La mitología no es simplemente una recolec- E eatro...

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S ería una actitud autodestructiva desconocer la importancia del pensamiento científico en el oficio teatral. El pensamiento científico –sus principios, sus alcances, sus hipótesis, sus experimentos y leyes– provee algo esencial a la práctica artística: el equivalente de una mitología. La mitología no es simplemente una recolec- ción de fábulas. Es también un instrumento para organizar el pensamiento: un conjunto de enlaces que permite fijar, capturar y formular lo que en la práctica de trabajo se presenta de manera lábil, sin que se logre darle una forma, un nombre o un jeroglífico reconocible. Las mitologías esencia- les de apoyo son un entreverados de historias, de casos nítidamente entrelazados, de itinerarios y contragolpes que no nos enseñan a caminar ni a progresar. Estas mitologías nos ayudan por el contrario a dar un nombre a pasos perdidos y a itinerarios elusivos que, en el curso de nuestro trabajo, nos conducen a veces a un éxito, pero que escapan a explicaciones racionales. Por ejemplo, la biología y la física proveen modelos de comportamiento de la materia en los cuales podemos reconocer lo que en el saber hacer artesanal del teatro permanece en estado volátil, limitado a la constatación del “funciona–no funciona”. Es importante hacer referencia a lo que la ciencia nos dice de la energía, de las células o de los átomos, de las partículas subatómicas o de la antimateria, de las neuronas, de los aguje- ros negros o de las hélices del código genético. No somos capaces de juzgar la exactitud de estas teorías dado que no poseemos el conocimiento especializado que nos podría permitir una opi- nión personal. Pero es importante comprender las historias que cuentan. No son historias comunes; no las encontramos en nuestra experiencia cotidiana. Sin embargo son creíbles y consecuentes. Utilizando los cri- terios y los descubrimientos del pensamiento Eugenio Barba El teatro y la ciencia El teatro y la ciencia

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Sería una actitud autodestructiva desconocer la importancia del pensamiento científico en el oficio teatral. El pensamiento científico

–sus principios, sus alcances, sus hipótesis, sus experimentos y leyes– provee algo esencial a la práctica artística: el equivalente de una mitología.

La mitología no es simplemente una recolec-ción de fábulas. Es también un instrumento para organizar el pensamiento: un conjunto de enlaces que permite fijar, capturar y formular lo que en la práctica de trabajo se presenta de manera lábil, sin que se logre darle una forma, un nombre o un jeroglífico reconocible. Las mitologías esencia-les de apoyo son un entreverados de historias, de casos nítidamente entrelazados, de itinerarios y contragolpes que no nos enseñan a caminar ni a progresar. Estas mitologías nos ayudan por el contrario a dar un nombre a pasos perdidos y a itinerarios elusivos que, en el curso de nuestro trabajo, nos conducen a veces a un éxito, pero que escapan a explicaciones racionales.

Por ejemplo, la biología y la física proveen modelos de comportamiento de la materia en los cuales podemos reconocer lo que en el saber hacer artesanal del teatro permanece en estado volátil, limitado a la constatación del “funciona–no funciona”. Es importante hacer referencia a lo que la ciencia nos dice de la energía, de las células o de los átomos, de las partículas subatómicas o de la antimateria, de las neuronas, de los aguje-ros negros o de las hélices del código genético. No somos capaces de juzgar la exactitud de estas teorías dado que no poseemos el conocimiento especializado que nos podría permitir una opi-nión personal. Pero es importante comprender las historias que cuentan.

No son historias comunes; no las encontramos en nuestra experiencia cotidiana. Sin embargo son creíbles y consecuentes. Utilizando los cri-terios y los descubrimientos del pensamiento

Eugenio Barba

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científico –que atañe a algo que existe pero que no se ve– estas historias son un compendio preciso de comportamientos inusuales del pensamiento. Sus peripecias permiten dar un recorrido y un nombre distintivo a lo que en nuestra práctica artí-stica queda sin nombre y, por lo tanto, en estado volátil, pronto a perderse o a traducirse en anéc-dotas. Estas historias inusuales, pero creíbles, nos prestan términos e imágenes que nos ayudan a individualizar casos bien concretos encontrados en el curso de nuestro trabajo. Entonces podemos realizar distinciones sutiles que en la vida coti-diana nos parecen inútiles, pero que en nuestra práctica artística son muchas veces importantes de poder nombrar y especificar.

