La Nacion Notas Sábado 28 de Noviembre de 2009

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I 29 Sábado 28 de noviembre de 2009 El balcón que volvió del pasado Producto muy bruto La suerte de Thierry Henry T ANTAS veces he contado cómo conocí a Carlos Fuentes a fines de la primavera austral de 1962, en un balcón de Buenos Aires vencido por los años, que ya la anécdota se ha convertido en una leyenda con la que el tiempo hace lo que quiere. A veces la vuelvo a oír tan desfigurada que me pregunto si de verdad estuve en ese balcón, y si todos los que coincidimos allí éramos tan jóvenes y felices como se empeña en creer nuestra memoria. Por eso, cuando Fuentes volvió a pasar por Buenos Aires a fines de este noviem- bre, le propuse que recuperáramos el balcón para mostrárselo a Silvia Lemus, su esposa. Nos costó dar con él porque no encontrábamos balcón alguno que amenazara precipitarse sobre la calle. Con buen tino, Silvia dijo que sin duda ya lo habían restaurado y propuso que dejáramos el recuerdo allí donde la vida lo había dejado: con las grietas de otros tiempos, melancólico, empañado por el aura de una Buenos Aires que ya no existe. La casa del balcón –en verdad, el séptimo piso de un lujoso edificio de departamen- tos en la zona de la Recoleta– estuvo para mí siempre en la calle Arenales. Ahora Fuentes lo ubicó en la avenida Quintana, a pocos pasos del hotel Alvear –su refugio favorito en los viajes a la Argentina–, y contó que los invitados éramos unos quin- ce o veinte: escritores, músicos, actores de cine. Yo carecía de méritos para estar entre ellos: desde hacía un año no era ya crítico de cine del diario LA NACION, sobrevivía colaborando con Augusto Roa Bastos en los diálogos de sus películas y escribía desde la medianoche hasta el amanecer una novela que nunca terminé. Durante años supuse que fue Roa Bastos quien me había llevado al balcón, aunque José Bianco me dijo, la última vez que lo vi, que fue él quien llamó esa mañana por teléfono a mi casa de Adrogué para que no olvidara la invitación. Llegué al departamento de la calle Quintana cuando caía la tarde. Aunque Carlos Fuentes era el centro de atención, advertí que la conversación fluía distraí- da, como si la dispersaran otros imanes que no estaban a la vista. Todos los invita- dos habíamos leído y admirado La región más transparente en la única edición que circulaba entonces en Buenos Aires –la de la Colección Popular del Fondo de Cultura Económica–, y aún puedo oír la voz de Enrique Pezzoni repitiendo algunas frases del monólogo inicial de Ixca Cienfuegos con artificial entonación mexicana: “Tus héroes no regresarán a ayudarte. Has venido a dar conmigo, sin saberlo, a esta meseta de joyas fúnebres. Aquí vivimos”. La conversación de Fuentes era ingenio- sa, deslumbrante, llena de fuego político, de pasión por la justicia y de una sabiduría intelectual asombrosa para sus años. En las reuniones de Buenos Aires era habi- tual entonces lanzar al aire citas de Sartre, de Breton, de Jean Génet, de las grandes películas que amábamos –Fellini, Billy Wilder, Ingmar Bergman–: Fuentes nos las devolvía todas, enriquecidas siempre con algún detalle que habíamos pasado por alto. Nos habló con entusiasmo de Pedro Páramo y nos deslumbró entretejiendo al azar versos de juventud de José Gorostiza, Salvador Novo y Jaime Torres Bodet hasta componer la música de un poema que era de ninguno de los tres, pero que en modo alguno los desmerecía. En el balcón coincidimos Roa Bastos, Enrique Pezzoni, José Bianco y el gran actor Francisco Petrone, al que Fuentes admiraba desde que lo vio en Prisioneros de la tierra, el clásico film de Mario Soffici, y en La fuga, una joya rara de Luis Saslavsky. Aunque yo también compartía la admiración por esas obras, apenas abrí la boca. Las había visto muchas veces, pero Fuentes y Bianco las cono- cían mejor. A pocos pasos del balcón, en el enorme living, Ernesto Sabato se afanaba explicándole a la dueña de casa las teorías del nouveau roman reflejadas en las novelas de Alain Robbe-Grillet. Ella daba la impresión de no entender una sola palabra, pero Sabato lograba mantenerla suspendida en el éxtasis de un lenguaje lleno de citas francesas y de referencias científicas. Casi enseguida advertí que Petrone, hipnotizado