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Después de enfrentarse conel hombre de negro al final deEl pistolero, Roland sedespierta febril y debilitadoen una playa. Al caer la nochele atacan unos seresmonstruosos que salen delmar. Para eludirlos, Rolandpuede huir de la playa portres salidas, tres puertas.Todas le llevarán a NuevaYork, pero en tres momentosdistintos; además, al otrolado de cada una de ellasRoland tendrá que atraer a

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una persona. Necesita a estastres personas para seguiradelante en su búsqueda dela Torre Oscura: en el año1987 encuentra a Eddie Dean,heroinómano desesperado;en 1964 a Odetta Holmes, laDama de las Sombras,heredera afroamericana queperdió sus piernas en unaccidente en el metro;finalmente, en 1977, da conJack Mort, la propia muerte.¿Serán ellos los que formaránsu ka-tet?Este volumen incluye una

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nueva introducción del autor,además de las ilustracionesoriginales de la edición deDonald Grant de 1987.

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Stephen King

La llegada delos tres

La Torre Oscura II

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A Don Grant,que se arriesgó con

estos relatos,uno por uno

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INTRODUCCIÓN

Sobre tener diecinueve(y algunas cosas más)

UNO

Los hobbits eran grandiososcuando yo tenía diecinueve años(número de cierta importancia enlos relatos que estás a punto deleer).

Es probable que durante el

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Gran Festival Musical deWoodstock haya habido mediadocena de Merrys y Pippinsrevolcándose en el lodo de lagranja Max Yasgur, además devarios Frodos e incontablesGandalfs hippies. El Señor de losAnillos de J. R. R. Tolkien eratremendamente popular enaquellos días, y si bien nunca fuia Woodstock (pido perdón), creoque al menos fui un hippie amedias. En cualquier caso lo fuilo suficiente como para haberleído los libros y habermeenamorado de ellos. Las novelas

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de La Torre Oscura, como tantasotras largas historias escritas porhombres y mujeres de migeneración (Chronicles ofThomas Covenant de StephenDonaldson y The Sword ofShannara de Terry Brooks sonapenas dos de muchas), derivande la novela de Tolkien.

Pero pese a haberla leídodurante 1966 y 1967, me abstuvede escribir la mía. Si bien fuiconmovido (con un completo yevidente entusiasmo) por laeficacia imaginativa de Tolkien—por la ambición de su historia

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—, lo que yo quería era escribirmi propia clase de historia, y dehaber comenzado entonces habríaescrito la suya. Aquello, como legustaba decir al tramposo de DickNixon, habría sido un error.Gracias al señor Tolkien, el siglo XX ya tenía todos los elfos ymagos que necesitaba.

En 1967 yo ignoraba cómopodría ser mi historia, pero esono importaba; me sentía seguro deque lo sabría en cuanto pasarapor la calle, a mi lado. Teníadiecinueve años y era arrogante.Lo bastante arrogante para sentir

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que podía seguir esperando a mimusa y a mi obra maestra (quesabía llegarían). Creo que a losdiecinueve uno tiene derecho aser arrogante; por lo general eltiempo no ha comenzado con susfurtivos y sucios escamoteos.Como dice una popular cancióncountry, se lleva tu pelo y tudestreza, pero en realidad selleva mucho más que eso. Yo nolo sabía durante 1966 y 1967, yde haberlo sabido no me habríaimportado. Podía imaginarme —escasamente— con cuarenta años,pero ¿con cincuenta? No.

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¿Sesenta? ¡Jamás! Los sesentaestaban fuera de discusión. Y alos diecinueve, es tan sólo lamanera de ser. Diecinueve es laedad en que dices: «Mírame,mundo, estoy fumando TNT ybebiendo dinamita, y si sabes loque te conviene, será mejor quesalgas de mi camino… porqueaquí viene Stevie».

Los diecinueve años es unaedad egoísta que encuentra tuspreocupaciones sólidamentearraigadas. Las mías apuntabanmuy alto, y me importaban. Teníamucha ambición, y me importaba.

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Poseía una máquina de escribirque llevaba de un apartamento demierda al siguiente, siempre conun paquete de cigarrillos en elbolsillo y una sonrisa en el rostro.Los compromisos de la edadmadura estaban lejos y losinsultos de la vejez más allá delhorizonte. Como el protagonistade esa canción de Bob Seger queusan ahora para vender camiones,me sentía eternamente poderoso yeternamente optimista; misbolsillos estaban vacíos pero micabeza llena de cosas que queríadecir y mi corazón repleto de

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historias que quería contar. Ahorasuena inocente; entonces sonabamaravilloso. Sonaba muy bien. Loque más deseaba era derribar lasdefensas de mis lectores, queríadesgarrarlos y extasiarlos ycambiarlos para siempre consimples historias. Y me sentíacapaz de hacerlo. Sentía quehabía nacido para lograrlo.

¿Cómo de vanidoso suenaeso? ¿Mucho o poco? Noimporta, no estoy pidiendodisculpas. Tenía diecinueve años.No había ni una sola hebra gris enmi barba. Tenía tres pares de

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tejanos, un par de botas, la ideade que el mundo era micaparazón, y nada de lo quesucedió en los siguientes veinteaños me hizo cambiarla. Luego,alrededor de los treinta y nueve,comenzaron mis problemas: labebida, las drogas, un accidentede tráfico que cambió mi manerade caminar (entre otras cosas). Yahe escrito sobre eso lo suficientey no voy a hacerlo aquí. Además,para ti es lo mismo, ¿verdad?Finalmente el mundo envía unmaldito chico de la patrulla parafrenar tus progresos y mostrarte

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quién es el que manda. Tú, quelees estas líneas, seguramentehabrás encontrado el tuyo (o loharás); yo ya encontré el mío, yestoy seguro de que regresará.Tiene la dirección de mi casa. Esun mal tipo, un teniente de losmalos, el enemigo declarado dela estupidez, el orgullo, laambición, la música fuerte, ytodas las cosas que conciernen alos diecinueve.

Pero todavía pienso que esuna edad bastante buena. Quizá lamejor edad. Tal vez bailes rockand roll durante toda la noche,

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pero cuando la música acaba y lacerveza termina, puedes pensar. Ysoñar grandes sueños. El citadochico de la patrulla te ponefinalmente en tu sitio, y sicomienza con poca cosa, vaya,pues no quedará casi nadaexcepto el dobladillo de lospantalones cuando haya acabadocontigo. «¡Búscate otro sueño!»,te grita mientras da un paso alfrente con su libreta deinfracciones en la mano. No estan malo tener un poco dearrogancia (o incluso mucha),aunque tu madre indudablemente

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te diría todo lo contrario. La míalo hacía. «Al que escupe al cieloen la cara le cae, Stephen», decíaella… y luego descubrí —cuandomi edad rondaba los 19 X 2—que al final te cae encima detodos modos. O te escupen porotro lado. A los diecinueve añospueden pedirte el documento deidentidad en los bares y decirteque te largues, pueden ponerte depatitas en la calle, pero, por Dios,no te pueden pedir ladocumentación cuando te sientasa pintar un cuadro, escribir unpoema o contar una historia; si

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lees esto y eres muy joven, nopermitas que los mayores te diganotra cosa. Seguramente no hasestado nunca en París. No, nuncacorriste delante de los toros enPamplona. Sí, eres un jovencito alque le empezó a crecer la barbahace tres años, ¿y qué pasa? Si nocomienzas a ser losuficientemente grande para tenerlos pantalones largos, ¿cómopodrás llenarlos cuando crezcas?Pisa el acelerador a pesar de todolo que la gente te diga, ésa es miidea; siéntate y fúmate eso, nene.

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DOS

Pienso que hay dos grupos denovelistas, y eso incluye a laclase de novelista novato que erayo en 1970. Están aquellos que selimitan al lado más literario o«serio» del trabajo, los queexaminan cada posible asunto a laluz de la pregunta «¿qué significapara mí escribir este tipo dehistorias?». Pero aquéllos cuyodestino (o ka, si lo prefieren) esel de escribir novelas populares,están inclinados a plantearse una

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muy diferente: «¿Qué significapara los demás escribir esta clasede historias?». El novelista«serio» está buscando lasrespuestas y las llaves que loconduzcan a sí mismo; elnovelista «popular» estábuscando un público. Ambasclases de escritores sonigualmente egoístas. He conocidouna buena cantidad, y de eso doyfe con mi sello.

Sin embargo, creo que inclusoa la edad de diecinueve añosreconocí que la historia de Frodoy sus esfuerzos para librarse del

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Anillo Único pertenece alsegundo grupo. Eran las aventurasde un grupo de peregrinosesencialmente británicosproyectados sobre un telón demitología vagamente nórdica. Megustó la idea de la búsqueda —dehecho, la amé—, pero no teníainterés en los personajescampesinos y fornidos de Tolkien(lo que no significa que no megustaran, porque lo hicieron) nien sus boscosas escenasescandinavas. Lo habríaarruinado si llegaba a intentarloen aquella dirección.

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Así que esperé. En 1970 teníaveintidós años, mi barbamostraba las primeras hebrasgrises (creo que fumar dospaquetes y medio de Pall Mallsdiarios tuvieron algo que ver coneso), pero incluso a los veintidósuno puede permitirse el lujo deesperar. A los veintidós el tiempotodavía está del lado de uno,aunque incluso entonces ese viejochico malo de la patrulla esté enel barrio haciendo preguntas.

Entonces, en un cine casicompletamente vacío (el Bijou deBangor, Maine, por si te interesa),

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vi una película dirigida porSergio Leone. Se llamaba Elbueno, el malo y el feo, y aunantes de llegar a la mitad de lapelícula comprendí que lo que yoquería era escribir una novela quecontuviera el sentido de búsqueday magia de Tolkien, peroambientada en el Oeste americanocasi absurdamente majestuoso deLeone. Si has visto ese Oestesubjetivo en la pantalla de tutelevisor no entenderás a qué merefiero; imploro tu perdón, peroes así. En una pantalla de cine,proyectada con las correctas

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lentes Panavision, El bueno, elmalo y el feo es una épica querivaliza con Ben-Hur. ClintEastwood parece teneraproximadamente cinco metros dealto, con una barba del tamaño deconíferas. Los surcos que limitanla boca de Lee Van Cleef son tanprofundos como cañones, ypodría haber una raedura (ver Labola de cristal) al fondo de cadauno. Las escenas del desiertoparecen estirarse al menos hastala órbita del planeta Neptuno. Yel cañón de cada pistola parececasi tan grande como el túnel

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Holland.Lo que yo buscaba, más aún

que la escena, era esa sensaciónde épica, de tamaño apocalíptico.El hecho de que Leone no tuvierani idea de la geografíanorteamericana (según uno de lospersonajes, Chicago se encuentraen los alrededores de Phoenix,Arizona) agregó a la película unasensación de magníficadislocación. Y llevado por mientusiasmo —el tipo deentusiasmo que sólo un jovenpuede experimentar—, mepropuse escribir no sólo un libro

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extenso, sino también la novelapopular más extensa de lahistoria. Creo que, aunque no hetenido éxito en ese punto, almenos lo he hecho bastante bien;en realidad los volúmenes uno asiete de La Torre Oscuraconstituyen una sola historia, ylos cuatro primeros volúmenesalcanzan las dos mil páginas enedición de bolsillo. El manuscritode los tres volúmenes finalesabarca otras dos mil quinientas.No estoy intentando decir aquíque la longitud esté relacionadacon la calidad; simplemente

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quiero decir que quería escribiruna historia épica, y que dealguna manera lo he logrado. Sime preguntaras por qué quisehacerlo, no sabría qué responder.Quizá sea otra parte del estilonorteamericano: construir hasta lomás alto, excavar hasta lo másprofundo, escribir lo más extenso.¿Y qué hay de la motivación? Amí me parece que también esoforma parte de ser unnorteamericano. Al finalterminamos diciendo: En esemomento me pareció una buenaidea.

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TRES

Otro aspecto de tener diecinueveaños, por si te interesa, es que aesa edad, creo, muchos denosotros nos atascamos de algúnmodo (mental o emocionalmente,si no físicamente). Los añospasan y un buen día te parasfrente al espejo con verdaderaperplejidad. ¿Por qué tengo estosgranos en la cara?, te preguntas.¿De dónde salió esta estúpidabarriga? ¡Rayos, sólo tengo

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diecinueve años! No se trata denada del otro mundo, pero deninguna manera lo substrae a unodel asombro.

El tiempo trae el gris a tubarba, el tiempo se lleva tudestreza, y todo el rato te estásdiciendo —tonto de ti— que aúnsigue de tu lado. Tu parte lógicalo sabe bien, pero tu corazón seniega a creerlo. Si tienes suerte,el chico de la patrulla, que tedetiene por ir demasiado rápido ypor divertirte demasiado, tambiénte proporciona una dosis de salesolorosas. Eso fue más o menos lo

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que me pasó cuando se acercabael final del siglo XX. Llegó con laforma de una camioneta Plymouthque me arrojó al costado de unsendero de mi ciudad natal.

Aproximadamente tres añosdespués de ese accidente meencontraba firmando ejemplaresde Buick 8: un coche perverso enuna librería de Dearborn,Michigan. Un hombre llegó alcomienzo de la fila y me dijo quede verdad le alegraba que todavíame encontrara vivo. (Me lo dicena menudo, y a veces suena comoesa mierda de «¿Por qué

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demonios no se murió?»).«Estaba con un buen amigo

mío cuando nos enteramos de quele habían atropellado», me dijo.«Hombre, lo único que pudimoshacer fue sacudir la cabeza ydecir: “Allí se va la Torre, estáinclinándose, está cayendo, ahhh,mierda, ahora nunca laterminará”».

Ya se me había ocurrido otraversión del mismo pensamiento;la preocupante idea de que,habiendo erigido la Torre Oscuraen la imaginación colectiva de unmillón de lectores, era mi

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responsabilidad mantenerla asalvo mientras la gente quisieraleer sobre ella. Eso podríasuceder durante sólo cinco años;pero hasta donde sabía, podríanser quinientos. Las historias defantasía, tanto las malas como lasbuenas (aún ahora, probablementehaya alguien por ahí leyendoVarney el vampiro o El monje),parecen tener larga vida. Rolandprotege la Torre eliminando lasamenazas que acechan a losHaces que la sostienen. Despuésde mi accidente comprendí quetendría que hacerlo, que debía

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terminar la historia del pistolero.Durante las largas pausas

entre la redacción y publicaciónde los primeros cuatro libros deLa Torre Oscura recibícentenares de cartas del estilo«estoy haciendo las maletasporque tengo un duro viaje pordelante». En 1998 (o en otraspalabras, cuando trabajaba bajola errónea impresión de quebásicamente seguía teniendodiecinueve años), recibí unacarta. «Soy una abuela de ochentay dos años que no quierefastidiarlo con mis problemas

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PERO estoy muy enferma», decía.La abuela contaba que le quedabaaproximadamente un año de vida(«catorce meses más y el cáncerme lleva»), y si bien no esperabaque yo terminase la historia deRoland en ese tiempo para ella,quería saber si no podría («porfavor») contarle cómo terminaría.La frase que me rompió elcorazón (aunque no lo suficientecomo para ponerme a escribir denuevo) fue su promesa de «nodecírselo a nadie». Un año mástarde —probablemente despuésdel accidente que me mandó al

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hospital—, una de mis asistentes,Marsha DiFilippo, recibió unacarta de un condenado a muerteen Texas o Florida, deseandosaber esencialmente la mismacosa: ¿Cómo terminaría?(Prometía llevarse el secreto a latumba, lo que me hizo sentir unescalofrío).

Si hubiera podido les habríadado a ambos lo que querían —unresumen de las próximasaventuras de Roland—, pero ¡ay!,no pude. No tenía ni la menoridea de cómo les irían las cosasal pistolero y sus amigos. Para

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saber, tenía que escribir. Yo sólotenía un bosquejo, pero lo perdípor el camino (y de todos modos,probablemente fuese una mierda).Todo lo que tenía eran unas pocasanotaciones («Chussit, chissit,chassit, trae bastantes parallenar tu cesto», dice la quetengo sobre el escritorio mientrasescribo esto). Finalmente, aprincipios de julio de 2001,comencé a escribir de nuevo. Porentonces sabía que ya no teníadiecinueve años, que no estaba asalvo de cualesquieraenfermedades que la carne

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heredaba. Sabía que llegaría a lossesenta, quizá hasta los setenta, yquería terminar mi historia antesde que el chico malo de lapatrulla me buscara por últimavez, sin tener que ser archivadojunto con Los cuentos deCanterbury y El misterio deEdwin Drood.

El resultado —para bien opara mal— está frente a ti, LectorConstante, ya sea si comienzaspor el primer volumen o tepreparas para el quinto. La ameso la odies, la historia de Rolandha terminado. Espero que la

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disfrutes.En cuanto a mí, lo pasé en

grande.

STEPHEN KING25 de enero de 2003

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RESUMEN DELVOLUMENANTERIOR

La llegada de los tres es elsegundo volumen de un largorelato llamado La Torre Oscura,inspirado en el poema narrativode Robert Browning «ChildeRoland a la Torre Oscura llegó»(y en cierto modo dependiente deél), que a su vez debe su origen aEl rey Lear.

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El primer volumen, Elpistolero, narra cómo Roland, elúltimo pistolero de un mundo que«se ha movido», consigue daralcance al hombre de negro, unhechicero al que ha perseguidodurante largo tiempo, aunquetodavía ignoramos cuántoexactamente. El hombre de negroresulta ser un colega llamadoWalter, quien finge haber sidoamigo del padre de Roland enaquellos tiempos en que el mundoaún no se había movido.

El objetivo de Roland no esesta criatura semihumana, sino la

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Torre Oscura: el hombre de negro—y más concretamente, lo que elhombre de negro sabe— es sóloel primer paso en el camino quelleva a ese lugar misterioso.

¿Quién es Rolandexactamente? ¿Cómo era sumundo antes de moverse? ¿Qué esla Torre y por qué la busca? Sólotenemos respuestas fragmentarias.Roland es un pistolero, unaespecie de caballero andante, unode los encargados de conseguirque no cambie ese mundo que élmismo recuerda como «lleno deamor y de luz», que no siga

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moviéndose.Sabemos que Roland se vio

empujado a una temprana pruebade hombría cuando descubrió quesu madre se había convertido enamante de Marten, un hechiceromás importante que Walter (conquien, sin saberlo el padre deRoland, estaba aliado); sabemosque Marten ha propiciado queRoland descubriera su relacióncon su madre, en espera de quefalle en la prueba y sea enviadoal Oeste; sabemos que Rolandsupera la prueba.

¿Qué más sabemos? Que el

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mundo del pistolero no es deltodo distinto al nuestro. Hansobrevivido artilugios como lossurtidores de gasolina y algunascanciones (Hey Jude, porejemplo, o esa tonadilla que reza:«Judías, judías, la frutamusical…»); también algunascostumbres y ritualesextrañamente parecidos aaquellos que concebimos ennuestra romántica visión delOeste americano.

Y hay un cordón umbilicalque conecta de alguna maneranuestro mundo con el del

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pistolero. En una estación de pasosituada en un camino dediligencias abandonado desdehace tiempo en medio del enormey estéril desierto, Roland seencuentra con un chico llamadoJake, quien ha muerto en nuestromundo. Un chico al que, de hecho,el ubicuo (e inicuo) hombre denegro ha empujado en unaesquina. Lo último que Jakerecuerda de su mundo (de nuestromundo), cuando iba al colegiocon una bolsa de libros en unamano y su desayuno en la otra, esel momento en que lo aplastaron

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las ruedas de un Cadillac,causándole la muerte.

Antes de que den alcance alhombre de negro, Jake vuelve amorir… esta vez porque elpistolero, enfrentado a la segundaelección más agónica de su vida,decide sacrificar a este hijosimbólico. Obligado a escogerentre la Torre y el chico, tal vezentre la condenación y lasalvación, Roland escoge laTorre.

«Váyase, pues —le dice Jakeantes de despeñarse por elabismo—. Hay otros mundos

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aparte de éstos».La confrontación final entre

Roland y Walter transcurre en ungólgota polvoriento de huesosputrefactos. El hombre de negrole cuenta a Roland su futuro conuna baraja de cartas del Tarot. Laprofecía de la cartas muestra a unhombre llamado el Prisionero, ala Dama de las Sombras y a unafigura oscura que es simplementela Muerte («Pero no para ti,pistolero», le dice el hombre denegro), que se convierten en temade este segundo volumen, elsegundo paso de Roland en el

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largo y duro camino hacia laTorre Oscura.

El pistolero termina conRoland sentado en una playa delmar del Oeste, contemplando lapuesta de sol. El hombre de negroestá muerto y el futuro del propiopistolero no parece claro. Lallegada de los tres empieza enesa misma playa, menos de sietehoras después.

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PRÓLOGO

El pistolero se despertó de unsueño confuso que parecíaconsistir en una sola imagen: ladel Marinero de la baraja delTarot con la que el hombre denegro había adivinado (o habíafingido adivinar) su futuro.

«Se ahoga, pistolero —decíael hombre de negro—. Y no haynadie que le eche un cabo. Elchico. Jake».

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Pero no era una pesadilla. Eraun buen sueño. Era bueno porquequien se ahogaba era él mismo, ypor lo tanto no era Roland sinoJake, lo cual representaba unalivio. Era mejor ahogarse comoJake que vivir como Roland, unhombre que —por un frío sueño— había traicionado la confianzade un niño.

«Bien, de acuerdo, meahogaré —pensó mientras oía elfragor del mar—. Me ahogaré».Pero no sonaba a mar abierto,sino al crujir del agua entre losguijarros. ¿Era él el Marinero? Y

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si lo era, ¿por qué estaba tancerca de la tierra?

Y, en realidad, ¿no estaba enla tierra misma?

El agua helada invadió lasbotas y le subió por las piernashasta el vientre. En ese momento,abrió los ojos. Lo que le habíasacado del sueño no era el frío enlas pelotas, que ahora sentíacomo si se hubieran reducido altamaño de dos nueces, ni siquierala monstruosidad que había a suderecha, sino el pensar en losrevólveres. Y, todavía másimportante, en las balas. Era fácil

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desmontar, secar y engrasar unrevólver mojado; en cuanto a lasbalas, como las cerillas, nadiesabía si una vez mojadas podíanvolver a utilizarse.

La monstruosidad que searrastraba cerca de él debía dehaber sido llevada hasta allí poralguna ola. Empujaba condificultad su cuerpo empapado ybrillante sobre la arena. Medíaalrededor de un metro veinte delargo, y se encontraba a unoscuatro metros a su derecha. Miróa Roland con ojos gelatinosos degrandes órbitas. Su pico largo y

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dentado se abrió y brotó de él unsonido que tenía un alucinanteparecido con la voz humana:claras y casi desesperadaspreguntas en una lengua extraña.«¿Pica chica? ¿Duma chuma?¿Dada cham? ¿Deda chek?».

El pistolero sabía cómo eranlas langostas. Aquello no lo era,aunque la langosta fuera la únicacriatura que pudiera parecérselevagamente. No parecía temerle.El pistolero no sabía si erapeligrosa. No le preocupaba supropia confusión mental, suincapacidad para recordar dónde

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estaba ni cómo había llegadohasta allí, si había atrapado deverdad al hombre de negro o sitodo había sido un sueño. Sólosabía que debía apartarse delagua antes de que se mojaran lasbalas.

Oyó el rechinar y el rugir delagua y desvió la mirada de lacriatura (que ahora estaba paraday alzaba las pinzas que habíausado para arrastrarse, mostrandoun absurdo parecido con lapostura que adopta un boxeadorantes del combate que, tal comoles había enseñado Cort, se

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llamaba Postura del Honor) haciala ola entrante cuajada deespuma.

«Ha oído la ola —pensó elpistolero—. Sea lo que sea, tieneoídos». Intentó levantarse, perolas piernas, tan debilitadas queapenas las sentía, se doblaronbajo el peso de su cuerpo.

«Todavía estoy soñando»,pensó. Pero incluso en su estadode confusión era una posibilidaddemasiado tentadora para resultarverosímil. Intentó levantarse denuevo y estuvo a punto deconseguirlo, pero volvió a caer.

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La ola rompía. Ya no habíatiempo. Tenía que arreglárselaspara moverse del mismo modoque la criatura de su derecha.Clavó las manos en el suelo yempujó con los riñones hacia elmontículo de guijarros que habíamás arriba, alejándose de la ola.

No avanzó lo suficiente paraevitar el agua, pero sí lonecesario para conseguir supropósito. Sólo sus botasquedaron sepultadas por la olaque casi alcanzó sus rodillas yluego se retiró. «Tal vez laprimera no llegó tan lejos como

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pensé. Tal vez…».La media luna iluminaba el

cielo. Aunque la tapaba una capade niebla, emitía la suficiente luzpara que él se diera cuenta de quelas pistoleras eran demasiadooscuras. Los revólveres, cuandomenos, se habían mojado. Nopodía saber si mucho o poco, nisi las balas que ocupaban lostambores —así como las quequedaban en los cintos— sehabían mojado también. Antes decomprobarlo, tenía que alejarsedel agua. Tenía que…

«¿Deda chek?». Sonaba más

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cerca. Preocupado por el agua, sehabía olvidado de la criaturaarrastrada por la ola. Miró a sualrededor y comprobó que yaestaba a poco más de un metro dedistancia. Tenía las pinzasclavadas en la arenaentremezclada de guijarros yconchas, siempre empujando elcuerpo. Se alzó sobre las patas,pareciendo por un momento unescorpión, pero Roland no vioaguijón alguno al final del cuerpo.

Otra ola, mucho más sonoraesta vez. De inmediato, la criaturase detuvo y levantó las pinzas en

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aquella particular versión de laPostura del Honor.

Esta ola era mayor. Rolandempezó a arrastrarse de nuevo y,cuando apoyó las manos, lacriatura de las pinzas se lanzó auna velocidad que contradecíasus anteriores movimientos.

El pistolero sintió como unallama de dolor en la manoderecha, pero no tenía tiempopara pensar en ello. Tomóimpulso con los tacones de laspesadas botas, se ayudó con lasmanos y consiguió alejarse de laola.

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«¿Pica chica?». Aquellamonstruosidad preguntaba con suclara voz, como si dijera:«Ayúdame. ¿No ves que estoydesesperada?». Roland vio quelas falanges de sus dedos índice ycorazón desaparecían en el picoabierto de la criatura. Volvió alanzar las pinzas y Roland levantóla mano dolorida justo a tiempopara salvar los dedos que lequedaban.

«¿Duma chuma? ¿Dadacham?».

El pistolero consiguiólevantarse. La criatura le rasgó

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los tejanos empapados, siguióabriéndose paso a través de lasbotas —de piel suave, pero durascomo el hierro— y le desgarró unpedazo de carne de la pantorrilla.

Roland desenfundó con sumano derecha y, cuando elrevólver golpeó en la arena sedio cuenta de que le faltaban dosde los dedos necesarios parallevar a cabo esa ancestral ymortífera acción.

La monstruosidad la picoteócon gula.

—¡No, hija de puta! —gritóRoland. Y le dio una patada.

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Era como darle patadas a unaroca. A una roca que mordía. Labestia picó la puntera de la botaderecha de Roland, se llevó casitodo el dedo gordo del pie y learrancó la bota entera.

El pistolero se agachó,recogió el revólver, se le volvió acaer, maldijo y por fin consiguiórecuperarlo. Lo que antaño eratan fácil que ni siquiera requeríael menor pensamiento, se habíaconvertido ahora en una especiede juego malabar.

La criatura se cebaba en labota del pistolero, desgarrándola

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sin cesar de plantear suspreguntas. Llegó una ola hasta laplaya y la espuma cubrió su partesuperior, haciendo que parecierapálida y muerta en la brumosa luzde la media luna. Lalangostruosidad abandonó la botay alzó las pinzas en su postura deboxeador.

Roland desenfundó con lamano izquierda y apretó el gatillotres veces. Clic, clic, clic.

Al menos, había averiguadoya lo que les había pasado a lasbalas de la recámara.

Enfundó el revólver

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izquierdo. Para devolver el otro ala funda tuvo que dirigir el cañónhacia abajo con la mano izquierday luego soltarlo. La sangre cubríalas empuñaduras de madera yhierro, igual que manchaba lafunda y los viejos tejanos a losque ésta iba atada. Brotaba de losmuñones que ahora tenía en lugarde dedos.

El mutilado pie derechoestaba todavía tan insensible queno le dolía, pero la mano derechaera un fuego ardiente. Losfantasmas de sus dedos, llenos detalento y largamente entrenados,

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convertidos ahora en jugosdigestivos en las entrañas delanimal, gritaban que seguían allí,que ardían.

«Preveo graves problemas»,pensó el pistolero.

La ola se retiró. El bicho bajólas pinzas, abrió un limpioagujero en la bota del pistolero ydecidió que su portador eramucho más sabroso que aquellapieza de piel ya medio gastada.

«¿Duda chuma?», preguntó, yse lanzó hacia él consorprendente velocidad. Elpistolero se retiró, aunque apenas

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sentía las piernas, y se dio cuentade que la criatura debía de tenercierta inteligencia: se habíaaproximado a él con cautela,acaso desde una larga distancia,al no saber qué era él y de quéera capaz. Si aquella ola fuerte nole hubiera despertado, la bestia lehabría desgarrado la caramientras él se hallaba en lo másprofundo del sueño. Ahora, habíadecidido que no sólo era sabroso,sino también vulnerable; presafácil.

Estaba ya casi encima de él,un ser de un metro veinte de largo

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y unos treinta centímetros dealtura, una criatura que debía depesar unos treinta kilos, dominadapor la misma obsesión carnívoraque David, el halcón que él habíaposeído en su infancia. Sólo queaquello no tenía nada de lalealtad de David.

El tacón de la bota delpistolero dio con una piedra quesobresalía entre la arena ytropezó, a punto de caer.

«¿Doda choc?», preguntó labestia, casi solícita, y miró alpistolero con aquellos ojosprominentes y bailarines, al

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tiempo que las pinzas seacercaban… Entonces llegó otraola y las pinzas se alzaron denuevo para representar la Posturadel Honor. No se movían ni unapizca, y el pistolero se dio cuentade que su quietud respondía alruido de la ola, que ya empezabaa romper.

Dio un paso atrás y se inclinójusto cuando la ola rompía con unrugido entre los guijarros. Surostro quedó a pocos centímetrosde la cara de la criatura, parecidaa la de un insecto. Fácilmentepodía haberle arrancado los ojos,

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pero las temblorosas pinzasseguían alzadas como puños aambos lados de su pico de loro.

El pistolero alcanzó la piedracon la que había tropezado. Eralarga y estaba medio enterrada,pero consiguió liberarla ylevantarla rechinando los dientes,ignorando el dolor que sentía enla mano derecha al clavarse losbordes afilados en la heridaabierta.

«¿Dada…?», empezó apreguntar la monstruosidad, ybajó las pinzas abiertas al romperla ola y disminuir su rugido,

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momento que aprovechó elpistolero para lanzarle la piedracon todas sus fuerzas.

Sonó un crujido al partirse laespalda segmentada de lacriatura. Ésta se agitósalvajemente bajo la piedra; lamitad posterior subía y bajaba,subía y bajaba. Sus preguntas seconvirtieron en zumbidos dedolor. Las pinzas se abrían ycerraban en el vacío. El picotragaba guijarros y montones dearena.

Aun así, al romper lasiguiente ola, intentó alzar de

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nuevo las pinzas y en esemomento el pistolero le pisoteó lacabeza con la bota que aúnconservaba. Sonó como si sequebrara un montón de ramitas.Un fluido espeso brotó desdedebajo de la bota de Rolandsalpicando en dos direcciones. Labestia se arqueó y fue sacudidapor un temblor frenético. Elpistolero pisó con todas susfuerzas.

Llegó una ola.Las pinzas del monstruo se

alzaron diez centímetros, otrosdiez… Y tras un temblor cayeron,

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abriéndose y cerrándose porúltima vez.

El pistolero apartó la pierna.El pico dentado del animal, quele había arrancado dos dedos dela mano y uno del pie, se abriódespacio y volvió a cerrarse. Enel suelo yacía una antena rota. Laotra temblaba sin sentido.

El pistolero pisó otra vez. Yotra.

Apartó de una patada lapiedra, con un gruñido provocadopor el esfuerzo, y dio un rodeohasta el otro lado del monstruo,donde empezó a pisotearlo

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metódicamente con la botaizquierda hasta que partió deltodo su caparazón y las pálidasentrañas se mezclaron con laarena gris. Estaba muerta, pero élestaba dispuesto a seguir con suempeño: nunca en todo su largo yextraño tiempo había sufridoheridas de tanta gravedad.Además, había sido todo taninesperado…

Prosiguió hasta que vio lapunta de uno de sus propiosdedos entre las partes destrozadasdel animal muerto, y bajo la uñapudo apreciar el polvo

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blanquecino del gólgota donde ély el hombre de negro habíanmantenido su larga conversación.Entonces, desvió la mirada yvomitó.

Se acercó al agua como unborracho, con la mano heridapegada a la camisa, mirando devez en cuando hacia atrás paracerciorarse de que la bestia noestuviera viva, con la tenacidadde una avispa a la que se aplastauna y otra vez pero que sigueretorciéndose, aturdida, aunqueno muerta. Necesitaba estarseguro de que no le seguía con

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aquellas extrañas preguntasplanteadas en una vozmortalmente desagradable.

A medio camino de la orillase detuvo y se quedó mirando ellugar donde había estado,recordando. Al parecer, se habíaquedado dormido justo bajo lalínea de la marea alta. Agarró sucartera y la bota desgarrada.

A la matizada luz de la luna,vio otras criaturas iguales y, en ellapso entre una ola y la siguiente,oyó sus voces interrogantes.

El pistolero retrocedió paso apaso hasta llegar al límite de las

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rocas, donde crecía algo dehierba. Allí se sentó e hizo loúnico que podía hacer: cubrir losmuñones con el tabaco que lequedaba para que dejaran desangrar y aplastarlo bien a pesardel agudo dolor (al que se habíasumado ya el muñón del pie). Sequedó allí sentado, simplemente,temblando de frío, preguntándosesi tendría una infección,preguntándose cómo se lasarreglaría en aquel mundo condos dedos menos en la manoderecha (en cuestión de armas,las dos manos servían igual; pero

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en todo lo demás mandaba laderecha), preguntándose si labestia le habría inoculado algúnveneno al morderle y estaría yamoviéndose por dentro de él,preguntándose cuándoamanecería.

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CAPÍTULO ILA PUERTA

UNO

Tres. Tal es el número de tudestino.

¿Tres?Sí, el tres es místico. Tres se

yerguen ante el corazón delmantra.

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¿Qué tres?El primero es joven, de

oscura cabellera. Está al bordedel robo y del asesinato. Undemonio lo ha poseído. Elnombre del demonio esHEROÍNA.

¿Qué demonio es ese? No heoído su nombre, ni siquiera en loscuentos de mi niñez.

Intentaba hablar, pero habíaperdido la voz, la voz deloráculo, Star-Slut, la Puta de losVientos, ambas habíandesaparecido. Vio una carta quedescendía flotando de ninguna

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parte a ninguna parte girando ygirando en la perezosaoscuridad. En la carta, unmandril sonreía desde la espaldade un hombre joven de pelooscuro. Sus dedos,sorprendentemente humanos,estaban enterrados con talfuerza en el cuello del hombreque las primeras falangeshabían desaparecido entre lacarne. Al mirar más de cerca, elpistolero vio que el mandrilllevaba una fusta en una deaquellas manos predadoras queestrangulaban. El rostro del

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hombre parecía retorcerse en unhorror silencioso.

El Prisionero. El hombre denegro (que antaño fuera unhombre de confianza para elpistolero, un hombre llamadoWalter) suspiró burlón:

—Un poco molesto, ¿eh? Unpoco molesto… un pocomolesto… un poco molesto… unpoco…

DOS

El pistolero se despertó de golpe

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gesticulando con la manomutilada, convencido de que encualquier momento alguna deaquellas monstruosidades concaparazón del mar del Oeste se leecharía encima, preguntandodesesperadamente en su idiomaextraño al tiempo que ledesgajaba el rostro de la cabeza.

Pero fue una gaviota, atraídapor el reflejo de la luz del alba enlos botones de su camisa, lo quese alejó de él con un graznidoasustado.

Roland se incorporó.La mano latía sin fin,

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destrozada. Otro tanto ocurría conel pie. Los dedos arrancadosinsistían en que seguían allí.Había perdido la mitad inferiorde la camisa; el resto parecía unatúnica desgarrada. Habíautilizado un trozo para vendarsela mano y otro para envolver labota.

«Largaos —dijo a las partesausentes de su cuerpo—. Largaos.Ahora sois fantasmas. Largaos».

Sirvió de algo. No mucho,pero algo sí. Eran fantasmas, sí,pero fantasmas vivos.

Se comió una rodaja de

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cecina. Su boca la despreciaba, aligual que el estómago, peroinsistió. Una vez que la tuvodentro, se sintió más fuerte. Encualquier caso, no le quedabamucha; estaba casi contra lascuerdas.

Había cosas que hacer.Se levantó con escaso

equilibrio y miró alrededor. Lospájaros se lanzaban en picado yse zambullían en el agua, peroparecía que el mundo lespertenecía sólo a ellos y a élmismo. Los monstruos habíandesaparecido. Tal vez fueran

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nocturnos, o acaso llegaran con lamarea. En aquel momento, dabalo mismo.

El mar era enorme, seencontraba con el horizonte en unpunto azul brumoso imposible dedeterminar. Durante un largo rato,el pistolero olvidó su agoníacontemplándolo. Nunca habíavisto tanta cantidad de agua. Lohabía oído en las historiasinfantiles, claro, y los profesores—al menos, algunos— le habíanasegurado que existía, pero verde verdad aquella inmensidad,aquella agua sorprendente

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después de años de árida tierra,era algo difícil de asumir. Difícilincluso de ver.

Lo miró durante mucho rato,hipnotizado, obligándose a verlo,olvidando por un momento sudolor y sus dudas. Pero ya habíaamanecido y tenía cosas quehacer. Buscó la quijada en elbolsillo trasero, poniendoatención en meter sólo la palmapara evitar que fueran losmuñones los que tuvieran quedescubrir si todavía estaba allí.Los quejidos de la mano seconvirtieron en gritos.

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Allí estaba.Bien.Lo siguiente.Se desató torpemente los

cintos y los dejó sobre unasoleada roca. Sacó losrevólveres, abrió las recámaras ysacó las balas que quedaban. Lastiró. Un pájaro que descansaba enla brillante orilla se acercó hastauna de ellas, la agarró con elpico, la soltó y se alejó volando.

Tenía que cuidarse también delos revólveres, incluso antes decomprobar las balas; pero comocualquier pistola sin munición en

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este mundo o en cualquier otro espoco más que una porra, antes dehacer cualquier cosa apoyó loscintos en el regazo y pasó la manoizquierda con cuidado sobre lapiel curtida.

Los dos estaban húmedosdesde la hebilla hasta el lugar enel que, si los llevara puestos,cruzarían las caderas. A partir deese punto, parecían secos.

Sacó las balas de la zonaseca. La mano derecha seguíaintentándolo, insistía en olvidarsu mutilación a pesar del dolor, yRoland se encontró de nuevo de

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rodillas, como un perrodemasiado estúpido o patoso paracaminar. Distraído por el dolor,estuvo a punto de aplastarse lamano un par de veces.

«Preveo graves problemas»,pensó de nuevo.

Reunió aquellas balas que aúnpodían ser útiles en un montóndescorazonadoramente pequeño.Veinte, de las cuales algunasfallarían con seguridad. No podíafiarse.

Sacó las demás y formó otromontón con ellas. Treinta y siete.

«Bueno, en cualquier caso, no

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ibas muy cargado», pensó. Perocalibró la diferencia entrecincuenta y siete balas seguras ylas veinte que tal vez tuvieraahora. O diez. O cinco. O una. Oninguna.

Puso las dudosas en otromontón.

Aún le quedaba la cartera.Algo era. Se la puso en el regazoy luego desmontó lentamente losrevólveres y cumplió con el ritualde limpiarlos. Cuando acabó,habían pasado dos horas y eldolor era tan intenso que lacabeza le daba vueltas: el mero

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hecho de pensar se le hacíadifícil. Quería dormir. Nunca ensu vida lo había deseado tanto.Pero ninguna razón era válidapara negarse a cumplir con suobligación.

—Cort —dijo con vozirreconocible. Se echó a reír.

Despacio, muy despacio,montó las armas y las cargó conlas balas que podían estar secas.Al acabar, cogió la que estabaconstruida para su manoizquierda, la amartilló y soltólentamente el percutor. Queríasaber, sí. Quería saber si

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recibiría una agradable sorpresacuando apretara el gatillo, o sólouno de aquellos inútiles clics.Pero un clic no significaría nada,mientras que un disparo real noharía más que reducir la cantidadde balas a diecinueve. O a nueve,o a tres. O a ninguna.

Desgarró otro trozo de lacamisa, posó en él las balasmojadas y lo ató con la manoizquierda, ayudándose con losdientes. Las metió en la cartera.

«Duerme —le exigía elcuerpo—. Duerme. Ahora tienesque dormir, antes de que

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oscurezca. No hay nada más.Estás agotado».

Consiguió levantarse y miróarriba y abajo por la playadesierta. Era del color de la ropainterior que no se ha lavado enmucho tiempo, llena de conchasincoloras. De vez en cuandoasomaba alguna roca entre lagruesa arena, cubierta de guano,capas amarillas como los dientesviejos tapadas por otras nuevasde color blanco.

La línea de la marea altaestaba marcada por algas secas.Vio pedazos de su bota derecha y

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las cantimploras cerca de lalínea. Le pareció un milagro quela resaca no se hubiera llevadolas cantimploras. Con pasoslentos y renqueantes, se acercóhasta allí. Cogió una y la agitócerca de una oreja. La otra estabavacía. En aquélla quedaba algode agua. Muchos no hubieranpodido distinguir la diferencia,pero el pistolero lo sabía tan biencomo una madre puede distinguira sus dos hijos gemelos. Llevabamucho, mucho tiempo viajandocon aquellas cantimploras. Dentrosonaba el agua. Qué bien; un

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regalo. La criatura que le habíaatacado, o cualquier otra, podíahaberlas abierto de un picotazo, ocon las pinzas. Pero eso no habíaocurrido, y la marea las habíarespetado. No quedaba ni rastrode la criatura, a pesar de que lapelea había terminado más allá dela línea de la marea. Tal vez se lahabían llevado otros predadores;acaso sus compañeras le habíanorganizado un entierro ritual,como hacían los elefaúntes, unasenormes criaturas de las quehabía oído hablar en su infancia yde las que se decía que

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enterraban a sus muertos.Levantó la cantimplora, tragó

agua profundamente y sintió querecuperaba algo de fuerza. Porsupuesto, la bota derecha estabadestrozada… Pero tuvo algunaesperanza. La parte del pie estabaentera —rasgada, pero entera— ytal vez podría cortar la otra ypreparar algo que al menosdurase un tiempo.

Le acosaba la debilidad.Luchó contra ella, pero se leplegaban las rodillas y tuvo quesentarse, mordiéndose la lengua.

«No puedes desmayarte —se

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dijo en un quejido—. No aquí,donde podría volver una bestia deesas esta noche para rematar lafaena».

Así que se levantó y se ató lacantimplora vacía a la cintura,pero apenas había recorridoveinte metros hacia el lugardonde había dejado la cartera ylas armas cuando volvió a caer,casi desmayado. Allí se quedó unrato, con la mejilla contra laarena, donde el filo de una conchase le clavaba en el mentón, casihaciéndole sangrar. Consiguióbeber de la cantimplora y se

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arrastró hasta el lugar donde sehabía despertado. Había un árbolde Josué a unos veinte metros, enla ladera. Estaba quemado, peroalgo de sombra podría ofrecerle.

Los veinte metros leparecieron veinte kilómetros.

Aun así, subió las pocasposesiones que le quedaban hastala escasa sombra del árbol. Setumbó con la cabeza apoyada enla hierba, deslizándose hacia loque podía ser sueño,inconsciencia o muerte. Miróhacia el cielo y trató de averiguarla hora. No era el mediodía, pero

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casi debía de serlo, a juzgar porel tamaño de la sombra en queyacía. Aguantó un poco más, eltiempo necesario para girar elbrazo derecho y llevarlo hasta losojos en busca de marcas deinfección, de algún veneno quepudiera estar abriéndose caminohacia sus entrañas.

Tenía la palma de la mano deun color rojo apagado. Malaseñal.

«Me la casco con la manoizquierda —pensó—. Algo esalgo».

Entonces lo invadió la

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oscuridad y se pasó las siguientesdieciséis horas durmiendo,arrullado por el incesante sonidodel mar del Oeste.

TRES

Cuando el pistolero volvió adespertarse, el mar estaba oscuro,pero había una leve luz en elcielo, hacia el este. Se acercabala mañana. Se incorporó, y lesobrecogieron las náuseas.

Inclinó la cabeza y esperó.Cuando pasó la debilidad, se

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miró la mano. Estaba infectada,sí: una línea roja lo delataba,retorciéndose desde la palmahacia la muñeca. Allí paraba,pero ya se podía apreciar elnacimiento de otras que al finalllegarían hasta el corazón y lomatarían. Tenía calor, estabafebril.

«Necesito medicinas —pensó—. Pero aquí no hay ninguna».

¿De manera que había llegadohasta allí sólo para morir? Nomoriría. Y si, a pesar de sudeterminación, no quedaba otroremedio, moriría camino de la

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Torre.—Eres extraordinario,

pistolero —sonó la voz delhombre de negro en su cabeza—.¡Qué incorregible! ¡Quéromántico en tu estúpidaobsesión!

—Jódete —gritó, y bebió untrago. Tampoco le quedaba muchaagua. Tenía todo un mar pordelante, y de qué le servía…Agua, agua por todas partes, ynada para beber. Tanto daba.

Cogió los cintos, se los ató(duró tanto el proceso que,cuando acabó, la luz del alba ya

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se había convertido en prólogodel día), y luego trató delevantarse. No estuvo convencidode poder hacerlo hasta que lohubo conseguido. Apoyándose enel árbol, cogió la cantimploracasi vacía con el brazo derecho yse la echó a la espalda. Luego, lacartera. Al enderezarse, le entróde nuevo la debilidad y otra vezbajó la cabeza esperando,deseando.

Pasó la debilidad.Con los pasos temblorosos e

inseguros de un hombre en elúltimo estadio de la ebriedad

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absoluta, el pistolero recorrió elcamino de vuelta hacia el pie dela ladera. Se quedó de pie,mirando el océano que parecíavino, y sacó de la cartera la pocacecina que le quedaba. Se comióla mitad, y esta vez tanto la bocacomo el estómago la aceptaroncon mejor reacción. Se dio lavuelta y se comió la otra mitad,mientras contemplaba el sol quese alzaba sobre las montañasdonde había muerto Jake;primero, parecía que fuera atropezar con los crueles picosdentados de los montes, pero

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luego pasó por encima.Roland mantuvo el rostro al

sol, cerró los ojos y sonrió. Seacabó la cecina.

Pensó: «Bueno, ahora notengo comida. Y me faltantambién dos dedos de una mano yotro de un pie; soy un pistolerocuyas balas no disparan; he sidoenvenenado por la mordedura deun animal, y no tengo antídotos;con suerte, me queda agua para undía; tal vez sea capaz de caminarunos veinte kilómetros si gastohasta el último esfuerzo. Soy, enresumen, un hombre que ha

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llegado al límite en todo».¿Qué dirección debía tomar?

Había llegado desde el este; nopodía caminar hacia el oeste, amenos que tuviera los poderes deun santo o de un redentor. Lequedaba el norte o el sur.

Norte.Ésa fue la respuesta de su

corazón. No era una pregunta.Norte.El pistolero echó a andar.

CUATRO

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Caminó durante tres horas. Dosveces cayó, y la segunda no creyópoder levantarse. Entonces llegóhacia él una ola, lo bastantecercana como para que seacordara de sus revólveres, y selevantó casi sin darse cuenta, depie sobre unas piernas quetemblaban como filamentos.Calculó que habría recorridounos seis kilómetros en aquellastres horas. Ahora el sol calentaba,pero no tanto como para justificarlos estallidos de su cabeza y elsudor que le cubría la frente.

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Tampoco la brisa marina era tanfuerte como para justificar losrepentinos escalofríos queerizaban su piel y le hacíancastañetear los dientes.

—Fiebre, pistolero —comentó la voz del hombre denegro—. Lo que queda de ti estáardiendo.

Las líneas rojas de lainfección eran ya máspronunciadas. Habían recorridola mitad del camino entre lamuñeca y el codo.

Caminó otro kilómetro ymedio y agotó el agua de la

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cantimplora. La ató a la cinturajunto a la otra. El paisaje eraaburrido y desagradable. A laderecha, el mar; a la izquierda,las montañas. Y, bajo sus botasrecortadas, la arena gris pobladade conchas. Las olas iban yvenían. Buscó langostruosidades,pero no vio ninguna. Iba deninguna parte a ninguna parte, unhombre de otro tiempo que, alparecer, había alcanzado el puntodel final sin sentido.

Poco antes del mediodíavolvió a caerse y supo que nopodría levantarse. Así que ése era

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el lugar. Allí. Después de todo,ése era el final.

A cuatro patas, levantó lacabeza como un luchadoratontado. A cierta distancia, talvez dos kilómetros, tal vez cinco(se hacía difícil calcular lasdistancias en la playa monótona,con el latido de la fiebresacándole los ojos de lasórbitas), vio algo nuevo. Algoque se sostenía vertical en laplaya.

¿Qué era?(tres)No importaba.

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(tres es el número de tudestino)

El pistolero consiguiólevantarse de nuevo. Soltó ungemido, alguna petición que sólooyeron los pájaros que lerodeaban. «Cómo les gustaríaarrancarme los ojos —pensó—.Cómo les apetece ese bocado».Siguió caminando, ahoratambaleándose considerablementedejando tras sus pasos huellasirregulares.

Mantuvo la mirada fija enaquello que se sostenía sobre laplaya. Apartó el pelo que le caía

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sobre los ojos. El sol seencaramó al tejado del cielo,donde pareció quedarsedemasiado tiempo. Rolandimaginó que estaba de nuevo en eldesierto, en algún lugar entre laúltima cabaña

(la fruta musical cuanta máscomes, más resuenas)

y la estación de paso donde elchico

(tu Isaac)había estado esperando su

llegada.Las rodillas flaqueaban, se

tensaban, flaqueaban, se volvían a

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tensar. Cuando el pelo volvió acaerle sobre los ojos, no semolestó en apartarlo: no lequedaban fuerzas. Miró hacia elobjeto, que ahora proyectaba unaestrecha sombra hacia la ladera, ysiguió caminando.

A pesar de la fiebre, ya podíadistinguirlo.

Era una puerta.A menos de cuatrocientos

metros. Las rodillas de Rolandvolvieron a flaquear, y esta vezno pudo tensarlas. Cayó al suelo,arrastrando la mano derecha porencima de la arena rasposa y de

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las conchas, los muñones de susdedos gritando de dolor alarrancarse las costras recientes.Volvía a sangrar.

Se arrastró. Se arrastró con elritmo constante de las olas delmar del Oeste al romper yretirarse. Se apoyaba en loscodos y en las rodillas, con lasque marcaba pequeños hoyos porencima de la línea de algas secasde la marea. Supuso que el vientosoplaba todavía (tenía que serasí, porque aún le entrabanescalofríos), pero el único aireque sonaba era el ronco respirar

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de sus pulmones.La puerta estaba más cerca.Más.Al final, hacia las tres de

aquel día largo y delirante,cuando la sombra ya se extendíalarga a la izquierda, la alcanzó.Se sentó y la contemplóextrañado.

Mediría unos dos metros dealtura y parecía de sólidofustaferro, aunque el árbol defustaferro más cercano debía deestar a unos mil kilómetros dedistancia o más. El pomo parecíade oro y estaba grabado con una

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filigrana que el pistolero tardó enreconocer: era la cara sonrientedel mandril.

No había ninguna cerraduraen el pomo, ni encima, ni debajo.La puerta tenía bisagras, pero noestaban ligadas a nada… «O esoparece —pensó el pistolero—. Esun misterio. Un maravillosomisterio. Pero ¿qué más te da? Teestás muriendo. Tu propiomisterio, el único que en el fondopreocupa a todo ser, hombre omujer, ésta ya cerca».

Daba lo mismo, parecía unacuestión de importancia.

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Aquella puerta. Aquellapuerta allí, donde no deberíahaber ninguna puerta. Estabasimplemente allí, sobre la playagris, unos seis metros por encimade la línea de la marea, tan eternaen apariencia como el mismo mar,ahora proyectando su escuálidasombra hacia el este a medidaque el sol se retiraba.

Escrito en ella con letrasnegras a dos tercios de su altura,escrito en la Alta Lengua, habíados palabras:

EL PRISIONERO

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(Un demonio lo ha poseído.El nombre del demonio esHEROÍNA).

El pistolero oyó un ligerozumbido. Al principio pensó quese trataba del viento, o que elruido procedía de su mente febril,pero poco a poco se convenció deque era el sonido de un motor…Y procedía del otro lado de lapuerta.

«Pues ábrela. No estácerrada. Sabes que no estácerrada».

Sin embargo, se incorporó

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con torpeza y dio la vuelta hastala parte trasera de la puerta.

No había parte trasera.Sólo la playa gris que se

estiraba. Sólo las olas, lasconchas, la línea de la marea, lasmarcas de su propio camino —huellas de las botas y hoyos delos codos—. Volvió a mirar ypuso los ojos en blanco. La puertano estaba allí, pero su sombra sí.

Adelantó la mano derecha(tanto le costaba a la manoaprender su lugar en lo poco quele quedaba de vida). La bajó ylevantó la izquierda. Golpeó,

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esperando encontrar sólidaresistencia.

«Si la toco, será comogolpear sobre la nada. Eso seríauna buena experiencia antes demorir».

La mano sólo encontró aireallí donde la puerta, por invisibleque fuera, debía estar.

Nada palpable.Y el ruido de los motores —si

realmente había sido eso— ya nosonaba. Ahora sólo había viento,olas, y el zumbido enfermizo desu mente.

El pistolero volvió despacio

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al otro lado de aquellainexistencia, empezando a pensarque había sido una alucinación,un…

Se paró.En un momento había estado

mirando hacia el oeste, dondeveía sólo una ininterrumpida yondulante extensión gris, y almomento siguiente la visiónquedaba cortada por el canto dela puerta. Veía la placa de lacerradura, que también parecía deoro, el pestillo que sobresalíacomo una lengua de metal. Rolandmovió la cabeza unos centímetros

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hacia el norte y la puertadesapareció. Volvió a la posicióninicial y allí estaba de nuevo. Noaparecía: simplemente, allíestaba.

Acabó de dar la vuelta y seencaró a ella, balanceándose.

Podía rodearla por el lado delmar, pero estaba convencido deque el resultado sería el mismo,sólo que esta vez se caería.

«Me pregunto si podríacruzarla desde el lado de lanada».

Ah, había muchas cosas quepreguntarse, pero la verdad era

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simple. Había una puerta en unaplaya infinita y sólo servía parados cosas: para abrirla, o paradejarla cerrada.

Con cierto sentido del humor,el pistolero se dio cuenta de que alo mejor no se estaba muriendotodavía. Si no, ¿por qué iba aestar tan asustado?

Alargó la mano izquierda y laposó en el pomo. Ni el frío mortaldel metal ni el fino y ardientecalor de las runas grabadas en élle sorprendieron.

Giró el pomo. Tiró, y lapuerta se abrió hacia él. Aquello

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nada tenía que ver con lo quehubiera podido esperar.

El pistolero miró, paralizado,soltó el primer grito de horror desu vida adulta y cerró de unportazo. Aunque no había marcosobre el que dar un portazo, lapuerta sonó al cerrarse,provocando la estampida de lasaves que se habían quedadomirándole en las rocas.

CINCO

Había visto la Tierra desde una

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altura imposible en el cielo.Desde kilómetros, según parecía.Había visto las sombras de lasnubes que se cernían sobre laTierra, flotando como en unsueño. Había visto lo que podríaver un águila capaz de volar altriple de la altura normal.

Cruzar aquella puertaimplicaría caer gritando duranteminutos, para acabar clavado enlas profundidades de la tierra.

«No, has visto algo más».Lo pensó, sentado en la arena

como un estúpido, delante de lapuerta, con la mano herida en el

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regazo. Los primeros trazos rojoshabían llegado ya por encima delcodo. Sin duda, faltaba poco paraque la infección afectara alcorazón.

En su cabeza sonaba la voz deCort.

—Escuchad, gusanos.Escuchad por vuestras vidas,porque eso es lo que puedesignificar algún día. Nunca se vetodo lo que se ve. Una de lasrazones por las que os hanenviado a mí es para mostraroslo que no veis en lo que veis, loque no se ve cuando uno está

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asustado, o peleando, corriendo,o jodiendo. Nadie ve todo lo queve, pero antes de convertiros enpistoleros —los que no vayáis alOeste, claro—, vosotros veréismás en una sola mirada de loque algunos hombres ven en todasu vida. Y lo que no veáis en esamirada lo veréis después, en elojo de la memoria. Eso si vivís losuficiente para recordar, claro.Porque la diferencia entre ver yno ver puede ser la misma queentre vivir y morir.

Había visto la Tierra desdeaquella enorme altura (y era

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incluso más sorprendente ychocante que la visión del pasodel tiempo que había tenido pocoantes del final de su encuentrocon el hombre de negro, porqueesta vez no se trataba de unavisión) y la escasa atención quele quedaba había registrado elhecho de que no se trataba de marni desierto, sino de algún lugarverde de increíble lujuria ysalpicado por agua, que parecíaun arroyo, pero…

—Qué poco quedó de tuatención… —se burlósalvajemente la voz de Cort—.

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¡Tú viste más!Sí.Había visto blanco.Bordes blancos.—¡Bravo, Roland! —gritó

Cort en su mente, y Roland creyósentir el tacto de aquella manodura, callosa. Guiñó un ojo.

Había mirado a través de unaventana.

El pistolero se levantó conesfuerzo, alargó un brazo y notóen la palma de la mano las líneasardientes sobre el frío metal.Volvió a abrir la puerta.

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SEIS

La vista que esperaba —la Tierradesde una altura horrorosa,inimaginable— habíadesaparecido. Ahora veíapalabras ininteligibles para él.Casi las entendía. Eran comoGrandes Letras retorcidas.

Sobre las palabras había undibujo de un vehículo sincaballos, un carruaje de motorcomo aquellos que,supuestamente, habían invadido elmundo antes de que se moviera.

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De repente recordó lo que habíadicho el chico, Jake, cuando lohipnotizó en la estación de paso.

Aquel carruaje sin caballoscon una mujer que reía detrás,vestida con pieles, podía sercomo el que había atropellado aJake en su mundo extraño.

«Esto es su mundo», pensó elpistolero.

De pronto, la imagen…No cambió; se movió. Al

pistolero le flaquearon laspiernas, sintiendo vértigo y unataque de náuseas. Las palabras yla visión descendieron y ahora

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veía un pasillo con una fila doblede asientos a cada lado. Habíaunos cuantos vacíos, pero lamayoría estaban ocupados porhombres con extraños vestidos.Supuso que serían trajes, peronunca los había visto así. Y loque llevaban alrededor del cuellopodían ser lazos o corbatas, perotampoco eran como los que élconocía. Y, hasta donde podíaver, no iban armados. Ningúnpuñal, ninguna espada… Y muchomenos una pistola. Qué panda deconfiados. Algunos leían papelesllenos de palabras pequeñas —

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rotas de vez en cuando porimágenes—, mientras otrosescribían sobre papel con un tipode plumas que Roland tampococonocía. Pero las plumas no lepreocupaban. El papel sí. En sumundo, el papel y el oro tenían unvalor equivalente. No había vistotanto papel en su vida. Incluso enese mismo momento, un hombrearrancaba una hoja de la libretaamarilla que llevaba en el regazoy la convertía en una bola, a pesarde que sólo había escrito por unacara. La enfermedad del pistolerono era tan grave como para evitar

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que hiciera una mueca de horror yrabia ante un derroche taninsensato.

Detrás de aquel hombre habíauna pared blanca y una hilera deventanas. Algunas estabancubiertas por una especie depersiana, pero a través de lasotras se veía el cielo.

Entonces una mujer se acercóa la puerta, vestida con algo queparecía un uniforme pero quetambién resultaba extraño paraRoland. Era de un rojo fuerte yllevaba pantalones. Podía ver lazona donde se juntaban las

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piernas. Nunca había visto eso enuna mujer vestida. Se acercó tantoa la puerta que Roland pensó quela cruzaría y retrocedió un paso, apunto de caer. Lo miró con lasolicitud forzada de una mujerque, aun siendo sierva, no tienemás ama que ella misma. Eso alpistolero no le interesaba. Lo quele interesaba era que su expresiónno había cambiado. No era lo quese esperaba de una mujer —decualquiera, en realidad— queviera a un hombre sucio,destrozado y exhausto, conrevólveres atados a la cintura, un

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trapo empapado de sangrealrededor de la mano y unostejanos que podían haber sidotratados con una sierra.

—¿Le apetece…? —preguntóla mujer de rojo.

Había dicho algo más, pero elpistolero no entendió exactamentelo que significaba. «Comida obebida», pensó. Aquella telaroja… No era algodón. ¿Seda? Separecía un poco a la seda, pero…

—Ginebra —contestó unavoz, y el pistolero lo entendió. Derepente, entendió más cosas.

No era una puerta.

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Eran ojos.Por insensato que pudiera

parecer, veía parte de un carruajeque volaba. Estaba mirando através de los ojos de alguien.

¿De quién?Pero ya lo sabía. Estaba

mirando a través de los ojos delPrisionero.

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CAPÍTULO IIEDDIE DEAN

UNO

Como para confirmar su idea, porloca que fuera, aquello a lo que elpistolero miraba a través de lapuerta se alzó de pronto y sedeslizó a un lado. Su visión giró(sensación de vértigo otra vez,sensación de estar de pie sobre un

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platillo con ruedas debajo,movido hacia aquí y hacia allápor unas manos invisibles), yentonces el pasillo comenzó adeslizarse por los bordes de lapuerta. Pasó por un lugar dondehabía algunas mujeres de pie,vestidas todas con el mismouniforme rojo. Allí todo era deacero, y le hubiera gustado hacerque la visión en movimiento sedetuviera, a pesar delagotamiento y el dolor, parapoder ver qué eran… Eranmáquinas de algún tipo. Unaparecía un horno. La mujer del

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ejército que había visto antesservía la ginebra que la voz lehabía pedido. La botella de la quevertía era muy pequeña. Devidrio. El vaso en el que la estabasirviendo parecía de vidrio, peroel pistolero no creía que lo fueseen realidad.

Lo que había más allá de lapuerta siguió moviéndose antesde que él pudiera ver más. Hubootro de esos giros vertiginosos yse encontró frente a una puerta demetal. Había una pequeña señalluminosa ovalada. Esta palabra sípudo leerla el pistolero. Decía:

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«LIBRE».La visión se deslizó un poco

hacia abajo. Una mano apareciópor la derecha de la puerta através de la cual miraba elpistolero y tomó el picaporte dela puerta que el pistolero estabamirando. Vio el puño de unacamisa azul, ligeramentearremangada, que dejaba ver unoscrespos pelos negros y rizados.Dedos largos. En uno de ellos, unanillo con una piedra engarzadaque podía haber sido un rubí ouna baratija sin valor. Elpistolero se inclinaba por esto

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último: era demasiado grande yvulgar para ser verdadero.

Se abrió la puerta metálica yel pistolero se encontró frente alretrete más extraño que habíavisto en su vida. Era todo demetal.

Los bordes de la puertametálica se deslizaron por losbordes de la otra puerta de laplaya. El pistolero oyó que secerraba la puerta y que el pestilloquedaba echado. No sintió ningúngiro vertiginoso, y entoncessupuso que el hombre a través decuyos ojos miraba había

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conseguido encerrarse allí detrás.Luego la visión giró —no una

vuelta completa sino media— yse encontró frente a un espejo ycon un rostro que ya antes habíavisto una vez… en una carta delTarot. Los mismos ojos oscuros yel mismo mechón de pelo negro.El rostro estaba tranquilo peropálido, y en los ojos —a travésde los cuales él ahora veíareflejarse los suyos— Roland vioparte del horror y el espanto de lacriatura montada por un mandrilen la carta del Tarot.

El hombre temblaba.

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«También él está enfermo»,pensó.

Entonces se acordó de Nort,el mascahierba de Tull.

Pensó en el Oráculo.(Un demonio lo ha poseído).De pronto el pistolero pensó

que sabía, después de todo, quéera la HEROÍNA: algo parecidoa la hierba del diablo.

(Un poco molesto, ¿verdad?).Sin pensarlo, con la

resolución simple que lo habíaconvertido en el último pistolero,el último que seguía avanzandomucho después de la muerte o

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abandono de Cuthbert y los otros,de su suicidio o traición, o de sumera renuncia a la idea de laTorre; con la resolucióndeterminada y carente decuriosidad que lo habíaconducido a través del desierto, ydurante todos los años anterioresal desierto, tras las huellas delhombre de negro, el pistolerocruzó el umbral de la puerta.

DOS

Eddie había pedido un gin-tonic.

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Tal vez no fuera una gran ideapasar por la Aduana de NuevaYork borracho —sabía que unavez que empezara, no iba a parar—, pero necesitaba algo.

«Cuando tienes que bajar y nopuedes encontrar el ascensor —lehabía dicho Henry una vez—,debes hacerlo como puedas,aunque sea con una pala».

Después de haberlo pedido,al marcharse la azafata, habíaempezado a sentir náuseas. Noera seguro que fuera a vomitar,sólo se sentía como si tuvieraganas, pero era mejor no correr

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riesgos. Pasar la Aduana conmedio kilo de cocaína puradebajo de cada axila y oliendo aginebra ya no estaba del todobien; pasar la Aduana de lamisma forma, pero con un vómitoseco en los pantalones sería undesastre.

Así que era mejor prevenir.La sensación probablemente se lepasaría, por lo general se lepasaba, pero mejor era estar asalvo.

El problema era que le estabaentrando el pavo. El pavo frío, yno el mono. Más palabras de

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sabiduría del gran sabio yeminente yonqui, Henry Dean.

Estaban sentados en la terrazadel ático del Regency Tower. Aúnno habían sobrepasado el límite,pero estaban cerca; el sol tibiosobre sus rostros, colocados…En los buenos tiempos, cuandoEddie comenzaba apenas aesnifar caballo y el mismo Henryno había cogido todavía suprimera aguja.

«Todo el mundo habla delmono —había dicho Henry—,pero antes de llegar ahí tienes quepasar por el pavo frío».

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Y Eddie, completamente ido,se había reído como un loco,porque sabía exactamente a quése refería su hermano. Henry, sinembargo, apenas había mostradouna sonrisa.

—En cierto modo el pavo fríoes peor que el mono. Cuando teda el mono, por lo menos SABESque vas a vomitar, SABES quevas a sacudirte, SABES que vas atranspirar hasta tener la impresiónde ahogarte en el mismo sudor. Elpavo frío es como la maldiciónde la expectativa.

Eddie recordó haberle

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preguntado a Henry qué se dicecuando uno que está muyenganchado (algo a lo queentonces, dieciséis meses antes,juraban solemnemente no llegarnunca) tiene un gran viaje.

—Se dice que es un pavo frito—había replicado Henryinmediatamente. Y pareció muysorprendido, como cualquieraque, después de decir algo, se dacuenta de que es mucho másdivertido de lo que habíapensado.

Se habían desternillado derisa, golpeándose mutuamente.

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Pavo frito, qué divertido;ahora ya no lo era tanto.

Eddie caminó por el pasillo, pasópor la cocina y siguió adelante.Miró la señal de «LIBRE» y abrióla puerta.

«Eh, Henry, gran sabio yeminente yonqui, hermano mayor,ya que estamos en el tema,¿quieres saber cómo defino yo lamaldición de una expectativa? ¿Ocómo pueden joderte y dejartefrito? Es cuando el tipo de laAduana en el aeropuerto Kennedy

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decide que hay algo medio raroen tu aspecto, o es uno de esosdías cuando tienen allí esosperros con narices, en vez detenerlos en la estación de PortAutorithy, y todos comienzan aladrar y a mear por todo el sueloy es a ti a quien tratan de alcanzarcasi estrangulándose con el collarde sus cadenas, y después derevolverte todo el equipaje, lostipos de la Aduana te llevan a unahabitación pequeña y te preguntansi te importaría quitarte la camisay tú dices: bien, sí, la verdad esque me recontraimportaría,

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pesqué un pequeño resfriado enlas Bahamas, y aquí el aireacondicionado está realmentefuerte y tengo miedo de que seconvierta en una neumonía y elloste dicen: ah, no me diga, ¿siempresuda de esa manera cuando el aireacondicionado está realmentefuerte, señor Dean? Así quetranspira, bueno, no le va aquedar otro remedio quedisculparnos, ahora quítesela, y túte la quitas, y ellos dicen tal vezsea mejor que se quite también lacamiseta porque da la impresiónde que tal vez tenga algún tipo de

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problema médico, compañero,esos bultos debajo de sus axilaspodrían ser tal vez tumoreslinfáticos o algo, y tú ni siquierate molestas en decir nada más,como un delantero centro que nisiquiera se molesta en ir tras lapelota cuando va en ciertadirección y simplemente sevuelve y mira cómo se pierdedetrás de la raya, porque ya nohay nada que hacer, así que tequitas la camiseta y, eh, mira loque tenemos aquí, eres un chicocon suerte, esto no son tumores, amenos que sean lo que se podrían

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llamar tumores en el corpus de lasociedad, bueno, bueno, bueno,esto parece más bien un par debolsitas sostenidas ahí con cintaadhesiva y, ya que estamos, no tepreocupes por ese olor, hijo,porque eres tú. Estás frito».

Extendió el brazo detrás de síy cerró la puerta con el pestillo.Las luces se hicieron másbrillantes. El ruido de losmotores era un suave zumbido. Sevolvió hacia el espejo porquequería ver si tenía muy malaspecto, y de pronto lo invadióuna sensación penetrante y

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terrible: la sensación de que loestaban observando.

«Eh, vamos, deja eso —pensó, incómodo—. Se suponeque eres el tipo menos paranoicodel mundo. Por eso te enviaron ati. Por eso…».

Pero de pronto le pareció quelo que veía en el espejo no eransus propios ojos, no eran los ojoscolor avellana, casi verdes, deEddie Dean, esos ojos que habíanderretido tantos corazones y quehabían abierto tantos pares delindas piernas durante el últimotercio de sus veintiún años; no

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eran sus ojos, sino los de unextraño. No eran avellana sinoazules, del color de unos Levisdesteñidos. Ojos fríos, precisos,inesperadamente calculadores.Ojos de bombardero.

Reflejado en ellos vio (lo vioclaramente) una gaviota que seabalanzaba sobre una olarompiente, y atrapaba algo de unpicotazo.

Tuvo tiempo para pensar:«Por Dios, ¿qué es esta mierda?»,y entonces supo que no se iba adesmayar; iba a vomitar, despuésde todo.

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Medio segundo antes dehacerlo, medio segundo en el quecontinuó mirando al espejo, vioque los ojos azules desaparecían,pero antes de que eso sucedieratuvo de pronto la sensación de serdos personas… de estar poseído,como la niña de El exorcista.

Sintió con toda claridad otramente dentro de la suya y oyó unpensamiento como si no fuerasuyo, más bien como la voz deuna radio: «He pasado. Estoy enel carruaje celeste».

Hubo algo más, pero Eddie nolo oyó. Estaba demasiado

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ocupado vomitando en el lavabolo más silenciosamente posible.

Al terminar, incluso antes delimpiarse la boca, le pasó algoque nunca antes le había pasado.Por un instante terrorífico no hubonada: sólo un intervalo en blanco.Como si en una columna impresaen un diario, una sola líneahubiera sido limpia y netamenteborrada.

«¿Qué es esto? —pensóEddie desamparado—. ¿Quédemonios es esta mierda?».

Luego tuvo que vomitar otravez, y tal vez era lo mejor que

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podía hacer; por mucho quepueda decirse en su contra, laregurgitación tiene al menos estoa su favor: mientras ocurre, unono puede pensar en ninguna otracosa.

TRES

«He pasado. Estoy en el carruajeceleste —pensó el pistolero. Y unsegundo después—: ¡Me ve porel espejo!».

Roland se echó hacia atrás, nose retiró pero se echó hacia atrás,

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como un chico que retrocede alrincón más lejano de unahabitación muy larga. Estabadentro del carruaje celeste;también estaba dentro de unhombre que no era él mismo.Dentro del Prisionero. En eseprimer momento, cuando estuvocerca del frente (era la únicaforma en que lo podía describir),estuvo más que dentro; casi podíadecirse que fue el hombre. Sintiósu enfermedad, cualquiera quefuese, supo que el hombre teníanáuseas y que estaba a punto devomitar. Roland comprendió que,

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de ser necesario, podría controlarel cuerpo de aquel hombre.Tendría que sufrir sus dolores yaguantar al mismo demonio-simioque él pero, si era necesario,podía hacerlo.

O podía quedarse detrás,inadvertido.

Cuando hubo pasado elacceso de vómito del Prisionero,el pistolero dio un salto adelante,esta vez bien hacia adelante, hastael frente. Entendía muy pocoaquella extraña situación, y actuaren una situación que uno noentiende invita a las más terribles

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consecuencias, pero necesitabasaber dos cosas, y necesitabasaberlas tan desesperadamenteque la necesidad sobrepasabacualquier consecuencia quepudiera provocar.

La puerta que habíaatravesado desde su propiomundo, ¿aún estaba ahí?

Y, si lo estaba, ¿seguiría ahísu cuerpo, derrumbado,desocupado, agonizando, o tal vezya muerto, sin su propio yo paracontrolar los pulmones, elcorazón y los nervios? Aun en elcaso de que su cuerpo viviera

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todavía, quizá sólo continuaraviviendo hasta que cayera lanoche. Porque entonces laslangostruosidades saldrían aformular preguntas y a procurarsela cena en la orilla.

Giró rápidamente la cabezaque por un momento era suya yechó un vistazo hacia atrás.

La puerta seguía ahí, detrás deél. Estaba en su propio mundo,abierta, con las bisagrasenterradas en el acero de aquelpeculiar retrete. Y, sí, ahí yacíaRoland, el último pistolero,echado de costado, con la mano

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derecha vendada sobre elestómago.

«Estoy respirando —pensóRoland—. Tendré que volver ycambiarme de lugar. Pero anteshay cosas que hacer. Cosas…».

Se desligó de la mente delPrisionero y retrocedió,vigilando, esperando: quería versi el Prisionero sabía o no que élestaba ahí.

CUATRO

Cuando el vómito cesó, Eddie se

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quedó inclinado sobre el lavabocon los ojos fuertementecerrados.

«En blanco durante unsegundo. No sé qué ha pasado.¿He mirado alrededor?».

Abrió el grifo y dejó correr elagua fría. Con los ojos todavíacerrados, se echó agua en lasmejillas y la frente. Cuando ya nolo pudo aguantar más, volvió amirar al espejo.

Sus propios ojos ledevolvieron la mirada. No teníavoces extrañas en la cabeza. Notenía la impresión de ser

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observado. «Has tenido una fugamomentánea, Eddie —le informóel gran sabio y eminente yonqui—. Un fenómeno no pocofrecuente en alguien que está apunto de tener el pavo frío».

Eddie miró el reloj. Una horay media hasta Nueva York. Elavión tenía la llegada prevista alas 4.05, hora del este. La horaseñalada. La hora de laconfrontación.

Volvió al asiento. Su bebidaestaba sobre la bandeja. Tomódos sorbos y la mujer del ejércitovolvió para preguntarle si

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deseaba algo más. Abrió la bocapara decir que no… y entonces seprodujo otro de esos curiososmomentos en blanco.

CINCO

—Me gustaría comer algo,por favor —dijo el pistolero através de la boca de Eddie Dean.

—Se servirá comida calientedentro de…

—Realmente me estoymuriendo de hambre —aseguró elpistolero con perfecta veracidad

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—. Cualquier cosa, aunque sea unpopkin…

—¿Un popkin? —La mujerdel ejército lo miró con el ceñofruncido, y el pistolero buscórápidamente dentro de la mentedel Prisionero. Sándwich… lapalabra era tan remota como elmurmullo de una caracola de mar.

—O un sándwich —rectificóel pistolero.

La mujer del ejército lo miródubitativa.

—Bueno… tengo un poco deatún…

—Eso estaría muy bien —

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concedió el pistolero, a pesar deque ignoraba por completo quécosa podía ser el tul. A caballoregalado no mires el diente.

—Es cierto que está un pocopálido —observó la mujeruniformada—. Pensé que semareaba por el vuelo.

—Es sólo hambre.Ella le dedicó una sonrisa

profesional.—Veré qué puedo rescatar.«¿Rejatar?», pensó el

pistolero, azorado. En su propiomundo, rejatar era un verbo delargot que significaba tomar a una

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mujer por la fuerza. No importa.Le traerían comida. No tenía ideade si se la podría llevar a travésde la puerta al cuerpo que tanto lanecesitaba, pero cada cosa a sutiempo.

«Rejatar», pensó y EddieDean sacudió la cabeza, como sino pudiera creerlo.

Y el pistolero se retiró denuevo.

SEIS

«Nervios —le aseguró el gran

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oráculo y eminente yonqui—.Sólo nervios. Todo forma partede la experiencia del pavo frío,hermanito».

Pero si se trataba de nervios,¿cómo era posible que se sintieraasaltado por aquella extrañasomnolencia? Extraña porquehubiera debido estar irritado,pasmado, y sentir los deseosurgentes de retorcerse y rascarseque venían justo antes de lasverdaderas sacudidas. Y aunqueno estuviera con el «pavo frío»de Henry, quedaba el hecho deque estaba a punto de intentar

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pasar un kilo de cocaína por laAduana de Estados Unidos,felonía punible con no menos dediez años de prisión federal.Además, parecía tener repentinosdesvanecimientos.

Y aun así, aquella sensaciónde somnolencia.

Tomó otro sorbo de la bebida,y dejó que se le cerraran los ojos.

«¿Por qué te desmayaste?».«No me he desmayado,

porque si no ella habría idocorriendo a buscar el equipo deemergencia que llevan a bordo».

«Te has quedado en blanco,

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entonces. Está mal, de todasformas. Nunca te habías quedadoen blanco, así, en la vida.Dormitar, sí, quedarte en blancojamás».

También sentía algo extrañoen la mano derecha. Parecíapunzarle vagamente, como si se lahubiese golpeado con un martillo.

La flexionó sin abrir los ojos.No hubo dolor. No hubopunzadas. No vio los ojos azulesde bombardero. Con respecto alos desvanecimientos, no eranmás que una combinación delpavo frío y de lo que el gran

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oráculo y eminente etcétera sinduda llamaría el Blues delContrabandista.

«De todas maneras, me voy adormir —pensó—. ¿Qué teparece eso?».

La cara de Henry se movió ala deriva a su alrededor como unglobo suelto.

«No te preocupes —decíaHenry—. Todo va a salir bien,hermanito. Tomas el avión hastaNassau y te registras en elAquinas; ahí te irá a ver unhombre el viernes por la noche.Uno de los buenos. Te dará

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suficiente caballo para pasar elfin de semana. El domingo por lanoche te trae la coca y tú le das lallave de la caja de seguridad. Ellunes por la mañana, haces lo queacostumbres a hacer siempre, talcomo dijo Balazar. El tipo estedomina, sabe cómo va todo y quéhay que hacer. El lunes almediodía coges otra vez el avión,y con una carita honesta como latuya pasarás por la Aduana comola brisa, y antes de que se pongael sol estaremos comiéndonos unbistec en Sparks. Va a ser comouna brisa, hermanito, sólo una

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brisa fresca».Pero resultó ser una especie

de brisa cálida después de todo.Lo malo entre él y Henry era

que parecían Charlie Brown yLucy. La única diferencia era quede vez en cuando Henry sosteníala pelota para que Eddie pudieradarle, no muy a menudo, pero síde vez en cuando. Eddie habíallegado a pensar, en uno de susviajes de heroína, que debíaescribirle una carta a CharlesSchultz.

Querido señor Schultz —lediría—. Creo que sus historietas

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pierden al hacer que LucySIEMPRE saque la pelota en elúltimo segundo. De vez encuando ella debería dejarla ahí.Nada que Charlie Brown pudierapredecir, comprenda usted. Aveces tal vez ella podría dejarlaahí para que él pudiera darletres, tal vez cuatro veces, unatras otra; luego, no darledurante un mes, luego una vez, yluego nada durante tres o cuatrodías, y luego, ya sabe, ya captala idea. Eso sí que REALMENTEjodería al niño, ¿no cree?

Eddie sabía que aquello le

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jodería de verdad.Lo sabía por experiencia.«Uno de los buenos», había

dicho Henry, pero el tipo conacento británico que apareció eraun sujeto de piel cetrina, con unbigote fino que parecía sacado deuna película de cine negro de losaños cuarenta, y dientes amarillosinclinados todos hacia dentro,como los dientes de una trampade animales muy antigua.

—¿Tiene la llave, sénior? —preguntó. El acento de escuelapública inglesa hizo que sonaracomo si ya hubiera acabado la

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secundaria.—La llave está a salvo —dijo

Eddie—, si es a eso a lo que serefiere.

—Entonces, démela.—No, ése no es el acuerdo.

Se supone que usted tiene algopara que yo pase el fin desemana. El domingo por la nocheusted me trae algo. Yo le doy lallave. El lunes usted va a laciudad y la usa para conseguirotra cosa. No sé qué cosa porqueno me concierne.

De pronto, en la mano deltipejo de piel cetrina apareció

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una automática azul pequeña ychata.

—¿Por qué no me dasimplemente esa llave, sénior?Me ahorraría tiempo y esfuerzo.Y usted conservaría la vida.

Eddie Dean, yonqui o no, enel fondo era de acero puro. Henrylo sabía; más importante aún,Balazar lo sabía. Por ese motivolo habían enviado. Casi todosellos pensaban que había idoporque estaba enganchado hastael pescuezo. Él lo sabía, Henry losabía, Balazar también. Pero sóloél y Henry sabían que habría ido

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aunque hubiera estado limpiocomo una estaca. Por Henry.Balazar no fue tan lejos en suespeculación, pero Balazar podíairse a la mierda.

—Oiga, amigo, ¿por qué noquita esa cosa de en medio? —preguntó Eddie—. ¿O tal vezquiere que Balazar mande aalguien aquí para que le saque losojos de la cara con un cuchillooxidado?

El tipejo cetrino sonrió. Lapistola desapareció como por artede magia; en su lugar había unsobrecito pequeño. Se lo tendió a

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Eddie.—Sólo era una broma.—Si usted lo dice.—Hasta el domingo por la

noche.Se volvió hacia la puerta.—Vale más que espere.Aquel ser amarillento se

volvió otra vez hacia él con lascejas alzadas.

—¿Piensa que si quiero irmeno me iré?

—Pienso que si se va y estoes mierda de mala calidad yo mevoy mañana. Y si yo me voymañana, usted va a tener la

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mierda hasta el cuello.El amarillento regresó

malhumoradamente. Se sentó enel único sillón del cuarto mientrasEddie abría el sobre y derramabauna pequeña cantidad de polvomarrón. Tenía un aspecto pésimo.Miró al sujeto cetrino.

—Ya sé, parece mierda, peroes solamente el corte —dijo él—.Es buena.

Eddie arrancó una hoja depapel del bloc que había sobre elescritorio y separó una pequeñacantidad del montoncito de polvomarrón. La cogió con los dedos y

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se la frotó en el paladar. Unsegundo más tarde escupía en lapapelera.

—¿Quiere morir? ¿Es eso?¿Acaso siente deseos de morir?

—Es lo único que hay. —Elcetrino estaba más malhumoradoque nunca.

—Tengo un pasaje reservadopara mañana —dijo Eddie. Eramentira, pero no pensó que aqueltipejo tuviera recursos paracomprobarlo—. TWA. Lo hicepor mi cuenta. Por si acaso elcontacto resultaba ser un jodidocerdo como usted. No me

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importa. En realidad va a ser unalivio. No estoy hecho para estaclase de trabajo.

El tipejo cetrino se sentó ycaviló. Eddie se sentó y seconcentró en no moverse.

Tenía ganas de moverse; teníaganas de deslizarse y escurrirse,resbalar y sacudirse, patinar ybailotear; rascarse, hacer crujirlos nudillos, y poner manos a laobra. Sintió incluso que sus ojostenían ganas de mirar otra vez lapila de polvo marrón, a pesar desaber que era veneno.

Se había dado un pico a las

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diez de la mañana; desdeentonces había pasado el mismonúmero de horas.

Pero si hacía alguna deaquellas cosas, la situacióncambiaría.

El individuo hacía algo másque cavilar: lo observaba, tratabade calcular si iba en serio.

—Es posible que puedaencontrar algo —dijo por fin.

—¿Por qué no lo intenta? —dijo Eddie—. Pero a las once yoapago la luz y pongo en la puertael cartel de «NO MOLESTAR» y, sialguien llama después, aviso a

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conserjería y digo: me estánmolestando, manden a un tipo deseguridad.

—Es un hijo de puta —afirmóel tipo cetrino con su impecableacento británico.

—No —rectificó Eddie—,una puta es lo que usted esperabaencontrar. Lo siento por ustedpero vine con las piernascerradas. Más vale que vengaantes de las once con algoaprovechable (no hace falta quesea extraordinario, sólo algo quese pueda usar), o será un cabrónmuerto.

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SIETE

El sujeto cetrino volvió muchoantes de las once, volvió como alas nueve y media. Eddie supusoque simplemente había dejado elotro caballo en el coche, por siacaso.

Un poco más de polvo estavez. No era blanco, pero al menosera de color marfil pálido, lo quedaba alguna suave esperanza.

Eddie probó. Parecía estarbien. En realidad mejor que bien.

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Bastante buena. Enrolló un billetey aspiró.

—Bueno, entonces, hasta eldomingo —dijo animadamente eltipejo cetrino, poniéndose en pie.

—Espere —dijo Eddie, comosi él fuera el de la pistola. Encierto modo lo era. La pistola eraBalazar, y era de gran calibre.Emilio Balazar era un pez gordo,un personaje de altos vuelos en elmaravilloso mundo de las drogasde Nueva York.

—¿Que espere? —Elindividuo cetrino se volvió ymiró a Eddie como si creyera que

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estaba loco—. ¿Que espere qué?—Bueno, en realidad estaba

pensando en usted —explicóEddie—. Si enfermo seriamentepor lo que acabo de meterme enel cuerpo, usted está acabado. Simuero, por supuesto que estáterminado. Pero estaba pensandoque si sólo me enfermo un poco,podría llegar a darle otraoportunidad. Ya sabe, como lahistoria esa del niño que frota unalámpara y obtiene tres deseos.

—Eso no va a hacer queenferme. Es China White.

—Si esto es China White —

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comentó Eddie—, yo soy DwightGooden.

—¿Quién?—No importa.El amarillento se sentó. Eddie

lo hizo a su vez junto al escritoriode la habitación del hotel con elmontoncito de polvo blanco cerca(el D-Con o lo que fuese se habíaido por el inodoro hacía rato). Enla televisión, los Mets les estabandando una paliza a los Braves,cortesía de la WTBS y de la granantena parabólica situada en eltejado del hotel Aquinas. Eddiesintió una leve sensación de

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calma que parecía venir desde elfondo de su mente… sólo que ellugar de donde realmente venía,tal como había leído en lasrevistas de medicina, era unmanojo de cables vivientesubicado en la base de la columnavertebral, donde se localiza laadicción a la heroína, queproduce una dilatación anormaldel tronco nervioso.

«¿Quieres una cura rápida?—le había preguntado una vez aHenry—. Rómpete la columna,Henry. Tus piernas dejarán defuncionar, lo mismo que la polla,

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pero enseguida dejas de necesitarla aguja».

A Henry no le pareció nadagracioso.

La verdad es que a Eddietampoco le pareció gracioso.Cuando la única forma rápida delibrarse del mono que uno llevaaferrado a la espalda y que lepide droga es romperse la espinadorsal por encima de ese manojode nervios, uno tiene que vérselascon un mono muy pesado. No conun capuchino o el monito mascotade un organillero ambulante, sinocon un enorme mandril, viejo y

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ruin.Eddie comenzó a sorberse los

mocos.—Muy bien —dijo por fin—.

Servirá. Bueno, basura, puede irdesalojando el lugar.

El tipejo cetrino se puso enpie.

—Tengo amigos —dijo—.Podrían venir aquí y hacerlecosas. Entonces suplicará pordecirme dónde está esa llave.

—Yo no, tío —dijo Eddie—.Este chico no. —Sonrió. No supocómo le había salido la sonrisa,pero no debió de ser jovial

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porque el amarillento desalojó ellugar; lo desalojó rápido y sinmirar hacia atrás.

Cuando Eddie Dean estuvoseguro de que se había ido,cocinó.

Se inyectó.Durmió.

OCHO

Como dormía ahora.El pistolero estaba de algún

modo dentro de la mente de aquelhombre. Aún ignoraba su nombre

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porque el sujeto en quien elPrisionero pensaba como «el tipocetrino» tampoco lo sabía, asíque nunca lo dijo. Ahora miróesto como en otra época habíavisto representar obras de teatro,cuando era niño, antes de que elmundo se moviera. O pensó queasí lo miraba, porque lo únicoque había visto en su vida eranobras de teatro. Si alguna vezhubiera visto una película, habríapensado en estas primero. Todolo que no vio concretamente pudoarrancarlo de la mente delPrisionero porque las

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asociaciones eran muy directas.Era curioso lo del hombre, sinembargo. Sabía el nombre delhermano del Prisionero, pero noel suyo. Aunque, por supuesto, losnombres eran algo secreto, llenode poder.

Y, de las cosas queimportaban, ninguna era elnombre del Prisionero. Una era ladebilidad de la adicción. Otra erael acero enterrado dentro de esadebilidad, como un arma debuena calidad que se hunde enarena movediza.

Al pistolero este hombre le

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recordaba dolorosamente aCuthbert.

Llegaba alguien. ElPrisionero, dormido, no lo oyó.El pistolero, en vela, sí que looyó y avanzó otra vez.

NUEVE

«Fantástico —pensó Jane—. Medice que está muerto de hambre;yo le preparo algo porque laverdad es que no está nada mal, yse me queda dormido».

Entonces el pasajero —un

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tipo alto, como de veinte años,vestido con unos tejanos limpiosy ligeramente desteñidos y unacamisa estampada— abrió unpoco los ojos y le sonrió.

—Gracias, sai —dijo… oalgo así. Sonó casi arcaico, oextranjero.

«Habla dormido, eso estodo», pensó Jane. A continuacióndijo:

—De nada. —Le dedicó sumejor sonrisa de azafata, segurade que enseguida se dormiría otravez y de que el sándwich sequedaría allí intacto hasta la hora

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del servicio de comida.«Bueno, eso es lo que te

enseñaron que pasaba, ¿no escierto?».

Volvió a la cocina a fumarseun cigarrillo.

Encendió el fósforo, lo alzó amitad de camino hacia elcigarrillo, y ahí se quedó,inadvertido, porque eso no fue loúnico que le enseñaron quepasaba.

Me pareció que no estabanada mal. Especialmente por losojos. Los ojos de color avellana.

Pero cuando el hombre del 3A

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había abierto los ojos unmomento antes, no eran de coloravellana; eran azules. No de unazul dulce y sexy como el de losojos de Paul Newman, sino delcolor de un iceberg. Eran…

—¡Ay!La llama le había llegado a

los dedos. Sacudió el fósforo y lotiró.

—Jane —inquirió Paula—.¿Estás bien?

—Bien. Estoy soñandodespierta.

Encendió otro fósforo y estavez hizo las cosas bien. Había

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dado una sola calada al pitillocuando se le ocurrió unaexplicación perfectamenterazonable. Llevaba lentes decontacto. Por supuesto. De esasque cambian el color de los ojos.Había ido al retrete. Había estadoallí tanto rato como para que ellase preocupara por si se sentíaindispuesto. Tenía la piel pálida yel aspecto de un hombre que noestá del todo bien. Pero sólohabía estado quitándose laslentillas para poder descansarmás cómodamente. Perfectamenterazonable.

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«Puede que perciban algo —habló de pronto una voz de su notan lejano pasado—. Un ligerocosquilleo. O quizá vean algunacosa un poco fuera de lugar».

Lentes de contacto de color.Jane Dorning conocía

personalmente a más de dosdocenas de personas que llevabanlentes de contacto. La mayoríatrabajaba para la compañía aérea.Nadie lo había comentado nunca,pero ella creía que una razónpodía ser que todos ellos sentíanque a los pasajeros no lesgustaría ver personal de vuelo

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con gafas. Les pondría nerviosos.De entre todos los que Jane

conocía, tal vez cuatro usabanlentes de contacto de color. Laslentillas comunes eran caras; lasde color costaban una fortuna. Laspersonas dispuestas adesembolsar tanto dinero eranmujeres, y todas ellasextremadamente vanidosas.

«¿Y qué? Los tipos tambiénpueden ser vanidosos. ¿Por quéno? Éste está muy bien».

No. No tanto. Guapo, tal vez,y basta. Con esa piel tan pálidaapenas podría llegar a estar bien,

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por los pelos. Entonces, ¿por quélentes de contacto de color?

Los pasajeros de avión suelentener miedo a volar.

En un mundo donde elsecuestro y el tráfico de drogas sehan vuelto cotidianos ycorrientes, el personal de vuelosuele tener miedo de lospasajeros.

La voz que había iniciadoestos pensamientos era la de unainstructora de la escuela deazafatas, una vieja arpíaendurecida que por su aspectopudo haber llevado el correo

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aéreo con Wiley Post.«No ignoren sus sospechas —

decía—. Si se olvidan de todo loque han aprendido acerca de laposibilidad de vérselas conterroristas potenciales o reales,recuerden esto: no ignoren sussospechas. Hay casos en que unose encuentra con una tripulaciónque después declara que no teníani idea de nada hasta que el tiposacó una granada y dijo quegiraran a la izquierda, haciaCuba, o que todo el mundo en elavión saldría por el chorro delreactor. Pero en la mayor parte de

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los casos hay dos o tres personas—generalmente auxiliares devuelo, cosa que ustedes serán enmenos de un mes— que dicenhaber sentido algo. Un ligerocosquilleo. La sensación de quealgo no andaba del todo bien conel hombre del 91C o con la jovendel 5A. Sintieron algo pero nohicieron nada. ¿Se los despidiópor eso? ¡Cristo, no! No se puedeencerrar a un tipo porque a uno nole gusta como se rasca lasverrugas. El verdadero problemaes que sintieron algo… y loolvidaron».

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La vieja arpía levantaba undedo categóricamente. JaneDorning, junto con suscompañeras de clase, laescuchaba arrobada.

«Si sienten ese ligerocosquilleo, no hagan nada… nisiquiera olvidar. Porque siempreexiste una pequeña posibilidad deque puedan detener algo antes deque comience… algo como unaescala no programada de docehoras en una pista de algún paísárabe lleno de mierda».

Sólo eran unas lentes decontacto de color, pero…

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«Gracias, sai».¿Hablaba dormido? ¿O un

salto confuso a otro idioma?Jane decidió estar atenta.Y no olvidar.

DIEZ

«Ahora —pensó el pistolero—.Ahora veremos, ¿verdad?».

Había sido capaz de venirdesde su mundo y de penetrar enaquel cuerpo a través de la puertade la playa. Lo que necesitabaaveriguar era si podía o no podía

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regresar con cosas. Oh, él mismoestaba convencido de que podíavolver a través de la puerta yreentrar en su cuerpo enfermo yenvenenado siempre que quisiera.Pero ¿otras cosas? ¿Objetos?Aquí, por ejemplo, frente a él,había comida: algo que la mujeruniformada había llamado unsándwich de tul. El pistolero notenía idea de lo que podía ser eltul, pero podía reconocer unpopkin en cuanto lo veía, a pesarde que éste, curiosamente,estuviera crudo.

Su cuerpo necesitaba comer y

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necesitaría beber, pero más quecualquiera de estas cosas, sucuerpo necesitaba algún tipo demedicina. Sin ella moriría por lamordedura de la langostruosidad.Era posible que tal medicinaexistiera en este mundo. En unmundo donde los carruajesrecorrían el aire a una altura muysuperior a la que el águila másfuerte pudiera volar, cualquiercosa parecía posible. Pero noimportaba que pudiera habermedicinas poderosas si no podíallevarse nada a través de lapuerta.

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«Podrías vivir dentro de estecuerpo, pistolero —le susurró elhombre de negro muy dentro de lacabeza—. Deja ese pedazo decarne que respira, déjalo ahí paralas cosas-langosta. De todosmodos no es más que unacáscara». No lo haría. Por unlado sería un robo sanguinario,porque no se conformaría muchotiempo con ser apenas unpasajero, mirando a través de losojos de aquel hombre como unviajero que mira el paisaje por laventana de una diligencia.

Por otro lado, él era Roland.

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Si era preciso morir, intentaríamorir como Roland. Y moriríaarrastrándose hacia la Torre, siera necesario.

Entonces se afirmó en élaquel severo espíritu prácticoque, curiosamente, convivía en suinterior junto a lo romántico,como un tigre y una gacela. Noera necesario pensar en morirantes de haber hecho elexperimento.

Levantó el popkin. Lo habíancortado en dos mitades. Sostuvouna en cada mano. Abrió los ojosdel Prisionero y miró a través de

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ellos. Nadie lo estaba mirando(aunque en la cocina JaneDorning pensaba en él, y mucho).

Roland volvió hacia la puertay atravesó el umbral, con lasmitades del popkin en las manos.

ONCE

Primero oyó el rugido áspero deuna ola que llegaba y luegoescuchó la discusión de muchospájaros marinos posados en lasrocas más cercanas, cuandoluchaba por quedarse sentado.

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«Los cabrones se me estánacercando cobarde ysigilosamente —pensó— y prontome harán pedazos, respire o no.No son más que buitres con unacapa de pintura».

Entonces notó que una de lasmitades del popkin —la de lamano derecha— se le había caídosobre la gruesa arena gris, porqueal atravesar la puerta la sosteníacon una mano entera y ahora deaquella mano sólo quedaba elcuarenta por ciento. Levantó lacomida torpemente y la colocóentre los dedos pulgar y anular, le

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sacudió toda la arena que pudo yle dio un mordisco tentativo. Unmomento más tarde lo estabadevorando, sin notar lospedacitos de arena que se lequedaban entre los dientes. Unossegundos después le prestóatención a la otra mitad. En tresmordiscos había desaparecido.

El pistolero no tenía idea delo que era el tul, sólo sabía queera delicioso. Aquello bastaba.

DOCE

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En el avión nadie vio desaparecerel sándwich de atún. Nadie vioque las manos de Eddie agarrabanlas dos mitades con tanta fuerzaque quedó la marca profunda delos pulgares en el pan blanco.

Nadie vio cómo el sándwichpalidecía hasta la transparencia yluego desaparecía dejando sólounas pocas migas de pan.

Unos veinte segundos despuésde que sucediera esto, JaneDorning apagó el cigarrillo, cruzóhacia la parte delantera de lacabina y sacó un libro de su bolso

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de viaje, pero lo que realmentequería era echarle otro vistazo al3A.

Parecía estar profundamentedormido… pero el sándwichhabía desaparecido.

«¡Dios! —pensó Jane—. Nose lo ha comido; se lo ha tragadoentero. Y ahora duerme otra vez.¿Es una broma?».

El cosquilleo que sentía conrespecto a 3A, el señor «Ahoraavellana / Ahora azules», fuera loque fuese, seguía acosándola.Había algo raro en él.

Algo.

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CAPÍTULO IIICONTACTO YATERRIZAJE

UNO

Eddie se despertó por un avisodel copiloto; en unos cuarenta ycinco minutos, iban a aterrizar enel aeropuerto internacionalKennedy, donde la visibilidad erailimitada, los vientos venían del

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oeste a dieciséis kilómetros porhora, y la temperatura era de unosagradables veinticinco gradoscentígrados. Les dijo, por si no sepresentaba otra oportunidad, quequería agradecer a todos y a cadauno el haber elegido volar con lacompañía Delta.

Miró a su alrededor y vio a lagente revisando las tarjetas dedeclaración de bienes no libresde impuestos y los pasaportes; alvenir de Nassau supuestamentebastaba con el permiso deconducir y una tarjeta de créditode un banco del país, pero la

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mayoría llevaba el pasaporte.Eddie sintió que un alambre deacero se tensaba en su interior.Todavía no podía creer que sehubiera quedado dormido, y tanprofundamente.

Se puso de pie y fue al retrete.Las bolsas de coca bajo losbrazos parecían descansarfirmemente; encajaban con loscontornos de sus costados tanperfectamente como antes en lahabitación del hotel, cuando unnorteamericano de hablartranquilo llamado William Wilsonlas había sujetado. Después de

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esta operación el hombre cuyonombre hizo famoso Poe (cuandoEddie aludió a esto, Wilson ledirigió una mirada vacía) lealcanzó la camisa. Una típicacamisa estampada, un poquitodesteñida, del tipo que unestudiante cualquiera se pondríapara viajar al volver de unascortas vacaciones antes de losexámenes… sólo que ésta estabaconfeccionada especialmentepara disimular bultos en lasaxilas.

—Antes de bajar revísalotodo una vez más para estar

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seguro —dijo Wilson—, perotodo saldrá bien.

Eddie no sabía si todo iba asalir bien o no, pero tenía otrarazón para querer ir al retreteantes de que se encendiera elcartel de «ABRÓCHENSE LOSCINTURONES». A pesar de latentación —y buena parte de lanoche anterior no había sidotentación sino rabiosa necesidad— había logrado conservar elúltimo poquito de lo que el tipejocetrino había tenido el descaro decalificar como China White.

Pasar la Aduana desde

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Nassau no era lo mismo quepasarla desde Haití, o Quincon oBogotá, pero había gentevigilando igual. Gente entrenada.Necesitaba todas y cada una delas ventajas que pudiera obtener.Si pudiera tranquilizarse aunquefuera un poco, sólo un poco, parapasar por ahí, ése podía ser eldetalle que marcara la diferenciay le permitiera lograrlo.

Aspiró el polvo, echó por elinodoro la papelina y se lavó lasmanos.

«Por supuesto, si lo logras,nunca lo sabrás, ¿verdad?»,

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pensó. No. No lo sabría. Ytampoco le importaba.

Cuando regresaba a su asientovio a la azafata que le habíallevado la bebida, bebida que élno había terminado. Ella lesonrió. Él le devolvió la sonrisa,se sentó y se abrochó el cinturón;cogió la revista de la compañía,volvió las páginas y miró lasfotos y las palabras. Ni unas niotras le impresionaron enabsoluto. Un alambre de aceroseguía tensándose en torno a suvientre y cuando por fin seencendió el cartel de

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«ABRÓCHENSE LOSCINTURONES» dio un giro doble ylo constriñó.

