La Madrugada - Fall '14

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la madrugada

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The third issue of La Madrugada, Yale's Spanish Literary Magazine.

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la madrugada

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Nuestro Equipo de ProducciónMarco Ortega Presidente, MaquetaciónNicholas Andresen Jefe de RedacciónDavid Handsman Diseño Gráfico Dor Mizrahi Vice Presidente, ImprentaOmegar Zacarías EditorJuan Bravo EditorFabiola Dávila EditorGuillermo Coronas Editor David Xinwei Yao Web2

OTOÑO 2014 Ejemplar 3

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Índice

Organized Mess Marga Dominguez-Villar 4

Poesía Capítulos No Vistos Laura Goetz 6Besos de Alquitrán Christian Soler 8Camino Alina Yaman 9Delirio Invernal Guillermo Coronas 10Trabalenguas Pablo Uribe 12 CuentosSólo un Bufón Mariano Miranda 14El Reflejo Isabella Blakeman 18Conchas de Mar y Otros Tesoros Rachel Perler 21Receta para el Arrepentimiento Nicholas Andresen 24Oscuridad Ignacio Quintero 25Los Títeres Cameron Biondi 26

México (2014) Marco Ortega 29

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POESIA-

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Capítulos No Vistos Laura Goetz

Mis cicatrices invisiblesSe reflejan en lasLagunas infinitas deTus ojos marrones,Pero esa mirada que clavasDebajo de míNo es de horror,Ni asco,Tampoco incluso lástima.

No,Tú parpadeas, mientras tuSonrisa se extiende debajo de mis labiosY por una vez,Estoy seguraPorque nuestros bordes dentadosSe entrelazan como piezas de rompecabezas.Mi mente nada hasta las estrellas Y mi cuerpo se fundePerfectamente con el tuyo.

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Descanso más tarde, Sonriendo en la oscuridad, Disfrutando de la Quietud eléctrica Especial De estar demasiado Contenta Para dormir.

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Besos de AlquitránChristian Soler

Estoy vacío.Pero la noche me llena con estrellas y sombras y casi me ahogo… hasta que me permite respirar el aire frígido,que me permite vagarpor los pliegues de su vestido negro. Ella me susurra con una voz de marfil, y tomo una bebida más,tragándome sus palabrasque arden, que me adormecencomo ron. Me besa y tiemblo, borracho de espíritus acres.

Me pone enfermo, la luz de la luna.Duermo sin sueños,un beso de alquitrán dejado en mis labiosque me envenena con el deseo de verla en las calles mudas.

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Camino Alina Yaman

Hoy camino con la lunael corazón abierto manos vacías y una sonrisa alegre

Hoy camino con el río silbando la melodía de sus carcajadaspaso a pasome dejo llevar por su corriente

Hoy camino con el viento (el peso sobre mi espaldase convierte en mis alas)escuchando sus historias,le ofrezco las mías también

Hoy camino contigo--mi miedo se derritemis ojos se abrenpor finme he despertado

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Delirio Invernal Guillermo Coronas

Nevaba en aquella mañana, nevaba en mi taciturno corazón, la neblina acuchillaba mis entrañas,como puñaladas taurinas,y salpicando lágrimas de amor.

Copos de nieve atizando mis sentidos,Lentejuelas albinas agrietando mi piel,Mis labios hipotérmicos reclamaban consuelo,En aquella esquina en donde te encontré.

Avon y Foster fueron los testigos, Tus pupilas de fuego derritiendo mis heridas,Rizos dorados meciéndose en tu cuello.Calentando poco a poco mi tormenta invernal.

Cuánto deseo fundirme en tus labios, beberme el mezcal de tu boca delirante, y embriagarme beso a beso hasta volverme adicto a ti.

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Mis manos nerviosas lloran tu desaire,Huesos temblorosos sacuden mi ser,Sálvame del dolor en esta vida vagabunda,Cura con tus brazos mi pordiosera soledad.

