. Halt y Horaceviajaban al norte, pero el montarazestaba seguro de que Deparnieuxvolvería buscando cualquier pista sobrela dirección que habían tomado. Noesperaba que el posadero mantuviese ensecreto sus preguntas, ni tampoco leculparía por no hacerlo. El hombreasentía ahora en respuesta afirmativa asu consulta.

—Sí, señor, el transbordador se

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encontrará aún en funcionamiento en estaépoca del año. El mes que viene, cuandoel agua se hiele, quedará cerrado y losviajeros tendrán que cruzar por el puentede Colpennieres.

Halt se aupó y montó en su silla.Horace ya lo había hecho y sujetaba lasriendas de su cordada de caballosrequisados. Tras los sucesos de la nocheanterior, habían decidido que sería másinteligente marcharse del pueblo cuantoantes.

—Nos dirigiremos al transbordadorentonces —dijo en voz alta—. Elcamino se desvía a unos pocoskilómetros al norte, ¿no es así?

El posadero volvió a asentir.

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—Así es, señor. Es el primer crucede importancia al que se llega. Tomad elcamino que se desvía a la derecha y oshallaréis en dirección al transbordador.

Halt levantó una mano en un gesto deagradecimiento y de despedida y, con unsuave toque de rodilla Abelard tomó ladelantera para salir del patio de lascaballerizas.

Viajaron a buen ritmo aquel día. Alllegar al cruce no hicieron caso deldesvío hacia la derecha y continuarontodo recto, hacia el norte. En el caminoque dejaban atrás no había signos de queles siguiese nadie, pero las colinas y losbosques habrían ocultado a un ejércitode haber sido necesario. Halt no estaba

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del todo convencido de que Deparnieux,quien conocía la campiña, no estuviesesiguiéndoles por alguna ruta paralela,rodeándoles quizás por los flancos paramontar una emboscada más adelante, enalgún punto del camino.

Sintieron algo parecido a un bajónmoral cuando, a media tarde, llegaron aotro pequeño puente con otro caballeroapostado que les cortaba el paso y lesofrecía la opción de pagar un impuesto ocombatir con él.

El caballero, a lomos de unescuálido caballo castaño que deberíahaberse retirado uno o dos años atrás,distaba mucho del caudillo al que sehabían enfrentado la noche antes. Su

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sobrevesta estaba llena de barro y hechajirones. Antaño podía haber sidoamarilla, pero ahora se había desteñidohasta un sucio tono crudo. Su armadurahabía sido parcheada en varios sitios yresultaba evidente que su lanza era eltronco cortado de un árbol muy fino conuna fuerte desviación a partir del primertercio de su longitud. Su escudo estabainscrito con una cabeza de jabalí.Parecía apropiado para un hombre tandescuidado, harapiento y en general tanrepleto de mugre como aquél.

Se detuvieron a supervisar elpanorama. Halt suspiró de aburrimiento.

—Me estoy cansando mucho de esto—refunfuñó, y comenzó a descolgar el

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arco de donde lo llevaba, cruzado sobreel hombro.

—Un momento, Halt —dijo Horacequitándose el escudo redondo de laespalda y colocándoselo en el brazo—.¿Por qué no dejamos que vea elemblema de la hoja de roble por sicambia de opinión?

Halt torció el gesto mientras mirabaa la figura andrajosa del camino, delantede ellos, con ciertas dudas conforme seestiraba para alcanzar una flecha.

—Bueno, está bien —dijo de malagana—. Pero le daremos tan sólo unaoportunidad. Después le atravieso conuna flecha. Estoy sinceramente harto deesta gente.

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Se recostó en la silla mientrasHorace cabalgaba al encuentro delcaballero desaliñado. Hasta entonces nohabían oído sonido alguno de aquelpersonaje que había en medio delcamino y aquello, pensó Halt, no erahabitual. Como norma general, lossalteadores de caminos no podíanesperar para soltar sus desafíos, quesolían salpicar con generosas cantidadesde paparruchas anticuadas del tipo de«¡Ajajá, bellaco!» y «¡Estáis a mimerced, caballero!».

Y justo cuando aquel pensamiento sele estaba pasando por la cabeza,saltaron en su mente las señales dealarma y gritó al joven aprendiz, que

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entonces se hallaba a unos veinte metrosde distancia, al trote a lomos de Kickeren dirección a su retador.

—¡Horace! ¡Vuelve! ¡Es una…Pero antes de que pudiera decir la

última palabra, desde las ramas de unroble que sobresalía por encima delcamino cayó algo con forma irregularsobre él. Durante unos instantes, Horaceluchó inútilmente contra los pliegues dela red que le envolvía, entonces unamano oculta tiró de una cuerda y la redse cerró en torno al muchacho, y éste sevio arrancado de la silla, para caer confuerza al camino.

Perplejo, Kicker se encabritó, trotóunos pocos pasos y a continuación, al no

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sentirse él mismo en peligro, se detuvo yobservó con una mirada cautelosa.

—… trampa! —concluyó Halt envoz baja maldiciendo por no habersedado cuenta. Distraído por la aparienciaridícula de caballero raído, habíapermitido que sus sentidos se relajasen yeso les había conducido al presenteaprieto.

Tenía una flecha engarzada en lacuerda del arco, pero no había ningúnblanco a la vista, salvo el caballerosobre el añejo caballo, que permanecíamontado en medio del camino. Sinninguna duda, él era parte de todaaquella complicada escenificación. Nohabía mostrado señal de sorpresa

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cuando la red cayó sobre Horace.—Muy bien, amigo mío, vas a pagar

por tu papel en este engaño —renegóHalt, y tensó el arco con suavidad, almáximo, hasta que las plumas de laflecha le rozaban en la mejilla. Justo porencima de la comisura de los labios.

—Me parece que yo no lo haría —dijo una voz ronca que le sonabafamiliar. El caballero andrajoso,descuidado, se levantó el visor y dejó aldescubierto las oscuras facciones deDeparnieux.

Halt soltó un juramento para sí.Vaciló, con el arco aún en su tensadomáximo, y oyó una serie de pequeñosruidos en los matorrales a ambos lados

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del camino. Fue relajando lentamente latensión de la cuerda al tiempo que ibatomando conciencia de que al menos unadocena de siluetas estaba saliendo delos arbustos, todas ellas armadas conballestas, pequeñas y mortales.

Y todas apuntaban hacia él.Devolvió la flecha al carcaj a su

espalda y bajó el arco hasta quedescansó sobre sus muslos. Miró sinesperanzas hacia el lugar en el queHorace aún luchaba contra la fina mallaque le envolvía. Más hombresaparecieron entonces de entre losárboles y los arbustos que flanqueabanel camino. Se acercaron al impotenteaprendiz y, mientras cuatro de ellos le

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apuntaban con sus ballestas, los demás,comenzaron a desenredarlo y lopusieron en pie.

Deparnieux, con una amplia sonrisade satisfacción, espoleó a su caballoescuálido y se dirigió camino abajohacia ellos. Se detuvo a una distanciadesde la que resultaba cómodo hablar ehizo una somera reverencia.

—Ahora, caballeros —dijo en tonode burla—, tendré el privilegio derecibiros como mis invitados en elcastillo de Montsombre.

Halt arqueó una ceja.—¿Y cómo íbamos nosotros a

negarnos? —preguntó, aunque a nadie enparticular.

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HVeinticinco

abían pasado cinco días desdeque Evanlyn recibió la llamadapara acudir a los aposentos de

Erak.Mientras esperaba a que volviera a

comunicarse con ella, la muchachasiguió adelante con la otra parte del planque el skandian le había esbozado, y sededicaba a quejarse en voz bien alta de

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la posibilidad de ser destinada comoesclava a su servicio personal. Según lahistoria que habían preparado, ellafinalizaría la semana en la cocina yentonces se incorporaría a su nuevodestino. Ella manifestaba su asco haciaél en general, y hacia su nivel de higieneen particular, y hablaba tanto comopodía de la crueldad que había mostradoErak con ella en el viaje a Hallasholm.

El Erak descrito por Evanlyn enaquellos días era el peor de losdemonios del infierno, y con mal alientopor si fuera poco.

Tras varios días así, Jana, una delasesclavas de mayor antigüedad en lacocina, le dijo cansada:

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—Podrían pasarte cosas peores,niña. Acostúmbrate.

Se dio media vuelta, cansada de lasquejas constantes de Evanlyn, pues enrealidad la vida de los esclavos delservicio personal tenía algunas ventajas:mejor comida y ropas y un alojamientomás confortable, entre otras.

—Antes me mato —gritó Evanlyn asu espalda, contenta por la oportunidadde hacer más pública su aversión haciael jarl. Un ayudante de cocina quepasaba por allí, un hombre libre, no unesclavo, le propinó un fuerte coscorrónen la coronilla, de forma que lezumbaron los oídos.

—Yo lo haré por ti, maldita

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haragana, si no vuelves de inmediato altrabajo —le dijo. Ella sacudió lacabeza, le lanzó una mirada de odiosegún él se alejaba y se marchó a todaprisa a servir cerveza a Ragnak y a suscompañeros en la mesa de la cena.

Como siempre, Evanlyn sintió unanítida oleada de ansiedad cuando seadentró en el comedor bajo la mirada deRagnak. Aunque la lógica le decía queera muy poco probable que él ladistinguiese de entre las docenas deotros apresurados esclavos que andabanocupados sirviendo comida y bebida,ella aún vivía en el temor constante deque, de algún modo, alguien pudierareconocerla como la hija de Duncan. Era

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esa ansiedad, tanto como el trabajo sinfin, lo que la dejaba agotada, exhausta,al final de cada día.

Tras concluir las últimas tareas de lanoche, los esclavos se marchabanagradecidos a los espacios que teníanpara dormir. Irónicamente, Evanlyn sedio cuenta de que Jana, aburrida sinduda de sus constantes quejas de Erak,se había llevado su manta al otroextremo de la habitación. Ella extendióla suya y fue a enrollar de nuevo la telaque acolchaba el tronco que le servía dealmohada. Al hacerlo, de entre lospliegues de la camisa vieja cayó alsuelo un pequeño trozo de papel.

El corazón le latía a toda prisa.

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Evanlyn tapó rápidamente el papel conel pie y miró a su alrededor a ver sialguno de sus vecinos se habíapercatado. Nadie parecía haberlo hecho.Todos continuaban con sus propiospreparativos para dormir. De la formamás natural que pudo, Evanlyn se tumbóy al hacerlo recogió el papelito, se tapócon la manta hasta la barbilla yaprovechó la oportunidad para leer lasdos palabras que constituían el mensajecompleto escrito en el papel:

Esta noche.Un ayudante de la cocina entró unos

minutos más tarde y apagó los faroles,de forma que sólo quedaron lasinestables llamas del fuego ya bajo para

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iluminar la estancia. Agotada comoestaba, Evanlyn se tumbó boca arribacon los ojos abiertos de par en par y elpulso acelerado, esperando a que pasarael tiempo.

Las voces que rodeaban la estanciase fueron silenciando gradualmente y lasreemplazó la respiración profunda,rítmica, de los esclavos dormidos.Algunos leves ronquidos o tosesocasionales sonaban aquí y allá y, una odos veces, se oyó la voz poco clara yarrastrada de un anciano esclavo teutónque hablaba en sueños.

El fuego se extinguió y se convirtióen un brillo rojizo apagado, y Evanlynoyó que la guardia hacía sonar el cuerno

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de medianoche. Aquélla sería la últimaseñal que tocarían hasta el amanecer,alrededor de las siete de la mañana. Seacomodó para esperar. Erak le habíaadvertido que aguardase hasta quepasara una hora desde la señal demedianoche. «Así les dará tiempo paraacostarse y quedarse bien dormidos —lehabía dicho cuando le esbozaba su plan—. Deja pasar más tiempo y teencontrarás con que los que tienen elsueño ligero y los esclavos más mayoresempiezan a despertarse y a levantarsepara ir a las letrinas».

A pesar de la tensión que sentía, lospárpados le estaban empezando a pesary, con un respingo de pánico, se percató

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de que había estado a punto de quedarsedormida. Aquello sería perfecto, pensócon amargura, tener al jarl esperándolafuera del Gran Salón mientras ellaroncaba profundamente dormida en sumanta. Cambió de postura sobre el sueloduro, colocándose en una posiciónmenos cómoda, y se clavó las uñas enlas palmas de las manos de manera queel dolor la mantuviese alerta. Empezó acontar para medir el paso del tiempo yentonces advirtió, casi demasiado tarde,que el efecto soporífero de contar habíaestado cerca de dejarla dormida otravez.

Por fin, con un gesto de fastidio,decidió que ya debía de haber pasado

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una hora. No había signos de quehubiese alguien despierto en la cocina,así que apartó la manta con precaución yse levantó. Si alguien se despertaba,pensó, ella siempre podría afirmar quese dirigía a las letrinas. A excepción delas botas, que ahora llevaba en la mano,se había acostado completamentevestida envuelta en la manta. A medidaque el fuego se iba extinguiendo, laestancia se había ido enfriando demanera progresiva, y Evanlyn seestremeció al entrar en contacto con elaire más fresco.

Intentó abrir la puerta que daba alpatio y le pareció que era lo bastanteruidosa como para despertar a los

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muertos. Giró sobre las grandes bisagrascon un chirrido que le sonóensordecedor. Puso un gesto de dolormientras la cerraba con todo el cuidadoque pudo, maravillándose de que nadiepareciese haberse despertado.

No había luna. El cielo de la nocheestaba cubierto por unas gruesas nubes,pero la nieve que cubría el suelo aúnreflejaba la poca luz que había y hacíamás fácil ver los detalles. La masa negraque formaba el barracón de los esclavosdel patio, un establo frío y concorrientes de aire, era fácilmente visiblea unos treinta o cuarenta metros dedistancia.

Primero un pie y luego el otro, a la

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pata coja, se puso las botas a tirones. Acontinuación, pegada a la pared deledificio principal, se fue desplazandohacia la izquierda, en dirección a laesquina, tal y como Erak le habíaindicado. Cuando llegó al final de lapared, se le escapó un grito apagado.Había una figura corpulenta esperandoallí, acurrucada en la oscuridad.

Por un instante sintió que leatravesaba una estocada de temor. Luegocayó en la cuenta de que se trataba deErak.

—Llegas tarde —susurró en un tonode enfado. Evanlyn vio que quizás él seencontraba tan nervioso como ella.Fuera un jarl o no, estaba arriesgando su

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vida para ayudar a escapar a un esclavoy era bien consciente de aquel hecho.

—Algunos no se habían acostado —mintió ella. Pensó que no tenía sentidocontarle que no disponía de formaalguna de calcular el tiempo. Élrespondió con un gruñido y Evanlyn seimaginó que su excusa había sidoaceptada. Erak le puso un saquito en lasmanos.

—Toma Ahí dentro hay unas pocasmonedas de plata. Es probable quetengas que sobornar a alguno de losmiembros del comité para sacar almuchacho de allí. Esto debería sersuficiente. Si te diese más, lo único queharíamos es levantar sus sospechas y

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que se preguntasen de dónde habríansalido.

Ella asintió. Habían hablado de todoaquello en sus aposentos cinco nochesantes. La huida habría de llevarse a cabosin que ninguna sospecha recayese sobreErak. Por esa razón él le había pedidoque se pasase los últimos díasquejándose ante la posibilidad deconvertirse en su esclava. Supondría unarazón aparente para el intento de fuga.

—Toma esto también —le dijo, y leentregó una pequeña daga metida en unavaina de cuero—. Podría hacerte faltapara asegurarte de que cumple el tratouna vez le hayas sobornado.

Tomó el arma y la pasó por debajo

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del cinturón ancho que llevaba. Vestíaunos pantalones bombachos y unacamisa, con los hombros envueltos en lamanta como si fuera una capa.

—Y cuando salga de allí con él,¿qué? —le preguntó susurrando. Erakseñaló al camino que bajaba hacia elpuerto y hacia el propio pueblo deHallasholm.

—Sigue esa senda. No muy lejos dela puerta, verás una desviación a laizquierda, colina arriba. Tómala. Heatado un poni más adelante por esecamino, con comida y ropa de abrigo. Tehará falta el caballo para que Will no sedetenga —vaciló, y añadió—: En lasalforjas encontrarás también un pequeño

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suministro de hierba cálida.Ella le miró sorprendida. La otra

noche no había ocultado precisamente sudesagrado respecto de aquel narcótico.

—Lo necesitarás para Will —leexplicó con brevedad—. Una vez quealguien es adicto a esa basura, le puedesmatar si le cortas las dosis de golpe.Tendrás que conseguir que sedesenganche de forma progresivareduciendo la dosis cada semana hastaque su mente se recupere y sea capaz devalerse sin ella.

—Haré todo lo que pueda —le dijoella, y él le agarró la muñeca en un gestode ánimo. Después, levantó la mirada alas nubes bajas sobre ellos y olfateó el

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aire.—Nevará antes del amanecer Eso

cubrirá vuestras huellas. Además, yomismo dejaré un rastro falso. Sólo tienesque continuar camino de las montañas.Sigue la senda hasta que llegues a undesvío en el que hay tres bloques depiedra, con el más grande en el medio.Después, sigue a la izquierda yalcanzarás la cabaña en otros dos díasde viaje.

Había una pequeña cabaña en lasmontañas que se utilizaba como basepara los cazadores durante la temporadade verano. Ahora estaría desocupada ysería para ellos un refugio relativamenteseguro para el invierno.

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—Recuerda —le dijo a Evanlyn—,poneos en movimiento en cuantoempiece el deshielo. Para entonces elchico debería estar recuperado. Nopuedes dejar que os sorprendan loscazadores. Marchaos cuando la nievedesaparezca y dirigíos al sur —tuvo unmomento de duda e hizo un gesto dedisculpa encogiendo los hombros—.Siento no poder hacer más —continuó—. Es lo mejor que se me ha podidoocurrir con tan poco tiempo, y si nohacemos algo ya, Will no sobrevivirámucho más.

Evanlyn se puso de puntillas y le dioun beso en la mejilla barbuda.

—Estás haciendo mucho —le dijo

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—. Nunca te olvidaré por lo que hashecho, jarl Erak. No sé por dóndeempezar a darte las gracias por todoesto.

Erak hizo un gesto torpe quitándoleimportancia a su agradecimiento, miró alcielo una vez más y señaló el establodonde dormían los esclavos del patio.

—Será mejor que te muevas —ledijo, y añadió—: Buena suerte.

Ella le dedicó una fugaz sonrisa ycruzó deprisa el espacio al descubiertoque la separaba del antiguo establo.Mientras cruzaba el patio cubierto por lanieve se sintió claramente expuesta ycasi esperaba oír una voz a su espaldaque le diera el alto. Pero consiguió

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llegar hasta el edificio sin incidentes yagradeció el poder sumergirse en lassombras junto a la base de la pared.

Hizo una pausa de unos segundospara recobrar el aliento y dejar que elritmo de su corazón volviese a lanormalidad. A continuación recorrió lapared hasta la puerta. Estaba cerrada,por supuesto, mas sólo por fuera y conun simple pasador. Lo deslizó despacioconteniendo la respiración mientrasraspaba metal contra metal, abrió lapuerta desvencijada y se coló dentro.

El interior estaba oscuro, sin fuegoalguno que iluminase en la penumbra.Esperó a que los ojos se leacostumbrasen a la oscuridad. Poco a

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poco pudo ir distinguiendo las siluetasde los esclavos desparramados por elsuelo de tierra, envueltos en harapos ytrozos de mantas. La luz del exteriorcaía sobre ellos en franjas a través delos huecos de las toscas paredes de pinode aquella construcción.

El comité, le había contado Erak,disponía de una estancia aparte al finaldel establo, donde incluso mantenían unpequeño fuego para caldearla; perosiempre cabía la posibilidad de que unode ellos se hubiera quedado de guardiaen la estancia principal del establo. Poreso le había dado las monedas.

Y la daga.Llevó entonces la mano hasta tocar

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la fría empuñadura del arma, para que elsentirla le proporcionase calma. Unosdías antes había estado reconociendo elestablo y tenía una idea aproximada decuál era el sitio donde dormía Will. Sedirigió hacia allí escogiendo el caminocon cuidado entre los esclavostumbados. Su mirada se desplazaba deun lado a otro en busca de Will con unacreciente desesperación. De prontodistinguió la inconfundible mata de pelosobre una manta andrajosa y, con unsuspiro de alivio, se dirigió hacia él.

Al menos no habría problema parahacer que Will se moviese. Los esclavosdel patio, con los sentidos mermados yla mente ralentizada por las drogas,

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obedecían cualquier orden que se lesdaba.

Se agachó juntó a Will y le agitó elhombro para despertarle. Lo hizo consuavidad al principio, para después, aldarse cuenta de que en aquel estadopodía seguir durmiendo como un tronco,ir haciéndolo de un modo cada vez másbrusco.

—¡Will! —siseó abalanzada sobreuno de sus oídos—. ¡Arriba! ¡Despierta!

El muchacho murmuró algo, sinembargo sus ojos permanecieroncerrados por completo y su respiraciónse mantuvo profunda. Ella volvió azarandearle con una creciente sensaciónde pánico.

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—Por favor, Will —le suplicó—.¡Despierta! —Y le dio una bofetada enla mejilla.

Y aquello funcionó. Sus ojos seabrieron y se quedó mirándola confuso.No había signos de que la hubiesereconocido, pero al menos estabadespierto. Lo agarró por el hombro.

—Levántate —le ordenó— ysígueme.

El corazón le dio un vuelco dealegría al ver que obedecía. Se movíadespacio, pero se movía. Se puso en piemedio grogui y se tambaleó inestablejunto a ella, a la espera de más órdenes.

Evanlyn le indicó la puerta, queestaba abierta y dejaba entrar una banda

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de luz en el establo.—Vamos. Hacia la puerta —le

ordenó, y él comenzó a arrastrar los pieshacia allá sin mirar dónde los ponía,pateando y pisando a los demásesclavos dormidos. Resultaba llamativoque éstos no dieran muestras de reacciónalguna, como mucho murmuraban algo ose movían profundamente dormidos.Evanlyn se volvió para seguirle, perouna voz fría desde el extremo opuesto dela habitación la detuvo en seco.

—Un momento, señorita. ¿Dóndecrees que vas?

Era un miembro del comité. Peoraún, era Egon. Erak había acertado.Hacían turnos de guardia para vigilar a

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los demás esclavos. La joven se volviópara mirarle mientras él atravesaba laestancia atestada. Como Will, tampocoprestó atención a las personas quedormían tumbadas en el suelo y las fuepisando al acercarse.

Evanlyn se estiró, realizó unarespiración profunda y dijo, con una voztan firme como pudo:

—El jarl Erak me envía a por esteesclavo. Necesita que le lleven leña asus aposentos.

El matón vaciló. No era del todoimposible que le estuviera diciendo laverdad. Si alguno de los jarls de altorango se quedaba sin leña en medio dela noche, no habría tenido reparos para

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enviar a un esclavo a que le llevase uncargamento. Sin embargo, desconfiaba yademás creía reconocer a aquella chica.

—¿Te envió a por este esclavo enparticular? —Puso él en duda.

—Así es —contestó Evanlynintentando no sonar preocupada. Aquéllaera la parte más frágil de su historia. Nohabía razón alguna por la cual Erak, ocualquier otro skandian, hubieraespecificado un esclavo concreto delpatio para una tarea de carga de tan pocaimportancia.

—¿Y por qué este esclavo? —Presionó él, y ella vio que el engaño noiba a funcionar, así que tiró por otrocamino.

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—Bueno, en realidad no dijo esteesclavo, dijo sólo un esclavo; pero Willes amigo mío y así podrá entrar atrabajar dentro, estar caliente unas pocashoras y quizás comer algo decente, asíque pensé… —dejó la frase a medias,encogiendo los hombros, con laesperanza de que se quedara satisfecho.

Egon, sin embargo, seguía mirándolafijamente. Por fin, entornó los ojos alreconocerla.

—Eso es. Estuviste por aquí dentroel otro día. Yo te vi echar un vistazo,¿verdad?

Para sus adentros, Evanlyn lomaldijo. Decidió romper rápidamenteaquella situación sin salida. Tiró del

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saquito de monedas y lo hizo sonar.—Mira, sólo estoy intentando hacer

un favor a un amigo —le dijo—. Y terecompensaré.

Egon lanzó un vistazo rápido porencima de su hombro para asegurarse deque ninguno de los otros miembros delcomité presenciaba la escena. Entonceslanzó la mano y le arrebató el saquito.