La heroína le había hechoefecto —los mocos lo probaban— pero no la podía sentir.

Una cosa sí pudo sentir pocoantes de aterrizar, otro deaquellos desconcertantesperíodos en blanco… breve, perodefinitivo.

El Boeing 727 pasó rasandoel agua de Long Island Sound ycomenzó a bajar.

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DOS

Jane Dorning estaba en la zona declase turista ayudando a Peter y aAnne a guardar los últimos vasosde las bebidas servidas despuésde la comida, en la cocina,cuando el tipo con aspectouniversitario pasó al lavabo deprimera clase.

Cuando él volvía a su asientoella descorrió la cortina entreturista y primera, sin siquierapensar en lo que hacía, lo atrapó

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con su sonrisa y lo obligó alevantar la vista y a sonreírletambién.

Sus ojos eran color avellanaotra vez.

«Muy bien, muy bien. Fue allavabo y se las sacó antes de lasiesta; luego fue de nuevo allavabo y se las volvió a poner.¡Por el amor de Dios, Jane, erestonta!».

Sin embargo no lo era. Nopodía definir concretamente quéera, pero no era tonta.

«Está demasiado pálido».«¿Y qué? Miles de personas

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están demasiado pálidas, inclusotu propia madre desde que lavesícula biliar se le fue a lamierda».

«Tiene unos ojos azules de lomás atractivo —quizá no tanbonitos como las lentillasavellanas— pero ciertamenteatractivos. ¿Por qué entonces lamolestia y el gasto?».

«Porque le da la gana. ¿No essuficiente?».

No.Poco antes del «ABRÓCHENSE

LOS CINTURONES» y los últimoscontroles, hizo algo que nunca

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antes había hecho; lo hizo porquele angustiaba el recuerdo deaquella vieja arpía endurecidaque fue su instructora. Llenó untermo con café caliente y le pusola tapa grande de plástico, sintapar antes la botella. Atornilló latapa pero le dio sólo una vuelta.

Susy Douglas daba losúltimos avisos; les decía a lossimples aquellos que apagaranlos cigarrillos, les decía quedebían guardar lo que habíansacado, les decía que un agentede Delta estaría esperando a lasalida, les decía que revisaran y

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se aseguraran de tener en ordenlas tarjetas de declaración debienes y los pasaportes, y lesdecía que ahora sería precisorecoger todos los vasos, lascopas y los auriculares de losasientos.

«Me sorprende que notengamos que comprobar si estánsecos», pensó Janedistraídamente. Se sentía como siella misma tuviera su propioalambre de acero fuertementeapretado alrededor de la barriga.

—Ocúpate de mi lado —lepidió Jane a Susy cuando colgó el

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micrófono.Susy echó una mirada al

termo, y luego a la cara de Jane.—¿Jane? ¿Estás enferma?

Estás blanca como…—No estoy enferma. Ocúpate

de mi lado. Te lo explicarécuando vuelva.

Jane echó una mirada rápida alos asientos abatibles, al lado dela puerta de salida de laizquierda.

—Jane…—¡Ocúpate de mi lado!—Muy bien —asintió Susy—.

Muy bien, Jane. De acuerdo.

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Jane Dorning se sentó en elasiento abatible del lado delpasillo. Sostenía el termo en lamano y no hacía ningúnmovimiento para ajustar la tapa.Quería mantener el termo bajocompleto control y eso implicabaambas manos.

«Susy cree que me he vueltoloca».

Esperaba que así fuera.«Si el capitán McDonald

aterriza con brusquedad me voy aquemar las manos».

Se arriesgaría.El avión bajaba. El hombre

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del 3A, el hombre de los ojos dedos colores y el rostro pálido seinclinó de pronto y sacó el bolsode viaje de debajo del asiento.

«Ya está —pensó Jane—.Ahora es cuando saca la granadao el arma automática o la mierdaque sea».

Y en el momento en que lovio, en el mismísimo momento,estuvo a punto de hacer volar deun manotazo la tapa del termo quesostenía en las manos ligeramentetemblorosas. Iba a ser un Amigode Alá muy pero muy sorprendidoel que rodara por el pasillo del

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Vuelo Delta 901 con la cara llenade café hirviendo.

3A abrió el cierre del bolso.Jane se preparó.

TRES

El pistolero pensó que aquelhombre, prisionero o no, eraprobablemente mejor en el arte desobrevivir que cualquiera de losotros hombres que había visto enel carruaje aéreo. Los otros, en sumayor parte, estaban gordos y aunlos que tenían más o menos buen

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aspecto parecían obtusos eindefensos, con caras de niñosmalcriados y melindrosos, carasde hombres que pelearían al finalpero que antes de hacerlogimotearían interminablemente;uno podría sacarles las tripas ydejárselas en los zapatos, y suexpresión última no sería rabia oagonía sino estúpida sorpresa.

El prisionero era mejor…pero no lo bastante bueno. Enabsoluto.

«La mujer del ejército. Hanotado algo. No sé qué, pero havisto que algo no está bien. Está

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atenta a él de una maneradiferente, le presta más atenciónque a los otros».

El Prisionero se sentó.Miraba un libro de tapas blandasen el que pensaba como «Rey-Vista», a pesar de que a Rolandno le importaba ni pizca quiénpodía ser el Rey y qué era lo quehabía visto. El pistolero no queríamirar un libro, por asombrosoque aquello pudiera ser; queríaver a la mujer con el uniforme delejército. La urgencia de dar elpaso y tomar el control eragrande. Pero lo controló… al

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menos por el momento.El Prisionero había ido a

alguna parte y había obtenido unadroga. No era la droga que élmismo tomaba, tampoco una queayudara a curar el cuerpo enfermodel pistolero, sino una por la cualla gente pagaba un montón dedinero porque era ilegal. Le iba adar aquella droga a su hermano,quien, a su vez, se la daría a unhombre llamado Balazar. El tratoquedaría completo cuandoBalazar les diera a cambio deésta la droga que ellos tomaban…sí, claro está, el Prisionero era

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capaz de ejecutar un ritualdesconocido para el pistolero (yun mundo extraño como éste teníanecesariamente muchos ritualesextraños). El ritual se llamabaPasar la Aduana.

«Pero la mujer lo ve».¿Podría ella evitar que Pasara

la Aduana? Roland pensó que larespuesta probablemente era quesí. ¿Y entonces? Cárcel. Y siencarcelaban al Prisionero nohabría lugar donde conseguir laclase de medicina que necesitabasu cuerpo infectado y agonizante.

«Debe Pasar la Aduana —

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pensó Roland—. Y debe ir con suhermano a reunirse con Balazar.No está en el plan, al hermano nova a gustarle, pero debe hacerlo».

Porque un hombre quenegociaba con drogas conocería ala persona o incluso sería lapersona adecuada para curar suenfermedad. Una persona queescucharía cuál era el problema yluego… quizá…

«Debe Pasar la Aduana»,pensó el pistolero.

La respuesta era tan obvia ytan simple, tan próxima a él, queestuvo muy a punto de no hallarla

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en absoluto. Era la droga que elPrisionero intentaba colar decontrabando lo que hacía tandifícil Pasar la Aduana, porsupuesto; habría algún tipo deOráculo que se consultaba cuandoaparecían personas sospechosas.De otro modo, conjeturó Roland,la ceremonia del Paso sería lasimplicidad personificada, comohabía sido en su propio mundocruzar una frontera amistosa. Unohacía el signo de lealtad almonarca de ese reino —un simplegesto simbólico— y se lepermitía pasar.

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Podía llevarse cosas delmundo del Prisionero al suyopropio. Lo había demostrado conun popkin de tul. Se llevaría lasbolsas de droga como se habíallevado el popkin. El PrisioneroPasaría la Aduana. Y luegoRoland regresaría con las bolsas.

«¿Puedes?».¡Ah! Aquélla era una pregunta

lo bastante perturbadora comopara distraer su atención del agua,abajo… Habían sobrevolado loque parecía ser un océanoinmenso y ahora giraban deregreso hacia la costa. Mientras

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lo hacían, el agua se acercabacada vez más. El carruaje aéreoestaba bajando (la mirada deEddie era rápida y superficial; ladel pistolero, arrobada como lade un niño la primera vez que venevar). Podía llevarse cosas deaquel mundo, eso lo sabía. Pero¿podía traerlas de vuelta? Estoera algo de lo cual hasta ahora notenía conocimiento. Tendría queaveriguarlo.

El pistolero alcanzó elbolsillo del Prisionero y cerró lamano de éste en torno a unamoneda. Roland regresó a través

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de la puerta.

CUATRO

Cuando se sentó, los pájaroslevantaron el vuelo. Esta vez nose habían atrevido a acercarsetanto. Se sentía mareado, febril,dolorido… Sin embargo, eranotable cómo lo había revividouna pequeñísima cantidad dealimento. Miró la moneda queesta vez había traído consigo.Parecía plata, pero el tinte rojizode los bordes sugería que en

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realidad estaba hecha de un metalmás primario. En uno de los ladosfiguraba el perfil de un hombrecuyo rostro sugería nobleza,coraje, determinación.

El pelo, rizado en la base delcráneo y atado con una coleta enla nuca, sugería también una pizcade vanidad. Volvió la moneda delotro lado y vio algo que lesobresaltó, hasta el punto dehacerle lanzar un grito con vozáspera y quebrada.

En el dorso había un águila, elemblema que había decorado supropia bandera, aquellos días

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lejanos en que aún había reinos ybanderas que los simbolizaban.

«Hay poco tiempo. Vuelve.Apresúrate».

Pero se rezagó un momentomás, pensando. Ahora era másdifícil pensar, la cabeza delPrisionero estaba lejos de estardespejada, pero era un recipiente,al menos temporalmente, máslimpio que el suyo.

Tratar de hacer el viaje con lamoneda en las dos direccionesera sólo la mitad del experimento,¿verdad?

Tomó uno de los cartuchos del

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cinto de las municiones y se lopuso en la mano, sobre lamoneda. Roland volvió a travésde la puerta.

CINCO

La moneda del Prisionero aúnestaba ahí, apretada con fuerzadentro de la mano metida en elbolsillo. No le hizo falta dar elpaso para constatar lo delcartucho: supo que no lo habíaconseguido.

De todas maneras, dio el paso

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adelante, brevemente, porquehabía algo que debía saber. Quedebía ver.

Así que se volvió, como paraarreglar aquella cosa de papel enel respaldo del asiento (por todoslos dioses que alguna vez hansido, ¡en aquel mundo había papelen todas partes!), y miró a travésde la puerta. Vio su propiocuerpo, derrumbado como antes,con un nuevo hilo de sangrebrotando de un corte en sumejilla.

Debió de haber sido unapiedra cuando se dejó a sí mismo

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y cruzó hacia el otro lado.El cartucho que había

sostenido encima de la monedaestaba junto a la base de lapuerta, sobre la arena.

Sin embargo, todo habíasalido bastante bien. ElPrisionero Pasaría la Aduana.

Los guardias de seguridadpodían registrarlo de la cabeza alos pies, desde el ano hasta elpaladar, una y otra vez.

No encontrarían nada. Elpistolero se reclinó en su asiento,satisfecho, sin tener ni idea, almenos por el momento, de la

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verdadera magnitud de suproblema.

SEIS

El Boeing 727 pasó suavementesobre las salinas de Long Islanddejando tras de sí un regueronegro de combustible. Al salir, eltren de aterrizaje produjo unestruendo y un topetazo.

SIETE

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3A, el hombre con los ojos dedos colores, se enderezó y Janevio por un momento una Uzi chataen sus manos, justo antes de darsecuenta de que aquello no era sinouna tarjeta de declaración debienes y una bolsita de cremalleracomo las que los hombres usan aveces para guardar el pasaporte.

El avión aterrizó como laseda.

Sacudida por un temblorprofundo, Jane ajustó la tapa rojadel termo.

—Dirás que soy ridícula —lecomentó a Susy en voz baja.

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Aunque ya era tarde, se abrochóel cinturón. En la aproximaciónfinal a la pista le había contado aSusy lo que sospechaba para queestuviera lista, y añadió—: Ytendrás toda la razón.

—No —respondió Susy—.Hiciste lo correcto.

—Exageré la reacción. Yopago la cena.

—De ninguna manera. Y no lomires. Mírame a mí. Sonríe, Jane.

Jane sonrió. Asintió. Sepreguntó en el nombre de Diosqué pasaba ahora.

—Tú le vigilabas las manos

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—manifestó Susy, y se echó areír. Jane la imitó—. Yo vigilabaqué sucedía con la camisa cuandose agachó para buscar la bolsa.Ahí dentro tiene mercancíasuficiente como para abastecer unmostrador de la sección demercería en Woolworth’s. Sóloque no creo que sea el tipo demercancía que uno pueda compraren Woolworth’s.

Jane echó la cabeza paraatrás, riendo otra vez. Se sentíacomo una marioneta.

—¿Qué hacemos? —preguntó.Susy tenía cinco años de

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antigüedad más que ella y Jane,que sólo un minuto antes creíatener la situación bajo ciertodesesperado control, ahoraagradecía al cielo tener a Susy asu lado.

—Nosotras, nada. Díselo alcapitán mientras rodamos por lapista. Él hablará con la Aduana.Tu amigo se pondrá en la colacomo cualquier otro, pero unoshombres lo sacarán de ahí y se lollevarán a un cuartito, que va aser el primero de una muy largaserie de cuartitos para él, segúncreo.

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—¡Dios!Jane sonreía, pero sentía

escalofríos en todo el cuerpo.Cuando el avión comenzaba a

detenerse se desabrochó elcinturón y le alcanzó el termo aSusy, luego se puso de pie ygolpeó suavemente la puerta de lacabina.

No era un terrorista sino unnarcotraficante. Gracias a Diospor los favores pequeños. Pero,de alguna manera, le sabía mal.Era guapo.

No mucho, pero algo.

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OCHO

«Todavía no se da cuenta —pensóel pistolero con ira y agónicadesesperación—. ¡Por Dios!».

Eddie se había agachado abuscar los papeles que necesitabapara el ritual y, al incorporarse,la mujer del ejército lo estabamirando con los ojosdesorbitados y las mejillasblancas como el papel delrespaldo de los asientos. El tuboplateado de tapa roja, que alprincipio él tomó por una especie

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de cantimplora, aparentementeera un arma. Ahora la sosteníaentre sus pechos. Roland pensóque en un abrir y cerrar de ojosiba a arrojársela o a destornillarla tapa roja y dispararle.

Luego se calmó y se abrochóel cinturón, a pesar de que eltopetazo les hizo saber tanto a élcomo al Prisionero que elcarruaje aéreo ya habíaaterrizado. La mujer se volvióhacia la mujer del ejércitosentada a su lado y le dijo algo.La otra se echó a reír y asintiócon la cabeza. Pero si ésa era una

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risa verdadera, pensó elpistolero, él era un sapo de río.

El pistolero se preguntó cómopodía ser tan estúpido el hombrecuya mente se había convertidotemporalmente en hogar de supropio ka. En parte debía suestupidez a lo que tomaba, porsupuesto… una de las versionesde la hierba del diablo en aquelmundo. Pero sólo en parte. Él noera blando ni poco observadorcomo los otros, pero con eltiempo podía llegar a serlo.

«Son como son porque vivenen la luz —pensó de pronto el

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pistolero—. Esa luz de lacivilización que te enseñaron aadorar por encima de todo lodemás. Viven en un mundo que nose ha movido».

Si así acababa la gente en unmundo tal, Roland no estabaseguro de no preferir laoscuridad. «Eso era antes de queel mundo se moviera», decía lagente en su propio mundo, ysiempre en un tono de tristeza porla pérdida… pero tal vez fuerauna tristeza que se sentía sinpensar, una tristeza sin reflexión.

«Ella pensó que yo/él

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intentaba coger un arma cuandoyo/él nos agachábamos a buscarlos papeles. Cuando vio lospapeles se tranquilizó e hizo lomismo que todos los demás antesde que el carruaje descendiera.Ahora habla y se ríe con su amigapero hay algo raro en sus rostros,en el de ella especialmente, en elrostro de la mujer con el tubo demetal. Están hablando, claro está,pero simulan reír… es porquehablan sobre mí/él».

El carruaje aéreo se movíaahora a lo largo de lo que parecíaser una larga carretera de

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hormigón, una de tantas. Elpistolero observaba a las dosmujeres, pero con el rabillo delojo veía otros carruajes aéreosque iban de un lado a otro porotras carreteras. Algunos semovían pesadamente; otrosavanzaban a increíble velocidad,no como carruajes sino comoproyectiles de pistolas o cañones,preparándose para saltar al aire.Desesperada como era su propiasituación, parte de él teníamuchas ganas de dar el paso yvolver la cabeza para ver cómoaquellos vehículos saltaban al

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cielo. Eran objetos hechos por elhombre, pero tan fabulosos comolos de los relatos del GranFederex que, supuestamente,había vivido en el remoto (yprobablemente mítico) reino deGarlan. Más fabulosos, tal vez,simplemente porque éstos eranobra del hombre.

La mujer que le había llevadoel popkin se desabrochó el arnés(menos de un minuto después dehabérselo abrochado) y avanzóhacia una puerta pequeña. Ahí esdonde se sienta el conductor,pensó el pistolero, pero cuando

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se abrió la puerta y ella entró enla cabina, vio que de hecho senecesitaban tres hombres paraconducir el carruaje aéreo, y en elbrevísimo vistazo que tuvooportunidad de echar, lo queparecía un millón de relojes,luces y palancas le hizocomprender por qué.

El Prisionero miraba, pero noveía nada, Cort primero hubieraresoplado y luego lo habríallevado al paredón más cercano.Lo que ocupaba por completo lamente del Prisionero era aferrarsea la bolsa de debajo del asiento y

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a la chaqueta de color claro delarcón ubicado sobre su cabeza…y enfrentar la dura prueba delritual.

El Prisionero nada veía; elpistolero lo veía todo.

«La mujer ha creído que eraun loco o un ladrón. Él, o tal vezfui yo, sí, es bastante probableque haya sido yo, hizo o hice algoque le ha llevado a creerlo.Cambió de idea y luego la otramujer le hizo ver que no estabaequivocada… Pero creo quesaben qué anda mal realmente.Saben que él va a tratar de

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profanar el ritual».Entonces, como en un trueno,

vio en qué consistía el problema.Para empezar, no era simplementecuestión de llevarse las bolsas asu mundo como había hecho conla moneda. Ésta no había estadosujeta al cuerpo del Prisionerocon la cinta adhesiva que elPrisionero había usado paraadherir las bolsas a su cuerpo.Pero la cinta adhesiva era sólo unaspecto del problema. ElPrisionero no había reparado enla desaparición temporal de unamoneda entre muchas pero cuando

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se diera cuenta de que aquelloque llevaba, por lo cual habíaarriesgado la vida, habíadesaparecido súbitamente, iba aarmar un escándalo, conseguridad… Y entonces, ¿qué?

Era más que posible que elPrisionero se comportara demanera irracional y queconsiguiera que lo encarcelarande un modo tan inmediato como silo hubieran pescado en el actomismo de la profanación. Lapérdida sería de por sí algobastante malo, pero, si las bolsasque llevaba bajo los brazos se

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derretían hasta la nada, élprobablemente creería que deveras se había vuelto loco.

El carruaje aéreo, parecido aun buey ahora que estaba sobre elsuelo, giró laboriosamente a laizquierda. El pistolero se diocuenta de que ya no le quedabatiempo para concederse el lujo deseguir pensando. Tenía que haceralgo más que dar el pasoadelante: debía contactar conEddie Dean.

En aquel mismo momento.

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NUEVE

Eddie se metió el pasaporte y latarjeta de declaración en elbolsillo del pecho. El cable deacero apretaba sus tripas de unamanera constante hundiéndosecada vez más profundamente: susnervios chisporroteaban. Y depronto una voz habló dentro de sucabeza.

No un pensamiento; una voz.—Escúchame, amigo.

Escúchame con mucha atención.

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Y si quieres permanecer a salvo,no dejes que la expresión de tucara despierte las sospechas delas mujeres del ejército. Diossabe que ya sospechan bastante.

Primero, Eddie pensó que aúnllevaba puestos los auricularesdel avión, y que recibía algunaextraña transmisión desde lacabina. Pero los auriculares delavión se los habían llevado hacíacinco minutos.

Su segundo pensamiento fueque había alguien de pie a su ladoy le hablaba. Estuvo a punto devolver la cabeza violentamente

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hacia la izquierda, pero hubierasido absurdo.

Le gustara o no, la crudaverdad era que la voz procedíadel interior de su cabeza.

Tal vez estaba recibiendoalgún tipo de transmisión —OM,FM o VHF— a través de lasmuelas empastadas. Había oídoalg…

—¡Enderézate, larva! ¡Yasospechan bastante sin quetengas aspecto de haberenloquecido!

Eddie se incorporórápidamente, como si lo hubieran

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sacudido. No era la voz de Henry,pero se parecía a la de Henrycuando no eran más que un par deniños que crecían en LosProyectos. Henry era ocho añosmayor, y de la hermana que habíaestado con ellos sólo quedabaahora un mero fantasma en lamemoria. Un coche habíaatropellado y matado a Selinacuando Eddie tenía dos años yHenry diez. Aquel áspero tono demando aparecía siempre queHenry lo veía hacer algo quepudiera terminar con Eddiemetido antes de tiempo en un

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ataúd de pino como habíasucedido con Selina.

«¿Qué coño está pasandoaquí?».

—No estás oyendo voces queno están aquí —retornó la vozdesde dentro de su cabeza.

No, no era la voz infantil deHenry. Era de adulto, más seca…más fuerte. Pero parecida a la vozde Henry… era imposible nocreerlo.

—Primero, no estásvolviéndote loco. SOY otrapersona.

«¿Será telepatía?».

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Eddie se daba cuentavagamente de que su cara carecíapor completo de expresión. Pensóque, en tales circunstancias,aquello le hubiera bastado paraganar el Oscar al mejor actor delaño. Miró por la ventanilla y vioque el avión se acercaba a lasección Delta de la terminal dellegadas del aeropuertointernacional Kennedy.

—No conozco esa palabra;pero sé que esas mujeres delejército saben que llevas…

Se produjo una pausa. Unasensación —extraña hasta lo

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indecible— de dedos fantasmasrevolviendo dentro de su propiocerebro como si éste fuera unfichero viviente.

—… heroína o cocaína. Nosé cuál de las dos; pero debe deser cocaína, porque llevas la queno tomas para comprar la quetomas.

—¿Qué mujeres del ejército?—murmuró Eddie. No se dabacuenta en absoluto de que hablabaen voz alta—. ¿De qué mierda meestá habl…?

Otra vez aquella sensación deser abofeteado… tan real que

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sintió cómo le zumbaba la cabeza.—¡Cierra el pico, pedazo de

imbécil!—Vale, vale. ¡Joder!Otra vez la sensación de

dedos hurgando.—Camareras del ejército —

replicó la voz extraña—. ¿Mecomprendes? ¡No tengo tiempode detenerme en cada uno de tuspensamientos, Prisionero!

—¿Cómo me…? —ComenzóEddie, y luego cerró la boca—.¿Cómo me has llamado?

—No importa. Ahoraescucha. Tenemos poco, muy

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poco tiempo. Lo saben. Lascamareras del ejército saben quellevas cocaína.

—¿Cómo pueden saberlo?¡Esto es ridículo!

—No sé cómo llegaron asaberlo, y tampoco importa. Unade ellas se lo dijo a losconductores. Los conductores selo dirán a los sacerdotes quellevan a cabo la ceremonia delPaso de la Aduana…

La voz de su cabeza usaba unlenguaje arcano, con términos tanpasados de moda que resultabancasi divertidos… pero el mensaje

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llegaba claro y fuerte. A pesar deque su cara permanecíainexpresiva, Eddie juntó losdientes en un doloroso clic ysilbó rítmicamente entre ellos.

La voz decía que el juegohabía terminado. Todavía nohabía bajado del avión y el juegoya había terminado.

Pero aquello no era real. Nopodía serlo de ninguna manera.Era su mente, nada más, que en elúltimo minuto le jugaba unapequeña jugarreta paranoica. Esoera todo.

La ignoraría. Ignórala y

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desaparec…—¡NO vas a ignorarla,

porque si no irás a la cárcel y yomoriré! —bramó la voz.

—En el nombre de Dios,¿quién eres? —preguntótemerosamente Eddie, casi singanas.

Y dentro de su cabeza oyó quealgo o alguien lanzaba un suspirode alivio, profundo y visceral.

DIEZ

«¡Cree! —pensó el pistolero—.

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Gracias a todos los dioseshabidos y por haber. ¡Cree!».

ONCE

El avión se detuvo. Se apagó laluz de «ABRÓCHENSE LOSCINTURONES». La manga del jetavanzó rodando y dio contra lapuerta delantera con un golpecitosuave. Habían llegado.

DOCE

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—Hay un lugar dondepuedes dejarla mientras realizasel Paso de la Aduana —dijo lavoz—. Un lugar seguro. Luego,cuando hayas pasado, puedesrecuperarla y llevársela aBalazar.

Ahora la gente se ponía depie, recogía sus cosas de losestantes superiores y trataba dearreglárselas con los abrigos,que, según el anuncio de lacabina, no iban a necesitar, pueshacía calor.

—Coge la bolsa. Y lachaqueta. Luego vuelve al

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excusado.—Exc…—Oh. Lavabo.—Si creen que tengo droga,

pensarán que voy a tirarla por elinodoro.

Pero Eddie comprendió queno importaba. No iban a tirar lapuerta abajo, claro, porqueaquello asustaría a los pasajeros.Y sabrían que no se puede tirar unkilo de coca por el inodoro de unavión sin dejar rastro. No, amenos que la voz realmenteestuviera diciendo la verdad…que existía un lugar seguro. Pero

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¿cómo podía ser?—¡No importa, joder!

¡MUÉVETE!Y Eddie se movió. Porque

finalmente había comprendido lasituación. No podía ver todo loque veía Roland, con todos susaños y su entrenamiento de torturay precisión, pero ahora veía losrostros de las azafatas, los rostrosverdaderos, por debajo de lassonrisas y los amables gestospara ayudar a alcanzar las bolsasy cajas del armario delantero.Podía ver cómo sus miradas sedesviaban hacia él en rápidos

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latigazos, una y otra vez.Cogió la bolsa. Y la chaqueta.

Habían abierto la puerta que dabaa la manga y la gente ya avanzabapor el pasillo. La puerta de lacabina permanecía abierta, y ahíestaba el capitán, sonriendotambién… pero al mismo tiempomiraba a los pasajeros de primeraocupados aún en reunir sus cosas,y lo detectó a él —no, mejordicho, le apuntó con la mirada—.Luego miró de nuevo para otrolado, asintió a lo que alguien ledecía y revolvió el pelo de unjovencito.

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Ahora tenía frío. No un fríocomo el del pavo, sólo frío. Nonecesitaba la voz dentro de sucabeza para quedarse frío. Frío…en algunas ocasiones venía bien.Sólo había que tener cuidado deno enfriarse tanto como paraquedar congelado.

Eddie comenzó a avanzar,llegó al lugar desde donde un giroa la izquierda lo llevaría a lamanga… y de pronto se llevó lamano a la boca.

—No me siento bien —murmuró—. Discúlpenme. —Movió la puerta de la cabina, que

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bloqueaba ligeramente la puertadel lavabo de primera clase, yabrió la puerta del lavabo de laderecha.

—Me temo que tendrá queabandonar el avión —advirtióásperamente el piloto cuandoEddie abrió la puerta del lavabo—. Es…

—Creo que voy a vomitar, yno quiero hacerlo sobre suszapatos —dijo Eddie—, nitampoco sobre los míos.

Un segundo más tarde estabadentro con la puerta trabada. Elcapitán le decía algo. Eddie no lo

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pudo entender, no lo quisoentender. Lo importante era quesólo hablaba, no gritaba; teníarazón, nadie comenzaría a gritarcon tal vez doscientos cincuentapasajeros esperando todavía parabajar del avión por la únicapuerta delantera. Estaba dentro,por el momento a salvo… pero¿le serviría de algo?

—Si estás ahí —pensó—,quienquiera que seas, más valeque hagas algo rápidamente.

Por un instante terrible nopasó nada en absoluto. Fue uninstante breve, pero en la cabeza

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de Eddie Dean parecióprolongarse casi para siempre,como los caramelos Turkish Taffyde Bonomo que Henry lecompraba a veces en veranocuando eran pequeños. Si seportaba mal, Henry lo zurraba; sise portaba bien, Henry lecompraba Turkish Taffy. Asímanejaba Henry sus altasresponsabilidades durante lasvacaciones de verano.

«Joder, es mi imaginación.Coño, me he vuelto loc…».

—Prepárate —anunció unavoz severa—. No puedo hacerlo

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yo solo. Yo puedo dar el PASOADELANTE, pero no puedohacer que tú des el PASO ALOTRO LADO. Tienes que hacerloconmigo. Vuélvete.

Eddie se dio cuenta, depronto, de que veía a través dedos pares de ojos y de que sentíacon dos sistemas nerviosos (perolos nervios de la otra persona noestaban todos ahí; parte habíadesaparecido, recientemente, ygritaba de dolor). Percibía condiez sentidos, pensaba con doscerebros, y su sangre latía condos corazones.

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Se volvió. Junto al lavabohabía un agujero, un agujero queparecía una puerta. A través deaquella puerta se veía una playagris y arenosa, con olasrompientes del color de unoscalcetines de tenis viejos.

Oía las olas.Olía la sal, amarga como las

lágrimas en su nariz.—Atraviésala.Alguien estaba golpeando la

puerta del lavabo, le decía quesaliera, que debía abandonar elavión de inmediato.

—¡Atraviésala, joder!

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Eddie lanzó un gemido y dioun paso hacia la puerta…tropezó… y cayó en otro mundo.

TRECE

Se puso en pie lentamente,consciente de que se habíacortado la palma de la manoderecha con el borde de unaconcha. Se quedó mirandoestúpidamente cómo manaba lasangre a través de su línea de lavida y entonces vio a otro hombreque se incorporaba con lentitud a

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su derecha.Eddie retrocedió espantado.

De pronto, el más agudo terrorsuplantó a la desorientación y a lasoñadora dislocación; aquelhombre estaba muerto y no losabía. Tenía el rostro lúgubre y lapiel estirada sobre los huesos dela cara, como si consistiera enretazos de tela sobre agudosángulos de metal casi hasta elpunto de rasgarse. La piel delhombre era lívida, salvo por unastísicas manchas rojas en lospómulos y a ambos lados delcuello, bajo el ángulo de la

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mandíbula, y por una única marcacircular entre los ojos, como unintento infantil de reproducir unsímbolo de casta hindú.

Sin embargo, los ojos —azules, serenos, sanos— estabanvivos y llenos de una vitalidadterrible y tenaz. Vestía ropasoscuras hechas de algún génerocasero; la camisa, con las mangasarremangadas, era de un negromuy desteñido, casi gris, y lospantalones, algo parecido a unostejanos. Llevaba un par decinturones con pistolera cruzadossobre la cadera, pero las cananas

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estaban casi vacías. Los estuchessostenían revólveres que podíanser del 45… pero de un modeloincreíblemente antiguo. La suavemadera de las culatas parecíaresplandecer con su propia luzinterna.

Eddie, que ignoraba habertenido intención alguna de hablar—o algo que decir—, se oyó a símismo preguntar:

—¿Eres un fantasma?—Todavía no —graznó el

hombre de los revólveres—. Lahierba del diablo. Cocaína. Comosea que lo llames. Quítate la

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camisa.—Tus brazos…Eddie los había visto. Los

brazos del hombre, que parecía laclase de pistolero extravaganteque sólo se encuentra en unespagueti western, resplandecíancon líneas de un rojo brillante ysiniestro. Eddie sabíaperfectamente bien quésignificaban aquellas líneas.Significaban sangre envenenada.Significaban que el diablo hacíaalgo más que soplarte en el culo:trepaba ya por las cloacas queconducían a tu corazón.

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—¡Mis brazos importan unbledo! —exclamó la pálidaaparición—. ¡Quítate la camisa ylíbrate de eso!

Oyó las olas, oyó el aullidosolitario de un viento que nosabía de obstáculos; veía sólo aaquel loco agonizante y nada mássalvo desolación. Y sin embargooía también, detrás de sí, lasvoces murmurantes de lospasajeros que dejaban el avión yel constante golpeteo amortiguadoen la puerta.

—¡Señor Dean!«Esa voz —pensó— está en

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otro mundo».No lo dudaba; simplemente

trataba de metérselo en la cabeza,de la manera en que uno encajauna uña en una grieta de caoba.

—Realmente tendrás que…—Puedes dejarlo aquí, luego

lo recoges —graznó el pistolero—. Por todos los dioses, ¿nocomprendes que aquí tengo quehablar? ¡Me duele! Y no haytiempo, ¡pedazo de idiota!

Eddie hubiera matado a másde uno por usar esa palabra…pero le parecía que matar a aquelhombre sería toda una tarea, a

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pesar de que casi parecíanecesitarlo.

Aun así sentía la verdad deaquellos ojos azules; su locamirada anulaba todas laspreguntas.

Eddie comenzó adesabotonarse la camisa. Suprimer impulso fue el desacársela de un tirón, como ClarkKent cuando Lois Lane estabaatada a la vía de un tren, pero enla vida real aquello nofuncionaba; tarde o tempranohabría que explicar la ausencia delos botones arrancados. Así que

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los deslizó a través de los ojalesmientras detrás de él, seguíangolpeando a la puerta.

Dio un tirón para sacar lacamisa de los tejanos, se la quitóy la dejó caer, revelando la cintaadhesiva que le cruzaba el pecho.Parecía un hombre en la últimafase de la recuperación despuésde haberse fracturado variascostillas.

Echó una rápida mirada trasde sí y vio una puerta abierta… laparte inferior había dibujado laforma de un ventilador sobre laarenisca gris de la playa cuando

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alguien —presumiblemente elhombre agonizante— la abrió. Através de la puerta vio el retretede primera clase: el lavabo, elespejo… y en él su propia caradesesperada, con el mechón negroque le cruzaba la frente sobre losojos color avellana. Al fondo vioal pistolero, la playa, los pájarosque levantaban el vuelo chillandoy riñendo por Dios sabe qué.

Manoseó la cinta mientras sepreguntaba cómo empezar, cómoencontrar alguna punta y, derepente, lo sobrecogió unaatolondrada desazón. Así debían

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de sentirse el ciervo o el conejocuando habían cruzado hasta lamitad una carretera en medio delcampo, y volvían la cabeza sólopara quedarse clavados ante laluz deslumbrante de un coche quese aproxima.

William Wilson, el hombrecuyo nombre Poe hizo famoso,había tardado veinte minutos enajustarlo todo. En cinco minutos,siete a más tardar, abrirían lapuerta del lavabo de primeraclase.

—No puedo quitarme estamierda —le advirtió al hombre

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tambaleante que tenía delante—.No sé quién eres, ni dónde estoy,pero, de verdad, hay demasiadacinta y muy poco tiempo.

CATORCE

El capitán McDonald, frustradopor la falta de respuesta de 3A,comenzó a golpear la puerta.Deere, el copiloto, le aconsejóinmediatamente que nocontinuara.

—¿Adónde podría ir? —preguntó Deere—. ¿Qué puede

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hacer? ¿Meterse en el inodoro ytirar de la cadena? Es demasiadogrande.

—Pero es que lleva… —comenzó McDonald.

Deere, que había consumidococaína en más de una ocasión,dijo:

—Si lleva, lleva mucho. Nopuede deshacerse de todo.

—Cierren el agua —dijoMcDonald de pronto.

—Ya está cerrada —confirmóel navegante (que también habíaaspirado en ocasiones)—. Perono creo que eso importe. Puedes

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disolver lo que tires a lostanques, pero no puedes hacerlodesaparecer.

Estaban apiñados frente a lapuerta del retrete, bajo el brilloburlón de la señal de«OCUPADO», y hablando todos envoz baja.

—Vienen los muchachos de laDEA, vacían el tanque, sacan unamuestra y el tipo está frito.

—Siempre puede decir queentró alguien antes que él y lametió —replicó McDonald.

Su voz comenzaba a adquirirun tono duro. No quería hablar

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sobre aquello, quería hacer algoal respecto, a pesar de teneraguda conciencia de aquellosperezosos que aún desfilabanhacia la salida. Algunos de ellosmiraban con algo más que naturalcuriosidad a la tripulación devuelo y a las azafatas, reunidostodos en torno a la puerta delretrete. La tripulación, por suparte, era muy consciente de queun acto tan abierto y evidentepodría hacer que se manifestarael pánico a los terroristaspresente en la mente de todopasajero de avión. McDonald

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sabía que el copiloto y elingeniero de vuelo tenían razón;sabía que lo más probable eraque la mercancía estuviera metidaen bolsas de plástico, y aun asíoía sonar una alarma en sucabeza. Algo no andaba bien. Ensu interior, algo le gritaba una yotra vez ¡Rápido!, ¡rápido!, comosi el tipo de 3A fuera un jugadorexperto con unos cuantos ases enla manga, a punto de jugarlos.

—No está tratando de tirar dela cadena —dijo Susy Douglas—.Ni siquiera intenta abrir el grifodel lavabo. Oiríamos succionar el

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aire. Oigo algo, pero…—Váyase —ordenó

McDonald de forma cortante.Miró a Jane Dorning—. Ustedtambién. Nosotros nosocuparemos de esto.

Jane se volvió para irse, conlas mejillas ardiendo.

Susy dijo con calma:—Jane lo detectó y yo

descubrí los bultos debajo de lacamisa. Creo que vamos aquedarnos, capitán McDonald. Siquiere denunciarnos porinsubordinación, hágalo. Peroquiero que se acuerde de que

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puede estar enviando al infiernoalgo que podría ser importantepara la oficina del fiscal.

Se miraron fijamente hastahacer saltar chispas de acero.

—He volado con ustedsetenta, ochenta veces, Mac —indicó Susy—. Sólo trato de sersu amiga.

McDonald la observó unmomento más, y asintió con lacabeza.

—Quédense, entonces. Peroretrocedan las dos un paso haciala cabina.

Se puso de puntillas, miró

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hacia atrás y vio el final de lacola de gente pasando de claseturista a primera. Dos minutos, talvez tres.

Se volvió hacia el agente queestaba junto a la escotilla y losvigilaba de cerca.

Debió de haber percibidoalgún tipo de problema porquehabía sacado de su estuche elwalkie-talkie y ahora lo sosteníaen la mano.

—Dile que quiero agentes deAduana —se dirigió McDonalden voz baja al navegante—. Treso cuatro. Armados. Ahora.

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El navegante avanzó a travésde la cola de pasajeros,disculpándose con una amablesonrisa, y habló en voz baja conel agente de la puerta. Éste sellevó el walkie-talkie a la boca yhabló en voz baja.

McDonald, que en toda suvida no se había metido en elcuerpo nada más fuerte que unaaspirina, y muy de vez en cuando,se volvió hacia Deere. Tenía loslabios apretados, formando unalínea fina y blanca como unacicatriz.

—En cuanto salga el último

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de los pasajeros, vamos a tiraresta puta puerta abajo —anunció—. No importa si la gente de laAduana está aquí o no. ¿Meentiendes?

—Conforme —contestóDeere, y miró cómo los del finalde la cola entraban en primeraclase.

QUINCE

—Tráeme el cuchillo —ordenó elpistolero—. Está en mi cartera.

Gesticuló hacia un bolso de

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cuero muy gastado que estabasobre la arena. Más que un bolsoparecía una especie de morral,del tipo que usarían los hippiesrecorriendo la Ruta de losApalaches, alucinando con lanaturaleza (y quizá con un porro,de vez en cuando). Pero aquéltenía aspecto de ser auténtico y noun accesorio para reforzar algúntipo de imagen; era un testigo deaños y años de viajes difíciles,tal vez desesperados.

Hizo un gesto, pero no señaló.No podía señalar. Eddie vio porqué el hombre tenía un retal de

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camisa sucia alrededor de lamano derecha: algunos dedoshabían desaparecido.

—Tráelo —dijo—. Corta lacinta. Procura no cortarte tú. Esfácil. Tendrás que tener cuidadopero al mismo tiempo deberásmoverte con rapidez. No tenemosmucho tiempo.

—Ya lo sé —asintió Eddie, yse arrodilló en la arena.

Nada de aquello era real.Exacto, ésa era la respuesta.

Como diría el gran sabio yeminente yonqui Henry Dean: «Aque sí, a que no, el mundo es

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mentira, la vida es ficción; oh québien, oh qué mal, escuchemos aCreedence y pongámonos guay».

Nada de aquello era real, noera nada más que un viajeextraordinariamente vívido, asíque lo mejor sería andar despaciosilbando bajito y seguir lacorriente.

Seguro, era un viaje vívido.Estaba a punto de alcanzar elcierre —que tal vez fuera unacinta velcro— de la «cartera» delhombre, cuando vio que estabasostenida por una tramaentrecruzada de tiras de cuero sin

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curtir, algunas de las cuales sehabían roto y habían sido atadascuidadosamente, con nudospequeños, que pudieran, sinembargo, deslizarse a través delos ojales.

Eddie deslizó hacia arriba elnudo superior y abrió el bolso;encontró el cuchillo debajo de unenvoltorio algo húmedo, elpedazo de camisa con que habíaenvuelto las balas. Solamente elmango ya bastaba para quitarle elaliento… era el verdadero blancogrisáceo de la plata pura, labradocon una serie de dibujos que

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atrapaban la vista. Llevaban…El dolor le explotó en el oído,

rugió a través de su cabeza y porun momento cubrió su visión conuna nube roja. Cayó torpementesobre la cartera abierta, pegó enla arena y levantó la mirada haciael hombre pálido de las botasrecortadas. Aquello no era unviaje. Los ojos azules querelampagueaban desde aquelrostro moribundo eran los ojos dela verdad.

—Admíralo luego, Prisionero—repuso el pistolero—. Porahora sólo úsalo.

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Podía sentir cómo el oído lelatía y la oreja se le hinchaba.

—¿Por qué siguesllamándome así?

—Corta la cinta —ordenó elpistolero con severidad—. Siirrumpen en tu excusado mientrasestás aquí, tengo la impresión deque tendrás que quedarte durantemucho, pero mucho tiempo. Ymuy pronto con un cadáver comocompañía.

Eddie sacó el cuchillo fuerade la vaina. No era viejo, era másque viejo, más que antiguo. Lahoja, afilada casi al punto de la

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invisibilidad, parecía ser edadpura atrapada en el metal.

—Sí, parece afilado —afirmó. Y su voz no era muyfirme.

DIECISÉIS

Los últimos pasajeros salían a lamanga. Uno de ellos, una dama deunas setenta primaveras, con laexquisita confusión que sóloparecen capaces de mostrar losque vuelan por primera vez condemasiados años o muy poco

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inglés, se detuvo para enseñarlelos billetes a Jane Dorning.

—¿Cómo encontraré mi avióna Montreal? —preguntó—. ¿Yqué hago con las maletas? ¿Tengoque pasar la Aduana aquí o allá?

—A la salida de la mangaencontrará un agente que le darátoda la información que necesite,señora —indicó Jane.

—Bueno, no veo por qué nopuede darme usted toda lainformación que necesito —repuso la anciana—. El túneltodavía está lleno de gente.

—Circule, señora, por favor

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—pidió el capitán McDonald—.Tenemos un problema.

—Bueno, perdóneme porrespirar —contestó la anciana, demal talante—. Creo quesimplemente me caí del cochefúnebre.

Y la dama avanzó a pasovivo, con la nariz inclinada comola de un perro que huele fuego unpoco más allá, con el bolso deviaje apretado en una mano y elsobre con los billetes en la otra.De él sobresalían tantas tarjetasde embarque que a uno le tentabacreer que la dama había dado casi

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la vuelta al mundo cambiando deavión en cada parada del camino.

—He aquí una señora que talvez no vuelva a volar en losgrandes jets de Delta —murmuróSusy.

—Me importa un huevo.Como si vuela empaquetada derelleno en los calzoncillos deSuperman —dijo McDonald—.¿Es la última?

Jane echó una ojeada pordetrás de ellos, miró hacia losprimeros asientos de la claseturista, y luego asomó la cabezaal sector central. Estaba desierto.

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Volvió y les comunicó que elavión estaba vacío.

McDonald miró hacia el ladode la manga y vio a dos agentesde Aduana uniformados queluchaban por abrirse paso através de la multitud,disculpándose pero sinmolestarse en volver la mirada ala gente que habían empujado a unlado. La última era la anciana,que dejó caer el sobre con losbilletes y toda la documentación.Volaron los papeles, sedesparramaron por todas partes yella revoloteó detrás como un

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cuervo enojado.—Muy bien —dijo McDonald

—. Muchachos, deténganse ahímismo.

—Señor, somos oficialesfederales de la Aduana…

—Cierto, yo los llamé, y mealegro de que hayan venido tanrápido. Ahora bien, ustedesquédense aquí. Éste es mi avión,y el pasajero que está ahí dentrome pertenece. Una vez que estéfuera del avión y dentro de lamanga, les cedo al pichón y se lopueden cocinar en la forma quequieran. —Le hizo una señal a

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Deere—. Le voy a dar una últimaoportunidad a este hijo de puta, yluego echamos la puerta abajo.

—Bien —asintió Deere.McDonald golpeó la puerta

con la palma de la mano y gritó:—¡Vamos, amigo, salga!

¡Estoy harto de pedírselo!No hubo respuesta.—Muy bien —masculló

McDonald—. Vamos.

DIECISIETE

Eddie oyó remotamente que una

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anciana decía: «Bueno,perdóneme por respirar. Creo quesimplemente me caí del cochefúnebre».

Había separado la mitad de lacinta adhesiva. Cuando la ancianahabló, a él le tembló la mano yvio que un hilo de sangre rodabapor su vientre.

—Mierda —dijo Eddie.—Ahora no podemos hacer

nada —repuso el pistolero con suáspera voz—. Termina el trabajo.¿O la visión de la sangre teenferma?

—Sólo cuando es la mía —

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respondió Eddie. La cintacomenzaba justo por encima de suvientre. Cuanto más alto cortaba,más difícil le resultaba ver. Pudoabrir una brecha de siete u ochocentímetros más, y casi volvió acortarse al oír que el capitánMcDonald hablaba con losagentes de Aduana: «Muy bien.Muchachos, deténganse ahímismo».

—Puedo terminar y tal vezabrirme en canal, o puedesintentarlo tú —señaló Eddie—.No veo lo que estoy haciendo. Metapa el puto mentón.

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El pistolero cogió el cuchillocon la mano izquierda. Letemblaba. Ver la hoja, afilada alpunto suicida, y aquel temblequeopusieron a Eddie extremadamentenervioso.

—Creo que mejor voy aintentarlo yo mismo…

—Espera.El pistolero se quedó mirando

fijamente su mano izquierda. Noes que Eddie no creyera en latelepatía; pero tampoco creía enella ciegamente. Sin embargoahora sentía algo, algo tanpalpable y real como si fuera el

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calor que sale de un horno.Después de unos segundos se diocuenta de qué se trataba: aquelhombre extraño juntaba toda sufuerza de voluntad.

«¿Cómo mierda puede estaragonizando si siento su fuerza deuna manera tan rotunda?», pensó.

La mano empezó a relajarse.Pronto fue apenas un temblor.Pasados siquiera diez segundos,se veía tan sólida y firme comouna roca.

—Ahora —dijo el pistolero.Dio un paso adelante y alzó elcuchillo. Eddie sintió que

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exudaba algo más: fiebre rancia.—¿Eres zurdo? —preguntó

Eddie.—No —contestó el pistolero.—Oh, Dios —exclamó Eddie,

y decidió que podría sentirsemejor si cerraba los ojos por unmomento. Oyó el ronco susurrode la cinta adhesiva que se abría.

—Ya está —dijo el pistolero,y dio un paso atrás—. Ahora tirade ella tanto como puedas. Yo meocupo de la espalda.

Ya no eran amablesgolpecitos en la puerta del retrete;era un puño que golpeaba como

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un martillo.«Ya han bajado todos los

pasajeros —pensó Eddie—. Nomore, Mr. Nice Guy. Mierda».

—¡Vamos, amigo, salga!¡Estoy harto de pedírselo!

—¡Dale un tirón! —gruñó elpistolero.

Eddie tomó un grueso extremode cinta adhesiva en cada mano ytiró con toda la fuerza que pudo.Le dolió, le dolió como la granputa.

«Deja de quejarte como unmaricón —pensó—. Podría serpeor. Podrías tener pelos en el

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pecho, como Henry».Miró hacia abajo y vio una

banda roja de piel irritada comode veinte centímetros de ancho ala altura del esternón. El lugardonde se había lastimado erajusto encima del plexo solar. Lasangre manaba de un hoyuelo y lecorría hasta el ombligo en unreguero escarlata. Las bolsas dedroga colgaban ahora de susaxilas como alforjas mal atadas.

—Muy bien —dijo la vozamortiguada detrás de la puertadel retrete—. Vamos…

Eddie se perdió el resto en la

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inesperada ola de dolor que lecruzó la espalda cuando sinceremonias el pistolero learrancó el resto de la cinta.

Se mordió para no gritar.—Ponte la camisa —indicó el

pistolero. Su rostro, que paraEddie era el rostro más pálidoque un hombre vivo podía llegara tener, había adquirido el colorde la ceniza vieja. Sostuvo lacinta (que ahora se pegaba a símisma en estúpido vaivén,mientras las grandes bolsas depolvo blanco parecían raroscapullos) con la mano izquierda,

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y luego la puso a un costado.Eddie vio que brotaba sangrefresca a través de la vendaimprovisada en la mano derechadel pistolero—. Date prisa —añadió.

Se oyó el sonido de un golpesordo. No era alguien quegolpeaba para que le abriera.Eddie levantó la vista a tiempopara ver temblar la puerta delretrete, para ver parpadear lasluces. Trataban de echarla abajo.

Levantó la camisa con dedosque de pronto parecíandemasiado grandes, demasiado

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torpes. La manga izquierda estabavuelta del revés. Trató de ponerladel derecho a través del agujero,se le trabó la mano por unmomento, y luego la arrancó contanta fuerza que la manga volvió asalir junto con ella.

Topetazo, y la puerta delretrete volvió a temblar.

—Por todos lo dioses, ¿cómoes posible que seas tan torpe? —gimió el pistolero, y metió supropio puño por la mangaizquierda de la camisa de Eddie.

Cuando el pistolero la echóhacia atrás, Eddie agarró el puño.

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Ahora el pistolero le sostenía lacamisa como un mayordomosostendría un abrigo ante su amo.Eddie se la puso y buscó con losdedos el botón inferior.

—¡Todavía no! —Ladró elpistolero, y rasgó un nuevo trozode su ajada camisa—. ¡Límpiateel vientre!

Eddie lo hizo lo mejor quepudo. Del hoyuelo dondeefectivamente el cuchillo le habíalastimado la piel seguía manandosangre. La hoja estaba afilada,cómo no. Bastante afilada.

Dejó caer sobre la arena el

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pedazo de camisa ensangrentadoy se abotonó la suya.

Topetazo. Esta vez la puertahizo más que temblar; se arqueódentro del propio marco. A travésde la puerta de la playa, Eddievio que el frasco de jabón líquidose caía de su sitio, al lado dellavabo. Cayó encima de su bolsade viaje.

Había pensado meterse lacamisa, que ahora estabaabotonada (y abotonadacorrectamente, de milagro),dentro de los pantalones. Depronto se le ocurrió una idea

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mejor. Se desabrochó el cinturón.—¡No hay tiempo para eso!

—El pistolero trataba de gritar yno podía—. ¡A esa puerta sólo lequeda un golpe!

—Sé lo que hago —manifestóEddie, rogando tener razón, y dioun paso hacia atrás a través de lapuerta entre los mundos, altiempo que se desabrochaba lostejanos y se bajaba la cremallera.

Después de un momentodesesperado y desesperante, elpistolero lo siguió, de formafísica y lleno de ardiente dolorpor un momento; un instante

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después no era más que frío ka enla cabeza de Eddie.

DIECIOCHO

—Uno más —dijo roncamenteMcDonald y Deere asintió. Ahoraque todos los pasajeros habíansalido de la manga, tanto comodel mismo avión, los agentes deAduana sacaron las armas.

—¡Ahora!Los dos hombres se lanzaron

adelante y juntos golpearon lapuerta. Se abrió de par en par; un

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trozo de metal quedó colgandopor un momento de la cerradura yluego cayó al suelo.

Y ahí estaba sentado el señor3A, con los pantalones a la alturade las rodillas y los faldones desu desteñida camisa estampadaocultándole —apenas— elpirulín.

«Bueno, me da toda laimpresión de haberlo pescado enel acto mismo —pensócansadamente McDonald—. Elúnico problema es que este actoque yo sepa no es ilegal». Depronto sintió cómo se le hinchaba

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el hombro en el lugar donde habíagolpeado la puerta, ¿cuántasveces?, ¿tres, cuatro?

—¿Se puede saber qué porrasestá haciendo aquí? —Ladró envoz alta.

—Bueno, estaba cagando —dijo 3A—, pero si todos ustedestienen un problema grave,muchachos, supongo que podrélimpiarme en la terminal…

—Y se supone que no nos oía,¿verdad, chico listo?

—No llegaba a la puerta. —3A extendió la mano para haceruna demostración y, a pesar de

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que la puerta ahora colgabadesmantelada a la izquierda,McDonald vio lo que trataba dedecir—. Me imagino que pudehaberme levantado pero,digamos, tenía una situacióndesesperada entre las manos.Sólo que no era exactamente entrelas manos, si me entiende lo quele quiero decir. No es quetampoco quisiera tenerlo entre lasmanos, si sigue entendiendo loque quiero decir.

3A exhibió una sonrisitaganadora, ligeramente chillada,que al capitán McDonald le

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pareció casi tan legítima como unbillete de nueve dólares.Cualquiera que lo escucharapodría creer que nadie le habíaenseñado el viejo y simple trucode inclinarse hacia adelante.

—Levántese —ordenóMcDonald.

—Con mucho gusto. ¿Tal vezlas damas puedan ir un poquitohacia atrás? —3A sonrió con todosu encanto—. Sé que en lostiempos que corren está pasadode moda, pero no puedo evitarlo.Soy pudoroso. De hecho, tengo ungran motivo para ser pudoroso.

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Alzó la mano izquierda con elpulgar y el índice separadosmenos de dos centímetros, y leguiñó un ojo a Jane Dorning. Ellase ruborizó al rojo vivo y deinmediato desapareció por elpasillo, seguida de cerca porSusy.

«No pareces pudoroso» —pensó el capitán McDonald—.«Pareces un gato que acaba detomar su leche, eso es lo quepareces».

Cuando las azafatasestuvieron fuera de la vista, 3A sepuso en pie y se subió los

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calzoncillos y los tejanos.Extendió la mano para apretar elbotón del agua y rápidamente elcapitán McDonald le apartó lamano bruscamente, lo agarró porlos hombros y le hizo girar endirección al pasillo. Deere losujetó con mano firme por laparte trasera del pantalón.

—Tómeselo con calma —dijoEddie.

Su voz era clara y sonababien —al menos eso pensaba él—pero por dentro todo estaba encaída libre. Podía sentir al otro,lo sentía con toda claridad.

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Estaba dentro de su mente, lovigilaba de cerca, estaba ahíquieto y tenía la intención deactuar si Eddie la cagaba. Dios,todo aquello tenía que ser unsueño, ¿no? ¿No?

—Quédese quieto —ordenóDeere.

El capitán McDonald echóuna mirada dentro del inodoro.

—No hay mierda —confirmó,y cuando el navegante soltó unconato de risa involuntaria,McDonald se lo quedó mirandofijamente.

—Bueno, ya sabe cómo son

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las cosas —comentó Eddie—. Aveces uno tiene suerte y no es másque una falsa alarma. Sinembargo lancé un par deverdaderos torpedos. Pedos,quiero decir, gases de pantano. Sihubiera encendido una cerillaaquí hace tres minutos habríapodido asar un pavo para el díade Acción de Gracias, ¿sabe?Debe haber sido algo que comíantes de subir al avión, meimag…

—Desháganse de él —dijoMcDonald, y Deere, que aún lotenía sujeto por la parte trasera

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del pantalón, le pegó un empujónque lo lanzó fuera del avión ydentro del túnel, donde cada unode los oficiales de la Aduana lotomó de un brazo.

—¡Eh! —gritó Eddie—.¡Quiero mi bolsa! ¡Y mi chaqueta!

—Oh, tendrá todas sus cosas—aseveró uno de los oficiales.Su pesado aliento, que olía aMaalox y a acidez de estómago,chocó contra la cara de Eddie—.Estamos muy interesados en suscosas. Ahora, vámonos, amiguito.

Eddie les decía que se lotomaran con calma, que aflojaran,

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que podía caminar de lo másbien, pero más tarde recordaríaque las puntas de sus zapatospisaron el suelo de la manga sólotres o cuatro veces entre la puertadel Boeing 727 y la salida a laterminal, donde esperaban otrostres oficiales de la Aduana ymedia docena de policías deseguridad del aeropuerto; lostipos de la Aduana esperaban aEddie y los policías manteníanapartada a una pequeña multitudque le observaba con un interésávido y malsano mientras se lollevaban.

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CAPÍTULO IVLA TORRE

UNO

Eddie Dean estaba sentado en unasilla. La silla se encontraba enuna pequeña habitación blanca.Una pequeña habitación blancallena de gente. Una pequeñahabitación blanca llena de humo.Eddie iba en calzoncillos. Eddie

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quería un cigarrillo. Los otrosseis —no, siete— hombres de lapequeña habitación blanca ibanvestidos. Los otros hombres, depie a su alrededor, lo rodeaban.Tres —no, cuatro— de ellosestaban fumando.

Eddie quería rascarse ybailotear. Eddie quería moverse yretorcerse.

Eddie estaba sentado, quieto,relajado; miraba a los hombresque estaban de pie a su alrededorcon cierto divertido interés, comosi no estuviera volviéndose locopor una dosis, como si no

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estuviera volviéndose loco depura claustrofobia.

La razón era el otro en sumente. Al principio, el otro lehabía aterrorizado. Ahoraagradecía que el otro estuvieraahí.

El otro podía estar enfermo,agonizando incluso, pero aun asíposeía suficiente acero como paraprestarle un poco a esteaterrorizado yonqui de veintiúnaños.

—Es muy interesante la marcaroja que tienes en el pecho —indicó uno de los hombres de la

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Aduana.Un cigarrillo le colgaba de la

comisura de los labios. Tenía unpaquete en el bolsillo de lacamisa. Eddie sintió que podíafumarse, digamos, cincocigarrillos de ese paquete,alineárselos en la boca decomisura a comisura, encenderlostodos, aspirar profundamente, ysentirse mentalmente muchomejor.

—Parece una cinta. Parececomo si hubieras tenido algo ahí,Eddie, sujeto con una cinta y depronto hubieras decidido que era

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una buena idea arrancártelo ytirarlo a la basura.

—Pillé una alergia en lasBahamas —explicó Eddie—. Selo dije. Quiero decir: ya hemospasado por esto varias veces.Trato de conservar mi sentido delhumor, pero cada vez me resultamás difícil.

—A la mierda con tu sentidodel humor —intervino otrosalvajemente, y Eddie reconocióaquel tono. Era la forma en quesonaba su propia voz cuando sepasaba media noche esperando alhombre en el frío, y el hombre no

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venía. Porque aquellos tipostambién eran yonquis. La únicadiferencia era que para ellos ladroga eran tipos como Henry ycomo él.

—¿Qué me dices de eseagujero que tienes en la barriga?¿De dónde salió eso, Eddie? ¿Deuna agencia distribuidora denoticias?

Un tercer agente señalaba elpunto donde Eddie se habíaherido. Finalmente había dejadode sangrar, pero todavía habíauna oscura burbuja púrpura queparecía más que dispuesta a

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abrirse ante la más ligera presión.Eddie señaló la banda roja

donde había estado la cinta.—Pica —dijo. Y no era

mentira—. Me quedé dormido enel avión. Si no me cree,pregúntele a la azafata…

—¿Por qué no íbamos acreerte, Eddie?

—No lo sé —respondióEddie—. ¿Tienen con frecuenciatraficantes de droga que sequedan dormidos durante elviaje? —Hizo una pausa, les diounos segundos para que pensaranen eso, y luego alargó las manos.

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Tenía algunas uñas melladas.Otras serradas. Descubrió quecuando uno tenía el mono, lasuñas se convertían de pronto en elbocado favorito—. Tuve bastantecuidado de no rascarme, perodebo haberme dado una buenarascada mientras dormía.

—O cuando estabas flipado.Podría ser la marca de una aguja.—Eddie se dio cuenta de que losdos estaban al tanto de todo. Unose pincha ahí, tan cerca del plexosolar, que viene a ser elconmutador del sistema nervioso,y nunca más puede volver a

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pincharse en su vida.—Denme un respiro —pidió

Eddie—. Se me han acercadotanto a la cara para mirarme laspupilas que pensé que iban adarme un morreo. Saben que noestaba flipado.

El tercer agente de Aduana semostraba disgustado.

—Para ser un inocentecorderito, sabes una barbaridadacerca de drogas, Eddie.

—Lo que no aprendí enCorrupción en Miami lo saquédel Reader’s Digest. Ahoradíganme la verdad: ¿cuántas

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veces vamos a pasar por esto?Un cuarto agente levantó una

bolsita de plástico. Dentro de labolsita había algunas fibras.

—Esto son filamentos. Vamosa recibir la confirmación dellaboratorio, pero sabemos de quéclase son. Son filamentos de cintaadhesiva.

—No me duché antes de salirdel hotel —repitió Eddie porcuarta vez—. Estaba afuera, juntoa la piscina, tomando un poco desol. Trataba de librarme delsarpullido. El sarpullido de laalergia. Me quedé dormido. Tuve

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suerte de coger el avión. Tuveque correr a lo loco. Hacía muchoviento. No sé qué cosas se mepudieron pegar a la piel y cuálesno.

Otro extendió una mano ypasó un dedo por los ochocentímetros de carne del doblezinterior del codo izquierdo deEddie.

—Y esto no son rastros deuna aguja.

Eddie empujó la mano a uncostado.

—Picaduras de mosquitos. Selo dije. Casi curados. ¡Dios mío,

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eso lo pueden ver por sí mismos!Podían. Aquello no se había

arreglado de la noche a lamañana. Eddie había dejado depicarse en el brazo un mes antes.Henry no hubiera podido hacerloy ése fue uno de los motivos porlos que fue Eddie; tuvo que serEddie. Cuando necesitaba sinfalta una dosis, se picaba muyarriba, en la parte superior delmuslo izquierdo, en el lugardonde su testículo izquierdo seapoyaba contra la piel de supierna… como había hecho laotra noche, cuando el sujeto

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cetrino por fin le trajo algo queservía. La mayor parte la habíaaspirado, simplemente, algo que aHenry ya no le alcanzaba. Todoaquello le provocabasentimientos que no podíandefinir con exactitud… unamezcla de orgullo y vergüenza. Silos tipos miraban ahí, si corríanlos testículos a un costado, podíaverse en serios problemas. Unanálisis de sangre podría causarleproblemas aún más serios, peroése era un paso que no podían darsin algún tipo de prueba… ypruebas eran precisamente lo que

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no tenían. Sabían todo pero nopodían probar nada. Que era todala diferencia entre querer y elmundo, como hubiera dicho suquerida y anciana madre.

—Picaduras de mosquitos.—Sí.—Y la marca roja es una

reacción alérgica.—Sí. La pillé cuando fui a las

Bahamas, pero no fue demasiadograve.

—La pilló cuando bajó aquí—le dijo uno de los hombres aotro.

—Ajá —asintió el segundo

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—. ¿Tú le crees?—Claro.—¿Crees en Papá Noel?—Claro. Cuando era pequeño

una vez me saqué una foto con ély todo. —Miró a Eddie y añadió—: ¿Tienes una foto de estafamosa marca roja de antes quehicieras este viajecito, Eddie?

Eddie no contestó.—Si estás limpio ¿por qué no

quieres hacerte un análisis desangre? —Éste era otra vez elprimer tipo, el del cigarrillo entrelos labios. Se le había consumidocasi hasta el filtro.

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De pronto Eddie se enojó, sepuso blanco de ira. Escuchódentro de sí.

—Muy bien —respondió deinmediato la voz, y Eddie sintiómás que un acuerdo, sintió unaespecie de aprobación del tipo«lánzate». Lo hacía sentir comocuando Henry lo abrazaba, lerevolvía el pelo, le dabapalmaditas en el hombro y ledecía: «Bien hecho, chaval… nodejes que se te suba a la cabeza,pero has estado muy bien».

—Ustedes saben que estoylimpio. —Se puso en pie

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súbitamente de modo que losotros se echaron hacia atrás. Miróal fumador, que era quien estabamás cerca, y le espetó—: Y tediré algo, niño, si no me sacas dela cara ese clavo de cajón, te losaco yo de un golpe.

El tipo retrocedió.—Ya han vaciado un tanque

lleno de mierda del avión,muchachos. Por Dios, han tenidotiempo para pasar por esto tresveces. Han revisado mis cosas.Me he inclinado y he dejado queuno de ustedes me metiera en elculo el dedo más largo del

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mundo. Si eso es chequeo depróstata, esto es un safari de putamadre. Tenía miedo de mirarhacia abajo. Pensé que podía verel dedo de ese tipo saliéndomepor la polla.

Los miró a todos.—Se me han metido por el

culo, me han revisado las cosas, yaquí estoy, sentado encalzoncillos mientras ustedes,muchachos, me tiran humo a lacara. ¿Quieren un análisis desangre? Está bien. Traigan aalguien para que lo haga.

Murmuraron, se miraron los

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unos a los otros. Sorprendidos.Incómodos.

—Pero si quieren hacerlo sinuna orden judicial —dijo Eddie—, el que lo haga más vale quetraiga agujas y frascos de más,porque, mierda, no pienso mearsolo. Quiero que venga un oficialde la policía federal, y que cadauno de ustedes se haga el mismoanálisis de mierda, con susnombres y números deidentificación en cada frasco,todo bajo la custodia de eseoficial de la policía federal. Ysea cual sea el análisis que me

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hagan a mí —cocaína, heroína,anfetas, hierba, lo que sea—quiero que hagan esos mismosanálisis a las muestras de ustedes,chicos. Y luego quiero que seenvíen los resultados a miabogado.

—Lo que hay que escuchar, suABOGADO —gritó uno de ellos—. A esto es a lo que siempre sellega con mierdas como tú,¿verdad, Eddie? Ya tendránoticias de MI ABOGADO, tevoy a echar a MI ABOGADOencima. ¡Esta basura me da ganasde vomitar!

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—Para ser franco en estemomento no tengo abogado —repuso Eddie, y era verdad—. Nopensé que lo fuera a necesitar.Ustedes me han hecho cambiar deidea. No encontraron nada porqueno tengo nada, pero no significaque el rock and roll se detengaahí, ¿verdad? Así que quieren quebaile. Fantástico. Voy a bailar.Pero no voy a bailar solo.Ustedes también van a tener quebailar, muchachos.

Se produjo un silencio espesoy difícil.

—Me gustaría que se bajara

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los calzoncillos otra vez, porfavor, señor Dean —solicitó unode ellos. Era el mayor. Teníaaspecto de encargarse de lascosas. Eddie pensó que tal vez(sólo tal vez) se había dadocuenta por fin de dónde podíanestar las marcas frescas. Hasta elmomento no habían revisado ahí.Los brazos, los hombros, laspiernas… pero ahí no. Estabandemasiado seguros de haberencontrado algo.

—Estoy harto de sacarmecosas, de bajarme cosas, y detragarme esta mierda —señaló

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Eddie—. O traen a alguien aquípara hacer un montón de análisisde sangre, o me voy. ¿Quéprefieren?

Otra vez un pesado silencio.Y, cuando comenzaron a mirarseentre sí, Eddie supo que habíaganado.

—Los DOS hemos ganado —corrigió—. ¿Cómo te llamas,tío?

—Roland. Y tú te llamasEddie. Eddie Dean.

—Oyes bien.—Escucho y observo.—Denle su ropa —dijo,

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disgustado, el hombre mayor.Miró a Eddie—. No sé qué traías,qué tenías ni cómo lo has hechopara que desaparezca, peroquiero que sepas que lo vamos aaveriguar. —El viejo se quedóobservándolo y añadió—: Asíque ahí estás sentado. Sentado ycasi sonriendo. Me dan ganas devomitar, no por lo que dices sinopor lo que eres.

—¡Yo le doy ganas devomitar a usted!

—Afirmativo.—Vaya por dónde —exclamó

Eddie—. Me encanta. Aquí estoy

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sentado en un cuartito; sólo llevolos calzoncillos y tengo sietetipos a mi alrededor con pistolasen la cadera ¿y yo le doy ganas devomitar a usted? Tío, tiene ustedun problema.

Eddie avanzó hacia él. El tipode la Aduana se mantuvo en susitio por un momento, pero luegovio algo en los ojos de Eddie —un loco color que parecía mitadavellana y mitad azul— que lehizo dar un paso atrás en contrade su voluntad.

—¡NO LLEVO NADA! —rugió Eddie—. ¡AHORA!

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¡APÁRTENSE! ¡APÁRTENSE!¡DÉJENME EN PAZ!

Silencio otra vez. El hombremayor miró a su alrededor y legritó a alguien:

—¿No me has oído? ¡Dale laropa!

Y eso fue todo.

DOS

—¿Le parece que nos siguen?—le preguntó el taxista. Parecíadivertido.

Eddie se inclinó hacia

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delante.—¿Por qué dice eso?—Porque mira todo el rato

por la ventanilla de atrás.—Nunca se me ocurrió que

me estuvieran siguiendo —dijoEddie. Era la pura verdad. Habíavisto a los que le seguían laprimera vez que miró a sualrededor. Los que le seguían,más de uno. No tenía que mirar entorno para confirmar supresencia. Hasta a los pacientesexternos de un hospital pararetrasados mentales les costaríaperder de vista el taxi de Eddie

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aquella tarde de mayo; el tráficoen la L. I. E. era escaso—. Soy unestudioso de los sistemas detráfico, eso es todo.

—Oh —profirió el taxista.Una declaración tan curiosa

como aquélla hubiera provocadopreguntas en algunos círculos,pero los taxistas de Nueva Yorkrara vez formulan preguntas; encambio, afirman, generalmente alo grande. La mayor parte de lasafirmaciones comienzan con lafrase «¡Esta ciudad!», como sitales palabras fueran lainvocación religiosa que precede

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al sermón… que es lo quegeneralmente son. Este taxista, encambio, dijo:

—Porque si en serio creíaque nos estaban siguiendo, le digoque no me habría dado cuenta.¡Esta ciudad! ¡Dios! En mistiempos yo he seguido amuchísima gente. Le sorprenderíasaber cuánta gente entra en el taxide un salto y dice: «Siga a esecoche». Ya sé, parece que sólo seve en las películas, ¿verdad?Correcto. Pero, como se dice, elarte imita a la vida y la vida imitaal arte. ¡Sucede de verdad! Y

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sacarse de encima a alguien quete sigue es fácil si uno sabetenderle una trampa al tipo.Uno…

Eddie le bajó el volumen altaxista hasta un murmullo defondo, y sólo escuchaba losuficiente como para asentir enlas pausas adecuadas. Si uno sedetenía a pensarlo, la perorata deltaxista no dejaba de ser bastantedivertida. Uno de losperseguidores era un sedán azuloscuro. Eddie supuso quepertenecía a la Aduana. El otroera una furgoneta con carteles a

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los costados que decían GINELLI’S PIZZA. También tenía eldibujo de una pizza, sólo que lapizza era la cara sonriente de unmuchacho, y el muchachosonriente se chupaba los dedos, ydebajo del dibujo aparecía eleslogan «¡Ummmmmm! ¡Es unaPizza RIIIIIIICA!». Sólo quealgún joven artista urbano, derudimentario sentido del humor,armado con un aerosol de pinturahabía tachado la palabra PIZZA yescrito encima POLLA.

Ginelli. Eddie conocía sólo aun Ginelli; tenía un restaurante

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llamado Four Fathers. El negociode la pizza era una pantalla, unarmazón garantizado, el cielo deun contable. Ginelli y Balazar.Iban juntos como los perritoscalientes y la mostaza.

Según el plan original, fuerade la terminal tenía que haber unalimusina esperando con un chóferlisto para llevarlo en unsantiamén al lugar donde Balazarhacía negocios, un salón cerca delcentro. Pero por supuesto el planoriginal no incluía dos horas enun cuartito blanco, dos horas deinterrogatorio constante por parte

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de un grupo de agentes deAduana, mientras otro grupo sededicaba primero a vaciar yluego a rastrear el contenido delos tanques de desechos del vuelo901, en busca de la sospechadagran carga, la gran cargaindisoluble, que no desapareceríaal vaciar la cisterna.

Cuando salió, la limusina noestaba, claro. El chófer debía detener sus instrucciones: si la mulano ha salido de la terminal unosquince minutos después de que elresto de pasajeros esté fuera,aléjate rápido. El chófer de la

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limusina no sería tan tonto de usarel teléfono del coche, que enrealidad era una radio cuyasseñales podían ser captadas contoda facilidad. Balazar podríahacer algunas llamadas, enterarsede que Eddie había tenidoproblemas, y prepararse para losproblemas que tendría él. Balazarpudo haber detectado el acero deque Eddie estaba hecho, pero esono impedía que Eddie fuera unyonqui. No se podía confiar enque un yonqui fuera un tipo duro.

Esto significaba que existía laposibilidad de que la furgoneta de

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reparto de las pizzas fuera aadelantar al taxi, que alguiensacara un arma automática por laventanilla, y luego, simplemente,la parte posterior del taxiquedaría convertida en algo asícomo un sangriento rallador dequeso. A Eddie algo así lepreocuparía más de haber sidoretenido durante cuatro horas enlugar de dos, y mucho más sihubieran sido seis. Pero sólodos… Pensó que Balazarconfiaría en que, al menos aqueltiempo, pudiera mantener la bocacerrada. Querría saber qué había

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pasado con la mercancía.La verdadera razón por la que

Eddie miraba todo el tiempohacia atrás era la puerta.

Le fascinaba.Cuando los agentes de la

Aduana le llevaban medio arastras por las escaleras hasta lasección administrativa delKennedy, había mirado porencima del hombro hacia atrás yahí estaba, improbable peroindudablemente,indiscutiblemente real, flotando asu lado como a un metro dedistancia. Se veía el movimiento

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constante de las olas que rompíanen la arena; vio que allícomenzaba a oscurecer.

La puerta era como uno deesos dibujos con trampa queesconden otra imagen; alprincipio uno no ve la imagenoculta aunque le vaya la vida,pero cuando finalmente ladescubre ya no puede dejar deverla por mucho que lo intente.

Sólo había desaparecido lasdos veces en que el pistolero sehabía ido sin él, y aquello lohabía asustado: Eddie se habíasentido como un niño a quien se

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le apaga la luz que le dejanencendida por la noche. Laprimera vez había sido durante elinterrogatorio en la Aduana.

—Debo irme. —La voz deRoland había atravesadolimpiamente la pregunta que enese momento le arrojaban—. Sóloestaré fuera unos instantes. Notengas miedo.

—¿Por qué? —preguntóEddie—. ¿Por qué debes irte?

—¿Qué te pasa? —le habíapreguntado uno de los tipos de laAduana—. Pareces asustado.

De pronto se había sentido

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asustado, pero por nada que aquelestúpido pudiera comprender.

Al mirar él por encima delhombro, los hombres de laAduana también se habían vuelto.No veían más que una paredblanca y lisa cubierta de panelesblancos llenos de agujeros paraamortiguar los ruidos; Eddiehabía visto la Puerta, a sudistancia normal de un metro(ahora estaba encajada en lapared de la habitación, como unasalida de emergencia que ningunode sus interrogadores podía ver).

Vio más. Vio cosas que salían

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de las olas, cosas que parecíanrefugiados de una película deterror en la que los efectos son unpoquitín más especiales de lo queuno querría, suficientementeespeciales como para que todoparezca real. Tenían el aspecto deun cruce espantoso entre gamba,langosta y araña. Producían unsonido extraño.

—¿Te está dando el deliriumtremens? —le había preguntadouno de los tipos de la Aduana—.¿Ves unos bichitos trepando porlas paredes, Eddie?

Aquello estaba tan cerca de la

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verdad que Eddie estuvo a puntode echarse a reír. Comprendió sinembargo por qué el hombrellamado Roland debía volver; lamente de Roland estaba bastantesegura —al menos por elmomento— pero las criaturas semovían en dirección a su cuerpo yEddie sospechó que, si Roland nolo retiraba del lugar queactualmente ocupaba, podía noquedarle cuerpo alguno paravolver.

De pronto oyó mentalmente aDavid Lee Roth que balaba: OhIyyyy… ain’t got no body[1]… y

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esta vez sí se echó a reír. Nopudo evitarlo.

—¿Qué es lo que te resultatan divertido? —le preguntó elagente de la Aduana que habíaquerido saber si estaba viendobichitos.

—Toda la situación —lerespondió Eddie—. Pero sólo enel sentido de lo peculiar, no de lohilarante. Quiero decir: si estofuera una película, sería más delestilo de Fellini que del deWoody Allen, si me entiende loque le quiero decir.

—¿Podrás arreglártelas? —

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preguntó Roland.—Sí, todo bien. V y O.—No comprendo.—Ve y Ocúpate.—Ah, muy bien. No tardaré.Y de pronto ese otro se había

ido. Simplemente se había ido.Como una fina voluta de humoque el capricho más ligero delviento pudiera deshacer de unsoplo. Eddie había vuelto a mirarhacia atrás y no había visto másque agujereados paneles blancos;no había puerta, ni océano, nisiniestras monstruosidades; ysintió que algo le comprimía el

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vientre. No se trataba de creerque todo había sido unaalucinación. La droga habíadesaparecido, y ésa era toda laprueba que Eddie necesitaba.Pero Roland, de alguna manerahabía… ayudado. Habíafacilitado las cosas.

—¿Quieres que cuelgue uncuadro en ese lugar? —habíapreguntado uno de los tipos de laAduana.

—No —había contestadoEddie con un suspiro—. Quieroque me dejen salir de aquí.

—En cuanto nos digas qué

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hiciste con la heroína. ¿O eracoca? —Y así comenzaba otravez. Y seguía la ronda, una y otravez, y nadie sabía cuándo se iba adetener.

Diez minutos más tarde —diez minutos muy largos—Roland había vuelto a su mente.Un segundo no estaba, al segundosiguiente sí. Eddie percibió queestaba profundamente exhausto.

—¿Está arreglado? —lehabía preguntado Eddie.

—Sí. Lamento habermedemorado. —Pausa—. Tuve quearrastrarme.

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Eddie había vuelto a mirarhacia atrás. Ahí estaba la puerta,pero ahora mostraba una vistaalgo diferente y se dio cuenta deque al moverse Roland al otrolado se había modificado tambiénsu visión. El pensamiento le habíaproducido un ligero escalofrío.Era como si estuviera atado alotro por un misterioso cordónumbilical. El cuerpo del Pistoleroyacía, como antes, derrumbadofrente a la puerta pero ahorapodía ver un largo trecho deplaya hasta la festoneada línea dela marea alta, por donde vagaban

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los monstruos, zumbando ygruñendo. Cada vez que rompíauna ola todos ellos alzaban laspinzas. Se parecían al público delos viejos documentales dondeaparece Hitler hablando y todo elmundo lanza aquel saludo, Heil!,como si su vida dependiera deello… lo cual, si te detienes apensarlo, probablemente eracierto. Eddie podía ver en laarena las tortuosas marcas delavance del pistolero.

Ante la mirada de Eddie, unode los horrores se habíaincorporado con la velocidad del

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rayo y había atrapado una gaviotaque volaba demasiado cerca de laplaya. El pájaro había caídosobre la arena partido en dos ysalpicando sangre por doquier.Antes incluso de que dejaran deretorcerse los horrores concaparazón ya los habían cubierto.Una única pluma blanca salióvolando. Una pinza la agarróvelozmente.

«¡Dios Santo! —pensó Eddieazorado—. Mira esa rapiña».

—¿Por qué sigues mirandohacia atrás? —le habíapreguntado el que parecía

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mandar.—De vez en cuando necesito

un antídoto.—¿Contra qué?—Su cara.

TRES

El taxista dejó a Eddie frente aledificio en Co-Op City, leagradeció la propina de un dólary se fue. Eddie se quedó de pie unmomento, con el bolso de viaje enuna mano y en un dedo de la otrala chaqueta enganchada y echada

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hacia atrás por encima delhombro. Aquí estaba el piso dedos habitaciones que compartíacon su hermano. Se quedó unmomento mirando el edificio, unmonolito con todo el estilo ygusto de una caja de ladrillos. Lasnumerosas ventanas lo hacíanparecer una cárcel, y la visión eratan deprimente para Eddie comoasombrosa para Roland.

—Nunca, ni siquiera cuandoera un niño, vi un edificio tanalto —dijo Roland—. ¡Y haytantos!

—Sí —accedió Eddie—.

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Vivimos como una banda dehormigas en una colina. A tipuede parecerte bien pero te lodigo, Roland, esto se hace viejo.Envejece muy rápidamente.

El coche azul pasó despacio;la camioneta de la pizza dobló laesquina y se aproximó. Eddie setensó y sintió cómo Roland setensaba dentro de él. Tal vezpensaran cargárselo, después detodo.

—¿La puerta? —preguntóRoland—. ¿La atravesamos? ¿Eslo que deseas?

Eddie sintió que Roland

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estaba preparado para cualquiercosa pero habló con voztranquila:

—Todavía no —dijo Eddie—. Es posible que sólo quieranhablar. Pero estáte listo.

Se dio cuenta de que habíadicho algo innecesario, sintióque, en su sueño más profundo,Roland estaba más preparadopara moverse y actuar de lo quenunca lo estaría él, nicompletamente despierto.

La camioneta de la pizza conel chico sonriente en el panellateral se acercó. La ventanilla

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comenzó a bajar y Eddie esperóen la puerta de entrada deledificio, proyectando una sombraalargada a partir de las puntas desus bambas. Esperaba para verqué sería: una cara o un revólver.

CUATRO

El segundo abandono de Rolandhabía tenido lugar menos de cincominutos después de que la gentede la Aduana por fin se diera porvencida y soltara a Eddie.

El pistolero había comido,

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pero no lo suficiente. Necesitababeber y, sobre todo, necesitabamedicina. Sin embargo, Eddie nopodía proporcionarle la medicinaque verdaderamente necesitaba(aunque sospechaba que Rolandtenía razón y que Balazar podríasi quería…), pero un poco desimple aspirina podría al menosbajar la fiebre que Eddie habíanotado al acercársele el pistoleropara cortar la parte superior delvendaje de cinta adhesiva. Sedetuvo frente al quiosco de laterminal principal.

—¿Existe la aspirina en tu

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mundo?—Nunca la oí nombrar. ¿Es

magia o medicina?—Ambas cosas, creo.Eddie se acercó al quiosco y

compró un paquete de AnacinExtra Fuerte. Cruzó hasta el bar ypidió un par de perritos calientesde treinta centímetros de largo yuna Pepsi extragrande. Estabaponiéndoles mostaza y ketchup alas salchichas (Henry las llamabaGodzillas de treinta centímetros)cuando de pronto recordó queaquello no era para él. Por lo queél sabía, a Roland podía no

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gustarle ni la mostaza ni elketchup. Por lo que él sabía,Roland podía ser vegetariano.Por lo que él sabía, aquellamierda podía matar a Roland.

«Bueno, ya es demasiadotarde», pensó Eddie.

Cuando Roland hablaba, ycuando Roland actuaba, Eddiesabía que todo sucedía de verdad.Cuando se quedaba quieto, lehormigueaba la sensaciónvertiginosa de que tenía que serun sueño, un sueñoextraordinariamente vívido quehabía invadido su mente al

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quedarse dormido en el vueloDelta 901 a Nueva York.

Roland le había dicho quepodía llevarse la comida a supropio mundo. Ya una vez habíahecho algo similar, mientrasEddie dormía. A Eddie le parecíaprácticamente increíble, peroRoland le había asegurado queera verdad.

—Bueno, todavía hemos detener mucho cuidado —dijoEddie—. Tienen a dos tipos de laAduana vigilándome.Vigilándonos. Sea lo que sea yoahora.

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—Sé que debemos tenercuidado —respondió Roland—.No son dos, son cinco.

De pronto, Eddie sintió unade las sensaciones más extrañasde su vida. Él no movía sus ojos,pero sentía que se movían. Losmovía Roland.

Un tipo con camiseta detirantes hablando por teléfono.

Una mujer sentada en unbanco, revolviendo en el interiorde su bolso.

Un joven negro que pudohaber sido espectacularmentebello salvo por el labio leporino

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que la cirugía había reparadosólo en parte, y que miraba lascamisetas del quiosco por el queEddie había pasado un rato antes.

Ninguno de ellos teníaaparentemente nada de malo peroa pesar de todo Eddie losreconoció por lo que eran, y eracomo ver esas imágenesescondidas en los acertijosinfantiles, que una vez vistas nopueden dejar de verse jamás.Sintió un ligero rubor en lasmejillas, porque el otro habíatenido que advertirle lo que él nohabía sabido ver. Él solo había

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detectado a dos. Los otros treseran un poco mejores, pero notanto; los ojos del tipo quehablaba por teléfono no estabanen blanco, como debían estar sipensaba en la persona con la quesupuestamente hablaba, sinoatentos, mirando en realidadhacia el lugar donde estabaEddie… Ahí iban a parar los ojosdel tipo del teléfono, una y otravez. La mujer del bolso noencontraba lo que quería, nitampoco abandonaba: seguíarevolviendo sin parar dentro desu bolso. Y el que parecía ir de

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compras había tenido tiempo paramirar cada una de las camisetasde la hilera por lo menos unadocena de veces.

Súbitamente, Eddie se sintiócomo si tuviera cinco años, y tuvomiedo de cruzar la calle si Henryno lo llevaba de la mano.

—No importa —dijo Roland—. Y tampoco te preocupes porla comida. He comido bichosmientras aún estaban losuficientemente vivos como paraque algunos bajaran corriendopor mi garganta.

—Sí —contestó Eddie—,

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pero esto es Nueva York.Llevó los perritos calientes y

el refresco al rincón más lejanode la barra y se puso de espaldasa la zona más concurrida delaeropuerto. Luego levantó lamirada al rincón izquierdo. Unespejo convexo se destacaba allícomo un ojo hipertenso. Desdeahí podía ver a todos susseguidores, pero ninguno de ellosestaba lo bastante cerca comopara ver la comida y el vaso conel refresco, y eso estaba bien,porque Eddie no tenía ni la másremota idea de lo que les iba a

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suceder.—Pon la astina sobre las

cosas de comer. Luego sostenlotodo con las manos.

—Aspirina.—Bien. Si quieres llámalo

flautagorquio, pr… Eddie. Perohazlo.

Sacó el Anacin del estucheque se había metido en elbolsillo, y fue a ponerlo sobreuno de los perritos calientescuando repentinamente se diocuenta de que Roland iba a tenerproblemas para lo que él llamaba«la prueba de veneno»: abrir el

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refresco y esperar.Lo hizo, colocó tres píldoras

sobre una de las servilletas, loconsideró, y luego agregó tresmás.

—Tres ahora, tres más tarde—dijo—. Si hay un más tarde.

—Muy bien. Gracias.—¿Y ahora qué?—Tenlo todo en las manos.Eddie volvió a mirar por el

espejo convexo. Dos de losagentes paseaban como quien noquiere la cosa en dirección al bar,tal vez porque no les gustaba laforma en que Eddie estaba vuelto

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de espaldas, tal vez porque seolían la llegada de un pequeñoacto de prestidigitación y queríanechar un vistazo más de cerca. Siiba a suceder algo, más valía quesucediera rápido.

Puso las manos en torno atodas las cosas; sentía el calor delas salchichas dentro del suavepan blanco, la frescura de laPepsi. En ese momento parecía untipo preparándose para llevarlesun bocado a sus hijos… yentonces las cosas se empezarona derretir.

Miró hacia abajo, con los

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ojos cada vez más y más abiertos,hasta que de pronto sintió que sele iban a caer hasta quedarlecolgando.

Vio las salchichas a través delos panes. Vio la Pepsi a travésdel vaso y el líquido atascado dehielo que se curvaba para definiruna forma ya invisible.

Luego vio la barra de formicaroja a través de las largassalchichas y la pared blanca através de la Pepsi. Sus manos sedeslizaron la una hacia la otra amedida que la resistencia entreellas se volvía menor y menor…

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y luego se cerraron una contra laotra, palma con palma. Lacomida… las servilletas… laPepsi Cola… las seis aspirinas…Todo lo que tuvo entre las manoshabía desaparecido.

«Abracadabra», pensó Eddie,aturdido. Echó una mirada haciaarriba, al espejo convexo.

La puerta había desaparecidodel espejo al mismo tiempo queRoland de su mente.

«Que aproveche, amigo»,pensó Eddie.

Pero aquella misteriosapresencia foránea que se llamaba

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a si misma Roland, ¿era suamigo? Estaba lejos de ser unhecho comprobado, ¿no? Le habíasalvado el pellejo, cierto, peroeso no lo convertía en un boyscout.

Pero, al mismo tiempo,Roland le gustaba. Lo temía…pero también le gustaba.

Sospechaba que con el tiempopodría amarlo, como amaba aHenry.

«Come bien, extranjero —pensó—. Come bien, consérvatecon vida… y vuelve».

Cerca de él quedaban unas

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servilletas manchadas de mostazay abandonadas por un clienteanterior. Eddie hizo una bola conellas y al salir la arrojó al cubode basura que estaba junto a lapuerta, mientras masticaba airecomo si fuera el último bocado dealguna cosa.

Fue incluso capaz de soltar uneructo cuando se aproximaba altipo negro, de paso hacia loscarteles que indicaban el caminoa «EQUIPAJES» y «TRANSPORTETERRESTRE».

—¿No pudiste encontrarninguna camiseta que te gustara?

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—le preguntó Eddie.—¿Perdón? —El negro apartó

la vista del monitor de salidas deAmerican Airlines que simulabaestudiar.

—Pensé que tal vez estabasbuscando una que dijera PORFAVOR, QUIERO COMER,TRABAJO PARA ELGOBIERNO DE ESTADOSUNIDOS —dijo Eddie, y siguiócaminando.

Cuando comenzó a bajar lasescaleras vio a la hurgacarterascerrar su bolso a toda prisa yponerse de pie.

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«Oh, vamos, esto va aparecerse al desfile de Macy’s eldía de Acción de Gracias».

Había sido un día cantidad deinteresante, y Eddie no creía quehubiera terminado todavía.

CINCO

Cuando Roland vio que las cosas-langosta volvían a salir de lasolas (su salida no tenía que vercon la marea, entonces; lo que lasatraía era la oscuridad), dejó queEddie Dean se moviera por sí

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mismo antes de que las criaturaspudieran encontrarlo y comérselo.

Esperaba el dolor y estabapreparado. Había vivido tantotiempo con el dolor que ya eracasi como un viejo amigo. Estababastante azorado, sin embargo,por la rapidez con que le habíaaumentado la fiebre y disminuidola fuerza. Si antes no había estadoagónico, lo más probable era quelo estuviese ahora. ¿Habría algoen el mundo del Prisionero lobastante poderoso como paraimpedir que aquello sucediera?Quizá. Pero si no podía contar

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con eso en las próximas seis uocho horas, pensó que ya noimportaría. Si las cosas seguíanasí por mucho más tiempo, nohabría ni magia ni medicina, eneste mundo ni en cualquier otro,que pudiera curarlo.

Le resultaba imposiblecaminar. Iba a tener quearrastrarse.

Se preparaba para comenzarcuando sus ojos se fijaron en laretorcida banda de cinta adhesivay las bolsas con el polvo deldiablo. Si las dejaba ahí era casiseguro que las langostruosidades

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las romperían. La brisa del mariba a desparramar el polvo a loscuatro vientos. «Que es adondedebería ir a parar», pensó elpistolero con severidad. Pero nopodía permitirlo. Cuando llegarael momento, Eddie Dean seencontraría metido en un gran líosi no podía hacer aparecer aquelpolvo. Muy pocas veces eraposible engañar a tipos como elque se imaginaba que seríaBalazar. Querría ver la mercancíapor la que había pagado, y hastaque no la viera, haría apuntar aEddie con armas suficientes como

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para equipar un pequeño ejército.El pistolero tomó la tira

retorcida de cinta adhesiva y se lapasó por detrás del cuello. Luegocomenzó a avanzarlaboriosamente por la playa.

Se había arrastrado unosveinte metros —distancia a la quejuzgó que podía considerarse asalvo— cuando tuvo la horrible(aunque cósmicamente graciosa)impresión de que estaba dejandola puerta atrás. ¿Por qué tenía quepasar por todo esto, en el nombrede Dios?

Miró hacia atrás y vio la

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puerta, pero no abajo, en la playa,sino a un metro por detrás de él.Por un momento Roland sólopudo mirar y darse cuenta de loque ya debió haber sabido, de noser por la fiebre y por el sonidode los Inquisidores quemartilleaban a Eddie conincesantes preguntas: «Dónde talcosa, cómo tal otra, por qué talcosa, cuándo tal otra». Eranpreguntas que se fundíanmisteriosamente con las preguntasde los horrores rastreros quellegaban escarbando yretorciéndose desde las olas:

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«¿Papa choca?, ¿papa daca?,¿pica chica?», como en undelirio.

«Ahora la llevo conmigoadondequiera que voy —pensó—igual que él. Ahora viene connosotros a todas partes. Nos siguecomo una maldición de la que note puedes librar jamás».

Todo aquello parecía tancierto que resultabaincuestionable… lo mismo queotra cosa: si la puerta entre ellosllegara a cerrarse, quedaríacerrada para siempre.

«Cuando eso suceda —pensó

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torvamente Roland— él debeestar a este lado. Conmigo».

—¡Eres un modelo de virtud,pistolero! —se burló de él elhombre de negro. Parecía haberestablecido su residenciapermanente dentro de la cabezade Roland—. Has matado alchico. Ése fue el sacrificio que tepermitió atraparme, y también tepermitió, supongo, crear lapuerta entre los dos mundos.Ahora intentas invocar a tus tres,uno por uno, y a todos elloscondenarlos a algo que tú mismoprocurarías evitar: una vida

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entera en un mundo ajeno, dondemorirían con la misma facilidadcon que mueren los animales deun zoológico cuando se los dejalibres en un lugar salvaje.

«La Torre —pensósalvajemente Roland—. Cuandohaya llegado a la Torre, cuandohaya hecho lo que se supone quedebo hacer allí, cuando hayarealizado el acto fundamental derestitución o redención para elque se me ha destinado, entoncesquizá ellos…».

Pero la carcajadaensordecedora del hombre de

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negro, el hombre que habíamuerto pero seguía viviendocomo la conciencia manchada delpistolero, no le dejó seguiradelante con el pensamiento.

Sin embargo, la idea detraición que estaba contemplandotampoco podría apartarlo de sucamino.

Se las arregló para avanzarotros diez metros, miró haciaatrás y vio que ni el más grandede los monstruos rastreros seatrevería a superar la línea de lamarea alta más de cinco o seismetros. Y él había logrado

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recorrer tres veces dichadistancia.

«Está bien, entonces».—Nada está bien —replicó

con gran regocijo el hombre denegro—, y tú lo sabes.

—Cállate —pensó elpistolero y, por un milagro, la vozse calló.

Roland metió las bolsas dehierba del diablo en el intersticiode dos rocas y las cubrió convarios puñados de musgos yalgas. Una vez hecho esto,descansó brevemente; la cabezale latía con fuerza, la sentía como

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una bolsa de agua caliente, y teníala piel por momentos fría y pormomentos caliente. Luego girósobre sí mismo a través de lapuerta y entró en aquel otromundo, en aquel otro cuerpo, ydejó atrás por un rato la crecienteinfección mortal.

SEIS

La segunda vez que volvió a símismo entró en un cuerpo tanprofundamente dormido que porun momento pensó que había

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entrado en estado de coma… unestado en el que las funcionesvitales habían bajado a tal puntoque en unos instantes sentiría quesu propia conciencia iba acomenzar un largo deslizamientohacia la oscuridad.

En cambio forzó su cuerpo adespertarse, lo zarandeó yaporreó para sacarlo de la cuevaoscura a la que se habíaarrastrado. Apresuró a sucorazón, obligó a sus nervios aaceptar el dolor que le quemabala piel y despertó a su carne a lagimiente realidad.

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Ahora era de noche. Habíansalido las estrellas. Los popkinsque Eddie le había compradoeran pedacitos de calor en mediodel frío.

No tenía ganas de comérselos,pero se los iba a comer. Antes,sin embargo…

Miró las píldoras blancas quetenía en la mano. Astina, lasllamaba Eddie. No, no eraexactamente así, pero Roland nopodía pronunciar la palabra comola había dicho el Prisionero. Enrealidad no era más quemedicina. Medicina del otro

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mundo.«Si algo de tu mundo pudiera

ayudarme, Prisionero —pensóRoland sombríamente—, serántus pociones más que tuspopkins».

Aun así, iba a tener queprobarlo. No la medicina querealmente necesitaba —segúncreía Eddie— sino algo que lebajaría la fiebre.

«Tres ahora, tres más tarde.Si acaso hay un más tarde».

Se puso en la boca tres de laspíldoras, luego retiró la tapa —deun extraño material blanco que no

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era papel ni vidrio, pero parecíaun poco de ambos— que cubría elvaso de papel de la bebida, ytomó un sorbo para tragarlas.

El primer trago lo asombró deuna manera tan absoluta que porun momento no hizo sino quedarseallí, apoyado contra una roca, conlos ojos tan abiertos, quietos yllenos de la luz reflejada por lasestrellas, que si alguien hubieraatinado pasar por ahí seguramenteya lo habría considerado muerto.Luego bebió ávidamente,sosteniendo el vaso con ambasmanos; sin notar apenas el dolor

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punzante de los muñones de losdedos, tal era su arrebato con labebida.

—¡Dulce! ¡Dioses, cuántadulzura! ¡Cuánta dulzura!¡Cuánta…!

Uno de los chatos cubitos dehielo de la bebida quedó atrapadoen su garganta. Roland tosió, sepalmeó en el pecho y lo arrojófuera. Ahora sentía un nuevodolor en la cabeza: el dolormetálico que sobreviene al beberrápido algo demasiado frío.

Se quedó quieto; sentía que elcorazón le bombeaba como un

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motor a toda máquina, sentía queuna energía nueva le brotaba en elcuerpo a tanta velocidad quetemió que pudiera llegarliteralmente a explotar. Sin pensaren lo que hacía, rasgó otro pedazode la camisa —pronto no seríamás que un trapo colgándole delcuello— y se lo cruzó sobre unapierna. Cuando terminara labebida volcaría el hielo dentrodel trapo y haría un paquete parasu mano herida. Pero tenía lamente en otro lugar.

«¡Dulce!», le brotaba el gritouna y otra vez; trataba de

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encontrarle sentido, o deconvencerse a sí mismo de quetenía sentido, tanto como Eddiehabía tratado de convencerse a símismo de que el otro era un serreal y no alguna convulsiónmental que no fuera más que otraparte de él mismo tratando detenderle una trampa. «¡Dulce!¡Dulce! ¡Dulce!».

La oscura bebida estabarociada de azúcar, incluso enmayor cantidad de la que Marten—que era un gran glotón pese asu grave ascetismo aparente— leponía por las mañanas en el café,

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en el’Downers.«Azúcar… polvo…

blanco…».Los ojos del pistolero

vagaron hasta las bolsas, apenasvisibles bajo el musgo que leshabía echado encima, y sepreguntó brevemente si lo quehabía en su bebida y lo que habíaen las bolsas no sería lo mismo.Sabía que Eddie lo habíaentendido al pasar a su mundo,donde eran dos entes físicosdistintos. Sospechaba que si élhubiera cruzado con su cuerpofísico al mundo de Eddie (y

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comprendió instintivamente quepodía hacerse… aunque si lapuerta se cerrara mientras seencontrara allí, sería parasiempre, de la misma forma queEddie se quedaría aquí parasiempre en el caso contrario),habría entendido su lenguaje casiperfectamente.

En primer lugar sabía, porhaber estado en la mente deEddie, que los lenguajes de losdos mundos eran similares.Similares, pero no iguales. Aquíun sándwich era un popkin. Allírescatar era encontrar algo de

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comer. Entonces… ¿no seríaposible que la droga que Eddiellamaba cocaína en el mundo delpistolero se llamara azúcar?

Lo pensó y decidió que erapoco probable. Eddie habíacomprado la bebida abiertamente,sabiendo que lo vigilaba genteque servía a los Sacerdotes de laAduana. Además, Roland sentíaque había pagado por ella unprecio relativamente bajo. Inclusomenos que por los popkins decarne. No, el azúcar no eracocaína, pero Roland no podíacomprender por qué alguien

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querría cocaína o cualquier otradroga ilegal en un mundo dondeuna droga tan poderosa como elazúcar era tan abundante y barata.

Volvió a mirar los popkins decarne, sintió el primer arañazo dehambre… y con asombro yconfusa gratitud se dio cuenta deque se sentía mejor.

¿La bebida? ¿Sería eso? ¿Elazúcar de la bebida?

Podía ser eso en parte… peroen una pequeña parte. El azúcarpodía reanimar a uno por un ratomientras estaba en movimiento; losabía desde que era un niño. Pero

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el azúcar no podía amortiguar eldolor o calmar el fuego de lafiebre en el cuerpo cuando unainfección se había convertido enun horno. Y eso era exactamentelo que le había sucedido… lo queaún le sucedía.

Los temblores convulsivoshabían cesado. El sudor se lesecaba en la frente. Los anzuelosalineados en su garganta parecíandesaparecer. Por increíble quepudiera parecer, era también unhecho indiscutible y no meraimaginación o una ilusión (paradecir la verdad, el pistolero no

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habría sido capaz de unafrivolidad así durante décadasdesconocidas e incognoscibles).Los dedos que le faltaban aúnpalpitaban y rugían, pero creíaque incluso semejante dolor sepodía calmar.

Roland echó la cabeza haciaatrás, cerró los ojos y dio graciasa Dios.

A Dios y a Eddie Dean.—No cometas el error de

poner tu corazón al alcance desu mano, Roland —dijo una vozque venía de los estratos másprofundos de su mente; no era la

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voz nerviosa y jodida del hombrede negro ni la voz áspera de Cort;al pistolero le pareció que era lade su padre.

—Sabes que lo que hizo porti lo hizo por su propianecesidad personal, así comosabes que esos hombres —porInquisidores que puedan ser—tienen parte o toda la razónacerca de él. Es un tipo débil, yno era falso ni infame el motivopara prenderlo. Sus entrañas sonde acero, no lo discutiré. Perotambién tiene debilidad. Es comoHax, el cocinero. Hax se resistía

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a envenenar… pero su reticenciajamás acalló los gritos de losque morían al rasgarse susintestinos. Y existe aún otrarazón a tener en cuenta…

Pero Roland no necesitabaque la voz le dijera cuál era laotra razón. La había visto en losojos de Jake cuando el chicocomenzó por fin a comprender suspropósitos.

