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La pequeña Dorrit Charles Dickens Obra reproducida sin responsabilidad editorial

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La pequeña Dorrit

Charles Dickens

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Advertencia de Luarna Ediciones

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CAPITULO I

Marsella ardía bajo los rayos del sol. Elviento no podía formar una sola arruga en laquieta y sucia superficie del agua del puerto, nien la más limpia de mar adentro. Las barcas,ancladas en el puerto, parecían braseros, e in-cluso las losas del suelo parecían no haberseenfriado en varios meses.

En aquella época, había en Marsella unarepugnante prisión. En una de las salas de laprisión estaban dos hombres. Cerca de los doshombres aparecía un banco carcomido adosadoa la pared, sobre el que había tallado grosera-mente un tablero de damas a punta de cuchillo.La escasa luz que se recibía llegaba a través deuna reja en forma de cruz, de cuya base partíauna cornisa en la que estaba medio sentado,medio acostado, uno de los prisioneros, queparecía estar helado, porque estaba encogido ytrataba continuamente de abrigarse con unagran capa, gruñendo descontento:

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-¡AL diablo el sol, que no brilla nuncaaquí dentro! Estaba esperando el rancho y mi-raba de reojo a través de las rejas, para ver elfinal de la escalera. La expresión de su rostrosemejaba la de un animal feroz e irritado por laespera. Era de fuerte contextura, alto y robusto;sus labios eran finos pese a que el espeso bigoteno dejaba apreciarlos a simple vista. La manocon que se sujetaba a los barrotes tenía en sudorso varios arañazos todavía frescos, peroconservaba algo de su finura primitiva.

El otro prisionero estaba tumbado en elsuelo y vestía un traje basto. Era un individuobajo, flexible, rápido y robusto.

-¡Levántate, ramal! -gruñó, el primero-.No puedes dormir mientras yo padezco ham-bre.

-Me es igual, amo -replicó el otro, en tonosumiso y con cierta alegría-. Me despiertocuando quiero. Duermo cuando quiero. Todome es igual.

Mientras hablaba se había levantado, se

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sacudió la ropa y se desperezó.En aquel momento se oyó el chirrido de

un cerrojo y luego, crujiendo, se abrió unapuerta, apareciendo poco después el carcelero.

-¿Qué tal están, señores? -les preguntó elguardián, pero dirigiéndose especialmente alprisionero bajito-. Aquí tiene su pan, «signor»Juan Bautista, y si me atreviera le diría que nojugara más...

-Usted no le aconseja al amo que no jue-gue -replicó Juan Bautista, que era italiano,mostrando todos sus dientes en una ampliasonrisa.

-¡Oh! Es que el amo gana siempre -replicóel carcelero, lanzando una mirada poco amisto-sa al otro preso-, y en cambio usted pierde. Asílas cosas son distintas, ¿no le parece? Ahoratiene que comer pan negro y agua sucia concolor de café, mientras que el señor Rigaud sehace traer buen salchichón de Lyon, ternera engelatina, pan blanco, queso de Italia, vino exce-lente y tabaco...

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Cuando el señor Rigaud hubo colocadolos comestibles en torno suyo, en la cornisadonde seguía sentado, empezó a comer conapetito, sonriendo satisfecho. Pero en aquelhombre ocurría algo raro; cuando sonreía, surostro se transformaba. El bigote se elevaba pordebajo de la nariz y fa nariz se inclinaba sobreel bigote, dándole un aire siniestro y cruel.

-Bueno, señor Rigaud -dijo el carcelero-,como ya le dije ayer, el presidente del tribunaltendrá el honor de recibirle esta tarde.

-Para juzgarme, ¿eh? -preguntó Rigaudcon el cuchillo en la mano y un bocado entre losdientes.

-Eso es. Usted lo ha dicho. Para juzgarle.-¿Y para mí? ¿No hay noticias? -inquirió

Juan Bautista, que había empezado a mordis-quear su pan con aire resignado. El carcelero seencogió de hombros.

-¡Virgen salta! ¡Tendré que quedarmeaquí toda la vida! -¡Adiós, señores! -les dijo elcarcelero, y se retiró cerrando tras de sí la puer-

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ta de la celda.Cuando el señor Rigaud hubo acabado su

comida, le dijo a Carvaletto:-Toma, bebe, puedes acabarlo.El regalo no era magnífico, ya que que-

daba muy poco vino en la botella, pero el «sig-nor» Carvalleto se levantó presuroso y recibióla botella con muestras de reconocimiento. Lle-vó el gollete a su boca y cuando acabó de beber,chasqueó la lengua con placer.

-Añádela a las otras -dijo Rigaud.El italiano obedeció aquella orden y se

apresuró a encender una cerilla viendo queRigaud estaba acabando de liar un cigarrillo. Elseñor Rigaud, con el cigarrillo en la boca, setendió en el banco cuán largo era, mientrasCarvaletto volvía a sentarse en el suelo.

-Carvaletto, ¿desde cuándo estamosaquí?

-Yo llevo once semanas. Pero usted sólonueve.

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-Ya habrás visto que desde que entré nohe hecho nada.

Ni barrer, ni doblar nuestras colchonetas.Nada en absoluto.

-Es verdad.-Desde el primer momento, te darías

cuenta de que soy un gentilhombre.-«¡Alto!» -replicó Juan Bautista cerrando

los ojos y agitando la cabeza en forma vehe-mente.

Aquella palabra, según el énfasis que lediera, podía tomarse como una afirmación, unacontradicción, una negativa, un cumplido, undesafío e infinidad de otras muchas cosas. Peroen aquel momento parecía querer significar:«¡Claro está!»

-Por eso te aseguro que si he vivido y vi-vo como un gentilhombre, moriré como uncaballero que soy. Esa es mi posición y nunca ladesmentiré dondequiera que vaya.

Cambió de postura, se sentó y exclamócon aire triunfante:

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-Fíjate en mí. Empujado por el destinome veo en compañía de un contrabandista, en-cerrado con un pobre matutero que ni siquieratiene los papeles en regla y al que la policía hadetenido por querer ayudar a otras gentes apasar la frontera en su barca. Y sin embargo,ese hombre reconoce, incluso en tales condicio-nes, mi innegable superioridad. ¡Es formidable!Dentro de poco, el presidente verá aparecerante él a un, verdadero gentilhombre. ¡Vamos!¿Quieres que te diga de lo que van a acusarme?Este es el momento oportuno porque ya novolverá. O bien quedaré tan libre como el aire ome mandarán al barbero. Y ya sabes dondeguardan la navaja.

Estas últimas palabras parecieron des-concertar un tanto al «signor» Cavalleto.

-Soy un... -el señor Rigaud se puso en pieantes de comenzar el discurso-. Soy un gentil-hombre, un caballero cosmopolita. El mundoentero es mi patria. Mi padre era suizo y mi

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madre francesa, aunque naciera en Inglaterra.Yo mismo he nacido en realidad en Bélgica. Hevivido en todas partes y siempre como corres-ponde a un caballero. Era pobre, es cierto, peromi boda fue para mí algo así como si me rebaja-ra. Me casé con la viuda de un posadero a lospocos meses de llegar a Marsella, de eso haceya dos años y fue ya tarde cuando me di cuentade que nuestros caracteres no congeniaban. Ellatenía dinero y eso fue motivo de algunas discu-siones. Cada vez que necesitaba una pequeñacantidad se producía una pelea en nuestrohogar.

Hizo una pausa breve y continuó:-Una tarde, mi esposa y yo nos paseába-

mos como dos buenos amigos por el acantiladoque domina el mar y ella tuvo la desdichadaidea de aludir a sus parientes. Debo añadir quesus parientes eran unos indeseables que siem-pre la estaban excitando contra mí. Intenté ra-zonar con ella y le reproché que se dejara in-fluenciar en contra de su esposo. La señora Ri-

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gaud replicó airadamente. Yo también. Ella seacaloró y yo me acaloré también y la insulté.Reconozco que le dije unas cuantas cosas bas-tante irritantes. Finalmente, la señora Rigaud,en un rapto de furor que no dejará nunca dedeplorar, se lanzó contra mí lanzando gritos derabia, me rasgó el traje, me arrancó algunoscabellos y finalmente se lanzó al vacío, creyen-do sin duda que lo hacía contra mí. Por desgra-cia se destrozó el cráneo contra las rocas delfondo del acantilado. Esta es la serie de hechosque la calumnia ha querido torcer para hacercreer a los jueces que se trata de un intento míode obligar a la señora Rigaud a renunciar a susderechos y que según dicen acabó con la vio-lencia ante su negativa. En fin: dicen que laasesiné.

-Es un asunto muy enojoso -exclamó elitaliano.

-¿Qué quieres decir?-¡Están tan cargados de prejuicios los jue-

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ces y los tribunales! -añadió con prudencia Ca-valleto.

-¡Bueno! -exclamó el otro lanzando un ju-ramento-. Que hagan lo que les venga en gana.

-Es lo que harán, sin duda -murmuróJuan Bautista en voz baja.

No volvieron a intercambiar más pala-bras, aunque los dos se pusieron a pasear de unextremo a otro del calabozo, cruzándose cons-tantemente. Poco después, el chirrido de uncerrojo les hizo detenerse.

-Vamos, señor Rigaud -dijo el carcelero-.Tenga la bondad de salir.

-Por lo visto me espera ya la gran cere-monia -exclamó el interpelado al ver los guar-dias que acompañaban al carcelero-. Tengobuena escolta.

Encendió otro cigarrillo, se puso el som-brero y salió del calabozo sin preocuparse másde Cavalleto.

Los soldados iban a las órdenes de unoficial bastante grueso que llevaba la espada en

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la mano. Hizo colocar al señor Rigaud en me-dio de la patrulla, se puso al frente de la mismay dio la voz de «¡Marchen!».

La puerta del calabozo volvió a cerrarse,rechinó la llave y el preso, al darse cuenta deque había quedado a solas, corrió a la ventanaesforzándose en no perder detalle hasta que elúltimo soldado desapareció de su vista.

Seguía agarrado a la reja cuando en el ex-terior sonó un enorme griterío: aullidos, ame-nazas, insultos, todo mezclado como el fragorde una tempestad. El prisionero se tendió en sujergón, cruzó los brazos y apoyó en ellos el ros-tro confiado en que podría dormir a su antojo.

* * *

La escena transcurría en el lazareto deMarsella el día siguiente de la salida del señorRigaud de la cárcel, cuando fue insultado conun furor típicamente meridional.

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-Espero que hoy no se repetirá el griteríode ayer.

-Yo, al menos, no he oído nada.-Entonces es seguro que no ha habido

ningún escándalo, porque cuando esa chusmase pone a gritar lo hace de manera que se leoiga.

-Tengo entendido que esa costumbre escomún a todos los pueblos.

-Quizá. Pero este pueblo grita a todashoras. Si no lo hace, no es feliz.

El que así había hablado lanzó una mira-da desdeñosa en dirección a la ciudad. Luego,metiéndose las manos en los bolsillos, continuóapostrofándola.

-Sin gritar tanto, haríais mejor en dejar-nos salir, para ocuparnos de nuestros negocios,en vez de tenernos prisioneros con el pretextode la cuarentena.

-Es altamente enojoso, en efecto -concedió su interlocutor-, pero hoy saldremosdel lazareto.

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-Ya lo sé que vamos a salir hoy, pero loque sigo preguntándome es: ¿por qué han teni-do que encerrarnos?

-La razón no es muy convincente, lo re-conozco, pero cómo se desarrollaba en micuerpo... ¡Es insoportable!

-¡La peste! -repitió otro-. De eso precisa-mente me quejo. Desde que entré aquí no tengootra cosa. Estoy como un cuerdo encerrado enun manicomio. Esto es insoportable. Lleguémás sano que nunca, pero si esto continúa sal-dré verdaderamente enfermo. Es más, creo queya tengo la peste.

-Pues la soporta usted muy bien, señorMeagles -respondió su compañero con unasonrisa.

-No. Estos días han sido un verdaderotormento. Siempre temiendo coger la enferme-dad, creyendo tenerla, sintiendo como venimosdel Este y el Oriente es la patria de la peste...

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-Bueno, no vale seguir hablando de eso.Ya se ha acabado -interrumpió una voz feme-nina.

-¡Acabado! -repitió el señor Meagles, queparecía (a pesar de no ser hombre de carácterviolento) en esa disposición de ánimo tan parti-cular que la última palabra pronunciada por untercero suena como una injuria-. ¡Acabado! ¿Ypor qué no puedo seguir hablando de ello si seha acabado?

La señora Meagles era quien se había di-rigido al señor Meagles. Y la señora Meaglestenía, al igual que su marido, un aspecto com-pletamente saludable.

-¡No te preocupes más, papá, no piensesen ello! -repitió la señora Meagles-. Por favor,conténtate con Pet.

-¡Con Pet! -repitió el señor Meagles con elmismo tono de indignación.

Pero Pet estaba cerca y apoyó su mano enel hombro del señor Meagles, que se apresuró a

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olvidarse de Marsella y perdonarla desde lomás hondo de su corazón.

Pet tendría aproximadamente unos vein-te años. Era una linda muchachita, con unaabundante cabellera de color castaño que caíasobre sus hombros formando bucles naturales.Una muchacha encantadora, de rostro franco yojos maravillosos, grandes, dulces, brillantes,engarzados a la perfección en aquel semblantetan bondadoso. Era rolliza, fresca, y mimadapor añadidura. Pero además tenía un aire detimidez que le sentaba maravillosamente.

-Veamos -dijo Meagles, con una dulzurallena de confianza, dando un paso atrás paraque su hija quedara más a la vista-, dígame, dehombre a hombre, ¿no le parece una soberanaestupidez poner a Pet en cuarentena?

-Al menos esa estupidez ha dado comoresultado hacernos el cautiverio más soporta-ble.

-Desde luego -rectificó el señor Meagles-,eso es algo, y le agradezco su observación. Y

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ahora, Pet, lo mejor sería que fueras con tu ma-dre y os preparaseis para desembarcar. Encuanto a nosotros, antes de salir del encierro,vamos a comer juntos una vez más, como bue-nos cristianos, y después nos marcharemos anuestros respectivos puntos de destino. Tatty-coram, no se separe de su ama.

Estas últimas palabras se las dijo a unahermosa joven de cabellos y ojos negros, muyaseada, que contestó con media reverencia,alejándose seguidamente tras la señora Meaglesy Pet.

El compañero del señor Meagles, hombregrave, de unos cuarenta años, se quedó miran-do el arco por el que habían desaparecido lastres mujeres, se volvió hacia el señor Meagles ydijo:

-Me permitirá que le pregunte cómo sellama...

-¿Tattycoram? -replicó el señor Meables-.A fe mía que no lo sé.

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-Perdone, había pensado que... Tattyco-ram era un nombre propio. Y más de una vez laoriginalidad de ese nombre ha excitado mi cu-riosidad.

-Verá usted -contestó el señor Meagles-.El caso es que mi mujer y yo somos gente prác-tica. Ahora bien. una hermosa mañana, de esohará ya unos cinco o seis años, en la que ha-bíamos llevado a Pet a la iglesia de los niñosabandonados, Madre (ése es el nombre que ledoy a la señora Meagles) se puso a llorar. Lepregunté qué tenía y me respondió entre lá-grimas que al ver tantos niños alineados, sinotro padre que el que todos tenemos en los cie-los, se preguntó si alguna vez no vendría unamadre y, al verlos, se preguntaría cuál era elsuyo, al que no podía besar y que ignoraríasiempre hasta el nombre de su madre. Aquéllaera una idea muy digna y entonces yo le hiceuna proposición: Nos haríamos cargo de una deaquellas niñas para que acompañara a Pet, sir-viéndola de doncella. Y como somos gentes

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prácticas, realizamos en seguida mi idea. Deesa manera nos hicimos cargo de Tattycoram.

-Pero, ¿y el nombre?-¡Por San Jorge! -exclamó el señor Mea-

gles-. Lo había olvidado. Pues bien, en el hospi-cio la llamaban Harriet Bedeau. Primeramentecambiamos Harriet por Hatty y luego por Tat-ty. En cuanto a Bedeau, ni que decir tiene queaquel apellido no tenía probabilidad alguna deser aceptado. Así pues, como el fundador delhospicio se llamaba Coram, dimos ese apellidoa la muchacha. Unas veces la llamábamos Tattyy otras Coram, al fin llegó un momento en queconfundimos los dos nombres y desde entoncesla llamamos Tattycoram.

El señor Meagles, en vena dé confiden-cias, siguió explicando que Pet había tenidouna hermana melliza, pero que ésta falleció ypara quitarle la tristeza, según consejo de losmédicos, la habían llevado a viajar por todo elmundo.

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-Le agradezco mucho sus confidencias,señor Meagles -replicó el otro cuando huboterminado de hablar.

-Y ahora, señor Clenam, ¿me permitiráusted que le pregunte si ha decidido haciadónde continuará su viaje? -Francamente aúnno lo sé.

-Encuentro extraordinario, si me permiteque se lo diga, que no vaya directamente aLondres -añadió el señor Meagles en tono con-fidencial.

-Tal vez lo haga.-¡Oh! Es que debe tener algún propósito

determinado.-Lo siento, pero no tengo ninguno. Es de-

cir -añadió Clenam sonrojándose levemente-,ninguno que pueda poner en práctica. He sidoeducado por una mano de hierro, que me rom-pió sin derrotarme; obligado a soportar comoun galeote el peso de un empleo sobre el quetampoco se me consultó al destinarme a él; em-barcado antes de los veinte años, me hicieron ir

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al otro extremo del mundo, donde he conti-nuado exiliado hasta la muerte de mi padre,ocurrida allí hace dos años. ¿Qué se puede es-perar de mí en la mitad de la vida? ¿Voluntad,propósitos, esperanzas?... Todo eso lo he perdi-do hace ya mucho tiempo. Esas luces se habíanapagado en mi interior mucho antes de queempezara a hablar.

-Vuelva a encenderlas -le dijo el señorMeagles.

-Eso es más difícil que hacerlo, señorMeagles. Soy hijo de unos padres muy duros,unos padres que todo lo han pesado, medido,evaluado, y para los que no pueda pesarse, me-dirse, evaluarse, no puede existir. Pero nohablemos más... Ahí viene la lancha.

La lancha estaba llena de tricornios, hacialos que Meagles experimentaban marcadaaversión. Los agentes de los tricornios desem-barcaron y a su alrededor se agruparon todoslos viajeros en cuarentena. Después de una se-rie de preguntas y de papeleo, todo quedó en

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orden y los viajeros tuvieron libertad de iradonde bien quisieran.

Poco caso hicieron de las gentes que lle-naban el puerto. Montaron en alegres lanchaspara volver a tierra y se dirigieron a un granhotel donde el sol quedaba excluido por lastupidas celosías, proporcionando algo de fres-cor a los agotados viajeros.

Muy pronto, en el gran salón, una enor-me mesa se vio cubierta de una gran cantidadde manjares, y comenzó un soberbio festín, amitad del cual se alzó el señor Meagles paradecir:

-Ya no les guardo rencor a los monótonosmuros de nuestro lazareto. Uno siempre em-pieza a olvidarse de los lugares en cuanto losdeja atrás. Y no me asombraría que un prisio-nero sintiera algo de cariño por la prisión unavez hubiera salido de ella.

Se habían reunido una treintena de per-sonas, entre las que se veía a una hermosa jo-ven inglesa, que viajaba sola; tenía en la expre-

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sión de su rostro algo de orgullo, y miraba entorno suyo con ojos escrutadores. Se habíamantenido apartada de todos, o todos de ella,eso nadie podría afirmarlo, salvo ella misma.

Aquella reservada joven recogió la últimaobservación del señor Meagles.

-¿Quiere decir que un preso puede dejarde odiar a su prisión? -preguntó lenta y enfáti-camente.

-Es una simple hipótesis por mi parte,señorita Wade. No puedo pretender conocer lossentimientos de un cautivo. Esta es la primeravez que he sido encerrado. ¿La señorita dudaacaso de que sea fácil perdonar? -preguntó a suvez, interviniendo en su lengua natal.

Pet tuvo que traducir aquellas palabras ala señora Meagles, que no se molestaba nuncaen aprender ni una palabra de la lengua de lospaíses que visitaba.

-Lo dudo, en efecto.-¡Oh! -respondió en francés-. ¿No cree

que es una lástima?

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-¿Que no sea tan crédula? -inquirió la se-ñorita Wade.

-No es eso lo que yo quería decir. Ustedda otro sentido a mis palabras. Quiero decirque es lástima que no pueda creer que es fácilperdonar.

-Mi experiencia -respondió tranquila-mente la señorita Wade- se ha encargado decorregir poco a poco mis creencias. Ese es unprogreso que se opera naturalmente en la es-pecie humana, según me han dicho.

Después de la comida se separaron losviajeros. La señorita Wade rehusó cortésmentelos ofrecimientos de los Meagles, se levantócuando lo hicieron los demás y abandonó lasala. Al pasar por el pasillo adonde daba sucuarto, oyó unos sollozos y una voz que, irrita-da, prorrumpía en increpaciones. Una puertahabía quedado entreabierta y por ella vio a Tat-tycoram, la criada de los Meagles. Se quedóinmóvil contemplándola.

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-¿Qué te sucede, muchacha? -le preguntóla señorita Wade.

-¿Le importa a usted? -replicó Tattyco-ram con brusquedad-. Yo no significo nadapara nadie.

-Claro que me importa. Me da pena verteasí. Debes tener paciencia.

-No quiero. Me escaparé y haré algo ma-lo. No puedo soportarlo más. Me moriré si in-tento soportarlo.

Las exclamaciones entrecortadas de Tat-tycoram degeneraron en murmullos entrecor-tados y lastimeros. Se dejó caer en una silla, ydespués sobre el suelo, junto al lecho, del quecogióla colcha para esconder el rostro avergon-zado y también para tener algo a que abrazaren su arrepentimiento.

-¡Váyase! ¡Váyase! Cuando surge mi malcarácter parezco una loca. Ya sé que podríahacer algo para evitarlo si lo intentara conenergía. Pero algunas veces ni quiero, ni puedoretenerme. ¡Mire!... Todo lo que le he dicho

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antes sabía que eran mentiras mientras las esta-ba diciendo. Deben estar convencidos que al-guien se ha ocupado de mí en el hotel, estoysegura de ello. Tengo todo lo que necesito y sontan buenos conmigo como cualquiera puedeserlo. Les quiero. Nadie podrá portarse mejorque ellos con una criatura tan ingrata como yo.Pero ahora, ¡váyase! Me da usted miedo, y ten-go miedo de mí misma cuando siento que mevienen estos accesos de rabia. ¡Váyase y déjemellorar y rezar a mi gusto!

CAPITULO II

Era una tarde de domingo en Londres.Una tarde sombría, sofocante y pesada. Todocuanto hubiera podido ofrecer descanso solaz ala gente fatigada y aburrida estaba cerrado yatrancado. No había espectáculos, ni parquecon animales exóticos y plantas o flores raras.Sólo había calles para ver, calles para respirar.

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Nada para distraer el ánimo o elevarlo.El señor Clennam, recién llegado de Mar-

sella por el camino de Dover, estaba sentadofrente a la ventana de un café en Ludgate Hill.El tañido de las campanas había despertado enél la memoria de una larga serie de tristes do-mingos.

La lluvia había empezado a caer y la gen-te corrió a refugiarse en un pasaje cubierto alotro lado de la calle, mirando al cielo con des-corazonamiento al ver que cada vez se hacíamás torrencial.

El señor Arthur Clennam tomó el som-brero, se abotonó el gabán y salió. Pasó pordelante de la iglesia de San Pablo y se acercó ala orilla del río por las estrechas callejas que,pendientes y tortuosas, van desde las márgenesdel Támesis hasta Cheapside. Por fin llegó a lacasa que estaba buscando: una vieja mansiónde ladrillos, tan sombría que casi parecía negra.Era una casa de largos y estrechos ventanales, yque parecía sostenerse milagrosamente apoya-

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da en unos maderos ennegrecidos en los quelos gatos del vecindario parecían darse cita.

-Nada ha cambiado -dijo el viajero dete-niéndose para mirar en torno suyo-. Tan oscuroy miserable como siempre.

Se dirigió a la puerta y llamó. Oyóse unpaso vacilante sobre las losas del vestíbulo y lapuerta se abrió, dejando ver a un viejo, encor-vado y momificado, pero cuyos ojos mirabancon viveza y penetración.

-¡Ah, señor Arthur! -dijo sin ningunaemoción-. Por fin ha venido. Entre.

Arthur entró y cerró la puerta.-Está usted más grueso -le dijo el viejo

examinándole-pero a mi juicio no vale tantocomo su padre, o como su madre. -¿Cómo estámi madre?

