La Formación Docente-flores Con Tallos de Espinas- Ensayo
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PALABRAS CLAVES: FORMACIÓN, FORMAR, REFLEXIÓN, DOCENTE, EDUCACIÓN.
LA FORMACIÓN DOCENTE: FLORES CON TALLOS DE ESPINAS Una mirada crítica hacía una reflexión permanente
POR: FARID ENRIQUE ABDALA VIZCAÍNO
ESTUDIANTE DE 8 SEMESTRE EN LIC. EN EDUC. ARTÍSTICA. UNIVERSIDAD DEL ATLÁNTICO
Resumen
En este escrito breve se percibe una reflexión crítica de la formación del docente del
Programa de Licenciatura de la Universidad del Atlántico de la ciudad de Barranquilla,
Colombia. Aquí se hace mención de algunos factores que debe considerar el educador de
hoy y hacía qué debe girar su formación como docente. No se pretende catalogar de
“buena” o “mala” la práctica del docente universitario sino de generar espacios para la
reflexión y autoevaluación para el logro de “buenas prácticas” docentes.
Fecha de elaboración:
26 de Mayo de 2015
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En un día muy especial, se reunieron las profesiones para conmemorar “el día de la
sociedad de hoy”. Entre ellas estaban el contador, el médico, el arquitecto, el ingeniero, el
abogado, el científico, el filósofo y por primera vez habían invitado al docente. Era un
momento donde las profesiones se juntaban en la academia para reflexionar sobre su
formación y práctica académica. Todos se sentían muy cómodos compartiendo unos con otros
sus experiencias e investigaciones y enriqueciendo su práctica tras hacer reflexiones críticas
sobre su quehacer y aporte a la sociedad; pero constantemente se veía al docente sentado en
una esquina observando a todos los que estaban reunidos y pensando qué iba a decir. El
médico, el científico y el abogado muy regios y pomposos mostraban con alardes y copiosa
presunción todo un historial de lo que había sido su labor a la comunidad. El contador, junto
con el arquitecto, el ingeniero y el filósofo hacían mención desmesuradamente y con desdén,
de su influencia en el mundo para una sociedad más digna y enriquecida tanto de conocimiento
como de sistemas económicos, políticos, físicos, etc.
Cuando todos terminaron de intervenir, se acercaron al docente y le preguntaron: “¿Por qué
estás aquí sentado aparte, solo y con una pequeña sonrisa en la cara? ¿Acaso no te sientes bien
o digno de compartir con nosotros lo que has hecho por la sociedad?” Sin temor alguno, el
docente se levanta y sube al atril a declarar todo lo que había hecho por la sociedad y responde
las preguntas que le habían hecho y dice: “Aunque a veces me sienta distante por su influencia
en el mundo, en esa distancia o aislamiento, observo y medito mesuradamente que he
cometido errores graves y, que de una u otra forma esos errores inhiben los procesos de
desarrollo de mis estudiantes, futuras potencias de una mejor sociedad; también, si hubiese
tenido la oportunidad de participar en espacios como estos, sé que no me sentiría tan inseguro
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de mis decisiones en el campo académico. Cuando me vieron sonriendo, pensé que todo lo que
ustedes habían alcanzado fue producto de un proceso de formación que yo les ofrecí, y me
siento bien de ello, pero al ver la forma en que ustedes presentaron su discurso me dije a mí
mismo: ‘De no mucho me sirvió darles demasiada información y llenarlos de conocimiento y
formarlos para una sociedad fría e insensible cuando he notado que lo que me hacía falta por
entregarles, era una gota de humanidad, de sensibilidad’”.
La anterior reflexión nos lleva a pensar primeramente en el siguiente interrogante: ¿Es
necesario abrir espacios de reflexión y autoevaluación permanente hacia la práctica docente?
La respuesta no es simplemente “sí”, sino siempre.
El hombre siempre ha tenido la necesidad constante ―hasta se podría decir que en un
sentido de autoconstreñimiento― de obtener productos y procesos de calidad, fiabilidad y
durabilidad garantizada cuasi perfectas, un mejor estilo de vida y, el plano educativo es la
premisa a esta convergencia. Esta búsqueda por la mejora de la práctica docente crece al
mismo tiempo que tanto los avances tecnológicos como las nuevas tendencias pedagógicas
hacen hincapié de forma transversal en la vida social, en un presente con miras al futuro para la
consecución de “status de calidad”.