por la belleza celestial de aquella mujer, trazaba en el aire la silueta de su nuca perfecta, del lánguido pelo esponjoso que le caía hasta la cintura, suspiraba sin recato, y muy pronto todos, incluyendo a Fuentes, clavamos nuestros ojos en ella. Luego la vimos perderse en la penumbra de la tarde, guiada por un Sabato solícito. Eso fue todo. Creí que el encantamiento se había disipado para siempre hasta que muchos años después, hacia 1998, la historia salió de su letargo y reapareció con las mismas melodías del pasado. Una mañana de otoño, cuando caminábamos con Fuentes por una calle cercana a Gramercy Park, en Manhattan, descubrimos al mismo tiempo, en el décimo piso de un edificio de los años 20, varios balcones abombados, de mampostería, que parecían colgar peligrosamente sobre el abismo. “Esos balcones –dijo Fuentes–, ¿no son exactamente iguales al balcón de Buenos Aires donde toda la literatura latinoame- ricana se enamoró al mismo tiempo de las espaldas de mujer más hermosas del mundo?” No eran iguales (los de la aveni- da Quintana son rectangulares), pero la invocación bastaba para que la escena de treinta y seis años antes volviera intacta a mi memoria. Recordé el lugar, recordé la luz dorada del atardecer, la tierna brisa de noviembre que acariciaba la ciudad. Declinaba, como dije, la primavera de 1962. Fuentes acababa de llegar a Buenos Aires luego de asistir al Congreso de Intelectuales, organizado por la Universidad de Concepción, en Chile, donde había deslumbrado a colegas cu- yo lenguaje habitual –entonces como ahora– es el lenguaje del desdén. Serían las siete, tal vez las ocho de la tarde. El crepúsculo tardaba en volverse noche. Fue entonces cuando vimos pasar, bajo esa luz imprecisa, a la mujer con las es- paldas más hermosas del mundo. Eramos (yo no lo sabía) huéspedes de su casa. La mujer había enviudado un año antes del investigador médico Carlos Galli Mainini, discípulo del fisiólogo Bernardo Houssay. Galli se había hecho famoso al crear un nuevo método para el diagnóstico precoz del embarazo, inyectando orina de mujer en batracios machos. Lo que ahora sue- na vetusto y anacrónico entonces era revolucionario. El investigador estuvo casado menos de dos años con aquella diosa inolvidable. Murió cuando acababa de cumplir 47. Las fotos que han quedado de él lo revelan buenmozo y feliz. Fuentes recuerda las espaldas de la viuda con tanta nitidez como yo: el dibujo suave de las venas bajo la piel traslúcida, el coqueteo de los bucles dorados sobre las orejas. Tenía un pelo largo, fino y melodioso, que se plegaba y desplegaba al compás de sus movimientos, como el telón de un teatro prodigioso. Las espaldas, que el vestido dejaba al descubierto, son difíciles de describir: sensuales, cálidas, inolvidables. Bianco reveló entonces su nombre: “Se llama Laura”, dijo (o Beatrice, o Francesca, cualquier apelativo mítico da lo mismo). Y a continuación enunció un apellido que no supimos retener. “Es famosa por su belleza”, nos dijo Bianco. “Más de una vez las revistas de modas de París han enviado corresponsales para tomarle fotos, pero ella siempre se ha negado.” Todos sentimos unos deseos irreprimi- bles de verla y quizá la hubiéramos per- seguido por aquellos salones espaciosos si la pintora Lea Lublin, que andaba por allí y la conocía desde la adolescencia, no nos hubiera dicho: “Se ha encerrado en su cuarto. Todas las tardes, a esta hora, tiene un ataque de pena. Nunca vuelve hasta que se le pasa la melancolía”. Fue lo último que supimos de ella. Culpamos a Sabato por habérnosla arre- batado y durante algún tiempo no se lo perdonamos. Cuando caminamos con Silvia Lemus en busca del balcón, alcé los ojos, volví a ver las luces de aquella tarde de primavera, y detrás de las celosías reapareció la espalda después de su largo exilio en el paraíso. Reconocí el pelo de lluvia de la viuda bellísima, las nubes tiernas de su nuca, el perfil huidizo que temí perdido para siempre. Y en silencio le di las gracias por los dones de una memoria que seguía dentro de mí, por los amigos de aquel día, por las novelas y las películas con que me enriquecieron la vida. La historia de los hombres se escribe con esos fragmentos hechos de viento. Siempre hay un instante de la vida en el que volvemos a ser lo que