-Está como siempre. Continúa en su habi-tación cuando no tiene que quedarse en la ca-ma. En quince años no ha salido de su habita-ción más de quince veces.

Arthur le siguió por la escalera, cuya pa-

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red estaba cubierta de paneles semejantes alápidas mortuorias, y llegó a un sombrío dor-mitorio, cuyo suelo se iba inclinando gradual-mente hasta dejar la chimenea en el fondo. Enese fondo, sentada en unsofá negro, con la espalda apoyada en un al-mohadón, hallábase la madre de Arthur vestidacomo corresponde a una viuda.

Los padres de Arthur habían vivido encomún desacuerdo desde que el señor Clennampodía hacer memoria. Permanecer sentado en-tre los dos, silencioso, mirándoles atemorizadohabía sido la más apacible de las ocupacionesde su infancia. Al entrar su madre le dio unbeso frío y le alargó cuatro dedos enguantadosde estambre. Hecho esto, Arthur se sentó allado de un velador colocado cerca de su madre.Había fuego en la chimenea, exactamente igualcomo lo había habido quince años atrás. Tam-bién había un olor a tintes negros en el ambien-te negro, esparcidos tal vez desde hacía quinceaños por el vestido de la viuda y por el sofá.

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-Madre, esto no se parece a tus antiguoshábitos de actividad.

-El mundo se ha reducido a esta habita-ción, Arthur -replicó ella, mirando a su alrede-dor-. Hice bien en no aficionarme a sus vanida-des.

-¿No sales nunca, madre?-Con mi reumatismo y mis nervios, he

perdido el uso de las piernas. No salgo nuncade esta habitación. No he traspuesto ese umbraldesde... Dígale cuánto tiempo hace -ordenó aalguien por encima de su hombro.

-Doce años en la próxima Navidad -contestó una voz cascada desde el otro lado delcanapé.

-¿Es usted, Affery? -preguntó Arthur, mi-rando en aquella dirección.

La voz respondió que era Affery y unavieja se adelantó hacia la escasa luz, dirigió unbeso a Arthur y volvió a sumergirse en las ti-nieblas.

-Todavía puedo ocuparme de mis asun-

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tos -dijo la señora Clennam, señalando a unasilla de ruedas que había ante el alto bargueñocerrado cuidadosamente-. Y doy gracias al cielopor tan inmenso favor. Pero no hay que hablarde negocios en el día del Señor. Son ya las nue-ve, Affery. Sírveme la cena.

La vieja quitó de encima de la mesa unoslibros, un pañuelo y unos lentes con monturade acero. Retiró igualmente un reloj antiguo deoro guardado dentro de un estuche. Ayudadaluego por el viejo sirvió a la señora Clennamuna cena poco copiosa que la anciana consumiórápidamente. Cuando la anciana hubo termi-nado se llevaron las bandejas y los objetos reti-rados volvieron a ocupar su puesto en la mesa.La señora Clennam se caló las antiparras y leyóde uno de sus libros unos pasajes amenazado-res con voz dura, feroz e irritada, rogando paraque sus enemigos -que por el tono de voz pare-cían enemigos personales- fueran pasados acuchillo, devorados por el fuego, castigadoscon la lepra y exterminados por completo sien-

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do luego convertidos sus huesos en cenizas ylanzados y dispersados por el mar.

La señora Clennam cerró el libro y cubriósu rostro con las manos. El anciano la imitó.Luego la enferma se dispuso a acostarse.

-Buenas noches, Arthur. Affery se ocupa-rá de que no te falte nada.

Después de haberse despedido de sumadre, Arthur siguió a los dos viejos escalerasabajo.

En cuanto Affery estuvo a solas con elseñor Clennam en el comedor le preguntó quédeseaba para cenar y ante su negativa insistió

-Si quiere... en la despensa tenemos unaperdiz para mañana. Diga una palabra y ahoramismo se la asaré. -No, gracias. Comí antes yno tengo apetito.

-Beba entonces algo -instó Affery-. Le da-ré un vaso de oporto del de la señora. Le diré aJeremiah que usted me ha ordenado traerle labotella.

-Eso no es una razón, Arthur -dijo la vieja

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inclinándose para hablarle al oído-. Que yohaya sacrificado mi vida y tiemble ante ellos nosignifica que usted tenga que hacerlo también.Ha heredado usted la mitad de la fortuna,¿verdad?

-En efecto.-¿Qué teme usted entonces? ¿Es usted li-

bre, verdad?El esbozó con la cabeza un gesto afirma-

tivo para contestar a la vieja.En tal caso, no se amilane. Ella es terri-

blemente lista y solamente el que sea más listopuede levantarle la voz. Mi marido es tambiénterriblemente listo y cuando quiere le plantacara.

-¿Se atreve su marido?-¿Atreverse? Y me hace temblar de pies a

cabeza cuando oigo que se encara con la señora.Mi marido, Jeremiah Flintwinch puede domi-nar incluso a su madre, a la señora Clennam.¡Imagine si es listo!

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El rumor leve de los pasos del viejo Jere-miah le hicieron retirarse al otro lado del co-medor. Aunque era una mujer alta y musculo-sa, la señora Jeremiah se intimidaba al acercarseel vejete enjuto y de mirada penetrante.

-¿En qué piensas? -preguntó Jeremiah asu esposa-. ¿No puedes darle nada al señorArthur para que coma? El señor Clennam repi-tió sus negativas.

-Perfectamente -replicó el viejo-. Ve ahacerle la cama. ¡Muévete de una vez!

Dirigiéndose luego a Arthur le dijo:-Mañana tendré unas palabras con tu

madre. Ella ya sospecha que ha abandonadousted los negocios a la muerte de su padre ycuando usted se lo diga, estoy seguro de que leregañará con dureza.

-Renuncié a todo por los negocios. Es jus-to que ahora renuncie también a los negocios.

-¡Muy bien! -exclamó Jeremiah, que evi-dentemente no quería decir lo contrario-. Pero

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no espere que yo me interponga entre usted ysu madre como hice entre ella y su difunto pa-dre. ¡Pero basta ya de hablar sobre estas cosas,Affery...! ¿Aún no has encontrado lo que bus-cabas?

La anciana estaba sacando unas sábanasy unas mantas del armario. Respondió un tantodisplicentemente:

-Sí, Jeremiah.Arthur la ayudó cogiendo al mismo

tiempo el paquete, dio las buenas noches alvejete y se encaminó al último piso de la casahasta llegar al que iba a ser su dormitorio.

Abrió la puerta y contempló el bosque dearruinadas y oscuras chimeneas. Luego se apar-tó de la ventana y se quedó mirando cómo Af-fery Flintwinch hacía la cama.

Tras unos instantes de silencio, ArthurClennam preguntó: -¿Quién es esa muchachaque vi en el cuarto de mi madre, Affery?

-¿Muchacha? -repitió la señora Jeremiahcon voz chillona.

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-No creo equivocarme al pensar que esuna muchacha la figura que vi en la sombra yque se ocultó casi al verme.

-¡Ah! La pequeña Dorrit. No tiene impor-tancia alguna. Es uno de los caprichos de laseñora. -Una de las más inesperadas caracterís-ticas de la señora Jeremiah era no referirse a laseñora Clennam por su nombre-. No tiene porqué ocuparse de ella. ¿Ha olvidado su novia?¡Apostaría que sí!

-No lo crea. La recuerdo muy bien.-Tal vez le agrade saber que es viuda y

tiene dinero. Si usted quiere podrá casarse conella.

-¿Cómo lo sabe, Affery?-Los dos listos han estado hablando del

tema. Ahí llega Jeremiah. Le oigo en las escale-ras.

Y en un abrir y cerrar de ojos, Affery seeclipsó.

La señora Jeremiah acababa de introducirel último hilo que faltaba en la trampa que la

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mente de Arthur iba tejiendo. La irreflexivalocura de un amor había penetrado incluso enaquella casa y Arthur se había sentido allá tandesgraciado como

si hubiera vivido en un castillo románti-co. En Marsella, el rostro de aquella muchachade la que se había separado con algo de nostal-gia, había despertado en él recuerdos a causade cierto parecido con el semblante de aquellamuchacha, de la que se separó con algo de nos-talgia, había despertado en él los recuerdos acausa de cierto parecido con el semblante deaquella que iluminó su sombría juventud conlos esplendores de la fantasía.

* * *

Aquella noche, después de haber dejadoal hijo de su ama, la señora Jeremiah tuvo un

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extraño sueño. Le pareció que se despertabadespués de haber dormido unas horas y que allevantarse se había puesto una bata y unas za-patillas para descender luego en búsqueda desu: marido, cuya ausencia la tenía extraordina-riamente intrigada.

La señora Jeremiah esperaba encontrar asu marido dormido o desvanecido. Pero no.Estaba sentado tranquilamente ante una mesa,completamente despierto. Lo que era verdade-ramente extraordinario es que había dos seño-res Flintwinch, uno dormido y otro despiertocontemplando al que dormía. Si por un mo-mento Affery pudo dudar de que el Flintwinchdespierto era su marido, la natural impacienciade su esposo disipó toda incertidumbre. Buscóa su alrededor alguna arma ofensiva y cogien-do las despabiladeras las utilizó a manera deestoque contra el Flintwinch dormido, como sihubiera querido traspasarlo de parte en parte.

-¿Qué pasa? ¿Qué ocurre? -exclamó Je-remiah, despertando bruscamente-. ¡Ah! No

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sabía dónde me encontraba.-¿Te das cuenta que has dormido dos

horas? -rezongó el primer Jeremiah mirando asu reloj-. Y decías que sólo te bastaría con daruna cabezadita. Son las dos y media de la ma-drugada. ¿Dónde está tu abrigo? ¿Dónde está lacaja?

-Todo está aquí -replicó Jeremiah númerodos; se puso la bufanda y el abrigo, bebió unvaso de oporto y cogió la caja. Era de hierro ytendría unos dos pies cuadrados, lo que permi-tía que pudiera llevarla fácilmente debajo delbrazo.

Jeremiah número uno salió de puntillas yfue a abrir la puerta. El resto sucedió de unamanera tan corriente y natural que Affery pudover cómo se abría la puerta, e incluso llegó asentir el aire fresco de la noche.

Entonces fue cuando su sueño adquirióun carácter verdaderamente extraordinario.Affery tenía tanto miedo a su marido que que-dó inmóvil en la escalera sin osar retroceder y

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regresar a su habitación. Así fue que cuandoJeremiah subió con el candelabro en la mano yllegó junto a ella, la miró asombrado, pero nodijo ni una palabra. La mirada de Jeremiah es-taba fija en su mujer, que retrocedía a medidaque su esposo avanzaba. De ese modo llegaronhasta su habitación. Cuando la puerta se cerrótras ellos, Jeremiah cogió a su mujer por el cue-llo y empezó a zarandearla...

-¡Vaya! ¡Affery! Mujer... -exclamó Jere-miah-. ¿Eres sonámbula? Subo después dehaberme quedado dormido abajo y te encuen-tro en pie viviendo una pesadilla. Si eso vuelvea suceder tendré que darte una medicina... y teaseguro que te daré una buena dosis... ya loverás.

La señora Jeremiah le dio las gracias yvolvió a meterse en la cama.

* * *

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Al dar las nueve de la mañana, la señoraClennam fue llevada en la silla de ruedas, queempujaba Jeremiah, hasta el bargueño. Despuésde abrir alguno de los cajones del escritorio einstalar a su satisfacción, el sirviente se retiró yacto seguido apareció Arthur.

-¿Te encuentras más aliviada, madre?¿Podremos hablar de negocios?

-No volveré a estar bien nunca, Arthur, yes una suerte que lo sepa y pueda soportarlo.Pero, ¿deseas tú, verdaderamente, que hable-mos de negocios? Hace más de un año que mu-rió tu padre y desde entonces estoy esperándo-te.

-Tenía que arreglar muchas cosas antesde volver y además, madre, como tú eras laúnica albacea y administradora de la herencia,poco o nada quedaba por hacer hasta que losasuntos los hubieras arreglado a tu gusto.

-Las cuentas están terminadas -replicóella-. Las tengo aquí, todos los comprobanteshan sido examinados y puedes verlos cuando

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lo desees, Arthur... Ahora mismo, si quieres.-Me basta con saber que todo está arre-

glado. ¿Podemos seguir hablando?-Naturalmente -replicó ella, secamente.-Nuestro negocio, madre, ha ido de capa

caída desde hace ya algún tiempo. No hemosdemostrado nunca tener confianza, ni la hemosprovocado en los demás; no nos hemos hechocon amistades, ni con dientes seguros. Hemosseguido un camino impropio de estos tiempos.Y no creo que sea necesario insistir sobre ello.Lo sabes de sobra.

-Sé lo que quieres decir -contestó ella entono frío.

-Incluso esta casa es un claro ejemplo delo que digo -prosiguió su hijo-. En los primerostiempos era un lugar de negocios, ahora es algoincongruente, fuera de lugar.

-¿Crees que una casa no es útil, si cobija aenferma y afligida madre?

-Me apena oírte hablar así, madre. Pero

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quiero comunicarte mi decisión, aunque su-pongo ya debes haber previsto que deseoabandonar el negocio. Y si me permitieras unconsejo te diría que renunciaras también a él,pero ya veo que es inútil.

-¿Eso es todo o tienes que añadir algomás?

-Todavía me queda algo por preguntarte,madre. Es algo que me ha preocupado día ynoche durante largo tiempo. Es difícil de expli-car, porque ahora no se trata de mí solamente,sino de todos nosotros.

-¿A todos nosotros? ¿Qué quieres decircon eso? -Se refiere a ti, a mí, a mi padre.

La señora Clennam apartó las manos delescritorio, las cruzó sobre su regazo y miró alfuego con la expresión misteriosa de una esfin-ge antigua.

-Conocías a mi padre mejor que yo. Tuascendiente sobre él fue la causa de su marchaa China, para vigilar vuestros negocios allí,mientras tú lo hacías aquí. Y fue porque tú

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lo quisiste, que permanecí a tu lado hastalos veinte años y luego partí a reunirme con él.Con que no te enfadarás de que te recuerdeesos hechos veinte años después, ¿verdad?

-Espero a saber con qué fin me lo recuer-das.

El bajó la voz y añadió con marcada vaci-lación: -Quiero preguntarte, madre; si algunavez se te ocurrió sospechar...

Al oír la palabra «sospechar» la señoraClennam frunció las cejas y miró a su hijo.

-...que mi padre guardara algún secreto,que le preocupase algún recuerdo... algún re-mordimiento... ¿Observaste algo que te hicierasospechar tal cosa?

-No comprendo.. a qué clase de secreto,de recuerdo o de remordimiento, podía estarsujeto tu padre -contestó ella, después de uncorto silencio-. ¡Hablas con demasiado misterio!

-¿No sería posible que hubiera causadodaño a alguien y hubiera muerto sin reparar eldaño cometido?

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Lanzando a su hijo una mirada colérica,la señora Clennam se echó atrás en la silla, paraalejarse de él, pero no le contestó.

-Al manejar dinero y a fuerza de realizaroperaciones ventajosas, pudo haber engañado oarruinado a alguien. Antes de que yo naciera,tú eras ya quien tenías las riendas del negocio.Tu espíritu, más poderoso, dominó al de mipadre por más de cuarenta años. Si quisieraspodrías desvanecer mis dudas. ¿Quieres hacer-lo, madre?

Calló con la esperanza de que le contesta-ra su madre, pero los labios de la señora Clen-nam permanecieron tan inmóviles como suscabellos partidos en dos bandas.

-Si hay una reparación, una restitución,algo que podamos hacer, sepámoslo y hagá-moslo. O, mejor dicho, madre, si mis mediosme lo permiten lo haré yo mismo. ¡Me he dadocuenta tantas veces que el dinero no puede darla felicidad! Ha traído tan poca calma a estacasa, que para mí vale todavía menos que para

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otros. No podría adquirir nada con él sin que seconvirtiera en fuente de reproches, si me asal-taba la sospecha de que ensombreció las últi-mas horas de mi padre con remordimientos yque no me pertenece leal y honradamente.

A unos metros del bargueño colgaba elcordón de una campanilla. Mediante un hábilmovimiento con el pie, la señora Clennam hizoretroceder la silla y tiró violentamente del cor-dón, mientras mantenía su brazo izquierdoalzado como si temiera que su hijo la golpeara.

Una muchacha entró muy asustada.-Dile a Jeremiah que venga inmediata-

mente.Unos instantes después la muchacha se

había retirado y el vejete estaba ante ella.-Flintwinch -exclamó la madre-, mire a

mi hijo, mírelo bien. Hace sólo unas horas queha llegado y, sin quitarse el polvo del camino,se atreve a calumniar a su padre en presenciade su madre. Le pide a su madre que se una a

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él para espiar en la vida de su padre. Teme quelos bienes terrenales que hemos amasado peno-samente trabajando desde la mañana hasta lanoche, sacrificándonos, privándonos de todo,sean un botín mal adquirido. Y pregunta aquién hay que devolvérselos a guisa de repara-ción y restitución.

A pesar de que su rabia se había trans-formado en cólera, hablaba con voz contenida,incluso más baja que de costumbre.

-¡Reparación! -volvió a decir-. Sí, en ver-dad. Puede hablar de reparación el que vienede viajar por el extranjero llevando una vida devanidad y placeres. Pero que me mire yme verá aprisionada y encadenada aquí sopor-tándolo todo sin quejarme porque el Señor haquerido castigar así mis pecados.

-¡Reparación! ¿Cree acaso que no hayninguna en esta habitación? ¿No la ha habido alestar aquí durante estos quince años?

-Bueno -dijo Jeremiah-, dando por des-contado que no me interpondré entre ustedes,

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permítame que intervenga. ¿Le ha dicho que nodebe sospechar de su padre? -preguntó a laseñora Clennam.

Se lo digo ahora -replicó ella.-Perfectamente. No se lo había dicho, pe-

ro se lo dice ahora. Y usted, señor Arthur -añadió dirigiéndose al señor Clennam-, ¿puededecirme lo que piensa hacer con el negocio?

-Renunció a él.-En favor de nadie, supongo, ¿verdad?-En favor de mi madre, naturalmente.

Puede hacer con él lo que quiera.-Si puede caberme una satisfacción -

comentó su madre- en medio de mi desengaño,al ver que mi hijo, en la plenitud de su vida, noinfunde nueva vida al negocio, haciéndolo me-jorar, ampliándolo, tal como yo confiaba queharía, será la de dar a un fiel servidor su pre-mio merecido. Jeremiah, el capitán abandonasu navío, pero usted y yo nos salvaremos o noshundiremos con él.

Jeremiah, cuyos ojos brillaban como si es-

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tuviera contando dinero, dirigió una mirada alhijo que parecía decirle que aquello no se lodebía a él y que no había hecho nada en su fa-vor. Luego dio rendidas gracias a la señoraClennam y dijo que ni él ni Affery le abandona-rían nunca. Extrajo finalmente el reloj de lasprofundidades de su bolsillo y exclamó:

-Las once. Es la hora de sus ostras, seño-ra.

Y desviando así el tono de la conversa-ción, sin cambiar por ello el tono ni los moda-les, tocó la campanilla.

Pero la señora Clennam, decidida a tra-tarse con tanto más rigor cuanto la habíanhecho ya víctima de la sospecha de ser incapazde una reparación, se negó a comer las ostras.El aspecto era verdaderamente tentador, dis-puestas en círculo en una bandeja con unospanecillos al lado y en la compañía de un vasode vino fresco. Pero la señora Clennam resistiótodas las persuasiones y sin duda alguna apun-tó aquel acto en el haber de su cuenta corriente

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con el Cielo.

* * *

No fue Affery quien sirvió las ostras sinola muchacha que acudió anteriormente, lamisma que Arthur había entrevisto apenas lanoche anterior en la penumbra. Pudo observar-la con más detenimiento y reparó en que sudiminuta figura, sus rasgos delicados y su ves-tido poco elegante le daban un aspecto de ma-yor juventud que la que debía tener en reali-dad. Probablemente no rebasaba los veintidósaños y, sin embargo, vista en la calle no se lehubiera atribuido mucho más de la mitad deesa edad. No porque su rostro fuera muy juve-nil, puesto que expresaba por el contrario másreflexión y reflejaba más preocupaciones quelas correspondientes a sus años. Era más bien

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tan pequeña y ligera, tan tímida y silenciosaque daba la impresión de que tenía plena con-ciencia de encontrarse fuera de su lugar y ellola hacía sumisa y asustada.

La señora Clennam manifestaba bastanteinterés por la muchacha de la manera dura queera en ella habitual. Pero en su dureza, como enla de los metales, había una gradación. La pe-queña Dorrit salió a reanudar su labor de cos-tura. Trabajaba tanto -que era muy poco- pordía en casa de la señora Clennam desde lasocho de la mañana a las ocho de la noche. Apa-recía diariamente con una gran puntualidad yse marchaba con la misma precisión. ¿Quéhacía la pequeña Dorrit entre las ocho de lanoche y las ocho de la mañana del siguientedía? Era un misterio. Otro de los rasgos pecu-liares de la muchacha era la repugnancia que leinspiraba comer en compañía de alguien -elacuerdo con la señora Clennam incluía la co-mida-de manera que siempre pretextaba untrabajo inopinado para no sentarse a la mesa.

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El rostro de la pequeña Dorrit no era fácilde observar. Mostraba siempre una expresiónretraída y cuando se cruzaba con alguien en laescalera se apartaba asustada. No podía decirseque fuera hermosa, si se exceptúan sus ojosdulces de color de la miel.

Arthur Clennam se había dado cuenta detodo aquello mediante una observación cons-tante cuando atravesaba los corredores y lasestancias de aquella casa tan triste y sombría.Sentía tan pocos deseos de asistir a las sesionesde imprecaciones contra los enemigos de sumadre -acaso se consideraba él uno de ellos-que anunció la intención de alojarse en el hoteldonde había dejado su equipaje. El señorFlintwich pareció encantado con la idea deperderle de vista y como a su madre la cosapareció dejarla indiferente, Arthur abandonó elhogar de sus padres con el corazón deprimido.

Señalaron unas horas para dedicarse di-ariamente a poner las cuentas en orden entre

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los tres y durante aquellas horas, Arthur pudover varias veces a la pequeña Dorrit cosiendo osirviendo a su madre. La natural curiosidad delseñor Clennam aumentó día a día, tanto si laveía como si no. Llegó incluso a hacer suposi-ciones sobre la muchacha. Hasta que un díadecidió seguirla para saber algo de su historia.

CAPITULO III

Hace unos treinta años se levantaba en elarrabal de Southwark, no lejos de la iglesia deSan Jorge, la cárcel de Marshalsea. Era unaconstrucción oblonga dividida en pequeñasedificaciones unidas por la parte posterior demanera que no quedaran patios abiertos. Larodeaba un estrecho y enlosado recinto que asu vez circundaba un muro rematado con esta-cas en lo alto. Era aquélla una cárcel para deu-dores y en su interior se había dispuesto una

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prisión mucho más severa para contraban-distas. Allá se encerraban también los infracto-res de las leyes sobre impuestos y tarifas adua-neras. Consistía en varias celdas y un pasillo demetro y medio de anchura que desembocaba enun espacio libre dedicado a campo de bolosdonde los presos por deudas pasaban el tiem-po.

Mucho antes de la época en que se iniciaesta historia fue llevado a Marshalsea un deu-dor que tiene importante papel en nuestro rela-to. Era un «gentleman» de mediana edad, muyamable aunque tímido y reservado. De buenaspecto y voz dulce, cabello ondulado y manoscubiertas de sortijas. Como todos los que seencontraban en aquella cárcel estaba convenci-do de que saldría al poco tiempo, aunque tam-bién parecía preocupado por la suerte de suesposa y la impresión que ella recibiría cuandole viera entre barrotes.

-Espero que no vaya contra el reglamentoque mi esposa me visite en compañía de mi hijo

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-le dijo al carcelero.-¿Por el niño lo dice usted? ¡Si hay aquí

un verdadero enjambre de chiquillos. Esto pa-rece más un pensionado que una cárcel!.¿Cuántos hijos tiene usted?

-Uno... Pero pronto serán dos -respondióel deudor.

Se adentró en la cárcel seguido por la mi-rada del carcelero. Una mirada que parecía ex-presar que tan niño era el preso como el hijocuya visita esperaba.

* * *

Al día siguiente se presentó la mujer conun niño de tres años.

-¿Ha alquilado una habitación? -le pre-guntó el carcelero al preso por deudas.

-Sí, tengo una habitación excelente.

