La imagen del rey y el teatro de la España clásica

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1 LA IMAGEN DEL REY Y EL TEATRO DE LA ESPAÑA CLASICA Alfredo Hermenegildo Université de Montréal “Fray Luis [de León] y Felipe II son los dos arquitectos ideales de nuestra grandeza moral y material. Fray Luis humaniza lo divino; Felipe II espiritualiza lo humano. Idealismo y realismo se conjugan así para darnos la fórmula perfecta y expresiva del ser de España […]. Por distintos caminos vinieron a confluir el monarca y el monje en la misma fuente original, en el mismo hontanar inspirador; es decir, en Cristo, centro de la vida de España…” 1 . Con estas palabras y otras parecidas pretende explicar el padre Félix García dos maneras confluentes de concebir la sociedad española. Sin compartir los puntos de vista del editor de fray Luis sobre supuestos idealismos y realismos que a casi nada conducen, sí nos será útil el triángulo Felipe II-Cristo-fray Luis de León, como punto de partida para el presente estudio. Felipe II sitúa a Cristo en el vértice del ordenamiento político-teológico de la sociedad. También fray Luis de León pone a Cristo como modelo de reyes. Sin embargo –y aquí diferimos 1 .- Fray Luis de León, Obras completas castellanas, Prólogos y notas del padre Félix García, 3ª edición, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1959, p. 350. (Desde ahora se identificará como LOC.) [La paginacin no coincide con la publicacin]

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LA IMAGEN DEL REY Y EL TEATRO DE LA ESPAÑA CLASICA

Alfredo Hermenegildo Université de Montréal

“Fray Luis [de León] y Felipe II son los dos arquitectos

ideales de nuestra grandeza moral y material. Fray Luis humaniza lo

divino; Felipe II espiritualiza lo humano. Idealismo y realismo se

conjugan así para darnos la fórmula perfecta y expresiva del ser de

España […]. Por distintos caminos vinieron a confluir el monarca y el

monje en la misma fuente original, en el mismo hontanar inspirador; es

decir, en Cristo, centro de la vida de España…”1.

Con estas palabras y otras parecidas pretende explicar el

padre Félix García dos maneras confluentes de concebir la sociedad

española. Sin compartir los puntos de vista del editor de fray Luis sobre

supuestos idealismos y realismos que a casi nada conducen, sí nos será

útil el triángulo Felipe II-Cristo-fray Luis de León, como punto de

partida para el presente estudio.

Felipe II sitúa a Cristo en el vértice del ordenamiento

político-teológico de la sociedad. También fray Luis de León pone a

Cristo como modelo de reyes. Sin embargo –y aquí diferimos 1 .- Fray Luis de León, Obras completas castellanas, Prólogos y notas del padre Félix García, 3ª edición, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1959, p. 350. (Desde ahora se identificará como LOC.)

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profundamente del padre Félix García– ni fray Luis considera al monarca

de su tiempo como ejemplo inspirado por el modelo que es Cristo, ni

Felipe II es un caso aislado en la serie de reyes que España tuvo por

aquellos siglos, ni Cristo es el camino único seguido por la sociedad

española para elaborar la imagen pública del rey.

“Todos los que reinan son reyes por mano de Dios”, dice fray

Luis en Los nombres de Cristo (LOC, 548). Pero de la teorización a la

realización práctica, de la imagen buscada a su plasmación en la vida

cotidiana, media un abismo que fray Luis no duda en franquear con paso

decidido y con una evidente amargura. Los años de cárcel fueron motivo

de difíciles experiencias y de profundas reflexiones para fray Luis.

Cuando sale de los calabozos inquisitoriales en 1576, lleva la firme idea

de acabar y publicar –lo hará en 1583– su obra magna, Los nombres de

Cristo. En ella encontraremos rastros de la preocupación de su autor por

el problema que engendró en la sociedad de su tiempo la segregación

racista de un grupo de españoles, el de los cristianos nuevos. Todos los

hombres son del mismo linaje, todos son hermanos entre sí en el reino de

Cristo. Fray Luis insiste continuamente en el carácter igualatorio de la

redención cristiana. Para el autor de Los nombres de Cristo –según se

desprende de una larga serie de afirmaciones incluidas en la obra citada–,

los súbditos del reino celestial reúnen unas cuantas condiciones. Y –

añade– “a la verdad, casi todas ellas se reducen a ésta, que es ser

generosos y nobles todos y de un mismo linaje” (LOC, 560). Los

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vasallos de Cristo “todos son hechura y nacimiento del cielo y hermanos

entre sí” (LOC, 561).

Fray Luis de León traza la imagen del reino de Cristo,

teniendo muy presentes los condicionamientos sociorreligiosos de la

España de la época. ¿De qué otra forma se puede escribir todo esto

cuando se vive en la más profunda de las amarguras? Fray Luis nos está

dando en estas líneas el negativo –muy positivo, habría que decir–, de la

idea que se fue haciendo de España durante sus años universitarios y,

sobre todo, en el período de sus desdichadas relaciones con la

Inquisición. El reino de Cristo es noble porque en él “ningún vasallo es

ni vil en linaje, ni afrentado por condición, ni menos bien nacido el uno

que el otro. Y paréceme a mí que esto es ser Rey propia y honradamente,

no tener vasallos viles y afrentados” (LOC, 561). Fray Luis va mucho

más lejos en la diatriba contra aquellos reyes que, aceptando la situación

deshonrosa en que viven muchos de sus vasallos, consienten que “vaya

cundiendo por muchas generaciones su afrenta y que nunca se acabe”

(LOC, 561).

Fray Luis no sólo denuncia la trágica situación de quienes

nunca pueden redimirse en la sociedad española, sino que pregona la

responsabilidad de los reyes que no quieren o no pueden modificar el

estado de envilecimiento de una parte de sus súbditos. La monarquía

española aparece, ante los ojos del intelectual converso que fue fray Luis

de León, como solidaria de la masa cristiana vieja y como

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corresponsable de la situación degradada en que los españoles “no

limpios” vivían. El rey que permite la infamia de sus vasallos se

deshonra a sí mismo. Y, en consecuencia, es cualquier cosa menos rey.

Fray Luis pone en tela de juicio incluso la legitimidad de un rey que

llega a ser “menos que rey” por el simple hecho de gobernar sobre un

cuerpo social alterado por la enfermedad de la segregación. En Los

nombres de Cristo, Sabino le pide a Juliano su opinión sobre los reyes

que afrentan a sus vasallos, consintiendo que la ignominia de unos pocos

se transmita, con carácter indeleble, de generación en generación.

“–¿Qué? –respondió Juliano. Que ninguna cosa son menos

que reyes. Lo uno, porque el fin adonde se endereza su oficio es hacer a

sus vasallos bienaventurados; con lo cual se encuentra por maravillosa

manera el hacerlos apocados y viles. Y lo otro, porque, cuando no

quieren mirar por ellos, a sí mismos se hacen daño y se apocan. Porque,

si son cabezas, ¿qué honra es ser cabeza de un cuerpo disforma y vil? Y,

si son pastores, ¿qué les vale un ganado roñoso? […]. Y no sólo dañan a

su honra propia, cuando buscan invenciones para mancharla [sic] de los

que son gobernados por ellos, mas dañan mucho sus intereses, y ponen

en manifiesto peligro la paz y la conservación de sus reinos. Porque, así

como dos cosas que son contrarias, aunque se junten, no se pueden

mezclar, así no es posible que se añude con paz el reino, cuyas partes

están tan opuestas entre sí y tan diferenciadas, unas con mucha honra y

otras con señalada afrenta. Y como el cuerpo que en sus partes está

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maltratado y cuyos humores se conciertan mal entre sí está muy

ocasionado y muy vecino a la enfermedad y a la muerte; así, por la

misma manera, el reino adonde muchas órdenes y suertes de hombres, y

muchas casas particulares están como sentidas y heridas y adonde la

diferencia que por estas causas pone la fortuna y las leyes, no permite

que se mezclen y se concierten bien unas con otras, está sujeto a

enfermar y a venir a las armas con cualquier razón que se ofrece” (LOC,

562).

Fray Luis señala el peligro grave a que un rey expone su reino

si favorece la discriminación de una parte de sus vasallos. El converso

agustino no puede reprimir una especie de amenaza velada: “Que la

propia lástima e injuria de cada uno encerrada en su pecho, y que vive en

él, los despierta y los hace velar siempre a la ocasión y a la venganza”

(LOC, 562).

El rencor de fray Luis se manifiesta de forma patente. A pesar

de todo, la crítica se ha complacido en pasar silenciosamente junto a este

pasaje, en que fray Luis deja de manera muy palpable su opinión sobre el

conflicto de castas en la España de Felipe II y sobre la responsabilidad

del monarca llamado “el Prudente”. Muy entre paréntesis, hemos de

señalar una nota que el padre Félix García pone al pie del texto que

acabamos de transcribir. Dice así: “Es magnífica y cabal la concepción

que del orden social, resultante de la relación armoniosa entre

gobernantes y gobernados y de la equidad social en la distribución de los

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bienes, tiene fray Luis” (LOC, 562). La desigual distribución de bienes

no manchaba a una parte de las “casas españolas de generación en

generación”. Por muchos equilibrios que se quieran hacer para ocultar la

realidad. Fray Luis tiene una “magnífica y cabal concepción del orden

social”. Sí, pero es exactamente la concepción de un orden social

opuesto al que mantenía en España el rey Felipe II, en nombre de una

voluntad colectiva de ser impuesta por una mayoría de cristianos viejos.