Segundo a segundo te vas de mi lado,El autobús de la vida llega por ti,Sueños enteros se desvanecen con la escarcha,Y mi cuerpo congelado estalla en mil pedazos.

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Trabalenguas Pablo Uribe

En cuanto a este poema solamentequiero que quede en cuenta:quise cauterizarlo pero no fue fácil hablara través de una mesa tan ancha, una madera tan firme e irreprochable—

Fue así:nadie me invitó pero, como un niñojugando fútbol en el jardín cada día de cualquier verano,la pelota de letras resultó entre las flores del vecinotan frecuentemente que al finme empezaron a dejar la puertaabierta.

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CUENTOS

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Sólo un Bufón Mariano Miranda

Nunca en mi vida he logrado algo. Intenté aprender a disfrutar de mi mediocridad. No era la vida ideal, pero para mi era perfecta.

Dentro de mis largos años mis días se hici-eron rutina y yo me hice viejo. Tan viejo que deje que mis párpados caídos se con-virtieran en barreras para la belleza. Una belleza que anhelé tanto algún momento del pasado.

Uno de esos días que recuerdo porque sentí las veinticuatro horas completas, no fue nada más un segundo perdido en la añoranza de mi pasado. El día de luto. Fue el funeral duplo de dos amigos del pasado, en épocas donde mis comisuras eran tan livianas que podía arquear mis labios bel-lamente.

La verdad no me acordaba de la cara de mis amigos, no sé quienes eran. En la vela in-tenté reconocerlos a través del vidrio que separa la vida de la muerte, pero solo vi reflejado mi propio reflejo. Seguí pensando en el recuerdo de la muerte hasta que

el sol besó mi cara en la madrugada.

Ya en el funeral vestido de formal rosado -¿Acaso solo yo sé prestar respeto?-. Recon-ocí a mis antiguos amigos por las acciones de ambos. Ahí los llore e hice luto.

Lastimosamente como las horas se hicieron días entendí que mis añejados casi-amigos verían mi cuerpo y no se acordarían de mí. No hice nunca nada que los hiciera recor-dar quien fui yo.

Es por eso que decidí construir el castillo de cartas. Lo decidí construir para poder dejar en la memoria de mis desconocidos la me-moria de quien era yo. Y qué mejor forma que el arquitecto de castillos, fortalezas.

Tal vez alguien, un valiente bufón, escriba una rima que diga sobre mi algo así:

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“Valiente soldado cuyas manos hermosas construyeron algo más para la eternidad que muerte. Allí en la tumba de su ingenio yace el ser cuyos callos edificaron tan gran obra digna del mismo Arturo. Ahí descansa el caballero de escuadra y regla”

…y así continuaría el estribillo. Manos a la obra gasté todos mis ahorros, de toda una vida, en unos siete paquetes de naipes rojos y negros. Mi futuro se vio representado en 378 cartas que estaban esparcidas unas sobre otras. Era extraño como catorce pares de ojos desconocidos me veían diferente de cómo lo hacia el resto de la naipeada. Ellos, burlones, iban a ser la cúspide de mi pirámide. Ironía. Debí haber entendido ese augurio. El augurio de la mala burla.

Sin idea alguna, como una mamá primeri-za, toqué y acaricié mis naipes, mi camino hacia la prosperidad. Una encima de otra de muchísimas formas caían mis intentos, pero el simple hecho de ver mis arrugas olvidadas me motivaba.

Las necesidades mundanas que antes con-stituían mi única realidad pasaron a un se-gundo plano. Comía pan con mantequilla,

creo. Me convertí en un esclavo de la nece-sidad del recuerdo, me obsesioné. Mi úni-co enemigo era el tiempo, el lento tiempo.