fuimos o en el que somos, misteriosamente, lo que nunca pudimos ser. © LA NACION A ver si nos entendemos: si los números gobiernan el mundo, entonces ha de ser por eso que, cuando vienen en patota, son una lacra, fríos por naturaleza, absolutamente impermeables a cualquier sen- timiento y un poco pánfilos, ya que no tienen conciencia de cuán crueles pueden llegar a ser. Apoye usted su dedo sobre un número, digamos el 47, y sentirá la sen- sación de haberlo apoyado sobre una serpiente de cascabel. Y si tiene ganas de acariciar el 86, un numerito par tan mullido como un osito de peluche, es porque ignora que tiene los colmillos de un yaguareté. Por lo tanto, va siendo hora de reconocer una co- sa: que el presidente de Francia, don Nicolas (sin acento) Sarkozy, no sólo posee sensibilidad de tórtolo para elegir señora, sino que además acredita fina calidad humanística, una condición in- dispensable a la hora de procla- mar a los cuatro vientos que los números no lo son todo, que no nos representan por dentro y que bastante a menudo no dicen toda la verdad, son escondedores. El presidente francés ha con- siderado un atroz macanazo que los países sigan utilizando una fórmula antiquísima –que ya ha cumplido ochenta años– para medir su prosperidad. El idolatrado Producto Bruto Interno, un invento norteameri- cano, constituye, en efecto, una herramienta demasiado erosio- nada por el mal uso y las pésimas costumbres, apenas apta para poner en pantalla indicadores económicos. Seamos sinceros: el PBI es muy borrico, del todo incapaz de evaluar qué tan felices somos y que tan saludables nos sentimos por sobrevivir en tal o cual país. “Es necesario acabar con la religión de los números”, reflexionó Sarkozy no bien termi- nó de leer un informe trescientas páginas que le había encomen- dado al indio Amartya Sen y al norteamericano Joseph Stiglitz, premios Nobel de Economía (1998 y 2001, respectivamente). El informe de Sen y Stiglitz decía lo que ustedes ya pueden suponer, si es que están siguiendo (con adecuada concentración intelectual) el desarrollo de este análisis. El PBI no ofrece infor- mación sobre niveles de bien- estar, ni sobre las garantías de que ofrendaremos un mundo mejor a nuestros niños, ni sobre la sospecha de que no estamos respirando el mejor aire, ni so- bre las diversas formas de darle alegría al corazón… Cuarenta años atrás, el entonces senador Robert Kennedy advertía ya que el PBI era una bazofia: “Es cierto, mide montones de cosas –dijo en el Capitolio de Washington–, pero no mide las que hacen que la vida merezca ser vivida”. Sarkozy propone un PBI que incluya el rubro felicidad, y la iniciativa –que excluye la nu- merología– merece que desde este modesto escondrijo se lo reconozca como un humanista cabal.¡Chapeau! © LA NACION PARIS S I la mano de Thierry Henry devino “el asunto de todos”, según el título de un diario, es porque los conceptos funda- mentales de todo pensamiento, aquellos que impregnan y organizan la vida cotidiana de cada uno, están aquí, concretamente, en juego: la justicia, el destino, Dios, el azar, la relación con la ley, la relación con el otro, la verdad, la veracidad y, por último, la gloria del nombre propio, tan cara al héroe homérico. Es lo que se dirá de Aquiles por los siglos de los siglos: que prefiere su reputación antes que cualquier cosa. Su gloria, su kleos, es lo que tiene de más precioso. La etimología probable de esta palabra griega remite a lo que pasa por la oreja, a lo que se escucha, y esto hace que un psicoanalista tenga algo que decir sobre ello. ¿Thierry Henry man- cilló para siempre su kleos y, accesoriamente, el de su pueblo? Todos tienen una opinión. El episodio no es sólo un asunto de juego: es un psicodrama nacional e internacional, y es un drama filo- sófico. Va en el sentido de la existencia de hoy, de lo que cosquillea a cada quien en el punto exquisito de su fantasma. Cuando, en el Mundial de 1986, Maradona marcó con la mano contra Inglaterra sin que el árbitro interviniera, en la Argentina hubo una explosión de alegría. El gol robado vengaba la guerra de las Malvinas. Que el árbitro hubiera mirado para otro lado era el signo de que Dios había pasado del lado argentino. Lo deportivo supo traducir magníficamente el sentimiento de orgullo