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-¿Amueblada?-Esta tarde me traerán en un carro lo más

indispensable.-La esposa y el niño se quedarán a vivir

con usted.-Naturalmente. Hemos pensado que no

valía la pena separarnos, aunque sólo sea poralgunas semanas.

Las pocas semanas se convirtieron en seismeses. La mujer del recluso dio a luz a unahermosa niña que bautizaron en la iglesia deSan Jorge imponiéndole el nombre de Amy. Elcarcelero actuó como padrino de la niña y juróocuparse del bienestar de su ahijada.

El preso fue vendiendo poco a poco losnumerosos anillos para proveer las necesidadesde su familia. Pero aquello no parecía afectarledemasiado y al nerviosismo de los primerosdías de reclusión había seguido una tranquilaconformidad. Empezó a encontrar más apaciblesu refugio. Sus hijos jugaban en el patio y eranqueridos por todos. Especialmente la pequeña

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Amy, venida al mundo entre los muros de lacárcel, era objeto de las atenciones de todos lospresos que la consideraban un poco su propiahija.

-¿Sabe que siento orgullo de usted? -lepreguntó un día el carcelero a nuestro recluso-.Pronto será el habitante más antiguo de estacasa. Si usted y su familia nos dejaran, Marshal-sea no sería la misma.

Cuando el hijo cumplió ocho años, lamadre salió para visitar a su aya, que residía enel campo. Allá murió. El marido se encerró du-rante quince días en su habitación y cuandoapareció de nuevo tenía el pelo canoso. Al cabode un par de meses sus hijos seguían jugandoen el patio. Iban vestidos de luto.

* * *

La niña venida al mundo en la cárcel fuecreciendo rodeada de la consideración de to-

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dos. A los trece años sabía leer y hacer cuentas.Un día ingresó en la cárcel una modista insol-vente y ella acudió a que le diera clases de cos-tura. Como la niña era una discípula paciente,pronto se convirtió en la más hábil de las costu-reras. De esta manera pudo secundar a su pa-dre en mantener la elegante ficción de que eranuna familia hidalga venida a menos. Tambiénejerció la protección de su hermano Tip, deverdadero nombre llamado Edward, al queconsiguió colocar, gracias a la influencia de supadrino, en el palacio de Justicia, en el despa-cho de un abogado. Tip, que tenía ya dieciochoaños, languideció en aquella oficina por espaciode seis meses y transcurrido este tiempo infor-mó a su hermana que no estaba dispuesto avolver.

-No he podido aguantar por más tiempoy me he despedido.

Tip se cansaba de todo. Su hermana leobligó a entrar en un almacén, luego en unaverdulería, en el bufete de un abogado otra vez,

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en una cervecería, en casa de un agente de bol-sa, en una cochera y en un comercio... Peropronto se cansaba y un día anunciaba, de pron-to, que se había despedido.

Pero la valiente Amy estaba decidida asalvar a su hermano y mientras él iba de oficioen oficio, ella consiguió ahorrar lo suficientepara pagarle el pasaje al Canadá. Tip salió deMarshalsea, pero no llegó más allá de Liver-pool. Al mes de su marcha se presentó a suhermana harapiento, descalzo y más hastiadode todo que nunca. Finalmente, tras un nuevoperíodo de holganza, encontró un trabajo quepareció satisfacerle:

-Voy a trabajar con Slingo, el tratante decaballos.

Se marchó y durante varios meses Amyle perdió de vista. Pero una tarde en que suhermana cosía junto a la ventana para aprove-char hasta el último resplandor del día, Tipabrió la puerta y entró.

-Me parece que esta vez vas a enfadarte,

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Amy.-¿Por qué?-No he venido aquí voluntariamente, si-

no por causa de una deuda de cuarenta gui-neas.

Por vez primera en su vida, Amy se sin-tió desfallecer. Al día siguiente pidió a su padrepermiso para buscar trabajo. Lo consiguió yaquélla era la vida que a los veintidós años lle-vaba la pequeña Dorrit cuando regresaba a «sucasa» una tarde nebulosa y triste, seguida apoca distancia por Arthur Clennam.

* * *

Parado en mitad de la acera, ArthurClennam se quedó mirando aquel edificio bus-cando algún transeúnte a quien preguntar quélugar era aquél. Se acercó finalmente a un an-

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ciano que se dirigía a la puerta del enorme ca-serón.

-Dígame, señor -preguntó Clennam-.¿Qué edificio es éste?

-¡Ah, sí! Es Marshalsea.-¿La cárcel para deudores?-Así es.-Perdone usted si parece simple curiosi-

dad. ¿Conoce ahí dentro a alguien que se llameDorrit?

-Mi apellido es Dorrit -dijo el anciano conun acento de orgullo en la voz.

Al escuchar la inesperada respuesta, Art-hur se quitó el sombrero.

-¿Me permite que siga hablando? Mesorprende lo que acaba de decirme. Antes deseguir adelante le aclararé que acabo de llegar aInglaterra después de dilatada ausencia. Encasa de mi madre, la señora Clennam, en elbarrio de la City, he visto a una muchacha cos-turera a la que he oído designar por el nombre

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de pequeña Dorrit. Hace poco ha traspuestoesta puerta.

-La muchacha que acaba de entrar ahí eshija de mi hermano, William Dorrit.

Prosiguió su camino mientras el viejo seexplicaba:

-Mi hermano vive aquí desde hace variosaños y por motivos que no hacen al caso noacostumbramos a decirle nada de lo que ocurrefuera de estos muros, ni siquiera cuando serefiere a nosotros. Sea usted bueno y no lehable de los trabajos de costura de mi sobrina.

Subieron por una oscura escalera hasta elsegundo piso. El señor Frederick Dorrit se de-tuvo un momento en el rellano antes de abriruna puerta. Tan pronto como hubo entrado,Arthur vio a la pequeña Dorrit y entoncescomprendió por qué se empeñaba en comer asolas.

Había traído a la casa la carne que debióhaberse comido y estaba calentándola, sobreunas parrillas, para su padre, que, vestido con

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una vieja bata gris y un gorro negro, esperabala cena.

La muchacha se sobrecogió, ruborizán-dose primero y palideciendo después. El visi-tante, con la mirada, más que con un expresivomovimiento con la mano, le indicó que se tran-quilizara y confiara en él.

-William, he encontrado a este señor -explicó el tío-. Es el señor Clennam, hijo de laamiga de Amy. Le encontré en la calle, deseosode presentarte sus respetos, pero sin saber, sientrar o no. Mi hermano William, señor.

-Espero -dijo Arthur, algo vacilante- quemi respeto por su hija, justifique mi deseo deserle presentado a usted.

-Señor Clennam -repitió el otro, hablandoen tono protector-, me honra usted. Sea bienve-nido a esta casa. Frederick, una silla para elseñor Clennam. Siéntese, por favor.

Con los mismos modales que empleabapara dar la bienvenida a los nuevos detenidos,el padre de Amy acogió al señor Clennam, di-

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ciéndoles no sin algo de orgullo que él era elpadre de Marshalsea, que Amy había nacido enla prisión, y que los prisioneros le rendíanhomenaje como a su padre de distintas mane-ras. Pero cuando abordó aquel tema, Amy posósu mano en el brazo de su padre como invitán-dole a guardar silencio; ya era demasiado tarde:Clennam había comprendido que el padre deMarshalsea no desdeñaba los homenajes mone-tarios.

El tañido de una campana se dejó oír ypoco después el ruido de unos pasos precedió ala entrada de un corpulento muchachote que,con cierto aire de desidia y desconcierto, sedetuvo en el umbral al ver a un forastero.

-Señor Clennam, mi hijo mayor. Es unmuchacho a quien no falta iniciativa; pero laverdad sea dicha, la suerte no le ha favorecidogran cosa.

Arthur se había puesto en pie y despuésde estrechar la mano de Tip, aprovechó la oca-sión para examinar la habitación. Las paredes

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habían sido pintadas de verde y las adornabanvarios grabados. Unas cortinas en la ventana,una alfombra en el suelo, perchas y estantes enlos muros y otros objetos que habían ido acu-mulándose al paso de los años, era cuanto de-notaba el «confort» de aquel cuarto, reducido,pobremente amueblado, pero en el que los cui-dados constantes daban al conjunto un aire delimpieza y hasta, en cierto modo, de co-modidad.

La campana seguía tocando y el tío de-seaba marcharse. Tip dio las buenas noches asu padre y echó a correr escaleras abajo. El se-ñor Clennam deseaba hacer dos cosas antes demarcharse: una, ofrecer su testimonio al padrede Marshalsea, sin ofender a la muchacha; otra,decir unas palabras a ésta, para explicarle elmotivo de su visita.

-Permítame que le acompañe -ofreció elpadre del lugar. La pequeña Dorrit se habíadeslizado fuera de la habitación y estaban so-los.

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-No, no, por nada del mundo -contestóapresuradamente el visitante-. Por favor, per-mítame que...

Pudo escuchar un tintineo metálico.-Señor Clennam, le estoy profunda, pro-

fundamente... -había empezado a decir el «pa-dre de la Marshalsea», pero Arthur había ce-rrado la mano del viejo para sofocar el ruidometálico y descendía apresuradamente escale-ras abajo.

No vio a Amy en las escaleras, ni en elpatio. Los rezagados se apresuraban hacia lacancela y los iba siguiendo cuando divisó a lamuchacha cerca de la ventanilla. Se acercó aella rápidamente.

-Perdóneme por dirigirle la palabra eneste lugar -le dijo-. Y perdóneme también porhaber venido. La seguí esta noche, pero lo hicecon intención de serle útil a usted y a su fami-lia. Ya sabe en qué términos estamos mi madrey yo, por eso no se extrañará que no tratara dedecirle nada en casa. A pesar de mis buenas

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intenciones hubiera lamentado provocar loscelos o el enfado de mi madre, perjudicándola austed en su estima. Lo que acabo de ver, en tancorto espacio de tiempo, ha aumentado mi de-seo de ayudarles. Me sentiría resarcido del des-engaño, si pudiera esperar ganarme su confian-za.

-Es usted muy bueno, señor, y parecesincero. Pero preferiría que no me hubiese se-guido. La señora Clennam se ha portado muybien conmigo y no sé qué hubiera sido de noso-tros sin el empleo que ella me dio. Temo quesería dar muestras de ingratitud para con ellaguardarle algo en secreto. Esta noche no puedodecirle más, señor. Ya que se proponía ustednuestro bien, ¡gracias?

-Permítame una pregunta antes de mar-char. ¿Hace tiempo que conoce a mi madre?

-Creo que unos dos años aproximada-mente, señor... La campana ha dejado de tocar...

-¿Cómo la conoció? ¿La mandó ella abuscar?

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-No, ni siquiera sabe que vivo aquí. Mipadre y yo tenemos un amigo, un pobre obrero,pero el mejor de los amigos. Escribí que desea-ba trabajo de costurera y di su dirección. Elpuso mi anuncio en varios sitios y así fue comola señora Clennam lo leyó y mandó a buscarme.¡Van a cerrar la cancela, señor!

La muchacha parecía trémula e inquietay él sentía tanta compasión que no osaba mar-charse. Pero el silencio de la campana era unúltimo aviso. Con unas palabras amables, ladejó que fuera a reunirse con su padre y se di-rigió hacia la cancela.

Se había demorado en exceso. La puertaestaba cerrada y la garita del carcelero también.Después de dar unos golpes con la desagrada-ble convicción de que iba a tener que pasar lanoche en la cárcel, una voz dijo a sus espaldas:

-¡Vaya! Le han cogido en la ratonera, ¿eh?Ahora no podrá volver a su casa hasta maña-na...

La voz era la de Tip. Continuaban mi-

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rándose en el patio de la prisión cuando empe-zó a llover.

-¿Puedo encontrar cobijo en alguna par-te? -preguntó Arthur-. ¿Qué debo hacer?

-Si está usted dispuesto a pagar una ca-ma, se la prepararán en el club, en una mesa. Sieso le conviene, venga conmigo, le presentaré.

Al atravesar el patio Arthur miró hacia laventana de la habitación que acababa de aban-donar; estaba ardiendo una vela.

Al día siguiente, por la mañana, ArthurClennam se sintió poco dispuesto a continuaren la cama, aunque hubiera estado en sitio másreservado y no le molestaran, al tratar de retirarlas cenizas del día anterior, para encender nue-vamente el fuego bajo la marmita del club; conlos chirridos de la bomba, el ruido que hacíanlas escobas al barrer y otro sinfín de prepa-rativos del mismo estilo. Contento de ver llegarla mañana, pese a no haber reposado gran cosadurante la noche, salió en cuanto la luz le per-mitió distinguir los objetos y paseó por el patio

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a lo largo de dos horas, hasta que abrieron lareja.

Abrieron por fin la puerta de la garita yel carcelero, todavía con el peine en la mano, sedispuso a franquearle la salida. Salió al patioexterior con gozosa sensación de libertad y allále esperaba un puñado de gentes a las que iden-tificó como mensajeros y mandaderos de Mars-halsea. Algunos habían esperado bajo la lluviamatinal y estaban cubiertos con sacos de papel.Todos llevaban cestos con panes, mantequilla,leche, huevos y otros comestibles. La miseria deaquellos servidores de la miseria era digna deverse. Ni en casa de un prendero hubieran po-dido verse trajes más raídos y gorros más mu-grientos y deshilachados.

Uno de los miembros de aquella cofradíase acercó al señor Clennam para ofrecerle susservicios y él le dio un mensaje confidencialpara la pequeña Dorrit: el visitante de la nocheanterior la esperaba en casa de su tío. Aqueltipo le dio la dirección del tío Frederick y le

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indicó también una cercana taberna donde lefue posible tomar un café. Dio media corona alindividuo que fue a cumplir su encargo mien-tras él se dirigía a casa del viejo músico.

Fue el propio viejo quien le abrió la puer-ta mientras Arthur contemplaba las inscripcio-nes que en la pared habían trazado los discípu-los del viejo. ¡Ah! -exclamó éste al ver al señorClennam-. ¿Se ha quedado encerrado?

-Sí, señor Dorrit. Espero que su sobrinaacuda dentro de unos instantes.

-Claro, la presencia de mi hermano leshubiera cohibido. Es natural. ¿Quiere subir aesperarla?

-Gracias.Volviéndose con lentitud el viejo subió

por la escalera para enseñarle el camino. Lacasa parecía falta de aire y los olores que serespiraban eran fétidos. Entraron en unabuhardilla que no era otra cosa que un aposen-to malsano, con una cama recién hecha y un

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desayuno humeando encima de una desvenci-jada mesa. El viejo se sentó sin gastar cumpli-dos y puso a calentar su mano en el fuego.

-¿Qué le pareció mi hermano? -preguntóa su visitante. Arthur quedó bastante confusocon aquella pregunta: -Me alegró encontrarleen tan buen aspecto y tan satisfecho.

-¡Ah! -murmuró el viejo-. Satisfecho... sí,sí... ¿Y qué piensa usted de Amy?

-Estoy muy impresionado por cuanto vi yoí referente a ella.

-Mi hermano estaría perdido sin Amy. Enrealidad, todos lo estaríamos sin ella. Es unaexcelente muchacha que cumple a la perfecciónsu labor.

El señor Clennam creyó percibir en aque-llas palabras una nota secreta de entusiasmo, aligual que en las alabanzas hechas por el otrohermano la noche anterior. El viejo continuódesayunando sin prestar atención a su visitan-te. Era Amy, según dijo. Bajó seguidamente aabrirle la puerta.

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Amy entró detrás del viejo, con su senci-llo vestido de costumbre y con el mismo airetímido de siempre.

-El señor Clennam te espera hace rato,Amy -anunció el viejo.

-Me tomé esa libertad... ¿Va a casa de mimadre hoy? Supongo que no porque es mástarde que de costumbre.

-No. Hoy no me necesitan.

-¿Me permite que la acompañe un pocoen su camino? Así podríamos hablar sin rete-nerla aquí ni abusar de la hospitalidad de sutío.

Aquello pareció turbarla un poco peroaccedió. Una vez en la calle, el señor Clennamofreció su brazo a la pequeña Dorrit.

-¿Quiere que pasemos por el puente col-gante?

Al señor Clennam le parecía tan joven suacompañante que varias veces se vio precisadoa tener cuidado para no tratarla como a una

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niña.- Quizá por su parte, él parecía más viejo

a quien encontraba tan joven.-Siento mucho que anoche le encerraran -

dijo con timidez la muchacha-. Fue una verda-dera desgracia.

-No tiene importancia. Conseguí unabuena cama. Pero permítame que vuelva anuestra conversación de ayer. Le pregunté có-mo conoció a mi madre. ¿Había oído su nom-bre alguna vez antes de conocerla?

-No, señor.-¿Y su padre?-Tampoco.Arthur leyó tanta sorpresa en los ojos de

la muchacha cuando sus miradas se encontra-ron que se creyó en el deber de añadir:

-Tengo mis motivos para hacerle estaspreguntas, aunque en este momento no me seaposible explicarlos. Sobre todo, le suplico queno piense un solo instante en que puedan cau-

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sarle alguna molestia. Todo lo contrario.

Llegaron al puente, tan silencioso, sobretodo por contraste, después de haber pasadopor las calles tumultuosas.

-Me habló usted con tanta amabilidad -ledijo la muchacha a Arthur- que sobre todo des-pués de lo generoso que había sido con mi pa-dre, no me fue posible desoír su recado. Detodas maneras, hubiera venido aunque sólofuera para darle las gracias. Pero también por-que quisiera decirle...

La muchacha vaciló, temblorosa. Sus ojosse anegaron en lágrimas que no llegaron a des-lizarse mejillas abajo. -¿Decirme...?

-Que no juzgue mal a mi padre. No leconsidere como si estuviera al otro lado de lasrejas. ¡Hace tanto tiempo que está encerrado!

-Créame que nunca pensé juzgarle condureza.

-No es que tenga que avergonzarse denada ni tampoco tengo motivos para sonrojar-me por él. Sólo necesita ser comprendido. Lo

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único que pido es que sea suficientemente justopara recordar la historia de su vida. Los reclu-sos nuevos le respetan grandemente y su com-pañía es más solicitada que la de ningún dete-nido, incluida la del carcelero.

-¿Tiene su padre muchos acreedores? -preguntó Arthur de pronto.

-¡Oh, sí! ¡Muchos!-¿Sabe cuál de ellos es el más influyente?Tras permanecer pensativa unos instan-

tes, la pequeña Dorrit recordó haber oídohablar de un cierto Tite Barnacle, que vivía enGrosvenor Square o muy cerca de allá. Ocupa-ba un alto cargo. Arthur pensó que nada seperdería si le visitaba. Amy pareció adivinar supensamiento pues añadió al instante:

-Muchas personas intentaron sacar a mipadre, pero resultó imposible. Además, aunquese consiguiera librarle de la cárcel, ¿dónde iría avivir? Para él sería un gran dolor enterarse deque trabajo para ganar algún dinero.

Arthur preguntó a continuación:

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-¿Le gustaría ver a su hermano en liber-tad?

-¡Sí! ¡Me gustaría mucho!-Confiemos en que pueda hacer algo por

él. Anoche me habló usted de un buen amigo...¿quién es?

-Se llama Plornish.La muchacha le indicó seguidamente

dónde vivía Plornish y, mientras andabas, seescucharon unos gritos que decían: -¡Madrecita!¡Madrecita!

-¿Quién es? -preguntó Arthur.-Una pobre muchacha subnormal, nieta

de mi nodriza. Le he enseñado a leer y escribir.Es como una niña...

Maggy, que así se llamaba la muchacha,tendría unos veintiocho años, los ojos grandes yni un solo cabello en la cabeza. Sus ojos erantransparentes, casi incoloros, sin que la luz deldía pareciera afectarles. Mantenían una inmovi-lidad anormal.

-Su historia es muy triste -dijo la pequeña

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Dorrit-. Cuando Maggy tenía diez años padecióun ataque de fiebres malignas y desde entoncesestá así. Su cuerpo se ha desarrollado pero sumente sigue en la infancia. Cuando salió delhospital en precarias condiciones, su abuela,más dada a la bebida que a otra cosa, no supoqué hacer de la infeliz. Gracias a su propia per-severancia aprendió a leer y escribir y hacer losrecados que le encargan. De esa manera ha con-seguido hacerse a sí misma.

Arthur Clennam habría adivinado fácil-mente lo que faltaba en el relato aunque nohubiera oído el nombre de «madrecita» dadopor la muchacha y aunque no hubiera visto lamano de Maggy acariciando la de su protectoraal tiempo que unas grandes lágrimas brotabande sus ojos sin color.

CAPITULO IV

El Negociado de Circunlocuciones es eldepartamento más importante del Gobierno. Es

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absolutamente imposible hacer el menor bien, oreparar cualquier daño, sin la expresa autoriza-ción de ese Negociado, en el que se pierdeninnumerables personas. El citado Ministerio seconvirtió en tal cuna de estadistas, que variossolemnes lores adquirieron fama de muy acti-vos, gracias a haber practicado en el Negociadode Circunlocuciones el «cómo no hacer algo»,que parece ser el objeto de todos los departa-mentos ministeriales y de todos los políticos.

La familia Barnacle había ayudado porcierto tiempo a administrar tan famoso Nego-ciado. La rama de Tite Barnacle se creía inclusocon ciertos derechos a ese respecto y tomabamuy a mal si otra familia trataba de introducir-se.

El señor Barnacle que, en la época encuestión, estaba encargado de preparar y atibo-rrar de informes al estadista jefe del Negociadode Circunlocuciones, tenía más sangre de ilus-tre en sus venas que dinero en los bolsillos.Como Barnacle que era, disponía de un cargo

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cómodo y bien remunerado. Y siempre comoBarnacle había colocado a su hijo Barnacle Ju-nior en calidad de empleado en el Negociado.

Era aquélla la quinta vez que el señorArthur Clennam se presentaba en el despachodel señor Tite Barnacle. En esta ocasión no ledijeron que el señor Barnacle estaba ocupado,como le dijeron las precedentes, sino que sehallaba ausente. Sin embargo, Barnacle Juniorle fue anunciado como una estrella visible en elhorizonte. Expresó su deseo de hablar con él yle halló calentándose las corvas ante la chime-nea del despacho de su padre.

El Barnacle presente, con la tarjeta deClennam en la mano, tenía aspecto juvenil y unbigotillo muy sedoso. El vello que cubría surostro imberbe hacía pensar en los plumones deun polluelo y al verle hubiérase dicho que deno calentarse, como lo estaba haciendo, podíamorirse de frío. Tenía un espléndido monóculocolgándole del cuello, pero sus órbitas eran tanlisas y sus párpados tan débiles que nunca se le

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sostenía y continuamente se le caía producien-do un «clic» contra los botones del chaleco, quele sacaba de quicio.

-Sepa usted que mi padre no asomará lanariz por aquí en todo el día. ¿Puedo hacer algopor usted?

Con muchos gestos para colocar el mo-nóculo en el ojo, después de muchas explica-ciones y circunloquios, Barnacle Junior declaróque no sabía nada del asunto Dorrit, pero ofre-ció la brillante solución de que el señor Clen-nam se dignara visitar a su padre, postrado porun ataque de gota en su casa, en el 24 de Mews-Street, en Grosvenor Square.

Arthur Clennam llegó a una casa estruja-da, con fachada ruinosa, oscuras ventanas y unjardín parecido al forro de un bolsillo del chale-co.

El señor Tite Barnacle se dignó recibir alseñor Clennamen el salón, con un pie sobre elescabel, siendo la digna representación del artede «cómo no hacer nada». Después de cam-

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biadas las salutaciones de rigor, el señor Clen-nam pasó a exponer el asunto que le llevabahasta allí.

-Permítame hacerle observar que he resi-dido mucho tiempo en China y que no tengoningún motivo de interés personal en esteasunto. ,

Barnacle tamborileó con los dedos en lamesa, mientras Clennam proseguía:

-He conocido a un hombre llamado Do-rrit, encerrado por deudas en Marshalsea ydeseo ser puesto al corriente acerca de susasuntos, por si puedo mejorar su situación. Elnombre de Tite Barnacle me ha sido designadocomo el del acreedor más influyente. ¿Es elloexacto?

Siguiendo un principio del Negociado deCircunlocuciones de no dar nunca una respues-ta concreta, Barnacle respondió: -Posiblemente.

-¿Como representante de la corona o co-mo particular?

-Es posible que el Negociado de Circun-

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locuciones recomendara... ello es posible, fíjeseque no afirmo nada, tal vez se aconsejó un plei-to contra una firma insolvente y el Negociadoredactó o confirmó tal recomendación.

-Supongo que ése es el caso. ¿Me permitepreguntarle cómo puedo obtener informes ofi-ciales acerca del caso?