Tiempo tras tiempo comenzó a tomar for-ma lo concreto de las bases de mi castillo. ‘Crece, crece’, gritaba inmerso en mi locu-ra. Mi legado al mundo empezó a tomar altura. Que bello se hacia con el paso de los días y de las estaciones. Pasó el invierno y la primera le majó los talones. Solo que yo deje que mi mente se olvidara de todo menos de mi castillo.

El verano llegó y con el pináculo del sol el último bufón se postró en la cúspide de mi castillo. Estaba hecho y era hermoso. Con mis dedos rozaba, solo con las yemas, la belleza del contorno precioso de mi torre. Tenía el poder y era tal el placer generado por el éxito, delicia.

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Observé durante horas la belleza sin igual. Era mi creación. Lentamente gotas de sudor empezaron a girar fuera de mi frente. Baja-ban feroces por mis facciones avejentadas e intentaban atacar mi creación, mi belleza, maldita sean. Intenté ignorarlas, dejar que mi cuerpo jovial se controlara, mas el sudor ahora era expulsado, también, de mis ma-nos y pies.

Aterrorizado busqué una solución inmedi-ata a mi problema. No, no era justo que a mi bebe, a mi amor se lo robara lo sin gracia de la torpeza sudorosa. Pero como enviado por Zeus, creí yo, vi una ventada enterrada en mi desorden. Exasperado ataqué los li-bros que se interponían entre la ventana y yo.

Solo, oh desgracia, si hubiera sabido que ventana y viento tienen el mismo origen. Para mi tortura el viento era un enviado de Dionisio, alcoholizado y titubeante; entró por la ventana, el hueco al alma y derribó, sin problema, mi obra.

Dejé de ser magno. Mis ojos lloraban, o eso creí yo, por las continuas saetas del viento que cortaban mi deseo. Pero yo

estaba determinado al éxito. No podía per-mitir que mi éxodo a otra vida fuera en vano.

Como tomado en ira ataqué colerizado mis naipes y los obligué a estar uno sobre otro. Solo que así nada funciono, solo sirvió para convertir mi ira en llanto. Ahora el sudor corría con sentimiento de fracaso y lloré.

Despernado, con el peso real de mis años, luché tiempo contra mis naipes hasta que logré victorioso, ahora, coronar un rey francés en la cama. Lo había logrado dos veces, doble merito. Me imaginaba ya los titulares en la nación, en el diario, en la prensa.

Deseoso, hambriento de éxito, de recono-cimiento, recogí mi abrigo y mi bufanda. Busqué mis llaves y partí en busca de re-porteros.

Cuando los convencí de que mi creación no era una hipérbole y los atraje como niños al juego, todos emocionados, hambrientos por la primicia.

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Giré tres veces la llave a la derecha y una a la izquierda y con cantos de victoria azoté la puerta para encontrar 377 cartas en el piso, esparcidas, y un rey francés en mi cama con cara de burla, similar a la de los reporteros.

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El Reflejo Isabella Blakeman

De repente, mis dedos ya no pueden deslizar a través del teclado luminoso en este frenesí de escritura con que he llenado incontables noches de insomnio. En momentos como este, me doy cuenta del grado con la que la ansiedad se ha infiltrado en mi rutina dia-ria. Como una aguja atada con una hebra de hilo rojo chocante, esboza cada una de mis acciones con su inquietante bermellón.

La pantalla del portátil se desvanece en la ne-grura. Repentinamente me miro a mí mis-ma en la pantalla vacía, y la cierro, porque no puedo mirar mi expresión cansada. Me levanto abruptamente, sabiendo que tengo que salir a la calle sólo para fumar en el aire fresco y pensar en nada. Agarro un cigar-rillo de mi mochila; está doblado y cansado.

Al salir, la veo en la puerta del microondas, y me mira con disgusto. —Esta es la última vez. Entonces dejaré de fumar —le digo a mi forma borrosa. Su disgusto por mi deshonestidad es evi-dente.