sentido entonces por una nación uná- nime, hablando de “la mano de Dios”. Era un verdadero tedeum. Hay un contraste sobrecogedor con la tona- lidad depresiva de la reacción de los franceses por la mano de Thierry Henry. Está claro que los franceses renegaron del privilegio del pueblo elegido que les confería el antiguo adagio gesta Dei per francos (‘la obra divina es realizada por los francos’). Ya no creen más que en las reglas: las mismas para todos. Se han vuelto los devotos de estas formalidades prescriptas en las que abreva su administración. Por esta causa, lo que fue un milagro y un guiño divino para los argentinos es tomado por los franceses en la dimensión de la ver- güenza y la trampa. El Dios de los franceses es, a partir de ahora, el Dios de la justicia distributiva, es decir, el de la administración divinizada: a cada quien lo que le es debido; ¡abajo el privilegio! Cuando, en la Ilíada, Afrodita ciega a Menelao para salvar al bello Paris, su favorito, nadie grita: “¡No vale! ¡Es trampa!”. Es el capricho de la diosa... ¿Thierry Henry se perdió la ocasión de que- dar en las memorias como un modelo de fair play? Los ingleses inventaron el fair play, pero sobre todo para que lo usen otros. Remember the Belgrano! Durante la Guerra de las Malvinas, era un crucero sin aliento, que databa de la Segunda Guerra Mundial, y los argentinos lo habían dejado fuera de la zona de exclusión en la que los británicos habían anunciado que se daban el derecho de hundir todo navío. Y bien: eso no disuadió a Margaret Thatcher de lanzar contra la inofensiva chatarra flotante el submarino nuclear de ataque HMS Conqueror, y de enviar al fondo, de modo perfectamente gratuito, a 321 jóvenes mártires. La reacción del diario The Sun fue este título: Gotcha! (‘¡Los agarraron!’). Al contrario, The Sun de estos días dice que la mano de Thierry Henry equivale a un crimen de guerra. En suma, se trata de My country, right or wrong (‘Por mi país, con razón o equivocado’). Los franceses son universalistas. En cuanto a Le Pen, según el cual los alemanes ocuparon Francia como caballeros, es lógico y coherente que fustigue a Thierry Henry: he ahí el nacio- nalismo a la francesa. Ciertamente, el deporte no es la guerra. Pero el deporte profesional devino en el siglo XXI la prosecución de la competencia entre naciones por otros medios que los militares. Ya no es un juego, pues crea enormes riquezas, y la corrupción, sobre todo la de los árbitros, se insinúa por todos lados. Por este hecho y por el hecho de la globaliza- ción creciente de las reglamentaciones –sani- tarias, industriales, financieras– observamos un rechazo casi universal de los factores de riesgo y el deseo de eliminar un componente esencial de toda actividad humana, a saber, la función del azar. Antiguamente, veíamos allí el dedo de Dios. Maquiavelo laicizó la noción, llamándola “for- tuna”, el acontecimiento imprevisible que el hombre de acción acoge y explota. Napoleón quería generales que tuvieran suerte. Esta noción, que fue tan vivaz, se perdió hoy en día. Estamos en el principio de precaución, que deja a todo simple imprevisto fuera de la ley. La baratija de los vendedores de previsiones, de sondeos o de salud programada se arranca a precio de oro. La demanda de seguridad asfixia el gusto, el goce del riesgo. Y cuando un gran futbolista querido por los dioses tiene suerte, el planeta entero se junta para que tenga mala conciencia. Y bien, que se sepa: jamás una reglamentación abolirá la realidad. © LA NACION Traducción de Beatriz Udenio ROA BASTOS, PEZZONI, BIANCO, FRANCISCO PETRONE Y FUENTES, 47 AÑOS ATRAS, EN BUENOS AIRES TOMAS ELOY MARTINEZ LA NACION NORBERTO FIRPO PARA LA NACION JACQUES-ALAIN MILLER PARA LA NACION RIGUROSAMENTE INCIERTO Reconocí el pelo de lluvia de la viuda bellísima, las nubes tiernas de su nuca, el perfil huidizo que temí perdido para siempre Esa tarde en que toda la literatura latinoamericana se enamoró a la vez de las espaldas de mujer más hermosas del mundo El gol con la mano que clasificó a Francia para el Mundial avergüenza a los franceses, que ya no creen que sea legítimo ganar con una ayudita poco ortodoxa de los dioses NOTAS El autor es un psicoanalista lacaniano francés, fundador de la Asociación Mundial de Psicoanálisis