—Así está mejor —dijo—. Yo hagoalgo por ti y tú haces algo por mí —semetió las monedas dentro de la camisa yse acercó a ella, a tan sólo unoscentímetros de separación. Miró porencima del hombro de la chica y vio queWill esperaba junto a la puerta como unespectador indiferente. De repente, Egon

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la sujetó por los hombros y la atrajohacia sí—. A lo mejor encuentras másmonedas escondidas en alguna parte —sugirió él. De repente, un gesto torcidose apoderó de su rostro al sentir undolor agudo en el abdomen y una gotacaliente que descendía por su piel desdeel punto donde se había localizado eldolor. Evanlyn sonrió sin la menorsimpatía.

—A lo mejor te puedo destriparcomo a un arenque si no me sueltas —replicó ella al tiempo que le clavaba unavez más la afilada punta de la daga en lapiel.

No estaba totalmente segura de quelos arenques se destripasen, pero

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tampoco parecía estarlo él. Egonretrocedió con rapidez haciendo gestoshacia la puerta y maldiciéndola.

—Muy bien —dijo él—. Vete deaquí, pero ya me encargaré yo de que tuamigo pague por esto cuando esté devuelta.

Con un enorme suspiro de alivio,Evanlyn se apresuró hacia la salida,agarró a Will por el brazo y lo arrastróal exterior. Una vez fuera, se volvió yechó de nuevo el pestillo de la puerta.

—Vamos, Will. Salgamos de aquí —dijo, y fue delante de él en dirección alcamino del puerto.

Desde las sombras, Erak observócómo se marchaban las siluetas y soltó

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su propio suspiro de alivio.Luego, pasados unos minutos, los

siguió. Aún tenía trabajo por haceraquella noche.

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LVeintiséis

a pequeña cabalgata siguió elcamino hacia el norte. Halt yHorace lo hacían en el centro

junto con Deparnieux, que se habíacambiado y vestía su habitual cota demalla y sobrevesta negra. Había enviadoal final de la columna el jamelgodemacrado que antes montaba y ahoraiba a lomos de un caballo de combate

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grande, agresivo y, como Halt habíasospechado, de color negro.

Iban rodeados de al menos dosdocenas de hombres armados quemarchaban en silencio. Además, habíadiez guerreros a caballo, repartidos endos grupos de cinco y distribuidos aambos lados de la columna.

Halt vio que los hombres que seencontraban más cerca de ellosmantenían sus ballestas cargadas y listaspara disparar. No tenía la menor duda deque al primer indicio de querer escapar,Horace y él se encontrarían acribilladoscon flechas de ballesta antes de habersealejado diez metros.

Él mismo llevaba su arco colgado

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sobre el hombro y Horace conservaba laespada y la lanza. Deparnieux las habíadespreciado con un gesto al hacerlesprisioneros, indicando la cantidad dehombres armados que les rodeaban.

—Como podéis ver, es inútilresistirse —dijo—, así que os permitiréconservar vuestras armas.

Miró entonces de un modo muysignificativo el arco largo quedescansaba sobre la perilla de lamontura de Halt.

—Sin embargo —añadió—, creoque me sentiría más cómodo con esearco desencordado y sobre tu hombro.

Halt, sin mostrar oposición alguna,procedió. Sus ojos le decían a Horace

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que había momentos para el combate ymomentos en los que había que aceptarlo inevitable. El joven asintió y ambosse situaron en la formación junto alcaudillo gálico; de inmediato, seencontraron rodeados por sus siervos.Halt advirtió de un modo irónico que lagenerosidad de Deparnieux no se habíahecho extensiva a la cordada de loscaballos capturados y las armas. Habíaordenado con brusquedad que leentregasen las riendas que los guiaban auno de sus siervos a caballo, que ahoracabalgaba al final de la columna conellos. Su captor vio con curiosidad queel pequeño caballo lanudo de carga noiba atado a ningún otro y sin embargo

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permanecía con toda calma junto a lamontura de Halt. Arqueó una ceja perono hizo comentario alguno.

Para sorpresa del montaraz, elcaballero vestido de negro hizo a sucaballo tomar la dirección del norte y sepusieron en marcha.

—¿Me permitís que os preguntedónde nos lleváis? —dijo.

Deparnieux se burló con unareverencia de cortesía sobre la silla.

—Nos dirigimos a mi castillo enMontsombre —les dijo—, dondepermaneceréis como mis invitadosdurante un tiempo.

Halt asintió, digiriendo aquellainformación. Siguió preguntando.

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—¿Y por qué motivo habríamos dehacer tal cosa?

El caballero negro le sonrió.—Porque vos me interesáis —le

dijo—. Viajáis con un caballero ylleváis armas propias de un paisano,pero vos no sois un simple siervo, ¿noes así?

Halt no dijo nada esta vez, se limitóa encogerse de hombros. Deparnieux,que le miraba con astucia, continuócomo si estuviese confirmando suspropios pensamientos.

—No, no lo sois. Aquí, vos sois elque manda, no el que obedece. Y vuestraropa me interesa. Esa capa quelleváis… —se inclinó desde su silla y

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tocó con los dedos los pliegues de lacapa moteada de montaraz de Halt—.Nunca había visto una igual.

Hizo una pausa a la espera de ver siHalt hacía algún comentario. Al nohacerlo, Deparnieux no pareció muysorprendido. Prosiguió:

—Y sois un experto arquero. No,sois más que eso. No conozco a ningúnarquero capaz de hacer un disparo comoel que voz hicisteis anoche.

Esta vez Halt realizó un pequeñogesto de menosprecio consigo mismo.

—No fue un tiro tan espectacular —contestó—. Os estaba apuntando a lagarganta.

Deparnieux soltó una larga y sonora

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carcajada.—Vamos, no os creo, amigo mío. Yo

creo que vuestra flecha fue directa haciadonde vos apuntabais.

Y se volvió a reír. Halt vio que sualegría, tan ruidosa como era, no habíaalcanzado su mirada.

—Así que —dijo Deparnieux—decidí que un espécimen tan poco comúnmerecía un estudio más detallado. Vosme podéis resultar útil, amigo mío.Después de todo, ¿quién sabe qué otrascapacidades y habilidades puedenhallarse escondidas bajo esa capavuestra tan poco habitual?

Horace observaba a ambos hombres.El caballero parecía haber perdido todo

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su interés en él, y el muchacho no estabamuy apenado por tal motivo. A pesar dela charla distendida entre ellos, Horacepercibía el trasfondo absolutamenteserio de la conversación. Todo aquellose encontraba fuera de su alcance y él seconformaba con seguir los pasos de Halty ver hacia dónde les llevaba aquel girode los acontecimientos.

—Dudo que yo vaya a ser deutilidad alguna para vos —contestó Haltsin alterarse ante la última afirmacióndel caudillo. Horace se preguntaba siDeparnieux habría leído el mensajesubyacente que había en la respuesta:Halt no tenía ninguna intención de ponersus habilidades al servicio de su captor.

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Al parecer lo había hecho, puesDeparnieux se quedó unos instantesmirando al pequeño personaje quecabalgaba a su lado y a continuaciónrespondió:

—Bueno, eso ya lo veremos.Mientras tanto, permitidme ofreceros mihospitalidad hasta que el brazo devuestro amigo se haya recuperado —ymiró a Horace con una sonrisa,incluyéndole en la conversación porprimera vez—. Al fin y al cabo, estoscaminos no son seguros para cabalgar siuno no se encuentra en perfectascondiciones.

Acamparon aquella noche en unpequeño claro cerca del camino.

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Deparnieux apostó centinelas y Haltpudo comprobar que el número de ellosasignado a vigilar el interior superaba elde los que protegían el campamento deposibles ataques del exterior.Deparnieux debía de sentirserelativamente seguro en aquellas tierras,pensó Halt. Resultó significativo que, alestablecerse para pasar la noche, sucaptor les exigiese que entregasen lasarmas para ponerlas a buen recaudo. Sinninguna verdadera alternativa, los dosaraluenses se vieron obligados aobedecer.

Al menos, el caudillo no volvió afingir cordialidad con ellos y prefiriócenar y dormir sólo en el pabellón, de

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lona de color negro, por supuesto, quesus hombres habían levantado para él.

Halt se encontró ante una especie dedilema. Si estuviese viajando solo,fundirse en la oscuridad de la noche yrecuperar sus armas antes dedesaparecer sería una cuestión de la másabsoluta simplicidad.

Pero Horace era totalmente lego enlas artes de los montaraces relativas amoverse y evadirse sin ser visto y nohabía forma posible de que Halt lehiciese desaparecer también a él. Notenía ninguna duda de que, sidesapareciese él solo, Horace noseguiría vivo por mucho tiempo, así quese conformó con esperar y ver qué podía

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acaecer.Además, la noche antes en la taberna

se había enterado de que los pasosmontañosos entre Teutlandt, el paísvecino al norte, y Skandia, más al norteaún, en esta época del año estarían yabloqueados por las nieves caídas. Asíque de igual modo tendrían queencontrar un alojamiento en el que pasarlos próximos dos o tres meses. Seimaginó que el castillo de Montsombreserviría para tal propósito igual quecualquier otro sitio. Halt sabía queDeparnieux tenía alguna idea acerca decuál era su verdadera ocupación.Resultaba obvio que pretendía enrolarloen sus batallas contra los caudillos

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vecinos. Por el momento, cavilaba él, sehallaban suficientemente a salvo yavanzando en la dirección correcta. Ensu momento, ya tendría la oportunidadde cambiar algunas cosas. Pero esa horano había llegado aún.

Al día siguiente llegaron al castillo delcaballero negro. Tras su primeramuestra de buena voluntad, Deparnieuxhabía tomado la decisión de nodevolverles sus armas por la mañana, yHalt se sentía extrañamente desnudo sinel reconfortante y familiar peso de loscuchillos en el cinturón y las dosdocenas de flechas colgadas al hombro.

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El castillo de Montsombre se alzabasobre los bosques de alrededor en unameseta a la que se accedía por unsendero estrecho y revirado. A medidaque subían más y más alto por elsendero, el terreno a ambos lados caíaen paredes verticales. El senderopropiamente dicho apenas era lobastante ancho para que cupiese unaformación de hombres en columna de acuatro. Se trataba de una anchura quepermitía un acceso razonable a lasfuerzas amigas, pero evitaba quecualquier invasor se aproximase ennúmeros elevados. Aquello era unsombrío recordatorio del estado de lascosas en Gálica, donde los caudillos

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batallaban constantemente por lasupremacía y la posibilidad de un ataquese hallaba siempre presente.

El castillo en sí era achaparrado ysólido, con unos muros gruesos ygrandes torres en cada una de las cuatroesquinas. No tenía nada de la eleganciadeslumbrante de los castillos deRedmont o Araluen. En cambio, formabauna estructura inquietante, imponente yoscura, construida para la guerra y sinninguna otra razón de ser. Halt le habíacontado a Horace que el apelativo«Montsombre» significaba «montañasombría». Parecía un nombre bastanteapropiado para aquella edificación degruesos muros enclavada al final del

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tortuoso y serpenteante camino.El nombre se hizo más significativo

aún cuando llegaron más arriba. Unashileras de postes se alineaban a amboslados del sendero, y de ellos colgabanunas extrañas estructuras con forma deprisma. Cuando se acercaron, Horacepudo distinguir, para su horror, que lasestructuras eran jaulas de hierro de laanchura de un brazo extendido y quecontenían los restos de lo que antesfueron personas. Colgaban a gran alturasobre el camino y se balanceaban consuavidad mecidas por el viento quesollozaba por las partes altas delsendero.

Estaba claro que algunos cuerpos

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llevaban muchos meses allí. Las siluetasque se veían dentro no eran más queenvoltorios resecos, ennegrecidos yajados por su larga exposición a laintemperie y adornados por ondulantestiras de harapos podridos. Pero habíaotros más recientes y las figuras de loshombres en su interior eranreconocibles. Las jaulas estaban hechasde barrotes de hierro dispuestosformando celdas cuadradas que dejabanespacio suficiente para que los cuervosse colasen y picoteasen los cuerpos. Lasaves le habían sacado los ojos a lamayoría de ellos.

Asqueado, miró al rostro adusto deHalt. Deparnieux captó su movimiento y

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le dedicó una sonrisa, encantado con laimpresión que sus horrores de lascunetas le estaban causando almuchacho.

—Algún delincuente de vez encuando —dijo como si nada—. Todoshan sido juzgados y condenados, porsupuesto. Yo hago mucho hincapié en elimperio de la ley en Montsombre.

—¿Y cuáles fueron sus delitos? —preguntó el muchacho. Tenía la gargantaespesa y contraída, de forma que lecostó articular las palabras. De nuevo,Deparnieux le ofreció aquella sonrisadespreocupada. Fingió una pose, comosi intentase pensar.

—Digamos que «variados» —

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respondió—. En resumen, me causaronmolestias.

Horace sostuvo la mirada dediversión del caballero durante unossegundos; después, hizo un gestonegativo y la desvió. Intentó apartar losojos de las lamentables figurasharapientas que colgaban sobre suscabezas. Debía de haber unos veintehombres en total. En ese momento, suhorror aumentó al darse cuenta de queno todos ellos estaban muertos. Vio queen una de las jaulas se movía elprisionero. Al principio pensó que setrataba de una ilusión provocada por elmovimiento de la ropa de aquel hombrecon el aire, pero entonces, al

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aproximarse ellos, un brazo se extendióa través de los barrotes y de la jaulapartió un lastimero sonido ronco.

Era inconfundible. Se trataba de ungrito que suplicaba clemencia.

—Dios mío —dijo Horace en vozbaja, y al tiempo escuchó la profundainspiración de aire que Halt realizabajunto a él.

Deparnieux se detuvo tirando de lasriendas de su caballo negro y seacomodó cargando su peso sobre unlado de la silla de montar.

—¿Lo reconocéis? —preguntó conun tono de diversión en la voz—. Lovisteis la otra noche en la taberna.

Horace, perplejo, frunció el ceño.

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Aquel hombre no le resultaba familiar.La noche que se habían encontrado porvez primera con el caudillo había por lomenos una docena de personas en lataberna. Se preguntaba por qué sesuponía que habían de acordase de aquelhombre más que de cualquier otro de losque había allí. Entonces Halt dijo conuna voz fría:

—Es el hombre que se rió.Deparnieux soltó una carcajada

grave:—Exacto. Era un hombre con un

singular sentido del humor. Es extrañocómo parece haberlo perdido ahora.Cualquiera diría que con esa risitagraciosa podía haber pasado las horas

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muertas.Y sacudió las riendas contra el

cuello de su caballo para ponerse denuevo en marcha. La comitiva sedesplazaba con él, se paraba cuando élse paraba y arrancaba cuando él lohacía, obligando a Halt y a Horace amantener su paso.

Horace miró a Halt una vez más, enbusca de algún mensaje de consuelo ensus ojos. El montaraz le devolvió lamirada durante unos instantes y despuésasintió lentamente. Comprendía cómo sesentía el muchacho, asqueado por ladepravación y la crueldad abyecta queestaba presenciando. De alguna forma,Horace obtuvo ese consuelo del gesto de

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Halt. Tocó con la rodilla en el costadode Kicker y lo puso en marcha.

Y juntos cabalgaron hacia el castillooscuro e imponente que les aguardaba.

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EVeintisiete

l poni se encontraba justodonde Erak le había dicho aEvanlyn que se hallaría.

Estaba atado al tronco fino de unárbol joven y con los cuartos traserospacientemente dispuestos en la direcciónque soplaba el viento helador que hacíadescender las nubes de nieve sobreHallasholm. Evanlyn desató las riendas

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y el pequeño caballo la siguió con pasodecidido. Sobre sus cabezas, el vientosoplaba a través de las agujas de lospinos y producía un sonido como el deuna extraña ola tierra adentro al sacudirlas ramas cubiertas de nieve.

Will la seguía enmudecido,tambaleándose en la nieve que cubría elcamino y les llegaba por la pantorrilla.Era difícil avanzar para Evanlyn, perolo era aún más para el muchacho,agotado y rendido como estaba por lassemanas de trabajo duro con comida yabrigo insuficientes. Ella sabía quepronto tendría que parar y buscar la ropaque Erak le había contado que llevabaen el fardo a lomos del poni, y

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probablemente tendría que dejar queWill lo montase si es que queríarecorrer alguna distancia antes delamanecer. Mas por el momento preferíaevitar todo retraso, por muy breve quefuese. Todos sus instintos le decían quecontinuase, que pusiese cuanta distanciafuera posible entre ellos y el pueblo delos skandians, y que debía hacerlo tanrápido como pudiese.

El sendero se retorcía al ascenderhacia las montañas, y la muchacha seinclinaba hacia delante, frente al viento,guiando al poni con una mano y tirandode la mano helada de Will con la otra.Juntos, siguieron a trompicones, seresbalaban sobre la gruesa capa de

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nieve y se tropezaban con raíces y rocasque se hallaban ocultas bajo susuperficie lisa.

Tras media hora de viaje, sintiócómo los primeros y tímidos copos denieve le acariciaban el rostro conformecaían. Luego comenzaron a caer enserio, mucho más gruesos. Se detuvo ymiró al camino a sus espaldas, dondesus huellas ya se estaban borrando. Eraksabía que esa noche iba a caer una buenanevada, pensó. Había esperado hastaque su instinto de marino le dijo quetoda señal de sus pasos quedaríacubierta. Sintió que la esperanza lesubía el ánimo por primera vez desdeque se escabulleron por el arco de

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entrada del pabellón. Quizás, después detodo, las cosas fuesen a salirles bien.

Detrás de ella, Will se tambaleaba, ycon un balbuceo incoherente cayó derodillas sobre la nieve. Se volvió haciaél y se dio cuenta de que estaba tiritandoy azul por el frío, prácticamentereventado. Fue hasta el fardo quecargaba el poni, soltó las ataduras yrebuscó en su interior.

Había un chaleco grueso de piel deborrego, entre otras cosas, que pusosobre los hombros del muchacho, y leayudó a pasar los brazos por susaberturas. Él la miraba con unos ojosapagados mientras ella lo hacía. Era unanimal, sin habla, que aceptaba sin

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rechistar lo que le ocurriese. Evanlynsabía que podría incluso azotarle; él nisiquiera intentaría esquivar el golpe, odevolvérselo. Lo contemplabaentristecida, recordándolo como habíasido. Erak dijo que podría recuperarse,aunque pocos adictos a la hierba cálidahabían dispuesto de tal oportunidad.Aislados en las montañas, comoestarían, Will iba a tener la oportunidadde romper el círculo vicioso de aquelladroga. Ella rezaba ahora porque el jarlskandian estuviese en lo cierto y quefuese posible que un adicto, privado dela hierba cálida, se recuperase del todo.

Empujó al dócil muchacho hacia elponi y le hizo un gesto para que lo

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montase. Él vaciló por un instante y actoseguido, con torpeza, se impulsó parasubir a la silla y montó con algún vaivénde inseguridad. Evanlyn los guió denuevo, alejándose por el sendero delbosque según éste ascendía hacia lasmontañas.

A su alrededor, los copos de nieveseguían cayendo.

Erak observó cómo las dos siluetassalían furtivamente hacia el bosque ytomaban la desviación que él le habíadescrito a Evanlyn. Satisfecho con queestuviesen en camino, los siguió alexterior de la empalizada, y siguió en

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línea recta pasado el punto donde elloshabían girado y, en cambio, se dirigióhacia el puerto.

No había centinelas apostados en elGran Salón en aquella época del año.No había temor alguno a recibir unataque pues las espesas nevadas quecubrían las montañas eran más eficacesque cualquier centinela. Aun así, Erakfue más cauto al aproximarse al puerto.Allí se mantenía una guardia paraasegurarse de que los barcos estabanseguros en sus amarres. Una borrascarepentina podía soltar las anclas yarrastrarlos a tierra, de manera quedejaban algunos hombres apostados paradar aviso y despertar a las tripulaciones

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de servicio en caso de peligro.Pero, con la misma facilidad, éstos

podían verle y preguntarse qué estaríahaciendo allí fuera a aquellas horas dela noche, así que permaneció entre lassombras siempre que pudo.

Su propio barco, el Wolfwind, seencontraba atracado en el puerto. Erakse subió a bordo de forma silenciosa,aun siendo consciente de que no habíatripulación de servicio. Él los habíarelevado por la tarde, confiando en sureputación como meteorólogo paraconvencerles de que no se produciríanfuertes vientos aquella noche. Se inclinósobre la borda y allí, al resguardo delviento que le proporcionaba el barco,

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flotaba el pequeño esquife que él mismohabía amarrado en un momento anteriordel día. Observó el modo en que semovían los barcos en las aguas delpuerto y vio que la marea aún se estabaretirando. Había sincronizado su llegadapara que coincidiese con la bajada de lamarea. Descendió rápidamente al bote,palpó en el fondo de la popa en buscadel tapón de drenaje y lo aflojó. El aguacongelada entró a borbotones sobre susmanos. Cuando el esquife se encontrócon el agua por la mitad, volvió acolocar el tapón en su sitio y trepó hastala borda del barco. Extrajo su daga ycortó la amarra que sujetaba el esquife.

Durante un momento no pasó nada.

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Entonces, el pequeño bote, que ya estabamedio hundido en el agua, comenzó adeslizarse hacia atrás, con lentitud alprincipio e incrementando su velocidaddespués, a medida que la marea se lollevaba. En el bote había sólo un remo,dispuesto sobre su soporte. Él lo habíacolocado así por si se daba el caso deque llegasen a encontrar el bote en losdías siguientes. La combinación de unbote vacío, en apariencia anegado, y lafalta de un remo apuntaría a unaccidente.

El esquife fue saliendo del puerto ala deriva y se perdió de vista entre losnavíos más grandes que atestaban elmuelle. Contento con haber hecho todo

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lo que estaba en su mano, Erak volvió aponer pie en tierra firme y desanduvosus pasos camino del Gran Salón.Conforme caminaba advirtió consatisfacción que la espesa nieve quecaía ya había borrado casi por completolas huellas que él mismo había dejadoantes. Por la mañana, no habría rastro deque alguien hubiese pasado por allí. Elbote desaparecido y la amarra cortadaserían las únicas pistas de hacia dóndehabían ido los esclavos huidos.

La marcha se endurecía a medida que seempinaba el camino que atravesaba elbosque. La respiración de Evanlyn se

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había convertido en jadeosentrecortados que quedaban suspendidosen el aire gélido en forma de grandesnubes de vapor. El leve viento que antesagitaba los pinos había amainado encuanto la nieve empezó a caer. Tenía laboca y la garganta secas y un saborpastoso y desagradable. Había intentadocalmar la sed con puñados de nieve,pero el alivio era apenas momentáneo.El intenso frío de la nieve contrarrestabacualquier beneficio que pudiera obtenerde la pequeña cantidad de agua quegoteaba por su garganta cuando la nievese fundía.

Echó la vista atrás. El poni seguíasus huellas con dificultad y obstinación,

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con la cabeza gacha y sin que el fríopareciese afectarle. Will era una siluetaacurrucada a lomos del poni, muyenvuelta en los pliegues del chaleco deborrego. Gemía en voz baja y de formaconstante.

Evanlyn se detuvo un momento;jadeaba entrecortadamente inspirandograndes bocanadas de aire gélido. Se leagarraba de modo casi doloroso alfondo de la garganta. Los músculos dedetrás de los muslos y las pantorrillas ledolían y temblaban por el esfuerzo deabrirse paso a través de la gruesa capade nieve, sin embargo sabía que debíaseguir avanzando tanto como pudiese.No tenía ni idea de cuánto habían

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recorrido desde el pabellón deHallasholm, pero sospechaba que no eralo suficiente. Si fracasaba el intento deErak de dejar un rastro falso, a ella no lecabía la menor duda de que una partidade skandians bien sanos cubriría enmenos de una hora la distancia que Willy ella habían recorrido hasta entonces.

Las instrucciones de Erak eran llegartan lejos subiendo la montaña como lesfuese posible antes del amanecer. En esemomento debían salir del camino yadentrarse al resguardo de la espesuradel bosque, donde se esconderíandurante el día.

Alzó la vista al estrecho claro quedejaban los árboles sobre sus cabezas.

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Las nubes plomizas ocultaban cualquierrastro de la luna o las estrellas. No teníala menor idea de lo tarde que era o decuánto faltaba para el amanecer.

A duras penas, con los quejidos decada uno de los músculos de las piernas,se puso de nuevo en marcha caminoarriba. El poni, impasible, seguía suspasos detrás de ella. Por un instantevaloró la posibilidad de subirse ellatambién al poni, pero desechórápidamente la idea. Era sólo un ponipequeño y, aunque podía llevar el pesode un jinete y el equipaje de los dos sinqueja alguna, una carga doble enaquellas condiciones lo agotaríaenseguida. Consciente de lo mucho que

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dependía de la pequeña bestia lanuda,muy a su pesar decidió que lo mejorsería que ella continuase a pie. Siagotaba al poni, aquello sería como unasentencia de muerte para Will. Evanlynconseguiría hacerle avanzar, exhausto ydébil como se encontraba.

