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La lista de Lisette

Susan Vreeland

Traducción deIolanda Rabascall

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Título original: Lisette’s list

© Susan Vreeland, 2014

Traducción publicada en acuerdo con RandomHouse, una división de Random House LLC

Primera edición en este formato: mayo de 2015

© de la traducción: Iolanda Rabascall© de esta edición: Roca Editorial de Libros, S. L.Av. Marquès de l’Argentera 17, pral.08003 [email protected]

ISBN: 978-84-1630-627-5

Todos los derechos reservados. Quedanrigurosamente prohibidas, sin laautorización escrita de los titulares delcopyright, bajo las sanciones establecidasen las leyes, la reproducción total o parcial

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de esta obra por cualquier medio oprocedimiento, comprendidos lareprografía y el tratamiento informático,y la distribución de ejemplares de ellamediante alquiler o préstamos públicos.

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LA LISTA DE LISETTESusan Vreeland

La historia de una mujer y su pasión por elarte en el sur de la Francia de Vichy, con laSegunda Guerra Mundial como telón defondo.

En 1937, la joven Lisette Roux y André, suesposo, se trasladan desde París a un pueblode la Provenza para cuidar a Pascal, elabuelo de André. Pascal, dedicado a la ventade pigmentos y a la producción de marcos demadera, entabla amistad con Pissarro yCézanne, que le pagan los marcos concuadros pintados por ellos. Pascal instruirá aLisette tanto en el arte como en la vida, y le

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permitirá admirar su pequeña colección decuadros y el paisaje provenzal bajo una nuevaluz. Inspirada por el consejo de Pascal,Lisette redacta una lista de promesas queella misma deberá cumplir. Cuando estalla laguerra, André se marcha al frente, pero antesesconde los cuadros de Pascal.

Ante la expansión de las tropas alemanas porEuropa, la repentina caída de París y elsurgimiento de la Francia de Vichy, Lisettedeberá buscar los cuadros escondidos dePascal. Su búsqueda la llevará a descubrir laespectacular campiña francesa.

A través de alegrías, tragedias y grandesactos de coraje, en una época que marcó el

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destino de Europa, Lisette aprenderá aentender y perdonar el pasado.

ACERCA DE LA AUTORASusan Vreeland es profesora de Literaturainglesa y Arte en San Diego. Sus relatoscortos se han publicado en revistas literariascomo The Missouri Review, Confrontation,New England Review y Alaska QuarterlyReview. Su primera novela, What Love Seesfue llevada a la pantalla, con una adaptacióntelevisiva de CBS Sunday Night Movie.

ACERCA DE LA OBRA«Esta novela demuestra el amor de Vreelandpor el mundo de la pintura y su meticulosotalento descriptivo.»

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THE WASHINGTON POST

«El amor por los detalles y el encanto de unaépoca envuelve poco a poco al lector, quienpercibirá con la lectura de esta novela el cielomoteado y el aroma de la Provenza. Vreelandda vida como nadie a este paisaje.»THE BOSTON GLOBE

«Mitad novela histórica, mitad cuaderno deviajes… La lista de Lisette ofrece a suslectores la oportunidad agradable deaprender algo sobre el arte a través de unaheroína valiente que crece de una maneraque nunca creyó posible.»ST. LOUIS POST-DISPATCH

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Índice

LIBRO PRIMERO

Capítulo uno

Capítulo dos

Capítulo tres

Capítulo cuatro

Capítulo cinco

Capítulo seis

Capítulo siete

Capítulo ocho

Capítulo nueve

LIBRO SEGUNDO

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Capítulo diez

Capítulo once

Capítulo doce

Capítulo trece

Capítulo catorce

Capítulo quince

Capítulo dieciséis

Capítulo diecisiete

Capítulo dieciocho

Capítulo diecinueve

Capítulo veinte

LIBRO TERCERO

Capítulo veintiuno

Capítulo veintidós

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Capítulo veintitrés

Capítulo veinticuatro

Capítulo veinticinco

Capítulo veintiséis

Capítulo veintisiete

Capítulo veintiocho

Capítulo veintinueve

LIBRO CUARTO

Capítulo treinta

Capítulo treinta y uno

Capítulo treinta y dos

Capítulo treinta y tres

Capítulo treinta y cuatro

Capítulo treinta y cinco

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Capítulo treinta y seis

Capítulo treinta y siete

Capítulo treinta y ocho

Capítulo treinta y nueve

Capítulo cuarenta

Capítulo cuarenta y uno

Capítulo cuarenta y dos

Nota de la autora

Agradecimientos

Bibliografía

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A Jane von Mehren

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En nuestra vida hay un solo color,como en la paleta de un artista,

que ofrece el significado de la vida y elarte.

Es el color del amor.

MARC CHAGALL

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LIBRO PRIMERO

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Capítulo uno

Camino de Rosellón

1937

H abía viajeros que caminaban por laestación de tren de Aviñón, jóvenesrepartidores que en sus deterioradasbicicletas llevaban niños, carros tirados porcaballos, automovilistas que no paraban detocar la bocina. André estaba allí en medio,de pie, comiendo tranquilamente unamanzana de un tenderete de fruta. Mientrastanto, yo, tensa, daba vueltas alrededor delos bolsos de viaje, las maletas y las cajasque formaban nuestro equipaje. Allí estaba

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todo lo que nos habíamos podido llevar denuestro piso en París, más las herramientasde trabajo de André y el sueño de mi vidasacrificado.

—¿Seguro que estamos en el lugaradecuado? —pregunté.

—Sí, Lisette.André arrancó una hoja ancha de un

platanero y la dejó en el suelo, sobre unadoquín. Me tocó la nariz con el dedo índice,señaló hacia la hoja y dijo:

—Aparcará justo aquí, en este adoquín. Yalo verás. —Me estrujó la mano y añadió—:En el sur de Francia, las cosas pasan tal comohan de pasar.

Pero, por lo visto, en el sur de Francia, losautobuses no eran tan puntuales como en

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París. Ni la luz tampoco era la misma. En elsur, la luz te quemaba la retina, se enredabaen los contornos, intensificaba los colores,inflamaba el ánimo. De otro modo, no habríasido capaz de reconocer la belleza en unasimple plaza que no era París, pero ahí latenía: una radiante acuarela de padres yabuelos sentados en un banco debajo delplatanero, el reflejo azulado en sus camisasblancas de la luz tornasolada del cielo que sefiltraba entre el follaje. Los hombres comíanalmendras de un cucurucho de papel, quecirculaba de un extremo a otro del banco.Quizás estuvieran hablando de tiemposmejores.

Me aparté de André y di otra vueltaalrededor de nuestra modesta pila de

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pertenencias. Noté que él me seguía con lamirada.

—Míralos —murmuró—. Todos miembrosde la Orden Honoraria de los Portadores deBoinas. —Se rio de su propia ocurrencia.

Al cabo de poco, un pequeño autobúscuadrado, una reliquia despintada, antaño decolor naranja bajo su capa de óxido, frenócon un estridente petardeo. La rueda derechadelantera aplastó la hoja sobre el adoquín.André ladeó la cabeza y me dedicó una tiernasonrisa burlona.

Un achaparrado conductor bajó lospeldaños con paso ligero, con las puntas delos dedos de los pies apuntando hacia fuera,tal como camina la gente rolliza paramantener el equilibrio. Saludó a André por

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su nombre, alzó su orondo brazo para darleuna palmada en la espalda y le dijo que sealegraba de verlo.

—¿Qué tal está Pascal? —se interesóAndré.

—Por lo general, bien. Louise le lleva lacomida, o come con nosotros.

El conductor inclinó la cabeza parasaludarme con un exagerado ademán decortesía.

—Adieu, madame. Soy Maurice, unchevalier de Provence. Un caballero de lascarreteras. No me confunda con MauriceChevalier, un caballero del escenario. —Leguiñó el ojo a André—. Tu esposa es másbella que Eleanor de Aquitania.

¡Menuda comparación! No pensaba

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¡Menuda comparación! No pensabadejarme agasajar con tales pamplinas.Además, ¿había dicho «Adieu»?

—Bonjour, monsieur —respondíapropiadamente.

Su atuendo me pareció divertido: unpañuelo rojo sobre la camiseta interior comoúnica prenda que le cubría el torso y quedejaba ver su pecho peludo, una faja rojaceñida a la cintura y una boina negra en lacabeza (por cierto, una cabezacompletamente redonda). Por debajo de susaxilas asomaba una mata de pelo negro yrizado. Sé que no debería haberme fijado ental detalle, pero no puedo remediarlo. Es unamanía que se me había pegado de la

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hermana Marie Pierre, que siempre se fijabaen todo.

Maurice apoyó una mano en su pechocarnoso.

—Me dedico al transporte de damasalteradas. Enchanté, madame.

Desconsolada, miré a André. Justo en esemomento, estaba muy alterada; echaba demenos la vida que habíamos dejado atrás, enParís.

—Vite! Vite! Vite! —El conductor ensartónuestro equipaje con apenas tresmovimientos certeros y nos instó a movernosrápido, rápido, rápido.

—Partiremos dentro de dos minutos.Acto seguido, desapareció de la vista.—Con un «vite» habría bastado, ¿no crees?

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André esbozó una mueca mordaz y dijo:—La gente en la Provenza habla «con

arrojo». También vive «con arrojo». Enespecial, Maurice. —Empezó a cargar lasmaletas y las cajas—. Es un buen amigo. Loconozco desde que era niño, cuando Pascalme llevaba a Rosellón.

—¿Por qué lleva esa faja roja?—Es un taillole. Significa que es oriundo

de la zona, un patriota de la Provenza.Esperamos diez minutos. Un par de tipos

se acomodaron en los asientos del fondo delautobús. Uno de ellos no tardó en roncar«con arrojo».

Nuestro autoproclamado chevalier apareciópor fin.

—Lo siento, pero es que me he encontrado

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—Lo siento, pero es que me he encontradoa un amigo.

Se disculpó, gesticulando con cadamúsculo de su cabeza redonda, incluso consus amplias fosas nasales, y culminó con unasonrisa inocente, como si el hecho de haberencontrado a un amigo justificara sin más elretraso. Hinchó las ruedas con una manchamanual —me fijé en que lo hacía con arrojo— y puso el vehículo en marcha. El motoropuso resistencia unos instantes; arrancó asacudidas, en dirección a las murallas.Atravesó el arco de piedra y se adentró en lacampiña francesa.

La carretera a Rosellón discurre entre dossistemas montañosos, los montes de la zonade Vaucluse al norte, y los del Luberon al

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sur. Yo mantenía la nariz pegada a laventana. Era la primera vez que visitaba elsur de Francia.

—¡Para un momento! —ordenó André.El autobús frenó con un ruidoso petardeo.

André se apeó de un salto a la vera de lacarretera, arrancó unos tallos de lavanda,subió de nuevo al autobús y me ofreció elramillete.

—Como bienvenida a la Provenza. Sientomucho que todavía no estén en su máximoesplendor. ¡Ya verás en julio!

Un dulce gesto, tan dulce como lafragancia de las flores.

—¿Queda lejos Rosellón? —le pregunté alconductor cuando nos pusimos de nuevo enmarcha.

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—Cuarenta y cinco preciosos kilómetros,madame.

—Mira, creo que son campos de fresas —apuntó André—. Te encantan las fresas.

—Y melones —añadió Maurice en un tononasal—. Los mejores melones de Franciamaduran aquí, en los valles de Vaucluse. Yespárragos, lechuga, zanahorias, col, apio,alcachofas…

—Ya, entiendo —le interrumpí.Pero él no era de los que se callan cuando

se les da la razón.—Espinacas, guisantes, remolacha. Y, a

más altitud, nuestros famosos camposfrutales, viñedos y olivares.

Maurice pronunció cada sílaba alargandolas eses finales, lo que confería a las palabras

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un matiz ampuloso y lleno de vitalidad, lejosde la elegante delicadeza propia del acentoparisino.

—Albaricoques, ya verás, también teencantarán —añadió André—. Estás entrandoen el Jardín del Edén.

—Si veo una serpiente, te advierto que memonto en el siguiente tren de vuelta a París.

Tenía que admitir que los frutales en floremanaban una fragancia celestial. En lasvides ya asomaban los pámpanos, conpequeñas hojas de color verde pálido; lasamapolas rojas engalanaban el borde de lacarretera, y el sol prometía unas notas decalidez, tan esperada después del gélidoinvierno en París.

Pero vivir allí hasta quién sabía cuándo…

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Pero vivir allí hasta quién sabía cuándo…La verdad, tenía mis dudas. La idea derenunciar a la posibilidad de entrar deaprendiza en la galería Laforgue, unaoportunidad única en la vida de unaveinteañera sin formación académica, mehabía llenado inevitablemente deresentimiento. Cuando André tomó lo queparecía la decisión impulsiva de abandonarParís para ir a vivir a un pueblecito remotosolo porque su abuelo, con una saludmaltrecha, le había pedido que le hicieracompañía, pensé que me iba a dar unpatatús. Me parecía inconcebible que fueracapaz de abandonar con tanta facilidad supuesto de oficial en el gremio de encadreurs,la asociación de enmarcadores artesanos, una

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prestigiosa posición para un hombre deveintitrés años.

Llorando, fui a ver a la hermana MariePierre a las Hijas de la Caridad de SanVicente de Paúl, el orfanato donde me habíacriado, y clamé que era un egoísta, pero lamonja no mostró ni un ápice de compasión.

—No juzgues, Lisette. En vez de recelar,acepta el cambio como algo positivo —argumentó.

Consecuentemente, allí estaba yo,aguantando sacudidas sobre el terrenoescabroso en medio de nubes de polvo, enaquel deteriorado autobús, desesperada porno estar en París, la ciudad donde habíanacido, mi centro de felicidad, mi vida.

Con el firme propósito de seguir el

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Con el firme propósito de seguir elconsejo de la hermana Marie Pierre eintentar ver la situación de la forma másfavorable posible, albergué una esperanza:

—Dígame, monsieur, ¿hay alguna galeríade arte en Rosellón?

—¿Una qué? —preguntó, soltando unchillido.

—Un lugar donde vendan pinturasoriginales.

Maurice soltó una risotada.—Non, madame. Es un pueblo pequeño.Su risa me hirió profundamente. Mi

obsesión por el arte no era una cuestióncasual ni reciente. Incluso de pequeña, aquelanhelo suponía una atracción irresistible cadavez que entraba a hurtadillas en la capilla de

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las Hijas de la Caridad de San Vicente dePaúl para admirar el cuadro Virgen con elNiño. ¿Cómo un ser humano, no un dios,podía recrear la realidad de una forma tanprecisa? ¿Cómo el penetrante azul de la capade la Virgen y el rojo intenso de su vestidoconseguían ponerme en contacto —a mí, unajoven huérfana sin un miserable céntimo—con un mundo elegante y noble? ¿Cómo unabelleza así podía remover algo en lo másprofundo de mí, ese algo que debía de sereso que la hermana Marie Pierre denominaba«alma»? Esas preguntas me desconcertaban.

André me zarandeó el brazo y señaló haciaun conjunto de geranios rojos que rebosabande una jardinera colgada en la ventana deuna casa de piedra.

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—No te preocupes. Te gustará vivir aquí,ma petite.

¿Por los geranios?—Certainement, le encantará —gorjeó

Maurice detrás del volante—. Eso sí, cuandose haya acostumbrado a les quatre vérités.

¿Las cuatro verdades?—¿A qué se refiere, monsieur?—Justo en estos instantes es testigo de

tres: las montañas, el agua y el sol.Maurice apartó el brazo del volante para

señalar sin precisión el paisaje, haciendoalarde de su capacidad de conducir, escuchar,hablar y gesticular a la vez. Probablemente,una habilidad que salía de aquello de vivircon arrojo.

—¿Y la cuarta, monsieur?

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—No se puede ver; sin embargo, su huellaestá en todas partes.

—Un acertijo. Me está poniendo a pruebacon un acertijo.

—No, madame. Le estoy diciendo laverdad. ¿O no, André?

Me di la vuelta hacia André, que ladeó lacabeza hacia la ventana y dijo:

—Piensa y mira. Mira y piensa.Analicé el paisaje en busca de alguna

señal.—¿Tiene relación con esos muros de

piedra?Solo eran restos de muros, pilas de piedras

planas que formaban barreras de casi unmetro de grosor, algunas con pequeñosnichos horadados para —supuse— guarecer

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la figura de algún santo, pese a que no habíavisto ninguno.

—No, madame. Esos muros se erigieron enla Edad Media para contener la peste.

—No es un pensamiento muyreconfortante, monsieur. Ni tampoco eseruido incesante. ¿Tiene problemas con losfrenos?

—No, madame. Lo que oye es el canto delas cigarras, que, cuando sube latemperatura, emiten una estridente llamadade apareamiento.

Por lo visto, un ruido al que deberíaacostumbrarme.

Los imponentes cipreses se alzaban enringlera en el flanco norte de los campos decultivo. Sus sombras afiladas se cernían sobre

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nosotros como lánguidos dedos grises de unamiríada de brujas.

Miré de lado a lado y caí en la cuenta deotra peculiaridad.

—¿Por qué las casas que hay a la derechano tienen ventanas que den a la carretera, yen cambio las de la izquierda sí?

—Ahora empezamos a entendernos. Fíjateen que todas tienen ventanas en trescostados, excepto en la cara norte.

Pero ¿por qué? ¿Acaso el sol brillaba condemasiada intensidad a través de lasventanas que daban al norte? No. La luz queprovenía del sur iluminaba solo la mitad dela casa. La otra mitad quedaba sombría, aoscuras.

Cuando le pedí a André que me diera una

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Cuando le pedí a André que me diera unapista, me dijo que me fijara en los tejados.Estaban cubiertos con tejas de terracotaalargadas, alomadas y superpuestas. En losextremos situados más al norte, vi quehabían puesto piedras planas.

—¡El viento! —grité.El tipo que roncaba al fondo del autobús

se despertó de golpe.—El mistral —entonó Maurice con una

voz profunda—. Seco pero frío. ¡Ah, elmistral! Un viento fiero, madame. Eninvierno ruge tres días seguidos. A vecesseis. A veces nueve.

—No la engañes. También ruge en otoño yen primavera.

—¡Eso significa casi todo el año! —me

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—¡Eso significa casi todo el año! —melamenté.

Maurice explicó que la montaña más altaen la vertiente norte era la más baja del surde los Alpes. El mistral arrasaba el sur deSiberia para luego pasar por las brechas delos Alpes hasta el Mont Ventoux, el gigantede Provenza, y entonces llegaba a Rosellón.

—Así pues, ¿su nombre real es «monteventoso»?

—Sí. Fíjese en la forma de los olivos, quese doblan hacia el sur.

Pasamos por delante de varios campos decultivo en pleno rendimiento.

—Y el resto de los árboles frutalestambién se inclinan hacia el sur —remarqué.

Siempre cabía la posibilidad de

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Siempre cabía la posibilidad depermanecer confinada en casa durante tresdías, ¿no? Pero ¿nueve? Pese a mi buenaintención de comportarme como una esposasumisa, las razones por las que no megustaba aquel sitio se podían resumir en unabreve lista:

1. Viento frío durante nueve días seguidos.2. La mitad de la casa siempre a oscuras.

3. No era París.

Los dos individuos que viajaban en laparte trasera del autobús se apearon en elpueblo de Coustellet. Poco después, llegamosal final de la carretera asfaltada. Una ancianaque estaba de pie junto al camino, delante de

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una casa, alzó los brazos y los agitó conimpaciencia.

—¡Ah, mi primera dama alterada! —Maurice detuvo el autobús y bajó lospeldaños con vitalidad para ayudar a subir ala mujer—. Adieu, madame.

—Non, non, Maurice. No quiero subir —precisó ella—. Solo quiero que le lleves estepato a madame Pottier en Imberts. Te estaráesperando junto al olivo.

—¿Qué pato?—Bueno, primero tendrás que atraparlo —

aclaró la anciana.El corral estaba protegido por una

alambrera, así que Maurice tuvo que ponerseen cuclillas y anadear detrás del animal. Hizolo que pudo por evitar las zonas de barro y

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los salpicones de excrementos de pato.Mantenía sus fornidos brazos extendidos, laspiernas rechonchas totalmente abiertas y lostalones juntos como un payaso de circo. Conla cara encendida, agitando la boina paraasustar y acorralar al pato en un rincón, sepuso a canturrear:

—Ven con papá, ven con papá.André se apeó del autobús de un brinco

para ayudarle. Con el apoyo de André, que lecerró el paso al pato ante cualquierposibilidad de escape, Maurice se abalanzósobre el palmípedo, que empezó a graznarcon desespero hasta que, sin dejar deretorcerse, logró escapar de su atacante, solopara ir a parar directamente a las manos deAndré.

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La granjera lo inmovilizó con habilidad: lepegó las alas al cuerpo y luego le ató laspatas con un cordel. André metió al perplejopato dentro del autobús, donde el pobre cayórodando. André lo enderezó y dijo:

—Disfruta del trayecto. El paisaje esespectacular.

Maurice ató el otro cabo del cordel a lapata de un asiento, le dio unos suaves golpesen la cabeza con el dedo índice al animal y leespetó:

—Irás directo a la cazuela, así que aceptatu destino como un hombre.

El pato graznó.—Se ha sentido insultado —comenté.Maurice corrigió sus palabras.—Esto…, quería decir como un pato.

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Un poco más abajo de la carretera, unamujer de cierta edad que llevaba un delantaly un pañuelo blanco nos hizo señas.

—Ahí está la segunda dama alterada —murmuró André.

Maurice volvió a detener el autobús yabrió la puerta.

—Adieu, madame. A su servicio. —Leentregó el pato a través de la puerta abierta.

Ella lo agarró con ambas manos.—Este chico se convertirá en pâté de

canard dentro de pocos días. Ya te guardaréun poco. ¿Tu mujer aún quiere las plumas?

—Sí, para rellenar un cojín. Adieu,madame.

Y el autobús reanudó la marcha con unvigoroso traqueteo.

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—¿Por qué saluda a la gente con un«adieu» en vez de con un «bonjour»? —quisesaber.

Él se encogió de hombros.—Piense en «à Dieu», madame. Es la forma

provenzal de desear a alguien que vaya conDios, lo mismo cuando la persona llega quecuando se va.

Una respuesta satisfactoria, aunquesospechaba que había otras formas desaludar en provenzal que suscitaban menosconfusión.

Nos detuvimos para dejar pasar a unachica que atravesaba la carretera,cimbreando una vara de sauce para guiar amedia docena de cabras. Poco después,volvimos a pararnos por culpa de un anciano

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que estaba apilando ramas cortadas en uncarro tirado por un burro, una escena lobastante pintoresca como para formar partede un cuadro.

El autobús empezó a ascender por unapendiente con curvas interminables quesorteaban las terrazas pobladas de frutales.Maurice dijo que eran perales. Aquello merecordó de nuevo el cuadro de la Virgen enla capilla del orfanato. Una pera doradadescansaba en una barandilla en un primerplano. Pregunté a la hermana Marie Pierreun sinfín de veces por qué estaba esa peraallí, pero ella nunca me contestó. Lo únicoque me decía era que amara a la VirgenMaría porque, de ese modo, no echaría enfalta a la madre que apenas había conocido.

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Su respuesta jamás me satisfizo. Cuando fuimayor, reconocí que la Virgen estabainmersa en sus propios pensamientos, sinprestar atención al niño que sostenía enbrazos, algo que podría estar másrelacionado con el abandono por parte de mimadre biológica que con la intención que elartista había querido expresar.

Solo era una copia de un cuadro que habíapintado un italiano llamado Giovanni Bellini,lo que aún le aportaba más exotismo. En lacapilla solo había ese cuadro. En aquellaépoca, con uno me bastaba.

La voz de Maurice, que no dejaba derenegar mientras cambiaba de marcha, mesacó de mi ensimismamiento. Cuando llegó aun pueblecito situado en la cima de un cerro,

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coronado por un castillo y una iglesia, pisó elfreno.

—¿Rosellón?—Gordes —corrigió él—. Tengo un

encargo pendiente aquí.Eché un vistazo a mi alrededor, dentro del

autobús.—¿Qué encargo?—Pastis. Del vaso a mi garganta. El primer

apéritif del día. Vamos, la iniciaré en estasana costumbre, madame.

Subimos un largo y desigual trecho deescalones de piedra que conducían hasta uncafé en la plaza. Maurice saludó a la genteque conocía con más adieus y pidió un vasode pastis para cada uno de nosotros. En losvasos altos y estrechos solo había un par de

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centímetros de un líquido claro, unadecepción hasta que Maurice vertió agua ensu vaso, lo que provocó que la mezcla seenturbiara.

André preparó mi bebida y la suya.—¡Ah! —murmuró—. ¡Uno de los placeres

del sur! ¡Cómo lo echaba de menos!—Santé! —Maurice alzó el vaso y tomó un

sorbo; acto seguido, se secó el bigoterecortado y los pelitos blancos de la perilla,que, curiosamente, no hacían juego con suspobladas cejas negras.

—Me gusta el aroma. —Tomé un sorbo,luego otro; después, un trago.

André enarcó las cejas y me preguntó:—¿Te gusta la mezcla de anís y otras

hierbas?

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—Sí.—Cuidado, Lise —me previno—. Este

brebaje puede tumbarte. Añade más agua site sientes… —Dibujó un círculo con un dedo.

—Para ajustarlo a su tolerancia al alcoholy a la temperatura —apuntó Maurice—. Unaverdadera bebida provenzal.

—Y usted es un verdadero chevalierprovenzal, monsieur. Pero dígame suapellido.

—Chevet, madame. —Puso la mano con lapalma mirando hacia abajo,aproximadamente a un metro del suelo—. Unpetit chevalier —dijo al tiempo que se reía desu propia ocurrencia.

De vuelta al autobús, mientrasdescendíamos por el largo tramo de

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escalones de piedra, me invadió un agradablemareo.

—Agárrala bien, André. Estos peldañospueden ser muy traidores.

—Lo sé. No pienso soltarla.—Tu abuelo Pascal se enfadaría mucho

conmigo si la dejara en Rosellón con unesguince en el tobillo. Cuando mis amigos seenteren de que he llevado a una parisienne avivir a Rosellón… 0h là là! Estarán tanorgullosos… Aunque me pregunto si unaparisienne puede llegar a sentirseroussillonnais.

¿Acaso alguna parisienne desearía serlo?—Eso depende de hasta qué punto la ames

—señaló André al mismo tiempo quesubíamos al autobús.

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—¿Yo? ¡Yo ya la amo! —declaró Maurice.—Es usted muy galante, monsieur. ¿Su

pueblo está cerca de aquí? —me interesé.—Justo después de una bajada y de otra

cuesta. Cuando vea una hoz clavada en unposte de madera, habremos llegado.

El traqueteo había sido constante duranteel último kilómetro. De repente, me fijé enun grupo de extrañas casas de piedra enforma de colmenas.

—Espero que eso de ahí no sea Rosellón—comenté entre risitas—. ¿Verdad que no?

—No, madame. Solo es un poblado dechozos de piedra que aquí, en la Provenza,llamamos bories. Hay muchos esparcidos portodo el departamento de Vaucluse. Unosdicen que los más antiguos datan de mil años

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antes de Jesucristo; según otros, tienen dosmil años de antigüedad. Dado que estos seconservan mejor que la mayoría, pensamosque son más recientes.

Al cabo, vi la hoz que sobresalía,incrustada en un poste de madera, como unacoma gigante.

—¿Por qué está ahí clavada?—A la espera de su dueño, que la dejó

hace unos años.—Una hoz muy paciente. Más paciente

que yo.Eso no era del todo cierto. El sentimiento

que me invadía no era de impaciencia, sinode angustia. Lo único que vería seríanpalurdos desplumando patos en las feriaslocales. Me di la vuelta hacia André.

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—¿Cómo sobreviviremos en un pueblo enel que no hay ni una galería de arte?

—Puedo dedicarme a otros menesteres.—No me refería a sobrevivir en ese

sentido.—Pero, Lise, ¡vivirás en una galería!

¡Arropada por los siete cuadros de Pascal!Jamás los había visto. Pascal había

abandonado París y había regresado aRosellón antes de que yo conociera a André.Lo único que había oído eran historias sobreél. ¿Serían esas pinturas tan extraordinariascomo para compensar la imposibilidad detrabajar algún día en una galería de arte enParís? Podía notar cómo ese sueño sedesmoronaba hasta quedar reducido altamaño de la grieta de una casa en aquel

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pueblo: LOS COJINES RELLENOS DE PLUMAS DE

PATO Y EL PATÉ DE LISETTE.Y mientras yo permanecía recluida en

aquel pueblo remoto, cuidando a un ancianoal que ni siquiera conocía, monsieur Laforgueadiestraría a otro como ayudante.

André se quedó callado de repente.Parecía inquieto. Le puse la mano en larodilla.

—Pascal me hizo un tren de maderacuando era pequeño —murmuró—. Aprendía contar con aquel tren. A medida que éltallaba un vagón nuevo, me enseñaba otronúmero. Cincelaba los números en losvagones. Seguro que se acordará de ese tren;tiene una memoria increíble.

—Es una anécdota muy bonita.

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Tras un rato en silencio, dijo:—Solo espero que no haya perdido la

vitalidad.Le agarré la mano.—Yo también lo espero, amor mío.Pronto divisé a lo lejos un pueblo tal y

como el que André había descrito: en tonosocres —coral, rosa y salmón—, enclavado enlo alto de una montaña y flanqueado por unpinar de un verde intenso. Todas las casas,pintadas con armoniosos colores cálidos, seescalonaban hasta la cumbre como unapirámide de bloques, como si estuvieranhabitadas por hadas madrinas, enanitos yotros seres mágicos. En la parte inferior, enlos mismos colores, unos imponentesbarrancos y unos pináculos en forma de

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dedos artríticos le servían de base, lo que leconfería una imagen fantasmagórica, comoun reino fantástico sacado de un cuentoinfantil.

—Voilà, madame! —anunció Maurice—.Ahí lo tiene: la villa de Rosellón, reina de lacommunede Roussillon, cantonde Gordes,arrondissement d’Apt, département duVaucluse, région de Provence, nation de France.

Todo ello expresado con el orgullo de unpatriota. Su energía me sedujo.

—Sin lugar a dudas, Pascal eligió un lugarde difícil acceso. —Reí divertida.

—A trescientos metros de altitud —indicóMaurice—. Pascal no lo eligió. Había nacidoaquí, como yo. Quién habría imaginado que,cuando agarramos los picos de nuestros

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padres y bajamos a trabajar a la mina deocre, él acabaría convirtiéndose en unamateur del arte, un amante devoto de laspinturas, y que traería de vuelta unacolección, ¡nada menos que desde París! —Sacudió la cabeza con asombro—. El buenode Pascal. No obstante, por más cosasfascinantes que él haya visto en París,todavía puedo hacerle morder el polvo en lapista de petanca.

André rio.—Él dice lo mismo de ti.En cuanto a la lista de lo que me gustaba

de Rosellón, de momento solo estaba segurade dos cosas: Maurice y el pastis.

—Ah, sí, mi querida madame. Supongoque existe otra verdad, aparte de les quatre

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vérités: el amor. Sufrimos, nos lamentamos,refunfuñamos, pero amamos, de una formamás violenta que los rugidos del mistral. Yalo verá.

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Capítulo dos

Un pueblo, un hombre

1937

M aurice aparcó el autobús en la parte bajadel pueblo, a la sombra de unos árboles enuna plaza que él llamó plaza Pasquier, allado de un barranco. Insistió en quefuéramos a dar un paseo para que mefamiliarizara con Rosellón, y dijo que ya nosllevaría más tarde el equipaje a casa.

Mientras ascendíamos por la cuesta de lacalle principal —¿o acaso era la única calledel pueblo?—, tuve que entrecerrar los ojospor la intensa luminosidad de los rayos del

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sol, que rebotaba en los edificios. Pasamospor delante de una humilde oficina decorreos, una boulangerie de la que emergía elcálido aroma a pan recién horneado, unadiminuta épicerie que ofrecía una pequeñacantidad de verduras y hortalizas, y unaboucherie, en cuya ventana colgaban unapaleta de cordero cubierta de moscas y unternero abierto en canal con una rosa rojaplantada con picardía en el ano. Un herreromartilleaba con brío una pieza de metalsobre el yunque en su taller a la vista,encajonado entre un par de casas. Contuve larespiración hasta que las hube dejado atrás,esperando que André no anunciara que unade esas casas era la de Pascal.

Un poco más arriba, había una plaza, con

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Un poco más arriba, había una plaza, conuna placa que la identificaba como la plazadel ayuntamiento. Me fijé en el imponenteedificio de piedra y estuco, en cuya fachadasobresalía la palabra «MAIRIE». Variaspersonas ocupaban la terraza del cafécontiguo. Cerca de allí —grâce à Dieu!—, unapeluquería. Justo delante, un grifo goteabasobre una enorme pila de piedra en forma deconcha, engastada en la pared de un edificio.¿Era allí donde la peluquera lavaba elcabello a sus clientes? Llegamos alcampanario, situado al lado de unimpresionante arco gótico de piedra colormiel.

De allí partían dos calles. Nos adentramosen una zona residencial. Lo que acabábamos

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de dejar atrás era, por lo visto, el centro delpueblo.

André tomó el camino más al norte.—Estamos en la calle de la Porte

Heureuse.Calle de la Puerta Feliz.—Qué nombre más divertido —remarqué,

aunque temía que mi voz revelara locontrario.

Un abanico de casas finamente estucadasen los tonos ocres de la luminosa arcilla delmunicipio, con las contraventanas y losmarcos de las ventanas pintados de unintenso color azul, acicalados con vistosasadelfas color rubí, se desplegó ante mí, comosi se tratara de un cuadro de Van Gogh. Entodas, la puerta principal daba a la calle.

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Algunas fachadas estaban cubiertas por hojasde parra o hiedra. Me fijé en el marco de unapuerta, engalanado con judías verdes. ¡Quéconveniente! De la mata a la olla en cuestiónde segundos.

La casa de Pascal era un edificio de dosplantas con el estuco agrietado de color ocrerosado. No había ninguna ventana a la vista.Al parecer, aquella era la fachada norte. Unaparra sin apenas hojas se encaramaba por elmarco de la puerta, y una jardinera rodeadade un fleco de malas hierbas contenía unaplanta de lavanda marchita. La puerta noestaba cerrada con llave. Entramos, y Andréllamó a Pascal en voz alta.

No obtuvo respuesta.

Me vi rodeada de cuadros. Sin poder

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Me vi rodeada de cuadros. Sin podercontenerme, lancé un silbido de asombro.

En la pared opuesta a la puerta, entre dosventanas, había uno de una construcciónsencilla en un entorno rural. A mi espalda, enla pared sin ventanas, cuatro paisajesdispuestos en fila. A la izquierda, una escenacampestre de campos de cultivo, con unpuente y una montaña a lo lejos; en otro, unajoven caminaba con una cabra por unsendero amarillo; otro mostraba un paisajeotoñal de árboles con hojas pardas frente aun grupo de casas; por último, en el extremomás a la derecha, había pintada una pila depeñascos, altos y cuadrados, frente a unamontaña. Desconcertante. A la derecha de lasescaleras, un bodegón, y a la izquierda

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—mon Dieu!—, ¡cabezas sin cuerpo! Connarices aplanadas hacia el costado, trazososcuros alrededor de los ojos y una rendijanegra por boca. Me provocó un escalofrío.

—¿Qué es esto? —chillé.—¿Pascal? —llamó André.—Ese cuadro parece que lo haya pintado

un niño enfadado.Solo vi la pintura unos instantes, porque

André me arrastró hacia las escaleras parasubir al piso superior mientras seguíallamando a Pascal.

Las dos habitaciones estaban vacías,aunque parecía que alguien había dormidoen una de las camas.

—¿Dónde estará? —pregunté.

Esperaba encontrarlo gimoteando,

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Esperaba encontrarlo gimoteando,acurrucado bajo el edredón.

André enfiló hacia el piso inferior, hacia lapuerta, en busca de Pascal. Yo lo retuve.

—Tengo que hacer pis.André se puso pálido.—No hay cuarto de baño.—¿Cómo que no hay cuarto de baño? ¿Y

dónde se supone que he de hacer misnecesidades?

—Ya compraremos un orinal bonito paranuestra habitación —propuso, esbozando unatensa mueca—. Los excrementos se tiran porel barranco. O puedes usar un lavabopúblico. Hay uno bajando a la izquierda, enla plaza del ayuntamiento, después de la

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fuente en forma de concha, junto a la pistade petanca.

—¿Y pretendes que viva así? ¡No me lohabías dicho!

En ese momento sí que era una damaalterada. Estuve a punto de salir corriendocuesta abajo, con André pisándome lostalones al trote, sin poder contener laexasperación ante aquello. Aislada en unpueblo que quedaba a un día y medio deviaje de París; encerrada durante nueve díasseguidos, una prisionera en mi propia casamientras el viento usurpaba mi libertad,campando a sus anchas y arrasándolo todopor doquier hasta no dejar nada en pie; viviren un lugar tan atrasado que decían «adiós»en lugar de «hola»; renunciar a salir de

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compras y a mirar escaparates, a ir decabaret en cabaret, a visitar galerías de arte;quedarme anticuada en cuanto a la moda,huérfana de cultura, hambrienta de arte;tener que posponer mi sueño, aniquilar miambición, marchitar mi alma. Y, por si todasaquellas circunstancias no bastaran, vermeobligada a anunciar mis funciones corporalesprivadas corriendo como una bala cuestaabajo antes de ser víctima de una vergonzosacatástrofe en público, llegar a un lavabopúblico convenientemente situado —parahombres, seguro— junto a la pista depetanca: «Adieu, messieurs, no me prestéisatención, solo voy a hacer pis».

Desde la calle, la fachada de los lavabospúblicos parecía bastante cuidada, con su

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pared estucada de color ocre orina, pero enel interior solo encontré un agujero en elsuelo de cemento y una viga pelada a laaltura de las rodillas sobre la que se suponíaque tenía que colgar mi trasero. ¡Hasta en elorfanato de las Hijas de la Caridad teníamoslavabos de porcelana con asientos ovaladosde madera y una cisterna adosada a la paredpara la descarga de agua!

Cuando salí y me topé de frente con losespectadores de la pista de petanca, tuve quehacer un gran esfuerzo para esgrimir unaafable sonrisa a modo de saludo. Despuésdediqué a André una mirada que expresabainequívocamente la imposibilidad desoportar la situación.

—¡Oh, André! —Fue lo único que acerté a

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—¡Oh, André! —Fue lo único que acerté abalbucear.

—Te construiré un retrete. No tepreocupes.

André se volvió hacia la pista de petanca,donde un hombre empuñaba una bolametálica, dispuesto a lanzarla.

—¡Pascal! —gritó.—Ah, quelle surprise! Adieu! Adieu! —

exclamó un individuo cuya camisa y cuyospantalones arrugados hacían juego con supiel marchita.

Al verme, se dio una palmada en la frentesobre una deslustrada gorra amarillenta degamuza con el estrecho borde remangado; lallevaba encajada en el cráneo como si setratara de una segunda piel.

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Abrió los brazos de par en par.—¡Así que esta es la famosa Lisette!

¡André, deberías estar avergonzado! ¡Esmucho más bonita de lo que me habíasdicho!

Pascal me besó en las mejillas tres veces,una más que la costumbre en París. Su bigotedesaliñado me arañó la piel.

Cuando se acercó a André para repetir losbesos, este lo agarró por los hombros y lozarandeó con visible enojo.

—¿Se puede saber qué diantre haces aquí?¿Estás loco? ¡Deberías estar en la cama!

—¡No sabía cuándo llegarías! ¡O sivendrías! ¡Ah, pero qué contento estoy deverte!

—¡Jugando a la petanca! Me escribes

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—¡Jugando a la petanca! Me escribesdiciéndome que te estás muriendo; mesuplicas que vengamos y que nosencarguemos de ti en tus últimos días, asíque hacemos las maletas, le decimos anuestro casero que dejamos el piso,abandono mi puesto en el gremio y mifloreciente carrera con nueve conocidospintores como clientes, saco a la fuerza a miesposa de París para llevarla a un puebloremoto que ella sabe que no le gustará, ytodo eso porque tú me has dicho que te estásmuriendo. ¡Y te encontramos jugando a lapetanca!

—¡Oh, por favor, André, no te enfades! —Unió las palmas delante del pecho y lassacudió como haría un mendigo.

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—¿Y cómo quieres que reaccione?—Anhelaba tanto tenerte aquí, conmigo…Pascal pronunció las palabras con voz

lastimera y puso una cara de pena que casidaba risa, excepto por el hecho de que lasituación no me parecía cómica en absoluto.Habíamos cometido un grave error:habíamos echado por la borda nuestro futurosolo por el antojo de un anciano. El gremiono volvería a ofrecerle su puesto a André, yalo habían reemplazado con otra persona. Y lomismo pasaba con mi tan anhelado puesto deaprendiza en una galería de arte. Si Pascal noestaba a punto de vomitar, yo sí.

—Además, ¿cómo esperas que un ancianocomo yo pueda cargar con la leña en

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invierno? ¿Es que acaso quieres que memuera congelado?

—Mira, estoy a punto de dar media vueltay volver por donde he venido. Lisette estaríaencantada.

—Non, non, non. Estoy enfermo. Solojuego a la petanca un día sí y un día no.

—¿Así que solo estás enfermo de vez encuando? —explotó André, con el tono de vozduro y acusador.

—Algunos días solo me siento un peufatigué, un poco cansado. En cambio, hay díasque estoy fatigué. Entonces guardo cama. Enmis peores días, estoy bien fatigué y…asustado. —Cruzó los brazos sobre el pechoy hundió los hombros—. ¿Habrías preferidoencontrarme en uno de esos días? Así me

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sentía cuando te escribí. Hoy estoy… —Alzóel dedo índice y el pulgar, y los mantuvoseparados unos centímetros— un peu fatigué.

—Así que descansa un día sí y un día no—apunté yo.

—¿Lo ves? Ella me comprende. No juegoa la petanca cuando estoy fatigué. Pero aveces, después de un día de descanso, melevanto de la cama y juego solo un partido,máximo dos.

—Nos has engañado, grandpère.—Por favor, te lo suplico, no te enfades

conmigo. —Bajó la cabeza, con la frenteabatida por el peso del arrepentimiento—. Eshorrible para un anciano ver que su nieto seenfada con él.

A pesar de mi propia frustración, me

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A pesar de mi propia frustración, memostré de acuerdo con tal alegato. André yPascal eran los dos únicos miembros de sufamilia que seguían con vida. Pascal habíaperdido a su esposa dos años antes de que yoconociera a André, y la madre de esta habíafallecido al dar a luz. El único hijo de Pascal,Jules, había muerto en la Gran Guerra,cuando André tenía seis años. Así pues, sehabían saltado una generación. Eso habíaprovocado que entre los dos hombres nacieraun vínculo muy especial. Pascal y su esposahabían criado a André en París, y Pascal lehabía enseñado su oficio. Pese a que yo noconocía al anciano, y aunque estaba muyenfadada, detestaba ver que André loregañaba de ese modo.

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Un jugador espigado y delgado como unfideo, con un formidable bigote, se nosacercó.

—Perdón, Pascal, pero es tu turno.—¡Espera un momento, Aimé! ¡Es mi

nieto! ¡Ha venido desde París para vivirconmigo! —Se volvió hacia André, y el otrohombre se apartó—. Ya hablaremos estanoche, ¿de acuerdo? —Alargó ambas manoshacia mí, con los dedos entrelazados, y dijo—: Después de tan largo viaje, tienes unaspecto tan fresco como una rosa, Lisette.Aquí serás feliz, te lo prometo.

—¡Pascal! —lo apremió Raoul, quellevaba el típico sombrero de paja degranjero.

—He de acabar el partido —se excusó

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—He de acabar el partido —se excusóPascal con una leve inclinación de cabeza—.¡Solo una ronda más y habremos terminado!

Enfiló con paso presto hacia la pista detierra, con una sorprendente vitalidad.

—Lo siento, Lisette. No me lo esperaba.—André cruzó los brazos, cerró una mano enun puño y se golpeó la barbilla con suavidad.

A pesar de la frustración que loembargaba, observó atentamente el partido.Pascal y sus compañeros, Aimé y Raoul, elgranjero, rodearon el campo de juego,estudiando la posición de once —las conté—bolas metálicas y una pequeña bola demadera.

—Alors, ¿arrimo o tiro?

—Cada equipo intenta acercar sus bolas al

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—Cada equipo intenta acercar sus bolas alboliche, que es la pequeña bola de madera,más que el equipo contrario —me explicóAndré—. Arrimar significa lanzar una boladirectamente hacia el boliche. Tirar significalanzar una bola hacia otra bola del otroequipo para alejarla del boliche. O puedeslanzar hacia el boliche y alejarlo de una boladel otro equipo, o acercarlo más a una bolade tu equipo.

—Al tiro —dijo Pascal—. Segurísimo.—¡Pero qué dices! —gritó el granjero—.

¡Está demasiado lejos!Acto seguido, jugadores y espectadores se

enzarzaron en una acalorada discusión sobreel lanzamiento más apropiado. Unos cuantosabogaban por arrimar, otros por lanzar al

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tiro, y alegaban diversas razones, como losguijarros en medio de la pista, la pendientedel campo, la mala puntería de Pascal, lafuerza o la debilidad de su brazo, o su faltade equilibrio. Otros recurrían a insultos.Aimé, su compañero de equipo, simuló quelanzaba una bola: alargó el brazo haciadelante y luego lo arqueó elegantemente porencima de la cabeza, para mostrar elrecorrido de la bola en el aire; acontinuación, le aconsejó una jugadamientras señalaba una línea imaginaria a lolargo del suelo y hasta el boliche. Todosgritaban con arrojo, al tiempo que conveníanen que no había una forma inequívoca deasegurar el tiro. Sin duda, todos lo estabanpasando bien.

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Raoul apartó un par de guijarros con labota, lo que provocó una reacción airada porparte de unos cuantos, que gritaron: «¡Eh!¡Eso va contra las normas!». El otro equipose apresuró a colocar de nuevo los guijarrosdonde estaban, y retomaron la acaloradadiscusión.

—¡Olvidaos de las piedras! —espetóPascal—. ¡Vamos! ¡Que lanzo al tiro!

—Bon Dieu —me susurró André al oído entono de disgusto—. Está intentando presumirdelante de ti, para que lo perdonemos.

¡Qué tierno! Un anciano intentandoimpresionarme con su habilidad.

—Dile que arrime, Aimé —propuso unmiembro del equipo contrario—. Ya sabesque tiene miedo de lanzar al tiro.

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—Pero ¿qué dices? —refunfuñó Pascal. Semordió el bigote con los amarillentos dientesinferiores—. De acuerdo. Lo haré a vuestramanera: arrimaré.

—Una jugada más segura —me comentóAndré—. Aunque ha conseguido que todoscrean que estaba dispuesto a arriesgarselanzando al tiro. No es más que estrategia,bravuconería y ganas de hacer teatro.

Todos guardaron silencio. Yo contuve elaliento al tiempo que deseaba que el ancianoganara el punto. Sus rodillas crujieroncuando se inclinó hacia delante paraprepararse para lanzar. La bola aterrizó justoen el lugar que Aimé había indicado, rodóhacia el boliche, pero chocó contra unapiedra y se desvió hacia la izquierda, hasta

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que se detuvo casi un metro más allá delobjetivo. Me sentí traicionada por unapiedra.

El otro equipo había ganado el partido yel torneo. Nadie saltó de alegría, ni nadie sededicó a analizar la jugada. Curiosamente, elotro equipo y los espectadores enfilaronhacia el bar en silencio.

—Debería haberla lanzado tal como quería—refunfuñó Pascal.

—No nos eches la culpa —saltó Aimé a ladefensiva—. Si hubieras lanzado al tiro,seguro que no le habrías dado.

—¿Ah, sí? ¡Coloca las bolas de nuevo enla posición que estaban! —propuso Pascal—.¡Me juego un paquete de cigarrillos a quepuedo hacerlo!

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La procesión al completo se detuvo enseco y regresó a la pista.

Aimé colocó la bola en la posición quehabía ocupado la de Raoul, y el granjeropuso el boliche donde estaba. Pascal lanzóalto; su brazo permaneció elegantementesuspendido en el aire mucho rato después delanzar la bola. Esta rodó como un planetaplateado y aterrizó como un meteorito,apartó la bola de Aimé con un golpe seco yse detuvo justo al lado del boliche, tal comoel anciano había anunciado.

—¿Lo veis? ¡Qué os había dicho! —exclamó exultante.

Nadie respondió ni le dio una palmaditaen la espalda a modo de felicitación; no seoyó ni un solo vítor ni ningún otro ruido por

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parte de los allí reunidos, salvo mis aplausosemocionados.

Solo Aimé, sin alterar la voz, dijo:«Formidable, amigo».

De pronto, en un arrebato de orgullo,grité:

—¡Bravo, Pascal!—¡Bah! Solo ha sido un lanzamiento —

murmuró él con ojos de corderito—. Eh bien,ma minette douce, por fin estás aquí.

Pascal estaba procurando hacer las pacesllamándome «dulce gatita». Me ofreció elbrazo y los dos iniciamos el ascenso por lacuesta, hacia su casa. Cuando se apoyó en mihombro, noté que su respiración eraentrecortada.

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Capítulo tres

El París que conocíamos

1937

—C uando todo esto se acabe, iremos a verel Mediterráneo —susurró André con la carapegada a la almohada, aquella primera nocheen Rosellón.

Pero ¿de momento qué? ¿Tenía quedesear que Pascal muriera pronto para quepudiéramos irnos de vacaciones y despuésretomar nuestra vida perfecta en París? ¡Quépensamiento más atroz! Hundí la cara en elpecho de André para que él no pudiera leeraquel horrendo pensamiento en mi rostro.

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—No me cuesta nada imaginarlo —susurré—. Tan vasto, con un agua tan clara,bañando mis pies, y tan oscura a lo lejos. Ellustroso azul tan exótico como el cuello delpavo real en el Jardin des Plantes.

Seguro que él adivinó mis pensamientos:que en aquel pueblucho no había ningúnjardín público, ni teatro de ópera, ni cabarés,ni jazz en La Coupole, ni Folies Bergère, niorquestas de baile como la de Ray Ventura,ni cine, ni músicos ambulantes, niespectáculos de marionetas, ni grandesalmacenes, ni esculturas, y ni una solagalería de arte. Me iba a pudrir deaburrimiento.

—La luz de la luna que se cuela a travésde la ventana le da a tu piel un brillo

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perlado. —André estaba intentando portodos los medios aplacar mi desesperación—.Mi Lise. Fleur-de-lis de la mer, con el pelomojado pegado a dos pezones que son comodos perlas glaseadas. Eso eres tú: una ninfaacuática, una belleza de pelo oscuro, unaCleopatra, una sirena griega. Me cantarás, yyo te adoraré para siempre.

Me sentía adorada de forma suprema, yyo lo adoré. Pero cuando él se quedódormido, y el pueblo cayó sumido en unabsoluto silencio, salvo por el ulularocasional de algún búho, pensé en lo queestaríamos haciendo si todavía viviéramos enParís.

Deambularíamos entre las sombras de lanoche por el muelle, debajo de la

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Conciergerie en la isla de la Cité, entreparejas de enamorados amándose con tiernossusurros bajo la luz amarilla de una farola. Orecorreríamos uno de nuestros bulevaresfavoritos y subiríamos hasta Montmartre,para gozar de la panorámica de los tejadosde la ciudad desde el Sagrado Corazón.

Una vez, antes de que fuéramos novios,antes de que ni siquiera nos hubiéramoscogido de la mano, André me invitó amontar en el carrusel de la plaza Abbesses,en la vertiente sur de Montmartre. Después,me sacó de la plataforma en volandas y giróconmigo hasta que me sentí tan mareada quetuve que aferrarme a él. Su sonrisa socarronarevelaba que lo había planeado. Más tarde,tomamos el funicular hasta la plaza Tertre,

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en pleno corazón de Montmartre, donde losartistas vendían pequeños cuadros a losturistas y donde siempre sonaba la música dealgún acordeón. Con galantería, André pagóa un hombre para que recortara mi silueta enuna lámina de color negro y la pegara sobreotra blanca. «Un tesoro que merece serencuadrado en mi marco más selecto»,declaró André.

En particular, adoraba las visitas agalerías de arte los sábados por la mañanapara ver el efecto de los nuevos cuadros enlos marcos tallados por André. Él se sentíatan orgulloso como yo, cuando distinguíamosuno. Al enriquecer más unos cuadros que yade por sí eran admirables, André contribuíaal apasionante mundo del arte en París, y yo,

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su esposa, me deleitaba en la belleza que élcreaba.

Los domingos solíamos ir al Bois deBoulogne, donde alquilábamos una barca deremos para conmemorar cierta tarde dedomingo del verano de 1935. Aquel día,habíamos estado remando en el lagosuperior, y por casualidad mencioné queaquel parque había sido coto de caza de losreyes. André objetó y dijo que era un lugarde paseo para reinas.

—Eres la reina de mi corazón. Lise, la reinede mon coeur —pronunció con voz líquidamientras remaba despacio—. ¿Quieres ser mireina para siempre?

—Sí —contesté—. Sí, quiero. Sí.

No lo consideré una propuesta de

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No lo consideré una propuesta dematrimonio formal, solo un flirteo, peroAndré reaccionó con celeridad y me dijo queme amaba justo cuando estábamos a puntode llegar a la isla de la Cité, se me declaró enel Pont Neuf, y a finales de aquel mismo añonos casamos bajo la bóveda de la iglesia deSan Vicente de Paúl, en la casa de las Hijasde la Caridad, a pesar de que él habría sidomás feliz solo con una ceremonia civil acargo de un magistrado. Yo tenía dieciochoaños y estaba enamorada.

Él era un romántico empedernido, comoyo, lo cual quedaba claro en nuestros paseos.La primera vez que pasamos por delante deuna confiserie y olí el aroma a peladillas,tironeé de su manga para que se detuviera y

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admiráramos juntos las figuritas de mazapánde vivos colores presentadas en filasuniformes. Manzanas menudas y verdes, conuna línea roja; fresas con puntitos negros;melocotones con la piel caramelizada quepasaban del amarillo dorado al naranja, y delnaranja al rosa profundo en el tallo.Verdaderas obras de arte en miniatura.André acababa de vender un marco muy carotallado con imbricados arabescos, así queintentó averiguar qué figurita me gustabamás, para comprármela. Sugirió la cereza,pero yo elegí un melocotón, solo parafastidiarlo, y me reí porque me habíaburlado de él. André me llamó: «Lise, miprecioso melocotón. Lise, la fresa de micorazón. Lise, el suculento melón de mi vida.

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Lise de los ojos lavanda. Lise con la piel deruboroso marfil. Lise, mi único y verdaderoamor, mi vida». Al oír cómo me decía todasesas cosas tan extravagantes mientrascaminábamos cogidos de la mano, me sentícomo si fuera la chica más afortunada deParís.

Eso era lo que uno hacía en París.Caminar, observar, posar para losdesconocidos que te observaban, fingir queno oías sus conversaciones… Un espectáculode color y risas. Y, pese a tanto caminar yobservar, podía oír las palabras de lahermana Marie Pierre el día que abandoné elorfanato: «Espero que encuentres belleza a lolargo del camino, y que me la describas conimágenes y palabras».

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Mordisqueando la figurita de mazapán,caminamos hasta que nos dolieron los pies,entonces nos detuvimos en una pâtisserie,tomamos un café crème y compartimos unapalmera. Por todo París, los amantescompartían los pasteles a bocados, igual quenosotros.

A menudo quedábamos con MaximeLegrand, un buen amigo de André que eramarchante de arte y que le había sugerido asu jefe, monsieur Laforgue, que considerarala posibilidad de contratarme de aprendizaen la galería que llevaba su nombre. CuandoAndré y Maxime se veían, se comportabancon una exuberancia infantil: gesticulabancon los brazos abiertos en amplios arcos;Maxime subía las escaleras de dos en dos;

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André, con sus piernas interminables, lohacía de tres en tres. Uno se nutría de laespontaneidad del otro; saludaban a lasancianas con una reverencia a la vez que lasadulaban con palabras lisonjeras, bailaban enplena calle con niñas pequeñas y cantabanLouise o Valentine, de Maurice Chevalier,mientras las mamás reían encantadas.

En verano, los tres solíamos sentarnos enla terraza del café de la Rotonde para ver ala gente pasar. André y Maxime llevabancanotiers, y Maxime lucía un clavel blanco enel ojal, pantalones de rayas y polainasblancas. Pero en invierno quedábamos en laCloserie Lilas, donde el ambiente era cálidoy los pintores de Montparnasse acudían a

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tomar un café mientras conversabananimadamente sobre sus cuadros.

Una tarde, Maxime se presentó muysonriente, arrebujado en su abrigo con cuellode castor. Transpiraba una infinitud deencanto, sí, «infinitud», una palabra quehabía aprendido de la hermana Marie Pierre,a quien le encantaba enseñarme palabras, y amí me gustaba sorprender a André y aMaxime con ellas, así que aquel día dije:«Estoy experimentando una infinitud deeuforia con tu presencia», y luego reí comouna colegiala por el tono pomposo de mifrase. Al oír el ruido que hacían loscamareros mientras apilaban tazas y platos,dije: «Escuchad la infinitud de ese clamor».La hermana Marie Pierre también me había

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enseñado a describir las cosas por otronombre, por lo que les dije que el coro devoces que cantaba en Notre Dame era «unahermandad de serafines», y los dos semostraron encantados con mi vanilocuencia.

Maxime saludó con discreción, con ungesto leve de la cabeza, a un pintor queestaba sentado a una mesa apartada ysusurró: «Fernand Léger». Después deasegurarse de que nadie podía oírnos, explicóque un acaudalado marchante estaba tasandolos cuadros de Léger en la galería Laforgue,y que, como protegido de monsieur Laforgue,estaba aprendiendo cómo ensalzar undeterminado trazo de luz, o un poderosotrazo en diagonal, unificador, o unacomposición creativa. Maxime soltaba

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comentarios superficiales acerca de artistasemergentes, y acerca de quién estabacomprando qué, y sobre cuánto había pagadoel comprador, y sobre cómo una pintura enparticular, recién llegada del estudio de unartista, aunque fuera unos centímetros máspequeña, podía ser más exquisita en un sinfínde aspectos, una compra muy superior a unlienzo de mayor tamaño. Yo absorbía lashistorias y las anécdotas como una gatitahambrienta.

—¿Por qué nunca vienes acompañado dealguna amiga? —me interesé.

—Porque me vería obligado a no prestarleatención en tu presencia. Mi devoción por ties un millón de veces superior.

Eché los hombros hacia atrás, apreté el

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Eché los hombros hacia atrás, apreté elabdomen y solté una carcajada ante suingenioso comentario, desechándolo deinmediato como si se tratara de la hoja caídade un árbol. Con todo, durante un rato,estuve ansiosa de escuchar más frasesaduladoras, a la espera de una mirada decomplicidad que indicara que hablaba enserio. En cierto modo, creo que aquellaconversación trivial complacía a André tantocomo a mí.

—Qué bien que André te lleve lejos deParís —dijo Maxime la última vez quequedamos los tres, antes de nuestra partida—. Te habría dado la tabarra tirándote lostejos hasta llegar a un punto peligroso.

No me cabía la menor duda de que

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No me cabía la menor duda de queMaxime solo bromeaba a medias.

Pero yo pertenecía a André. Desde elprimer momento en que lo vi, fui suya. Nosconocimos en el bulevar Saint-Germain, en lacalle Seine, un día que yo regresaba a casacorriendo después de comprar un remedio abase de hierbas para la hermana Marie Pierreen una herboristería. Estaba empapada por lalluvia, y él me cubrió con su paraguas.Contemplé su perfil de soslayo, con miradasfurtivas; la esbeltez de su cuello, lamandíbula angulosa y los ojos castañooscuro, cuyos misterios no podía descifrar,aunque averigüé su nombre: André Honoré

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Roux. Recorrimos juntos un buen trecho, ycuando él tuvo que tomar la calle Saint-Pèresy yo seguir recto por la calle Bac, sujetó elmango del paraguas con ambas manos y, conun aire despreocupado dijo: «Enchanté,mademoiselle», dobló la esquina ydesapareció.

Al día siguiente, inicié mi búsqueda deaquel desconocido por las calles de Saint-Germain-des-Prés.

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Capítulo cuatro

La negociación de Pascal

1937, 1874

A la mañana siguiente de nuestra llegada,André y yo nos despertamos con el canto delos gallos. Era la primera vez en mi vida queoía el estridente quiquiriquí. Por lo visto, losgallos de Rosellón también cantaban conarrojo. Dejamos a Pascal roncando al ritmodel canto de los gallos y del abrumadorzumbido de las cigarras, un zumbido másáspero que un gorjeo, enloquecedor en suincesante repetición.

André echó un vistazo a una calle aledaña.

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—Una serrería. Qué bien. Necesitarémadera para construir los caballetes y untablero contrachapado para la mesa detrabajo.

Lo miré con reticencia. ¿Quién iba acomprar un marco en un pueblo en el que nohabía ni una sola galería de arte?

En la boulangerie, la dueña, una mujer demediana edad que se presentó a sí mismacomo Odette, lucía una margarita blanca enel pelo y una marca de belleza personal: unlunar en la mejilla derecha pintado con unlápiz de ojos, una práctica que hacía cincoaños que había pasado de moda en París.

—Así que Pascal os ha convencido paraque vengáis. Esta debe de ser…

—Lisette. Mi encantadora, adorable,

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—Lisette. Mi encantadora, adorable,inteligente, vivaz…

—Para, André. Harás que me sonroje.—Esposa.Odette me miró de arriba abajo y matizó:—Su esposa parisina. —Acto seguido, se

volvió hacia la cocina y gritó—: ¡René, ven aver a la mujer de André!

Genial. ¿Qué era yo? ¿Un maniquí de unosgrandes almacenes?

Con las mejillas y las manos empolvadasde harina, el panadero asomó la cabeza, nossaludó y desapareció.

Como gesto de bienvenida, Odette se negóa cobrarnos las dos baguettes que habíamospedido, algo impensable en París.

En casa, encontramos a Pascal sentado

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En casa, encontramos a Pascal sentadojunto a la mesa en la estancia principal, quehacía las veces de comedor, sala de estar ycocina, con los codos apoyados en el hule enuna postura de desespero. Volvió adisculparse y, por enésima vez, dijo que sesentía enormemente feliz de queestuviéramos allí, con él.

André se limitó a contestar con un «Losabemos» antes de ir a la serrería.

Busqué un lugar donde sentarme y caí enla cuenta de que allí no había ningunabutaca, solo un desvencijado sofá con unsencillo armazón de madera, un banco sinrespaldo arrimado a una pared y cuatro sillascon listones de madera horizontales porrespaldo. Me llevaría bastante tiempo

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confeccionar cojines, si tenía que esperar aque Maurice atrapara a todos los patos de lasgranjas en la región y los desplumara.

—Durante todos estos años que has vividoaquí, ¿nadie te ha sugerido que pongascojines en las sillas? —pregunté.

Él sacudió la cabeza con abatimiento.—A nosotros, los roussillonnais, no nos

preocupa mucho la comodidad de lasposaderas.

—¿Adónde va la gente a comprar? —pregunté para desviar la atención de miimpertinencia.

—Los sábados hay un gran mercado enApt, una ciudad a once kilómetros de aquí, ytambién tenemos el mercado del pueblo, losjueves, pero es más pequeño.

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Señaló hacia el mueble de madera de pinoarrimado a la pared cerca de la pila, sobre laque había una cañería pelada, sin grifo. Elmueble disponía de una rejilla ornamental amodo de ventilación y de dos puertasfinamente talladas.

—Es un panetière, para el pan, uno de losartículos tradicionales artesanos de laProvenza. Mi tío y yo lo hicimos para mimadre. Recuerdo que ella dijo: «Poésie bienprovençale», que supuse que significaba«poesía en la madera», un gran cumplido. Yodebía de tener quince años por entonces,pero me sentí como un hombre, con esetrabajo. He hecho más.

—Es precioso. —Abrí las puertas y guardéla segunda baguette.

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—También hicimos el mueble que haydetrás. Es un pétrin, para amasar pan.

Acaricié la madera rugosa, ajada por losaños de uso como tabla de cortar. ¿Cuántotardaría Pascal en darse cuenta de que yojamás usaría ese mueble para amasar pan, sihabía una panadería en el pueblo?

—Espero que te guste vivir entre miscuadros.

—Seguro que sí.Me desplacé de un cuadro al siguiente.

Estaban colgados en fila, en la pared situadaal norte. Me detuve delante de cada uno,como si estuviera en una galería de arte.Maxime tan solo me había dado nocionesbásicas sobre cómo admirar una pintura,pero yo me había sentido desbordada por

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todos los conceptos que tenía que aprender.Sin embargo, plantada frente a un enormepaisaje de campos de cultivo con unamontaña a lo lejos, auné el coraje parapreguntar:

—¿Cézanne?Pascal sonrió y asintió con la cabeza.Me envanecí. Frente a una escena

campestre, pintada en suaves tonos, con unajoven vestida de azul y una cabra, aventuré:

—¿Monet?—Pissarro —me corrigió él.Me sentí ignorante.Ante un grupo de casas con tejados rojos

que emergía entre algunos árboles deaspecto otoñal, conjeturé:

—O Monet, o Sisley, o Pissarro otra vez.

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—Pissarro.De pie delante del siguiente, pensé que no

tenía ni idea de quién podía haber pintadounas losas planas. Al final, tuve quepreguntar quién había sido.

—Cézanne. Es una cantera.Junto a la escalera, había un bodegón de

fruta.—¡Vaya! Este lo podría haber pintado

cualquier artista. ¿Manet?Pascal meneó la cabeza.—¿Gauguin?Volvió a negar.—¿Fantin-Latour? —Me sentí orgullosa de

mencionar a un artista no tan conocido.—No.—¿Renoir?

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—Non encore.—Entonces deber de ser Cézanne.—¡Sí, señora! No podría ser de nadie más.—Pero ese cuadro horroroso… ¿Quién

pintaría unas caras sin cuerpos?Pascal se encogió de hombros y alzó el

brazo para indicarme que me acercara a él.Con voz quejumbrosa preguntó:

—¿Quieres saber la verdadera razón porla que escribí esa carta desesperada a André?

—Sí, por supuesto que quiero.—Antes de morir, mientras todavía tenga

capacidad para recordar, quiero contároslotodo a ti y a André acerca de estos cuadros ysobre los hombres que los pintaron. Me damiedo perder facultades y olvidar, si esperoun poco más. —Hizo una pausa antes de

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añadir—: Todo. Quiero que comprendáis suimportancia, para que los apreciéis tantocomo yo. En estos cuadros se utilizaron losocres de las minas del pueblo.

—¿Tú eras minero? ¿Con Maurice?—Sí, cuando era joven y ágil.—Pues ayer me pareció que conservas una

gran agilidad, por la forma de inclinarte paralanzar la bola.

—Lo que más me cuesta es levantarme dela cama. He perdido fuerzas. En aquellaépoca sí que era fuerte; bajaba a la mina alalba y trabajaba hasta que caía la noche,privado de la luz del sol, con la humedad queme calaba los huesos, tosiendo sin parar.¿Qué clase de vida era esa? Pedí que meenviaran a la sección donde se secaba el

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ocre, lavando el mineral tal como habíahecho de niño. ¡Solo tenía catorce años,Lisette! El capataz no quiso ni oír mipropuesta. Tuve que seguir trabajando en lamina hasta que él me reubicó en los hornosde la fábrica. No era una alternativa mejor.Respirábamos polvo, y quedábamosrebozados con polvo de ocre hasta tal puntoque se nos introducía en los poros. De vueltaa casa con nuestras fiambreras, parecíamoslos pináculos de los promontorios de ocre.No podía aceptar haber nacido para eso.

—¿Cómo conseguiste dejarlo?—Era joven y osado, con mil y una ideas.

Me jacté de que podía doblar las ventas denuestros pigmentos en París si visitabatiendas especializadas en bellas artes. Tenía

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esa descabellada noción de que losproveedores preferirían comprar lospigmentos directamente a un verdaderoroussillonnais que había extraído el mineralcon el pico y la pala. —Pascal soltó unacarcajada—. Seguí dándole la lata al capatazhasta que al final transigió. Me dijo que eratan pesado como una mosca cojonera. —Trasuna breve pausa, continuó—: No tardé enaveriguar qué suministradores de colortodavía vendían pigmentos en polvo, que losartistas mezclaban con la pintura, y quécomerciantes vendían solo óleo en tubos.Julien Tanguy vendía los dos.

—Pero ¿cómo te convertiste enenmarcador?

—Eso sucedió en la tienda de Julien. Un

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—Eso sucedió en la tienda de Julien. Untipo encantador, y muy divertido. Bajito yrechoncho, con un ojo más grande que elotro. Me gustaba porque también era deprovincias, como yo, de la Bretaña, y llevabaun sombrero de paja como un granjero.Además, valoraba su faceta de activista.Había sido comunero, y había sidoencarcelado por ello. Los artistas loadoraban; le llamaban «Père Tanguy»,porque metía disimuladamente tubos depintura en las mochilas de aquellos artistaspobres que él consideraba que tenían talento,cuando su esposa, que siempre estaba alacecho, no se daba cuenta. Julien colgaba loscuadros de esos pintores en las paredes de sutienda para intentar venderlos. Ya está

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muerto, claro, pero el establecimiento no hacambiado de nombre.

—Lo recuerdo. En la calle Clauzel, con lafachada pintada de un azul intenso.

—Una vez, cuando entré en su tienda, lacampanilla sobre la puerta sonó como decostumbre, con esa nota alegre que daba labienvenida, pero en el interior el espectáculoera desolador: un hombre ya entrado enaños, con barba y ataviado con un trajenegro desgastado, lloraba en silencio, con elrostro embargado de tristeza. Le estabacontando a Tanguy que él y su esposaacababan de enterrar a su hija más pequeña.Se llamaba Jeanne, igual que mi madre. Essorprendente que uno pueda recordar esosdetalles.

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—¿Cuántos años tenías?Pascal se rascó la calva de la coronilla,

redonda como la tonsura de un monje.—Tendría que escribir esos detalles. ¡Hay

tantas cosas que quiero contarte! Debió desuceder en 1874 o 1875; no recuerdo conexactitud el año de la primera exposiciónimpresionista, así que yo debía de tener unosveintidós años. ¡Qué maravilla, ser joven yen París!

Por unos momentos, Pascal se quedóabsorto en sus pensamientos. Pensé quehabía terminado, así que me puse de pie paralavar los platos. De repente, él alzó la manopara indicarme que volviera a sentarme.

—Nunca olvidaré cómo le temblaban lasmanos entrelazadas a aquel pintor; tal era su

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angustia. El pobre farfulló: «¡Qué desgraciatan grande! ¡Justo antes de nuestra primeragran exposición! Necesito marcos. No puedocolgar los cuadros de mis amigos sinenmarcarlos, los echaría a perder».

Por el suave tono de su voz, adiviné quePascal estaba reviviendo la escena. Actoseguido, me contó cómo le llamó la atenciónun cuadro apoyado en una vitrina de latienda de Julien.

—Es ese de ahí.Pascal desvió la vista hacia una pintura

que compartía pared con otras tres, con unascasitas rurales, un huerto, una joven con unacabra que subía por un sendero en curvahacia un promontorio.

—De repente, caí en la cuenta: ¡el sendero

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—De repente, caí en la cuenta: ¡el senderoera del mismo color ocre amarillo que yohabía extraído de la mina! ¡Figúrate! ¡Elmismo tinte que estaba vendiendo comopigmento, y allí estaba, en un cuadro! Mesentí súbitamente importante, de un modocomo nunca antes había experimentado, ysentí que Rosellón también era importante.Había excavado un producto de la tierra, yese mineral había sido usado para crear algobello. Yo formaba parte de un procesocreativo. ¿Me entiendes?

—Sí —contesté, mostrando un respetoabsoluto.

—¿Ves cómo el cuadro expresa la luz, querebota contra las casas de color ocre ysuaviza todos los contornos? Es la misma luz

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tamizada de aquí, del sur. Imprime unasensación de temblor a los objetos.

Con ojos tiernos, examinó el cuadrocolgado en la pared. Yo hice lo mismo, ycomprendí a qué se refería. La luz del solresplandecía henchida de vida.

—Pero el pintor de la barba gris tenía unproblema; dijo que debía pagar el entierro desu hija. ¿Quién pagaría al rabino, al cantor ya los enterradores? Recuerdo que al pobre letemblaba la voz. Lo que hay que ver, Lisette,¡un anciano como yo recordando unavivencia tan triste!

—Tienes buena memoria.Un rabino y un cantor. Había visto judíos

en el barrio de Marais, cuando salían de unaenorme sinagoga en la calle Pavée. Me había

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fijado en los flecos de los mantos que loshombres llevaban colgados y que asomabanpor debajo de los abrigos, y los había oídohablar bajo el ala ancha de sus sombrerosnegros en lo que debía de ser yidis o hebreo,pero jamás había conocido a un judío enpersona. Me acordé de las mujeres, con susvestidos largos de manga también larga; decómo les había sonreído, mientras melamentaba en silencio por no saber ningunapalabra cordial que ellas pudierancomprender.

Pascal continuó:—En aquel preciso instante, mi corazón se

partió por aquel hombre que había pintadoun cuadro con una sustancia extraída de unatierra tan cercana a nuestro pueblo. Pensaba

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que el corazón de madame Tanguy tambiénse ablandaría, pero ella se escudaba deaquella pena parapetada detrás del periódicoque sostenía entre las manos.

»Le dije que quería ayudar. El pintorenarcó una ceja y me preguntó si eraenmarcador. Contesté que estabafamiliarizado con la madera y que habíahecho panetières, así que podía aprender aarmar marcos. Él hundió la cabeza y selamentó: «¡Ya! ¡En una docena de años! Esoes lo que se tarda en ser admitido en elgremio de enmarcadores. Yo necesito cincomarcos para la semana que viene». Lepregunté si se contentaría con un marcosencillo, sin tallar, y él no contestó. Lepregunté a Julien si sabía dónde podía

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comprar molduras y quién podía prestarmeherramientas. Detrás del periódico, madameTanguy objetó: «Ningún enmarcador prestarásus herramientas a un advenedizo que nopertenece al gremio». Le repliqué: «Entoncespidamos una herramienta a cinco personasdiferentes».

Me sorprendía la forma en que Pascalrefería los hechos, cómo se emocionaba conel relato.

—El pintor alzó la cabeza y dijo: «Yotengo un martillo». «Pues entonces, cuatropersonas; dígales que necesita lasherramientas para reparar una silla», concluí.Madame Tanguy bajó el periódico ymencionó el nombre de una viuda que quizátodavía conservaba la caja de herramientas y

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una sierra de su esposo. Le pregunté a Juliensi podría usar el callejón de detrás de latienda. El pintor asintió enérgicamente conla cabeza, pero Julien dijo que no, que nadiedebía verme, así que se ofreció a despejar unespacio en la trastienda para que yo pudieratrabajar.

»Le pregunté a Julien si tenía pegamentoy madame Tanguy espetó: «Bien sûr. ¡Claroque tenemos pegamento! ¿En qué clase detienda te crees que estás, jovencito?». Arrugóel periódico y señaló un tarro sobre elmostrador al tiempo que decía: «Sesenta ycinco céntimos. Por adelantado. Ni unomenos». Con un gesto brusco, deposité lasmonedas en la palma de su mano abierta, y

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ella las guardó en un cajón que cerró con ungolpe seco.

—¿De verdad sucedió todo lo que meestás contando? —me interesé.

—De verdad, Lisette. Todo es verdad, lojuro. Al pintor se le iluminaron los ojos y medijo que le bastaba con un marco ancho decolor blanco. Madame Tanguy agarró untarro de yeso blanco de una estantería; dioun golpe en el mostrador y espetó: «Unfranco y cuarenta céntimos». Conté lasmonedas.

Boquiabierta, miré a Pascal.—¿Cómo puedes recordar lo que dijo cada

uno? ¿O esos precios?—Cuando algo te cambia la vida, Lisette,

recuerdas hasta el mínimo detalle. Ya lo

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verás.—¿Qué pasó?—Cada día, el pintor se dejaba caer por la

tienda y examinaba el progreso de mitrabajo. Aprendí a cortar la madera conprecisión y a encolar los cantos tal como mitío y yo habíamos hecho con los panetières.Al final de la segunda semana, tenía cuatromarcos, sencillos pero aceptables. Encuadrélos cuatro lienzos. Él los llamó El huerto, Unamañana de junio, El jardín en Pontoise y… norecuerdo el nombre del cuarto. ¡Seemocionó, Lisette! Tenía lágrimas en losojos. Cuatro marcos sencillos, y él estabaemocionado.

—Pues a mí me parece increíble quepuedas recitar sus nombres de memoria.

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—Me dijo: «El blanco resalta los colores,pero yo había dejado aquí cinco cuadros.¿Dónde está el quinto? ¿El deLouveciennes?». Le contesté con timidez quemadame Tanguy lo tenía detrás delmostrador; ella puso las manos en jarras yarguyó: «Una negociación. Considero quecuatro marcos hechos sin cargo y con unplazo de entrega tan corto merecen estepequeño cuadro a cambio». El pintor vaciló yclavó los ojos en la pintura. Al cabo de unrato, se volvió hacia mí y dijo conresolución: «Sí, estoy de acuerdo, jovencito».Después me tendió la mano, y así fue comome convertí en enmarcador, coleccionista yamigo, todo en ese preciso momento.

—¿Y él era Pissarro?

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—¡En carne y hueso! Camille Pissarro.Aplaudí emocionada por segunda vez

desde que habíamos llegado al pueblo.Frente a aquel relato, ¿qué otra cosa podíahacer?

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Capítulo cinco

Pascal, Pissarro, Pontoise y elpropósito

1937, 1875

T ras varias semanas en Rosellón, André fuea ver a Maurice para preguntarle si conocíaalguna tienda de marcos en Aviñón. Pascalsalió al patio donde yo estaba desgranandoguisantes a la sombra del alero del tejado yse sentó a mi lado, al tiempo que agitaba untrozo de papel.

—Ya casi es hora de jugar a la petanca —dije.

—Sí, pero esto primero. Anoche dormí

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—Sí, pero esto primero. Anoche dormífatal porque tenía miedo de olvidar algúndetalle.

—¿Sobre qué?—¡Sobre Pissarro, claro! Me invitó a ir a

verlo a Pontoise en el sabbat judío. Allí eradonde vivía cuando no estaba en París, conotros pintores. Recuerdo que decía: «En elsabbat, Julie siempre me recuerda que nodebo pintar, y dado que todos los colores delarcoíris están en sus ojos, no se lo puedonegar. A veces, sin embargo, si siento queme abrasa la llama que llevo dentro, lo hago,aunque siempre me disculpo con un beso».

—Qué confesión más bonita.—Su casa estaba en la ladera de una colina

cerca de un riachuelo en el barrio de

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Hermitage. Él llevaba puesto un gorro defieltro manchado, de ala ancha, y unospantalones arrugados embutidos dentro deunas botas altas cubiertas por una capa debarro.

Contemplé los pantalones que llevabaPascal, también arrugados.

—¿Tan arrugados como los de loshombres en Rosellón? —cuestioné.

—¡No me interrumpas, Lisette! Lo siento,pero es que harás que me olvide de algúndetalle.

Aspiró hondo y prosiguió:—Así que ese día me acogió con los brazos

abiertos, me invitó a pasar, me presentó a suesposa y a sus hijos, que estaban la mar deocupados haciendo ruido. No obstante, en

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medio del barullo, Camille mostraba unaexpresión de plena satisfacción. Tenía unasorprendente capacidad para zafarse de latristeza.

—¿Qué quieres decir? ¿Cómo?—¡Por favor, no me interrumpas! La

primera exposición de su grupo fue unfracaso, y perdieron todo lo que habíaninvertido. Solo vendió un cuadro a un precioirrisorio. La prensa los fulminó. Pensé quetiraría la toalla, pero no. Estaba trabajandocon una desbordante energía, preparando lasegunda exposición, como alentado por lased de un gran éxito.

—¿Le llevaste un marco?—Así es, siguiendo las indicaciones de una

nota que Pissarro había enviado a Julien.

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Entre los pedidos de pigmentos de variosclientes, me las apañé para armar mediadocena de marcos en un año, con hojascinceladas en las molduras o arabescos en lasesquinas. Había aprendido la técnica deforma autodidacta para que me resultara másfácil trabajar la madera: tallar curvas no muypronunciadas, labrar una muesca superficialcon una gubia en U, evitar las ranurasdemasiado profundas con una gubia en Vaplicando una suave presión hacia abajo yluego hacia delante, en lugar de picar con elmazo. Le llevé mi última creación, la máscompleja, con arabescos por todo el marco.

Pascal esbozó una sonrisa con aireausente.

—¿Y sabes qué? Que lo admiró, sí,

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—¿Y sabes qué? Que lo admiró, sí,Lisette, y dijo que había hecho grandesprogresos en poco tiempo. ¡Figúrate lo queeso supuso para mí!

Yo lo comprendía, y vi a Pascal bajo unnuevo prisma; vi la humildad de aquelhombre que me habría encantado tener porpadre.

—Así que Camille va y me dice, sin unápice de amargura, como si fuera la situaciónmás normal entre los pintores: «No tengo niun céntimo, pero elige un cuadro de esta filay quédatelo a modo de pago». ¡Figúrate,Lisette! ¡Me permitió elegir! Salió al patio yme dejó solo para que pudiera contemplarlos cuadros sin prisa. Sembradores,labradores, carros de heno, hacinas de paja,

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barcazas en el río Oise, la colina con loscampos de cultivo junto al Hermitage, laplaza mayor del pueblo en un día demercado… Elegir suponía una verdaderaagonía.

—Ya lo supongo —convine.Había intentado plantearme mentalmente

esas cuestiones para que, cuandoregresáramos a París, fuera capaz de elegirun cuadro de Pissarro en una galería, perotemía que mi memoria no fuera tan buenacomo la de Pascal.

—Más tarde, aquel hombretón de largabarba desaliñada rio como un crío tímido yme pidió mi opinión. Necesitaba oír elogiosde alguien que no perteneciera a su grupo de

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pintores. «Los queridos indeseados», losllamaba.

»Yo le pregunté: «¿De qué vale el elogiode un minero de ocre?». Él contestó: «¿De unvendedor de pigmentos con buen ojo para elcolor? Vale mucho». Nunca lo olvidaré; solome jactaba de tener buen ojo para losdiecisiete tonos que obteníamos del ocre.Creo que le dije que sus colores estaban enarmonía y que sus pequeñas pinceladas, quede cerca no significaban nada, adoptaban laforma del objeto real si se observaba lapintura como un todo desde cierta distancia.Me sentía como un botarate, mientrashablaba. Lo único que deseaba era admirarmás cuadros. Él permanecía como unaestatua de madera, a la espera de más

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comentarios por mi parte. Notaba cómosufría, esperando, así que dije algo como:«¿Sabes el cuadro que me regalaste, el delsendero de color ocre? Con él soy conscientede la gama de ocres que se pueden apreciaren todos los cuadros, lo que me provoca unasensación de estar haciendo algo bueno, conla venta de esos pigmentos. Además,reconozco el mundo que pintas; no solo eshermoso, sino que es real: un homenaje a lacampiña francesa, a la luz». Mi exposiciónpareció gustarle. Yo quería complacerlo,Lisette.

—Estoy segura de que lo lograste.—Estaba abrumado, rodeado por tantos

cuadros, y se lo dije. Él resopló y me confióque una vez había tenido quinientos. Cuando

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regresó a Louveciennes después de la guerrafranco-prusiana, descubrió que los soldadosprusianos habían estado viviendo en su casa.Habían usado los marcos como lumbre yhabían utilizado los lienzos comoalfombrillas, disponiéndolas en hilera en eljardín para no ensuciarse las botas.¡Figúrate! ¡En invierno metían los caballosdentro de casa y dormían en el piso superior!Usaban su estudio como matadero de ovejas,y las pinturas como delantales. Camille tuvoque raspar la gruesa capa de estiércol y desangre seca que cubría numerosos cuadros.¡El trabajo de veinte años! Solo fue capaz desalvar cuarenta lienzos. ¡Salvajes! —tronóencendido de ira.

Yo reculé y se me cayó un guisante al

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Yo reculé y se me cayó un guisante alsuelo.

—¿El cuadro de la joven con la cabra? —pregunté—. ¿Dijiste que lo había pintado enLouveciennes?

Pascal asintió.—Entonces, es uno de los cuarenta.La cruda realidad de que ese cuadro había

sobrevivido por los pelos le confirió másvalor a mis ojos. De repente, tuve más ganasde estar en París para poder indagar acercade los otros lienzos que Pissarro pintó enLouveciennes.

Pascal, antes de continuar, se quedó unosmomentos pensativo.

—Camille permanecía allí, de pie. Esehombretón escuchaba mi palabrería,

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necesitaba la opinión de un pobre trabajadorque no sabía de nada excepto de aquello queamaba. ¿Comprendes, Lisette? Él era heroicopor el simple hecho de mostrarme toda suatención, inmensamente heroico. Durantemuchos años, docenas de mujeres exhibieronlos lienzos de sus cuadros saqueados comodelantales mientras hacían la colada en elSena.

—¡Qué imagen más pintoresca! Todasalineadas en la orilla, luciendo sus pinturas.

—¡No lo entiendes! ¡Fue un crimen contrala humanidad! ¡Le habían robado loscuadros! Y lo miraban con suspicacia cuandoregresó a Louveciennes porque había pasadola guerra franco-prusiana en Inglaterra,pintando cuadros alejado del peligro.

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«Quizá esas mujeres habían perdido a sushijos o esposos en la guerra», pensé, si bienaquella justificación no me satisfizo. Solopodía imaginar el día en que tendría laoportunidad de contar esa anécdota a losacaudalados visitantes de alguna galería dearte en París. Quería que ellos fuerancapaces de sentir el ultraje y el dolor quePascal y yo sentíamos. En aquel momento,empecé a discernir el propósito de miestancia en Rosellón.

Terminé de desgranar los guisantes y mepuse de pie para llevar el cuenco a la cocina.

—¡Siéntate, aún hay más cosas que quierocontarte!

No le di importancia a la brusquedad de sutono. Era su forma de expresar con qué

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fervor deseaba que alguien escuchara suhistoria.

—¿Aún hay más?—Sí, Camille me habló de un gran pintor

que siempre animaba al resto del grupo. Sellamaba Frédéric Bazille. Lo describió comoun idealista muy testarudo. No lo aceptaronen el ejército porque se negó a afeitarse labarba, así que se alistó en el Regimiento deInfantería de los Zuavos, que no poníantrabas a llevar barba. Lucharon en lascontiendas más sangrientas. Murió enBeaune-la-Rolande, una batalla irrelevante.Camille comentó: «Lloramos la pérdida de unhombre tan bueno, así que ¿qué sentido tienellorar la pérdida de una pintura sobre tela?».

Me embargó un sentimiento de tristeza

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Me embargó un sentimiento de tristezacon solo pensar en los magníficos cuadrosperdidos, los de Pissarro y los de ese otropintor llamado Bazille. Quizá Pascal habíaconseguido un cuadro de Bazille y yo podríaadmirarlo; quizá lo tenía colgado junto alresto de su colección.

—Camille me llevó al jardín para admirarla vista desde su casa. Lo que me dijo fueimportante, así que anoté sus palabras.

Pascal leyó despacio, directamente delpapel que sostenía entre las manos,otorgando el debido espacio a cadapensamiento:

Cuando un hombre encuentra un lugar queama, puede soportar lo indecible. Pontoise ha sidocreado especialmente para mí. Los campos de

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cultivo distribuidos de forma aleatoria,combinados con tramos silvestres; los huertos quehan dado sus peras a generaciones; el rico olor desu tierra; los molinos de viento; las norias deagua; las chimeneas; las casas de piedradispuestas en fila; incluso los tejados manchadosde excrementos de pájaro. Todo lo que aquí veome llena de emoción. Pertenezco a este lugartanto como el riachuelo junto a mi casa quedesemboca en el Oise y después en el Sena paramorir en el mar. Aquí todo está conectado. Eseriachuelo sació la sed de los romanos, incluso delos celtas antes que ellos. Cuando pinto, todo loque veo en torno a mí forma parte de mi ser. Hayun cuadro esperándome en cada recoveco de estastierras. ¿Acaso el ser humano no siente laimperiosa necesidad de hallar un lugar en elmundo que le aporte aquello que ansía parahonrarlo ofreciendo a cambio algo de valor?

Dejó de hablar y dobló el papel. Yo quería

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Dejó de hablar y dobló el papel. Yo queríadecirle que estaba de acuerdo con Pissarro;pero no pensaba en Rosellón, sino en París.Sabía que, si expresaba aquella emoción envoz alta, podría herir los sentimientos dePascal.

—Así que quiero dar algo a cambio aRosellón —anunció en un tono más animado.

Asentí con la cabeza para darle a entenderque lo comprendía. No compartía su amorpor Rosellón; sin embargo, podía aceptar elprincipio.

—Y ahora te contaré cuál fue el regaloque me dio Camille, un regalo perfecto. Devuelta a su estudio, eché otro vistazo a unoscuadros en los que aparecían unas enormesfábricas con varias chimeneas que

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dominaban toda la llanura directamente alotro lado del Hermitage, el barrio enPontoise donde él vivió después de dejarLouveciennes. Aquellas pinturas no evocabanen mí ningún sentimiento de nostalgia.Camille sacó un pequeño cuadro del fondo deuna pila y me pidió la opinión. «Es la fábricade pinturas Arneuil en Pontoise», aclaró.¡Entonces la reconocí! ¡Yo había estado allí,vendiendo pigmentos de ocre! «¡Este es elcuadro que quiero!», exclamé. Entremos encasa, Lisette; quiero enseñártelo.

Pascal le había concedido a aquellapintura un lugar especial entre las dosventanas orientadas al sur. Se quedófascinado frente a él. Durante un rato, tuve

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la impresión de que no estábamos en casa: élestaba allí, delante de la fábrica.

«Anodino» fue lo único que se me ocurrió,una palabra que me había enseñado lahermana Marie Pierre. El cuadro mostrabaun edificio de varias plantas con tejado a dosaguas que sobresalía entre las casas aledañas,asentado en una ladera. La piedra de coloramarillo cremoso de la chimenea y de lafábrica captaba la luz y confería a toda laescena un efecto de sutileza. Eso era todo loque yo veía en él.

—Me gusta el color del edificio.—Jaune vapeur, lo llamamos. Dentro de

ese edificio, docenas de trabajadoresencorvados sobre las mesas dispuestas enlargas filas convertían la materia prima, es

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decir, los pigmentos, en pintura, y llenabanlos tubos que Tanguy vendía a Pissarro,Cézanne, Van Gogh, Gauguin y otros artistas.Los tintes que elaborábamos en los hornos deUsine Mathieu, nuestra fábrica justo aquí, enRosellón, así como aquellos elaborados apartir de otras sustancias. Raíces rojas de larubia, una planta que se cultiva aquí, enVaucluse, savia de árboles turcos, polvo depiedras azules de Siberia y de las riberas deAfganistán, sangre seca de escarabajos deAmérica del Sur que se alimentan de loscactus… Todos los colores del mundo en suproceso para convertirse en pinturas. ¡Yo viesos colores!

Pascal soltó un suspiro, sin apartar la vistadel cuadro.

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—¿Ves a ese hombre, el más alto, justodelante de la fábrica? A veces imagino quesoy yo, hablando con el agente que comprarálos pigmentos. —Bajó la barbilla, como unpoco avergonzado de revelar talpensamiento.

En ese preciso instante, comprendí porqué Pascal había elegido precisamente aquelcuadro. Pese a no contener ningún motivoextraordinario, la imagen le hablaba delpropósito, de su participación en el mundoartístico, del vínculo entre la mina y la obrade arte y, por consiguiente, merecía estarcolgado solo, separado del resto de loscuadros.

Eché un vistazo a las siete pinturas quehabía en la estancia. ¿Había alguna que me

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hablara de mi propósito? Aunque, de hecho,¿cuál era mi propósito? Tenía que ser algomás interesante que desgranar guisantes. Demomento, sabía que aquel día, y los días quele seguirían, mi propósito era asimilar todaslas historias que Pascal me contara, parapoder impresionar a monsieur Laforguecuando regresara a París. Aparte de esto, notenía más cosas claras.

—Algún día, Lisette, el mundo amará eljaune vapeur de ese edificio.

—Pero ese pintor, monsieur Pissarro, ya esfamoso ahora, n’est-ce pas?

—Ya de anciano, sus cuadros se vendíanbien, y a precios elevados. Yo no habríapodido comprar uno en esa época. Camilledisponía de un enmarcador del gremio que le

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tallaba intricados marcos y los cubría converdadero pan de oro. Estaba en otra órbita,en un mundo diferente de lo que yo podíahacer o negociar.

—Así que atesoras estos cuadros aún conmás motivo, ¿no?

—¡No, Lisette! —rugió—. No por su valoreconómico. Ya los valoraba el día que losadquirí, por lo que significaban para mí.

—Ah.—Incluso hoy se me hincha el corazón

cada vez que contemplo esa fábrica. Cadaminero que conocí, cada dolor de espalda,cada día que ninguno de ellos veía el sol,cada sensación de asfixia al respirar, y cadalengua rebozada con polvo de ocre (Maurice,Aimé Bonhomme, mi padre y yo, arqueando

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los picos al compás durante todo el día),todo eso está reflejado en este cuadro. Ytambién en el cuadro de la joven con la cabraque sube por el sendero de color ocre. Lahistoria de Rosellón está en este delHermitage en Pontoise, con los tejados deterracota. Esas tejas rojo-anaranjadas estánpintadas con pigmentos de Rosellón. Y elsuelo rojo y la hilera de arbustos que parecearder en llamas, eso es ocre rojo de Rosellón.Quizá no signifique nada para ti, pero sihubieras vivido toda la vida aquí y hubierasvisto a esos mineros llegar a sus casasexhaustos y llenos de cochambre, sí que seríaimportante para ti.

Pensé que Pascal había terminado dehablar por aquel día hasta que lo oí

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murmurar:—Lostejados rojos, rincón de un puebloen

invierno. —Después—: Le Verger, Côtes Saint-Denis à Pontoise. —Como si no bastara con unsolo título—. Seis tejados, ocrerouge. Cincochimeneas, jaune nankin clair. Seis campos enla ladera posterior, vert foncé, un verde tanintenso y oscuro que seguro que correspondea un campo de espinacas; ocre de Ru, pálido,como el trigo; ocre rouge; vert de chou, elverde claro de la col; tierra color arcilla, yvert Véronèse, ese verde oliva tan insípido.

Buscó un trozo de papel, se sentó frente alpequeño escritorio y anotó los colores.

—¿Por qué son tan importantes losnombres de los colores? —me interesé.

—Porque Dios los concibió, y nosotros

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—Porque Dios los concibió, y nosotrosexcavamos la roca de la mina para extraerlos ocres que los conformaban. Porque hayalgo sagrado en el color. Es el rey del arte.—Su voz estalló, colmada de exasperación—.Porque no quiero olvidarlos cuando…,cuando continúe con mi relato.

Permanecimos callados unos instantes,hasta que le pregunté:

—¿Cuántos marcos le entregaste a cambiode Los tejados rojos?

Él hundió la cabeza despacio, hasta clavarla vista en su regazo.

—No importa el número.El esfuerzo que había hecho para que yo

comprendiera sus sentimientos lo habíadejado exhausto. Se puso de pie y se agarró a

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la barandilla para subir las escaleras hacia suhabitación.

Pero yo empezaba a comprender, por lomenos, algo. Recordaba cuán importante erael color para la hermana Marie Pierre. Unavez, me envió a la plaza de la Concordia porun recado, y cuando regresé me preguntó dequé color eran las ranuras de los jeroglíficosgrabados en el obelisco egipcio.

—No lo sé. ¿Gris?—No digas simplemente «gris». Gris no es

un color. Los impresionistas nunca hablaríanasí.

La hermana Marie Pierre hizo un gestocon el brazo para indicarme que fuera denuevo a la plaza.

Cogí el abrigo de mala gana y fui a la

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Cogí el abrigo de mala gana y fui a laplaza por segunda vez. Cuando regresé, leinformé: «Gris verdoso en la cara sur, grisamarillento en la cara oeste, gris violeta enla cara norte, y gris azulado en la cara este».Ella se mostró encantada, pero recuerdo lasatisfacción por haber incluido la palabra«gris» en cada color.

André atravesó el umbral con lascomisuras de los labios caídas y con unaexpresión de desánimo en los ojos.

—¿Qué? ¿No hay ninguna tienda demarcos en Aviñón?

—No conoce ninguna. Quizá podríaencontrar trabajo de restaurador de muebles

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de madera. —Resopló desmoralizado—. Heido a la oficina de correos.

Alzó la mano para enseñarme un sobre,aunque no parecía dispuesto a entregármelo.

—¿De quién podría ser? ¡De Maxime!André ya lo había abierto. Le arrebaté el

sobre, me salté el saludo y leí:

Espero que estéis bien, disfrutando de lascálidas temperaturas del sur. Desde que osmarchasteis he estado muy deprimido, hasta quea principios de esta semana vendí un cuadro en lagalería Laforgue. Era de un arlequín bailando conel semblante triste, de André Derain. MonsieurLaforgue había estado fuera unos días, y cuandole conté las nuevas, se entusiasmó. Se entusiasmótanto que —siento decíroslo— contrató a unamujer de aprendiza para atender al público en lagalería. Eso volvió a sumirme en la depresión.

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Para celebrar la venta, me llevó al teatro de losCampos Elíseos a ver bailar a Josephine Bakersolo ataviada con una falda confeccionada conplátanos, pero después de ver el número teatralpor segunda vez, pensé que ya no me parecía tangracioso. Estoy seguro de que era por culpa de miestado anímico. Creía que monsieur Laforgueesperaría a que volvieras a París, Lisette, antes decontratar a nadie. Bueno, quizá la nuevaaprendiza no dure mucho; es altiva, autoritaria yobstinada, aunque he de admitir que tiene buenojo. Lo siento muchísimo, Lisette.

Espero que Pascal se recupere rápido y quevolváis pronto.

Vuestro amigo,MAXIME

André me estrechó entre sus brazos.—Yo también lo siento.

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Capítulo seis

El regalo de André

1937

Durante bastantes días, oí cómo Andréaserraba, martilleaba y lijaba en el patio, sintregua, hasta el anochecer. Me había dichoque ni se me ocurriera salir a curiosear;incluso había cerrado los postigos para queno fisgoneara por las ventanas orientadas alsur. Aun así, el embriagador aroma a pinorecién cortado me ofrecía una pista de lo quese traía entre manos, y no se tratabaprecisamente de un marco para un cuadro.

Pascal todavía se sentía algo avergonzado

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Pascal todavía se sentía algo avergonzadopor los problemas que nos había ocasionado.De todos modos, no podía ocultar su orgulloal ver la enorme capacidad de recursos quetenía su nieto.

—André te quiere mucho —me comentóPascal.

—Lo sé.Nunca, en ningún momento, me había

dado motivos para dudar de su amor.—Los dos queremos que seas feliz aquí.—Eso también lo sé.Coloqué un plato lleno de albaricoques y

melocotones en la mesa delante de Pascal,pero me sentí empujada a ofrecerle algomás.

—Cuando tenía diecisiete años y todavía

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—Cuando tenía diecisiete años y todavíavivía con las Hijas de la Caridad de SanVicente de Paúl, una monja me encontró untrabajo en una elegante pâtisserie. En miprimer día, me sentía inmensamente feliz,aprendiendo los nombres de los pastelitos yoliendo a almendras, vainilla y canela. Peroaquella mañana ella me dio un par deconsejos que jamás olvidaré: «Estés dondeestés, el lugar donde te halles en cualquiermomento es tierra sagrada. Ama con todastus fuerzas, ama sin límite, sin fin, yencontrarás la bondad en el amor».

—Una mujer inteligente. Camille habríaestado de acuerdo.

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Transcurrida una semana, André nosinvitó a salir al patio. Allí, junto al barranco,había lo que ya suponía, aunque no lo habíadicho en voz alta para no aguarle la fiesta aAndré, que quería sorprenderme: una casetacon tejado a dos aguas. La puerta, que daba ala hondonada, tenía una ventana ycontraventanas, como una cabaña. Andréretrocedió unos pasos, sin poder ocultar suorgullo, y con un gesto de la mano me invitóa abrir la puerta. En el interior, pegada a lasparedes laterales, vi una larga banqueta conla superficie totalmente pulida, situada a laaltura de las rodillas, y un retrete de maderabarnizado, con un acabado liso,perfectamente pulido y con los cantosensamblados. Y cuadrado.

