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LA GRAMÁTICA DELAMOR

ROCÍO CARMONA

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Primera edición: febrero de 2011Primera edición digital: marzo de 2011

Diseño de cubiera: MBC

Edición: Marcelo E. MazzantiCoordinación editorial: Anna Pérez i MirDirección editorial: Iolanda Batallé Prats

© 2011, Rocío Carmona, por el texto© 2011, Meritxell Ribas, por las ilustraciones© 2011, La Galera, SAU Editorial,por la edición en lengua castellana

Citas de obras y canciones, © sus respectivos propietarios

Narrativa singular es un sello de la editorial La Galera

La Galera, SAU EditorialJosep Pla, 95 - 08019 Barcelonawww.lagalera-editorial.com - [email protected]

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fotocopia o el escaneado de algún fragmento a las personas queestén interesadas en ello.

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A mi madre, que sigue enseñándome a amartodos los días.

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«En una hora de amorhay una vida entera.»

HONORÉ DE BALZAC

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1. DIEZ PRINCESAS

El amor es un infierno donde te quedarías apasar la eternidad. Eso Irene lo sabía muy bien.Desde que se había enamorado, había perdido elapetito y no lograba conciliar el sueño.

Cada vez que cerraba los ojos lo veía a él.Liam.Con sólo pronunciar aquel nombre, aunque

fuera para sus adentros, temblaba por entero,como si estuviera desnuda en el Ártico con elcorazón incendiado.

Mientras pensaba eso, Irene sacó punta a sulápiz mordido en el extremo, totalmente ajena a loque sucedía a su alrededor. Una sonrisa deensoñación se dibujó en su cara de gata mientrasse inclinaba, una vez más, sobre el pupitre. Noestaba tomando apuntes, aunque iba bastante pezen gramática inglesa.

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Desde que había empezado el curso en aquelinternado británico, le estaba costando seguir elritmo de la clase. Tras el divorcio de sus padres, lahabían facturado al sur de Inglaterra para alejarlade su pequeña tragedia doméstica

En aquel lugar melancólico y aislado, el idiomano era el problema, ya que su padre eranorteamericano y, por tanto, ella era medio nativa.Aunque la gramática era otra cosa. ¡Cuántasexcepciones!

Mientras Peter Hugues, el profesor de lengua,apuntaba una interminable lista de phrasal verbsen la pizarra, Irene se afanaba en escribir algocrucial e incluso más complicado…

Nada menos que su primera declaración deamor.

Sonrió nerviosa mientras trataba de encontrar lacombinación de palabras justa, aquella queexpresara sin cursilería los sentimientos de unamor que empezaba a desbordarla.

Aún no se explicaba cómo era posible que Liam,el chico más deseado de la escuela, se hubierafijado en ella. Sin duda, era un milagro. ¿Quién leiba a decir que aquel rubiales irresistible, que

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podía tener a cualquier chica, la elegiríajustamente a ella, a la ratita de biblioteca?

«Si mis amigas de Barcelona lo supieran…»,pensó Irene ante el papel en blanco.

Habían comenzado a hablar el segundo día declase, mientras ella hacía cola en la fuente delpasillo.

Él se había reído amablemente de Irene, que ibacargada hasta el cuello de libros, carpetas ylibretas. Le cedió caballerosamente su turno en lacola y terminaron charlando de camino a clase.

Desde entonces se habían visto casi cada tarde,cuando Liam terminaba sus entrenamientos con elequipo de fútbol, en el que era la estrella.Paseaban por el bosquecillo que dividía los dosedificios del internado que servían de residencia alos alumnos, uno para las chicas y otro para loschicos.

El camino moría en el acantilado. A Irene leencantaba aquel escenario salvajementeromántico. Las olas rompían con fuerza contra lasrocas y casi no se podía hablar a causa del fragor,pero el viento húmedo y el rugido del mar leresultaban tonificantes. Además, cuando

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resultaban tonificantes. Además, cuandoavanzaban por la zona más escarpada y rocosa delbarranco, Liam siempre la tomaba de la mano. Leparecía un gesto precioso y protector, muymasculino.

Irene suspiró, pensando en su última tardejuntos, cuando el profesor Hugues dejó de escribiren la pizarra y la miró con cara de fastidio.

Ella se enderezó sobre el pupitre, totalmenteruborizada. No se había dado cuenta de que sususpiro hubiera sido tan notorio. Durante unosmomentos fingió abstraerse en las combinacionesde verbos y preposiciones, pero enseguida volvió amorder su maltrecho lápiz.

Acababa de decidir que su declaración de amortendría forma de poema.

Siempre le había gustado escribir, así que latarea no le parecía imposible. Además, esa nochesería el momento perfecto para dárselo. Liam lahabía invitado a cenar en un pub de una aldeacercana.

Irene no podía esperar a que llegara elmomento. Nunca había tenido una cita así: ¡unacena romántica con un chico! Tras varias semanas

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haciendo juntos los deberes y dando paseosdespués de clase, le parecía un paso natural,aunque ella no sabía nada de esas cosas.

Lamentó que sus amigas no estuvieran cerca.Ellas la habrían aconsejado qué hacer: cómovestirse, qué esperar de aquella cita.

¿La besaría Liam?Sólo se habían besado una vez, veinticuatro

horas atrás. Había sucedido al regresar delacantilado a la residencia. Ella se había acercadopara despedirse con dos besos, como siempre —aél le parecía muy exótica esa costumbre española—. Después de ofrecerle la mejilla, Liam habíavuelto bruscamente la cara para que sus bocas seencontraran de improviso.

Irene se había quedado paralizada por lasorpresa. Él había sonreído mientras le revolvía elpelo con un gesto casi paternal.

—Hasta mañana, princesa.Todavía no se le había borrado la cara de boba.

* * *

Irene guardó en su bolso un sobre pequeño de

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color marfil. En su interior iba el poema, sudeclaración de amor a Liam. Llena de inseguridad,lo volvió a sacar para leer por última vez elcontenido.

Amado Liam,has entrado en mi vidacomo una ráfaga de vientoque levanta las hojas muertasy las convierte en ángelesde alas temblorosas.

Mis labios también tiemblany suspiran por los tuyos.Muerta de amor, te imploro piedad,concédeme tan sólo una miraday seré tuya para siempre.

Dios mío, ¿cómo puede caber un amortan grande

en mi cuerpo desgarbado?Un beso tuyo en los párpadossería mi cielo particular.Te quiero.

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Te quiero.Te quiero.

Cerró el sobre hecha un manojo de nervios.«¡El mundo es para los valientes!», solía decirle

su abuela. ¿Quién dijo que una chica no podíadeclararse? Sólo el convencimiento de que Liamera su gran amor mitigaba su miedo, aunque ledaba mucha vergüenza expresar lo que sentía.

Al cerrar la cremallera del bolso notó lavibración del teléfono móvil, todavía silenciadodespués de las clases.

En la pantalla apareció la imagen de un ramo derosas. Irene sonrió emocionada al comprobar queera Liam quien le mandaba esas flores virtuales,aunque no fueran sus preferidas.

Recordó que una semana antes habían habladode las flores y ella le había confesado que leencantaban los girasoles, tal vez porque habíacrecido con una reproducción del cuadro de VanGogh en su habitación. En su móvil, ahora, habíarecibido rosas, pero daba igual: lo importante eraque se las había mandado su amor.

Estaba a punto de recogerla para su cita, y le

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parecía muy tierno que no pudiera esperar a verla.El regalo iba acompañado de uno de sus brevesmensajes: «Unas flores para mi princesa especial».

Irene repasó su pintalabios por última vez,sintiéndose una auténtica princesa. A continuaciónse puso a juguetear con el móvil, mientras leesperaba con mariposas en el estómago y milesperanzas ante la noche romántica que tenía pordelante.

Y entonces, sucedió.Sus dedos habían recorrido varias veces el

teclado del teléfono, repasando una y otra vez elmensaje, recreando el dulce calor que la habíainvadido al recibirlo. Eran sus flores. De él. Sólopara ella, su princesa.

Al final del mensaje había un espacio en blancoy después una serie de números. Pero ¿qué eraaquello? ¿Qué hacían allí todos aquellos númerosde teléfono? Siguió bajando con el cursor delaparato.

Primero sintió incredulidad. Luego, sorpresa.Un puñal invisible empezó a desgarrarla por

dentro.Sus lágrimas cayeron lentamente sobre la

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pequeña pantalla hasta desbordarla. El marcaliente de su tristeza incluso llegó hasta el suelo,donde se depositaron dos gruesas gotas saladas.

Diez.Diez números.En la pantalla se veían los diez teléfonos de

otras diez princesas «especiales» a las que Liamhabía enviado el mismo regalo que a ella. ¡Y nisiquiera era la primera de la lista! Irene maldijo eldía en que su padre le regaló, a modo dedespedida, aquel móvil «inteligente». Taninteligente que había sido capaz de detectar elengaño.

Sus lágrimas cesaron, para dar paso a unaprofunda vergüenza.

Pero ¿cómo había sido tan tonta? ¿Cómo habíapodido creer que Liam, el ligón de la escuela, sehabía fijado en ella? ¿A quién pretendía engañar?

El espejo le devolvió su imagen patética, todavíaborrosa por las lágrimas. Se sintió ridícula con sulittle black dress prestado, sus pendientes de perlasy las bailarinas de satén brillantes.

Humillada, se dijo que a ella le iban más lassudaderas y los tejanos anchos.

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sudaderas y los tejanos anchos.—Me he vestido como una princesa, ¡como una

estúpida princesa! —gimió.Irene sintió que le faltaba el aire. Abrió la puerta

de su pequeña habitación, dando gracias al cieloporque su compañera de cuarto todavía no hubierasalido de clase. Acto seguido, salió corriendo.

En el pasillo lleno de alumnos que inaugurabanel fin de semana se cruzó con Liam, pero Irenecorría tan aprisa que ni siquiera se dio cuenta.

Él la vio alejarse sin entender nada,desconcertado por su huida. Al pasar junto a suhabitación, se percató de que ella había dejado lapuerta abierta. Entró, precavido. Sobre la cama, allado de su bolso, encontró un sobre de colormarfil con la siguiente inscripción:

PARA LIAM, MI AMOR.

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2. LA HUIDA

La despertó un débil rayo de sol que se colabapor las contraventanas de la habitación y caía justoen la mitad superior de su cara. Notó calor en lospárpados y los abrió, sorprendida. Hacía variosdías que no amanecía un día despejado.

Antes de viajar para el nuevo curso aCornualles, en el sur de Inglaterra, ya sabía que eltiempo no iba a ser precisamente amable. AunqueIrene no era de esas personas cuyo humor varíacon el color de las nubes, esa mañana agradeció elcambio. Había oído decir que en aquella zonallovía el 89 % del tiempo. El particularemplazamiento de su colegio en lo alto de unacantilado hacía aún más dramático el clima.

La escuela Saint Roberts se encontraba a veintekilómetros de la aldea más cercana, que nomerecía el nombre de pueblo. Era un puertecito

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tristón formado por cuatro casas, una iglesia y unpub destartalado, el Dog & Bone, donde se servíainexorablemente pescado —sopa de pescado,pastel de pescado, pescado con patatas, pescadoen salsa de guisantes y de… pescado—acompañado de cerveza caliente sin espuma.Llamaban real ale a aquel brebaje, intragable paraella.

Mientras el mar helado inundaba sus ojos, Irenetuvo que hacer un esfuerzo para recordar dóndeestaba. Le sucedía lo mismo cada amanecer.

Luego salió de la cama con sigilo, tratando deno despertar a Martha, su compañera de cuarto,que dormía con un antifaz para que la luz no ladesvelara antes de que sonase el despertador.

Se dispuso a vestirse para afrontar el día. Aprimera hora tocaba clase de mates. Iba a ser unaburrimiento mortal, pero casi lo prefería. Losejercicios de la señorita Feanney le permitiríanempezar la mañana con suficiente calma para idearuna estrategia de supervivencia.

Liam no estaba matriculado en matemáticas,pero iba a coincidir con él en el resto de clases.

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¡Menuda situación!, pensó Irene. No se veía capazde hablarle, ni siquiera de mirarlo a los ojos. Sesentía muy pequeña, estúpida y sola, sin ningúnapoyo con el que afrontar su primer desengañoamoroso.

Había pasado la noche en blanco tras vagardurante horas cerca del acantilado donde moría elcamino del Saint Roberts. Una vez allí, arrulladapor el rugido del mar que mordía las rocas, sehabía sentido un poco mejor.

Le había pasado por la mente llamar a casa,pero descartó aquella idea de inmediato. Su madreaún no se había recuperado del divorcio —llorabatodos los días—, y ella no quería contarle susproblemas precisamente ahora. ¿Llevaría escrito elfracaso amoroso en los genes?, se habíapreguntado al borde del precipicio.

«Tengo que ser fuerte», se dijo con pocaconvicción mientras se ataba los cordones de loszapatos. Se juró solemnemente aguantar lajornada con la cabeza alta. Sólo serían unas horas.Luego podría retirarse a su cuarto y dar riendasuelta a las lágrimas que trataba de contener desdela tarde antes en el acantilado.

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* * *

Durante la clase de la señorita Feanney habíasido incapaz de entender una sola fórmula.Mientras se dirigía ahora a clase de gramática,sintió que el cuerpo le pesaba una tonelada.

Al cruzar el umbral de la puerta, lo vio.Hablaba relajadamente con dos compañeros del

equipo de fútbol. Medio apoyado en una mesa,tenía las mangas de su resplandeciente camisablanca subidas hasta mitad del brazo. Los chicosreían con ganas mientras Liam les mostraba algoen un papel.

Irene se asustó al verle alzar la cabeza paramirarla. Notó cómo la sangre se agolpaba en susmejillas mientras se precipitaba hacia su pupitrejusto cuando sonaba el timbre.

El profesor Hugues entró en clase con unmontón de ejercicios corregidos en una mano y unpliego de hojas en la otra. Enseguida empezó arepartir papeles, y comenzaron a oírseexclamaciones ahogadas aquí y allá.

Era un profesor duro. Su mano no dudaba en

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escribir SUSPENSO si el alumno cometía sólo dosfaltas de ortografía. En las pocas semanas quellevaba en Saint Roberts, Irene no habíaconseguido pasar del aprobado pelado. Su cosechade C, C- y alguna raquítica C+ la hacía sentir en lacuerda floja todo el tiempo.

Hugues pasó por su lado y depositó fríamentesobre su mesa la hoja con la redacción de lasemana anterior.

¡No podía ser! ¡Una D!Suspendida.Pero ¿por qué? «Justamente hoy…», se dijo

antes de dar la vuelta al papel, donde descubriótres círculos rojos que señalaban tres fatídicoserrores gramaticales. Así que era eso. ¡Malditagramática!, gritó en silencio mientras sus lágrimaspugnaban por derramarse.

Al final de su redacción había una nota delprofesor escrita con rotulador rojo:

LÁSTIMA. TIENES BUEN ESTILO,

PERO LA EJECUCIÓN HA SIDO POBRE.

Incapaz de ver la parte positiva de aquel

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comentario, Irene se lamentó con amargura por suracha de mala suerte. Dominada por pensamientosfunestos, visualizó el terrible momento en que suspadres abrirían la carta con sus tristescalificaciones. Las leerían sentados en sillonesdiferentes de salones distintos, en casas separadas,pero la conclusión sería la misma: tanto dinerogastado para una inútil.

A lguien que le tocaba la espalda la arrancó deaquellos pensamientos.

Era Heather, una barbie insufrible que sesentaba detrás de ella. Le pasó un papel arrugadoy anunció:

—Me han dicho que te dé esto.Irene enrojeció al leer el mensaje apuntado en

el trozo de folio:

MIS LABIOS TAMBIÉN

TIEMBLAN Y SUSPIRAN POR LOS TUYOS.

OH, IRENE, POR FAVOR, TE IMPLORO PIEDAD,

CONCÉDEME TAN SÓLO UNA MIRADA

Y SERÉ TUYO PARA SIEMPRE.

Irene miró confusa a su alrededor, tratando de

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encontrar al autor de la nota. ¿Era Liam? De serasí, ¿por qué repetía algunas palabras que ellahabía escrito en su declaración de amor?

Su compañera de cuarto, que milagrosamentehabía conseguido despertarse y se sentaba en lafila de al lado, alargó la mano y le pasó otropapelito:

OH, DIOSA, MI AMOR, UN BESO TUYO EN LOS PÁRPADOS

SERÍA MI CIELO PARTICULAR.

Irene arrugó el papel, furiosa con las risitas quese escuchaban al fondo de la clase. Trató deentender lo que estaba pasando. No podía serLiam, porque los mensajes no estaban escritos consu letra. Pero ¿cómo podían saber los demás loque ella había escrito hacía sólo unas horas?

No, era imposible, totalmente inconcebible.Irene recordó el papel de color hueso que Liam

manoseaba al inicio de la clase y que tanta risahabía provocado en sus dos amigos. ¿Les habríamostrado Liam su poema, aquel papel con sussentimientos más íntimos en su primeradeclaración de amor?

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Una tercera mano aumentó más aún su estupor.Era otro mensajito insolente con sus propiaspalabras, deformadas por la burla. A su espaldaestallaron más risas, que fueron creciendo hastacontagiar al resto de sus compañeros de clase.

Martha la miró con pena mientras negaba con lacabeza.

Liam evitó su mirada. Parecía repentinamenteenfrascado en sus apuntes, aunque una sonrisamaliciosa tensaba sus labios carnosos.

El profesor llamó la atención de la clase ypreguntó, levantando la voz, qué diablos era aquelalboroto.

Con las mejillas bañadas en lágrimas, Irene sesintió destruida por la noche en vela y la horriblehumillación a la que acababa de someterla Liam.Incapaz de permanecer en clase un minuto más, selevantó bruscamente de su asiento.

Se hizo un silencio sepulcral cuando cruzó elaula como una zombi. Abrió sin dudar la puerta dela clase y, ante la sorpresa de Hugues, echó acorrer por el pasillo en dirección al patio.

Las lágrimas seguían manando sin freno, comosi el manantial de su tristeza no tuviera fondo.

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Desbordaban sus mejillas y humedecían su pelolacio.

Ya no las notaba. Había salido de clase sinchaqueta, pero el frío tampoco le hacía mella.Impulsada por la urgencia de huir, sólo queríacorrer, correr y correr. Nada más.

Al llegar al acantilado, llorando y jadeando acausa del esfuerzo, unos pasos ruidosos lasorprendieron.

—Pero ¿qué diablos…?Peter Hugues la había seguido y le hablaba a su

espalda.Irene no reaccionó. No le importaba nada:

podía suspenderla, escribir a sus padres ydenunciar su mal comportamiento. Todo le dabaigual. Desde ayer, su vida ya no tenía sentido.

El profesor se detuvo a un par de metros deIrene, que se enjugó las lágrimas y siguió con lamirada fija en el mar, como si estuviera sola.

Durante un par de minutos ninguno de los doshabló. Luego Hugues le preguntó con cautela sipodía acercarse. Ella asintió con indiferencia, sinentender por qué le pedía permiso.

Al oírle suspirar, Irene se preguntó si aún no se

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Al oírle suspirar, Irene se preguntó si aún no sehabía recuperado del esfuerzo de la carrera. Lomiró por primera vez y le pareció que estabaasustado.

—Irene, hace mucho tiempo conocí a una chicamuy parecida a ti. También le gustaba correr.Corres muy deprisa, ¿lo sabías?

Ella asintió.La voz del profesor había sonado distinta, pensó

ella sin responder. Era igual de grave que siempre,pero más suave y agradable, sin el tono severoque gastaba en clase.

De repente, el profesor de gramática la agarrópor la espalda con tanta fuerza que la dejó sinrespiración.

—¡Qué hace! ¿Está usted loco?Asustada, Irene se echó a llorar de nuevo

mientras se liberaba de su abrazo.—Lo siento, sólo quería salvarte.—¿Salvarme de qué? —replicó ella entre

sollozos.—Me ha parecido que te ibas a tirar.—¿Tirarme por el acantilado? —respondió

atónita—. ¡No! Yo sólo quería correr, pero se

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acabó el camino y no supe qué hacer… Entoncesapareció usted.

Hugues se deshizo en disculpas. Le preguntó milveces si estaba bien y si podía hacer algo más porayudarla.

Ella negó con la cabeza.El profesor insistió en prestarle su chaqueta.

Tras acompañarla en silencio de vuelta a SaintRoberts, la citó para una charla privada en sudespacho después del almuerzo. Su semblantevolvía a ser el del maestro adusto y algo rígido quetodos conocían de clase.

Ahora Irene sabía que, además de ser un«hueso», estaba completamente loco. ¡Suicidarse!¿Qué le había llevado a pensar que ella queríaarrojarse al fondo del acantilado?

Mientras lo veía alejarse, pensó que a lo mejorse atrevería a preguntárselo más tarde, en sudespacho. Eso si le daba tiempo a explicarse,porque lo más seguro era que Hugues le tuvierapreparado un castigo ejemplar por haber huido desu clase de aquella manera.

Tomó el camino menos transitado de regreso asu cuarto. No pensaba volver a clase en lo que

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quedaba de día. Sin duda, pensó, acababa demeterse en un lío de dimensiones mayúsculas.

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3. LA GRAMÁTICA DEL AMOR

Irene golpeó con delicadeza la puerta deldespacho de su profesor, deseando que no laoyera o que sucediera un milagro y él no seencontrara allí.

—Adelante —dijo una voz potente desde el otrolado.

No había habido suerte. Apretó los puños ycontuvo el aliento, preparada para recibir lareprimenda de su vida.

Hugues la esperaba sentado tras su mesa,cubierta de papeles y de gruesos volúmenesencuadernados en tela.

Irene miró a su alrededor. Había libros portodas partes. Abarrotaban las estanterías hasta eltecho, cubriendo todas las paredes excepto la de laventana. Se sentó con las rodillas muy juntas en lasilla que el profesor le había señalado con un gesto

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de la cabeza. La «forastera», como la llamaban suscompañeros, deseó mimetizarse con el mobiliarioo con la espesa alfombra que cubría el suelo demadera.

—¿Te apetece un poco de té? —preguntó élmientras le pasaba una taza y el azucarero.

Ella negó con la cabeza y, con un tímido«gracias», depositó sobre la mesa la chaqueta queHugues le había prestado.

En la estancia flotaba el mismo olor que la habíaenvuelto al usar aquella prenda pocas horas atrás,en el camino de regreso a la residencia. Olía alibro antiguo, a caramelo y a la calidez de lamadera tostada.

Con gran parsimonia, el profesor vertió en sutaza un earl grey con fuerte aroma de bergamota.A Irene le parecía chocante la fijación de losingleses con las infusiones. De pequeña, su tía lehabía prestado algunos libros de Los cinco y Lasmellizas en Santa Clara, con la esperanza de quetomase el gusto a dos de sus sagas infantilesfavoritas. Aquellas historias le habían parecidoñoñas e intrascendentes, totalmente pasadas demoda. Aun así, le había hecho gracia que los

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protagonistas pasaran tanto tiempo tomando té,huevos duros y sándwiches de mermelada.

Aprovechó que la mirada del profesor sedesviaba hacia el ventanal para observarlo con másatención. Debía de tener más de treinta años,aunque era difícil de precisar. Estaba delgado, yquizá por eso parecía más joven, aunque algunascanas desperdigadas asomaban ya en sus cabellossuavemente ondulados. Se había quitado laamericana verde con el escudo de Saint Robertsque constituía el uniforme del profesoradomasculino. En su lugar vestía una camisa azul claroque hacía juego con sus ojos llenos de serenamelancolía.

Hugues interrumpió sus divagaciones con unapregunta demasiado directa:

—¿Cómo te encuentras? ¿Se te ha pasado elsusto?

—A mí sí… ¿Y a usted?Se arrepintió inmediatamente de haber

formulado aquella pregunta. A menudo su timidezla hacía precipitarse al hablar, algo que muchagente confundía con la insolencia. Y aquel defectole había supuesto más de un problema.

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le había supuesto más de un problema.Para su sorpresa, el joven profesor se limitó a

reconocer:—Tienes razón al decir que me asusté, y no me

faltan motivos.—Le agradezco mucho su preocupación, pero…Irene enrojeció y se sintió perdida, incapaz de

decidir hacia dónde dirigir su discurso de disculpa.La voz grave de Hugues le daba miedo.

—Escúchame bien, Irene. Has tenido uno de lospeores días de tu vida, puesto que el primerdesengaño se vive como un drama y un castigoterrible. Y hablando de castigos… Me veo obligadoa imponerte uno por tu salida de clase. Como biensabes, no está permitido a los alumnos abandonarel recinto escolar en horas lectivas sin permiso.

Ya tenía su sentencia, pensó. ¿Pero cómo sabíaél los motivos de su sufrimiento? Se moría devergüenza sólo pensar que podía conocer lahumillación que había sufrido por parte de Liam.

—No obstante —prosiguió Hugues mientras selimpiaba las gafas de pasta—, y dadas lasexcepcionales circunstancias… Encontraremos unamedida adecuada a tu caso. Te gusta leer,

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¿verdad?Ella asintió mientras sentía cómo le temblaban

las piernas y un torbellino de ideas absurdasacudían a su mente. ¡La obligaría a leer loscincuenta tomos de la Enciclopedia Británica que seguardaban como una reliquia en la biblioteca!

—Ya lo imaginaba. Te propongo, entonces, uncastigo un tanto especial. Nos encontraremos enmi despacho a esta misma hora todos losmiércoles. Te pondré deberes de literatura, por asídecirlo. Leerás las obras que yo te recomiende ylas trabajaremos juntos. Será un proyecto especial.¿Qué te parece?

—Pero… yo… usted es profesor de gramática,no de literatura.

—Tienes razón, pero no vas a hacer unseminario de novela al uso. Lo que necesitas eneste momento de tu vida son algunas clases degramática del amor. Es una asignatura que nopuedes dejar colgada.

Irene miró con asombro a Peter Hugues. Habíaoído decir que los ingleses eran excéntricos, peronunca hubiera imaginado que se encontraría enmedio de algo así.

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—¿Gramática del amor? —balbució— ¿Qué eseso?

Los melancólicos ojos azules del profesor sedesviaron nuevamente hacia la ventana antes deresponder, como si hablara para sí mismo:

—Ser joven y estar enamorado por primera vezes extraordinario, pero también dolorosamenteconfuso. ¿Por qué crees que Liam se ha portadode ese modo contigo?

Ella se ruborizó de nuevo, incómoda ante la ideade hablar de sus sentimientos con uno de susprofesores. Un desconocido, al fin y al cabo.

—No lo sé, supongo que le apetecía burlarse demí… y yo he sido una estúpida. —Decidióenderezar el rumbo de la conversación—: ¿Qué esesa gramática del amor, profesor Hugues?

—Ya lo irás descubriendo. De momento teespero aquí el próximo miércoles a las cinco enpunto. Ve a buscar a la biblioteca un ejemplar deAl sur de la frontera, al oeste del sol, del japonésHaruki Murakami. Es una novela breve. En unasemana debería estar leída.

Irene murmuró algo incomprensible que élinterpretó como un «de acuerdo». A continuación,

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interpretó como un «de acuerdo». A continuación,se levantó para acompañarla a la puerta y darle lamano ceremoniosamente.

—Una cosa más —le anunció cuando estaba apunto de cruzar el umbral sorprendida por laextravagancia del castigo; había esperado unasanción grave, incluso una advertencia dirigida asus padres, así que podía considerarse afortunada—. Hoy me has dado un buen repaso en tu carrerahacia el acantilado, y eso que estoy en buenaforma. Sería un crimen desperdiciar tus aptitudescomo corredora. Como parte del castigo, deberásentrenarte en la pista de atletismo tres veces porsemana. No me importa el horario en el que lohagas, pero quiero que al final del trimestre estéspreparada para participar en la carrera de laescuela, la January Race. Competirás contraalumnas de cursos superiores.

Irene abrió la boca para decir algo, pero volvióa cerrarla sin encontrar palabras con las queresponder a tan absurdo requerimiento. Primero,esas lecturas especiales. Y ahora quería quecorriera. Sin duda, Peter Hugues estaba chiflado.Como si fuera consciente de su desconcierto, el

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profesor le dirigió una tenue sonrisa de despedida.Definitivamente, aquel día estaba siendo el más

extraño de su vida.

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4. EL PAJARILLO PERFECTO

Había pasado casi una semana desde suencuentro con el profesor de gramática, e Irene yahabía integrado en su vida, de manera casi natural,los dos castigos.

Por las mañanas se levantaba a las seis, cuandoaún era noche cerrada. Se recogía la melenaoscura en una coleta baja y se vestía con mallasgruesas y un forro polar para soportar las bajastemperaturas. Se calzaba las zapatillas deportivas,bebía un vaso de agua y salía a correr.

Su recorrido la llevaba primero hasta elacantilado, siguiendo el sendero escasamenteiluminado que atravesaba el bosquecillo. Aquellosprimeros dos kilómetros los corría casi dormida. Eltap tap monótono de sus pies sobre el suelo degrava la sumía en un estado de duermevela tras elque luego apenas recordaba nada. Y eso le

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gustaba.Es bueno no pensar cuando te acaban de

romper el corazón.Antes de iniciar la carrera, Irene dejaba vagar su

mirada perezosamente por el patio, tranquilocomo un cementerio victoriano a aquellas horas.Al lado de su residencia, frente al edificio delcolegio, había una pequeña plaza circular con unestanque en medio. En el fondo lleno de limovivían unas enormes carpas mutantes a las queestaba prohibido alimentar. Irene se había sentadomuchas veces en los desvencijados bancos demadera que rodeaban la plazoleta. Era un buenlugar para leer o dejar pasar el rato, pero no aaquella hora de la madrugada, cuando la humedadmarina calaba en los huesos.

Tap tap, tap tap, tap tap… Una vez dejaba atrásel colegio y llegaba al acantilado, el aire húmedo ladespertaba de golpe. Entonces comenzaba adisfrutar del ejercicio.

Debía reconocer que Hugues había acertado alobligarla a entrenarse. Era un deporte que iba biencon su constitución. Irene era menuda y delgada,estaba hecha para correr. Y lo que más le gustaba

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era que, con cada zancada contra el viento, tenía lailusión de que huía de sí misma.

Tras el acantilado tomaba un estrecho senderoque desembocaba en un camino alternativo devuelta al colegio, pasando esta vez por delante dela residencia de los chicos. Un recorrido de casicinco kilómetros en total.

La carrera de fin de trimestre en Saint Robertsera de diez kilómetros, por lo que a continuaciónIrene se dirigía hacia la pista de atletismo. Allícorría otros cinco mil metros dando vueltas alimpecable circuito. Esa parte de la rutina deportivase le hacía más pesada, porque le aburría correr encírculos. Su vida ya era suficientemente circular yrepetitiva. Aun así, tenía que admitir que elentrenamiento le gustaba y se sentía bien cuandopor fin terminaba con una ducha caliente.

Y si las mañanas antes de clase las dedicaba agastar las suelas de las zapatillas de deporte,buena parte de las tardes las destinaba a la lectura.

Había comenzado a leer Al sur de la frontera, aloeste del sol, de Haruki Murakami, en una ediciónde la biblioteca muy usada y llena de anotaciones.Hugues le había anunciado que iban a leer siete

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Hugues le había anunciado que iban a leer sietenovelas, elegidas por él sin orden cronológico. Dehecho, el profesor prefería empezar por la máscontemporánea de la selección.

Irene nunca antes había leído a un escritorjaponés, así que temía que aquello fuera una lata.Sin embargo, enseguida se sintió atrapada por lahistoria de la pareja protagonista, Hajime yShimamoto, a la vez que la intrigaban las notas enlos márgenes de las páginas.

Había dos tipos de comentarios que proveníanclaramente de personas diferentes. Los primerosestaban escritos con pluma estilográfica. Lacaligrafía era pequeña y bonita, y el final de cadalínea tenía cierta tendencia a desviarse hacia arriba.Las otras anotaciones estaban hechas a lápiz conuna letra bastante más descuidada. Ella dedujoque las primeras las había escrito una personamayor y las segundas alguien más joven yapresurado. En todo caso, ambas conformabanuna especial guía de lectura que la ayudaba aentender el primer libro de su nueva asignaturaextraescolar: «gramática del amor».

Al sur de la frontera, al oeste del sol cuenta la

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historia de Hajime, que en japonés significa«principio». Hasta los doce años era un chicoacomplejado que se sentía diferente del resto desus compañeros de escuela. Irene comprendíamuy bien esa sensación. No en vano ella era la«forastera». Pero Hajime entabla una profundarelación de amistad con Shimamoto, una niñaextraordinaria de su clase.

Muchos años más tarde ambos se reencuentrane intentan resucitar aquel primer amor, encircunstancias mucho más complicadas que las desu infancia.

A Irene le gustó sobre todo la primera parte dellibro, ya que le fascinaba la relación de Shimamotoy Hajime a los doce años. Ambos eran hijosúnicos, como ella, y se reunían cada tarde paratomar el té y escuchar viejos discos de vinilo. Lalectura la transportó a un tiempo pasado y le hizopensar en Marcos el Raro, su único amigo a losonce años, a quien no veía desde entonces. ¿Quéhabría sido de aquel chico? Le había perdido lapista cuando la familia de él se había mudado aotra ciudad, mucho antes de su traslado aCornualles.

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Las primeras notas manuscritas venían despuésde un fragmento especialmente bello que habíadejado impresionada a Irene:

Me tomó de la mano una sola vez. Fue un díaque me llevaba a algún sitio, y el gesto decía:“Rápido, es por aquí”. Nuestras manospermanecieron unidas como mucho diezsegundos, pero a mí me parecieron treintaminutos. Y cuando me soltó, deseé que el contactono se hubiera interrumpido. Yo sabía, sabía queella me había cogido la mano de una maneraespontánea, pero que, en realidad, lo había hechoporque deseaba hacerlo. Aún hoy recuerdo el tactode su mano aquel día. Es un tacto diferente acualquier otro que haya experimentado después.Es simplemente la mano pequeña y cálida de unaniña de doce años. Pero en aquellos cinco dedos yen aquella palma se concentraban, como en uncatálogo, todas las cosas que yo quería saber,todas las cosas que tenía que saber. Y ella, altomarme de la mano, me las enseñó. Me enseñóque en el mundo real existía un lugar como aquél.Durante diez segundos tuve la sensación de

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haberme convertido en un pajarillo perfecto.Surcaba el aire, sentía el viento. Desde las alturas,podía ver paisajes lejanos. Tan remotos que noera capaz de vislumbrar con claridad lo que había.Pero supe que existían. Y que algún día iba avisitarlos. Esa certeza me dejó sin aliento, me hizoestremecer.

A la derecha de aquel párrafo de la novela,alguien había escrito a pluma:

PRIMERAS VECES.

PAJARILLO PERFECTO:

¡PERFECTA DEFINICIÓN DEL AMOR!

Justo debajo, en lápiz, se leía:

B. Y YO PASEANDO

A LA ORILLA DEL MAR,

CUANDO CON ELLA

TODO ERA POSIBLE.

La referencia al mar la intrigaba. Intuía que ellector del lápiz era alumno del colegio, o al menosalguien que había pasado por allí en algún

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momento. ¿Quién sería? ¿Y quién sería esa B.junto a quien todo era posible?

En cualquier caso, Irene también creía que aquelpárrafo de Murakami resumía muy bien lo que erael amor. Estar enamorado es sentirse ante uncatálogo maravilloso lleno de infinitasposibilidades. Es saberse un pajarillo perfecto quepatrulla los cielos sintiendo que ha encontrado suverdadera razón de ser, su centro, su motivo.

Lástima que a ella la habían derribado de unaperdigonada traidora cuando empezaba a levantarel vuelo, pensó.

Irene mordisqueaba su lápiz rojo —queríatomar sus propias notas—, totalmente concentradaen el libro. Mientras el viento húmedo agitaba sucabello, la tarde avanzaba sin que se diera cuenta.Sentada en la plaza del estanque, con la manolibre aferraba un vaso de chocolate caliente con elque trataba de engañar al frío.

Pasó cerca de ella Heather, que la saludó sinmuchas ganas. Irene correspondió vagamente a susaludo, todavía enfrascada en la lectura.

Luego pasó él, y las letras de las páginas sevolvieron borrosas.

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Liam caminaba en dirección al acantilado de lamano de Rosalinde, una chica muy guapa de suclase. El cabello liso y suelto de la chica, de uncastaño reluciente, asomaba por debajo de sugorro de lana.

A Irene no le quedaban bien los gorros. Lehacían los ojos pequeños y parecía una mema conun casquete de lana en la cabeza. En cambio, aRosalinde aquel accesorio le sentaba como unguante, e incluso resaltaba sus enormes ojosverdes.

En aquel momento, Liam le susurró algo al oídoque la hizo sonreír. Sonreía y se apartaba de lacara un mechón de pelo. Él la miró con ternura yaprovechó para agarrarla suavemente por elhombro, con un gesto que a Irene le resultabadolorosamente familiar.

Se preguntó si Rosalinde formaba parte de lasdiez princesas o si era una nueva «adquisición»que engrosaba la lista. Cerró el libro de golpe,abrumada por la intensidad de su pena, y decidióque aquella tarde iba a necesitar un entrenamientoextra.

Evitó el camino del acantilado, ya que Liam y

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Evitó el camino del acantilado, ya que Liam yRosalinde parecían dirigirse hacia allí, y fue directahacia la pista de atletismo. Ya era de noche, perovarios focos muy potentes iluminaban toda la zonade entreno.

Irene empezó a correr por el carril exterior,primero con un trote tranquilo. Enseguida aceleróen un sprint interminable, dispuesta a calmar suinquietud aunque se quedara sin respiración.

Si corría con todas sus fuerzas pronto searrancaría del corazón la imagen de Liam, se decíapara calmarse. Liam charlando con la chica. Liamtomándola del hombro. La primera vez que lecogió la mano A ELLA. La primera vez quecompartieron un refresco, una situación que lepareció natural y a la vez deliciosamente íntima.Sus manos, sus dedos largos y finos, las dospequeñas arrugas que se le dibujaban a los ladosde la boca al sonreír… Aceleró aún más,ayudándose con los brazos pegados a loscostados, a la vez que trataba de capturar algo deoxígeno para seguir respirando.

—Eres un maldito rayo, pero si sigues corriendoasí vas a lesionarte —dijo una voz detrás de su

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espalda.Irene aflojó un poco, y quien había hablado la

alcanzó.—¿Sabes que corres muy deprisa?Le pareció que aquel chico le sonaba, aunque no

lograba situarlo. Era bastante más alto que ella,pero también muy delgado. Tal vez fuera un cursopor delante del suyo. El corredor se había colocadoen el carril contiguo y se empeñaba en darleconversación.

—No me contestes. ¡Seguro que no puedes nihablar! Incluso a mí, que soy corredor de fondo,me cuesta seguirte. Hazme caso: si corres así tevas a lesionar. Me he fijado en que vienes cadadía, pero nunca te he visto hacer estiramientos.

—¿Estiramientos?Tras bajar el ritmo, Irene había recuperado algo

de resuello para contestar a aquel chico taninoportuno, aunque seguía ofuscada y rabiosa conLiam y su nueva acompañante.

—Sí, antes y después de correr debes estirar losmúsculos de las piernas. Si no lo haces, puedesacabar la carrera a la pata coja. Y… ¡adióscompetición! ¿Quieres que te enseñe a hacerlo?

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Venga, te espero frente al cobertizo dondeguardan la utilería.

Dicho esto, no esperó respuesta y se alejócorriendo en dirección opuesta a la de Irene. Ellasiguió con su carrera a un ritmo más pausado aún,tratando de recordar cómo se llamaba aquelpesado. Estaba segura de que su nombreempezaba por «m». Se acordaba porque separecía un poco a Marcos, su amigo de la infancia.Era curioso que hubiera pensado en Marcos elRaro dos veces en el mismo día.

Marcelo, que así se llamaba el chico, le enseñólos estiramientos básicos. Mientras ella losejecutaba con hastío, él le explicó que formabaparte del equipo de atletismo de Saint Roberts.Corría todas las carreras de fin de trimestre. Losdiez atletas con mejor tiempo competían entre síen la media maratón de fin de curso. Reconocióque la había corrido dos veces, aunque nuncahabía ganado.

Irene casi no lo escuchaba, ya que suspensamientos seguían estando muy lejos, en elacantilado, y Marcelo parloteaba sin cesar acercade cosas intrascendentes.

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de cosas intrascendentes.Después de cinco minutos, ella se sintió incapaz

de soportar más cháchara acerca de músculos,ácido láctico y pulsímetros para medir los latidosdel corazón. Le dio las gracias y, sin másexplicaciones, dio por acabada su sesión deestiramientos conjunta. Puso rumbo hacia sucuarto, sin mirar atrás a un desconcertado Marceloque se preguntaba qué diablos le pasaba a aquellachica que corría tan rápido.

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5. LA PRIMERA VEZ

Peter Hugues depositó dos tazas humeantessobre una pila de libros que hacía de mesita en sudespacho. Irene tomó una de ellas con ambasmanos y bebió un sorbo de té fuerte y especiado.Tendría que acostumbrarse a aquel brebaje siquería ser una más en Cornualles, se dijo mientrasmiraba por la ventana. El cielo era de un azul tanintenso que le dolían los ojos.

El profesor se sentó en una silla frente al divánde escay marrón donde ella, nerviosa, cruzaba ydescruzaba las piernas a la espera de veredicto.Acababa de entregarle un breve ensayo acerca deAl sur de la frontera, al oeste del sol. Peter lehabía pedido que, en lugar de un comentario detexto, realizara un trabajo muy personal sobre lasimpresiones y los sentimientos que le habíadespertado aquella lectura.

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Irene había titulado su ensayo LA PRIMERAVEZ, ya que Murakami le había hecho pensar en laimportancia del primer amor y en cómo llega amodelar la vida de una persona. Una de susconclusiones había sido: «Somos lo que queda denosotros cuando nos rompen el corazón porprimera vez.»

El protagonista de la novela describía a laperfección un sentimiento que, a pesar de su pocaexperiencia, a Irene ya le era conocido: la certezade que nuestro mundo se convierte en un lugarinhóspito cuando desaparece la persona amada.Hacia el final de la novela, Hajime se sienta en elbar de jazz del que es dueño. Lo que en otrotiempo le había parecido un lugar acogedor yglamuroso, sin la presencia de Shimamoto es unatabernucha vulgar desprovista de encanto.

En esa parte del libro había una nota a pie depágina del lector de la estilográfica —una cita conautor y todo— que ella se había permitido incluiren su trabajo:

NO ESTÁS ENAMORADO DE ELLA,

SINO ENAMORADO DE LA VIDA A TRAVÉS DE ELLA.

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STEWART EMERY

También Irene había sentido los últimos díasque los colores de Saint Roberts habían perdidobrillo. Sin embargo, la lectura del japonés le habíaservido para darse cuenta de algo muy importante:en su ofuscación tras la humillación sufrida, nohabía sabido ver desde un principio que Liam nohabía sido su primer amor.

El flechazo había sido fulminante, sin duda, talvez porque se había sentido muy especial alsaberse elegida por él. Pero ahora se daba cuentade que sus corazones nunca habían llegado atocarse. ¿Qué sabían el uno del otro? Nada.Empezaba a intuir que cuando amainara latempestad romántica, en su interior descubriríaque todo había sido una fascinación efímera.

En cambio, hacía días que recordaba a Marcos elRaro, su amigo de infancia. Aquel niño tímido ydesgarbado le había dejado una profunda huella.

¿Se puede hablar de amor a los once años? Erala edad que tenían cuando habían dejado de verse,pero Irene sabía que ese sentimiento habíaexistido. Un amor inocente y puro, de tardes

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interminables frente a un libro ilustrado que leíanpor turnos, de refrescos calientes que sorbían de lamisma botella, de chicles gigantescos y pequeñasfantasías compartidas.

El pajarillo perfecto de Murakami la habíatransportado a una tarde de domingo, a principiosde invierno. Habían estado leyendo una adaptaciónde los cuentos de Poe mientras fuera llovía acántaros. Estaban sentados sobre la alfombra deIrene, que se había asustado con la historia de Elcorazón delator y le había pedido que dejaran deleer. Marcos el Raro se había quedado pasmado,como le sucedía algunas veces; enseguida volvía ala normalidad y retomaba la conversación como sinada hubiera sucedido.

Pero aquel atardecer de lluvia hizo algodiferente. Sin previo aviso, se inclinó sobre suamiga y la abrazó. La lluvia repicaba más fuertesobre los tejados, como si quisiera acompasarsecon los latidos de ellos dos.

Irene nunca olvidaría el suave temblor delcuerpo de Marcos contra el suyo, así como la caraardiente de él sobre su cuello. Con una seguridaddesconocida para ella, lo atrajo un poco más hacia

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sí y le acarició la nuca mientras permanecíanabrazados en silencio.

Sólo hablaban la lluvia y sus corazonesdesbocados.

No se besaron, pero Irene recordaba habersesentido completamente unida a él, como siestuvieran atados por un hilo invisible, cálido ysedoso. Luego, Marcos se separó de ella y dijo quetenía que volver a casa.

Aquello no se volvió a repetir, ni lomencionaron nunca en sus conversaciones, aunquea partir de aquella tarde ella deseó que sucedierade nuevo. Cuando él le anunció por teléfono quese mudaba con su familia, sintió que algoimportante quedaría para siempre en el aire, comosi le hubieran arrancado el final de una novela quela había tenido atrapada y de la que no existíaningún otro ejemplar.

* * *

—¿Dónde tienes la cabeza, chiquilla?Irene se dio cuenta de que Hugues había

terminado de leer los tres folios a doble espacio

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que acababa de darle su única alumna.—En ningún sitio particular —repuso insegura

—, sólo esperaba su opinión sobre mi trabajo.Irene se dio cuenta de que estaba ansiosa. Peter

era muy amable con ella y quería gustarle. Pero,reservada como era, le incomodaba que unextraño supiera tanto sobre sus sentimientos másíntimos. Se frotó los brazos, sintiéndose indefensay frágil ante la mirada de su profesor, quedepositó con cuidado las hojas de papel encima dela mesita. Luego alzó las cejas y sonrió.

—Al principio, tuve dudas acerca de si era elautor adecuado para iniciar la gramática del amor,pero al leer tu trabajo veo que lo has entendidomuy bien. Hay comentarios brillantes. Y me hagustado que relaciones la lectura con tu primerromance.

Irene le devolvió la mirada con timidez.—¿Tan raro era ese Marcos? —añadió Hugues

de repente.—Sí que lo era. Nunca he conocido a nadie

como él. Tal vez por eso lo echo tanto de menos,aunque no me había dado cuenta hasta ahora.

Irene se arrepintió enseguida de haber

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expresado tan abiertamente sus sentimientos. Nohablaba de ellos con nadie y, por más que Peter legustara, se sentía estúpida y ridícula. Parasacudirse de encima esa sensación, decidió decir:

—Profesor Hugues, ¿por qué estamos haciendoesto? Ya le expliqué que no voy a tirarme porningún acantilado.

Él dirigió la vista hacia la ventana mientrasrespondía:

—Hay acantilados más profundos y peligrososque los de Cornualles. Están dentro de cadapersona y resulta difícil salvarse cuando caes enellos —hablaba como si estuviera muy lejos de allí;luego miró a Irene—. Pero has venido aquí parahablar de novelas de amor. Todas las que te van aacompañar este trimestre son muy especiales. Yolas leí por primera vez con mi mujer en voz alta,como hacías tú con Marcos.

—¿Están divorciados, como mis padres? —seatrevió a preguntar ella.