Continuó con su pesada caminata.Levantaba el pie y lo sacaba de la nieve,lo plantaba con un ligero resbalón alatravesar la creciente capa que cubría elsuelo, compactando la nieve hasta quevolvía a tener un apoyo firme. Izquierdo.Derecho. Izquierdo. Derecho. La bocamás seca que nunca. Los jadeos seguíanformando nubes que permanecíansuspendidas a su espalda en el aire de la

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noche, indicando por un instante elrastro de su paso. Sin pensarlo, comenzóa contar los pasos que daba. No habíarazón para hacerlo. No intentaba medirla distancia de una forma consciente. Setrataba de una reacción instintiva alritmo constante y repetitivo que habíaestablecido. Llegó a doscientos y volvióa empezar. Otra vez llegó y de nuevoempezó de cero. Entonces, tras unascuantas veces más, se dio cuenta de queno tenía ni remota idea de cuántas veceshabía llegado a contar aquellosdoscientos pasos y dejó de hacerlo.Veinte pasos más adelante advirtió queestaba contando de nuevo. Se encogió dehombros. Esta vez, decidió, contaría

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hasta cuatrocientos antes de volver aempezar de cero. Cualquier cosa con talde variar un poco, pensó con humor apesar de todo.

Los gruesos copos de nieve seguíancayendo, seguían acariciándole la cara yle dejaban el pelo totalmente blanco. Elrostro se entumecía y se lo frotóvigorosamente con el dorso de la mano;entonces reparó en que la mano tambiénse le había entumecido y se detuvo pararebuscar en el fardo una vez más.

Había visto unos guantes por allídentro cuando encontró el chaleco paraWill. Los volvió a localizar: unasmanoplas de lana gruesa, sinseparaciones para los dedos y con una

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sola para el pulgar. Se las puso en lasmanos heladas, movió los brazos y sedio palmadas en las costillas y haciaarriba, en las axilas, para estimular lacirculación. Tras unos minutos haciendoesto, sintió un leve cosquilleo alrecuperar la sensibilidad y se puso unavez más en marcha.

El poni se había detenido al hacerloella. Ahora, con paciencia, volvía apisar sobre las huellas de Evanlyn.

Llegó hasta cuatrocientos y de nuevoempezó de cero.

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HVeintiocho

alt echó un vistazo a losgigantescos aposentos a losque les habían llevado.

—Bueno —dijo—, no es gran cosa,pero es un techo.

En realidad, no estaba siendo deltodo justo con aquella afirmación. Seencontraban en la parte alta de la torrecentral del castillo de Montsombre, la

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torre que Deparnieux les dijo quereservaba para su uso exclusivo; y el desus invitados, añadió sardónicamente.La habitación en la que se hallaban eragrande y estaba amueblada de un modobastante confortable. Había una mesa ysillas que servirían bastante bien paralas comidas, al igual que dos butacas demadera de aspecto cómodo situadas aambos lados de la gran chimenea. Dospuertas en lados opuestos de lahabitación daban a dos dormitorios máspequeños, e incluso había un cuarto deaseo con una bañera de cinc y un lavabo.Había un par de tapices medio decentescolgados delas paredes de piedra y unapráctica alfombra que cubría una gran

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porción de suelo. También había unapequeña terraza y una ventana queofrecía una vista del tortuoso senderoque habían seguido para llegar alcastillo y de los bosques más abajo. Laventana no tenía cristales, sólocontraventanas interiores de maderapara proporcionar resguardo del vientoy el frío.

La puerta ponía la única notadiscordante en aquel panorama. No teníapomo por el interior. Su alojamientopodía ser bastante confortable, peroseguían siendo prisioneros a pesar detodo, pensó Halt.

Horace tiró su fardo al suelo y sedejó caer agradecido en una de las

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butacas de madera junto al fuego. Unacorriente de aire frío entraba por laventana, aunque apenas era media tarde.Por la noche haría frío y habríacorrientes de aire, pensó. Pero, poraquel entonces, la mayoría de losaposentos de los castillos sufrían deaquel mal y éste no se encontraba ni porencima ni por debajo de la media.

—Halt —dijo—, me he estadopreguntando por qué Abelard y Tirón nonos avisaron de la emboscada. ¿Noestán adiestrados para presentir cosasasí?

Halt asintió lentamente.—A mí se me ocurrió lo mismo —

dijo Halt—, y supongo que tiene algo

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que ver con tu concatenación devictorias.

El muchacho le miró, sincomprenderlo, y él se explicó.

—Íbamos arrastrando media docenade caballos detrás de nosotros, cargadoscon todas esas armas, y hacían másruido que el carro de un hojalatero. Misuposición es que todo ese ruido quehacíamos ocultó cualquier sonido quelos hombres de Deparnieux pudieranhaber hecho.

Horace frunció el ceño. Él no habíapensado en eso.

—Pero ¿no podían haberlos olido?—preguntó.

—De haber soplado el viento en la

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dirección adecuada, sí; pero soplabadesde nuestra espalda hacia ellos, ¿lorecuerdas? —observó a Horace, queanalizaba con una cierta decepción laincapacidad de los caballos parasuperar unas dificultades taninsignificantes—. A veces —prosiguióHalt—, tendemos a esperar demasiadode las monturas de los montaraces. Alfin y al cabo son humanos.

El rastro más leve de una sonrisa seasomó por su rostro mientras decía esaúltima frase, pero Horace no se percató.Se limitó a asentir y pasó a la siguientepregunta.

—Entonces —dijo—, ¿qué hacemosahora?

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El montaraz se encogió de hombros.Tenía abierto su fardo de equipaje ysacaba algunas cosas: una camisalimpia, su cuchilla y artículos de aseo.

—Esperaremos —dijo—. Noestamos perdiendo tiempo alguno,todavía. Los pasos de montaña deentrada a Skandia estarán obstruidos porla nieve durante al menos un mes más,así que lo mejor que podemos hacer esacomodarnos aquí durante unos pocosdías hasta que veamos qué tiene pensadonuestro aguerrido caballero paranosotros.

Horace se valió de un pie paraquitarse la bota del otro y meneóencantado los dedos, disfrutando de la

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repentina sensación de libertad.—Hay otra cosa —dijo—. ¿Qué

supones que tiene este Deparnieux enmente, Halt?

El hombre canoso dudó un segundo.—No estoy seguro, pero es probable

que muestre sus cartas en algún momentoa lo largo de los próximos días. Creoque tiene una vaga idea de que soy unmontaraz —añadió pensativo.

—¿Tienen montaraces aquí? —preguntó Horace, sorprendido. Élsiempre había supuesto que el Cuerpode Montaraces era algo exclusivo deAraluen. Entonces, cuando Halt hizo ungesto negativo con la cabeza, se diocuenta de que su suposición era

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correcta.—No, no tienen —respondió Halt—,

y siempre nos hemos tomado nuestrasmolestias para que no se corrademasiado la voz. Nunca se sabe si seva a acabar o no entrando en guerra conalguien —añadió—. Pero, claro, esimposible mantener algo así como unsecreto absoluto, así que puede haberoído algo al respecto.

—¿Y si lo ha hecho? —preguntóHorace—. Creí que en un principioestaba solo interesado en nosotrosporque quería combatir conmigo, yasabes, como tú dijiste.

—Probablemente, ése era el caso alprincipio —reconoció Halt—, pero

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ahora se ha olido algo y me parece queintenta descubrir cómo me puedeutilizar.

—¿Utilizarte? —repitió Horace conel ceño fruncido ante la idea. Halt hizoun gesto de desdén.

—Así es como suele pensar la gentecomo él —le contó al muchacho—.Siempre están intentando ver cómo darlela vuelta a la situación en su propiobeneficio; y creen que se puede comprara todo el mundo si el precio es eladecuado. Oye, ¿te importaría ponerteotra vez esa bota? —añadió en tonoamable—. El volumen de aire frescoque entra por la ventana es limitado y tuscalcetines tienen un olor un poco fuerte,

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por decirlo de manera suave.—¡Lo siento! —dijo Horace, que se

volvió a poner la bota de un tirón. Ahoraque Halt lo mencionaba, se daba cuentade que había un olor bastante fuerte en lahabitación—. ¿Y no juran sus votos loscaballeros de este país? —preguntó,volviendo al tema de su captor—. Loscaballeros juran ayudar a los demás,¿no? Se supone que no «utilizan» a lagente.

—Sí juran los votos —le contó Halt—. Que los cumplan es una cosatotalmente distinta, y la idea de que loscaballeros ayudan a la gente común esalgo que sólo funciona en un lugar comoAraluen, donde tenemos un rey fuerte.

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Aquí, si tienes el poder suficiente, bienpuedes hacer lo que te plazca.

—Ya, pero eso no está bien —murmuró Horace. Halt estaba deacuerdo con él, pero no parecíaadelantar nada diciéndoselo.

—Sólo has de tener paciencia —ledijo entonces a Horace—. No hay nadaque podamos hacer para acelerar losacontecimientos. Dentro de muy pocodescubriremos lo que quiereDeparnieux. Mientras tanto, será mejorque nos relajemos y nos lo tomemos concalma.

—Otra cosa… —añadió Horaceignorando el comentario de sucompañero—. No me gustaron esas

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jaulas junto al camino. Ningún auténticocaballero castigaría a nadie de esemodo, por muy malo que fuese su delito.Esas cosas eran terribles. ¡Es inhumano!

Halt levantó la vista al encuentro dela honesta mirada del muchacho. Nohabía nada que él le pudiese ofrecer amodo de consuelo.

«Inhumano» era una descripción muyoportuna de aquel castigo.

—Sí —le dijo por fin—. A mítampoco me gustan. Me parece que,antes de que nos marchemos de aquí, miquerido señor Deparnieux tendrá quedar algunas explicaciones a eserespecto.

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Aquella noche cenaron con el caudillo.La mesa era inmensa, con sitio para unostreinta comensales o más, y los tresparecían empequeñecidos por el espaciovacío que les rodeaba. Los mozos y lasdoncellas del servicio se apresurabancon sus tareas y traían raciones extra decomida y vino según se les requería.

La comida no era ni buena ni mala,lo cual sorprendió un poco a Halt. Lacocina gálica tenía reputación de serexótica e incluso extravagante. El simplemenú que les sirvieron parecía indicarque aquella reputación era infundada.

Lo que sí notó fue que el personaldel servicio llevaba sus tareas a cabo

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con la mirada baja, evitando el contactovisual con cualquiera de los trescomensales. En la sala había unpalpable aire de temor que se acentuabacuando cualquiera de los siervos teníaque acercarse a su señor para servirlecomida o rellenarle la copa de vino.

Halt percibió que Deparnieux nosólo era consciente de la atmósfera detensión, sino que en realidad disfrutabacon ella. Una media sonrisa desatisfacción se dibujaba en sus labioscrueles siempre que alguno de loscriados se acercaba a él desviando lamirada y conteniendo la respiraciónhasta que finalizaba la tarea.

Hablaron muy poco durante la cena.

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Deparnieux parecía conformarse conobservarlos, de un modo muy parecidoal de un crío que observa un bicho queha atrapado, interesante y desconocidohasta entonces. En aquellascircunstancias, ni Horace ni Halt sentíanninguna inclinación a ofrecerle unacharla informal.

Cuando hubieron terminado y loscriados recogieron la mesa, el caudilloexpresó por fin lo que le rondaba por lacabeza. Dedicó una mirada de desdén aHorace e hizo un gesto lánguido con lamano en dirección ala escalera quesubía a sus aposentos.

—No te retengo más, chico Tienesmi permiso para retirarte.

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Horace, ligeramente enojado por eltono descortés, lanzó una rápida miradaa Halt y vio el pequeño gesto deasentimiento del montaraz. Se puso enpie intentando conservar su dignidad sinmostrar su turbación al caballero negro.

—Buenas noches, Halt —dijo en untono bajo, y Halt volvió a asentir.

—Hasta mañana, Horace —respondió.

El aprendiz se irguió, miró aDeparnieux a los ojos, se dio mediavuelta con brusquedad y abandonó laestancia. Dos de los guardias armadosque se encontraban de pie junto a laescalera se pusieron en marchainmediatamente detrás de él y lo

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escoltaron escaleras arriba.Era un simple gesto, pensaba Horace

mientras subía a sus aposentos, yprobablemente infantil; pero ignorar alseñor del castillo de Montsombre alabandonar la sala le hacía sentirse unpoco mejor.

Deparnieux aguardó hasta que sehubo apagado el sonido de los pasos deHorace en la escalera engalanada conbanderas. Entonces, retiró un poco susilla de la mesa y lanzó una miradacalculadora sobre el montaraz.

—Bueno, señor Halt —dijo contranquilidad—, ya es hora de quetengamos una charla.

Halt frunció la boca.

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—¿Sobre qué? —preguntó—. Metemo que no soy nada bueno para loscotilleos.

El caudillo esbozó una sonrisa.—Estoy seguro de que vais a ser un

invitado divertido —dijo—. Y ahora,contadme, ¿quién sois?

Halt se encogió de hombros conindiferencia. Jugueteaba con la copacasi vacía que había sobre la mesa,delante de él. La giraba para acá y paraallá y observaba la forma en que elcristal tallado capturaba la luz queemitía el fuego en la esquina de la sala.

—Soy una persona normal ycorriente —le dijo—. Me llamo Halt,soy de Araluen y viajo con sir Horace.

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No hay mucho más que contar enrealidad.

La sonrisa permanecía fija en elrostro de Deparnieux mientrascontinuaba evaluando al hombrebarbudo que tenía sentado frente a sí.Parecía bastante insulso, eso sí que eracierto; vestía una ropa sencilla, rayandolo monótono, de hecho. Llevaba el peloy la barba mal cortados. Tenían elaspecto de habérselos cortado él mismocon un cuchillo de caza, pensóDeparnieux sin saber que tan sólo erauno más de entre los muchos quepensaban exactamente lo mismo de Halt.

Era también un hombre de cortaestatura. Su cabeza apenas llegaba a la

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altura del hombro del caudillo; pero eramusculoso, sin embargo, y a pesar de lascanas de su pelo y su barba, estaba enunas condiciones físicas excelentes.Aunque había algo en su mirada, oscura,firme y calculadora, que echaba portierra la afirmación que acababa dehacer acerca de lo corriente de supersona. Deparnieux se jactaba deconocer bien la mirada de un hombreque estaba acostumbrado a dar órdenes,y aquél la tenía, sin duda.

Había algo más en su conjunto. Noera habitual ver a un hombre con eseinconfundible aire de mando y que nofuera armado como un caballero. El arcoera el arma de un plebeyo, a los ojos de

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Deparnieux, y nunca había visto antesaquella vaina de dos cuchillos. Habíatenido la oportunidad de estudiar ambospuñales; el más grande le recordaba alos pesados saxes que llevaban losskandians. El pequeño, tan afilado comosu compañero, tenía un equilibrioexcelente para lanzarlo. Unas armas, sinduda, poco habituales para un mandomilitar, pensó Deparnieux.

La extraña capa también lefascinaba. Estaba estampada con unasmanchas irregulares de color gris y decolor verde, y no era capaz deencontrarle un motivo a tal diseño. Laprofunda capucha servía bien a losefectos de ocultar el rostro de aquel

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hombre cuando se la ponía. En variasocasiones durante la cabalgata hastaMontsombre, el caballero gálico habíanotado que la capa parecía fundirse conel paisaje boscoso de forma que suportador casi desaparecía de la vista, yal momento se pasaba esa ilusión óptica.

Deparnieux, como muchos de suscompatriotas, era algo más que un pocosupersticioso. Tenía la sospecha de quelas extrañas propiedades de la capapodían ser algún tipo de hechizo.

Era esta última idea la que le habíallevado a su ambigua forma de tratar aHalt. El caudillo sabía que no leconvenía enemistarse con hechiceros,así que había tomado la determinación

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de jugar sus cartas con cuidado hastaque supiese exactamente qué podíaesperar de aquel hombre bajo ymisterioso. Y, de demostrarse que Haltno tenía oscuros poderes, siempretendría la posibilidad de convencerlepara que usase sus otros talentos paralos fines de Deparnieux.

Si no, y llegado el momento, elcaudillo siempre podría matar a los dosviajeros como le complaciese.

Se percató de que había estado ensilencio por un tiempo tras la últimaafirmación de Halt. Tomó un sorbo devino e hizo un gesto negativo con lacabeza ante las opiniones que éste habíaexpresado.

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—De ningún modo corriente, creoyo —dijo—. Vos me interesáis, Halt.

El montaraz se encogió de hombrosotra vez.

—No veo el porqué —le contestó enun tono amable.

Deparnieux giraba su copa de vinoentre los dedos. Se produjo un tímidogolpeteo en la puerta y el responsable delos criados se adentró en la salapidiendo disculpas y un pocoatemorizado. Había aprendido por supropia y amarga experiencia que suseñor era un hombre peligroso eimpredecible.

—¿Qué pasa? —dijo Deparnieux,molesto por la interrupción.

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—Ruego me disculpéis, mi señor,pero me preguntaba si desearíais algomás.

Deparnieux estaba a punto dehacerle marchar cuando se le ocurrióalgo. Resultaría un interesanteexperimento provocar a aquel extrañoaraluense, pensó, para ver por dóndesalía.

—Sí —dijo—. Manda venir a lacocinera.

El criado vaciló, perplejo.—¿La cocinera, mi señor? —repitió

—. ¿Deseáis algo más de comer?—¡Deseo que venga la cocinera,

idiota! —le gruñó Deparnieux. El criadodio un respingo hacia atrás.

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—De inmediato, mi señor —dijo, yse retiró nervioso hacia la puerta.Cuando se hubo marchado, el caudillosonrió a Halt.

—Es casi imposible encontrar unbuen servicio en estos tiempos —afirmó. Halt le miró con desprecio.

—Debe de ser un problemaconstante para vos —dijo sin alterarse.Deparnieux le miró de un modopenetrante, intentando hallar cualquierrastro de sarcasmo en sus palabras.

Permanecieron sentados en silenciohasta que llamaron a la puerta y entró elcriado. La cocinera le seguía unos pasosmás atrás, retorciendo las manos en eldobladillo del delantal por los nervios.

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Era una mujer de mediana edad quemostraba en el rostro la tensión queproducía el trabajar en la casa deDeparnieux.

—La cocinera, mi señor —anuncióel criado.

Deparnieux no dijo nada. Se quedómirando fijamente a la mujer, del mismomodo que una serpiente mira a unpajarillo. Conforme crecía el silencio,los restregones del delantal eran cadavez más y más evidentes. Finalmente, lamujer no lo pudo aguantar más.

—¿Hay algún problema, mi señor?—Comenzó a decir—. ¿No estaba lacomida…?

—¡Tú, guarda silencio! —gritó

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Deparnieux levantándose de la silla yseñalándola enfadado con el dedo—.¡Yo soy el señor aquí! ¡Tú no hablasante mí! ¡Así que guarda silencio, mujer!

Los ojos de Halt se entrecerraronmientras observaba la desagradableescena. Sabía que todo aquello era porél; tenía la sensación de que Deparnieuxquería ver cómo podría reaccionar. Pormuy frustrante que pudiera ser, no habíanada que Halt pudiese hacer para ayudara la mujer en aquel momento.Deparnieux le echó un vistazo fugaz yconfirmó sus sospechas al ver que elhombre de corta estatura estaba tantranquilo como siempre. Retomóentonces su asiento y volvió sobre la

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infortunada cocinera.—Las verduras estaban frías —dijo

por fin.La expresión de la mujer era de

temor y de perplejidad a partes iguales.—No puede ser, mi señor. Las

verduras estuvieron…—¡Frías, te digo! —la interrumpió

Deparnieux. Se volvió entonces a Halt—. Estaban frías, ¿no es así? —Le pusoa prueba.

—Las verduras estaban bien —dijoHalt sin alterarse. Pasara lo que pasase,él debía mantener cualquier señal de irao de indignación fuera de su tono de voz.Deparnieux esbozó su leve sonrisa.Volvió a mirar a la cocinera.

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—¿Ves lo que has hecho? —le dijo—. No sólo me has avergonzado a mídelante de un invitado, sino que le hasobligado a él a mentir en tu nombre.

—Mi señor, de verdad, yo no…Deparnieux la detuvo con un

imperioso movimiento de la mano.—Me has decepcionado y has de

recibir un castigo —dijo. El rostro de lamujer se puso lívido por el miedo. Enaquel castillo, los castigos no eran pocacosa.

—Por favor, mi señor. Por favor, meesforzaré más, lo prometo —balbuceabaen un intento por evitar que dictase sucastigo. Dirigió una mirada suplicante aHalt—. Por favor, señor, decidle que yo

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no tenía esa intención —le rogó.—Dejadla ir —dijo por fin el

montaraz.Deparnieux ladeó la cabeza,

expectante.—¿O? —le desafió. Aquí estaba su

oportunidad de evaluar los poderes desu prisionero; o su carencia de ellos. Sirealmente fuera un hechicero, entoncesquizás pudiese mostrar ahora sus cartas.

Halt podía ver lo que estabapensando el caballero. Había en él unaire de expectación mientras observabaa Halt atentamente. El montaraz se diocuenta, muy a su pesar, de que no seencontraba en situación de plantearamenazas, así que probó por otro

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camino.—¿O? —repitió Halt con un gesto

de indiferencia—. ¿O qué? La cuestiónes insignificante. Ella no es más que unasirviente torpe que no se merece nivuestra atención ni la mía.

El caudillo, pensativo, se pasó undedo por los labios. La aparente falta deinterés de Halt podía ser real. O podíaser simplemente una forma deenmascarar su carencia de poderes. Elprincipal motivo para la duda en lacabeza de Deparnieux era el hecho deque no se podía creer que cualquierpersona con poder o autoridad prestasealgo más que una atención de pasada aun siervo. Halt podía estar echándose

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atrás. O podía, de verdad, nopreocuparle aquello lo bastante comopara hacer de ello un incidente.

—Sin embargo —replicó vigilandoa Halt—, debe recibir un castigo.

Miró entonces al criado. El hombrese había quitado de en medio, junto a lapared, en un intento por pasar tandesapercibido como fuera posiblemientras todo aquello proseguía.

—Tú castigarás a esta mujer —ledijo—. Es una holgazana, unaincompetente y ha avergonzado a suseñor.

El criado hizo una reverenciaobediente.

—Sí, mi señor. Por supuesto, mi

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señor. Esta mujer recibirá su castigo —dijo. Deparnieux arqueó las cejas en ungesto de asombro fingido.

—¿En serio? —le dijo—. ¿Y cuálserá ese castigo?

El criado vaciló. No tenía ni idea delo que el señor tenía en mente. Decidióque, en cualquier caso, lo mejor seríapecar de duro.

—¿Latigazos, mi señor? —respondió, y como Deparnieux parecióestar de acuerdo, prosiguió con unamayor seguridad—: Será azotada.

Pero ahora el caudillo negaba con lacabeza y en la despejada frente delcriado aparecieron unos goterones desudor.

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—No —dijo Deparnieux en un tonosuave como la seda—. Tú serás azotado.Ella será enjaulada.

Sin posibilidad de intervenir, Haltpresenciaba el desarrollo de aquellaescena cruel ante sus ojos. La cara delcriado se arrugó de miedo al oír que ibaa ser azotado, pero la mujer, al escucharsu castigo, cayó hundida al suelo conuna máscara de desesperación en elrostro. Halt recordó el tortuoso caminopor el que habían llegado a Montsombrecon aquellos pobres desgraciadossuspendidos en las jaulas de hierro. Sesintió asqueado por el tirano vestido denegro que tenía frente a sí. Se puso enpie bruscamente y su silla se tambaleó y

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se volcó contra las losas de piedra delsuelo por el empujón que recibió.

—Me voy a la cama Ya he tenidobastante.

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EVeintinueve

vanlyn no tenía ni idea decuánto tiempo llevabansubiendo a trompicones por el

sendero cubierto de nieve. El poniavanzaba con dificultad, la cabeza gachay sin quejarse, con un Will que setambaleaba sobre él y gemía en vozbaja. La misma Evanlyn marchababamboleándose de forma mecánica,

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generando un crujido con los pies alaplastar la nieve recién caída.

Por fin se dio cuenta de que no podíaseguir avanzando. Se detuvo y buscó unlugar donde refugiarse el resto de lanoche.

El viento del norte, predominante alo largo de los días anteriores, habíaapilado una capa gruesa de nieve en lacara expuesta de los pinos y habíadejado su correspondiente vacío en lacara resguardada. Las ramas bajas delos árboles más grandes se extendíansobre aquellos huecos y creaban unespacio a cubierto bajo la superficie dela nieve. No sólo estarían a resguardodel mal tiempo mientras seguía cayendo

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la nieve, sino que aquel agujeroprofundo les ocultaría de las miradasfortuitas de aquellos que transitasen porel camino.