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—Lo siento. No he podido darle formaovalada.

—¡Es precioso! ¡Es como un marco!—¡Bien hecho! —lo felicitó Pascal.André había colgado una ramita de

lavanda seca en la viga del techo para lainauguración. Qué marido más atento.

—Vamos, entra —me apremió André—.Solo finge que has de ir al lavabo.

Atravesé el umbral. Del techo caíanlágrimas de resina pegajosa del pino reciénaserrado, mis lágrimas de gratitudsolidificadas. Entonces miré hacia abajo. Elagujero que André había cavado no era muyprofundo.

André cerró la puerta y dijo:—Date la vuelta y siéntate.

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Él abrió las contraventanas. Frente a mí seextendía uno de los valles de Vaucluse,nuestro departamento en la Provenza,seccionado por canales, carreteras sinasfaltar bordeadas de cipreses, el fértilJardín del Edén de Francia. Las laderas de lascolinas me saludaban tapizadas de viñedos yplantaciones de árboles frutales, y el valleestaba salpicado de huertos y campos delavanda. A lo lejos, las montañas de Luberon.Una panorámica espectacular.

—Es como un cuadro enmarcado.Salí al exterior.—Pero ¿qué he de hacer con…?—Enterrarlo. O cavaré una zanja, y

usaremos un cubo para echar agua y que loarrastre todo hasta el barranco.

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—Eso es lo que hacemos nosotros, losroussillonnais —admitió Pascal.

¿Y los roussillonnais salen al retrete quetienen en el patio mientras ruge esa cosamonstruosa llamada mistral, o cuandollueve? ¿O por la noche? No era perfecto. Lavida allí nunca sería perfecta, pero Andréhabía hecho lo que había podido, y yo leamaba por eso.

—Falta un detalle.Riendo como un niño travieso, André

desapareció tras la caseta y reapareció conuna tabla cuadrada un poquito más grandeque el asiento del retrete, pulida y barnizada,con el borde ribeteado, y las esquinasensambladas de la misma forma que hacía

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con sus marcos. Le dio la vuelta y la depositósobre el asiento.

—Voilà! ¡La tapa del retrete!—¡Grabada! —exclamé yo.—Con una flor de Lis en relieve, para mi

Lise.—¡Oh, André! ¡Qué idea más genial! ¡Te

ha quedado preciosa!Me eché a reír.—Jamás pensé que diría que estoy

enamorada de un retrete, pero de este sí.¡Me encanta!

—Nadie más en Rosellón tiene un lavaboen el patio tan haut bourgeois como el nuestro—se jactó Pascal—. ¡No te faltaría el trabajo,si te dedicaras a fabricarlos!

—¡Ah! ¡Qué bajo han caído los poderosos!

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—¡Ah! ¡Qué bajo han caído los poderosos!—exclamé teatralmente—. De hacer marcospara los pintores de París a enmarcarposaderas rústicas.

Le dediqué a André una mirada deconmiseración.

—¡Vamos a la épicerie antes de que cierre!¡Quiero comprar un nuevo rollo de papelhigiénico!

Los tres nos pusimos en marcha. Con quéseguridad saqué pecho frente al mostrador,cuando pedí con orgullo: «Un rollo de papelhigiénico, de los gruesos, s’il vous plaît». Quésensación más divertida, al ver que eltendero se preguntaba por qué nos reíamoslos tres con cara de diablillos. Al cabo de un

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momento, solté: «Es para nuestro elegantecuarto de baño exterior».

—¡Ah! Oui! Certainement! —Señaló haciauna estantería llena de rollos de papelhigiénico, agarró un par y me los enseñópara que los inspeccionara, como si se tratarade obras de arte.

Salimos de la tienda sin poder dejar dereír.

Al pasar por delante del café, de camino acasa, propuse:

—¡Celebrémoslo con un pastis! QuizáMaurice esté dentro.

Empujé a André hacia la puerta. Pascalparecía alarmado. Aparté la cortina decuentas y asomé la nariz. Allí no habíamesitas de mármol redondas, con la base y

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las patas de hierro forjado como las de loscafés en París, sino solo unas mesas rústicasde madera, cuadradas. No había ningúnespejo detrás de la barra, y aunque el localestaba lleno, no vi ni a una sola mujer. Perohabía música: en la radio, la voz profunda deSuzy Solidor entonaba un tango, el sonido deParís.

—Lisette, será mejor que no entremos —sugirió Pascal.

En la barra había varios hombres, ensilencio. Otros se hallaban sentados en lasmesas, charlando animadamente mientrasbebían el vino rosado producido en el puebloo el lechoso pastis en vasos altos y estrechos.De repente, me di cuenta de que todos sehabían quedado callados y que nos miraban

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con cara de pocos amigos. André me tironeóde la manga y yo retrocedí hasta salir dellocal.

De camino a casa, Pascal se volvió haciamí y dijo:

—Solo hombres. Las mujeres no van alcafé.

—¿Nunca?—En contadas ocasiones, con sus maridos,

cuando monsieur Voisin pasa una película, opor la tarde, para rellenar una botella devino para la cena.

—¿Es por ley?—Por tradición.—¡Pero eso es un atraso, es una medida

primitiva! —grité en el tono más indignado

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que pude. Toda mi euforia inicial sedesvaneció.

André parecía muy afligido.—Lo siento, Lisette. Así funcionan las

cosas aquí.

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Capítulo siete

La lista de Pascal

1937, 1885

M e desperté rascándome el tobillo conrabia. Me acababa de picar una araña.

—No te rasques; aún será peor —murmuró André.

Al cabo de cinco minutos, me habíaincorporado en la cama y volvía a rascarme.Sacudí las sábanas y el edredón en un intentode encontrar al culpable y pulverizarlo comovenganza, pero no tuve suerte. La bestianegra era taimada y viviría para atacar denuevo.

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Era lunes, así que André se iba en elautobús de Maurice para recorrer Aviñónotra vez en busca de algún trabajo derestauración de muebles de madera talladaque pudiera realizar en casa. Iba todas lassemanas durante el verano, salvo algunoslunes lluviosos, convencido de queencontraría alguna cosa.

Pascal se había pasado el día anterioracostado, sin levantarse de la cama, perobajó al comedor cuando oyó la voz deMaurice, que gritaba: «Adieu, mes chersamis!».

Abrí la puerta con alegría.—Adieu, Maurice!Reí divertida, sorprendida del extraño

saludo que yo misma acababa de pronunciar.

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—Entra. André quiere enseñarte algo —gorjeó Pascal.

—¿Le gusta nuestro pueblo, madame?—Es muy pintoresco.—Oui. C’est la Provence profonde.Volví a reír, divertida. Maurice había

adaptado la expresión la France profonde, conla que solía hacer referencia a la zona ruraldel centro de Francia como el alma de lanación, a su propia provincia. Rosellón era elalma y el centro.

Los tres salieron al patio. Yo los seguí. Noquería perderme la exuberante mueca deMaurice, cuando enarcaba las cejas.

—Merveilleux! —exclamó.Pascal le empujó suavemente.—Echa un vistazo dentro.

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—Oh là là! ¡Menudo lujo en Rosellón! ¡Ycon ventana incluida! ¡Una habitación convistas! Y el símbolo de Francia.

—Con el símbolo de mi Lise —aclaróAndré.

—¡Provenza tendrá la última palabra, y noParís! ¡Veréis la procesión de gente quevendrá a ver esta maravilla! Pero miesposa… Non, non, non! —Sacudió la cabeza,las manos y las quijadas—. ¡Que no se entereLouise!

Con la gente tan chismosa del pueblo,tarde o temprano se enteraría.

Maurice alzó su regordete dedo índice ydijo:

—En cuanto a mí, debo bautizarlo, non?El trayecto a Aviñón es largo. Je, je. Tal

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como decimos en la Provenza, madame: voya cambiarle el agua a las aceitunas. —Haciendo gala de una gran agilidad, se metiódentro de la caseta y cerró la puerta—. Queltrône! ¡Digno de un rey!

Pascal soltó una carcajada.—¡Un trono, lo ha llamado trono, André!

El papa de Aviñón habría estado celoso.Cuando Maurice abrió la puerta, soltó un

prolongado «Aaaahhhh» de satisfacción.Sin dejar de reír, Maurice y André bajaron

la cuesta en dirección a la parada delautobús, silbando orgullosos.

Yo me embarqué en una limpieza a fondode la casa, para acabar con los nidos o

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escondites de criaturas maléficas. Recogíexcrementos de ratones y arenilla del últimoataque del mistral. Llevé cubos de aguadesde la fuente de la plaza del ayuntamientoy me puse a fregar con brío las baldosasrojas del suelo. A cuatro patas, en la carainferior de la mesa para amasar, descubrí latelaraña de una viuda negra y el saquitoblanco que contenía sus huevos. Furiosa,perseguí a esa pequeña cosa fea y malvadapor el suelo hasta que la aplasté, pensandoen la malvada mujer con buen ojo que habíausurpado mi puesto en la galería Laforgue.

Me puse de pie con ademán victorioso yencontré a Pascal escribiendo lo que parecíauna lista con anotaciones. Con el ceñofruncido en actitud concentrada, siguió

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enfrascado en la labor durante una hora,usando las dos caras de una segunda hoja,mientras yo seguía fregando el suelo de laestancia. Cuando terminó, se recostó en lasilla y dejó caer los brazos a los lados,exhausto. ¿Él, exhausto? ¿Y yo qué?

—Hoy te hablaré de Paul Cézanne.—Quizá más tarde. —Escurrí el trapo, que

despidió un chorro de agua sucia gris.—¡Pero ha de ser ahora, mientras tengo

las ideas frescas! —El papel tembló en sumano—. Por favor, Lisette, siéntate yescucha.

—Puedo escucharte mientras limpio.—¡Tienes que estar quieta para que pueda

evocar los recuerdos sin distracciones! Eso es

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lo único que me queda: recuerdos. Algún díaentenderás lo que quiero decir.

Me rendí, aunque la verdad era que teníaganas de sentarme un rato. ¡Qué pena que elsofá no fuera más cómodo!

—Conocí a Paul Cézanne en la tienda deJulien Tanguy. Julien estaba convencido deque Cézanne introduciría alguna técnicanovedosa en el arte. Su tienda era el únicolugar en París que exponía los cuadros deCézanne. Me dijo que este necesitaba que loanimaran porque dudaba de sí mismo.Recuerdo que madame Tanguy comentó algodesagradable como: «Y con razón».

Pascal se volvió y achicó los ojos paraadmirar el bodegón de Cézanne. Me acerquéa la pared y arrimé una silla a la de Pascal.

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El cuadro había dejado una marcarectangular de suciedad en la pared dondehabía estado colgado. De hecho, toda lapared a lo largo de las escaleras, antañoencalada, había adoptado un tonoamarillento, manchada por el tabaco y elhumo de la chimenea. Probablemente, Pascallo habría definido como ocre amarillo pálido,pero para mí era un tono deslustrado ydeprimente. Era una verdadera pena colgarun cuadro tan bonito en una pared tan sucia.Tendría que limpiar toda la superficie. Dadoque todavía estaba de pie, hundí el trapo enun cubo lleno de agua limpia con jabón y loalcé hacia la pared.

Entre tanto, Pascal seguía hablando.

—Cézanne entró en la tienda ataviado con

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—Cézanne entró en la tienda ataviado conuna capa; debajo llevaba precisamente estecuadro. Obsérvalo con atención. Admira esasbonitas manzanas en esa compotera deporcelana blanca, y las naranjas que resbalanen el plato inclinado, y esa pera solitariaencima de la mesa.

Cuando dijo «pera solitaria», dejé defregar y visualicé la pera del cuadro Virgencon el Niño en la capilla de San Vicente dePaúl. Estaba justo debajo de los dedosregordetes del bebé, que parecían granitosde maíz puestos en fila. La piel dorada de lapera ofrecía un bello contraste con la capa dela Virgen, que era de un intenso color azul;pensé que era extraordinario que el serhumano pudiera recordar detalles con tanta

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precisión de algo que había sucedido tantotiempo atrás.

Pascal alzó la vista del papel.—Ese mantel estampado azul es un

indienne, fabricado aquí, en la Provenza, conalgodón que crece en estos campos y queluego se tiñe con índigo. Aquí todo el mundotiene un frasco verde glaseado para guardaraceitunas como ese. Los fabrican enAubagne, al este de Marsella. Pero fue elcompotier, el gran cuenco montado sobre unpedestal, lo que me llenó de emoción hastael punto de llorar en la tienda de Tanguy.¿Me escuchas, Lisette?

—Sí —asentí, con la mente todavía en lacapilla—. ¿Por qué te hizo llorar?

—Mi madre tenía una compotera como

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—Mi madre tenía una compotera comoesa, que había comprado en un viajeinusitado a Marsella. Estaba orgullosa de esapieza porque era más refinada que lasrústicas vasijas de terracota de Aubagne,llamadas terres vernissées, que solo tenían laparte de arriba glaseada. La llenaba con frutade temporada. Un día, cuando yo erapequeño, choqué contra la mesa y lacompotera se rompió en mil pedazos. Mimadre nunca volvió a comprar otra.

—Lo siento —dije mientras por mi brazoalzado corrían reguerillos de agua del trapo—. Háblame de tu primer encuentro conCézanne.

—¡Ah, Cézanne! ¡Bendito pintor!

Pascal consultó sus notas para retomar el

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Pascal consultó sus notas para retomar elhilo de la historia que había empezado acontarme.

—Cuando Julien nos presentó, Cézanne nolevantó la cabeza para mirarme. Solo dijo enun fuerte acento provenzal: «No te ofrezco lamano porque hace una semana que no me lalavo», pero cuando contesté: «Eh, bieng» en elmismo marcado acento provenzal y le tendíla mano, él alzó la barbilla y me la estrechó.

»Entonces, Julien contempló el cuadro yexclamó: «Magnifique!». Su esposa decidióintervenir: «No, no es tan magnifique; unapera no puede sostenerse recta en eseángulo. Es ridículo. Y las manzanas y lasnaranjas no maduran a la vez. ¡Si ni siquierase cultivan naranjas en Francia!». Madame

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Tanguy agitó el brazo en actitud despectiva yconcluyó: «Además, no podrían mantenerseen equilibrio sin caer de ese plato inclinado».«No le hagas caso», la cortó Julien. «Deja elcuadro aquí para que pueda admirarlo hastaque alguien lo compre». Pero MadameTanguy espetó: «Claro, y tú esperarás quenadie lo haga. Mientras tanto, él no nospagará lo que nos debe».

»Julien estaba como hipnotizado ymurmuró: «Esas manzanas son tan suavesque querría acariciar una». Entonces Cézanneexclamó: «Non! ¿Qué crees que quiero oír,que es una manzana real, que quieressostenerla en la mano y darle un mordisco, oque es bonita porque su gama de colores,desde el verde al amarillo y al rojo, hace que

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sea única, en esa pirámide de manzanas?».Yo no pude contenerme y solté: «Quierodarle un mordisco, porque es real».

»Cézanne sacudió la cabeza y protestó:«Non. Un cuadro es para admirarlo, no paradescribirlo. Observa con los ojos, y no con lamente». «¿Y si lo veo con la mente? Esapintura significa más para mí que cualquiermanzana. Significa mi madre y la compoteraque rompí, y significa Provenza, el indienne,y la terre vernissée verde. Los colores de lasmanzanas y de las naranjas significanRosellón, mi pueblo, donde trabajaba deminero y extraía esos ocres», repliqué.

»Cézanne me miró fijamente y contestó:«Eh, bieng. Veo que entiendes de colores.Queda por ver si entiendes de formas». Sin

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poderme contener, solté: «Quierocomprarlo». Él replicó: «Non. Vas demasiadorápido. Has de estudiarlo hasta que teolvides de tu madre y de su compotier, hastaque veas la pintura como una elipse. Elborde en primer plano es más recto, y el delfondo es más arqueado. ¿Puedes apreciarlo?Es contrario a la visión en perspectiva, perole aporta carácter».

»Madame Tanguy le recriminó: «¡Estásloco, Paul! ¡No le des lecciones! ¡Véndeloahora mismo y paga lo que nos debes!».Cézanne no le prestó atención y se dirigió aJulien: «De momento déjalo colgado en latienda, para que tu amigo pueda pasar poraquí y admirarlo de cuando en cuando. Yovolveré dentro de un mes. Si has aprendido

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algo y todavía quieres comprarlo,entonces…». «¡Lo querré! Pero solo puedopagar con marcos. ¿Necesitas marcos?», loatajé yo. «¿Marcos? ¡Un pintor siemprenecesita marcos!», respondió él.

Pascal se cuadró de hombros como sihubiera acabado con el relato.

—Qué historia más entrañable —suspiréyo.

—No he terminado. —Me hizo un gestocon la mano para que me sentara.

—¡Espera! ¡Solo necesito un minuto! —repliqué.

Enfilé hacia el patio para coger la escalerade mano, preguntándome si lo que Pascalacababa de contarme era solo un delirio

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senil, una experiencia real, o algo a mediocamino entre una cosa y la otra.

Irritado porque no disponía de toda miatención, Pascal alzó la voz cuando regresé asu lado.

—La siguiente vez que vi a Paul Cézanne,le dije que el cuadro me transmitía lasensación de que las manzanas y las naranjasconocían sus posiciones respectivas, queconvivían sin tensión, cada una ladeada a sumanera, como los guijarros en el río Calavoncuando está seco, y que sus colores erantodos amigos: trazos rojos en las manzanasamarillas, trazos amarillos en las manzanasverdes, el verde pálido de los pámpanos enlas vides, y el naranja de los peñascos deRosellón.

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»Cézanne me corrigió: «No pienses enviñedos ni en peñascos. Observa laspinceladas paralelas inclinadas. Fíjate en quecada fruta muestra sus colores paso a paso».Yo observé la pintura con atención y sugerí:«¿A trazos?». Mi comentario lo satisfizo,porque concluyó: «Sí, si quieres llamarlostrazos…», así que me dio el cuadro a cambiode ocho marcos grandes. Madame Tanguy mevendió dos botes de pintura dorada para quelos marcos tuvieran el mismo aspecto que loscaros, decorados con verdadero pan de oro.Lo cierto es que me cobró el doble por lapintura porque también me hizo pagarle porenseñarme cómo debía aplicarla. Al final,todos estábamos felices, excepto Julien, quepuso cara de pena cuando me llevé el cuadro.

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Y así fue como empezó mi segunda amistadcon un artista.

—Es una historia muy bonita.—¿Bonita? ¿Es todo lo que se te ocurre,

que es bonita? ¡Figúrate lo que suponía estaren su presencia! Un hombre que pintaba paravivir, y que vivía para pintar. Para él, los dosconceptos se fundían en uno. Solo pensaba enpintar, era su pasión. No pasaba ni un minutodel día que no respondiera al mundo comopintor. Estaba obsesionado, y eso lodistanciaba de la vida normal. Se quejaba deser un incomprendido; sin embargo, decíaque su progreso le reportaba por lo menoscierto consuelo respecto al hecho de serincomprendido por una panda de necios.

Retomé la labor de fregar la pared,

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Retomé la labor de fregar la pared,consciente de que yo no vivía para fregar.¿O sí?

Al final del día, cansada y sin aliento,volví a colgar el bodegón en la pared blancay limpia. Resaltaba mucho más; los coloreseran más vivos, los reflejos resplandecían.Pascal se puso de pie para admirar elresultado, satisfecho con el cambio. Acontinuación, dio media vuelta paraexaminar con tristeza las otras paredesmanchadas. Señaló las paredes con desánimo.

—Sí, las limpiaré, pero otro día.Saqué los cubos al patio. Mientras echaba

el agua sucia por el barranco, unpensamiento se materializó súbitamente enmi mente. Algún día, quizá, podría realizar la

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misma labor para monsieur Laforgue: podríalimpiar las paredes de su galería. Laaprendiza malvada sería demasiado altivapara hacerlo. Incluso podría limpiar lasparedes de otras galerías de arte. Todos loscuadros destacarían más, y yo sería laartífice del cambio, del mismo modo que unenmarcador embellece los cuadros. ¡Podríatener clientes galeristas por todo París!¡Incluso el Louvre! Y el Louvre tienekilómetros de paredes, y también suelos.Podría estudiar las pinturas mientraslimpiaba. Hice chocar los cubos de limpiezacon entusiasmo.

Escribiría a Maxime. Escribiría a monsieurLaforgue. ¡Escribiría al Louvre!

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Capítulo ocho

El tirón de orejas de Cézanne

1937, 1897

André había regresado de Aviñón contablones de madera y un encargo de dosmarcos de parte de una tienda deantigüedades que vendía mapas romanos deProvenza. Empezó a trabajarinmediatamente. Pascal pasó la mañanaescribiendo en su pequeño escritorio. De vezen cuando, ejercía presión con el puño en lafrente como si quisiera estrujar algúnrecuerdo. La actitud de absoluta

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concentración de los dos me brindó el tiempoque necesitaba para escribir al Louvre.

Tenía que meditar muy bien lo que iba adecir: que quería trabajar en el museolimpiando paredes y suelos para embellecermás los cuadros, que quería sacar el polvo delos marcos y de las esculturas, que no meimportaba si el trabajo era de poca categoría,que solo deseaba estar rodeada de arte.Tenía la impresión de que Pascal no seestaba muriendo, y que pronto regresaríamosa París, así que escribí que todavía no estabadisponible para empezar, pero que pasaríapor el museo a presentarme en persona elmismo día que regresara a París.

Es probable que mi carta sonara ingenua,pero me salía del corazón. Antes de darme

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tiempo a cambiar de opinión, fui a la oficinade correos y la envié. Si el Louvre merechazaba, escribiría a monsieur Laforgue.Cuando él viera mi predisposición alsacrificio, me daría un trato de favor pordelante de la estirada madame Esnob. Algúndía.

De vuelta a casa, en el patio, observé aAndré mientras practicaba con unos dibujosde hojas de acanto sobre el tablerocontrachapado que había colocado encima dedos caballetes.

—Pascal me ha contado por qué te envióesa carta desesperada. Lo hizo paracontarnos sus vivencias con los grandesartistas que ha conocido a lo largo de su vidaantes de que pierda la lucidez —expliqué.

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—No, para contártelas a ti. Yo ya sé esashistorias. Déjalo hablar, es un anciano.

—Eso es lo que hago. Sus anécdotas mefascinan.

André se quedó un momento en silenciomientras garabateaba unas medidas y decidíacuántas hojas pondría a cada lado.

—Ten paciencia con él. Su amor por esaspinturas es muy profundo. Son su vida. Loscuadros y yo, y ahora tú. Cuesta mucho dejarque tu vida se disuelva y que tu amor pierdatodo valor. Él quiere vivir, demostrar que suvida ha valido la pena, que Rosellón valía lapena, y que todavía vale la pena.

—Sí, empiezo a entenderlo.André alojó el lápiz detrás de la oreja.

—Esos cuadros serán nuestros algún día.

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—Esos cuadros serán nuestros algún día.Es conveniente que te familiarices con ellos.

—Es lo que quiero. Y también aprenderacerca de otros cuadros.

Sabía que no era conveniente distraerlomientras estaba tomando medidas ycolocando la moldura en la caja de ingletes.Con mucho cuidado, insertó la sierra y laretiró, marcando el corte.

Cuando sacó la pieza, dije:—Hoy he escrito una carta al Louvre.Él me miró perplejo.—¿Te has fijado en cómo luce ahora el

bodegón de Pascal, después de limpiar lapared donde está colgado? Pienso limpiartodas las paredes, para que todos sus cuadrosdestaquen más. Quiero hacer lo mismo en el

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Louvre. —Sabía que lo siguiente que diríasonaría un tanto ridículo, pero tenía quedecírselo—. Por eso les he escrito una carta,para pedirles trabajo de limpiadora deparedes.

—¡Lisette! ¿Piensas dejarnos a Pascal y amí para convertirte en mujer de la limpieza?

—Ahora no. Algún día, cuando volvamos aParís.

—¡Qué ingenua eres, amor mío!André dejó la pieza de la moldura y me

estrechó entre sus brazos.—¿Por qué crees que Pascal está tan

obsesionado en contarme sus experienciascon los pintores? —contraataqué—. Esporque para él significa mucho sentirse

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partícipe del mundo del arte. Yo tambiéndeseo lo mismo.

—¡Pero no como mujer de la limpieza!—¿Y cómo, si no? No puedo pintar. No

puedo ir a la universidad. No estoycualificada, no tengo dinero. Pero lo que síque puedo hacer es limpiar marcos o fregarlas paredes del Louvre.

—No apuntes tan bajo. Una asistenta enuna galería de arte, algún día, quizá no en lagalería Laforgue. Pero… no, de ningunamanera. Rompe esa carta. O dámela; dejaque la queme. —André me besó en la frente—. Tenemos que ser pacientes, Lise. Nosapoyaremos el uno en el otro para tenerpaciencia.

—Ya la he enviado —anuncié con la cara

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—Ya la he enviado —anuncié con la carapegada a su pecho.

Él me agarró por los hombros y me apartópara mirarme a los ojos.

—¿De verdad?Asentí.—Pues ve corriendo a la oficina de

correos y recupérala. Dile a la empleada queha sido un error. —Las comisuras de suslabios se curvaron levemente hacia arriba—.Quiero leer lo que mi humilde esposa haescrito. Luego quemaré la carta. Y ahora ve.

Obedecí sumisa, pero perdí un poco detiempo en la panadería, charlando conOdette. Ella sabía todo lo que pasaba en elpueblo, y también compartía recetas con lasamas de casa, preparaba remedios

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medicinales con hierbas, e incluso asistía alas parturientas. Me gustaba su forma de ser,tan sencilla, tan simple, y su actitud deproteger y ayudar a todo el mundo.

Entre Odette y su hija, Sandrine, laoficinista en correos, no se les escapabaningún detalle de lo que pasaba en Rosellón.Sandrine anunció con buen ánimo:

—¡Cómo lo siento! Acaban de recoger lasaca de correo, así que tu carta ya va decamino a París. —Lo dijo con la manoextendida sobre el corazón—. ¡Quéinteresante que tengas contacto con elLouvre!

A continuación, me entregó una carta ycomentó:

—El conductor me ha entregado esto para

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—El conductor me ha entregado esto paravosotros.

Era de Maxime. Volví a casa corriendopara leérsela a André en voz alta. Quizámonsieur Laforgue había echado a esa mujer.

19 de septiembre de 1937

Queridos André y Lisette:¡Por fin! ¡Mi madre y yo hemos conseguido

entradas para la Exposición Universal! Entre unagran afluencia de gente de todas las naciones,hemos contemplado la arquitectura y esculturapomposa y propagandística de las dictaduras:Alemania y la Unión Soviética, una frente a laotra, un gruñido transformado en piedra. Alverlo, mamá se ha aferrado a mi brazo y se haestremecido.

En el pabellón español exhiben treinta obras dePicasso. Al verlas, he pensado que el estudio de

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las cabezas femeninas de tu abuelo podría ser dePicasso. ¡Cuidad bien ese cuadro! ¡Algún díapodría valer una fortuna! Su obra másmonumental y angustiosa expuesta es un muralque ocupa la parte central del pabellón: elGuernica, una maraña cubista de cuerposretorcidos en posturas afligidas y un caballo quegrita. Toda la escena caótica conmemora alpueblo vasco destrozado por los bombardeosalemanes en abril. La pintura ha sido criticadaindebidamente por la prensa como el sueño de unloco. ¡Qué gran error! Os aseguro que no puedoquitármela de la cabeza.

Mamá y yo nos hemos sentido más cómodos enel pabellón finlandés, rodeados de árboles yconstruido íntegramente con madera, con techosondulantes y paredes curvas. ¡Tú habríasapreciado esa obra de artesanía, André! Alanochecer, han iluminado la torre Eiffel y lasriberas del Sena de forma espectacular, como si

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estuvieran confeccionados con diamantes. ¡Cómome gustaría que lo hubierais visto!

Os echo de menos a los dos, y quiero quevolváis pronto a París.

Vuestro buen amigo,MAXIME

La carta me llevó de la aprensión másprofunda a una visión de absoluto esplendor.

—Ningún comentario sobre monsieurLaforgue —apunté.

Al día siguiente, mientras André trabajabaen el patio, le pedí a Pascal que me contaramás anécdotas de Paul Cézanne. Él se mostró

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encantado con mi petición y sacó las notasque había escrito.

—No te he contado nada acerca de mivisita a su pueblo natal, Aix-en-Provence, alsur de aquí. Julien y yo no lo habíamos vistodesde que me había entregado el paisaje queél había pintado, así que decidí ir a verlopara que Julien se quedara tranquilo.Pregunté por él en algunas galerías, entiendas especializadas en bellas artes, en loscafés a lo largo de Cours Mirabeau, lasombreada avenida principal bordeada demansiones. Tienes que convencer a Andrépara que te lleve a Aix-en-Provence.

—Me dirá que ha de trabajar. Díselo tú.—Me detuve atraído por una partida de

petanca, y pregunté a los jugadores si lo

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conocían. Todos me miraron extrañados;nadie había oído hablar de él. —¡Uno de lospintores más importantes de Francia!—.¿Acaso no tenía amigos en su pueblo natal?

»Al final fui al ayuntamiento. En elregistro local encontré una dirección, y asífue como di con Cézanne. Se movía condificultad, con la espalda encorvada bajo unsombrero deformado, con aspecto demendigo. Llevaba un zurrón colgado a laespalda del que asomaba una botella verde ysu sobredimensionada caja de pinturas.También cargaba con un caballete y uncuadro. Tenía la cara quemada por el sol y labarba manchada de pintura. Me reconoció.¡Figúrate!

Pascal agarró las notas del escritorio y las

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Pascal agarró las notas del escritorio y lasconsultó.

—Eso es todo lo que recuerdo, pero faltandatos. Veamos… Le dije que había ido averlo por si necesitaba más marcos, perosobre todo porque quería ver sus cuadros. Élme miró sorprendido y murmuró: «¿Miscuadros? ¡Pero si solo soy un principiante!».

»Le dije que no se menospreciara de esemodo, que yo había estado en tresmagníficas exposiciones donde exhibían susobras, y que quería ver sus cuadros parainmortalizarlos. Él contestó: «No vale la penainmortalizar cuadros. En vez de eso, admirala naturaleza. Todos los días cambia, seregenera. Piensa en su pintor; es imposiblecaptar esa frescura. ¡Pero que conste que lo

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intentamos! Fíjate en ese espacio entre elárbol y nosotros: el aire, la atmósfera.Puedes sentirla, olerla, incluso palparla. Pero¿cómo diantre pintas la atmósfera? Es unamezcla de aire y agua, luz y sombra, enconstante cambio. He de perseguirla. Con eseárbol es más fácil. Es sólido; un cilindro, y lacopa, media esfera. La carretera, un trapecio.Ese arbusto, un cono. ¿Lo ves? Las sombrasde lo divino crean esas formas. Pero,cuidado, después de todo, el arte es unareligión».

»Yo aventuré: «¿Algo parecido al alma?»,y él contestó: «Se podría definir así. Digamosque es una creación que parte del alma. Tuforma de apreciar algo es a partir del alma.Aprecias esas vibraciones de luz en tonos

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rojos y amarillos, también en azules. Nopuedes sentir el aire sin la tonalidad azul. Sivives en la gracia de Dios, deberías ser capazde expresarlo. Yo todavía estoy en ello;nunca satisfecho. Me temo que no viviré lobastante como para pintar con confianza.¿Sabes lo que se siente cuando te llamanimpostor? El tormento nunca desaparece, yla vida parece aterradora».

»Abrumado, balbuceé: «¿Impostor? ¡Esonunca! ¡Eres un gran maestro!». Cézanne sevolvió hacia mí en el umbral de la puerta.Me observó con los ojos húmedos ypesarosos. «¿De verdad?», me preguntó. Dejópasar un momento, como si estuvierasopesando si le hablaba en serio o no, yentonces me invitó a pasar.

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»El interior de la vieja casa destartaladaera sombrío. En el estudio, el techo y lasventanas altos conferían a la estancia unaspecto de estufa barriguda. Vi unaestantería con compotiers blancos como elque tenía mi madre, botellas de vino confundas de paja, un candelabro, jarras grises,cántaros, y el toupin verde glaseado queaparece en mi cuadro.

—¿Qué es un toupin?—Un frasco para guardar aceitunas. Él lo

llamaba «cerámica moral». Cézanne pensabaque, al pintarlo, rendía tributo a los artículosartesanales de Provenza. Decía que un lienzoy un bloque de mármol eran productos delujo, pero que el artesano que aporta untoque artístico a una sencilla pieza de

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cerámica o a una cesta, o a un panetière, o autensilios de madera, o a muebles de pino,aproxima el arte a la gente. Acuérdate de esaimagen, Lisette, la próxima vez que tesientes en ese banco de madera de pinoarrimado a la pared.

—O en el retrete que me ha construidoAndré.

—Me habló del poeta Frédéric Mistral,fundador del movimiento llamado Félibrigepara promover y honrar las tradiciones, lacultura y la lengua provenzal, y me dio unacopia de Cartas desde mi molino, de AlphonseDaudet, un provenzal de los pies a la cabeza.Deberías leerlo.

»Cézanne no podía estarse quieto ni unsegundo. Uno tras otro, fue sacando paisajes

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sin enmarcar que había pintado cerca de Aix,todos ellos con los mismos motivos: viñedos,campos frutales y campos de trigo pintadoscon ocre pálido de Ru, alternando conrectángulos verdes, a menudo con lamontaña Sainte-Victoire de fondo, queapuntaba hacia el cielo como una pirámide.Él la llamaba: «Mi risco de los mil retos, lareina de las montañas». Decía que sus raíceseran más profundas que la civilización.Incluso la llamaba su monte Sinaí.

»También me enseñó pinturas depigeonniers, los palomares en forma de torreredonda.

Pascal consultó sus notas.—Cézanne me dijo: «¡Mira! ¡Fíjate bien!

Este pigeonnier es la esencia de la Provenza:

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hombre y naturaleza en armonía. Losmarchantes de París no lo entienden. Meinsultan. ¿Por qué no habría de pintaraquello que es importante aquí? Losexcrementos de paloma se usan comofertilizante. Me critican por pintar talescosas, pero las manzanas, las peras, las uvasy otras frutas deliciosas, incluso el vinoprovenzal, vienen de la mierda de laspalomas. ¿A quién no le gusta un buensalmis, con todos sus jugos y una buenamezcla de las hierbas de la campiña en undelicioso ragú de pichón, eh? Los pigeonniersson mucho más importantes en la Provenzaque los decrépitos castillos. Y los cabanonstambién».

»Me enseñó unos cuadros de casas de

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»Me enseñó unos cuadros de casas depiedra, sencillas y angostas, con unahabitación apilada sobre la otra. Las habrásvisto aisladas, en medio de campos ypastizales. Los granjeros y los pastores lasusan de cuando en cuando. Cézanne selamentaba: «¿Quién nos devolverá nuestroscabanons cuando las grandes explotacionesagrícolas se instalen en esta zona y losderriben para plantar otro par de filas demanzanos?».

»Tenía miedo de que acabara por darle unataque de ira, así que intenté calmarlo. «Eh,bieng, tú píntalos para que no desaparezcan».«Es lo mínimo que puedo hacer», replicó.«Frédéric Mistral puede componer un poemasobre las cigarras; Daudet puede escribir una

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historia de su molino; yo puedo pintarcabanons, pigeonniers y toupins. Quiero que lamuerte me sorprenda pintándolos. Quieromorir pintando, ¿me comprendes? No hagonada más que trabajar, pero no veo laevidencia, la réalisation. Voy a misa, voy a lasvísperas, pero no lo veo».

»Su voz adoptó un acento triste. Empezó asacar cuadros de bloques de piedra de colorocre y paredes cortadas en líneas rectas deuna cantera, uno tras otro. Me explicó: «Estaes la cantera Bibémus. La pinté desde el pisosuperior de un cabanon que había alquilado.Si no hubiera estado justo allí, en medio delcampo, no habría podido obtener esta vista.Pero a los marchantes no les gustan lascanteras. No son bonitas como las escenas de

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comidas campestres de los impresionistas. Nocomprenden su importancia». Yocontraataqué: «Pero Julien Tanguy sí que locomprende». «Es el único. Julien comprendelo que hago: pintar la estructura de la tierramanipulada por el hombre que, sin embargo,aún conserva la armonía».

»Entonces le pregunté cuántos marcosdebería hacer para intercambiarlos por elcuadro de la cantera con la montaña Sainte-Victoire al fondo.

Pascal contempló la pintura sin pestañear,con el pecho henchido de emoción, como sifuera un cantero tomándose un descanso trashoras de usar el pico y la pala. Quizás estabaextrayendo del cuadro la sustancia de sualma. Envidié esa actitud de ser capaz de

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hallar un cuadro que pudiera expresar lapropia alma.

—Piensa en la vergüenza que debió sentir,Lisette. Ese pueblo situado justo a los pies desu estudio no sabía nada acerca de su batallapersonal diaria, trabajando frenéticamente,agotado por el esfuerzo de honrar laProvenza. ¡Ni siquiera sabían que él estabaallí! ¡Un paisano como ellos! Tengo muchascosas más que contarte acerca de él, pero mesiento fatigué. Mañana. ¿Puedes esperar hastamañana?

—Sí, por supuesto.Me pidió que el sábado le preparara

daube. Su voz era suplicante, casi como la deun niño a punto de romper a llorar. Tuve quepreguntarle qué era el daube.

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—Un plato típico provenzal: un estofadode carne de ternera cocido a fuego lento convino tinto. Lleva peladura de naranja, tomatey zanahorias, y esas cebollas pequeñas yredondas. Añade un poco de romero. ACézanne también le gustaba comer ese platolos sábados.

Al cabo de unos momentos, Pascal entornólos ojos y hundió la cabeza en el pecho. Notardó en roncar apaciblemente. Al ritmosuave de su cansancio, salí al patio, dondeAndré estaba afilando su gran gubia en V.

—No me arrepiento de haber venido aRosellón —dije con suavidad—. Tu abuelome está regalando algo que no podríaobtener en ningún otro sitio. Sus recuerdosde dos grandes artistas.

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—¿Así que empiezas a sentirteprivilegiada? —preguntó André.

—Lo soy. Si los tres viviéramos en París,yo estaría trabajando, y en nuestro tiempolibre siempre habría algo que hacer. Peroaquí, en este pueblo tranquilo con sus tardeslibres de cualquier actividad, tengo tiempopara sentarme y escuchar.

André dejó las herramientas sobre la tablay me estrechó entre los brazos durante unmomento que me pareció eterno, antes desusurrar:

—Así que ahora ya sabemos por quéhemos venido a Rosellón.

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Capítulo nueve

Una buena vida

1938-39

H abía sido un invierno muy templado, consolo dos mistrales. Si eso era todo lo terribleque podían llegar a ser, no hacía falta queme preocupara, y después de marzo, el mesde los contrastes, disfruté de los primerossignos de la primavera, ya a la vuelta de laesquina, y del profundo aroma a tomillo enla ladera justo debajo de nuestro patio.

Pascal entró en casa una tarde de abril conel hombro caído del brazo que sostenía elsaco de bolas de petanca y la barbilla alzada.

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Resollaba de forma alarmante, como si lefaltara el aire.

—Hoy ha sido el peor día de mi vida —refunfuñó.

—Oh, non, non, non. No digas eso. Estoysegura de que… —empecé a decir.

—¡Digo lo que me da la gana!Empezó a subir las escaleras hacia su

habitación. Se aferró a la barandilla unosmomentos, con el pecho subiendo y bajandode forma agitada. Entonces, con cuidado,dejó el saco de bolas de petanca en elsegundo peldaño y dio media vuelta. Enfilóhacia el comedor, se hundió en una silla ylimpió el hule con el brazo como si barrierauna mala experiencia.

Me senté a su lado.

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—¿Por qué no me cuentas lo que hapasado?

Pascal alzó la cabeza despacio y me miró.—El color de tus mejillas es como un

melocotón de Cézanne.Apoyé la mano en su brazo.—¿Para qué es ese ajo? —me interesé.—Para el daube.—Hoy no toca. Es un plato de principios

de invierno. Espera hasta noviembre.—De acuerdo, pero aún falta mucho.Oculté la cara para que no pudiera leer

mis pensamientos, solo por prevención. Enlugar de eso, debería haberme dado cuentade que la queja de Pascal revelaba sus ganasde vivir.

Clavó la vista en sus manos temblorosas.

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—Ni una sola bola de petanca. No podíadisparar ni apuntar hacia donde quería. Mehan llamado de todo, incluso Aimé. Me heinclinado para apuntar y me han fallado lasrodillas. Me he dado de bruces, y Aimé meha tenido que ayudar a ponerme en pie.

En esa época, Pascal solo iba a jugar a lapetanca una vez por semana. Aunque sesintiera fatigué —un estado más grave que elpeu fatigué, pero todavía no très fatigué—, noera suficiente como para que no saliera decasa. Avergonzado, humillado, quizás inclusotemeroso, se cubrió la cara con ambasmanos, como si el mundo entero se hubieracebado en él sin piedad.

—¿Y no te ha pasado nada positivodurante el resto del día?

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Pascal se quedó pensativo unos instantes.—Solo una cosa. Aimé ha dejado de

humillarme después de ayudarme alevantarme del suelo.

Aquella reacción infantil en laspostrimerías de su vida me provocó unacálida sensación maternal.

—Lo persiguieron. ¿Te lo había contado?—¿Han perseguido a Aimé?—Persiguieron a Cézanne. Un grupo le

lanzó piedras, y también a sus cuadros. Lellamaron imbécil y otros insultos peores.

—No es posible.—¿Cómo lo sabes? Tú no estabas allí. Yo

lo vi.Mientras yo machacaba los dientes de ajo,

dejé que Pascal descargara su furia. Utilizaría

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tomates, cebollas y aceitunas verdes en lugarde peladura de naranja y anchoas, y vinoblanco en vez de vino tinto, y lo llamaríaboeuf à l’arlésienne, en lugar de daube.

—¡Qué hombre tan noble! —murmuróPascal—. Dedicó su vida al arte, ¿y quéobtuvo a cambio? Desprecio, insatisfacción,agotamiento.

Unos puntitos luminosos aparecieron ensus pestañas húmedas; después, unas grandeslágrimas redondas rodaron por sus mejillas.Fui al umbral de la puerta que daba al patioe hice una señal a André para que entrara. Sesacudió el serrín de la ropa, observó a Pascaly se sentó junto a su abuelo. Apoyó la cabezaen el hombro de Pascal y le recordó cómo,cierta vez, él, Pascal, le había construido una

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barquita de madera y la había equipado conun pañuelo a modo de vela y un cordel, paraque André pudiera arrastrarla y hacerlanavegar en el estanque del palacio deLuxemburgo en París.

—Lo recuerdo. —Pascal resopló, con larespiración entrecortada—. Todavía ibas conpantalones cortos. Te caíste, te pelaste larodilla y soltaste el cordel. Tuve quemeterme en el estanque, con ropa y todo,para recuperar la barca.

—Sí, con tus pantalones de domingo.—¡Qué vida más cruel! —Un suspiro se

escapó de lo más profundo de su ser—.Regresé a Rosellón porque quería sentirmejoven de nuevo, con mis buenos amigos, y

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ahora me siento viejo. ¿Cómo es posible,André?

Contuve la respiración, esperando,cuestionándome, mientras André buscaba laspalabras. Al final respondió:

—Así es la vida.

La primavera y el verano de 1938 dieronpaso al otoño, la estación en que seacortaban los días, cuando las cigarrasdejaban de entonar su cantinela deapareamiento, ponían los huevos bajo tierray morían. Los granjeros dejaban los camposen barbecho. Los higos negros desaparecíande los tenderetes en los mercados,reemplazados por los higos de Marsella, a los

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que Pascal llamaba «las pelotas del papa», yreía como un niño travieso ante mi expresiónconsternada.

Tres días consecutivos de lluvias enviarona Pascal y a André al café más temprano quede costumbre, donde renegaron a destajomientras tomaban el apéritif. Volvieron a casahablando de temas de hombres, como de lacaza del jabalí en los montes de Vaucluse,mientras mis apreciaciones femeninas sobrelos pétalos quedaban medio año relegadas.

Había días molestos, días pesados, díasturbulentos. Los hábitos de Pascalempezaban a irritarme. Sorbía su grand caféy se enjugaba con él la boca antes detragárselo, y dejaba el tazón de nuevo sobrela mesa con un golpe brusco, salpicando y

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manchando el hule. La comida se le quedabacolgando del bigote. Era desagradablelimpiarle la boca, así que le ofrecí recortarleel bigote. Él reaccionó con un arrebatoinfantil y rompió a llorar. Mi intención nohabía sido ponerlo en evidencia.

Pascal no paraba de carraspear y de usarla muletilla: «Escúchame, Lisette», yentonces me exigía que dejara cualquier cosaque tenía entre manos, incluso cuando lo queme quería contar era insignificante.

Por lo visto, superó la humillación, porquereanudó sus visitas al campo de petanca,aunque sospecho que solo iba comoobservador. Me fijé en que monsieur Voisin,el dueño de la cafetería, había colocado unasilla con brazos junto al banco de los

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jugadores para que Pascal pudiera ponersede pie sin ayuda de nadie. Tras la primeraseñal de un cambio de tiempo, más frío,insistí para que saliera con el abrigo deinvierno. Él armó un gran revuelo: dijo quelo abrigaba demasiado, como si fuera sanJorge en su misión de salir a matar aldragón, pero al final cedió.

Una vez fue al café para jugar a la belote yregresó a casa rezongando, colgado del brazode un individuo que no reconocí. André ledio la bienvenida como si fuera de la familiay me lo presentó como Bernard Blanc, elalguacil del municipio, cuyo territorioabarcaba el pueblo y las granjas, los camposde frutales y los pastizales vecinos. André leinvitó a pasar.

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—He encontrado a Pascal tambaleándoseen la plaza del ayuntamiento, así que hepensado que sería mejor que lo llevara devuelta a casa —nos contó el hombre.

—Muchas gracias. Todo un detalle por tuparte —contestó André.

Irritado, y quizás incluso avergonzado,Pascal se zafó de la garra del alguacil, sederrumbó sobre una silla y dijo:

—Pues ya que estás aquí, jovencito, echaun vistazo a los cuadros.

Él accedió. Admiró las obras, una trasotra. Era tan alto que tenía que ladear lacabeza para verlas. No dijo nada mientrasAndré y Pascal lo observaban con interés.

—Bonita colección. ¿Son de pintoresconocidos?

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—¡Más que conocidos! ¡Famosísimos! —bramó Pascal—. ¡Pissarro y Cézanne!

El alguacil asintió con la cabeza, como sireconociera los nombres, aunque tuve laimpresión de que no era así. Trascurridosunos minutos, André lo acompañó a la puertay se despidió de él al tiempo que volvía aagradecerle la atención.

André y Maurice trasladaron la cama dePascal al piso inferior porque se quejaba deque le dolían las nalgas cuando se sentaba enlas duras sillas de madera. Yo me angustiabaal ver que se pasaba casi todo el díadurmiendo, con una respiración pesada ygrave, como unos guijarros vertidos en un

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frasco, con la boca abierta, la cabeza ladeaday la baba que le oscurecía la camisa. Andrésiempre estaba, o trabajando en el patio, oen Aviñón. Si yo faltaba, ¿quién seaseguraría de que Pascal se alimentaríadebidamente? ¿Quién lo bañaría y loafeitaría, le frotaría los pies, le pondríapaños fríos en la frente cuando tuvierafiebre? ¿Quién se sentaría con él y loescucharía con una infinita paciencia? Mipresencia en aquella casa estaba más quejustificada. En esos momentos, era tierrasagrada.

Una vez, Pascal puso a prueba suequilibrio y cruzó la estanciabamboleándose, hacia mí.

—No regresaréis a París antes de que…

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—No, Pascal. Nos quedaremos contigo.—Serás otra vez feliz, en la capital.—Ya soy feliz aquí, contigo.—¿Cuántos años tengo?—¿En qué año naciste?—En 1852.—Entonces tienes ochenta y seis años.—¡Ochenta y seis! —exclamó—. ¿Quién

habría imaginado que viviría tanto tiempo?—Y que todavía serías tan guapo.—¿Cuántos años tienes?—Veintidós. Veintidós en noviembre.—Quiero pedirte algo, minette.—Lo que quieras.Su rostro se tiñó de timidez y me acarició

la mejilla.

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—¿Puedes llamarme «papá»?—Sí, papá. No me importa llamarte papá.Pronuncié la palabra con suavidad. Me

sonaba extraña y a la vez correcta. Norecordaba haberla pronunciado nunca antes,desde luego no se la había dicho al padrefantasma que me abandonó en el orfanatocomo si fuera un saco de trigo y que luego semarchó a un país lejano y murió allí, con mimadre.

Supimos que había llegado el inviernocuando el silencio de la campiña se vioalterado por los disparos sordos de lasescopetas de los cazadores y los estridentesladridos de los perros. El olor a maderaquemada en las viñas y el aroma de lasaceitunas prensadas se elevaba hasta nuestra

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colina. En el musgo de la fuente del pueblose formaron cristales de hielo, un indicio deque nos esperaba un invierno más duro queel año anterior. Más mistrales. Esta vez másfríos.

Pascal normalmente se sentía cómodo conlas ventanas abiertas en invierno, pero ahorase quejaba de que hacía tanto frío en la casacomo lo recordaba en la mina. Se quedabadormido respirando aire frío y se despertabatosiendo; con gran dificultad me explicaba através de sus labios amoratados de frío quela mina se le había caído encima.Contradecirlo provocaría que se enfadara oque se sintiera ridiculizado.

—¡Eso es terrible! Grâce à Dieu que hassobrevivido —contestaba yo, permitiéndole

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disfrutar de su momento imaginario detriunfo ante la muerte.

El anciano cayó en un estado deensoñación. Nombraba los tintes elaboradoscon los ocres de Usine Mathieu, la fábrica enlos confines de Rosellón.

—Rouge pompéi, fleur de guesde, cuir deRussie. Los vendía todos en París. Jaunenankin, prune de monsieur, désir amou reux.

Yo le decía que me encantaba oír esosnombres.

—Maurice era mucho más joven, así quetuvo que esperar unos años hasta que tuvoedad para trabajar. Ya que podía usar el picotanto con la mano derecha como con laizquierda, le asignaron el puesto de abrir lavía, como un capitán, cavando en el punto

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más alejado de nuestra galería. El resto denosotros cincelábamos, escarbábamos yextraíamos el mineral de las paredes. Quincemetros de altura, tenían esos túneles.Construíamos unos arcos perfectos, así queno necesitaban soportes de madera, y siobservabas una galería desde arriba, cadaarco parecía más pequeño que el que estabamás cerca. Parecía una catedral, Lisette, ynosotros la habíamos construido. Incluso lavida de un minero vale la pena, si sabesreconocer la belleza bajo tierra.

—Entonces la mina era una muestra de tutrabajo —puntualicé.

Él asintió, satisfecho con mi comentario.—Había murciélagos allí abajo. Nos daban

unos sustos de muerte cuando pasaban

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volando, rozándonos las cabezas. —Riodivertido con aquel recuerdo, pero su sonrisaapenas duró un segundo. Su expresión seoscureció—. Ahora están cerrando las minas.Y no me digas que no. No se ven tantoshombres de vuelta a casa con la ropacubierta de ocre. Eso no puede ser bueno.

Una mañana, Pascal dio un golpe secocuando dejó el tazón de café sobre la mesa yse incorporó con premura.

—Me voy a las canteras de ocre. A estahora, los colores brillan de una formaespectacular.

—No, papá. Los barrancos son demasiadopeligrosos.

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—¡No me digas lo que he de hacer! ¡Y nome sigas!

Rompí a llorar.—Eres demasiado sensible —me reprochó

antes de cerrar la puerta de un portazo.André estaba en Aviñón, restaurando la

imponente mesa minuciosamente labrada delcomedor del palacio papal, y regresaría conlas dos primeras de las veinticuatro sillastalladas, para restaurarlas en casa. Era unencargo importante. Se había marchado en elautobús de Maurice, pero no volvería hastael día siguiente. Me sentía angustiada ante laimpulsiva majadería de Pascal, así que mearrebujé en mi abrigo y salí tras él.

Podía estar en cualquier lugar: en el café,en la pista de petanca, en la boulangerie,

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hablando con Odette y René, que a menudole daban una rebanada de pan de aceitunastodavía caliente. Bajé la cuesta corriendo yasomé la nariz en los locales donde supuseque podía estar. Las canteras se hallaban unpoco más lejos de la parte baja del pueblo,en la zona de los escarpados desfiladeros decolor ocre. Primero subí la pendiente, pasépor delante del cementerio hacia lospromontorios, luego descendí y me adentréen aquel terreno desconocido. Comprendípor qué él quería ir allí a esa hora tempranade la mañana: las montañas brillaban condestellos de ocre dorado, naranja y el rojo dela paprika. Si Pascal se alejaba demasiado,no conseguiría dar con él, y probablemente a

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él le costaría mucho subir de nuevo hasta elpueblo.

Resbalé en algunos puntos todavíamojados por la lluvia reciente, y me manchélos zapatos con barro naranja. Asustada, gritésu nombre. Pascal había desaparecido.Necesitaría la ayuda del alguacil Blanc.Regresé al pueblo para preguntar por él en elayuntamiento.

Al pasar por delante del cementerio, tuveuna corazonada y eché un vistazo a través delas adelfas, luego atravesé la puerta dehierro pegada a un alto y solitario ciprés,que proyectaba una sombra gris, como unamortaja, sobre la tumba más próxima. Elviento azotaba las copas de los pinos ysacudía las hojas en el campo de olivos más

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allá de las tumbas. Todo roussillonnais sabíael lugar donde descansarían sus restos. Allado de una adelfa cimbreada por el viento,descollaba la cripta de la familia Roux,iluminada por los rayos de sol. Pascal seinclinaba hacia delante, con las palmasapoyadas en la losa. Respiraba con dificultad.

Me acerqué despacio. Sus zapatos noestaban cubiertos ni de polvo de ocre ni debarro naranja. O bien se había acobardadoante la idea de bajar por los riscosescarpados, o bien había cambiado de idea.

—No deberías haberme seguido —murmuró al notar mi presencia, sin apartarla vista de la tumba—. Pero sabía que loharías.

—Estaba preocupada, papá. No tengo

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—Estaba preocupada, papá. No tengofuerza para ayudarte a levantarte, si te caes.

—No lo puedes controlar todo, Lisette.Has de dejar que las cosas sucedan.

Pascal dio unas palmadas a la losa y rio.—No estaré en esta caja. Prefiero seguir a

Cézanne allí donde él esté, y llevar sucaballete, sus lienzos y pinturas, para quepueda pintar sin trabas la inmensidad delcielo. Tan vasto, tan infinito que resultaimposible armar un marco para esa obra. Alotro lado hay unos colores preciosos que nopodemos imaginar desde este lado. Eso eralo que decía Cézanne. ¡Oh, qué días másfelices nos esperan!

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El estado fatigué dio paso al très fatigué, ycostaba mucho sacar a Pascal de la camapara que saliera al retrete del patio. Al final,hacía sus necesidades en un orinal, tumbado,con mi ayuda.

—Te agradezco tus muestras de amor,propias de una hija. Eso hará que el final seamás llevadero. —Soltó un suspiroentrecortado—. Pero aún tengo muchashistorias que contarte. En particular, sobreCézanne. ¿Puedes traerme mis notas?

Cuando se las llevé, dijo en el acentoprovenzal que usaba cuando hablaba deCézanne:

—Eh, bieng. No te he contado la anécdotadel cuadro llamado Los jugadores de cartas.Dos provençaux que juegan una partida de

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belote en una pequeña mesa con una botellade vino en medio. Quizá la botella era elpremio para el ganador. A mí me gustaba esejuego, pero nunca tenía suerte a la hora desacar las cartas correctas de la pila; no, noera un buen jugador.

Maurice llegó en ese momento paratraernos miel de sus colmenas.

—Con esto te sentirás mejor. Mis abejasson descendientes de las que revolotean porel romero en el jardín del palacio papal, enAviñón.

—¡Ah, benditas abejas! ¡Figúrate! —exclamó Pascal.

Maurice arrimó una silla a la cama parajugar una partida de belote. Empezaron abromear en un tono sosegado, sin

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estridencias, sobre quién ganaría y quiénhabía vencido en la última partida.

—¿Te lo había contado alguna vez? Yoposé para uno de los jugadores de cartas deCézanne, el del sombrero con las alasdobladas hacia arriba, como el mío.

Pascal me buscó la mano mientras yodepositaba un cuenco con almendras sobre lacama; me fijé en que el morado que se habíahecho un mes antes en la mano habíaadoptado un tono amarillo verdoso. Meagarró la muñeca con fuerza.

—Me crees, ¿verdad que me crees?—Sí, papá.—Eres una buena mujer, Lisette.

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Pascal no se quejaba cuando sentíanáuseas o dolor. Simplemente decía:«Tráeme el tercer Pissarro» o «Quiero ver elbodegón», y yo sabía que deseaba perderseen un cuadro. Sospechaba que su estudioabsorto, su búsqueda de cierto aspecto encada pintura que no había detectado antes, lepermitía olvidarse de las molestias. Yo teníaque sostener el cuadro delante de él, conmarco y todo, a los pies de la cama, mientrasél se inclinaba hacia la escena hasta que ledolían los brazos.

Cuando sostuve Los tejados rojos, dePissarro, el cuadro más grande, Pascalmurmuró:

—¡Qué árboles frutales más bellos!¿Sabías que esos grumos de pintura que

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sobresalen del lienzo captan la luz en susbordes superiores y crean pequeñas sombrasdebajo de ellos? No se trata de un accidente,Lisette. ¡Eso es ser un genio!

Incluso en aquel estado, Pascal me estabadando lecciones para que me fijara en losdetalles. Pero, además, se estaba despidiendode cada uno de los cuadros.

Tras una larga reflexión, comentó:—Con Pissarro siempre he buscado una

historia en sus pinturas. La joven con lacabra, ¿adónde iba? ¿Por qué estaba sola?Pero con Cézanne no había ninguna historiaen sus escenas o en la fruta. Las manzanas ylas naranjas eran importantes por sí mismas.Tuve que aprender a observarlas como elresultado de la forma de ver del pintor. Me

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obligué a no plantearme cuál de losjugadores de cartas ganaría la partida. Con elacto que estaban realizando bastaba.

Nervioso, se agitó en la cama, en unintento frustrado de levantarse sin ayuda.

—Si pudiera postrarme en señal deadoración, lo haría. Arrodíllate por mí,Lisette. Llama a André.

Salí al patio.—Será mejor que vengas.Cuando André entró, Pascal dijo:—Arrodillaos delante de la fruta de

Cézanne. Os diré las palabras que tenéis quepronunciar.

André y yo nos miramos el uno al otro,perplejos ante tal exigencia. Él se arrodilló.Yo me arrodillé. Él me cogió la mano.

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—Muy bien. Ahora repetid: «Amaremos,de todo corazón, estos cuadros tal y comonos amamos el uno al otro».

La expresión de André demostraba queestaba sorprendido por la ceremonia dePascal, por ese voto tan innecesario. Pese aello, para complacer a su abuelo, empezó arecitar, y yo me uní:

—Amaremos, de todo corazón…La cara cetrina de papá brilló de alegría.—Perfecto. Ya son vuestros. Hélène

estaría feliz si lo supiera. —Tras unosmomentos, agregó—: Quizá lo esté.

Incapaz de hablar, André le dio un beso enla calva.

—Solo te pido una cosa, André.¿Repararás los reclinatorios de la iglesia

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antes de regresar a París? Hélène sueleclavarse astillas cuando se arrodilla.

—¿Quién es Hélène? —gesticulé con loslabios, pensando que debía tratarse de sudifunta esposa.

André se limitó a contestar en actitudsolemne:

—Sí, lo prometo.Regresó al patio. A través de la ventana,

vi que, durante un rato, André no cogió elmazo ni el cincel, ni siquiera un lápiz.

Después de una hora melancólica, Pascalmurmuró:

—Hoy he fallado, Lisette. Es una tareaque debería haber puesto en el primer lugarde mi lista. Hoy no te he ofrecido ningunamuestra de cariño; solo he amado los cuadros

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y mis recuerdos. Te he dado órdenes y nadamás. Lo siento.

—No pasa nada, papá. Ya sé que mequieres. Cuéntame más cosas sobre Cézanne.

—¿Te he dicho que volví a Aix otra vez?Había ahorrado un poco de dinero por unavez en la vida, y quería comprar un cuadropagando como era debido, de formalegítima, con francos. Quería ayudar aCézanne. Sabía cuál sería: Los jugadores decartas. Pensaba pedirle que me revelara elingrediente básico para que un cuadro seagenial.

»Cuando llegué, no quedaba ni una solapintura. El ama de llaves estaba limpiando elespacio vacío. Me dijo que había llegadodemasiado tarde, que hacía dos semanas que

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Cézanne había muerto. Por lo visto, estabapintando de nuevo la montaña Sainte-Victoire cuando lo pilló un chaparrón. Sedesplomó en la carretera; lo encontró elconductor del camión de la lavandería.Murió al cabo de una semana.

Pascal sacudió la cabeza con pesar.—Le pregunté al ama de llaves adónde

había ido a parar el cuadro de Los jugadoresde cartas, y ella me contestó que almarchante Vollard, como todos los demás.

Papá alargó un brazo enjuto hacia mí ymovió los dedos, buscando los míos.

—Aquí tienes una lección fundamental,Lisette: haz siempre lo más importanteprimero.

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Aquella noche, mientras Pascal meobservaba desde la cama medio adormilado,y André estaba en el café para tomar unapéritif con otros hombres, la quietud en lacasa invitaba a reflexionar. Tomé una de lashojas del papel rugoso que utilizaba André yescribí en la parte superior: «Lista de votos ypromesas de Lisette».

¿Qué era importante para mí?

1. Amar a Pascal como si fuera mi padre.2. Ir a París y encontrar Los jugadores de

cartas, de Cézanne.3. Hacer algo bueno por un pintor.

4. Averiguar los ingredientes para que uncuadro sea genial.

Alcé la vista hacia la pintura de Pissarro y

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Alcé la vista hacia la pintura de Pissarro yme fijé en el tono azulado del vestido de lajoven, tan bonito, junto a la cabra blanca.

5. Confeccionarme un vestido azul, del colordel Mediterráneo en una soleada mañana de

verano.

Después de aquel día, nos instalamos enun periodo de desapacible espera. André y yonos abrazábamos con más fuerza por lanoche. Una vez le pregunté:

—¿Cuáles son los ingredientes para queuna persona goce de una buena vida?

—Amor y coraje.Yo sabía que sentía mucho amor y que era

correspondida en la misma medida, pero¿tenía coraje? ¿El hecho de ser testigo del

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declive de la vida de Pascal era una forma dedesarrollar coraje frente a algo que todavíaestaba por llegar?

En Le Petit Provençal, el periódico de lalocalidad, se palpaba la creciente tensión. Lastropas alemanas habían invadidoChecoslovaquia. No se lo dijimos a Pascal,pero probablemente él lo leyó en algúnperiódico. Todas las cartas de Maximeinformaban sobre acciones contra el artedegenerado. Tampoco le decíamos nada aPascal al respecto. En una carta, Maximeescribió:

Mis estimadísimos amigos:

Solo tengo unos minutos para escribiros. No sé

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Solo tengo unos minutos para escribiros. No sési os habrá llegado la noticia en el sur, pero en elLouvre están guardando las obras de arte en cajasselladas para esconderlas. Las galerías se vanvaciando una a una. Yo me he ofrecido voluntariopara embalar las obras. Estos grandes espaciosdesiertos, sin mis viejos amigos colgados en lasparedes que ocupaban, son fríos, deprimentes.Trabajamos sin tregua; estamos agotados yabatidos. Nuestras voces resecas resuenan en lasparedes vacías. Solo dormimos unas tres horaspor noche. Esta será la única oportunidad en mivida de pasar una noche en el Louvre. Muypronto habrá más letreros de «No pasar» quepinturas.

Hace un año, la exposición Entartete Kunst, enla que se buscaba ridiculizar deliberadamente elarte degenerado, fue solo el principio. Hace poco,los voluntarios nos hemos enterado de que hanconfiscado dieciséis mil pinturas contemporáneas

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de museos alemanes para subastarlas en Lucerna.Temo por Francia.

He de ponerme a embalar de nuevo. Loscamiones de la Comédie-Française estánesperando como si fueran oscuras fauces aengullir las cajas que cargamos. Cuidaos mucho.

MAXIME

Fuese cual fuese el monstruo que acechabaen el horizonte, André esperaba que nosacara las garras hasta que Pascal ya noestuviera en este mundo. Él sabía que elejército alemán había entrado en Austria yque había invadido el país la primaveraanterior, y eso lo había sumido en unprofundo pesimismo. A partir de esemomento, no le mencionamos nada quepasara allende los confines de Rosellón. Eramejor que falleciera en paz.

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Una mañana de mayo de 1939, cuandohacía dos años que conocía y quería a Pascal,André y yo nos sentamos a cada lado de lacama mientras el anciano hacía enormesesfuerzos por articular alguna palabra.

—Dadle mis bolas de petanca a Maurice.Recordadle que hubo un tiempo en que lehacía morder el polvo. —Su boca se torció enuna leve sonrisa. Tras una larga pausa,murmuró—: Una buena vida. Cuidaosmutuamente, y dejad que las pinturas cuidende vosotros.

Pareció que el tiempo se detenía por unosmomentos, mientras el triste canto de laalondra se extendía por la habitación. Conserenidad, en una paz perfecta entre el

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pasado y el futuro, que se mezclaban en unpresente eterno, Pascal añadió:

—Pero creo que unos cuantos se quedaránpara siempre aquí conmigo, en Rosellón.

A continuación, con un suspiro suave,satisfecho, se adentró en la morada de losmuertos.

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LIBRO SEGUNDO

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Capítulo diez

La carta de Maxime

1939

¡Un día fuera del pueblo! Con másmonedas en la mochila de tela que las quellevaba en el bolsillo los días de mercado enRosellón. Me acerqué a la plaza Pasquier,donde la gente subía al autobús de MauriceChevet para realizar el corto trayecto hastael mercado del sábado en Apt, la localidadmás importante de la región. Detrás delpintoresco autobús, Maurice enganchó unaplataforma para transportar piezas delmotor, latas de aceite, muebles, conejos

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enjaulados y cualquier cosa que una personaquisiera llevar.

Hacía tiempo que guardábamos luto porPascal, y André pensó que me animaría pasarun día sola, fuera del pueblo. Le habíanpagado por la restauración de la imponentemesa labrada del comedor del palacio papal,y seguía enfrascado en la restauración de lasveinticuatro sillas a juego, un proyectolucrativo que nos mantenía atados aRosellón. Por primera vez desde quehabíamos llegado al pueblo, él no se sentíapresionado por la escasez de dinero, y yo memoría de ganas de perder el pueblo de vistadurante unas horas.

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Cuando Maurice me vio en la plaza, mesaludó con el entusiasmo de alguien a quienhace mucho tiempo que no ves.

—Adieu, Lisette! ¿Vas a comprar pastis?—¡Se equivoca, monsieur!—Entonces, ¿un nuevo vestido para la

señora? ¿Unas alpargatas?—Un mantel de algodón.Quería reemplazar el viejo hule

descolorido de la mesa del comedor,agrietado por los cantos.

—Eh, bieng. ¡Un mantel provenzal! Teaconsejo que mires bien en todas las paradasantes de comprar.

En el autobús, Aimé Bonhomme, elcompañero de petanca de Pascal y secretariodel ayuntamiento, apartó el bombín del

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asiento a su lado y me hizo una señal paraque me sentara. Yo acepté la invitación.Aimé y el alcalde Pinatel, que estaba sentadodetrás de él, me comentaron con una sonrisasocarrona que iban a Apt por negociosoficiales, pero era sábado, así que no los creí.Supuse que les apetecía salir de Rosellón porun día. En cambio, sí que era probable quemessieurs Cachin y Voisin fueran al mercadopara proveerse de productos para la tienda yla cafetería.

—Vamos a comprar tapones de corcho —gorjeó Mimi, la hija pequeña de MélanieVernet, la esposa del viticultor—. ¡Muchostapones!

El autobús traqueteaba sobre la sinuosacarretera, balanceándose en exceso en las

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curvas. Todo el mundo apretabainstintivamente un freno imaginario con elpie. Con voces agitadas, algunos pasajerosespeculaban acerca de si Hitler se detendríaen Polonia o si Francia sería la siguiente encaer. Para cambiar de tema, le pregunté amonsieur Bonhomme desde cuándo existía elmercado semanal en Apt.

—Oh, no mucho. Unos ochocientos años.—¿Me toma el pelo, monsieur?—¡Oh, no, madame! Los romanos

construyeron las arcadas donde montan lostenderetes. Los cruzados se aprovisionabanen Apt. Los señores feudales, los encargadosde las compras para los condes provenzales,los subordinados papales cuando Aviñón erael centro de la iglesia, todos iban a Apt a

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comprar, a negociar o, simplemente, asocializar.

Dejamos atrás los campos de cultivo quebordeaban el río Calavon, prácticamenteseco, y campos de judías verdes emparradas.Un pueblo abandonado en lo alto de unacolina tenía una réplica en la base de lamontaña, como si lo hubieran trasladadointacto.

Todos los residentes de Apt y de lospueblos cercanos parecían estar en la calle:pequeños burgueses vestidos con traje yzapatos de cuero, obreros con monos detrabajo de color azul, y mujeres confloreados vestidos de algodón. Mélanie, quetenía unos pocos años más que yo, se colocójunto a mí y me pidió que no me apartara de

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su lado. Descubrí su habilidad a la hora deabrirse paso entre la multitud a base decodazos, hasta que por fin lograba colocarseen primera línea en los tenderetes de frutas yhortalizas, en los puestos callejeros dehierbas y especias, de aceite de oliva yvinagre, y de queso. Probablemente, todoslos productos eran de la localidad.

—El truco está en comprar a primera horalos productos que están marcados con unprecio fijo, y luego, con más calma,dedicarte a los que tienen margen pararegatear —me aconsejó Mélanie.

En un tenderete donde vendían enseres demadera, mochilas de tela, lámparas de aceitey otros productos básicos para el hogar,aspiré el dulce aroma de los jabones de

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lavanda artesanales. No estaban envueltos enpapel, pero llevaban el nombre «l’Occitane»estampado, una marca desconocida que mepareció curiosa. Mélanie compró dos sacosde corcho. El vendedor dibujó una cara en untapón y se lo regaló a Mimi.

Después de dejar los sacos en el autobúsde Maurice, Mélanie me condujo calle abajohasta los coloridos tenderetes de mantelesdispuestos en hilera, uno detrás de otro.¡Qué vistosos! Con estampados de flores degirasol, lavanda, uvas, aceitunas, trigo,incluso cigarras. Mimi bailaba entre las telas,jugando con el tapón de corcho como si fuerauna muñequita.

—¿Cuál te gusta más, Mimi?

—¡Este! ¡No! ¡Este! ¡El de las uvas, como

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—¡Este! ¡No! ¡Este! ¡El de las uvas, comoen la viña de papá!

Comentamos los aciertos de cada uno,frustrada ante la indecisión de cuálquedarme. Al final elegí uno, y Mimi semostró de acuerdo. Flores de girasolamarillas, algo que no teníamos en París.Con las recomendaciones para comprar deMélanie, me sobró dinero.

—Gástatelo —me aconsejó—. ¡Nunca sesabe cuándo conseguirás más!

Así que me compré un sombrero de pajacon el beneplácito de Mimi, un par dealpargatas rojas, y un número de la revistaModes et Travaux, que incluía patrones decostura. No había nada como un día de

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compras para convertir a dos mujeres y auna niña en tres buenas amigas.

Entusiasmada con la idea de mostrarle aAndré mis compras, irrumpí en casa, extendíel mantel y me aparté unos pasos paraadmirarlo. De repente, me fijé en las paredesvacías, sin cuadros, sin marcos. Una terribleconfusión se apoderó de mí. André entró delpatio y lo interrogué para saber qué habíahecho con ellos.

Apartó una silla de la mesa y me invitó asentarme.

—No los habrás vendido, ¿verdad?—Jamás haría tal cosa. Los he escondido.—¿Dónde? ¿Por qué?—Aquí no están a salvo. Mucha gente del

pueblo los ha visto. Pascal hablaba a todo el

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mundo de sus obras. No lo culpo; lo hacíamovido por un inocente entusiasmo, que loempujaba a querer compartir su pasión concualquiera, pero se avecinan tiemposdifíciles. La gente necesitará comida y otrascosas de primera necesidad. El mercadonegro será despiadado; la escasez y elsufrimiento pueden cambiar a cualquiera.Los amigos tienen amigos secretos quepueden ser traficantes en el mercado negro.El arte puede intercambiarse por objetos queya no se encuentran con facilidad. Y, derepente, se pierde la pista de los cuadros. Nopuedo fiarme de nadie.

—¿Ni de mí? ¿No puedes fiarte de tuesposa?

—Me fío de ti, pero es mejor que no lo

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—Me fío de ti, pero es mejor que no losepas. Si alguien te viera hurgando en unlugar inusitado… Podrían atar cabos.

Torturada por su secretismo, examiné lasparedes vacías y contuve las ganas de llorar.

No se trataba solo de que me ocultaradónde los había escondido. Sentía un dolormás intenso, más profundo, porque habíacreído que André no tenía secretos para mí.En cambio, él albergaba pensamientossecretos, planes secretos. Por más que medijera, había cosas que callaba. Quizá loshabía vendido; quizá los habían robado y sehabía inventado la excusa para apaciguarme.¿Era una decisión acertada por su parte, nocontar conmigo, haber hecho planes sinconsultarme?

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Me pasó una carta de Maxime.

27 de agosto de 1939

Camarada:Lee esta carta dos veces; luego quémala.

Esconde los cuadros. Por aquí circulan rumores.Están adecuando las estaciones de metro parautilizarlas como refugios antiaéreos. Si losalemanes entran en Francia, Dios no lo quiera,todas las obras de arte en nuestro país correránpeligro —tanto las que todavía quedan en losmuseos como las que están en coleccionesprivadas—. Todos los museos de París sinexcepción han cerrado hoy sus puertas. Elmercado de arte es un verdadero caos. Todos losdías, los trabajadores del Louvre se enteran deplanes perversos para vender a toda prisapinturas a alemanes y a cualquiera dispuesto acomprar con tal de salvar obras importantes de ladestrucción. En aquella subasta en Lucerna,

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monsieur Laforgue pujó para salvar unautorretrato de Van Gogh y el Bebedor de absenta,de Picasso, pero su oferta fue superada en amboscasos. Se pujaba febrilmente por cuadros deMatisse, Braque y Klee, sacados de los propiosmuseos alemanes, y los beneficios se destinaban alpartido nazi.

La primavera pasada, el cuerpo de bomberos deBerlín quemó mil óleos y cerca de cuatro milacuarelas y dibujos que la Cámara de Cultura delReich consideró sin valor internacional ocensurables, para «purificar» el mundo del arte.Es horrible. Si una pintura está en la línea de losobjetivos de Hitler, aduladores hambrientos deposiciones de prestigio los roban y se los regalan,para comprar favores con arte. De un modo uotro, los propietarios pierden sus cuadros.

Si los alemanes toman París, nada estará asalvo. Esconde los cuadros, André, y escóndelosbien. No se lo digas a nadie.

La gente aquí teme lo peor. Nos hemos de

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La gente aquí teme lo peor. Nos hemos dealistar juntos o nos reclutarán por separado. Vena París. Es mejor que luchemos hombro conhombro para salvar los tesoros de nuestro país,nuestro patrimonio, nuestras ciudades, nuestraidentidad y nuestra libertad. En dos palabras:salvar Francia.

Dale un beso a jolie Lisette de mi parte. Venpronto.

MAXIME

—¡Oh, André!De repente, noté una terrible sequedad en

la boca. Le devolví la carta. La leyó una vezmás, alzó la tapa redonda del hornillo yalimentó las llamas con el papel. Al ver cómolas puntas se retorcían y cómo la letra deMaxime se volvía ceniza, imaginé los

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sentimientos de André y de Maxime, lo queconsideraban que tenían que hacer.

Leímos el recorte del diario de París queMaxime había incluido sobre la Kristallnacht,la noche de los cristales rotos, acaecida diezmeses atras, en la que se produjeron brutalesataques a sinagogas y comercios judíos enAlemania, y en algunas ciudades de Austria.Unos treinta mil judíos alemanes y austriacosfueron detenidos y deportados a campos deconcentración.

Aquella noche cenamos en silencio,consternados, siguiendo con la vista elrecorrido del tenedor hasta la boca. Cadasegundo de silencio aumentaba mi miedo.Algo estaba cambiando. La irrupción denuestros pensamientos paralelos horadaba

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nuestra convivencia, y por la diminuta grietase coló una incisiva tristeza. Mis ojosexpresaban lo que no podía decir conpalabras: «No vayas».

André me acarició el hombro cuando sepuso de pie. Indeciso durante un momento,dejó la mano apoyada allí, antes de ponersela gorra. Yo también me levanté y agarré elchal.

—No, Lisette. Quédate aquí —susurró conuna gran dulzura antes de ir al café.

André iba allí todas las noches, desde queHitler había ocupado Checoslovaquia, paraescuchar la radio y charlar con los hombresdel pueblo sobre las posibilidades de que elejército alemán entrara en Francia. ¿Cómoera posible que no entendiera que yo

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también quería oír la información de primeramano, directamente de la radio?

Intenté recordar la carta de Maxime: todasaquellas pinturas convertidas en una pila deceniza, el mundo del arte de Francia y de missueños hecho añicos, la esperanza quebrada.Gracias a Dios que Pascal no se habíaenterado. Lavé los platos y me acosté, con unfrío que me helaba hasta los huesos, enaquella noche de verano.

Al día siguiente, un domingo, realizamosnuestras labores en silencio. Escudriñé lacara de André durante la cena antes de quese fuera al café: lo único que vi fue unaenorme preocupación. Me acosté sola. Me

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desperté cuando los zapatos de Andrégolpearon pesadamente el suelo. Bajo lasábana, me estrechó entre sus brazos. Elaliento le olía a cerveza.

—De Gaulle ha declarado la guerra —anunció.

Era el 3 de septiembre, una fechaimposible de olvidar. Me acarició el pecho,pero no me tocó como hacía la mayoría delas noches antes de hacer el amor. Nosquedamos tumbados sin movernos, con unpeso demasiado opresivo en el corazón comopara pensar en juegos. Mi mente hervía depreguntas. André notó que temblaba y meabrazó con fuerza. El alba traería una nuevarealidad. A la mañana siguiente hablaríamosde qué íbamos a hacer.

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No fue la luz del alba lo que me despertó,sino el penetrante chirrido del filo dentadode la sierra sobre la madera. Me estremecí.Después, golpes secos con el mazo. André sepasó las siguientes dos semanas puliendo lasuperficie, hasta que la obra estuvoterminada. Mientras se secaba el pegamentoen las sillas del palacio papal, se habíadedicado a prepararme un regalo: una bonitaalacena que me llegaba a la altura de lacintura. Yo había visto en sus dibujos elgrabado que adornaría cada una de las dospuertas: una A y una L enlazadas por la partesuperior. Alrededor de las dos letras, habíatallado un círculo de flores de lis. Suintención era que el mueble fuera para

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guardar platos, para que no tuvieran quequedar a la vista en los estantes y al alcancede la arena que se filtraba en casa cuandorugía el mistral. Iba a colocarlo debajo dellugar donde había estado colgado el bodegónde fruta de Cézanne, al lado de las escaleras.Cuando la guerra tocara a su fin, el armarioy el cuadro quedarían perfectos, juntos.

Es cierto que deberíamos haber estadohaciendo algo más que ese trabajo, y lohicimos: saboreamos momentos delicados ytensos juntos, abrazados por la cinturamientras contemplábamos cómo se ponía elsol detrás del molino de viento a lo lejos. Lasmuestras de cariño eran constantes; nosacariciábamos con ternura, nos amábamossin fin. A veces le preparaba su plato

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favorito: cassoulet béarnais, un estofado decordero, cerdo, salchichas andouille y alubiasblancas. Compraba pain fougasse, un panplano con aceitunas que él adoraba, y lepedía a René que me preparara unaspalmeras, las pastas favoritas de André. Lascompartíamos a bocados, tal como habíamoshecho en París cuando él me había llamadosu único y verdadero amor. Y, por supuesto,nos quedábamos dormidos enredados el unoen los brazos del otro.

Él tenía razón respecto a una cosa: misojos buscaban insistentemente los posiblesescondrijos de los cuadros: debajo de loscolchones, debajo de las camas, detrás de lascabeceras y de los armarios en las doshabitaciones, en la bodega del sótano. André

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había enmasillado los agujeros donde habíanestado colgados los cuadros de una forma tanexperta que nadie diría que allí había habidoun clavo. Estaba segura de que habría puestoel mismo esmero a la hora de esconder loscuadros.

Lo contemplé con el corazón compungido,mientras él llevaba a cabo sus preparativosmetódicos: desmontó el tablerocontrachapado que utilizaba como superficiede trabajo, plegó los caballetes, guardó lasherramientas en una estantería del cobertizo,las cubrió con una lona, que aseguró conunas piedras. Compró leña en la cooperativadel pueblo y la apiló junto a una de lasfachadas laterales de la casa. En el mercadode los jueves, compró una saca de arroz y

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otra de alubias blancas secas, cuatro ristrasde salchichas, seis latas de sardinas, una latagrande de café, un saco de azúcar, otro sacode harina, sal y aceite de oliva. Recolectó lasalmendras de nuestro almendro. Guardó todoel dinero obtenido con el trabajo derestauración en el palacio papal en el frascoverde para las aceitunas. Solo quedaba unacosa por hacer: reparar los reclinatorios de laiglesia, la promesa que le había hecho aPascal.

André juró que sería lo primero que haríacuando volviera a casa.

Mientras él metía la ropa en su bolsa delona, no pude contener por más tiempo misilencio.

—¿No puedo ir a París contigo?

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—¿No puedo ir a París contigo?Encontraré una forma de sobrevivir. Comocosturera de uniformes para el ejército, ovolveré a la pâtisserie.

—¿Crees que habrá azúcar para lospasteles? Has de ser más realista.

Pero incluso con las ventanas cerradas contablas a lo largo de los Campos Elíseos, lascalles oscuras, los cafés cerrados, las estatuasprotegidas con sacos de arena apilados,todavía quedaba el Sena. Podría sentarme enmi banco de hierro forjado favorito, en laplaza Vert-Galant, en la punta de la isla de laCité, y contemplar a los pescadoresdemasiado viejos para alistarse en el ejército.Pronto sería el tiempo de las castañas, lashojas de los plataneros crujirían bajo mis

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pies, y de las fuentes de la ciudad todavíabrotaría el agua.

A pesar de mi anhelo, ya sabía surespuesta.

—No, chérie. Aquí estarás más segura.André tenía razón. París era la capital y,

por tanto, sería más vulnerable.Tenía previsto marcharse el lunes

siguiente, una semana después de suvigesimosexto cumpleaños. Tomaría elautobús de Maurice hasta Aviñón. Empecé acontar los días, luego las horas.

En la parada del autobús no había unamultitud que gritara: «¡A por Berlín!»; soloestaba el alguacil Blanc, de pie, en un rincón.André se acercó para decirle algo en privado,

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luego regresó a mi lado y me abrazó. Mebesó por última vez y me dijo:

—No tardaré en volver. Después nosiremos a vivir a París, te lo prometo.

Me quedé plantada entre el autobús y él,sin moverme, como una absurda barreraentre la guerra y la paz, hasta que Mauricesubió y se sentó al volante. André y yopermanecimos de pie en la parada mientraslos ocupantes del vehículo nos miraban porla ventana, todos conscientes de lo quepasaba. Maurice puso en marcha el motor, yel estridente petardeo me hizo trizas elcorazón. André tuvo que agarrarme por loshombros y apartarme a un lado para subir alautobús.

El tubo de escape gris soltó un rugido que

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El tubo de escape gris soltó un rugido queparecía dirigido a mí. Sentí el peso de unbrazo en el hombro: era el alguacil delmunicipio, Bernard Blanc, que una vez habíaacompañado a Pascal a casa.

—De nada servirá que se preocupe por él;ahora lo que ha de hacer es pensar en símisma —me aconsejó.

Me zafé de su mano y salí corriendo haciacasa. Me arrodillé delante de la alacena deAndré, procurando recobrar la calma,intentando rezar, repasando con la yema delos dedos la A y la L que se apoyaban la unaen la otra.

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Capítulo once

La radio y el café

1940

D e camino a la oficina de correos, intentéser optimista. Quizás esta vez sí que habríacarta de André. Pensé de nuevo en la últimafrase que me había dicho: «No tardaré envolver. Después nos iremos a vivir a París, telo prometo».

Imaginé el momento en que él regresaríade la guerra y yo lo recibiría loca de alegría.Haríamos el amor apasionadamente, y mequedaría encinta. Venderíamos aquella casasombría, y nuestro hijo nacería en París, e

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iría al colegio, a l’école élémentaire. Si eraniña, luciría vestidos de flores en verano,como Mimi, la hija de Mélanie; si era niño,llevaría pantalones cortos de color gris yenseñaría sus rodillas marcadas conrasguños. Mientras André remaba en el lagosuperior del Bois de Boulogne, nuestroquerido hijo deslizaría su manita por el agua,y todo sería perfecto. Bueno, no todo seríatan perfecto, porque André no había confiadoen mí.

Al llegar a la oficina, una imagenagradable: Sandrine, la oficinista de correos,la hija de Odette, agitó una carta en la mano.

—Voilà! De tu marido —dijo con gran

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—Voilà! De tu marido —dijo con granrespeto.

Ya en casa, la abrí con cuidado.

17 de enero de 1940

Mi queridísima Lisette:Maxime y yo hemos sido asignados a la misma

sección. Es reconfortante contar con un amigo,estés donde estés, aunque, la verdad, todavía nosé adónde nos dirigimos. Nuestro tren ha pasadopor delante de unos enormes cementerios de laGran Guerra, con cruces dispuestas en fila, comoviñas de piedra. Me pregunto si mi padredescansa en una de esas fosas. He de terminar eltrabajo que él empezó.

De momento, nos han equipado con ununiforme rasposo, botas, mochila desupervivencia y fusil. Estamos realizandomaniobras militares, como marchar en fila,echarnos al suelo como lagartijas, avanzar a

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rastras sobre el estómago como gusanos, yapuntar y disparar. Se me da bien avanzar arastras. Maxime es más diestro con el fusil, perono le gusta desfilar. La primera vez que vi sangrefue la de sus horribles ampollas por culpa de susbotas rígidas y demasiado ajustadas. Pronto nosenseñarán a manejar la ametralladora.

No me siento cómodo con la idea de convertir aamantes del arte y a artesanos en asesinos. Atentacontra nuestra naturaleza, pero, una vez aquí, eneste ambiente, te ves atrapado sin remedio en larelevancia y en la necesidad del momento. Dentrode un mes, se supone que seremos soldadoscurtidos: ¡ja! Iremos al frente, en algún lugar, aluchar contra los alemanes. Mientras tanto, loúnico que quiero es luchar contra los ratones.Supongo que mi fusil no es el instrumento másadecuado.

Te echo muchísimo de menos, y pienso en tidurante todos los minutos tranquilos en que nonos gritan.

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Tuyo, amor mío, para siempre,ANDRÉ

La ansiedad se trocó en un recuerdolastimoso del que no conseguía zafarme. Elhorror y la tristeza que había experimentadode niña al ver a un hombre mutilado,apoyado en una sola muleta, se coló deforma indeseada en mi mente. Le faltaban elbrazo izquierdo, la pierna izquierda y laoreja izquierda. Tenía el ojo izquierdohundido y parcialmente cerrado. Una enormecicatriz, lila y abultada, le atravesaba lamejilla, desde el párpado inferior izquierdohasta la mandíbula. Imaginé al cirujano quele decía a la enfermera: «Practícale una curarápida y tráeme a un paciente que tenga másposibilidades de sobrevivir». Pero el hombre

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resistió, un soldado de la Gran Guerra quehabía hecho otro acto heroico: ir a visitar asu hijo, que vivía en el mismo orfanato queyo, un hospicio para niños abandonados.Sentí una gran admiración por el coraje quedemostraba ese hombre.

Si André regresaba en un estado similar,estaba segura de que mi amor por él notendría fin, como una fuente inagotable.

Durante unos meses no recibí ningunacarta más. Y, de repente:

6 de marzo de 1940

Mon petit trésor:

Rezo por que no pases frío y estés bien. Por lo

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Rezo por que no pases frío y estés bien. Por lomenos, en mi caso, lo segundo es verdad.

De camino a nuestra posición, hemos visto porprimera vez la Línea Maginot de fortificaciones dehormigón armado y zanjas antitanque. No noshan dicho hasta dónde llega, pero, según losrumores, se extiende desde Suiza a Luxemburgo.Hemos oído que algunas unidades se conectan através de túneles subterráneos, y que incluso hayuna vía de tren y teléfonos, con cómodos refugios.

Nosotros no gozamos de tales privilegios. Max yyo hemos aprendido a construir un búnker demadera y cemento para proteger artillería pesada.Hemos cavado una trinchera espectacular, queconecta un búnker con el otro. Con el bosque anuestra espalda, tenemos sombra por la tarde,cosa que no nos gusta nada en esta época del año.Lo más sensato sería que una ley internacionalprohibiera la guerra en invierno. La semanapasada, el hielo en las cantimploras no sedeshacía. No sé decirte el sitio exacto donde estoy,

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pero, desde la cresta que hay detrás de nuestratrinchera, tenemos una vista espectacular de unbonito río helado a poca distancia. No sé si eshielo alemán o hielo francés.

A los nuevos reclutas nos han separado paraque nos mezclemos con los reservistas. Max y yoesperamos que eso signifique que ellos sabrán loque hay que hacer en el momento de la verdad, yque nosotros nos dedicaremos a seguir su ejemplo.Simple, ¿verdad?

Nada nuevo aquí en esta «guerra falsa». Así lallama nuestro teniente, que está cansado depermanecer a la espera y quiere que entremos encombate para que todos nos convirtamos enhéroes y nos condecoren. Aparte de eso, él nuncahabla de los motivos de la guerra.

Los días pasan, vacíos e interminables, y elenemigo no asoma la nariz. Supongo que debeestar ocupado en otros combates. Nos apiñamosalrededor de una hoguera improvisada yespeculamos hasta que acabamos por repetir las

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palabras que ha dicho el compañero, como loros.Esperamos que, en cualquier momento, el enemigocruce el río y ataque. La espera provoca quecualquier ruido nos ponga al borde de un ataquede nervios. Oímos estruendos, camiones ytanques, y en nuestros momentos de delirio,trompas alpinas, fagots y gaitas. Max incluso juraque ha oído campanillas de trineo.

Algunos compañeros se jactan acerca de lacantidad de boches que matarán. Yo me mantengoalejado de ellos. El que más miedo me da es esetipo taciturno con la mirada perdida. Duranteesta larga espera, me pregunto si nosdistinguiremos entre nosotros o si reaccionaremoscomo cobardes y nos ensañaremos con cualquiera.Nuestro teniente habla de una rápida victoria.Desearía que dispusiéramos de más hombres ymás artillería. En mi opinión, somos pocos yestamos muy separados —como las alubias en lasopa de alubias que nos dan—. No me importaríaprobar un buen goulash, aunque sea prusiano.

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La espera no es lo peor. Lo peor es cómo te echode menos. Imagina que te abrazo esta noche. Yoharé lo mismo.

Con todo mi corazón,ANDRÉ

A pesar de su levedad, me preocupaba queel hombre con la mirada perdida fuera élmismo. O Maxime.

La espera también se me hacía larga.Detestaba no ser capaz de hacer alguna cosamás que escribir cartas a André. Si pudieradescubrir dónde estaban los cuadros, echarlesun vistazo y luego dejarlos otra vez en suescondite, me sentiría más cerca de él denuevo. Podría acariciar las piedras, la

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madera, las plantas o la tierra que él habíatocado.

Pero ¿por dónde empezar?Por el campanario. Con la excusa de

contemplar el paisaje, el padre Marc me diola llave y busqué en cada rellano, en cadagrieta, en vano. Sandrine me dejó examinarla oficina de correos, por si por error habíanpuesto una carta de André en uncompartimento equivocado. Mientras estabaallí, eché un vistazo detrás de las puertas ydentro de los grandes armarios. Le preguntéa Aimé si podía inspeccionar la sala de fiestascon el pretexto de buscar una bufanda quehabía perdido. ¿Podía André haber escondidolas pinturas en el café? Iba allí todas lasnoches. Sin rodeos, le pedí a monsieur Voisin

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si podía ver cómo madame Voisin preparabafricassée de poulet, pero él frunció el ceño yme dijo que no, después me dio la espalda yse enfrascó en alguna labor detrás de labarra.

—¿Me permite que eche un rápido vistazoa la cocina?

—¡Desde luego que no! —El dueño delcafé se volvió hacia mí con cara de pocosamigos—. Allí no hay nada que te puedainteresar.

—Quizá sí que haya algo, monsieur.Pensaba que…

—¡Pues no pienses! Te lo advierto, noinsistas.

Y ahí terminó la conversación. Demomento.

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La tercera carta de André no tenía fecha,lo que me desconcertó, porque no podíasaber cuánto tiempo hacía que la habíaenviado.

Mi queridísima Lisette:Espero que la leña que apilé junto a la casa te

haya durado todo el invierno. Deberías recibir lapaga del ejército más o menos cuando se agote eldinero por el trabajo de restauración en el palaciopapal. De ese modo, tendrás suficiente paracomprar más leña en la cooperativa del pueblo, ypara comer lo que permita el racionamiento.

Esta espera resulta muy frustrante, y elentrenamiento rutinario es tedioso. El hielo en elrío se ha partido en forma de curiosos icebergs.Max ha dibujado la escena en su cantimplora conun trozo de carbón. Después, ha dibujado miretrato en mi cantimplora. Ahora todos en nuestrasección quieren un retrato en la cantimplora.

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Algunos posan con exagerada dignidad, mientrasque nuestro teniente muestra los dientes con unaexpresión de bulldog furioso. Qué interesante, lasdiferentes personalidades en la sección.

Los tanques son grandes y pesados, pero lentos;solo avanzan a veinticinco kilómetros por hora.Queda por ver cómo reaccionarán cuando seenfrenten a los Panzer II.

He estado dándole vueltas a mi decisión de nodecirte dónde escondí los cuadros. No te lo dijeporque pensé que tu desconocimiento teprotegería, pero quizá sea una medidacontraproducente. Si, Dios no lo quiera, losalemanes ocupan Francia y averiguan quetenemos obras de arte, si algún oficial alemán sepresenta en casa para buscarlos antes de que yohaya regresado, quizá te podría hacer daño si nole dices dónde están. Nunca me lo perdonaría. Loque quiero decir es que, en caso de problemas, teolvides de los cuadros. No valen tanto como para

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poner en peligro tu vida, amor mío. Están debajode la pila de leña.

Cuídate, cariño. Espero una lluvia de besos portu parte cuando nos reunamos pronto.

Con amor e infinita devoción, tuyo,ANDRÉ

Me sentí aliviada al saber dónde los habíaescondido —qué lugar más extraño que habíaelegido, por cierto—, y a la vez preocupadade que, tras ese cambio de parecer, élalbergara dudas sobre su regreso a casa.

El invierno había terminado con un últimoazote del mistral durante tres días seguidos.Un vívido atardecer primaveral dio paso auna imponente luna llena. Las colinassituadas más abajo del pueblo empezaban aextender su fragancia con la rúcula silvestre

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en flor. La oronda Odette Gulini, que poredad podía ser mi madre y, además, tenía lasabiduría de la gente del campo, me dijo quepodía usar las hojas de rúcula para prepararuna ensalada, así que salimos a buscar unosmanojos. Sería una forma agradable dedesviar la atención de la guerra.

Por el camino, Odette señaló su florsilvestre favorita, la aphyllan thes, que teníaseis pétalos estrechos de color lavanda conuna línea lila en el medio. Tomé una y se laenredé en el pelo. Al mirarla, me di cuentade que se había cambiado el lunar de lamejilla derecha a la izquierda. Le pregunté elmotivo y me contestó: «Creemos que nuestrohijo, Michel, está en algún sitio cerca de la

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frontera belga. Es zurdo. No puedotraicionarle».

Su respuesta me pareció tan razonablecomo cualquier otra en aquellos días.

Encontramos prímulas en un claro delbosque. Pascal habría llamado al amarillopálido de sus pétalos jaune vapeur. Aquelsúbito pensamiento hizo que lo echara demenos.

De repente, en medio del sendero, vi elcuerpo lacerado de un conejo, con las orejasy las patas todavía intactas, el vientrereventado y ensangrentado; una víctima delataque de un halcón. Me quedé sin habla.

De vuelta al pueblo, con los brazos llenosde rúcula y prímulas, nos detuvimos en lacarretera delante de la casa de Odette. Me

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miró con ternura y me puso bien el cuello dela camisa en un gesto maternal.

—Hoy estás muy callada. ¿Es por lasnoticias? —se interesó.

—¿Qué noticias?—Anteayer Alemania invadió

Luxemburgo, Bélgica y Holanda.Me estremecí con un escalofrío.—¿Tres países en un día? ¿Cómo te has

enterado?—René fue al café y oyó las noticias. Los

hombres debatían sobre qué país será elsiguiente, y cuándo.

—¿Dijeron algo más?—Me temo que sí, pero René no me lo

contó.

¡Qué rabia me daba no poder escuchar las

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¡Qué rabia me daba no poder escuchar lasnoticias de primera mano, toda lainformación completa! Me marché a casa enun estado de conmoción; tiré la rúcula en lapila de la cocina, y las prímulas sedesparramaron por el suelo. Si viviera enParís, podría ir a un café, de día o de noche,incluso sola si quería, me pediría un petitcrème, disfrutaría de la espuma de la leche altiempo que escuchaba las noticias en laradio, o un programa musical, pero ¿enRosellón? ¡Ah, no! En ese pueblo anticuado,tal cosa era impensable.

Aquella tarde, a la hora del apéritif, mepuse la blusa blanca de cuello alto y mi trajemarrón, lo suficientemente conservador paralos gustos del Rosellón, pero con un toque de

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estilo para pregonar que: «Este traje es deParís, igual que la mujer que lo lleva». Nadienecesitaba saber que lo había comprado enuna tienda de segunda mano en la calle justoenfrente de la sinagoga, en el barrio delMarais. Mientras me cepillaba el pelodelante del espejo del tocador, pensé queAndré era diestro. Con el lápiz de ojos, mepinté un lunar en la mejilla derecha.

Enfilé calle abajo hacia el café y medetuve para cuadrarme de hombros antes deapartar la cortina de cuentas que meseparaba del mundo.

El propietario, monsieur Voisin, estabavociferando algo para aquellos que quisieranescucharlo.

—¡Yo no tengo la culpa de que os vayáis a

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—¡Yo no tengo la culpa de que os vayáis amorir de frío este invierno! El alcalde Pinatelse ha llevado toda la leña que quedaba en lacooperativa del pueblo.

Me quedé sin aliento. ¿André se habíareferido a esa pila de leña, o a la nuestra, ennuestro patio? Escuché con más atención.

—¡Parece mentira! —arremetió el alguacilBlanc, de pie frente al resto de loscongregados en el bar—. ¡Él puedepermitirse pagar a alguien para que le recojala leña que necesita!

—¡Lo mismo digo yo! —clamó monsieurVoisin—. ¡Lo vi con mis propios ojos!¡Maldito burgués! Nunca viene por aquí; secree superior a los granjeros, aunque supadre era un granjero igual que los vuestros.

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Aquello me pareció una exageradabravata. Alcé la mandíbula con petulancia,clavé la mirada al frente y me adentré en ellocal. Todos aquellos viejos encorvadosirguieron la espalda en las sillas, como siacabara de entrar el enemigo. El silencio seciñó sobre mí. Caminé con paso seguro hastala mesa más cercana a la radio y me senté,procurando colocarme lo más cerca posibledel aparato, para que la onda trémula de laradio me conectara con el latido de uncorazón. No, de dos corazones.

