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LA MENTIRA
SINCERA
Vittorio Gassman, Un gran porvenir ala espalda. Ed. Planeta, Barcelona, 1983. e uanto más v1eJo, más
confuso», recitaba impúdicamente ante la cámara Nicholas Ray en Elamigo americano; y, con
no menos impudicia, Vittorio Gass- · man advierte en las primeras líneas de estas memorias la creciente fragilidad de sus ideas y de sus impulsos: un comienzo inusual para una obra que también lo es.
Lejos de la complacencia narcisista y de ese medio distanciamiento sólo aparentemente autodestructivo que componen los dos tonos más repetidos en este género literario, y lejos asimismo tanto de la rigida ordenación cronología como de una deshilvanada sucesión de recuerdos, Gassman ha conseguido unas páginas bien originales que, con dominio de muy variados recursos literarios ( desde la narración en tercera persona al poema intimista, desde el género epistolar al monólogo interior), transmiten un admirable se�tido de vitalidad y de ironía creativas, combinando muy diferentes fragmentos de una memoria que, tan delicada como afortunadamente, elude los detalles caseros y la casuística de alcoba, maldad propia de escrupulosos e insatisfechos.
El personaje que así se decanta es ciertamente atractivo, con el mismo aura de vitalismo y frescor, de coraje y lozanía que este comediante de raza (actor, autor y traductor de clásicos) ha sabido imprimir a muchas de sus interpretaciones escénicas y cinematográficas; con ese estilo inconfundible que quiere refutar el destino, más áspero que trágico, pensado por Albert Camus para el creador (el corazón que éste necesita es un corazón seco, escribió el angustiado autor de El mito de Sísifo).El estilo, en definitiva, de quien con ductilidad y talento -el ochenta por ciento del arte interpretativo es talento, ha recordado el propio �assman- ha representado con igual maestria a Shakespeare y a Pirandello, a Kafka y a Sartre, y h� actuado ante la cámara con tanta bnllantez a las órdenes de Mario Moniccelli como de Alain Resnais, de Dino Risi como de Robert Altman, de Ettore Scola como de Paul Mazursky, encamando con idéntico genio memorables caraduras de frondosa gesticu-
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Vittorio Gassman.
!ación y nobles héroes de sobria elegancia.
Y no son pocas las reflexiones que sobre el arte de la interpretación se contienen en el libro comentado, lo que constituye otro de sus grandes atractivos. La «mentira sincera» como base del teatro o la «falsificación programática» como oficio del actor: he aquí el núcleo de la preceptiva de un Gassman que, recelando del papel que las ideas desempeñan en el arte, es consciente con gozo de la levitación que proporcionan las tablas del escenario, expresando a la vez su admiración por esa mímesis del espíritu y del cuerpo identificadora de los mejores actores americanos. (Entre estos últimos, por cierto, destaca a Robert De Niro, en unos términos que, permítaseme el atrevimiento de señalarlo, son muy similares a los en su día empleados en estas mismas páginas al ponderar el estilo interpretativo del protagonista de Toro Salvaje: «en su manera de ocultarse y despersonalizarse en un papel -escribe Gassman- hay algo de profundo, de turbiamente atractivo, como la búsqueda de una distanciación de las angustias del mundo»).
El libro, en suma, puede considerarse como otro gran ejercicio interpretativo de un apasionado adicto al veneno del teatro. Y si el espectáculo -como dice Hamlet- es la trampa donde atrapar la conciencia, Vittorio Gassman, que en tantas ocasiones ha conquistado la de muchos espectadores con la magia de sus gestos y de su distinguida figura, vuelve ahora a raptar el sentimiento y la imaginación de quien se adent� en este brillantísimo espectáculo titulado: Un gran porvenir a la espalda.
José Luis García Delgado
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ELHEROE
COTIDIANO
Juan Andrade, Recuerdos personales.Ediciones del Serbal, Barcelona, 1983.
aria Teresa García Banus,
M compañera hasta después de su vida de Juan Andrade, ha recopilado varios de los cuadernos en que éste
anotaba sus vivencias más íntimas, siempre dentro de la morigeración en lenguaje y hasta en actitudes con que se escribía en los tiempos anteriores a la Guerra de España. Uno no se imagina con facilidad la infancia y juventud de un líder revolucionario; se nos aparecen siempre bien como popes barbudos, flameantes de pasión revolucionaria; o bien calvos, como Lenin -la barbilla aún más incisiva que su mirada-, siempre los primeros de la clase o agitadores sociales desde la infancia como Gavroche.
Nada de esto nos cuenta Juan Andrade en su pequeño esbozo autobiográfico, recogido en cuadernos en diversas circunstancias, y agavillados, hoy, gracias a los esfuerzos de Maria Teresa y del historiador Pelai Pages.
Nos devuelve, como por un túnel trastemporal, su infancia desgraciada (tocada por una cierta hambruna bohemia); desgraciada y, por supuesto, feliz. Aparecen muy bien retratadas las figuras de su madre, que debía ser algo frívola, y de su tía
Joaquín Capa. Grabados sobre
el románico en Cantabria.' Prólogo y' un poema
de José Hierro.
Arte Popular.· Rolando Marcoida Marechal
Andrés Barajas Enrique González
Sobrado.
