La hoja rota

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Relato de intriga en el que unos sucesos acaecidos alrededor del año 1000 en varios monasterios tienen su traslado a la actualidad.

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VI Certamen

de Relato Corto

“Ciudad de Bailén”

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I.S.B.N.: 84-932450-8-3

Depósito Legal: J-528-2003

Diseño, impresión y encuadernación:

A. Elorza. Industria Gráfica

Plaza Reding, 1

23710 Bailén (Jaén)

Teléf.: 953 670 818

Fax: 953 676 329

correo electrónico: [email protected]

Edita: Concejalía de Cultura del Excmo. Ayuntamiento de Bailén.

Colabora: Área de Cultura y Deportes de la Excma. Diputación Provincial de Jaén.

Portada: Confusiones del olvido.

Autor: José Ramón Luna de la Ossa.

Premio a la mejor colección en el VI Certamen de Fotografía “Ciudad de Bailén”.

Nombre de la colección: “Diario de abstracciones”.

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Es un placer poder ofreceros, en esta VI Edición

de Relato Corto “Ciudad de Bailén”, los relatos

ganadores del año 2002.

Una vez más podemos deleitarnos con estas

historias que reflejan el interés y la implicación

personal de un número, cada vez mayor, de personas

que deciden participar en estos certámenes literarios

desde muy diversas partes de España, e incluso del

extranjero.

Siempre es gratificante saber que un grupo de

personas está esforzándose por hacerse un hueco

dentro de la literatura e intenta, a base de constancia

y de trabajo, ser reconocido dentro de este difícil

mundo de las letras.

Por esto, y como Alcalde esta Ciudad, me

enorgullezco de poder contribuir al sueño de todas

estas personas y os animo a que participéis en

cuantos certámenes literarios se os presenten a lo

largo de vuestras vidas.

Un cordial saludo.

Bartolomé Serrano Cárdenas Alcalde del Excmo. Ayuntamiento de Bailén

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Título: La hoja rota

Autor: Juan Manuel Jurado Romero

Primer Premio del VI Certamen de Relato Corto “Ciudad de Bailén”

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La primera luz del crepúsculo atravesó

dificultosamente las nubes que, a lo largo de toda la

tarde, habían estado liberando su húmeda exuberancia.

Sobre las mesas de trabajo, dispuestas a la intemperie,

los maestros pintores habían colocado unos lienzos

tapando los tarros de tintes y aceites, evitando así su

mezcla con la lluvia descargada. Algunas de las

antorchas del exterior, descansando sobre sus soportes,

ya iluminaban los claroscuros regalados por el

atardecer. Las hogueras, encendidas desde el alba,

fueron avivadas para combatir la paulatina disminución

de la temperatura, un descenso animado por el aire

difundido desde la Sierra de Lues, frío extendido a

ritmo lento, igual que la llegada de la noche. La

mayoría de los artesanos casi todos contratados en

las aldeas cercanas: Botaya, Binacua, hasta en Jaca, a

la que pocos años antes se le había concedido el título

de ciudad y desde la que llegaban los suministros más

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importantes y abundantes , iniciaron entonces el

regreso a sus casas, merecido retorno tras más de

catorce horas de severa labor. Unos pocos maestros,

los traídos desde las tierras del Reino de Zaragoza, del

Condado de Barcelona o, como el reputado escultor

Aniano Garcés, procedente de la costa cántabra, se

dispusieron a acudir a la cena compartida con la

Comunidad. Después se retirarían a las habitaciones

construidas para su alojamiento, poco más que

barracones que serían demolidos al término de la obra.

Acababa de iniciarse octubre y el rey Pedro I

completaba la sucesión de su padre Sancho Ramírez, el

más grande y generoso protector que jamás llegó a

tener el Monasterio, muerto a principios de junio

mientras sitiaba Huesca. En estos días, se habían

reunido en las cercanías del templo muchos de los

hombres que luego compondrían las tropas solicitadas

por Rodrigo Díaz de Vivar a su amigo el señor de

Aragón, soldados a los que esperaba impacientemente

para defender la reconquistada Valencia de los ataques

de los Almorávides. Como homenaje a su padre, que

descansaba entre estos muros, Pedri I había prometido

acudir a la consagración de la nueva Iglesia del

Monasterio de San Juan de la Peña, prevista para el

cuatro de diciembre de este mismo año, el 1094.

Las obras, ya en su tramo final, vivían una

desesperada aceleración desde que, mediado el pasado

verano, se supo que el rey vendría. Se emplearon nuevos

braceros, se mantuvieron los almacenes repletos, se

aumentaron las pagas y se rezó con más fervor. Los

escasos dos meses que ahora les separaban de la fecha

deseada habrían de ser recordados años más tarde por

los monjes más veteranos como una época de gran

confusión, en la que el régimen monacal se vio

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atropelladamente trastornado, resultando imposible

dedicar un solo minuto al recogimiento y la meditación.

Hacía cuatro días que el abad Aimerico había

retornado de su último viaje a Cluny. Desde entonces

no conocía el descanso, a pesar de las magníficas

nuevas que tanto el prior Esteban como el limosnero

Bliger le dieron al llegar: las importantes aportaciones

reales ahora se acompañaban de un gran éxito en la

recaudación, en la última colecta entre los fieles y

peregrinos que veneraban las reliquias de san Indalecio

había funcionado la generosidad. Los fondos se habían

incrementado en tal cuantía que, por fin, podrían

adquirir el Monasterio de Cercito. Ésta había sido la

tercera visita de Aimerico a los hermanos de Cluny

desde que, hace nueve años ya, substituyó al frente del

Monasterio al abad Sancho, tiempo que ahora se veía

culminado con la edificación de la nueva Iglesia.

Sentía su obra concluida, su misión plenamente

ejecutada, con este nuevo santuario se certificaría el

afianzamiento de la orden benedictina cluniacense en

el Reino de Aragón y Navarra y San Juan de la Peña

sería foco de irradiación de fe y conocimiento. ¿Por

qué, entonces, si se acumulaban las buenas noticias y

el futuro se vislumbraba diáfano, el abad Aimerico

parecía ser ajeno a esta dicha, estar sumido en una

sombra que oscurecía su imagen, enlutaba sus grandes

ojos verdosos y llegaba a imponerle un abierto

desinterés por la agitación que le rodeaba?

Hermano, ¿os encontráis enfermo? se

interesó el prior Esteban ante las murmuraciones que

había levantado la evidencia.

¿Enfermo? No, no. Solamente estoy muy

cansado. Los caminos franceses están impracticables y

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el regreso ha sido una verdadera tortura. Debería

prohibirse viajar por Francia en otoño argumentó,

con una sonrisa apenada, el abad.

Descansad, entonces. Si os parece bien,

continuaré reemplazándoos hasta vuestra recuperación.

Cuando Esteban cerró la puerta de la celda,

Aimerico se levantó de la banqueta, único asiento de la

estancia y, con un candil en la mano, se dirigió al baúl

que le había acompañado en su periplo francés. Por la

estrecha ventana surgía ocasionalmente, como si se

escondiera, una luna llena empeñada en protagonizar la

oscuridad de la noche. Los pobres reflejos de las

antorchas y de las hogueras se manifestaban

insuficientes para quebrar la negrura, casi absoluta, que

se adueñaba del espacio de aquel cuarto y el monje

tuvo que aumentar la llama proporcionada por la

lámpara. Abrió la cerradura del arca, y tras colgarse de

nuevo a su cuello el cordón que la amarraba a su

presencia, levantó la tapa. Apartando hábitos, libros y

algunos manuscritos accedió hasta el fondo del baúl.

De allí sacó lo que el abad de Cluny le había legado.

En sus manos tenía el motivo de su pesadumbre y

abatimiento. 00000

¿Qué os parece?