Desde luego que no se trataba delescondite ideal, pero era el mejordisponible. Evanlyn guió al poni fueradel sendero y se dirigió a uno de losárboles más grandes, situado a unas treso cuatro hileras del camino.

Casi de inmediato, se hundió en lanieve hasta la cintura, pero se abriópaso a tirones con el poni a su espaldapor el surco que ella iba abriendo. Lecostó casi sus últimas fuerzas, aunqueconsiguió por fin llegar hasta elprofundo hueco detrás del árbol. El poni

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vaciló y después la siguió. Will tuvo almenos la presencia de ánimo necesariapara agacharse sobre el cuello del poniy así evitar verse descabalgado por lasenormes ramas del pino que sobresalíancargadas de nieve.

El espacio bajo el árbol erasorprendentemente grande y había sitiode sobra para los tres. Con laconjunción de su calor corporal en aquelespacio más o menos cerrado, no hacíani de lejos el frío que ella habíaimaginado que podía hacer. El fríoseguía siendo intenso, claro está, perono como para temer por sus vidas.Ayudó a Will a bajarse del poni y leindicó que se sentara. Lo hizo en el

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suelo, tiritando, con la espalda contra laáspera corteza del árbol. Ella, mientras,buscó en el fardo y encontró dos mantasgruesas de lana. Las colocó rodeandolos hombros de Will, se sentó despuésunto a él y tiró de la lana para taparsetambién ella. Tomó una de las manos delmuchacho entre las suyas y le frotó losdedos. Al tacto parecían de hielo. Lesonrió para darle ánimos.

—Vamos a estar bien ahora —ledijo a Will—. Muy bien.

Él la miro y ella, por un instante,pensó que lo había entendido, pero sedio cuenta de que tan sólo estabareaccionando al sonido de su voz.

Tan pronto como pareció que él

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había entrado un poco en calor y que sutiritona se había reducido a algúnocasional espasmo que otro, Evanlynsalió de debajo de la manta y se puso enpie para soltar los arreos de la silla delponi. El animal gruñó y bufó de alivioen cuanto se soltaron las cinchas de supanza y, a continuación, descendiólentamente sobre sus rodillas y se tumbóen el refugio.

Quizás, en aquella tierra cubiertapor la nieve, los caballos estuviesenadiestrados para aquello. Ella no losabía; pero el poni recostado ofrecía unsitio caliente para que ambos se echasena descansar. Arrastró al dócil muchachodesde el tronco del árbol y lo

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reacomodó, tumbado sobre la panzacaliente del caballo. Después,envolviéndose de nuevo en las mantas,Evanlyn se acurrucó junto a él. Con elcalor corporal del poni se estaba en lagloria. Lo podía notar en la parte bajade la espalda y, por vez primera enhoras, sintió el calor. La cabeza deEvanlyn acabó apoyándose en el hombrode Will y la muchacha se quedódormida.

En el exterior, los gruesos copos denieve seguían cayendo de las nubesbajas.

En el transcurso de treinta minutos,todo rastro de su paso por la gruesacapa de nieve había quedado borrado.

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A la mañana siguiente, hizo falta uncierto tiempo para que la noticia de quedos de los esclavos se habían marchadollegase hasta Erak.

No resultaba en absolutosorprendente, pues un suceso comoaquél no era considerado de lasuficiente importancia como paramolestar a uno de los jarls de mayorrango. De hecho, a Borsa, quien sí habíasido informado de la desaparición de lachica, se le ocurrió mencionárselo tansólo después de que uno de los esclavosde la cocina recordara que Evanlynhabía pasado los días previos

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lamentándose de su posible destino alservicio personal de Erak.

Y así fue que sólo le mencionó elhecho de pasada, cuando vio al barbudocapitán salir del comedor después de undesayuno tardío.

—Esa maldita chica tuya se ha ido—dijo entre dientes al cruzarse conErak. Como hilfmann, por supuesto,Borsa había sido informado de ladesaparición de la esclava en cuanto elresponsable de la cocina lo habíadescubierto. Después de todo,encargarse de aquellos inconvenientesadministrativos formaba parte deltrabajo del hilfmann.

Erak le miró con una cara

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inexpresiva.—¿Chica mía?Borsa hizo un gesto de impaciencia

con la mano.—La araluense que tú trajiste. La

que ibas a tener a tu servicio. Al parecerse ha largado.

Erak torció el gesto. Sintió que seríanormal parecer un poco molesto ante talgiro de los acontecimientos.

—¿Adónde? —preguntó, y Borsarespondió irritado encogiendo loshombros.

—¿Quién sabe? No hay donde huir, yanoche la nieve caía a manta. No hayrestos de huellas por ningún lado.

Y, ante aquellas noticias, Erak soltó

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en su interior un suspiro de alivio. Esaparte de su plan había tenido éxito, almenos. Sus siguientes palabras, sinembargo, ocultaron la satisfacción quesentía en lo más profundo de su ser.

—¡Pues encontradla! —Le soltóirritado—. ¡Yo no crucé elVentiscablanca con ella a cuestas paraque tú te pudieras dedicar a perderlaahora!

Y dio media vuelta y se alejó consus grandes zancadas. Al fin y al cabo,él era un jarl de alto rango y un lídermilitar. Borsa podría ser el hilfmann y eladministrador mayor de Ragnak, pero enuna sociedad guerrera como aquélla elrango de Erak era superior al de Borsa

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por un margen significativo.Borsa se quedó mirando cómo se

retiraba y soltó una maldición, pero lohizo en voz baja. Él no sólo eraconsciente de la situación relativa de susrangos, sino que también sabía que quieninsultaba a un jarl a la cara era uninsensato; o por la espalda, como era elpresente caso. Erak tenía fama deemprenderla a golpes con su hacha decombate ante la más leve de lasprovocaciones.

El recuerdo del viaje de Erak desdeAraluen con la muchacha le trajo el otroesclavo a la mente, el muchacho quehabía sido aprendiz de montaraz. Sehabía enterado de que la chica estuvo

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preguntando por él los días previos.Entonces, con el balanceo de su gruesoabrigo de pieles, se dirigió hacia lapuerta y al establo de los esclavos delpatio.

Con la nariz arrugada por el apestosoolor de los cuerpos desaseados, Borsase encontraba de pie frente a la entradadel establo de los esclavos del patio einterrogaba al avergonzado miembro delcomité que tenía ante sí.

—¿Tú no le viste irse? —lepreguntó con incredulidad.

El esclavo meneó la cabeza con losojos clavados en el suelo. Su conducta

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era una muestra de su culpabilidad.Borsa estaba seguro de que él habíaoído o visto escapar al otro esclavo yque no había hecho nada al respecto.Visiblemente enfadado, se volvió alguardia que tenía a su lado.

—Azotadle —dijo sin más, yregresó al edificio principal delpabellón.

Apenas una hora después recibieronla información acerca del esquife quefaltaba. El extremo de la amarra,cortado con un cuchillo, hablaba por sísolo. Dos esclavos desaparecidos, unbote desaparecido. La conclusión eraobvia. De un modo sombrío, Borsapensó en las posibilidades de sobrevivir

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en el Ventiscablanca en aquella épocadel año y en un bote abierto; y enespecial, cerca de la costa.

Al contrario de lo que pudieraparecer, los fugitivos habrían tenido másposibilidades de sobrevivir en marabierto. Cerca de la costa, empujadospor los vientos predominantes y el fuerteoleaje, sería un milagro si no seestampaban contra la costa rocosa antesde haber navegado cinco millas.

—Buen viaje —refunfuñó, y despuésdio la orden de hacer regresar a laspatrullas que había enviado a rastrearlos senderos de las montañas, hacia elnorte.

Más adelante aquel día, Erak oyó a

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dos esclavos hablar en voz baja sobrelos dos araluenses que habían robado unbote y habían intentado escapar. Haciael mediodía, las partidas de rastreoregresaron de las montañas. Loshombres estaban obviamenteagradecidos por hallarse de vuelta de lagruesa capa de nieve y el cortante vientoque se había levantado poco después delamanecer.

Aquello le levantó el ánimo. Almenos, ahora, los fugitivos estarían asalvo hasta la primavera.

Siempre que consiguieran encontrarla cabaña allí arriba, pensó poniendolos pies en la tierra, antes de morircongelados en el intento.

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LTreinta

a vida en el castillo deMontsombre había adoptado unpatrón. Su anfitrión, el caudillo

Deparnieux, sólo veía a sus dos maldispuestos invitados cuando él quería, locual solía suceder hacia la hora de lacena, una o dos veces a la semana.También coincidía, por lo general, conaquellas ocasiones en que se le había

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ocurrido alguna nueva forma de acosar aHalt, o de intentar picarle.

El resto del tiempo, los dosaraluenses permanecían confinados ensu habitación de la torre, aunque cadadía les permitían salir un rato al patiodel castillo a realizar ejercicio bajo ladesconfiada vigilancia que más o menosuna docena de hombres armados ejercíasobre ellos desde la torre. Varias veceshabían preguntado si podían salir de lasmurallas del castillo y quizás recorrerparte de la meseta.

No esperaban una respuestadiferente de la que recibieron, que fueun pétreo silencio del sargento de laguardia asignado a su vigilancia, pero

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aun así resultaba en extremo frustrante.Horace caminaba ahora arriba y

abajo por la terraza, en lo alto de latorre central del castillo.

Dentro, Halt se encontraba sentadoen la cama con las piernas cruzadas ydaba los toques finales a un arco nuevoque estaba haciendo para Will. Llevabatrabajando en él desde que pisaron tierraen Gálica. Había seleccionadocuidadosamente las tiras de madera, lashabía encolado y atado con firmeza demanera que sus vetas dispares y formanatural quedasen opuestas las unas a lasotras y modelasen el conjunto formandouna suave curva. A continuación unióotras dos piezas similares aunque más

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pequeñas al cuerpo principal del arco,una a cada extremo, para darle la formarecurvada que deseaba.

El día que llegaron a Montsombre,Deparnieux vio las piezas en el equipajede Halt, pero no había visto motivo paraconfiscárselas. Sin flechas, un arco amedio hacer seguía sin ser una amenazapara él.

El viento se arremolinaba alrededorde las torres del castillo y aullaba alpasar entre las figuras de las gárgolasesculpidas en la piedra. Debajo de laterraza, una familia de grajos volaba yplaneaba con el viento, entrando ysaliendo de su nido, situado en unagrieta de la dura pared de granito.

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Horace siempre se mareaba un pocoal mirar hacia abajo para ver cómovolaban los pájaros. Se apartó de labarandilla y se arropó con la capa paraprotegerse del viento. El aire traíaconsigo la amenaza de lluvia y, desde elnorte, acarreaba unas nubes oscurasdirectas hacia ellos. Era la media tardede otro día de invierno en Montsombre.El bosque que se extendía a sus pies eragris y monótono: desde aquella alturaparecía una alfombra áspera.

—¿Qué vamos a hacer, Halt? —preguntó Horace, y su compañero dudóantes de responder. No es que noestuviera seguro de la respuesta en sí,más bien no estaba seguro de cómo la

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encajaría su joven amigo.—Esperar —se limitó a decir, y de

inmediato vio la frustración en los ojosde Horace. Sabía que el muchachoaguardaba algo que precipitase losacontecimientos con Deparnieux.

—¡Pero Deparnieux está torturandoa la gente! ¡Y nosotros aquí sentadosmirando cómo lo hace! —dijo elmuchacho con enfado. De aquelexmontaraz lleno de recursos esperabaalgo más que la simple orden demantener la espera.

La inactividad forzosa estabaresultando irritante para Horace. Nollevaba bien el aburrimiento y lafrustración de la vida cotidiana del

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castillo de Montsombre. Estabaadiestrado para la acción y queríaactuar. Sentía la necesidad de haceralgo, lo que fuese.

Deseaba castigar a Deparnieux porsu crueldad. Deseaba disponer de unaoportunidad para hacerle tragar suscomentarios sarcásticos.

Por encima de todo, deseaba salir deMontsombre y ponerse de nuevo encamino en busca de Will.

Halt aguardó hasta que juzgó queHorace se había calmado un poco.

—También es el señor de estecastillo y tiene unos cincuenta hombres asu entera disposición. Yo creo que esoes un poco más de lo que nosotros

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podemos manejar con cierta comodidad.Horace cogió un trozo de granito

suelto de la pared en una de las esquinasde la barandilla y lo lanzó lejos, alvacío. Lo vio caer y describir una curvahacia las murallas del castillo hasta quelo perdió de vista.

—Lo sé —dijo taciturno—, pero megustaría poder hacer algo.

Halt levantó la vista de su tarea.Aunque él lo ocultaba, su frustración eraaún más aguda que la de Horace. Siestuviese solo, Halt podría escapar deaquel castillo con la mayor de lasfacilidades. Pero para llevarlo a cabotendría que abandonar a Horace, y esono era capaz de hacerlo. En cambio, se

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encontraba dividido entre dos lealtadesen conflicto: hacia Will por un lado, yhacia el muchacho que con tantagenerosidad había escogidoacompañarle en busca de un amigo.

Sabía que Deparnieux no tendríapiedad con Horace si él se escapaba. Almismo tiempo, hasta el último pelo de sucuerpo se moría por ponerse en caminoy andar tras su aprendiz. Volvió a bajarla vista al arco casi terminado con elcuidado de mantener cualquier rastro desu frustración bien alejado de su tono devoz.

—Me temo que es a nuestro anfitrióna quien le toca mover ficha ahora —ledijo a Horace—. No está seguro de qué

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hacer conmigo. No está seguro de si yopuedo serle útil, y mientras se sientainseguro, estará en guardia. Eso lo hacepeligroso.

—Entonces no cabe duda de quepodremos combatir contra él, ¿no? —preguntó Horace, pero Halt hizo unmarcado gesto negativo con la cabeza.

—Yo preferiría que se relajara unpoco —le dijo—. Preferiría que pensaseque no somos tan peligrosos, o tanútiles, como él había supuesto en unprincipio. Puedo notar que estáintentando formarse una opinión sobremí. Aquel asunto de la cocinera era unaprueba para mí.

Las primeras gotas de agua

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salpicaron contra las losas de piedra.Horace miró al cielo y se sorprendió aldarse cuenta de que las nubes, que tanlejanas parecían tan sólo unos minutosantes, ya se deslizaban sobre su cabezaempujadas por el viento.

—¿Una prueba? —repitió.Halt torció el gesto en una mueca.—Quería ver qué hacía yo al

respecto. Puede que quisiese ver lo quepodía hacer yo al respecto.

—¿Y no hiciste nada? —le dijoHorace en tono contestatario, y alinstante lamentó sus palabrasapresuradas. Halt, sin embargo, no seofendió. Miró al muchacho a los ojoscon firmeza, sin decir nada. Finalmente,

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Horace bajó la vista y murmuró—: Losiento, Halt.

El montaraz asintió y aceptó ladisculpa.

—No había mucho que pudierahacer, Horace —le explicó conamabilidad—, nada mientrasDeparnieux siguiese alerta y en guardia.No es ése el momento de entrar enacción contra un enemigo. Me temo —añadió a modo de advertencia— que laspróximas semanas nos van a traer máspruebas de éstas.

Aquello atrajo la atención de Horacede inmediato.

—¿Qué crees que está preparando?—Ignoro los detalles —dijo Halt—,

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pero puedes apostar porque nuestroamigo Deparnieux llevará a cabo másacciones desagradables tan sólo paraver qué hago yo al respecto —de nuevo,el exmontaraz hizo una mueca—. Lacuestión es que, cuanto menos haga yo,más se relajará él y menos precaucionestomará conmigo.

—¿Y es eso lo que quieres? —preguntó Horace, que empezaba aentenderlo, y Halt respondió conseriedad.

—Eso es lo que quiero —dijo. Miróa las nubes oscuras que pasaban a todaprisa sobre sus cabezas—. Ahora entraantes de que te empapes —sugirió.

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La lluvia estuvo yendo y viniendodurante la siguiente hora. Llevada por elviento de forma casi horizontal, entrópor los huecos de las ventanas de lashabitaciones, cuyos ocupantes habíanolvidado cerrar las contraventanas demadera.

Una hora antes del anochecer seabrió un claro en el cielo cuando elsempiterno viento se llevó las nubeshacia el sur. El sol, ya a baja altura, seabrió paso desde el oeste entre las nubesde tormenta que se dispersaban,formando un paisaje espectacular.

Los dos prisioneros observaban lapuesta de sol desde la terraza cuando

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oyeron un alboroto debajo de ellos.Un jinete solitario se hallaba frente a

la puerta principal y golpeaba conFuerza la campana gigante de latón quecolgaba allí de un poste. Llevabaatuendo de caballero, con escudo,espada y lanza. Podían ver que erajoven, probablemente uno o dos añosmayor que Horace.

El recién llegado dejó de dar golpesa la campana y se llenó los pulmones deaire para gritar. Hablaba en gálico, omás bien gritaba, y Horace no tenía niidea de lo que decía aunque tenía laseguridad de haber oído el nombre«Deparnieux».

—¿Qué dice? —le preguntó a Halt, y

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el montaraz levantó una mano para quese callase conforme oía las últimaspalabras del caballero.

—Está desafiando a Deparnieux —dijo con la cabeza ladeada hacia unhombro para distinguir las palabras queprofería el extraño caballero con másclaridad. Horace hizo un gesto deimpaciencia.

—¡Eso ya lo había entendido yo! —replicó con una cierta aspereza—. Pero¿por qué?

Halt le pidió silencio con la manocuando el recién llegado continuógritando. El tono era de un gran enfado yresultaba difícil distinguir las palabrasya que éstas iban y venían con los

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golpes de viento.—Por lo que he podido entender —

dijo Halt despacio—, nuestro amigoDeparnieux asesinó a la familia de estehombre mientras él se hallaba fuera enuna de sus andanzas. Son muyaficionados a las andanzas aquí enGálica.

—¿Y qué fue lo que pasó? —Quisosaber Horace, pero el montaraz sólopudo encogerse de hombros comorespuesta.

—Al parecer, Deparnieux quería lastierras de aquella familia, así que selibró de los padres del joven —escuchóun poco más y dijo—: Eran unosancianos y estaban relativamente

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indefensos.Horace gruñó.—Eso suena muy del estilo del

Deparnieux que nosotros conocemos.El caballero dejó de gritar de forma

brusca, dio media vuelta a su caballo yse alejó trotando de la puerta a la esperade una reacción. Durante unos pocosminutos, no hubo ninguna señal de quealguien aparte de Horace y Haltestuviese prestando la más mínimaatención. Entonces se abrió de golpe unapuerta en el grueso muro y emergió unafigura con armadura negra a lomos de uncaballo de color negro azabache.

Deparnieux trotó despacio hasta unaposición a unos cien metros del otro

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caballero. Permanecieron enfrentadosmientras el joven repetía su desafío.Horace y Halt pudieron ver cómo en lasmurallas del castillo los hombres deDeparnieux tomaban posiciones deprivilegio para presenciar el combate.

—Buitres —masculló Halt al verlos.El caballero vestido de negro no

respondió. Se limitó a utilizar el bordesuperior del escudo para cerrar el visorde su yelmo. Aquello fue suficiente parasu retador. Cerró su visor de un golpe yclavó las espuelas a su caballo.Deparnieux hizo lo mismo y cargaron eluno contra el otro, con las lanzas enposición de ataque.

Incluso en la distancia, Halt y

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Horace podían ver que el jovencaballero no era muy bueno. Su montaresultaba poco elegante y la posición delescudo y la lanza eran torpes. A medidaque se iban aproximando con un sonidoatronador, en contraste, Deparnieuxparecía totalmente coordinado ycapacitado de un modo aterrador.

—Esto no pinta bien —dijo Horacecon preocupación.

Chocaron con un gran estruendo queresonó por los muros del castillo. Lalanza del joven caballero, mal colocaday con un ángulo incorrecto, se hizoañicos. En cambio, la de Deparnieuxalcanzó de lleno el escudo de suoponente, que se tambaleó en la silla.

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De un modo muy extraño, Deparnieuxpareció perder el agarre de su lanza, quecayó sobre la hierba detrás de él altiempo que daba media vuelta a sucaballo para el paso de vuelta. Por uninstante, Horace sintió un rayo deesperanza.

—¡Está herido! —dijo conentusiasmo—. ¡Eso sí que es un golpe desuerte!

Pero Halt tenía la frente arrugada ynegaba con la cabeza.

—Yo creo que no —dijo—. Aquíhay gato encerrado.

Ambos caballeros extrajeron susespadones de las vainas y volvieron a lacarga. Chocaron el uno contra el otro.

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Deparnieux detuvo el golpe del otrocaballero con el escudo al tiempo que suespada resonaba al caer sobre el yelmode su oponente, que de nuevo setambaleó en su silla.

Los caballos relinchaban de furiamoviéndose en círculos y para delante ypara atrás según sus jinetes intentabanconseguir una posición de ventaja. Losguerreros se golpeaban una y otra vez encuanto entraban al alcance el uno delotro, y los hombres de Deparnieuxvitoreaban cada vez que uno de losgolpes de su señor aterrizaba sobre suoponente.

—¿Qué está haciendo? —preguntóHorace una vez desaparecido su

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entusiasmo previo—. ¡Podía haberacabado con él después de aquel primergolpe! —Su voz adoptó un tono de ascocuando se dio cuenta de la verdad—.¡Está jugando con él!

Debajo de ellos proseguía elchirrido metálico de los filos de lasespadas al deslizarse una contra otra,intercalado con el ruido más apagado delos golpes en los escudos. Para unosespectadores experimentados como Halty Horace, que habían visto muchostorneos en el castillo de Redmont, eraobvio que Deparnieux se estabaconteniendo. Sus hombres, sin embargo,no parecían notarlo. Eran campesinosque carecían del verdadero

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conocimiento de las habilidades queentraban en juego en un duelo comoaquél. Seguían mostrando su apoyo concada golpe que asestaba Deparnieux.

—Está actuando para el público —dijo Halt señalando a los soldados enlas murallas debajo de ellos—. Estáhaciendo que el otro caballero parezcamejor de lo que realmente es.

Horace hacía un gestodesaprobatorio con la cabeza.Deparnieux estaba mostrando otra facetamás de su naturaleza cruel al prolongarel combate de aquella forma. Era muchomejor dar un final digno al jovencaballero que dedicarse a jugar con él.

—Es un cerdo —dijo en un tono

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grave. El comportamiento deDeparnieux atentaba contra todos losprincipios de la caballería que tantosignificaban para él. Halt asintió; estabade acuerdo.

—Eso ya lo sabíamos. Está usando aese hombre para incrementar su propiareputación.

Horace le dirigió una miradaperpleja y Halt prosiguió con suexplicación.

—Su dominio se basa en el miedo.Su mando sobre sus hombres depende decuánto le respeten y le teman, y él tieneque seguir renovando ese temor. Nopuede dejar que desaparezca. Al hacerque su contrincante parezca mejor de lo

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que realmente es, eleva su propiareputación de gran guerrero. Estoshombres —dijo señalando condesprecio a las murallas de abajo— noven más allá de sus narices.

Deparnieux pareció haber decididoque el tema ya se había prolongado losuficiente. Los dos araluenses detectaronun cambio sutil en el ritmo y la potenciade sus golpes. El joven se tambaleó bajola fuerza de la arremetida e intentó cederterreno, pero el personaje de laarmadura negra espoleó tras él a sucaballo, lo siguió de forma implacablecon una lluvia de golpes sobre suespada, escudo y yelmo, a diestro ysiniestro. Finalmente, se produjo un

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ruido más sordo cuando la espada deDeparnieux alcanzó un punto vulnerable:la cota de malla que protegía el cuellode su oponente.

El caballero negro vio que se tratabade un golpe mortal. Dio media vuelta asu caballo en un desaire y se dirigió alas puertas del castillo, sin mirar ni unasola vez a su espalda, a su oponente, quese doblaba hacia un costado sobre lasilla. Las murallas resonaron con vítorescuando la figura renqueante golpeócontra la hierba al caer y permaneciótumbada, inmóvil. La entrada se cerró deun portazo tras el vencedor.

Halt se acariciaba pensativo labarba.

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—Creo —dijo— que podemoshaber encontrado la clave de nuestroproblema con lord Deparnieux.

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YTreinta y uno

a era media mañana cuandoEvanlyn se despertó, aunque notenía forma de saberlo.

No había ni rastro del sol. Sehallaba oculto tras las nubes bajas ycargadas de nieve. La luz era tan débil ytan difusa que parecía provenir de todaspartes y de ninguna. Era de día, y esoera todo lo que podía saber.

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Estiró los músculos agarrotados ymiró a su alrededor. Junto a ella, Will seencontraba sentado y completamentedespierto. Podía llevar horas así o podíahaberse despertado apenas unos minutosantes que ella. Tampoco había forma desaberlo. Ahí estaba, sentado, con losojos abiertos mirando al frente y con unleve balanceo hacia delante y haciaatrás.