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Pancha; la cual, a pesar de sus beaterías, llegó incluso a servir de enlace y protección, entre los camaradas comunistas de su sobrino Juan.
Quizás la parte más entrañable del libro sea la primera: en ella cuenta cómo consiguió hacer de un rígido internado como el del Colegio de San Ildefonso, un lugar paradisíaco, si se le compara con la sórdida existencia que había de compartir con su madre y su tía: estos capítulos, añadidos a los que narran su infancia de botones -pícaro en un Madrid de pícaros- y su entrada como funcionario de ínfima clase en Hacienda, nos dan una estampa muy viva del Madrid de principios de siglo, y de qué modo el destino marca desde el primer momento de su vida a quienes han de ser rebeldes; en el caso de Andrade, que llegó a ser el más importante teórico comunista de España y cuya obra, de ser reimpresa, dejaría pequeños a muchos marxólogos, no le llegó su vocación política tan sólo por la lectura de los clásicos revolucionarios, ni porque la injusticia social le conmoviese. Pertenecía a esa clase social, a caballo entre el Tiers Etat y el lumpen, típica en las grandes capitales españolas y, sobre todo, en Madrid. No olvidemos que la burguesía española media tiene su «revolución pendiente». Ni siquiera lo de Franco les sirvió.
En capítulos sucesivos, Andrade nos habla -cómo no- de su formación política, de su paso de un republicanismo simpatizante hasta ia fundación del POUM, pasando antes por el socialismo y el comunismo staliniano.
Acabo de hacer la reseña de un libro de 147 páginas que termina con un tierno capítulo/homenaje a su tía Pancha. Pero inmediatamente después, comienza otro libro: un libro a la vez humano y político donde, a través de las cartas a su compañero holandés Geers (1920-1928), desata muchos nudos de la enmarañada historia del PCE, desenmascara a muchos de los que hoy se llaman fundadores de un partido al que más bien han contribuido a destrozar.
La última parte del libro narra su prisión en Francia y deja percibir, en unos cuadernos escritos para no volverse loco y también para la mujer a quien ama y de quien no sabe ni dónde está, el sufrimiento de un hombre encarcelado por comunista junto con otros novecientos comunistas/ estalinistas que le hacen el vacío más mortal y que, incluso, ayudados por un grupo de resistentes marxistas, se evaden de la prisión, dejando encerrados en una celda a
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Andrade, un pacifista que le hablaba y tres delincuentes juveniles.
Si esta reseña sirviera, por lo menos, para interesar a alguien en la vida y obra de Juan Andrade, yo me daría por satisfecho.
Eduardo Baro Ibars
DAVID NIVEN, ESCRITOR
David Niven, Vete despacio, vuelve deprisa. Argos Vergara.
En el film «Nueve horas de Rama», de Mark Robson, se comete el incalificable delito de otorgarle el papel de indio (o hindú, que
tanto monta) a Robert Morley. Ante una pregunta impertinente hecha a Orson Welles por periodista español (acerca de si era tan fascista como los personajes que interpretaba ante
David Niven.
las cámaras), ese viejo liberal americano contestó con seriedad que ya en el teatro medieval había actores a quienes, por sus características, les correspondía hacer de reyes y a otros de mendigos. A David Niven, nacido en Berkshire (Escocia) en 1909, le correspondió interpretar al inglés: al inglés fino, elegante, inteligente, distinguido, culto, y con un
cinismo suave, algo amortiguado por el humor. En la pantalla ofreció siempre la imagen de un sutil cosmopolitismo. Su obra maestra acaso haya sido su encarnación de Phileas Fogg en «La vuelta al mundo en ochenta días», donde un francés enciclopédico imagina a un inglés típico y tópico, que no podía ser otro que el escocés Niven. Parecer tan inglés llevó a Niven a ser algo más que un actor entendido a la manera tradicional, pues no interpretaba personajes sino una forma de ser, un carácter, unos gestos. Con la única excepción de una mueca que elevaba el bigote de Charles Boyer, fue el mejor actor de toda la historia del cine que interpretara gestos. Gestos medidos, pausados, de caballero, y tan profundos como corresponden a quien no solo sabe servirse el champán sino que además reconoce el sabor y la añada.
La alta comedia realizada en Hollywood exigía actores elegantes, correctos, cínicos, europeos, como Clifton Webb, Melvyn Douglas, William Powell, Ronald Colman, Louis Calhern, Adolphe Menjou, Charles Boyer, Claude Rains, Gerge Sanders, James Mason, Vincent Price; personajes que eran los antagonistas del buen muchachote de Kentucky, cuyas virtudes rústicas rebatían con la forma impecable que usaban para llevar el frac, encender el veguero o utilizar la pala del pescado, sin contar, naturalmente, las muchas vilezas y traiciones de las que podían ser capaces en hora y media de proyección. Sin ir más lejos, Melvyn Douglas refuta brillantemente el marxismo-leninismo de Greta Garbo, en «Ninotchka», de Lubitsch, con champán, restaurantes y alta costura. Por el tipo de personajes que interpretaban se les veía gente cultivada; algunos fueron escritores en su vida privada, como Vincent Price, que es un importante crítico de arte, o como George Sanders, autor de varias novelas policíacas, como «El crimen en mis manos», plena de humor, o de la nota despectiva y altiva con la que se despidió del mundo.