Unos cuantos dejaron de mirarme yretomaron sus conversaciones, pero otrosseguían fulminándome con miradasaprensivas. Maurice me saludó con una leveinclinación de la cabeza, aunque las arrugas

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tensas en las comisuras de sus ojos no podíanocultar la angustia que sentía. La mayoría delos allí presentes, monsieur Voisin incluido,me acribillaron con ojos ofendidos, en unintento de que me sintiera culpable porhaber roto una norma establecida desdetiempos antiguos. Mi intención era pedir uncafé crème, pero monsieur Voisin ni se acercóa preguntarme qué quería.

Al cabo de un rato, la BBC transmitió lasnoticias en francés, con interferencias debidoa otras emisoras alemanas. Era cierto. Losparacaidistas nazis habían tomado tierra enHolanda, mientras que la Wehrmacht habíacruzado las fronteras de Luxemburgo yBélgica, y avanzaba hacia el bosque de lasArdenas. También Noruega había sido

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invadida. Tras la larga espera, aquellainformación me dejó atónita. La noticia fuebreve, pero devastadora. A continuación, seoyó una vieja grabación de MauriceChevalier, entonando la romántica canciónValentine en inglés. Auné todo el coraje quepude, me puse de pie con elegancia y sentílos ojos fríos de monsieur Voisin clavados enla espalda: me empujaban a abandonar ellocal.

Al día siguiente, por la tarde, volví alcafé. En aquella ocasión, la resistencia fuemenor. Maurice se acercó a mi mesa y meofreció un vaso del vino rosado de lalocalidad. La mayoría de los hombres le

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dedicaron miradas de acritud. La BBC abriósu boletín de noticias con las primeras cuatronotas de la Quinta sinfonía de Beethoven.Maurice explicó que era la señal en el códigoMorse para la letra V, el símbolo que usabanen Londres para la victoria.

Las noticias eran peores que la nocheanterior. De una forma egoísta, sin prestaratención a los que me rodeaban, sentí comosi yo fuera la única destinataria de aquellainformación. Después, la BBC pusoLaMarseillaise. Con un nudo en la garganta,fui la primera en ponerse de pie. Algunos, alprincipio, no se movieron —supongo que lesdaba vergüenza seguir la iniciativa de unamujer—, pero, poco a poco, todos los queestaban en el local se levantaron de las sillas.

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Después de la hora de más ajetreo en laboulangerie por la mañana, para despacharbaguettes, pasé a ver a Odette y caminamoshasta la plaza Pasquier, que estaba vacía aaquellas horas del día. Le expliqué lo quehabía oído la noche anterior. La LíneaMaginot había resultado un completo fiasco.Las tropas de la Wehrmacht y los grandestanques Panzer la habían atravesado sinproblemas por el norte, a la altura delemplazamiento defensivo más septentrional,y habían cruzado las Ardenas en sesentahoras. Al día siguiente, la aviación alemanainició el ataque con una serie de bombardeosque duraron todo el día. Fue espantoso.Arrasó las defensas francesas en la frontera a

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lo largo del río Mosa, entre el extremo nortede la Línea Maginot y la ciudad de Sedán.Temí que fuera el río que André habíadescrito. Mi voz se quebró cuando le contéese último dato espeluznante. Pasó un ratoantes de que pudiera volver a hablar.

—No es justo que René no te lo contaratodo.

—Tendrá sus motivos. Supongo que quizáquiere protegerme, para que no sufra porMichel. Me pregunto si Mélanie Vernet losabe. Su hermano está en el ejército.

—¡Ven conmigo esta noche! Le dirétambién a Mélanie que venga. No nosmerecemos que nos dejen al margen, que nosepamos lo que pasa en esta guerra.

—Pero mi marido… El marido de

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—Pero mi marido… El marido deMélanie…

—No les quedará más remedio queacostumbrarse. No nos ha tocado vivir enuna época normal.

Tal como ya habíamos esperado, loshombres se indignaron al ver que tresmujeres entraban en el café.

—¿Ves lo que has conseguido, Maurice?—le increpó un granjero—. Prontotendremos a todas las mujeres de Rosellónaquí metidas, y entonces, ¿quién nospreparará la cena?

El granjero abandonó el local con porteairado, y dos tipos más lo siguieron.

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Durante la siguiente semana, la BBCinformó de encarnizados combates, mientrasla Wehrmacht, con sus Panzers, avanzabacon metódica presteza a través de Franciahasta llegar al canal de la Mancha, que ellocutor británico denominó English Channel.Cientos de miles de soldados del CuerpoExpedicionario Británico, junto con soldadosfranceses y belgas, quedaron atrapados en lasplayas y en el puerto de Dunkerque. Entretanto, dos mujeres más que tenían hijos,esposos o hermanos en el ejército, tambiénentraron en el café. A finales de mayo, losaliados huían de Dunkerque y las mujeresaliadas de Rosellón ocupaban el café, conlunares pintados en las mejillas porsolidaridad, en la derecha o en la izquierda

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en función de si sus hombres que combatíanen la guerra eran zurdos o diestros.

Nuestra mesa de cinco mujeres celebrabacon emoción y lágrimas en los ojos lainestimable valentía de la humanidad.Sacamos nuestro dinero y compramosbotellas de vino para invitar a los hombressentados en otras mesas, en honor de lastripulaciones de los cientos de destructoresbritánicos, transbordadores, buques de lamarina mercante, barcas de pesca,embarcaciones privadas de recreo y botessalvavidas que, día tras día, bajo los ataquesaéreos y de la artillería, rescataban unamarea humana de soldados aliados exhaustosen las playas y embarcaderos de Dunkerque,mientras la retaguardia francesa luchaba

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para frenar el avance de la infanteríaalemana y evitaba la catástrofe.

¿Estaban André y Maxime entre ellos,empujados a través del territorio francés,atrapados sin salida, hasta ser rescatados poralguna barca de pesca? ¿O acaso…? Menegaba a imaginar ninguna otra posibilidad.

Sandrine parecía aturdida, preocupada porsu hermano Michel.

—Alza el vaso —le susurré—. Él es uno delos afortunados. Lo presiento.

Con mi vaso alzado, anuncié en voz alta:—Espero que sepáis que beber este vino

significa que aceptáis la entrada de lasmujeres en este local. No volveremos aaceptar la prohibición de entrar en este café,como antes de la guerra.

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—Usted, con sus descarados hábitosparisinos, es una ofensa para mis clienteshabituales. No es bienvenida. ¿Acaso no love?

—¡Y usted, monsieur, es una ofensa paranuestros hombres que están combatiendo porla justicia y la libertad! —Mi réplica sonógrosera, así que añadí en un tono másconciliador—: Deberíamos luchar por lamisma causa todos juntos.

—Ahora tiene el doble de clientes —intervino Odette en un tono alegre—.¡Debería estar contento, digo yo!

—Pero sus maridos consumen menosbebidas porque ustedes están aquí,espiándolos desde la otra punta del local —refunfuñó monsieur Voisin.

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La alegría de Odette duró poco. Al cabode tres noches, nos enteramos de la trágicanoticia: en el noveno día de la evacuación,después de resistir contra las tropas alemanasdurante cuatro días críticos y de sacrificar supropia huida, la retaguardia francesa fuecapturada y obligada a rendirse. Incluso conlas melodías en la radio de God Save The Kingy La Marseillaise después del boletín de lasnoticias, el hecho de saber que cientos demiles de nuestros compatriotas habían caídoprisioneros nos sumió a todos en un granpesimismo.

El número de mujeres que frecuentaba elcafé ascendió a diez —ocho teníamos

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parientes en la guerra, y dos no—. Allísentadas, todas juntas, encontrábamossosiego. Los hombres especulaban, discutíany lanzaban tacos a voz en grito como siestuvieran en un torneo de petanca. Lasmujeres no hablábamos durante la emisiónde las noticias de la BBC; nos esforzábamospor entender la información, a pesar de lasinterferencias y de los chasquidos que hacíanlas mariposas nocturnas al quemarse, cuandose acercaban demasiado a una de lasbombillas. Oímos la voz de WinstonChurchill, que describía la evacuación de lastropas como un milagro, pero que a la vezadvertía a su nación con la ominosadeclaración: «Hemos de procurar no tratareste rescate como si fuera una victoria. Las

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guerras no se ganan con evacuaciones».Aquellas palabras me desanimaron aún más.

Las emisiones repetían una y otra vez ladescripción del desespero de los refugiadosque huían hacia el sur. El éxodo empezaba enBélgica y agrupaba a miles más en París.Familias desastradas y presas del pánicoocupaban las carreteras con maletas y bolsosde viaje, fardos, canarios y gatos enjaulados,loza, cofres de plata en carretillas o apiladosen bicicletas, o directamente cargados a laespalda, e iban abandonando objetos pesadospor el camino, junto a animales de granjamuertos. Ese era el caos que André no habíadeseado que yo viviera en mi propia carne.

El 14 de junio, una voz masculinaentrecortada por la emoción anunció que las

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tropas alemanas habían entrado en la capital.París había sido declarada ciudad abierta, loque salvó su arquitectura, monumentos y unsinfín de vidas, pero a cambio de su libertad.El Gobierno francés había abandonado laciudad y se había instalado en Burdeos. Lastropas alemanas desfilaron victoriosamentebajo el Arco de Triunfo y por los CamposElíseos. El contundente paso de las botasmilitares pisoteó mi ánimo.

En el café, las mujeres nos abrazamosdesconsoladas y hundimos las caras cada unaen el seno de la compañera. Los hombresparecían heridos de muerte. La velocidad deaquella derrota era inconcebible, apenas un

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poco más de un mes de combate. Lasfacciones de Maurice se retorcieronangustiadas.

—Quelle catastrophe! —murmuró, yentonces rompió a llorar.

Como si no bastara con las noticias, RinaKetty cantó en la radio, otra vez, J’attendrai,aquella lenta melodía que partía el corazón,que hablaba sobre anhelos, deseos yresistencia, y prometía esperar a su amado.El efecto de su estribillo resultaba hipnótico.

La semana siguiente reveló más sucesosalarmantes. Paul Reynaud, el primerministro, dimitió bajo la presión del mariscalPétain, el oficial de más alto rango, que se

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instaló como premier de un nuevo Gobiernofrancés que buscaría un armisticio conAlemania.

—¡Qué vergüenza! —murmuró René conaflicción.

Con una mezcla de desconsuelo y coraje,Rosellón consiguió aguantar sindesmoronarse hasta el día siguiente. Aquellatarde, el café estaba muy concurrido, con unruido infernal. Todos los notables estabanpresentes: el alcalde Pinatel, el secretario delAyuntamiento Aimé Bonhomme, el alguacilBlanc y monsieur Rivet, el notario del pueblo.Todos guardamos silencio para escuchar lasnoticias de la BBC, con un discurso delgeneral Charles de Gaulle, el secretario delConsejo de Defensa Nacional, en el que

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desafiaba la voluntad del mariscal Pétain derendirse. En un tono tajante, el generaldeclaró:

¡Francia ha perdido una batalla, pero no haperdido la guerra! Nada se ha perdido, porqueesta guerra es una guerra mundial. En el universolibre, existen fuerzas inmensas que no se hanmostrado todavía. Un día, estas fuerzasaplastarán al enemigo. Solo entonces, recuperarásu libertad y su grandeza. Este es mi objetivo, ¡miúnico objetivo! Por eso invito a todos losfranceses, dondequiera que se encuentren, aunirse a mí en la acción, en el sacrificio y en laesperanza. Nuestra patria está en peligro demuerte. ¡Luchemos todos para salvarla! ¡VIVAFRANCIA!

Me aferré a aquellas emocionantespalabras.

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Con todo, cuatro días más tarde, la vozrasposa del locutor inglés reveló los términosdel armisticio. Francia iba a quedar divididaen, por un parte, una zona ocupada en elnorte y el oeste, donde Alemania accedería atodas las industrias y puertos, y, por otra,una zona no ocupada en el centro y el sur,donde el vino, el aceite de oliva y losgirasoles seguirían siendo para los franceses.Esta zona sería gobernada por Pétain desdeVichy.

Como si no bastara con la pérdida devidas y de la libertad, Hitler nos restregabala derrota en las narices al establecer lafirma del armisticio en el bosque deCompiègne, en el mismo vagón de ferrocarril

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en el que los alemanes firmaron la rendiciónen 1918.

La radio se apagó de golpe. Un murmullose extendió por la sala como una pesadaniebla, como un espeluznante gas venenoso.Monsieur Voisin señaló hacia la puerta, unaseñal para que todo el mundo se fuera a casa.Con una mano alzada ante las monedasofrecidas, el dueño del café se negó a aceptarel pago de las consumiciones aquella noche.Esposas y maridos se buscaron en los ojos delotro y salieron a la plaza para perderse en lassombras de la noche. El alguacil me preguntósi quería que me acompañara. Asqueada yangustiada por Francia, por André, porMaxime, sacudí enérgicamente la cabeza yenfilé hacia casa, con un caminar pesado.

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Capítulo doce

El mistral y el alcalde

1940

Un mistral tardío se abrió paso desde losAlpes y azotó el valle del Ródano sin piedad,con la furia de una banshee, una de esasinquietantes mujeres sobrenaturales de lamitología celta que profetizaban la muerteextendiendo las zarpas por los resquicios delas puertas y ventanas; ululando por lachimenea; esparciendo la ceniza del hornillopor todos los rincones; silbando contra losmarcos de las ventanas como uncazabombardero equipado con cohetes;

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desprendiendo un par de contraventanas,partiendo las bisagras y golpeando con ellasla pared de la casa como si se tratara de unabatería de explosiones. La embestida delmistral me sacaba de quicio, y sospechabaque todavía no había mostrado toda suviolencia, que esos estragos eran merasmuestras de la rabia de una hiena enjaulada.

No tenía elección. Después de permanecertres días encerrada en casa, necesitaba pan, yaún más una carta de André. Las semanasque no recibía noticias de él, se ensanchabala grieta de mi esperanza. Sabía que, desde elarmisticio, las cartas desde el frente tardabanmás en llegar. Recitaba la letanía que mehabía estado diciendo a mí misma: Andréestaba bien. Se encontraba en algún lugar, a

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salvo, cargando munición en los camiones orellenando formularios. En la guerra siemprehacía falta rellenar formularios, ¿no? Él teníauna letra muy bonita, con unas «g» y unas«y» muy artísticas. Documentos. Listados detanques, ametralladoras, munición,vehículos. Listados de medicinas, férulas,vendajes. Listados de nombres. Losdesaparecidos. Los heridos. Los muertos.

Me abrigué la cabeza con una bufanda delana y abrí la puerta. El viento me arrebatóel tirador de la mano. Tuve que luchar contrasu fuerza descomunal para poder cerrarla.Una ráfaga arrancó una mata de adelfas decuajo que se alejó rodando por la colina. Quéimagen más espectacular: el arbusto volabalibre, como una mariposa recién liberada de

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un frasco. Otra mata se desprendió del sueloy se enredó en el pantalón de un individuoque se acercaba a mi casa. A pesar delempeño del alcalde Pinatel por desprendersede la mata agresora, agitando la pierna conbrío, esta se negaba a despegarse de supantalón.

Flanqueado a la derecha por monsieurAimé Bonhomme, el secretario delAyuntamiento, y a la izquierda por elalguacil Blanc y el notario monsieur Rivet, elalcalde carraspeó para aclararse la gargantay dijo en el tono apagado propio de cuandotenía que anunciar con desgana algún asuntorutinario:

—Adieu, madame. ¿Puedo hablar unmomento con usted?

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Detecté cierta tensión. Bregué por zafarmede la parálisis momentánea y conseguí abrirla puerta, empujándola fuerte, con la ayudadel alguacil. Todos entramos en casa.

—Me temo que esta es una muy tristevisita.

Sentí que una lanza me atravesaba elcorazón.

Con la cabeza gacha, en actitud solemne,monsieur Pinatel me entregó una carta. Mequedé mirando el sello del Ministerio deGuerra y mi nombre, Madame Lisette IrèneNoëlle Roux. Los cuatro ya sabían sucontenido antes que yo.

Acepté la carta con mano temblorosa,intentando no arrugarla, consciente de queera un documento que debería guardar. Abrí

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el sobre con cuidado. Las palabras en lapágina se retorcían como gusanosenvenenados.

Chère madame:Lamentamos informarla de que el teniente

François Pinaud, comandante del 147.ºRegimiento de Infantería, en el que su esposo, elsoldado André Honoré Roux, servía, ha informadoal general Charles Huntziger, comandante delSegundo Ejército, que el soldado Roux cayó encombate en la tarde del 13 de mayo de 1940,mientras defendía la frontera francesa junto al ríoMosa, al sur de Sedán. El teniente Pinaud hasolicitado que en esta notificación se haga constarque: el soldado Roux era un buen combatiente yque luchó con valentía contra el asalto de lasfuerzas alemanas para defender la libertad deFrancia. Para nosotros sería un gran honor que

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usted aceptara nuestras más sincerascondolencias.

Aparté la carta como si se tratara de unbicho maldito. Avancé con paso indecisohasta el sofá y me hundí en él.

Monsieur Pinatel no se atrevía a mirarme alos ojos.

—Lo siento mucho, madame.De piedra. Me pareció que el alcalde era

una estatua de piedra, con una lengua depiedra.

—André era un buen hombre —enfatizómonsieur Bonhomme—. Así lo recordaremostodos. Es la primera baja en el pueblo.

¿Qué derecho tenía ese tipo a apropiarsede mi marido, como si André fuera hijo deRosellón?

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—Como notario, redactaré el documentopara transferirle a usted el título depropiedad de esta casa —explicó monsieurRivet.

Funcionario solícito, escondiéndose detrásde una tarea. ¿Cómo se le podía ocurrir queyo estuviera pensando en tal cuestión en esosmomentos?

No podía creer lo que estaba pasando.Seguro que la persona que estaba sentada enel sofá, medio aturdida, sin oír lainformación completa, con la respiraciónentrecortada, declarando impetuosamenteque todo era un error, era otra persona.

Monsieur Bonhomme me cogió la mano yla retuvo entre sus gruesas palmas.

—No hay palabras para expresar mi pesar.

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—No hay palabras para expresar mi pesar.Haré todo lo que esté en mis manos paraayudarla. Por favor, llámeme Aimé.

Tras el comentario de Aimé, al alguacilBlanc no se le ocurrió otra cosa que decir lomismo que ya había dicho el alcalde: «Losiento mucho, madame». Pero a diferenciadel alcalde, él tuvo la cortesía o el coraje demirarme a los ojos. Su cara expresaba lo queme pareció un genuino sentimiento decompasión.

A mí tampoco me salían las palabras. Mehabía quedado totalmente muda. Lo únicoque pude hacer fue ponerme de pie yobservar cómo se dirigían hacia la puertacabizbajos, para enfrentarse al viento

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irritado y luego cerrar la puerta a su «muytriste visita».

Me oí a mí misma bramar, más fuerte queel mistral; el espantoso sonido resonó en lasparedes, martillando la verdad. Yo era esabanshee, medio loca, feroz, con una rabia tanincontenible en mi pecho que pensé que meiba a morir.

—¿Por qué no te has salvado, André? ¿Porqué no te has mantenido fuera de peligro?¿No podrías haber tenido más cuidado?

Qué preguntas tan absurdas: se trataba dela guerra.

—Y tú, Dios, ¿qué clase de dios eres?

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—Y tú, Dios, ¿qué clase de dios eres?¡Podrías haberlo evitado! Podrías haberloguiado hasta un lugar seguro. Pero no lo hashecho. ¡No lo has hecho!

Las lágrimas me cegaban. Subí lasescaleras bamboleándome, en un estado deconmoción. Me lancé sobre el lado de lacama donde dormía André, abracé sualmohada con fuerza, contra el pecho, y llorédesconsoladamente, imaginando los últimosmomentos de su vida, la batalla caótica, suincredulidad al ver que lo habían herido, sugrito desesperado pidiendo ayuda, su batallapersonal por mantenerse vivo, la soledad delacto de morir. ¿Estaba Maxime con él?¿André podía hablar? ¿Podía ver el cielo?¿Sufrió mucho?

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Soporté la tortura mental con unasimágenes horribles hasta que, exhausta, porfin el sueño se adueñó de mí. Me despertécon el estruendo de una contraventana, quegolpeaba la pared como si fueran disparos, yme enfrenté a la realidad. La luz entrabasesgada por el angosto espacio entre lascontraventanas, anunciando que amanecía unnuevo día, un día que proclamaba que a losveintitrés años me había convertido en unaviuda de guerra. Tuve que hacer un granesfuerzo mental para asimilar mi nuevasituación, y un gran esfuerzo físico para salirde la cama y bajar a la cocina, hambrienta.No había pan en el panetière; desestimé laidea de ir a la panadería.

Fijé la vista en las paredes desnudas y me

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Fijé la vista en las paredes desnudas y mesorprendí. Quedaba un asunto pendiente: loscuadros. Pero ¿qué importaban los cuadroscuando había perdido al hombre al queamaba?

Paseé arriba y abajo por la estancia,llorando, maldiciendo la guerra, losalemanes, la depravación, el deber, elpatriotismo. ¿Cómo podía pensar en otracosa que no fuera André? Mi mente gritabasu nombre sin parar. La claustrofobia que meprovocaban aquellas cuatro paredes vacíasme asfixiaba.

Salí al patio y entré en el cobertizo deherramientas de André. El viento no parecíadarse cuenta de la magnitud de la tragedia.Sin ninguna muestra de compasión ni de

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respeto, había levantado la lona que cubríalas herramientas y estas habían quedado a lavista en la estantería: las gubias pequeñas ygrandes en V, las gubias en U, formonesestrechos y anchos, cinceles cóncavos yconvexos, mazos pequeños y grandes,piedras de afilar, limas, reglas, martillos,abrazaderas, la caja de ingletes; eran lasherramientas que habían servido para quePascal pagara los cuadros, con las que habíaconstruido la nueva vitrina para la vajilla, yque le habían proporcionado el pan. Lasacaricié para tocar lo que André había tenidoentre las manos, esperando que se hubieranimpregnado de su alma. Todas estabanafiladas, y frías como la muerte.

Imaginé su mano agarrando la estrecha

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Imaginé su mano agarrando la estrechagubia en U, su largo dedo índice ejerciendopresión sobre la madera para arrancarle unaviruta con un rizo perfecto, pero noconseguía seguir el contorno del brazo paraver su cara. Solíamos usar esas virutas y elserrín para encender el fuego. ¡Qué pena nohaber guardado por lo menos una!

Al entrar de nuevo en casa, vi su gorra delana colgada en el perchero junto a la puerta.Hundí la cara en ella y aspiré su aroma,luego la sostuve en la palma de la manomientras intentaba recordar de dónde habíavenido André la última vez que la colgó allí.Estaba confusa. No podía recordarlo.

Atravesé la estancia para dirigirme a laventana con la gorra en la mano, como si

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fuera una reliquia sagrada. La observé condetenimiento bajo la luz natural y descubríun pelo adherido a la banda interior. Lodesprendí. Un recuerdo de André, que en sudía había estado vivo. Me lo metí entre loslabios y me lo tragué, con esfuerzo,empujándolo hacia la garganta.

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Capítulo trece

Lamentaciones

1940

L a suela de mi zapato izquierdo estabasuelta; iba aleteando y desprendiéndose mása medida que subía las escaleras de la iglesiapara mi propia «muy triste visita».

El padre Marc, el abbé Autrand, sugirióuna misa privada a cambio de la ofrendaestándar de ochocientos francos. Mis buenasintenciones se desmoronaron. Vacié lamochila de tela y saqué sesenta francos. Séque a André no le habría importado no tenerfuneral, pero lo hacía por mí. En un intento

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de admitir la existencia de Dios, ofrecí uncuarto del dinero que mi difunto esposohabía guardado en el frasco de las aceitunas.

El padre Marc se quedó mirando lasmonedas en mi palma más rato que eldebido.

—Si el Gobierno me envía algunacompensación, le traeré más.

—Con esto bastará, dado que no habráentierro.

La esposa del alcalde se encargó de avisarcon discreción a unas pocas personas claves.Supuse que cuando madame Pinatel se lodijera a la primera persona, la noticiacorrería por el pueblo como la pólvora, y

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todos se afanarían para contribuir a difundirla noticia.

Maurice y Louise, su esposa, irrumpieronen casa sin llamar. Yo hundí la cara en elpecho carnoso de Maurice y él me acarició lacabeza al tiempo que se lamentaba. Louiseme frotó la espalda en amplios círculos.

—¿Sabes cómo falleció?—¡Maurice! ¡Menudas preguntas!—No pasa nada, Louise. No, no lo sé.

Probablemente, nunca lo sabré.Les mostré la carta. Louise lloró con

desconsuelo y Maurice lo hizo en silencio,mordiéndose los labios. Al verlos tanafectados, no pude contenerme y rompí denuevo a llorar. Los dos intentarontranquilizarme con palabras de consuelo,

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elogios hacia André y generosas muestras desu apoyo.

Parecía como si las espesas cejas deMaurice intentaran por todos los mediosfundirse en una sola línea sobre el puente desu nariz.

—Me apenará muchísimo si esto significaque te irás del pueblo, nuestra gaie parisienne—se lamentó. Sus pucheros, quenormalmente servían como muecahumorística, eran genuinos—. ¿Podrásencontrar algún motivo para quedarte?

—Sí, durante un tiempo. —Eché unvistazo alrededor de la estancia, hacia lasparedes vacías—. Los cuadros.

Louise siguió mi mirada.—¡Los cuadros!

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Maurice dio un giro completo, con laspuntas de los pies separadas hacia fuera.

—¿Dónde están?—André los escondió.—¡Ni se te ocurra ir en busca de los

cuadros hasta que ganemos esta guerra yhayamos echado a todos los alemanes! —masculló Maurice—. Podrían encontrarlos yconfiscarlos. Déjalos ocultos.

—¿Ganar? Pero si hemos perdido.—Solo la batalla. No la guerra. Son

palabras del general De Gaulle.Para mi sorpresa, Maurice esbozó una

sonrisa triunfal.—Mejor para nosotros que los cuadros

estén escondidos —dijo—. Así te quedarás

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más tiempo en el pueblo. Además, Rosellónes un lugar más seguro que París.

Sabía que tenía razón, tanto acerca de loscuadros como de Rosellón.

—Mañana he de ir a Apt, Maurice. Se meha roto el zapato —comenté.

—Mañana todos los del pueblo pasarán adarte el pésame —apuntó Louise—. Mauricete llevará hoy.

—¿Un viaje especial, con la escasez degasolina?

—Iremos ahora —insistió Louise—.Conozco una buena zapatería.

¡Vaya ironía! Un zapato roto, cuando micorazón era lo que de verdad estaba hechotrizas. Una suela fragmentada no era nadacomparada con un alma fragmentada.

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—Una vez Pascal me dijo que, cuandoalgo te cambia la vida, recuerdas todos losdetalles. ¿Significa que recordaré estepatético zapato viejo?

—Esperemos que no. En vez de eso,espero que recuerdes el amor que sentimospor ti —declaró Louise, y, tras esa muestrade afecto, partimos hacia Apt.

A la mañana siguiente, mientras admirabamis zapatos nuevos, intenté contener elraudal de emociones que me embargaba pararecibir a la gente que pasó a darme elpésame. Según la costumbre, el día antes delfuneral, todo roussillonnais dejaba de trabajaruna hora para ir a ver al difunto de cuerpo

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presente en la casa donde había vivido, pero¿qué se hacía si la persona fallecida noestaba, si solo había un documento delGobierno encima de la mesa? Odette dijoque, de todos modos, seguro que unoscuantos se acercarían a darme el pésame.

Ella se pasó toda la tarde sentada a milado, una presencia sólida en la que meapoyé como si fuera mi madre, mientrasentraba las costuras de uno de sus vestidosde color negro para que pudiera utilizarloyo. Me sentía incómoda con ese gesto. ¿Y siella necesitaba usarlo más adelante?

—Cuando me casé con André, no se meocurrió pensar en el sufrimiento futuro, ni enel desconsuelo por lo que perdería, ni en que

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se acabara nuestra felicidad. Ahora no veofin a mi tristeza.

Odette cosió en silencio durante un rato.—Llegará un día en que tu vida volverá

otra vez a ser completa, y mirarás hacia atráscomo si todo esto le hubiera pasado a otrapersona.

—No puedo imaginar tal día. No puedoimaginar vivir sin melancolía.

—Un momento especial por aquí, otro porallá, incluso aunque solo se trate de unossegundos; poco a poco, irás tejiendo la sendade una nueva vida.

Una insondable quietud se instaló sobrecada una de nosotras, sobre su convicción ysobre mi fragilidad.

—Antes de que empiece a llegar la gente

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—Antes de que empiece a llegar la gente—me dijo—, he de decirte algo, aunque conello corra el riesgo de entristecerte. Pero nopuedo callarme: nuestro Michel está vivo.

—¡Vivo! —La palabra resonó en el airecomo un gong. La abracé. ¿Cómo no iba ahacerlo?—. ¡Qué alegría!

—Recibimos una carta a principios de estasemana. Quería pregonarlo por todo elpueblo, pero no habría sido muy apropiado,teniendo en cuenta que otras personas nohan tenido noticias de sus hijos, así que no selo dije a nadie.

—¿Dónde está? ¿Lo sabes?—En el sudoeste de Inglaterra, en un

campo de rehabilitación. Lo rescataron enDunkerque. Él y su amigo cavaron un hoyo y

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se enterraron hasta la cabeza para protegersede la metralla de los bombarderos quebarrían la playa mientras esperaban que losllamaran para meterse en el mar. Micheldescribió largas columnas de hombresnadando, sin apenas fuerzas, en las rizadasaguas por la noche. ¿Te lo imaginas? Sehabían pasado tres semanas batiéndose enretirada, sin dormir y sin agua ni comida,pero, al llegar a la playa, mantuvieron losrangos y obedecieron órdenes. Ningúnempujón para conseguir un puesto en la cola.Por lo visto, la evacuación se llevó a cabo deforma ordenada y con calma. Michel esperóen aguas heladas durante horas, hasta queuna barca de pesca lo recogió y lo llevó auno de los barcos.

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—¿Y su amigo también?Odette se mordió el labio inferior.—Cuando Michel se volvió en el mar para

buscarlo, había desaparecido.Mi pensamiento se desvió hacia el amigo

de André. Maxime. ¿Qué habría sido de él?De nuevo, me embargó la tristeza.

Sandrine, la hija de Odette, cuyo hermanoregresaría a casa algún día, y madamePinatel, la esposa del alcalde, no tardaron enpasar a presentarme sus respetos. Después,Mélanie trajo dos frascos de cerezas enconserva de sus árboles y una bolsa de pasas.Aloys Biron, el carnicero, trajo un salamimuy largo. Lo que no esperaba era que

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madame Bonnelly, una mujer oronda debrazos fornidos con la que jamás habíaintercambiado ni una palabra, se presentaracon un gratin d’aubergines, una tarta deberenjenas y tomates recubierta de migas depan.

—No pierdas las fuerzas, hijita —meconsoló.

Henri Mitan, el herrero, llamó a la puertasin haberse quitado el delantal manchado deceniza. Jugueteaba nervioso con la gorra delana entre las manos; el dedo índice de sumano izquierda no era más que un feomuñón, lila y arrugado por la punta.

—So…, solo quiero que sepa que a… él leencantó hacer e…, ese…

Mitan tragó saliva, como si tuviera un

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Mitan tragó saliva, como si tuviera unhueso de melocotón en la garganta, y elresto de la frase fluyó por sus labios comouna avalancha de sílabas entrecortadas:

—Esa caseta para usted, madame. Mepidió que me esmerara con las bisagras.

—¿Le apetece sentarse?—Se…, sería un honor, madame. —Se

inclinó en actitud reverente, o quizá suespalda estaba permanentemente curvada acausa de los años de trabajo doblado sobre elyunque.

Abrí la puerta del patio y él salió a echarun vistazo. Tras unos minutos, entró denuevo e intentó —no sin esfuerzo—expresarse con palabras.

—Un bu…, buen carpintero, y un bu…,

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—Un bu…, buen carpintero, y un bu…,buen hombre. Merci. Merci, madame.

Se fijó en el pestillo roto de la ventana,que descansaba sobre la mesa.

—¿Me permite que le haga unos pestillosnuevos, para que pueda cerrar lascontraventanas?

Mitan soltó la pregunta sin tartamudear.—Se lo agradeceré de veras, monsieur.Volvió a inclinarse reverentemente

mientras retrocedía hacia la puerta.Su educación nos sorprendió. Odette y yo

compartimos un efímero momento deplacidez. Quizá se trataba de uno de esosmomentos, un pequeño paso. La amabilidad,a veces, vale más que mil palabras.

Me di cuenta de que incluso dentro del

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Me di cuenta de que incluso dentro delmás simple exterior, había sufrimiento,tragedia y coraje. André nunca habíamencionado que Henri fuera tartamudo, nitampoco lo de su dedo. Quizás un pueblo yno una ciudad era el lugar adecuado paradescubrir la humanidad de un obrero, y ladelicadeza de un marido.

Al día siguiente, domingo, los aldeanos searracimaron en la puerta de mi casa parainiciar la procesión hasta la iglesia. «Micasa», pensé que así debería llamarla a partirde ese momento. Ser propietaria implicabaestablecer unos lazos con aquel lugar; sinembargo, a través de la atmósfera plomiza,

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no podía ver otro futuro en Rosellón que nofuera el color gris de la soledad, más unrepentino estallido naranja cuando meembargara la pena.

Odette y Louise se sentaron conmigo encasa. Al poco, llegó Mélanie con unsombrerito modelo Pillbox, tan pequeño queno ocultaba la permanente que Louise leacababa de hacer en la peluquería.

Bernard Blanc, el alguacil del municipio,fue el primero en llegar, lo que lecorrespondía hacer por su posición, supongo.Con altas botas negras, como las que llevaríaun oficial del ejército, y una chaqueta negrahecha a medida, ocupó un puesto en un

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rincón de la estancia y se quedó de pie, conla espalda erguida, los hombros cuadrados, labarbilla alzada y mirada solemne, como siquisiera imprimirle un aire de dignidadmilitar al acontecimiento.

Al poco, Aimé Bonhomme y el alcaldePinatel llegaron juntos.

—¡Los cuadros de Pascal! —exclamóAimé, alarmado, con la vista fija en lasparedes antes de volverse hacia mí.

—Los cuadros, madame. ¿Dónde están? —exigió monsieur Pinatel.

Con los ojos de los tres hombres clavadosen mí, mentí sin vacilar:

—No lo sé.Aimé frunció el ceño con visible

preocupación; el alcalde escrutó la sala, con

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la espalda muy erguida; el alguacil, tranquiloy sin perder la compostura formal,entrecerró los ojos y me miró fijamente. Secomportaban como si fueran un tribunal, conel alguacil Blanc, el más alto, en el centro.

El padre Marc entró ataviado con su capade funeral y nos invitó a seguirlo cuestaabajo, hasta la iglesia. Las campanas de latorre tocaban a muerto; los viejos del pueblosalieron del café. El solemne tañido meafectó, tan diferente al alegre repiqueteo deNochebuena, tan lento que pensé que elcampanero se había quedado dormido, tanlento como los últimos resuellos de Pascal,un año antes. Al acercarnos a la iglesia, sentíla vibración de aquel tañido en el pecho, conmás fuerza. Su funesta sentencia sonaba

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como un anuncio innecesario: «A partir dehoy, tu vida será distinta».

¿Qué iba a hacer yo a partir de ese día,con mi vida tan insignificante?

Mis nuevos zapatos me pusieron enevidencia con su sonoro taconeo en lasescaleras de la iglesia. Tenían unas tiras en laparte superior que no durarían mucho, yunas suelas de madera que, por desgracia, síque parecían muy resistentes. No quedabanzapatos de piel; aquel material se utilizabaexclusivamente para el esfuerzo bélico.

De pie junto al padre Marc, en la puertade la iglesia, imaginé que todos debían deverme como una figura del mundo exteriorque presagiaba tristeza para Rosellón. Loshombres pasaron cabizbajos delante de mí,

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todos excepto el alguacil, que me miró comosi tuviera en la punta de la lengua laspalabras que antes se había guardado. Lasmujeres también entraron en la iglesia sinmirarme, excepto Louise, que alzó la barbillacomo para indicarme que yo debería hacer lomismo. Todos habían ido a lamentar algomás que la muerte de André, el primerroussillonnais abatido por las armas alemanas.Todos estaban allí en reconocimiento de quela guerra había herido a su pueblo. Sentícomo si mi dolor se extendiera a las esposas,madres y hermanas que en el futuroexperimentarían el mismo pesar.

Aparte de las margaritas blancas delporche de Melanie que adornaban el mantelde algodón y encaje del altar, el interior de

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la iglesia y su crucifijo mayor de tamañonatural no me transmitieron mucho consuelo.Unos exagerados clavos perforaban lasmanos y los pies de Jesús, y su expresiónimplorante, como si preguntara: «¡Dios mío!,¿por qué me has abandonado?», expresabamás pena que devoción. Pese a ello, micorazón se encogió con la agonía de suabandono y sufrimiento, y mis ojos seinundaron de lágrimas por él, por mí, por elmundo enfermo.

Los reclinatorios estaban en un estadodeplorable, astillados y ajados. Dado queAndré nunca pisaba la iglesia, no se le habríaocurrido jamás repararlos, de no haber sidoporque fue la última petición de Pascal. Y

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ahora, ¿cuánto tiempo tendría que esperarRosellón?

Para André, pasar de crear marcos talladospara cuadros espectaculares pintados porreconocidos artistas parisinos a restaurar lasornamentadas sillas del comedor del palaciopapal de Aviñón, y luego rehabilitar losreclinatorios de aquella pequeña iglesia depueblo, podría parecer como una caída enpicado, pero él no se lo tomaba de tal modo.André lo había interpretado como unapromesa hecha al hombre que había queridoy que lo había criado, pero yo sabía que elsentimiento era más profundo. Él habríahallado complacencia con ese encargo en elpueblo de sus antepasados.

En un rincón se erigía una estatua de

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En un rincón se erigía una estatua deJuana de Arco, embutida en su armadura.Sostenía un pendón del que colgaba unabandera con la flor de lis. El efecto eradeplorable, si se comparaba con laespectacular estatua dorada de la heroína acaballo en la calle Rivoli, frente al Louvre.¡Oh! ¡Cómo habría anhelado oír, aunque solofuera un susurro, las voces divinas que ellahabía oído con tanta claridad como un toquede clarín, algo que me indicara qué tenía quehacer!

¿Cómo me las apañaría?El padre Marc recitó un pasaje del Libro

de las Lamentaciones, «Cesó la alegría denuestro corazón, nuestra danza se ha trocadoen luto», a modo de introducción de sus

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plegarias por el alma de André. Cuandomencionó su nombre, mis ojos se inundaronde lágrimas. Si no oyera «André, André,André» resonando continuamente, quizápodría fingir que se trataba de una misanormal de un domingo cualquiera. De todosmodos, solo se trataba de un baño depalabras. Solo fui capaz de comprender unacosa: que los juicios acercan a los humanos aDios.

Acto seguido, el padre Marc pronuncióuna oración patriótica: «No olvidemos que lagente de Rosellón ha sido bendecida. En laGran Guerra de nuestros padres, no cayó niuna sola bomba en el pueblo. Aquí no huboexplosiones, ni desgracias, ni casasderribadas; ningún batallón de soldados

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alemanes desfiló por la calle de la Poste.Oremos para que Dios redima de nuevo aRosellón».

—Amén —dijo el alguacil Blanc a miespalda.

—Y para que, además, Dios nos guíe ennuestras plegarias por los prisioneros deguerra franceses. Todos los días, a todashoras, recemos para que las tropas aliadasconsigan la victoria frente a las fuerzas delmal y, aunque en estos momentos lasituación sea tan adversa, que los eliminende nuestra querida patria.

»Nosotros, los roussillonnais, hemos sufridoy luchado juntos antes (contra la plaga delangostas, inundaciones y sequías) ylucharemos de nuevo unidos contra esta

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plaga humana; dejaremos de lado todasnuestras rencillas para amar a nuestrosvecinos como a nosotros mismos, tal comonos pidió que hiciéramos Jesús, nuestroSeñor.

Me pregunté si el padre Marc noconsideraba a Alemania nuestra vecina.

Solo habría sido necesaria la ira de Diospara desviar ese letal proyectil alemán de sucurso, o para evitar aquel diabólico aviónque emergió de la nada, en el cielo cubiertode humo, o lo que fuera que había matado alhombre que yo amaba. ¿Qué parte delcampo estaba Dios socorriendo en el instanteen que André resultó herido? ¿Estaba Dios

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tan obcecado en proteger al hijo de unamujer perteneciente a la nobleza alemanacuya cabeza estaba llena de melodías todavíapor escribir, el siguiente Beethoven quecompondría su propia Oda a la alegría, que sehabía olvidado de un hombre sencillo cuyaúnica alegría era hacer marcos para cuadros?¿O acaso incluso no estaba en las manos deDios el acto de desviar la ola de odio, lasintensas ganas de matar? La hermana MariePierre me castigaría por plantearme talesdudas, seguro. El nudo que me atenazaba lagarganta no me dejaba respirar.

Por fin concluyó la ceremonia, y todoscaminamos en procesión calle abajo hasta elmonumento de la guerra en la avenidaBurlière. En el monolito de piedra se podían

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leer los nombres y las fechas: 1870, 1871,1914, 1915, 1916, 1917, 1918. LéonLaPaille, François Estève, Paul Jouval, y dosdocenas más que habían dejado esposas,niños y madres; viñedos y frutalesdesatendidos; campos de cultivo sin plantar;proyectos inacabados. Quizás alguno de ellostambién había pensado en reparar losreclinatorios.

Mélanie me entregó una corona de tallosde parra que había metido en remojo y queluego había curvado hasta darle forma decírculo; luego había decorado la corona conbellotas y lavanda. Un gesto entrañable. Meincliné hacia el pedestal. El padre Marcpronunció una bendición, y todo Rosellón se

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unió al coro de «Amén» para aquel hombreque no era hijo de la localidad.

Maurice estaba tan desolado que no podíani hablar. Odette no me soltaba la mano, yLouise me agarraba la otra. Aimé Bonhommeme dijo en tono paternal:

—Siento mucho que te haya tocado a ti.No deberías haber sido tú. Debería habersido uno de nosotros.

Quizá comprendía bien la soledad que yosentía en un lugar que no había elegido.Quizás el cura y el alguacil también loentendían. No me cabía la menor duda deque Maurice y las mujeres sí. Sin embargo,involuntariamente, las palabras de Aimé mehicieron sentir como una forastera, un autre.Seguro que la gente me observaría y

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chismorrearía sobre cómo llevaba el duelo.Por más que Bonhomme lo hubiera dicho sinmalicia, no le veía la lógica a su comentario;solo me separaba más de aquel pueblo, alque había intentado querer, por amor aAndré.

En casa, navegando en la insondableniebla de la tristeza, añadí un incomprensiblesexto punto a mi lista de votos y promesas:

6. Aprender a vivir sola.

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Capítulo catorce

Los santos patronos

1940

A mi regreso a casa desde la panadería, leíel discurso del general De Gaulle colgado enla pared de estuco color coral delayuntamiento. Como líder de la Francialibre, actuando desde Londres, el general seresistía a aceptar la victoria alemana,mientras que el Gobierno de Pétain en Vichyse acomodaba a las normas alemanas.

Apreciaba la esperanza que transmitíaaquel discurso, pero temía el día en quealgún oficial alemán arrancara la hoja del

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edificio y plantara un eslogan nazi en sulugar.

Junto al discurso del general, habíanpuesto una nueva pancarta: «REVOLUCIÓNNACIONAL. TRABAJO, FAMILIA, PATRIA.MARISCAL PÉTAIN». Por lo visto, el alcaldePinatel había optado por una posiciónneutral.

Era septiembre, así que también había unanuncio escrito a mano de las fiestas del votoa san Miguel, el patrón de Rosellón, el 29 deseptiembre, fecha para la que faltaba poco.Ese santo no significaba nada para mí; nohabía hecho nada para proteger a André,nieto de un roussillonnais. En vez de eso, eldiscurso del general De Gaulle seguíaresonando en mi cabeza: «Invito a todos los

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franceses, dondequiera que se encuentren, aunirse a mí en la acción, en el sacrificio y enla esperanza. Nuestra patria está en peligrode muerte. ¡Luchemos todos para salvarla!».Pero ¿qué podía hacer yo, una mujer sola enun pueblo aislado?

Enfilé directamente hacia la peluquería deLouise. Había visto que el día anterior habíagarabateado y colgado una nota en la quedecía: «Recogida de cabello para hacerplantillas para zapatos».

—Córtame el pelo —le ordené.—¡Pero si tienes una preciosa melena

larga, del color del chocolate negro!—Así servirá mejor para hacer plantillas.

Los luchadores de la Résistance necesitanbuenas botas. Córtamelo como un chico.

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Ella me trenzó el pelo y lo cortó a laaltura de la nuca. La trenza parecía unaserpiente. Luego me repasó el corte.

—Con este corte, nadie te reconocerá enla fiesta. Porque irás, ¿verdad? —mepreguntó Louise, con las tijeras en una manoy el peine en la otra, a la espera de mirespuesta.

A André y a mí nos gustaba el ambientefestivo del fin de semana dedicado a sanMiguel: en el pueblo montaban paradas,juegos, torneos de petanca, música, baile yfuegos artificiales. También habíamos ido alas fiestas del patrón de Gordes, el pueblovecino, pero temía que alguien pudieracriticarme, si iba sola; no me gustaría quealguien pudiera pensar que iba en busca de

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diversión. De todas maneras, para ser sinceraconmigo misma, tenía que admitir que no meapetecía estar de luto a todas horas, y quequería disfrutar un rato y escapar un poco demis oscuros pensamientos.

—Maurice se pondrá triste si no vas.—¿Qué queda por celebrar, después de la

rendición? La gente no está para fiestas.—Por eso has de ir, para contribuir a

cambiar el ánimo general.Había estado tan insoportablemente sola,

paseándome con desespero por aquella casavacía, que dije:

—De acuerdo. Iré.La primera mañana de la fiesta solo se

celebraban torneos de petanca y de boules,actividades que no me interesaban en

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absoluto. Dado que un voto significaba haceruna ofrenda o una promesa, preferíquedarme en casa y formular mi voto.Tendría que ser sobre André. Añadí a mi listade votos y promesas:

7. Encontrar la tumba de André y el lugardonde murió.

¿Me desmoronaría si encontraba uno deesos dos sitios? A pesar de mis reticencias,no borré el punto y escribí otra promesa:

8. Perdonar a André.

El peso del perdón se materializó apenasun momento después de haber escrito esaspalabras. André podría haber aplazado su ida

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hasta que lo hubieran llamado a filas. Quizásentonces no habría tenido que combatir, perono, había tenido que ir con Maxime.

Sin embargo, no me parecía correctomantener vivo el resentimiento hacia elhombre que amaba. El sentimiento atentabacontra mi conciencia, y lo único queconseguía era agrandar mi dolor. Tendríaque perdonarlo de nuevo todos los días, enun arrebato de amor, quizás incluso algunasveces a regañadientes, hasta que olvidara elmotivo por el que tenía que perdonarlo. Demomento, no podía imaginar la llegada deese día, aunque estaba dispuesta a intentarlo.

Con esa ilusión, bajé hasta la iglesia y

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Con esa ilusión, bajé hasta la iglesia yllegué a tiempo para la procesión. El acto seinició con un coro de diez niñas sonrientesque, colocadas en las escaleras de la iglesia,entonaron la Letanía de los Santos. El padreMarc se puso al frente de la procesión; detrásde él, un monaguillo llevaba una enormetalla de madera de san Miguel. Pesaba tantoque el pobre chico perdió el equilibriocuando bajaba la cuesta mal empedrada, y apunto estuvo de caer de hinojos. Las niñasque lo seguían contuvieron el aliento.

Estaba segura de que a esas crías leshabían ordenado que caminaran con portesolemne, pero la más pequeña, Mimi, la hijade Mélanie, que llevaba un vestido amarilloy solo un calcetín, no pudo contenerse y,

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poco a poco, se fue apartando de la fila conalegres brincos. ¿Podía esa estatuatambaleante liberarme de mi profundadesesperación? No, pero Mimi sí que lologró, al menos por un momento, con susalegres saltitos, con la energía propia de unresplandeciente rayo de sol. Si pudiera hacercaso de los consejos de Odette, encadenaríatales momentos para ir tejiendo la senda deuna nueva vida.

Tan pronto como la procesión llegó a laplaza Pasquier, procedieron a erigir laestatua. Las niñas se fueron corriendo alpatio del colegio para ver cómo los niñosmontaban combates de lucha y paradivertirse con el juego de las prendas, lagallina ciega o saltando a la comba. En los

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tenderetes callejeros de comida, las gramolasde manivela animaban el ambiente con unamaraña de melodías. Cada voz desafiantecantaba más alto para demostrar que losprovençaux no habían perdido la alegría devivir solo porque los alemanes hubieranocupado el norte.

La gente había venido de las granjas y losviñedos, de Apt, Gordes, Saint-Saturnin-lês-Apt y Bonnieux. Sus vestimentasestrambóticas me sorprendían: zuecos demadera combinados con un traje; un bombína juego con el traje de faena; un sombrero depaja con americana y unos pantalonesarrugados y deformados. Vestidos pasados demoda y telas muy sencillas. Sin embargo, fui

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capaz de reconocer la dignidad en lamodestia de toda aquella gente.

Los más jaraneros saludaban a quieneshacía varias semanas que no veían con lamisma emoción que mostraban hacia los queno habían visto en años. Sin embargo, sualegría parecía un tanto forzada, y pronto secalmaron y se enfrascaron en conversacionespausadas bajo los plataneros, o se alejaronhacia el cementerio para visitar las tumbasde sus familiares.

Una orquesta de Apt, con nueve músicos,se encargó del concierto sinfónico anunciado.Esperaba que tocaran los Conciertos deBrandemburgo, pero me equivoqué. Nada deBach, ni de Handel, ni de Beethoven; solocompositores franceses. Claro de luna, de

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Debussy; Un baile, de la Sinfonía fantástica, deBerlioz, muy popular en París; la célebreHabanera de Carmen, de Bizet, seguida por elconmovedor drama pastoral de loscontrabandistas en los Pirineos, y las Coplasdel toreador. Aunque el concierto no fuera demuy buena calidad, me encantaba oíraquellas melodías. Por último, La Marseillaisehizo que me sintiera orgullosa de serfrancesa.

Unas panderetas marcaron el inicio delbaile. Pese a mis quejas, Maurice y Louiseme llevaron a la sala de fiestas. Louiseadmiró mi nuevo peinado, orgullosa de ser laautora del cambio.

—No tienes escapatoria, Lisette. Louise haaccedido a compartirme contigo en la polca y

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el vals. ¿Te lo imaginas? Un hombre tanrechoncho como yo bailando con dos bellasdamas. ¡Incluso Maurice Chevalier estaríaceloso!

Su reverencia caballerosa era aduladora,pero decliné la invitación. Maurice puso carade enfurruñado, como era de esperar, aunquesabía que él me entendía. Después disfrutéviéndolo bailar un vals con Louise. Erasorprendentemente buen bailarín, con pasosligeros.

El alguacil Blanc se acercó a mí con lamano alzada, mostrándome la palma.

—No tiene escapatoria, Lisette —dijo,copiando las palabras de Maurice, aunque sutono era más contundente.

—No, gracias. Prefiero mirar.

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Siguió ofreciéndome la mano. ¿Era ungesto de educación o de insistencia? ¿Acasono entendía por qué no me apetecía bailar?¿Tendría que ser explícita con él? Una viudaafligida no baila. Le di la espalda, él torció elgesto y desapareció entre la multitud.

Me aparté un poco de la pista y allí mequedé el resto de la noche, mirando cómobailaban la polca y la gavota. No estabatriste por no poder bailar; estaba rindiendohomenaje a André y recordando con quéelegancia solíamos bailar juntos. Con esesentimiento reconfortante me bastaba.

En otras circunstancias, habría disfrutadobailando la farándula, ese alegre baileprovenzal donde todos se toman de lasmanos y saltan en círculo, dando suaves

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patadas y un puntapié a cada cuatro saltos.El que llevaba la voz cantante en el bailepropuso formar la serpiente. Todos sepusieron en fila y, agarrados a la cintura dela persona que tenían delante, empezaron arecorrer la sala haciendo eses como unaserpiente. Después, el líder gritó queformaran un caracol, y la línea dibujó unaespiral, enrollándose en círculos cada vezmás pequeños.

Al pasar junto a mí, Mélanie gritó: «¡Conese corte de pelo te pareces a Kiki!». Yo lesonreí. No sabía que en el sur conocieran aKiki de Montparnasse, una cantante decabaret, actriz y pintora, que también posabacomo modelo para varios artistas. Yo lahabía idolatrado, así que me sentí adulada.

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No hubo fuegos artificiales que iluminaranel cielo como en el año anterior —el efectohabría sido demasiado parecido a lasexplosiones de la guerra—, ni tampocofogatas —se habría considerado una formade malgastar la madera—; solo una bandejade velas, cortesía del padre Marc. Poco apoco, la concurrencia se fue dispersando.Muchos se quedaron un rato bajo los árbolesde la plaza, alargando la despedida debuenas noches como si no se fueran a verhasta el año siguiente, cuando lo cierto eraque se verían de nuevo por la mañana, en eltorneo de petanca y en el desfile detrompetistas de Apt, y en el baile de la tarde.

La noche era cerrada, sin luna, y las callesno estaban alumbradas —en Rosellón ni

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siquiera había farolas de gas—, por lo queMaurice insistió en acompañarme hasta micasa, cinco edificios más arriba de la suya.

Al llegar a mi puerta, se despidió con unareverencia. Yo entré y encendí una lámparade gas. El susto fue tremendo. La casa estabapatas arriba: las sillas volcadas, el mantelamarillo de los girasoles hecho un ovillo enel suelo. La alacena de André estaba retiradade la pared, con las puertas abiertas y sucontenido revuelto. Los platos estabanesparcidos sobre las baldosas del suelo,algunos rotos. Llamé a Maurice, alarmada. Élregresó corriendo, echó un vistazo y corriócalle abajo con su galope desgarbado enbusca del alguacil. Antes de que regresara,Blanc apareció en mi casa.

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—Estaba haciendo mi ronda nocturnacuando la he oído gritar y he visto la puertaentreabierta, ¿va todo bien, madame?

—¡No! —Abrí la puerta por completo paraque viera el panorama.

El alguacil sacudió la cabeza; su cabelloengominado y peinado hacia atrás brilló bajola luz de la lámpara.

—¿Ha visto a alguien merodeando poraquí, antes de ir a la fiesta? —me preguntó.

—No.—Hoy hay muchos forasteros en el

pueblo.—Pero ¿por qué mi casa?—¿Tiene algo de valor escondido que

alguien pueda querer?

Sabía que se refería a los cuadros, pero

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Sabía que se refería a los cuadros, pero¿por qué no lo decía sin rodeos? Él los habíavisto. De repente, me acordé de la primerarazón de André para no decirme dónde habíaescondido los cuadros. Miré al alguacil Blancde frente, y sin inmutarme contesté: «No,nada». Era verdad.

—¿Le importa si echo un vistazo al pisosuperior?

Ambos subimos las escaleras y vimos quela ropa de cama estaba revuelta y loscolchones fuera de su sitio en las doshabitaciones; el armario estaba separado dela pared en mi cuarto; la ropa, tirada por elsuelo; y la cómoda, volcada en el cuarto dePascal. El alguacil puso los colchones denuevo en su sitio y los muebles en orden. En

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el piso de abajo, empujó la alacena de Andréhasta arrimarla a la pared.

—Gracias, alguacil.—Por favor, llámeme Bernard. Asegúrese

de informar de cualquier cosa que le falte.—¿A usted o al alcalde?—A mí, por supuesto. Soy el brazo de la

ley.—De acuerdo.—Vigile con los desconocidos. Me refiero

a los alemanes. Lo más seguro es que no sepaseen por ahí uniformados. Estánrastreando la zona, en busca de recursosnaturales y de posibles botines. Presteatención cuando vaya por la calle. Quizáshablen en francés, pero el acento los delata.Quienquiera que haya entrado en su casa

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tiene amigos, y esa gente sabe mucho más delo que suponemos. —Se acercó más a mí. Yome puse tensa, y él se dio cuenta—. Esoscuadros no valen tanto como para poner suvida en peligro. Si es necesario, deshágase deellos.

No me esperaba el comentario acerca delvalor de los cuadros, pero el parecido de suspalabras con las que André había utilizado ensu última carta me sobresaltó.

—Mida bien sus pasos, madame; seaprevisora y vigile, vigile mucho. Buenasnoches. —Se encorvó al atravesar el umbral.

Examiné el frasco de las aceitunas. Eldinero seguía allí. Por consiguiente, el ladrónno buscaba dinero.

Al cabo de unos minutos, Maurice regresó,

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Al cabo de unos minutos, Maurice regresó,angustiado porque no había encontrado alalguacil.

—¿Quién quiere mis cuadros?—No lo sé, pero está claro que alguien

está interesado en ellos. —Me rodeó con losbrazos en actitud paternal y manifestó—: Tusplatos pueden haberse roto, pero túresistirás.

Al día siguiente no fui a la fiesta. No podíadeshacerme de aquella incómoda sensaciónde que un intruso hubiera estado en mi casa.Esa acción vandálica justificaba que Andréhubiera escondido los cuadros. Al pasar junto

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a las ventanas entre las que había estadocolgado el cuadro de la pequeña fábrica depiedra color amarillo pálido, sentí unapunzada de dolor en el pecho. Esa pinturasignificaba tanto para Pascal… Me acerqué ala pared donde antes había cuatro cuadros. Elmás grande, Lostejados rojos, rincón de unpuebloen invierno, estaba casi en el centro dela pared.A menudo, Pascal lo llamaba LeVerger, Côtes Saint-Denis à Pontoise, lo quehacía que pareciera que aquel cuadro teníavarios nombres. Había dicho que los tejadoseran de ocre rojo; los trozos de las ramasiluminados por la luz relucían con un oscuroamarillo dorado, seguramente obtenido apartir del ocre —él habría especificado elnombre exacto de cada uno de los colores—

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y el suelo era del color de las calabazas. Diuna vuelta despacio, sin moverme del sitio,intentando recordar cada uno de los cuados,preguntándome cuál era el favorito deAndré. Sentí otra punzada de dolor, esta vezpor remordimiento. Nunca se lo habíapreguntado.

El bodegón de Cézanne había estadocolgado sobre la alacena de André. Habíacomentado que era el lugar perfecto para esecuadro. Quizá fuera su pintura favorita. Leencantaban las manzanas. Tomé el cuencoblanco que descansaba sobre la mesa y quecontenía tres manzanas, dos peras tempranasy una naranja, y lo coloqué encima de laalacena de André. El rojo oscuro de lamanzana situada más arriba en el bodegón

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de Cézanne era intenso, vigoroso, como siindicara el derecho de aquella manzana aocupar su posición imperial. A André lehabría gustado mi imitación del cuadro. Alcolocar la fruta sobre su alacena, acababa dellevar a cabo un acto de resistencia contra elladrón; más importante aún, era un acto deamor hacia André.

En el cuadro de Cézanne, ¿había tresmanzanas? ¿Cuatro? ¿Tres naranjas? ¿O eranmelocotones? La imagen del bodegónempezaba a borrarse de mi mente, delmismo modo que comenzaba a desvanecerseel recuerdo de André comiendo su últimamanzana. ¿Se hallaba de pie en el patio,relajando los hombros después de haberpasado tanto rato inclinado sobre la última

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silla del palacio papal? ¿Había dicho algo alterminar, consciente de que con aquellaúltima silla se acortaba el tiempo que nosquedaba para estar juntos? No conseguíarecordarlo. Detestaba no ser capaz derecordar esos momentos. Entoncescomprendí la desesperación de Pascal porrelatar sus vivencias, para que sus recuerdosno se perdieran para siempre. Tenía queaferrarme a esos preciosos recuerdos,conservar cada palabra que me había dichoAndré, cada sonrisa. No las había valoradocon la debida intensidad. Había estadodemasiado encerrada en mí misma.Resultaba insoportable no recordar todo loque él me había dicho durante nuestra últimasemana, nuestro último día.

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Louise me había invitado a su casa lanoche después del segundo día festivo, paralo que describió como una velada entreamigos. Yo le estaba agradecida. Habíapasado demasiadas horas sola encerrada encasa.

Aparte de André y Maxime, apenas teníaamigos en París: la hermana Marie Pierre,por supuesto, y Jeannette, la otradependienta en la pâtisserie. Yo la llamabaJuana de Arco, porque aseguraba que oíavoces y que por sus venas corría sangregitana. Cuando Maxime entraba paracomprar un brioche, ella se inclinaba sobre elmostrador para enseñar los pechos y flirtearcon descaro. Maxime podría haberle seguido

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el juego, pero siempre me regalaba a mí elbrioche que acababa de comprar. Jeannette seenfurecía, y con palabras malsonantes, gestosobscenos y mirada asesina lo echaba de latienda. Más tarde, Maxime y yo nos reíamosal recordar el episodio. ¡Qué no daría por undía con ella, ahora!

En Rosellón contaba con más amigos quelos que tenía en París. En casa de los Chevetya había tres familias más cuando llegué:Émile y Mélanie Vernet, los dueños delviñedo, con su preciosa hijita Mimi; HenriMitan, el herrero, y su esposa, que debía dehaber desarrollado una paciencia de santopara aguantar su tartamudeo; y los Gulini,Odette y René, su marido italiano, su hijaSandrine y el marido de Sandrine, que se

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llamaba Louis Silvestre y que se habíalibrado de la guerra por tener una piernamás corta que la otra. Louise debía dehaberse quedado sin café, porque sirvió elfaux café hecho con chicoria. Todos seguimosel ejemplo de Mélanie y tomamos un soloterrón de azúcar, en lugar de dos, que era lohabitual. El azúcar estaba racionado. Mauriceofreció una copita de orujo a los hombres,que se lo bebieron de un trago, aunque, decuando en cuando, se dedicaban a sorber lasgotitas para que durara toda la velada.

—Esta noche disfrutaremos de dosacontecimientos especiales —anunció Louise—. Yo me encargaré del primero, lascastañas, y Maurice, del segundo.

Louise puso dos castañas para cada

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Louise puso dos castañas para cadapersona en una paella vieja con la baseagujereada y las asó en la chimenea,mientras Émile descorchaba una botella deuno de sus vinos rosados.

—¿Habrá postres? —quiso saber Mimi.—¡Chis! No, Mimi. No seas impertinente

—la reprendió Mélanie.—Lo siento, Mimi —se lamentó Louise—,

pero tendremos que endulzarnos con actos degenerosidad, en vez de con dulces de verdad.

—Ahora me toca a mí —intervino Maurice—. Ven conmigo, Mimi.

La cara de Maurice, moteada porpicaduras de abeja, una marca de su laborcomo apicultor, se iluminó con una risita deniño travieso. Anadeando, enfiló hacia la

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puerta trasera, con Mimi cogida de la mano.Cuando volvieron a entrar, Mimi llevaba uncabritillo atado a una cuerda.

—Mimi y yo creemos que deberías teneruna cabrita, ¿no es cierto, Mimi?

—¡Una cabra! ¡No seas ridículo, Maurice!Por un momento, pareció herido, pero no

tiró la toalla.—Si es una cosita la mar de bonita, ¿no te

parece? Da más de un litro de leche cada vezque la ordeñas. Louise y yo no necesitamosotra cabra. Tú sí.

—¡Maurice! ¡Soy una parisienne! No tengoni idea de cómo cuidar de una cabra. Pormás leche que dé.

Recordé que, en el orfanato, cada tres díasvenía un cabrero con media docena de

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cabras. Yo esperaba con ilusión el momentoen que oía las esquilas en el patio. Meencantaba oír los largos balidos. La hermanaMarie Pierre me daba un cubo solamente siyo era capaz de describir el sonido conpalabras, sin imitarlo. El cabrero ordeñabauna cabra mientras yo sostenía el cubodebajo de la cabra hasta que estaba lleno. Aveces, aunaba suficiente coraje para acariciara la cabra más menuda, la que no teníacuernos.

—Ordeñar es fácil. Ya te enseñaré yo. —Los ojos de Maurice brillaron divertidos—.Solo tienes que estrujar las tetillas al ritmode La Marseillaise. Con cuidado, para nohacerle daño.

—Allons enfants (estruja una tetilla) de la

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—Allons enfants (estruja una tetilla) de la(estruja la otra) Patrie (estruja), le jour degloire (estruja) est arrivé (estruja).

Los demás no tardaron en unirse al coro:«Aux armes, citoyens!», dijeron, al tiempo queestrujaban ubres imaginarias. Al llegar alanimoso estribillo de «Marchons (estruja),marchons», todos estábamos de pie. Despuésnos dio un ataque de risa.

—Pero ¿qué voy a hacer con tanta leche?—Puedes elaborar queso —sugirió Odette

—. Un chèvre suave.—Sería demasiado queso para una

persona. —Sentí una punzada de dolorcuando dije «una persona».

—Pues vende el resto —agregó RenéGulini con presteza—. Inventaré una pasta

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para rellenarla con tu queso. Un briocheredondo y grande relleno de chèvre y conalbaricoques por encima.

—¡O manzanas! —exclamé.La cabrita era blanca con las orejas

negras, una colita negra, y solo dos muñonesen el sitio de los cuernos. Le atusé el pelo;ella me miró con ojos líquidos comodiciendo: «Adóptame». De repente, visualicéel cuadro de Pissarro de la joven quecaminaba con una cabra por el sendero decolor ocre. Pensé que era una nociónabsurda, pero súbitamente sentí que la cabrame ayudaría a encontrar antes los cuadros.

—Bien. Acepto. Merci.En ese preciso momento, decidí que

añadiría otro punto a mi lista:

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9. Aprender a vivir en un cuadro.

—Habrá que ponerle un nombre —gorjeóMimi.

—¿Un nombre? Hummm…Pensé en los nombres que les habíamos

puesto los niños del orfanato a las cabras.Juana de Arco. María Antonieta. EmperatrizJosefina. Madame du Barry.

—¡Ya lo tengo! —exclamé—. ¡Genoveva!¡La patrona de París! La proclamaron santaporque convenció a los habitantes de Paríspara detener a los hunos de Atila, y por esono consiguieron conquistar la ciudad.

Por un instante, vi las caras de reticenciade los allí reunidos, pero insistí.

—Más tarde, cuando un grupo diferente

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—Más tarde, cuando un grupo diferentede soldados logró conquistar París, Genovevalos convenció para que soltaran a losprisioneros. Su estatua está en el Jardín deLuxemburgo.

Coloqué la mano sobre la cabeza de lacabra y declaré:

—Yo te bautizo con el nombre deGenoveva.

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Capítulo quince

El secreto de Gordes

1941

T umbada en la cama, me despertó mipropio llanto junto con la luz blanquecinaque se colaba entre las contraventanas,consciente, como siempre, de cuánto echabade menos a André, de saber que él noexperimentaría el nuevo día. ¿Qué motivostenía para levantarme de la cama? Antes erapara escuchar las noticias en el café al finaldel día. Ahora, una respuesta más urgentellegó en forma de balido, una vocecita que

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me llamaba desde el patio. Genoveva queríaque la ordeñara.

Me puse algo de ropa y lavé el cubo queencontré en el cobertizo de herramientas.

—¡Ay, pobrecilla mía! ¿Pensabas que mehabía olvidado de ti?

Estrujé las ubres y canté La Marseillaise,con ánimo renovado. Después, Genoveva y yobajamos la pendiente que había cerca de casaen busca de hierba fresca y cardos.

—¡Mira qué aspecto más rico tiene estahierba! ¡Ñam!

Cuidar de un animal suponía unaresponsabilidad. No podía pensar solo en mímisma, ni podía hacerme la remolona ylevantarme tarde de la cama. El frío de enerose había instalado en la región, así que,

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mientras Genoveva comía, me dediqué acortar manojos de hierba para almacenarlos.

—Ya tienes provisiones.—Beee —baló Genoveva, lo que interpreté

como: «Merci, madame».Algunas mañanas tenía que felicitarme a

mí misma solo por el mero hecho de salir dela cama y ser capaz de plantar cara a la vida.Aquella mañana era uno de esos días. Tuveen consideración que me había levantado,aseado y vestido, que había abierto lascontraventanas, que había hecho la cama,que había ordeñado a Genoveva, que habíabajado a la boulangerie para ver a Odette, ysí, también para comprar pan. Después habíacalentado agua para hacerme un brebaje dechicoria, un mal sustituto del café; había

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seguido todo el ritual a la hora detomármelo, como si André se hubierasentado a sorber su grand café en el tazón desu abuela. Había lamido el borde del tazón,tal como hacía él.

Ataviada con ropa limpia, me monté en elautobús de Maurice para la sorpresa que élme había prometido cuando me acompañó acasa después de la agradable velada. Amedida que el vehículo se sumergía en unvelo de niebla por debajo de Rosellón,Maurice me dijo que guardara el secretosobre lo que íbamos a hacer y a quiéníbamos a ver. Su actitud solo consiguiódespertar más mi curiosidad.

—La niebla es la atmósfera apropiada paralas actividades clandestinas —comenté.

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—Mucho más de lo que crees. Si nos parael alcalde Pinatel o cualquier otra persona, dique te llevo a ver a la hermana de Pascal.

—Pero si él no tenía hermanas.—Aún mejor. De ese modo, no obtendrán

ninguna información.Al poco, cuando la estrecha carretera

desembocó en el círculo de bories, losantiguos chozos de piedra, Maurice giró a laderecha y ascendió por la carreteraserpenteante hasta Gordes. Una vez allí,aparcó el autobús a los pies del pueblo.Subimos más de cien escalones irregulares depiedra y pasamos junto a la fachada traseradel château y del ábside semicircular de laiglesia. A continuación, tomamos una rutallena de curvas hacia la otra punta del

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pueblo, donde las angostas calles parecían notener fin. A veces eran tan empinadas quehabían reemplazado las piedras planas en elcentro por escalones, y habían adoquinadolos laterales en forma de dos rampas paraque pudieran pasar las ruedas.

No había ni un alma. Me torcí el tobillo yme aferré a Maurice. Durante el resto deltrayecto, él me cogió por el brazo paraayudarme.

Un llamativo manantial discurría entrehileras de musgo e iba a parar a un lavaderohecho de piedra. Maurice me explicó quehabía sido utilizado por una curtiduría en laépoca en que a Gordes se lo conocía por sugran producción de zapatos. En aqueltranquilo barrio residencial, eché un vistazo

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con discreción por algunas ventanas,intentando ver a través de las cortinas deencaje si las sillas disponían de cojines.

Me llamó la atención un edificio de tresplantas que no tenía puerta alguna que dieraa la calle.

Torcimos una esquina y nos adentramosen una callejuela estrecha, con pétreoscimientos, que conducía hasta un patio. En eldintel de piedra se podía leer el nombre deuna escuela de niñas.

—¿Así que piensas que debería ir a laescuela? —susurré.

—En cierto modo es lo que harás, perohace mucho tiempo que ya no es una escuela.—Tiró de la cuerda atada a la campanilla dela escuela.

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Una bella mujer con el pelo oscuro tancorto como el mío asomó la cabeza por unaventana superior. Apenas tuve tiempo defijarme en el cuello de encaje de color blancoque contrastaba con el vestido lila.

—¡Ah! ¡Maurice! ¡La has traído! —exclamó—. ¡Ahora mismo bajo!

—¿Le has hablado de mí? —susurré.Oí el tintineo de unas llaves y el ruido de

la cerradura. La mujer abrió la puerta y nosinvitó a pasar.

—Está trabajando arriba.De repente, comprendí por qué Maurice

me había llevado allí. ¡Cuadros! Colgados,apoyados en paredes, apilados por doquier.Imágenes estrafalarias, fantásticas, de vivos

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colores. Nada parecido a lo que hubiera vistoantes.

Maurice me empujó para que subiera lasescaleras. Un artista estaba pintando en unestudio. ¡Un artista de verdad!

Me presentó a la pareja como Marc yBella Chagall.

—Esta es mi amiga Lisette, de la que ya oshe hablado. No le dirá a nadie que estáisaquí.

Me pregunté a qué venía tanto secretismo.Unos desaliñados mechones de pelo

castaño, plateado en las sienes, caían encascada alrededor de las grandes orejas delseñor. Era un hombre bajito, que vestíatirantes y una camisa sin cuello. Lo que másme llamó la atención de él fueron sus ojos,

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azules como piedras preciosas de una tierralejana, almendrados y muy expresivos.Existía un parecido entre sus caras angulosas,tal y como les pasa a las parejas de ancianos,pero ellos no eran tan mayores.

—Maurice nos ha contado que le interesael arte —comentó madame Chagall.

—El abuelo de mi marido… —Hice unapausa—. Sí, me interesa el arte.

Me volví hacia Maurice y le pregunté:—¿Cómo os conocisteis?—Él se montó en mi autobús para ir a

Aviñón, a comprar material para pintar.¡Cómo no!

—Ahora le entrego la lista a Maurice. Élcompra lo que necesito y me lo trae.

Monsieur Chagall hablaba francés con un

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Monsieur Chagall hablaba francés con unacento extranjero que no acerté a identificar.

—Un verdadero chevalier de las carreteras—bromeé.

—Pero este chevalier ha de ocuparse deotros encargos. Volveré dentro de una horapara recogerte, ¿de acuerdo, Lisette?

Maurice señaló un cuadro enormeextendido sobre el suelo; en él se podía ver aun violinista con la cara verde que tocaba elviolín sobre un tejado cubierto de nieve, conlas rodillas dobladas hacia delante y un piecolgando en el vacío. Cuando Maurice pasópor delante, bromeó arrodillándose haciadelante para imitar la postura.

Madame Chagall soltó una carcajada.—Su amigo es muy divertido.

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—Tan dicharachero como un violín —respondí un tanto distraída.

La pintura me había fascinado.—Nada es como debería ser —comenté.—Sin embargo, todo es como debe ser —

reflexionó monsieur Chagall.—Pero esos tres hombres no le llegan al

violinista ni a la rodilla.Chagall se dio unos golpecitos en la frente

con el dedo índice.—Está siendo racional. Tire la

racionalidad por la ventana cuando venga averme. Instrúyela, Bella, y luego yahablaremos.

El pintor se volvió hacia el cuadroinacabado que descansaba en el caballete.Mojó el pincel en la paleta y pintó en el

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lienzo unas espirales que dieron forma a unancho remolino color carmesí. Me quedéboquiabierta. ¿Qué iba a hacer acontinuación? No podía quedarme a mirar,pues su esposa esperaba para llevarme alpiso superior.

—Dado que vive en un pueblo, leenseñaré los cuadros que ha pintado deVitebsk, nuestro pueblo, en Rusia —dijo ella.

—¿Rusia?En una sala sin muebles, docenas de

pinturas se apilaban en el suelo, con apenasunos pasillitos entre ellos.

—¿No los vende?—¡Oh, sí, claro que sí! Pero pinta tantos…

Trabaja día y noche, por lo que se leacumulan. Adora estar rodeado de cuadros.

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Me llamó la atención un cuadro. En él,una lechera sentada en un taburete seestiraba hacia delante para ordeñar una vacacuyas piernas estaban también estiradas deun modo imposible hacia delante. Sobre ellomo de la vaca, descansaba un violín. ¿Ypor qué no? ¿Acaso las vacas no teníanviolines? Más allá de una verja, aparecía lamisma vaca al revés, con otro violín. Unachica se inclinaba hacia delante, con lospechos colgando en el mismo ángulo que lasubres de la vaca. No podía decir queentendía lo que veía, pero me fascinó.

Las pinturas no eran detalladas nirealistas. Las figuras eran infantiles, pocodefinidas, realizadas en un estilo ingenuo,inocente y adorable. En un cuadro, dos

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cabras caminaban la una hacia la otra en untablón estrecho sobre un abismo, con lascabezas gachas. No había espacio para lasdos. ¿Cuál de las dos cedería el paso?

Reí encantada.—¡Qué gracioso! No pueden ser

recuerdos; es todo fruto de la fantasía.—Podrían haber sido sueños, o leyendas

rusas, o relatos judíos, o cuentos popularesinfantiles. Marc los experimentó con talintensidad que todavía forman parte de él.

La falta de atención del pintor respecto alas medidas relativas de las cosas resultabacómica, pero precisamente por ese motivoresultaba sugerente. Un enorme gallorecostado arropaba entre sus alas a unamujer pequeña, como si la protegiera de las

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llamas de un pueblo situado a sus espaldas.En la imagen se invertía el orden de que loshumanos tenían que encargarse de losanimales domésticos, y pensé que Maurice yLouise habían sabido que Genoveva meayudaría a superar las dificultades de másformas que solo dándome leche.

Me impresionó otra pintura: un hombregigante envuelto en un abrigo negro quellevaba un abultado saco al hombro,colgando del cielo en diagonal sobre unpueblo cubierto de nieve y un enormeedificio que parecía la sinagoga que habíavisto en el barrio del Marais.

—Hábleme de este cuadro.—En nuestra educación judía, la expresión

en yidis «va por encima de las casas»

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representa a un mendigo; significa unmensaje de que Dios podría venir en formade mendigo.

—¿Y ese mensaje es bueno o malo?—Bueno, muy bueno. Lo que uno ve como

un viejo mendigo tieso y desgastado poraños de penuria y tristeza no es todo lo quela imagen proyecta. No es su miseria, sucansancio ni su soledad lo que me impresionaen este cuadro; es la fuerza espiritual que lomantiene elevado en el aire, a pesar de lagravedad. Eso es lo que me conmueve.

Me lo había contado con tanto entusiasmoque me atreví a preguntar:

—¿Forma parte de las creencias judías?Me refiero a eso de mantenerse elevado pesea las fuerzas que tiran de uno hacia abajo.

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—Diría que forma parte de la historiajudía. —Reflexionó unos instantes y luego seaventuró a hacerme una pregunta—: ¿Haoído hablar de la Kristallnacht?

Se angustió al pronunciar aquella palabra.—Sí, leímos un recorte de prensa. Nos

quedamos de piedra, consternados.Me asustó la nota de nerviosismo en su

voz, por cómo la guerra debía de afectarles.Ahora comprendía por qué estaban allí, enaquel lugar remoto, y por qué Maurice lellevaba los materiales desde Aviñón para queel artista pudiera pintar. Me pregunté sihabía más artistas judíos escondidos en el surrural.

A pesar de la seriedad del momento,ansiaba saber más cosas acerca de la fantasía

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artística de su marido. Madame Chagallpropuso que echara un vistazo a un cuadroenorme que ella denominó Yo y el pueblo, enel que un hombre verde de perfil miraba lacabeza de una vaca, casi nariz contra nariz.Desde el ojo del hombre al ojo de la vacahabía un hilo fino, que los conectaba. Decidíque debía tratarse del hilo del amor.

Tumbada sobre la mandíbula de la vacahabía una mujer diminuta, que ordeñaba unavaca de su tamaño; al fondo, un campesinocon una guadaña sobre el hombro caminabahacia una mujer que estaba al revés. Detrásde ellos había una hilera de casas, algunastambién al revés.

—Momentos separados —comenté.—Pero una única visión.

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—¿Por qué algunas cosas están al revés?Ella se dio cuenta de que no era una

crítica, sino solo una pregunta.—Existe una contradicción para cada

afirmación, la puesta en duda de la creencia.A menudo, todo aquello que creemos que escierto se hace añicos.

Pensé que la mujer y las casas al revésrepresentaban contradicciones; el galloarropando a la mujer cuestionaba la nocióndel tamaño, la capacidad de proteger y deofrecer bienestar; y el hombre en el cielohacía añicos la teoría de la gravedad.

—Entonces, su marido tiene un motivopara todas las cosas.

—No puedo confirmarlo con absolutaseguridad. A veces incluso a mí me confunde.

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Cuando regresamos al gran estudio, vimosque su esposo había hecho progresos en elcuadro. El remolino carmesí habíaaumentado de tamaño y había adoptado unaforma más redondeada e hinchada, como unanube, sobre la que se abrazaba una radiantepareja de novios. La mano del novio atraíahacia su hombro la cabeza de la amada.Encima de ellos, un enorme rosal henchidode rosas blancas ocupaba gran parte delcuadro. Si ese remolino curvado colorcarmesí era una nube, tendría que haberestado por encima de ellos, y el rosal a suspies. Asimismo, la nube debería ser blanca, ylas rosas, rojas. Yo no había tirado porcompleto la racionalidad por la ventana.Tenía la sensación de que el artista jugaba

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con el espectador. Las figuras estabansuspendidas en el aire, sobre el pueblo, yunas cabezas de querubines asomaban entrediminutas alas que se batían en el cielo. Unhombre que flotaba entre los ángeles tocabael violín; una cabra descansaba con las patasdobladas.

—Sus cuadros cantan, monsieur. ¿O quizádebería decir que me provocan a mí ganas decantar?

—¡Mucho mejor!—Analiza la realidad para revelar algo

extraño y maravilloso, y, si me lo permite,con cierto aire infantil. ¿Siempre habíadeseado ser artista? ¿Desde la infancia,quiero decir?

—Esa palabra, «artista», no existía en mi

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—Esa palabra, «artista», no existía en mipueblo, así que soñaba con ser cantante,después quise ser violinista, un oficio másaceptado en mi cultura, luego bailarín… ypoeta.

—Puedo preguntarle… ¿Por qué las rosasen el cielo?

—Porque no están en el suelo.La pícara sonrisa que iluminó su cara me

envolvió como un abuelo envolvería a unniño en una manta calentita.

—¿Por qué esa nube es roja?—Es mi nube. Puedo pintarla del color

que me dé la gana.—¿Por qué los ángeles están revoloteando

por ahí?

—Porque necesito algo para llenar el

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—Porque necesito algo para llenar elespacio.

—No le creo. Están allí para bendecir a lapareja.

—Si eso es lo que usted quiere, perfecto.—Usted no pinta simplemente lo que ve,

como hacen otros pintores.—No, pinto lo que veo en mi interior.—¿Soñó esa pareja de novios?Su expresión divertida se trocó en un

gesto melancólico.—Quizá. O quizá los recuerde. O quizá

Bella y yo seamos esa pareja.—Los recuerdos embellecen la vida —

afirmé.—Así es. Borran los aspectos más vulgares

y aportan una visión extraordinaria, la

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esencia de nuestra experiencia.—No son escenas. Son… —Moví las

manos como si estuviera recogiendo cosas,atrayéndolas hacia mí—. Colecciones dedestellos sagrados.

Marc Chagall alzó el brazo y separó almáximo todos los dedos.

—¡Sí! ¡Eso es! Una colección de imágenesinternas que me poseen.

—¿Como esas cabras? ¿Está obsesionadocon las cabras?

—Sí. Eran las cabras en nuestro shtetl ruso.Resoplé divertida.—Pues le debían de gustar un montón,

porque aparecen en muchos cuadros.—Así es. Y también las vacas y los gallos.

—Maurice me ha regalado una cabra. La

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—Maurice me ha regalado una cabra. Lahe llamado Genoveva, por la patrona deParís. Soy parisienne, aunque no lo parezca.

—Claro que lo parece, por su formarefinada de hablar. Una parisienne con unacabra provenzal.

—Mi cabra. ¡Oh! ¡Cómo la quiero! Parecesaber si estoy contenta o triste solo por laforma en que la acaricio. Cuando estoyafligida, se me acerca y arrima el cuerpo ami pierna. Creo que intenta consolarme,como ese gran gallo que arropa a la mujerentre sus alas.

—Entonces usted entiende el lenguaje delos animales y el lenguaje del arte.

—Quizás esté empezando a comprenderlo.Cuando ordeño mi cabra, canto La

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Marseillase. —No pude contener la carcajadapor lo que acababa de contarle, pero él norio—. A Genoveva le gusta. Es una patriota.

Marc Chagall asintió con un gestoreflexivo, como si reconociera algo serio.

—¿Le gusta la Provenza? —quise saber.—Me encanta. Los campos de trigo en la

época de la cosecha me recuerdan a mi país.Y adoro estas vides que pueblan las colinasen líneas rectas verdes, y la luz. ¡Oh! ¡La luz!Cuando llegué a París, pensé que aquello eraluz. ¡Ja! Hasta que llegué aquí.

—¿Por eso fue a París, por la luz?—Por eso, y para aprender el lenguaje del

arte. Después de cientos de años en Roma, enToledo, en Ámsterdam, el arte se instaló enParís. Sabía que allí sentiría la camaradería

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de otros pintores. Quería presentarles mitierra natal; la verdad es que nunca me heido del todo de Vitebsk. No he pintado ni unsolo cuadro que no transpire su espíritu.

—¿Cree usted que la Provenza tambiéntiene un espíritu genuino?

—Por supuesto. Lo siento cuando salgo alatardecer a oler el aroma de los campos y aescuchar la delicada resonancia de lacampana del Ángelus después de cada tañido.—Su estado de ensoñación duró apenas unosmomentos, antes de que se le oscureciera laexpresión—. Me gustaría vivir aquí toda lavida —murmuró.

Suponía los motivos por los que era mejorno preguntar por qué no podían vivir allítoda la vida.

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Cuando Maurice regresó para recogerme,monsieur Chagall le deseó un buen viaje devuelta.

—Conduce con cuidado —se despidiómadame Chagall.

En el autobús, le conté a Maurice todo loque había visto.

—Son una pareja muy afable. Me handicho que puedo volver a verlos cuandoquiera.

—Mientras pueda llenar el depósito degasolina, te llevaré siempre que te apetezca.

—Se están escondiendo, ¿verdad?—Sí, por eso no debes decírselo a nadie.—No lo haré. Los protegeré entre mis

alas.

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En mi caseta del lavabo, abrí lascontraventanas para admirar el paisaje deVaucluse. ¿Qué veía monsieur Chagall que yono acertaba a ver? Las vides y roblesdeshojados en invierno no ofrecían una vistamuy atractiva pero, una noche, latemperatura se desplomó bajo cero y dejóuna fina capa de hielo sobre las hojas quetodavía colgaban en las lianas de pasiflora.Por la mañana, parecían fragmentos decristal de color verde esmeralda, como lasvidrieras de la Santa Capilla en la isla de laCité. En ese preciso instante, la brisa las hizotintinear. Habría sido maravilloso compartirese momento extraordinario con madameChagall.

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Al salir de la caseta y atravesar el patio,posé la vista en el Mont Ventoux, quedescollaba sobre las montañas más pequeñas.Su resplandeciente blanco tiza le confería talaspecto que parecía que alguien lo habíapintado con plata.

Si monsieur Chagall pudiera enseñarme adistinguir la belleza de aquel frío y tristeinvierno… Tendría que ir a verlo otra vez.

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Capítulo dieciséis

El amor

1941

Un sábado por la mañana, oí que alguienllamaba a la puerta. Al abrirla, me encontrécon el alguacil Blanc, con su cabelloemgominado y peinado para atrás en unaperfecta onda. ¿Quién podía permitirsecomprar pomada para el cabello en aquellostiempos?

—Estaba haciendo mi ronda y he pensadoen pasar a verla. ¿Todo bien?

—Sí.—¿Ha tenido algún problema más?

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—No, ninguno.—¿Puedo entrar?—Iba a salir.—¡Qué pena que se haya cortado el pelo!

Tenía una preciosa melena, como una sirenadel mar.

—De Gaulle ha pedido a todos losfranceses que nos unamos a él en acción y ensacrificio. Están recogiendo pelo para hacerplantillas.

—No es feliz, lo sé.¡Menuda obviedad! De todos modos, ¿a él

qué le importaba?—Sé lo que necesita para ser feliz.—No, no creo que lo sepa.—Sí, sí que lo sé. Necesita amor.

De no haberme criado en las Hijas de la

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De no haberme criado en las Hijas de laCaridad de San Vicente de Paúl, le habríaescupido en plena cara por su impertinencia.

—Entre tanto, tiene otras necesidades.Azúcar, café, carne. Yo le puedo conseguir loque quiera. Más que la ración que le toca porla cartilla. ¿Qué le gustaría?

¿Y esa otra faceta de él? ¿Estaba siendosincero con su ofrecimiento? Siempre sehabía mostrado afable conmigo, excepto poraquel momento en el baile. Ahora, de nuevo,se mostraba presuntuoso, pero quizás en elfondo solo pretendía mostrarse atento conuna viuda que pasaba dificultades.

De golpe, visualicé aquel cuadro demonsieur Chagall, el del gallo que arropaba auna mujer en el pueblo en llamas. ¡No un

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gallo, sino la gallina que me abastecería dehuevos a diario!

—Un gallo. ¡No! ¡Una gallina! —solté—.¡Y pastillas de cuajo!

—¿Qué es eso?—Da igual, olvídelo. —No debería haber

pedido nada cuando no podía fiarme de susmotivaciones—. No necesito nada. Tengoque irme.

Le cerré la puerta en las narices y subí ami habitación a ponerme el viejo abrigo defranela.

Louise y yo íbamos a coger el autobús deMaurice para ir al mercado de Apt. Ella mehabía prometido que me enseñaría a elaborarchèvre, queso de leche de cabra.Necesitábamos dos cosas: un cultivo

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iniciador, que ella podía darme del suero deleche que preparaba, y cuajo, que no tenía.Me dijo que con ese fermento haría que secuajara la leche.

Ya en Apt, recorrimos todos los tenderetesde comida en el mercado en busca de cuajoen polvo o en pastillas. También entramos enlas épiceries de las calles laterales, pero nohubo suerte. Un vendedor nos indicó quefuéramos a una tienda situada detrás de laestación de servicio. La puerta estabacerrada, con un cartel que ponía: «PLUS

D’ESSENCE». No quedaba gasolina. Llamamosjusto en el momento en que un gendarme seacercaba y clavaba un póster en la pared. Eraun retrato de un niño asustado, sentadodetrás de un tazón vacío. La amenazadora

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mano negra de un esqueleto intentabaagarrar el tazón. Las palabras en el pósterrezaban: «LE MARCHÉ NOIR EST UN CRIME».¡Acabábamos de llamar a la puerta delmercado negro! Nos miramos la una a la otracon los ojos abiertos como platos y nosalejamos con sigilo.

Cuando llegué a casa, había un paqueteenvuelto en papel de diario sobre la macetade lavanda, junto a la puerta principal: unagallina desplumada y eviscerada. Reí ante lanoción equivocada del alguacil, hasta querecordé sus insinuaciones.

Una gallina entera. Había algo oscuro eincómodo en aquel obsequio. Elracionamiento permitía que solo las familiasnumerosas compraran un pollo entero. No

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creía que él tuviera una familia numerosa,pero, aunque así fuera, ¿cómo podía regalarcomida? Si no estaba casado, ¿quéconexiones tenía que le permitían obtener unpollo entero con tanta celeridad? «¿Mepudriré en el Infierno si meto ese bichoobtenido de forma ilegal en la cazuela?»,vacilé.

Que hubiera una gallina en remojo en lapila de mi cocina era, en parte, culpa mía. Elsentimiento de culpabilidad me paralizaba.Yo lo había pedido, si bien no había dichoque me refería a un animal vivo. ¿Se habíaarriesgado el alguacil para conseguirlo?¿Debería estar agradecida o desconfiar?¿Estaba alardeando o lo había hecho movidopor una preocupación genuina? ¿Debería

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recelar o estar impresionada por su rápidapredisposición a cometer un delito por mí,él, un oficial de la ley? Desde luego, nopodía más que poner en duda susmotivaciones.

¿Podrían establecer el vínculo entre esagallina y yo? ¿Cómo podía comérmela sinlevantar sospechas? Solo había un modo desaberlo. No había tiempo que perder con unregalo como aquel. Estaba deliciosa, consetas, cebollas, apio, zanahorias y zumo delimón.

Louise no estaba dispuesta a dar su brazoa torcer. Al día siguiente, me llevó a laboucherie, y aguardamos nuestro turno en la

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larga cola de mujeres que sostenían lascartillas de racionamiento para conseguir lacarne que legalmente les correspondía enfunción del tamaño de sus familias. ¿Mis ojospodían delatar el gran sentimiento de culpa?Louise le pidió a monsieur Aloys Biron, elcarnicero agotado, si tenía la membrana delrevestimiento del cuarto estómago de unternero.

—Pero ¿qué…? —farfullé.Monsieur Biron resopló aliviado.—Ya que estáis al final de la cola, qué

suerte que, por lo menos, queráis algoindeseable.

—Vale la pena probar —alegó Louise—.Mi madre solía usarlo antes de que existieranlas pastillas de cuajo.

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El carnicero cortó el revestimiento en unafina capa y lo machacó hasta formar unapasta blanda. Me quedé sorprendida cuandovi que la leche sí que se había cuajado en lamuselina que me había prestado Louise, quehabía colgado en un gancho en el panetière.Bajé la cuesta corriendo hasta su casa, cincoviviendas más abajo, para decírselo. Ella meexplicó cómo utilizar el suero que soltaba elqueso para elaborar requesón. Genoveva medaba dos litros de leche al día, así que con laleche obtenida durante dos días, conseguíelaborar una cantidad sustancial de los dostipos de queso.

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Ya me había acostumbrado a ver adesconocidos por la calle, refugiados delnorte. Intenté escuchar con discreción en lapanadería y en la verdulería para detectar elacento alemán en el francés que hablaban,tal como Bernard me había aconsejado quehiciera. Louise y yo vimos a una mujerataviada con pantalones de lana y botas dehombre que iba acompañada por una mujerque llevaba una boina escocesa y unmonóculo que se le caía constantemente dela cuenca del ojo. Nos costó mucho contenerla risa.

—Résistants —susurró Louise—. La de lospantalones es una novelista británica. Fumaen pipa. Maurice la vio el otro día. La otra seencarga de mantener la comunicación por

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radio con Inglaterra. También hay unescritor. Se llama Beckett. Es irlandés.Maurice lo conoce.

—¿Cómo?—Ciertos encargos.Las palabras clave para las actividades

clandestinas de Maurice.

Por primera vez desde que había llegado aRosellón, vi a gente que entraba y salía delmolino situado en el promontorio. Curiosapor saber cómo era el interior y cómo sevivía en un molino, enfilé cuesta arriba porla carretera, con una porción de queso. Lamadre se mostró agradecida y me dio unospocos céntimos.

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Cuatro arrapiezos correteaban alrededordel mecanismo central del molino.

—¿Cómo se las apaña? —me interesé.—Como puedo. Mi hijo mayor es un buen

cazador de pájaros, y el alguacil Blanc nostrae carne estofada de vez en cuando.¡Imagínese! ¡Usa su propia cartilla deracionamiento! También lleva comida a otrosrefugiados.

De vuelta a casa, aún más perpleja por esehombre, puse en duda que usara su cartillade racionamiento para una buena causa.

Al cabo de unos días, envolví una granporción de queso en uno de los pañuelos deAndré y se la llevé a los Chagall. Por fin

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estaba haciendo algo de mi lista. Ellos seemocionaron con el regalo; no podíanrecordar la última vez que habían saboreadochèvre fresco. Se quedaron maravillados consu suavidad. Me pagaron con su gratitud.

Bella estaba tan radiante que le pregunté aMarc —ambos me habían pedido que lostuteara— si alguna vez la había pintado.

Él la observó con la ternura infundida porel amor profundo.

—Nunca dejo de pintarla. Muéstraselo,Bella.

Mientras me acompañaba al piso dearriba, ella dijo:

—Te enseñaré el primer cuadro que pintóde mí. En aquella época, no le conocía bien.¡Qué personaje más esperpéntico era!

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Introvertido, soñador, excéntrico, con el pelodisparado en todas direcciones, como unjardín desatendido. Pensé que alguien lehabía pegado los brazos y las piernas alcuerpo aleatoriamente, porque seproyectaban en ángulos imposibles. Pero enél había una intensidad abrasadora, como unpequeño sol, que me fascinaba, y suvivacidad y sus arrebatos traviesos podíancambiar en un instante hasta proyectar unainteligencia como nunca antes había visto.

»Le hice un ramo de flores silvestres parasu cumpleaños, robé caramelos de la cocinade mi madre, y me llevé mis vistosospañuelos de cachemira para decorar elpequeño estudio que él había alquilado a lavera del río. Marc se quedó impresionado al

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verme entrar. «¡No te muevas! ¡Quédate talcomo estás!», me ordenó de un modo quesolo puedo describir como una necesidadincontenible.

Bella se detuvo junto a una puerta cerradapara reproducir la escena.

—Colocó un lienzo nuevo en el caballete,agarró pinceles y se entregó a la labor contanta pasión que incluso el caballete semovía. Trazos rojos, azules, blancos y negrosimpregnaron el aire, y yo gravité con ellos.Cada vez me elevaba más. Miré hacia abajoy lo vi de puntillas, haciendo equilibriossobre un pie. Me alzó en volandas, dio unsalto y onduló conmigo hacia el techo.

Bella abrió la puerta sin poder contener laemoción, y allí estaba: un cuadro en que los

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dos volaban por el cielo, en diagonal, con elcuello de Marc retorcido para pegar la cara ala de su amada, aerotransportados en lapequeña habitación.

—Él canturreó en voz baja, y yo vi lacanción reflejada en sus ojos. Salimosvolando por la ventana como si fuera lo másfácil del mundo, bailando a través delespacio, cogidos de la mano. Enseguidacomprendí que él había pintado mi éxtasis.

Se quedó callada, en actitud reflexiva.—Mi vida cambió después de aquella

experiencia.—El amor hecho visible —murmuré.—Has de entender que para el jasid… En

nuestro pueblo había una comunidadjasidista…

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—Disculpa, pero no sé qué significa«jasid».

—¡Oh, claro! Es un miembro de un tipo dejudaísmo que pondera el misticismo, losrituales estrictos, el celo religioso y laalegría. De hecho, para los jasidistas, laalegría y el amor espontáneos tienen lamisma importancia que la ley o que unritual. Era insólito ver al jasid explotar dealegría y bailar en la calle, o encaramarse aun tejado y tocar el violín para la luna. Losjasidistas creen que es posible entablarcontacto con Dios a través de la música y ladanza.

Eso explicaba el violinista de Marc quebailaba en el tejado. Le pregunté si habíamás cuadros de ellos dos.

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Las comisuras de sus labios se curvaronhacia arriba.

—Marc estará encantado cuando le digaque has hecho esa pregunta.

Bella me enseñó uno que ella llamó Elpaseo. En un prado con Vitebsk detrás deellos, Marc, vestido con un traje negro, sehallaba de puntillas, con una enorme sonrisaen la cara. Tenía un brazo alzado y sostenía aBella que, con un vestido largo de colorvioleta y un lazo del mismo color en el pelo,había saltado muy alto, por encima de él, yondulaba en un plano horizontal, como unabandera en la brisa.

—¡Pura exuberancia! —murmuré.—Era justo después de la Revolución de

Octubre, y para los judíos, eso significaba

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libertad, el fin de humillaciones yrestricciones. Yo estaba eufórica, en unanube.

—Pero es más que eso. Es una pintura deamor. Vuestras manos están conectadas envuestra felicidad, y sus labios son del mismocolor violeta que tu vestido.

Bella me dedicó la mirada más cálida, másgentil, que yo podría imaginar.

—¿Oyes tus palabras, bashenka? Estásaprendiendo a entender un cuadro.

Me enseñó otro: Bella de novia, Marcarrellanado detrás de ella mientrascabalgaban a lomos de un enorme gallo. A lolejos, una oscura torre Eiffel azul seproyectaba hacia el cielo, con diminutosedificios de París apiñados debajo de su arco.

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Un hombrecito con una gorra leía un libroque flotaba por encima de una vaca, cuyocuerpo se había convertido en un violín. Losángeles revoloteaban alrededor de ellos, y unminúsculo Vitebsk, como un recuerdo lejano,estaba concentrado en una de las esquinasinferiores del cuadro.

—Es un cuadro de vuestra partida deRusia, a la vez que os la lleváis en elcorazón, ¿no?

—Se podría definir así, sí. Solo puedoenseñarte uno más, porque, la última vez queviniste a vernos, Marc protestó porque tehabía acaparado demasiado rato.

Cuando lo destapó, no pude contenerme yresoplé fascinada. Los otros cuadrosmostraban un amor exuberante, proclamado

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a gritos, pero este era un íntimo retrato deun abrazo, sosegado, privado,exquisitamente adorable. La bocaentreabierta de Marc se pegaba al hombro deBella. Marc tenía los ojos casi cerrados y lafrente recostada en la mejilla de su amada.Su imagen parecía decir que estaba en elmismísimo Cielo, y ella, con un vestidonegro y cuello de encaje, con sus profundosojos abiertos y la boca puntiaguda cerrada,estaba gozando del momento. Todo eragratitud, absoluta rendición.