Magnífica. Sin duda estáis acrecentando

vertiginosamente tanto la cantidad como la calidad de

los volúmenes de vuestra biblioteca. De ella se habla

con admiración en toda Europa.

Huges, sabedor de la trascendente importancia

que su archivo estaba adquiriendo con el paso del

tiempo, mostraba orgulloso a Aimerico las dimensiones

de la que él denominaba “La fuente de la sabiduría”,

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aumentada varias veces para poder abarcar los

documentos, legajos y ejemplares de todo tipo que

llegaban al Monasterio y que se sumaban a los

producidos por los propios monjes. El abad de Cluny

recibía así al mejor de la Orden al otro lado de los

Pirineos, otorgándole las oportunas atenciones al que,

en gran medida, era representante de la corona

aragonesa, hoy aliada imprescindible en la expansión

de la congregación por tierras hispanas.

Habían salido juntos del refectorio tras una frugal

comida y, después de un breve paseo por el claustro,

resguardándose del riguroso calor que el fin del verano

estaba regalando a estas tierras habitualmente frescas,

el abad Huges se dirigió al scriptorium, al que ambos

se asomaron silenciosamente. Al menos quince monjes

trabajaban sobre pergaminos y manuscritos con tintas,

pigmentos y barnices que otorgaban al aire de aquella

sala una densidad adormecedora. Después, sabiendo

que a sus espaldas quedaba uno de los más importantes

centros de la erudición europea, entraron en la

biblioteca donde, el de Cluny, agradecido por las

alabanzas recibidas de Aimerico, invitó a éste a sentarse

en uno de los bancos de lectura apostados a lo largo de

la sala. Una vez en el asiento, el francés declaró:

Vuestra visita ha sido providencial. Creo

recordar que estuvisteis por última vez con nosotros

hace aproximadamente cuatro años.

Aún no se han completado, fue en marzo del

año 1091 cuando tuve la honra de ser acogido por

vuestra comunidad. Recuerdo muy gratamente aquellas

dos semanas en las que vos me…

Sí, sí. Es verdad, recuerdo aquellos días

interrumpió el abad Hugues, usando una medida

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brusquedad Quería rememorar esa fecha porque

coincide exactamente con el inicio de la pequeña

historia que debo contaros. Perdonadme un momento.

Miró a la estantería situada a su izquierda y se

levantó. Con detallada lentitud fue examinando cada

uno de los tomos. Pasaba la punta de los dedos por los

lomos, alzando fortuitamente alguna mínima nubecilla

de polvo. Con un gesto de aprobación iba escogiendo

de entre los demás algunos libros y pareció dar por

terminada su búsqueda cuando regresó trayendo entre

sus brazos tres ejemplares de encuadernación tosca que

contrastaban con otro tomo de lujosa cubierta en piel

curtida. Con cuidado, el abad de Cluny depositó los

cuatro manuscritos sobre la mesa.

Poco después de vuestra marcha el hermano

Benoit partió hacia el Burgo de Santa María, en Osuna,

¿lo conocéis?

El abad de San Juan de la Peña asintió

silenciosamente.

Recuerdo que por aquel entonces comentamos

que bien podrías haber realizado gran parte del camino

juntos si las circunstancias que le llevaron hasta la

comarca castellana, ajenas a la historia que me

propongo narraros, hubieran sido conocidas antes

detuvo su discurso y recolocó los textos en la tabla,

aunando los tres ejemplares de apariencia vulgar y

separándolos del cuarto . Por favor, tomad este libro

y hojeadlo.

El abad Hugues le estaba ofreciendo el primer

volumen del trío. Inmediatamente Aimerico reconoció

aquellas palabras, aquellas frases, aquellas menciones

al fin del mundo. Todavía quedaban resonancias de la

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gran difusión que los comentarios al Apocalipsis

escritos por el abad del monasterio de San Martín de

Liébana trescientos años atrás tuvieron al final del

anterior milenio, cuando todos temían que se

cumplieran las peores predicciones sobre el futuro de

la humanidad.

Observo que no os es desconocida la obra

aseguró Hugues, sondeando las aprobatorias

manifestaciones de su acompañante.

En absoluto. A pocas personas ilustradas se le

escaparía la naturaleza de este libro. La fama del

mismo ha sobrepasado los muros de los monasterios

contestó el abad Aimerico al tiempo que le devolvía

el manuscrito.

Cierto. Este ejemplar se redactó en el año

895, y este otro en el 946 una sucinta pausa sirvió a

Hugues para comprobar que tenía toda la atención del

invitado. Recogió el tercero y prosiguió . Este está

datado en el 796.

La expresión del abad de San Juan de la Peña

corroboró al de Cluny que había producido la sorpresa

que esperaba obtener.

Pero… eso significa que…

Exacto. El Beato todavía vivía cuando se

transcribió este manuscrito. Como sabéis, dos años

después moriría.

Extraordinario, ¿me permitís? preguntó

Aimerico alargando un brazo a la espera del singular

códice.

Sin entregar el reclamado tomo, guardándolo

entre sus manos, el abad de Cluny se levantó.

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Dirigiéndose hacia una de las ventanas, el monje

parecía ir en busca de la luz, alzando la cabeza hacia

la parte más alta del ventanal, allí por donde entraba

todo el potente resplandor del mediodía, dejándose

iluminar, como si solicitara ser alumbrado en la

elección del camino correcto. Mientras, turbado por la

actitud de su anfitrión, Aimerico permanecía sentado,

expectante, preguntándose sobre las razones de esta

extraña situación. Segundos más tarde, cuando Hugues

inició el retorno a la mesa, el abad aragonés sostuvo

serenamente la imperturbable mirada que le escrutaba.

Este ejemplar lo trajo el hermano Benoit de

su viaje a Osuna informó el francés mientras tomaba

asiento . Le fue entregado por don Fabián Gozalo

bajo la promesa de que jamás saldría de este

monasterio. Contiene los doce libros con los

comentarios del Beato y, salvando algún error en la

traslación del texto, es idéntico en lo esencial a estos

otros, o a cualquiera de los que se hayan distribuido

por toda Europa.

Hugues debía estar en la frontera del medio siglo.

Para un seglar puede ser complicado acertar la edad de

un monje pues el hábito concede la intemporalidad,

imprescindible para un fraile al acceder a un lugar

donde el contaje del paso del tiempo es un ejercicio

totalmente secundario. Pero para Aimerico, las huellas

que la vida monacal labra en las manos, la frente y

hasta en la forma de caminar eran evidentes. Alto,

delgado y nervudo, el abad de Cluny había trocado la

afabilidad con la que agasajó a su huésped en una

seriedad distante, una gravedad sin indulgencias a la

que Aimerico asistía anclado en el banco, mudo en la

espera, impaciente ante la segura intuición de que estos

comentarios del Apocalipsis no eran como los demás.

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Sospecho que estáis intentando averiguar

dónde ha de terminar la confusión a la que os estoy

sometiendo afirmó Hugues leyendo la inquietud de

su contertulio . Antes, si me lo permitís, me gustaría

que vierais este otro libro.

Arrastrándolo por la madera, le aproximó el

volumen ricamente editado. Se trataba de un códice en

el que, a los comentarios del de Liébana, se habían

añadido múltiples ilustraciones, minuciosas, coloristas

y luminosas miniaturas que relataban, paralelamente al

escrito, el advenimiento del Apocalipsis. A Aimerico

no se le ocultaba el alcance de este tipo de obras pues,

desde los más diversos monasterios y llevados por los

vaticinios milenaristas, los últimos cien años habían

sido prodigiosos en la realización de estas muestras

artísticas.