«No cometas el error deponer tu corazón al alcance de sumano».

Buen consejo. Te has hechodaño a ti mismo por tener buenos

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sentimientos hacia aquéllos aquienes eventualmente es precisohacer daño.

—Recuerda cuál es tu deber,Roland.

—Nunca lo he olvidado —susurró mientras las estrellasbrillaban despiadadamente, lasolas chirriaban sobre la costa ylas langostruosidades gritabanestúpidas preguntas—. Estoycondenado por mi deber. ¿Acasolos condenados cambian derumbo?

Comenzó a comer los popkinsde carne que Eddie llamaba

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«perritos».A Roland no le importaba

demasiado la idea de estarcomiendo perro, aunque fuera unaporquería comparado con elsándwich de tul pero, después deaquella maravillosa bebida,¿tenía acaso algún derecho aquejarse? Creía que no. Además,el juego estaba muy avanzadocomo para preocuparsedemasiado por tales nimiedades.

Acabó de comer y regresó allugar donde ahora estaba Eddie,una suerte de mágico vehículoque corría por una ruta de metal,

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llena de otros vehículosparecidos… docenas, cientos talvez, y ni uno sólo de ellosarrastrado por caballos.

SIETE

Cuando la camioneta de laspizzas se detuvo Eddie estabapreparado y Roland dentro de éllo estaba aún más.

—Es otra versión del sueñode Diana —pensó Roland—.¿Qué habrá en la caja? ¿Lavasija de oro o la serpiente

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cazadora? Y justo cuando hacegirar la llave y pone las manossobre la tapa, oye a la madre quele dice: ¡Despierta, Diana! Es lahora de ordeñar.

—Muy bien —pensó Eddie—. ¿Qué viene ahora? ¿La damao el tigre?

Un hombre de rostro pálido,lleno de granos y con grandesdientes de conejo miró a travésde la ventanilla lateral de lacamioneta hacia afuera. Era unrostro que Eddie conocía.

—Hola, Col —dijo Eddie sinmayor entusiasmo. Más allá de

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Col Vincent, sentado al volante,estaba Jack Andolini, a quienHenry había puesto por mote«Feo con ganas».

«Pero Henry nunca lo llamóasí a la cara», pensó Eddie. No,desde luego que no. Decirle algoasí a la cara a Jack era unamaravillosa manera de que a unolo mataran. Era un tío enorme conuna frente protuberante de hombrede las cavernas y una mandíbulaimponente para hacer juego.Estaba vinculado a EnricoBalazar por un matrimonio… deuna sobrina, una prima, o una

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mierda de ésas. Sus manosgigantescas se aferraban alvolante de la camioneta dereparto como se agarran a unarama las de un mono. Unosmechones enmarañados de pelo lesalían de las orejas, de las cualesEddie sólo veía una, porque JackAndolini permanecía de perfil,sin mirar a su alrededor.

El feo con ganas. Ni siquieraHenry (quien, Eddie debíaadmitirlo, no siempre era el tipomás perceptivo del mundo) habíacometido nunca el error deconsiderarlo estúpido con ganas.

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Colin Vincent no era más que unmandado glorificado. Jack, sinembargo, tenía suficientes lucesdetrás de la frente de Neanderthalcomo para ser el lugartenientenúmero uno de Balazar. A Eddieno le hizo gracia que Balazarhubiera enviado a un hombre detal importancia. No le hizoninguna gracia.

—Hola, Eddie —saludó Col—. Parece que has tenidoproblemas.

—Nada que no pudieracontrolar —dijo Eddie. Se diocuenta de que se estaba rascando

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primero un brazo y después elotro, en uno de los típicos gestosde yonqui que con tanto esmerohabía procurado evitar cuando lotenían bajo custodia. Se obligó adetenerse. Pero Col sonreía yEddie sintió una necesidadurgente de pegarle un trompazoque le atravesara la sonrisa yllegara al otro lado. Pudo haberlohecho, en realidad… salvo porJack. Jack seguía mirando alfrente. Parecía estar metido en suspropios pensamientosrudimentarios mientras observabael mundo en sus simples colores

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primarios y sus movimientoselementales, lo único que unhombre de semejante intelecto (eslo que uno pensaría, al mirarlo)podía percibir.

Eddie creía, sin embargo, queJack podía ver más en un solo díaque Col Vincent en toda su vida.

—Bueno, muy bien —dijoCol—. Está muy bien.

Silencio. Col miraba a Eddie,sonriendo, esperando que Eddiecomenzara otra vez el bailoteoyonqui, rascándose y cambiandode un pie al otro como un niñoque necesita ir al baño; más que

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nada, esperaba que Eddiepreguntara qué pasaba y apropósito, por casualidad, ¿notendrían un poco de caballoencima?

Eddie lo miraba a su vez,ahora sin rascarse, sin moverseen absoluto.

Una brisa ligera arrastró unenvoltorio a través delaparcamiento. Su roce chirriantey el golpeteo jadeante de lasválvulas sueltas de la camionetade pizza era lo único que se oía.

La sonrisa conocedora de Colcomenzó a esfumarse.

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—Sube, Eddie —dijo Jacksin mirar alrededor—. Vamos adar un paseo.

—¿Adónde? —preguntóEddie, aunque lo sabía.

—A casa de Balazar. —Jackno miró alrededor. Flexionó unavez las manos sobre el volante.Al hacerlo, un enorme anillo deoro macizo con un ónice, quesobresalía como el ojo de uninsecto gigante, brilló en el tercerdedo de su mano derecha. Añadió—: Quiere saber qué ha pasadocon su mercancía.

—La tengo. Está a salvo.

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—Bien. Entonces nadie tienede qué preocuparse —dijo Jacksin mirar a ninguna parte.

—Creo que antes me gustaríasubir —dijo Eddie—. Quierocambiarme de ropa, hablar conHenry…

—Y también darte un pico, note olvides de eso —dijo Col, yexhibió su sonrisa de grandesdientes amarillos—. Sólo que notienes nada con qué dártelo,compinche.

—¿Como-pinche? —pensó elpistolero en la mente de Eddie.La forma en que lo pronunció

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sonó como las preguntas de laslangostruosidades de la playa, y aambos les recorrió un levetemblor.

Col observó el temblor y susonrisa se iluminó.

«Oh, ahora llega, después detodo —decía la sonrisa—. Aquíviene el viejo bailoteo yonqui.Por un minuto me tuvistepreocupado, Eddie».

Los dientes que reveló lasonrisa no eran más amistososque antes.

—¿Y eso por qué? —preguntóEddie.

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—El señor Balazar pensó queera mejor limpiar la casa,muchacho —dijo Jack sin miraralrededor. Continuó observandoaquel mundo que un observadorhabría creído ajeno a él, y añadió—: Por si acaso se presentabaalguien.

—Gente con una ordenfederal de registro, por ejemplo—señaló Col. Le dirigió unamirada torcida y maliciosa. Eddiepodía sentir ahora que Rolandtambién habría partido con elpuño aquellos dientes podridosque hacían que su sonrisa fuera

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repugnante de manera tanirremediable. La unanimidad desentimientos le levantó un poco elánimo—. Fíjate que mandó unservicio de limpieza para limpiarlas paredes y barrer el suelo y note va a cobrar por eso ni uncentavo, Eddie.

«Ahora me preguntarás sitengo algo —decía la sonrisa deCol—. Oh sí, ahora me lopreguntarás, muchachito. Porquetal vez no te guste el caramelero,pero el caramelo sí te gusta,¿verdad? Y ahora que sabes queBalazar se aseguró de que ya no

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tuvieras nieve en casa…».Una súbita idea, fea y

alarmante al mismo tiempo, lecruzó por la cabeza como un rayo.Si la reserva habíadesaparecido…

—¿Dónde está Henry? —preguntó de pronto, con una voztan ronca que Col, sorprendido,se echó un poco hacia atrás.

Jack Andolini giró por fin lacabeza. Lo hizo lentamente, comosi fuera un acto que realizara sólorara vez y a costa de un granesfuerzo. Uno casi esperaba oír elcrujido de viejas bisagras

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oxidadas dentro del sólido cuello.—A salvo —contestó, y luego

devolvió la cabeza a su posiciónoriginal, con idéntica lentitud.

Eddie se quedó de pie junto ala camioneta de pizza; luchabacontra el pánico que trataba deinvadir su mente y ahogar todopensamiento coherente. Lanecesidad de darse un pico, quehasta el momento había logradomantener bajo control,súbitamente era ingobernable.Tenía que dárselo. Con un chutepodría pensar, podría recuperarel control…

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—¡Para ya! —rugió Rolanddentro de su cabeza, tan fuerteque Eddie hizo una mueca (y Col,que confundió este gesto desorpresa y dolor de Eddie por unnuevo pasito del bailoteo yonqui,comenzó a sonreír otra vez)—.¡Para! ¡Yo seré el jodido controlque necesitas!

—¡Pero no lo comprendes!¡Es mi hermano! ¡Mierda, es mihermano! ¡Balazar tiene a mihermano!

—Hablas como si fuera unapalabra que jamás hubiera oído.¿Temes por él?

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—¡Sí! ¡Santo Cielo, sí!—Entonces haz lo que ellos

esperan que hagas. Llora. Gimey suplica. Pídeles esa dosis tuya.Estoy seguro de que ellosesperan que lo hagas, y estoyseguro de que la tienen. Haztodo eso, que se sientan segurosde ti, y tú podrás estar seguro deque todos tus miedos seránjustificados.

—No entiendo qué quieresde…

—Quiero decir que sidemuestras ser un cagadollegarás lejos y conseguirás que

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maten a tu precioso hermano.¿Es eso lo que quieres?

—Muy bien. Seré frío. Talvez no lo parezca, pero voy amantenerme frío.

—¿Es así cómo lo llamas?Está bien. Sí, mantente frío.

—No habíamos quedado así—exclamó Eddie directamente enla hirsuta oreja de Jack Andolini,por encima de Col—. Si no, nome hubiera preocupado delpaquete de Balazar, ni hubieramantenido la boca cerrada en unmomento en que cualquier otrohabría vomitado cinco nombres

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por cada año de reducción de lacondena.

—Balazar pensó que tuhermano estaría más seguro conél —explicó Jack, sin miraralrededor—. Lo tomó bajo sucustodia para protegerlo.

—Bueno, muy bien —concedió Eddie—. Agradécelo demi parte y dile que estoy devuelta, que su mercancía está asalvo, y que yo puedo ocuparmede cuidar a Henry tal como Henrysiempre se ocupó de mí. Dile queyo quiero un paquete de seis enfrío, que cuando Henry vuelva a

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casa nos lo vamos a repartir, yque entonces nos metemos ennuestro coche, nos vamos a laciudad y hacemos el negociocomo tiene que ser. Comohabíamos quedado.

—Balazar quiere verte, Eddie—señaló Jack. Su voz eraimplacable, inamovible. No giróla cabeza—. Sube a la camioneta.

—Vete a cagar donde nobrilla el sol, hijo de puta —repuso Eddie. Y se encaminó a laentrada de su edificio.

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OCHO

Era una distancia corta, pero nohabía alcanzado a recorrer ni lamitad cuando la mano deAndolini le aferró la partesuperior del brazo con la fuerzaparalizante de una tenaza; Eddiesintió un aliento caliente como elde un toro en la nuca. Por elaspecto de Jack, cualquierahubiera pensado que, en tan pocotiempo, su cerebro apenas podríaconvencer a la mano para que

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abriera la puerta de la furgoneta.Eddie se volvió.—Mantente frío, Eddie —le

susurró Roland.—Frío —respondió Eddie.—Podría matarte por eso —

advirtió Andolini—. A mí nadieme envía a cagar, y mucho menosun yonqui asqueroso como tú.

—¡Y una mierda! —le gritóEddie. Pero fue un gritocalculado. Un grito frío en lamedida en que eso es posible. Sequedaron ahí de pie, figurasoscuras contra la dorada luzhorizontal del crepúsculo en el

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final de la primavera, en esedesolado y deprimido complejode viviendas en el Bronx que es Co-Op City. Y la gente oyó elgrito, y la gente oyó la palabramatar, y si tenían la radioencendida la pusieron más fuerte,y si tenían la radio apagada laencendieron y entonces lapusieron más fuerte porque asíera mejor, más seguro.

—¡Rico Balazar ha faltado asu palabra! ¡Yo di la cara por él yél no dio la cara por mí! Así quete digo a ti que te vayas a cagar,le digo a él que se vaya a cagar,

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le digo a cualquiera que se meocurra que se vaya a cagar la putaque lo parió.

Andolini lo miró. Sus ojos seveían tan marrones que el colorparecía haberse derramado porlas córneas dejándolas amarillascomo el pergamino viejo.

—¡Le digo al presidenteReagan que se vaya a cagar sifalta a la palabra que me dio! ¡Ledigo que le arreglen por el culo elpólipo rectal, o lo que coño sea!

Las palabras murieron en losecos de cemento y ladrillo. Sóloun niño de piel muy negra,

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comparada con los pantaloncitosblancos de baloncesto y laszapatillas altas hasta el tobillo, sequedó de pie en el campo dejuego del otro lado de la calle,mirándolos, con la pelotasostenida flojamente a un costadobajo el brazo doblado.

—¿Has acabado? —preguntóAndolini cuando se perdió elúltimo eco.

—Sí —respondió Eddie conun tono de voz perfectamentenormal.

—Muy bien —dijo Andolini.Extendió sus dedos de

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antropoide, sonrió… y sucedierondos cosas al mismo tiempo: laprimera era que uno percibía unencanto tan sorprendente quedejaba a la gente indefensa, lasegunda, que uno veía lo brillanteque era en realidad.Peligrosamente brillante. Añadió—: ¿Podemos empezar de nuevo?

Eddie se pasó la mano por elpelo, cruzó brevemente los brazoscomo para poder rascarse los dosal mismo tiempo, y dijo:

—Creo que va a ser lo mejor,porque así no vamos a ningunaparte.

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—Muy bien —asintióAndolini—. Nadie habló, nadieinsultó. —Sin girar la cabeza niquebrar el ritmo de su discurso,agregó—: Vuelve a la camioneta,sabihondo.

Col Vincent, quecautelosamente había salido de lacamioneta por la puerta queAndolini había dejado abierta,retrocedió con tanta rapidez quese golpeó la cabeza. Se deslizópor el asiento hasta llegar a suantiguo lugar, donde quedórepantingado y de mal humor.

—Debes comprender que el

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arreglo cambió cuando la gentede la Aduana te puso las manosencima —explicó razonablementeAndolini—. Balazar es un hombreimportante. Tiene intereses queproteger. Gente que proteger. Unade estas personas resulta que es tuhermano Henry. ¿Crees que todoes mentira? Si crees eso, másvale que pienses cómo está ahora.

—Henry está bien —contestóEddie. Pero sabía que no era así yno pudo evitar que se le notara enla voz. Él lo oyó, y supo queAndolini también lo había oído.Ahora Henry parecía estar

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siempre drogado. En las camisastenía agujeros por las quemadurasde los cigarrillos. Se habíacortado la mano como un cerdo alusar un abrelatas eléctrico paraabrir una lata de Calo paraPotzie, su gato. Eddie ignorabacómo podía uno cortarse con unabrelatas eléctrico, pero Henry lohabía logrado. A veces habíapolvo en la mesa de la cocina porlas sobras de Henry. A vecesEddie encontraba restos de colorde té en la bañera.

—Henry —le decía él—,Henry, has de tener más cuidado,

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esto se te está yendo de lasmanos. Esto va a reventar encualquier momento; parece que telo estés buscando.

—Sí, hermanito, está bien —le respondía Henry—. Ni siquierasudo, lo tengo todo bajo control.

Pero a veces, al ver el rostroceniciento de Henry, con lamirada ardiente, Eddie sabía queHenry nunca más iba a volver atener nada bajo control.

Lo que él quería decirle aHenry, y no podía, no tenía nadaque ver con que lo atraparan o losatraparan a los dos. Lo que él

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quería decirle era: «Henry, escomo si estuvieras buscando unlugar para morir. Ésa es laimpresión que me da, y megustaría que dejaras de hacer eso,joder. Porque si tú te mueres¿para qué mierda voy a viviryo?».

—Henry no está bien —aseguró Jack Andolini—.Necesita que alguien lo vigile.Necesita… ¿cómo dice lacanción? Un puente sobre aguasturbulentas. Ese puente es IlRoche, por ahora.

«Il Roche es un puente al

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infierno», pensó Eddie. Y en vozalta, añadió:

—¿Ahí es donde está Henry?¿En casa de Balazar?

—Sí.—¿Yo le doy su mercancía y

él me devuelve a Henry?—Y también tu mercancía —

recalcó Andolini—, no loolvides.

—En otras palabras, el tratovuelve a la normalidad.

—Correcto.—Ahora dime qué crees que

realmente va a pasar. Vamos,Jack, dímelo. Quiero ver si

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puedes decírmelo a la cara. Y sieres capaz de decírmelo a la cara,quiero ver cómo te crece la nariz.

—No te comprendo, Eddie.—Claro que me comprendes.

¿Balazar cree que yo tengo lamercancía? Si cree eso debe serestúpido, y yo sé que no es.

—Yo no sé lo que él cree —dijo Andolini serenamente—. Mitrabajo no es saber lo que él cree.Él sabe que tenías la mercancíacuando saliste de las islas, sabeque la Aduana te cogió y luego tesoltó, sabe que estás aquí y nocamino de Riker’s, y sabe que la

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mercancía tiene que estar enalguna parte.

—Y sabe que la Aduanatodavía está pegada a mí como untraje de buzo a un buceador,porque tú lo sabes y le hasenviado algún tipo de mensaje enclave por la radio de lacamioneta. Algo como: «Doblemozzarela, guarden las anchoas».¿Cierto, Jack?

Jack Andolini no dijo nada ypermaneció sereno.

—Sólo que le has dicho algoque él sabía ya. Como conectarlos puntos en un dibujo que desde

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antes se sabe qué es.Andolini se quedó de pie en

la dorada luz del atardecer quelentamente se volvía de colornaranja ardiente, y siguiómostrándose sereno, y sin decirnada en absoluto.

—Él cree que ahora estoy conellos. Cree que me estánutilizando. Cree que puedo ser lobastante estúpido como paraescapar. No puedo decirexactamente que lo culpe. O sea,¿por qué no? Uno que estáreventado es capaz de hacercualquier cosa. ¿Quieres

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registrarme para ver si llevoconectada una grabadora?

—Sé que no la llevas —comentó Andolini—. Tengo algoen la furgoneta. Es una especie dedetector que pesca transmisionesde radio de onda corta. Y, ya queestamos, no creo que losfederales te estén manipulando.

—¿Ah, no?—No. Así que ¿nos subimos a

la furgoneta y nos vamos a laciudad o qué?

—¿Tengo alguna alternativa?«No», contestó Roland dentro

de su cabeza.

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—No —confirmó Andolini.Eddie volvió a la furgoneta.

El chico de la pelota debaloncesto seguía de pie al otrolado de la calle; su sombra eraahora tan larga que parecía uncaballete.

—Largo, niño —dijo Eddie—. Nunca has estado aquí. Nohas visto nada ni a nadie. Lárgate.

El chico salió corriendo.Col le sonreía.—Muévete, campeón —

indicó Eddie.—Creo que deberías sentarte

en el medio, Eddie.

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—Muévete —repitió Eddie.Col lo miró, luego miró aAndolini, quien no le devolvió lamirada. Sólo cerró la puerta dellado del conductor y miróserenamente hacia el frente, comoBuda en su día libre, dejando quese las arreglaran solitos con losasientos. Col volvió a mirar aEddie a la cara y decidiómoverse.

Se dirigían hacia Nueva York.El pistolero (quien sólo podíamirar maravillado las puntas cadavez más altas y elegantes de losedificios, los puentes que

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cruzaban un ancho río comotelarañas de acero y los carruajesaéreos motorizados quesobrevolaban la zona comoextraños insectos artificiales) nolo sabía, pero el lugar al que sedirigían era la Torre.

NUEVE

Al igual que Andolini, EnricoBalazar no creía que Eddie Deanse hubiera pasado al bando de losfederales. Al igual que Andolini,Balazar lo daba por hecho.

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El bar estaba vacío. El cartelen la puerta decía «CERRADOSOLO ESTA NOCHE». Balazarestaba sentado en su oficina,esperando que llegaran Andoliniy Col Vincent con Eddie. Con élestaban sus dos guardaespaldaspersonales, Claudio Andolini, elhermano de Jack, y Cimi Dretto.Sentados en un sofá a la izquierdadel gran escritorio de Balazar,miraban, fascinados, cómo crecíael edificio que éste habíaconstruido. La puerta estabaabierta. Más allá, había unpequeño vestíbulo: a la derecha,

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la parte trasera del bar; y más allála cocinita, donde se preparabanunos pocos platos simples depasta; a la izquierda, la oficinadel contable y el almacén. En laoficina del contable seencontraban otros tres«caballeros de Balazar» —así selos llamaba—, jugando al Trivialcon Henry Dean.

—Muy bien —decía GeorgeBiondi—. Aquí hay una fácil,Henry. ¿Henry? Henry, ¿estás ahí?Tierra a Henry, la gente de laTierra te necesita. Vuelve, Henry.Lo digo otra vez: vuelve, H…

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—Estoy aquí, estoy aquí —dijo Henry. Su voz era el fangosoy apelotonado mugido del tipoque duerme y le dice a su mujerque está despierto para que ellalo deje en paz otros cincominutos.

—Muy bien. La categoría esArte y Entretenimiento. Lapregunta es… ¿Henry? ¡No te meduermas, estúpido!

—No, no me duermo —gritóquejumbrosamente Henry.

—Muy bien. La pregunta es:«¿Qué novela enormementepopular de William Peter Blatty,

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que transcurre en Georgetown, eldistinguido barrio residencial deWashington D. C., relata laposesión demoníaca de unamuchacha joven?».

—Johnny Cash —respondióHenry.

—¡Dios mío! —gritó TricksPostino—. ¡Eso es lo quecontestas a todo! Johnny Cash.¡Es lo que contestas a todas lasputas preguntas!

—Johnny Cash es todas lascosas —respondió gravementeHenry. Se produjo un momento desilencio palpable por la

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considerable sorpresa… hastaque estalló una violentacarcajada, no sólo de los hombresque estaban con Henry en lahabitación, sino de los otros dos«caballeros» desde el almacén.

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—¿Quiere que cierre lapuerta, señor Balazar? —preguntó Cimi en voz baja.

—No, ya está bien —respondió Balazar. Era sicilianode segunda generación, pero nohabía rastros de acento en sumodo de hablar, que tampoco erael de un hombre cuya únicaeducación procedía de la calle. Adiferencia de muchos de suscontemporáneos en el negocio,había terminado la escuelasecundaria. En realidad, habíahecho más que eso: durante dosaños había asistido a la facultad

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de Ciencias Económicas en laUniversidad de Nueva York. Suvoz, lo mismo que su estilo paralos negocios, era tranquila, cultay estadounidense, y eso hacía quesu aspecto físico fuera tanengañoso como el de JackAndolini. La gente que oía porprimera vez su clara vozestadounidense sin acento alguno,casi siempre se quedaba perpleja,como si presenciara un númeroparticularmente bueno deventriloquismo. Tenía el aspectode un granjero, o de un posadero,o de un mafioso de poca monta,

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que parecía haber tenido éxitomás por haber estado en el lugarcorrecto en el momento oportunoque por poseer algún talento.Tenía el aspecto de lo que engeneraciones anteriores los tiposlistos llamaban «PepeMostacho». Era gordo y vestíacomo un campesino. Esta tardellevaba puesta una camisa blancade algodón abierta en el cuello(con manchas de transpiraciónque se expandían debajo de losbrazos) y pantalones lisos defranela gris. En los gordos piessin calcetines llevaba mocasines

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marrones, tan viejos que másparecían chancletas que zapatos.Tenía los tobillos cubiertos devenas varicosas de color púrpuray azul.

Cimi y Claudio lo observabanfascinados.

En los viejos tiempos lohabían llamado Il Roche, la Roca.

Algunos de la vieja guardiaaún lo llamaban así. En el cajónsuperior del lado derecho de suescritorio, donde otrosempresarios debían de guardarhojas, lápices, clips para papelesy cosas por el estilo, Enrico

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Balazar guardaba tres mazos decartas. Sin embargo no las usabapara jugar a ningún juego.

Las usaba para construir.Tomaba dos cartas y las

inclinaba hasta que se apoyaranuna contra la otra, como en una Asin el trazo horizontal. Al lado deésta armaba otra A. Sobre laspuntas de las dos colocaba unasola carta que formaba un techo.Formaba una A tras otra,superponiendo cada una a la otra,hasta que el escritorio sosteníauna casa entera de cartas. Si unose inclinaba y miraba hacia

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dentro, veía algo parecido a unacolmena de triángulos. Cimi habíavisto derrumbarse aquellas casascientos de veces. Claudio tambiénlo había visto alguna vez, pero nocon tanta frecuencia, porque eratreinta años menor que Cimi. Ésteesperaba jubilarse pronto e irse avivir con la hija de puta de sumujer a una granja que poseían alnorte de New Jersey, donde éldedicaría todo su tiempo aljardín… y a sobrevivir a la hijade puta con la que se habíacasado; no a su suegra, hacíamucho tiempo que había

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renunciado a los sueños quealguna vez pudo haber tenido decomer fettucini en el velatorio deLa Monstra, porque La Monstraera eterna, pero todavía quedabaalguna esperanza de sobrevivir ala hija de puta; su padre tenía undicho que traducido significabaalgo así como: «Dios te mea en lanuca todos los días, pero sólo teahoga una vez», y aunque noestaba completamente seguro,Cimi creía que significaba queDios era bastante buen tipodespués de todo, así que podíatener alguna esperanza de

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sobrevivir a una si no a la otra.Sólo en una ocasión había visto aBalazar salirse de sus casillaspor una de aquellas caídas. Casisiempre esto se producía por unaeventualidad: alguien que cerrabacon fuerza la puerta en otrahabitación, o un borracho quechocaba contra una pared. Huboveces en que Cimi vio caer unedificio, que el señor Balazar (aquien él seguía llamando Jefe,como un personaje de lashistorietas de Chester Gould)había tardado horas en levantar,sólo porque el contrabajo de la

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máquina de discos había tocadomuy fuerte. Otras veces estasconstrucciones aéreas se caían sinque se pudiera percibir razónalguna. Una vez —ésta era unahistoria que había contado nomenos de cinco mil veces a todossus conocidos y a todos les habíaaburrido— mirándole por encimade las ruinas, el Jefe le habíadicho: «¿Has visto esto, Cimi?Por cada madre que alguna vezmaldijo a Dios por su hijo muertoen la carretera, por cada padreque alguna vez maldijo al hombreque lo echó de la fábrica y lo

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dejó sin trabajo, por cada niñoque alguna vez nació sólo para eldolor y se preguntó por qué, éstaes la respuesta. Nuestras vidasson como esto que yo levanto. Aveces se vienen abajo por algunarazón, otras veces se vienen abajoabsolutamente sin razón alguna».

Para Carlocimi Dretto, éstaera la declaración sobre lacondición humana más profundaque había escuchado en su vida.

La vez que Balazar se salióde sus casillas por el derrumbede una de sus estructuras, habíasido doce, tal vez catorce años

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antes. Un tipo había ido a verlopor un asunto de alcohol. Era untipo sin clase, sin modales. Olíacomo si se bañara una vez al año,lo necesitara o no. En otraspalabras, un irlandés de mierda.Y, por supuesto, se trataba dealcohol. Con los irlandesessiempre era alcohol, nunca droga.Y este irlandés pensó que lo quehabía en el escritorio del Jefe eraun chiste. «¡Pida un deseo!», gritódespués de que el Jefe leexplicara del modo en que uncaballero se lo explica a otro, porqué les iba a resultar imposible

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hacer negocios. Y entonces elirlandés de mierda, uno de esostipos de pelo rojo y rizado y lapiel tan blanca que parecía tenertuberculosis o algo por el estilo,uno de ésos cuyo nombrecomienza con una O y luegotienen una marquita curva entre laO y el nombre verdadero, habíasoplado en el escritorio del Jefecomo un niño que sopla lasvelitas en el pastel decumpleaños, y las cartas habíanvolado por todas partes en torno ala cabeza de Balazar. Entonces,Balazar había abierto el cajón

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superior del lado izquierdo de suescritorio, el cajón donde otrosempresarios debían guardar supapelería personal o susdossieres privados o cosas por elestilo, había sacado una 45 y lehabía disparado al irlandés en lacabeza, sin cambiar de expresión.Después de que Cimi y un tipollamado Truman Alexander, quehabía muerto de un ataque alcorazón ahora hacía cuatro años,enterrasen al irlandés bajo ungallinero de las afueras deSedonville, Connecticut, Balazarle había dicho a Cimi:

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—Construir es asunto de loshombres, paisano. Echarlas abajode un soplo es asunto de Dios.¿Estás de acuerdo?

—Sí, señor Balazar —habíacontestado Cimi. Estaba deacuerdo.

Balazar había asentido,complacido.

—¿Hiciste lo que te dije? ¿Lopusiste en alguna parte donde lasgallinas o los patos se le pudierancagar encima?

—Sí.—Muy bien —había dicho

tranquilamente Balazar, al tiempo

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que tomaba un nuevo mazo decartas del cajón superior del ladoderecho del escritorio.

Un solo piso no era suficientepara Balazar, Il Roche. Sobre eltecho del primer piso construía elsegundo, sólo que no tan ancho,encima del segundo un tercero;encima del tercero un cuarto. Yseguía. Pero a partir del cuartopiso tenía que ponerse de piepara seguir. Ya no había queinclinarse demasiado para mirardentro. Y al hacerlo lo que seveía ya no eran hileras de formastriangulares sino un recinto frágil

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y desconcertante de formasdiamantinas absolutamenteencantadoras. Si uno mirabademasiado tiempo, se mareaba.Una vez Cimi había ido allaberinto de espejos de Coney yse había sentido igual. Nunca másvolvió a entrar.

Cimi dijo (pensó que nadie lehabía creído, pero la verdad esque a nadie le importaba enabsoluto) que una vez había vistoa Balazar construir algo que ya noera una casa de cartas sino unatorre de cartas, una torre quellegó a tener nueve pisos antes de

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derrumbarse. Ignoraba que estono le importaba un pimiento anadie, porque siempre que locontaba la gente simulabaasombrarse, pues él estaba cercadel Jefe. Pero se habríanasombrado de haber tenido él laspalabras para describirlo: quédelicada había sido, cómo habíaalcanzado casi tres cuartos de ladistancia entre el escritorio y eltecho, una construcción de encaje,con sotas y doses, reyes, dieces ycomodines, una configuraciónroja y negra de diamantes depapel que se elevaba a despecho

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de un mundo que giraba a travésde un universo de fuerzas ymovimientos incoherentes; unatorre que a los ojos asombradosde Cimi parecía la clamorosanegación de todas las injustasparadojas de la vida.

Si hubiera sabido cómo,habría dicho:

—Miré lo que él habíaconstruido, y para mí tuvieronsentido las estrellas.

DIEZ

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Balazar sabía cómo tendríanque ser las cosas.

Los federales habían olido aEddie. Quizá el estúpido habíasido él por mandar a Eddie, talvez sus instintos le estabanfallando, pero de alguna maneraEddie había parecido tanapropiado, tan perfecto. Su tío, laprimera persona para la que élhabía trabajado en aquel negocio,decía que todas las reglas teníanexcepciones salvo una: jamásconfíes en un yonqui. Balazar nohabía dicho nada —no era el

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lugar para que un chico de quinceaños hablara, ni siquiera si estabade acuerdo—, pero privadamentehabía pensado que la única reglaque no tenía excepciones era quehabía algunas reglas en las queesto no era verdad.

«Pero si el Tío Verone aúnviviera —pensó Balazar— sereiría de ti y te diría: Mira, Rico,tú siempre has sido demasiadolisto por tu propio bien; conocíaslas reglas y mantenías la bocacerrada cuando era respetuosomantener la boca cerrada, perosiempre has tenido esa expresión

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presumida en la mirada. Siempresupiste lo listo que eras, así quefinalmente caíste en la trampa detu propio orgullo. Siempre supeque pasaría».

Armó una A y la cubrió.Habían detenido a Eddie, lo

habían retenido durante un rato yluego lo habían soltado.

Balazar se había apoderadodel hermano de Eddie y de lareserva que compartían. Quería aEddie, y aquello bastaría paraatraerlo.

Quería a Eddie porque sólohabían sido dos horas, y eso era

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extraño.Lo habían interrogado en

Kennedy y no en la calle 43, y esoera extraño. Significaba queEddie había logrado deshacersede buena parte o de toda la coca.

¿O no?Pensaba. Dudaba.Eddie se había marchado del

aeropuerto dos horas después deque lo sacasen del avión. Erapoco tiempo para hacerlo cantar,y demasiado para decidir queestaba limpio, que alguna azafatahabía cometido un gran error.

Pensaba. Dudaba.

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El hermano de Eddie era unzombi, pero Eddie todavía era untipo listo, un tipo duro. Un tipoasí no cambiaba de bando en doshoras… a menos que fuera por suhermano. Por algo referido a suhermano.

Pero, aun así, ¿cómo podíaser que no hubieran ido a la calle43? ¿Cómo podía ser que nousaran las furgonetas de laAduana, esas que se parecen a lasde correos salvo por el enrejadode las ventanillas traseras?¿Porque Eddie realmente habríahecho algo con la mercancía? ¿Se

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habría librado de ella? ¿La habríaescondido?

Era imposible ocultarmercancía en un avión.

Imposible librarse de ella.Por supuesto, también era

imposible escapar de ciertascárceles, robar ciertos bancos,evitar ciertas sentencias. Perohabía gente que lo hacía. HarryHoudini se había escapado decamisas de fuerza, baúlescerrados con candados, jodidasbóvedas de banco. Pero EddieDean no era Houdini. ¿O sí?

Podía haber hecho que

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mataran a Henry en su propiopiso, podía haber ordenado queEddie quedara destrozado en elaeropuerto… o mejor aún,también en el piso, donde lospolicías creerían que se tratabade un par de yonquis que, alborde de la desesperación,habrían olvidado que eranhermanos y se habían matado eluno al otro. Pero aquello dejaríamuchas preguntas sin respuesta.

Conseguiría las respuestas, seprepararía para el futuro osimplemente satisfaría sucuriosidad, según las respuestas

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que obtuviera, y luego los mataríaa los dos.

Algunas respuestas más, dosyonquis menos. Alguna ganancia yninguna pérdida importante.

En la otra habitación el juegoya había dado toda la vuelta yllegaba a Henry otra vez.

—Muy bien, Henry —repusoGeorge Biondi—. Cuidado conésta, que tiene trampa. La materiaes Geografía. La pregunta es:«¿De qué continente proceden loscanguros?».

Una pausa de silencio.—Johnny Cash —contestó

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Henry, seguido por el rugido deuna carcajada portentosa.

Las paredes vibraron.Cimi se puso tenso y esperó a

que la casa de Balazar (que seconvertiría en una torre sólo siDios o las fuerzas ciegas queregían el universo en Su nombreasí lo querían) se viniera abajo.

Las cartas temblaron un poco.Si caía una, caerían todas.

Ninguna cayó.Balazar alzó la mirada y

sonrió a Cimi.—Piasan —le dijo—, il Dio

est bono; il Dio est malo; temps

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est poco-poco; tu est une grandepeeparollo.

Cimi sonrió.—Si, senor —afirmó—. Io

grande peeparollo; io vanfanculo por tu.

—None va fanculo, catzarro—aseguró Balazar—. EddieDean va fanculo. —Sonrióamablemente, y comenzó elsegundo nivel de su torre denaipes.

ONCE

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Cuando la camioneta tomó unacurva cerca de la casa de Balazar,Col Vincent por casualidadmiraba a Eddie. Vio algoimposible.

Trató de hablar y se diocuenta de que no podía. Tenía lalengua pegada al paladar y loúnico que pudo emitir fue unsordo gruñido.

Vio que los ojos de Eddiecambiaban del color marrón alazul.

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DOCE

Esta vez Roland no tomó deforma consciente la decisión dedar el paso. Saltó sin pensar, conun movimiento tan involuntariocomo levantarse de la silla ybuscar su arma cuando alguienirrumpía violentamente en unahabitación.

«¡La Torre! —pensófieramente—. ¡Es la Torre, Diosmío, la Torre está en el cielo, laTorre! ¡Veo la Torre en el cielo,

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trazada en rojas líneas de fuego!¡Cuthbert! ¡Alan! ¡Desmond! ¡LaTorre! ¡La T…!».

Pero esta vez sintió a Eddieluchar, aunque no contra él. Sólotrataba de hablarle; tratabadesesperadamente de decirlealgo.

El pistolero retrocedió,escuchando. Escuchaba lleno dedesesperación, mientras en unaplaya a cierta distancia,desconocida en tiempo y espacio,su cuerpo sin mente se retorcía ytemblaba como el cuerpo de unhombre que sueña con el éxtasis

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más alto o con el más profundohorror.

TRECE

—¡Cartel! —gritaba Eddiedentro de su cabeza… y de lacabeza del otro—. ¡Es un cartel,sólo un cartel de neón; no sé enqué torre estarás pensando peroesto no es más que un bar, elnegocio de Balazar, La TorreInclinada, lo llamó así por laTorre de Pisa! ¡Es sólo un cartel,una señal, algo que debería

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parecerse a la Torre de Pisa,joder! ¡Cálmate! ¡Cálmate!¿Quieres que nos maten antes deque podamos siquiera llegarhasta ellos?

—¿Pitsa? —replicópensativo entonces el pistolero.Volvió a mirar.

Un cartel. Una señal. Sí, muybien, ahora podía verlo: no era laTorre sino un cartel. Estabainclinada hacia un lado,festoneada con muchas curvas, yera una maravilla, pero eso eratodo. Ahora veía que el cartel erauna cosa hecha con tubos, tubos

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rellenados de alguna manera conun resplandeciente fuego rojo delos pantanos. En algunos lugaresparecía haber menos que en otros;allí las líneas de fuego palpitabany zumbaban.

Debajo de la torre ahora veíaletras formadas con tubosdoblados; la mayoría eranGrandes Letras. Pudo leerTORRE y, sí, INCLINADA,TORRE INCLINADA.

—¿Torre Inclinada? —lepreguntó a Eddie.

—Sí. No importa. ¿Ves quesólo es un cartel? ¡Eso es lo que

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importa!—Entiendo —contestó el

pistolero.Se preguntaba si el Prisionero

creía realmente lo que decía osólo lo decía para evitar que lasituación se desbordara, comopareció que iba a suceder con latorre dibujada en líneas de fuego;se preguntaba si Eddie creeríaque los signos o carteles eranalgo trivial.

—¡Entonces cálmate! ¿Meoyes? ¡Cálmate!

—¿Me quieres calmado?¿Quieres que me mantenga frío?

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—preguntó Roland, y ambossintieron un poco la sonrisa deéste en la mente de Eddie.

—Frío, correcto. Deja queyo me encargue.

—Sí. Muy bien. —Dejaríaque Eddie se encargara de todo.

Un rato.

CATORCE

Col Vincent logró por findespegar la lengua del paladar.

—Jack. —Su voz era espesacomo una alfombra peluda.

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Andolini apagó el motor y lomiró, irritado.

—Sus ojos.—¿Qué pasa con sus ojos?—Sí, ¿qué pasa con mis ojos?

—preguntó Eddie.Col lo miró.Se había puesto el sol y en el

aire no quedaban más que lascenizas del día, pero quedaba luzsuficiente como para que Colviera que los ojos de Eddie eranmarrones otra vez.

Si es que alguna vez fueronotra cosa.

«Lo has visto», insistía parte

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de su mente. Pero ¿lo había visto?Col tenía veinticuatro años ydurante los últimos veintiunonadie lo había considerado nuncadigno de confianza. Útil, a veces.Obediente casi siempre… si se lomantenía a raya. Pero ¿digno deconfianza? No. Al final hasta elmismo Col había llegado acreerlo.

—Nada —murmuró.—Entonces, vamos —dijo

Andolini.Salieron de la furgoneta de la

pizza. Con Andolini a laizquierda y Vincent a la derecha,

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Eddie y el pistolero entraron enLa Torre Inclinada.

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CAPÍTULO VCONFRONTACIÓN Y

TIROTEO

UNO

Con la melodía de un blues de losaños veinte, Billie Holiday, queun día descubriría la verdad porsí misma, cantaba: «Doctor toldme daughter you got to quit itfast / Because one more rocket

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gonna be your last[2]». El últimocohete de Henry Dean despegócinco minutos antes de que lacamioneta se detuviera ante lapuerta de La Torre Inclinada y deque a su hermano se lo llevasenhacia adentro como si fuese unares.

Como estaba a su derecha,George Biondi —«Big George»para los amigos; «George elnarigudo» para los enemigos— leformulaba las preguntas a Henry.Ahora que Henry asentía y hacíaguiños con toda seriedad sobre eltablero, Tricks Postino puso el

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dado en una mano que ya habíaadquirido el color polvorientoque la larga adicción a la heroínaproduce en las extremidades, elcolor polvoriento que precede ala gangrena.

—Te toca, Henry —advirtióTricks, y Henry dejó caer el dado.

Como siguió mirando alespacio sin mostrar intenciónalguna de mover su ficha, JimmyHaspio la movió por él.

—Mira esto, Henry —indicó—. Tienes la oportunidad deganar un trozo del queso.

—Un trozo del queso —dijo

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Henry en tono soñador. Miró a sualrededor como si se hubieradespertado, y añadió—: ¿Dóndeestá Eddie?

—Va a llegar muy pronto —localmó Tricks—. Te toca jugar.

—Quiero darme un pico.—Juega, Henry.—Está bien, está bien, deja

de empujarme.—No le empujes —le

advirtió Kevin Blake a Jimmy.—Está bien, no le empujaré

—repuso Jimmy.—¿Estás listo? —preguntó

George Biondi. Dirigió a los

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otros un enorme guiño cuando elmentón de Henry bajó flotandohasta apoyarse en su esternón, yluego volvió a subir lentamenteuna vez más; era como ver untronco empapado que noterminaba de darse por vencido yhundirse para siempre.

—Sí —contestó Henry—.Venga.

—¡Venga! —gritó JimmyHaspio regocijadamente.

—¡Venga, joder! —añadióTricks, y todos rugieron de risa(en la otra habitación, el edificiode Balazar, que ahora tenía ya

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tres pisos, tembló otra vez perono se cayó).

—Muy bien, escucha concuidado —comenzó George, yvolvió a guiñar el ojo. A pesar deque Henry estaba en la categoríade Deportes, George anunció quela categoría era Arte yEntretenimiento—. ¿Qué popularcantante folk produjo éxitos comoUn muchacho llamado Sue,Blues de la Prisión Folsom yotras muchas canciones de putamadre?

Kevin Blake, que en realidadsabía sumar siete más nueve (si le

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daban fichas de póquer parahacerlo), se dobló de risa,abrazándose las rodillas, y porpoco no desbarató el tablero.

Siempre simulando leer latarjeta que tenía en su mano,George continuó:

—A este popular cantante selo conoce también como elHombre de Negro. Su nombresignifica lo mismo que el lugardonde uno va a hacer pis, y elapellido significa lo que uno tieneen la billetera a menos que sea unjodido drogata[3].

Se produjo un largo silencio

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expectante.—Walter Brennan —contestó

Henry por fin.Bramaron las carcajadas.

Jimmy Haspio abrazó a KevinBlake. Kevin le pegaba a Jimmyen el hombro. En la oficina deBalazar, la casa de naipes que seestaba convirtiendo en una torrede naipes volvió a temblar.

—¡Callaos! —gritó Cimi—.El Jefe está construyendo.

Se callaron de inmediato.—Correcto —asintió George

—. Ésta la has contestado bien,Henry. Era difícil, pero lo

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lograste.—Siempre lo hago —ratificó

Henry—. Siempre lo logrocuando me concentro. Quierodarme un pico.

—¡Buena idea! —dijoGeorge, y cogió una caja de purosRoi-Tan que estaba detrás de él.Sacó de la caja una jeringa. Se laclavó a Henry en la vena llena decicatrices, un poco más arriba delcodo, y el último cohete de Henrylevantó el vuelo.

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DOS

El exterior de la furgoneta depizza era destartalado pero pordebajo de la mugre del camino yde la pintura de aerosol había unamaravilla de alta tecnología quelos tipos de la DEA o la DrugEnforcement Administrationhabrían envidiado. Tal comoBalazar había dicho más de unavez, «no puedes vencer a esoscabrones a menos que seas capazde competir con ellos, a menos

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que puedas tener equipos delmismo nivel». Era un materialmuy caro, pero el bando deBalazar tenía una ventaja:robaban lo que en la DEA teníanque comprar a preciosexagerados. A lo largo de toda lacosta Este había empleados decompañías electrónicasperfectamente dispuestos avender material secreto de altaseguridad a precios deliquidación. Aquellos catzzaroni(Jack Andolini los llamabacocainocabezudos de SiliconValley) prácticamente se le

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tiraban a uno encima.Debajo del tablero había un

detector de policías, un aparatopara interferir los radarespoliciales de UHF, un detector detransmisiones de radio de altafrecuencia y onda larga, unaparato para interferirlas; untransmisor/amplificador que acualquiera que tratara delocalizar la furgoneta mediantemétodos corrientes detriangulación, le indicaría que elvehículo estaba al mismo tiempoen Connecticut, Harlem yMontauk Sound, un radio

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teléfono… y un botoncito rojoque Andolini apretó en cuantoEddie Dean salió de lacamioneta.

En la oficina de Balazar, elintercomunicador emitió un únicozumbido corto.

—Son ellos —dijo él—.Claudio, déjalos entrar. Cimi, di atodos que se esfumen. Para EddieDean, conmigo no hay nadie másque tú y Claudio. Cimi, vete alalmacén con los otros caballeros.

Ambos salieron, Cimi dobló ala izquierda, Claudio Andolini ala derecha.

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Con toda calma, Balazarinició un nuevo nivel en suedificio.

TRES

—Deja que me encargue detodo —indicó nuevamente Eddiecuando Claudio abrió la puerta.

—Sí —contestó el pistolero.Pero permaneció alerta, listo paradar el paso adelante en el instanteen que pareciera necesario.

Sonaron las llaves. Elpistolero estaba muy atento a los

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olores: el viejo sudor de ColVincent a su derecha; el oloragudo, casi ácido, del after shavede Jack Andolini, a su izquierday, en cuanto pisaron la penumbra,el olor agrio de la cerveza.

El olor a cerveza fue el únicoque reconoció. Éste no era unsalón cochambroso con serrín enel suelo y una barra formada contablones colocados sobrecaballetes; el pistolero calculóque era completamente diferentede un lugar como el bar de Sheben Tull. Por todas partes se veíael suave resplandor del cristal.

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En aquel salón había más cristaldel que había visto en todos losaños pasados desde la infancia,cuando las líneas deabastecimiento comenzaron aquebrarse, en parte por culpa delos ataques que realizaban lasfuerzas rebeldes de Farson, elHombre Bueno, peroprincipalmente, creía él, porqueel mundo se movía y por nadamás. Farson había sido unsíntoma de ese gran movimiento,no la causa.

Veía sus reflejos por todaspartes: en las paredes, en la barra

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recubierta de vidrio y en el largoespejo que tenía detrás; inclusoveía sus reflejos como miniaturascurvas en las graciosas copas devino en forma de campana quecolgaban vueltas hacia abajo porencima de la barra… copas tanfrágiles y bellas como las orlasde un festival.

En una esquina había unacreación esculpida de luces quesubía y cambiaba, subía ycambiaba, subía y cambiaba.

Del oro al verde, del verde alamarillo, del amarillo al rojo, delrojo al oro otra vez. La cruzaba

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una palabra escrita con GrandesLetras, que podía leer pero quepara él no significaba nada:ROCKOLA.

Daba igual. Había negociosque realizar. Él no era un turista;no podía permitirse el lujo deactuar como si lo fuera, a pesarde lo extraño y maravilloso quetodo pudiera ser.

El hombre que los habíadejado entrar era claramente elhermano del hombre que conducíalo que Eddie llamaba lacamioneta, aunque era mucho másalto y tenía tal vez cinco años

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menos. Llevaba un revólver enuna funda sujeta al hombro.

—¿Dónde está Henry? —preguntó Eddie—. Quiero ver aHenry. —Levantó la voz—.¡Henry! ¡Eh, Henry!

No hubo respuesta; sólo unsilencio en que las copascolgadas sobre el bar parecierontemblar con una delicadeza quesobrepasaba ligeramente elalcance del oído humano.

—Al señor Balazar legustaría hablar contigo primero.

—Lo tienen atado yamordazado en alguna parte,

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¿verdad? —preguntó Eddie, yantes de que Claudio pudierahacer algo más que abrir la bocapara contestar, Eddie se echó areír—. No, lo que pienso es quedebe de estar chutado, eso estodo. ¿Para qué ibais amolestaros con sogas y mordazas,si para mantener a Henry quietotodo lo que tenéis que hacer esdarle un pico? Muy bien. Llévameante Balazar. Vamos a terminarcon esto.

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CUATRO

El pistolero miró la torre denaipes sobre el escritorio deBalazar y pensó: «Otra señal».

Balazar no miró hacia arriba—la torre de cartas ya erademasiado alta para eso— sinomás bien por encima. Suexpresión era cálida y placentera.

—Eddie —dijo—, me alegrode verte, hijo. Oí que tuvistealgún problema en Kennedy.

—Yo no soy su hijo —repuso

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Eddie llanamente.Balazar hizo un gesto que al

mismo tiempo era cómico, triste ypoco digno de confianza.

«Me lastimas, Eddie —indicaba aquel gesto—. Cuandodices algo así me lastimas».

—Vamos al grano —cortóEddie—. Usted sabe que sólopuede ser una de dos: o losfederales me están utilizando, otuvieron que soltarme. Sabe queno pudieron hacerme cantar endos horas solamente. Y sabe quesi lo hubieran hecho, yo estaríaahora en la calle 43 contestando

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preguntas, con alguna que otrainterrupción para ir a vomitar albaño.

—¿Te están utilizando,Eddie? —preguntó suavementeBalazar.

—No. Tuvieron que soltarme.Me están siguiendo, pero eso nosignifica que yo los esté guiando.

—Así que te deshiciste de lacoca —inquirió Balazar—. Esfascinante. Tienes que contarmecómo se hace para deshacerse deun kilo de coca cuando uno estásubido a un avión. Sería unainformación muy útil. Es como

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una historia de misterio con unahabitación cerrada.

—No me deshice de la coca—dijo Eddie—, pero tampoco latengo ya.

—Entonces, ¿quién la tiene?—preguntó Claudio, y enseguidase ruborizó cuando su hermano lomiró con ferocidad contenida.

—La tiene él —contestóEddie sonriendo, y señaló aEnrico Balazar por encima de latorre de cartas—. Ya ha sidoentregada.

Por primera vez desde queescoltaron a Eddie dentro de la

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habitación, una expresión genuinailuminó el rostro de Balazar:sorpresa. Luego desapareció.Sonrió amablemente.

—Sí —concedió—. En unlugar que más tarde se revelará,después de que tu hermano y tú oshayáis ido con lo vuestro. AIslandia, tal vez. ¿Es eso lo quese supone que va a pasar?

—No —negó Eddie—. Ustedno entiende. Está aquí. Entregadirecta en la puerta de su casa.Tal como acordamos. Porque aunen los tiempos que corren, haypersonas que todavía creen en

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concluir un trato tal como se hizode entrada. Sorprendente, lo sé,pero cierto.

Todos lo estaban mirando.—¿Qué tal voy, Roland? —

preguntó Eddie.—Creo que lo estás haciendo

muy bien. Pero no dejes que estehombre recupere el equilibrio,Eddie. Creo que es peligroso.

—Eso crees, ¿eh? Muy bien,ahí te llevo ventaja, amigo mío.Yo sé que es peligroso. Máspeligroso que la madre que loparió.

Volvió a mirar a Balazar y le

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dirigió un ligero guiño.—Por eso, el que ahora tiene

que preocuparse por los federaleses usted, y no yo. Si llegaran apresentarse con una orden deregistro, de pronto podríadescubrir que lo están jodiendosin siquiera haber tenido tiempode abrirse de piernas, señorBalazar.

Balazar había cogido doscartas. Súbitamente sacudió lasmanos y dejó las cartas a uncostado. Fue un instante, peroRoland lo vio, y Eddie también lovio. Una expresión de

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incertidumbre —incluso un miedomomentáneo, quizá— apareció yluego desapareció en su rostro.

—Cuida tu lenguaje conmigo,Eddie. Cuida tu manera deexpresarte y, por favor, recuerdaque tengo poco tiempo y pocatolerancia para las tonterías.

Jack Andolini parecíaalarmado.

—¡Hizo un arreglo con ellos,señor Balazar! Esta mierdita lesentregó la coca y nos han tendidouna trampa mientras simulabaninterrogarlo.

—Aquí no ha venido nadie —

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aseveró Balazar—. Nadie pudoacercarse, Jack, y tú lo sabes. Losdetectores funcionan hasta cuandouna paloma se tira un pedo en eltecho.

—Pero…—Aunque se las hubieran

arreglado para entramparnos dealguna manera, tenemos tantagente en su organización que entres días podríamos abrir quinceagujeros en su acusación.Sabríamos quién, cuándo y cómo.

Balazar miró a Eddie otravez.

—Eddie —le advirtió—,

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tienes quince segundos para dejarde decir sandeces. Después haréque venga Cimi Dretto y te harádaño. Luego, pasado un rato, seirá, y desde un cuarto cercanopodrás oír cómo le hace daño a tuhermano.

Eddie se puso rígido.—Calma —murmuró el

pistolero y pensó: «Lo único quehay que hacer para lastimarlo espronunciar el nombre de suhermano. Es como hurgar en unaherida abierta».

—Voy a entrar en el lavabo—comenzó Eddie. Señaló una

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puerta en el rincón izquierdo máslejano de la habitación, unapuerta tan discreta que pudohaber pasado por uno de lospaneles de la pared, y añadió—:Voy a entrar solo. Saldré conmedio kilo de su cocaína. Lamitad del envío. Usted la prueba.Luego trae aquí a Henry para queyo pueda verlo. Cuando yo lovea, cuando vea que está bien, ledará a él lo nuestro y uno de suscaballeros lo llevará a casa.Mientras él va a casa, yo y…—«Roland», estuvo a punto dedecir— yo y el resto de los tipos

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que ambos sabemos que están poraquí miraremos cómo ustedconstruye sus casitas. CuandoHenry esté en casa y a salvo (esdecir que no haya nadie ahíapuntándole con un revólver en laoreja) me llamará y me dirá ciertapalabra. Es algo que elaboramosantes de que yo me fuera. Por siacaso.

El pistolero revisó la mentede Eddie para ver si esto eracierto o si era un farol. Era cierto,o al menos es lo que pensabaEddie. Roland vio que Eddieestaba realmente convencido de

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que su hermano moriría antes dedecir esa palabra en falso. Elpistolero no estaba tan seguro.

—Debes de pensar que yoaún creo en Santa Claus —manifestó Balazar.

—Ya sé que no.—Claudio, regístralo. Jack, tú

entra en el lavabo y revísalo todo.—¿Hay algún lugar del

lavabo que yo no conozca? —preguntó Andolini.

Balazar se quedó callado porun rato, mientras estudiabacuidadosamente a Andolini consus ojos marrones oscuros.

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—En la pared trasera delbotiquín hay un pequeño panel —explicó—. Ahí guardo algunosefectos personales. No alcanzapara esconder medio kilo dedroga pero, por si las moscas,regístralo.

Jack salió, y cuando entrabaal pequeño lavabo el pistolerovio una ráfaga de la misma gélidaluz blanca que había iluminado elretrete del carruaje aéreo. Luego,la puerta se cerró.

Los ojos de Balazar saltaron aEddie.

—¿Por qué insistes en decir

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unas mentiras tan estúpidas? —preguntó, casi con pesar—. Penséque eras inteligente.

—Míreme a la cara —lepidió Eddie con calma—, ydígame que le estoy mintiendo.

Balazar hizo lo que Eddie lepedía. Lo miró durante unosminutos. Luego se volvió haciaotro lado, con las manos metidasen los bolsillos tanprofundamente que se vio unpoquito el nacimiento de su culocampesino. Su postura era depesar —pesar por un hijodescarriado—, pero, antes de que

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Balazar se volviera, Roland habíavisto en su cara una expresión queno era de pesar. Lo que Balazarhabía visto en la cara de Eddie nolo había dejado afligido sinoprofundamente perturbado.

—Desvístete —le ordenóClaudio a Eddie. Y ahora leapuntaba con un arma.

Eddie comenzó a sacarse laropa.

CINCO

«Esto no me gusta», pensó

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Balazar, mientras esperaba queJack Andolini saliera del baño.Estaba asustado. Repentinamentesudaba pero no sólo debajo delos brazos o en la entrepierna,que le sudaban aun en lo peor delinvierno, cuando el tiempo estabamás frío que la hebilla delcinturón de un minero, sino portodo el cuerpo. Al marcharse,Eddie tenía aspecto de yonqui —de yonqui inteligente, pero deyonqui al fin, de alguien a quienuno podía llevarse a cualquierparte cogiéndolo por las pelotascon el anzuelo del caballo— y

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ahora que había vuelto parecía…¿qué parecía? Parecía habercrecido, de alguna manera habíacambiado.

«Es como si alguien lehubiera metido por la gargantados litros de agallas frescas».

Sí. Era eso. Y la droga. Ladroga de mierda… Jack iba adejar el lavabo patas arriba yClaudio revisaba a Eddie con laminuciosa ferocidad de uncarcelero sádico.

Eddie estaba de pie con unaestolidez que Balazarpreviamente no hubiera creído

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posible ni en él ni en ningún otrodrogata, mientras Claudio seescupía cuatro veces en la palmaizquierda, desparramaba la salivamoteada de mocos por toda lamano derecha y se la metía luegoa Eddie por el culo hasta lamuñeca e incluso cuatro o cincocentímetros más allá.

No había droga en el lavabo,y Eddie no llevaba droga encimani dentro. No había droga ni en laropa de Eddie ni en la chaqueta nien la bolsa de viaje. Así que todoera un engaño.

«Míreme a la cara y dígame

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que estoy mintiendo».Así lo hizo. Lo que vio era

inquietante. Vio a un Eddie Deanperfectamente confiado; con laintención de entrar al lavabo ysalir luego con la mitad de lamercancía de Balazar.

El mismo Balazar estaba apunto de creerlo.

Claudio Andolini retiró elbrazo. Sacó los dedos del culo deEddie con un plop. La boca deClaudio se torció como un sedallleno de nudos.

—De prisa, Jack, tengo lamano llena de mierda de este

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yonqui —gritó Claudio, enojado.—Si hubiera sabido que ibas

a hacer una exploración por ahí,Claudio, me habría limpiado elculo con la pata de una silla —dijo Eddie suavemente—. Tumano habría salido más limpia, yyo no estaría aquí sintiéndomecomo si me hubiera violado eltoro Ferdinando.

—¡Jack!—Ve a limpiarte a la cocina

—dijo tranquilamente Balazar—.Eddie y yo no tenemos motivopara lastimarnos mutuamente,¿verdad, Eddie?

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—No —contestó Eddie.—De todas maneras, está

limpio —insistió Claudio—.Bueno, limpio no es la palabra.Lo que quiero decir es que nolleva droga. De eso puede estarmás que seguro. —Salió de lahabitación con la mano sucia pordelante, como si fuera un pescadomuerto.

Eddie miró con calma aBalazar, que otra vez pensaba enHarry Houdini y Blackstone, yDoug Henning, y DavidCopperfield. Se repetía una y otravez que los actos de magia

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estaban tan muertos como elvodevil, pero Henning era unasuperestrella, y el críoCopperfield tuvo un gran éxitoante una multitud el día en queBalazar dio con su espectáculo enAtlantic City. Balazar amaba a losmagos desde la primera vez quevio a uno en una esquina quehacía trucos de naipes porcalderilla. ¿Y qué era lo quesiempre hacían antes de haceraparecer algo… algo que dejaríaal público boquiabierto paraluego aplaudir a rabiar? Invitabana alguien del público para que

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subiera a asegurarse de que ellugar del que tenía que salir elconejo, la paloma, o la bellezacon los pechos al aire, o lo quefuera a aparecer, estabaperfectamente vacío. Más queeso, para asegurarse de quedentro no había forma de meternada.

«Se me ocurre que tal vez lohaya hecho. No sé cómo, ni meimporta. Lo único que sé conseguridad es que esto no me gustanada, no me gusta una mierda».

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SEIS

A George Biondi también habíaalgo que no le gustaba. Sepreguntaba si Eddie Dean sepondría furioso al respecto.

George estaba bastante segurode que Henry había muerto enalgún momento después de queCimi entrara para apagar la luz dela oficina del contable. Habíamuerto calladamente, sinalborotos ni aspavientos.Simplemente había salido

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flotando como un diente de leónque vuela con la más leve brisa.George pensaba que tal vezhubiera subido en el momento enque Claudio salió para lavarse lamano llena de mierda en lacocina.

—¿Henry? —le murmuróGeorge al oído. Acercó tanto laboca que era casi como besar laoreja de una chica en el cine, yera bastante jodido,especialmente si se considerabaque el tipo tal vez ya estabamuerto. Era como narcofobia, ocomo carajo lo llamaran, pero

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debía saberlo. El muro entreaquella habitación y la de Balazarera muy delgado.

—¿Qué pasa, George? —preguntó Tricks Postino.

—Cállate —espetó Cimi. Suvoz sonaba como el ronquidosordo de un camión detenido.

Se callaron.George deslizó una mano por

debajo de la camisa de Henry.Oh, aquello se ponía cada vezpeor. La imagen de estar en elcine con una chica no loabandonaba. Allí estaba él,metiéndole mano, sólo que no era

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una mujer sino un hombre. Ya noera simplemente narcofobia, eranarcofobia marica, mierda, y elpecho esmirriado de Henry, comoel de todos los yonquis, ni subíani bajaba, y allí dentro no habíanada que hiciera pum pum, pumpum. Para Henry Dean todo habíaterminado; para Henry Dean sehabía suspendido el partido porlluvia en el segundo tiempo. Loúnico suyo que latía era el reloj.

Entró en la pesada atmósferade ajo y aceite de oliva de lamadre patria que rodeaba a CimiDretto.

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—Es posible que tengamos unproblema —susurro George.

SIETE

Jack salió del baño.—Ahí dentro no hay droga —

confirmó, y estudio a Eddie consus ojos mates—. Y si pensabasen la ventana, olvídate. Tiene unamalla de acero de casi uncentímetro de grosor.

—No estaba pensando en laventana, y está ahí —dijotranquilamente Eddie—. Pero no

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sabes dónde buscar.—Disculpe, señor Balazar —

profirió Andolini—, pero estecántaro está empezando a llenarsedemasiado para mi gusto.

Balazar estudiaba a Eddiecomo si ni siquiera hubieraescuchado a Andolini.

Pensaba a gran profundidad.Pensaba en magos que sacanconejos de una chistera.

Uno llama a un tipo de laplatea para certificar que lachistera está vacía. ¿Qué otracosa nunca cambia? Que nadie vedentro del sombrero más que el

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mago, por supuesto. ¿Y qué habíadicho el chico?

«Voy a entrar en el cuarto debaño. Voy a entrar solo».

Por norma general, no leinteresaba conocer elfuncionamiento de los trucos demagia: se perdía toda la gracia.

Por norma general. Sinembargo, aquel truco tenía de porsí muy poca gracia.

—Bien —propuso—. Si estáahí, ve a buscarla. Tal comoestás. Con el culo al aire.

—Está bien —asintió Eddie,y se dirigió hacia la puerta del

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baño.—Pero no irás solo —dijo

Balazar. Eddie se detuvo alinstante y su cuerpo se pusorígido como si Balazar le hubieradisparado un arpón invisible, locual a Balazar le fue muy bien.Por primera vez, algo no ibasegún los planes del chico. Yañadió—: Jack va contigo.

—No —contestó Eddie deinmediato—. No es lo que yo…

—Eddie —dijo gentilmenteBalazar—, no me digas que no.Nunca lo has hecho.

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OCHO

—Está bien —asintió elpistolero—. Déjalo que venga.

—Pero… pero…Eddie comenzaba a farfullar y

apenas podía mantenerse bajocontrol. No era simplemente elrepentino pelotazo con efecto queBalazar acababa de lanzarle; lapreocupación por Henry lecarcomía y también, cada vez másfuerte, la necesidad de una dosiscrecía por encima de todo lodemás.

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—Déjalo venir. Todo irábien. Escucha.

Eddie escuchó.

NUEVE

Balazar lo observaba, un delgadohombre desnudo, con el primeratisbo del pecho hundido típicode los yonquis y la cabezainclinada a un costado. Alobservarlo, Balazar sintió que seevaporaba algo de su confianza.Era como si el chico escucharauna voz que sólo él pudiera oír.

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El mismo pensamiento pasópor la mente de Andolini, pero deun modo diferente: «¿Qué esesto? ¡Si parece el perro deaquellos viejos discos de la RCAVictor y La voz de su amo!».

Col había tratado de decirlealgo acerca de los ojos de Eddie.De pronto Jack Andolini deseóhaberlo escuchado.

«En una mano deseo, mierdaen la otra», pensó.

Si Eddie escuchaba vocesdentro de su cabeza, o bien lasvoces dejaron de hablar, o bien éldejó de prestarles atención.

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—Muy bien —dijo—. Venconmigo, Jack. Te mostrare laOctava Maravilla del Mundo. —Lanzó una rápida sonrisa que ni aJack Andolini ni a Enrico Balazarles importó lo más mínimo.

—No me digas. —Andolinisacó un revólver de la funda quellevaba sujeta al cinturón en laespalda—. ¿Voy a quedarmesorprendido?

La sonrisa de Eddie se hizomás amplia.

—Oh, sí. Creo que vas aquedarte mudo.

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DIEZ

Andolini entró en el cuarto debaño detrás de Eddie. Llevaba elrevólver levantado porque susánimos estaban tambiénlevantados.

—Cierra la puerta —inquirióEddie.

—Vete a la mierda —contestóJack.

—Cierra la puerta o no haydroga —advirtió Eddie.

—Vete a la mierda —volvió adecir. Ahora a Andolini,

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ligeramente asustado y con lasensación de que estabasucediendo algo que él nocomprendía, se le veía másdespierto que en la camioneta.

—No quiere cerrar la puerta—le gritó Eddie a Balazar—. Meparece que voy a darme porvencido, señor Balazar. Ustedtiene probablemente seis tipejosen este lugar, cada uno de elloscon no menos de cuatrorevólveres, y los dos se cagan demiedo por un tío en un retrete. Unyonqui, además.

—¡Joder, Jack, cierra esa

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puerta! —gritó Balazar.—Eso es —dijo Eddie

cuando Jack Andolini cerró lapuerta de una patada detrás de sí—. Eres un hombre o no eres unh…

—Oh, Dios, ya he tenidobastante de esta mierda —dijoAndolini a nadie en particular.Levantó el revólver, con la culatahacia adelante, con intención decruzarle la cara a Eddie de unculatazo.

En ese momento se quedócongelado con el arma en lamano, y la mueca que desnudaba

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sus dientes se aflojó en unaexpresión de sorpresa que lesoltó la mandíbula porque vio loque Col Vincent había visto en lacamioneta.

Los ojos de Eddie cambiarondel marrón al azul.

—¡Ahora agárralo! —ordenóuna voz baja y autoritaria. Yaunque la voz venía de la boca deEddie, no era la suya.

«Esquizo —pensó JackAndolini—. Se ha vuelto esquizola puta madre, se ha vueltoesqui…».

Pero el pensamiento se le

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quebró cuando las manos deEddie lo aferraron por loshombros, porque cuando sucedióeso, Andolini vio aparecerrepentinamente un agujero en larealidad como a un metro dedistancia detrás de Eddie.

No, no era un agujero. Susdimensiones eran demasiadoperfectas para ser un agujero. Erauna puerta.

—Santa María, llena eres degracia —rezó Jack en un gemidovelado. A través de la puerta quecolgaba en el espacio, a unostreinta centímetros del suelo

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frente a la ducha privada deBalazar, vio una playa oscura quedescendía hacia las olasrompientes. En esa playa habíacosas que se movían. Cosas.

Bajó el revólver, pero elgolpe con el que pensabaromperle a Eddie todos losdientes delanteros no hizo másque aplastarle los labios yhacerlo sangrar un poquito. Se leescurría toda la fuerza. Jacksentía que pasaba eso.

—Te he dicho que tequedarías mudo, Jack —advirtióEddie y luego le dio un tirón. En

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el último momento, Jack se diocuenta de lo que Eddie seproponía hacer, y luchó como ungato salvaje, pero era demasiadotarde: estaban lanzándole haciaatrás por la puerta, y el murmulloque ronroneaba por la noche en laciudad de Nueva York, tanconstante y familiar que unonunca lo oye a menos que depronto desaparezca, fuereemplazado por el sonidochirriante de las olas y las vocesásperas e inquisitivas de unoshorrores que se veíanborrosamente y que se arrastraban

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por la playa en todas direcciones.

ONCE

—Vamos a tener que actuarmuy rápidamente o nos vamos aencontrar apaleados en unpotrero —dijo Roland. Y Eddieestaba bastante seguro de que loque el tipo quería decir era que sino movían el culo prácticamente ala velocidad de la luz se iban aver en serios problemas. Éltambién lo creía.

Cuando se trataba de tipos

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pesados, Jack Andolini era comoDwight Gooden: uno podíazarandearlo, sí, uno podíalastimarlo, tal vez, pero si uno lodejaba escapar al principio,después no había quien pudieracon él.

—¡Mano izquierda! —segritó Roland a sí mismo cuandocruzaron y él se separó de Eddie—. ¡Recuerda! ¡Mano izquierda!¡Mano izquierda!

Vio que Eddie y Jacktropezaban hacia atrás, caían yluego rodaban por el terrenorocoso que bordeaba la playa

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luchando por el revólver queAndolini tenía en la mano.

Roland apenas tuvo tiempopara pensar en el chiste cósmicoque hubiera sido volver a supropio mundo sólo para descubrirque su cuerpo físico había muertoen su ausencia… y entonces yaera tarde. Demasiado tarde paracuestionarse, demasiado tardepara volver.

DOCE

Jack Andolini no sabía qué había

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sucedido. Una parte de él estabasegura de que se había vueltoloco, otra parte estaba segura deque Eddie lo había drogado conun gas o algo por el estilo, y otraparte creía que el Dios vengativode su infancia, finalmente cansadode sus maldades, lo había sacadodel mundo que él conocía y se lohabía llevado a aquel extraño ytétrico purgatorio.

Luego vio la puerta, quepermanecía abierta, y derramabaun chorro de luz blanca —la luzdel retrete de Balazar— sobre elterreno lleno de rocas, y

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comprendió que era posiblevolver. Andolini era un hombrepráctico por encima de todo lodemás. Más tarde se preocuparíapor el significado de todoaquello. En ese momento seproponía matar a aquel cerdo yvolver a través de la puerta.

La fuerza que se le habíaescurrido en su violenta sorpresacomenzaba a fluir de nuevo. Sedio cuenta de que Eddie tratabade arrancarle de la mano lapequeña pero muy eficiente ColtCobra y de que casi lo habíalogrado.

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Jack se la arrancó de un tiróncon una maldición, trató deapuntar, pero rápidamente Eddievolvió a aferrarle el brazo.

Andolini le clavó la rodilla aEddie en el músculo del musloderecho (la costosa gabardina delos pantalones de Andolini ahorallevaba incrustada la sucia arenagris de la playa) y, cuandocomenzó a tener calambres, Eddieaulló.

—¡Roland! —gritó—.¡Ayúdame! ¡Por el amor de Dios,ayúdame!

Andolini giró rápidamente la

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cabeza y lo que vio le hizo perderel equilibrio otra vez.

Había un tipo ahí de pie…pero más parecía un fantasma queuna persona. Y no eraexactamente Casper, el fantasmaamistoso.

La cara blanca y ojerosa de latambaleante figura estaba ásperay tenía una sombra de barba.

La camisa era un harapo quevolaba al viento en tirasenroscadas mostrando un conjuntode costillas famélicas.

Un trapo mugriento leenvolvía la mano derecha.

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Parecía enfermo, enfermo yagonizante, pero aun así parecíatan duro que Andolini se sintiócomo un huevo pasado por agua.

Y el sujeto llevaba un par derevólveres.

Parecían más viejos que lascolinas, viejos como paraprovenir de un museo del SalvajeOeste… pero de todas maneraseran revólveres, e incluso eraposible que funcionaran.

Y Andolini de pronto se diocuenta de que iba a tener queocuparse inmediatamente del tipode la cara blanca… a menos que

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realmente fuera un espectro y, siése era el caso, nada importaríatres cominos, así que no teníasentido preocuparse por elasunto.

Andolini soltó a Eddie y girórápidamente hacia la derecha.Casi no sintió el borde de la rocaque le rasgó la chaquetadeportiva de quinientos dólares.En el mismo instante Rolanddesenfundó con la manoizquierda, y este gesto fue igualque siempre, estuviera sano oenfermo, completamentedespierto o aún medio dormido:

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más rápido que un relámpago deverano.

«Estoy perdido —pensóAndolini, enfermo y con granasombro—. ¡Dios, nunca vi anadie tan rápido! Estoy perdido,santa María Madre de Dios, meva a reventar, me va…».

El hombre de la camisaharapienta apretó el gatillo delrevólver que tenía en la manoizquierda y Jack Andolini se diopor muerto, y realmente creyó quelo estaba, antes de darse cuentaque en lugar de un disparo sólohabía sido un sordo clic.

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No disparó.Sonriendo, Andolini se

incorporó hasta quedar derodillas y alzó su propiorevólver.

—No sé quién eres, peropuedes despedirte de tu propioculo, fantasma de mierda —leamenazó.

TRECE

Eddie se sentó, tembloroso. Lapiel de gallina le cubría todo elcuerpo desnudo. Vio que Roland

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sacaba el arma, oyó el chasquidoseco que debió de haber sido undisparo, vio a Andolini ponersede rodillas, oyó que decía algo y,antes de que realmente supiera loque estaba haciendo su manohabía encontrado un trozo de rocamellada.

La arrancó de la tierrapedregosa y la arrojó con toda lafuerza que pudo.

Golpeó a Andolini en la parteposterior de la cabeza, arriba, yluego rebotó hacia otro lado. Untrozo del cuero cabelludo de JackAndolini quedó colgando, y la

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sangre le manaba a borbotones.Andolini disparó, pero la balaque seguramente hubiera matadoal pistolero se perdió en el aire.

CATORCE

—No se perdió en el airerealmente —pudo haberle dicho aEddie el pistolero—. Cuando unosiente en la mejilla el viento de labala, no puede decir realmenteque se pierda en el aire.

Mientras retrocedía ante eldisparo de Andolini, movió con

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el pulgar el percutor de surevólver y volvió a tirar delgatillo. Esta vez la bala de lacámara se disparó; el sonido secoy autoritario hizo eco por toda laplaya. Las gaviotas que dormíansobre las rocas muy por encimade las langostruosidades sedespertaron y salieron volando engrupos perplejos y aullantes.

La bala del pistolero habríadetenido para siempre a Andolinia pesar de su propio retrocesoinvoluntario, pero para entoncesAndolini ya estaba en movimientootra vez y se caía hacia un lado,

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atontado por el golpe en lacabeza. El disparo del revólverdel pistolero pareció distante,pero el punzón ardiente que se lehundió en el brazo y le destrozóel codo era perfectamente real.Aquello le sacó de su mareo, y seincorporó hasta ponerse de pie;un brazo le colgaba roto e inútil,y en la otra mano oscilabasalvajemente el revólver en buscade un blanco.

Fue a Eddie a quien vioprimero, a Eddie el yonqui, alEddie que de alguna manera lohabía llevado a aquel sitio

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demencial. Eddie estaba ahí depie, desnudo como el día en quenació, temblando por el vientohelado y abrazado a sí mismo conlos dos brazos. Muy bien, tal vezél moriría, pero al menos tendríael placer de llevarse consigo alcabrón de Eddie Dean.

Andolini levantó el revólver.Ahora la pequeña Cobra parecíapesar diez kilos, pero se lasarregló.

QUINCE

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«Más vale que esta bala sedispare», pensó Rolandferozmente, y acomodó otra vez elpercutor. Por debajo del canto delas gaviotas oyó el suave yaceitoso clic de la recámara algirar.

DIECISÉIS

La bala se disparó.

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DIECISIETE

El pistolero no había apuntado ala cabeza de Andolini sino alrevólver en su mano. Ignoraba siaún necesitaban a aquel hombre,pero era posible que así fuera;era importante para Balazar, ycomo Balazar había demostradoser tan peligroso como Rolandhabía pensado que sería, el mejorcamino era el más seguro.

Dio en el blanco, pero eso noera ninguna sorpresa. Lo que le

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sucedió al revólver de Andoliniy, en consecuencia, al propiogángster, sí lo fue. Roland habíavisto antes algo así, pero sólo dosveces en los muchos años quellevaba entre hombresaficionados a las armas de fuego.

«Mala suerte para ti,compañero», pensó el pistolerocuando Andolini salió vagandohacia la playa entre aullidos. Lasangre le bañaba la camisa y lospantalones. La mano que habíasostenido el Colt Cobra estabacortada por debajo de la mitad dela palma. El revólver era un

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pedazo de metal sin sentidoretorcido sobre la arena.

Eddie lo miró, azorado.Nadie volvería a subestimar lacara de Jack Andolini y aconfundirla con la de un hombrede las cavernas, porque ahora yano tenía cara; donde había estadosu cara ahora no había nada másque una porquería revuelta decarne cruda y el negro agujeroululante de su boca.

—Dios mío, ¿qué ha pasado?—Mi tiro debe de haber dado

en el tambor de su revólver en elinstante en el que él apretaba el

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gatillo —explico el pistolero.Hablaba secamente, como unprofesor que da una conferenciasobre balística en la academia depolicía—. El resultado ha sidouna explosión que ha arrancado laparte posterior del revólver. Creoque también deben de haberexplotado uno o dos cartuchosmás.

—Dispárale —dijo Eddie.Temblaba más que nunca, y ahorano solamente a causa de lacombinación del aire nocturno, labrisa del mar y el cuerpo desnudo—. Mátalo. Sácalo de esa

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miseria, por el amor de D…—Demasiado tarde —dijo el

pistolero con una fría indiferenciaque a Eddie le heló la carne hastalos mismos huesos.

Eddie se volvió hacia otrolado, pero era demasiado tardepara evitar la visión de laslangostruosidades lanzándosesobre los pies de Andolini,arrancándole los mocasinesGucci… con los pies dentrotodavía, por supuesto. Andoliniaullaba, sacudía los brazosespasmódicamente frente a él y,por fin, cayó hacia delante. Las

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langostruosidades le cubrieronávidamente y le interrogaron conansiedad mientras se lo comíanvivo: «¿Papa daca? ¿Pica chica?¿Toma choma? ¿Deca checa?».

—Dios —gimió Eddie—. ¿Yahora qué hacemos?

—Ahora buscas la cantidadexacta de («hierba del diablo»dijo el pistolero, «cocaína» oyóEddie) que le prometiste aBalazar —contestó Roland—. Nimás ni menos. Y volvemos. —Miró llanamente a Eddie—. Sóloque esta vez tengo que volvercontigo. Como yo mismo.

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—Dios del Cielo —exclamóEddie—. ¿Puedes hacerlo? —Yde inmediato contestó su propiapregunta—: Claro que puedes.Pero ¿por qué?

—Porque solo no puedesencargarte de todo —repusoRoland—. Ven aquí.

Eddie miró otra vez elretorcido montón de criaturas conpinzas allá en la playa. JackAndolini nunca le había gustado,pero de todas maneras tenía elestómago revuelto.

—Ven aquí —ordenó Rolandcon impaciencia—. Tenemos

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poco tiempo, y no puedo decirque me guste mucho lo que debohacer ahora. Es algo que nuncaantes había hecho. Y nunca penséque lo haría. —Retorció loslabios con amargura—. Comienzoa acostumbrarme a hacer cosasasí.

Eddie se aproximó lentamentea la tétrica figura, y cada vez mássentía las piernas como si fuerande goma. Su piel desnuda se veíablanca y resplandeciente en laajena oscuridad.

«¿Quién eres, Roland? —pensó—. ¿Qué eres? Y ese calor

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que te siento exhalar… ¿es sólofiebre? ¿O algún tipo de locura?Creo que podrían ser ambascosas».

Dios, necesitaba darse unpico. Es más: se lo merecía.

—¿Qué es lo que nunca hashecho antes? —preguntó—. ¿Dequé hablas?

—Toma esto —dijo Roland.E hizo un gesto hacia el antiguorevólver que le colgaba bajo lacadera derecha. No señaló. Notenía dedo con qué señalar, sóloun montoncito que sobresalíaenvuelto en un trapo—. A mí ya

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no me sirve. Ahora no, tal veznunca más.

—Yo… —Eddie tragó saliva—. No quiero tocarlo.

—Yo tampoco quiero que lotoques —dijo el pistolero concuriosa gentileza—, pero me temoque ninguno de los dos tiene otraalternativa. Va a haber un tiroteo.

—¿Sí?—Sí. —El pistolero miró a

Eddie serenamente—. Un tiroteobastante fuerte, diría yo.

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DIECIOCHO

Balazar se sentía cada vez másinquieto. Demasiado tiempo.Llevaban ahí dentro demasiadotiempo y todo estaba demasiadotranquilo. A cierta distancia, talvez en la manzana de al lado, oíaa varias personas gritándose yluego un par de detonaciones queretumbaron con fuerza.Probablemente eran petardos…pero cuando se está en el tipo denegocio en el que estaba Balazar,

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lo primero en lo que uno pensabano era en petardos.

Un grito. ¿Había sido ungrito?

«No importa. Lo que pase enla otra manzana, sea lo que sea,no tiene nada que ver contigo. Teestás convirtiendo en una vieja».

Con todo, las señales eranmalas. Muy malas.

—¿Jack? —gritó hacia lapuerta cerrada del baño.

No hubo respuesta.Balazar abrió el cajón

izquierdo de su escritorio y sacóun revólver.

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Éste no era un Colt Cobra, lobastante cómodo y pequeñíncomo para caber en una pistolera;era un Magnum 357.

—¡Cimi! —gritó—. ¡Ven!Cerró el cajón de golpe. La

torre de cartas cayó con un suavesuspiro.

Balazar ni siquiera se diocuenta.

Cimi Dretto cubrió la puertacon sus ciento veinticinco kilos.

Vio que el Jefe había sacadosu revólver del cajón y deinmediato sacó el suyo de debajode una chaqueta de cuadros tan

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llamativa que provocabaquemaduras instantáneas acualquiera que cometiera el errorde mirarla durante demasiadotiempo.

—Quiero a Claudio y a Tricks—ordenó—. Que vengan rápido.El tipo está tramando algo.

—Tenemos un problema —dijo Cimi.

Los ojos de Balazar saltaronde la puerta del lavabo a Cimi.

—Oh; yo tengo cantidad —aclaró—. ¿Cuál es el nuevo,Cimi?

Cimi se humedeció los labios.

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No le gustaba darle malasnoticias al Jefe ni siquiera en lasmejores circunstancias; cuandotenía ese aspecto…

—Bueno —musitó, y sehumedeció los labios otra vez—.Resulta que…

—¿Quieres darte prisa,joder?

DIECINUEVE

La madera de sándalo de laempuñadura del revólver era tansuave que en el momento de

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recibirlo la primera reacción deEddie fue dejarlo caer casi sobrelos dedos de sus pies. Era tangrande que parecía prehistórico,tan pesado que supo que tendríaque usar las dos manos paralevantarlo.

«El retroceso —pensó— serácapaz de hacerme atravesar lapared más cercana. Eso si deverdad dispara». Sin embargo,una parte de él quería sosteneraquel revólver, percibía suhistoria remota y sangrienta yquería formar parte de ella. «Sóloel mejor ha tenido este bebé en

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sus manos —pensó Eddie—. Porlo menos hasta ahora».

—¿Estás listo? —preguntóRoland.

—No, pero hagámoslo.Agarró la muñeca izquierda

de Roland con su mano izquierda.Roland pasó su caliente brazoderecho en torno de los hombrosdesnudos de Eddie.

Juntos regresaron a través dela puerta, desde la oscuridadexpuesta al viento de la playa enel mundo agonizante de Roland,al frío resplandor fluorescente dellavabo privado de Balazar en La

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Torre Inclinada.Eddie parpadeó para adaptar

sus ojos a la luz y oyó a CimiDretto en la otra habitación.

—Tenemos un problema —decía Cimi.

«¿Acaso no los tenemostodos?», pensó Eddie. Entoncessu mirada topó con el botiquíndonde Balazar guardaba lasmedicinas. Estaba abierto. Oyó ensu mente a Balazar cuando ledecía a Jack que registrara ellavabo, y oyó que Andolinipreguntaba si había algún lugarque él no conociera. Antes de

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responder, Balazar había hechouna pausa.

—En la pared trasera delbotiquín hay un pequeño panel —había dicho—. Ahí guardoalgunos efectos personales.

Andolini había abierto elpanel de metal, pero se habíaolvidado de cerrarlo.

—¡Roland! —susurró.Roland alzó su revólver y se

apretó el cañón contra los labiosen un gesto de silencio.

Sin hacer ruido, Eddie cruzóhacia el botiquín de lasmedicinas.

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Algunos efectos personales:había un frasco de supositorios,un ejemplar de una revistaborrosamente impresa llamadaJuegos de Niños (en la tapa habíados niñas desnudas de unos ochoaños dándose un morreo)… yocho o diez paquetes de muestrade Keflex.

Eddie sabía lo que eraKeflex.

Los yonquis, como sonproclives a las infecciones, tantolocales como generales, por logeneral lo saben.

Keflex era un antibiótico.

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—Oh, yo tengo cantidad —decía Balazar. Sonaba hostil—.¿Cuál es el nuevo, Cimi?

«Si esto no le cura lo quetiene, no lo cura nada», pensóEddie. Empezó a coger lospaquetes y fue a metérselos en losbolsillos. Se dio cuenta de que notenía bolsillos, y emitió un roncoladrido que ni siquiera se parecíaa la risa.

Empezó a ponerlos en ellavabo. Ya se los llevaría mástarde… si es que había un mástarde.

—Bueno —decía Cimi—.

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Resulta que…—¿Quieres darte prisa,

joder? —gritó Balazar.—Es el hermano mayor del

chico —refirió Cimi, y Eddie sequedó helado, con los dos últimospaquetes de Keflex todavía en lamano y la cabeza inclinada. Enese momento se parecía más quenunca al perro de los discos de laRCA Víctor y La voz de su amo.

—¿Qué pasa con él? —preguntó Balazar conimpaciencia.

—Está muerto —respondióCimi.

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Eddie dejó caer el Keflex enel lavabo y se volvió haciaRoland.

—Han matado a mi hermano—dijo.

VEINTE

Balazar abrió la boca paradecirle a Cimi que no lomolestara con aquella mierdacuando tenía cosas importantes delas que preocuparse, como lasensación, que no podía sacarsede encima, de que el chico iba a

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joderlo, con o sin Andolini,cuando le oyó tan claramentecomo sin duda el chico les habíaoído a él y a Cimi. «Han matado ami hermano», había dicho.

Súbitamente, Balazar sedesinteresó por su mercancía, porlas preguntas sin respuesta y porcualquier otra cosa que no fueraponer un freno chirriante aaquella situación antes de que sevolviera aún más extraña.

—¡Mátalo, Jack! —gritó.No hubo respuesta. Entonces

oyó que el chico lo decía otravez:

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—Han matado a mi hermano.Han matado a Henry.

De pronto Balazar supo que elchico no hablaba con Andolini.

—Trae a todos los caballeros—le ordenó a Cimi—. A todos.Vamos a quemarle el culo ycuando esté muerto lo llevaremosa la cocina y yo, personalmente,le cortaré la cabeza.

VEINTIUNO

—Han matado a mi hermano—dijo el Prisionero.

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El pistolero no respondió.Sólo observó y pensó: «Losfrascos. En el lavabo. Es lo quenecesito o lo que él cree quenecesito. Los paquetes. No teolvides. No te olvides».

—¡Mátalo, Jack! —Se oyódesde la otra habitación.

Ni Eddie ni el pistolero leprestaron ninguna atención.

—Han matado a mi hermano.Han matado a Henry.

En la otra habitación Balazarhablaba ahora de llevarse lacabeza de Eddie como trofeo. Elpistolero encontró en esto un raro

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alivio. Al parecer, no todas lascosas de aquel mundo eran tandiferentes de las del suyo propio.

El que se llamaba Cimicomenzó a llamar a los otros convoz ronca. Se produjo un tronarmuy poco caballeresco de piesque corrían.

—¿Quieres hacer algo, oprefieres quedarte aquí parado?—preguntó Roland.

—Oh, quiero hacer algo —asintió Eddie. Levantó elrevólver del pistolero y a pesarde que apenas un momento anteshabía creído que necesitaría

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ambas manos para levantarlo, vioque podía hacerlo con facilidad.

—¿Y qué quieres hacer? —preguntó Roland, y a él mismo suvoz le sonó distante. Estabaenfermo, lleno de fiebre, Peroahora aparecía una fiebrediferente, una que le resultaperfectamente familiar. Era lafiebre que le había dado en Tull.Era una batalla de fuego, queconfundía todo pensamiento, sólorestaba la necesidad de dejar depensar y comenzar a disparar.

—Quiero ir a la guerra —contestó Eddie Dean con calma.

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—No sabes de qué estáshablando, pero ya lo vas adescubrir. Cuando atravesemos lapuerta, tú ve hacia la derecha. Yodebo ir hacia la izquierda. Mimano.

Eddie asintió. Se fueron a suguerra.

VEINTIDÓS

Balazar esperaba a Eddie, o aAndolini, o a ambos. No esperabaa Eddie y a un perfecto extraño,un hombre alto con el pelo sucio

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de color gris negro y un rostroque parecía haber sido cinceladoen piedra inexorable por algúndios salvaje. Por un momento, nosupo hacia dónde debía disparar.

Cimi, sin embargo, no teníaese problema. El Jefe estabafurioso con Eddie. Enconsecuencia, se cargaría primeroa Eddie y luego se preocuparíapor el otro catzarro. Cimi sevolvió pesadamente hacia Eddiey apretó tres veces el gatillo de suautomática. Los cartuchossaltaron y centellearon en el aire.Eddie vio que el tipo enorme se

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volvía hacia él y empezó aarrastrarse como un loco por elsuelo, zumbando al pasar como unmuchacho en una discoteca, unmuchacho tan absorto en el baileque no se daba cuenta de quehabía perdido entero el traje deJohn Travolta, ropa interiorincluida; y de que iba con la cosacolgando y las rodillas, desnudas,primero irritadas y luegorascadas, a medida queaumentaba la fricción. Las balasperforaron los paneles de plásticoimitación de pino que estaban porencima de él, y las astillas le

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llovían en el pelo y sobre loshombros.

«Dios, no me dejes morirdesnudo y necesitando un pico —rezó. Aunque sabía que unaplegaria como ésa era más queblasfema: era un absurdo. Sinembargo, no pudo detenerse—.Voy a morir, pero, por favor, sólouna vez más quisiera…».

El revólver que el pistolerotenía en la mano izquierda detonó.En la playa abierta había sonadofuerte. Aquí fue ensordecedor.

—¡Mierda! —gritó CimiDretto con una voz jadeante y

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estrangulada. De hecho, era unmilagro que pudiera gritar. Depronto su pecho se hundió, comosi alguien hubiera asestado unmazazo a un barril. Su camisablanca comenzó a volverse rojaen algunas partes, como si leflorecieran amapolas—. ¡Oh,mierda! ¡Oh, mierda! ¡Oh, m…!

Claudio Andolini lo empujó aun costado. Cimi cayó haciendoun ruido sordo. Dos de loscuadros enmarcados que colgabande la pared de Balazar sedesplomaron. El que mostraba alJefe presentando el trofeo de

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Deportista del Año a unmuchacho sonriente en elbanquete de la Liga Atlética de laPolicía fue a aterrizar sobre lacabeza de Cimi. El vidriodestrozado le cayó sobre loshombros.

—Mierda —susurró con unavocecita desmayada, y la sangrecomenzó a salirle a borbotonespor los labios.

Detrás de Claudio llegabanTricks y uno de los hombres quehabían esperado en el almacén.Claudio tenía una automática encada mano; el tipo del almacén

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llevaba una escopeta Remington,con el cañón tan recortado queparecía una Derringer conpaperas; Tricks Postino llevabalo que daba en llamar «laMaravillosa Máquina Rambo», unrifle de asalto M-16 de tirorápido.

—¿Dónde está mi hermano,drogata de mierda? ¡Hijo-puta! —aulló Claudio—. ¿Qué le hashecho a Jack?

No debía de estarterriblemente interesado en larespuesta, ya que comenzó adisparar con las dos pistolas

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mientras aún gritaba.«Estoy muerto», pensó Eddie.

Y entonces Roland volvió adisparar. Claudio Andolini saliódespedido hacia atrás, envueltoen una nube de su propia sangre.Las automáticas le volaron de lamano y patinaron a través delescritorio de Balazar. Cayeron ala alfombra en medio de unrevoltijo de naipes. Buena partede las entrañas de Claudio pegócontra la pared un segundo antesde que éste pudiera alcanzarlas.

—¡A él! —gritaba Balazar—.¡Disparad al espectro! ¡El chico

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no es peligroso! ¡No es más queun yonqui en pelotas! ¡Tirad alaparecido! ¡Cargáoslo!

Apretó dos veces el gatillo dela 357. La Magnum era casi tansonora como el revólver deRoland. No hizo agujeros nítidosen la pared ante la que Roland sehabía acuclillado. Las balasabrieron grietas en la maderafalsa a ambos lados de su cabeza.A través de los agujeros pasabala luz blanca del baño en rayosdeshilachados.

Roland apretó el gatillo denuevo.

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Chasquido seco.Disparo fallido.—¡Eddie! —vociferó el

pistolero. Y Eddie alzó su propiorevólver y apretó el gatillo.

La detonación fue tan fuerteque por un momento creyó que elrevólver se le había reventado enla mano, como le había pasado aJack. El culatazo no le hizoatravesar la pared, pero encambio le mandó el brazo haciaarriba en un arco tan salvaje quese le tensaron todos los tendonesbajo el brazo.

Vio que parte del hombro de

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Balazar se desintegraba en underrame rojo, oyó que Balazarchillaba como un gato herido, ygritó:

—El yonqui no es peligroso,¿verdad? ¿No decías eso, pedazode mierda? ¿Quieres jodernos amí y a mi hermano? ¡Yo tedemostraré quién es peligroso!¡Yo te…!

Cuando el tipo del almacéndisparó la escopeta recortada seprodujo una explosión como la deuna granada. Eddie rodó mientrasel tiro desgarraba en cienagujeritos las paredes y la puerta

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del baño. Eddie se habíaquemado la piel desnuda envarios lugares, y comprendió quede haber estado más cerca, lohubiera vaporizado.

«Mierda, igual estoy muerto»,pensó mientras miraba al tipo deldepósito maniobrar con elcargador de la Remington. Lemetió cartuchos nuevos y luego laapoyó sobre su antebrazo.Sonreía. Tenía los dientes muyamarillos; Eddie no creía quehubiera tenido relación con uncepillo de dientes durantebastante tiempo.

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«Mierda, me va a matar unjodido cabrón de dientesamarillos y ni siquiera sé cómo sellama —pensó Eddie vagamente—. Por lo menos le he metido unaa Balazar. Por lo menos algo hehecho». Se preguntaba si Rolandtendría otro disparo. No lorecordaba.

—¡Lo tengo! —gritóanimosamente Tricks Postino—.¡Dame campo libre, Darío! —Yantes de que el hombre llamadoDarío pudiera darle campo libreo cualquier otra cosa, Tricks laemprendió con la Maravillosa

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Máquina Rambo. La pesadaestampida del fuego de laametralladora invadió la oficinade Balazar. El primer resultadode esta descarga de artillería fuesalvar la vida de Eddie Dean.Darío le tenía en el punto de mirade la escopeta de cañonesrecortados, pero antes de quepudiera apretar el doble gatillo,Tricks lo partió por la mitad.

—¡Para, idiota! —gritóBalazar.

Pero Tricks no lo oyó, o nopudo detenerse, o simplemente noquiso. Con los labios hacia atrás,

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que dejaban al desnudo susdientes brillantes de saliva en unaenorme sonrisa de tiburón, arrasóla habitación de punta a punta;hizo polvo dos de los paneles dela pared, las fotografíasenmarcadas volaron en nubes devidrio fragmentado y la puerta delbaño saltó de sus bisagras. Lamampara de vidrio esmerilado dela ducha de Balazar explotó. Eltrofeo de la Marcha de lasMonedas que Balazar habíaganado el año anterior sonó comouna campana cuando lo atravesóun trozo de metal.

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En las películas se matarealmente a otra gente con armasmanuales de tiro rápido. En lavida real esto rara vez ocurre. Silo hace, es con las primerascuatro o cinco balas disparadas(como hubiera podido atestiguarel infortunado Darío, de habersido capaz de atestiguar algo).Después de las primeras cuatro ocinco, al hombre que trata decontrolar un arma como ésa,aunque sea un hombre fuerte, lesuceden dos cosas. El cañóncomienza a elevarse y el propiotirador comienza a girar hacia la

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derecha o a la izquierda, según elhombro que haya soportado elretroceso del arma. En resumen:sólo un tarado o una estrella decine intentaría usar un arma así:es como tratar de disparar aalguien con un taladro neumático.

Por un momento, Eddie fueincapaz de hacer nada más útilque contemplar aquel perfectomilagro de idiotez. A través de lapuerta a la espalda de Tricks vioque llegaban otros hombres y alzóel revólver de Roland.

—¡Lo tengo! —gritaba Trickscon la histeria jubilosa de un

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hombre que ha visto demasiadaspelículas como para poderdistinguir entre lo que el guión desu cabeza dice que debería estarpasando y lo que realmente pasa—. ¡Lo tengo! ¡Lo tengo! ¡Lo t…!

Eddie apretó el gatillo yvaporizó a Tricks de cejas paraarriba. A juzgar por la conductadel hombre, no se perdía grancosa.

«Joder, cuando estos chismesdisparan, realmente lo agujereantodo», pensó.

Se oyó un fuerte ¡KA-BOOM!a la izquierda de Eddie. Algo

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abrió un desgarrón ardiente en supoco desarrollado bícepsizquierdo. Vio que Balazarapuntaba la Magnum hacia él trasla esquina del escritorio, lleno decartas desparramadas. Su hombroera un chorreante revoltijo rojo.Eddie se encogió al oír que laMagnum disparaba otra vez.

VEINTITRÉS

Roland se las arregló paraquedarse en cuclillas, apuntó alprimero de los hombres nuevos

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que atravesaban la puerta, yapretó el gatillo. Había hechorodar el tambor; habíaamontonado sobre la alfombra lascargas usadas, y había cargado unnuevo cartucho con los dientes.Balazar tenía a Eddieinmovilizado. «Si este falla,estamos acabados».

No falló. El revólver rugió yle dio un culatazo en la mano;Jimmy Haspio giró hacia un ladoy la 45 que tenía en la mano se lecayó de los dedos agonizantes.

Roland vio que el otrohombre retrocedía encogido y se

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arrastró a través de los trozos demadera y vidrio que cubrían elsuelo. Dejó caer de nuevo elrevólver dentro de la funda. Laidea de volver a recargarlofaltándole dos dedos de la manoderecha era un chiste.

Eddie estaba haciendo lascosas bien. El pistolero calculólo bien que lo estaba haciendopor el hecho de que peleabadesnudo. Era algo difícil para unhombre. A veces imposible.

El pistolero agarró una de laspistolas automáticas que ClaudioAndolini había dejado caer.

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—¿Y vosotros a qué coñoestáis esperando? —gritó Balazar—. ¡Joder! ¡Cargáoslos!

Big George Biondi y el otrohombre del almacén entraron a lacarga a través de la puerta. Elhombre del almacén vociferabaalgo en italiano.

Roland se arrastró hasta laesquina del escritorio. Eddie selevantó y apuntó hacia la puerta ya los hombres que entraban.

«Sabe que Balazar está ahí,esperando, pero cree que ahora éles el único de los dos que tieneun arma —pensó Roland—. Aquí

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hay otro dispuesto a morir por ti,Roland ¿Qué grave incorrecciónhabrás cometido alguna vez parainspirar en tantos tan terriblelealtad?». Balazar se levantó, sinver que el pistolero se encontrabaahora a su lado. Balazar sólopensaba en una cosa: terminar porfin con el maldito yonqui quehabía provocado aquel desastre.

—No —dijo el pistolero. YBalazar volvió la cabeza paramirarlo con la sorpresaestampada en la cara.

—Vete a la… —comenzóBalazar haciendo girar la

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Magnum. El pistolero le disparócuatro veces con la automática deClaudio. Era una cosita barata, nomucho mejor que un juguete, ytocarla le hacía sentir la manosucia, pero tal vez era apropiadomatar a un hombre despreciablecon un arma despreciable.

Enrico Balazar murió con unaúltima expresión de sorpresa enlo que le quedaba de cara.

—¡Hola, George! —saludóEddie, y apretó el gatillo delrevólver del pistolero. Otra vezese estruendo satisfactorio.

«No hay balas malas en este

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bebé —pensó Eddie locamente—. Supongo que me debe habertocado el bueno». George lanzóun disparo antes de que la bala deEddie lo hiciera retroceder contrael hombre que gritaba,derribándolo como a un bolo,pero el disparo se perdió en elaire. Lo había asaltado unasensación irracional peroextraordinariamente persuasiva:la sensación de que el revólverde Roland contenía algún podermágico y talismánico deprotección. En tanto lo tuviera enla mano, no lo podrían herir.

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Entonces cayó el silencio, unsilencio en el que Eddie sólo oíaal hombre que gemía debajo deBig George (al aterrizar Georgeencima de Rudy Vecchio, que asíse llamaba el desdichado sujeto,le había fracturado tres costillas)y el fuerte zumbido de suspropios oídos. Se preguntó sialguna vez volvería a oír bien. Elestruendo del tiroteo que ahora, alparecer, había terminado hacíaque el concierto de rock másestrepitoso al que Eddie hubieraasistido alguna vez pareciera porcomparación una radio encendida

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a dos manzanas de distancia.La oficina de Balazar ya no

era reconocible como habitación.Su función previa había dejado deimportar.