Yo también me rendí a la magia de aquelcuadro. ¡Cómo me habría gustado que Marcnos hubiera pintado a André y a mí en talestado de amor perfecto!

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En el piso inferior, repetí mi admiraciónentre tartamudeos. Marc me preguntó cómohabía desarrollado ese amor por el arte. Leconté la historia del cuadro Virgen con el Niñoen la capilla del orfanato y sobre la infinidadde cuadros que André y yo habíamos visto ennuestras visitas a las galerías de arte; lehablé de cómo Pascal había adquirido sucolección, de quiénes eran los artistas que loshabían pintado y del amor que Pascalprofesaba por esas obras.

—Son pintores muy importantes. ¿Cuántoscuadros tenía?

—Tres de cada, más un estudio de cabezascon la cara de una mujer con la piel tensa yestirada, y con un ojo más elevado que el

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otro. Su hijo se lo compró por poco dinero aun conserje. No sé quién lo pintó.

—Podría ser, o bien de Modigliani, o biende Picasso. Lo que tú tienes es unaprogresión. Cézanne aprendió de Pissarro, yPicasso aprendió de Cézanne. Una colecciónmuy importante. ¿Me permitirías verla?

—Lo haría si pudiera. Ahora estánescondidos. No sé cuándo podrérecuperarlos.

La siguiente parte de la historia resultabadifícil de explicar, pero lo hice. Salvo poraquella ocasión en el cementerio, cuando selo había confesado a Pascal, era la primeravez que le contaba a alguien lo de la muertede André. Mi mundo era tan pequeño enRosellón que todo el mundo lo sabía. Marc y

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Bella me abrazaron al instante y murmuraronpalabras de consuelo.

Marc se apartó, me miró con porte serio,me agarró por los hombros y me zarandeócon suavidad.

—Has de recuperar esos cuadros. Sondemasiado importantes para el mundo.

—¿Para el mundo? ¡Yo solo losconsideraba importantes para mí!

—Piensa en grande, Lisette. Prométenosque, cuando llegue el momento, te dedicarása buscarlos.

—Ya me he hecho esa promesa a mímisma.

En la cocina, Bella peló una manzana; lacortó en rodajas finas y las colocó para queformaran un círculo, solapándose levemente,

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como los pétalos de una flor alrededor deuna porción de requesón. Cómo me gustaríahaber cortado una manzana de esa formapara André. Como no teníamos café, bebimosagua caliente. La atmósfera era tanacogedora que no pude contenerme yformulé la pregunta que me abrasaba en lalengua:

—¿Conocían a un marchante en París quese llamaba Maxime Legrand? Trabajaba en lagalería Laforgue.

Marc se quedó unos momentos pensativoy después negó con la cabeza.

—¿Era amigo tuyo?—El mejor amigo de mi marido. Estaba en

la sección de mi marido. No sé si…

Al instante, ambos reaccionaron con el

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Al instante, ambos reaccionaron con elmismo impulso: me cogieron de las manos.

De camino a casa, estaba a punto deestallar. Con una cuidada caligrafía, añadíuna línea más a mi lista de votos y promesas:

10. Procurar no ser envidiosa.

Aquella noche me senté a la mesa con lavista fija en las paredes vacías. Quizás era unarte superior, eso de inventar un cuadro conretales de los sentimientos más profundos,tal como hacía Marc, en lugar de pintar loque uno veía. No estaba segura. Tenía quereflexionar sobre la cuestión.

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Si me propusiera crear un cuadro propio,¿qué contendría? Como Marc, podría ponertodo lo que me diera la gana. En misimágenes mentales, veía una pareja, André yyo, flotando juntos, muy juntos, entre lasvigas de la torre Eiffel, suspendidos en elaire, colgados de su paraguas abierto; unadama con el pelo corto en una barca sinremos, en un lago del Bois de Boulogne; unahilera de camitas, una de ellas boca abajo; elhombre unido por la costura, apoyando lamano en el hombro de su hijo; una monja mesaludaba con sus alas blancas de almidón; uncalendario con el día 13 de mayo de 1940totalmente pintado de negro; una caseta conuna ventana y contraventanas; una cabrablanca de perfil, que llevaba la gorra de lana

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de André y derramaba una lágrima azul.

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Capítulo diecisiete

El mártir, la cabra y el gallo

1941

Una primavera espléndida había cubiertolos melocotoneros, ciruelos y cerezos en loscampos frutales de flores rosas y blancas,una imagen tan romántica como para daresperanza a cualquier mujer, si no hubieraperdido ya a su ser querido. No me hacía a laidea de que André no estuviera allí conmigo,disfrutando de aquellas fragancias.

Las laderas del camino a Gordes estabanteñidas del amarillo intenso de la retama, unespectáculo precioso, hasta que recordé el

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edicto del régimen de Vichy que anunciaba laapropiación de la retama, silvestre ocultivada, para la fabricación de tejidos. Perolos tractores que se empleaban en la cosechaseguían parados en medio de los campos porla escasez de gasolina. Todo el trabajoagrícola tenía que hacerse con el caballo y elarado.

Para salir a flote, Maurice me avisó deque su autobús estaría fuera de serviciomientras cambiaba el motor para quepudiera funcionar con gasógeno, uncarburante extraído de la quema de astillasde madera. Aquel iba a ser su último viajeantes de que empezaran los trabajos parainstalar el mecanismo. Con el mismo afán desalir a flote, le dije que, tras vender el queso

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de Genoveva a René, en el mercado deljueves había podido comprarle a un granjerouna gallina que ya ponía huevos. Me sentíaincómoda con tal transacción, pues la gallinavalía más de lo que había pagado por ella,pero me alegré de poder llevarles huevos yqueso a los Chagall.

Maurice me dejó en los confines deGordes, para que él pudiera ocuparse de susasuntos sin demora. Supuse que se trataba dela Résistance; a lo mejor tenía que recogermunición. Él era, después de todo, unpatriota, un verdadero chevalier de Provenceque repartía patos a damas alteradas.

Al acceder a la planta baja de la escuela,vi los baúles y las cajas embaladas. Loslabios de Bella se fruncieron en una fina

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línea cuando me dijo en un tono como dedisculpa: «Es lo que nos han aconsejado».

Necesité un momento para comprender loque no había dicho.

—Vimos el trato que recibieron los judíosen Polonia hace seis años. Era incalificable, ytememos que ahora sea incluso peor.

—Pero, aquí, ¿en Francia?—Sí. París no es inmune a la persecución.

Sube conmigo.Mi temor respecto a su seguridad se

disparó de un modo angustioso.—¿Adónde iréis?—Entra. A Marc le hará ilusión verte.Formaba parte de la naturaleza de Marc

darme una cálida bienvenida como en lasvisitas anteriores, incluso en un momento tan

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delicado. Me preguntó por Genoveva; seacordaba de su nombre. Le hablé de lagallina, mi nueva adquisición, y le ofrecíocho huevos.

Abrió la caja y admiró su color suave.—Como café crème. ¡Qué pena que haya

que romperlos para abrirlos! ¿Le has puestonombre a tu gallina?

—Todavía no.—Todos los animales que nos

proporcionan algo merecen un nombre.—¿Cómo se dice «gallina» en ruso?Él soltó una carcajada.—Kooritzah. Igual que «gallo».—¿Kooritzah?—Kooritzah.

—Pues, a partir de este momento, mi

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—Pues, a partir de este momento, migallina se llama Kooritzah. Cuando la vea, meacordaré del gallo sobre el que Bella y túibais montados en París.

—Espero que tu gallina también te ayudea encontrar el camino.

Estaba pintando un cuadro que llamó Elmártir. Con un pueblo en llamas al fondo, seveía a un hombre que, con una gorra rusa yparcialmente cubierto por un manto conflecos, estaba atado a un poste. Me sentíindignada con aquella visión. Cuando lepregunté a Bella qué significaba la tela, meexplicó que era el manto de oración que usanlos judíos en las ceremonias religiosas.Recordé que había visto mantos similarescolgando por debajo de los abrigos de los

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hombres en el Marais. A pesar de que la pielde la figura se había vuelto amarilla, su caraexpresaba una extraña paz. Debajo de él, unamujer suplicante se inclinaba hacia su pierna.Las figuras me evocaban a Jesucristo y aMaría Magdalena. Alrededor de él, unacriatura carmesí, mitad vaca y mitadhombre, y un gallo alterado daban tumbospor el cielo. Un soldado estaba saqueandouna casa, lanzando sillas por la ventana delpiso superior; un judío barbudo leía versosde un libro abierto y un violinista tocaba conaflicción.

Más allá de las pinturas infantiles einocentes de la vida rural que Marc pintaba,demostraba lo que el arte era capaz de hacer:reflejar la penosa barbarie de lo que sucedía

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en Europa. Un cuadro como aquel podíaconseguir que la gente que lo admiraba sesintiera indignada. Podía empujarles aactuar, a resistir, a alistarse para ir a laguerra, tal como André había hecho. Conaquella simple pintura, me di cuenta de queel arte no trataba solo temas como el amor yla belleza. También podía ejercer unapoderosa fuerza política.

Marc había hecho una pausa en su trabajopara hablar conmigo, pero yo señalé hacia elpincel que sostenía en la mano y le pedí quecontinuara. Observarlo me daría laoportunidad de sumergirme en el mundo delarte, apreciar el proceso de la elaboración deuna gran obra.

Puso un poco de azul marino en su paleta,

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Puso un poco de azul marino en su paleta,lo aplanó en un círculo y hundió el pincel noen el centro del círculo, sino en los bordes.

—El aspecto más importante de unacomposición puede acentuarse con coloresmás brillantes o con fuertes contrastes —explicó.

Acto seguido, pintó dos líneas en diagonalde color azul muy oscuro en el manto deoración blanco de la figura, valiéndose de laparte plana del pincel. Después, con elmismo pigmento, pintó dos tiras estrechas enlos brazos del hombre, usando la punta delpincel.

—Hay vida tanto en el borde como en lapunta de un pincel. Ahora no queda duda de

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que él es judío. Y, si resaltas algún elemento,eso atrae la atención.

Marc resaltó el hombre-vaca con el mismotono.

—¿Acaso sugieres que el caos y lacrueldad afectan a los hombres y a losanimales del mismo modo?

—¡Vaya! ¡Eres una alumna que aprenderápido!

Limpió el pincel, lo secó y repasó con unaspinceladas los tejados de las casas. Como porarte de magia, la pintura iba tomando forma.A pesar de que mostraba conflicto ycrueldad, todos los elementos estaban enarmonía. Marc se apartó unos pasos delcaballete y me preguntó si había recuperadomis cuadros.

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—No, todavía no estarían seguros en micasa.

Marc me miró a los ojos.—Tienes razón, pero no te olvides de

ellos.Asentí con la cabeza. Mi promesa número

once sería: «Recuperar los cuadros». ¿Porqué no lo había puesto en mi lista antes?Supongo que porque era un objetivo tanobvio que no había necesidad de escribirlo.

Fue un privilegio ayudar a Bella a guardarvarios lienzos en una caja y a enrollar elretrato de los amantes en una hoja de papel.

—Nunca olvidaré la ternura de estaimagen —le dije.

—He retrasado el embalaje por si veníasotra vez.

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—Gracias.No podía decir que necesitaba contemplar

aquella muestra de amor para borrar laspruebas del odio en el cuadro del mártir deMarc, pero quizás ella lo comprendió.

—¿Puedo pedirte un favor? Si encuentrolos cuadros y regreso a París… Mi mayordeseo es formar parte del mundo del arte,sea como sea. Esperaba conseguir trabajo enuna galería, pero no tengo educaciónartística. ¿Conoces a algún dueño queaceptaría contratarme como aprendiz, solopor el afán de perseguir mi sueño?

—Se lo preguntaré a Marc. Quizás élpueda recomendarte.

—Fue un acto impulsivo, lo sé, pero meofrecí de mujer de la limpieza en el Louvre.

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—¡Lisette! Tú vales mucho más que eso.—No, de verdad, sería feliz con ese

empleo. Quizá conozcas a algún pintor quenecesite a una mujer de la limpieza para suestudio.

Bella sonrió.—También se lo preguntaré a Marc.

Estaban preocupados, así que no me quedémucho rato. En la puerta, formulé lapregunta que tanto me inquietaba:

—¿Estaréis a salvo?—Si no nos demoramos, sí —contestó

Marc—. ¡Cuídate mucho, lapushka!—Volveré antes de que os marchéis.

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Tras un emotivo abrazo, abandoné la viejaescuela con una sensación de angustia; temíapor su seguridad. Caminé con paso decididoa través de la brisa primaveral hacia el lugardonde Maurice me había dejado, intentandorecordar esas dos palabras: kooritzah ylapushka.

Los hombres en el café se habían idoacostumbrando a regañadientes a lapresencia de las mujeres a la hora del apéritif.Había dejado de ir durante los fríos meses deenero y febrero, pero Odette y yoretomamos las visitas en abril. Una emisióndel Gobierno de Vichy culpaba de la derrotade Francia a los bares norteamericanos, al fin

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de semana inglés, a los coros rusos, a lostangos argentinos. «Absurdo, ridículo,vergonzoso» fueron varios de los adjetivospronunciados entre susurros. Más seria fue laproclamación de que toda la cultura francesaprevia era decadente, que solo la cultura ariaera pura. Me provocaba cierto asco oír talbarbaridad en boca del locutor francés.

¿Significaba eso que si alguien antes queyo encontraba mis cuadros los entregaría alos alemanes para que los destruyeran? Meentraron unas terribles ganas derecuperarlos, pero ¿dónde los escondería?Por un momento, me alegré de que André loshubiera ocultado tan bien. A nadie se leocurriría mirar debajo de una pila de leña.Pero ¿y si encontraban todas las obras de

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Marc antes de que él pudiera huir deFrancia? Sin lugar a dudas, los alemanesquemarían todos sus cuadros, sin excepción;los describirían como arte degenerado. ¿Y siencontraban a Marc y a Bella?

A continuación, oímos el anuncio de queel Gobierno de Pétain había establecido unDepartamento de Asuntos Judíos, que habíadictado que las leyes antijudías ya existentesfueran más estrictas; además, había añadidootras leyes nuevas. Sentí la imperiosanecesidad de ir a Gordes de nuevo. Me dirigía la herrería de Henri para averiguar qué taliba la conversión del autobús de Maurice.Encontré a Maurice serrando madera enforma de pequeños cubos, mientras Henrisoldaba una plataforma en la parte frontal

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del autobús para un depósito tan grandecomo un cubo de basura.

—Es un… una caj…, caja a de combustión—explicó Henri—. La mad…, madera sepone aquí, y los ga…, gases pasan al fondopor un… filtro, y luego a tra…, través de untubo hasta el motor.

Agradecí su esfuerzo por explicarme elproceso —por lo visto, era muy importantepara él—, pero, si dejaba de trabajar paraexplicar el funcionamiento del gasógeno atodo aquel que mostrara interés, el autobúsnunca estaría listo.

Habían transcurrido casi tres semanas. Nopodía esperar más. Pascal había ido a Aix acomprar Los jugadores de cartas demasiadotarde. No quería cometer el mismo error.

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Preparé una porción de queso, recogí loshuevos y enfilé hacia la carretera, dispuestaa recorrer a pie los nueve kilómetros deltrayecto. En aquella ocasión, no era paraadmirar los cuadros, sino para ver a Marc y aBella.

Pese a que la mañana era clara, cuandollegué a Gordes, dos horas y media mástarde, el cielo estaba adoptando a lo lejos elcolor lila de las ciruelas, y el aire pesadotransportaba el olor amargo a lluvia. Lospájaros expresaban con sonidos de una solasílaba sus quejas por la humedad que seavecinaba. Recogí unas flores de almendrocaídas de las ramas para entregárselas a

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Bella. Los pétalos eran de un blancocremoso; desde su centro amarillo nacíanunos filamentos rosados; eran unas flores tanbellas como las orquídeas cultivadas quevendían en las floristerías de París.

Toqué el timbre, pero ninguno de los dosse asomó por la ventana del piso superior. Laverja no estaba cerrada con llave. Abrí lapuerta, que chirrió quejosamente, al tiempoque gritaba:

—Bonjour, madame! Bonjour, monsieur!No obtuve respuesta. Entré. Resoplé

abatida. Demasiado tarde. Deambulé por lasclases vacías, estupefacta y llorando deangustia, preguntándome cómo habíanescapado, rezando por que estuvieran asalvo. Intenté recordar los cuadros que había

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visto en cada estancia. El mismo temor alolvido que había angustiado a Pascal secernía sobre mí. Comprendí el peso de supena cuando descubrió que Cézanne habíamuerto. Al igual que Pascal, había esperadodemasiado antes de preguntar qué era lo quehacía que un cuadro fuera especial. Esparcílos pétalos por el suelo, justo donde habíaestado el retrato de los amantes.

Llamé a la puerta de una casa cercana. Mecontestó una anciana. Me identifiqué comoLisette Roux de Rosellón y señalé hacia eledificio de la escuela.

—Se han ido. Estuvieron conmigo lanoche antes de marchar.

—¿Están a salvo?

—¿Cómo puedo saberlo? Alguien en un

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—¿Cómo puedo saberlo? Alguien en uncoche americano vino a buscarlos a lascuatro de la madrugada. Ya habían pasado arecoger sus cajones y baúles una semanaantes.

—¿Un coche americano? ¿Se iban aAmérica?

—Supongo que sí, si conseguían llegarhasta allí.

Visualicé una imagen ridícula: un cocheamericano circulando a través del océanoAtlántico. La siguiente imagen fue aún másinquietante: Marc y Bella nadando por elvasto mar, de noche, a la espera de que losrecogiera un pesquero que los llevaría hastaun barco, como en Dunkerque; Marc miraba

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por encima del hombro constantemente, paraver si Bella seguía allí. Me estremecí.

—Monsieur dejó un cuadro para usted —declaró la anciana.

—¿De veras?La mujer fue hasta otra habitación y

regresó con la pintura.—Todavía estaba húmedo cuando me lo

entregó, pero ahora ya se ha secado.Sentí un nudo que me atenazaba la

garganta. Era un cuadro de una mujer con elpelo oscuro que miraba por una ventanaabierta mientras abrazaba una gallina contrael pecho. Con la otra mano, atraía una cabrahacia sí. Las líneas del pico de la gallina y dela boca de la cabra se curvaban levementehacia arriba, como si sonrieran. La mujer

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mostraba la misma expresión que losanimales. El sentimiento que me suscitabaaquella pintura era todo lo contrario a lo quesentí cuando contemplé El mártir. Allí, en elsur de Francia, un ser humano y los animalesestaban a salvo, pero, por lo visto, losChagall no.

En el travesaño horizontal de la ventanahabía un hombre diminuto bailando, con lapierna derecha colgando detrás de él.Aunque le ofrecía a la mujer un ramo deflores, ella no parecía percatarse de supresencia; estaba satisfecha con los dosanimales que sostenía. A través del panelinferior de la ventana, se podían ver las casasde un pueblo lejano escalonado en lapendiente de una colina nevada. ¿Era

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Vitebsk? ¿Gordes? ¿Rosellón? ¿Esa mujer eraBella o era yo? ¿Y ese hombre era Marc oera André? Una luna creciente, o quizá fueraun pez escurridizo, colgaba en el cielorosado. La ambigüedad de aquellacomposición me fascinaba. La imagen senubló cuando reconocí el amor que Marc yBella me profesaban.

La pintura parecía una mezcla de tiza,acuarela y colores opacos sobre papelmontado sobre cartón. Era un poco másancha que mis hombros, y más alta queancha. Podría llevármela sin dificultad, perono podría cargar también con el queso y loshuevos. Se los regalé a la anciana y le di lasgracias por haber cuidado de Marc y de Bellaen su última noche.

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—Estaban muy serios cuando semarcharon. Amaban este lugar.

Salí fuera y me sumergí en el airehúmedo. La mujer me llamó.

—¡Espere! ¡Casi lo olvidaba! Tambiéndejaron esto para usted.

Agitó un trozo de papel con una direcciónen París y unas palabras garabateadas: «unamigo». Me lo guardé en el bolsillo. Conpaso veloz subí la empedrada cuesta,atravesé el pueblo y bajé por el otro ladohacia la carretera que llevaba a Rosellón. Siempezaba a llover antes de que llegara acasa, la pintura se echaría a perder. Teníaque encontrar por el camino un lugar paraesconderla.

Corrí por la carretera serpenteante y por

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Corrí por la carretera serpenteante y porla pronunciada pendiente debajo de Gordes.El viento azotaba el cuadro como si quisieraarrebatármelo. Tuve que agarrarlo confuerza y pegarlo a mi cuerpo para que nosaliera volando. Debería haberle pedido a laanciana que me lo guardara hasta quepudiera ir a buscarlo otro día, pero me habíaemocionado con la idea de tenerlo. Un rayoiluminó el imponente Mont Ventoux, hacia elnorte.

Sin aliento, llegué al tramo de carreteraque conducía al poblado de bories en formade colmenas, erigidos en tiempos antiguos.Pascal me había dicho que debían de haberelegido cada losa con cuidado y que lashabían colocado en ángulo, solapadas, para

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que el agua resbalara por la fachada exteriory la lluvia no se filtrara en el espaciohabitable. Perfecto, pero no quería utilizaruna cabaña cercana a la carretera.

El cielo se oscureció como el carbón.Empezó a llover: unas gotas gruesas que alprincipio fueron como un bálsamo en mismejillas, unas gotas educadas, delicadas,escasas. Por desgracia, no tardaron en ir abuscar refuerzos y me salpicaron con másintensidad, formando regueros por mi cuello;parecía que su intención era echar a perdermi tesoro. Me quité la chaqueta y envolví lapintura con ella.

El estallido de un trueno me asustó. Corrícomo una bala, alejándome de la carreteraprincipal, a lo largo de un muro de piedra

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alto que rodeaba el grupo de bories, hastaque encontré una entrada. Me fijé en unoque estaba en buen estado; el acceso quedabaoculto entre ortigas, por lo que nadie en susano juicio se atrevería a entrar. Me abrípaso empujando las matas con los hombros.Llovía a cántaros, pero en el interior de lacabaña no caía ni una gota. Al fondo, vi unhueco que, en su tiempo, podría haber sidoun horno. Con cuidado, dejé la pintura en elborde del hueco y decidí tapiarla con algunaslosas esparcidas por el suelo, en el exterior.Eso significaba que tendría que atravesar lacortina de ortigas dos veces por cada losaque cargara. Las hojas atormentaban mi piel;me empezaron a sangrar las manos altransportar las pesadas piedras rugosas.

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Cuando terminé, tuve la sensación de que lapintura estaba a salvo.

Pero ¿Bella y Marc también lo estarían?¿Estarían vagando por ahí, bajo aquellatormenta, atravesando los Pirineos a pie? ¿Seestarían resguardando en algún establo congoteras?

La noche que llegaba era fea y húmeda.No podría quedarme allí mucho más rato. Latemperatura ya había empezado a descender;en el exterior, se iban formando charcos. Lahoja de papel que guardaba en el bolsillo dela falda estaba mojada. Cuando llegara a casaestaría empapada y sería imposible leer ladirección. La memoricé: calle Vaugirard,182. Me la repetí una docena de veces.Luego me metí la hoja entre los pechos, me

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abotoné la chaqueta y salí al encuentro deaquella lluvia traidora que parecía tenerprisa por calarme hasta los huesos.

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Capítulo dieciocho

Nueva vida

1941

A l cabo de un poco más de dos horas,atravesaba el pueblo caminando tan deprisacomo podía, empapada y tiritando. Seguíarepitiendo la dirección mentalmente. Porsuerte, no había parado de llover, por lo quetodas las contraventanas estaban cerradas yno había ningún corro de mujeres sentadasen la calle, cosiendo y cotilleando.

Al día siguiente, el cielo azul estabajaspeado de nubes bajas y algodonosas.Saqué hierba seca del cubo para Genoveva y

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peladuras de patata para Kooritzah. En lacaseta del lavabo, con las contraventanasabiertas, fingí ser la mujer del cuadro deMarc. La ventana que él había pintado estabasituada en un edificio estrecho, no más anchoque la caseta en la que me encontraba enesos momentos. ¿Cómo podía haberlosabido?

Me costaba creer que yo, Lisettè IrèneNoëlle Roux, criada en un orfanato, viuda alos veinticuatro años y con poco dinero,tuviera un cuadro de mi propiedad, pintadoexpresamente para mí, hecho con amor encada pincelada.

Salí al patio para gozar de una vista másamplia, más panorámica. La madreselvaamarilla que André había plantado junto a la

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caseta del lavabo para contrarrestar el malolor estaba floreciendo. Más allá de losarbustos de romero que marcaban losconfines del patio, las orquídeas de un rosaintenso crecían silvestres en la pendiente. Elmolino de piedra encaramado en elpromontorio ventoso había perdido las aspas,pero todavía era imponente.

En la luminosidad posterior a la lluvia, elvalle parecía una versión viva del paisaje deCézanne, por lo menos tal como yo lorecordaba. El terreno estaba dividido encampos con diferentes formas y aspecto,cada uno en un tono distinto: el verde pálidorayado de los viñedos; el sólido verde oscurode los campos de hortalizas; la hierba doradade los campos de trigo; las flores rosas en los

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cerezos; las blancas, en los manzanos; loscampos de girasoles, mirando hacia el sol.Una maravilla.

André había enmarcado perfectamente elpaisaje en la ventana de la caseta, paramostrar la mejor vista. ¿Podía eso indicarque el paisaje de Cézanne era su cuadrofavorito? Aquel pensamiento me permitióexperimentar una conexión mental directacon él.

Más allá del valle, el macizo Petit Luberonse alzaba por el oeste, con estribaciones debosques de cedros de un verde intenso, unmero preludio del Grand Luberon, al este,donde los desfiladeros erosionados de calizablanca se erigían hacia el cielo. Si pudieraelevarme y ampliar mi campo de visión por

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encima de las montañas, podría ver el ríoDurance, que discurría rápido y caudalosoaquella mañana, y el manto de colores deCézanne expandido sobre el territorio hastaalcanzar el azul del Mediterráneo. Aspiré elaroma a primavera con fuerza, como unhombre que se estuviera ahogando y lograrasalir a la superficie del mar para tomarbocanadas de aire y exhalar nueva vida.

Un pájaro fuera del alcance de mi vistagorjeó un suave y repetitivo «bú-bú-bú». Nosabía si era un búho, al que Pascal llamabapor su nombre científico, bubo bubo, o si setrataba de una tórtola. ¿Con su llamadaquejumbrosa me inducía a la sabiduría o auna pena perpetua?

—¡Bubú! —repetí al son que marcaba la

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—¡Bubú! —repetí al son que marcaba larapaz, con suavidad al principio, luego conarrojo, al estilo provenzal.

Genoveva se me acercó y se unió al corocon su «beee». La rodeé por el cuello con unbrazo, lo que desató los celos de Kooritzah,que se abalanzó hacia mi pierna y no paró deimportunarme hasta que también la acaricié.

—¡Qué gallina más tonta! ¿No ves que a titambién te quiero? J’ai deux amours, dice lacanción. Tengo dos amores. ¿Lo entiendesahora, mademoiselle? No lo olvides.

Al cabo de unos días, fui consciente de unaverdad que cayó sobre mí como una losa,

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justo cuando se me ocurrió mirar elcalendario que tenía sobre la mesa. Era 13 demayo: había pasado un año desde la muertede André. ¿Cómo había logrado sobreviviresos doce meses? Con cada día vacío y llenode tristeza. Había llorado en todas lashabitaciones de la casa, a veces con unossollozos desconsolados, otras veces como unalluvia silenciosa por la noche. A veces, unrecuerdo se colaba en mi mente como unaserpiente traidora. Otras veces, unpensamiento explotaba como una granada,tal como me pasó cuando abrí el sobre delGobierno que contenía el primer girobancario con la descripción «Pensión viudade guerra». Más de una vez, las lágrimashabían caído dentro de mi brebaje de

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chicoria. Mi sopa de cebolla tenía el sabor demi propia sal.

De repente, sentía que la primavera seestaba burlando de mí. Sin embargo, el díaclamaba cierto reconocimiento; tenía quehacer algo para marcarlo. Contemplé la vistadel valle de Luberon y pensé en el cuadro delpaisaje de Cézanne, que estaba segura de queAndré habría querido que yo tuviera. Élsabía que la belleza proporcionaba bienestar,que había consuelo en el juego de colores encontraste el uno con el otro, y que la graciade una curva arabesca podía ensalzar elespíritu.

En tanto, yo tenía necesidades acuciantes.La compensación que recibía del Gobierno

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por la muerte de André era irrisoria porqueno tenía hijos. Añadí un concepto a mi lista:

12. Aprender a ser autosuficiente.

Después, salí en busca de Maurice. Loencontré en la herrería de Henri Mitan,trabajando en la pesada tapa deltransformador de gasógeno, que ahoradescansaba sobre un pequeño depósito en laplataforma adherida a la parte frontal delautobús.

—¡Menudo artilugio más raro y complejo!—¡Qué va! ¡Si es una máquina la mar de

bonita! —Acarició la caja de combustión conternura y luego dio unas palmaditas al filtrodel aire situado debajo.

—Necesito trabajo —dije.

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—Pues pásame la llave inglesa.—Me refiero a trabajo remunerado.Maurice sugirió que recogiera cerezas

para Émile Vernet en junio y hojas demorera para los gusanos de seda de Mélanieen cualquier momento. Durante la vendimia,en otoño, podía trabajar en el viñedo demadame Bonnelly.

—Su esposo es prisionero de guerra. Ellaprometió trabajo a un refugiado parisinopara la vendimia, pero me apuesto lo quequieras a que no le irá nada mal contar conmás ayuda.

—De acuerdo. Haré esos trabajos, peroahora estamos en primavera, época paraplantar hortalizas en el huerto.

—¡Caramba! Nuestra bonita parisienne se

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—¡Caramba! Nuestra bonita parisienne seestá volviendo provençale.

—Una viuda ha de vivir, Maurice.—Entonces, perfecto, madame Jardinera.

Normalmente se pueden conseguir semillasen la tienda de ultramarinos de Cachin o enel mercado en Apt. Pero ¿ahora? —Seencogió de hombros y alzó las manosgrasientas—. Lo dudo.

—¿Qué más da? —repliqué—. De todosmodos, no irás a Apt ni a ningún otro sitio.Estamos aislados en este cerro.

Lo llevé hasta un rincón, para que losviejos que trabajaban en sus vehículos igualde defectuosos que el autobús de Maurice nopudieran oírnos, y le conté que los Chagallhabían escapado y que Marc me había dejado

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un cuadro. Maurice me pidió si podía verlo;le detallé exactamente dónde lo habíaescondido. No era una buena idea que solouna persona supiera su ubicación.

—Mejor que lo dejes ahí, de momento.Rosellón está cambiando. Ahora hayforasteros, y uno no puede fiarse de todo elmundo.

Fui directamente a la tienda de JérômeCachin para preguntarle si tenía semillas dehortalizas. No, no tenía.

—Le preguntaré al alguacil si sabe sialguna granjera vende semillas de la cosechaanterior —se ofreció.

—No, no, por favor, no lo haga.Él se encogió de hombros.—No me cuesta nada, madame.

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Me veía atrapada por la necesidad, así queno dije nada más.

—¿Está satisfecha con el rollo de papelhigiénico?

—Mucho.

Al cabo de tres días, Bernard Blancllamaba a mi puerta. Bloqueó el umbral conel pie. Sus botas ostentosas me resultabanofensivas, y lo más probable era que tambiénlo fueran para los granjeros de Rosellón.Agitó un puñado de sobres y leyó laspalabras escritas en cada uno de ellos conuna voz tan rasposa como un papel de lija.

—Cebollas, zanahorias, remolacha,

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—Cebollas, zanahorias, remolacha,coliflor, judías verdes, tomates, lechuga,apio.

Agitaba cada sobre para provocarme conel sonsonete de las semillas, al tiempo queescudriñaba mi rostro en busca de algunareacción codiciosa en mi expresión. Menegué a responder.

—¿Ve lo que puedo hacer por usted?—Puedo apañármelas sola.—¿Cuánto tiempo le habría costado ir de

granja en granja, preguntando si teníansemillas? Yo conozco a los granjeros, lascosechas, a las esposas de los granjeros, ytengo una camioneta.

Hizo una pausa y me repasó de la cabeza alos pies.

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—Ya estaría de vuelta en París, de no serpor los cuadros, ¿verdad? —Había suavizadoel tono.

Me molestaba que Rosellón fuera tanpequeño como para que no fuera posibletener secretos.

—Debe de sentirse muy sola aquí, unamujer guapa como usted, sobre todo en laslargas noches. —Me miró de soslayo, conarrogancia—. ¿No es cierto?

—No me siento sola.—Seguro que, de vez en cuando, le

gustaría un poco de compañía.—No. Prefiero la soledad.Él soltó una carcajada como respuesta a

mi mentira.

—Quizás algún día cambie de opinión.

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—Quizás algún día cambie de opinión.Quizá desee una nueva vida, una vida mejorque la de la amarga tristeza de una viuda.

Me agarró por la cintura y me atrajo haciasí, de modo que nuestros cuerpos quedaronpegados desde los hombros hasta las rodillas.Yo le empujé con todas mis fuerzas, y él mesoltó, pero me agarró la muñeca con fuerza,para inmovilizarme la mano y que nopudiera volver a empujarlo. Me obligó agirar la mano, me colocó los sobres en lapalma y me cerró los dedos sobre ellos, confirmeza.

—Celebro ver que sigue el sabio consejode la doctrina de Pétain, de que labrar latierra es patriótico. Lo único más patrióticoes que nos exhorta a usar los cuerpos más

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que la mente. Niños, Lisette, niños paraunirse a la Legión. Sería una nueva vida parausted. Soy un tipo paciente. Hasta ciertopunto.

Rezumaba arrogancia por todos los poros.—¿Estaba buena la gallina?A pesar del desagradable origen de

aquella gallina tan sabrosa, las inconsistentesmuestras de atención que mostraba hacia mí—en aquella ocasión con el regalo de lassemillas—, me obligaron a contestar que sí,muy a mi pesar.

Él se cuadró de hombros, apartó el pie delumbral, asintió con la cabeza y se marchó,complacido con su percepción de triunfo.

¡Qué necio, si pensaba que conseguiríaganarme a la fuerza, por medio de la

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intimidación, o con regalos! Me aparté de lapuerta; mis pensamientos oscilaban entre larabia y cierto enojo y gratitud, aregañadientes, por las semillas.

Bajé a la bodega en busca de los utensiliospara sembrar. Estaban sobre unos sacos dearpillera. Solo me había fijado en unos trozosde madera que sobresalían por los bordes,bajo los sacos, pero no había levantado latela. Al hacerlo, me estremecí. ¡Los marcosde Pascal! Hinqué ambas rodillas en el suelo.No estaban los cuadros, solo los bastidoresde madera, uno dentro del otro,desmontados.

—¡Oh, André! ¿Por qué sacaste loscuadros de los marcos? ¡Habría sido más

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fácil! ¿Por qué me haces pasar por talagonía?

Mi voto de perdonarlo se tambaleó. No.Mi pena no estaba cicatrizada. Emergíafresca y dentada cada noche. Me quedé enaquella posición, de rodillas, incapaz demoverme, con los ojos clavados en losmarcos y en la arpillera que había utilizadopara cubrirlos. Agarré un saco y me pasé latela rasposa con olor a rancio por la mejilla,pensando que en su día André había tenidoese mismo saco entre sus manos.

Quizás había una razón para que hubieraseparado los marcos de los lienzos, y quehubiera colocado los más pequeños dentrodel más grande. Quizá lo que me dijo acercade que las pinturas estaban debajo de la pila

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de leña era una treta, no para engañarme amí, sino para despistar a cualquier persona ala que yo se lo contara. Quizá debajo de losmarcos…

Encontré una pala y cavé en la tierra dura,sin grandes progresos. No creía que hubieraenterrado los cuadros a tanta profundidad.Excavé toda el área. Nada. Si André habíapensado en embalar los cuadros paraprotegerlos de la humedad o en esconderlosentre tablones, aquel habría sido unescondite ideal, mucho más seguro que bajola pila de leña de la que se proveía toda lacomunidad, en la plaza Abbé Avon. Dehecho, los lienzos podían estar debajo decada marco. Alcé todos los marcosdesensamblados, sin seguir un orden preciso,

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para asegurarme de que no estaban ocultosentre la pila.

Nada. Ni un solo cuadro.La luz mermaba en el patio. Lo único que

había conseguido, aparte de llevarme unagran decepción, era ensuciarme el vestido,embarrarme los zapatos y romperme lasuñas. Me prometí a mí misma que a lamañana siguiente cavaría por el jardín, loque, por lo menos, significaría cavar con unpropósito.

Descubrí que cavar en el jardín no era unatarea más fácil que cavar en la bodega. No sehabía removido aquella tierra desde que lospadres de Pascal la habían usado para

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sembrar hortalizas. Después de una semanade arduo trabajo y de una buena dosis delluvia, planté las semillas en filas y lesordené:

—¡Creced! ¡Germinad! Poussez! Poussez!¡Brotad!

Louise me había dicho que losexcrementos de Genoveva serían un buenfertilizante. Ahora, cuando la ordeñaba,cantaba:

—¡Caga, Genoveva, caga, Genoveva!Recolectar cerezas también era un trabajo

duro, pero las pocas cerezas que me metía enla boca con disimulo me revitalizaban, con susuave sabor satinado, la carne escarlatacalentada por el sol, dulce y jugosa. Megustaba pensar que la gente de Rosellón

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disfrutaba de aquel exquisito placer, peroÉmile me dijo que el Gobierno de Vichyhabía requisado todas las cerezas de laProvenza para alegrar las mesas de losoficiales alemanes. Después de enterarme deaquello, me zampaba tantas como podíacuando Émile no me veía.

En agosto recogía la primera cosecha demis valiosas aliadas en el jardín: Tomasina ysus hermanas, las tomateras, cuyas pequeñascanicas verdes se habían hinchado hastaconvertirse en unos orondos corazones rojos;Claudina y su runfla de hermanas biendotadas, las coliflores, abultadas como nubesllenas de lluvia; Celeste y sus allegadas, altasy esbeltas, que intentaban trabar amistad conel cielo a base de estirar sus tallos color

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verde pálido y sus coronas de hojas; Lutecia ysu corte, que se erigían como reinas que seabrían para mostrar sus prendas más íntimasde color verde; Beatriz y sus amigas, queguardaban sus secretos bajo la superficie, enunas bolas lilas con una raíz en forma decola; Caroline y sus criadas, tan tímidas quedesarrollaban sus raíces de color naranja bajotierra mientras exhibían su alborozadacabellera verde al viento; Berenice y susprimas, que colgaban sus flácidos conosverdes hasta que estaban a punto para unaensalada nizarda; Ondine y sus familiaresmás próximos, que me ofrecían la posibilidadde adobar mi daube con especias picantesdespojándose de sus trajes marrones contextura de papel; y luego, pelar, pelar y

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pelar; se entregaban completamente a mípara que las usara hasta que no quedara nadade ellas. ¡Oh! ¡Qué maravilla, la naturaleza!Durante todo el día, estuve dando gracias ala naturaleza por la plenitud de mi jardín. Aregañadientes, reconocí que Bernard habíasido quien me había proporcionado aquellariqueza.

En noviembre, colgué una cuerda de lasramas más bajas del almendro y la sacudícon fuerza para que cayeran las almendras,luego llené un saco de arpillera y se lo llevéa Jérôme Cachin para que las vendiera en suépicerie. Al cabo de una semana, me las llevéde vuelta a casa. Nadie había comprado nisiquiera un puñado. Los frutos secos eran unlujo. Lo mejor sería abandonar la idea.

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Antes creía que la vida de una viuda seríamás fácil en París, donde había másdiversiones, donde podría pedir una sopa enun café sin sentirme observada. En cambio,en ese presente incierto, sin André, ¿mebastaría con la ciudad? ¿No echaría de menosmi huerto y el ritmo diario de ordeñar aGenoveva? ¿Echaría en falta el cacareoorgulloso de doña Kooritzah cuando ponía unhuevo? ¿Añoraría a Odette, Louise yMaurice?

El invierno de 1941 llegó como si sevengara, con un mistral tras otro. Aunquearrastré el colchón al piso inferior paradormir junto al hornillo, la casa estaba fría.La pila de leña de André disminuía, así queme limité a usar tres troncos por noche,

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luego dos, luego uno, justo lo suficiente parahervir las verduras. Cuando me quedara sinleña, tendría que echar mano de los marcos.

No. Eso nunca.Pero había algo que podía sacrificar.

Quizá me proporcionaría un poco de dinero.El pensamiento me angustió. Era tandrástico, tan tajante… Habían sido de Pascalantes de que André las usara. Intenté nopensar en aquella opción, pero la idea memartilleaba las sienes. De acuerdo, lo haría,vendería mis herramientas pero me quedaríacon el martillo de André para poder clavarlos cuadros, y con el mazo para partiralmendras.

Era la segunda vez que iba al cementeriodesde la muerte de Pascal. La primera vez

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fue terriblemente dolorosa, cuando visité sutumba para decirle que habían matado a sunieto. En aquella segunda ocasión no resultótan duro. Me arrodillé y emplacé las palmassobre la tumba de los Roux.

—Hola, papá. Todavía estoy aquí. Te echomuchísimo de menos, y a André también. Lasdos personas más importantes para mí, y losdos estáis fuera de mi alcance. Daría todaslas pinturas sin dudar con tal de disfrutar dela compañía de uno de los dos por un día.

»Conocí a un pintor en Gordes. Entabléamistad con él y con su esposa; incluso lesllevé chèvre y huevos. —Bajé la voz y añadí—: Él me regaló un cuadro. Pensé que tegustaría saberlo.

»He venido a pedirte perdón. Este

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»He venido a pedirte perdón. Esteinvierno promete ser excepcionalmente frío.He intentado ser autosuficiente, pero he decomprar madera o me congelaré. ¿Recuerdasla tienda de restauración de muebles enAviñón para la que trabajaba André? CuandoMaurice consiga por fin las partes quenecesita para que su autobús pueda funcionarcon gasógeno, le pediré que me lleve. Quizásel hombre… —No quería pronunciar laspalabras—. Ya sé que eran tuyas. André lasafiló antes de partir, por respeto a ti, creo.Me perdonarás, ¿verdad? Te quiero, papá.No lo olvides.

»Me dijiste que dejara que los cuadroscuidaran de mí. Tengo un bonito huerto,como el de Louise, y una cabra, como tenía

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la muchacha en la pintura de Pissarro, asíque estoy haciendo lo que me pediste. Estoyviviendo en ese cuadro. Es una nueva vidapara mí. En lugar de cumplir mi sueño dehacerlo en París, por lo visto estoy echandoraíces aquí.

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Capítulo diecinueve

Vergüenza

1941-43

Louise, Odette y yo estábamos sentadascon los abrigos puestos, disfrutando de unnuevo tipo de café hecho con rosa mosquetamientras esperábamos en la plaza delayuntamiento las noticias de las cinco, tantode la emisora del régimen de Vichy, cuyatransmisión era nítida, como la de la BBC,que llegaba con constantes interferencias.Habíamos estado ocupando la misma mesaen el café la mayoría de las noches, paraenterarnos de lo que pasaba en el mundo.

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Aquella noche, 8 de diciembre, las dosemisoras anunciaron que, el día anterior, laaviación japonesa había efectuado un ataquepor sorpresa en Hawái y había dañado ochoacorazados de la flota de los Estados Unidos.Nos quedamos de piedra. Situado en la otrapunta del globo, Hawái se nos antojaba unsitio exótico.

—¿Estamos hablando de la misma guerra?—remarcó Odette.

—Ya veréis, ahora los norteamericanos semeterán en la guerra —vaticinó Louise.

Al cabo de unos días, así fue. La noticiaalimentó nuestras esperanzas.

Justo antes de Navidad, el alguacil Blanc

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Justo antes de Navidad, el alguacil Blancllamó a mi puerta y anunció que tenía unacarga de leña para mí y una carretilla en lacamioneta.

—Sé que pasa frío. Y no me diga locontrario. Son los últimos troncos quequedan de la pila de leña comunitaria.

Acto seguido, procedió a descargarlos y aponerlos en la carretilla.

—¿Cómo sabe que no tengo leña en elpatio?

—Porque puedo verlo desde elpromontorio, desde el otro lado delbarranco.

—Me parece que se esmera demasiado enmeterse en mis asuntos.

—¿Quiere que me vaya sin dejarle ni un

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—¿Quiere que me vaya sin dejarle ni untronco? Lo haré. Solo tiene que pedírmelo,Lisette.

—Madame Roux.—Lisette.Sin que le diera permiso, llevó la carretilla

cargada de leña hasta la puerta lateral quedaba al patio. ¿Cómo sabía que allí había unapuerta? Quedaba oculta entre las lianas depasiflora y los tallos sarmentosos demadreselva. Apiló la leña en el mismo lugardonde André la había dejado, cargó lacarretilla cuatro veces más, se sacudió elpolvo de los pantalones con ambas manos yse limpió las botas con un pañuelo blancoplegado.

Admití mi gratitud solo ante mí misma;

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Admití mi gratitud solo ante mí misma;me sentía avergonzada por aceptar un regalotan generoso.

—Solo falta una semana para Navidad. Noquerrá pasar esa fecha tan significativa sola,¿verdad? Puedo traer un delicioso capónasado. Más que suficiente para los dos.

—No, gracias, alguacil. Ya tengo planes.—Tengo un pequeño regalo que sé que le

encantará. Es algo que no puede obteneraquí.

—Es usted muy generoso, pero no puedoaceptarlo, gracias. No tengo ningún regalopara darle a cambio.

—Oh, sí que lo tiene. Si usted supiera…Me agarró por los hombros y me estampó

un beso en la boca. Yo fruncí los labios, lo

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que estoy segura de que, más que darleplacer, le pisoteó el orgullo, porque no opusoresistencia cuando lo aparté de un empujón.Luego se marchó.

En Nochebuena, cuando regresaba de casade Louise y Maurice, encontré su regalóenvuelto en papel de diario en la maceta delavanda. Dejarlo allí había sido una jugadainteligente, ya que, de ese modo, no podíarechazarlo. ¡Medias de seda! Increíble. Sinlugar a dudas, ese tipo tenía buenasinfluencias.

En el envoltorio había una nota.

Querida Lisette:Un día te darás cuenta de todo lo que puedo

hacer por ti.

Mi paciencia se está agotando; es ya tan

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Mi paciencia se está agotando; es ya tandelgada como estas medias.

Joyeux Noël,BERNARD

Encendí el hornillo con un valioso troncoy contemplé cómo la valiosa seda prendía yse consumía entre las valiosas llamas.

Aquel año pasó sin pena ni gloria.Genoveva daba menos leche, así que Louise laapareó con su macho cabrío. Al cabo de unosmeses, la barriga y las ubres de Genoveva seendurecieron y se hincharon. Una mañaname encontré con dos cabritas mamando conbrío. Al cabo de tres meses, se las llevé aLouise y a Maurice. Louise las asó, al estilo

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chevreau provençal, con ajo y hierbas. Dejé aun lado mis prejuicios y compartí con ellosdos opíparas comidas en su casa. Empezaba areconciliarme con las costumbres campestres.

Bernard me trajo más semillas. Ahora,cuando pensaba en él, lo llamaba por sunombre de pila, pero solo mentalmente. Nose me habría ocurrido cruzar la línea de laformalidad y tutearlo. Él se mostraba cortés,así que le di algunas zanahorias quealmacenaba en el sótano. El huerto y la leñaque me había regalado me salvaron la vida,y mis amigos me salvaron de unainsoportable soledad.

Los aliados invadieron el norte de Áfricaen noviembre de 1942. Eso parecía lobastante cerca como para significar algo

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bueno para nosotros. Lamentablemente,también significaba que el sur de Francia eraterritorio ocupado. Los soldados alemanes seacuartelaron en Apt y en otros lugares. Porlas carreteras retumbaban los camiones quetransportaban largas filas de tanquesalemanes y las furgonetas cargadas dearmamento. Se dirigían al sur. Un par deveces explotaron por acciones de laRésistance.

Cada vez que pasaba por debajo del arcogótico que separaba el pueblo de arriba delde abajo, clavaba la vista en el suelo y meestremecía; no quería ver la enorme banderaroja y negra con su fea cruz gamada quecolgaba en el arco de piedra. Al volver a

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casa, tenía que pasar por delante de otra enel lado opuesto del arco.

Por la radio nos habíamos enterado de quese llamaba die Blutfahne, «la bandera desangre». ¿Qué mente depravada se habíainventado tal nombre? Nuestro arco no eraun Arco de Triunfo, pero era la única piezaarquitectónica que destacaba en Rosellón.Verlo profanado con aquel recordatorio de lavergonzosa derrota nacional era un ultrajeque no pretendía más que doblegar nuestroánimo.

Una tarde, después de Año Nuevo,mientras Odette y yo estábamos delante delcafé, una patrulla alemana subió la cuesta,escoltada por el alguacil Blanc, que vestía susaltas botas negras, como las de ellos. Se

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detuvieron frente al ayuntamiento, a nuestraderecha. En los anchos peldaños, el alguacilpresentó el oficial al alcalde Pinatel.Horrorizadas, fuimos testigos de cómo nomovieron ni un dedo cuando el oficialarrancó el discurso del general De Gaulle dela pared y, tras un torrente de palabrasairadas, ordenó a un soldado que loreemplazara con un póster del mariscalPétain.

Desviamos la vista cuando la patrullapaseó su arrogancia atravesando la plaza delayuntamiento marcando el paso de la oca,para humillarnos. Cuando los perdimos devista, Louise salió disparada de la peluquería,clavó la vista en el papel con el discurso delgeneral De Gaulle, arrugado y roto, lo agarró

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y entró corriendo otra vez en la peluquería.Me quedé impresionada por su arrojo.

—Una cosa es que los soldados desfilenpor los Campos Elíseos con prepotencia paramontar un espectáculo, pero venir aquí, anuestro insignificante pueblo, para hacer lomismo es ridículo —critiqué.

—Pero ¿por qué lo hacen? —inquirióOdette.

—Para comportarse como matones —respondí, aunque la verdad es que no losabía.

Quizá tuvieran una razón. Repasémentalmente cuál podía ser. ¿MonsieurBeckett? ¿Las dos mujeres británicas?¿Maurice y Aimé? ¿Los cuadros?

—¿Crees que Bernard los ha escoltado

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—¿Crees que Bernard los ha escoltadoporque quería, o porque le han obligado? —cuestionó Odette.

—Porque le han obligado. ¿No te hasfijado en su cara? No estaba orgulloso.Estaba avergonzado. —Por más que no megustara el alguacil, no podía negar laevidencia.

Aquella tarde, justo antes de queanocheciera, cuando me disponía a servirmeun cucharón de sopa de verduras, oí unosgolpes en la puerta, fuertes, insistentes. Mequedé helada. Los golpes se repitieron. ¿Y siera Maurice, que venía en busca de ayudaporque Louise se había caído? No, Maurice

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entraría sin llamar. Me acerquésigilosamente a la puerta y oí unas vocestoscas. Abrí y me encontré con el oficialalemán con gorra de plato que había estadoal frente de la patrulla en la plaza delayuntamiento. Junto a él, a un lado, vi alsoldado que había colgado la foto delmariscal Pétain en la pared del edificioconsistorial; al otro lado, Bernard. Derepente, sentí una gran sequedad en la boca.

Los alemanes irrumpieron en la sala.Bernard los siguió más despacio, con unamirada avergonzada, parecida a la que habíaexhibido cuando había escoltado a lapatrulla.

—Siéntese, por favor, madame —meordenó el oficial en francés, con marcado

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acento alemán.El soldado retiró una silla de la mesa y la

colocó en medio de la estancia. Me senté. Lasrodillas me temblaban como un flan. Los treshombres se quedaron de pie, en semicírculo.Bernard estaba más apartado que los otros.

El oficial llevaba una pistola enfundada yuna entallada guerrera de color verdegrisáceo. Curiosamente, me pregunté cómohabría definido Pascal aquel color, o quénombre feo inventaría yo para ese tonocuando se acabara aquella pesadilla. ¿Coloraceituna podrida? La gran hebilla de metalen su cinturón llevaba la inscripción: «gottmit uns». Deduje el significado. Menudamentira. Era imposible que Dios estuvieracon ellos.

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El soldado rubio, con los pantalonesmetidos dentro de las botas, llevaba unaporra de caucho negra adherida al cinturóncon una presilla. No pude evitar quedarmemirando fijamente aquel intimidanteartilugio.

El oficial se plantó delante de mí con laspiernas abiertas y sacó del bolsillo de laguerrera una libretita negra. Empezó a pasarlas páginas con ayuda del dedo pulgar.

—Madame Lisette Roux, supongo.—¿Quién le ha dado mi nombre?—Limítese a contestar. ¿Es usted madame

Lisette Roux o no?—Sí.—Miré a Bernard de reojo, en busca de

alguna pista o apoyo.

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—Haga el favor de mirarme a mí —meordenó el oficial.

Obedecí y me fijé en su piel aceitosa, quebrillaba bajo la luz de la lámpara.

—El Estado alemán es sumamente culto, yvalora la música y el arte. ¿Está usted deacuerdo?

—No lo sé.Él frunció el ceño.—Sabemos que posee algunas obras

francesas, que, por derecho de victoria,pertenecen a Alemania. ¿Es eso cierto?

Desvié la vista hacia Bernard en busca dealguna pista.

—¡Le he dicho que solo me mire a mí! —gritó el oficial. Recuperó la compostura yprosiguió en un tono más conciliador—: La

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respuesta está en su corazón, madame, no enla cara del alguacil. ¿Es cierto que ustedatesora cuadros?

—¿Quién le ha dado esa información?Acribillé a Bernard con una mirada

asesina. Esa rata asquerosa me habíatraicionado.

—Le digo que no hace falta que lo mire aél. Herr alguacil no nos lo ha dicho.

—Entonces, ¿cómo lo sabe?—Entiendo que eso significa que admite

ser la propietaria de los cuadros. —Hizo unapausa—. Admítalo en voz alta.

Noté cierta humedad en las axilas. Mequedé callada unos instantes; me negaba aseguirle el juego.

—Si me permite un consejo, madame, no

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—Si me permite un consejo, madame, noes conveniente hacer esperar a Herr Leutnant—intervino el soldado al tiempo queemplazaba la mano sobre la dura porra decaucho.

Así que también hablaba francés.—Sí, tengo cuadros.—¿Cuántos?—Tres.Herr Leutnant consultó su libretita. Enarcó

una ceja y frunció los labios.—Quizá mi asistente pueda ayudarla a

recordar el número con precisión.El asistente sacó la porra de la presilla,

despacio, sin apartar los ojos de mí. Despuésse dio varios golpes en la palma de la mano,que al instante se tiñó de color rosa.

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—Siete.—Merci —dijo el teniente, satisfecho—. Y

ahora dígame dónde están.—No lo sé.No esperaba la bofetada del teniente.

Sentí un intenso ardor en la mejilla. Bernardse encogió angustiado y dio un paso haciadelante, como si pretendiera protegerme decualquier otro ataque.

—Será mejor que no intervenga, Herralguacil. —El teniente carraspeó paraaclararse la garganta—. ¿Desea colaborar,madame?

El soldado se acercó a mí con la porraalzada; el teniente lo detuvo con un levegesto de su palma abierta.

—No somos crueles. Tiene una cara

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—No somos crueles. Tiene una carabonita. Sería una pena que… Démosletiempo.

Aquel era el momento del que me habíaprevenido André, y también Bernard. Lamejilla seguía escociéndome. Me la palpécon una mano temblorosa e intenté enfriarla.Bernard humedeció un trapo de la cocina conel agua de un cántaro; el teniente le dejó queme lo diera. Parecía un recordatorio de suconsejo aquella noche en que entraron arobar en mi casa: «Esos cuadros no valentanto como para poner su vida en peligro. Sies necesario, deshágase de ellos». Me esforcépor no llorar. No quería regalarles ni unasola lágrima.

Herr Leutnant alzó la cara y resopló

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Herr Leutnant alzó la cara y resoplóhastiado. Dio media vuelta y se fijó en lacacerola con la humeante sopa de verduras.Hundió el cucharón, sopló para enfriar elcaldo y dio un sorbo. «¡Ojalá se escalde lalengua!», me dije a mí misma.

—¡Ah, la cocina francesa, tan delicada ysabrosa!

Se sirvió un cucharón en uno de miscuencos, apartó una silla y se sentó a lamesa, frente a mí. Mientras esperaba que seenfriara la sopa, alzó las piernas y apoyó lasbotas embarradas encima de una silla quetenía al lado, luego empezó a tamborilear losdedos sobre la mesa. Me irritó muchísimoque se sintiera dueño de mi casa. De nuevose repetía la historia, como habían hecho los

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soldados prusianos en casa de Pissarro enLouveciennes.

—No está mal, madame. ¿Cómo se llamaesta sopa?

—Pistou à la provençale. —Pronuncié las«p» con rabia, como si fueran balas dirigidasa él.

Encendió un cigarrillo.—Si se niega a decírmelo, me veré

obligado a contárselo a mi capitán, que tieneun apetito voraz por el arte, y que, además,es bastante violento.

Desprenderme de los cuadros solo por unapequeña tortura me parecía un acto dedeslealtad. Pero ¿hasta qué punto me podíahacer daño esa porra? ¿Y si me desfigurabael rostro? ¿Qué me aconsejaría André? Que

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me olvidara de los cuadros. Así me lo decíaen su carta. Intenté reconciliarme conaquella posibilidad, con la pérdida delbodegón de Cézanne, de la joven con lacabra por el sendero de color ocre, delpaisaje provenzal. Se me partía el corazón.

—¡Vaya! Por lo visto, no quiere dar subrazo a torcer. —Le hizo un gesto a suayudante, que avanzó hacia mí con la porraalzada.

—La pila de leña. La pila de leña de lacomunidad. —Notaba la garganta reseca, sinninguna razón física aparente.

—Me gusta que comprenda nuestraposición. Mi capitán estará contento con elregalo. —Apagó el cigarrillo en el cuenco

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medio lleno de sopa y se levantó—. Llévenoshasta allí.

Permanecí anclada en la silla. El soldadome agarró por una axila y me obligó aponerme de pie de un tirón. Fui hacia lasescaleras, pero el soldado me barró el paso alinstante.

—¿Puedo coger el abrigo?—Déjela.La voz que oí a mis espaldas era la de

Bernard. Me volví justo a tiempo para verque el teniente asentía con la cabeza.

Procuré alargar el trayecto desde mi casaa la pila de leña tanto como pude, pensandoen los tejados rojos de Pontoise, en lacantera delante de la montaña Sainte-Victoire, en la joven con la cabra, pidiéndole

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absurdamente que me perdonara, igual quese lo pedía a Pascal.

Era ya casi de noche cuando me detuvedelante de la pila de leña y vi aquel espaciovallado casi lleno. El teniente iluminó el áreacon una linterna; el soldado empezó alevantar los troncos. Bernard seguía junto amí, sin ayudar. Aunque parezca extraño, suactitud me transmitió cierto consuelo. Eloficial podría haberle ordenado que se unieraa la labor de apartar la leña. Podía notar unasilenciosa batalla de autoridad. Tras un rato,el soldado quitó el último tronco y alzó unaenorme tela de lona.

Allí no había ningún cuadro. ¡Ni uno! Solola lona sucia con la que André debía haberloscubierto.

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Desorientada y sin poder dar crédito a misojos, avancé tambaleándome para verlomejor, y gemí angustiada.

—¡Han desaparecido!El teniente enfocó la linterna directamente

hacia mis ojos, lo que me provocó unaceguera total. Rompí a llorar.

—¿A quién más se lo había dicho?—¡A nadie!El teniente dio una patada a la lona.—Ella no lo sabe —refunfuñó.Con cara de fastidio, enfocó con la

linterna a su ayudante, como señal de queera hora de marcharse.

—Estaremos en Apt, por si, de repente, seacuerda de algún otro lugar donde puedenestar los cuadros. Si al final descubrimos que

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lo sabe, le aseguro que lo lamentará. Buenasnoches, madame.

Los tres bajaron la cuesta y me dejaronallí sola, entre los troncos esparcidos. Habíaperdido los cuadros. Me sentí fuera de mí.Emprendí el camino de regreso,trastabillando en la oscuridad. Me detuve encasa de Maurice y Louise, en lugar de irdirecta a la mía, situada un poco más arriba.Entre sollozos les conté lo que habíasucedido. Ellos insistieron para que aquellanoche durmiera en su casa.

Sandrine me detuvo en la calle undomingo por la mañana, no mucho después

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de aquel desagradable incidente. Me dijo quetenía una carta para mí de Alemania.

—¡Alemania! ¡Dámela ahora mismo!—No puedo. La oficina está cerrada. Es

domingo. Tendrás que esperar.Imposible. Las horas pasaban

tortuosamente lentas. Deambulé por casa sinsosiego. Me estremecí. No podía conciliar elsueño. Prefería no hacerlo. No podía evitarsoñar despierta, llena de esperanza.

El lunes, a primera hora, me entregó elsobre. ¡Era la letra de Maxime! ¡Estaba vivo!Con eso me bastaba de momento. Enfiléhacia casa con paso veloz, con la carta sinabrir prensada contra el pecho.

Contenía una hoja de papel, escrita conlápiz por ambas caras.

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14 de marzo de 1943

Mi queridísima Lisette:Estoy vivo. Soy prisionero de guerra en Stalag

VI-J, un lugar llamado S. A. Lager Fichtenhein enKrefeld, que, por lo que me han dicho otroscompañeros, está cerca de la frontera conHolanda. La vergüenza de ser prisionero, cuandopienso cómo murió André, combatiendo a mi lado,me ha impedido que te escriba antes. Tenía miedode que no quisieras oír noticias de los vivos, solode los muertos. Pero no puedo soportar que teangusties pensando si estoy vivo o no. E,igualmente cierto, no puedo soportar no sabercómo estás.

La muerte de André me ha destrozado. No haypalabras para expresar el dolor que siento por ti.Si alguna vez salgo de aquí, espero aunar elsuficiente coraje para ir a verte…, eso si te parecebien, claro. Pienso en ti y en André todos los días,cientos de veces. A veces lloro, pero eso no es

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bueno para la moral del resto de los prisionerosen mi barracón, así que intento controlarme.

Hago trabajos forzados en una mina de carbóndurante diez horas al día; vivo dos meses seguidosen un campamento minero, y luego me envían dossemanas al Stalag VI-J para que me recupere. Eninvierno no veo nunca la luz del sol, y el frío delsuelo húmedo se cuela a través de las suelasajadas de las botas. Odio mi cuerpo sucio; dehecho, me odio a mí mismo. Pienso en Pascal,cuando trabajaba en la mina de ocre, pero éltrabajaba para extraer belleza. A mí, en cambio,me atormenta el pensamiento de que cada trozode carbón que excavo servirá de combustible paralos trenes que traen más prisioneros. Lo que mástememos es no estar lo bastante fuertes como paratrabajar. Si no podemos trabajar, no nos dan decomer. De momento, me las apaño.

Nos dan una hoja de papel, un sobre, un lápiz yun sello una vez por semana en los barraconespara escribir una carta. No podemos escribir

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cartas mientras estamos en el campamentominero, pero toda la semana, en el barracón,enmarco mis frases para mi madre y las memorizoporque solo tenemos quince minutos para escribir.Para que no sufra, la avisé de que me saltaría sucarta una semana para escribirte a ti.

Mientras pueda rezar, rezaré por ti y porAndré. ¿Puedo atreverme a esperar que tú recespor mí?

Affectueusement,MAX

¡Vivo! ¡Gracias a Dios! Derramé unasenormes y emocionadas lágrimas llenas detristeza. Prisión. Penurias. ¿Qué se habíavisto forzado a hacer para seguir vivo? ¿Noofender a sus captores? ¿Mostrarse amablepara que no le pegaran un tiro por algunamirada involuntaria o por no ser capaz de

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trabajar lo bastante rápido? ¿Lamerle lasnegras botas altas a un guardia? Se medisparó la imaginación. ¿Dormir sobre elbarro? ¿Comer hormigas? ¿A qué vergüenzaslo habían expuesto? ¿Tragarse su propiaorina? Después de mi encuentro con HerrLeutnant, odiaba imaginar peores torturas.

¿Cómo habría reaccionado André ante taltrato, si sus destinos se hubieranintercambiado? ¿Habría tenido la fuerza parasoportarlo? Odiaba pensar en eso.

Releí la carta. ¿Qué podía hacer por él?Agarré mi lista y, con una letra temblorosapor la emoción, añadí:

13. Hacer algo bueno por Maxime.

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Capítulo veinte

Un final y un principio

1943-45

S entí una incontenible necesidad de volarsobre Rosellón, como Bella hizo en Vitebsk,y proclamar: «¡Maxime está vivo! ¡Mi buenamigo está vivo!». Pero había cincoroussillonnais cuyos hijos habían muerto, ymás de una docena que estaban en camposde prisioneros de guerra. Sus nombres habíanquedado inmortalizados en la pared delayuntamiento, justo debajo de «SOLDADO

ANDRÉ HONORÉ ROUX».

Con todo, me resultaba imposible

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Con todo, me resultaba imposiblecontener la alegría. Tenía que decírselo aalguien. Invité a Maurice y a Louise a micasa después de cenar para tomar un café derosa mosqueta, consciente de que ellostambién podían tomarse ese mal sucedáneoen su propia casa. Preparé una masa conalmendras y bellotas pulverizadas y lamezclé con un poco de la leche de Genoveva,un huevo de Kooritzah, y la miel de Mauricecomo edulcorante para hacer un pudin, conun limón para cortar la leche. No sesolidificó; se parecía más a una sopa congrumos, pero Maurice gorjeó: «¡Delicioso!».

Se lamió los labios como un niño pequeño,alzó su regordete dedo índice y concluyó:

—Es suave, deja un agradable sabor a

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—Es suave, deja un agradable sabor afrutos secos en el paladar, y tiene unapersonalidad propia.

Tras aquel comentario halagador, soltémis felices noticias.

Los dos me abrazaron al instante.—C’est bieng! —exclamó Maurice.—Grâce à Dieu —suspiró Louise.—Cuando disponga de un poco de lana,

¿me enseñarás a tejer calcetines? Quieroenviarle un par de calcetines bien calentitos.

Inmediatamente, Maurice se alzó lospantalones y mostró sus cortas pantorrillas.

—¡Mira! ¡Me los tejió antes de la guerra,y todavía están la mar de bien! —Se puso depie y caminó en círculo, mostrándolos con

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orgullo—. ¡Los mejores calcetines deRosellón!

Solté una carcajada, y caí en la cuenta deque hacía mucho tiempo que no reía.

—Pero esos no son los mejores zapatos enRosellón —alegué yo.

Llevaba las suelas atadas al zapato con uncordel; asimismo, empleaba otro cordel enlugar de cordones.

—¡Espera un momento! —Subí a mihabitación y volví a bajar con un puñado dezapatos. Los de André eran demasiadoestrechos, pero el único par de Pascal sí quele iban bien a Maurice.

—Será un honor llevar los zapatos delmejor jugador de petanca de Rosellón. O,

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por lo menos, del hombre que creía que erael mejor.

Se puso de pie, sacó pecho, se colocó en laposición, dobló las rodillas y fingió quelanzaba una bola; corrió unos pasos y señalóhacia la bola imaginaria que había derribadoy apartado de la pista, entonces alzó ambosbrazos en señal de victoria.

—¿Lo veis? Llevo los zapatos de unganador. A partir de ahora, siempre seré unganador. —Una amplia sonrisa hinchó susmejillas redondas y extendió los brazos almáximo—. Hoy, tú y yo tenemos más quemotivos para ser felices.

¡Vivo! No podía dejar de repetir la palabra

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¡Vivo! No podía dejar de repetir la palabramientras deshacía otra fila de puntos delsuéter de lana recién lavado de André.Quería estar sola, mientras cometía aquelacto de profanación. Parecía un final másque definitivo, como si desmontara nuestravida juntos, hasta que ya no quedara nada.Sin embargo, a medida que iba deshaciendola lana rebelde punto por punto, tuve lacerteza de que André querría que hiciera loque estaba haciendo. El olor a lana húmedatensada entre los respaldos de las dos sillasresultaba reconfortante y acogedor; soloesperaba que los nuevos calcetines letransmitieran los mismos sentimientos aMaxime.

Mientras tanto, mi mente estaba plagada

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Mientras tanto, mi mente estaba plagadade preguntas respecto a él. ¿Lo habíanherido? ¿Estaba sano? ¿Comía bien? ¿Sesentía animado o desesperado? ¿Podíadormir profundamente? ¿Vivía momentos depaz? ¿Se había endurecido su afabilidadnatural y se había vuelto un tipo amargado?¿Recuperaría algún día su amor por la vida?

Escribí con el corazón, sin un ápice decensura.

21 de abril de 1943

Mi querido, queridísimo, Maxime:¡Gracias a Dios que estás vivo! Imagínate mi

inmensa alegría al recibir tu carta después de tresaños de agonía, sin saber nada de ti. Piensa en esaalegría, y no pienses nunca en términos devergüenza. Max, quiero que entiendas lo

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siguiente: no existe deshonor en el hecho de serprisionero o de haber sobrevivido cuando otro hamuerto. No está en nuestras manos elegir elresultado de las circunstancias. No cargues con elpeso de tal pensamiento. No te hará ningún bien.Es un falso sentimiento de culpa.

Cómo detesto que tengas que trabajar en unamina de carbón. Temo por tu salud. Por favor,piensa en nuestros tiempos felices, tú con tuscamisas impecables, tu pañuelo de color marrónatado al cuello, tus pantalones con los plieguestan marcados, y tus polainas blancas: la imagendel bienestar, sentado en la Closerie Lilas,hablando sobre las nuevas corrientes artísticas.¡Cómo echo de menos esos días! Pero volverán. Elhecho de haber recibido tu carta me haconvencido.

Los cuadros de Pascal no estaban en la pila deleña que André me había indicado en una carta.¿Te habló de algún otro escondite? Me hepropuesto la misión de recuperarlos. Este empeño

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me mantiene atada a Rosellón, donde voy tirando.Aquí he conocido a mucha gente buena.

¡Qué alivio saber que estás vivo! Aférrate a lavida con todas tus fuerzas. Ya verás que el finalserá feliz. Te escribiré de nuevo. Algún díasoleado te recibiré aquí, en Rosellón, con losbrazos abiertos. ¡Aguanta!

Affectueusement,LISETTE

En otoño recogí uvas para madameBonnelly, una robusta mujer de medianaedad de manos curtidas y brazos tan fuertescomo los de un hombre. Mientras yo recogíalas uvas de una fila, ella recogía las de dos, yllenaba la cesta en forma de cono quecargaba a su espalda en cuestión de minutos.Cuando la vi cargar cajas de uvas en ambascaderas, sentí pena por ella, en su intento de

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mantener la actividad en el viñedo sin suesposo. Solo había contratado a un refugiadopara que la ayudara, monsieur Beckett, al queella llamaba Samuel de forma maternal.Hablaba francés con acento irlandés;pronunciaba algunas sílabas que debían serátonas como tónicas. Maurice y AiméBonhomme solían reunirse con él debajo delroble, en los confines del viñedo, y hablabanen voz baja. A veces, después de que pasaraun avión por encima de sus cabezas, monsieurBeckett salía disparado del viñedo y los tresse montaban en el autobús de Maurice.Suponía que era para recoger la municiónque el avión había arrojado.

Un día, mientras comíamos a la sombradel roble, le mencioné a monsieur Beckett

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que ya que necesitaba hacerse pasar porprovenzal, debería pronunciar «bien» como«bieng», y «vin» como «ving», y que añadierauna «g» al final de cualquier otra palabra queacabara en «n».

—La «g» tiene que sonar nasal, y tambiénha de pronunciar la «e» final en palabrascomo si fuera otra sílaba. Je par-le. «Le», «le»al final —puntualicé—.Que resuene,pronúnciela con energía, con ganas. Decorelas palabras. Imprímales arrojo. Cántelas.

Y él se puso a practicar.—Cuando llegué a Rosellón hace seis

años, el acento aquí me pareció feo. Ahora loencuentro divertido —confesé—. Y otra cosa:sus zapatos. Cualquiera puede ver que suszapatos son de París. Mañana le traeré las

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botas de mi marido para faenar en el campo.Están lo bastante rozadas y desgastadascomo para que parezcan provenzales.

—¿Y él no las necesitará?—No —me limité a contestar, pero él

dedujo la verdad.Tras unos momentos en silencio, me

preguntó en voz baja:—¿Tiene un estómago fuerte y un corazón

aún más fuerte?—Sí —contesté, algo dubitativa,

recordando con vergüenza cómo me habíaderrumbado ante la amenaza de aquellaporra.

Él se sacó del bolsillo de la camisa dospáginas de la Défense de la France, unperiódico de la Résistance.

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—Por lo que sé, estas son las primerasfotos de la barbarie nazi en los campos —comentó.

Sentí una fuerte opresión en el pecho anteaquellas escalofriantes fotos de personasesqueléticas, hasta que, por suerte, lashorrendas imágenes empezaron a nublarseante mis ojos.

—¿Quiénes son?—La mayoría, judíos.—¿Son prisioneros en campos de

concentración?—No, en campos de exterminio. —Hizo

una pausa mientras yo asimilaba elsignificado de la palabra—. Muy poca genteestá al corriente de las atrocidades masivas,muchos creen que no puede ser verdad.

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—Ahora lo creo.—Además de proteger nuestra libertad y

forma de vida, tanto si su esposo eraconsciente como si no, esta fue una de lasrazones por las que luchó. —Señaló una foto—. Y por la que seguimos luchando, en laclandestinidad; por la que estamos haciendoalgo más que esperar impasibles debajo deeste árbol a que Dios venga a salvarnos.

Entonces, André nos había estadoprotegiendo de «aquello», impidiendo que«aquello» sucediera en Rosellón. Enseguidacomprendí la nobleza de lo que había hechoy me sentí orgullosa. Él había aceptado susitio en un cuadro más amplio, sin lasreticencias que yo había sentido.

Monsieur Beckett dobló las páginas y se las

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Monsieur Beckett dobló las páginas y se lasguardó en el bolsillo de la camisa. Yoreanudé la labor de recoger uvas sin lograrconcentrarme en lo que hacía, con manostemblorosas, aliviada de que Marc y Bellahubieran huido, aunque quizá nunca sabría sihabían conseguido ponerse a salvo. Si ellosestaban al corriente de que «aquello» estabasucediendo, y de que tenían que huir parasalvar sus vidas, qué gran corazón habíademostrado Marc, dedicando tiempo a pintarun cuadro para mí mientras el peligroacechaba, y qué gran muestra de amistad mehabía brindado Bella, molestándose porconseguir la dirección de un amigo en Parísque, a lo mejor, algún día, podría ayudarme.

¿Cuántos miles, quizás incluso cientos de

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¿Cuántos miles, quizás incluso cientos demiles, estaban sufriendo, muriendo sinesperanza en ese mismo momento? Aquellanoche, bajo un cielo negro, la vieja lunatriste brillaba sobre la crueldad de loshumanos. ¿Qué debería haber pensado? ¿Yqué debía haber pensado Dios? ¿Hasta quégrado debía haberse sentido decepcionadocon el ser humano?

¿Qué podía hacer? Recordé el discurso delgeneral De Gaulle, que Louise habíarescatado y colgado en la ventana de supeluquería. «Invito a todos los franceses,dondequiera que se encuentren, a unirse a míen la acción, en el sacrificio y en la

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esperanza.» Con toda la piel requisada porparte del Gobierno de Vichy, que después laenviaban a Alemania, había mucha gentecomo Maurice que caminaba por ahí con loszapatos remendados. Después de darle amonsieur Beckett las botas de trabajo deAndré, todavía me quedaban tres pares dezapatos. Me quedé un par para usarlos en elhuerto cuando estuviera embarrado, y paralimpiar la porquería de la caseta del lavabo,y llevé los otros dos pares y dos cinturonesde piel al ayuntamiento. Aimé Bonhommeestaba solo en la oficina. Me saludóafectuosamente y me preguntó qué talestaba.

Le contesté que me las apañaba comopodía. Luego le entregué los cinturones junto

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con los zapatos y le pedí:—¿Se asegurará de que los reciba algún

refugiado o algún granjero necesitado?—Es usted muy generosa.Me quedé pensativa un momento.—Si usted, con cierto tacto, se lo

propusiera a otras viudas, podríamos montaruna caja de donaciones en el Ayuntamiento.

—Buena idea.—Yo puedo colaborar. Quiero decir, que

me gustaría hacerlo. No han de ser soloviudas las que contribuyan, ni tampoco solozapatos y cinturones. Puedo hacer una rondapor el pueblo, ir de casa en casa. Inclusopodría empezar ahora mismo.

Me volví hacia la puerta con un rápidogiro y choqué con el alcalde Pinatel, que

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venía de la plaza. Me disculpé, pero él no lohizo, pese a que había sido él quien se habíacruzado en mi camino. Tampoco me saludó.Solo me miró de soslayo y jugueteó con lospapeles que sostenía entre las manos.

—¿Ha encontrado ya los cuadros dePascal? —preguntó con tosquedad.

Lo movía la curiosidad, no la compasión.Eso me irritó.

—No es asunto suyo, monsieur.Salí del ayuntamiento, preguntándome si

había sido él quien le había ido con el cuentode mis cuadros al oficial alemán.

En cambio, apreciaba la bondad y lacalidad de la compañía de madame Bonnelly.

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Por las tardes, Samuel y yo nos quedábamosa ayudarla a escribir las etiquetas queidentificaban el vino como la cosecha de1943. ¿Pasaría a la historia como la cosechade la guerra? Samuel estaba seguro de quesí. Le pregunté qué hacía luego, por lanoche, porque madame Bonnelly se acostabapronto.

—Estoy escribiendo una obra sobre laespera.

—¿Solo sobre la espera? No parece muyinteresante.

—Sobre la espera y sobre la crueldad.Su comentario me hizo pensar en los

campos, así que le pregunté a madameBonnelly el nombre del campo de guerradonde estaba prisionero su marido, con la

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esperanza de que fuera el de Maxime, StalagVI-J.

—Primero estuvo en XII-A, en Limburgo,un horrible campo de tránsito. Ahora está enXII-F, que se trasladó de Sarreburgo aForbach, que es su ubicación actual. Mejorasí. Trabaja en una fábrica.

—Mejor que extraer carbón en una minabajo tierra.

—Cuando regrese y se ocupe de la viña,que es lo que le gusta, estaré tan feliz que nopodré apartar los ojos de él ni un instante.

Admiraba el ánimo de madame Bonnelly.Al final de la vendimia, después de trabajarcodo con codo todos los días, confiaba tantoen ella como para preguntarle si André habíaescondido alguna cosa en su finca. Me

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contestó que no, a menos que lo hubierahecho antes de que su marido se marchara.

Me pregunté si algún día sería posible irde casa en casa, por todo el municipio,formulando esa pregunta. Todavía no erauna buena idea.

En aquella época, iba a la oficina decorreos todos los días y regresaba a casa parareferirle la desoladora falta de noticias aGenoveva; ella soltaba una suerte decompasivo balido a modo de respuesta. Amenudo, me quedaba con ella, contemplandoel valle, con la mano apoyada en su cuello,mientras intentaba resolver la peliaguda

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cuestión de la lealtad. Sentía una pena tanintensa por André que dudaba que algún díafuera capaz de superar su pérdida porcompleto; sin embargo, me moría de ganasde recibir una carta de Maxime.

Por fin, en noviembre, escribió.

Chère Lisette:¡Qué maravilla! ¡Menudos calcetines! Si fuera

poeta, escribiría una oda a los calcetines tejidospor los adorables dedos de Lisette. ¡Mil gracias!Mi corazón te lo agradece, y mis pies también.

Para combatir el aburrimiento, me ha dado porcontar cosas. Es mi patético pasatiempo. Cientoveinte días de espera en la guerra falsa, un día decombate, seis días en un tren de ganado, veintiúndías en aquel agujero del Infierno, Stalag XII-A, elcampo de tránsito en Limburgo, y mil doscientoscincuenta y un días —de momento— como

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prisionero que lucha en una guerra particular eintransferible. ¿Cuántos días más?

Seis barras horizontales en el montacargas delos mineros que desciende ocho plantas. Tresmuertos por asfixia en la mina. Hago balance demí mismo: diez dedos de las manos que no parande trabajar, diez dedos de los pies sucios. Dosoídos que oyen pitidos. Un camillero que hay aquídice que el ser humano tiene veinticuatrocostillas. Yo puedo ver catorce de las mías sindificultad.

Ciento veinte hombres en mi barracón. Veintebarracones en este campo. Dos mil cuatrocientoshombres usando dos filas de trincheras comoletrinas. Literas de tres pisos. Una estufa en elcentro. Cuando el hombre que dormía más cercade la estufa murió y nos pidieron a los prisionerosque lo sacáramos al patio a rastras, unos cuantosse pelearon con violencia por conseguir su litera.Apenas somos humanos.

Por mi propio bien y por mi vida, háblame de

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Por mi propio bien y por mi vida, háblame deParís.

Bien affectueusemet,MAX

¡Por el amor de Dios! Cerré los ojos ysentí una responsabilidad o, mejor dicho, unanecesidad: ayudar a Maxime a remendar sualma herida. Estaba segura de que Andréhabría querido que lo hiciera.

6 de diciembre de 1943

Cher Maxime:Siguiendo la línea de tu pasatiempo, aquí tienes

el recuento de París. Doce calles parten en formaradial de la plaza Étoile, como los radios de unarueda alrededor del Arco de Triunfo. Desde allí,trece calles cruzan los Campos Elíseos a través delJardín de las Tullerías hasta la plaza Carrousel. Si

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cuentas cada puente por separado, desde el deAusterlitz al del Alma, hay veintiuno, creo. Podrásaveriguar si tengo razón cuando regreses. Ahoraintenta recordar los nombres de cada uno de ellos.Ocho conectan la isla de la Cité con las orillas, yotro puente pequeño conecta las dos islas. El PontNeuf tiene cinco arcos en el tramo sur y siete en eltramo norte. ¿Sabes el número de las grotescascabezas de piedra en ambos lados? La hermanaMarie Pierre me hizo contarlas y describirlas. Haymás de trescientas ochenta. Increíble, ¿verdad?Seis columnas se erigen en la fachada delPanteón. ¿Cuántas en la iglesia de la Madeleine?¿Son dóricas, jónicas o corintias? La hermanaMarie Pierre me habría exigido una respuestaprecisa.

¿Cuántos retratos de Suzy Solidor hay en elcabaré La Vie Parisienne? ¿Recuerdas que loscontamos una vez, antes de que empezara elespectáculo? Treinta y tres, creo. Mi favorito es elde Raoul Dufy, por sus tonalidades azules.

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¿Cuántos peldaños desde la plaza Saint-Pierrehasta la basílica del Sagrado Corazón? Diría queochenta. ¿Cuántos vagones en el funicular deMontmartre? ¿Cuántas salas tiene el Louvre?Seguro que puedes contestar esta última sinvacilar.

¿Cuál es la distancia más grande: laprofundidad a la que bajas en la mina o la alturaa la que subiremos a la torre Eiffel cuandoregreses? Contaremos todas esas cosas. ¡No tequepa la menor duda!

Al leer mi carta, Maxime tendría laimpresión de que echaba de menos París,casi tanto como él. Me dolía no estar allí,pero también me dolía la seguridad, elbienestar en mi amada ciudad natal y elsufrimiento de sus habitantes, destinados a

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sufrir mucho más antes de que la guerraterminara.

Todo aquel recuento era absurdo, peroesperaba que le sirviera para mantener lamente ocupada, con recuerdos agradables,durante unos minutos. En realidad, no eramás que un sustituto de lo que quería decir.

No obstante, la cosa más importante no sepuede contar, Max. Estoy pensando en lasensación de la primavera en el aire, cuandoflorecen los tulipanes en el Jardín de Luxemburgo.Los colores brillantes de las figuritas de fruta demazapán en los escaparates de las confiseries. Laalegre melodía del organillo en la plaza Tertre, ylos grititos de entusiasmo de los niños cuando elmono de cara blanca encaramado encima delorganillo recoge las monedas. El olor a castañasasadas en los tenderetes callejeros en otoño, y laagradable sensación de calor que desprende el

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cucurucho de papel entre las manos. El leve olor ahumedad, que no llega a ser desagradable, delSena en las mañanas de niebla. La emoción desubir a la torre Eiffel después de la lluvia. El brillode los adoquines, y en los tejados mojados de losedificios Haussman, con sus balcones de hierroforjado.

Mientras escribía, experimenté de nuevola incontenible emoción de estar en laplataforma más elevada, con André a un ladoy Maxime al otro; la mirada adorable en losojos de los dos cuando el viento azotaba mimelena.

Deja de contar los días, Max. Mantén una listamental de las cosas que querrás hacer cuando seasliberado, y te prometo que las haremos todas.

Bien affectueusement,LISETTE

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No soportaba decirle que, ese mismo año,en París, las autoridades alemanas habíanquemado más cuadros degenerados; tampocomencioné a HerrLeutnant ni el gran alivio quesentí cuando no encontró mis cuadros. Enviéa Maxime mi ración de salchichas enconserva y una pequeña lata de paté. EnNavidad, no usé mis cupones para la raciónde carne porque quería comprarle una terrinede canard, más otra de lapin; seguro queMaxime apreciaría el gusto a oca y a conejo,aunque fuera en pequeñas cantidades.¡Seguro que no servían paté en un campo deprisioneros! En el mismo paquete, le enviéuna bufanda de lana y unos guantes de piel.Y, en la misa de Nochebuena, encendí dosvelas, una para dar gracias y otra con

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tristeza, y las llamas iluminaron mis lágrimasdanzarinas.

Por suerte, la siguiente carta era menosdesesperada.

4 de marzo de 1944

Chère Lisette:Gracias por los recuerdos salvavidas de París,

así como por la comida salvavidas. He reconocidola bufanda y los guantes; eran de André. Que melos hayas regalado es una muestra de tu generosocorazón, que espero que se cure con el paso deltiempo. Las dos prendas me ayudarán a soportarel invierno.

La Cruz Roja repartió paquetes de Navidad enlos barracones. Me había perdido las dos últimasentregas porque estaba en el campo minero. Heprobado sardinas por primera vez en un año.Ocho en la lata, compartidas con mi compañero

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de racionamiento. Para celebrarlo, he decorado mipequeña lata con una flor amarilla de diente deleón. Parece el sol que apenas veo. A Van Gogh lehabría gustado.

Un inglés que está en otro barracón ha escritoun cartel en tres idiomas y lo ha colgado en laletrina: «no tiréis cigarrillos en la letrina, pues soninfumables». Me ha hecho reír con ganas. Le hepedido a mi madre que me envíe libros de texto eninglés y en italiano, si puede conseguir alguno.

Un par de jóvenes «camisas pardas», miembrosde las tropas de asalto que dirigen el campo,muestran, por lo menos, cierto grado dehumanidad. He tenido algunas conversacionesinteresantes con el guardia de mi barracón acercade su hogar en Colonia y el mío en París. Al finalhemos llegado a la conclusión de que las dos soncatedrales espectaculares. Alguien que ama unacatedral no puede ser malo del todo. Heintercambiado veinte cigarrillos de la Cruz Rojacon él por siete hojas de papel y un nuevo lápiz.

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Puedo imaginar tus cuadros por lo que André mehabía contado acerca de ellos, así que he decididodibujarlos. Si son decentes, y puedo salvar losdibujos, te los daré cuando nos veamos.

Sería interesante entrevistar a este guardiadentro de diez años para ver qué es lo que piensa.A veces no pierdo la esperanza.

Très bien affectueusement,MAX

En 1944, todo pareció precipitarse.Nuestros corazones latían esperanzados;nuestro amor por Francia crecía cuandopresagiamos la llegada de los aliados.Pasábamos casi todos los días en el café parano perdernos ni un solo detalle de lasnoticias de la BBC. Odette, mi compañeraincondicional en el café, y yo, nosagarrábamos las manos, conteníamos el

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aliento y rezábamos. Entonces, por fin, llegóel anuncio del Gobierno de Vichy, quetransmitió la emisión estatal de Alemania alas siete de la mañana: había empezado elDía D. Los aliados habían desembarcado,pero serían aniquilados rápidamente,concluyó el locutor. Tuvimos que esperarmás de dos horas para el boletín especial dela BBC, que confirmó el desembarco en lasplayas de Normandía. A pesar de lasinestimables vidas perdidas, los aliados seabrían paso hacia el interior. Al mediodía,Churchill informó de que todo estabasaliendo según el plan.

Nos abrazamos, agradecidas. Durante todoel día, con los ojos humedecidos, no pudepensar en otra cosa que en esos hombres

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valerosos y en la matanza que estabateniendo lugar en nuestras playas.

Durante los siguientes días, no hubograndes progresos. La gente entraba y salíadel café, preguntando si había novedades. Lanoche del 28 de junio nos enteramos de quelas tropas norteamericanas habían liberadoCherburgo el día anterior. En el café estallóun grito de alegría. Monsieur Voisin no podíadejar de sonreír, ¡incluso me sonreía a mí!Presentíamos que el final estaba cerca.

Bernard entró y pidió una botella dechampán y dos vasos. Avanzó hasta mi mesay me sirvió un vaso.

—No creía que quedara ninguna botella dechampán en todo Vaucluse —solté al tiempo

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que rechazaba la invitación. No quería darleánimos.

—Necesito confesarle dos cosas —mesusurró nervioso—. Me obligaron a escoltara la patrulla alemana, y me ordenaron quellevara al teniente a su casa. No les dije nadaacerca de los cuadros. Ya lo sabían.

—¿Cómo?—No me gusta ser un chivato. Al ver

cómo la trataban, me entraron ganas deestrangularlos. Gracias a Dios que fuesensata y cedió.

Pensé que no perdía nada creyendo suversión.

Al día siguiente, escribí a Maxime por sino se había enterado de la liberación deCherburgo, y terminé con la frase: «Seguro

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que los aliados recuperarán París muypronto». Solo esperaba que no censuraran lacarta.

El 15 de agosto, un atardecer cargado dehumedad, nos enteramos de que las tropasanfibias y los paracaidistas de los aliadoshabían desembarcado en las playas deProvenza, tal como ya habían hecho enNormandía, y que estaban combatiendo enlas calles de Marsella. ¡Ah, mi queridaProvenza! Si Cézanne supiera todos losesfuerzos llevados a cabo para salvarla…

Cuando se lo conté a Genoveva aquellanoche, ella baló unas palabras de júbilo, de

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hecho, una frase entera. Estoy segura de quedijo: «Hemos entrado en la era del coraje».

Al cabo de unos días, Bernard llamó a mipuerta y anunció con autoridad:

—No se acerque a Gordes, con o sinMaurice. Es un caldo de cultivo de laRésistance, tanto en el pueblo como en elterreno de los maquis, la zona boscosa en lasladeras del Mont Ventoux, donde seesconden los guerrilleros en sus correríascontra los movimientos de las tropasalemanas. Han atacado una patrulla alemanacerca de Gordes. Supongo que habrárepresalias. Ya las hubo en Saint-Saturnin-lès-Apt, por los actos de la Résistance. Llevaron a

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los habitantes a la plaza mayor y losfusilaron. Por favor, quédese en casa, se lopido.

—¿Cómo obtiene toda esa información?—Es mi trabajo. Soy el alguacil del

municipio.En aquella ocasión, no flirteó. Me

transmitió el mensaje y se marchó sindemora.

Al día siguiente, una explosión a lo lejosiluminó el cielo. Y luego hubo más estallidos.Con cada nueva detonación, yo hundía lacabeza de forma instintiva. Entre estruendo yestruendo, podía oír a Genoveva, que balabasin parar. Salí al patio, pero me tambaleé por

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el impacto de las explosiones. Genovevacorrió hacia mí. Kooritzah, escondida en elgallinero, saltó como una loca al verme.

—¡Menudo carácter tiene esta gallina!Deja de aletear para que pueda cogerte.

La llevé dentro de casa y le atusé lasplumas, con Genoveva pegada a mi lado.

—No pasa nada. Las explosiones estánmuy lejos.

Pero sí que pasaba. Los bombardeoscontinuaron durante toda la noche. Fui a lacaseta del lavabo bajo un cielo naranjacargado de humo. El olor acre me provocóarcadas. Gordes ardía igual que había ardidoel pueblo ruso de Marc y Bella. Sushabitantes. ¡Oh, no, sus habitantes!

Por la mañana, un manto de cenizas tan

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Por la mañana, un manto de cenizas tannegras como la esvástica cubría el patio.Kooritzah no puso ningún huevo. Genovevame siguió por el patio, dándome unosgolpecitos con el hocico. Maurice pasó averme, me dijo que no saliera de casa y semarchó corriendo.

Al día siguiente, los habitantes de Gordesrecibieron la orden de quedarse en casa; dehecho, les amenazaron con matarlos si no lohacían. Después, los cañones instalados en elmonte Bel-Air empezaron a dispararproyectiles en una batalla sin cuartel. Elresultado: unas veinte casas derribadas; susinquilinos, muertos. Dinamitaron el castillo.Tomaron cinco prisioneros. Maurice seenteró de todo por Aimé Bonhomme, a quien

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se lo había contado un residente de Gordesque había logrado escapar a Rosellón.

La vida doméstica se alternaba con latragedia. Kooritzah dejó de poner huevos.Consciente de que no era capaz de matarlapara comérmela, Louise me aconsejó de quese la diera a cambio de comida. Aquello fueun duro golpe. Kooritzah se había convertidoen una amiga. Con tristeza, seguí el consejode Louise, e imaginé a Maurice saboreandola fricassée Arlésienne de Louise con cebollas,ajo, berenjenas y vino blanco.

Los roussillonnais estaban nerviosos.Aunque Maurice ya había hecho laconversión al gasógeno, solo conducía a Apt,que estaba en manos de los soldadosalemanes guarnecidos allí. Con la ayuda de

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Louise, elegí una nueva gallina y la llaméKooritzah Deux, pues no sabía cómo se decía«dos» en ruso.

Sin dar crédito a lo que veíamos, nostopamos con un tenderete en el mercado quetenía una altísima pila de lana que había sidoenviada a Apt en un paquete de ayudahumanitaria desde Suiza y que había logradollegar a su destino. La compramos toda. Devuelta en Rosellón, la repartimos entre todaslas mujeres que Louise sabía que podíantejer. Todas trabajamos sin parar día ynoche, y conseguimos enviar dos cajas decalcetines a la Cruz Roja de París para quelos repartieran entre los prisioneros de loscampos de guerra en Francia.

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El 19 de agosto, la BBC informó de que laRésistance francesa había atacado el cuartelalemán en París. Maurice agarró la botellade vino para brindar, pero se le cayó al sueloy se rompió con un gran estruendo. Louise lollamó patoso. Mélanie chistó para quecallara, pues no quería perderse ni un detallede las noticias.

El 25 de agosto, justo diez días despuésdel desembarco en la Provenza, la BBCanunció en tono triunfal la liberación deParís. Todos saltamos arrebolados de alegría.Nuestra Ciudad de la Luz volvería a brillar.Esperaba de todo corazón que Maxime sehubiera enterado de la noticia. De vuelta acasa, arrodillada a mi lado, Genoveva rezóconmigo por la liberación de los prisioneros,

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tal como santa Genoveva había hechocatorce siglos antes.

Pero no era el fin de la guerra. Lacontienda seguía en el sur y en los puertosdel Atlántico, todavía en manos alemanas.Todo el territorio al este de París —Alsacia,Lorena y el Rin— tenía que serreconquistado, y la ofensiva alemana enBélgica, aplastada. La BBC la llamó la batallade las Ardenas; aquella angustiosa lucha enla nieve duró más de un mes. Cada semana,los aliados se abrían paso hacia Alemania. El29 de abril de 1945, el ejército de losEstados Unidos liberó un campo deprisioneros llamado Dachau.Un día después,Adolf Hitler se suicidó, aunque de eso nosenteramos más tarde. Al día siguiente, Aimé

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descubrió que el alcalde y madame Pinatelhabían huido por la noche.

Durante una semana, en el aire se palpó laincredulidad, la tensión, la emoción y elalivio. Por consenso general de la multitudcongregada en la plaza del ayuntamiento,Aimé Bonhomme fue declarado nuevoalcalde. Él, Maurice y monsieur Becketttenían la impresión de que prontorecibiríamos una magnífica noticia. Louise,Mélanie y yo no nos movíamos del café, peroOdette corría como una bala entre el café yla casa de su hija, para averiguar si Sandrinese había puesto de parto.

Louise y yo estábamos sentadas en laplaza del ayuntamiento cuando monsieurVoisin alzó al máximo el volumen de la radio

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en el mismo momento en que Aimé bajabacorriendo las escaleras del edificioconsistorial y gritaba a través de unmegáfono improvisado:

—¡Se ha acabado la guerra! ¡Francia hasido liberada! ¡Europa ha sido liberada!¡Hoy, 8 de mayo de 1945, es y seráproclamado el día de la victoria en Europa!¡La victoria en Europa! ¡La victoria enEuropa!

La gente salió disparada de sus casas, conlos brazos alzados, golpeando cazuelas ysartenes, gritando: «Grâce à Dieu! Grâce àDieu!» con lágrimas en los ojos. SamuelBeckett llegó corriendo a la plaza y gritó:«¡Viva la justicia!», rodeado de una multitudentusiasmada, que no paraba de lanzar

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vítores. Me cogió la mano y seguimos aAimé por todo el pueblo. El nuevo alcaldeseguía pregonando a todo pulmón: «¡Laguerra ha terminado! ¡La guerra haterminado!». Le vimos arrancar las banderascon la cruz gamada colgadas en el arcogótico. Un muchacho que seguro querecordaría aquel acto el resto de su vida,lanzó una cerilla encendida sobre las telas.Por las calles, enemigos declarados seabrazaban, se besaban y bailaban. Lasmujeres lanzaban al aire los paquetes deazúcar que habían ido almacenando; loshombres invitaban a los refugiados a lasúltimas gotas de licor que les quedaban.

Maurice condujo por el pueblo haciendosonar la bocina del autobús al tiempo que

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gritaba: «¡Se ha terminado! ¡Se ha acabado laguerra!». Saltó del autobús y abrazó aLouise, la besó con pasión, la alzó envolandas y dio vueltas con ella. Luego seacercó a mí, me inclinó hacia atrás y me besóen ambas mejillas, derecha e izquierda, yotra vez derecha e izquierda, riendo ylevantándome también en volandas, hastaque yo grité de emoción y reí y volví agritar.

Odette llegó corriendo, gritando: «¡Es unniño! ¡Lo han llamado Théo Charles FranklinSilvestre! ¡De Gaulle y Roosevelt vivirán enRosellón! ¡La vida de Théo empezará enpaz!».

El primer llanto del bebé se entremezclócon los gritos de júbilo y las alegres y

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ensordecedoras campanadas de la iglesia,como si todos quisieran dar la bienvenida alrecién nacido. Las campanas de Gordes, Apt,Saint-Saturnin-lès-Apt y Bonnieuxrespondieron a las nuestras con una alegríadesbordante.

Nadie vio al alguacil.

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LIBRO TERCERO

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Capítulo veintiuno

Lo inexpresable1945

R ecibí una carta, pero no valía porque erami última epístola enviada a Maxime, con elsello de «DEVOLUCIÓN POR NO HABERSE

PODIDO ENTREGAR». Aquello me provocó unestado de pánico. ¿Qué significaba, enrealidad, que no se había podido entregar?No pude evitar pensar en lo impensable. Unaccidente en la mina. O alguna atrocidad enforma de venganza durante los últimos díasde la guerra. Escribí una carta apresurada a

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monsieurle Chef d’État-Major de l’Armée,solicitando información. Sandrine buscó ladirección en una guía postal.

Contrariamente a mi desasosiego, elambiente general en Rosellón era optimista.La gente iba a los desfiladeros para vermejor las largas filas de tropas alemanasderrotadas que se dirigían rumbo al este porel valle que discurría por debajo del pueblo.Unos maquis eufóricos y armados de laRésistance ocuparon posiciones estratégicasen los bosques de las laderas de losdesfiladeros, y desde allí hirieron a variossoldados, lo que me pareció inadmisible,cuando me enteré en el café. Por lo visto, unfrancés que no iba armado era de la mismaopinión. Me contaron que se había colocado

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entre la línea de soldados desarmados que seretiraban y los maquis armados y les habíapedido que no dispararan. Al menos, eso secontaba en el café. La mayoría de la genteespeculaba si había sido Aimé Bonhomme,pero él lo negó. Pensé que quizás hubierasido Samuel Beckett.