Hubo bastantes actores cinematográficos que cultivaron la literatura sin causar los estragos de Sylvester Stallone, como Peter Ustinov (a quien Bernard Shaw llegó a considerar como su sucesor). Orson Welles (autor, entre otros textos, de la novela que sirvió de base a «Mr. Arkadin» y que fue totalmente anulada por aquel bello, misterioso y olvidado film) o Woody Allen, quien, lo mismo que como director o actor, no
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es escritor de gran aliento aunque posea encanto. En su memorable libro «Groucho y yo», Groucho Marx escribe: «De sobra sé que no soy Faulkner, Hemingway, Camus o Perelman ... Pero todas las palabras de este engendro tortuoso y mal escrito han sido sudadas por mí». Pues hay actores que contratan a un negro para que les escriba las memorias, mientras que Groucho estaba muy ufano de los libros que escribió, y uno de sus mayores orgullos era que un cuento suyo figurase en una antología de la narración breve norteamericana preparada por Mencken.
David Niven nos ha legado varios libros, algunos autobiográficos y otros narrativos. «Traigan los caballos vacíos» (que es dicho de Michael Curtiz, que nunca llegó a dominar el inglés, pidiendo caballos sin jinete para una escena de «La carga de la brigada ligera») y «A ventura de mi vida» (amorfa traducción de «The Moon is a ballon») son narraciones muy entretenidas sobre la vida y milagros en Hollywood, muy superiores a las memorias de Raoul Walsh, pongamos por caso, el cual dedica su libro a hablar de la gente importante que conoce, como si fuera un García Márquez cualquiera. Niven, acaso por ser inglés, capta con mucha precisión la corte de los milagros hollywoodense, la cual le fascina mucho menos que al ya mentado García Márquez el palacio de la Moncloa o las palmadas en la espalda de Pide! Castro. Niven, personaje importante de Hollywood y parte fundamental de su historia, habla de sí mismo y de su entorno, considerando lo uno y lo otro en sus debidas proporciones. En sus novelas, igualmente surge Hollywood, y este escenario constituye la zona más viva de una novela tan viva como «Vete despacio, vuelve deprisa». Acaso por ello, yo, cuando menos, prefiero la segunda parte a la primera. Fundamentalmente es un irónico relato de acción, movido y con múltiples escenarios y personajes. A Niven se le nota el buen oficio de narrador, demostrado no sólo en sus dos libros autobiográficos sino también en su novela anterior, «Rocas Escarpadas», traducida al español hará ya más de veinte años en los populares Libros Plaza, acaso para desmentir al autor de la contraportada de «Vete despacio, vuelve deprisa», que asegura que ésta «es su primera novela».
José Ignacio Gracia Noriega
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UNA SOLEDAD
MORAL
Soledad Puértolas, El bandido doble
mente armado. Segunda edición, Trieste, Madrid, 1984.
Q ue rabien cuanto gusten los enragés de la «obra en sí»: los datos externos, una cronología falsa, las minucias de la bibliogra
fía y la catalogación pueden modificar la significación y la fisonomía literarias, cambian nuestros juicios. El bandido doblemente armado recibió el Premio Sésamo en 1979 y apareció (en Legasa) en 1980. El segundo li-
bro narrativo de Soledad Puértolas -Una enfermedad moral- abrióplaza, por su parte, en la Bibliotecade Autores Españoles (de Trieste)que dirigen Andrés Trapiello y Valentín Zapatero. Fue el primer número de una colección en la que-con el ordinal decimocuarto- aparece ahora la segunda edición de Elbandido que nos ocupa. La disposición, pues, de ambos libros en lacolección puede llevar fácilmente alerror cronológico. Más aún cuandoUna enfermedad moral es un volumen de cuentos de difícil clasificación para el crítico. Tiene algo deintimista (otros preferirán hablar de«voz femenina», yo no) y parte deotra cosa, algo de magia desengañada; parece narrar, más que tranches de vie, condensaciones de vida,esos momentos en los que una vidaentera se define o se decide, momentos en los que la autora logra quecristalice en texto la definición deChéjov: «el fin de la ficción es lapura y absoluta verdad». Desdeluego, los cuentos estaban bien escritos, pero se intuía un estilo muydeliberadamente desapegado que nolo era, una forma de contar malévolaque hacía sospechar que también losdiversos narradores tenían algunaenfermedad moral, un impulso de estar en otra parte ... En todo caso, yvolvamos al relato que nos convoca,
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Ariza Viguera, Manuel.-lntento de bib/iografla de la onomástica hispánica.
Muñiz Muñiz, M.ª de las Nieves.--1..a novela histórica italiana.
Pérez Priego, Miguel Angel.--EI teatro de Diego Sánchez de Badajoz.
Rozas López, Juan Manuel.-Lope de Vega y Felipe IV en el «ciclo de senectute».
Uzquiza González, José lgnacio.-Comedia pastoril española (S. XVI).
Viudas Camarasa, Antonio.-Diccionario Extremeño.
Romano García.--EI Estado y los Filósofos.
Pérez Romero, Carmen.✓uan Ramón Jiménez y la poesla anglosajona.