Eddie echó un vistazo a sualrededor con la mirada abierta ycuriosa de un hombre muy jovenque por primera vez ve algo así.Sin embargo, Roland conocía lavisión, y era siempre la misma.Ya se tratara de un campo debatalla abierto donde hubieranmuerto miles de personas porcañones, rifles, espadas yalabardas, o de un cuartito donde

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cinco o seis tipos se hubieranmatado a tiros entre sí, era elmismo lugar, finalmente erasiempre el mismo lugar: otra casade la muerte, apestando a pólvoray carne cruda.

La pared entre el baño y laoficina había desaparecido, salvopor unos pocos escombros. Habíavidrios rotos desparramados portodas partes. La demostración defuegos artificiales de la llamativapero inútil M-16 de TricksPosano había arrancado panelesdel techo que colgaban comopedazos de piel desprendida.

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Eddie tosió secamente. Ahorapodía oír otros sonidos: elmurmullo de una conversaciónexcitada, voces que gritaban fueradel bar y, a lo lejos, aullar desirenas.

—¿Cuántos son? —lepreguntó el pistolero a Eddie—.¿Les habremos dado a todos?

—Sí, creo…—Tengo algo para ti, Eddie

—dijo desde el vestíbulo KevinBlake—. Pensé que quizá loquerrías como recuerdo, ¿sabes?

Lo que Balazar no habíapodido hacer al menor de los

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hermanos Dean, Kevin se lo habíahecho al mayor. Hizo rodar através de la puerta la cabezadegollada de Henry Dean.

Eddie vio lo que era y lanzóun grito. Corrió hacia la puerta,sin fijarse en las astillas de vidrioy madera que se le clavaban enlos pies descalzos; gritaba ydisparaba, usando el últimocartucho útil que quedaba en elgran revólver.

—¡No, Eddie! —gritóRoland. Pero Eddie no le oyó.Estaba más allá del acto de oír.

La bala de la sexta cámara no

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sirvió de nada, pero paraentonces Eddie no era conscientede que Henry estaba muerto. AHenry le habían cortado lacabeza; algún miserable hijo deputa le había cortado a Henry lacabeza, y ese hijo de puta lo iba apagar, oh sí, podían contar coneso.

Así que corrió hacia la puertaapretando el gatillo una y otravez, sin darse cuenta de que nosucedía nada, sin darse cuenta deque tenía los pies bañados ensangre. Kevin Blake entró en lahabitación en su busca, agachado,

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con una Llama 38 automática enla mano. El pelo rojo de Kevin lerodeaba la cabeza en rulos ybucles, y Kevin sonreía.

VEINTICUATRO

«Va a ser bajo», pensó elpistolero. Sabía que le iba ahacer falta mucha suerte para daren el blanco con aquel juguetitotan poco de confianza, aun cuandocalculara bien.

Cuando se dio cuenta delardid que pensaba usar el soldado

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de Balazar para disparar a Eddie,Roland se incorporó hasta quedarde rodillas, afirmó la manoizquierda sobre el puño derecho,y austeramente ignoró el aullidode dolor que ese puño le causaba.Tendría una sola oportunidad. Eldolor no importaba.

Entonces el hombre de pelorojo entró por la puerta sonriendoy, como siempre, el cerebro deRoland desapareció; el ojo vio, lamano disparó y, de pronto, elpelirrojo yacía contra la pareddel pasillo con los ojos abiertos yun pequeño agujero azul en medio

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de la frente. Eddie estaba de piejunto a él, gritando y sollozando,mientras disparaba en seco una yotra vez el gran revólver conempuñadura de madera desándalo, como si el hombre depelo rojo no pudiera estarsuficientemente muerto.

El pistolero esperó el mortalfuego cruzado que partiría aEddie por la mitad, y, como nollegó, supo que realmente todohabía terminado. Si quedaban mássoldados habían salido por pies.

Se puso en pietrabajosamente, se tambaleó un

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poco, y luego caminó lentamentehasta donde estaba Eddie.

—Basta —le dijo.Eddie lo ignoró y siguió

disparando en seco al hombremuerto con el gran revólver deRoland.

—Basta, Eddie, estámuerto… Todos están muertos. Tesangran los pies.

Eddie lo ignoró y siguióapretando el gatillo del revolver.El murmullo exterior de vocesexcitadas se oía más cercano. Aligual que las sirenas.

El pistolero extendió una

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mano hacia el revólver y trató desacárselo. Eddie se volvió haciaél y, antes de que Rolandestuviera completamente segurode lo que pasaba, Eddie le pegócon el revólver en el costado dela cabeza. Roland sintió un tibiochorro de sangre y se derrumbócontra la pared. Luchó pormantenerse en pie… Tenían quesalir de ahí rápidamente. Pero, apesar de todos sus esfuerzos,sintió que se deslizaba por lapared hasta caer y entonces elmundo desapareció en una ráfagagris.

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VEINTICINCO

Estuvo ausente menos de dosminutos. Luego se las arreglópara volver a enfocar la mirada ylogró ponerse en pie. Eddie ya noestaba en el vestíbulo. Elrevólver de Roland yacía sobre elpecho del muerto de pelo rojo. Elpistolero se inclinó, luchó contrala ola de un vahído, cogió elrevólver y lo dejó caer dentro desu funda con un difícilmovimiento a través del cadáver.

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«Quiero volver a tener esosmalditos dedos», pensócansadamente, y suspiró.

Trató de entrar otra vez en lasruinas de la oficina, pero lo mejorque pudo lograr fue un suavetambaleo. Se detuvo, se agachó, ylevantó toda la ropa de Eddie quepudo sostener en el pliegue delcodo. Los de las sirenas casihabían llegado. Roland creía queprobablemente fueran de lamilicia, un jefe de policía con unpelotón, algo por el estilo… perosiempre existía la posibilidad deque fueran más hombres de

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Balazar.—Eddie —graznó. Volvía a

tener un dolor punzante en lagarganta que era peor incluso quela inflamación en el costado de sucabeza, donde Eddie le habíapegado con el revólver.

Eddie no se dio cuenta.Estaba sentado en el suelo,acunando la cabeza de suhermano contra su vientre.Temblaba de arriba abajo ylloraba. El pistolero buscó lapuerta, no la vio, y sintió undesagradable sobresalto próximoal terror. Entonces recordó. Si los

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dos estaban de este lado, la únicaforma que tenía de crear la puertaera contactar físicamente conEddie.

Se acercó a Eddie pero éstese encogió alejándose de él. Aúnlloraba.

—No me toques —murmuró.—Eddie, ya se ha acabado.

Están todos muertos, y tu hermanotambién está muerto.

—¡No metas a mi hermano enesto! —gritó Eddie como un niño.Y otra oleada de temblores loatravesó. Acunó contra su pechola cabeza cercenada y la meció.

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Alzó los ojos bañados enlágrimas a la cara del pistolero.

—Siempre me cuidaba, tío —balbuceó. Sollozaba tan fuerteque el pistolero apenas podíaentenderlo—. Siempre. ¿Por quéno pude cuidarlo yo a él, estaúnica vez, después de todas lasveces que él me cuidó a mí?

«Él te cuidaba, por supuesto—pensó Roland severamente—.Mírate, ahí sentado ysacudiéndote como un hombreque se comió una manzana delárbol de la fiebre. Te cuidabaperfectamente bien». En voz alta,

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dijo:—Debemos irnos.—¿Irnos? —Por primera vez

la cara de Eddie mostró un vagoentendimiento, seguido deinmediato por la alarma—. Yo novoy a ninguna parte. Y menos aese otro lugar, donde esosgrandes cangrejos, o lo que sean,se comieron a Jack.

Alguien golpeaba la puerta ypedía a gritos que abrieran.

—¿Quieres quedarte aquí yexplicar de dónde salen todosestos cadáveres? —preguntó elpistolero.

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—No me importa —dijoEddie—. Sin Henry no meimporta. Nada me importa.

—Tal vez a ti no te importe—dijo Roland—, pero hay otrosinvolucrados, Prisionero.

—¡No me llames así! —gritóEddie.

—¡Te llamaré así hasta queme demuestres que puedes salirde la celda en la que estás! —legritó Roland a su vez. La gargantale dolía al gritar, pero de todasmaneras gritó—. ¡Tira esepodrido pedazo de carne, y dejade lloriquear!

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Eddie lo miró, con lasmejillas mojadas y los ojos muyabiertos y asustados.

—¡ESTA ES SU ÚLTIMAOPORTUNIDAD! —dijo desdeel exterior una voz por unmegáfono. A Eddie la voz le sonómisteriosamente como la dellocutor de un espectáculodeportivo—. HA LLEGADO ELESCUADRÓN S. W. A. T.REPITO: ¡HA LLEGADO ELESCUADRÓN S. W. A. T.!

—¿Qué hay para mí al otrolado de la puerta? —Eddie lepreguntó con calma al pistolero

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—. Vamos, dímelo. Si puedesdecírmelo, tal vez vaya. Pero sime mientes me daré cuenta.

—Probablemente la muerte—dijo el pistolero—. Pero antesde que eso ocurra, no creo quellegues a aburrirte. Quiero que teunas a mí en una búsqueda. Porsupuesto, es probable que al finaltodo termine en la muerte…muerte para nosotros cuatro en unlugar extraño. Pero si llegáramosa triunfar… —Los ojos leresplandecieron y añadió—: Silogramos triunfar, Eddie, verásalgo que está más allá de todas

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las creencias, de todos tussueños.

—¿Qué?—La Torre Oscura.—¿Dónde está esa Torre?—Lejos de la playa donde me

encontraste. No sé a quedistancia.

—¿Qué es?—Eso tampoco lo sé; sólo sé

que puede ser una especie de…cerrojo. Un eje central quemantiene unido todo el conjuntode la existencia. Toda laexistencia, todos los tiempos ytodas las dimensiones.

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—Has dicho cuatro. ¿Quiénesson los otros dos?

—No los conozco; aún debenser invocados.

—Como me invocaste a mí. Ocomo te gustaría invocarme.

—Sí.En el exterior hubo una ronca

explosión, como el disparo de unmortero… El cristal de lavidriera frontal de La TorreInclinada estalló en mil pedazos.El salón del bar comenzó allenarse de nubes sofocantes degases lacrimógenos.

—¿Y bien? —preguntó

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Roland. Podía aferrarse a Eddie,forzar la existencia de la puertapor su contacto y pegarle unempellón que los llevara a ambosal otro lado. Pero había visto aEddie arriesgar su vida por él;había visto a aquel hombreatormentado por una brujacomportarse con toda la dignidadde un pistolero nato a pesar de suadicción, a pesar del hecho dehaber sido forzado a peleardesnudo como el día en quenació, y quería que Eddiedecidiera por sí mismo.

—Buscas aventuras, Torres,

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mundos que ganar —enumeróEddie, y sonrió débilmente.Ninguno de ellos se volviócuando nuevas cargas de gaseslacrimógenos entraron volandopor la ventana, para explotar en elsuelo con un silbido. Losprimeros zarcillos acres de gas sedeslizaban ya hacia el interior dela oficina de Balazar—. Suenamejor que uno de esos libros deEdgar Rice Burroughs sobreMarte que Henry me leía a vecescuando éramos pequeños. Sólofaltaría una cosa.

—¿Qué cosa?

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—Las muchachas hermosasdesnudas.

El pistolero sonrió.—En el camino a la Torre

Oscura —aseguró—, todo esposible.

Otro temblor sacudió elcuerpo de Eddie. Levantó lacabeza de Henry, besó una de susfrías y cenicientas mejillas y, condelicadeza, dejó a un lado laensangrentada reliquia. Se pusoen pie.

—Muy bien —dijo—. Detodas maneras, esta noche notenía nada que hacer.

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—Toma esto —le indicóRoland, y le acercó la ropa—.Ponte por lo menos los zapatos.Te has cortado los pies.

Fuera, en la acera, dospolicías con máscaras deplexiglás, chaquetasincombustibles y chalecos Kelvartiraron abajo la puerta delanterade La Torre Inclinada. En el baño,Eddie (que se había puesto loscalzoncillos, las zapatillasAdidas y nada más) le alcanzabauno a uno los paquetes de muestrade Keflex a Roland, y éste losmetía en los bolsillos de los

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tejanos de Eddie. Cuandoestuvieron guardados y a salvo,Roland deslizó otra vez su brazoderecho alrededor del cuello deEddie y Eddie otra vez aferró lamano izquierda de Roland. Lapuerta apareció súbitamente, unrectángulo de oscuridad. Eddiesintió que el viento de aquel otromundo le agitaba el pelo sudadode la frente y se lo echaba haciaatrás. Oyó rodar las olas sobre laplaya pedregosa. Olió el perfumeamargo de la sal marina. Y adespecho de todo, del dolor y dela congoja, de pronto quiso ver la

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Torre de la que hablaba Roland.Realmente quería verla. Y conHenry muerto, ¿qué había para élen este mundo? Sus padresestaban muertos, y no habíasalido en serio con ninguna chicadesde que se metiera de lleno enla heroína tres años atrás. Sólo uncontinuo desfile de putas,pinchetas y narigueta. Ninguna deellas se salvaba. A la mierda contodo.

Pasaron a través de la puertay, en realidad, era Eddie quien encierto modo guiaba.

En el otro lado le atacaron

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súbitamente nuevos temblores yagónicos calambres musculares,los primeros síntomas de unaseria abstinencia de heroína. Ycon ellos pensó las cosas dosveces por primera vez y sealarmó.

—¡Espera! —gritó—. ¡Quierovolver un minuto! ¡El escritorio!¡El escritorio, o la otra oficina!¡El caballo! ¡Si a Henry lo teníandrogado tiene que haber caballo!¡Heroína! ¡La necesito! ¡Lanecesito!

Miró a Roland de manerasuplicante, pero la cara del

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pistolero era de piedra.—Esa parte de tu vida ha

terminado, Eddie —dijo.Extendió la mano izquierda.

—¡No! —grito Eddie,dándole un zarpazo—. No, no loentiendes, tío, la necesito. ¡LANECESITO!

Lo mismo pudo haber dadozarpazos a una roca.

El pistolero cerró la puerta.Produjo un sonido sordo

como el de una palmada queindica el final definitivo y cayóhacia atrás sobre la arena. Losbordes levantaron algo de polvo.

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Detrás de la puerta no había nada,ni había ahora palabra algunaescrita encima. Aquel particularportal entre los dos mundos sehabía cerrado para siempre.

—¡NO! —gritó Eddie, y lasgaviotas le gritaron a él endespectiva burla. Laslangostruosidades le hacíanpreguntas, tal vez le sugerían quepodría oírlas mejor si seacercaba más, y Eddie cayó sobreun costado, llorando, temblando ysacudiéndose por los calambres.

—Tu necesidad pasará —aseguró el pistolero, y se las

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arregló para sacar uno de lospaquetes de muestra del bolsillode los tejanos de Eddie, tanparecidos a los suyos, tambiénahora pudo leer algunas de lasletras, pero no todas. Chiflet,parecía la palabra.

Chiflet.Medicina de aquel otro

mundo.—Mata o cura —murmuró

Roland, y se tragó en seco doscápsulas. Luego tomó otras tresastinas, se recostó cerca deEddie, lo tomó en sus brazos lomejor que pudo y, después de un

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rato difícil, ambos se durmieron.

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BARAJA

El tiempo que siguió a esa nochefue para Roland un tiempoquebrado, un tiempo querealmente no existió como tal enabsoluto.

Lo único que recordaba erauna serie de imágenes, momentos,conversaciones sin contexto; lasimágenes pasaban a ráfagas comosotas de un solo ojo, y treses ynueves y la Sangrienta PerraNegra Reina de las Arañas, en

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una rápida baraja.Más tarde le preguntó a Eddie

cuánto tiempo había durado, peroEddie tampoco lo sabía. Eltiempo había quedado destruidopara los dos. No hay tiempo en elinfierno, y cada uno de ellosestaba en su propio infiernoprivado: Roland en el infierno dela fiebre y la infección; Eddie, enel de la abstinencia.

—Fue menos de una semana—dijo Eddie—. Es lo único quesé con seguridad.

—¿Cómo lo sabes?—Sólo había píldoras para

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una semana. Después de eso,tendrías que hacer una cosa o laotra por ti mismo.

—Curarme o morir.—Correcto.

se barajan

Cuando el crepúsculo sedeslizaba hacia la oscuridad seoyó un disparo, un ruido seco quese recortó contra el inevitable,ineluctable sonido de lasrompientes que iban a morir a laplaya desolada: ¡KA-BOOM!Huele una bocanada de pólvora.

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«Problemas», piensadébilmente el pistolero, ymanotea por los revólveres queno están ahí. «Oh, no, es el fin,es…».

Pero se acaba, algo comienzaa oler

se barajan

bien en la oscuridad. Algo,después de todo este largo tiemposeco y oscuro, algo se estácocinando. No es sólo el olor.

Oye el chasquido y el crepitarde las ramas, ve el suave

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resplandor anaranjado de unafogata. Por momentos, según lasráfagas de la brisa del mar, lellega un humo fragante junto conese otro olor que le hace la bocaagua. «Comida —piensa—. Diosmío, ¿tengo hambre? Si tengohambre es posible que me estécurando».

«Eddie», intenta decir, perose le ha ido la voz por completo.Le duele la garganta, le duelemuchísimo.

«Deberíamos haber traídotambién un poco de astinas»,piensa, y entonces intenta reír:

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todas las drogas para él, ningunapara Eddie.

Eddie aparece. Tiene un platode metal, que el pistoleroreconocería en cualquier parte: alfin y al cabo, provino de supropia cartera.

Sobre el plato había unostrozos humeantes de carne de uncolor rosado blancuzco.

«¿Qué?», trata de preguntar,pero sólo suena un ruiditoflatulento y chillón.

Eddie le lee la pregunta en loslabios.

—No sé —le dice molesto—.

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Lo único que sé es que no me hamatado. Cómelo, maldita sea.

Ve que Eddie está muy pálido,que tiembla, y huele algoproveniente de Eddie que puedeser mierda o muerte, y sabe queEddie está en muy mal estado.Estira una mano a tientas con laintención de consolarle. Eddie sela rechaza.

—Voy a darte de comer —ledice molesto—. Y no sé por quécoño. Debería matarte. Y temataría, si no fuera porque creoque si pudiste entrar en mi mundouna vez, tal vez puedas hacerlo de

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nuevo.Eddie mira a su alrededor.—Y si no fuera porque me

quedaría solo. Salvo por ellas.Vuelve a mirar a Roland y un

temblor le recorre por entero. Estan feroz que está a punto devolcar los trozos de carne delplato de hojalata.

Por fin pasa.—Come, maldita sea.El pistolero come. La carne

es más que regular; la carne esdeliciosa. Come tres trozos yluego todo se confunde en unnuevo

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se barajan

esfuerzo por hablar, pero lo únicoque puede hacer es susurrar. Laoreja de Eddie está apretadacontra sus labios, salvo cuandoEddie atraviesa uno de susespasmos y un temblor la aleja.Lo dice otra vez.

—Al norte. Al norte… por laplaya.

—¿Cómo lo sabes?—Lo sé y basta —susurra.Eddie lo mira.—Estás loco —le dice.El pistolero sonríe y trata de

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desmayarse, pero Eddie loabofetea con fuerza.

Los ojos azules de Roland seabren de golpe y por un momentose ven tan vivos y eléctricos queEddie se siente turbado.

Luego sus labios se retiran enuna sonrisa que es casi unamueca.

—Sí, puedes irte zumbando—comenta—, pero primero tienesque tomar tu droga. Es la hora. Elsol dice que es la hora, en todocaso. Calculo. Nunca fui un boyscout, así que no estoy seguro.Pero creo que está bastante cerca.

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Abre la boca, Roland. Ábrelamucho para el doctor Eddie,pedazo de cabrón secuestrador.

El pistolero abre la bocacomo un bebé buscando el pecho.Eddie le pone dos píldoras en laboca y luego le echa agua frescasin ningún cuidado. Rolandpiensa que debe de ser de algúnarroyo de montaña, en algún lugaral este. Podría ser veneno; Eddieno podría distinguir el aguapotable del agua infesta. Por otraparte, el propio Eddie pareceestar bien, y además no hayalternativa, ¿verdad? No, no la

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hay.Traga, tose y casi se ahoga

mientras Eddie lo mira conindiferencia.

Roland se estira hacia él.Eddie trata de apartarse.Los ojos de águila del

pistolero le dan órdenes.Roland lo atrae hacia sí, tan

cerca que puede oler el hedor dela enfermedad de Eddie y Eddiepuede oler el hedor de la suya; lacombinación los enferma y loscompromete a los dos.

—Aquí sólo tenemos dosopciones —susurra Roland—. No

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sé cómo es en tu mundo, peroaquí sólo tenemos dos opciones.Te pones de pie y tal vez vives, omueres de rodillas con la cabezabaja y el hedor de tus propiasaxilas en tu nariz. Nada… —reprime la tos—. Nada para mí.

—¿Quién eres? —grita Eddie.—Tu destino, Eddie —

susurra el pistolero.—¿Por qué no te vas a la

mierda y te mueres? —preguntaEddie. El pistolero trata dehablar, pero antes de que puedasale flotando mientras las cartas

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se barajan

¡KA-BOOM!Roland abre los ojos sobre

mil millones de estrellas quegiran a través de la oscuridad, yluego los vuelve a cerrar.

No sabe qué está pasando,pero cree que todo está bien.

El mazo aún se mueve, lascartas todavía

se barajan

Más pedazos de carne dulce ysabrosa. Se siente mejor. Eddie

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también tiene mejor aspecto. Peroal mismo tiempo se le vepreocupado.

—Se están acercando —dice—. Podrán ser feas pero no soncompletamente estúpidas. Sabenlo que he hecho. De algún modolo saben, y no lo entienden. Cadanoche se acercan un poco más.Sería una buena idea avanzar unpoco cuando amanezca, si túpuedes. Si no, tal vez sea elúltimo amanecer que veamosjamás.

—¿Qué? —No esexactamente un susurro sino una

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ronquera localizada en algúnlugar entre el susurro y elverdadero discurso.

—Ellas —dice Eddie, yseñala hacia la playa—. Picachica, toma choma y toda esamierda. Creo que son comonosotros, Roland, les gusta comer,pero no les entusiasma el hechode ser comidos.

De pronto, en un estallidoextremo de horror, Rolandentiende qué eran los trozos decarne blanco-rosada con queEddie lo ha alimentado. No puedehablar; la revulsión le roba la

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poca voz que había logradorecuperar. Pero Eddie ve en sucara todo lo que quiere decir.

—¿Qué creías que estabahaciendo? —Casi gruñe—.¿Creías que hacía el pedido a LaLangosta Roja?

—Son venenosas —susurraRoland—. Por eso…

—Sí, por eso estás fuera decombate. Lo que estoy tratando deevitar, Roland, amigo mío, es queademás te conviertas en su primerplato. En cuanto al veneno, lasserpientes de cascabel sonvenenosas, sí, pero la gente se las

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come. Las serpientes de cascabelsaben realmente bien. Parecenpollo. Lo leí en alguna parte. Amí me parecían langostas, así quedecidí hacer la prueba. ¿Qué otracosa podíamos comer? ¿Mierda?Le disparé a una de esas cabronasy la cociné hasta sacarle el vivoespíritu de Jesucristo. No habíanada más. Y en realidad, estánbastante ricas. Mato una cadanoche en cuanto el sol comienza abajar. No están verdaderamentevivas hasta que se hace oscuropor completo. Nunca vi querechazaras la carne.

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Eddie sonríe.—Me gusta pensar que tal vez

le di a una de las que se comierona Jack. Me gusta pensar que meestoy comiendo esa bala perdida.Es como si me aliviara la mente,¿sabes?

—Una de ellas también secomió una parte de mí —murmuraroncamente el pistolero—. Dosdedos de una mano un dedo de unpie.

—Eso también es agradable.—Eddie sigue sonriendo. Surostro está pálido, como el de untiburón… pero parte de su

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aspecto enfermizo hadesaparecido, y el olor a mierday muerte que lo rodeaba como unamortaja parece estarevaporándose.

—Vete a la mierda —murmura el pistolero.

—¡Roland muestra un destellode espíritu! —grita Eddie—. ¡Talvez no te vayas a morir despuésde todo! ¡Tesohhro! ¡Eso esmaravissshoso!

—Vivir —dice Roland. Laronquera se ha convertidonuevamente en un susurro. Losanzuelos de pesca vuelven a su

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garganta.—¿Sí? —Eddie lo mira,

luego asiente con la cabeza yresponde a su propia pregunta—.Sí. Creo que estás decidido. Unavez pensé que te ibas y otra vezpensé que te habías ido. Ahoraparece que estás mejorando. Losantibióticos ayudan, supongo,pero creo que principalmente teestás izando a ti mismo. ¿Paraqué? ¿Por qué coño tratas contanto empeño de mantenerte vivoen esta playa de mala muerte?

Torre, dibuja con la boca,porque ahora ni siquiera puede

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lograr un graznido.—Tú y tu jodida Torre —

contesta Eddie. Comienza avolverse para irse pero se queda,sorprendido, cuando la mano deRoland le aferra el brazo comouna tenaza.

Se miran a los ojos el uno alotro y Eddie dice:

—Está bien. ¡Está bien!Al norte, articula Roland con

los labios. Al norte, te dije. ¿Ledijo eso? Eso cree, pero se haperdido. Perdido en la baraja.

—¿Cómo lo sabes? —le gritade repente Eddie con frustración.

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Levanta los puños como parapegarle, luego los baja.

«Simplemente lo sé, así que¿por qué me haces perder tiempoy energía con preguntas tontas?»,quiere replicar, Pero antes de quepueda hacerlo las cartas

se barajan

lo llevan a rastras, golpea yrebota, su cabeza oscila indefensaa un lado y al otro, atado con suspropios cintos a una especie derara camilla, y puede oír a EddieDean cantando una canción que le

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resulta tan extrañamente conocidaque al principio cree que debe deser un sueño delirante:

—Heyy Jude… Don’t make itbad… take a saaad song… andmake it better…

«¿Dónde oíste eso? —Quierepreguntarle—. ¿Me lo has oídocantar a mí? Y ¿dónde estamos?».

Pero antes de que puedapreguntar nada

se barajan

«Cort le habría dado al chico ungolpe en la cabeza si hubiera

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visto este artilugio», piensaRoland cuando mira la camillasobre la que ha pasado el día, yse echa a reír. No es lo quepodría llamarse una risa. Suenacomo una de esas olas que dejansobre la playa su carga depiedras. No sabe qué distanciahan avanzado, pero es lo bastantelejos como para que Eddie estécompletamente exhausto. Estásentado sobre una roca bajo la luzque se alarga, con uno de losrevólveres del pistolero en suregazo y a un costado unacantimplora de agua a medio

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llenar. Hay un pequeño bulto en elbolsillo de su camisa. Son lasbalas de la parte posterior de loscintos, la provisión cada vez másescasa de balas «buenas». Eddielas había atado en un trozo de supropia camisa. La razón principalpor la que la provisión de balas«buenas» se reduce a tantavelocidad es que una de cadacuatro o cinco también resultafallida.

Eddie, que estaba casicabeceando, levanta ahora lamirada.

—¿De qué te ríes? —

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pregunta.El pistolero le quita

importancia con un gesto y sacudela cabeza. Porque se da cuenta deque está equivocado. Cort no lehubiera dado un golpe a Eddiepor la camilla, aun cuando erauna extraña cosa medio coja.Roland piensa que era posibleincluso que Cort gruñera algunapalabra de felicitación: unarareza tan grande que el propiomuchacho a quien esto sucedíadifícilmente sabía nunca quéresponder; quedaba boqueandocomo un pescado recién sacado

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del barril de un cocinero.Los soportes principales eran

dos ramas de álamo deaproximadamente el mismo largoy espesor. Derribadas por elviento, supuso el pistolero. Habíausado ramas más pequeñas comosoportes, y las había atado a lossoportes principales con una locaconglomeración de cosas: cintos,la cinta adhesiva que habíasujetado las bolsas de hierba deldiablo a su pecho, incluso lacorrea de cuero sin curtir delsombrero del pistolero y loscordones de las propias zapatillas

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de Eddie. Sobre los soporteshabía tendido la bolsa de dormirdel pistolero.

Cort no le hubiera pegadoporque, aun enfermo como estaba,Eddie hizo más que quedarse encuclillas y lamentarse de sudestino. Había hecho algo. Lohabía intentado.

Y Cort pudo haberle dedicadouno de sus abruptos cumplidoscasi a regañadientes porque, porloca que pareciera, la cosafuncionaba. Lo demostraban laslargas huellas que se extendíanpor la playa hasta un punto donde

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parecían juntarse en la tangentede la perspectiva.

—¿Ves alguna? —preguntaEddie. El sol está bajando y abreun sendero anaranjado a travésdel agua, así que el pistolerocalcula que esta vez estuvoinconsciente más de seis horas.Se siente más fuerte. Se incorporay mira hacia el agua. Ni la playani la tierra que se desliza hacialas laderas occidentales de lasmontañas, hacia el oeste, hancambiado demasiado; puede verpequeñas variaciones en elpaisaje y detritos (una gaviota

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muerta, por ejemplo, que yace aunos veinte metros a la izquierday como treinta más cerca delagua, en medio de un montoncitode plumas), pero aparte de esopodrían muy bien estar en elmismo lugar de donde partieron.

—No —dice el pistolero. Yluego—: Sí. Hay una.

Señala. Eddie entrecierra losojos y luego asiente. A medidaque el sol se hunde y el senderoanaranjado comienza a parecersecada vez más a la sangre, laprimera de las langostruosidadessale tambaleante de las olas y

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comienza a arrastrarse por laplaya.

Dos de ellas correntorpemente hacia la gaviotamuerta. La ganadora le pega unzarpazo, la desgarra y comienza aengullir los restos enputrefacción.

—¿Pica chica? —pregunta.—¿Toca choma? —responde

la perdedora—. ¿Tela ch…?¡KA-BOOM!El revólver de Roland pone

fin a las preguntas de la segundacriatura. Eddie camina hacia ellay la aferra por el dorso, mientras

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lo hace mantiene un ojo muyatento a su compañera. La otra nopresenta problemas, sin embargo;está ocupada con la gaviota.Eddie trae de vuelta su presa.Todavía se retuerce, alza y bajalas pinzas, pero muy pronto dejade moverse. La cola se arqueapor última vez, y luego, en lugarde flexionarse hacia abajo,simplemente cae. Las pinzas deboxeador cuelgan inermes.

—Pronto e’tará li’ta la cena,patlón —dice Eddie—. Puedeelegir: filete de bicho rastrero ofilete de bicho rastrero. ¿Qué le

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apetece más, patlón?—No te entiendo —contesta

el pistolero.—Claro que me entiendes —

insiste Eddie—. Es sólo que notienes ningún sentido del humor.¿Qué has hecho con él?

—Supongo que me lo volaronde un tiro en una u otra guerra.

Eddie sonríe ante esto.—Esta noche sueñas y

pareces un poco más vivo,Roland.

—Lo estoy, creo.—Bueno, mañana tal vez

puedas caminar un rato. Voy a

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decírtelo muy francamente, amigomío, estoy un poco harto dearrastrarte.

—Lo intentaré.—Sí, inténtalo.—Tú también pareces un

poco mejor —arriesga Roland.Su voz se quiebra en las dosúltimas palabras como la de unmuchachito. «Si no dejo pronto dehablar —piensa—, no podrévolver a hablar en absoluto».

—Supongo que viviré. —Mira a Roland inexpresivo—.Nunca sabrás, sin embargo, quécerca estuve un par de veces. Una

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vez tomé uno de tus revólveres yme lo puse contra la cabeza. Loamartillé, lo dejé un rato ahí,contra mi cabeza, y luego loretiré. Solté el percutor y volví ameterlo en la funda. Otra nochetuve una convulsión. Creo que fuela segunda noche, pero no estoyseguro. —Sacude la cabeza ydice algo que el pistoleroentiende y no entiende al mismotiempo—. Ahora Michigan meparece un sueño.

A pesar de que su voz se haconvertido de nuevo en un roncomurmullo, y aunque sabe que no

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debería hablar, hay algo que elpistolero quiere saber.

—¿Qué te impidió apretar elgatillo?

—Bueno, éste es mi único parde pantalones —explica Eddie—.En el último instante pensé que siapretaba el gatillo y era una deesas balas inútiles, nunca tendríaagallas para hacerlo otra vez… ysi uno se caga en los pantalonestiene que lavarlos inmediatamenteo vivir con ese olor apestoso parasiempre. Eso me lo dijo Henry.Me dijo que aprendió en Nam. Ycomo era de noche, y ya había

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salido Lester la Langosta, sinmencionar a todas sus amigas…

Pero el pistolero se ríe, se ríemucho, aunque en realidad sóloocasionalmente sale de sus labiosun sonido quebrado. Eddiemismo, sonriendo un poco, dice:

—Es posible que en aquellaguerra sólo te volaran tu sentidodel humor hasta el codo. —Sepone de pie, y Roland supone quepiensa subir la cuesta hacia dondehaya combustible para un fuego.

—Espera —susurra, y Eddielo mira—. ¿Por qué, realmente?

—Supongo que fue porque me

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necesitabas. Si yo me hubieramatado, tú habrías muerto. Másadelante, cuando tú vuelvas aestar realmente bien, es posibleque reexamine mis opciones. —Mira a su alrededor y suspiraprofundamente—. Tal vez hayauna Disneylandia o un ConeyIsland en alguna parte de tumundo, Roland, pero lo que hevisto hasta ahora francamente nome interesa mucho.

Comienza a alejarse, sedetiene y se vuelve para mirarotra vez a Roland.

Su rostro está sombrío,

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aunque parte de la enfermizapalidez ha desaparecido. Lassacudidas ya no son más quetemblores ocasionales.

—A veces realmente no mecomprendes, ¿verdad?

—No —susurra el pistolero—. A veces no te comprendo.

—Entonces voy aexplicártelo. Hay personas quenecesitan personas que lasnecesiten. La razón por la que nome comprendes es que tú no eresde ésos. Tú me usarías y luego metirarías a la basura como unabolsa de papel si fuera necesario.

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Dios se ha cagado en tu alma,amigo mío. Sólo que tú eressuficientemente inteligente comopara que eso te duela ysuficientemente duro para seguiradelante y hacerlo de todasmaneras. No serías capaz deevitarlo. Si yo estuviera tendidoen la playa y pidiera ayuda agritos, tú me pasarías por encimasi yo estuviera entre tú y tucondenada Torre. ¿No estoybastante cerca de la verdad?

Roland no dice nada, sóloobserva a Eddie.

—Pero no todo el mundo es

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así. Hay personas que necesitanpersonas que las necesiten. Comola canción de Barbra Streisand.Trillado, pero cierto. No es másque otra forma de estarenganchado a algo.

Eddie lo mira fijamente.—Pero cuando se trata de

eso, tú estás limpio, ¿no escierto?

Roland lo observa.—Salvo por tu Torre. —

Eddie lanza una risita corta—.Eres un yonqui, Roland. Undrogadicto de la Torre.

—¿En qué guerra fue? —

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susurra Roland.—¿Qué cosa?—La guerra en la que te

volaron de un tiro el sentido de lanobleza y los propósitos.

Eddie retrocede como siRoland le hubiera pegado unabofetada.

—Voy a buscar un poco deagua —dice bruscamente—.Vigila esos bichos rastreros. Hoyhemos avanzado bastante, perotodavía no sé si se hablan entreellos o no.

Entonces se aparta, pero noantes de que Roland haya visto

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los últimos rayos rojos delcrepúsculo reflejados en susmejillas mojadas.

Roland se vuelve hacia laplaya y vigila. Laslangostruosidades se arrastran ypreguntan, preguntan y searrastran, pero ambas actividadesal parecer carecen de propósito:poseen alguna inteligencia, perono la suficiente como para pasarinformación a otras de su especie.

«Dios no siempre te la da enla cara —piensa Roland—. Lamayor parte de las veces sí, perono siempre».

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Eddie vuelve con leña.—¿Y bien? —pregunta—.

¿Qué piensas?—Estamos bien —grazna el

pistolero, y Eddie comienza adecir algo, pero ahora elpistolero está cansado y yace deespaldas y mira las primerasestrellas que espían a través de labóveda violeta del cielo y

se barajan

en los tres días siguientes elpistolero fue recuperando demanera constante la salud. Las

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líneas rojas que trepaban por susbrazos revirtieron su direcciónprimero, luego se decoloraron ypor fin desaparecieron. Al díasiguiente por momentos caminó ypor momentos dejó que Eddie loarrastrara. El día después nonecesitó en absoluto que Eddie loarrastrara; cada una o dos horas,simplemente se sentaban un ratohasta que se le iba la sensaciónacuosa de las piernas. Duranteesos descansos, en esos ratosdespués de cenar pero antes deque el fuego se terminara deconsumir y ellos se fueran a

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dormir, el pistolero oía acerca deHenry y Eddie. Recordó habersepreguntado qué había sucedidopara hacer esa hermandad tandificultosa, pero una vez queEddie hubo comenzado,entrecortadamente y con esasuerte de ira resentida queprocede del dolor más profundo,el pistolero pudo haberlodetenido, pudo haberle dicho:«No te molestes, Eddie. Locomprendo todo».

Sólo que eso no hubieraayudado a Eddie. Eddie nohablaba para ayudar a Henry,

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porque Henry estaba muerto.Hablaba para enterrar a Henrydefinitivamente. Y pararecordarse a sí mismo que, apesar de que Henry estabamuerto, él, Eddie, no lo estaba.

De manera que el pistoleroescuchaba y nada decía.

La esencia era simple: Eddiecreía que había robado la vida desu hermano. Henry también locreía. Henry pudo haberlo creídopor sí mismo, o pudo creerlo porla frecuencia con que oía a sumadre sermonear a Eddie acercade cuánto se habían sacrificado

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por él Henry y ella, para queEddie pudiera estar lo más asalvo que se pudiera estar en estajungla de ciudad, para que Eddiefuera feliz, tan feliz como sepudiera ser en esta jungla deciudad, para que no terminaracomo su pobre hermana, a quienél apenas podía recordar peroque había sido tan hermosa, Diosla bendiga. Ella estaba con losángeles, y sin duda ése era unlugar maravilloso, pero ella noquería que Eddie estuviera conlos ángeles todavía, atropelladopor un conductor borracho en la

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carretera como su hermana, orajado por un yonqui loco por losveinticinco centavos que tuvieraen el bolsillo y dejado ahí con lasentrañas desparramadas por todala acera, y como no creía queEddie quisiera estar todavía conlos ángeles, era mejor queescuchara lo que le decía suhermano mayor y que hiciera loque le ordenaba su hermanomayor y que siempre recordaraque Henry estaba haciendo unsacrificio de amor.

Eddie le dijo al pistolero quedudaba de que su madre supiera

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algunas de las cosas que ellos doshabían hecho, robar libros dehistorietas del quiosco decaramelos de Rincón Avenue, ofumar cigarrillos detrás de lafábrica Bonded Electroplate deCohoes Street.

Una vez vieron un Chevroletcon las llaves puestas, y a pesarde que Henry apenas sabíaconducir —tenía entoncesdieciséis años, Eddie ocho—había metido a su hermano dentrodel coche y le había dicho que seiban al centro de Nueva York.Eddie estaba asustado, lloraba;

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Henry también estaba asustado yfurioso con Eddie, le decía que secallara, le decía que dejara decomportarse como un puto bebé,él tenía diez pavos y Eddie teníatres o cuatro, podían ir al cinetodo el puto día y luego tomar eltren a Pelham y estar de vueltaantes de que su madre tuvieratiempo de servir la cena ypreguntarse dónde estaban. PeroEddie seguía llorando, y cercadel Puente Queensboro vieron uncoche policial sobre una callelateral, y aunque Eddie estababastante seguro de que el policía

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del coche ni siquiera habíamirado hacia ellos, Eddie dijoque sí cuando Henry le preguntóen un tono ronco y ahogado sicreía que el macho los habíavisto… Henry se puso blanco yfrenó con tanta rapidez que estuvoa punto de amputar una bomba deagua para incendios. Saliócorriendo por la acera mientrasEddie, ahora él mismo en pánico,seguía luchando con la manija dela puerta, con la que no estabafamiliarizado. Henry se detuvo,volvió y sacó a Eddie del cocheen volandas. También le pegó dos

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bofetadas. Luego caminaron —bueno, en realidad seescabulleron— todo el camino deregreso hasta Brooklyn. Les tomóla mayor parte del día, y cuandosu madre les preguntó por quéparecían tan agitados y sudados ycansados, Henry dijo que habíapasado la mayor parte del díaenseñándole a Eddie a hacerciertas jugadas de baloncesto enla cancha que estaba a la vueltade la esquina. Luego vinieronunos chicos grandes y tuvieronque salir corriendo. Su madrebesó a Henry y miró

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resplandeciente a Eddie. Lepreguntó si no tenía el mejorhermano mayor del mundo. Eddieestuvo de acuerdo con ella. Enesto también era sincero. Pensabaque lo era.

—Ese día él estaba tanasustado como yo —le explicóEddie a Roland, mientras estabansentados contemplando el finaldel día desvaneciéndose en elagua, que pronto sólo reflejaría laluz de las estrellas—. Másasustado todavía, en realidad,porque él creía que el poli noshabía visto y yo sabía que no. Por

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eso corrió. Pero volvió. Ésa es laparte importante. Volvió.

Roland no dijo nada.—Comprendes eso, ¿verdad?

—Eddie miraba a Roland conojos violentos e inquisitivos.

—Comprendo.—Siempre estaba asustado,

pero siempre volvía.Roland pensó que habría sido

mejor para Eddie, a la largamejor para los dos tal vez, siHenry hubiera seguido corriendoese día… o cualquier otro día.Pero la gente como Henry nuncahacía eso. La gente como Henry

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siempre volvía, porque la gentecomo Henry sabía cómo usar laconfianza. Era lo único que lagente como Henry sabíapositivamente cómo usar. Primerotransformaban la confianza ennecesidad, luego transformaban lanecesidad en una droga y, una vezhecho esto, se convertían en…¿Qué palabra había usado Eddie?Camellos, sí, eso era.

—Creo que me voy a dormir—dijo el pistolero.

Al día siguiente Eddiecontinuó, pero Roland ya lo sabíatodo. Henry no había practicado

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deportes en la escuela porque nopodía quedarse después de clasepara entrenarse. Henry tenía quecuidar a Eddie. El hecho de queHenry fuera desgarbado y pococoordinado y que tampoco leinteresaran mucho los deportes enprimer lugar no tenía nada quever con el asunto, por supuesto;Henry hubiera sido un magníficolanzador en béisbol o una estrelladel baloncesto, les aseguraba sumadre una y otra vez. Henrysacaba malas notas y tuvo querepetir bastantes asignaturas, peroeso no era porque Henry fuera

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estúpido; Henry y la señora Deansabían que Henry tenía todas lasluces. Pero el tiempo que teníaque pasar estudiando o haciendosus tareas, Henry lo ocupabacuidando a Eddie (el hecho deque usualmente esto sucediera enla sala de los Dean, con los doschicos despatarrados en el sofámirando la televisión opeleándose en el piso parecía noimportar). Las malas notassignificaban que Henry no podíaser aceptado en ninguna parte másque en la Universidad de NuevaYork, y no se lo podían permitir,

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porque las malas notas excluíantoda posibilidad de becas, yluego Henry fue reclutado y luegovino Vietnam, donde a Henry levolaron casi toda la rodilla, y eldolor era terrible, y la droga quele dieron para el dolor tenía unafuerte base de morfina, y cuandoestuvo mejor lo desintoxicaron dela droga, sólo que no hicieron untrabajo muy bueno porque cuandovolvió a Nueva York todavíatenía la adicción como un monotrepado a su espalda, un monohambriento que esperaba seralimentado, y después de uno o

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dos meses fue a ver a un hombre,y fue como cuatro meses mástarde, menos de un mes despuésde que su madre muriera, cuandoEddie vio por primera vez a suhermano aspirar un polvo blancode un espejo. Eddie supuso queera coca. Resultó ser heroína. Ysi uno se remontaba hasta elprincipio de todo, ¿de quién erala culpa?

Roland no dijo nada, pero oyóla voz de Cort en su mente: Laculpa siempre está en el mismolugar, mis recatados niñitos. Conel que es tan débil como para

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asumirla.Cuando descubrió la verdad,

Eddie se sintió escandalizado, yluego furioso. La respuesta deHenry no fue la promesa de dejarla droga, sino decirle que no loculpaba por estar furioso, sabíaque Nam lo había convertido enuna inútil bolsa de mierda, queera débil, que se iría, eso sería lomejor. Eddie tenía razón, loúltimo que necesitaba era uninmundo yonqui alrededor queconvirtiera el lugar en unapocilga. Sólo esperaba que Eddieno lo culpara demasiado. Había

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sido débil, lo admitía; algo enNam lo había vuelto débil, lohabía podrido del mismo modo enque la humedad pudría loscordones de las zapatillas y lagoma de los calzoncillos. En Namtambién había algo queaparentemente le pudría a uno elcorazón, le había dicho Henryentre lágrimas. Sólo esperaba queEddie recordara todos los añosen que había tratado de ser fuerte.

Por Eddie.Por mamá.Así que Henry trató de irse. Y

Eddie, por supuesto, no pudo

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dejarlo ir. Eddie estabaconsumido por la culpa. Eddievio el horror cruzado decicatrices que una vez había sidouna pierna sin marcas, una rodillaque ahora era más teflón quehueso. Tuvieron un encontronazoa gritos en el vestíbulo, Henrycon sus viejos pantalones caqui,con su mochila preparada en unamano y aros de color púrpuradebajo de los ojos, Eddie connada encima más que un par decalzoncillos amarillentos, yHenry le decía «No me necesitasdando vueltas por aquí, Eddie,

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soy veneno para ti y tú lo sabes»,y Eddie le gritaba «Tú no te vas aninguna parte, vuelve a meter elculo en casa», y así siguió hastaque la señora McGursky salió desu casa y chilló: «Vete o quédate,a mí me da lo mismo, pero másvale que te decidas rápido en unou otro sentido porque si no voy allamar a la policía». La señoraMcGursky parecía dispuesta aagregar más admoniciones, perojusto en ese momento advirtió queno tenía puesto nada más que unoscalzoncillos. Agregó: «¡Y eresindecente, Eddie Dean!» antes de

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volver a meterse en su casa. Eracomo mirar una caja de sorpresasdel lado del revés. Eddie miró aHenry. Henry miró a Eddie. «Escomo un angelito con unos kilosde más», dijo Henry en voz baja,y entonces comenzaron a aullar derisa, se abrazaban y se dabangolpes mutuamente y Henryvolvió a entrar y como dossemanas más tarde Eddie tambiénestaba aspirando la cosa y nopodía entender por qué coñohabía hecho tanto lío al respecto,después de todo, sólo era aspirar,mierda, eso te sacaba, y como

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Henry (en quien Eddie con eltiempo llegaría a pensar como elgran sabio y eminente yonqui)decía, en un mundo queclaramente se iba al infierno,¿qué tenía de malo darse unpequeño viaje?

Pasó el tiempo. Eddie nosabía cuánto. El pistolero nopreguntó. Suponía que Eddiesabía que para darse un viaje haymil excusas, aunque no razones, yque había logrado controlar suhábito bastante bien. Y que Henryse las había arreglado paracontrolar el suyo. No tan bien

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como Eddie, pero lo suficientecomo para no desbocarse porcompleto. Porque, comprendieraEddie la verdad o no (muyprofundamente Roland creía quesí), Henry debió haberlacomprendido: sus posiciones sehabían invertido. Ahora era Eddieel que sostenía la mano de Henrypara cruzar la calle.

Llegó el día en que Eddiepescó a Henry ya no aspirandocaballo sino metiéndoselo en lapiel. Se produjo otra histéricadiscusión, casi una repeticiónexacta de la primera, sólo que

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esta vez fue en el dormitorio deHenry. Terminó casi exactamentede la misma manera. Henrylloraba y ofrecía esa implacable,indiscutible defensa que era larendición absoluta, la admisiónúltima: Eddie tenía razón, nomerecía vivir, no merecía comerla basura de las aceras. Se iría.Eddie no tendría que volver averlo jamás. Sólo esperaba que élrecordara todos los…

Se fundió en un murmullo queno era muy diferente del sonidopedregoso de las olas al romper.Roland conocía la historia y no

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dijo nada. Era Eddie quien noconocía la historia, un Eddie quetenía la cabeza verdaderamenteclara por primera vez en diezaños, quizá, o más. Eddie no lecontaba la historia a Roland;Eddie por fin se contaba lahistoria a sí mismo.

Eso estaba bien. Hasta dondeel pistolero pudiera ver, teníantodo el tiempo del mundo. Hablarera una manera de pasarlo.

Eddie dijo que lo torturaba larodilla de Henry, la retorcidacicatriz que subía y bajaba por supierna (por supuesto ahora estaba

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completamente curado, Henryapenas cojeaba siquiera… salvocuando él y Eddie se peleaban;entonces la cojera siempreparecía empeorar); le torturaba laidea de todas las cosas que Henrytuvo que dejar por él, y letorturaba algo mucho máspragmático: Henry no hubieradurado en las calles. Hubierasido como un conejo al que dejansuelto en medio de una selvallena de tigres. Librado a símismo, Henry acabaría en lacárcel o en el Hospital Bellevueantes de que terminara la semana.

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Así que suplicó, y Henry porfin le hizo el favor de aceptar yquedarse ahí, y seis mesesdespués de eso Eddie tambiéntenía un brazo de oro. A partir deese momento las cosascomenzaron a moverse en laconstante e inevitable espiraldescendente que terminó con elviaje de Eddie a las Bahamas y lasúbita intervención de Roland ensu vida.

Otro hombre, menospragmático y más introspectivoque Roland, pudo habersepreguntado (a sí mismo, si no en

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voz alta): «¿Por qué éste? ¿Porqué este hombre para empezar?¿Por qué un hombre que pareceprometer debilidad o extrañeza oincluso absoluta perdición?».

El pistolero no solo nuncahizo la pregunta; ni siquiera se laformuló mentalmente. Cuthberthubiera preguntado. Cuthbert lohabía preguntado todo, se habíaenvenenado con preguntas, habíamuerto con una en la boca. Ahorase habían ido, todos. Los últimospistoleros de Cort, los trecesupervivientes de una clase quehabía comenzado siendo de

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cincuenta y seis, estaban todosmuertos. Todos muertos salvoRoland. Él era el último pistoleroy avanzaba sin cesar y sin cejaren un mundo que se había vueltorancio, estéril y vacío.

«Trece», recordaba que dijoCort el día anterior a lasCeremonias de Presentación. «Esun número del mal». Y al díasiguiente, por primera vez entreinta años, Cort no estuvopresente en las Ceremonias. Sucamada final de pupilos había idoa su cabaña para arrodillarseprimero a sus pies y presentarle

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sus nucas indefensas, paralevantarse luego y recibir su besode felicitación y permitirle quecargara sus armas por primeravez. Nueve semanas más tarde,Cort estaba muerto. Veneno, dijoalguien. Dos años después de sumuerte, la sangrienta guerra civilhabía comenzado. La rojacarnicería había alcanzado elúltimo bastión de la civilización,la luz y la cordura, y se habíallevado lo que todos ellos habíancreído tan fuerte con la facilidadcon que una ola se lleva elcastillo de arena de un niño.

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De modo que él era el último,y había sobrevivido tal vezporque el oscuro romanticismo desu naturaleza era superado por sucarácter práctico y simple. Élcomprendía que sólo había trescosas importantes: la mortalidad,el ka y la Torre.

Eran suficientes cosas en quépensar.

Eddie concluyó su relatoalrededor de las cuatro del tercerdía de su travesía hacia el nortepor la desdibujada playa. Laplaya en sí misma nunca parecíacambiar. Si se buscaba algún

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signo de avance, sólo podíaobtenerse mirando a la izquierda,al este. Ahí los picos serrados delas montañas habían comenzado asuavizarse y declinar un poco.Era posible que, de avanzar losuficiente hacia el norte, lasmontañas se convirtieran ensuaves colinas.

Una vez contada su historia,Eddie cayó en el silencio ycaminaron sin hablar durantemedia hora o más. Eddie leechaba de vez en cuando unarápida mirada. Roland sabía queEddie no se daba cuenta de que él

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advertía esas miradas; todavíaestaba demasiado dentro de símismo. Roland también sabía loque Eddie esperaba: unarespuesta. Algún tipo derespuesta. Cualquiera. En dosocasiones Eddie abrió la bocasólo para volver a cerrarla.Finalmente preguntó lo que elpistolero siempre supo quepreguntaría.

—¿Entonces? ¿Qué piensas?—Pienso que estás aquí.Eddie se detuvo, con las

manos en forma de puños sobrelas caderas.

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—¿Eso es todo? ¿Es eso?—Es todo lo que sé —

respondió el pistolero. Sus dedosdesaparecidos latían y picaban.Hubiera querido un poco deastina del mundo de Eddie.

—¿No tienes ninguna opiniónacerca de qué coño significa todoesto?

El pistolero pudo haberalzado su tullida mano derecha ydicho: «Piensa tú qué significa,pedazo de idiota», pero no se lecruzó por la cabeza decir estomás que preguntarse por quéhabía resultado ser Eddie, de

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todas las personas de todos losuniversos que podrían existir.

—Es el ka —dijo, y miró aEddie pacientemente.

—¿Qué es el ka? —La voz deEddie era truculenta—. Nunca oínada al respecto. Salvo que si lodices dos veces te sale la palabraque usan los chicos para lamierda.

—No sé nada de eso —dijoel pistolero—. Aquí significadeber, o destino, o, para el vulgo,el lugar al que debes ir.

Eddie logró mostrarseconsternado, molesto y divertido

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al mismo tiempo.—Entonces dilo dos veces,

Roland, porque a este chico esaspalabras le suenan como lamierda.

El pistolero se encogió dehombros.

—No discuto sobre filosofía.No estudio historia. Sé que lo quepasó, pasó, y lo que está pordelante está por delante. Losegundo es el ka, y se cuida solo.

—¿Sí? —Eddie miró hacia elnorte—. Bien, todo lo que veopor delante es alrededor de nuevemillones de kilómetros de esta

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misma playa de mierda. Si eso eslo que está por delante, entonceska y kaka es lo mismo. Podríamostener suficientes cartuchos buenospara cargarnos otras cinco o seisde esas langostas truchas, peroluego vamos a tener quelimitarnos a tirarles piedras. Asíque, ¿adónde vamos?

Roland se preguntóbrevemente si a Eddie alguna vezse le habría ocurrido hacerle esapregunta a su hermano, pero sacara relucir ese asunto implicaríauna invitación a una larga einsensata discusión. De modo que

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sólo torció un pulgar hacia elnorte y dijo:

—Ahí. Para comenzar.Eddie miró y no vio más que

el mismo trecho de la playa griscubierta de conchas y piedras.Volvió a mirar a Roland, y cuandoestaba a punto de burlarse, vio laserena certidumbre de su cara ymiró otra vez. Entrecerró losojos. Con una mano se protegió ellado derecho de la cara del soldel oeste. Queríadesesperadamente ver algo,cualquier cosa, mierda, aunquefuera un espejismo, pero no había

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nada.—Puedes joderme todo lo que

quieras —dijo Eddie lentamente—, pero creo que es un trucomiserable. Yo arriesgué la vidapor ti en el bar de Balazar.

—Ya lo sé. —El pistolerosonrió, una rareza que encendiósu cara como un rayo de solpasajero en un día triste yencapotado de nubes—. Por esohe jugado limpio contigo, Eddie.Está ahí. La vi hace una hora. Alprincipio creí que era unespejismo o una ilusión. Pero estáahí, seguro.

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Eddie volvió a mirar, miróhasta que le corrió agua por loscostados de los ojos.

—Ahí adelante no veo nadamás que playa y más playa —dijopor fin—. Y tengo una vista dezorro.

—No sé qué significa eso.—Significa que si hubiera

algo que ver ¡yo lo vería! —PeroEddie dudaba. Se preguntabacuánto más lejos que los suyospropios podrían ver los ojosazules de águila del pistolero. Talvez un poco.

Tal vez mucho.

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—Ya lo verás —insistió elpistolero.

—¿Ver qué?—Hoy no llegaremos hasta

allá, pero si puedes ver tan biencomo dices, la verás antes de queel sol dé en el agua. A menos quequieras quedarte aquí paradomoviendo las mandíbulas, claro.

—Ka —dijo Eddie en tonoreflexivo.

Roland asintió.—Ka.—Kaka —dijo Eddie, y se

echó a reír—. Vamos, Roland,demos un paseo. Y si no veo nada

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para cuando el sol dé en el agua,me debes un pollo para la cena. Oun Big Mac. O cualquier cosa queno sea langosta.

—Vamos.Comenzaron a caminar otra

vez y pasó por lo menos una horaentera antes de que el arcoinferior del sol tocara elhorizonte cuando Eddie Deancomenzó a ver una forma en ladistancia… vaga, temblorosa,indefinible, pero definitivamentealgo. Algo nuevo.

—Muy bien —dijo—. Veoalgo. Debes tener ojos como los

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de Superman.—¿Quién?—No importa. Eres un caso

increíble de lagunas cultuales, ¿losabías?

—¿Qué?—No importa —repitió Eddie

y se echó a reír—. ¿Qué es?—Ya lo verás. —El pistolero

echó a caminar otra vez antes deque Eddie pudiera preguntarcualquier otra cosa.

Veinte minutos más tarde,Eddie creyó ver. Quince minutosdespués de eso estaba seguro. Elobjeto en la playa todavía estaba

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a cuatro, tal vez cinco, kilómetrosde distancia, pero supo lo queera. Una puerta, desde luego. Otrapuerta.

Esa noche ninguno de los dosdurmió bien, y estuvieronlevantados y en marcha una horaantes de que el sol rebasara laserosionadas formas de lasmontañas. Alcanzaron la puertajusto cuando se abrían sobre elloslos primeros rayos de sol, tansublimes y tan quietos, queencendieron como lámparas susmejillas cubiertas con una barbaincipiente. Hicieron que el

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pistolero volviera a tenercuarenta años, y que Eddie nofuera mayor de lo que era Rolandcuando salió a pelear con Cortusando como arma su halcónDavid.

Esta puerta era exactamenteigual a la primera, salvo por loque había escrito en ella: «LA DAMA DE LAS SOMBRAS».

—Así —dijo Eddie consuavidad, mientras miraba lapuerta, que simplemente estabapuesta ahí con las bisagrasenclavadas en alguna fisuradesconocida entre uno y otro

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mundo, entre uno y otro universo.Estaba ahí con su mensajegrabado, real como una roca yextraña como la luz de lasestrellas.

—Así —coincidió elpistolero.

—Ka.—Ka.—¿Es aquí donde extraes el

segundo de tus tres?—Eso parece.El pistolero sabía lo que

Eddie tenía en mente antes de queel mismo Eddie lo supiera. Veía aEddie hacer su jugada antes de

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que Eddie supiera que se estabamoviendo una pieza. Podíahaberse vuelto para quebrarle aEddie el brazo en dos lugaresantes de que Eddie supiera lo queestaba pasando, pero no hizomovimiento alguno. Dejó queEddie sacara furtivamente elrevólver de la funda del ladoderecho. Era la primera vez en suvida que permitía que le sacaranuna de sus armas sin él haberlaofrecido antes. Sin embargo nohizo nada para detenerlo. Sevolvió y miró a Eddie de formaecuánime, incluso afable.

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Eddie tenía la cara lívida,tensa. Sus ojos tenían manchitasblancas alrededor del iris.Sostenía el pesado revólver conambas manos y aun así el cañónoscilaba de lado a lado, secentraba, se movía, se centrabaotra vez, y se movía de nuevo.

—Ábrela —dijo.—Te estás portando como un

tonto —advirtió el pistolero conla misma voz afable—. Ningunode los dos tiene ninguna idea deadónde lleva esa puerta. Nonecesariamente se abrirá a tuuniverso, no digamos ya tu

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mundo. Por lo que podemos sabertú y yo, la Dama de las Sombraspodría tener ocho ojos y nuevebrazos, como Suvia. Aun si seabriera sobre tu mundo, podríaser en un tiempo muy anterior a tunacimiento o mucho después de tumuerte.

Eddie le dedicó una sonrisaapretada.

—Sabes qué, Monty, estoymás que dispuesto a cambiarte elpollo de goma y las vacacionesen esta playa de mierda por loque hay detrás de la puertanúmero 2.

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—No te compr…—Ya sé que no. No importa.

Sólo abre esa puta puerta.El pistolero sacudió la

cabeza.Se quedaron parados en el

amanecer, mientras la puertaechaba su sombra sesgada sobreel mar en retirada.

—¡Ábrela! —gritó Eddie—.¡Yo voy contigo! ¿No loentiendes? ¡Voy contigo! Eso nosignifica que no vaya a volver.Tal vez vuelva. Quiero decir, esprobable que vuelva. Supongoque en cierto modo te lo debo.

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Has sido honesto conmigo todo eltiempo, no creas que no me doycuenta. Pero mientras túconsigues a esta Nena de lasSombras sea quien sea, yo voy abuscar el Chicken Delight máscercano y me llevaré algo depollo. Creo que para empezar mellevaré el Paquete Familiar deTreinta Porciones.

—Tú te quedas aquí.—¿No crees que lo digo en

serio? —Eddie ahora hablaba contono estridente, estaba cerca dellímite. El pistolero casi podíaverlo mirar en las movedizas

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profundidades de su propiaperdición. Eddie movió con elpulgar el antiguo percutor delrevólver. Al romper el día y conla marea baja el viento habíacesado, y el clic con el que Eddieamartilló el arma sonó con todaclaridad—. Ponme a prueba.

—Creo que lo haré —dijo elpistolero.

—¡Te mataré! —exclamóEddie.

—Ka —respondió elpistolero con serenidad, y sevolvió hacia la puerta. Extendióla mano hacia el picaporte, pero

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su corazón esperaba: esperabapara ver si iba a vivir o morir.

Ka.

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CAPÍTULO IDETTA Y ODETTA

Despojado de la jerga, lo queAdler dijo fue esto: elesquizofrénico perfecto —si esque tal persona existe— sería elhombre o la mujer que no sóloignora su(s) otra(s)personalidad(es), sino que ignorapor completo que algo anda malen su vida.

Adler debió haber conocido a

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Detta Walker y a Odetta Holmes.

UNO

—… Último pistolero —dijoAndrew.

Había estado hablandodurante un rato bastante largo,pero Andrew siempre hablaba ypor lo general Odetta sólo lodejaba fluir sobre su mente delmismo modo en que uno deja fluirel agua tibia sobre la cara y el

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pelo cuando se da una ducha…Pero esto hizo más que despertarsu atención: la atrapó, como si sehubiera enganchado en una zarza.

—¿Perdón?—Oh, sólo era una columna

en el diario —aclaró Andrew—.No sé quién la escribió. No mefijé. Alguno de esos Políticos.Probablemente usted lo conoce, s’ita Holmes. Yo quería, y lloré lanoche en que lo eligieron…

Ella sonrió, conmovida a supesar. Andrew decía que sucharloteo incesante era algo queno podía contener; algo de lo que

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no era responsable, era su parteirlandesa que le salía, y por logeneral no era nada —sóloparloteos y chisporroteos acercade parientes y amigos a los queella nunca conocería, opinionespolíticas a medio cocinar,extraños comentarios científicoscosechados de extrañas fuentes(entre otras cosas, Andrew era unfirme creyente en los platillosvolantes, a los que llamabaomnis)—, pero esto la conmovióporque también ella lloró lanoche en que lo eligieron.

—Pero no lloré el día en que

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ese hijo de puta —perdone milenguaje, s’ita Holmes—, cuandoese hijo de puta de Oswald lepegó un tiro, y desde entonces nohe llorado, y ya ha pasado…¿cuánto, dos meses?

«Tres meses y dos días»,pensó ella.

—Algo por el estilo, supongo.Andrew asintió.—Entonces leí esta columna

(pudo ser en The Daily News),ayer, acerca de cómo es probableque Johnson haga las cosasbastante bien, pero que no va aser lo mismo. El tipo decía que

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Estados Unidos habíapresenciado el paso del últimopistolero del mundo.

—No creo que John Kennedyfuera eso en absoluto —dijoOdetta, y si su voz sonó algo másafilada de lo que Andrew estabaacostumbrado a oír (que debió deser así, porque a través delespejo retrovisor ella lo viohacer un guiño perplejo, un guiñoque más parecía una mueca), fueporque ella también se sintióconmovida por esto. Era absurdo,pero también era un hecho. Habíaalgo en esa base (Estados Unidos

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había presenciado el paso delúltimo pistolero del mundo) quetocó un punto profundo de sumente. Era feo, era falso (JohnKennedy había sido unpacificador, no un villano delátigo tipo Billy el Niño, que eramás el estilo de Goldwater), peropor alguna razón le había puestola carne de gallina.

—Bueno, el tipo decía que noiba a haber escasez de matones enel mundo —continuó Andrew,mirándola nerviosamente por elespejo retrovisor—. Mencionó aJack Ruby, por ejemplo, y a

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Castro, y al tipo ese de Haití…—Duvalier —dijo ella—.

Papa Doc.—Sí, ése, y Diem…—Los hermanos Diem están

muertos.—Bueno, él decía que Jack

Kennedy era diferente, eso estodo. Aseguró que sacaría elarma, pero sólo si alguien másdébil necesitaba que lo hiciera, ysólo si no se podía hacer otracosa. Decía que Kennedy erabastante sabio como para saberque a veces hablar no hacíaningún bien. Que Kennedy sabía

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que si salía espuma por la bocahabía que matar.

Sus ojos seguían mirándolacon aprensión.

—Además, sólo era unacolumna que leí.

Ahora la limusina sedeslizaba por la Quinta Avenida;se dirigía hacia Central ParkOeste, con el emblema deCadillac al final del capócortando el aire helado defebrero.

—Sí —dijo Odettasuavemente, y los ojos deAndrew se tranquilizaron un poco

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—. Lo comprendo. No estoy deacuerdo, pero lo comprendo.

«Eres una mentirosa», dijouna voz dentro de su mente. Erauna voz que oía con bastantefrecuencia. Incluso le habíapuesto un nombre. Era la voz delAguijón. «Lo comprendesperfectamente y estáscompletamente de acuerdo.Miéntele a Andrew, si te parecenecesario, pero por el amor deDios, mujer, no te mientas a timisma».

Parte de ella, sin embargo,protestaba horrorizada. En un

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mundo que se había convertido enun polvorín nuclear, sobre el queahora estaban sentadas cerca demil millones de personas, era unerror —tal vez un error deproporciones suicidas— creerque existía una diferencia entrebuenos tiradores y malostiradores. Había demasiadasmanos temblorosas que sosteníanencendedores cerca dedemasiadas mechas. Éste no eraun mundo para pistoleros. Sialguna vez hubo un tiempo paraellos, ya había pasado.

¿O no?

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Ella cerró un momento losojos y se masajeó las sienes.Sentía que estaba por tener uno desus dolores de cabeza. A vecessólo amenazaban, como unaominosa concentración decumulonimbos en una calurosatarde de verano, y luegovolaban… como esas feastormentas que se ciernen en elverano, que a veces simplementese deslizan en una u otradirección para arrojar sus truenosy relámpagos en alguna otra parte.

Creía, sin embargo, que estavez la tormenta iba a ocurrir.

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Llegaría completa, con truenos,relámpagos y granizo del tamañode pelotas de golf.

Por la Quinta Avenida, lasluces de la calle se veían muybrillantes.

—¿Y cómo estuvo Oxford, s’ita Holmes? —preguntóAndrew tentativamente.

—Húmedo. Por mucho queestemos en febrero, había muchahumedad. —Hizo una pausa; sedecía a sí misma que no diría laspalabras que le trepaban por lagarganta como la bilis: se lastragaría para que volvieran a

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bajar. Decir esas palabras seríade una brutalidad innecesaria. Loque había dicho Andrew acercadel último pistolero del mundosólo había sido un poco más delparloteo incesante del hombre.Pero encima de todo lo demásresultó un poquitín demasiado, yde todas maneras salió lo que sehabía propuesto no decir. Su vozsonó tan calma y decidida comosiempre, supuso, pero no seengañó: podía reconocer unexabrupto donde lo oía—. Elesclavo liberado vino muyrápidamente, por supuesto; le

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habían avisado con antelación.

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Sin embargo nos retuvieron todoel tiempo que pudieron, y yoresistí todo el tiempo que pude,pero supongo que ésta la ganaronellos porque terminé mojándomeencima. —Vio los ojos deAndrew parpadear otra vezconsternados y quiso detenersepero no pudo—. Eso es lo quequieren enseñarte, ¿se da cuenta?En parte porque te asustan,supongo, y una persona asustadaes posible que no vuelva a suprecioso Sur a molestarlos otravez. Pero creo que la mayoría(incluso los tontos, y de ninguna

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manera son todos tontos) sabenque, hagan lo que hagan, al finalel cambio se producirá, así queaprovechan para degradartemientras pueden. Quierenenseñarte que puedes serdegradado. Puedes jurar anteDios, Jesucristo y toda lacompañía de Santos que no teensuciarás, no te ensuciarás, no teensuciarás, pero si te retienentodo el tiempo suficiente, porsupuesto te ensucias. La lecciónes que no eres más que un animalen una jaula, nada más que eso,nada mejor que eso. Sólo un

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animal en una jaula. Así que memojé encima. Aún puedo oler laorina seca y esa maldita celda dedetención. Ellos creen quedescendemos de los monos, yasabe. Y así es exactamente comohuelo en este mismo momento.

—Un mono.Vio los ojos de Andrew por

el espejo retrovisor y sintió penapor el aspecto que tenían. Enalgunas ocasiones la orina no eralo único que uno no podíacontener.

—Lo lamento, s’ita Holmes.—No —dijo ella

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masajeándose las sienes otra vez—. Soy yo quien lo lamenta. Hansido tres días agotadores,Andrew.

—Se nota —asintió él conuna voz escandalizada, como devieja solterona, que la hizo reír asu pesar. Pero la mayor parte deella no reía. Pensó que sabíadónde se estaba metiendo, quehabía calculado perfectamentehasta qué punto las cosas podíanponerse mal. Estaba equivocada.

Tres días agotadores. Bueno,era una manera de decirlo. Otramanera podría ser que esos tres

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días en Oxford, Mississippi,habían sido una corta temporadaen el infierno. Pero había cosasque uno no podía decir. Cosasque uno moriría antes de decir…a menos que se lo convocara paratestificarlas ante el Trono de DiosPadre Todopoderoso, donde, ellasuponía, hasta las verdades quecausaban esas tormentasinfernales en esa extraña jaleagris que está entre las orejas (loscientíficos dicen que esa jaleagris no tiene nervios, pero si esono es un disparate y medio ella nosabía qué era) debían ser

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admitidas.—Lo único que quiero es

llegar a casa y bañarme, bañarme,bañarme, y dormir, dormir,dormir. Luego supongo que mesentiré perfecta como la lluvia.

—¡Pero claro! ¡Así es comose va a sentir! —Andrew queríadisculparse por algún motivo, yesto era lo más que se podíaacercar. Y más allá de esto noquiso arriesgarse a seguirconversando. Así que viajaronlos dos en un silenciodesacostumbrado hasta elVictoriano edificio gris que

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estaba en la esquina de la Quintacon Central Park Sur, un muyexclusivo y Victoriano edificio deapartamentos color gris, y eso laconvertía, suponía ella, en uncastigo para el edificio, y sabíaque en esos pisos había gente queno le hablaría a menos quetuviera absoluta necesidad dehacerlo, y en realidad no leimportaba. Además, ella estabapor encima de ellos, y ellossabían que ella estaba porencima. En más de una ocasión sele había ocurrido que a algunosdebía mortificarles muchísimo

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saber que vivía una negra en ellujoso ático de este bello yvenerable edificio, donde lasúnicas manos negras que en unaépoca se permitían calzabanguantes blancos o tal vez los finosguantes de cuero negro de unchófer. Tenía la esperanza de queles mortificara muchísimo, y serecriminaba a sí misma por suvileza, por no tener sentimientoscristianos, pero efectivamente lodeseaba, había sido incapaz dedetener el pis que se derramabapor la entrepierna de su hermosocalzón de seda importada, y

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también parecía incapaz dedetener esta otra corriente de pis.No era cristiano, era vil y casi tanmalo… no, era peor, al menos enlo que concernía al Movimiento,era contraproducente. Iban aganarse los derechos quenecesitaban ganar, yprobablemente sería este año:Johnson, atento al legado que ledejó el Presidente asesinado (yesperando tal vez clavar otroclavo en el ataúd de BarryGoldwater) haría algo más quemirar por encima el Acta de losDerechos Humanos; si fuera

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necesario promulgaría la ley a lafuerza. Así pues, era importanteminimizar heridas y cicatrices.Había más trabajo que hacer. Elodio no ayudaría a hacer esetrabajo. El odio, en realidad,estorbaría.

Pero a veces uno odiaba detodas maneras.

La ciudad de Oxford le habíaenseñado eso también.

DOS

Detta Walker no tenía

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absolutamente ningún interés en elMovimiento y vivía en un lugarmucho más modesto, el desván deun cochambroso edificio deapartamentos de GreenwichVillage. Odetta no sabía nadaacerca del desván y Detta nosabía nada acerca del ático delujo, y el único que sospechabaque algo no andaba del todo bienera Andrew Feeny, el chófer.Había comenzado a trabajar parael padre de Odetta cuando Odettatenía catorce años y Detta Walkerprácticamente no existía enabsoluto.

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A veces Odetta desaparecía.Estas desapariciones podían seruna cuestión de horas o días. Elverano anterior habíadesaparecido durante tressemanas, y cuando Andrew estabaa punto de llamar a la policíaOdetta lo llamó una noche y lepidió que le llevara el cochecomo a las diez de la mañanasiguiente; le dijo que pensabasalir de compras.

Le temblaban los labios algritarle: «¡S’ita Holmes! ¿Dóndese ha metido?». Pero ya antes lehabía hecho esa pregunta y sólo

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había recibido en respuestamiradas perplejas, miradasverdaderamente perplejas, estabaseguro.

—Aquí mismo —decía ella—. ¿Qué le pasa, Andrew? Aquímismo… usted me ha estadollevando a dos o tres lugares pordía, ¿no? No estará un pococonfundido de la cabeza, ¿verdad,Andrew?

Entonces se echaba a reír, yen el caso de sentirseespecialmente bien (como amenudo parecía sentirse despuésde sus desapariciones) le daba un

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pellizco en la mejilla.—Muy bien, s’ita Holmes —

había dicho él—. A las diez.Esa vez espantosa en que ella

desapareció durante tres semanas,Andrew colgó el teléfono, cerrólos ojos y elevó una rápidaplegaria a la Santa Virgen por elregreso a salvo de la s’itaHolmes. Luego llamó a Howard,el portero de su edificio.

—¿A qué hora llegó?—Hará unos veinte minutos,

nada más —dijo Howard.—¿Quién la trajo?—No sé. Ya sabes cómo es.

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Cada vez es un coche diferente. Aveces estacionan a la vuelta de laesquina y no los veo para nada, nisiquiera sé que está de vueltahasta que oigo el timbre y miro yveo que es ella. —Howard hizouna pausa y luego agregó—:Tiene un terrible moretón en unamejilla.

Howard había tenido razón.Seguramente había sido unterrible moretón, y ahora estabamejorando. A Andrew no legustaba pensar en el aspecto quehabría tenido cuando era reciente.La s’ita Holmes apareció

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puntualmente a las diez de lamañana siguiente con un vestidode seda veraniego con tirantes tanfinos como espaguetis (esto era afinales de julio), y para entoncesel moretón comenzaba aamarillear. Apenas había hechoun somero esfuerzo por cubrirlocon maquillaje, como si supieraque un esfuerzo mucho mayorpara disimularlo solo conseguiríaatraer más la atención sobre él.

—¿Cómo se hizo eso, s’itaHolmes? —le preguntó.

Ella se echó a reíralegremente.

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—Usted me conoce,Andrew… más torpe que nunca.Me resbaló la mano del asiderocuando estaba saliendo ayer de labañera. Tenía prisa porque noquería perderme las noticiasnacionales. Me caí y me golpeé elcostado de la cara. —Odettacalibró el rostro de él—. Ahorava a comenzar a torturarme condoctores y exámenes, ¿verdad?No se moleste en contestarme:después de todos estos añospuedo leerlo como un libroabierto. No pienso ir, así que nose moleste en pedírmelo. Estoy

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perfectamente bien. ¡En marcha,Andrew! Me propongo comprarmedio «Saks», todo Gimbels, yentre uno y otro comerme todo enel Four Seasons.

—Sí, s’ita Holmes —contestóél, y sonrió. Fue una sonrisaforzada, y forzarla no había sidofácil. Esa magulladura no tenía undía de antigüedad; tenía unasemana, por lo menos… y detodas maneras, él sabía que lascosas no habían sido así. Durantela semana anterior él la habíallamado todas las tardes a lassiete, porque si había un momento

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en que se podía pescar a la s’itaHolmes en casa era cuando dabanel programa de Huntley-Brinkley.Una adicta regular de sus noticiasera la s’ita Holmes. Lo habíahecho todas las noches, es decir,excepto la noche anterior. Se fuehasta allá y engatusó a Howardpara que le diera la llave maestra.

Tenía la convicción crecientede que ella había tenidoprecisamente el tipo de accidenteque describió… sólo que en lugarde hacerse un moretón o romperseun hueso pudo haber muerto,muerto sola, y ahora mismo podía

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yacer muerta ahí. Entró en lacasa, el corazón le latía confuerza, se sentía como un gato enuna habitación oscura cruzada porlas cuerdas de un piano. Sólo queno había nada que justificara losnervios. Sobre la mesa de lacocina había una mantequera y, apesar de que estaba tapada, habíaestado ahí el tiempo suficientecomo para que le creciera unabuena capa de moho. Habíallegado ahí a las siete y diez y sefue cinco minutos más tarde. En elcurso de su rápida inspección delapartamento había mirado en el

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baño. La bañera estaba seca, lastoallas dispuestas prolija, casiausteramente, las numerosasagarraderas de la habitaciónlustradas hasta obtener unluminoso brillo acerado sinmanchas de agua.

Él sabía que el accidentedescrito por ella no habíasucedido.

Pero Andrew no creíatampoco que ella estuvieramintiendo. Ella creía lo que lehabía contado.

Volvió a mirarla por el espejoretrovisor y vio que se masajeaba

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ligeramente las sienes con laspuntas de los dedos. No legustaba. La había visto hacer esomuchas veces antes de susdesapariciones.

TRES

Andrew dejó el motor en marchapara que ella pudiera seguirdisfrutando de la calefacción yfue hasta el maletero. Miró susdos maletas con otra mueca. Porsu aspecto parecía que hombrespetulantes de mentes pequeñas y

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cuerpos grandes las hubieranpateado despiadadamente portodas partes, y las habían dañadode un modo en que no seatrevieron a dañar a la s’itaHolmes en persona… la forma enque lo habrían dañado a él, porejemplo, de haber estado ahí. Noera sólo el hecho de que fuera unamujer; era una puerca negra, unapresumida negra del norte, queiba a armar follón a donde nadiela había llamado, y los tiposprobablemente creyeron que unamujer como aquella simplementese lo merecía. El asunto era que

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para el público de EstadosUnidos ella era casi tan famosacomo Medgar Evers o MartinLuther King. El asunto era que surica cara negra había salido en laportada de la revista Time y queentonces era un poco más difícilmeterse con alguien así y luegodecir: «¿Qué? No, señor jefe,claro que no vimos a nadie asípor aquí, ¿verdad, muchachos?».El asunto era que era más difícildisponerse a lastimar a una mujerque era la única heredera de lasIndustrias Dentales Holmes sihabía doce fábricas Holmes en el

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soleado Sur, una de ellas justo enel municipio vecino de la ciudadde Oxford.

Así que le hicieron a lasmaletas lo que no se atrevieron ahacerle a ella.

Miró esos mudos indicios desu estancia en la ciudad deOxford con vergüenza, furia yamor, emociones tan mudas comolas cicatrices del equipaje quehabía partido con aspectoelegante para regresar pateado yvencido. Miró, temporalmenteincapaz de moverse, y lanzó unabocanada de aliento al aire

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helado. Howard había salido y seacercaba para ayudar, peroAndrew todavía esperó unmomento más antes de tomar lasasas de las maletas. «¿Quién esusted, s’ita Holmes? ¿Quién esusted en realidad? ¿Adónde va aveces, y qué hace, tan malo comopara que deba inventar historiasfalsas de lo que hace en esashoras o días que falta, incuso parausted misma?». Y un momentoantes de que llegara Howardpensó algo más, algoextrañamente apropiado:«¿Dónde está el resto de usted?».

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«¿Quieres dejar de pensarasí? La única persona aquí quepuede pensar en cosas así es la s’ita Holmes, pero no lo hace, asíque tú tampoco debes pensar eneso».

Andrew sacó las maletas delmaletero y se las tendió aHoward, quien preguntó en vozbaja:

—¿Ella está bien?—Creo que sí —respondió

Andrew, en voz baja también—.Sólo un poco cansada. Cansadahasta la médula.

Howard asintió, asió las

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maltratadas maletas y se fue haciadentro. Sólo se detuvo el tiemposuficiente para tocarse la gorracon el dedo en un suave yrespetuoso saludo a OdettaHolmes, quien permanecía casiinvisible detrás de las ventanillasde cristales ahumados.

Cuando se hubo ido, Andrewsacó el armazón de aceroinoxidable que estaba plegado enel fondo del maletero y comenzóa abrirlo. Era una silla de ruedas.

Desde el 19 de agosto de1959, unos cinco años y medioantes, la parte de Odetta Holmes

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de rodillas hacia abajo habíadesaparecido igual que esas horasy días en blanco.

CUATRO

Antes del incidente del metro,Detta Walker sólo había estadoconsciente en pocas ocasiones…que eran como islas de coral quedesde arriba a uno le parecenaisladas, pero que, de hecho, sonsólo nudos en la espina de unlargo archipiélago que estásumergido casi por completo en

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el agua. Odetta no sospechaba enabsoluto la existencia de Detta, yDetta no tenía idea de queexistiera una persona comoOdetta… pero Detta por lo menoscomprendía claramente que algoestaba mal, que alguien estabajodiendo en su vida. Laimaginación de Odetta novelabatoda clase de cosas que habíansucedido cuando Detta estaba acargo de su cuerpo; Detta no eratan inteligente. Ella creíarecordar cosas, algunas cosaspor lo menos, pero buena partedel tiempo no recordaba nada.

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Al menos Detta estabaparcialmente enterada de losvacíos.

Podía recordar el plato deporcelana. Eso podía recordarlo.Podía recordar cómo se lo habíadeslizado en el bolsillo delvestido, mientras miraba todo eltiempo por encima del hombropara asegurarse de que la MujerAzul no estuviera ahí, espiando.Tenía que asegurarse, porque elplato de porcelana pertenecía a laMujer Azul. El plato deporcelana, comprendía Dettavagamente, era algo especial.

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Detta lo cogió por ese motivo.Detta recordaba haberlo llevadoa un lugar que conocía (aunque nosabía cómo lo conocía) como LosDrawers, un agujero en la tierralleno de humo y cubierto debasura donde una vez había vistoarder un bebé con piel deplástico. Recordaba habercolocado cuidadosamente el platosobre el suelo pedregoso ycomenzar a pisarlo y luegodetenerse, recordaba habersequitado las bragas de sencilloalgodón blanco y habérselaspuesto en el bolsillo donde había

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estado el plato y luego haberdeslizado cuidadosamente elprimer dedo de su mano izquierdaen el corte donde el ViejoEstúpido de Dios la había unidoimperfectamente, a ella y a lasdemás chicas y mujeres, peroalgo en ese lugar debía estar bienporque recordaba el sobresalto,recordaba cómo quería apretar,recordaba no haber apretado,recordaba qué deliciosa leresultaba su vagina desnuda, sinlas bragas de algodón entre ella yel mundo, y no apretó, no hastaque presionó su zapato, su zapato

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de charol negro, no hasta que suzapato apretó el plato, entoncespresionó con el dedo en el cortedel mismo modo en que apretabacon su pie el plato de porcelanaespecial de la Mujer Azul;recordaba cómo el zapato negrode charol cubrió la delicadafiligrana azul del borde del plato,delicada como una tela de araña,recordaba la presión, sí,recordaba haber apretado en LosDrawers, apretaba con el dedo ycon el pie, recordaba la deliciosapromesa de dedo y corte,recordaba que cuando el plato se

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partió con un frágil chasquidoamargo, un frágil placer similar lahabía atravesado como una flechadesde el corte hasta las vísceras,recordaba el grito que habíabrotado de sus labios, undesagradable graznido como elsonido de un cuervo espantado deun trigal, podía recordar habermirado tontamente los fragmentosdel plato, luego haber sacadolentamente del bolsillo de suvestido las bragas de sencilloalgodón blanco y habérselaspuesto otra vez; ponerse lasbragas, meter un pie y después el

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otro, como le enseñaron en untiempo inmemorial que navegabaa la deriva como la turba en lamarea; ponerse las bragas bien,porque primero una se las sacabapara hacer sus cosas, y luego selas volvía a poner, primero unbrillante zapato de charol y luegoel otro; bien, las bragas estabanbien, podía recordar claramentecómo se las subía por las piernas,las hacía pasar por las rodillas,una costra en la rodilla izquierdacasi a punto de caer para dejaruna pielecita nueva de bebé,limpia y rosada, sí, podía

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recordarlo tan claramente quepudo haber sido no una semanaatrás o ayer, pudo haber sido hacesólo un momento, podía recordarcómo el elástico de la cinturahabía llegado al ruedo de suvestido de fiesta, el clarocontraste del algodón blancocontra la piel marrón, como lanata, sí, como eso, la nata de unajarra si se la atrapa suspendidasobre el café, la textura, lasbragas que desaparecen bajo elruedo del vestido, sólo queentonces el vestido era naranjaviolento y las bragas no subían

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sino bajaban aunque seguíansiendo blancas pero no dealgodón, eran de nailon, bragasbaratas de nailon transparente,baratas en más de un sentido, yrecordaba habérselas sacado,recordaba cómo brillaban sobreel piso del Dodge DeSoto del 46,sí, qué blancas eran, nada dignocomo podría ser la ropa interior,sino un par de bragas baratas, lachica era barata y era bueno serbarata, era bueno estar en venta,estar en subasta, ni siquiera comouna puta sino como una buenacerda de raza; no recordaba el

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redondo plato de porcelana sinola redonda cara blanca de unmuchacho, algún sorprendidouniversitario borracho, que no eraun plato de porcelana pero sucara era tan redonda como lohabía sido el plato de porcelanade la Mujer Azul, y había algo ensus mejillas, algo como unafiligrana que parecía tan azulcomo lo había sido la del plato deporcelana especial de la MujerAzul, pero eso era sólo por elneón rojo, el neón era estridente,en la oscuridad el neón del carteldel motel hacía que pareciera

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azul la sangre que se derramabapor sus mejillas en los lugares enque ella lo había arañado, y élhabía dicho por qué lo has hechopor qué por qué, y entonces élbajó la ventanilla para vomitar yella recordaba haber oído en lamáquina de discos a DodieStevens que cantaba algo acercade unos zapatos tostados concordones rosados y un granPanamá con una cinta de colorpúrpura, recordaba que el sonidodel vómito de él era como lagrava en una mezcladora decemento, y su pene, que un

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momento antes fuera un lívidosigno de exclamación que seelevaba de la maraña hirsuta desu pubis, se derrumbaba en undébil signo blanco deinterrogación, recordaba que elronco sonido pedregoso de suvómito se había detenido y luegohabía vuelto a comenzar y ellapensó bueno creo que no echó losuficiente para poner loscimientos y se echó a reír, ypresionó su dedo (que ahoravenía equipado con una larga uñalimada) contra su vagina, queestaba desnuda pero ya no estaba

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desnuda porque le había crecidosu propia maraña enzarzada, yentonces se produjo el mismofrágil chasquido quebrado dentrode ella, y aún era tanto el dolorcomo el placer (pero mejor,mucho mejor que nada enabsoluto), y luego él estabaaferrándola ciegamente y le decíaen un tono quebrado y dolidonegra de mierda e hija de puta, yella seguía riéndose igual,esquivándolo con facilidadmientras se subía las bragas yabría la puerta de su lado delcoche; sintió el último manotazo

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ciego de los dedos de él en laespalda de su blusa mientras salíacorriendo a la noche de mayo,que estaba fragante demadreselvas tempranas, la luz deneón rojo rosado tartamudeabasobre la grava de algúnestacionamiento de posguerra, yella metía las bragas, susresbaladizas bragas de nailon noen el bolsillo de su vestido sinoen una cartera atiborrada con laanimada conglomeraciónadolescente de cosméticos, ellacorría, la luz tartamudeaba, yentonces tenía veintitrés años y no

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era un par de bragas sino unpañuelo de rayón y ella lodeslizaba casualmente dentro desu bolso mientras caminaba a lolargo de un mostrador en lasección de Mercería yComplementos de Macy’s… unpañuelo que a la sazón se vendíaa dólar con noventa y nuevecentavos.

Barata.Barata como las bragas de

nailon blanco.Barata.Como ella.El cuerpo que habitaba era el

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de una mujer que había heredadomillones, pero esto no lo sabía yno importaba: el pañuelo erablanco, con un borde azul, y ahíestaba la misma pequeñasensación de placer que irrumpíacuando se sentó en el asientotrasero del taxi y, sin importarlela presencia del chófer, sosteníael pañuelo en una mano, la mirabafijamente, mientras la otra manose deslizaba por debajo de sufalda de tweed y por debajo desus bragas blancas, y ese largodedo oscuro se ocupaba de lo queera preciso ocuparse en un solo

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toque despiadado.Así pues, algunas veces se

preguntaba, de un modo comodistraído, dónde estaba cuando noestaba aquí, pero en general susnecesidades eran demasiadorepentinas y exigentes como paracualquier reflexión extendida, yella simplemente cumplía lo queera necesario cumplir, hacía loque había que hacer.

Roland habría comprendido.

CINCO

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Odetta pudo haber ido enlimusina a cualquier parte, aun en1959, a pesar de que su padretodavía estaba vivo y ella no eratan fabulosamente rica comollegaría a ser cuando él murió en1962 y el dinero que se guardópara ella en un fideicomiso pasóa su propiedad al cumplir losveinticinco años y ella estaba encondiciones de hacer lo que lediera la gana. Pero aunque a ellale importó muy poco una fraseacuñada uno o dos años antes porun columnista conservador —la

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frase era «liberal de limusina»—,era lo bastante joven como parano querer que la vieran asíaunque lo fuera. No lo bastantejoven (¡o estúpida!) como paracreer que unos tejanosdescoloridos o las camisas caquique solía usar podían cambiar dealguna manera real su estatusesencial, o el hecho de viajar enautobús o en metro cuando pudohaber usado el coche (pero habíaestado lo suficientemente metidaen sí misma como para no ver eldolor y la profunda confusión deAndrew, ella le agradaba y pensó

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que debía ser algún tipo derechazo personal), pero lobastante joven como para seguircreyendo que el gesto puedealgunas veces vencer (o al menosalterar) la verdad.

La noche del 19 de agosto de1959 ella pagó por el gesto con lamitad de sus piernas… y la mitadde su mente.

SEIS

Odetta fue primero atraída, luegoarrastrada y por fin atrapada por

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el oleaje que finalmente seconvertiría en un maremoto.En 1957, cuando ella seinvolucró, lo que con el tiempo seconocería como el Movimientono tenía nombre. Ella conocíaalgunos de los antecedentes, sabíaque la lucha por la igualdadestaba en marcha no desde laProclamación de la Emancipaciónsino casi desde que se llevó laprimera carga de esclavos aEstados Unidos (a Georgia, enrealidad, la colonia que fundaronlos ingleses para librarse de suscriminales y deudores), pero para

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Odetta siempre parecía comenzaren el mismo lugar, con las mismastres palabras: No me muevo.

El lugar había sido un autobúsurbano en Montgomery, Alabama,y las palabras las había dicho unamujer negra llamada Rosa LeeParks, y el lugar del que Rosa LeeParks no pensaba moverse era dela parte delantera del autobúshasta la parte trasera, que era, porsupuesto, la parte reservada a losnegros. Mucho más tarde, Odettacantaría No nos moverán contodos los demás, y siempre lehacía pensar en Rosa Lee Parks, y

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nunca lo cantaba sin unsentimiento de vergüenza. Era tanfácil cantar «nosotros» con losbrazos enlazados a los brazos detoda una multitud; era fácilincluso para una mujer sinpiernas. Tan fácil cantar nosotros,tan fácil ser nosotros. En eseautobús no había un nosotros, eseautobús que debe haber apestadoa cuero antiguo y a años de humode puros y cigarrillos, eseautobús con las tarjetas curvadasde publicidad que decían cosascomo LUCKY STRIKE L. S. M. F. T. y VAYA A LA

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IGLESIA DE SU ELECCIÓNPOR EL AMOR DE DIOS y¡BEBA OVALTINA! ¡VERÁ QUÉDELICIA! y CHESTERFIELD,VEINTE MARAVILLOSOSCIGARRILLOS DEL MEJORTABACO, ningún nosotros bajolas miradas escépticas delconductor, los veinte pasajerosentre los que ella estaba sentada,y las igualmente escépticasmiradas de los negros de la partede atrás.

Ningún nosotros.Ninguna marcha de miles de

personas.

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Sólo Rosa Lee Parks quecomenzaba un maremoto con trespalabras: No me muevo.

Odetta pensaría: «Si yopudiera hacer algo como eso —siyo pudiera ser así de valiente—creo que podría ser feliz por elresto de mi vida. Pero no tengodentro de mí esa clase de coraje».

Había leído acerca delincidente Parks, pero al principiocon escaso interés. Eso llegópoco a poco. Era difícil decirexactamente cuándo o cómoatrapó y disparó su imaginaciónese terremoto racial, casi

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inaudible al principio, que habíacomenzado a sacudir el Sur.

Alrededor de un año mástarde, un joven con el que estabasaliendo más o menosregularmente comenzó a llevarlaal Village, donde algunos de losjóvenes (y generalmente blancos)cantantes folk que actuaban allíhabían agregado a su repertoriociertas canciones nuevas ysorprendentes. De pronto, juntocon todos esos viejos resoplidosacerca de cómo John Henry tomósu percutor y le ganó al nuevopercutor a vapor (matándose en el

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proceso, la-la-la). Y cómo Bar’bry Allen rechazó cruelmentea su joven pretendiente enfermode amor (y terminó muerta devergüenza, la-la-la), habíacanciones acerca de qué se sentíaal estar triste y sólo e ignorado enla ciudad, qué se sentía al serrechazado de un trabajo que unopodía hacer, sólo por tener la pieldel color equivocado, qué sesentía al ser llevado a una celda yrecibir latigazos del señorCharlie porque tenías la pieloscura y te habías atrevido, la-la-la, a sentarte en la sección de los

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blancos en el comedor del F. W. Woolworth’s de Montgomery,Alabama.

Absurdamente o no, fue sóloentonces cuando ella comenzó asentir curiosidad acerca de suspropios padres, y de los padresde sus padres, y los padres deéstos también. Nunca llegó a leerRaíces, estaba en otro tiempo yotro mundo anteriores a aquéllosen que el libro fue escrito, osiquiera pensado, tal vez, porAlex Haley, pero fue en estaépoca absurdamente tardía de suvida cuando por primera vez cayó

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en la cuenta de que nodemasiadas generaciones atrássus progenitores habían sidollevados encadenados porhombres blancos. Seguramente elhecho en sí se le había ocurridoantes, pero sólo como unainformación sin verdaderatemperatura, como una ecuación,nunca como algo que afectabaíntimamente su propia vida.

Odetta sumó todo lo que sabíay quedó azorada por la pequeñezdel resultado. Sabía que su madrehabía nacido en Odetta, Arkansas,la ciudad por la cual ella (la

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única hija) recibió su nombre.Sabía que su padre había sidodentista en una ciudad pequeña;que había inventado y patentadoun nuevo sistema de fundas quedurante diez años quedo ahíinadvertido y aletargado y queluego, súbitamente, lo convirtióen un hombre moderadamenterico. Sabía que diez años antes ycuatro después de la repentinariqueza, había desarrollado unacantidad de otros procesosdentales, la mayor parte denaturaleza ortodóncica ocosmética, y que, poco después

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de mudarse a Nueva York con suesposa y su hija (que habíanacido cuatro años después deque registrara la patente original),fundó una compañía llamadaIndustrias Dentales Holmes, queahora era a los dientes lo que laaspirina a los analgésicos.

Pero cuando ella lepreguntaba a su padre cómo habíasido la vida durante todos losaños intermedios, los años en queella aún no estaba y los años enque sí estaba, él no se lo contaba.Le decía toda clase de cosas,pero no le contaba nada. Esa

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parte de sí mismo quedó cerradapara ella. Una vez, su mamá,Alice —él la llamaba mamá, o aveces Allie, cuando había tomadounas copas o se sentía bien—, ledijo: «Cuéntale lo que pasócuando esos hombres tedispararon, cuando ibas en elFord por el puente cubierto,Dan», y él le dirigió a la mamá deOdetta una mirada tan gris ycensora que su mamá, siemprecon algo de gorrión, se encogióen el asiento y no dijo más.

Después de esa noche, Odettalo intentó una o dos veces con su

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madre sola, pero fue inútil. Si lohubiera intentado antes, tal vezhabría obtenido algo, pero comoél no quería hablar, ella tampocohablaría. Se dio cuenta de quepara él el pasado —esosparientes, esos caminos de tierraroja, esas tiendas, esas cabañascon el suelo de tierra, conventanas sin vidrios, desprovistasde la pura y simple cortesía deuna cortina, esos incidentes deagravio y dolor, esos niños en elbarrio vestidos con unosdelantales que en su origen habíansido bolsas de harina—, todo eso

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estaba enterrado para él como losdientes muertos debajo de fundasperfectas y cegadoramenteblancas. Él no hablaba, tal vez nopodía hablar, tal vez se infligiódeliberadamente una amnesiaselectiva; las fundas de losdientes eran su vida en losApartamentos Greymarl deCentral Park Sur. Todo lo demásquedaba escondido debajo de esaimpenetrable cubierta exterior. Supasado estaba tan bien protegidoque no había grieta alguna por laque uno se pudiera deslizar, nohabía forma de atravesar esa

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barrera perfectamente enfundadahacia la garganta de larevelación.

Detta sabía cosas, pero noconocía a Odetta y Odetta no laconocía a ella, así que ahítambién los dientes quedaban tansuaves y cerrados como unportón.

Ella tenía algo de la timidezde su madre, así como la durezainexorable (y callada) de supadre, y la única vez en que seatrevió a insistirle sobre el tema,a sugerirle que le estaba negandolo que ella consideraba un

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merecido fondo de confianzanunca prometido y que al parecernunca iba a madurar, fue unanoche en su biblioteca. Él sacudiócuidadosamente su Wall StreetJournal, lo cerró, lo dobló y lodejó sobre la mesita que estaba allado de la lámpara de pie. Sequitó las gafas sin armazón y lascolocó encima del diario. Luegola miró, un negro delgado, casiescuálido, con el pelo gris derizos apretados que ahora seretiraba con rapidez de loshuecos cada vez más profundosde sus sienes, donde latían de una

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manera estable unas venas tiernascomo los resortes de un reloj.Sólo le dijo: «No hablo de esaparte de mi vida, Odetta, nipienso en ella. Sería inútil. Desdeentonces el mundo se ha movido».

Roland habría comprendido.

SIETE

Cuando Roland abrió la puertaque tenía escrita las palabras LADAMA DE LAS SOMBRAS, viocosas que no comprendió enabsoluto, pero comprendió que

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esas cosas no importaban.Era el mundo de Eddie Dean,

pero más allá de eso era sólo unaconfusión de luces, personas yobjetos, más objetos de los quehubiera visto en toda su vida.Cosas de señoras, por el aspectoque tenían, y que al parecerestaban en venta. Algunas estabanbajo vidrio; otras, dispuestas ententadoras pilas y mostradores.Ninguna importaba más que elmovimiento mientras ese mundofluía a los costados de la puertaque tenía delante. La puerta eranlos ojos de la Dama. Él miraba a

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través de ellos tal como habíamirado a través de los ojos deEddie cuando Eddie avanzó porel pasillo del carruaje celeste.

Eddie, por su parte, quedóatónito. En su mano el revólvertembló y cayó un poco. Elpistolero se lo pudo haber sacadocon facilidad, pero no lo hizo.Sólo se quedó quieto. Era untruco que había aprendido muchotiempo atrás.

Ahora la visión a través de lapuerta hizo uno de esos giros queal pistolero le resultaban tanvertiginosos, pero para Eddie

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este mismo giro abrupto resultóextrañamente tranquilizador.Roland nunca había visto unapelícula de cine. Eddie habíavisto miles, y lo que estabamirando era como una de esastomas subjetivas de películascomo Halloween o Elresplandor. Sabía incluso cómose llamaba el aparato que usabanpara hacerlo. Una steadycam. Esoera.

—En La Guerra de lasgalaxias también —murmuró—.La Estrella de la Muerte. Esajodida grieta, ¿recuerdas?

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Roland miró y no dijo nada.Unas manos de color marrón

oscuro entraron en lo que Rolandveía como una puerta y lo queEddie ya comenzaba a considerarcomo una especie de mágicapantalla de cine… una pantalla decine en la que, bajocircunstancias adecuadas, unopodría meterse del mismo modoen que aquel tipo salía de lapantalla para entrar en el mundoreal en La rosa púrpura de ElCairo. Maliciosa película.

Hasta este momento Eddie nose había dado cuenta de lo

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maliciosa que era.Sólo que del otro lado de la

puerta por la que estaba mirandotodavía no se había hecho esapelícula. Era Nueva York, muybien —el mismo sonido de lasbocinas de los taxis, por sordas yleves que fueran, de algunamanera lo proclamaban—, y eraalguna tienda de Nueva York en laque él había estado alguna vez,pero era… era…

—Es más viejo —murmuró.—¿Antes de tu cuando? —

preguntó el pistolero.Eddie lo miró y se echó a reír

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brevemente.—Sí, si quieres decirlo así,

sí.—Hola, señorita Walker —

dijo una voz. La visión de lapuerta se alzó tan repentinamenteque hasta Eddie se mareó un pocoy vio a una dependienta queobviamente conocía a la dueña delas manos negras. La conocía y nole gustaba, o bien le temía. Oambas cosas—. ¿Puedo ayudarlaen algo?

—Éste. —La dueña de lasmanos negras levantó una bufandablanca con un borde azul brillante

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—. No te molestes en envolverla,nena, sólo métela en una bolsa.