En vuestras manos está el trabajo del hermano

Cyriaque durante los últimos dos años. Ahora le

podríais encontrar en el scriptorium, a pesar de que

mucha de su visión y de la sensibilidad de sus dedos se

encierran entre esas páginas. Es difícil valorar si las

pérdidas por él sufridas son compensadas por la belleza

del resultado final. A nosotros, sólo nos toca evaluar la

magnífica calidad de su trabajo en la certeza de que los

siglos venideros no conocerán los padecimientos de

nuestro hermano. Quisiera que observarais … y al

tiempo comenzó a pasar las hojas una a una . Sí, aquí

está, esta miniatura.

En ella se representaba a tres ángeles, dos en

primer plano sosteniendo al unísono un libro y el

tercero, detrás de estos, sustentando la trompeta

apocalíptica. Por encima de todos ellos se colocaba

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San Juan bajo la forma de águila con el Apocalipsis en

sus manos. Al conjunto lo enmarcaba un arco

sustentado por dos columnas sobre las cuales se

percibía una inscripción de caracteres desconocidos.

Hermosa imagen, sin duda. Al igual que

todas las que he podido ver respondió Aimerico a la

vez que comenzaba a hojear otras pinturas.

No, no, por favor, seguid observando esa

página, dejar el manuscrito abierto en ese punto.

Ahora, os ruego que leáis esto y le entregó el libro

que hasta entonces había sostenido firmemente,

indicándole el texto que debía leer. 00000

Amaneció con la luz refulgente y luminosa de

un sol que dispersaba la oscuridad pero era incapaz de

atenuar el frío que proclamaba la inminencia del

invierno. Aunque débiles, las primeras nieves cayeron

dos días antes y todavía quedaban algunas islas blancas

en las zonas de sombra perenne. La inmensa roca que

acogía el monasterio de San Juan de la Peña serviría

hoy de pórtico para recibir a los muchos señores y altos

prelados que, encabezados por el rey Pedro I acudirían

a la consagración de la Iglesia nueva.

Ya se acercan por el camino de Santa Cruz de

la Serós anunció Esteban al abad Aimerico.

Reunida en la catedral de Jaca, la comitiva

partió hacia la abadía poco antes de rayar el alba. Junto

al rey, el obispo Pedro de Jaca, el arzobispo Amado de

Burdeos, legado pontificio, y el obispo Godofredo de

Maguelonne. Acompañándoles, diversos condes, gran

parte de la corte, abades de otros monasterios y una

importante profusión de invitados y curiosos que

después rivalizarían por lograr un puesto desde donde

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poder ver a los dignatarios. Los actos, alargados durante

toda la jornada, pasaron de la solemnidad y sencillez

de la bendición de os nuevos muros a los festejos

multitudinarios en las explanadas exteriores al

monasterio. El rezo se transformó en música y baile y

el silencio quedó reducido al interior del convento,

mientras fuera estallaba la algarabía generalizada. Las

crónicas hablaron de más de tres mil almas reunidas

aquel día. En cambio, tanta ánima y tanta alegría no

pudieron consolar el abatimiento de Aimerico que,

encerrado en su celda, se excusó ante todos y renunció

al festejo aduciendo una fatiga que le impedía formar

parte de la celebración.

Adelante respondió el abad a la llamada

que había golpeado la puerta de su aposento.

La figura que cerró tras de sí el acceso a la

estancia permaneció quieta en la penumbra de la

entrada. La media luz permitió a Aimerico comprobar

que no se trataba de ningún hermano, ni de alguien que

vistiera hábito.

¿Quién sois? interrogó el monje ante el

silencio que se había impuesto.

Debo rogaros que me lo entreguéis.

La presión en las venas de Aimerico aumentó

en tal grado que creyó que caería desmayado

fulminantemente en ese mismo instante. Su intuición

no le había engañado, desde que hubo regresado de

Francia arrastró la seguridad de que la herencia que se

le había transmitido estaba envenenada. No había

compartido con nadie su tenencia y con suma urgencia

había escondido la mayor parte de ella, aprovechando

las obras, dentro de una caja que ahora formaba parte

de uno de los altares de la nueva Iglesia.

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No sé de qué me habláis pero el

acobardamiento de sus palabras le delataba.

Debéis entregármelo el hombre, una vez

ronca superpuesta en un susurro, continuaba inmóvil

en el lugar que inicialmente ocupara . Por vuestro

bien y el de vuestra comunidad dadme lo que os he

pedido.

Quiso gritar, pero con la primera sílaba clamada

y confundida en el griterío exterior, Aimerico recibió

un golpe que le sumió inmediatamente en la

inconsciencia.

A la mañana siguiente, cuando el hermano

Ramón entró en la celda para despertar al abad, que no

había acudido al rezo de la hora prima, pudo

comprobar que dormía sosegadamente. Conocedor del

delicado estado en que se encontraba últimamente, no

le despertó, recogió un recipiente de cristal que estaba

sobre la banqueta y limpió una pequeña mancha de

líquido al pie de la cama. Nunca volvería a despertar.

Moriría cuatro días después sin haber recuperado la

consciencia. Nadie supo dar una explicación cierta a su

muerte, aunque todos esperaban algún triste desenlace

de la postración en la que el hermano había caído dos

meses antes. Nadie se percató de la ausencia de un

pergamino cuando abrieron su baúl para retornar a la

comunidad sus pertenencias.

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2

Por tercera vez sonaba el Flower duet del Lakmé

de Delibes. No importaba. Cecilia Bartoli podía

continuar incansablemente en su intento de alcanzar el

cielo, los únicos oídos que la escuchaban estaban

plenamente dedicados, conquistados, dejándose

arrastrar hasta el borde del sonido perfecto. Las

hiedras, la profusión de plantas nacidas desde el suelo

o colgando de los techos envolvían el momento mágico

en el que Germán estaba atrapando el conjuro ofrecido

por la voz de la cantante.

¡Vamos! la imperativa orden de Isabel

resolvió la volubilidad del hechizo al despojarle de los

auriculares . Te espero en la habitación.

Empezaba a caer la tarde y la mitad del claustro

del Parador de la Seu d’Urgell era ya un campo vegetal

inmerso en la sombra especial que se posa cuando la

tardía luz pirenaica es cercenada por el contorno de los

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gigantes de roca a los que ilumina. El confortable

sillón, el embriagador efecto del perfume de la

vegetación condensando el silencio, la historia

contenida por la piedra de los capiteles, corona de las

columnas y a la vez sustento de los arcos, y en la que

se adiestraban las edificaciones modernas, invitaban

todas las tardes al viaje hacia la serenidad que Germán

se proponía con sus discos compactos y su discman.

No era una estancia plenamente ofrendada al deleite,

pero en algunas ocasiones se hacía más complicado

asegurar dónde se encontraba el placer o el trabajo, o si

el trabajo se transformaba en placer, Traídos por su

investigación, complemento y continuación del trabajo

que ya publicaron cuatro años antes sobre la literatura

milenarista, Isabel y Germán, tras muchas reticencias,

negativas y excusas, habían logrado obtener los

permisos necesarios para estudiar el Beato de Liébana

que el Museo Diocesano de Urgell atesoraba.

Comprendan que todavía quedan muchos

resquemores y la susceptibilidad de los responsables

del Museo está más que justificada les dijo el obispo

de la diócesis en una ocasión . Hace dos años que su

pretensión hubiera sido imposible, ya saben que el

códice fue robado del propio Museo. Nunca me

cansaré de repetir que rozamos el milagro el día en que

la Guardia Civil recuperó el Beato.

Asomada a la ventana, Isabel se deleitaba en la

contemplación del sosiego que subía desde el carrer de

Sant Domènec, la ausencia de todo alboroto conseguía

que el rumor de los paseantes se combinara con los

ecos que el tiempo almacenaba entre las calles, en una

miscelánea de mutuo respeto y aprendizaje. A su

izquierda se levantaba, como auténtico centro de

gravedad de la Seu, la catedral de Santa María que, a

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esta hora, proyectaba su opulenta sombra sobre la

Plaça dels Oms.