Departamento de Historia Moderna. Universidad de Extremadura.-1/ Jornadas de Metodologla y Didáctica de la Historia.
Merinero, María J.-Amor, rumor y violencia en Extremadura.
Rodríguez Cancho, M., y Pereira, J. L.--1..a riqueza campesina en la Extremadura del Antiguo régimen.
Salvador Plans, A.-Baroja y la novela de folletín.
Sánchez Salor, E.-Sintaxis Latina. La correlación.
De Soto Carniago, J. J.-Sociedades Cooperativas. Plan de cuentas.
Rodríguez Moñino, A. (traductor: D. Juan M. Rozas).--EI Criticón
Rozas López, J. M.-Tres secretos (a voces) de la literatura del 27.
Rozas López, J. M.--1..os períodos de la bibliografla literaria española.
González Pérez, F.--EI Estatuto del Artista de Espectáculos.
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el lector que fuese de la Enfermedad al Bandido, según la ordenación de Trieste, creería ver un paso del intimismo a lo objetivo, una superación del género menor por una novela bien estructurada y narrada con pulso admirable. El lector, obviamente, se equivocaría. El hecho de que el camino de perfección de la escritora sea justo al revés que el habitual pasar del cuento a la novela no hace más que refrendar de nuevo la diversidad de voces de Puértolas, su variedad de registros literarios. Es también una prueba de esa lucha por la concisión que caracteriza su obra y que parece a veces destrucción no sólo de lo superfluo, del ornato, sino casi de lo literario.
A visado el lector de cuál es la cronología de los libros, vayamos a lo que más importa. El bandido doblemente armado es, sobre todo, un modelo de «atmósfera». La trama, perfectamente construida, aparece como casual, en tanto está trenzada por sucesos de los que el narrador va enterándose a través de otros personajes. El narrador y protagonista -que es consciente de que escribe un libro, y a quien el propio título le es sugerido por otro personaje- consigue visitar otro mundo sólo para ser su testigo y su cronista, erigiéndose en la conciencia de otros, siendo, también, juez y parte y tal vez verdugo. La cosa empieza, como es deseable, en la infancia. Nuestro narrador sueña con hacerse amigo de un compañero de clase, Terry, hijo de una familia notoria por su riqueza y por su extravagancia. La familia se articula en torno a la Viuda o la Dama, mujer de enorme peso social que lleva su atrevimiento a casarse en segundas nupcias con el Vaquero, Dicky, y a educar a sus hijos como extranjeros. La ciudad sigue nombrando a la Dama por el apellido de su difunto y considerando a Dicky una extravagancia más. En el juego de personajes del libro, tres habrían podido ser como el narrador, pero fallaron. Ya veremos que Terry se hará malvado por aburrimiento y por cálculo, mientras Luis y Dicky, tan próximos al narrador en muchas cosas, renunciarán a la vida y se aniquilarán en la boda, en la esposa. Pero retomemos el hilo de la infancia. Así, pues, Terry es para la voz que nos guía el prestigio, lo extranjero, la indiferencia, lo tentador. El título del primer capítulo (es un decir) ya es bien evidente: «Llamando a la puerta de El Cielo». Título de resonancias bobdylanianas bajo el que nuestro cicerone llega a los apartamentos El Cielo,
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sube a lo más alto, al ático de los Lennox -la familia- y es definitivamente adoptado como el amigo de la casa: un voyeur apasionado y distanciado como nosotros mismos. Dejamos sin explicar juegos tan significativos como que el narrador no dé su nombre o no parezca tener otra vida que aquella en la que se relaciona con la familia o que los Lennox, a su vez, no tengan otro punto de contacto con el exterior, la realidad, que el narrador mismo. Los Lennox son seis, a saber: la Dama, Dicky o el Vaquero (de gafas oscuras y flequillo rebelde, también poeta en su juventud) y los cuatro hijos de la Dama, de mayor a menor, James, Eileen, Terry y Linda. Todos ellos marcados por la aventura y por su ausencia. Todos ellos llegarán a rendirse, a desnudarse alguna vez ante ese narrador que parece no tener otra vida que la que ellos suponen, que permanece empeñado en contarnos a los Lennox y no entregarse, él mismo, en absoluto. Terry y el narrador son los amigos de infancia; son los «buscadores de oro» e inventan personajes y fantasías y se enamorarán de las chicas mayores y crecerán. Pero Terry, de repente -y los años pasan en esta novelacomo en la vida, rápidos y silenciosos, «tan callando»-, envolverá a suamigo de otras épocas en un lío conla policía. Terry acaba detenido y elnarrador acude a su amor de adolescencia, Eileen, la mayor, y, esperando la liberación de su amigo, pasauna noche acompañado de Luigi, elmarido de Eileen, borracho impenitente extasiado por estrellas y farolas. Con Luigi, el narrador montaráun estudio publicitario. Pero Luigi,entrañable personaje, intentará elsuicidio, hasta que al fin se mate definitivamente en otro país, recobrando con la muerte su nombre:Luis.