Cuando hay mejoras en la práctica educativa, la formación del ser educable crece, ya sea
con el fin de adquirir saberes o como la consecución de una transformación social (López,
2006, p. 82). Por ende el docente investigador se esfuerza por alcanzar una de estas dos
perspectivas.
El Programa de Licenciatura en Educación Artística de la Universidad del Atlántico es un
escenario donde se desarrollan diversos procesos que apuntan directamente a la formación de
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profesionales capaces de asumir y afrontar los retos que a diario exige esta sociedad en
constante cambio. Pero ¿Cómo ha sido este proceso de formación?
Cuando inicié este derrotero como estudiante de esta Licenciatura en el año 2012, entré con
unas expectativas supeditadas de mi práctica artística, específicamente de las artes plásticas.
Tenía la idea de que sólo me formaría para ser un docente de artes plásticas. Al pasar el tiempo
esa idea fue cristalizada y re-formada por los proceses de enseñanza-aprendizaje de mis
docentes. Nunca me vi reflejado como un futuro docente, lo tengo que admitir. Pero como uno
no nace amando, me involucré tanto en esta actividad tan superlativa, que me enamoré de ella.
Tanto así, que me nació la noción de preguntarme: ¿Qué clase de docente quiero ser? ¿Cómo
me estoy formando? ¿Qué clase de personas quiero formar?
Motivado por estas preguntas me puse la tarea de indagar y leer sobre pedagogía, didáctica,
psicología, psicopedagogía, metodología de la investigación, educación artística, filosofía de la
educación, entre otras. Y descubrí algo que no esperaba, fue como un balde de agua fría
recorriendo por la espalda: “los procesos de formación que he recibido de mi Universidad
carecen de una formación pertinente y de calidad”.
Ahora bien, más que develar toda una falla curricular y más que socavar los procesos de
formación que he recibido, me centraré en destacar algunos procesos de enseñanza-aprendizaje
que se debe tener en cuenta para nuestra formación como docentes y, ver esto como una
reflexión crítica de la práctica de enseñar, educar y formar.
Recordemos que educar no es llevar a los niños a la escuela, no es darle instrucción, no es
enseñarles. Educar es construir al hombre paso a paso, fase por fase, etapa por etapa,
siguiendo su desarrollo de vida, de sus conocimientos y de su moral. Educar es partir de un
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individuo y llegar a hacer de él un hombre, no un alguien, sino un hombre. (Quiceno, 2014, p.
76).
Educar es, desde las nociones del hombre, de sociedad y de humanidad (…), facilitar la
emergencia de posibilidades por la que cada “tú” y cada “yo”, cada alumno concreto, llegue a
ser lo que es capaz de ser, lo que está auténticamente queriendo llegar a ser. Educar es facilitar
la emergencia de vida comunitaria de cada grupo académico particular y propiciar la reflexión
y el compromiso de acción para que la sociedad vaya construyéndose un escenario cada vez
más adecuado para la humanización progresiva de la humanidad en la historia. (López, 2006,
p. 81).
No olvidemos también, que cuando se habla de formación docente se tiende a mencionar
varios factores implícitos, contenidos en esta actividad educativa como son la didáctica, la
metodología, la investigación y la transformación tanto cognitiva como psico-social de los
actores y autores inmiscuidos en estos procesos de educabilidad. Pero formar también supone
dar forma y desarrollo a un conjunto de disposiciones preexistentes y, por otro lado, llevar al
hombre hacia la conformidad sujeto a un modelo ideal que se ha establecido de antemano. Por
eso el docente no debe aislarse de los modelos pedagógicos que coadyuven su práctica
formativa y considerar imperiosamente aquellos modelos que están a la par del día y que se
ajustan a las necesidades del estudiante que requiere la sociedad actual (Spravkim, 1998, p.19).
Siguiendo con esta misma línea de ideas conceptuales, es pertinente tener en cuenta la
concepción de los procesos enseñanza-aprendizaje. Se dice que es un proceso cuando la fase
sucesiva de su naturaleza de aplicabilidad se conjuga obteniendo la sistematización, ejecución
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y evaluación de la misma. Ahora bien, no puede haber una dicotomía entre enseñanza y
aprendizaje, debemos entenderla como una relación que se configura en una unidad.