—¿En efectivo o con…?—En efectivo, siempre es en

efectivo, ¿no?—Sí, está bien, señorita

Walker.—Me alegro mucho de que te

parezca bien, querida.Se produjo una leve mueca en

la cara de la dependienta, Eddiealcanzó a pescarla en el momentoen que se volvía. Tal vez era algotan simple como el hecho de quea uno le hable de ese modo unamujer a quien la dependienta

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consideraría una «arrogantepuerca negra» (otra vez era mássu experiencia en salas de cineque algún conocimiento dehistoria o incluso de la vida enlas calles como él la había vividolo que provocaba estepensamiento, porque esto eracomo ver una película hecha oambientada en los años sesenta,algo como esa de Sidney Steigery Rod Poitier, En el calor de lanoche), pero podía ser algo mássimple todavía: la Dama de lasSombras de Roland, blanca onegra, era una grosera hija de

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puta.Y realmente no importaba,

¿no? Nada de esto tenía la másmínima importancia. Él sepreocupaba por una sola cosa,una cosa y nada más, y ésta erairse, largarse de ahí.

Eso era Nueva York, casipodía oler Nueva York.

Y Nueva York significabacaballo.

Casi podía oler eso también.Sólo que había una dificultad,

¿no?Una dificultad de la gran puta.

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OCHO

Roland observó cuidadosamentea Eddie, y a pesar de que en elmomento que quisiera podíahaberlo matado seis veces, eligiómantenerse quieto y callado ydejar que Eddie elaborara por símismo la situación. Eddie eramuchas cosas, y muchas de ellasno eran agradables (como alguienque conscientemente ha dejadoque un niño cayera hacia sumuerte, el pistolero conocía ladiferencia entre agradable y no

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del todo bien), pero había unacosa que Eddie no era: no eraestúpido.

Era un chico listo.Lo iba a entender.Lo entendió.Miró a Roland a su vez,

sonrió sin mostrar los dientes,hizo girar una vez en su dedo elrevólver del pistolero,torpemente, como la parodia de lacoda llena de florituras de unpistolero en un espectáculocircense, y luego se lo alcanzó aRoland, la culata primero.

—Esta cosa bien podría ser

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una palangana para lo que me ibaa servir a mí, ¿verdad?

«Puedes hablar con talentocuando quieres —pensó Roland—. ¿Por qué eliges hablarestúpidamente tan a menudo,Eddie? ¿Es porque crees que asíhablan en el lugar adonde fue tuhermano con sus armas?».

—¿Verdad? —repitió Eddie.Roland asintió.—Si te hubiera pegado un

tiro, ¿qué le habría pasado a esapuerta?

—No lo sé. Supongo que laúnica forma de averiguarlo sería

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intentarlo y ver.—Bueno, ¿qué crees que

pasaría?—Creo que desaparecería.Eddie asintió. Era lo mismo

que creía él. ¡Puf! ¡Desaparecidapor pura magia! Ahora está,amigos míos, y ahora ya no está.No era en realidad diferente de loque pasaría si el dueño de un cinesacara un revólver y le dispararaal proyector, ¿no?

Si le disparas al proyector, lapelícula se detiene.

Eddie no quería que lapelícula se detuviera.

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Eddie quería lo que lecorrespondía.

—Puedes pasar solo —dijoEddie lentamente.

—Sí.—Algo así.—Sí.—Te metes de un soplo en su

cabeza. Como te metiste de unsoplo en la mía.

—Sí.—Así que haces autoestop

para entrar en mi mundo, pero esoes todo.

Roland no contestó. Hacerautoestop era una de las

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expresiones que Eddie usaba aveces y que él no comprendía conexactitud… pero pescó el sentido.

—Pero podrías pasar en tupropio cuerpo. Como en el bar deBalazar. —Hablaba en voz alta,pero en realidad se hablaba a símismo—. Salvo que menecesitarías para hacer eso,¿verdad?

—Sí.—Entonces llévame contigo.El pistolero abrió la boca,

pero Eddie se apresuró en añadir:—No ahora, no quiero decir

ahora. Sé que podríamos causar

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un alboroto o algo por el estilo siaparecemos ahí de golpe. —Seechó a reír algo salvajemente—.Como un mago que saca conejosde su sombrero, sólo que no haysombrero, seguro. Lo sé. Vamos aesperar a que esté sola, yentonces…

—No.—Volveré contigo —dijo

Eddie—. Lo juro, Roland. Quierodecir, sé que tienes que hacer untrabajo, y sé que yo soy parte deese trabajo. Sé que me salvaste elculo en la Aduana, pero creo queyo salvé el tuyo en el bar de

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Balazar… dime, ¿qué piensas?—Creo que lo hiciste —

contestó Roland. Recordó cómoEddie se había levantado detrásdel escritorio sin fijarse en elriesgo, y tuvo un instante de duda.

Pero sólo un instante.—¿Y entonces? Pedro le paga

a Pablo. Una mano lava la otra.Lo único que quiero es volver porunas horas. Comprar un poco depollo para llevar, tal vez una cajade Donuts. —Eddie asintió haciala puerta, donde las cosas habíancomenzado a moverse otra vez—.Entonces, ¿qué me dices?

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—No —respondió elpistolero, pero por un momentoapenas pensaba en Eddie.

Ese movimiento a lo largo delpasillo (la Dama, fuera quienfuera, no se movía como unapersona común) no era, porejemplo, como el de Eddie,cuando Roland miraba a través desus ojos, o (ahora que se deteníaa pensarlo, cosa que nunca habíahecho antes, no más de lo que sehabía detenido a registrarverdaderamente la presenciaconstante de su propia nariz en lazona inferior de su visión

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periférica) como su propiomovimiento. Cuando unocaminaba, la visión se convertíaen un péndulo suave: piernaizquierda, pierna derecha, piernaizquierda, pierna derecha, elmundo se balancea atrás yadelante tan suave y gentilmenteque después de un tiempo —pocodespués de que uno comienza acaminar, suponía él— unosimplemente lo ignoraba. Nohabía nada de ese movimientopendular en el andar de la Dama:ella sólo se movía con suavidad alo largo del pasillo como si

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anduviera sobre vías.Irónicamente, Eddie tenía estamisma percepción… sólo quepara Eddie la cosa parecía unasecuencia filmada con unasteadycam. Esta percepción lehabía resultado tranquilizadoraporque la conocía.

Para Roland era extraña…pero en ese momento Eddieexclamaba con voz chillona:

—Bueno, ¿por qué no? ¿Porqué no, mierda?

—Porque tú no quieres pollo—dijo el pistolero—. Sé cómollamas las cosas que quieres,

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Eddie. Quieres un chute. Quierespicarte.

—¿Y qué? —Eddie gritó—.¿Qué pasa si quiero un chute? ¡Tedije que volvería contigo! ¡Tienesmi promesa! O sea, ¡tienes miputa PROMESA! ¿Qué másquieres? ¿Quieres que te lo jurepor la memoria de mi madre?¡Muy bien, te lo juro por lamemoria de mi madre! ¿Quieresque te lo jure por la memoria demi hermano Henry? Muy bien, ¡lojuro! ¡Lo juro! ¡LO JURO!

Enrico Balazar pudohabérselo dicho, pero el pistolero

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no necesitaba que personas comoBalazar le explicaran este hechode la vida: nunca confíes en unyonqui.

Roland asintió hacia lapuerta.

—Hasta después de la Torre,por lo menos, esa parte de tu vidaestá terminada. Después de esono me importa. Después de esoeres libre de irte al infierno de lamanera que quieras. Hastaentonces te necesito.

—Oh, eres un mentiroso hijode la gran puta —protestó Eddieen voz baja. En su voz no se

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notaba una emoción audible, peroel pistolero vio el resplandor delas lágrimas en sus ojos. Rolandno dijo nada—. Tú sabes que nohabrá después, no para mí, nipara ella, ni para el Cristo queresulte ser el tercer tipo.Probablemente tampoco lo hayapara ti. Te ves tan jodidamentedevastado como Henry en su peormomento. Si no morimos en elcamino a tu Torre, es más seguroque la mierda que moriremos alllegar allá, así que ¿por qué memientes?

El pistolero sintió una suerte

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de remota vergüenza, pero sólorepitió:

—Al menos por ahora, esaparte de tu vida está terminada.

—¿Ah sí? —dijo Eddie—.Bueno, voy a darte algunasnoticias, Roland. Yo sé lo que leva a pasar a tu cuerpo verdaderocuando atravieses la puerta y temetas dentro de ella. Lo séporque lo he visto antes. Nonecesito tus pistolas. Te tengoagarrado por ese lugar legendariodonde crecen los pelos cortos,amigo mío. Puedes incluso volverla cabeza de ella del mismo modo

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en que volvías la mía paraobservar lo que hago con el restode ti mientras no eres más que tumaldito ka. Me gustaría esperar ala caída de la noche, y arrastrartehasta el agua. Entonces podríasobservar cómo laslangostruosidades destrozan loque queda de ti. Pero es posibleque tengas demasiada prisa paraeso.

Eddie hizo una pausa. Elchirriante romper de las olas y elconstante silbido hueco del vientoparecían sonar muy alto.

—Así pues creo que

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simplemente usaré tu cuchillopara cortarte el pescuezo.

—¿Y cerrar esa puerta parasiempre?

—Tú dices que esa parte demi vida está terminada. Tampocote refieres simplemente alcaballo. Te refieres a NuevaYork, Estados Unidos, mi época,todo. Si es así como son lascosas, quiero que esta parte de mivida termine también. Elescenario es una mierda y lacompañía apesta. A veces,Roland, consigues que JimmySwaggart parezca casi un tipo

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cuerdo.—Nos esperan grandes

maravillas —dijo Roland—.Grandes aventuras. Más que eso,hay una búsqueda cuyo curso hayque seguir, y la oportunidad deredimir tu honor. Y hay algo más.Tú podrías ser un pistolero. Notengo por qué ser el último,después de todo. Está en ti,Eddie. Lo veo. Lo siento.

Eddie se echó a reír a pesarde que ahora las lágrimas lecruzaban las mejillas.

—¡Oh, maravilloso,maravilloso! ¡Justo lo que

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necesito! Mi hermano Henry. Élera un pistolero. En un lugarllamado Vietnam, eso es. Fuefantástico para él. Debistehaberlo visto cuando tenía unbuen cuelgue, Roland. No podíallegar sin ayuda al puto cuarto debaño. Si no había nadie a manopara ayudarlo, se quedaba ahímirando Los grandes de la luchay se cagaba en los putospantalones. Es fantástico ser unpistolero. Lo veo claro. Mihermano era un drogata y tú estásmás loco que un plumero.

—Tal vez tu hermano no tenía

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una clara idea del honor.—Tal vez no. No siempre

teníamos una imagen clara de esoen los Proyectos. Por lo generalestábamos demasiado ocupadosfumando un porro o haciendoalguna otra cosa importante comopara ocuparnos de eso.

Eddie lloraba ahora con másfuerza, pero también se reía.

—Ahora tus amigos. Ese tipodel que hablas cuando estásdormido, por ejemplo, el colegaCuthbert…

El pistolero se sobresaltó apesar de sí mismo. Todos sus

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largos años de entrenamiento nopudieron evitar ese sobresalto.

—¿Acaso ellos consiguieronesas cosas de las que tú hablascomo un podrido sargento dereclutamiento de los Marines?¿Aventura? ¿Búsqueda? ¿Honor?

—Sí, ellos comprendían elhonor —dijo Roland lentamente,mientras pensaba en todos losdesaparecidos.

—¿Obtuvieron más que mihermano como pistoleros?

Roland no contestó.—Te conozco —dijo Eddie

—. He visto a un montón de tipos

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como tú. No eres más que unchiflado del ala que canta«Adelante, soldados de Cristo»con una bandera en una mano y unrevólver en la otra. No quierohonor, no lo quiero. Sólo quierocenar pollo y un pico. En eseorden. Así que te lo digo: vete,atraviesa la puerta. Puedeshacerlo. Pero en el momento enque te vayas mataré lo que quedede ti.

El pistolero no dijo nada.Eddie sonrió torcidamente y

con el dorso de sus manos selimpió las lágrimas de las

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mejillas.—¿Quieres saber cómo

llamamos a esto allá en mibarrio?

—¿Cómo?—Un pulso mexicano.Por un momento se quedaron

ahí mirándose el uno al otro, yluego Roland miró directamentehacia la puerta. Ambos habíannotado en parte —Roland algomás que Eddie, tal vez— quehubo otro de esos virajes, estavez hacia la izquierda. Aquí habíaun arreglo de resplandecientejoyería. Algunas piezas estaban

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bajo un vidrio protector, perocomo la mayoría no lo estaba, elpistolero supuso que eranfalsas… lo que Eddie hubierallamado bisutería. Las manos decolor marrón oscuro examinaronalgunas cosas en lo que parecíasólo un modo superficial, yentonces apareció otradependienta. Se produjo algo deconversación que ninguno deellos escuchó verdaderamente, yla Dama («Vaya una Dama»,pensó Eddie) dijo que quería verotra cosa. La muchacha se alejó, yfue entonces cuando la mirada de

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Roland se volvió violentamente.Reaparecieron las manos

marrones, sólo que ahora teníanun bolso. El bolso se abrió. Y depronto las manos estaban juntandocosas —al parecer, casi conseguridad, al azar— y las metíandentro del bolso.

—Bueno, Roland, es toda unatripulación la que estás juntando—dijo Eddie, amargamentedivertido—. Primero te consiguestu yonqui blanco, y luego unacleptómana negra…

Pero Roland ya se movíahacia la puerta entre los mundos,

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se movía con rapidez, sin mirar aEddie en absoluto.

—¡Lo digo en serio! —gritóEddie—. Si cruzas, te corto elcuello, te corto el cuello de m…

Antes de que pudieraterminar, el pistolero se habíaido. Todo lo que quedó de él fuesu cuerpo débil respirando sobrela playa.

Por un momento Eddiesimplemente se quedó ahí,incapaz de creer que Roland lohubiera hecho, que realmentehabía seguido adelante y hechoesa estupidez a pesar de su

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promesa —sincera y garantizada,joder— de las consecuencias quepodía acarrear.

Se quedó ahí por un momento,girando los ojos como un caballoasustado al estallar unatormenta… salvo que, porsupuesto, no había tormentaalguna, aparte de la que tenía enla cabeza.

Muy bien. Muy bien, joder.Podría ser sólo un momento.

Es posible que fuera todo lo queel pistolero le diera, y Eddie losabía muy bien. Echó una miradahacia la puerta y vio cómo las

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manos negras se congelaban conun collar dorado mitad dentro ymitad fuera de su bolso, que yacentelleaba como el baúl deltesoro de un pirata. A pesar deque no podía oírlo, Eddie sintióque Roland estaba hablando conla dueña de las manos negras.

Sacó el cuchillo de la carteradel pistolero y luego se acercó alcuerpo débil que yacía respirandodelante de la puerta. Los ojosestaban abiertos pero vacíos,girados hacia arriba hasta quedaren blanco.

—¡Mira, Roland! —gritó

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Eddie. El viento monótono,idiota, incesante, sopló en susoídos. Joder, era como paravolver loco a cualquiera—. ¡Miramuy atentamente! ¡Quiero quecompletes tu educación, coño!¡Quiero que veas lo que sucedecuando te cagas en los hermanosDean!

Acercó el cuchillo a lagarganta del pistolero.

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CAPÍTULO IICAMBIOS

ACOTADOS

UNO

Agosto de 1959

Cuando el interno salió mediahora más tarde, encontró a Juliorecostado contra la ambulancia

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que aún estaba en el aparcamientoreservado a emergencias delHospital Hermanas de laMisericordia en la calle 23. Juliotenía el talón de una de sus botaspuntiagudas enganchado en elparachoques delantero. Se habíacambiado y ahora llevabapantalones de un rosaresplandeciente y una camisa azulcon su nombre bordado en letrasdoradas sobre el bolsilloizquierdo: el traje de su equipode bolos. George miró su reloj yvio que el equipo de Julio —LosEspías de la Supremacía— ya

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estaría jugando.—Pensé que ya te habías ido

—dijo George Shavers. Era uninterno en el Hermanas de laMisericordia—. ¿Cómo van ahacer tus muchachos para ganarsin el Gancho Maravilla?

—Tienen a Miguel Basalepara que ocupe mi lugar. Esirregular, pero a veces se ponebrutal. Se arreglarán. —Julio hizouna pausa—. Tenía curiosidadpor saber cómo iba a salir. —Erael chófer, un cubano con unsentido del humor que tal vez élmismo ignoraba tener, George no

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estaba seguro. Miró a sualrededor. Ninguno de losparamédicos que habían viajadojunto con ellos estaba a la vista.

—¿Dónde están? —preguntóGeorge.

—¿Quiénes? ¿Los putosGemelos Bobbsey? ¿Dónde creesque están? Mamoneando por elVillage. ¿Alguna idea de si podrásalir de ésta?

—No sé.Trató de parecer sabio y

conocedor acerca de lodesconocido, pero lo cierto eraque primero el residente de

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guardia y luego un par decirujanos le sacaron a la mujernegra de entre las manos casi másrápido de lo que uno podía decirsanta María llena eres de gracia(que era en realidad lo que teníaen la punta de la lengua… ladama negra no parecía realmenteque fuera a durar mucho tiempo).

—Perdió una cantidadimpresionante de sangre.

—Es algo serio.George era uno de los

dieciséis internos del Hermanasde la Misericordia, y uno de losocho asignados a un nuevo

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programa llamado Viaje deEmergencia. La teoría era que siun interno viajaba con un par deparamédicos, en una situación deemergencia esto podía significarla diferencia entre la vida y lamuerte. George sabía que casitodos los conductores deambulancia y paramédicospensaban que los internos eranunos mocosos inexpertos quetanto podían matar a un sábana-roja como salvarlo, pero Georgecreía que la idea podía funcionar.

A veces.En cualquier caso era muy

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bueno para las relacionespúblicas del hospital, y a pesarde que los internos del programatendían a quejarse de las ochohoras extras (sin paga) que estosignificaba por semana, GeorgeShavers más bien tenía laimpresión de que la mayoría sesentía como él mismo: orgulloso,duro, capaz de hacerse cargo decualquier cosa que le echaranencima.

Entonces llegó la noche enque el Tri-Star de la TWA seestrelló en Idlewild. Sesenta ycinco personas a bordo, sesenta

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de las cuales resultaron lo queJulio llamaba MAM —MuertosAhí Mismo— y tres de los cincorestantes presentaban el aspectode lo que uno podría arrancar delfondo de un horno de carbón…sólo que lo que uno podíaarrancar del fondo de un horno decarbón no gritaba ni gemía nipedía que alguien le dieramorfina o lo matara, ¿verdad? Sipuedes soportar esto, pensabamás tarde, cuando recordaba losmiembros cortados que yacíanentre los restos de bandejas dealuminio y almohadillas de viaje

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y un trozo arrancado de cola conlos números 17 y una gran T rojay parte de una W, cuandorecordaba el ojo que viodescansando sobre una maletaSamsonite carbonizada, cuandorecordaba un osito de felpa conojos contemplativos hechos conbotones de zapatos junto a unapequeña zapatilla roja quetodavía llevaba dentro el pie deun niño. Si puedes soportar esto,niño, puedes soportar cualquiercosa. Y lo llevaba bastante bien.Continuó llevándolo bastante biendurante todo el camino de regreso

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a casa. Continuó llevándolobastante bien durante una cenatardía, un pavo Swanson quetomó mientras miraba latelevisión. Se fue a dormir sinningún problema en absoluto, locual probaba más allá decualquier sombra de duda queseguía llevándolo bastante bien.Y entonces, en alguna hora muertay oscura de la madrugada,despertó de una pesadillainfernal, donde lo que descansabasobre la maleta Samsonitecarbonizada no era el osito defelpa sino la cabeza de su madre,

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y sus ojos se habían abierto, yestaban carbonizados; eran loscontemplativos e inexpresivosojos de botón del osito de felpa, ysu boca se había abierto, ymostraba los colmillos rotos quehabían sido sus dientes hasta queun rayo tiró abajo el Tri-Star dela TWA en su aproximación final,y ella le había susurrado: «Nopudiste salvarme, George, hemosahorrado para ti, nos apretamos elcinturón por ti, tu padre arreglóese entuerto en el que te metistecon esa chica pero AUN ASÍ NOPUDISTE SALVARME,

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MALDITO SEAS», y él sedespertó gritando, y supovagamente que alguien estabagolpeando en la pared, pero paraentonces ya había salidodisparado hacia el baño, y apenasadoptó la penitente posición derodillas ante el altar de porcelanaantes de que la cena subiera porel ascensor express. Llegó enentrega especial, caliente yhumeante y oliendo aún a pavoprocesado. Quedó ahí de cuclillasy miró dentro de la taza del váter,vio los trozos de pavo a mediodigerir, y las zanahorias que no

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habían perdido nada de su brillofluorescente original, y estapalabra cruzó su mente en grandesletras rojas:

SUFICIENTE

Correcto.Era:

SUFICIENTE

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Iba a dejar el negocio dematasanos. Lo iba a dejar porque:

YA ERA SUFICIENTE

Lo iba a dejar porque el lemade Popeye era: Esto es todo loque puedo soportar y ya nosoporto más, y Popeye tenía todala razón del mundo.

Hizo correr el agua en elbaño, volvió a la cama y se quedó

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dormido casi instantáneamente y,al despertarse, descubrió que aúnquería ser médico, y eraendiabladamente bueno saber esoy estar seguro, hacía que todo elprograma valiera la pena, sellamara Viaje de Emergencia,Balde de Sangre o Dígalo conMímica. Aún quería ser médico.

Conocía a una señora quebordaba. Le pagó diez dólaresque no podía permitirse gastarpara que le hiciera un cartelito deaspecto anticuado. Decía:

«SI PUEDES SOPORTAR ESTO,PUEDES SOPORTAR CUALQUIERCOSA».

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Sí. Correcto.El sucio asunto del metro

ocurrió cuatro semanas más tarde.

DOS

—Esa señora era más raraque la mierda, ¿sabes? —dijoJulio.

George soltó en su interior unsuspiro de alivio. Si Julio nohubiera sacado el tema, Georgesuponía que él mismo no sehabría atrevido. Él era un interno,y algún día sería un médico hecho

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y derecho, ahora creía eso deverdad, pero Julio era unveterano, y uno no quiere deciralgo estúpido delante de unveterano. Él sólo se echaría a reíry diría: «Bah, he visto esa mierdamiles de veces, niño. Consígueteuna toalla y límpiate los mocos,que te están mojando toda lacara».

Pero aparentemente Julio nohabía visto algo así miles deveces, y eso estaba bien, porqueGeorge quería hablar de eso.

—Era rara, sí que era rara.Era como si fuera dos personas.

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Se sorprendió al ver queahora era Julio el que parecíaaliviado, y le atacó una súbitavergüenza. Julio Estévez, quienpor el resto de su vida no haríamás que conducir una limusinacon un par de titilantes luces rojasencima, acababa de mostrar máscoraje del que él había sido capazde mostrar.

—Así es la cosa, doctor.Ciento por ciento. —Sacó unpaquete de Chesterfield y se pusoun cigarrillo en la comisura delos labios.

—Esas cosas van a matarte,

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hombre —dijo George.Julio asintió con la cabeza y

le ofreció uno.Fumaron en silencio durante

un rato. Los paramédicos tal vezestuvieran mamoneando por ahí,como había dicho Julio… o talvez sintieron que ya habían tenidosuficiente. George se habíaasustado, cierto, mejor nobromear con eso. Pero tambiénsabía que a la mujer la habíasalvado él, no los paramédicos. Ysabía que Julio también lo sabía.Tal vez ése era realmente elmotivo por el que Julio lo había

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esperado. La anciana negra habíaayudado, y el crío blanco quetelefoneó a la policía mientrastodos los demás (salvo la anciananegra) se quedaban ahí plantadosmirando como si fuera unapelícula o un programa detelevisión o algo, una parte de unepisodio de Peter Gunn tal vez,pero al final todo cayó sobreGeorge Shavers, un gato asustadoque trataba de cumplir con sudeber lo mejor que podía.

La mujer había estadoesperando el tren que DukeEllington tenía en tan alta estima:

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el legendario tren A. Sólo unabonita joven negra en tejanos ycamisa caqui que esperaba ellegendario tren A para ir a laparte norte de Manhattan, o acualquier otra parte.

Alguien la había empujado.George Shavers no tenía la

más mínima idea de si la policíahabía agarrado al cerdo que lohizo; ése no era asunto suyo. Suasunto era la mujer que habíacaído gritando en el foso del túnelfrente al legendario tren A. Fue unmilagro que no hubiera dado en latercera vía; la legendaria tercera

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vía que le hubiera hecho lomismo que el estado de NuevaYork le hacía en Sing-Sing a lostipos malos que se ganaban unviaje gratis en ese legendario trenA que los delincuentes llamabanEl Viejo Chispas.

Tío, los milagros de laelectricidad.

Ella trató de trepar fuera delos raíles, pero no le dio tiempo yel legendario tren A entró en laestación chirriando y chillando ylanzando chispas al aire porque elmaquinista la había visto pero yaera tarde, demasiado tarde para él

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y demasiado tarde para ella. Lasruedas de acero de ese legendariotren A le rebanaron las piernas envivo justo encima de las rodillas.Y mientras todos los demás(salvo el crío blanco quetelefoneó a la policía) sequedaron ahí haciéndose pajas (otocándose las partes pudendas,supuso George), la anciana negrasaltó al foso dislocándose unacadera en el proceso (luego elAlcalde le otorgaría una Medallaal Valor) y usó el turbante quetenía en la cabeza para efectuarun torniquete en uno de los

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chorreantes muslos de la joven.De un lado de la estación el jovenblanco pedía a gritos unaambulancia y la vieja negra pedíaa gritos que alguien le echara unamano, algo para atar por el amorde Dios, algo, cualquier cosa, yfinalmente un tipo mayor conaspecto de hombre de negocios,entregó su cinturón con ciertareticencia, y la vieja negra alzólos ojos hacia él y dijo laspalabras que al día siguiente seconvertirían en el titular delDaily News de Nueva York, laspalabras que la convirtieron en

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una auténtica heroína, tanamericana como el pastel demanzana: «Gracias, hermano».Luego anudó el cinturónalrededor de la pierna izquierdade la joven, a mitad de caminoentre la entrepierna de la joven yel lugar donde debía de tener surodilla izquierda antes de quellegara ese legendario tren A.

George oyó que alguien ledecía a otro que las últimaspalabras de la joven antes dedesmayarse habían sido«¿QUIÉN HA SIDO EL HIJO DEPUTA? ¡SI LO AGARRO LE VOY

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A ROMPER EL CULO!».El cinturón no tenía bastantes

agujeros para que la anciananegra pudiera sujetarlo dondecorrespondía, así quesimplemente se quedó ahí y losostuvo ella misma, como si fuerala vieja muerte, hasta quellegaron Julio, George y losparamédicos.

George recordaba la líneaamarilla, cómo su madre le habíadicho que nunca, nunca, nuncadebía pasar la línea amarilla delandén cuando estuviera esperandoel tren (legendario o no), el hedor

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a petróleo y electricidad cuandose metió entre las cenizas,recordaba qué caliente estabatodo eso. El calor parecía brotarde él, de la anciana negra, de lajoven negra, del tren, del túnel,del cielo invisible por encima ydel mismo infierno por debajo.Recordó haber pensado conincoherencia: «Si ahora metomaran la presión reventaría elmedidor», y entonces se calmó ypegó un grito para que lealcanzaran su maletín, y cuandouno de los paramédicos trató desaltar al foso para alcanzárselo él

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le dijo que se fuera a la mierda yel paramédico lo mirósorprendido, como si realmenteviera a George Shavers porprimera vez, y efectivamente sefue a la mierda.

George sujetó tantas venas yarterias como pudo y, cuando elcorazón de la chica comenzó abailotear, le inyectó una jeringallena de Digitalin. Llegó lasangre. La trajeron los policías.«¿Quiere subirla, doctor?», lepreguntó uno de ellos, y Georgele contestó que todavía no, y sacóla aguja y comenzó a pasarle el

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jugo como si la muchacha fuerauna yonqui que necesitaraurgentemente una dosis.

Entonces dejó que lasubieran.

Entonces la subieron.En el camino, ella despertó.

Entonces comenzó lo raro.

TRES

Cuando los paramédicos lacargaron dentro de la ambulanciaGeorge le inyectó una dosis deDemerol; ella había comenzado a

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moverse y lloraba débilmente. Ledio una dosis lo bastante fuertecomo para asegurarse de que sequedaría quieta hasta llegar a lasHermanas de la Misericordia.

Él estaba seguro en unnoventa por ciento de que ellaaún estaría con ellos cuandollegaran allá, y ése era un gol delos buenos.

Cuando aún estaban a seismanzanas del hospital, sinembargo, los ojos de ellacomenzaron a parpadear. Lanzóun profundo gemido.

—Podemos inyectarla otra

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vez, doctor —dijo uno de losparamédicos.

George apenas se dio cuentade que era la primera vez que unparamédico se dignaba a llamarlode alguna otra manera que nofuera George, o peor, Georgie.

—¿Estás loco? ¿Quieres quemuera de sobredosis?

El paramédico no insistió.George miró nuevamente a la

muchacha negra y vio que susojos lo miraban a su vezdespiertos y atentos.

—¿Qué me ha pasado? —preguntó.

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George recordó al hombreque le dijo a otro hombre lo quepresuntamente había dicho lamujer (cómo iba a agarrar al hijode puta y romperle el culo, etc.).Ese hombre era blanco. En esemomento George decidió quehabía sido pura invención,inspirada tal vez por esa extrañanecesidad humana de volversituaciones naturalmentedramáticas aún más dramáticas, obien por simple prejuicio racial.Ésta era una mujer culta einteligente.

—Tuvo un accidente —

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explicó—. Fue…Ella cerró los ojos y él creyó

que iba a dormir otra vez. Bien.Que otro le dijera que habíaperdido las dos piernas. Alguienque ganara más de 7600 dólarespor año. Se había corrido un pocoa la izquierda porque queríacontrolarle otra vez la presión,cuando ella volvió a abrir losojos. Cuando lo hizo, GeorgeShavers estaba mirando a unamujer diferente.

—Un cabrón hijo de puta mecortó las piernas. Noto como si sehubieran ido. ¿Ésta es la

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ambulancia?—S-s-sí —contestó George.

De pronto tuvo necesidad debeber algo. No necesariamentealcohol. Sólo algo líquido. Su vozestaba seca. Esto era como mirara Spencer Tracy en El Dr. Jekylly Mr. Hyde, pero de verdad.

—¿Garraron al blanco hijo deputa?

—No —dijo George, ypensaba: «El tipo entendió bien,joder, el tipo realmente entendióbien».

Notó vagamente que losparamédicos, que hasta ese

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momento habían estadorevoloteando (esperando tal vezque se equivocara en algo), ahorase retiraban hacia atrás.

—Bien. Los cabrones blancosigual lo dejarían ir. Yo lo voagarrar. Le voa cortar la polla.¡Hijeputa! ¡Te digo lo que le voacer a ese hijeputa! ¡Te digo unacosa, pedazo de blanco hijeputa!¡Te digo… digo…!

Sus ojos parpadearon y secerraron otra vez y George pensó:«Sí, duérmete, por favor,duérmete, a mí no me pagan poresto, no entiendo esto, nos

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hablaron de conmoción peronadie habló de esquizofreniacomo una de las…».

Sus ojos se abrieron.Apareció la primera mujer.

—¿Qué clase de accidentefue? —preguntó—. Sólo recuerdohaber salido del Hay…

—¿Del Ay? —dijo élestúpidamente.

Ella sonrió un poco. Era unasonrisa dolorosa.

—El Hay Hambre. Es un bar.—Oh, sí. Claro.La otra, herida o no, lo había

hecho sentir sucio y algo enfermo.

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Ésta lo hacía sentir como uncaballero en un relato del ReyArturo, un caballero que halogrado rescatar exitosamente a laBella Dama de las fauces deldragón.

—Recuerdo haber bajado lasescaleras hasta el andén, ydespués de eso…

—Alguien la empujó. —Sonaba estúpido, pero ¿quéproblema había con eso? Eraestúpido.

—¿Me empujaron delante deltren?

—Sí.

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—¿Perdí las piernas?George trató de tragar saliva

y no pudo.En su garganta no parecía

haber nada para engrasar lamaquinaria.

—No enteras —dijo confutilidad, y ella cerró los ojos.

«Que sea un desmayo —pensó él entonces—, por favorque sea un d…».

Se abrieron, relampagueando.Una mano se alzó y cinco dedoscomo cuchillos cortaron el aire aun centímetro de su cara; un pocomás cerca y él mismo habría

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estado en el Viaje de Emergenciapara que le curaran la mejilla enlugar de salir a fumar un Chestercon Julio Estévez.

—¡NO SON MÁS QUEBLANCOS HIJEPUTAS! —gritó.Su cara era monstruosa, con losojos llenos de la propia luz delinfierno. Ni siquiera era la carade un ser humano—. ¡VOAMATAR A CADA BLANCOHIJEPUTA QUE VEA! ¡VOADARLES CON TODO! ¡VOACORTARLES LOS HUEVOS YESCUPILES LA CARA!¡VOA…!

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Era una locura. Hablaba comouna negra de chiste.

Butterfly McQueen convertidaen un dibujito animado. La mujer—o la cosa— parecía tambiénsuperhumana.

No era posible que esta cosaque aullaba y se retorcía acabarade pasar media hora antes por unacirugía improvisada a cargo delmetro. Mordía. Le pegabazarpazos una y otra vez. Losmocos le caían de la nariz. Losescupitajos le volaban de loslabios. La inmundicia le brotabade la boca.

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—¡Inyéctela, doctor! —gritóuno de los paramédicos. Su rostroestaba pálido—. ¡Por el amor deDios, inyéctela! —El paramédicotrató de alcanzar la caja demedicamentos. George le sacó lamano.

—Vete a la mierda, cagón.George volvió a mirar a su

paciente y vio los ojos cultos ytranquilos de la otra que lomiraban.

—¿Voy a vivir? —preguntó enun tono coloquial de salón de té.Él pensó: «Ella no se da cuentade los cambios. No se da cuenta

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en absoluto». Y, después de unmomento: «Lo mismo que la otra,para el caso».

—Yo… —Tragó saliva y semasajeó su galopante corazón através de la bata, y entonces seordenó a sí mismo tomar elcontrol de la situación. Él lehabía salvado la vida. Losproblemas mentales que ellapudiera tener no le concernían.

—¿Se siente bien? —lepreguntó ella, y la genuinapreocupación de su voz le hizosonreír un poco: ella se lopreguntaba a él.

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—Sí, señora.—¿A cuál de las preguntas me

responde?Por un momento él no

comprendió, luego sí.—A las dos —le dijo, y tomó

su mano. Ella se la apretó, y élmiró sus radiantes ojosiluminados y pensó: «Un hombrepodría enamorarse», y fueentonces cuando su mano seconvirtió en una zarpa mientrasella le decía que era un blancohijeputa, y que no sólo le iba agarrar las pelotas, se las iba amasticar con los dientes por

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hijeputa.Pegó un tirón y se miró la

mano a ver si sangraba, mientraspensaba con incoherencia que sisangraba iba a tener que haceralgo al respecto porque ella eravenenosa, la mujer era venenosa,y si ella lo mordía sería lo mismoque si lo mordiera una cobra ouna cascabel. No había sangre. Ycuando volvió a mirar era la otramujer, la primera mujer.

—Por favor —decía—, noquiero morir. Por fav… —Entonces se desmayó y quedóinconsciente, lo cual fue lo mejor

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para todos.

CUATRO

—Entonces, ¿qué te parece?—preguntó Julio.

—¿Acerca de quién va ganarel campeonato? —George aplastóla colilla con el talón de sumocasín—. White Sox. Me juegola cabeza.

—¿Qué te parece lo de ladama?

—Creo que puede seresquizofrénica —dijo George

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lentamente.—Sí, eso ya lo sé. Pregunto

qué va a pasarle.—No lo sé.—Necesita ayuda, viejo.

¿Quién va a dársela?—Bueno, algo de ayuda ya le

di —dijo George, pero sintió uncalor en la cara, como si sehubiera ruborizado.

Julio lo miró.—Si lo que le diste es toda la

ayuda que puedes darle, más valeque la dejes morir, doctor.

George miró a Julio por unmomento, pero descubrió que no

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podía soportar lo que veía en susojos: no era una acusación, sinopura tristeza.

Así que se marchó. Teníacosas que hacer.

CINCO

El Tiempo de la Invocación:

Hacia la época del accidente,la mayor parte del tiempo seguíasiendo Odetta Holmes la queestaba a cargo, pero Detta Walkerhabía aparecido cada vez más, y

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lo que a Detta más le gustaba erarobar. No importaba que su botínfuera siempre prácticamentebasura o poco más, comotampoco importaba que a menudoella lo tirara todo después.

Lo que importaba erallevárselo.

Cuando en Macy’s elpistolero entró en su cabeza,Detta gritó en una combinación defuria, horror y terror, y sus manosse congelaron sobre la joyeríabarata que estaba metiendo en subolso.

Gritó porque cuando Roland

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entró en su mente al pasardelante, por un momento ella losintió, como si dentro de sucabeza se hubiera abierto unapuerta de par en par.

Y gritó porque la presenciainvasora y violadora era la de unpuerco blanco.

No podía verlo, pero de todasmaneras podía sentir su blancura.

La gente miró alrededor. Unjefe de sección vio a la mujer quegritaba en la silla de ruedas conla cartera abierta, vio una manocongelada en el acto de meter labijouterie dentro de un bolso que

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se notaba (aun a diez metros dedistancia) que valía tres vecesmás que toda la mercancía queestaba robando.

El jefe de sección gritó «¡Eh,Jimmy!», y Jimmy Halvorsen, unode los detectives de Macy’s, miróen torno y vio lo que estabapasando. Comenzó a correr haciala mujer que gritaba en la silla deruedas. No pudo evitar echar acorrer —durante dieciocho añoshabía sido un policía de la ciudady estaba implantado en su interior—, pero ya pensaba que éste ibaa ser un asunto de mierda. Niños

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pequeños, lisiados, monjas, ésoseran siempre asuntos de mierda.Apresar a esta clase de gente eracomo darle una paliza a unborracho. Lloraban un pocodelante del juez y luego se ibande paseo. Era difícil convencer alos jueces de que los lisiadostambién podían ser unos canallas.

Pero aun así corrió.

SEIS

Roland se quedómomentáneamente horrorizado

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por el nido de serpientes lleno deodio y revulsión en el que seencontraba y entonces oyó gritar ala mujer, vio al gran hombre conla panza como una bolsa depatatas que corría hacia ella/él,vio la gente que miraba y tomó elcontrol.

De pronto él fue la mujer delas manos morenas. Sintió unaextraña dualidad dentro de ella,pero ahora no podía pensar eneso.

Hizo girar la silla y comenzóa impulsarla hacia adelante. Elpasillo rodaba a los costados de

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él/ella. La gente se apartaba a loslados. El bolso se cayó,derramando en una ancha estela alo largo del suelo los documentosde Detta y sus tesoros robados. Elhombre del vientre pesado patinósobre falsas cadenas de oro ybarras de lápiz de labios, yentonces se cayó de culo.

SIETE

¡Mierda!, pensó furiosamenteHalvorsen, y por un instantepalpó debajo de su americana,

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donde había una 38 en unapistolera. Luego recuperó lasensatez. Esto no era una pequeñaoperación de drogas o un robo amano armada; era una dama negralisiada en una silla de ruedas. Lahacía rodar como si estuviera enuna carrera, pero de todasmaneras no era más que una damanegra lisiada. ¿Qué iba a hacer,dispararle? Sería fantástico, ¿no?¿Y a dónde podía irse? Al finaldel pasillo no había más que dosprobadores.

Se incorporó, se masajeó eltrasero dolorido, y salió tras ella

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otra vez, ahora renqueando unpoco.

La silla de ruedas entró enuno de los probadores a todavelocidad. La puerta se cerró conun golpe e hizo saltar el picaportede la parte de atrás.

«Ya te tengo, hija de puta —pensó Jimmy—. Y voy a darte unsusto de órdago. No me importasi tienes cinco huerfanitos y sólote queda un año de vida. No voy alastimarte pero, oh, nena, cómo tevoy a hacer temblar los dientes».

Llegó al probador antes queel jefe de sección, abrió la puerta

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de par en par, de un golpe con elhombro izquierdo… y estabavacío.

No había mujer negra.No había silla de ruedas.No había nada.Miró al jefe de sección con

los ojos desorbitados.—¡El otro! —gritó el jefe de

sección—. ¡El otro!Antes de que Jimmy pudiera

moverse, el jefe de sección abrióde un golpe la puerta del otroprobador. Una mujer con unafalda de algodón y un corpiñoPlaytex Living pego un chillido

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agudo y cruzó los brazos sobre supecho. Era muy blanca, y muydefinitivamente nada lisiada.

—Perdóneme —dijo el jefede sección, y sintió que la cara sele inundaba de carmesí ardiente.

—¡Fuera de aquí, pervertido!—gritó la mujer con la falda dealgodón y el corpiño.

—Sí, señora —dijo el jefe desección, y cerró la puerta.

En Macy’s el cliente siempretenía razón.

Miró a Halvorsen.Halvorsen lo miró a él.—¿Qué mierda es esto? —

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preguntó Halvorsen—. ¿Entró ahío no?

—Sí, entró.—¿Y entonces dónde está?Lo único que hizo el jefe de

sección fue sacudir la cabeza.—Volvamos a arreglar un

poco ese desastre.—Tú arregla ese desastre —

dijo Jimmy Halvorsen—. Yo mesiento como si me hubiera partidoel culo en nueve pedazos. —Hizouna pausa—. Para decirte laverdad, mi querido compañero,también me sientoextremadamente confundido.

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OCHO

En cuanto el pistolero oyó elgolpe de la puerta del probadorque se cerraba tras de sí, diomedia vuelta a la silla, buscandola otra puerta. Si Eddie habíahecho lo que prometió, habríadesaparecido.

Pero la puerta estaba abierta.Roland la atravesó rodando conla Dama de las Sombras.

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CAPÍTULO IIIODETTA AL OTRO

LADO

UNO

No mucho después, Rolandpensaría: «Cualquier otra mujer,lisiada o no, empujadasúbitamente por el pasillo hastael final del comercio donde

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cometía sus negocios, sustravesuras podríamos decir, porun extraño que se hubiera metidodentro de su cabeza, un extrañoque la empujara a un cuartopequeño mientras cierto hombredetrás de ella le gritaba que sedetuviera, un extraño quesúbitamente la hiciera girar, luegola empujara otra vez por dondepor lógica no había lugar paraempujar, para encontrarse derepente en un mundo porcompleto diferente… creo quecualquier otra mujer, bajo estascircunstancias, casi con certeza

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habría preguntado antes que nada:“¿Dónde estoy?”».

Odetta Holmes, en cambio,preguntó casi plácidamente:

—¿Qué es exactamente lo quese propone hacer con esecuchillo, joven?

DOS

Roland alzó la mirada haciaEddie, que estaba agachado ysostenía el cuchillo a menos de uncentímetro sobre la piel. Aun consu extraña velocidad, no había

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forma en que el pistolero pudieramoverse lo bastante rápido paraevitar la hoja si Eddie se decidíaa usarla.

—Sí —dijo Roland—. ¿Quéte propones hacer?

—No lo sé —contestó Eddie;parecía completamentedisgustado consigo mismo—.Cortar carnada, supongo. Noparece que haya venido aquí apescar, ¿verdad?

Arrojó el cuchillo hacia lasilla de la Dama, pero muy a laderecha. Se clavó vibrando en laarena hasta el mango.

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La Dama entonces volvió lacabeza y comenzó:

—Me pregunto si podríanustedes por favor explicarmedónde me han tra…

Se detuvo. Había dicho «mepregunto si podrían ustedes»antes de que su cabeza hubieragirado lo suficiente como paraver que no había nadie detrás deella, pero el pistolero observócon verdadero interés que detodas maneras ella siguióhablando un momento más,porque su condición hacía queciertas cosas fueran verdades

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elementales de su vida: si ella sehabía movido, por ejemplo,alguien debió haberla movido.Pero detrás de ella no habíanadie.

Nadie en absoluto.Volvió a mirar a Eddie y al

pistolero, con sus ojos oscurospreocupados, confundidos,alarmados, y ahora preguntaba.¿Dónde estoy? ¿Quién meempujó? ¿Cómo es que estoyaquí? ¿Cómo es posible, para elcaso, que esté vestida, cuandoestaba en mi casa, en bata, apunto de ver las noticias de las

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doce? ¿Quién soy yo? ¿Dóndequeda esto? ¿Quiénes sonustedes?

«Ha preguntado quién es —pensó el pistolero—. El dique seha quebrado y se desbordan laspreguntas; eso era de esperar.Pero hay una pregunta (“¿Quiénsoy yo?”) que aún ahora creo queella ignora haber preguntado».

O cuándo.Porque lo había preguntado

antes.Antes incluso de preguntar

quiénes eran ellos, preguntó quiénera ella.

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TRES

Eddie pasó la mirada delhermoso rostro joven/viejo de lamujer negra en la silla de ruedasa la cara de Roland.

—¿Cómo es que no lo sabe?—No sabría decirlo. La

conmoción, supongo.—¿La conmoción la llevó de

vuelta hasta la sala de su casa,antes de que saliera hacia Macy’s? ¿Tratas de decirme que loúltimo que recuerda es estar

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sentada en bata escuchando aalgún pavo sin aliento hablarsobre cómo encontraron en losCayos de Florida a ese chaladoque tenía la mano izquierda deChrista McAuliff colgada en lapared de su estudio junto a su pezaguja premiado?

Roland no contestó.Más aturdida que nunca, la

Dama dijo:—¿Quién es Christa

McAuliff? ¿Es una de lasdesaparecidas de los Viajeros dela Libertad?

Ahora fue Eddie el que no

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contestó. ¿Viajeros de laLibertad? ¿Qué demonios eran?

El pistolero le echó unamirada que Eddie fue capaz deleer con bastante facilidad: ¿Nopuedes ver la conmoción?

Sé lo que quieres decir,Roland, muchacho, pero sólotiene sentido hasta cierto punto.Yo mismo me sentí un pococonmocionado cuando te metistea lo loco en mi cabeza, pero esono me borró la memoria.

Hablando de conmociones, élmismo había tenido otro buensobresalto cuando ella atravesó la

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puerta. Él estaba de rodillassobre el cuerpo inerte de Roland,con el cuchillo justo encima de lapiel vulnerable de su garganta…pero lo cierto era que de ningunamanera Eddie pudo haber usadoel cuchillo. No en ese momento,en todo caso. Él miraba por lapuerta, hipnotizado, cómoavanzaba a toda velocidad por unpasillo de Macy’s, y otra vez seacordó de El resplandor, dondeuno veía lo que veía el niñitocuando andaba en su triciclo porlos pasillos de ese hotelencantado. Recordó que el niño

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había visto en uno de los pasillosa ese espeluznante par demellizas muertas. El final de estepasillo era mucho más mundano:una puerta blanca. Tenía uncartelito con letras discretas quedecía SOLO DOS PRENDAS A LAVEZ, POR FAVOR. Sí, era Macy’s,sin ninguna duda. Claro que sí.

Una mano negra apareció yabrió de golpe la puerta mientrasuna voz masculina (voz depolicía, si Eddie alguna vez oyóuna, y oyó muchas en su tiempo)le gritaba detrás que dejara eso,que no había salida, que así

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empeoraba las cosas para ella,las empeoraba mucho, y por elespejo que estaba a la izquierda,Eddie tuvo una rápida visión dela mujer negra en la silla deruedas, y recordó haber pensado:«Dios, ya la tiene, muy bien, perose nota que esto a ella no la hacemuy feliz».

Entonces la visión giró yEddie se estaba mirando a símismo. La visión se precipitóhacia el que veía, y él quisoprotegerse los ojos con la manoque sostenía el cuchillo, porquede pronto la sensación de mirar a

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través de dos pares de ojos lepareció demasiado, demasiadoloco, iba a volverse loco si no lopodía parar, pero todo sucediódemasiado rápido como para quetuviera tiempo.

La silla de ruedas atravesó lapuerta. Entró justo; Eddie oyócómo rezongaban los ejes a loscostados. Al mismo tiempo oyóotro sonido: un sonido sordo dedesgarro que le hizo pensar encierta palabra

(placentario)

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en la que no podía pensar deltodo porque ignoraba que laconocía. Entonces la mujer rodóhacia él sobre la arena pesada, yya no parecía una loca furiosa, enrealidad casi no parecía enabsoluto la mujer que Eddie habíavislumbrado por el espejo, perosupuso que eso no erasorprendente; cuando uno pasabade pronto de un probador de Macy’s a la costa marina de unmundo dejado de la mano deDios, donde había langostas deltamaño de un perro Colliepequeño, en cierto modo te

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quitaba el aliento. Acerca de esto,el propio Eddie se sentía capazde dar testimonio.

La mujer rodó algo más de unmetro antes de detenerse, y esofue todo lo que avanzó a causa dela cuesta y la textura pedregosade la arena. Sus manos ya noempujaban las ruedas comodebían haber hecho («Cuandomañana te despiertes con loshombros doloridos, señora,puedes culpar de eso a SirRoland», pensó Eddieamargamente), sino que aferrabanlos brazos de la silla mientras

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contemplaba a los dos hombres.Detrás de ella, la puerta ya

había desaparecido.¿Desaparecido? Esto no eraexactamente así. Parecióenvolverse en sí misma, como unpedazo de película que correhacia atrás. Esto comenzó asuceder justo cuando el poli de latienda entró violentamente por laotra puerta, la más mundana, laque estaba entre la tienda y elprobador. Llegaba en tromba,seguro de que la ladrona detiendas había trabado la puerta, yEddie pensó que se iba a pegar un

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porrazo contra la pared opuesta,pero Eddie nunca alcanzó a ver siesto sucedía o no. Antes de quedesapareciera por completo elencogido espacio de la puertaentre este mundo y aquél, Eddievio que del otro lado todoquedaba congelado.

La película se habíaconvertido en una fotografía fija.

Ahora lo único que quedabaera la huella de la silla de ruedas,que comenzaba en una nadaarenosa y corría poco más de unmetro hasta donde se asentabaahora la silla y su ocupante.

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—¿Alguien tendría laamabilidad de explicarme dóndeestoy y cómo llegué aquí? —preguntó, casi suplicó la mujer enla silla de ruedas.

—Bueno, hay algo que puedodecirte, Dorothy —le contestóEddie—. Ya no estás en Kansas.

Los ojos de la mujer sellenaron de lágrimas. Eddie pudover cómo ella trataba decontenerlas, pero no lo logró.Comenzó a sollozar.

Furioso (y también disgustadoconsigo mismo) Eddie se volvióhacia el pistolero, quien se había

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puesto de pie tambaleándose.Roland se movió, pero no haciala llorosa Dama. Fue en cambio arecoger su cuchillo.

—¡Díselo! —le gritó Eddie—. Tú la trajiste, así que vamos,amigo, ¡díselo! —Y después deun momento agregó en voz másbaja—: Y luego dime cómo esque no se recuerda a sí misma.

CUATRO

Roland no respondió. No deinmediato. Se agachó, encajó el

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mango del cuchillo entre los dosdedos que le quedaban de lamano derecha, lo transfirió concuidado a la izquierda, y lodeslizó en su vaina al costado deuno de los cintos. Aún trataba dedilucidar lo que había sentidodentro de la mente de la Dama. Adiferencia de Eddie, ella lo habíacombatido, lo combatió como unagata desde el momento en que élpasó adelante hasta queatravesaron la puerta rodando. Elcombate comenzó en el momentoen que ella lo percibió. No hubolapso alguno porque tampoco

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hubo sorpresa. Él lo habíaexperimentado, pero no habíacomprendido un ápice. Ningunasorpresa ante la invasión de unextraño en su mente, sólo la furiainmediata, el terror, y el comienzode una batalla para sacudírselo yquedar libre de él. Ella niremotamente ganó la batalla —élsospechaba que no podía ganarla—, pero eso no impidió que lointentara con todas sus fuerzas. Élhabía sentido a una mujer enfermade miedo, de ira y de odio.

Dentro de ella sólo habíapercibido oscuridad; era una

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mente enterrada en una caverna.Sólo que…Sólo que en el momento en

que pasaron por la puerta y sesepararon, él deseódesesperadamente rezagarse unmomento más. En un solomomento le habría dicho tantascosas. Porque la mujer que ahoraestaba frente a ellos no era lamujer en cuya mente él habíaestado. Cuando estuvo dentro dela mente de Eddie sintió como siestuviera en un cuarto cuyasparedes temblaban y sudaban demiedo. Estar en la mente de la

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Dama era como tenderse desnudoen la oscuridad mientras lasserpientes venenosas le trepabana uno por encima.

Hasta el final.Ella había cambiado al final.Y ahí apareció algo diferente,

algo que le parecía de unaimportancia vital, pero que nopodía comprender o no podíarecordar. Algo como

(una mirada)

la puerta misma, sólo que en lamente de ella. Algo acerca de

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(tú rompiste el plato paraespeciales fuiste tú)

un repentino brote deentendimiento. Como en losestudios, cuando uno por finveía…

—Oh, vete a la mierda —dijoEddie disgustado—. No eres másque una máquina.

Pasó delante de Roland, fuehasta donde estaba la mujer, searrodilló a su lado, y cuando ellalo rodeó con sus brazos y loapretó con pánico, como losbrazos de un nadador que se

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ahoga, él no se retiró sino quepuso sus propios brazosalrededor de ella y la abrazó a suvez.

—No pasa nada —dijo él—.Quiero decir, no es gran cosa,pero está bien.

—¿Dónde estamos? —Lloróella—. Yo estaba en mi casamirando la televisión para ver simis amigos pudieron salir deOxford con vida y ahora estoyaquí. ¡Y NI SIQUIERA SÉDÓNDE ES!

—Bueno, yo tampoco —ledijo Eddie, abrazándola más

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fuerte; comenzaba a acunarla unpoco—, pero supongo queestamos juntos en esto. Yo soy delmismo lugar que tú, nuestraquerida ciudad de Nueva York, yyo pasé por lo mismo, bueno,algo diferente, pero podríamosdecir que era el mismo principio,y ya verás que todo irá bien. —Luego agregó, como si lo hubierapensado después—: Siempre quete guste la langosta.

Ella lo abrazó y lloró y Eddiela acunó un poco entre sus brazosy Roland pensó: «Ahora Eddie sepondrá bien. Su hermano ha

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muerto, pero ahora tiene a otrapersona que cuidar, así que sepondrá bien».

Pero sintió una punzada: undolor profundo que lerecriminaba en su corazón. Eracapaz de disparar —con la manoizquierda, en todo caso—, dematar, de seguir y seguir, deavanzar, despiadado y brutal, através de kilómetros y años,incluso dimensiones, al parecer,en busca de la Torre. Era capazde sobrevivir, a veces incluso deproteger —había salvado alchico, Jake, de una muerte lenta

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en la Estación de Paso, y deconsunción sexual por el Oráculoal pie de las montañas—, pero alfinal había dejado morir a Jake. Yesto tampoco había sido unaccidente; había cometido un actoconsciente de condenación. Loscontempló a los dos, vio cómoEddie la abrazaba y le asegurabaque todo iba a salir bien. Él nohubiera podido hacer eso, y alpesar de su corazón ahora sesumó un miedo furtivo.

Si renunciaste a tu corazónpor la Torre, Roland, ya hasperdido. Una criatura sin

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corazón es una criatura sinamor, y una criatura sin amor esuna bestia. Ser una bestia tal vezsea tolerable, a pesar de que elhombre que ha llegado a serloseguramente pagará al final elprecio propio del infierno, pero¿y si consiguieras tu objetivo?¿Y si realmente tomaras porasalto, sin corazón, la TorreOscura y la ganaras? Si nadahay más que oscuridad en tucorazón, ¿qué puedes hacer másque degenerar de bestia enmonstruo? Ganar las propiasmetas como una bestia sólo

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resultaría amargamente cómico,como darle una lupa a unfantasma. Pero ganar las propiasmetas como un monstruo…

Pagar con el infierno es unacosa. Pero ¿quieres poseerlo?

Pensó en Allie, y en lamuchacha que una vez loesperaba en la ventana, pensó enlas lágrimas que derramó sobre elcuerpo sin vida de Cuthbert. Oh,entonces él había amado. Sí.Entonces.

«¡Yo quiero amar!», gritó,pero a pesar de que ahora Eddietambién lloraba un poco con la

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mujer en la silla de ruedas, losojos del pistolero permanecierontan secos como el desierto quehabía cruzado para llegar a esteocéano sin sol.

CINCO

Más tarde respondería a lapregunta de Eddie. Iba a hacereso porque creía que era buenopara Eddie permanecer enguardia. La razón por la que ellano recordaba era simple. No erauna mujer sino dos.

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Y una de ellas era peligrosa.

SEIS

Eddie le contó lo que pudo; saltóel tiroteo pero fue sincero en todolo demás.

Cuando hubo terminado, ellase quedó en perfecto silenciodurante un rato con las manosjuntas sobre el regazo.

Pequeños riachuelos fluíandesde las montañas cada vez másbajas perdiéndose a unoskilómetros hacia el este. Era de

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estos de donde Roland y Eddiehabían tomado el agua mientrasavanzaban hacia el norte. Alprincipio había ido Eddie abuscarla porque Roland estabademasiado débil. Más tarde sehabían turnado los dos, y cadavez tenían que llegar más lejos ybuscar un poco más antes deencontrar un arroyo. A medidaque las montañas perdían altura,iban languideciendogradualmente, pero el agua no loshabía enfermado.

Hasta el momento.Ayer había ido Roland, y

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aunque eso implicaba que hoy letocaba a Eddie, fue el pistolerootra vez; se echó al hombro lascantimploras de piel curtida y sealejó sin decir una palabra. AEddie esto le pareció raramentediscreto. No quería que el gestolo conmoviera —nada que vinierade Roland, al menos—, perodescubrió que de todas manerasse había conmovido un poco.

Ella escuchaba atentamente aEddie, sin decir nada y con losojos fijos en él. En un momentoEddie pensaba que ella le llevabacinco años, en seguida le parecía

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que eran quince. Había una cosaque no tenía que adivinar: estabaenamorándose de ella.

Cuando él terminó, ella sequedó callada un momento, ahorasin mirarlo a él sino más allá deél; miraba las olas que alanochecer traerían a laslangostas, y con ellas sus extrañaspreguntas de abogado. Se habíaocupado especialmente dedescribirlas con todo cuidado.Era mejor que ella se asustara unpoquito ahora y no que seasustara muchísimo cuando ellassalieran a jugar. Suponía que ella

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no querría comerlas, no despuésde haber oído lo que le hicieron ala mano y al pie de Roland, nodespués de haberles echado unabuena mirada de cerca. Pero alfinal el hambre sería más fuerteque el pica chica y el tomachoma.

Sus ojos estaban lejos,distantes.

—¿Odetta? —preguntó élcuando hubieron pasado tal vezcinco minutos. Ella le había dichosu nombre. Odetta Holmes. Élpensó que era un nombrebellísimo.

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Ella lo miró a su vez, algosobresaltada al salir de suensueño. Sonrió un poquito. Dijouna palabra.

—No.Él la miró, incapaz de pensar

en alguna réplica apropiada.Pensó que hasta ese momentonunca había comprendido loinfinita que podía llegar a ser unasimple negativa.

—No comprendo —dijo porfin—. ¿A qué me estás diciendoque no?

—A todo esto.Odetta hizo un gesto

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abarcador con el brazo —él notóque tenía brazos muy fuertes;suaves, pero muy fuertes— queincluía el mar, el cielo, la playa,las desaliñadas colinas dondepresumiblemente el pistoleroahora buscaba agua (o se hacíacomer por algún interesantemonstruo nuevo, algo en lo queEddie prefería realmente nopensar). Abarcaba, en suma, estemundo por completo.

—Entiendo cómo te sientes.Al principio yo también tuvebastantes problemas con lasirrealidades.

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Pero ¿los había tenido? Simiraba hacia atrás, le parecía quesimplemente había aceptado todo,tal vez porque estaba enfermo,sacudiéndose como un descosidoen su necesidad de droga.

—Se supera.—No —volvió a decir ella

—. Creo que ha pasado una dedos cosas, y no me importa cuáles de las dos, todavía estoy enOxford, Mississippi. Nada deesto es real.

Ella continuó. Si hubierahablado en voz más alta (o tal vezsi él no se estuviera enamorando)

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casi habría sido una conferencia.Tal como era, sonaba más líricoque discursivo.

«Sólo que —tenía que seguirrecordándose a sí mismo— todoesto no son más que tonterías, y tútienes que convencerla de eso.Por su bien».

—Es posible que hayarecibido una herida en la cabeza—dijo ella—. Tienen notablesexpertos en el manejo de hachas ygarrotes en la ciudad de Oxford.

La ciudad de Oxford.Eso tocó una débil fibra de

reconocimiento en algún punto

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remoto de la mente de Eddie. Ellahabía dicho esas palabras en unasuerte de ritmo que por algunarazón él asoció con Henry…Henry y pañales mojados ¿Porqué? ¿Qué era? Ahora noimportaba.

—¿Tratas de decirme quecrees que todo esto es unaespecie de sueño que tienesmientras estás inconsciente?

—O en coma —dijo ella—. Yno hace falta que me mires comosi pensaras que es una idearidícula, porque no lo es. Miraesto.

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Apartó cuidadosamente sucabello del lado izquierdo, yEddie vio que lo llevaba peinadoa un lado no sólo porque legustara el estilo. La vieja heridapor debajo del nacimiento delpelo tenía una fea cicatriz, nomarrón sino de un color grisblancuzco.

—Supongo que has pasadomuchos malos ratos en tu tiempo—le dijo.

Ella se encogió de hombroscon impaciencia.

—Muchos malos ratos ymucha vida fácil —puntualizó—.

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Es posible que todo se compense.Te lo he enseñado sólo porqueestuve en coma tres semanascuando tenía cinco años. En esaépoca soñaba muchísimo. Nopuedo recordar lo que soñaba,pero recuerdo que mi madredecía que mientras siguierahablando no me iba a morir, yparece que hablaba todo eltiempo, aunque mi madre decíaque no podían entender más queuna palabra de cada doce.Recuerdo que los sueños eranmuy vívidos.

Hizo una pausa y miró a su

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alrededor.—Tan vívido como parece ser

este lugar. Y también tú, Eddie.Cuando ella pronunció su

nombre a él le hormiguearon losbrazos. Oh, le había pegado,claro que sí. Le había pegadofuerte.

—Y él —agregó ella y seestremeció—. Él parece lo másvívido de todo.

—Debemos parecerlo. Quierodecir, somos reales, pienses tú loque pienses.

Ella le dedicó una sonrisaamable. Absolutamente

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descreída.—¿Cómo sucedió? —

preguntó él—. ¿Esa cosa en tucabeza?

—No tiene importancia. Sóloquería decir que lo que sucedióuna vez muy bien podría volver asuceder.

—No, pero tengo curiosidad.—Me golpeó un ladrillo. Era

nuestro primer viaje al norte.Veníamos de la ciudad deElizabeth, New Jersey. Vinimosen el coche Jim Crow.

—¿Qué es eso?Ella lo miró incrédula, casi

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burlona.—¿Dónde has estado metido,

Eddie? ¿En un refugio antiaéreo?—Soy de un tiempo diferente

—dijo—. ¿Puedo preguntarte quéedad tienes, Odetta?

—Tengo edad suficiente paravotar, pero no para cobrar lapensión de jubilación.

—Bueno, supongo que eso mepone en mi lugar.

—Pero con gentileza, espero.—Y le sonrió con esa sonrisaradiante que le hacía hormiguearlos brazos.

—Yo tengo veintitrés años —

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dijo él—, pero nací en 1964… elaño en el que tú vivías cuandoRoland te cogió.

—Qué disparate.—No. Yo vivía en 1987

cuando me cogió.—Bueno —musitó ella

después de un momento—.Ciertamente eso agrega mucho atu tesis de que todo esto esrealidad, Eddie.

—El coche Jim Crow… ¿eradonde tenía que quedarse la genteblack?

—Los negros —corrigió ella—. Llamar black a un negro es

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algo rudo, ¿no te parece?—Hacia 1980, más o menos,

vosotros mismos os llamaréis así—dijo Eddie—. Cuando yo erapequeño, llamarle negro a unchico black podía meterte en unapelea. Era casi como llamarlo«carbonilla».

Por un momento ella lo mirócon alguna incertidumbre, y luegovolvió a sacudir la cabeza.

—Cuéntame lo del ladrillo,entonces.

—La hermana menor de mimadre se iba a casar —explicóOdetta—. Se llamaba Sofía, pero

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mi madre siempre la llamabaHermana Azul porque era el colorque más le gustaba. «O por lomenos le gustaba creer que legustaba», que era lo que decía mimadre. Así que yo siempre lallamaba Tía Azul, aun antes deconocerla. Fue una boda muyhermosa. Luego hubo unarecepción. Recuerdo todos losregalos.

Se echó a reír.—A los niños los regalos

siempre les parecenmaravillosos, ¿verdad, Eddie?

Él sonrió.

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—Sí, tienes razón. Nuncaolvidas los regalos. Ni los querecibes, ni tampoco los quereciben los demás.

—En esa época mi padrehabía comenzado a ganar dinero,pero lo único que yo sabía eraque íbamos tirando. Eso es lo quesiempre decía mi madre y unavez, cuando le dije que una niñacon la que yo jugaba me habíapreguntado si mi padre era rico,mi madre me explicó que eso eralo que yo debía decir si alguna demis compañeras me hacía esapregunta. Que íbamos tirando. Así

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que estaban en condiciones deregalarle a Tía Azul un juegodivino de porcelana, yrecuerdo…

Su voz falló. Alzó una manohasta la sien y se la masajeó conaire ausente, como si en ese lugarestuviera comenzándole un dolorde cabeza.

—¿Recuerdas qué, Odetta?—Recuerdo que mi madre le

dio uno especial.—¿Qué cosa?—Perdona. Me duele la

cabeza. Y se me traba la lengua.Y de todas maneras no sé por qué

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me molesto en contarte todo esto.—¿Te importa?—No, no me importa. Quería

decir que mi madre le dio unplato especial. Era blanco, con undelicado grabado azulentrelazado a lo largo del borde.

Odetta sonrió brevemente.Eddie pensó que no era unasonrisa del todo cómoda. Algoreferido a ese recuerdo laperturbaba, y la forma, laurgencia con la que había dadoprioridad a este recuerdo sobre lasituación extremadamente extrañaen la que ella se encontraba

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ahora, una situación que deberíaestar requiriendo toda o buenaparte de su atención, loperturbaba a él.

—Puedo ver ese plato tanclaramente como te veo ahora ati, Eddie. Mi madre se lo dio aTía Azul y ella lloró y llorócuando lo recibió. Creo que habíavisto un plato como ese una vezcuando ella y mi madre eranniñas, sólo que por supuesto suspadres nunca hubieran podidopermitirse algo como eso.Ninguno de ellos tuvo algoespecial cuando eran pequeños.

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Después de la recepción, TíaAzul y su marido se fueron deluna de miel a las Great Smokies.Se fueron en tren. —Miró aEddie.

—En el coche Jim Crow —afirmó él.

—¡Cierto! ¡En el coche JimCrow! En esa época los negrosviajaban y comían ahí. Eso es loque tratamos de cambiar en laciudad de Oxford.

Ella lo miró, esperandoseguramente que él insistiera enque ella estaba ahí, pero él quedóatrapado otra vez en la telaraña

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de su propia memoria: pañalesmojados y esas palabras: ciudadde Oxford. Sólo que de prontoaparecieron otras palabras, unasola frase, pero podía recordarque Henry la cantaba una y otravez hasta que su madre le pedíaque por favor se callara parapoder escuchar a Walter Cronkite.

Será mejor que alguien loinvestigue pronto. Ésas eran laspalabras. Henry lo cantaba una yotra vez en un tono monocorde ynasal. Trató de acordarse máspero no lo logró, y en realidad nose sorprendió. En esa época él no

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podía tener más de tres años.Será mejor que alguien loinvestigue pronto. Las palabrasle dieron escalofríos.

—Eddie, ¿estás bien?—Sí. ¿Por qué?—Porque temblabas.Él sonrió.—El Pato Donald debe de

haber caminado sobre mi tumba.Ella se echó a reír.—En cualquier caso, al

menos no arruiné la fiesta.Ocurrió cuando caminábamos devuelta a la estación de tren.Pasamos la noche en casa de un

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amigo de Tía Azul, y a la mañanasiguiente mi padre llamó a untaxi. El taxi llegó casi enseguida,pero cuando el chófer vio queéramos de color se marchó a todavelocidad como si se le estuvieraincendiando la cabeza y el fuegole llegara al trasero. El amigo deTía Azul había partido anteshacia la estación con nuestroequipaje. Teníamos muchoequipaje porque pensábamospasar una semana en Nueva York.Recuerdo que mi padre habíadicho que no podía esperar paraver cómo se me iluminaba la cara

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cuando diera la hora en el relojde Central Park y todos losanimales comenzaran a bailar.

»Mi padre dijo que bienpodríamos ir caminando hacia laestación. Mi madre se mostró deacuerdo más rápida que la luz:dijo que era una buena idea, nohabía más que un kilómetro ymedio de distancia y sería buenoestirar las piernas después dehaber dejado atrás tres días en untren y de tener por delante mediodía más en otro. Mi padre dijoque sí, y que además hacía untiempo hermoso, pero creo que

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incluso a los cinco años yo sabíaque él estaba furioso y ella sesentía turbada y los dos teníanmiedo de llamar a otro taxiporque podía pasar lo mismo otravez.

»Así que nos fuimoscaminando por la calle. Yo ibapor la parte interior porque mimadre tenía miedo de queanduviera muy cerca del tráfico.Recuerdo que yo me preguntabasi mi padre había querido decirque mi cara se iba a poner abrillar de verdad o algo asícuando viera ese reloj en Central

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Park, y si eso no dolería, y fueentonces cuando el ladrillo cayósobre mi cabeza.

»Por un rato todo fueoscuridad. Luego comenzaron lossueños. Sueños vívidos.

Sonrió.—Como este sueño, Eddie.—¿El ladrillo se cayó, o te lo

tiró alguien?—Nunca encontraron a nadie.

La policía (esto me lo contó mimadre mucho después, cuando yotenía dieciséis años, más omenos) encontró el lugar dondepensaron que había estado el

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ladrillo, pero también faltabanotros y había algunos que estabansueltos. Estaba en la parteexterior de la ventana de unahabitación de un cuarto piso en unedificio de apartamentosevacuado y clausurado. Pero porsupuesto había un montón degente que de todas maneras sequedaba ahí. Especialmente denoche.

—Claro —dijo Eddie.—Nadie vio a ninguna

persona dejar el edificio, así quequedó como un accidente. Mimadre dijo que ella creía que

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efectivamente había sido unaccidente, pero creo que mentía.Ni siquiera se molestó en tratarde decirme lo que creía mi padre.Aún les dolía a los dos la formaen que el taxista nos había echadouna mirada y se había largado.Fue eso más que ninguna otracosa lo que les hizo creer quehabía habido alguien ahí arriba,mirando por la ventana, y que, alvernos llegar, decidió dejar caerun ladrillo sobre los negros.¿Saldrán pronto tus criaturas-langosta?

—No —contestó Eddie—. No

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salen hasta el anochecer. Así queuna de tus ideas es que todo estoes un sueño comatoso como losque tenías cuando te golpeó elladrillo. Sólo que esta vez habríasido con un garrote o algo así.

—Sí.—¿Cuál es la otra?Odetta tenía la cara y la voz

bastante tranquilas, pero sucabeza estaba llena de una feamaraña de imágenes que iban aparar todas a la ciudad deOxford. ¿Cómo era esa canción?Dos hombres muertos a la luz dela luna, / será mejor que alguien

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lo investigue pronto. No eraexactamente así, pero estabacerca. Cerca.

—Es posible que me hayavuelto loca —dijo.

SIETE

Las primeras palabras que se lecruzaron a Eddie por la mentefueron: Si crees que te has vueltoloca, estás chiflada.

Después de una breveconsideración, sin embargo, lepareció que seguir esa línea de

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razonamiento sería infructuoso.En cambio se quedó un

momento en silencio, sentadojunto a la silla de ruedas, con lasrodillas flexionadas y sujetándoselas muñecas con las manos.

—¿Realmente eras un adicto ala heroína?

—Lo soy —confirmó él—.Esto es como ser un alcohólico oconsumir crack. No es algo de loque uno se pueda curar. Recuerdoque solía escuchar eso ymentalmente me decía: «Sí, sí,claro, seguro», ya sabes, peroahora lo comprendo. Todavía

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quiero, supongo que una parte demí va a querer siempre, pero laparte física pasó.

—¿Qué es crack? —preguntóella.

—Es algo que todavía no sehabía inventado en tu tiempo. Esalgo que se hace con la cocaína,sólo que es como convertirdinamita en una bomba atómica.

—¿Tú lo tomabas?—Joder, no. Lo mío era la

heroína. Ya te lo he dicho.—No pareces un adicto —

dijo ella.En realidad Eddie tenía un

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aspecto estupendo… es decir, siuno ignoraba el olor salaz quedesprendía su cuerpo y su ropa(podía enjuagarse y lo hacía,podía enjuagar su ropa y lo hacía,pero al carecer de jabón no podíarealmente lavarse ni lavarlas).Había tenido el pelo corto cuandoRoland puso el pie en su vida (eslo mejor para cruzar la Aduana,querida, y fíjate qué gran chisteresultó ser eso), y aún tenía unlargo decente. Todas las mañanasse afeitaba con el borde afiladodel cuchillo de Roland, alprincipio con cautela, pero cada

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vez más confiadamente. CuandoHenry se fue a Nam él erademasiado joven como para queel afeitarse fuera parte de su vida,y en esa época tampoco era grancosa para Henry; nunca se dejó labarba, pero a veces pasaban treso cuatro días antes de que mamálo regañara para que «segara losrastrojos». Cuando volvió, sinembargo, Henry se habíaconvertido en un maniático delafeitado (y también de otrascosas: talco para los pies despuésde la ducha; tres o cuatro vecespor día cepillado de dientes

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seguido de un buche de elixirbucal; la ropa siempre colgada) ytambién convirtió a Eddie en unfanático. El rastrojo se segabacada mañana y cada tarde. Ahoratenía ese hábito metido hasta elhueso, lo mismo que los otros queHenry le había enseñado.Incluyendo, naturalmente, el quese hacía con una aguja.

—¿Estoy demasiado limpito?—le preguntó, sonriendo.

—Demasiado blanco —corroboró ella brevemente, y sequedó callada por un momento,mirando hacia el mar con gesto

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sombrío. Eddie también se quedócallado. Si existía una réplicapara algo como eso, él loignoraba.

—Discúlpame —dijo ella—.Eso ha sido muy descortés y muyinjusto. No suelo decir cosas así.

—Está bien.—No está bien. Es como si

una persona blanca dijera algocomo «Vaya, nunca habríaadivinado que eras un Negro» aalguien con la piel muy clara.

—Te gusta considerarte a timisma más ecuánime —indicóEddie.

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—Yo diría que lo que nosconsideramos a nosotros mismosy lo que realmente somos rara veztiene mucho en común, pero sí,me gusta considerarme a mímisma como ecuánime, así quepor favor acepta mis disculpas,Eddie.

—Con una condición.—¿Cuál? —Ella sonreía un

poco otra vez. Eso era bueno. Legustaba hacerla sonreír.

—Dale también a esto unaoportunidad justa. Es lacondición.

—¿Darle una oportunidad

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justa a qué? —Ella sonabaligeramente divertida. Encualquier otra persona ese tonode voz le habría erizado; habríacreído que le tomaban el pelo,pero con ella era diferente. Conella estaba perfectamente bien.Con ella casi cualquier cosaestaría perfectamente bien.

—A que exista una terceraposibilidad: que esto estéocurriendo realmente. Quierodecir… —Eddie se aclaró lagarganta—. Yo no soy muy buenoen este tipo de mierda filosófica,ya sabes, la metamorfosis o como

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coño se llame…—¿Te refieres a la

metafísica?—Quizá. No lo sé. Me

parece. Pero sé que uno no puedeandar por ahí negando lo que ledicen sus sentidos. Porque, fíjate,si es cierta tu idea de que todoesto es un sueño…

—Yo no dije sueño…—Lo que hayas dicho, es más

o menos a donde va a parar, ¿no?¿Una realidad falsa?

Si un momento atrás huboalgo ligeramente condescendienteen su voz, ahora había

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desaparecido.—La filosofía y la metafísica

podrán no ser tu fuerte, Eddie,pero debes de haber sido undisertante fantástico en la escuela.

—Nunca estuve en losdebates. Eso era para gays, parabrujas y enclenques. Lo mismoque el club de ajedrez. ¿A qué terefieres con «mi fuerte»? ¿Quéquieres decir?

—Sólo algo que te gusta. ¿Ytú qué quieres decir con gays?¿Qué son los gays?

Él se quedó mirándola por unmomento y luego se encogió de

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hombros.—Homosexuales. Maricas.

No importa. Podríamos pasarnostodo el día intercambiándonosjergas. Pero no nos llevaría aninguna parte. Lo que trato dedecir es que si todo esto es unsueño, podría ser mío y no tuyo.Tú podrías ser un producto de miimaginación.

La sonrisa de ella vaciló unpoco.

—Tú… a ti nadie te golpeó.—Nadie te golpeó a ti,

tampoco.Ahora su sonrisa desapareció

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por completo.—Nadie que yo pueda

recordar —corrigió con un tonoafilado en la voz.

—¡Ni yo tampoco! —dijo él—. Tú me dijiste que en Oxfordson duros. Bueno, esos tipos de laAduana no fueron precisamenteun encanto cuando no pudieronencontrar la droga que buscaban.Uno de ellos pudo darme un golpeen la cabeza con la culata de supistola. En este mismo momentoyo podría estar en la sala deguardia de Bellevue, soñándote ati y a Roland mientras ellos

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escriben sus informes, en los queexplicarían cómo, mientrasestaban interrogándome, me puseviolento y tuvieron que abatirme.

—No es lo mismo.—¿Por qué no? ¿Sólo porque

tú eres esta inteligente ysocialmente activa black lady sinpiernas, y yo no soy más que unreventado de Co-Op City? —Lodijo con una sonrisa, como bromaamigable, pero ella lo miró confuria.

—¡Me gustaría que dejaras dellamarme black!

Él suspiró.

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—Está bien, pero me costaráacostumbrarme.

—Debiste haber estado en elclub de debates de todas maneras.

—Y una mierda —dijo él, yal ver el giro de los ojos de ellavolvió a darse cuenta que ladiferencia entre ellos era muchomás amplia que el color; sehablaban el uno al otro desdeislas separadas. El agua quecorría en medio era el tiempo. Noimportaba. La palabra habíaatrapado su atención—. Noquiero discutir contigo. Quieroque seas consciente de que estás

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despierta, eso es todo.—Yo podría estar en

condiciones de actuar, al menosde forma provisional, conforme alos dictados de tu terceraposibilidad en tanto esta… estasituación continuara, salvo poruna cosa: hay una diferenciafundamental entre lo que te hapasado a ti, y lo que me hapasado a mí. Tan fundamental ytan grande que no la has visto.

—Entonces muéstramela.—No hay discontinuidad en tu

estado consciente. Hay una muygrande en el mío.

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—No comprendo.—Quiero decir que tú puedes

dar cuenta de todo tu tiempo —dijo Odetta—. Tu relato secontinúa de punto a punto: elavión, la incursión de ese…ese… la incursión de él…

Hizo un gesto con la cabezahacia las colinas con claraexpresión de disgusto.

—El escondite de la droga,los oficiales que te tomaron encustodia, todo el resto. Es uncuento perfecto, no le faltanenlaces.

»En cuanto a mí, volví de

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Oxford, me fue a buscar Andrew,mi chófer, y me llevó de vuelta ami edificio. Me bañé y queríadormir… tenía un terrible dolorde cabeza, y el sueño es la únicamedicina que me ayuda en algocuando los dolores son realmentefuertes. Pero era casi medianochey pensé que antes vería lasnoticias. Algunos de nosotroshemos sido liberados, pero unabuena cantidad seguía detenidacuando nos fuimos. Queríaenterarme de lo que había pasado,si sus casos se habían resuelto.

»Me sequé, me puse la bata y

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me fui a la sala. Puse el noticierode la televisión. El locutorcomenzó a hablar de un discursoque había pronunciado Kruschevacerca de los consejerosestadounidenses en Vietnam.Dijo: “Tenemos un informefilmado de…” y entoncesdesapareció y yo estaba rodandopor esta playa. Tú dices que mehas visto en una suerte de puertamágica que ahora hadesaparecido, y que yo estaba en Macy’s, y que estaba robando.Todo esto ya es bastante absurdo,pero aun cuando fuera así, podría

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encontrar algo mejor para robarque bisutería. Yo no llevo joyas.

—Más vale que vuelvas amirar tus manos, Odetta —dijoEddie suavemente.

Durante un tiempo muy largoella pasó la mirada del«diamante» de su pulgarizquierdo, demasiado grande yvulgar como para ser cualquiercosa menos una gema artificial, algran ópalo del dedo medio de sumano derecha, demasiado grandey vulgar como para ser cualquiercosa menos verdadero.

—Nada de esto está

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sucediendo —repitió ella confirmeza.

—¡Pareces un disco rayado!—Por primera vez él estabagenuinamente enojado—. Cadavez que alguien abre un agujeroen tu cuidada historia túsimplemente te retiras a esamierda de «nada de esto estásucediendo». Debes espabilar,Detta.

—¡No me llames así! ¡Odioese nombre! —estalló ella de unmodo tan estridente que Eddieretrocedió.

—Disculpa. ¡Joder! No lo

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sabía.—Pasé de la noche al día, de

estar desnuda a estar vestida, dela sala de mi casa a esta playadesierta. Y lo queverdaderamente sucedió es quealgún cuellorrojo[4] tripudo mepegó un garrotazo en la cabeza ¡yeso es todo!

—Pero tus recuerdos no sequedan en Oxford —dijo élsuavemente.

—¿Qué? —Incierta otra vez.O tal vez veía sin querer ver.Igual que con los anillos.

—Si fue en Oxford donde te

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pegaron, ¿cómo es que tusrecuerdos no se detienen ahí?

—No siempre tienen muchalógica estas cosas. —Ella semasajeaba otra vez las sienes—.Y ahora, Eddie, si no te importa,francamente me gustaría terminaresta conversación. Mi dolor decabeza ha regresado. Es bastantefuerte.

—Supongo que si las cosastienen lógica o no depende de loque uno quiera creer. Yo te vi en Macy’s, Odetta. Te vi robando.Tú dices que no haces esas cosas,pero también me dijiste que no

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llevas joyas. Me has dicho eso apesar de que miraste tus manosvarias veces mientrashablábamos. Esos anillos estabanahí entonces, pero fue como si nopudieras verlos hasta que yo tellamé la atención sobre ellos.

—¡No quiero hablar de eso!¡Me duele la cabeza!

—Muy bien. Pero sabesdónde perdiste la huella deltiempo, y no fue en Oxford.

—Déjame en paz —dijo ellacon tono aburrido.

Eddie vio al pistolero avanzarpenosamente en su camino de

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regreso con dos cantimplorasllenas, una atada a su cintura y laotra echada sobre sus hombros.

—Me gustaría poder ayudarte—dijo Eddie—, pero, para eso,supongo que debería ser real.

Se quedó un momento paradoa su lado, pero ella tenía lacabeza inclinada y se masajeabaconstantemente las sienes con laspuntas de los dedos.

Eddie fue al encuentro deRoland.

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OCHO

—Siéntate. —Eddie tomó lascantimploras—. Parecesdeshecho.

—Sí. Estoy enfermando otravez.

Eddie miró la frente y lasmejillas encendidas del pistolero,sus labios agrietados, y asintió.

—Esperaba que no sucediera,pero no me sorprende, amigo. Nocumpliste todo el ciclo. Balazarno tenía suficiente Keflex.

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—No te comprendo.—Si no tomas una droga con

penicilina durante el tiemposuficiente, no matas la infección.Sólo la mandas al subsuelo.Pasan unos días y la infecciónvuelve. Vamos a necesitar más,pero al menos hay una puerta parair a buscar. Mientras tanto sólotienes que tomártelo con calma.—Pero Eddie se sentía infelizpensando en las piernas queOdetta no tenía, y en los trechoscada vez más largos que erapreciso recorrer para encontraragua. Se preguntó si Roland pudo

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haber elegido un momento peorpara tener una recaída. Supusoque era posible; perosimplemente no se le ocurríacómo.

—Debo decirte algo acercade Odetta.

—¿Ése es su nombre?—Ajá.—Es un nombre encantador

—afirmó el pistolero.—Sí. Yo pensé lo mismo. Lo

que no es muy encantador es elmodo en que se siente conrespecto a este lugar. No creeestar aquí.

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—Lo sé. Y yo no le gustomucho, ¿verdad?

«No —pensó Eddie—, peroeso no impide que te considerecomo el guía de una alucinación».No lo dijo, sólo asintió.

—Las razones son casi lasmismas —dijo el pistolero—. Tedas cuenta de que ella no es lamujer que yo traje. No lo es enabsoluto.

Eddie se quedó mirándolo yluego de pronto asintió, excitado.Esa imagen borrosa en elespejo… esa caramalhumorada… el hombre tenía

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razón. ¡Dios, por supuesto quetenía razón! Ésa no había sidoOdetta en absoluto.

Entonces recordó las manosque revolvían descuidadamenteentre los pañuelos, y de la mismamanera descuidada se habíandedicado a la tarea de meter esasbaratijas en su gran bolso… dabala impresión de que casi queríaque la atraparan.

Los anillos habían estado ahí.Los mismos anillos.«Pero eso no significa

necesariamente que hayan sidolas mismas manos», pensó

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salvajemente, aunque no pudocreerlo más de un segundo. Élhabía estudiado esas manos. Eranlas mismas, delicadas y de dedoslargos.

—No —continuó el pistolero—. No lo es. —Sus ojos azulesobservaron a Eddie con cuidado.

—Sus manos…—Escucha —advirtió el

pistolero—, y escúchame conatención. Nuestras vidas puedendepender de eso. La mía porqueestoy enfermando otra vez, y latuya porque te has enamorado deella.

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Eddie no dijo nada.—Ella es dos mujeres en el

mismo cuerpo. Era una mujercuando entré en ella, y otracuando regresé aquí.

Ahora Eddie no pudo decirnada.

—Había algo más, algoextraño, pero yo no lo comprendío se me escapó. Parecíaimportante.

Roland miró más allá deEddie, miró hacia la silla deruedas en la arena, desolada alfinal de su corta huella desdeninguna parte. Luego volvió a

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mirar a Eddie.—Es muy poco lo que

comprendo de esto, o de cómopueden suceder estas cosas, perodebes mantenerte en guardia.¿Entiendes eso?

—Sí.A los pulmones de Eddie

parecía faltarles aire. Entendía —o tenía por lo menos lacomprensión de un tipo que va alcine y ha visto el tipo de cosas delas que le estaba hablando elpistolero—, pero no le alcanzabael aliento para explicarlo.Todavía no. Sentía como si

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Roland le hubiera quitado elaliento de una patada.

—Bien. Porque la mujer en laque entré del otro lado de lapuerta era tan mortal como esascosas-langosta que salen por lanoche.

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CAPÍTULO IVDETTA AL OTRO

LADO

UNO

«Debes mantenerte en guardia»,había dicho el pistolero, y Eddiese había mostrado de acuerdo,pero el pistolero sabía que Eddieignoraba de qué estaba hablando;

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toda la mitad posterior de lamente de Eddie, donde está o noestá la supervivencia, no recibióel mensaje. Esto lo vio elpistolero. Fue bueno para Eddieque lo viera.

DOS

En la mitad de la noche, los ojosde Detta Walker se abrieron degolpe. Estaban llenos de la luz delas estrellas y de clarainteligencia.

Recordaba todo: cómo había

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luchado, cómo la habían atado asu silla, cómo se habían burladode ella llamándola «negra hija deputa, negra hija de puta».

Recordó los monstruos quesalieron de las olas y recordócómo uno de los hombres, elmayor, había matado a uno deellos. El joven había armado unfuego y lo había cocinado, y luegole había ofrecido sonriendo carnede monstruo humeante pinchadaen un palo. Recordó haberleescupido a la cara, recordó cómosu sonrisa se había convertido enuna mueca de blanco furioso. Le

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había pegado en la cara y le habíadicho: «Bueno, muy bien, yavendrás, negra hija de puta. Sóloes cuestión de esperar». Luego ély el Hombre Malo de Verdad sehabían reído y el Hombre Malode Verdad había sacado un jamón,había escupido en él y lo habíacocinado lentamente sobre elfuego en la playa de este extrañolugar al que la habían traído.

El olor de la carne que secocinaba lentamente era seductor,pero ella se había contenido.Incluso cuando el más joven hizoondular un trozo cerca de su cara

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cantando: «Muérdelo, negra hijade puta, vamos, muérdelo», ellase había quedado sentada comouna piedra, reprimida.

Luego se había dormido, yahora estaba despierta, y lascuerdas con que la habían atadohabían desaparecido. Ya noestaba en su silla sino tendidasobre una manta y debajo de otra,bastante lejos de la línea de lamarea alta, donde esas cosas-langosta aún vagaban ypreguntaban y atrapaban en el airea esa infortunada gaviotasolitaria.

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Miró a la izquierda y no vionada.

Miró a la derecha y vio a doshombres dormidos, envueltos endos pilas de mantas. El más jovenestaba más cerca, y el HombreMalo de Verdad se había quitadolos cintos y los había dejado a sulado.

Las armas aún estaban dentro.«Cometiste un grave error,

mamón», pensó Detta, y giró a suderecha. El crujido pedregoso desu cuerpo sobre la arena resultabainaudible bajo el viento, las olas,las criaturas preguntonas. Se

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arrastró lentamente por la arena(ella misma como unalangostruosidad), con los ojosbrillantes.

Llegó hasta donde estaban loscintos y sacó uno de losrevólveres.

Era muy pesado, de culatamuy suave y de algún modomortal por sí mismo en su mano.El peso no le molestaba. Teníabrazos fuertes, Detta Walker lostenía.

Se arrastró un poco más.El hombre más joven no era

más que una piedra que roncaba,

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pero el Hombre Malo de Verdadse movió un poco en sueños y ellase quedó congelada con unamueca tatuada en su cara hastaque él dejó de moverse.

’sun cabrón hijeputa. Fíjatebien, Detta. Fíjate, tá sigura.

Encontró el pestillo de larecámara, trató de moverlo haciadelante, no lo logró, y entonces lotiró hacia arriba. La recámara seabrió.

¡Cargado! ¡Ta basura tácargada! Vassasé caminaprimero a ete cabronaso y eseHombre Malo de Verdá se va

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despertó y tú le darás una gransonrisa —sonríe tesorito asípuedo ver dónde estás— y luegovassa sacudile el reló, já.

Volvió a cerrar la recámara,comenzó a tirar del percutor… yluego esperó.

Cuando el viento levantó unaráfaga fuerte retiró el percutor deltodo.

Detta apuntó el revólver deRoland a la sien de Eddie.

TRES

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El pistolero observó todo estocon un ojo medio abierto. Lafiebre había regresado, pero nomuy alta todavía, no tan alta comopara que tuviera que desconfiarde sí mismo. Así pues, esperó;ese ojo medio abierto era el dedoen el gatillo de su cuerpo, elcuerpo que siempre había sido surevólver cuando no había unrevólver a mano.

Ella tiró del gatillo. Clic.Por supuesto, clic.Cuando él y Eddie regresaron

con las cantimploras tras su

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conversación, Odetta Holmesestaba profundamente dormida ensu silla, echada a un costado. Leprepararon una cama en la arenalo mejor que pudieron y lacargaron delicadamente desde susilla de ruedas hasta las mantasextendidas. Eddie había estadoseguro de que se despertaría,pero Roland sabía que no.

Él mató, Eddie preparó elfuego, y comieron. Guardaron unaporción para Odetta.

Luego habían hablado, yEddie dijo algo que le pegó aRoland como el repentino

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estallido de un relámpago. Fuedemasiado brillante y demasiadobreve como para darle unacomprensión total, pero viomucho, del mismo modo en que sepuede discernir el trazado de latierra con el resplandor de unsolo y afortunado relámpago.

Pudo habérselo dicho a Eddieentonces, pero no lo hizo.Comprendió que debía ser el Cortde Eddie, y cuando uno de lospupilos de Cort quedaba herido ysangrando por algún golpeinesperado, la respuesta de Cortsiempre había sido la misma: «Un

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niño no comprende un martillohasta que no se golpea el dedocontra el clavo. ¡Levántate y dejade lloriquear, gusano! ¡Hasolvidado el rostro de tu padre!».

Así que Eddie se habíaquedado dormido, a pesar de queRoland le había dicho que debíamantenerse en guardia, y cuandoRoland estuvo seguro de queambos dormían (había tenido queesperar más tiempo por la Dama,que podía, creía él, ser artera),había vuelto a cargar sus armascon cartuchos usados, que sedesató (eso le produjo una

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punzada de dolor), y las dejóluego al lado de Eddie.

Y esperó.Una hora; dos; tres.Al mediar la cuarta hora,

cuando su cuerpo cansado yafiebrado pugnaba por dormirse,le pareció observar que la Damadespertaba y él mismo sedespertó por completo.

La vio rodar sobre sí misma.Vio cómo convertía sus manos enzarpas y se impulsaba por laarena hasta donde estaban loscintos con las armas. La vio sacaruna y acercarse a Eddie, hacer

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luego una pausa, con la cabezainclinada, y las fosas nasales quese inflaban y se contraían: hacíanalgo más que oler el aire, lodegustaban.

Sí. Ésta era la mujer que élhabía traído.

Cuando ella miró hacia elpistolero, él hizo más que fingirque dormía, porque ella hubierapercibido la simulación; sedurmió. Cuando sintió que lamirada de ella se movía haciaotro lado se despertó y volvió aabrir ese sólo ojo. Vio cómo ellacomenzaba a levantar el revólver

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—lo hizo con menos esfuerzo delque había mostrado Eddie laprimera vez que Roland lo viohacer lo mismo— y apuntarlohacia la cabeza de Eddie. Luegose detuvo, con la cara llena deinexpresable astucia.

En ese momento ella lerecordó a Marten.

Ella jugueteó con el tambordel revólver; lo hizo mal alprincipio, luego lo abrió. Mirólas cabezas de los cartuchos.Roland se puso tenso; primeroesperó a ver si ella sabría que yahabían sido usados, después

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esperó a ver si ella volvería elrevólver del revés para mirar elotro extremo del tambor, y verque ahí sólo había vacío en lugarde plomo (en un momento pensócargar el revólver con cartuchosque hubieran fallado, pero sólofue por un momento; Cort leshabía enseñado que las armas enúltima instancia las carga el ViejoPata Hendida, y un cartucho quefalló una vez puede no fallar lasegunda). Si ella hiciera eso, élsaltaría al instante.

Pero ella volvió a meter eltambor del revólver, comenzó a

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mover el percutor… y luegovolvió a detenerse. Esperaba elmomento en que el vientoenmascarara ese solo y suaveclic.

Pensó: «Aquí hay otra. Dios,ésta es mala y no tiene piernas,pero es una pistolera, tan segurocomo que Eddie lo es».

Esperó junto con ella.El viento levantó una ráfaga.Ella terminó de amartillar el

revólver y lo colocó a uncentímetro de la sien de Eddie.Con una sonrisa que era enrealidad una mueca macabra,

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apretó el gatillo.Clic.Él esperó.Ella disparó otra vez. Y otra

vez. Y otra vez.Clic-Clic-Clic.—¡Cabrón! —aulló, y le dio

la vuelta al revólver con gracialíquida.

Roland se encogió pero nosaltó. Un niño no comprende unmartillo hasta que no se golpea eldedo contra un clavo.

Si lo mata, luego vas tú.No importa, respondió

inexorable la voz de Cort.

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Eddie se removió. Y susreflejos no eran malos; se moviócon suficiente rapidez como paraevitar que lo dejaran inconscienteo lo mataran. En lugar de caersobre la vulnerable sien, lapesada culata del revólver lepegó en la mandíbula.

—Qué… ¡Joder!—¡CABRÓN! ¡BLANCO

CABRÓN! —chilló Detta, yRoland la vio alzar el revólverpor segunda vez. Y a pesar de queella no tenía piernas y Eddie sealejaba rodando, eso era todo loque se atrevía a hacer. Si Eddie

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no había aprendido la lecciónahora, nunca la aprendería. Lapróxima vez que el pistolero ledijera a Eddie que se mantuvieraen guardia, Eddie lo haría, yademás… la tipeja era rápida. Nosería sabio en adelante seguirdependiendo de la rapidez deEddie ni tampoco de las flaquezasde la Dama.

Se desencogió, voló porencima de Eddie y la volteó haciaatrás, terminando encima de ella.

—¿Queres guerra, cabrón? —le chilló ella, y simultáneamenterefregó su entrepierna contra la

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ingle de él, y alzó el revólver queaún tenía en la mano por encimade la cabeza de él—. ¿Queresguerra? ¡Voy a darte lo quequeres, siguro!

—¡Eddie! —gritó él otra vez.Ahora no sólo gritaba sino queordenaba. Por un momento Eddiese quedó ahí, acuclillado, con losojos muy abiertos y la sangre quele manaba del mentón (ya habíacomenzado a hincharse), mirabafijamente con los ojos muyabiertos. «Muévete, ¿no puedesmoverte? —pensó—. ¿O es queno quieres?». Su fuerza

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comenzaba a diluirse, y lapróxima vez que ella le asestaraotro de esos pesados culatazosiba a romperle el brazo… eso silograba levantar el brazo atiempo. Si no, le rompería lacabeza con él.

Entonces Eddie se movió.Atrapó el revólver en elmovimiento hacia abajo y ella dioun chillido, se volvió hacia él, lomordió como un vampiro, lomaldijo en un dialecto de albañiltan profundamente sureño que nisiquiera Eddie lo pudocomprender; para Roland fue

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como si la mujer hubieracomenzado inopinadamente ahablar en un idioma extranjero.Pero Eddie fue capaz dearrancarle el revólver de la mano,y una vez desaparecida laamenazante cachiporra, Rolandpudo sujetarla.

Ni siquiera entonces ellaabandonó; continuóretorciéndose, empujando ymaldiciendo, mientras el sudor lecubría por entero el oscurorostro.

Eddie se quedó mirando,abría y cerraba la boca como un

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pez. Se tocó tentativamente elmentón, hizo una mueca de dolor,retiró los dedos, los examinó, ytambién la sangre que había enellos.

Ella aullaba que los mataría alos dos; ellos podían intentarlo yviolarla, pero ella los mataría conel coño, ya verían, era una cuevaterriblemente hija de puta todallena de dientes alrededor de laentrada y si ellos queríanintentarlo y explorar verían queera así.

—Qué mierda… —dijoEddie estúpidamente.

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—Un cinto —resoplóroncamente hacia él el pistolero—. Tráelo. Voy a rodar con ellapara que quede encima de mí, y túle agarras los brazos y le atas lasmanos por detrás.

—¡No lo harás! ¡Jamás! —aulló Detta y contorsionó sucuerpo sin piernas con tal fuerzarepentina que casi logra derribara Roland. Él sintió cómo ellatrataba de subir lo que le quedabade su muslo derecho una y otravez, quería darle en las pelotas.

—Yo… yo… ella…—¡Muévete, Dios maldiga el

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rostro de tu padre! —rugióRoland, y Eddie por fin se movió.

CUATRO

En el proceso de sujetarla, yatarla, dos veces estuvieron apunto de perder el control sobreella. Pero por fin Eddie pudoaferrar sus muñecas con un nudocorredizo hecho con el cinto deRoland, cuando éste —usandotodas sus fuerzas— logrójuntarlas detrás de ella (mientrasse echaba hacia atrás para

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escapar a sus violentasarremetidas para morderlo, comouna mangosta se escapa de unaserpiente; pudo evitar losmordiscos, pero antes de queEddie hubiera terminado elpistolero quedó empapado consaliva), y luego Eddie la arrastróhacia afuera con la parte corta delnudo provisional. No queríalastimar a esta cosa que serevolvía, aullaba y maldecía. Eramucho más fea que laslangostruosidades a causa de lamayor inteligencia que le dabaforma, pero él sabía que también

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podía ser hermosa. No queríalastimar a la otra persona que elenvase contenía por ahí dentro enalguna parte (como una palomaviva metida muy dentro de uno delos compartimientos secretos dela caja mágica de un mago).

Odetta Holmes estaba enalgún lugar dentro de esta cosachirriante y aullante.

CINCO

A pesar de que su últimacabalgadura —una mula— había

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muerto hacía demasiado tiempocomo para recordar, el pistoleroaún conservaba un trozo decuerda ronzal (que, a su vez,había sido antaño una elegantebrida de pistolero). Lo usaronpara atarla a su silla de ruedas,tal como ella se había imaginado(o falsamente recordado, lo queal final resultaba ser lo mismo,¿no es verdad?). Luego sealejaron de ella.

De no ser por las rastrerascosas-langosta, Eddie habría idohasta el agua a lavarse las manos.

—Me siento como si

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estuviera a punto de vomitar —dijo con un tono de voz que subióy bajó zigzagueando por toda laescala como si fuera la voz de unadolescente.

—¿Por qué no vais y oscoméis la POLLA el uno al otro?—chilló la cosa que se revolvíaen su silla de ruedas—. ¿Por quéno hacéis eso si le tenéis miedo alcoño de una negra? ¡Venga!¡Dale! ¿Por qué no os la chupáisel uno al otro? ¡Hacedlo ahoraque podéis, porque Detta Walkervassalir deta silla y os va a cortálas velitas blancas y chiquititas y

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se las va a dar de comé a esobuitre rastrero de ahí!

—Ésa es la mujer dentro de laque estuve. ¿Me crees ahora?

—Te creí antes —dijo Eddie—. Te lo dije.

—Creías que creías. Creíascon la parte de arriba de tu mente.¿Ahora lo crees con todo? ¿Locrees hasta el fondo?

Eddie miró a la cosa quechillaba y se convulsionaba en susilla y luego miró hacia otro lado,muy blanco salvo por el tajo en sumentón, que aún sangraba unpoco. Ese lado de su cara

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comenzaba a hincharse como unglobo.

—Sí —asintió—. Joder, sí.—Esa mujer es un monstruo.Eddie comenzó a llorar.El pistolero quiso consolarlo;

no pudo cometer semejantesacrilegio (recordaba demasiadobien a Jake) y se alejó hacia laoscuridad con la fiebre nueva quele ardía y le dolía por dentro.

SEIS

Esa misma noche, mucho más

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temprano, mientras Odetta aúndormía, Eddie dijo que creíacomprender tal vez lo que andabamal en ella. Tal vez. El pistolerole preguntó a qué se refería.

—Podría ser unaesquizofrénica.

Roland sacudió la cabeza.Eddie le explicó lo que entendíapor esquizofrenia, retazos depelículas tales como Las trescaras de Eva y diversosprogramas de televisión(generalmente seriales que él yHenry veían a menudo cuandoestaban drogados). Roland había

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asentido. Sí. La enfermedad queEddie describía parecía ser lacorrecta. Una mujer con doscaras: una luminosa, otra oscura.Una cara como la que el hombrede negro le había mostrado en laquinta carta del Tarot.