La historia de todos los demás Lennox irá desfilando con similares altibajos y cortes abruptos. Tal vez salvo la Dama, a la que no acabamos de conocer, y, desde luego, el Terry posterior a su detención, tal vez
salvo ellos, decimos, todos los Lennox se entregarán al testigo, a la voz que narra y los ama y acusa. James, el hermano mayor, se casará con Lilí, muchacha que en tiempos Terry había rondado y que terminará en brazos de éste para volver, al cabo, con su marido. James, a su vez, mantiene aventuras intermitentes. Una de estas amantes ocasionales dará información al narrador -y al lector- en un encuentro fortuito. Y ese será el mecanismo de avance de toda la novela; como si los espacios de vida durante los que nada nuevo se sabe de los Lennox no existieran. La novela es la crónica de una mirada, actores y cámaras confundidos, la familia y el testigo se necesitan mutuamente. Claro está que ocasionalmente intentan rechazar esa mutua necesidad. Así, Eileen declara al narrador su amor oculto, pero éste la rechaza con una crueldad no exenta de ridículo. Linda, la hermana pequeña, hará una confesión pareja. Y por ella, pura y apasionada, nos enteraremos de que todos, todos han creído en el narrador, lo han amado. Todos se han entregado a él (sí, tal vez incluso la Dama); Terry lo hizo, eso sí, intermitentemente, en virtud de una ley matemática (la que, supuestamente, da nombre al libro). Terry, que vive en un extranjero delictivo y peligroso y para el que es imposible el regreso. Terry, dado a solucionar problemas algebraicos y que no ha sabido solucionar el que dice es la vida: si se poseen dos monedas, ¿cuál es la mejor opción para conseguir con ambas una serie igual o semejante de resultados? A cara o cruz, siempre cambiando o no de elección, cambiando o no de moneda ... Contra lo que la novela pretenda, el narrador jamás jugó sus monedas. Todos los Lennox sí, se destruyen y se equivocan: viven. Nuestro guía descubre en eso que es moneda falsa, que aun si su metal es de mejor aleación, no ha sido troquelado en el molde de los Lennox. Al final, tras la muerte de la Dama, la ciudad reconocerá la valía de un viudo respetable que, hermanado con el narrador, confiesa que aún escribe versos. Y Dicky se queda solo en el dintel de la puerta, recortada su silueta por la luz. Un vaquero como Wayne en la escena final de The searchers (v. e.: Centauros del desierto, dirigida en el '56 por -¿cómo no?- Ford). Un vaquero viejo que se aguanta, impasible, sólo con sus propias fuerzas. Por eso él y el narrador tan distintos y t:;tn iguales. Ambos enamorados de los Len-
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nox, uno de los dos no los necesitaba, podía vivir sin ellos.
Hora es ya de negar lo que en otras páginas se ha dicho de esta novela. Por un juego quizás no afortunado, la autora dio a sus protagonistas los nombres de los de El sueño eterno. Eso, unido a la vida de Terry, ha servido de base para intentar justificar que la novela es policíaca o que, si no lo es, retoma sus procedimientos. Se ha llegado a decir que la novela se basa en el modo narrativo de la llamada serie negra ... Me parece insostenible, sin más. Porque la novela es la crónica de las relaciones de un testigo con sus héroes, que serán luego sus víctimas y que en todo caso son su vida. No olvidemos que el narrador tiene una clara tendencia a la sobreestimación y a la maldad, al poder ejercido sobre otros. Pequeña gran novela, ella misma es también fruto de la soledad moral del narrador. Terry carece de moral, James de valor, y Linda y Eileen sólo saben que están enamorados... La misma soledad moral de la autora. Tan poco adicta a cenáculos literarios, ella también parece que escriba contra la literatura, sin concesiones retóricas, sin otras correcciones que las que proporciona la frase justa. Un tono: el de un testigo, co_mo el Vaquero, solitario, impasible y apasionado.
P. S. En la edición de Trieste, por otro lado cuidadísima, aun se escribe sistemáticamente con tilde, aun en los casos en los que no se debiera. Es lástima, especialmente en una casa que con tanto primor pone el acento en los otros aspectos.
Daniel Fernández
LOS TRABAJOS Y LOS DIAS. LAS TENTACIONES DE JUAN USLE
Galería Ciento, Barcelona. Fundación Marcelino Botín, Santander. Galería Nicanor Piñole, Gijón.
Un día y otro día, y el contino Trabajo hace prático y despierto.
Pablo de Céspedes
Poema de la pintura.
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La trayectoria artística de Juan Uslé (Santander, 1954) ha estado siempre bajo el signo de la tensión y el cambio, lo que
resulta ciertamente singular en un artista que se ha formado y trabaja en la periferia: Valencia, en cuya Escuela de Bellas Artes estudió, y, desde 1979, Cantabria. Lugares ambos de muy distinta luz y geografía, bajo cuya difereñte advocación se han desarrollado las dos últimas etapas de la pintura de Uslé: sensorial y luminosa la primera, que pudo verse en la galería Ruiz Castillo de Madrid y en el Museo Municipal de Bellas Artes de Santander en 1981, y en la valenciana galería Lucas en 1982; terrible y expresiva la segunda, cuyo punto de arranque fue la exposición en la galería Montenegro de Madrid en 1983.
El Silbo. Las tentaciones del pintor. Técnica mixta. 250 x 200.