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  • I 29Sbado 28 de noviembre de 2009

    El balcn que volvi del pasado

    Producto muy bruto La suerte de Thierry Henry

    TANTAS veces he contado cmo conoc a Carlos Fuentes a fines de la primavera austral de 1962, en un balcn de Buenos Aires vencido por los aos, que ya la ancdota se ha convertido en una leyenda con la que el tiempo hace lo que quiere. A veces la vuelvo a or tan desfigurada que me pregunto si de verdad estuve en ese balcn, y si todos los que coincidimos all ramos tan jvenes y felices como se empea en creer nuestra memoria.

    Por eso, cuando Fuentes volvi a pasar por Buenos Aires a fines de este noviem-bre, le propuse que recuperramos el balcn para mostrrselo a Silvia Lemus, su esposa. Nos cost dar con l porque no encontrbamos balcn alguno que amenazara precipitarse sobre la calle. Con buen tino, Silvia dijo que sin duda ya lo haban restaurado y propuso que dejramos el recuerdo all donde la vida lo haba dejado: con las grietas de otros tiempos, melanclico, empaado por el aura de una Buenos Aires que ya no existe.

    La casa del balcn en verdad, el sptimo piso de un lujoso edificio de departamen-tos en la zona de la Recoleta estuvo para m siempre en la calle Arenales. Ahora Fuentes lo ubic en la avenida Quintana, a pocos pasos del hotel Alvear su refugio favorito en los viajes a la Argentina, y cont que los invitados ramos unos quin-ce o veinte: escritores, msicos, actores de cine. Yo careca de mritos para estar entre ellos: desde haca un ao no era ya crtico de cine del diario LA NACION, sobreviva colaborando con Augusto Roa Bastos en los dilogos de sus pelculas y escriba desde la medianoche hasta el amanecer una novela que nunca termin. Durante aos supuse que fue Roa Bastos quien me haba llevado al balcn, aunque Jos Bianco me dijo, la ltima vez que lo vi, que fue l quien llam esa maana por telfono a mi casa de Adrogu para que no olvidara la invitacin.

    Llegu al departamento de la calle Quintana cuando caa la tarde. Aunque Carlos Fuentes era el centro de atencin, advert que la conversacin flua distra-da, como si la dispersaran otros imanes que no estaban a la vista. Todos los invita-dos habamos ledo y admirado La regin ms transparente en la nica edicin que circulaba entonces en Buenos Aires la de la Coleccin Popular del Fondo de Cultura Econmica, y an puedo or la voz de Enrique Pezzoni repitiendo algunas frases del monlogo inicial de Ixca Cienfuegos con artificial entonacin mexicana: Tus hroes no regresarn a ayudarte. Has venido a dar conmigo, sin saberlo, a esta meseta de joyas fnebres. Aqu vivimos.

    La conversacin de Fuentes era ingenio-sa, deslumbrante, llena de fuego poltico, de pasin por la justicia y de una sabidura intelectual asombrosa para sus aos. En las reuniones de Buenos Aires era habi-tual entonces lanzar al aire citas de Sartre, de Breton, de Jean Gnet, de las grandes pelculas que ambamos Fellini, Billy Wilder, Ingmar Bergman: Fuentes nos las devolva todas, enriquecidas siempre con algn detalle que habamos pasado por alto. Nos habl con entusiasmo de Pedro

    Pramo y nos deslumbr entretejiendo al azar versos de juventud de Jos Gorostiza, Salvador Novo y Jaime Torres Bodet hasta componer la msica de un poema que era de ninguno de los tres, pero que en modo alguno los desmereca.

    En el balcn coincidimos Roa Bastos, Enrique Pezzoni, Jos Bianco y el gran actor Francisco Petrone, al que Fuentes admiraba desde que lo vio en Prisioneros de la tierra, el clsico film de Mario Soffici, y en La fuga, una joya rara de Luis Saslavsky. Aunque yo tambin comparta la admiracin por esas obras, apenas abr la boca. Las haba visto muchas veces, pero Fuentes y Bianco las cono-can mejor. A pocos pasos del balcn, en el enorme living, Ernesto Sabato se

    afanaba explicndole a la duea de casa las teoras del nouveau roman reflejadas en las novelas de Alain Robbe-Grillet. Ella daba la impresin de no entender una sola palabra, pero Sabato lograba mantenerla suspendida en el xtasis de un lenguaje lleno de citas francesas y de referencias cientficas.