—¿Y ellos no saben (estosesquizofrénicos) que tienen aotro?

—No —contestó Eddie—.Pero… —Dejó la frase en el aire,mientras observaba a laslangostruosidades arrastrarse ypreguntar, preguntar y arrastrarse.

—Pero ¿qué?

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—Yo no soy un psicoanalista—dijo Eddie—, así que no sérealmente…

—¿Un psicoanalista? ¿Qué esun psicoanalista?

Eddie se dio unos golpecitosen la sien.

—Un médico de la cabeza. Unmédico de la mente. En realidadse llaman psiquiatras.

Roland asintió. Le gustabamás psicoanalista, porque lamente de la Dama era demasiadocomplicada, dos veces máscomplicada de lo necesario.

—Pero se me ocurre que casi

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siempre los esquizos saben quehay algo que anda mal —añadióEddie—. Porque tienen comolagunas. Tal vez me equivoque,pero yo siempre pensé que erandos personas que creen, cada una,tener amnesia parcial, por losespacios en blanco que aparecenen sus memorias cuando la otrapersonalidad toma el control.Ella… ella dice que lo recuerdatodo. Realmente cree que lorecuerda todo.

—Creí que habías dicho queella cree que nada de esto estásucediendo.

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—Sí —dijo Eddie—, peroolvídate de eso por ahora. Lo quetrato de decir es que, no importalo que ella crea, lo que recuerdava directamente desde la sala desu casa, donde estaba en bataviendo las noticias de lamedianoche, hasta aquí, sinningún resquicio en absoluto. Notiene ninguna idea de que algunaotra persona tomó el control entreese momento y cuando tú laagarraste en Macy’s. Mierda, esopudo haber sido al día siguiente,incluso semanas más tarde. Séque aún era invierno porque la

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mayoría de los clientes en esatienda andaba con abrigos…

El pistolero asintió. Laspercepciones de Eddiecomenzaban a agudizarse. Eso erabueno. Había pasado por alto lasbotas y las bufandas, los guantesque sobresalían de los bolsillosde los abrigos, pero de todasmaneras era un comienzo.

—… pero por lo demás esimposible saber cuánto tiempoOdetta fue esa otra mujer porqueella misma no lo sabe. Creo queestá en una situación en la quenunca antes estuvo, y su manera

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de proteger ambos lados es estahistoria de que le dieron un golpeen la cabeza.

Roland asintió.—Y los anillos. Ver esos

anillos le produjo una conmoción.Ella intentó que no se notara, perose notó igual.

—Si estas dos mujeres nosaben que conviven en el mismocuerpo —preguntó Roland—, y sini siquiera sospechan que algopodría andar mal, si cada unatiene su propia cadenaindependiente de recuerdos, enparte real y en parte armada para

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cubrir los lapsos en que está laotra, ¿qué hemos de hacer conella? ¿Cómo hemos incluso devivir con ella?

Eddie se había encogido dehombros.

—A mí no me lo preguntes.Ése es tu problema. Tú eres elque dice que la necesitas. Si hastahas arriesgado el cuello paratraerla aquí.

Eddie pensó en esto unminuto, recordó habersearrodillado sobre el cuerpo deRoland con el cuchillo de Rolandapenas rozando la garganta del

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pistolero, y abruptamente se echóa reír sin ningún humor.«Arriesgaste el cuelloLITERALMENTE, macho»,pensó.

Cayó un silencio entre ellos.En esos momentos Odettarespiraba tranquilamente. Cuandoel pistolero estaba por reiterarlea Eddie su advertencia de que semantuviera en guardia, y poranunciar (fuerte como para queoyera la Dama, por si acaso sólofingía) que se iba a acostar, Eddiedijo la cosa que iluminó la mentede Roland en una sola llamarada

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repentina, la cosa que le hizocomprender al menos en parte loque tan desesperadamentenecesitaba saber.

Fue al final, cuandofranquearon la puerta.

Ella cambió al final.Y él había visto algo, alguna

cosa…—¿Sabes qué? —dijo Eddie,

removiendo malhumorado losrestos del fuego con las pinzaspartidas de la presa de esa noche—. Cuando cruzaste con ella, mesentí como si yo fuera un esquizo.

—¿Por qué?

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Eddie se quedó pensando yluego se encogió de hombros. Eradifícil de explicar, o quizá erasimplemente que estabademasiado cansado.

—No tiene importancia —dijo.

Eddie miró a Roland, vio quehacía una pregunta seria por unaseria razón —o creía que lo era— y se tomó un minuto parapensar en la respuesta.

—Realmente es difícil dedescribir, viejo. Fue al mirar esapuerta. Eso fue lo que me alucinó.Cuando ves a alguien moverse en

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esa puerta, es como si uno semoviera con ellos. Sabes a quéme refiero.

Roland asintió.—Bueno, yo lo veía como si

fuera una película, da igual, notiene importancia, hasta elmismísimo final. Luego tú lahiciste girar hacia este lado de lapuerta y por primera vez meencontré mirándome a mí mismo.Fue como… —Pensó pero nopudo encontrar nada—. No sé.Debió de haber sido comomirarse en un espejo, supongo,pero no era eso, porque… porque

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era como mirar a otra persona.Era como darse la vuelta deadentro para afuera. Como estaren dos lugares al mismo tiempo.Mierda, no lo sé.

Pero el pistolero se quedóatónito. Eso era lo que habíasentido cuando cruzaron; eso eralo que le había ocurrido a ella,no, no sólo a ella, a ellos: por uninstante Detta y Odetta se miraronla una a la otra, no en la forma enque uno miraría su propia imagenen el espejo, sino como personasseparadas; el espejo se convirtióen el cristal de una ventana, y por

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un instante Odetta había visto aDetta y Detta había visto aOdetta, y ambas se habían sentidoigualmente horrorizadas.

«Cada una lo sabe —pensósombríamente el pistolero—. Talvez no lo sabían antes, pero ahoralo saben. Pueden tratar deocultárselo a sí mismas, pero porun momento vieron, supieron, yese saber aún debe de estar ahí».

—¿Roland?—¿Qué?—Sólo quería asegurarme de

que no te habías quedadodormido con los ojos abiertos.

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Porque por un momento parecíacomo si estuvieras, ya sabes,lejos de aquí y en otro tiempo.

—Si es así, ya he vuelto —dijo el pistolero—. Voy aacostarme. Recuerda lo que te hedicho, Eddie: mantente enguardia.

—Voy a vigilar —dijo Eddie,pero Roland sabía que, enfermo ono, sería él quien vigilara esanoche.

Todo lo demás siguió a partirde eso.

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SIETE

Después del jaleo, Eddie y Dettapor fin se volvieron a dormir(ella no se quedó dormida enrealidad, más bien cayó en unexhausto estado de inconscienciaen su silla, colgada hacia un ladocontra las cuerdas restrictivas).El pistolero, sin embargo, yacíadespierto. «Tendré queenfrentarlas a las dos en unabatalla —pensó, pero nonecesitaba uno de los analistas de

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Eddie para saber que esa batallapodía ser a muerte—. Si ganara labatalla la luminosa, Odetta, todoaún podría salir bien. Si la ganarala oscura, Detta, todoseguramente se perdería conella».

Sentía sin embargo que lo querealmente necesitaba hacer no eramatar sino reunir. Ya habíareconocido mucho de lo que a él—a ellos— les resultaría valiosode la dureza de las entrañas deDetta Walker, y la quería. Pero laquería bajo control. Tenían unlargo camino por delante. Detta

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creía que él y Eddie eranmonstruos de alguna especie a laque ella llamaba blancoscabrones. Esto era sólo unpeligroso delirio, pero habríamonstruos verdaderos a lo largodel camino: las langostruosidadesno eran los primeros, y tampocoserían los últimos. La mujerlucho-hasta-caer en la que habíaentrado y que esta noche habíavuelto a salir de su escondite,podría resultar muy útil en unapelea contra monstruos de esetipo, si pudiera ser templada porla tranquila humanidad de Odetta

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Holmes…, especialmente ahoraque a él le faltaban dos dedos,que casi se había quedado sinbalas y cada vez tenía más fiebre.

«Pero ése es un pasoadelante. Creo que si pudierahacer que cada una reconociera ala otra, eso las llevaría a unaconfrontación. ¿Cómo podríahacerse?».

Pasó la larga noche en vela,pensando, y a pesar de que sentíacrecer la fiebre dentro de sí, noencontró respuesta a su pregunta.

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OCHO

Eddie se despertó poco antes deque rompiera el alba, vio alpistolero sentado junto a lascenizas del fuego de la nocheanterior, envuelto en su manta alestilo indio, y se unió a él.

—¿Cómo te sientes? —lepreguntó Eddie en voz baja. LaDama seguía durmiendo en suentramado de cuerdas, aunque detanto en tanto se sacudía ymurmuraba y gemía.

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—Muy bien.Eddie le echó una mirada

apreciativa.—No lo parece.—Gracias, Eddie —dijo el

pistolero secamente.—Estás temblando.—Ya pasará.La Dama se sacudió y

murmuró otra vez, ahora unapalabra que resultó casicomprensible. Pudo haber sidoOxford.

—Dios, odio verla atada deesa forma —murmuró Eddie—.Como un ternero en un corral.

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—Pronto despertará. Tal vezpodamos desatarla cuando sedespierte.

Fue lo más aproximado quecualquiera de los dos pudo deciren voz alta de cómo esperabanque cuando la Dama de la sillaabriera los ojos, la miradatranquila, tal vez ligeramentedesconcertada, de Odetta Holmespudiera saludarlos. Quinceminutos más tarde, cuando losprimeros rayos del sol superaronlas colinas, esos ojos se abrieron,pero lo que vieron los hombresno fue la mirada tranquila de

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Odetta Holmes sino el loco fulgorde Detta Walker.

—¿Cuántas veces meviolasteis cuando dormía? —preguntó—. Siento el coñoresbaladizo y ceroso, como sialguien hubiera estado ahí con unpar de velitas blanquitas que losblancos cabrones llamáis pollas.

Roland suspiró.—Pongámonos en marcha —

ordenó, y se puso de pie con unamueca.

—Yo no voa ninguna pate convosotros, cabrones —escupióDetta.

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—Oh, sí que irás —recalcóEddie—. Lo siento terriblemente,querida mía.

—¿Dónde creéis que voa ir?—Bueno —dijo Eddie—, lo

que había detrás de la PuertaNúmero Uno no era tanmaravilloso, y lo que había detrásde la Puerta Número Dos era aúnpeor, así que ahora, en lugar deretirarnos como las personascuerdas, vamos a seguir adelantey comprobar qué hay detrás de laPuerta Número Tres. Tal como sehan venido dando las cosas, nome sorprendería que fuera algo

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como Godzilla, o Hidra, elMonstruo de las Tres Cabezas,pero soy un optimista. Todavíaespero la vajilla de cocina deacero inoxidable.

—Yo no voy.—Claro que vienes —insistió

Eddie y se colocó detrás de lasilla. Ella comenzó a luchar otravez, pero los nudos los habíahecho el pistolero, y susmovimientos de lucha no hacíanmás que ajustarlos. Ella se diocuenta enseguida y se detuvo. Erauna mujer llena de veneno peroestaba lejos de ser estúpida. Miró

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a Eddie por encima de su hombrocon una sonrisa que lo hizoretroceder un poco. A él lepareció la expresión más malvadaque había visto en su vida en unacara humana.

—Bueno, tal vez voa ir unpoco —rectificó ella—, pero talvez no tan lejos como tú crees,muchacho blanco. Lo juro porDios que no tan lejos como túcrees.

—¿Qué quieres decir?Otra vez esa inmunda sonrisa

por encima de su hombro.—Ya verás, muchacho blanco.

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—Su mirada, loca pero poderosa,voló brevemente al pistolero—.Ya veréis lo dos. Ya lodescubriréis.

Eddie tomó con sus manos lospuños de bicicleta deempuñaduras traseras de la sillade ruedas y salieron otra vezhacia el norte; ahora no sólodejaban las marcas de los pies,sino las huellas gemelas de lasilla de la Dama mientrasavanzaban por esa playaaparentemente interminable.

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NUEVE

El día fue una pesadilla.Era difícil calcular distancias

cuando uno se movía por unpaisaje que cambiaba tan poco,pero Eddie sabía que su progresoahora era lento.

Y él sabía quién eraresponsable.

Oh, sí.«Ya lo descubriréis lo dos»,

había dicho Detta, y no habíanavanzado más de media hora

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cuando comenzaron a descubrirlo.Empujar.Eso era lo primero. Empujar

la silla de ruedas por una playade arena fina hubiera sido tanimposible como manejar un cochesobre nieve fresca y profunda.Aquella playa pedregosa y adustahacía que el movimiento de lasilla fuera posible pero niremotamente fácil. Por un ratorodaba con bastante fluidez,traqueteando sobre las caracolasy lanzando guijarros a amboslados de las ruedas de gomadura… y entonces llegaba a un

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trecho donde se había juntadoarena más fina, y Eddie tenía queempujar con fuerza, rezongandopor lo bajo, para atravesarlo conla silla y su poco cooperadorapasajera. La arena se aferrabaávida a las ruedas. Había queempujar y simultáneamente echarel cuerpo hacia abajo contra lasempuñaduras de la silla, porqueésta, si no, junto con su atadaocupante, se caerían de cara a laarena.

Detta se reía y cacareabacada vez que él trataba demoverla sin su colaboración.

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—¿Qué tal, bomboncito? ¿Laetás pasando bien ahí atrás? —lepreguntaba cada vez que la sillaentraba en uno de esos tramos queeran como ciénagas resecas.

Cuando el pistolero seacercaba para ayudar, Eddie loapartaba.

—Ya tendrás tu oportunidad—le decía—. Luego nosturnaremos. Pero creo que misturnos van a ser muchísimo máslargos que los suyos, decía unavoz en su cabeza. Con el aspectoque tiene, veo que pronto va atener suficiente con poder

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llevarse a sí mismo, sin hablarde mover a la mujer en esta silla.No señor, Eddie, me temo queeste regalito es para ti. Es lavenganza de Dios, ¿sabes? Tepasaste todos estos años comoun yonqui y ¿a que no adivinas?¡Por fin eres el empujador[5]!

Lanzó una corta risita sinaliento.

—¿Qué es tan gracioso,blanquito? —preguntó Detta, y apesar de que Eddie pensó que surisa intentaba parecer sarcástica,sonaba un poquitín enojada.

«Se supone que esto no tiene

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gracia para mí —pensó—.Ninguna gracia. Por lo menos enlo que a ella concierne».

—No lo entenderías, niña.Déjalo estar.

—A ti voa dejarte estar antesquesto termine —comentó ella—.Voa dejarte a ti y a esecompañero culorroto que tienes,voa dejarlos deparramados enpedazos por toda eta puta playa.Siguro. Mientras tanto mejóguarda tu aliento pa’empujá. Meparece que ya te fata un pocolaliento.

—Bueno, habla tú por los dos

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entonces —jadeó Eddie—. A tinunca parece faltarte el aliento.

—Voa echarte mi aliento,pichagris. ¡O mejor voa echarteun pedo! ¡Voa echátelo sobre tucara muerta!

—Promesas, promesas. —Eddie tironeó de la silla fuera dela arena y entró a una zonarelativamente más transitable…al menos por un trecho. El sol noestaba aún muy alto, pero él yahabía comenzado a sudar.

«Éste será un día interesante einformativo —pensó—. Ya lopuedo ver».

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Detenerse.Eso era lo siguiente.Habían llegado a un trecho

firme de la playa. Eddie empujóla silla a mayor velocidad;pensaba vagamente que si podíaconservar este poco de velocidadextra, tal vez podría atravesar apuro ímpetu la próxima trampa dearena que le fuera a tocar.

De pronto la silla se detuvo.Se detuvo por completo. La barrahorizontal del respaldo le pegó ungolpe a Eddie en el pecho. Lanzóun gruñido. Roland miró haciaellos, pero ni siquiera los rápidos

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reflejos de gato del pistoleropudieron evitar que la silla de laDama se volcara exactamentecomo había amenazado hacer encada una de las trampas de arena.La silla se volcó y Detta cayójunto con ella, atada e indefensapero riendo y cacareandosalvajemente. Aún reía cuandoRoland y Eddie lograron por finenderezar la silla otra vez.Algunas de las cuerdas habíanquedado tan apretadas, queestarían cortándole cruelmente lacarne, cortándole la circulación asus extremidades, tenía un tajo en

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la frente y la sangre le empastabalas cejas. Ella continuó igual,riéndose a carcajadas.

Cuando la silla estuvo otravez sobre sus ruedas los doshombres resoplaban sin aliento.El peso combinado de la silla y lamujer debía sumar unos cientotreinta kilos, en su mayor partesilla. A Eddie se le ocurrió que siel pistolero hubiera raptado aDetta de su propio tiempo, 1987,la silla podría haber pesado talvez treinta kilos menos.

Detta lanzó una risita,resopló, parpadeó para quitarse

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la sangre de los ojos.—Mirad, chicos, mirad lo que

mabéis hecho —dijo.—Llama a tu abogado —

murmuró Eddie—. Llévanos ajuicio.

—Y os habéis agotado paponerme otra vez tiesa. Os hacostado como diez minutos.

El pistolero tomó un pedazode su camisa —buena parte yahabía desaparecido, así que elresto no importaba ahorademasiado— y alargó la manoizquierda para limpiar la sangrede su herida en la frente. Ella le

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lanzó un mordisco, y por el clicsalvaje que hicieron los dientes aljuntarse, Eddie pensó que siRoland hubiera sido sólo un ápicemás lento en retirar la mano,Detta Walker le habríaemparejado el número de dedosde sus manos.

Ella lanzó una risotada y lomiró con ojos perversamenteregocijados, pero el pistolero viomiedo escondido en el fondo deesos ojos. Ella le tenía miedo.Miedo porque él era el HombreMalo de Verdad.

¿Por qué era el Hombre Malo

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de Verdad? Tal vez era porque, enalgún nivel más profundo, ellapercibía lo que él sabía acerca deella.

—Casi te agarro, pichagris —dijo ella—. Esta vez casi t’agarro. —Y rió a carcajadas como unabruja.

—Sostenle la cabeza —dijoel pistolero con tono neutro—.Muerde como una comadreja.

Eddie le sostuvo la cabezamientras el pistolero le limpiabacon cuidado la herida. No eraancha y no parecía profunda, peroel pistolero no se arriesgó;

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caminó lentamente hasta el agua,empapó el pedazo de camisa en elagua salada y volvió.

Cuando se aproximaba ellacomenzó a gritar.

—¡No me toques con esacosa! ¡No me toques con esa aguade donde vienen esas cosasvenenosas! ¡Fuera! ¡Fuera!

—Sostenle la cabeza —dijoRoland con el mismo tono neutro.Ella la sacudía de lado a lado—.No quiero correr ningún riesgo.

Eddie la sostuvo… y cuandoella trató de sacudirse paraquedar libre, él se la apretó. Ella

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vio que él no bromeaba y sequedó quieta de inmediato, y yano mostró temor alguno al trapomojado. Había sido purasimulación, después de todo.

Sonrió a Roland mientras élle lavaba la herida, mientras lelimpiaba hasta la última partículaaferrada de polvo.

—La vedá, tú pareces algomás c’agotao y nada más —observó Detta—. Tú parecesenfermo, pichagris. No creo quepuedassacé un viaje laigo. Nocreo que puedassacé nadapolestilo.

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Eddie examinó losrudimentarios controles de lasilla. Tenía un freno de mano deemergencia que bloqueaba ambasruedas. Detta había llevado sumano derecha hasta ahí, habíaesperado pacientemente hastaconsiderar que Eddie iba lobastante rápido, y luego habíaaccionado el freno, cayendo ellamisma deliberadamente. ¿Porqué? Para que perdieran tiempo,nada más. No había ninguna razónpara hacer una cosa como ésa,pero una mujer como Detta, pensóEddie, no necesitaba razones. Una

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mujer como Detta se sentiríaencantada de hacer cosas así porpura maldad.

Roland aflojó un poco lasataduras para que la sangrepudiera fluir con mayor libertad,y luego ató firmemente su manolejos del freno.

—Eso etá muy bien, DonHombre —dijo Detta, y le ofrecióuna sonrisa brillante condemasiados dientes—. Eso etámuy bien de todas maneras. Yencontraré otras formas debajaros la velocidá, muchachos.Toda clase de formas.

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—Vamos —dijo el pistolerosin tono alguno.

—¿Estás bien? —preguntóEddie. El pistolero estaba muypálido.

—Sí. Vámonos.Comenzaron a andar por la

playa otra vez.

DIEZ

El pistolero insistió en empujardurante una hora y Eddie se lopermitió con reticencia. Rolandpudo franquear la primera trampa

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de arena, pero Eddie tuvo quemeterse y ayudar a sacar la sillade la segunda. El pistolerojadeaba con fuerza; grandes gotasde sudor le cubrían la frente.

Eddie lo dejó avanzar unpoco más, y Roland había ganadohabilidad en evitar con un rodeolos lugares donde la arena era lobastante fina como para frenar lasruedas, pero finalmente la sillaquedó atascada otra vez y Eddieapenas pudo soportar unosinstantes la visión de Rolandluchando para liberarla,jadeando, con el pecho que le

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subía y le bajaba, mientras labruja (que así fue como Eddiecomenzó a pensar en ella) lanzabarisotadas al aire y en realidadechaba el cuerpo para atrás en lasilla para que la tarea resultaratanto más difícil… Entonces conel hombro corrió al pistolero a unlado y sacó la silla de la arenacon un solo y enojado tirón. Lasilla traqueteó y él veía/sentíacómo ella se echaba hacia delantetodo lo que le permitían lascuerdas con la misteriosapresciencia que le permitíahacerlo exactamente en el

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momento apropiado, tratando deprecipitarse otra vez.

Roland echó todo el peso desu cuerpo en el respaldo de lasilla cerca de Eddie y volvió aestabilizarse.

Detta giró la cabeza y les hizoun guiño de conspiración tanobscena que Eddie sintió que lapiel de gallina le trepaba por losbrazos.

—Casi me lastimáis otra vez,muchachos —advirtió—. Ahoratenéis que cuidarme. No soy másque una vieja lisiada, así queahora tenéis que cuidarme.

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Se rió… se desternilló derisa.

A pesar de que Eddie sepreocupaba por la mujer que erasu otra parte —estaba muy cercade amarla tras el breve rato enque se habían visto y hablado—,sintió que las manos le ardían endeseos de cerrarse en torno de sugarganta para cortar esa risa,cortarla para que nunca máspudiera volver a reír.

Ella volvió a mirar haciaatrás, vio lo que él pensaba comosi lo hubiese tenido impresosobre su frente en tinta roja, y se

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rió mucho más fuerte. Lodesafiaba con los ojos. Vamos,pichagris. Vamos. ¿Quiereshacerlo? Vamos, hazlo.

«En otras palabras, novuelques sólo la silla; vuelcatambién a la mujer —pensó Eddie—. Vuélcala para siempre. Eso eslo que ella quiere. Para Detta, quela mate un hombre blanco podríaser el único objetivo verdaderode su vida».

—Vamos —dijo, y comenzó aempujar otra vez—. Vamos a darun paseo por la costa, dulceamorcito, te guste o no.

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—Vete a la mierda —escupióella.

—Jódete, nena —respondióEddie apaciblemente. El pistolerocaminaba a su lado con la cabezabaja.

ONCE

Cuando el sol indicaba que erancomo las once llegaron a unconsiderable promontorio derocas y allí se detuvieron duranteaproximadamente una hora, a lasombra, mientras el sol trepaba al

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punto más alto del día. Eddie y elpistolero comieron las sobras dela caza de la noche anterior.Eddie le ofreció una porción aDetta, quien volvió a negarse; ledijo que sabía lo que intentabanhacer, y que si querían hacerloque lo hicieran con sus propiasmanos, y que dejaran de tratar deenvenenarla. Así, dijo, sólo lohacían los cobardes.

«Eddie tiene razón —pensópara sí el pistolero—. Esta mujerelaboró su propia cadena derecuerdos. Sabe todo lo que lepasó anoche, a pesar de que

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realmente se durmió enseguida».Ella creía que le habían

llevado trozos de carne que olíana muerte y putrefacción, quehabían usado eso para burlarse deella, mientras ellos mismoscomían filetes condimentados ybebían algún tipo de cerveza deunos frascos. Creía que de vez encuando ellos le acercaban trozosde su propia cena nocontaminada, y los retiraban en elúltimo momento, cuando ellatrataba de pescarlos con losdientes… y que por supuesto sereían al hacerlo. En el mundo (o

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al menos en la mente) de DettaWalker, los blancos cabronessólo hacían dos cosas a lasmujeres morenas: las violaban ose reían de ellas. O ambas cosasal mismo tiempo.

Era casi gracioso. La últimavez que Eddie Dean había vistoun filete fue durante su viaje en elcarruaje celeste, y Roland no lohabía visto desde que se huboterminado su cecina. Sólo losdioses sabían cuánto tiempo habíapasado desde entonces. En cuantoa la cerveza… mandó su mentehacia atrás.

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Tull.Había habido cerveza en Tull.

Cerveza y hamburguesas.Dios, qué bueno sería tomar

una cerveza. Le dolía la garganta,y habría sido tan bueno tener unacerveza para refrescar esedolor… Aún mejor que la astinadel mundo de Eddie.

Se retiraron a cierta distanciade ella.

—¿No soy una compañíabuena para chicos blancos? —graznó tras ellos—. ¿O sóloqueren un tiraíta cada uno de susvelitas blancas de morondanga?

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Echó la cabeza hacia atrás ylanzó tal risotada que las gaviotasvolaron asustadas, gritando, yabandonaron las rocas dondeestaban reunidas en convencióncuatrocientos metros más allá.

El pistolero se sentó a pensar,con las manos oscilando entre lasrodillas. Finalmente levantó lacabeza y le dijo a Eddie:

—Sólo puedo entender unapalabra de cada diez que dice.

—Entonces yo te gano —replicó Eddie—. Entiendo por lomenos dos de cada tres. Noimporta. La mayor parte se limita

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a blanco cabrón.Roland asintió.—¿Mucha de la gente de piel

oscura habla así en el lugar dedonde tú vienes? Su otro yo no lohacía.

Eddie sacudió la cabeza y serió.

—No, y te diré algogracioso… bueno, por lo menos amí me parece gracioso, pero talvez es sólo porque no haydemasiadas cosas por aquí de lasque reírse. No es real. No es real,y ella ni siquiera lo sabe.

Roland lo miró y no dijo

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nada.—¿Recuerdas cuando le

lavaste la frente, cómo simulótenerle miedo al agua?

—Sí.—¿Sabías que estaba

fingiendo?—Al principio no, pero lo

supe bastante pronto.Eddie asintió.—Estaba actuando y ella lo

sabía. Pero es una actriz bastantebuena y nos engañó por un par desegundos. La forma en que hablatambién es un acto de simulación.Pero no es tan bueno. Es tan

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estúpido, ¡tan estúpidamenteexagerado y obvio!

—¿Crees que finge bien sólocuando sabe que lo estáhaciendo?

—Sí. Ella habla como uncruce entre los morenitos de unlibro que leí una vez llamadoMandingo y Butterfly McQueenen Lo que el viento se llevó. Séque no conoces esos nombres,pero lo que trato de decirte es quehabla como un cliché. ¿Conocesesa palabra?

—Se refiere a lo que siempredice o cree la gente que piensa

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poco o no piensa en absoluto.—Sí. Yo no hubiera podido

decirlo ni la mitad de bien.—¿Todavía no os habéis

sacudido las velitas chiquititas,muchachos? —La voz de Detta sevolvía cada vez más ronca yquebrada—. O eh que tal vez nolas podéis encontrar. ¿Es eso?

—Vamos. —El pistolero sepuso de pie lentamente. Setambaleó por un momento, vioque Eddie lo miraba, y sonrió—.Estaré bien.

—¿Por cuánto tiempo?—El tiempo que sea

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necesario —contestó el pistolero,y la serenidad de su voz lecongeló el corazón a Eddie.

DOCE

Esa noche, el pistolero usó suúltimo cartucho útil para la caza.A la noche siguiente comenzaría aprobar sistemáticamente con losdudosos, pero pensó que lascosas serían más o menos comohabía previsto Eddie: iban aterminar matando a lascondenadas bestias a pedradas.

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Fue igual que las otrasnoches: el fuego, cocinar, comer,aunque ahora comían de un modolento y carente de entusiasmo.«Sólo estamos sobreviviendo»,pensó Eddie. Le ofrecieroncomida a Detta, quien gritó, y serió, y maldijo y preguntó cuántotiempo iban a tomarla por unatonta, y entonces comenzó a tirarviolentamente su cuerpo a un ladoy al otro, sin importarle cómo leapretaban las ataduras al hacerlo:sólo trataba de volcar su sillapara un lado o para el otro paraque ellos tuvieran que levantarla

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antes de sentarse a comer.Justo antes de que lo lograra,

Eddie la aferró y Roland afirmólas ruedas con piedras a cadalado.

—Puedo aflojar un poco lascuerdas si te quedas quieta —leofreció Roland.

—¡Chúpame la mierda delculo!

—No comprendo si esosignifica sí o no.

Ella lo miró con los ojosentrecerrados porque sospechabaun dejo sarcástico en esa voztranquila (Eddie también se lo

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preguntó; si era así o no), ydespués de un momento ella dijode mal modo:

—Voa quedarme quieta.Tengo demasiada hambre pasoltar los diablos. ¿Vais a dameaguna comida de verdá o me vaisa dejá morir de hambre? ¿Esoqueréis, muchachos? Soisdemasiado cagones pa matarme, yyo no voa comé nunca, nunca voacomé veneno, así que eso es loqueay. Que me muera de hambre.Bueno, vamoavé, siguro, claro,claro que vamoavé.

Les dedicó otra vez aquella

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siniestra sonrisa que helaba loshuesos.

No mucho después se quedódormida.

Eddie tocó el costado de lacara de Roland. Roland le echóuna mirada pero no se apartó.

—Estoy bien.—Sí, ya veo, eres Jim el

Dandy. Muy bien, Jim, voy adecirte algo; hoy no hemosavanzado mucho.

—Lo sé. —También estaba lacuestión de que habían gastado elúltimo cartucho útil, pero ésa erauna información de la que Eddie

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podía prescindir, al menos poresa noche. Eddie no estabaenfermo, pero sí exhausto.Demasiado exhausto para másmalas noticias.

No, no está enfermo, todavíano, pero si sigue adelantedemasiado tiempo sin descansar,si se cansa lo suficiente,entonces sí se va a enfermar.

En cierto sentido, Eddie yaestaba enfermo; ambos lo estaban.A Eddie le habían salido herpesen las comisuras de los labios yeczemas en la piel. El pistoleropodía sentir cómo se le aflojaban

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los dientes dentro de las encías, yen los pies, la carne entre losdedos comenzaba aresquebrajarse y sangrar, igualque la de los dedos que lequedaban en las manos. Comían,pero comían lo mismo día trasdía. Podían seguir así por untiempo, pero a la larga iban amorir tan seguramente como simurieran de inanición.

«Lo que tenemos es laEnfermedad del Marinero entierra firme —pensó Roland—.Tan simple como eso. Quégracioso. Necesitamos fruta.

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Necesitamos verduras».Eddie hizo un gesto con la

cabeza hacia la Dama.—Ella va a seguir poniendo

las cosas difíciles.—A menos que vuelva la otra

que está dentro.—Eso sería muy agradable,

pero no podemos contar con eso—dijo Eddie. Tomó un pedazo depinza ennegrecida y comenzó agarrapatear dibujos sin sentido enla tierra—. ¿Tienes alguna ideade la distancia a la que puedeestar la próxima puerta?

Roland negó con la cabeza.

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—Sólo pregunto porque si ladistancia entre la Número Dos yla Número Tres es la misma queentre la Número Uno y la NúmeroDos podemos llegar a estarmetidos profundamente en lamierda.

—Estamos metidos en lamierda ahora mismo.

—Hasta el cuello —accedióEddie malhumorado—. Sólo mepreguntaba cuánto tiempo máspodré seguir remando.

Roland le palmeó el hombro,un gesto de afecto tan raro quehizo parpadear a Eddie.

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—Hay una cosa que la Damaignora —apuntó.

—¿Ah, sí? ¿Qué cosa?—Que nosotros, los blancos

cabrones, podemos remar durantemucho tiempo.

Eddie se rió ante eso, se riófuerte, amortiguando la risacontra su brazo para no despertara Detta. Ya había tenido bastantede ella por ese día, por favor ymuchas gracias.

El pistolero lo mirósonriendo.

—Voy a retirarme —dijo—.Mantente…

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—… en guardia. Sí. Estábien.

TRECE

Aullar fue lo siguiente.Eddie se había quedado

dormido en el mismo momento enque su cabeza tocó el bultoanudado de su camisa, y parecióque sólo habían pasado cincominutos cuando Detta comenzó aaullar.

Se despertó de inmediato,listo para cualquier cosa, ya fuera

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algún Rey Langosta que se alzabade las profundidades paravengarse de sus hijas asesinadaso algún horror que bajara de lascolinas. En todo caso, parecióque se había despertado alinstante, pero el pistolero yaestaba de pie, con un revólver ensu mano izquierda.

Cuando vio que ambosestaban despiertos, rápidamenteDetta dejó de gritar.

—Quería veos en pie,muchachos —dijo—. Podría habélobos. Podría sé que hubieralobos. Quería vé si sois rápidos

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por si veía algún lobo vení. —Pero en sus ojos no había miedo;más bien resplandecían con vildiversión.

—Cristo —exclamó Eddieagotado. La luna había salidopero no estaba muy alta aún;habían dormido menos de doshoras.

El pistolero guardó elrevólver en su funda.

—No vuelvas a hacerlo —leadvirtió a la Dama en la silla.

—¿Y qué vassasé si lo hago?¿Violarme?

—Si tuviéramos intenciones

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de violarte, a estas alturas yaserías una mujer muy violada —aseveró el pistolero con tononeutro—. No vuelvas a hacerlo.

Se tendió otra vez y se echó lamanta encima.

«Cristo, Cristo querido —pensó Eddie—, qué desastre, estoes un jodido…», y fue todo lolejos que llegó su pensamientoantes de quedar suspendido otravez en un sueño exhausto yentonces ella volvió a rasgar elaire con nuevos aullidos. Aullabacomo una sirena de bomberos, yEddie se levantaba otra vez, con

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el cuerpo llameante deadrenalina, las manos crispadas,y entonces ella volvía a reír, conla voz ronca y ajada. Eddie alzóla mirada y vio que la luna habíaavanzado menos de diez gradosdesde que ella los despertara porprimera vez.

«Pretende seguir haciéndolo—pensó él abatido—. Pretendepermanecer despierta yvigilarnos, y cuando se asegurede que hemos descendido alsueño más profundo, ese lugardonde uno se recarga, entonces vaa abrir su boca y va a comenzar a

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vociferar otra vez. Piensa hacerloy hacerlo y hacerlo hasta que yano le quede voz para vociferar».

La risa de ella se detuvoabruptamente. Roland avanzabahacia ella, una forma oscura bajola luz de la luna.

—Léjate de mí, pichagris —dijo Detta, pero había un temblornervioso en su voz—. Tú no mevassasé nada.

Roland se quedó paradofrente a ella y por un momentoEddie estuvo seguro,completamente seguro, de que elpistolero había llegado al límite

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de su paciencia y simplemente laaplastaría como a una cucaracha.En cambio, del modo mássorprendente, dejó caer unarodilla frente a ella como unpretendiente a punto de proponermatrimonio.

—Escucha —dijo, y Eddieapenas pudo dar crédito a lacalidad sedosa de la voz deRoland. Pudo ver la mismasorpresa profunda en la cara deDetta, sólo que iba acompañadapor el miedo—. Escúchame,Odetta.

—¿Po qué me llamas O-

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Detta? Ese noé mi nombre.—Cállate, bruja —ordenó el

pistolero en un gruñido, y luegovolvió a la misma voz de seda—.Si me oyes, y si en general puedescontrolarla…

—¿Po qué me hablas así? ¿Poqué me hablas como si hablarascon otra? ¡Deja esa mierdablanca! ¡Para ya! ¿Me oyes?

—Mantenerla callada. Puedoamordazarla, pero no quierohacer eso. Una mordaza fuerte esun asunto peligroso. La gente seasfixia.

—¡DEJA ESA BLANCA

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BASURA VUDÚ, CABRÓN!—Odetta. —Su voz era un

susurro, como la lluvia cuandocomienza a caer.

Ella quedó en silencio,mirándolo fijo con ojos enormes.Eddie no había visto nuncasemejante combinación de odio ymiedo en un par de ojos humanos.

—No creo que a esta bruja leimporte nada morir por una fuertemordaza. Ella quiere morir, peromás todavía, tal vez, quiere que túmueras. Pero tú no has muerto, nohasta ahora, y no creo que Dettasea algo flamante en tu vida. Ella

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se siente demasiado cómodadentro de ti, como en su casa, ytal vez tú puedas mantener ciertocontrol sobre ella aun cuandotodavía no puedas salir. No dejesque nos despierte por tercera vez,Odetta. No quiero amordazarla.Pero si tengo que hacerlo, lo haré.

Se levantó, se alejó sin mirarhacia atrás, se enrolló otra vezbajo su manta, y se quedódormido.

Ella seguía mirándolofijamente, con los ojos muyabiertos y las fosas nasalesensanchadas.

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—Basura blanca vudú —susurró.

Eddie se quedó tendido, peroesta vez pasó mucho tiempo antesde que el sueño lo reclamara, apesar de su profundo cansancio.Llegaba hasta el borde,anticipaba los aullidos y volvíade un tirón.

Tres horas más tarde, más omenos, cuando la luna ya habíapasado al otro lado, se durmiópor fin.

Esa noche Detta no aulló más,porque Roland la había asustado,o porque quería conservar la voz

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para futuros alaridos yexcursiones, o —tal vez, sólo talvez— porque Odetta había oído yhabía ejercido el control que elpistolero le pedía.

Eddie durmió por fin, perodespertó empapado y sin haberdescansado. Miró hacia la silla,esperando contra toda esperanzaque estuviera Odetta, Dios, porfavor, haz que esté Odetta estamañana…

—Ndía, panblanco —profirióDetta, y le dedicó su sonrisa detiburón—. Pensé que ibassa domíhata el mediodía. Pero no puedes

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hacé nada polestilo, ¿vedá?Tenemo que andá unoskilómetros, ¿no es así como es lacosa? ¡Seguro! Y creo que túserás el que tendrá que hacé todoltrabajo, empujá y eso, porquelotro tipo, etipo elos ojos evudú,ese tipo tá cada ve más paliducho¡declarao que sí! ¡Sí! Ese tipopronto no va comé nada, ni esacaine rarita y ahumada quegualdáis pa cuando jugáis cadauno con la velita blanca chiquititadel otro, panblanco. ¡Así quevamos, panblanco! Detta no quereser la que te retiene.

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Los párpados y la voz bajaronambos un poco; sus ojos leechaban astutas miradas de reojo.

—No en la salida, polomenos.

Eté vasé un día querecordarás, panblanco —prometían esos ojos astutos—.Ete vasé un día que recordarásdulante mucho, mucho tiempo.Siguro.

CATORCE

Ese día hicieron cinco

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kilómetros, tal vez algo menos. Lasilla de Detta se volcó dos veces.Una vez lo hizo ella misma;deslizó otra vez sus dedos lenta einadvertidamente hasta el frenode mano y lo accionó. La segundavez lo hizo Eddie sin ningunaayuda, al empujar demasiadofuerte en una de esas malditastrampas de arena. Eso fue cercadel final del día, y lo que pasó fueque simplemente sintió pánicoporque creyó que esta vez no ibaa ser capaz de sacarla, que no ibaa poder. Así que con sus brazostemblorosos le dio ese último y

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titánico tirón, y por supuesto fuedemasiado fuerte, y se volcó, y ély Roland tuvieron que esforzarsepara enderezarla otra vez.Terminaron la tarea justo atiempo. La cuerda que le pasabapor debajo del pecho ahora sehabía corrido y le cruzaba tensala tráquea. El eficiente nudocorredizo del pistolero la estabamatando por asfixia. Su cara sehabía puesto de un extraño colorazul, estaba a punto de perder elconocimiento, pero aun así siguióresollando su pérfida risa.

«Déjala, ¿por qué no la

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dejas? —Estuvo a punto de decirEddie cuando Roland se inclinórápidamente hacia delante paraaflojar el nudo—. ¡Deja que seahogue! No sé si quiere hacérseloa sí misma, como tú dijiste, perosé lo que quiere hacernos aNOSOTROS… ¡así que déjalair!».

Entonces recordó a Odetta(aunque su encuentro había sidotan breve y parecía haberocurrido tanto tiempo atrás que elrecuerdo se volvía cada vez másdébil) y se adelantó para ayudar.

El pistolero le alejó

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impaciente con una mano.—Sólo hay lugar para uno.Cuando la cuerda se aflojó y

la Dama jadeaba roncamente enbusca de aliento (que expulsabaen ráfagas de violentascarcajadas), Roland se volvió ymiró críticamente a Eddie.

—Creo que debemosdetenernos a pasar la noche.

—Un poco más lejos. —Casisuplicaba—. Puedo avanzar unpoco más.

—¡Siguro! Ete macho fuertebueno pa cortá ota fila dalgodón ytodavía le queda suficiente pa

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dale una buena chupada a tu velitablanca chiquitita eta noche.

Ella seguía sin querer comer,y su cara se estaba convirtiendoen líneas duras y ángulos rígidos.Sus ojos resplandecían encuencas cada vez más profundas.

Roland no le prestó la menoratención, sólo estudió a Eddiecon cuidado.

Por fin asintió con la cabeza.—Un trecho más. No muy

lejos, sólo un trecho más.Veinte minutos más tarde

Eddie mismo decidió parar.Sentía los brazos como gelatina.

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Se sentaron a la sombra de lasrocas; escucharon el canto de lasgaviotas, miraron la llegada de lamarea, esperaron que el solbajara y que laslangostruosidades salieran ycomenzaran sus molestosinterrogatorios cruzados.

Roland le dijo a Eddie —enuna voz demasiado baja para queDetta pudiera oírlo— que tal vezse habían quedado sin cartuchosútiles. La boca de Eddie se tensóun poco hacia abajo pero eso fuetodo. Roland estaba complacido.

—Así que tú mismo tendrás

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que apedrear a una de ellas —dijo Roland—. Yo estoydemasiado débil como parasostener una piedrasuficientemente grande como parahacer el trabajo… y estar seguro.

Ahora fue Eddie el queestudió al otro con cuidado.

No le gustó lo que vio.Con un gesto el pistolero

interrumpió el escrutinio.—No importa —sentenció—.

No importa, Eddie. Lo que es, es.—Ka —dijo Eddie.El pistolero asintió y sonrió

débilmente.

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—Ka.—Kaka —añadió Eddie, y se

miraron el uno al otro y ambos seecharon a reír. Roland se mostródesconcertado e incluso un pocoasustado tal vez por el sonidoáspero que salió de su boca. Surisa no duró mucho tiempo.Cuando se detuvo parecía distantey melancólico.

—¿Esa risa quedecir que pofin se hicieron corré luno alotro?—les gritó Detta con la voz roncay debilitada—. ¿Y cuándo se lavan a meté? ¡Eso élo que yoquero vé! ¡Cómo se la meten!

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QUINCE

Eddie se ocupó de la caza.Como antes, Detta se negó a

comer. Eddie tomó un pedazo ycomió la mitad para que ellapudiera ver, y luego le ofreció laotra mitad.

—¡Nosseor! —exclamó,echándole una miradarelampagueante—. ¡Nosseor!Leáj pueto el veleno ala otrapunta. La que trata de daime.

Sin decir nada, Eddie tomó el

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resto del pedazo, se lo puso en laboca, masticó, tragó.

—No quedecí nada —puntualizó Detta malhumorada—.Déjame en paz, pichagris.

Eddie no la dejó en paz.Le trajo otro pedazo.—Pártela tú por la mitad.

Dame la parte que quieras. Yo mela comeré, y entonces tú te comesel resto.

—No voa caé eniguno de tustrucos blancos, Don Chahlie.Léjate de mí, élo que te dije, yléjate de mí élo que te quise decí.

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DIECISÉIS

Esa noche no gritó… pero a lamañana siguiente aún estaba ahí.

DIECISIETE

Ese día sólo hicieron treskilómetros, a pesar de que Dettano hizo esfuerzo alguno paravolcar su silla; Eddie pensó quetal vez se volvía demasiado débilcomo para intentar actos desabotaje deliberado. O tal vez

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había comprendido que en verdadno eran necesarios. Había tresfactores fatales que se reuníaninexorablemente: el agotamientode Eddie, el terreno, que despuésde días interminables demonotonía, finalmente comenzabaa cambiar, y la condición deRoland, que se deteriorabavisiblemente.

Había menos trampas dearena, pero era escaso el alivio.El terreno se volvía máspedregoso, más y más un suelopobre e improductivo y menos ymenos arena (en algunos lugares

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crecían unos arbustos y un pocode maleza, que casi parecíanavergonzados de estar ahí), yahora aparecían tantas rocasgrandes en esa extrañacombinación de tierra y arena queEddie se encontró haciendorodeos para evitarlas como anteshabía tratado de desviar la sillade la Dama en torno de lastrampas de arena. Y pronto se diocuenta de que ya no quedabaplaya en absoluto. Las colinas,unas cosas marrones y sin gracia,parecían estar cada vez máscerca. Eddie podía ver los

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barrancos que ondulaban entreellas, como tajos abiertos por ungigante torpe empuñando undesafilado machete. Esa noche,antes de quedarse dormido, oyóalgo que sonaba como un gatomuy grande maullando arriba enlas colinas.

La playa había parecidointerminable, pero ahora se dabacuenta de que después de todotenía un final. Más adelante, enalgún lugar, esas colinassimplemente iban a suprimir suexistencia. Las colinaserosionadas marchaban hacia el

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mar y luego entraban en él, dondepodrían convertirse primero en uncabo o algún tipo de península, yluego en una serie dearchipiélagos.

Eso le preocupaba, pero lacondición de Roland lepreocupaba aún más.

Esta vez el pistolero noparecía arder tanto comodesvanecerse, se perdía, sevolvía transparente.

Las líneas rojas habían vueltoa aparecer, y avanzabanimplacablemente por la parteinterior del brazo derecho hacia

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el codo.Durante los dos últimos días

Eddie había estado siempremirando hacia delante,escudriñaba la distancia con laesperanza de ver la puerta, lapuerta, la puerta mágica.

Durante los dos últimos díashabía esperado que Odettavolviera a aparecer.

No habían aparecido ni la unani la otra.

Antes de quedarse dormidoesa noche se le cruzaron dospensamientos terribles, como unmal chiste con final doble:

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¿Y si no había puerta?¿Y si Odetta Holmes estaba

muerta?

DIECIOCHO

—¡Levántate y anda, cabrón!—chilló Detta y lo sacó de suinconsciencia—. Creo que ahorasólo seremos tú y yo, tesorito. Tuamigo me parece que pol fin semurió. Tu amigo se la debe etarmetiendo al mimo diablo en elinfielno.

Eddie miró la forma

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acurrucada y enrollada de Rolandy por un terrible momento pensóque la hija de puta tenía razón.Entonces el pistolero se removió,murmuró algo incomprensible yse incorporó hasta quedarsentado.

—¡Eh, mira quién etá aquí! —Detta había gritado tanto queahora su voz por momentosdesaparecía casi completamente,no era más que un extrañosusurro, como un viento invernalque pasa por debajo de una puerta—. ¡Creí que habíad muelto, DonHombre!

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Lentamente Roland se poníade pie. Eddie seguía viéndolocomo quien usa, para hacerlo, lasbarras de una escalera invisible.Eddie sintió una especie de penairacunda, y ésta era una emociónconocida, raramente nostálgica.Después de un momentocomprendió. Era como cuando ély Henry veían combates portelevisión y un boxeadorcastigaba al otro, lo castigabaterriblemente, una y otra vez, y lamultitud pedía sangre a gritos, yHenry pedía sangre a gritos, peroEddie sólo se quedaba ahí

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sentado, sintiendo pena y enojo,un sordo disgusto; se quedaba ahísentado y le mandaba ondas depensamiento al árbitro: Tienesque detener eso, tío ¿acaso estásciego, joder? ¡Ese tipo se estámuriendo ahí arriba!¡MURIENDO! ¡Deten esa putapelea!

No había manera de detenerésta.

Roland miró a la mujer desdesus ojos asaltados por la fiebre.

—Hay mucha gente que pensólo mismo, Detta. —Miró a Eddie—. ¿Estás listo?

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—Sí, eso creo. ¿Y tú estáslisto?

—Sí.—¿Puedes?—Sí.Continuaron.Alrededor de las diez Detta

comenzó a masajearse las sienescon las puntas de los dedos.

—Para —imploró—. Mesiento mal. Tengo gana de vomitá.

—Debe de ser toda esacomida que te comiste anoche —arguyó Eddie, y siguió empujando—. Debiste haber dejado elpostre. Te dije que la torta

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cubierta de chocolate era pesada.—¡Voa vomitá! ¡Voa…!—Detente, Eddie —exclamó

el pistolero.Eddie se detuvo.La mujer se sacudió

galvánicamente en su silla, comosi la hubiera atravesado unacorriente eléctrica. Sus ojos seabrieron muy grandes, mirando ala nada.

—¡FUI YO LA QUE TEROMPIÓ EL PLATO,APESTOSA DAMA AZUL! —chilló—. ¡YO TE LO ROMPÍ YETOY MA CONTENTA QUE LA

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PUTA MADRE DE HABELOHEC…!

Súbitamente se abalanzóhacia delante en la silla. De nohaber sido por las cuerdas sehabría caído.

«Dios, está muerta, ha tenidoun ataque y está muerta», pensóEddie. Comenzó a dar la vuelta ala silla, recordó lo astuta ytramposa que podía ser, y sedetuvo tan repentinamente comohabía comenzado. Miró a Roland.Roland lo miró a su vez del modomás neutro, sus ojos notransmitían nada en absoluto.

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Entonces ella gimió. Sus ojosse abrieron.

Sus ojos.Los ojos de Odetta.—Dios santo, he vuelto a

desmayarme, ¿verdad? —inquirió—. Siento que hayan tenido queatarme. ¡Mis tontas piernas! Creoque podría incorporarme un pocosí me…

Fue entonces cuando laspiernas de Roland sedescalabraron lentamente y sedesvaneció a unos cincuentakilómetros al sur del lugar dondefinalizaba la playa del Mar del

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Oeste.

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CAPÍTULO IOTRA BARAJA

UNO

Para Eddie Dean, él y la Dama yano parecían avanzar condificultad, ni siquiera andar porlo que quedaba de playa.Parecían volar.

A Odetta Holmes aún no le

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gustaba Roland ni confiaba en él;eso estaba claro. Pero habíareconocido lo desesperado de sucondición, y respondió a eso.Ahora, en vez de empujar unconglomerado muerto de acero ygoma al que resultaba estar atadoun cuerpo humano, Eddie casisentía que impulsaba uncolumpio.

—Ve con ella. Antes, yo tecuidaba, y eso era importante.Ahora sólo te obligaría a ir másdespacio.

Casi de inmediato llegó adarse cuenta de cuánta razón tenía

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el pistolero. Eddie empujaba lasilla; Odetta la impulsaba.

Uno de los revólveres delpistolero estaba metido en lacintura de los pantalones deEddie.

—¿Recuerdas cuando te dijeque te mantuvieras en guardia ytú no lo hiciste?

—Sí.—Te lo digo otra vez:

Mantente en guardia. En todomomento. Si su otra regresa, noesperes ni un segundo. Dale ungolpe.

—¿Y si la mato?

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—Entonces será el final.Pero si ella te mata a ti, ésetambién será el final. Y si ellavuelve lo va a intentar. Lo va aintentar.

Eddie no había queridodejarlo. No solamente por eseaullido de gato en la noche(aunque seguía pensando en eso);era simplemente que Roland sehabía convertido en su únicapiedra de toque en este mundo. Ély Odetta no pertenecían aquí. Sinembargo, se daba cuenta de que elpistolero tenía razón.

—¿Quieres descansar? —le

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preguntó a Odetta—. Hay máscomida. Un poco.

—Todavía no —contestó ella,aunque su voz sonaba cansada—.Pronto.

—Muy bien. Pero al menosdeja de impulsar. Estás débil.Tú… tu estómago, ya sabes.

—Muy bien. —Se volvió, conel rostro brillante de sudor y lededicó una sonrisa que al mismotiempo le debilitó y lo fortificó.Él podía llegar a morir por unasonrisa como esa… y pensó quelo haría si las circunstancias loexigían.

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Le rogaba al cielo que lascircunstancias no lo exigieran,pero seguramente eso no eraimpensable. El tiempo se habíaconvertido en algo tan crucial quegritaba.

Ella puso las manos sobre suregazo y él siguió empujando. Lashuellas que la silla dejaba tras desí ahora eran más finas; la playase había vuelto cada vez másfirme, pero también estaba llenade cascotes y escombrosdesparramados que podíanprovocar un accidente. A lavelocidad a la que iban no haría

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falta ningún tipo de ayuda parasufrir uno. Un accidente realmentegrave podía lastimar a Odetta yeso sería malo; un accidente asípodía también dañar la silla, yeso sería malo para ellos yprobablemente peor para elpistolero, que casi seguramentemoriría solo. Y si Roland moría,quedarían atrapados en estemundo para siempre.

Con Roland demasiado débily enfermo para caminar, Eddie sevio forzado a enfrentarse a unhecho simple: aquí había trespersonas, y dos de ellas eran

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lisiadas.Entonces, ¿qué esperanza, qué

oportunidad tenían? La silla.La silla era la esperanza, toda

la esperanza, y nada más que laesperanza.

Entonces que Dios losayudara.

DOS

El pistolero había recobrado elconocimiento poco después deque Eddie lo arrastrara hastadejarlo a la sombra de una de las

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rocas que brotaban del suelo. Sucara, donde no estaba cenicienta,tenía un rojo febril. Su pechosubía y bajaba con rapidez. En subrazo derecho había una red delíneas rojas retorcidas.

—Dale de comer —le graznóa Eddie.

—Tú…—Yo no importo. Yo me

arreglaré. Dale de comer a ella.Creo que ahora va a comer. Y túvas a necesitar su fuerza.

—Roland, ¿y si ella sóloestuviera fingiendo ser…?

El pistolero hizo un gesto de

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impaciencia.—Ella no finge nada, salvo

estar sola en su cuerpo. Yo lo sé ytú también lo sabes. Se le ve en lacara. Aliméntala, por la gloria detu padre, y mientras ella come,vuelve a mí. Ahora cuenta cadaminuto. Cada segundo.

Eddie se levantó, y elpistolero volvió a traerlo de untirón con la mano izquierda.Enfermo o no, su fuerza seguíaahí.

—Y no le digas nada acercade la otra. No importa lo que tediga, cualquier cosa que te

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explique, no la contradigas.—¿Por qué?—No lo sé. Sólo sé que sería

un error. ¡Ahora haz lo que tedigo y no pierdas más tiempo!

Odetta había estado sentadaen su silla y miraba hacia el marcon una expresión de dulce yabsorta perplejidad. CuandoEddie le ofreció los trozos delangosta que quedaron de lanoche anterior, ella sonrióreticente.

—Lo tomaría si pudiera —dijo—, pero ya sabes lo quesucede.

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Eddie, que no tenía idea de loque ella estaba hablando, sólopudo encogerse de hombros ydecir:

—No te hará ningún dañoprobar otra vez, Odetta. Necesitascomer, lo sabes. Debemos ir lomás rápido que sea posible.

Ella rió y tocó su mano. Élsintió algo como una cargaeléctrica que saltaba de ella a él.Y era ella, Odetta.

Él lo sabía al igual queRoland.

—Te amo, Eddie. Lo hasintentado con tanta fuerza. Fuiste

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tan paciente. Lo mismo que él…—Hizo un gesto con la cabezahacia donde estaba el pistolerotendido contra las rocas,observando—. Pero él es unhombre difícil de amar.

—Sí. Como si yo no losupiera.

—Voy a intentarlo una vezmás. Por ti.

Ella sonrió y él sintió quetodo el mundo se movía por ella,a causa de ella, y pensó: «Dios,por favor, yo nunca he tenidomucho, así que por favor novuelvas a llevártela lejos de mí.

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Por favor».Ella tomó los trozos de carne

de langosta, frunció la nariz enuna cómica expresión dereticencia, y levantó la miradahacia él.

—¿Debo hacerlo?—Dale un mordisco y nada

más —aconsejó él.—Nunca volví a comer

vieiras —indicó ella.—¿Perdón?—Pensé que te lo había

dicho.—Tal vez me lo dijiste —

corrigió él, y lanzó una risita

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nerviosa. Lo que el pistolero lehabía dicho acerca de no hablarlede la otra en ese mismo momentodominaba por completo suspensamientos.

—Una noche las sirvieron enla cena, cuando yo tenía diez uonce años. Odié el gusto quetenían, como pelotitas de goma, ylas vomité. Nunca volví acomerlas. Pero… —suspiró—.Como tú dices, voy a «darles unmordisco».

Se puso un pedazo en la bocacomo un niño que toma unacucharada de una medicina que

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sabe horrible. Masticó lentamenteal principio, luego un poco másrápido. Tragó. Tomó otro pedazo.Masticó, tragó. Otro. Ahoraestaba prácticamentedevorándolo.

—¡Eh, más despacio! —ledijo Eddie.

—¡Deben de ser de otraclase! Eso es, ¡por supuesto, eseso! —Miró a Eddieresplandeciente—. ¡Hemosavanzado por la playa y lasespecies han cambiado! ¡Pareceque ya no soy alérgica! No mesabe horrible, como antes… y

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traté de retenerlo, ¿verdad que sí?—Lo miró indefensa—. Traté contodas mis fuerzas.

—Sí. —Se oía a sí mismocomo una radio que transmitía unaseñal distante. «Cree que estuvocomiendo todos los días y queluego vomitaba todo y que poreso está tan débil. Cristomilagroso»—. Sí, trataste comouna loca.

—Sabe a… —Fue difícilentender estas palabras porquetenía la boca llena—. ¡Sabe tanbien! —Se echó a reír. El sonidoera delicado y encantador—.

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¡Esto se va a quedar! ¡Voy apoder tomar alimento! ¡Lo sé! ¡Losiento!

—Es mejor que no exageres—le advirtió él, y le alcanzó unade las cantimploras—. No estásacostumbrada. De tanto… —Tragó y se produjo un audible(por lo menos audible para él)clic en su garganta—. De tantovomitar.

—Sí. Sí.—Debo hablar con Roland

unos minutos.—Muy bien.Pero antes de que se fuera

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ella le tomó la mano otra vez.—Gracias, Eddie. Gracias

por ser tan paciente. Y dale lasgracias a él. —Hizo una pausagrave—. Y no le digas que me damiedo.

—No se lo diré. —Y volvióhasta donde estaba el pistolero.

TRES

Aun cuando no empujaba, Odettaera una ayuda. Navegaba con lapresciencia de una mujer que hapasado mucho tiempo manejando

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una silla de ruedas a través de unmundo que en los años por venirno iba a reconocer a la gentedisminuida como ella.

—Izquierda —avisaba, yEddie se desviaba hacia laizquierda evitando una roca quesobresalía enmarañada de lapastosa arenisca como uncolmillo cariado. Él podríahaberla visto… o tal vez no.

—Derecha —avisaba, yEddie se desviaba hacia laderecha, y a duras penas evitabauna de las cada vez más rarastrampas de arena.

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Por fin se detuvieron y Eddiese tendió en el suelo, respirandofuerte.

—Duerme —dijo Odetta—.Una hora. Yo te despierto.

Eddie la miró.—No te miento. Observé el

estado de tu amigo, Eddie.—Él no es exactamente mi

amigo…—Y sé lo importante que es el

tiempo. No voy a dejarte dormirmás de una hora por un sentidomal entendido de la compasión.Puedo leer el sol bastante bien.No le harías ningún bien a ese

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hombre si te agotas del todo,¿verdad?

—No —dijo, mientraspensaba: «Pero tú nocomprendes. Si yo me duermo yvuelve Detta Walker…».

—Duerme, Eddie —insistióella, y como Eddie estabademasiado agotado (y demasiadoenamorado) para no confiar enella, se durmió. Él durmió, ella lodespertó tal como había dicho, yseguía siendo Odetta, y siguieronel camino, y ahora ella impulsabaotra vez, y ayudaba. Avanzaron atoda velocidad por la playa, cada

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vez más pequeña, hacia la puertaque Eddie seguía buscandofrenéticamente y seguía sin ver.

CUATRO

Cuando dejó a Odetta comiendosu primera comida en días yvolvió junto al pistolero, Rolandparecía estar un poco mejor.

—Agáchate —le dijo aEddie.

Eddie se agachó.—Déjame la cantimplora que

está medio llena. Es lo único que

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necesito. Llévala hacia la puerta.—¿Qué hago si no…?—¿Si no la encuentras? La

encontrarás. Las primeras dosestuvieron ahí; ésta también va aestar. Si llegas ahí hoy, antes deque se ponga el sol, espera laoscuridad y caza doble. Tienesque dejarle comida a ella yasegurarte de que esté todo loprotegida que pueda estar. Si nollegas esta noche, caza triple. Ten.

Le alcanzó uno de losrevólveres. Eddie lo tomó conrespeto, sorprendido igual queantes por su peso.

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—Pensé que los cartuchoseran todos inservibles.

—Probablemente lo sean.Pero lo cargué con los que mepareció que estaban menosmojados: tres del lado de lahebilla del cinto de la izquierda,tres del lado de la hebilla de laderecha. Alguno puede disparar.Dos, si tienes suerte. No lospruebes con los bichos. —Susojos consideraron brevemente aEddie—. Puede haber otras cosaspor ahí.

—Tú también lo oíste,¿verdad?

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—Si te refieres a algo quemaullaba en las colinas, sí. Si terefieres al Hombre del Saco,como indican tus ojos, no. Oí ungato salvaje en los matorrales,eso es todo, tal vez con una vozcuatro veces más grande que eltamaño de su cuerpo. Podría noser nada que no pudieras espantarcon un palo. Pero hay que pensaren ella. Si llegara a volver suotra, tal vez tengas que…

—¡No voy a matarla, si es esoen lo que estás pensando!

—Tal vez tengas que herirlaun poco. ¿Entiendes?

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Eddie asintió con reticencia.De todas maneras los malditoscartuchos probablemente no ibana disparar, así que no teníasentido preocuparse por esoahora.

—Cuando llegues a la puerta,déjala. Déjala protegida lo mejorque puedas, y vuelve a mí con lasilla.

—¿Y el revólver?Los ojos del pistolero

centellearon con tal fuerza queEddie echó su cabeza hacia atrás,como si Roland le hubiera puestoen la cara una antorcha

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encendida.—¡Dioses, sí! ¿Dejarla con un

arma cargada, cuando su otrapuede volver en cualquiermomento? ¿Estás loco?

—Las balas…—¡A la mierda las balas! —

gritó el pistolero, y un inesperadoamaine del viento se llevó suspalabras. Odetta volvió sucabeza, los miró durante un largomomento, y luego volvió a mirarhacia el mar—. ¡Con ella no lodejarás!

Eddie mantuvo un tono de vozbajo por si el viento volvía a

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amainar.—¿Y si algo bajara de los

matorrales mientras yo estoyvolviendo hacia aquí? ¿Algúntipo de gato cuatro veces másgrande que su voz, en lugar de seral revés? ¿Algo que no puedasespantar con un palo?

—Dale una pila de piedras —repuso el pistolero.

—¡Piedras! ¡Santo Dios! ¡Tío,eres un jodido de mierda!

—Estoy pensando —dijo elpistolero—. Algo que tú parecesincapaz de hacer. Te di elrevólver para que pudieras

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protegerla de ese tipo de peligrosen la mitad del viaje que debeshacer. ¿Te complacería quecogiera de nuevo el revólver? Talvez así podrías morir por ella.¿Eso te complacería? Muyromántico… sólo que en esecaso, en lugar de ser sólo ella, lostres caeríamos.

—Muy lógico. Sigues siendoun jodido de mierda, sin embargo.

—Ve o quédate. Deja deinsultarme.

—Te olvidaste de algo —advirtió Eddie furioso.

—¿De qué?

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—Te olvidaste de decirmeque creciera. Es lo que Henrysiempre me decía: «Oh, crece deuna vez, niño».

El pistolero exhibió unasonrisa muy cansada yextrañamente hermosa.

—Yo creo que has crecido.¿Te vas o te quedas?

—Me voy —dijo Eddie—.¿Qué vas a comer? Ella devorólas sobras.

—El jodido de mierda yaencontrará la manera. El jodidode mierda ha encontrado lamanera durante años.

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Eddie miró hacia otro lado.—Supongo… supongo que

siento haberte dicho eso, Roland.Es que… —De pronto se echó areír de un modo estridente—. Hasido un día muy agotador.

Roland volvió a sonreír.—Sí —asintió—. Sí lo ha

sido.

CINCO

Ese día lograron el mayor avancede todo el trayecto, pero aún nohabía puerta a la vista cuando el

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sol comenzó a derramar sustrazos dorados a través delocéano. Aunque ella le dijo quese sentía perfectamente capaz deseguir por otra media hora, éldecidió parar y la ayudó a salirde la silla. La cargó hasta untrozo de terreno liso que parecíabastante blando, tomó losalmohadones del respaldo de lasilla y del asiento y los deslizódebajo de ella.

—Dios, qué bueno esestirarse un poco —suspiró—.Pero… —Su frente se nubló—.Sigo pensando en ese hombre de

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ahí atrás, Roland, completamentesolo, y realmente no puedodisfrutar. Eddie, ¿quién es él?¿Qué es él? —Y casi como unaocurrencia tardía, añadió—: ¿Ypor qué grita tanto?

—Es sólo su naturaleza,supongo —opinó Eddie, yabruptamente se alejó a juntarpiedras. Roland sólo gritaba devez en cuando. Y ese día le habíatocado: «¡A la mierda las balas!».Pero el resto obedecía a la falsamemoria: el tiempo en que ellacreía haber sido Odetta.

Cazó triple, según las

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instrucciones del pistolero.Estaba tan concentrado en laúltima bestia, que escapó por unpelo de una cuarta, que se habíaacercado por su derecha. Viocómo sus pinzas caían en el lugarque un momento antes habíaocupado su pierna y su pie, ypensó en los dedos que lefaltaban al pistolero.

Cocinó sobre un fuego demadera seca —al menos lascolinas intrusivas y la vegetacióncreciente hacían más rápida y másfácil la búsqueda de buencombustible—, mientras la última

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luz del día se desvanecía en elcielo del oeste.

—¡Mira, Eddie! —gritó ella,y señaló arriba.

Él miró, y vio una solaestrella que resplandecía en elseno de la noche.

—¿No es hermoso?—Sí —asintió él, y de pronto,

sin razón alguna, sus ojos sellenaron de lágrimas. ¿Dóndehabía estado toda su puta vida?¿Dónde había estado, qué habíahecho, quién había estado con élmientras lo hacía, y por qué sesentía de pronto tan triste, tan

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lleno de mierda en gradoabismal?

Ella tenía el rostro levantadoy era terrible en su belleza,irrefutable en esta luz, pero labelleza era desconocida para suposeedora, quien sólo miraba laestrella con los ojos muy abiertosy maravillados, y se reíasuavemente.

—Estrella de la luz y de laclaridad —dijo, y se detuvo. Lomiró a él—. ¿Lo sabes, Eddie?

—Sí. —Eddie mantenía lacabeza baja. Su voz sonababastante limpia, pero si levantaba

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la mirada, ella vería que estaballorando.

—Entonces ayúdame. Perotienes que mirar.

—Está bien.Se limpió las lágrimas con la

palma de una mano y levanto lamirada hacia la estrella junto conella.

—Estrella, estrellita… —Ellalo miró, y él se sumó a su letanía.

La mano de ella se extendió,titubeante, y él se la aferró, eldelicioso marrón del chocolateliviano la una, y el deliciosoblanco del pecho de una paloma

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la otra.—La primera que veo esta

noche. —Hablaban al unísonocon solemnidad, ahora, con esto,un muchacho y una chica, no elhombre y la mujer que serían mástarde, cuando la oscuridad fuecompleta y ella lo llamó parapreguntarle si estaba dormido y éldijo que no y ella le preguntó sino la abrazaría porque hacía frío—. Concede un deseo, concédelo,te lo ruego…

Se miraron el uno al otro, y élvio que también a ella laslágrimas le corrían por las

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mejillas. Volvieron las suyas, y éllas dejó caer ante la mirada deella. No era una vergüenza, sinoun alivio indecible.

Se sonrieron el uno al otro.—Y ese deseo se hará

realidad —dijo Eddie, y pensó:«Por favor, siempre tú».

—Y ese deseo se harárealidad —repitió ella, y pensó:«Si debo morir en este extrañolugar, por favor, que no sea muyduro, y que este buen muchachoesté conmigo».

—Lamento haber llorado —se disculpó ella, secándose los

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ojos—. No lo hago habitualmente,pero ha sido…

—Un día muy agotador —terminó él.

—Sí. Y tú necesitas comer,Eddie.

—Y tú también.—Sólo espero que no me

haga enfermar otra vez.Él le sonrió.—No creo.

SEIS

Más tarde, con extrañas galaxias

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que giraban sobre sus cabezas enlentas espirales ninguno creyóque el acto de amor hubiera sidoalguna vez tan dulce, tan lleno.

SIETE

Al amanecer ya estaban enmarcha y a toda velocidad, yhacia las nueve Eddie lamentó nohaberle preguntado a Roland quédebía hacer si llegaban al lugardonde las colinas cortaban laplaya y aún no había puerta a lavista.

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Parecía una pregunta de ciertaimportancia, porque el final de laplaya se acercaba efectivamente,de eso no había duda. Las colinasavanzaban cada vez más cerca ycorrían en diagonal hacia el agua.

La playa misma ya no era enabsoluto una playa, no realmente;ahora el suelo era firme ybastante suave. Algo —el uso,supuso él, o una inundación enalguna estación de lluvias (nohabía llovido desde que él estabaen este mundo, ni una gota; un parde veces el cielo se habíanublado, pero luego las nubes

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habían volado)— había gastadolas rocas que brotaban por elcamino hasta hacerlasdesaparecer.

A las nueve y media Odettagritó:

—¡Para, Eddie! ¡Detente!Él se detuvo tan abruptamente

que ella tuvo que aferrarse a losbrazos de la silla para no caer. Enun instante él rodeó la silla yestuvo frente a ella.

—Perdona —se excusó—.¿Estás bien?

—Bien. —Vio que habíaconfundido angustia con

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excitación. Ella señaló—. ¡Allá!¿Ves algo?

Entrecerró los ojos y no vionada. Escudriñó. Por un instantepensó… no, seguramente era sólovapor caliente que brotaba delsuelo.

—Creo que no —contestó, ysonrió—. Salvo, tal vez, tu deseo.

—¡Yo creo ver algo! —Volvió hacia él su cara excitada ysonriente—. ¡Ahí, de pie! Cercade donde termina la playa.

Él volvió a mirar; escudriñócon tal intensidad que sus ojoslagrimearon. Otra vez creyó por

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un solo momento que había vistoalgo. «Lo hiciste —pensó, ysonrió—. Has visto su deseo».

—Tal vez —dijo, no porqueél lo creyera, sino porque lo creíaella.

—¡Vamos!Eddie volvió a colocarse

detrás de la silla y se tomó unmomento para masajearse la partebaja de la espalda, donde sehabía instalado un dolorconstante. Ella miró hacia atrás.

—¿Qué estás esperando?—Realmente crees haberla

visto, ¿verdad?

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—¡Sí!—Bueno, ¡entonces vamos!Eddie comenzó a empujar otra

vez.

OCHO

Media hora más tarde él tambiénla vio. «Dios —pensó—, tieneuna vista tan buena como la deRoland. Tal vez mejor».

Ninguno de los dos deseabadetenerse para almorzar, perotenían que comer. Hicieron unacomida rápida y luego se

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pusieron en marcha otra vez. Lamarea comenzaba a subir, y Eddiemiró hacia la derecha —el oeste— con preocupación creciente.Aún estaban muy por encima dela línea ondulada de algas ymalezas marinas que marcaba lamarea alta, pero pensó que paracuando llegaran a la puerta seencontrarían en un incómodoángulo estrecho limitado por elmar a un lado y las colinas endeclinación por el otro. Ahorapodía ver esas colinas con todaclaridad. Era una visión que notenía nada de placentero. Eran

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rocosas y salpicadas por unosárboles bajos que enroscaban susraíces en la tierra como si fuerannudillos artríticos, y unosarbustos de aspecto espinoso. Noeran verdaderamente escarpadas,pero demasiado escarpadas parauna silla de ruedas. Tal vezpudiera cargarla en brazosdurante un trecho; de hecho severía forzado a hacerlo, pero nole gustaba la idea de dejarla ahí.

Por primera vez oía insectos.El sonido era parecido al quepodrían hacer unos grillospequeños, pero en un tono más

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agudo y sin sentido del ritmo,sólo un monótono y constanteriiiiiiiiii, como si fueran líneas deenergía. Por primera vez veíaotros pájaros además de lasgaviotas. Algunos eran bastantegrandes, y volaban en círculo conlas alas rígidas, tierra adentro.«Halcones», pensó. De cuando encuando los veía recoger las alas yprecipitarse como piedras. Cazan.¿Qué cazan? Bueno, pequeñosanimales. Eso estaba muy bien.

Sin embargo, él seguíapensando en ese maullido quehabía oído por la noche.

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Hacia media tarde podían verla tercera puerta con todaclaridad. Igual que las otras dos,era algo imposible que se erguíarígido como un poste.

—Notable —oyó que elladecía suavemente—. Notable engrado sumo.

Estaba exactamente en ellugar en el que había comenzadoa sospechar que estaría, en elángulo que marcaba el final decualquier avance sencillo hacia elnorte. Se levantaba apenas porencima de la línea de la mareaalta y a menos de nueve metros

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del lugar donde las colinasbrotaban de la tierra como unamano gigante que, en lugar depelo, estuviera cubierta de malezaverdegrisácea.

Cuando el sol comenzaba adesmayarse sobre el agua, lamarea alcanzó su máxima altura; ycerca de las cuatro de la tarde(eso dijo Odetta, y como ellahabía dicho que era buena paraleer el sol, y además era suamada, Eddie le creyó) llegaron ala puerta.

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NUEVE

Simplemente la miraron, Odettaen su silla con las manos sobre suregazo, Eddie del lado del mar.En un sentido la miraban comohabían mirado la estrella delcrepúsculo la noche anterior —esdecir, como miran las cosas losniños—, pero en otro la mirabande una manera diferente. Cuandohabían pedido sus deseos a laestrella, habían sido niños llenosde alegría. Ahora parecían

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solemnes, llenos de preguntas,como niños que miran una rígidaencarnación de algo que sólopertenecía a los cuentos de hadas.

Esta puerta tenía tres palabrasescritas.

—¿Qué significa? —preguntóOdetta por fin.

—No lo sé —contestó Eddie,pero esas palabras le produjeronun escalofrío desesperanzado;sintió que un eclipse le cruzaba elcorazón.

—¿No lo sabes? —lepreguntó ella mirándolo más decerca.

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—No. Yo… —Tragó saliva—. No. —Ella lo miró unmomento más.

—Empújame del otro lado,por favor. Quiero ver eso. Sé quequieres regresar a él, pero ¿haríaseso por mí?

Lo haría.Comenzaron a rodear la

puerta por el lado de arriba.—¡Espera! —gritó ella—.

¿Has visto eso?—¿Qué?—¡Vuelve! ¡Mira! ¡Observa!Esta vez él miró la puerta en

lugar de mirar adelante para guiar

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el camino. A medida que la ibanrodeando, vio cómo se estrechabaen perspectiva, vio sus goznes,que parecían estar encajados enla nada absoluta, vio suespesor…

Y entonces desapareció.El espesor de la puerta había

desaparecido.Su visión del agua debería

haber estado interrumpida porocho, tal vez incluso diezcentímetros de madera sólida (lapuerta parecíaextraordinariamente voluminosa),pero no existía interrupción

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alguna.La puerta había desaparecido.Su sombra estaba ahí, pero la

puerta había desaparecido.Hizo rodar la silla medio

metro hacia atrás, como paraquedar justo al sur del lugardonde estaba la puerta, y ahíestaba el espesor.

—¿La ves? —preguntó ellacon voz áspera.

—¡Sí! ¡Ahí está otra vez!Hizo rodar la silla treinta

centímetros hacia delante. Lapuerta aún estaba ahí. Otrosquince centímetros. Aún ahí.

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Otros cinco centímetros. Aún ahí.Otros dos centímetros… ydesapareció. Desapareciósólidamente.

—Jesús —susurró él—. Jesúsdel cielo.

—¿Se abrirá para ti? —preguntó ella—. ¿O para mí?

Eddie avanzó lentamentehacia delante y tomó el picaportede la puerta que tenía las trespalabras escritas en la partesuperior.

Probó en el sentido de lasagujas del reloj; probó en elsentido contrario a las agujas del

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reloj.El picaporte no se movió un

ápice.—Muy bien. —La voz de ella

era tranquila, resignada—.Entonces es para él. Creo queambos lo sabíamos. Ve abuscarlo, Eddie. Ahora.

—Antes tengo que ocuparmede ti.

—Yo voy a estar bien.—No, no lo creo. Estás muy

cerca de la línea de la marea alta.Si te dejo aquí, las langostas vana salir cuando caiga la noche y tevan a com…

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Arriba en las colinas, elgruñido ronco de un gato cortórepentinamente lo que estabadiciendo como un cuchillo quecorta una cuerda fina. Se oyó a lolejos, pero más cerca que elanterior.

Ella echó una mirada alrevólver del pistolero metido enla cintura del pantalón de él, yluego otra vez a su cara. Él sintióque se sonrojaba y queempezaban a arderle las mejillas.

—Él te dijo que no me lodieras, ¿verdad? —inquirió ellasuavemente—. No quiere que yo

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lo tenga. Por alguna razón noquiere que yo lo tenga.

—Los cartuchos se mojaron—musitó él muy incómodo—. Detodas maneras lo más probable esque no disparen.

—Comprendo. Súbeme unpoco por la cuesta, ¿quieres,Eddie? Sé lo cansada que debeestar tu espalda; Andrew llama aeso el Achaque de la Silla deRuedas, pero si me llevas unpoco más arriba estaré a salvo delas langostas. Dudo que algunaotra cosa se acerque a dondeestán ellas.

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Eddie pensó: «Cuando lamarea está alta, es probable quetenga razón… pero ¿qué pasarácuando comience a bajar otravez?».

—Dame algo de comer yalgunas piedras —pidió ella, y suignorado eco del pistolero hizoque Eddie se ruborizara otra vez.

Sentía las mejillas y la frentecomo los ladrillos de un horno.

Ella lo miró, sonriódébilmente, y sacudió la cabezacomo si él hubiese hablado envoz alta.

—No tenemos tiempo de

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discutir acerca de esto. Vi cómoestán las cosas con él. Tiene muy,muy poco tiempo. No hay tiempopara discusiones. Llévame unpoco más arriba, dame algo decomida y unas piedras, luego vetecon la silla.

DIEZ

La acomodó lo más rápido quepudo, luego sacó el revólver delpistolero y se lo tendió, con laculata hacia adelante. Pero ellanegó con la cabeza.

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—Él se pondrá furioso conlos dos. Furioso contigo pordármelo, más furioso conmigopor cogerlo.

—¡Tonterías! —gritó Eddie—. ¿Qué te dio esa idea?

—Lo sé —afirmó ella, convoz impenetrable.

—Bueno, supongamos que escierto. Sólo supongámoslo. Yovoy a estar furioso contigo si nolo coges.

—Quédatelo. No me gustanlas armas. No sé usarlas. Si algose me acerca en la oscuridad, loprimero que voy a hacer es

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mojarme los calzones. La segundacosa que haría es apuntar del ladoequivocado y pegarme un tiro. —Hizo una pausa y miró a Eddiecon solemnidad—. Y hay algomás, y no me importa decírtelo.No quiero tocar nada que lepertenezca. Nada. Yo creo quesus cosas podrían tener lo que mimadre llamaba mal de ojo. Megusta pensar que soy una mujermoderna… pero no quieroconmigo ningún mal de ojocuando tú te hayas ido y laoscuridad caiga sobre mí.

Él pasó la mirada del

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revólver a Odetta, y sus ojos aúncuestionaban.

—Quédatelo —insistió ella,terca como una maestra deescuela. Eddie lanzó unacarcajada y obedeció.

—¿De qué te ríes?—Porque al decir eso me has

recordado a miss Hathaway. Erami maestra de tercer curso.

Ella sonrió un poco y sus ojosluminosos nunca se despegabande los suyos. Ella cantó suave,dulcemente: «Heavenly shades ofnight are falling… It’s twilighttime…[6]». Dejó la canción en el

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aire y ambos miraron hacia eloeste, pero la estrella a la queformularon sus deseos la nocheanterior aún no había aparecido,aunque ya era muy largo el trazode sombras.

—¿Hay algo más, Odetta? —Él sentía la necesidad depostergar y postergar. Pensó queesto pasaría en cuanto se pusieraefectivamente en marcha, peroahora parecía muy fuerte lanecesidad de echar mano acualquier excusa para poderquedarse.

—Un beso. No me vendría

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mal, si no te importa.La besó largamente y, cuando

sus labios ya no se tocaban, ellatomó su muñeca y lo miró conintensidad.

—Nunca antes había hecho elamor con un hombre blanco. Nosé si esto es importante para ti ono. Ni siquiera sé si es importantepara mí. Pero creí que debíassaberlo.

Él lo consideró.—No para mí —dijo—. En la

oscuridad, creo que amboséramos grises. Te amo, Odetta.

Ella puso una mano encima de

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la de él.—Eres un hombre dulce y tal

vez yo también te ame, aunque esmuy pronto para que cualquierade los dos…

En ese momento, como si lehubieran dado una señal, un gatosalvaje gruñó en lo que elpistolero había llamado losmatorrales. Aún se le oía a siete uocho kilómetros de distancia,pero seguían siendo siete u ochokilómetros más cerca que laúltima vez que lo habían oído, yse le oía grande.

Los dos giraron sus cabezas

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hacia el sonido. Eddie sintiócómo trataban de erizarse lospelos sobre su nuca. Noterminaron de lograrlo. «Losiento, pelos —pensóestúpidamente—. Creo que ahoratengo el cabello un poco largo».

El gruñido se elevó hastaconvertirse en un chillidoatormentado que sonó como elgrito de algún ser que sufriera unamuerte horrible (aunque tal vez noindicara más que un acoplamientosatisfactorio). Se mantuvo por unmomento, casi insoportable, yluego comenzó a bajar,

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deslizándose a través de registrosmás y más bajos hasta quedesapareció, o quedó enterradobajo el grito incesante del viento.Esperaron que volviera, pero elgrito no se repitió. Por lo que aEddie concernía, eso no teníaimportancia. Volvió a sacar elrevólver de la cintura de supantalón y se lo tendió.

—Tómalo y no discutas. Situvieras que usarlo, no va a servirpara nada. Así funcionan siempreestas cosas, pero tómalo de todasmaneras.

—¿Quieres que discutamos?

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—Oh, puedes discutir. Puedesdiscutir todo lo que quieras.

Después de una mirada deconsideración a los ojosavellanados de Eddie, ella sonrióalgo cansadamente.

—No voy a discutir, creo. —Tomó el revólver—. Por favorvuelve cuanto antes.

—Eso haré. —La volvió abesar, rápidamente esta vez, yestuvo a punto de decirle quetuviera cuidado… pero ¿cuántocuidado podía llegar a tener en lasituación en la que estaba?

Se puso en marcha y bajó por

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la cuesta entre las sombras cadavez más profundas (laslangostruosidades aún no habíansalido, pero pronto aportarían sunocturna presencia), y volvió amirar las palabras escritas sobrela puerta. El mismo escalofrío letrepó por la carne. Eranapropiadas esas palabras. Dios,eran muy apropiadas. Luegovolvió a mirar hacia la cuesta.Por un momento no pudo verla, yluego vio algo que se movía. Elmarrón más liviano de una palma.Lo estaba saludando.

Él la saludó a su vez, luego

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giró la silla de ruedas y comenzóa correr llevándola inclinadahacia sí, de manera que las ruedasdelanteras, más pequeñas ydelicadas, no tocaran el suelo.Corrió hacia el sur, de vuelta porel mismo camino que le habíallevado hasta allí. Durante laprimera media hora su sombracorrió junto con él, la sombraimprobable de un gigantelarguirucho pegado a las suelasde sus zapatillas y extendidolargamente hacia el este. Entoncesbajó el sol, su sombradesapareció, y las

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langostruosidades comenzaron asalir de las olas, dando tumbos.

Más o menos diez minutosdespués de haber oído el primerode sus gritos zumbones, levantó lamirada y vio la estrella delcrepúsculo titilandotranquilamente contra elterciopelo azul oscuro del cielo.

«Heavenly shades of nightare falling… It’s twilighttime…».

Que esté a salvo. Las piernasya le dolían, sentía el aliento muycaliente y pesado en lospulmones, y aún quedaba un

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tercer viaje por hacer, esta vezcon el pistolero como pasajero, yaunque calculaba que Rolanddebía pesar no menos decincuenta kilos más que Odetta, ysabía que debía conservar susfuerzas, de todas maneras Eddiesiguió corriendo. Que esté asalvo, ése es mi deseo. Que miamada esté a salvo.

Y, como un mal augurio, ungato salvaje aulló en algún lugarde los torturados barrancos queatravesaban las colinas… sóloque este gato salvaje sonó grandecomo un león que ruge en una

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jungla africana.Eddie corrió más rápido,

empujando la silla desocupadafrente a sí. Pronto el vientocomenzó a producir un finosilbido fantasmal a través de losrayos de las ruedas delanteras,que, levantadas, girabanlibremente.

ONCE

El pistolero oyó un agudo silbidoululante que se le aproximaba yse tensó por un momento. Luego

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oyó una respiración agitada y serelajó. Era Eddie. Lo supo aun sinabrir los ojos.

Cuando el sonido ululante sedesvaneció y disminuyó lavelocidad de los pasos, Rolandabrió los ojos. Eddie estaba depie junto a él, jadeando, mientrasla transpiración le corría por loscostados de su cara. Tenía lacamisa pegada al pecho en unasola mancha oscura. No lequedaba ni un solo vestigio delaspecto de universitario sobre elque había insistido Jack Andolini.El pelo le colgaba sobre la frente.

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Se le habían abierto lospantalones en la entrepierna. Lasmedialunas púrpura azuladasdebajo de sus ojos completabanel cuadro. Eddie Dean era undesastre.

—Lo logré —exclamó—.Aquí estoy. —Miró a sualrededor, y luego de nuevo alpistolero, como si no pudieracreerlo—. Dios Santo, realmenteestoy aquí.

—Le has dado el revólver.Eddie pensó que el pistolero

tenía mal aspecto, tan malo comoel que tenía antes de la primera

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ronda abreviada de Keflex, talvez algo peor. El calor de lafiebre parecía emanar de él enondas, y sabía que debería habersentido lástima por él, pero por elmomento todo lo que podía sentirera una furia loca.

—Me rompo el culo paravolver aquí en tiempo récord ytodo lo que puedes decir es «Lehas dado el revólver». Gracias,tío. Quiero decir: yo esperabaalguna expresión de gratitud, peroesto es demasiado, la puta madre.

—Creo haber dicho la únicacosa que importa.

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—Bueno, ya que lomencionas, se lo he dado —repuso Eddie. Se puso las manosen las caderas y mirómalhumorado y con agresividadal pistolero—. Ahora puedeselegir. Puedes subirte a esta sillao yo puedo plegarla y metértelaen el culo. ¿Cuál de las dos cosasprefieres, amo?

—Ninguna. —Roland sonreíaun poco, la sonrisa de un hombreque no quiere sonreír, pero nopuede evitarlo—. Primero vas adormir un poco, Eddie. Veremoslo que hay que ver cuando llegue

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el momento de ver, pero porahora necesitas dormir. Estásagotado.

—Quiero volver junto a ella.—Yo también. Pero si no

descansas te caerás de bruces enlas huellas. Así de simple. Malopara ti, peor para mí, y lo peor detodo para ella.

Eddie se quedó parado unmomento, indeciso.

—Hiciste un buen tiempo —concedió el pistolero. Escudriñóel sol—. Son las cuatro, tal vezlas cuatro y cuarto. Duerme cinco,tal vez siete horas, y estará

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completamente oscuro…—Cuatro. Cuatro horas.—Muy bien. Hasta después

de que anochezca; creo que eso eslo importante. Luego comes ydespués nos vamos.

—Tú también comes.Esa débil sonrisa otra vez.—Voy a intentarlo. —Miró a

Eddie tranquilamente—. Ahora tuvida está en mis manos; supongoque lo sabes.

—Sí.—Te secuestré.—Sí.—¿Quieres matarme? Si es

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así, mátame ahora, antes desometer a cualquiera de los dosa… —Su aliento lanzó un silbidosuave. Eddie oyó el traqueteo desu pecho y el sonido le importómuy poco—… mayoresincomodidades —concluyó.

—No quiero matarte.—Entonces… —Lo

interrumpió un repentino accesode tos ronca—… acuéstate —finalizó.

Eddie se acostó. El sueño nose dejó caer sobre él como hacíaa veces, sino que lo aferró con lasmanos rudas de un amante torpe

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por la ansiedad. Oyó (o tal vezera sólo un sueño) que Rolanddecía: «Pero no debiste haberledado el revólver», y luegosimplemente estuvo en laoscuridad durante un tiempodesconocido, y más tarde Rolandlo sacudía para despertarlo; ycuando por fin logró incorporarsehasta quedar sentado, lo únicoque parecía haber en su cuerpoera dolor: dolor y peso. Susmúsculos se habían convertido encadenas y tornos oxidados en unedificio desierto. El primeresfuerzo que hizo para ponerse de

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pie no prosperó. Volvió a caerpesadamente sobre la arena. Lologró al segundo intento, perosintió como si fuera a tomarle nomenos de veinte minutos realizarun acto tan simple como volverse.Y que además le dolería.

Tenía sobre sí los ojos deRoland, interrogantes.

—¿Estás listo?Eddie asintió.—Sí. ¿Y tú?—Sí.—¿Puedes?—Sí.Entonces comieron… y luego

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Eddie comenzó su tercer y últimoviaje por ese condenado tramo deplaya.

DOCE

Esa noche avanzaron un buentramo, pero de todas manerasEddie se sintió algodecepcionado cuando el pistolerodecidió parar. No se mostró endesacuerdo porque simplementeestaba demasiado agotado comopara seguir adelante sindescansar, pero había tenido la

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esperanza de avanzar un pocomás. El peso. Ése era el granproblema. Comparado conOdetta, empujar a Roland eracomo empujar una carga debarras de acero. Eddie durmiócuatro horas más antes delamanecer, se despertó cuando elsol salía sobre las colinaserosionadas que eran todo lo quequedaba de las montañas, y oyóque el pistolero tosía. Era una tosdébil, llena de flemas, la tos deun viejo que puede estar a puntode pescar una neumonía. Sus ojosse encontraron. Los espasmos de

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tos de Roland se convirtieron enrisa.

—Todavía no estoy acabado,Eddie, por muy mal que suene. ¿Ytú?

Eddie pensó en los ojos deOdetta y negó con la cabeza.

—No estoy acabado, pero mevendría bien una hamburguesacon queso y una Bud.

—¿Bud[7]? —dijo elpistolero, pensativo, y recordólos manzanos y las flores de laprimavera en los Jardines Realesde la Corte.

—No importa. Sube, colega.

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No tiene cuatro velocidades conpalanca, ni freno hidráulico, peroandaremos unos cuantoskilómetros.

Y eso hicieron, aunque el solse puso al segundo día después dehaber dejado a Odetta, y sóloseguían cerca del lugar dondeestaba la tercera puerta. Eddie setendió, con intenciones de haceruna pausa por otras cuatro horas,pero el aullido de uno de esosgatos lo sacó sobresaltado delsueño después de sólo dos horas,con el corazón golpeándole en elpecho con fuerza. Dios, la cosa

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sonaba enorme, joder.Vio al pistolero incorporado

sobre un codo, con los ojosresplandeciendo en la oscuridad.

—¿Estás listo? —preguntóEddie. Lentamente se puso de pie,con una sonrisa de dolor.

—¿Y tú? —preguntó Roland,muy suavemente.

Eddie torció su espalda yprodujo una serie de crujidos,como una tira de pequeñospetardos.

—Sí. Pero de veras daríacualquier cosa por esahamburguesa con queso.

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—Pensé que lo que queríasera pollo.

Eddie lanzó un gemido.—Dame un respiro, tío.Para cuando el sol salió

detrás de las colinas, la tercerapuerta se veía con toda claridad.Dos horas más tarde, llegaron.

«Todos juntos otra vez»,pensó Eddie, listo para dejarsecaer en la arena.

Pero aparentemente no eraasí. No había señales de OdettaHolmes. Ninguna señal enabsoluto.

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TRECE

—¡Odetta! —gritó Eddie, yahora su voz estaba ronca yquebrada como había estado lavoz de la otra Odetta.

Ni siquiera un eco lerespondió, algo que al menoshubiera podido confundirse con lavoz de Odetta. En esas colinasbajas y erosionadas no rebotabael sonido. Sólo se oía el estallidode las olas, mucho más fuerte eneste trozo de tierra en forma deflecha, la explosión rítmica y

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hueca de la espuma que estallabaal final de algún túnel abierto enla roca, y el silbido permanentedel viento.

—¡Odetta!Esta vez gritó tan fuerte que

su voz se quebró y algo agudo,como una espina de pescado, lerasgó por un momento las cuerdasvocales. Sus ojos recorrieron lascolinas frenéticamente; buscabael retazo de marrón más claro quesería su mano, buscaba elmovimiento que haría ella allevantarse… buscaba (Dios loperdone) manchas claras de

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sangre sobre las rocas de colormarrón rojizo.

Se encontró preguntándosequé haría de hallar esto último, osi encontrara el revólver conprofundas marcas de dientes en lalisa madera de sándalo de suempuñadura. La visión de algocomo eso podía llevarlo a lahisteria, podía incluso volverloloco, pero de todas formas losiguió buscando, eso o cualquierotra cosa.

Sus ojos no veían nada; susoídos no le traían ni el más levegrito de retorno.

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El pistolero, mientras tanto,había estado estudiando la tercerapuerta. Él había esperado unasola palabra, la palabra que usóel Hombre de Negro cuandovolvió la sexta carta del Tarot enese gólgota polvoriento dondemantuvieron consejo. Muerte —había dicho Walter—, pero nopara ti, pistolero.

Sobre esa puerta no había unasola palabra sino tres… y ningunade las tres era MUERTE.

Las leyó otra vez, moviendosilenciosamente los labios: ELQUE EMPUJA.

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«Sin embargo, significamuerte», pensó Roland, y sabíaque era así.

Lo que le hizo miraralrededor fue el sonido de la vozde Eddie, que se alejaba. Eddiehabía comenzado a trepar por laprimera elevación, aún gritandoel nombre de Odetta.

Por un momento, Rolandconsideró la posibilidad dedejarlo ir.

Podría encontrarla, inclusopodría encontrarla con vida, nodemasiado malherida, y aún ellamisma. Supuso incluso que los

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dos podrían hacer algún tipo devida juntos aquí, y que el amor deEddie por Odetta y el de ella porél tal vez podría suavizar lasombra de la noche que se hacíallamar Detta Walker. Sí, entre losdos supuso que podrían estrujar aDetta hasta la muerte. A su ásperamanera, él era un romántico… yaún era bastante realista comopara saber que algunas veces elamor efectivamente podíaconquistarlo todo. ¿Y en cuanto aél? Aun cuando pudiera conseguirdel mundo de Eddie las drogasque casi lo habían curado la vez

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anterior, ¿podrían curarlo estavez, o al menos comenzar acurarlo? Ahora estaba muyenfermo, y empezó a preguntarsesi las cosas no habrían idodemasiado lejos. Le dolían losbrazos y las piernas, la cabeza lelatía con fuerza, su pecho estabapesado y lleno de flemas. Cuandotosía sentía un doloroso chirridoen el costado izquierdo como situviera alguna costilla rota ahí. Suoreja izquierda le ardía. «Quizá—pensó—, había llegado eltiempo de terminar; simplementeabandonar».

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Ante esto, todo en él selevantó en protesta.

—¡Eddie! —gritó, y no hubotoses ahora. Su voz sonó profunday poderosa.

Eddie se volvió, con un piesobre la tierra fresca, y el otroapoyado sobre un pedazo de rocasobresaliente.

—Vete —dijo, e hizo uncurioso ademán giratorio con lamano, un ademán que indicabaque quería librarse del pistoleropara poder ocuparse delverdadero asunto, el asuntoimportante, el asunto de

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encontrar a Odetta y rescatarla, siun rescate fuera necesario—. Estátodo bien. Ve y cruza y consiguelo que necesitas. Cuando vuelvas,los dos estaremos aquí.

—Eso lo dudo.—Tengo que encontrarla. —

Eddie miró a Roland y su miradaera muy joven y completamenteindefensa—. Quiero decir:realmente tengo que encontrarla.

—Comprendo tu amor y tunecesidad —repuso el pistolero—, pero esta vez quiero quevengas conmigo, Eddie.

Eddie se quedó mirándolo

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durante un rato largo, como sitratara de dar crédito a lo que oía.

—Que vaya contigo —dijopor fin, perplejo—. ¡Que vayacontigo! Dios Santo, creo queahora realmente lo he oído todo.Pero lo que se dice absolutamentetodo. La última vez estuviste tandecidido a que yo me quedara quete arriesgaste a que te cortara elcuello. Esta vez quieresarriesgarte a que algo le rasgue elcuello a ella.

—Eso puede haber sucedidoya —opinó Roland, aunque sabíaque no era así. La Dama podía

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estar herida, pero él sabía que noestaba muerta.

Desgraciadamente, Eddietambién lo sabía. Una semana odiez días sin su droga le habíaagudizado notablemente la mente.Señaló hacia la puerta.

—Sabes que no está muerta.Si lo estuviera, esa cosa habríadesaparecido. A menos quemintieras cuando dijiste que noserviría para nada si noestuviéramos los tres.

Eddie trató de volver hacia lapendiente, pero los ojos deRoland lo mantenían sujeto.

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—Muy bien —concedió elpistolero. Su voz era casi tansuave como cuando hablaba através de la cara odiosa y la vozaullante de Detta a la mujeratrapada detrás en alguna parte.

—Está viva. Si es así, ¿porqué no responde a tus llamadas?

—Bueno… uno de esos gatospudo habérsela llevado. —Perola voz de Eddie sonaba débil.

—Un gato la habría matado,habría comido lo que quería ydejado el resto. A lo sumo, pudohaber arrastrado su cuerpo a lasombra para volver esta noche y

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comer la carne que tal vez el solno hubiera echado a perdertodavía. Pero si ése fuera el casola puerta habría desaparecido.Los gatos no son como ciertosinsectos, que paralizan a su presay se la llevan para comérselaluego, y tú lo sabes.

—Eso no es necesariamentecierto —discrepó Eddie. Por unmomento oyó a Odetta cuandodecía: «Debiste haber estado enel equipo de debates, Eddie», ehizo a un lado el pensamiento—.Es posible que un gato vinierapor ella y ella tratara de

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dispararle, pero el primer par debalas no funcionaran. Mierda, lasprimeras cuatro o cinco, tal vez.El gato se le acerca, la hierebastante, y un minuto antes de quepueda matarla… ¡BANG! —Eddie pegó un puño contra supalma, lo veía todo con talclaridad que parecía haberlopresenciado—. La bala mata algato, o tal vez sólo lo hiere, o talvez sólo lo espanta. ¿Qué teparece eso?

—Habríamos oído un disparo—apuntó suavemente Roland.

Por un momento Eddie sólo

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pudo quedarse ahí parado, mudo,incapaz de pensar en algunaréplica. Por supuesto lo habríanoído. La primera vez que habíanoído maullar a uno de esos gatoshabía sido a veinticinco, tal veztreinta kilómetros de distancia.Un disparo de revólver…

Miró a Roland con súbitaastucia.

—Tal vez tú lo oíste —argüyó—. Tal vez tú oíste el disparomientras yo dormía.

—Te habría despertado.—No con lo cansado que

estoy, hombre. Me quedo dormido

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y es como…—Como estar muerto —

concluyó el pistolero con elmismo tono suave—. Conozco lasensación.

—Entonces comprendes…—Pero no es estar muerto.

Anoche estabas dormido de esaforma, pero cuando uno de esosgatos chilló te despertaste y tepusiste en pie en cuestión desegundos. A causa de tupreocupación por ella. No hubodisparo alguno, Eddie, y lo sabes.Lo habrías oído. A causa de tupreocupación por ella.

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—¡Entonces tal vez ella le diocon una roca! —gritó Eddie—.¿Cómo coño voy a saberlo siestoy aquí discutiendo contigo enlugar de ir a verificar lasposibilidades? Quiero decir: ¡ellapodría estar herida, tendida porahí en alguna parte, tío! ¡Herida odesangrándose hasta morir! ¿Quéte parecería si yo franqueara esapuerta contigo y ella murieramientras estamos del otro lado?¿Qué te parecería mirar una vezhacia atrás y ver la puerta ahí, yluego mirar hacia atrás porsegunda vez y ver que ya no está,

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tal como si nunca hubiera estadoporque ella ya no está? ¡Entoncestú estarías atrapado en mi mundoen lugar de ser al revés! —Sequedó ahí, jadeando y mirandofijamente al pistolero, con lospuños apretados.

Roland sintió una cansadaexasperación. Alguien —pudohaber sido Cort, pero más biencreía que era su padre— tenía undicho: «Es más fácil beberse elocéano con una cuchara quediscutir con un enamorado». Siacaso fuera necesaria algunaprueba para ese dicho, ahí estaba

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de pie frente a él, en una posturaque era todo desafío y defensa.«Vamos —parecía decir la actitudde su cuerpo—. Vamos, puedoresponder cualquier pregunta queme arrojes a la cara».

—Pudo no haber sido un gatolo que la encontró —decía ahora—. Este podrá ser tu mundo, perotú no crees haber estado en estaparte más de lo que yo estuvealguna vez en Borneo. Tú nosabes las cosas que pueden bajarde esas colinas, ¿verdad? Pudohaberla agarrado un mono, o algopor el estilo.

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—Algo la agarró, estoy deacuerdo —concedió el pistolero.

—Bueno agradezco al cieloque la enfermedad no te hayadejado completamente fuera detus…

—Y ambos sabemos lo quefue. Detta Walker. Eso es lo quela agarró. Detta Walker.

Eddie abrió la boca, pero porun corto tiempo —segundos, nadamás, pero los suficientes comopara que ambos reconocieran laverdad—; la inexorable cara delpistolero silenció todos susargumentos.