¿ Cómo llegó el artista a esta última pintura, que no se explica desde puntos de partida meramente neoexpresionistas? Muy diversas experiencias jalonan su quehacer a partir de 1976, año en que presentó en Granada su primera exposición importante bajo un título, Expresionismo lírico, que resultaba en cierto sentido anticipador (y no «anticipado» como aparecía en un texto por mí firmado que publicaron, plagado de erratas, los Cuadernos de la galería Nicanor Piñole) de esa dualidad que ofrece en su conjunto la obra de los últimos tres años. Después, una actitud verdaderamente radical le llevó a enfrentarse, primero, con las circunstancias de trabajo que regían en la Escuela de Bellas Artes de San Carlos de Valencia; luego, con temas que todavía eran tabú, como el sexo o el milita-
REVISTA DE HECHOS E IDEAS
Editada por la Fundación Pablo Iglesias.
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rismo, lo que no dejó de acarrearle graves problemas. El artista utilizaba por entonces medios que desbordaban, con mucho, la noción de pintura: happenings, acciones artísticas, o fotomontajes. La participación, en 1979, en las Jornadas de Poesía Visual en el Museo de Bellas Artes de Santander, y la preparación de la muestra Contexto en el mismo lugar durante 1980, en compañía de Victoria Civera y Joaquín Martínez Cano, suponen la culminación de esta etapa. Contexto tuvo una significación especialísima, porque fue la primera muestra de arte ecológico que se realizó en CanJabria. En ella llegaba a su máximo desarrollo esa cierta tendencia de cariz conceptual que estaba presente por entonces en el arte de Uslé, pero la apoyatura plástica y pictórica de la muestra era también considerable. Ya en 1979, antes de Contexto, había presentado el pintor en la galería Joaquín Mir, de Palma de Mallorca, una abstracción cromática muy sobria, que partía de la superposición en franjas típica de Rothko. Este año y el siguiente transcurren en ejercicios de pintura superficie, que valoraban siempre la pincelada, factor individual por excelencia, frente a la objetiva uniformidad del campo de color.
Es en 1980 cuando su pintura adquiere esa condición luminosa que va a exhibir en los dos años siguientes, acompañada de una preocupación muy francesa por lo constructivo, con frecuentes recursos a los motivos del arco, la palmera o el emparrado, desprovistos de cualquier sentido naturalista. Pues aunque se denominasen al principio paisajes sensoriales, la referencia a tales motivos era sólo ocasión de desarrollar un brillante ejercicio de color y composición que, sin embargo, acabó pareciendo excesivamente peligroso al pintor. Ya en su envío a la muestra Veintiséis pintores, trece críticos, en 1982, podía verse la disolución del antiguo esquema rectangular para dar paso a una nueva organización que enfatizaba, progresivamente, un elemento central rodeado de dos laterales. Aunque los colores seguían siendo luminosos aparecía el negro, y a los anteriores acrílicos había sustituido ahora una técnica mixta de mayor densidad.
En ese esquema tripartito los colores oscuros aparecen en el centro (Ergo o amor), lugar en el que, precisamente, comienzan a esbozarse indicios de figuras, cada vez con mayor presencia. De esta manera, la posición central que ocupa la figura, típica en los neoexpresionismos, de-
llO
Rojo Marrok. Técnica mixta. 250 x 200.
riva aquí de una composición abstracta previa en la labor del artista, y no de un principio extemporáneo bruscamente impuesto. Es así cómo, de una manera gradual cuyos jalones han sido las exposiciones de Montenegro, el III Salón de los 16 y éstas que ahora se comentan, la figura ha ido obteniendo una presencia eminente, agigantándose hasta comprimirse contra los límites rectangulares de la tela. Desaparecida la fluidez liviana de la antigua pincelada, es ahora la brocha la que en movimientos de corto pero repetido recorrido, va estructurando en trazos paralelos, anchos y apretados, los muy construidos cuerpos, cuya torva oscuridad vibra, tachonada por algunos toques oro y plata. Reserva para el fondo añiles y rojizos en una brillante trasposición de la suntuosidad de la pintura veneciana.
Acaso no sea éste un símil vano. Parecía que la luminosa sensorialidad característica de su anterior manera había quedado desterrada de su pintura, y, en efecto, se hacía ésta cada vez más bronca y concentrada. Pero, por una parte, la atención al paisaje no distingue sólo a esa vertiente nórdico-expresionista en que parece estar esta pintura; también los paisajistas del norte de Italia, y entre ellos los venecianos, se sintieron fascinados por la naturaleza. Y por otra parte, recogían éstos, además, las sugestiones de una atmósfera oriental marcadamente colorista. Por eso cuando vemos obras de Uslé como Café moro o Rojo marrok, cuyo sabor oriental ya ha destacado Aurora García, pensamos en las experiencias de Tintoretto y, a su través, de Delacroix.