Pese a la alegría porque se había acabadola guerra, no podía zafarme de la aflicciónpor la carta. Preparé una porción de queso yse la llevé a madame Bonnelly. La mujercargaba una caja de madera llena de botellasde vino sin abrir apoyada en su anchacadera; parecía que no pesara nada, como uncojín de plumas. Le mostré el sobre.

—¡Bah! No te asustes, minette.

Sacó una pila de sobres que había recibido

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Sacó una pila de sobres que había recibidocon el mismo sello y me los mostró. Aquellodescartaba un accidente en la mina.

—El caos debe de ser tremendo en loscampos —comentó—. Es probable que losaliados hayan empezado a trasladar a losprisioneros a otro lugar más saludable. Nollenes de preocupaciones esa linda cabecitacon ese corte de pelo parisino. Todo saldrábien.

Su explicación borró cualquier temor demi mente.

Agarró el cuello de una botella con elíndice y el pulgar y la sacó de la caja.

—Toma. Llévatela. Para celebrar la paz. Ysi mi marido no ha regresado antes de lavendimia, cuento contigo, ¿de acuerdo?

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Así que esperé. Todos los días iba a laoficina de correos y sostenía al pequeñoThéo en brazos mientras Sandrine distribuíalas cartas. A menudo coincidía con madameBonnelly, aquella fornida mujer de corazónfuerte, que iba a correos por el mismomotivo. «¿Hay noticias?», preguntabasiempre; cuando yo sacudía la cabeza, ellaalegaba con un ánimo sorprendente:«¡Seguro que pronto recibirás la carta queesperas!».

Y así fue.

4 de junio de 1945

Chère Lisette:

Perdona que haya pasado tanto tiempo sin

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Perdona que haya pasado tanto tiempo sinescribirte. A finales de 1944 cerraron Stalag VI-J,y nos trasladaron a otro campo, donde estuvimosdurante varias semanas o meses.

Obedecí tu orden y no conté los días. Allí nohabía posibilidad alguna de escribir cartas.

Ahora estoy en París, nuestra querida ciudad.¡Todavía existe! ¿Te imaginas el raudal deemociones cuando me apeé del tren y la vi conmis propios ojos? Procesaron mi readmisión en laestación de Orsay, con un retrato de Charles deGaulle que nos daba la bienvenida, junto con lospanecillos que nos ofrecían unas jóvenesvoluntarias. ¡Increíble! A los repatriados nosalojaron en el Hôtel Lutetia, para que nosrecuperáramos. Aquellos salones elegantes, conlas paredes afeadas por las cruces gamadas y loseslóganes nazis, enturbiaron mi felicidad, pero nolograron destruir París. ¡Por fin libre!

Yo era solo uno de los miles de prisioneroshospedados en el hotel. Algunos eran apenas unos

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esqueletos lastimosos, hombres aturdidos quehabían sobrevivido a campos peores que el mío.La oficina de repatriación hacía todo lo posiblepor nosotros, pero, dado que mi estado físico nose consideraba crítico, me dejaron marcharrápidamente. Ahora estoy en casa de mi madre,donde ella se ocupa de cebarme con más comidade la que mi estómago reducido es capaz desoportar. Me malcría y no me deja en paz ni unsolo instante. No puede entender mi estupefacciónpor la increíble diferencia entre su bonito piso ylos barracones. Echo muchísimo de menos a miscompañeros de prisión y me pregunto dóndeestarán viviendo.

Iré a verte cuando pueda. Por favor, no teangusties si tardo.

Très bien affectueusement,MAX

Les enseñé la carta a Louise y a Maurice.Cuando madame Bonnelly me comunicó que

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su marido había regresado, también se lamostré a ella. La mujer me dio un abrazo tanfuerte que me cortó la respiración. «¿Lo ves?¡Ya te lo decía!»

A lo largo de los siguientes meses, otroscatorce prisioneros de guerra regresaron aRosellón. El alcalde Bonhomme colgaba unanota en el ayuntamiento cada vez quellegaba uno, así que estuve muy atareadaordeñando a Genoveva dos veces al día,elaborando chèvre y requesón con el suero,usando limón para cuajarlo, y llevándolos amadame Bonnelly y a las otras catorce casascomo regalos de bienvenida. ¡Qué ilusión tangrande!

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En noviembre, unos golpecitos sonaron enla puerta, como si llamara un niño. No teníamiedo. Quizá fuera Mimi. Abrí la puerta y via un desconocido esquelético, tan quietocomo una estatua.

Maxime.De repente, me flaquearon las piernas.

Permanecí petrificada en silencio, frente aaquella presencia. Ninguno de los dospodíamos articular ni una palabra. En aquelmomento, me bastaba con oír su respiraciónentrecortada. Nuestras mutuas reservas nosmantenían inmóviles, pese a la inmensaalegría y alivio que me embargaban.

—Pasa.—No estaba seguro de si querrías tener

relación con un prisionero de guerra. Francia

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necesita héroes, no espectros de derrota.Reconocí la voz, pero su tono era de

sumisión.—Cada hombre que ha combatido es un

héroe, Maxime.Él atravesó el umbral.—¿Incluso los que luchamos un solo día?—Tú has luchado cinco años.Sus labios se fruncieron en una fina línea,

como si mi comentario le hubiera tocado lafibra.

Cerró la puerta y nos fundimos en unabrazo. Nuestros corazones, pegados, latíande forma desbocada. La respiración aceleradase nos escapaba por los labios, y noshumedecíamos la cara el uno al otro connuestras lágrimas.

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—Deja que te mire —murmuró él, y seapartó un paso.

Entonces, con voz muy suave, dijo:—Estás preciosa, Lisette.Los antiguos contornos rellenos de su cara

se habían reducido a la mínima expresión. Elmúsculo y la carne se le habían fundidosobre los protuberantes huesos, apenascubiertos por una fina capa de pielamarillenta. En el cuello se le marcabantanto los tendones que parecía que se lehubiera disuelto una capa interna de piel. Ensus ojos, hundidos como si intentaranapartarse de todas las atrocidades que habíanpresenciado, se plasmaba la huellaimborrable del campo de prisioneros.

—Sí, Lisette, estás preciosa. Con el pelo

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—Sí, Lisette, estás preciosa. Con el pelocorto. Como Kiki. Un corte chic. Me gusta.

Con Max de pie en el centro de laestancia, la casa, que había estado tan vacíadurante cinco años, cobró vida. Meavergoncé de no poder ofrecerle un poco deconfort: apenas tenía un incómodo sofá demadera y unas sillas con respaldo de listones.Rápidamente, bajé del piso superior todos losedredones y las almohadas de las camas, ylos distribuí delante de él para que se sentaradonde quisiera. Con una alegría incontenible,preparé un café crème, una tortilla rellena dequeso de cabra, zanahorias hervidas y pan. Élseguía todos mis movimientos.

—La nata y el queso son de mi cabra,Genoveva, santa patrona y protectora de

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París.Sonrió por el comentario. Me fijé en que

tenía un diente roto y que le faltaban otrosdos. Con todo, su sonrisa me dio esperanzassobre su recuperación.

Pronunciamos las frases típicas: «Cuántome alegro de verte»; «Qué bien que estés encasa». Unos comentarios vacíos, solo pararomper el hielo. Mientras Maxime comía conuna gran parsimonia, nos dedicamos aasimilar la presencia el uno del otro.

Con la misma lentitud, nuestros dedos seacercaron a través de la mesa, hasta que serozaron en un tierno instante, para sentir lapiel del otro. Sus nudillos sobresalían comolos picos de una cadena montañosa. Alguien,una mano inexperta, le había cosido una fea

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cicatriz de color malva en la palma. Deslicéel dedo índice por encima. Sin pestañear, élme la mostró como una prueba de sureciente pasado.

Me aventuré a preguntarle:—¿Cómo perdiste los dientes? ¿Te

importa hablar de ello?—Te aseguro que no me los rompí porque

me cayera rodando por las escaleras demármol del Lutetia.

—Supongo que fue por otro motivomucho peor.

—Los miembros de las tropas de asaltoque dirigían el campo maltrataban a losprisioneros más débiles. Día tras día,encontraban la forma de satisfacer susadismo. Perdí los estribos cuando vi que

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uno de ellos le daba una paliza a un hombreenfermo que no se sostenía en pie. Elprisionero había vomitado, y el guardia leobligó a comerse su propio vómito como unperro. Fue otro acto de crueldad, uno detantos. Le insulté y le dije que dejara alpobre hombre en paz, que respetara elConvenio de Ginebra, que habíamosaprendido durante el entrenamiento. Megolpeó en la boca con la culata del fusil.

Lo contó sin rencor, como si tal cosa. Yointentaría mantener la misma actitud cuandole relatara mi encuentro con los alemanes.

—Ya sé que no es agradable a la vista,pero hay una larga cola de espera en París,para que te visite el dentista. No podíaesperar tanto tiempo a verte.

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—¡A eso me refería precisamente con lode ser un héroe! Defendiste a un camarada,sin ir armado. Los dientes que te faltan sonuna muestra de tu valerosa resistencia.

—O la marca de mi estupidez.—No, Maxime. No hables así.Cuando terminó de comer, dijo:—He venido a contarte lo que pasó.

Tienes derecho a saberlo.—Cuéntame solo lo que sientas que

puedes contarme, que no te duela.Ante mi muestra de apoyo, Maxime se

quedó sin habla. Aspiró hondo pararecuperar el aliento y apartó la vista de mí,como si reconstruyera la escena de la batalla,tal como debía de haber hecho cientos deveces.

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—Estábamos desplegados al norte de laLínea Maginot, formada por fortificacionesde hormigón. Solo había cuatro puestosantitanques en un kilómetro donde deberíahaber habido diez. Y solo quedaba una únicabatería antiaérea en toda el área.

Se me hizo muy extraño oírle hablar deasuntos militares.

—Desde nuestra posición allí arriba, en elbosque de la Marfée, gozábamos de unaespléndida vista del río Mosa, que brillababajo los primeros rayos del sol.

En su forma de exponer los hechos,detecté un vestigio del Maxime que conocía.

—Aquella mañana, 13 de mayo, losbombarderos alemanes (los llamados Stuka)iniciaron un ataque masivo; cientos de ellos,

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Lisette, rugiendo de un modo atroz sobrenuestras cabezas. El cielo se cubrió deaviones que se precipitaban hacia el suelo; elaullido ensordecedor de sus sirenas porencima del ruido de los motores nosdestrozaba los nervios. Cuando caía unalluvia de bombas, nos echábamos al suelo, enlas trincheras, sorprendidos de que hubieranestallado a un kilómetro de distancia y quepudiéramos sentir el impacto a través de latierra. Las explosiones eran tan continuasque no había ni un momento de tregua. Elataque aéreo se prolongó todo el día. Trascada nueva explosión, nos maravillábamosde seguir vivos, aunque teníamos laangustiosa certeza de que el siguienteimpacto supondría el fin de nuestras vidas.

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»Nada nos había preparado para laintensidad de aquel ataque. Unos cuantoshombres en nuestra sección empezaron acorrer hacia la retaguardia. Un tipo lloraba.Todos estábamos aturdidos, agachados en elterraplén o alzándonos imprudentementepara disparar con la ametralladora a unbombardero que caía en picado, o inclusoquizá para disparar con el fusil al piloto, conganas de ver cómo una esvástica negra seestrellaba contra el suelo.

Entonces, en un tono más suave, dijo:—Para bien o para mal, durante aquellas

horas agónicas, nos transformamos de unmodo que nada tenía que ver con nosotros,lejos ya de nuestra personalidad.

»André y yo no nos perdíamos de vista ni

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»André y yo no nos perdíamos de vista niun instante, mientras gesticulábamos hacia elcielo, preguntándonos por qué nuestrosaviones no nos defendían. Sin defensasaéreas, todos estábamos aterrorizados. Fuenuestra primera sensación de derrota.

Suspiró un momento. Entornó los ojos,recuperó el aliento y prosiguió:

—Tan pronto como se mitigaron losbombardeos, las tropas alemanas iniciaron elataque, con botes inflables por el río.Obtuvimos buenos resultados; sin embargo,hubo varios que lograron cruzar. Lossoldados que iban en los botes empezaron aconstruir un puente flotante para que lostanques Panzer pudieran atravesarlo.

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Sacrificaron a su infantería, ofreciéndonosmás objetivos de los que podíamos abatir.

Me dolió que Maxime se refiriera a sereshumanos como «objetivos», y a matar como«buenos resultados».

—Uno a uno, sus disparos destrozaronsiete búnkeres a nuestra izquierda. Lasexplosiones estaban cada vez más cerca.Entonces, tal como habíamos temido,apareció una línea de tanques Panzer, quellevaban pequeños cañones montados. Por lovisto, habían cruzado por el norte sin servistos y se dirigían hacia nosotros a lo largode la cresta de la montaña; otra línea seacercaba por el sur. Sus proyectiles de largoalcance abrían unos impresionantesboquetes.

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Maxime perdió la compostura. Necesitótomarse un buen rato antes de podercontinuar.

—Se nos echaban encima en todasdirecciones, por detrás también, tan cercacomo para lanzar granadas. A duras penasdaba crédito a mis ojos cuando explotó elbúnker a nuestra derecha. El proyectil acertóde lleno, arrojando metralla y lanzandocuerpos por el aire. Otro proyectil impactóen nuestra propia trinchera. Los afiladospedazos metálicos se clavaron en la piel.Nuestros amigos…

Se detuvo y sacudió la cabeza convehemencia, como si intentara borrar unrecuerdo. Ni él ni yo nos movimos, mientrasél aunaba el coraje para continuar.

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—Vine aquí con la intención de contártelotodo.

—Puedo esperar.Pasaron unos segundos que se me hicieron

muy largos. Con la vista fija en el suelo,Maxime prosiguió:

—Yo estaba disparando la ametralladorade nuestra sección, montada sobre untrípode, por lo que tenía que alzar la cabezapara mantener el cañón por encima de lossacos de arena. André estaba cargando lamunición y podía estar más protegido, en latrinchera. Habíamos estado intercambiandonuestras posiciones porque una era máspeligrosa que la otra. Era en vano, pero, detodos modos, seguíamos luchando. Una

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granada fue a parar justo a su derecha; yoestaba situado a su izquierda.

La voz de Max se tensó y adoptó un tonomás agudo.

—Su cuerpo me sirvió de escudo.Dejé que llorara en silencio hasta que

recuperó la compostura.—Los fragmentos metálicos afilados…Mostró la cicatriz de la mano. Sufrió un

ataque de tos. Le llevé un vaso de agua.—El teniente levantó la bandera blanca.

Al final cesaron las explosiones. Yo escupítierra y le dije a André: «Aguanta. Se haterminado. Aguanta».

—Él intentaba decir algo. Lo único queentendí fue tu nombre, Lisette.

Un escalofrío me recorrió la espalda.

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—Él… Yo…Su rostro se retorció con aflicción. De

nuevo, por unos momentos, fue incapaz dehablar.

—Todos tiramos las armas al suelo. Nosordenaron que saliéramos de las trincheras ycamináramos hasta campo abierto. Luego nosobligaron a tumbarnos en el suelo, en filas.Tuve que dejar a André allí, tumbado. Hiceun gesto a un soldado alemán para que mediera permiso para volver con él. Él asintió yme acompañó, sin dejar de apuntarme con sufusil en todo momento. Busqué en las ropasde André cualquier objeto que pudieraquedarme. Nuestra sangre se mezcló.

Maxime depositó en mi mano un trozo depapel doblado y ajado, marrón por la sangre

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reseca. Contenía una sola línea:

Mi querida Lisette, mi único amor, mivida.

—Basta por hoy —murmuré.Subimos las escaleras y le enseñé a

Maxime la habitación de Pascal. Cuando porfin su respiración se sosegó y se quedódormido, fui a mi cuarto, abrumada por lasimágenes que habían llegado con suspalabras.

Me desperté con unos gritos queprovenían de la habitación contigua. Corrípara estar con Maxime. Le inmovilicé losbrazos, que agitaba como aspas. Intentécalmarlo.

—¡Acaba! —gritaba él en la cama,

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—¡Acaba! —gritaba él en la cama,removiéndose inquieto—. ¡Acaba…!

El resto de la frase quedó amortiguado,pues hundió la cara en la almohada.

—¡Despierta, Max, despierta! Solo era unsueño. Tranquilo, estás a salvo. Estásconmigo, con Lisette.

Las palabras me parecían inadecuadaspara borrar sus visiones, así que le alcé lamano y me la llevé a la mejilla. Maximeempezó a temblar. Por fin despierto, doblólas piernas en posición fetal y gimoteó.

Le acaricié la cabeza, la frente.—Chis, Max, ya ha pasado. Cálmate.—¿Que me calme? ¡Me he pasado cinco

años en el Infierno, rabiando por no podercombatir en la guerra y no poder vengar la

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muerte de André! ¿Y esperas que lo olvidetodo y que me calme?

Maxime se atragantaba con unos sollozoscargados de inquina; me sentí avergonzadapor mi comentario, tan banal. Habíarelegado su batalla interna a una merapesadilla infantil. Me senté en la cama, meincliné sobre él, lo abracé y esperé que laproximidad de mi presencia aquietara sucongoja.

Al cabo, su respiración se tornó máspausada, vencido por el agotamiento. Fui enbusca de una silla y me senté al lado de lacama, para vigilarlo durante la noche,combatiendo mi propia pesadilla. Lahabitación estaba totalmente a oscuras. Noalcanzaba a ver los límites del espacio, ni el

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fin del dolor, ni siquiera una pausa a tantatristeza.

Contemplé la estrella del alba, con sutitilante luz pálida: iluminaba el cielo grisantes del amanecer. La pesadilla de Maximedebía de haberlo dejado agotado, puesdurmió hasta bien entrada la mañana.Cuando bajó las escaleras, con un pasotitubeante tras otro, me miraba con timidez,como si dudara de si querría verlo.

—Ven, siéntate. —Le serví una bebidahumeante—. Está hecho a partir deescaramujos. Aquí, la rosa mosqueta crecesilvestre. Es delicioso, con un chorrito deleche de cabra.

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Su frágil sonrisa me indicó que apreciabami parloteo.

—Me siento abrumado por micomportamiento de anoche. Pensé quepodría controlar las emociones, pero, alcontarte lo que pasó, todo volvió a aflorar.

—No te atormentes, Max.—¿Grité mucho, entre sueños?—Sí.—¿Y dije algo?—Solo acerté a entender: «Acaba». El

resto lo pronunciaste con la cara hundida enla almohada.

—Supongo que no sabías a qué me refería,¿verdad?

—No.

Maxime se inclinó hacia mí, a la espera de

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Maxime se inclinó hacia mí, a la espera deque yo lo dedujera, transmitiéndome con laintensidad de sus ojos las pistas necesariaspara comprenderlo.

—Me pidió que le ayudara a descansar enpaz, Lisette, el golpe de gracia. Me pidió:«Hazlo».

El resto de la súplica de André explotó conuna repentina claridad: «Acaba con misufrimiento».

—No había tiempo para cuestionar si eralo correcto o no. Los alemanes se nosechaban encima. Aquel era el momento dehacerlo. No podía soportar la idea de dejarloallí, sufriendo. La bandera blanca se alzó. Lossoldados enemigos nos ordenaron quesaliéramos con los brazos en alto. Si me

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hubiera quedado con él, hasta que se hubieramuerto…

—También te habrían matado a ti.

Supongo que subí a mi cuarto para estarsola, porque, de repente, me vi tumbada enla cama en un estado de conmoción.Lentamente, a mi mente acudieron nuevasimágenes, crudas, vívidas, inexpresables.Bregué con la pregunta: «¿Cómo fue capaz?».Me enfadé y me hundí en las olas de dolor deaquel mar cargado de furia. Al cabo,conseguí llegar a la orilla y aferrarme alpensamiento que necesitaba: por máshorrible que fuera, la acción de Maximehabía hecho fácil el final de André. Era un

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acto de amor. En aquella decisión tomada enuna milésima de segundo, el alma deMaxime había iniciado un oscuro viaje.Debía estarle agradecida por ese instante deamor.

Lo encontré sentado en el sofá, inclinadohacia delante, con los codos en las rodillas yla vista fija en el suelo. Al detectar mipresencia, se le aceleró la respiración, perono levantó la vista.

—Debes odiarme. Tienes motivos desobra.

Me senté delante de él y lo rodeé con misbrazos.

—No, Max. ¿Cómo iba a hacerlo? Andréhabría muerto de todos modos. Tú cumplistesu último deseo.

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—¿Crees que ser prisionero fue micastigo?

—No hay castigos para los actos demisericordia, Max. Fue un momento degracia entre amigos. Tú sacrificaste tu pazpor él. Gracias.

Maxime no rompió a llorardesconsoladamente. No emitió sonidoalguno, solo una lágrima resbaló despaciopor su mejilla. Al cabo de unos minutos,levantó la cara.

—Desearía haber sido yo. No deberíahaber sido él.

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Capítulo veintidós

El paseo

1945

M ás tarde, aquella mañana, mientrasdesmenuzábamos una barra de pan y nos lacomíamos a pequeños bocados, empezamos ahablar de otras cosas, con vacilación. Soloentonces Maxime reparó en las paredesvacías.

—¿No encontraste los cuadros?—No, solo los marcos, en el sótano.Su ceño fruncido me indicó que estaba

pensando.

—Si no le hubiera dicho a André que los

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—Si no le hubiera dicho a André que losescondiera, ahora los tendrías.

—No te atormentes de ese modo. Me loshabrían robado. De hecho, eso es lo que pasóen realidad.

Acto seguido, le conté mi encuentro conHerr Leutnant.

—Solo había una lona, que es la que debióusar André para cubrirlos. Nosotros tenemosnuestra propia pila de leña en el patio. Usétodos los troncos que él había apilado, ytampoco había nada debajo.

—¿Qué me dices del suelo debajo de lapila?

—Podemos echar un vistazo, pero,entonces, ¿por qué había esa lona en la pilade leña de la comunidad?

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Sin una respuesta a mi pregunta, salimosal patio.

—Este es mi amigo Maxime, de París, tuciudad —le dije a Genoveva.

Me volví hacia Max y le expliqué:—Maurice, el conductor del autobús, y

Louise, su esposa, me la regalaron. Cuandoestoy triste, restriega la cabeza contra mipierna para reconfortarme. Y esta esKooritzah Deux. Es rusa, y le gusta que lalleven en brazos a todas partes.

—Claro, las gallinas rusas son así —bromeó él con una sonrisa irónica—. Veo quete has adaptado a la vida campestre.

Levanté una ceja por su comentario, y élse echó a reír. Bajé al sótano y agarré la

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pala, luego regresé al patio y me puse acavar.

—Ya lo hago yo —se ofreció él—. Estoyacostumbrado a cavar. No quiero que teensucies.

—¿Te preocupa que me ensucie? Ahorasoy una pueblerina.

Con suavidad, Maxime me quitó la pala delas manos.

—Para mí siempre serás una parisienne.Cavó hondo, pero no encontró nada.Me dejé caer pesadamente sobre el banco

y me lamenté:—Habría sido tan sencillo si hubieran

estado aquí enterrados… Haberlosencontrado contigo, ponerlos de nuevo ensus marcos y colgarlos.

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—Hace mucho tiempo que la vida no essencilla ni para ti ni para mí.

Sugerí que descansara; luego saldríamos adar un corto paseo por el pueblo. No habíanada más que hacer, salvo volver a hablar deaquellas cosas horribles. Primero dimos unpaseo por la parte alta del pueblo. Nosdetuvimos para sentarnos en un banco a lasombra, y luego subimos hasta el Castrum, laelevada meseta en el extremo norte delpueblo, donde en tiempos antiguos habíaestado el campamento y la atalaya de lossoldados romanos. No se lo comenté a Max.Podíamos ver los montes de Vaucluse alnorte y, más allá, la cresta caliza del Mont

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Ventoux. Le conté que por aquella direcciónllegaba el mistral.

Descendimos y atravesamos el arco góticohasta la plaza del ayuntamiento, y ocupamosuna mesa exterior del café. Le conté quehabía sido la primera mujer que habíaentrado en el café a la hora del apéritif, y queal final otras mujeres habían hecho lomismo.

—¿Lo ves? Una parisienne de los pies a lacabeza.

Mientras le describía a la gente queconocía, recordé con sorpresa una anécdotaque me reanimó. Le conté mi idea de la cajade donaciones y cómo había ido de casa encasa con una carretilla, pidiendo donativospara los refugiados y los granjeros. Le

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confesé que aquello me había servido parasentir que formaba parte de la comunidad,del pueblo de los ancestros de André.

Supongo que no era tan extraño quepasear con Maxime me recordara mis paseoscon André por París. Me producía una cálidasensación; no los comparaba, simplementedisfrutaba del paseo. Al igual que en laciudad, donde a menudo nos deteníamospara comprar un brioche, Maxime y yofuimos a la boulangerie en la parte baja delpueblo. Hice las presentaciones pertinentes.Odette le sonrió de un modo tan genuino quesupe que lo aceptaba como mi buen amigo.Él compró un pain au chocolat para mí, y locompartimos mientras contemplábamos elvalle, sentados en la plaza Pasquier.

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—¿Recuerdas en París, cuando trabajabaen la pâtisserie, y tú entrabas a comprar unbrioche que luego me regalabas?

—Eso enfurecía a tu compañera en elmostrador. —Maxime rio con calidez ante talrecuerdo.

Era reconfortante oírle reír. Quizá meequivocaba, pero aún me parecía detectarcierta nostalgia en sus ojos. La guerra nohabía tenido el poder de marchitar aquellamirada azul tan bella. «Azul como elMediterráneo en un día de verano», pensé.Podría nadar y perderme en esos ojos.

Me sentí avergonzada por mirarlosfijamente más rato de lo normal, por lo quedije:

—Esta es la versión rosellonesa de

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—Esta es la versión rosellonesa denuestros paseos por París. ¡Ah! ¿Cómo esposible que se me olvidara contártelo? Hayun cuadro que se llama El paseo,de MarcChagall.

—Lo he visto. En una exposición deChagall en París.

—¡Yo también lo he visto! ¡Aquí! Bueno,cerca de aquí. En el cuadro, Marc está de piedelante de su pueblo, Vitebsk, y Bella flotaen un plano horizontal, apoyada en el brazode Marc.

—Como si ella hubiera dado un salto yvolara.

—Fue justo después de la Revolución enRusia. Los dos estaban entusiasmados con su

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nueva libertad. Bella estaba tan eufórica queno podía tener los pies en el suelo.

—¿Cómo sabes todo eso?—Me lo contó ella.—¡No es posible! Vivían en París.—Sí, pero se refugiaron en un pueblo

cerca de aquí, y yo iba a visitarlos. Lesllevaba huevos y queso. El conductor delautobús, Maurice, le llevaba el material queMarc necesitaba para pintar; lo compraba enAviñón. Un día me los presentó.

—¿Te lo estás inventando? Siempre hastenido mucha imaginación. Todos tus cuentosestrafalarios sobre lo que las monjas en elorfanato se contaban entre susurros por lasnoches. Y ahora, una cabra compasiva y unagallina rusa que parece un peluche, más tu

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amistad con Bella Chagall. Lo más seguro esque hayas visto el cuadro en París y lo hayassoñado.

—¡Te digo la verdad! ¡Puedo probarlo!—¿Ah, sí? ¿Cómo?Sabía que no me tomaba en serio.—Marc me regaló un cuadro.Maxime resopló divertido.—¿De veras?—Lo escondí, pero todavía está allí; te lo

enseñaré.—Y, si no lo encuentras, ¿esperarás que te

crea?—Sí, Max, te pido que me creas; te lo pido

por nuestra amistad. Era más seguroesconderlo que traerlo aquí. Ya habíanentrado a robar en mi casa. Pero supongo

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que ahora ya puedo tenerlo aquí, sin temor aque me lo roben. Iremos a buscarlo mañana,cuando hayas descansado un poco más.

Lo forcé a aceptar mi brazo y echamos aandar cuesta arriba despacio, por un caminodiferente de vuelta a casa. Quería enseñarleque Rosellón no era un pueblo con una solacalle. Subimos por una angosta vía en la quela hiedra que se expandía por las fachadas delas casas coloreaba el callejón con tonos rojo,naranja y bronce. Pero sus armoniosos ycálidos colores no ocultaban eldescascarillado estuco de ocre, elaborado conla arcilla de la localidad, que cubría la feapiedra gris que asomaba por algunos puntos.

Al llegar a la plaza Abbé Avon, Maxime sedetuvo de repente. Pensé que se había

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quedado sin aliento, así que busqué un sitiopara que pudiera sentarse.

—¡Mira! —exclamó—. ¡Una pila de leña!—Sí, esa es la de la comunidad, de la que

te he hablado. Pero no estaban allí. —Continué en voz baja—: Está tan a la vista detodos. ¿Por qué iba a esconderlos allí?

—Quizá porque es el lugar menospensado.

Consideré la idea.—La pila se consume cada invierno, y en

verano un guardabosques corta troncos yvuelve a formar la pila de leña. La gentepone monedas en una lata de metal parapagar la leña. André escondió los cuadros afinales de verano, cuando recibimos tu carta.

Maxime fijó la vista en la parte superior

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Maxime fijó la vista en la parte superiorde la pila de leña.

—No parece que sea impermeable a lasinclemencias del tiempo.

Intentando no llamar la atención de lagente que pasaba, nos acercamos a la pila ynos fijamos en los extremos de dos largastablas de madera que servían de plataforma,una encima de la otra. La leña para elsiguiente invierno se amontonaba sobre lastablas; la pila medía más de dos metros dealtura. No me había fijado en esas dos tablas,cuando estuve allí con Herr Leutnant aquellanoche. Maxime y yo nos miramos perplejos.A pesar de mis renovadas esperanzas, fruncíel ceño. Él se encogió de hombros. Seguimosandando.

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—¿Decías que André separó los lienzos delos marcos? —me preguntó en voz baja.

—Sí.—¿Y que había desmontado los marcos?—Eso creo. En el sótano hay unas maderas

que parecen ser los bastidores desmontados.Maxime arrancó a correr cuesta arriba con

ánimo. En el sótano, confirmó que lasmaderas debajo de los sacos de arpilleracorrespondían a los bastidores de loscuadros.

—¿Cómo podemos sacar toda la leña sinllamar la atención, sin despertar lacuriosidad de la gente? —pregunté—. Noshemos cruzado con muchas mujeres, que aestas alturas saben que me paseo con undesconocido, y el resto de las amas de casa

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del pueblo ya habrán oído el chismorreo enla boulangerie esta mañana. Nos estaránobservando.

—¿Tienes una linterna con pilas?—No, pero hay una farola de aceite

colgada bajo el alero del tejado.—Perfecto. Esta noche tenemos trabajo.—Apartar toda esa leña. Quitar los

cuadros prensados entre las dos tablas demadera, apilar los troncos otra vez tal comoestaban, ¿y, además, barrer la calle para quela gente no se dé cuenta? ¿En una solanoche? Imposible.

—Tienes razón —admitió él—. Será mejorque dejemos esa labor para finales deinvierno, cuando la pila se haya vaciado.

Detestaba pensar en la espera que eso

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Detestaba pensar en la espera que esosuponía.

—¿Por qué crees que no los escondió ennuestra casa?

—Quizá para separarlos de ti, por tuseguridad.

Después de una cena temprana y desaborear el vino de madame Bonnelly,Maxime se quedó callado mientras nospreparábamos para subir a las habitaciones.En la escalera, le dije:

—Prométeme que esta noche no tendrásninguna pesadilla.

Con una sonrisa irónica, que revelaba loabsurdo de tal petición, contestó:

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—Lo prometo.Tomé su respuesta a lo que yo había

soltado como una pequeña broma, sintrascendencia, como una afirmación de queél no pensaba dejarse controlar por elpasado.

—Antes de la guerra, vi un cuadro dePicasso llamado La mujer que llora —comentó—. En él se hace patente el dolor y elsufrimiento de una mujer de Guernica, elpueblo vasco bombardeado por la Luftwaffe.

—Sé lo que pasó allí. No tienes quedescribírmelo.

—Todos los rasgos de la mujer estánfragmentados, deformados por el dolor, enunos colores espeluznantes. Las lágrimasemergen de sus ojos como balas blancas. Me

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hizo pensar en ti, en el momento en que teanunciaron la muerte de André. Tengopesadillas con ese cuadro.

—Olvídalo. No pienses más.Maurice me retuvo con la mirada.—Tú no fuiste la que acabó con su vida.Con una visible tensión, le acaricié la

mejilla.—Tú tampoco.Él respondió acariciándome la mejilla con

la misma dulzura. Nos separamos y cada unose fue a su habitación.

Abracé la almohada, deseosa de cumplirmi última promesa: «Hacer algo bueno porMaxime».

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Capítulo veintitrés

Los regalos de Chagall

1945

—C on cada nuevo paso, estoy más cerca demi cuadro —dije, para animar a Maxime enel largo paseo hasta el poblado de bories aldía siguiente.

Me abotoné la chaqueta y aspiré el olor ahumo que llegaba de los viñedos después dela vendimia.

De repente, poco después de ponernos encamino, oímos un disparo. Maxime se pusotenso. Se volvió con un gesto veloz paramirar hacia atrás, alarmado.

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—Son cazadores. Hay jabalís por estasmontañas. Los cazadores van con perros decaza.

—¡Qué primitivos son los hombres!Al cabo de un rato, con el viento soplando

en nuestra dirección, oímos las llamadas delas trompas de caza.

—Me gusta el sonido que emiten —lecomenté a Maxime—. Tan fuerte yapremiante. Me gustan muchas cosas de laProvenza, pero hay una cosa que detesto contoda el alma.

—¿El invierno?—El hecho de estar tan aislada. Solo

puedo ir a Gordes, a Aviñón y a Apt en elautobús de Maurice. Eso descarta Aix, Arles

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y Marsella, donde seguramente hay galeríasde arte.

El largo silbido de un estornino hizo quenos detuviéramos a escuchar.

—No podrías oír este bello sonido enMontparnasse.

—Cierto, pero oiría hablar de arte. ¡Oh!¡Cómo echo de menos el mundo del arte!

—En este preciso momento, estamospaseando por un cuadro, Lisette. Fíjate entodo lo que te rodea. De regreso en el trendesde Alemania, y después de ver zonas en elnorte completamente devastadas, pensé quela belleza de la Francia rural habría quedadorelegada a los libros infantiles, pero no escierto. Este lugar está inmaculado.

—Pues lo ves en su peor momento.

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Los árboles estaban perdiendo las hojas,los campos de cultivo no tenían ni un matizverde, y los campos de lavanda, cortada afinales de verano, solo eran montículos dearbustos secos. Me habría gustado que elpaisaje estuviera espectacular para Maxime.

—Ojalá pudieras verlo en junio. Lalavanda impregna el aire con su perfume, ylas viñas están cubiertas de brotes verdes.¿Volverás en junio?

—Quizá.No era una promesa, pero, por lo menos,

no lo había descartado.Al acercarnos al «mas» de los Bonnelly —

así llamaban a las grandes fincas en esa zona—, le expliqué que había participado en la

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vendimia mientras monsieur Bonnelly estabaprisionero.

—Colaboré dos años. Es un trabajo muyduro, pero lo volvería a hacer. Me sentíacomo parte de la comunidad. La gente hasido muy buena conmigo, aquí. MadameBonnelly me ayudó a recuperar la esperanzacuando no supe nada más de ti.

—Entonces, se lo agradezco. ¿La genteaquí es tan buena contigo que descartasregresar a París?

—No, solo hasta que encuentre loscuadros.

Nos detuvimos para descansar en la cocinaexterior de madame Bonnelly, bajo un toldo.Ella estrechó la mano a Maxime con suvigorosa derecha y le ofreció un vaso de

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vino. Estuvo un buen rato parloteando; alfinal terminó su típico discurso provenzalsobre el tiempo con un: «¿No le gustaríaquedarse a comer?».

—Merci, non —contesté yo—. Vamos depaseo. Ya he preparado una comidacampestre.

La mujer iba a ofrecernos dos manzanas,pero, cuando Maxime sonrió a modo deagradecimiento y ella vio que le faltaban dosdientes, cambió de idea y, en su lugar, nosdio dos peras maduras y un racimo de uvas.

Echamos a andar carretera abajo. Despuésde media hora, me adelanté corriendo hastael poste de madera con la hoz clavada.

—¡Mira! Sorprendente, ¿verdad? Llevaaquí clavada desde que llegué a Rosellón, a

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la espera de que un granjero recuerde dóndela dejó. Nadie se molesta en quitarla.¿Sabes?, Rosellón juega con sus habitantes.Cuando me siento aburrida, aislada y sinnada, me da justo lo que necesito.

Maxime frunció el ceño, como si no meentendiera.

—Esta hoz, por ejemplo. La necesitamos.¿Puedes arrancarla?

—¿Quieres destruir esta curiosidad a lavera del camino?

—Tranquilo, volveremos a clavarlacuando hayamos terminado.

—¿En el mismo poste de madera?Maxime la arrancó y organizó un círculo

de piedras alrededor de la base para quesupiéramos qué poste era.

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A medida que nos acercábamos al pobladode chozos, le expliqué su origen y loingeniosa que había sido su construcción.

—Está en aquel, el que queda ocultodetrás de la cortina de ortigas.

—Desde luego, no elegiste uno con unrótulo de bienvenida.

—¿Acaso no se trataba de eso?Maxime empezó a segar las ortigas con la

hoz, y yo las aparté con cuidado de lacabaña.

—¿Es seguro entrar ahí dentro? ¿El techono se derrumbará sobre nosotros?

—Estas cabañas llevan aquí muchos siglos.—Me recuerdan a los búnkeres para la

artillería.

—No pienses en eso. —Entré y me volví

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—No pienses en eso. —Entré y me volvípara mirarle de frente—. Abróchate. Aquídentro hace frío.

Él agachó la cabeza y entró.—A ver, ¿dónde está tu cuadro? No lo veo

enmarcado y colgado de la pared.—No está enmarcado. Está detrás de esa

doble pared.Empecé a retirar las losas. Maxime me

ayudó. Metí la cabeza por el agujero quehabíamos hecho y miré hacia abajo.

—¡Está aquí! ¡Veo la punta!—Cuidado, no intentes sacarlo aún.Entusiasmada, retiré otra losa, pero se me

resbaló de las manos. Me pillé el dedo entrela pesada piedra y la que había debajo.Maxime quitó el resto de las losas, sacó el

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cuadro y salió fuera, para contemplarlo a laluz natural.

—Pues sí, es un Chagall. Una cabra concarita tierna. Le gustan tanto las cabras comolas vacas. El pueblo que se ve a través de laventana, cubierto de nieve, debe de ser supueblo natal.

—Vitebsk —apunté.—Esta mujer eres tú, tal como él te veía.—¿De veras? Pensaba que era Bella. ¿Por

qué crees que soy yo?—Porque ladeas la cabeza hacia la

derecha, tal como hace esta mujer, tal comoestás haciendo ahora. Y tu boca se prolongamás hacia la izquierda que hacia la derecha,como la de ella. Sí, eres tú.

Me sentí tan conmovida que tuve que

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Me sentí tan conmovida que tuve queabanicarme con la mano.

—Y la cabra y la gallina. Él sabía que lastenía. Fue él quien le puso Kooritzah a migallina. —Reí satisfecha—. Me gustapronunciar su nombre.

—Siento decírtelo, pero no es una gallina,es un gallo.

Observé el dibujo con atención.—Vaya, sí, tienes razón. No importa.

Quizá solo puso esas cosas rojas ahí parallenar el espacio. Así es como trabaja; me lodijo. Para mí es una gallina. Marc no sabíanada de mi caseta con la ventana, pero ahíestamos las tres, mirando a través de laventana de la caseta del lavabo. Mi familia.

—Una interpretación muy libre. Solo es

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—Una interpretación muy libre. Solo esuna casa que llena el espacio, como esehombrecito con un ramo de flores, de pie enel travesaño de la ventana.

—Está bailando. —Sonreí, encantada—.Creo que es Marc, que me ofrece un ramo.

—Flores y nieve. Muy propio de él incluircosas incongruentes en un mismo cuadro.

—Para él sí que tienen relación —protesté—. Aunque nosotros no comprendamos laconexión. Son imágenes que pertenecen almundo de sus sueños, así que pueden sersimultáneas. Pero ¿por qué ha dibujado mimano tan grande?

—Quizá porque fuiste generosa con ellos.Está expresando su gratitud con su pincel.

Contemplé el tamaño de mi propia mano

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Contemplé el tamaño de mi propia manocon curiosidad, comparándolo. Me fijé enque tenía una ampolla de sangre.

—No cojas tú el cuadro. Podríasmancharlo. Ya lo llevaré yo hasta el pueblo.

Puso la palma de la mano debajo de lamía.

—Tu sangre es bonita, como un rubí queaflorara de tu piel. —Contempló la ampollahipnotizado, luego movió la cabeza—. No. Lasangre nunca es bonita.

—Imagina cómo debían de vivir en estepoblado —solté rápidamente para cambiarde tema.

Extendí un mantel en el suelo ydesenvolví la comida campestre: pan y queso

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de cabra, huevos hervidos y las peras demadame Bonnelly.

—Si podían comunicarse a través de unalengua, ¿de qué crees que debían de hablar?—inquirí.

—¿De las estaciones?—Y de las estrellas y la luna, también,

supongo.—Del sonido del viento —agregó él—.

Quizás esa cuestión les inspirara un sonidoque acabó por convertirse en una palabra.¿Cómo, si no, sabría madame cuándomonsieur Troglodita iba a volver a casa paracenar?

—No solo palabras sueltas —apunté—.Ella necesitaba un lenguaje contundente paraexpresar que estaba asqueada y cansada de

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comer roedores. Roedor à la forestière, roedorà la vinaigrette, roedor à la bordelaise, roedorbourguignon.

—Mignon de roedor à la Maxim’s.—«¡Sé un hombre! ¡Caza un jabalí!», le

exigiría madame Troglodita. «Me muero deganas de preparar un sanglier chasseur auxherbes de Provence, al estilo cazador, conchampiñones, escalonias y vino blanco.»

—Coronado con una rodaja de trufa. Y,para terminar, un licor digestivo.

—O un licor de granada.Los dos nos echamos a reír. Qué sensación

tan gratificante.—Seguro que no eran tan primitivos como

para no saber satisfacer los anhelos más alláde la comida —me aventuré a añadir.

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—¿De verdad lo crees?—Sí. Los anhelos forman parte del ser

humano. Las ganas de satisfacer ciertosanhelos es lo que los llevó a expresarse conpalabras. Lo mismo que nos pasa a nosotros.

—Ahora reflexionas más, mucho más quecuando te conocí en París.

—Quizá sea por vivir sola y tener mispropios anhelos.

En el camino de regreso a casa, Maxcargaba con el cuadro y la hoz; yo, con losrestos de la comida campestre. Era fácilcaminar por los campos llanos, pero sabíaque a él no le hacía gracia el tramo de lacuesta empinada.

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Justo después de que Maxime clavara lahoz en el poste de madera, una furgoneta sedetuvo a nuestro lado. Bernard Blanc bajó laventanilla al otro lado de la carretera.

—¿Queréis que os lleve?—No, gracias. Vamos de paseo.El alguacil miró a Maxime con cara de

pocos amigos.—Hace demasiado frío para pasear.

Vamos, subid.—Le repito que no, gracias. Hace una

tarde preciosa. Preferimos caminar. Quieroenseñarle a mi amigo el paisaje.

El alguacil arrancó y se alejó, arrojandogravilla y levantando una nube de polvodelante de nuestras caras.

—¿Quién es ese tipejo tan impulsivo? —

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—¿Quién es ese tipejo tan impulsivo? —preguntó Maxime.

—Nadie importante.

En casa, Maxime gritó:—Oh là là! ¡Mira esto!En el reverso del cuadro, Marc había

escrito: «Espero que sea una bendición parati, Marc Chagall».

—¡Tienes un verdadero tesoro!—¿Por qué? ¿Será un pintor famoso?—Ya es famoso. Lo ha sido durante dos

décadas.—Con tenerlo aquí, conmigo, me basta, y

con saber que lo pintó para mí. Y es una

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escena que sugiere felicidad. La última vezque estuve con él, estaba pintando caos ycrueldad.

—También hay un lugar para la tristeza enel arte. —Maxime apoyó la pintura en unasilla.

—Tenemos que colgarlo —sugerí.De pie, en el centro de la estancia, con el

frasco donde André guardaba los clavos, medediqué unos momentos a observar cadapared.

—¡Aquí! Justo encima de la alacena deAndré, para que pueda contemplarlomientras ceno.

Después de clavarlo, Maxime dijo:—Ahora háblame de los otros cuadros de

Chagall.

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—En un lienzo, Marc enlaza cosas que enla realidad no tienen relación. Como un gallogigante y la torre Eiffel. Y no respeta lasproporciones reales de los objetos. Eso medesconcertaba al principio, igual que unamujer que pintó boca abajo, apoyándose enla cabeza. Las casas y los animales tambiénestán al revés, a veces. No presta atención ala ley de la gravedad. Pero por esoprecisamente adoro sus obras. Todas esascriaturas volando por el cielo, como si noexistiera esa ley.

—Su visión obedece a leyes superiores;esa es su espiritualidad. La mayoría de lasbuenas obras de arte tienen una dimensiónespiritual.

—¿Es el factor básico para que un cuadro

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—¿Es el factor básico para que un cuadrosea genial?

—Solo el principio. Una gran pintura hade transpirar algo más que espiritualidad,más que el arte religioso. Veamos, tambiénha de ser más que original, como la obra deChagall. Más que atractiva, más que unsimple tema bello, pintado en coloressugestivos, más que una composiciónintrigante, más que una interesanteaplicación de la pintura.

—¿Qué más?—Déjame pensar. —Alzó la vista hacia el

techo, como si esperara encontrar larespuesta escrita allí arriba. Entonces hablódespacio, matizando cada palabra—: Una

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pintura genial nos estimula a sentir ciertaconexión con una verdad.

—Estás hablando de forma críptica.—No, no. Las artes mayores (la pintura, la

escultura y la arquitectura) nos aportan unaenorme riqueza. Nos permiten gozar demomentos, lugares, emociones, que, de otromodo, seríamos incapaces de experimentar.Nos invitan a ponderar un elemento (unafruta, un violín en el cielo, una estatua demármol o una catedral) hasta que suscualidades nos enseñan algo, o nosenriquecen, o nos inspiran. Es difícilexpresarlo con palabras.

Maxime cerró la mano en un puño parailustrar su siguiente pensamiento:

—El arte es capaz de agarrarte y retenerte

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—El arte es capaz de agarrarte y retenerteen un estado de trance, de unión con dichotema, hasta que entiendes de una forma másclara quién eres o cuál es nuestra funcióncomo seres humanos.

—¿Un cuadro puede hacer eso?—Sí, creo que tanto individual como

colectivamente. No es que te veasnecesariamente a ti mismo reflejado en laimagen de un cuadro, o que tengas queadoptar la visión del pintor respecto almundo. Pero, cuando una pieza de arte tefascina, sufres una transformación; tetransformas en una persona distinta, másabierta, con menos limitaciones que las quetenías antes, y eso te proporciona las

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herramientas para vivir una vida mejor ypara evitar que el caos del mundo te engulla.

—Dame un ejemplo.—Tomemos la arquitectura. El guardia

alemán en la prisión debió de haberexperimentado ese estado de trance en sucatedral, en Colonia, del mismo modo que amí me ha pasado innumerables veces enNotre Dame. Ambos amamos esos edificios,su solidez, su espectacular altura,complejidad, armonía, luz, la sorprendentesensación que te embarga cuando estás en suinterior, como si Dios te estuviera arropandoentre sus brazos. Dado que los dos queríamosexperimentar la catedral del otro, nuestrapasión por aquellas cualidades nos permitiótrascender la enemistad. En aquel momento,

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éramos hermanos. El poder del arte esinfinito, y con una fuerza arrolladora.

Maxime sacudió la cabeza al tiempo queresoplaba.

—No me había sentido expuesto al arte deese modo desde que dejé la galería.

Se refería a algo más trascendente que elarte. Tuve la impresión de que, en aquelmomento, los muros de la prisión no podíanconfinarlo. Al ser capaz de establecer unaconexión con el guardia alemán, Maximehabía comprendido que, más allá de esosmuros, el mundo no estaba constituido solode piedra y madera, de cosas materiales, sinotambién del significado de tales cosas, de suespíritu. Aquella charla tenía la capacidad de

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curar. A duras penas logré contener mialegría.

—A menudo veía a Pascal plantado anteuno de sus cuadros durante una hora.Aquellos colores conseguían transmitirle elpropósito de su vida: extraer el ocre de lasminas de Rosellón para llevarlo a lospintores, en París, para que pintaran grandesobras. Ese simple acto le provocaba unenorme orgullo.

—¿Ves cómo el arte transforma elespíritu?

Me pregunté de nuevo qué cuadro dePascal había sido el favorito de André.

—¿Te has sentido alguna vez fascinadopor un cuadro que te haya contado…?

—¿La verdad sobre mí mismo? —Maxime

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—¿La verdad sobre mí mismo? —Maximeterminó la frase por mí.

—Piensa en uno.Tras reflexionar un momento, dijo:—Ahora que hablamos de Chagall,

recuerdo un cuadro suyo, con dos figuras depie, que ocupaban todo el espacio. La mujerestaba boca abajo, y una de las piernas delhombre se enredaba alrededor de ella paraestabilizarla, mientras que con los brazosabrazaba sus piernas a la altura deldobladillo de la falda. Estaban entrelazados.Sus vidas estaban entrelazadas. —Hizo unapausa—. Necesitaban el apoyo el uno delotro.

Sus ojos inquisitivos querían saber si yohabía captado su insinuación. Ninguno de los

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dos movimos ni un dedo, con la intención deprolongar el momento.

Al final, quizás abrumado por una verdadexpuesta sin ambages, Maxime fue elprimero en hablar.

—Chagall elige un pincel y de su puntafluyen hermosos recuerdos, libertad y amor.

—Cuéntame un hermoso recuerdo. Dejaque fluya con libertad.

Maxime se quedó en silencio. ¿Tanto lecostaba decidirse?

—¿Estás buscando uno, o no sabes cuálelegir?

—No sé cuál elegir. ¡Ah, sí, ya está!Nosotros tres en la Closerie Lilas enprimavera. Una florista se nos acercó a la

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mesa; vendía violetas. André compró unbuqué y te lo sujetó en la solapa del vestido.

Se le quebró la voz; tuve la sensación deque mi garganta se llenaba de pétalos.

—Estabas radiante. Él te adoraba, Lisette.No lo olvides nunca.

—¿Tanto como Marc adora a Bella?—Como mínimo, igual.

—¿Sabes?, casi recuperé la ilusión…,hablando de Chagall y de los magníficoscuadros que pinta —me comentó más tarde.

—Entonces a ti también te ha hecho unregalo. Y, por eso, mi regalo es doble.

Maxime se encogió de hombros. Parecía

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Maxime se encogió de hombros. Parecíaun gesto involuntario movido por lanecesidad de aunar coraje para expresar unpensamiento.

—Estaba pensando que quizá pronto estépreparado para hablar con monsieurLaforgue. Me gustaría ayudarle a reflotar sugalería y su negocio.

Apoyé la mano sobre la suya.—Perfecto, Maxime. Hazlo.Una ocurrencia tardía: si el viento soplaba

a mi favor, quizás aún habría un sitio paramí en París.

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Capítulo veinticuatro

La ristra de salchichas

1945

N o lo podía aplazar más. Ahora, antes dela primera nevada, era el momento. Me puseel par de zapatos de André que me habíaquedado, me remangué la falda por encimade las rodillas y la até con un cordón; mecubrí la nariz y la boca con el pañuelo másgrande que encontré de André y salí al patio.

Me había estado preparando para lallegada del invierno, recogiendo hierba paraGenoveva los días secos y guardando laspeladuras de las verduras para Kooritzah en

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una pila que la nieve pronto cubriría. Ahora,quedaba por hacer lo más desagradable:empecé a cavar una zanja poco profunda enla caseta del lavabo y con la pala arrastré laporquería hacia el barranco, tan lejos comoel mango de la pala me permitía. Sentíarcadas y escupí, me lloraban los ojos, peroseguí con la labor. Tras cada segunda palallena, metía la nariz en la madreselva queAndré había plantado junto a la caseta, enbusca del olor de las flores del veranoanterior. Siempre que miraba aquella planta,tenía la impresión de que André todavíaestaba conmigo.

Quería que todo fuera agradable paraMaxime, la próxima vez que volviera averme. Tal como Bella había dicho tras su

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primera visita al pequeño estudio que Marchabía alquilado, mi vida cambió después dela primera visita de Maxime. Me sentía conunas enormes ganas de recuperar loscuadros, no solo por mí, o por el recuerdo deAndré, sino por Maxime, para que loscuadros le ayudaran a escapar de suspesadillas. Dos de mis promesas —recuperarlos cuadros y hacer algo bueno por Maxime— se habían fundido en una sola.

Cuando la pila de leña se vaciara casi porcompleto, le escribiría, él vendría y juntosrecogeríamos los últimos troncos,depositaríamos unas monedas en la lata ylevantaríamos la plataforma superior. Allíestarían, una oculta galería que habíaescapado de las garras alemanas. ¡Oh! Qué

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placer pensar en mis cuadros mientrascavaba y me entraban arcadas e intentabacontener la respiración.

Justo en ese instante, Genoveva soltó unbalido de alerta.

—¿Qué te pasa, lapushka? —Procurandono perder la concentración para no derramarel contenido de la pala hasta llegar al bordedel barranco y echar la porquería, agregué—: ¿No soportas el tufo?

Ella volvió a balar y levanté la cabeza.Bernard estaba de pie; había cruzado la verjay mantenía las manos ocultas, detrás de laespalda.

—Bon Dieu! —espeté con exasperación.—¡Vaya! Pero ¿qué tenemos aquí? Una

parisienne disfrazada de campesina. Con tufo

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e inmundicia incluidos. Qué visión másadorable, si me lo permite, mostrando susbellas rodillas. Aunque los zapatos son untanto raros para unos pies tan delicados. Veoque usa un bonito pañuelo blanco. ¿Dóndeestán las medias de seda?

Me arranqué el pañuelo, ensuciándolo enel proceso.

—No le he invitado. No tiene derecho a…—Ah, ah, ah —me interrumpió en stacatto,

como los golpes de un tambor—. No corratanto. Como alguacil, tengo derecho a entraren la propiedad de cualquiera, por el bien dela comunidad. Y, en este preciso instante,estoy confirmando que mi buena amigaLisette se encuentre bien.

—Madame Roux.

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Reanudé la tarea con la pala y le di laespalda.

—Qué pena que una mujer tan bonita sevea obligada a hacer los trabajos más suciosdel mundo.

Apreté los dientes con rabia ante talcomentario.

—Le he traído un regalo.Alargó el brazo hacia delante y zarandeó

una ristra de salchichas, como si fuerancampanillas.

—¿Cuánto tiempo hace que no comeandouille prussienne? ¿Ha olvidado el sabor?

El alguacil estaba en lo cierto. No podíarecordar la última vez que había comido unbocado de carne de caballo. Todas miscomidas consistían en queso de cabra, huevos

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y verduras. Pero ahora, con el invierno a lavuelta de la esquina, me quedaría sinlechuga, apio ni tomates; solo las verdurasque había almacenado en el sótano.

Me tentaba la visión de aquella ristra desalchichas bailando ante mis ojos, sin dividir,como lo habría estado si él las hubieracomprado con la cartilla de racionamiento.Seguro que las había conseguido en elmercado negro.

—¿Por qué no se pasa por mi casa mástarde? Podría comer una deliciosa salchichajugosa y grande cada noche.

Su carcajada dejó claro el doble sentido.—No me seducirá con groserías, ni

tampoco con sus regalos, ni con su autoridad,ni con sus botas relucientes. No quiero

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ningún regalo más de su parte, si espera algoa cambio.

—Supongo que su pensión de viudedad nole llega para comprar comida, al precio quese ha puesto. ¿Por qué no puede aceptar unregalo como un acto de generosidad por miparte?

—Porque no hay generosidad en su voz.—Un hombre no puede evitar que su voz

le delate.—¡Sí que puede!El alguacil avanzó unos pasos hacia mí, al

tiempo que continuaba zarandeando lassalchichas. Yo seguí cavando.

—No me lo ha dicho. ¿Le gustaron lasmedias? No se las he visto puestas. Soñaba

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con ver esas oscuras costuras en sus bonitaspantorrillas.

—El problema lo tiene usted, no yo, porsoñar con tonterías. —Clavé la pala en elsuelo con el pie y arrojé su contenido por elbarranco—. Jamás las verá. Las quemé.

—¡Qué desagradecida! Después de todo loque he hecho por usted. Es más testarudaque su cabra. Insiste en mostrarse taciturna,y yo sé por qué. Todavía está afligida por lapérdida de unos cuadros, y se desahoga contodo el mundo.

—Todavía estoy afligida por la pérdida demi esposo.

—Me sorprende, Lisette.—Madame Roux.

—No parecía muy afligida cuando la pillé

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—No parecía muy afligida cuando la pillépaseando por el campo con un desconocido aplena luz del día. Más bien se diría quetenía… ganas de jugar.

—No es un desconocido. Para que lo sepa,era el mejor amigo de mi marido. Lucharonjuntos en la guerra. No se quedaron en casacon los brazos cruzados, sin hacer nada.

—De no ser por sus ojos hundidos y porlos dientes que le faltan, sería lo bastanteatractivo como para… querer jugar con él, sihubiera un poco de carne sobre esa carcasade huesos.

Ahora sí que se había pasado. Hundí lapala con saña en la zanja, la alcé y le echéencima la porquería que contenía. Élretrocedió unos pasos, pero no fue lo

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bastante veloz. Se quedó petrificado por unmomento, mirando sus relucientes botas ysus pantalones salpicados de inmundicia, conla mandíbula desencajada.

—¡Se arrepentirá!—¡Largo de aquí!Se vengó a su manera. A pesar de la rabia,

por un instante, contemplamos juntos cómola ristra de salchichas atravesaba el cielo ycaía por el barranco. Luego dio media vueltay se marchó.

Me solacé imaginando su humillaciónmientras atravesaba el pueblo a pie, endirección a su casa, con sus preciosas botasllenas de mierda.

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Al cabo de una semana, encontré unasorpresa en la maceta de lavanda: una barrade jabón de lavanda con el nombre«L’Occitane» estampado, tal como había vistoen el mercado de Apt. Estaba envuelta en untrozo de papel en el que había unas palabrasescritas a mano: «Le vendrá bien para laclase de trabajo que hace».

Me llevé el jabón a la nariz, exasperada.Olía de maravilla. Por lo visto, a pesar detoda su bravuconería, el alguacil era capazde perdonar.

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Capítulo veinticinco

La pila de leña y la lista

1946

En marzo, corté mi vieja falda decampesina en dos mitades iguales paraconfeccionar una cortina y la colgué a amboslados de la ventana en la habitación dePascal, para la llegada de Maxime al díasiguiente. Ya había lavado las sábanas en lafuente de la plaza del ayuntamiento. Laenorme pila de piedra en forma de conchatenía una curva interior dentada que servíacomo tabla de lavar. Después, había lavadolas mejores camisas de André para dárselas a

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Maxime. Eran más o menos de la misma talla—mediana—, aunque Maxime era un poquitomás bajo.

De camino a casa con la colada mojada, nopude evitar echar un vistazo furtivo hacia lapila de leña. Dado que había visto la lona deAndré aquella noche con los alemanes,estaba segura de que los cuadros estaríandebajo de la primera tabla de madera.Pronto los tendría en casa. Maxime losenmarcaría y los colgaría en los sitios que lescorrespondía. ¡Menuda celebración! ¡Los dosrodeados por los cuadros!

La mañana de su llegada, saqué unramillete de lavanda seca que habíaguardado desde el verano. ¿Dónde colgarlo?¿Sobre la base de las escaleras? No, en algún

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lugar en la habitación de Pascal. De esemodo, Maxime sabría que lo había puestoallí expresamente para él. Apenas desprendíafragancia, por lo que decidí que sería mejorcolgarlo en el cabecero, para que Maximepudiera apreciar el aroma. El ramilleteimprimía un toque especial a la habitación.Todo estaba listo.

Se me ocurrió también vaciar el cajónsuperior de la consola de Pascal, para queMaxime pudiera usarlo. Ordené su contenidopara separar las cosas útiles y llevarlas a lasección de donativos en la sala de fiestas.Debajo de una maraña de pañuelos, encontrédos trozos de papel amarillento. Reconocí laletra de Pascal. Me senté para leerlos.

—Los dos están obsesionados —comentó

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—Los dos están obsesionados —comentómadame Fiquet, la compañera de Cézanne.

—Sí, los dos están locos —convino madamePissarro—. Eso dicen los críticos.

—¿Y vosotras estáis de acuerdo? —lespregunté.

—Cierta vez, un crítico escribió: «Vistos decerca, sus paisajes son incomprensibles yhorrorosos. Vistos de lejos, son horrorosos eincomprensibles».

—¡Menudo despropósito! —resoplé—. Camilleno merece tal injusticia, pero no he estudiado artey no sé si fiarme de mis sentimientos.

¿Cómo podía Pascal recordar ese diálogoy sus reacciones? A lo mejor lo había escritohacía mucho tiempo, quizá justo después dela conversación. Su letra era mucho másfirme que en sus notas más recientes.

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—¿Pintarán lo mismo, hoy?—Seguro que sí —suspiró madame Pissarro.—Pero el resultado será diferente —alegó

madame Fiquet, con un gesto de desidia.—Pinceladas de Camille —asintió madame

Pissarro.—Manchas de Paul —añadió madame Fiquet.—Toques de Camille.—Retoques de Paul.—Camille es la luz.—Paul, la oscuridad.—Camille mezcla colores en su paleta.—Paul no los mezcla. Los compra.—Camille es quisquilloso, si quieres que te diga

la verdad.—Paul es simple, si quieres que te diga la

verdad.

Un pasaje sorprendente. Como un dueto.

—Por lo menos, son buenos amigos.

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—Muy buenos amigos —afirmó madamePissarro.

—Paul dice que ha aprendido mucho de Camille—declaró madame Fiquet—. Lo tiene idealizado, lellama «el gran Pissarro, mi maestro». Todos estánpendientes de Camille. Él mantiene el grupounido.

—Quizá tengas razón, pero Camille es tanobsesivo que me saca de quicio. «Otro cuadro, solouno más.» Tenemos cientos sin vender; sinembargo, él siempre está buscando nuevosmotivos que pintar. «Esto les encantará», dice, ysu cara se ilumina con tal esperanza que por amorhe de guardar silencio y dejar que siga pintando.

—Paul se queda embelesado, contemplandoalgún motivo del paisaje, hasta el punto de quecreo que ha entrado en trance; luego se pone apintar como un poseso. Por lo general, cuandotermina, deja el cuadro allí tirado, entre lashierbas o apoyado en una roca, y entra en casaaturdido, sin su obra. Es exasperante.

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—Camille jamás haría eso. Está desesperadopor vender sus lienzos. Normal, con toda unafamilia que alimentar…

—Paul está, o bien en trance, o bien inquieto,paseando arriba y abajo con porte taciturno. Elmal tiempo le pone nervioso. Solo un buen cuadrologra serenarlo. Se acuesta temprano y sedespierta por la noche para examinar lo que hapintado durante el día. Si le gusta el resultado,me despierta, emocionado, para compartir sualegría conmigo. Entonces, a modo de disculpapor haberme desvelado, me invita a jugar unapartida de damas.

—¿Estás de acuerdo en que son dos grandespintores?

—El tiempo lo dirá —contestó madame Fiquet.—Sé honesta, Hortense. Sabes perfectamente

que, algún día, los dos serán famosos. Nuestrosufrimiento no habrá sido en vano. Cedemos paraque el mundo pueda disfrutar de ellos. Es nuestraparte en la historia.

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—Es cierto, pero, si estuviera casada conCamille, le diría que no perdiera el tiempopintando paisajes. Debería pintar retratos. Por lomenos, hay gente que paga por un retrato.

—Y, si yo estuviera casada con Paul —indicómadame Pissarro—, le diría que no pintarasiempre la misma montaña, una y otra vez. Lagente está aburrida de esa imagen. Debería pintarbodegones. A la gente le gusta la fruta.

—¿Puedes mencionar algo bueno sobre ellos?—Por supuesto. —Madame Fiquet se quedó un

momento pensativa—. Los cuadros de Paul poseenuna grandeza intemporal, que me permitecontemplar la vida.

—Y Camille plasma un destello de color que melevanta el ánimo —señaló madame Pissarro.

—Aceptamos sus obsesiones porque losamamos.

¡Oh! ¡Aquellas entrañables mujeres!Siempre sufriendo. Me pregunté si esa

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conversación sería valiosa. Probablemente,no. ¿A quién le importarían las anotacionesde un anciano, un vendedor de pigmentos sinestudios, sobre una conversación que debióde haber tenido lugar cincuenta años antes?A lo mejor ni siquiera era cierta. De todosmodos, me la guardé como una curiosidadpara enseñársela a Maxime.

Llegó por la tarde, arrebujado en suenorme abrigo con cuello de castor. Sin decirni hola, gritó:

—¡Monsieur Laforgue me ha vuelto aaceptar!

—¡Tienes la dentadura completa!

Él sonrió triunfal, mostrando todos los

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Él sonrió triunfal, mostrando todos losdientes con orgullo.

—Mon Dieu! ¡Qué guapo estás!Se puso rojo como un chiquillo.Sin poder contener la emoción, recitó de

un tirón:—Me ha dicho que puedo volver a

trabajar cuando me sienta con fuerzas,aunque no podrá pagarme tanto como antes.Han saqueado su galería, y quién sabe dóndeestarán sus cuadros en estos momentos, conla caterva de tratantes corruptos. Meenfurece que los nazis llamaran biens sansmaîtres, bienes sin dueño, al arte robado.Monsieur Laforgue me ha dicho que Pétainlas llamaba «obras de arte recopiladas parasalvaguardarlas». ¡Menuda infamia!

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Todavía con la maleta en la mano,continuó:

—No es uno de los galeristas másimportantes de tesoros incalculables en París,pero es honesto y justo. Un especulador conmala reputación me ofreció un puesto mejorpagado, un tipo que se había dedicado acomprar arte confiscado a precios reducidospara luego venderlo rápido para obtener unconsiderable beneficio. Le dije que no.Monsieur Laforgue los llama «piratassaqueadores». Necesitará una década pararestablecer su catálogo.

—Descansa, Max. Toma aire. Siéntate —leordené. «Di hola», añadí para mis adentros.

—Su intención es reabrir el negocio con laventa de su colección privada, que escondió

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en un contenedor de carne de la boucherieque hay debajo de su piso. Es un enormesacrificio personal.

—¿Y qué ha pasado con la aprendiz?—Ha decidido volverme a contratar a mí,

en lugar de a ella.Mis esperanzas florecieron.—Le ayudaré a buscar los cuadros

perdidos.—Y aquí también, Maxime. Mis cuadros

perdidos —le recordé.—Sí, aquí también.Por fin pareció reparar en mi presencia.—Lo haremos esta noche. No me gustaría

tenerte en ascuas un día más.Por fin. Unas palabras más suaves, una

mirada directa, un abrazo; nuestro segundo

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abrazo, más natural que el primero, el quenos dimos cuando había llegado a mi puertasin avisar cuatro meses antes.

—¿Tienes una carretilla para la madera?—Sí, y una farola de aceite.—Demasiado incómoda. He traído una

linterna con pilas.Preparé mi cena diaria para él: tortilla de

queso de cabra, remolacha y zanahorias queguardaba en el sótano, y una lata de sardinasque había estado reservando.

—Me gustaría poder ofrecerte algo mejor,pero es invierno.

—Ni que lo digas. La casa está fría.—Pondré más troncos en el fuego cuando

volvamos. De momento, no te quites elabrigo.

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Justo cuando empezó a anochecer, fuimosa la pila de leña y cargamos los pocostroncos que quedaban en la carretilla. Yoestaba tan emocionada que, cuando quiseintroducir las monedas por la ranura de lalata, se me cayeron por el suelo. Lasmonedas rodaron cuesta abajo, botandosobre los adoquines, y tuve que correr trasellas con mis ruidosos zapatos con suela demadera.

Echamos un vistazo a nuestro alrededor.Las calles estaban vacías. En invierno, lagente se encerraba en casa temprano. Apenasunos segundos más tarde, tendría la enormesatisfacción de admirar mi galería. Agarré lalona con visible emoción y la levanté.

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Maxime inclinó la primera plataforma demadera.

¡Nada! ¡Allí no había nada!De nuevo, no podía dar crédito a mis ojos.

Iluminé todos los rincones con la linterna. Niun solo cuadro. Maxime levantó laplataforma inferior. Bajo el halo de luzamarilla, solo era visible la tierra del suelo.Volvió a colocar la plataforma inferior en susitio. Estaba a punto de cubrirla con la otratabla de madera cuando grité:

—¡Un momento!En el extremo de la tabla más cercana a

mí, me fijé en unas marcas dibujadas conlápiz. Iluminé la punta con la linterna yreconocí el trazo de André, que a menudotrazaba formas en la tabla de trabajo que

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descansaba sobre los caballetes; era el pasopreliminar que daba antes de empezar atallar. Me arrodillé y deslicé los dedos porencima de los bonitos arabescos, las hojas deacanto y las flores de lis. Mi garganta sellenó de serrín. Transcurrieron unosmomentos antes de que pudiera decir:

—Esta tabla era de André. Él escondió loscuadros aquí. Pero han desaparecido, Max.Sí, me los han robado.

Apoyé la frente en los imbricadosarabescos y lloré, no solo por mí y por lapérdida de los cuadros, sino también porAndré y por Pascal. Max esperó, con la manoapoyada en mi hombro, antes de colocar latabla de madera de nuevo en su sitio. Meayudó a ponerme de pie. Volvió a depositar

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un montoncito de troncos en la pila y asió lacarretilla por los mangos, llena de leña, altiempo que decía:

—Volvamos a casa.

Una vez que estuvimos de vuelta,comentó, derrotado:

—Incluso en una gran guerra hay unademostración de pillaje a pequeña escala.Tus cuadros aparecerán algún día, aunqueme temo que ni tú ni yo lleguemos a verlos,sino las generaciones futuras.

En un arrebato, me abalancé sobre él yempecé a golpearle con los puños en sushombros esqueléticos.

—¡No! —grité—. ¿Por qué has de ser

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—¡No! —grité—. ¿Por qué has de sertan… tan negativo? Ayudarás a monsieurLaforgue, pero ¿qué hay de mí?

Me apartó con suavidad.—Le ayudaré; él estará más receptivo

cuando le vuelva a hablar de ti, para queconsidere la posibilidad de contratarte en sugalería.

Aquello me consoló un poco.—En París, revisaremos documentos,

información sobre ventas de obras de arte encasas de subastas, en la Caisse des Dépôts etConsignations, en el Bureau des Biens etIntérêts Privés, en los bancos que hayanaceptado cuadros como garantía paralelapara préstamos, incluso en casas de empeño.Y examinaremos los cuadros que quedan en

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el Jeu de Paume, donde la sabandija deRosenberg los exhibió ante Göring. Todo iráaflorando poco a poco. Hay formas delograrlo. Pero, desde aquí, desde estepueblo, no podemos hacer nada.

—Eso no es verdad, Maxime.—Entonces, ¿qué propones?Me había pillado sin nada que ofrecer.—Tienes razón. Desde aquí será difícil,

pero no imposible.Sin poder ocultar mi exasperación, avancé

a grandes zancadas hasta el escritorio, agarréun lápiz y mi lista, que guardaba en el cajón.Los puse sobre la mesa con un golpe seco ytaché la palabra «Recuperar» en mi promesanúmero once. Escribí «Encontrar» encima deella, de modo que la frase quedara:

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«Encontrar los cuadros», y añadí las palabras«en vida». Lo escribí con tanta fuerza que ellápiz traspasó el papel y las palabrasquedaron grabadas en la madera de la mesa,debajo del hule. ¡Ahí quedaba eso! Era unapromesa que no podría olvidar.

—¿Qué es ese papel? —se interesóMaxime.

Vacilé unos instantes.—Ah, solo una lista.—¿Sobre qué?—Es una lista de promesas que me he

hecho a mí misma. La llamo: «Lista de votosy promesas de Lisette».

—¿Puedo verla?—¡Uy, no! —La aferré con fuerza contra

el pecho—. Es personal. Cosas que tengo que

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hacer. Adopté la idea de Pascal. Solo esimportante para mí.

—Pues considero que para mí también esimportante. Seguro que dice algo de ti que,de otro modo, no sabría; por consiguiente, esmuy importante. No emitiré juicios.

Repasé la lista en silencio, para considerarcada punto y lo que Maxime podría pensar alrespecto.

1. Amar a Pascal como si fuera mi padre.2. Ir a París, encontrar Los jugadores de

cartas, de Cézanne.3. Hacer algo bueno por un pintor.

4. Averiguar los ingredientes para que uncuadro sea genial.

5. Confeccionarme un vestido azul, del color

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5. Confeccionarme un vestido azul, del colordel Mediterráneo en una soleada mañana de

verano.

Empecé a tachar el punto número cinco.Parecía poco importante. Maxime puso lamano sobre mi muñeca para detenerme.

—No cambies nada por mí.

6. Aprender a vivir sola.7. Encontrar la tumba de André y el lugar

donde murió.8. Perdonar a André.

9. Aprender a vivir en un cuadro.10. Procurar no ser envidiosa.

11. Encontrar los cuadros en vida.12. Aprender a ser autosuficiente.13. Hacer algo bueno por Maxime.

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Él tendió la mano, mostrándome la palma.—¿Puedo?No podía negárselo. Para ser sincera

conmigo misma, tenía que admitir quequería que él me conociera mejor, pero sabíaque nunca sería capaz de hablar de aquellaspromesas. Le entregué el papel —la finísimafragilidad de una nueva intimidad— a travésde la mesa. Entrelacé las manos delante de laboca y contuve el aliento.

Maxime leyó despacio, como si meditaraacerca de cada punto. Los músculos de sushombros se relajaron. Me di cuenta de quedesnudar el alma no resultaba tan difícil,después de que Maxime me hubieraconfesado lo que había sucedido en latrinchera.

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—Quizá pueda ayudarte con el númerodos, Los jugadores de cartas, de Cézanne.

—Me gustaría descubrirlo yo.Siguió leyendo.—Has ayudado a un pintor. Le has llevado

comida, y eso es algo que todo pintornecesita.

—Me habría gustado hacer más.—¿Averiguar los ingredientes para que un

cuadro sea genial? Oh là là! Cada marchantey cada pintor te dará una respuesta distinta.

—Tú ya me has ayudado en ese aspecto.Esbozó una sonrisa, quizá por lo del

vestido azul.No comentó nada acerca de los puntos

relacionados con André. No cabía duda deque la situación de los cuadros no era la que

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André había imaginado. Me sentía orgullosade su deseo de ir a la guerra, por lo queninguna de las dos cuestiones requería miperdón. Podía tachar ese punto.

—¿Vivir en un cuadro? Hummm…, undeseo muy propio de ti, Lisette.

Noté que me sonrojaba.—¿De quién tienes envidia? —me

preguntó con curiosidad.—De Bella y de Marc Chagall. Su amor es

tan perfecto, tan completo… Lo compartentodo, piensan en lo que el otro piensa ydesea. No puedo imaginar que existansecretos entre ellos. Y él ha pintado ese amoren fantasías exuberantes y en momentostiernos y privados. Me parecía un amor tansublime…

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—No lo llames envidia. Tú no quieres queellos no disfruten de ese amor ideal. Llámaloanhelo. Llámalo aflicción. Llámaloesperanza. Llámalo ilusión. Cualquiera deesos nombres, pero no envidia.

Avergonzada, admití:—No he cumplido la mayoría de los

puntos de la lista.—Me has ayudado.—Los calcetines no cuentan.—No me refería a los calcetines.

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Capítulo veintiséis

Lapushka

1946

E l día amaneció con el patio cubierto porun manto de nieve. El resplandeciente sol deinvierno arrojaba diminutos destellos de luzsobre la esponjosa capa. La larga sombra dela caseta del lavabo se extendía hacia el esteen la tonalidad lavanda más pálida posible.Pascal se habría fijado en el color, con su ojoentrenado por Pissarro.

—Mira, Maxime, ¿verdad que eshermoso? Qué pena que tenga que romper lamagia con mis pisadas en la nieve, pero…

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—Pues no lo hagas.Me alzó entre sus brazos y perdí contacto

con la tierra mientras él me llevaba envolandas, riendo entre nubes de vaho.Cuando estuvimos junto a la puerta de lacaseta, me depositó en el suelo.

—Te habría llevado volando hasta aquí,como en un cuadro de Chagall, si fuera capazde hacerlo.

A pesar del frío, permanecimos fuera unosmomentos cuando salí del lavabo, paraadmirar el paisaje. Todos los contornosrectos de las cercas y de los tejados estabansuavizados, y el techo cónico del molino deviento al otro lado del barranco parecía unmontoncito de nata montada sobre uncucurucho, pero no duraría mucho. Algunos

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tejados ya mostraban parches de tejas rojasdonde el viento se había llevado la capa denieve menos gruesa. Las vides desnudashilvanaban las colinas con líneas oscuras.

—Las viñas parecen filas de hombresenjutos en el campo de la prisión que alarganlos brazos para tocar a su compañero —murmuró Maxime.

—Has de esforzarte por no pensar en esostérminos. Admira la belleza del paisaje. Miralas laderas de las montañas de Luberon; ¿note parece que son las jorobas de unoselefantes blancos arrodillados en postura deoración?

Maxime me sonrió.—Si tú lo dices…

El cambio de estaciones reflejaba la

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El cambio de estaciones reflejaba laatemporalidad de aquel territorio, que habíasoportado todas las tormentas y los ejércitosque habían pasado por allí. Una urracablanca y negra se posó en nuestra valla. Lasplumas blancas en las alas se elevaron con labrisa.

—Un cuadro de Monet —dijo Maxime,con tanta suavidad como si no quisieraimportunar el manto silencioso que cubría elvalle y nos envolvía—. ¡Qué paz se respiraen este lugar! Me alegro de que pasaras losaños de la guerra aquí.

Esperamos hasta que la urraca graznó, loque nos hizo reír porque sonaba como uncachorro que gimoteara. Cuando alzó elvuelo, Maxime volvió a levantarme en

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volandas, y yo experimenté la exuberanciade Bella, libre de las leyes de la gravedad. Sepuso a andar con cuidado, pisando suspropias huellas, de vuelta a casa.

Me disponía a ordeñar a Genoveva cuandoel exultante cloqueo de KooritzahDeuxanunció que acababa de poner un huevo.

—En idioma gallina, eso significa «Recogeel huevo». Entra en el gallinero yencuéntralo antes de que se congele.

En el momento en que Maxime se agachóy entró, Kooritzah mostró toda su furia anteel desconocido en su territorio con unosestridentes cacareos y batiendo las alas sinparar.

—Vite! Vite! Vite! —exclamé—. ¡Estádebajo de ella!

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Maxime aunó todo su coraje y le arrebatóel huevo.

—¡Ya lo tengo! —gritó, protegiéndoloentre sus manos.

—¡Bravo por el muchacho de ciudad! Ehbien, lapushka! Merci!

—¿Qué significa lapushka?Noté que me sonrojaba cuando expliqué:—Es un término cariñoso, algo como

«cariño mío» en ruso.

Contenta de estar de nuevo dentro decasa, deposité sobre la mesa las páginas quePascal había escrito.

—Es la letra de Pascal. Las encontré en

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—Es la letra de Pascal. Las encontré enuno de sus cajones, ayer.

Mientras él leía, primero en silencio,luego agregando murmullos de interés, mepuse a elaborar queso.

—Estará listo para que te lo lleves devuelta a París.

—¡Esto es un tesoro, Lisette! ¿No es untestimonio falso? ¿De verdad sucedió estaconversación?

—No creo que Pascal fuera capaz deinventar un diálogo con tanto detalle.

—Monsieur Laforgue debería verlo. ¿Teimporta si le llevo estas hojas?

—Esperaba poder hacerlo yo misma algúndía.

—Tienes razón. Mejor que lo hagas tú.

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Le serví un petit noir hecho con café deverdad; sobre la mesa puse también unahogaza redonda, un pain d’épeautre de René.Le expliqué que era un pan tradicionalelaborado con un trigo silvestre que crecíacerca de Sault, un pueblo situado más alnorte.

—Has aprendido muchas cosas acerca deesta región.

—Sí, supongo que sí. Hace nueve años quevivo aquí.

Maxime partió la hogaza y arrancó untrozo, que se comió con ansia. Luego arrancóotro. Estaba segura de que el pan provenzalle ayudaría a recuperar las fuerzas.

Cuando estuvo saciado, aceptó que quizáshubiera formas de encontrar los cuadros en

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la Provenza rural que él desconocía.—¿Hay alguien en quien puedas confiar

para que te ayude a encontrarlos?—Sí, Maurice, el conductor del autobús. Y

Louise, su esposa. Mis mejores amigos.—Vayamos a verlos.

Cuando llegamos a la casa de los Chevet,Maurice dio la bienvenida a Maxime convehemencia, dándole unas palmadas en laespalda. Louise insistió en que nosquedáramos a comer. Había preparado unacrema de patatas, remolacha hervida y arrozrojo de la Camarga. Sin perder tiempo, lesreferí por qué habíamos ido a la pila de leña

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de la que se proveía la comunidad y lo quehabíamos descubierto.

—Estoy seguro de que André escondió loscuadros allí. ¿Por qué, si no, habría dejadosus dos tablas? Está claro que para formaruna doble plataforma para mantener loscuadros planos y secos.

—Un escondite poco afortunado, si mepermitís que dé mi opinión —apuntóMaurice.

—Por lo menos estaban a cubierto —recalcó Louise.

—Ahora eso es irrelevante —respondióMaxime—. ¿Quién podría haberlosencontrado? ¿El guardabosques que seencarga de reponer los troncos en la pila?

—No lo creo. Tiene los ojos redondos de

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—No lo creo. Tiene los ojos redondos deun gobio —alegó Maurice.

—¿Qué es un gobio? —quiso saberMaxime.

—Un pez que no vale para nada y queabunda en los ríos de esta zona —dijoMaurice—. Un pobre ingenuo.

—¿Podrían estar en casa de alguien? —preguntó Maxime.

Maurice resopló al tiempo que negaba conla cabeza.

—Nadie los colgaría en su casa. Es unpueblo pequeño, monsieur. Todos hemosestado en casa de los vecinos. Aquí noexisten secretos. Todo el mundo sabe queesos cuadros eran de Pascal.

—¿Es posible que escondiera algunos

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—¿Es posible que escondiera algunosdebajo de la pila de leña y otros en otrolugar? —aventuró Louise.

—O que alguien los encontrara debajo dela pila de leña y los escondiera en otro lugar,hasta que pudiera venderlos fuera deRosellón —razonó Maxime.

Su respuesta parecía más plausible.—Pero ¿quién? —pregunté.—¿Quién tiene contactos fuera de

Rosellón? —se interesó Maxime.—Aimé Bonhomme, el alcalde, pero es

una buena persona. No se atrevería a hacernada tan turbio. Todo el pueblo lo respeta —argumentó Maurice.

—También confiábamos en monsieurPinatel cuando era alcalde —apostilló Louise

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—, pero su huida la noche que Hitler sesuicidó ha despertado sospechas. Él tienecontactos fuera de Rosellón.

—Entonces supongo que fue él —concluí—. Al principio de la guerra, monsieur Voisinse quejó de que monsieur Pinatel se habíallevado toda la leña, hasta la última capasobre la plataforma, pero pensé queexageraba. Quizá levantó la tabla de maderay encontró los cuadros —me lamenté.

—No —terció Louise—. No puedoimaginarlo saliendo de noche a hurtadillaspara robarlos.

—Pero sí que puedo imaginarlodiciéndoselo al teniente alemán —afirmé.

Pensé en otras personas que tuvierancontactos fuera del pueblo, y me sorprendió

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que Louise no lo hubiera mencionado. Laspalabras «se arrepentirá» resonaron en mimente. Bernard era tan impredecible quepodría ser él.

Iba a expresar mis pensamientos en vozalta cuando Maxime lanzó una especulación.

—Supongamos, por un momento, quealguien los ha robado con intencionesegoístas. No sé si sabrán que Hitler, Göring yotros nazis de alto rango amasaron enormescolecciones de arte que se encontraron enunas minas de sal, particularmente enAltaussee, en Austria.

—Sí, habíamos oído la noticia. Rosellónno está tan incomunicado. —Maurice parecíamolesto—. En el café hay una radio.

—Seguro que el alcalde también estaba al

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—Seguro que el alcalde también estaba alcorriente, así que quizá escondiera loscuadros de Lisette en una mina cerca de aquí,a la espera del momento en que pudieravenderlos a un oficial alemán, quien, a suvez, se congraciaría con un regalo de arte aalguien por encima de él. Los cuadrospodrían haber llegado a manos de oficialesde alto rango. Por París circula un montónde historias similares.

—¡Los cuadros de Pascal en manosalemanas! —grité.

Aquella posibilidad nos dejó a los cuatrosumidos en un angustioso silencio. Pensépara mis adentros en lo devastado que habríaestado André, de haber sabido el destino delos cuadros.

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Al cabo de unos minutos, Maxime dijo:—Debería de ser alguien que no

entendiera mucho de arte…—Aquí la gente no entiende de arte —

murmuré.—Porque los cuadros de Lisette

probablemente se consideraban demasiadomodernos, lo que el ministro de Propagandaalemán, Goebbels, denominó «artedegenerado». Así que si el ladrón pretendíaregalarlos a un oficial de alto rango alemán,podría haber cometido un error.

—¿Por qué no echamos un vistazo a lamina?

—Hay numerosas minas. La tierra debajodel municipio está perforada por miles degalerías —matizó Maurice.

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—No es recomendable que bajes a unamina que no conoces, Lisette —me previnoMaxime—. No te dejaré ir sola. Iré contigo.

—¡Bah! Tú tampoco las conoces.—La mina más cercana interrumpió su

actividad al principio de la guerra. Demomento, solo han retomado una pequeñaexplotación en una sección de la mina —explicó Maurice—. No podemos ir allí siestán trabajando, pero podemos explorarotras áreas de esa misma mina.

—¿Y cómo sabremos dónde hay queexplorar? —preguntó Maxime.

Maurice hizo una pantomima, como sillevara un pico en el hombro y empezara adar golpes en las paredes imaginarias a su

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derecha y a su izquierda. Luego se dio unaspalmaditas en el pecho.

—Soy ambidiestro. Mi querido amigo,está usted delante de un minero al queasignaron el puesto de abrir la vía, como uncapitán, a la cabeza del equipo número tres,en las minas Bruoux. Aimé Bonhommetrabajaba directamente detrás de mí. Dadoque él era zurdo, lo cual era poco común, lepagaban más que a los diestros. A losmineros que abríamos la vía nos pagaban porla distancia que excavábamos en un día. Unmetro significaba un buen día.

Louise agitó la mano como si espantaramoscas.

—Frena, Maurice. No necesitan sabertodos los pormenores. Lo siento, Maxime,

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pero los mineros de Rosellón son hombresorgullosos.

—Conozco la porción de la mina excavadahasta 1920, pero no después de esa fecha —admitió Maurice.

—¿Existen lugares donde se podríanesconder unos cuadros de forma segura? —pregunté.

—Sí. Hay hornacinas que cavamos paraponer estatuas de santa Bárbara, la patronade los mineros. Un par de mineros eranbuenos tallando figuras de madera. Loscuadros podrían estar ocultos detrás de lasestatuas. La cuestión es si podré recordardónde están. Han pasado veinticinco años.No me meteré ahí dentro si no tengo lacerteza de que sabré orientarme.

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—De todos modos, no deberíais bajar eninvierno —indicó Louise—. Lisette secongelaría. Mejor que esperéis hasta elverano.

—Mientras tanto, dibujaré un mapa.Otra espera por delante.

A medianoche, oí que Maxime gritaba:«¡La viga cede! ¡Sal de ahí!». Corrí a sucuarto y lo encontré debatiéndose en unahorrible pesadilla. Jadeaba, gimoteaba y seremovía inquieto en la cama. Lo agarré porambos brazos para inmovilizarlo.

—¡Estás aquí, en Rosellón! ¡No estás enuna mina! Era una pesadilla, no hay peligro.Estoy contigo.

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Él me dio la espalda, se cubrió la cabeza yalzó las rodillas. Me senté en la punta de lacama y lo rodeé con un brazo, hasta que dejóde temblar.

A la mañana siguiente, le serví un petitnoir en una pequeña taza, como siestuviéramos en París, en lugar de en untazón, al estilo provenzal.

—Puedo bajar a la mina con Maurice; nohace falta que nos acompañes —comenté.

—No puedo permitir que lo hagas. Tengoque ir contigo.

—No, Max. No pienso ponerte en talsituación. No es necesario que tengas máspesadillas.

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Él se encogió y me miró tan avergonzadoque me arrepentí de haberle dicho aquello.

—Mira, Lisette, nunca podré olvidar todolo que pasó; forma parte de mí. Acéptalo.

—No estoy de acuerdo. Sí que puedesolvidar —susurré.

Maxime se encogió de hombros.—Quizá nunca consiga superar esos

ataques de miedo o de rabia. Incluso me heenfadado con mi madre.

—Poco a poco, Max. Rosellón me haenseñado a ser paciente.

—¿Cuánto tiempo te quedarás aquí?—Ya te lo dije. Hasta que encuentre los

cuadros.—Pero ¿y si no los encuentras? ¿Y si no

están aquí?

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En aquella ocasión, fui yo quien seencogió de hombros. ¿Cómo podía saberlo?

—¿Quieres que demos un paseo?¿Aguantarás el frío?

Él contestó poniéndose el abrigo.La nieve se había fundido en los

adoquines, pero los había dejado mojados yresbaladizos. Bajamos la cuesta con cuidado,agarrados el uno al otro. En la parte baja delpueblo, nos detuvimos en la panadería paracomprar dos bollos. Maxime arrancó la partedel centro más blanda del suyo y me loacercó a la boca. Nos los comimos mientrascaminábamos hacia el final del pueblo.

—Quiero enseñarte algo extraordinario, laúnica cosa en Rosellón que vale la penavisitar.

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—Tú bien mereces una visita. No hevenido aquí a admirar el paisaje. No soy unturista.

—Ya, pero te aseguro que nunca olvidaráslo que te voy a enseñar. Los aldeanos queanhelan la llegada de turistas lo llaman elSentier des Ocres.

Dejamos atrás el cementerio, remontamosun cerro bordeado de pinos y descendimospor el sendero hasta llegar a una cuenca consus elevados muros acanalados, estriados entodos los posibles tonos de ocre.

—Durante siglos, estos muros han recibidoel azote del mistral, que ha expuesto losocres; después, los mineros bajaron y seensañaron con estas paredes con sus picos.

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Pascal me dijo que la cantera tiene sesentametros de altura.

Estábamos rodeados de pináculos ydesfiladeros. El rojo-naranja relucía bajo laluz matutina, y los pinos de un intenso colorverde proyectaban su sombra sobre la nieve.

—Es como si un mar de colores hubierainundado las paredes de los desfiladeros yluego se hubiera congelado —suspiróMaxime—. Alguien debería pintar esto.

—Por lo visto, más lejos, incluso es másespectacular, pero los senderos son traidorescuando están mojados. Podemos volver enverano, y solazarnos con el calor reflejado enlas paredes.

—No me importaría un poco de ese calor,ahora.

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Los dos nos estremecimos a la vez; dimosla vuelta para regresar a casa. Mientrasascendíamos, pensé en lo que tenía quecontarle, que me suponía un gran peso en laconciencia. Decidí que se lo diría más tarde,después de entrar en calor con una buenasopa de cebolla.

Necesité un largo rato para seleccionar lascebollas en el sótano. De nuevo en la cocina,las troceé muy finas, luego las sazoné consal, vertí agua y añadí tres cubos de caldo deternera. Corté tres rebanadas de baguette alsesgo, las puse encima de la sopa que habíaservido en unos cuencos, luego rallérequesón sobre el pan. Después de avivar elfuego en el hornillo, puse las tres porcionesen el horno para que se tostaran.

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—¿Por qué tres? —preguntó concuriosidad.

—Dos son para ti.Luego me senté y contemplé cómo comía.—He de decirte una cosa —empecé con

suavidad.Maxime blandió la cuchara de forma

teatral.—Adelante, lapushka.Aquello casi acabó con mi resolución.—¿Recuerdas cuando volvíamos del

poblado de cabañas de piedra? Unafurgoneta se detuvo y su conductor seofreció a llevarnos.

—Sí. Me miró con cara de pocos amigos.—Se trata del alguacil, Bernard Blanc, un

tipo arrogante a más no poder. Es muy

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temperamental; pasa de ser gentil y atento amostrarse agresivo. Sin mi permiso, durantela guerra, me dio cosas que necesitaba: unagallina con la que preparé un estofado,semillas para disponer de un pequeño huerto,leña. Me dio a entender que, por el hecho deaceptar tales regalos, estaba en deuda con él.Se refería a un favor sexual. En dos ocasionesme agarró violentamente y me abrazó.

Maxime dejó de comer. Derramó el caldode su cuchara.

—Max, por favor, no me malinterpretes.En ningún momento le di pie para quepensara que estaba interesada en él. Alcontrario. He llegado a ser bastantedesagradable con él.

—¿Cómo?

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—Una vez le cerré la puerta en las narices.En otra ocasión, él entró hasta el patio, porla puerta lateral de la verja, mientras yoestaba limpiando la caseta del lavabo. Metentó mostrándome una ristra de salchichasal tiempo que soltaba una grosería, y meinvitó a ir a su casa, donde él me daría unasalchicha cada noche. Cuando dijo que yoestaba coqueteando contigo en lugar de estarafligida por André, no lo soporté, hundí lapala en la zanja llena de porquería, saqué unmontón y se lo eché encima.

Maxime soltó una carcajada, libre de todosentimiento de culpa. Su risa explotó y llenóla estancia.

—Se lo merecía —concluyó.

—Entonces lanzó las salchichas por el

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—Entonces lanzó las salchichas por elbarranco y me amenazó. Ver la ristra desalchichas atravesando el aire fue todo unespectáculo.

—Seguro que Chagall habríainmortalizado el momento en un cuadro —bromeó Maxime—. Si pinta peces y gallos enel cielo, ¿por qué no salchichas?

Sin poder dejar de reír, Maxime subió a suhabitación. Al cabo de unos momentos,volvió a bajar y me miró con ojos mordaces.

—Después de oír cómo ese tipo intentóseducirte con regalos, por un momento hedudado si darte esto, pero lo he traído, asíque aquí tienes.

Dejó sobre la mesa una cajita, apenas deunos ocho centímetros cuadrados, con unas

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letras doradas en las que ponía: À LA MÈRE DE

FAMILLE, el nombre de la confiserie másantigua de París, en el FaubourgMontmartre.

Levanté la tapa.—¡Mazapán! Te has acordado de que me

encanta el mazapán.Me puse la tapa de la caja en el pecho y

admiré las cuatro frutas perfectas: unamanzana, una pera, una cereza y unmelocotón.

—¡Son los colores de Rosellón!Un hombre que regalaba figuritas de

mazapán no podía tener pesadillas toda suvida, seguro.

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Capítulo veintisiete

Ocres de todos los tonos

1946

¡Por fin llegó el espléndido verano! Supuseque todo Vaucluse estaría floreciendo deforma espectacular. Las lianas de pasifloraque se enredaban en la valla del patioestaban cubiertas de unos delicados eintricados capullos; los pétalos verde pálidose extendían como una aureola de luz, con sufleco circular de rayos violeta y su centroamarillo con un redondel rojo en su interior,del que brotaban unos filamentos de colorverde amarillento que sostenían los saquitos

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de polen. El aire frente a la casa de Louiseemanaba fragancias de lavanda y decaracolillos de olor. Mi almendro estabacargado de unas almendras tan verdes comoel perejil; sus cáscaras aterciopeladas metentaban a que las probara, pero me contuve.Sabía que estarían tan amargas como elvinagre, ya que todavía no estaban maduras.La Provenza me estaba enseñando arendirme a las estaciones, y a aguardar conpaciencia.

Pero cuando Maxime se plantó en elumbral a mediados de agosto, no pudecontenerme. Lo abracé al instante. Ya habíasido paciente durante mucho tiempo.

Él ofrecía un aspecto mucho mássaludable, y había ganado peso. Su pecho ya

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no era cóncavo, no tenía la piel alrededor desus ojos tan hundida, incluso sus muñecas noestaban tan delgadas.

Había venido por la exploración de lamina; no pensaba entrar, pero quería estarallí, por si Maurice y yo regresábamos a casacon los cuadros.

Las minas Bruoux, donde Maurice y Pascalhabían trabajado, quedaban a unos seiskilómetros de Rosellón, hacia el este, cercadel pueblo de Gargas. Detrás de algunascarretillas oxidadas en los raíles, una fila dearcos redondeados perforados en la montañadaba la bienvenida a aquella oscura mina.Maurice dijo que los arcos tenían quincemetros de altura. Con gran orgullo, explicóque dos mineros se encargaban de medir la

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anchura de cada galería —y soltó la bromade que, al final, resultaba que Rosellón notenía una galería de arte, sino muchas—; unminero diestro y otro zurdo, de pie,colocados uno al lado del otro, estirando losbrazos que daban a la pared mientrassostenían la pica. Esa había sido la pauta quese había utilizado para excavar todos lostúneles con la misma anchura, lo queconfería estabilidad a las bóvedas sinnecesidad de recurrir a vigas de soporte.

—¿Me estás diciendo que no hay nada quesostenga los arcos?

—Solo la geometría. La estructura es muysegura, y la excavamos con gran esmero paraque quedara bonita. Seis generaciones demineros han trabajado en ella. Los ocres de

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esta mina se han distribuido por el mundoentero.

Accedimos por una de las entradas. El aireera frío en el interior del túnel, y oímos eleco del arrullo de las palomas. A medida quedescendíamos, aumentaba la oscuridad, asíque encendimos las linternas de pilas. Alinstante, una bandada de murciélagos se nosechó encima. Yo chillé y hundí la cabeza.

Maurice se echó a reír.—¡Uy, lo siento! Olvidé avisarte.—Merci bien, monsieur le chevalier. ¿Hay

otros bichos aquí dentro?—Solo un dragón que escupe fuego por la

boca, pero lo tenemos domesticado. De todasformas, no te alejes mucho de mí.

Las paredes que Maurice iba iluminando

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Las paredes que Maurice iba iluminandocon la linterna eran de un color que élllamaba amarillo intenso de cadmio ynaranja de cadmio, pero, más adentro, en lamina, vi venas de color dorado, y otras de unblanco cremoso o granate. Todo me parecíapavorosamente extraño y maravilloso. Mepuse a recoger piedras del suelo paraenseñarle los colores a Maxime, hasta que yano pude cargar con más.

Achiqué los ojos para poder ver lo quehabía a lo lejos: las costillas de los arcosdisminuían de tamaño del mismo modo quesucedía en la nave de Notre Dame. En París,sabía que todos los arcos eran de la mismaaltura, por lo que supuse que en la minatambién debían ser iguales, aunque los más

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apartados parecían más cortos. Aquello erauna catedral, excavada para la extracción deminerales con los que se pintarían belloscuadros en todo el mundo. Me invadió unescalofrío de emoción al pensar que estabadentro de la tierra, en lugar de en susuperficie.

—¿Crees que otras mujeres en Rosellónhan estado aquí, en las entrañas de la tierra?

—No, ninguna mujer querría hacerlo.Ninguna mujer tenía mi motivación.A veces, el terreno descendía bruscamente

y me precipitaba hacia delante, momentos enlos que me llevaba un buen susto. El sonidodel constante goteo de agua me incomodaba,y algunas áreas estaban cubiertas de barro yresbaladizas. Los pilares de piedra

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disminuían su perímetro cuando alzaba lavista hacia el techo, y las estalactitas blancas,húmedas y relucientes, disminuían en grosora medida que las seguía hacia abajo con losojos. Encontramos un lago de un líquido queolía a sulfuro, y tuvimos que recorrer aqueltramo pegados a la pared, con el sueloresbaladizo.