Unas páginas antes de haber entrado en los detalles que

acabamos de señalar, fray Luis indica de manera inconfundible el

carácter injusto, egoísta y no cristiano de los reyes españoles, es decir, de

Felipe II. El abismo que media entre el reino de Cristo y el que “acogió”

a los conversos como fray Luis, se explica por la ausencia de bases

verdaderamente cristianas en este último. “Así que no es maravilla,

Sabino –dice fray Luis–, que los reyes de ahora no se precien para ser

reyes de lo que se preció Jesucristo, porque no siguen en el ser reyes de

lo que se preció Jesucristo, porque no siguen en el ser reyes un mismo

fin […]. Estos que agora nos mandan, reinan para sí, y por la misma

causa no se disponen ellos para nuestro provecho, sino buscan sin

descanso en nuestro daño” (LOC, 558).

La defensa de la figura “sagrada” de Felipe II parece ser una

constante de cierta parte de la crítica. Y el padre Félix García no es

excepción. Para él, la invectiva de fray Luis es de orden general o está

dirigida contra la corte inglesa. “En la mente de fray Luis andaba

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Enrique VIII” (LOC, 559). Y, sin embargo, el mismo autor de Los

nombres de Cristo nos dice, al cerrar sus amargas reflexiones sobre todo

este tema: “Dejemos lo que en nuestros reyes o reinos, o pone la

necesidad o hace el mal gobierno y error” (LOC, 562). Así la

identificación no ofrece la menor duda. Fray Luis condena al rey Felipe

II, rey que nada tiene que ver con Cristo. La motivación última e íntima

de fray Luis, según esta pasaje, es el problema de los linajes.

Esta actitud leonina contra Felipe II muestra el ejemplo de un

intelectual converso que reacciona viva y amargamente contra un rey

comprometido en la situación social de los cristianos nuevos y

responsable de la degradación del cuerpo colectivo nacional.

Pero la reacción de fray Luis, que será necesario analizar con

más detalle en otro momento, no es única. Vamos a examinar

brevemente algunos rasgos de los utilizados por ciertos hombres de

teatro para trazar la figura del rey. Nos referimos, por ahora, al teatro

llamado prelopista y, más en concreto, al teatro trágico anterior al triunfo

total de la dramaturgia de Lope de Vega. Es necesario establecer una

línea muy clara entre el teatro prelopesco y el de Lope y su escuela. En

nuestro trabajo La tragedia en el Renacimiento español se lee lo

siguiente: “Cuando en el último tercio del siglo surge el grupo formado

por los Bermúdez, Virués, Cueva, Argensola, Artieda, Cervantes, etc…,

en todos ellos se notan unas inquietudes técnicas, temáticas e ideológicas

que, sin llegar a constituir una escuela, forman un entramado de obras

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que pueden y deben llamarse con toda propiedad tragedia española del

Renacimiento. En todos los autores, desde principios hasta finales del

siglo, hay un deseo de hacer tragedia. Las soluciones fueron variadas y

los resultados diversos”2. Cuando llega el triunfo de Lope de Vega y su

escuela, no puede decirse que se hayan arrinconado todos los

procedimientos técnicos puestos en marcha por los autores de tragedias.

Lope los supera. Pero es sobre todo en el arte de entrar en contacto con

las masas donde Lope consigue el gran éxito. Los trágicos prelopistas

hacen esfuerzos desesperados por conquistar la atención del público.

Pero son esfuerzos que podríamos llamar mecánicos, técnicos,

estilísticos, formales. El público no entraba en el juego de las tragedias

porque veía en ellas una manera de concebir la sociedad abiertamente

opuesta a la que la gran masa aceptaba y vivía. Y por muchas tentativas

que los autores hicieron, al no cambiar, porque no querían, su orientación

ideológica, aquéllas no fueron suficiente para conquistar al irreductible

espectador. Sin pretender haber resuelto todos los problemas que el tema

plantea, creemos poder afirmar que, en buena medida, el triunfo total y

devastador –el mismo Cervantes lo reconoció– de Lope de Vega se debe,

más que al perfeccionamiento formal del arte de hacer comedias, al

condicionamiento ideológico de su teatro por la opinión de la gran masa

española, coronada, en la cúspide del orden social establecido, por un

monarca prácticamente intocable. Lope de Vega triunfó porque 2 .- Alfredo Hermenegildo. La tragedia en el Renacimiento español, Barcelona, Planeta, 1973, p. 19.

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incorporó en su teatro la manera de pensar del grueso de los españoles.

El teatro prelopista fracasó, en su contacto con el público, porque era un

teatro de reivindicación, de reforma, de alteración del equilibrio

colectivo y, en consecuencia, contrario a los pareceres y a los intereses

de quienes controlaban la voluntad de la gran masa3.

Como ilustración de todo esto, vamos a presentar unos

rápidos trazos de la figura del rey, espejo y cumbre de la sociedad

española de la época llamada clásica, según aparece en las obras de los

trágicos anteriores a Lope de Vega. Y después, como vía opuesta,

analizaremos con detenimiento un aspecto de dicho personaje según se

manifiesta en el teatro lopesco. Nos importa menos, en este trabajo,

examinar el paralelo entre las dos versiones. Queremos presentar,

fundamentalmente, la de Lope y su escuela. Pero para comprenderla, nos

será útil un breve recuerdo de cómo consideraban al rey los trágicos

prelopistas.

En términos generales hay que constatar el parecido

asombroso de la figura del rey que nos trazaba fray Luis de León y de la

que hacen vivir los trágicos en sus obras. La no muy larga serie de

tragedias conservadas incluye de manera casi constante tipos de reyes 3 .- José Antonio Maravall, en su Teatro y literatura en la sociedad barroca (Madrid, Seminarios y Ediciones, 1972), hace un agudo análisis de cómo la abierta sociedad renacentista del siglo XVI dio paso a una cerrada reacción señorial en el XVII. El rey absoluto, piedra clave en el difícil arco del equilibrio social, es presentado con carácter de intocable a través del teatro clásico, que debe calificarse, en este sentido, como literatura propagandística de las coordenadas de la sociedad barroca.

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cargados de trazos negativos. Sirva de ejemplo el recuerdo de algunos

personajes de Virués: Atila, de Atila furioso; Nino, Semíramis y Ninias,

de La gran Semíramis; el Príncipe, de La cruel Casandra. También

merecen una mención muy especial el protagonista de la Tragedia del

príncipe tirano, de Juan de la Cueva; el rey y el príncipe don Pedro en la

Nise lastimosa y la Nise laureada, de Jerónimo Bermúdez; los reyes

Acoreo y Alboacén, de Alejandra e Isabela del aragonés Lupercio

Leonardo de Argensola. Sin entrar en detalles precisos, diremos que en

toda la serie de tragedias escritas durante el reinado de Felipe II y que no

triunfaron entre el público, apenas se puede encontrar un rey digno de tal

nombre (excepción hecha de la protagonista de Elisa Dido, de Virués).

Todos ellos están muy lejos de ese monarca ideal con el que soñaba fray

Luis de León al ponerle en paralelo con el Rey, Cristo. Suelen ser

tiranos, asesinos, locos, soberbios, marionetas manejadas por la ambición

de los cortesanos, etc… Buscan su propia deificación, en ocasiones, y la

consecuente adoración de sus súbditos. Veamos algunos ejemplos.

El rey, según Acoreo en la Alejandra argensoliana, tiene

necesidad de ejercer su poder de una manera extremada y agresiva. El

monarca ha de imponer su autoridad por medio del terror y de la

violencia, no por la piedad y la compasión. Así habla Acoreo:

“La mano de los Reyes poderosa siempre debe mostrar rigor terrible: jamás mostrarse afable ni amorosa, mas siempre justiciera é invencible.

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El ser temido un Rey, es fácil cosa: el ser amado sí que es imposible; y así por estas cosas le conviene mostrar que más furor que piedad tiene”4.

Los reyes de la tragedia primitiva española, por regla general,

mueren de forma violenta después de haber provocado la ruina de la

corte por su crueldad, su locura o su incompetencia. Los personajes

viven en medios corrompidos en gran parte por la excentricidades del

monarca. Esta es, posiblemente, la constante más llamativa. El recuerdo

que queda del rey en la mente del espectador está cargado de notas

negativas contra la realeza. Es raro encontrar alabanzas a la institución

monárquica y, sobre todo, a la figura del soberano. Es frecuente hallar

situaciones y rasgos como los siguientes.

En La gran Semíramis, de Virués, el rey Nino ha ordenado al

general Menón que renuncie a su mujer, Semíramis. Nino quiere casarse

con ella. La negativa de Menón provoca la violenta reacción del

monarca:

“Juro por Dios de darte la más fiera, la más cruel, la más amarga muerte que puede dar un Rey…”5.

