La narrativa del conocimiento vol. i no. 15

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La Narrativa del Conocimiento © Boletín de difusión del Pensamiento Publicación virtual quincenal Textos y Fotografías de Fernando de Alarcón Nueva época - Vol. I No. 15 Septiembre de 2011 El Deber del Alma: La Felicidad Individual La resignación es buena ante los hechos generales e inevitables de la vida, pero en todos los casos en que la lucha es posible, la resignación sólo es ignorancia, impotencia o pereza disfrazadas. Lo mismo ocurre con el sacrificio, que muy a menudo no es más que el brazo debilitado que la resignación agita todavía en el vacío. Es hermoso saber sacrifi- carse con sencillez, cuando el sacrificio viene a nuestro encuentro y trae una felicidad verdadera para los demás seres; pero no es ni sabio ni útil consagrar la vida a la búsqueda del sacrificio, y considerar esa busca como el más bello triunfo del espíritu sobre la carne. Se concede común- mente una importancia demasiado grande a los triunfos del espíritu so- bre la carne; y esos supuestos triunfos son, frecuentemente, derrotas totales de la vida. La belleza de un alma se encuentra en su conciencia, en la elevación y la potencia de su vida. Hay almas que sólo sienten que viven en el sacri- ficio; pero son almas que no tienen el valor o la fuerza de ir en busca de otra vida moral. Es mucho más fácil sacrificarse; es decir, abandonar la vida moral en provecho de quien quiera tomarla, que cumplir el destino moral y llenar hasta lo último la tarea para la cual nos había creado la naturaleza. Es, en general, mucho más fácil morir moralmente y aun físicamente para los demás, que aprender a vivir para ellos. Demasiados seres adormecen así toda iniciativa, toda existencia personal en la idea de que están siempre dispuestos a sacrificarse. Una conciencia que no va más allá de la idea del sacrificio y cree no tener ya cuentas pendien- tes consigo misma, porque busca sin cesar la ocasión de dar lo que tie- ne, es una conciencia que ha cerrado los ojos y se ha dormido al pie de la montaña. No es por el sacrifico sino por su fuerza, por su alegría, por la potencia de su vida, que será para ellos un renuevo de vigor y algo como la flecha en manos del gigante. Lo mismo sucede con todas las demás relaciones verdaderas. Las personas se ayudan entre sí por sus alegrías y no por sus tristezas. No son creadas para que se mate la una a la otra, sino a fin de fortificarse la una por la otra. Aprendan a amarse ampliamente, sanamente, sabiamente y completa- mente. Es cosa menos fácil de lo que se cree. El egoísmo de una alma clarividente y fuerte es más eficazmente caritativo que toda la abnega- ción de una alma ciega y débil. Antes de existir para los demás, importa que existan para ustedes mismos; antes de darse necesitan adquirirse. La adquisición de una partícula de nuestra conciencia importa mil veces más, al final de cuentas, que el don de nuestra conciencia entera. Cualquier alma, en su esfera, tiene los mismos deberes para consigo misma que el alma de los más grandes. El deber capital de nuestra alma es ser tan completa, tan feliz, tan independiente, tan grande como sea posible. No se trata en esto de egoísmo ni de orgullo. No se llega a ser eficazmente generoso; no se llega a ser de verdad humilde sino hasta que se tiene de sí mismo un sentimiento claro, confiado y pacífico. El sacrificio no debe ser un medio de ennoblecerse, sino la señal de un ennoblecimiento. Cuando sea necesario, sepamos ofrecer nuestras riquezas, nuestro tiempo, nuestra vida; he aquí el don excepcional de algunas horas ex- cepcionales. Pero el pensador no está obligado a descuidar su felicidad y cuanto rodea su existencia, para prepararse tan sólo a pasar, con más o menos heroísmo, una o dos horas excepcionales. En moral hay que consagrarse ante todo a los deberes que se presentan todos los días, a los actos fraternales que no se agotan. Desde este punto de vista, en la marcha común de la vida, la única cosa de la cual podamos ofrecer una parte que renace sin cesar, a las almas felices o desgraciadas de los que avanzan a nuestro lado por los mismos caminos, es la fuerza, la confianza, la independencia sosegada de nuestra alma. Por eso está obligado el más humilde de los hombres a sostener y engrandecer su alma. No es sacrificándose como llega el alma a ser más grande. El sacrificio es una hermosa señal de inquietud, pero no hay que cultivar la inquietud para ella misma. Toda alma, en su medio, es guardiana de un faro más o menos necesario. La fuerza inmaterial que luce en nuestro corazón debe brillar ante todo para ella misma. Sólo a este precio brillará para los demás. Por pequeña que sea su lámpara, no entreguen jamás el aceite que la alimenta, sino la llama que la corona. El altruismo es el centro de gravedad de las almas nobles; pero las al- mas débiles se pierden en las otras, en tanto que las fuertes se encuen- tran. Lo que vale más que amar a su prójimo como a sí mismo, es amar- se a sí mismo en él. Hay una bondad que agota y otra que alimenta. En el comercio de las almas, no son las que creen dar siempre, las genero- sas. Una alma fuerte toma sin cesar, aun a las más ricas; pero hay una manera de dar que no es sino avidez que ha perdido su valor. Tomando es como se da, y dando, como se quita. © Banco de Historia Visual Banco de Historia Visual Ser desconocido hasta para los que amamos, he ahí el verdadero drama de la vida. Esto es lo que pone en los labios de los seres superiores una sonrisa dolorosa y triste, que nos admira. Esta prueba es la más cruel que se reserva a las personas abnegadas; ella fue la que debió de marti- rizar más a menudo al corazón del Hijo del hombre; es la copa de amar- gura y resignación, y si Dios supiera sufrir, sería la más honda herida que día tras día recibiera de nosotros. Él también, Él, sobre todo, es el gran desconocido, el soberanamente incomprendido. Ay! No cansarse, no enfriarse; estar contento con lo que se posee y no preocupado por lo que nos falta; ser indulgente, paciente, simpático, benévolo; estar pendiente de la flor que nace y del corazón que se abre; siempre esperando, como Dios, y siempre amando: he ahí lo que es el deber. ***** Las relaciones del pensamiento con la acción me han preocupado mu- cho al despertar hoy, y esta fórmula extraña y seminocturna me hace sonreír. La acción es sólo el pensamiento condensado, concreto ya, oscuro, inconsciente. Me parece que nuestros menores actos, como dormir, andar, comer, etc., son la consideración de una multitud de ver- dades y de pensamientos, y que la riqueza de ideas que se escapan está en razón directa de la vulgaridad del acto (como el sueño, que es más activo mientras más profundamente dormimos). El misterio nos asedia, y justamente lo que vemos y hacemos todos los días es lo que oculta la mayor suma de misterios. Por medio de la es- pontaneidad, reproducimos analógicamente la obra de la creación; si lo hacemos inconscientemente, es un acto simple; si de un modo conscien- te, es el acto inteligente y moral. En el fondo, esto es la sentencia de Hegel; pero jamás había parecido más evidente y más palpable. Todo lo que hacemos, es pensamiento, pero no pensamiento consciente e individual. La inteligencia humana es la conciencia del ser. Es lo que yo formulé hace tiempo de este modo: "Todo es símbolo de símbolo. ¿Y símbolo de qué?. Del espíritu". http://lanarrativadelconocimiento.blogspot.com Derechos reservados, 2011 De mi Libreta de Apuntes De mi Libreta de Apuntes “San Pueblito”, Michoacán - 1986 Fernando de Alarcón / Banco de Historia Visual ©