—Puedes estar en desacuerdo conmigo —dice ella—, pero nunca me puedes en-gañar.No le respondí. En un capricho, agarro mi portátil, con la esperanza de que, tal vez, mi salida nocturna provocará un poco de inspiración. Cierro la puerta cuidada-mente para no despertar al mundo durmi-ente. Salgo sin chaqueta a la calle.

Mientras camino por la acera vacía, sus piernas me imitan en las ventanas de las tiendas oscuras. Vislumbro sus pasos en los charcos que, por poco, evito con mis propios pies. Me siento en un banco familiar, aunque todo es desconocido a esta hora. Pongo mi portátil en mi regazo. Lo abro y la veo a ella allí en la pantalla vacía. La luna descansa detrás de nuestras cabezas. Yo no presiono una tecla ni muevo el ratón. De todos modos, no tengo nada para escribir. Y me parece que ella está dispuesta a tener esta conversación esta misma noche. —Cada vez que te veo, te reconozco me-nos. —murmuro.

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—¿Eso te asusta? —me dice con un dejo de burla. Enciendo mi cigarrillo, y me consuelo en el calor que se pasea en mis fosas nasales y de-ambula por mi esófago. Saboreo la manera en que se llena cada caverna de mis pulmo-nes. Exhalo y por un momento todos los de-dos del humo se encrespan y obstruyen mi vista de la pantalla y su expresión flagrante. —¿Por qué tendría que temerte? —Finjo confianza mientras chasqueo cenizas en el cemento frío. Mis ojos siguen su camino vacilante al suelo.Me mofa— ¿Por qué te esfuerzas tanto en hacerme creer que no te importo una mi-erda?Suspiro. Miro las brasas que reposan en-tre mis dedos, y luego hacia arriba al cielo que brilla intensamente. Necesi-to dormir esta noche, sólo un poco.

— ¿Que quieres? —le pregunto con derrota. — Nada en particular, pero tengo curiosi-dad por una cosa.—¿Qué?— Respóndeme, debe ser simple. Dime la última vez en que te sentiste realmente feliz.

—He sido feliz… —Mi voz se apaga. Puedo sentir una gota de sudor viajando por mi columna. —Dime, dime cuándo —insiste.

Mi boca se abre débilmente, y sacudo mi cabeza de lado a lado, lentamente y casi im-perceptiblemente. Mis ojos están húmedos y miro hacia arriba otra vez, como si to-das mis respuestas estuvieran simplemente escondidas en las ramas de los árboles.

—No entiendo por qué estas preguntas son necesarias. —Tengo que hacerte estas preguntas pre-cisamente porque no sabes las respuestas —ella sonríe,— y porque tan translúcida como soy, tal vez soy más real que tú. —¿Por qué dices eso?— Pregunto, con tono frenético y manos temblorosas. —Dentro de ti, dentro de cada palabra y cada acción, tú y yo sabemos que sólo hay un vacío frío.—Si estoy vacía, entonces, ¿qué eres? —Mírame. Mírame a los ojos.Susurra, pero sus palabras resuenan tan fuertemente en mis orejas, —eres simple-mente mi reflejo.

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Me siento como si algo hubiese golpeado detrás de mis pulmones. Me ahogo con el humo del cigarrillo, y toso una nube que se disipa en la noche. Cierro el portátil y lo dejo a un lado para poder descansar mis codos sobre mis rótulas y mi cabeza en mis manos. Mi cuerpo se siente extraño y me temo que ya no lo controlo.

Fumo hasta que el extremo del cigarrillo me quema los dedos. Cuando aplano la co-lilla con mi tacón, me molesta que no pu-edo determinar si es ella o yo quien lo hace. Por fin, me levanto del banco y ando hacia mi cuarto. Me desplomo en mi cama.