Verle así la destrozaba por dentro.En cuanto ella se movió, el caballo

lo notó y comenzó a levantarse. Evanlynse apartó del animal para dejarle sitio ycogió a Will de la mano y lo apartótambién. El poni terminó de levantarse ydio uno o dos golpes con las patas en el

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suelo, se sacudió y bufó de formaviolenta provocando una enorme nubede vapor en el aire gélido.

La nieve había dejado de caerdurante la noche, pero no antes de haberborrado todo signo de su recorridodesde el camino hasta el hueco delárbol. Evanlyn fue consciente de que lescostaría mucho volver a llegar alsendero, aunque al menos ahora seencontraba descansada. Pensófugazmente en comer, en el fardo delponi había algo de comida, perodescartó la idea y prefirió continuar lamarcha y poner más distancia entre ellosy Hallasholm. No tenía forma de saberque Borsa había ordenado que

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regresaran las partidas de búsqueda.Decidió que podía aguantar unas

pocas horas más con la sensación devacío en el estómago, pero no con latremenda sed que le había secado laboca. Fue hasta un lugar donde la capade nieve era espesa y estaba intacta,cogió un puñado, se lo metió en la bocay dejó que se derritiera. Se convirtió enuna cantidad sorprendentemente pequeñade agua, así que repitió la acción variasveces más. Se le ocurrió que podíaenseñar a Will cómo hacer lo mismo,pero de repente sintió impaciencia pormarcharse. Si tenía sed, pensó ella,podía solucionarlo él solo.

Ató los arreos de carga a lomos del

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poni y apretó las cinchas tanto comopudo. El caballo, astuto en la línea delos de su especie, intentó tomar aire ehinchar así la panza de manera que, alexpulsarlo, las cinchas quedaran mássueltas. Sin embargo Evanlyn conocíaese truco desde que tenía once años. Ledio un golpe con la rodilla en la panza yle obligó a expulsar el aire; después, alcontraerse su cuerpo, apretó más lascinchas. El poni le dedicó una mirada dereproche y, aparte de eso, aceptó sudestino con filosofía.

Cuando Evanlyn se puso enmovimiento para salir de debajo delárbol y abrir de nuevo un surco a travésde la nieve que le llegaba por la cintura,

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Will hizo un intento de subirse al poni.Ella le detuvo con una mano levantada ycon un «no» amable. Necesitaban elponi, y Will se encontraría descansadotras una noche de sueño ininterrumpido yen el relativo calor del hueco en lanieve. Más tarde, quizás, se vería en lanecesidad de dejar que volviese amontar el poni. Era consciente de quesus reservas de fuerzas no podían estarmuy bien, pero, por ahora, podía andar ypodrían reservar la energía del pequeñocaballo el mayor tiempo posible.

Le costó cinco minutos de esfuerzollegar hasta la marcha relativamentecómoda del sendero y, ya con unarespiración profunda y sudando, retomó

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empecinada el ascenso por el camino.El caballo avanzaba lenta y

pacientemente detrás de ella y Willcaminaba a medio metro a su derecha.Su quejido constante y en voz bajaestaba empezando a ponerla nerviosa,pero hizo lo que pudo para no prestarleatención, consciente de que él no podíaevitarlo. Por enésima vez desde quehabían salido de Hallasholm se vioanhelando la llegada del día en que élhubiese expulsado por fin todos losrestos de aquella droga de su cuerpo.

Aquel día iba a tardar un poco mástodavía en llegar, desafortunadamente.Tras un par de horas de dura y difícilcaminata atravesando la nieve recién

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caída, Will cayó de repente presa de unataque incontrolable de temblores.

Los dientes le castañeteaban y sucuerpo sufría espasmos, se agitaba y seestiraba en el suelo, rodaba impotentepor la nieve, con las rodillas dobladashacia el pecho. Sacudía una mano deforma inútil sobre la nieve mientrastenía la otra apretada contra la boca.Ella lo miraba horrorizada. El quejidose transformó en un llanto escalofriante,arrancado de sus entrañas y desgarradopor el sufrimiento.

Ella cayó de rodillas a su lado, lerodeó con los brazos e intentó calmarlecon su voz, pero él se apartó de ella,rodando y sacudiéndose de nuevo.

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Evanlyn se dio cuenta de que no habíanada para aquello excepto darle un pocode la hierba cálida que Erak les habíapuesto en el fardo. Ella ya la había vistoal buscar la ropa de abrigo y las mantas.Había una pequeña cantidad de hojassecas en un saquito de telaimpermeabilizada. Erak le habíaadvertido de que Will no sería capaz dedejar aquella droga de golpe. La hierbacálida generaba una dependencia físicaen sus adictos, de forma que laprivación total implicaba verdaderodolor.

Tendría que ir apartando almuchacho de la droga de maneragradual, le había dicho el skandian,

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dándole cantidades cada vez máspequeñas a intervalos de tiempo cadavez mayores hasta que pudiese aguantarla privación.

Evanlyn había albergado laesperanza de que Erak se pudieseequivocar. Sabía que cada dosis dedroga alargaría más el tiempo dedependencia, y a ella le hubiera gustadotener la posibilidad de cortarle a Will elsuministro de golpe y ayudarle a vencerel dolor y el sufrimiento.

Pero no había ayuda que valiesepara él tal y como se encontraba enaquel momento, y de mala gana accedióa darle una pequeña cantidad de lahierba seca. Ocultó el saquito con el

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cuerpo mientras lo sacaba del fardo y lovolvió a hacer al guardarlo.

Will cogió el puñadito de lasustancia gris con aspecto de hierba conunas ansias terribles. Ella vio porprimera vez un atisbo de expresión en sumirada por lo general apagada. Mas suatención se hallaba centrada porcompleto en la droga, y Evanlyn pudoentonces apreciar lo absoluto deldominio de aquella sustancia sobre suvida y su mente en esos momentos. Ensilencio y con unas lágrimas que ibantomando cuerpo en sus ojos, observó aaquel caparazón vacío que antes habíasido un compañero tan vital y entusiasta.Mandó a Borsa y al resto de los

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skandians que habían causado aquello alpeor de los infiernos en que pudieranéstos creer.

El aprendiz de montaraz se metió lapequeña cantidad de sustancia en laboca, la presionó contra el interior deuno de los carrillos y dejó que seempapara y fuese soltando la esenciaque llevaría el narcótico por su cuerpo.Los espasmos convulsivos se fueroncalmando gradualmente hasta que cayóde rodillas sobre la nieve junto alsendero, encorvado, meciéndose deforma suave hacia delante y hacia atrás,los ojos casi cerrados y de nuevo con elleve quejido para sí, en cualquiera quefuese el mundo de dolor que habitase.

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El poni observaba los sucesos concuriosidad, de vez en cuando rascabacon la pata en la nieve, hacía un agujeroy mordisqueaba las escasas briznas dehierba que aparecían a la vista.Finalmente, Evanlyn tomó la mano deWill y tiró de él, que no opusoresistencia, hasta que se levantó.

—Vamos, Will —dijo con un tono devoz desanimado—. Aún nos queda unlargo camino por recorrer.

Y según lo decía, se daba cuenta deque estaba hablando de mucho más quede la simple distancia hasta la cabaña decaza en las montañas.

Con un canturreo para sí, suave ypoco melodioso, Will la siguió cuando

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ella le guió, de nuevo, sendero arriba.

La luz del día había desaparecido casipor completo para el momento en queEvanlyn encontró la cabaña.

La había pasado de largo por dosveces siguiendo las instrucciones queErak le había hecho memorizar: undesvío a la izquierda en el camino unoscien pasos después de los restos de unpino partido por un rayo; una estrechagarganta que bajaba durante unos cienmetros y después volvía a subir y unvado poco profundo para atravesar unriachuelo.

Repasó las etapas mentalmente, miró

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a uno y otro lado a través de lapenumbra del anochecer que se cerníasobre los árboles, pero no veía ni rastrode la cabaña, sólo el blanco monótonode la nieve.

Cayó en la cuenta por fin de que lacabaña, por supuesto, no estaría visiblecomo tal. Estaría prácticamenteenterrada en la nieve. Una vez tuvo claroaquel simple hecho, reparó en laexistencia de un gran montón de nieve ano más de diez metros de ella. Dejó caerlas riendas del poni y avanzó dandotumbos por la nieve, que le atrapaba laspiernas. Distinguió el borde de unapared, luego la pendiente del tejado,después una esquina, más plana y

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uniforme que cualquier forma de lanaturaleza que hubiera podido quedaroculta bajo la nieve.

Se desplazó rodeando el granmontículo y se encontró con que la cararesguardada del viento estaba más aldescubierto y se veían la puerta y unaventana pequeña tapada concontraventanas de madera. Pensó quehabía sido una suerte que hubiesenconstruido la puerta en la parte de lacabaña resguardada del viento y se diocuenta de que lo habrían hecho apropósito. Sólo un idiota hubiera puestola puerta en el lado donde los vientospredominantes del norte iban a apilaruna montaña de nieve.

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Soltó un suspiro de alivio, regresósobre sus pasos y cogió las riendas delponi. Las escasas fuerzas de Will sehabían agotado unas horas antes y denuevo iba encorvado sobre la silla delanimal, tambaleándose y con aquelquejido constante en un volumen bajo.Evanlyn guió al poni para que sequedase cerca del porche que habíajunto a la entrada y ató las riendas a unposte que había allí clavado en el sueloa tal efecto. Probablemente no habíanecesidad de tal cosa, pensó ella. Elponi no había mostrado intención algunade marcharse hasta el momento. Noobstante, las precauciones no le haríandaño. Lo último que quería era tener que

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salir a la caza del poni y su jinete a lacaída de la noche.

Satisfecha con que las riendasestuvieran bien atadas, abrió de unempujón la puerta, que no encajabacomo debería, y entró en la cabaña parahacerse una idea de su nuevo refugio ysus contenidos.

Era pequeña, apenas la habitaciónprincipal con una mesa de tablones yunos bancos a ambos lados. Contra lapared más alejada había un catre demadera con lo que parecía ser uncolchón relleno de paja. Arrugó la narizpor un momento al percibir el olor de lahabitación, a humedad y a moho, peroenseguida pensó que esos olores

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desaparecerían en cuanto encendiese unfuego en la chimenea de piedra queocupaba la mayor parte de la pared quedaba al oeste.

Había un pequeño suministro de leñaa mano, apilado junto a la chimenea, coneslabón y pedernal también.

Se entretuvo unos minutosencendiendo el fuego, y el alegre crujidode las llamas y la inestable luz amarillaque proyectaron en el interior de lacabaña le levantaron el ánimo.

En una esquina se encontraba lo quedebía de ser una despensa, dondeencontró harina, carne desecada yjudías. En los suministros quedabanpatentes los restos de haberse producido

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pequeñas rapiñas, pero Evanlyn creyóbastante probable que tuvieran suficientecantidad para pasar el siguiente par demeses. Desde luego que ni Will ni ellase darían un festín, pero sobrevivirían.

En especial, si él recuperaba algunade sus antiguas habilidades al quitarsede encima los efectos de la droga, pensóEvanlyn cuando vio que había unpequeño arco de caza y un carcaj decuero con flechas colgados detrás de lapuerta de la cabaña. Incluso en elinvierno más cerrado habría alguna cazamenor disponible: liebres y conejos delas nieves. Podían ser un buencomplemento de la comida allíalmacenada.

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Si no —se encogió ella de hombrosal pensarlo—, al menos eran libres ydisponía de la oportunidad de romper laadicción de Will a la hierba cálida. Yase enfrentaría a los demás problemas amedida que fueran surgiendo.

El interior de la cabaña estabacomenzando a calentarse, y Evanlynvolvió a salir al exterior para hacer ungesto a Will indicándole quedesmontase. Cuando éste lo hizo, ella sequedó mirando al poni, pensativa, y sedio cuenta de que no aguantaría si lodejaba allí fuera. No obstante, la idea decompartir una cabaña pequeña y con unasola habitación con el animal durantetodo el invierno le parecía poco

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atractiva. La noche anterior, aunquehabía agradecido el calor de su panza,también había sido plenamenteconsciente del fuerte olor quedesprendía el animal.

Le dijo a Will que aguardase junto ala puerta, comenzó a dar la vueltaalrededor de la cabaña, hacia la parteque no había inspeccionado hasta ahora,y allí encontró su respuesta.

En aquel lado había un pequeñocobertizo adosado a la cabaña. Teníauna parte abierta, pero proporcionaríacobijo suficiente para que el poni pasaseel invierno. Dentro vio algunos arreosabandonados y un arnés de cuero quecolgaban de unos clavos en la pared

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junto con otras herramientas simples.Resultaba obvio que su propósito eraservir de establo.

Le complació ver que tenía tambiénotro uso. A lo largo de la pared exteriorde la cabaña, a la que estaba adosado elcobertizo, había una gran cantidad deleña cortada. Sintió un gran alivio alverla allí, pues ya se había preguntadoqué podría hacer cuando hubieseagotado el pequeño suministro dedentro.

Metió el poni en el cobertizo y lequitó los arreos y las riendas. Había unatina con una pequeña cantidad de pienso,así que le dejó comer un poco. Allí sequedó agradecido, mascando el grano

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con ese movimiento de mandíbula,pausado y tranquilo, que tienen losequinos.

En ese momento, Evanlyn se percatóde que no había agua para el animal,pero ya le había visto dar lengüetazos ala nieve a lo largo del día y pensó quepodía seguir haciendo lo mismo hastaque a ella se le ocurriese cualquier otraalternativa. Estaba claro que la pequeñacantidad de pienso que había en elestablo no le iba a durar hasta laprimavera, y aquello le inquietó por uninstante. Entonces, en la línea de sunueva filosofía de no preocuparse porlas cosas que no podía solucionar, dejóque esa inquietud desapareciera de su

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cabeza.—Ya nos preocuparemos más

adelante —se dijo, y regresó al interiorde la cabaña.

Se encontró con que Will habíatenido el buen sentido de entrar ysentarse en uno de los bancos junto alfuego. Lo interpretó como una buenaseñal y preparó una sencilla comida conlos restos de las provisiones que Erakles había metido en el fardo del poni.

Una tetera abollada colgaba de ungancho junto a la chimenea. La llenó denieve y giró el gancho de forma que latetera quedase suspendida sobre lasllamas. La nieve comenzó a derretirse y,después, empezó a hervir el agua. Había

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visto en la zona de la despensa de lacabaña una cajita de lo que parecía serté. Por lo menos podrían disfrutar de unabebida caliente, pensó ella, paraahuyentar los últimos restos del frío y lahumedad.

Sonrió a Will mientras él masticabaimpasible la comida que le había puestodelante. Sintió un extraño optimismo.Una vez más echó un vistazo al interiorde la cabaña. La luz se habíadesvanecido en el exterior y ellos sólorecibían el resplandor amarillo delfuego, inestable y sin embargo alegre.Con aquella luz que salía de lachimenea, la cabaña tenía un cierto aireacogedor y tranquilizador. Tal y como

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ella había deseado, el calor del fuego yel olor del humo de la leña habíanvencido a la humedad y el olor a mohoque llenaban la estancia cuando entróallí por primera vez.

—Bueno —dijo—, no es gran cosa,pero es un techo.

No tenía ni idea de que estabarepitiendo las palabras exactas que Halthabía dicho a cientos de kilómetros alsur.

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NTreinta y dos

i Halt ni Horace sesorprendieron cuando, la tardesiguiente al tan desequilibrado

combate, el sargento de la guardia lesdijo que el señor del castillo esperabacontar con su compañía en el comedoraquella noche. Se trataba de una orden, yHalt no tenía necesidad alguna de fingirque fuese otra cosa. No hizo ningún

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gesto para darse por enterado delmensaje del sargento, sino que se limitóa darse la vuelta e ir a mirar por laventana de la torre. Al sargento nopareció importarle aquello, se volvió yregresó a su puesto de vigilancia en loalto de la escalera de caracol queconducía al comedor. Él habíatransmitido el mensaje. Los extranjeroslo habían oído.

Esa tarde, los dos se dieron un baño,se vistieron y bajaron por la escalera decaracol a los pisos inferiores delcastillo entre el sonido de los tacones desus botas al golpear contra las losas.Habían pasado la última parte delatardecer discutiendo su plan de acción

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para la noche, y Horace estaba ansiosopor ponerlo en marcha. Al llegar frente ala puerta doble de tres metros de alturaque daba paso al comedor, Halt le pusouna mano en el brazo y le obligó adetenerse. Podía ver la impaciencia enel rostro del joven. Llevaban ya semanasencerrados, oyendo las burlas deDeparnieux y sus insultos velados, ypresenciando el trato tan salvajementecruel que daba a su servicio. Losincidentes con la cocinera y aquel jovencaballero no habían sido más que dosejemplos entre una multitud. Halt eraconsciente de que Horace, con laimpaciencia que caracteriza a losjóvenes, estaba deseando ver cómo

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Deparnieux recibía su merecido.También sabía que el plan que habíanacordado dependería de la paciencia yde que hicieran las cosas en su justomomento.

Halt había observado que lanecesidad que tenía Deparnieux deparecer invencible ante sus hombres erauna debilidad que ellos podían explotar.El mismo Deparnieux había generadouna situación en la cual se veía obligadoa aceptar cualquier desafío que se lepudiese formular, al menos mientraséstos se formulasen ante testigos. Nopodía haber ni quejas ni objeciones porparte del caudillo. Si mostraba temor oparecía reacio a aceptar el desafío, eso

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supondría el inicio de una larga cuestaabajo para él.

Cuando se detuvieron, Halt mirófirme, paciente y calculador a losansiosos y expectantes ojos delmuchacho.

—Recuerda —dijo—. Nada de nadahasta que yo te dé la señal.

Horace asintió. La emoción habíahecho que sus mejillas se ruborizasen unpoco.

—Entiendo —respondió ocultandocon dificultad sus ganas. Sintió la manodel montaraz en el brazo y sintió tambiénque aquella mirada firme aún se hallabapuesta en él. Respiró hondo tres vecespara calmar su pulso y volvió a asentir,

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esta vez más pausadamente—. Sí, loentiendo, Halt —dijo de nuevo. En estaocasión le devolvió la mirada almontaraz y la mantuvo—. No lo voy aestropear —le garantizó a su amigo—.Hemos estado esperando este momentodemasiado tiempo y yo soy conscientede ello. No te preocupes.

Halt lo examinó durante otro ratolargo. Entonces, satisfecho con elmensaje implícito que transmitían losojos del muchacho, asintió y le soltó elbrazo. Empujó la puerta doble demanera que al abrirse, golpeó contra elmuro a ambos lados. Juntos, Horace yHalt se adentraron en el comedor hastadonde Deparnieux los esperaba.

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La comida que les sirvieron fue otrodecepcionante ejemplo de la tancacareada cocina gálica. Para gusto deHalt, los platos que le pusieron delantetenían una desmesurada dependencia deuna generosa y ligeramente empalagosamezcla de demasiada nata y excesivoajo. Comió con moderación y vio queHorace, sin embargo, estaba devorandocada bocado que le ponían delante.

En el transcurso de la comida, elcaudillo mantuvo un río constante desarcasmos y desprecios en referencia ala torpeza y estupidez de su propiopersonal de servicio y a la ineptitudmostrada por el joven caballerodesconocido el día anterior. Como era

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su costumbre, Halt tomó vino con lacomida y Horace se conformó con agua.Cuando terminaron con aquella comidatan pesada y tan fuerte, los siervos lesllevaron unas jarritas de café a la mesa.

Esto, había de admitir Halt, era algoque en Gálica se hacía con verdaderamaestría. Su café era una delicia. Muchomejor que cualquiera de los que habíaprobado en Araluen. Dio un apreciativosorbo de la bebida caliente y fragante ymiró por encima del borde de su taza aDeparnieux, que los observaba a él y aHorace con su habitual sonrisa dedesprecio.

Para aquel momento, el caballerogálico había tomado ya una decisión con

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respecto a Halt. Estaba convencido deque no había nada que temer delextranjero de la barba canosa. Teníaclaro que aquel hombre era hábil con elarco y, probablemente, se le daba bienel trabajo con la madera. Y andar alacecho también. Pero en lo referente asus primeros temores de que Haltpudiese tener alguna de las arcanashabilidades de un hechicero, se sentíamuy cómodo con el hecho de haberseequivocado.

Ahora que pensaba que era segurohacerlo, Deparnieux no podía resistir latentación de acosar a Halt con burlas einsultos mucho más que antes. El hechode haber mostrado cautela ante el

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hombre de la barba durante un tiemposólo servía para que redoblase susesfuerzos por incomodarle ahora. Elcaudillo disfrutaba jugando con la gente.Le encantaba tener a la gente atrapada eindefensa, le encantaba verles sufrir over su ira de impotencia bajo el azote desu lengua sarcástica.

Y, a medida que crecía su desdénpor Halt, del mismo modo crecía su totaldesprecio por Horace. Cada vez quecenaban juntos los tres como aquel día,aguardaba con expectación el momentoen que podía despedir al musculosomuchacho con brusquedad y enviarlo devuelta a la torre avergonzado y con lasmejillas ardiendo de ira. Ahora, valoró

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Deparnieux, era el momento de hacerlouna vez más.

Inclinó su pesada silla sobre las dospatas traseras y agotó el contenido de lacopa de plata que sostenía con la manoizquierda. Hizo un gesto desdeñoso conla otra al muchacho.

—Déjanos, chico —le ordenó sinquerer siquiera mirar a Horace. Sintióuna clara emoción de placer cuando elmuchacho, tras una leve pausa y unarápida mirada a su compañero, se pusolentamente en pie y contestó con unasola palabra.

—No.Aquella palabra se quedó

suspendida en el aire entre ambos.

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Deparnieux se regocijó ante la rebeldíadel muchacho, pero no permitió que ensu rostro se adivinase signo alguno deello. Al contrario, adoptó una expresiónde aparente disgusto, con el ceño muyfruncido. Se volvió despacio paraenfrentarse al joven. Podía notar cómose aceleraba la respiración de Horaceconforme la adrenalina le recorría lasvenas ahora que aquel momento crucialpor fin había llegado.

—¿No? —repitió Deparnieux comosi no se pudiese creer lo que estabaoyendo—. Yo soy el señor de estecastillo, y mi palabra aquí es ley. Misdeseos son órdenes para todo el mundo.¿Y vas a tener tú conmigo la descortesía

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de decirme que «no» en mi propiocastillo?

—Ya ha pasado el tiempo en quevuestra palabra había de ser obedecidasin discusión —contestó Horace concuidado, arrugando la frente según seesforzaba por asegurarse de que semantenía fiel a las palabras exactas queHalt había preparado—. Habéis perdidovuestro derecho de obediencia porvuestros actos, impropios de uncaballero.

Deparnieux aún mantenía su disgustofingido.

—¿Pones en tela de juicio miderecho de dictar órdenes en mi propiofeudo?

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Horace vaciló una vez más alasegurarse de que pronunciaba surespuesta de forma exacta. Tal y comoHalt le había dicho, en aquel instante laprecisión era de una importancia vital.De hecho, como bien se había dadocuenta Horace, era cuestión de vida omuerte.

—Es el momento de que ese derechosea puesto en duda —respondió tras unapausa. Deparnieux, que dibujó unasonrisa rapaz en sus oscuras facciones,se levantó entonces y se inclinó haciadelante sobre la mesa, con las dosmanos apoyadas en la superficie demadera.

—Entonces, ¿me estás desafiando?

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—le preguntó con un placer más queobvio en la voz. Horace, sin embargo,realizó un gesto impreciso.

—Antes de que se formule ningúndesafío, exigiré que vos lo respetéis —dijo, y el caudillo torció un poco elgesto.

—¿Respetarlo? —repitió—. ¿Quéquieres decir, niñato llorica?

Horace no hizo caso del insulto.—Quiero una promesa de que os

atendréis a los términos del desafío; yquiero que la hagáis ante vuestrospropios hombres.

—Ah, sí claro, ¿eso quieres? —Eltono de enfado en la voz de Deparnieuxno era ya fingido, sino real. Veía hacia

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dónde iba el muchacho.—Yo creo —interrumpió Halt con

mucha calma— que el muchacho tiene laimpresión de que vuestro dominio sebasa en el miedo, lord Deparnieux —dijo, y el caudillo se volvió paramirarle.

—¿Y qué más os dará eso acualquiera de los dos, arquero? —lepreguntó, aunque creía conocer larespuesta.

Halt hizo un gesto de indiferencia y acontinuación respondió sin alterarse lomás mínimo:

—Vuestros hombres os siguen porvuestra reputación como guerrero. Yocreo que Horace preferiría veros

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aceptar el desafío ante vuestroshombres.