Dándose media vuelta, en espera de la aparición

de Germán, Isabel conectó el ordenador portátil al

enchufe de la línea telefónica y lo puso en marcha.

Mientras la computadora arrancaba se despojó de la

ropa y, segundos después, se encontraba bajo una

abundante ducha de agua tan caliente que no era

posible discernir la frontera entre calor y ardor y que,

inmediatamente, convirtió el baño en una densa

aglomeración de vapor.

Cualquier día saldrás directamente de la

bañera a la unidad de quemados de un hospital. ¿Cómo

puedes soportar esto? preguntó él desde la puerta,

sin poder pasar al aseo ante la violencia con que la

niebla le negaba la entrada.

Esto es sólo un sistema de autodefensa, listo.

Así impido que te acerques… Envía los archivos, el

ordenador ya está preparado exclamó Isabel desde

detrás de la cortina.

Cuarto día en La Seu. Antes de iniciar su trabajo

en el Museo ya conocían perfectamente el texto y cada

una de las miniaturas, pero el contacto con la piel, con

los pergaminos, las caricias a los mismos pliegos que

hace casi mil años recogieron el arte de algún monje

desconocido, revelaban detalles que ni las más fieles

reproducciones sabían transmitir. A diferencia de otros

Beatos, el conservado en La Seu no aportaba ninguna

información sobre su autoría o procedencia y, aunque

coincidían con otros expertos en la datación

cronológica, colocando el libro en los últimos años del

siglo XI, ellos defendían un origen distinto al que otros

habían expuesto. Mientras la mayoría de los estudiosos

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consideraban este Beato proveniente de algún

monasterio de La Rioja, ellos habían aventurado que

era más probable encontrar su nacimiento en tierras

francesas. Su labor ahora se centraba en la búsqueda de

datos que corroboraran la teoría que sustentaba.

Todas las tardes enviaban al buzón del correo

electrónico de la Facultad las anotaciones, referencias

y fotografías que a lo largo del día reunían. La alianza

entre antigüedad y modernidad se revelaba

especialmente fructífera en algunas ocasiones; ahora,

por ejemplo, recibían los comentarios que Luis les

hacía sobre lo que ellos habían remitido ayer. De esta

forma las observaciones, fotografías de otros Beatos y

puntos de vista de otros autores complementaban y

enriquecían su trabajo en el Museo que, por otro lado,

estaba muy limitado en el tiempo, solamente disponían

de dos días más para recoger lo que consideraran

interesante. El domingo regresarían a Madrid.

¿Algo nuevo? preguntó Isabel enfundada

en la toalla y secándose lentamente el cabello. La

pregunta aparentaba carecer de importancia, no parecía

esperar ninguna respuesta. Abriendo el armario dejo

caer la toalla al suelo y se puso una camiseta, cogida de

una estantería.

En algún momento deberá detenerse esta

metamorfosis, de lo contrario llegará a dolerte tanta

belleza. Cada día eres más bonita.

Isabel, que se había ido aproximando

lentamente hasta Germán, le sonrió complacida, le

besó suavemente y le respondió con un “gracias” que

arrastraba la ese en un gesto de cómplice sugerencia.

Cuando él parecía apresar la aparente proposición y se

disponía a responder con mayor vehemencia a su beso,

ella volvió a preguntar:

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¿Algo nuevo?

Examinando de reojo a su compañera, observó

la pantalla y comprobó la ventana del programa de

correo electrónico.

Ha terminado de llegar la respuesta de Luis

debajo de éste, sin asunto en el título, aparecía un

mensaje en la lista de entradas . ¿Y esto qué es?

colocó el puntero del ratón sobre él y lo abrió.

“Abandonen la búsqueda. La historia no

permite perturbaciones”.

Ambos se miraron, torcieron al unísono los labios

en una mueca de incomprensión e indiferencia y sin

concederle ninguna importancia, iniciaron el trabajo

que todas las tardes, hasta la cena, les sumergía en la

discusión de los apuntes, notas, observaciones y

comparaciones que la información recién llegada les

facilitaba.

Mira, aquí están los libros de Cluny dijo

Isabel abriendo uno de los archivos que Luis les había

enviado.

Gran parte de la defensa de su teoría se sustentaba

en varios libros custodiados por el monasterio de Cluny.

Allí se conservaban dos volúmenes con los comentarios

del Beato, fechados en los siglos IX y X, siendo el

texto de este último muy coincidente con el incunable

de La Seu. Además, la biblioteca de la abadía francesa

era rica en códices miniados realizados a lo largo del

XI. La comparación entre las técnicas y tradiciones

pictóricas de diversas obras arrojaban muchas

coincidencias entre los libros probadamente franceses

y el Beato de La Seu d’Urgell.

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Aquella noche se regalaron una ensalada tibia y

unos cargolls a la llauna en el restaurante del propio

Parador. Ignorantes de si perpetraban algún sacrilegio

culinario, pero seguros de que sus paladares se lo

agradecerían, acompañaron la cena con uno de los

mejores brut de las cavas de Sant Sadurní d’Anoia. El

resultado final de la acumulación de placeres iniciado

en el comedor acabó entre las sábanas de la cama.

Ninguno de los dos conocía mejor método para

recuperar la capacidad de asimilación de la que

mañana tendrían que volver a echar mano.

La fecha más temprana continúa siendo 1147.

Antes de ese año no existe ninguna referencia a nuestro

Beato y todo lo que puede aventurarse son conjeturas.

Ni las vinculaciones de Alfonso VI o Armengol V con

La Seu son suficientemente esclarecedoras de la

procedencia del códice. Vuestra teoría es, desde luego,

novedosa, e históricamente más arriesgada que las

hasta hoy mantenidas. Espero que tengamos el

privilegio de ser los primeros en conocer las

conclusiones a las que lleguéis tras una pausa que

escondía la solicitud que acababa de efectuar,

prosiguió . Bueno…, voy a continuar con mis tareas.

Hasta luego.

El archivero del Museo, como cada mañana, les

dejó en la sala donde Isabel y Germán habían

constituido su aula de investigación. Cercanos al fin

del tiempo concedido, ella examinaba el lugar que

ocupó la página desaparecida tras el robo de 1996. Esta

fue la única circunstancia que empañó el aclamado

éxito de la recuperación de la obra que, a principios de

1997, regresó a las vitrinas de las que fue hurtada.

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No se trata de un accidente, la cortaron con

sumo cuidado. Fíjate, ninguna de las páginas anexas ha

sido dañada.

Germán, ante su requerimiento, se acercó hasta

Isabel y comprobó que, ciertamente, quedaba un

pequeño fragmento, perteneciente a lo que fue el folio,

y que mostraba claramente haber sido seccionado en

una perfecta línea recta.

Sin duda tendrían la intención de venderlo en

fascículos. Debe ser más rentable aseguró Isabel,

que ahora contemplaba una reproducción de la hoja

ausente. Por uno de sus lados la página se llenaba

prácticamente con la escritura de los comentarios

apocalípticos en la letra visigótica redonda que

caracterizaba a toda la obra, sólo alguna filigrana lateral

y un pequeño adorno al final del texto iluminaban la

redacción. La otra cara se colmaba con una miniatura

en la que tres ángeles y un San Juan se colocaban bajo

un arco de medio punto soportado por dos columnas.

La policromía obedecía al modelo que se repetía en

otros dibujos del mismo Beato: predominio de los tonos

rojos contrastando con los fondos amarillos de las

escenas celestiales y los morados del ámbito terrenal.