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La Narrativa del Conocimiento © Boletín de difusión del Pensamiento

Publicación virtual quincenal Textos y Fotografías de Fernando de Alarcón

Nueva época - Vol. I No. 15 Septiembre de 2011

El Deber del Alma: La Felicidad Individual

La resignación es buena ante los hechos generales e inevitables de la vida, pero en todos los casos en que la lucha es posible, la resignación sólo es ignorancia, impotencia o pereza disfrazadas. Lo mismo ocurre con el sacrificio, que muy a menudo no es más que el brazo debilitado que la resignación agita todavía en el vacío. Es hermoso saber sacrifi-carse con sencillez, cuando el sacrificio viene a nuestro encuentro y trae una felicidad verdadera para los demás seres; pero no es ni sabio ni útil consagrar la vida a la búsqueda del sacrificio, y considerar esa busca como el más bello triunfo del espíritu sobre la carne. Se concede común-mente una importancia demasiado grande a los triunfos del espíritu so-bre la carne; y esos supuestos triunfos son, frecuentemente, derrotas totales de la vida.

La belleza de un alma se encuentra en su conciencia, en la elevación y la potencia de su vida. Hay almas que sólo sienten que viven en el sacri-ficio; pero son almas que no tienen el valor o la fuerza de ir en busca de otra vida moral. Es mucho más fácil sacrificarse; es decir, abandonar la vida moral en provecho de quien quiera tomarla, que cumplir el destino moral y llenar hasta lo último la tarea para la cual nos había creado la naturaleza. Es, en general, mucho más fácil morir moralmente y aun físicamente para los demás, que aprender a vivir para ellos. Demasiados seres adormecen así toda iniciativa, toda existencia personal en la idea de que están siempre dispuestos a sacrificarse. Una conciencia que no va más allá de la idea del sacrificio y cree no tener ya cuentas pendien-tes consigo misma, porque busca sin cesar la ocasión de dar lo que tie-ne, es una conciencia que ha cerrado los ojos y se ha dormido al pie de la montaña.

No es por el sacrifico sino por su fuerza, por su alegría, por la potencia de su vida, que será para ellos un renuevo de vigor y algo como la flecha en manos del gigante. Lo mismo sucede con todas las demás relaciones verdaderas. Las personas se ayudan entre sí por sus alegrías y no por sus tristezas. No son creadas para que se mate la una a la otra, sino a fin de fortificarse la una por la otra.