Pero nada más lejos de la pintura de Uslé que las interpretaciones del pasado. La vida, su propia vida, le
atrae mucho más como motivo, y es seguramente el desencadenante de una pintura indisolublemente ligada a ella. De ahí que Los trabajos y los días sean, más que una galeria de personajes en un paisaje, una especie de gigantesco diario de un pintor. Las figuras representadas son, así, los seres del entorno próximo al pintor, pero, desprovistas de sus rasgos individuales, se convierten en una suerte de arquetipos. Su condición emblemática viene, en efecto, subrayada, por la aparición de una leyenda-título en la parte superior de la composición. Y aunque los textos indican que se trata de simples títulos en lugar de divisas, la actitud de las figuras representadas, tiene, a no dudar, algo de emblemático. La relación con el título, incorporado con un sentido muy pictórico como ya ocurria en algún cuadro de Victoria Civera en la exposición del Museo de Bellas Artes de Santander en 1983, otorga así a las figuras otro carácter: el de ser figuras verdaderamente pintadas. Y al asumir plenamente ese plano pictórico adquieren una fuerza que lo sobrepasa, lo que es sólo posible porque en Los trabajos y los días la pintura se ha convertido en laboriosa tentación; dura tarea que llena el tiempo del artista.
Javier Barón
LA NOVELA
NOTARIAL
Fernando Sánchez Dragó, E/dorado.
Barcelona, Planeta, 1984.
si fuera ésta una cultura presidida por el principio de pertinencia, podriamos pensar que la arbitrariedad, generada por la falta
de criterio, de que hace gala la critica en este país, es simplemente fruto del apelmazamiento de paradigmas lingüístico-literarios que en pocos años fueron acumulándose, tanto en los cenáculos literarios como en las tarimas profesorales, como consecuencia de la masiva entrada de corrientes extranjeras que caracterizó a la etapa de la «Pretransición» .
Prueba inequívoca de que la pertinencia (y su correlato, la tolerancia, en el más carnapiano de sus sentidos) resulta del todo ajena a nuestros modos mentales es que, después del amplio reinado de la critica mar-
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xista, del breve pero muy intenso imperio del estructuralismo, de la larvada pero fuerte influencia de la glosemática, y de algunos breves y bienintencionados intentos de critica psicoanalítica y «telqueliana», ni el más ecléctico rastro de todo esto queda en la crítica hoy presente en periódicos y revistas.
Y no se hable de «posmodernidad» como forma de nombrar tan asombroso caso de doncellez histórica (en este sentido hablaba Waldo Frank de la «virgen España»), porque los mismos criticos que hoy justifican al albur de las deudas amicales, las vigilias nocturnas o las resacas mañaneras lo que su espacio periodístico o literario les permite, son los mismos que anteayer se acogían a cualquiera de las sectas antes citadas. Y, como no todo ha de ser mala voluntad, falsía y conchabamiento, ocurre en tal situación que, cuando el poder o las obligaciones no se imponen, lo que aparece es una especie de patética ingenuidad critica, que ensalza como nuevos los más caducos recursos estilísticos, o como apasionantes los temas más obsoletos, tratados del modo más lerdo: la estupidez juzgadora resulta ser así el complemento ideal del poder desnudo, y la inercia crítica favorece a ambos, al descomponer por igual aquellos dos puntales del juicio literario que, según el doctor Johnson, son el «ingenio» (wit) o la innovación.
A falta de ellos, se destacan la simpatía personal del autor, o viejos servicios prestados a la actual situación cultural (no muy buenos, si en verdad fueron eficaces, para llegar a donde hemos llegado), o su conexión aparente (subrayada a veces ya en la solapa) con algún fugaz modismo extranjero recién prendido aquí. Y, ante lo inclasificable o peligroso el critico se mantiene al pairo en es-
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pera de que la aruspicina de las entrañas del público (cuya impolutez o negra bilis suelen inducirse de manera artificial, mediante descarados remaches publicitarios) le diga si tiene que mostrarse a favor o en contra.
Víctima, y beneficiario a un tiempo, de semejante situación es Femando Sánchez Dragó, quien merced a una arrolladora campaña de simpatía personal, aliada con las múltiples deudas atesoradas desde su posición de crítico televisivo, con complicidades y ternezas de viejas épocas de lucha revividas al amor del retomo democrático, y suertudamente confluyendo con el momento privilegiado en que la recuperación del pasado debía de hacerse de manera mágica, ya que racionalmente no había manera, consiguió colar el más prolijo, desmadejado y confuso libro sobre la historia de España que probablemente se haya escrito nunca (hasta Olagüe resulta metódico a su lado): primero como un ensayo riguroso, luego como una historia esoterizante, más tarde como un ejercicio de estilo, aún después como un libro de viajes ucrónico, y finalmente (despojado ya el libro de citas y notas, para su edición popular), como una novela.
Los criticos, con la fe del carbonero que los caracteriza, fueron siguiendo al autor por cada una de estas estaciones, estrechamente retroalimentados por el público, mientras el libro, a fuerza de metamorfosearse interpretativamente, acabó adquiriendo una consistencia inmaterial y trascendente, formalmente consagrada ahora, con su reciente elevación al empíreo de la «intertextualidad» por el sumo sacerdote de la prepotencia crítica nacional, el ponderadísimo Rafael Conte.