-Ese es un derecho de cualquier miembrodel... público -y Barnacle recargó la última pa-labra como si se tratara de un enemigo perso-nal-. Puede elevar una instancia al Negociadode Circunlocuciones, donde podrán indicarlelas formalidades necesarias a tal efecto.

No pudiendo obtener más detalles, el se-ñor Clennam volvió al Ministerio y visitó nue-vamente a Barnacle Junior, quien, a su vez, lemandó a la Secretaría. Allí tampoco sabían na-da de aquel asunto y fue enviado al despachodel señor Clive, segunda puerta a la derecha. Elseñor Clennam encontró allí cuatro empleados:el número uno no tenía gran cosa que hacer, elnúmero dos estaba cruzado de brazos y el nú-

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mero tres miraba por la ventana bostezando enforma estruendosa.

Clennam expuso su demanda al númerouno, que le envió al número dos, éste al tres yfinalmente fue a parar al número cuatro.

El número cuatro era un joven de buenapresencia, vivaz, bien vestido y de aspectoagradable. Pertenecía a la familia Barnacle, peroa una de las ramas más enérgicas. Enterado delasunto, respondió con desparpajo:

-Lo mejor que podría usted hacer seríaolvidarse y no ocuparse más de ello.

Aquélla era una forma nueva de acogerel asunto que dejó a Clennam perplejo.

-Puede hacerlo si usted lo desea. Le daréun montón de formulares para que los llene,pero dudo que saque nada en claro -afirmó elnúmero cuatro.

-¿Tan inútil será toda gestión? Perdoneque insista, pero soy forastero.

-No digo que sea inútil -replicó el núme-ro cuatro sonriente-. No expreso mi opinión

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sobre este asunto sino sobre usted. No creo quellegue hasta el final. No tendrá paciencia paraello. Supongo que debe tratarse de algún que-brantamiento de contrato, ¿no?

-Lo ignoro.-Bueno. Eso ya puede averiguarlo. Des-

pués trate de saber con qué Negociado era lacontrata y allí lo encontrará todo. Llévese unoscuantos formulares... ¡Facilitadle todos los for-mulares que quiera a este caballero!

Después de dar esta orden, el chispeantejoven Barnacle sedespidió del señor Clennamque, cargado con los formularios, abandonó elMinisterio con aire sombrío.

Había llegado a la puerta de la calle y es-peraba que salieran dos personas que tenía de-lante, cuando la voz de una de ellas le parecióconocida. Levantó la vista y reconoció a Mea-gles. Tenía éste el rostro congestionado y man-teniendo cogido por el pescuezo a un hombre-cillo que estaba a su lado, le decía:

-¡Salga, pillastre! ¡Salga!

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Constituía aquélla una escena tan inespe-rada que Clennam quedó quieto durante unosminutos, saliendo después en seguimiento desu antiguo compañero de viaje. En cuanto lealcanzó, le tocó en la espalda y se saludaronamistosamente. A instancias del señor Meaglessiguió con él, sin dejar de observar al hombreci-llo que no tenía trazas de ratero ni de reñidor.Era un hombre tranquilo y parecía estar abati-do, pero no avergonzado o arrepentido. Entrepalabras sin sentido le pareció entender queaquel hombre se llamaba Daniel Doyce y queera inventor o algo por el estilo. Aquello era loque le reprochaba Meagles como si fuera undelito, o más bien, el hecho de ser un inventor yhaberse dirigido al Gobierno.

Arthur les observaba a los dos sin acabarde comprender el motivo que les unía, hastaque unas palabras de gratitud de Doyce dirigi-das a Meagles le dieron la clave: Meagles leprotegía y se desesperaba porque el inventorhabía acudido al Gobierno.

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El sofoco de Meagles parecía estar con-cluyendo y, ya más sereno, preguntó:

-¿A dónde piensas ir, Dan?-Al taller.-Pues vamos al taller -replicó Meagles-.

Al señor Clennam no le molestará aunque seencuentre en el Corral del Corazón Sangrante,¿verdad?

-Precisamente allí iba yo -replicó Arthur.-Tanto mejor -exclamó Meagles, cogién-

dole del brazo-. ¡En marcha!

* * *

Un sombrío atardecer cerníase sobre elrío Saona. La vasta planicie alrededor de Cha-lons se extendía pesadamente, ornada a trechospor una hilera de decrépitos álamos. Todo erahúmedo, deprimente, solitario, y la noche ce-

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rraba con rapidez. Un hombre avanzando len-tamente hacia Chalons era la única figura ani-mada del paisaje. Con una mochila de piel deoveja a la espalda, un bastón en la mano, cu-bierto de fango, los pies llagados, con las botasbajo el brazo, la capa y el traje empapados dehumedad, el cabello y la barba hirsutos, avan-zaba cojeando, lanzando miradas a su alrede-dor en las que se reflejaban temor y tristeza. Aveces se detenía para mirar atrás, pero, volvía aponerse en marcha renqueando y rezongando.

No tardó mucho en llegar a una posadaen cuya puerta se veía un letrero: «El Amane-cer». El viajero dio vuelta a la aldaba y entrócojeando en la fonda, mientras se quitaba eldescolorido sombrero para saludar a los pocoshombres que ocupaban la estancia. Dirigióse auna mesa libre, en un rincón, detrás de la estu-fa, y dejó en el suelo la mochila y la capa. Allevantar la cabeza vio a la dueña de la hostería.

-¿Hay alojamiento para esta noche, seño-ra? ¿Puedo cenar? -Desde luego -contestó la

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posadera con voz aguda. -Entonces, señora,haga el favor de traerme algo para comer, tandeprisa como pueda. Y vino, en seguida. Estoyrendido.

Le trajeron una botella, y llenó y vació suvaso dos veces seguidas. Luego, apoyó la es-palda contra la pared y empezó a mordisquearel pan que habían dejado encima de la mesamientras le traían la cena.

Los hombres, que habían suspendido susconversaciones para mirar al recién llegado,volvían a charlar de nuevo.

-Por eso dicen que el diablo anda suelto -dijo .uno de ellos, rematando así lo que habíaestado contando.

La patrona, después de encargar el cui-dado del nuevo huésped a su marido, que teníaa su cargo la cocina, volvió a coger la labor deganchillo que había abandonado y se mezcló enla conversación.

-¡Ah, vaya! -comentó-. Por eso cuandollegó la lancha de Lyon y los pasajeros dijeron

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que el diablo andaba suelto por Marsella, algu-nos papamoscas se lo creyeron. Pero yo no,¡qué va!

-Usted siempre acierta, señora -replicó elque había estado hablando antes, un suizo cor-pulento-. Me parece que usted sentía odio poraquel individuo.

-Desde luego -replicó la posadera, mo-viendo la cabeza-. Un pésimo sujeto. Un mal-vado que se merecía de sobra lo que ha tenidola suerte de evitar. ¡Qué lástima!

El suizo trató de excusar a aquel hombrede quien hablaba con tanta pasión la posaderay el forastero escuchó lo que estaba diciendo,mientras empezaba a engullir la cena que lahostelera colocaba ante él, sin dejar por ello deresponder al suizo.

-¡Bah! -le decía-. Ya usted con sus filoso-fías. Me gustaría verle a merced de uno de esostipos, armado solamente con su filosofía. Y si-no, vea, desde que ese hombre anda libre, losmarselleses dicen que el diablo anda suelto.

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-Paparruchas -replicó el suizo.-¿Cómo se llama? Biraud, ¿no? -preguntó

la hostelera.-Rigaud, señora -corrigió el suizo.La sopa del viajero fue seguida de un pla-

to de carne y éste por uno de verduras. Comiócuanto le pusieron delante y vació la botella devino, se hizo servir ron con café y fumó un ci-garrillo. A medida que se iba olvidando de sufatiga se sentía más a gusto y acabó por mez-clarse en la conversación, con aire de condes-cendiente protección, como si fuera de condi-ción muy superior a la que proclamaba su traje.Pidió unas aclaraciones respecto a aquel peli-groso criminal llamado Rigaud y confirmó a laposadera en su idea de que se trataba de unaristócrata empobrecido, al decir:

-Todos los hombres deberían vivir enperfecta armonía con sus esposas.

Luego, dando por concluida su interven-ción en la charla, pidió que le enseñaran suhabitación. El marido de la hostelera se apresu-

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ró a acompañarle mientras le explicaba quehabía un viajero en el cuarto, un hombre que sehabía acostado muy temprano, rendido de can-sancio..., pero que el aposento era muy espacio-so y había dos camas, a pesar de que podíandormir allí veinte personas. El hostelero le indi-có el lecho de la derecha y le dejó la vela, mar-chándose después, no sin antes lanzar una mi-rada de reojo al huésped, decidiendo para síque aquel hombre tenía muy mala catadura.

El huésped miró despectivamente laslimpias pero bastas ropas de la cama y, despuésde contar el dinero que le restaba, musitó:

-Es preciso comer y mañana voy a tenerque hacerlo a costa de alguien.

Mientras meditaba acerca de su situa-ción, la inspiración del otro viajero le llegabacon tanta regularidad que atrajo su mirada. Seacercó unos pasos y lo contempló con deteni-miento.

-¡Por todos los diablos! -exclamó para sí-.Pero si es Cavalletto.

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El italiano, influido acaso por aquellapresencia, suspiró profundamente y abrió losojos. Durante unos segundos miró plá-cidamente a su compañero de cárcel y luego, derepente, saltó del lecho con un grito de alarma.

-¡Silencio! ¿Qué te pasa? -le preguntó elotro, sorprendido-. Soy yo. ¿No me reconoces?

Pero Juan Bautista, balbuceando invoca-ciones y jaculatorias se retiró temblando a unrincón. Púsose los pantalones y se ató las man-gas de su chaqueta alrededor del cuello, mani-festando un profundo deseo de escapar antesque renovar su trato con aquel individuo. Suantiguo compañero colocó las espaldas punto ala puerta y exclamó:

-¡Despierta, Cavalletto! Frota tus ojos ymírame... Soy..., bueno, aquel nombre ya no mesirve. Ahora me llamo Lagnier. Dame la mano.Dásela al caballero Lagnier. Da la mano a ungentilhombre.

Juan Bautista le miró con fijeza y todavíano muy seguro sobre sus piernas, sometiéndose

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al tono su condescendiente autoridad, avanzóunos pasos poniendo su mano en la del otro.Lagnier rió y después de estrecharla con fuerzala soltó.

-Entonces..., ¿no? -preguntó Juan Bautis-ta.,

-No. No me «afeitaron». Ya lo ves -e hizogirar la cabeza-. Está tan firme como la tuya. Yahora que ya estás más tranquilo, vuelve aocupar tu antiguo puesto...

Juan Bautista, con cara de cualquier cosa,menos de tranquilizado, se sentó en el suelo sinapartar la vista de su compañero.

-Bien. Cualquiera diría que volvemos aestar en aquella vocacha -murmuró .Lagnier-.¿Cuándo saliste?

-Dos días después que usted, amo.-¿Cómo viniste a parar aquí?-Me aconsejaron que no me quedara en

Marsella.-¿Dónde vas?-¡Por Baco! -exclamó como si se viera for-

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zado a una confesión-. A veces he estado tenta-do de ir a París y quizás a Inglaterra.

-Voy a hacerte una confidencia, Cavallet-to. Yo también voy a París y quizás a Inglaterra.Iremos juntos. Ya verás lo pronto que me haréreconocer como caballero. Tú te aprovecharásde ello. Pero antes te conviene mostrarte servi-cial con tu protector. Extiende mi abrigo en lapuerta para que se seque. Y mientras me acues-to te contaré cómo es el caso que tienes ante ti aLagnier. Recuerda que es a Largnier y no aotro.

Cavalletto obedeció sus órdenes a medi-da que se las dictaban.

-Desde que nos vimos la sociedad me haperjudicado mucho -explicó Lagnier-. Me hanabucheado por las calles. Me han encerrado enla cárcel para protegerme contra los hombres yen especial contra las mujeres. Tuve que salirde Marsella, de noche, en un carro de paja. Nopude acudir a mi casa. Y casi sin dinero tuveque caminar con los pies destrozados. Esas son

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las humillaciones que me ha infligido la socie-dad. ¡Pero yo te aseguro que me las pagarán!

Dijo todo esto a media voz, casi al oídode su compañero.

-¡Ahora regocíjate! El destino ha puestolos dados en el mismo cubilete y tú serás elprimero en beneficiarte de ello... Necesito unlargo reposo. Déjame dormir y no me despier-tes por la mañana.

Pero al día siguiente, Cavalletto se pre-ocupó de despertar a su compañero y puso piesen polvorosa en cuanto tuvo ocasión de hacer-lo, sin otra preocupación al parecer que escapara su protector.

CAPITULO V

El llamado Corral del Corazón Sangranteestaba enclavado en el antiguo Londres, en lavieja carretera rural que conducía a un subur-

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bio donde en tiempos de Shakespeare estabansituados los reales pabellones de caza. El aspec-to del lugar había variado notoriamente: gentede muy humilde condición está aposentadaallá, entre viviendas que apenas tenían de talesmás que el nombre.

Allá llegaron Daniel Doyce, el señorMeagles y Clennam, cruzando el patio bordea-do de puertas y lleno de harrapiezos, hasta al-canzar el extremo opuesto. Es decir, la salida.Arthur Clennam se detuvo para buscar el do-micilio de Plornish, estucador, cuyo nombre,según la habitual costumbre londinense entrevecinos, escuchaba Daniel Doyce por vez pri-mera.

Al separarse de sus compañeros despuésde haber quedado citado con Meagles, logródar con la casa de Plornish. Le recibió la señoracon un niño en los brazos y le comunicó que sumarido estaba ausente, pero que no tardaría envolver. En efecto, no tardó en regresar. Era unhombre de una treintena de años con las meji-

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llas lisas y coloradas y con barba rubia.-He venido -dijo Clennam, poniéndose

en pie- para pedirle que sostenga conmigo unaconversación acerca de la familia Dorrit.

Plornish le miró con aire suspicaz.-Ah, sí. No sé qué quiere que le diga. Es

decir, ¿qué desea usted saber?-Conozco su excelente conducta por las

referencias que me ha dado de usted la peque-ña Dorrit..., quiero decir -y se corrigió- por laseñorita Dorrit.

-Usted debe ser entonces el señor Clen-nam, ¿no? Yo también estuve encerrado allí yasí fue como conocí a la señorita Dorrit.

-Perdone; dígame: ¿cómo presentó ustedla joven a mi madre?

El señor Plornish arrancó una mota deyeso de sus gruesas patillas, pero viéndose im-posibilitado para responder, encargó a su mujerhacerlo.

-Sally, tú podrías explicarle cómo fue,mujer.

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-La señorita Dorrit -respondió Sally, me-ciendo a su hijo en los brazos- vino una tardecon un papel escrito diciendo que quería traba-jo de costurera y preguntó si teníamos incon-veniente en que diese nuestra dirección. Natu-ralmente, tanto mi marido como yo le dijimosque no había ningún inconveniente y mientrasella lo anotaba en un papel yo le dije: «SeñoritaDorrit, ¿por qué no hace varias copias para po-nerlas en arios sitios?» Ella encontró acertada laidea y sobre esta misma mesa sacó las copias yPlornish las llevó donde trabajaba, pues enton-ces tenía precisamente trabajo y las llevó tam-bién al propietario del Corral, por cuya media-ción la señora Clennam había empleado a laseñorita Dorrit.¿Y el propietario del Corral es...?

-Se llama Casby, señor. Ese es su nombre-dijo Plornish-. Panks es el que pasa a cobrar.

Arthur quedó pensativo unos instantes.Se sentía satisfecho porque aquel señor Casbyera un antiguo conocido. Hizo entonces partí-cipe al señor Plornish del motivo de su visita:

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servirse de Plornish para obtener la libertad deTip, pero de manera que el detenido no perdie-ra la confianza en sí mismo si es que no la habíaperdido ya. Como Plornish conocía los hechospor boca del mismo demandante y creía quecon diez chelines por libra lo arreglaría todo,Clennam aceptó. Los dos tomaron un coche yun cuarto de hora más tarde quedaba el asuntozanjado.

-Confío, señor Plornish, que guardaréis elsecreto de mi intervención. Decidle al mucha-cho que está en libertad y que cierta personacuyo nombre no estáis autorizado a revelar sal-dó su deuda. De esta manera no sólo me pres-taréis un servicio a mí, sino también a él y suhermana.

-Esto último será suficiente. Se hará comodeseéis.

-Y si dado vuestro conocimiento de lafamilia Dorrit podéis comunicarme el medio deserle útil a la pequeña Dorrit sin ofenderla, meconsideraré muy obligado hacia usted.

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-No habléis de eso, caballero, por favor.Para mí será un gran placer y una...

Después de varias tentativas, Plornish noconsiguió concluir la frase y prudentementeabandonó la idea de hacerlo. Cogió la tarjetadel señor Clennam y aceptó también una gra-tificación. Como sentía verdaderos deseos decomunicar la noticia a Amy, Arthur lo llevó encoche hasta Marshalsea.

El nombre de Casby reavivó en la memo-ria de Clennam la curiosidad sobre la que sintióya un influjo por las palabras de la señoraFlintwinch la noche de su llegada. Flora Casbyhabía sido la amada de su juventud y habríasido su esposa de no haberle condenado a mar-char a China. Flora era hija única del viejoChristopher, a quien apodaban «Cabeza Dura».Era un rico propietario de casas de vecindadque alquilaba por semanas y, según las malaslenguas, capaz de sacar sangre de las piedraspara alimentar su vida.

Tras varios meses de búsqueda y averi-

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guaciones, Clennam se convenció de que elcaso del padre de Marshalsea era insoluble yabandonó la idea de devolverle la libertad.Tampoco podía hacer nada por la pequeña Do-rrit, pero consideró que tal vez podría resultarprovechoso para la muchacha que él reanudarala amistad con los Casby. Así fue como un díase encontró ante la puerta de la casa dondeellos habitaban.

Llamó con una aldaba de latón de formaanticuada y abrió la puerta una doncella que lefranqueó el paso a la mansión, que aparecíasilenciosa y hermética.

Había tan sólo una persona junto a lachimenea del salón en el que le introdujo ladoncella. Era tal el silencio que pudo oír el tic-tac de su reloj. La sirvienta le anunció en voztan baja que apenas resultó audible:

-El señor Clennam...El visitante se quedó contemplando al

anciano. El viejo Christopher Casby había cam-biado en veinte años tan poco como el mobilia-

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rio de su aposento. Mucha gente le daba el tra-tamiento de patriarca y algunas ancianas da-mas de la vecindad habían llegado a denomi-narle el último de los patriarcas.

Arthur hizo un movimiento para atraersu atención.

-Perdón -dijo-. Temo que no haya oídomi nombre.

-En efecto. ¿Qué desea?Clennam aprovechó la pregunta para

darse a conocer. Seguidamente, los dos hom-bres comenzaron a conversar sobre sus recuer-dos de otros tiempos.

-Hubo una época en que vuestro padre yyo vivíamos en buena inteligencia. Surgió lue-go un malentendido, acaso por el orgullo de sumadre respecto a usted. Pero ese tiempo yapasó. Ahora, de vez en cuando, me permitovisitar a su señora madre para admirar el valory el espíritu con que ha sabido sobreponerse apruebas tan duras. Sí, sí... a muy duras pruebas.

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-He oído decir que en una de sus visitastuvo la bondad de recomendar a la pequeñaDorrit a mi madre.

-¿La pequeña Dorrit? ¡Ah, sí! La costure-ra que me recomendó uno de mis inquilinos...Sí, sí... Dorrit es el nombre.

Arthur se dio cuenta de que por aquelcamino no iría a parte alguna. El señor Casbypasó a explicarle que su hija Flora se había ca-sado, como era natural, pero que había tenidola desgracia de perder al marido al cabo deunos meses de matrimonio. Volvió entonces avivir con su padre. Si él deseaba verla, ella esta-ría con toda seguridad encantada de poder ha-cerlo.

-Ciertamente -replicó Clennam-. Yomismo os lo hubiera pedido si vuestra amabili-dad no se hubiera adelantado.

Casby se puso en pie y con paso lento ypesado se dirigió a la puerta. Apenas habíadejado el salón cuando una mano nerviosa des-corrió el cerrojo de la puerta principal e irrum-

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pió en el salón un hombre de talla breve y as-pecto hosco. Sólo se detuvo ante Arthur.

-¿Dónde está el señor Casby? -preguntó.-Volverá dentro de un momento si desea

verle.-Deseo verle, efectivamente. ¿Y usted?La pregunta obligó a Clennam a dar unas

explicaciones que el recién llegado escuchó conel aliento contenido. Iba vestido de negro ytenía unos ojos negros como el azabache. Teníalas manos sucias y sus uñas estaban rotas comosi hubiera salido de una carbonera. Estaba em-papado en sudor y jadeaba.

Cuando Arthur hubo concluido, dijo tansólo:

-Si pregunta por Panks, ¿tendrá la amabi-lidad de decirle que acabo de llegar?

Y dando un bufido salió seguidamentepor la otra puerta.

Antes de marchar a China, Clennamhabía oído a mucha gente poner en duda labondad del señor Casby, que sólo tenía el as-

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pecto de patriarca. Una vez visto Panks, Clen-nam estaba dispuesto a creer que el último delos patriarcas era un hombre sin iniciativas quese dejaba guiar por Panks.

El retorno del señor Casby y su Flora pu-sieron término a sus meditaciones. Tan prontocomo la mirada de Arthur se posó en el objetode su antiguo amor, experimentó la sensaciónde que éste moría y caía destrozado a sus pies.

Flora seguía igual de alta, pero habíaperdido su esbeltez de antes. Lo peor era queella no se daba cuenta de su transformación ydeseaba seguir tan mimada y candorosa comoantes.

-¡Me da vergüenza ver al señor Clennam!-gorjeó Flora-. Me da vergüenza ver al señorClennam porque me encontrará terriblementecambiada. ¡Soy un vejestorio!

Arthur trató de calmarla, asegurándoleque estaba tal como había supuesto encontrarla.Aseguró que el tiempo había pasado tambiénsobre él. Y entre las protestas de Flora acerca su

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belleza o fealdad pasó el tiempo. El señor Cas-by le invitó a cenar y él se sintió incapaz derehusar ante la mirada de Flora.

Panks se sentó también con ellos a la me-sa. A las seis menos cuarto, se vio obligado aacudir en socorro del señor Casby, que navega-ba perdido en un mar de desacertadas explica-ciones sobre lo que era el Corral del CorazónSangrante. Panks precisó que era una propie-dad que daba infinidad de disgustos a su pro-pietario que no conseguía cobrar los alquileres.Sus habitantes aseguraban que eran pobres.¿Pero quién podía saberlo? Y si eran pobres,efectivamente, no tenía que achacarse al pa-triarca. El mismo sería pobre si no cobrara susalquileres.

Al levantarse de la mesa, Arthur previóque Panks saldría disparado. Como no estabadispuesto a soportar más las miradas y los gui-ños de Flora, le preguntó intencionadamentequé camino iba a seguir.

-Voy hacia la City -le respondió el hom-

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brecillo. -¿Me permite que vayamos juntos?-Con mucho gusto -respondió Panks.Arthur salió descorazonado. Cuando el

aire fresco disipó la turbación de sus ideas, seencontró con que Panks se roía las uñas y nodejaba de resoplar.

De pronto se detuvo y le dijo a su acom-pañante: -Le dejo. Esa es la calle donde voy.Buenas noches. -Buenas noches -le dijo Clen-nam.

Acababan de atravesar Smithfield y Art-hur se encontró a solas en la esquina de Barbi-can. No tenía ninguna intención de dirigirse alsombrío aposento de su madre y se sintió porcompleto descorazonado. Descendió lentamen-te por Aldersgate Street y se encontraba ante laiglesia de San Pablo cuando un grupo de gentese cruzó en su camino. Al acercarse comprobóque la gente estaba reunida en torno a algo quelos dos hombres llevaban en unas improvisadasparihuelas. Era un hombre herido al que trans-portaban al hospital.

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-Se trata de un extranjero que ha sidoarrollado por una diligencia -le comentó al-guien.

-¿No estará muerto, verdad?Entre las palabras y comentarios, Clen-

nam oyó una voz débil que pedía agua en fran-cés y en italiano. Rogó entonces que le permi-tieran acercarse, pues había entendido el idio-ma del accidentado.

-Ante todo pide agua -dijo mirando a sualrededor mientras una docena de individuosse apresuraban a ir en su busca.

-¿Está herido, amigo? -preguntó luego enitaliano al herido.