—No, Irene. Mi mujer murió hace dos años.—Lo siento mucho. No quería…Peter levantó la mano y la dejó caer sobre su

regazo para decirle que no se preocupara. Luego le

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regazo para decirle que no se preocupara. Luego lellenó la taza de té mientras volvía a su ensayo:

—Me gusta eso que has escrito sobre el primeramor: «A menudo basta con saber que has sidoelegida para que te enamores de la persona que teencuentra especial. ¿No será el primer amor lasorpresa de que alguien, entre la multitud, teseñale justamente a ti? Quizás por eso es tanemocionante». Bravo, Irene.

Acto seguido, el profesor se puso en pie yanunció:

—Por hoy hemos terminado. Hasta el miércolesque viene.

* * *

Tendida en la cama de su habitación, Irene nopodía dejar de pensar en el profesor. Repasaba,una y otra vez, las palabras elogiosas que le habíadirigido en su despacho. A Peter le gustaban susescritos y le había dicho que, si se lo proponía,podía llegar a ser escritora o periodista.

¿Escribiría él?, se preguntaba. Con tantos librosa su alrededor, sería extraño que al menos no lohubiera intentado.

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Nadando entre recuerdos cada vez másdispersos, un agradable cosquilleo se instaló en suestómago al evocar las manos de Peter alrededorde su cintura, el día del acantilado, cuando él creíaerróneamente que se iba a suicidar.

Irene se ruborizó al darse cuenta de que estabapensando en el profesor de gramática de unmodo... de aquel modo.

Para apaciguar sus ensoñaciones, se dio lavuelta en la cama y abrió la primera página deOrgullo y prejuicio, de Jane Austen. Se lo habíaprestado él de su propia biblioteca antes de queabandonara el despacho. Aspiró con fuerza el olora papel viejo que se desprendía de sus páginas.

Jane Austen olía a Peter Hugues.Suspiró y se dispuso a pasar una agradable

noche en el universo romántico que prometía ellibro nada más comenzar:

Es una verdad generalmente admitida que unhombre soltero, poseedor de una gran fortuna,debe tomar esposa.

«Sí que empezamos bien», pensó, imaginando

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una novela llena de las típicas escenasromanticonas y plagada de lugares comunes. Pordivertirse un poco, se puso a contar las veces queaparecían en la primera página las palabras«soltero», «casado» y los derivados de las dos.Contó un total de cuatro «solteros», un «casadera»y un «casado».

Al menos, la autora dejaba claro de qué iba lahistoria desde el principio.

Siguió leyendo sin mucho interés y pronto seencontró bostezando y luchando por no dormirse.De repente se sentía muy cansada. Los párpados lepesaban y poco a poco empezó a caer en las redesde un profundo sopor, en el que se fue hundiendosin remedio con las páginas del libro resbalandoentre los dedos.

* * *

Irene corría con el corazón encogido, sin podercontener los sollozos. Se dirigía al acantilado atoda velocidad, tan rápido que ni veía las piedrasdel camino, que la hacían tropezar y perder elpaso. Las lágrimas surcaban sus mejillas y le

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emborronaban la vista.Sabía que alguien iba tras ella, y esa certeza, en

lugar de hacerla desistir de su loca carrera, la hacíaapresurarse aún más. Sólo quería correr, correr sinparar, huir de la honda tristeza que laatormentaba.

Peter Hugues no se quedaba atrás, e Irenepodía notar su presencia cada vez más cercana,pero nada ni nadie podía pararla. Apretó con másfuerza el libro que sujetaba con una mano contrasu costado derecho.

Y entonces se detuvo.El viento soplaba tan fuerte, allí en el abismo,

que dejó de oír los pasos de su perseguidor, pesea que había llegado al borde del acantilado casi ala vez que ella. Sólo cuando Irene pudo notar elaliento de él sobre su nuca recordó que no estabasola en el rincón más solitario de Saint Roberts.

—Irene —susurró el profesor con tonopreocupado.

—Ya sabe que no voy a saltar, no hacía faltaque me siguiera —dijo ella todavía llorando.

El profesor no respondió, y ella giró levementela cabeza para ver si continuaba allí. De repente

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notó sus manos sobre su cintura y supoinstintivamente que él la agarraba con unaurgencia distinta que la de la primera vez.

—Irene —repitió.Ella se sorprendió al comprobar que el azul

claro de sus ojos casi había desaparecido,reemplazado ahora por un tono mucho másoscuro, líquido y casi negro. Él soltó una de lasmanos de su talle y le limpió con cuidado unalágrima rezagada. Irene sintió que su cuerpo seencendía, como si por fin alguien hubieralocalizado un interruptor oculto en alguna parte desu ser. Seguía todos los movimientos del profesorde gramática como si estuviera hipnotizada. Tomóel dedo que él había utilizado para enjugarle lalágrima y, sin pensar en lo que hacía, se lo llevó alos labios y lo besó. Luego fue deslizando los otroscuatro por su boca tomándose su tiempo y sindejar de mirarlo en ningún momento.

Peter suspiró, y ella, consciente del nuevo poderque acababa de adquirir, recondujo la mano quehabía tomado hasta su seno y la mantuvo allí confirmeza, mientras su corazón latía enloquecido.

Sus labios no tardaron en encontrarse, e Irene

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Sus labios no tardaron en encontrarse, e Irenesintió cómo el aliento fresco de él se mezclaba conel suyo. De inmediato sus piernas y sus brazos seaflojaron, como si su cuerpo hubiera estadoesperando aquel beso como una señal desde hacíauna eternidad. Su mano derecha, que todavíaaferraba Orgullo y prejuicio, también se destensó,y el libro cayó sobre una piedra con un clonc.

* * *

El sonido del libro al caer, al lado de la camadonde se había quedado dormida sin remedio, ladespertó abruptamente. Recogió la novela delsuelo y apagó la luz, consciente de que lasimágenes de aquel sueño perturbador se le iban aaparecer muchas veces a partir de aquella noche.

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6. UNA FIESTA CLANDESTINA

Irene decidió pasar por la biblioteca al terminarlas clases del jueves. Quería devolver el libro deMurakami y hacerse con algunas lecturas que laayudaran a sacar más provecho de Orgullo yprejuicio.

Sin pretenderlo, se estaba convirtiendo en unaalumna aplicada de la gramática del amor y queríamimar al máximo su trabajo sobre la novela deJane Austen. Además, aunque su orgullo leimpedía reconocerlo, deseaba impresionar a PeterHugues.

Se sentía un poco tonta por albergar algún tipode sentimiento hacia él, por más que se decía queera lógico que la atrajera. Era muy guapo, conaquellos ojos azules y tristes. A los dos lesgustaban los libros y el deporte y, además, ¡Peterhabía intentado salvarle la vida!

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Irene luchaba para alejar las imágenes delprofesor que se colaban en su cabeza cuandobajaba la guardia. Por encima de todo, no queríahacer el ridículo. Una vocecilla interior le decía queella no era suficientemente interesante y guapa, yno quería pasar por el penoso trance de serrechazada de nuevo.

Hugues era su profesor, tenía más de treintaaños, y ella, una chiquilla de dieciséis, no teníaninguna posibilidad de atraerlo. Mejor encerrarsecomo una ostra en su concha y no mostrardemasiado de sí misma.

Sin embargo, a veces otra vocecilla la instaba adejar a un lado el miedo. Peter se tomaba muchasmolestias con ella, tal vez porque la considerabauna persona especial. La lucha entre las dos vocesla hacían ir de cráneo, así que aquella tarde decidióconcentrarse más en el trabajo y desechar esospensamientos extravagantes.

La biblioteca estaba en el subterráneo delcolegio, al que se accedía bajando unas estrechasescaleras de madera. El personal demantenimiento las enceraba cada semana contanto ahínco que no era raro presenciar algún que

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otro peligroso resbalón de los alumnos que seaventuraban a bajarlas.

Irene cruzó las gruesas puertas de la estancia ydivisó al bibliotecario tras el mostrador. A suizquierda habían instalado ordenadores de grandespantallas planas que contrastaban con el vetusto ycontundente mobiliario. Josh, el jovenbibliotecario, había logrado poner en marcha unsofisticado programa informático que convertía labúsqueda de libros en un juego de niños.

Ella sonrió abiertamente al verlo. Aquel chicoexcéntrico de modales desenvueltos le caía muybien. Con sus gruesas gafas de pasta negra y supelo oscuro alborotado, se afanaba en pasar elplumero por algunos de los volúmenes másantiguos que tenía a su cuidado. Sus movimientosdibujaban pequeños círculos alrededor de laestantería, como si estuviera ejecutando unaextraña danza. Irene se lo imaginaba bailandodelante de toda la escuela, plumero en mano, en elauditorio de Saint Roberts.

Josh intuyó su presencia y detuvo en seco suritual de limpieza.

—Vaya, vaya, quién tenemos aquí… ¡Mi ratita de

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—Vaya, vaya, quién tenemos aquí… ¡Mi ratita debiblioteca preferida! Es un honor volverte a ver —dijo, inclinando la cabeza en una reverencia—. ¡Ynada menos que dos veces en la misma semana!Irene, tengo que advertirte: lo tuyo empieza a serpreocupante. Deberías leer un poco menos ybuscarte compañías más edificantes, además delos libros.

—Déjalo, Josh. Y no te escaquees del trabajo ote van a quitar la beca.

El bibliotecario tenía la costumbre de tomarle elpelo, pero a Irene le resultaba tan simpático quese lo permitía, e incluso, pese a su timidez,también bromeaba con él.

Josh trabajaba por las tardes como becario en labiblioteca. Se notaba que estaba encantado deestar ahí. Era un enamorado de los libros ydisfrutaba al ordenarlos, cuidarlos y tocarlos.

A Irene le resultaba llamativo que aquel chicodespeinado, siempre vestido de negro, pasara lashoras muertas leyendo a Franz Kaf-ka yacariciando los lomos encuadernados en piel de losejemplares más antiguos, como si fueran susmascotas. Su aspecto era más bien el de un geek1

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que dedicara su tiempo a piratear webs delgobierno o a crear complicados juegos deordenador.

—Toma, te devuelvo a Murakami.—Gracias, no sé cómo he podido estar tantos

días sin él. Es una lástima que haya dejado deescribir novelas de amor como ésta. ¡Es de primerrango! ¿Has leído Tokio Blues?

Antes de que ella pudiera contestar, Josh lecomentó atropelladamente la bibliografía completadel autor japonés, repitiendo la «conferencia» queya le había soltado el día que había ido a retirar ellibro de sus dominios.

Irene no pudo contener un bostezo.—Me parece que te estoy aburriendo. Pero

seguro que no sabías que a Murakami le gustacorrer, como a ti.

Esta información sí le pareció curiosa, así queapoyó los codos sobre el mostrador y se dispuso aescucharlo con más atención.

—Hace poco escribió un libro donde explica susexperiencias como corredor y novelista. Se titulaDe qué hablo cuando hablo de correr. Creo que te

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puede interesar, porque te he visto practicando enla pista de atletismo.

Irene recordó también haberlo visto alguna vezmerodeando por las gradas con un libro en lamano y su iPod enchufado.

—¿Y qué tiene que ver correr con escribir unanovela?

—Pues muchas cosas, ratita. En una carrera delarga distancia, el peor oponente que tiene quevencer un corredor es él mismo, ¿no es así? Delmismo modo, escribir es un «deporte»tremendamente individual. Murakami dice que elverdadero escritor no se motiva con cosas externascomo ganar un premio, vender millones deejemplares u obtener una buena crítica. Sumotivación es llegar a escribir con la calidad yautenticidad que se ha fijado como meta personal.Ya ves que se trata de cosas equivalentes… Túcorres porque quieres superarte a ti misma. ¿O meequivoco?

Irene no sabía por qué corría. Básicamente lohacía porque Hugues se lo había impuesto, peropoco a poco se daba cuenta de que losentrenamientos cobraban importancia en su vida.

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Le hacían bien y la ayudaban a serenarse. Correrse estaba convirtiendo en su vitamina diaria, unespacio sólo para ella donde se sentía libre yligera. Sólo sus pies estaban en contacto con elsuelo, mientras su mente volaba lejos de todohacia un confortable vacío donde nada ni nadiepodía herirla. Ni el divorcio de sus padres, ni lalejanía de sus amigos y de su familia, ni eldesengaño amoroso de Liam.

—¿Y qué más dice el maestro Murakami? —preguntó eludiendo la cuestión— Se le deben deocurrir grandes ideas mientras corre.

—Pues no creas. Dice que lo hace para estarsolo y vaciar su mente. Los pensamientos queaparecen en su cabeza mientras corre son nubesen un cielo de verano. Vienen y van, comoinvitados de una fiesta en la que están de paso.Sólo el cielo permanece inamovible.

Impresionada por las palabras de Josh, con lasque tanto se identificaba, Irene se rindió:

—De acuerdo, me has convencido. Me llevo ellibro.

Josh lo sacó de debajo del mostrador, como silo tuviera preparado de antemano, y se lo alargó

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lo tuviera preparado de antemano, y se lo alargóhaciendo una graciosa reverencia que le alborotóel pelo aún más. Luego intentó que se llevara otrosejemplares que había seleccionado «sólo paraella».

Irene rehusó, entre risas, al ver que la pila delibros sumaba una docena. Le prometió, eso sí,que tendría en cuenta sus recomendaciones y quela próxima vez vendría con un saco… o mejor conuna carretilla para poder transportar todosaquellos volúmenes.

* * *

Al entrar en su habitación notó un fuerte olor aperfume. Luego oyó la caída de algo metálico trasla puerta del lavabo, seguido por una exclamaciónde fastidio. Supuso que Martha se encontraba yaen el cuarto y arrugó la nariz ante la montaña deropa desperdigada sobre su cama y sobre elescritorio que ambas compartían.

Martha también la había oído y le lanzó uno desus gorjeos de pajarito para asegurarle que notardaría en salir.

Cuando lo hizo, Irene apenas pudo reprimir un

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respingo. Estaba claro que se había vestido «paramatar». Su estilo habitual a la hora de arreglarseno era demasiado elegante, pero en esta ocasiónse había superado. Su indumentaria recordaba a lade las turistas que salían de marcha por lasdiscotecas de la Costa Brava.

Llevaba un vestido negro cortísimo y brillantecon un escote de impresión, acentuado por unsujetador push-up que lo alzaba todo y dejabaescasos centímetros de piel a la imaginación.Calzaba sandalias de tacón abiertas, másapropiadas para un verano del Mediterráneo quepara el frío de Cornualles. Y, por supuesto, lasusaba sin medias.

Se había recogido el pelo largo y rubio en unmoño muy elaborado que recordaba lejanamenteal de Amy Winehouse.

El maquillaje y los complementos no sequedaban atrás: Martha se había pintado comouna puerta, con sombras y máscara azul chillóncomo sus ojos. Un rojo llameante decoraba suslabios finos y, por si fuera poco, se había echadoencima todas las pulseras, colgantes y anillos de sujoyero. Remataba el look una ancha diadema de

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strass que brillaba medio oculta en su pelocardado.

—¿A que estoy sexy? —preguntó mientrasgiraba orgullosa sobre sí misma.

Su compañera de cuarto se sobrepuso a aquelespectáculo y le dijo que sí con una vehemenciaexagerada. Luego se quitó la chaqueta y comenzóa despejar el escritorio, antes de sentarse a hacerlos de-beres.

—Pero... ¿estás loca? ¡Nada de eso! Deja ya esecoñazo de libros y vamos a vestirte, que tenemospoco tiempo.

Irene no entendía nada. Los jueves no se podíasalir del internado. La noche libre de los alumnosera el viernes, así que ¿para qué se había vestidoMartha como un árbol de Navidad?

—¿Poco tiempo para qué? ¿Y adónde vas tú?—¡Ah, chérie!Alerta roja. Irene estaba asustada. Sabía que

cuando su compañera empezaba a hablar en otrosidiomas se avecinaban problemas. No tardó enobtener la confirmación a sus temores:

—Tengo una sorpresita para ti… Vamos a daruna fiesta, ¡una fiesta secreta!

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una fiesta, ¡una fiesta secreta!Al ver su expresión alarmada, Martha le explicó

que había invitado sólo a dos chicos, «uno paracada una», y que la diversión le vendría muy bienpara olvidar a Liam.

—Se te está poniendo cara de amargada detanto pensar en él —prosiguió—. Un poco dediversión te vendrá bien para... ¿Cómo dicen en tupaís? Algo de un clavo oxidado que…

—Un clavo saca a otro clavo —rectificó Irene,que notó cómo el calor subía por su rostro y lasangre le hacía palpitar las sienes—. Martha, nonecesito tu ayuda. Y sabes muy bien que estáprohibido invitar a gente a las habitacionespasadas las ocho de la tarde. ¡Nos vamos a meteren un buen lío!

—No seas mojigata. Escúchame bien: heencontrado un chico maravilloso para ti. ¡Te va aencantar! Estoy segura de que congeniaréismucho. Y nadie se va a enterar, no temas,pondremos la música muy bajita.

A partir de ese momento se dedicó a ignorar lasobjeciones de Irene, que veía cómo la situación sele escapaba de las manos, mientras su compañera

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de cuarto no paraba de moverse por la habitaciónrecogiendo prendas y zapatos horteras.

Pronto se encontró frente al espejo de cuerpoentero tratando de esquivar, horrorizada, losintentos de Martha por colocarle alguno de susmodelitos de fiesta, todos ellos brillantes yajustados.

La inglesa había puesto música de su grupofavorito, Muse, y mientras los acordes deSupermassive Big Hole llenaban la habitación,Irene trató de adivinar quiénes podían ser losinvitados sorpresa de la fiesta. Su compañera senegaba a revelar nada e insistía en que lesquedaban quince minutos para prepararse antes deque llegaran los chicos con las bebidas.

—Mira, he robado esto de la cocina —dijoseñalando una bandeja de pastelillos de aspectodudoso.

Tras varias pruebas, Irene se impuso y eligió unvestido negro vaporoso, favorecedor pero bastantediscreto, que le caía justo sobre la rodilla. Marthale prestó un colgante en forma de corazón yambas llegaron a un pacto acerca del maquillaje.

—Tienes unos ojos preciosos, pero los

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aprovechas poco. Déjame hacer.Irene accedió, aunque sustituyó el tono

extremado que le proponía para los labios por unsuave brillo rosado. Se sorprendió al contemplar elresultado en el espejo.

Se había dejado la melena oscura suelta, y elpelo le caía con gracia sobre los hombros en unassuaves ondas que enmarcaban su rostro triangular.Martha le había trazado una fina raya negra sobrelos ojos castaños, acentuando su forma felina ydando relieve a sus espesas pestañas.

Completaban el conjunto unas bailarinas negras—Irene odiaba los tacones— que eran cómodas yelegantes a la vez.

Martha se admiró:—¡Estás espectacular! Podrías enseñar algo más

de carne, pero… ¡vas a triunfar! Tienes que aparcarde una vez las sudaderas y los pantalones anchos:así estás mucho más guapa.

Unos golpes en la puerta interrumpieron sucharla. Martha se puso un poco más de perfumeen el escote, le recolocó el flequillo a su amiga yanunció:

—Debe de ser él. ¡Prepara la mejor de tus

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—Debe de ser él. ¡Prepara la mejor de tussonrisas!

Irene estaba nerviosa. De repente se sentía muyridícula, tan emperifollada tras aquella sesión deestilismo a la inglesa. Al abrir la puerta tuvo queahogar una exclamación de sorpresa.

¡Era Josh! Aturdida, retrocedió un paso.El bibliotecario estaba muy diferente sin sus

gruesas gafas de pasta y con los cabellos peinadoshacia atrás. Irene nunca hubiera imaginado quetras sus viejas camisetas y su pelo despeinado seocultaba un rostro bellísimo, de rasgos delicados yfemeninos.

Se ruborizó al imaginar que pasaría toda lanoche a su lado como carabina de Martha y sunuevo ligue.

Él se echó a reír en cuanto la vio:—¡Pero Irene! No sabía que las ratitas de

biblioteca organizaran fiestas clandestinas…Martha, incómoda ante la familiaridad de

aquellos dos, le pasó un brazo por los hombros ylo atrajo hacia sí con un gesto posesivo. Le dio unrápido beso en los labios que dejaba claro queJosh era territorio prohibido para Irene.

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Ella se sintió confundida. Entonces, ¿quién iba aser su pareja?

Tres golpes en la puerta de la habitación leanunciaron que estaba a punto de saber larespuesta.

1. Término que se emplea para referirse a una personafascinada por la informática.

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7. LA LLAVE DE LA PUERTAEQUIVOCADA

Martha estaba demasiado entretenidacontoneándose delante de Josh para preocuparsepor nada más, así que le tocó a Irene abrir lapuerta. Su corazón latía a mil por hora sólo conpensar en aquel chico supuestamente perfecto quesu compañera le había encontrado. Nunca habíavivido una doble cita, pero sabía por las historiasque le habían contado que aquellos experimentosnunca terminaban bien.

De la aprensión pasó directamente al fastidio alver tras el umbral al último invitado que esperabaencontrar en aquella maldita fiesta.Definitivamente, Martha no sólo tenía mal gustopara la ropa y el maquillaje, sino también a la horade escoger pareja a sus amigas.

Se trataba de Marcelo, el pesado de la pista de

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Se trataba de Marcelo, el pesado de la pista deatletismo que siempre la perseguía para quehiciera estiramientos.

Instintivamente pensó en cerrarle la puerta enlas narices, pero con dos pasos rápidos él seplantó dentro de la habitación. Vestía como siacabara de salir de la ducha tras un entrenamiento,con un inapropiado chándal de felpa gris, zapatillasdeportivas y el pelo castaño todavía húmedopeinado hacia un lado. En la mano sostenía, comosi fuera dinamita a punto de explotar, un ramo deflores que Irene supuso que eran para ella.

—Estás muy guapa —dijo entregándole aquelobsequio démodé—. Te he traído esto.

—Gracias, pero no hacía falta.Tras estas palabras, los dos se quedaron mudos

en medio de la habitación.Irene estaba muy enfadada con Martha por

haberla metido en semejante berenjenal. ¿Eraaquél el maravilloso acompañante que iba ahacerle olvidar sus penas de amor? No conocía anadie más insípido que él. Ya le resultabainsufrible en la pista para tener que aguantarloahora en su propia habitación.

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Marcelo, por su parte, no sabía a qué atenerse.Josh lo había convencido para ir a la fiesta sincontarle muchos detalles. Aunque no le iba nadatrasnochar, le había tentado la posibilidad deconocer mejor a la chica misteriosa que se pasabael día corriendo como una loca. Pero algo iba mal.Ella estaba furiosa y parecía asqueada por su gestoromántico de llevarle flores.

Mientras Martha se pegaba como una lapa aJosh, que lo observaba todo con una sonrisasocarrona, Irene maldecía su suerte. La noche ibaa ser muy larga, y a ella le había tocado bailar conla más fea. Su «chico perfecto» le trajo una copade vino espumoso que sabía a rayos, pero seaferró a la bebida como a una tabla de salvación.

Marcelo la seguía por la habitación como unperrillo huérfano, atento a todos sus deseos y sinatreverse a hablar demasiado para no contrariarla.Tras llenarle la copa por segunda vez, al ver unviejo volumen sobre su escritorio, reunió algo devalor para iniciar una conversación.

—Veo que estás con Jane Austen. Orgullo yprejuicio…

—Sí, es para un trabajo.

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—He oído decir que estás estudiando algoespecial con Byron. ¿Es cierto?

—No lo llames así, su nombre es Peter Hugues—dijo secamente sin responder a su pregunta.

—Bueno, todos aquí lo llaman Byron por esosaires atormentados y románticos que gasta. Peroopino igual que tú: ese apodo no le pega. Es untipo tranquilo y formal, al contrario que el poetaromántico. ¿Sabías que Lord Byron metió un osoen su residencia mientras estudiaba enCambridge?

Irene negó con la cabeza. Estaba harta deaquella cháchara sin sentido. Intuía que laslecturas del chico del chándal se limitaban a diariosdeportivos, aunque intentara impresionarla conanécdotas literarias recién exprimidas de laWikipedia.

Para disuadirlo, ella empezó a contestar conmonosílabos hasta que él, frustrado, optó porcambiar de tema:

—He estado pensando en tus entrenamientos yse me ha ocurrido una idea para que mejores tusregistros. ¿Qué te parece si te hago de liebre?

—¿Y eso qué es? ¿Alguna tradición inglesa

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—¿Y eso qué es? ¿Alguna tradición inglesarara?

—Quiere decir que yo correría delante de ti y tútratarías de alcanzarme. De este modo conseguirásun ritmo parecido al mío. Está demostrado quecon este método el tiempo de los atletas mejoramuy rápidamente.

—Muchas gracias pero no, prefiero seguircorriendo sola.

—Piénsalo, ¿vale? —insistió, inmune aldesaliento—. A mí no me importaría hacer deliebre para ti. ¿Te apetece un pastelillo?

Marcelo tomó de la bandeja un dulce de nata,con tan mala fortuna que le resbaló entre susdedos hasta zambullirse dentro de la copa de ella.Un pequeño tsunami de champán barato selevantó hasta inundar el escote de Irene y suvestido prestado.

—¡Dios mío! Lo siento…Irene, hecha una furia, se deshizo de sus torpes

intentos por limpiarle las manchas. Tras secarseella misma con varias servilletas de papel, desvióla mirada hacia su compañera para librarse deseguir hablando con aquel desastre.

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Martha había bajado las luces. La música ahoraatronaba en la habitación, pese a su promesa deno armar jaleo para evitar ser descubiertas, algoque Irene casi deseaba para poner fin a aquellatortura. Seguía sonando Muse, esta vez con untema más lento, I Belong To You , que dio a lainglesa la excusa perfecta para bailar con Josh. Élla agarró por la cintura con delicadeza y, a cambio,ella apretó sus caderas contra las suyas condecisión. Luego puso las manos sobre su pecho,acariciándolo a la vez que lo besaba lenta yprofundamente.

Irene se removió, incómoda, en la cama que leshacía de sofá. «¿Y ahora qué? –pensó–. ¿Sesuponía que Marcelo y ella también tenían queenrollarse?»

Él pareció leer sus pensamientos y se acercó unpoco más. Sin atreverse a mirarla, como si noestuviera seguro de lo que iba a hacer, dejó caerlentamente la mano sobre la rodilla de ella. Sequedó un rato allí, como una hoja muerta.

Aturdida e incrédula, Irene vio cómo aquellamano iniciaba un precavido ascenso bajo la faldahasta detenerse a medio muslo. Podía sentir cómo

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cada uno de sus dedos tanteaba su piel a través delas medias.

Indignada, tras recuperarse del estupor inicial,se levantó como impulsada por un resorte y saliócorriendo hacia la escalera exterior.

* * *

—Este vino espumoso es abominable. Yotambién necesitaba un poco de aire. ¿Quieres quete traiga la chaqueta? Pillarás una pulmonía conese vestido.

Su tenaz acompañante la había seguido hastalas escaleras de la residencia y se había sentadojunto a ella. El rojo que teñía sus mejillas inglesasrevelaba que no estaba orgulloso de lo que habíahecho un par de minutos atrás, y ahora trataba deofrecer una mejor versión de sí mismo.

Irene tenía mucho frío y los nervios a flor depiel. Ya no podía más con aquel simulacro de citaromántica, pero Marcelo estaba decidido a ignorarsus silencios:

—Hace una noche preciosa. ¡Fíjate, cuántasestrellas! Dentro de un mes, con el solsticio de

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invierno, será una época perfecta paracontemplarlas. Mis padres tienen una granja en lapenínsula de Lizard, al sur de Cornualles. Antes deque se instalaran en Australia, cada añoorganizábamos allí nuestra «noche de lasestrellas». ¿Sabías que The Lizard es el punto másmeridional de toda Gran Bretaña? Se llama asíporque ese pedazo de tierra parece una cola delagartija.

—Déjalo ya, Marcelo —suplicó Irene, a punto dellorar—. No me interesan las estrellas, ni lageografía, ni… ¿No te das cuenta de que esto nova a funcionar? Por favor, ¡quiero estar sola!

A pesar de la oscuridad, Irene pudo ver cómo elrostro de Marcelo se ensombrecía para luegoruborizarse. Muerto de vergüenza, se despidiólevantando suavemente la mano mientras seincorporaba. Luego se alejó caminando con largasy rápidas zancadas hacia la residencia de loschicos.

Irene lo observó súbitamente apenada. Searrepintió en el acto de haber sido tan dura con él.Marcelo se había esforzado mucho en gustarle,pero ella no soportaba las situaciones en las que

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debía jugar un papel que no había elegido. No legustaba encontrarse con el guión escrito, y menosen cuestiones de chicos. El amor gasta unasbromas muy pesadas, pensó. ¿Por qué todo elmundo parecía tener la llave de la puertaequivocada?

Volvió al pasillo con ganas de echar a la parejitafeliz e irse a dormir de una vez, pero se encontrócon la puerta de su habitación cerrada. La músicahabía cesado, y en su lugar se oían unos débiles einequívocos gemidos.

Al comprender que su amiga había conseguidopor fin lo que llevaba buscando toda la noche,suspiró resignada y se sentó en el suelo con laespalda apoyada en la pared. Mientras cruzaba laspiernas y se frotaba las manos para entrar encalor, Irene pensó que, si no la encontraban antesmuerta de frío, Martha conocería a la mañanasiguiente su furia mediterránea desatada.

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8. ORGULLO Y PREJUICIO

El viernes por la mañana, Irene y su compañerade habitación fueron juntas a clase. Martha estabaen una nube después de su noche de pasión conJosh, y por más que Irene trataba de enfadarsecon ella y hacerle entender que era inadmisibleecharla de su propio cuarto en plena noche, lainglesa no le prestaba ninguna atención.

Tras arrancarle una vaga promesa de queaquello no volvería a suceder y de que nunca másharía de casamentera, tuvo que darse por vencida.Aquella mañana, su compañera de cuarto no dabapara más.

La señorita Wood, la profesora de literatura,entró en clase con sus andares apresurados y unode sus vestidos de lana color pastel. Comosiempre, iba cargada de libros y se puso depuntillas para escribir en la pizarra el título del

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tema del día.Dedicaba cada viernes a monográficos sobre

autores o épocas literarias. Irene se puso muycontenta al leer que aquella clase estaría centradaen Jane Austen y su obra más reconocida, Orgulloy prejuicio. Precisamente, acababa de terminarla yno le vendría mal tener más información para sutrabajo.

Mientras la Wood se disponía a endosarles otrade sus clases magistrales, Martha bostezaba sinningún disimulo.

—Venga, chicos. Abrid vuestros libros… yvuestros corazones —dijo alborozada,ruborizándose un poco—. Hoy vamos a hablar deuna de las mejores novelas románticas que se hanescrito nunca. Pero antes conozcamos a su autora,Jane Austen. Martha, por favor, lee su biografía enla página 146.

Martha no se había enterado de la petición de laprofesora, inmersa como estaba en su propiouniverso romántico. Irene se vio obligada a atizarleuna sonora palmada en la espalda para queespabilara.

—¡Venga, lee!

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—Jane Austen. Novelista británica, nació en1775 en Steventon, Gran Bretaña, y murió enWinchester en 1817. Jane fue la séptima hija deuna familia de ocho hermanos. Fue educada encasa por su padre, pastor protestante, y su vida enplena campiña inglesa discurrió plácidamente, singrandes acontecimientos que…

A Irene le pareció atrevido por parte delbiógrafo afirmar que la vida de la escritora habíatranscurrido «sin grandes acontecimientos». ¿Yqué hay de lo que pasa por la mente de unapersona?

Por lo que ella sabía, a raíz de susinvestigaciones en la biblioteca, Jane se habíaenamorado varias veces, aunque por un motivo uotro nunca llegó a casarse. De hecho, elmatrimonio es uno de los temas centrales en lamayoría de sus novelas. Y no tuvo que ser nadafácil ser una mujer soltera con inquietudesartísticas en una época en la que la máximaaspiración para una chica era casarse, reflexionó.

Martha siguió recitando con voz soñolienta losdetalles históricos acerca de la escritora. Austenhabía vivido en una etapa de cambios que

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había vivido en una etapa de cambios queimpulsaban al mundo hacia la modernidad, como,por ejemplo, la abolición de la esclavitud, pero susnovelas estaban centradas en el entorno sencilloque siempre la rodeó.

—Gracias, Martha. Ahora vamos a leer unoscapítulos de la obra. Como sabéis, Orgullo yprejuicio cuenta los amores entre Elizabeth Bennety Fitzwilliam Darcy. Este último es un rico ydistinguido caballero que se resiste a sussentimientos por Lizzy movido por el orgullo declase, que hace que dude en emparentarse con unavulgar familia rural. Elizabeth, por su parte, loconsidera un hombre altivo y mezquino, indignode todo sentimiento. Veremos cómo llegan asuperar estas dificultades. Ya os anuncio que lanovela termina bien. ¡Vamos, página 11! —pidió,entusiasmada.

Un suspiro de aburrimiento colectivo se propagópor el aula. Las clases de los viernes se hacían muycuesta arriba, con todas las alegrías y planes parael fin de semana a las puertas.

Irene fue repasando con el dedo los fragmentosque señalaba la profesora con su voz aguda.

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Curiosamente, la edición que Peter Hugues lehabía prestado también estaba llena decomentarios manuscritos por los mismos lectoresenigmáticos que la habían ayudado a entendermejor a Murakami.

En esta ocasión, el lector de la pluma se habíalimitado a subrayar algunos párrafos y a ponersignos de interrogación o exclamaciones al lado.Irene se identificaba con él y le parecía queconectaba con el hilo de sus pensamientos a travésde aquellas sencillas anotaciones. Cuando élsubrayaba, ella no podía dejar de admirar algúndiálogo o idea notable que quizá sin su ayuda lehabría pasado por alto.

En cambio, el lector del lápiz seguía conaquellas observaciones misteriosas que tenían aIrene tan intrigada. Estaba casi segura de que setrataba de un alumno de Saint Roberts. Quizáincluso estaba sentado cerca de ella en aquelmomento, ajeno a todo, mientras Irene leía susnotas.

Algunas la hacían reír:

Personajes inolvidables. Lenguaje contenido.

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¿Cómo demonios podían saber lo que sentía elotro si no dejaban de intercambiar más quecortesías? Si alguna vez viajo en la máquina deltiempo, recordar que NO quiero vivir en Inglaterraen la época de Jane Austen.

Otras, como la de la última página de la novela,le hacían desear conocer algún día a su autor:

Y colorín colorado… al final triunfa el amor.¿Por qué será que el «para siempre» ya no está demoda? Si alguna vez viajo en la máquina deltiempo, recordar que SÍ quiero vivir en laInglaterra de Jane Austen.

Irene sonrió involuntariamente al releer aquelúltimo comentario. Se imaginó a sí misma a finalesdel siglo XVIII en un baile de sociedad como los querelataba Jane Austen en sus libros, vestida consedas y tules y rodeada de la luz mágica decincuenta candelabros de plata. Algún caballerodistinguido, su Fitzwilliam Darcy particular, lasacaría a bailar, y ella volaría en sus brazosalrededor del salón. El caballero era alto y

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delgado, tenía los ojos azules, de un tono pálido ymelancólico, y el cabello castaño claro onduladoestaba salpicado por algunas canas. Los dos semirarían, reconociéndose, y perderían de vista elmundo exterior, mientras giraban y giraban por lapista.

Si alguna vez era posible viajar en la máquinadel tiempo, Irene tenía claro que aquélla sería paraella parada obligatoria. Le parecía el lugar idealpara un espíritu contenido y soñador como elsuyo.

Además, sería increíble conocer a Jane Austen.Le había tomado cariño a aquella escritora que lehabía hecho darse cuenta de que, como losprotagonistas de su novela, ella también se dejaballevar por su propio orgullo y sus prejuicios.

Irene reconoció que aquellos podían ser dosobstáculos que le impedían abrirse a los demás, nosólo a Peter Hugues. Con razón la llamaban «laforastera», no sólo porque venía de otro país, sinotambién porque se empeñaba en construir unmuro de piedra maciza que la separaba de todos.El cemento que lo mantenía en pie era su miedo aser herida, aunque no quería que eso le sirviera

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más de excusa. ¿Y no habían sido sus prejuicioslos que la habían llevado a herir gratuitamente aMarcelo? Ahora se arrepentía profundamente delas frías palabras que le había dedicado al pie de laescalera.

La voz de la señorita Woods, que continuabaleyendo entusiasmada los diálogos entre ElizabethBennet y Fitzwilliam Darcy, la sacó de susensoñaciones.

—Llegó la hora del debate, chicos. Uno devosotros tendrá que defender que Orgullo yprejuicio es una novela actual, y dará sus razonespara ello. Otro defenderá el punto de vistacontrario, y luego votaremos la mejor exposición.¿Voluntarios?

El silencio podía cortarse con un cuchillo. Todaslas cabezas apuntaban hacia abajo, mirando conatención hacia algún punto entre el suelo y lospupitres.

—Muy bien, entonces seré yo quien los designe—dijo la profesora con una risita cursi—. Sarah, túestarás en contra. Irene, tú a favor.

La forastera enrojeció hasta las orejas. Teníaverdadero pavor a hablar en público. Siempre le

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verdadero pavor a hablar en público. Siempre letemblaban las piernas, le fallaba la voz y al finalnunca acertaba a decir nada coherente. ¡Qué malasuerte había tenido! Al instante notó cómo se lesecaba la garganta y se le humedecían las manos.Trató de tomar notas mientras Sarah, una chicasimpática y discreta, hablaba.

—Orgullo y prejuicio es una novelaconservadora y totalmente pasada de moda. JaneAusten se limita a describir la realidad de su épocasin cuestionarla. El único destino válido para unamujer a finales del siglo XVIII era casarse. Eso lanovela lo describe muy bien, ¡pero ninguna de lasprotagonistas se rebela! De hecho, el final feliz enel que varias de las hermanas Bennet terminancasadas con sus príncipes azules es la prueba deque la escritora admite aquella realidad sin buscaralternativas. Por tanto, yo creo que el libro ya noestá vigente, porque la vida de las mujeres en elsiglo XXI, por suerte, es muy diferente.

Se oyeron susurros y comentarios aprobatoriosa media voz, sobre todo por parte de las alumnas.

Y entonces llegó el turno de Irene. Se puso depie frente a su mesa, balbuciendo, y trató de

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rebatir sin demasiado éxito las contundentesrazones que había dado Sarah. Mientrasmanoseaba con nerviosismo su libro, recordó elcomentario del lector enigmático acerca del triunfodel amor.

—Estoy de acuerdo en que la novela puedeparecer conservadora, pero creo que si la leemoscon atención, veremos que la ironía de la autora essu arma, su forma de rebelarse. Fijaos en laprimera frase:

Es una verdad generalmente admitida que unhombre soltero, poseedor de una gran fortuna,debe tomar esposa.

—Creo que, aquí, Jane se está riendo sutilmentede la gente que dice «grandes verdades» —siguió— y también de la época que le tocó vivir. ¡Es unadeclaración de principios oculta! Además, Orgulloy prejucio no está pasada de moda, porque hablade sentimientos universales en los que todos nosreconocemos. El pudor de sentir que uno noencaja en el mundo del otro porque se creeinferior o diferente, los malentendidos al

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interpretar los sentimientos de los demás… Y,sobre todo, el triunfo del amor en mayúsculas,capaz de vencer todos los obstáculos. Es verdadque actualmente vivimos al día y está de moda lomomentáneo, lo efímero, pero ese amor sigueexistiendo… ¡Tiene que seguir existiendo!

Irene pronunció aquella última frase casi contono de súplica. Se había dejado llevar, y mediaclase la miraba con la boca abierta. La señoritaWood aplaudió con las puntas de los dedos y lafelicitó por su brillante exposición.

Ella se sentó, todavía temblando, y de inmediatonotó un cosquilleo en la nuca. Giró la cabezainstintivamente para ver de qué se trataba. Sumirada se cruzó con la de Liam, que estaba muypálido y la observaba con los ojos encendidos.

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9. EL DOG & BONE

Llegó el viernes por la noche. Irene contemplósu imagen en el cristal de la puerta de la residenciamientras caminaba arriba y abajo por el estrechoespacio que hacía las veces de porche de entrada.

Se había arreglado a su manera cuidada einformal, con unos tejanos oscuros y una camisetade seda de color malva robada del armario deMartha en un momento de inspiración. El colorhacía juego con la chaqueta de piel morada que supadre le había regalado las pasadas Navidades.

Nerviosa, se retocó el cabello, que llevabarecogido en un moño bajo con mechones sueltos alos lados y en la nuca. Antes de salir habíarecordado los consejos de estilismo de sucompañera de cuarto y había maquillado, aunquesin estridencias, los ojos y los labios.

Se contempló por última vez ante el

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improvisado espejo, estiró una arruga imaginariade su blusa y se concedió un aprobado alto. Estabaguapa, aunque discreta, justo el efecto queperseguía: no quería que pareciera que habíadedicado demasiado tiempo a arreglarse.

Hacía sólo un par de horas se había encontradocon Peter Hugues saliendo de la biblioteca, justocuando ella volvía de correr. Se le veía contento yla felicitó efusivamente por su exposición en clasede literatura. Al parecer, la señorita Woods habíahablado de ello en la sala de profesores, y él nopudo más que sentirse orgulloso.

Le preguntó si le apetecía tomar algo paracelebrar el éxito de la gramática del amor, y antesde que se Irene se diera cuenta habían quedadopara tomar una cena informal en el pub.

Ella se daba cuenta de que aquella salida no eramás que un gesto amable por parte del profesor,que quería premiarla por su implicación en eltrabajo. No era extraño que de vez en cuandoalumnos y docentes compartieran noches de cine ode teatro. Pero no podía evitar que aquelcosquilleo ya familiar se le instalara en elestómago al pensar que estarían juntos durante

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horas, solos los dos.Ciertamente, el sueño subido de tono que había

tenido unas noches atrás no la ayudaba amantener la calma.

Trató de no pensar en ello y se propusodisfrutar de la cena, dejar a un lado la timidez y,por una vez, no meter la pata con preguntasimpertinentes.

El rugido suave de un motor reverberó contralas paredes de la residencia. El profesor conducíaun Jaguar antiguo muy elegante, de formasredondeadas y un bonito color bronce.

Irene saludó tímidamente con la mano mientrascorría hacia la portezuela del acompañante, queHugues había abierto desde el interior. Dentro delcoche olía a cuero y al aroma a caramelo y maderatostada de su after-shave, que ya había aprendidoa reconocer.

Él la recibió con una sonrisa franca:—He pensado que debía traer el coche. El pub

no está muy lejos, pero parece que va a llover.—Genial, hacía siglos que no iba en coche. Éste

es impresionante… —dijo Irene, algo intimidada.—En realidad es una antigualla. Pero le tengo

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—En realidad es una antigualla. Pero le tengocariño porque me lo regaló mi padre cuandocumplí los dieciocho. Y bien, ¿adónde desea ir hoyla señorita?

—Al pub Dog & Bone, gracias.—Sus deseos son órdenes para mí. Vamos allá.Irene se sintió inmediatamente cómoda con

aquel tono de viernes por la noche, informal ydivertido, que Hugues había adoptado con ella.Sólo tuvo un instante de vacilación, impresionadapor la súbita intimidad compartida con su profesoren un espacio tan pequeño. Se dio cuenta de quele miraba fijamente las manos, poniendo toda suatención en los dedos largos cubiertos de vellodorado y suave que agarraban con firmeza elvolante.

Tragó saliva y se obligó a dirigir la vista alfrente, mientras él enfilaba la carretera de curvasque separaba el internado de la aldea y seguíacharlando animadamente.

—¿Ves? Te lo dije, ya empieza a llover. ¿Tieneshambre? Yo me muero de ganas de comerme unbuen filete, aunque conociendo a nuestros amigosdel Dog & Bone, seguro que esta noche también

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servirán pescado —rio—. ¿Te apetece escuchar unpoco de música?

Sin esperar respuesta, Hugues encendió elequipo de música del coche y metió un CD en laranura.

Irene se sorprendió al reconocer a The XX, ungrupo de punk–rock independiente que estaba demoda y que últimamente Martha alternaba con suotra obsesión, Muse.

—¿Le gusta The XX?—Sí, los escucho a todas horas. Me habló de

ellos un amigo que estudió en la misma escuela demúsica que los cantantes, la Elliott School. Eselugar es una mina de talento. De allí han salidobandas inglesas muy potentes.

—No me imaginaba que le interesaba este tipode música, profesor Hugues.

—Llámame Peter, por favor. Pues claro que megusta… ¡No soy tan viejo! Aunque este grupo haceuna música tan destilada, tan sencilla enapariencia, que en realidad tienen algo de clásico.¿Te gustan?

—Sí, mucho, Martha los pone todo el rato.—Ah, sí, Martha Davis, tu compañera de cuarto.

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¿Te llevas bien con ella?—Somos buenas compañeras, pero creo que

todavía no he hecho ninguna amistad de verdad enSaint Roberts, profesor… Peter. Sigo en contactocon mis amigas de Barcelona, pero ya no es lomismo. Tampoco allí era la chica más popular delcolegio, pero a dos de ellas las conocía desde eljardín de infancia. ¡Las echo de menos!

—Irene, sería un gran honor para mí que meconsideraras tu amigo —dijo el profesor tras unapausa—. Siempre que lo necesites, puedes hablarconmigo. De lo que sea.

—Gracias, señor… Peter. Eres muy amable.Lo miró conmovida. Fruncía el entrecejo al

concentrarse en la carretera, que se veía másoscura de lo habitual por culpa de la lluvia. Sumano derecha se apoyaba relajadamente en elcambio de marchas y tamborileaba con los dedosal ritmo de Islands.

I don’t have to leave anymoreWhat I have is right hereSpent my nights and days beforeSearching the world for what’s right here

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Underneath and unexploredIslands and cities I have lookedHere I sawSomething I couldn’t overlook

I am yours nowSo now I don’t ever have to leaveI’ve been found outSo now I’ll never explore2

Irene deseó que el tiempo se detuviera parapoder contemplar aquel perfil durante horas, pero,por desgracia para ella, el trayecto hasta el Dog &Bone era corto. El Jaguar paró justo delante de lapuerta con un ronroneo de gran felino.

Al entrar en el pub se sacudieron la lluvia delcabello y de la ropa. Peter Hugues saludó confamiliaridad al señor Ward, el rechonchopropietario del local, que señaló desde detrás de labarra una mesa situada en el lado contrario a lapuerta.

El joven profesor se había acostumbrado a laatmósfera decadente del local y ya casi ni la

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notaba. A Irene le seguía llamando la atención sudecoración abigarrada, repleta de fotos en blanco ynegro de barcos y puertos, junto con todo tipo decachivaches relacionados con la navegación.

E l pub exhibía una impresionante colección debrújulas de todas las épocas y tamaños. Doradas,plateadas, de madera, oxidadas…

Incluso había una fabricada con los dientes deun tiburón, según rezaba un pequeño rótuloexplicativo. Algunas estaban colgadas en la pared,otras en el techo, pendientes de hilos de pescar, eincluso las había en los lavabos.

El colgador para las chaquetas tenía forma deancla. Las mesas eran barriles de madera, y elsuelo estaba cubierto por una sospechosa pátinade suciedad que el señor Ward aseguraba que erasalitre, ya que las tablas que lo conformabanprocedían del esqueleto de un navío desguazado.