Aprender es adquirir conocimiento, de tipo informativo como formativo. Enseñar es ayudar,
apoyar, beneficiar, guiar, auxiliar esos conocimientos de tipo informativo y formativo que el
educando adquiere (Doménech, 2012-13). Además debe considerarse el acto de enseñar como
un intercambio de conocimientos (empírico-científicos) y experiencias (empírico-científicas)
en la relación docente y discente, en los cuales el docente abre espacios (de reflexión,
criticidad, conflictividad, innovación, etc.) a través de estrategias, metodologías y didácticas
pedagógicas (Meneces, 2007). Además, todo proceso de enseñanza-aprendizaje, según Álvarez
(2007) “se tiene que medir (objetivos alcanzados) y evaluar (asimilación de significados). La
evaluación es útil para lograr que cada estudiante reciba el nivel de enseñanza que requiere, no
para aprobar o reprobar” (p. 48).
Las prácticas de la enseñanza-aprendizaje suponen una actividad intencional, que solo cobra
sentido en función del contexto en donde se desenvuelve y de la peculiar manera en que el
docente despliega su propuesta de enseñanza, suscitando espacios y momentos de reflexión
para la re-creación, reconstrucción y transformación moral, cognitiva y social tanto del sujeto
que educa (docente) como del sujeto educable (alumno). Es por eso que la educación artística
se convierte así en una práctica social situada. Y ésta se concibe como el “espacio donde se
desarrollan dinámicas académicas, pedagógicas, didácticas curriculares investigativas,
evaluativas, éticas y estéticas desde los distintos lenguajes artísticos, como son la danza, el
teatro, las artes visuales y la música” (Renovación de Registro Calificado de la Universidad del
Atlántico, 2010, p. 13).
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Seguidamente, la enseñanza artística real es aquella que parte de la comprensión y
aprehensión de las herramientas bilógico-sensitivas del educando, para enfrentarlas a los
momentos artísticos (reflexivos, críticos, analíticos, etc.) que el docente no debe imponer, sino
proponer (generar conflictos, situaciones desafiantes y motivadores, etc.), partiendo de la
participación del educando para la elaboración de las temáticas a desarrollar (Spravkin, 1998)
(Torres, citado por Angulo & León, 2005).
Gouvêa (2009) afirma que:
La enseñanza del arte no es lineal. Al enseñar y aprender arte es preciso que se asegure
continuidad y ruptura, garantizando una práctica artística / pedagógica consistente, responsable y
respetable (…) La enseñanza del arte debe ir más allá de la inteligencia y la percepción ya instituidas
(…). Al trabajar con arte, se trabaja no sólo con conocimiento específico, con sensibilidad y con
emoción, con identidad y con subjetividad, sino también con el pensamiento, en un nivel distinto al
comúnmente utilizado en el día a día de la escuela. (p. 32).
Además de la enseñanza artística, se destaca el papel que el docente tiene que cumplir al
respecto. Éste, en cualquier nivel de enseñanza, debe estar inmiscuido en contextos artísticos,
no como estilo de vida, sino como una forma de vivir. A lo que la experiencia estética debe
jugar un papel primordial en su vida cotidiana (Gouvêa, 2009).
En concordancia con lo anterior, en el ámbito educativo “si el conocimiento no se produce
en el grado y complejidad esperados, o bien existe una perturbación en la naturaleza del
individuo que aprende o la acción pedagógica es inadecuada y obtura el conocimiento o
incluso el desarrollo” (Baquero & Narodowski, 1990, p. 7). Esto nos permite reflexionar sobre
el papel que juega el docente no sólo en la escuela sino en la educación superior. Cabe
entender que este proceso que ejecuta el docente (guiar, trasmitir, enseñar, abrir espacios de
reflexión, etc.) debe estar orientado inherentemente, inmanentemente a la inyección de interés,
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motivación, filiación, honor, placer, instinto, voluntad, rebeldía y otros tantos impregnados en
su proceso de enseñanza-aprendizaje; debe ganar al alumno, dirigirlo a la auto-investigación,
actualizarse y actualizar a sus estudiantes; trascender su enseñanza, metodología, pedagogía,
autonomía, fuera del sistema de las masas (Frías & Narváez, 2010).
El docente no debe darse el lujo desmesurado de no conocer su estado y campus de
formación y los de sus estudiantes, porque “el no reconocimiento o el desconocimiento puede
infligir daño [harm], puede ser una forma de opresión que nos aprisiona en una falsa, torcida y
reducida manera de ser” (Taylor, citado por Sartori, 2001, p. 77). El docente de hoy debe estar
abierto a cualquier replanteamiento de su práctica, debe ser flexible, adaptarse al momento
como al tiempo donde ejerce su práctica formativa. Debe manejar las competencias
tecnológicas que exige la educación de hoy, así como manejar una segunda lengua, la que
impera en el momento.