No puedo dormir. Son las cuatro y media de la madrugada y estoy escondida entre mis mantas, organizando todas las ansie-dades de mi mente. Cuando trato de levan-tar mi mirada hacia la ventana, el miedo se apodera de mi, porque mientras mi rostro se vuelve más oscuro y menos animado con cada momento que pasa, sin duda se refleja en el vidrio, brillando intensamente en la luz espantosa de la aurora inminente.

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Conchas de Mar y Otros TesorosRachel Perler

Ella solía caminar por la orilla del mar bus-cando conchas marinas, pedazos de vidrio pulidos por el movimiento perpetuo de las olas, y otros tesoros. Caminaba así todos los veranos cuando visitaba esa playa con su fa-milia. Cada año durante el mes de julio, sus padres alquilaban una casita por una sema-na en un pueblo humilde ubicado entre dos ciudades turísticas. No había ningún paseo marítimo ni restaurantes finos ni vend-edores de baratijas, pero en este rincón de la tierra todos los gastos de la vida eran me-nos y el sol brillaba igual como en lugares más lujosos.

Ella tenía doce años la última vez que su fa-milia visitó el pueblo y el mar. No sabía que esa visita sería la última. No fue planificado así, pero así va la vida, parecida al mar en su movimiento perpetuo. Como no sabía que esta vacación con su familia sería la última, sus días eran sin esa especie rara de triste-za la cual siempre acompañan los fines. A sus doce años de edad, tampoco sabía que pronto llegaría el fin de su niñez. No se pre-ocupaba por cosas tan graves e inesperadas de la vida. Sólo le gustaba andar por el mar,

respirando el aire puro y sintiendo el brillo del sol en su cuello. Su padre estaba siem-pre dormido en su silla, su madre leía revistas debajo de una sombrilla, su her-mano tiraba pelota tras pelota al mar y esperaba su regreso, y ella andaba por la orilla del mar, siempre buscando tesoros naturales sin querer más de la vida.

Su colección crecía continuamente. A menudo coleccionaba conchas de ostras que estaban dispersados liberalmente en la arena. Un día añadió unas conchas de almejas y una vieira con la coloración fu-riosa de venas púrpuras. El día siguiente encontró una concha de caracol de color de fresas con nata, cuya espiral le dio tem-blores pequeños por su belleza sencilla, lo puso con cuidado en su caja de teso-ros, justo al lado de sus otros tesoros más preciados. Los tres formaban una trinidad perfecta-- la concha de caracol se ubicó entre un cauri pequeño y elegante del tipo que se usaba como dinero en tiempos an-cianos encontrado en Florida hace dos años y un trozo pequeño y brillante de vid-rio amarillo encontrado por la bahía unas

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millas de su casa. Ella revisó esta trinidad de magnificencia por unos momentos, y en el frenesí de descubrimientos fortuitos pensó que dejaría de buscar tesoros a partir de ese momento.

Ella no sabía que no podría parar. No sabía que aquellos que buscan conchas del mar y piezas brillantes de vidrio amarillo son adictos a la emoción de un descubrimien-to maravilloso. Tener objetos bellos no les satisfará; solo les satisfará estar siempre buscando el siguiente tesoro. No sabía que si ella parara de buscar tesoros por todas partes, sufriría una retirada interminable en que la sangre se volvería fría. Sin darse cuenta de su realidad, el momento extraño pasó y ella volvió a sus hábitos viejos.

Ella seguía buscando tesoros incluso después de que su familia salió de la casita junto al océano por la última vez. Cuando terminó la semana en el pueblo, dijo un saludo a la playa y al mar sin saber que era el último, y salió con la cajita de tesoros en las manos para buscar otras búsquedas. Más tarde, agradecería no saber nada de la pesa-dez de esta despedida. El conocimiento de que nunca iría al pueblo otra vez le habría

costado la paz de salir sin ceremonia, algo que luego le importaría mucho. En el futu-ro, el recuerdo de salir con la mente clara le serviría como otro tipo de tesoro.