4 .- Lupercio Leonardo de Argensola, Obras sueltas, coleccionadas e ilustradas por el conde de la Viñaza, Madrid, Imprenta de M. Tello, 1889, vol. I, p. 247. 5 .- Poetas dramáticos valenciano. Observaciones preliminares de Eduardo Juliá Martínez, Madrid, Tipograqfía de la “Revista de Archivos”, 1929, vol. I, p. 32.

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Cuando Menón se queda solo, da su opinión sobre el

soberano:

“¡O[h], bárbaro, inhumano, ingrato a mis servicios, cruel, tirano, inico, injusto i fiero!”6.

El mismo Virués, en su Atila furioso, nos da una visión

desoladora de un rey asesino y sediento de sangre. Ha muerto Atila.

Ricardo hace el comentario póstumo:

“¡O[h], sangre, cuán claro dizes su sed de la sangre [h]umana! Que fue tan fiera y tan brava tan inorme i del infierno, que açote de Dios eterno todo el mundo le llamava. ¿Quién dirá las crueldades deste Rei sobervio i ciego; las bravas muertes, el fuego de gentes i de ciudades? ………………. ¡O[h], justa paga i castigo, i justo infierno al que vas, pues fuiste de Satanás tan grande secuaz i amigo!”7

6 .- Id., p. 33. 7 .- Id., p. 116.

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Juan de la Cueva, en su Tragedia del príncipe tirano, también

nos ofrece un personaje a quien no le preocupa el que los súbditos le

aborrezcan y que no tiene el menor inconveniente en publicar su decisión

de expulsar de los cielos al mismo Dios. El Príncipe llega a querer “quel

mundo todo muera”8.

La Isabela, de Lupercio Leonardo de Argensola, presenta

muchos ejemplos que iluminarían perfectamente este aspecto de la figura

del rey. En algún momento, Isabela habla del “rey tirano, rey molesto”9,

refiriéndose al monarca que ordena la expulsión de los cristianos de su

reino. Pero es en la Alejandra, del mismo Argensola, donde podemos

encontrar la alusión más clara e irónica al carácter feroz del rey y a su

identificación con el monarca que gobernaba en España por aquellos

años. Nos limitaremos a citar aquí, para cerrar este tema, unas líneas de

La tragedia en el Renacimiento español. “En la Alejandra, Ostilo y

Rémulo manifiestan una gran doblez en su manera de actuar y un gran

odio contra el rey. Y denuncian –otro rasgo filipino– el carácter divinal

que acompaña al monarca. El diálogo es altamente significativo:

“Rémulo: Entré con la lisonja. Ostilo: Buen camino es ese para Príncipes tiranos. Rémulo: Diciendo: Sacro Rey, pues eres dino de igualarte a los dioses soberano…

8 .- Juan de la Cueva, Comedias y tragedias, edición de Francisco A. de Icaza, Madrid, Sociedad de Bibliófilos Españoles, 1917, vol. II, p. 251. 9 .- Argensola, Obras sueltas, vol. I, p. 72.

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Ostilo: ¡Cuán cierto es dar renombre de divino al que es escoria y hez de los humanos!”.

En el caso de Argensola resulta tentadora la idea de

identificar al tirano Acoreo y su corte con Felipe II y su palacio. Es

evidente que el paralelo no puede establecerse en el detalle de la acción

dramática. Hay que buscarlo en la manera de trazar los perfiles del rey y

los cortesanos. El mismo Argensola nos da pie para ello, adelantando en

la loa inicial una relación por el procedimiento, altamente irónico y

eficaz, de negarla. ¿Qué otro sentido puede tener, si no, el discurso de la

Tragedia al espectador?:

“Imagináis quizás que estáis ahora contentos en la noble y fuerte España, y en la insigne ciudad de Zaragoza, ribera del antiguo padre Ibero, debajo aquellas leyes tan benignas que los reyes famosos os dejaron, atando la clemencia y la justicia con tantas y tan grandes libertades. ¿Pensáis que estáis en tiempo de Filipo, segundo Rey invicto de este nombre? Y estáis (¡oh desdichados de vosotros!), ¿en dónde si pensáis? En medio Egipto, ribera del famoso y ancho Nilo, en la grande ciudad llamada Menfis, en donde reina y vive un Rey tirano, cuyo fuerte palacio veis presente”10.

10 .- Hermenegildo, La tragedia…, pp. 362-63.

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Remitimos al lector a nuestra obra ya citada, donde podrá

completar otros aspectos de la figura del rey según nos aparece en la

tragedia primitiva. Lo que debe quedarnos claro ahora es el carácter

repulsivo que tiene el monarca para los trágico prelopistas, para los

autores de un teatro que no triunfó porque no encontró la vena en la que

bebía el gran público, ese espectador medio que creía en otros dogmas

distintos de los predicados en las tragedias. Por eso, cuando Lope de

Vega descubre dichos dogmas –el del rey, entre otros–, y los incorpora a

su teatro, conseguirá que el público le siga de forma irremediable y

emocionada.

Vamos a ver a continuación cómo se hicieron materia

dramática en manos de Lope la figura del rey y los axiomas relativos a

ella. Esta será la segunda parte del presente estudio.

* * *

Américo Castro ha provocado con sus obras reacciones muy

diversas y, a veces, muy enconadas. Pero ninguna como la que se

produjo al afirmar la orientalización, la semitización de España, de la

España cristiana triunfante, tras el largo período de convivencia de los

cristianos con los árabes y los judíos en la Hispania medieval. Sin

embargo, cada vez se impone con más fuerza la necesidad de examinar

la historia de España desde esta perspectiva.

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La identificación del estado con una creencia religiosa precisa

y la prohibición o desprecio de las que no convienen a la fe “oficial”, son

de raíz oriental, árabe o judía; poco importa. Américo Castro dice que

“quienes habituaron a la sociedad española del siglo XVI a fundir, a

reforzar la confusión de la vida religiosa con la vida civil, no fueron los

Reyes Católicos, sino los numerosos conversos de origen judío, mucho

más en contacto con las instituciones eclesiásticas o estatales que los

moriscos”11. Es indudable que la presencia de conversos de estirpe judía

influyó mucho en la orientalización de la España del siglo XVI, pero hay

que convenir en que sin la larga preparación medieval a la organización

de una sociedad sobre bases religiosas –preparación hecha calcando en el

inconsciente colectivo las formas musulmanas de vida, principalmente–,

la simiente judía no habría germinado con tanto vigor.

Las dos presencias tienen su papel y su importancia. El

mismo Américo Castro insiste en ello en otros muchos lugares de su

magna obra. La sociedad española se semitizó después del largo contacto

de hispanocristianos e hispanomusulmanes. “El botín para el musulmán

–dice Castro– estaba santificado, y la quinta parte de él se dedicaba a

fines espirituales. Los españoles imitaban aquella costumbre y aplicaron

la quinta parte del botín de guerra –o del oro de América– para las

necesidades del rey”12.

11 .- Américo Castro, Sobre el nombre y el quién de los españoles, Madrid, Taurus, 1973, p. 36. 12 .- Id., pp. 265-66.

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La figura del monarca es la clave del arco que forma la

sociedad española. No es de extrañar, en consecuencia, que sea el

soberano el punto en que convergen buena parte de los elementos

constitutivos de la organización social de aire semítico. Los reyes

cristianos de la Hispania medieval –y sus herederos del Siglo de Oro, en

buena parte–, “mandaban sobre fieles creyentes y sobre territorios

conquistados; de ahí la necesidad de mencionar los nombres de sus

reinos y de estar fundida la potestad regia con la fe religiosa de sus

vasallos”13. La devoción al monarca, incluso en el momento de la

grandeza imperial española, es el elemento unificador del país, mucho

más que el compromiso político entre las distintas regiones o distintos

reinos.

Este carácter religioso del rey español –de su máxima

expresión, Felipe II–, ocupa la opinión de la gran masa de españoles.

Góngora le llama “el mayor rey de los fieles”, siguiendo enteramente la

línea esencial del emir musulmán, el amir-al-Muslimin, “el que gobierna

a los que siguen las leyes de Dios”14.

Otro escritor del XVII, fray Juan de Salazar, en su Política

española, de 1619, establece un paralelo riguroso entre el pueblo israelita

y el español y entre los gobernantes de aquél y los de éste. Para Salazar,

la base de la monarquía española no es la razón de estado, sino la

religión. Al pueblo español le conviene perfectamente el nombre de 13 .- Id., p. 94. 14 .- Id., p. 91.