    Casi enseguida advert que Petrone, hipnotizado por la belleza celestial de aquella mujer, trazaba en el aire la silueta de su nuca perfecta, del lnguido pelo esponjoso que le caa hasta la cintura, suspiraba sin recato, y muy pronto todos, incluyendo a Fuentes, clavamos nuestros ojos en ella. Luego la vimos perderse en la penumbra de la tarde, guiada por un Sabato solcito. Eso fue todo.

    Cre que el encantamiento se haba disipado para siempre hasta que muchos aos despus, hacia 1998, la historia sali de su letargo y reapareci con las mismas melodas del pasado. Una maana de otoo, cuando caminbamos con Fuentes por una calle cercana a Gramercy Park, en Manhattan, descubrimos al mismo tiempo, en el dcimo piso de un edificio de los aos 20, varios balcones abombados,

    de mampostera, que parecan colgar peligrosamente sobre el abismo.

    Esos balcones dijo Fuentes, no son exactamente iguales al balcn de Buenos Aires donde toda la literatura latinoame-ricana se enamor al mismo tiempo de las espaldas de mujer ms hermosas del mundo? No eran iguales (los de la aveni-da Quintana son rectangulares), pero la invocacin bastaba para que la escena de treinta y seis aos antes volviera intacta a mi memoria. Record el lugar, record la luz dorada del atardecer, la tierna brisa de noviembre que acariciaba la ciudad.

    Declinaba, como dije, la primavera de 1962. Fuentes acababa de llegar a Buenos Aires luego de asistir al Congreso de Intelectuales, organizado por la Universidad de Concepcin, en Chile, donde haba deslumbrado a colegas cu-yo lenguaje habitual entonces como ahora es el lenguaje del desdn. Seran las siete, tal vez las ocho de la tarde. El crepsculo tardaba en volverse noche. Fue entonces cuando vimos pasar, bajo esa luz imprecisa, a la mujer con las es-paldas ms hermosas del mundo. Eramos (yo no lo saba) huspedes de su casa. La

    mujer haba enviudado un ao antes del investigador mdico Carlos Galli Mainini, discpulo del fisilogo Bernardo Houssay. Galli se haba hecho famoso al crear un nuevo mtodo para el diagnstico precoz del embarazo, inyectando orina de mujer en batracios machos. Lo que ahora sue-na vetusto y anacrnico entonces era revolucionario. El investigador estuvo casado menos de dos aos con aquella diosa inolvidable. Muri cuando acababa de cumplir 47. Las fotos que han quedado de l lo revelan buenmozo y feliz.

    Fuentes recuerda las espaldas de la viuda con tanta nitidez como yo: el dibujo suave de las venas bajo la piel traslcida, el coqueteo de los bucles dorados sobre

    las orejas. Tena un pelo largo, fino y melodioso, que se plegaba y desplegaba al comps de sus movimientos, como el teln de un teatro prodigioso. Las espaldas, que el vestido dejaba al descubierto, son difciles de describir: sensuales, clidas, inolvidables.

    Bianco revel entonces su nombre: Se llama Laura, dijo (o Beatrice, o Francesca, cualquier apelativo mtico da lo mismo). Y a continuacin enunci un apellido que no supimos retener. Es famosa por su belleza, nos dijo Bianco. Ms de una vez las revistas de modas de Pars han enviado corresponsales para tomarle fotos, pero ella siempre se ha negado.

    Todos sentimos unos deseos irreprimi-bles de verla y quiz la hubiramos per-seguido por aquellos salones espaciosos si la pintora Lea Lublin, que andaba por all y la conoca desde la adolescencia, no nos hubiera dicho: Se ha encerrado en su cuarto. Todas las tardes, a esta hora, tiene un ataque de pena. Nunca vuelve hasta que se le pasa la melancola.

    Fue lo ltimo que supimos de ella. Culpamos a Sabato por habrnosla arre-batado y durante algn tiempo no se lo perdonamos. Cuando caminamos con Silvia Lemus en busca del balcn, alc los ojos, volv a ver las luces de aquella tarde de primavera, y detrs de las celosas reapareci la espalda despus de su largo exilio en el paraso. Reconoc el pelo de lluvia de la viuda bellsima, las nubes tiernas de su nuca, el perfil huidizo que tem perdido para siempre. Y en silencio le di las gracias por los dones de una memoria que segua dentro de m, por los amigos de aquel da, por las novelas y las pelculas con que me enriquecieron la vida.

    La historia de los hombres se escribe con esos fragmentos hechos de viento. Siempre hay un instante de la vida en el que volvemos a ser lo que fuimos o en el que somos, misteriosamente, lo que nunca pudimos ser.