Los años pasaban, ella se hacía mayor, y poco a poco una capa gruesa de polvo se acumulaba en su caja de tesoros. En su ado-lescencia, ella no pensaba en la caja jamás, aunque seguía recogiendo tesoros de un carácter diferente. Buscaba tesoros de in-timidades y dolores, tesoros de primicias, de comienzos y de fines. Recogía besos normales y besos prohibidos, amores e in-diferencias, y sobre todo las alegrías de los tiempos bellos. Ella guardaba los recuerdos de tiempos bellos justo entre las memorias de tiempos más sencillos y los recuerdos de tiempos dolorosos, los que recordaba du-rante noches solitarias en su cama cuando no podía conseguir dormir hasta las tres de la mañana. Juntos formaban una trinidad perfecta que le daba un sentido de constan-cia. Ella los revisaba cuando quería sentir de nuevo una sombra del frenesí de descu-brimientos fortuitos. Nunca más pensó que sería bueno dejar de buscar tesoros a partir de ese momento. Tampoco abrió la caja de tesoros de nuevo, y ellos existían olvidados

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debajo de la cama de su niñez. Sin em-bargo, como una adicta a la emoción de descubrimientos fortuitos, seguía buscando búsquedas, recogiendo tesoros por todas partes.

Durante esa época, sí se preocupaba por cosas graves e inesperadas. Se preocupaba por la manera en que sus padres habían em-pezado a dormir en cuartos distintos, por la repentina muerte de sus abuelos, y por la manera en que sus viejos amigos habían cambiado tanto. Se preocupaba por cuanto ella misma había cambiado. Le importaba la belleza todavía, pero se centraba en su propia belleza en vez de la belleza de una concha de caracol o una pieza de vidrio am-arillo. No era culpa suya tampoco, porque se fue su niñez sin ceremonia y ahora al-gunos hombres habían llegado a mirarla de una manera extraña, como si fuera una especie de tesoro también. Entonces todos los días ella pintaba los labios del color de fresas y nata, aunque tener belleza nunca le satisfaría. Era inevitable que ella examinaría los ojos o los labios o las curvas descono-cidas de su cuerpo como había examinado la espiral de la concha de caracol, con la esperanza desesperada de sentir de nuevo

los temblores de descubrimientos maravil-losos.

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Receta para el Arrepentimiento Nicholas Andresen

Ingredientes. 1. Una autoestima muy pequeña. Pro-cure que sea lo suficientemente pequeña fragmentándola con métodos que ya con-oce y guardando uno de los trozos.2. Una cacerola llena de inseguridad. Cuanto más grande la cacerola, mejor. 3. El jugo de una personalidad frágil − debe de tener un sabor inicial dulce y un regusto amargo.4. Una botella de ginebra.5. Opcional − una relación fallida para aderezar.

Modo de preparaciónMezcle su pequeñísimo trozo de autoestima con la cacerola llena de inseguridad. Empe-zará a burbujear soltando humos tóxicos, y puede que hasta desborde. No busque ayu-da aunque lo necesite. Su estoicismo será premiado. ¿Verdad?

Después de sobre−analizar todo lo que hizo mal en el primer paso, avance al segundo. Ahora deberá exprimir el jugo de una per-sonalidad frágil. Si le es difícil encontrar este ingrediente en personalidad ajena, quizás por su incapacidad de establecer una relación significativa con ninguna otra per-sona, no se estremezca. Seguramente podrá utilizar su propia personalidad. Con el jugo que obtenga, eche dos gotas a la cacerola. Y cuide la cantidad: no quiere demasiada amargura.

Mientras cocine, emplee alcohol a su gusto. Pero no se lo eche a la cacerola, porque no quiere arruinar la receta. De todas formas, no es la comida la que lo necesita. No es la comida la que tiene penas que ahogar en el fondo de una botella de ginebra.