En alas del favor del público y la
crítica, Sánchez Dragó podía haberse echado a dormir sobre los laureles para el resto de sus días, como la Probst Salomon recordaba en Vuelos cortos que puede hacer cualquier consagrado escritor hispánico, mientras los americanos tienen que partirse el pecho libro tras libro, para sólo lograr con cada uno aquellos famosos cinco minutos de éxito de que Andy Warhol hablaba. Pero, en el caso de que tratamos, la metamorfosis pública de la obra había disparado un paralelo proceso metanóico en el escritor, tan arquetípicamente adaptado al modelo canónico de los «intelectuales bonitos» de Amando de Miguel, que pudiera considerarse una confirmación experimental del mismo: las presentaciones del libro acabaron por sustituir al libro mismo, al tiempo que se convertían en una mezcla de exhibición narcisista, sesión de divulgación esotérica sin celador y guía de «trekking» para mesa-camilla. El paso a la política no se hizo esperar, aunque fuera por el desvío de las ponencias culturales de partidos reformistas y las fundaciones trasideológicas. Y para que no faltara el toque bananero y nerudiano, también una experiencia diplomática, nada menos que a los pies del Kilimanjaro, desde donde nuestro autor, nuevo Hemingway, envió un artículo plagado de trémolos coloniales, al tiempo que iniciaba una experiencia novelística formal, sólo impedido por las manadas de monos que, juguetónamente, se dedicaban a robarle las cuartillas.
La novela, seña de identidad suprema del papanatismo cultural de un país ayuno de pensamiento riguroso, cuando se la convierte en género supremo de la expresión literaria, era el natural puerto de arribada de Sánchez Dragó como escritor: en
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ella podía vertir directamente todo el narcisismo cotidiano que en Gárgoris sólo esquinada e interpretativamente (desde fuera y en las presentaciones) había logrado introducir. Con ella, además, culminaba su carrera de succesful writer hispano, que necesariamente pasa (esto no lo subrayó suficientemente Amando de Miguel) por acabar en novelista.
Pero la enemiga de los monos, verdadera moira africana para quienes se empeñan en remedar a Conrad y a Hemingway, se mostró tan feroz con nuestro novelista en ciernes que, a su vuelta de Nairobi, sólo pudo presentar a sus expectantes seguidores, desde las acogedoras páginas de Disidencias, un avance autobiográfico tan enmarañadamente mal escrito, que más parecía la trasposición mimética de una jungla que apenas había hollado, que una proyección de las archisabidas y archirepetidas hazañas erótico-culturales de nuestro héroe.
La simple y vulgar comparación de esta muestra de su actual hacer literario con la ingenua tersura escribana que evidencia E/dorado hubiera bastado, en cualquier país imbuido de aquel «sentido común» de la crítica preconizado por N abokov, para ver, no sólo que allí había un hecho anómalo que el crítico debiera explicar, sino también que, esta vez, el señuelo con que «tricky» Dragó había querido despistar a la masa lectora y a sus guías sobre el carácter de carnaza dilatoria de la novela -a saber, que en verdad la había escrito en el 56, y para ello había levantado la pertinente acta notarialera esta vez cierto, y además certero.
Los más feroces críticos (Alejandro Montero, p.e.) se arrojaron tras la zanahoria de la notaría, como si no estuviera suficientemente claro que quien no ha logrado economizar medios a lo largo de los años, no puede dar marcha atrás del fárrago a la simpleza. Otros, más cautos, pontificaron sobre el «reinado de lo adjetivo», como si no hubiera que ver más bien una sustancia primordial, maleada por ulteriores adherencias perniciosas, en las ingenuas aventuras y ramplonas reflexiones que pueblan E/dorado. Los más, añorantes y cómplices, sacaron de su propio baúl de los recuerdos la crucial fecha del 56, y hablaron de un «berzorrealismo atípico», sin duda para demostrar -involuntaria pero fehacientemente- la poca importancia que entre nosotros se otorga a la forma del contenido: que no es, ni la buena ortografía a lo «Miranda Po-
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<ladera», ni el suzhet desnudo que decían los formalistas rusos.
Yo, modestamente, querría cerrar estas reflexiones, prolijas tanto por elección propia como por homología con el objeto tratado, con una hipótesis ligeramente psicoanalítica desplegada en tres puntos: 1) E/dorado es el paleograma de lo que cada uno de los berzorrealistas hubiera podido escribir, de tener un superyó político tan frágil como el de Sánchez Dragó; 2) es la radiografía, revelada graciasa la metástasis verborréica que haacabado por bloquear la escritura deSánchez Dragó, de lo que constituyesu verdadera competencia literaria,esto es: lo que Sánchez Dragó hubiera podido escribir -y publicar-,de no haberse sentido acomplejadopor la prepotencia político-literariade los Ferlosio y los Tamames, y deno haberse sentido obligado a indigestarse de esoterismo para encontrar su lugar tardíamente; y 3) es lademostración epigenética de la rotundidad inmutable de nuestra generación, y del carácter reiterativo denuestra cultura: quienes la recono-
cen atípica con relación a lo que pudo ser, no son ya quienes se imaginaron que llegarían a ser; quienes la leen sin haber vivido las circunstancias que la engendraron, la aceptan o rechazaq por quien Sánchez Dragó es hoy, y no por lo que la novela es en sí; y quien la escribió, y hoy la revive, lo hace con la intención de- sobrevivirse, pretendiendo repetir en la estructura lo que la diacrqnía de los hechos ya no le permite.
De ahí el carácter modélico de E/dorado, que nadie le ha reconocido. De ahí el fulgor y miseria de Sánchez Dragó.
Alberto Cardín