La mirada del maestro

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Juan Manzanera

La mirada del maestro

Ediciones Dharmawww.edicionesdharma.com

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© Juan Manzanera 1999

© Ediciones Dharma, 2010Apartado 21803660 Novelda (Alicante)www.edicionesdharma.comE-mail: [email protected]

Diseño de la portada: © Aguadharma 2010

ISBN: 978-84-96478-50-3

Depósito Legal: A-1171- 2009

Impreso por AGUADO Impresores, S. L.Almoina, 21 - Novelda

Impreso en España. Printed in Spain

Todos los derechos reservados. No está permitida la reproducción total ni parcial de este libro,ni la recopilación en un sistema informático, ni la transmisión por medios electrónicos, mecá-nicos, por fotocopias, por registro o por otros métodos, sin el permiso previo y por escrito deleditor o el propietario del Copyright.

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PrimeroUNA NUEVA VIDA .................................................... 15

SegundoENFERMAR PARA SER............................................... 37

TerceroEMOCIONES EN UN CRISOL....................................... 65

CuartoLUZ PARA UNA CIUDAD............................................ 93

QuintoEL SABOR DE UNA AMISTAD..................................... 117

SextoUNA DESPEDIDA INELUDIBLE ................................... 141

SéptimoCREER EN LA NADA................................................. 169

Índice

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¡Clong, clong, clong! La plancha de metal colgada en el hue-co de la escalera retumbó una mañana más. Eran las 6’30 de lamañana y el monje Thubten Pelgye nos llamaba a la primeraoración comunitaria. Aquel estruendo era lo menos parecido algong que podría esperarse en un monasterio budista. Llevabaallí desde siempre, los monjes que fundaron el templo la habíancolocado a falta de un verdadero gong, y allí se había quedado.Ahora, después de tantos años a nadie nos parecía extraño,incluso nos hacía gracia y nos sonaba bien. Cada día, uno de losmonjes se levantaba temprano, preparaba el altar del templo y, ala hora exacta, despertaba a los demás con aquel gong improvi-sado. Luego, una veintena de monjes nos reuníamos a rezar lasprimeras plegarias ante los budas y realizar la primera medita-ción del día.

En Madrid al despertar esa mañana, me vino aquella imagende años atrás en mi monasterio, allí en el valle de Kathmandú.Me hizo gracia recordarla. Ahora, no era un trozo de metal sinoel zumbido electrónico del despertador que me había regalado mimaestro antes de partir. Me encontraba en otro entorno, viviendocon otros parámetros y funcionando con otros códigos. Estaba enuna ciudad occidental con un ambiente muy distinto al que había

PRIMERO

Una nueva vida

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vivido en los últimos años en compañía de los lamas tibetanos.Un continuo rumor de coches y artefactos reemplazaba el mur-mullo habitual de los rezos de los monjes, un ritmo de vida a gol-pe de reloj sustituía la fluidez intemporal de las actividadesmonásticas. Y, sin embargo, esto no significaba una situaciónpeor, mi maestro solía decir que todo está en la mente y que tan-to la confusión como la paz están en el interior. Una de sus ense-ñanzas me hablaba del carácter indivisible del estado de ignoran-cia y el estado de paz; transcender esta dualidad era la meta.

Tal vez, por eso, yo estaba aquí. Quizás, esta era la razónpor la que un día tuve que dejar aquello y volver a mis raíces.Habían sido doce años conviviendo entre los lamas, como unmonje más. Un tiempo en que se había cumplido un ciclo; que,paradójicamente, había estado lleno de momentos que se habíanhecho muy largos y, al mismo tiempo, habían pasado sumamen-te rápido. Me había costado aceptar la partida y, todavía, unaparte de mí se resistía a someterse a la ley del cambio que tantohabía estudiado. A veces, añoraba que hubiera durado más, talvez para siempre. Pero no hubiera sido realista; ahora, queríapermanecer en mi propia cultura, consagrado a la tarea de vivircon integridad. Quería convivir con mi gente y en mi medio, yser como todos; y quizás, demostrar que la enseñanza espirituales posible, más allá de todos los prejuicios. En mi nueva vida, amenudo pensaba en mi maestro Lama Wangchuk, en GuesheTsondrul y en los demás.

Recuerdo el día en que mi maestro me anunció que debía mar-charme. Era una mañana clara y fría. La temporada de las lluviasapenas había terminado y en esa época el clima era excepcionalen Nepal. Habíamos acabado las plegarias en el templo central ylos monjes nos preparábamos para desayunar. El silencio de lameditación se vio bruscamente interrumpido por un grupo demonjes jovencitos que se habían levantado de repente y corrían alas cocinas. Apenas un momento después, regresaron con elalmuerzo; unos, con bandejas repletas de tortas de pan y otros,con vasijas de té con mantequilla y sal, al estilo tradicional tibe-

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tano. Distribuyeron rápidamente la comida entre todos los mon-jes y se sentaron.

Antes de que empezáramos a comer, el umdze, un monje res-ponsable de entonar los cantos de las plegarias, al que seguía laasamblea, inició la oración para consagrar la comida:

—Sin apego, sin codicia, sin orgullo —su voz emergía de lomás hondo de su ser, era un sonido impresionante que hacíaretumbar las paredes del templo—, sólo para tener un cuerpo sanoque sea capaz de realizar la práctica espiritual, tomo esta comida.

Le siguieron una serie de oraciones imaginando ofrecer losmás deliciosos manjares a los maestros, los budas, la comunidadespiritual, la doctrina y demás. Sólo entonces, empezamos acomer. Era la rutina diaria, unas plegarias y al final el desayuno.Pero aquel día no iba a ser uno más para mí.

