La Langosta Literaria recomienda MAR MEDITERRÁNEO de SUSANA GLANZ - Primer Capítulo

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Para los chamacos de mi edad, Lottie era la paralí- tica de Mar Mediterráneo. El sobrenombre se explica-

ba sólo porque amén de que todos en el barrio sabíamos dónde vivía, en las raras ocasiones en que salía a pasear al parquecito de La Noche Triste, su sirvienta Honoria la llevaba en silla de ruedas. Ésos eran momentos de agasajo para los chicos. Tan pronto la veían venir, se divertían de lo lindo caricaturizando, a sus espaldas, su extravagante e inadecuada forma de vestir para el lugar y la época. Con los brazos doblados y las manos vueltas garras, simulaban ponerse guantes o hacían la pantomima de estarse me-tiendo a duras penas por la cabeza un vestido estrecho y largo, y luego, aguantándose la risa, caminaban a cierta distancia de la silla arrastrando los pies como si fueran zombis. Según la pandilla, la mujer se ponía guantes y vestidos de baile cuando salía a la calle para esconder sus manos y piernas ya entecas y tullidas por la enfermedad, usaba esos sombreros de este tamañote para disimular su calvicie y, por último, juntando índices y pulgares para formar un círculo frente a sus ojos haciendo con el resto de los dedos una seña obscena, decían que qué bueno que

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se pusiera anteojos oscuros, porque así, como opinaban sus mamás, no podría causarnos daño pues la mujer era de vista caliente.

Los mayores, especialmente mis amigos, el Uchepo, ven dedor de revistas de segunda mano, y Zoilo, el libre-ro de viejo, la llamaban la rusa. El calificativo no tenía nada de particular pues rusos se llamaba a todos los adul-tos de origen extranjero que vivían en las inmediaciones empezando por mis propios papás, pero cuando se hacía referencia a ella uno siempre podía saber de quién se tra-taba por la entonación que ponían en el artículo. De esta suerte, si bien todas las demás eran rusas, Lottie era la rusa, calificativo que a veces acentuaban con un ademán que parecía poner el punto final a un escrito. Para el Uchepo, hombre desconfiado por naturaleza, la dama andaba es-condida por acá para no ir a dar al bote por alguna fe-choría cometida en su tierra y debía ser, además, una mu-jer de armas tomar o muy alzada, porque fuera del car - tero que le traía una o dos cartas tapizadas de timbres raros al mes, él jamás había visto a nadie tocar a su puerta. Para Zoilo, más imaginativo y generoso, Lottie era una especie de princesa venida a menos, la cual, a fin de esti-rar el poco dinero que le quedaba y no morirse de ham-bre en Europa, desde hacía años se había visto obligada a venirse a vivir no solamente a México, sino al rascuache pueblo de Tacuba, que era lo más triste y, para remate de males, se condolía, su dinero solamente le había alcan-zado para comprarle la casona destartalada y oscura de Mar Mediterráneo a un torero o… ¿era un embajador? Por lo demás, ambos decían saber de cierto que era “la de jada” de un chileno al que sólo Dios sabía cómo había

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podido pescar en Alemania, pues Lottie era de allá y, aun-que de hecho ninguno de los dos, que yo supiera, la había oído nunca pronunciar palabra pues ni siquiera saluda-ba, decían que hablaba cuatro o cinco idiomas a la per-fección.

Como yo la veía muy de cuando en cuando y ésta, a más de ser vieja, no era vecina mía ni de puerta ni de cua-dra, hasta los diez u once años nunca me llamó la aten-ción conocerla más allá de los chismes. No obstante, sin proponérmelo, el azar hizo que empezara a interesarme, y luego que llegara a entablarse una cierta clase de amis-tad entre nosotras.