Aprendan a amarse ampliamente, sanamente, sabiamente y completa-mente. Es cosa menos fácil de lo que se cree. El egoísmo de una alma clarividente y fuerte es más eficazmente caritativo que toda la abnega-ción de una alma ciega y débil. Antes de existir para los demás, importa que existan para ustedes mismos; antes de darse necesitan adquirirse. La adquisición de una partícula de nuestra conciencia importa mil veces más, al final de cuentas, que el don de nuestra conciencia entera.

Cualquier alma, en su esfera, tiene los mismos deberes para consigo misma que el alma de los más grandes. El deber capital de nuestra alma es ser tan completa, tan feliz, tan independiente, tan grande como sea posible. No se trata en esto de egoísmo ni de orgullo. No se llega a ser eficazmente generoso; no se llega a ser de verdad humilde sino hasta que se tiene de sí mismo un sentimiento claro, confiado y pacífico. El sacrificio no debe ser un medio de ennoblecerse, sino la señal de un ennoblecimiento.

Cuando sea necesario, sepamos ofrecer nuestras riquezas, nuestro tiempo, nuestra vida; he aquí el don excepcional de algunas horas ex-cepcionales. Pero el pensador no está obligado a descuidar su felicidad y cuanto rodea su existencia, para prepararse tan sólo a pasar, con más o menos heroísmo, una o dos horas excepcionales. En moral hay que consagrarse ante todo a los deberes que se presentan todos los días, a los actos fraternales que no se agotan. Desde este punto de vista, en la marcha común de la vida, la única cosa de la cual podamos ofrecer una parte que renace sin cesar, a las almas felices o desgraciadas de los que avanzan a nuestro lado por los mismos caminos, es la fuerza, la confianza, la independencia sosegada de nuestra alma. Por eso está obligado el más humilde de los hombres a sostener y engrandecer su alma.

No es sacrificándose como llega el alma a ser más grande. El sacrificio es una hermosa señal de inquietud, pero no hay que cultivar la inquietud para ella misma. Toda alma, en su medio, es guardiana de un faro más o menos necesario. La fuerza inmaterial que luce en nuestro corazón debe brillar ante todo para ella misma. Sólo a este precio brillará para los demás. Por pequeña que sea su lámpara, no entreguen jamás el aceite que la alimenta, sino la llama que la corona.

El altruismo es el centro de gravedad de las almas nobles; pero las al-mas débiles se pierden en las otras, en tanto que las fuertes se encuen-tran. Lo que vale más que amar a su prójimo como a sí mismo, es amar-se a sí mismo en él. Hay una bondad que agota y otra que alimenta. En el comercio de las almas, no son las que creen dar siempre, las genero-sas. Una alma fuerte toma sin cesar, aun a las más ricas; pero hay una manera de dar que no es sino avidez que ha perdido su valor. Tomando es como se da, y dando, como se quita.

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Ser desconocido hasta para los que amamos, he ahí el verdadero drama de la vida. Esto es lo que pone en los labios de los seres superiores una sonrisa dolorosa y triste, que nos admira. Esta prueba es la más cruel que se reserva a las personas abnegadas; ella fue la que debió de marti-rizar más a menudo al corazón del Hijo del hombre; es la copa de amar-gura y resignación, y si Dios supiera sufrir, sería la más honda herida que día tras día recibiera de nosotros. Él también, Él, sobre todo, es el gran desconocido, el soberanamente incomprendido.

Ay! No cansarse, no enfriarse; estar contento con lo que se posee y no preocupado por lo que nos falta; ser indulgente, paciente, simpático, benévolo; estar pendiente de la flor que nace y del corazón que se abre; siempre esperando, como Dios, y siempre amando: he ahí lo que es el deber.

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Las relaciones del pensamiento con la acción me han preocupado mu-cho al despertar hoy, y esta fórmula extraña y seminocturna me hace sonreír. La acción es sólo el pensamiento condensado, concreto ya, oscuro, inconsciente. Me parece que nuestros menores actos, como dormir, andar, comer, etc., son la consideración de una multitud de ver-dades y de pensamientos, y que la riqueza de ideas que se escapan está en razón directa de la vulgaridad del acto (como el sueño, que es más activo mientras más profundamente dormimos).

El misterio nos asedia, y justamente lo que vemos y hacemos todos los días es lo que oculta la mayor suma de misterios. Por medio de la es-pontaneidad, reproducimos analógicamente la obra de la creación; si lo hacemos inconscientemente, es un acto simple; si de un modo conscien-te, es el acto inteligente y moral. En el fondo, esto es la sentencia de Hegel; pero jamás había parecido más evidente y más palpable.

Todo lo que hacemos, es pensamiento, pero no pensamiento consciente e individual. La inteligencia humana es la conciencia del ser. Es lo que yo formulé hace tiempo de este modo: "Todo es símbolo de símbolo. ¿Y símbolo de qué?. Del espíritu".

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De miLibreta de Apuntes

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Tu sonrisa

Deseo enjugar tu manto con la emoción que

siempre guardo.

Quisiera mirarte siempre

“La mayor parte de los problemas del mundo se deben a la

gente que quiere ser importante.”

Bertrand Russell.

“San Pueblito”, Michoacán - 1986

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