A menudo, una galería perpendicular seexpandía hacia la derecha y hacia laizquierda, y desde allí se iban abriendo otrostúneles en paralelo a la galería principal.Pronto perdí la noción de dónde estaba.Recorrimos los trescientos metros de todoslos túneles laterales hasta que llegamos a losquebrados extremos escalonados, que erancomo unas gradas de gigante, con cada

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peldaño de un metro de altura. Entonces,metódicamente, regresábamos a la galeríaprincipal, la cruzábamos, recorríamos eltúnel opuesto hasta el final y regresábamos.

De vez en cuando, en los cruces de lostúneles, los nichos excavados en las paredestodavía mostraban tallas erosionadas desanta Bárbara, lo que confería más sensaciónde estar en un templo. En cada casoexaminábamos el espacio detrás de la talla yquitábamos cualquier piedra suelta, pero sinéxito.

Maurice apuntó la linterna hacia el mapaque había dibujado y dijo:

—Hasta aquí excavé yo, pero veo que hanseguido abriendo más vías. Me gustaríaechar un vistazo, si no te importa.

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Llegados a ese punto, me sentía cansada ycon frío, pero quería continuar. Maurice sedio cuenta de que estaba tiritando y meofreció su chaqueta.

—En el fondo eres un verdadero chevalier,no solo un caballero de las carreteras, sinotambién de las galerías subterráneas.

La chaqueta tenía bolsillos, así que pudeguardar los trozos de minerales que llevaba yrecogí más.

Maurice dio la vuelta al mapa y empezó atrazar una línea a medida que avanzábamos.

—¿Hemos llegado muy lejos?—Cada túnel tiene trescientos metros de

largo.—¿Y a qué profundidad crees que estamos

ahora?

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—No mucha.Las estatuas de santa Bárbara estaban en

mejor estado a medida que nosadentrábamos en las galerías excavadas másrecientemente. Al final de una de ellas,Maurice iluminó la plataforma superior conla linterna, probablemente a unos ochometros por encima de nosotros, tal comohacía cada vez que llegábamos al final deuna galería. Alguien se había dedicado acolocar unas piedras a ambos lados paraformar una fina pared. En ninguna otragalería habíamos visto nada parecido.

—¿Para qué sirve esa doble pared? —pregunté.

—No lo sé.

Le costó mucho ascender por las enormes

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Le costó mucho ascender por las enormesgradas; jadeaba y resollaba sin parar, hastaque por fin alcanzó el último peldaño y pudoapartar la ringlera de piedras.

—¡Lisette! —Alzó un papel enrollado—. Obien es el mapa del ingeniero, o…

—¡O un cuadro!Lo bajó con precaución. Lo desenrollamos

con mucho cuidado.—¡El bodegón! —grité, llena de alegría.En la galería resonó mi ilusión: «Bodegón,

bodegón, bodegón».—¿A quién se le ocurriría meterlo ahí? —

se preguntó Maurice, con más sorpresa quecuriosidad.

Lo enrolló sin apretarlo, para dejarlo talcomo lo había encontrado.

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—Los otros también deben de estar aquí.Vendré otro día; creo que por hoy essuficiente.

—¡No! Hemos encontrado uno. Los otrosdeben de estar cerca. ¡Tenemos que seguir!

Buscamos en vano durante lo queparecieron horas, examinando cada rincón dela galería principal. Yo estaba congelada.Maurice respiraba con dificultad.

Me acompañó a casa para ver la reacciónde Maxime. Grité su nombre desde la puerta.No obtuve respuesta. Corrí escaleras arriba.Su cama estaba sin hacer, pero vacía.Maurice echó un vistazo al patio. Había unanota sobre la mesa del comedor: «No tepreocupes. Estoy con Louise».

Bajamos la cuesta corriendo hasta cubrir

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Bajamos la cuesta corriendo hasta cubrirla distancia de cinco casas y lo encontramosdegustando plácidamente una menestra, elguisado de hortalizas que había preparadoLouise.

—¡Mira!Maurice desenrolló el lienzo.—¡Cézanne! —exclamé.—Cézanne —constató Maxime, con un

gesto afirmativo y una amplia sonrisa.Louise me abrazó.Las palabras se me atragantaban entre los

labios cuando describí el interior de la mina.Maurice describió el escondite.

Saqué las muestras de minerales.—¡Fijaos! Ocres de todos los tonos, en

piedra y en la fruta de la pintura.

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Maurice sirvió pastis. Estábamoscontentísimos.

—André no lo escondió ahí —dedujoMaxime con un gesto de desaliento—. Élnunca habría enrollado el lienzo. Además, lohan enrollado de forma que el bodegónqueda en la cara interior, lo que podría haberdañado la pintura. Si a André no le hubieraquedado más remedio que enrollarlo, lohabría hecho de forma que el bodegónquedara hacia fuera. Cualquiera que entiendade cuadros sabe eso.

Aquello parecía indicar que alguien habíarobado los cuadros.

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En casa, Maxime estiró el lienzo con grancuidado y lo limpió; entre tanto, yo medediqué a buscar el marco del bodegón y loencontré.

—Quiero colgarlo sobre la alacena deAndré, donde estaba antes. Quiero que todoslos cuadros ocupen los mismos lugares queantes.

—Entonces, ¿dónde colgarás tu Chagall?—De momento aquí, entre estas dos

ventanas.Lo clavé mientras Maxime colgaba el

bodegón sobre la alacena de André; luegopuse los minerales de ocre encima de laalacena.

Nos dedicamos a admirar el cuadro deCézanne unos instantes, en silencio. A la

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izquierda, había un gran frasco de aceitunascomo el que yo tenía en mi cocina, y Louiseen la suya; a la derecha, casi pegado alfrasco, una jarra redondeada de jengibrecolor azul grisáceo embutida en una cesta demimbre. Un poco más apartada, a la derecha,había una compotera de porcelana blancacon manzanas. En un primer plano, unasnaranjas resbalaban de un plato blanco,dispuesto en un ángulo precario sobre unmantel blanco hecho un burujo. Sobre lamesa también se veía una solitaria peraamarilla.

—Todos los colores de Rosellón semezclan en esa fruta —comenté—. Y elmantel azul, con esas sombras de azul másoscuro, es como me imagino que debe de ser

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el Mediterráneo. Me encanta. —La pintura setornó borrosa ante mis ojos, humedecidospor la emoción—. Había días, durante laguerra, que pensaba que nunca losrecuperaría.

Maxime deslizó un brazo alrededor de mishombros.

—Monsieur Laforgue me contó unaanécdota de Cézanne, que, con su típicovozarrón provenzal, se jactaba diciendo:«Maravillaré a París con una manzana».

—Nos está maravillando a los dos concinco manzanas.

—Es mejor que valores cada una porseparado. Probablemente, invirtió días encada una de ellas, meditando todos losdetalles, hasta que descubrió la

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individualidad de todas y las plasmó en ellienzo.

—Con sutiles cambios de tono —añadí,alardeando de mis conocimientos.

Maxime rio, divertido.—Sabía que eras una chica lista.Me encogí de hombros y dejé escapar una

risita.—Cézanne tenía una conciencia tan pura

que nunca dependió de otro cuadro anteriorde una manzana, ya fuera de él o de otropintor. Para él, cada manzana tenía uncarácter excepcional…

—Como las personas —solté.—Cierto, mi querida señorita excepcional.

Cézanne descubrió la excepcionalidad decada manzana poco a poco, y se recreó en

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cada descubrimiento. —Me sonrió, y supeque se refería a algo más que a las manzanas—. Entonces, con esfuerzo, logró contener lapasión que sentía por cada manzana y la dejóreposar para siempre en su cuadro. Era undevoto de cualquier objeto que pintaba,como un santo lo es de Dios.

—¿Usó cinco manzanas por algún motivoen particular?

—Míralas: cuatro en un plato, y una quedescansa sobre las otras cuatro. Achica losojos hasta que tu vista enderece las curvas yanule detalles. ¿Qué figura geométrica ves?

—Una pirámide.—Bien. Por eso utilizó cinco. Simplificó

formas para que sus temas se vieran como

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figuras geométricas; conos y esferas poraquí. ¿Qué me dices de la pera?

Me quedé pensativa hasta que él sugirió:—Un pequeño cono en punta, sobre una

esfera. ¿Por qué crees que pintó solo unapera?

—¡Por su excepcionalidad!—Y porque existe un principio dinámico

cuando se aplica mucho contra poco.Vi que las cinco manzanas y las tres

naranjas contrastaban en importancia y pesorespecto a la pera solitaria, pero lo que mefascinó fue el recuerdo del peso eimportancia de la Virgen María y el niñoJesús en contraste con aquella pera solitariadelante de ellos, en el cuadro del orfanato.

—De todos modos, ¿lo definirías como un

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—De todos modos, ¿lo definirías como uncuadro impresionista? No se parece en nadaa la obra de Pissarro.

—Ahora lo llamamos posimpresionismo.Parte del impresionismo, ya que, porejemplo, el mantel blanco absorbe loscolores a su alrededor. Lo mismo pasa con lajarra azul grisáceo y con el trazo ocreamarillo en esa manzana. Pero Cézanne senegó a verse limitado por los principios delimpresionismo, en este caso, por laperspectiva. ¿Ves la inclinación del plato? Nopuede apoyarse en ese mantel arrebujado;sin embargo, lo colocó asíintencionadamente, para ofrecernos unamejor vista de las naranjas. Decidió atentarcontra las reglas de la perspectiva y de la

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gravedad. Ese es su propio primitivismo,algo que no copió de ninguna escuela nimovimiento. Experimentó con esa condicióndurante un largo periodo de tiempo.

Maxime se acercó más al cuadro. Yo loimité. Con gestos lentos y curvos, su manotrazó la repetitiva redondez del plato, de lajarra, de las manzanas y de las naranjas. Mefijé en su mano, que solo estaría allí unosdías, en lugar de mirar el plato y la jarrapintados, que se quedarían conmigo toda lavida. Me fijé en que la curva de la cicatriz ensu mano corría paralela a la curva del bordedel plato. Aquello casi me hizo llorar. Esacurva debió de formarse en el instante enque explotó la granada, en el momento en

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que los dos perdimos a André. La curvatrazaba un arco que nos unía.

Como si hablara para sí, Maximemurmuró:

—Estamos admirando la obra de un genio.Su comentario me sacó de mi

ensimismamiento y volví a centrar laatención en el cuadro.

—Ahora veo que la pera es más amarillapor el lado de las naranjas, y más verdedonde tiene detrás el mantel azul. Loscolores se funden entre sí con una gradacióntan precisa que es imposible decir dóndeacaba el verde y empieza el amarillo —interpreté.

—De una forma natural, como si cadapincelada de color fuera consciente de todas

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las otras pinceladas de color, hombro conhombro, como amigos en un regimiento.

Noté una fuerte presión en la frente.—No es un comentario negativo, Lisette.

Un color adopta su tono en respuesta a otrocolor, tal como pasa con los soldados, con losamigos, con los amantes. Nuestra proximidadnos otorga nuestra plenitud.

Se volvió hacia mí con una sonrisa naturalque desterró cualquier duda que todavíapudiera albergar acerca de su salud mental yfísica. Maxime estaba ganando la batalla.

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Capítulo veintiocho

Mazapán

1946

T ras dos días de búsqueda infructuosa en lamina, llegamos a la conclusión de que nohabía ningún otro cuadro escondido ahídentro. Maxime sugirió que cesáramos labúsqueda. Yo me mostré conforme. No erajusto que él se quedara en casa solo día trasdía, solo porque yo sabía que si iba connosotros hasta la entrada de la mina, seadentraría el también por inercia.

En lugar de eso, acompañados por AiméBonhomme, inspeccionamos la casa del

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alcalde Pinatel. Era obvio que él y su esposase habían marchado precipitadamente porquehabían abandonado un montón de cosas devalor. Si el alcalde había encontrado loscuadros al vaciar la pila de leña, lo másprobable era que se los hubiera llevado conél. Eso quería decir que podían estar encualquier lugar, perdidos para siempre. Llorépegada al hombro de Maxime.

—No es necesariamente el final, chérie —me consoló Maxime cuando regresamos acasa—. Quizás haya sido ese tipo, el alguacil,el que te llevó leña, así que no te enfrentesmás a él, ni tampoco se lo preguntesdirectamente. Si fue un oportunista y topócon los cuadros por casualidad, si pensabausarlos para ascender de posición en el

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Gobierno de Vichy o con los alemanes,pensar que podría ser descubierto podríaempujarlo a quemarlos. Tenemos que actuarcon cautela. Quizá tengamos queinspeccionar su casa.

—¡Uy, no, Max! ¡Eso sería peligroso!—¿Hasta dónde estás dispuesta a llegar

con tal de recuperar los cuadros? Por el biende Francia, o por tu propio bien, deberíanestar en las manos adecuadas. Entérate de sitiene previsto salir de Rosellón algún día.

Accedí con resolución, aunque conreservas.

Intenté pensar en algo divertido paraentretener a Maxime. Coloqué una taza de té

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al revés sobre la alacena de André, justodebajo del cuadro de Cézanne, luego lo cubrícon una servilleta blanca, tal como Cézannehabía hecho con un mantel. Puse las frutasde mazapán en un platito blanco y lodecanté, apoyándolo en la taza. Las preciosasfiguritas de fruta resbalaron. Me afané encogerlas antes de que cayeran al suelo. Maxrio, igual que yo.

—¿Cómo consiguió que las naranjas sequedaran en esa posición? —me interesé.

—Es posible que usara una fuerte resinaque se llama goma arábiga, un aglutinanteque se emplea para que los pigmentos seadhieran al papel.

En el regalo de Maxime, las figuritas demazapán, vislumbré al viejo Max, el Max de

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antes de la guerra, el Max que podía serfrívolo, que disfrutaba con las cosaspequeñas. Aquel era el regalo más grande.

—Veo París en estas frutas de mazapán —dije.

—¿Puedes oír cómo te canta? —preguntóél.

—He oído su canto durante una década.¿Puedes oír cómo Rosellón te canta a ti?

—Sí, un poco. Los «beees» son la melodía,y los cacareos, la armonía.

—Tengo una idea para imprimirle aúnmás viveza a la canción, si es que eso esposible.

Tomé los minerales de ocre que habíacolocado sobre la alacena y salí al patio. Mepuse de cara al estuco agrietado de color

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ocre rosado, que aún estaba húmedo por lalluvia de la última noche previa, y pregunté:

—¿Cómo crees que pintaban los artistascavernícolas?

—Con saliva.—Eso no lo sabes; no estabas allí.Al final, escupí en el mineral, froté la

saliva por la piedra y dibujé una líneahorizontal de color ocre rojo en la pared.

—¡Estoy pintando!—Un fresco —admitió Maxime.Volví a escupir y dibujé una línea paralela

más corta debajo de la primera, luego las unícon una línea vertical en cada punta.

—¡Genial! Un trapezoide. A Cézanne legustaría.

—Es más que un trapezoide. ¡Fíjate! —

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—Es más que un trapezoide. ¡Fíjate! —Volví a escupir e hice que sobresaliera uncono en una punta, y otro cono más pequeñoque partía del mismo ángulo que el primero,hacia abajo—. Es una cabeza, por si no te hasdado cuenta.

A continuación, dibujé cuatro rectángulosestrechos, que descendían del cuerpo y lepregunté:

—¿Qué es esto?—Hummm… Si tuviera cuernos, sería una

cabra.—¡Es Genoveva! —Dibujé dos arcos que

salían de su cabeza hacia atrás, por encimadel cuerpo—. ¡Ven aquí, Genoveva! ¡Tienesque dar el visto bueno a tu retrato!

La cabra se acercó al oír mi llamada, lanzó

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La cabra se acercó al oír mi llamada, lanzóuna rápida mirada y desvió la cara, comouna aristócrata del corral, antes de alejarsecon paso tranquilo.

—Quizá no se reconozca a sí misma —comentó Maxime—. Tal vez esté buscandolas ubres.

—¡Uy! ¡Me olvidé!Dejé escapar una risita y dibujé medio

círculo debajo del vientre, luego añadí lasubres puntiagudas para que Genovevaestuviera orgullosa. La arrastré hastacolocarla delante de su retrato y le mantuvela cabeza recta, para que no pudiera desviarla vista hacia los lados, en un intento deobligarla a mirar.

—Beee —baló Genoveva.

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Maxime rio.—A cualquier nuevo estilo de arte se le

recibe siempre con críticas, al principio. Alos pintores cavernícolas también les pasaba,estoy seguro. Ahora ya sabes cómo se sentíanlos impresionistas.

—¡Mira esto!Escupí en otra piedra.—¿No sería más fácil mojarlas en un

cuenco lleno de agua?—No, escupir forma parte del ritual; es

más auténtico. ¿No lo sabías? Es unaglutinante.

Me puse de puntillas y dibujé una figuraovalada, el cuerpo de Kooritzah boca abajo,en el cielo, con las alas extendidas, las patasoblicuas y el pico abierto.

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—Está cacareando la canción de Rosellón.El acto de crear era adictivo. Maxime

agarró un trozo de mineral, escupió en él, ydibujó un rectángulo largo y muy estrecho,luego añadió una amplia media esfera en laparte superior.

—¡Un árbol!—No, no «un» árbol… cualquiera; «el»

árbol.Los dos nos pusimos a dibujar almendras

en la copa.—¿Qué más? —pregunté.Maxime echó un vistazo a su alrededor y,

con más trazos y saliva, dibujó un grantrapezoide, más estrecho por el lado dearriba, y lo coronó con una pequeña mediaesfera.

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Me acaricié la barbilla como haría unanciano, preguntándome qué podía ser.

—Odio parecer un crítico ignorante, peroasí de cerca es incomprensible y horroroso —dije—. Visto de lejos, es horroroso eincomprensible.

—No está terminado. Ten paciencia —mereprendió Maxime.

Añadió cuatro trapezoides, con losextremos más estrechos pegados a la mediaesfera, apuntando hacia fuera como unasvarillas.

—¡El molino! ¡En todo su pasadoesplendor! ¡Oh, Max! ¡Es exquisito!

—Espera, todavía falta un detalle. —Riodivertido mientras dibujaba un trozo de vallacon algo oval encima de la barandilla—. La

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urraca de Monet. Ahora nuestro fresco es unCézanne, un Chagall y un Monet juntos.

Al día siguiente, sin poder resistir latentación, agregamos algunos pequeñostoques: una flor de lis en el molino, ypezuñas y pestañas a Genoveva. Maximeregresó a París en un estado anímico muchomás alegre que cuando se marchó la primeravez, en su primera visita.

—París —pronunció a través de la ventanadel autobús de Maurice.

—París —repetí yo.

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El convencimiento de que algún díavolvería a ver el Sena, a escuchar charlasanimadas en los cafés, a admirar los bonitosescaparates y a oír la música del acordeón enuna estación de metro, hacía menos opresivala garra de aislamiento y exilio que habíaestado sintiendo y, paradójicamente, mepermitía apreciar más mi casa.

Los días eran más largos; podía disfrutarde nuestro mural infantil con sus figurasgeométricas en el patio, así como delbodegón de Cézanne al atardecer. Medivertía la gracia y el carácter burlón delplato ladeado. Quizás había sido un erroresperar que encontraríamos todos loscuadros juntos entre los dos tablones demadera, debajo de la pila de leña, como si

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aguardaran mi llegada para llevármelos devuelta a casa sin más, en un abrir y cerrar deojos. Si los hubiera encontrado todos juntos,la impresión quizás hubiera sido excesiva. Alo mejor no habría prestado la debidaatención a una pera solitaria. Tenía quevolver a familiarizarme con cada lienzocomo si se tratara de un viejo amigo, sinprisa, hasta hacerle un ladito en mi corazónantes de dedicar la atención a otro cuadro.

Mi mirada iba del bodegón de Cézanne alas frutas de mazapán de Maxime. ¿Por quéno intentaba elaborar mi propio mazapán?En invierno, tendría muchas almendras. Encuanto al azúcar, continuaba siendo unamateria cara. Pero si compraba pequeñascantidades de cuando en cuando y bebía té

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con la miel de Maurice, en lugar de usarazúcar, y lo mismo hacía con el café, enNavidad tendría suficiente para prepararregalos de mazapán para mis amigos. Y,después de eso, Odette podría venderlo en laboulangerie, o Jérôme Cachin podría hacerloen la épicerie. Y, con el tiempo, podría ganarsuficiente dinero para pagarme el billete detren a París.

Mientras tanto, debía encontrar el modode elaborar tintes naturales y probarlos enpatatas blancas. Durante las siguientessemanas, asé las zanahorias a la brasa, raspéy trituré las pieles, y sequé y pulvericé elresiduo. Mezclado con unas pocas gotas deagua, convirtió una patata blanca hervida ypelada en una bonita naranja.

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Experimenté con brotes de acacia paraobtener amarillo, pero le confirieron unsabor amargo a la patata, y la escupí. Fui aApt y encontré hebras de azafrán amarillo enla parada de las especias. Eran caras, perocompré una cantidad ridícula. Necesitabaamarillo para mezclarlo con naranja, para losmelocotones.

Las hojas de mis remolachas destiladasdieron un amarillo verdoso, ideal para lasperas. Herví la remolacha más pequeña quetenía para obtener un zumo de un rojooscuro intenso que me serviría para las uvas.Hice una prueba con una orquídea abeja,pero soltó un malva grisáceo, solo útil parauna ciruela mustia. Los dientes de leónamarillos proporcionaron un pálido color

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orina, y los brotes del heliotropo silvestredieron un morado oscuro, ideal para las uvasnegras.

Recordé que el día que llevé el queso decabra a los refugiados que vivían en elmolino había visto un granado junto a laedificación cilíndrica. Tendría que esperarhasta noviembre para que la fruta dierasemillas y madurara. Estaba segura de que elzumo sería de un rojo rubí intenso, perfectopara las manzanas.

Pero ¿cómo preparar la masa dealmendra? Una tarde, cogí las cuatrofiguritas de mazapán, las metí en la cajita ylas llevé a la boulangerie, donde se las mostréa René.

—¿Has hecho alguna vez mazapán?

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—Sí, en Italia. Masa de almendra yazúcar.

—¿Qué más?—Un par de huevos. Necesitarás crémor

tártaro para estabilizar las claras y conseguiruna textura más cremosa. Para elaborar lapasta con la que recubro la parte superior demis pasteles, uso el poso del proceso defermentación de la uva para elaborar vino.Émile Vernet te dará todo el que necesites.Pero solo has de poner una pizca.

—¿Algo más?—Cuestión de ensayo y error. Y paciencia.

Reuní toda la paciencia de la que fuicapaz, observé cómo las vainas blandas

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verdes de las almendras se volvían duras, ysus superficies se agujereaban como un tapónde corcho. Por fin llegó noviembre, elmomento de recoger las almendras. Talcomo había hecho antes, lancé una cuerdaalrededor de las ramas más bajas y espanté aGenoveva para que se alejara, pero la señorase negó a moverse.

—Te arrepentirás —la avisé, y recordéque Bernard Blanc había pronunciado lasmismas palabras en ese mismo patio.

Agité la cuerda con brío hasta que unalluvia de almendras nos cayó encima, lo queprovocó un «beee» enojado y una inequívocamirada de acritud mientras Genoveva sealejaba dando saltitos.

A continuación, la tediosa labor de

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A continuación, la tediosa labor decolocarlas una a una encima de una piedraplana y descascarillarlas a base de golpes conel mazo de André. Comí la primera y meatraganté con la piel áspera. Tendría queescaldarlas en agua hirviendo para quitarlesla piel. Quemé las cáscaras en el hornillopara calentar el agua, de acuerdo con elprincipio provenzal de que no se tira nada,que todo se aprovecha.

Siguiendo las instrucciones de René parapreparar la masa de almendras, pulvericé lasalmendras escaldadas, calenté el azúcardespacio, agregué el sucedáneo del crémortártaro que me había dado Émile, lo hervídurante tres minutos, puse el cazo en aguafría, lo removí hasta que espesó, agregué las

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almendras sin dejar de remover, añadí lasclaras, seguí removiendo durante dosminutos a fuego lento y, con la ayuda de unacuchara, deposité la mezcla sobre una tablaespolvoreada con azúcar glasé. No me costónada amasarla hasta formar pequeñas bolas,pero el gusto… ¡Bah! No valía nada.

Fui a ver a René.—La masa ha quedado sosa; no sabe a

nada —me lamenté.—Añádele un poco de extracto de

almendra. Jérôme lo vende.—¿Y ahora me lo dices? He gastado

mucho azúcar.Odette me miró con compasión, puso una

baguette sobre el mostrador de vidrio y cogiómi moneda. Me marché desalentada, hasta

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que pensé en intercambiar almendras porextracto de almendra. Me costó muchoconvencer a monsieur Cachin, pero al final loconseguí.

Usé la masa echada a perder parapracticar con las formas y para probar todoslos colores. Formé bolas, las aplasté por unapunta para las peras, dibujé un cráter en laparte superior y en la parte inferior para lasmanzanas, las enrollé hasta formar unafigurita oval para las uvas, las perfilé y alisépara los melocotones. Curiosamente, aquellatarea me recordaba las ranuras que Andréhacía con las gubias y las hojas talladas conlas que decoraba sus marcos. Sentí unaplácida satisfacción

—¡Mira, André! —grité sin poder

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—¡Mira, André! —grité sin podercontenerme—. ¡He tallado un melocotón!

A finales de noviembre, llegó la época derecolección de las granadas, que ya estabanmaduras. Tuve suerte. El árbol junto almolino tenía más de las que podía necesitar.Con la sensación de estar haciendo algoindebido, arranqué tres granadas sin másdificultad; me disponía a arrancar la cuartacuando la puerta del molino se abrió con unfuerte estruendo. Las dejé caer y me escondícon sigilo, segura de que alguien saldría aperseguirme con una horquilla.

No vi a nadie. Esperé un rato, encorvadadetrás de una gigantesca mata de romero. Oí

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otros dos portazos. Asomé la nariz y vi quela puerta se abría y se cerraba sola. ¡Claro!Los molinos de viento se construyen enlugares ventosos.

Regresé con pasos cautos y recogí miscuatro granadas. Pensando que la familia derefugiados quizá todavía viviría allí, llamé ala puerta con unos educados golpes suaves,pero no oí nada. Era una oportunidad que nopodía dejar escapar. Abrí la puerta y coloquéunas piedras para que no se cerrara, cosa queme permitió echar un vistazo al interior. Eraevidente que la familia había estado viviendoen la planta baja, pero no quedaba ni rastrode sus pertenencias. Habían dado la vuelta aun barril para utilizarlo como mesa. Por elsuelo había restos de comida esparcidos:

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latas de sardina vacías, botellas de vino ypatas de gallina. Qué extraño tenía que servivir en una estancia circular, sin ser capazde ver el otro lado de la habitación a causadel mecanismo y la escalera de caracolalrededor de la viga central.

Aparté todos los objetos cubiertos depolvo, ladeé el barril para mirar debajo, le dila vuelta a todos los sacos de harina y lossacudí, pero no encontré nada, salvo unratoncito muerto.

Subí las escaleras a través de cortinas detelarañas. Llegué a un rellano que teníaforma octogonal, donde había una rueda detrinquete que se ensamblaba a otra máspequeña a través de un eje. Moví todas las

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piezas de madera, cada una de lasherramientas.

Una escalera de mano conducía a un pisosuperior. Cuando pisé el primer peldaño, estecedió y se rompió, pero con esfuerzo logréencaramarme. Justo debajo del tejadoredondeado, en un espacio angosto, vi unaspilas de leña, dispuestas de forma ordenada.Bajo la tenue luz, conté las filas para poderdejarlas luego exactamente tal como lashabía encontrado. ¡Estaban apiladas encimade algo que parecía un lienzo! Lo llevé alpiso inferior y lo contemplé a la luz delumbral.

—¡La pequeña fábrica, de Pissarro! ¡Lafábrica de pinturas en Pontoise!

¿Y si alguien me veía salir con el lienzo?

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¿Y si alguien me veía salir con el lienzo?Yo no era la ladrona. ¿Por qué habría deimportarme que alguien me viera? No habíanecesidad alguna de actuar con cautela, perotuve un extraño presentimiento y decidí ir abuscarlo de noche. Lo escondí dentro de unsaco de harina, debajo de un barril queestaba boca abajo, y agarré mis granadas.Me costaba llevar las cuatro a la vez, así quealcé la falda y formé con ella unaconcavidad, las guardé ahí dentro y memarché con paso ligero, con la vista puestaen el terreno para no tropezar, hasta que vidos botas relucientes delante de mí. Medetuve en seco.

—Si quería granadas, yo podría haberlecogido más de las que lleva en la falda.

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El alguacil estaba de pie, en la carretera,con las piernas separadas en forma de V,como un coloso. ¿Acaso nunca me libraría deaquel tipo? ¿Me había visto salir del molino,de una propiedad privada en la que no teníapermiso para entrar?

—Oh…, yo…, yo… solo quería unaspocas. —Intenté mantener un tono cordial,para evitar cualquier enfrentamiento.

—Las enaguas que lleva debajo de la faldason preciosas, pero preferiría verlas en unaalcoba, no en medio de una carretera.

Me mordí la lengua, solté la falda y lasgranadas cayeron al suelo. Me incliné pararecogerlas, y él hizo lo mismo. Nuestrosbrazos se entrelazaron. Me empujó haciaatrás y luego se abalanzó sobre mí; su cara

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quedó casi pegada a la mía. Forcejeé parazafarme de él, hasta que sus ojos se abrieroncomo naranjas. Blanc me miró sorprendido,se levantó, me ayudó a ponerme de pie y medejó marchar.

—¡Que el diablo se lleve a ese hombre! —grité tan pronto como llegué a casa, aliviadade no haberme llevado el cuadro.

Subí las escaleras de dos en dos, me lancésobre la cama y esperé a que anocheciera. Apesar del desafortunado encuentro conBernard, por momentos sentía cierta euforia.Su expresión alarmada parecía indicar que élmismo se había avergonzado de su osadía.

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Esperaba que, a esas horas, todavía sintieraremordimientos.

Tan pronto como cayó la noche, regresé almolino. En la oscuridad que reinaba en elinterior, encontré a tientas el barril y el sacoescondido debajo.

En la carretera, di una patada sin querer aalgo que podría haber sido una granada.Palpé el suelo hasta que la encontré. Lleguéa casa a salvo, con un saco y una granada.

A la mañana siguiente, encontré otro sacode harina en mi puerta: dentro había sietegranadas. Bon Dieu! ¿Dónde y cuándovolvería a toparme con él?

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Capítulo veintinueve

Frutas de Navidad

1946

A rmé La pequeña fábrica en el bastidor máspequeño, lo lavé con agua, tal como Maximehabía hecho con el bodegón, y lo puse en supequeño marco. Antes estaba colgado entrelas dos ventanas orientadas al sur, donde yahabía clavado el cuadro de Marc. Concuidado, saqué el lienzo donde salíamos lacabra, el gallo y yo, y lo volví a clavar en elrincón de la pared orientada al norte, dondehabían estado colgados los cuatro cuadros.

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Lo coloqué cerca de la mesa, para quepudiera mirarlo mientras comía.

Sin embargo, antes de colgar el pequeñoPissarro entre las ventanas, se lo tenía quedecir a Maurice y a Louise. Lo volví aguardar en el saco de arpillera, corrí calleabajo y llamé con golpes enérgicos. Louiseabrió la puerta. Maurice estaba en el salientedel desfiladero, más abajo, donde tenía lascolmenas.

Grité su nombre.—¡Tengo que enseñarte algo!Subió corriendo. En el interior de la casa,

sobre la mesa, cuando por fin conté con laatención de ambos, saqué el cuadro del saco,despacio.

Se entusiasmaron tanto como yo. Me

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Se entusiasmaron tanto como yo. Meacribillaron con una docena de preguntas.

—Te das cuenta de lo que eso significa,¿no? Que cada cuadro está escondido en unsitio diferente —concluyó Maurice.

—¿Y por qué haría eso André?—Por precaución. Si alguien descubría un

escondrijo por azar o porque lo estuvierabuscando, solo encontraría un lienzo.

—Entonces, el resto puede estar encualquier parte. Quizá necesite años paraencontrarlos, a menos que el alcalde Pinateldiera con ellos. En tal caso, sí que estaríanperdidos para siempre. Pero ¿por qué no sellevó estos dos?

—Podrías ser afortunada, como lo has sidocon este —opinó Louise, infundiendo ánimos

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como siempre.—No es mi cuadro favorito, solo es un

insulso edificio cuadrado con una chimenea,pero significaba mucho para Pascal. Es unafábrica de pinturas en Pontoise. Él habíavendido ocres allí; es probable que te locontara, ¿no, Maurice?

—Como mínimo una docena de veces —respondió él, con un resoplido.

Recuerdo lo que Maxime dijo acerca de lasgrandes obras de arte, que tienen el poder decolocar al espectador en un estado de trance,de comunión con la imagen, de modo quellegue a conocerse a sí mismo o al mundocon más claridad. Ahora que miro estecuadro con atención, reconozco unahumildad en esa pequeña fábrica que

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desempeña un papel en el acto de convertirun material extraído de la tierra en algobello. Los colores de las manzanas y de lasnaranjas de Cézanne podrían haberseelaborado justo allí, en ese edificio anodino.

—Hay dos molinos cerca de aquí —sugirióLouise.

—El Moulin de Ferre, a este lado delJoucas, y el Moulin de l’Auro —señalóMaurice—. Este último significa «viento delnorte» en la lengua occitana. Está cerca deMurs.

—¿Me podrías llevar hasta allí?—No corras tanto. No tenemos permiso

para entrar.—¿Quién puede darnos permiso? ¿Solo los

propietarios?

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—Los propietarios o, en su representación,Aimé Bonhomme, pero él deberíanotificárselo al alguacil, que tiene lajurisdicción en todo el municipio, para queBernard no lo interprete como que estamosentrando en una propiedad privada sinpermiso.

¡Otra vez Bernard!—No, por favor, no se lo pidas. No quiero

que el alguacil se entere.—Pues Bernard es la persona indicada.—No, es la persona menos indicada.

Incluso podría ser el ladrón, por lo quesabemos. Y yo he sido brusca con él, así que,aunque no sea el ladrón, estoy segura de queno querrá ayudarme. Iremos sin permiso. Denoche.

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—Estás consiguiendo que mi buenpropósito de ser un chevalier de las carreterasse transforme en algo malo, como entrar enuna propiedad privada sin permiso. Uncaballero andante podía cometer talinfracción por su búsqueda del Santo Grial,pues su motivación era pura.

—Los trovadores cantaron acerca de loscaballeros que pasaron por la Provenza, ¿noes verdad? —pregunté.

Maurice enarcó las cejas.—Los trovadores proceden de aquí, ma

petite! De la tierra provenzal, cuando toda laregión meridional de Francia se llamabaOccitania, desde el Mediterráneo alAtlántico. —Su cara se iluminó con una risita—. ¡Caballería! ¡Amor cortesano, mi señora!

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¡Caballeros que pasaban por los peligros másoscuros por sus castas amadas! Oh là là!Quelle aventure! ¡Avisa a Maxime! ¡Dile quevenga, que vagaremos errantes en una nocheoscura, cuando no haya luna que nos puedadelatar!

—¡Maurice! ¡No seas payaso! —loreprendió Louise—. Estamos hablando de loscuadros de Lisette. ¡Esto no es un juego!

—Tiene razón, Maurice, no es un juego —reconocí yo, pero no había forma de acabarcon sus ganas de bromear.

—¡Oh, mi señora! —gimoteó con un gestoteatral mientras le acariciaba la mejilla aLouise—. ¿Me negaréis el placer de unaempresa tan peligrosa por una causa tannoble?

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Louise frunció los labios con exasperación.—Deseáis que sea caballeroso, ¿no es

cierto? —continuó él al tiempo que asentíapor ella y decía—: Òc, òc.

—¿Qué significa «òc, òc»?—Significa «sí» en la vieja lengua

occitana, que aquí derivó en provenzal —explicó Maurice—, y tiene poderes secretospara encontrar cuadros escondidos.

—¡Qué pesado! —se lamentó Louise—.¡Eres un caso perdido!

—Òc, òc —convine—. Un caso perdido.A pesar de la insistencia de Maurice de

convertir la búsqueda en el molino en unaaventura, y de no estar segura de siencontraría los otros cuadros, aferré elPissarro con fuerza contra el pecho y

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abandoné la casa de los Chevet esperanzada.Al cabo de unos días, escribí a Maxime.

4 de diciembre, festividad de santa Bárbara, 1946

Querido Maxime:Tu dibujo del molino me ha traído buena suerte.

¡Allí encontré uno de los cuadros! Yo solita. Setrata de La pequeña fábrica, de Pissarro. Elhallazgo me ha llenado de esperanza. Hay otrosdos molinos en la zona, que podemosinspeccionar. Por favor, ven cuando haga máscalor y amaine el mistral. Los molinos están ensitios donde sopla mucho el viento. Habrá queinspeccionarlos sin orden de registro, de noche.

Estoy ahorrando para ir a París, aunque mellevará bastante tiempo. ¡Adivina cómo lo estoyhaciendo! Me he inspirado en tu regalo de lasfrutas de mazapán.

Genoveva y Kooritzah Deux te echan mucho demenos, y esperan con anhelo el día de tu regreso.

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Dado que no comprenden que estás haciendo loque tienes que hacer en París, Genoveva se havuelto irascible, y Kooritzah, taciturna.

Joyeux Noël,LISETTE

Después de sellar la carta, saqué mi listade votos y promesas. Caí en la cuenta de queel punto número dos: «Ir a París, encontrarLos jugadores de cartas, de Cézanne», era unapromesa. El punto número catorce sería unvoto:

Ganarme el camino a París.

En mi obsesión por elaborar un mazapánperfecto, me dediqué a pensar en laprocedencia de la materia prima. Exceptopor las naranjas, que provenían de España,

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toda la fruta que Cézanne pintaba habíacrecido en los campos de la Provenza y habíasido comprada en un mercado de Aix. En suscuadros, él usaba los ocres de la Provenza, yahora yo pintaría mi mazapán con plantas dela Provenza. Las almendras eran de mi árbol,que crecía en tierra provenzal. KooritzahDeux, mi gallina provenzal, aportaría loshuevos. Así pues, todo quedaba en casa. Mesorprendí al constatar la importancia que laProvenza había cobrado en mi vida. Yo era,en un sentido más real que por cuestiones desangre, la hija de Pascal.

Empecé de nuevo, preparando porcionesmuy pequeñas para no malgastar losingredientes en caso de que la masa noquedara lo bastante compacta o que el

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mazapán no tuviera sabor a almendra.Preparé los zumos, destilé los restos dezanahoria y apliqué los tintes por encima delas frutas de prueba. Los colores quedarondemasiado oscuros. Aprendí a diluirlos y ausar cantidades diminutas. Era una alquimiade la naturaleza, y yo estaba fascinada;pasaba los días enfrascada en mis valiosasfrutas. La primera vez, le di a un melocotónamarillo pálido un toque del zumo de lagranada color rubí, y lo mezclé con unostoques que hice con la punta del dedo, paraotorgarle un aspecto sedoso y natural. Luegousé el zumo sin diluir para los surcos en lapiel y en el tallo de la fruta. Me sentía comouna artista. Más difícil resultó imitar lasestrías en forma de hilillos rojos en las

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manzanas amarillas. Usé una aguja de pinopara aplicar el color. En el caso de lasgranadas, las barnicé con una capa de colornaranja obtenida a partir de los restos de lazanahoria y le superpuse pinceladas de zumode granada diluido. Dentro de las coronas,usé una gota de zumo de remolacha. Toménotas de mis experimentos y preparémuestras en platos pequeños.

Cuando tuve una muestra convincente, lesllevé una manzana y un melocotón a René ya Odette en la boulangerie.

—¡Qué bonitos! ¡Da pena comerlos! —exclamó Odette, y puso el melocotón en unplato sobre el mostrador.

—Entonces, ¿cómo sabrás qué gustotiene? —inquirió René.

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El panadero dio un mordisco a su manzanay la saboreó, pasándola de un lado a otro delpaladar para impregnarse del sabor. Al final,asintió con gesto de aprobación.

—No le iría mal otro par de gotas deextracto de almendra —me aconsejó.

Para el mercado navideño, el día antes deNavidad, tenía un montón de frutas demazapán listas para vender. Maurice me dejócompartir el tenderete donde vendía la mielde sus abejas. Coloqué las figuritas en hilerassobre una servilleta blanca en un cajón pocoprofundo que había sacado de la mesa yescribí: «20 CÉNTIMOS LA PIEZA» en un trozode papel, que doblé por la mitad, como unatienda de campaña.

A pesar de que hacía frío, en la plaza se

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A pesar de que hacía frío, en la plaza serespiraba un ambiente festivo. La gente,arropada con bufandas, paseaba dispuesta adisfrutar de las viejas tradiciones. Un grupode cantores con velas cantaba Il Est Né, leDivin Enfant.

Cuando alguien se acercaba al tenderete acomprar miel, Maurice le sugería:

—¿Quiere comprar una figurita dedelicioso mazapán que ha elaborado Lisette?

Y cuando alguien se aproximaba paracomprar un par de frutas, yo sugería:

—¿No le gustaría probar la deliciosa mielde lavanda de Maurice?

Ya que el mazapán era uno de los trecepostres que se servían tradicionalmente por

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Navidad, vendí mis pequeñas frutas sindificultad.

Tras tantos días de soledad, eragratificante charlar con la gente del pueblo ydel campo. Madame Bonnelly se acercó a míentre el hervidero de gente, me agarró lacabeza con ternura, con sus enormes manosque parecían las tenazas de un cangrejo, mebesó con una exagerada alegría y compró dospiezas de cada fruta. Para no ser menos, tresmujeres situadas detrás de ella hicieron lomismo.

Sandrine pasó con Théo cogido de lamano. Era un niño precoz que no parabaquieto. Al ver las filas con las llamativasfrutas de mazapán, tiró de Sandrine hacianuestra mesa.

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—Maman, Maman, ¿me compras uncaramelo? ¿Puedo? ¿Puedo, Maman?

Estaba aprendiendo a hablar con eldesparpajo provenzal.

—Solo una, elige la que más te guste —cedió ella.

Su carita se oscureció con una mirada deconcentración mientras señalaba una trasotra, conteniéndose con educación para notocar ninguna de mis diez clases de frutas. Alfinal se decidió por una manzana roja ypronunció una frase perfecta:

—S’il vous plaît, madame, je voudrais unepomme.

Quedé tan impresionada que estuve apunto de regalarle otra manzana, pero noquería ir contra las normas de Sandrine.

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Henri Mitan pidió:—To…, to…, todas las uv…, uvas, s’il vous

plait.Me puse nerviosa cuando Bernard se

acercó al tenderete, Me preparé para soltarun comentario mordaz.

—No sé cuál es más bonita —dijo. Penséque estaba comparando una fruta con otra,tal como había hecho Théo, hasta que eligióuna cereza y añadió—: La cereza o la que hahecho la cereza.

—Si la toca, tendrá que comprarla —avisé.

—¿A la que hace cerezas? Ya es mía.Deslizó el dedo por encima de la fila de

las siete cerezas que quedaban, tocando cadauna de las figuritas. Luego depositó un

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billete de cinco francos sobre la mesa.Mordisqueó una de las cerezas que acababade comprar y concluyó al tiempo que melanzaba una mirada lujuriosa:

—Dulce y suculenta.Luego se alejó a paso lento.—Ese tipo puede convertir lo más

inocente en algo lascivo —murmuré aMaurice.

—Bernard puede parecer amenazador,pero no le haría daño a una mosca —opinóMaurice—. Se toma muy en serio su papel dealguacil. De todos modos, ve con cuidadocon él.

Nerviosa, abandoné la mesa, para queBernard no me encontrara cuando volviera apasar. Deambulé en dirección contraria, por

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donde habían expuesto tallas de santons—santouns en occitano, según decía el cartel—, las encantadoras figuritas de santos ypersonajes navideños de arcilla o maderavestidos al modo provenzal. También vimujeres con el pañuelo blanco con cestas dela compra, jugadores de petanca, pescaderos,pastores, artistas, granjeros, incluso a Renécon un sombrero de cocinero blanco, alpadre Marc con su sotana, y al alcaldeBonhomme, que lucía la faja roja provenzal.Me fijé en una santa que guardaba ciertoparecido conmigo. Me sentí aliviada al nover una figura de arcilla del alguacil. Aquellome habría aguado el entretenimiento.

En una de las paradas de santos, encontréal verdadero Aimé Bonhomme con su faja

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roja. Se acercó a mí con un hombre al que noconocía. Aimé lo presentó como BenoîtSaulnier, el molinero propietario del molinode prensar aceitunas llamado Moulin deFerre.

—Benoît me estaba contando algo que hepensado que le interesaría.

Los dos sujetos se apartaron de laconcurrencia, y monsieur Saulnier me saludócon semblante serio.

—Hace años que no trabajo en el molino.Hemos trasladado todo el proceso deprensado de las aceitunas a los molinos másgrandes en Apt, que lo hacen todo de formaautomatizada. Ya no queda nadie enRosellón; estamos todos en Apt. Yo he tenidosuerte de encontrar un sitio para trabajar en

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un enorme molino con unas instalacionesmodernas. Estaba limpiando el viejo molino,empaquetando todas las cosas que había idoacumulando a lo largo de los años,herramientas, barriles y cajas, cuando vi uncuadro curioso, una pintura infantil de variascabezas.

Contuve el aliento.—No recordaba haberlo visto antes,

cuando trabajaba en el molino, y pensé queera de mi hija. Ella solía jugar allí los días delluvia, pero me confirmó que no era suyo.Puesto que no tenía valor alguno, lo dejé allícuando hicimos las maletas y nos fuimos. EnApt se lo comenté a mi esposa y me dijo quequería verlo, así que me envió de vuelta abuscarlo. —Monsieur Saulnier tragó saliva; la

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nuez se le movió arriba y abajo en lagarganta—. La pintura había desaparecido,madame. Aimé pensó que usted deberíasaberlo. Supongo que debería de habérselocontado antes. Lo siento.

—¿Cuánto hace que la vio?—Dos meses, creo.—¿Puede describírmela?—No era bonita. Había tres cabezas

femeninas, si no recuerdo mal. Teníanbarbillas prominentes y caras estrechas; lastres tenían la nariz doblada hacia un lado.

—¿Estaba en mal estado, el cuadro?—No, madame. Solo era la forma en que

estaban pintadas. Como haría un niño.Tampoco tenían los ojos a la misma altura.

Miré a Aimé.

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—Era el cuadro de André. Estoy segura.¿Estaba cerrado con llave, el molino?

—No, madame; no había nada de valor, asíque me llevé el candado a Apt.

No dije nada sobre quién debía de ser elpintor de la obra. Me limité a darle lasgracias, acepté su disculpa y regresé altenderete.

Por lo visto, alguien estaba cambiando loscuadros de lugar, o alguien estababuscándolos y había encontrado aquel antesque yo. O quizás alguien lo había encontradopor casualidad y había reconocido su valor.Estaba furiosa conmigo misma por no haberactuado antes.

Cuando volvía a casa, me embargó unasensación de premura. Teníamos que

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inspeccionar el otro molino. Quizás elmolinero no hubiera visto el cuadro o, sindarse cuenta, había puesto algo encima. Talvez los otros estuvieran allí escondidos.

En casa, guardé los veintiún francos concincuenta céntimos en la jarra de lasaceitunas. En la parte posterior del cartelitode papel, escribí: «Voto catorce: ganarme elcamino a París». Lo introduje en el frasco.Pero ¿qué eran veintiún francos concincuenta céntimos, cuando había perdido unPicasso o un Modigliani que valíanmuchísimo más?

En Nochebuena fui a casa de los Chevet.Todo el mundo me felicitó por mi éxito en elmercado. Intenté responder con alegría, peroLouise se dio cuenta de que algo iba mal. Me

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susurró al oído que se lo contara más tarde ysirvió la tradicional cena de Nochebuena abase de un caldo de verduras, bacalaogratinado con coliflor, acelgas y apio.

Los invitados colocaron sobre la mesa lostrece postres; el número trece hacíareferencia a Jesús y sus discípulos. Mélaniehabía traído los cuatro mendigos, querepresentaba las cuatro órdenes monásticasmendicantes: pasas de su viñedo para losdominicos, avellanas para los agustinos,higos secos para los franciscanos, yalmendras para los carmelitas. LuegoSandrine puso dátiles y ciruelas secas,ejemplos de las comidas de la región dondehabía tenido lugar la Natividad. Odettepresentó dulce de membrillo y pera, y

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rodajas de calabaza blanca. René habíapreparado galletas con semillas de comino ehinojo, el pan plano de aceitunas llamadopain fougasse, y oreillettes, unas pastitas largasy bañadas de azúcar. El postre número treceera mi mazapán.

Mimi cantó Les Anges dans Nos Campagnes,y todo el mundo se unió en el coro de«Gloria, in excelsis Deo». Yo anhelaba sentir elamor de los ángeles de nuestra campiña, talcomo rezaba la canción. Antes demarcharme, le entregué a Odette las figuritasque habían sobrado, para que las vendiera enla boulangerie, con la esperanza de iniciar unpróspero negocio.

En la misa de Nochebuena, los chicos delpueblo, vestidos de pastores, formaron un

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pesebre viviente. Théo estaba arrodilladojunto a la vaca, cerca del pesebre, para darcalor al niño Jesús. Monsieur Rivet, el notariodel pueblo, el alcalde Aimé Bonhomme, yMaurice, con la cabeza cubierta por un trapoa modo de turbante que se les deshacía acada momento, desempeñaron los papeles delos tres reyes magos. El último bebé quehabía nacido en el municipio, el hijo de unantiguo prisionero de guerra, yacía entre lapaja. Qué alegría más inmensa debían sentirsus padres, al verlo acunado en el pesebre.Me vino a la mente un verso de unvillancico: «Nacido para que el hombre ya nomuera». Consideré que un bebé nacido enlibertad era más importante que un cuadro.Si fuera mi hijo, no me cabría la menor duda.

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Una mujer que llevaba un chal blancoribeteado con puntilla cruzado sobre lospechos, como si fueran unas alas plegadas, seacercó al altar y, con voz angelical, cantóGloria in Excelsis en occitano. De no haberestado angustiada porque quizás alguienhabía encontrado mis cuadros, su voz mehabría elevado del suelo.

Después de la misa, encendí diez velas:para André, Pascal, Maxime, la hermanaMarie Pierre, Bella, Marc, Pissarro, Cézanne,Modigliani y Picasso. Las llamas emitieronun suave destello dorado. Pero ¿quésignificaba encender una vela? Supongo quesignificaba que le estaba encomendandoalguien a Dios. «Pero, si Dios es omnisciente—razoné—, ya sabe mis deseos, y no hace

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falta que encienda una vela pararecordárselos.» Con todo, sentí la necesidadde rezar una oración para cada uno de ellos,una afirmación de mis propias palabras.Pensé que Dios apreciaría ese gesto más quemis velas encendidas, pues era fuente de luzy bondad. Aquel pensamiento me generó unagrata sensación, como de que no debíapreocuparme por ellos. Que no pudieraverlos ni hablar con ellos no significaba queno siguieran con vida.

En casa, con mi propia vela iluminando elbodegón de Cézanne, me senté y me quedémuy quieta, pensando en la mujer quecantaba, hasta que sentí que la paz descendíasobre mí como la caricia del ala de un ángel.Entonces subí a mi habitación, tarareando el

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bienestar que me provocaba el Gloria yrespirando todavía el aroma a incienso de laamistad.

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LIBRO CUARTO

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Capítulo treinta

La corona de ramas de olivo

1946

M e desperté el día de Navidad con laimpresión de que tenía que contarle a Maxque el cuadro de Picasso había desaparecido.Sería más fácil por carta que en persona. Sinembargo, lo dejé para más tarde y salí aordeñar a Genoveva.

Pensé que a ella le gustaría un villancicoen lugar de La Marseillaise, y probé Il Est Né leDivin Enfant, pero canté sin ánimo, por lo queGenoveva no dio leche. Nerviosa por mis

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esfuerzos, me dio un golpe en el hombro yme rasgó la manga con un cuerno.

—¡Para! ¿No ves lo que has hecho? ¿Porqué no puedes ser buena, como antes?

En los últimos meses se había vueltocascarrabias de diversos modos, como, porejemplo, embestir la puerta a cornadas,triturar la leña, derribar la alambradaalrededor del huerto y comerse las lechugas,las coles y las hojas de las zanahorias. Louiseme había dicho que Genoveva habíasobrepasado su utilidad y que deberíallevarla al carnicero. Me horroricé ante talopción, pero ¿qué sabía yo de la cría deanimales? El futuro no se me antojaba comouna bella pintura.

Abandoné mis intentos de ordeñarla y me

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Abandoné mis intentos de ordeñarla y melimité a acariciarle el cuello. Le di las graciaspor la leche y por la compañía, y entré encasa para escribir la carta —cuanto máscorta, mejor— a Maxime. Le referí lahistoria que me había contado el molinero yacabé suplicándole que viniera lo antesposible, ya que era evidente que alguienhabía encontrado el cuadro y que podía estarbuscando los otros; quizás incluso losencontrara antes que yo.

Puse la dirección, el sello, la cerré y ladejé sobre la mesa. De repente, me parecióuna actitud muy poco elegante, escribirle enlugar de esperar a contárselo en persona.André había dicho que Maxime habíamostrado un especial interés en aquel

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cuadro. Mientras tanto, se lo contaría aPascal.

Bajé la cuesta. En la plaza delayuntamiento, canté en voz alta Joyeux Noëla los ancianos que eran lo bastanteincondicionales como para seguir sentados enlas mesas del exterior del café. El aire estabaexcepcionalmente quieto en el cementerio.Al aproximarme a la sencilla tumba de lafamilia Roux, me sorprendí al ver una coronaconfeccionada toscamente con ramas deolivo y bayas rojas que descansaba sobre lapiedra.

—Dime, Pascal, ¿quién ha dejado estacorona? ¿Ha sido Louise? ¿Maurice? ¿Aimé?¿Odette? ¡Qué raro! Nadie me ha comentado

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nada. ¿Y por qué no la han hecho conramitas de pino, en esta época del año?

»Tengo buenas noticias —continué, y leconté que había encontrado el bodegón en lamina y el cuadro de la fábrica de pinturas enel Moulin de Sablon—. Sé que adorabas esecuadro de Pontoise.

Se me formó un nudo en la garganta.—También tengo malas noticias. El cuadro

de las cabezas modernas que trajo Julesestaba escondido en el molino, pero alguiense lo ha llevado. Podría estar en cualquiersitio. Quienquiera que lo tenga podría estarbuscando las otras pinturas. Siento dartemalas noticias. De todas formas, seguirébuscándolos.

No tenía sentido contarle a Pascal lo del

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No tenía sentido contarle a Pascal lo deloficial alemán, así que me arrodillé frente ala tumba y canté: Ah! Quel Grand Mystère.«Rey del universo, que nos devuelve la vidarompiendo nuestras cadenas.»

Apoyé la mejilla en la fría lápida y supeque enviaría la carta al día siguiente, cuandola oficina de correos abriera sus puertas.

Mientras paseaba entre los roussillonnaisdormidos en el cementerio, me vinieron a lamente las palabras de todos los villancicosque conocía. Me puse a cantarlos.

Al final del cementerio, en un saliente deldesfiladero, había una docena de tumbasidénticas en fila, sin nombre. Supuse que noestaban ocupadas, porque las losas verticalesa los pies de las tumbas estaban inclinadas en

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un ángulo torcido. Una no tenía ni losa. ¡Loscuadros podrían estar escondidos ahí dentro!

Me agaché, pero no alcancé a ver el fondodel interior oscuro de la tumba. No mequedaba más remedio que meterme dentro.Uno de los números de la revista Vogue deLouise contenía diseños ilustrados de trajesde una sola pieza y de alta costuraapropiados para descender a los refugiosantibombas. No podía permitirme el lujo delucir un modelito adecuado en aquellaocasión. Eché un vistazo a mi espalda, nohabía nadie, así que me remangué la faldahasta las enaguas y me puse a gatas. Gateécon tanto sigilo como un felino sobre lashojas secas que el viento había amontonadoen el interior de la tumba. En la penumbra,

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me di un golpe en la rodilla contra el cantoafilado de una losa. Debajo de ella, bienpodría haber un cuadro. Deslicé la manohasta la parte inferior de la losa y toqué elpelaje frío de algún pequeño animal rígido.Aparté la mano en un movimiento reflejo ysalí de prisa y corriendo, con la falda alzada.

—¿Buscando huesos?La voz procedía de arriba. Me bajé

apresuradamente la falda y alcé la vista haciaun saliente más elevado del desfiladero. Allíestaba el alguacil, de pie, en el borde, sinapartar la vista de mí, con los brazoscruzados. Reía divertido, aunque no mepareció ver en sus facciones ningún gestoburlón.

—Joyeaux Noël —ironizó.

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Apreté los puños.—¿Por qué siempre me sorprende en los

momentos más comprometidos?—Cuestión de suerte.—Creo que me espía.Él señaló hacia el huerto de olivos situado

a su espalda.—Mi casa está ahí, en medio del huerto.

Estaba examinando qué olivos hay que podarcuando he oído que alguien cantaba, así queme he acercado al borde del precipicio paraver quién podía ser. Papá Noel me ha hechoun regalo: la vista de dos bellas piernassaliendo de una tumba. Qué resurrección másadorable.

¡Uf! Ese tipo siempre conseguíaexasperarme.

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—Por cierto, está sangrando.Me fijé en el rasguño con un hilito de

sangre en la espinilla. Me la sequé con lamano, pero entonces no supe cómolimpiarme la sangre de la mano.

—Se está poniendo perdida. Será mejorque suba y se lave. Además, desde aquídisfrutará de una vista espectacular: Vaucluseen todo su esplendor. Esto está casi tan altocomo el Castrum.

¿Cómo podía siquiera considerar la ideade seguirlo, después del encuentro el día delas granadas? Con todo, recordé el destellode alarma que había visto en su cara cuandome tenía inmovilizada en el suelo; habíacontrolado su arrebato y me había ayudado a

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ponerme de pie. Sin lugar a dudas, era unhombre de impulsos contrarios.

Clavé de nuevo la vista en mi piernaensangrentada.

—Hay un sendero a su derecha, al finaldel cementerio.

Si accedía a subir, ¿se interpretaría comouna muestra de lo que Maxime me habíapedido, que no ofendiera al alguacil?

—La cuesta es muy empinada ytraicionera —comentó—. ¿Tiene miedo?

—¡No!—¿Se refiere a que no piensa subir o a que

no tiene miedo?Vacilé, no muy segura de a qué me

refería.

—Una mujer tan valiente como para

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—Una mujer tan valiente como parameterse en una tumba no debería tenermiedo a las alturas, ni a otros peligros.

Eso era lo último que quería que pensara,que le tenía miedo.

Empecé a subir por el sendero que mehabía indicado y patiné con la dichosa yresbaladiza suela de madera de mis zapatos.Él bajó y me ofreció la mano para ayudarme;me indicó dónde debía poner el pie.

—Desde luego, no es la forma más normalde llegar a su casa.

—No voy a llevarla a mi casa; solo quieroque disfrute de esta espectacular vista.

¿No quería que fuera a su casa para queno viera el cuadro de las cabezas? ¿O todas

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las pinturas todavía perdidas? Tenía queconseguir entrar allí.

Bernard seguía tirando de mi mano paraayudarme. Conseguí trepar hasta arriba.Ahora los dos teníamos las manos manchadasde sangre.

—Pensándolo bien, será mejor que entrepara que pueda lavarle la herida yvendársela.

—No necesito un vendaje, pero sí quedebería lavarla.

Le di la espalda para contemplar desde miposición los escalonados tejados rojos dearcilla de Rosellón. Desde allí, no podía verlos parches sin pintura en las paredes, dondeel estuco de tonos ocres —rosado, salmón ydorado— se había desintegrado o había

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caído. Con cada ventana, tejado y chimeneaa una altura diferente, parecía un pueblosacado de un cuento, con su cúpula de hierroforjado abierta en el campanario, construidaasí para que el mistral pudiera soplar através de ella.

—Es impresionante. —Suspiré—. Comoestar en el punto más alto de la torre Eiffel oen la plataforma del Sagrado Corazón. Nodigo que esto sea como París; solo estoycomparando la emoción de estar en un lugarelevado y con una vista espectacular.

Los viñedos desnudos y los campos defrutales desprovistos de hojas se alineaban enlas laderas, flanqueando Rosellón por amboslados. En el valle, las granjas con sus huertosbaldíos estaban a la espera de que, en

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primavera, los labraran; la tierra era oscuray exuberante como el chocolate. Al fondo,los Luberons.

Caminamos por el perímetro del huerto. Anuestros pies, los escarpados desfiladeros seretorcían bordeando la amplia cuenca con suselevados muros acanalados. Pináculos rojos ynaranjas, pasos sinuosos, estriados por elviento y por los trabajadores de la cantera.

—No baje ahí en verano ni cuando elsuelo esté mojado. Y nunca baje sola. Si leinteresa, yo puedo hacerle de guía.

Dimos una gran vuelta alrededor de sucasa para seguir contemplando el paisaje. Alnorte se podían ver los montes de Vaucluse;a lo lejos, por encima de los cerros, la cresta

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caliza del Mont Ventoux. Y en un saliente deuna colina cercana…

—¡Un molino! —exclamé.—Es el Moulin de Ferre. Un molino para

prensar olivas. Ya no está operativo.El molino donde alguien había escondido

el estudio de las cabezas que luego otrapersona se había llevado. Bernard gozaba deuna vista directa de la edificación. ¿Cómopodríamos entrar ahí sin que nosdescubrieran, para confirmar si monsieurSaulnier no lo había visto y el cuadro seguíaallí?

Miré a Bernard a la cara y le solté:—¿Alguien lo usa o vive allí?—Solo el molinero, pero tengo entendido

que se ha mudado. Lo más probable es que

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se vaya derrumbando poco a poco.Ningún gesto de Bernard revelaba nada.Los pigeonniers y los cabanons de dos

plantas, aislados en los campos, eran tambiénunos excelentes escondites, pero Bernardsería capaz de verme entrando con sigilo encualquiera de los que estaban en aquel ladode la ladera del pueblo, lo que podríaponerlo sobre aviso.

Señaló hacia el noreste, hacia un castilloen ruinas en la cima de Saint-Saturnin-lès-Apt, un pueblo medieval asentado en la zonaboscosa del altiplano de Vaucluse. Me contóque los de la Résistance habían escondido susarmas y explosivos allí y en Gordes; evocó laatrocidad del soldado alemán asesinado amanos de un maquisard.

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—Como represalia, una sección alemana,quizá la misma que había pasado porRosellón, acorraló a los aldeanos y losmasacró en la plaza del pueblo.

—Sí, ya me lo había contado.Escrutó mi rostro como para evaluar mi

reacción. Parecía como si quisiera sacaralguna conclusión de mi gesto, aunque nosabía qué buscaba. Lo único que se meocurrió decir, sin comprometerme, fue:

—¡Cómo debió de sentirse ese maquisard!Bernard zanjó el tema señalando que las

colinas cubiertas de robles eran uno de loslugares más importantes en la región paralos que buscaban trufas.

Tras rodear su propiedad, se fijó en quemi pierna seguía sangrando.

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—S’il vous plaît —dijo con educación.Acto seguido, me hizo pasar delante de él,

en el sendero que conducía a la puertatrasera de su casa. Entramos en una ampliacocina. Abrió el grifo y salió agua.

—¡Agua corriente! ¿Cómo es posible quetenga agua corriente?

—Tengo una cisterna en el tejado. Ytambién un lavabo con un depósito adosadoa la pared para la descarga de agua.

—Debe de ser el único en el pueblo.—Ah, no. Hay varias casas en la ladera

que disponen de tuberías. La del alcaldePinatel, la casa de monsieur Voisin detrás delcafé, el Hôtel de la Poste y las bastides, lasenormes fincas en el valle.

Mantuvo un trapo bajo el grifo y se

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Mantuvo un trapo bajo el grifo y seagachó para lavarme la pierna con él.

—¡Ya puedo limpiarme yo!—¿Qué placer habría en tal acción?Siguiendo el consejo de Maxime de no

ofenderlo, cedí a sus atenciones. Su tacto eradelicado. Se aplicó en limpiar toda la sangre.A continuación, rasgó una tira de un trapo decocina y empezó a vendarme la espinilla.

—Ya está. Vayamos al comedor y siéntesehasta que estemos seguros de que ha dejadode sangrar.

¡Un comedor separado! Sentía demasiadacuriosidad como para no seguirlo; además,me sentía segura. Aquel día, se habíacomportado como un caballero en todomomento.

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Las paredes estaban vacías. Los rayos delsol se colaban por los cuatro ventanales de lacara sur e iluminaban una mesa de roble decasi cuatro metros de largo. En el centrohabía una compotera blanca similar a las quepintaba Cézanne, con unas llamativas frutasde cerámica.

—Deben de ser de Marsella —precisé.Parecía como si la mano de una esposa lashubiera seleccionado—. ¿Hay una madameBlanc?

Él se sentó al otro lado de la mesa.—La hubo. Murió en el parto. Mi hijo solo

vivió unas horas. —Desvió la vista hacia laventana y observó el valle—. Esta habríasido su décima Navidad.

Tragué saliva al pensar en su doble pena.

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Tragué saliva al pensar en su doble pena.Aquella pérdida debió de ser durísima.

—Lo siento —musité.Me parecía extraño sentir pena por ese

hombre. Bernard volvió a mirarme. Supuseque imaginaba que su pérdida me habíahecho pensar automáticamente en André. Laidea de compartir un dolor mutuo, aunquesolo fuera por un momento, parecíaacercarnos.

—He estado pensando —dijo él al tiempoque alargaba los brazos por encima de lamesa—. He estado pensando que quizápodríamos establecer una tregua.

Aquel no era el alguacil que conocía.Tenía que ser cautelosa. Sin embrago, elmisterio de la corona de ramas de olivo me

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pareció súbitamente claro. Los olivos de suhuerto tenían las mismas hojas que las de lacorona.

—Usted ha confeccionado la corona,¿verdad?

—¿Qué tal si nos tuteamos? Creo que yava siendo hora, ¿no? Respondiendo a tupregunta, sí, la corona es mía. Por si decidíaspasar por el cementerio, pensé que sería unaforma de expresar lo que no soy capaz dedecir con palabras. —Se mordió el labio—.He decidido perdonarte. Por el espíritunavideño.

—¿Tú? ¿Perdonarme a mí?—Por tu desquite con la pala, aunque he

de admitir que te provoqué.

Al recordar aquella escena, la profanación

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Al recordar aquella escena, la profanaciónde sus botas, la sorpresa y la rabia cubriendosu rostro, se me escapó una sonrisa.

—Me gustan las mujeres apasionadas —admitió.

—Las salchichas trazaron un arcoimpresionante.

—¿Las encontraste?—Sí.—¿Cómo conseguiste recuperarlas?—No lo hice. Las dejé para los zorros.—Ah, claro. Ninguna mujer «virtuosa»

consideraría la opción de ir en busca de esassalchichas.

Se rio de su ocurrencia, y quizá yotambién lo hice. Era una situación curiosa e

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inesperada. Pero me parecía agradable… ybuena.

—Te admiro. Por adaptarte a la vida tandura de aquí.

Que Bernard se diera cuenta de miesfuerzo me dio cierta dignidad.

Rebuscó en una alacena situada a suespalda y sacó un plano de París; luego loextendió sobre la mesa, entre los dos. ¡Quétonta era por emocionarme con tan solo untrozo de papel!

—¡Oh! ¡El Sena! —Suspiré—. Y la isla dela Cité.

—Enséñame dónde vivías.Me incliné sobre el mapa, deslicé el dedo

desde la punta de la isla a lo largo de laribera izquierda del Sena, como si estuviera

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recorriendo a pie la distancia; luego tomé lacalle Bac en el embarcadero y me alejé delrío cinco bloques hasta el bulevar Saint-Germain.

—¡Aquí! Justo después de las tiendas deantigüedades. La Casa de las Hijas de laCaridad de San Vicente de Paúl.

—¿Un orfanato?—Sí. ¡Qué bonito era! La hermana Marie

Pierre era tan buena conmigo… Me enseñóun montón de palabras. Cuando fuidemasiado mayor para seguir en el orfanato,me instalé en el ala de los empleados. Lahermana me encontró un buen trabajo en laMaison Gérard Mulot, una pâtisserie yconfiserie situada en la calle Seine. ¡Aquí está!Fue allí donde conocí a André, en la esquina

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de la calle Seine con el bulevar Saint-Germain.

»Más tarde, cuando los pintores seinstalaron en Montparnasse, nos fuimos allíporque había más oportunidades para sunegocio; André hacía marcos para cuadros.Solíamos ir al bar Dingo, a la Closerie Lilas ya La Rotonde. A menudo íbamos aquí —señalé—, al Bobino o al Jockey Club, paraoír cómo Kiki entonaba canciones subidas detono, llenas de dobles sentidos. A André legustaban, pero yo prefería oír a Edith Piaf enel cabaré Gerny. ¡Oh! ¡Cómo me gustaba Lavie en rose! Lo admito, a veces me dedico amirar objetos a través de cristales de colorrosa. Esa manía le hacía mucha gracia aAndré. En el Folies Bergère, vimos a

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Josephine Baker actuar en La Revue Nègre,con su provocativa falda confeccionada conplátanos de verdad. Y bailábamos elcharlestón en el sótano de La Coupole, en elbulevar Montparnasse. Nos sentíamoscosmopolitas, bohemios, modernos y chic,todo a la vez.

Mis recuerdos se habían desbordado.Bernard no había dicho ni una palabra. Mearrellané de nuevo en la silla.

—Lo siento, me he dejado llevar por laemoción.

—No, qué va. Hace mucho tiempo que nohabía ni una nota de ilusión en esta casa. Unavoz femenina.

Una pausa incómoda se instaló sobre elmapa y entre nosotros.

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—Te pareces a Kiki, con el pelo corto.—¿Sabes quién es?—Tú adoras París, ¿verdad?—Por supuesto.—¿Más que Rosellón?Tras pensarlo un momento, procurando no

faltarle al respeto a Bernard y seguir así elconsejo de Maxime, le pregunté:

—¿Conoces la canción de JosephineBaker, J’ai deux amours, mon pays et Paris? Supaís era Estados Unidos. Ella los amaba a losdos. Ahora la Provenza forma parte de mí.Podría cantar: «Yo también tengo dosamores, mi pueblo y París». No me pidas queelija.

—Iré a París en primavera, o quizás enverano —anunció él.

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¡Ajá! Justo la información quenecesitábamos. Pero ¿cómo iba a conseguirque fuera más específico?

—¿Tú? ¿A París?—¿Por qué te sorprendes?—¿En abril, mayo o junio?Bernard se encogió de hombros en un

gesto evasivo. Su pecho subió y bajó con surespiración pronunciada. Alargó la mano porencima de la mesa y me estrujó el brazo confuerza.

—Quiero que vengas conmigo.Me sofoqué de golpe. Había expresado

claramente mi deseo de viajar a París, de unaforma explícita. No. Si iba con él, me veríaatrapada en un hotel de París con el hombreequivocado. Sin embargo, podría distraerlo

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mientras Maurice y Maxime inspeccionabansu casa. ¿Mi plan requeriría hacer «eso»?

—Yo… no…, no podría. No puedo. —Mezafé de sus dedos y retiré la silla hacia atrás.

—No te precipites rechazando un regalo.Mi lista. Voto número dos. Ir a París,

encontrar Los jugadores de cartas,de Cézanne.Tenía que dejar a un lado aquella tentación,que era como un hilo de luz que emergía delos penetrantes ojos de Bernard.

—Te lo agradezco. Es muy generoso portu parte. Siempre has sido generosoconmigo, pero no puedo.

—Piénsalo bien, Lisette. Podríamos verlos lugares que adoras. No tienes quecontestarme hoy.

¿Cómo iba a ir con él, si yo quería ver de

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¿Cómo iba a ir con él, si yo quería ver denuevo París con Maxime? Me puse de pie.

—Tengo que irme.Enfilé hacia la puerta de la cocina y me

detuve justo en el exterior. ¿Cómo iba abajar por el desfiladero? Me volví hacia él,por un momento confusa. Bernard meacompañó alrededor de la fachada de su casahasta la parte delantera, y luego hasta unacarretera.

—Piénsalo —repitió. En su rostro sedibujó una sonrisa irregular—. Mientrasintentas meterte de nuevo en lugaresextraños, con sigilo.

Bajé la carretera con paso veloz. Pasé pordelante del cementerio y miré hacia atrás. Élseguía de pie, en el borde del barranco,

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observándome mientras yo huía del París alque ansiaba regresar con todo mi ser,mientras sobre el asfalto resonaba el clac-clac de mis zapatos de suela de madera. Meincliné hacia delante, rígida, para agarrarmeel vendaje que aleteaba. Estaba claro que delejos parecería una mujer completamenteloca.

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Capítulo treinta y uno

Los preparativos

1947

E l día de Año Nuevo, Genoveva meembistió por detrás y me derribó. Aterricésobre una pila de sus excrementos.

—¡Genoveva! —grité sulfurada—. Pero ¿sepuede saber qué te pasa? ¡Te has vuelto unavieja gruñona!

Ella baló como respuesta a mi rabia y sealejó de mí. Aunque la había ordeñado dosveces, se había negado a darme ni una gotade leche.

¡Menuda forma de empezar el año nuevo!

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¡Menuda forma de empezar el año nuevo!Me puse de pie como pude, en medio deaquel horrendo tufo, pero no pude contenerla sonrisa al recordar la mirada deconsternación en la cara de Bernard. Muy ami pesar, me daba cuenta de que empezaba aaceptar el consejo de Louise, pero con elconsuelo de que Genoveva, santa patrona deParís, en un sacrificio supremo, me ayudaríaa pagarme el viaje a la ciudad.

Quizá por su bien, descarté de momento laidea. De todos modos, en París hacía muchofrío en enero.

El efecto de ver el mapa de Bernard meduró varias semanas. Me sentía inquieta,

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ensimismada, cautelosa. En la ciudad delamor, donde los amantes se abrazaban en lospuentes y en las plazoletas, donde el río consus aguas rizadas cantaba dulces canciones deamor, todas las cosas que adoraba podríandesestabilizarme, como una peonza,inclinándome hacia Maxime y luegoalejándome de él, hacia el recuerdo deAndré.

Pero cuando Maxime me escribió paradecirme que no podía ir a Rosellón porqueestaba enfrascado en la labor de encontraruno de los cuadros de monsieur Laforgue,volvió a sugerirme que fuera a París y seofreció a pagarme el billete. Yo no quería nioír tal propuesta, pero me sentía confusa.¿Qué hacer? ¿Quedarme allí y buscar mis

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propios cuadros perdidos antes de que otrapersona los encontrara, o ir a París y estarcon Maxime?

¿Necesitaba ir? Sí. Algún día. En mi lista,mi ansia de ir a París iba acompañada delvoto de buscar Los jugadores de cartas, deCézanne. Pero ¿era correcto ir cuando sabíaque Maxime esperaba ofrecerme felicidad, alo mejor incluso amor? De eso no estaba tansegura. Con mis anhelos en la cuerda floja, lapregunta recurrente de mi lealtad haciaAndré volvió a aflorar a la superficie.

¿Podía un amor perdido persistir cuandono estaba alimentado con nuevasintimidades, nuevos motivos para reír,nuevos secretos que compartir? ¿Podíaseguir siendo fuerte cuando lo único que me

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quedaba eran los recuerdos y los lugaresasociados con ellos? No sería capaz de pasearpor París sin el sabor agridulce que mecausarían aquellos lugares.

A pesar de mis reservas, dije que sí, queiría, y me pareció el mismo «sí» que habíapronunciado espontáneamente en la barca deremos ante André. La diferencia entre milealtad y mi empecinada obstinación no erasólida, sino porosa. Tendría que ir a Paríspara ver mi reacción.

Me enfrasqué en los preparativos confrenesí. Hacía diez años que no me comprabaningún vestido nuevo, desde que me habíainstalado en Rosellón, y el traje granate que

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había lucido en mi traslado al sur proveníade una tienda de segunda mano. Pese a queen su momento una mujer lo habíaseleccionado en una tienda de ropa selecta,cuando lo compré ya estaba un poco pasadode moda. Ninguna prenda de mi armario separecía lo más mínimo a los modelitos de lasrevistas de moda de Louise.

La nueva colección de Christian Diormostraba unas líneas curvas que acentuabanlas cinturas extremadamente delgadas, confaldas largas, un lujo solo a la altura de losbolsillos de la gente rica.

Dior había quitado las hombreras de laschaquetas porque consideraba querecordaban a los uniformes militares. EnMarie Claire, publicada en Vichy durante la

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ocupación, Louise descubrió que los editoresde moda llamaban sin ambages «patrones deviudas» a las faldas confeccionadas a partirde viejos pantalones de hombre.

—No irás completamente a la moda, pero,por lo menos, se notará que la confección noes muy anticuada —apuntó Odette—. ¿Tedesprendiste de todos los pantalones deAndré?

—No, me quedé con dos, unos paratrabajar en el huerto, y otros que son de máscalidad, con una tela de gabardina gris, queson los que André se puso cuando noscasamos. No podía soportar… —Vacilé—.¿Cómo me sentiría, si usara esa tela para ir aver a Maxime?

Odette apoyó la mano en mi muñeca.

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—Han pasado siete años, Lisette.—¿Qué diferencia hay entre usar los

pantalones de André y deshacer su jerseypara confeccionarle unos calcetines aMaxime? —preguntó Louise.

—Eso fue por necesidad. En cambio,ahora…, bueno, ahora sería por vanidad.

—Te equivocas —terció Louise—.También se trata de una necesidad. Necesitasuna falda de gabardina gris para que puedasdarle un doble uso a tu chaqueta granate.

Al final accedí. Me pasé el día siguientedeshaciendo los pantalones de boda de Andrépor las costuras e intentando salvar el hilo,como los recuerdos: el primer beso comomarido y mujer, aquellos momentos decompenetración, cuando reíamos porque

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habíamos dicho lo mismo a la vez. Unanoche, incluso tuvimos el mismo sueño: queéramos pintores, y que él me pintaba a mí yyo a él. Ya no quedaba nada de lo que habíaprovocado aquellos sueños, pero subsistía elplacer y la sensación de máximacompenetración que nos había embargadocuando nos lo contamos.

Mientras pudiera evocar aquellosmomentos, sentiría que no había perdidototalmente a André. Llevar la tela de suspantalones me haría sentir como si él todavíaestuviera conmigo, un secreto que no podríacompartir con Maxime.

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Sería maravilloso poder darle buenasnoticias a Maxime después de las tristesnuevas de mi última carta. Fui alayuntamiento para pedir permiso a AiméBonhomme para echar un vistazo a casasabandonadas.

—Me preguntaba cuándo me lo pediría —respondió Aimé desde su mesa. Apiló lospapeles que estaba revisando, agarró elchaleco y dijo—: ¿Qué tal si vamos ahoramismo?

Había dos casas abandonadas en la calleBourgades, y otra casa vacía por debajo deellas, en un huerto de olivos desatendido.Llamó a la puerta de la primera, lo que mepareció una precaución innecesaria.

—A veces los gitanos se instalan en estos

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—A veces los gitanos se instalan en estosedificios cuando están de paso —explicó.

Entramos con cautela, pero noencontramos nada. Lo digo literalmente,porque no quedaba ni un solo mueble. Se lohabían llevado todo, o lo habían quemadopara alimentar una hoguera. Solo vi unoshuesos de pollo esparcidos por el suelo. Aimédecidió subir solo al piso superior paraprobar la resistencia de los peldaños, quecrujieron bajo sus pies. Tampoco encontrónada.

La segunda casa únicamente contenía laestructura rota de una cama y cristalestambién rotos de las ventanas situadas en lacara norte, donde no habían cerrado lascontraventanas frente a las duras embestidas

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del mistral. La casa del huerto era la queestaba en peor estado. El mistral habíaarrancado varias tejas, y el agua habíainundado una parte del piso superior. Lasvigas de madera podridas crujieron de formapeligrosa cuando caminamos por encima deellas.

Pasamos el resto del día entrando ysaliendo de más casas tristes y ruinosas.

—¿Por qué hay tantas casas vacías? —meinteresé cuando atravesamos el umbralpodrido de otra edificación.

—La gente se desanima. Un inviernodemasiado frío, una primavera sin lluvia, doscosechas maltrechas seguidas, fuertestormentas que lo echan a perder todo,insectos que destruyen las vides,

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enfermedades de los gusanos de seda, y sevan a Apt, a Aviñón o a Aix para probarsuerte en otro trabajo. O se marchan enbusca de una vida más moderna. O quizá setrate de mineros sin hijos que fallecieron, obien hombres solteros, o bien gente quemurió en la guerra.

—¿La casa de Pascal se desmoronaría siyo no estuviera aquí?

—Lo más seguro es que sí, a menos que lavenda. Pero ahora nadie puede comprar.Quizás en una década. Rosellón podríaconvertirse en un bonito pueblo devacaciones, si instalamos tuberías en lascasas, volvemos a estucar las fachadas entodos los tonos cálidos del ocre,establecemos itinerarios seguros, añadimos

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barandillas a las gradas en los desfiladeros deocre, ampliamos el Hôtel de la Poste yabrimos un par de buenos restaurantes.

—¿Es ese su sueño?—Sí, y el de mi hijo. Se podrían derribar

las casas más deterioradas, las que no puedensalvarse, y erigir pequeños albergues.

—Sería un escenario perfecto.—Estamos de acuerdo. Los artistas y

fotógrafos encontrarían un sinfín de temasaquí. Podríamos organizar conciertos en lasala de fiestas o en la cuenca del Sentier desOcres, o expandir nuestro mercado de losjueves para incluir más productosartesanales, como cerámica y objetos demadera, y vender santons todo el año.

Terminamos el día con el permiso del

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Terminamos el día con el permiso delpadre Marc para examinar la iglesia. Solo mefijé en los reclinatorios astillados.

Cansada y desanimada, dije:—Mis cuadros podrían estar en cualquier

sitio, si un gitano los encontró en una de esascasas.

—Si quien los escondió era unroussillonnais que tenía la intención derecuperarlos más tarde, seguro que no loshabría dejado en una casa abandonada quepudieran ocupar los gitanos.

—Pero un gitano podría haberloencontrado en otro sitio y llevarlo a la casadonde dormía —alegué—. ¿No cree que lapersona que encontró el cuadro en el molinode monsieur Saulnier era un gitano?

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—Lo más probable. Pero no se loquedaría. Intentaría venderlo en alguna delas granjas más abajo, en la carretera, o enAviñón o en Aix. Le sugiero que eche unvistazo a los cabanons y a las pequeñasedificaciones situadas en los confines delpueblo. Incluso a los pigeonniers en desuso. Sialguien le pregunta qué está haciendo,responda que tiene mi permiso. No se alejemucho del pueblo. Pídale a Maurice que ledeje su bicicleta.

—Gracias. Seguiré sus consejos.

—Pasa mañana —contestó Mauricecuando le pedí la bicicleta—. La tendré listapara que te la lleves.

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—¿Por qué no ahora? ¿Qué arreglostienes que hacer para que esté lista?

—Necesito prepararla. —Esbozó su risitabobalicona y se llevó la mano derecha alpecho—. Confía en el chevalier de lascarreteras.

Al día siguiente no estaba lista, pero, alcabo de dos días, Maurice resopló con alegríay anunció:

—¡Ya está lista! Había que cambiar lasruedas, pero no hay caucho para ello, asíque…

Sacó la bicicleta del cobertizo de su patioy realizó una reverencia teatral para señalarlas ruedas.

—Voilà!

—Cuarenta y ocho tapones de corcho por

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—Cuarenta y ocho tapones de corcho porrueda. Me los han dado Mélanie y Émile. Loshe ensartado todos juntos con un alambre,como si fueran las cuentas de un collar. Esmás útil que un collar de perlas.

—¿De dónde has sacado el alambre?—De un granjero. Qué pena que esto

suceda en Rosellón, donde extraemos el ocrepara usarlo como agente espesante parafabricar caucho. Y que con tanto ocre todavíabajo tierra no haya caucho… ¡Mira!¡Funciona!

Maurice se montó en la bicicleta, con eltrasero colgando por ambos lados del asientocomo dos buenos jamones. Abrió las rodillaspor completo y pedaleó trazando un círculoimperfecto al tiempo que decía:

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—¿Lo ves? ¡Como en un circo!Se echó a reír y su vientre se agitó con las

carcajadas. Pedaleó más deprisa, cogiendovelocidad; luego sacó los pies de los pedales,los alzó y gritó:

—Oh là là! ¡Mira, Lisette! ¡Allá voy!Durante la guerra se le había apagado su

espíritu de payaso. Era alentador ver cómoemergía de nuevo.

Chocó contra una piedra y estuvo a puntode perder el equilibrio, pero consiguiódominar el manillar hasta frenar justodelante de mí.

—¡Prueba tú! Cuidado con las piedras.Pedaleé con inseguridad. Cada vez que las

puntas retorcidas del alambre tocaban el

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suelo, notaba una sacudida. A más velocidad,más sacudidas.

—¡Es perfecta! ¡Me encanta!Él mantuvo la verja abierta y salí a la

calle. De soslayo, vi a Louise, con ambasmanos en las mejillas; luego me concentré enel callejón con el suelo abultado por lasraíces de los árboles, intentando no arañarmelos hombros con las paredes estucadas de lascasas. Bordeé la esquina sin problemas y memetí en la calle de la Porte Heureuse. Labicicleta botaba sobre los adoquines. Amedida que ganaba velocidad en la cuesta,empezaron a castañetearme los dientes, y memordí la lengua sin querer. Pasé por delantede unas borrosas matas de geranios rojos, endirección al arco gótico. Al pasar junto a la

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pista de petanca, oí gritos. Seguídescendiendo, sin parar, atravesando todo elpueblo, muerta de miedo.

Tomé uno de los caminos rurales de carrilúnico bordeado de cipreses. Los árbolesofrecían una protección natural contra elviento y delimitaban las granjas. Aimé teníarazón sobre los cabanons por otro motivo: elladrón había escondido dos cuadros enlugares que eran característicos de Vaucluse.De ello se podía deducir que quizá podíahaber escondido más cuadros en un cabanono en un pigeonnier. Los inspeccioné todos. Siun cabanon se usaba de vez en cuando,contaba con una mesa rústica, una sola sillade madera, una cama con un enrejado decuerdas, un colchón de paja y una olla. El

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tufo en los pigeonniers era insoportable; lossuelos estaban cubiertos de estiércol que enprimavera se echaría con una pala sobre loscampos de cultivo como fertilizante. Meresultaba imposible imaginar que alguienque valorara mis cuadros fuera capaz demeterlos en un lugar como ese. De todosmodos, los examiné uno a uno. El sitiomenos esperado podía resultar el mejorescondrijo.

Me había alejado bastante del pueblo.Había tomado tantos senderos distintos entrelos viñedos y los campos de trigo que, derepente, me di cuenta de que no estabasegura de cómo volver a Rosellón. Avisté uncabanon elevado y estrecho en las lindes delpueblo, y pedaleé hacia él. Su interior era

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tan rústico como los demás, pero sobre lapequeña mesa había una jarra vacía depepinillos en conserva, con un ramillete delavanda seca. Lo interpreté como una buenaseñal acerca del tipo de hombre queapreciaba la belleza, o, por lo menos, lanaturaleza.

En el piso superior, vi un colchón de pajasobre el suelo, cubierto por una ásperamanta de lana, con los bordes metidos pordebajo del colchón. Levanté la manta y elcolchón. Nada.

Pedaleé de vuelta a casa, tomé una curvaequivocada y estuve perdida por unosmomentos. Tuve que volver atrás. Empezabaa oscurecer. Los días en invierno eran cortos.

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Ya era de noche cuando llegué al pueblo,exhausta, entumecida, desanimada.

Pero todavía me quedaba el aliciente de ira París.

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Capítulo treinta y dos

Por fin París

1947

M aurice me acompañó al andén paratomar el tren de Aviñón a París, con mimaleta y mi bolso de viaje.

—Louise y yo queremos que lo pases bien,muy bien —dijo él mientras me introducía enla mano unos francos doblados.

—¡Ah, no! No puedo aceptarlo.—Mi santa esposa estará muy triste si se

los llevo de vuelta. No querrás que megolpee con la sartén, ¿verdad?

—No, pero…

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—¿O que me despelleje vivo y me hiervacomo una patata?

—No, pero…—¿O que me eche de casa cuando ruja el

mistral, con los calzones puestos como únicaprenda, cosa que me obligaría a bailar lapolca para entrar en calor?

La imagen de su enorme barrigarebotando arriba y abajo era insufrible. Noquería oír ningún detalle más.

—No sigas. De acuerdo. Lo acepto.—Y esto también.Me entregó un trozo de papel doblado que

contenía —supuse— más francos, porque enel papel había escrito: «Para que le compresalgo bonito a Louise».

—Un pañuelo para el cuello —sugirió—, o

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—Un pañuelo para el cuello —sugirió—, oalgo que creas que le pueda gustar. Paramostrarle cuánto la quiero.

—¡Qué tierno, Maurice!No me esperaba aquella faceta de él. Igual

que su ofrecimiento para guardar los trescuadros en su casa durante mi estancia enParís.

En el andén, lancé miradas furtivas acómo iban vestidas las mujeres de Aviñón.Algunas lucían la nueva línea de Dior, perootras todavía llevaban faldas rectas hastamedia pantorrilla y hombreras militares. Mealegré de que Odette hubiera insistido en quela falda que me confeccionó a partir de lospantalones de André llegara justo por debajode la rodilla.

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—Una cosa más. —Maurice me agarró porlos hombros y me miró a los ojos con porteserio, dejando a un lado su aspecto másbromista—. No te contengas. Entrégate alamor. Una nota no es una canción. Solo setransforma en música cuando se combina conotras notas.

Asentí y subí al vagón.Después de que el tren se pusiera en

marcha, desdoblé los francos. Uno de losbilletes era el mismo de cien francos con laesquina derecha rasgada que le había dado aLouise como pago por el corte de pelo lasemana anterior.

Mientras el tren recorría la campiñafrancesa, vi —o imaginé ver— una cabrablanca en cada granja. Maurice se había

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ofrecido a llevar a Genoveva a Apt en miausencia. No me había dicho el lugar, perosabía a qué se refería: al matadero. Yo habíaaceptado. El día anterior, me aseguré de queGenoveva tuviera bastante agua en su cuenco.Quería que sus últimos días en el patiofueran felices. Había brotado pasto fresco,así como los dientes de león que tanto legustaban.

Mantuvimos una buena conversación. Yole di las gracias por haberme dado tantaleche y queso, y por ser una buenacompañera. Ella prometió con una suavemirada en sus ojos que no sería un estorbopara Maurice. Le acaricié el cuello y lacabeza, y ella se apoyó en mí y aceptó mismuestras de afecto. Creo que lo sabía.

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Cuando le di las gracias por proporcionarmelos recursos para ir a París, baló de unaforma triste.

No me gustaba la idea de pagar el billetede tren con el giro bancario de la partida deviudedad, destinado a comida y a pagar lastasas correspondientes a mi casa enpropiedad, pero reemplazaría el dinero conel que Maurice obtuviera por Genoveva. Coneso y con las pequeñas ganancias obtenidascon la venta de mazapán, podría tachar elvoto número catorce de mi lista: «Ganarmeel camino a París». Me lo había ganadoordeñando a Genoveva y vendiendo su queso.Así pues, ahorraba lo que me habría gastadodurante siete años si hubiera tenido quecomprar queso.

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Todos mis músculos se tensaron cuando eltren se detuvo en la estación de Lyon. Diviséa Maxime desde el tren antes de que él meviera. Llevaba un ramo de violetas y mirabacon ansiedad a derecha y a izquierda.Mientras miraba hacia el lado opuesto, meacerqué con sigilo por detrás y le dije:

—¿Soy yo la persona que buscas?Me abrazó al instante. Me besó en ambas

mejillas entre el hervidero de gente quepasaba por nuestro lado a toda prisa. ¿Fuemi imaginación, o los besos eran mássentidos y más tiernos que los quenormalmente se dan dos amigos parasaludarse?

—Sabes que sí. He esperado mucho

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—Sabes que sí. He esperado muchotiempo. Hemos esperado demasiado.

Sentí un cosquilleo en la garganta alpensar que se refería a nosotros dos, peroentonces aclaró:

—Mi madre insiste en que te lleve a casadirectamente. —Recordó lo que sosteníaentre las manos, sacó una violeta y me lacolocó en la solapa—. Estas flores son de suparte.

—Son preciosas, Max, ¿Y tú qué meofreces? —aventuré a preguntar.

—Solo mi corazón —murmuró a lasvioletas.

Incluso el olor húmedo a grasa y a hollín

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Incluso el olor húmedo a grasa y a hollínen el metro me emocionó. ¡Otra vez estabaen París! Tomamos la línea verde hasta LesHalles, donde tuvimos que andar a través delinterminable túnel de Châtelet. El eco de missuelas de madera en las paredes abovedadasresultaba embarazoso. Cuando salimos alexterior, frente al palacio de la ópera,Maxime explicó que su madre trabajaba decosturera en la Ópera de París. Me quedé unmomento inmóvil para admirar la fachadaornamentada del edificio, la fila de arcos deacceso, las esbeltas columnas adosadas a lapared, los medallones y, a ambos lados deltejado, las estatuas doradas de musas aladas.Suspiré con un gran alivio al constatar que elpalacio estaba intacto en todo su esplendor.

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Caminamos por el Boulevard desCapucines, y prácticamente salivé cuandopasamos por delante de la fila de cafés.

—¡Oh! ¿No podemos sentarnos en uno deellos y tomar un café crème? —Suspiré—.Quiero ver cómo discurre la vida en Parísdelante de mí.

—Mañana —contestó al tiempo que con lamano ejercía una leve presión en la parteinferior de mi espalda—. Le he prometidoque iríamos directamente a casa.

Al girar a la izquierda, en la calle Laffitte,gozamos de una extraña vista de la basílicadel Sagrado Corazón, que, desde aquelenclave, parecía como si estuviera montadasobre la iglesia de Notre-Dame-de-Lorette.Cruzamos el bulevar Haussmann y giramos a

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la derecha, en la calle Rossini, una víaestrecha ocupada por edificios de viviendas.

Mientras subíamos las escaleras hasta elcuarto piso, volví a sentirme avergonzadadel clac-clac de mis suelas de madera;además, el sonido sería aún más estridentecuando bajara. Lo primero que tenía quecomprar, quizá lo único que me podíapermitir, era un par de zapatos con suelas decuero.

Madame Legrand nos recibió en elvestíbulo. Alzó los brazos cuando se meacercó, contoneándose sobre unos zapatoscon un tacón de vértigo; me besó con ternuraen ambas mejillas. Se había vestidoelegantemente para recibirme, con una blusade seda blanca con grandes solapas y el

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borde negro, así como con una falda negraacampanada. Llevaba el cabello negropeinado hacia atrás, sujeto en un moño debailarina en la base de su largo cuello; susmanos eran tan blancas como una barra dejabón recién estrenada; sus mejillas eran tanluminosas como el pétalo de un caracolillode olor cuando la luz pasa a través de él; susorejas estaban adornadas con grandes perlas.Todo en ella irradiaba clasicismo puro.Comparada con su elegancia, yo ofrecía unaspecto joven y fresco, con mi corte de peloa lo Kiki. Al anular cualquier fórmula decortesía pidiéndome que la tuteara y lallamara Héloïse, me acabó de seducir porcompleto.

Maxime llevó mis bolsas por el angosto

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Maxime llevó mis bolsas por el angostopasillo. Héloïse y yo le seguimos.

—Dormirás en la habitación de Maxime.Él dormirá en la quinta planta. No hemostenido una criada allí arriba desde que mimarido falleció.

Lo soltó con tanta naturalidad, casi comoun comentario trivial. Me pregunté si algúndía sería capaz de referirme de un modoparecido a la muerte de André.

Las paredes de la habitación de Maximeestaban cubiertas de reproducciones dediversas obras de arte. Me quedé fascinadaante una copia cubista del Sagrado Corazónsobre una maraña de edificios dispuestos enángulos antinaturales en tonos grises. Sobreel armario, en un jarrón de cristal, había una

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única rosa de color melocotón. La colcha desu cama estrecha era de cachemira colorazul.

—El azul del Mediterráneo en un soleadodía de junio —suspiré—, con un marlevemente rizado. Por lo menos, así es comolo imagino.

Héloïse murmuró:—Solo es cuestión de tiempo. Cuestión de

tiempo, y te bañarás en esa agua sedosa delcolor de una caricia.

Me quedé sorprendida al oírle pronunciaruna frase tan evocativa.

Nos sirvió café crème y magdalenas,dispuestas como una margarita en un platode porcelana blanca. El aroma a vainilla merecordó los días en que colocaba pastitas de

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té en forma de concha en el mostrador devidrio de la Maison Gérard Mulot, dispuestasde tal modo que una fila se solapaba con lasiguiente.

Admiré la bonita vajilla de porcelana en lavitrina de madera oscura, con la superficiepulida. André habría sido capaz de identificarla clase de madera y de apreciar susintricados grabados. Intenté examinar condiscreción los dos candelabros de cristaltallado sobre la repisa de mármol negro de lachimenea. Me sentía transportada a otromundo. Me senté con tanta delicadeza comopude en la punta del mullido sofá tapizadocon un diseño de rosas doradas sobre unashojas verde pálido. No quería dejarmeseducir por los objetos de Héloïse, pero no

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tenía ningún reparo en dejarme cautivar porsu personalidad.

Héloïse me preguntó si había tenido unbuen viaje, y Maxime por Maurice y Louise.Esperaba que no mencionara a Genoveva,pero lo hizo. Se me quebró la voz cuandoexpliqué lo que Maurice planeaba hacer.

Héloïse cambió hábilmente de tema yanunció que nos iba a llevar al Au PetitRiche, un pequeño restaurante frecuentadopor las costureras y por el resto del personaldel teatro de la ópera. Después del café y delas magdalenas, y una vez que Héloïse meenseñara fotografías de Maxime en cada unode sus años de vida —para gran embarazo deél—, nos dirigimos al restaurante.

¡Qué sorpresa! Todas las paredes estaban

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¡Qué sorpresa! Todas las paredes estabanadornadas con pinturas de escenas de óperas.Comimos tournedó à la Rossini, solomillo deternera coronado con discos de corazones dealcachofas con sauce béarnaise y decoradocon una rodaja de hígado de oca frito enmanteca. No había probado nada tanexquisito desde que me había ido de París.

Me interesé por su trabajo en la ópera. Mecontestó que no era una première, así quesolo diseñaba para el coro. Le pregunté sidurante la guerra había seguido laproducción de óperas.

—Sí, el ciclo wagneriano del Anillo. —Bajóla voz—. Ver todos los palcos del teatroabarrotados de uniformes alemanes era casimás de lo que podía soportar. ¿Estaba

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contribuyendo a salvar la cultura francesaimpulsando la ópera, o estaba traicionando aFrancia con la producción solo de óperas quegozaban del visto bueno de los nazis? Mástarde, presentamos Tristán e Isolda, tambiénde Wagner. Entre bastidores, en secreto, nosemocionábamos con la soprano francesa quecantaba Isolda.

»Aquello solo era una ilusión falsa yenorme. La canción de Ray Ventura deberíahabernos alertado. ¿Recuerdas, Max? Nosparecía tan divertida…

—«Todo va bien, madame La Marquise.Los caballos han muerto, los establos y lacasa señorial han sucumbido a las llamas, suesposo se ha suicidado, pero no se preocupe,que todo va bien» —recitó él.

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—La cantaban en los cabarés —recordóHéloïse—, una especie de Résistance cómica.La verdad es que mis amigas y yo estábamosabatidas por la destrucción en Montmartre,incluso hasta los mismos muros del SagradoCorazón. Con todo, teníamos que creer quepodríamos resistir contra la ocupación.

—¿Cómo?—De forma subversiva. —Reflexionó un

momento—. Llevábamos pañuelos amarillosy negros en el bolsillo de la solapa paraburlar la orden de que los judíos tenían queidentificarse con estrellas amarillas. La rabiade las costureras.