Mi mamá trabajaba fuera de casa todo el día y contra-tar sirvienta era un lujo que rara vez podíamos darnos. A fin de que la casa no se viniera abajo, cada una de las hijas teníamos tareas asignadas por cumplir. Entre las mías estaba la de subirle al Palomo la cazuela con sobras reca-lentadas a la azotea, estar pendiente de que no le faltara agua y mantener limpio su espacio. Mientras el perro va-ciaba la cacerola, yo me entretenía mirando desde la bar-da el ajetreado discurrir de la vida del barrio que giraba en torno al mercado y a la infinidad de puestos desple-gados a su alrededor, cuyos toldos y techos de madera se entreveraban a lo largo de varias cuadras formando una gran ensalada de colores. Pero lo que realmente me in-teresaba estaba al nivel de la calle. La vía del tren, flan-queada siempre por una papilla de desechos de flores, verduras y cáscaras sobre la que pasaba bamboleándose el tranvía al lado de los coches y camiones que llenaban la calzada, y los ríos de peatones entre los que desfilaba una variada gama de vendedores ambulantes y merolicos que

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ofrecían a voz en cuello sus mercaderías: agujas y basti-dores, paletas y jamoncillos, juguetes y bisutería, prego-naban los primeros y, al tenor de “que no le digan, que no le cuenten, porque a lo mejor le mienten”, los segun-dos ofrecían talismanes para el mal de amores, amuletos contra el mal de ojo, remedios infalibles para toda aflic-ción y cuanto hay. Y todavía los fines de semana, a la hora en que la plaza era un hervidero de gente, cual si fueran hongos brotando después de la lluvia, poco a poco iban haciendo su aparición por aquí y por allá las diversas clases de apostadores de oficio y algunos vivales que llegaban a invitar a todo público que no fuera menor de edad, a ga-narse un dinerito tratando de adivinar, por ejemplo, de-bajo de cuál de las tres corcholatas, que ellos tenían la habilidad de revolver a la velocidad del rayo, “había que-dado el chicharito”, o bien, a que aquel que tuviera la for-tuna de ganárselo al merenguero en la apuesta del “águila o sol” se llevara gratis un delicioso merengue de pulque color rosita, o se lo pagara al doble si perdía. Hacia las seis de la tarde la calma volvía a la plaza.

Normalmente mi quehacer quedaba terminado poco después de la hora de la comida. El resto del tiempo lo invertía en hacer la tarea, estudiar piano, leer, o echar re-lajo con mis amigos de la vecindad o de la cuadra.

Un día, sin embargo, subí a darle de comer al perro más tarde de lo acostumbrado. Como ya oscurecía, es-taba afanada barriendo para ganarle a la noche, cuando de pronto llegó a mis oídos una melodía muy dulce que parecía flotar en el ambiente. Su encanto era tal que, afe-rrada a la escoba sin atreverme siquiera a suspirar para no estropear el momento, me fui dejando envolver por su

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tibia redecilla de notas ondulantes, cuyos delicados nu-dos se me fueron enredando en la garganta.

Aunque la música parecía provenir de alguna de las vi-viendas del fondo de la vecindad, lo consideré poco pro-bable porque fuera de la mía, ninguna de esas familias tenía piano o gusto por escuchar música como no fuera la del radio, y los sonidos percibidos eran, si no precisa-mente los de un piano, sí los de algún instrumento bas-tante parecido.

Acicateada por el deseo de descubrir la fuente de esos sonidos, sin mayor reflexión me lancé a sortear los obs-táculos que me separaban del techo de la última vivienda. Al llegar ahí, comprobé que, en efecto, los sonidos no se generaban en la vecindad sino en una de las casas colin-dantes a la que se accedía por la calle paralela de Mar Me-diterráneo, cuya azotea era, a lo mejor, medio piso más alta. Acomodando unos huacales a modo de escalera, lo-gré salvar este último impedimento y llegar a la fuente de la cual la música emanaba: un emplomado de vidrios de colores. Buscando un hueco para asomarme sin en-contrar ninguno, con el alambre que servía de contra para asegurar mi broche para pelo, me puse a tallar la adelga-zada junta que rodeaba una de las uvitas del vitral hasta que la desprendí. Dos pisos abajo, sentada en un tabu- rete, estaba una mujer haciendo música en un pianito do-rado. Era Lottie. A partir de ese momento los mitos em-pezaron a derrumbarse. Lejos de ser calva, la mujer tenía una abundante cabellera clara llena de rizos, y sus largas y finas manos que a la luz ya incierta que proyectaba el

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emplomado a esa hora, parecían de cristal, se hallaban re-corriendo el teclado con agilidad. Lo más sorprendente en ese momento fue descubrir que, a pesar de que lo ha-cía con movimientos casi imperceptibles, “la paralítica” podía llevar el ritmo con su pie derecho.

Estuve tanto rato tirada de panza mirando y escuchan-do, que cuando al fin llegó Honoria para ayudar a Lottie a pasarse a la silla de ruedas la mitad de mi cuerpo estaba entumecida.