Cuando lo que se constata en el trabajo encuentra un término que desorienta y estimula, una llave de reconocimiento, un signo que no solo nos permite memorizarlo, si no también indicarlo a los otros y poder ponerlo en relación con ele-mentos similares –aunque diversos–, entonces nuestro saber hacer tácito y nuestras anécdotas exponen una experiencia que puede compartirse. Es radicalmente diferente de lo que hemos practi-cado tantas veces: hemos penetrado en un campo donde una práctica es dotada de una teoría –una mirada general desde lo alto, complementaria a la mirada sujeta a la acción.

La mirada doble ve por un lado desde lo alto y por el otro pre-ve. Esta capacidad de pre-ver en la práctica artística es lo que corresponde al conoci-miento de las reglas en la ciencia. Es el crisma o símbolo de la racionalidad.

Por ejemplo, para mí ha sido esencial el encuen-tro con los escritos de y sobre Niels Bohr. E ilumi-nadores han sido los diálogos con el biólogo Henri Laborit o con los doctores/psicólogos Fridtjov Lehne y Peter Elsass. Por algunos años han sido de gran inspiración los seminarios organizados por Jean-Marie Pradier, especialmente durante las primeras sesiones de la ISTA, International School of Theatre Anthropology. Estos reunían a científicos de diferentes campos, filósofos, litera-tos, historiadores y artistas del teatro, en torno a pre-guntas que eran como piedras lanzadas en una laguna y que suscitaban una lluvia de respuestas.

En un primer momento parecían respuestas incapaces de dialogar entre ellas. Pero el proceso de confrontarlas con mi experiencia haciéndome distanciar de ella, ha trazado un nuevo mapa en mi mente que, como una red, ha capturado de modo inusitado mi conocimiento y mis ideas. Mis ideas hubiesen quedado condescendientes

o inertes, dejadas a sí mismas, y no se hubie-ran revitalizado si términos insólitos y distantes no hubiesen generado un nuevo modo de ver lo que sabía sin saber. La meta de este nuevo mapa –o de la mitología que he mencionado como instrumento para organizar el pensamiento y la experiencia– no fue explicar, definir o volver téc-nicamente reproducible un cierto procedimiento. Era algo aún más importante: obligaba a revestir de palabras lo que en la práctica de mi trabajo cotidiano permanecía mudo.

En mi caso, el pensamiento científico ha sido un instrumento útil para dar forma a supersticio-nes efectivas y portátiles. Portátiles quiere decir que cuando no sirven más pueden ser botadas sin remordimientos y sin daño.

La palabra superstición es una hoja de doble filo: indica lo que se superpone a algo, como las palabras que se superponen a las cosas o los esque-mas de acción que se aplican a una situación aún informe. En este sentido, sin superstición no sería posible vivir, obrar, experimentar y ni siquiera pensar.

Por otro lado, superstición indica también algo en lo cual se cree, algo que nosotros no manejamos como instrumento, sino que nos maneja. No algo del cual nos servimos, sino algo a lo cual nos sometemos. Las supersticiones basadas en la ciencia son las más peligrosas, justamente porque la ciencia es racional, no es fe ni magia.

El asunto es que en un proceso creativo debe-mos ser nosotros los que manejamos las riendas de nuestros caballos. Por ejemplo, cabalgamos la biología, o la astronomía, o la psicología, porque las historias nos son útiles, no porque son verda-deras. No sabemos si son verdaderas. Si tuviése-mos los instrumentos para saberlo no haríamos teatro, frecuentaríamos otro campo de batalla y, quizás, nos serviríamos del saber teatral como de una mitología portátil, y hablaríamos de “escena”, “performance”, “máscara” o “papel”.

La sabiduría de los proverbios ha acuñado para la superstición la frase “no es cierto, pero lo creo”. En teatro deberíamos acuñar para nuestra rela-ción portátil y racional con el saber científico, un proverbio especular: “es cierto, pero no lo creo”.

O por lo menos compartir la actitud de Niels Bohr que, notando el estupor que un amigo suyo tuvo al ver una herradura que tenía sobre la puerta de su casa de campo, explicó: “Es claro que no lo creo, pero personas importantes me han asegu-rado que tiene efecto”.

Holstebro, 9 de septiembre 2012 m

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