Acabados los rezos, se dio por concluida la ceremonia y losmonjes salimos del templo hacia nuestras obligaciones del día. Yome encaminaba hacia mi cuarto, a recoger mis textos para prepa-rar las clases de la mañana, cuando un joven monje se acercó a mí.

—Rodrigo, Ken Rimpoché desea verte —me dijo. Reconocíal joven asistente de mi maestro. Me lo había dicho con tantacuriosidad como yo mismo al escucharle.

—¿Ahora? —me sorprendió, no era normal que me llamaraen ese momento. Tuve una extraña sensación en el pecho. Cami-né detrás del monje, mientras me preguntaba qué querría; almismo tiempo que trataba de calmarme y mostrarme disponibleante cualquier deseo de mi lama.

Lama Wangchuk, a quien todos llamaban Ken Rimpochécomo muestra de respeto hacia su nivel espiritual, se encontrabaleyendo unos textos sagrados. Como era costumbre estaba senta-do con las piernas cruzadas sobre una alfombra de lana quecubría su lecho. Allí dormía y allí meditaba. Junto a la camahabía una mesa baja con escrituras y objetos rituales, entre ellos,la campana y el dorye eran especialmente llamativos por su man-go dorado. También, tenía un pequeño recipiente de plata congranos de arroz y otro más pequeño con licor consagrado.

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Envuelto en una funda de brocados estaba el pequeño damaru,un tambor manual que usaba en las ceremonias, y a su lado, elmala, un rosario viejísimo con numerosas cuentas partidas y res-quebrajadas, que me resultaba fascinante.

Al entrar en el cuarto, me incliné tres veces, como era lo apro-piado. Todos sabíamos que ante un maestro era preciso serhumilde para recibir su gracia; si nos dejábamos llevar por lavanidad y empezábamos a creernos sabidos, cerrábamos todaposibilidad de aprender.

Lama Wangchuk me recibió sonriente. Estaba tranquilo y apa-cible, como siempre. Me miró fijamente y, luego, me sirvió té enuna taza de porcelana china. Cerró los ojos y recitó una plegariapara bendecir la bebida.

—No olvides hacerlo antes de tomarlo —dijo, refiriéndose ala consagración del té—. Y no olvides consagrar todo lo que teencuentres. Las verdaderas bendiciones vienen de nuestro inte-rior, nosotros las creamos. Debemos ser generosos constante-mente y tratar de dar estas bendiciones a los demás.

Yo estaba callado, escuchándole, en el suelo frente a él. Lemiraba con atención, esperando a comprender lo que queríadecirme.

—Rodrigo, te he estado observando —continuó— y ha llega-do el momento de que regreses a tu país, con tu gente. Haz todolo posible por generar bendiciones para dar a los demás y a ti mis-mo. Es la acción más importante que puedes hacer en tu vida.

“¿Regresar?”, pensé. Aunque sabía que tarde o temprano ibaa suceder, no pude reprimir mi emoción. Se me llenaron los ojosde lágrimas y algo se me encogió por dentro. Y, sin embargo, almismo tiempo, sabía con certeza que el lama tenía razón, lo lle-vaba sabiendo varias semanas. Me sentía incómodo con la vidaque llevaba, necesitaba un cambio. Después de tantos años deestudio y meditación, necesitaba sentir y emocionarme, y sercomo todo el mundo. Me quedé callado, sin habla. Lama Wang-chuk me instó a tomar un poco más de té.

—Tómate los días que necesites para preparar todo. Le diré a

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Tenzin que te ayude a organizar una ceremonia de despedida yagradecimiento con todos los monjes. Sus bendiciones te ayuda-rán a continuar tu camino.

Como siempre, se mostró firme e incuestionable; como siem-pre ignoró mis sentimientos, y como siempre, me habló con unamor que me hizo sentirme la persona más querida de la tierra. Alos diez días, salía del monasterio con una maleta de ropa y unmontón de libros.

Ahora, estaba en Madrid, y mi estilo de vida se había idotransformando desde aquella despedida dos años atrás. Las cosasno habían sido tan fáciles como pensaba ni tan difíciles comotemía. Cada día, me enfrentaba con el reto de mantener una con-ciencia despierta en un entorno que sólo valoraba el éxito visibley cuantificable. La primera dificultad había sido la falta de pro-tección, el sentimiento de aislamiento. En el monasterio todo erafácil, todo estaba hecho para facilitar la atención, ahora sólopodía recurrir a mí mismo, a mi meditación y a mi capacidad deprotegerme de influencias nocivas. Tenía una dificultad clara derelacionarme con la gente, había perdido la costumbre y mi vidahabía sido tan diferente que no sabía cómo compartir.

El segundo problema fue el desgaste diario, la sensación deser devorado energéticamente por toda la ciudad. Me di cuentade que me había vuelto hipersensible y había perdido la capaci-dad de manejarme en un entorno tan repleto de estímulos. Ape-nas salía y cuando lo hacía, las calles y las tiendas, llenas detodo tipo de objetos atractivos y seductores, me embotaban lamente; me afectaba muchísimo tanta gente y tanto movimiento.No estaba acostumbrado a todo eso y cuando volvía a casa, lle-gaba agotado. Quería integrarme en la vida urbana como unciudadano normal y desde ahí, realizar mi destino pero no erafácil.

Mi maestro empleaba la palabra karma y decía que debíacumplir con algo que tenía pendiente muchas vidas atrás y queme serviría para purificar miles de años de emociones negativas.Siguiendo sus instrucciones, trataba de ser como todo el mundo,

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había estado en varios trabajos diferentes y ahora me encontrabaen una oficina de atención al público. Trataba de vivir con sim-plicidad y contento con lo que tenía. Mis dificultades se hallabanmás bien en mis estados de ánimo, en mis momentos de rencor,en mi envidia, en mi apego, en mi orgullo; mis emociones nega-tivas eran la amenaza constante.