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pueblo elegido, porque Dios le salvó de los moros igual que a Israel de

los egipcios; porque la Reconquista “española” fue el reflejo de la pelea

de Israel por asentarse en la tierra prometida; porque se parecen mucho

Bernardo del Carpio y Gedeón, el Cid y Sansón, Carlos V y David. Y

porque “hubo en el [pueblo] hebreo un Salomón, tan entendido en todas

las cosas [que] … es llamado comúnmente el Sabio. Y en el español

hubo Felipe II… que con razón es dicho y tiene por renombre el

Prudente, imitándole aun hasta en el insigne y portentoso edificio de San

Lorenzo el Real, que hizo fabricar en El Escorial, a imitación del famoso

templo que en Jerusalén edificó Salomón”15. Es imposible llegar a un

texto en el que la percepción de Felipe II como monarca “bíblico” sea

más clara. Y monarca bíblico, o semítico, quiere decir jefe de los

creyentes, rey cercano a la divinidad, representante de Dios, personaje

divinal o divinizado. Góngora y Salazar reflejan muy claramente la opinión general

y, ¡por qué no!, el estado subconsciente de creencia de la gran masa

española. El teatro clásico, en su deseo de reflejar el común sentir, será

un espejo fiel de lo que venimos diciendo. La imagen que observamos en

este espejo será completamente opuesta a la que veíamos en el teatro

prelopista, obra de unos intelectuales que quisieron modificar el

concepto español de monarquía, proponiendo en sus tragedias ciertas

15 .- Apud Castro, Sobre el nombre…, pp. 134-35.

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situaciones en las que se manifestaba la realeza con sus rasgos más

feroces y menos semejantes a los de la divinidad.

Es curioso observar cómo una sociedad que excluye de su

seno a todos aquellos que no pertenecen a la raíz cristiana vieja, lo hace

guiada por la mentalidad tradicional de aquellos a quienes segrega, los

descendientes de los judíos. Y parte de esa mentalidad era la concepción

de una sociedad jerarquizada bajo la mirada y el poder divinizado de un

rey intocable.

Lope de Vega nos dejó en El mejor mozo de España una

representación muy gráfica de este proceso de orientalización de España.

El camino que va de la inscripción grabada en la tumba de Fernando III a

la que se lee sobre el mausoleo de los Reyes Católicos, tantas veces

citadas por Américo Castro, tiene un paralelo muy sugestivo en la

comedia de Lope. La escena IV del acto I nos hace ver a “España,

vestida de luto, en el suelo, y un Moro por un lado a caballo, y un

Hebreo por el otro, teniéndola entre los pies”16. En la escena XXX del

tercer acto, sale “España (o Castilla), en el caballo en que estaba el Moro

que la tenía a sus pies, y están a los de ella Moros y Hebreos” (OE, II,

1064). Entre una escena y otra se ha desarrollado la obra, en la que se

dramatiza la llegada de los Reyes Católicos al poder. Ese caballo que

montaba el moro al principio y que al final está sometido a la brida de

16 .- Lope Félix de Vega Carpio, Obras escogidas, estudio preliminar, biografía, bibliografía, notas y apéndices de Federico Carlos Sainz de Robles, Madrid, Aguilar, 1962, vol. II, p. 1036. (En las notas futuras se identificará como OE, indicando el vol. I o II.)

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España, representa mejor que otras mucha páginas el contenido oriental

que correrá subterráneamente por la costumbrística y la mentalidad

españolas. Aunque Lope de Vega identifique como España algo que aún

era inexistente cuando el moro galopaba a lomos del caballo. Todo esto

forma parte del sueño de Isabel la Católica en la obra. España se asimila

al patrón con que hebreos y musulmanes conciben, entre otras cosas, la

monarquía.

La llegada del rey a España –en el caso concreto indicado por

Lope en Fuenteovejuna, es Fernando el Católico– nos es presentada por

el dramaturgo, como fruto del deseo divino. El regidor primero se dirige

al rey en estos términos:

“Católico rey Fernando, a quien ha enviado el Cielo, desde Aragón a Castilla, para bien y amparo nuestro” (OE, I, 833).

La identificación de Castilla con España la hemos visto ya en

el texto de El mejor mozo de España, que acabamos de citar.

En otras obras, esta intervención celestial hace que el

monarca sea visto como una imagen de la divinidad. La serie de textos

dramáticos que vamos a examinar a continuación indica una fluctuación

bastante grande en la consideración de la figura real. Desde la simple

idea de que el rey tiene el poder como delegado de Dios hasta la

deificación del soberano, hay matices que no siempre son fáciles de

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aislar. Una cosa es clara, sin embargo: la estrecha relación que el autor

establece entre Dios y el rey. Veamos algunos ejemplos.

En El mejor mozo de España, de Lope de Vega, el Duque de

Nájera se dirige al soberano de Castilla en estos términos:

“…………….. Los cielos, de quien eres imagen tan piadosa, tu vida aumenten, generoso Enrique” (OE, II, 1039).

El gracioso Mendo, de la comedia lopesca La mayor virtud de

un rey, dice que “el Rey fegura a mueso Señor”17 y don Sancho habla al

monarca como a la “generosa imagen del mismo Dios” (OE, XII, 642).

En el acto II de Querer la propia desdicha, de Lope de Vega,

el cochero Tello va a dirigirse al rey. Y antes de hacerlo, dice en un

aparte que los reyes alumbran como el sol:

“Mas, ¿por qué causa me admiran, si tanto a Dios se parecen?” (OE, XIII, 448-449).

El mejor alcalde el rey, obra clave para comprender el pensamiento monárquico de Lope, también ofrece algún rasgo semejante. Sancho viene a ver al rey para:

“……….. que justicia me hiciera la imagen de Dios, que en ella resplandece, pues la imita”18.

17 .- Lope Félix de Vega Carpio, Obras, Madrid, Real Academia Española, 1930, vol. XII, p. 639. (En las notas futuras se identificará como OL, indicando el número del volumen en números romanos.)

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En esta comedia, que llevará muy lejos la divinización real, se

establecen significativos paralelos entre Dios y el monarca. El mismo

Sancho compara el decreto del rey impreso en una carta con el mandato

divino grabado en las tablas mosaicas. La llamada a la tradición bíblica

es evidente:

“En una tabla su ley escribió Dios: ¿no es quebrar la tabla el no la guardar? Así el mandato del rey” (LC, vv. 1709-1712).

Don Tello, que no ha obedecido al monarca, al verse en su

presencia, confiesa su culpa y pone en orden jerárquico a Dios y al

soberano, entidades que caminan juntas con frecuencia por los vericuetos

sociorreligiosos de la España clásica. “A Dios y al Rey ofendí”, es la

frase pronunciada por Tello (LC, v. 2280).

La imitación de Dios por el rey es también objeto de las

reflexiones de Pérez de Montalbán. El discípulo de Lope, en su ser Ser

prudente y ser discreto, hace abundantes observaciones sobre el tema y

siempre llega a la conclusión del paralelismo existente entre Dios y el

rey. En el acto I, por ejemplo, hablan el monarca y Bermudo en torno a

la conveniencia de que el rey tenga privados. La distancia que va del

soberano al pueblo es demasiado grande para no necesitar un mediador.

18 .- Lope Félix de Vega Carpio, Comedias, edición, prólogo y notas de J. Gómez Ocerín y R. M. Tenreiro, Madrid, Espasa-Calpe, 1960, vol. I, versos 1.696-98. (En las notas futuras se identificará como LC, indicando los versos a continuación.)

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También se indica que el rey, el sol, envía sus rasgos celestiales con tal

rigor que es necesaria la presencia de “elementos interpuestos” –es decir,

de privados– para templar sus ardores. El paralelismo va mucho más

lejos. Y estamos tocando casi la total divinización del soberano”.

“que del modo que convino que por decreto divino mediase entre el hombre y Dios quien fuese Dios y hombre fuese, para que de esta manera, como Dios, con Dios pudiera, y como hombre padeciese; entre el pueblo y el rey hallo que un privado debe haber, que rey parezca en poder, siendo en escuchar vasallo”19.

Dios-rey y Cristo-privado. Hasta ahí llega Montalbán en su

idea de la imitación de Dios por el monarca.

Añadamos dos breves notas lopescas. En ambas se hace

alusión a los atributos divinos, adjudicándoselos, por vía de

comparación, al soberano. En uno y otro caso, hay un cierto tono de

zumba que no corresponde al aire perfectamente solemne observado

hasta ahora. Lo que muestra el grado de difusión que este concepto de

rey había alcanzado entre el espectador de las comedias. La familiaridad

19 .- Dramáticos contemporáneos de Lope de Vega, colección ordenada… por don Ramón de Mesonero Romanos, Madrid, Edics, Atlas, 1951, vol. II, p. 572. (En las notas futuras se identificará como DCLV.)

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social con el tema produce la posibilidad de tratarlo en tono

excesivamente desenvuelto. Así, por ejemplo, en Peribáñez, Lope de

Vega hace que Inés, Casilda y Constanza, al ver al rey, se extrañen de

que sea como es. No lo comparan con Dios, sino con las imágenes

milagreras. Y dice Inés:

“Los reyes son a la vista, Costanza, por el respeto, imágenes de milagros; porque siempre que los vemos de otra color nos parecen” (OE, I, 764).

El mismo Lope, en La mayor virtud de un rey, habla de la

imitación de Dios por el monarca. Este ha mandado a don Juan que se

case con Teodora, pero don Juan tiene los ojos puestos en Sol. Teodora,

en un largo aparte, comenta la imposición del rey, que quiere que don

Juan se case con ella sin amor. Y dice, aludiendo a la capacidad creadora

de Dios:

“Los reyes, que a Dios imitan en que de nada hacen algo” (OE, XII, 629).