-Sí, señor... en la pierna.-¿Es usted un viajero? Ahí está el agua...

Beba.Le hizo unas cuantas preguntas y se ente-

ró de que aquel hombre procedía de Marsella.A la vista de ello, Arthur Clennam le acompañóhasta el hospital de San Bartolomé. Los mé-dicos del hospital declararon que la fractura era

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grave y complicada pero que no sería necesariocortarle la pierna. Clennam esperó a que lehicieran la primera cura, ya que el pobre ex-tranjero le suplicó que no le abandonara. Sequedó junto a la cama hasta que le vio dormirsey escribió entonces unas líneas en un papel.

Todo aquello le entretuvo largo rato y alsalir del hospital daban las once. Como su habi-tación se encontraba en Covent Garden se diri-gió allá por el camino más corto, es decir, porSnow Hill y Holborn. Al llegar a su residenciase sentó frente al fuego y pensó con melancolíaen el camino recorrido hasta llegar al puntoactual de su existencia. «¿Qué me queda aho-ra?», pensó.

La puerta de su habitación se abrió len-tamente y se sobresaltó al oír unas palabras queparecían respuesta a su pregunta:

- La pequeña Dorrit.

* * *

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Arthur Clennam se apresuró a ponersede pie y vio a la muchacha en el umbral. Ellapor su parte paseó la mirada por la estancia,que le pareció vasta y bien amueblada.

El señor Clennam estaba ante ella, son-riendo agradablemente y con mirada inquisiti-va. Ante aquella mirada, ella bajó los ojos.

-¡Por aquí a estas horas! ¡Si es mediano-che!

-Por eso dije mi nombre al abrir la puerta.No quise que se extrañara al verme.

-¿Viene sola?-No, señor. Me acompaña Maggy.Al oír su nombre, Maggy apareció en la

puerta con una sonrisa.-No me perdono haber dejado apagar el

fuego. ¡Y hace tanto frío!Acercó el sillón a la chimenea e hizo sen-

tar en él a la pequeña Dorrit. Luego echó variosleños y avivó el fuego.

-Quisiera contarle algo -dijo la muchacha.-Habla lo que quieras.

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-Mi hermano está en libertad y he venidoa decirle que aunque no sepa quién es la perso-na que ha intercedido por él y nunca deba pre-guntarlo, no me dormiré ninguna noche sinrezar por él.

Clennam la interrumpió para decirle quelo que tenía que hacer su hermano era mostrar-se digno de la libertad recobrada. Dicho esto,preguntó a la muchacha los motivos de quehubiera acudido a visitarle en hora tan tardía.

-Al pasar con Maggy vimos luz en suventana y pensé que si estaba solo podríahablarle de tres cosas. Una ya se la he dicho. Lasegunda es que creo que la señora Clennam co-noce mi secreto. Quiero decir, el lugar dondevivo.

-¿De veras? -preguntó Arthur con viveza-. ¿Por qué lo cree así?

-Me parece que el señor Flintwinch meha seguido. Lo he encontrado un par de vecescerca de casa, siempre al anochecer. Aunque nome ha abordado, siempre me ha hecho un lige-

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ro saludo. ¿Tengo que confesarle la verdad a sumadre?

-¿Ha variado el trato de ella?-En absoluto. Sigue siendo la misma.-En tal caso no haga nada. Ya hablaré yo

con mi vieja amiga la señora Affery. Y ahora,acepte una ligera cena.

-Gracias, señor. No tengo apetito ni sed.Quizá Maggy tome algo.

-Luego le llenaremos el cestillo -dijo Art-hur señalando a Maggy, que se había quedadodormida-. Pero antes de que despierte, tieneusted que decirme la otra cosa que le trae a es-tas horas. La tercera.

-Prométame que no se enfadará.-Se lo prometo.-Gracias. No crea que soy ingrata. ¿Pien-

sa usted volver a ver a mi padre?-Sí.-¿Adivina usted acaso que voy a pedirle

que no lo haga?

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-Creo que sí, pero puedo equivocarme.-No, no se equivoca -afirmó ella movien-

do la cabeza-. Si estuviéramos tan apuradosque no pudiéramos pasar sin su ayuda, yomisma vendría a pedírsela. Pero no le aliente apedir. Haga como si no le entendiera. Deseoque mi padre aparezca a sus ojos mejor queante los de nadie. Yo no puedo soportar la ver-güenza de que usted le vea en estos momentos,los únicos, de degradación.

Aliviada de aquel peso terrible, la peque-ña Dorrit empezó a preocuparse de la hora.Maggy, despierta ya y riendo al ir colocandofrutas y pasteles en su cestillo, bebió una copade vino y se dispuso a seguir a su «madrecita».

-¡Pero la cancela está cerrada! -opusoClennam-. ¿A dónde irán?

-A casa de Maggy. Allí me cuidarán a lasmil maravillas -replicó Amy.

A pesar de su insistencia por acompañar-las, no se lo consintieron y el señor Clennam

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tuvo que esperar a que hubieran doblado laesquina para seguirlas a distancia y no ofender-las, y al mismo tiempo para estar seguro de quela pequeña Dorrit quedaba a salvo en casa desu amiga. Cuando las vio llegar a la calle dondeestaba Marshalsea, se detuvo considerandoinnecesario seguir adelante.

La pequeña Dorrit llamó varias veces a lapuerta y viendo que nadie contestaba decidióesperar a que llegara el nuevo día, a pesar deque la noche era fría. Durante cinco horas ymedia anduvieron paseando y deteniéndose,escondiéndose a veces en los portales cuandoveían una sombra de aspecto sospechoso.

Así estuvieron hasta que dieron las cincoen los relojes de los campanarios. En el cieloaún no lucía el día, pero en las calles ya empe-zaban a transitar coches carretas y obreros queiban al trabajo. El día sentíase ya en la fuerzadel aire y en el siniestro expirar de la noche.

Volvieron a Marshalsea con intención deaguardar a que abrieran la puerta, pero el aire

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era tan frío que Amy prefirió caminar para queno se durmiera la somnolienta Maggy. Al pasardelante de la iglesia de San Jorge vieron al con-serje o sacristán, que las hizo entrar, encen-diendo un buen fuego en la sacristía. Inclusollevó su bondad a tal extremo aquel hombreque les proporcionó unos almohadones paraque pudieran dar una cabezadita mientras es-peraban la hora. Maggy se quedó dormida enseguida y la pequeña Dorrit no tardó en tomarel ejemplo de su amiga.

CAPITULO VI

Una tarde de invierno, al caer el sol, laseñora Flintwinch, que se había sentido muypesada durante todo el día mientras trabajaba,tuvo este sueño:

Creyó encontrarse en la cocina apartandoel agua para el té y soñó que mientras estabapreguntándose que si la vida no era cosa más

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bien triste para ciertas personas, la asustó unsúbito ruido que se produjo a sus espaldas.Creyó que la semana anterior aquel mismo rui-do la había asustado, era un ruido de crujidos,golpes, pasos, mientras un temblor la domina-ba corno si los pasos conmovieran el suelo. Af-fery pensó que corrió escaleras arriba a fin deestar cerca de alguna persona viva y que enton-ces llegó al zaguán, yendo luego hasta dondeestaban la señora Clennam hablando con sumarido. Con los zapatos en la mano se acercópara no hacer ruido y poderles oír.

-¡Nada de tonterías conmigo! -decía Je-remiah-. Por ahí no paso.

-¿Qué he hecho yo? ¿A qué viene estaira? -preguntó la señora Clennam.

-Soltarme una reprimenda. ¿Le parecepoco?

-Le amonesté por ser excesivamente ex-plícito con Arthur esta mañana. Tengo derechoa quejarme de ello como un abuso de confianza.Sé que no lo hizo adrede, pero...

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-¿Quiere saber por qué lo hice? Por queantes de que usted cogiera su parte debió tomarla del padre de Arthur. ¡El padre de Arthur!Nunca le tuve en gran aprecio. Serví a su tío enesta misma casa cuando el padre de Arthur eramás pobre que yo mismo. El se moría de ham-bre en el salón y yo en la cocina; ésa era toda ladiferencia. No le tuve gran afecto, era demasia-do vacilante para mi gusto, y cuando la trajo austed aquí, a la esposa que su padre había ele-gido, no tuve la necesidad de mirarla muchopara saber quién iba a mandar. Desde entoncesse ha mantenido firme. Siga haciéndolo, No seapoye en los muertos.

-Yo no me apoyo en los muertos, comousted dice.

-Pero se proponía hacerlo y por eso meha reprendido. Para que yo me sometiera, peroyo no lo haré. Tal vez cosas de mi carácter... Nopuedo dejar que nadie se salga con la suya.Usted es una mujer resuelta y lista y, sin em-bargo, yo no cederé ante su voluntad.

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Tal fuera aquello el origen de la com-prensión que existía entre los dos. Quizás aldescubrir en Flintwinch un carácter tan enérgi-co como el suyo, la señora Clennam le conside-ró digno de ser su aliado.

-Ya hemos hablado excesivamente de es-te tema.

-¡Pues no vuelva a reprenderme o volve-remos a hablar!

La señora Jeremiah soñó que su dueño yseñor se puso a pasear arriba y abajo de la habi-tación, hasta que la señora Clennam volvió ahablar:

-Haga el favor de encender la vela. Pron-to será la hora de tomar el té y la pequeña Do-rrit no puede tardar.

-¿Qué piensa hacer con la pequeña Do-rrit? ¿Trabajará aquí eternamente? ¿Vendrásiempre a tomar el té por los siglos de los si-glos?

-Mientras sea tan aseada y trabajadora ynecesite la ayuda que puedo proporcionarle... y

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que se merece, seguirá viniendo.-¿Sabe usted dónde vive? -le preguntó

Flintwinch mirándola fijamente.-No me importa. Si hubiera querido sa-

berlo se lo hubiera preguntado a ella.-Entonces, ¿no le importa saberlo?-No.-Es que yo..., casualmente lo he descu-

bierto -dijo Jeremiah lanzando un suspiro.-Tanto mejor para usted. Si ella me lo ha

mantenido en secreto, haga usted lo mismo.Deje que la pequeña Dorrit salga y entre sinvigilarla, ni hacerle preguntas. Quiero disfrutarde los pocos consuelos de que dispongo.

Entonces se oyó el ruido de ruedas sobreel suelo y una mano impaciente agitó la cam-panilla de Affery.

La señora Jeremiah se precipitó a la coci-na y sentándose ante el fuego adoptó una pos-tura de absoluta inmovilidad. Por fin Flint-winch, viendo que su esposa no respondía a las

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llamadas insistentes de la campanilla, bajó re-soplando al zaguán sin dejar de gritar:

-¡Affery, mujer...!-¡Oh, Jeremiah!... -exclamó ella, desper-

tando-. ¡Qué susto me has dado!Pero cuando quiso contar a su esposo sus

terrores y sus sueños, Jeremiah le aseguró quesi seguía soñando y no se preocupaba de tomarel té a la hora debida, le daría algo que le quita-ría todas aquellas cosas de la cabeza.

La pequeña Dorrit llegó en el precisomomento en que

Affery acababa de preparar el té. La se-ñora Jeremiah vio cómo la muchacha se quitabael gorro y la capa en el zaguán, mientras Flint-winch se frotaba la barbilla y contemplaba ensilencio a la muchacha. Affery esperaba que unmomento a otro iba a suceder algo terrible.

Después del té otro aldabonazo anuncióa Arthur. Affery bajó a abrirle, pero a las pre-guntas del señor Clennam respondió asustada:

-¡Por amor de Dios, Arthur! No me pre-

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gunte nada. Estoy muerta de miedo. No sé na-da de nada. No distingo las cosas reales de lasfalsas.

Y Affery emprendió la fuga teniendomucho cuidado de no acercarse a él mientrasestuvo en la casa.

* * *

Llegado el día de renovar su amistad conla familia Meagles, Clennam se encamino ciertosábado hacia la finca que tenían en Twickend-ham. Envió su maleta con el coche y comohacía un día espléndido fue a pie. Acababa decruzar un brezal cuando alcanzó a un hombreque hacía rato que iba delante dé él y al quecreyó reconocerle, por cierto movimiento de lacabeza y de su porte.

-¿Cómo está usted, señor Doyce? -dijo

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Clennam al alcanzarle.-¡Ah! Señor Clennam -exclamó el delin-

cuente o inventor, saliendo de ciertos cálculosmentales en que estaba enfrascado.

Como ambos llevaban el mismo camino,mientras andaba! -intimaron rápidamente y laruta pareció acortarse con su charla. El señorDoyce era hombre modesto y de buen sentido,y a pesar de su sencillez no podía ser tomadopor un hombre vulgar. Resultó un poco difícilhacerle hablar de sí mismo y respondió conevasivas a las preguntas de Arthur, recono-ciendo simplemente que había hecho tal o cualcosa y que tal invento era suyo, pero que todoello no tenía importancia, ya que, a fin de cuen-tas, aquello formaba parte de su oficio. Sin em-bargo, al darse cuenta de que el interés de Art-hur era sincero, le contó toda su vida.

Al cabo de un rato, Arthur le preguntó sitenía algún socio que le ayudara en su negocio.El señor Doyce le explicó que tuvo uno, pero

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había fallecido hace ya algunos años y que aho-ra se encontraba sobrecargado de trabajo. Lue-go hablaron de distintas materias hasta llegar alfinal de su caminata.

Apenas repicó la campanilla de la entra-da, cuando ya Meagles salió a recogerlos. Ape-nas había salido, apareció la señora Meagles.Apenas había salido la señora Meagles, salióPet. Apenas salió Pet, apareció Tattycoram.Nunca visitante tuvo recepción más cordial.

El señor Meagles hizo visitar la casa a sushuéspedes. Era ésta lo suficiente grande y nipizca más, tan linda en el exterior como en elinterior, bien decorada y confortable. Se veíanindicios de las costumbres viajeras de la familiaen las fundas que cubrían los muebles y lámpa-ras. Pero uno de los caprichos de Meagles eratener la casa dispuesta siempre para su llegada.Había tanta mezcla de objetos recogidos en susviajes que parecía la morada de un corsariobonachón.

Clennam no pudo por menos de pregun-

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tarse, sentado delante del fuego de su habita-ción, si podía permitirse enamorarse de Pet.Doblaba la edad de la muchacha, pero él erajoven de aspecto, de salud, de fuerza; joven decorazón. A los cuarenta años no se es viejo ymuchos hombres -se decía- no están en condi-ciones de casarse hasta esa edad. Pero otra cosale preocupaba además de sus ideas y era lo quede él pudiera pensar Pet, porque de los senti-mientos de los Meagles hacia él no podía tenerla menor duda.

Arthur Clennam era hombre modesto yconocía perfectamente sus defectos: Tanto exal-tó los méritos de la hermosa Pet-Minnie era suverdadero nombre- y tanto rebajó los suyospropios que comenzó a desanimarse. Finalmen-te llegó a la decisión que no se permitiría ena-morarse de Pet.

La cena se desarrolló agradablemente.Eran cinco los invitados y tenían tantos lugaresy gentes que recordar, que hubieran podido

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encontrarse veinte veces más sin agotar los te-mas de su conversación. Después de cenar ju-garon a los naipes y Pet se entretuvo mirandolas bazas de su padre o tecleando en el piano ycanturreando para distraerse. Era una niñamimada, pero, ¿cómo podía no serlo? ¡Era tangentil y encantadora! Esta fue la reflexión quese hizo Clennam a pesar de la decisión quehabía tomado en su aposento.

Al separarse, Arthur oyó que Doyce pe-día al dueño de la casa si podría concederlemedia hora después del desayuno al día si-guiente, Meagles accedió de buena gana y Art-hur se entretuvo para hablar con él.

-Señor Meagles -le dijo, cuando estuvie-ron a solas-. He obrado de acuerdo con los con-sejos que tan amablemente me dio en Marella.Libre ya de una ocupación que me resultabapenosa por motivos que no hacen al caso, deseodedicarme e invertir mis modestos bienes enalguna actividad.

-¡Tiene razón! ¡Nunca será demasiado

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tarde para poner en práctica decisión tan acer-tada como ésa! -asintió Meagles.

-Ahora bien, mientras venía con el señorDoyce he creído comprender que busca un so-cio para su negocio; un socio en la parte comer-cial, una persona que sepa hacer rendir su tallery sus inventos.

-Así es.-El señor Doyce me ha dicho que pensaba

consultar con usted y yo le confieso que meagradaría mucho asociarme con él. Le agrade-ceré lo tenga en cuenta.

-Encuentro satisfactoria su proposición ysin anticiparme respecto a los puntos que de-ben perfilarse en todo negocio, puedo anticiparque las cosas saldrán a pedir de boca, porquede una cosa podemos estar seguros: DanielDoyce es un hombre honrado.

-Ese ha sido uno de los motivos que haguiado mi decisión.

A la mañana siguiente, antes del desayu-no, Arthur dio un paseo para contemplar los

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alrededores. Como el día era espléndido y dis-ponía de una hora, cruzó el río en el «ferry-boat» y tomó un sendero que atravesaba losprados. Cuando regresó a la orilla encontró el«ferry» al otro lado y a un señor que llamaba albarquero para cruzar. Aquel hombre parecíatener unos treinta años. Vestía con elegancia,era apuesto, rostro bien tallado y tez oscura.

Clennam tuvo que entablar pronto cono-cimiento con aquel hombre, ya que a su regresolo encontró en el almuerzo de Meagles. Fueronpresentados y entonces supo que se llamabaHenry Gowan, que era pintor y que visitabacon frecuencia a Pet.

Durante la comida tuvo la osadía deanunciar que se había permitido invitar a unamigo para la cena; el amigo en cuestión perte-necía a la poderosa familia de los Barnacle y eranada menos que Tite Barnacle. Al principio,Clennam aguardó un inofensivo estallido deMeagles como el que le hiciera salir del Nego-ciado de Circunlocuciones llevando a Doyce

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agarrado por el cuello. Pero el buen hombretenía la flaqueza de estar subyugado por el talNegociado. Arthur cambió una mirada de inte-ligencia con Doyce que inmediatamente se dis-puso a atacar el plato que tenía ante él.

Un poco más tarde Clennam supo porDoyce que Gowan pertenecía a una rama de losBarnacle. El padre de Gowan, agregado a unalegación británica, recibió una pensión en cali-dad de retiro en una ciudad cualquiera. Y mu-rió en su puesto, con su último trimestre en lamano, defendiendo valientemente su paga has-ta el último suspiro. En recompensa a tan bri-llante servicio, el Barnacle en el poder aconsejóa la, Corona acordar una pensión de dos o tres-cientas libras al a viuda de tan valeroso funcio-nario. Su hijo, Henry Gowan, había heredadonombre tan glorioso y la pequeña subvención.

Pero la gente no parecía tomar en serio lapintura del señor Gowan, que no conseguíavender uno sólo de sus cuadros. Tenía entendi-do que había personas obstinadas que creían

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que para triunfar en cualquier profesión, eraabsolutamente necesario trabajar de la mañanaa la noche, con todo su corazón.

Considerando que la señorita Meaglesera encantadora y su padre muy rico, el señorHenry Gowan se había dignado fijar su aten-ción en Pet, y ello no disgustaba a la muchacha;sin embargo, Pet no había podido formalizarseya que sus padres no veían con buenos ojosaquellas relaciones. El señor Meagles había au-torizado al aficionado-pintor a presentar susrespetos a Minnie una vez por semana sola-mente.

Con una hora de retraso, Barnacle Juniorllegó acompañado de su inseparable monóculo.Al ver a Clennam quedó sorprendido y descon-certado, y declaró confidencialmente a su ami-go Gowan que aquel hombre, Clennam, era unenfurecido demócrata que parecía encontrar unextraño placer al turbar la paz del Negociadode Circunlocuciones.

El señor Meagles, que había preguntado

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con mucha solicitud el estado de salud de LordDecimus y demás parientes de Barnacle Junior,hizo que el joven prodigio se sentara a la dere-cha de la señora Meables y, ¡oh, debilidadhumana!, el señor

Meagles miraba tan satisfecho a BarnacleJunior que no parecía sino que su mesa se veíahonrada con la presencia de todos los Barnacleconcentrados en el monóculo de su vástago.

CAPITULO VII

El señor Merdle era inmensamente rico yde una audacia comercial prodigiosa: un Midasque transformaba en oro todo lo que tocaba.Tenía sus oficinas en la City, era presidente deuna compañía, administrador de otra, directorde otra más... el señor Merdle no brillaba en elgran mundo, porque no tenía grandes cosasque decir; era un hombre reservado de enorme

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cabeza, y mejillas sonrojadas. Lo poco que de-cía le hacía parecer un hombre agradable, senci-llo, pero que no bromeaba con respecto a laconfianza pública y los derechos que en todocaso tiene la sociedad.

El señor Merdle estaba casado porquenecesitaba una mujer para llenarla de joyas ysubrayar de esa manera sus gestiones en la so-ciedad.

A las reuniones que organizaba la señoraMerdle no asistía su marido más que de vez encuando y lo hacía con el aire de preocupaciónque convenía en un hombre preocupado por gi-gantescas empresas. Miraba a los demás conuna expresión de dignidad tal que pocos hom-bres hubieran sido capaces de adoptar semejan-te actitud.

* * *

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A la pequeña Dorrit le había sido impo-sible llegar a los veintidós años sin que alguiense enamorara de ella. Incluso en Marshalsea lehabía salido un pretendiente. No era un reclusode la prisión sino el hijo del carcelero.

El joven John era un muchacho de estatu-ra pequeña, piernas débiles y escaso cabello.También era débil uno de sus ojos, acaso el queacostumbraba a mirar por la cerradura. Johnera afable y poseía un alma poética, fiel y ex-pansiva. Sus padres, los señores Chivery, noignoraban los sentimientos de su hijo y encon-traban muy agradables las perspectivas de ma-trimonio de John con la pequeña Dorrit. Claroque en éste como en otros tantos, era ella laúnica persona a la que se tomaba en considera-ción.

Tip se daba cuenta y se aprovechaba deldesventurado como medio de destacar su con-dición de «hombre distinguido». Por supuesto,el padre de Marshalsea no sabía nada, su dig-nidad se lo impedía. Pero no le impedía aceptar

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los cigarros y hasta condescendía en ocasionesa pasear por el patio con el pobre John, que entales ocasiones se henchía orgulloso y esperan-zado.

Cierto día, el joven John ataviado con susmejores galas salió de la habitación del «padrede Marshalsea» después de haber hecho la tra-dicional ofrenda de cigarros. Se dirigió al Puen-te de Hierro donde esperaba encontrar a la pe-queña Dorrit. Sus esperanzas no resultarondefraudadas; allá estaba la muchacha, inmóvil,mirando absorta el agua. El lugar estaba soli-tario y todo hacía propicio aquel momento.

-Señorita Dorrit...Amy se volvió sobresaltada.

-¡Oh, señor John! ¿Es usted?-Temo, señorita Amy, que la he molesta-

do al dirigirle la palabra.-Sí, claro... Vine para estar sola.

-Desde hace mucho tiempo acaricio laesperanza de decirle... ¿Puedo hacerlo ahora?Me siento tan afligido por haberla apenado sin

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proponérmelo.- ¡El cielo es testigo de lo quedigo! Pero no pienso confesarlo si usted no meda permiso para ello. Puedo ser desgraciado enmi soledad...

-¡Por favor, John Chivery! Ya que tiene laconsideración de preguntarme si deseo escu-char de sus labios lo que quiere decirme, leruego que no me lo diga...

-¿Nunca, señorita Amy?-No, por favor. Nunca.

La pequeña Dorrit procuró sonreír paradisipar la pena que se transparentaba en el ros-tro de John. Le tendió la mano. El muchachoestalló en sollozos al soltar la diestra de Amy yse alejó sin volver la cabeza, como si no quisieraver otra vez el objeto de sus amores.

* * *

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A decir verdad, la estima del «padre deMarshalsea» hacia el señor Clennam no crecíaen proporción al número de las visitas de éste.Llegó un momento, incluso, en que el señorDorrit manifestó sus dudas sobre los buenossentimientos del señor Clennam.

Justamente había salido Arthur de lahabitación del «padre de Marshalsea» y paraevitar las aglomeraciones que se encontrabanen la calle eludió el Puente de Londres y se di-rigió al de Hierro, que estaba mucho menostransitado. Apenas había puesto allá los piescuando vio a la pequeña Dorrit que caminabadelante de él. Era la ocasión oportuna para ob-servarla. Pero de pronto, ella volvió la cabeza.