Empecé a comprender que París no habíasido un refugio de paz.

—En numerosas ocasiones, deseaba estar

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—En numerosas ocasiones, deseaba estaraquí, en lugar de en el sur —confesé—. Si note importa, cuéntame cómo fue la guerra enla capital.

—Una pesadilla. Bandas militaresprusianas desfilando con gran engreimientopor los Campos Elíseos, instaurando laderrota en nuestros corazones al compás decuatro por cuatro. El éxodo también fue unapesadilla; barrios enteros que huían hacia elsur, con las carreteras llenas de gente.

—¿Se te pasó por la cabeza huir?—Ni por un instante. Quizá Maxime

consiguiera regresar. Además, por su bien,consideré que era mi deber mantener vivo elnegocio del arte. ¡Oh, Lisette! El flujo decamiones que llegaban al Louvre y al Jeu de

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Paume con pinturas de todos los confines deFrancia: las clasificaban, las vendían o lasdestruían. Otros camiones llevaban muchoscuadros hasta trenes de mercancías que ibana Alemania. Mi hermana y yo fuimos testigosdel espectáculo con impotencia y horror.Veíamos los cuadros de Klee, Ernst, Picasso,Léger… Tantas obras de arte quealimentaban las llamas en el jardín del Jeude Paume. Sin su arte, París, Francia entera,nunca volverían a ser las mismas.

—Yo me habría puesto a llorar en plenacalle —me lamenté.

—No podíamos permitirnos una muestrade debilidad así. Manteníamos los corazonesblindados, y las cabezas altas, adornadas consombreros rimbombantes confeccionados a

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partir de los sombreros de los maridos o loshijos ausentes, para dar la impresión de queconservábamos la alegría. Como nopodíamos expresarnos con libertad,mostrábamos nuestra resistencia con plumas,lazos y flores de seda; sin embargo, cuandonos encerrábamos en casa, nos costabahorrores vencer el frío y el hambre. A pesarde nuestra rígida alegría ficticia,caminábamos orgullosas delante de lossoldados nazis envueltas en una nube deperfume francés.

¡Qué sutil! ¡Qué indomable!—Convertisteis las calles de París en un

teatro.—Oh, chérie! Las costureras obramos tales

milagros…, pese a la escasez y el

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racionamiento, pese a las restricciones, pesea que no había ya clientela extranjera.Acatamos sin rechistar la norma delGobierno de que el largo de las faldas seacortara hasta cuarenta y cinco centímetrospor encima del suelo, pues creíamos que, concada metro de tela que ahorrábamos,contribuíamos a acelerar la victoria.

»Entretanto, filas interminables desoldados alemanes paseaban su arroganciapor el bulevar con el paso de la oca; loshombres de las SS acorralaban a muchosjudíos, nadie sabe cuántos. Nuestra propiapolicía francesa, bajo las órdenes alemanas,apresaba a jóvenes que salían de lasestaciones de metro para obligarlos aefectuar trabajos forzados en la frontera.

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Nuestros esplendorosos hoteles, el Crillon, elMajestic, el Lutetia, habían caído en manosde los nazis. Pero el Día de la Liberación,estábamos dispuestas a ver cómo ardía elMajestic hasta convertirse en cenizas con talde sacar a los nazis que se habíanatrincherado en el hotel.

»Luego llegaron las ejecuciones reactivasde los colaboradores, de los que se habíanlucrado con el mercado negro, así como delos milicianos que habían torturado amiembros de la resistencia. Nueve milejecuciones sumarias.

—Cuesta de creer…—En aquellos días, estábamos

embriagados por la libertad. Eso alimentó alos extremistas. A las mujeres acusadas de

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collaboration horizontale, de acostarse con elenemigo, se les afeitaba la cabeza paraexponerlas a la vergüenza, aunque muchostenían un gran número de cosas que ocultar.—Agitó las manos como si espantara moscas—. Pero basta de historias tristes. Déjameque te cuente nuestros planes para mañana.

—Por desgracia, mañana me toca trabajar—se excusó Maxime—. Monsieur Laforguequiere que me reúna con alguien que podríadarme pistas sobre el paradero de un cuadro.

—Así que yo te llevaré a las galeríasLafayette. ¿Sabías que Christian Dior hadiseñado una nueva colección prêt à-porter, yque ha decidido venderla allí? Ya verás:interminables restricciones en número debotones, bolsillos, largo de faldas. ¡Adiós a

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las chaquetas cruzadas, a los bordados y a losencajes! A estas horas, mañana, lucirás unvestido nuevo. Para mí será un placerregalarte uno.

—¡Cielos! Pero si apenas me conoces.—Te equivocas. Maxime me lo cuenta

todo.—Eres muy generosa. Más que generosa.—Pasado mañana —intervino Maxime con

una emoción que no podía contener—, tú yyo iremos a pasear por el Sena y tepresentaré a monsieur Laforgue…, e iremosal Jeu de Paume, para ver si…

—¡Si podemos encontrar Los jugadores decartas, de Cézanne!

—¡Exacto!

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Aquella noche, Maxime prolongó ladespedida en el umbral de mi habitación.

—Hacía años que no me sentía tan feliz —confesó.

Me besó con ternura, apenas rozándomelos labios; me cogió la cabeza con suavidad yme invitó a recostarla sobre su hombro.Permanecimos abrazados hasta que estuvesegura de que aquello no era un sueño.Luego entré en la habitación que él habíaocupado desde la inocencia de su juventud.

Por la mañana, Héloïse llenó las tresmanzanas de casas hasta las galeríasLafayette con su exuberancia, explicando quedurante un tiempo abandonó el trabajo en la

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ópera porque no podía soportar la idea detrabajar para que los oficiales alemanes sedivirtieran. En vez de eso, decidió trabajarde adjunta en una sastrería, La MaisonPaquin. Acababan de recibir un encargo paraconfeccionar veinte vestidos para una únicaclienta, así que necesitaban costureras.

—Las esposas de nuestros embajadoresnecesitaban declarar con sus vestidos queFrancia podía haber perdido la guerra, peroque la costura de París seguía siendo laadmiración de Europa. El Gobierno alemánestaba preparándose para trasladar toda laindustria de la moda francesa a Berlín y aViena. Estábamos indignadas. Lucien Lelongse hizo célebre porque los desafió: alinstante, se convirtió en el héroe de todas las

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costureras de París. Yo colgué su respuesta,que apareció en la revista Vogue, sobre mimáquina de coser; la leí hasta que me laaprendí de memoria: «La costura se queda enParís o no irá a ningún otro lugar. Un trajeconfeccionado en París no está realmentehecho de tela; está hecho de las calles, lascolumnatas, las fuentes. Está bañado de vida,de los libros, de los museos y de hallazgosafortunados e inesperados. No es más que untraje; sin embargo, es como si el país enterohubiera intervenido en su confección».

—¿Y los alemanes claudicaron?—¡Por supuesto! Nosotros dijimos: «Sea

quien sea el dueño del mundo, la intenciónde París es confeccionar los trajes de susmujeres».

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—¿Quién encargó los veinte vestidos?Ella frunció los labios.—¡Oh, Lisette! No nos revelaron su

identidad hasta que fueron enviados lostrajes. Fue esa sabandija, Hermann Göring.Me sentí terriblemente engañada. Losalemanes se habían infiltrado en nuestrosnegocios y en nuestras instituciones.Obligaban a artesanos sin empleo a trabajaren la industria alemana. Muy a mi pesar,había colaboracionismo. —Se volvió haciamí. En la piel tersa de su cara se perfilaronunas finas arrugas—. Espero que no mejuzgues por ese incidente.

—¿Cómo podría juzgarte? Ni siquiera séqué hubiera hecho yo en tu lugar.

—Justo después de la liberación, retomé

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—Justo después de la liberación, retomémi antiguo trabajo en la ópera.

Abrió la puerta de cristal y acero de lasgalerías Lafayette. Al instante nos envolvióuna fragancia floral. Balcón tras balcón, diezpisos se elevaban debajo de un círculo deamplios arcos dorados alrededor de unacúpula de cristal.

—Había días en Rosellón en que pensabaque nunca más volvería a ver esta maravilla.

Me sujetó el codo y me guio hacia lasescaleras estilo art nouveau.

—Vayamos directamente al prêt-à-porter deDior.

Sin duda, la nueva colección de Dior eravoluptuosa. Me encantaron los lazos y losvistosos adornos. Héloïse sacó un vestido del

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perchero y admiró su fastuosa falda debailarina.

—Ocho metros, calculo. No me cuestanada imaginarte luciendo esa falda en losCampos Elíseos. Pruébatelo.

—¡Uy, no! Es demasiado…—¿Ostentoso?—Jamás podría ponérmelo en Rosellón.—No te quedarás a vivir en este pueblo

toda la vida, querida. Escoge tres prendasmás. Pueden ser del color que quieras,excepto el gris militar. Y pruébatelas.

Elegí dos trajes entallados y otro vestido.Desfilé delante de ella con las prendaspuestas. Tras comentarlas y compararlas,ambas nos decantamos por uno de los trajes,el de crepé azul. La falda al biés era

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acampanada, tenía el cuello ribeteado conuna cinta de terciopelo negro y una rosanegra de terciopelo en el hombro.

—Es el azul del Mediterráneo, estoysegura —dije.

—Y los ojos de Maxime —añadió ella.

Bajamos por la avenida de l’Opéra, las doscon zapatos de cuero: yo misma me habíapagado mi zapato izquierdo; el derecho habíacorrido de su cuenta. Héloïse llevaba la cajadel vestido; yo una bolsa de compras de lasgalerías Lafayette que contenían mis viejoszapatos con suela de madera, un par demedias y un pañuelo para Louise. Entramosen la calle Pyramides, atravesamos el Jardín

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de las Tullerías y almorzamos un bocadillode salami y anchoas en un banco, a la veradel Sena.

—¡París ha emergido del abismo! —exclamó Héloïse—. La belleza, la gracia y elingenio de siglos que se han ido gestando enlas orillas de este río no han desaparecido. Laciudad está recuperando su vida, y nosotrossomos sus actores y actrices. Tú también.

—¿Yo? ¿Cómo?—El vuelo de tu nueva falda es un acto de

libertad.—Es más de lo que esperaba. Todo es más

de lo que esperaba.—Quiero que sepas una cosa, pero no

quiero decirlo delante de mi hijo. En 1937,

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fuimos a la Exposición Universal y vimosunos cuadros de Picasso.

—Lo sé. Maxime nos lo contó en unacarta.

—Quizás os habló del Guernica. Lo vimosde nuevo en la exposición «Arte yResistencia» cuando él regresó. La pila decuerpos en posturas grotescas en blanco ynegro, como en un noticierocinematográfico, mostraba la emociónhumana más cruda. Contra mi voluntad, mequedé fascinada por el horror. Imaginé a mihijo en aquella escena. Estoy segura de que atodas las madres que visitaron la exposiciónles pasó lo mismo.

»Y La mujer que llora. Una cara torturada,la mujer metiéndose la punta afilada de un

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pañuelo arrugado como un hielo puntiagudoen la boca. Los ojos desorbitados por el marde lágrimas. No te conviertas en esa mujer,Lisette. La pena y la desilusión nos puedendestrozar con la misma fuerza que unabomba, la única diferencia es que nuestravida se erosiona más despacio.

Tras unos momentos, colocó su mano consuavidad sobre la mía, que descansaba en miregazo.

—Lo que Max quiere, yo también loquiero para él; sería capaz de remover cieloy tierra para que lo consiguiera. Con todo,mi honestidad me empuja a confesarte unacosa, aunque no quiero que te angustie. Lanoche antes de tu llegada, Maxime volvió a

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sufrir una pesadilla. No había tenido ningunadurante un año.

Se me encogió el corazón y me quedé sinaliento.

—Yo soy la causa de su pesadilla.—No, es la guerra. El patio de la prisión.

Tú no tienes la culpa de nada. Algunoshombres se tiran a la bebida. Otros sevuelven fríos y reservados. Hay quien vive elresto de su vida con resentimiento yamargura. Podemos dar las gracias de queMax se haya librado de destinos como esos.A veces se muestra melancólico, cuando echade menos a sus compañeros de prisión. Yo nopuedo hacer nada por mitigar esesentimiento de pérdida. He de decirte, sinembargo, que a veces estalla con furia

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cuando piensa que presto demasiada atencióna quehaceres domésticos irrelevantes.

—No me siento capacitada para ayudarle.—Solo has de estar preparada y

comprender que, si se enfurece, no lo hacepara herir tus sentimientos. Trátalo conternura. Eso es todo lo que quería decirte. Sucorazón está receptivo, pero es frágil.

Asentí. Aquella mujer parecía un ángelque me guiaba con alas de acero.

Sin querer, mi voto número siete volvió ami mente: «Encontrar la tumba de André y ellugar donde murió». Lo tacharía cuandoregresara a casa y nunca se lo mencionaría aMaxime.

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Capítulo treinta y tres

París, encore et toujours

1947

A la mañana siguiente, despacio, con sumocuidado, me puse el precioso vestido azul. Oíunos golpecitos en la puerta. Al abrirencontré a Héloïse. Di una vuelta paramostrarle el vuelo de la falda.

—¡Espléndida, Lisette! ¡Qué bien tequeda! Eso significa que disfrutarás de un díaperfecto, la consecuencia natural de la modade París.

En el vestíbulo, Maxime me esperaba.—Oh là là!

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—¿Verdad que es una mujer Dior, la puraimagen de la nueva tendencia?

—Bien sûr. Sans doute. Un retratoadorable, con el cuerpo proporcionado deuna modelo de Dior.

Ahí estaba de nuevo el Maximeencantador que me había tirado los tejostanto tiempo atrás.

—El azul te sienta divino.—Ya, lo dices porque es el color de tus

ojos —bromeé.Luego miré de soslayo a Héloïse, para ver

si había hablado más de la cuenta, pero ellaasintió para mostrar su conformidad.

—¿Adónde iréis primero? —preguntó.—A desayunar a la plaza Saint-Germain.

Luego pasaremos por las galerías de la calle

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Seine hasta que abra el Jeu de Paume.—Puedo ir andando hasta allí —dije,

señalando mis nuevos zapatos.—No, chérie. Estarás de pie todo el día —

replicó Héloïse—. Será mejor que vayáis enmetro.

Los tres salimos del piso y caminamoshasta el palacio de la ópera, donde Héloïse sedespidió de nosotros junto a una puertalateral, antes de irse a trabajar. Maxime y yonos metimos en el metro. Salimos en Saint-Germain.

—¿Qué prefieres? ¿El café de Flore o LesDeux Magots?

—El café de Flore. Quizá tengamos suertey oigamos un debate de los existencialistas.—Me reí de mi comentario—. Sentémonos

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en una mesa fuera, en la terraza, para quepueda ver el espectáculo al otro lado de lacalle, en Les Deux.

Pasé unos momentos hipnóticos,contemplando la esquina llena de vida ymovimiento, absorbiendo su vibrante esenciaencore et toujours. Ahora y siempre, así sería.

—En París, la vida está en los cafés, en lasplazas, en los puentes, ¿no te parece? Sonespacios que nos permiten declarar que laciudad nos pertenece —comenté,inmensamente feliz.

—Es cierto, mi querida erudita.—¿Te atreves a llamarme así, en la ciudad

donde los intelectuales rezuman filosofíasobre sus tazas de café? No, no. Solo intentosuperar el síndrome de sentirme como una

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pueblerina en la capital; por eso luzco untraje parisino.

—Tú nunca has sido una pueblerina,Lisette.

—No me has visto ordeñar una cabra. Alfinal no se me daba nada mal.

—Sí que te he visto. Lo has olvidado.Aquel recuerdo me puso triste. Maxime

apoyó su mano en la mía, que descansabasobre la mesa, justo donde un rayo de sol sefiltraba por un resquicio del toldofestoneado. A pesar de mis enormes ganas deencontrar Los jugadores de cartas y de conocera monsieur Laforgue, nos recreamos en lacalidez del sol y de nuestra mutua compañía.Nuestra conversación era desenfadada, perohabía algo latente que no salía a la luz:

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nuestros pensamientos en los momentos desoledad y qué importancia tenían.

Me atreví a lanzar una pregunta:—¿Estás mejor? ¿Poco a poco vas

recuperando la paz?—Diría que la mayor parte del tiempo sí.

Cuando estoy ocupado con gente en lagalería o concentrado en documentos sobrela procedencia de obras de arte, sí. Perocuando veo algo inesperado que me recuerdala guerra, como una persona con un miembroamputado, caigo en la desesperación por lased que tiene el ser humano de herir.

—No es normal que te dure tanto.—Monsieur Laforgue todavía recuerda

momentos de la Gran Guerra.—Tú no eres monsieur Laforgue.

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—Es verdad, pero tampoco soy el hombreque conociste hace años.

Puse la mano sobre la suya, quedescansaba sobre mi otra mano: una abultadatorre de nudillos.

—Sí que lo eres. Me lo has demostradoesta mañana, cuando he entrado en elvestíbulo. Si a un hombre lo empujan y caeen un lodazal, se llena de barro, perocontinúa siendo la misma persona.

Se quedó pensativo unos momentos.—En mi opinión, ahora eres mejor

persona. Hay que reconocer que todos esosaños de espera nos han servido para quemaduremos, para desarrollar las cualidadesque necesitamos para seguir adelante.

—¿Nosotros? ¿Tú también? ¿Has

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—¿Nosotros? ¿Tú también? ¿Hasencontrado la paz?

—Por supuesto que le echo de menos,sobre todo en las largas noches sin nada másque hacer que pensar. Hay otros momentos,sin embargo, en que me siento bien conmigomisma. Tengo a Maurice, a Louise, a Odettey a su nieto pequeño, Théo. Formamos unafamilia un tanto particular.

—¿Y el alguacil? No vuelvas a echarlemierda en las botas, ¿de acuerdo? Aunquetampoco hace falta que te hagas amiga deél…

Me entró la risa por aquella palabramalsonante. No era propio de Maxime.

—Pues eso es lo que quiere. De hecho,quiere ser algo más que amigo. Me ha

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invitado a ir a París con él. Por supuesto, lehe dicho que no.

—¿Te sentiste tentada a decir que sí?Recordé la corona sobre la tumba, que me

propuso una tregua, como me confundió sugran pesar, cómo compartimos nuestrosrespectivos duelos.

—Por una fracción de segundo, cuandopensé en París. Pero quería estar aquícontigo.

—¡Qué suerte tengo!Dejé la servilleta sobre la mesa, dispuesta

a continuar con el plan del día.—¿Vamos?

El arte en las galerías que había entre las

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El arte en las galerías que había entre laslibrerías de segunda mano de la calle Seineera diverso. Vi nuevas formas artísticas.Empecé a formarme mis propias opiniones.Matisse me gustaba más que Léger oDuchamp.

Ya en la puerta de la galería Laforgue,consciente de mi falta de formación artística,así como de las probabilidades que jugabanen mi contra, tan llena de esperanza como dedudas, atravesé el umbral con paso firme.Sabía que tenía una gran baza en mi bolso.

Un anciano, con su recio pelo plateadopeinado en una onda perfecta desde la frentehacia atrás, estaba hablando por teléfono.Mientras esperábamos, me sentí atraída porlos cuadros de Pierre Bonnard y Édouard

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Vuillard. Las pinturas de la vida en las callesy cafés de Bonnard lograron que, de nuevo,me sintiera parte del majestuoso escenariode París. Maxime explicó que Bonnardsuponía una transición entre elimpresionismo y el arte abstracto. Intentévalorarlo, pero no disponía de suficienteinformación para hacerlo. La muestra deVuillard de vestíbulos, habitaciones y cuartosde baño claustrofóbicos —la vida privadaparisina— me llamó la atención, pero no meimpresionó tanto como las calles de Bonnardy las escenas domésticas íntimas.

Cuando monsieur Laforgue colgó elteléfono, Maxime me presentó como unabuena amiga.

—¿Recuerda que antes de la guerra

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—¿Recuerda que antes de la guerrahablamos de la posibilidad de preparar amadame Roux para trabajar en la galería?

Él se quedó un momento pensativo, comosi le costara recordar un comentario taninsignificante después de todas lascatástrofes que habían acaecido. Apreciémelancolía en sus ojos que sugería laspérdidas que había sufrido. Estaba a puntode decir que no, que no lo recordaba, así queme adelanté y dije:

—Solo estar en esta sala es un sueño y unplacer, monsieur.

—¡Ah! ¿Le gustan los nabis y lossimbolistas? ¿Qué opina de los intimistas? —Abrió los ojos como naranjas—. He visto quelos miraba.

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¿Se dio cuenta de que desconocía talesmovimientos? No me sonaban de nada, eracomo si me estuviera hablando en árabe o ensuajili.

—Yo… Son bonitos. En particular, megustan los colores y los estampados de lastelas.

También me gustaban los desnudos, perome daba vergüenza admitirlo. Pese a mimirada de susto y mi respuesta fútil,monsieur Laforgue me trató con lacordialidad que le dedicaría a un cliente rico.A eso debía de referirse Héloïse cuandohablaba del poder de la costura. Su refinadaeducación me animó a decir:

—Si me lo permite, me gustaría mostrarlealgo que quizá le interese.

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Deposité las notas de Pascal sobre la granmesa, delante de él.

Él leyó las primeras líneas.—¿Cómo ha llegado este material a su

poder, madame?Se lo expliqué. Después le di tiempo para

que leyera el resto.—¿Ha dicho que su abuelo escribió estas

notas?—El abuelo de mi esposo. Sí. Conocía a

los dos artistas y a sus esposas. Intercambióalgunos de los marcos que él hacía por varioscuadros.

Monsieur Laforgue miró a Maxime condisimulo.

—Extraordinario. Si pudiéramosdocumentar este material, podría valer una

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fortuna. ¿Su abuelo guardaba más datosacerca de sus encuentros con los dospintores?

—Solo unas pocas notas. Era un hombresencillo. Pero me contó todo lo querecordaba.

—¿Así que usted conoce lasconversaciones que mantuvo con Pissarro?

—Sé lo que me contó.—¿Y de Cézanne?—Lo mismo.—Escríbalo, madame, todo lo que

recuerde. Maxime, asegúrate de que lo haga.Los recuerdos de primera mano sobre estosdos grandes pintores son de un valorinestimable.

Guardó las páginas en un enorme sobre

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Guardó las páginas en un enorme sobrerígido y me lo entregó.

—Cuide mucho este material.—A lo mejor puedo encontrar más notas

escritas por Pascal.—Fantástico. Guárdelas todas juntas y

tráigamelas en su próxima visita.Maxime le dio unos golpecitos con el dedo

índice en el pecho a monsieur Laforgue ydijo:

—Otro día, cuando la traiga de vuelta,pregúntale por Chagall. Se conocierondurante la guerra, y ella es una experta en suobra.

Le dediqué a Maxime una mirada deagradecimiento por el apoyo.

—Formidable! —exclamó monsieur

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—Formidable! —exclamó monsieurLaforgue.

—¿Por casualidad no sabrá si él y Bellaestán a salvo? No he tenido forma de saberlo—me interesé.

—Llegaron a América sanos y salvos.—¡Oh! Gracias, Monsieur. Estaba tan

preocupada…—De hecho, en el Museo de Arte Moderno

de Nueva York presentaron una granexposición de cuarenta años de su trabajo.

—Me alegro por él.Monsieur Laforgue frunció el ceño de

repente. Me escrutó con su penetrantemirada durante unos segundos. Me sentíincómoda. ¿Acaso me estaba ocultando

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información sobre Marc y Bella? Al cabo deunos segundos, dijo:

—Es posible que guarde algún recorte deprensa. Buscaré en mis archivos.

—Se lo agradezco mucho. Marc, quierodecir, monsieur Chagall, me regaló un cuadroque creo que pintó expresamente para mí.

—¡Sorprendente! ¿Está firmado?—Sí, con las palabras: «Espero que sea una

bendición para ti, Marc Chagall».—Merveilleux, madame! Ojalá algún día

pueda verlo.Monsieur Laforgue nos acompañó hasta la

puerta. Maxime regresó a la gran mesa delpropietario de la galería para escribir unanota. Monsieur Laforgue me comentó en vozbaja, para que solo lo oyera yo:

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—Maxime es una gran ayuda. Dependo desu empuje para no caer en el desánimo.

—Me alegra saberlo. Mi mayor deseotambién es colaborar con su galería,monsieur, aunque solo sea sacando el polvode los marcos.

Él me dedicó la típica tierna sonrisa queun tío regalaría a su sobrina. Alentada poraquel gesto, di una elegante vuelta para queél pudiera apreciar el vuelo de mi falda y salíal exterior seguida de Maxime. Mis zapatosnuevos apenas tocaban el suelo.

Al cruzar el Sena por el puente de lasArtes, la pasarela peatonal de hierro que uníala Escuela de Bellas Artes con el Louvre,

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pude constatar los desperfectos que habíacausado el bombardeo aéreo. A pesar de lasevidencias de la guerra, yo estaba contentacon las noticias de monsieur Laforgue acercade los Chagall. Quizás un día, un maravillosodía, volvería a verlos. Lancé una hoja de unárbol a la corriente del río. Nos apresuramosa colocarnos al otro lado de la barandillapara seguir su recorrido.

—¿Lo ves? Es una señal. Cuando el Senafluye, la vida fluye —concluí.

Caminamos a lo largo del muelle hasta laplaza de la Concordia y la galería nacionalJeu de Paume. Maxime me dijo que solollevaba unos meses abierta.

—¿Has podido visitarla?—Por supuesto.

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En la planta baja había una exposición delos precursores del impresionismo. De ellos,lo que más me llamó la atención fueron lascasitas de pescadores de Corot en Sainte-Adresse. En la planta superior, Maxime mellevó a las galerías de los impresionistas.

—Dejo para el final lo que sé que tantoansías ver.

El brillo burlón en sus ojos me transmitióla esperanza de que Los jugadores de cartasestuviera justo a la vuelta de la esquina.

Casi al instante me quedé fascinada por elcolorido que inundaba las paredes. En lagalería Monet, los reflejos acuosostemblaban, las regatas conferían al Sena unaspecto deleitable y deportivo; nubes devapor se elevaban por encima de la estación

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de tren Saint-Lazare, y una urraca blanca ynegra encaramada en la barandilla de unaverja reinaba con benevolencia sobre latranquilidad de un campo nevado.

—Pensaste en este cuadro aquel día enRosellón, en mi patio, ¿verdad?

Él asintió, absorto.—Me transmite paz.En las escenas de la escuela de ballet de

Degas, unas esbeltas bailarinas con faldas deun material vaporoso sostenían las piernasalzadas en arabescos, practicando en labarra. En los tejados de París, cubiertos denieve de Caillebotte, se palpaba la quietud yla oscuridad. En una escena de unahabitación vacía, los acuchilladores de

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parqué preparaban el suelo de madera pararestaurarlo.

—Una perspectiva inusual —comenté.Maxime pareció satisfecho.Frente a las casitas de Louveciennes de

Pissarro, había las lavanderas y granjerasque habían usado sus valiosos lienzos comodelantales. Todavía indignada, le conté aMaxime la anécdota. Me sentí orgullosa desaber algo que él desconocía.

—¿Lo entiendes ahora, Lisette? Aunque notengas formación académica, dispones deinformación y de una perspectiva que losmarchantes y críticos de arte no siempretienen.

—Solo de tres pintores.

—Pero puedes ampliar conocimientos. Tus

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—Pero puedes ampliar conocimientos. Tussentimientos hacia la pintura son muyprofundos. Y eres curiosa. Yo puedoayudarte. Podemos entablar contacto conpintores. Aquí. En París.

—Antes he de encontrar mis cuadros.Me di la vuelta…, y allí estaban los

tejados rojos detrás de los árboles, muyparecidos al huerto de Pissarro con lostejados rojos.

—De verdad, Maxime. Parece el mismositio que aparece en el cuadro Lostejadosrojos, rincón de un pueblo eninvierno. A Pascalle encantaba por sus cálidos colores.

—¿Te das cuenta ahora del cuadro tanimportante que posees?

—Que poseeré, si lo encuentro.

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Me aferré con emoción al brazo deMaxime cuando entramos en la ampliagalería de Cézanne y admiramos losdesfiladeros escarpados sobre el marMediterráneo en L’Estaque, desde la partesuperior de una alameda, y el paisajecampestre en la desolada pintura La casa delahorcado. Con las explicaciones de Maxime,fui capaz de apreciar más detalles: losamplios trazos de Cézanne; los espacios conuna capa densa de pintura que alternabancon áreas pintadas con una capa fina;reelaboraciones enérgicas, dudas,correcciones.

En dos paredes de la sala había

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En dos paredes de la sala habíabodegones. Manzanas, peras, melocotones,naranjas, incluso cebollas. Una jarrafloreada. Una estatuilla. La misma compoterablanca. La misma jarra verde de aceitunas.

—Fíjate en el largo periodo que abarcanlas fechas de los cuadros. Indican queCézanne estudió toda su vida para dar formaa partir de gradaciones del color —explicóMaxime.

Me di la vuelta: allí estaba.—¡Los jugadores de cartas! —exclamé en un

tono excesivamente alto para una galería—.¡Sabías que estaba aquí desde el principio!

Se rio como un niño travieso.—Dijiste que querías encontrarlo tú solita.

Los dos jugadores de perfil, sentados junto

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Los dos jugadores de perfil, sentados juntoa una mesa, uno frente al otro, estudiandosus cartas con concentración. La botella devino sobre la mesa, puesta entre ellos,dividía la escena en dos mitades simétricas.

—Esos toques rústicos expresan que lospersonajes están en una taberna o en unagranja espartana —apuntó Maxime.

—¿Qué toques rústicos?—La mesa está inclinada hacia la

izquierda. El brillo y la rigidez del mantelsugieren que es un hule, y no una tela dealgodón. Incluso las pinceladas son gruesas.

—¿Eso es malo?—No necesariamente. Nos enseña la

pasión de Cézanne. Aunque sea una

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composición simple, muestra el carácter delos hombres.

—Parecen provenzales, con los pantalonesarrugados, con ese sencillo sombrero delhombre que está sentado a la derecha. Pascaltenía uno con las alas dobladas hacia arriba,como ese, en el mismo tono amarillentotostado. También tenía una chaqueta dealgodón beis. ¡Podría ser él!

Mis palabras fluyeron sin que pudieracontenerlas:

—Justo antes de morir, me dijo que habíaposado de modelo para ese cuadro. Yo penséque era un sueño o una fantasía, pero podríaser cierto, ¿no? Él cuando era joven. Elmostacho caído de Pascal debió de sercastaño, como el de este hombre, debajo de

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la nariz puntiaguda. Tenía las cejas máscortas que el ancho de los ojos, igual que enel cuadro.

—Probablemente nunca lo sabremos.—¿Hay alguien a quien podamos

preguntar?Maxime sonrió con indulgencia.—Me informaré.No importaba lo que descubriera. Mi

corazón me decía que era Pascal. Aquel erael cuadro que había ido a comprar a Aix. Eljugador de cartas era él. Algún día se lo diríaa monsieur Laforgue.

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Capítulo treinta y cuatro

Alada y victoriosa

1947

A l día siguiente, Maxime y Héloïse teníanque trabajar, así que elegí varios puntos dela ribera izquierda que quería visitar sola. Enla plaza Saint-Michel, pasé por delante de lasfloristas, los carros de fruta, los vendedoresde postales, y me detuve ante un anciano quevendía juguetes artesanos de madera. Elegípara Théo un bilboquet, un juego queconsistía en una copa pegada a un mango demadera y una pelota atada a un cordel. El

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hombre se divirtió enseñándome la técnicapara meter la pelota en la copa.

Paseé relajada por Saint-Germain-des-Prés,el barrio donde me había criado. Compré unpain au chocolat en la Maison Gérard Mulot.La bella dependienta parecía casi una niña,aunque la verdad es que yo también teníaesa edad cuando despachaba en esa mismatienda. Le pregunté a la propietaria si miamiga Jeannette, que aseguraba ser de etniagitana, todavía trabajaba allí. La mujertorció el gesto y dijo que no. Jeannette sehabía largado con un soldado alemán ynunca más tuvieron noticias de ella. Por unmomento, me quedé boquiabierta. ¿Lahabrían pillado? ¿Le habrían afeitado la

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cabeza? Cuando salí de la tienda, me invadióun sentimiento de pena.

La esquina del bulevar Saint-Germain y lacalle Saints-Pères, donde André, un perfectodesconocido, me había ofrecido su paraguascon galantería, abrió la puerta a un cúmulode recuerdos entrañables: con qué gentilezame invitó a proseguir la marcha desdeaquella esquina, cuyas piedras en la paredestaban tan erosionadas —y seguían igual—;el brinco que me dio el corazón cuando,después de pasar por allí una docena detardes, divisé su sombrero negro levementeinclinado; la emoción que sentí cuando mereconoció, sonrió y se dirigió hacia mí conpaso presto mientras yo permanecíapetrificada, y con su cálida voz se burló:

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«Esta vez no la dejaré escapar»; la suavidadcon que me abrió la puerta de Debauve etGallais, en la calle Saints-Pères, la elegantetienda del legendario chocolatero de sumajestad Carlos X, donde los bombones seexhibían como si fueran joyas, no para serdegustados, sino solo admirados; lainvitación de André a elegir algunosbombones para llenar la delicada cesta queme entregó, sin saber que yo trabajaba en lapâtisserie et confiserie rival, a pocas calles deallí; aquel primer largo paseo por losmuelles; aquel primer café crème en el Boisde Boulogne, donde me contó que eraenmarcador y oficial en el gremio deencadreurs, y donde descubrimos queninguno de los dos tenía hermanos, que a él

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lo habían criado sus abuelos, y a mí, unamonja. En medio de aquel sueño, como unhilo mágico de algodón dulce, tenía ladeliciosa sensación de que caminábamos bajoun arcoíris y que nos estábamosenamorando.

Al aproximarme a la casa de las Hijas dela Caridad de San Vicente de Paúl, en la calleBac, me entró el pánico. ¿Y si habíanbombardeado el edificio? Aceleré el paso, sinpoder apartar a la hermana Marie Pierre demis pensamientos. No podía contar todas laspalabras que me había enseñado, ni cuántasveces me había golpeado los nudillos con unacuchara por morderme las uñas. Llevaba lacuchara atada a un cordel, escondida entrelos pliegues de su hábito, solo para tal

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propósito. Yo solía burlarme diciéndole quelo que en realidad pretendía era robar todala plata del orfanato.

Una vez, de vuelta después de dar unpaseo, se me ocurrió decir que las carasgrabadas en el Pont Neuf eran feas. ¡Menudoerror! Me obligó a ir todos los días al puentedurante una semana, hasta que fui capaz deexpresar con absoluta claridad qué era lo queme parecía horrendo de aquellos rostros.

—Si de verdad son tan desagradables —alegó—, has de poder explicar su fealdad. Novale decir simplemente que son feas yquedarte tan ancha. Explícame lo que ves.

Al cabo de una semana, le presenté miinforme:

—Son grotescas y exageradas. Algunas

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—Son grotescas y exageradas. Algunasfruncen el ceño como reyes mezquinos, otrasgritan como monstruos, otras te miran conojos desproporcionados como moscas.Algunas tienen las orejas puntiagudas comoel diablo, o cuernos como un carnero. Todasson diferentes, y todas son feas —insistí.

—De acuerdo —aceptó—. Dime otrapalabra que signifique «diferente».

Sabía que me estaba conduciendo haciauna conclusión que no quería admitir.

—Individuales —contesté.—Muy bien. La individualidad es una

cualidad más que bella.—¡Me has engañado!

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La Casa de las Hijas de la Caridad de SanVicente de Paúl no estaba dañada. Seguía taly como la recordaba. Encontré a la hermanaMarie Pierre en la sala destinada al público,donde los padres podían visitar a los niñosque habían abandonado. Nos abrazamos alinstante.

—¡Bendita seas, pequeña! Había perdidola esperanza de volver a verte. —Sacudió lacabeza; las puntas de su cofia blancaalmidonada se movieron a ambos lados de sucabeza.

—Lo mismo digo.Me guio hasta un banco y nos sentamos

juntas. Su belleza, su gentileza y sus mejillasteñidas de rosa no se habían marchitado.

—Virgen santa, siempre estabas haciendo

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—Virgen santa, siempre estabas haciendopreguntas; siempre preguntando cosas: «¿Porqué llevas ese hábito azul grisáceo? ¿Nopreferirías ir vestida de color rosa, enverano? ¿A Dios le importa cómo vestimos?¿Cómo sé si a Dios le importamos? Si yo leimporto, ¿por qué permitió que mis padresme abandonaran? ¿Veré el día en que unhombre me amará?». Y, durante todo esetiempo, yo te amaba con todo mi corazón.

—Lo sé. Siempre lo noté. Fuiste como unamadre para mí.

Me cogió de la mano.—Y tú, como una hija para mí.—¿Te acuerdas de mi marido, de André?

Murió en la guerra. Hace siete años que soy

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viuda. Ahora creo que hay otro hombre queme ama. Es su mejor amigo.

Sin perder ni un momento, le conté cómohabía sido mi vida en la última década,incluidas cosas como la muerte de André, laspreocupaciones de Maxime en el campo deprisioneros y mi amistad con él.

—El afecto que siento por él es cada vezmayor, crece como un pozo sin fondo. Casime da miedo pensar dónde acabará nuestrahistoria. Tengo miedo de lo que Andrépodría pensar.

Ella me escuchó con atención, inclinadahacia delante, con las manos entrelazadassobre el regazo, como si estuviera rezandopara saber qué decir. Siempre había sido así.Siempre me escuchaba.

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Reuní coraje.—¿No es correcto que vuelva a

enamorarme?—Lo que no es correcto es que no te

enamores, bajo ninguna circunstancia,incluso en las que me acabas de referir. Lapena puede paralizar a una persona. Nosucumbas a tal tentación. Ama con todas tusfuerzas y todo tu ser, Lisette, sin exigencias,sin expectativas de ser correspondida.

—Pero creo que lo soy.Ella asintió.—Eso está bien. Me alegro por ti. Pero el

amor ha de ser discreto. Y requierehonestidad y acción. El dolor puede serobcecado, frívolo, y conducirte a confundirotro sentimiento por amor, para calmar el

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vacío que te invade. Sin embargo, si sientesalegría cuando realizas algo altruista por él,y no te importa hacerlo tanto en secretocomo delante de la gente, entonces esaalianza está forjada con el metal de laverdad.

—¿No te parece extraño o erróneo que apartir de algo tan horrible pueda surgir algotan maravilloso y adorable?

—No. Es la piedad de Dios. Esa clase deexperiencia une a la gente. Confía en ella.

Me acarició y me dio unas palmaditas enel brazo. Era su gesto habitual para infundiránimo.

—¿Sabes por qué estoy aquí? —mepreguntó.

—No.

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—Porque no podía confiar en mí mismaahí fuera, en las calles de París. Susmaravillas y su belleza sobrepasaban ladiscreción. Resultaba demasiado tentador.Por eso te enviaba a hacer recados por mí.

—¿Quieres decir que…? Pensaba que meenviabas porque tenías una lesión en los pies.

—Puedo caminar sin problemas, pero túnecesitabas aprender a caminar por las callescon discreción y con todos los sentidosalerta, para extraer tus propias conclusiones.

—Pero qué sacrificio…—¿Acaso no nos sacrificamos por nuestros

hijos? Tal como he dicho, el amor requiereacción.

—Sí, pero… —Procuré contener miestupor—. Me ayudaste a desarrollar una

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buena conciencia. Y me enseñaste a ver.—Te enseñé a recurrir a la descripción y a

la metáfora. Te enseñé a apreciar la belleza.Le besé la mano.—Te quiero mucho.—El Señor está contigo, Lisette. Puedo ver

su más generoso regalo en tus ojos: laluminosidad de la estrella del alba.

—Lo que provoca tal brillo debe de ser elamor.

Mi siguiente parada sería la calleVaugirard, número 182, en Montparnasse. Ladirección en el trozo de papel de MarcChagall, que imaginaba que supondría mipuerta de acceso al mundo del arte, quizá

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con la opción de trabajar de asistenta en unagalería de arte, si monsieur Laforgue no meaceptaba en la suya, o de vendedora demateriales de artes plásticas, o de ama dellaves de un pintor, o incluso de modelo. Conmi vestido mágico azul, agitando la faldapara lucir todo su vuelo, aferrando el trozode papel, caminé con paso firme haciaaquella calle con el objetivo de conocer porfin mi destino. Quizás el amigo de Marcpodría decirme dónde vivían los Chagall paraque pudiera escribirles y contarles hasta quépunto apreciaba el cuadro de Marc. Siregresaban a Francia, quizá podría incluso ira visitarlos un día.

Desde San Vicente de Paúl, tomé elbulevar Raspail y me detuve en la esquina de

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la calle Sèvre para rendir homenaje al HôtelLutetia, el esplendoroso edificio que habíahospedado a los prisioneros que regresabande la guerra después de expulsar a laGestapo, el edificio donde Maxime habíaempezado su recuperación. Su bonito balcónde piedra redondeado con vistas a unbullicioso cruce lo convertía, a su vez, enotro singular superviviente en París.

Ya en la calle Vaugirard, pude apreciar losenormes boquetes que habían dejado lasbombas y los edificios dañados entreestructuras que estaban siendo reconstruidas.Empecé a buscar la dirección, cada vez máspreocupada porque, cuanto más meadentraba en la calle, más evidentes eran lasseñales de destrucción. El edificio del

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número 164 estaba intacto; el 168,parcialmente intacto; el 174 era una carcasavacía, sin fachada ni tejado; el 182 y el restode la calle habían desaparecido. Me fijé enlos restos de un cartel con un hombreenterrado entre los escombros. Volví aguardar el papel con la letra de Marc en elbolso. Lo guardaría, como un gesto generosode un famoso pintor.

Sin nada más que hacer, enfilé hacia lacalle Rennes, que quedaba justo unamanzana por encima, donde André y yohabíamos vivido, en la esquina con la calleVaugirard. Me maravillé al constatar quenuestro edificio permanecía intacto, mientrasque otros estaban en ruinas o los estabanreconstruyendo.

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Deambulé por Montparnasse como unaflâneuse, una observadora social,contemplando cómo París resurgía de suscenizas, saludando con palabras de gratitud ayeseros, albañiles y obreros con palas. Medetuve a reflexionar en La Select, en elbulevar Montparnasse. Me serví leche de unadiminuta jarra en mi noisette y concluí que elhecho de que cualquier persona o cualquieredificio hubiera quedado ileso, cuando eledificio o la persona de al lado no habíansobrevivido, se escaparía siempre a lacomprensión humana.

No iba a permitir que la oportunidadperdida del número 182 me hundiera lamoral. Había otras formas de acceder almundo del arte. Además, aún no era el

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momento adecuado. Todavía tenía queencontrar cinco cuadros en Rosellón yredactar las notas para monsieur Laforgue.

Después del trabajo, Maxime llegó a casacon el semblante sombrío.

—¿Qué pasa? —le pregunté.Señaló hacia el sofá del vestíbulo. Me

hundí entre los cojines. Él desdobló unrecorte de un periódico de París y lo dejósobre mi regazo. Estaba escrito por MarcChagall.

19 de octubre de 1944

A los artistas de París:

Hace treinta y cinco años, como miles de otros

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Hace treinta y cinco años, como miles de otrosjóvenes, llegué a París para enamorarme deFrancia y estudiar el arte francés.

En los últimos años, me he sentido muydesdichado por no poder estar con vosotros,amigos míos. Mi enemigo me obligó a tomar elcamino del exilio. En aquel trágico viaje, perdí ami esposa, la compañera de mi vida, la mujer queera mi inspiración. Y todo porque no pudeencontrar una medicina muy simple, porque todoslos suministros se habían enviado a los aliados enel continente. Por eso, Bella fue una víctima de laguerra, igual que un soldado caído en combate.Quiero decirles a mis amigos de Francia que ellaestá conmigo en esta nota de gratitud; ella, queamaba Francia y el arte francés con tantadevoción. Su última alegría fue la liberación deParís.

En el transcurso de estos años, el mundo estabaansioso por el destino de la civilización francesa,del legado del arte francés. La ausencia de

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Francia parece imposible, incomprensible. Hoy elmundo espera y cree que los años de penuriacontribuirán a ensalzar el espíritu del arte francésde un modo más profundo, si cabe, más digno quecualquier otra época de grandes obras artísticasen el pasado.

Me inclino ante el recuerdo de aquellos que handesaparecido y de aquellos que perdieron la vidaen la batalla. Me inclino ante vuestro esfuerzo porseguir adelante, ante vuestra lucha contra elenemigo del arte y de la vida.

Ahora que París ha sido liberada, cuando el artede Francia ha resucitado, el mundo enterotambién se liberará de una vez por todas de losenemigos satánicos que querían aniquilar no soloel cuerpo, sino también el alma, el alma, sin laque no hay vida ni creatividad artística.

Mis queridos amigos, Bella y yo estamosagradecidos al destino que os ha mantenido asalvo y que ha permitido que la luz de vuestroscolores y de vuestras obras iluminen el cielo

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ennegrecido por el enemigo. Que vuestros coloresy el esfuerzo de vuestra creatividad tengan elpoder de volver a generar calidad y una nuevacreencia en la vida, en la vida de verdad, enFrancia y en el mundo entero.

La copia se tornó borrosa, me temblaronlos dedos y lloré.

Max me cogió la mano.—Lo siento mucho. Sé cuánto la querías.—Él la adoraba.—De eso estoy seguro.—¿Cómo es posible que haya pasado algo

así? Después de todo lo que pasaron… Es taninjusto.

Max me acunó entre sus brazos.—La vida no siempre es justa.

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Durante los siguientes días, Maxime hizotodo lo que pudo por animarme y sacarme deaquel mar de aflicción. Paseamos por París,haciendo las mismas cosas que André y yosolíamos hacer. Remamos en el lago del Boisde Boulogne y Maxime cantó una barcarola;bailamos en el Bar Américain, en el sótanode La Coupole; montamos en el carrusel dela plaza Abbesses, en la zona baja deMontmartre, y me emocioné mucho al verque estaba intacto. En el funicular que subíahasta el Sacré Coeur, Maxime me rodeó consus brazos para que no perdiera el equilibrio,y bromeó diciendo que su intención no eramanosearme.

Mientras recorríamos todo el perímetro dela isla de la Cité, Maxime señaló los agujeros

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de las balas en la Conciergerie, la famosaprisión de la Revolución, donde los résistantsde los tiempos modernos habían iniciado labatalla que había liberado París. Nosmostramos solemnes, respetuosos. En estaocasión, no se mostró taciturno. Lointerpreté como la señal de que por fin seestaba liberando a sí mismo. Quizás habíallegado el momento de que yo hiciera lomismo.

Insistí en que subiéramos la largaescalinata Daru en el Louvre, con pausas acada paso para apreciar la magnífica estatuade mármol de la Niké de Samotracia, alada yvictoriosa. Su dominadora presencia, porencima de los trescientos metros de altura,montada sobre un elevado pedestal, exigía

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que alzáramos la vista con adoración. Estabasegura de que podía sentir cómo el viento seenredaba en sus finos ropajes.

—¡Qué gran victoria, cuando pudieronsacarla de su escondite! —Maxime suspiró—.El 3 de septiembre, el mismo día que DeGaulle declaró la guerra. Los voluntarios nosamontonamos para ver, conteniendo elaliento, cómo la subían por las escaleras.sosteniéndola con unas fajas, y la colocabanen posición vertical con ayuda de cuerdas.Tiene más de veinte siglos de antigüedad.Me alegro de verla de nuevo en el sitio quele corresponde, sin haber sufridodesperfectos.

En el Musée Rodin, nos quedamoshipnotizados delante de las dos estatuas de

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mármol entrelazadas de El beso. Una pareja,cada miembro con el mismo ardor; en lacúspide de la pasión, permanecerían castospara siempre.

En un banco de piedra junto a la puertadel museo, Maxime y yo tuvimos la mismaidea: representar la escena instintivamente,sin palabras. Mi brazo se enredó alrededorde su cuello; su mano agarró mi cadera.Acercamos las caras; nuestros labios estabana punto de rozarse, imitando el amor eternode los amantes de Rodin en nuestra quietud.Mantuvimos la pose, esperando que lostranseúntes adivinaran nuestro número deteatro, que, en realidad, no era del todoteatro. Una pareja de ancianos que salían delmuseo cogidos de la mano se pararon y

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cuchichearon, mirándonos con interés.Primero rieron con discreción, luegoestallaron en una sonora y contagiosacarcajada. Los cuatro no podíamos parar dereír. Formábamos parte del teatro que eraParís.

En el resto de nuestras actividades, Andrénos acompañó como una sombra fiel. Unapresencia amable, que no nos hacía sentirculpables ni incómodos. Pensé que debía darlas gracias por ello a la hermana MariePierre y a Maurice. Pero nuestro momentode imitar a los amantes de Rodin fue solonuestro.

En la cena de mi última noche en París,

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En la cena de mi última noche en París,Héloïse nos llevó a Le Procope, el café másantiguo de la ciudad, en Saint-Germain.Numerosas veces había pasado bajo su cartel,que anunciaba que llevaba abierto desde1686, pero nunca había puesto el pie en elumbral. Avanzamos por una sala roja con elsuelo embaldosado blanco y negro; dejamosatrás unas antiguas sillas tapizadas, subimosuna impresionante escalinata de mármol,pasamos por delante de retratos en marcosovalados bellamente grabados, bustos demármol, tapices, chimeneas, cartasenmarcadas de escritores y filósofos famosos,todo bajo los candelabros que proyectabanuna suave luz sobre los paños dorados yrojos de rayas del suelo hasta el techo.

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—Acabamos de entrar en el siglo XVIII —anuncié.

—Adoro este lugar. Robespierre y Maratcomieron aquí —suspiró Héloïse en voz baja,como temerosa de que un emisario de LuisXVI pudiera oírla—. ¿Ves esa mesa roja?Voltaire la usaba como escritorio. Este lugares historia, teatro, intriga y filosofía. A pesarde los problemas de París, a pesar delsufrimiento, emana, en mi opinión, unhechizo de inmortalidad.

Maxime esbozó una mueca de empalago.—Ya basta, maman. Piensa qué quieres

comer.—No tengo que pensarlo. Ya lo sé. Truite

meunière aux amandes. Te lo recomiendo,Lisette. Es el pescado de los dioses.

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Acepté la propuesta. La trucha llegódorada en mantequilla, rociada con trocitosde almendras tostadas. Para complementar elplato, espárragos blancos y patatas paja PontNeuf, dispuestos como un puente sobre un ríoy guarnecidos con un tomate relleno y unrábano cortado en forma de tulipán. Lacomposición era impresionante, como unaobra de arte enmarcada por el amplio bordedorado repujado del plato de porcelanablanco. Durante el resto de la velada, cadavez que hablaba, Héloïse lanzaba palabraspoéticas tan espectaculares como la cena y lapropia sala. Como resultado, en aquellosmomentos no pensé ni un solo segundo en latriste pérdida de Bella.

Le conté a Héloïse de qué modo tan

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Le conté a Héloïse de qué modo taningenioso Maxime le había pedido a monsieurLaforgue que me preguntara por Chagall.

—Por cierto, ¿qué escribiste en su mesa,antes de salir de la galería? —le pregunté.

—Tu nombre. Para que lo recuerde lapróxima vez que vayas a verlo.

—Has venido a ver a Maxime. Ahora letoca a Maxime devolverte la visita —sugirióHéloïse, sin apartar la vista de su hijo—.Estoy segura de que Rosellón estará preciosoen esta época del año.

—¿Vendrás a ayudarme en mi búsqueda?Hay tantos bories, y esas losas pesan tanto…—le pedí con un leve tono de lamento, talcomo lo habría dicho Maurice.

—Claro que sí, pero antes he de vender un

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—Claro que sí, pero antes he de vender uncuadro de monsieur Laforgue o encontrar unade sus obras robadas. Ando detrás de unabuena pista acerca de una pintura. EnFrancia, Bélgica y Holanda se han perdidomiles. Resulta abrumador. Estoy decidido aayudarle.

—¿Cuánto crees que tardarás?—Imposible saberlo.Me hundí en la silla.—Has de entender que este es mi modo de

hacer bien las cosas.Tuve que ceder, comprender sus ganas de

emerger de su oscuro viaje a partir de unacto irrefutable. Y yo tenía que continuarcon mi propia búsqueda, mi propia

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resurrección del arte francés. Marc habríaquerido que lo hiciera.

Héloïse nos dejó que volviéramoscaminando a casa solos por las calles reciénlavadas por la lluvia, que brillaban bajo eldestello amarillo miel de las farolas. Tenía laimpresión de que todo París nos pertenecía,nos hechizaba, nos bendecía. Cuandocruzamos el ornamentado puente AlejandroIII para pasar a la Rive Droite, me sentía taninmensamente feliz que, si daba un saltito,como Bella en el cuadro de Marc después dela Revolución rusa, saldría volando sobre elSena, sobre las ninfas y los querubinesesculpidos en el puente, sobre la doble fila

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de farolas, con sus espléndidos globos conluz dorada, sobre las cuatro famas en suspedestales, aladas y victoriosas. El hecho deexperimentar el éxtasis de Bella, me liberabade la inmensa tristeza que sentía por ella. Meatreví a pensar que eso era precisamente loque habría querido. ¿Era estar con Maxime,o estar en París, o estar con Maxime en Paríslo que me hacía sentir de aquel modo?

Un hermoso pensamiento volódirectamente hacia mí en aquel puente. En elgrito «¡Lisette!» de André, moribundo, él mehabía dado a Maxime. Así que con Maxime,todavía tenía a André. No podía existir unamor más profundo.

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Capítulo treinta y cinco

Todavía

1947

T an pronto como regresé a Rosellón desdeParís, puse la casa patas arriba en busca demás notas de Pascal. Saqué todo lo que habíaen la mesa y hallé notas sobre su encuentrocon Cézanne en Aix. Hice lo mismo con loscajones del armario y los bolsillos de todassus prendas de ropa que estaban demasiadoandrajosas para llevarlas a la caja dedonaciones. Me entusiasmé cuando encontréen su mochila su relato de lo que Pissarro

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había dicho acerca de Pontoise. Ciertas líneasme parecieron significativas:

Cuando un hombre encuentra un lugar queama, puede soportar lo indecible.

Supongo que se refería a la profanación desu casa por parte de los soldados prusianos oa las mujeres de Louveciennes que utilizaronsus cuadros como delantales. ¿Qué habíasoportado yo? La pérdida de André. Tambiénaislamiento, penuria, soledad, calor y frío,pero dudaba de que Pissarro hubiera sidoconsciente de tales sufrimientos en susmomentos apasionados, cuando creaba obrasde arte.

Pontoise ha sido creado especialmente para mí.Los campos de cultivo distribuidos de forma

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aleatoria, combinados con tramos silvestres; loshuertos que han dado sus peras a generaciones; elrico olor de su tierra; los molinos de viento; lasnorias de agua; las chimeneas; las casas de piedradispuestas en fila; incluso los tejados manchadosde excrementos de pájaro. Todo lo que aquí veome llena de emoción.

Sí. Podía imaginar a Pissarro ideando esarelación de cosas. De repente, me puse acomponer mi propia lista sobre las cosas queme emocionaban de Rosellón y su entorno: lapanorámica desde el Castrum, así como lavista desde la casa de Bernard; losinterminables campos de lavanda con suintenso aroma y color en julio; las viñascargadas de fruta en septiembre; el arrullode las tórtolas cuando se apareaban; elpueblo después de la lluvia, cuando se

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intensificaban los colores de los edificios; lafragancia de los árboles frutales en flor en laprimavera; la época de recolecta de cerezas yuvas; la calma después del mistral; incluso laquietud en otoño, el día en que, cada año,me daba cuenta de que las cigarras habíancesado su abrumadora cantinela. Y, porsupuesto, la gente.

¿Acaso el ser humano no siente la imperiosanecesidad de hallar un lugar en el mundo que leaporte aquello que ansía para honrarlo ofreciendoa cambio algo de valor?

De nuevo, sí. Sentía cómo germinaba lasemilla de esa imperiosa necesidad. Elaboraruna lista de las cosas que amaba de Rosellón,del mismo modo que había hecho con París

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en una carta a Maxime, me hizo adquirirconciencia de cómo adoraba aquel pueblo,aun cuando acababa de llegar de la ciudadque una vez había considerado el único sitiodonde podría vivir. Seguro que una mujer,no solo un pintor, necesita un lugar dondealimentar su individualidad, donde madurar.

Pascal me había contado más anécdotasque las que revelaban aquellas breves notas.Me di cuenta de que tendría que hacer unejercicio de memoria para recordar todo loque me había contado, así que durante lossiguientes días escribí todo lo que podíarecordar, sin prestar atención al orden enque las anécdotas emergían en mi mente.Corté mis páginas en cuartos, que luegoordené en una cronología aproximada, y

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volví a escribir los relatos otra vez, en orden.Más tarde, recordé más, así que volví arepetir el proceso, pensando a menudo en laesperanza de Marc de que el arte francésresucitara, y en mi propio deseo decontribuir al patrimonio cultural de Franciacon la recopilación de las vivencias dePascal. Encontrar los cuadros se habíaconvertido en algo más que un objetivopersonal.

Me costó horrores esperar a que pasaranlos meses de julio y agosto, cuando elresplandeciente sol convertía la plaza delayuntamiento en una trampa de calor, y el

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Sentier des Ocres en una peligrosa calderaabrasadora.

Cuando llegó el primer día de septiembre,no pude soportarlo más. Con la linterna deMaxime, que funcionaba con pilas, y el parde zapatos de André que me había quedado,salí de casa y me sumergí en la fría mañana,calzada con mis viejos zapatos con suela demadera, como si fuera un día cualquiera,salvo que llevaba unos pantalones de Andrépuestos, enrollados hasta los tobillos, con losbolsillos llenos de calcetines. Me sentía comouna parisienne disfrazada de campesina, talcomo Bernard me había descrito aquel día delas salchichas voladoras. Sin embargo, bajécon resolución hasta el centro del pueblo,subí la cuesta hasta la otra punta y dejé atrás

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el cementerio, en dirección al Sentier desOcres.

Los pantalones me provocaban unasensación de picor por las costuras que se meclavaban en la parte interior de los muslos.Me pregunté si los hombres también notabanese escozor o si, como en tantos otros casos,uno acababa por acostumbrarse a irritacionesmenores. Pero perder los cuadros, parte delpatrimonio de Francia, no era una irritaciónmenor.

No tenía ninguna pista acerca de haciadónde enfocar mi búsqueda, excepto que lossitios donde había encontrado dos de lasobras constituían una parte esencial deRosellón y sus alrededores. La mina lo era,sin lugar a dudas, igual que los molinos en

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los que antaño se había molido el trigo y lasolivas. Me pregunté si el ladrón habríaestablecido tal conexión. Conjeturas aparte,seguí adentrándome en el terreno, ya que losdesfiladeros de ocre otorgaban a Rosellón uncarácter excepcional.

Al inicio del peligroso descenso, me puselos dos pares de calcetines de André para queno me bailaran sus zapatos, y escondí losmíos debajo de un arbusto morado de salvia.Poco después de que André y yo nosinstaláramos en Rosellón, exploramos unsendero que se adentraba en el desfiladero,solo hasta la gran cuenca, pero no podíarecordar ningún escondite obvio e ideal paralos cuadros. Solo se trataba de una barreracontinua de roca. Sabía que tenía que

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adentrarme más allá de la distancia queAndré y yo habíamos recorrido en eldesfiladero.

A esa hora temprana, la luz que entrabasesgada parecía venir desde el interior delbarranco. La ancha roca espiral en la cuencaestaba acanalada horizontalmente; la partemás baja era una andana de ocre dorado, quemás arriba se trocaba en color salmón yluego adquiría unos tonos naranja, rojoanaranjado, canela y granate en sus puntosmás altos. De vez en cuando, estabasalpicada por vetas amarillas, tan brillantescomo la clara de un huevo, combinadas conotras de color blanco cremoso, y, para añadircontraste, el verde intenso de los pinos y delenebro, que crecían de una forma imposible

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entre las rocas. ¿Aquello era arte moderno oantiguo? Me quedé boquiabierta, conscientede mi pequeñez en medio de aquel enormecuenco ondulado que mostraba todo suesplendor.

Descendí un poco más; el desfiladero setornó más angosto. Un alto pináculo cónicome recordó el obelisco de la plaza de laConcordia. Los canteros habían tallado losdos lados de otros pináculos hastaconvertirlos en unas paredes finas,ondulantes, con la punta afilada.

Más abajo, vi unas cavidades en losdesfiladeros que quizás antaño habíanservido de entrada a las minas. Algunastenían rejas de hierro para evitar el accesode intrusos. Otras estaban demasiado altas

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para poder encaramarme. Decidí subir hastala única que parecía a mi alcance. Lo hice acuatro patas, agarrándome a las ramas y alos troncos de los pinos para propulsarmehacia arriba. Encendí la linterna para echarun vistazo al interior, pero me resbaló de lamano y cayó rebotando hasta el lugar desdedonde había empezado a trepar. Tuve quedeslizarme hasta la base con cuidado pararecuperarla, luego volví a trepar a cuatropatas. Podría haberme ahorrado el esfuerzo.Allí dentro no había nada.

No vi ningún sendero que pudiera seguir.Hacia los lados partían caminos más cortos yvías más estrechas. Los recorrí todos hastadonde pude, iluminando con la linternacualquier cueva y grieta vertical de aquellas

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formaciones de fantasía. Luego desanduve elcamino. Perdí la noción del tiempo. El calordel mediodía me hacía desfallecer. Lascigarras que entonaban su estridente cantobajo el aire caliente debían de estarencantadas con el dolor de cabeza que mehabían provocado. Por mis brazos desnudoscorrían canales de sudor, entre el polvo deocre. ¿Dibujarían el mapa que me llevarahasta un cuadro?

Desanimada, entré en la boca de unacueva situada a cierta altura de unapendiente, para descansar en el frescor de suinterior. Me apoyé en una pared rugosa yeché una cabezada hasta que el arrulloquejumbroso de una tórtola me despertó.Justo en la parte exterior de la boca de la

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cueva, un par de ellas se dedicaban apicotearse recíprocamente con suavidad,persiguiéndose sin estridencias. Durante unosmomentos, el mundo me pareció completo yarmonioso. Una de las tórtolas alzó el vuelo;la otra la siguió. Alentada, continué con mibúsqueda. Me adentré a gatas en la cueva.

Una pila de rocas amarillentas, bien deocre, o bien de piedra caliza, brilló bajo elrayo de luz de mi linterna. Gateé hacia ellasy empecé a desmantelar la pila. A la alturadel suelo, toqué una tela áspera. ¡Un saco dearpillera! Dentro de él, la textura de un óleosobre tela. Pensé que me iba a estallar elcorazón. Me sentía eufórica, con ganas degritar, de bailar, de volar. Me reí ante loabsurdo que resultaba no solo haberme

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metido en el escondrijo del ladrón porcasualidad, sino que, además, aquel malditohabía tenido la gentileza de regalarme unsaco de arpillera. Lo llevé hasta la boca de lacueva y saqué el lienzo. Mi gritito de éxtasisprovocó que los murciélagos salieranvolando. ¡La cantera de Bibémus de Cézanneestaba escondida en un desfiladero de lascanteras de ocre! ¡Qué gracia! ¿Era solo unasimple coincidencia, o el ladrón se estababurlando de mí?

Lo guardé de nuevo en el saco y lo aferrécon fuerza contra el pecho, luego empecé abajar por la pendiente. Aterricé sobre eltrasero, me levanté y me puse a trotar sinmiedo, en un estado de delirio. Tras unos

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minutos, me detuve, desconcertada. Nada meparecía familiar.

Desanduve mis pasos, pero ni tan solopude encontrar la boca de la cueva.Deambulé de una dirección a otra hasta queno me quedó más remedio que admitir queestaba totalmente perdida, desorientada,acalorada y asustada. El ángulo diferente delsol había cambiado los colores y habíacreado sombras extrañas durante el rato quehabía pasado en el interior de la cueva. Lassombras de los pináculos se extendían sobrelos senderos como dedos artríticos. Caminéen círculos una docena de veces, presa delpánico, sintiendo el escozor en los ojos queanuncia el llanto, y después me obligué apensar. Tendría que trepar montaña arriba

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para salir de allí. Así pues, tomé unaabertura cualquiera en el terreno, entre losárboles y las rocas.

El sol de la tarde me daba de lleno en lacoronilla. Tenía que achicar los ojos paracombatir su intensidad. El sudor se me metíaen los ojos y notaba la blusa de algodónpegada a la espalda. Me remangué lospantalones de André por encima de lasrodillas para sentir un poco de alivio delagobiante calor. Me sentía mareada, conganas de vomitar, al borde del desmayo. Derepente, empecé a ver puntitos grises ynegros, y la mente se me quedó en blanco.

Cuando recobré el conocimiento, estabatumbada en el suelo, con la cara hundidaentre un montón de flores silvestres, sin

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saber cuánto tiempo había estado así.Lentamente, los colores se fueron perfilandoa partir de la pobre gama gris de mi visión,retrocediendo, emergiendo de nuevo,palpitantes. Apoyé la cabeza en las rodillashasta que se me pasó el mareo e intentétragar saliva para suavizar la gargantareseca, aunque no conseguí mi objetivo.¿Hasta qué punto merecía la pena ir en buscade un cuadro, si podía morir de insolación?

Recordé que Pascal nos había dicho quedejáramos que los cuadros cuidaran denosotros. Está bien, lo haría. Saqué la pinturadel saco para disminuir el peso, me coloquéel lienzo rígido sobre la cabeza para que mediera sombra y descansé hasta que me sentícon fuerzas para continuar. Me detuve a

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menudo para recuperar el aliento. Me dolíanlos brazos.

Por fin, a lo lejos, avisté el pináculo queparecía un obelisco, erigido como una baliza.Solté un grito de alivio.

—¡Lisette! —dijo alguien.¿Estaba alucinando?—¡Lisette!Seguí trepando, con el cuadro sobre la

cabeza.—¡Lisette!Bernard bajó la pendiente corriendo hacia

mí, resbalando y recuperando el equilibrio,con un paraguas abierto y una jarra de barro.

—¡Por el amor de Dios! —gritó cuandollegó a mi lado. Luego me obligó a sentarmeen una roca—. He visto tus zapatos y he

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bajado corriendo. ¡No deberías venir aquísola! ¿Acaso no te lo advertí?

Dejé el cuadro a mi lado mientras élechaba agua en la palma de su mano, enforma de cuenco. Bebí. Me mojó la cara, lacabeza, el cuello y los brazos, cosa que lepermití, apenas consciente de aquella nuevamuestra de intimidad.

—Me tenías enormemente preocupado.Pensaba que habías tenido un accidente.

Volví a beber de su palma.—No bebas tanto, la necesitarás durante el

ascenso —me aconsejó.—He encontrado uno de los cuadros —

anuncié sin apenas fuerzas.—Ya lo veo. —Resopló y sacudió la

cabeza—. Y también veo que eres capaz de

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arriesgar la vida por…—No me queda otra elección.—Bueno, por lo menos tengo la suerte de

poder ver de nuevo esas bonitas rodillas.Instintivamente, miré hacia abajo y

descubrí que llevaba guano de murciélagoenganchado en las rodillas y en laspantorrillas.

—¡Qué asco! —chillé al mismo tiempoque desdoblaba los pantalones paracubrirme.

La risa suave de Bernard no me ofendió.Mi exasperación con él era más soportableaquella vez. De hecho, le estaba agradecida.Cuando recuperé el ritmo normal de larespiración y empecé a notar el efectorefrescante del agua, acepté su ayuda para

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ponerme en pie. Puso la jarra en mi manoderecha, y el paraguas en la izquierda, y mecerró los dedos alrededor del mango. Elrecuerdo de la mano de un hombre que mecerraba los dedos alrededor del mango deotro paraguas surgió en mi mente, pero menegué a establecer una conexión así. Bernardcogió la pintura y se tomó la libertad depasar el brazo alrededor de mi cintura paraayudarme a subir la cuesta. Me sentíademasiado débil para oponer resistencia.

En la carretera que conducía a su casa, ledevolví el paraguas y la jarra.

—Ni se te ocurra pensar que te dejarévolver a casa sola. Vendrás a mi casa,descansarás y comerás algo.

Me dejó que me lavara en la pila del baño.

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Me dejó que me lavara en la pila del baño.¡Un grifo por el que salía agua corriente!¡Agua templada! ¡Qué lujo! Me miré alespejo y me estremecí. Tenía el peloapelmazado con polvo naranja, así comoregueros de suciedad en las mejillas y en losbrazos. En un platito había una barra dejabón de lavanda sin estrenar, lo que me hizosospechar que Bernard la había puesto allíespecialmente para mí. Llevaba el sello de«L’Occitane», igual que la barra de jabón queme había dejado en la maceta de lavanda.Intenté comprender qué sentido tenía. Si lalengua antigua de la Provenza era eloccitano, tal como Maurice me habíaexplicado, entonces, occitane, acabado en«e», quería decir «occitana, mujer de

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Occitania». ¿Me estaba sugiriendo Bernardque yo era una mujer de Occitania? ¿Quequería verme como tal? ¿Que aquel era misitio en el mundo?

Me enjuagué la cara, las piernas y losbrazos. Llené el barreño y metí toda lacabeza dentro, lavándomela tan bien comopude. Pero ¿con qué iba a secármela?Mancharía su toalla.

—No te preocupes por la toalla —dijo éldesde la cocina—. Será mi regalo de hoy.

Cuando entré en el comedor con el pelomojado y la ropa sucia, él comentó:

—Estás radiante.Noté un intenso bochorno en las mejillas.

Sabía perfectamente bien que mi aspecto eraandrajoso.

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Bernard sirvió poulet fricassée para los dos,con pequeñas cebollas enteras, zanahorias,apio y champiñones con una salsa de limón ynuez moscada. Comí con un hambre voraz.

—A mí el pollo no me queda tan bueno.Eres un excelente cocinero.

—He aprendido unas cuantas cosas enestos últimos once años.

Comimos en silencio durante unosminutos. Aquella casa destilaba una armoníaque me sorprendió y me permitió relajarme.Casi no podía creer que él fuera el mismohombre que el tipo que se había mostradotan insolente, unos años antes.

—Me alegra de que hayas encontrado elcuadro.

Curiosamente, parecía sincero.

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Lo apoyó en la alacena.—Es de Cézanne. Pascal lo adoraba

porque es una cantera de ocre.—¿De veras? Entonces, quien lo puso allí

tenía un diabólico sentido del humor.La conversación se cortó de forma

abrupta. Bajé el tenedor, con desconfianza.Su cara era ilegible. Contra el consejo deMaxime, estuve tentada de pedirle permisopara echar un vistazo a los otros dosmolinos; si me decía que no, eso solo loalertaría de nuestras intencionesclandestinas.

—Deberías haberte visto, trepando por lamontaña, sosteniendo el lienzo sobre lacabeza como el botín ganado por un héroe

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conquistador. O, mejor dicho, por unaheroína.

Terminamos la cena, pero permanecimoscomo anclados en las sillas, sin saber de quémodo desviar la conversación hacia otrostemas.

—¿Es tu cuadro favorito?—No. Mi cuadro favorito es el de una

joven que camina con una cabra por unsendero, junto a un huerto. Me encanta.Siento una fuerte conexión personal con esapintura.

—Pero este, cualquiera de ellos, te alejaun paso más de Rosellón.

—Es una forma de interpretarlo. Otrasería que hubiera encontrado mi cuadroperdido y de nuevo pudiera admirarlo con

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placer; además, de ese modo, esta obrarecupera el lugar que le corresponde en ellegado del arte francés.

Pareció considerar mi justificación unosminutos, como si nunca lo hubierainterpretado de ese modo.

—Quizá yo también podría verlo así, si nosignificara que se acorta tu tiempo enRosellón.

Entrelazó las manos, se inclinó haciadelante, se apoyó en los antebrazos y clavóla vista en la mesa. Al cabo de unosinstantes, alzó la cabeza y escrutó mi rostro.

—Perdóname por desear que tu búsquedadure mucho tiempo.

Su comentario nos sumió a los dos enpensamientos con objetivos contrarios. Con

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indecisión, le pregunté si había ido a París.—Todavía no. Aún espero tu respuesta.—Una vez me dijiste que la paciencia no

era tu fuerte.—Te equivocas; te dije que era paciente,

pero hasta cierto punto. Tú me estásenseñando a serlo.

—¿Verdad que cuesta?—Sí, mucho.—Has sido muy bueno conmigo.—No, he sido un grosero. Peor que

grosero.—Estoy dispuesta a olvidarlo todo. —Y,

consciente del riesgo que corría deofenderlo, añadí—: Pero mi respuesta no hacambiado.

—Todavía.

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Capítulo treinta y seis

J’ai deux amours

1948

—¿Sois conscientes de que estamos a puntode entrar en una propiedad privada sinpermiso? —advirtió Maxime a Maurice en supatio, bajo la tremenda mirada dedesaprobación de Louise.

Maurice frunció el ceño de una formaexagerada. Con pasmosa velocidad, su gestode preocupación se trocó en una gransonrisa.

—¡No! ¡Somos enmendadores deentuertos, como los caballeros de Occitania!

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¿Estáis preparados para luchar a capa yespada por nuestro derecho de conquista? —Alzó una larga palanca y una barretaganchuda.

—¡Deja de hacer el payaso, Maurice! —loregañó Louise—. Esto es serio. —Se volvióhacia Maxime—. Si no le amara tanto, ledaría una tanda de azotes para ver si entrabaen razón, aunque supongo que no serviría denada.

—Sí, esto es muy serio. ¡Y triunfaremos!—Maxime alzó el puño con el dedo índiceextendido—. No regresaré a París hasta queencontremos otro cuadro.

—¿Es una promesa? —pregunté.—«El día del triunfo ha llegado. Marchons!

Marchons!» —cantó Maxime, con un gesto

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ceremonioso hacia Maurice.Era sorprendente verlo adoptar el

temperamento provenzal. Interpreté suactitud entusiasta, sus gestos exagerados y suteatralidad como una clara muestra de sualegría por haber vendido un cuadro demonsieur Laforgue, y también como elresultado de la influencia de Maurice.

—«Aux armes, citoyens!» —cantó Maurice,alzando con arrojo la barreta.

Louise lo miraba y sacudía la cabeza.—Esta noche, tú, citoyen de Francia,

deberías arrodillarte y dar gracias al cielopor haberte concedido una esposa que te ametanto como para soportar tus payasadas.

—¡Oh, magnífico! —exclamó Maurice enel marcado acento inglés de Maurice

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Chevalier—. Es magnífico estar enamoradode ti. —Acto seguido, con un pequeño pasode baile, se puso a cantar en inglés: «EveryLittle breeze seems to whisper Louise».

Maxime se sumó a la muestra lírica:—«Birds in the trees seem to twitter Louise».Maurice se llevó la mano al pecho y

entonó:—«Can it be true, someone like you could

love me, Louise?».Aplaudí.—¡Uf! ¿Queréis parar de una vez? —

protestó Louise.

Salimos a medianoche, con una escalera

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Salimos a medianoche, con una escalerade mano, una cuerda, y envalentonadosgracias a la botella de vino rosado de Émileque nos habíamos bebido.

—¡Id con cuidado! —nos pidió Louisedesde el umbral—. No hagáis ningunatontería ni nada peligroso.

—¡Ja! El arte siempre ha de ser peligroso—contestó Maxime.

Estaba esperanzada. La semana anterior,Maurice y yo habíamos pasado en autobúspor delante del Moulin de l’Auro y habíamosvisto la puerta entreabierta. Los tres subimosal autobús, que volvía a funcionar congasolina —Maurice había quitado lacomplicada caja de combustión—, y condujo

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con sigilo bajo la luz de la luna, con las lucesapagadas.

El Moulin de l’Auro, nuestro primermolino, opuso cierta resistencia a nuestrasoperaciones clandestinas. Aquella noche, lapuerta estaba cerrada con un candado. ¡Quéraro! ¿Significaba que ahí dentro había uncuadro? Teníamos que entrar. A unostrescientos metros del suelo vimos unventanuco. Maurice se dio unas palmaditasen su orondo vientre. Estaba claro quiéntenía que entrar. Ya me había puesto lospantalones de André, por si acaso.

En la medida de lo posible, actuamos sinencender las linternas y en silencio. Mauriceapoyó la escalera en la pared del molino, yMaxime me ató la cuerda a la cintura y la

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pasó por las axilas. Él subió primero con labarreta para aflojar la reja. Estaba tanoxidada que cayó al suelo con un estrépitoque nos hizo estremecer. Bajó, y entonces metocó a mí. Maxime estaba detrás de mí, muycerca, encaramado también a la escalera. Meagarraba con fuerza, pendiente de todos mismovimientos. Entré por la ventana; primeropasé los pies, luego me di la vuelta y quedéboca abajo, mientras Maxime y Maurice meayudaban a descender con la cuerda hastaque mis pies tocaron suelo firme.

Apunté la linterna hacia abajo y examinétodas las grietas. Miré debajo de una pila desacos de grano, los inspeccioné uno a uno,volqué los barriles y palpé a tientas el ejecentral. Mis manos descubrieron palancas,

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marchas, ruedas, cuerdas, pero ningúncuadro.

Subí las escaleras hasta el segundo nivel,donde las dos enormes muelas estabancolocadas en un plano horizontal, una encimade la otra. El espacio entre ellas ofrecía unescondite ideal, pero ¿cómo metería alguienun lienzo ahí dentro? Tendría que ser elmolinero, que sabía qué cuerda tenía quetensar.

Justo debajo del tejado cónico del molinocerca de mi casa era donde había encontradoLa pequeña fábrica, de Pissarro, debajo deuna pila de leña. En aquel segundo molino,los troncos estaban desperdigados. Noescondían nada. Bajé las escaleras con laesperanza por los suelos. Estaba a punto de

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agarrar la cuerda y tirar de ella para indicarque me alzaran cuando me di un golpe en lacabeza con algo no rígido que se movía.Menudo susto.

—¡Un momento!Investigué lo que parecía ser una funda

para lienzos colgada del techo. En su interiorno había nada. Empujé un barril situadodebajo de la ventana, me encaramé y tirétres veces de la cuerda. Poco a poco, notéque me alzaban.

Albergábamos muchas esperanzas con elotro molino, el Moulin de Ferre, dondemonsieur Saulnier había encontrado elestudio de las cabezas. Pensábamos quequizás encontraríamos otros cuadrosescondidos que él no había visto. La puerta

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no estaba cerrada con candado. Nerviososporque sabíamos que aquel molino eravisible desde la propiedad de Bernard, loinspeccionamos con diligencia, aunque sinpasar por alto ningún posible escondite. Noencontramos nada. Temiendo que Bernardapareciera de un momento a otro, salí de allílo más rápido que pude.

Primavera. Los albaricoqueros en flor conpétalos blancos y rosados como copos deluna, así como los ciruelos en flor comoplumones de cisnes nos cautivaron con susuave aroma mientras Maxime y yo nosdirigíamos a los bories. Junto a la carretera,los lirios silvestres de color lila alzaban sus

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cabezas altivas. Me sentía orgullosa de que,por fin, Maxime viera Vaucluse en todo suesplendor. Solo esperaba que el mistral nohiciera acto de presencia. La primavera erala estación en que el mistral arreciaba conmás furia. Todo parecía tener su ladoopuesto: dulzura y crudeza. Sin embargo, conla primavera llegaban los espárragos, loscaracolillos de olor y mis delicadashabichuelas verdes colgantes; con ellos, laesperanza de que las cosas salieran bien.

La inspección de los bories costó lo suyo:alzar las losas planas que cubrían los hornosy volverlas a dejar de nuevo en su sitio. Decuando en cuando, descansábamos sobrealguna losa y apoyábamos la espalda en lapared.

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—He decidido que los cavernícolas quevivían en bories debían de tener todos elmismo tipo de lenguaje —solté—. Paraexpresar su asombro ante los misterios: lasfases de la luna, las llamadas de los pájaros,la lluvia, el mistral. El lenguaje era la únicaforma de enfrentarse a los misterios juntos.Debían de desear, por encima de todo,entenderse los unos a los otros.

—¿Qué otros anhelos tenían? —preguntóMaxime.

Me quedé pensativa unos instantes.—El anhelo de explicar lo que hacían. Es

tan fácil malinterpretar las acciones…De repente, pensé en Bernard. ¿Cómo

interpretar el día que me apresó en el sueloentre las granadas hasta que pareció que se

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avergonzaba de su propia reacción y meayudó a levantarme? ¿De qué madera estabahecho para no aprovecharse de mí en aquellacarretera solitaria? ¿Qué lo había empujadoa mostrarse tan atento al lavarme la sangrede la pierna, o a ocuparse de mí con tantaternura en el Sentier del Ocres? No obstante,me había agarrado por el brazo con fuerzacuando me había pedido que fuera a Paríscon él. Si expresara sus sentimientos conpalabras, quizá lo comprendería. Tal comoera, su naturaleza cambiante suponía unmisterio para mí.

—Es justo por las malas interpretacionespor lo que la gente necesita palabras paraexpresar sus sentimientos —dijo Maxime.

«Exacto», pensé.

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—Como «gracias», y «eso me ha hechodaño» —añadió él en un susurro.

—Y como «lo siento» —apunté yo.En ese momento, me di cuenta de que,

incluso con el lenguaje, nos cuesta expresarlo indecible.

—Quizá por eso tenemos el arte —sugerí.—Pero el arte por sí solo no puede contar

toda la historia. Necesitamos palabras paraexplicar por qué las lágrimas de esa mujerafloran de sus ojos como proyectiles, en elcuadro de Picasso. Se requiere un contextopara comprender la obra por completo.

Eso era obvio en el caso del cuadro dePicasso, pero, en el día a día, a veces noresultaba tan sencillo.

—También necesitamos palabras para

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—También necesitamos palabras paraexpresar nuestros anhelos —comenté,consciente del cambio en el sentido de laconversación.

Maxime me miró desconcertado.—¿Por ejemplo?—El anhelo de una caricia se puede

expresar con un «por favor». Por favor. —Colocó su mano sobre la mía. Tras unossegundos, murmuró—: Imagina esoshombres primitivos, durmiendo juntos, enpaz, bajo una total oscuridad, con una cúpulade piedra sobre sus cabezas.

—O fuera de su borie en verano, bajo lacúpula del cielo.

—Espolvoreada de lucecitas —agregó él.

—Debía de provocarles una sensación de

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—Debía de provocarles una sensación deinfinitud —concluí.

—Y de su pequeñez y vulnerabilidad. —Maxime se acercó más a mí y pasó el brazoalrededor de mi hombro—. Ser vulnerablesjuntos es menos aterrador que ser vulnerablesolo.

Sería un error decir que aquel día noencontramos nada, aun cuando regresamos acasa sin ningún cuadro.

A la mañana siguiente, compartí conMaxime mi idea de que los escondites podían

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representar aspectos particulares de laregión. Me había convencido a mí misma deque debía haber un cuadro en un borie, apesar de que todavía no habíamosencontrado ninguno en el poblado. Quizáquedaba demasiado lejos de Rosellón.Mencioné que, en los campos cercanos, losbories diminutos que se usaban comocobertizos para guardar las herramientas, yque los granjeros empleaban como cobijos,tenían puertas de madera con bisagrasatornilladas en la piedra.

Nos pusimos en marcha y recorrimos sinprisa los caminos sin asfaltar que rodeabanlas granjas. Descubrimos que esos chozos depiedra no estaban cerrados con candado.¡Que confiada era la gente del campo!

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Tras examinar más de una docena,Maxime dijo:

—Me rindo, Lisette. Apenas puedoarrastrar los pies.

—¡Uno más, por favor!Un poco más arriba, en la carretera, un

camino conducía a un pequeño borie enmedio de un campo de melones con unasenormes hojas lobuladas. Habían pintado lapuerta de color coral, como la carne delmelón Cantaloup, un color de Rosellón.

—Ese de ahí. Fíjate. Es especial. Te loprometo. Será el último.

Avanzamos con cuidado entre las filas deplantas. La puerta no estaba cerrada concandado. Entramos. El panorámico paisaje deCézanne nos dejó boquiabiertos. Ni siquiera

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estaba cubierto. Lo habían apoyado delantede los mangos de palas y azadones, como siel campesino quisiera verlo cada vez queabría la puerta.

—Si a este campesino le gusta tanto estecuadro, lamento llevármelo —comenté.

—No te pongas sentimental. Te pertenecepor derecho, Lisette. Este amante del artepodría ser el ladrón.

Maxime lo sacó a la luz. Mostraba tantode la Provenza… Campos cultivadossalpicados de granjas color ocre; un trazoque indicaba los arcos difuminados lejanosde un puente romano; una angosta carreterasin asfaltar; a la izquierda, unos pinos muyaltos, con los troncos desnudos, con hojassolo en las copas, y la montaña Sainte-

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Victoire a lo lejos; como un monolito de unpálido color lavanda, triangular e imponente.

Cambié de idea acerca del cuadro que másle gustaba a André. Aquel era tan bonito, tanfiel a la región, que sin lugar a dudas debíade ser su preferido.

—¡Mira, André, tu cuadro favorito! —grité al cielo.

A nuestras espaldas oímos unos pasos.Asustada, me volví para mirar al campesino.

—Bonjour —dijo Maxime.El desconocido nos saludó con un leve

movimiento de cabeza.—Adieu.Aquella respuesta desconcertó a Maxime,

que desconocía la costumbre de la zona.

—S’il vous plaît, monsieur, ¿es usted el

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—S’il vous plaît, monsieur, ¿es usted eldueño de esta finca? —pregunté.

—Sí.—¿Es suyo este pequeño borie?—Sí, para mis herramientas.Nos presentamos; me enteré de que se

llamaba Claude y de que había pintado lapuerta para que tuviera el mismo color quela carne de sus melones Cantaloup. Megustaba su creatividad.

—Le pedimos perdón por haber entradosin permiso —me disculpé—. Llevamostiempo buscando un cuadro que pensábamosque estaba escondido en la zona.

Su frente y sus mejillas curtidas secubrieron de profundas arrugas.

—Entonces entiendo que han llegado al

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—Entonces entiendo que han llegado allugar correcto —contestó, mirando el cuadrocon tristeza.

—Lo hemos encontrado en su cobertizo —dijo Maxime.

—Yo también lo encontré ahí un día.—¿Tiene idea de cómo llegó hasta aquí?—Que me ahorquen si lo sé. Una noche

entré y aquí estaba. De eso hace ya variosaños.

—¿Sabe quién pudo esconderlo?—¡Uf! ¿Cómo saberlo? Alguien que

necesitaba esconderlo, supongo. ¿Loescondieron ustedes?

—No, pero el cuadro es mío.Sus ojos longevos reflejaron la enorme

tristeza ante la idea de tener que

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desprenderse de él.—Puede llevárselo, madame, pero le

aseguro que lo echaré mucho de menos. Meprovoca una gran alegría verlo por lasmañanas, cuando abro la puerta y la luz quese cuela en el interior lo ilumina. Tiene unapoderosa belleza, a mi modo de ver.

—Sí, estoy de acuerdo. Gracias porprotegerlo.

Sacó un azadón del cobertizo.—Adieu —se despidió, y se alejó.Sorprendidos, desconcertados, y con una

nota de tristeza, regresamos a casa bajo lasombría y pálida luz del atardecer.

—Me encanta —dije aquella noche, al ver

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—Me encanta —dije aquella noche, al verel cuadro enmarcado y colgado en la pared.

Habíamos tenido que colocar el de Chagallun poco más arriba para que el paisajequedara exactamente en el lugar dondePascal lo había colgado, cerca de la mesa delcomedor.

—Te gustan todos.—Pero este más. Recuerdo el día en que

pude ver ese paisaje a través de la ventanade la caseta del lavabo.

—Es cierto; es la misma vista que tútienes. Te pertenece. Estás vinculada alcuadro durante las cuatro estaciones del año.Del mismo modo, Cézanne era el dueño deesta vista. —La voz de Maxime se tornó mássuave—. Debió engatusar al paisaje para que

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le revelara sus secretos, sus cerros y lospliegues del terreno. Es su acto de amor,convertido en expresión.

—Con las historias que Pascal me contó,llegué a pensar que Cézanne era una especiede místico.

—Quizá podrías describirlo así. Él no soloveía la naturaleza; contemplaba la idea de lanaturaleza. Para él, la montaña Sainte-Victoire representaba la Tierra en su estadomás puro. Al ver solo la punta de estamontaña, como un iceberg, tal como lavemos en este cuadro, imaginaba sus raícesgeológicas. Para él suponía retroceder a untiempo previo a la cultura humana, untiempo anterior a siglos de civilizaciónsuperficial.

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No podía entender todo lo que Maximeme decía, pero comprendía perfectamentelos hombros derrumbados de Claude y elángulo de su cabeza caída cuando se habíaalejado de nosotros con su azadón.

—¿Todo lo que acabas de decir está eneste cuadro?

—En todos los cuadros de Cézanne con esamontaña, en mayor o menor medida. Estadebe de ser una de sus primeras pinturas delvalle y de la montaña, pero, cuanto másahondó en el tema, más abstracto se tornó sutrabajo; menos precisión y más formasgeométricas realizadas con pinceladas másamplias.

—¿Así que este, por el hecho de ser unode sus primeros cuadros, no es tan

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importante?—De ningún modo. Solo es uno de sus

primeros cuadros. Pero, en sus últimas obras,las formas geométricas de sus paisajesabrieron el camino para que Picasso y otrosusaran formas planas y cantos afilados paraexpresar una figura.

—¡Como nuestros dibujos en la pared delpatio!

—Si quieres interpretarlo así… —Maximesonrió.

—Entonces, estos cuadros son realmenteuna estela de la historia del arte, como dijoMarc Chagall.

—Cuando encuentres el de Picasso, si deverdad se trata de un Picasso, entonces sí.

—Pero Chagall no encaja en esta

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—Pero Chagall no encaja en estaevolución.

—Sí que encaja. Al final. La realidadvisible expresada a través de la manipulaciónde la luz y del color del impresionismo(Pissarro) convertida en las formasgeométricas sólidas del posimpresionismo(Cézanne), hasta la modernidad de ladistorsión y el cubismo (Picasso) y, porúltimo, el posmodernismo de la expresión dela realidad personal invisible de los sueños.Eso es Chagall. Tienes una importantecolección histórica, una colección que nuncadebería ser separada.

Pensé en Pascal. ¿Él había entendidoaquel engranaje?

—Además del cuadro de Picasso, todavía

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—Además del cuadro de Picasso, todavíafaltan dos. Los tejados rojos, de Pissarro, y elprimero que adquirió Pascal, el de la jovencon la cabra en el sendero de color ocre deLouveciennes. ¡Yo viví ese cuadro, Max! Surecuerdo me ayudó a reunir fuerzas parasoportar los duros años de la ocupaciónalemana.

—Aparecerán.—Eso dices, pero ya no sé dónde más

buscar.—Pero seguirás buscándolos.—Por supuesto. Quizá no signifique

mucho para los demás, pero para mí, elcuadro de Louveciennes somos Genoveva yyo.

—Ah, ¿te lo tomas como algo personal,

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—Ah, ¿te lo tomas como algo personal,por los recuerdos? Créeme, cuando loencuentres, cuanto más lo estudies, másíntima, más personal, más singular será laexperiencia; penetrará hasta el fondo de tualma. Vigila. No puedes forzar el proceso,pero, si eres paciente, te pasará, y un díadespertarás delante de esa pintura con ojosnuevos y con unas sensaciones que tesorprenderán. Es una experiencia quetrasciende el plano personal. Entonces sabrásque es un cuadro especial.

—¡Oh, Maxime! ¡Me muero de ganas devolver a verlo!

—¿Eso significa que no irás a París hastaque lo encuentres?

Vacilé durante un largo momento.

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Vacilé durante un largo momento.Maxime se mordió el labio inferior.

—No lo sé. Es posible que no me instaleen París de forma permanente ni siquieradespués de dar con él. —Mis palabras losorprendieron. Continué con más tacto—. Escomplicado. ¿Recuerdas la canción deJosephine Baker, J’ai deux amours? Mon payset Paris? La Provenza es parte de mí. Mi sitioya no solo está en París. He ampliado mishorizontes, Max. Ahora puedo cantar: «Tengodos amores, mi pueblo y París». No estoylista para elegir. Quizá nunca lo esté.

Una sombra le enturbió la mirada y laoscureció hasta adoptar un turbador matiz noidentificable, acuoso, dolorido.

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En la última noche de Maxime enRosellón, subimos al Castrum, en lo alto delflanco norte del pueblo: la casa de Bernardera el punto más elevado en el flanco sur.Nuestra conversación se fue acallando,anticipando el espectáculo que íbamos apresenciar. En el campo de cerezas de ÉmileVernet, justo en la ladera bajo nuestros pies,no se movía ni una hoja, pero por encima denuestras cabezas, la suave ondulación de unpañuelo de seda de París, de color rosa ymelocotón, era la evidencia de sutilescorrientes de aire.

Prolongándose tanto como pudo, la tristealegría del ocaso se extendió sobre el día conun delicado rubor mientras nuestra queridaTierra giraba y la poderosa esfera se

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deslizaba debajo de nuestra vista, detrás deGordes para sorprender las Azores. Noscogimos de la mano, conscientes de que nonos quedaba más remedio que aceptar que eltiempo siguiera su curso; permanecimosinmóviles hasta que la parte más occidentaldel cielo explotó en un intenso fuego naranjaque lentamente se fue trocando en malva,hasta que al final se oscureció con una granbelleza, con la suavidad de un manto. Si algopodía tener poder curativo, era esa clase decrepúsculo después de un día glorioso. Sinsoltarnos de la mano, saboreamos elespectáculo hasta que el cielo se tornóinsondablemente azabache. Con las cabezasalzadas, contemplamos el universo,deslumbrándonos con su inmensidad. Una

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estrella fugaz nos sacó de nuestroensimismamiento.

—¿La has visto? —grité.—Sí.—¿La has sentido?—Sí.Que una chispa del universo saltara de

alegría en aquel instante exacto superabatodas nuestras expectativas más optimistas,pero el mero hecho de haberla presenciadojuntos en un momento de unidad era másque suficiente. Iniciamos el camino de vueltaa casa.

Mientras subíamos las escaleras, Maxime,que iba detrás de mí, cerró las manos

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alrededor de mis caderas.—Como monsieur y madame Troglodita.—Como los amantes de Rodin —apunté

yo.—Como Maxime y Lisette.Él me siguió hasta mi habitación. No había

duda de lo que iba a suceder a continuación.Saciamos nuestras tímidas curiosidades,

celebrando cada nueva revelación con besosy caricias sedosas, solazándonos en la vistade nuestros cuerpos, que revelaban sussecretos en cada curva y en cada pliegue.Siempre preguntando con una mirada y unapausa, gozamos con nuestrosdescubrimientos, lanzando suaves gemidosllenos de agradecimiento, respondiendo aellos con tiernos anticipos. Nos dejamos

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llevar por el estímulo de la necesidad. Desdela primera caricia hasta el sueño plácido,todo fue armonía, atención, amor.

Nos despertamos de golpe al oír un ruidoen el piso inferior. Durante un momento,permanecimos helados en la cama, con todoslos músculos tensos. Volvimos a oírlo, comosi un intruso hubiera topado con una silla.Maxime reaccionó con celeridad: se puso lospantalones y corrió hacia las escaleras. Yoencendí una lámpara de aceite y bajé lasescaleras tan deprisa como pude. Vi aMaxime, que golpeaba a Bernard en la cara,en las costillas y en el vientre. Los puñetazosvolaban, los brazos parecían aspas de

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molino, las piernas se enredaban conviolencia.

—¡Parad, los dos! —chillé alarmada—.¡Maxime, Bernard, parad!

Bernard le propinó un último puñetazodefensivo a Maxime en la mandíbula, me viode refilón y dejó de ofrecer resistencia,mientras Maxime seguía golpeándolo confuria. Bernard se quedó paralizado en elsuelo, mirándome con ojos vidriosos, inclusocuando Maxime lo agarró por el cuello.

—¡Para, Maxime! —Lo zarandeé por loshombros hasta que soltó a su presa.

—¡Vete de aquí, Bernard, por favor!Bernard jadeó.—Lo siento, lo siento mucho, Lisette. No

lo sabía. Me he equivocado.

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Se aferró las costillas con ambas manos yenfiló hacia la puerta, bamboleándose.

Maxime se sentó en el último peldaño dela escalera, resollando, con la cabeza entrelas manos. Me arrodillé delante de él. Susollozo amortiguado me partió el corazón.

—¿Lo entiendes ahora? Esto es lo quepasa cuando has visto crueldad durante cincoaños. Se convierte en un acto… reflejo.

—Pero has hecho lo correcto. Me hasprotegido. Él habría subido a mi habitación.¿Y si no hubieras estado aquí? Te loagradezco de todo corazón, Max. Sé queahora no volverá.

—Me he dejado llevar. Debería habermeparado cuando él ha dejado de ofrecerresistencia. No era necesario estrangularlo.

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Es el instinto que nos inculcaron: o luchas omueres.

Apoyé la mano en la cicatriz que teníajusto debajo de sus nudillos. ¿Qué podíadecir para acabar con ese instinto?

—Te inculcaron eso, pero puedes librartede ello.

Maxime me miró a los ojos, con un gestotan doloroso como un puñetazo. Se puso depie aferrándose a la barandilla, enfiló haciala habitación de Pascal, arrastrando los pies,y cerró la puerta en mis narices.

Se marchó a la mañana siguiente, en unsilencio que interpreté como su rechazo a laviolencia que lo había arrebatado y que no

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había podido controlar. Me dijo adiós con lamano cuando salí de casa para acompañarlohasta el autobús de Maurice, con lamandíbula hinchada y amoratada, como unmanojo de lavanda recién cortada.

Eché mucho en falta una palabra deafecto.

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Capítulo treinta y siete

La negociación de Théo

1948

Aquel día, después de que Maxime semarchara, no hice nada más que caminar encírculos por el patio, devastada por suaflicción. No soportaba pensar qué le diría aHéloïse. Pensar en Bernard me provocaba lamisma angustia.

Cuando Maurice regresó de Aviñón al díasiguiente, llamó a mi puerta, entró y abriólos brazos para abrazarme. Agradecida, medejé envolver por su protección; permanecíasí hasta que fui capaz de preguntarle cómo

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se había comportado Maxime durante eltrayecto.

—Estaba alicaído. Con la mirada fija ensus nudillos magullados. No me contó lo quepasó hasta que prácticamente estábamos yaen Aviñón.

—¿Ha preguntado por Bernard?—Sí. Le he dicho que Bernard te tira los

tejos. Me ha preguntado si a ti te gusta él, yle he dicho que no lo sé, pero que no lo creo.También le he dicho que le adoras, aMaxime, quiero decir, y que siempre teemocionas cuando viene a verte al pueblo.

—¿Te ha dicho si cree que Bernard entróen mi casa por los cuadros o por mí?

—No, no me lo ha dicho.

—Si Maxime no hubiera estado allí,

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—Si Maxime no hubiera estado allí,Bernard habría subido a mi cuarto.

—¿Para aprovecharse de ti?—Para intentar seducirme. Creo que esa

era su intención. Pero ¿cómo se le ocurrepensar que lo desearía después de irrumpiren mi casa de ese modo? ¿Y por qué quierelos cuadros ahora? No le veo sentido.

—Es que no lo tiene. Bernard no ha sido elmismo desde que su mujer falleció.

—Pero eso no justifica lo que ha hecho. —Me mordí el pulgar. No tenía sentido alguno—. ¿Qué debo hacer?

Pensé que solo estaba pensando lapregunta, pero la formulé en voz alta.

—Deberías escribirle una carta a Maxime.Lo está pasando mal —respondió Maurice.

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—Sí, lo sé. Todos lo estamos pasando mal.—Tú eres la única que puede ayudarle.

Aquella noche, escribí:

5 de abril de 1948

Mi querido Maxime:Por favor, no sientas remordimientos por lo que

hiciste. Solo nos estabas protegiendo a mí y a loscuadros. Sé que crees que te excediste. Laexaltación del momento fue lo que te empujó aseguir peleando después de que él hubiera paradode ofrecer resistencia. Intenta perdonarte a timismo. Me gusta imaginar el perdón como unapaloma posada en tu hombro, que purifica el airecon su aleteo. Recuerda que te estoy agradecidapor haberme salvado de una situacióndesagradable e indeseada. Bernard se ha

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convertido en una presencia errática: un día esamable y caballeroso, y al siguiente es grosero einapropiado. Maurice dice que no ha sido lamisma persona desde que su esposa falleció. Esono excusa su comportamiento, aunque quizá sirvade explicación. No dejes que lo que ha pasadoempañe la alegría que experimentamos antes deese incidente. Solo espero que mi afecto te ayudea no ser tan autocrítico. Por favor, ven a vermecuando estés listo. Te quiero, Max.