Esta serie de citas sobre el paralelo Dios-rey termina con dos

alusiones. Una, a la piedad de Dios conmovido por el llanto, tal como

aparece en Los novios de Hornachuelos. Es la única comedia de las

comentadas en que se nos da esta imagen del rey vencido por el lloro,

igual que Dios. Y es curioso que, salvo en el caso de la obra de Pérez de

[La paginacion no coincide con la publicacion]

25

Montalbán, ya citada, es la única estudiada fuera del repertorio lopesco,

si hemos de seguir la clasificación de Morley y Bruerton20. Allí se dice:

“que a los reyes, como a Dios, también les obliga el llanto” ((OE, I, 740).

Y un poco más adelante, es el personaje Lope el que se pone

de rodillas ante el rey y exclama:

“¡Perdón, Señor! Si obligaros con llanto y con rendimiento puedo, como a Dios, cruzados tenéis mis brazos, mi acero a vuestro pies, y mis labios” (OE, I, 741).

Nos parece necesario recordar algunos pasajes bíblicos al

final de esta enumeración. El libro del Éxodo narra el momento en que

Yahveh contesta a Moisés: “Mira, te he constituido como Dios respecto

al Faraón, y Aarón, tu hermano, será tu profeta. Tú le comunicarás

cuanto yo te ordene…” (Ex., 7, 1-2). El libro primero de las Crónicas

dice, a su vez (I, Cr., 17, 14: 28, 5), “que los reyes de la casa de David

son representantes del Señor y se sientan en el trono de Yahveh”.

La figura del monarca en las varias culturas del antiguo

Oriente tiene mucho en común. Todas proyectan una imagen en la que se

percibe la relación directa entre el rey y la divinidad. En algunos casos se 20 .- S. Griswold Morly y Courtney Bruerton, Cronología de las comedias de Lope de Vega, versión española de María Rosa Cartes, Madrid, Gredos, 1963.

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llega a la divinización del soberano. En otros es el representante de Dios

en la tierra, el que transmite a los hombres los deseos de Dios, el siervo

de Dios. En medio de estas distintas posibilidades se mueven, entre

otros, el pueblo de Israel y el musulmán. Y hay que decir que el

problema de la divinización del rey se les planteó a los israelitas. Al

comentar la coronación de Saúl como rey, el libro de los Jueces y el libro

primero de Samuel (Jue., 8, 22-23; I Sam., 8, 7), ponen de manifiesto la

contradicción existente entre la idea, ya aceptada, del gobierno directo de

Dios sobre su pueblo y el establecimiento de la monarquía. Por eso

tuvieron que convertirse los reyes en una especie de delegados de Dios,

del Todopoderoso, del Dios-auténtico-rey-de-Israel. Con ello se aclaraba

la dificultad, pero se abría una ambigüedad difícil de resolver. El rey

adquiría un estatuto en cierto modo divino –paradivino, diríamos–, al ser

el elegido, el ungido de Dios y el que tiene sobre la cabeza el espíritu de

Dios.

La Biblia no refleja una manera uniforme de concebir la

monarquía. Pero siempre hay, en la base de todos sus diferentes

momentos, la misma idea de la asistencia especial que Dios da al jefe de

su pueblo. Así, por ejemplo, en el Deuteronomio se cuenta que “Moisés

llamó a Josué y le dijo en presencia de todo Israel: «Esfuérzate y cobra

ánimo, pues tú conducirás a este pueblo […]. Y Yahveh mismo marchará

delante de ti. Él estará contigo; no te ha de dejar, ni te abandonará»” (Dt.,

31, 7-8).

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Nos llevaría muy lejos una búsqueda más detenida en la

Biblia. Creemos que estas breves referencias sirven para establecer más

de una comparación entre ellas y el sentir colectivo de los españoles tal

como se manifiesta en el teatro clásico.

Pasemos ahora a examinar otro aspecto de la figura del rey.

El monarca, no sólo imita a dios; es su representante, es un vice-Dios. Se

trata de una variante que deja bien clara la no-divinización del rey. Y,

curiosamente, es Juan Pérez de Montalbán21, de posible raíz conversa,

quien insiste en este rasgo, sin ceder a la ambigüedad en que muchas

veces cae Lope de Vega y que, sin lugar a dudas, alimentaba la imagen

que del rey se forjaban los españoles o se intentaba forjar en los ánimos

de los españoles.

En Ser prudente y ser sufrido, Montalbán introduce un grupo

de nobles que aspiran a ocupar la privanza real. El monarca ha colocado

un retrato suyo en el corredor y observa, debidamente escondido, la

reacción de sus cortesanos. Uno de ellos, don Fernando, se quita el

sombrero ante el cuadro y dice, en un monólogo:

“Este retrato, ¿no envía rayos del original, que es acá, en lo temporal, Vice-Dios?...” (DCLV, II, 575).

21 .- Todas las citas bíblicas del presente trabajo están tomadas de la Sagrada Biblia, versión crítica sobre los textos hebreo y griego por José María Bover y Francisco Cantera Burgos, 4ª edición, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1957.

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Mendo, que le ha observado sin que don Fernando se dé

cuenta, tacha de hipócritas las palabras de éste. En el fondo piensa que lo

único deseado por don Fernando es la privanza del rey. Se dirige a él

extrañándose de que don Fernando “adore” al soberano, cuando, en

realidad, tiene motivos para estar quejoso. Y añade, en un tono

maldiciente:

“Si no es ya, que, como vos Vice-Dios le habéis llamado, os tenéis por obligado en que os trate como Dios, que con trabajos regala” (DCLV, II, 575).

Mendo sigue insistiendo en el mismo tema. Le dice a don

Fernando, aludiendo al rey:

“Mas decís que es Vice-Dios, y como tal, sospecháis que asiste en todo lugar, y que aquí os ha de escuchar, y así le lisonjeáis” (DCLV, II, 576).

La lengua venenosa de Mendo está jugando con el tema de la

“omnipresencia divina” del rey, sin darse cuenta de que, en realidad, el

monarca le está oyendo oculto tras una celosía. Con lo que, a los ojos del

espectador, se hace efectiva la omnipresencia real.

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Tres temas se superponen en este pasaje: el rey como vice-

Dios, según la opinión de don Fernando; el carácter divino del rey a

causa de su omnipresencia, teniendo en cuenta la malévola insinuación

del cortesano Mendo; y constatación, por parte del espectador, de la

omnipresencia real de facto, ya que el monarca está observando

realmente lo que ocurre.

Y en el acto tercero, el soberano mismo viene a cerrar la

interrogante abierta por Mendo. Este y don Fernando van a batirse en

duelo por la noche. El rey ha oído la cita desde la celosía y acude al lugar

convenido. Se descubre y le dice al cortesano traidor:

“… Sí, Mendo, y en esto veréis que soy vice-Dios, y como tal, puedo ver y asistir a todo yo, si con mi presencia no, al menos con mi poder” (DCLV, II, 578).

Así queda bien claro el carácter vice-divino del monarca,

según Pérez de Montalbán.

También Los novios de Hornachuelos, de autor desconocido,

insiste en el mismo sentido. “Dios los llama –dice– vicedioses en la

tierra” (OE, I, 723). Aunque en otros pasajes señala de manera

inequívoca el carácter divinal del monarca. Más adelante comentaremos

esta dimensión.

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En Lope de Vega abunda mucho la ambigüedad

indirectamente divinizadora. Pero hay momentos en que se ve

claramente el aspecto vice-divino del monarca. En El duque de Viseo, el

Condestable se rebela y dice:

“Ansí a los reyes, en decretos suyos, el superior es Dios: ya tienen día en que darán a Dios su residencia” (OE, II, 1083).

Es decir, los reyes tendrán que rendir cuentas de su

“residencia”, de su gobierno, a Dios, igual que los virreyes lo hacen ante

su soberano. Hay variantes de esta carácter real. En Los novios de

Hornachuelos dice el mismo monarca:

“que soy, si humano en la tierra, teniente del Rey que es Dios” (OE, I, 733),

en que establece su propio papel de sustituto del Rey, con mayúscula.

Lope, en El duque de Viseo, hace decir a Guimaráns:

“… al Rey, en la paz o guerra, respetemos en la tierra, porque está en lugar de Dios. Los príncipes en el suelo somos en toda ocasión lo que los ángeles son delante del Rey del cielo” (OE, II, 1080).

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Y en La mayor virtud de un rey, el mismo Lope de Vega pone

en boca de don Sancho, al dirigirse este último al rey, las siguientes

palabras:

“Si vos sois Dios en la tierra, ¿quién no ha de fiar de Dios?” (OL, XII, 643).

En los tres ejemplos citados últimamente se introduce un

elemento ambiguo que hace pensar en la verdadera intención del autor.

Se establece el carácter “terrestre” del rey, pero se le sitúa en un dudoso

paralelo con Dios. Al llamar Rey del Cielo a Dios, es más fácil crear la

duda. ¿Cómo podemos no confiar en Dios?

De los textos estudiados, el único que deja bien claro el

carácter humano del rey es el de Como padre y como rey, de Pérez de

Montalbán:

“Dios de la tierra es el Rey, y en las pasiones que tiene con cualquier hombre conviene” (DCLV, II, 535).