Pero, ¿Tener profesores mejores preparados y formados asegura la calidad de los procesos
de enseñabilidad? En un estudio realizado en el 2012 en la Universidad de Vigo de España por
Adolfo Pérez Abellás, José Antonio Sarmiento Campos y María Ainoa Zabalza Cerdeiriña que
consistía en buscar referencias para alcanzar “buenas prácticas” docentes, en vez de
catalogarlas como “buenas” o “malas”, abordan particularmente el desarrollo de la pregunta
anterior. Donde tratan y exponen un problema que descompensa los procesos de formación, la
descontextualización de las didácticas docentes con las metodologías pedagógicas que están a
la vanguardia. El estudio mostró que aunque tienen profesores formadores de formadores bien
preparados, tienen una metodología inmutablemente tradicional y descontextualizada,
pedagógicamente hablando; lo que genera también, inflexibilidad curricular, una
descentralización de los aprendizajes autónomos de los estudiantes y una desorientación
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docente basada en competencias. Además que estos factores no entran en coherencia con lo
que se quiere conseguir en estos procesos de formación y confinan abruptamente la
preparación pedagógica y didáctica de sus estudiantes.
¿Si una mejor preparación del maestro (el tener “títulos”) no es la respuesta a aquellos
deficientes procesos de formación docente, qué lo es? Una continua y permanente reflexión y
autoevaluación de la práctica docente.
Es evidente que, día con día, parece incrementarse el reclamo por el cambio de una educación
cuyos rituales parecen haberla convertido en un rutinario requisito para la obtención de
acreditaciones sociales, pero vacío de retos intelectuales y de significados humanos reales. (López,
2006, p. 82).
Los profesores intelectuales y reflexivos suelen tener un alto grado de compromiso con su tarea,
más allá del éxito personal en el aula. Valoran sus propios esfuerzos como parte de una empresa
educativa más general y no como una oportunidad para lucirse. (Bain, citado por Acaso, 2014, p.
189).
No basta entonces con llenarse de papeles y colgarlos en la pared, sino saber utilizar los
saberes aprehendidos y darles forma de tal manera que el estudiante capte el sentido de la
didáctica del docente, introspeccione e introyecte los conocimientos aprehendidos para darles
un verdadero significado a su búsqueda del ser. El docente aprende de sus estudiantes, sus
aportes no son axiomas unilaterales, debe ser consciente que aunque tenga una deliberación
correcta, tener un juicio de valor auténtico, puede actuar de forma opuesta a los intereses de la
educación y del estudiante (López, 2006, p. 129).
Un profesor debe aspirar a sobrepasar su condición de «técnico» para posicionarse en el lugar del
«pensador». El tiempo de la profesión no puede anular el de la reflexión y esto cobra sentido cuando
Meirieu se detiene a pensar el conjunto de indicios de la práctica. (Zambrano, 2007, p. 590).
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Como docentes no debemos olvidar la razón del “por qué” enseñamos, una razón que debe
estar supeditada de los factores que enriquecen la sociedad, no tanto el conocimiento, no tanto
lo laboral, no tanto lo económico, sino lo humano. La reflexión del inicio de este escrito
muestra los resultados de una educación que carece de verdadero significado y valor sensible,
aunque se persista constantemente en los procesos de investigación, existe una ausencia de
calor humano; hay que reconocer que una educación así se llena de flores y panfletos, pero
muy internamente de cardos y espinas.
Para poder emprender la carrera sobre “qué clase de personas estamos formando”, debemos
detenernos primeramente en “cómo nos estamos formando”. También el considerar que todos
los educadores deben convertirse en investigadores, ha demostrado ser un postulado equívoco.
Pero no debe entenderse tampoco como una despreocupación deliberante la práctica
investigativa.
El elemento realmente destacable y más rescatable de esta preocupación por la investigación es
el señalamiento de la necesidad de que el docente en formación sea capaz de reflexionar sobre su
propio quehacer. Este es uno de los elementos más ricos si se quiere propiciar una TRANS-
formación real del docente. (López, 2006, p. 168).
Tengo mucho por decir, pero concluyendo todo hasta aquí, la moraleja que se extrae de toda
esta reflexión y que debe repensarse continuamente es:
No siempre lo deseado, es siempre realmente lo alcanzado.
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