    LA NACION

    A ver si nos entendemos: si los nmeros gobiernan el mundo, entonces ha de ser por eso que, cuando vienen en patota, son una lacra, fros por naturaleza, absolutamente impermeables a cualquier sen-timiento y un poco pnfilos, ya que no tienen conciencia de cun crueles pueden llegar a ser. Apoye usted su dedo sobre un nmero, digamos el 47, y sentir la sen-sacin de haberlo apoyado sobre una serpiente de cascabel. Y si tiene ganas de acariciar el 86, un numerito par tan mullido como un osito de peluche, es porque ignora que tiene los colmillos de un yaguaret. Por lo tanto, va siendo hora de reconocer una co-sa: que el presidente de Francia, don Nicolas (sin acento) Sarkozy, no slo posee sensibilidad de trtolo para elegir seora, sino que adems acredita fina calidad humanstica, una condicin in-dispensable a la hora de procla-mar a los cuatro vientos que los nmeros no lo son todo, que no nos representan por dentro y que bastante a menudo no dicen toda la verdad, son escondedores.

    El presidente francs ha con-siderado un atroz macanazo que los pases sigan utilizando una frmula antiqusima que ya ha cumplido ochenta aos para medir su prosperidad.

    El idolatrado Producto Bruto Interno, un invento norteameri-cano, constituye, en efecto, una herramienta demasiado erosio-nada por el mal uso y las psimas costumbres, apenas apta para

    poner en pantalla indicadores econmicos. Seamos sinceros: el PBI es muy borrico, del todo incapaz de evaluar qu tan felices somos y que tan saludables nos sentimos por sobrevivir en tal o cual pas. Es necesario acabar con la religin de los nmeros, reflexion Sarkozy no bien termi-n de leer un informe trescientas pginas que le haba encomen-dado al indio Amartya Sen y al norteamericano Joseph Stiglitz, premios Nobel de Economa (1998 y 2001, respectivamente).

    El informe de Sen y Stiglitz deca lo que ustedes ya pueden suponer, si es que estn siguiendo (con adecuada concentracin intelectual) el desarrollo de este anlisis. El PBI no ofrece infor-macin sobre niveles de bien-estar, ni sobre las garantas de que ofrendaremos un mundo mejor a nuestros nios, ni sobre la sospecha de que no estamos respirando el mejor aire, ni so-bre las diversas formas de darle alegra al corazn Cuarenta aos atrs, el entonces senador Robert Kennedy adverta ya que el PBI era una bazofia: Es cierto, mide montones de cosas dijo en el Capitolio de Washington, pero no mide las que hacen que la vida merezca ser vivida.

    Sarkozy propone un PBI que incluya el rubro felicidad, y la iniciativa que excluye la nu-merologa merece que desde este modesto escondrijo se lo reconozca como un humanista cabal.Chapeau!

    LA NACION

    PARIS

    S I la mano de Thierry Henry devino el asunto de todos, segn el ttulo de un diario, es porque los conceptos funda-mentales de todo pensamiento, aquellos que impregnan y organizan la vida cotidiana de cada uno, estn aqu, concretamente, en juego: la justicia, el destino, Dios, el azar, la relacin con la ley, la relacin con el otro, la verdad, la veracidad y, por ltimo, la gloria del nombre propio, tan cara al hroe homrico.

    Es lo que se dir de Aquiles por los siglos de los siglos: que prefiere su reputacin antes que cualquier cosa. Su gloria, su kleos, es lo que tiene de ms precioso.

    La etimologa probable de esta palabra griega remite a lo que pasa por la oreja, a lo que se escucha, y esto hace que un psicoanalista tenga algo que decir sobre ello. Thierry Henry man-cill para siempre su kleos y, accesoriamente, el de su pueblo?

    Todos tienen una opinin. El episodio no es slo un asunto de juego: es un psicodrama nacional e internacional, y es un drama filo-sfico. Va en el sentido de la existencia de hoy, de lo que cosquillea a cada quien en el punto exquisito de su fantasma.

    Cuando, en el Mundial de 1986, Maradona marc con la mano contra Inglaterra sin que el rbitro interviniera, en la Argentina hubo una explosin de alegra.

    El gol robado vengaba la guerra de las Malvinas. Que el rbitro hubiera mirado para otro lado era el signo de que Dios haba pasado del lado argentino. Lo deportivo supo traducir magnficamente el sentimiento de orgullo sentido entonces por una nacin un-nime, hablando de la mano de Dios. Era un verdadero tedeum.