Todas las mañanas, repetía la misma rutina. Me levantaba,preparaba el té y hacía mi meditación. Lo había empezado ahacer cuando vivía con los lamas, y se había convertido en unacostumbre que perduraba a pesar del tiempo. En mi cuarto, teníaun espacio dedicado sólo a ello. Había dispuesto un cojín gruesorelleno de miraguano sobre una alfombrilla cuadrada de un metrode ancho y mantenía siempre el mismo lugar, con la idea de queasí se mantuviera el vigor de la práctica. Era una sugerencia demis maestros para que resultara más fácil. Si tenía que preparar-lo todo cada vez, acabaría por no hacerlo.

Ahora, para mí, meditar era una actividad como otras; hacíamucho tiempo que había dejado de tener que hacer un enormedespliegue de fuerza de voluntad para realizarla. Todos los díasme lavaba, comía, caminaba; así, sentía la meditación, una cosamás, una parte de mi existencia, tan corriente y tan necesariacomo cualquier otra. Aunque, no siempre lo había sido. Al prin-cipio, cuando apenas sabía hacerlo y la mayor parte del tiempoestaba distraído, el esfuerzo era enorme; sólo lo compensaba laconfianza y el entusiasmo que tenía. Luego, las cosas, en lugarde mejorar, empeoraron; se convirtió en una obligación que,además de costarme mucho, apenas me aportaba ningún benefi-cio. Fue la época más difícil, de hecho no sé ni por qué continuéhaciéndolo; tal vez, había algo de amor propio o cabezonería,pero creo que lo que más contribuyó fue la profunda fe que teníaen el maestro que me guiaba. Cuando pasó esa época, casi sindarme cuenta, empecé a disfrutar y meditar ya no me costabaningún esfuerzo; se había convertido en una tarea diaria más,una de las más gratificadoras. Eso no quiere decir que lo hicie-ra mejor; seguía siendo costoso y continuaba distrayéndome

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mucho. Pero, ahora, era diferente, incluso con distracciones,siempre me aportaba algo.

Vivir en una ciudad, no había cambiado esto; aunque, tal vez,ahora era mucho más consciente de que la mente se va ensucian-do, desprendiendo prejuicios y creencias sin cesar, y de la impor-tancia de sanearla constantemente. Siempre recuerdo aquellaanécdota de cuando un incrédulo pone en duda la utilidad de lameditación y Buda le responde que, si bien no le había añadidonada a su vida, le había servido para desprenderse de todo lo quele arrastraba y condicionaba.

En la oficina, mis compañeros me preguntaban qué era lameditación. Muchos desconocían totalmente el tema, algunospensaban, incluso, que tenía que ver con alguna secta. Yo empe-zaba a dudar de haber hablado de ello; me hacían sentir raro y unpoco disparatado. También, había algunos que reaccionaban deun modo completamente opuesto. Les fascinaba todo lo quepudiera haber vivido con los lamas y querían que les contaratodos los prodigios sobrenaturales que había vivido. Con ellos,también me sentía un extraño, no había milagros ni misterios quecontar. Yo había participado de un camino espiritual y eso, nadieentendía lo que significaba.

—¿Qué hacíais allí? —preguntó Javier, un compañero quehabía leído las novelas de Lobsang Rampa en su juventud, espe-rando que le revelara algún misterio.

—Meditar, estudiar —respondí—. Principalmente nos enfo-cábamos en comprender la conciencia y en meditar sobre ella.

—Pero ¿qué aprendiste? —insistió—, seguro que tienes unmontón de cosas que contar.

—Aprendí a valorar la compasión —contesté—. Y tambiénaprendí que el deseo nos hace desgraciados y el contentamientonos libera. Y especialmente, que todos estamos interrelacionadosy somos interdependientes.

Pero, a Javier eso no le decía nada y estaba empeñado en queocultaba algo. Esperaba que algún día le revelase todos los secre-tos que conocía del Tíbet y los lamas. Me sentía incomprendido;

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para mí, la práctica más secreta era generar compasión y la másmágica entender la interdependencia, y esto no resultaba intere-sante para casi nadie.

Mi trayectoria no había finalizado y aunque no había llegadoa ser un buen meditador, llegaba a una intimidad muy profundacon mi ser. La sensación de que algo iba depurándose nunca meabandonaba; de manera que, a pesar de que nada de lo que merodeaba me apoyaba, todas las mañanas hacía mi práctica lomejor posible, sin esperar nada y confiando en todo. Encendía unquemador de aceite de parafina y una varilla de incienso ante lasimágenes de mis maestros espirituales y los budas. Me inclinabatres veces en señal de respeto, confianza y admiración haciaellos, y el camino que representaban. Y después, me sentaba conla espalda derecha y las piernas cruzadas.

Para empezar, me ponía bajo el amparo de los budas. Esto sig-nificaba reafirmarme en la convicción de que el estado de pleni-tud existe y hay seres que lo han logrado; era una manera deabrirme a su influencia y ayuda. También, significaba confiar enla utilidad de la meditación para lograr los propósitos espiritua-les, fundamentalmente porque era la enseñanza de Buda, un serque alcanzó la plenitud.

Mis maestros repetían hasta la saciedad que todos los serestenemos un potencial infinito y que la felicidad que todos bus-camos se alcanza desarrollándolo. Decían que conformevamos adquiriendo más capacidades, amor y sabiduría, másfelicidad hay en nuestra vida y que cuando una persona quellega a desarrollarse plenamente alcanza el estado de buda yvive lleno de gozo y bienaventuranza. Al principio, esto meresultaba un tanto idealista, pues yo buscaba una solución másinmediata a mis problemas emocionales; no obstante, loextraordinario era que sólo encaminarme hacia ello era suma-mente gratificador. Por esa razón, seguía meditando; quizás,nunca llegaría al estado de un buda pero, progresivamente, ibasiendo más feliz que antes y estaba más satisfecho con mi vida.