Sobre la barra había un espeluznante perritodisecado, blanco y con manchas negras. Era lamascota del pub, Bones, que supuestamente habíapertenecido al abuelo del señor Ward. Se decía quelo llevaba consigo de pesca todas las mañanas y

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que el marinero le tenía tanto cariño que decidióconservarlo cuando el animalito pasó a mejor vida.A Irene le daba escalofríos, pero tuvo quereconocer que no desentonaba nada con laatmósfera decadente, sucia y oscura de la viejataberna.

Eran las nueve, y el local estaba tremendamenteanimado, puesto que no había otro lugar dondetomar una cerveza en varios kilómetros a laredonda. Irene se quitó la chaqueta, sorprendidapor el agradable calor que se desprendía de lachimenea cercana.

El señor Ward palmeó la espalda de Huguescomo si fueran viejos amigos.

—Bienvenidos al Dog & Bone —dijo con fingidaformalidad, mientras se preparaba para tomar notade su pedido—. ¿Qué os apetece esta noche?

—Bueno, Ward, eso depende de lo que tengas.¡Sorpréndenos!

—El pastel de pescado está delicioso. Lo hahecho esta misma mañana mi mujer, siguiendo lareceta de la familia. También tenemos sopa defrutos del mar, ideal para combatir el frío y lahumedad. Y, por último, ¡nuestras famosas jellied

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eels!L a s jellied eels eran una curiosa especialidad

marinera de la zona compuesta de gelatina yanguilas, no apta para cualquier paladar.

—Irene, si te parece bien, dejaremos lasanguilas por esta vez y nos quedaremos con lasopa y el pastel de pescado. Al menos tendrás unpoco de ese pudding especial de la casa, ¿eh, viejolobo?

—Sí, claro, os guardo un trozo.—Gracias —intervino Irene.Ward les había traído dos vasos de real ale,

dando por supuesto que era aquello y no otra cosalo que querían tomar. En una aldea remota comoaquella nadie se preocupaba demasiado por lasnormas que impedían beber a los menores deedad. Además, para cualquier habitante de lazona, el real ale se consideraba un mero refresco.

Peter Hugues levantó su jarra de cerámica y laenvolvió con la calidez de su mirada, de color azuloscuro por efecto de la luz.

—Por ti, Irene. Estoy seguro de que tu trabajosobre Jane Austen va a dejarme con la bocaabierta.

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abierta.—Lo intentaré. ¡Cuánta presión! —bromeó ella

antes de dar un largo trago a la bebida.—Sé que eres capaz de eso y de mucho más.

Brindemos. ¡Por la gramática del amor! Y por losamores afortunados.

Ambos bebieron, y la mano de él la rozóaccidentalmente con la punta de los dedos. Ireneenrojeció hasta las cejas y lo disimuló dando otrotrago a su real ale.

—¿Cómo van tus entrenamientos, por cierto? —preguntó Peter, aparentemente ajeno a suturbación.

—Creo que muy bien. Marcelo, un chico quecorre en el equipo de atletismo, me hace de liebre.

—¿Marcelo? —preguntó levantando las cejas.—¿Lo conoces?En ese momento se abrió la puerta, que dejó

pasar una ráfaga de aire helado. La llama de lavela que decoraba la mesa titiló, aunque no llegó aapagarse.

Peter e Irene miraron instintivamente hacia laentrada. Liam acababa de llegar al pub y se dirigíacon paso resuelto hacia su mesa.

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2. Ya no tengo que irme nunca más / Lo que tengo estájusto aquí / He dedicado mis días y mis noches / A buscar elmundo que está aquí mismo. / Bajo tierra, inexploradas /Contemplé islas y ciudades / Aquí vi / Algo que no podíapasar por alto. / Soy tuya ahora / Así que ya no tengo queirme / He sido encontrada / Así que ahora no explorarénunca.

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10. NOCHE DE KARAOKE

Liam los saludó con una sonrisa traviesa, sinsoltar en ningún momento las manos de dosrubias clonadas que lo acompañaban. Su aspectoera típicamente inglés: pálido, pecoso ysonrosado. Vestían como si acabaran de atracarjuntas la sección de fiesta de un Primark y reíantontamente, convencidas de que Liam era el chicomás divertido sobre la faz de la Tierra.

Irene lo miró. Estaba molesta, porque supresencia arruinaba el clima agradable de la noche,justo cuando se estaba poniendo interesante, perono le dijo nada.

Habían pasado dos semanas desde su cita falliday se dio cuenta de que ya no sentía nada por él.Incluso las arruguitas de las comisuras de suslabios ya no le parecían ni tan perfectas ni tanencantadoras.

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—Hola, Liam —saludó Hugues.—Irene, ¿no dices nada? Mis amigas quieren

conocerte. Han oído decir que vas a fundar unaespecie de asociación en defensa del amor eterno.¡Abajo los rollos de una noche! Ése es tu lema,¿no? Ellas no se lo acaban de creer, pero yo les heasegurado que es cierto. Hoy mismo, en clase deliteratura, he oído tu discurso fundacional. Os lohe contado ya, ¿verdad, chicas?

Las rubias soltaban risitas de conejo.—Liam, justamente hoy estaba pensando en ti

—intervino Peter—. Resulta que tengo encima demi mesa una nota para tus padres. Te has saltadodos veces seguidas la fecha de entrega de lostrabajos y, como sabes, eso va contra las normas.Si no recibo todo lo que me debes el lunes aprimera hora, enviaré esa nota sin falta. Y ahora,si nos disculpas, estábamos a punto de cenar. Yode ti me iría ahora mismo a trabajar. Adiós,chicas.

Una de las rubias rio a destiempo, quizásorprendida al ver a Liam tan fácilmentenoqueado, y él la fulminó con la mirada. Tironeóde la mano de la otra y se marchó con ellas hacia

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una mesa del fondo, visiblemente enfadado.—¿Estás bien, Irene? —preguntó Hugues,

mirándola con preocupación.—Sí, gracias, no pasa nada. Creo que ha bebido

demasiado, eso es todo. ¡Lo de la nota para suspadres ha sido genial! ¿Cómo se te ha ocurrido tanrápido?

—Lo del aviso es estrictamente cierto. Me temoque Liam va a tener dificultades para superar micurso, a menos que cambie de actitud.

Antes de que pudieran retomar la conversación,el señor Ward apagó las luces y un potente focobrilló de improviso sobre la pequeña plataformaque hacía las veces de escenario. De inmediato seoyeron silbidos y aplausos, y todos los presentes,como una sola voz, empezaron a corear unnombre:

—¡Archie! ¡Archie! ¡Archie!Un parroquiano que ejercía de presentador

voluntario en todos los festejos del pub entró enescena. Archie iba vestido con una chaqueta detweed que le iba estrecha, un chaleco de lana congrandes botones y unos pantalones de panamarrón. Parecía listo para participar en la caza del

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marrón. Parecía listo para participar en la caza delzorro o en una competición de tiro al plato. Pero,en lugar de eso, cogió una trompeta que emulabael ruido ensordecedor de una sirena de barco, ytambién un micrófono. Tras un largo pitido queatronó como si un transatlántico acabara deembarrancar en medio de la sala, se puso a darvoces:

—¡Noche de karaoke! ¡Noche de karaoke!Veamos, ¿qué día es hoy? ¿Es lunes?

El público coreó:—¡No!—¿Martes por la noche?—¡No!—¿Miércoles, quizá? Sí, ¡es miércoles por la

noche!—¡No, Archie, no! —el público enloquecía, y

Archie seguía dando bocinazos.—¡Ya sé! ¡Es jueves!—¡Que no!—Pues decidme: ¿qué maldito día es hoy?

¡Decidlo!—¡Viernes, Archie! ¡Viernes!—¡Es noche de karaoke! ¡La gran noche del

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karaoke!Irene se moría de risa. Por lo que ella sabía, el

té, la cerveza y el karaoke formaban parte delfolclore inglés casi a partes iguales. Apoyó labarbilla sobre las palmas de las manos y se acodóen la mesa, preparada para disfrutar delespectáculo.

Archie anunció que aquella sería una nocheespecial, puesto que el público podría votar lamejor interpretación y el ganador tendría unpremio sorpresa. El p ub retumbó con una granovación.

Enseguida empezaron a desfilar clientes que,micrófono en mano, destrozaron los grandeséxitos del pop de los últimos cincuenta años. Losmás mayores escogían temas de Elvis Presley, losBeatles o Abba. Los jóvenes, algunos de elloscompañeros de Irene, cantaban cualquier cosa queles pusieran por delante, desde Madonna hasta lasSpice Girls, pasando por Fiona Apple con suAcross the Universe, y hasta Enrique Iglesias.

Una de las rubias insípidas de Liam subió alescenario y escogió, como no podía ser de otromodo, Rehab, de Amy Winehouse.

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Peter, Irene y el resto del público apenas podíancontener la risa ante sus maullidos desafinados. Lapobre no se daba cuenta de lo mal que cantaba yseguía insistiendo en que no iba a ir arehabilitación, no, no y no, con voz nasal ytotalmente fuera de tiempo.

Dentro de aquella patética actuación, la rubiadio un dramático manotazo al aire, con tan malafortuna que su top palabra de honor se vinotemporalmente abajo, mostrando unos pechosmás bien tristes sin el auxiliador relleno que lesdaba forma.

Por si aquello fuera poco, sus amigos decidieronsecundarla y se encaramaron a la plataforma paracantar a voz en grito la versión más patética jamásescuchada de I Want To Break Free . Los tresestaban tan borrachos que se peleaban por elmicrófono y no acertaban con la letra.

Se oyeron silbidos y abucheos hasta que Archielos invitó a salir de escena. Hizo salir a una chicamorena que defendió un tema de Carly Simon,You’re So Vain:

You walked into the partyLike you were walking onto a yacht

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Like you were walking onto a yachtYour hat strategically dipped below one

eyeYour scarf it was apricotYou had one eye in the mirrorAs you watched yourself gavotteAnd all the girls dreamed that they’d be

your partnerThey’d be your partner, and

You’re so vainYou probably think this song is about youYou’re so vainI’ll bet you think this song is about youDon’t you? Don’t you?

You had me several years agoWhen I was still quite naiveWell, you said that we made such a pretty

pairAnd that you would never leaveBut you gave away the things you lovedAnd one of them was meI had some dreams, they were clouds in

my coffee

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Clouds in my coffee, and

You’re so vain3

Irene se divertía y aplaudió a rabiar a la chica,que parecía haber escogido aquella canción enhonor de Liam. Archie dio paso al último tema,interpretado por un grupo que había elaboradouna graciosa coreografía.

—¿Por qué a los ingleses os gusta tanto elkaraoke, Peter?

—No lo sé, quizá sea una válvula de escape.Somos un pueblo flemático y siempre andamosescondiendo nuestros verdaderos sentimientos.

El profesor de gramática la contemplabafijamente desde hacía rato, sin hacer caso de loque sucedía en el escenario. Irene notaba sumirada, que le quemaba la piel, y esta vez no searredró.

—Yo también sé lo que es construir muros paraque nadie pueda ver en el interior de tu alma. Peroestos días he decidido derribarlos todos. A partirde ahora, no más barreras. Sólo yo, Irene,sencillamente yo.

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Se habían ido acercando para hacerse oír entreel fragor de las voces enlatadas del karaoke.Tenían las cabezas muy juntas e Irene pudo sentirla calidez de su aliento. Los ojos de Peter no seapartaban de los suyos, como si efectivamente,quisiera leer en su interior.

—No creo que sea necesario nada más.Simplemente tú —sentenció él, con la voz mediorota al final de la frase.

Animada por su segunda jarra de real ale, Irenese acercó un poco más y le cogió la mano consuavidad. El profesor dio un respingo y la retiró deinmediato, como si un sortilegio hubiera roto elhechizo.

—Creo que es mi turno —dijo caminando haciael escenario.

3. Entraste en la fiesta / Como si estuvieras entrando en unyate / Tu sombrero estratégicamente inclinado por debajode un ojo / Tu bufanda era de color albaricoque / Tenías unojo en el espejo / Mientras te mirabas bailar gavota / Ytodas las chicas soñaban que serías su pareja / Que seríassu pareja, y / Eres tan vanidoso / Que probablementecrees que esta canción es sobre ti / Eres tan vanidoso /

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Que apostaría algo a que crees que esta canción es sobre ti/ ¿A que sí?, ¿a que sí? / Fui tuya hace varios años /Cuando aún era una ingenua / Decías que hacíamos unagran pareja / Y que nunca te marcharías / Pero renunciastea las cosas que amabas / Y una de ellas era yo / Teníaalgunos sueños, como manchas de leche en mi café /Manchas de leche en mi café y / Eres tan vanidoso...

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11. ONEN HAG OLL

Peter escogió un tema de Frank Sinatra. Ireneconocía pocas canciones suyas, pero siempre queescuchaba a «la Voz» recordaba los desayunos dedomingo de su infancia.

Su madre tenía todos sus discos en vinilo. ParaIrene, Sinatra era la banda sonora de un tiemporemoto en el que todo era más sencillo y feliz.Encendían juntas el tocadiscos y la mujerpreparaba café y tostadas mientras su padre leía elperiódico y les comentaba las noticias. Ella sesentaba a la enorme mesa de madera de la cocinacon un libro abierto y un vaso de leche conchocolate. Entonces sentía que el mundo era unlugar amable donde nada malo podía suceder.

Al oír los primeros acordes de Love Has BeenGood To Me, Irene sintió una punzada de nostalgiaque fue sustituida por una emoción más intensa

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aún. La voz del profesor Hugues era profunda,suave y envolvente como el terciopelo. Supo quesólo cantaba para ella, directa a su alma. Se movíacon elegancia y con una suave expresión de ironíapor el estrecho escenario, con los gestos precisospara aquella canción.

I have been a roverI have walked aloneHiked a hundred highwaysNever found a homeStill in all I’m happyThe reason is, you seeOnce in a while along the wayLove’s been good to me

There was a girl in DenverBefore the summer stormOh, her eyes were tenderOh, her arms were warmAnd she could smile away the thunderKiss away the rainEven though she’s gone awayYou won’t hear me complain4

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Hugues la miraba desde el escenario, e Irenesintió que sus ojos la transportaban, otra vez, a unlugar donde sólo podían sucederle cosas buenas.Pensó, emocionada, que además de untrotamundos, como rezaba la letra de la canción,en otro tiempo Peter debía de haber sido unaespecie de ladrón, y por eso le había resultado tanfácil robarle el corazón de aquel modo.

Mientras duró la música deseó ser aquella chicade Denver que lo recibía entre sus brazos justoantes de una tormenta de verano.

El público también estaba conmovido, contentoal fin de escuchar algo infinitamente mejor que losberridos de un grupo de niñatos borrachos. Archiey los demás, sobre todo las mujeres, lo mirabanembelesados y guardaban un silencio casireverencial.

Cuando terminó el tema, Hugues soltó elmicrófono y bajó del escenario tranquilamente.Hubo una pausa y a continuación atronaron losaplausos y las ovaciones. Parecía que las paredesse iban a derrumbar con aquel fragor.

Inmediatamente después, Archie saltó a escena

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y mostró al público, que seguía silbando yaplaudiendo, una especie de transistor viejo deplástico gris.

—Querido público, gracias, gracias. ¡Muchasgracias! Esta noche contamos con la últimatecnología en el Dog & Bone para decidir quiénserá el ganador de la noche del karaoke. Tengo enmis manos el primer artefacto medidor deaplausos fabricado en el mundo. ¡Es estrictamentecierto! No sé de qué se ríe usted, señora.Tecnología inglesa, y de la mejor calidad. ¿Y quénos dice el medidor de aplausos? ¿Quién será elganador de esta noche, el merecedor de nuestromagnífico premio sorpresa?

Se oyó un redoble de tambores. Archie pusocara de concentración y se pegó el transistor a laoreja, como si estuviera escuchando el mar o unmensaje del otro mundo. El público, impaciente,coreó con más gritos y aplausos el nombre deSinatra, como si él y Peter Hugues fueran la mismapersona.

—Y el ganador de la noche, aquél cuyosaplausos incluso han desbordado al medidor es…¡Peter Hugues! Vamos, profesor, no sea tímido,

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suba al escenario.Irene se fijó en la cara de rabia de Liam, que

miraba al profesor como si quisiera fundirlo.Hugues, que acababa de llegar a su mesa, se vioobligado a volver y repetir su número. En estaocasión se le notaba incómodo, como si lemolestara la atención del público, que no parabade animarlo con gritos y aplausos.

Por fin terminó de cantar, y Archie le entregó supremio con toda clase de ceremonias yfelicitaciones.

Irene rio al ver que el cacareado premiosorpresa consistía en un oso de peluche dedimensiones gigantescas. Llevaba la cruz blancasobre fondo negro de la bandera de Cornuallesestampada en su camiseta. En la pata derechasostenía un banderín con el lema de la regiónescrito en lengua córnica: Onen hag oll (Uno entodos).

Hugues recogió su premio y, al llegar a la mesa,se lo entregó a Irene con una pequeña reverencia.Ella se sintió halagada y se lo agradeció con losojos brillantes de emoción. Todavía se oíanaplausos cuando el profesor anunció, en voz baja:

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aplausos cuando el profesor anunció, en voz baja:—Venga, vámonos. Ya hemos dado bastante la

nota.

* * *

Seguía lloviendo cuando regresaron al coche.Irene se sentía feliz y trataba de absorber todos losdetalles del viaje de vuelta, incluso los máspequeños, como si quisiera atraparlos con uncazamariposas y fijarlos con alfileres en el muralde su memoria, para siempre.

Tomó conciencia del aire caliente de lacalefacción, que entibiaba su piel y empañabalevemente los cristales del coche. También de lasgruesas gotas de lluvia que rebotaban en ellimpiaparabrisas, que emitía un ligero chirrido almoverse de izquierda a derecha, hipnotizándola…

Hugues había puesto un CD de Frank Sinatra,como si quisiera prolongar la atmósfera mágica dela noche. Pero ella se fijó en que estaba muy serio,tal vez demasiado concentrado en la carretera. Devez en cuando cantaba en voz baja versos sueltosde alguna canción:

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When I was seventeenIt was a very good yearIt was a very good year for small town

girlsAnd soft summer nightsWe’d hide from the lightsOn the village greenWhen I was seventeen5

Irene trató de encontrar algún tema deconversación, alguna frase ingeniosa para ocultarla montaña rusa de sentimientos que crecían en suinterior. Pero él ya no la miraba como en el pub.De hecho, ni siquiera la miraba.

Entonces sintió miedo. ¿Y si se habíaprecipitado? ¿Y si lo había malinterpretado todo ylo había puesto en una situación incómoda altomar su mano?

Peter aceleró. Al parecer tenía prisa por llegar aSaint Roberts. Irene se fijó en la letra deSomething Stupid, uno de los temas preferidos desu madre y que aquella noche parecía escritaespecialmente para ella.

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I know I stand in line until you thinkYou have the time to spend an evening

with meAnd if we go someplace to danceI know that there’s a chance you won’t be

leaving with me

And afterwards we drop into a quiet littleplace

And have a drink or two...And then I go and spoil it all by sayingSomething stupid like I love you6

¿Lo habría arruinado todo con un simple gestoestúpido, como la chica de la canción? Se pusonerviosa cuando vio que Hugues aparcaba elJaguar frente a la residencia. Él seguía sin abrir laboca y ella tenía la mente en blanco. ¿La besaría?

El silencio entre los dos empezaba a resultarembarazoso. Al final, él se decidió a romperlo,todavía sin mirarla.

—Buenas noches, Irene, nos vemos elmiércoles.

—¿El miércoles?

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—Claro, para nuestra clase, a la hora desiempre. No te olvides de traer un ejemplar deCarta de una desconocida, de Stefan Zweig. Es tancorto que lo trabajaremos en mi despacho en unasola sesión.

Irene recibió aquel comentario y la vuelta a laformalidad entre profesor y alumna como un jarrode agua fría. De repente se había esfumado elclima de complicidad y de posibilidades que habíasentido nacer durante la noche.

Se despidió tratando de mantener la composturay de que su disgusto no fuera tan evidente. Luegodecidió quedarse un rato sentada en las escalerasde piedra de la puerta. Aquel escenario heladoempezaba a resultarle muy familiar.

¿Por qué se le ocurrían aquellas ideasdisparatadas? Se sentía decepcionada y muyestúpida. ¿Cómo le había llegado a pasar por laimaginación que Peter podía besarla?

Seguramente aquella cena y todo lo demás nohabían sido más que un acto de camaradería porparte de un profesor joven y enrollado. Y ella sehabía dejado llevar y lo había arruinado todo

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haciendo algo, algo… something stupid. Y sinembargo, cuando él la había mirado en el pub, susojos le decían otra cosa.

Con el oso de Cornualles agarrado por una pata,la que no llevaba la banderita con el Onen hag oll,empezó a caminar apesadumbrada hacia suhabitación. Estaba segura de que aquella noche leiba a costar horrores conciliar el sueño.

4. He sido un trotamundos / He caminado solo / Herecorrido centenares de caminos / Pero nunca encontré unhogar / A pesar de todo soy feliz / La razón es, verás / Que,de vez en cuando, a lo largo del camino / El amor me hatratado bien. / Había una chica en Denver / Antes de latormenta de verano / Oh, sus ojos eran tan tiernos / Susbrazos tan cálidos / Y era capaz de sonreír más allá de lostruenos / Podía besar más allá de la lluvia / Aunque ya se haido / No me oiréis lamentarme.5. Cuando yo tenía diecisiete años / Fue un buen año / Unbuen año para las chicas de pueblos pequeños / Y lassuaves noches de verano / Nos escondíamos de las luces /En el pueblo verde / Cuando yo tenía diecisiete años.6. Sé que tengo que hacer cola hasta que decidas / Quetienes tiempo para pasar una tarde conmigo / Y si vamos abailar a algún sitio / Existe la posibilidad de que no temarches de allí conmigo. / Y después nos iremos a un sitio

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tranquilo / Y nos tomaremos una copa o dos / Y entonceslo arruinaré todo diciendo / Algo estúpido como «tequiero».

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12. CORNISH HEATH

Irene se despertó atravesada en la cama yabrazada a su oso de peluche. Eran ya más de lasdiez, pero no había cerrado los ojos hasta bienentrada la madrugada. Acarició perezosamente elpelo rojizo de su mascota y se puso boca arriba,mirando hacia el techo.

—Buenos días, osito. ¿Has dormido bien? —preguntó con voz soñolienta.

Se incorporó un poco, temerosa de que Marthala oyera hablar con el peluche y la tachara de locao, peor aún, de cursi, pero comprobó que la camade su compañera de cuarto estaba sin deshacer.

¡Aquella chica sí que sabía vivir!, pensó conamargura. Ella, en cambio, no dejaba de meter lapata una y otra vez.

Desde que había llegado a Saint Roberts, suvida había consistido en una sucesión de

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malentendidos y pasos en falso. Irene se preguntósi algún día encontraría el amor de verdad, alguienque la hiciera sentir segura y arropada. Alguiencon quien no se sintiera tan fuera de lugar comoaquella mañana de sábado.

Abrazó al oso con fuerza y suspiró. Ojalá no lehubiera acariciado la mano. Ojalá no se hubieraprecipitado. Seguro que Peter estaba enfadado conella por haber confundido las cosas y haberlopuesto en una situación delicada. Ahora seríainevitable que todo cambiara entre ellos. ¡Y todopor su culpa!

Reprimió una exclamación de rabia enterrandola cara en la almohada. Se dio cuenta de que teníaque ocuparse en algo, o de lo contrario pasaría elresto del día fustigándose. Paseó la mirada por suescritorio, donde se apilaban casi todas las lecturasde la gramática del amor.

Decidió empezar con Carta de una desconocida.Estaba segura de que el miércoles siguiente, en eldespacho de Hugues, le iba a costar concentrarseen la lectura, así que quizá era buena idea leer ellibro unos días antes.

Según rezaba la contracubierta, la novela del

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autor austríaco narraba la historia de un amortrágico y no correspondido. «Perfecto —pensó—.Justo lo que necesito.»

El argumento era angustioso. Un escritor deéxito recibe una carta misteriosa. En ella, unamujer desconocida le confiesa su amor, un amorno correspondido e ignorado por él que se hamantenido desde que la protagonista de la misivaera una chiquilla. A través de la carta, el escritordescubre que tuvieron varios encuentros y que deuno de ellos nació un niño, su hijo, que acaba demorir. Es la muerte del niño y el hecho de que ellamisma está también a punto de dejar este mundolo que lleva a la protagonista a confesarle, al fin,sus sentimientos. Es un amor que ya no tieneninguna esperanza de ser correspondido. Lo másterrible, quizá, era que el escritor nunca había sidocapaz de reconocer a la mujer. Cada vez que secruzaba con ella, a lo largo de los años, era comosi la viera por primera vez.

Sensible como estaba aquella mañana, a Irenele pareció la historia más triste que había leídonunca. Dos lágrimas empañaron sus ojos yamenazaron con desbordarse, pero ella las limpió

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amenazaron con desbordarse, pero ella las limpiócon la punta de la manga de su pijama. No queríaempezar a llorar otra vez porque temía no poderparar.

Unos golpes en la puerta interrumpieron sulectura. Era Marcelo, su persistente entrenador yliebre.

—Vengo a salvarte del aburrimiento —dijodesde el pasillo.

—¿Y a ti quién te ha dicho que me estoyaburriendo?

—Eres la viva imagen de la diversión, ahí tiradaen la cama con ese libro deprimente.

—No lo es… Bueno, sí que es un pocodeprimente, la verdad. ¿Y cómo vas a salvarme?

—Vámonos a correr, respondona. El aire frescote espabilará.

* * *

Hicieron un suave calentamiento por el caminodel acantilado, siguiendo la rutina habitual deIrene. Marcelo se empeñaba en que tenían quehablar, porque era la única manera de asegurarsede que respiraban bien y aumentaban la intensidad

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de la carrera poco a poco.A Irene le irritaban sus maneras metódicas y

previsibles, pero el olor a tierra mojada queinundaba la mañana y la humedad salada que se lepegaba en la piel la hicieron sentir renovada.Decidió que le daría otra oportunidad. Teníamérito que quisiera seguir viéndola después delcorte que le había dado la otra noche.

—Marcelo, perdóname por haber sido tan bordeel otro día. No me esperaba lo de la doble cita, yme enfadé con quien no debía.

—No tiene importancia, Irene. Yo sí que debodisculparme, ya que me comporté como unimpresentable, pero nunca más volverá a suceder.Ese que… no era yo, te lo prometo. En fin,supongo que todos podemos tener un mal día.

—La verdad es que yo llevo unos cuantos.—¡Olvídalo! ¿Sabes qué hago yo cuando las

cosas se tuercen? Voy al cine a ver una película deesas de llorar y luego corro media maratón.Cuando corres, no puedes pensar en nada más.

—Es lo mismo que dice Murakami.—Sí, él también es un neura solitario —

reflexionó—. La soledad es una buena compañera

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para nosotros, los corredores.—¿Has leído a Murakami? —se sorprendió

Irene.—Alguno que otro de sus libros. No leo sólo

periódicos deportivos, ¿sabes? —dijo con sorna.Irene sonrió avergonzada de que hubiera leído

sus pensamientos tan fácilmente. Sin embargo,Marcelo le hizo otra broma y siguieron charlandode zapatillas deportivas y de la casa que tenían suspadres en la península de Lizard. Era una pequeñagranja que la familia poseía desde hacíageneraciones con un huerto y un enorme jardín.

Marcelo le explicó que en aquella zona crecíauna flor muy especial que no existía en ningúnotro lugar del mundo, la Cornish heath. A primeravista no parecía gran cosa, casi se confundía conun arbusto cualquiera. Pero de cerca poseía unabelleza salvaje y delicada muy especial.

Irene se dio cuenta de que hablaba de su lugarde origen con verdadera pasión, y eso era algoque siempre la conmovía en una persona.

Enseguida completaron el itinerario y llegaron ala pista de atletismo.

—A partir de aquí, yo me adelantaré. Tú trata

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—A partir de aquí, yo me adelantaré. Tú tratade atraparme: ése es el objetivo de hoy. Y no tepreocupes si no lo consigues. Lo importante esque sientas que corres un poco más rápido de lohabitual, pero sin agotarte.

—Vale, haré lo que pueda.Marcelo se alejó con sus largas zancadas e Irene

se sorprendió echando de menos enseguida la vozpausada de aquel chico desgarbado. Suconversación sin complicaciones ni segundaslecturas le hacía olvidarse de sus problemas y ledaba paz.

Quizá Marcelo fuera como la flor autóctona de laque le había hablado, la Cornish heath. La mayoríade la gente ni se fijaba en él, pero si uno estabaatento podía llegar a descubrir que tenía unencanto muy especial.

Marcelo corría sin mirar atrás, e Irene empezó aapretar el paso, ya que no quería perderlo de vista.Las nubes blancas y esponjosas de suspensamientos circulaban a toda velocidad por sumente. Ella las contemplaba y las dejaba pasar,como si estuviera practicando una meditaciónespontánea.

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Pronto las nubes se cansaron de aparecer, y ellapudo centrarse en las sensaciones más inmediatas.Sus pies volaban por la pista, casi ni los sentía. Encambio, era plenamente consciente de la suavebrisa que le secaba el sudor, del tenue rayo de solque trataba de abrirse paso entre la bruma y lecalentaba los hombros, de la tensión de susmúsculos, de los gritos lejanos de un grupo dechicos que jugaban al fútbol, lejos de allí.

Marcelo era un puntito rojo, el color de lacamiseta que llevaba puesta, que se movía veloz abastantes metros por delante de ella. Irene decidiófijar la vista sólo en aquel punto, como si nohubiera nada más en el mundo, y empezó aacelerar el paso con el objeto de atraparlo.

El punto se hacía más y más grande, mientras larespiración de Irene se volvía profunda yentrecortada, tratando de atrapar hasta la últimamolécula de oxígeno disponible. El vacío, aquellanada agradable que mencionaba Murakami en Dequé hablo cuando hablo de correr, había aparecidoal fin. Pero Irene también desechó esepensamiento.

Corría y corría, sin pensar en nada más que en

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el rojo que ya casi lo ocupaba todo. Y entonces elmundo se tiñó de ese color.

Marcelo la había atrapado justo a tiempo,sujetándola por la cintura antes de que los doschocaran y se fueran al suelo. Anonadado, le pusolas manos sobre los hombros y la miró con losojos como platos:

—¿Te das cuenta de lo que acabas de hacer?

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13. EL MONSTRUO QUE DEVORABACORAZONES

Irene seguía con los pies la línea recta debaldosas del centro del pasillo. Andaba con muchocuidado, tratando de no pisar ninguno de losbordes, con los brazos un poco abiertos a los ladosdel cuerpo. Parecía una bailarina que hicieraequilibrios sobre una cuerda suspendida en el aire,intentando no salirse de la pasarela imaginaria quellevaba al despacho de Hugues.

En realidad, aquel juego improvisado no eramás que una maniobra para andar más despacio yretrasar lo inevitable: era miércoles por la tarde ytocaba sesión de gramática del amor.

Seguía avergonzada por su comportamiento enel Dog & Bone y se ponía muy nerviosa alimaginar el discurso que Peter iba a soltarle. Dosdesengaños en un mismo mes eran demasiado

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desengaños en un mismo mes eran demasiadoincluso para ella, pensó, sintiéndose la chica másdesgraciada del planeta.

Por fin llegó al despacho y se detuvo ante lapuerta para tomar un poco de aire. Encogió loshombros con resignación y se dijo que tendría queafrontar lo que viniera. Golpeó la pesada puerta demadera y esperó.

Nada.Tocó con los dedos de nuevo, esta vez con más

fuerza, y la puerta cedió con un chirrido.Irene la abrió con cautela y entró en el

despacho. El profesor no estaba. ¿Dónde se habríametido? Al ver la tetera humeando sobre la mesa ycomprobar que la música estaba puesta, seimaginó que habría salido un momento. Debía deestar a punto de regresar, pensó, así que se sentóen el diván marrón, su lugar habitual.

Esperó durante unos minutos, pero Huguesseguía sin aparecer.

Decidió servirse un poco de té. La sorprendió susabor afrutado y un poco áspero. Sobre la mesahabía un bote pequeño que no había visto antes,con la ilustración de un desierto, oasis y palmeras

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incluidos. En la tapa ponía Rooibos Arena delDesierto. Irene no pudo evitar preguntarse conansiedad si a partir de aquel día todo iba a serdiferente en su relación con Hugues, incluido elsabor de las infusiones.

La vista se le desvió involuntariamente hacia laventana, como siempre que estaba allí. Mientrassus ojos se perdían en aquel mar infinito, teñidodel mismo azul grisáceo que las nubes que sitiabanSaint Roberts, Irene se sintió cautivada por lamagia de la música.

Un piano lloraba con un dramatismo queencogía el corazón. Con su trabajo sobre Carta deuna desconocida entre las manos, repasó unfragmento que había escogido para comentar conel profesor.

El libro la había impresionado mucho, a pesarde que al principio su protagonista la irritaba y leparecía una cobardica. ¿Cómo podía dejar pasartoda su vida sin decirle a R. que lo quería más quea nada en el mundo? Pero había terminado porcomprender la profunda tragedia de aquella mujer,golpeada una y otra vez por la crueldad de no serreconocida por su amor, la única persona en el

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mundo para quien quería existir.Envuelta por la atmósfera trágica que iba

creando la música, Irene sintió todo el peso de sutristeza sobre los hombros y se estremeció al leer:

Sólo quiero hablar contigo, decírtelo todo porprimera vez. Tendrías que conocer toda mi vida,que siempre fue la tuya aunque nunca lo supiste.Pero sólo tú conocerás mi secreto, cuando estémuerta y ya no tengas que darme una respuesta;cuando esto que ahora me sacude con escalofríossea de verdad el final. En el caso de que siguieraviviendo, rompería esta carta y continuaría ensilencio, igual que siempre. Si sostienes esta cartaen tus manos, sabrás que una muerta te estáexplicando aquí su vida, una vida que fue siemprela tuya desde la primera hasta la última hora.

El piano quedó en suspenso durante uninstante. Luego la orquesta se incorporó y empezóa tocar una melodía de aires rusos que desembocóen un nuevo solo de piano, esta vez mucho máslírico.

Las notas resbalaban entre los dedos del

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pianista con suavidad, lo que sumió a Irene en unadulce melancolía. Su estado se acentuó cuando latormenta estalló afuera y las primeras gotas delluvia empezaron a golpear los cristales.

Un cuervo que estaba posado en la balaustradade la ventana huyó, buscando refugio en un lugarmás seguro. En ese momento, Irene tambiéndeseó tener un par de alas para escapar lejos deallí y no tener que enfrentarse a su decepción.

Había pasado más de un cuarto de hora y elprofesor seguía sin aparecer. Y estaba claro que noiba a hacerlo. La puesta en escena que le habíapreparado con el té, la música y su ausencia era sumanera de decirle adiós. Hugues le estabaanunciando educadamente que la gramática delamor se había acabado para siempre y que ya noquería verla nunca más.

El piano se animó con una especie de marchamilitar al mismo ritmo que los latidos de sucorazón. ¿Qué era aquella música? Había algofamiliar en ella.

De repente se oyó un crujido e Irene se quedómuy sorprendida al ver entrar en el despacho aPeter. Ya no lo esperaba.

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—Discúlpame Irene, pero tuve que salir. Ha sidouna mañana horrible y necesitaba tomar un pocoel aire.

—¿Qué ha pasado?Como Hugues no respondía, ella siguió

preguntando, cada vez más compungida.—¿Es por mi culpa? ¿Ya no quieres volver a

verme?La risa cristalina del profesor disipó todos sus

temores como por encanto.—Nada más lejos de mis intenciones. El día ha

mejorado mucho desde que has aparecido tú.—Pero entonces, ¿qué ha pasado? —preguntó

reconfortada.—He tenido malas noticias de un familiar —

respondió él con una mirada huidiza.—Lo siento mucho.—No te preocupes. Ahora estoy muy contento.

Veo que has empezado a poner en práctica lo quehas aprendido con el libro de Stefan Zweig.

—¿Qué quieres decir?—Me refiero a que has sido capaz de expresar

con claridad tus temores, en lugar de guardártelospara ti misma. Tú creías que no quería verte más,

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para ti misma. Tú creías que no quería verte más,¿no es así? ¿A que ahora te sientes mejor?

—Sí...—Al decirme lo que sentías has liberado esos

sentimientos y les has dado vida. Si te los hubierasguardado para ti, como la protagonista de Carta deuna desconocida, se habrían convertido en otracosa.

—¿En qué?—En lo que has escrito en las conclusiones de tu

trabajo —argumentó, y a continuación tomó de sumesa el ensayo de Irene y leyó en voz alta—: «Elamor que permanece oculto, que no se expresa, seconvierte en un monstruo que devora corazones.Hay que arriesgarse y dejarlo salir, aun a riesgo deestrellarse». Yo no lo hubiera dicho mejor.

Peter pareció entristecerse y calló.Afuera, la tarde se había convertido en negra

noche y la lluvia caía a plomo. La habitación seiluminaba de vez en cuando con los fogonazosblancos de los relámpagos.

—¿Te gusta esta pieza de Sergei Rachmaninoff?—dijo cambiando de tema.

—La verdad es que me sonaba, pero no sabía

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de quién era.—Es su obra más conocida, el Concierto

Número 2. Resulta tan difícil de ejecutar que lospianistas la llaman familiarmente «Rocky 2»,porque deja noqueado al intérprete.

Irene sonrió ante aquella curiosidad. Petercontinuó:

—Rachmaninoff está considerado uno de losúltimos compositores románticos y fue un granpianista. Esta obra la escribió tras recuperarse deuna depresión muy profunda. Se la dedicó almédico que lo ayudó a superar la depresión.

—Es mágica —reconoció ella.—Sí, es maravillosa, el concierto romántico por

excelencia. Si tienes oportunidad, deberíasescucharlo algún día en directo.

—Lo haré. Pero todo esto no tiene nada que vercon Stefan Zweig, ¿verdad?

Irene se había despistado con aquel repentinocambio de tema. Hugues reflexionó un momento yse apasionó al declarar:

—En realidad sí tiene que ver. Rachmaninoff y lamujer de Carta de una desconocida son ejemplosde algo que nunca debemos permitir que suceda.

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Si llevamos dentro una pasión y no se laconfiamos a nadie, ni siquiera a la persona quemás nos ama, se acabará estancando, pudriendo.Las consecuencias pueden ser catastróficas.

—¿Y eso sí tiene que ver con lo que te hapasado esta mañana?

—Sí. Este libro me hace pensar en mi mujer.Irene no se atrevió a ir más allá, aunque le

hubiera gustado preguntarle de qué había muerto.Hugues se acercó al equipo de sonido y subió el

volumen, poniendo punto final a la conversación ysin dejar lugar para más preguntas.

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14. DIOS BENDIGA LOS VESTIDOSNUEVOS

El jueves Irene tuvo que saltarse elentrenamiento matinal porque su clase iba deexcursión al Museo Real, en Truro, la pequeñacapital de Cornualles. Un autocar los recogía parallevarlos a la ciudad a las ocho en punto.

Acostumbrada a madrugar, llegó de lasprimeras al punto de recogida. Allí se encontró conunos cuantos alumnos y el profesor de gimnasia,un cincuentón con la nariz eternamente enrojeciday modales militares que iba a acompañarlos. Pocodespués apareció Martha, con los ojos hinchadospor falta de sueño y expresión de querer matar aquien se le pusiera por delante.

—Vaya rollo de excursión —gruñó entre dosbostezos—. Si al menos nos llevaran al Museo dela Sidra…

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la Sidra…—¿Y eso te parecería más divertido que el

Museo Real? —preguntó Irene, asombrada por lasideas estrambóticas de su compañera.

—Pues sí. Seguro que al terminar la visita nosdarían a probar un poco.

Irene rio. ¡Era primera hora de la mañana y lainglesa ya estaba pensando en beber! Tan prontosubieron al autocar, Martha cayó dormida como untronco y no se despertó hasta que llegaron a Trurouna hora y media después.

Los recibió la guía del museo, una chicavivaracha que les hizo pasar hacia el interior,donde los esperaba una colección de vestidosregionales, fotografías viejas y cachivachesextraños. Una de las atracciones destacadas era unprecursor del coche ecológico en forma de cafeteraque, según les explicaron, funcionaba congasógeno.

Irene caminaba por el museo junto a Martha,que rezongaba por lo bajo todo el tiempo y no ladejaba concentrarse en las detalladas explicacionesde la guía. Acababan de parar frente a unacolección de teteras de porcelana antiguas cuando

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su amiga le dio un codazo.—Eh, ¡mira eso, Irene! —siseó al señalar una

salida de emergencia.—Ya lo veo, ¿y qué?—No seas boba. Es una señal para que huyamos

de aquí ahora mismo. Esto es inaguantable.¿Teteras? ¡Por favor! Acompáñame, rápido… —laapremió, agarrándola del brazo.

Irene protestó, pero la inglesa era mucho máscorpulenta que ella y la arrastró con facilidad hastaque cruzaron la salida.

—¿Estás loca? ¿Adónde quieres ir? ¡Nos va acaer una buena bronca como se den cuenta de quenos hemos largado!

—Nadie se enterará, no seas paranoica. Lesqueda más de una hora de visita guiada, y luegootras dos horas de proyección. Para cuandoterminen, nosotras ya habremos vuelto.

—¿Pero de dónde? —gritó Irene, exasperada.—¡De compras! Esto es un rollazo, y tú necesitas

renovar tu fondo de armario. No me importa quede vez en cuando me robes alguna camiseta, peroya es hora de que tengas tus propios modelitos,¿no crees? Además, dentro de una semana se

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celebra la Winter Break y tienes que triunfar, o serátu muerte en la pequeña sociedad de SaintRoberts. ¡Vamos! En Truro hay un par de tiendasmonísimas. Encontraremos el vestido perfecto parati. A llez, allez-hi!

Aquella primera exclamación en francés y laspalabras mágicas «Winter Break» convencieron aIrene de que no había nada que hacer. En elcolegio nadie hablaba de otra cosa: la fiesta que secelebraba cada año el primer viernes de diciembre.Todo el mundo, Martha incluida, andabaexcitadísimo con el evento. Irene no entendía elporqué de tanta agitación. Se imaginaba la típicafiesta con ponche, música mala y cuatro adornosde papel colgados del techo.

Consultó su reloj y pensó que, después de todo,tendrían tiempo para una pequeña excursiónclandestina. El profesor de gimnasia era unhombre despistado, y seguro que no se daríacuenta de su ausencia.

Martha la tomó de la mano y empezaron acaminar hacia la calle principal. Irene suspiró y ladejó hacer.

La inglesa parloteaba sin cesar acerca de faldas

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La inglesa parloteaba sin cesar acerca de faldasde licra, tops de lentejuelas y otros horrores quepretendía hacerle probar. Irene no le prestabaatención y se dedicaba a observar a la gente en susquehaceres matutinos.

Las pintorescas tiendas de flores exhibíanapretados ramos silvestres, rosas de todos loscolores y unas calas de un exótico tono azul queno había visto nunca; el escaparate de unapastelería mostraba montones de dulces dehojaldre y unos panes grandes y redondos deaspecto crujiente; los puestos de fruta de la callevendían manzanas, plátanos y peras de todasclases por piezas.

Irene pidió una pera japonesa, que leenvolvieron en papel marrón. Le fue dandobocados mientras se maravillaba ante la cantidadde gente con la que se iban cruzando aquellamañana. Acostumbrada al colegio y a la solitariaaldea de pescadores a la que iban de vez encuando, Truro le parecía una gran metrópolis.

—Et voilà! ¡Ya hemos llegado! —Martha learrancó la pera de la mano y la tiró a una papelera—. No puedes entrar en Blessthatdress comiendo

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fruta como una campesina.Irene miró el escaparate y se preguntó a qué

venía tanta ceremonia. Blessthatdress era unatienda bastante normalita de ropa de segundamano, o vintage, como prefería decir Martha. EnInglaterra era habitual comprar ropa usada, por loque había muchos establecimientos de aquel tipo.

Cuando ya se disponían a entrar, oyeron unclaxon a sus espaldas. Un chico pelirrojo les hacíaseñas desde un coche.

Martha lanzó un grito y corrió hacia eldesconocido. Los dos se abrazaron, él todavía enel interior del vehículo, e Irene vio que se ponían acharlar animadamente. Su amiga le hizo señaspara que se acercara también y le presentó a un talMark.

Recordó que al principio del curso Martha habíasalido con un chico que se llamaba así. Con elcodo fuera de la ventanilla, su ex se la comía conlos ojos, y ella le hacía ojitos, encantada con lasituación. Los coches que venían detrás empezarona pitar y a impacientarse, y entonces el jovenconductor propuso a la inglesa que fueran a unsitio un poco «más tranquilo».

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Irene puso los ojos en blanco ante la obviedadde la propuesta y esperó, aburrida, la negativa deMartha. Pero su compañera soltó una risita y subióal coche sin pensarlo dos veces. La parejita arrancóentre gritos de júbilo y diciendo adiós con lamano.

Martha era del todo imprevisible, pensó,fastidiada. La había convencido para escaparsejuntas del museo y, a la mínima oportunidad, ladejaba tirada en medio de la ciudad para irse conel primero que pasaba.

Decidió que, ya que estaba allí, echaría unvistazo a lo que tenían en Blessthatdress. Nadamás cruzar la puerta comprendió la fascinación desu amiga. El escaparate, sencillo y poco llamativo,no hacía justicia a los tesoros en forma de vestidosque había allí reunidos.

Algunos eran piezas antiguas de tejidos caros,claramente diseños de alta costura. También habíamodelos juveniles e informales escogidos con ungusto exquisito. Era una ropa preciosa, muchomejor que nueva, porque respiraba personalidad.

Irene eligió un vestido elegante y femenino delana gris que se pegaba con suavidad a su cuerpo,

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lana gris que se pegaba con suavidad a su cuerpo,una falda negra en forma de trapecio con lalongitud perfecta y una blusa de seda colorBurdeos a juego con una chaqueta corta de punto.

La propietaria de la tienda, una simpáticafrancesa casada con un inglés de la zona, laaconsejaba sobre colores, tallas y complementos.Todo era increíble, y le costó un buen ratodecidirse.

Al final acabó comprando muchas más prendasde las que había previsto. Salió de allí con unguardarropa nuevo y un enorme agujero en sutarjeta de crédito para emergencias, pero estabasegura de que su madre lo aprobaría. Siempre leinsistía para que dejara de vestirse como unchicazo y, al menor descuido, le tiraba a la basuralas sudaderas raídas y sus zapatillas de lonagastadas.

Sintió frío y se dio cuenta de que llevaba elabrigo desabrochado. Soltó una de las bolsas depapel satinado y se detuvo frente a una peluqueríapara subirse la cremallera. En la puerta había unjoven con el cabello rubio muy corto. Fumaba yseguía todos sus movimientos con interés. Irene le

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devolvió la mirada, molesta por su descaro.—Nena, tienes un pelo precioso. Yo podría

hacer maravillas con él.El chico se había acercado y empezó a tocarle el

cabello y a retirárselo de la cara. La miraba comosi fuera una obra de arte renacentista salida de uncuadro. Tenía acento italiano y hablaba deprisa,alargando las vocales, con una voz aflautada ymodales afeminados.

—De verdad, es puro satén. Te pareces a LilyCollins, aunque tú tienes los ojos mucho másbonitos que ella… Vente conmigo, bonita, que tevoy a hacer un corte de pelo que no te va areconocer ni tu padre.