Tuya,LISETTE

Esperé una semana para obtener respuestay entonces fui a la oficina de correos, dondeThéo, el hijo de Sandrine, me saludó conalegría.

—¡Hey, madame Roux! Hoy soy unvaquero norteamericano. Los vaqueros

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norteamericanos saludan con un «hey».—Adieu, Théo. Los vaqueros en la

Camarga saludan con un «adieu».—Maman me ha dejado que atienda a los

clientes —gorjeó—. Hoy no ha llegadoninguna carta para usted, madame Roux, asíque, si quiere, podemos jugar un rato.

Su risita traviesa era irresistible. Seagachó para pasar por debajo del mostrador;sus prominentes rodillas sobresalieron de suspantalones cortos.

—¡Bilboquet! ¡Quiero jugar con elbilboquet!

—¿Lo tienes aquí?Con el pecho henchido de satisfacción,

hurgó en su bolsillo trasero y sacó con un

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gesto ágil la copita de madera pegada a unmango.

—D’accord!—No, madame. Los vaqueros americanos

dicen «okay».Salimos a la plaza Pasquier.—Tú primero —sugerí—. Gana el primero

que acierte tres veces seguidas, ¿de acuerdo?Théo dio impulso a la pelota atada al

cordel y la apresó con la copa. Al caer dentrodel pequeño recipiente, se oyó un golpecitoseco.

—Un. —Volvió a acertar—. Deux.La tercera vez, falló.—Has fallado aposta, para que yo también

juegue.

Él no lo negó. Tomé el mango e hice

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Él no lo negó. Tomé el mango e hiceoscilar la pelota antes de encajarla sinproblemas dentro de la copa.

—Un —contó él; su vocecita dividió lapalabra en dos sílabas cantadas—. Deux —gritó.

Yo también fallé la tercera vez.—Ha de practicar, madame. Practicar.

Vuelva mañana y le enseñaré.Entró en la oficina de correos al galope,

dando golpecitos a un lado, como unfervoroso vaquero montado a caballo.

Al día siguiente, el pequeño llamó a mipuerta, llorando.

—He perdido mi bilboquet.

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—¡Oh, no, Théo!Entre sollozos me explicó que estaba

jugando en la plaza Pasquier, que la pelotase había desprendido del cordel y habíasalido rodando hasta caer por el precipicio.

—¿Y has subido hasta aquí paracontármelo?

Le invité a entrar. Ambos nos sentamos enel sofá de madera. Pasé el brazo alrededor desus estrechos hombros.

—Es difícil superar la pena que se sientecuando pierdes algo. Yo he perdido variascosas que significan mucho para mí; inclusohe perdido a una persona, quizás a dos.

—No sabía que estuviera triste.—Ah, sí, a veces. Pero no podemos

hundirnos en la tristeza, porque quizá no

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encontremos la forma de salir de ella.—¿Hundir como en el mar?—Hundir como en el barro.—¡Qué asco!—En París hay una monja, la hermana

Marie Pierre. Ella me crio. ¡Oh, cómo laquiero! Antes de irme de la ciudad para viviraquí, le dije que la echaría mucho de menos,igual que a París. Ella me respondió quemientras nos lamentamos por una pérdida,no somos capaces de abrirnos a nuevasoportunidades.

—¿Como un nuevo bilboquet?—Sí, o como otro juego distinto.—¿A qué podemos jugar?—Podríamos jugar a la hermana Marie

Pierre.

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Él ladeó la cabeza, intrigado y escéptico almismo tiempo.

—Ella me encargaba recados, y despuéssiempre me preguntaba qué había visto. Yose lo tenía que contar con la máximaprecisión, explicárselo con imágenes. «¿Quéhas visto en el río?», me preguntaba, y yocontestaba que había visto un remolcadorque arrastraba una barcaza. «¿Qué llevaba labarcaza?», y yo le decía que carbón.«Descríbeme el carbón», y le respondía queel carbón era eso, carbón. «Ya, pero ¿a quése parece?». Siempre me pedía unacomparación. Yo contestaba que era comopedacitos del cielo por la noche, cuando nohay luna. Solo entonces ella se mostrabasatisfecha.

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»Pero, en su siguiente encargo, me pillabadesprevenida y me preguntaba qué habíaoído por la calle. Cuando yo no conseguíaexpresar con palabras la diferencia entre elsonido de la bocina de un camión y el pitidode un tipo de barco en particular, ellacambiaba de tema y me pedía que ledescribiera el olor del bulevar Saint-Germain.

—¿Por qué esa calle? —se interesó Théo.—Porque hay panaderías y cafés, y una

perfumería donde también venden jabón.Tenía que decir si el aroma que salía de lapanadería era de canela, vainilla o almendra,y si la fragancia proveniente de laperfumería era de lavanda, rosas o claveles.Practica ese juego en la panadería de tus

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abuelos, ¿de acuerdo, vaquero? ¿Tu mamante deja ir solo por el pueblo?

—Sí, a menos que llueva o haga frío.—Bien. Eres un chico muy listo, así que

puedes hacerlo. Quiero que mañana caminesde una punta del pueblo a la otra muydespacio, tantas veces como quieras, y queluego me describas todo lo que has visto, hasolido y has oído. A ver si eres capaz derecordar los colores y definirme el aspectode todo lo que has visto.

Lo abracé cariñosamente para darleánimos. Fue una sensación maravillosa.

Mi mente se llenó de recuerdos de aquellaquerida monja. Pensé en una Navidad enparticular, antes de que me enterara de quemis padres habían muerto, cuando, en un

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arrebato, grité: «¡Odio a mis padres porhaberme abandonado aquí!». Ella objetó: «Noes odio lo que sientes, sino una gran pérdida.Sé precisa cuando utilices ciertas palabras. Elsentimiento de odio proviene de una partedistinta del corazón que el de la pérdida.Piénsalo durante una semana. El día de AñoNuevo, quiero que me expliques qué hasganado a partir de esa pérdida».

Me pareció muy difícil. Protesté porqueella era injusta. Durante una semana, nosmiramos con hosquedad. El primer día delaño, conseguí decir, en un tono lleno derencor, que, si no se hubieran ido a trabajarde misioneros y no hubieran muerto en unlugar lejano, estarían tan implicados en susobras caritativas en París que no me habrían

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dedicado el tiempo ni yo habría gozado de laeducación que había recibido en San Vicentede Paúl. En ese sentido, ella me enseñó asustituir el odio y la pérdida por la gratitud yel perdón.

Y ahora tenía que aprender aún másacerca de los sentimientos de pérdida yperdón. ¿Es que nunca se acabaría elaprendizaje?

Noté que Théo me tiraba de la manga.—Me parece que no me escucha, porque

se lo he preguntado varias veces, madame.¿Qué es lo que ha perdido?

—Tres cuadros.—¿Cómo los ha perdido?—Es una larga historia. —Le estrujé el

hombro con afecto.

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—¿Quiere que le haga un dibujo? —seofreció—. ¿Qué le gustaría que dibujara?

—Una joven y una cabra caminando porun sendero.

—Le haré el dibujo si usted escribe uncuento sobre la joven y la cabra.

—Quizás algún día, cuando sepa cómoacaba la historia.

Al cabo de dos días, Théo llamó a mipuerta, emocionado.

—¿Has encontrado la pelota del bilboquet?—No, madame. He encontrado algo mejor.—¿Un nuevo juego?—¡Un cuadro!

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—¿Un cuadro? ¿Dónde?—En el vertedero. Bajé en busca de la

pelota y encontré un cuadro. Quizá le guste.—¿Lo cogiste?—No, madame. No es mío.Yo ya me estaba calzando los zapatos de

André.—Llévame hasta allí.Él bajó todo el camino saltando y

corriendo, satisfecho por servirme de guía.El vertedero quedaba bastante lejos, en lacarretera que llevaba a Rosellón, en un clarooculto detrás de un área forestal.

—¿Cómo sabías el camino hasta aquí?—Una vez fui con mi papá.Entre carcasas de animales, botellas de

vino rotas, latas de sardina y otros

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desperdicios, allí estaba, parcialmentecubierto por trapos grasientos: el estudio delas cabezas.

—¡Théo! ¡Es mío! ¡Uno de los cuadrosperdidos!

Él soltó un gritito de alegría y trepó por elmontoncito de basura para recuperarlo.

—¿Por qué no tienen cuerpo?—Supongo que el artista solo quería

practicar el dibujo de cabezas.—Son feas.—Quizá por eso alguien decidió tirar el

cuadro al vertedero.Lo agarré en volandas y le di varias

vueltas mientras le decía «gracias» una y otravez, a voz en grito.

—¡Si alguna vez tengo un hijo, quiero que

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—¡Si alguna vez tengo un hijo, quiero quesea un héroe como tú!

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Capítulo treinta y ocho

Para bien o para mal

1948

T ranscurrieron dos semanas sin que llegaraninguna carta. Cada vez que iba a la oficinade correos, Théo anunciaba con su vocecitaaguda:

—No hay carta para usted, madame. ¿Haescrito ya el cuento?

—No, Théo, todavía no. Aún no sé cómoacabará la historia.

Procuraba no coincidir con Louise yMaurice. Empecé a ir a la oficina de correoscon menos frecuencia por temor a que

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Sandrine se diera cuenta de mi decepción yse lo contara a Odette. No quería que metuvieran lástima.

Aquella primavera fue larga y húmeda.Las cigarras se encaramaban sobre laspiedras, esperando el calor del verano queanunciaba a los machos que había llegado elmomento de hacer vibrar el abdomen paraentonar su llamada. ¡Menuda ironía! Unallamada de apareamiento. Esperando.También me parecía una ironía que yotuviera tantas ganas de oír su ásperacacofonía.

En una ocasión, mientras me sentíaabrumada por el peso de la última noche conMaxime, me tumbé en la cama donde élhabía dormido y abracé la almohada con

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fuerza. ¡Qué cruel era al no contestar a micarta! A esas alturas, ya debía de saber queyo le amaba. Se lo había demostrado detodas las formas posibles, además dedecírselo sin rodeos en mi última carta.¿Cómo era posible que una relación tanentrañable y completa terminara de esemodo? Y, si tenía que acabar, ¿de quién erala culpa? ¿De Bernard? ¿Mía? ¿Qué deberíahaberles dicho a cada uno de ellos que nohabía dicho?

Las lluvias de abril no dieron treguadurante muchos días, hasta principios demayo. Cuando no llovía, había neblina, y

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cuando no había neblina, la humedad erainsoportable. Solo comía lo que tenía en casay lo que había almacenado en el sótano. Lapensión de viudedad probablemente meesperaba en la oficina de correos, ynecesitaba el dinero para comprar comida. Eljueves, día de mercado en Rosellón, apenaschispeaba. Me puse el abrigo, me envolví lacabeza con una bufanda y enfilé cuesta abajocon la cesta de la compra.

—¡Dos cartas, madame! —gritó Théo,exultante.

Me las tendió por encima del mostradorde la oficina de correos. El cheque delGobierno en su mano derecha y un sobre sinremitente en su mano izquierda.

En casa me fijé en la marca de agua del

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En casa me fijé en la marca de agua delmatasellos. Rosellón. No París. Tenía que serde Bernard. La fecha estaba borrada. ¿Lahabía llevado él mismo hasta la oficina decorreos bajo la lluvia? Rasgué el sobre yempecé a leer la nota que empezaba con un«Mi amada Lisette». Supuse que, en suconfusión mental, era posible que tuviera esaclase de sentimientos por mí.

Supongo que ya sabrás cuánto me arrepiento dehaber entrado en tu casa de ese modo. Fue el actoincontrolado de un hombre apasionado, unpueblerino torpe y desesperado, que no está a laaltura de las sutilezas que tú, una dama ¡deParís!, mereces. Tenía la absurda esperanza deque en tu propia casa llegaras a sentirte máscómoda y libre que en la mía. Temía que seagotara mi tiempo para ganarme tu afecto. No era

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consciente de la hora. Por favor, créeme si te digoque entré en tu casa sin saber qué iba a hacer. Loúnico que sabía era que quería ser tierno; nopretendía forzarte a nada. A pesar de la facetaque te he mostrado de mí, puedo ser tierno. Aldescubrir que estabas con otro hombre, me sentítotalmente avergonzado de mi torpe actuar. Mehabría ido sin más, pero él se abalanzó sobre mí.

Desde ese día no he recuperado la paz conmigomismo, ya que no sé de qué forma he de pedirteperdón y conseguir que creas que soy totalmentesincero. Al final he hallado la forma de hacerlo;así pues, si vas al cementerio una tarde, bajarépor el barranco para que podamos dar un paseo.Te esperaré todos los días a las dos, con laesperanza de que seas capaz de perdonarme.

Con toda mi humildad, tu devotoBERNARD

Leí la carta dos, tres veces. A pesar de sucomportamiento anterior, que oscilaba entre

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la agresividad y el arrepentimiento, sudisculpa me pareció sincera. La hermanaMarie Pierre siempre me había aconsejadoconceder el beneficio de la duda. Quizá fuerauna ilusa, como a menudo me decía André.Quizás aceptaba con demasiada facilidad lasexcusas de Bernard sobre sus buenasintenciones, pero su tono arrepentido eradiferente al que había usado conmigo antesde su declaración de tregua en su comedor.Salvo por su horrible intrusión de aquellanoche, no había hecho nada después de latregua para enfadarme o provocarme.

Pero ¿perdonarle? Si su intrusión habíadestruido mi relación con Maxime, no sabíasi algún día sería capaz de hacerlo. Con todo,un sorprendente sentimiento de compasión

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me decía que sería mezquino negarle unarecompensa a su esfuerzo por reconciliarse.Si no lo hacía, la idea de vivir en el mismopueblo me pondría nerviosa, sabiendo que,en cualquier momento, podría toparme conél. Era mejor enfrentarme a él por las buenasque tenerlo que hacer por accidente. Teníaque verlo, aunque tan solo fuera paradeterminar mis sentimientos y descubrirhasta qué punto estaba dispuesta aperdonarle.

Al día siguiente, la lluvia siguióensañándose con el pueblo, fustigando lostejados, perforando la tierra, deslizándosecomo láminas por los cristales. Sería unainsensatez salir con aquel mal tiempo. Al díasiguiente, continuaba lloviendo. Al tercer

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día, el cielo se despejó y el sol se aventuró aasomar la nariz. Yo también me aventuré asalir. Las paredes de yeso habían absorbidola lluvia, y la casa de Louise, de un ocreamarillo pálido cuando el tiempo era seco,había adoptado un rico tono ocre dorado.Todos los edificios y despeñaderoscircundantes exhibían tonos más intensos,incluso anaranjados, rojo rubí y borgoña. Meembargó un profundo sentimiento de amorhacia el pueblo.

Llegué al cementerio a la hora estipuladasin ningún contratiempo, aunque con ciertaaprensión. Él estaba allí, de pie en la puntadel barranco rojo anaranjado.

—¡Lisette! ¡Espera un momento, no tevayas!

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Retrocedió, atravesó el campo y volvió aaparecer con un par de botas de agua y unparaguas. A trompicones, bajó por aquelbarranco erosionado.

—Ya casi había perdido la esperanza. Heestado esperándote todos los días a las dos —dijo sin aliento.

—¿Incluso los días en que ha llovido?—Todos los días.El nudo que me atenazaba el pecho se

aflojó un poco.Preguntó si hacía demasiado frío para

pasear. Cuando accedí, me ofreció las botasde agua. Eran demasiado pequeñas para él;debían de haber sido de su esposa. En elinterior de cada una de ellas, encontré uncalcetín grueso. Me sostuvo por los hombros

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mientras yo me las ponía, para ayudarme amantener el equilibrio.

No dijo nada acerca de aquella noche,demasiado avergonzado, probablemente.Mejor. Aún no quería verme obligada aescrutar mi corazón para condenarle operdonarle.

Sugirió ir a ver el Usine Mathieu, lafábrica de ocre donde transformaban elmineral en pigmentos. Me pareció una ideaextraña, pero, puesto que nunca había estadoen aquel sitio, acepté.

Desde el cementerio, caminamos unosminutos en dirección al pueblo, luego nosdesviamos y descendimos por una angostacalle muy empinada. Las casas estaban cadavez más dispersas rodeadas de árboles

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frutales; un manto de pétalos húmedoscubría el suelo. Una última casita con eltecho rojo tenía un huerto, pero lastormentas habían arrasado las lechugas, lasremolachas y los tallos de las cebollas, igualque en mi pequeño huerto. Mientrascaminábamos, Bernard iba nombrando losárboles: robles, espinos, encinas y pistachosen el flanco derecho por debajo de lacarretera; en la colina, sobre nosotros, a laizquierda, arces, sauquillos y pinos.

Nos metimos por un callejón que conducíaa una gran finca.

—Los dueños están de viaje y me hanpedido que vigile la propiedad, así quepodemos visitar el jardín —comentó.

Recorrimos el sendero bordeado de

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Recorrimos el sendero bordeado deárboles hacia un estanque octogonal. Cadauno de sus ocho lados estaba adornado conun parterre de flores, todas aplastadas ymojadas.

—Esperaba poder enseñarte este jardínantes de que la lluvia echara a perder lasplantas.

Unas terrazas y una balaustrada conducíanal edificio principal, la mansión más grandeque había visto en Rosellón. Cuando,admirada, comenté que era una verdaderapreciosidad, Bernard soltó una carcajada.

—Podría enseñarte una docena como esta;mansiones ocultas de las carreteras por setosy bosques. Aquí hay grandes terratenientes.Cuando los dueños de esta finca regresen, me

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invitarán a una gran velada, y puedo iracompañado. Contigo.

Me miró de soslayo para sopesar el efectode sus palabras.

—Como alguacil, tengo la responsabilidadde proteger granjas, huertos, viñedos,bodegas, molinos para prensar aceitunas,minas, canteras y fábricas, así que puedoenseñarte el Usine Mathieu, la fábrica dondetrabajó Pascal. Monsieur Mathieu no fue elprimero en obtener pigmento a partir delmineral. El proceso ya se llevaba a cabo afinales del siglo XVIII, antes de que élmontara estos hornos.

Era evidente que Bernard estabaintentando impresionarme con sus

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conocimientos, con su posición… y conRosellón.

Llegamos a una carretera de gravilla queconducía a la fábrica de ocre, compuesta pordos edificios y una serie de grandescobertizos de cemento, cada uno con unenorme horno. Los trabajadores saludaron aBernard y reanudaron la tarea de alimentarlos hornos con madera.

—Por el polvo en el suelo y en las ropasde los empleados puedes ver qué colorproduce cada horno. Más abajo están lastinas originales. Hace muchos años que no seusan, desde que la actividad se trasladó aotra parte de la finca. Vamos, te lasenseñaré.

Mientras atravesábamos un robledo, me

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Mientras atravesábamos un robledo, meexplicó que el mineral del ocre, extraído enlas minas o en las canteras, tenía quesepararse de la arcilla. Dijo que un noventapor ciento era arcilla, y un diez por cientopigmentos. El mineral pulverizado de cadacolor se lavaba primero con agua a presión,que bajaba por unas cañerías de grandiámetro. A los chicos que se encargaban deaquella fase se les llamaba «lavanderos».

—Pascal trabajó de lavandero cuando eraniño —apunté.

—Igual que yo, una generación más tarde.Casi todos los chicos de catorce años deRosellón fueron lavanderos, a menos que setratara del hijo de un granjero o de uncampesino que necesitaba su ayuda en las

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labores del campo o de la granja. En estazona había unas veinte fábricas y unos miltrabajadores de ocre y mineros.

Cada cañería que veíamos desembocabaen su propio estrecho canal de cemento; porcada canal, un poco más abajo, habíadiferentes niveles de enormes tinasrectangulares de cemento. Algunas de ellasestaban agrietadas y llenas de malas hierbas.

—Son viejos decantadores. Todas lasnoches, por las cañerías descendía un flujo deocre, arcilla y agua hasta los canales y lastinas. La arcilla pesa, por lo que se hundíarápidamente, mientras que el ocre ensuspensión flotaba por los canales hasta lastinas. A lo largo de la noche, cuando el aguaestaba inmóvil, el ocre se asentaba en el

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fondo. Por la mañana, eliminábamos el aguade la superficie con la ayuda de pequeñasesclusas. De ese modo, las tinas se llenabancon sucesivas capas de ocre. Cuando el ocreobtenía un grosor de cincuenta centímetros,ya no podía mezclarse con más agua; el ocrepermanecía en las tinas durante seis mesespara que se secara. Después se cortaba enbarras y se enviaba a los hornos, donde lostrabajadores refinaban los colores calentandoel ocre a varias temperaturas durantediferentes periodos de tiempo.

Bernard parecía satisfecho de poderexplicarme aquel proceso. Desvió la vista deun canal a otro.

—Creo que yo trabajaba en este. —Retrocedió unos pasos, por la cuesta—. No,

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creo que era este. —Se encaramó a un canaly me ayudó a subir—. Sé cómo averiguarlo.

Caminó por encima de la cañería y miróhacia atrás para asegurarse de que lo seguía.Todas las cañerías tenían unos tapones demadera del diámetro de un plato, más omenos. Desenroscó el tapón correspondientey lo alzó.

—Mete la mano —sugirió.—¡Ni hablar! Ahí dentro podría haber

arañas.Él echó un vistazo.—No hay arañas. Mete la mano.Tenía un presentimiento, así que hundí el

brazo y noté la familiar y rugosa textura deun lienzo enrollado, con la pintura hacia

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dentro. Agarré la punta. No me costó nadasacarlo y se desenrolló solo.

—¡La joven con la cabra, de Pissarro! ¡Micuadro favorito! Esto no es una coincidencia.¡Tú lo sabías!

Bernard alzó los hombros, con unaexpresión ininteligible en el rostro. ¿Eratristeza? ¿Vergüenza? No acertaba adistinguir de qué sentimiento se trataba.

—¡Tú, fuiste tú quien ocultó todos loscuadros! ¿No es cierto? Dímelo.

—Sí —admitió en un murmullo apenasaudible.

—¿Cómo los conseguiste? —lo interrogué—. ¿Cómo obtuviste la información?

—No los robé, te lo aseguro. Has decreerme. —Aspiró con fuerza—. André me

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contó dónde estaban.—¿Qué? No te creo. Él jamás…—Pensó que sería una temeridad no

confiar el secreto a una segunda persona enRosellón.

—Pero ¿por qué tú? ¿Y por qué te losllevaste?

—Me dijo que lo hiciera. André solo teníaunas pocas horas para separarlos de losmarcos, desmontarlos de los bastidores yesconderlos. No quería que se quedaran bajola pila de leña. Pretendía esconderlos enlugares seguros, cada uno en un sitiodiferente. De ese modo, si alguienencontraba uno, no los encontraría todos.Solo hice lo que él me pidió.

Necesité unos minutos para asimilar la

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Necesité unos minutos para asimilar lainformación. En cierto modo, el hecho deque André hubiera confiado en el alguacil —a su modo de ver, la persona adecuada—suponía un alivio. Había confiado enBernard, el brazo de la ley, para mantener lacolección a salvo.

—¿Por qué no me los entregaste cuandoterminó la guerra y se marcharon losalemanes? ¿Por qué?

—Lo sé, lo sé, por favor, intentacomprender. No soportaba la idea deperderte cuando recuperaras los cuadros.

Noté que las mejillas se me encendían derabia.

—Siento mucho haberte hecho pasar poreste interminable calvario. Durante un

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tiempo, ni siquiera sabía qué haría con ellos,pero admito que quería que la búsquedadurara muchos años. Me estaba enamorandode ti. Ya está. Ya lo he dicho.

—¿Así que provocarme una terribleansiedad era tu forma de expresar amor?¿Entrar en mi casa por la noche, con sigilo,era tu forma de decirme que me querías?

—Me equivoqué. Me equivoqué. Peroentonces ocurrió algo extraño. Empecé adesear que los encontraras, por tu bien,aunque con ello se acelerase tu partida deRosellón. No podía decirte directamente quelos había escondido o que los tenía; con esosolo habría conseguido que me odiaras. Perocada vez que descubría que habíasencontrado otro, me sentía feliz por ti,

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aunque triste por mí. ¿Entiendes mi conflictointerno? Cuando, aquella noche entré en tucasa, estaba desesperado. Pensé que podríaconfesártelo todo, descargar un gran peso demi conciencia y luego marcharme. No entrépara forzarte a nada.

Perpleja, retrocedí un paso al tiempo quesacudía la cabeza.

—¿Te diste cuenta de que puse los cuadrosen lugares simbólicos de la región? —preguntó con suavidad—. La mina, eldesfiladero de ocre, un pequeño borie enmedio de un campo de melones, el molinocerca de tu casa para que lo encontraras.Pero no en una casa triste y desamparada, nien un cabanon abandonado, ni en un

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maloliente pigeonnier. En ningún lugar feo nideprimente.

—¿Qué me dices del vertedero? ¡Tirasteun Picasso al vertedero!

—No, nunca haría tal cosa, Lisette. Lodejé en el Moulin de Ferre.

—¿Por qué esos lugares elegidos con tantocuidado?

—En mi torpeza, pensé que tu búsquedapodría llevarte a apreciar lo que tenemosaquí. Tal vez así querrías quedarte. No séqué habría hecho si no te hubieras puesto abuscarlos. Tendría que habértelos devueltotodos juntos, supongo, pero seguípostergando la decisión. Estaba seguro deque, si lo hacía, te marcharías de Rosellón yno te volvería a ver nunca más.

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—Pero ¿ahora? ¿Qué pasa ahora? ¿Porqué me has conducido hasta este cuadro?

—Porque, a medida que comprendía elamor que sentías por los cuadros, nosoportaba la idea de que no tuvieras el quemás amabas, muy por encima de los demás.Empecé a sentir otra clase de amor, másgeneroso. No sé cómo describirlo. —Lascomisuras de su boca se torcieron hacia abajo—. Sé que he echado a perder cualquieroportunidad de estar contigo.

En aquel momento, algo más profundoatravesó mi mente. Pensé en las medias deseda, las salchichas y el pollo.

—Al principio tenías otro objetivo, ¿no escierto? ¿Durante la ocupación alemana, antesde que entabláramos amistad? Los oficiales

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del régimen de Vichy habrían querido esoscuadros; tú podrías usarlos para comprarfavores. —Se me tensó la mandíbula. Teníala acusación en la punta de la lengua—. ¿Note importaba que los nazis estuvieranocupando Francia? ¿No significaba nada parati? ¿Sabes que podría denunciarte no solopor ser un ladrón, sino también porcolaborar con el enemigo?

Sus ojos dejaron ver el riesgo que estabaasumiendo con aquella confesión. Mesuplicaban lo que Bernard no se atrevía aexpresar con palabras: «Confío en que no metraicionarás».

—No revelé ninguna información de valora los alemanes. Fui capaz de retrasar a losexploradores con pistas falsas, arriesgando

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mi propia vida. Tenía motivos paraasociarme con Vichy. Si los alemanes sabíanque el alguacil de Rosellón defendía laocupación, quizá podría salvar el pueblo deun destino tan atroz como el de Gordes y elde Saint-Saturnin-lès-Aps.

Por primera vez, la posibilidad de unataque en Rosellón se me antojó como real.Dos ciudadanos importantes habían formadoparte de la Résistance: Maurice, con suautobús, y Aimé, que ahora era el alcalde.

—¿Te refieres a que si se descubría queMaurice o Aimé habían provocado laexplosión de un convoy alemán…?

—Los alemanes habrían tomadorepresalias. Maurice no era muy reservado—señaló Bernard.

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—No, supongo que no. Su naturaleza esdemasiado exuberante para actuar con sigilo.

—Los exploradores alemanes no perdíande vista a esas dos mujeres británicas, nitampoco a ese tipo irlandés. Un error porparte de uno de los cinco, y Rosellón habríasido destruido.

Me costaba digerir que Bernard hubieraarriesgado su reputación para salvarRosellón. ¿Acaso aquello equivalía a lucharen la Résistance, o incluso en el campo debatalla? Era una pregunta demasiadocompleja para resolverla en ese momento.Pensé en Héloïse, cuando me dijo que habíadiferentes grados de colaboración. Yo no lahabía juzgado. Con mis ojos, dije lo queBernard necesitaba saber: «No te comprendo

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del todo, y probablemente jamás llegue aconseguirlo, pero te entiendo lo bastantecomo para no revelar nada de estaconversación».

—Otra cosa, sé que todavía no hasencontrado el último cuadro.

—¿Cómo lo sabes?—Nunca lo encontrarás. Tuve que

desprenderme de uno. Elegí el más grande.Pensé que así quedarían satisfechos. Peroquiero que sepas que, si no los hubierasacado de la pila de leña, tal como André mepidió que hiciera, y si tú los hubierasencontrado y te los hubieras llevado, estoyseguro de que ellos te habrían hecho el dañoque consideraran necesario para obtenerlos.

A mi mente acudió la imagen de la porra

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A mi mente acudió la imagen de la porrade caucho.

—Así pues, si no los hubieras sacado deallí, los alemanes los habrían encontrado.Pero ¿cómo sabía ese oficial que yo tenía loscuadros?

—Alguien se lo dijo. Alguien que podríabeneficiarse de ofrecer tal información.Alguien entró en tu casa para buscar esoscuadros, no lo olvides. No fui yo. Supongoque podría haber sido el alcalde Pinatel, paracongraciarse con el nuevo régimen, paramantener su posición o para ascender. Mearrepiento de mis errores, de lo queconsideré que tenía que hacer, pero pensabaque era la única forma de que los alemaneste dejaran en paz. Recé para que le dijeras a

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ese teniente que los cuadros estaban debajode la pila de leña antes de que te hicieradaño, para que luego, cuando él viera tuconmoción y tu desconsuelo, te dejara enpaz.

Necesitaba tiempo para asimilar todoaquello. Bernard me había hecho pasar poruna angustia injustificable, quizás inclusohasta el punto de perder a Maxime. Contodo, de no ser por él, seguro que losalemanes habrían encontrado los cuadros.Bernard había colaborado hasta cierto punto,intentando proteger a su pueblo y a susvecinos; sin embargo, había buscado aplacara los alemanes, no luchar contra ellos. Susmotivos eran honorables y deleznables a lavez. Llegué a la conclusión de que Bernard

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solo era un ser humano, con todas suslimitaciones.

Clavé la vista en el cuadro.—Me alegro de que no te desprendieras

de este. Yo he vivido este cuadro, Bernard.Es mi vida plasmada en una pintura.

Las lágrimas empezaron a rodar por mismejillas, por la confianza inocente de lachica, porque había perdido la esperanza devolver a verla, por la cabra blanca delcuadro, por el fin de la vida de Genoveva.

Le conté a Bernard su final. Él me atrajohacia su pecho y yo no opuse resistencia. Élera de campo, así que podía entender, de unmodo que Max jamás podría, la pena queconllevaba sacrificar una cabra que se habíaconvertido en una amiga. Maxime no

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entendería aquello de matar un animal.Bernard era menos complicado.

—No es solo la belleza del cuadro lo queadoro. Es más…, es la verdad que entraña.¿Ves cómo la joven va ascendiendo por elsendero que se curva? Ella no puede veradónde la lleva ese camino, pero tiene queandar por él, le guste o no.

Con ternura, Bernard puso la mano sobremi cabeza.

—Como todos nosotros, para bien o paramal.

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Capítulo treinta y nueve

La carta y la canción

1948

9 de mayo de 1948

Mi querido Maxime:

La primera adquisición ya está en casa, por fin.Y el estudio de las cabezas también. Estoy que noquepo en mí de contenta. ¡Por favor, ven! Temostraré el último misterio de Rosellón solo a ti.Prométeme que no se lo dirás a nadie. Tenemosque colgarlo con la máxima delicadeza.

No te reproches nada sobre aquel incidente,Max. Cuando yo era pequeña, la hermana MariePierre me hizo memorizar lo siguiente: «Hay una

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temporada para cada cosa. Hay un tiempo paramatar y un tiempo para curar, un tiempo parallorar y un tiempo para reír, un tiempo para elluto y un tiempo para bailar».

Haz tuyo el mensaje y ven a la verbena de SanJuan, la noche del 24 de junio. Bailaremosalrededor de la fogata en el Castrum, y desde allíarriba contemplaremos las fogatas que iluminantodo el valle; incluso los pastores en sus boriesencienden pequeños fuegos. El ambiente festivo enla Provenza nos ayudará a cerrar heridas.

Organizaré una velada para celebrar larecuperación de los cuadros de Pascal, y tú eres lapersona idónea para apreciar su significado y suvalor. La fiesta no sería completa sin ti, por lo quete pido que dejes de lado tus sentimientos oscurosde una vez por todas, para siempre, mi queridoMax. No encajan en tu forma de ser.

En un arrebato de ingenio, escribí:

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No espero que recuerdes cómo llegar hasta aquí,después de casi cinco largos años —¡uy, perdón,quería decir semanas!—. Al no haber recibidoninguna carta tuya, tengo la sensación de que hantranscurrido muchos años desde la última vez quenos vimos. Así pues, no olvides que mi casa es laúltima de la calle Porte Heureuse. Grábate esadirección en el corazón. Por si lo has olvidado, lafachada es de color ocre rosado.

No respiraré hasta que te vea. Trae azúcar,granulado y en polvo.

LISETTE IRÈNE

Bajé la cuesta con un objetivo claro yentré en la oficina de correos.

—¿Qué tal, madame Roux? —Théo cogiómi carta y echó un vistazo al sobre—. Ya séleer un poco. He estado practicando, así quealgún día podré leer su cuento.

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¡Qué pequeño tan entusiasta y encantador!—Todavía no lo he escrito, pero, cuando

lo haga, te incluiré en el final de la historia.Théo estudió mi sobre.—Oh là là! —exclamó, imitando a su

abuela Odette—. Esta va a París. Debe de sermuy importante.

—Tienes razón, es muy importante.Conteniendo la respiración, observé cómo

insertaba la carta en la ranura de la caja demadera en la que ponía: «POSTE».

—¿Hoy está triste, madame?—No, Théo. Tú me haces feliz.—S’il vous plaît, ¿dará un paseo conmigo?

¿Lo hará? ¿Lo hará?—Uno muy corto. Solo hasta el

cementerio.

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Miré a Sandrine de soslayo para confirmarsi daba su consentimiento.

—Me parece perfecto —accedió ella—. AThéo le gusta fingir que lee los nombres enlas tumbas, igual que hace con las cartasaquí.

—¡No finjo! Ya puedo leer…, bueno, unpoco.

—Y cada día aprenderás un poco más —recalqué.

Envolví su manita con la mía, suave comouna cáscara de huevo, una mano que nohabía conocido los viñedos ni las minas, ni elfrío mortal del acero gris de las armas. Eraun privilegio sostener aquella mano mientrassubíamos la cuesta hacia el cementerio. Ledejé que abriera la verja de hierro; las

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bisagras oxidadas chirriaronquejumbrosamente. Me llevó hasta sumonumento favorito, el que estaba adornadocon un ángel esbelto.

—Anne-Marie —pronunció él, luego uniólos labios para formar una «B».

Se me encogió el corazón.—Blanc.Nunca me había fijado en esa tumba.—¿Qué más pone? —se interesó el

chiquillo.En un susurro apenas audible, leí: «Sigo

hechizado por tu adorable espíritu».Qué duro debía de ser para Bernard

contemplar aquel ángel. Me pregunté cómohabía sobrevivido a la soledad durante doce

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años. Teníamos eso en común, eso y uncorazón herido.

Théo me siguió hasta la tumba de Pascal yme ayudó a arrancar las hojas de las adelfas.Observó el grabado con curiosidad.

—Pascal Édouard Roux. 1852 a 1939.¿Son muchos años de vida?

—Sí, una vida muy larga.—¿Era su abuelo?—No, era el abuelo de mi marido. Me

gustaría que hubiera sido mi abuelo, peroeso no importa. Lo que siento por él es loque importa.

Miré a Théo con ojos nostálgicos.Él examinó las tumbas a ambos lados de la

de Pascal, como si buscara la de alguien, yluego se paseó por las filas más cercanas. Su

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vocecita infantil iba deletreando sílabas. Alcabo de unos minutos, oí el chirrido de lapuerta de hierro cuando Théo la atravesópara marcharse.

—¡Hey, Pascal! —saludé con ánimo—. Unniño encantador me ha enseñado que losvaqueros norteamericanos saludan con un«hey».

»¿Puedes oírme? He recuperado todos loscuadros, excepto Los tejados rojos, dePontoise. ¡Incluso el cuadro deLouveciennes! Sé que el de Pontoise era muyimportante para ti. En aquella época, vivíasen París, y el huerto que aparece en lapintura debió de recordarte el huerto de tumadre en Rosellón. Cuando caíste en lacuenta de que el camino de color amarillo y

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la tenue luz dorada que se extiende sobre lascasitas estaban pintados con el ocre quehabías extraído de la mina, seguro que teembargó una gran emoción, así como laimpresión de que tu vida tenía un propósito.Aquel momento fue el principio de nuestrahistoria. Todo lo que ha sucedido desdeentonces parte de aquel instante.

»Encontré unas notas tuyas y las hepasado a limpio, junto con anécdotas que mecontaste de tu vida. Un marchante de arte enParís considera que son importantes para elpatrimonio de Francia. Seguro que estaríasencantado.

Añadir algo más habría sido un sinsentido.Pascal no estaba allí. Pero había alguien más.

Desde los olivos del barranco, me llegó

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Desde los olivos del barranco, me llegóuna voz de barítono que cantaba, lenta ycadenciosamente:

J’attendrai.Le jour et la nuit, j’attendrai toujours

ton retour.

El lamento descendía por la pendiente condelicadeza; su repetición resultaba dolorosa.

Esperaré.Noche y día, esperaré todos los días

tu regreso.Porque el pájaro que vuela lejos regresa

en busca del que ha quedado atrásen el nido.

Él sostenía una rama de olivo en alto,

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Él sostenía una rama de olivo en alto,como para mantener el equilibrio mientrasme observaba desde su posición más elevada.El anhelo del deseo y la pena seguíadescendiendo despacio por el barranco.Habíamos escuchado aquella canción cadanoche en la radio, en el café, durante laguerra. Rina Ketty la cantaba por entonces, yel corazón de cada mujer francesa latía conesperanza con su promesa lenta yacompasada.

Ahora, al oír que Bernard me la cantaba amí con tanto sentimiento, con tanta tristeza,me sentí desbordada de emoción hasta unoslímites indescriptibles. En ese efímeromomento pensé que, en otras circunstancias—y sin Maxime, por supuesto—, Bernard

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habría tenido una oportunidad. Sin embargo,lo único que hice fue permanecer allí de pie,sin moverme, con la mano en el corazón,hasta que él terminó la canción, dio mediavuelta y desapareció en el huerto.

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Capítulo cuarenta

La verdad

1948

—¡Buenos días! —oí que alguien gritabacon entusiasmo desde la calle—. ¿Es esta lacasa de madame Lisette Irène Roux? Es decolor salmón, lo que los pintores al óleodenominarían naranja de cadmio, y no ocrerosado, pero está en la calle Porte Heureuse.Ella se alegrará en la calle de la puerta feliz,porque estoy aquí, delante de esa puerta, conun encargo especial.

La voz —de Maxime, sin lugar a dudas—seguía parloteando hasta que conseguí llegar

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hasta la puerta y la abrí.—¡Max! ¡Has venido!Él iba cargado con cinco abultadas bolsas,

su maleta y un ramo de rosas blancasenvueltas en una hoja de periódico mojadaque sostenía bajo la axila.

—¿Se puede saber qué…?Él dejó los paquetes en el suelo, se sacudió

las manos y me ofreció el ramo al tiempoque doblaba un poco una rodilla y dejaba laotra pierna colgando hacia atrás.

—No podía permitir que ese hombrecitodel cuadro de Chagall me superara. ¿Lo hagobien? ¿La pierna derecha colgando pordetrás?

—¡Oh, Max! ¡Tú eres perfecto! ¡Y lasrosas también son perfectas! —exclamé

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mientras las ponía en un jarrón.—Arrojaría un pez al cielo como una luna

creciente, igual que Chagall, si supiera queallí arriba había una mano invisible dispuestaa cogerlo.

—¿De dónde has sacado estas rosas tanbonitas?

—De un tenderete de flores en la estaciónde Aviñón. Le pedí a la vendedora que mediera lirios como representación de la flor delis, en tu honor.

Me eché a reír.—André también pensaba que mi nombre

deriva de la flor de lis.—El problema es que es demasiado tarde

para los lirios. Tuve que conformarme conrosas, y luego tuve que suplicarle a la

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vendedora que me diera un pequeño cubocon agua. La miré con ojitos de pena y le dijeque esas rosas tenían que viajar hasta muylejos para honrar a una dama que recordabaa los pétalos de una rosa. Era una anciana,así que comprendió mis sentimientos.

—Pero ¿dónde está el cubo?—En el autobús de Maurice. No podía

traerlo. Abre los paquetes.Sentí una gran emoción, como una niña en

una ocasión especial. Cada bolsa era de unestablecimiento diferente. De la bolsa de lasgalerías Lafayette, saqué un cojín de colorsalmón con preciosos brocados, y otro, unpoco diferente, de color rosa. En la bolsa dePrintemps había dos cojines de cachemira endiferentes tonos de ocre: dorado, bronce y

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canela. En la de BHV, dos cojines conbordados ocre amarillo y unas flores de colornaranja pálido; en la de La Samaritaine saquédos con arasbescos de color borgoña y oro, yen la de Le Bon Marché, dos cojines conrayas muy anchas, con todos los cálidostonos del ocre de Rosellón.

—Estoy impresionada. Jamás…Sonrió como un niño travieso, dejando ver

sus dientes perfectos.—Si piensas organizar una velada en tu

casa, no esperarás que tus amigos se sientenen esos retorcidos bancos y sillas de madera,que incluso llenarían de moratones lascurtidas nalgas de Maurice.

Deslicé los dedos por encima de cada cojínpara apreciar su tacto sedoso y jugué con los

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flecos, las borlas y los pliegues.—¡Qué telas tan exquisitas! Te habrán

costado un ojo de la cara.—Localicé uno de los cuadros robados de

monsieur Laforgue y realicé las gestionesoportunas para recuperarlo, así que él mepagó un poco más.

—Eso es magnífico. Sabía que loconseguirías. Y encontrarás más.

No podía dejar de admirar los cojines.—Cada uno es bonito a su manera, con sus

particularidades.—No tendría gracia si todos fueran

iguales. Maman disfrutó ayudándome aelegirlos; son de parte de los dos.

Coloqué tres en el banco y tres en el sofá,con el cojín de rayas en el medio, y uno en

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cada una de las cuatro sillas. Los cojines, loscuadros y las rosas, todo junto, le daban a laestancia un ambiente singular.

—¡Me siento como si estuviera en París!Me eché a los brazos de Maxime y le di las

gracias. Él estampó diez besitos debienvenida en mis mejillas y en mi nariz,luego bajó hasta la garganta con el efecto delefímero aleteo de una mariposa, hasta que sequedó sin aliento y yo me eché a reír.

—Son para que te sientes, Lisette, así quesiéntate.

—¿En cuál?—Pruébalos todos.Probé un cojín tras otro. Confesé mi enojo

hacia la madre de Pascal por no haberequipado la casa con cojines.

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—Recuerdo que, la primera vez quellegamos al pueblo en el autobús de Maurice,una granjera ofreció plumas de pato aMaurice para que Louise confeccionara uncojín. En ese momento no reconocí laimportancia del ofrecimiento. Ahora, despuésde vivir en Rosellón durante los años de laocupación, comprendo la generosidad ybondad de aquel gesto, que refleja el espíritude la Provence profonde, tal como diríaMaurice.

Me acomodé en el sofá, sobre el cojín derayas. Maxime se sentó a mi lado.

—Veamos, ¿qué diferencias ves en la sala?—pregunté.

Había colgado el estudio de las cabezas ala izquierda de las escaleras, y había vuelto a

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cambiar de sitio el cuadro de Chagall, paraque el de la joven con la cabra pudiera gozarde su puesto merecido como una de las dospinturas centrales en la pared norte. A sulado, donde un día habían estado Los tejadosrojos, de Pissarro, había colgado mi Chagall,de donde ya no lo movería. Por fin habíaencontrado su sitio definitivo.

—¡Ah! ¡Dos cuadros más! ¡Espectacular!Háblame de ellos.

—Primero del estudio de las cabezas.Quizá sabrás que el padre de André, que sellamaba Jules, lo compró a un precioirrisorio al conserje de su pensión enMontmartre antes de la Gran Guerra.Recuerdo que André me dijo que, de niño, legustaba dibujar.

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Aquello me hizo pensar que quizá fuera elcuadro favorito de André, un recuerdo de supadre y un recordatorio de su infancia. Meencantaba imaginar a André de niño,dibujando bocetos de aquellas caras.

—¿Qué te contó sobre el cuadro?—Solo que el conserje le había dicho que

lo había pintado un español que no podíapagar el alquiler y que se lo dejó a modo depago.

—Es un Picasso, Lisette, tal comopensábamos. Trabajó en unos cuantosbocetos antes de dedicarse de lleno a la obrafinal: Las señoritas de la calle de Avinyó, uncuadro en el que muestra a varias prostitutasde un burdel de la calle Avinyó de Barcelona.Fíjate en las largas narices angulares de las

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mujeres, aplanadas por un lado, las carasestrechas y las mejillas cóncavas, los ojosnegros de gran tamaño y exageradamentedelineados. Todas esas distorsiones aparecenen el cuadro final.

—¿Por qué les dio esa apariencia?—Para ganar expresión, supongo. Es

probable que pensara que los ángulosacentuados sugerían las duras experienciasen el prostíbulo. Los cantos acentuadosmuestran como esa clase de vida endurece elespíritu humano.

—Para mí, esas caras son duras y feas.—¿Acaso crees que la vida de una ramera

no es dura y fea?—De acuerdo, Max, tú ganas. —Le guiñé

el ojo—. Te concedo la angustia en ese ojo

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fuera de lugar, mal emparejado.—Entonces Picasso consiguió su objetivo.

Aquí estaba experimentando con dos estilos:el cubismo, que aplana las formas, marca lasfacciones y muestra diferentes ángulos devista a la vez.

—¿Y el otro?—El primitivismo. Las caras largas y

cóncavas evocan máscaras africanas. De vezen cuando aparece un dibujo preliminarcomo este en alguna galería, y se vende a unprecio muy elevado, porque muestra a unPicasso en fase de experimentación,descubriendo los principios de nuevastécnicas. Maman se sintió ofendida cuandovio que tiraban uno de esos estudios a una

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pila y lo quemaban delante del Jeu dePaume.

—¿Te sentirías ofendido si te dijera queun niño del pueblo lo encontró en elvertedero?

—Me tomas el pelo.—Te aseguro que no.—Entonces, quizá se lo regalaron a un

oficial alemán, que lo descartó porconsiderarlo arte degenerado.

—Es más probable que fueran los gitanos,que lo encontraron en el molino mientrasbuscaban objetos para vender por el caminoy, tras pensarlo bien, decidieron tirarloporque les pareció invendible. Nunca losabremos.

—¿Y qué hay de La joven con la cabra, de

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—¿Y qué hay de La joven con la cabra, dePissarro?

—Es una historia más complicada.Solo por un momento, consideré la

posibilidad de ocultar la verdad. Su efecto enMaxime sería impredecible, y le habíaprometido a Bernard —sin palabras, pero conlos gestos y la mirada— que no revelaríanada de aquel encuentro. Pero Maxime nome había mentido acerca de la muerte deAndré, cuando podría haberlo hecho. Asípues, yo tampoco podía mentirle.

—No lo encontré. Me condujeron hasta él.Por favor, prométeme que no se lo contarása nadie. —Lo miré con ojos solemnes—. Esimportante.

Cuando él me dio su palabra, saqué la

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Cuando él me dio su palabra, saqué lacarta de Bernard del cajón de la mesa y se laentregué para que la leyera.

—¿«Tu devoto, Bernard»? ¿Devoto?Me mordí el labio.—Está enamorado de mí.—¿Y tú?—No, pero he de admitir que, a su manera

brusca y peculiar, se ha portado muy bienconmigo.

Mi respuesta pareció complacerlo, por lomenos durante un momento.

—Pero deja que acabe de contarte lahistoria. Por lo visto, movido por lavergüenza de cómo había entrado en mi casaaquella noche, me pidió que le permitieradisculparse con un acto. Acepté su propuesta,

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dimos un paseo y me mostró la fábrica dondese procesa el ocre. Un sitio interesante; mealegro de haber ido porque ahora entiendo elproceso. Ver el lugar donde trabajó Pascal ylas fases por las que pasa el mineral hastaconvertirse en pigmento me ha brindado laposibilidad de apreciar la esencia deRosellón.

»Atravesamos un robledo y bajé conBernard por una pendiente, hasta dondeantes depuraban el ocre, separándolo de laarcilla. Lo hacían por medio de unas cañeríasy canales que desembocaban en unas cuencasdonde luego se secaba el mineral. Me llevóhasta una cañería en particular, con undiámetro similar al de un plato, y me dijoque metiera la mano. Allí estaba el cuadro.

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—¿Lo había encontrado o había sido élquien lo había escondido?

—Lo había escondido. Fue él quien sacólos cuadros de la pila de leña y los ocultó endiferentes sitios. André le pidió que lohiciera.

—¿De verdad?—Sí, Max. André no fue tan iluso como

para no confesarle a nadie más dónde loshabía escondido, tal como creíamos alprincipio.

—Puede que aún tenga razón. Laintención del alguacil era, seguramente,ofrecérselos a un oficial alemán para obtenerun favor. Pero cuando los alemanes semarcharon, no podía revelar que los tenía.En un pueblo tan pequeño, la gente deduciría

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que había colaborado con el enemigo, y esopodría poner en peligro su posición…, comomínimo. ¿Quién sabe? ¿Incluso su vidapodría estar en peligro si se conociera laverdad?

—¿Tú crees? ¿Incluso ahora?—Sí, incluso ahora. —Endureció el tono

—. La gente no olvida.—Así que Bernard se arriesgó cuando me

entregó el último cuadro.Maxime se inclinó hacia delante, con los

brazos apoyados en los muslos. Permanecióen silencio durante unos segundosinterminables.

—Es evidente que ese hombre te ama.Más que a su propia vida.

—Dice que lleva muchos años

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—Dice que lleva muchos añosdesesperado.

—¿Y yo no?—Max.Caminó por la sala, arriba y abajo.—¿Qué puedo sacrificar para competir con

él? —Ondeó el brazo—. Cojines. Él hasacrificado su reputación, su vida en estepueblo… y más allá de él.

—Por favor, no compares. Es a ti a quienhe invitado a la verbena de San Juan, no aél.

—De todos modos, él estará allí. ¿Y cómohe de comportarme? ¿Fingir que no lo sé?

—Así es, tendrás que fingir.—¿Has olvidado que fueron colaboradores

como él los que metieron a hombres como

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yo en campos de prisioneros?—Max, déjalo, por favor. Él fingió ser un

colaborador para salvar Rosellón…Enfiló hacia la puerta a grandes zancadas

antes de que yo pudiera terminar deexplicarle los hechos. Dejé que se marchara.Tenía todas las razones del mundo parasentirse airado.

Contemplé de nuevo cada cojín, losacaricié como si sus colores pudieran curar eldistanciamiento entre nosotros; luego admirécada uno de los cuadros. Por más bonitos quefueran, por más que exhibieran losmovimientos de la historia del arte francésdel último siglo, por más cosas que Maximehubiera dicho, ¿valían el sufrimiento quehabían causado? ¿Valían la separación del

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mejor amigo que tenía? ¿Valían undesengaño?

¿Debería haber mentido y haberle dichoque había encontrado el último cuadro yosola? ¿Era cruel haber confesado la verdad?¿Haberle mostrado la carta de Bernard? Enrealidad, ¿la verdad era más valiosa que elamor?

Dos hombres, ambos heridos, ambossufriendo… Los había traicionado a los dos.A Bernard por contárselo a Maxime, y aMaxime por aceptar la prueba de queBernard había sido un colaborador de losalemanes. Les había faltado al respeto a losdos. Bajo la dura luz de la verdad, me sentítan indigna como un gusano.

Salí al patio vacío. Sin nadie que me

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Salí al patio vacío. Sin nadie que meconsolara, me senté en la base del almendroy apoyé la espalda en el tronco. CuandoGenoveva era joven, se me acercaba y mebuscaba la mano con el hocico. InclusoKooritzah Deux, que había acabado en lacazuela de Louise, me habría servido deconsuelo, distrayéndome con algúnnumerito.

Debería haberme marchado de Rosellóncuando supe que André había muerto.Debería haber dejado también atrás loscuadros, olvidarme de que los había visto.Dejar que Bernard los escondiera en su casahasta su muerte. Después, la gente deRosellón los habría encontrado, y habríanpasado a ser patrimonio del pueblo. Esa

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habría sido la historia que Théo les contaríaa sus hijos, y el cuento pasaría a formarparte de la triste historia de Rosellón. Losaldeanos se habrían preguntado por Bernardy por mí, y por André, que murió en laguerra, y por un dandi parisino que entrabay salía de escena. Se preguntarían todoaquello mientras admiraban los cuadros en elayuntamiento, como un recordatorio de labelleza de la tierra del departamento deVaucluse que se había echado a perder.

Oí unos golpecitos en la puerta. EraMaurice, que mecía un pequeño cubo quecontenía un capullo de rosa rojo, del rosal de

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Louise, al tiempo que canturreaba unacanción infantil sobre el amor y una rosa:

Il y a longtemps que je t’aime.jamais je ne t’oublierai.

En otra ocasión, me habría unido a latonadilla. «Hace tanto tiempo que te amo.Jamás te olvidaré.» Era una canciónagridulce sobre una chica que está tristeporque ha perdido a su novio. Me costóencajar la ironía.

—¿Te gustan las rosas y los cojines? Oh làlà! ¡Aquí están! No dejes que mi adorableesposa los vea. Se quejará de que nunca lecompro nada en Aviñón.

En ese momento se volvió hacia mí y memiró a la cara.

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—¿Qué pasa?—¡Oh, Maurice! ¡Lo he echado todo a

perder! Le dije a Maxime que Bernard mehabía llevado hasta el último cuadro, lo quepara él es una prueba de que Bernard era uncolaborador de los alemanes.

Maurice me abrazó con ternura.—Non, non, non, ma petite. No hay nada

que no tenga solución.—Ni siquiera debería habértelo dicho a ti

—sollocé.—Chis. No hacía falta que me lo dijeras.Retrocedí un paso.—¿Lo sabías?—Lo sospechaba. Incluso durante la

ocupación. Todos sospechábamos de Bernard.Si no, se habría unido a Aimé y a mí. La

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noche que liberaron Cherburgo, él te invitó achampán y se sentó a tu mesa en el café.Sabía que el viento empezaba a soplar enotra dirección. Dejarse ver con una viuda deguerra era como proclamar que no era uncolaborador.

—¿Era una estrategia? ¿Me estabautilizando?

—Aquella noche, sí. Yo no dije nadaporque pensé que era mejor dejar que secalmaran las aguas. Pero ahora te lo digo.Bernard no es mala persona. Fue él quien seinterpuso sin más armas que las palabrasentre esos maquisards dispuestos a disparar ylos soldados alemanes desarmados que seretiraban después del armisticio.

—Nunca me lo habría imaginado. ¿Y dices

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—Nunca me lo habría imaginado. ¿Y dicesque no iba armado? ¿Iba sin pistola?

—Bueno, tiene una, y también un rifle decaza. Por lo visto, decidió dejarlos en casa.Con ese gesto, contribuyó a propiciar la pazque había nacido apenas unas horas antes.

—Eso cambia la perspectiva respecto aBernard, ¿no?

—Ha llegado la hora de enterrar el pasadoy permitir que las heridas cicatricen.

—No estoy segura de que sea tan fácil.—Cicatrizarán, ya lo verás. Dale a

Rosellón diez años, un sistema de tuberías,una nueva capa de estuco a las casas, y losalemanes vendrán aquí a pasar lasvacaciones. Y nosotros nos alegraremos

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porque esos turistas llenarán nuestrosbolsillos con dinero contante y sonante.

—Pero ¿qué pasa con Maxime y conmigo?Está desesperado.

—Maxime es un tipo inteligente.Encontrará la forma de superarlo. Él sabeque eres una joya y te quiere. La verbena deesta noche ayudará a que os reconciliéis.Prepara una buena cena, y seguro que se lepasará. Los hombres estamos hechos de esaguisa. —Se dio unas palmaditas en la panza—. Complace su estómago, y te ganarás sucorazón. El éxito está asegurado.

—¿Y qué pasa con el alguacil esta noche?—Estará ocupado con sus rondas,

asegurándose de que las fogatas en los

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campos estén vigiladas y que ningún fuegose nos vaya de las manos.

Justo cuando Maurice enfilaba hacia lapuerta, entró Maxime. Maurice le dio unavigorosa palmada en la espalda y se marchó.Antes de cerrar la puerta, asomó la nariz.

—A Lisette le encantan los cojines.—¿Qué hacía aquí?Señalé el cubo.Permanecimos inmóviles, en medio de una

maraña de emociones, sin decir ni unapalabra, deseando que fuera el otro quienhablara primero. Cuanto más ratoestuviéramos callados, más nos costaríaromper el hielo.

—Lo último que querría sería causartedolor —alegué.

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—No es culpa tuya. —Se sentó junto a lamesa y con las manos enmarcó el jarrón conlas rosas—. No es culpa de nadie. Quizás elalguacil solo era un oportunista, no unverdadero traidor.

Al oír aquellas palabras, sentí un granalivio.

—Bernard pensó que si apoyaba laocupación alemana, podría salvar Rosellón—expliqué—. La actividad de la Résistance endos pueblos cercanos había provocado unasrepresalias brutales. Maurice y otrosrésistants estaban actuando desde aquí. Pensóque si los alemanes sabían que el alguacil deRosellón era un colaborador, evitaría que elpueblo sufriera un castigo similar.

Dejé de hablar. Sabía que, si seguía,

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Dejé de hablar. Sabía que, si seguía,parecería que estaba de parte de Bernard.

Al cabo de unos instantes, Maxime merespondió:

—Mi madre me dijo más de una vez quehabía diferentes grados de colaboración. Nise me ocurriría condenarla por trabajar en laÓpera de París o en la sastrería.

—A mí tampoco.Para zanjar el tema, le pregunté si tenía

hambre.—Había empezado a preparar un

ratatouille. El martes pasado, en el mercado,las alcachofas tenían una pinta excelente.

Él asintió y se mostró dispuesto a cambiarde tema.

—Te he comprado un pain fougasse —

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—Te he comprado un pain fougasse —comenté al tiempo que alzaba un pan planocon orificios que parecía una espiga de trigo—. Es un pan con olivas tradicional de laProvenza.

Lo puse sobre la mesa, contenta de poderentretenerme con la cena.

Cuando me senté al otro lado de la mesa,frente a él, solo con el vapor que salía delarroz rojo de la Camarga entre nosotros,Maxime dijo:

—No solo he vuelto porque tenía ganas decomer. Quiero que lo sepas. —Una levesonrisa se perfiló en sus labios unos instantes—. Bueno, eso tampoco es verdad. Teníaganas de tu compañía.

—Perdóname por haberte ofendido.

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—Al contármelo has hecho lo que debías.Imagina cómo te sentirías si tuvieras quecargar toda tu vida con tal secreto. Tecomería viva. Cuanto más tiempo pasara sinque me lo dijeras, más te costaría sacarlo acolación. Lo sé perfectamente.

—¿Y la carta?—Si no me la hubieras enseñado, habría

cuestionado los motivos del alguacil parallevarte hasta el cuadro. De ese modo, sé queno es una mala persona.

—Esta noche no coincidirás con él.Maurice me ha dicho que estará de guardia,vigilando las fogatas en los campos.

Después de cenar, subimos al Castrum.

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Después de cenar, subimos al Castrum.Por el camino, le rocé los dedos. Él apresómi mano al instante, dándome la seguridadque necesitaba. La gente del puebloempezaba a concentrarse junto a la fogata.Pronto, un violinista, un trompetista y unflautista empezaron a tocar; los congregadosformaron un corro y danzaron con júbiloalrededor del fuego chisporroteante. Derepente, el Castrum —antaño utilizado comofortificación por los soldados romanos— seconvirtió en una sala de baile.

Théo corrió hacia mí, y yo le cogí lamano. Alguien rompió el corro; como unafamilia, toda la fila —incluidos nosotros tres— lo siguió en una línea sinuosa por elperímetro del Castrum, cuesta abajo hasta la

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iglesia y el campanario, para después darmedia vuelta y subir de nuevo al Castrum,donde la fila se partió en grupos.

Maxime no me soltaba la mano, y Théome tenía apresada la otra mientrascaminábamos junto a la barandilla, en lapunta de la explanada. El niño intentó contarlas fogatas y luego se marchó dando saltitoshacia su padre. Algunas fogatas estaban justodebajo del barranco. Otras estabanesparcidas por el valle. En algún lugar allíabajo, Bernard se desplazaba de una a otrapara asegurarse de que todo estaba bajocontrol, leal como siempre al municipio deRosellón. Lo imaginé alzando la vista hacianuestra gran fogata, quizás inclusointentando identificar las siluetas que

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pasaban por delante de las llamas mientrasbailábamos.

Al oeste, podíamos distinguir un punto deluz en el cielo: la fogata de Gordes; alnoreste, una luz más pálida en lo alto de lamontaña, en Saint-Saturnin-lès-Apt. Los dospueblos necesitaban superar sus trágicaspérdidas. A mayor altitud, los pastores,delante de sus bories, tenían sus almenaras:ellos también formaban parte de laProvenza. Esperaba que, aquella noche, susoledad les trajera sentimientos de paz.

—Parece una especie de comunión —comenté—. Toda esa gente congregada paraconmemorar a Juan Bautista anunciando lallegada de Jesús con su mensaje de gracia yperdón a toda la humanidad.

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Maxime me rodeó con su brazo.—Lo que vemos es el mundo en

miniatura. Una vasta oscuridad y puntos deluz donde la gente se congrega. Algunasluces brillan con intensidad eininterrumpidamente. Otras solo centellean.Algunas parecen extinguirse por completo,pero la gente aún está allí, y prontoreavivará las llamas. Así es la historia.

—Y la vida.Transcurridos unos momentos, Maxime

añadió:—Lo importante es permanecer cerca de

la luz. Allí es donde está el amor.

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Capítulo cuarenta y uno

Mi lista

1948

A la mañana siguiente, antes de queMaxime bajara al comedor, saqué mi lista yla repasé. Me parecía un día importante parahacer inventario de mis votos y promesas. Si,por un milagro, André reviviera, esperaba nosentirme avergonzada al contarle cómo habíavivido.

1. Amar a Pascal como si fuera mi padre.Lo hago.

2. Ir a París, encontrar Los jugadores de

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2. Ir a París, encontrar Los jugadores decartas, de Cézanne.

Hecho.3. Hacer algo bueno por un pintor.

Hecho.4. Averiguar los ingredientes para que un

cuadro sea genial.Aprendiendo despacio.

Todavía me queda por aprender.

Además de considerar los factores paraque una obra sea genial, me pregunté sitambién debería considerar los factores paraque una vida sea genial.

5. Confeccionarme un vestido azul, del colordel Mediterráneo en una soleada mañana de

verano.

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Hecho, gracias al regalo de Héloïse.6. Aprender a vivir sola.

Siempre aprendiendo. Pero quizás ha llegadoel momento de aprender a vivir en compañía.7. Encontrar la tumba de André y el lugar

donde murió.Promesa tachada.

Marcas sobre una franja de tierra pálida,en comparación con las marcas grabadas enlas almas de cada uno de nosotros.

8. Perdonar a AndréNo es necesario. Hizo lo correcto al ir a la

guerra.¿Y perdonar a Bernard?

Estoy en ello.

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Sabría que lo habría perdonado porcompleto cuando me invadiera unsentimiento de paz. Pero ¿y perdonar a Diospor no evitar la muerte de André? ¿Quiénera yo para perdonar a Dios? ¿Qué sabía yode lo que Dios ponía en el destino de cadacual? Mientras admirábamos el cuadro deMarc del mendigo en el cielo, Bella habíacomentado que el mensajero que trae buenasnuevas se mantiene suspendido en el aire poruna fuerza espiritual, a pesar de la gravedado de cualquier otro motivo que tire de élhacia el suelo. Al contemplar el pensamientode Bella, podía vislumbrar la idea de que, apesar del dolor, a pesar de la crueldad, apesar de la pérdida, llegaría un día en que lanoción de tener que perdonar a Dios se

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disolvería.

9. Aprender a vivir en un cuadro.Hecho. Superado. He de aprender a vivir la

vida.10. Procurar no ser envidiosa.

¿De quién? De nadie. Ni tan solo de Bella yMarc.

11. Encontrar los cuadros en vida.Hecho, suficiente como para sentirme

complacida.12. Aprender a ser autosuficiente.

Siempre aprendiendo.

La autosuficiencia no solo consiste en vivirsola y en salir adelante. También consiste enencontrar en uno mismo las cualidades que

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hacen de cada cual un ser único y en sentirsesatisfecho con ellas.

13. Hacer algo bueno por Maxime.Lo hago. Y lo haré.

Amar es una bendición. Bendice al queama con tanta generosidad como al querecibe dicho amor.

14. Ganarme el camino a París.Hecho.

Estaba satisfecha con mis respuestas, loque, suponía, significaba que estabasatisfecha con mi vida. André también loestaría. Pero todavía me quedaba muchavida por delante, así que siempre habría

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espacio para añadir más puntos a mi lista.Inmediatamente, añadí una línea:

15. Bañarme en el Mediterráneo.

¿O acaso eso no era un aliciente? Mesenté junto a la mesa, pensando qué máspodía añadir, mientras me solazaba con laluz de Rosellón que se filtraba por lasventanas del sur. Bajo aquella luz, añadí a milista:

16. Hacer algo bueno por Rosellón.17. Amar más. Volver a amar. Amar sin

restricciones.Amar sin reservas.

Maxime bajó las escaleras con una bolsa

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Maxime bajó las escaleras con una bolsade azúcar de tres kilos y la dejó sobre laencimera con un golpe seco.

—¿Para qué necesitas tanto azúcar?—Para preparar figuritas de mazapán,

para mis invitados a la velada de esta noche.Celebramos la vuelta de los cuadros.

Se dio la vuelta para mirarlos.—¡Falta uno! —gritó alarmado.—Lo sé. Lostejados rojos,de Pissarro. —

Sentí un pinchazo en el pecho al pensar queno volvería a verlo—. Bernard tuvo quesacrificarlo; se lo entregó a los alemanes.Pero estoy contenta de haber recuperado elresto.

El tono despreocupado de mi respuesta lesatisfizo.

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—¿Tienes ganas de ayudarme? —Me pusede pie y busqué debajo de la pila hasta quesaqué un cubo con almendras que habíarecolectado en noviembre—. ¿Qué tal si lasdescascaramos en el patio?

Era una bonita mañana de verano. Un parde palomas encaramadas en la barandillazureaban armoniosamente; la pasifloraestaba en todo su esplendor, con su complejafloración; las ramas del almendro estabancargadas de una nueva cosecha de vainasaterciopeladas, de color verde pálido. Paramí, representaban la continuidad. Con laayuda de la piedra plana perfecta y del mazode André, conseguimos quitarles las cáscarasrápidamente en la mesa de trabajo debajodel alero del tejado. Yo partía las almendras

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con la piedra. Maxime las pelaba. Bajé alsótano a buscar otro cubo.

—Pon las cáscaras aquí. Las usaré paraalimentar el fuego en el hornillo.

Le dije que quería regalar una muestra decada figurita de mazapán a Héloïse, a lahermana Marie Pierre y a monsieur Laforgue.

—Y supongo que querrás que se las lleveyo.

—No. —Sonreí y lo miré con ojosburlones—. Lo haré yo.

Maxime abrió los ojos muchísimo.—¿De verdad?—Sí, de verdad.Contesté con naturalidad, como si hubiera

dicho algo sin importancia, y me puse a

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repasar en voz alta la lista de invitados a lavelada.

—Maurice y Louise, por supuesto. Odette,la panadera, y su marido, René Gulini.Compramos un brioche en su panadería. ¿Teacuerdas de ella?

—Mentiría si dijera que sí.—¡Maxime! Son personas importantes

para mí. No se trata de gente del pueblo sinmás. René ha dicho que preparará doshogazas francesco, su versión de los panes defruta redondos italianos, uno con manzanas yotro con peras. Le he pedido que use estasfrutas por el bodegón, en lugar de losalbaricoques y fresas que normalmente usa.Espolvoreará las dos hogazas con almendraspicadas. Mis almendras. También vendrá su

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hijo, Michel, y su esposa, Sandrine, quetrabaja en la oficina de correos, con Théo, suhijo, el pequeño que no me soltaba la manoanoche, en el Castrum. Fue él quien encontróel Picasso en el vertedero.

—Entonces, debemos honrarle de algunaforma especial.

—Lo haré. Ya sé cómo. Émile Vernet, elviticultor; su esposa, Mélanie, y su hija,Mimi. Esta noche beberemos su vino rosado.Ya me ha dado el poso de un tonel de vinopara usarlo como crémor tártaro en elmazapán. Monsieur y madame Bonnelly.¿Recuerdas el viñedo en el que nosdetuvimos? Ella nos dio peras. AiméBonhome, su esposa y su hijo. Es el alcalde,y fue un líder de la Résistance. Monsieur

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Voisin, que tuvo que aceptar que las mujeresentráramos en su café a la hora del apéritif.Jérôme Cachin, el verdulero. Henri Mitan, elherrero, que se esforzó tanto por explicarmeel funcionamiento de la conversión algasógeno, y su paciente esposa. El padreMarc. Y Claude, el granjero que amaba elpaisaje de Cézanne y lo mantuvo a salvo ensu pequeño borie. He clavado una invitaciónen la puerta de su borie. Me llevó horasencontrarlo de nuevo.

—¿Y el alguacil?—Eso te lo dejo a ti.Maxime ladeó la cabeza y resopló

ruidosamente.Me acerqué al horno y llevé a cabo todos

los pasos para calentar y enfriar los

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ingredientes, sin olvidar el extracto dealmendras. Cuando la mezcla estuvo listapara dividirla en bolas del tamaño de ungrano de uva, una para cada color, rebusquéen el panetière.

—¡Mira! ¡Colorante para comida! Cuatrocolores.

—No me dirás que has encontradocolorante en la pequeña y abarrotada tiendade ultramarinos del pueblo, ¿no?

—No. Los compré en París, el día que salía pasear sola.

Mezclé los colores de los frascos, gota agota, hasta obtener siete tonos. Maxime y yolos añadimos al mazapán, lo amasamos denuevo y empezamos a preparar las formas delas frutas. Maxime me observó e intentó

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elaborar las formas más sencillas: lasnaranjas. Enrolló demasiado en unadirección, y le salió algo parecido a unhuevo. Siguió intentándolo varias veces, perolo único que obtuvo fue un plátano.

—Será mejor que lo hagas tú —sugirió.Qué mañana más agradable, preparando

figuritas de mazapán juntos. No podíamosparar de reír. Continué hasta que tuvesuficientes frutas para cada invitado; queríaque cada uno se llevara a casa un lotecompleto, con una fruta de cada. Y aúnsobraron un montón.

—Mi madre dirá que son exquisitas.—Bien. Quiero que vea que tengo talento

para algo.

Todavía quedaba un montoncito de masa

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Todavía quedaba un montoncito de masade color naranja.

—Tengo una idea. Un experimento.Tomé una pequeña cantidad, formé con

ella una bola, la aplané y la alargué para queadoptara una forma oval, la recorté para quelos lados y la parte inferior quedaran rectos;solo dejé la parte superior redondeada.Luego hundí el pulgar para dejar mi huella,como si fuera una cavidad no muy profunda;hice presión con la uña del dedo pulgar en laparte redondeada para dibujar un arco.Repetí los movimientos dos veces más, dearriba abajo, cada uno con una uña máspequeña.

—¿Lo ves, Max? Esta es la apariencia delas galerías en una mina de ocre.

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Me concentré para obtener la cantidadadecuada de ocre naranja, mezclando lanaranja con una pizca de azul; con los restospreparé una figurita similar para cada uno delos invitados. Cuando terminé, aplaudíentusiasmada.

—Esta representación de las galerías meservirá para conmemorar Rosellón. A Pascalle habría encantado. Y seguro que a Mauricetambién le encantará.

—Les gustará a todos, chérie, si puedencogerlas sin que se les rompa en las manos.Les diré que amas su pueblo.

—Ahora es también mi pueblo, Max.Tras unos momentos en que su rostro se

tiñó de preocupación, cedió:—De acuerdo. Tu pueblo.

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Comimos los restos del ratatouille y delarroz. Luego, mientras yo limpiaba la cocina,Maxime salió a dar un paseo. Cuandoterminé, me puse a sacar el polvo, a barrer ya ordenar el resto de la casa.

Entonces tuve una idea. Bajé corriendo ala tienda de ultramarinos de Cachin paracomprar goma de mascar, pero él acababa devender el último paquete a Théo, que estabaal otro lado de la plaza, mirando cómojugaban a la petanca. Lo encontré mascandoun buen trozo.

—¿Te queda más goma de mascar?—Oui, madame. —Rebuscó en el bolsillo

—. Me queda la mitad. Es de la marca

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Hollywood. Los vaqueros norteamericanosmascan este chicle mientras cabalgan.

—¿Te importaría dármelo? Lo necesitopara preparar algo divertido. Ven, te loenseñaré.

—¿Es un juego? ¿Jugaremos a algodivertido?

Él galopó cuesta arriba, dándosepalmaditas en el costado como si se las dieraa su caballo.

Al entrar en mi casa, el pequeño gritó:—¡Cojines!Théo corrió por toda la estancia, sin dejar

de arrear a su caballo imaginario.—¡Oooh! ¡Frutas pequeñitas! ¿Puedo

coger una, s’il vous plaît, madame?

—Me parece un intercambio justo. Una

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—Me parece un intercambio justo. Unafruta por la mitad de la tira de la goma demascar.

Eligió una cereza y me entregó un cuartode una tira de cicle enrollada, todavía dentrodel envoltorio.

—¿Esto es todo lo que te queda?Con una risita, señaló hacia sus mejillas,

hinchadas como las de una ardilla.—Quería ver si era capaz de mascar todo

el paquete a la vez, como hacen los vaquerosnorteamericanos.

Masqué el resto.—El juego consiste en que quiero usar

estas figuritas en forma de naranja ymanzana y estos dos platitos para reproducireste cuadro —dije, señalando al bodegón.

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Me saqué la mitad del chicle de la boca ylo pegué en la parte posterior de la naranjade mazapán, la pegué al platito y ejercí unaligera presión. No se desprendía. Théo estabafascinado. Usé la otra mitad con otranaranja. Coloqué cinco manzanas demazapán y una naranja en fila sobre la mesa.Théo se puso serio.

—Si ya puedes leer un poquito, seguroque también puedes contar. —Señalé la filade figuritas de mazapán sobre la mesa—.¿Cuántas hay, sin contar la pera?

—Seis —contestó, en un tono desanimadoy alargando las vocales.

Despacio, con la carita enfurruñada, sesacó el chicle de la boca, lo partió en dostrozos y me puso uno en la mano.

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—Oh, gracias, muchas gracias, Théo. Eresun verdadero chevalier, con caballo incluido.

Monté las manzanas en una pirámide y laspegué con un trozo de chicle.

—¿Por qué solo hay una pera? —seinteresó el pequeño.

—Porque el artista pensó que nonecesitaba más. ¿Ves que su parte superior securva hacia un lado? Así consigue un efectointeresante y bonito. No hay otra pera en elmundo exactamente igual a esta. Lo mismopasa con los niños.

Me dediqué a la última naranja, la queocupaba una posición más precaria, hastaque quedó firme en su sitio. Coloqué unataza de té boca abajo sobre la alacena, lacubrí con una servilleta blanca de algodón,

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hecha un bulto, y apoyé el platito inclinado.No se aguantaba y se deslizó hasta mi otramano, colocada más abajo por si caía.

Sin que tuviera que pedírselo, Théo mascóuna última vez y, solo con un pequeñopuchero, me dio el resto del chicle.

—Oh, merci, Théo.Alargué la goma todo lo que pude, la metí

entre la punta del platito inclinado y lasuperficie de la alacena. Luego ajusté laservilleta alrededor del plato.

—¡Es magia! Seré el único que sabré cómolo has hecho. —Théo alzó los brazos como uncampeón y enfiló hacia la puerta dandosaltitos—. ¡Solo lo sé yo!

La alegría y la inocencia en carne y hueso,dando saltitos cuesta abajo. Solo se veía una

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agitación de brazos y piernas, moviéndosecon optimismo.

—¡No hay ningún otro niño en el mundocomo yo!

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Capítulo cuarenta y dos

La velada

1948

M is amigos empezaron a llegar para lavelada después de la hora de la cena, comoera la costumbre. Maurice llevaba latradicional faja roja provenzal y una camisablanca para la ocasión. Se puso tenso cuandoLouise se fijó en los cojines.

—¡Oh, Lisette! ¡Cojines! —exclamó Louise—. ¡Son preciosos! ¡Nunca había visto unoscojines como estos! En Rosellón nunca sehabían visto unos tan bonitos.

Louise estaba tan concentrada en los

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Louise estaba tan concentrada en loscojines que ni siquiera se fijó en mi vestidoazul ni en los cuadros en las paredes. Dio unavuelta por la estancia y obligó a levantarse atodos los que ya estaban sentados.

—¿Cómo queréis que los admire si cubrísestos mullidos cojines con vuestras orondasposaderas?

Acarició las telas, eligió uno como sufavorito, lo levantó del banco, se sentó sobrela madera, y abrazó el cojín en el regazo,mientras murmuraba:

—¿Los ha comprado en Aviñón, Maurice?No me habías dicho que había tiendas enAviñón donde vendieran unos cojines tanbonitos. Y nosotros seguimos sentándonossobre la madera como un par de palurdos.

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Maurice estrujó las puntas de la faja y seencogió de hombros, intentando hundir lacabeza entre ellos.

—No, Louise, son de París —indicóMaxime—. Estoy seguro de que, si en Aviñónhubiera tiendas donde vendieran cojinescomo estos, Maurice te los compraría sinvacilar.

Ella lo miró con exagerada suspicacia.—Hasta ahora te he tomado por un

hombre sincero, así que supongo que nodebo desconfiar de ti.

Entraron Odette y René, cada uno con unfrancesco.

—¡Oh! ¡El vestido de París! —exclamóOdette con admiración—. Très chic.

Mélanie entró justo detrás de ella y trazó

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Mélanie entró justo detrás de ella y trazóun círculo a mi alrededor.

—Deberías utilizarlo como patrón parahacerte uno, Odette. —Deslizó los dedos porencima de las costuras para indicarle cómotenía que hacerlo—. Te confeccionas unopara ti, para practicar, ¡y luego me haces unoa mí!

Cuando llegó Claude, el granjero quehabía pintado la puerta de su borie del colorde los melones Cantaloup, le di una efusivabienvenida. Émile sirvió el vino y propusoun brindis por la recuperación de loscuadros.

—Santé! —gritaron mis amigos conentusiasmo.

Admiraron cada uno de los cuadros. Era la

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Admiraron cada uno de los cuadros. Era laprimera vez que Bonnelly y la esposa deHenri los veían. Madame Bonnelly tenía losojos anegados de lágrimas.

—Jamás había visto unos cuadros tanbonitos. —Me dio uno de esos abrazoscapaces de fracturarte un hueso—. Por fin.Por fin. Me alegro tanto por ti…

—Sabía que te alegrarías.Todos hablaban, excepto Claude, que

permanecía de pie, sin palabras, delante decada cuadro. El que más rato admiró fue elpaisaje de Cézanne. Si hubiera tenido unacopia, se la habría regalado.

Se oyeron unos golpecitos en la puerta;cuando Maxime abrió, entró Bernard.Intercambiaron miradas a modo de saludo,

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quizás incluso de respeto, pero no desorpresa. Fui yo quien se quedó sorprendida.

—Disculpa mi osadía. Maxime me hainvitado, y no he podido resistirme.

—¡Oh, Bernard! ¡Eres más quebienvenido! Me alegro de que estés aquí.Max, gracias por invitarlo.

Permanecieron juntos, al lado de lapuerta. Bernard ofrecía un aspecto muyapuesto con aquella chaqueta a medida, lafaja roja provenzal, el pañuelo de seda rojo,el cabello engominado y peinado para atrásen una perfecta onda, y, por supuesto, lasbotas recién enceradas. Tuve que contenermepara no reír. En aquella ocasión, era elroussillonnais el que superaba al parisino.

Recuperé la compostura y dije:

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—Iba a presentar los cuadros, peroprimero quiero daros las gracias a todos porvuestro apoyo y las muestras de cariñodurante todos los años que llevo viviendoaquí. Habéis estado a mi lado durante miduelo y mi búsqueda de los cuadros dePascal. Ahora ya los he encontrado, así quequería que vierais la colección.

»Fijaos en que cada uno de ellos estápintado en un tono de ocre. Por ejemplo, loscampos de trigo de ocre en este paisaje cercade Aix, pintado por Cézanne. —Con la vistafija en Claude, añadí—: Sé de buena tintaque Cézanne sentía un enorme apego por laProvenza. Y fijaos en el sendero ocreamarillo en este cuadro de la joven con lacabra.

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En ese momento, le dediqué una miradade agradecimiento a Bernard, que esperé querecordara toda la vida.

—Y en este, fijaos en este. Es una canterade ocre cerca de Aix. Cézanne sabía que lascanteras y las minas de nuestra región sonlas fuentes de todos esos adorables colorescálidos. ¿Os lo imagináis? ¡Artistas famososhan utilizado los pigmentos que vosotrosexcavasteis de jóvenes! Fijaos en este cuadromoderno, pintado por Picasso. La piel deestas mujeres es de un cremoso ocre dorado,y sus mejillas están matizadas con ocrerosado. ¡Os estoy hablando de Picasso! Esonos debería llenar de orgullo.

—¿A nosotros? ¿Así que te cuentas entrenosotros? —se interesó Bernard.

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—Oui, bien sûr! He pasado once años aquí.Llegué a regañadientes para cuidar a unanciano moribundo al que jamás había visto,pero al que llegué a querer mucho. Algunosde los acontecimientos más importantes demi vida han sucedido aquí. Y aquí heencontrado a unos amigos estupendos.

Necesité unos momentos para proseguir.—Justo antes de que muriera Pascal, nos

dijo a André y a mí que dejáramos que loscuadros cuidaran de nosotros, pero tambiéndijo que algunos de ellos pertenecen aRosellón. Estoy de acuerdo con él. El edificiode este cuadro es una fábrica de pinturascerca de Pontoise. Pascal me dijo que vendiónuestros pigmentos allí.

—A mí también me lo dijo. Por lo menos,

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—A mí también me lo dijo. Por lo menos,una docena de veces —apuntó Maurice.

—Le impresionaba mucho que esa fábricade pinturas fuera un puente entre nuestrasminas y nuestra Usine Mathieu —dediquéotra mirada de complicidad a Bernard— y elgran arte de París. Y uno de los pintores másimportantes, Paul Cézanne, hijo de laProvenza, que nació y murió en Aix, pintóesta cantera de ocre delante de (fijaos, hedicho «delante de») su montaña más querida,la montaña Sainte-Victoire. Eligió ese puntode vista intencionadamente. Conocía laimportancia del ocre.

Los murmullos se extendieron por laestancia. Mis amigos estaban asimilando laimportancia de lo que les contaba.

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—El bodegón con loza siempre merecordará la fertilidad y los artículosartesanales de la Provenza, y las naranjas enel plato inclinado me recordarán a Théo, elvaquero mágico.

Él sonrió feliz, y yo casi me derretí deamor por él.

—Y este, una joven que abraza una cabray una gallina…

—Genoveva y Kooritzah —soltó Louise.—Sí, Marc Chagall lo pintó expresamente

para mí. Chagall es un judío ruso que pasóuna época en Gordes, escondiéndose de losalemanes. Amaba la Provenza y le costómucho abandonar nuestra preciosa campiña.

Tuve que hacer una pausa porque se mehabía formado un nudo en la garganta, como

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si me hubiera atragantado con una bola demazapán.

—Pero estos dos cuadros, la cantera y lafábrica de pinturas, forman parte del legadode Rosellón. Así pues, se los entrego, contodos vosotros como testigos, al municipiode Rosellón, para que se exhiban de formapermanente en el ayuntamiento. ¿De quéhabría valido todo este esfuerzo porencontrarlos si no es para que Rosellón sesienta orgulloso de ellos? Aimé Bonhomme,le encomiendo, s’il vous plaît, como alcalde deRosellón, la guardia y custodia de estoscuadros.

—Será un placer. Y de parte de todo elpueblo, quiero expresarle nuestra gratitudpor su generosidad.

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La estancia se llenó de aplausos.—Sé que Rosellón quizá se convierta

algún día en un escenario pictórico. Tal vezincluso llegue a albergar una galería de arte,para completar el itinerario que realiza elocre.

Entusiasmado, el hijo de Aimé le susurróalgo a su padre, al oído. Todos tenían losojos muy abiertos. Después de tantas penas yaislamiento, llegaban nuevas posibilidades.

—Nadie se da cuenta —se quejó Théomientras tironeaba de mi falda—. ¡Mirad,todos! ¡Buscad algo mágico!

Bernard, que era el más alto de todos,escrutó la sala por encima de las cabezas.

—El bodegón en miniatura, sobre laalacena.

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—Oui, oui! —gorjeó Théo, dando brincosde alegría—. Es mágico. ¡Mirad!

Correteó por la estancia tirando demangas y faldas para asegurarse de que todoel mundo lo viera. Todos quedaronmaravillados.

Maxime ladeó la cabeza hacia Bernard y lesusurró algo divertido, quizás acerca de misesfuerzos con el mazapán. El alguacil soltóuna carcajada.

—Toda esta sala es mágica —apuntóMaxime.

Maurice fingió llorar de emoción. Cuandovio que nadie le hacía caso, incrementó elvolumen con unos sollozos espasmódicos.Todos nos echamos a reír.

—Y ahora que ya has recuperado los

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—Y ahora que ya has recuperado loscuadros, ¿nos dejarás? —gimoteó Maurice—.Volverás de vez en cuando a visitarnos, ¿no?

—Òc, òc —contesté, y mis amigos mevitorearon.

—¡Vaya! ¡Habla el occitano de laProvenza! —exclamó monsieur Voisin, eldueño del café.

Me sentí redimida ante sus ojos.—¿Cómo queréis que me vaya para

siempre? Tendré que volver para recolectarmis almendras, para participar en lavendimia, para… —Señalé con el dedo índicea Aimé y a su hijo—, para celebrar lainstalación de tuberías en las casas delpueblo.

Desvié la vista hacia Bernard.

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—Todo es posible. Ahora lo sé. Y volveréa Rosellón la próxima verbena de San Juan.

—No se olvide, no se olvide —dijo Théo—. Las pequeñas frutas.

—¡Uy, sí! Théo, mi héroe, que encontró elcuadro de Picasso él solito, sin ayuda denadie, repartirá estas frutas de mazapán. ¡Unbrindis por Théo, el vaquero mágico!

Lo seguí, con un plato con las galeríasmineras de mazapán. Les encantaron, aunquese rompían en las manos. No importaba. Locierto es que en el plato tenían un aspectoimpresionante. La gente se comió las migas.

Todos me abrazaron y me dieron lasgracias, algunos profundamenteemocionados, otros disfrutando de loscuadros, y otros entretenidos con el francesco

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de René. Se quedaron un rato más; luego,lentamente, empezaron a desfilar. Claude noparecía tener ganas de irse, así que lo invitéa volver siempre que quisiera, para ver otravez los cuadros. Tras sobrevivir al fuerteapretón de madame Bonnelly, alcé a Théo envolandas y di vueltas con él.

—No me olvidarás, ¿verdad? —lepregunté.

—No, madame. Me acordaré de usted cadavez que masque chicle de la marcaHollywood.

—Y yo, jamais je ne t’oublierai —canté alritmo de una canción infantil.

Con mucha discreción, Bernard, que sehabía puesto al lado de Théo:

—Tampoco te olvidarás de mí, ¿verdad?

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—Nunca. Te llevo en el corazón.—Eres una mujer especial, muy especial

—dijo, y enfiló hacia la puerta, con la cabezagacha.

Maxime y yo nos quedamos solos.—Gracias por invitarlo. Tenía que estar

aquí, esta noche.Me senté en el sofá y me sacudí las migas

de la falda. Maxime se sentó a mi lado.—Es la última vez que vemos todos los

cuadros juntos —dijo.Su comentario nos hizo pensar. Recordé

las palabras de Max sobre los ingredientesbásicos para que un cuadro sea genial: nosenriquecen con una verdad, para iluminarnos

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de tal modo que comprendamos nuestrasvidas más claramente. Me sentí envuelta poruna agradable calidez, mientras admiraba elsendero ocre amarillo que se perdía más alláde nuestra vista y que me había estadoguiando a lo largo de todos mis años enRosellón hacia mi propósito, hacia elpropósito de André, hacia Max, y, de nuevo,de vuelta a París, aunque no me hubieradado cuenta hasta ese momento. Me sentíllena de paz. Es lo que André hubieraquerido, seguro.

Desvié la vista hacia la fruta de Cézanne yla loza provenzal.

—Tengo que tomar una decisión —admití—. A veces me parece muy egoísta por miparte quedarme con dos cuadros de Cézanne,

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mantener el bodegón encerrado en una casa,lejos de la gente que necesita su frescura ysus colores. Incluso va en contra de miconciencia. Este cuadro pertenece a Francia.Marc estaría de acuerdo.

»Llegará el día en que me habré aprendidocada trazo de este cuadro como las líneas demi mano, en que habré saciado mi alma conestas frutas, en que habré asimilado lalección de la pera solitaria, que me ayudará avalorar mi propia esencia. Un día valoraré lasoledad y la compañía con el mismo ánimo.Entonces, quizá, seré capaz de separarme deél, si se me permite admirarlo siempre ycuando lo desee. ¿Crees que el Jeu de Paumeestaría interesado en comprarlo?

Maxime soltó un bufido. Sus ojos

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Maxime soltó un bufido. Sus ojosreflejaban ilusión, aunque su bocapermanecía tensa en una fina línea.

—De ese modo, podría pagar el alquilerde un piso en París, para que pudiéramosvivir juntos.

—¿Juntos? —Sus ojos se iluminaron,como en los viejos tiempos.

—Sí, los dos.—Me sorprendes, chérie.—Y otra cosa: el cuadro de Picasso es

tuyo, Max. Puedes quedártelo o venderlo,para abrir tu propia galería de arte. Lo queprefieras.

—¡Uy, no! No puedo aceptarlo. Esdemasiado valioso.

Su leve sonrisa me indicó que por la

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Su leve sonrisa me indicó que por lacabeza le rondaba algún pensamiento. Meestrechó entre sus brazos y susurró:

—No lo aceptaré a menos que tú tambiénte incluyas en el lote.

—Ya tengo hechas las maletas.

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Nota de la autora

L a lista de Lisette es una obra de ficción. Ellegendario Rosellón existe y es cierto quemerece ser considerado «uno de los pueblosmás bellos de Francia». Vale la penavisitarlo. El Sentier des Ocres, la UsineMathieu, las minas Bruoux y la panaderíaGulini todavía existen. La pista de petancaestá junto a los baños públicos, frente a laplaza del ayuntamiento, donde todavía hayun café y el edificio consistorial. Pero elespíritu está totalmente renovado. Elvisitante no apreciará ninguna muestra del

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sufrimiento durante la guerra, solo el placerde la vida tranquila en el cálido sur.

Salvo por los pintores, los personajesprincipales son fruto de mi imaginación. Loshe ido perfilando y ensartando en la historiacomo un puñado de cuentas en un collar.Hay frases, incluso un par de párrafos, que sepueden atribuir directamente a CamillePissarro, a Paul Cézanne y a Marc Chagall.Me pareció que usar esos pasajes era unaforma de rendirles homenaje. Para obtenermás información acerca de dichos pintores,el lector puede consultar la página web:www.susanvreeland.com.

Es normal preguntarse sobre laautenticidad de los cuadros. Ante lasugerencia de Jane von Mehren, mi antigua

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editora, que me animó a zafarme de laslimitaciones de los hechos biográficos dandoforma a esta novela desde sus primerasetapas y siguiendo mi precedente de unficticio cuadro de Vermeer en La joven deazul jacinto, he inventado dos de los ochocuadros: La joven con la cabra, de Pissarro yel bodegón de Cézanne. Este último lo hecompuesto con elementos que el pintor habíausado en otros bodegones, unos elementosque me hacían falta por su relevancia en lacultura material provenzal. En el caso de Lajoven con la cabra, de Pissarro, debo aclararque pasé unos frustrantes meses intentandodar con un cuadro que creía recordar habervisto en un libro de historia del arte en elque aparecía una joven, un huerto, una cabra

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y un sendero, los componentes queinspiraron su papel en la novela, pero noconseguí dar con él. Por consiguiente,admito que ha sido un producto de miimaginación que no he podido contener.Siento mucho si el lector se sientedecepcionado con esta nota. El cuadro queMarc Chagall le regaló a Lisette se llamaBella con gallo en la ventana, tambiénconocido como La ventana (1938, colecciónprivada). El lector podrá buscar el resto delos cuadros por los nombres que aparecen enel libro.

Por lo visto, hay muchos bocetos de carasque Picasso dibujó a modo de preparaciónpara Las señoritas de la calle de Avinyó. De ahí

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mi decisión de no ser muy precisa en elnúmero y la posición de las cabezas.

En la histórica carta de Marc Chagalldirigida «A los artistas de París», heinsertado la causa real de la muerte de BellaChagall. El anuncio de su muerte aparecía yaen la carta, reimpresa en su totalidad enMarc Chagall on Art and Culture, editado porBenjamin Harshav (Stanford UniversityPress, 2003); yo solo he utilizado una partede dicha carta. He tomado la descripción dela entrada de Bella en el estudio de Chagallel día del cumpleaños de Marc directamentede First Encounter, de Bella Chagall(Schocken Books, 1983).

No soy ni pintora ni historiadora del arte.Lo que sí soy es una enamorada del arte, lo

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que los franceses llaman une amatrice d’art.Le doy las gracias al personal de lasbibliotecas y de los museos que me hanproporcionado la información y las imágenescon las que se ha nutrido mi imaginación.

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Agradecimientos

Q uiero expresar mi más sinceroagradecimiento a mucha gente. En un intentode trazar su influencia desde la concepciónhasta el final de la novela, deseo mencionara las siguientes personas.

Mi antigua editora, Jane von Mehren, poranimarme a buscar una nueva dirección,liberándome para inventar, ayudándome adar forma a esta historia, y por haber sidotan buena guía y amiga a lo largo de toda mitrayectoria como escritora.

A Marcia Mueller, fotógrafa y amiga, cuyoentusiasmo por Rosellón me llevó a

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descubrirlo por mí misma. Le doy las graciaspor sus bonitas fotografías del pueblo y susalrededores, que aparecen en la página web:www.susanvreeland.com, y que mepermitieron recordarlo y describirlo.

A Colin Campbell, profesor emérito deliteratura en el Principia College, pormostrarme el principio femenino queencarna Lisette y por presentarme los dosafanes literarios humanos que aparecen enesta historia: la sed de herir y la sed debendecir.

A Hélène Albertini y a Alain Daumen,residentes desde hace mucho tiempo enRosellón, que fueron pacientes con miimperfecto francés y generosos al

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proporcionarme información sobre elmunicipio desde 1937 hasta 1948.

Cuando necesitaba un detalle dedeterminado aspecto que desconocía,aparecía un amigo con los datos precisos. Porello les doy las gracias a Ellie Grey, por lainformación acerca del arte de elaborarqueso, el huerto y la cabra de Lisette; aMarian Grayeske por la información sobregallinas; a Barbara Scott por los datos sobrelas frutas y sus temporadas; y a Tom Hall,sargento retirado del Ejército de los EstadosUnidos, por los pormenores sobre las escenasde las batallas. Gracias a Jan Thomas por suhospitalidad en la Provenza y su generosidadal compartir libros, recuerdos y anécdotas dela región.

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Gracias a Suzanne Ruffin, Hélène Brown ySophie Juster por su apoyo a la hora deintroducirme en otra cultura y otro periodode tiempo, y también por ayudarme con lalengua francesa; a Rémy Rotenier e IsabelleTelliez por comprobar detalles históricos dela vida en tiempos de guerra; a Jim Farr porsus conocimientos de los sucesos de laSegunda Guerra Mundial que aparecen enesta novela, y a Clotilde Roth-Meyer por suclara explicación desde París sobre lospigmentos y colores usados por los pintores.

Mi reconocimiento también a MarnaHostetler y a Karen Brown, mis ángelesbibliotecarios desde hace tanto tiempo en labiblioteca Thomas Cooper, en la Universidadde Carolina del Sur, por su magnífica

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investigación en molduras para marcos decuadros, y a Barbara Brink, directora dedesarrollo de la biblioteca de la Universidadde California, San Diego, por permitirmeconsultar la carta dirigida «A los artistas deParís» de Marc Cha gall, que dio voz a laresurrección del arte francés.

Gracias a Annabelle Mathias del Museo deOrsay por mostrarme Le Catalogue desPeintures et Sculptures Exposées au Musée del’Impressionisme, Jeu de Paume des Tuileries(Musées Nationaux, 1948); gracias también aGary Ferdman, conservador de la exposiciónChagall en High Falls, por localizar Laventana, el cuadro de Chagall en el queaparecen una mujer, una cabra y un gallomirando por una ventana.

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Quiero agradecer las contribuciones dedos libros en particular:Village in theVaucluse, de Laurence Wylie (3.a ed., Harvard University Press, 1974), y From Rocks toRiches: Roussillon-Time, Change and Ochre in aVillage in Provence, by Graham F. Pringle yHildgund Schaefer (Middlebury, Vt.: RuralSociety Press, 2010). Algunos de los nombresde los personajes los saqué de estos dosvolúmenes.

A mis queridos lectores: John Baker,Barbara Braun —que me ha hecho las vecesde agente—, Angela Sage Larson, MarciaMuel ler. Y, en especial, a los escritores JohnRitter y Julie Brickman, que han aportadosus muy acertadas lecturas críticas delmanuscrito en múltiples revisiones y que han

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hecho que el proceso sea divertido. Milgracias a todos por vuestro esfuerzo.

Estoy orgullosamente agradecida a CelinaSpiegel, mi nueva editora en Random House,por su meticuloso trabajo de edición. Unsinfín de las cosas buenas de esta novela selas debo a sus consejos; estoy encantada deque esté al frente de mi equipo en RandomHouse.

Mi más eterno agradecimiento a BarbaraBraun, mi agente, por su orientación enaspectos literarios, promocionales yempresariales, por su afecto y por creerconstantemente en mí desde 1998, tanto enlos momentos buenos como en los no tanbuenos.

A mi esposo, Kip Gray, cuyo apoyo

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A mi esposo, Kip Gray, cuyo apoyoincondicional, tierna comprensión y ayudatécnica a todas horas son esenciales para mí.A él le ofrezco mi más profunda gratitud ydevoción.

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VARIAS OBRAS PUBLICADAS QUE MERECEN ESPECIALMENCIÓN:

Nina Maria Athanassoglou-Kallmyer. Cézanneand Provence: The Painter and His Culture(Chicago: Univer sity of Chicago Press,2003).

Paul Cézanne. Sobre Cézanne. Conversacionesy testimonios, editado por Mi chael Doran(Editorial Gustavo Gili, 2000).

Norman Davies. Europa en guerra 1939–1945(Editorial Planeta, 2008).

Julian Jackson. The Fall of France: The NaziInvasion, 1940 (Oxford: Oxford UniversityPress, 2003).

Denis Peschanski, et al., eds., Collaborationand Resistance: Images of Life in Vichy,France, 1940-44 (Harry Abrams, 1988).

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Irving Stone, Abismos de gloria: una biografíanovelada Camille Pissarro (Plaza y Janés,1989).

Para una bibliografía completa de lasobras consultadas, así como para consultarimágenes:

www.susanvreeland.com