Una vez, le pregunté a mi maestro Lama Wangchuk por el

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sentido de la meditación. Era en una época en que desconfiaba detodo y necesitaba garantías para comprometerme con algo. Esta-ba empezando a tener algunas dudas de que se pudiera llegar aalgo, tenía mucha fe, pero no veía resultados.

El lama tenía el hábito de salir todas las tardes a caminar cir-cunvalando el monasterio. Esto era, y sigue siendo, una costum-bre tradicional en todos los pueblos y monasterios del Tíbet. Lagente y los monjes suelen salir a caminar alrededor de los tem-plos, los monasterios y, principalmente las estupas, unos monu-mentos que representan la mente de Buda. Se camina en sentidodextrorso, al igual que los astros giran alrededor del sol, y existeuna gran fe que ayuda a aumentar el potencial espiritual.

Mi maestro, después de todo un día meditando y enseñan-do, salía cada tarde a dar unas cuantas vueltas alrededor deltemplo. Acostumbraba ir acompañado de otros lamas con losque hablaba de las novedades y sucesos del monasterio. Un díaque yo iba paseando, me lo encontré haciendo su caminata. Ibasolo, así que, me puse a caminar con él. No quería importunar-le pero, al poco rato, no pude contener mis deseos de pregun-tarle. Le dije que mi práctica no estaba siendo fructífera y queempezaba a pensar que sólo la gente muy especial podía obte-ner frutos.

Su primera respuesta fue que solamente se debía meditar sinesperar nada.

—Las expectativas son una interferencia creada por la mente—dijo con suavidad—. Hay que ser realistas, esperar demasiadocrea conflictos y problemas mentales.

—Pero, Lama —le dije— no acabo de entender cómo ayudala meditación.

—Cuando medites —empezó a explicar— siéntate en silen-cio. Quédate quieto y relajado, y no trates de hacer nada. Nohagas caso de los pensamientos, emociones y conceptos que ven-gan. No intentes atrapar las ideas que surjan ni trates de manipu-larlas. Cuando te pones en que tienes que hacer algo lo estáshaciendo más difícil. Deja que la meditación se haga sola.

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—Eso lo entiendo, aunque me cuesta hacerlo —dije, un pocoincómodo— pero, ¿cómo funciona? ¿Cómo puedo llegar a sentirla plenitud?

—Mira, Rodrigo, tienes que olvidarte de meditar para conse-guir el éxtasis o la paz espiritual. Meditar sólo es crear un espa-cio dentro de ti en que exponer y deshacer tus juegos mentales, ytambién tus temores y esperanzas más recónditos.

—Comprendo —contesté, con un poco de vergüenza al vermetan presuntuoso—. Supongo que seguía esperando que pasaraalgo, como entrar en trance o colmarme de dicha.

—Debes vigilar eso —continuó el lama—. El ego es el obs-táculo principal, es como un filtro entre la mente y el mundo.Cuando te desprendas de él, llegarás a una experiencia de dichaindescriptible, algo de una calidad diferente a lo que conoces, yque está más allá del placer y el dolor. El gozo que buscas esuna cualidad de tu conciencia que todavía no eres capaz dereconocer.

No dije nada. Me daba cuenta de que estaba lleno de prejui-cios, creencias y obsesiones, y eso era lo que me limitaba. Enlo más hondo de mí, sabía que lo que el lama acababa de decirera totalmente cierto. Todo estaba dentro de mí, no tenía quebuscarlo haciendo nada sino deshaciéndome de las interferen-cias internas.

Continuamos caminando en silencio. Necesitaba digerir aque-lla conversación y grabarla en mi mente. No quería olvidar lo quehabía dicho. Después de un buen rato, Lama Wangchuk se despi-dió, me puso la mano en la mejilla y me sonrió sin decir nada. Yoseguí caminando unos minutos más alrededor del templo, mien-tras empezaban a aparecer las primeras estrellas de la noche.Ellas habían estado siempre ahí, como el gozo del que hablabaLama Wangchuk, pero el sol no me las permitía ver. “Como elego”, pensé.

Desde aquella conversación había practicado mucho la medi-tación y mi experiencia había confirmado las palabras de mimaestro. Por eso, siempre empezaba a meditar amparándome en

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los budas; conforme más tiempo pasaba, más veía la verdad desu enseñanza.

Después de mi práctica, desayunaba y me iba a la oficina. Noera lo mismo caminar hacia el templo o en dirección a una salade estudio, que salir de casa a tomar el autobús para ir a trabajar.Cuando buscamos un poco de equilibrio interior y no queremoscomplicaciones, la presión laboral, las obligaciones familiares yla dinámica de la ciudad, no nos sitúan en la situación más favo-rable para conseguirlo. Vivir en la ciudad requería renunciar acosas diferentes. Mi elección era una cuestión de prioridades ytenía muchas razones para vivir en una ciudad. Hay quien lo haceporque quiere llegar a una posición respetable y disfrutar de todotipo de comodidades, otros porque valoran mucho establecer unafamilia y consideran importantes los lazos con sus parientes yamigos. Yo tenía otros motivos; ahora, necesitaba vivir en unentorno social para compartir con los demás y ser yo mismo.Había tenido que renunciar a aquellos momentos de silencio ysoledad del monasterio para vivir lo que ahora realmente necesi-taba en mi trayectoria; ahora, mi prioridad era la interrelacióncon los demás.