Deparnieux frunció el ceño. Con eldesafío más o menos formulado yadelante de algunos de sus hombres,sabía que no tenía más opción queaceptar. Un caudillo que tan sólopareciese tener miedo de un muchachode dieciséis años hallaría poco respetoentre los hombres que comandaba,incluso aunque venciese el posteriorcombate.

—¿Piensas que tengo miedo de queeste chaval me desafíe? —preguntósarcásticamente. Halt levantó una manoen señal de advertencia.

—No se ha formulado ningún

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desafío… aún. Simplemente nospreocupa ver si tenéis el coraje parahacer honor a cualquier desafío que sepudiese formular.

Deparnieux resopló indignado antelas cuidadas palabras del montaraz.

—Ya veo cuál es tu verdaderavocación, arquero —replicó—. Penséque podías ser un hechicero, pero lo queveo ahora es que no eres más que unasqueroso leguleyo que se dedica adiscutir sobre la exactitud de laspalabras.

Halt esbozó una ligera sonrisa yladeó un poco la cabeza. No dio ningunarespuesta más y el silencio se abrióentre ambos. Deparnieux dirigió una

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mirada fugaz a los dos guardias que sehallaban de pie a ambos lados de laspuertas en el interior del comedor. Susrostros delataban el interés que tenían enla escena que se estaba desarrollandoante ellos. Si ahora rechazaba eldesafío, los detalles se extenderían portodo el castillo en menos de una hora, osi intentase obtener alguna ventaja pocolimpia sobre el muchacho. Sabía que suspropios hombres le tenían poco aprecioy sabía que, de no tratar con un juegoabsolutamente limpio el desafío,empezaría a perderlos, no de formainmediata sino gradual, quizás de uno enuno o de dos en dos conformedesertaban de su estandarte y se unían a

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sus enemigos.Miró fijamente al muchacho en ese

momento. No le cabía duda de que podíavencer al chico en un combate limpio,pero le molestaba el hecho de que lehubieran manipulado para colocarlo enaquella situación. Prefería ser él quiense encargase de manipular en el castillode Montsombre. Mostró una sonrisaforzada e intentó poner la mirada dealguien que se estaba aburriendo contodo aquel asunto.

—Muy bien —dijo en un tonodespreocupado—. Si eso es lo quedeseas, me atendré a los términos deldesafío.

—¿Y hacéis esa promesa ante

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vuestros propios hombres aquípresentes? —dijo Horace rápidamente,y el caudillo le miró con mala cara,olvidándose ya de fingir que no ledisgustaban aquel chico quisquilloso ysu barbudo compañero.

—Sí —le soltó—. Si te lo tengo quedecir bien alto y claro, garantizo miaceptación delante de mis hombres.

Horace soltó un largo suspiro dealivio.

—Entonces —dijo, empezando asacar uno de sus guantes de donde losllevaba sujetos, bajo el cinturón—, eldesafío se puede formular. El combatetendrá lugar dentro de dos semanas.

—De acuerdo —replicó

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Deparnieux.—… en el campo de césped que hay

frente al castillo…—De acuerdo —casi escupió las

palabras.—… delante de vuestros hombres y

del resto del personal del castillo…—De acuerdo.—… y será un combate a muerte.La voz de Horace vaciló un poco

con aquella frase, pero una rápidamirada a Halt y un leve asentimiento delmontaraz le infundieron valor. En esemomento, la sonrisa regresó a los labiosdel caudillo, leve, amarga y salvaje.

—De acuerdo —volvió a decir, peroesta vez sonó casi como un ronroneo—,

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y ahora prepárate para seguir adelantecon esto antes de que pierdas el valor yte lo hagas en los pantalones.

Horace ladeó la cabeza mientrasmiraba al caudillo y, por primera vez, sesintió con el control de la situación.

—Menuda basura tan absolutamentegrosera que sois, Deparnieux —dijo envoz baja, y el caballero negro se inclinóhacia delante sobre la mesa haciendosobresalir la barbilla de formaexagerada para el ritual del golpe deguante que ejecutaría la formulación deldesafío y lo convertiría en algoirrevocable.

—¿Asustado, chaval? —se burló, yjusto después se estremeció cuando un

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guante le azotó en la cara y le produjo unescozor en la mejilla.

No fue el dolor lo que hizo que seestremeciera. Fue más bien loinesperado de todo aquello, ya que elmuchacho, al otro lado de la mesa, ni sehabía movido. En cambio, el arquerobarbudo y canoso se había puesto en piecon una velocidad y agilidad que dejó alcaudillo sin tiempo para reaccionar y lehabía cruzado la cara con el guante quehabía estado ocultando en la manodebajo de la mesa durante unos minutos.

—Yo te desafío entonces,Deparnieux —dijo el montaraz.

Y durante unos pocos segundos, elcaballero negro sintió que le invadía una

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ola de incertidumbre al ver el profundobrillo de satisfacción en aquella miradafirme e inquebrantable.

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UTreinta y tres

na pequeña franja de luz solarse colaba en la únicahabitación de la cabaña.

Evanlyn, que dormitaba en una silla,sintió el calor del sol en la cara y sonrióde forma inconsciente. En el exterior, lacapa de nieve sobre el suelo aún eragruesa, pero el cielo brillaba, sin unanube, a media tarde.

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Medio dormida, disfrutaba del calorque recorría lentamente el lugar dondeella se hallaba. Tras los párpadoscerrados veía el rojo intenso deldestello del sol.

De pronto, bruscamente, algo le tapóla luz y abrió los ojos. Will estaba depie frente a ella, en esa postura con laque Evanlyn se había familiarizado a lolargo de la semana anterior. Tenía lasmanos juntas y, en sus oscuros ojosmarrones, tan rebosantes antaño de viday diversión, no había nada más que unatriste súplica. Permaneció en pie conpaciencia a la espera de su reacción, yella le sonrió un poco apenada.

—Muy bien —le dijo con un tono

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amable.Los labios de Will registraron la

más ligera de las sonrisas y parecióreflejarse por un instante en sus ojososcuros. Evanlyn sintió que se renovabala ola de esperanza que había idoformándose en su interior a lo largo delos días previos. De forma gradual,aunque perceptible, Will estabacambiando. En un primer momento,cuando ella mantenía la droga apartadade él, Will sufría aquellos horriblesataques de convulsiones de los que sólose recuperaba cuando ella le daba unapequeña dosis de hierba cálida.

No obstante, a medida que losintervalos entre las dosis habían ido

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siendo cada vez mayores y las propiasdosis más pequeñas, Evanlyn habíacomenzado a albergar la esperanza deque Will llegase a recuperarse. Losataques eran cosa del pasado. Ahora, enlugar de verse dominado por su cuerpocuando éste ansiaba la droga, Will seiba adaptando mentalmente cada vezmás a las dosis más pequeñas. Lanecesidad aún existía, pero se reflejabaen el comportamiento suplicante, casiinfantil, que ella tenía en ese momentoante sí.

Después de tres días sin probar unabrizna de la hierba, él buscaba aEvanlyn y se limitaba a quedarse en piedelante de ella con un mensaje claro en

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sus ojos; y, en respuesta, la muchacha leentregaba una pequeña porción de lamenguante reserva de la droga que aúnpermanecía dentro del saquitoimpermeabilizado. Sabía que se tratabade una carrera, de ver si la dependenciaduraba más que la reserva. Si ése fuerael caso, malos tiempos se avecinabanpara los dos, pensaba ella, que no sabíacuál sería la reacción de Will si no leproveía, si bien tenía la sensación deque una privación mayor acabaría enotro brote de convulsionesincontrolables y gritos.

Quizás, pensó, aquél era el siguientepaso necesario en su rehabilitación,pero ya fuese de forma correcta o

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incorrecta, ella simplemente no podíaaguantar la idea de volver a presenciaraquella cruda necesidad impotente otravez. Pensó que ya habría suficientetiempo para eso cuando se acabase porfin la hierba cálida.

—Quédate aquí —le dijo, y selevantó de la silla de madera y fuecamino de la puerta. De nuevo, creyóhaber visto un leve destello de agradoen sus ojos. Había desaparecido casi almomento de haber creído verlo, peroella se dijo que en realidad sí que habíaestado ahí, que no estaba viendo solo loque deseaba ver.

Guardaba la reserva de hierbacálida en el establo, detrás de una tabla

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suelta en una de las paredes. En unprincipio había pensado esconder elsaquito en la pila de los troncos para lachimenea, pero cayó en la cuenta de quele pediría a Will que trajese él la leña, yla simple posibilidad de que encontraseel suministro de la droga era demasiadohorrible como para pensar en ello.

No tenía una idea clara de lo que lesucedería a Will si tomaba una dosisexcesiva.

Como mínimo, pensó, sudependencia se dispararía de nuevo a unnivel alto y cabía la posibilidad tambiénde que se produjesen más efectossecundarios permanentes, inclusofatales. Lo que sí sabía es que si Will

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encontraba el saquito de hierba cálida ylo ingería todo en una sola toma, ella sehallaría ante la perspectiva de semanasde temblores y aquellos ataques deconvulsiones que ya se habíanapoderado antes de él cuando seencontró privado de la droga.

Se preguntaba si esa menteanestesiada sería capaz de procesar elhecho de que ella siempre salía de lacabaña y volvía con la mala hierba; siWill sería capaz de asociar la secuenciade una causa y un efecto, y razonar quela hierba debía de hallarse escondida enalgún lugar fuera de la cabaña. Noestaba segura, pero, en cualquier caso,no se arriesgó en absoluto y se preocupó

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mucho de comprobar que él no la habíaseguido cuando fue a coger el saquitodel pequeño escondite en la pared demadera.

Miró con cuidado por encima de suhombro al entrar en el establo, y el ponilevantó la vista y bufó un saludo para lamuchacha. No había señales de que Willhubiese mostrado interés alguno por susmovimientos. En apariencia, seconformaba con esperar donde estaba,consciente de que ella volveríaenseguida con la droga que él ansiaba.Cómo pasaba esto, o dónde laconseguía, no parecían ser preguntas quele preocupasen. Aquello eranabstracciones, y en aquellos días él sólo

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procesaba hechos puros y duros.Evanlyn dosificó una diminuta

cantidad de hierba seca en la palma desu mano, envolvió de nuevo el resto delsuministro y fue a colocarlo de vueltatras la tabla suelta. Otra vez, a la mitadde la secuencia del movimiento, se giróde pronto para ver si había algunaposibilidad de que la estuvieranobservando, pero no había rastro de sucompañero, tan sólo el poni, que mirabacon ojos brillantes e inteligentes.

—Ni una palabra —le dijo Evanlynal caballo en voz baja. Curiosamente, elanimal escogió ese preciso instante paraagitar la cabeza, tal y como los ponishacen de vez en cuando. Evanlyn sonrío

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levemente tras un segundo de asombro.Era como si el caballo la hubiese oído yentendido. Colocó el saquito en elagujero y encajó la tablilla en su sitiopara taparlo. Se agachó para coger tierradel suelo del establo, tomó un puñado ylo restregó contra la línea irregular quemarcaba la junta en la madera. Entonces,satisfecha con que el escondite seencontrase todo lo oculto que podíaestar, regresó a la cabaña.

Will sonrió cuando ella entró y, porun momento, Evanlyn creyó que la habíareconocido de los viejos tiempos. Losviejos tiempos, pensó ellaapesadumbrada. Apenas habían pasadounos meses desde aquellos días, pero

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ahora los recordaba como si fueran laprehistoria. Se dio cuenta entonces deque la sonrisa era por la droga, no porella.

Aun así, era un comienzo, pensó.Extendió el puño cerrado y él dio un

paso al frente y ahuecó las manos juntasdebajo de la de Evanlyn, inquietoporque no se desperdiciara ni una pizca.Ella dejó caer la hierba en sus manos yvio cómo su rostro y sus ojos seguían elmovimiento de caída de la droga. Deforma inconsciente, la lengua de Willasomó entre sus labios con expectación.Cuando se lo hubo dado todo y le hubopermitido que rebañase con cuidado losdiminutos restos que se habían quedado

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adheridos a su mano, él la miró y volvióa sonreír.

Esta vez, la sonrisa era para ella,estaba segura.

—Bien —dijo él de forma breve, ysu mirada cayó sobre el pequeñomontecito de hierba seca de su mano. Seapartó de ella encorvado sobre la manomientras se la llevaba a la boca.

Evanlyn sintió aquel rayo deesperanza arder con fuerza en su interioruna vez más. Era la primera vez queWill había hablado desde que escaparonde Hallasholm.

No es que fuera gran cosa. Unapalabra. Pero era un comienzo. Ella lesonrió mientras él se agachaba en una

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esquina de la cabaña. Como un animalacorralado, se apartó encogido yasustado mientras mantenía la dosis enla boca, como si tuviera miedo de queella se la fuese a quitar.

—Bienvenido de vuelta, Will —dijoen voz baja.

Pero el chico no dio respuestaalguna. La hierba cálida se habíaapoderado de él una vez más.

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HTreinta y cuatro

orace se irguió sobre losestribos en cuanto Kicker sepuso al galope. Sujetaba el

largo palo de madera de fresno a suderecha, vertical. Delante de él, de pie,inmóvil en medio del campo frente alcastillo, Halt tensó la cuerda de su arcohasta que el extremo emplumado de laflecha le rozó la comisura de los labios.

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Horace espoleó a su caballo a unpaso aún mayor, hasta alcanzar sumáxima velocidad. Miró a su derechapara asegurarse de que el yelmo quehabía atado al final del bastón seencontraba aún en su posición correcta,mirando a Halt. Volvió a poner la vistaen la pequeña figura delante de él.

Vio salir la primera flechadespedida del arco con una fuerzaincreíble y a toda velocidad hacia elblanco en marcha. Entonces, las manosde Halt se movieron en un fogonazo casidifuso y otra flecha más iba en camino.

Casi al mismo tiempo, Horace sintióuna doble percusión, transmitida a lolargo del palo que sujetaba, cuando las

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dos flechas alcanzaron el yelmo en unintervalo de tiempo de medio segundo.

Permitió que Kicker redujese elpaso hasta un trote ligero cuandopasaban junto a Halt e hizo que elcaballo describiese un gran círculo parallegar a detenerse frente al montaraz.Halt descansaba ahora el arco, apoyadoen el suelo, y esperaba pacientementepara ver el resultado de suentrenamiento. Horace bajó el palo y elyelmo que llevaba atado hasta el suelodelante de él. Era increíble, pero ambasflechas habían atravesado las ranurascorrespondientes a los ojos y se habíanclavado en el acolchado blando que Halthabía colocado en el interior para

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proteger las afiladas puntas de lasflechas.

Cuando Halt tomó en sus manos elviejo yelmo, Horace pasó una pierna porencima de la perilla de su montura y sedeslizó al suelo, junto a él. El montarazcanoso asintió una vez mientrasexaminaba los resultados de susprácticas de tiro al blanco.

—No está mal. No está nada mal.Horace dejó caer las riendas y

permitió a Kicker pasear libremente ymordisquear la hierba corta y tupida quecrecía en el campo de torneos. Los actosde Halt le estaban dejando perplejo yalgo más que un poco preocupado.

Después de que el desafío hubiese

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sido formulado y aceptado, Deparnieuxhabía accedido a devolverles sus armas.Halt afirmaba que no había disparadouna flecha en semanas y que necesitaríaponer a punto sus habilidades para elcombate. Deparnieux, que practicaba lassuyas propias a diario, no vio nadaextraño en la solicitud, así que susarmas les fueron devueltas, si bien losdos araluenses se hallaban bajo laestrecha vigilancia de al menos mediadocena de hombres armados conballestas allá donde fuera quepracticasen.

Durante los tres días previos, Halthabía dado a Horace las instruccionesde recorrer el campo al galope con el

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yelmo expuesto en el extremo de un palomientras él disparaba flechas apuntandoa las mirillas del visor. Todas las veces,al menos una de las dos flechas habíaalcanzado su blanco. Por lo general,Halt conseguía atravesar con las dosflechas las pequeñas aberturas a las queapuntaba.

Sin embargo, aquello no era ni másni menos de lo que esperaba Horace delmontaraz. La habilidad de Halt con elarco era legendaria. En realidad no teníaninguna necesidad de practicar ahora enparticular, cuando al hacerlo estabarevelando su táctica al caudillo deGálica.

—¿Está mirando? —preguntó Halt

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en voz baja, que parecía estar leyendolos pensamientos de Horace. Elmontaraz se encontraba de espaldas alos muros del castillo y no podía verlo,pero Horace miró hacia arriba sinmover la cabeza, sólo los ojos, y pudodistinguir la silueta negra en una de lasmuchas terrazas del castillo, inclinadasobre la barandilla y observándolos; taly como lo había hecho cada vez queocupaban el campo.

—Sí, Halt —dijo entonces—. Estámirando. Pero ¿es inteligente por nuestraparte hacer esto donde puede vernos?

En los labios del montaraz se dibujóapenas el hilo de una sonrisa.

—Es posible que no —respondió—.

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Pero se habría asegurado de vernosindependientemente de dondepracticásemos, ¿no crees?

—Sí —admitió Horace de mala gana—. Y seguro que a ti tampoco te hacefalta practicar, ¿verdad?

Halt hizo un triste gesto negativo conla cabeza.

—Has hablado como un verdaderoaprendiz. Practicar no le hace ningúnmal a nadie, joven Horace. Ten esopresente cuando volvamos al castillo deRedmont.

Horace miró descontento a Haltmientras liberaba las dos flechas delacolchado de cuero y paja que llenaba elinterior del yelmo.

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—Hay algo más —comenzó a decir,y Halt levantó una mano para detenerle.

—Lo sé, lo sé —dijo—. Tusmalditas normas de la caballería tevuelven a preocupar, ¿no es así? —Horace se vio obligado a reconocerloasintiendo a regañadientes. Aquél era eltema de la discordia entre ellos dos, yno había dejado de serlo desde que Haltplaneó desafiar a Deparnieux a un duelo.

Al principio, el caudillo habíamontado en cólera y después se habíatomado con sarcástica diversión elhecho de que un plebeyo hubieradecidido desafiarle.

—Yo he sido nombrado caballero —le soltó a Halt—. ¡Soy un noble! ¡A mí

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no me puede desafiar a un combatecualquier rufián del bosque!

El montaraz arrugó la frente anteaquello. Su voz, cuando habló, fue gravey amenazadora. De forma inadvertida,tanto Deparnieux como Horace sehabían inclinado hacia delante paraescuchar con más atención sus palabras.

—¡Vigilad vuestra lengua, bellacode baja estofa! —había replicado, Halt—. ¡Os dirigís a un miembro de la CasaReal de Hibernia, sexto en la línea desucesión al trono y con un linaje que yaera noble cuando vos y los vuestros osarrastrabais por las perreras en busca desobras que llevaros a la boca!

Y conforme hablaba, la

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inconfundible pronunciación de las erresde la gente de Hibernia apareció en suspalabras. Horace se había quedadomirándole con una considerablesorpresa. Nunca había tenido la menoridea de que Halt fuese descendiente deun linaje real. Deparnieux estabaigualmente sorprendido por la novedad.Tenía razón, por supuesto. Ningúncaballero estaba en la obligación dehacer honor a un desafío de un inferior,pero el anuncio del arquero canoso alrespecto de su sangre real daba un sesgocompletamente distinto a aquel asunto.Su desafío había de recibir un trato serioy respetuoso. Deparnieux no podíaignorarlo, en particular cuando había

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sido formulado en presencia de variosde sus hombres. Rechazar el desafíosignificaría debilitar seriamente suposición.

En consecuencia, había aceptado yse había establecido que el combate secelebraría en el plazo de dos semanasdesde aquel día.

Más tarde, en sus aposentos de latorre, Horace había expresado susorpresa al respecto de la situaciónfamiliar de Halt.

—No tenía ni idea de que fuesesdescendiente de la realeza de Hibernia—le dijo. Halt resopló quitándoleimportancia y contestó:

—No lo soy —dijo—, pero nuestro

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amigo no lo sabe y no tiene manera decomprobarlo, por tanto ha de asumir quemi desafío es vinculante.

Y era aquella falta de consideracióncon las estrictas convenciones de lacaballería lo que tenía a Horace tanpreocupado, tanto como el hecho de queHalt parecía estar permitiendo que suenemigo conociese con exactitud quétácticas iba a utilizar en el combate,para el cual sólo faltaba un día. Eladiestramiento en la Escuela deCombate hacía mucho hincapié en lasconvenciones y responsabilidades de loscaballeros. Eran vinculantes einflexibles, y así se lo habían enseñadoa Horace durante los últimos dieciocho

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meses. Cargaban una serie deobligaciones sobre los hombros deaquellos que serían nombradoscaballeros, y aunque les proporcionabangrandes privilegios, éstos se los habíande ganar. Un caballero tenía que respetarlas normas, vivir de acuerdo con ellas y,si era necesario, morir por ellas.

Entre las más vinculantes einflexibles de aquellas convenciones sehallaba la del recurso de un caballero aljuicio por medio de una justa, uncombate. Se trataba de una senda quesólo podían seguir los miembros de lasdiversas órdenes de caballería. Ensentido estricto, ni siquiera Horace, unguerrero que no había sido nombrado

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caballero, estaba en posesión delderecho para desafiar a Deparnieux.Halt, desde luego, lo estaba menos aún,y su actitud displicente respecto de unsistema que Horace tenía en la más altaestima había aturdido al muchacho; yseguía haciéndolo.

—Mira —dijo Halt, no sinamabilidad, según pasaba un brazo porlos musculosos hombros de Horace—,las normas de la caballería están muybien, lo admito, pero sólo para aquellosque se atienen a todas las normas.

—Pero… —arrancó Horace, sinembargo Halt le interrumpióestrechándole el hombro.

—Deparnieux se ha valido de esas

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normas para matar, saquear y asesinardurante sabe Dios cuántos años. Aceptaaquellas partes de las normas que leconvienen y hace caso omiso de las queno. Eso ya lo has visto tú.

Horace asintió entristecido.—Lo sé, Halt. Es sólo que a mí me

han enseñado que…Halt volvió a interrumpirle, de

nuevo con amabilidad.—Tú has recibido esas enseñanzas

de manos de hombres que son nobles —dijo—. Hombres que respetan lasnormas de la caballería, todas lasnormas, y viven de acuerdo con ellas.Deja que te diga una cosa, no conozcohombre mejor que sir Rodney, o el

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barón Arald, para el caso. Unoshombres como ellos son lapersonificación de todo lo bueno quehay en la caballería y en los caballeros.

Hizo una pausa, mirando atentamenteal atribulado rostro del muchacho.Horace asintió. En Rodney y Arald, Halthabía escogido a dos de sus modelos deconducta. Al ver que lo había entendido,Halt prosiguió.

—A un cerdo asesino y cobardecomo Deparnieux, sin embargo, no se lepuede permitir reclamar el mismo raseroque hombres como ellos. No siento elmás mínimo reparo en cuanto a mentirlea él, en la medida en que eso me ayude allevarle a la situación en la que pueda

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luchar contra él; y derrotarle, con unpoco de suerte.

En ese momento, Horace se volvióhacia él con la preocupación aún en elrostro, aunque quizás fuera un pocomenor.

—Pero ¿cómo puedes tener laesperanza de derrotarle cuando sabeexactamente lo que planeas hacer? —preguntó abatido. Halt se encogió dehombros y respondió, sin rastro desonrisa alguna en la cara.

—Quizás tenga algo de suerte.

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ETreinta y cinco

l arco de caza resultaba unaherramienta poco elegante enmanos de Evanlyn. Estaba

intentando engarzar una flecha en lacuerda a tientas y casi se le cayó a lanieve a sus pies, ya que no quería quitarla vista de encima a un pequeño animalque cruzaba lentamente el claro quehabía delante de ella.

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De forma inconsciente, expresó sudisgusto con un resoplido y, al instante,el conejo se sentó sobre las patastraseras, movió las orejas de un lado aotro para ver si podía captar de nuevoalguna pista del sonido extraño queacababa de percibir y arrugó el hocicoen todas direcciones rastreando el aireen busca de cualquier rastro de un olorajeno.

Evanlyn se quedó quieta y aguardóhasta que el animal se hubo aseguradode que no había un peligro inmediato yvolvió a escarbar en la nieve con laspatas delanteras, que apartaba paradejar al descubierto la hierba húmeda yraquítica que había debajo. Sin

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atreverse casi a respirar, observó cómoel conejo volvía a mordisquear el verdey, bajando esta vez la vista, colocó laflecha sobre la cuerda, justo por debajode la marca para la ranura de la varillaque el dueño original del arco habíasituado allí.