Esta distribución del color era la misma que los monjes

cluniacenses de la abadía francesa utilizaron en sus

láminas de fines del siglo XI. Sugestionada por esta

línea de estudio, comenzó a tomar notas sobre sus

apreciaciones al tiempo que abría algunos archivos en

el ordenador con las imágenes enviadas ayer por Luis.

Muchas de las representaciones de los manuscritos de

Cluny venían a confirmar su hipótesis, incluso algunos

documentos utilizaban el mismo tipo de letra que el

empleado en el Beato. Pero ni una ni otra prueba podían

Page 30: La hoja rota

28

ser consideradas concluyentes, este colorido y esta

caligrafía fueron bastante comunes en los reinos del

norte peninsular y sur de Francia desde el siglo X al

XII. Observando las ilustraciones ofrecidas por el

ordenador, Isabel creyó observar algo familiar en

alguna de ellas e inició un repaso que se detuvo en la

representación de lo que debía ser considerado un

ensayo previo al dibujo final, una prueba de

distribución de colores, formas y figuras. En el

pergamino, no perteneciente a ningún libro y fechado

en el año 1093, se agolpaban distintas clases de A

mayúscula, diversos modelos de estrellas de ocho

puntas, una ala angelical replegada y una columna de

la que nacía medio arco. Aquello que le resultaba

conocido se encontraba en el interior del pilar y de la

inconclusa arcada, una mezcolanza de símbolos

ignotos que se distribuían por toda la extensión de la

arquitectura. Afirmando silenciosamente con su

cabeza, Isabel cogió la hoja que contenía la copia de la

página desaparecida en el Beato. Sonreía satisfecha

cuando llamó de nuevo la atención de Germán.

¿Qué quieres ahora? inquirió él.

Acércate y mira esto.

Cuando él levantó la cabeza tras el examen de

todo lo que ella le había puesto delante, acertó a repetir

todas las conclusiones a las que Isabel había llegado en

sus reservadas especulaciones.

Esto no son cenefas decorativas, carecen de

simetría, no repiten el motivo a lo largo de los trazos

de las columnas. Se distribuyen caóticamente, ¿o no?

Pero son los mismos signos en ambos dibujos miró a

la mujer que ahora recibía emocionada la ratificación

Page 31: La hoja rota

29

de que algo importante se les estaba mostrando .

Isabel, ¿sabes lo que has descubierto?

La prueba que estábamos buscando. Eso es lo

que he encontrado.

El resto del día lo pasaron catalogando la

multiplicidad de símbolos distintos que poblaban

ambos dibujos. Era necesario un estudio mucho más

pormenorizado, pero los primeros resultados de las

someras observaciones a las que pudieron llegar esa

mañana les conducían hasta una trascendental

conclusión: era la misma mano la que delineó las dos

pinturas. La procedencia francesa del Beato, aún más,

su ubicación exacta en el monasterio de Cluny, podía

ser probada. Cuando dieron por finalizado el primer

registro de signos, rastrearon el contenido de todas las

miniaturas, de todo lo grabado en su base de datos, y

no encontraron nada semejante a lo descubierto. Al

final de la tarde tuvo que ser un conserje del Museo el

que les reintegrara la percepción del paso del tiempo

para recordarles que ya habían cerrado las instalaciones

y debían abandonar la sala. Aunque exultantes, fueron

prudentes y no dieron publicidad a sus hallazgos.

Tiempo habría, con más pruebas que las

proporcionadas por la alegría, de hacer públicas las

averiguaciones.

Desde el Museo hasta el Parador les separaban

escasamente dos minutos de recorrido, pero esa tarde,

necesitados de recibir aire nuevo, de acumular

contactos con la realidad y percibir que toda la jornada

no había sido una fantasía que les hubiera embaucado

en la apariencia de un deseo largamente perseguido,

tomaron la dirección contraria y, resguardados por los

pórticos del carrer Major, decidieron abrazarse,

Page 32: La hoja rota

30

reconocer sus cinturas como punto de amarre y pasear,

deleitarse en la certeza de sí mismos, acomodarse al

sentimiento de ser importante, de ese que no precisa

del reconocimiento de ningún otro, sólo del que así lko

distingue.

En el Parador, con la llave de la habitación les

entregaron un sobre.

Lo ha traído este mediodía un mensajero le

confirmó el recepcionista.

Mientras esperaban el ascensor Germán abrió la

carta y sacó una hoja de color verde. En ese momento

se abrieron las puertas del elevador y entraron, junto a

otro huésped, en la cabina. Cuando el aparato inició el

ascenso pudo leer:

“Quieren encontrar el orden en el caos y sólo

hallarán padecimiento. Ya les hemos advertido que no

continúen. Son inteligentes y sabrán entender lo que

les estamos aconsejando. Saben que no les ha sido

dada la facultad de entrar en el corredor de la historia”.

Abandonado el ascensor y acercándose a la

habitación, Germán le entregó a Isabel la nota.

Para tratarse de una broma se lo toman muy

en serio. Suena a verdadera amenaza de película negra.

Aunque estas tentativas poéticas, el orden y el caos, el

corredor de la historia… son un poco de serie B

declaró ella a la vez que atravesaba el umbral.

¿Te acuerdas del correo de ayer? Seguro que

es el mismo capullo. ¿Sabes tú de qué va esto? Germán

depositó sobre la cama la mochila con el ordenador, los

cuadernos y todo el material que les acompañaba en esta

investigación mientras Isabel negaba con un gesto de

Page 33: La hoja rota

31

despreocupación . Lo raro es que poca gente sabe

que estamos aquí y, además, ¿quién puede conocer esta

dirección de correo electrónico? El buzón no tiene más

de una semana, me lo ha abierto el departamento para

usarlo estos días. Me parece que es algo más que una

broma.

Isabel, alejada de lo que Germán sugería,

arrastraba aún la tonificación que la caminata le había

regalado. Estimulada por el descubrimiento que se

anunciaba trascendental, su imaginación ya estaba

íntegramente centrada en diseñar el nuevo proyecto

que consistiría en la exploración de la colección de

símbolos hallados, deseo que ansiaba iniciar a la mayor

brevedad. Como a la mayor brevedad se estaba

mostrando necesario diluir la sombra de preocupación

que se intuía en la actitud de su compañero. Le quitó el

papel de las manos y le dijo:

Esto no va con nosotros. Mira lo que dice,

que somos inteligentes y entendemos el consejo. Es

evidente que se equivoca, ¿verdad? Yo puedo asegurar

que eres el más tonto de todos los tontos a los que

quiero y sin otorgar la más mínima posibilidad a que

emprendiera algún tipo de queja, le besó con la

profundidad y las ganas que la felicidad d sentirse

plena le adjudicaba generosamente.

La décima campanada coincidió con el momento

en que Germán colgaba el teléfono. Cenaron en la

habitación acompañados por un concierto de Henry

Butler que, aleccionando a su piano, desplegó un

nocturno puente desde Orleans hasta La Seu d’Urgell.

Poco después de oír el solitario repique anunciador de

la inmersión en la madrugada, la luz que se escapaba

por la ventana se apagó, señal que aprovecharon las

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32

dos figuras que habían estado observándola desde la

calle para alejarse en dirección al Seminario Conciliar. 00000

Todavía quedaban más de tres semanas para el

inicio del curso. A pesar de ello, los pasillos y las aulas

ya iban ofreciendo un adelanto de lo que a lo largo de

ocho meses sería un espectáculo de transeúntes

aparentemente sumidos en un babel incierto. Isabel,

que este año se vería mucho más liberada de la

servidumbre de las clases, ya que Germán asumiría sus

compromisos mientras ella se dedicaba casi

enteramente a terminar el proyecto, estaba esta mañana

especialmente radiante. Tomaba posesión de su

despacho, se reencontraba con las carpetas, apuntes,

anotaciones y libros acumulados en los últimos seis

años y que, habiendo colonizado todo el espacio

disponible en las estanterías, iniciaron la emigración

hacia el suelo, el alféizar de la ventana y redujeron el

espacio útil de la mesa a la anchura del cuerpo de Isabel.