De ahí en adelante, por semanas enteras al caer la tar-de, trepaba a la azotea de Lottie para verla tocar.

Un sábado por la mañana, mientras me hallaba prac-ticando los ejercicios del Czerny, llamaron a la puerta. Al abrir, me encontré frente a un individuo alto y enjuto, vestido de café de la cabeza a los pies, quien me saludó levantando apenas el ala de su sombrero y, haciendo alar-de del exceso de educación que lo caracterizaba, como si yo no lo conociera, se presentó: Hauptmann, señorita. Vengo a afinar el piano.

No obstante ser un hombre muy severo, o al menos ése era el aspecto que le daban los curiosos lentecitos de pinza que usaba forzándolo a tener fruncida la nariz para sostenerlos en su lugar, el señor Hauptmann y yo tenía-mos una buena relación. Siempre y cuando no le hablara justo en el momento en que se hallaba comparando el sonido de las cuerdas con el del diapasón que hacía vi-brar golpeándolo en su codo, mi cháchara incesante y mi andanada de preguntas no parecían molestarle.

No habiendo en ese momento nadie más en casa, para no faltar al ritual de la hospitalidad dictado por mi mamá, cuando el señor Hauptmann concluyó su tarea,

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le ofrecí un vaso de té con mermelada hecha en casa para endulzarlo. Mientras él se regodeaba masticando con len-titud las fresas que había dejado a propósito en el fondo del vaso para saborearlas al final, como hacía mi papá, le describí el pianito dorado de Lottie y le pregunté qué clase de instrumento era y cómo se llamaba.

Un tanto sorprendido por la pregunta, pues casual-mente estaba en camino de ir a afinar el clavecín de Lottie, luego de decirme el nombre y de explicarme con toda minucia sus diferencias con el piano, me invitó a acom-pañarlo para que me lo pudiera enseñar por dentro y por fuera, aduciendo que su propietaria, la señora De Montt, una paisana suya que vivía ahí nada más a la vuelta, de seguro no tendría inconveniente en recibirme, pues era una finísima persona.

—No te preocupes —me dijo, al notar mi reticencia—. Habla español mejor que yo. Antes de venirse a vivir a México, vivió muchos años en Chile.

Fuera del enorme zaguán de madera enmarcado por pe-sadas vigas en el que destacaban el pulido aldabón de la-tón en forma de mano y la mirilla enrejada del mismo metal, vista desde el exterior, la casa no parecía nada del otro jueves. Bastó, sin embargo, con que me adentrara en ella algunos pasos para quedar convencida de lo con-trario. Después de cruzar el patio, pasamos a un jolecito muy luminoso al que la luz y el calor entraban por un ventanal de vidrios triangulares opacos que convergían al centro en un óvalo de cristal que distorsionaba las figuras al acercarse a él, pero que desde una cierta distancia, re-flejaba, en miniatura, los muebles y helechos del interior

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haciéndolos parecer objetos de juguete. Este jol, recu-bierto por un tapiz claro salpicado de florecitas color du-razno y ajuarado con muebles de ratán blanco, al que con el tiempo aprendí a llamar solárium, me pareció de pe-lícula. A juzgar por la nítida imagen que aún conservo de él, parecería como si recién lo hubiese vuelto a ver.

Conocer a Lottie en persona fue todo un aconteci-miento. Pero conocer la “destartalada casona” por dentro lo fue aún más. La sala, a la que se entraba atravesando el solárium por otro par de puertas gemelas de las anterio-res, era tan enorme comparada con mi propia casa que, pensé, mi departamento entero hubiera podido caber en ella. Esta idea, sumada al despliegue de lujo del amuebla-do de la pieza, me hizo sentir tan pequeña, tan poquita cosa, que durante la ceremonia de presentaciones a lo más que llegué fue a extender una mano laxa como de títere desalambrado para saludar, porque ni siquiera alcancé a hilvanar mi nombre completo y mucho menos a rema-tarlo con el obligado “a sus órdenes de usted”.

Tras horas de silencio e inmovilidad, supuestamente pasadas en la contemplación del afinador ejecutando su trabajo, pero invertidas en realidad en darle vueltas en la cabeza a cómo ingeniármelas para volver, esfuerzo un tan-to inútil pues de antemano sabía que no me atrevería a sugerirlo, como si la señora de la casa se hubiera perca - tado de mis inquietudes, al despedirnos me invitó a visi-tarla cuando yo quisiera para merendar juntas, ofrecien-do tocar para mí.