-¿La he asustado? -preguntó Arthur.-Me pareció reconocer su paso.-¿Va muy lejos?-He venido a pasear por aquí.Comenzaron a charlar y la conversa-

ción fue interrumpida de pronto por la lle-gada a Maggy. La pequeña Dorrit le repro-

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chó haber dejado solos a sus padres, peroMaggy se excusó diciendo:

-Ha sido él quien me ha enviado con estacarta. ¿Qué puede hacer una niña de diez años?Si el señor Tip me encuentra al salir y al decirledónde voy me escribe otra carta y me dice quela lleve al mismo sitio y que si la respuesta esbuena me dará un chelín, ¿qué culpa tengo yo,madrecita?

Arthur leyó en los ojos de la pequeña Do-rrit que era ella la destinataria de aquellas car-tas. Hizo un ademán a Maggy y se apartó unpoco para cogerlas. Abrió la cartas y respondióinmediatamente utilizando su cartera y un lá-piz. Se excusó con Tip y envió tres libras y diezchelines al señor Dorrit. Le encargó a Maggyque llevara las dos respuestas y le dio el chelínque el fracaso de su segundo mensaje le habíaimpedido ganar.

Cuando volvió al lado de la pequeña Do-rrit y reanudaron el paseo, la muchacha excla-mó con gesto de desamparo:

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-Creo que debo irme a casa. Tengo miedode dejarle. De dejarles a todos. Cuando me voy,pervierten incluso a Maggy sin proponérselo.

-Se trataba de un mensaje sin importan-cia, se lo aseguro.

-Quiero creerlo así, aunque es mejor queregrese. El otro día mi hermano me dijo que seme había contagiado el tono y el carácter de lacárcel. Tal vez sea así. Mi sitio está allá. Hu-biera hecho mucho mejor quedándome enMarshalsea.

-¡Por Dios! No diga que aquélla es su ca-sa.

-¿Acaso tengo otra? Allá soy feliz. Por fa-vor, no me acompañe. Adiós y gracias.

Arthur creyó mejor acceder a su súplica y nose movió mientras la frágil figurilla se alejabarápidamente. Cuando la perdió de vista se aco-dó en la balaustrada y se quedó pensativo, conla mirada fija en el agua.

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* * *

Gracias a la intervención del señor Mea-gles se convirtió Arthur Clennam en el socio deDoyce. El asunto se arregló en menos de unmes y en el Corral del Corazón Sangrante secelebró un banquete que tuvo como escenarioel taller de Dan. Más tarde se colocó un letreroque decía «Doyce y Clennam», que anunciabala nueva sociedad.

Se destinó a Arthur un reducido despa-cho en el extremo del taller. Allá recibió un díala visita de Flora y el «patriarca». Flora le re-prochó, acompañando las palabras con todaclase de carantoñas, que dejara abandonados asus amigos y no la hubiera invitado a la inau-guración de la nueva sociedad. Le dijo, además,que puesto que parecía interesarse mucho porla pequeña Dorrit, iba a proporcionarle trabajoa la muchacha. Arthur le agradeció tanta bon-

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dad y tendió la mano a Flora, que se la estrechóefusivamente. En cuanto al «patriarca», des-pués de soltar una larga serie de vaciedades ypreguntar a Pank por el origen de la pequeñaDorrit, que él mismo había recomendado contanto interés, se despidió sin haber obtenidouna respuesta satisfactoria.

Al quedarse Arthur a solas, volvió a sumemoria la conversación anterior y se volvie-ron a plantear las dudas sobre su madre y -lapequeña Dorrit. Estaba pensando en todo aque-llo cuando una sombra al proyectarse sobre suspapeles le obligó a levantar la vista. Era Panks,que regresaba de acompañar al señor Casby ysu hija.

-Desearía una información sobre la fami-lia Dorrit, señor Clennam -le dijo.

-No lo comprendo. ¿Qué informesdesea?

-Todos los que pueda darme. En cuantoal motivo, sólo puedo decirle que es bueno.

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Deseo ser útil a esa familia. Para su tranquili-dad, le diré que el señor Casby no está implica-do en el asunto. No le impido que supongausted que en casa de dicho señor he oído pro-nunciar su nombre... el nombre de una personaque el señor Clennam desea ayudar. Puedeusted suponer también que el nombre de esapersona ha sido dado por Plornish. Y puestos asuponer, suponga también que he ido a visitaren busca de informes al matrimonio Plornish yque ambos cónyuges me han dicho que fuera aver al señor Clennam. Suponga que he visto alseñor Clennam; suponga también que estoyante él... ¿qué diría?

Arthur contestó que no sabía nada de lagenealogía de los Dorrit. Indicó lo más correc-tamente que le fue posible el número y la edadde los componentes de la familia Dorrit y expli-có al señor Panks la posición del «padre deMarshalsea», así como la fecha de su encarce-lamiento y circunstancias que lo habían ocasio-nado.

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-Ahora, señor Panks, prométame a su vezcomunicarme cuanto llegue a saber de la fami-lia Dorrit.

-Trato hecho -dijo Panks riéndose-.Cumpliré mi parte escrupulosamente. Ahorame marcho porque es día de cobro en el Co-rral. A propósito... ¿tiene con qué pagar unextranjero cojo que se apoya en un bastón ydesea alquilar una buhardilla?

-Yo lo tengo y respondo de él.-Con esto me basta. Su garantía me

tranquiliza.Durante el resto del día el Corral del Co-

razón Sangrante vivió en plena consternación,mientras Panks lo recorría intentando cobrar yexpulsando a los morosos, que le maldecían ala par que deseaban que fuera el propio señorCarby que se hiciera cargo de los cobros, ya queellos lo creían un hombre de corazón tan bon-dadoso como un patriarca que tendría com-pasión de su miseria.

En el preciso momento en las bendiciones

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hacia el señor Gasby y las maldiciones haciaPanks, se escapaban de los labios de los habi-tantes del Corral del Corazón Sangrante, aque-llos personajes se entrevistaban sin testigos y el«patriarca» (que antes del acoso había paseadopor el Corral para reforzar la fe de la gente ensu aspecto orondo y afables modales), aqueleximio farsante, le decía a su extenuado recau-dador, dándole vueltas a los pulgares:

-Muy mal día, Panks, muy malo... En miopinión, y permítame que insista sobre el parti-cular, debería usted sacar más dinero..., muchomás del que saca.

* * *

Aquella misma tarde Plornish visitó a lapequeña Dorrit para decirle que la señora Fin-ching, gran amiga del señor Clennam, deseabadarle trabajo y que la esperaría al día siguiente

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si estaba libre.

Al día siguiente, por la mañana tempra-no, la pequeña Dorrit dejó a Maggy a cargo delas labores de la casa y se dirigió a casa del «pa-triarca». La señora Finching, para hacer honor ala recomendación de su antiguo novio, recibió ala pequeña Dorrit como si fuera una amiga, casino la permitió trabajar, y pasó todo el tiempoexplicándole por menudo detalladamente todala historia de su juventud y cómo Arthur y ellaestuvieron a punto de morir de pena cuandolos separaron; luego pasó a su matrimonio conel señor Finching.

-Pintar las emociones de aquella mañana,en la que yo, toda de mármol por dentro, meacerqué al altar, es cosa para mi imposible. Co-rreré un velo sobre aquellos días. Hicimosnuestro viaje sentimental y regresamos estable-ciéndonos en el número treinta de Little Gos-ling Street. Al poco tiempo, el señor -Finchingpasó a mejor vida. Fue un hombre respetable yesposo indulgente; la menor indicación mía era

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para el una orden. Después de su muerte regre-sé a vivir con mi padre hasta que hace unosdías me dijo que Arthur Clennam me esperabaen el salón.

Flora hubiera querido decir que Arthurhabía vuelto «el mismo de siempre, con losmismos sentimientos hacia ella» pero su natu-ral franqueza impidió a su imaginación que sedesbocara de esa manera.

Llegada la hora del almuerzo, Floracondujo a Amy hacia el comedor y la presentóal patriarca y a Panks que ya estaban espe-rándolas para empezar. La presencia de losdos hombres hubiera intimidado en cualquiersituación a la pequeña Dorrit, mucho más eneste caso, ante la insistencia de Flora para quebebiese una copa de vino y comiese de losmejores bocados. Y su turbación aumentabapor la conducta observada por el señor Panks,que parecía un pintor de retratos, debido a laatención con que escudriñaba sus rasgos,comparándolos con unas anotaciones de su

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libreta. Sin embargo, viendo que no dibujaba,y que hablaba exclusivamente de negociosempezó a sospechar si se trataría de un acree-dor de su padre cuya deuda tuviera anotadaen aquel carnet.

Pero la propia conducta de Panks la sa-có de su error. Hacía media hora que Amyhabía abandonado la mesa y trabajaba a solas.Flora había ido a tumbarse en el cuarto conti-guo, con cuyo hecho, simultáneamente se ex-tendió por la casa cierto delicado aroma dealcohol. El «patriarca» dormía en el comedorcon su filantrópica boca abierta totalmente yla cabeza cubierta por un pañuelo amarillo.Aquel momento fue el que escogió Panks paraaparecer y saludar cortésmente a Amy.¿Unpoquito aburrida, señorita Dorrit? -preguntóen voz baja.

-No, señor; se lo agradezco-Por lo visto está muy ocupada -añadió

Panks, avanzando unos pasos-, ¿qué es eso,

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señorita Dorrit? -Pañuelos.

-¿De veras? -se admiró Panks-, nunca lohubiera dicho -añadió sin mirar los pañuelos,pero mirándola a ella-. Tal vez se preguntequién soy. ¿Se lo digo? Soy un quiromántico.

La pequeña Dorrit empezó a pensarque estaba chiflado.

-Enséñeme la palma de su mano. Meagradaría echarle un vistazo, siempre y cuandoeso no la moleste.

Era molesto, pero Amy dejó la labor en elregazo y extendió la mano con el dedal todavíapuesto.

-Años de trabajo -sentenció Panks, to-cándola con su tosco índice-. ¿Qué son estaslíneas? Un padre. ¿Y ese hombre con un clari-nete? Un tío. ¿Y ese tipo que avanza perezosa-mente? Un hermano. ¿Y esa personita que seocupa de todos ellos? ¡Pues es usted, señoritaDorrit!

Los ojos de Amy se alzaron extrañados

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para mirar a Panks, y pensó que, aunque lehubiera parecido otra cosa, aquel hombre eramuy amable. Pero no tuvo tiempo de confirmaro rectificar esa nueva opinión, porque Panks sehabía puesto nuevamente a estudiar su mano.

-¿Qué es eso? ¡Si soy yo! ¿Qué hago ahí?¿Qué hay detrás de mí?

-¿Es algo malo? -sonrió Amy.-En absoluto -respondió Panks-. Recuer-

de bien lo que le digo. Vivir para ver.La pequeña Dorrit no disimuló que estu-

viera sorprendida, aunque sólo fuera por lomucho que aquel hombre sabía de

ella, y trató de pedirle una explicación asus palabras. Panks se puso muy serio y le rogóque no diera señales de conocerle, le viera don-de le viera, mientras él no se manifestara.

-Soy un quiromántico. Limítese a pensar«Panks, el gitano, con su buenaventura..., undía acabará por explicármela. Vivir para ver.»¿De acuerdo, señorita Dorrit?

-Sí... sí -balbució Amy, muy confusa-. Así

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lo haré mientras no perjudique a nadie.-Bien -Panks miró al aposento contiguo y

avanzó hacia él-. Es una mujer excelente, peroirreflexiva y charlatana.

Con esto se restregó las manos como si laentrevista le hubiera satisfecho, saludó cortés-mente y salió jadeando.

Si la pequeña Dorrit quedó muy intriga-da por la conducta de su nuevo amigo, su des-concierto no disminuyó a la vista de los aconte-cimientos posteriores. No sólo Panks aprove-chaba las ocasiones, en casa de Carby, paramirarla y suspirar significativamente, sino queempezó a inmiscuirse en su vida cotidiana, en-contrándole constantemente en la calle y procu-rando, con uno u otro pretexto, no perderlanunca de vista. La sorpresa creció al descubrirleun día entre los visitantes del «padre de Mars-halsea», charlando con el carcelero como si fue-ran íntimos amigos. Se coronó la sorpresacuando supo que había estado paseando delbrazo de un detenido.

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* * *

El domicilio privado del señor Panks es-taba en Pentonville, en el segundo piso de lacasa del señor Rugg, agente de negocios, conta-ble y que se dedicaba también al cobro de mo-rosos. Panks había estipulado con el tal Ruggsu derecho a compartir el desayuno, la comidao la cena de los domingos con el señor Rugg ysu hija. Hasta entonces, Panks no se había ocu-pado de negocios en su alojamiento de Penton-ville; más ahora, convertido en quiromántico,se encerraba a menudo con el señor Rugg en eldespacho de éste, e incluso quemaba velas ensu habitación estando despierto hasta altashoras de la noche.

El señor Panks intimó con el carceleroChivery y con su hijo John, consiguiendo que el

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susodicho John entrara a formar parte de subanda de conspiradores, encargándole miste-riosas misiones.

Que Panks invitara a alguien a comer enPentonville era un hecho sin precedentes en losanales. John fue el invitado. El banquete tuvolugar un domingo y la señorita Rugg preparócon sus propias manos una pierna de carnerocon ostras. Asimismo se hizo acopio de naran-jas, nueces y manzanas. Y Panks trajo ron elsábado por la noche, para alegrar el ánimo desu invitado.

Llegados los postres y antes de que seempezara la botella de ron, apareció la libretade Panks; entonces se procedió a tratar de ne-gocios rápidamente, pero en forma extraña.

-Para empezar -dijo el señor Panks- hayun cementerio en Bedfordshire. ¿Quién lo quie-re?

-Yo mismo -ofreció Rugg- si nadie lodesea.

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-Aquí hay una investigación en York,¿quién la quiere? -preguntó Panks.

-No me conviene York -dijo Rugg.-Entonces, ¿quizá usted, John Chivery? -

sugirió Panks.Habiendo asentido John, Panks le entre-

gó un papel, tras lo cual siguió mirando los queconservaba en la mano.

-Una iglesia en Londres. ¡Bah! Me la que-do. Una Biblia de familia... también me la que-do. Dos para mí -dijo Panks-. He aquí un escri-bano en Durahm para usted, señor Rugg. Dospara mí, ¿eh? Y esta lápida... Tres..., y un niñomuerto al nacer.

Distribuía las papeletas sin elevar la voz,el señor Panks metió la mano en un bolsillo ysacó una bolsa de lona de la que extrajo dineropara los gastos del viaje.

Tal vez fue le festín dado por los Panksen Pentonville, tal era su existencia activa ymisteriosa. Los solos momentos de distracciónen que parecía olvidar las preocupaciones y

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recrearse yendo a algún sitio o charlando, eranlos que pasaba con el extranjero cojo que sehabía instalado en el Corral del Corazón San-grante.

El extranjero, llamado Juan Bautista Ca-valletto, era un hombre tan alegre y afable, quesu atractivo sobre Panks procedía, sin duda, delcontraste entre los dos. Se le veía siempre felizmientras paseaba por el patio apoyado sobreun bastón, excitando la simpatía general porrisa franca y abierta.

Ganaba su vida recortando flores en ma-dera y pagaba puntualmente su alquiler.

El señor Panks tomó la costumbre, cuan-do volvía hacia su casa, fatigado por el trabajode la jornada, de subir a casa del señor Bautistay saludarle.

-¡Hola, amigo! Altro!A lo cual el señor Bautista contestaba con

innumerables sonrisas y gestos:-Altro! Signore, altro! Altro!

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Y después de tan interesante conversa-ción, Panks descendía la escalera y continuabasu camino con aire satisfecho, como un hombreque acaba de descargarse de un peso y tiene unaire más jovial.

* * *

Si Arthur Clennam no hubiese llegado aadoptar la firme resolución de no enamorarsede Pet, habría vivido en estado de continuainquietud, motivado por su inclinación a sentirdesagrado por Henry Gowan, y su sentimientode que tal era una inquietud indigna.

Doyce había pasado el día en Twicken-ham donde Clennam se había excusado deacudir. Al llegar, Daniel asomó la cabeza alaposento de Arthur para darle las buenas no-ches y le contó que en Twickenham había esta-

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do Henry Gowan quien parecía muy interesadoen cortejar a Pet.

-Veo que inquieta a mis amigos -dijo elsocio de Clennam- y adivino que les causarápena en lo futuro. Veo que hace más profundossurcos de las arrugas de mi viejo protector,cuanto más se acerca y cuanto más mira a lahija de la casa. En suma, le veo como una redtendida alrededor de la linda criatura a la cualnunca hará feliz.

-No podemos estar seguros -replicó susocio- y hemos de tener esperanzas, y ser, sino generosos, por lo menos justos. Nohemos de denigrarle porque triunfa en sucortejo y no hemos de discutirle el derechode ofrecer su amor a quien considere dignode recibirlo.

Después de ponerse de acuerdo se estre-charon la mano, como si hubiera habido algograve en el fondo de su conversación, luego sesepararon.

Cuando a la mañana siguiente, Gowan

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pasó por el despacho de Clennam le saludóafectuosamente y le dijo:

-Lamento que no viniera ayer a Twicken-ham. Pasamos un día muy agradable. Su socioes un anciano muy agradable, tan sencillo, tanleal, tan afable... a fe que uno se siente deses-peradamente inútil de compararse con él.Hablo por mí, claro está, sin incluirle a usted.Usted también es de los buenos.

-Gracias por el cumplido -dijo Clennam,a disgusto-. Usted también lo es, supongo.

Después de intercambiar una serie decumplidos, Henry Gowan indicó a Arthur sudeseo de presentarle a su madre, invitándole acomer y rogándole fijara el día que más le con-viniera. ¿Qué podía decir Clennam? Pocas co-sas había que desease menos, o que hubierahecho más por rehuir. Respondió simplementeque estaba a su disposición, y en consecuenciase fijó el día, bien temido por cierto hasta sullegada, pero acogido cuando llegó.

La señora Gowan le recibió con condes-

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cendencia. Se mostró, sin embargo, algo altivacon Arthur. Con suave melancolía, motivadapor el hecho de que su hijo se viera reducido acortejar al cochino público en su calidad depintor, la señora Gowan encauzó la conversa-ción hacia los «malos tiempos». Fue entoncescuando Clennam comprendió por primera vezsobre qué diminutos goznes gira este mundo.Clennam escuchó la apología de la dinastía delos Barnacle en sus distintas ramas, únicos ca-paces de salvar el país, según la señora Gowan,que consideraba que el resto del mundo nopasaba de la categoría de «chusma».

La señora Gowan pareció interesada enconocer algunos detalles acerca de la señoritaMeagles.

-En primer lugar, ¿es ella realmente lin-da? -preguntó a Arthur.

-La señorita Meagles es muy hermosa.-Los hombres se equivocan tan a menudo

en esas cosas, que le confieso francamente mis

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dudas -replicó la señora Gowan, moviendo lacabeza-, incluso después de escuchar su opi-nión. Los pescó en Roma, ¿verdad?

-Perdóneme; no entiendo su expresión -replicó Clennam sin querer parar mientes enaquella frase que constituía un mortal agraviopara la familia Meagles.

-Que pescó a esa gente... -repitió la seño-ra Gowan, tamborileando con sus dedos en suabanico-. Los encontró... Los descubrió. Dio conellos...

-No puedo decirle dónde mi amigo el se-ñor Meagles presentó por primera vez a su hijaal señor Henry Gowan.

-Sin duda los pescaría en Roma; pero noimporta... Y ahora, dígame (entre nosotros,desde luego), es plebeya.

-La verdad, señora -replicó Clennam-, yomismo soy tan indudablemente plebeyo que nopuedo juzgar.

-¡Eso es hablar claro! -comentó la señoraGowan, abriendo su abanico-. De donde infiero

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que usted opina que los modales de esa chicaigualan a su aspecto, ¿verdad?

Arthur continuó escuchando de muy ma-la gana, por cierto, cómo la señora Gowan me-nospreciaba a sus amigos los Meagles y sintiórubor al oír que Henry Gowan podía haberescogido mejor en vez de fijarse en una mucha-cha como Pet, plebeya, sin distinción y posi-blemente con una dote muy pequeña. Procuródespedirse lo antes que pudo y cuando salió deaquella casa parecía muy pensativo.

* * *

Las preocupaciones del señor Clennamcon respecto a la familia Meagles aumentaroncon otra complicación unos días más tarde,cuando al entrar a su casa se encontró a suamigo que le explicó que Tattycoram les había

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abandonado para no volver.

El señor Meagles suplicó a Arthur que leacompañara a visitar a la señorita Wade conquien sospechaba estaría Tattycoram. Ambos sepusieron inmediatamente en camino y pocodespués llamaban a la puerta de la casa de laseñorita Wade.

La entrada estaba tan oscura que nohabía posibilidad de ver a la persona que abrió.A sus preguntas de si se encontraba allí la seño-rita Wade, la voz de aquella persona, desde laoscuridad, les invitó con marcada brusquedada que la siguieran escaleras arriba, dejándolessolos en una habitación.

Los visitantes tuvieron que aguardar cosade un cuarto de hora antes de que se abriera lapuerta y apareciera la señorita Wade. Era lamisma que cuando se separaron: igual de her-mosa, igual de despectiva. No manifestó sor-presa alguna al verlos, ni la menor emoción.

-Presumo -dijo- conocer el motivo de su

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visita. Pueden hablar sin preámbulos.-El motivo, señora -repuso Meagles- es

Tattycoram. ¿Sabe dónde está?-Claro. Se encuentra aquí conmigo. '

-Entonces, señora, permítame participar-le que tanto yo, como los míos, nos alegrare-mos de que regrese a casa. Ha estado muchosaños con nosotros, no olvidamos sus derechosa nuestra ayuda y sabremos hacer las debidasconcesiones.

-¿Concesiones? ¿Qué quiere decir?-Sencillamente, que estamos dispuestos

a olvidar sus arrebatos... veleidades...Ante el visible embarazo de Meagles, in-

tervino Arthur, indicando la conveniencia deque se hallara presente Tattycoram. La señori-ta Wade no puso ninguna dificultad y pocodespués la chica apareció de su mano. Resul-taba curioso verlas juntas. Tatty confusa, laseñorita Wade mirándola atentamente con surostro inexpresivo, que sugería una extraordi-naria energía.

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-Aquí está tu amo -dijo con voz sin tona-lidades-. Quiere llevarte a su casa si apreciaseste favor y convertirte en la esclava de su lin-da hija, el piquete de la casa que sirve parademostrar lo bondadosa que es la familia. Vol-verías a tener tu extraño nombre, que te hacepermanecer aparte y no olvidar tu oscuro na-cimiento. Puedes volver con la hija de ese se-ñor, Harriet, y ser para ella un recuerdo per-manente de su propia personalidad y generosacondescendencia. Puedes recobrarlo todo consólo decirles a esos señores cuán arrepentidaestás. ¿Qué dices, Harriet? ¿Quieres ir?

La muchacha, que bajo la influenciade estas palabras había ido acalorándose ysonrojándose, contestó, relampagueantes losojos:

-Antes preferiría morir.La indecible consternación del pobre

Meagles al oír sus motivos y acciones tan desfi-gurados, le habían impedido intervenir, pero alver el gesto de triunfo de la señorita Wade, re-

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cobró el habla y trató de convencer a Tattyco-ram de la bondad de sus sentimientos.

Pero la muchacha, tapándose los oídos,volvió el rostro hacia la pared. La señorita Wa-de, que la había observado con su enigmáticasonrisa, la ciñó con el brazo como tomandoposesión de la muchacha para siempre. Y en surostro había una clara expresión de triunfocuando se volvió para despedir a los visitantes.

-Como es la última vez que tendré elhonor de verlos -dijo-, para que no ignoren losmotivos de mi influencia debo decir que se ba-san en una causa común. Lo que su antiguojuguete es, en cuanto a procedencia, lo soy yo.Ella no tiene nombre; yo tampoco. Su agravioes mi agravio.

Esto iba dirigido a Meagles que, acom-pañado de Clennam, salió apenadísimo delaposento.

CAPITULO VIII

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La casa de la señora Clennam conservabasu lobreguez durante todos estos acontecimien-tos, y la enferma, seguía, tarde y noche, llevan-do el mismo y monótono género de vida. Se ha-cían bastantes negocios, según suponía Affery,pues su marido tenía mucho trabajo en el des-pacho y recibía infinidad de visitas.

La pequeña Dorrit acababa de terminarsu trabajo en la habitación de la señora Clen-nam y cuando, al despedirse, daba las buenasnoches a la señora, la madre de Arthur posó sumano sobre el brazo de la muchacha. Amy,turbada por aquel gesto inesperado, quedó in-móvil y temblorosa.