Irene no tenía ni idea de quién era Lily Collins,pero echó un vistazo al salón de peluquería y legustó su ambiente desenfadado e informal. Habíatres peluqueras más poniendo tintes de colores yplanchando cabellos al ritmo vertiginoso de unamúsica ligera y bailable.

Miró el reloj. A aquella hora sus compañerosdebían de estar con la proyección de la películasobre el Cornualles del siglo XVIII.

«¿Por qué no?», se dijo antes de entrar en la

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peluquería con paso decidido.

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15. UNA NUEVA IRENE

Irene canturreaba alegremente en la ducha.Había aprovechado la suspensión de la última clasede la mañana para concederse un entrenamientoextra que le había sentado de maravilla. Y aúnquedaba un buen rato antes de que empezara laprimera sesión de la tarde.

Mientras se duchaba con agua bien caliente, sesorprendió al notar la dureza de los músculos desus piernas, la tersura de su abdomen y la tensiónen sus bíceps. Hacía un par de semanas quecomprobaba cómo el ejercicio le estaba cambiandoel cuerpo y la postura. Se notaba más estilizada y,sin darse cuenta, caminaba con los hombroserguidos, de modo que incluso parecía que teníamás pecho.

Se envolvió con una gruesa toalla antes deescoger con cuidado la ropa que iba a usar aquella

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tarde. Ya era hora de estrenar alguno de susconjuntos nuevos. Eligió un vestido corto verdeoscuro con escote en V y ligeramente entallado. Sepuso unas medias gruesas de un tono parecido ybotas negras altas. A continuación empezó asecarse el cabello. Tal como le había prometido elpeluquero, su melena estuvo lista con sólo ungolpe de cepillo.

En el espejo vio sorprendida lo que un buencorte de pelo y un vestido nuevo pueden hacer conel aspecto de una chica.

La Irene discreta que trataba de pasardesapercibida y tiraba sus hombros hacia delante,como si quisiera hacerse más pequeña, había dadopaso a otra persona. Los rasgos eran los mismos,pero ahora lucían de manera espectacular.

Había conservado su larga melena, pero ahoraparecía más brillante. Su peinado nuevo le daba unaire pícaro y seductor, con un flequillo irregular ylas puntas entresacadas. Incluso sus ojos parecíanmás grandes y su boca más llena.

Aquella ropa femenina y con personalidaddestacaba sus formas, enfatizadas aún más por elgarbo con el que ahora caminaba. El resultado era

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sorprendente. Casi no se reconocía en aquellanueva imagen de mujer sofisticada y un pocobohemia.

Sonrió al espejo con picardía, se lanzó un besocon la mano y decidió darse un toque de brillorosado en los labios. Por primera vez en su vida leapetecía ponerse guapa y no esconder a nadie elresultado.

Tomó el bolso y los libros para sus clases y salióhacia el aula. Por el pasillo notó cómo la mirabande manera diferente. Le parecía un pocoexagerado que le prestaran tanta atención. Al fin yal cabo, ella era la de siempre, sólo que con unacapa de chapa y pintura.

Se entretuvo un momento en secretaría paraentregar una encuesta que les habían pedido y alfinal se le hizo tarde. Entró en el aula cuandotodos sus compañeros estaban ya sentadosesperando a la profesora de Historia.

Como no estaba habituada a los tacones,tropezó y el ruido al chocar contra el pupitre atrajotodas las miradas hacia ella. Se abrió paso entreun coro de murmullos, «ahs» y «ohs» más omenos disimulados. Las chicas cotilleaban sobre el

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menos disimulados. Las chicas cotilleaban sobre elnuevo look de «la forastera» y especulaban sobrela marca de su vestido. Heather le dedicó unamirada admirativa y levantó el dedo pulgar,dándole su aprobación. Los chicos, por su parte,se la comían con los ojos sin ningún disimulo.Nadie le quitaba la vista de encima, sobre todoLiam, que no escondía su cara de sorpresa.

Irene se sentó, incómoda. Martha también lamiraba con la boca abierta.

—¡Chica! No pierdes el tiempo.—Ni tú tampoco —repuso al recordar la

espantada de su amiga el día anterior.Ignorando las miradas, sacó su libreta y se

dispuso a escuchar a la señorita Clovis, queacababa de entrar en el aula.

La clase de aquel día tenía un aliciente especialpara ella, porque iban a hablar de la Rusiaimperial. A Irene le interesaba el final del siglo XIX,tres décadas antes de la Revolución rusa, porqueera la época en la que se situaba Ana Karenina, elclásico de Tolstoi que estaba leyendo para lagramática del amor.

La señorita Clovis pidió que repasaran durante

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diez minutos las seis páginas del libro de texto quehablaban del tema. A continuación, siguiendo sucostumbre, los acribillaría a preguntas, como siestuvieran en un concurso de televisión. Ladiferencia era que en lugar de jugarse dinero,viajes o un coche, los alumnos se jugaban puntospositivos o negativos para sus calificacionestrimestrales.

Irene odiaba aquel sistema puramentememorístico, pero se sabía el capítulo al dedillotras haberlo leído un par de veces para buscarinformación sobre la época, así que se permitiódesconectar.

Hasta el momento ni una sola de las novelaselegidas por Hugues la había decepcionado. Todastenían algo que las hacía inolvidables, y parecíanllegar a ella justo cuando las necesitaba.

Llevaba leído menos de un tercio de AnaKarenina y aún no sabía por qué caminos iba allevarla el escritor ruso. Esperaba que no ladecepcionara, porque era un buen tocho. Contabala historia de Ana, la esposa de un alto funcionarioruso que se enamora apasionadamente del condeVronsky, un joven militar. La protagonista decide

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vivir su amor en contra de las convencionessociales de la época, y esto, según rezaba lacontraportada del libro, la empuja a un finaltrágico.

—Cerrad los libros. Heather, empezaremos porti —graznó la señorita Clovis, a la que todos lallamaban «la cacatúa» por su voz de pájaroafónico—. Dime, ¿cómo se llamaba el último zarde Rusia y cuándo fue coronado?

—¿1902? ¿Se llamaba Romanov o… algo así? —contestó la rubia, vacilante.

—Está claro que no has leído el mismo libro quelos demás. Liam, díselo tú. —El rompecorazonesde la clase estaba embobado mirando a Irene—.¿Liam? ¿Estás entre nosotros? Si es así,manifiéstate.

—Perdone, señorita Clovis. Fue Nicolás II, y locoronaron en 1894, creo.

—Crees bien. Gracias, ya puedes sentarte.—Heather, te voy a dar otra oportunidad,

aunque ya sabes que no creo en ellas. ¿Puedesdecirme qué dos ideologías emergieron con fuerzadurante las últimas décadas del zarismo?

La interpelada palideció, incapaz de encontrar

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La interpelada palideció, incapaz de encontrarninguna respuesta en su cabeza. Desde la fila de allado, Irene trató de ayudarla y le susurró:

—¡Comunismo y anarquismo!Pero Heather no la entendía y,

desgraciadamente para ella, la señorita Clovis nosólo tenía el pico afilado, sino también el oído.

—Muchas gracias, Irene —dijo pronunciando sunombre a la inglesa: Ai-ri-nii—. Como te veo conganas de hablar, dinos, por favor, el nombre detres escritores de la edad de oro rusa, o sea, delsiglo XIX.

—Pushkin, Tolstoi y Dostoyevski —respondiósin vacilar.

Si la profesora había querido pillarla en unrenuncio, había escogido muy mal el tema de suspreguntas.

«La cacatúa» la miró con frialdad y anotó algomás en su libreta. Con un par de preguntasadicionales terminó aquella especie de TrivialPursuit de la historia de Rusia. Acto seguido, laprofesora les pidió que trabajaran un tema de suelección en grupos de tres.

Martha y Heather no tenían ni idea de qué

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aspecto del siglo XIX ruso escoger, pero a laprimera le llamó la atención algo que Irene habíaanotado en su cuaderno de trabajo.

—¿Es cierto que la gente de clase alta hablabaen francés entre sí? ¡Como yo! —gorjeó.

—Sí, y también en inglés. Eran consideradosidiomas cultos, por el hecho de que procedían delas ciudades cosmopolitas y modernas del mundo.

—¿Cómo sabes tantas cosas? —preguntóHeather—. Oye, ¿y esos rusos sabían divertirse oeran unos muermos? Porque con esos nombrestan serios…

—La nobleza, sobre todo en San Petersburgo,celebraba muchas fiestas, bailes, tés… Se pasabanel día chismorreando, como si vivieran en unpueblo grande, e iban a menudo a las carreras decaballos. Sí, creo que se divertían mucho.

También había descubierto en sus lecturas quedurante la decadencia del Imperio las costumbresse relajaron. Contar con una amante, por ejemplo,era un deporte tolerado, una costumbre toleradapara los hombres casados. No tenía másconsecuencias que algún comentario jocoso en elsalón de turno. De hecho, Ana Karenina empieza

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con la visita de Ana a su hermano para ayudarlocon sus problemas conyugales, originados por unainfidelidad con la niñera de sus hijos.

Irene siempre se había preguntado si tras eldivorcio de sus padres había habido algo así. Sumadre no quería hablar de ello, y no tenía tantaconfianza con su padre como para preguntarle aél. Ambos se habían limitado a un discursohermético y cansino acerca de que «se habíanvuelto muy diferentes el uno del otro». Sinembargo, un destello de dureza en sus ojos y loslabios apretados de su madre cuando alguien hacíareferencia a su reciente ex marido hacíansospechar otra cosa.

Martha le dio una patada por debajo de la mesa.—¡Ay! ¿Por qué has hecho eso?—Pssst… Mira detrás de ti. Disimula, como si se

te cayera el lápiz.Irene le hizo caso y vio a Liam con los ojos fijos

en ella, totalmente embelesado. La miraba como siella fuera un hueso jugoso y él un perrohambriento. Recuperó el lápiz, pero no quisoseguirle el juego a Martha.

Liam le daba un poco de pena, siempre a la caza

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Liam le daba un poco de pena, siempre a la cazade lo que se le pusiera por delante. Él se creía undonjuán, pero no era consciente de que ni siquieraescogía a sus ligues. Se limitaba a salir con todaslas que se le ponían a tiro, siempre con aquellaurgencia, aquella sed nunca satisfecha por tener laagenda llena, daba igual con quién.

Comparó su desengaño de hacía sólo unassemanas con el de Kitty, uno de los personajes deAna Karenina.

Kitty es una chica joven e inexperta que se dejaimpresionar por el conde Vronsky. Éste la cortejacon éxito, y todo parece indicar que el idilioacabará en boda. Pero la aparición de Ana, dequien cae inmediatamente enamorado, da al trastecon las ilusiones de Kitty, que enferma gravementea causa del desamor.

A Irene las lágrimas le habían durado poco, eincluso le habían resultado útiles al final. Encualquier caso, no tenía ganas de pensar más enLiam: aquel jueguecito de miradas le parecía unapérdida de tiempo.

—Venga, chicas, trabajemos un poco. Estoysegura de que «la cacatúa» nos va a sacar a la

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pizarra las primeras.

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16. UNA CARRERA HASTA ELACANTILADO

El viernes por la tarde Irene tomó sus bártulos yse sentó en las gradas del estadio de atletismo aleer. Necesitaba un poco de tranquilidad.

Se había vuelto tan popular que Martha nodejaba de proponerle planes y salidas nocturnas.La perseguía por todas partes con su voz depajarillo, tentándola con fiestas, cervezas en el puby paseos clandestinos.

Aquella tarde se había escabullido aprovechandoque la inglesa estaba hablando por teléfono conuno de sus ligues.

Saboreando por fin su soledad, Irene respiróhondo hasta llenarse los pulmones con el aire fríoy vivificante de finales de noviembre. Luego tomóun sorbo del té de frutas que había comprado enla cafetería del colegio. El viento le mordía las

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la cafetería del colegio. El viento le mordía lasmejillas y notaba cómo la humedad calaba poco apoco su ropa, pero por lo menos no llovía.

Se subió las solapas del abrigo, bebió más té yabrió la vieja edición de Ana Karenina que habíasacado de la biblioteca días atrás.

Quería concentrarse en el libro y, sobre todo, enlas anotaciones que otra vez había encontrado enlos márgenes de las páginas. Tenía fuertessospechas de quién podía ser el comentarista de laestilográfica, gracias a una de las notas que lahabía puesto sobre la pista:

RACHMANINOFF,

CONCIERTO N.º2.LOS SENTIMIENTOS

SIEMPRE TERMINAN

POR AFLORAR.

El comentario, que le había hecho pensar deinmediato en Peter Hugues, aparecía al final deuna escena muy emocionante en la que Ana asistejunto con su marido a las carreras de caballos.Vronsky, su amante, es uno de los jinetes y se caedel caballo en plena competición. Ana no es capaz

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de ocultar su desesperación al pensar que le hapasado algo grave. Con su reacción pone enevidencia delante de toda la buena sociedad, y desu marido, lo que siente por el conde.

Irene no sabía a qué atenerse. Estaba segura deque las notas pertenecían a su profesor, pero nosabía si las había puesto allí para que ella lasencontrase, o si las había escrito años atrás y ellalas estaba leyendo ahora por casualidad.

En cuanto a las otras notas, las que parecíanprovenir de un alumno, seguían pareciéndole muygraciosas, pero no tenía la menor idea de quiénpodía ser su autor. En una página había subrayadola siguiente frase:

Dos hombres, su marido y su amante,constituían para ella los dos centros de su vida, ysin ayuda de los sentidos percibía su proximidad.

Al lado, había escrito:

¡QUÉ BIEN SE LO MONTA

LA KARENINA!

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Irene rio involuntariamente. Pese a que aquellaslíneas banalizaban el sufrimiento de Ana, de quienno se podía decir precisamente que se lo montarabien, contrastaban con la solemnidad de loscomentarios de Hugues.

De improviso, sintió que una mano se posabasobre su hombro.

—¡Buh!—Muy gracioso, pero no me has asustado —dijo

al ver que se trataba de Marcelo.—¿Qué haces aquí así vestida? ¿Hoy no corres?—Ya corrí esta mañana —respondió Irene

cerrando el libro de mala gana.—¡Menudo tocho estás leyendo! Ana Karenina…

¿De qué va?—Es un poco largo de explicar. ¿Vas a ir esta

noche a la Winter Break? —preguntó ella paradesviar su atención.

—Tengo que salir, y no creo que me dé tiempo.El señor Graham vuelve a estar enfermo y me hapedido que le recoja unas medicinas en la farmaciade la ciudad. Iré con la moto y tardaré un buenrato.

—Estás hecho una hermanita de la caridad. No

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te gusta salir de noche, apenas bebes, llevasmedicinas a los ancianitos del pueblo… ¿Cómopuedes ser tan bueno? Venga, si vienes esta nochete prometo que bailaré contigo —dijo con picardía.

—En ese caso vendré seguro… Aunque teadvierto que no me gustan mucho estas fiestas.

—Genial, entonces nos veremos por allí. Asípodrás comprobar que corro mucho mejor de loque bailo –bromeó ella.

—Hablando de correr, ¿has leído el artículo quete pasé sobre los fartleks?

Irene recordó lejanamente que le había dejadouna revista especializada, pero no le habíaprestado atención, entretenida como estaba consus otras lecturas. Y ahora no sabía a qué serefería con aquella palabreja.

—Da igual, te lo explico rápido. Los fartleks sonentrenamientos para mejorar el fondo del corredora través de los cambios de ritmo. Se entrena encampo abierto, en terrenos irregulares como estos.Si te animas, podemos empezar con ellos el fin desemana.

—Si tú crees que puede funcionar, de acuerdo…¡Falta cerca de un mes para la carrera de fin de

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¡Falta cerca de un mes para la carrera de fin detrimestre!

—Estoy seguro de que quedarás entre lasprimeras, Irene. ¡Si ya no te sirvo ni como liebre!

—Claro que me sirves, tonto —rio ella.—En realidad, el otro día me atrapaste sólo

porque me despisté.—Venga ya, te cogí porque soy mucho más

rápida que tú.—¡Vamos a comprobarlo! —se entusiasmó

Marcelo— Te reto a una carrera hasta elacantilado. A ver si te sigo sirviendo comoentrenador.

—Pero si vamos vestidos de calle, y sinzapatillas…

—¿Es que tienes miedo? —dijo él para picarla.—¿Miedo yo? Ahora verás…Irene se quitó el abrigo y se preparó para correr

con su vestido de princesa. Por suerte, en aquellaocasión no llevaba tacones.

Bajaron de las gradas y Marcelo dio la salidajunto a la caseta del utillaje. Ella pensó que erauna suerte que a aquella hora no hubiera nadieentrenando. Los hubieran tomado por un par de

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chiflados, riendo y corriendo como locos con ropade calle.

Marcelo enseguida se adelantó e Irene aceleró lamarcha para tratar de atraparlo. Él giraba la cabezade vez en cuando y le iba lanzando pullas que ladesconcentraban, pero ella no se daba porvencida. Se estaba dejando las suelas de susbailarinas nuevas con el roce de la piedrecillas y elbarro del camino, pero no le importaba. Estabadecidida a ganar como fuera y a demostrarle quepodía correr más rápido.

Era prácticamente imposible, ya que él medíacasi medio metro más que ella y se entrenaba conel equipo desde niño. Aun así, Irene corrió comonunca y a punto estuvo de atraparlo.

Marcelo tuvo que sujetarla por la cintura en elúltimo momento, porque parecía que ella no iba adetenerse al llegar al abismo donde terminaba elacantilado.

—¡Eh! ¿Adónde vas? El suelo termina aquí. Apartir de esta roca sólo compiten los pájaros.

—No iba a ninguna parte, sólo corría. Deacuerdo, has sido más rápido. Por esta vez…

Los dos sudaban y respiraban con dificultad tras

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el esfuerzo. Marcelo la seguía sosteniendo por lacintura, sin aflojar su abrazo. La apretabasuavemente contra sí. Irene sintió cómo se erizabatodo su cuerpo, desde la punta de los dedos de lospies hasta el último de sus cabellos. Tragó saliva,convencida de que Marcelo iba a notar suturbación. Aun así, no quiso apartarse,

Nunca lo había mirado tan de cerca, y se diocuenta de que tenía una boca muy bonita, delabios rojos y carnosos. Un fogonazo de calor lerecorrió la piel. Marcelo la agarraba con firmezapero delicadamente, como si ella fuera un objetomuy preciado. Por un momento, ella tuvo lacerteza de que en sus brazos estaba segura y que,pasara lo que pasara, él nunca la dejaría caer.

El ganador de la carrera acercó su rostro al deella y dijo:

—Si quisiera, ahora podría besarte y tú nopodrías impedirlo.

—Es posible, pero no vas a hacerlo —repusoIrene, jadeante.

—¿Cómo estás tan segura?—En primer lugar, porque en el fondo eres un

caballero. Te tengo calado.

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caballero. Te tengo calado.Irene vio cómo su boca se aproximaba

irremediablemente y se preguntó qué sucedería acontinuación.

—¿Y segundo? —preguntó él, casi en unsusurro.

—Segundo… ¡Porque no tienes narices!Aprovechó su desconcierto para zafarse del

abrazo, que él había aflojado sólo durante unsegundo. Cogió el borde de la falda con las manosy echó a correr, riendo, en dirección a la pista.

Marcelo la miró alejarse hasta que su figura seconvirtió en una mancha difusa entre los árboles.

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17. WINTER BREAK

Cuando Irene supo, meses atrás, que sus padresla enviaban a estudiar a un internado británico,enseguida imaginó un lugar frío y lluvioso, congrandes nevadas en invierno.

Había metido en su maleta un anorak de esquí yunas gruesas botas impermeables forradas. Loshabía utilizado alguna vez, sobre todo durante lasprimeras semanas, pero lo cierto era que losinviernos de Cornualles no eran tan fríos como setemía, y rara vez nevaba.

Llovía bastante, eso sí, y muchos díasamanecían brumosos, pero el frío era soportable,incluso para una chica mediterránea como ella.

Por esta razón le pareció curioso que el cartel dela Winter Break, la esperada fiesta de entrada delinvierno en Saint Roberts, tuviera como motivo lanieve. Su lema era poco imaginativo: «¡Entra en

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calor!». Los alumnos del último curso encargadosde la organización no se habían exprimidoprecisamente las meninges, pensó.

Los pósteres colgaban por todas partes desdehacía una semana para presentar a la mascota dela fiesta: un enorme muñeco de nieve que habíanbautizado como Snowy y que iba a presidir el bailedesde lo alto del escenario. En su honor, todos losasistentes debían acudir vestidos con algunaprenda de color blanco, requisito imprescindiblepara que el comité de festejos los dejara entrar.

La Winter Break se celebraba en el gimnasio dela escuela, convertido por unas horas en discotecamóvil. Martha le había explicado que la fiesta teníapocos años de solera. Había empezado como lareunión clandestina de un puñado de alumnosmayores que se reunían para beber y bailar en elaparcamiento de los profesores.

Al enterarse la dirección del colegio, habíandecidido que, ya que las ganas de diversión de loschicos no aflojarían, al menos iban a canalizarlaspara tenerlos algo más controlados.

Desde entonces se permitía que los cursos máselevados se encargaran de organizar todos los

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detalles. Por una vez, los profesores hacían la vistagorda y desaparecían rápido de la fiesta para quelos chicos se divirtieran a sus anchas. Losorganizadores tenían la misión de velar por elorden y la seguridad de la fiesta. En todos los añosque llevaba celebrándose, nunca se habíaproducido ningún incidente importante,exceptuando algún que otro baño nocturno en elestanque de las carpas mutantes.

Irene pasó toda la tarde encerrada en suhabitación con Martha, que estaba excitadísima; sehabía probado al menos cinco conjuntosdiferentes, pero era incapaz de decidirse por uno.Ella le había aconsejado uno al azar, compuestopor una falda corta, negra, y una camisetaajustada con la leyenda Let The Hamsters Free.Llevaba el dibujo de una jaula con la rueda deplástico que normalmente sirve de gimnasio a esosanimales.

Por su parte, Irene se puso el conjunto quehabía comprado en Blessthatdress especialmentepara aquel día: pantalones negros ajustados conun ligero toque ochentero y un top de seda, negrotambién, con transparencias en las mangas. El

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también, con transparencias en las mangas. Elcorte de las dos prendas era especial, como todolo que había comprado en la tienda vintage, yparecía hecho a su medida. Dibujó una dramáticaraya negra sobre sus espesas pestañas y, por unavez, se pintó lo labios de un rojo electrizante.

Su aspecto era sensual y cómodo a la vez,perfecto para una noche de marcha, aunque elladudaba que aguantara más de un par de horas enla fiesta. Por la información que le había llegadohasta el momento, la Winter Break tenía pinta deser el típico baile con cerveza barata y música cutreenlatada.

Cuando entró en el gimnasio, que estaba aoscuras excepto por la luz que proyectaban unospotentes focos colgados del techo, se dio cuentade que no había acertado con sus suposiciones. LaWinter Break no tenía nada de típico.

La gente vestía, como ya le había advertidoMartha, con sus mejores galas. Le costó reconocera alguno de sus compañeros porque no estabaacostumbrada a verlos con su ropa «de guerra».

Había muchas faldas cortas, muchos tejanosajustados, muchos tops sin mangas, gomina a

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montones y tacones, muchos tacones.En el ambiente flotaba un aroma letal, mezcla

de los fuertes perfumes que se habían puestoalgunas chicas y del pastel de zanahoria con canelacon el que la cocina, siguiendo una tradición de laque nadie recordaba el origen, había obsequiado alos asistentes.

Lo primero que llamó su atención fue que, adiferencia de las pocas discotecas de Barcelona quehabía pisado, donde todos los chicos vestían igual—vaqueros y camisas lisas ellos, vaqueros y topsprovocativos ellas—, los ingleses tenían looks de lomás variopinto.

Había algunos chicos con el clásico pantalónvaquero, pero llevaban americanas combinadascon camisetas de lemas divertidos. Otros habíanoptado por pantalones anchos arremangados ysombreros de fieltro, camisetas con la banderajamaicana, camisas de cuadros, cadenas, pulserasmetálicas…

Algunas chicas llevaban falda, casi todas corta;otras muchas se habían puesto jeans, y unaspocas, vestidos. Todas, sin excepción, habíansacado del armario lo más provocativo que tenían

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y se pavoneaban por la pista con una cerveza en lamano, moviendo las caderas al ritmo de unamúsica bastante aceptable.

Pese a lo que prometía el cartel, los alumnosmayores se habían esmerado con la ambientacióndel gimnasio, que estaba irreconocible. Había lucesde colores, un potente equipo de sonido, unalumno mayor pinchando con pose de DJprofesional y un generoso surtido de bebida ysnacks. Del techo colgaban unas vistosas bolas denieve cubiertas de purpurina que lanzabandestellos hipnóticos al ser heridas por los focos. Enel centro de la pista, elevado sobre una especie detarima, habían puesto a Snowy, el simpáticomuñeco de nieve que guiñaba un ojo y levantabael pulgar, deseando a los alumnos un frío ydivertido invierno.

Irene se alegró de haberse esmerado con elmaquillaje y la ropa para no desentonar. La músicaera pegadiza y los pies se le iban solos siguiendoel ritmo. Se había sentado a observar el ambienteen una de las sillas de tijera que rodeaban la pista,pero en seguida llegó Martha con dos cervezas enla mano y cara de pocos amigos.

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la mano y cara de pocos amigos.—¡Tendrá morro! ¿Pues no se ha presentado en

la fiesta con otra pava?—¿A quién te refieres?—A quién va a ser, ¡a Josh! Míralo, ¡ahí va! Con

su nuevo bomboncito cogido de la mano. ¡Esincreíble!

El becario de la biblioteca caminaba hacia lapista de baile con una desconocida muy guapa.

—Pero, ¿estabais saliendo? —Irene se perdíaentre las idas y venidas amorosas de sucompañera.

—No… exactamente. Hace una semana que nome coge el teléfono. ¡Y ahora, esto! Los hombrespiensan con el rabo, créeme. Una vez hanconseguido lo que quieren de ti, te desprecian y sepasean con otra delante de tus narices. ¡Serádesgraciado!

—No es por llevarte la contraria, pero tú tefuiste en el coche de Mark el otro día.

—¡Eso es diferente!—¿Por qué?—Yo ya sabía que él me estaba dejando, pero él

no sabía que yo lo sabía, ¡ésa es la diferencia!

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¿Entiendes?—No mucho, la verdad, pero cuentas con todo

mi apoyo —se apresuró a declarar.—Además, Mark tiene la libido de un pescado

con gelatina como los que sirven en el Dog &Bone. El otro día me hizo recordar por qué lo dejé.Me empleé a fondo con él, ¡si hasta le metí lamano dentro de la bragueta mientras conducía!Pero a la hora de la verdad… Lo que yo te diga,igualito que una anguila: frío y resbaladizo.Además, no soporto a los tíos que no saben besar.Mark te mete la lengua hasta el fondo y te llena laboca de saliva: ¡es asqueroso!

Afortunadamente, la conversación seinterrumpió con la entrada triunfal de Heather enel baile. Era evidente que la rubia ya llevabaencima algo más que un par de cervezas, porquele costaba caminar en línea recta. Poco antes dellegar a las sillas tropezó con sus propios pies ycayó, con tan poca fortuna que la falda de vueloque llevaba se le subió hasta la cintura y obsequióa los presentes con una buena panorámica de suropa interior. Martha rio e Irene se levantó paraayudarla a levantarse.

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—¿Estás bien?—Sí, eso creo. No debería haberme bebido ese

último cubata, pero Jared insistió tanto… Ay,Irene, no hagas caso a los chicos, todos quieren lomismo. Luego se olvidan de ti.

Dicho esto, se echó a llorar desconsoladamente.Martha aprovechó para desaparecer de escena.

Irene trataba de encontrar las palabrasadecuadas para que Heather se calmara. Le limpiólos churretones de maquillaje con un pañuelo depapel y le retiró el pelo de los ojos.

—Oh, Irene, ¡eres tan buena! Me gusta la gentebuena. Yo soy buena también, ¿sabes?

—Claro que sí, Heather.—¿Te caigo bien?—Sí, mucho.Heather volvió a sollozar e Irene decidió que era

el momento de llevársela a su habitación a dormirla mona. Por suerte apareció Rosalinde, sucompañera de cuarto, que la arrastró hasta ellavabo para refrescarla y hacerle beber café. En esemomento, Martha, que había contemplado laescena desde lejos, decidió reaparecer.

—Venga, forastera, ¡es hora de bailar!

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—Venga, forastera, ¡es hora de bailar!Las dos corrieron hasta la pista, e Irene, que ya

estaba harta de escuchar declaracionescatastróficas acerca de los chicos, se dejó llevarpor la música. El DJ estaba pinchando un temafunk muy rítmico que habría hecho levantarse a unmuerto.

Martha echó en la cerveza un buen chorro dewhisky. Llevaba escondida en el bolso una de esasbotellitas de minibar de hotel. Irene probó elcombinado en su propio vaso. Sabía fatal, pero labebida se le subió a la cabeza y pronto se encontróriendo y bailando como una loca junto a la inglesa,que agitaba los brazos arriba y abajo y girabacomo si fuera una peonza. Cuando se mareaba,empezaba a describir diagonales como si fuera unagogó encima de la barra de una discoteca.

Tras veinte minutos de baile frenético,agradecieron que empezaran a sonar las cancioneslentas para recuperar un poco de aliento.

Acababan de desplomarse en sus sillas cuandoapareció Liam. Estaba tan guapo que cortaba larespiración, con su delicado cabello rubio detrás delas orejas y una camisa blanquísima de marca.

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Martha dio un respingo al verlo, pero Irene ni seinmutó.

—Hola, Irene. Estás muy guapa con ese nuevopeinado.

—Gracias —dijo ella secamente.—¿Te apetece que bailemos? —preguntó con su

voz más seductora.—No, mejor no. Prefiero descansar.—¿Estás segura?—Completamente.—Entonces bailaré con Martha —anunció.La aludida la miró pidiéndole permiso con los

ojos. Irene se encogió de hombros. Le importababien poco lo que hiciera Liam, y si Martha queríabailar con él, era libre de hacerlo.

La pareja de baile no se alejó demasiado. Suamiga la miraba con los ojos muy abiertos ytrataba de disculparse sin hablar, poniendo cara demártir. Luego se daba la vuelta siguiendo el ritmode la música, abrazada a Liam, y era él quien laobservaba; apretaba los labios con la misma rabiaque Irene ya le había visto en el Dog & Bone,cuando Peter lo puso en su sitio.

Irene empezó a sentirse incómoda con tanta

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miradita. Justo cuando pensaba en marcharse dela fiesta, Josh se plantó ante ella con una de susreverencias teatrales.

—¡Ratita!—¡Josh! Vaya, ¡estás muy guapo! —dijo, aliviada

de que la distrajera de aquella situación violenta.El bibliotecario se había vestido igual que la

noche de la fiesta clandestina en su habitación, conuna camiseta blanca de algodón y su mediamelena lisa y bien peinada. Ella se fijo en su narizpequeña y perfecta bajo sus ojos dulces de osopardo, que normalmente pasaban desapercibidostras las gruesas gafas de pasta.

—Tú sí que estás impresionante. ¿Qué te hashecho? —la cogió por los hombros y la hizo girarsobre sí misma, boquiabierto.

—Poca cosa, sólo un corte de pelo.—¡Guau! O quizá debería decir ¡miau!, ratita —

declaró mientras le acariciaba el cabello con eldorso de la mano.

—¿Dónde está tu chica? —preguntó Irene.—Decidió que se aburría y me ha dejado

plantado.—Vaya, lo siento.

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—Vaya, lo siento.—Yo no, así podemos charlar de nuestras cosas

—dijo con tono de confidencia mientras acercabasu silla—. ¿Qué estás leyendo esta semana?¿Sigues con tus novelones románticos?

—Estoy con Ana Karenina.—En ese caso estás disculpada. Tolstoi era un

verdadero genio, y un idealista.—Fundó una especie de escuela libertaria para

los pobres, ¿verdad? Pero al final se la cerraron.—Sí. Era de los que quisieron cambiar el

mundo. Fue el precursor de la no violencia, y susideas inspiraron a Gandhi y a Martin Luther King,aunque también hizo algunas cosas extravagantes.Era hijo de una princesa y de un conde, peroterminó trabajando de zapatero un montón dehoras al día, comiendo lechuga y durmiendo sobreun colchón en el suelo. Con ochenta años seescapó de su casa, porque su mujer no entendíaque quisiera vivir como un monje.

—Todos tenemos una historia, ¿verdad? —añadió Irene, que no había atendido demasiado ala lección de Josh.

—Seguro.

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El bibliotecario la miró de repente como si laviera por primera vez. Sin poder resistir elimpulso, volvió a acariciarle el cabello.

—¿Y cuál es la tuya, Josh? —preguntó Irene concuriosidad, mientras le aguantaba la mirada sinapartarse de la caricia.

—La mía es… una historia larga y aburrida.Seguro que la tuya es mucho más interesante,forastera. Venga, vamos a bailar y me la cuentas.

Josh la tomó por la cintura y la condujo hacia elcentro de la pista.

Irene se sentía bien con él. Era una de laspersonas con las que más hablaba en SaintRoberts. Aunque en realidad no lo conocíademasiado, le caía simpático. Además, eraemocionante tratarlo fuera de su hábitat natural, labiblioteca. Mientras la abrazaba, ella percibió suolor, un suave aroma a champú y a ropa reciénlavada. Le gustaban los chicos que olían a limpio ynada más.

Al girar hacia las sillas se acordó de Martha y deLiam, que seguían bailando muy juntos cerca deallí. Su compañera de cuarto llevaba ratoobservándolos y la miraba como si quisiera

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asesinarla. Irene trató de ignorarlos, pero suamiga estaba dispuesta a montar un numerito pararecuperar la atención de Josh y, de paso,molestarla a ella. Sin previo aviso, agarró a Liampor el cuello y se puso a besarlo salvajemente.

Heather, que había logrado reintegrarse a lafiesta, agarró a Irene del brazo y le espetó:

—¿Es que no vas a darle dos bofetadas a esasucia robanovios?

Irene no dijo nada. No sabía si se debía alwhisky con cerveza que había tomado o a aquellasituación violenta, pero empezaba a sentirnáuseas.

—Me parece que ese par no va a dejarnostranquilos en toda la noche —susurró Josh—. —¿Quieres que salgamos de aquí y vayamos a unsitio más relajado?

—¿Como cuál?—Los organizadores de la fiesta hemos montado

un pequeño chill out en el piso de arriba. Es sólopara VIPs.

El bibliotecario la tomó de la mano y la sacó delgimnasio con agilidad. Todavía mareada, Irene losiguió sin rechistar por las escaleras.

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siguió sin rechistar por las escaleras.Al llegar al piso superior, donde no había estado

nunca porque ya nadie lo utilizaba, Josh se detuvoy sacó una llave del bolsillo. Una puertadesvencijada chirrió al abrirse. Sobre ella colgabaun viejo cartel en el que se leía:

LABORATORIO DE QUÍMICA

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18. QUÍMICA Y FÍSICA

Una música suave con un fondo de olas de marsurgía del viejo laboratorio. Sin soltarle la mano,Josh la condujo al interior, que apenas estabailuminado. La enorme sala estaba ambientadacomo si fuera un chill out de playa, con sofás,velas y grandes cojines blancos repartidos portodo el suelo.

Varios plafones de bambú hacían de paredes ycompartimentaban el laboratorio en pequeñoscamarotes, que podían cerrarse con unas cortinaspara ganar intimidad. Las bombillas de color rojoque colgaban del techo daban al lugar un aspectosórdido, y las risitas, murmullos y gemidos quesalían de los compartimentos cercanos no dejabanlugar a dudas.

Irene vaciló y estuvo a punto de huir de aquellaespecie de picadero al que la había llevado el

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bibliotecario. Sin embargo, la curiosidad por saberqué haría él a continuación era demasiado fuerte.

Nunca había estado en un sitio como aquel, y elalcohol que llevaba en el cuerpo la volvía másosada de lo habitual. Además, se trataba de Josh.Era un chico delicado, así que Irene se dijo que silas cosas iban demasiado lejos y ella no se sentíacómoda, no tendría problemas para frenarlo.

Josh sacó dos botellines de cerveza de unanevera semioculta en una estantería, lo que dejóclaro que conocía el lugar al dedillo.

Caminaron muy juntos por una especie decorredor y entraron en el último de los reservados,que exhibía claras señales de haber sido utilizadohacía poco. Josh se apresuró a quitar de en medio,con una mueca de asco, dos vasos medio vacíos yalgo que, en la semipenumbra, a Irene le parecióun tanga de color negro.

—Hay mucha gente vulgar por aquí —declarócon repulsión, mientras cerraba las cortinas.

Irene se sentó en el sofá y él se colocó a sulado, muy cerca. Sus rodillas se tocaban y ella sesintió excitada y expectante. Le pareció graciosoque aquel lugar fuera un antiguo laboratorio de

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química, y que ahora los veteranos de SaintRoberts lo hubieran convertido en una especie delaboratorio del amor.

Aquella noche, Irene iba a dejar que Joshhiciera experimentos con ella. No sabía hastadónde iba a llegar, eso ya lo decidiría cuandollegara el momento. Pero él parecía vacilar, comosi no supiera muy bien cómo dar el siguiente paso.

—¿Quieres que apague la luz? Puedodesenroscar la bombilla y…

—Ni hablar. Quiero ver todo lo que pasa.—Esto es lo que pasa —dijo Josh mientras se

quitaba la camiseta, dejando al descubierto sutorso desnudo.

Al igual que los rasgos de su cara, su pechoparecía cincelado como una escultura griega. Supiel era muy pálida, y los músculos del abdomense le marcaban. Irene no respiraba.

—¿Por qué te has quitado la camiseta?—Porque hace calor.—¿No estamos celebrando que está a punto de

llegar el invierno? —preguntó Irene en un susurro.—No mientras tú estés cerca, ratita.Dicho esto, se acercó aún más y la besó

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Dicho esto, se acercó aún más y la besólentamente, como si tuvieran por delante todo eltiempo del mundo.

Ella no se lo esperaba. Había imaginado queprimero hablarían un rato, y que él volvería aacariciarle el pelo, como antes en el gimnasio. Queluego sus manos se rozarían como por casualidady finalmente, quizá, él se atrevería a besarla.

Pero el calor del pecho de Josh sobre el suyo ysus labios repasando cada centímetro de su rostrola hicieron olvidarse de todas sus ideaspreconcebidas. A partir de aquel instante, Irenedejó de pensar y se dedicó sólo a sentir.

Venciendo su timidez, lo abrazó y empezó aacariciarle suavemente la espalda, firme como lade un nadador profesional. Él le tomó la cara conlas manos, la miró con un deseo incontenible yvolvió a besarla, esta vez con más urgencia.

—Irene, me gustas mucho. Llevo soñando conesto desde hace semanas —dijo en voz baja.

—¿De verdad?Irene no tenía ganas de hablar y sabía que lo

que él sentía por ella no era precisamente amor.Prefería no pensar en nada y seguir explorando,

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buscando con sus dedos en todos los huecoscálidos de su pecho y de su abdomen, fibrado ysuave como una tabla de madera bien pulida.

—Desde el primer día que te vi. Eres muyguapa, eres tan…

Esta vez fue ella quien lo silenció con un besoprofundo y apremiante. Quería perderse en suboca, desaparecer, fusionarse en aquella agradablecalidez. No necesitaba más palabras. Josh aumentóla intensidad de sus caricias y sus manos semovieron por su ropa, buscándole los pechos. Lelevantó el top e Irene terminó de quitárselo con unmovimiento rápido, dejando al descubierto eldelicado sujetador blanco con el que habíacumplido el requisito de entrada a la Winter Break.

Josh enmudeció y la miró embobado duranteunos segundos. Irene lo besó de nuevo, muyexcitada, y él se arrodilló sobre el suelo, entre suspiernas. La cogió por la cintura desde abajo yempezó a besarla lentamente, desde el vientrehasta los pechos. Sus manos luchaban con el cierredel sujetador. Ella se dio cuenta de que se estabaponiendo nervioso porque los dedos le temblaban,tal vez porque no era capaz de abrirlo.

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—Espera, ya lo hago yo.Con un gesto experto, Irene se deshizo de la

prenda y dejó al descubierto sus senos,blanquísimos, perfectos y suaves. Josh se apartóde ella unos centímetros, como si quisiera apreciartoda su belleza mientras ella gemía, vencida por eldeseo.

Pero Josh no se acercaba. Parecía dudar denuevo, como al principio.

Irene lo tomó con suavidad por la cabeza y loatrajo hacia sí hasta que lo tuvo encima de sucuerpo. Los dos se abrazaron y rodaron por elsofá, hasta aterrizar en los cojines. Irene reía acarcajadas sin dejar de rodearlo con sus brazos. Supiel era increíblemente suave para ser un chico yno podía apartar los dedos de ella.

Josh se apretó contra ella, que suspiró al notarel bulto duro que se le clavaba en las caderas. Élbufaba, como si le costara contener la excitación.

—Irene, Irene… —gemía.Ella llevó una de sus manos hacia el vientre de

él, tratando de introducirla por debajo delpantalón. Estaba totalmente desinhibida y sentíamucha curiosidad, puesto que nunca antes había

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mucha curiosidad, puesto que nunca antes habíallegado tan lejos con un chico.

Josh sudaba y seguía lanzando bufidos ygemidos hasta que, de improviso, calló y se retiróde su abrazo.

—¿Qué pasa? ¿Es que he hecho algo mal? —preguntó Irene.

El bibliotecario estaba pálido como un fantasmay su labio inferior temblaba. Irene bajó la mirada ydescubrió el motivo de su estupor: una enormemancha en sus pantalones blancos, especialmenteescogidos para la Winter Break.

Josh enrojeció, se puso la camiseta a todocorrer y le lanzó la suya. Murmuró una disculpacon un hilo de voz y salió corriendo de allí sinvolver a cerrar las cortinas.

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19. WINTER CRASH

Irene volvió a su habitación sin pasar por elgimnasio. No le apetecía meterse otra vez en elbarullo de la fiesta ni enfrentarse a Martha, quedebía de estar hecha un basilisco al comprobar queJosh y ella habían desaparecido juntos. Además,necesitaba poner en orden sus ideas y reflexionaracerca de lo que acababa de suceder.

Al llegar, con la cabeza aún enturbiada por elalcohol, se quitó los zapatos y se sentó sobre lacama con el ordenador portátil sobre su regazo.Abrió el correo electrónico, deseando que algunade sus amigas de Barcelona estuviera conectada enaquel momento. Necesitaba chatear un rato yconfesarse con alguien.

Mientras aguardaba la conexión, encendió suiPod en modo aleatorio y se puso los auriculares.Sonaron los primeros acordes del Concierto

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Número 2 de Rachmaninov, que había grabadopara su trabajo con Hugues, y el piano tuvo unefecto pacificador sobre su corazón, agitado porlos acontecimientos de la noche.

No había nadie conectado a aquellas horas, peroencontró un mensaje de Zoe, que le preguntabacómo iba todo y si había conocido a algún chico«interesante». También tenía un correo de sumadre. Irene había olvidado contestarle un sms dela noche anterior en el que le proponía quecharlaran por teléfono al caer la tarde. Se puso aresponder sin ganas, sólo para evitar que le cayerauna bronca.

De: IrenePara: MamáAsunto: Re: ¿Hay vida?Hola, mamá,Perdóname por no haber contestado tu mensaje

de ayer. Se me fue el santo al cielo preparando untrabajo de clase y luego ya era tarde para llamarte.Por aquí todo va bien. Sigue sin nevar, y me handicho que es difícil que eso suceda nunca.

Recibí tu paquete con las libretas y el jersey, que

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es precioso. ¡Mil gracias!Espero que no tengas demasiado trabajo y que

salgas un poco este fin de semana. Mañana tellamaré, a la hora de siempre.

Un beso,IrenePS: Antes de que te lo empieces a preguntar,

estoy despierta a estas horas porque tengo queestudiar para un examen, pero ahora mismo apagola luz y me voy a la cama. ;-)

Irene dejó el ordenador sobre el escritorio sinningún remordimiento por las mentiras piadosasque acababa de contar. Su madre aún estabasensible, y no quería preocuparla con sus cosas.

Se tumbó en la cama con los brazos detrás de lacabeza y se puso a escuchar el romántico conciertode Rachmaninov. Aquella música apasionada ymelancólica encarnaba para ella toda la magia y ladelicadeza del amor. Nada que ver con la películaun tanto sórdida que acababa de vivir al lado deJosh.

No tenía muy claro por qué le había seguido eljuego y había acabado con él en el reservado.

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Recordó que le había parecido guapo la noche dela fiesta clandestina en su habitación, pero nuncahabía tenido interés por él, más allá de susconversaciones en la biblioteca. Al parecer, Josh sehabía fijado en ella de otro modo, aunque ella nolo había advertido.

Irene se preguntó si detrás de todo aquello sóloestaba su curiosidad, o si el hecho de habercambiado de aspecto y haberse convertido en otra,en cierto modo, la había impulsado a lanzarse a laaventura.

El concierto llegaba a su fin y, de repente, sesintió vacía.

Había sido divertido dejarse llevar por una vez,se dijo. Su experimento con el bibliotecario habíasido agradable y muy excitante, a pesar de su finalaccidentado, pero no le apetecía repetirlo. Lapróxima vez que se liara con un chico quería ponertoda su alma en ello, vivirlo como una experienciaúnica y a la vez eterna. Como el concierto deRachmaninov.

Irene se preguntó si el amor sublime queHugues y ella estudiaban en sus clases privadasexistía en la vida real o era sólo una ficción que

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poseía a unos cuantos románticos trasnochados.Si sólo se podía encontrar en las novelas de

género, entonces, ¿qué era el amor? ¿Dos cuerposbuscándose en la oscuridad sin saber apenas nadael uno del otro? ¿A eso se reducía todo? Despuésde su experimento en el laboratorio, se preguntabaqué sentiría al besar unos labios queridos, alacariciar la piel y el cabello de alguien que deverdad le importara.

Se puso el pijama y se metió en la cama conAna Karenina. Un poco de lectura la acabaría detranquilizar, y quizás lograra conciliar el sueño. Yaiba por la mitad del libro y se había enganchado alas dos historias principales. Por un lado estaba lade Ana y Vronsky.

Ana, embarazada de Vronsky, termina porconfesar a su marido lo que siente y se pone ensus manos. Él se niega a concederle el divorcio y laamenaza con separarla para siempre de su hijo.Ana entiende que su decisión de vivir una pasiónilícita la ha privado de todo. Sólo le quedaVronsky, nada más.

Y luego estaban Levin y Kitty. La que en otrotiempo bebía los vientos por Vronsky, termina

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tiempo bebía los vientos por Vronsky, terminacasándose con Levin, a quien en principiorechazaba.

Irene leyó un pasaje en el que la reciente parejaacaba de tener una discusión.

Sólo entonces comprendió Levin por primeravez lo que no comprendiera al llevársela de laiglesia después de la boda. Se dio cuenta de queno sólo quería mucho a Kitty, sino que ignorabadónde terminaba ella y dónde empezaba él, debidoa la dolorosa sensación de desdoblamiento queexperimentó en aquel instante. Al principio semolestó, pero no tardó en comprender que ella nopodía ofenderlo, ya que constituía una parte de supropio ser.

Conmovida, Irene se preguntó cómo debía deser sentirse tan unida a otra persona. Con el almaaún revuelta por la música, tuvo nostalgia de unsentimiento que nunca había experimentado. Lomás cerca que había estado de aquello había sidocon Peter, la noche que él la llevó al pub. Ella sehabía sentido en una nube, casi como Cenicientacon su príncipe azul en el baile. Pero el cuento, en

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su caso, no había tenido precisamente un finalfeliz.