Siendo monje, mi objetivo era la experiencia mística, busca-ba una vida sencilla y lo más simplificada posible para poderdedicarme a mi desarrollo interior a través de la contemplación.Mi idealismo me llevó a escoger este camino entre la gran varie-dad de posibilidades de espiritualidad y ordenarme significótomar un compromiso con el cual situaba el desarrollo espiritualen el lugar más elevado de mi escala de valores. Quería un vidasin complicaciones y sin desgastes innecesarios, intensa y llenade sentido. No obstante, también fue una actitud bastante indi-vidualista; cuando estaba recluido me sentía a salvo y fuerte,pero en compañía de los demás era muy inseguro y, a menudo,me quedaba paralizado. La gente me agotaba y los contactosintensos me dejaban exhausto; de modo que la vida monásticaera una solución ideal. No debía ocuparme ni depender de nadiey pensaba que, de todas formas, en los momentos cruciales de la

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vida siempre había estado solo; me parecía engañarme pensarotra cosa.

Lo peculiar de vivir así era el acento particular que ponía enla meditación y en vivir del modo más sencillo posible. Esto lofacilitaba vivir en comunidad; los monjes nos repartíamos lastareas cotidianas imprescindibles y teníamos mucho tiempo librepara el estudio y la contemplación. Mi vida era tremendamentesimple y rutinaria. Por la mañana temprano hacía mi práctica per-sonal en mi estancia una hora y media, antes de unirme al restode los monjes en el primer encuentro comunitario en el templo.Cada uno de los monjes teníamos nuestra propia meditación y lahacíamos individualmente. Luego, había períodos de silencio yde estudio que realizábamos todos juntos y, también, habíamomentos de trabajo. Un día cualquiera se repartía en realizar lasprácticas personales, las meditaciones comunitarias, las tareaspropias del funcionamiento del monasterio y el estudio.

El abad y otros lamas nos enseñaban todas las tardes en eltemplo. Era una sala amplia y espaciosa en la que se realizabantodas las actividades religiosas comunitarias. Toda la pared fron-tal estaba ocupada por el altar en el que había una estatua deBuda de tamaño natural de bronce. También, había otras estatuasmás pequeñas y, en un lateral, los textos sagrados de la tradiciónenvueltos en telas naranja. Las paredes estaban llenas de tankas,unas pinturas que representaban diferentes manifestaciones delos budas enmarcadas en brocados. Esto permitía enrrollarlascomo un pergamino, lo cual las hacía particularmente útiles paraviajar por su facilidad para transportarlas. La más llamativa erauna representación de Maitreya, el buda del futuro, que en lugarde pintada, estaba hecha a base de piezas de tela de seda de dis-tintos colores.

Ante el altar siempre había cuencos con agua y lamparillas deaceite encendidas, así como diversos recipientes con frutas,galletas y dulces, como ofrenda a los maestros y seres ilumina-dos. Delante, se elevaba una plataforma con respaldo, cubiertade brocados, sobre la que se situaba el maestro para enseñar o

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dirigir las ceremonias. A su lado, lateralmente, se hallaban otrasmás bajas para los lamas de mayor rango. Luego, en el suelo,había varias hileras de alfombras estrechas y alargadas de colorgranate en dirección al altar, sobre ellas nos sentábamos el res-to de los monjes.

Cada día, el maestro impartía la enseñanza de algún textosagrado con los conceptos fundamentales de la filosofía y psico-logía budista. Realicé estudios sobre la percepción y la atención,y adquirí algunos conocimientos sobre el análisis y la modifica-ción de la conducta. Investigué la motivación y la emoción, asícomo diversos aspectos de la psicología social y la psicología dela personalidad, desde la perspectiva budista. Todo esto lo com-plementaba con la meditación y los debates con mis compañeros.También estudié lógica, cosmología, ontología, ética y, muyespecialmente, el significado de la verdad en cuanto realidad últi-ma de los fenómenos.

Mis prácticas personales fueron variando con el tiempo.Comencé dedicando unos cuantos años a meditar en los dife-rentes estadios del desarrollo espiritual; luego, continué con eldesarrollo de la visualización y la concentración, y finalmente,llegué a una integración de todos los pasos por los que habíapasado.

En la primera etapa, la práctica principal consistía en acabarcon los prejuicios y condicionamientos que inconscientementearrastramos. Esto se hacía mediante la meditación analítica detemas diversos, como el valor de la vida humana, la muerte, lanaturaleza del sufrimiento, la responsabilidad al actuar, el amor,la compasión, la realidad interdependiente de los fenómenos, yun largo etcétera.

Aquellas meditaciones me hicieron cuestionarme muchas demis creencias acerca de la vida y el mundo, y me llevaron a hacerun reajuste de mis valores. Al meditar, no trataba simplemente dehacer una reflexión sino de profundizar intuitivamente en cadatema, hasta que emergiera una visión diferente.

—Lo que nos transforma es el método —decía, un día, Lama

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Wangchuk—. Podemos reflexionar sobre temas diversos y cam-biar de opinión acerca de las cosas y, aún así, mantenernos en lamisma posición respecto al mundo.

—Lama, ¿está diciendo que no se trata de pensar de otramanera? —dije.

—Se trata de transformarse —dijo—. La meditación utiliza laintuición y se caracteriza por hacer que, por unos momentos,todo nuestro ser encarne la nueva visión que estamos exploran-do. No es una mera racionalización, sino una auténtica vivencia.

Sentía que en la cultura occidental habíamos desarrolladograndes ideas filosóficas; sin embargo, había sido precisamenteesto lo que nos faltaba, encarnarlas orgánicamente en nuestro ser.Habíamos dejado de lado el método de la meditación intuitiva yde los numerosos conocimientos adquiridos, sólo habíamosempleado los que eran útiles para desarrollar nuevos inventosmecánicos y tecnológicos; de este modo, habíamos olvidadonuestra transformación.