-¿Tiene muchos amigos? -le preguntó laseñora Clennam. -No, señora, muy pocos.Aparte de ustedes, no tengo otros amigos quela señora Flinching y otra persona.

-No es asunto mío, ya lo sé -dijo la señoraClennam, casi sonriendo-; lo pregunto por queme interesé por usted y por que creo fui su

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amiga cuando no tenía otra, ¿no es así?-Sí, señora, así es. A no ser por usted y

por el trabajo que me daba, nos habría faltadotodo.

-¿Nos? -repuso la señora Clennam, con-sultando el reloj de su difunto marido-. ¿Sonustedes muchos?

-Papá y yo. Quiero decir que sólo mi pa-dre y yo tenemos que vivir de lo que gano.

-¿Han sufrido muchas privaciones, usted,su padre... y los otros familiares?

-Algunas veces pasamos situaciones difí-ciles -dijo la pequeña Dorrit, con voz tímida ypaciente-, pero no más difíciles de lo que paraotras personas puedan haber sido.

-¡Bien dicho! -afirmó, rápida, la señoraClennam-. Esta es la pura verdad. Es usted unabuena chica, y agradecida, si no me equivoco.

La señora Clennam, con una dulzura dela que la señora Jeremiah ni en sus sueños lahubiera creído capaz, acercó hacia sí el rostro

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de la muchacha y le dio un beso en la frente.La señorita Jeremiah acompañó a la pe-

queña Dorrit hasta la puerta, con el cerebroturbado por lo que acababa de ver y oír; per-maneció en la puerta, dando vueltas a las ideasen su cabeza, bajo un cielo encapotado y lluvio-so.

Affery, cuyo medio a los rayos y truenossólo era igualado por su temor a quedarse en-cerrada en la casa, estaba indecisa entre si en-trar o no, hasta que la última duda fue solven-tada por la puerta, a la que un golpe de vientocerró, dejando a la mujer fuera.

«¿Qué he de hacer? ¿Qué he de hacer? -sedecía Affery, retorciéndose las manos en esteúltimo e inquietante sueño-. ¡Y ella sola dentroy no podrá, aunque quiera, bajar a abrir estaendiablada puerta!»

De pronto lanzó un grito, sintiendo queuna mano de hombre se posaba en su espalda.

El hombre llevaba un vestido de viaje,

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gorra de piel y capa. Parecía extranjero, suscabellos y bigote eran negros y su nariz gan-chuda. Se rió ante el susto de Affery, y al reír, elbigote se elevó a la nariz y la nariz se inclinóhacia el bigote.

Después de procurar tranquilizar a laasustada Affery, y de enterarse de que en aque-lla casa vivía la señora Clennam, propuso queél podría alcanzar el primer piso y descenderluego para abrir la puerta. Affery, asustada porlo que le diría su marido si se enteraba de loocurrido, aceptó la proposición del extranjero,quien entregándole la capa, escaló la pared has-ta el primer piso desapareciendo por la ventanay compareciendo momentos después ante Affe-ry, a quien rogó fuera en busca de su maridopara tratar de negocios.

Los dos esposos llegaron corriendo y en-contraron al desconocido todavía en la puerta ala par que oyeron a la señora Clennam, que,desde arriba, gritaba:

-¿Quién es? ¿Qué ocurre? ¿Por qué no

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contesta nadie? ¿Quién hay ahí abajo?Cuando los dos esposos Flintwinch llega-

ron al umbral donde estaba el desconocido, ésteretrocedió sobresaltado al ver a Jeremiah.

-¡Muerte y condenación! -exclamó-. ¿Có-mo llegó hasta aquí?

El señor Flintwinch, al que iban dirigidasestas palabras, se volvió hacia su mujer pidién-dole la explicación de aquel enigma; pero, al norecibir ninguna, saltó sobre ella y la zarandeócon tanta violencia que le saltó el gorro de lacabeza a Affery. El desconocido recogió galan-temente el gorro e intervino:

-Permítame -dijo poniendo la mano en elhombro de Jeremiah, que soltó a su mujer-.Arriba hay alguien que está enérgicamente in-trigado por lo que ocurre aquí.

El señor Jeremiah entró en el vestíbulo ygritó:

-¡Ya va! Estoy aquí. Affery, sube en se-guida por la luz.

Luego, volviéndose a su mujer, le ordenó

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que subiera rápidamente, mientras él invitabaal extranjero a pasar a su despacho.

-¿Qué se le ofrece? -preguntó en cuantoestuvieron a solas en el despacho.

El extranjero, dejando la capa y los guan-tes sobre un sillón, avanzó diciendo:

-Me llamo Blandois y supongo que suscorresponsales de París le habrán avisado.

-No hemos recibido de París ninguna car-ta concerniente a ningún Blandois.

El señor Blandois siempre sonriente sacóla cartera y una carta que entregó al señorFlintwinch, mientras le expresaba sus excusaspor haberle confundido con un amigo suyo conel cual tenía gran parecido.

Jeremiah leyó la carta y reconoció la es-critura por la que se abría un crédito a favor delseñor Blandois de cincuenta libras.

-Muy bien -dijo Flintwinch-. Nos serágrato prestarle la ayuda que necesite. ¿Qué ne-cesita?

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-¡A fe mía que debo cambiarme, comer,beber, alojarme en alguna parte! -contestó elcaballero encogiéndose de hombros-. Tenga labondad de indicarme dónde puedo hacerlo. Lacuestión económica no corre prisa hasta maña-na.

El señor Flintwinch le ofreció su compa-ñía para guiarle a una cercana taberna, peroantes pasó la tarjeta de visitante a la señoraClennam, quien quedó conforme en recibirle unpoco más tarde.

A causa de su aspecto gentilhombre, lecedieron la mejor habitación en la taberna y allí,con ropa limpia, con el cabello planchado yperfumado, Blandois esperó la cena. El desco-nocido tenía cierto alarmante parecido con untal Rigaud que también había esperado, tiempoatrás, su comida sentado en el poyo de piedra,delante de la reja de una celda, en el calabozode una cárcel de Marsella.

Terminada la cena, Blandois sacó de subolsillo un cigarro y fumó plácidamente, enca-

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minándose luego a la sede oficial de la casaClennam y Compañía.

La señora Clennam, que tenía la carta so-bre la mesa, inclinó la cabeza e invitó a sentarseal extranjero. Blandois, con frases galantes, in-dicó su temor de molestarle por lo intespectivode la hora, diciendo que ya había presentadosus excusas al señor...

-Perdón... no sé cómo se llama... No hetenido el honor de serle presentado...

-Es el señor Jeremiah Flintwinch y tienerelaciones con la casa desde hace mucho tiem-po. A la muerte de mi marido, mi hijo prefirióotra carrera y esta casa no encontró mejor re-presentante que el señor Flintwinch. Esto, em-pero, tiene poco interés para usted. ¿Es ustedinglés?

-No, señora. No he nacido, ni me he edu-cado en Inglaterra. En realidad no pertenezco aningún país -dijo Blandois-. Desciendo de me-dia docena de países.

-¿Es usted casado?

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-Señora -repuso Blandois, con un des-agradable fruncimiento de cejas-. Adoro susexo; pero no estoy casado... nunca lo estuve.

La señora Jeremiah, que se hallaba sir-viendo el té, miró al visitante y vio en sus ojosalgo que atrajo su mirada irresistiblemente.Hasta tal punto se le quedó mirando, y de for-ma tan persistente que incluso la señora Clen-nam se dio cuenta y tuvo que reprenderla.

Mientras sorbía el té, el señor Blandois sefijó en el reloj del difunto señor Clennam y,después de haber obtenido permiso para exa-minarlo, manifestó su extrañeza respecto aunas iniciales N.D.O.

-No son ninguna divisa, señor Blandois -replicó a su pregunta la señora Clennam-. Serefieren a una frase. Siempre ha significado: NoDebes Olvidar.

-Y, naturalmente -dijo Blandois, dejandoel reloj y volviendo a su asiento-, usted no olvi-da.

-No, señor. No he olvidado. Una vida tan

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monótona como la mía no es lo más propiciopara olvidar. Una vida de voluntaria peniten-cia, no es el medio más propicio para olvidar.

En el rostro de Flintwinch había un des-tello de suspicacia cuando el visitante se levan-tó para despedirse de la señora Clennam, aldarse cuenta de la exageración de los modalesque afectaba. Y sus sospechas parecieron con-firmarse cuando recogiendo unas palabras de ladueña de la casa, el señor Blandois manifestó eldeseo de visitar toda la casa. Y Flintwinch ob-servó que el extraño visitante, en vez de mirarcuanto le enseñaba, no apartaba los ojos de él,tratándole además con excesiva familiaridad.

Al finalizar la visita, después de palmearlos hombros de Jeremiah en tono familiar ychancero, como si estuviera celebrando unabroma, el señor Blandois le invitó a acompañar-le a su alojamiento para tomar unas copas. Sinvacilar, Jeremiah aceptó la invitación y bajo unalluvia torrencial, se dirigieron al aposento delviajero, donde Blandois trató de emborracharle

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con Oporto. Pero muy pronto se dio cuentaaquel hombre que anegar con vino la lengua deaquel hombre no ofrecía la ventaja de desatár-sela, sino más bien ligársela todavía más.

Después de quedar de acuerdo en que aldía siguiente el señor Blandois podría girarcontra la casa Clennam y Compañía, se separa-ron como buenos compadres. Pero la gran sor-presa fue que el señor Blandois no se presentóal día siguiente y al preguntar por él en la hos-telería, el señor Flintwinch recibió la desconcer-tante respuesta de que su visitante de la nocheanterior había regresado al continente, vía Ca-lais. Sin embargo, Jeremiah no dudó que tardeo temprano volvería a tener noticias del señorBlandois.

* * *

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El señor Clennam había acudido a casadel «padre de Marshalsea» para intentar hablara solas con la pequeña Dorrit, y lo consiguiódespués de una ligera discusión con Tip, queaún no había digerido su negativa en socorrerleen cierta ocasión. Maggy estaba sentada junto ala ventana, cosiendo con gran afición y cuandoArthur se movió para sentarse junto a la pe-queña Dorrit, ésta pareció sobresaltarse. Clen-nam la tranquilizó reprochándole lo mucho quehacía que no había vuelto a verla. Amy se de-fendía con dificultad, cuando la escalera empe-zó a crujir bajo el peso de alguien que se dirigíaallí. Poco después, un ruido parecido al de unacafetera en plena ebullición le advirtió que elque llegaba era Panks.

-Panks, el gitano -exclamó sin aliento-.¿Quieren que les diga la buenaventura?... Ven-go de la sesión de canto con los huéspedes. Hecantado aunque no sé hacerlo, pero no importa.El secreto está en gritar tan fuerte como los de-más.

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Continuaba inmóvil en la puerta,hablando y resollando, con aire singular, comosi en vez de ser el cobrador del señor Casby,fuera el dueño de Marshalsea. Al principio,Clennam supuso que estaba ebrio, pero prontose dio cuenta que no era la bebida la causa desu emoción.

-¿Cómo está, señorita Dorrit? -preguntóPanks-. Pensé que no le molestaría que le visi-tara un momento. Supe que estaba aquí el señorClennam y pensé que así podría saludarles alos dos.

Aceptando las gracias del señor Clennamy de la pequeña Dorrit, Panks continuó char-lando incansable, explicando los motivos de sualegría y su deseo de dejar para el día siguienteel cobro de los alquileres del Corral. Luego, conun guiño picaresco, indicó a la pequeña Dorritque Arthur era un amigo y que delante de él noera preciso que fingiera no conocerle.

Su excitación empezaba a contagiar al se-

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ñor Clennam y Amy vio que los dos cambiabanmiradas de inteligencia, lo que no dejó de ex-trañarle.

Después de lanzar unas insinuacionesacerca del destino secreto que le esperaba,Panks se despidió para volver, según dijo, consus compañeros, pero antes de llegar al patio,Clennam ya le había alcanzado y le preguntabacon ansiedad:

-¿Qué ocurre? ¡Conteste en nombre delcielo!

-Un momento -replicó Panks haciendouna seña a un hombre sin sombrero-. Permíta-me que le presente al señor Rugg.

Los dos hombres sacaron unos papeles ydocumentos y Panks saltando por encima deRugg, como si estuvieran jugando, cogió de lassolapas a Clennam.

-¡Oigan! -susurró Clennam-. ¿Han descu-bierto algo?

-Así lo creo -repitió Panks con unción di-fícil de describir.

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¿Su descubrimiento compromete a al-guien? ¿Hay algún fraude en lo que han descu-bierto? ¿Se implica a alguna persona?

-En absoluto.-¡Dios sea loado! -exclamó Clennam,

añadiendo-: Hablen, pues.-Debe usted saber -resolló Panks, desdo-

blando febrilmente papeles y hablando en fra-ses cortas-. ¿Dónde está el árbol genealógico?...El documento número cuatro, señor Rugg.Aquí, aquí, aquí... Debe usted saber que hoyhemos completado el asunto, pero no será legalhasta dentro de unos días... pongamos una se-mana... Hemos trabajado en él día y noche porno sé cuánto tiempo. ¿Sabe usted cuánto?...¿No? ¡Es igual!... Usted se lo comunicará a ella,señor Clennam. Pero espere a que le avisemos.¿Dónde está el total en cifras redondas?... Aquílo tengo. Mire... esto es lo que tendrá que co-municar con toda clase de precauciones. Estasuma pertenece al «padre de Marshalsea».

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* * *

Resignándose a lo inevitable, a la par quesacando el mejor partido de aquella gente, losMeagles, y amoldándose a lo que llamaba undestino inexorable, la señora Gowan decidió nooponerse a la boda de su hijo. Es posible queaquella decisión fuera influida por ciertas con-sideraciones de orden maternal y político.

La primera era que su hijo no manifestónunca la intención de solicitar su consentimien-to, ni parecía muy inquieto ante la idea de unanegativa por su parte. La segunda era que Hen-ry, en cuanto se hubiera casado, dejaría de im-poner ciertos impuestos a las menguadas rentasmaternas. La tercera era que tal como hablaseconvenido, el suegro saldaría al pie del altar lasdeudas del joven Gowan. A esas razones había

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que añadir que la señora Gowan se apresuraseen dar su consentimiento en cuanto supo que elseñor Meagles había acordado el suyo y que, enrealidad, la obstinada negativa de éste habíasido el único obstáculo para la boda.

Sin embargo, entre sus parientes y amis-tades mantuvo su dignidad individual y la delos Barnacle propalando con diligencia la afir-mación de que la boda constituía un mal nego-cio y que estaba verdaderamente apenada deque los Meagles hubieran pescado a su Henry.

A medida que se aproximaba el día de-signado para la boda Clennam buscaba consencillez el modo de dar a entender al señorGowan que estaba dispuesto a ofrecerle fran-camente su amistad. Henry le trató con su des-enfado habitual y con su acostumbrada con-fianza. Es decir, sin confianza alguna.

Pero, naturalmente, la fiesta no resultó loagradable que debió ser; Meagles, apabulladopor la presencia de tantos Barnacle, no parecíael mismo. La señora Gowan, en cambio, era ella

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misma y eso no contribuyó a mejorar las cosas.Flotaba en el aire una idea de que no había sidoMeagles quien se había opuesto a la boda, sinola noble familia de los Barnacle, y de ello erauna muestra el hecho de que todos se dabanperfecta cuenta de que una vez concluida lafiesta, no volverían a relacionarse entre sí Mea-gles y Barnacle.

La parte más grata de la fiesta, paraClennam, fue la más penosa; cuando el señor yla señora Meagles rodearon a Pet en el salón delos retratos antes de dejarles y ser otra Pet muydistinta de la que hasta entonces había sido. Elmomento fue de tan sencilla naturalidad queincluso Gowan se emocionó.

-Cuídela, Henry...-¡Vive Dios que así lo haré! -respondió és-

te gravemente.Un desconsolador vacío pareció reinar en

la casa y en el corazón de los padres de Pet,Meagles llamó en su ayuda al recuerdo de laboda y exclamó:

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-¡Resulta consolador y muy grato ver unaconcurrencia tan distinguida!

CAPITULO IX

Fue en esa época cuando Panks, en cum-plimiento de su convenio con Clennam, le con-tó su historia de agorero y la suerte de la pe-queña Dorrit. El padre de ésta era herederolegal de una gran fortuna que había permane-cido largo tiempo ignorada, sin ser reclamada,y acumulando sus propios réditos. Sus dere-chos eran claros, todos los obstáculos vencidos,unas cuantas firmas... y el anciano sería dueñode una gran fortuna.

En las gestiones, Panks había dado mues-tras de gran sagacidad para establecer los dere-chos de Williams Dorrit, una gran paciencia yuna discreción admirable.

-De este modo -le decía Panks al señorClennam-, si la cosa hubiera fracasado en el

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último momento, nadie, salvo nosotros habríasufrido ninguna desilusión o perdido un solopenique.

Puestos de acuerdo los dos hombres res-pecto a la manera y cantidad con que debíanrecompensarse los esfuerzos y los gestos dePanks y sus ayudantes, Arthur se dirigió a casadel señor Casby para dar la gran noticia a lapequeña Dorrit.

En el salón encontró a Flora que manifes-tó una gran sorpresa al verle y no fue menorésta cuando Arthur le comunicó la noticia queiba a transmitir a la pequeña Dorrit. Flora juntólas manos y derramó lágrimas de simpatía y dealegría, y como en aquel momento los pasos dela pequeña Dorrit anunciaron su llegada eludióel encuentro y huyó a la vecina habitación.

Por mucho que se esforzó en componersu rostro y en aparentar serenidad, no logróArthur su objetivo y cuando entró la muchacha,al verle exclamó:

-¡Señor Clennam! ¿Qué ocurre?

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-Nada, nada. Es decir, nada malo. He ve-nido a traerle una buena noticia.

-¿Una buena noticia? -repitió la mucha-cha.

-Sí, no puede serlo mejor. Su padre puedeestar libre esta misma semana; él no lo sabe,hemos de ir a decírselo. Dentro de pocos díasestará libre... Tal vez unas horas... Hay queanunciárselo.

Los labios de la pequeña Dorrit parecie-ron pronunciar: «Sí» aunque Arthur no oyóporque seguía diciendo:

-Pero eso no es todo. Su padre no será unmenesteroso cuando salga. No carecerá de na-da. Su padre será rico. Es rico ya. Una enormesuma le será entregada como herencia. Todosustedes son ricos y yo doy las gracias al cieloporque ha recompensado a la más noble y vale-rosa de sus criaturas.

El la besó y ella, reclinando la cabeza so-bre el hombro, se desvaneció. Flora acudió alpunto para cuidarla y charló de forma tal que

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no se sabía si estaba rogando que el «padre deMarshalsea» tomara una cucharada de divi-dendos o si le felicitaba por la herencia. El de-seo de volar junto a su padre hizo más en lapequeña Dorrit que todos los cuidados de Flo-ra, y poco después iba en coche al lado del se-ñor Clennam en dirección a la cárcel.

* * *

La pequeña Dorrit abrió la puerta sinllamar y entró seguida de Arthur. El padre es-taba sentado, con su vieja bata gris y su viejogorro de terciopelo, tomando el sol junto a laventana y leyendo un diario. Tenía los lentes enla mano y miraba sorprendido a Clennam aaquellas horas, y mucho más al verle acompa-ñado por Amy. Se volvió hacia su hija y la mirocon atención, mientras estrechaba la mano deClennam distraídamente.

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-¿Me han hecho tan feliz esta mañana,padre!

-¿Te han hecho feliz, querida?-Sí, el señor Clennam, padre. Me ha dado

una noticia tan maravillosa referente a ti... Y sicon su habitual solicitud no me hubiera prepa-rado, padre, no sé si lo hubiera podido so-portar.

La emoción de la pequeña Dorrit ganó alanciano, que miró a Clennam suplicante, lle-vando una mano a su corazón. -Serénese, señor-le dijo Arthur-, y piense. Piense en el azar másespléndido de la vida. Todos hemos oídohablar de grandes sorpresas que causan gran-des alegrías. Son raras, pero todavía suceden.¿Qué sorpresa sería la más grata para usted,señor Dorrit? No tema imaginarla o decir cuálsería.

El padre miró de hito en hito a Clenname incluso palideció. El sol brillaba sobre el murodel exterior y las púas de hierro que lo remata-ban. Lentamente, Dorrit extendió la mano que

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tenía sobre el corazón y señaló el muro.-Está derribado -respondió Clennam-.

¡Desaparecido!El viejo permaneció en aquella actitud

mirándole fijamente.-Y en su lugar -prosiguió Clennam-, po-

seerá los medios para disfrutar de las cosas quele han sido vedadas durante tanto tiempo. Se-ñor Dorrit, dentro de unos días se hallará ustedlibre y en plena prosperidad. Le felicito de co-razón por este cambio de fortuna y por el felizfuturo al que podrá llevar el tesoro con que sevio bendecido usted, la mejor de todas sus ri-quezas: el tesoro que está a su lado.

* * *

Y llegó el día en que Dorrit y su familiatenían que abandonar la cárcel. El intervalo

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había sido corto, pero el anciano se quejóamargamente de su duración y llegó a mostrar-se exigente con Rugg a este respecto. Empezó amostrarse despótico y orgulloso, y rechazó laoferta del director de la cárcel que le brindó doshabitaciones en su casa mientras llegaba elmomento de devolverle la libertad.

Aquellos días pasaron procurando ade-centar el vestuario de todos los componentes dela familia y el señor Dorrit dio orden a sus ban-queros, los señores Peedle y Pool de ManumentYard, de que saldaran cuantas deudas tenía el«padre de Marshalsea».

Al llegar el momento de la partida, el pa-tio se llenó con todos los detenidos y sus fami-liares, que vestían sus mejores galas. Los doshermanos salieron cogidos del brazo, pensativoel señor Dorrit -Williams-, que no sabía cómoiban a arreglárselas aquellos pobres cuando élno estuviera allí, caminaba solemne y triste, ibadando palmadas a los niños en la cabeza y sa-ludos a la gente, mostrándose condescendiente

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con todos los presentes. La familia subió al co-che, adquirido por Tip, y el lacayo recogió elestribo.

Entonces, Tip exclamó:-¿Dónde está Amy?Todos se miraron extrañados. Cada uno

creía que estaba con el otro. Esta salida era elprimer acto que realizaban sin Amy. Un mo-mento se miraron con dudas, hasta que Tip ex-clamó:

-Es una vergüenza, padre. ¡En un mo-mento como éste...! Ahí está Amy con su viejovestido de siempre, por el que se ha mostradotan obstinada, diciendo que hoy más que nuncaquería llevarlo... Ahí está, acompañada por eseClennam...

La culpabilidad de Amy quedó demos-trada al tiempo que Tip anunciaba el terribledelito. Clennam apareció ante la portezuela delcoche llevando en brazos a Amy.

-La habían olvidado -dijo Arthur en tono

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de reproche-. Corrí a su cuarto y la encontrédesmayada. Por lo visto subió a cambiarse devestido y perdió el conocimiento. Tal vez laemoción fue demasiado fuerte... Cójala, Tip, nola deje caer.

Tip cogió a su hermana, deshaciéndoseen excusas con Clennam y dando orden al laca-yo que pusiera el coche en marcha. El lacayocerró la portezuela con un vivo «con su per-miso» dirigido a Clennam y el coche se alejó.

* * *

Era una tarde de otoño. Un grupo de via-jeros se encontraba reunido en el convento delGran San Bernardo. Después de la cena, todoslos turistas, menos uno, se dirigieron a los apo-sentos que les habían sido destinados. Aquelturista que había quedado solo, después de

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apurar el vaso que tenía en las manos, examinóel registro de viajeros colocado encima del pia-no.

«Williams Dorrit, squire; Frederic Dorrit,squire; Edward Dorrit, squire; miss Amy Do-rrit; señora General y su servidumbre dirigién-dose desde Francia hacia Italia. Señor y señoraHenry Gowan, dirigiéndose desde Francia aItalia.»

El viajero cogió una pluma, y con letrafirme y muy pequeña, escribió debajo de losnombres que acababa de leer: «Blandois, deParís, dirigiéndose de Francia a Italia». Terminóluego con un rasgo que parecía encerrarlos atodos y satisfecho de su obra, cogió el farol y sedirigió a la celda que le había sido destinada.

Es indispensable dar a conocer al lector laseñora que ocupaba en el acompañamiento dela familia Dorrit un lugar suficientemente im-portante para ser inscrita en el libro de viajeros.