La cuerda se había hecho más gruesaen aquel punto con un cordel finoenrollado, vueltas y vueltas, de maneraque la ranura para engarzar la flechaquedaba bien ajustada y sujeta en susitio sin necesidad de utilizar los dedospara ello. Encajaba bien, pero con lasuficiente suavidad, sin embargo, paraque la fuerza de la cuerda al dispararsoltase el enganche y la flecha siguiese

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su camino.Levantó el arco y comenzó a tensar

la cuerda con la mano derecha. Sabíaque no lo estaba haciendo de la formacorrecta. Había visto a los suficientesarqueros en su momento para sabersimplemente que aquélla no era la formade hacerlo. Tal y como estabaempezando a darse cuenta, ver a unarquero adiestrado y emular susmovimientos eran dos cosascompletamente distintas. Recordaba queWill era capaz de colocar la flecha ytensar el arco en un único gesto suave,entrenado y en apariencia sin esfuerzo.Podía ver el movimiento en su cabeza,pero recrearlo se hallaba muy por

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encima de sus posibilidades. En cambio,ella sujetaba el arco tieso e inestable,agarraba la cola de la flecha con losdedos índice y pulgar e intentabatensarlo tan sólo con la fuerza de subrazo y de sus dedos.

Por medio de aquel procedimiento,apenas era capaz de conseguir mediotensado. Frunció la boca de rabia. Conaquello tendría que valer. Cerró un ojo ymiró por debajo de la flecha intentandoapuntar al pequeño animal, que comíatranquilo y ajeno al peligro mortal queacechaba entre los árboles quebordeaban el claro. Con más esperanzaque convicción, soltó por fin los dedosde la flecha.

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Sucedieron tres cosas.Primera, que el arco dio una

sacudida, se le escapó de la mano ydesvió la flecha por lo menos unos tresmetros de su objetivo. Segunda, que laflecha saltó del arco con apenassuficiente fuerza para atravesar nada y,tercera, que la cuerda le pegó undoloroso latigazo en la cara interna delbrazo derecho. Dio un grito de dolor ydejó caer el arco al suelo. La flechaesquivó el tronco de un árbol ydesapareció en el bosque al otro ladodel claro.

El conejo se volvió a erguir y sequedó mirándola con unos ojos queparecían llenarse de un total asombro

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mientras ladeaba la cabeza para verlacon mayor claridad. Cayó de nuevo acuatro patas y salió del claro, entre losárboles, con toda la calma del mundo.

Menudo peligro mortal que pendíasobre su cabeza, pensó ella conamargura.

Recogió el arco, se frotó la zonadolida del brazo donde le habíasacudido la cuerda y se fue a buscar laflecha. Tras diez minutos de búsqueda,decidió darla por perdida. Llena detristeza, se dirigió de vuelta a lapequeña cabaña.

—Me parece que voy a tener quepracticar más —refunfuñó.

Aquél había sido su segundo intento

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de caza. El primero había resultadoigualmente infructuoso y tanabsolutamente desalentador como éste.Por la que debió de ser laquincuagésima vez, suspiró ante la ideade que si Will se encontrase sano, nohabría tenido ninguna dificultad a lahora de usar aquel arco para conseguirllevar comida a su mesa.

Evanlyn le había enseñado el arco,por supuesto, con la esperanza de que lavisión del arma pudiese prender algunachispa de recuerdo en su interior; peroél no había hecho nada más quequedarse mirándolo con esa expresiónvacía y carente de interés que tanconocida se había vuelto para ella.

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Había nevado no hacía mucho,durante la noche, y ella volvía a lacabaña, a trancas y barrancas, con lanieve por la rodilla. Era la primeranevada en más de una semana y aquellole dio también que pensar. Debía dehaber transcurrido ya más de la mitaddel invierno y, al final, cuando llegase laprimavera, los skandians de Hallasholmvolverían a moverse por aquellasmontañas. Incluso, quizás, llegaríanalgunos para hacer uso de la cabaña enla que Will y ella estaban pasando elinvierno. Para entonces, él tendría queestar recuperado y así podrían iniciarlos dos su larga marcha hacia el sur.Ella no tenía ni idea de cuánto podría

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tardar él en recuperarse; parecíamejorar con el paso de los días, aunqueno podía asegurarlo. Ni tampoco estabasegura de cuánto tiempo tenían antes deque el deshielo comenzase a hacerdesaparecer la nieve.

Estaban inmersos en una carrera,ella lo sabía, pero era una carrera en laque no veía la meta, cualquier día se laencontraría.

La cabaña apareció a la vista. Sintióalivio al ver que de la chimeneaascendía aún un hilillo de humo. Habíaechado leña al fuego aquel día, antes demarcharse, con la esperanza de haberpuesto la suficiente para mantenerloardiendo durante su ausencia. Ella había

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descubierto ya que nada le resultaba másdescorazonador que llegar a la cabañahelada de frío y empapada y encontrarsecon el fuego apagado.

Naturalmente, no tenía sentidoesperar que Will se ocupara de atenderel fuego mientras ella estaba fuera.Incluso una tarea tan simple como ésaparecía demasiado para él. Ella eraconsciente de que la cuestión no era queél no quisiese hacerlo, era tan simplecomo que él no se interesaba por hacer odecir nada que fuese más allá de lasfunciones básicas. Comía, dormía y aveces iba hacia ella con aquellaexpresión de súplica en los ojos, apedirle más hierba cálida. Al menos, se

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consolaba ella, ya hacía algún tiempodesde la última vez que había hecho eso.

Durante el resto del tiempo, selimitaba a quedarse sentado, allá dondeestuviese, mirando al suelo, o mirándosela mano, o un trozo de madera, o lo quefuese que hubiera atraído la atención desus ojos en ese instante.

Las viejas bisagras de la puerta dela cabaña crujieron cuando Evanlyn laabrió y entró. El ruido fue suficientepara llamar la atención de Will sobreella. Estaba sentado en el suelo con laspiernas cruzadas, en medio de lacabaña, igual que estaba cuando ella semarchó, varias horas antes.

—Hola, Will. Ya he vuelto —le dijo

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con una sonrisa forzada en la cara. Ellasiempre lo intentaba, vivía con laesperanza de que algún día él lerespondiese.

Pero aquél no iba a ser ese día. Elmuchacho no mostró signos de respuestao interés. Con un leve suspiro, apoyó elpequeño arco contra la pared, junto a lapuerta. De un modo algo distraído, cayóen la cuenta de que debía desencordar elarco, pero se sentía demasiadodesanimada para hacerlo justo en aquelmomento.

Cruzó la estancia hasta la zona de ladespensa y sacó un trozo pequeño de sureserva cada vez menor de terneradesecada. Allí había también arroz, así

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que se puso a preparar el arroz consabor a ternera que se había convertidoen la base de su alimentación en eltranscurso de las últimas semanas. Pusoagua a hervir para poder meter la carneseca dentro y poder hacer un caldoaguado pero al menos con algo de sabor.

Había medido una taza de arroz y laestaba poniendo en otra cacerola cuandooyó un leve ruido a su espalda. Se giró yadvirtió que Will se había ido del sitioen el que había pasado la mayor parte dela tarde. Ahora estaba sentado cerca dela puerta. Evanlyn se preguntó qué lehabría hecho moverse y decidió queprobablemente se trataba de algúninstinto inconsciente suyo.

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Entonces vio de qué se trataba, dioun respingo sorprendida y tiró parte delvalioso arroz sobre la mesa.

El arco aún se hallaba apoyadocontra la pared junto a la puerta. Peroahora estaba desencordado.

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LTreinta y seis

os hombres de Deparnieux seencontraban en el exterior desdemuy temprano esa mañana,

pasando las guadañas por la hierba altaque cubría el espacio abierto frente alcastillo de Montsombre. El caballerogálico no quería correr ningún riesgocon el combate programado. Había vistocaer caballos por las marañas de hierba

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alta y quería asegurarse de que la liza, elterreno donde iban a luchar, estaba librede tal peligro.

En aquel momento, una hora despuésdel mediodía, apareció por la mismapuerta que había utilizado con ocasiónde su último combate. No tenía ningunaduda de que vencería a Halt, perotampoco se había formado ideaserróneas al respecto del extranjero decorta estatura. Había observado lasconstantes sesiones de prácticas queHorace y Halt habían estado llevando acabo y sabía que el araluense era unarquero de una excepcional habilidad.No tenía dudas acerca de las tácticasque utilizaría su oponente, las sesiones

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de entrenamiento se lo habían mostradocon claridad. Deparnieux sonrió para sí;las tácticas psicológicas de Halt eraninteresantes, pensó. Ver una y otra vezlas flechas que entraban por la mirillade un yelmo que se desplaza a granvelocidad bien podría ser suficientepara poner nerviosos a la mayoría desus oponentes, sin embargo, aunqueDeparnieux tenía pocas dudas acerca delas habilidades de Halt, aún tenía menossobre sí mismo. Sus reflejos estaban tanalerta como los de un gato, y confiaba enpoder desviar las flechas de Halt con elescudo.

Pensaba que el araluense de pelogris había juzgado mal a su oponente y

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en cierto modo se sentía algodecepcionado por ello. Sus expectativasal respecto del extranjero habían sidodemasiado altas y ahora, al parecer,todas aquellas primeras impresiones sehabían quedado en nada: Halt era unarquero experto, eso era todo, ni poseíapoderes sobrenaturales ni habilidadesarcanas. De hecho, pensó el caudillo,era un hombre bastante limitado,bastante aburrido, con una opinión muyelevada de sí mismo. Dudaba de laveracidad de la afirmación que elarquero hizo sobre su pertenencia a unlinaje real, pero tampoco le habíaimportado mucho. Aquel hombre semerecía morir y a Deparnieux le haría

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feliz concederle ese favor.No hubo ninguno de los habituales

toques de trompeta ni redobles detambor cuando Deparnieux se adentró altrote de su corcel negro en la liza: no eraun día para ceremonias. Aquél era undía laborable más para el caballeronegro. Un intruso había desafiado suautoridad y su preeminencia en la zona yera necesario despachar a aquella gentecon la máxima eficiencia.

Pero a pesar de todo eso,prácticamente todos los miembros delpersonal del castillo de Montsombre yuna gran cantidad de los soldados deDeparnieux se encontraban allí parapresenciar el combate. Esbozó su

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sonrisa rapaz al preguntarse cuántos deellos estaban mirando con la esperanzade verle caer derrotado. No seríanpocos, pensó, pero estaban condenadosa una decepción; de hecho, liquidar alarquero sería de gran utilidad para él.Nada mejor para mantener la disciplinaque ver al amo y señor del castilloconcederle una muerte rápida a unintruso advenedizo.

Hablando del rey de Roma, allíestaba él. El arquero aparecía entoncespor el extremo opuesto de la liza, altrote ligero, a lomos de aquel ridículobarrilete de caballo que montaba. Nollevaba armadura, sólo un chaleco decuero tachonado que no le daría

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protección alguna contra la lanza y laespada de Deparnieux. Y, por supuesto,su sempiterna capa moteada de gris yverde.

Su joven compañero cabalgaba aunos pocos metros detrás de él. Vestíauna cota de malla y llevaba el cascocolgado de la perilla de la montura.Portaba su espada y el escudo redondoblasonado con el símbolo de la hoja deroble.

Interesante, pensó Deparnieux.Resultaba obvio que, en el caso de lainevitable derrota de Halt, su jovencompañero de viaje intentaría vengarle.Mucho mejor, pensó el caballero negro.Si una muerte sería una saludable

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lección para los más indisciplinados desus siervos, dos resultarían doblementeefectivas. Después de todo, así era comohabía empezado todo aqueldecepcionante asunto.

Detuvo su caballo y comprobó lasujeción de la lanza en su mano derecha,se aseguró de que la llevaba justo en elpunto correcto de equilibrio. En elextremo opuesto de la liza, su oponenteseguía avanzando a un ritmo lento yconstante. Parecía ridículamente canijo,empequeñecido por el joven musculosoy el enorme caballo que avanzaban juntoa él.

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—Espero que sepas lo que estáshaciendo —dijo Horace, intentandohablar sin mover los labios por si acasoDeparnieux los estaba observando, locual, indudablemente, hacía. Halt se girósobre su silla y casi le sonrió.

—Yo también lo espero —dijo contranquilidad. Había advertido que lamano derecha de Horace estaba soltandola espada dentro de su vaina una vezmás. Ya había hecho lo mismo al menosmedia docena de veces mientras iban acaballo—. Relájate —añadió conserenidad. Horace le miró abiertamente,sin importarle ya si Deparnieux le veía o

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no.—¿Que me relaje? —repitió con

incredulidad—. ¿Te vas a enfrentar a uncaballero armado sin nada más que unarco y me dices que me relaje?

—Ya sabes que también dispongo deuna o dos flechas —dijo en un tonosuave, y Horace meneó la cabeza, aúnincrédulo.

—Bueno… yo sólo espero que sepaslo que estás haciendo —le dijo denuevo. Entonces Halt le sonrió. Apenasla más fugaz de las sonrisas.

—Eso ya lo has dicho antes —replicó.

Le dio un golpecito a Abelard con larodilla y el pequeño caballo se detuvo

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con las orejas erguidas, a la espera demás indicaciones. Los ojos de Haltpermanecieron fijos en la lejana figurade la armadura negra, levantó la piernaderecha, la pasó por encima de laperilla y se bajó del caballo.

—Llévatelo a una zona segura —ledijo al aprendiz, y Horace se inclinó ytomó las riendas del caballo delmontaraz. Abelard levantó las orejas ymiró de forma instintiva a su amo—. Ve—le dijo Halt con tranquilidad, y elcaballo se dejó guiar.

Halt miró al joven a lomos de sucaballo, veía la preocupación en cadauno de los gestos de su cuerpo.

—Horace —le llamó, y el aprendiz

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de guerrero se detuvo y le devolvió lamirada—. Sé perfectamente lo que hago,ya lo sabes.

Horace consiguió una débil sonrisaal oír aquello.

—Si tú lo dices, Halt —respondió.Conforme hablaban, Halt

seleccionaba cuidadosamente tresflechas de entre las dos docenas de sucarcaj y las deslizó, con la punta haciaabajo, por dentro de su bota derecha.Horace lo vio y se quedó pensando porqué lo habría hecho. Halt no teníaninguna necesidad de prepararse lasflechas de ese modo. Podía cogerlas delcarcaj, tensar y disparar en una fracciónde segundo.

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No tuvo tiempo de seguir pensandoen ello. Deparnieux gritaba desde elextremo opuesto de la liza.

—¡Mi señor Halt! —Llegó connitidez a Horace el acento de su vozcuando el joven tiraba de las riendas unavez apartado—. ¿Estáis preparado?

Sin molestarse por hablar, Haltlevantó una mano en respuesta. Parecíamuy pequeño y vulnerable, pensóHorace, allí de pie, sólo en la hierba, ala espera de que el caballero de negro alomos de su caballo gigantesco se leviniera encima.

—¡Entonces, que gane el mejor! —gritó Deparnieux con sorna, y esta vezHalt sí respondió.

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—¡Eso pienso hacer! —gritó él,justo cuando Deparnieux clavaba susespuelas al caballo. Éste comenzó aavanzar con pesadez y fue ganandovelocidad a medida que avanzaba, hastaalcanzar el galope.

Horace cayó en la cuenta entoncesde que Halt no le había dicho nada a élacerca de lo que debía hacer siDeparnieux salía victorioso. Él seimaginaba que el montaraz le habríadado instrucciones para que intentaseescapar. Sin duda, esperaba que Halt leprohibiese desafiar a Deparnieuxinmediatamente después del combate,que era justo lo que Horace planeabahacer si Halt perdía. Ahora se

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preguntaba si el montaraz no le habíadicho nada porque sabía que Horaceignoraría tales instrucciones, o si erasimplemente porque tenía una confianzaplena en que él sería el vencedor.

Y no es que pareciese haber allíforma alguna de que lo pudiera lograr.El suelo vibraba bajo los cascos delcaballo negro y la experta mirada deHorace distinguía en el guerrero gálicouna capacidad natural y una enormeexperiencia. Equilibrado de formaperfecta en su monta del caballo,sostenía la lanza, larga y pesada, comosi fuese un bastón ligero; echado haciadelante y levemente erguido sobre losestribos, conforme la punta de la lanza

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se aproximaba más y más a la pequeñafigura de la capa verde y gris.

Fue la capa lo primero que provocóuna ligera sensación de recelo en lamente de Deparnieux. Halt sebalanceaba levemente, en el sitio, y elestampado irregular de la capa,contrapuesto al verde y gris del céspeden invierno, parecía enfocar ydesenfocar su silueta. El efecto resultabacasi hipnótico. Enfurecido, Deparnieuxapartó aquella distracción de suspensamientos e intentó centrar suatención en el arquero. Ya estaba cerca,apenas a treinta metros, y el arquero aúnno había…

Lo veía venir. En un movimiento

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veloz, el arco ascendió y escupió laprimera flecha a una velocidadincreíble, directa hacia la mirilla de suyelmo y llevando consigo un finalinstantáneo.

No obstante, con lo rápida quevolaba la saeta, Deparnieux fue másrápido aún y levantó el escudo, ladeado,para desviar la flecha. La sintió golpearcontra su defensa, oyó el chirrido demetal contra metal al producirse unlargo arañazo en el esmalte negroreluciente y después un siseo al salirdesviada.

Pero la protección del escudo ahorale tapaba la visión del hombre de cortaestatura y enseguida lo bajó.

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«¡Maldito arquero de losdemonios!». ¡Era lo que había planeadoy había disparado una segunda flechacuando el escudo aún se encontrabaarriba! Los increíbles reflejos deDeparnieux le volvieron a salvar, lehicieron subir de nuevo el escudo paradesviar aquella segunda flechatraicionera. «¿Cómo podía haber alguiencapaz de disparar tan rápido?», pensóDeparnieux, y maldijo otra vez al darsecuenta de que, oculto como estaba detrásdel escudo, no había visto que se pasabade largo la posición del arquero, quecon toda calma se había apartado delcamino de la punta de su lanza.

Deparnieux permitió que su caballo

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aminorase la velocidad hasta un trote ydio la vuelta describiendo un grancírculo. No serviría de nada arriesgarsea lesionar al caballo intentando volvergrupas demasiado rápido. Se tomaría sutiempo y…

En ese momento sintió una punzadade dolor en el hombro izquierdo. Seretorció con torpeza, con el ángulo devisión limitado por el yelmo y vio que,conforme había pasado al galope junto aHalt, el arquero le había disparado otraflecha más, esta vez apuntando al huecoque su armadura dejaba cerca delhombro.

La cota de malla que tapaba el huecohabía absorbido la mayor parte de la

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fuerza de la flecha, pero la punta afiladahabía logrado abrirse un pequeño paso ytraspasarle la piel. Era doloroso, perono grave, comprobó, y rápidamentemovió el brazo para asegurarse de queno había músculos o tendonesimportantes dañados. Si el combate seprolongaba, se podía agarrotar y afectara su defensa con el escudo.

La herida resultó ser una molestia.Una dolorosa molestia, rectificó, y sintióel calor de la sangre que goteaba por laaxila. Se prometió que Halt pagaría poraquello, y bien que pagaría.

Porque ahora Deparnieux creíaentender el plan de Halt, que continuaríacegándole cuando se aproximase a la

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carga, le obligaría a levantar el escudopara protegerse los ojos en el últimoinstante y se apartaría a un lado cuandola carga de Deparnieux pasase de largo.

Pero, el caballero no tenía intenciónalguna de seguirle el juego a Halt.Descartaría las cargas de lanza, brutalesy a gran velocidad, en favor de unaaproximación lenta y pausada. Al fin yal cabo, no necesitaba la fuerza y lainercia de una carga, no se estabaenfrentando a otro caballero armado yno estaba intentando tirarle del caballo.Se enfrentaba a un hombre que estaba depie, solo, en medio de la liza.

En cuanto se le ocurrió el plan, tiróal suelo la larga y poco manejable lanza,

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agarró la varilla de la flecha, la partiócerca de la herida y la tiró junto a lalanza.

A continuación extrajo su espadón einició un trote lento hacia la posición enque Halt le aguardaba.

Mantenía a Halt a su izquierda, deforma que el escudo se hallaría enposición para desviar sus flechas. Laespada larga en su mano derechadescribía círculos con facilidadmientras él sentía la familiaridad de supeso y el equilibrio perfecto.

Horace, vigilante, notaba que elcorazón le martilleaba más rápido en elpecho. Aquel combate sólo podía tenerya un final; una vez que Deparnieux

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había abandonado la precipitada carga yla había sustituido por un acercamientomás pausado, Halt se encontraba en unasituación realmente complicada. Horacesabía que nueve de cada diez caballeroshabrían continuado a la carga,enfurecidos por la táctica de Halt y conla determinación de aplastarle con sufuerza superior. Deparnieux, habíapodido comprobar ahora, era ese unoentre diez que había visto rápidamentela locura de tal camino y habíaencontrado otra vía para anular la mayorventaja de Halt.

El jinete de negro se encontrabaentonces solo a cuarenta metros de lapequeña figura y se desplazaba despacio

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hacia ella. Igual que antes, el arco selevantó y otra flecha se halló en camino.Deparnieux, con destreza y casi condesprecio, alzó el escudo para desviarla flecha. Esta vez oyó el chirrido delimpacto y bajó de nuevo el escudo. Pudover la siguiente flecha que ya leapuntaba a la cabeza. Vio cómo la manodel arquero iniciaba el movimiento parasoltar la cuerda y volvió a subir elescudo al tiempo que la flecha partía ensu dirección.

Pero hubo un detalle importante queno había visto.

Esta flecha era una de las tres queHalt había colocado en la caña de subota; y esta flecha era diferente. Tenía

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una punta mucho más pesada, hecha deacero reforzado. A diferencia de lasflechas normales de batalla del carcajde Halt, no se trataba de una punta anchacon forma de hoja, sino que tenía laforma de la punta de un cincel, rodeadade cuatro pequeños espolones queevitarían que la armadura de Deparnieuxla desviase y le permitirían atravesarlahasta alcanzar el cuerpo que habíadebajo.

Era una punta de flecha diseñadapara atravesar armaduras. Años atrás,Halt había aprendido sus secretos de losfieros jinetes arqueros de las estepasorientales.

La flecha salió disparada del arco.

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Al haber levantado el escudo,Deparnieux no llegó a ver que el pesoextra de la punta dirigía la flecha a undestino más abajo del lugar dondeapuntaba en un principio. El arco quedescribió la flecha hizo que éstaimpactara bajo el escudo inclinado y seclavase sin apenas resistencia a sufuerza y velocidad en el peto de laarmadura, que había quedado expuesto.

Deparnieux lo oyó. Un impacto secode metal contra metal, más como uncrujido metálico que como un tañido. Sepreguntó qué habría sido. Entoncessintió un pequeño foco de dolor intenso,un nítido ardor agónico que se inició ensu costado izquierdo y se extendió

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rápidamente hasta que engulló su cuerpoentero.

No llegó a sentir el impacto de sucuerpo contra la hierba del suelo.

Halt bajó el arco. Disminuyó latensión de la cuerda y devolvió al carcajla segunda flecha con punta perforadora,que ya tenía engarzada y lista.

El señor del castillo de Montsombreyacía inmóvil. Un silencio deaturdimiento se apoderó de la pequeñamultitud de observadores que habíasalido del castillo a ver el combate.Ninguno de ellos sabía cómo reaccionar.Ninguno de ellos se esperaba aqueldesenlace. Sus siervos, cocineros ymozos de cuadras sintieron una prudente

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alegría; Deparnieux nunca había sido unseñor muy popular. Su uso del látigo ylas jaulas con cualquier sirviente que lecontrariase había provocado aquello,pero las expectativas que pudieranalbergar al respecto del hombre queacababa de matarlo no tenían que sernecesariamente superiores. Como eralógico, asumieron que el extranjero de labarba había matado a su señor con laintención de hacerse con el control deMontsombre. Así eran las cosas enGálica, y la experiencia previa les habíaenseñado que un cambio de señor notraía consigo mejora alguna para susuerte. El propio Deparnieux habíaderrotado a un tirano anterior unos años

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atrás, así que, al tiempo que sentíansatisfacción al ver muerto al sádico ydespiadado caballero negro, miraban asu sucesor con un optimismo no muchomayor.

En cuanto a los soldados que habíanservido bajo el mando de Deparnieux,se trataba de una cuestión un tantodiferente. Ellos, al menos, sentían unnexo más cercano con el derrotado, sibien etiquetar aquel sentimiento comolealtad habría sido exagerar las cosas.No obstante, él les había conducido anumerosas victorias y a unaconsiderable cantidad de beneficios enforma de botín a lo largo de los años, demanera que tres de ellos avanzaron

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hacia Halt con las manos sobre lasempuñaduras de sus espadas.