Leyó un par de páginas más, hasta que sintióque los párpados le pesaban. Comprobó en el relojde la mesita de noche que era más de la una. Noquería que Martha la encontrara despierta yempezara un altercado a aquellas horas, así queapagó la luz, pero se dio cuenta de que le iba aresultar muy difícil dormir.

Tenía sed, un efecto secundario de la cervezacon whisky que había tomado, y su mente nocesaba de recrear una y otra vez los momentosmás intensos de la noche.

Al levantarse a oscuras para coger una botellade agua, se asustó al oír unos golpecitos en laventana. Fue a mirar quién era y se quedó depiedra al descubrir tras el cristal la figura de PeterHugues, recortada por la luz de la luna.

Irene acababa de pensar en él y, como por artede magia, aparecía ahora llamando a su ventana.¿Y si se había dormido y lo que estaba viendo através del cristal era un sueño? Contuvo las ganasde pellizcarse en el brazo, porque era evidente queestaba despierta.

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¿Pero qué hacía allí el profesor a esas horas dela madrugada?

Su mente empezó a barajar posibilidades yrápidamente se imaginó lo peor. Los profesoresdebían de haber hecho una ronda rutinaria por lafiesta y habían descubierto el chill out del viejolaboratorio de química. Los alumnos mayoreshabían tenido que confesar y ahora seríancastigados todos lo que habían pasado por allíaquella noche.

Para eso venía a buscarla.Muerta de vergüenza, abrió la ventana y se

preparó para recibir una buena bronca. Peterestaba pálido como la cera y la miraba congravedad. Irene ni se atrevía a levantar la vista,pero él habló rápido y sin rodeos:

—Irene, necesito tu ayuda. Marcelo ha tenido unaccidente.

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20. EL PACIENTE INGLÉS

Irene sintió que un sudor frío le empapaba lassienes al escuchar las palabras de Peter. Recordósu cita con Marcelo en la fiesta, que había olvidadopor completo, y se sintió desfallecer.

Para su alivio, el profesor le aclaró que el chicoestaba bien, aunque el accidente podría habertenido consecuencias muy graves. Al parecer, lamoto había derrapado sobre el hielo en unacarretera secundaria y Marcelo se había dado unfuerte golpe en la cabeza. Había conseguido llamara una ambulancia antes de perder el conocimientoy lo habían atendido en el hospital de Truro.

Aparte de un brazo roto y de una leveconmoción, no había sucedido nada irreparable,pero los médicos le habían advertido que debíahacer reposo absoluto. Era muy posible quesintiese vértigos y mareos constantes durante

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semanas.Como los padres de Marcelo vivían en Australia,

desde el hospital habían llamado al colegio hastadar con Peter, que había acudido a recogerlo. Peroal salir del coche se había dado cuenta de que nopodría arrastrarlo él solo hasta su cuarto, porqueMarcelo estaba tan afectado por los sedantes quele habían administrado que las piernas no lerespondían. Por eso había decidido buscarla.

—¿Y por qué yo? No me malinterpretes, perono soy precisamente una persona fuerte, y Marcelomide casi metro noventa.

—No sabía a quién más acudir. Los médicos medijeron que en la ambulancia no dejaba de repetirtu nombre. De hecho, los sanitarios que loatendieron creían que eras su novia o algo así.

—Vaya —balbució ruborizada—. Será porqueteníamos que encontrarnos en la Winter Break.

Llegaron a la explanada donde Peter habíadejado el coche mal aparcado, con las luces y elmotor encendidos. Irene abrió la portezuela ypalideció al ver el rostro magullado de Marcelo,que llevaba un brazo en cabestrillo y exhibíamultitud de pequeños cortes en un lado de la cara.

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Tenía la frente vendada y bajo los esparadrapos seadivinaba un enorme chichón.

—Tú sí que sabes cómo llamar la atención deuna chica —bromeó Irene para ocultar que estabasobrecogida.

—Un hombre tiene que hacer lo que tiene quehacer —repuso él con una sonrisa bobalicona frutode la cantidad de calmantes que llevaba encima.

—¿Puedes incorporarte un poco? —dijo Huges— Yo te sostendré. Irene se pondrá al otro lado yhará de soporte secundario. Espero que no teofendas —añadió mientras le guiñaba el ojo.

—En absoluto.Avanzaron penosamente por el patio hasta

llegar a la entrada de la residencia de chicos.Marcelo caminaba con los ojos muy abiertos,porque decía que si los cerraba el mundo le dabavueltas. Incluso así, de vez en cuando le asaltabael vértigo y tenían que parar.

Afortunadamente, la habitación se encontrabaen el primer piso y sólo tuvieron que subir untramo de escaleras. Una vez en su cuarto, que elchico no compartía con nadie, lo acomodaron concuidado sobre la cama. Irene iba amontonando

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cuidado sobre la cama. Irene iba amontonandocojines bajo su cabeza.

—Estoy bien, no necesito más cojines, deverdad —protestó.

—¿Os apetece un té? Lo hago en un momento.Irene se puso a trajinar con el hervidor de agua

y las tazas. Por alguna razón, se sentía extraña enla misma habitación que Peter y Marcelo. Preferíatener las manos ocupadas para que nadie lonotara.

—Te dejo en buenas manos —dijo Petermientras se encaminaba a la puerta—. Si no menecesitas más esta noche, voy a acostarme.Volveré por la mañana para ver cómo teencuentras. No te olvides de llamar a tus padres.

—De acuerdo, profesor Hugues. Muchas graciaspor todo.

—No hay de qué. Hasta luego, Irene.Cerró la puerta sin darle tiempo a contestar,

pero a ella le pareció ver un destello de ironía ensus ojos.

—Me temo que no voy a poderte hacer de liebredurante un par de días —se disculpó.

—No te preocupes, eso es lo de menos. Lo

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importante es que te recuperarás.Irene acercó la tetera y dos tazas de loza blanca

a la mesita de noche de Marcelo, que era antigua yestaba bien restaurada.

—Es bonito tu cuarto. Y tienes suerte de notener que compartirlo con nadie.

—No está mal. Aunque a veces me gustaría quehubiera alguien para poder robarle los calcetines.

Irene rio al imaginar a Marcelo con elequivalente masculino de Martha como compañerode habitación.

—Créeme, vives mucho mejor así. ¿Está bien elté? ¿Quieres más azúcar?

—Está perfecto. Lamento mucho que por miculpa te hayan despertado en medio de la noche.Byron… Hugues debe de haberte dado un buensusto.

—No te preocupes, estaba despierta. Eso sí, measusté al verlo llegar. Aunque estoy segura de quetú eres quien peor lo ha pasado esta noche —añadió dando un sorbo a su infusión—. ¿Cómosucedió?

—La carretera estaba helada y tuve que frenarpara esquivar a un zorrillo que se cruzó. Las

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ruedas patinaron con el hielo y caí al suelo. Me diun golpe muy fuerte en la cabeza y noté cómo loshuesos del brazo se me rompían.

Irene tragó saliva y dejó que siguiera con surelato.

—Estaba medio inconsciente, pero sabía que sime quedaba allí tirado, en aquella carreteraremota, nadie me encontraría y moriría congeladoa las pocas horas.

—¿Y qué hiciste?—Mi teléfono móvil había salido despedido con

el tortazo. Me pareció verlo en un parterre cercano,aunque tal como estaba yo en ese momento, eracomo si se encontrara a cien kilómetros dedistancia. Fue un milagro que sacara fuerzas parareptar hacia él, pero lo logré y llamé aemergencias. Luego no recuerdo nada más hastaque desperté en el hospital, con la cara de Huguesa diez centímetros de la mía.

—Es increíble que consiguieras alcanzar elteléfono, magullado y medio inconsciente comoestabas. ¿De dónde sacaste las fuerzas?

—Sólo pensaba que no podía marcharme deeste mundo sin despedirme de ti —dijo Marcelo

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este mundo sin despedirme de ti —dijo Marcelorepentinamente serio.

Sentada en la cama junto a él, Irene lo miró alos ojos y guardó silencio. Acarició con la manosus dedos, que temblaban un poco, antes dequitarle la taza de té. Luego le preguntó en vozbaja si quería beber un poco más.

Marcelo negó con la cabeza. Con el tono demedia broma que le era característico, añadió:

—Además, habíamos quedado. Y tenía quehacer todo lo posible para acudir a esa malditafiesta. ¿Qué tal estuvo, por cierto?

—Ni bien ni mal —respondió sofocada—. Huboun poco de todo. Heather se emborrachó y cayóen medio de la pista. Hubo que darle café yponerle la cabeza bajo agua fría. Y Martha montóuno de sus numeritos. Lo mismo de siempre.

Irene no quiso dar ningún detalle más. Despuésde lo que Marcelo acababa de explicarle, sintióvergüenza por todo lo que había sucedido en laWinter Break. Estaba segura de que él la juzgaríacomo una chica superficial y ligera de cascos sillegara a saber la verdad algún día.

—Tienes cara de cansada. Deberías irte ya a la

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cama. No te preocupes por mí, Irene. Con todoslos calmantes que me han dado, voy a dormirdoce horas de una tirada.

—De acuerdo, pero volveré por la mañana.Tengo que vigilarte o de lo contrario saldrás acorrer en cuanto me descuide.

—Espero mejorar muy pronto. No quiero seruna carga.

—No lo eres, de verdad —repuso ella—. Yo…estoy feliz de que sigas en este mundo —añadiócon timidez.

Marcelo había cerrado ya los ojos, e Irene nosupo si había llegado a oír sus últimas palabras. Learregló las sábanas para que estuviera máscómodo durante la noche. Tras una última mirada,salió de la habitación sin hacer ruido.

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21. EL TREN

La semana pasó muy rápido para Irene. Casi sindarse cuenta había llegado a su fin. Era domingo ylos días habían volado entre las clases y las visitasa Marcelo por las tardes. Él seguía sin salir porculpa de los vértigos que lo aquejabanconstantemente, aunque los médicos le habíandicho que su evolución era buena y que en pocassemanas estaría completamente restablecido.

El miércoles anterior no había habido sesión degramática del amor porque Peter tenía unseminario en Londres. Irene agradeció que lacitara el fin de semana para una salida fuera deSaint Roberts. Así podría acabar Ana Karenina, quetenía un poco abandonada desde que hacía deenfermera.

Aún era de noche cuando terminó de prepararla bolsa para la excursión, en la que no olvidó

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introducir su trabajo y el libro. Tras la ventana oíasilbar un viento gélido que sacudía los arbustos ycubría de escarcha los parterres en hibernación.Parecía que el mundo se hubiera detenido aquellamañana de diciembre y fuera a quedarse parasiempre así, congelado.

Peter ya la estaba esperando en la explanada,con el motor de su viejo Jaguar encendido y lacalefacción a toda potencia. Tomaron la carreterahacia Truro, que a aquella hora de la madrugadaestaba desierta. Él estaba de buen humor, aunquealgo más serio que de costumbre.

El viaje trascurrió prácticamente en silencio.Irene se adormecía, mecida por el vaivén del cochey el agradable calor. Peter la dejó descansar,aunque de vez en cuando le lanzaba miradasinterrogativas que ella no advertía. Finalmente sedurmió, agotada, y despertó al llegar a la estaciónde trenes de Bodmin.

En cuanto divisó la pintoresca locomotora avapor pintada de rojo, blanco y verde, comprendiópor qué el profesor la había llevado hasta allí. Lostrenes eran un motivo importantísimo en AnaKarenina. Al inicio de la novela, Ana asiste en la

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estación de Moscú a un accidente que mata a unhombre y es, a la vez, el presagio del final trágicode ella, que se arroja a las vías.

Subieron a un vagón que a Irene le pareciósacado de un cuento. Sentado frente a ella en uncompartimento de madera, Peter empezó con lacuarta lección de su particular gramática.

Sacó el trabajo de la mochila y se lo pasó,cabizbaja. Siempre temía no estar a la alturacuando le entregaba un escrito. El profesor leyócon gran atención las cuatro páginas, tituladas Lasdos caras del amor, y ella aprovechó paracontemplarlo a su antojo. Seguía serio y tenía elceño fruncido, como siempre que leía, en un gestoque le parecía encantador. Llevaba una camisa azulclaro y un jersey grueso de un tono más oscuro.Sus ojos reflejaban alternativamente uno de losdos azules, según el ángulo de la luz que entrabapor la ventana.

Irene suspiró y se concentró en el paisaje. Elpáramo estaba desolado. Al atravesarlo en aquelvagón de otra época, que silbaba y traqueteabacomo una máquina infernal, se le ensombreció elánimo. ¿Adónde la conducía aquel tren? ¿Y cuál

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ánimo. ¿Adónde la conducía aquel tren? ¿Y cuálera el fin de aquellas lecciones?

No estaba segura de lo que sentía por Peter nide qué era ella para él. Su profesor nunca habíahecho o dicho nada que demostrara un interésromántico por su parte, pero Irene había sentido laintensidad de su mirada y las chispas que habíansaltado cuando se cogieron de la mano, hacía yaun par de semanas. Luego él había cerrado todaslas compuertas.

Peter terminó de leer y la miró con expresióngrave.

—Tienes toda la razón. La mayoría de lasnovelas románticas, como has escrito en tutrabajo, terminan de manera trágica.

—Pero ¿por qué es así? No he sido capaz dellegar a una conclusión —repuso ella.

—Yo creo que casi lo has logrado. Mira lo quedices aquí:

Parece, pues, que en el amor sólo existan dosposibilidades. Por un lado está la pasióndesenfrenada, que llena a sus protagonistas desentimientos cercanos al éxtasis y que arrasa contodo lo que se interpone a su paso, sin importar

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las consecuencias. Es el amor entre Vronsky y Ana,que los condena, sobre todo a ella, a desaparecerdel mundo y perder todos sus asideros. Por otraparte tenemos el amor tranquilo, quizá másconvencional, de Kitty y Levin.

—Son dos caras de la misma moneda —sereafirmó ella—. Entonces, ¿todas las grandespasiones tienen que acabar mal? Si no queremossufrir, ¿tenemos que conformarnos con uno deesos… amores tranquilos? El de mis padres noterminó precisamente bien.

—Las personas cambian, Irene. Estoy seguro deque tus padres nunca imaginaron que un díadejarían de quererse. Y eso puede suceder. Dehecho, sucede todo el tiempo. Pero el amortranquilo no tiene nada de malo. Ya locomprobarás algún día.

Irene se enfurruñó, porque no le gustaba quePeter le hablara como si fuera su hermano mayor.El tren emitió un fuerte pitido al pasar de largo poruna estación, y aquel sonido los sobresaltó.

—Hoy te he traído aquí porque quiero contartealgo —dijo con semblante serio.

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—¿De qué se trata? —preguntó ella con toda suatención puesta en él.

—Esta vez no se trata de ninguna novela, sinode mí. Dudé mucho a la hora de incluir este libroen nuestra lista de lecturas, porque me traedemasiados recuerdos. En primer lugar, porquefue una de las primeras que compartí con Clea, mimujer. Ya te conté que solíamos leernosfragmentos de nuestros libros preferidos por lasnoches, junto a la chimenea.

Irene se los imaginó en un salón confortable,con una espesa alfombra sobre el suelo demadera. Clea se sentaría a leer a los pies de unsillón donde Peter descansaría mientras leacariciaba el cabello.

—Sé que tienes curiosidad, y creo que lo queviví con ella puede serte útil algún día. Por eso mehe decidido a contarte mi historia. No se la heconfesado a nadie hasta ahora. Verás, Irene, lopeor de todo es que el final de Ana Karenina esmuy parecido al de mi mujer. Clea también sesuicidó.

Irene se quedó de piedra al oír estas palabras,que Peter pronunció con el rostro contraído por un

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dolor tan profundo que la angustió. Contuvo elimpulso de abrazarlo y de darle consuelo, porqueno quería dar otro paso en falso.

—Eso es horrible. Lo siento muchísimo. ¿Cómopasó?

—Sucedió en mi primer año como profesordespués de licenciarme. Clea y yo encontramosempleo en el mismo instituto del extrarradio deLondres. Era un lugar complicado, con muchosalumnos de familias desestructuradas odisfuncionales, como dicen los americanos. Miesposa era muy sensible a la violencia, que allí erael pan de cada día. Yo no le di importancia y,aunque muchas tardes ella volvía de clasetemblando o incluso llorando, la tranquilizabadiciéndole que acabaría por acostumbrarse, que nodebía implicarse tanto.

Peter hablaba con la voz entrecortada, como sise sintiera responsable del final trágico de aquellahistoria.

—Un día, al regresar tarde a casa, encontré lasluces apagadas. Me pareció raro, pero supuse queella habría salido a cenar con alguna amiga. Esaidea me alegró, porque llevaba semanas metida en

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idea me alegró, porque llevaba semanas metida encasa sin ver a nadie. Decía que le daba miedo salir.Y entonces sonó el teléfono. Era la policía, que mecitaba para comunicarme que Clea se habíalanzado a las vías del metro. En su bolsilloencontraron una nota dirigida a mí. Nunca olvidarélo que decía:

Peter, amor mío, te pido perdón por lo que voya hacer. Es fruto de una larga reflexión y sé que nohay otra salida. No quieras entenderlo aún.Aunque ahora te resulte imposible asumirlo, lohago por ti. No mereces tener a tu lado a unafracasada como yo, que no tolera la vida ni aportaa ella nada de valor. El mundo es un lugardemasiado hostil, yo no sé enfrentarme a él ynecesito acabar de una vez con todo estesufrimiento. Con amor, siempre,

Clea

—No era la primera vez que trataba desuicidarse. En su otro intento la sorprendí justo atiempo, cuando se disponía a hacerlo. Hablamosmucho de aquello y pensé que ya estaba curada.Nunca me lo perdonaré, Irene —sus ojos azules

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brillaban con desconsuelo—. Si no hubiera estadotan concentrado en mis estúpidos libros, si lehubiera prestado más atención, entonces quizás…—concluyó, con la voz rota.

—Peter, ¡lo siento tanto!Irene casi no podía contener las lágrimas. No

sabía qué decir para confortarle. Él continuóhablando, como si quisiera desahogarse.

—Por eso aquel día en el acantilado me asustétanto. Creía que ibas a saltar, como hizo ella. Tú tepareces un poco a Clea. Si te enseñara una fotosuya te sorprenderías. Tienes que prometerme quetendrás mucho cuidado. ¡Dime que lo tendrás, porfavor!

—Lo prometo. Tendré cuidado.Profundamente conmovida, Irene no pudo

contenerse más y le tomó de la mano en un gestoinocente y espontáneo. Esta vez Peter no se liberóenseguida, pero en pocos segundos llegaron a lasiguiente estación y tuvieron que soltarse paraapearse del tren.

Caminaron sin hablar durante un trecho hastallegar a uno de los famosos páramos de la zona.

Él se movía con los hombros encogidos y los

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labios apretados, como si tratara de recuperarse deun fuerte golpe. Irene no sabía qué decir, pero elsilencio que los envolvía no le resultaba incómodo.Al contrario, aquel paraje desolador, azotado porlos vientos, invitaba al recogimiento y a laintrospección. Apreciaba mucho que Peter sehubiera sincerado con ella, aunque no alcanzaba acomprender sus motivos.

Fuera como fuera, ahora se sentía aún máscerca de él.

Tras una larga caminata que sirvió para serenarlos ánimos, por fin llegaron a Bodmin Moor.

Peter quería enseñarle las reliquias de la edaddel bronce que se encontraban allí. A Irene leparecieron imponentes y misteriosas aquellasgrandes piedras que se elevaban hacia el infinito.Eran todo un ejemplo, puesto que habían resistidodurante siglos el embate de la lluvia y de losvientos.

¿Quién y cómo las habría colocado allí?De repente se sintió muy poca cosa y se acercó

a uno de los túmulos. Se abrazó a él, mientras elaire le agitaba el cabello, y cerró los ojos deseandoque le transmitiera la fuerza de aquella roca

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que le transmitiera la fuerza de aquella rocaeterna.

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22. LAS DESVENTURAS DEL JOVENJOSH

El lunes fue un día lento y pesado. Las clases sele hacían eternas a Irene, que no lograbaconcentrarse y desviaba sin parar sus ojos hacia laventana. Un sol tímido jugaba al escondite conunos cuantos jirones de nubes y arrancabadestellos a las ramas desnudas de los árboles, queparecían cuajadas de diminutas frutas brillantes.

Por una vez, se alegró de que no soplara elviento atroz que llevaba días azotando la zona.Aquel vendaval le producía dolor de cabeza y lallenaba de una tristeza difusa. Todavía estaba muyimpresionada por lo que Peter le había revelado enel tren. De hecho, le entraban ganas de llorar alimaginar lo solo y culpable que debía de habersesentido todos aquellos años.

Finalmente, las clases terminaron y, tras dudarlo

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Finalmente, las clases terminaron y, tras dudarlounos instantes, decidió acercarse a la biblioteca.Había estado evitando a Josh durante los últimosdías, pero aquella situación no debía prolongarse.Necesitaba un libro y no tenía tiempo deencargarlo en la pequeña tienda de la aldea.Además, no había nada de lo que avergonzarse, sedijo levantando la barbilla para infundirse ánimos.

Lo encontró sentado tras el mostrador con unanovela en la mano, como siempre, con sus gafasde pasta y una sudadera negra muy usada.

Irene se tranquilizó al verlo así vestido. Aquellatarde prefería enfrentarse al gracioso y familiarbibliotecario que al Josh seductor, rey de losreservados. Aun así, al fijarse en sus manos, leresultó imposible no recordar la suavidad con laque se movían acariciando su cara, su vientre, su…Movió la cabeza para espantar aquellos recuerdosinoportunos y ensayó una sonrisa amistosa.

—Hola, tragalibros.—¡Irene! —exclamó él con mirada alucinada—

¡Por fin! Creí que ya no volverías.—Estudio aquí, ¿recuerdas? Y necesito libros.—Me alegro de verte, entonces, aunque sólo

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hayas venido a buscar lectura —dijo Josh conexpresión amargada—. ¿Qué necesitas?

—Las desventuras del joven Werther, deGoethe. Y un buen libro que me sirva parasituarme en la época. Josh, de verdad, no hacefalta que pongas esa cara… Todo está bien.Sigamos como si nada hubiera ocurrido, ¿deacuerdo?

Por toda respuesta, Josh se dio la vuelta y fue abuscar el libro a una estantería cercana. Trasentregarle la novela, que parecía a punto dehacerse trizas de tan usada como estaba, le pidióque lo acompañara al jardincillo interior de labiblioteca. Irene creyó que todavía estabapreocupado por su accidente de la noche de laWinter Break y quería disculparse por ello, pero elbibliotecario le reservaba una nueva sorpresa.

Se sentaron en un banco de madera, protegidospor las mamparas de vidrio que convertían elespacio en una especie de cubo transparente. Josharrancó una hojita de un arbusto de boj cercano yla hizo bailar entre sus dedos. Como no se decidíaa hablar, Irene sintió lástima por él y decidióayudarlo:

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—Josh, no tienes que disculparte. Lo que pasóla otra noche les pasa a muchos chicos. Además,habíamos bebido y yo…

—Olvida eso, por favor, no volvamos a hablarde ello. Irene, quiero decirte algo.

Ella se asustó. No estaba segura de podersoportar más confesiones terribles aquella semana.

—¿Qué? —preguntó tragando saliva.—Ya te dije que me gustaste desde el primer día

que te vi. Recuerdo incluso cómo ibas vestida.Llevabas unos vaqueros rotos y un jersey naranjaque después no te he vuelto a ver.

Irene se asombró de que recordara tantosdetalles, y una parte de su mente trató de recordardónde había metido aquel suéter.

—Esta semana —prosiguió él— he pasado porun infierno pensando que te había perdido, que noquerrías volver a hablar conmigo nunca másdespués de la fiesta. Hubiera sido comprensible,desde luego, porque me comporté como unauténtico canalla.

—Pero ¿qué dices? No hice nada que noquisiera hacer. Tú no eres culpable de nada.

—Déjame terminar, ratita. Lo que quiero decirte

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—Déjame terminar, ratita. Lo que quiero decirtees que fue imperdonable llevarte allí, hacer lascosas de ese modo. Me gustaría volver a empezar,que me dieras otra oportunidad, porque estoyenamorado de ti.

Irene abrió los ojos como platos y palideció.¿Enamorado? ¿Josh, de ella? Ahora sí que searmaría una buena. Martha iba a perseguirla portodo Cornualles hasta que lograra darle una buenapaliza.

—Josh, eso no puede ser. ¡Si casi no nosconocemos!

—Te conozco lo suficiente para saber que tequiero y que nunca querré a ninguna otra chicacomo a ti.

—Vaya, eso es… muy halagador.«E inquietante», dijo para sí. Aquella

declaración no podía llegar en un momento másinoportuno. Irene se sentía desbordada por losacontecimientos de los últimos días: el accidentede Marcelo, la confesión de Peter… Lo último quenecesitaba era tener a un bibliotecario enamoradodetrás de sus pasos. Decidió ser clara con él paraevitar más malentendidos.

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—Josh, verás, estoy pasando por un momentomuy complicado de mi vida. No puedo, ahora nopuedo pensar en esto. No creas que me arrepientode nada. Lo que pasó la otra noche estuvo bien ysiempre me quedará un buen recuerdo. Pero nopuedo corresponder a lo que me dices. Ahoramismo tengo mil cosas en la cabeza.

—Lo entiendo, puedo esperarte.—No, por favor. No quiero que me esperes, no

se trata de eso. Sigamos como siempre, como sinada hubiera ocurrido. ¿Podrás hacerlo?

—Irene, no me resignaré tan fácilmente. Perotampoco quiero agobiarte. Si quieres, podemossalir alguna vez como amigos. Sólo eso ya mehará feliz. Te prometo que lo del otro día no serepetirá. ¿Te apetece venir conmigo este viernes alcineclub? Ponen Las dos inglesas y el continente.

Ella empezó a darse cuenta de que era inútiltratar de razonar con Josh, así que calló.

—Es una peli de François Truffaut de los añossetenta —continuó él—. Cuenta la historia de doshermanas que están enamoradas del mismohombre. Una historia romántica, como las que tegusta leer.

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—Gracias, Josh, pero habrá que dejarlo paraotra ocasión. Este viernes estoy ocupada. Ya sabesque Marcelo ha tenido un accidente. Tengo quehacerle compañía y llevarle comida.

—De acuerdo, otro día, entonces —concedió,con el ceño fruncido.

—Hasta luego. Y ¡gracias por los libros!Cuando ya estaba abriendo la gruesa puerta de

madera, oyó los pasos del bibliotecario, que lallamaba de nuevo.

—Irene…—¿Sí?—¿Puedo darte dos besos de despedida, como

hacéis en tu país?—Siempre que signifiquen lo mismo que en mi

país —respondió ella tras un momento de duda.Josh la besó en las mejillas, ruborizado como

un colegial.Luego Irene subió las escaleras meneando la

cabeza y desistió, en el último momento, deencerrarse en su habitación.

Una ráfaga húmeda le alborotó el pelo, peroesta vez no le importó que el viento volviera aanimarse. Con el libro de Goethe bajo el brazo, se

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animarse. Con el libro de Goethe bajo el brazo, sedirigió al estadio de atletismo buscando un pocode paz.

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23. UNA LINTERNA MÁGICA SINLUZ

Irene se encaramó a las gradas, tan arriba comopudo. En esa atalaya, el viento soplaba más fuerte.En compensación, el mundo también parecía máslimpio. Ya había oscurecido, aunque el horizontetodavía conservaba algún resto de la luz de latarde. Aquella era su hora favorita del día, y leencantaba estar en el exterior para disfrutarla.

Leer en su habitación se había convertido enmisión imposible los últimos días. Martha laevitaba y, en los pocos momentos en los quecoincidían, la inglesa irradiaba tanta energíanegativa que Irene creía que iba a caer fulminadaallí mismo.

Sacó su termo, en el que aún quedaba un pocodel té de mediodía, y se sirvió un vaso. Lo agarrófuerte con ambas manos para tratar de calentarlas.

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fuerte con ambas manos para tratar de calentarlas.Allí sentada, con el aullido del viento como

compañero, el té y una novela por empezar, sesintió feliz por primera vez en muchos días. Abrióel libro con cuidado para que no acabara deromperse y empezó a leer.

Goethe abría fuego con una nota al lector en laque le advertía que allí se había reunido toda lainformación posible acerca del «desgraciado»Werther. Irene se dio cuenta de que la novela erauna sucesión de cartas del protagonista dirigidas asu amigo y confidente.

El lenguaje era barroco y enrevesado,claramente de otra época, pero pronto seacostumbró a aquel tono inflamado y se sumergióen la lectura, olvidándose del mundo exterior.

Las desventuras del joven Werther cuenta lahistoria de un joven sensible que pasa unatemporada en el campo. Allí conoce a una chica,Lotte, de quien se enamora inmediatamente pese asaber que está comprometida con Albert, uncaballero mucho mayor que ella. Aunque su amores imposible desde el principio, Werther no puededejar de verla y se hace amigo de la pareja, a la

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que visita con frecuencia. Finalmente Lotte ponefin a esas visitas, que le parecen inadecuadas, y,tras despedirse los dos con un beso, Wertherdecide suicidarse.

Irene había leído la contraportada del libro, quedesvelaba el trágico final. Inmediatamente seacordó de Peter y de la terrible historia de sumujer, y se le hizo un nudo en el estómago.

La oscuridad había avanzado. Ni siquiera lospotentes focos alcanzaban a iluminar todos losrecovecos sombríos del estadio. El viento se habíadetenido y el bosque cercano estaba envuelto enuna espesa niebla, cuya humedad levantabapequeñas nubes de vapor alrededor de las luces.

Irene alzó los ojos hacia el horizonte, invisibleahora, y se acordó de Marcelo. De repente, lo echóde menos. Le gustaba su sencillez y su buenhumor, siempre tratando de animarla para quecorriera más deprisa. Sin él, la pista de atletismo leparecía un lugar desolado y triste, incluso un pocosiniestro, con aquella niebla amenazadora queparecía tener vida propia.

Releyó unas palabras de la primera página dellibro que antes le habían pasado desapercibidas y

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que ahora sintió que le hablaban directamente:

¡Y tú, alma sensible y piadosa, oprimida yafligida por iguales quebrantos, aprende aconsolarte en sus padecimientos! Si el destino otus errores no te permiten tener cerca a un amigo,que este libro pueda suplir su ausencia.

Contradiciendo al literato, Irene pensó que loque su alma sensible y afligida necesitaba en aquelmomento era un amigo y no un libro. Con unimpulso urgente e inesperado, recogió sus cosas ycorrió a visitar a su liebre.

Lo había visto todos los días desde su accidente,a excepción del sábado y el domingo anteriores,porque había estado ocupada con su trabajo y conla excursión a Bodmin. Movida por aquel extrañoanhelo, ahora le parecía que habían pasado siglosdesde que lo visitara por última vez.

Lo encontró recostado sobre la cama, vestidocon uno de sus cómodos chándales, y la embargóuna alegría enorme y absurda que le costódisimular.

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—Ya pensaba que te habías cansado de mí —dijo él a modo de saludo.

—¡Nada de eso! He estado muy liada, perovengo dispuesta a molestarte un buen rato. Si medejas.

—Pues claro. Pero te advierto que vas aaburrirte conmigo. Nunca fui el payaso de la clase,pero desde que estoy en cama reconozco que soyuna auténtica lata.

—No será para tanto... ¿Qué quieres quehagamos?

—¿Una carrerita hasta el acantilado?—No, bobo, elige algo que s í puedas hacer. Si

no te decides, empezaré a leerte mi novela y lolamentarás —bromeó Irene, amenazándolo con ellibro en la mano.

Como él no decía nada, abrió el Werther y leleyó un par de párrafos en voz alta:

Wilhem, ¿qué sería sin amor el mundo paranuestro corazón? Una linterna mágica sin luz.Apenas pones la lamparilla aparecen sobre tublanca pared imágenes de todos los colores. Y auncuando no fueran más que eso, fantasmas

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pasajeros, constituyen nuestra felicidad si loscontemplamos como niños pequeños y nosextasiamos ante esas maravillosas apariciones. Hoyno he podido ver a Lotte, me retuvo una visitaineludible. ¿Qué hacer? Le envié mi criadosolamente por tener a mi alrededor alguien quehoy hubiera estado cerca de ella. Con quéimpaciencia le estuve esperando, con qué alegríavolví a verlo. Si no me hubiera dado vergüenza,me habría gustado tomar su cabeza y la habríabesado.

Cuentan de la piedra de Bolonia que si se lapone al sol absorbe rayos y resplandece algúntiempo durante la noche. Lo mismo me sucedió amí con el criado. La sensación de los ojos de ellase había posado en su rostro, en sus mejillas, ensus botones y en el cuello de su casaca, ¡hacíamelotan sagrado, tan valioso! En aquel instante nohubiera cambiado mi criado por mil táleros. ¡Mesentía tan a gusto en su presencia...! Dios te librede reírte. Wilhem, ¿será la felicidad producto de lafantasía?

Marcelo la escuchaba embelesado,

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cómodamente tendido en el colchón con el brazosano detrás de la cabeza. Ella se había sentado enuna silla, a su lado, y apoyaba los pies descalzossobre la cama.

Al terminar el fragmento, cerró el libro y sedispuso a preparar té, como ya era costumbre enaquellas visitas.

—Estás muy pensativo. ¿Te he aburrido?—Al contrario. Este pasaje que habla del amor

como una linterna mágica me ha recordado laprimera vez que me colgué de una chica.

Irene dejó las tazas en la mesita y lo alentó aseguir hablando. Sabía muy poco de Marcelo, yaquello pintaba de lo más interesante.

—Fue hace dos años, durante las vacaciones deverano. Las pasé en Australia con mis padres,como cada año. A ella la conocí en un curso desurf que hacía con varios chicos de mi barrio.Enseguida congeniamos, y eso que a mí nunca seme dio bien la gente. Pero ella era especial.

Marcelo se quedó unos instantes pensativo,como si estuviera evocando a aquella chicaluchando contra el bravo oleaje de la costaaustraliana. Luego prosiguió:

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—En Australia era invierno, y después de lasclases nos íbamos todos, incluido el instructor, atomar algo caliente al bar del club de surf. Aquellugar se convirtió en nuestro centro de reuniones.Fue allí donde me di cuenta de que ella siempre sesentaba a mi lado y que me reía todas las bromas.Me parecía imposible que una chica tan guapa sehubiera fijado en mí. Empezamos a quedar los dossolos después del curso, pero nunca pasaba nada,porque ella era muy tímida y yo no tenía ningunaexperiencia con las chicas. Aun así, estaba claroque entre nosotros había algo muy especial. Yotambién, como Werther, habría sido capaz dehacer mil tonterías por ella en aquel entonces —dijo con voz nostálgica.

—¿Y qué sucedió? —preguntó Irene,sorprendida por una súbita punzada de celos.

—La semana antes de volver a Inglaterrasucedió algo terrible. Yo paseaba con mis padres yel perro por la playa, al atardecer, cuando la vi.Estaba allí con Robert, el profesor de surf. A lprincipio no di crédito a lo que veía, pero cuandonos acercamos un poco salí de dudas. Los dosestaban tumbados sobre una toalla y se besaban y

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estaban tumbados sobre una toalla y se besaban yabrazaban como si el mundo se fuera a acabar.Quise morirme.

—Conozco esta sensación. Todo el mundo havivido alguna vez algo así.

—Es posible —dijo tras un suspiro—. En aquellaplaya me sentí como un auténtico estúpido. Yocreía que era timidez por parte de ella, pero lo quesucedía era que yo no le gustaba. Sólo fui unentretenimiento, el idiota que le pagaba losrefrescos y le servía para poner celoso a Robert, suverdadero objetivo. Volví a Saint Roberts y paséun otoño terrible. Necesité un buen tiempo paracurarme de aquello. Ya ves… yo también tuve algode Werther en aquella época.

—Suena horrible como primera experiencia. Losiento mucho por ti —dijo Irene, que tuvo quepensar en la sentida declaración de Josh aquellatarde.

—Ahora ya no me parece tan malo. Además,aprendí muchas cosas de aquellas vacaciones.

—¿Cómo qué?—Aprendí que cuando te mueres por los huesos

de alguien y no vas a ser correspondido, el mejor

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favor que te pueden hacer es darte con la puertaen las narices. Nada duele más en estos casos queun poco de compasión, porque con la esperanza seabre una herida que no deja de supurar.

Irene lo miró, admirada, y tomó buena nota desus palabras. Acababa de decidir que no saldríacon Josh ni siquiera como amiga y que limitaría almáximo sus visitas a la biblioteca.

—Es precioso eso que has dicho. ¿Es tuyo?—Sí, ¿por qué? ¿He soltado alguna bobada? —

preguntó Marcelo.Unos golpes en la puerta interrumpieron su

charla.

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24. UN INVIERNO MUY CALIENTE

Heather entró en la habitación como untorbellino. Sus sandalias de tacón repiqueteabancontra el suelo de madera mientras se movíaarriba y abajo por el cuarto, agitadísima,ignorando por completo a Marcelo, quien miraba ala rubia asombrado.

—Heather, ¿qué te pasa? Para un poco, que meestás mareando —trató de calmarla Irene.

—Es Martha, tienes que venir, ¡rápido!—¿Por qué? —se alarmó— ¿Le ha pasado algo?Por toda respuesta, Heather la agarró del brazo

y la arrastró por el pasillo hasta el exterior.Cuando ya llegaban a la residencia de chicas,

con Irene trastabillando continuamente, seescucharon unos extraños alaridos mezclados congritos rabiosos. Debía de haber una pelea o algoasí, pensó ella, que temió que su compañera

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estuviera implicada.En el exterior del edificio donde estaba su

cuarto, en la planta baja, se encontraron con ungrupo de alumnos que miraba algo conexpectación. Unas cuantas chicas reían ycuchicheaban tapándose la boca, mientras queotros alumnos comentaban lo que sucedía como sise tratara de un reality show.

Irene se dio cuenta de que todos dirigían la vistajusto hacia la ventana de su habitación, de dondeprocedían los gritos y los golpes, y se asustó. ¿Enqué lío se habría metido ahora aquella inglesaloca?

Atravesó con Heather el grupo de curiosos hastallegar a su ventana, que estaba abierta de par enpar.

Irene vio horrorizada cómo Martha, en plenapataleta, lanzaba su ropa, sus discos y sus librospor la ventana, mientras gritaba insultosincomprensibles para ella, pero que sonaban comolas peores maldiciones de un marinero inglés. Trasesquivar un grueso diccionario que volaba directoa su cabeza, saltó por la ventana hacia el interior ytrató de detenerla.

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—Pero ¿es que te has vuelto loca? ¿A qué vieneesto? Son mis cosas, y no puedes sacarlas de aquí.¡Y mucho menos por la ventana!

—¡Tú, mosquita muerta! —gritó su compañera,totalmente fuera de sí, señalándola con un dedoacusador.

Irene estaba lo suficientemente cerca de ellapara notar los efluvios de alcohol que desprendíasu aliento. Entendió que había pasado la tardebebiendo, y se había calentado hasta que al finaltoda su rabia había estallado.

—Ni se te ocurra decirme lo que puedo o nopuedo hacer —siseó—. ¿Quién te has creído queeres, con tus aires continentales y tus modalesmojigatos? Bajo tu disfraz de chica modosita seescondía una perra en celo, maldita seas. A mí nome engañas. ¡Fuera de mi habitación! ¡Vuelve a tucochino país, traidora!

—Cálmate, Martha, te confundes con estahistoria. Deja eso, ¡es mi ropa interior! —exclamóIrene, arrebatándole algunas prendas de la mano—. Vamos a serenarnos y hablaremos de todoesto.

—¡Estoy muy serena! –chilló poseída por la

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—¡Estoy muy serena! –chilló poseída por larabia.

A Irene le entraron ganas de abofetearla. Eraindignante lo que acababa de decirle y que sehubiera atrevido a lanzar sus cosas al patio. Sinembargo, las reglas de la escuela prohibíancambiar de compañero de cuarto a medio curso,así que no le tocaba otra que entenderse con ella.

Respiró hondo y empezó a recogerlo todo conparsimonia. Tal vez si no le hacía ningún caso, lainglesa terminaría por tranquilizarse.

Heather dispersó a los curiosos y se puso aayudarla. Mientras entraban y salían trajinandolibros y ropa, la rubia le advirtió que Martha estabahablando mal de ella por todo el colegio. Alparecer, trataba de buscar alianzas para aislarla.Con la excusa de que le había robado a Josh,pretendía que sus compañeros la ignoraran y leretiraran la palabra.

—Pero yo estoy de tu parte, Irene. Cuentaconmigo para lo que quieras —le susurró—. No sécómo te contienes. Yo de ti le habría dado ya unbuen puñetazo.

—No creas, a lo mejor acabo por hacerte caso.

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Terminó de meter sus cosas en la habitación,cerró la ventana y se despidió de Heather. Queríahablar muy seriamente con Martha, y era mejorque se quedaran a solas.

Irene se dio cuenta de que había sido un errorconfiar en que el tiempo suavizaría las cosas.Estaba claro que la inglesa no olvidaba fácilmente,y quizá no le perdonara nunca su escarceo conJosh. Ella odiaba las discusiones, pero decidióponer todo de su parte para acabar con aquelmalentendido estúpido que le estaba amargando laexistencia.

Su compañera de cuarto se había encerrado enel baño. Al cabo de un rato de no oír ningún ruidoprocedente de allí, Irene se levantó y llamó a lapuerta.

—¿Martha? ¿Va todo bien?No respondió, pero el ruido del depósito del

inodoro tranquilizó a Irene. Tenía mucho trabajopor delante, así que se puso a doblar ropa y aordenar papeles en su escritorio.

Transcurrió cerca de media hora cuando lainglesa, por fin, salió del lavabo con los ojosenrojecidos y la cara hinchada. Se había puesto el

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pijama y recogido el pelo para dormir, pero aún lequedaban restos de perfilador de ojos bajo lospárpados. Esto, unido a su mirada triste y cansada,le daba un aspecto verdaderamente miserable.

Era obvio que había estado llorando.Irene olvidó su indignación y sintió pena por

ella. Martha era una atolondrada y una radical ensus filias y fobias. Si quería a alguien, se entregabaa morir, y si odiaba… Bueno, acababa decomprobar los resultados.

—¿Estás mejor? Ven, siéntate conmigo,tenemos que hablar —dijo Irene, dando unaspalmadas sobre su cama para que Martha seacercara. Pero la inglesa vacilaba.

—Iré al grano: Martha, a mí no me gusta Josh.Lo del otro día fue un accidente, y en realidad nopasó nada importante entre nosotros. Es todotuyo, en serio, no me interpondré entre vosotros.

Martha hizo una mueca de dolor, como si Ireneacabara de soltarle una bofetada en plena cara, yenrojeció hasta las orejas.

—Eres de la peor calaña, españolita. Primero melo robas, luego lo exprimes y cuando ya no teinteresa… ¿Me cedes los restos de tu festín? ¡No,

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interesa… ¿Me cedes los restos de tu festín? ¡No,gracias! Josh te quiere a ti, y yo no soy plato desegunda mesa.

—No me quiere, sólo se ha encaprichado de mí.Ya verás cómo en unos días se le ha pasado latontería.

Por toda respuesta, Martha se metió en la camay se tapó la cara con un cojín.

—Martha, quiero que volvamos a ser amigas.Sólo dime cómo puedo ayudarte y lo haré sindudar —insistió Irene, desesperada.

Una mano temblorosa salió de bajo las sábanasy alcanzó uno de los botellines de vodka que lainglesa coleccionaba en su mesita. Se oyó ungorgoteo, y a continuación la botella vacía aterrizóen el suelo. Luego no se oyó nada más, exceptounos suaves ronquidos que, minutos después,indicaron que el alcohol había hecho su efecto.

—¿Martha?Irene la dejó por imposible y acabó de recoger

sus cosas, que seguían esparcidas por todaspartes. Cuando terminó estaba cansada, pero aúnnerviosa.

Al tumbarse en la cama, se acordó de su

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conversación con Marcelo y de la agradableintimidad que habían compartido aquella tarde. Leentraron ganas de retomar el libro de Goethe pararevivir esas sensaciones. Además, ahora que sabíacuál era el final, tenía ganas de acabarlo.

Encendió su iPod con el volumen muy bajo ydejó que las emociones del día fluyeran. La invadióuna tristeza que empezaba a resultarle familiar.Martha había sido una de sus pocas amigas enaquel solitario rincón del mundo, y estaba claroque la había perdido. No iba a ser fácil compartirtecho con ella a partir de ahora. Irene se dijo queaquél iba a ser un invierno muy, muy largo.

Subió el volumen cuando el random de subiblioteca de música hizo sonar la voz delicada deKeren Ann y su End of May. Cerró los ojos, comopedía la canción. En un momento de debilidad,deseó que los dados se pusieran de su lado poruna vez y llegara mayo, con sus mañanasdespejadas y sus risas despreocupadas.

Close your eyes and make a wishUnder the stone there’s a stonefishHold your breath then roll the dice

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It might lead the run road to paradise

Don’t say a word, here comes the break ofthe day

And wide clouds of sand raised by thewind of the end...

Don’t say a word, here comes the break ofthe day

And wide clouds of sand raised by thewind of the end of may7

7. Cierra los ojos y pide un deseo / Bajo la piedra hay unpez roca / Aguanta la respiración y luego tira el dado /Podría conducirte a la carretera que lleva al paraíso. / Nodigas ni una palabra, ahora es cuando llega la pausa del día/ Y grandes nubes de arena levantadas por el viento definal de mayo.

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25. CAMINANDO POR UN MAR DENIEBLA

El miércoles era fiesta, y Peter aprovechó parainvitarla a otra lección de gramática un tantoespecial.

Salieron de Saint Roberts en su coche paratomar la carretera de la costa, que serpenteabaentre acantilados y precipicios. El profesor queríaenseñarle algunos lugares pintorescos, dado queno llovía y el viento era soportable, aunque laniebla lo cubría todo como un manto algodonoso yhúmedo.

—¿Adónde nos dirigimos exactamente? —preguntó Irene cuando ya llevaban un buentrecho.

—A un lugar que muy poca gente conoce. Yestamos a punto de llegar.

Cinco minutos después, detuvo el coche en un

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Cinco minutos después, detuvo el coche en unarcén bajo unas enormes rocas. La invitó aseguirlo por un caminito de tierra que partía deallí.

El paisaje agreste que se adivinaba tras las rocasera espectacular. El angosto sendero se adentrabapor la costa trazando curvas hasta el borde delmar, donde se hacía más recto y ancho. A partirde allí se podía disfrutar de unas vistas dramáticasde los acantilados, que parecían extenderse hastael infinito, recortando la costa con sus molesafiladas de tonos negros y verdes.

Irene estaba acostumbrada a contemplar cómoel mar golpeaba el acantilado cercano a SaintRoberts, pero aquello no tenía comparación.

Habían llegado a un mirador natural salpicadode rocas blancas. Peter tomó asiento sobre una deellas. Irene iba a imitarlo, pero se quedó allí, depie, hipnotizada por el mar que descargaba sufuria infinita contra la imperturbable pared depiedra. La niebla ascendía desde el agua,acariciando con sus dedos fríos y alargados lasrocas hasta alcanzar sus mejillas.