Cualquier desconocedor de su método de archivo,

básicamente fundado en una prodigiosa memoria

histórica que sabía ubicar cada documento en el lugar

exacto en que fue depositado la última vez que fue

utilizado, creería encontrarse ante un almacén previo al

envío hacia el reciclaje de kilos y kilos de papel.

Transcurridos cinco días desde su regreso de la

comarca leridana, este jueves preotoñal se

desempaquetaba como el regalo previo al enorme

esfuerzo que se avecinaba en los siguientes meses.

Imbuida de la energía conquistada en los Pirineos, no

demoró el inicio de los primeros pasos de la

investigación que, en el receso de los pasados días,

definió con total minuciosidad: contactar con Adolfo

Cerrada y Jean Coquelet, ambos en la Sorbona; poner

patas arriba todas las bases de datos de todas las

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33

universidades del mundo y, si el presupuesto y la

generosidad del rector se lo permitían, un viaje al

mismo monasterio de Cluny. El plazo impuesto por la

Facultad para terminar la monografía llegaba hasta la

próxima primavera, de tal forma que fuera posible

publicarla e incluirla para su presentación en algún

curso de verano. En total, y apurando todas las horas,

siete meses que pronto, como siempre, empezarían a

revelarse insuficientes. Su labor se vería facilitada en

gran parte por la abundante bibliografía sobre Cluny a

la que se unían la perfecta catalogación y digitalización

de sus documentos antiguos. De hecho, no llegaba con

las manos vacías a su despacho, pues del Catalogus

abbatum Cluniacensium y de otros registros, ya había

obtenido la relación de monjes que pertenecieron al

monasterio en la segunda mitad del siglo XI, con el

abad Hugues a la cabeza, época alrededor de la cual

manejaba la hipótesis de la creación del Beato.

Germán apareció en la entrada y, con dos

suaves golpes a la puerta, llamó la atención de Isabel.

Toma, te la dejaste encima de la cama le

dijo él entregándole su agenda, perfecto ejemplo de

armonía en la confusión.

Gracias contestó, apresándola con un guiño

de gratitud . ¿Adónde vas?

Tenemos una de esas reuniones dedicadas a

decir que todavía falta esto o que aquello ya debería

estar en marcha… Todos con apremios y nadie con

soluciones, ya sabes el comentario se acompañaba

de una mueca de fatalidad pronosticando lo

irremediable . Bueno, me voy. ¡Ah!, se me olvidaba,

me ha dicho Reoyo que el miércoles que viene

tenemos la comida de inauguración del curso.

Page 36: La hoja rota

34

Anótatelo en el dietario palabras finales que ya se

oían con la resonancia dada por la soledad del pasillo.

Todos los años, antes del comienza de las clases

y de la apertura oficial del curso, la universidad reunía

a sus trabajadores, de todos los ámbitos

”colaboradores” era el término eufemísticamente

utilizado , en una comida a la que siempre se invitaba

a algún político necesitado de dejarse ver y a algunas

personalidades vinculadas con alguna de las facultades.

Era una ocasión que los profesores de sociología

usaban para constatar, año a año, cómo se ponía de

manifiesto el eterno “divorcio social” entre el personal

docente y el laboral, dos tribus antagónicas viviendo en

el mismo territorio. En esta oportunidad, los

pronósticos se vieron enteramente revalidados y a lo

largo de la tarde la creación de corrillos de personajes

afines entre sí y el paso del tiempo fueron realizando la

criba que finalmente dejaría repartidos por el salón del

hotel multitud de grupos, de los cuales los más

concurridos eran aquellos protagonizados por los

políticos, alrededor de los que se arremolinaban los

figurantes más heterogéneos, curiosos, interesados,

acólitos y aspirantes. Isabel, embebida por el relato de

las vacaciones tropicales de Amparo, profesora de

filología alemana, fue rescatada por Reoyo cuando éste

le preguntó:

Perdona, ¿tienes un minuto?

Sí, claro y asiéndola suavemente del brazo

la separó del corro, conduciéndola hacia quien, por su

vestimenta, debía ser representante de la curia.

Te presento a Carlos Helbal, obispo de

Cuenca. Aquí tiene a nuestra mejor especialista en

historia medieval comentó Reoyo dirigiéndose al

Page 37: La hoja rota

35

prelado, después levantó la vista por encima del

hombro de Isabel . Disculpen, creo que me reclaman.

Mientras se estrechaban las manos, el obispo

comenzó a decir:

Le estaba comentando a nuestro querido

rector mi devorador interés por la historia de España,

especialmente la de épocas antiguas. La romanización

me apasionó en mi juventud y el Medievo me

escamotea ahora casi todo mi tiempo libre, intentando

suplir mis carencias con interminables lecturas.

Me alegra oírle decir eso. Como puede

suponer, coincido plenamente con sus apreciaciones.

Ambos, incómodos ante la ausencia de diálogo,

se dedicaron una forzada sonrisa, como si los dos

sufrieran el mismo tic. En el azoramiento del mirarse

sin hablarse, Isabel creyó encontrar un tema

suficientemente neutro que posibilitara el intercambio

de algunas frases, iba a mencionar su paso por Cuenca

cuando el obispo dijo:

En fin, creo que he de retirarme miró su

reloj y prosiguió . Hágame un favor, continúe con los

Beatos, pero recuerde que la historia no puede ser

cambiada, ni siquiera perturbada. No busque lo que no

ha de ser encontrado. Intentarlo únicamente produce

desorden y dolor… Ha sido un placer. Adiós.

Le siguió con la mirada, cio cómo se alejaba de

ellas y cómo, sin despedirse de nadie, abandonaba el

salón. Atónita, buscó a Germán. Le encontró riendo en

un grupo que se había adueñado de los sillones más

confortables.

Page 38: La hoja rota

36

Recuerdas las notas de La Seu, ¿verdad?

preguntó retóricamente Isabel a su compañero, al que

había sacado del jovial círculo . Pues un obispo me

acaba de decir exactamente lo mismo.

¿Un obispo?

Sí, un obispo. El de Cuenca. Me ha dejado

alucinada Germán le devolvió una expresión que

intentaba adivinar si verdaderamente se encontraba

alucinando . ¿No te lo crees?, pregúntale a Reoyo, él

me lo ha presentado.

¿Y tú que le has dicho?

Nada, no me ha dado tiempo. Se ha ido.

Además, ¿qué le voy a decir? Oiga, con esas mismas

palabras nos han amenazado en La Seu d’Urgell. Deme

su dirección de correo electrónico ya que usted conoce

la mía.

De la camarilla de risueños llegaron sonoras

carcajadas, Isabel, tras una pausa, exclamó de pronto:

¡Y los Beatos! Me ha dicho que siga con

ellos y yo no le hablé para nada de nuestro trabajo.

Ya. ¿El obispo de Cuenca has dicho? Supongo

que no será muy complicado encontrarle y pedirle

explicaciones razonó Germán.

Nuevas risas protagonizaron el ambiente de la

reunión. Despojados de los formalismos iniciales,

moderadamente atrevidos, los asistentes más

bulliciosos empezaron a afrontar el inicio de la noche.