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A las cinco de la tarde del lunes siguiente, ataviada con mi mejor ropa y llevando una enorme azucena im-

punemente arrancada de la maceta de un vecino, me pre-senté en su casa. Al fondo de la estancia, en el atrio inte-rior sobre el que dos pisos arriba lucía el emplomado de colores que iluminaba el clavecín con destellos azules y rojos, sentada ante un escritorio de esos de cortina que están llenos de puertitas, casilleros, cajoncitos y compar-timentos secretos, se hallaba Lottie jugando un solitario.

Mi visita, tal vez esperada, debió alegrarla; tan luego le avisó Honoria de mi llegada, abandonó las cartas, hizo girar su silla para quedar frente a mí, y sonriente me exten-dió los brazos. En ellos me refugié sin prisa, rocé apenas su mejilla con la mía y deposité la azucena en su regazo. Cuando intenté retirarme, si bien lo hizo sin ejercer nin-gún tipo de violencia, Lottie no me lo permitió. Tomó mi cabeza entre sus manos y, tras colocarla a una distan-cia conveniente de foco, se puso a escrutar uno a uno los rasgos de mi cara y el fondo de mis ojos con sus inquie-tantes pupilas de un azul ya ligeramente aguado por las cataratas. Mientras nos mirábamos, pues fuera de aspirar su perfume, qué otra cosa podía yo hacer entretanto sino mirarla de regreso, descubrí que pese a la fina retícula de arrugas que surcaba su rostro polveado, Lottie seguía sien-do una mujer bella.

Después de soltarme, tomó la flor robada, la examinó como si se tratara de una reliquia, y provocando que me ruborizara, me reconvino por haber gastado dinero en

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comprarla. Agitó luego una campanita de plata que pen-día de su cuello. Cuando la sirvienta apareció, le ordenó poner la flor en la mesa de centro de la sala, y llevar una jarra con chocolate y algunos bizcochos.

—Si hubiera sabido que ibas a venir, me habría arre-glado un poco —dijo, retocándose ante uno de los espejos el impecable chongo, algo suelto, que le caía graciosamen-te sobre la nuca.

Sentada en el banquito dispuesto por Honoria para mí, al lado de la mesa de centro, de nueva cuenta casi no abrí la boca por hallarme embobada admirando el des-pliegue de muebles y objetos del entorno. La profusión de espejos de varios tamaños y formas, intercalados entre cuadros y arbotantes que ayudaban a la pieza, de suyo un poco oscura por contraste con la luminosidad del jol, a verse, si no alegre, al menos nada sombría, me tenía fasci-nada. Eran tantos y estaban colgados tan bajo o con una inclinación tan conveniente para mí, que desde donde estaba sentada, con sólo mover tantito la cabeza, podía dominar gran parte del espacio y contemplar, sea en di-recto o en reflejo, muebles y objetos sin parecer grosera o distraída. Días después me daría cuenta de que los es-pejos estaban colgados así, para permitir a la dueña de la casa verse en ellos desde su silla de ruedas.

Lo más próximo a mí eran dos sofás profundos vesti-dos de muaré, colocados uno frente al otro. El primero, lleno de almohadones con escenas de cacería en el cual se hubieran podido acomodar holgadamente diez o más niñas de mi tamaño, y el segundo, apenas menor, ocu- pado por una colección de muñecas antiguas con caras y extremidades de porcelana, ataviadas con la elegancia

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característica de ese tipo de monas. Más allá, altos sillo-nes de cuero y, por todas partes, vitrinas y mesas tan llenas de lámparas, jarrones y adornos, que más bien parecían formar parte de la exhibición de escaparate de una tienda de regalos que del menaje de una casa.

Me es imposible recordar acerca de qué podríamos ha-ber charlado durante esa primera visita, sobre todo porque no podía concentrarme por estar haciendo el inventario de lo que había en la sala. Lo que sí recuerdo, en cambio, es que el tono de voz usado por Lottie en esa, y en al gunas de nuestras primeras reuniones, me desagradó por ser el que suelen usar los adultos para dirigirse a las criaturas.