—Es impresionante. Parece que estemos solos

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en el fin del mundo —se estremeció Irene.—Tienes razón, Land’s End está muy cerca de

aquí. Según una leyenda de Cornualles, éste es elfin de la Tierra. Pero… ¿este paisaje no te recuerdaalgo?

—No sabría decirlo. Creo que nunca antes habíaestado en un lugar tan increíble.

—¿Te suena alguien llamado Caspar DavidFriedrich?

Irene contempló la extensión infinita de aguaque espumeaba, las rocas afiladas y aquel mar deniebla fantasmal que los envolvía. Su rostro seiluminó al comprender adónde quería ir a parar.

—¡Claro! El pintor alemán. ¡Es increíble!Acabamos de estudiar su obra en clase de Historiadel Arte. Este sitio parece el escenario de sufamoso cuadro, El caminante frente al mar denubes. Sólo que nosotros vemos otro mar ahíabajo, además del de nubes.

—Si la niebla sigue subiendo, dentro de poco yano veremos el agua. Espera unos minutos y verás.

Irene se sentó con las piernas cruzadas y los dosguardaron silencio. Hugues tenía razón: lahumedad había aumentado, y con ella llegaron

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más nubes de niebla que terminaron por cubrirlotodo. Ya casi ni veía a Peter y le entró un miedoirracional.

Entonces el profesor se levantó paraencaramarse a una piedra más elevada, donde sequedó de pie. Su voz sonaba hueca, como si laniebla le robara sus matices.

—Friedrich, como ya sabes, es uno de losgrandes exponentes del romanticismo alemán. Esecuadro que has recordado está considerado comosu obra más representativa. Lo pintó a principiosdel siglo XIX. A Friedrich se le compara a menudocon Turner, el pintor inglés, aunque yo creo queson muy distintos.

—¿Y en qué se diferencia el romanticismoalemán del de otros países europeos? —preguntóIrene, adoptando el papel de alumna aplicada.

—En Alemania fue donde se vivió con másintensidad. Piensa que el movimiento romántico sebautizó en literatura como Sturm und Drang, quesignifica «tempestad e ímpetu». Los románticoseran individualistas, y amaban la libertad deexpresión sobre todas las cosas. Apreciaban elmisterio y el poder de la naturaleza. Eso, Friedrich

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misterio y el poder de la naturaleza. Eso, Friedrichlo reflejó perfectamente en su cuadro.

—¿Goethe era también un romántico?—En el sentido literario, lo fue durante una

buena época. Escribió Las desventuras del jovenWerther antes incluso de que se pintara Elcaminante. El libro se hizo muy famoso e influyóen muchos escritores posteriores.

—He leído en el prólogo que incluso llegaron aprohibirlo.

—Sí, porque cerca de dos mil jóvenes sesuicidaron, poseídos por el espíritu trágico delprotagonista. El libro causó verdadero furor y seconvirtió en uno de los primeros fenómenos demasas. Los lectores imitaban a Werther en sucomportamiento de enamorado doliente, e inclusose vestían como él.

—Es fácil caer en el ridículo cuando se estáenamorado —dijo Irene, aunque enseguida searrepintió de sus palabras, porque temió que elprofesor interpretara que se referían a ella y a sussentimientos hacia él—. Quiero decir que la tesisprincipal de mi trabajo de esta semana es ésa.

—Explícamelo. Cuando volvamos al colegio

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leeré tu ensayo.—La adoración que siente Werther por Lotte sin

apenas conocerla me parece una auténticaexageración. De hecho, acabé pensando que elamor romántico no existe. Sólo es una proyecciónde nuestras propias carencias sobre la personaamada, a quien atribuimos toda clase de virtudessin conocerla. Creo que el amor romántico no esmás que una fantasía de nuestra mente. Ésa es mitesis.

—¡Me sorprendes! —dijo Peter alzando las cejas—. Y yo que te consideraba una románticaempedernida…

Irene no era capaz de interpretar si estabacoqueteando con ella, si le tomaba el pelo o si deverdad se refería a su trabajo sobre la obra deGoethe. De repente, no pudo soportar ni unsegundo más sus medias tintas.

—Peter, ¿por qué lo haces?—¿Por qué hago qué?—Esto, la gramática del amor. Si sigues

temiendo que me tire por un precipicio, ya puedesolvidarlo. No tengo intención de abandonar estemundo. Quiero seguir mirando el mar de niebla

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durante muchos años más —declaró convehemencia.

—Creía que ya habíamos hablado de eso.—No lo hicimos. ¿Por qué, Peter? —insistió.No estaba dispuesta a marcharse de allí sin una

respuesta.—Me gusta estar contigo, Irene. Tienes una

fuerza única, y el día que la descubras harás que elmundo entero gire a tu alrededor.

Peter había pronunciado aquellas palabras envoz baja antes de volverse lentamente en direcciónal abismo, de manera que quedó de espaldas aella. Irene lo contempló impotente, sin saber a quéatenerse. Había dicho que le gustaba estar conella. ¿Quería eso decir que le gustaba? ¿Era eso unprincipio de algo? ¿O se refería simplemente a quele gustaba enseñarle cosas? ¿Había hablado elhombre o el profesor?

El viento se animó e hizo ondear la chaqueta dePeter, una pelliza de piel de aspecto anticuado. Elcuadro de Friedrich acudió de nuevo a su mente.Al profesor sólo le faltaba el bastón para que laescena fuera una reproducción perfecta de Elcaminante frente al mar de nubes.

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caminante frente al mar de nubes.Luego se marcharon del acantilado con pasos

cautelosos para no tropezar. A Irene le pesaba enel alma la incertidumbre, mayor ahora tras aquellaconversación ambigua. Movida por el empujeromántico, decidió arriesgarse, aprovechando queél se había detenido un momento.

—¿Puedo tomarte de la mano? —preguntó contimidez– Me gustaría saber qué se siente al salircontigo.

Peter la miró, desconcertado ante su petición, yno dijo nada.

Ella interpretó su silencio como un sí y tomó sumano, que estaba caliente y era muy suave, perono se atrevió a mirarlo. Pensó, agradecida, que laniebla era su aliada y dificultaría que él viera loscolores que habían teñido sus mejillas.

Caminaron juntos durante unos minutos quepara Irene fueron un instante efímero.

Al llegar al aparcamiento se oyeron las voces deotros caminantes que tomaban el sendero, y enese momento Peter se soltó. Irene se miró lamano que minutos antes había estado envuelta enuna agradable calidez. De repente, se sintió

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desamparada como una niña pequeña perdida enla multitud.

Regresaron a la escuela en silencio.El profesor paró el coche delante de la

residencia, pero Irene notaba que el cuerpo no lerespondía. Sabía que debía abrir la portezuela ymarcharse, pero sus piernas se negaban amoverse. Entonces Hugues salió del coche paraabrirle la puerta, con un gesto caballeroso, y ledijo a modo de despedida:

—Deberías ir a ver a Marcelo. No tiene a nadieaquí.

Aquellas palabras hirieron a Irene en lo másprofundo de su alma. Eran una invitación definitivapara que lo dejara en paz y abandonara susesperanzas de chiquilla enamorada.

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26. EMBOSCADAS

El jueves fue uno de esos días raros tras unafiesta entre semana. Parecía que fuera lunes, ytodo costaba un poco más de lo habitual. Lamañana pasó muy despacio, e Irene sentía que sucabeza aún estaba envuelta en la niebla del díaanterior.

Tenía que leer Jane Eyre, de Charlotte Brönte,para su siguiente sesión de gramática, pero no seatrevía a ir a la biblioteca para sacar el libro.Quería mantenerse alejada de Josh por el bien delbibliotecario, pero aquella idea la estaba poniendoen un aprieto, ya que ninguno de sus compañerosparecía tener una edición de la novela paraprestársela. Contrariada, empezó a pensar quequizá tendría que verlo después de todo.

Al terminar las clases fue a visitar a Marcelo. Lellevaba unas galletas de avellanas para acompañar

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el té y un montón de apuntes de parte de suscompañeros.

Tenía la puerta abierta y lo encontró dormidocomo un tronco sobre la cama. Le dio penadespertarlo, así que decidió dejar los papeles y losdulces sobre la mesa para que los encontrara mástarde.

Antes de irse se aseguró de que estaba bienarropado, porque en aquel cuarto siempre hacíafrío. La invadió una oleada de ternura mientras lecolocaba las sábanas con cuidado. Ya no llevabalas vendas de la cabeza, y sus cardenalesempezaban a adoptar una tonalidad amarillenta.Tenía la boca entreabierta y parecía sonreír, conuna expresión de absoluto abandono y paz.

Le entraron ganas de acariciarle el cabello ydarle un beso en la frente herida, pero no queríadespertarlo. Cuando ya estaba a punto de salir dela habitación, algo llamó su atención en unaestantería. Un libro con el lomo de un vivo colorrojo sobresalía un poco respecto a los demás.

Irene se acercó sin hacer ruido para ponerlo ensu sitio. Tenía pocas manías, pero no podíasoportar que los libros no estuvieran

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perfectamente parejos unos con otros. Al mirar ellomo antes de empujarlo para que estuviera a lamisma altura que los demás, tuvo que reprimir ungrito de alegría.

¡Jane Eyre! Marcelo tenía una edición no muyantigua de la novela de Charlotte Brönte.

Irene vaciló un segundo, pero finalmente sedecidió a llevárselo. Ya le explicaría más tarde quelo había tomado prestado por una semana. Estabasegura de que a Marcelo no le importaría.

Feliz por haber resuelto el problema que llevabaagobiándola todo el día, se marchó hacia suhabitación con su hallazgo bajo el brazo. Sinembargo, en el pasillo le esperaba una sorpresa…

Divisó a Josh haciendo guardia junto a supuerta. Estaba apoyado con la espalda contra lapared y la miró con reproche.

—Hola, ratita. Como ya no vienes a verme, hedecidido ir en tu busca.

—No hacía falta. Vendré a verte a la bibliotecacualquier tarde, ¿de acuerdo?

—¿Ni siquiera vas a invitarme a pasar? —preguntó con expresión lastimera— Llevoesperándote como un pasmarote hace casi una

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esperándote como un pasmarote hace casi unahora.

Irene dudó, porque no quería alimentar falsasesperanzas en Josh, pero él la miraba tras susgafas de pasta con unos ojos suplicantes que nosabía cómo ignorar. De repente, se le ocurrió unaidea arriesgada que quizá funcionase.

—Está bien. Pero no puedes quedarte muchorato. Tengo un montón de trabajo esta tarde.

Una sonrisa de satisfacción iluminó el semblantede Josh, e Irene se sintió peor que cuando le habíacontestado secamente.

Al entrar se encontraron con Martha, queesbozó una amplia sonrisa al ver a Josh, aunquese le borró inmediatamente en cuanto comprobóque Irene venía detrás de él.

—Vaya, la feliz parejita. ¿Habéis venido arestregarme vuestra dicha por las narices?

Irene decidió aprovechar la situación:—Josh y yo no salimos, Martha, ya te lo dije.

¿Verdad, Josh?—Verdad —dijo él con pesar.—Ah. ¿Y entonces qué haces aquí? —preguntó

ella, sorprendida.

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—He venido a traerle unos libros a Irene.—¿Y nada más?Antes de que el bibliotecario tuviera tiempo de

responder, Irene lo hizo por él.—También ha venido porque quiere hablar

contigo. De hecho, yo ya me iba. Os dejo solospara que aclaréis las cosas —dijo mientras recogíasu chaqueta y el libro antes de dirigirserápidamente hacia la puerta.

Josh la contempló marcharse con expresiónatónita.

Lo último que Irene pudo oír antes de cerrar lapuerta fue:

—Yo también me moría de ganas de hablarcontigo, Josh. Ven y siéntate a mi lado.

Irene se rio por lo bajo. Sabía que cuandoMartha se hacía con una presa no la soltabafácilmente, así que encaminó sus pasos hacia labiblioteca, segura de que nadie iba a molestarla enun buen rato.

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27. LA SERPIENTE DE LOS CELOS

Apenas quedaban diez días para Navidad, eIrene trataba de imaginar cómo serían susprimeras vacaciones lejos de su familia y de supaís. Su padre tenía programado un viaje denegocios y apenas iba a parar en Barcelona dosnoches. Por su parte, su madre se marchaba aMéxico a visitar ruinas mayas y, sobre todo, apasar algunos días en la playa.

Le había costado convencerla de que haceraquel viaje le haría bien. Finalmente lo consiguió,no sin antes asegurarle que ella estaríaperfectamente en Cornualles y que no echaría demenos la parafernalia navideña.

Aunque no estaba muy segura de esto último,tenía la certeza de que, si se quedaban las dossolas en Barcelona, su madre acabaría pordeprimirse del todo. Era mejor que pasara bien

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lejos aquella prueba de fuego, sus primerasNavidades como divorciada, en un lugar dondenada ni nadie le recordase la familia feliz y unidaque había dejado de existir.

Ese sábado, la patrulla de mantenimiento deSaint Roberts, armada con altas escaleras, habíaempezado a colocar guirnaldas y adornosnavideños en los árboles y las paredes de la plaza.Ya había anochecido, e Irene contempló, pegada ala ventana, cómo se encendían por primera veztodas aquellas luces de colores. En la cima delabeto más alto resplandecía una enorme estrellablanca.

—¿Has visto, Martha? Ya casi es Navidad —dijoa su compañera con un suspiro de nostalgia.

Martha, que se estaba acicalando frente alespejo, ni siquiera la oyó. Hacía rato que se habíaatrincherado tras sus auriculares Oboe de colorblanco, con los que escuchaba música a todovolumen. Irene se preguntaba si se los quitaríasiquiera para peinarse antes de salir.

No podía decirse que las cosas hubieranmejorado mucho desde su maniobra para dejarlacon Josh a solas, hacía ya unos días. La inglesa la

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evitaba tanto como podía y sólo le dirigía lapalabra cuando era imprescindible.

Irene suponía que el bibliotecario había habladode ella más de la cuenta y que los intentos deMartha por atraerlo no habían dado los frutosesperados. Pero seguía pensando que lafascinación de Josh desaparecería en poco tiempo.Entonces, tal vez las cosas con Martha volverían aser como antes.

Dejó de mirar las luces para no caer en lamelancolía y se arrebujó entre los almohadones desu cama para seguir leyendo Jane Eyre.

Iba muy retrasada con la lectura. Apenas habíaavanzado quince páginas porque, con lasvacaciones a la vuelta de la esquina, había tenidoque entregar un montón de trabajos de clase. Dehecho, no había vuelto a abrir la novela desde quela tomó prestada de la estantería de Marcelo, eljueves anterior. Ni siquiera había tenido tiempo deexplicarle que se había llevado el libro.

Lo que sí había hecho era buscar toda lainformación posible sobre la autora y la novela.Jane Eyre, escrita en 1847 por Charlotte, una delas hermanas Brönte, cuenta la trepidante historia

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las hermanas Brönte, cuenta la trepidante historiade una niña huérfana criada por una tía malvada ydéspota. Su infancia recordaba a la de OliverTwist, rodeada de privaciones y, sobre todo,carente de calor humano.

Jane sufre los abusos de su tía y de sus primoshasta que la mandan a estudiar a un internado,donde vive en condiciones muy duras. Pero allíhace algunos amigos y recibe una educación. A losdieciocho años llega a ser profesora de la mismainstitución que la ha visto crecer.

La historia da un vuelco cuando, a los veinte,marcha como institutriz a Thornfield para hacersecargo de Adèle, una niña recogida por el señor dela casa, Edward Rochester.

Jane se enamora de Rochester y, tras variasvicisitudes, él le pide matrimonio. Cuando la bodaestá a punto de culminarse, aparecen dos testigosque aseguran que Edward ya está casado. Él loadmite y cuenta a Jane que se casó engañado conuna bella mujer que resultó ser una demente conimpulsos homicidas. La tiene recluida en el áticode Thornfield, al cuidado de una atenta enfermera,para evitar que hiera a nadie o se dañe a sí misma.

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Tras esta revelación, Jane huye y es recogidapor un clérigo, con quien convive un tiempomientras ejerce de maestra en una escuelacercana.

Un día le parece oír en su mente la voz agónicade Edward, que la llama. Regresa a Thornfield ydescubre que Rochester se ha quedado ciego ymalvive en una propiedad cercana, después de quesu mujer incendiara la casa familiar. Como él esahora viudo, Jane decide perdonarlo y se quedacon él.

«¡Por fin!», se dijo Irene sonriendo. Tenía ganasde leer una novela con un final feliz después detantas historias de suicidios y catástrofes. Además,el personaje de Jane, una mujer fuerte y deprincipios, le resultaba muy atrayente.

A Irene le había llamado la atención, en lapágina 18, otro de los comentarios a lápiz dellector misterioso. Al margen de una escena en laque el primo de Jane la maltrata y la insulta yfinalmente le arroja un libro a la cabeza, habíaescrito:

¡DALE DURO, JANE!

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Irene empezó a pasar páginas, buscando otrasnotas parecidas. El libro estaba plagado de ellas.

En la página 250 había un fragmentosubrayado, justo cuando Jane se da cuenta de queestá irremediablemente enamorada de Rochester,a pesar de sus intentos por apartar ese sentimientode su corazón.

Mis ojos se dirigieron involuntariamente a surostro. No pude controlar mis párpados: selevantaron, y mis pupilas se fijaron en él. Lo miréy obtuve de ello un intenso placer, un placerpreciado aunque doloroso: de oro puro con unapunta hiriente de acero. Un placer como el quesiente un hombre moribundo por falta de agua,que sabe que el pozo al que se ha arrastrado es deaguas venenosas y, no obstante, se inclina parabeber profundamente de ellas.

A continuación había una nueva referencia aaquella enigmática B. que ya había encontrado enel libro de Haruki Murakami.

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RECUERDO SU MIRADA CRISTALINA,

SUS OJOS LÍQUIDOS, Y SÉ QUE

SÓLO B. PODRÍA APAGAR MI SED.

PERO NO DEBO PENSAR MÁS EN ELLA.

¡TENGO QUE CURARME DE ESTA ENFERMEDAD!

Irene se quedó asombrada al comprender queaquellas notas que la habían acompañado durantesus lecturas de la gramática y que a ratos la habíanhecho reír con sus observaciones agudas ydesenfadadas no eran de otra persona queMarcelo.

Mil preguntas acudieron a su mente en tropel.¿Por qué había leído él los mismos libros queahora ella estaba trabajando? Marcelo nunca lehabía dicho que le gustara la literatura, ni habíahecho un solo comentario acerca de las novelasque ella devoraba, muchas veces en su presencia.

¡Habían leído juntos Werther en voz alta y él nole había dicho nada! ¿Por qué se lo ocultaba? ¿Yquién era aquella B.? ¿Sería la misma chicaaustraliana que le había roto el corazón dos añosatrás?

Una punzada de celos hizo que deseara saber

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más de aquella chica de mirada líquida. Resolviópreguntarle a Marcelo por todo el asunto en cuantolo volviera a ver.

La voz de Martha, que por fin se había dignadoa dirigirle la palabra, la sacó de su febril agitación.

—¿Es que vas a quedarte aquí toda la noche?—Sí, no tenía pensado salir. ¿Por qué? ¿Has

cenado? ¿Necesitas que te traiga algo de lacafetería? —preguntó Irene, solícita.

—Lo que necesito es que desaparezcas.—Ya lo hemos hablado, Martha —repuso ella,

cansada de oír la misma historia una y otra vez—.No se pueden hacer cambios a mitad de curso, asíque vas a tener que aguantarme unos meses más.

—No me refería a eso, listilla. Lo que quierodecir es que necesito que te largues durante unashoras. Estoy esperando compañía.

Irene miró por la ventana. Hacía una noche delluvia y viento, y lo último que le apetecía eracaminar hasta el pub. Pero tampoco tenía ganas desoportar a Martha y a su galán de aquella noche,quien quiera que fuese, así que pensó con rapidez.

Iría a ver a Marcelo. Y de paso trataría deaclarar qué diablos era todo aquello de las notas y

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quién era aquella B.Tomó su impermeable y sus botas de agua para

dirigirse a la residencia de los chicos. Al salir, secruzó por el pasillo con dos alumnos más jóvenesque Martha y ella. Iban cargados de cerveza,panchitos y galletas saladas. Irene alcanzó a oír losgrititos de alegría de su compañera y el sonidoatronador de algo parecido al rap segundosdespués de que los chicos entraran.

Afuera, las luces de Navidad apenas iluminabanel suelo bajo sus pies, y resbaló en dos ocasionesa causa del hielo.

La puerta de Marcelo estaba cerrada. Llamó unpar de veces sin que él acudiera a abrirle. Se diocuenta de que las cortinas de la ventana estabandescorridas y se acercó para ver si su amigo yadormía. Pero se sorprendió al comprobar que lahabitación estaba vacía. ¿Le habría pasado algo?

Se tranquilizó al recordar que Marcelo ya estabacasi restablecido, aunque sus mareos seguíanasaltándolo de vez en cuando. Debía de habersalido a tomar un poco el aire, se dijo, tras tantosdías de encierro. Acto seguido, fue a buscarlo allugar donde tenía más probabilidades de

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lugar donde tenía más probabilidades deencontrarlo: la pista de atletismo.

La lluvia caía con fuerza, e Irene sintió cómo suspantalones se empapaban, a pesar de las botas ydel impermeable.

Escudriñó toda la zona de entrenamiento, peroMarcelo no estaba allí. Cuando ya estaba a puntode marcharse, le pareció divisar una luz que semovía allá a lo lejos, en el acantilado. ¿Sería él?

Conocía el camino al dedillo, a fuerza derecorrerlo casi dormida en sus carreras matutinas,así que avanzó con decisión bajo los árboles, quela protegían un tanto del chaparrón. Al final delcamino vio una figura alta, enfundada en unanorak grueso, que sostenía una linterna y mirabahacia la negrura del acantilado, de espaldas a ella.

—¿Marcelo, eres tú?—¡Irene! ¿Qué diablos haces aquí? ¡Menudo

susto me has dado!—Fui a tu habitación y me preocupé al no

encontrarte. Pero… ¿qué diablos haces t ú aquí?¡Podrías haberte caído! Hace una noche de perros.

—No te preocupes, me encuentro mucho mejor.Desde el jueves no he tenido ni un solo mareo.

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—¡Eso es fantástico! Pero podrías haberme dichoque ibas a salir. Yo te habría acompañado.

—Era tarde y estaba tan contento que lahabitación se me ha hecho pequeña. Necesitabarespirar.

—¿Y por qué estabas tan contento? —preguntóIrene intrigada.

El viento empujaba en diagonal las cortinas delluvia. A pesar de que su impermeable llevabacapucha, sintió que se estaba empapando como ungatito bajo la tempestad.

—He recibido una sorpresa. ¡Una noticiamaravillosa, Irene! Dentro de tres días vendrá avisitarme desde Australia una persona muyquerida —contestó Marcelo, cuyos ojos profundosrefulgían en la oscuridad.

—¿Y quién es esa persona? ¿Una vieja amiga?—Podría decirse así… —repuso como si dudara

de lo que podía contar—. Hace más de dos añosque no veo a Brenda. Ya sabes que los médicosme han prohibido viajar a Australia para pasar lasNavidades con mis padres, y ellos tampoco puedenvenir porque están trabajando. Así que me hacemuchísima ilusión pasar las fiestas con una

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persona tan especial para mí.Irene sintió que la serpiente de los celos se le

enroscaba entre las piernas nuevamente. Ella habíaimaginado que, al estar los dos casi solos en SaintRoberts, pasarían cálidas veladas al lado de unbuen fuego, leyendo en voz alta y abriendo juntoslos Christmas crackers. Pero Marcelo acababa dedejarle claro que prefería la compañía de otrapersona mucho más querida.

—No me extraña que estés tan contento,entonces —dijo mientras volvía la cara para que élno notara su expresión sombría.

—Creo que me he curado sólo de pensar quepronto la veré. Brenda es una persona muyespecial, ¡ya lo verás!

—Seguro que sí… Tenemos que irnos ya. Lluevea cántaros y tú todavía estás convaleciente. Nodeberías esforzarte tanto la primera vez que sales.Déjame que te acompañe.

Por el camino, Marcelo no cesó de parlotearacerca de sus planes con Brenda. Quería ir deacampada, enseñarle Truro y otras mil cosas que ala chica, acostumbrada al paisaje australiano, ibana parecerle de lo más divertido.

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a parecerle de lo más divertido.Cuando ya llegaban a la residencia, Irene lo

notó cansado y dejó que se apoyara en suhombro. Ofuscada con la visita de aquellamisteriosa amiga, no se acordó de preguntarle porJane Eyre ni por los otros libros. «Pero ¡claro! –sedijo con estupor–. Su visitante de aquella Navidadse llamaba Brenda, y en sus notas Marcelo hablabasiempre de una tal B. ¡Tienen que ser la mismapersona!»

Irene se despidió de Marcelo con el ánimo porlos suelos. No podía soportar un minuto más suinsolente alegría y sus alabanzas hacia aquellaextraña. Luego se fue a su habitación dandograndes zancadas, presa de una rabia inexplicable.

Ni siquiera advirtió que la capucha delimpermeable se le había bajado y se le estabanempapando por completo el cabello y la cara.

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28. VIENTOS DE CAMBIO

Al llegar a su habitación se encontró con unextraño silencio. Se había preparado paraenfrentarse con Martha por atreverse a volverantes de tiempo y chafarle la diversión, pero no seoía música ni ruido de juerga detrás de la puerta.Eso la llevó a pensar que quizá se había cansadode los dos chavales y los había mandado a sucuarto.

Un fuerte olor a vómito, sudor y humo hizoque, al abrir, tuviera que cubrirse la nariz con lamano. Tropezó con dos vasos de tubo vacíos yuna botella de ginebra a medio consumir. El suelode la habitación parecía una pocilga, plagado comoestaba de envases de plástico, colillas y carátulasde discos tiradas por todas partes.

La estancia se hallaba en semipenumbra, sóloiluminada por la débil luz testigo del pasillo que se

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colaba por la puerta entreabierta. No obstante,Irene enseguida se dio cuenta de que no estabasola.

Un movimiento brusco junto a la cama deMartha la puso alerta. Tanteando la pared,encontró el interruptor de la luz y la encendió.

Le costó unos segundos interpretar la escenaque veían sus ojos. El cuerpo de Martha yacíasobre la cama, inmóvil, mientras uno de losadolescentes forcejeaba con sus pantalones,tratando de bajárselos. No era tarea fácil, porquesu compañera parecía estar inconsciente.

El otro chico esperaba de pie, junto a la cama, aque su cómplice terminara la operación. Iba casidesnudo, e Irene comprobó con horror queexhibía una enorme erección bajo los calzoncillos.

Él se volvió, sorprendido al ver la luz.—¿Qué mierda estáis haciendo? —dijo ella

apretando los puños.Una oleada de ira la invadió al comprender que

aquellos dos querían abusar de su amiga. Habíaolvidado incluso que estaban en superioridadnumérica.

—¿A ti qué te parece? —respondió el que estaba

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en ropa interior, mientras se acercaba sacándole lalengua de manera obscena— ¿Quieres participar,muñequita?

—Ni se te ocurra tocarme, niñato. ¡Si no osmarcháis de aquí ahora mismo llamaré al vigilante!—respondió Irene sin retroceder ni un centímetro.

Como el chico seguía acercándose, echó manode lo que tenía más cerca: dos gruesos tomos delOxford Dictionary of Literature. Se los lanzó contodas sus fuerzas a la cara. Recordó fugazmente laescena de Jane Eyre en la que su primo le arrojaun libro, haciéndola sangrar, y en un rincónrecóndito de su mente se rio de aquellacoincidencia durante una décima de segundo.

El primer tomo pasó cerca de la cara de aquelimpresentable, que tuvo suficientes reflejos paraesquivarlo en el último momento. El librote acabóestrellándose contra el suelo, provocando un ruidoenorme.

Un segundo proyectil literario le golpeó de llenoen la cabeza. El agresor lanzó un aullido de dolor yse agarró la frente con las manos, pero enseguidase revolvió.

Irene se dio cuenta de que el impacto había

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Irene se dio cuenta de que el impacto habíaacabado de enfurecerlo. Estaba metida en un buenlío. Agarró entonces un pesado cenicero decerámica que Martha había moldeado en segundode primaria y que, por alguna extraña razón,todavía conservaba en su escritorio. Se preparópara utilizarlo también como proyectil.

El que trajinaba con los pantalones de Marthalevantó entonces la palma de la mano y lanzó unamirada significativa a su compañero, que sedetuvo. Parecía llevar la voz cantante y se habíadado cuenta de que Irene podía complicarles lavida, así que trató de reconducir la situación.

—No sé por qué te pones así, chica. Sóloestábamos ayudando a tu amiga a acostarse, esoes todo. Celebrábamos una pequeña fiesta los tres,ya sabes —dijo señalando con sorna al que estabaen calzoncillos—, pero Martha ha pillado unabuena cogorza y se ha mareado. Por eso íbamos ameterla en la cama. Vamos, Steve, ¡vístete!

El aludido se puso la ropa deprisa y corriendo.Luego salieron pitando de la habitación.

Irene seguía de pie, en medio del cuarto, con elcenicero fuertemente agarrado. Al cabo de un

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minuto sintió cómo el subidón de adrenalina sedesvanecía y su cuerpo empezó a temblar sincontrol.

Cerró la puerta con llave y se acercó a Martha,que seguía dormida.

Trató de espabilarla como pudo, pero se diocuenta de que allí pasaba algo raro. Su compañerano respondía y apenas podía moverse. Entendióque la inglesa no estaba borracha, sino drogadacon algo que los chicos habían mezclado con subebida. Sus sospechas se confirmaron al ver unenvase de somníferos sobre la mesita de noche,junto a un vaso que contenía todavía un poco decombinado.

Presa de la ira, le entraron ganas de ir a poraquellos dos desgraciados y molerlos a palos.Cuando logró serenarse un poco, dudó entrellamar primero a seguridad, a la policía o a unaambulancia, pero finalmente decidió que seríamejor esperar a que fuera de día.

Martha parecía fuera de peligro. Su respiraciónera profunda y acompasada, por lo que supusoque despertaría por la mañana con un buen dolorde cabeza y poco más. Al envase de somíferos tan

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sólo le faltaba una píldora, así que parecía claroque su amiga no había recibido ninguna dosisletal. Se quedaría velándola, por si se encontrabamal durante la madrugada, y por la mañana laacompañaría a denunciarlos ante el jefe deestudios.

Cuando llevaba un rato vigilando el sueño de sucompañera, se dio cuenta de que tenía que haceralgo o de lo contrario iba a dormirse, agotadacomo estaba por las fuertes emociones de lanoche.

Abrió su portátil y decidió ponerse al día con elcorreo electrónico.

Para: PapáDe: IreneAsunto: Re: ArdillitaHola, papi,¿Qué tal va todo? ¿Hace mucho frío en Suecia?

En Cornualles bastante, aunque no tanto comoimaginábamos. Llueve casi todo el tiempo, eso sí.Contestando a la pregunta de tu mensaje anterior:no, no hace falta que me mandes más dinero. Este

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lugar es más bien aburrido y no hay muchasocasiones para gastarlo. Además, tengo mistarjetas de crédito para emergencias, ¿recuerdas?

Espero que los suecos sean simpáticos y que,entre reunión y reunión, te quede algo de tiempopara hacer turismo y descansar. Debe de ser bonitopasar la Navidad en un sitio tan blanco e invernal.¿No está por allí cerca la casa de Papá Noel?Espero que me llames y me lo cuentes todo.

Un beso fuerte de tu ardillita, que te echa demenos,

Irene

Martha se removió, inquieta, e Irene se acercó ala cama para comprobar que su amiga estaba bien.

Le quitó los zapatos, por si le molestaban, yvolvió a su escritorio para seguir tecleando.

Para: MamáDe: IreneAsunto: Re: México lindoQuerida mamá,Me alegra mucho saber que ya lo tienes todo listo

para tu viaje. La tía me ha escrito hace pocos días y

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me ha dicho que sigues preocupada por mí. Porfavor, no lo estés. He hecho muchos amigos aquí yvamos a pasar unas Navidades estupendas. Sabesque nunca me gustaron los villancicos, el espumillóny todas esas tradiciones casposas. Por una vez,estará bien vivir una Navidad à l’anglaise.

Diviértete mucho, ¡de verdad!, y no dejes decontarme novedades desde México.

Un beso,Irene

Apagó el ordenador con el corazón encogido.Ya no era sólo la perspectiva de pasar la Navidadsola en un país extraño. Tenía la sensación de quetodo su mundo, el nido que había ido creandodurante las últimas semanas en Saint Roberts, setambaleaba y estaba a punto de cambiar parasiempre.

Quizá había vivido todo el tiempo en unequilibrio precario, sin advertir que en cualquiermomento alguien podía quitar la alfombra bajosus pies.

Agotada y confundida, repasó una y otra vezsus últimas conversaciones con Peter y con

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Marcelo hasta caer profundamente dormida sobreel escritorio.

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29. EL AMOR ESTÁ EN TODASPARTES

Despertó con los hombros y los brazoscompletamente entumecidos. Una vocecilla dulcele susurraba al oído y le daba besos de mariposaen los párpados, que era incapaz de abrir.

—Te quiero, Irene —decía.Cuando logró abrir los ojos, se encontró con el

rostro de Martha a escasos centímetros del suyo.Trató de moverse, pero tenía el cuello rígido y ledolía todo el cuerpo.

Su compañera olía a champú y llevaba el cabellomojado. Vestía un chándal limpio y la observabadesde muy cerca con admiración.

—Eres toda una heroína. No sé cómo fuistecapaz de enfrentarte a ellos. ¡Eran dos, Irene!Podrían haberte hecho mucho daño.

—Creo que al final tenían más miedo que yo —repuso mientras se estiraba como un gato pararecuperar la flexibilidad de sus músculosmaltrechos—. Pero ¿tú no estabas inconsciente?

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¿Cómo sabes lo que sucedió?—No podía moverme, pero lo oía todo. Lo que

me pusieron en la bebida me dejó mediocatatónica. ¡Fue horrible! De repente me sentí mal,vomité y me caí. Ellos me agarraron y enseguidame di cuenta de que había caído en una trampa.¡No sé qué habría pasado si no hubieras llegadojusto a tiempo! Te estaré eternamente agradecidapor esto, amiga. ¿Me perdonas por mis enfados deestos días? —preguntó con ojos suplicantes.

—Claro, Martha.A la inglesa se le saltaron las lágrimas al oírla y

acabó liberando un sollozo. Irene también seemocionó y abrazó a su compañera, que se agarróa su cuello con tanta fuerza que casi no la dejabarespirar.

—No tiene importancia, tranquila… Cualquieraen mi lugar habría hecho lo mismo —dijo Irene,feliz de recuperar la normalidad con su compañerade cuarto, si es que a aquel nuevo estado deadmiración exaltada podía llamársele normalidad.

Martha no se cansaba de cantarle alabanzas. Lacomparaba con Catwoman y Lara Croft. Laperseguía por toda la habitación parloteando y

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hasta se metió en el lavabo cuando Irene quiso ir aducharse. Al final empezó a añorar a la chicamalcarada que se ponía los auriculares desde lassiete de la mañana y no le dirigía la palabra entodo el día.

Cuando salió de la ducha, donde tuvo queencerrarse con el pestillo echado para perderla devista diez minutos, hizo prometer a la inglesa quela trataría como siempre y que dejaría de hablar deella como si fuera la Mujer Maravilla.

—Si eso es lo que quieres… Pero nunca olvidarécómo le atizaste al más bajito en la cabeza. Al finaltantos librotes tenían que servirte para algo útil,además de llenarte la cabeza de pájaros.

—Tienes razón, por fin les encontré suverdadera utilidad —rio con ganas—. Oye,tendríamos que ponernos en marcha. Hay quedenunciar a esos dos. Primero deberíamos hablarcon el jefe de estudios y luego con la policía.

—No, Irene, no puedo hacerlo —respondióMartha con gravedad.

—¿Por qué? Si no dices nada, pueden volver aintentarlo con otra incauta.

—Pero si los denuncio, tendré que admitir que

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—Pero si los denuncio, tendré que admitir quelos había invitado a mi habitación y que habíamosbebido. Me caerá una buena, quizá hasta mecueste la expulsión. ¡Mis padres me matarán!

—Entonces, ¿vas a dejarlos irse de rositas?—Nada de eso. Ya encontraré la manera de

ocuparme de ellos, te lo aseguro —dijo apretandolos dientes.

—Si tú lo dices… —admitió Irene, no muyconvencida.

—Tienes mi palabra. Por cierto, ¿qué te parecesi nos quedamos aquí toda la mañana? ¡Como enlos viejos tiempos! Tengo galletas de mantequilla ypodemos ver una película en mi ordenador.

A Irene le pareció un plan magnífico. Estabaagotada y sólo tenía ganas de quedarse allí, enpijama, oyendo gotear la lluvia mientras bostezabaante una comedia de las que gustaban a Martha.

—¿Y si volvemos a ver Love Actually?Necesitamos un poco de buen rollo.

—¡Genial!Había sido una de las primeras películas que

habían visto juntas en la habitación, una mañanade domingo muy parecida a aquélla. Irene se

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sintió cómoda con la vuelta a la rutina, a unafamiliaridad que había echado de menos más de loque pensaba.

Mientras Irene se reencontraba con aquellashistorias entrecruzadas cuyo denominador comúnera siempre el amor, Martha la tomó de la manocon camaradería. Irene apretó la suya, conmovidaotra vez por un gesto espontáneo que destilabacariño e intimidad.

Mirando a su compañera, se dijo que el amorera mucho más que los enredos divertidos y laspasiones edulcoradas que retrataba la película. ¿Noera la amistad otra forma de amor, incuso máspura y generosa?

La voz en off de Hugh Grant, que interpretaba aun primer ministro británico enamorado de unachica de barrio, miembro de su gabinete,parecieron corroborar sus pensamientos:

Siempre que me siento pesimista por cómo estáel mundo, pienso en la puerta de llegadas delaeropuerto de Heathrow. La opinión general da aentender que vivimos en un mundo de odio yegoísmo, pero yo no lo entiendo así. A mí me

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parece que el amor está en todas partes. Amenudo no es especialmente decoroso ni tieneinterés periodístico, pero siempre está ahí. Padrese hijos, madres e hijas, maridos y esposas, novios,novias, viejos amigos... Cuando los aviones iban aestrellarse contra las Torres Gemelas, que yo sepa,ninguna de las llamadas telefónicas de los queestaban a bordo fue de odio y venganza; todasfueron mensajes de amor. Si lo buscáis, tengo laextraña sensación de que el amor en realidad estáen todas partes.

A Irene se le humedecieron los ojos al escucharaquella declaración superpuesta a las imágenes deun montón de parejas, familias y amantesreencontrándose en el aeropuerto. Tenía lasemociones a flor de piel y pensó que aquellacomedia romántica le venía que ni pintada paradesahogarse.

Martha, que estaba concentrada en las galletas,le dio un pañuelo de papel del paquete que yatenía preparado, e Irene volvió a sumergirse en lahistoria. De las ocho situaciones que se narraban,su favorita era la de Juliet, interpretada por Keira

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Knightley.Juliet va a casarse muy pronto y se da cuenta de

que el mejor amigo de su futuro marido no lasoporta. En una escena, el amigo antipático sepresenta en su casa y le confiesa que en realidadestá profundamente enamorado de ella. Paradeclararse no abre la boca en ningún momento,sino que va armado de unos grandes cartelesescritos a rotulador que va desplegando ante susojos y que revelan su secreto y el porqué de sudisplicencia.

A ella le parecía una declaración enormementeromántica, y siempre que la veía se emocionaba.Minutos después, Irene suspiró mientrascontemplaba al actor Colin Firth.

—Me encanta este hombre. ¡Es tan atractivo!—¿En serio? A mí me parece un poco aburrido:

siempre pone la misma cara.—Calla, no sabes de lo que hablas. No es

aburrido, lo que pasa es que está atormentado ysufre por amor —lo defendió Irene.

Firth interpretaba a un escritor que descubreque su mujer le es infiel con su hermano. Huye deInglaterra y busca refugio en una casita de campo

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en el sur de Francia. Allí intenta escribir su nuevanovela y se enamora de su asistenta portuguesa.Ella no habla inglés ni él portugués, pero eso no esobstáculo para que caigan rendidos el uno por elotro. Pasan los días y él tiene que volver aInglaterra a pasar la Navidad con su familia, perofinalmente se olvida de sus obligaciones y semarcha a Lisboa a buscar a Aurelia, su verdaderoamor. En una escena quizá algo tópica pero muyemocionante, el escritor se declara a la portuguesadelante de toda su familia y de los clientes delrestaurante donde trabaja.

Irene miró de reojo a Martha. Incluso ella habíadejado de comer por un momento y miraba lapantalla con los ojos brillantes y una sonrisasoñadora en los labios.

La película terminó como había empezado, conla imagen del aeropuerto como punto deencuentro de los protagonistas y de muchas otraspersonas anónimas. Al contemplar aquellas carasde felicidad en la pantalla, Irene se dejó llevar ylloró a lágrima viva, consciente de que aquel añonadie de su familia iba a abrazarla al regresar acasa.

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casa.Martha, que tampoco vería a sus padres porque

iban a esquiar a los Alpes suizos con un grupo deamigos, pareció comprender. Le pasó el brazo porla cintura y le dijo, con tosca ternura:

—No te preocupes, Mujer Maravilla. EstaNavidad seremos como hermanas. La cocinera demis padres me enseñó una receta deliciosa para lasalsa de arándanos del pavo. ¡No creas que vas alibrarte fácilmente de mí!

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30. JANE & JAZZ

Irene se detuvo un momento tras la puertaantes de llamar al timbre. Aún faltaban unosminutos para las siete de la tarde, la hora en quePeter la había citado aquel miércoles.

La entrada de su casa, como las demásviviendas para profesores de Saint Roberts, estabahecha de madera, excepto la parte superior de lapuerta, que tenía una aplicación cuadrada dehierro forjado y cristal. Aprovechó aquel espejoimprovisado para darse un último retoque en elcabello, que llevaba suelto, y en los labios,perfilados y maquillados a conciencia. Le gustó elaspecto algo salvaje que le daba el pintalabios rojoen contraste con la picardía infantil de su flequillotorcido.

Tras varias excursiones y encuentros fuera delcolegio, a Irene le parecía muy significativo que

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Peter la hubiera citado nada menos que en sucasa. La excusa había sido adelantar unos días lacelebración de la Navidad y trabajar concomodidad la novela que le tocaba.

Le hacía mucha ilusión conocer el lugar dondevivía el profesor. Le parecía una muestra más queevidente de que la intimidad entre ellos dos nohacía sino prosperar, a pesar de sus recelosiniciales. Nerviosa, se preguntó qué pasaría aquellanoche. Había imaginado mil finales posibles paraaquella cena, pero tenía claro que quería ser parteactiva de los acontecimientos, pasara lo quepasara. Se había cansado de ser un corderito dócily de que siempre fueran otros los que forjaran sudestino.

Al final se decidió a llamar, y Peter salió aabrirle con el pelo algo revuelto y las manos y lacara manchadas de harina.

—Bienvenida a mi pequeña cueva —dijoinclinando la cabeza—. Pasa y ponte cómoda.Estoy terminando de preparar el postre. ¡Acabo enun minuto!

Acto seguido, desapareció tras una puertablanca que Irene supuso que llevaba a la cocina.

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—Gracias. ¡Huele delicioso! —gritó Irene paraque la oyera desde allí, mientras se servía unacopa de vino blanco de la botella que Peter habíadejado abierta junto al sofá.

—¿En serio? Debe de ser el suflé de queso. Nosoy un gran cocinero, pero de estudiante aprendí apreparar tres o cuatro cosas bastante decentespara impresionar a las chicas. Me temo que en estacena probarás mi repertorio al completo, porqueno sé hacer nada más —le advirtió riendo.

Irene se acomodó en el mullido sofá de colorburdeos y se dedicó a repasar con curiosidad laestancia. El salón de Peter era una habitaciónsencilla, cálida y masculina, un fiel reflejo de supersonalidad.

La sólida tarima del suelo era de madera oscuray estaba cubierta por dos alfombras gemelas decolor negro, una bajo el sofá y otra bajo la mesaredonda que ya estaba dispuesta para la cena.

Había tres enormes estanterías llenas de libros,como en su despacho, aunque éstas parecían unpoco más ordenadas. Dedujo que el profesor eraun amante del jazz clásico, porque vio variasportadas de discos del sello Blue Note colgados en

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portadas de discos del sello Blue Note colgados enlas paredes junto a carteles de conciertos antiguos.

En el tocadiscos, una reliquia de otro tiempo,una voz rota cargada de tristeza y deseo contenidodesgranaba una canción que a Irene le parecióbellísima. No tenía ni idea de jazz, pero la carátulavacía del disco estaba sobre la mesita auxiliar ypudo comprobar que se trataba de Billy Holiday enun tema llamado I’m a Fool To Want You.

I’m a fool to want youI’m a fool to want youTo want a love that can’t be trueA love that’s there for others too

I’m a fool to hold youSuch a fool to hold youTo seek a kiss not mine aloneTo share a kiss that Devil has known8

Irene dejó la portada donde estaba y mirófijamente hacia un punto indeterminado,esperando que aquel título no fuera un malpresagio que acabara con sus expectativas paraaquella noche.

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Para alejar las ideas pesimistas, se levantó conla copa en la mano y estudió con atención unpóster en blanco y negro que colgaba de la pared.

Se trataba de una foto de dos hombresmaduros, ambos de color, sentados junto a unpiano. El primero sostenía una trompeta en lamano izquierda. Se le veía cómodo en su piel,como si confiara plenamente en el mundo. Reíatanto que su cuello se doblaba hacia atrás y susojos se habían convertido en un par de rendijasoscuras. Exhibía dos hileras de dientes enormes yblanquísimos, perfectamente alineados. A su lado,el otro hombre tenía las manos sobre el regazo ylos pies cruzados en una postura algo más tímida.También reía.

Irene leyó los nombres escritos debajo ycomprobó que se trataba de Louis Armstrong yDuke Ellington. No era una completa ignorante, yaquellos nombres le sonaban: sabía que eran dosde los grandes del jazz. Más allá de eso, leintrigaba la historia que escondía aquellafotografía. Por la forma en que Duke reía, máscontenida que la de Louis, parecía que acababa de

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contar alguna anécdota divertidísima que hacíadesternillarse al trompetista.

Le habría encantado presenciar el momento enque el fotógrafo había apretado el disparador de lacámara y poder participar así de la chanza. Al piede la fotografía, alguien había añadido un pequeñocartel con una frase enigmática escrita con unrotulador grueso:

LOS CABALLEROS SIEMPRE ACENTÚAN LOS TIEMPOS DÉBILES.

—Esta foto me encanta —dijo Peter,apareciendo de improviso a su lado con una copade vino—. Es un trocito de felicidad suspendida enel tiempo.

—Se ven muy diferentes el uno del otro —respondió ella—. Duke Ellington… Es él, ¿verdad?Incluso parece un poco azorado.

—Sí, es Duke Ellington. Tenía modales dearistócrata, quizá por eso se le ve más contenido.En cambio, Louis Armstrong siempre dio laimagen de clown. Encontrarás pocas fotografías deél en las que no esté riendo. ¿Sabías que Ellingtonfue el inventor del swing? Esa frase de ahí la dijo

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él en referencia a su ritmo particular.—No tenía ni idea. La verdad es que no estoy

familiarizada con este tipo de música.—Si quieres, ponemos otra cosa.—¡Oh, no es necesario! Me gusta lo que estamos

escuchando —dijo Irene en referencia a BillyHoliday—. Aunque es un poco triste.