Despierte el siguiente día con una enorme resaca y pruebe una cucharada de su po-ción. Sin duda estará asquerosa y se arre-pentirá de haberla creado.

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OscuridadIgnacio Quintero

Una silueta se dibujaba en la ventana, la única forma distinguible en tan entrañable oscuridad. Desde adentro, aquella sombra observaba el exterior con curiosidad y tran-quilidad a la vez. Afuera; afuera todo era distinto, había una luz; no, había muchas lucecillas incandescentes que alumbraban con gracia la calle poco transitada. Perso-nas, pocas y fugaces, se desvanecían sin mayor importancia; cada una de ellas con interminables historias que contar, anéc-dotas por mil. Tuvieron su primer beso o lo tendrán, han sufrido y reirán como todos. Como todos. Tan parecidos como especie pero tan distintos entre sí, los humanos.

Ciertamente, no era la primera vez que hacía este análisis ¿desde cuando lo pensaba? No sabía, hace mucho. Suponía que desde que su vida se fue transformando lentamente en una vida a la cual no le encontraba sentido. Todo sentido previo lo había defraudado, cada búsqueda un callejón sin salida. Se reía para sus adentros cuando para la gente el sentido era algo tan inalcanzable que nunca sabían que era. Sin embargo, la envidiaba, prefería vivir en aquella ignorancia que en

aquel infierno. Sí, su vida era un infierno. Una vida sin sentido es un infierno. “Mal-dita sea” musitó.

Si la vida no tiene sentido, es una idea vacía, pero por controversial que parezca, su vida estaba llena, llena de ideas vacías. “De pron-to el sentido de mi vida es encontrarle uno” pensó tratando de reconfortarse.

El silencio otorgó distintos pensamientos añadidos. “Que idea tan ridícula” y rió. Siguió riendo, cada vez más fuerte, hasta el punto en que cuenta se dio que de sí mismo se reía.

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Los Títeres Cameron Biondi

En el cuarto oscuro, el cual parecía un calabozo olvidado bajo del escenario del teatro, Julio siempre había soportado las de-mandas de su jefe, el director. Había tareas innumerables para las manos obedientes de nuestro Julio, y éste pensaba completarlas de modo que no se enojaran el director o los actores que lo manipulaban.

Era cuidador de los accesorios del escenar-io donde se llevaban a cabo los espectáculos mediocres de su aldea. La audiencia solía confundir la obra de Julio con la de los que dominaban encima del escenario, pero esto no le preocupaba. El foco de su trabajo era la creación de los ambientes físicos de los espectáculos, y frecuentemente se perdía en ese proceso creativo. Sobre todo, le inte-resaba formar mundos enteros sobre el es-cenario. Los accesorios, el fondo pintado, y los vestuarios de los actores fingían una re-alidad que hechizaba al observador, y a él le gustaba mucho que sus esfuerzos pudieran influir esa experiencia encantada.

Como su padre, ya muerto, quien había apreciado los accesorios impresionantes y casi mágicos del escenario, Julio también se rodeaba con los objetos más significativos para él en su oficina bajo del escenario. Los que le interesaban más a nuestro Julio eran los títeres de forma humana, a los cuales podía darles vida con los movimientos pre-cisos de las manos. Había tres preservados: un soldado vestido de rojo con un mos-quete, una princesa medieval con un ves-tido elegante y un velo sobre la cara, y un payaso vestido de mono multicolor con una nariz roja. Con esos personajes, Julio había fabricado un número casi infinito de cuen-tos ridículos. Había pasado tanto tiempo con ellos que, según él, los títeres tenían sus propias personalidades que habían influido las elecciones del titiritero. El soldado y su batalla feroz, la princesa y su amor prohi-bido y el payaso y su comedia física, todos exigían de algún modo que Julio cambiara su cuento para satisfacer sus comporta-mientos individuales. Nuestro Julio sentía la influencia poderosa de los títeres, por eso había tallado en un tablón encima de su es-critorio la frase “los cordeles tiran en cada

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dirección.”