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CATORCE

—No tiene por qué ser eso.—Acércate un poco. Si

vamos a hablar, hablemos. Cadavez que tengo que gritarte porencima de las olas se me desgarrala garganta un poco más. En todocaso así es como se siente.

—Qué ojos tan grandestienes, abuelita —dijo Eddie, sinmoverse.

—¿De qué estás hablando?—Es un cuento infantil. —

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Eddie descendió sin embargo uncorto trecho por la cuesta…cuatro metros, no más—. Y uncuento de hadas es lo que túpiensas, si crees que puedesengatusarme para que me acerquelo suficiente a esa silla de ruedas.

—¿Qué te acerques losuficiente para qué? Nocomprendo —inquirió Roland, apesar de que comprendíaperfectamente.

Como a unos ciento cincuentametros por encima de ellos y talvez a un buen medio kilómetrohacia el este, un par de ojos

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oscuros —ojos tan llenos deinteligencia como carentes decaridad humana— observabanatentamente este cuadro. Eraimposible saber lo que estabandiciendo; el viento, las olas y elestallido hueco de la espumacavando su túnel subterráneo seocupaban de eso, pero Detta nonecesitaba oír lo que decían parasaber de qué hablaban. Nonecesitaba un telescopio para verque el Hombre Malo de Verdadahora era también el HombreEnfermo de Verdad, y es posibleque el Hombre Malo de Verdad

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quisiera pasar algunos días oincluso algunas semanastorturando a una mujer Negra sinpiernas (tal como estaban lascosas allí, no era fácil encontrarcon qué entretenerse), pero ellacreía que el Hombre Enfermo deVerdad sólo quería una cosa, queera sacar su culo de pan blancocuanto antes de allí. Simplementeusar esa puerta mágica paralargarse de allí. Pero antes, él nohabía sacado ningún culo deninguna parte. Antes, él no habíasacado nada de ninguna parte.Antes, el Hombre Malo de

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Verdad no estuvo en ninguna partemás que en la propia cabeza deella. Ella todavía no queríapensar cómo había sido eso,cómo lo había sentido, con quéfacilidad él había pasado porencima de todos sus esfuerzospara sacárselo de encima, parasacarlo fuera, para volver a tomarel control sobre sí misma. Eso fueterrible. Espantoso. Y lo que lohacía peor era su falta deentendimiento. ¿Cuál era,exactamente, la verdadera fuentede su terror? Ya le atemorizababastante el hecho de que no fuera

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la invasión en sí misma. Sabíaque podía llegar a comprenderlosi lo analizaba con el debidocuidado, pero no quería hacereso. Un examen como ése podíallevarla a un lugar como el quelos marineros temían en los díasde la antigüedad, un lugar que erani más ni menos que el borde delmundo, un lugar que loscartógrafos habían marcado conla leyenda AQUÍ HAY SERPIENTES.La cosa escondida con respecto ala invasión del Hombre Malo deVerdad era la sensación defamiliaridad que traía consigo,

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como si esa cosa asombrosahubiera sucedido antes, no unasino muchas veces. Pero, asustadao no, ella había negado el pánico.Incluso en su pelea habíaobservado, y recordaba habermirado por esa puerta mientras elpistolero usaba las manos de ellapara hacer girar la silla en esadirección. Recordaba haber vistoel cuerpo del Hombre Malo deVerdad tendido sobre la arena yEddie de rodillas sobre él, con uncuchillo en la mano.

¡Si Eddie hubiese clavado esecuchillo en la garganta del

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Hombre Malo de Verdad! ¡Mejorque la matanza de un cerdo!¡Muchísimo mejor!

No lo hizo, pero ella habíavisto el cuerpo del Hombre Malode Verdad. Respiraba, pero erasólo un cuerpo, casi un cadáver;era sólo una cosa sin valor, comoun viejo saco de estopa que algúnidiota hubiera rellenado decáscaras y malezas.

La mente de Detta podía sermás fea que el culo de una rata,pero era aún más rápida y agudaque la de Eddie. Ese HombreMalo de Verdá era ante un tipo

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con hormigas en el culo. Yabasta. Él sabe quetoy acá arribay no quiere nada más quelalgarse ante que yo baje abajo yme lo cague a tiros. El amiguito,en cambio, él tuavía etá balantefuerte, y tuavía no sa cansau delatimarme. Quere vení acáarriba y cazarme po muy malquesté e Hombre Malo de Verdá.Siguro. Él piensa que una putanegra sin pielnas no basta parauna gran polla como la mía. Noquero corré. No quero cazá a esanegra tullida. Le do un palazo odos, tonce podemosir como tú

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queres. Eso piensa él, etá bien.Etá muy bien, pichagris. Te creesque puedes tomar a DettaWalker, ven acarriba, a etosDrawers a probá. ¡Vassavé quecuando etá follando conmigo etáfollando con la mejó, bolsa demiel! Vassavé…

Pero algo la sacó de golpe dela carrera de ratas de suspensamientos. Un sonido que lellegó con toda claridad porencima del viento y la espuma: elpesado chasquido de un disparode pistola.

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QUINCE

—Creo que comprendes másde lo que dejas traslucir —dijoEddie—. Mucho más, la tira. Tegustaría que yo me acercara a unadistancia en la que pudierasagarrarme, eso es lo que creo. —Sacudió la cabeza en dirección ala puerta sin quitar los ojos de lacara de Roland. Sin saber que nomuy lejos de ahí alguien estabapensando exactamente lo mismo,agregó—: Sé que estás enfermo,muy bien, pero podría ser que

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estuvieras simulando estar muchomás débil de lo que realmenteestás. Podría ser que estuvierasexagerando, sólo un poquito.

—Podría ser —asintióRoland, sin sonreír, y agregó—:Pero no es así.

Sin embargo estabahaciéndolo… un poquito.

—Unos pasos más no teharían ningún daño, ¿no es cierto?No voy a poder gritar muchotiempo más. —La última sílabapareció el croar de una rana,como para probar su argumento—. Y necesito hacerte reflexionar

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sobre lo que estás haciendo… olo que planeas hacer. Si pudierapersuadirte de que vengasconmigo, tal vez pueda por lomenos ponerte en guardia… otravez.

—Por tu preciosa Torre —seburló Eddie, pero aun así sedeslizó la mitad del camino quehabía trepado antes por la cuesta,mientras sus zapatillas andrajosaslevantaban tontas nubecitas depolvo marrón.

—Por mi preciosa Torre y portu preciosa salud —jaleó elpistolero—. Para no hablar de tu

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preciosa vida.Sacó el revólver que le

quedaba del estuche izquierdo ylo miró con una expresión almismo tiempo triste y extraña.

—Si crees que puedesasustarme con eso…

—No. Sabes que no puedodispararte, Eddie. Pero sí creoque necesitas una lección objetivaacerca de cómo han cambiado lascosas. De hasta qué punto lascosas han cambiado.

Roland levantó el revólver,apuntándolo no hacia Eddie sinohacia el rumoroso océano vacío,

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y accionó el percutor. Eddie sehizo de acero contra el pesadoestampido del revólver.

Nada de eso. Sólo un sordoclic.

Roland volvió el percutor asu lugar. El tambor giró. Apretóel gatillo, y otra vez no hubo nadamás que un sordo clic.

—No importa —dijo Eddie—. De donde yo vengo, elDepartamento de Defensa tehabría contratado después delprimer tiro en falso. Ya podríasdej…

Pero el pesado KA-BOOM

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del revólver cortó el final de lapalabra con la misma nitidez conla que Roland cortaba ramitas delos árboles como un ejercicio detiro en sus tiempos de aprendiz.Eddie saltó. El disparo silenciómomentáneamente el constanteriiiii de los insectos en lascolinas. Sólo después de queRoland dejara el revólver sobresu regazo comenzaron lenta,cautelosamente, a levantar sutonada otra vez.

—¿Y eso qué mierda prueba?—Supongo que todo depende

de aquello que escuchas, y

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aquello que te niegas a oír —explicó Roland con un dejoligeramente afilado—. Lo que sesupone que prueba es que notodos los cartuchos son inútiles.Además, sugiere que algunos, talvez incluso todos los cartuchosdel revólver que le diste a Odettapueden servir.

—¡Tonterías! —Eddie hizouna pausa—. ¿Por qué?

—Porque las balas con quecargué el revólver que acabo dedisparar son las que estaban en laparte de atrás de los cintos. Enotras palabras, las balas que se

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llevaron la peor parte en cuanto ala mojadura. Lo hice sólo parapasar el tiempo cuando tú tefuiste. No es que lleve tantotiempo cargar un revólver, nisiquiera cuando sólo se tiene unpar de dedos, ¿comprendes? —Roland se rió un poco, y la risa seconvirtió en un acceso de tos queél amortiguó con un puño. Cuandola tos se hubo apaciguadocontinuó—: Pero después dedisparar con cartuchos mojadoshay que abrir la máquina ylimpiar la máquina. «Hay queabrir la máquina y limpiar la

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máquina, larva», fue lo primeroque Cort, nuestro instructor, noshizo aprender a fuerza derepetirlo una y otra vez. Yo nosabía cuánto tiempo me tomaríaabrir mi revólver, limpiarlo yvolver a ensamblarlo con sólouna mano y media, pero pensé quesi pretendía seguir viviendo, yeso es lo que pretendo, Eddie, telo aseguro, era mejor que loaveriguara. Tenía que averiguarloy luego aprender a hacerlo másrápido, ¿no te parece? ¡Acércateun poco, Eddie! ¡Acércate unpoco por la gloria de tu padre!

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—Para verte mejor, criatura—añadió Eddie. Pero se acercóun par de pasos a Roland. Sólo unpar.

—Cuando sonó el primer tiroal apretar el gatillo casi me cagoencima —explicó el pistolero.Volvió a reírse. Con ciertaconmoción, Eddie se dio cuentade que el pistolero había llegadoal borde del delirio—. Era laprimera bala, pero créeme si tedigo que era lo último que yoesperaba.

Eddie trató de determinar siel pistolero mentía, si mentía

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acerca del arma, y si mentíatambién acerca de su condición.El tipo estaba enfermo, eso sí.Pero ¿estaba tan enfermo,realmente? Eddie no lo sabía. SiRoland estaba fingiendo, lo hacíamuy bien; en cuanto a las armas,Eddie no tenía manera de saberloporque no tenía experiencia en lamateria. Había disparado unapistola tal vez tres veces en todasu vida antes de encontrarsesúbitamente en medio de untiroteo en la oficina de Balazar.Henry podría haberlo sabido,pero Henry estaba muerto, hecho

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que todavía le dolíasorprendentemente cada vez quelo recordaba.

—Ninguna de las otras sedisparó —dijo el pistolero—, asíque limpié la máquina, volví acargarla y disparé otra vez hastavaciar la cámara. Esta vez usébalas que estaban un poco máslejos, más cerca de la hebilla.Balas que debieron mojarsemenos. Las cargas que usamospara matar nuestra comida, lascargas secas, eran las que estabanal lado de las hebillas.

Hizo una pausa para toser en

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su mano, y continuó:—En la segunda ronda di con

dos balas útiles. Volví a abrir elrevólver, volví a limpiarlo, yluego lo cargué por tercera vez.Acabas de verme accionar elgatillo sobre las tres primerascámaras de esa tercera vuelta. —Sonrió débilmente—. Ya sabes,después de los dos primeros clicspensé que sería mi mala suerte, lade haber llenado el tamborúnicamente con balas mojadas.Eso no hubiera sido muyconvincente, ¿verdad? ¿Puedesvenir un poco más cerca, Eddie?

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—No muy convincente enabsoluto —opinó Eddie—, y creoque estoy todo lo cerca quepienso llegar, gracias. ¿Cuál es elaprendizaje que se supone debosacar de todo esto, Roland?

Roland lo miró como unopodría mirar a un imbécil.

—Yo no te traje aquí paramorir, ¿te das cuenta? No traje aninguno de los dos aquí paramorir. Grandes dioses, Eddie,¿dónde tienes el cerebro? ¡Ellacarga hierro vivo! —Sus ojosmiraron a Eddie con cuidado—.Ella está en esas colinas en

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alguna parte. Tal vez tú crees quepuedes rastrearla, pero no tendrásmucha suerte si el terreno es tanrocoso como se ve desde aquí.Ella está por ahí arriba, Eddie, noOdetta sino Detta, está por ahícon hierro vivo en la mano. Si yote dejo y vas tras ella, te va areventar las entrañas hastadejártelas desparramadas sobrela tierra.

Tuvo otro espasmo de tos.Eddie se quedó mirando al

hombre que tosía en la silla deruedas mientras las olasgolpeaban y el viento soplaba, su

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idiota nota constante.Por fin oyó su propia voz que

decía:—Pudiste haber reservado un

cartucho que sabías que servía.No me hubiera extrañado de tuparte. —Y una vez dicho estosupo que era verdad: no lehubiera extrañado eso ni ningunaotra cosa por parte de Roland.

Su Torre.Su maldita Torre.¡Y la astucia de poner el

cartucho seguro en el tercertambor! Eso proporciona eldebido toque de realidad. Era

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difícil no creerlo.—En mi mundo tenemos un

dicho —señaló Eddie—: «Esetipo podría venderle una nevera alos esquimales». Ése es el dicho.

—¿Qué significa?—Significa «vete a moler

arena».El pistolero lo miró durante

un largo rato y luego asintió.—Entonces quieres quedarte.

Muy bien. Detta está más a salvode… de cualquier forma de vidasalvaje que pudiera haber poraquí… más a salvo de lo quehabría estado como Odetta, y tú

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estarías más seguro si temantuvieras alejado de ella, almenos por el momento, pero yaveo cómo son las cosas. No megusta, pero no tengo tiempo dediscutir con un tonto.

—¿Eso significa —preguntóEddie amablemente— que nuncanadie trató de discutir contigo eltema de esa Torre Oscura queestás determinado a alcanzar?

Roland sonrió cansadamente.—Para serte franco muchos lo

intentaron. Supongo que por esopuedo reconocer que no temoverás. Un tonto reconoce a

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otro. En todo caso, estoydemasiado débil para poderatraparte, tú estás obviamentedemasiado asustado como paraque yo pueda engatusarte para quete acerques lo suficiente y puedaaferrarte. Ya no me queda tiempopara discutir. Lo único que puedohacer es ir y rogar que todo salgabien. Antes de irme voy adecírtelo una última vez.

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y por favor te pido, Eddie, queme escuches: mantente en guardia.

Entonces Roland hizo algoque avergonzó a Eddie de todassus dudas (aunque no modificó unápice su sólida decisión): con unmovimiento experimentado de sumuñeca abrió el tambor de surevólver, dejó caer todas lascargas, y las reemplazó concargas nuevas de las fundas máscercanas a las hebillas de suscintos. Con otro rápidomovimiento de su muñeca volvióa colocar el tambor en su lugar.

—Ahora no hay tiempo de

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limpiar la máquina —dijo—,pero calculo que no importarádemasiado. Ahora atrápala, yhazlo limpiamente; no ensucies lamáquina más de lo que está. Enmi mundo ya no quedan muchasmáquinas que funcionen.

Le arrojó el arma a través delespacio que había entre ellos. Ensu ansiedad, Eddie casi la dejócaer. Luego la aseguró en lacintura de su pantalón.

El pistolero salió de la sillade ruedas, estuvo a punto decaerse cuando ésta rodó haciaatrás bajo sus manos, y luego

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avanzó con dificultad hacia lapuerta. Aferró el picaporte; en sumano se movió fácilmente. Eddieno pudo ver la escena sobre lacual se abrió, pero oyó un sonidoremoto de tráfico.

Roland se volvió a mirar aEddie, y sus ojos azules de águilaresplandecían en el rostroespectralmente pálido.

DIECISÉIS

Detta observaba todo esto desdesu escondite con resplandecientes

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ojos hambrientos.

DIECISIETE

—Recuerda, Eddie —dijo convoz ronca, y luego dio un pasoadelante. Su cuerpo se derrumbójunto a la puerta, como si en lugardel espacio abierto se hubieradado contra una piedra.

Eddie sintió una urgencia casiinsaciable de acercarse a lapuerta para ver adónde y a quécuándo conducía.

En cambio se volvió y

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comenzó a recorrer otra vez conla mirada las colinas, su manosobre la culata del revólver.

«Voy a decírtelo por últimavez».

De pronto, cuandoescudriñaba las vacías colinasmarrones, Eddie sintió miedo.

«Mantente en guardia».Ahí arriba nada se movía.Al menos nada que él pudiera

ver.De todas maneras la sentía.No a Odetta; en eso el

pistolero tenía razón.Era a Detta a quien sentía.

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Tragó saliva y oyó un clic ensu garganta.

En guardia.Sí.Pero nunca en su vida había

sentido tal necesidad de dormir.Era una necesidad mortal.Muy pronto lo tomaría; si él

no cedía voluntariamente, elsueño lo violaría.

Y mientras él durmiera, Dettavendría.

Detta.Eddie luchó contra el

agotamiento, contempló lascolinas inmóviles con los ojos

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hinchados y enrojecidos, y sepreguntó cuánto tiempo tardaríaRoland en volver con el tercero.El que empujaba, quienquiera quefuese, ella o él.

—¿Odetta? —llamó sinmayor esperanza. Sólo el silenciole respondió, y para Eddiecomenzó el tiempo de la espera.

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CAPÍTULO IAMARGA MEDICINA

UNO

Cuando el pistolero entró enEddie, éste experimentó unmomento de náusea y tuvotambién la sensación de serobservado (esto Roland no losintió; Eddie se lo contó más

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tarde). Tuvo, en otras palabras,una vaga sensación de lapresencia del pistolero. ConDetta, Roland se vio forzado apasar adelante de inmediato, legustara o no. Ella no sólo lopercibió, de una extraña maneraparecía que lo estaba esperando,a él o a otro visitante másfrecuente. En cualquier caso, ellanotó su presencia desde elmomento mismo en que él estuvoen ella.

Jack Mort no sintió nada.Estaba demasiado

concentrado en el chico.

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Había estado observando alchico durante las últimas dossemanas.

Hoy iba a empujarlo.

DOS

Aun de espaldas a los ojos porlos que ahora miraba el pistolero,Roland reconoció al chico. Era elque había encontrado en laEstación de Paso del desierto, elchico al que había rescatado delOráculo de las Montañas, elchico cuya vida había sacrificado

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cuando llegó el momento deelegir entre salvarlo o toparse porfin con el hombre de negro; elchico que le había dicho «Váyasepues… hay otros mundos ademásde éste» antes de hundirse en elabismo. Y por cierto que el chicohabía tenido razón.

El chico era Jake.En una mano llevaba un

envoltorio de papel marrón liso, yen la otra sujetaba una bolsa delona azul por el cordón de laparte superior. Por los ángulosque sobresalían en los bordes dela lona, el pistolero pensó que

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debía de contener libros.El chico esperaba para cruzar

una calle inundada de tráfico; unacalle, se dio cuenta, de la mismaciudad de la que había tomado alPrisionero y a la Dama, pero porel momento nada de esoimportaba. Nada importaba másallá de lo que estaba por ocurrir ono en los próximos segundos.

Jake no había aparecido en elmundo del pistolero a través depuerta mágica alguna; habíaatravesado un portal más crudo ycomprensible: había nacido en elmundo de Roland por haber

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muerto en el suyo.Lo habían asesinado.Más específicamente, lo

habían empujado.Lo habían empujado en la

calle; lo atropello un cochecuando iba a la escuela, con subolsa del almuerzo en una mano ysus libros en la otra.

Lo había empujado el hombrede negro.

¡Va a hacerlo! ¡Va a hacerloahora mismo! Éste ha de ser micastigo por haberlo asesinado enmi propio mundo: ¡ver cómo loasesinan en éste antes de que yo

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pueda evitarlo!Pero el rechazo de un destino

brutal había sido para el pistolerola tarea de toda su vida —habíasido su ka, si así lo prefieres—,de modo que dio el paso adelantey, antes de pensarlo siquiera,actuó conforme a reflejos tanprofundos que casi se habíanconvertido en instintos.

Un pensamiento horrible eirónico al mismo tiempo le cruzópor la mente mientras lo hacía:«¿Y si el cuerpo en el que habíaentrado era el del hombre denegro en persona? ¿Y si corría

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adelante para salvar al chico sólopara ver que sus propias manosse extendían y lo empujaban? ¿Ysi esta sensación de control erauna mera ilusión, y resultaba quela regocijada broma final deWalter era que Roland mismoasesinara al chico?».

TRES

Por un solo momento Jack Mortperdió la flecha delgada y fuertede su concentración. Cuandoestaba a punto de saltar adelante y

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empujar al chico hacia el tráfico,sintió algo que su mente tradujomal, tal como el cuerpo puedeequivocarse al remitir el dolor deuna zona a otra.

Cuando el pistolero dio elpaso adelante, Jack pensó quealgún tipo de bicho le habíaaterrizado en la nuca. No unaavispa ni una abeja, nada con unaguijón en realidad, pero algo quemordía y picaba. Un mosquito, talvez. A esto atribuyó su caída deconcentración en el momentocrucial. Le pegó un manotazo yvolvió al chico.

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Pensó que todo esto habíasucedido apenas en un guiño; enrealidad pasaron siete segundos.No sintió el veloz avance delpistolero como tampoco sintió suigualmente veloz retroceso, yninguna de las personas que lorodeaban (gente que iba atrabajar, la mayoría provenientede la estación de metro de la otramanzana, con la cara aúnhinchada de sueño, vueltos haciaadentro los ojos a medio soñar)se dio cuenta de que los ojos deJack cambiaban de su habitualazul profundo a un azul más claro,

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detrás de sus recatadas gafas dearmazón dorado. Nadie notótampoco que esos ojos volvían aoscurecerse a su color cobaltonormal, pero cuando esto sucedióy volvió a enfocar al chico, viocon afilada y frustrada furia quehabía perdido su oportunidad: laluz había cambiado.

Vio que el chico cruzaba conel resto del rebaño, y luego elmismo Jack se volvió por elcamino por el que había venido ycomenzó a abrirse paso contra lacorriente de peatones queinundaba la calle como una

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marea.—¡Oiga, señor! ¡Fíjese por

d…!Alguna adolescente de rostro

coagulado que él apenas vio. Jackla empujó a un costado, confuerza, ignorando su estallido deira cuando sus propios libros deestudio que llevaba en el brazosalieron volando. Siguiócaminando por la Quinta Avenida,alejándose de la calle Cuarenta yTres, donde había decidido que elchico muriera ese día. Iba con lacabeza inclinada y los labiosapretados con tal fuerza que no

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parecía tener boca en realidad,sino la cicatriz sobre el mentónde una herida curada hace tiempo.Una vez lejos del atasco de laesquina no aminoró la velocidadsino que caminó aún másrápidamente, cruzó la Cuarenta yDos, la Cuarenta y Uno, laCuarenta. Hacia la mitad de lamanzana siguiente, pasó por eledificio donde vivía el chico. Leechó apenas una mirada, a pesarde que durante las últimas tressemanas había seguido al chicodesde ahí cada mañana de clase,lo había seguido desde el edificio

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hasta una esquina a tres manzanasy media de la Quinta, la esquinaque él llamaba simplemente Lugardel Empujón.

Detrás de él gritaba la chica ala que había empujado, pero JackMort no se dio cuenta. Unentomólogo aficionado no lehabría prestado más atención auna mariposa vulgar.

A su manera, Jack Mort eramuy parecido a un entomólogo.

De profesión, era un exitosoauditor de cuentas.

Su único hobby era empujar.

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CUATRO

El pistolero regresó a la parteposterior de la mente del hombrey allí se desmayó. Si tenía algúnalivio, era simplemente que ésteno era el hombre de negro, no eraWalter.

Todo el resto era horrorextremo… y extremoentendimiento.

Divorciada de su cuerpo, sumente —su ka— seguía tansaludable y aguda como siempre,pero este repentino saber le pegó

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en las sienes como un golpe decincel.

El saber no llegó cuando dioel paso adelante sino cuandoestuvo seguro de que el chicoestaba a salvo y se deslizó haciaatrás.

Vio la conexión entre estehombre y Odetta: demasiadofantástica, y al mismo tiempodemasiado apropiada en unsentido oculto como para ser unacoincidencia, y comprendió cuálpodría ser verdaderamente lainvocación de los tres, y quiénespodrían ser.

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El tercero no era este hombre,este Empujador; el tercero quehabía nombrado Walter era laMuerte.

Muerte… pero no para ti,pistolero. Eso es lo que habíadicho Walter, astuto como Satanásaun al final. Una respuesta deabogado… tan cerca de la verdadque la verdad podía ocultarsebajo su sombra. Él no era eldestinatario de la muerte; él sehabía convertido en la muerte.

El Prisionero, la Dama.El tercero era la Muerte.Súbitamente lo inundó la

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certeza de que el tercero era él.

CINCO

Roland pasó adelante como unproyectil más que cualquier otracosa, un descerebrado misilprogramado para arrojar elcuerpo que habitaba contra elhombre de negro en cuanto loviera.

No fue hasta más tarde cuandole cruzó por la mente la idea de loque podría suceder si evitaba queel hombre de negro asesinara a

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Jake; la posible paradoja, unafístula en el tiempo y en elespacio que podría cancelar todolo sucedido después de haberllegado a la Estación de Paso…porque si salvaba a Jake en estemundo, seguramente no habría unJake para que él conociera allí, ytodo lo que sucedería a partir deese momento habría cambiado.

¿Qué cambios?Acerca de eso era imposible

siquiera especular. Que uno deesos cambios pudiera haber sidoel final de su búsqueda nuncacruzó por la mente del pistolero.

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Y seguramente eran discutiblesesas especulaciones a posteriori;de haber visto al hombre denegro, no habría consecuencia,paradoja o curso ordenado deldestino que hubiera podido evitarque simplemente bajara la cabezade este cuerpo que habitaba ygolpeara con ella directamente enel pecho de Walter. Roland habríasido tan incapaz de actuar de otramanera como un arma es incapazde rehusar el dedo que aprieta sugatillo y lanza la bala a su vuelo.

Si esto lo mandaba todo alinfierno, al infierno con todo,

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pues.Recorrió rápidamente con la

mirada a toda la gente agrupadaen la esquina y miró cada cara(miró con el mismo cuidado ahombres y mujeres, se aseguró deque no fuera alguien que sólosimulara ser una mujer).

Walter no estaba ahí.Poco a poco se fue relajando,

como puede relajarse en el últimomomento un dedo curvado sobreun gatillo.

No, Walter no andaba en tornodel chico por ninguna parte, y elpistolero de alguna manera tuvo

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la certeza de que no era el cuándocorrecto. Todavía no. Ese cuándoestaba cerca —faltaban dossemanas, una semana, tal vez unsolo día—, pero todavía no era elmomento.

Así que regresó.En el camino vio…

SEIS

… y perdió el sentido por laconmoción: este hombre, a cuyamente se abrió la tercera puerta,una vez se había sentado a

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esperar junto a la ventana de unadesierta habitación de alquiler deun edificio lleno de habitacionesabandonadas. Es decir,abandonadas salvo por losborrachos y los locos quepasaban las noches ahí. Se podíareconocer a los borrachos por elolor de su desesperado sudor yfurioso pis. Se podía reconocer alos locos por el hedor de sustrastornados pensamientos. Enesta habitación los únicosmuebles eran dos sillas. JackMort usaba las dos: una parasentarse y la otra como un puntal

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para mantener cerrada la puertaque daba al pasillo. No esperabasúbitas interrupciones, pero eramejor no correr riesgos. Estaba lobastante cerca de la ventana comopara poder mirar hacia afuera,pero bastante lejos detrás de lalínea inclinada de sombra comopara que nadie pudiera verlo porcasualidad.

Tenía en la mano un agrietadoladrillo rojo.

Lo había desencajado de laparte exterior de la ventana,donde había una buena cantidadde ladrillos sueltos. Era un

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ladrillo viejo, gastado en lasesquinas, pero pesado. Teníaaferrados como pequeñoscrustáceos trozos de argamasavieja.

El hombre se proponía tirarleel ladrillo a alguien.

No le importaba a quién;cuando se trataba de asesinar,Jack Mort era uno de esos que ledan las mismas oportunidades atodo el mundo.

Después de un rato, un grupode tres personas llegó caminandopor la acera, abajo: hombre,mujer, niñita. La niña iba

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caminando por el lado interior,presumiblemente para que semantuviera a salvo, lejos deltráfico, que era abundante por ahí,cerca de la estación de tren, peroa Jack Mort no le importaba eltráfico. Lo que le importaba eraque no hubiera edificios justofrente a él; ésos ya habían sidodemolidos, dejando una tierrabaldía en la que se confundíanmaderas quebradas, ladrillosrotos, vidrios destrozados.

Sólo iba a inclinarse haciaadelante un par de segundos, yllevaba gafas de sol sobre sus

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ojos y una gorra tejida, fuera detemporada, que le cubría el pelorubio. Era como la silla bajo elpicaporte de la puerta. Inclusocuando estabas a salvo de losriesgos previstos, no hacía ningúndaño reducir los restantes riesgosinesperados.

También llevaba puesta unasudadera demasiado grande paraél, que le llegaba casi hasta lamitad del muslo. Esta prendaabolsada ayudaba a confundir elverdadero tamaño y la forma desu cuerpo (era bastante delgado)si acaso alguien lo observaba.

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También servía a otro propósito:cada vez que asestaba contraalguien esta «carga deprofundidad» (pues así era comodenominaba a esto: como una«carga de profundidad»), secorría. La sudadera abolsadatambién servía para cubrir lamancha húmeda queinvariablemente se formaba ensus tejanos.

Ahora estaban más cerca.No arrojes el proyectil,

espera, espera un poco…Un temblor lo recorrió en el

borde de la ventana, adelantó el

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ladrillo, lo retiró hasta suestómago, lo adelantó otra vez, loretiró otra vez (pero esta vez sóloa medio camino), luego se inclinóhacia adelante, ahoraperfectamente tranquilo. Siemprelo estaba en el penúltimomomento.

Soltó el ladrillo y lo vio caer.Cayó con un giro que cambió

un extremo por el otro. Jack violos crustáceos de argamasaclaramente al sol. En esemomento, más que en cualquierotro, todo era claro, todo se poníade relieve con una sustancia

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exacta y geométricamenteperfecta; he aquí algo que élhabía empujado hacia la realidad,como el escultor que acciona elmartillo contra el cincel paracambiar la piedra y crear unanueva sustancia de la materiabruta; he aquí la cosa más notabledel mundo: lógica que era éxtasisa la vez.

A veces erraba, o pegaba enforma oblicua, como el escultorque puede tallar mal o en vano,pero éste había sido un tiroperfecto. El ladrillo le dioclaramente en la cabeza a la niña

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del vestidito. Vio cómo saltaba lasangre, más clara que el ladrillo,pero que al final se secaríaadquiriendo el mismo colormarrón. Oyó el comienzo delgrito de la madre. Entonces sepuso en movimiento.

Jack atravesó la habitación ytiró a un rincón lejano la silla quehabía estado debajo del picaporte(había desplazado de una patadala otra, la que usaba para sentarsemientras esperaba, en el momentode cruzar la habitación). Recogióla sudadera y sacó de su bolsillotrasero un pañuelo. Lo usó para

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girar el picaporte.Nada de huellas digitales.Sólo Los Mediocres dejaban

huellas digitales.Antes de que la puerta

terminara de abrirse, volvió ameterse el pañuelo en el bolsillotrasero de su pantalón.

Cuando caminaba por elpasillo adoptó un andarligeramente ebrio. No miró haciaatrás.

Mirar hacia atrás también erasólo para Los Mediocres.

Los Metódicos sabían quetratar de ver si alguien había

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reparado en uno era una manerasegura de lograr precisamenteeso. Mirar hacia atrás era la clasede gesto que un testigo podríarecordar después de un accidente.Entonces algún poli que se pasade listo podría decidir que era unaccidente sospechoso, y habríauna investigación. Todo a causade una nerviosa mirada haciaatrás. Jack no creía posible quealguien lo relacionara con elcrimen, aun si se decidiera que el«accidente» era sospechoso y sehiciera una investigación, pero…

Corre sólo los riesgos

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aceptables. Minimiza losrestantes. En otras palabras,coloca siempre una silla debajodel picaporte de la puerta.

Así que caminó por elpolvoriento pasillo, donde seveían trozos de listones a travésde las paredes desconchadas;caminó con la cabeza baja,murmurando para sí mismo comolos vagos que uno ve por la calle.Aún podía oír a una mujer quegritaba —la madre de la niña,supuso—, pero ese sonido veníadel frente del edificio; era leve ysin importancia. Todo lo que

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sucedía después —los llantos, laconfusión, los lamentos de losheridos (si los heridos erancapaces aún de lamentarse)—, aJack no le importaba. Lo que síimportaba era todo aquello queempujara a un cambio en el cursoordinario de las cosas yesculpiera nuevas líneas en elfluir de las vidas… y, tal vez, nosólo los destinos de losgolpeados, sino los de un círculoque se ensancha a su alrededor,como las ondas alrededor de unapiedra arrojada a un estanque deaguas tranquilas.

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¿Quién podía decir que él nohabía esculpido hoy el cosmos, oque no pudiera hacerlo en algúntiempo futuro?

¡Dios, no era sorprendenteque se manchara los tejanos!

No se topó con nadie al bajarlos dos pisos de escaleras, perosiguió fingiendo, oscilando unpoco al caminar pero sin llegar ahacer eses. No se recordaría aalguien que oscilara. Alguien queostentosamente hiciera eses sí.Murmuraba pero no decía enrealidad nada concreto einteligible. No actuar en absoluto

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sería mejor que sobreactuar.Salió por la destartalada

puerta trasera a un callejón llenode botellas rotas y rechazadas quecentelleaban galaxias de estrellas.

Había planeado su huida poranticipado, como lo planeabatodo (corre sólo los riesgosaceptables, minimiza losrestantes, sé un Metódico entodo); esa manera de planificarera el motivo por el que suscolegas lo habían señalado comoalguien que iba a llegar lejos (y élen efecto intentaba llegar lejos,pero uno de los lugares a los que

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no tenía intención de llegar era lacárcel, o la silla eléctrica).

Algunas personas corrían porla calle a la que daba el callejón,pero sólo se dirigían a ver dedónde provenían los gritos, yninguno de ellos miró a JackMort, quien se había quitado lagorra pero no las gafas de sol(que en una mañana tan luminosacomo ésa no parecían fuera delugar).

Se metió en otro callejón.Salió a otra calle.Ahora entraba por un callejón

no tan mugriento como los dos

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primeros; de hecho, era casi unacalle. Iba a parar a otra calle, yuna manzana más allá había unaparada de autobuses. Menos de unminuto después de alcanzar laparada llegó uno, lo cual eratambién parte del programa. Jacksubió cuando las puertas seabrieron en acordeón, y dejó caersus quince centavos en la ranuradel recipiente para las monedas.El conductor ni siquiera llegó aecharle una mirada. Esto erabueno, pero aunque lo hubierahecho, no habría visto más que unhombre indescriptible en tejanos,

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un hombre que podía estar sintrabajo: la sudadera que llevabaparecía de esas que regalan en elEjército de Salvación.

Prepárate, estáte listo, sé unMetódico.

El secreto del éxito de JackMort, tanto para el trabajo comopara el juego.

Nueve manzanas más alláhabía un aparcamiento. Jack sebajó del autobús, entró en elaparcamiento, abrió la puerta desu coche (un vulgar Chevrolet demediados de los cincuenta, aún enbuen estado), y condujo de vuelta

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a la ciudad de Nueva York.Se sentía libre y despejado.

SIETE

En un solo momento el pistolerovio todo esto. Antes de que suconmocionada mente pudieradejar fuera otras imágenes con ungesto simple como el de bajar unacortina, vio más. No todo, perosuficiente. Suficiente.

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OCHO

Vio a Mort cortar un trozo de lapágina cuatro de The New YorkDaily Mirror con un cúter,asegurándose quisquillosamentede respetar con exactitud laslíneas de la columna, NIÑA NEGRAEN COMA DESPUÉS DE TRÁGICOACCIDENTE, decía el titular. Vio aMort aplicar pegamento en laparte de atrás del recorte con unpincel adosado a la tapa de subote de cola. Vio a Mort

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colocarlo en el centro de unapágina en blanco de un álbum, elcual, por el aspecto inflado ymullido de las páginas anteriores,contenía seguramente otrosmuchos recortes. Vio las primeraslíneas de la nota: «OdettaHolmes, de cinco años de edad,llegada de Elizabethtown, N. J.,para una celebración festiva, esahora la víctima de un cruel ymonstruoso accidente. Dos díasdespués de la boda de una tía, laniña y su familia caminaban haciala estación de ferrocarril cuandoun ladrillo cayó…».

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Pero ésa no había sido laúnica ocasión en que él habíatenido tratos con ella, ¿verdad?No. Dioses, no.

En los años que pasaron entreesa mañana y la noche en queOdetta perdió las piernas, JackMort había dejado caer una grancantidad de cosas y habíaempujado a una gran cantidad degente.

Entonces fue Odetta otra vez.La primera vez él había

empujado algo encima de ella.La segunda vez la empujó a

ella debajo de algo.

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¿Qué clase de hombre es esteque debo usar? ¿Qué clase dehombre…?

Pero entonces pensó en Jake,pensó en el empujón que habíaenviado a Jake a este mundo, ycreyó oír la carcajada del hombrede negro, y eso terminó con él.

Roland se desmayó.

NUEVE

Cuando volvió en sí, se encontrómirando prolijas hileras de cifrasque descendían por una hoja de

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papel verde. El papel eracuadriculado, de manera que cadacifra parecía prisionera en unacelda. Pensó: «Algo diferente».No sólo la risa de Walter. Algo…¿un plan? No, dioses, no… nadatan completo o esperanzado comoeso.

Pero una idea, por lo menos.Un cosquilleo.

«¿Cuánto tiempo he estadodesmayado? —pensó,súbitamente alarmado—. Debíande ser como las nueve de lamañana cuando crucé la puerta,tal vez un poco más temprano.

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¿Cuánto tiempo…?».Pasó adelante.Jack Mort —quien ahora no

era más que un muñeco humanocontrolado por el pistolero—levantó un poco la mirada y vioque las agujas del lujoso reloj decuarzo de su escritorio marcabanla una y cuarto.

Dioses, ¿tan tarde? ¿Tantarde? Pero Eddie… estaba tancansado, nunca habría podidopermanecer despierto tanto t…

El pistolero giró la cabeza deJack. La puerta seguía ahí, pero loque vio a través de ella era

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mucho peor de lo que hubieraimaginado.

A un lado de la puerta habíados sombras: una era de la sillade ruedas; la otra, la de un serhumano… pero el ser humanoestaba incompleto y se sosteníasobre sus brazos porque la parteinferior de sus piernas le habíansido arrancadas con la mismarápida brutalidad que los dedosde la mano y del pie de Roland.

La sombra se movió.De inmediato Roland volvió a

girar la cabeza de Jack Mort, lamovió con la violenta velocidad

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de una serpiente a punto deatacar.

Ella no debe mirar acá. Nohasta que yo esté listo. Hastaentonces, ella no ve nada másque la parte posterior de lacabeza de este hombre.

Detta Walker en ningún casopodía ver a Jack Mort, porquequien mirara a través de la puertaabierta sólo vería lo que veía elhuésped. Ella sólo podría ver lacara de Mort si se miraba a unespejo (aunque eso podía llevar asus propias terriblesconsecuencias de paradoja y

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repetición), pero aun así nadasignificaría para ninguna de lasdos Damas; y para el caso, elrostro de la Dama tampocosignificaría nada para Jack Mort.A pesar de que en dos ocasioneshabían tenido tratos de letalintimidad, jamás se habían vistoel uno al otro.

Lo que el pistolero no queríaera que la Dama viera a la Dama.

No todavía, por lo menos.La chispa de intuición

comenzó a tomar forma de plan.Pero allá era tarde; la luz le

sugirió que debían de ser las tres

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de la tarde, tal vez incluso lascuatro.

¿Cuánto tiempo quedaríahasta que la puesta del solconvocara a laslangostruosidades y, con ellas,llegara el fin de la vida de Eddie?

¿Tres horas?¿Dos?Podía volver y tratar de

salvar a Eddie… pero eso eraexactamente lo que Detta quería.Ella había colocado una trampa,tal como los habitantes de unpoblado que temen a un lobomortal atarían a un cordero de

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sacrificio para atraerlo a tiro dearco. Él volvería a su cuerpoenfermo… pero no por muchotiempo. La razón por la que sólohabía visto la sombra de ella eraque estaba tendida junto a lapuerta y apretaba en su puño unode sus revólveres. En el momentoen que su cuerpo-Roland semoviera, ella dispararía yterminaría con su vida.

Como ella le tenía miedo, sufinal por lo menos seríamisericordioso.

El de Eddie sería un horroraullante.

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Le parecía oír la repugnantevoz de Detta Walker, sus risitas:¿Queres meterte conmigo,pichagris? ¡Siguro queres venira mí! Tú no le teñe miedo a unapobe negrita lisiada, ¿verdá?

—Sólo una forma —murmuróla boca de Jack—. Sólo una.

Se abrió la puerta de laoficina, y un hombre calvo congafas lo miró.

—¿Qué tal te va con la cuentade Dorfman? —preguntó el calvo.

—Me encuentro mal. Debe dehaber sido el almuerzo. Creo quedebería irme.

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El calvo se mostrópreocupado.

—Será un virus,probablemente. He oído que andauno por ahí bastante molesto.

—Probablemente.—Bueno… mientras puedas

tener terminado el asunto deDorfman para mañana a las cincode la tarde…

—Sí.—Porque ya sabes lo palizas

que puede ser…—Sí.El calvo, que ahora parecía

un poco turbado, asintió.

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—Sí, vete a casa. No parecestú mismo.

—No lo soy.El calvo salió de la puerta

rápidamente.«Me sienten —pensó el

pistolero—. En parte ha sido eso.En parte, pero no todo. Le tienenmiedo. No saben por qué pero letienen miedo. Y hacen bien».

El cuerpo de Jack Mort selevantó, encontró el portafoliosque llevaba cuando el pistoleroentró en él, y metió dentro todoslos papeles que estaban en lasuperficie del escritorio.

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Sintió una especie de urgenciade deslizar una nueva miradaatrás, hacia la puerta, pero laresistió. No volvería a mirarhasta que estuviera listo aarriesgarlo todo y volver.

Mientras tanto, el tiempo erabreve y había cosas que hacer.

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CAPÍTULO IIEL TARRO DE MIEL

UNO

Detta yacía en una grieta profunday muy sombreada, formada porrocas que se reunían como viejosque se hubieran vuelto de piedramientras compartían algúnextraño secreto. Observó a Eddie

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subir y bajar las cuestas cubiertasde maleza de las colinas y gritarhasta quedarse ronco. La pelusade pato de sus mejillas se habíaconvertido por fin en barba, y selo hubiera podido tomar por unhombre crecido, salvo las tres ocuatro veces que pasó cerca deella (una vez llegó tan cerca queella pudo haber deslizado unamano y aferrarle el tobillo).Cuando él se acercaba, se podíaver que todavía no era más que unmuchacho, un muchacho cansadocomo un perro, hasta la médula.

Odetta habría sentido lástima;

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Detta sólo sentía el calladoinstinto agazapado del predadorpor naturaleza.

Al principio, al arrastrarseahí dentro, había sentido cosasque crujían bajo sus manos comoviejas hojas de otoño en un clarodel bosque. Cuando sus ojos seacomodaron vio que no eranhojas sino los diminutos huesosde animales pequeños. Algúnpredador, desaparecido muchotiempo atrás, si es que estosantiguos huesos amarillos decíanla verdad, había tenido allí suguarida, algo como un hurón o una

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comadreja. Seguramente salía porla noche, seguía su olfato másallá, hacia Los Drawers, donde lamaleza subterránea y los árboleseran más espesos, y seguía suolfato para cazar. Seguramentehabía matado, comido, y llevadolos restos de vuelta para comeralgo al día siguiente, esperandoque con la noche volviera eltiempo de cazar de nuevo.

Ahora había un predador másgrande, y al principio Detta pensóque haría más o menos lo mismoque había hecho el inquilinoanterior: esperar hasta que Eddie

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se quedara dormido, como casiciertamente haría, luego matarlo yarrastrar su cuerpo hasta allí.Después, con ambos revólveresen su poder, podría arrastrarse devuelta hacia la puerta y esperarque volviera el Hombre Malo deVerdad. Su primera idea habíasido matar el cuerpo del HombreMalo de Verdad en cuanto sehubiera ocupado de Eddie, perono había sido una buena idea,¿verdad? Si el Hombre Malo deVerdad no tenía cuerpo paravolver, no habría forma de queDetta pudiera salir de aquí y

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regresar a su propio mundo.¿Podría hacer que el Hombre

Malo de Verdad la llevara devuelta?

Tal vez no.Pero tal vez sí.Si sabía que Eddie seguía con

vida, tal vez sí.Y eso la llevó a una idea

mucho mejor.

DOS

Era profundamente astuta. Sehabría reído roncamente en la

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cara del que hubiera osadosugerirlo, pero también eraprofundamente insegura. A causade lo segundo, ella atribuía loprimero a cualquiera cuyointelecto pareciera aproximarseal suyo propio. Así se sentía conrespecto al pistolero. Había oídoun disparo, y cuando miró viohumo que salía del cañón del otrorevólver, el que quedaba. Élhabía vuelto a cargar el revólvery se lo había entregado a Eddiejusto antes de atravesar la puerta.

Sabía lo que eso debíasignificar para Eddie: que no

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todos los cartuchos estabanmojados; el revólver iba aprotegerlo. También sabía lo queeso debía significar para ella(porque desde luego el pistolerosabía que ella estaba observando;aun cuando hubiera estadodormida cuando ellos doscomenzaron su charloteo, eldisparo la habría despertado):Mantente alejada de él. Estáarmado.

Pero los demonios pueden sersutiles.

Si ese pequeño espectáculo sehabía montado en su beneficio,

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¿no era posible que el HombreMalo de Verdad tuviera tambiénen mente algún otro propósito queni ella ni Eddie debían ver? ¿Noera posible que el Hombre Malode Verdad hubiera pensado: «Siella ve que este dispara buenoscartuchos, creerá que el que ledio Eddie también?».

Pero supongamos que élhubiera adivinado que Eddie seiba a quedar dormido. ¿Acaso nosabría que ella se quedaríaesperando precisamente eso, queesperaría para escamotearle elrevólver y alejarse trepando

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lentamente hacia arriba por lacuesta hasta un lugar seguro? Sí,ese Hombre Malo de Verdaddebía de haber previsto todo eso.Era bastante listo para ser unblanco de mierda. Al menos, lobastante para saber que Dettaestaba determinada a conseguirtodo lo posible de ese muchachitoblanco.

Así que era posible que elHombre Malo de Verdad hubieracargado deliberadamente elrevólver con cartuchos malos. Yauna vez la había burlado, ¿porqué no iba hacerlo de nuevo? Esta

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vez ella había tenido el cuidadode comprobar que las cámarasestuvieran cargadas con algo másque cartuchos vacíos, y sí,parecían ser balas verdaderas,pero eso no significaba que lofueran. Ni siquiera tenía quecorrer el riesgo de que una deellas estuviera lo bastante secacomo para dispararse, ¿o ahorasí? Él pudo haberlas dispuesto dealguna forma. Al fin y al cabo, lasarmas eran el negocio delHombre Malo de Verdad. ¿Porqué haría él una cosa así? ¡Puespara engañarla y obligarla a

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exponerse, por supuesto! Eddieentonces podría encañonarla conel revólver que realmentefuncionaba, y no cometería dosveces el mismo error, estuvieracansado o no. De hecho, seocuparía especialmente de nocometer el mismo error porsegunda vez, porque estabacansado.

«Buen intento, blanco —pensó Detta en su umbría guarida,ese oscuro lugar apretado pero encierto modo confortable, con elsuelo alfombrado con los huesosblandos y podridos de pequeños

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animalitos—. Muy astuto, pero nome vas a pillar».

No le hacía falta disparar aEddie, después de todo; sólotenía que esperar.

TRES

Su único miedo era que elpistolero volviera antes de queEddie se quedara dormido, peroaún estaba fuera.

El cuerpo desfallecido en labase de la puerta no se movía. Talvez tenía problemas para

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conseguir la medicina quenecesitaba; o algún otro tipo deproblemas, por lo que a ellaconcernía. Los hombres como élparecían encontrar problemas contanta facilidad como una perra encelo encuentra un perro cachondo.

Pasaron dos horas mientrasEddie buscaba enloquecidamentea la mujer a la que llamabaOdetta (¡oh, cómo odiaba elsonido de ese nombre!),recorriendo arriba y abajo lascolinas bajas y gritando hastaquedarse sin voz.

Por fin Eddie hizo lo que ella

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esperaba que hiciera: volvió abajar al pequeño ángulo de playay se sentó junto a la silla deruedas sin dejar de mirar condesconsuelo a su alrededor. Tocóuna de las ruedas de la silla, y eltoque fue casi una caricia. Luegosu mano cayó y él exhaló unprofundo suspiro.

Esta imagen produjo un doloracerado en la garganta de Detta;el dolor le atravesó la cabeza delado a lado como un relámpagode verano, y le pareció oír unavoz que la llamaba… que lallamaba o reclamaba.

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«No quiero, no lo harás —pensó sin saber a quién hablaba oa quién dirigía sus pensamientos—. No quiero, esta vez no, ahorano. Ahora no, tal vez nunca más».El rayo de dolor le desgarró lacabeza otra vez y le hizo apretarlos puños. La misma cara seconvirtió en un puño, se retorcióen una mueca de concentración,una expresión notable y llamativaen su mezcla de fealdad y casibeatífica determinación.

El rayo de dolor no volvió.Como tampoco volvió la voz quea veces parecía hablar a través de

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sus accesos de dolor.Esperó.Eddie apuntaló el mentón

sobre los puños, apuntaló lacabeza de manera que quedaralevantada. Pronto comenzó a caer,sin embargo, mientras los puñosse deslizaban hacia arriba por lasmejillas. Detta esperaba, con losojos negros resplandecientes.

Eddie levantó la cabeza deuna sacudida. Luchó para ponersede pie, caminó hacia el agua y sesalpicó la cara.

Tá mu bien, muchachoblanco. Látima que en ete mundo

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no haiga timulantes, sino tanastomado eso también.

Esta vez Eddie se sentó en lasilla de ruedas, pero era evidenteque la encontraba un poquitíndemasiado cómoda. Así quedespués de una larga mirada através de la puerta abierta(¿quetá mirando ahí, muchachoblanco? Detta daría un billete deveinte pavos po sabelo), dejócaer el culo sobre la arena otravez.

Apuntaló otra vez la cabezasobre las manos.

Pronto la cabeza comenzó

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otra vez a deslizarse hacia abajo.Esta vez nada la detuvo. Elmentón quedó apoyado sobre elpecho, y aún por encima deloleaje ella podía oírlo roncar.Muy pronto, él cayó sobre uncostado y se enroscó.

Ella se sorprendió, sedisgustó y se asustó al sentir unarepentina puñalada de compasiónpor aquel muchacho blanco. Noparecía más que un mocoso quetratara de quedarse levantadohasta la medianoche deNochevieja y no lo consiguiera.Entonces recordó cómo él y el

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Hombre Malo de Verdad habíanintentado envenenarla, y cómo laprovocaban con la comida, cómose la tendían y se la retiraban enel último momento… por lomenos hasta que tuvieron miedode que muriera.

Si tenían miedo de que temurieras, ¿por qué tratarían dedarte comida envenenada enprimer lugar?

La pregunta la asustó de lamisma manera en que la asustabaesa furtiva sensación de lástima.No estaba acostumbrada acuestionarse a sí misma, y más

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aún, esa voz que interrogaba en sumente no parecía en absoluto supropia voz.

La comida venenosa no erapa matarme. Sólo queríanenfermame. Sentarse ahí a reímientra yo gomitaba y mequejaba, supongo.

Esperó veinte minutos y luegocomenzó a bajar hacia la playa,impulsándose con sus manos y susfuertes brazos; ondulaba comouna serpiente, sus ojos nuncaabandonaban a Eddie. Hubierapreferido esperar otra hora, y aúnmedia más; habría sido mejor

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tener al cabroncete dormido diezkilómetros en lugar de uno o dos.Pero esperar era un lujo quesimplemente no podía permitirse.El Hombre Malo de Verdad podíavolver en cualquier momento.

Cuando se hubo acercado acierta distancia del lugar dondeestaba Eddie (que seguíaroncando y sonaba como unasierra eléctrica en un aserradero apunto de desmoronarse), tomó untrozo de roca que le pareciósatisfactoriamente lisa de un ladoy satisfactoriamente dentada delotro.

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Cerró la palma sobre el ladoliso y continuó su arrastre sinuosode serpiente hacia donde estabaél, con el franco brillo de lamuerte en sus ojos.

CUATRO

El plan de Detta era brutalmentesimple: pegarle a Eddie en lacabeza con el lado dentado de laroca hasta que estuviera tanmuerto como la misma roca.Luego tomaría el revólver yesperaría a que volviera Roland.

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Cuando su cuerpo seincorporara, ella le daría a elegir:llevarla de vuelta a su mundo, onegarse y morir. Vassa quedá enpaz conmigo de cualquiémanera, nene, le diría, y con tuamigo mueto ya no podrás hacenada más de lo que dijites quequerías hacé.

Si el revólver que el HombreMalo de Verdad le había dado aEddie no funcionaba (era posible;ella nunca había conocido a unhombre tan odioso y temiblecomo Roland, y no había astuciade él que pudiera sorprenderla)

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se lo cargaría de todas maneras.Se lo cargaría con la piedra o consus manos desnudas. Estabaenfermo y le faltaban dos dedos.Podría con él.

Pero a medida que seacercaba a Eddie le sobrevino unpensamiento inquietante. Era otrapregunta, y otra vez parecía serotra voz la que preguntaba.

¿Y si lo sabe? ¿Qué pasará sien el momento en que matas aEddie él lo sabe?

Él no va a sabé naa. Tarádemasiado ocupado en conseguílo remedios. Y en acotarse, polo

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que yo sé.La voz extraña no respondió,

pero ya había plantado la semillade la duda. Ella los había oídohablar cuando la creían dormida.El Hombre Malo de Verdadnecesitaba hacer algo. Ella nosabía qué era. Lo único que Dettasabía era que tenía que ver conuna torre. Podía ser que elHombre Malo de Verdad creyeraque su torre estaba llena de oro ojoyas o cosas por el estilo. Habíadicho que para llegar ahí lanecesitaba a ella y a Eddie y aotro tipo más, y Detta pensaba

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que tal vez fuera cierto. ¿Por qué,si no, estaban ahí esas puertas?

Si se trataba de magia y ellamataba a Eddie, él podía saberlo.Si ella mataba su manera dellegar a la torre, pensó que podíaestar matando la única cosa por laque vivía el cabrón pichagris. Ysi sabía que no tenía nada por quévivir, el cabrón podía hacercualquier cosa, porque al cabrónya nada le importaría un bledo.

La idea de lo que podríaocurrir si el Hombre Malo deVerdad volvía en esascondiciones hizo temblar a Detta.

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Pero si no podía matar aEddie, ¿qué iba a hacer? Podíatomar el revólver mientras Eddiedormía pero cuando volviera elHombre Malo de Verdad, ¿podríamanejar a los dos?

Simplemente no lo sabía.Sus ojos se posaron sobre la

silla de ruedas, comenzaron aalejarse, y luego volvieron,rápido. En el respaldo de cuerohabía un bolsillo profundo. Deese bolsillo sobresalía un trozode la cuerda con la que la habíanatado a la silla.

Cuando vio la cuerda,

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comprendió cómo podía hacerlotodo.

Detta cambió de dirección ycomenzó a arrastrarse hacia elcuerpo inerte del pistolero.Pretendía sacar lo necesario deese morral que él llamaba«cartera», luego tomar la cuerda,tan rápido como pudiera… peropor un momento se quedócongelada junto a la puerta.

Al igual que Eddie, ellainterpretaba lo que veía entérminos cinematográficos… sóloque esto más parecía una seriepolicíaca de televisión. El

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escenario era en una farmacia.Ella veía a un farmacéutico queparecía atontado de miedo, yDetta no lo culpaba. Había unrevólver que apuntabadirectamente a la cara delfarmacéutico. El farmacéuticoestaba diciendo algo, pero su vozsonaba distante, distorsionada,como si lo oyera a través dealtavoces. No podía darse cuentade qué era. Tampoco podía verquién sostenía el revólver, peroen realidad no le hacía falta verquién era el tipo del atraco,¿verdad?, ya sabía quién era.

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Era el Hombre Malo deVerdad.

Es posible que allá no tengala misma pinta, puede llegar aparecer una bolsita rechonchallena de mierda incluso podríatener pinta de negro, pero siguesiendo élpodentro, siguro. No letomó mucho tiempo conseguirotro revólver, ¿eh? Apuesto a quenunca le toma mucho tiempo.Muévete, Detta Walker.

Abrió la cartera de Roland ybrotó el leve y nostálgico aromadel tabaco atesorado durantemucho tiempo, pero ya

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desaparecido. En cierto sentidoera muy parecido al bolso de unamujer, lleno de lo que a primeravista parecía un revoltijoamontonado de cosas, pero si semiraba con detalle, contenía elequipo de viaje de un hombrepreparado prácticamente paracualquier contingencia.

Tuvo la idea de que elHombre Malo de Verdad llevabauna buena cantidad de tiempo enpos de su torre. Si esto era así,las cosas que aún le quedaban,por pobres que fueran, eran depor sí motivo de asombro.

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Muévete, Detta Walker.Tomó lo que necesitaba y

comenzó a serpentear en unsilencioso regreso hacia la sillade ruedas. Al llegar, se apuntalósobre un brazo y tiró de la cuerdahasta sacarla del bolsillo comouna pescadora que enrollara elsedal. De vez en cuando leechaba una mirada a Eddie, sólopara asegurarse de que seguíadormido.

No se movió en ningúnmomento hasta que Detta arrojó ellazo alrededor de su cuello y loajustó bien.

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CINCO

Lo arrastraban hacia atrás. Alprincipio pensó que aún estabadormido y que se trataba de unahorrible pesadilla en la que loenterraban vivo, o tal vez loasfixiaban.

Luego sintió el dolor del lazoque se hundía en su garganta y lasaliva tibia que corría por sumentón al boquear. Esto no era unsueño. Palpó la cuerda y trató dealcanzar los cabos.

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Ella tironeó con sus fuertesbrazos. Eddie se dio un topetazoal caer de espaldas. Su caraestaba poniéndose púrpura.

—¡Estate quieto! —SilbóDetta detrás de él—. No voamatarte si testás quieto, pero si nodejas de moverte te voa ahogar.

Eddie bajó las manos y tratóde quedarse quieto. El nudocorredizo que Detta le habíaenroscado alrededor del cuello seaflojó lo suficiente como parapermitir la entrada de un delgadoy ardiente hilo de aire. Sólopodía decirse que era mejor que

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no respirar del todo.Cuando se calmó un poco el

aterrorizado latido de su corazón,trató de mirar hacia atrás.Inmediatamente el lazo se ajustóotra vez.

—N’importa. Sigue y difuta lavista del ucéano, pichagris. Estodo lo que queres mirá en estemomento.

Eddie volvió a mirar hacia elocéano y el nudo se aflojó losuficiente como para permitirleotra vez esa miserable y ardienterespiración. Su mano izquierda sedeslizó subrepticiamente hacia la

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cintura de su pantalón (pero ellavio el movimiento y aunque él nolo veía, ella sonrió). No habíanada. Ella le había quitado elrevólver.

—Ella se acercó a tisigilosamente mientras dormías,Eddie. —Era la voz del pistolero,por supuesto—. Ahora no sirvepara nada decir te lo advertí,pero… te lo advertí. Ahí esdonde te lleva el romance: atener un lazo en el cuello y unaloca con dos revólveres enalguna parte detrás de ti.

—Pero si ella fuera a

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matarme, ya lo habría hecho. Lohabría hecho mientras yodormía.

—¿Y qué crees que sepropone hacer, Eddie? ¿Invitartea un viaje para dos aDisneylandia con gastospagados?

—Escucha —dijo—,Odetta…

Aún la palabra no habíasalido de su boca cuando el lazose ajustó salvajemente otra vez.

—No me llames así. Lapróxima vez que me llames asíserá la última. ¡Mi nombre es

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Detta Walker, y si queres seguímetiendo aire a los pulmones, mávale que lo recuerdes!

Eddie produjo unos ruidosahogados, boqueantes y echómano al lazo. Frente a sus ojoscomenzaron a explotar grandespuntos negros de nada, comoflores del mal.

Por fin la banda que le estabaestrangulando la garganta seaflojó otra vez.

—¿Dacuerdo, blanco demierda?

—Sí —respondió, pero sólofue un ronco sonido estrangulado.

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—Tonces dilo. Di mi nombre.—Detta.—¡Di mi nombre ntero! —En

su voz ondulaba una peligrosahisteria, y en ese momento Eddiese alegró de no poder verla.

—Detta Walker.—Bien. —El lazo se aflojó un

poco más—. Ahora, cucha,panblanco y cúchame bien siqueres viví ta la noche. No vassatratá de hacerte el listo, como tevi ahora tratá de buscá elrególver que ti quitao cuandodormías. No vassa tratá deprovocá a Detta. Te veo. Piensa

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lo que vassa hacé. Siguro.»No trates tampoco de hacete

el vivo porque no tengo pielnas.Yo aprendí a hacé un montón decosas dede que las perdí, y ahoratengo lo dos rególveres delblanco cabrón, y eso es algo, ¿note parece?

—Sí —graznó Eddie—. Nome siento muy vivo.

—Bien, mu bien. Esotá peroque mu bien —cacareó—.Mentras dormías, eta hijeputa samovió mucho. Pleparé todo eteasunto. Eto es lo que quiero quehagas, panblanco: vassa poné la

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manos atrás y vassa palpá hastaencontrar un lazo igual quel quetenes al cuello. Hay tres. Mientlastú dormías, yo trenzaba lascuerdas, no las tejía, ¡vago! —Soltó otra carcajada—. Candoencuentres el lazo, vassa poné lamuñecas una contra lotra y lasvassa pasá por ahí.

»Tonce vassa sentí mi manoque tira del nudo coledizo hataque quede bien apretado, y candosientas eso, vassa decí: Eta mioportunidá dagarrá a esta negrahijeputas. Ora mismo, candotuavía no teñe bien agarrado el

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nudo deta soga. Pero… —La vozde Detta se quebró y pareció másque la caricatura de una negritadel sur—. Mejó mira pa trás antede hacé una locura.

Eddie miró. Detta parecíamás que nunca una bruja. Unacosa sucia y enmarañada quehubiera asustado a corazonesmucho más fuertes que el suyo. Elvestido que llevaba cuando elpistolero la sacó de Macy’s ahoraestaba roñoso y desgarrado.Había usado el cuchillo robadode la cartera del pistolero —elmismo que él y Roland habían

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usado para cortar la cintaadhesiva— para cortar su vestidoen otras dos partes, con lo quecreó dos improvisadas fundasjusto encima de la curvatura desus caderas. De ahí sobresalíanlas gastadas culatas de losrevólveres del pistolero.

Su voz salía ahogada porquesostenía el final de la cuerda conlos dientes. De un lado de susonrisa sobresalía un extremorecién cortado; el resto de lalínea, la parte que llevaba al lazoque tenía alrededor de su cuello,sobresalía por el otro lado. Había

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algo tan bárbaro y predador enesta imagen —la soga atrapada enla sonrisa— que se quedó helado,mirándola con tal horror que sólohizo que se le ampliara la sonrisa.

—Trata de hacete el vivocando mencargue de tus manos —amenazó ella con su voz ahogada—, y te coito la tráquea con losdientes, pichagris. Y eta vez no lasuelto. ¿Entendite?

Él no se animó a hablar. Sóloasintió con la cabeza.

—Bien. A lo mejó vives unpoquito má, despué de todo.

—Si no —graznó Eddie—,

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nunca volverás a tener el placerde robar en Macy’s, Detta.Porque él lo sabría, y no dejaríani una piedra en su lugar.

—Cállate —dijo Detta… casicanturreó—. Cállate. Deja quepiense la gente que sabe. Lúnicoque tú puedes hacé es buscá eselazo, ¿dacueldo?

SEIS

«Mientlas tú dormías, yotrenzaba», había dicho ella, y condisgusto y alarma crecientes,

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Eddie descubrió que significabaexactamente lo que parecía. Lacuerda se había convertido en unaserie de tres nudos corredizos. Elprimero se lo había deslizadoalrededor del cuello mientrasdormía. El segundo aseguraba susmanos detrás de su espalda.Luego ella lo empujó rudamentesobre el costado y le dijo quelevantara los pies hasta que lostalones tocaran el trasero. Élentendió a dónde llevaba esto yse resistió. Ella sacó uno de losrevólveres de Roland del tajo desu vestido, lo amartilló, y apretó

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el cañón contra la sien de Eddie.—Lo haces tú o lo hago yo,

pichagris —exigió con su vozronca—. Sólo que si lo hago yo,te vassa morir. Voa pisoteá larenasobre los seso que salgan delcerebro, lagartija con pelo. Élcreerá que etás dolmido. —Denuevo acotó la amenaza con unarisa.

Eddie levantó los pies yrápidamente ella aseguró el tercernudo corredizo alrededor de sustobillos.

—Aitá. Atado y fajado comoun ternero en un rodeo.

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Esto lo describía mejor quenada, pensó Eddie. Si trataba debajar los pies para aliviar unaposición que ya se volvía cadavez más incómoda, él mismoapretaría aún más el nudocorredizo que sostenía sustobillos.

Eso acortaría el largo de lacuerda entre los tobillos y lasmuñecas, lo que a su vezapretaría ese nudo corredizo, y depaso la cuerda entre las muñecasy el nudo corredizo del cuello,y…

Ella lo iba arrastrando hacia

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la playa.—¡Eh! ¿Qué…?Trató de tirarse hacia atrás y

sintió que todo se apretaba,incluso su capacidad de inhalaraire. Se dejó llevar lo más sueltoposible («y mantén alzados esospies, no te olvides de eso,mamón, porque si bajas mucholos pies te vas a estrangular») ydejó que ella lo arrastrara através del suelo áspero.

Una piedra puntiaguda learrancó un trozo de piel de lamejilla, y sintió la sangre calienteque comenzaba a brotar.

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Ella jadeaba roncamente. Elsonido de las olas y la explosiónde la que horadaba el túnel en laroca eran más fuertes.

¿Me va a ahogar? Joder, ¿eseso lo que pretende?

No, por supuesto que no.Creyó saber lo que ella pensabahacer aun antes de que su carasurcara las algas retorcidas quemarcaban la línea de la mareaalta, esas cosas que apestaban asal muerta, frías como los dedosde los marineros ahogados.

Recordó lo que Henry lecontó una vez: «A veces

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disparaban a uno de los nuestros.Un americano, quiero decir…sabían que un vietnamita noservía porque no sería ninguno denosotros el que fuera a buscar aun amarillo al bosque. No amenos que fuera un pez reciénllegado de Estados Unidos. Lehacían un agujero en el estómago,lo dejaban ahí gritando, y luegoatrapaban a todos los tipos queiban a tratar de salvarlo. Seguíanhaciendo eso hasta que el tipo semoría. ¿Sabes cómo llamaban aun tipo como ése, Eddie?».

Eddie había negado con la

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cabeza, helado con esa visión.«Lo llamaban un tarro de miel

—había dicho Henry—. Algodulce. Algo que atrae a lasmoscas. O incluso a un oso, talvez».

Eso es exactamente lo quehacía Detta: estaba usándolocomo un tarro de miel.

Lo dejó a unos dos metros pordebajo de la línea de la mareaalta, lo dejó frente al océano, sindecir una sola palabra.

Lo que esperaba que viera elpistolero a través de la puerta noera la subida de la marea que lo

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ahogaría, porque la marea estababaja y no volvería a llegar a estaaltura antes de por lo menos seishoras.

Y mucho antes que eso…Eddie alzó un poco los ojos y

vio que el sol tendía un largosendero dorado a través delocéano. ¿Qué hora sería? ¿Lascuatro? Más o menos. El sol sepondría alrededor de las siete.

Oscurecería mucho antes deque tuviera que preocuparse porla marea.

Y cuando llegara laoscuridad, las langostruosidades

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saldrían rodando de las olas; seabrirían un camino lleno depreguntas por la playa hastadonde él yacía atado e indefenso,y entonces lo partirían enpedazos.

SIETE

Ese tiempo se extendió en formainterminable para Eddie Dean. Lamisma idea del tiempo seconvirtió en una broma. Aun elhorror de lo que le iba a sucedercuando oscureciera se desvaneció

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a medida que sus piernascomenzaron a hincharse: lamolestia recorrió una escalacreciente desde la sensación dedolor hasta llegar finalmente auna aullante agonía. Relajaba losmúsculos y todos los nudoscomenzaban a apretar, y cuandoestaba al borde delestrangulamiento, de algunamanera lograba volver a levantarlos tobillos, con lo que aligerabala presión y conseguía recuperarun poco de aliento. Ya no estabamuy seguro de poder aguantarhasta la noche. Llegaría un

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momento en que simplementesería incapaz de volver a levantarlas piernas.

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CAPÍTULO IIIROLAND TOMA SU

MEDICINA

UNO

Ahora Jack Mort sabía que elpistolero estaba en él. De habersido otra persona —un EddieDean o una Odetta Holmes, porejemplo—, Roland habría

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mantenido una conversación conel hombre, aunque sólo fuera paraaligerar la natural confusión y elpánico que uno puede sentir si depronto se lo empuja rudamente alasiento del copiloto en un cuerpoque toda la vida ha manejado elpropio cerebro.

Pero como Mort era unmonstruo —peor de lo que DettaWalker hubiera sido o pudierallegar a ser—, no hizo ningúnesfuerzo en absoluto por hablar oexplicar. Podía oír los clamoresdel hombre. —¿Quién eres?¿Qué me está pasando?—, pero

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no les prestó atención. Elpistolero se concentró en su cortalista de necesidades, y usó lamente del hombre sinremordimiento alguno. Losclamores se convirtieron enaullidos de terror. El pistolerocontinuó sin prestarles ningunaatención.

Sólo se veía capaz depermanecer en el nido de gusanosque era la mente de aquel hombresi lo consideraba como unacombinación de atlas yenciclopedias. Mort tenía toda lainformación que Roland

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necesitaba. El plan que preparóera tosco, pero a veces tosco eramejor que pulido. Cuando setrataba de hacer planes, no habíaen el mundo criaturas másdistintas que Roland y Jack Mort.

Cuando se hace un plan tosco,queda espacio para laimprovisación. Y laimprovisación sobre la marchasiempre había sido uno de lospuntos fuertes de Roland.

DOS

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Un hombre gordo con lentes sobrelos ojos, como el calvo que habíaasomado la cabeza en la oficinade Mort cinco minutos antes(daba la impresión de que en elmundo de Eddie mucha genteusaba estos adminículos, que suMortciclopedia identificaba como«gafas»), entró junto con él en elascensor. Miró el portafolios quellevaba en la mano el hombre aquien él creía Jack Mort, y luegoal mismo Mort.

—¿Vas a ver a Dorfman,Jack?

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El pistolero no contestó.—Si crees que puedes

convencerlo para que subalquile,pierdes el tiempo, te lo puedoasegurar —dijo el hombre gordo,y parpadeó cuando su colega dioun rápido paso atrás. Las puertasde la pequeña caja se cerraron, yde pronto comenzaron a caer.

Dio un zarpazo a la mente deMort, indiferente a sus gritos, ydescubrió que esto estaba bien.La caída era controlada.

—Si soy inoportuno, lo siento—se disculpó el hombre gordo.

El pistolero pensó: «Éste

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también tiene miedo».—Creo que tú has manejado a

ese tarado mejor que cualquierotra persona de la compañía.

El pistolero no contestó. Sóloesperaba poder salir de aquelataúd en caída.

—Y créeme lo que te digo —continuó animoso el hombregordo—. Fíjate que ayer mismoestaba almorzando con…

La cabeza de Jack Mort sevolvió, y detrás de las gafas dearmazón dorado de Jack Mort,unos ojos que parecían tener untono de azul de algún modo

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diferente de lo que siemprehabían sido antes los ojos deJack, miraron fijamente al hombregordo.

—Cállate —dijo el pistoleroen tono neutro.

Al hombre se le fue el colorde la cara y dio dos rápidospasos hacia atrás. Sus nalgasfláccidas dieron contra la maderafalsa de los paneles posterioresdel pequeño cajón enmovimiento, que súbitamente sedetuvo. Se abrieron las puertas yel pistolero, que usaba el cuerpode Jack Mort como si fuera ropa

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que le sentara a la perfección,salió sin mirar atrás. El hombregordo mantuvo el dedo en elbotón de «PUERTA ABIERTA» delascensor, y esperó dentro hastaque Mort desapareció. «Siemprele ha faltado un tornillo —pensóel gordo—, pero esto podría serserio. Esto podría ser una crisisnerviosa».

El hombre gordo descubrióque le resultaba muyreconfortante la idea de tener aJack Mort internado en unsanatorio mental en alguna parte.

Al pistolero no le habría

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sorprendido.

TRES

En alguna parte entre la sala delos ecos, que su Mortciclopediaidentificaba como «vestíbulo», asaber, un lugar de entrada y salidade las oficinas que llenabanaquella torre-hasta-el-cielo, y elsol brillante de la calle (suMortciclopedia identificaba estacalle como «Sexta Avenida» ytambién como «Avenida de lasAméricas») los aullidos del

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huésped de Roland cesaron. Mortno había muerto de miedo; elpistolero lo sentía con ese instintoprofundo, el mismo que le hacíasaber que si Mort moría, sus kasserían expulsados para siempre aese vacío de posibilidades queyace más allá de todos losmundos físicos. No estabamuerto; se había desmayado. Sedesmayó ante la sobrecarga deterror y extrañeza, como el mismoRoland se había desmayado alentrar en la mente de este hombrey descubrir sus secretos y elcruce de destinos demasiado

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grande para ser casual.Se alegraba de que Mort se

hubiese desmayado. Mientras supérdida de conocimiento noafectara el acceso de Roland alos conocimientos y a la memoriadel hombre, se alegraba dehabérselo sacado de encima.

Los coches amarillos eranmedios de transporte a los que sellamaba «Tac-si». LaMortciclopedia le indicó que lastribus que los conducían eran dos:los Morenos y los Burlones. Paradetenerlos, había que levantar lamano como un alumno en una

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clase.Roland lo hizo, y vio que

varios Tac-sis, que ibanobviamente vacíos salvo por susconductores, pasaban a su ladosin detenerse. Vio que teníancarteles que decían «FUERA DESERVICIO». Como estos cartelesestaban escritos en las GrandesLetras, el pistolero no necesitó laayuda de Mort. Esperó, y luegolevantó la mano otra vez. Esta vezel Tac-si se detuvo. El pistolerosubió al asiento de atrás. Olióhumo viejo, viejo perfume, viejosudor. Olía como un carruaje de

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su propio mundo.—¿Adónde, mi amigo? —

preguntó el conductor. Roland notenía idea de si pertenecía a latribu de los Morenos o de losBurlones, y no tenía intención depreguntar. En este mundo podíallegar a ser una descortesía.

—No estoy seguro —dudóRoland.

—Éste no es un grupo deencuentro social, mi amigo. Eltiempo es oro.

«Dile que baje la bandera», lesugirió la Mortciclopedia.

—Baje la bandera —señaló

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Roland.—Eso no hace rodar nada

más que tiempo —replicó elconductor.

«Dile que le darás cincodólares de propina», aconsejó laMortciclopedia.

—Le daré cinco dólares depropina —dijo Roland.

—Quiero verlos —pidió eltaxista—. El dinero habla, lastonterías vuelan.

«Pregúntale si quiere eldinero o si quiere irse a lamierda», aconsejóinstantáneamente la

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Mortciclopedia.—¿Quiere el dinero o quiere

irse a la mierda? —preguntóRoland con voz fría y muerta.

El conductor echó una brevemirada desdeñosa por elretrovisor y no dijo nada más.

Esta vez Roland consultó másde lleno la provisión acumuladade conocimientos de Jack Mort.El taxista volvió a echar unamirada, rápidamente, durante losquince segundos que su pasajeropasó simplemente sentado ahí conla cabeza algo inclinada y lamano izquierda extendida sobre

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la frente, como si tuviera un dolorde cabeza marca Excedrin. Elchófer había decidido decirle altipo que se bajara o llamaría agritos a un policía, pero en esemomento el pasajero levantó lamirada y dijo suavemente:

—Me gustaría que me llevaraa la intersección de la SéptimaAvenida y la calle Cuarenta yNueve. Por este viaje le pagarédiez dólares más de lo quemarque su taxímetro, no importacuál sea su tribu.

«Un bicho raro —pensó elconductor—. Un WASP[8] de

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Vermont que trata de entrar en elnegocio del espectáculo, pero alo mejor es un bicho raro rico».Metió la primera.

—Allí vamos, compañero —señaló, e incorporándose altráfico, agregó mentalmente: «Ycuanto antes mejor».

CUATRO

«Improvisar». Ésa era lapalabra.

El pistolero vio el cocheblanco y azul aparcado en la

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misma manzana, un poco másallá, al bajar del Tac-si, y leyóPolicía como Possía, sincomprobar la provisión deconocimientos de Mort. Dentrohabía dos pistoleros; bebían algo—café, tal vez— en vasos depapel blanco. Sí, pistoleros, peroparecían gordos y flojos.

Tomó la billetera de JackMort (aunque era mucho máspequeña que una billetera deverdad; una billetera de verdadera casi tan grande como unacartera y podía llevar todas lascosas de un hombre si viajaba

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liviano) y le dio al conductor unbillete que tenía impreso elnúmero 20. El chófer se alejórápidamente. No era, ni muchomenos, la propina más grande quehabía recibido en el día, pero eltipo era tan raro que sintióhaberse ganado cada centavo debuena ley.

El pistolero miró el cartel delnegocio.

CLEMENTS: ARMAS YPRODUCTOS DEPORTIVOSMUNICIONES, EQUIPOS DE

PESCA, FACSÍMILESOFICIALES

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No comprendía todas laspalabras, pero una mirada alescaparate le bastó paracomprobar que Mort le habíallevado al lugar correcto. Habíamuñequeras, insignias derangos… y armas de fuego.Principalmente rifles, peropistolas también. Estabanencadenadas, pero eso noimportaba.

Sabría lo que necesitabacuando lo viera. Si lo veía.

Roland consultó la mente deMort —una mente que teníaexactamente la astucia necesaria

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para conseguir sus propósitos—durante más de un minuto.

CINCO

Uno de los policías en el cocheazul y blanco le dio un codazo alotro.

—Ahí tienes —le dijo— uncomprador que compara en serio.

Su compañero se echó a reír.—Oh, Dios —exclamó con

voz afeminada cuando el hombretrajeado y con gafas de armazóndorado concluyó su estudio de la

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mercancía expuesta y entró—.Cdeo que acaba de decididse podlas esposas colod lavanda.

El primer policía se atragantócuando tragaba un sorbo de cafécaliente, y en un arrebato de risalo derramó sobre el vaso depapel.

SEIS

Casi de inmediato se acercó undependiente y le preguntó sipodía ayudarlo en algo.

—Me pregunto —replicó el

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hombre con el traje azul clásico— si tiene usted un diario… —Hizo una pausa, pareció pensarprofundamente, y luego volvió aalzar la vista—. Quiero decir ungráfico, que muestre diferentesmuniciones para revólver.

—¿Quiere decir una tabla decalibres? —preguntó eldependiente.

El cliente hizo una pausa yluego añadió:

—Sí. Mi hermano tiene unrevólver. Yo lo he disparado,pero de esto hace muchos años.Creo que puedo reconocer las

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balas si las veo.—Bueno, tal vez usted piensa

eso —dijo el dependiente—, peropodría ser difícil. ¿Era un 22?¿Un 38? O tal vez…

—Si tiene un gráfico lo sabré—repuso Roland.

—Un segundo. —Eldependiente miró por un momentoal hombre de traje azul. Teníadudas, pero enseguida se encogióde hombros. «El cliente siempretiene razón, hombre, incluso si seequivoca. Eso… si tiene con quépagar, claro. El dinero habla, lastonterías vuelan»—. Tengo una

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Biblia del Tirador. Tal vez es esolo que debería mirar.

—Sí. —Sonrió. La Biblia delTirador. Era un noble título paraun libro.

El hombre buscó debajo delmostrador y sacó un volumen muymanoseado. Era el libro másgrueso que el pistolero habíavisto en toda su vida, y aun asíaquel hombre lo manipulabacomo si no tuviera más valor queun puñado de piedras.

Lo abrió sobre el mostrador ylo volvió hacia el otro lado.

—Eche un vistazo. Aun

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cuando hayan pasado años, escomo si estuviera disparando enla oscuridad. —Pareciósorprendido, y luego sonrió—.Perdone la broma.

Roland no lo oyó. Estabainclinado sobre el libro yestudiaba las imágenes queparecían casi tan reales como lascosas que representaban,maravillosas figuras que laMortciclopedia identificó como«Fotergrafías».

Volvió lentamente las páginas.No… no… no…

Casi había perdido las

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esperanzas cuando la vio. Miró aldependiente con tal llamarada deexcitación que el dependiente sesintió algo asustado.

—¡Aquí! —señaló—. ¡Aquí!¡Esta de aquí!

La fotografía que señalabacon el dedo era la de un cartuchode una pistola Winchester 45. Noera exactamente igual a suspropios cartuchos porque nohabían sido torneados a mano ocargados a mano, pero no teníaque consultar las cifras (que detodas maneras no hubieransignificado casi nada para él)

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para saber que se ajustarían a suscámaras y dispararían susrevólveres.

—Bueno, muy bien, pareceque las ha encontrado —dijo eldependiente—, pero tómeselo concalma, amigo. Quiero decir, noson más que balas.

—¿Las tiene?—Claro. ¿Cuántas cajas

quiere?—¿Cuántas lleva la caja?—Cincuenta. —El

dependiente comenzó a mirar alpistolero con verdaderasuspicacia. Si el tipo pensaba

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comprar balas, debía saber quetenía que mostrar una licencia dearmas con una foto deidentificación; sin permiso nohabía municiones, no para armasde fuego: era la ley en el distritode Manhattan. Y si este sujetotenía una licencia, ¿cómo eraposible que no supiera cuántoscartuchos había en una cajacomún de municiones?

—¡Cincuenta! —El tipo ahorase quedó mirándolo con talsorpresa que se le cayó lamandíbula. Seguro que estabachiflado.

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El dependiente se desplazó unpoquito hacia su izquierda, unpoquito más cerca de la cajaregistradora… y, no demasiadocasualmente, un poquito máscerca de su propia arma, unaMagnum 357 que tenía cargada ensu soporte debajo del mostrador.

—¡Cincuenta! —repitió elpistolero. Había esperado cinco,diez, que llegaran incluso a ladocena, pero esto… esto…

«¿Cuánto dinero tienes?», lepreguntó a la Mortciclopedia. LaMortciclopedia no lo sabía conexactitud, pero creía que habría al

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menos sesenta dólares en subilletera.

—¿Y cuánto cuesta una caja?—Supuso que serían más desesenta dólares, pero tal vezpodría persuadir al hombre deque le vendiera parte de una caja,o…

—Diecisiete con quince —dijo el dependiente—. Pero,señor…

Jack Mort era un contable, yesta vez no hubo espera; latraducción y la respuesta llegaronsimultáneamente.

—Tres —pidió el pistolero

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—. Tres cajas. —Señaló con eldedo la «fotergrafía» de la bala.¡Ciento cincuenta cargas! ¡Diosessagrados! ¡Qué loco almacén deriqueza era este mundo!

El dependiente no se movía.—No tiene tanta cantidad —

dijo el pistolero. No lesorprendía. Demasiado buenopara ser cierto. Un sueño.

—Oh, tengo Winchester 45,tengo Winchester 45 hasta eltecho. —El dependiente dio otropaso a la izquierda, un paso máscerca de la caja registradora y desu arma. Si el tipo estaba loco,

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cosa que el dependiente esperabaaveriguar en cualquier momento,pronto iba a ser un loco con ungran agujero en el vientre—.Tengo munición del 45 de sobras.Lo que quiero saber, señor, es siusted tiene la tarjeta.

—¿Tarjeta?—Un permiso para portar

armas con foto. No puedovenderle munición para revólversi no me muestra el permiso. Siquiere comprar municiones sin elpermiso, tendrá que irse hastaWetchester.

El pistolero se quedó frente al

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hombre con la mirada vacía. Todoeso era cháchara para él. Noentendía nada de lo que decía. SuMortciclopedia tenía alguna vaganoción de lo que el hombre queríadecir, pero las ideas de Mort eneste caso eran demasiado vagascomo para confiar en ellas. Mortno había tenido un arma nunca ensu vida. Él tenía otros mediospara hacer su trabajo repugnante.

Sin quitar los ojos de la carade su cliente, el dependiente sedeslizó otro paso a la izquierda, yel pistolero pensó: «Tiene unarma. Espera que yo cree

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problemas… o tal vez quiere queyo cree problemas. Quiere unaexcusa para dispararme».

Improvisa.Recordó a los dos pistoleros

sentados en su carruaje azul yblanco calle abajo. Pistoleros, sí,guardianes de la paz, hombresencargados de evitar que elmundo se moviera. Pero éstos lehabían parecido —al menos alpasar— tan blandos y pocoobservadores como todos losdemás en este mundo decomedores de loto; sólo doshombres de uniforme y con

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gorras, repantigados en losasientos de su carruaje, tomandocafé. Pudo haberlos subestimado.Por el bien de todos ellosesperaba que no.

—¡Oh! Comprendo —asintióel pistolero, y trazó una sonrisade disculpa en el rostro de JackMort—. Discúlpeme. Supongoque perdí el rastro de lo muchoque el mundo se ha movido.Quiero decir, que ha cambiadodesde la última vez que tuve unarma.

—No pasa nada —dijo eldependiente, y se relajó un poco.

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Tal vez el tipo estaba bien. O talvez estaba haciendo algunainocentada.

—Me pregunto si podría verese equipo de limpieza. —Rolandseñaló un estante detrás deldependiente.

—Claro. —El dependiente sevolvió para cogerlo y, cuando lohizo, el pistolero sacó la billeteradel bolsillo interior de lachaqueta de Mort. Lo hizo con lacentelleante rapidez con quepodía desenfundar su arma. Eldependiente estuvo de espaldas aél durante menos de cuatro

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segundos, pero cuando volvió agirarse hacia Mort, la billeteraestaba en el suelo.

—Es una belleza —comentóel dependiente, sonriendo; habíadecidido que después de todo eltipo estaba bien. Mierda, él sabíalo mal que puede llegar a sentirseuno cuando se porta como untonto. Lo había hecho bastantesveces con los Marines—. Ytampoco necesita ningún tipo depermiso para comprar un equipode limpieza. ¿No es maravillosala libertad?

—Sí —contestó seriamente el

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pistolero, y simuló mirar con todocuidado el equipo de limpieza,aunque una sola mirada le bastópara comprobar que incluso elestuche era despreciable.Mientras miraba, empujócuidadosamente con el pie labilletera de Mort debajo delmostrador.

Al cabo de un rato empujó unpoco hacia atrás el equipo delimpieza con una verosímilexpresión de pesar.

—Temo que voy a tener quepasar.

—Muy bien —asintió el

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dependiente, y abruptamenteperdió el interés. Como el tipo noestaba loco y obviamente no eraun comprador sino un mirón, surelación concluía. Las tonteríasvuelan—. ¿Algo más? —La bocapreguntaba mientras los ojos ledecían al traje azul que selargara.

—No, gracias. —El pistolerosalió sin mirar atrás. La billeterade Mort estaba bien metidadebajo del mostrador. Rolandhabía colocado su propio tarro demiel.

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SIETE

Los oficiales Carl Delevan yGeorge O’Mearah habíanterminado su café y estaban apunto de ponerse en marchacuando el hombre del traje azulsalió de Clements, sitio queambos policías consideraban uncuerno de pólvora (que en lajerga policial aludía a unaarmería legal que a veces vendíaarmas a atracadoresindependientes con credencialescomprobadas, y que hacían

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negocios, a veces importantes,con la Mafia), y se acercó alcoche patrulla.

Se inclinó y miró a O’Mearahpor la ventanilla del lado delpasajero. O’Mearah esperaba queel tipo hablara de un modoamariconado… probablemente notan amariconado como habíasugerido su chiste de las esposascolor lavanda, pero, en cualquiercaso, como un marica. Aparte delas armas, Clements tenía unactivo comercio de esposas. Lasesposas eran legales enManhattan, y la mayoría de los

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que las compraban no eranprecisamente Houdinisaficionados (a los policías no lesgustaba, pero ¿desde cuándo loque pensaban los policías habíacambiado alguna vez las cosas?).Los compradores eranhomosexuales con cierto gustitopor el sadomasoquismo. Pero eltipo no sonaba en absoluto comoun marica. Su voz era llana einexpresiva, cortés pero en ciertomodo muerta.

—El comerciante de esenegocio me ha robado la billetera—informó.

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—¿Quién? —O’Mearah seenderezó rápidamente. Desdehacía un año y medio se moríande ganas por agarrar a JustinClements. Si podían hacerlo, talvez ambos pudieran zafarse porfin de esos trajes azules ycambiarlos por las placas dedetectives. Probablemente unsueño loco (era demasiado buenopara ser cierto) pero de todasmaneras…

—El comerciante. El… —Una breve pausa—. Eldependiente.

O’Mearah y Carl Delevan

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intercambiaron una mirada.—¿Pelo negro? —preguntó

Delevan—. ¿Más bienrechoncho?

Otra vez se produjo unabrevísima pausa.

—Sí. Tiene los ojosmarrones. Una pequeña cicatrizdebajo de uno de ellos.

Este tipo tenía algo…O’Mearah no supo especificar

qué era en ese momento, pero lorecordó más tarde, cuando nohabía demasiadas otras cosas enqué pensar. La principal, desdeluego, era el simple hecho de que

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ya no importaba la dorada placade detective; tal como resultaronlas cosas, sería un milagro delcopón si simplemente lograbanconservar sus empleos.

Pero años más tarde seprodujo un breve momento deepifanía cuando O’Mearah llevóa sus dos hijos al Museo de laCiencia de Boston. Tenían unamáquina, un ordenador que jugabaal tres en raya, y a menos que unopusiera la X en el cuadro centralen la primera jugada, la máquinaganaba siempre. Pero siemprehacía una pausa mientras revisaba

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en su memoria todas las jugadasposibles. Y sus hijos habíanquedado fascinados. Pero habíaalgo espeluznante en esamáquina… y entonces recordó aTraje Azul. Lo recordó porqueTraje Azul había tenido el mismojodido hábito. Hablar con él eracomo hablar con un robot.

Delevan no tuvo esasensación, pero nueve años mástarde, cuando llevó una noche alcine a su propio hijo (queentonces tenía dieciocho años yestaba a punto de entrar a lafacultad), Delevan se levantó

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inesperadamente como a la mediahora de haber empezado lapelícula y comenzó a gritar: «¡Esél! ¡Es ÉL! ¡Es el tipo con eljodido traje azul! ¡El tipo queestaba en Cle…!».

Alguien desde atrás gritó«¡Siéntese!», pero no tenía quemolestarse; Delevan, un granfumador con treinta y cinco kilosde más, cayó de un ataque alcorazón que resultó fatal antes deque el protestón llegara a decir lasegunda palabra. El tipo del trajeazul que ese día se habíaacercado a su coche patrulla y les

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había hablado de su billeterarobada no se parecía a la estrellade la película, pero esa emisiónmuerta de palabras había sido lamisma; y así había sido tambiénla manera de algún modoimplacable sin dejar de sergraciosa en que se movía.

La película, por supuesto, eraTerminator.

OCHO

Los policías intercambiaron unamirada. El hombre de quien

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hablaba Traje Azul no eraClements, pero era casi igual debueno: «El Gordo Johnny»Holden, el cuñado de Clements.Pero para haber hecho algo tancompletamente estúpido comorobarle a un tipo la billeterasería…

… sería justo lo que estemamón andaba buscando,completó la mente de O’Mearah,y tuvo que llevarse la mano a laboca para cubrir una momentáneasonrisita.

—¿Por qué no nos diceexactamente lo que sucedió? —

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preguntó Delevan—. Puedecomenzar por su nombre.

Otra vez la respuesta delhombre le dio a O’Mearah laimpresión de que algo no estabadel todo bien, un poquito fuera deritmo.

En esta ciudad, donde a vecesparecía que el setenta por cientode la población creía que «vete ala mierda» era la versiónamericana de «buenos días», élhubiera esperado que el tipodijera algo como: «¡Eh, ese hijode puta me ha robado la billetera!¿Van a ir a recuperármela o se

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van a quedar aquí sentadosjugando a las Veinte Preguntas?».

Pero estaba aquel traje biencortado, las uñas manicuradas. Untipo que tal vez estabaacostumbrado a tratar con elpapeleo burocrático. La verdades que a George O’Mearah no leimportaba mucho. La idea depescar al Gordo Johnny Holden yusarlo como una palanca parallegar a Arnold Clementsprovocaba que se le hiciera aguala boca. Por un vertiginosomomento incluso se permitióimaginar que podía usar a Holden

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para llegar a Clements, y aClements para llegar a uno de lostipos grandes de verdad, el pezgordo Balazar, por ejemplo, o talvez Ginelli. Eso no estaría nadamal. Nada mal en absoluto.

—Mi nombre es Jack Mort —dijo el hombre.

Delevan había sacado un blocde notas doblado de su bolsillotrasero.

—¿Dirección?Otra vez esa ligera pausa.

«Como la máquina», pensó O’Mearah. Un momento desilencio, y luego un casi audible

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clic.—Park Avenue Sur, 409.Delevan lo anotó.—¿Número de Seguro

Social?Después de otra ligera pausa,

Mort lo recitó.—Comprenda que tengo que

hacerle estas preguntas conpropósitos de identificación. Si elsujeto efectivamente le ha robadola billetera, tendré que comprobarque usted me ha dado todos losdatos correctamente antes dedevolvérsela. Usted comprende.

—Sí. —Ahora apareció un

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ligerísimo dejo de impaciencia enla voz del hombre. Esto logró quede alguna manera O’Mearah sesintiera un poco mejor conrespecto a él—. Sólo quisiera queno lo alargara más de lonecesario. El tiempo pasa, y…

—Así son las cosas, claro.—Así son las cosas —

accedió el hombre del traje azul—. Sí.

—¿Tiene alguna foto en subilletera que sea fácilmenteidentificable?

Una pausa.—Una foto de mi madre

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tomada frente al Empire State. Enel dorso está escrito: «Fue un díamaravilloso y una vistamaravillosa. Te quiere, mamá».

Delevan anotó furiosamente, yluego cerró de golpe su libreta.

—Muy bien, con esto serásuficiente. La única otra cosa va aser que usted nos haga una firma,así, si conseguimos de vuelta subilletera, la comparamos con lasfirmas de su permiso de conducir,sus tarjetas de crédito, ese tipo decosas. ¿Le parece?

Roland asintió con la cabeza,a pesar de que una parte de él

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comprendía que, aunque pudierarastrear todo lo que quisiera en lamemoria y en los conocimientosque Jack Mort tenía de estemundo, no tenía ni la más mínimaoportunidad de duplicar su firmasi su conciencia estaba ausente,tal como estaba ahora.

—Díganos qué ha pasado.—He entrado a comprar

cartuchos para mi hermano. Tieneun Winchester del 45. El hombreme ha preguntado si tenía unalicencia de armas. Le he dichoque por supuesto. Quería verlo.

Pausa.

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—He sacado mi billetera. Sela he mostrado. Sólo que al darlela vuelta a la billetera paramostrársela, él debe de habervisto que llevaba unos cuantos…—Leve pausa—. Unos cuantosbilletes de veinte. Soy asesorfiscal. Tengo un cliente llamadoDorfman que acaba de conseguiruna pequeña devolución deimpuestos después de un largo…—Pausa—. Litigio. La sumaascendía a sólo ochocientosdólares, pero este hombre,Dorfman, es… —Pausa—. Esnuestro cliente más importante, el

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que tiene más enchufe. —Pausa—. Si me permite la expresión.

O’Mearah pensó en lasúltimas palabras del hombre. Sumente abandonó pensamientosacerca de robots y máquinas quejugaban al tres en raya. El tipoera bastante real, sólo estabaalterado y trataba de disimularloactuando con frialdad.

—En todo caso, Dorfmanquería efectivo. Insistió en quequería efectivo.

—Cree que el Gordo Johnnyalcanzó a ver la pasta de sucliente —dijo Delevan. Él y

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O’Mearah salieron del coche azuly blanco.

—¿Es así como llaman alhombre de la tienda?

—Oh, a veces lo llamamos demaneras peores que ésa —dijoDelevan—. ¿Qué ha pasado almostrarle el permiso, señorMort?

—Ha dicho que queríamirarlo más de cerca. Le he dadomi billetera, pero él no ha miradoel retrato. La ha tirado al suelo.Le he preguntado para qué habíahecho eso. Él ha dicho que erauna pregunta idiota. Le he pedido

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que me devolviera la billetera.Estaba furioso.

—Apuesto a que sí. —Sinembargo, al mirar el rostromuerto de este hombre, Delevanpensó que era difícil imaginarseque este hombre pudiera ponersefurioso.

—Se ha reído. He intentadodar la vuelta al mostrador parabuscarla. Entonces ha sacado suarma.

Iban caminando hacia latienda. Ahora se detuvieron.Parecían excitados antes quetemerosos.

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—¿Arma? —preguntó O’Mearah; quería asegurarse deque había oído bien.

—Estaba debajo delmostrador, al lado de la cajaregistradora —explicó el hombredel traje azul. Roland recordó elmomento en que casi estropeó suplan original para ir en busca delarma del hombre. Ahora les decíaa estos pistoleros por qué no lohabía hecho. Lo que él quería erausarlos, no hacerlos matar—.Creo que estaba en unaagarradera de estiba.

—¿Una qué?

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Esta vez una pausa más larga.La frente del hombre se arrugó.

—No sé cómo decirloexactamente… una cosa dentro dela cual pones la pistola. Nadie lapuede coger a menos que sepacómo apretar…

—¡Un soporte de pestillo! —dijo Delevan—. ¡Joder!

Otro intercambio de miradasentre los socios. Ninguno de ellosquería ser el primero en decirle aeste tipo que el Gordo Johnnyprobablemente ya habíarecolectado el dinero en efectivo,habría movido el culo hasta la

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puerta trasera, y habría arrojadola billetera por encima de lapared del callejón de la partetrasera del edificio, pero un armaen un soporte de pestillo… esoera diferente. Lo del robo eraposible, pero de pronto unaacusación de tenencia de armaoculta, daba la impresión de seruna cosa segura. Tal vez no tanbuena, pero era poner un pie en lapuerta.

—¿Entonces, qué? —preguntóO’Mearah.

—Entonces me ha dicho queno tenía ninguna billetera. Me ha

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dicho… —Pausa—. Ha dicho queme habían pistado la casta… Osea, quitado la pasta por la calley que sería mejor que lorecordara si quería conservar lasalud. Yo me he acordado de quehabía visto un coche de la policíaaparcado en esta manzana y hepensado que tal vez estarían aquítodavía. Por eso he venido.

—Muy bien —asintióDelevan—. Yo y mi compañerovamos a entrar primero, y rápido.Denos un minuto más o menos. Unminuto entero, sólo por si acasohay algún problema. Luego entre,

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pero quédese al lado de la puerta.¿Comprende?

—Sí.—Muy bien. Vamos a agarrar

a este hijo de puta.Los dos policías entraron.

Roland esperó treinta segundos yluego los siguió.

NUEVE

El Gordo Johnny Holden, másque protestar, rugía.

—¡Ese tipo está loco! Entraaquí, ni siquiera sabe lo que

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quiere, entonces, cuando lo ve enla Biblia del Tirador, no sabecuántas vienen en una caja, cuántocuestan, y eso de que yo queríaver de cerca su licencia es lamentira más grande que he oídoen mi vida, porque él ni siquieratenía licencia… —El GordoJohnny se interrumpió—. ¡Ahíestá! ¡Ahí está el mierdoso! ¡Ahí!¡Te veo, tío! ¡Te veo la cara! ¡Lapróxima vez que tú veas la mía lovas a lamentar! ¡Mierda que lovas a lamentar! ¡Te lo garantizo!¡Te garantizo que…!

—¿No tiene la billetera de

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este hombre? —preguntó O’Mearah.

—¡Usted sabe que no tengo subilletera!

—¿Le importa si echamos unvistazo detrás de esta vitrina? —preguntó Delevan—. Sólo paraestar seguros.

—¡Joder, me quiero morir!¡La vitrina es muy delicada!¿Usted ve alguna billetera poraquí?

—No, ahí no… Yo decía aquí—explicó Delevan acercándose ala caja registradora. Su vozparecía el ronroneo de un gato.

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En ese lugar una banda reforzadade acero cromado de unos sesentacentímetros de ancho descendíapor los estantes del mostrador.Delevan se volvió para mirar alhombre del traje azul, quienasintió.

—Quiero que salgan de aquíahora mismo —exigió el GordoJohnny. Había perdido parte de sucolor—. Si vuelven con unaorden es diferente. Pero por ahoraquiero que salgan de aquí,mierda. Este sigue siendo un paíslibre, coño, ustedes sab… ¡Eh!¡Eh! ¡EH, ESTESE QUIETO!

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O’Mearah estaba mirando alotro lado, por encima delmostrador.

—¡Eso es ilegal! —aullaba elGordo Johnny—. ¡Eso es ilegal,mierda…! La Constitución… miabogado… mierda… ahoramismo se vuelve al otro lado o…

—Sólo quería ver lamercancía más de cerca —repusosuavemente O’Mearah—, dadoque el cristal de su mostrador estámás sucio que la mierda. Por esohe mirado al otro lado. ¿Verdad,Carl?

—Claro, compañero —dijo

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Delevan con solemnidad.—Y mira lo que he

encontrado.Roland oyó un clic, y de

pronto el pistolero con eluniforme azul sostenía en su manoun arma extremadamente larga.

El Gordo Johnny quedótaciturno: por fin se dio cuenta deque era la única persona en lahabitación que iba a contar unahistoria diferente del cuento dehadas que acababa de contarle elpolicía que había cogido suMagnum.

—Tengo permiso —dijo.

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—¿Para portar?—Sí.—¿Para portar oculto?—Sí.—¿Este revólver está

registrado? —le preguntó O’Mearah—. Lo está, ¿verdad?

—Bueno… es posible que searobado.

—Es posible que esto sea unasunto pesado, y también seolvidó de eso.

—Váyase a la mierda. Voy allamar a mi abogado.

El Gordo Johnny comenzó avolverse. Delevan lo aferró.