—La vida de esta cantante no fue precisamentealegre. Tendrías que escuchar alguna de susprimeras grabaciones. Su voz suena tan diferente…Parece la de una niña, aunque ya se intuye sucomplejidad.

Irene se sintió cohibida ante aquellasexplicaciones de entendido. Por un momento sepreguntó qué hacía ella en aquel salón conchimenea, junto a un hombre mucho mayor, mássofisticado y culto que ella. ¿Qué sabía ella de lavida? Poca cosa. ¡Si ni siquiera tenía idea de quiénhabía inventado el swing!

Peter pareció captar parte de su turbación y dioun giro a la conversación para conducirla a unterritorio más conocido por su alumna.

—No quiero aburrirte con detalles tan pocotrascendentes. Además, lo importante de la música

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es disfrutarla. ¿Cenamos? Así de paso me cuentascosas de tu trabajo sobre Jane Eyre. Lo he leído ytengo alguna duda que quiero preguntarte. Teadvierto que es una de mis novelas favoritas.

—¿Qué es lo que más te gusta del libro?—Me gusta Jane. Es una chica valiente y

auténtica que nunca tiene miedo de decir lo quesiente. Esas cualidades son doblementeinteresantes al tratarse de una mujer de su época.Ni siquiera hoy en día resulta fácil encontrarpersonas tan decididas como ella.

Irene tomó buena nota de sus palabras, que leinfundieron ánimos para seguir adelante con suspropósitos para aquella velada. Tenía pensadodeclararse a Peter durante la cena y así aclarar deuna vez su relación. Había ensayado diferentesalternativas, varios discursos y estrategias, y habíasido precisamente en Jane Eyre donde habíaencontrado la inspiración.

Cuando se enamora del señor Rochester, Janetrata de olvidar esos sentimientos prohibidos pero,en un ataque de sinceridad, al pensar que él va acasarse con otra, le confiesa que no sabría vivir sinsu amor.

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su amor.El profesor acababa de decirle que admiraba la

valentía del personaje de Charlotte Brönte, e Irenepensó que aquello era una invitación en toda reglaa que ella misma se declarase. Bebió un largotrago de vino y se sentó frente a él. La mesaestaba dispuesta con manteles sencillos, aunque debuena calidad, y un par de velas encendidas.

Peter sirvió el suflé de queso.—¡Vaya! ¡Esto tiene muy buena pinta!—Lo dices como si no te lo esperaras —dijo él,

divertido.—Quizá no lo esperaba —respondió ella con voz

insinuante—. Atractivo, buen cocinero, gran lector,conversación excelente, todo un caballero y,además, entendido en jazz. ¿Qué más podríadesear una chica?

Peter pareció turbado ante el comentario de sualumna y su actitud seductora. Se concentró conuna atención exagerada en abrir la botella de vinotinto que tenía entre las manos. Irene siguióinsistiendo sin ningún sentido de la oportunidad.

—Peter, ¿qué opinas de las relaciones entrepersonas de diferente edad?

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El profesor se puso pálido y huyó despavorido ala cocina con la excusa de ir a buscar algo quehabía olvidado.

«Vale, Irene, te has pasado tres pueblos. ¡No sepuede ir de cero a cien en tres segundos!», sereconvino en voz baja.

Cuando Peter volvió con un salero en la mano,ella ya se había serenado y trató de ofrecer unaversión de sí misma algo más recatada. Loconquistaría con su conversación inteligente, comohacía Jane con el señor Rochester, pensó.

Enseguida tuvo la oportunidad de desplegar susconocimientos sobre literatura del XIX, ya que elprofesor encaminó la charla decididamente haciaaquel terreno, evitando con cuidado cualquierreferencia personal. Mientras devoraban el suflé,regado con un carnoso merlot australiano, Petersacó las cinco páginas de su trabajo, garabateadascon sus propias notas en tinta roja.

En el tocadiscos sonaba Sophisticated Lady.Aquel tema sugerente, unido a los efectos delvino, hizo que a Irene le resultara difícilconcentrarse en otra cosa que no fueran los ojos ylos labios de Peter.

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—Veamos —empezó él—. Me gustaría comentareste apartado donde dices que Jane Eyre no essólo una novela de amor. ¿Qué quisiste decir?

—Quiero decir que en el libro aparecen muchostipos de amor. Por supuesto, está la pasión entreRochester y Jane, pero también aparece el amorentre las hermanas Rivers, el cariño maternal quesiente Jane por Adèle e incluso los efectos quepuede tener para una persona vivir una existenciasin amor.

—¿Te refieres a la señora Reed, la tía de Jane?—Sí, me pareció muy interesante la escena en la

que se reencuentran, con Jane ya hecha unamujer, y cómo ni siquiera en su lecho de muerte laseñora Reed es capaz de darle ni una brizna decariño.

—Tal vez no te des cuenta, Irene, pero estareflexión que acabas de hacer es más que notable.Puedo decir sin temor a equivocarme que eres lamejor alumna que he tenido jamás. Estoyorgulloso de ti.

No eran exactamente las palabras que ansiabaoír de sus labios, pero como no contradecían suobjetivo de manera evidente, las escuchó con

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objetivo de manera evidente, las escuchó conplacer. ¿No acababa de proponerse conquistarlo através del intelecto?

Peter señaló un par de aspectos más de sutrabajo y, antes de terminar el segundo plato, yano quedaba nada más por comentar.

Irene se atusó el pelo y se preparó para el tercerasalto de la noche. Él se había levantado paracambiar de disco mientras ella fingía comer sufilete al vino, maquinando cuál sería su siguientepaso.

El profesor puso otro disco de jazz, lejos deldelicado sentimentalismo que había sonado hastaentonces. Se trataba de una vieja grabación deDuke Ellington, quien cantaba It Don’t MeanAnything If A in’t Got Swing acompañado de unabig band. La energía de la habitación cambióinmediatamente con aquella música alegre ydespreocupada, que traía el ritmo y los aires deNueva Orleans. Los pies de Irene se movieroninvoluntariamente, y Peter relajó un tanto suexpresión.

—Espérame un minuto. Me llevo todo esto ytraigo el postre enseguida. ¡He preparado mi

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famoso coulant de chocolate!—Te ayudo —repuso Irene, y se levantó de la

mesa para recoger las copas y los cubiertos.Fueron juntos hacia la cocina, Peter delante de

ella, e Irene se sorprendió al ver que era unahabitación minúscula, aunque muy ordenada.Apenas había sitio para una persona, así que tuvoque esperar a que el anfitrión depositara su cargaen el lavavajillas y lo cerrara antes de entrar trasél.

El cocinero abrió el horno, que emanaba unmaravilloso aroma de chocolate caliente. Al tirarde la bandeja chocó contra Irene, que vio aquelaccidente como una señal del cielo que le indicabaque aquél era su momento.

Peter tenía las manos ocupadas con la bandejadel coulant, y ella aprovechó para ponerse a sulado. Con un dedo le limpió una manchita deharina que todavía le quedaba en la frente,acariciándola con el dorso de la mano. Él la mirócon la misma intensidad que en el pub hacía unassemanas.

Irene sintió que se perdía en sus ojosencendidos. Se acercó aún más, acariciándole el

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cabello y dispuesta a besarlo, segura de que él ibaa corresponderle. Acababa de verlo en sus ojos.Pero Peter volvió la cara en el último momento eIrene se encontró con su mejilla en lugar de suanhelada boca.

Confusa, dolida y muda por la vergüenza, laseductora fallida se marchó rápidamente hacia elcomedor. Él corrió tras ella todavía con la bandejaen la mano.

—Irene, no te enfades conmigo. Eres una chicapreciosa e inteligente y me encantaría... Bueno,cualquier chico de esta escuela estaría loco portenerte a tiro. Pero yo soy tu profesor y te deborespeto. Además, no te convengo.

—¿Y cómo sabes tú lo que me conviene? —preguntó ella casi gritando.

Se sentía humillada y notaba cómo las lágrimasempezaban a resbalarle por el rostro. No queríaque Peter la viera llorar. Necesitaba conservar algode su escaso amor propio. Las explicacionesestaban de más, puesto que el gesto del profesorhabía sido elocuente, así que recogió su bolso y lachaqueta a toda prisa y se perdió en la nochedando un portazo.

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dando un portazo.

8. Soy tonta por quererte / Soy tonta por quererte / Porquerer un amor que no puede ser verdad / Un amor queestá allá también para otros. / Soy tonta por abrazarte /Muy tonta por abrazarte / Por buscar un beso que no essolo para mí / Por compartir un beso que ha probado elDiablo.

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31. LA AUSSIE

Se despertó hacia las seis de la mañana con lacabeza embotada por falta de sueño. Lo primeroque le vino a la mente fue el rostro de Peter con labandeja del horno en las manos. Recordó cómo lahabía mirado con pesar mientras ella le cerraba lapuerta de su propia casa en las narices.

Sintió un pellizco de tristeza y cierta sensaciónde ridículo. ¿Qué pensaría de ella? Estaba segurade que no era la primera vez que una alumna secolgaba de él. Le horrorizó que la considerara una«lolita» más a la que había tenido que desilusionarcon delicadeza.

Para consolarse, se dijo que al menos ahorasabía a qué atenerse. Se había arriesgado, yaunque el resultado no había sido el que deseaba,experimentaba una extraña serenidad.

Salió de la cama con un suspiro de resignación y

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se puso en marcha. Había quedado a las siete conMarcelo. Quedaban menos de quince días para laJanuary Race, que se celebraba justo después deAño Nuevo, y su liebre insistía en que debíanvolver a entrenar cuanto antes.

Irene no estaba segura de que fuera prudentepara él empezar a correr tan pronto, pero suamigo era un cabezota y no se dejaba convencerfácilmente. Se puso las mallas y unas zapatillasdeportivas nuevas que le había mandado su padrecomo regalo anticipado de Navidad. Luego marchóhacia la pista a buen paso. Estaba segura de queno habría nadie a aquella hora y podría calentarcon tranquilidad antes de que llegara Marcelo.

Se quedó muy sorprendida cuando lo encontróya allí, haciendo estiramientos en un banco demadera.

—¿Qué haces aquí tan pronto? —preguntó ella—. ¿No habíamos quedado a las siete?

—Lo mismo podría decir yo de ti. ¿Es quequieres entrenarte a mis espaldas para sacarmeventaja?

—No podía dormir, así que decidí venir antes.—Eso es exactamente lo que me ha pasado a

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mí. Estos días estoy algo nervioso —dijo con vozsoñadora.

Irene pensó que iba a soltarle una nuevaperorata sobre lo guapa, lista y divertida que erasu Brenda. Y aquella mañana no iba a podersoportarlo.

—Entonces lo mejor será que empecemos ya,¿no crees? Pero vayamos despacio: no estoy enmuy buena forma últimamente.

Había mentido porque no quería que Marcelo seesforzara demasiado y sufriera un desvanecimientoo algo peor.

—De acuerdo. Iremos poco a poco.Salieron trotando en dirección al bosquecillo que

llevaba al acantilado.Enseguida Irene se encontró mejor. La neblina

de la mañana se estaba aclarando, y todo parecíaindicar que aquél iba a ser uno de los raros días dediciembre en que asomaría el sol. La brisa del marsoplaba con suavidad, arrastrando reminiscenciassaladas que se pegaban a su piel y se mezclabancon el sudor.

Irene sintió cómo la sangre circulaba por cadarincón de su cuerpo. Se concentró en aquel

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rincón de su cuerpo. Se concentró en aquelhormigueo benéfico y en el sonido de las fuertespisadas de Marcelo para olvidar sus penas.

Aunque todo lo demás se desmoronara, aunqueno dejara de meter la pata con los chicos, nadiepodría quitarle aquella sensación: la alegríaabsurda e irracional de correr al lado de un amigo,disfrutando del silencio y de la naturaleza que sedesperezaba. En aquel momento sintió quecompartía algo muy importante con Marcelo, unser puro y sin rincones sombríos, alguien que lacomprendía y la aceptaba tal como era.

Volvió la cara para comprobar cómo seencontraba su liebre. Recordó con unestremecimiento su accidente de hacía pocos días ycómo había sufrido hasta estar segura de surecuperación. Sonrió al verle la cara deconcentración. Conocía muy bien aquella expresióny no se sorprendió cuando él anunció un cambiode ritmo.

—Deja de fingir que no puedes ir más deprisa,Irene. Me encuentro bien y quiero que nosentrenemos de verdad. Ya sabes cómo funcionaesto. Yo me adelanto y tú tratas de atraparme.

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—De acuerdo, pero prométeme que si sientesalgo raro, pararás.

—Estoy perfectamente, mamá —se burló—.Venga, concéntrate y respira como te he enseñado.¡Hasta luego! —gritó al alejarse con pasos largos.

Irene apretó el paso, alborozada, con ganas deemplear a fondo sus músculos. Desde el accidenteno había vuelto a entrenarse a conciencia y sentíaque el cuerpo le pedía un acelerón.

El camino se estrechó al aproximarse alacantilado. Tuvo ganas de abrir los brazos, comosi fuera a volar, para rozar las cortezas de losárboles con la punta de los dedos. La distanciaentre ella y Marcelo se acortabairremediablemente. Ya preparaba las bromaspesadas que iba a gastarle al darle alcance, cuandode repente oyó unas pisadas a sus espaldas.

Una ráfaga de aire le agitó el cabello cuandouna chica la adelantó, e Irene pudo capturar superfume de vainilla.

Parecía una aparición. Una especie de hada delos bosques o una valkiria rubia, altísima y esbelta.Llevaba el cabello liso recogido en una cola decaballo que se movía de izquierda a derecha al

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compás de sus pasos elegantes. Irene levantó lamano para saludarla, como hacían todos loscorredores del mundo en señal de cortesía, pero lachica iba como una flecha y ya estaba adelantandoa Marcelo.

A continuación vio que su amigo se habíadetenido en seco y oyó gritos. Pensando que lehabía pasado algo, corrió con todas sus fuerzas.

Lo encontró fundido en un abrazo con aquellabelleza rubia, que reía sin cesar mientras lerevolvía el cabello con familiaridad.

—¡Marcy, Marcy Marcy! —repetía, como siMarcelo fuera la octava maravilla del mundo y ellauna exploradora intrépida que acabara derescatarlo de las garras de un codiciosocontrabandista.

—¡Brenda! Pero ¿cuándo has llegado? Deberíashaberme avisado.

—Llegué ayer en plena noche. He instalado miiglú térmico en un claro del bosquecillo. Teníapensado ir a despertarte dentro de un rato, cuandohubiera acabado mi entrenamiento.

Irene cambió el peso de su cuerpo de un pie alotro, incómoda. Se sentía una intrusa, como si

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otro, incómoda. Se sentía una intrusa, como siestuviera de más en aquel esperado reencuentro.Marcelo ni siquiera la miraba, absorto en sufelicidad por volver a ver a su querida B. Ella torcióel gesto, y entonces Brenda se presentó.

—Tú debes de ser Irene, ¿verdad? Marcelo meha hablado mucho de ti —declaró mientras le dabala mano.

Al ver a la australiana más de cerca, comprobócon envidia que no sólo le sacaba casi mediometro de altura. También tenía una de esas pielesperfectas de mejillas sonrosadas y poros invisibles.

—Y tú debes de ser Brenda —dijo Irene alestrechar su mano.

La recién llegada no tardó en olvidarla y volvió aconcentrarse en Marcelo. O Marcy, como ellaprefería llamarlo.

«Menudo nombrecito ridículo», se dijo Irene,rabiosa, mientras la oía cotorrear. Incluso su voz ysu acento eran ofensivamente encantadores,parecidos al arrullo de una paloma.

Pero ¿por qué había tenido que aparecerjustamente aquella mañana? Tan sólo unosminutos antes había disfrutado con Marcelo de un

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momento único, bello y perfecto. Un verdaderooasis en medio de tanta tempestad sentimental.Pero aquellos buenos presagios se habíanempañado ahora con la llegada de la Miss Australiay su olor a galletas recién hechas.

«¡Si ni siquiera suda! », pensó Irene, indignada.Marcelo propuso que fueran los tres a

desayunar, pero ella se excusó diciendo que habíaquedado con Martha. No tenía el ánimo parasoportar a los dos tortolitos.

Por el camino de vuelta tuvo que aguantar lasamables preguntas de Brenda, que se esforzabapor incluirla ahora en la conversación.

—Eres española, ¿verdad? Una de mis mejoresamigas nació en Sevilla y emigró con sus padres aAustralia cuando era muy pequeña. Me enseñó adecir algunas palabras. Me parece un idioma muydivertido, como los españoles —dijo con unasonrisa que dejó al descubierto unos dientesinmaculados y perfectamente colocados.

—Eso es estupendo —respondió Irene, sinpoder evitar sonreírle a su vez.

¿Qué tenía aquella chica que la hacíairresistible?

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—He plantado mi tienda de campaña cerca de turesidencia, en el bosquecillo de al lado. Vendré avisitarte, si no te importa. ¿Quizá podríamos tomarel té? En Australia también existe esa costumbre,pero nunca lo he hecho en un internado inglés.Seguro que tu habitación es encantadora—prosiguió agitando las manos mientras hablaba.

—En realidad es algo pequeña y la compartocon una amiga. Ella sí es inglesa.

—¡Estupendo! Así podré conocerla también.Irene admiró su confianza y deseó poseer una

décima parte de ella.—¡Bueno, ya hemos llegado! Nos veremos más

tarde, Irene. He alquilado un coche y quiero hacerexcursiones por los alrededores. Espero que nosacompañes.

—Estoy un poco ocupada estos días y… —empezó a protestar.

—Marcy, ¿me enseñas las instalaciones del coleantes de que empiecen las clases? —preguntóBrenda a Marcelo con su voz más seductora,ignorándola otra vez.

Irene puso rumbo a la residencia, no sin antescomprobar la mirada de admiración que él

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comprobar la mirada de admiración que éldedicaba a la aussie.9 Caminaba cabizbaja yhundida, con la mente llena de pesimismo y elcorazón plagado de negros presagios.

Al llegar a su cuarto tropezó con algo pequeñofrente a la puerta. Era un paquete cuadrado,envuelto en papel de celofán azul, con un sobregrapado. El envoltorio crujió cuando lo retiró.

Irene se sorprendió al descubrir un CD con lamisma portada que había admirando la nocheanterior en el póster: la foto de los dos músicossentados sobre la banqueta de un piano. Abrió elsobre que acompañaba al disco con ansiedad. Nohabía duda acerca de quién le había enviado aquelregalo.

Te quiero, Irene, y eres muy importante paramí. Tanto, que ya te has vuelto imprescindible enmi vida. ¡Qué aburrida sería sin los miércolescontigo! Nunca podremos ser una pareja, pero túmisma dijiste que hay otras formas de amor másprofundas y duraderas, como la de Armstrong yEllington, cuyos corazones latían al unísono para lafelicidad del mundo.

DE TU AMIGO CURSI Y TRASNOCHADO

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DE TU AMIGO CURSI Y TRASNOCHADO

Unas lágrimas escaparon de sus ojos y cayeronsobre la tarjeta, emborronando las líneas que Peterle había dedicado.

9. «Australiana», en argot.

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32. GAVIOTAS Y KOALAS

El viernes empezó torcido. Irene se levantótemprano y salió a correr con Marcelo bajo unalluvia congelada. Afortunadamente, Brenda no ibaa comparecer aquella mañana, puesto que todavíaarrastraba los efectos del jet lag.

Irene agradeció la intimidad recobrada con suamigo, aunque el rato que pasaron juntos no tuvonada de divertido. Ella se había preparado parauna nueva oleada de alabanzas desmesuradashacia Brenda, pero en su lugar se encontró con unMarcelo extrañamente silencioso y ausente quesonreía bobamente y miraba al infinito con ojossoñadores.

Al verlo en aquel estado de atontamiento, Ireneempezó a preocuparse de verdad. ¿Es que Brendale había sorbido el seso por completo? ¡Si nisiquiera parecía interesado en el entrenamiento!

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—¿No vas a decir nada esta mañana? Fuiste túquien me enseñó que hay que hablar mientras secorre, ¿recuerdas? —le soltó, irritada.

—Perdona, tenía la cabeza en otra parte.—Eso es evidente. Marcelo, la January Race es

dentro de diez días y, al paso que vamos, voy aquedar de las últimas. He perdido toda mi ventajadespués del parón de tu accidente y… todo lodemás —dijo disimulando sus sentimientos conargumentos deportivos.

En realidad, la carrera era lo último que leimportaba.

—En eso estaba pensando precisamente. Ayer leexpliqué a Brenda que estoy preocupado porqueno voy a poder entrenarte durante los próximosdías. Ya sabes que los profesores me hanconcedido una prórroga debido al accidente. Meexaminaré un poco más tarde que los demás, perotengo que aprovechar todas mis horas libres siquiero aprobar alguna asignatura antes deNavidad. El primer examen es dentro de tres días.

—¡Dios mío, no había caído en eso!—Pero no tienes que preocuparte. A Brenda se

le ocurrió ayer una idea fabulosa para que puedas

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seguir con tu rutina: ¡se ha ofrecido a ser tuentrenadora! ¿No es genial? Es un año mayor queyo, y en su colegio era la primera del equipo deatletismo femenino. Que se ocupe de ti es casi unprivilegio. ¡Seguro que será mucho mejorentrenadora que yo!

A Irene se le cayó el alma a los pies. Aquelloera el colmo de la humillación. ¿Cómo iba acompetir con aquel pibón que ponía a todo elmundo a sus pies? La australiana erainsultantemente guapa, elegante, divertida, lista y,por supuesto, la primera en todo. Por si fuerapoco, ella tenía que sentirse agradecida de que sedignara fijarse en su humilde persona.

No le dijo nada a Marcelo, pero se propusohacer todo lo posible por evitarla. Estaba claro quehabía venido hasta Cornualles para reconquistarloa toda costa, y si se había ofrecido a ayudarla erasólo para ganar puntos ante él.

Sin embargo, al llegar a su habitación se diocuenta de que ignorar a Brenda no iba a ser tanfácil. Encontró un sobre blanco pegado a la puertacon un trozo de celo. En su interior había unanotita escrita en una caligrafía clara y elegante:

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notita escrita en una caligrafía clara y elegante:

Queridísima Irene,¿Te ha contado Marcelo mi grandiosa idea de

ayer? Estoy emocionada por poder ayudarte enesto. Marcy dice que eres muy rápida y que sólonecesitas un buen incentivo para brillar en lacarrera. Ya verás cómo, juntas, lo encontraremos.Entre tanto, espero que te alegre saber que estanoche he organizado una pequeña cena para lostres en vuestro pintoresco pub. Me muero deganas por conocer el lugar. Te recogeremos a lasseis. ¡No puedes faltar!

Brenda

Irene entró en su cuarto dando un portazo, conla nota que acababa de arrugar en la mano. Lopeor de todo, se dijo, era que la aussie era tanamable con ella que se le hacía complicado odiarla.

Se duchó con prisas y luego fue a clase para nopensar en ella durante un rato.

Después de historia, aquella mañana tocabagramática. Peter entró en el aula muy serio ydistante. Irene pensó que no era extraño que losalumnos de Saint Roberts lo llamaran Byron.

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Parecía que regresara de un viaje en el tiempodesde el siglo XIX sólo para darles clase cada día.

Un destello fugaz iluminó la mirada del profesorcuando vio a Irene sentada en su lugar habitual.Ella le correspondió con una inclinación de cabezacasi imperceptible.

La clase transcurrió como siempre. Irene tratóde prestar atención, pero se le hacía muy difícilescuchar a Peter hablar sobre conjunciones ypronombres relativos sin pensar en los últimosacontecimientos que habían vivido juntos. Recordócon nostalgia otra clase de hacía varias semanas.Al terminar, se había quejado a Martha de que lepicaban muchísimo los ojos.

—No me extraña que se te sequen —le habíarespondido su amiga—. ¡Si ni siquiera parpadeaspara poder mirar a Byron todo el tiempo! ¡No tepierdes ni uno de sus movimientos!

Cuando sonó el timbre y los alumnosempezaron a salir atropelladamente, Peter la llamóa su mesa.

—Irene —dijo con ansiedad.—¿Peter? —replicó ella.—Me alegro mucho de que hayas venido a clase.

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—No encontré un plan mejor para esta mañana—bromeó Irene—. Además, si hubiera faltadohabrías tenido que ponerme un punto negativo.

—¿Estás…? ¿Estás bien? —preguntó conprecaución.

—Sí, lo estoy. Muchas gracias por el regalo ypor la nota —declaró tratando de contener laemoción—. Creo que siempre que escuche esedisco me acordaré de ti.

—Para mí también sonará diferente a partir deahora. Será algo así como la banda sonora denuestra amistad.

—Yo también tengo una cosa para darte —anunció ella mientras sacaba un gran sobre de sucarpeta para la clase de arte.

Peter lo desenvolvió, intrigado, y una sonrisa lecurvó los labios al ver su contenido. Irene le habíaregalado una reproducción de El caminante frenteal mar de nubes.

—Le pondré un marco y lo colgaré en midespacho. Es un regalo muy especial para mí.Muchas gracias, Irene.

Pronunció estas últimas palabras en voz baja. Senotaba que estaba conmovido. Tras aclararse la

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notaba que estaba conmovido. Tras aclararse lagarganta, pareció sobreponerse y se dirigió a ellade nuevo con la mano tendida para que se laestrechara.

—¿Amigos, entonces? ¿Nos veremos este lunes,antes de Navidad?

—Amigos —dijo Irene, que no pudo resistir elimpulso de descolocarlo esquivando su mano ydándole dos besos en las mejillas—. En mi país losamigos se saludan así —añadió a la vez que leguiñaba un ojo.

Luego se despidió hasta el lunes siguienteagitando la mano.

Al llegar a su cuarto, con el corazón más ligeroque por la mañana, se encontró a Martha en plena«operación salida». Irene llamaba así al par dehoras largas que la inglesa pasaba vistiéndose yarreglándose cuando tenía que acudir a una citaespecial.

—Vaya lío de ropa que tienes montado. ¿Conquién has quedado esta vez?

Martha se acercó a ella dando saltitos y la cogiópor las muñecas, mirándola a los ojos loca decontento.

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—¡Con Josh! Por fin nos hemos reconciliado. ¡Yha sido tan romántico…! —exclamó, alargando lasaes de la frase—. Va a llevarme al cineclub a veruna peli de amor.

—¿Cómo se titula?—Las dos inglesas y el continente. Es de un

director de cine francés o algo así. ¿A que suenasofisticado?

Irene se sonrió sin que Martha la viera, pero nole dijo nada para no chafarle la diversión. Se laveía radiante de felicidad, como no lo había estadoen muchos días. Deseó de corazón que Josh seportara bien con ella y que aquel estado le durasemucho tiempo.

Todavía quedaba un buen rato para su citainexorable con Brenda y Marcelo, así que se tumbóen la cama a leer El amor en los tiempos delcólera, de Gabriel García Márquez. Era el últimolibro de la gramática del amor, y le hacía ilusiónque el curso acabara con una novela escritaoriginalmente en español.

La historia comenzaba con una muerte, la delamigo íntimo de un protagonista de la novela, eldoctor Juvenal Urbino, marido de Fermina Daza. El

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libro de Gabriel García Márquez cuenta latrayectoria de la pareja y de Florentino Ariza, eltercero en discordia, que está enamorado deFermina desde su juventud y la espera hasta quelos dos son ya viejos.

A Irene le fascinó desde el principio el lenguajede aquel escritor. Sentía que podía oler susmetáforas y palpar sus adjetivos. El premio Nobelescribía con frases largas y cadenciosas, llenas depoesía. Sus palabras se le enredaban en el corazóncomo lianas exuberantes trepando por el tronco deun árbol hasta adueñarse de él.

El doctor Juvenal Urbino explicaba en el primercapítulo que el aroma de los amores contrariadoses el de las almendras amargas, puesto que ése esel rastro que dejan las emanaciones de cianuro enel cuerpo de una persona que se suicida por amor.Al parecer, entre los amantes no correspondidosfue un método bastante popular para dejar estemundo.

La expresión «amores contrariados» llamó suatención y la anotó en su cuaderno para utilizarlaen su trabajo sobre el libro. ¿De verdad eraposible vivir un amor libre de cualquier dificultad?

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posible vivir un amor libre de cualquier dificultad?Si tenía que juzgar por sus experiencias en SaintRoberts, la esencia misma del amor era lacontrariedad, todos los obstáculos que ibanapareciendo en el camino. Su mente empezó adivagar y se alejó de la lectura, incapaz deconcentrarse.

Martha acabó de arreglarse al fin y se marchócon un alegre ciaociao.

No había pasado ni un minuto cuando llamarona la puerta. Irene abrió, con expresión de fastidio,y se encontró cara a cara con Brenda, que le metióprisa porque no quería llegar tarde a cenar.

Irene la tranquilizó y le explicó que en el Dog &Bone siempre había sitio. Le advirtió que no sehiciera demasiadas ilusiones respecto a la comidao la concurrencia. Brenda la condujo con susandares elegantes hasta el coche, un BMW rojoalquilado, y le abrió la puerta de atrás. Marcelo yaestaba sentado junto a ella en el asiento delantero.

Al mirarlos desde atrás, una vez arrancaron,Irene pensó con amargura que aquellos dos eranla viva imagen de la belleza y la felicidad.

Brenda lucía un maravilloso vestido de punto de

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color beige que resaltaba el tono bronceado de supiel. Llevaba el cabello suelto y no parecíamaquillada, aunque sus ojos y sus mejillasrefulgían como piedras preciosas. Y Marcelo…¿Qué le había pasado a su eterno chándal y a susfamiliares zapatillas deportivas?

Debía de haberse tomado muy en serio elcomentario de la australiana acerca de suindumentaria —el día anterior le había dichomedio en broma que parecía un granjero— yllevaba un conjunto muy distinto de su estilohabitual. Vestía unos vaqueros de diseño y unacamisa de algodón rosa palo, de un tono muypoco común. Saltaba a la vista que se habíagastado bastante dinero en aquella ropa de diseño.

Brenda conducía a gran velocidad, tomandocada curva con una seguridad pasmosa, como siconociera la carretera de toda la vida.

Pronto estuvieron sentados en el Dog & Bonecon el obligado vaso de real ale delante.

—¿Qué es este brebaje? —preguntó laaustraliana al propietario del local, con tal graciaque el señor Ward tomó a broma su descortesía.

En aquel pueblo ningún forastero se atrevía a

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meterse con la real ale, pero a pesar de ello leaclaró con una amplia sonrisa cuál era el origen dela bebida típica de la zona. Marcelo la miraba conorgullo.

—Es muy encantador todo esto —dijo Brendacuando se quedaron solos en la mesa con la cartadel pub—. En Australia no existen lugares comoéste.

—¿Y cómo os divertís donde tú vives? —preguntó Irene.

—Bueno, no hay demasiadas opciones en mipueblo, si quitas el surf, los chicos y las fiestas enla playa. Si no fuera por el clima y por lanaturaleza, que en Australia es de lo más salvaje,te diría que Cornualles no es tan diferente deaquello. ¡Y los chicos de aquí son tan guapos comolos australianos! —bromeó mirandosignificativamente a Marcelo.

—En Cornualles no sobrevivirían vuestroskoalas. Seguro que se los comerían las gaviotas.

Irene se había mostrado impertinente porprimera vez, harta de que aquella listillapretendiera saberlo todo de la vida. Marcelolevantó una ceja al escuchar su comentario.

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levantó una ceja al escuchar su comentario.—Oh, deberías ver alguno de cerca algún día —

respondió Brenda—. Son unos animalitospreciosos. ¿Sabías que se encaraman en unosárboles que en algunas zonas llegan casi hasta elborde del mar? Parece que quieran tocarlo con susdeditos.

Irene la dejó por imposible, porque estaba claroque no iba a poder con ella. «Muy bien, rubita, túganas», claudicó mentalmente. A partir de aquelmomento se abstrajo de la conversación y trató deno prestar atención a los comentarios graciosos deBrenda ni a las réplicas atentas de Marcelo. Sesentía de más en aquella maldita reunión, y a suamigo, si podía llamarlo así, parecía no importarle,aunque la australiana le lanzaba miradas de reojode cuando en cuando, como si sopesara sussentimientos.

La noche terminó pronto, porque el ánimosombrío de Irene acabó por enfriar el de los otrosdos y aguó la fiesta a la australiana, que habíaplaneado quedarse hasta que empezara el karaoke.

Irene había rogado que la llevaran a casa cuantoantes con la excusa de un fuerte dolor de cabeza.

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En el camino de vuelta, pese a que habíainsistido en que no era necesario, la sentaron en elasiento del copiloto. Brenda se dedicó a hacerle mily una preguntas acerca de su vida en Barcelona,sus padres, sus amigos, los libros que le gustaban,su lugar favorito para unas vacaciones…

Irene terminó confundida y malhumorada. Sepreguntaba por qué diablos aquella desconocidatenía tanto interés por su vida. ¿Qué le importabala edad de sus padres o si tenía primos ohermanos? ¿Es que la consideraba su rival y queríaobtener toda la información posible para medirsecon ella?

Enseguida descartó la idea por absurda, puestoque era evidente que para Brenda no existíacompetencia posible.

Cuando llegó a su cuarto, vio que Marthatodavía no había regresado. En su fuero interno sealegró de que al menos una de las dos lo estuvierapasando bien aquella noche.

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33. CUENTAS PENDIENTES

Se despertó con los ojos hinchados y un dolorde cabeza agudo y palpitante. Mientras buscaba unanalgésico en la mesita de noche de Martha, seprotegió los ojos de la luz con una mano.Descorazonada, pensó que una jaqueca era la peormanera de empezar el fin de semana previo a laNavidad.

No encontró ninguna pastilla entre las cosas desu amiga. Fue al lavabo a preguntarle si lequedaba alguna en el bolso, pero la inglesa noestaba allí.

La cama estaba deshecha, así que supuso quehabría salido de la habitación sin despertarla.Comprobó el reloj y se dio cuenta de que eranmás de las once. Ahí tenía la razón de su malestar:había dormido más de la cuenta. Aunque tambiénpodía ser que ella misma hubiera conjurado su

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mal la noche antes, al fingir que le dolía la cabezapara zafarse de Brenda y Marcelo.

Fuera como fuera, la jaqueca era insoportable yno podía ni pensar.

Se vistió con su ropa deportiva, no porquetuviera intención de entrenar, sino porque fue loprimero que encontró. Luego salió hacia eldispensario en busca de la enfermera Swan.

Atravesó la plazoleta casi sin mirar. Estaba apunto de llegar al edificio principal cuando ladetuvo una escandalosa algarabía. Se oían muchosgritos, alguna risa y un fuerte ruido de golpes.

Dos alumnos pasaron a su lado corriendo y sedirigieron con ansia hacia el tumulto de dondeparecía provenir el jaleo. Irene decidió alejarse,porque el dolor era más fuerte que su curiosidadpor ver qué sucedía. Pero entonces aparecióHeather, que la tomó del brazo y la arrastró denuevo hacia la plazoleta, justo al lado del estanquede las carpas mutantes.

—¡Se están peleando! —gritó alborozada —Vamos a ver qué pasa, ¡se está montando un líoimpresionante!

Irene no tenía ningunas ganas de asistir a ese

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espectáculo. Una pelea sería necesariamente unasunto ruidoso, y si algo no quería su cabeza enaquel momento era ruido. Pero no tuvo fuerzaspara oponerse al entusiasmo arrollador deHeather, ya que sólo hablar le suponía un esfuerzosobrehumano.

La rubia la metió en medio del tumulto, y allí,entre sus compañeros de clase, que gesticulaban yanimaban a los contendientes, los vio. ¡Era Josh!Erguido con su metro noventa de altura, su rostroestaba lívido y traspasado por una expresión derabia animal que hubiera atemorizado acualquiera. Y así estaban los dos chicos contra losque peleaba, totalmente aterrorizados.

Uno de ellos, que Irene reconoció como elcabecilla del dúo que había intentado abusar deMartha, acababa de caer al suelo tras un puñetazoterrible en la barbilla. Su compañero de juergas, elmás bajito, tenía una ceja abierta, de la quemanaba abundante sangre. Estaba de pie junto alestanque. Las piernas le temblaban, y por suexpresión era evidente que se debatía entre elimpulso de huir y el de mantener su pundonordelante de todo el colegio.

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delante de todo el colegio.Al final venció su instinto de supervivencia y

arrancó a correr como alma que llevaba el diablo.La multitud de alumnos que presenciaba la peleacomo si fuera un espectáculo deportivo estalló encarcajadas y se oyeron silbidos y gritos de«cobarde» y «gallina». Josh parecía ajeno a todoaquel público.

Estaba muy ocupado atacando de nuevo alcabecilla, que se había levantado del suelo condificultad y avanzaba hacia él con los puños enalto. Con gran parsimonia, el bibliotecario esquivócada uno de sus golpes desesperados, lo acorralóy acabó levantándolo por los hombros como sifuera un muñeco de trapo. Luego lo lanzó alestanque helado.

Se oyó un clonc, como si hubiera caído dentrodel agua una piedra o un tronco muy pesado.

—Si vuelves a hacer algo parecido, la próximavez te arrojaré al mar y no a un inofensivoestanque. ¿Entendido?

El chico asintió, empapado, aterido y humillado.El público aplaudió con fervor. Nadie sabía cuál erala cuenta pendiente entre el bibliotecario y aquellos

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dos chavales, pero les había encantado empezar lamañana de sábado con aquel choque deemociones fuertes. Irene estaba boquiabierta, peroenseguida ató cabos al ver a Martha en un rincóndel patio. La inglesa levantó la mano a modo desaludo y le guiñó un ojo con sonrisa cómplice.

Irene sintió dos nuevos pinchazos en las sienesy se apresuró a marchar hacia la enfermería. Peroaquella mañana todo parecía confabularse paraque no llegara nunca a su destino.

—¡Si estás aquí! Llevo esperándote más de unahora en la pista —dijo Brenda, que se materializóante ella como un ángel rubio vestido con ropadeportiva carísima y zapatillas de últimatecnología.

—Perdona, había olvidado nuestra cita. Es queno me encuentro muy bien. Sigue doliéndome lacabeza y… —se excusó Irene, que jadeaba por elesfuerzo de concentrarse para hablar.

—Para la jaqueca, una buena carrera es manode santo.

Dicho esto, la agarró por el brazo mientrassacaba un analgésico y una botella de agua de subolsa de deporte.

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—No puedo correr así, Brenda, necesitodescansar un poco.

—Oye, déjala en paz. ¿No ves que está pálida?Heather la había agarrado por el otro brazo y

miraba a la australiana con cara de pocos amigos.—Se le pasará en seguida. La pastilla que acabo

de darle es muy potente. En menos de lo quetardaremos en llegar a la pista se encontrarámucho mejor.

—Te he dicho que la dejes. ¿Quién te crees queeres para venir aquí y mangonear a la gente a tuantojo?

Heather forcejeaba con su brazo izquierdomientras Brenda la miraba con obstinación, sindejar de agarrar el derecho firmemente.

«Oh, no», pensó Irene. Ya había vistosuficientes peleas aquella mañana. Brenda era unachica muy educada, pero Heather era impulsiva, yuna nunca podía estar segura de sus reacciones.

—Chicas, ¡ya está bien! —protestó, soltándosede las dos—. Heather, Brenda no me estámangoneando. Fui yo quien insistió en entrenar atope los pocos días que me quedan antes de lacarrera. Ella sólo quiere ayudar. Iremos hacia la

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carrera. Ella sólo quiere ayudar. Iremos hacia lapista y, si al llegar me siento mejor, entrenaremos.

Heather se quedó atrás, refunfuñando algosobre Australia y las colonias inglesas, mientrasIrene se alejaba con Brenda, que caminaba con suslargas y elegantes zancadas, como si flotara.

El incidente apenas la había perturbado y nocesó de parlotear y de agradecerle que hubierasalido en su defensa hasta que llegaron a la pista.Irene hubiera deseado que se callara, pero al llegara la zona de entrenamiento se dio cuenta de que lacabeza ya le molestaba algo menos.

—¿A que ya estás mejor? —le preguntó laaustraliana con sincera calidez.

—Sí, tenías razón.Era imposible resistirse al influjo mágico de

aquella chica.—Mañana me voy de acampada a la península

de Lizard. ¿Te apuntas? Será divertido.—Estoy un poco ocupada, Brenda. Es mejor que

invites a Marcelo —rehusó a la defensiva.—Él también vendrá.—Entonces no me necesitáis para nada —replicó

Irene, desolada—. ¿Empezamos ya? Me encuentro

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muy bien —mintió.Brenda se alejó con un bamboleo indiferente de

su cola de caballo. Irene todavía estaba algoaturdida, pero empezó a correr tras ella comopudo. El aire helado de la mañana contribuyó adespejarle un tanto la cabeza.

La rubia apretaba como un gamo, pero ella noestaba dispuesta a dejarla ganar sin luchar. Setomó como un asunto personal aquelentrenamiento. Pensaba que si era capaz deatraparla, superaría sus sentimientos deinferioridad respecto a aquella belleza llegada delas antípodas.

Al acelerar, notó cómo su corazón bombeabacon fuerza para adaptarse al esfuerzo súbito que lepedía. No había tenido tiempo de recogerse elcabello y algunos mechones sueltos se leempezaron a meter en los ojos. Pronto seconvirtieron en una auténtica molestia alhumedecerse con el sudor y el fuerte viento queprovenía del mar. Irene se distrajo un par de vecesmanoteando con ellos para colocarlos detrás de lasorejas.

Con todo, consiguió mantenerse a distancia de

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su liebre, que brincaba y saltaba como si aquellacarrera no le estuviera costando ningún esfuerzo.Irene, en cambio, no se sentía cómoda aquellamañana. Notaba incluso el roce de los calcetinesen los tobillos y su cabeza retumbaba como untambor al compás de cada una de sus pisadas,pero resistió, y poco a poco empezó a acercarse aBrenda.

La australiana se volvió, miró el cronómetro y laavisó de que aquélla era la última vuelta. Tambiénle recordó que debía respirar tomando el aire porla nariz.

Irene no le hizo ningún caso y decidió echar elresto en los pocos metros que quedaban para elfinal. Corrió enloquecida como si en ello le fuera lavida, sintiendo que sus pulmones iban a reventar yque el corazón se le escapaba por la boca a galopetendido.

De repente, empezó a ver las gradas próximascomo unas líneas grises y difusas que pasaban atoda velocidad a su lado. Le pareció que eran ellaslas que se movían, mientras su cuerpo se habíadetenido en mitad del carril. Las sienes lepalpitaban y fue consciente durante un segundo de

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palpitaban y fue consciente durante un segundo deque iba a atrapar a Brenda, que gritó algo.

Lo siguiente que vio fue una nube borrosa y, acontinuación, un fundido a negro.

Despertó unos minutos después, rodeada porlos rostros preocupados de su entrenadora y delprofesor de educación física, que pasaba por allí yla había visto perder el conocimiento.

—Has tenido suerte de que esta chica estuvieraaquí. De otro modo te habrías dado un buen golpeen la cabeza —dijo el profesor mientras leacercaba una botella de agua.

Irene respiró hondo, todavía desorientada,mientras trataba de incorporarse ayudada por unaBrenda que rezumaba preocupación.

—No tendrías que haberte esforzado tanto. ¿Porqué has corrido así?

—Necesitaba ganarte en algo.

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34. LA CAJA DE LOS SECRETOS

Hacía muchas horas que Irene leía sin descansoEl amor en los tiempos del cólera. Como su clasede gramática con Peter se había adelantado allunes, debido a las vacaciones, tenía que darseprisa para redactar un trabajo decente aquellamisma noche.

Su concentración era tal que a ratos perdía lanoción del tiempo, e incluso de la realidad. Leparecía que la lluvia helada que pintaba finas rayasen los cristales de su habitación era el preludio deuna tempestad tropical. Casi esperaba ver cómo seabrían los cielos y caía una gruesa y efímeracortina de agua, como si se hallara en medio delCaribe y no en mitad de una oscura tarde dedomingo en Cornualles.

El influjo de las palabras de García Márquez eramuy poderoso. Desde la primera línea había

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cautivado a Irene, que hasta entonces nunca habíaleído una prosa tan colorida, mágica y sensual.Algunos fragmentos de la novela la inquietaban unpoco, como la escena en que Florentino Ariza seemborracha de amor comiéndose las gardeniasfrescas de los parterres de su madre y bebiendocolonia a granel, todo ello para apropiarse delsabor de su amada, Fermina Daza, y transpirarlopor todos sus poros

Rememoró aquel capítulo perturbador del iniciodel libro más adelante, cuando al seguir con sulectura febril comprobó que, cincuenta añosdespués, Florentino vuelve a escribirle una carta yFermina cree percibir en el papel un tenue olor,esta vez tan marchito como sus rostros, agardenias blancas.

Estaba subrayando aquel recurso literario genialcuando notó una vibración en el bolsillo. Acababade entrar un mensaje en su móvil.

[¿Cómo te va con el comedor de gardeniasy los amores contrariados? ]

Irene sonrió al leer el sms de Marcelo. Brenda

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debía de haberle explicado que no iba deacampada con ellos porque estaba ocupadaleyendo la novela del premio Nobel. No le extrañóque conociera al dedillo dos de los leitmotivs de laobra, ya que, como todos los libros de lagramática, estaba plagado de notas suyas.

A él también le había impactado el fragmentoen el que Florentino se come las flores del parterrey lo había subrayado profusamente, junto conotras excentricidades del personaje. Irene lecontestó tecleando con una mano, mientras con laotra seguía sosteniendo la novela.

[No tan bien como debe de irte a ti con Doña Perfecta.¿Qué tiempo hace en Lizard? ]

La respuesta de Marcelo no se hizo esperar.

[No lo sé, porque no estoy allí.Me quedé para estudiar.

¡Pero no puedo concentrarme!Menudo aburrimiento de domingo…]

Irene se alegró al saber que al final Brenda sehabía marchado sola. Decidió que ya era hora de

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aclarar aquel asunto de las notas, que habíadejado aparcado con la visita sorpresa de laaustraliana, y respondió con rapidez.

[¡Pues aburrámonos juntos!Yo soy toda una experta. Voy a verte

en menos de diez minutos. ]

Se cepilló el cabello con cuidado, porque lollevaba hecho un desastre a causa de la humedad.Tomó la novela y una gruesa chaquetaimpermeable y marchó corriendo bajo la lluvia.

Marcelo la esperaba en su habitación con unatetera recién preparada y unas rebanadas de pande jengibre. Irene se sentó a la mesa frente a él ydecidió que no se andaría por las ramas. Sacó ellibro de su mochila empapada y lo depositó concuidado sobre el tapete.

—Conoces este libro, ¿verdad?—Claro, el del comedor de flores. Imposible

olvidarlo —respondió Marcelo con una sonrisacauta.

–Quiero decir que lo conoces muy bien, tantocomo para subrayarlo y llenarlo de notas

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personales. Como ésta.Irene abrió el libro al azar y leyó en voz alta un

fragmento que Marcelo había marcado, así comosu comentario al margen de aquellas líneas:

Quería ser otra vez ella misma, recuperar todocuanto había tenido que ceder en medio siglo deuna servidumbre que la había hecho feliz, sinduda, pero que una vez muerto el esposo no ledejaba a ella ni los vestigios de su identidad. Eraun fantasma en una casa ajena que de un día paraotro se había vuelto inmensa y solitaria, y en lacual vagaba a la deriva, preguntándose angustiadaquién estaba más muerto: el que había muerto ola que se había quedado.