Lope de Vega prefiere la ambigüedad o manifiesta una

tendencia muy marcada a poner al rey en situaciones que le asemejan, de

forma palpable, con el Dios de la Biblia o del Korán, o, por lo menos,

con sus profetas más característicos, Moisés y Mahoma. El rey cargará

de sentido divinal sus actos y los vasallos adoptarán, ante el monarca,

actitudes muy semejantes a las que ideó el pueblo judío en su tradicional

[La paginacion no coincide con la publicacion]

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manera de concebir sus relaciones con la divinidad. Esta es la maravilla

de la ósmosis espiritual que condicionó el nacimiento del pueblo

español. La larga convivencia –pacífica o bélica– entre las tres castas,

desembocó en el triunfo de una de ellas, la cristiana, y en la desaparición

de las otras dos. Pero esta aniquilación no se produjo sin haber marcado

la “morada vital” de los triunfadores.

Veamos ahora una de las supervivencias semíticas de la

sociedad española cristiana: la divinización o casi-divinización del

monarca, que se produce como consecuencia de la identificación del

estado con la fe religiosa de los seguidores de Cristo. La veremos

reflejada en el teatro de Lope de Vega, gran fresco de la vida española de

su época y fuente de inspiración para quienes desean conocer cómo

querían pensar y creer los españoles de aquellos siglos o, mejor aún,

cómo las clases dominantes imponían una cierta imagen a la gran masa.

Hay una serie de pasajes bíblicos (II, Sam., 7, 14; Sal., 89,

27-28; Sal., 2, 7-8; Sal., 110, 1, etc…), en los que el carácter divino del

rey queda definido en su calidad de hijo de Dios. La crítica ha oscilado

en la interpretación de estos textos. “Some have gone so far as to state

that the king participated in ritual acts which reflected his divine

status”22. El autor del artículo a que acabamos de hacer referencia,

llevado, sin duda, por el celo de la ortodoxia, huye de toda posibilidad de

interpretar los textos sagrados de esa manera. “Even de few texts –añade 22 .- Encyclopaedia Judaica, Jerusalem-New York, Keter Publishing House Ltd. Macmillan Co., 1971, vol. X, p. 1018.

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en el mismo lugar– in which the king is called son of God, etc…, do not

prove the king’s Glory, which the Israelite poet shared with his cultural

environment.”

No podemos entrar ahora a tratar con detalle el problema.

Pero nos parece útil señalar que la figura del rey en la Biblia está en el

límite entre su condición divina y su carácter puramente humano. El ser

hijo de Dios y el ser mortal parecen rasgos que dejan la puerta abierta a

varias interpretaciones. Y es curioso que el teatro español clásico oscile

también entre los dos extremos, marcando una serie de pasos intermedios

de profunda significación. Ya hemos visto el lado ”no-divino” de la

medalla real. Ahora vamos a observar su aspecto “más-divino”.

Empezaremos con unos cuantos textos de Lope de Vega, en

que se hace alusión, de uno u otro modo, al carácter deificado del

monarca.

El rey de Querer la propia desdicha, al dirigirse a Tello, se

sitúa en una órbita divina cuando compara su voluntad de ser rogado con

la de Dios:

“Pide, Tello, y no te impida la distancia de los dos; que el mismo Dios, con ser Dios, quiere que el hombre le pida” (OL, XIII, 450).

En Los prados de León, Nuño, nombrado caballero por el rey

Alfonso el Casto, es enviado a la aldea de donde salió, después de ser

acusado ante el soberano de haber pactado con el moro. Nuño se

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revuelve contra la decisión del rey y echa la culpa de su desgracia a los

cortesanos:

“El rey está disculpado; que es santo, y aquí me trujo para honrarme” (OE, I, 393).

En Fuenteovejuna, el Maestre de Calatrava le llama a

Fernando el Católico “Jerjes divino” (OE, I, 854). El duque de Viseo

presenta, en una de sus escenas, al rey enfrentándose con los

conspiradores. El Duque le pide que se calme y le dice:

“Muestra ahora la templanza divina de tu valor” (OE, II, 1076).

Unos versos antes, el Condestable le habla en estos términos

a Guimaráns:

“Cual es, le estimo y le adoro, la boca pongo a sus pies” (OE, II, 1074).

El Condestable se refiere al Rey.

En El mejor mozo de España, el marqués de Villena

menciona a la princesa Isabel al dirigirse al Rey. Y dice de ella que es

“tu divina hermana” (OE, II, 1039).

El mejor alcalde el rey ofrece una serie de trazos muy

característicos. En un caso se habla de que los reyes tienen que seguir el

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ejemplo de Dios, haciendo la “divina observación de santas leyes” (LC,

v. 1324). En otro momento, se menciona el tribunal del rey y el del cielo.

Sancho le cuenta al Soberano cómo don Tello le ha robado su novia:

“No deja desposarme, y aquella noche, con armada gente, la roba, sin dejarme vida que viva, protección que intente, fuera de vos y el cielo, a cuyo tribunal sagrado apelo” (LC, vv. 1379-1384)

En donde el carácter sagrado del tribunal del cielo corre

parejas con el del rey.

Un poco más lejos, Pelayo comenta que “los reyes castellanos

deben ser ángeles” (LC, vv. 1398-1399)23. En la misma obra, el Conde se

dirige al monarca con estas palabras:

“….. que en todo muestras valor divino y soberano” (LC, vv. 1621-1622).

El valor divinal, primero. La soberanía política, después.

Y, por fin, los únicos pasajes que no parecen de Lope. Son

dos textos pertenecientes a Los novios de Hornachuelos, en los que se

23 .- Es una curiosa coincidencia, tratando del tema presente, que inmediatamente después de estos dos versos, se haga alusión a tres personajes bíblicos muy relacionados con la figura del rey o del jefe religioso-político. Es Pelayo quien se acuerda de un tapiz que tenía don Tello en el que figuraba el rey Saúl (Pelayo dice “Baúl”). Sancho comenta que era yerno de David. Y se habla de una lágrima de Moisés. Todo ello después de afirmar el carácter celestial del monarca.

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habla de los reyes, “en quien tal deidad se encierra” (OE, I, 723), y de su

“desvelo eterno” (OE, I, 723) en la administración de la justicia.

En todas las citas presentadas se trata de afirmaciones del

carácter divino del rey o de sus actos, pero en ningún momento se rodea

al soberano del aparato o de las señales con que la Biblia o el Korán

presentan la figura de Dios o de sus profetas. Sobre este punto versará

precisamente la última parte del trabajo. Y la más significativa. No se

trata ahora de perfilar la imagen del rey con tal o cual adjetivo tomado de

los que suelen calificar a la divinidad, sino de plasmar ciertas actitudes

del hombre ante el rey con reflejos de las que adopta ante Dios. El autor

dramático irá hasta intentar identificar al monarca con palabras

equivalente o en actitudes similares a las que pueden descubrirse en la

Biblia o el Korán. El dramaturgo triunfante –reflejo, no lo olvidemos, del

común sentir de los cristianos viejos semitizados– llevará el paralelo rey-

Dios hasta situaciones límite que la Biblia o el Korán tendrían que

rechazar.

Con diferencias evidentes, el Dios de la Biblia y el del Korán

tienen algunos rasgos comunes. Tres de ellos podrían identificarse así: 1)

Dios y el rostro de Dios tienen valor semejante; 2) la visión del rostro de

Dios, la contemplación de la divinidad, asusta, atemoriza, aterra al

hombre, o le está, sencillamente, prohibida; 3) Dios es inasequible,

indefinible, inefable. Cada uno de estos tres aspectos del problemático

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Dios judeo-musulmán nos servirá para acercarnos al conocimiento del

semitizado rey de los cristianos españoles.

El Korán enseña que todo es caduco, todo fenece ante la faz

de Dios, todo desaparece a excepción del rostro de Dios (Korán XXVIII,

88; XXXIX, 68; LV, 26-27, etc…)24. Se identifica a Dios con la cara de

Dios. La Biblia también expresa de forma semejante la plasmación de la

percepción humana de Dios. Se lee en el libro de los Salmos: “¿Cuándo

iré a contemplar de Dios la cara?” (Sal., 41, 3), y “No escondas de mí tu

rostro en el día de mi angustia” (Sal., 101, 3). En uno y otro texto se

presenta la aspiración a la presencia de Dios por medio de esa necesidad

de ver la faz divina.

También el teatro clásico español recurre a la misma imagen,

pero aplicándola a la persona del rey. En Querer la propia desdicha, de

Lope de Vega, cuando el Rey llama al cochero Tello, este último le dice:

“… A mirar tu cara, como si el cielo mirara, que en tu grandeza se ve” (OL, XIII, 439).

Sancho, el héroe de El mejor alcalde el rey, se dirige al

Monarca para anunciarle que su carta no produjo en don Tello el efecto

que era de esperar. Y continúa:

24 .- Los textos koránicos están tomados de El Korán, edición, prólogo y notas de Juan B. Bergua, 8ª edición, Madrid, Edics. Ibéricas, 1963.

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“y así, vine a ver tu cara, y a que justicia me hiciera la imagen de Dios… “ (LC, vv. 1195-1197).