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—Entonces, está la cuestiónde si tiene o no un permiso paratener oculta un arma mortal en unsoporte de pestillo —profirió conel mismo tono suave yronroneante—. Ésta es unacuestión interesante, porque hastadonde yo sé, la ciudad de NuevaYork no extiende ese tipo depermiso.

Los polis miraban al GordoJohnny; el Gordo Johnny losmiraba a su vez. De modo quenadie se dio cuenta de que Rolandhabía dado la vuelta al cartel dela puerta, de «ABIERTO» a

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«CERRADO».—Tal vez podríamos

comenzar a resolver este asunto siencontráramos la billetera delcaballero —propuso O’Mearah.El mismo Satanás no podía habermentido con tal persuasión—. Talvez sólo se le cayó, ya sabe.

—¡Ya se lo he dicho! ¡Yo nosé nada acerca de la billetera deeste tipo! ¡Está chiflado!

Roland se agachó.—Ahí está —comentó—.

Puedo verla perfectamente. Lepuso un pie encima.

Era mentira, pero Delevan,

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cuya mano seguía sobre elhombro del Gordo Johnny,empujó al hombre hacia atrás contal rapidez que era imposiblesaber si había tenido el pieencima o no.

Tenía que ser ahora. Cuandolos dos pistoleros se inclinaronpara mirar debajo del mostrador,Roland se deslizó en silenciohacia allá. Como estaban paradosuno al lado del otro, sus cabezasquedaban muy juntas. O’Mearahtodavía tenía en su mano derechael revólver que el dependienteguardaba debajo del mostrador.

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—¡Está ahí, joder! —dijoDelevan excitado—. ¡La veo!

Roland echó una rápidamirada al hombre al que llamabanGordo Johnny, quería asegurarsede que no iba a hacer ningúnmovimiento inesperado. Pero éstese había quedado de pie contra lapared —empujando contra lapared, de hecho, como si quisierapoder meterse dentro—; lasmanos le colgaban a los costadosy sus ojos eran dos grandes ydolientes oes. Tenía el aspecto deun hombre que se pregunta cómoes posible que su horóscopo no le

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hubiera advertido que ese díadebía tener especial cuidado.

Ahí no había problemas.—¡Sí! —clamó regocijado

O’Mearah. Los hombres mirarondebajo del mostrador, con lasmanos sobre las rodillasuniformadas. Ahora la de O’Mearah abandonó la rodilla yse extendió para alcanzar labilletera—. La veo, yo t…

Roland dio un último pasoadelante. Con una mano tomó lamejilla derecha de Delevan y conla otra la mejilla izquierda de O’Mearah, y de pronto, el día en

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que el Gordo Johnny creyó habertocado fondo, se puso muchopeor. El espectro del traje azullas juntó con tanta fuerza que lascabezas de los policías sonaroncomo rocas envueltas en fieltro.

Los policías cayerondesplomados. El hombre de lasgafas de armazón dorado quedóde pie. Apuntaba la Magnum 357hacia el Gordo Johnny. El cañónera lo bastante grande como paradisparar un cohete a la luna.

—No vamos a tenerproblemas, ¿verdad que no? —preguntó el espectro con su voz

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muerta.—No, señor —contestó el

Gordo Johnny de inmediato—, niuno solo.

—Quédese ahí quieto. Si suculo pierde contacto con esapared, usted va a perder contactocon la vida tal como la conocióhasta ahora. ¿Comprende?

—Sí, señor —dijo el GordoJohnny—. Claro que sí.

—Bien.Roland separó a los dos

policías. Ambos estaban aún convida. Eso era bueno. No importalo lentos y poco observadores

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que pudieran ser, eran pistoleros,hombres que habían tratado deayudar a un extraño en problemas.No tenía ninguna necesidad dematar a los suyos.

Pero lo había hecho antes, ¿noera cierto? Sí. ¿Acaso no habíamuerto el mismo Alain, uno desus hermanos conjurados, bajolos propios revólveres humeantesde Roland y Cuthbert?

Sin sacarle los ojos deencima al dependiente, palpóbajo el mostrador con la punta delmocasín Gucci de Jack Mort.Sintió la billetera. Le dio una

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patada. Salió rodando de debajodel mostrador y quedó del ladodel dependiente. El Gordo Johnnysaltó y chilló como una chicaaterrada que acaba de ver unratón. De hecho su culo sí perdiócontacto con la pared por unmomento, pero el pistolero lopasó por alto. No tenía intenciónde meterle una bala a estehombre.

Antes que dispararle preferíaarrojarle el revólver y desnucarlocon él. Un revólver de un tamañotan absurdo probablementeatraería a medio vecindario.

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—Levántela —ordenó elpistolero—. Lentamente.

El Gordo Johnny se agachó, ycuando tomaba la billetera soltóun sonoro pedo y gritó. Elpistolero se dio cuenta,ligeramente divertido, de que elhombre había confundido elsonido de su propio pedo con undisparo y había pensado que lellegaba la hora de morir.

Cuando el Gordo Johnny seincorporó, estaba furiosamenteruborizado. Había una granmancha húmeda en el frente desus pantalones.

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—Deje la cartera sobre elmostrador. La billetera, quierodecir.

El Gordo Johnny lo hizo.—Ahora los cartuchos.

Winchester 45. Y quiero ver susmanos cada segundo.

—Tengo que meter la mano enel bolsillo. Por las llaves.

Roland asintió.Mientras el Gordo Johnny

destrababa primero y luego abríael exhibidor con las cajas debalas almacenadas dentro, Rolandmeditó.

—Deme cuatro cajas —dijo

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por fin. No podía imaginarse quefuera a necesitar tantos cartuchos,pero tampoco podía ignorar latentación de tenerlos.

El Gordo Johnny puso lasbalas sobre el mostrador. Rolandabrió la tapa de una de ellas,apenas era capaz de creer,todavía, que no era una broma ouna falsificación. Perociertamente eran balas, limpias,brillantes, sin marcas, nuncadisparadas, nunca recargadas.Alzó una y la puso un momento ala luz, luego volvió a ponerla enla caja.

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—Ahora saque un par de esasmuñequeras.

—¿Muñequeras?El pistolero consultó la

Mortciclopedia.—Esposas.—Señor, no sé qué quiere. La

caja registradora…—Haga lo que le digo. Ahora.«Dios, esto no va a terminar

nunca», gimió mentalmente elGordo Johnny. Abrió otra seccióndel mostrador y sacó un par deesposas.

—¿La llave? —preguntóRoland.

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El Gordo Johnny puso sobreel mostrador las llaves de lasesposas, con un pequeño clic.Uno de los policías sinconocimiento lanzó un abruptoronquido y Johnny emitió unagudo chillido.

—Dese la vuelta —dijo elpistolero.

—No me va a disparar,¿verdad? ¡Diga que no me va adisparar!

—No lo haré —confirmóRoland con voz neutra—.Siempre que se dé la vuelta ahoramismo. Si no lo hace, dispararé.

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El Gordo Johnny se dio lavuelta, comenzó a gimotear. Porsupuesto el tipo había dicho queno lo haría, pero el olor de lamuerte se volvía demasiadofuerte como para ignorarlo.Pensar que ni siquiera habíarobado tanto. Su gimoteo seconvirtió en un sollozoentrecortado.

—Por favor, señor, por mimadre se lo pido que no me mate.Mi madre es vieja. Es ciega. Ellaes…

—Su madre recibió lamaldición de tener un hijo

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cobarde —dijo sombríamente elpistolero—. Las muñecas juntas.

Lloriqueando, con el pantalónmojado que se pegaba a suentrepierna, el Gordo Johnnyjuntó las muñecas. En un instante,los brazaletes de acero quedaroncerrados. No tenía idea de cómohabía hecho el espectro parapasar tan rápidamente por encimao en torno del mostrador.Tampoco quiso saberlo.

—Quédese ahí quieto y mirela pared hasta que yo le diga quepuede volverse. Si se vuelveantes de que yo se lo diga, lo

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mato.La esperanza iluminó la mente

del Gordo Johnny. El tipo tal vezno se proponía matarlo, despuésde todo. Tal vez el tipo no estabachalado, sólo un poco perturbado.

—No lo haré. Lo juro porDios. Lo juro ante todos sussantos. Lo juro ante todos susángeles. Lo juro ante todos susare…

—Y yo juro que si no se callala boca le lleno la garganta deplomo —atajó el espectro.

El Gordo Johnny se calló laboca. Tuvo la impresión de haber

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estado frente a esa pared durantetoda una eternidad. En realidad,fueron unos veinte segundos.

El pistolero se agachó, dejóel revólver del dependiente en elsuelo, echó una rápida miradapara asegurarse de que la larva seportaba bien, luego hizo rodar alos otros dos de espaldas. Losdos estaban inconscientes, perono heridos de gravedad. Ambosrespiraban regularmente. Un hilode sangre brotaba de la oreja delque se llamaba Delevan, pero esoera todo.

Echó otra rápida mirada al

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dependiente, después desabrochólos cintos de los pistoleros y selos sacó. Luego se quitó lachaqueta del traje azul de JackMort, y se abrochó los cintos élmismo. No eran las armasapropiadas, pero aun así erabueno ir armado otra vez.Magnífico. Mejor de lo quehubiera creído.

Dos pistolas. Una para Eddie,y otra para Odetta… si acasoOdetta estaba lista para usar unarma. Volvió a ponerse lachaqueta de Mort, metió dos cajasde balas en el bolsillo derecho y

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dos en el izquierdo. La chaqueta,antes impecable, ahora estabadeformada por los bultos. Cogióla Magnum 357 del dependiente ypuso los cartuchos en el bolsillode su pantalón. Luego arrojó elrevólver a través de lahabitación. Cuando pegó en elsuelo el Gordo Johnny saltó,profirió un débil grito, y vertióotro poco de agua tibia en suspantalones.

El pistolero se incorporó y ledijo al Gordo Johnny que sevolviera.

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DIEZ

Cuando el Gordo Johnny volvió amirar al depravado de traje azul ygafas de armazón dorado, sequedó con la boca abierta. Por unmomento tuvo la avasalladoracerteza de que el hombre quehabía entrado allí se habíaconvertido en un fantasmamientras él estaba de espaldas. AlGordo Johnny le parecía que através de ese hombre podía veruna figura mucho más real, uno deesos tiradores legendarios sobre

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los que solían hacer películas yprogramas de televisión cuandoél era un niño: Wyatt Earp, DocHolliday, Butch Cassidy, uno deesos tipos.

Luego su visión se aclaró y sedio cuenta de lo que había hechoel terrible chiflado: había tomadolas armas de los policías y se lashabía atado en torno a su cintura.Con el traje y la corbata, el efectodebería haber sido ridículo, peropor alguna razón no lo era…

—La llave de las muñequerasestá sobre el mostrador. Cuandolos possías se despierten ya le

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soltarán.Tomó la billetera, la abrió y,

por increíble que pudiera resultar,dejó sobre el vidrio cuatrobilletes de veinte dólares antes devolver a guardarse la billetera enel bolsillo.

—Por la munición —dijoRoland—. He quitado las balasde su propio revólver. Mepropongo tirarlas en cuantoabandone su tienda. Creo que, conun revólver descargado y sin labilletera, les va a resultar difícilacusarlo de algún crimen.

El Gordo Johnny tragó saliva.

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Fue una de las pocas veces en suvida que se quedó sin habla.

—Ahora, ¿dónde está…?,¿dónde está la farmacia máscercana?

El Gordo Johnny súbitamentelo entendió. O creyó entenderlo.

El tipo era un adicto, porsupuesto. Ésa era la explicación.Con razón era tan raro.Probablemente iba drogado hastalas cejas.

—Hay una a la vuelta de laesquina. A media manzana por laCuarenta y Nueve.

—Si miente, volveré y le

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meteré una bala en el cerebro.—¡No le miento! —exclamó

el Gordo Johnny—. ¡Lo juro anteDios Padre! ¡Lo juro ante todoslos santos! ¡Lo juro por mimad…!

Pero ya la puerta se cerrabade un golpe. El Gordo Johnny sequedó un momento en un silencioabsoluto, incapaz de creer que elchiflado se había ido.

Entonces caminó lo másrápidamente posible en torno delmostrador y hacia la puerta. Sevolvió de espaldas y tanteó unpoco hasta que encontró la

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cerradura. Siguió tanteando hastaque alcanzó el cerrojo.

Sólo entonces se permitiódeslizarse lentamente hastaquedar sentado; jadeaba y gemíay juraba a Dios y a todos sussantos y ángeles que esa mismatarde iría a la iglesia de SanAntonio, en cuanto uno de esoscerdos se despertara y le sacaralas esposas. Iba a confesarse, ibaa hacer un acto de contrición, ytambién iba a tomar la comunión.

El Gordo Johnny Holdenquería saldar cuentas con Dios.

Esta vez se había librado por

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un pelo, joder.

ONCE

El sol poniente se convertía en unarco sobre el Mar del Oeste. Seestrechó hasta arrojar una solalínea brillante que lastimaba losojos de Eddie. Mirar una luzcomo esa mucho tiempo podíaproducir una quemadurapermanente en las retinas. Éste noera más que uno de los hechosinteresantes que se aprenden en laescuela, hechos que sirven para

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que uno pueda conseguir unempleo satisfactorio, como porejemplo el de camarero a mediajornada, y un hobby interesante,como la búsqueda, a jornadacompleta, del caballo, y de lapasta para comprarlo. Eddie nodejó de mirar. No creía que fueraa importar por mucho más tiemposi se quemaba las retinas o no.

No le suplicó a la bruja quetenía detrás de sí. Primero, noserviría de nada. Segundo,suplicar lo degradaría. Él habíallevado una vida degradante;descubrió que no quería

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degradarse más en sus últimosminutos. Ahora sólo le quedabanminutos. Era todo lo que habríaantes de que esa delgada líneabrillante desapareciera y llegarala hora de las langostruosidades.

Había suprimido la esperanzade que un cambio milagrosotrajera a Odetta de vuelta en elúltimo momento. Del mismomodo suprimió la esperanza deque Detta reconociera que sumuerte casi seguramente ladejaría a ella anclada en estemundo para siempre. Hastaquince minutos antes, pensaba que

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estaba fanfarroneando; ahorasabía que no.

«Bueno, será mejor queestrangularse centímetro acentímetro», pensó, pero despuésde haber visto noche tras noche aesas repugnantes cosas-langosta,no creía realmente que esto fueraverdad. Sólo rogaba ser capaz demorir sin gritar. No lo creíaposible, pero se proponíaintentarlo.

—¡Van a vení por ti,blanquito! —chillaba Detta—.¡Van a vení en cualquiermomento! ¡Vassé la mejó cena

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que etos bichos han tenío en suvida!

No era una fanfarronada,Odetta no volvía… y el pistolerotampoco. Por algún motivo estoúltimo era lo que más le dolía.Había creído que él y el pistolerose habían convertido al menos ensocios, si no en hermanos, durantesu travesía por la playa, y creyóque Roland haría el esfuerzo dedefenderlo.

Pero Roland no volvía.Tal vez no sea que no quiere

venir. Tal vez no pueda. Tal vezesté muerto, asesinado por un

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guardia de seguridad en unafarmacia —mierda, eso sí quesería una risa, el últimopistolero del mundo asesinadopor un poli de alquiler— o talvez atropellado por un taxi. Talvez esté muerto y la puerta hayadesaparecido. Tal vez por esoella no está fanfarroneando. Talvez no queda nada por quéfanfarronear.

—¡Ora venen en cualquiermomento! —gritaba Detta, yentonces Eddie no tuvo quepreocuparse más por sus retinasporque la última rebanada

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brillante de luz desapareció, ysólo quedó un resplandor.

Miró fijamente hacia las olas,mientras la luz se desvanecíalentamente de sus ojos, y esperó aque la primera de laslangostruosidades saliera de lasolas rodando y tropezando.

DOCE

Eddie trató de girar la cabezapara evitar la primera, pero fuedemasiado lento. Con una pinza ledesgarró una lonja de su cara;

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esparciendo el ojo izquierdocomo gelatina y revelando elclaro resplandor del hueso a laluz del crepúsculo mientrasformulaba sus preguntas y laMujer Mala de Verdad se reía…

«Basta —se ordenó a símismo Roland—. Pensar estascosas es peor que inútil; es unadistracción. Y no tiene que serasí. Es posible que quedetiempo».

Y aún había tiempo…entonces. Cuando Rolandcaminaba a grandes zancadas porla calle Cuarenta y Nueve en el

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cuerpo de Jack Mort, con losbrazos oscilantes y los ojos deáguila fijados con firmeza sobreel cartel que ponía FARMACIA,indiferente a las miradas querecibía y a la forma en que lagente se hacía a un lado paraevitarlo, el sol aún estaba alto enel mundo de Roland. Pasaríanunos quince minutos antes de quesu arco inferior tocara el puntodonde el mar se encontraba con elcielo. Si la hora de la agonía deEddie tenía que llegar, faltaba unpoco todavía.

El pistolero no estaba

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completamente seguro de esto, sinembargo; sólo sabía que allá eramás tarde que aquí, y quemientras el sol allá aún debíaestar alto, el supuesto de que eltiempo en este mundo y en el suyopropio corrieran a la mismavelocidad podía ser un supuestofatal… especialmente para Eddie,que podía sufrir una muerte de unhorror inimaginable, que sumente, sin embargo, insistía enimaginar.

La urgencia de mirar haciaatrás, de ver, era casiinsoslayable. Sin embargo no se

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atrevía. No debía.La voz de Cort interrumpió

severa el flujo de suspensamientos: Controla las cosasque puedes controlar, gusano.Deja que todo lo demás teimporte una mierda, y si tienesque caer, hazlo con tusrevólveres ardiendo. Sí.

Pero era difícil.Muy difícil, a veces.Hubiera podido ver y

comprender por qué la gente lomiraba de esa forma y lo evitabaal pasar, de no haber estado tansalvajemente concentrado en

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terminar tan rápido como pudierasu trabajo en este mundo ylargarse, pero eso no habríacambiado nada. Caminaba tanrápido hacia el cartel azul, dondesegún la Mortciclopedia podíaconseguir el Keflex que su cuerponecesitaba, que la americana deMort volaba y flameaba haciaatrás a pesar del gran peso quecargaba en cada bolsillo. Loscintos que llevaba alrededor de lacintura se veían claramente. Losllevaba no como los habían usadosus dueños, en forma recta yprolija, sino como llevaba los

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suyos propios, atravesados ycruzados muy bajos sobre lascaderas.

Para los tenderos, pregonerosy el resto de la fauna de laCuarenta y Nueve, tenía casi elmismo aspecto que había tenidopara el Gordo Johnny: el de undesesperado.

Roland llegó a la Farmacia yDroguería Katz y entró.

TRECE

En sus tiempos, el pistolero había

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conocido magos, encantadores yalquimistas. Algunos habían sidocharlatanes inteligentes, otroseran estúpidos impostores enquienes sólo podían creerpersonas más estúpidas que ellosmismos (pero en el mundo nuncahubo escasez de tontos, de maneraque hasta los estúpidosimpostores sobrevivían; enrealidad, muchos de ellosprosperaban), y había unos pocosque podían verdaderamente haceresas cosas negras sobre las quelos hombres murmuran en vozbaja. Esos pocos podían

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convocar a los demonios y a losmuertos, podían matar con unamaldición o curar con pocionesextrañas. Uno de esos hombreshabía sido una criatura que parael pistolero era el mismodemonio, una criatura que fingíaser un hombre y se llamaba a símismo Flagg. Él lo había vistosólo brevemente, y eso había sidocerca del fin, cuando seaproximaban a su tierra el caos yla destrucción final. Pisándole lostalones habían llegado doshombres jóvenes, que parecíandesesperados y, sin embargo,

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austeros, hombres llamadosDennis y Thomas. Los tres habíanatravesado sólo una partediminuta de lo que había sido untiempo confuso y perturbador enla vida del pistolero, pero nuncaolvidaría cómo Flagg convirtió aun hombre que lo había irritadoen un perro ululante. Élpersonalmente lo vio y lorecordaba con toda claridad.

Luego había estado el hombrede negro.

Y Marten.Marten, que sedujo a su

madre mientras su padre estaba

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lejos; Marten, que había tratadode provocar la muerte de Roland,y que en cambio provocó suhombría temprana; Marten, aquien, sospechaba, podría volvera encontrar camino de la Torre…o en ella.

Esto es sólo para decir que suexperiencia con la magia y conlos magos lo había llevado aesperar algo bastante diferente delo que de hecho encontró en laFarmacia y Droguería Katz.

Él se había imaginado unahabitación oscura iluminada convelas, inundada de vapores

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amargos y vasijas llenas depolvos, líquidos y filtrosdesconocidos, muchas de ellascubiertas por una gruesa capa depolvo o vestidas de telarañascentenarias. Había esperadoencontrar a un hombre envuelto enuna túnica, un hombre que podíaser peligroso. A través de lasvidrieras transparentes vio quedentro la gente actuaba de unmodo perfectamente casual, comopodía haberlo hecho en cualquierotro negocio, y creyó que era unailusión.

No lo era.

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Así que por un momento elpistolero sencillamente se quedóde pie junto a la puerta,asombrado al principio, luegoirónicamente divertido. Helo aquíen un mundo que lo dejabaalelado al mostrarle a cada pasonuevas maravillas, un mundodonde los carruajes volaban porel aire y el papel parecía baratocomo la arena. Y la maravillamás reciente simplemente era quepara estas personas la maravillase había terminado: aquí, en unsitio de milagros, sólo veíarostros aburridos y cuerpos lentos

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y pesados.Había miles de frascos, había

pociones, había filtros, pero laMortciclopedia los identificó ensu mayoría como remedios decurandero. Aquí había unungüento que presuntamente hacíacrecer el pelo, pero no era así;allá, una crema que prometíaborrar antiestéticas manchas delas manos y los brazos, peromentía; más allá, remedios paracosas que no necesitabancuración; cosas para hacer moverlas tripas o para detenerlas, parahacer los dientes más blancos y el

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pelo más negro, cosas que servíanpara mejorar el aliento, como siuno no pudiera mejorar el alientomascando corteza de aliso. Aquíno había magia, sólotrivialidades… aunque habíaastina, y unos pocos remediosmás que daban la impresión depoder ser útiles. Pero en términosgenerales, Roland estaba perplejopor el lugar. En un lugar queprometía alquimia perocomerciaba más con perfumesque con pociones, ¿quién podíamaravillarse al saber que lamaravilla se había terminado?

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Pero cuando volvió aconsultar la Mortciclopedia,descubrió que la verdad de aquellugar no estaba sólo en las cosasque veía. Las pociones quefuncionaban estaban muy bienguardadas, en un lugar seguro yfuera de la vista. Uno sólo podíaobtenerlas si tenía unaautorización del hechicero. Eneste mundo, tales hechiceros sellamaban MÉDIKOS, y escribíansus fórmulas mágicas en hojas depapel que la Mortciclopediallamaba REXETAS. El pistolerono conocía la palabra. Supuso

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que podía consultar un poco másacerca del tema, pero no semolestó. Sabía lo que le hacíafalta, una rápida mirada a laMortciclopedia le indicó en quélugar de la tienda lo podíaconseguir.

Caminó por uno de lospasillos hacia un mostrador altoque tenía escrita las palabras«MEDICAMENTOS CONPRESCRIPCIÓN».

CATORCE

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El Katz que en 1927 había abiertola Farmacia y Fuente de SodaKatz (Artículos Diversos paraDamas y Caballeros), en la calleCuarenta y Nueve, estaba en sutumba desde hacía tiempo, y suúnico hijo parecía estar listo paraseguirle. Aunque sólo teníacuarenta y seis años, parecíatener veinte más. Estabaperdiendo el pelo, se le veíaamarillo y frágil.

Sabía que la gente decía de élque parecía la muerte ahorcajadas, pero ninguno de ellos

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comprendía por qué.Tomemos a esta arpía que está

ahora al teléfono, la señoraRathbun. Vociferaba que le iba ademandar si no le extendía sureceta de Valium, y ya mismo, ENESTE MISMÍSIMO INSTANTE.

«¿Qué quiere, señora, queeche una corriente de píldorasazules a través del teléfono?». Silo hacía, al menos ella le haría unfavor y se callaría. Sólo pondríael receptor para arriba y abriríaal máximo su boca.

El pensamiento le provocóuna sonrisa fantasmal que reveló

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sus dientes cetrinos.—Usted no comprende,

señora Rathbun —la interrumpióél después de haber escuchadodurante un minuto, un minutocompleto, controlado con elbarrido de la segunda aguja de sureloj, su colérico delirio.

Le hubiera gustado decirle,solamente una vez: «¡Deje degritarme, estúpida arpía! ¡Grítelea su MÉDICO! ¡Él es el que laenganchó con esa mierda!».Cierto. Eran un hatajo decuranderos que lo recetaban comosi fuera chicle, y cuando decidían

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cortar el suministro, ¿quiénrecibía la mierda? ¿Losmatasanos? ¡Oh, no! ¡La recibíaél!

—¿Qué quiere decir con esode que yo no comprendo? —Lavoz que sonaba en su oídoparecía una avispa zumbandofuriosa dentro de una jarra—. Loque comprendo es que hagomuchas compras en esa farmaciade segunda que tiene usted,comprendo que todos estos añosfui una cliente leal, comprendoque…

—Tendrá que hablar con… —

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Volvió a mirar la tarjeta Rolodexde la arpía a través de suspequeños lentes—. Con el doctorBrumhall, señora Rathbun. Sureceta está vencida. Es un crimenfederal venderle Valium sinreceta.

«Y debería ser un crimenrecetarlo en primer lugar… a noser que también le des al pacientetu número de teléfono, claroestá», pensó.

—¡Fue un descuido! —aullóla mujer. Ahora la voz bordeabael pánico. Eddie habríareconocido ese tono de

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inmediato: era el grito del pájarode la adicción en estado salvaje.

—Entonces llámelo y pídaleque lo rectifique —argüyó Katz—. Él tiene mi número. —Sí.Todos tenían su número. Ése eraprecisamente el problema.Parecía un hombre que agonizabaa los cuarenta y seis años a causade esos médicos irresponsables.

Y lo único que tengo quehacer para garantizar que sediluya el último y mínimomargen de ganancia con el quede alguna manera consigomantener este lugar es decirle a

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unas cuantas de estas brujasyonquies que se vayan a lamierda. Nada más.

—¡NO PUEDO LLAMARLO!—aulló la señora Rathbun. Laestridencia de su voz le causódolor de oído—. ¡ÉL Y SUNOVIO MARICA SE FUERONDE VACACIONES A ALGUNAPARTE Y NADIE QUIEREDECIRME DÓNDE!

Katz sintió el ácido que lerezumaba en el estómago. Teníados úlceras. Una estaba curada yla otra le sangraba en laactualidad y el motivo eran las

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mujeres como esta bruja. Cerrólos ojos. En consecuencia no viocómo miraba su ayudante alhombre de traje azul y gafas dearmazón dorado que seaproximaba al mostrador de lasrecetas, así como tampoco vioque Ralph, el viejo y gordoguardia de seguridad (Katz lepagaba una miseria, pero aun asísufría amargamente por el gasto;su padre nunca había necesitadoun guardia de seguridad, pero supadre, Dios lo pudra, vivió en untiempo en que Nueva York erauna ciudad y no una letrina), salía

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súbitamente de su tenueaturdimiento remoto y llevaba sumano al revólver que tenía en lacadera.

Oyó que una mujer gritaba,pero pensó que sólo era porquehabía descubierto que todo lo deRevlon estaba en rebajas (sehabía visto forzado a ponerlo enrebajas porque ese potz deDollentz, en la otra manzana, leponía precios más bajos que lossuyos).

No pensaba en nada más queen Dollentz y en esa bruja delteléfono mientras el pistolero se

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aproximaba como una condenadel destino, pensaba en lomaravilloso que sería tenerlos aambos desnudos y sólo cubiertospor una capa de miel,estaqueados sobre hormigueros yatacados por hormigas salvajesbajo el sol ardiente del desierto.Un hormiguero para ELLA y otrohormiguero para ÉL, maravilloso.Pensaba que había llegado alfondo, que las cosas no podíanestar peor. Su padre había estadotan decidido a que su único hijosiguiera sus pasos que se habíanegado a pagar cualquier otra

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cosa que no fuera una carrera defarmacología, de manera quehubo de seguir los pasos de supadre, y Dios pudra a su padre,porque éste era seguramente elmomento más bajo de una vidallena de momentos bajos, unavida que lo había hecho envejecerantes de tiempo.

Era el nadir absoluto.O eso pensaba él, con los

ojos cerrados.—Si viene por aquí, señora

Rathbun, voy a darle una docenade Valium de cinco miligramos.¿Bastará con eso?

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—¡El hombre entra en razón!¡Gracias a Dios, el hombre entraen razón! —Y colgó. Así. Ni unapalabra de agradecimiento. Perocuando volviera a ver al rectocon patas que se llamaba a símismo médico, simplementecaería a sus pies y le limpiaríalas puntas de sus mocasinesGucci con la nariz, le chuparía lapolla, le…

—Señor Katz —le llamó suayudante en una voz que sonabaextrañamente jadeante—. Creoque tenemos un prob…

Hubo otro grito. Fue seguido

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por el estampido de un revólver,que lo sobresaltó de tal maneraque por un momento pensó que sucorazón simplemente iba a emitirun monstruoso golpe en su pechoy luego se detendría parasiempre.

Abrió los ojos y se quedómirando los del pistolero. Katzbajó la mirada y vio la pistolaque el hombre tenía en el puño.Miró a la izquierda y vio queRalph se acariciaba una mano ymiraba al ladrón con ojos queparecían salírsele de las órbitas.La pistola de Ralph, la 38 que

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había llevado obedientementedurante dieciocho años comooficial de policía (y que sólohabía disparado en el campo detiro del subsuelo de la comisaría23, aunque decía que la habíadesenfundado dos veces encumplimiento del deber… pero¿quién podía saberlo?) era ahoraun escombro en el rincón.

—Quiero Keflex —pidióinexpresivamente el hombre delos ojos enardecidos—. Quieroun montón. Ahora. Y olvídese dela rexeta.

Por un momento Katz no pudo

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hacer más que mirarlo con laboca abierta; el corazón batallabaen su pecho y su estómago era unaolla enferma en la que hervía elácido.

¿Y creía haber tocado fondo?¿Realmente lo creía?

QUINCE

—Usted no comprende —selas arregló para decir Katz porfin. Su voz le sonaba extrañaincluso a sí mismo, y eso no teníaen realidad nada de particular, ya

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que sentía la boca como unacamisa de franela y la lenguacomo una tira de algodón—. Aquíno hay cocaína. Es una droga queno se expende bajo ningunacirc…

—No he pedido cocaína —corrigió el hombre del traje azulcon las gafas de armazón dorado—. He pedido Keflex.

«Eso me ha parecido», estuvoa punto de decirle Katz almonstruo chiflado, y luegodecidió que eso podríaprovocarlo. Había oído defarmacias asaltadas por anfetas,

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benzedrinas, por media docena deotras cosas, (incluyendo elprecioso Valium de la señoraRathbun), pero pensó que éstepodría ser el primer robo depenicilina de la historia.

La voz de su padre (Diospudra al viejo cabrón) le dijo quedejara de temblar y balbucear yque hiciera algo.

Pero no se le ocurría quépodía hacer.

El hombre de la pistola lepropuso algo.

—Muévase —ordenó elhombre de la pistola—. Tengo

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prisa.—¿C-Cuánto quiere? —

preguntó Katz. Sus ojos echaronuna rápida mirada por encima delhombro del ladrón y vio algo queapenas pudo creer. No en estaciudad. Sin embargo parecía quede todas maneras estabaocurriendo. ¿Buena suerte? ¿Eraposible que Katz tuviera un pocode buena suerte? ¡Eso sí quepodría figurar en El LibroGuinnes de los Récords!

—No lo sé —respondió elhombre de la pistola—. Todo loque quepa en una bolsa. Una

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bolsa grande.Sin ningún tipo de

advertencia, giró sobre sí mismoy la pistola retumbó otra vez. Unhombre aulló. Un panel de vidrioestalló y la acera quedó regada decascos y astillas. Algunospeatones que pasaban recibieroncortes, pero ninguno de gravedad.Dentro de la farmacia de Katz lasmujeres (y no pocos hombres)chillaban. La alarma contra roboscomenzó su propio aullidoestridente. Los clientes fueronpresa del pánico y salieron haciala puerta en estampida. El hombre

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de la pistola volvió a girar haciaKatz y su expresión no habíacambiado en absoluto: su caramostraba la misma pacienciatemible (aunque no inagotable)que había mostrado desde elprincipio.

—Haga lo que le digo yrápido. Tengo prisa.

Katz tragó saliva.—Sí, señor —asintió.

DIECISÉIS

El pistolero había visto y

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admirado el espejo curvo de laesquina superior izquierda delnegocio cuando aún estaba amitad de camino hacia elmostrador detrás del cualguardaban las pocionesauténticas. Tal como estaban lascosas ahora, la creación de unespejo curvo como ése estabamás allá de la habilidad decualquier artesano de su propiomundo, a pesar de que hubo untiempo en que ese tipo de cosas—y muchas de las otras que habíavisto en el mundo de Eddie yOdetta— pudieron haberse hecho.

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Había visto los restos de algunasen el túnel que pasaba por debajode las montañas, y también lashabía visto en otros lugares…reliquias tan antiguas ymisteriosas como las piedrasDruitas que aparecían a veces enlos lugares a los que iban losdemonios.

También comprendió elpropósito del espejo.

Había sido un poco lento paraver el movimiento del guardia —aún estaba descubriendo de quédesastrosa manera las gafas queMort llevaba sobre los ojos le

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restringían la visión periférica—,pero de todos modos tuvo tiempopara girar y de un tiro sacarle lapistola de la mano. Era un tiroque Roland consideraba de purarutina, a pesar de que habíatenido que hacerlo deprisa. Elguardia, sin embargo, tenía unaopinión diferente. Ralph Lennoxiba a jurar hasta el fin de sus díasque el tipo había hecho undisparo imposible… excepto, talvez, en esos viejos espectáculosinfantiles del Oeste, como el deAnnie Oakley.

Gracias al espejo, que

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obviamente había sido colocadoallí para detectar ladrones,Roland fue más rápido enreaccionar ante el otro.

Había visto que los ojos delalquimista volaban por unmomento encima de su hombro, ylos ojos del pistolero fueron deinmediato al espejo. Ahí vio queun hombre con una cazadora decuero avanzaba por el centro delpasillo que quedaba detrás de él.Había una larga navaja en sumano, y sin duda, visiones degloria en su cabeza.

El pistolero giró y disparó un

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solo tiro; luego bajó el arma a lacadera porque sabía que podíafallar el primer disparo, ya queno estaba familiarizado con estaarma, pero tampoco quería herir aninguno de los clientes queestaban congelados detrás delaspirante a héroe. Era mejordisparar dos veces desde lacadera, disparar hierros queharían el trabajo en un ánguloascendente que protegería a lagente de alrededor, que tal vezmatar a alguna dama cuyo únicocrimen hubiera sido elegir el díaequivocado para comprar

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perfume.La pistola había estado bien

cuidada. Su puntería era fina. Alrecordar el aspecto gordinflón ydecadente de los pistoleros a losque había quitado estas armas, lepareció que cuidaban mejor susarmas que a sí mismos. Lepareció una extraña manera decomportarse, pero por supuestoéste era un mundo extraño yRoland no podía juzgar; no teníatiempo para juzgar, llegado elcaso.

Había sido un buen tiro;rebanó la navaja del hombre por

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la base, y lo dejó con sólo elmango en la mano.

Roland miróinexpresivamente al hombre de lacazadora de cuero, y algo en sumirada debió recordarle alaspirante a héroe que tenía unacita urgente en alguna otra parte,puesto que giró sobre sí mismo,dejó caer los restos de su navaja,y se unió al éxodo general.

Roland volvió a girar y le diosus órdenes al alquimista. Otratontería más y correría sangre.Cuando el alquimista comenzó aalejarse Roland le tocó el hombro

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huesudo con el cañón de lapistola. El hombre lanzó unsonido estrangulado, ¡Eeeek!, y sevolvió de inmediato.

—Usted no. Usted se quedaaquí. Que vaya su aprendiz.

—¿Q-Quién?—Él. —El pistolero hizo un

gesto impaciente hacia suayudante.

—¿Qué debo hacer, señorKatz? —Los restos del acnéjuvenil del ayudante sobresalíanbrillantes sobre su cara blanca.

—¡Haz lo que él dice, potz!¡Entrega la orden! ¡Keflex!

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El ayudante fue hasta uno delos estantes que había detrás delmostrador y tomó un frasco.

—Gíralo, para que pueda verlas palabras que tiene escritas —dijo el pistolero.

El ayudante hizo lo que ledecían. Roland no pudo leerlo;muchas de las letras, demasiadas,no estaban en su alfabeto.Consultó la Mortciclopedia.Keflex, confirmó, y Roland se diocuenta de que incluso revisarhabía sido una estúpida pérdidade tiempo. Él sabía que no podíaleer todo en este mundo, pero

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estos hombres no.—¿Cuántas píldoras tiene ese

frasco?—Bueno, en realidad son

cartuchos —aclaró el ayudantenerviosamente—. Si quiere ladroga en forma de píldoras…

—No me importa todo eso.¿Cuántas dosis?

—Oh. Ehhh… —El nerviosoayudante se fijó en el frasco ycasi lo dejó caer—. Doscientas.

Roland sintió algo parecido almomento en que descubrieracuántas municiones podíancomprarse en este mundo a

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cambio de una suma trivial.Balazar llevaba envases demuestra de Keflex en su botiquínde medicinas, treinta y seis dosisen total, y había vuelto a sentirsebien. Si no podía matar lainfección con doscientas dosis,era imposible matarla.

—Démelo —dijo el hombredel traje azul.

El ayudante se lo alcanzó.El pistolero echó hacia atrás

la manga de su chaqueta y mostróel Rolex de Jack Mort.

—No tengo dinero, pero estopuede servir como una

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compensación adecuada. Esoespero, en todo caso.

Se volvió, hizo unainclinación de cabeza al guardia,que seguía sentado en el suelo allado de su banco volcado ymiraba al pistolero con los ojosmuy abiertos, y luego se fue.

Tan simple como eso.Durante cinco segundos no

hubo en la farmacia otro sonidoque el bramido de la alarma, queera lo bastante fuerte como paracubrir incluso el cotilleo de lagente en la calle.

—Dios del cielo, señor Katz,

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¿y ahora qué vamos a hacer? —susurro el ayudante.

Katz levantó el reloj y losopesó.

Oro. Oro puro.No podía creerlo.Tenía que creerlo.Un loco cualquiera entra al

negocio, de un tiro le saca elrevólver de la mano a su guardia,y un cuchillo a otro, todo paraconseguir la droga másimprobable que se le pudieraocurrir.

Keflex.Keflex por valor de sesenta

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dólares, tal vez.Por el que pagaba con un

Rolex de 6500 dólares.—¿Hacer? —preguntó Katz

—. ¿Hacer? Lo primero que vasa hacer es poner este reloj bajo elmostrador. Nunca lo has visto. —Miró a Ralph—. Y ustedtampoco.

—No, señor —accedió Ralphinmediatamente—. Si recibo miparte cuando lo venda, nunca enmi vida habré visto ese reloj.

—Lo van a matar como a unperro en la calle —pronosticóKatz con inequívoca satisfacción.

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—¡Keflex! —dijo el ayudanteadmirado—. Y el tipo ni siquieraparecía estar resfriado.

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CAPÍTULO IVLA LLEGADA

UNO

Cuando el arco inferior del solcomenzaba a tocar el Mar delOeste en el mundo de Roland,echando un fuego dorado a travésdel agua hasta donde estabaEddie atado como un pavo, en el

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mundo del que Eddie procedíalos oficiales O’Mearah yDelevan, débiles y tambaleantes,recuperaban el conocimiento.

—Quítenme estas esposas,¿quieren? —pidió el GordoJohnny con voz humilde.

—¿Dónde está? —preguntóroncamente O’Mearah y se llevóla mano al estuche. No estaba.Estuche, cinto, balas, pistola.Pistola.

Oh, mierda. Comenzó apensar en las preguntas quepodrían hacerle los enterados delDepartamento de Asuntos

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Internos, tipos que todo lo quesabían de las calles lo habíanaprendido en las novelas, y elvalor monetario de su armaperdida de pronto se volvió tanimportante como, digamos, lapoblación de Irlanda o losprincipales depósitos mineralesdel Perú.

Miró a Carl, y vio quetambién a él le habían quitado elarma.

«Por el amor de Dios, lo quefaltaba», pensó O’Mearahmiserablemente, y cuando elGordo Johnny volvió a pedirle

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que tomara la llave del mostradorpara abrirle las esposas, O’Mearah dijo:

—Lo que debería hacer es…—Pero hizo una pausa, porqueestaba a punto de decir: «Lo quedebería hacer es pegarte un tiroen las tripas». Pero mal podríadispararle al Gordo Johnny,¿verdad? Las armas en este lugarestaban encadenadas, y el sujetode las gafas de armazón dorado,ese sujeto con aspecto de sólidociudadano, se había llevado lasuya y la de Carl con la facilidadcon que el mismo O’Mearah

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podría quitarle a un niño unrevólver de juguete.

En lugar de terminar la frase,cogió la llave y abrió las esposas.Encontró la Magnum 357 queRoland había tirado en un rincón,y la levantó. No cabía en suestuche, así que se la metió en elcinturón.

—¡Eh! ¡Eso es mío! —gimióel Gordo Johnny.

—¿Ah, sí? ¿Lo quieres? —O’Mearah tenía que hablardespacio, le dolía mucho lacabeza. Por el momento lo únicoque quería era encontrar a Don

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Gafas de Armazón Dorado yclavarlo contra la primera paredque encontrara. Con clavos muyduros—. Dicen que allá en Atticales gustan los tipos gordos comotú, Johnny. Tienen un dicho:«Cuanto más grande es la nalga,se empuja mejor». ¿Estás segurode que lo quieres?

El Gordo Johnny se alejó sindecir una palabra, pero no antesde que O’Mearah hubiera vistolas lágrimas que le brotaban delos ojos y la mancha húmeda desus pantalones. No sintiócompasión alguna.

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—¿Dónde está? —preguntóCarl Delevan con voz borrosa yzumbante.

—Se fue —dijo el GordoJohnny con voz monótona—. Estodo lo que sé. Se fue. Pensé queiba a matarme.

Delevan se ponía lentamentede pie. Se palpó una humedadpringosa en el costado de la caray se miró los dedos. Sangre.Mierda. Palpó en busca de suarma, palpó y palpó y aún rogómucho después de que sus dedosle aseguraron que el arma y lafunda habían desaparecido.

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O’Mearah sólo tenía un dolor decabeza; Delevan se sentía como sialguien hubiera usado el interiorde su cabeza como zona depruebas de armas nucleares.

—El tipo se llevó mi pistola—se quejó a O’Mearah. Su vozsalía tan empastada que apenas sepodía comprender lo que decía.

—Bienvenido al club.—¿Está aquí todavía? —

Delevan dio un paso hacia O’Mearah, se inclinó hacia laizquierda como si estuviera en lacubierta de un barco en alta mar,y luego consiguió enderezarse.

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—No.—¿Cuánto tiempo hace? —

Delevan miró al Gordo Johnny,quien no respondió, tal vezporque el Gordo Johnny, queseguía de espaldas, pensó queDelevan seguía hablando con sucompañero. Delevan, que nisiquiera en las mejorescircunstancias se caracterizabapor la templanza y la contención,le rugió al hombre, a pesar de quesentía que su cabeza se partía enmil pedazos.

—¡Te he hecho una pregunta,gordo de mierda! ¿Cuánto tiempo

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hace que se fue el hijo de milputas?

—Cinco minutos, tal vez —contestó el Gordo Johnny con vozmonótona—. Se llevó sus balas ylas armas de ustedes. —Hizo unapausa—. Pagó por las balas. Yono podía creerlo.

«Cinco minutos —pensóDelevan—. El tipo había llegadoen un taxi. Sentados en su cochepatrulla mientras bebían café, lohabían visto salir de un taxi.Estaba llegando la hora punta. Aesta hora del día era difícilconseguir un taxi. Tal vez…».

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—Vamos —le indicó aGeorge O’Mearah—. Todavíatenemos posibilidades deatraparlo. Necesitaremos algúnarma de este cerdo…

O’Mearah exhibió laMagnum. Al principio Delevanvio dos, luego, lentamente, laimagen se juntó.

—Bien. —Delevancomenzaba a acercarse, no degolpe, sino con esfuerzo, como uncampeón de boxeo que harecibido un golpe muy fuerte en elmentón—. Consérvala tú. Yousaré la escopeta que está debajo

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del salpicadero. —Se encaminóhacia la puerta, y esta vez hizomás que oscilar; se tambaleó ytuvo que apoyarse en la paredpara mantenerse en pie.

—¿Estarás bien? —lepreguntó O’Mearah.

—Si lo atrapamos, sí —aclaró Delevan.

Se fueron. El Gordo Johnnyno se sintió tan feliz por supartida como por la del espectrodel traje azul.

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DOS

Delevan y O’Mearah ni siquieratuvieron que discutir quédirección pudo haber tomado elsujeto cuando salió de la armería.Lo único que tuvieron que hacerfue escuchar la radio del cochepatrulla.

—Código 19 —decía la vozde mujer una y otra vez—. Roboen curso, disparos de arma.Código 19, Código 19. Ladirección es Cuarenta y Nueve

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Oeste 395, Farmacia y DrogueríaKatz, delincuente alto, pelocastaño, traje azul…

«Disparos de arma —pensóDelevan. La cabeza le dolía másque nunca—. Me pregunto si sehabrán hecho con el arma deGeorge o con la mía. ¿O conambas? Si ese maricón de mierdaha matado a alguien, estamosjodidos. A menos que loagarremos».

—En marcha —le dijobrevemente a O’Mearah, y notuvo que decírselo dos veces. Elotro entendía la situación tanto

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como Delevan. Encendió lasluces y la sirena y aullando semetió en el tráfico. Ya comenzabaa empantanarse puesto que sellegaba a la hora punta, así que O’Mearah llevaba el cochepatrulla con dos ruedas en lacalzada y las otras dos sobre laacera, espantando peatones comosi fueran codornices. Rozó elparachoques trasero de unacamioneta de carga que sedeslizaba por la Cuarenta yNueve. Más adelante vio astillasde vidrio destrozado sobre laacera. Ambos oían el aullido

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estridente de la alarma. Lospeatones se protegían en loszaguanes de las casas y detrás delos cubos de basura, pero losresidentes de los pisos quequedaban encima miraban a lacalle con gran interés, como sifuera un programaparticularmente bueno detelevisión, o una película que sepodía ver gratis.

La manzana estaba vacía decoches; taxis y viajeros habitualeshabían preferido largarse.

—Sólo espero que siga ahí —deseó Delevan, y usó una llave

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para destrabar las cortas barrasde acero que sostenían laescopeta debajo del salpicadero.La sacó de su soporte—. Sóloespero que ese podrido hijo deputa siga ahí.

Lo que ninguno de los doscomprendía era que, cuando unose las veía con el pistolero, porlo general era mejor dejar en pazlo que ya estaba bastante mal.

TRES

Cuando Roland salió de la

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Farmacia y Droguería Katz, elgran frasco de Keflex fue areunirse con las municiones enlos bolsillos del saco de JackMort. En su mano derecha tenía la38 de servicio de Carl Delevan.Se sentía muy a gusto por teneruna pistola en una mano derechacompleta. Oyó la sirena y vio elcoche que llegaba rugiendo por lacalle. «Ellos», pensó. Comenzó aalzar la pistola y entoncesrecordó: eran pistoleros.Pistoleros que cumplían con sudeber. Giró y volvió a entrar en latienda del alquimista.

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—¡Espera, hijo de puta! —gritó Delevan.

Los ojos de Roland volaron alespejo convexo a tiempo para verque uno de los pistoleros —aquélcuya oreja había sangrado—sacaba medio cuerpo por laventanilla con un rifle dedispersión. Mientras sucompañero detenía el coche conuna ruidosa frenada que hizohumear el caucho de las ruedascontra el pavimento, él metió uncartucho en la recámara. Rolandse tiró al suelo.

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CUATRO

Katz no necesitó espejo algunopara ver lo que estaba a punto deocurrir. Primero el sujeto loco.Ahora los policías locos.

—¡Al suelo! —le gritó a suayudante y a Ralph, su guardia deseguridad, y cayó sobre lasrodillas tras el mostrador sinesperar para ver si los otroshacían lo mismo.

Luego, una fracción desegundo antes de que Delevandisparara la escopeta, su asistente

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cayó encima de él como si leestuviera haciendo un violentoplacaje, con lo que su cabezapegó contra el suelo y se partió lamandíbula en dos.

A través del súbito dolor quele atravesó la cabeza con unrugido, oyó la explosión de laescopeta, oyó el destrozo de losvidrios que quedaban en lasvidrieras… junto con los frascosde after shave, colonia, perfume,elixir bucal, jarabe para la tos ysabe Dios qué más. Brotaron milolores conflictivos para crear unúnico hedor del infierno, y antes

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de desmayarse, Katz volvió asuplicarle a Dios que pudriera asu padre por haber encadenado asu tobillo esta maldición que erala farmacia.

CINCO

Roland vio frascos y cajas quevolaban por el aire en medio delhuracán del disparo. Una caja devidrio que contenía relojes sedesintegró. También sedesintegraron la mayor parte delos relojes que había en su

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interior. Las piezas salierondisparadas en una nube.

«No pueden saber si quedadentro gente inocente o no, —pensó—. ¡No pueden saberlo ysin embargo han usado un rifle dedispersión!».

Era imperdonable. Sintió ira yla suprimió. Eran pistoleros. Eramejor creer que el golpe en lacabeza les había afectado elcerebro a creer que habían hechouna cosa así conscientemente, sinimportarles a quién podían mataro herir.

Esperarían de él que corriera

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o disparara.En cambio se arrastró hacia

delante, manteniéndose agachado.Se laceró las manos y las rodillascon trozos de vidrios rotos. Eldolor hizo que Jack Mortrecuperara el conocimiento. Sealegraba de que Mort hubieraregresado. Iba a necesitarlo. Encuanto a las manos y las rodillasde Mort, no le importaban. Élpodía soportar el dolor confacilidad, y las heridas seinfligían en el cuerpo de unmonstruo que no merecía nadamejor.

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Llegó a la zona que estabajusto debajo de lo que quedabadel escaparate de vidrio. Estaba ala derecha de la puerta. Se quedóallí, agazapado, con el cuerpoenroscado. Enfundó la pistola quehabía tenido en la mano derecha.No iba a necesitarla.

SEIS

—¿Qué estás haciendo, Carl?—gritó O’Mearah. De prontovisualizó mentalmente un titulardel Daily News: POLICÍA MATA A 4

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PERSONAS EN FARMACIA DELWEST SIDE. SITUACIÓN NORMAL.TODOS MUERTOS.

Delevan lo ignoró y metió uncartucho nuevo en la escopeta.

—Vamos a agarrar a ese hijode puta.

SIETE

Sucedió exactamente como elpistolero esperaba que sucediera.

Furiosos porque un hombre,al que no consideraban máspeligroso que cualquier otro

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borrego de las calles de estaciudad, al parecer interminable,los había burlado y desarmadosin esfuerzo, aún atontados por elgolpe en la cabeza, atacaron sinpensar. El idiota que habíadisparado el rifle de dispersión,iba delante. Corrían ligeramenteinclinados, como soldados enposición de cargar contra elenemigo, pero ésa fue la únicaconcesión que hicieron a la ideade que su adversario podía seguiradentro. En sus mentes, él yahabía escapado por atrás yvolado por el callejón.

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Así que se acercaron pisandosonoramente los cristales rotos dela acera, y cuando el del rifleabrió la puerta ya sin vidrio yentró a la carga, el pistolero selevantó, enlazó sus manosformando un gran puño, y lodescargó justo en la nuca deloficial Carl Delevan.

Cuando testificaba frente alcomité de investigación, Delevandeclaró luego que no recordabanada después de habersearrodillado en Clements y ver labilletera del sujeto bajo elmostrador. Los miembros del

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comité encontraron que, dadas lascircunstancias, tal amnesiaresultaba más que conveniente, yDelevan fue afortunado en salirdel asunto con sólo unasuspensión de sesenta días deempleo y sueldo. Roland, sinembargo, le habría creído, y talvez, bajo circunstanciasdiferentes (si el tonto no hubiesedisparado un rifle de esanaturaleza en una tienda quepodía estar llena de personasinocentes, por ejemplo), inclusohubiera simpatizado con él.Cuando a uno le sacuden el

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cráneo dos veces en media hora,es razonable esperar que lossesos estén revueltos.

Mientras Delevan caía, depronto sin huesos, como un sacode avena, Roland tomó el rifle dedispersión de sus manos que seaflojaban.

—¡Espera! —gritó O’Mearah;su voz era una mezcla de ira yespanto. Comenzaba a levantar laMagnum del Gordo Johnny, perotal como Roland habíasospechado, los pistoleros de estemundo eran penosamente lentos.Pudo haber disparado a

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O’Mearah tres veces, pero nohabía necesidad. Simplementearrojó el arma de dispersión enun fuerte arco ascendente. Seprodujo un ruido seco cuando laculata pegó en la mejillaizquierda de O’Mearah, el sonidode un bate de béisbol cuandopega contra una pelotaverdaderamente bien lanzada. Depronto, toda la cara de O’Mearah,de la mejilla hacia abajo, semovió cinco centímetros a laderecha. Luego harían falta tresoperaciones y cuatro clavijas deacero para recomponerla. Se

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quedó ahí un momento, sin podercreerlo, y luego se le quedaronlos ojos en blanco. Se leaflojaron las rodillas y sederrumbó.

Roland se quedó de pie en lapuerta, indiferente a las sirenasque se aproximaban. Abrió elrifle de dispersión y accionó lapalanca hasta que todos los rojosy gruesos cartuchos cayeron sobreel cuerpo de Delevan. Una vezhecho esto, dejó caer el rifletambién sobre el cuerpo deDelevan.

—Eres un idiota peligroso

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que debería ser enviado al oeste—le dijo al hombre inconsciente—. Has olvidado el rostro de tupadre.

Pasó por encima del cuerpo ycaminó hasta el carruaje de lospistoleros, que seguía en marcha.Subió por el lado delacompañante y se deslizó hastaponerse detrás del volante.

OCHO

—¿Sabes conducir estecarruaje? —le preguntó a la cosa

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aullante y farfullante que era JackMort.

No recibió una respuestacoherente; Mort sólo siguiógritando. El pistolero reconocióesto como histeria, pero histeriano completamente genuina. JackMort se entregabadeliberadamente a la histeria,como una manera de evitarcualquier conversación con esteextraño secuestrador.

—Escucha —le dijo elpistolero—. Sólo tengo tiempopara decir esto, y todo lo demás,una sola vez. Mi tiempo se ha

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vuelto muy escaso. Si nocontestas a mi pregunta, voy ameter tu pulgar derecho en tuojo derecho. Voy a empujarlo tanlejos como llegue, y luego tesacaré el ojo de la cabeza y lofrotaré contra el asiento de estecarruaje como si fuera un moco.Puedo arreglarme perfectamentebien con un solo ojo. Y despuésde todo, no es como si fuera mío.

No podía mentir a Mort másde lo que Mort podía mentirle aél; la naturaleza de su vínculo erafría y reticente por ambas partes,y aun así era mucho más íntima de

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lo que habría sido el másapasionado acto de relaciónsexual. Esto no era una unión decuerpos, sino el último encuentrode las mentes.

Pensaba hacer exactamente loque decía.

Y Mort lo sabía.La histeria cesó abruptamente.—Sé conducirlo —dijo Mort.Era la primera comunicación

sensible que Roland recibía deMort desde que entrara en sucabeza.

—Entonces hazlo.—¿Dónde quieres que vaya?

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—¿Conoces un lugarllamado «El Village»?

——Sí.—Ve ahí.—¿A qué lugar del Village?—Por ahora, simplemente

conduce.—Podríamos ir más rápido

si uso la sirena.—Bien. Enciéndela. Esas

luces parpadeantes también.Por primera vez desde que

tomó el control sobre él Rolandpudo echarse un poco hacia atrásy le permitió a Mort hacersecargo. Cuando la cabeza de Mort

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giró para inspeccionar elsalpicadero del coche patrullaazul y blanco de Delevan y O’Mearah, Roland lo observópero no inició la acción. Pero dehaber sido un ser físico en lugarde ser sólo su ka descorporizado,se habría puesto de puntillas, listopara saltar adelante y volver atomar el control ante la más ligeraseñal de sedición.

No la hubo, sin embargo. Estehombre había mutilado yasesinado a Dios sabe cuántagente inocente, pero no teníaintención de perder uno de sus

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preciosos ojos. Accionóinterruptores, levantó unapalanca, y de pronto estaban enmovimiento. La sirena aulló, y elpistolero vio rítmicos destellosde luz roja que brotaban delfrente del carruaje.

—Conduce rápido —ordenóseveramente el pistolero.

NUEVE

A pesar de las luces y la sirena yla forma constante en que JackMort hacía sonar la bocina, les

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tomó veinte minutos llegar alGreenwich Village con el tráficode la hora punta. En el mundo delpistolero, las esperanzas deEddie Dean se desmoronabancomo un dique bajo un aguacero.El mar se había comido la mitaddel sol.

—Bueno —dijo Jack Mort—,aquí estamos.

Decía la verdad (no habíaforma en que pudiera mentir) apesar de que para Roland todotenía aquí el mismo aspecto queen cualquier otra parte: unaaglomeración de edificios, gente

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y carruajes. Los carruajes no sólotaponaban las calles sino tambiénel aire mismo, con sus clamoresincesantes y sus vapores nocivos.Provenía, supuso, delcombustible que consumían,cualquiera que fuese. Era unmilagro que esa gente en generalpudiera vivir, o las mujeres dar aluz a niños que no fueranmonstruos, como los MutantesLentos que vivían bajo lasmontañas.

—¿Adónde vamos ahora? —preguntaba Mort.

Ésta iba a ser la parte difícil.

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El pistolero se preparó… en todocaso se preparó todo lo que pudo.

—Apaga la sirena y las luces.Detente junto a la acera. —Mortfrenó el coche patrulla junto a unabomba de agua.

—En esta ciudad hay víassubterráneas —dijo el pistolero—. Quiero que me lleves a unaestación donde esos trenes sedetienen para que la gente subay baje.

—¿A cuál? —preguntó Mort.El pensamiento estaba teñido conel color mental del pánico. Mortno podía esconderle nada a

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Roland y Roland nada a Mort…por lo menos no por muchotiempo.

—Hace algunos años, no sécuántos, empujaste a una mujerjoven bajo un tren en una de esasestaciones subterráneas. Quieroque me lleves a ésa.

A esto siguió una lucha brevey violenta. El pistolero ganó, perofue una contiendasorprendentemente difícil. A sumanera, Jack Mort estaba tandividido como Odetta. No eracomo ella un esquizofrénico; élsabía muy bien lo que hacía todo

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el tiempo. Pero mantenía su sersecreto —la parte suya que era ElQue Empuja— encerrado contanto cuidado como un estafadorpodía mantener bajo llave susecreto botín.

—Llévame ahí, cabrón —repitió el pistolero. Volvió alevantar lentamente el pulgarhacia el ojo derecho de Mort.Estaba a menos de un centímetroy aún se movía cuando el otro serindió.

La mano derecha de Mortvolvió a mover la palanca queestaba al lado del volante y se

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dirigieron hacia la estación de lacalle Christopher, donde eselegendario Tren A había cortadolas piernas de una mujer llamadaOdetta Holmes unos tres añosatrás.

DIEZ

—Bueno, mira eso —le dijoel agente Andrew Staunton a sucompañero, Norris Weaver,cuando el coche patrulla azul yblanco de Delevan y O’Mearah sedetuvo a mitad de la manzana. No

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había lugar para estacionar, y elconductor no hizo ningún esfuerzopor encontrarlo. Simplemente lodejó en doble fila; dejó que eltráfico se atascara detrás de él yavanzara laboriosamente por elpequeño espacio que quedaba,como un chorro de sangre quetrata de servir a un corazónatascado sin esperanzas por elcolesterol.

Weaver constató los númerosdel costado con la luz delanteraderecha. 744. Sí, ése era elnúmero que habían difundido porla radio.

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Las luces estaban encendidas,y todo se veía bastante normal…hasta que la puerta se abrió y elconductor salió del coche.Llevaba un traje azul, muy bien,pero no con botones dorados yuna insignia plateada. Sus zapatostampoco eran de tipo policial, amenos que Staunton y Weaverhubieran pasado por alto elcomunicado en que se notificabaa los oficiales que de ahora enadelante el calzado reglamentariodebía provenir de Gucci. Noparecía muy probable. Lo queparecía probable era que éste

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fuera el sujeto que había asaltadoa los policías en el centro. Elhombre salió, sin importarle losbocinazos y los gritos de protestade los coches que trataban depasar junto a él.

—Mierda —murmuró AndyStaunton.

Aproxímense con extremaprecaución, habían dicho por laradio. El hombre está armado yes extremadamente peligroso.Las voces de la radiogeneralmente sonaban como laspersonas más aburridas delmundo —y en opinión de Andy

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Staunton, lo eran—, de maneraque el énfasis casi aterrado queésta había puesto en la palabraextremadamente se había clavadoen su conciencia como un torno.

Desenfundó su arma porprimera vez, después de estarcuatro años en el cuerpo, y echóuna mirada a Weaver. Weaverhabía desenfundado también.Ambos estaban de pie frente a unacharcutería a unos diez metros dela escalera del metro. Seconocían el uno al otro losuficiente como para estarcompenetrados entre sí del modo

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en que sólo pueden estarlo lospolicías o los soldadosprofesionales. Sin cruzar unapalabra, ambos retrocedieronhasta la puerta de la charcutería,con las armas apuntando haciaarriba.

—¿El metro? —preguntóWeaver.

—Sí. —Andy echó una rápidamirada a la entrada. La hora puntahabía alcanzado ahora su máximaintensidad, y las escalerasestaban atiborradas de personasque iban en busca de sus trenes—. Tenemos que agarrarlo ahora

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mismo, antes de que puedaacercarse a la multitud…

—Hagámoslo.Salieron de la puerta de la

charcutería en un tándem perfecto,pistoleros que Roland habríareconocido como adversariosmucho más peligrosos que los dosprimeros. Eran más jóvenes, esoinfluía, y, aunque él no lo supiera,una voz desconocida lo habíaetiquetado por la radio de lapolicía como extremadamentepeligroso, y para Andy Staunton yNorris Weaver, eso lo convertíaen el equivalente a un tigre

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salvaje y solitario. «Si no sedetiene en cuanto se lo ordene,está muerto», pensó Andy.

—¡Alto! —gritó y se acuclillócon el arma extendida ante él ysostenida con las dos manos. A sulado, Weaver había hecho lomismo—. ¡Policía! Levante lasmanos por encima de la cabeza…

Eso es todo lo que alcanzó adecir antes de que el hombrecorriera hacia la escalera de lalínea IRT. Se movió con unaceleridad repentina que resultabaasombrosa. Sin embargo, AndyStaunton estaba electrizado, con

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los reflejos dispuestos al máximo.Giró sobre sus talones y sintióque lo cubría un manto defrialdad carente de toda emoción.Roland habría reconocido estotambién. Lo había sentido muchasveces en situaciones similares.

Andy apuntó ligeramente a lafigura que corría más adelante yapretó el gatillo de su 38. Vio queel hombre del traje azul girabasobre sí mismo, tratando demantenerse en pie. Luego cayósobre el pavimento, mientras lospasajeros que un instante atrássólo se concentraban en

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sobrevivir a otro viaje en metro acasa, chillaban y se dispersabanpor todos lados como codornices.Habían descubierto que esa tardehabía más cosas a las quesobrevivir que el tren cotidiano.

—Joder, compañero —resopló Norris Weaver—. Te lohas cargado.

—Lo sé —afirmó Andy. Lavoz no le falló. El pistolero lohabría admirado—. Vamos a verquién era.

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ONCE

—¡Estoy muerto! —gritabaJack Mort—. Estoy muerto, hashecho que me mataran, estoymuerto, est…

—No —respondió Roland.Con el rabillo del ojo había

visto que los pistoleros seaproximaban, con las pistolassiempre hacia arriba. Másjóvenes y más rápidos que losque habían estado aparcadoscerca de la armería. Más rápidos.

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Y al menos uno de ellos era unmagnífico tirador. Mort —y juntocon él Roland— tendría quehaber estado muerto, agonizando,o gravemente herido. AndyStaunton había disparado a matar,y la bala había perforado lasolapa izquierda de la americanade Mort. De la misma manerahabía atravesado el bolsillo de lacamisa Arrow de Mort… pero nopasó de ahí. La vida de los doshombres, el hombre de dentro y elde fuera, fue salvada por elencendedor de Mort.

Mort no fumaba, pero su jefe

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—cuyo empleo Mort esperabaconfidencialmente conseguir elpróximo año— sí. Enconsecuencia, Mort se habíacomprado un encendedor de platade doscientos dólares en Dunhill.No encendía todos los cigarrillosque el señor Framingham se metíaen la bocaza cuando estabanjuntos… eso lo hubiera hechoparecer un lameculos. Sólo devez en cuando… y generalmentecuando estaba presente alguiencon un rango aún más alto,alguien que pudiera apreciar: a)la tranquila cortesía de Jack

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Mort, y b) el buen gusto de JackMort.

Los Metódicos cubrían todaslas bases.

Cubrir todas las bases estavez había salvado su vida y la deRoland.

La bala de Staunton se habíaestrellado contra el encendedorde plata en lugar de ir a dar alcorazón de Mort (que era unproducto genérico; la pasión deMort por las marcas —por lasbuenas marcas— la detuvopiadosamente junto a la piel).

De todas maneras estaba

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herido, por supuesto. Cuando auno le pega una bala de altocalibre, no hay forma de sacarlagratis. El encendedor se hundiócontra su pecho con fuerzasuficiente como para dejar unhueco. Se aplastó y se hizopedazos, excavando surcos pocoprofundos en la piel de Mort. Unfragmento de proyectil rebanó elpezón izquierdo de Mort casi endos. La bala caliente tambiéninflamó la mecha empapada decombustible del encendedor. Sinembargo, el pistolero yacía quietomientras ellos se aproximaban. El

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que no había disparado estabadiciéndole a la gente quepermaneciera atrás, quesimplemente se quedara atrás,joder.

¡Me quemo! —chillaba Mort—. ¡Me quemo! ¡Apaguen elfuego! ¡Apáguenlo! ¡Apáguenlo!¡APAGUENLOOO!

El pistolero yacía quieto yescuchaba el crujido de loszapatos de los pistoleros sobre elpavimento. Ignoraba los gritos deMort, y trataba de ignorar labrasa que de pronto comenzó aarder contra su pecho, junto con

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el olor a carne frita.Un pie se deslizó bajo sus

costillas, y cuando se alzó, elpistolero se dejó rodarblandamente sobre su espalda.Los ojos de Jack Mort estabanabiertos. Su cara estaba floja.

A pesar de los restosdestrozados y ardientes delencendedor, no había señales delhombre que gritaba dentro.

—Dios —murmuró alguien—,¿le disparó con una balatrazadora, tío?

Una neta línea de humo selevantaba del agujero de la

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solapa de la americana de Mort.Se escapaba por el borde de lasolapa en volutas más informes.Los policías podían oler la carnequemada, sobre todo cuando lamecha del encendedordestrozado, empapada de fluidopara encendedores Ronson,comenzó a arder de verdad.

Andy Staunton, quien hastaese momento había actuado deuna manera impecable, cometióahora su único error, un error porel cual Cort lo habría mandado acasa con un tirón de orejas adespecho de su admirable

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actuación anterior; le habríadicho que un error es lo único quehace falta la mayor parte de lasveces para que un hombre muera.Staunton había sido capaz dedisparar al hombre —algo queningún policía sabeverdaderamente si es capaz dehacer hasta que se enfrenta con lasituación en la que debeaveriguarlo—, pero la idea deque su bala había logrado dealguna manera prenderle fuego alhombre lo llenó de un horrorirrazonable.

De manera que, sin pensar, se

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inclinó hacia delante paraapagarlo y entonces el pie delpistolero le dio una brutal patadaen el vientre antes de que pudierahacer más que registrar el brillode conciencia en unos ojos que élhabría jurado que estabanmuertos.

Staunton, tambaleándose,chocó de espaldas contra sucompañero. La pistola le voló delas manos. Weaver logróconservar la suya, pero cuandoapartó a Staunton de su camino,oyó un disparo y su pistolamágicamente había desaparecido.

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Sintió como dormida la mano conque la sostenía, como si lehubieran pegado con un martillomuy grande.

El sujeto del traje azul sepuso de pie, los miró por unmomento y entonces les dijo:

—Ustedes son buenos.Mejores que los otros. Así quepermítanme darles un consejo. Nome sigan. Esto está casiterminado. No quiero tener quematarles.

Entonces giró sobre sí mismoy echó a correr por las escaleras.

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DOCE

Las escaleras estaban atiborradasde personas que, al comenzar losgritos y los disparos, habían dadomarcha atrás en su descenso,obsesionados con esa curiosidadmórbida y de algún modo únicade los neoyorquinos, lacuriosidad de ver qué heridoshay, cuántos son, cuánta sangre seha derramado sobre el suciopavimento de la ciudad. Aun asílograron de algún modoencogerse y retroceder ante el

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paso del hombre del traje azulque se precipitaba hacia abajopor las escaleras. Esto no teníanada de sorprendente. Llevabauna pistola en la mano, y teníaotra atada alrededor de su cintura.

Además, parecía estar enllamas.

TRECE

Roland no hizo caso de los gritoscrecientes de dolor que lanzabaMort a medida que su camisa, sucamiseta y su americana

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comenzaban a arder con mayorintensidad, a medida que la platadel encendedor comenzaba afundirse y correr por su pechohasta el vientre en surcosabrasadores.

Podía oler el aire sucio enmovimiento, podía oír el rugidode un tren que llegaba.

Ya era casi la hora; ya casihabía llegado el momento en quepodría invocar a los tres operderlo todo. Por segunda vezpareció sentir que los mundostemblaban y girabanvertiginosamente alrededor de su

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cabeza.Llegó al nivel del andén y

arrojó a un lado la 38. Sedesabrochó los pantalones deJack Mort y los dejó caer demanera informal, revelando unpar de calzoncillos blancos quemás parecían las bragas de unaputa. No tuvo tiempo dereflexionar acerca de esta rareza.Si no se movía con rapidez, podíadejar de preocuparse por laposibilidad de quemarse vivo; lasbalas que había comprado serecalentarían lo suficiente comopara explotar, y su cuerpo

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simplemente estallaría.El pistolero metió las cajas

de balas dentro de loscalzoncillos, sacó el frasco deKeflex e hizo lo mismo. Loscalzoncillos estaban ahoragrotescamente deformados. Sequitó la americana en llamas,pero no hizo ningún esfuerzo porsacarse la camisa, que tambiénardía.

Podía oír el rugido del trenque se acercaba a la plataforma,podía ver sus luces. No teníamanera de saber si era un tren queseguía la misma ruta de aquel que

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había atropellado a Odetta, peroal mismo tiempo sí lo sabía. Enlas cuestiones de la Torre, eldestino se convertía en algo tanmisericordioso como elencendedor que había salvado suvida, y tan doloroso como elfuego que el milagro habíaencendido. Igual que las ruedasdel tren que llegaba, seguía uncurso al mismo tiempo lógico yabrumadoramente brutal, un cursoal que sólo podían oponerse elacero y la dulzura.

Se subió de nuevo lospantalones de Mort y corrió,

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reparando apenas en la gente quese dispersaba fuera de su camino.A medida que el aire alimentabael fuego, comenzaron a arderprimero el cuello de la camisa yluego el pelo. Las pesadas cajasen los calzoncillos de Mort lepegaban contra los testículos unay otra vez y los aplastaban. Estole producía un dolor insoportable.Saltó el molinete, un hombre quese estaba transformando enmeteorito.

—¡Apágame! —gritaba Mort—. ¡Apágame antes de que meabrase!

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—Deberías arder —contestóseveramente el pistolero—. Loque va a sucederte es mucho máscompasivo de lo que te mereces.

—¿Qué quieres decir? ¿QUÉQUIERES DECIR?

El pistolero no contestó; dehecho, lo ignoró por completomientras avanzaba hacia el bordedel andén. Sintió que una de lascajas de balas trataba dedeslizarse fuera de los ridículoscalzoncillos de Mort y la sostuvocon una mano.

Envió a la Dama hasta laúltima partícula de su fuerza

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mental. No tenía idea de si unaorden telepática de esa naturalezapodría ser oída, o si quien oíapodía verse compelido aobedecer, pero de todas manerasla envió, un pensamiento agudo yveloz como una flecha:

¡LA PUERTA! ¡MIRA ATRAVÉS DE LA PUERTA!¡AHORA! ¡AHORA!

El rugido del tren llenó elmundo. Una mujer gritó: «¡Oh,Dios mío, va a saltar!». Una manopalmeó su espalda, una mano quetrataba de tirarlo hacia atrás.Entonces Roland empujó el

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cuerpo de Jack Mort más allá dela línea amarilla de advertencia yvoló por encima del borde delandén. Cayó en la vía del tren quevenía, con las manos unidas sobrela entrepierna: sostenía elequipaje que llevaría de vuelta…siempre que, desde luego, fueralo bastante rápido como parasalir de Mort en el momentojusto. Al caer volvió a llamarla…a llamarlas:

¡ODETTA HOLMES! ¡DETTAWALKER! ¡MIRAD AHORA!

Mientras gritaba, mientras eltren se le venía encima las ruedas

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girando a una despiadadavelocidad plateada, el pistoleropor fin volvió su cabeza y miróhacia atrás a través de la puerta.

Y directamente a su cara.¡Caras!Arriba, las veo a ambas al

mismo tiempo…—¡NOOO…! —gritó Mort, y

en la última fracción de segundoantes de que el tren le pasara porencima cortándolo en dos, no porencima de las rodillas sino por lacintura, Roland se abalanzó sobrela puerta… y la franqueó.

Jack Mort murió solo.

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Las cajas de municiones y elfrasco de píldoras aparecieronjunto al cuerpo físico de Roland.Sus manos los asieronespasmódicamente, y luego serelajaron. El pistolero se obligó aponerse de pie; sabía que estabaotra vez dentro de su cuerpoenfermo y palpitante, sabía queEddie Dean estaba gritando, sabíaque Odetta chillaba en dos voces.Miró, sólo por un momento, y vioexactamente lo que había oído; noera una sola mujer sino dos.Ambas carecían de piernas,ambas tenían la piel oscura,

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ambas eran mujeres de granbelleza. Sin embargo, una de ellasera horrible, ya que su bellezaexterior no ocultaba su fealdadinterior, sino que la enfatizaba.

Roland contempló a estasgemelas que en realidad no eranen absoluto gemelas sino laimagen positiva y la imagennegativa de la misma mujer. Lascontempló con hipnótica y febrilintensidad.

Entonces Eddie volvió alanzar un grito y el pistolero vioque las langostruosidades salíandando tumbos de las olas y

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avanzaban hacia el lugar dondeDetta lo había abandonado,amarrado e indefenso.

El sol se ocultó. Habíallegado la oscuridad.

CATORCE

Detta se vio a sí misma en lapuerta, se vio a sí misma a travésde sus ojos, se vio a sí misma através de los ojos del pistolero, ysu sensación de dislocación fuetan repentina como la de Eddie,pero mucho más violenta.

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Estaba aquí.Estaba allí, en los ojos del

pistolero.Oyó el tren que llegaba.—¡Odetta! —gritó, y

súbitamente lo comprendió todo:lo que ella era y cuándo habíasucedido.

—¡Detta! —gritó, ysúbitamente lo comprendió todo:lo que ella era y quién lo habíahecho.

Una breve sensación de servuelta de dentro hacia afuera… yluego otra mucho más dolorosa,agonizante.

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Se estaba desgarrando.

QUINCE

Roland avanzó con dificultad porla corta inclinación de la playahasta el lugar donde estaba Eddie.Se movía como un hombre que haperdido sus huesos. Una de lascosas-langosta le lanzó a Eddieun zarpazo a la cara. Eddie gritó.El pistolero la apartó de unapatada. Se agachó trabajosamentey aferró a Eddie por los brazos.Comenzó a arrastrarlo hacia

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atrás, pero era demasiado tarde,ya casi no le quedaban fuerzas,iban a alcanzar a Eddie, diantres,a los dos…

Eddie volvió a gritar mientrasuna de las langostruosidades lepreguntaba: ¿Pica chica? Lerasgó una tira de su pantalón y untrozo de su carne se fue también.Eddie intentó lanzar otro grito,pero nada salió de su gargantamás que una gárgara ahogada. Seestaba estrangulando con losnudos de Detta.

Aquellos bichos ya losrodeaban por completo, se

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cerraban a su alrededor, haciendosonar las pinzas con grananimación. El pistolero reunió lafuerza que le quedaba en unúltimo tirón… y cayó hacia atrás.Las oía venir, a ellas con suspreguntas infernales y sus sonoraspinzas. «Tal vez no era tan malo»,pensó. Lo había arriesgado todo,y esto era todo lo que perdía.

El trueno de sus propiosrevólveres lo inundó de estúpidoasombro.

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DIECISÉIS

Las dos mujeres yacían cara acara, con los cuerposincorporados como serpientes apunto de atacar, y dedos dehuellas idénticas cerrados entorno a gargantas marcadas conidénticas líneas.

La mujer trataba de matarla,pero la mujer no era real, no másreal de lo que había sido lamuchacha; era un sueño creadopor la caída de un ladrillo…

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pero ahora el sueño era real, elsueño le aferraba con sus garrasla garganta para matarla,mientras el pistolero trataba desalvar a su amigo. El sueñohecho realidad le escupíaobscenidades y le hacía llover enla cara saliva caliente. «Cogí elplato azul porque esa mujer mehizo aterrizar en el hospital yademás yo no recibía nadaespecial para mí y lo rompíporque tenía que romperlo ycuando veía un chico blancoquería romperlo también, lorompía, lastimaba a los chicos

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blancos porque necesitan que loslastime, robé de las tiendas quesólo venden cosas especialespara la gente blanca, mientraslos hermanos y las hermanas enHarlem pasan hambre y las ratasse comen a sus bebés, ¡yo soy laúnica y tú eres una hija de puta,yo soy la única, yo…, yo…!».

«Mátala», pensó Odetta, ysupo que no podía.

No podía matar a esa bruja ysobrevivir, así como tampoco labestia podría matarla a ella ydespués marcharsetranquilamente. Podían

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estrangularse una a otra mientrasEddie y

(Roland) (Hombre Malode Verdad)

el que las había llamado erandevorados vivos allá abajo alborde del agua. Eso terminaríacon todos ellos. O bien ellapodría

(amar) / (odiar)

soltar.

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Odetta soltó la garganta deDetta, ignoró las manos fieras quela asfixiaban al punto de romperlela tráquea. En lugar de usar suspropias manos para estrangular,las usó para abrazar a la otra.

—¡Hija de puta, no! —aullóDetta, pero el grito erainfinitamente complejo, lleno deodio y gratitud al mismo tiempo—. No, déjame en paz, déjameen…

Odetta no tenía voz parareplicar. Mientras Roland le dabauna patada a la primeralangostruosidad que atacaba y

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mientras la segunda se acercabapara servirse un buen trozo delbrazo de Eddie, sólo pudosusurrar en el oído de la mujer-bruja: «Te quiero».

Por un instante las manos seapretaron en un nudo asesino… yluego se aflojaron.

Desaparecieron.Otra vez sentía que la volvían

de dentro afuera… y luego, derepente, se sentía gloriosamenteentera. Por primera vez desde queun hombre llamado Jack Morthabía dejado caer un ladrillosobre la cabeza de una niña que

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sólo estaba ahí para ser golpeadaporque un taxista blanco habíaechado una mirada y se habíamarchado (y no había querido elpadre, en su orgullo, intentarlootra vez por miedo a otrorechazo), ella estaba entera. EraOdetta Holmes, pero ¿la otra…?

—¡Corre, hija de puta! —chilló Detta… pero seguía siendosu propia voz; ella y Detta sehabían fundido. Había sido una;había sido dos; ahora el pistolerohabía invocado a una tercera,extraída de ella—. ¡Apresúrate ose los van a comer para la cena!

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Miró los cartuchos. No habíatiempo para usarlos; para cuandotuviera recargados los revólverestodo habría terminado. Sólopodía tener fe.

«Pero ¿hay algo más?», sepreguntó a sí misma, ydesenfundó.

Y de pronto el trueno llenósus manos morenas.

DIECISIETE

Eddie vio que se cernía sobre sucara una de las langostruosidades,

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sus rugosos ojos muertos que, sinembargo, centelleaban con unahorrible vida. Las pinzasdescendían hacia su cara.

¿Toca…?, comenzó, yentonces cayó hacia atrásdeshecha en trozosdesparramados.

Roland vio que una se lanzabacon rapidez hacia su débil ytemblorosa mano izquierda ypensó Ahí va la otra mano…, yentonces la langostruosidad seconvirtió en una dispersión detrozos de caparazón y víscerasverdes que volaban por el aire

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oscuro.Se torció hacia atrás y vio a

una mujer cuya belleza paraba elcorazón y cuya furia lo congelaba.

—¡Vamos, mamonas! —gritaba—. ¡VENID! ¡QUIEROVER CÓMO VENÍS ABUSCARLOS! ¡OS VOLARÉLOS OJOS Y OS LOS SACARÉPOR EL CULO! ¡MAMONAS!

Reventó a una tercera que searrastraba rápidamente entre laspiernas despatarradas de Eddie,con intenciones de comérselo ycastrarlo al mismo tiempo. Volócomo una pulga.

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Roland había sospechado quetenían algún tipo de inteligenciarudimentaria; ahora tenía laprueba.

Las otras se retiraban.El percutor de uno de los

revólveres cayó sobre el cartuchofallido, y luego voló a uno de losmonstruos en retirada: lo voló enpedazos.

Los otros corrieron aún másrápido hacia el agua. Al parecerhabían perdido el apetito.

Mientras tanto, Eddie seestaba estrangulando.

Roland manejó la cuerda

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torpemente y la estrechóalrededor de su cuello. Vio cómola cara de Eddie se fundíalentamente del púrpura al negro.La lucha de Eddie se hacía másdébil.

Luego apartaron sus manosotras manos más fuertes que lassuyas.

—Yo me ocupo de esto. —Había un cuchillo en su mano…el cuchillo de él.

«¿Ocuparte de qué? —pensó,mientras su conciencia sedesvanecía—. ¿De qué vas aocuparte ahora que los dos

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estamos a tu merced?».—¿Quién eres? —susurró

roncamente cuando comenzaba ahundirse en una oscuridad másprofunda que la noche.

—Soy tres mujeres —oyó quedecía, y era como si le estuvierahablando desde lo alto de unaprofunda cascada por la que élcaía—. Soy la que era; soy la queno tenía derecho a ser pero era;soy la mujer a la que has salvado.Te doy las gracias, pistolero.

Lo besó, y él lo supo, peroluego, por mucho tiempo, sólosupo de la oscuridad.

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ÚLTIMA BARAJA

UNO

Por primera vez en lo queparecían mil años, el pistolero noestaba pensando en la TorreOscura. Sólo pensaba en elciervo que se había acercado alestanque en el claro del bosque.

Apuntó con la mano izquierda

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por encima del tronco.«Carne», pensó, y disparó

mientras la saliva se acumulabatibia dentro de su boca.

«He fallado —pensó en elmilisegundo posterior al disparo—. Se ha ido. Toda mi destreza…Se ha ido».

El ciervo cayó muerto alborde del estanque.

Pronto la Torre ocuparía denuevo sus pensamientos, pero porahora sólo podía bendecir a todoslos dioses porque aún era buenasu puntería, y pensaba en la carne,carne, carne. Volvió a enfundar el

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revólver —el único que portaba,ahora— y trepó por encima deltronco detrás del cual habíaesperado pacientemente, mientrasel final de la tarde traía elcrepúsculo consigo, que seacercara al estanque algo quefuera bastante grande como paracomer.

«Me estoy curando —pensóasombrado mientrasdesenfundaba el cuchillo—. Meestoy curando de verdad».

No vio a la mujer que estabadetrás de él, observando con susevaluadores ojos oscuros.

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DOS

Durante los seis días quesiguieron a la confrontación alfinal de la playa, no habíancomido más que carne delangosta, no habían bebido másque agua salobre de un arroyo.Roland recordaba muy poco deese tiempo; había estadodelirando por la fiebre. A Eddielo llamaba a veces Alain, a vecesCuthbert, y a la mujer siempre lallamaba Susan.

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Poco a poco su fiebrecomenzó a bajar, e iniciaron ladifícil travesía al interior de lascolinas. Parte del tiempo Eddieempujaba a la mujer en la silla deruedas, y a veces Roland iba en lasilla mientras Eddie cargaba a lamujer sobre su espalda, con losbrazos de ella enlazados sinfuerza alrededor de su cuello. Lamayor parte del tiempo, el caminohacía imposible el paso de lasilla, lo cual dificultaba elavance. Roland sabía hasta quépunto Eddie estaba exhausto. Lamujer también lo sabía, pero

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Eddie nunca se quejaba. Teníancomida; durante los días en queRoland yacía entre la vida y lamuerte, y humeaba de fiebre,mientras deliraba y evocabaépocas muy remotas y gente quehabía muerto mucho tiempo atrás,Eddie y la mujer habían matadouna y otra vez. Lentamente laslangostruosidades comenzaron amantenerse alejadas de su partede la playa, pero para entonces yahabían acopiado gran cantidad decarne, y cuando por fin llegaron auna zona en la que crecían hierbasy malezas, los tres las comieron

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de manera compulsiva. Se moríanpor comer verdura, cualquier tipode verdura. Y, poco a poco, loseczemas que tenían en la pielcomenzaron a desaparecer. Unashierbas eran amargas, otras erandulces, pero ellos las comíanindependientemente del gusto…salvo una vez.

El pistolero se habíadespertado de un pesado sueñopara ver que la mujer se llevaba ala boca un puñado de hierba queél conocía demasiado bien.

—¡No! ¡Ésa no! —exclamó—. ¡Ésa nunca! ¡Márcala, y

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recuérdala! ¡Ésa nunca!Ella lo miró durante un

momento bastante largo y luego ladejó a un lado sin pedirexplicaciones.

El pistolero se tendió deespaldas, afectado por lo cercaque había estado. Algunas de lasotras hierbas podían llegar amatarlos, pero lo que la mujerhabía arrancado la iba acondenar. Era la hierba deldiablo.

El Keflex le había provocadoexplosiones en los intestinos, ysabía que esto había preocupado

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a Eddie, pero la ingestión de lashierbas había controlado elproblema.

Por fin habían llegado a losbosques verdaderos, y el sonidodel Mar del Oeste disminuyó a unsordo murmullo que sólo podíanoír con el viento apropiado.

Y ahora… carne.

TRES

El pistolero se acercó al ciervo ytrató de destriparlo sosteniendo elcuchillo entre el tercer y el cuarto

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dedo de la mano derecha. Nofuncionó. Sus dedos no eran lobastante fuertes. Pasó el cuchilloa su mano tonta y logró hacer uncorte más o menos torpe desde laingle del ciervo hasta el pecho. Elcuchillo dejó salir la sangrehumeante antes de que pudieracoagularse sobre la carne yestropearla… pero seguía siendoun mal corte. Un niño vomitandopodía haberlo hecho mejor.

«Aprenderás a ser lista», ledijo a su mano izquierda, y sedispuso a cortar otra vez, un cortemás profundo.

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Dos manos morenas secerraron sobre la suya y tomaronel cuchillo.

Roland miró hacia atrás.—Yo lo haré —se ofreció

Susannah.—¿Lo has hecho alguna vez?—No, pero tú me dirás cómo.—Muy bien.—Carne —dijo ella, y le

sonrió.—Sí —contestó él, y le

devolvió la sonrisa—, carne.—¿Qué ha pasado? —gritó

Eddie—. He oído un disparo.—¡Estamos preparando la

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cena de Acción de Gracias! ¡Vena ayudar!

Más tarde comieron como dosreyes y una reina, y luego elpistolero se retiró hacia el sueño:contempló las estrellas, sintió elaire fresco y limpio de aquellatierra alta y pensó que esto era lomás cercano a la satisfacción quehabía experimentado en años,demasiados como para contarlos.Durmió. Y soñó.

CUATRO

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Era la Torre. La Torre Oscura.Se alzaba sobre el horizonte

de una vasta planicie del color dela sangre en la puesta violenta deun sol que moría. No podía verlas escaleras que subían y subíany subían en espiral dentro de sucubierta de ladrillos, pero podíaver las ventanas que subían enespiral junto con las escaleras, yvio pasar por ellas los fantasmasde todas las personas que habíaconocido en su vida. Losfantasmas subían y subían, y unviento árido le traía el sonido de

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sus voces que lo llamaban por sunombre.

Roland… ven… Roland…ven… ven… ven…

—Voy —susurró él, ydespertó, sentándose comoimpulsado por un resorte,sudando y temblando como si lafiebre aún poseyera su carne.

—¿Roland?Eddie.—Sí.—¿Un mal sueño?—Malo. Bueno. Oscuro.—¿La Torre?—Sí.

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Miraron hacia donde estabaSusannah, pero ella seguíadurmiendo, tranquila. Una vezhubo una mujer llamada OdettaSusannah Holmes; luego hubootra, llamada Detta SusannahWalker. Ahora había una tercera.Susannah Dean.

Roland la amaba porque ellaluchaba sin darse nunca porvencida; temía por ella porquesabía que la sacrificaría —lomismo que a Eddie— sin unapregunta o una mirada atrás.

Por la Torre.La Torre Condenada de Dios.

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—Hora de la píldora —anunció Eddie.

—Ya no quiero tomarlas.—Tómala y cállate.Roland tragó una con el agua

fresca de manantial de una de lascantimploras, y luego eructó. Nole importó. Era un eructo decarne.

—¿Sabes a dónde nosdirigimos? —preguntó Eddie.

—A la Torre.—Bueno, sí —asintió Eddie

—, pero es como si yo fuera unignorante de Texas que no tieneningún mapa y dice que se va al

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culo del mundo, a Alaska. ¿Dóndeestá? ¿En qué dirección?

—Trae mi cartera.Eddie se la llevó. Susannah se

movió un poco y Eddie se detuvo,planos rojos y sombras negrasconfiguraban su rostro a la luz delos rescoldos agonizantes delfuego. Cuando volvió a descansartranquila, Eddie regresó aRoland. Éste buscó a tientasdentro de la cartera, que ahorapesaba con los cartuchos de aquelotro mundo. Fue un trabajobastante corto el de encontrar loque quería en lo que le quedaba

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de vida.La quijada.La quijada del hombre de

negro.—Vamos a quedarnos aquí

por un tiempo —anunció—, y mepondré bien.

—¿Cuando estés bien losabrás?

Roland sonrió un poco. Lostemblores disminuían, el sudor sele secaba en la fresca brisanocturna. Pero aún veía esasfiguras en su mente, esoscaballeros y amigos y amantes yenemigos de antaño, que subían y

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subían en círculos; brevementeentrevistos por esas ventanas, yluego desaparecidos; vio lasombra de la Torre donde sehallaban encerrados, una sombralarga y negra tendida a través deuna llanura de sangre y muerte ydespiadados tormentos.

—Yo no —dijo él, y señaló aSusannah con la cabeza—. Peroella sí.

—¿Y luego?Roland alzó la quijada de

Walter.—Esto habló una vez.Miró a Eddie.

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—Volverá a hablar.—Es peligroso —advirtió

Eddie. Su voz era llana.—Sí.—No solamente para ti.—No.—Yo la amo, amigo.—Sí.—Si llegas a lastimarla…—Haré lo que tenga que hacer

—repuso el pistolero.—¿Y nosotros no

importamos? ¿Es eso?—Os amo a los dos. —El

pistolero miró a Eddie, y este violas mejillas de Roland

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enrojecidas por el resplandoragonizante de los rescoldos delfogón. Estaba llorando.

—Eso no responde a mipregunta. Tú vas a seguiradelante, ¿verdad?

—Sí.—Hasta el mismísimo final.—Sí. Hasta el mismísimo

final.—Pase lo que pase. —Eddie

lo miró con amor y con odio ycon todo el doloroso cariño de unhombre que trata, agónicamentedesesperanzado, indefenso, dellegar a la mente, la necesidad y

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el deseo de otro.El viento hizo gemir a los

árboles.—Hablas como Henry, tío. —

Eddie también había comenzado allorar. No quería hacerlo, odiaballorar—. Él también tenía unatorre, sólo que no era oscura.¿Recuerdas que te hablé de latorre de Henry? Éramoshermanos, y supongo que éramospistoleros. Teníamos una TorreBlanca, y me pidió que fuera conél tras ella de la única manera enque me lo podía pedir, así que meapunté porque era mi hermano,

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¿entiendes? Llegamos allí,también. Encontramos la TorreBlanca. Pero era veneno. Lomató. Me habría matado tambiéna mí. Tú me viste. Tú salvastemás que mi vida. Tú salvaste miputa alma.

Eddie abrazó a Roland y besósu mejilla. Saboreó sus lágrimas.

—¿Entonces, qué?¿Ensillamos otra vez? ¿En marchaal encuentro del hombre?

El pistolero no dijo unapalabra.

—Quiero decir: no hemosvisto mucha gente, pero yo sé que

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están ahí, más adelante. Ydondequiera que hayainvolucrada una Torre, hay unhombre. Tú esperas al hombreporque tienes que encontrarte conel hombre, y al final el dinerohabla y las tonterías vuelan, o talvez aquí lo que habla son lasbalas en lugar de la pasta.¿Entonces es así la cosa? ¿Hayque apuntarse? ¿Ensillamos?Porque si sólo es una repeticiónde la misma tormenta de mierdade siempre, tendríais quehaberme dejado de pasto para laslangostas. —Eddie lo miró con

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los ojos rodeados de círculosnegros—. He vivido sucio, tío. Sialgo he descubierto es que noquiero morir sucio.

—No es lo mismo.—¿No? ¿Vas a decirme que

no estás enganchado?Roland no dijo nada.—¿Quién va a aparecer a

través de una puerta mágica asalvarte a ti, tío? ¿Lo sabes? Yolo sé. Nadie. Invocaste todo loque podías invocar. Lo único quepuedes invocar de ahora enadelante es un puto revólver,porque es lo único que te quedó.

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Igual que Balazar.Roland no dijo nada.—¿Quieres saber cuál es la

única cosa que mi hermano tuvoque enseñarme en la vida? —Suvoz se quebraba y sonaba espesapor las lágrimas.

—Sí —respondió elpistolero. Se inclinó haciadelante, con los ojos muy atentosposados en los de Eddie.

—Me enseñó que si uno matalo que ama, está condenado.

—Yo ya estoy condenado —contestó Roland con calma—.Pero es posible que incluso los

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condenados puedan ser salvados.—¿Vas a hacer que nos maten

a todos?Roland no dijo nada.Eddie aferró los harapos de la

camisa de Roland.—¿Vas a hacer que la maten a

ella?—Todos nosotros morimos en

el momento debido —dijo elpistolero—. No es sólo que elmundo se mueva. —Miró a Eddiede frente; con aquella luz, susojos de un azul descolorido seveían del color de la pizarra—.Pero seremos magníficos. —Hizo

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una pausa—. Es algo más queganar un mundo, Eddie. Yo no tearriesgaría a ti y a ella, ni habríapermitido que el chico muriera, sieso fuera todo.

—¿De qué estás hablando?—De todo lo que es —añadió

el pistolero con calma—. Vamosa ir, Eddie. Vamos a pelear. Nosvan a herir. Y al final seguiremosen pie.

Ahora fue Eddie quien no dijonada. No se le ocurría nada quedecir.

Roland asió gentilmente elbrazo de Eddie.

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—Incluso los condenadosaman —dijo.

CINCO

Al final, Eddie se durmió al ladode Susannah, la tercera invocadapor Roland para hacer un nuevotres, pero Roland permaneciódespierto y escuchó las voces dela noche mientras el vientosecaba las lágrimas de susmejillas.

¿Condenación?¿Salvación?

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La Torre.Llegaría a la Torre Oscura y

ahí cantaría sus nombres; ahícantaría sus nombres; ahí cantaríatodos sus nombres.

El sol manchó el este con unrosa polvoriento, y por finRoland, que ya no era el últimopistolero sino uno de los tresúltimos, durmió y soñó sussueños coléricos sóloatravesados por un único y dulcehilo azul:

¡Ahí cantaré todos susnombres!

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EPÍLOGO

Hasta aquí el segundo delos seis o siete libros quecomponen un largo relatollamado La Torre Oscura.El tercero, Las TierrasBaldías, detalla la mitadde la expedición deRoland, Eddie ySusannah para alcanzarla Torre; el cuarto, Magoy cristal, habla de un

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encantamiento y unaseducción, peroprincipalmente de lascosas que acontecieron aRoland antes de que suslectores lo conocierantras la huella del hombrede negro.

Mi sorpresa ante laaceptación del primervolumen de este trabajo,que no es en absolutocomo los relatos por loscuales se me conoce más,sólo es superada por migratitud hacia aquellos

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que lo han leído y aquienes les ha gustado.Esta obra parece ser mipropia Torre, ya saben;esta gente me ronda,Roland más que losdemás. ¿Sé realmente quées la Torre, y qué es loque ahí le espera aRoland (si es que llega, yprepárense ustedes parala muy cierta posibilidadde que no sea Rolandquien llegue)? Sí …y no.Lo único que sé es que elrelato me ha llamado una

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y otra vez durante unperíodo de diecisieteaños. Este segundovolumen es aún más largoy deja muchas preguntassin responder, el climaxdel relato sigue todavíalejos en el futuro, perosiento que es un volumenmucho más completo queel primero.

Y la Torre está máscerca.

STEPHEN KING

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1 de diciembre de 1986

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STEPHEN KING. Stephen EdwinKing nació en Portland (Maine),el 21 de septiembre de 1947.

Cuando tenía dos años de edad,sus padres se separaron y sumadre que tuvo que salir adelantecon él y su hermano mayor, con

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grandes problemas económicos.Empezó a escribir desde muypequeño: Ya en el colegio,escribía cuentos que vendía a suscompañeros de clase. Cuandotenía 13 años, descubrió unmontón de libros de su padre, loque le animó a seguir escribiendoy a mandar sus trabajos adiferentes editoriales aunque sinmucha suerte. Con 24 años secasó con una compañera de lafacultad, Tabitha Spruce, quetambién llegaría a escribir libros.Vivieron en un remolque duranteun tiempo y tuvo que trabajar en

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diversos oficios para saliradelante. Publicó algunashistorias cortas en revistas, peropronto comenzó a tenerproblemas de alcoholismo. Detodas sus experiencias tomaríabuena nota que quedaríanreflejadas en futuras historias.Muchas de las novelas de Kinghan sido llevadas al cine con granéxito, aumentando la popularidaddel escritor.

Una de sus primeras novelas fuela de una joven con poderespsíquicos que no terminó ydesanimado la tiró a la basura. Su

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mujer rescató el trabajo y loanimó a terminarlo. Esa novela setitularía «Carrie» y sería laprimera que vendiera. Unos añosmás tarde escribiría otra de susfamosas novelas «ElResplandor». Para escribir estanovela le sirvió de inspiración supropia experiencia: Problemascon su trabajo de profesor deinglés, le llevo a aceptar untrabajo de cuidador de un hotelque cerraba en invierno, mientrasaumentaban sus problemas con elalcohol y las drogas. De ambasnovelas se hicieron sendas

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películas millonarias en taquilla.Han adaptado libros suyosdirectores tan prestigiosos comoStanley Kubrick, Brian de Palmao John Carpenter. En muchas delas películas ha aparecidohaciendo pequeños cameos.En 1999, Stephen King fueatropellado por un conductorborracho y consigue salvar lavida de manera milagrosa. Estegrave accidente que le mantuvodurante años con graves secuelas,fue el embrión de novelas como«Buick 8: Un coche perverso».En ella uno de los protagonistas

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muere en un accidente de coche.Más tarde sería en «Misery»,donde volvería a contarnos cómoun escritor es atropellado por uncoche, sufriendo graves heridas.En el séptimo tomo de «La torreoscura» vuelve a utilizar elaccidente en la trama. Incluso enla serie para TV KingdomHospital, un escritor sufre unaccidente exactamente igual alsuyo.

Escribió algunos libros bajo elseudónimo Richard Bachman,hasta que fue reconocido ydecidió matar a su otro yo y

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realizar un funeral para él. Muydisciplinado Stephen King leecuatro horas al día y escribecuatro horas al día, necesariassegún él para poder ser un buenescritor. En 2000 publicó unanovela a cuya lectura sólo sepodía acceder a través de Interneto en descarga para libroselectrónicos: «Riding the Bullet».Ese mismo año, otra novela «Theplant» se podía descargar desdesu página oficial en Internet,mediante un sistema de pagovoluntario, pero se estanca en elcapítulo sexto pues el

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experimento no sale como Kingesperaba.

Su estilo, efectivo y directo, y sucapacidad para resaltar losaspectos más inquietantes de lacotidianidad, han convertido aStephen King en el especialistade literatura de terror másvendido de la historia, contandocon más de 100 millones delibros vendidos. Entre sus másconocidas novelas podemosencontrar «Carrie» (1974), «Elresplandor» (1977), «La zonamuerta» (1979), «It» (1986),«Los ojos del dragón» (1987),

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«Misery» (1987), «DoloresClaiborne» (1993),«Insomnia» (1994), «El retrato deRose Madder» (1995), «Buick 8:un coche perverso» (2002),«Cell» (2006) y la serie de «LaTorre Oscura», que consta de 7volúmenes.

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Notas

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[1] La letra de la canción dice Ain’t got nobody, que significa«no tengo a nadie». Del modo enque figura en el texto significa«no tengo cuerpo». (N. de la T.).<<

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[2] «El doctor me dijo nena, estolo tienes que dejar / porque uncohete más será el final». (N. dela T.). <<

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[3] John en inglés significa«baño» o «retrete», y Cash«dinero en efectivo». (N. de laT.). <<

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[4] Redneck: Miembro blanco dela clase rural del sur de EstadosUnidos. Se llaman así porque ensus persecuciones a los negros seidentifican con un pañuelo rojo alcuello. (N. de la T.). <<

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[5] Juego de palabras intraducible.En Estados Unidos, pusher(literalmente, «el que empuja») esel término usado en argot para elvendedor de droga. (N. de la T.).<<

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[6] «Caen las sombras celestialesde la noche… Es la hora delcrepúsculo», fragmento de lacanción «Twilight time» de losPlatters. (N. de la T.). <<

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[7] Bud («capullo», broteflorecido) es también una marcade cerveza. (N. de la T.). <<

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[8] Siglas para White Anglo-Saxon Protestant, que significa«Protestante blanco anglosajón».(N. de la T.). <<

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