—PERDER EL AMOR ES COMO

ESTAR MUERTO EN VIDA.

ME PREGUNTO SI B.ME ECHARÁ EN FALTA,

SI NOTARÁ SIQUIERA MI AUSENCIA.

Marcelo tomó el libro entre sus manos y acaricióel lomo, como si acabara de recuperar a un viejo

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amigo perdido, pero guardó un silencioinescrutable.

—¿Hace mucho que escribiste esto? —lointerrogó Irene, dispuesta a llegar hasta el final delmisterio como fuera.

—Hará unos dos años.—¿Y también fue entonces cuando leíste a

Murakami, Jane Austen, Tolstoi y los demás?—Sí, los leí todos por aquellas fechas. Con

Byron —añadió tras una pausa.—¿Y por qué no me lo dijiste?—No es una época que me guste mucho

recordar. Y pensé que si Hugues te estabaayudando como lo hizo conmigo, cuando volví deAustralia con el corazón hecho pedazos, era mejorque no te molestara. De hecho, siempre teescondías de mí para leer.

—Y ahora debes de estar muy contento —lotanteó ella.

—Me he perdido —inquirió Marcelo, confundido—. ¿A qué te refieres?

—Pues que por fin has recuperado a tu queridaB. Es decir, Brenda —respondió Irene conamargura—. Has tardado dos años, pero ahora la

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tienes aquí dispuesta a reconquistarte. Ya notendrás que leer más libros para olvidarla niescribir notas desesperadas para consolarte —prosiguió, dolida.

Marcelo siguió sin romper su silencio obstinado.Su expresión era de intensa concentración, como sise enfrentara a un terrible dilema y no tuviera niidea de cómo resolverlo.

Pero Irene no estaba dispuesta a dejarlo correr.—Respóndeme de una vez. ¿La B. de tus notas

es Brenda?Marcelo suspiró largamente antes de decir:—La chica de mis notas era Bridget. Ya te conté

aquella historia, que está más que superadagracias al curso de gramática del amor que Byronme ofreció, como ha hecho ahora contigo.

—Entonces, ¿qué pinta ella en Cornualles? ¿Quéhay entre vosotros, Marcelo?

—Irene, no es nada de lo que estásimaginando...

—¿Cómo que no? —respondió furiosa—. Esimposible que seáis simplemente amigos, teniendoen cuenta que ha recorrido más de diez milkilómetros para venir a verte a este lugar perdido.

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kilómetros para venir a verte a este lugar perdido.No se ha ido de vacaciones a Berlín, a París o aGrecia… ¡Ha tenido que escoger un miserabletrocito de tierra azotado por la lluvia y el vientodonde no hay nada interesante que ver!

Marcelo calló, completamente ruborizado, lo queacabó de convencer a Irene de que le ocultabaalgo. Su cara era de culpabilidad, semejante a lade un niño sorprendido en mitad de una travesura.

Ella se daba cuenta de que se estabacomportando como una enamorada celosa, y unaparte de sí misma se sorprendía al verse actuar deaquella manera. Pero no podía parar. Necesitabaque Marcelo le dijera toda la verdad, aunquedoliera, e iba a conseguirlo como fuera.

—Marcelo, ¿tú crees que soy idiota? No hacefalta que lo ocultes más: podré soportarlo. Aunquesiempre imaginé que eras distinto de los demás.Nunca pensé que te vería con la lengua fueradetrás de una chica tan vulgar como Brenda. Secree que es la reina del mundo y que todosdebemos hacer reverencias a su paso. ¡Es unapedante insufrible! Y a ti también te ha hechizado.

Irene había pronunciado su pequeño discurso

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casi sin respirar, pero en cuanto terminó searrepintió de inmediato de sus palabras.

La expresión de Marcelo había pasado de lavergüenza a la rabia.

Ella se dio cuenta de que había metido la patahasta el fondo al criticar de aquel modo a suamiga. Había hablado desde el despecho y ladesesperación, consciente tal vez por primera vezde que sus sentimientos por Marcelo iban muchomás allá que los de una simple amistad.

—Ya basta —dijo él muy serio mientras selevantaba bruscamente de la silla—. Vete de aquí,por favor. No quiero seguir hablando contigo.

A continuación le abrió la puerta y le dio lachaqueta para que se marchara.

—Lo siento, Marcelo. ¡No quería decir esascosas! —se disculpó Irene entre lágrimas—. Peroque te hayas enfadado tanto prueba lo que estoydiciendo: Brenda es algo más que una simpleamiga para ti.

—En eso tienes razón. Brenda es mi hermana.Marcelo cerró la puerta y dejó a Irene,

anonadada y sola, en el pasillo helado.

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35. NAVEGANTES DEL AMOR

El lunes era el primer día de las vacacionesnavideñas e Irene se despertó después de que laalarma de su móvil atronara durante un minutoseguido. Martha dio un grito para que la apagarade una vez, y ella, aún perdida entre las brumasdel sueño, dio un manotazo al teléfono. Luegosalió de la cama con un gruñido.

Estaba de un humor de perros tras no haberpegado ojo en toda la noche.

Si no se daba prisa, iba a llegar tarde a suúltima cita del año con Peter Hugues, que semarchaba a Londres aquella misma noche parapasar las fiestas con su familia. Los dos habíandecidido poner fin al curso de gramática antes deNavidad.

A Irene le había parecido una buena idea en sumomento, ya que así estrenaría año con la

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satisfacción de un deber cumplido. Pero aquellamañana notó cómo se apoderaba de ella lanostalgia anticipada; también la angustiosasensación de que le quedaban pocas cosas a lasque agarrarse. Se dio cuenta de que iba a echarmuchísimo de menos las tardes de los miércolesen el despacho de Peter, así como las excursionessorpresa que él le preparaba.

Por suerte le quedaba la de aquel día, pensó.Mientras se duchaba a toda velocidad, hizo

balance de aquel curso acelerado sobre el arte deamar. Se preguntó con amargura si, más allá deescribir siete trabajos, había sido capaz de asimilaralguna de las lecciones que Peter y las mismasnovelas debían inspirarle. Al pensar en ello, revivióla encendida conversación con Marcelo de la nocheanterior y su sorprendente revelación.

Notó un pinchazo de desasosiego en elestómago.

Se sentía ridícula por haberlo mareado con suspreguntas de niña celosa, como si él le debieraalguna respuesta. Y, por encima de todas lascosas, lamentaba haber hablado mal de suhermana.

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Él se había disgustado mucho, con razón, eIrene se preguntaba si podría perdonarle sutorpeza algún día. Quizá después de aquellaescenita patética ya no querría verla nunca más yse habría esfumado todo su interés por ella. Eso sialguna vez había llegado a existir.

Recordó que al conocer la identidad de Brendaprimero había sentido un alivio inmenso,demasiado parecido a la felicidad, seguido delimpulso irresistible de darle un bofetón a Marceloo de abrazarlo, o quizá ambas cosas a la vez.

Finalmente no había hecho nada. Se habíametido en la cama para intentar dormir, pero trasmuchas horas de cavilaciones seguía dándolevueltas al asunto y estaba desolada. Se dabacuenta de que la dicha había estado muy cerca deella todo el tiempo, y no había advertido quepasaba por su lado, vestida con chándal yzapatillas de deporte.

Se miró al espejo y trató de suavizar suexpresión crispada, demasiado abrumada por sussentimientos hacia Marcelo. Ahora, cuando ya nohabía vuelta atrás, descubría que no queríaperderlo.

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perderlo.Mientras se secaba el pelo pensó, avergonzada,

que, a pesar de todas sus lecciones de gramáticadel amor, no pasaba de ser una mera principiante.

La última sesión del curso se iba a celebrartambién en un lugar indeterminado. Peter sólo lehabía recomendado que se pusiera ropa de abrigoy botas de agua. Tenía que llevar consigo unamuda de recambio por si se mojaban, algo que lehacía intuir que iban a pasar un buen rato en elexterior. No hacía falta que llevara libros nipapeles, le había advertido, puesto que la nocheantes Irene había enviado su trabajo por correoelectrónico y él ya lo tendría leído para cuando seencontraran.

Sin embargo, no podía marchar con aquelestado de inquietud. Llamó a Marcelo paradisculparse, deseando encontrarlo despierto y conel móvil encendido.

—Irene —respondió una voz soñolienta al otrolado de la línea.

—Marcelo, ¡buenos días! ¿Ya estás despierto? —dijo ella, sin ocultar el alivio que sentía por elhecho de que todavía le dirigiese la palabra.

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—En realidad no he dormido demasiado bien.—Yo tampoco. Escucha, quiero pedirte

disculpas. Lo que dije ayer sobre Brenda fueimperdonable. Y ni siquiera lo sentía de verdad.Todo fue por culpa de mis estúpidos celos.

—Tenías razón al enfadarte con nosotros —repuso apesadumbrado—. Y yo no tendría quehaberte echado de la habitación.

—Pero… ¿por qué no me dijiste antes que era tuhermana y me dejaste hacer el idiota tantotiempo? Creía que éramos… amigos.

—Brenda puede ser una persona muypersuasiva. Ya lo has comprobado por ti mismaestos días. Le escribí hace semanas y decidió venirenseguida a visitarme. Es muy protectora, y metemo que tiende a inmiscuirse demasiado en misproblemas. Me prohibió tajantemente que te dijeranada. Lo siento de verdad.

—Entonces, ¿me perdonas?Irene sintió que su corazón se aligeraba como

un globo hacia el cielo.—Claro, ya está olvidado. No te preocupes más.

Soy yo quien te pide disculpas por mi salida detono.

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—¿Seguiremos como antes? —insistió ella,todavía insegura.

La voz de Marcelo sonó diferente, más distante yapagada de lo habitual, al responder:

—Sí, seguiremos entrenando como siempre.Irene, ahora tengo que colgar. Estoy destrozado yno sé ni lo que digo.

A Irene le pareció que seguía hablando confrialdad. Finalmente colgó muy disgustada, sinhaber conseguido aclarar si él hablaba desde elcorazón o si su perdón era pura formalidad. Habíaprometido que seguirían entrenando, sin definircuál sería su relación a partir de ahora. ¿Selimitarían a correr juntos? Irene no sabía quépensar.

* * *

Cuando llegó a la explanada, el coche de Peterya la estaba esperando como un refugio cálido yseguro. El trayecto fue muy corto, y ella sesorprendió cuando se detuvieron en elaparcamiento del pequeño puerto pesquero de laaldea. Quedaba muy cerca del Dog & Bone, que a

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aquella hora tan temprana ni siquiera habíaabierto.

El puerto estaba casi desierto, a excepción de unviejo con indumentaria de pescador que los saludócon la cabeza en cuanto bajaron del coche. Elanciano tejía redes sentado en un taburete que sesostenía en pie de puro milagro. Dejó su labor enel suelo, al borde de unas barcas amarradas, parasalir a su encuentro.

Mientras Peter hablaba con el hombre, que alparecer les había preparado una lancha para quedieran un paseo por la costa, Irene oyó unzumbido y sacó el móvil de su bolso.

[ Siento mucho que mi estúpida comedia te hayacausado

tantos disgustos. Por favor, perdóname. Eres una chicaextraordinaria y, si aceptas ser mi amiga, ya sólo por eso

mi viaje habrá valido la pena.PD. Marcelo está muy arrepentido por lo de anoche.He tenido que emplearme a fondo para consolarlo.

Te quiero xx Brenda ]

Irene suspiró, algo más tranquila al comprobarque Brenda la apreciaba y, sobre todo, al saber

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que Marcelo había necesitado de su consuelo trassu charla acalorada.

Peter le lanzó una de sus miradas de halcón,como si se hubiera dado cuenta de que algo ibamal y tratara de leerle la mente. Por si acaso lolograba, decidió aparcar el asunto hasta que sehubieran despedido por la tarde.

El viejo marinero los condujo hasta el muelle yayudó a Irene a subir al bote a motor sin dejar derefunfuñar.

—¿Por qué está de tan mal humor este hombre?—preguntó Irene—. ¿Es que hay una epidemia demal rollo en Cornualles esta mañana?

—Dice que va a haber una tormenta y queríaconvencerme de que no saliéramos a navegar —explicó Peter.

Irene se acomodó en el pequeño asiento de lalancha y miró al cielo, que exhibía un color azulgrisáceo poco corriente. Un rebaño de nubesblancas y esponjosas como ovejitas, más típicas deun día de primavera que de una mañana dediciembre, se movía con parsimonia tratando dedecidir dónde se aposentaban para dormir lasiesta. Nada parecía indicar que fuera a llover.

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—Con este cielo tan despejado, no piensoquedarme aquí esperando. Si al final tiene razón yllueve, siempre estamos a tiempo de volver alpuerto —concluyó Peter mientras arrancaba elmotor, que explosionó con un fuerte chasquido ypotentes emanaciones de gasolina.

El barquito se llamaba Esculapio, en honor aldios griego de la salud. Al parecer, habíapertenecido al médico de la aldea, que hacíatiempo que se había mudado a Pendanze y habíadejado aquella embarcación de recreo medioabandonada. Hasta que un pescador avispado se lahabía comprado por una ridícula cantidad dedinero.

Irene se relajó por fin, mecida por el zumbidodel motor y el agradable bamboleo de la lancha,que surcaba el mar en calma.

Peter llevaba botas de goma y un impermeableazul oscuro con una capucha que lo protegía de lassalpicaduras del agua. Manejaba el timón conaplomo, y pronto estuvieron lejos de la costa, losuficiente para que el triste puerto pesquero y laaldea misma parecieran una pintoresca imagen depostal. Entonces detuvo el motor y echó el ancla,

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postal. Entonces detuvo el motor y echó el ancla,un revoltijo de hierros oxidados que a Irene leparecieron insuficientes para mantener quieto elbarco.

—¿Sorprendida? —preguntó él rompiendo elsilencio que los envolvía, exceptuando las olas y elchirrido lejano de alguna gaviota.

—Si el barco se hubiera llamado La NuevaFidelidad, como el de El amor en los tiempos delcólera, reconozco que habría alucinado. Peroempiezo a conocerte, y ya imaginaba que habríaspreparado una excursión que tuviera algo que vercon nuestra última novela —dijo Irene, sonriendopor primera vez en muchas horas.

—Pensé que podíamos acabar con un paseo enbarca como homenaje a la última escena de lanovela. Sólo que nosotros navegaremos por aguassaladas y volveremos a puerto dentro de un rato—bromeó Peter.

El amor en los tiempos del cólera acaba con unamítica escena en la que Florentino Ariza y FerminaDaza, juntos al fin después de más de cincuentaaños, navegan por el río en una travesía sin final nidestino concreto. El barco en el que viajan ha

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izado la bandera del cólera por motivos que notienen que ver con la enfermedad, y ya ningúnpuerto les permite atracar por temor a contagiarse.

Irene había citado aquel final formidable en sutrabajo.

Florentino Ariza lo escuchó sin pestañear. Luegomiró por las ventanas el círculo completo delcuadrante de la rosa náutica, el horizonte nítido, elcielo de diciembre sin una sola nube, las aguasnavegables hasta siempre, y dijo:

—Sigamos derecho, derecho, derecho, otra vezhasta La Dorada.

Fermina Daza se estremeció, porque reconocióla antigua voz iluminada por la gracia del EspírituSanto y miró al capitán: él era el destino. Pero elcapitán no la vio porque estaba anonadado por eltremendo poder de inspiración de Florentino Ariza.

—¿Lo dice en serio? —le preguntó.—Desde que nací —dijo Florentino Ariza—, no

he dicho una sola cosa que no sea en serio.El capitán miró a Fermina Daza y vio en sus

pestañas los primeros destellos de una escarchainvernal. Luego miró a Florentino Ariza, su

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dominio invencible, su amor impávido, y lo asustóla sospecha tardía de que es la vida, más que lamuerte, la que no tiene límites.

—¿Y hasta cuándo cree usted que podemosseguir en este ir y venir del carajo? —le preguntó.

Florentino Ariza tenía la respuesta preparadadesde hacía cincuenta y tres años, siete meses yonce días con sus noches.

—Toda la vida —dijo.

Peter se acomodó junto a ella en la otra mitaddel estrecho asiento, pero justo entonces el cielose oscureció y oyeron el crepitar de un truenocercano.

Irene alzó la vista y vio cómo aquellas inocentesnubes que había observado media hora antes sehabían revuelto de improviso y habían aumentadoalarmantemente de volumen y consistencia. Laasustó el fogonazo de un relámpago que cayócerca de la playa, seguido por el chasquidoinmediato de un trueno mucho más fuerte que elanterior.

El viejo pescador tenía razón, y una intensatempestad se había desatado con rapidez sobre la

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zona.Peter levó el ancla, sin disimular sus nervios, y

arrancó el motor tras tres intentos fallidos que losllenaron de angustia. Mientras tanto, la lluviaarreciaba y los estaba empapando, lo mismo que asus bolsas para la comida. El viento soplaba confuerza y mecía el barco como una cáscara de nuezvacía.

Irene respiró aliviada cuando Peter logróenderezar la proa de la nave y pusieron por finrumbo a la costa.

Poco después los atrapó el corazón de latormenta. Fue entonces cuando se dieron cuentade que iban a tener serios problemas para llegar asu destino sanos y salvos.

El fuerte viento soplaba de costado,impulsándolos peligrosamente hacia las rocas deun espigón natural, mientras olas cada vez másaltas golpeaban el barco por todos los lados.

Irene se agarró con fuerza a los laterales de lalancha para evitar caerse con aquel intenso vaivén.

Peter aceleró para evitar el choque, que parecíainevitable, pero el motor del Esculapio no estabapreparado para tantos esfuerzos. Tras unos

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cuantos minutos luchando contra la fuerzadesatada del mar, se rindió y emitió un estertoragónico.

El oleaje continuó empujándolosinexorablemente y acabó por llenar el barco deagua. Peter maldecía e intentaba arrancar el inertemotor una y otra vez, aterrorizado al ver queterminarían por embarrancar contra los escollos.Irene intentó llamar por teléfono, pero comprobó,asustada, que no había cobertura. Gritó a Peterpara ver si él tenía más suerte, pero el fragor de latempestad acallaba su voz, y él estaba tanconcentrado en el motor que ni la escuchaba.

Al ver que el agua le llegaba más arriba de lostobillos, Irene se puso a achicarla con un cubo queencontró en la cubierta. Peter se había dado cuentade que sus esfuerzos no tenían sentido y se unió aella, tratando de reducir el volumen del agua en elinterior del barco a la deriva.

Justo entonces, cuando empezaban adesesperar, los envolvió un extraño silencio.

Irene observó con alivio que las nubes se habíandispersado tan repentinamente como se habíanarremolinado frente a la costa. También el viento

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arremolinado frente a la costa. También el vientohabía amainado.

E l Esculapio seguía a merced del mar, pero lafuerza de las olas ya no lo conducía directo hacialas afiladas rocas, sino que lo movía con suavidadhacia atrás y hacia delante, con un dulce compásque les pareció el paraíso, comparado con lazozobra que acababan de vivir.

Peter se sentó con el rostro descompuesto.—Creía que no la contábamos —confesó con

voz temblorosa.—Yo tampoco. Nunca antes había vivido un

naufragio.Irene, que pese a la situación extrema había

sido capaz de conservar la calma, le pidió elteléfono para comprobar si el suyo tenía cobertura.El profesor, que no había caído en pedir auxilio,por fin reaccionó y llamó a los guardacostas.

Les dijeron que los remolcarían hasta la playaen cuanto pudieran fletar una lancha.

Sin poder hacer más, se sentaron a esperar quellegara la asistencia. Irene recordó que llevaba untermo con té caliente y sirvió dos vasos de infusiónque les reconfortaron el ánimo.

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Con un poco más de color en el rostro, Peter lepreguntó:

—Irene, si la experiencia extrema que acabamosde vivir fuese una alegoría del amor, ¿cuál crees túque sería el mensaje?

—No lo sé —respondió ella, dudando; lo últimoque esperaba era que después de aquel susto Peterretomara la lección de gramática—. ¿Que estarenamorado significa remar contra corriente?

—Todo lo contrario —dijo él tras recuperar elaplomo—. Según el taoísmo, los estados máselevados del alma se alcanzan cuandoconseguimos fluir con el mundo y nuestrossentimientos forman parte de esa corriente.

Irene pensó otra posible respuesta durante unpar de minutos. Luego dijo:

—Cuando el amor llega, lo hace como latormenta que casi nos mata hace un rato. Esfurioso, imparable, arrollador.

—Pero recuerda lo que aprendimos con AnaKarenina acerca de los amores tranquilos —apuntóPeter.

Irene se ponía nerviosa cuando le hacíanpreguntas directas. Su carácter reflexivo necesitaba

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la soledad y la familiaridad de una página enblanco para sacar conclusiones acerca de cualquiercosa. Pero conocía la afición de Peter por hacerlaavanzar a fuerza de cuestiones, así que decidióintentarlo por tercera vez:

—El amor es como navegar por un martempestuoso. Hay que estar muy vigilante para noestrellarte contra los escollos o los obstáculos quevan saliendo al paso.

—Entonces, ¿tú crees que un buen amor tieneque ser necesariamente difícil, un amorcontrariado como el de la novela de GarcíaMárquez? Cuando navegas en medio de unatempestad, como nosotros hace un rato, ¿por quéluchas contra ella? —volvió a preguntar Peter.

—Para salvar la vida, claro.—Pero quieres salvar tu vida, ¿para hacer qué?—¿Para llegar al puerto?Irene empezaba a exasperarse, incapaz de ver

hacia dónde los conducía aquel diálogoestrambótico.

—¡Tú lo has dicho! Estar enamorado esexponerse a un naufragio constante —dijo él enpie, dirigiendo su mirada melancólica hacia el

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pie, dirigiendo su mirada melancólica hacia elhorizonte—. Naufragamos con cada fracaso. De loque se trata es de sobrevivir a las tempestadespara que, algún día, podamos llegar al puertodonde alguien nos estará aguardando sólo anosotros.

Irene no tuvo tiempo de objetar nada, puestoque el bramido de la potente lancha de losguardacostas interrumpió la charla. Sin embargo,siguió cavilando un buen rato acerca de lo quePeter acababa de decirle.

Desde el otro barco les lanzaron varios cabos,que amarraron al armazón de su nave para queempezaran a remolcarlos lentamente hacia laplaya.

Ella temblaba, muerta de frío, ya que la lluvia yel oleaje habían traspasado su ropa y sus botas yhabían empapado también la muda de recambio.Peter le pasó un brazo por los hombros, y ella searrebujó en el hueco de su hombro, agradecida.

Así abrazados entraron en el puerto, y fueentonces cuando Irene sintió que habíacomprendido algo trascendental. Casi no se diocuenta de que pensaba en voz alta cuando dijo,

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como si acabara de experimentar una epifanía:—Lo importante para un navegante del amor es

tener claro en qué puerto quiere desembarcar.El profesor le apretó el hombro con afecto

mientras la ayudaba a salir de la lancha. Irenesuspiró, feliz de volver a poner los pies sobre tierrafirme.

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EPÍLOGO

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36. LA JANUARY RACE

Las vacaciones de Navidad pasaron en unsuspiro. Después de tantos naufragiossentimentales, la pausa festiva fue para Irene unoasis de agradable normalidad.

Disfrutó como una niña de los picnics al airelibre que organizaba con Martha en cuanto salía unrayito de sol, de las tardes de cineclub, de lascenas tranquilas y las excursiones por losalrededores con Brenda y Marcelo.

Los dos hermanos, su compañera de cuarto yJosh fueron como una familia bien avenidadurante aquellos días. Los pocos momentos en losque echó de menos a sus padres se diluyeronrápidamente en la plácida compañía de susamigos. Aquellos días les sirvieron a todos paraconocerse mejor, calmar algunos corazonesdesbocados y olvidar viejas rencillas.

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Después de todo lo que había vivido en losúltimos tres meses, Irene se daba cuenta de queestaba pasando por un momento de reflexión.Sentía que necesitaba procesar un montón decosas, desde la última lección de gramática conPeter hasta el sinfín de angustias acumuladasdurante semanas. En cierto modo se sentíaparalizada, como si una fuerza poderosa le pidieraque no se moviera ni un centímetro de dondeestaba.

Los entrenamientos dobles que había estadoejecutando con Marcelo, y a veces también conBrenda, la ayudaban a poner orden en sussentimientos.

Pensaba en todo esto mientras subía al autocarque iba a conducirla, junto con una cincuentena dealumnas más, a la January Race. La carrera teníalugar en las calles de Truro en la mañana delprimer domingo del año. El colegio todavía nohabía recuperado la rutina, pero los alumnos yahabían regresado de las vacaciones y esperaban lacarrera como el primer gran acontecimiento delaño.

Saint Roberts preparaba la competición

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deportiva con mucho cuidado. Por su parte, lasautoridades de la ciudad engalanaban las calles deTruro con banderolas de colores y pancartas.Durante unas horas se prohibía el paso a loscoches para dar vía libre a los corredores, a losque saludaban las familias vestidas con ropa dedomingo.

A primera hora corrían las chicas, y acontinuación lo hacían los chicos.

El autobús llegó a su destino tras lo que a Irenele pareció una travesía interminable. Algunaschicas charlaban y reían animadamente, excitadasante la perspectiva de la competición y el viaje.

Irene se aisló de todo con sus auriculares,aunque no prestaba demasiada atención a lamúsica. Cuando las hicieron bajar y les entregaronlos dorsales y los chips para las zapatillas, notóque le temblaban las piernas. Para serenarse, sepuso a hacer los ejercicios de relajación queMarcelo le había recomendado. Siguió respirandocomo él le había enseñado y comprobó que suritmo cardíaco se suavizaba un poco.

En la línea de salida había una tarima con unafanfarria que tocaba una melodía supuestamente

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fanfarria que tocaba una melodía supuestamentealegre, pero que a ella le pareció un monumentallío de trompetas y alocada percusión. Los juecesiban vestidos con trajes negros, y uno de lospatrocinadores había colocado un cronómetroenorme justo sobre sus cabezas.

Los diez kilómetros de la carrera transcurriríanentre plazas y avenidas arboladas, en un trayectoque empezaba y acababa en el mismo punto.

Irene vio por el rabillo de ojo una mesa dondese exhibían tres copas de metal de distintotamaño, una dorada y dos plateadas, además deun cubo con un sinfín de medallas brillantes.Supuso que eran los trofeos para las ganadoras yexperimentó un escalofrío de anticipación.

Trató de concentrarse, de encerrarse en unaburbuja de fría calma donde sólo fuera conscientede su respiración y su velocidad media porkilómetro. Sin embargo, le resultaba muy difícil enmedio de aquel ambiente de fiesta mayor.

Por si el jaleo fuera poco, nuevos autocaresdesembarcaron en los alrededores, e Irene empezóa reconocer las caras de sus amigos, que seacercaban con rapidez a la línea de salida para

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saludarla y desearle suerte. A lo lejos distinguió lascaras de Heather y Martha, seguidas por Josh, queavanzaban entre la multitud dando algún que otroempujón. Se preguntó si Marcelo habría llegado yacon los demás chicos y cómo le iría a él su carrera.

Durante los últimos días se habían comportadocomo simples amigos. Ella no se atrevía a hablarcon él de lo que había sucedido, y él también latrataba con amable cautela. Como casi siempreestaban rodeados de otra gente, tampoco habíantenido ocasión de charlar, pero Irene casiagradecía aquella tregua.

La noche antes habían entrenado juntos porúltima vez, y él le había deseado suerte con unapretón de manos. Ella estuvo a punto de hacerleuna de sus bromas y responderle con dos besos, ala española, pero la sensación de que tenía queandar con pies de plomo la había detenido. Sehabían dicho adiós como lo habrían hecho unentrenador y su alumna, pero al volver la vistaatrás, a Irene le había parecido ver un destello dedecepción en los ojos de Marcelo.

El profesor de educación física se dirigió a todaslas participantes durante unos segundos para

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recordarles que tenían que respetar el orden desalida. Nadie tendría ventaja sobre nadie, ya que elcronómetro se guiaría por los chips que llevabanen las zapatillas. Les deseó suerte e Irene ocupó supuesto, muy cerca de la primera fila.

Delante de ella había una chica desconocida queparecía un armario ropero. Era tan alta y tan anchaque, de no ser por las formas femeninas de supecho, Irene habría pensado que se trataba de unhombre.

—¿Y ésa quién es? —preguntó a Bertha, unachica de su clase que correría a su lado.

—Es Lucie. Acabó el cole el año pasado, peroaun así corre en calidad de ex alumna. Antes noestaba permitido hacerlo, pero este año hancambiado las normas. Dicen que es casi unaprofesional, porque se entrena en el Centro deAlto Rendimiento de Cardiff.

Irene pensó que era injusto que una chica queya no estaba en el colegio y que además partía conventaja pudiera competir en la carrera, pero notuvo tiempo de decir nada más.

El cronómetro empezó la cuenta atrás y lafanfarria volvió a tocar otra de sus locas tonadas.

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fanfarria volvió a tocar otra de sus locas tonadas.El juez dio la salida, y cincuenta pares de pies sepusieron en movimiento, dispuestos a dar lo mejorde sí mismos aquella mañana.

Habían tenido suerte con el tiempo, porque,aunque hacía mucho frío, más que en todo lo quellevaban de invierno, el suelo estaba relativamenteseco y no había ni una brizna de niebla. En lasnoticias habían dicho que se esperaba una nevadaen cotas bajas, pero nadie creía el pronóstico,porque en aquella zona de Inglaterra la nieve eratoda una rareza.

Irene corría controlando muy bien su tiempo.Ajustaba la velocidad al objetivo que se habíamarcado para los tres primeros kilómetros con laayuda de su cronómetro. No quería agotarse yllegar a mitad de carrera sin fuerzas para el esprínfinal.

Los organizadores habían situado varios puntosde avituallamiento a lo largo del recorrido. Irenetomó sobre la marcha una botella de agua mineralque le supo a gloria y lanzó el envase en uncontenedor cercano.

Una niña pequeña que estaba de pie junto a sus

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padres aplaudió a su paso y le dio un grito deánimo. Irene no pudo evitar sonreírle y saludarlacon la mano. La pequeña aplaudió con más ilusióntodavía, y sus dos coletitas rubias se agitaron conel ímpetu del gesto.

Empezaba a zambullirse en el ambiente festivo ya comprender por qué tantos corredores amabanlas competiciones populares.

Al llegar al kilómetro seis, calculó que debía deestar entre las diez primeras posiciones, porque derepente disponía de mucho espacio para moverse.Aceleró un poco para adecuarse al ritmo que sehabía impuesto en ese tramo. No tardó en estardetrás de la chica grande que había empezado lacarrera justo por delante de ella.

Las separaban unos quince metros, e Irene seentretuvo mirando sus potentes zancadas y losmovimientos expertos de sus brazos, pegados alcuerpo. No iba a ser fácil adelantar a aquella molede músculos y testosterona.

Sin darse cuenta, llegaron los dos kilómetrosfinales.

La multitud se había agolpado otra vez tras lasvallas y gritaba y animaba con cánticos y

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palmadas. Irene se contagió de su entusiasmo ycorrió aún más deprisa. Sentía que su corazóntrabajaba con ahínco, pero todavía contaba conalgo de margen para apretar durante los metrosfinales.

Trató de imaginarse que era su querida liebre,Marcelo, y no aquella chica enorme, quien corríapor delante. Si pensaba que era a él a quien debíaatrapar, y no a una desconocida, se quitaríapresión y podría concentrar mejor sus esfuerzos.

Corrió y corrió, olvidándose de todo lo que larodeaba, optimizando sus respiraciones yaprovechando cada centímetro cúbico de oxígeno.

Al doblar un recodo se quedó descolocada al verla figura de Peter, que la animaba haciendograndes aspavientos.

–Venga, Irene, ¡puedes ganar! ¡Sólo tienes quesuperar a esa chica! —gritó con un orgullo maldisimulado en su mirada.

Irene aumentó el ritmo de su carrera tantocomo pudo. Se vació hasta sumergirse en esasensación ya conocida de desdoblamiento. Suspies se movían solos mientras su mente volaba,libre de todo pensamiento, por encima de las

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libre de todo pensamiento, por encima de lascabezas de los asistentes. Su competidora corríaapenas tres metros por delante de ella, y ya podíaoír su respiración forzada e incluso oler su sudor.

Pero la gigantona había percibido su presencia ydecidió echar el resto en los últimos metros. Alfinal cruzaron la línea de meta una detrás de laotra, apenas separadas por una cabeza dedistancia.

Irene experimentó una terrible sensación deinjusticia. Se había visto relegada a la segundaposición por culpa de un imprevisto cambio en lasnormas de la carrera.

La fanfarria enloqueció cuando cruzó por debajode los enormes cronómetros que marcaban treintay seis minutos y quince segundos. Habíaconseguido su mejor tiempo desde que habíaempezado a entrenar, pero, a pesar de susesfuerzos, no había servido de nada.

Martha y Heather la estaban esperando contoallas limpias, frutos secos y más agua. Acontinuación empezaron a despotricar contraLucie, la «ladrona de carreras», como ya lallamaban.

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—¡Pero si es un tío! Tendría que haber corridoen la carrera masculina.

—¡No hay derecho! Me han dicho que se estápreparando para participar en competicionesestatales…

Irene las escuchaba como si le hablaran desdeotra dimensión. Todavía estaba metida en laatmósfera de la carrera y le costaba aterrizar en larealidad. Buscó otras caras conocidas con lamirada y volvió a ver a Peter, que estaba acodadoen una de las vallas charlando con una de lasprofesoras auxiliares. Notó que Irene lo miraba yle dedicó una profunda reverencia.

Desde la distancia, leyó en sus labios unaspalabras que le arrancaron una sonrisa triste:

—Eres la mejor. No lo dudes jamás.

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37. AMOR BLANCO

Irene recordaría para siempre aquel día dediciembre por muchos motivos. En cuanto acabó lacarrera se desató la locura entre el público quehabía venido a presenciarla.

A nadie le importó demasiado que hubieraquedado en segunda posición. De hecho,empezaron a festejar su triunfo como si hubieraresultado la ganadora absoluta de la competición.Para todos los alumnos era obvio que Lucie notendría que haber corrido, e incluso el profesor deeducación física felicitó a Irene en un aparte y selamentó por la injusticia.

Los asistentes se animaron, en parte gracias alos termos de café irlandés que habían circuladoprofusamente, y empezaron a entonar cánticoscontra la ganadora. Tuvo que suspendersemomentáneamente la entrega de trofeos, y el

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comité deportivo del colegio se reunió de maneraextraordinaria con las participantes. Al final searmó tal revuelo que Irene incluso se perdió lacarrera masculina.

Más tarde, ya de vuelta en el autocar, supo porotra chica que Marcelo había ganado y tuvo quereprimir un grito de alegría al enterarse.

Al llegar a su habitación, totalmente agotada,apenas tuvo tiempo de darse una ducha rápida ycolocar la copa de plata en una estantería.

Pensó en hacerle una foto y enviársela a suspadres a través del teléfono móvil, pero, cuandoestaba a punto de hacerlo, Heather y Martha sepresentaron en el cuarto para recogerla y llevarlaa l pub, donde se iba a celebrar una fiesta enhomenaje a los ganadores.

—¡Pero si no he ganado! —protestó Irene,mientras sus amigas la arrastraban hacia uno delos coches de los profesores, que esperaban en laexplanada para transportar a todo el mundo hastael Dog & Bone.

—Eres la ganadora en justicia. Y aunque no lofueras, la fiesta es para todos los que habéisparticipado en la January Race —le explicó Martha,

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haciendo gala de una paciencia poco habitual.Irene se consoló pensando que, si bien no tenía

tiempo de descansar, al menos vería a Marcelo ene l pub y podrían celebrar juntos el triunfo de suamigo. Tras la carrera, tenía la impresión de quepodía empezar de cero con su vida, una sensaciónacentuada tal vez porque acababan de estrenar elaño nuevo.

Marcelo había estado muy esquivo con ella losdos últimos días, y eso la ponía nerviosa. Tal vezsu comportamiento extraño se debiera a la marchade su hermana, que se había despedido el díaanterior para volver a sus clases en Australia.Brenda se hacía querer e Irene comprendía que éldebía de echarla mucho de menos, ya que se veíanmuy poco. Ella se había integrado de tal maneraen su vida en el otro continente —incluso Irenehabía llegado a confundirse con su acento,deformado por los años que había pasado lejos deInglaterra— que a menudo pasaba mucho tiemposin que los dos hermanos se reencontrasen.

Sin duda, eso le entristecía.

* * *

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Llegaron al pub entre risas y pitidos de loscoches, que se iban siguiendo los unos a los otrosformando una larga caravana. Irene volvió aatravesar las puertas de aquel local familiar dondehabía vivido tantas cosas aquel trimestre, esta vezde la mano de Martha y Heather.

Nada más entrar la recibió una salva deaplausos, silbidos y cánticos parecidos a los queentonaban los aficionados al fútbol cuandopresenciaban un partido.

Pequeña como un pajarillo, frágil como unahoja: la forastera no es ninguna coja. Corre comoel viento. ¿Qué es eso que se acerca? ¿Es unavión? ¿Un reactor? ¡Son sus pies en movimiento!

Irene rió a carcajadas ante el ingenio de lacancioncilla. El local bullía de gente y animación, ysintió que sus mejillas enrojecían, no sabía sidebido al contraste de temperatura, ya que afueracasi estaba helando, o por la vergüenza de saberseel centro de atención. Sus amigas se habíanesforzado para que la fiesta pareciera celebrarse

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casi exclusivamente en su honor.Habían marginado de todos los fastos a Lucie,

que ni siquiera se había presentado en el pub.Sobre la barra habían colgado una pancarta de

tela donde habían escrito en letras de imprenta:¡Bienvenida a casa, forastera!

En el último momento, alguien había tachado susobrenombre y, en su lugar, había escrito otracosa para dar a entender que por fin era una másen la pequeña comunidad de Saint Roberts:

¡Bienvenida a casa, CAMPEONA!

Junto a la pancarta, algunos miembros delequipo masculino de atletismo estaban colgandootra, algo más pequeña, dedicada a Marcelo.

Irene lo buscó ansiosamente con la mirada portodo el bar, pero no había ni rastro de él. Laspuertas del pub se abrieron, e Irene vio entrar aPeter. Lo saludó con la mano y le hizo un gestoque daba a entender que estaría con él en unminuto.

—¿Habéis visto a Marcelo? —preguntó aHeather y Martha, que habían ocupado una de las

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mejores mesas y estaban pidiendo bebidas paralas tres.

—No. Después de ganar la carrera desapareciócomo si se lo hubiera tragado la tierra. Creo que nisiquiera ha vuelto en el mismo autocar que suscompañeros —contestó Heather.

En medio de aquel bullicio, arropada por susamigos y por tanta gente que la quería, Irene sedio cuenta de algo muy importante: la fiesta noera perfecta porque faltaba Marcelo.

No era sólo porque él hubiera sido suentrenador durante aquellas semanas y, en ciertomodo, sintiera que le debía gran parte de surelativo triunfo. Se trataba de algo más. Irenenecesitaba compartir su alegría con él, verloaparecer una vez más con sus andares despistadosy su cabello siempre bien peinado, tener la certezade que él también la necesitaba.

Sabía que tenía muchos motivos para estarcontenta aquella tarde, pero se sentía sola enmedio del gentío. Incluso la música alegre que elseñor Ward no paraba de dedicarle le sonabahueca.

Hizo todo lo que pudo por poner buena cara y

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fingir que lo estaba pasando de miedo, pero en sufuero interno se moría de ganas por regresar a suhabitación y tener un minuto de paz.

Peter se sentó a la mesa, entre ella y Martha, yHeather pasó toda la noche tratando de ligar conél, que ya no sabía cómo aplacar las indirectascada vez más directas de su alumna. Irene los oíahablar y reír, pero no lograba prestar atención aninguna de sus palabras. Cuando el profesor selevantó y anunció que se marchaba, ella vio elcielo abierto y le preguntó si podían irse juntos.

Heather le lanzó una mirada asesina, pero Ireneni siquiera se dio cuenta.

Peter estaba muy animado y no dejó de hablaren todo el trayecto de vuelta.

—Estás muy seria, Irene —comentó al ver queella guardaba silencio—. ¿Es porque has quedadosegunda en la carrera?

—No es eso. ¿Te ha pasado alguna vez sentir derepente que todo encaja y que por fin comprendeslo que necesitas, pero entonces te das cuenta deque quizá ya es demasiado tarde, que has tardadodemasiado en llegar al final del camino? —explicóella atropelladamente.

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ella atropelladamente.—La verdad, no estoy muy seguro. Pero, en

cualquier caso, nunca es demasiado tarde —dijocon una sonrisa enigmática al detener el motor delcoche—. A veces el final del camino no es más queel principio de otro. ¡Nunca se sabe!

Irene abrió la puerta y se despidió algo confusade Peter, que la contemplaba divertido tras elcristal de la ventanilla.

Se dirigió hacia la puerta principal, pero notó uncosquilleo que le erizó la piel y la hizo detenerse.

Miró a su alrededor para ver de qué se trataba.Hacía muchísimo frío. El cielo estaba muy

oscuro, tan nublado que no se veía ni una estrella,y un silencio denso envolvía los árboles y los setosde la plaza. Irene se acercó al estanque y vio en elfondo a una de las carpas que nadaba en círculosrápidos, como si quisiera entrar en calor. Pensóque era un milagro que aquel bicho siguiera vivo,ya que una fina capa de hielo empezaba a cubrirlos bordes de la fuente.

Y entonces volvió a notarlo. Alzó el rostro haciael cielo y sintió una caricia delicada y muy fría querodaba por sus mejillas como una lágrima.

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¡Era nieve!Extendió los brazos y empezó a dar saltos de

alegría alrededor de la plaza. No sabía por quéestaba tan contenta por una simple nevada, perono podía resistir el impulso de celebrar aquelacontecimiento con una alegría infantil.

Le entraron unas ganas locas de llamar a lapuerta de todas las habitaciones para que la gentesaliera y pudiera contemplar aquella maravillablanca. Pero se recordó a sí misma que todo elcolegio estaba de fiesta —su fiesta— y queHeather, Martha y los demás todavía debían deestar bebiendo real ale en el Dog & Bone aaquellas horas.

Los copos caían lenta y parsimoniosamente, eIrene se dio cuenta de que el manto blanco iba acuajar.

Nunca había visto nevar sobre el mar, así quedecidió hacer una pequeña excursión nocturna.Enfiló el camino que comunicaba la pista deatletismo con el acantilado. Todas las luces de lapista estaban encendidas, e Irene se extrañó deque todavía hubiera alguien a aquella hora. Tuvoun presentimiento y decidió pasar por allí en vez

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de dirigirse directamente hacia el bosquecillo.Y entonces lo vio.Marcelo corría alrededor de la pista a toda

velocidad, como si estuviera poseído por algúnextraño mal.

Irene lo llamó desde lejos, pero él no parecióoírla, así que se acercó hasta él galopando y sepuso a su altura. Le costó horrores mantener supaso acelerado, cansada como estaba por lareciente carrera.

Él la miró durante medio segundo, y luegosiguió hacia delante como si nada. La nieveempezaba a caer con fuerza, pero Marcelo ni seinmutaba.

—¿Qué haces corriendo solo a estas horas? —preguntó Irene casi sin aliento.

—Estoy entrenando, como todos los días —respondió muy serio.

—¡Pero si ya has ganado la carrera! ¿No creesque podrías descansar hasta mañana?

—Prefiero seguir corriendo —respondió tozudoy enfurruñado.

Irene se acordó de sí misma, hacía meses,cuando Marcelo la había sorprendido dejándose las

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cuando Marcelo la había sorprendido dejándose lasrodillas en aquella misma pista para olvidar sudesengaño con Liam.

—¿Y por qué no has venido a la fiesta? Todos teesperaban.

—No tenía mucho que celebrar. Y no queríaamargarte a ti la celebración.

—Entonces, ¿no estás contento de haberganado? —siguió preguntando muy confundida.

Era como tratar de sacar un corcho demasiadoajustado de una botella.

—Irene, no puedo soportar que sigas corriendoa mi lado —gimió apretando el paso.

—¿Qué es lo que no puedes soportar?—Esta comedia. El papel de amigo y confidente

no va conmigo. Ya no. Hay que poner fin a estahistoria.

—¿Qué quieres decir? —preguntó ella, asustaday sin aliento, mientras las lágrimas se escapabande sus ojos.

—Para mí es una tortura estar a tu lado. Ahoraya lo sabes. No puedo más.

—Pero… ¿por qué? —preguntó, ahogada, aldetenerse en seco en mitad del carril.

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Era incapaz de seguirlo a aquella velocidad.—Porque te quiero con toda mi alma.Marcelo se llevó con su carrera el final de

aquellas palabras y siguió completando la vuelta alcircuito bajo la nieve.

Asombrada, Irene lo siguió con la mirada,mientras su ropa empezaba a mojarse y sus piesprotestaban por el frío intenso.

Sin salir de su estupor, al cabo de un par deminutos volvió a oír sus pasos aproximándose porla pista. Apenas veía a Marcelo porque la luz de unfoco le daba justo en los ojos y la deslumbraba.

Trató de colocarse a un lado para no hacerlotropezar, pero Marcelo previó mal su trayectoria yacabaron chocando.

Ella resbaló con la nieve medio derretida y losdos cayeron al suelo. Con un gesto hábil, Marcelola volteó en el último momento para no aplastarla.Irene se dejó caer sobre el cuerpo de él, que laprotegió del golpe como un firme colchón.

—¿Por qué has hecho eso? —preguntó Marcelojadeante.

Irene lo miró a los ojos con intensidad,empapándose del aroma salobre de su piel.

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—Porque acabas de llegar a la meta —dijo alacercar su rostro al suyo para fundirse con él enun cálido beso.

La nieve seguía cayendo sobre ellos, cubriendosus caricias con delicados copos blancos.

Rodeada por los brazos de Marcelo, Irene sedijo que si el amor era un infierno, como alguienhabía sentenciado una vez, quería quedarse allípara siempre.

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AGRADECIMIENTOS

A Francesc Miralles, por encender la chispa yoficiar de guía espiritual y arquitecto del amor.

A mi pequeña familia, que me hace desear sermucho mejor de lo que soy.

A Anna, Laura, Àngels, Lola y María José. Sinvuestras risas y nuestras historias compartidas, elmundo sería un lugar desolado.

A Alba. Porque quizá suceda algún día.

A Estel, por ser la primera en conjugar laGramática.

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SI HAY UN SENTIMIENTO SOBRE EL QUE SIEMPRE SE HA

ESCRITO, ÉSTE ES EL AMOR.

CUANDO SE CELEBRA. CUANDO SE PIERDE. CUANDO FALTA.

CUANDO ES CORRESPONDIDO Y CUANDO NO LO ES.

CON LA GRAMÁTICA DEL AMOR,HAS SABIDO LO QUE PIENSAN ALGUNOS DE LOS AUTORES

MÁS IMPORTANTES DE TODOS LOS TIEMPOS.

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Rocío Carmona (Barcelona, 1974) es licenciada en Periodismo porla Universitat Autònoma de Barcelona, donde también estudióHumanidades. Más tarde cursó un máster en Dirección deMarket ing y Publicidad en la Universitat Oberta de Catalunya.Su trayectoria profesional siempre ha estado vinculada a la gest ióncultural y a la comunicación, y desde hace algunos años ejercecomo directora editorial de Urano y Tendencias. Además, escantante de la banda Nikosia, que en 2010 publicó su primerdisco, The Long Journey of Wolves (Warner). ( Foto © CarmenHernández)