La resonancia bíblico-koránica es más que evidente. Lo

mismo que en El duque de Viseo, cuando el Duque le comenta a Elvira la

reacción violenta del Rey ante la negativa de un cortesano, Guimaráns, a

casarse según los deseos reales:

“Tal son los reyes airados; mas, los enojos pasados, vemos el sol de su cara” (OE, II, 1082).

Siguiendo el paralelo de la cara del rey con el sol, Querer la

propia desdicha da otra nota sobre el tema:

“Rayos, como el sol, ofrecen los reyes, cuando los miran” (OL, XIII, 448).

Un paso más. La visión del rostro de Dios, la contemplación

de la divinidad, asusta, atemoriza, aterra al hombre, o le está prohibida,

porque éste no puede atreverse a entrar en la intimidad de Dios. Los

textos sagrados judeo-musulmanes hablan de la prohibición que pesa

sobre el hombre de acercarse a la esencia divina, de lanzar miradas

inquisitivas en busca del secreto insondable de Dios. De ahí la magia que

rodea el acto de preguntarle a Dios su nombre. Es una osadía semejante a

la de Prometeo, intentando robar el fuego del Olimpo. Cuando el hombre

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conozca el nombre de Dios habrá descubierto el secreto de su esencia.

De ahí que el nombre y el rostro de Dios causen temor en el hombre,

porque éste se siente culpable de haber querido descifrar el misterio de la

divinidad.

Hay muchos pasajes en la Biblia donde se manifiesta el temor

producido por el rostro de Dios. En el Génesis, por ejemplo, Abraham se

postra e inclina la cabeza hacia la tierra cuando le habla Dios (Gén., 17,

3 y 17, 17). Otro momento de la misma obra cuenta que Jacob le dijo a

Yahveh:

“– Declárame, por favor, tu nombre. Y contestó: – ¿Por qué preguntas mi nombre? Y allí mismo le bendijo, despidiéndose. Jacob denominó al lugar Penuel, porque [se dijo]: «He visto a Dios cara a cara, y, sin embargo, mi vida ha quedado a salvo»” (Gén., 32, 29-30).

El libro del Éxodo también nos ofrece un pasaje semejante:

“Moisés se cubrió el rostro, pues temió fijar en Dios la vista” (Ex., 3, 6).

En los libros posteriores, la Biblia es pródiga en ejemplos del

temor humano. El primero de los Reyes, por ejemplo, ha variado el temor

a Dios y hace que también ante el rey haya que bajar la cara. El profeta

Natán fue a ver al rey David. “Entró a presencia del monarca y se

prosternó ante él, rostro entierra” (I Re., 1, 23).

Dos casos más, tomados del libro de los Jueces. El primero es

del tiempo de Gedeón:

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40

“Cuando Gedeón reconoció que era el ángel de Yahveh, exclamó: – ¡Ay, Señor mío Yahveh, que he visto el ángel de Yahveh cara a cara! Mas Yahveh le dijo: – ¡Salud a ti, no temas, no has de morir!” (Jue., 6, 22-23).

Cuando un ángel anuncia a los padres de Sansón el

nacimiento del hijo, Manoaj, el padre, reacciona de manera indebida:

“Pues no sabía Manoaj que era un ángel de Yahveh. Preguntóle aquél a éste: – ¿Cuál es tu nombre, para que cuando se cumpla tu promesa te honremos? Y el ángel de Yahveh le contestó: – ¿A qué viene eso de preguntar mi nombre, siendo él misterioso?” (Jue., 13, 16-18).

Y un poco más adelante:

“Y dijo Manoaj a su mujer: –Moriremos de cierto, pues hemos visto a Dios” (Jue., 13, 22).

En el mismo sentido se expresa el Korán (VI, 103) cuando

afirma que cada acto del Altísimo es la manifestación del misterio

insondable, porque las miradas no pueden alcanzar a Dios, mientras que

Él puede alcanzar las miradas.

Visión de Dios. Temor producido por la contemplación de

Dios. Prohibición de penetrar en el secreto del nombre, de la esencia de

Dios. Tales el sentir de la Biblia y el Korán. En el teatro clásico español

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41

encontramos ciertos pasajes en los que se manifiesta la impresión

producida por la visión del rey, con lo que el paralelo Dios-monarca, se

va concretando cada vez más.

Así, por ejemplo, en el acto III de Peribáñez, cuando el

protagonista llega ante el rey Enrique III, le dice:

“¿Cómo, señor, puedo hablar, si me ha faltado la habla y turbado los sentidos después que miré tu cara?” (OE, I, 788).

En El duque de Viseo, el rey es un personaje frío, distante y

de mal carácter. El Duque le indica a su prima doña Inés que le hable al

monarca, pues ella es la única capaz de atreverse a mirarle:

“Hablad al Rey, pues os tiene tanto amor, siendo tan grave, que tierno, blando y süave, prima, a requebraros viene. Y pues sola en Portugal miráis su rostro apacible, haced lo que es imposible; que esto es poder celestial” (OE, II, 1077).

Mirar al rey es poder celestial. Doña Inés es la única que tiene

fuerza para llegar al sancta sanctorum de la intimidad real.

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El mejor alcalde el rey. Acto segundo. Cuando llegan ante el

monarca Sancho y Pelayo, este último expresa así su temor a la presencia

del soberano:

“Mucho tienen los reyes del invierno que hacen temblar los hombres” (LC, vv. 1332-1333),

en que la potencia real se compara, por boca del gracioso, con las fuerzas

cósmicas.

La misma divinización de la energía de la naturaleza aplicada

a la ira del rey y a su posterior aplacamiento, se manifiesta en El duque

de Viseo. Hemos hecho alusión al pasaje líneas arriba. El Duque comenta

la reacción del rey a la negativa que un vasallo ha opuesto a su poderosa

voluntad:

“Que en los reyes suelen ser los enojos tempestad. Parece que todo el suelo han de acabar truenos y agua; pero luego se desagua la furia, serena el cielo, el sol se muestra y declara. Tal son los reyes airados; mas, los enojos pasados, vemos el sol de su cara” (OE, II, 1082).

El rey es el que no se puede mirar. El que no se debe tocar.

Esta es otra variante curiosa y altamente significativa de cómo el teatro

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de Lope aísla al monarca del contacto cotidiano con el hombre de la

calle. Aunque dicen que el rey nace para ser mirado, no contradice en

modo alguno la línea de pensamiento que hemos venido trazando. Es en

la escena inicial de El duque de Viseo, cuando hablan el Duque y el

Condestable sobre la condición real. Dice el Condestable:

“Los reyes son como nieve, que tratados, se deshacen. Para ser mirados nacen; nadie a tocarlos se atreve. Conservar esta blancura conviene a la majestad” (OE, II, 1067).

Hemos limitado nuestras lecturas al teatro de la órbita

lopesca. A una parte de él. Pero no queremos dejar pasar por alto dos

pasajes de El médico de su honra calderoniano, en que se presenta la

misma imagen del semblante real que turba al que se atreve a mirarlo. La

época de Calderón y el público a que se dirigían las comedias habían

cambiado. El carácter sacro del rey se manifiesta en Calderón con una

variante que hace pensar en la sonrisa desmitificadora del creador de

Segismundo. De la misma forma que en los dramas de la honra Calderón

lleva las situaciones hasta el extremo del absurdo en su afán de destruir

uno de los componentes del destino de la España clásica, así también hay

un cierto aire de burla en los momentos que vamos a citar. En ambos

casos es el rey mismo quien pregona la fuerza impresionante de su

figura. El sentido de adoración que hemos encontrado en Lope se pierde

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aquí, al ser impuesto no por la persona real y por su resplandor

intrínseco, sino por el deseo que el monarca tiene de predicar y exhibir

su propio valor mítico.

En el primer ejemplo nos encontramos ante un soldado que,

viendo llegar al rey, dice en un aparte:

“Soldado: ¡Turbado estoy! Mal el temor resisto. Rey: ¿De qué os turbáis? Soldado: ¿No basta haberos visto? Rey: Sí basta”25.

El segundo caso es el que surge cuando don Gutierre y don

Arias discuten entre sí en presencia del rey. Y el monarca interviene:

“…… ¿Qué es esto? ¿Cómo las manos tenéis en las espadas, delante de mí? ¿No tembláis de ver mi semblante?”26.

La sonrisa calderoniana parece tentarnos a responder a la

pregunta del rey con un rotundo y sonoro no. La intervención real suena

a forzado, a falso, a algo no sentido ni compartido por el autor de la

comedia ni por el público a que iba destinada. En el teatro calderoniano,

cuya dependencia de la gran masa es menos evidente que la aceptada por 25 .- Pedro Calderón de la Barca, Tragedias, edición e introducción de Francisco Ruiz Ramón, Madrid, Alianza Editorial, 1968, vol. II, p. 150. 26 .- Id., pp. 164-65.

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Lope de Vega, observamos una actitud crítica ante los temas de la

mitología sociorreligiosa española que coincide, en parte, con la que

hemos visto en los trágicos prelopescos. Pero este es tema que merece un

tratamiento más detenido. Sírvanos sólo de esbozo para una futura

incursión por el teatro del siglo XVII.