Tuve la oportunidad de indagar más sobre esto una tarde. Mehallaba en el monasterio de Bodhanath, en el valle de Kathman-dú, era la época del monzón y llovía a mares. Nos habíamos que-dado sin luz y Lama Wangchuk me pidió que permaneciera en sucuarto. Quería que le ayudara a buscar un texto que no acababade encontrar. Todos los libros y textos sagrados estaban envuel-tos en telas de color naranja o amarillo, en señal de respeto; locogimos de las estanterías y estuvimos sacándolos de su envolto-rio, uno por uno, para luego, volverlos a colocar. Cuando encon-tramos el tomo deseado, Lama Wangchuk me invitó a tomar unté. Sacó su termo y dos tazas de porcelana y me sirvió. Aprove-ché para preguntarle. Estaba empezando a reconocer lo condicio-nado que estaba pero no acababa de tener claro cuáles eran lascreencias que más me limitaban. Sin más preámbulos, le pregun-té abiertamente qué frenaba mi progreso.

—Lo primero es creerte una víctima de las circunstancias—dijo el lama—. Mientras sigas sintiendo que no tienes poderpersonal para lograr felicidad, no llegarás a nada.

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No sé cómo lo dijo pero me llegó a lo más hondo del corazón.Era cierto, sentía que no me merecía nada. No daba a mi vidaningún valor y era incapaz de reconocer que tenía la habilidadsuficiente para manejar las dificultades. Estaba convencido de miimpotencia y no concebía que todas las situaciones fueran útilescomo nutriente espiritual.

—Meditando constantemente en lo valiosa que es tu vida—continuó— irás descubriendo la oportunidad que tienes yentenderás que cada momento es aprovechable.

Sus palabras me hicieron sentir el inmenso potencial que teníapor desarrollar y la libertad que poseía para hacerlo. Y, sobreto-do que, como todo ser humano, gozaba de una inteligencia espe-cialmente útil para el desarrollo espiritual.

El lama siguió hablando, parecía decidido a explicarme deuna vez por todas lo que debía saber.

—También, te crees que la vida es muy larga y que puedesposponer tus responsabilidades. No te das cuenta de que la men-te es muy lenta y necesita mucho tiempo para cambiar. Y tú, tevas a morir.

Tragué saliva. Desde esa perspectiva estaba viviendo amedias y era cierto. No reconocía que a cada momento la vida seme estaba acabando y la muerte estaba esperándome.

—Medita, a menudo, en la naturaleza efímera de todo —dijo—y en la muerte. Así, irás desarrollando una actitud más realista yvital. Además, observar la muerte te ayudará a comprender conmás claridad la parte de ti que nunca va a morir.

No me atrevía a decir nada. Las palabras de Lama Wangchukimpactaban directamente en el fondo de mi ser, ni siquiera podíapensar. Cada cosa que decía, me llevaba a otro estado de concien-cia y por un instante, me liberaba de mi visión ficticia de la viday el mundo.

—No es posible obtener nada sin haber creado la causa —siguiódiciendo—. Estás convencido de que la causa principal de tu feli-cidad es externa a ti y no entiendes que eso no es así. La felicidadfutura debes crearla ahora; además, sólo podrás obtenerla actuan-

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do con bondad y respeto. Meditar en esto te ayudará a no enga-ñarte y asumir la responsabilidad por todo lo que te acontece.

De nuevo, me vi reflejado en lo que decía. Esperaba que mesucedieran cosas buenas y que tuviera suerte. Me costó bastanteasumir sus palabras y aceptar que mis experiencias eran produc-to de mis acciones. Era indudable que tenía una tendencia muyfuerte a culpar al mundo y a los demás por lo que me sucedía.

Luego, el lama calló; me indicó que bebiera mi té y cerró losojos. Nos quedamos un rato en silencio. Parecía que no iba aseguir con su plática y esperé a que me indicase que me marcha-ra. La lluvia seguía siendo muy fuerte afuera; en el cuarto, la luzdel quinqué hacía destellar el entrecejo del buda en el altar, en elque había incrustado un brillante. Los textos sagrados, ahora,estaban envueltos en sombras. Yo permanecía sentado frente almaestro y empezaba a meditar en sus palabras recientes. Nohabía transcurrido mucho rato cuando escuché que Lama Wang-chuk volvía a hablar.

—Tampoco te das cuenta de que los placeres sensorialessiempre terminan y generan mucha insatisfacción. Las personassomos complicadas y las relaciones cambian. Analiza con dete-nimiento la naturaleza de tu existencia y desarrolla las cualidadesde tu mente, así, podrás descubrir la felicidad imperecedera quebuscas.

El lama me observó con ojos inquisidores para ver si estabacaptando su enseñanza y esperó a que tomara conciencia de loque acababa de decir. Conocía mi insatisfacción y de nuevo,había acertado plenamente. Estaba sacando de mí lo más oscuroy me estaba dando unas claves que me servirían para toda la vida.

—Con relación a los demás —continuó, tras una pausa— tie-nes demasiadas creencias. Todas ellas te vuelven inseguro, tími-do, prepotente, vanidoso, etc. Te limitan. Divides el mundo entres grupos de personas: tus amigos, tus enemigos y los extraños,y eso te impide relacionarte de verdad. Todos somos iguales,todos deseamos ser felices y ninguno queremos sufrir.

Me hizo ver que no podía seguir juzgando de esa manera. Los

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amigos se tornaban extraños y los que un día chocaban conmigocon el tiempo se volvían amigos, nada permanecía estable en lasrelaciones. Además, en breve todos habríamos de morir. Pudesentir que todos somos seres humanos deseando estar bien y que,por tanto, no podía seguir discriminando de esa manera.

Luego, me miró fijamente, mientras yo seguía sin atreverme aabrir la boca.