Cuando, al día siguiente, Isabel preguntó al rector

sobre el obispo, aquél le aclaró que no le conocía de

antes, que le dijo estar alojado en el hotel y que al ver

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37

la tertulia y enterarse de su condición universitaria

quiso saludarle. Mayor fue el asombro de Germán

cuando en la secretaría del obispo de Cuenca le dijeron

que no era posible hablar con él porque desde hacía

una semana se encontraba en Roma y hasta dentro de

cinco días, por lo menos, no se esperaba su regreso. De

la advertencia intangible habían pasado a la

inseguridad palpable, de la broma pesada a la grave

seriedad. Se sentían sobrepasados por una realidad que

les había acogido pero les era ajena. no sabían desde

donde observarla, ni como atenderla, ni hacia donde

dirigirse. La única constatación de su existencia era la

certidumbre del ultimátum. Desde lo que les era

conocido hacían algo que provocaba la combinación de

ambas realidades. Y el Beato de Liébana parecía ser la

pasarela que les unía.

¿Ir a la policía? ¿A denunciar qué? ¿Qué nos

han mandado dos anónimos que, por cierto, ya no

existen, o que un falso obispo te ha hecho unas

recomendaciones que tú entiendes que son una

amenaza? No creo que nos hagan mucho caso con esos

argumentos atrapado por los nervios, Germán

escrutaba el rostro de Isabel, buscando en ella la

calma . ¿Pero qué quieren? El Beato… probar que es

de Cluny, ¿es eso?

”Lo que no ha de ser encontrado”. Me dijo que

no buscara lo que no ha de ser encontrado… Isabel,

mirando los ojos que la contemplaban, los atravesaba y

parecía dedicada a la exploración del confuso laberinto

en el que a cada vuelta de esquina se topaba con

murallas contra las que se golpeaban. Hasta que

encontró la salida . ¡Los símbolos! ¡Eso es! Los

símbolos son la respuesta. Algo esconden, algo

significan… y a alguien le interesa que nosotros no lo

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38

sepamos. Lo que tiene que ser encontrado es que está

perdido u olvidado.

En los siguientes días todo pareció volver a la

cotidianeidad, los preparativos del nuevo curso y el

avance en la investigación no deparaban ninguna

sorpresa. La acumulación de información desbordaba a

Isabel, la solicitud que hizo a sus colegas franceses

obtuvo inmediata y profusa respuesta y de las bases de

datos accesibles por Internet recogió innumerables

referencias. Pero era mentira, lo cotidiano ocultaba la

invisible persecución iniciada en la habitación del

Parador de La Seu; su progreso era vigilado, y ella lo

sabía. O, al menos, lo sentía, sospechaba es presencia,

apreciaba la disminución de claridad que la sombra de

la desconfianza le ocasionaba. Y desde que se

aseguraron en colocar a los símbolos en el origen de

todo este proceso, esperaban que algo ocurriera, el

siguiente capítulo de la farsa que lamentablemente

protagonizaban.

Me voy a casa, estoy hecha polvo.

Isabel se desentumecía sentada en el sillón.

Eran casi las ocho de la tarde y echaba de menos una

sesión de sudor en un espumoso baño.

A mí me queda todavía una hora, por lo

menos ¿No puedes esperarte? preguntó Germán.

Si me obligas atándome al sillón… bromeó

ella . De verdad, necesito salir de aquí.

Está bien, pero con la condición de que me

prepares una dorada al estilo isabelino; ayer compré

dos, ¿de acuerdo?

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39

Chantajista.. de acuerdo. Me llevo el coche,

llama luego a un taxi.

Le besó y salió hacia el aparcamiento, frente a

la fachada de la Facultad. Al salir del edificio se volvió

y pudo ver a Germán saludándola desde la ventana,

cumplido que devolvió agitando su mano derecha.

Llegó al coche y, cuando iba a introducir la llave en la

cerradura, alguien comenzó a hablar a sus espaldas,

provocando su asustado y violento giro.

Nosotros no somos asesinos. Pero podemos

matar. No somos nadie. No tenemos nombre. Pero

hemos existido siempre. Nunca nos encontraría si

intentara buscarnos. Jamás podrá saber lo que está

buscando, pero no podemos correr ningún riesgo.

Olvide su investigación, se hará un favor a usted y a la

historia. No queremos nada suyo, sólo deseamos la

Verdad.

¿Qué Verdad?

La única.

Entonces oyó a Germán gritar desde el otro lado

de la calle:

¡Isabel! ¡Isabel!

Olvide los símbolos le increpó el extraño, y

al terminar de decirlo salió corriendo en dirección

opuesta a Germán que, al observar al desconocido

desde la ventana se había lanzado a una vertiginosa

carrera escaleras abajo. Ya se acercaba rápidamente

hasta ella, ya la veía junto al coche. No lo vio, sólo

veía a Isabel. Cuando comenzó a cruzar la carretera

sintió un dolor inmenso que sólo duró un instante, antes

de despeñarse en la oscuridad. Cuando el coche frenó,

él ya estaba llenando de sangre el suelo de la calle.

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40

¡Germán! 00000

El aula estaba repleta, algo previsible en uno de

los pocos seminarios que estaban llamados al éxito, el

único de este curso de verano en el que algunas

solicitudes se quedaron sin plaza, a pesar de que la

organización se vio obligada a aumentar el número de

alumnos. El calor asfixiante del exterior invitaba a

refugiarse en el asilo del aire acondicionado. Los

agostos de la sierra podían mecerse entre las tormentas

estremecedoras e interminables o el sofoco de un sol

abrasador y cercano. El curso sobre literatura

milenarista iba a durar tres días y para su apertura

acudieron los que luego serían ponentes de diversos

aspectos del tema planteado. Junto a César Colomer e

Isaías Tejeda, historiadores medievalistas, se sentaron

Javier Sucunza, exitoso escritor de novelas históricas y

Carolina Reche, filóloga de lenguas clásicas. Todos

ellos arropaban a Isabel, directora y promotora del

curso. El murmullo que llenaba la sala fue

descendiendo y se transformó en un aplauso cuando

Isabel se puso en pie, disponiéndose a decir las

primeras palabras.

Gracias. Buenos días a todos. Antes de nada

he de agradecerles su presencia y transmitirles mi

satisfacción al comprobar el interés que ha despertado

este curso. Me alegra, además, y de forma muy

especial, porque quisiera que me permitieran dedicar

estar jornadas al recuerdo del que fue durante muchos

años mi compañero. Su dedicación y entusiasmo por

este trabajo que ahora nos reúne fueron primordiales

para que nosotros podamos estar aquí. Germán, allá

donde estés, recibe mi gratitud.

Los tímidos aplausos emitidos desde la mesa de

ponentes fueron inmediatamente acrecentados por las

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palmadas de todo el aula, o que permitió a Isabel

controlar la emoción y, con gestos de reconocimiento,

pedir el silencio del público.

Gracias de nuevo, gracias. Bien, como ustedes

saben, expondremos a lo largo de estos tres días todo

lo que el tiempo y nuestra capacidad nos permitan

acerca de la literatura milenarista y apocalíptica

desarrollada en la Europa de los siglos VII al XII. Para

ello contaremos con la inestimable presencia de… e

inició la presentación de cada uno de los participantes

que la acompañaría . Gran parte de las teorías que

aquí desarrollaré nacen de las investigaciones que he

efectuado en el último año y que han dado lugar al

libro que ya deben tener ustedes en sus manos,

entregado con la documentación del curso. El núcleo

de esta publicación gira en torno a los códices del

beato de Liébana que han llegado hasta nuestros días,

algo más de una veintena de tomos que nos aportan

información filológica y artística de primera magnitud.

Todos, además, contribuyen al conocimiento de los

métodos, prácticas y costumbres de los monasterios de

los que salieron. Todos menos uno, el conservado en el

Museo Diocesano de La Seus d’Urgell, del que hasta

hoy ha sido imposible saber de dónde procede y su

fecha exacta de elaboración, datos que no se

referencian en sus páginas y que convierten en una

labor inútil el intento de identificación de los calígrafos

y del miniaturista.