Acercándonos cada vez más a la esencia divina, llegamos, por

medio de los textos sagrados judeo-musulmanes, a situarnos ante el

misterio de Dios y descubrimos la imposibilidad de definir a Dios. Y, lo

que es más, la imposibilidad de definirse que el mismo Dios tiene, ya

que, en su infinitud, su propia definición alcanzaría el grado de persona

divina. La aparición o generación de toda “persona divina” va en contra

de la base misma del monoteísmo de las dos religiones mencionadas. Por

eso los textos sagrados judeo-musulmanes presentan a Dios

identificándose como “Yo”, como “El que soy”, que es la expresión

misma de la inefabilidad divina. Dios no puede ser definido. Incluso, ni

el nombre de Dios puede ser pronunciado.

La Biblia ofrece una serie de pasajes en que la identificación

de la individualidad de Dios se hace en términos de significado variable,

pero todos ellos motivados por ese hondo deseos de indicar la

inefabilidad del Todopoderoso. Citaremos algunos textos de los más

explícitos. En el Génesis, Yahveh se dirige a Abram con las siguientes

palabras:

“«Yo soy El-Sadday. camina delante de mí y sé perfecto, y yo estableceré mi alianza entre ambos y te multiplicaré muy mucho».

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Entonces Abram postróse rostro en tierra, y Dios le habló diciendo: «Soy yo; he aquí mi pacto contigo…»” (Gén., 17, 1-4).

El Éxodo ofrece un texto de increíble precisión:

“Contestó Moisés a Dios: – Supón que llego a los israelitas y les digo: «El Dios de vuestros padres me ha enviado a vosotros», y ellos me preguntan: «¿Cuál es su nombre? ¿Qué les he de decir?» Respondió Dios a Moisés: – Yo soy el que soy. Y añadió: Así dirás a los israelitas: «Yo soy me ha enviado a vosotros»” (Éx., 3, 13-14)27.

El Deuteronomio, sin ser tan explícito, ofrece también un

contenido semejante. Habla Yahveh: “Ved ahora que soy yo, yo mismo,

y fuera de mí no existe otro Dios” (Dt., 32, 39).

La afirmación de la unicidad de la naturaleza divina como tal,

no revelada en su misterio intrínseco, inefable, es objeto de las

consideraciones koránicas. Citaremos, entre otras suras, la que se pone

en boca de Alá, dirigiéndose a Moisés: “Soy el Dios único. Adórame y

haz en mi nombre la plegaria” (Korán XX, 14).

Los textos judeo-musulmanes citados son la entrada oportuna

para poder observar en todo su significado tres pasajes de El mejor

27 .- Los  editores  de   la  Biblia,  utilizada  en  este   trabajo,  añaden  el  comentario  siguiente  en  nota  a  pie  de  la  p.  97:  “Yo  soy  el  que  soy:  ésta  es  la  interpretación  más  admitida  de  Yahveh:  El  que  es,  por  esencia  y  naturaleza,  Dios  dícelo  de  sí  en  primera  persona;  trasponiendo  de  ésta   a   la   tercera,   resulta   la   expresión   Yhwvh   asher   Yhwh,   que   significaría:   «El   saca   a  existencia  lo  que  existe»”.

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alcalde el rey. La obras nos ofrece una visión deificadora del monarca.

Ya lo hemos observado en varias ocasiones. Pero las referencias que

traemos a colación sitúan mejor que las demás la verdadera dimensión

divinizadora del rey que el teatro lopesco tiene. El paralelo con los textos

bíblicos es tan patente que sobra todo comentario. El lector puede

reflexionar sobre el alcance de las palabras que siguen.

En el acto segundo, cuando Sancho y Pelayo llevan a don

Tello, el noble rebelde, la carta del rey, aquél reacciona violentamente.

Don Tello se dice igual al rey. Y para identificarse con él se expresa en

estos términos:

“Villanos, si os he quitado esa mujer, soy quien soy, y aquí reino en lo que mando, como el Rey en su castillo” (LC, vv. 1580-1584).

Y un poco más adelante repite:

“Yo soy quien soy” (LC, v. 1590).

El acto tercero presenta la réplica real. El monarca, que ha

llegado de incógnito al lugar donde don Tello impera, va a casa de éste a

buscarle. Y habla con Celio, el criado del noble. Obsérvese el paralelo

rey-Dios por medio de la identificación del monarca como “yo”:

“Rey: ……… Advertir

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a don Tello que he llegado de Castilla, y quiero hablalle. Celio: Y ¿quién diré que sois? Rey: Yo. Celio: ¿No tenéis más nombre? Rey: No. Celio: ¿Yo no más, y con buen talle? Puesto me habéis en cuidado. Yo voy a decir que Yo está a la puerta” (LC, vv. 2199-2207).

Celio vuelve poco después y dice:

“A don Tello, mi señor, dije cómo Yo os llamáis, y me dice que os volváis, que él sólo es Yo por rigor. Que quien dijo Yo por ley justa del cielo y del suelo, es sólo Dios en el cielo y en el suelo sólo el Rey” (LC, vv. 2213-2220).

Lope de Vega hace una evidente alusión a los pasajes

bíblicos28. El público aceptaba –es de suponer, puesto que aplaudía y

hacía triunfar al autor–, esta visión divinizadora del rey de las comedias,

transposición en la escena del monarca que presidía los destinos de 28 .- José Antonio Maravall, en su Teatro y sociedad en la sociedad barroca, arriba citado, indica de pasada la “manifiesta resonancia bíblica del Ego sum qui sum” (p. 101). Sin embargo, añade que dicha frase “no significa tanto ‘soy el que soy’, esto es, soy el que es, aquel que tiene como esencial atributo el ser, sino que se relativiza en estos términos: soy el que me corresponde ser. Es una afirmación de que no se faltará en ser aquel que se reconoce que se está obligado a ser, o que se asumirá aquella forma o modo de ser, que es la propia de uno dada su posición” (p. 101).

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España. La nación se había formado tras el triunfo de los hispano-

cristianos sobre los hispano-judíos e hispano-musulmanes de la Edad

Media, pero estaba fuertemente condicionada en sus bases mismas por

las ideologías sociorreligiosas tanto de vencedores como de vencidos.

Los cristianos viejos de la edad clásica que vivían pendientes de la

pureza del linaje, incluyeron dentro de su manera de concebir la vida en

común buen número de criterios –el del rey divinizado, jefe de los

creyentes, no es más que uno de los más importantes– salidos de las

tradiciones judías y musulmanas.

* * *

Concluiremos recordando cómo dibujaron al rey en sus

tragedias los autores prelopescos. Todos –Argensola, Bermúdez, Virués,

Cueva– pertenecían a zonas exteriores a la Castilla central y dominadora.

Todos hicieron un teatro intelectual que no logró franquear el muro de

indiferencia o de enemistad del espectador medio. Hicieron esfuerzos

“técnicos” para ganar el favor del gran público, pero sin resultado. El

problema era de orden ideológico. La imagen del rey que ellos

presentaban, además de atacar la del “mayor rey de los fieles”, Felipe II,

especie de califa cristiano, ofrecía unos rasgos muy alejados del modelo

sublimado, semideificado, divinizado, que el pueblo español cristiano

viejo había elaborado a lo largo de la secular lucha con los hispano-

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musulmanes. Cuando Lope de Vega integró en su teatro esa imagen del

rey-califa29, del monarca-dios-en-la-tierra, el espectador descubrió en él

al canalizador del común sentir nacional. Y Lope de Vega pudo alzarse

“con la monarquía cómica”, en frase de Cervantes, y crear el teatro

llamado nacional.

29 .- No entraremos por ahora en un tema apasionante: el del tiranicidio. Es asunto en el que van mezcladas la destrucción del rey-tirano y la del tirano-no-rey. Antonio Gómez-Moriana, en su Derecho de resistencia y tiranicidio. Estudio de una temática en las “comedias” de Lope de Vega (Santiago de Compostela, Porto, 1968), ha enfocado el problema tomándolo en su conjunto. Resume muy acertadamente (pp. 56-57) la doble filosofía que sobre el tiranicidio corría por España en los siglos XVI y XVII. De las obras de todo aquel conjunto de pensadores (Suárez, Mariana, Máiquez, Quevedo, Agustín de Castro, Saavedra Fajardo, etc…), se pueden sacar dos corrientes fundamentales: la de los que aprueban el tiranicidio y la de los que lo rechazan. Y comenta Gómez-Moriana: “Considerado en todo este contexto histórico, resulta Lope un ecléctico: un templado defensor de los derechos del pueblo frente al tirano”, posición media entre los dos extremos que acabamos de ver descritos por Maravall. En este sentido es tan falso hablar de un Lope revolucionario como (contra lo que hace Menéndez y Pelayo) de un Lope inconsciente (p. 58). Dejando de lado el problema de los tiranos-no-reyes, que no es el caso ahora, creemos que el rey que presenta Lope de Vega –salvo ejemplos muy particulares– está más alimentado por la filosofía de quienes no aceptaban el tiranicidio que por la de los que lo predicaban. De ahí que prefiramos hablar no del Lope inconsciente, sino del Lope integrador del sentir común de la gran masa de cristianos viejos y de los deseos de la clase dominadora.

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