—Y hay algo más —dijo—, lo más importante. Examina tuvida y verás que tus momentos de mayor infelicidad y sufrimien-to, coinciden con los de más egoísmo, y que todos tus males ydificultades son consecuencia de ello. Aun cuando te parezca quela bondad y el amor te hacen vulnerable y frágil, son las actitudesmás provechosas y benéficas. El amor libera y el egoísmo limita.

Esta era, quizás una de mis opiniones más arraigadas. Consi-deraba que el egoísmo era bueno para mí. Sentía que si no eraegoísta no sería feliz, me harían daño y estaría sin protección.Por mucho que me habían enseñado de pequeño la importanciade querer a los demás, mi miedo a que me hicieran daño era másfuerte, y me protegía siendo egoísta. El lama me hizo ver que esoera precisamente, mi mayor error.

Aquello fue lo último que me dijo ese día. De nuevo, cerró losojos y yo me quedé meditando en sus palabras. Después de unlargo rato de silencio, acompañado por el murmullo de la inten-sa lluvia detrás de los cristales, el lama dijo que podía marchar-me. Justo en ese momento volvió la luz eléctrica. Miré al lama ysonreí, me pareció una curiosa coincidencia. Salí de su estanciarebosante y colmado, y caminé hacia mi cuarto sumido en mispensamientos, sin percatarme de que la lluvia cálida me calabahasta los huesos.

Desde aquel encuentro, había meditado mucho en sus pala-bras. Con el tiempo, también había reconocido muchas otrascreencias e intentaba eliminarlas. No fue una tarea fácil. Micapacidad de meditación era limitada y transcurrieron muchosaños antes de que empezara a suceder algo. Mi fortuna fue podercontar, muchas veces, con mis maestros y recibir su apoyo.

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Mucho tiempo más tarde de aquello, estaba acabando mimeditación cuando oí que Lama Wangchuk me llamaba. Queríaque le acompañara a ver a un enfermo de una aldea vecina, suasistente tenía trabajo que hacer y necesitaba que fuera con él. Ellama no solía hablar mucho, pero aquel día, mientras llegábamosal lugar, montados en un rickshaw, me preguntó por mi medita-ción. Le dije que practicaba mucho y llegaba a sentir lo quehacía; sin embargo, no veía cambios y mis creencias parecíanmantenerse intactas. Él me respondió que era un trabajo querequería muchos años y que debía hacer planes a largo plazo.

—No tengas prisa —dijo— y mantén la constancia. —A veces, me parece que no tengo suficiente fuerza mental

—le dije, esperando un consejo—. No sé qué hacer.—Sigue con lo que estás haciendo —respondió— aunque te

fueras a morir mañana, nunca dejes de meditar o de aprender.No busques resultados; debes saber que meditando te irás fami-liarizando con la práctica y llegará el día en que progresarásmuy rápido.

—Eso intento hacer, pero no me puedo concentrar —dije,recordando que, a veces, estaba horas distraído con miles de pen-samientos—. A veces pienso que esto no es para mí.

—Las distracciones —dijo— son un hábito que has adquiridomucho tiempo atrás. Nunca has visto lo destructivas que son nihas hecho nada por contrarrestarlas; por eso, ahora tienen tantafuerza. Es el momento de que empieces a cambiar esto.

Tenía razón, nunca antes me había cuestionado controlar lamente.

—Como budistas no debemos pensar sólo en términos de estavida sino en miles de millones de años —concluyó el lama—. Esmuy importante que pienses así, puedes tomártelo como unapráctica.

La necesidad de ver resultados estaba muy presente siempre yhablar con el lama me ayudaba. Poco a poco, iba cambiando deactitud y desprendiéndome de mis deseos. A veces, me preguntosi hubo algo concreto que me hizo cambiar, pero creo que sólo

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fue esa constancia de la que me hablaba mi maestro. Y piensoque fue, especialmente, mantener mi práctica en los momentosdifíciles, lo que me llevó a una mayor transformación. Habitual-mente, cuando una actividad nos perturba la dejamos por otra.Mucha gente empieza a hacer meditación y cuando empiezan atocar algo de dolor, la dejan; se justifican con buenos razona-mientos y no meditan más. A mí, muchas veces, la meditaciónme llevó al dolor; en ocasiones, incluso, me vi al borde de perderla razón. Podía haber encontrado muchos argumentos lógicospara abandonar; sin embargo, mi confianza y el apoyo de mimaestro me hicieron seguir. Continué con mi práctica observan-do y padeciendo las pesadillas que atravesaba. No fue fácil, nosabía ni lo que sucedía pero, luego, salía de ello y algo habíacambiado. Creo que eso fue lo más importante, lo que más mesirvió. Me parece que es una lástima que casi nadie se dé cuenta.Ahora en Madrid, me encontraba con mucha gente que practica-ba la meditación y casi todos la empleaban sólo como un méto-do para obtener paz y serenidad; en cuanto dejaba de suceder,empezaban a desconfiar y la dejaban. Muy poca gente aprove-chaba la oportunidad para encontrar sus tinieblas internas, atra-vesarlas y liberarse de ellas de una vez por todas.

—¿Qué es lo que más hace avanzar? —pregunté, un día, aLama Wangchuk.

Era muy al principio de mi trayectoria, en aquella época enque vivía deslumbrado por la posibilidad de llegar a la plenitud,creyendo que lo conseguiría en pocos años. El lama me miró unmomento y luego, desvió la mirada hacia arriba; se quedó calla-do, como sopesando si convenía contestarme. Esperé un rato,pero no dijo nada.

Muchos meses después, me pareció entender por qué no res-pondió. Si uno supiera por dónde hay que pasar para llegar a unacierta paz interior, nunca emprendería el camino. No queremossufrir, no queremos arriesgarnos sin garantías. No firmamos che-ques en blanco sin saber los resultados; cuando aceptamos, estras haber calibrado los beneficios.