Y ello obedeció, quizá, a que por aquella época yo ha-bía empezado a sentirme grande. Como, después de pa-sarnos las tardes enteras jugando y echando relajo, a algu-nos de los chamacos se nos antojaba de pronto irnos a sentar por ahí para recuperar bríos, ponernos al corrien- te en chismografía e intercambiar historias, materia en la cual, alimentada por mis lecturas, las películas que veía, más lo que inventaba, yo era bastante ducha, entonces, si en el país de los ciegos el tuerto es rey, en el contexto de mi pandilla, integrada por chicos analfabetos o se mi-analfabetos la mayoría, yo era la sabelotodo. Y aunque tal vez sobre decirlo, a lo largo de mi prolongada y co lorida relación con Lottie, esta posición de privilegio se vio en-ri quecida con los relatos de toda índole que ella me con-taba, mismos que yo, tan pronto se presentaba la ocasión, retransmitía a mis amigos en versiones embellecidas y aumentadas.

Con todo, si bien es cierto que me halagaba mucho la popularidad adquirida entre los chicos de la pandilla

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contando historias, como no dejaba de darme cuenta de que en otros terrenos todavía estaba muy verde, el cre-cimiento de mi ego había logrado mantenerse en un ra-zonable punto medio. Así, por ejemplo, cuando tenía oportunidad de quedarme a escuchar alguna de las con-versaciones que mis padres sostenían con sus amigos los domingos, y se me escapaba en parte el sentido de las mis-mas, o cuando, desoyendo los consejos de Zoilo, me ponía a leer alguno de los libros “inadecuados para mi edad”, tomado de los libreros de mi casa, y luego entendía poco o entendía mal, aun a sabiendas de lo inútil del recurso, acudía a la familia en busca de explicaciones.

Mi papá, eternamente ocupado escribiendo su poesía o a contra reloj sus colaboraciones para los periódicos, no obstante los esfuerzos que hacía por mostrarse pacien-te e incluso atento a mis demandas, como en realidad en ningún momento había dejado de pensar en sus cosas, después de dejarme hablar sin interrupciones hasta el fi-nal, me despachaba con una cariñosa nalgada y un no muy esclarecedor: “Ay, hija, de dónde sacas tantas ton-terías”. Mi mamá, debido a su enorme carga de trabajo, quedaba fuera de consideración para este tipo de peticio-nes, y por lo que a mis hermanas respecta, la menor era demasiado chica para poder ser tomada en cuenta, la ma-yor demasiado grande para que ella me tomara a mí en cuenta, y la segunda, que cuando no estaba metida de ca-beza en sus libros, andaba preocupada por averiguar toda clase de cosas raras, y que era con quien ocasionalmente podía contar, empleando ese tono displicente de voz que con frecuencia les da por usar a las hermanas preparato-rianas para dirigirse a las que ni siquiera han terminado

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la primaria, las más de las veces me mandaba directa-mente a volar con un rotundo: “No me molestes, babo-sa, búscalo en el diccionario. Para eso está”. Y así, pues ni remedio, o consultaba palabras en el Espasa Calpe, lo que, como se comprenderá, pocas veces me resolvía las dudas, o me quedaba en las mismas. En tal sentido, re-cuerdo, por ejemplo, que un día descubrí en un librero de mi casa una novela cuyo título me llamó la atención porque recién había visto una película sobre muertos vi-vientes. La novela se llamaba Resurrección, y era de un tal Leon Tolstoi. Para no meter la pata, recurrí al diccionario donde, con poca claridad, decía: Resurrección: acción de resucitar, pero en Resucitar decía: volver de la muerte a la vida, y eso era, precisamente, lo que yo quería leer. Para mi desencanto, el libro hablaba de una mujer muy gua-pa, la cual, tras muchas vicisitudes, había sido condenada a ir a dar a prisión en Siberia aparentemente por el resto de sus días, pero resulta que la dama en cuestión, aunque se la pasaba sufriendo todo el tiempo, nunca se murió en la novela y, por ende, tampoco resucitó… Total, concluí con fastidio, un fraude de título y un gran desperdicio de tiempo.

Pero en fin, volviendo al tema, mi sensación de rechazo provocada por la manera de hablar de Lottie, se dio sólo al principio.

Cuando empezamos a hacernos “amigas”, cosa que, quizá debido a su soledad o propiciada por el tipo de pre-guntas y comentarios que yo le hacía, pero sobre todo por la admiración que le demostraba, no tardó en ocurrir, su lenguaje fue cambiando de nivel y poco a poco me fue pareciendo normal.

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