Al ver el movimiento, Horaceespoleó a Kicker para que avanzase y secolocase entre ellos y el arquero de lacapa grisácea. Se produjo el siseometálico del acero al resbalar contra elcuero según Horace desenvainó suespada, y la hoja de ésta reflejó losdestellos de la luz del sol de primerahora de la tarde. Los soldadosvacilaron. Conocían la reputación deHorace y ninguno de ellos seconsideraba lo bastante buen espadachínpara discutir el asunto con el joven. Suescenario de combate habitual era laconfusión de una batalla campal, no el

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ambiente frío y calculador de un terrenocomo aquél.

—Trae el caballo —le dijo Halt aHorace. El aprendiz se volviósorprendido. Halt no se había movido,seguía de pie, con los pies ligeramenteseparados, de costado ante los soldadosque se aproximaban. De nuevo, unaflecha se encontraba engarzada en lacuerda del arco, si bien éste permanecíaapuntando al suelo.

—¿Qué? —preguntó Horace,perplejo, y el montaraz hizo un gesto conla cabeza en dirección al caballo deDeparnieux, que se movía inquieto ysacudía inseguro la cabeza.

—El caballo. Ahora es mío.

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Tráemelo —repitió Halt, y Horace fue altrote a lomos de Kicker hasta un puntodesde el cual se pudo inclinar y tomarlas riendas del caballo negro. Hubo deenvainar de nuevo la espada parahacerlo y miró con cautela a los tressoldados y a la docena adicional queahora se hallaba detrás de ellos sinhaberse decantado por uno u otro lado—. ¡Capitán de la guardia! —llamó Halt—. ¿Dónde está el capitán?

Un hombre fornido que vestía mediaarmadura dio un paso al frente de entreel grupo grande de soldados. Halt lemiró un momento y volvió a gritar:

—¿Tu nombre?El capitán vaciló. Él sabía que en el

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transcurso normal de losacontecimientos, el vencedor de uncombate como aquél se limitaría a exigiruna continuación del statu quo, y la vidaen Montsombre proseguiría sin muchoscambios. Pero el capitán también sabíaque, la mitad de las veces, un nuevoseñor podía preferir degradar o inclusoeliminar a los oficiales de mayor rangodel régimen anterior. Recelaba del arcoen las manos del extranjero, mas no veíarazón para no darse a conocer. Losdemás se apresurarían a dejarle solo sieso significaba una posible mejora paraellos. Se decidió.

—Philemon, mi señor —respondió.Halt cargó el peso de su mirada sobre él

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y se produjo un largo e incómodosilencio.

—Acércate, Philemon —dijo Haltpor fin, y, tras devolver la flecha alcarcaj, se colgó el arco sobre el hombroizquierdo.

Aquel gesto resultaba alentador parael capitán, aunque no tenía ninguna dudade que, si Halt lo deseaba, podíadescolgarlo y poner en camino unascuantas flechas antes siquiera de que élpestañease. Con cautela y un cosquilleode expectación en cada una de lasterminaciones nerviosas, se acercó alhombre de baja estatura. Cuando sehalló a una distancia cómoda paraconversar, Halt se dirigió a él.

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—No tengo ningún deseo dequedarme aquí más tiempo del necesario—dijo con tranquilidad—. Dentro de unmes, los pasos a Teutlandt y Skandiaestarán abiertos y mi compañero y yoseguiremos nuestro camino.

Hizo una pausa y Philemon fruncióel ceño intentando comprender lo que leestaban contando.

—¿Queréis que vayamos con vos?—preguntó por fin—. ¿Esperáis que ossigamos?

Halt negó con la cabeza.—No tengo el menor deseo de

volver a veros a ninguno de vosotros —dijo de manera rotunda—. No quieronada de este castillo, nada de su gente.

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Me quedaré con el caballo deDeparnieux porque es mi derecho comovencedor del combate. En cuanto alresto, queda a tu disposición: castillo,mobiliario, riquezas, comida, todo. Sieres capaz de protegerlo de los amigosque tenéis por aquí, es tuyo.

Philemon sacudió la cabeza conincredulidad. ¡Menuda suerte! Elextranjero se iba y le dejaba el castillo ytodo el lote completo en sus manos, lasde un simple capitán de la guardia. Soltóun leve silbido para sí. Reemplazaría aDeparnieux como dominador de laregión. ¡Sería un señor con castillo,hombres armados y sirvientes para loque se le antojara!

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—Dos cosas —interrumpió Halt suspensamientos—. Liberarás de inmediatoa esa gente de las jaulas y, en cuanto alresto de los sirvientes y esclavos delcastillo, yo les daré la oportunidad deescoger si se quedan o se van. No losvincularé a ti en modo alguno.

Las pobladas cejas del capitán searrugaron ante aquella afirmación. Abrióla boca para protestar y se detuvo,dudando, al ver la mirada de Halt. Erafría, firme y completamente despiadada.

—Ni a ti ni a tu sucesor —rectificó—. La elección es tuya. Discútela y se laofreceré a quien sea que te reemplacedespués de que yo te mate.

Y conforme oía aquellas palabras,

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Philemon advirtió que Halt no vacilaríaa la hora de materializar su amenaza. Niél ni el musculoso joven guerrero delcaballo tendrían el menor problema paraencargarse de él.

Sopesó las alternativas: oro, joyas,un castillo bien dotado, un ejército dehombres armados que le seguiría porquetenía medios para pagarles, y unaposible ausencia de sirvientes. O lamuerte, aquí y ahora.

—Acepto —dijo.Al fin y al cabo, pensó Philemon, la

mayoría de los sirvientes y esclavos notendrían dónde ir. Había muchasposibilidades de que la mayor parteescogiese quedarse en el castillo de

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Montsombre, confiando en el tediosofatalismo de que las cosas en realidadno podían ser mucho peores y que sólocabía la posibilidad de mejorar algo.

Halt asintió lentamente.—Ya lo creo que aceptas.

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ETreinta y siete

vanlyn estaba muy concentrada.La punta de la lengua se leescapaba entre los labios y una

ligera arruga le cruzaba la frentemientras empezaba a cortar la pieza decuero blando con la forma apropiada.

No se podía permitir cometererrores, lo sabía bien. Había encontradola pieza de cuero en el cobertizo y había

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justo lo suficiente para el propósito quetenía en mente. Era suave, fino yflexible. Había otros trozos de arneses yarreos en el cobertizo pero estabanresecos y tiesos. Éste era el trozo quenecesitaba.

Evanlyn estaba haciendo una honda.Había dejado por fin de intentar

aprender a manejar el arco. Para elmomento en el que fuese capaz de darlea la pared de la cabaña, Will y ella sehabrían muerto ya de hambre. Suspiró.Haber recibido la educación de unaprincesa tenía definitivamente susdesventajas. Era capaz de coser ybordar maravillas, apreciar el buen vinoy dar una cena en sociedad para una

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docena de nobles y sus esposas. Sabíaorganizar a los sirvientes y aguantabahoras sentada con la espalda recta y enapariencia atenta en las ceremoniasoficiales más aburridas.

Todas ellas capacidades muyvaliosas en su lugar apropiado, peroninguna demasiado útil en la situaciónen la que se encontraba. Deseó haberpasado algunas horas siquieraaprendiendo los fundamentos másrudimentarios del tiro con arco, unahabilidad que de mala gana tuvo queadmitir que se hallaba fuera de sualcance.

¡Pero no una honda! Aquello era otracosa. De pequeña, ella y sus dos primos

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se habían hecho unas hondas y se ibanpor los bosques que circundaban elcastillo de Araluen tirando piedras ablancos que escogían al azar. Tambiénse acordó de que a ella se le dababastante bien.

En su décimo cumpleaños, para suterrible enfado, su padre decidió que yaera el momento de que su hija dejase decomportarse como un chico y que seiniciase en el aprendizaje de losmodales de una dama. Adiós al ir porahí y adiós a la honda. Bienvenidos losbordados y las ceremonias.

Aun así, pensó, era probable que seacordase lo suficiente de la técnica paraque ahora le resultase útil, con un poco

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de práctica.Sonrió al recordar aquellos

privilegiados días del castillo deAraluen. Qué diferentes parecían detodo aquello. Ahora tenía otrashabilidades, pensó de forma irónica.Sabía tirar de un poni por una capa denieve hasta la rodilla, dormía al raso, sebañaba con una frecuencia mucho menorde lo que la corrección social calificaríade apropiado y, con un poco de suerte,incluso matar, limpiar y cocinar supropia cena.

Es decir, por supuesto, si era capazde dejar bien la maldita honda. Le dioforma al trozo de cuero blandoenvolviendo con él una piedra grande y

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redonda y tirando de los bordes paraformar un saquito. Tiró y soltó una y otravez e hizo que el cuero fuera tomando laforma de la piedra. Las manos le estabanempezando a doler del esfuerzo y creyórecordar entonces que, de pequeña, lossirvientes le habían hecho a ella esaparte del trabajo.

—No es que sea muy útil yo, ¿no?—se dijo.

En realidad, no se estaba tratandocomo se merecía. Su acopio de valor,determinación y lealtad era enorme,tanto como su ingenio.

Al contrario que alguien que hubieserecibido la formación adecuada paraaquellas condiciones, era muy probable

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que ella no siempre hallase la mejorsolución para los problemas que se lespresentaban en aquellos momentos a losdos, pero de algún modo encontraba unaforma de solucionarlos. Nunca se dabapor vencida, y era aquella resolución ycapacidad para adaptarse lo que haríade ella una gran gobernante, si es queconseguía regresar alguna vez a Araluen.

Oyó un ruido a su espalda y sevolvió. Se le cayó el alma a los piescuando vio a Will firme a su lado. Ensus ojos había un vacío, carecían deexpresión. Por un horrible instante,pensó que venía buscando otra dosis dehierba cálida y sintió una verdadera olade pánico. Hacía dos semanas de su

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última dosis de la droga. Cuando se ladio, el saquito se había quedadoprácticamente vacío. No tenía ni idea dequé pasaría la siguiente vez que lanecesidad se apoderase de él.

Cada día, ella vivía con el temorconstante de que fuese a pedirle más,mezclado con el aumento de lairracional esperanza de que se hubiesecurado de su adicción. Desde el día enque había desencordado el arco, ellahabía buscado algún signo más deconsciencia o recuerdo en él. En vano.

Will señaló a la jarra de agua sobreel banco y ella soltó un suspiro dealivio. Le sirvió una taza y él se fuearrastrando los pies con la mente

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atrapada aún en aquel lugar lejano quesólo los adictos conocen. No estabacurado aún, pensó Evanlyn, pero, almenos, el momento que tanto temía ellase había pospuesto un poco más.

Los ojos se le llenaron de lágrimas.Las secó y volvió al trabajo. Conanterioridad, había cortado dos tiraslargas de cuero de la silla del poni queahora ataba a cada lado del saquito.Puso la piedra en el saquito e hizo girarla honda a modo de prueba. Habíapasado mucho tiempo ya, pero leresultaba vagamente familiar. El peso dela piedra parecía bien acomodado y deforma segura en el interior del saquito.Levantó la vista y miró a Will. Estaba

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acurrucado contra la pared de la cabañacon los ojos cerrados, en otro mundo.Ella sabía que se podía quedar asídurante horas.

—No tiene ningún sentido seguirperdiendo el tiempo —se dijo, yentonces se dirigió a Will—. Me voy acazar, Will. Tardaré un buen rato.

Recogió un cargamento de piedras ysalió. Sus anteriores intentos con el arcole habían enseñado que la vida salvajede la zona tendía a evitar la cabañaahora que estaba habitada. Lasexperiencias desagradables del pasado,pensó. A ciencia cierta que no tendríannada que ver con sus intentos de caza.

Según caminaba, tenía la

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oportunidad de ir practicando sutécnica: cargaba una piedra en la honda,la hacía dar vueltas sobre su cabezahasta que hiciese un zumbido sordo yentonces soltaba un extremo endirección a los troncos de los árbolescercanos.

Al principio los resultados no erannada alentadores. La velocidad erabuena, pero la precisión brillaba por suausencia. Sin embargo, conformepracticaba, su antigua habilidad parecíair volviendo. Más y más a menudo, laspiedras que tiraba alcanzaban susblancos.

Lo hizo aún mejor cuando se leocurrió cargar dos piedras en la honda

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en lugar de una, doblando así susprobabilidades de éxito. Un ratodespués, convencida de que estabapreparada, se marchó en dirección a unclaro junto a un río, donde había vistoconejos que iban a comer y a ponerse alsol sobre las piedras.

Tuvo suerte. Un gran conejo machoestaba ahí, con los ojos cerrados y lasorejas y el hocico en movimiento yhusmeando mientras disfrutaba del sol ydel calor acumulado en la piedra sobrela que estaba sentado.

Sintió una ola de satisfacción alcargar dos piedras en la honda y

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comenzó a darle vueltas sobre sucabeza. El zumbido apagado fueaumentando a medida que la hondaganaba velocidad, y el conejo abrió losojos al oírlo. Pero no sintió peligro conaquello y permaneció donde seencontraba. Evanlyn vio sus ojosabiertos y resistió la tentación de soltarde inmediato. Dejó que la honda diesedos o tres vueltas más y soltó un extremoestirando completamente el brazo,directo a su objetivo.

Quizás fue la suerte del principiante,pero ambas piedras alcanzaron al conejocon toda la fuerza que llevaban. La másgrande de las dos le fracturó la patatrasera derecha, así que, cuando intentó

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arrancar y huir, se cayó con torpeza en lanieve. Evanlyn, con una feroz sensacióntriunfal, cruzó el claro, agarró al conejo,que lo estaba pasando mal, y lo desnucópara acabar por fin con sus sufrimientos.

La carne fresca sería un agradablecomplemento en su escasa dieta.Eufórica, decidió probar en otro puntobueno para la caza y ver si la suerte nole había abandonado. Dos conejos eran,sin duda, mejor que uno.

Se desplazó con precaución, y lanieve blanda bajo sus pies colaboró enla mejora de su sigilo. A medida que seacercaba al siguiente claro, sus pasosiban siendo cada vez más precavidos,posaba los pies con más cuidado y se

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aseguraba de que, al sujetar las ramas delos árboles para pasar, no las soltabahasta que las devolvía a su posicióninicial sin hacer ruido.

Con toda probabilidad, estaprecaución extrema fue lo que le salvóla vida.

Estaba a punto de salir al claro deentre los árboles cuando un sextosentido la hizo dudar. Algo no iba bien.Había oído algo, o sentido algo, queestaba fuera de lugar allí. Se retiró unpoco hacia atrás y permaneció entre lassombras de las hileras de árboles yaguardó para ver si podía identificar lacausa de su inquietud. Entonces lovolvió a oír, y esta vez lo reconoció. Las

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suaves pisadas de los cascos de uncaballo en la gruesa capa de nieve queaún cubría el suelo.

Con la boca seca y el corazón derepente acelerado, Evanlyn se quedóinmóvil en el sitio. Recordó lasinstrucciones de Will en Skorghijl.

No obstante, se hallaba bien ocultade cualquier persona o animal queapareciese en el claro. La arboleda eraespesa y la luz del sol de media mañanaproyectaba profundas sombras entre losárboles. El vello de la nuca se le habíaerizado estando allí de pie, inmóvil. Susojos no paraban, de un lado para otro, ylos forzaba para ver lo mejor posibleentre los destellos de las zonas

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intercaladas de nieve iluminada por elsol y las de profundas sombras.Entonces oyó el resoplido leve, suave,de la respiración de un caballo y supoque no se había equivocado. Al otrolado del claro apareció una nube devapor suspendida en el aire y vio alcaballo y a su jinete emerger de lassombras que dejaban atrás.

Por un breve instante sintió unaenorme alegría pues pensó que setrataba del caballo de Will, Tirón.Pequeño, fornido y de pelaje lanudo,apenas era del tamaño de un poni, y alverlo estuvo a punto de salir a la luz delsol, pero entonces se detuvo justo atiempo, al ver al jinete.

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Iba vestido con pieles, con un gorroplano también de piel en la cabeza y unarco colgado al hombro. Podíadistinguir su rostro con bastanteclaridad: piel morena, ajada por laintemperie, y unos pómulos elevados yprominentes que hacían que sus ojosparecieran encima de ellos poco másque unas ranuras. Vio que era pequeño yfornido, como su caballo, y había algoen él que auguraba peligro. Volvió lacabeza para mirar a los árboles quehabía a su derecha y Evanlyn aprovechóla oportunidad para esconderse másatrás, a resguardo en la espesura delbosque. Seguro de que no había nadieobservándole, el jinete espoleó a su

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caballo para que avanzase unos metros,hasta el centro del claro.

Se detuvo allí y pareció que sus ojospenetraban en la oscuridad hasta el lugardonde se hallaba la muchacha, ocultadetrás de la irregular corteza del troncode un pino grande. Durante unos pocossegundos agobiantes, ella pensó que lahabía visto, pero entonces el jinete dioun toque en el costado del animal con eltalón de una de sus botas adornadas conpieles y el caballo giró a la derecha ysalió del claro, adentrándose entre losárboles con un trote ligero. Un momentodespués lo había perdido de vista y elúnico rastro de su presencia eran lasnubes de vapor de la cálida respiración

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del caballo que habían quedado allísuspendidas en el aire gélido.

Evanlyn permaneció acurrucadacontra el pino durante varios minutoscon el temor de que el jinete pudiesevolver de pronto sobre sus huellas. Acontinuación, un largo rato después deque el sonido amortiguado de los cascosdel caballo sobre la nieve se hubiesedesvanecido, Evanlyn dio media vueltay comenzó a correr a través del bosquehacia la cabaña.

Will había estado durmiendo.Se despertó lentamente, recobrando

la consciencia de forma gradual,

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conforme se iba dando cuenta de que seencontraba sentado en un duro suelo demadera. Sus ojos se abrieron y fruncióel ceño ante un decorado para éldesconocido. Se hallaba en una pequeñacabaña donde entraba la brillante luz delsol del final del invierno a través de unaventana sin cristales y formaba unrectángulo alargado en el suelo, másancho en la base que en la partesuperior.

Grogui, aún medio dormido, se pusoen pie y se percató de que, por algunaextraña razón, se había quedadodormido mientras estaba sentado en elsuelo, con la espalda apoyada en una delas paredes. Se preguntó por qué habría

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escogido tal sitio cuando podía ver quela cabaña tenía un catre de madera y dossillas. Al ponerse lentamente en pie,algo hizo ruido al caer al suelo desde suregazo. Miró hacia abajo y vio unpequeño arco de caza allí tirado. Concuriosidad, lo recogió y lo estudió. Erade poco alcance, sin recurvar y sinaquellos extremos largos y sólidos de unarco en condiciones. Útil para la cazamenor, pensó de manera poco precisa, ypara poquísimo más. Se preguntó dóndehabría ido a parar su arco recurvado. Noera capaz de recordar haber adquiridonunca aquel arco de juguete.

Entonces se acordó. Había perdidosu arco, se lo habían llevado los

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skandians en el puente; y al recobraraquel recuerdo, aparecieron otros: lacarrera a través de los pantanos de latierra de las ciénagas prisionero de losskandians; el viaje a través del mar de laVentiscablanca a bordo del barco deErak; el puerto de Skorghijl, donde sehabían resguardado durante la peor partede la temporada de tormentas; y despuésel viaje a Hallasholm.

Y después… Y después, nada.Se estrujó el cerebro intentando

encontrar algún recuerdo de losacontecimientos posteriores a su llegadaa la capital de Skandia, pero allí nohabía recuerdo alguno. Nada excepto unmuro blanco que no había manera de

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atravesar.Un golpe de temor se apoderó de él.

¡Evanlyn! ¿Qué había sido de ella?Recordaba, así como velado por unaniebla, que había algún peligroimportante que pendía sobre ella. Suidentidad no había de ser revelada a suscaptores. ¿Habían llegado alguna vez enrealidad a Hallasholm? Estaba segurode que, si lo habían hecho, él seacordaría. Pero ¿dónde estaba la chicarubia de los ojos verdes que tanto habíallegado a significar para él? ¿La habríadelatado él sin darse cuenta? ¿Lahabrían matado los skandians?

¡Un voto a los Vallas! Se acordóentonces. Ragnak, oberjarl de los

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skandians, había hecho un juramento devenganza sobre todos los miembros dela familia real de Araluen; y Evanlynera, en realidad, Cassandra, princesa delreino. Atormentado por la incertidumbrey la pérdida de memoria, Will se dabagolpecitos con el puño en la frente,intentando recordar, intentandoconvencerse de que Evanlyn no habíasufrido por haberle fallado él de algúnmodo.

Y en ese momento, justo cuando élestaba pensando en la muchacha, lapuerta de la cabaña se abrió de golpe yallí estaba ella, enmarcada contra ladeslumbrante luz del sol que se reflejabaen la nieve del exterior, y tan

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asombrosamente bella como él sabíaque siempre recordaría que era, dabaigual lo mucho que viviese o lo mayoresque ambos llegasen a ser.

Will fue hacia Evanlyn con unasonrisa de total alivio dibujada en susrasgos, con los brazos extendidos haciaella, que permanecía allí de pie, incapazde hablar, mirándole fijamente como sifuese una especie de fantasma.

—¡Evanlyn! —dijo—. ¡Gracias aDios que estás a salvo!

Y, al decir esto, se preguntó por quésus ojos se habían llenado de lágrimas ypor qué sus hombros se sacudíanmientras lágrima tras lágrima sederramaba de forma descontrolada por

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sus mejillas.Al fin y al cabo, él, en realidad, no

era capaz de ver allí motivo alguno porel que llorar.

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HEpílogo

alt y Horace bajaban a caballocon cuidado por el tortuosocamino que partía del castillo

de Montsombre. Ninguno de los doshablaba, pero ambos sentían la mismasatisfacción intensa. De nuevo estabanen camino. El crudo invierno habíapasado y, para cuando llegasen a lafrontera, los pasos de entrada en

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Skandia estarían abiertos.Horace echó la vista atrás, hacia el

sombrío edificio donde habían estadoatrapados durante tantas semanas.Entornó los ojos para ver con másdetalle.

—Halt —dijo—, mira eso.Halt detuvo a Abelard y se volvió.

Había una fina columna de humo grisque se elevaba desde la torre delhomenaje del castillo y mientras ellosmiraban, iba ganando grosor y se poníade color negro. Muy débilmente, podíanoír los gritos de los hombres dePhilemon que corrían a apagar el fuego.

—A mí me parece —dijo Halt muyjuicioso— como si algún despistado se

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hubiera dejado una antorcha encendidasobre un montón de trapos con aceite enel sótano del almacén.

Horace le sonrió.—¿Y puedes decirlo tan sólo con un

vistazo?Halt asintió poniendo cara de

póquer.—Nosotros, los montaraces, estamos

dotados de unos asombrosos poderes depercepción —respondió—. Y yo creoque Gálica estará mejor sin esa torre enparticular, ¿no te parece?

En realidad, sólo el caudillo habíavivido en la torre del homenaje. Lossoldados y el personal doméstico vivíanen otras partes del castillo y dispondrían

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de tiempo de sobra para evitar que elfuego se propagase tan lejos. Pero latorre del homenaje, la torre central quehabía sido el cuartel general deDeparnieux, estaba sentenciada. Y asídebía ser. Montsombre había sidoescenario de mucha crueldad y horroresa lo largo de los años, y Halt no teníaintención de dejarla intacta para quePhilemon continuase en la línea de suantiguo señor.

—Claro que… las paredes de piedrano se quemarán —dijo Horace con unaire de decepción.

—No —coincidió Halt—, pero lossuelos de tablones de madera y sussoportes sí lo harán, y todos los techos y

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las escaleras se quemarán y sederrumbarán. Y el calor dañará lasparedes también. No sería sorprendenteque alguna de ellas se acabase cayendo.

—Bien —dijo Horace, y en aquellasola palabra había todo un mundo desatisfacción.

Juntos le dieron la espalda alrecuerdo de Deparnieux.

Espolearon a sus caballos y lapequeña cabalgata se puso en marcha,con Tirón siguiendo muy de cerca a losdos jinetes.

—Vámonos y encontremos a Will.

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JOHN FLANAGAN nació en 1944 enSídney, Australia. Comenzó su vidalaboral en la publicidad antes decambiar para dedicarse por cuentapropia a escribir y editar guiones. Haescrito eslóganes publicitarios, folletos,vídeos corporativos y series para latelevisión, y es uno de los guionistas

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australianos más prolíficos de estemedio.

John escribió el primer libro de la serieMontaraces para animar a su hijo dedoce años a disfrutar de la lectura.Michael era un muchacho bajo y todossus amigos eran más altos y más fuertesque él. John quería mostrarle que leer esdivertido y que los héroes no erannecesariamente altos y musculosos.Ahora, a sus veintitantos años, Michaelmide un metro ochenta, es ancho dehombros y muy fuerte, pero aún leencanta leer los libros de Montaraces.

John vive en Manly, zona residencialcostera a las afueras de Sídney, y

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actualmente está escribiendo tres títulosmás de la serie Montaraces.