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Aquellos meses tuve un gran avance espiritual: visité misinfiernos. Cada mañana me levantaba lleno de angustia, en unaagonía que me invadía sin control. Ver, tocar, sentir y respirar, medolía. Lloraba y gemía envuelto en la mayor congoja que jamáshabía sentido. No había ninguna razón aparente para que suce-diera aquello, sólo estaba meditando, realizando un pequeño reti-ro intensivo, y de improviso ocurrió. Sentimos dolor porquemuere un familiar, perdemos a la persona amada, nos arruina-mos, etc.; pero, aquella angustia no tenía nombre, venía de muylejos, probablemente de una deuda de un pasado intangible.

Sólo podía vivirla, y eso es lo que hice: observarla y cono-cerla, e intentar sujetarme a la meditación para que no me arra-sara. Me vino el recuerdo del viaje de Ulises atado al mástil desu nave, seducido por los cantos de las sirenas; mi sujeción erameditar y contemplar la mente, tal como me había enseñado mimaestro.

Al principio, sólo sentía un cierto alivio en los momentos enque me sentaba a meditar, el resto del día era un tormento. Tardépoco más de año y medio en atravesarlo; luego, llegó la calma.Y, sólo entonces, cuando lo atravesé, entendí qué es lo que noshace avanzar.

Aquello estaba en mí; lo despertó la meditación, pero ya esta-ba latente en mi interior, y lo que sirvió, fue vivirlo con concien-cia. Ni huir ni añadir conceptos, ni inventar culpables, sino asu-mir lo que me llegaba como algo propio que tenía que vivir yatravesar con dignidad. Podía parecer resignación, pero no lo era.Era el honor del caballero que no se acobarda ante los dragonesque se presenten y que sabe que la ley es que quien lucha acaba-rá venciendo.

Un tiempo después de que pasara aquello, fui a ver de nuevoa Lama Wangchuk. Entré en su cuarto silencioso e intemporal,me incliné con respeto tres veces y esperé de pie. Él me indicóun cojín y me senté. Callé, esperando su permiso para hablar; sinembargo, permaneció callado. Me di cuenta de que estaba unpoco inquieto y me relajé; poco a poco, fui soltando toda la car-

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ga que traía. Sólo entonces, Lama Wangchuk empezó a hablar.Me señaló una flor en una gran lata llena de tierra, a modo demaceta; era una flor muy particular, una especie desconocidapara mí y excepcionalmente bella.

—Ha salido esta mañana —dijo— en unos días se habrámarchitado. Estas flores son así, con que te despistes un poco,te quedas sin poder disfrutar de su belleza.

—A veces, es una suerte que las cosas no duren —dije, pen-sando en los meses que acababa de pasar.

Lama Wangchuk sonrió.—Aceptar el dolor —dijo— te hace profundizar mucho más

que el placer. El ego personal, por naturaleza, está constantemen-te persiguiendo placeres y evitando sufrir. Terminar esta pauta esacabar con él.

—Estos últimos meses han sido muy duros para mí —dije.—No se llega al despertar sólo imaginando la luz —explicó—

sino también, haciendo consciente la oscuridad. Si miras yprofundizas en el dolor, por lo que es, acabarás diluyendo ladiferencia entre dolor y placer.

Recordé a esos ascetas que torturan su cuerpo y lo llevan allímite de sus posibilidades. Había oído hablar de los sadhus de laIndia que no comen, se atan cadenas al cuerpo o guardan silenciodurante décadas, y que se someten a todo tipo de mortificaciones.Aunque no cuestionaba estas prácticas, Lama Wangchuk teníaotra línea de acción, sus consejos iban más encaminados a domi-nar la mente y desarrollar una mayor calidad de conciencia.

Pareció leerme el pensamiento.—No se trata de torturarte con penalidades —dijo— sino de

enfrentar con entusiasmo todo lo que la vida te traiga. El dolor nohace falta inventarlo, está ahí. Y nuestra indiferencia lo sustenta.

—Me parece que estoy empezando a darme cuenta —dije.—La cuestión es ampliar tu nivel de conciencia y ver tu

sufrimiento de una manera nueva. Básicamente, se trata demantener el amor. Comienza amando tu angustia, tu confusióny tu desesperación.

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Si el lama me hubiera hablado de esto meses atrás, no habríaentendido nada. Ahora, estaba poniendo en palabras, algo que yomismo había levemente intuido. No sé cómo había sucedidopero, en ciertos momentos, había conseguido ver que el dolorsólo era una parte minúscula de mi ser, y que yo era mucho más.

—¿Quién está sufriendo? —dijo el lama—. Este es el asunto.Cuando te identificas con ser el cuerpo, emerge todo un univer-so. Si luego, sucede que ya no puedes más, te aferras a todas esasmaravillosas ideas sobre la plenitud y la liberación. Entonces,empiezas a hacer todo tipo de cosas: te concentras, meditas, fuer-zas tu cuerpo y tu mente, etc.; pero, no vas a lo esencial, que eseliminar el ego.

Lama Wangchuk había puesto las cosas en su sitio. Su filo-sofía era no desperdiciar nada, todo servía para la evoluciónespiritual y el sufrimiento era un elemento tan válido como losdemás; o quizás mucho más.

Me quedé callado, aquellas palabras habían sido un bálsamo.Al poco rato, me levanté y me incliné con respeto. El lama medio una mandarina de un plato que había sobre su mesa y me son-rió. Salí y fui a mi cuarto, sentí una gran necesidad de escribirtodo aquello.

Ahora en Madrid, me encontraba muy lejos de aquella épocatan dura y, al mismo tiempo, tan enriquecedora. La vida en laciudad era muy distinta y mucho más compleja; pero, a menu-do, recordaba la pregunta de Lama Wangchuk, ¿quién estáviviéndola? ¿Dónde está el ego?

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ISBN: 978-84-96478-50-3