Hacía muchos años que habían desapare-cido los títeres de los espectáculos de ese teatro, ya que las obras modernas y más populares requerían los personajes vivos o, como prefería decir Julio, “sin cordeles visibles.” Su amor para los títeres se había convertido en obsesión, de modo que al-gunas veces le habían distraído la atención del trabajo en el teatro. Sin embargo, Julio tenía una dedicación tenaz al teatro que in-spiraba su trabajo, y cuando el director le pidió que creara el escenario para el nue-vo espectáculo, que se llamaba El dictador pesaroso, se aplicó mucho en la tarea.

El plan para el escenario era muy sencillo: una estatua gigante del dictador, el protag-onista de la obra, estaría en el centro con sus brazos extendidos hacia la audiencia. Ya que esa figura dominaría el escenario deso-lado, Julio tenía que concentrarse en la pre-sentación perfecta de un objeto solitario. Pasaron muchas horas formando la estatua, añadiendo a su gravedad los detalles pre-cisos que convencerían a los observadores de la autoridad del personaje. El director había pedido que Julio la completara en una

semana, y algunas veces él y los actores en-traban en su oficina para examinarla. In-sultaban a Julio y a su obra con frecuencia, pero no podían negar la maestría de las ma-nos que manipulaban la estatua.

Desafortunadamente, la dedicación de nuestro Julio no duró por toda la semana. Cuando la estatua ya estaba completa y sólo requería que Julio la colgara del techo encima del escenario (para que pudieran bajarla al piso al momento correcto en la obra), el deseo de volver al mundo de los títeres, en el cual Julio era un dios, destruyó su motivación. Empezó a narrar otra histo-ria en cual el payaso perseguía la princesa, tratando de encantarla con sus bromas bien elaboradas. La narración duró por toda la noche hasta la madrugada, cuando Julio se durmió sin darse cuenta de la tarea in-completa.

Entonces, cuando el director llegó al teatro y vio que la estatua todavía no estaba col-gando, entró en la oficina de Julio y lo en-contró durmiendo, rodeado por sus precio-sos títeres. Furioso, el director salió de la oficina y pidió la asistencia de los actoress en su nuevo plan. Dos actores entraron en

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la oficina y llevaron a Julio cuidosamente al escenario mientras los otros preparaban los cordeles que iban a colgar la estatua (que también estaba en el escenario). El direc-tor, afirmándose como jefe, ató los cordeles alrededor de las manos y los tobillos de nuestro Julio. Por fin, lo levantaron sobre el escenario, y de repente se despertó.

Todos se burlaron de Julio mientras dos ac-tores tiraban de él, manipulando sus mov-imientos frustrados. Las risotadas del grupo engendraron un odio fatal en Julio. Resistió las fuerzas que imponían la voluntad de sus superiores sobre él, y con su ira imparable tiró de los cordeles. Las barras débiles de madera que soportaban el techo y las var-ias luces electrónicas del teatro, a las cuales estaban atados los cordeles, se rompieron cuando Julio les impuso esa fuerza inso-portable. Julio y las luces cayeron al piso, y los escombros del techo roto chocaron vio-lentamente con la estatua y con los actores desprevenidos. La estatua se desmoronó, y los fragmentos de las luces encendidas prendieron fuego al escenario. A pesar del caos de la escena, el director y sus actores escaparon del teatro mientras el incendio se difundía. Julio, para salvar sus preciosos

títeres, entró en su oficina poco antes de la caída del escenario. Los encontró, inmó-viles, donde los había dejado, y el incendio de su ira consumió el teatro opresivo donde nuestro Julio había sido un sirviente leal.

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México (2014) Marco Ortega

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Once Pesos de Queso Ranchero30

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El Cambio a la Máquina

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Allá en Nayarit32

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Huaraches

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Brochetas34

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