Una de las personas que estaban de pie ocupando

el fondo de la sal se dirigió a la puerta, salió y cerró

silenciosamente tras de sí. Isabel, tras beber un poco de

agua, continuó su conferencia.

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43

3

Deseo preparar mi alma para su presentación

ante Nuestro Señor. He visto que el cese de mi tiempo

se aproxima con diligencia inalterable y se me hace

imprescindible la confesión para acudir a Su

presencia. Durante años he dedicado mi vigor a la

lucha contra Elipando, tenaz defensor de la idea del

adopcionismo. Concediendo a Cristo naturaleza

humana, haciéndole uno de nosotros, enaltecía el

infinito amor de nuestro Señor al adoptarle como hijo.

Los Padres de la Iglesia han calificado de herejía esta

creencia y yo contribuí vigorosamente a que así fuera.

Hoy, cercano a la rendición, confieso con pesar mi

equivocación, me declaro firme defensor de esta idea,

abomino de las palabras que pronuncié en su contra y

niego el signo herético con el que la Iglesia la ha

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44

condenado. Falto de fuerzas para iniciar una nueva

contienda contra la ignorancia, sólo me queda pedir al

futuro que ilumine la verdad y la rescate de la

obscuridad a la que ha sido sumida.

En la rúbrica se adivinaba la palabra Liébana y

bajo ella se leía abad de Valcavado. No había duda de

que aquellas letras procedían directamente de la pluma

del Beato. Antes de que Aimerico levantara la vista del

pasaje, el abad de Cluny dijo:

A ninguno de los dos se nos escapa la

delicadísima importancia de esa confesión. El que fue el

más inflexible enemigo de Elipando, arzobispo de

Toledo, y del obispo de Urgel, Félix, ambos defensores

de la herejía, ahora se nos revela apóstata. Ello no

debería alarmarnos si no fuera porque sus exposiciones

fueron las que convencieron a los padres de Roma

Adriano I y León III. De esta forma, su pretendido yerro

arrastraría las decisiones de los Papas hacia la

incertidumbre del acierto de sus resoluciones, se

discutiría su infalibilidad. Estoy convencido de que el

sínodo de Aix-la Chapelle, celebrado un año después de

la muerte del Beato y que ratificó la condena de esta

idea, nació desde el conocimiento de esta revelación.

Pensad en lo que significaría que se supiera que aquél

que inspiró a Papas era un hereje, aún más, el que

sugestionó a gran parte de la cristiandad sobre cómo se

habría de producir la venida del fin de la humanidad, era

un disidente de la auténtica verdad.

El abad de San Juan pasaba de la sorpresa al

asombro. Ignoraba si debía corroborar o discutir los

comentarios oídos o continuar impávido ante el torrente

de descubrimientos que estaban poniendo en marcha los

engranajes de su intuición, presagiando que estas

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45

incómodas revelaciones no le procurarían ningún

beneficio. Al fin, decidido a tomar parte activa en la

conversación que el de Cluny dirigía, preguntó:

¿Por qué me hacéis partícipe de estas noticias?

No encuentro razón alguna para que propaguéis este

testimonio. Mi condición de hermano de la orden, ni

aún la de abad, me daba derecho a conocer lo que ya

ahora sé.

Os equivocáis. Tres son las razones por las

que os he contado todo lo que acabáis de oír. La primera

es que deseo convertiros en testigo de la destrucción de

este libro, cumpliendo así el deseo de don Fabián

Gozalo que exigió que el manuscrito nunca debería salir

de este monasterio.

Aimerico notó que su primera reacción fue

emprender una enojada protesta, pero el fugaz instantes

en el que perduró ese deseo dio paso a una prudencia

que le recomendaba callar, acatar y permanecer atento a

las dos razones que todavía permanecían en el enigma.

Presenció por tanto como Hugues posaba el libro sobre

una escudilla de rústico barro, aproximaba a uno de los

extremos del tomo la fina llama de una lámpara y

rápidamente se iniciaba la ceremonia del fuego,

purificador de pecados y exterminador de la historia.

Con la conversión en ceniza de los últimos restos, el

abad retomó la declaración:

En segundo lugar debéis saber que el códice

miniado que habéis admirado contiene, precisamente en

la página que no he querido que paséis, una

transcripción completa de la confesión del Beato. Si os

fijáis en las columnas y en el arco podréis comprobar

que están repletas con signos de una grafía extraña

Aimerico había percibido el detalle desde su primera

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46

observación . Son símbolos de un código que he

creado para cifrar su significado. Una vez que hube

traducido a este idioma sin sentido la confidencia

herética, le pedí al hermano Cyriaque que lo reprodujera

en una de sus miniaturas.

Hugues extrajo de uno de los bolsillos de su

hábito un pequeño pergamino, de textura más delgada

de la que habitualmente era utilizada por los

amanuenses y doblado por dos veces sobre sí mismo. Al

desplegarlo quedaron al descubierto las reglas diseñadas

por el abad de Cluny que facilitaban las claves para la

interpretación de lo caligrafiado en las columnas de la

miniatura. Un rápido atisbo al pliego persuadió a

Aimerico que el sistema ideado iba mucho más allá de

una mera sustitución de letras latinas por símbolos

incoherentes. Ya sólo le quedaba conocer la tercera

incógnita por lo que, llegados a este punto e inmerso en

una confusión que había ido en progresivo aumento, el

abad aragonés prefirió no suscribir ninguna reflexión,

ninguna conjetura sobre lo que aún le quedaba por oír.

Conocedor de la autoridad, más que moral, que el

benedictino francés podía ejercer sobre los hermanos de

otros monasterios, Aimerico temía la continuación de la

explicación a la que se había visto abocado. El abad

soberano de todos los conventos cluniacenses puso en la

página contraria a la de la miniatura el escrito que

solucionaba lo que para cualquier otro hubiera sido un

raudal de líneas con intención ornamental. Los

símbolos, idénticos a uno y otro lado del libro, se

mostraban conectados por una huella de pertenencia

mutua.

La tercera razón os atañe directamente. Quiero

que entendáis que la conclusión a la que he llegado no

es ningún capricho adoptando una actitud cercana a la

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47

altivez, Hugues hizo una pausa que Aimerico tradujo en

una reparación de las fuerzas que el abad debía necesitar

para proseguir . A vuestra vuelta a Aragón llevaréis

con vosotros este códice y el glosario para efectuar la

interpretación. Nuestro compromiso con el saber no nos

permite privar a la historia de lo que aquí está

escondido, por lo que debéis comprender que

custodiaréis algo más que un libro. De Osuna el

hermano Benoit trajo, junto al escrito, una grave

insinuación de don Fabián. Me temo que en pos de lo

que ahora son cenizas se encuentran personas

conocedoras de la confesión del Beato. Casi podría

aseguraros que se trata de enemigos de la verdad que

quisieran poner estas palabras en la luz pública para

hacer revivir la apostasía del adopcionismo, enemigos

que se encuentran en el lado del fuego y del azufre, allá

donde también habita el falso profeta. La condición

divina de Cristo no puede verse expuesta a la fantasía

absurda de la locura humana. He decidido por lo tanto

que San Juan de la Peña será el mejor lugar para

resguardar lo que debe continuar siendo un secreto.

La inutilidad de cualquier lamentación se le

evidenció a Aimerico. Afloró entonces el abad

pusilánime y menguado de energía, personaje que el

gran administrador en que se había convertido logró

ocultar a lo largo de todos sus años de mandato. Desde

el primer momento sintió que su nueva condición de

víctima le sobrepasaba, la losa en que se había

transformado aquella obra gravaba su existencia con un

impuesto incapaz de satisfacer. Era el anuncio de una

pesadumbre a la que no sabría hacer frente. Angustiado

por la exigencia del temor que le cercaba, creyó adivinar

el advenimiento de su propio Apocalipsis.

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