    Hay un contraste sobrecogedor con la tona-lidad depresiva de la reaccin de los franceses por la mano de Thierry Henry. Est claro que los franceses renegaron del privilegio del pueblo elegido que les confera el antiguo adagio gesta Dei per francos (la obra divina es realizada

    por los francos). Ya no creen ms que en las reglas: las mismas para todos. Se han vuelto los devotos de estas formalidades prescriptas en las que abreva su administracin.

    Por esta causa, lo que fue un milagro y un guio divino para los argentinos es tomado por los franceses en la dimensin de la ver-genza y la trampa. El Dios de los franceses es, a partir de ahora, el Dios de la justicia distributiva, es decir, el de la administracin divinizada: a cada quien lo que le es debido; abajo el privilegio!

    Cuando, en la Ilada, Afrodita ciega a Menelao para salvar al bello Paris, su favorito, nadie

    grita: No vale! Es trampa!. Es el capricho de la diosa...

    Thierry Henry se perdi la ocasin de que-dar en las memorias como un modelo de fair play? Los ingleses inventaron el fair play, pero sobre todo para que lo usen otros. Remember the Belgrano! Durante la Guerra de las Malvinas, era un crucero sin aliento, que databa de la Segunda Guerra Mundial, y los argentinos lo haban dejado fuera de la zona de exclusin en la que los britnicos haban anunciado que se daban el derecho de hundir todo navo. Y bien: eso no disuadi a Margaret Thatcher de lanzar contra la inofensiva chatarra flotante el submarino nuclear de ataque HMS Conqueror, y de enviar al fondo, de modo perfectamente gratuito, a 321 jvenes mrtires.

    La reaccin del diario The Sun fue este ttulo: Gotcha! (Los agarraron!). Al contrario, The

    Sun de estos das dice que la mano de Thierry Henry equivale a un crimen de guerra. En suma, se trata de My country, right or wrong (Por mi pas, con razn o equivocado). Los franceses son universalistas. En cuanto a Le Pen, segn el cual los alemanes ocuparon Francia como caballeros, es lgico y coherente que fustigue a Thierry Henry: he ah el nacio-nalismo a la francesa.

    Ciertamente, el deporte no es la guerra. Pero el deporte profesional devino en el siglo XXI la prosecucin de la competencia entre naciones por otros medios que los militares. Ya no es un juego, pues crea enormes riquezas, y la corrupcin, sobre todo la de los rbitros, se insina por todos lados.

    Por este hecho y por el hecho de la globaliza-cin creciente de las reglamentaciones sani-tarias, industriales, financieras observamos un rechazo casi universal de los factores de riesgo y el deseo de eliminar un componente esencial de toda actividad humana, a saber, la funcin del azar.

    Antiguamente, veamos all el dedo de Dios. Maquiavelo laiciz la nocin, llamndola for-tuna, el acontecimiento imprevisible que el hombre de accin acoge y explota. Napolen quera generales que tuvieran suerte. Esta nocin, que fue tan vivaz, se perdi hoy en da. Estamos en el principio de precaucin, que deja a todo simple imprevisto fuera de la ley. La baratija de los vendedores de previsiones, de sondeos o de salud programada se arranca a precio de oro.

    La demanda de seguridad asfixia el gusto, el goce del riesgo. Y cuando un gran futbolista querido por los dioses tiene suerte, el planeta entero se junta para que tenga mala conciencia. Y bien, que se sepa: jams una reglamentacin abolir la realidad. LA NACION

    Traduccin de Beatriz Udenio

    ROA BASTOS, PEZZONI, BIANCO, FRANCISCO PETRONE Y FUENTES, 47 AOS ATRAS, EN BUENOS AIRES

    TOMAS ELOY MARTINEZLA NACION

    NORBERTO FIRPOPARA LA NACION

    JACQUES-ALAIN MILLERPARA LA NACION

    RIGUROSAMENTE INCIERTO

    Reconoc el pelo de lluvia de la viuda bellsima, las nubes tiernas de su nuca, el perfil huidizo que tem

    perdido para siempre

    Esa tarde en que toda la literatura latinoamericana se enamor a la vez de las

    espaldas de mujer ms hermosas del mundo

    El gol con la mano que clasific a Francia para el Mundial

    avergenza a los franceses, que ya no creen que sea legtimo ganar con una ayudita poco

    ortodoxa de los dioses

    NOTAS

    El autor es un psicoanalista lacaniano francs, fundador de la Asociacin Mundial de Psicoanlisis

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