La señora General era hija de un dignata-rio eclesiástico y había sabido conservarse co-

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mo la mujer de moda hasta los cuarenta y cincoen la ciudad provinciana. En aquella época unintendente militar, ya setentón, pidió su mano,emocionado tal vez por la severidad con que secomportaba la digna señora. Se casó con ella,pero tuvo la desgracia de morir muy pronto.Después de haber celebrado las exequias enhonor de su digno esposo, la señora Generaldescubrió que la pretendida fortuna del señorGeneral era absolutamente imaginaria, de mo-do que apenas si le quedó lo necesario paravivir.

En dicha situación, la señora Generalconsideró que podría ocuparse en formar elespíritu, o cuidarse de la educación, de algunajovencita de calidad y pensó que tampoco seríadeshonroso ser la acompañante de una ricaheredera, o una viuda, para dirigirla por el in-trincado laberinto de la sociedad. Consultadossus parientes, encontraron la idea digna de serpuesta en práctica y la ayudaron con numero-sos certificados y cartas de recomendación, que

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la presentaban como un dechado de perfección.Este fénix se hallaba sin ocupación cuan-

do el señor Dorrit, que acababa de hacerse car-go de su herencia, pidió a sus banqueros que leproporcionaran una señora de buena familia,instruida y familiarizada con la buena socie-dad, para terminar la educación de su hija yservir al mismo tiempo como señora de com-pañía. El señor Dorrit obtuvo las señas de laseñora General, quien mediante la interesantesuma de cuatrocientas libras esterlinas, aseguróa la hija del señor Dorrit la compañía de unadama de calidad.

La señora General era de aspecto exteriorimponente e incluso corpulenta. Su cabello y elrostro tenían una apariencia algo harinosa, co-mo si acabara de salir de un molino, pero estose debía más bien a su propia constitución. Susojos carecían de expresión, pero era debido aque, sin duda, no tenía nada que expresar. Enrealidad era una mujer fría, apática, abotar-gada; una especie de cirio apagado que proba-

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blemente no se había encendido jamás. Por suinstrucción distaba de ser una notabilidad, peroen cuanto se refería al decoro social, la señoraGeneral era sumamente escrupulosa.

En el convenio de San Bernardo la pe-queña Dorrit entabló conocimiento con la seño-ra Gowan y cuando, al día siguiente, su familiase puso en camino, surgieron algunas discusio-nes respecto a su falta de tacto, ya que la pe-queña Dorrit pareció olvidar con excesiva fre-cuencia el nuevo rango de su familia.

Después de recorrer varias ciudades, visi-tando en ellas cuantas maravillas eran dignasde verse, la familia Dorrit llegó al fin a Veneciay, como se proponían pasar algún tiempo enaquella ciudad, el señor Dorrit alquiló un in-menso palacio a orillas del Gran Canal. Ese fueel sueño más maravilloso para Amy, que nuncahubiera imaginado pudiera existir una ciudaddonde el agua fuera el pavimento de la calle.

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* * *

«Querido señor Clennam:»Le escribo en mi dormitorio, en Venecia,

pensando que le agradará recibir noticias mías;con todo, sé muy bien que no puede experi-mentar tanto placer al recibir mi carta como loexperimento yo al escribírsela, pues no debeechar nada de menos... si no es mi ausencia, loque sólo notará algún que otro momento, mien-tras que mi vida ha variado de tal forma, y en-cuentro a faltar tantas cosas...

»Cuando estábamos en Suiza encontré ala señora Gowan que, como nosotros, habíaemprendido una excursión a los Alpes. Enton-ces me encargó que cuando le escribiera le dije-ra de su parte que nunca le olvidaría. Esa seño-ra me manifestó mucha confianza y la quisedesde el primer momento, cosa no muy difícil,

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pues, ¿quién no simpatizaría con tan bella yamable persona.

»No quisiera que se preocupara por laseñora Gowan aunque debo confesar para míque hubiera deseado un esposo de mejor con-dición. Me parece que el señor Gowan no esmuy formal y que ella se ha dado cuenta; aun-que no es motivo para que usted se inquiete,porque ella me aseguró que era muy feliz.Cuando vuelva a verla, que espero sea pronto,seré para ella una buena amiga.

»Desearía saber cómo les va a los espososPlornish en el comercio que mi padre les esta-bleció. Pienso mucho en la pobre Maggy y su-pongo debe de echarme mucho de menos.¿Querrá usted decirle de mi parte que la amosiempre y que esta separación la siento más queella?

»Mi padre y mi tío no se encuentran bieny tratan de que me distraiga; pero pienso de-masiado en el pasado y siempre me parece quevoy a ver a alguien conocido. También me su-

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cede algo que tal vez le parezca extraño: es queél... no necesito nombrarle, me inspira la mismacompasión de antes, por mucho que haya cam-biado y por muy satisfecha que esté al verle. Aveces desearía abrazarle y decirle lo mucho quele quiero pero no lo hago porque ni él, ni laseñora General, ni mi hermano Edward, lo con-siderarían razonable.

»Querido señor Clennam: entre las ideaslocas que le he confiado, algo me preocupa. Esla esperanza de que en sus ratos de ocio pienseen mí alguna vez. Temo que al hacerlo crea quehe variado; no lo piense así, pues no podríaresignarme a ello y me afligiría mucho. Le rue-go que no me considere como la hija de unhombre rico. Acuérdese de la muchacha pobre-mente vestida que usted protegió con tantaternura y a quien secó los pies mojados en elfuego encendido por usted. Piense en mí cuan-do le quede tiempo, recordando mi leal afecto,mi eterna gratitud; piense en mí como en otrotiempo pensaba en su humilde amiga.

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»La pequeña Dorrit.

»P.D. - Le ruego sobre todo que no sepreocupe por la señora Gowan. Es muy feliz yestá perfectamente bien. Esas son sus palabras.¡Y qué hermosa la encontré!»

* * *

Hacía dos meses que la familia Dorrit re-sidía en Venecia cuando el padre, que visitabatantos condes y marqueses que apenas le que-daba un momento libre, reservó cierta hora decierto día para tener una entrevista con la seño-ra General. Durante la entrevista se discutióacerca de los modales de la pequeña Dorrit yuna vez el señor Dorrit hubo comprendido quela señora General no se ofendería si, en su pre-sencia, hablaba a tal respecto con su hija, lamandó llamar.

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-Hija mía -le dijo-. La señora General y yoacabamos de hablar de ti y a los dos nos pareceque estás como disgustada, desconcertada...¿Puedes explicarme la causa?

-Creo, padre, que necesito algún tiempopara acostumbrarme a mi nueva vida.

-Me parece Amy -replicó el anciano caba-llero frunciendo el ceño-, que has tenido tiemposuficiente y no ocultaré... que me extraña tuconducta. Siempre he querido que fueras miamiga y compañera y ahora te ruego... ¡bue-no!... muy formalmente que te conformes contu nueva posición. Pon atención en las observa-ciones que se te hagan y trata de conducirtecomo cumple a... la señorita Dorrit. Así lograrásdarme una alegría.

La viuda intervino para indicar que siAmy aceptaba el auxilio de sus consejos, el se-ñor Dorrit no tendría motivo de queja. Y a talefecto añadió algunas observaciones, retirándo-se después con el porte de una reina, seguidapor la pequeña Dorrit, que no consiguió que su

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padre rectificara su manera de ver las cosas ydiera de lado aquel orgullo que parecía reinaren su corazón.

-He sufrido mucho -le había dicho su pa-dre-, tanto, que nadie es capaz de saber hastadónde llegaron mis padecimientos... Todo hepodido olvidarlo y he conseguido presentarmeen el mundo como caballero sin mancha. ¿Esmucho exigir a mis hijos que intenten imitar miejemplo para borrar el recuerdo de aquella épo-ca maldita? Todos lo olvidan menos tú, Amy -lehabía dicho en una ocasión-. Te he confiado auna dama para que te ayudara a borrar ese re-cuerdo y tampoco lo consigue. ¿Te parece pocomotivo para estar enojado?

Ni el beso que le dio su hija consiguióque el anciano rectificara y después de despe-dirla, llamó al ayuda de cámara, al que hablócon suma dureza.

Esa fue la única ocasión, salvo otra de laque hablaremos en tiempo oportuno, en que elseñor Dorrit habló a su hija de tiempos pasa-

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dos.

* * *

Cierto día la pequeña Dorrit se dirigió acasa de los Gowan. Un criado la condujo hastael salón donde se encontraba Minnie bordando.Como dos buenas amigas empezaron a charlar,ocultando la señora Gowan su confusión alhaber sido sorprendida trabajando.

-Usted sabe -dijo Minnie- que ha cauti-vado el corazón de mi esposo y casi debería deestar celosa.

Amy movió la cabeza ruborizándose.-Favor que ustedes me hacen.-No lo creo yo así -replicó Minnie-, pero

de todas maneras, tenga la bondad de pasar a

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su taller. No me perdonaría el haberla dejadopartir sin avisarle.

Lo primero que vio la pequeña Dorrit alentrar en el taller, fue la figura de Blandois deParís, embozado en una gran capa y llevandoen la cabeza un sombrero de bandido calabrés.Estaba de pie en un tablado al otro extremo deltaller y al ver a la señorita Dorrit se descubrió alpunto, saludándola con el sombrero de anchasalas, sin moverse de su rincón.

Henry Gowan explicó a la pequeña Do-rrit que Blandois le servía de modelo parahacerle un favor, ya que los artistas pobres nodisponen de dinero para tirarlo por la ventana.

La pequeña Dorrit pensó que el señorBlandois tenía efectivamente el aire de un ban-dido y escuchó las explicaciones del pintor conaire algo temeroso, influenciada por la miradade Blandois. El artista pensó que tal vez enaquel instante estaba acariciando al animal, ycomo el perro soltara un gruñido, se volviópara decir a la joven:

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-No tenga miedo. No le hará ningún da-ño.

-A mí no me da miedo -replicó la peque-ña Dorrit-, pero mire' usted lo que hace.

El perro que era muy grande, a pesar deestar sujeto por el collar del que Gowan, adver-tido por la pequeña Dorrit, estaba tirando contoda su fuerza, intentando llegar al tabladopara atacar al señor Blandois.

-¡Leon! ¡Leon! -gritó el pintor intentandoretener al animal que se había alzado sobre suspatas posteriores-. ¡Aquí, aquí...! ¡Salga usted,Blandois! Ocúltese en cualquier parte. ¿Por quéha irritado al animal? ¿No ve que puede hacerlepedazos...?

-Yo no he hecho nada.-¡No importa! Salga inmediatamente,

porque no puedo contenerle más. Salga deltaller, si no, le matará.

El perro, ladrando furiosamente, hizo unúltimo esfuerzo mientras desaparecía Blandois.Luego, Gowan, enfurecido, le golpeó fuerte-

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mente hasta que el hocico del animal se llenode sangre.

-Y ahora -gritó Gowan-, échate en eserincón, o te saco fuera y te mato de un tiro.

El animal obedeció lamiéndose las heri-das mientras su amo recobrada la tranquilidad,pedía excusas a la pequeña Dorrit:

-El animal tiene sus simpatías -le dijo-, yno parece que mi amigo le sea simpático, peroésta es la primera vez que se comporta de estaforma.

La escena había resultado muy violentapara las dos mujeres y la pequeña Dorrit abre-vió su visita. El señor Gowan la acompañó has-ta el pie de la escalera pidiéndole toda clase dedisculpas.

Junto a la orilla, Amy fue saludada porBlandois. La pequeña Dorrit le habló de «Leon»y él le dijo con aire sombrío:

-Presiento que a ese animal le quedanpocas horas de vida. Alguien le ha envenenado.

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* * *

Al cabo de algún tiempo el señor Blan-dois presentó sus respetos a la familia Dorrit ycomo el padre de Amy tenía la intención dehacerse un retrato, hablóle de esa idea que elfrancés se apresuró a aprobar y llegó a ofrecersepara proponérselo a su amigo Gowan. Este re-cibió aquella oferta en forma altamente desde-ñosa, pero apresurándose a aceptarla, ya que deesa manera podría subvenir a sus necesidades yadquirir pan y queso como si estuviera limitadoa tan parca alimentación.

* * *

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La pequeña Dorrit manifestaba un cari-ñoso interés por la señora Gowan, tanto máscuanto creía notar en ello cierto aire de tristezaque atribuía a las habladurías de su maridorespecto a la diferencia de clase que les separa-ba. Como si el azar hubiera querido mostrarsefavorable a esa amistad, las dos tuvieron unanueva muestra de la igualdad de sus gustos yla semejanza de sus carácteres al darse cuentade que ambas sentían la misma aversión por elseñor Blandois de París.

-Fue él quien mató al perro -le dijo Min-nie a la pequeña Dorrit.

-¿Lo sabe el señor Gowan? -le preguntóAmy, mirando con recelo al francés.

-Nadie lo sabe, pero estoy segura de quees él... Usted también lo cree, ¿verdad?

-Francamente, yo... lo temo.-Mirado bien, parece profesarle cierta

amistad y no sospecha porque es demasiadofranco y generoso; pero algo me dice que ustedy yo juzgamos a ese Blandois como se merece.

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El dice que el perro ya estaba envenenadocuando se enfureció y quiso acometerle. Henryle cree; pero usted y yo, no.

La estancia de la familia Dorrit en Vene-cia tocaba a su fin y se dirigieron a Roma des-pués de haber alquilado un magnífico hotel enel Corso, en medio de la ciudad, donde todoparece esforzarse por resistir al progreso, man-teniéndose en pie sobre las ruinas del pasado.

CAPITULO X

Cuando Arthur Clennam recibió la cartade Amy sintió una profunda emoción, pero nopor eso dejó de reconocer que no era sólo ladistancia la que le separaba de su amiguita,sino otros obstáculos más difíciles de vencer.

Sin embargo, sabía que la pequeña Dorritno había variado y su afecto por ella era tan

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semejante a una ternura paternal que, de saber-lo, habría molestado profundamente a Amy.

Clennam visitaba con frecuencia a los se-ñores Meagles quienes no podían desvaneceruna impresión de tristeza a pesar de las cartasrecibidas de Minnie, en las que les asegurabaque era feliz y que amaba a su esposo. Ciertodía los señores Meagles tuvieron que soportarlas impertinencias de la señora Gowan, quellegó hasta el punto de preguntar a Clennam sino era cierto que ella se había opuesto siemprea la boda de su «pobre muchacho» con aquella«joven tan hermosa», con lo que manifestó quefue sólo la hermosura de Minnie lo que hizoque su «pobre muchacho» cayera en las redesde aquellos advenedizos.

Durante una de esas visitas, la respetableseñora le contó que había visto a Tattycoram.Arthur creyó que era una visión o una alucina-ción de la señora, aunque se guardó mucho dedecírselo y herir su susceptibilidad.

Pero aquella misma noche, cuando cru-

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zaba por el Strand precisamente a la hora enque se encendían los faroles, vio a dos pasos desí a Tattycoram. La joven iba acompañada deun hombre con aspecto de fanfarrón, bigotenegro y mirada aviesa, que a juzgar por su ma-nera de embozarse en la capa denotaba ser ex-tranjero.

Cuando se acercaron, les oyó que decían:-Es necesario que espere usted hasta ma-

ñana.-Dispénseme que le haga presente -

replicó el desconocido en tono muy cortés- queeso me contraría mucho. ¿No podríamos arre-glarlo esta misma noche?

-No; le repito que debo ir a buscarlo yomisma antes de dárselo.

La señorita Wade, al pronunciar estas pa-labras, se había detenido como si diera términoa la entrevista y, al verlo, Tattycorum se apre-suró a acercarse.

-Eso me perjudica un poco -replicó el ex-tranjero-, y no es nada en comparación con el

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servicio prestado. Esta noche no tengo dinero yaunque puedo acudir a un excelente banquerode esta ciudad, prefiero esperar a girar por unacantidad interesante.

-Harriet -dijo la señorita Wade-, entiénde-te con este... caballero para enviarle algún dine-ro mañana.

La señorita Wade pronunció la palabracaballero con tono singularmente desdeñoso yse alejó de allí dejando a Tattycoram hablandosola..., con el desconocido. Clennam se fijó quela muchacha miraba de vez en cuando al ex-tranjero con aire escrutador, pero procurandono acercarse demasiado a él.

Poco después el extranjero se marchó ta-rareando una canción francesa.

Clennam siguió a las dos mujeres, quecaminaban cogidas del brazo y que después deatravesar Covent Garden se encaminaron haciael noroeste, viendo con gran sorpresa que en-traban en la calle donde vivía el «patriarca». El

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asombro de Arthur creció de punto cuando lasvio llamar y entrar en casa del señor Casby.Dejó que pasaran algunos minutos y a su vezllamó a la puerta del «patriarca».

En cuanto estuvo en presencia de Floratuvo que soportar los reproches amistosos porsu tardanza en dejarse ver pero cuando tuvooportunidad de exponer el motivo de su visitalo hizo con meridiana claridad:

-Deseo vivamente, Flora, hablar con unapersona que se encuentra en este momento ensu casa... con el señor Casby, sin duda. Es unajoven que acaba de entrar aquí y que, dejándoseguiar por malos consejos, ha huido de la casade uno de mis amigos.

Papá recibe tanta gente, y tan rara, quesólo por usted me atrevería a bajar a su cuarto.Espéreme. En seguida vuelvo.

Flora volvió e hizo seña a Arthur de quela siguiera.

Cuando entraron en la habitación del«patriarca», éste estaba solo, dando vueltas a

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sus pulgares como si no se hubieran detenidonunca desde la última visita de Arthur.

-Señor Clennam -le dijo al verle entrar-,me complace mucho su visita; supongo quesigue usted bien. Sírvase tomar asiento.

-Esperaba, señor Casby -repitió Clennamcon aire contrariado-, que no le encontraríasolo.

-¡Ah! ¿De veras? repuso el «patriarca»con tono meloso.

-¿Puedo preguntarle si la señorita Wadeha salido ya? -le preguntó Clennam con inquie-tud.

-¡Ah! ¿Conque le da usted el nombre deseñorita... Wade? -replicó Casby-. Me parecemuy conveniente.

-¿Cuál le da usted? -preguntó Arthur conviveza.

-También la llamo Wade. ¡Oh! Yo no lallamo de otra manera.

Después de mirar atentamente al «pa-

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triarca», el señor Clennam explicó:-La señorita Wade iba acompañada de

una joven que fue educada por unos amigosmíos y en la que su nueva ama no parece ejer-cer la más saludable influencia, por lo que de-searía poder decirles a mis amigos que esa jo-ven no ha perdido todo derecho al interés queaún les inspira.

-¡Vaya! ¡Vaya! -murmuró Casby.-¿Sería usted tan amable de darme las se-

ñas de la señorita Wade?-¡Qué lástima! ¡Qué contratiempo! Si me

lo hubiese usted preguntado cuando esa perso-na estaba aquí, hubiera podido complacerle. Laseñorita Wade reside casi siempre en el extran-jero. Hace años que viaja. Es caprichosa e in-constante como no debe serlo ninguna mujer.Pueden transcurrir años sin que vuelva a verla.E incluso puede que no vuelva a verla nunca.¡Qué lástima!

Considerando Clennam que no obtendríanada del «patriarca» y teniendo en cuenta que

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aquélla era la hora en que Panks acostumbrabaa salir del despacho, se despidió de Flora y delseñor Casby y esperó en la calle al agente. Des-pués de estrecharse las manos, Arthur le pre-guntó sin ningún preámbulo:

-Presumo que se habían marchado de ve-ras, ¿no es así, Panks?

-Sí, ya estaban fuera.-¿Sabe Casby las señas de esa dama?-Lo ignoro, pero presumo que sí.-¿Y usted sabe dónde vive?-No sé dónde vive -respondió el agente-,

pero me lisonjeo de conocer la historia de esadama tanto como ella misma. Es hija de al-guien... pero ella no sabe quién es ese alguien.Está sola en el mundo. Pero hay una gran can-tidad de dinero para entregarle.

-Creo -exclamó Clennam con aire pensa-tivo-, que por casualidad sé a qué bolsillo irá aparar ese dinero.

-¿Sí? Pues si es para tratar un negocio leaconsejaría a la parte contraria que tuviera mu-

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cho cuidado en no faltar a su compromiso.Aunque joven y hermosa, es temible y no mefiaría de ella.

Panks se quedó mirando a su amigo yviéndole que seguía pensativo, continuó di-ciendo:

-Lo que todavía no comprendo es cómono ha puesto en un brete al señor Casby, únicapersona a quien puede echar mano para saberla verdad de su historia. Y a propósito de echarmano, aquí entre los dos, le diré que algunasveces me siento muy inclinado a arreglarle lascuentas al «patriarca».

-¡Por Dios, Panks! No hable así.-Entendámonos -repuso el agente, apo-

yando en el brazo de Clennam sus dedos su-cios-, no pretendo decir que le cortase el cuello;pero, por lo más sagrado, le juro que si se extra-limita demasiado, le cortaré la cabellera.

Después de darse a conocer bajo un nue-vo aspecto, Panks se despidió gravemente deClennam y alejóse deprisa y corriendo.

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* * *

El inesperado encuentro con Tattycorampreocupó mucho Clennam durante varios días,pero como no pudo saber nada en limpio, le fueforzoso resignarse a una enojosa incertidumbre,y como hacía algún tiempo que no visitaba a sumadre, cierto día, al salir de la fábrica, se diri-gió a la lúgubre mansión donde transcurrió suinfancia. No había hecho más que entrar en laestrecha calle que confinaba con el recinto y elpatio de la casa de su madre, cuando unos pa-sos se oyeron tras él y un empujón le envió adar contra la pared, oyendo cómo el otro ledecía tranquilamente:

-Perdón. No ha sido culpa mía.Con extraordinaria sorpresa vio Arthur

que aquél era el hombre que tanto le había pre-ocupado aquellos últimos días.

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-Parece que es usted algo impaciente -díjole Arthur.

-En efecto. La impaciencia es propia demi carácter. ¡Rayos del cielo!

Y volvió a llamar, sin preocuparse de lotardío de la hora.

Al ruido que hizo la señora Jeremiah alcorrer la cadena, los dos hombres volvieron lacabeza y miraron a Affery que había abierto lapuerta y que, teniendo un candelabro en la ma-no, preguntaba:

-¿Quién llama así a estas horas? ¡Cómo!¡Arthur! -exclamó al verle primero-. Segura-mente no puede ser usted quien se anuncieasí... ¡Ah! ¡Dios me ampare! -gritó al ver al otro-. No... ¡Ahora veo que es el otro que ha vuelto!

-Claro que soy yo, señora Jeremiah -replicó el desconocido-. Vaya en busca de mibuen amigo Fintwinch y dígale que ha venidoeste bueno de Blandois. Mientras tanto, permí-tame que presente mis respetos a la señora

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Clennam. ¿Le ha sucedido algo nuevo...? Muybien, me alegro mucho. Pero abra de una vez.

En el mismo instante se oyó la voz muyoportuna de la señora Clennam que decía des-de su habitación:

-Affery, déjalos subir a los dos; Arthur,ven al instante.

-¡Arthur! -exclamó Blandois descubrién-dose y saludando con exagerada cortesía-. ¿Elhijo de la señora? Soy el más fiel servidor delhijo de la señora.

Clennam le dirigió una mirada tan hostilcomo la primera y sin contestar al saludo subiólas escaleras seguido del desconocido mientrasAffery iba en busca de su esposo.

-Señora -dijo Blandois en cuanto entró enla habitación de la enferma-, ruego a usted ten-ga la bondad de presentarme a su señor hijo.Me parece que se muestra hostil conmigo ydesde luego debo decir que no se ha mostradomuy cortés,

-Caballero -replicó Arthur con viveza-,

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quien quiera que seáis y que sea cual fuere elobjeto de vuestra visita podéis estar seguro deque si yo mandara en esta casa ya os habríaenseñado el camino de la puerta.

-Si fuese el amo, sí; pero no lo es -replicóla madre, sin mirar a su hijo-, si yo tuviese al-gún motivo de queja no necesitaría apelar a losotros porque me basto yo misma.

Blandois, que acababa de sentarse, co-menzó a reír a carcajadas y se golpeó ruidosa-mente las piernas.

-No tiene usted derecho alguno -continuódiciendo la señora Clennam a su hijo- para cri-ticar a nadie y menos a un extranjero sólo por-que, no adopta las costumbres de usted ni letoma por modelo.

En aquellos instantes se oyó abrir y cerrarla puerta de la calle y poco después se presentóFintwinch. Apenas hubo entrado en la habita-ción, Blandois se levantó riendo y estrecho aJeremiah en sus brazos, prorrumpiendo en ex-clamaciones de afecto como si se tratara de dos

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amigos de la infancia que no se hubieran vistodesde hacía largo tiempo, golpeándole en laespalda y zarandeándole de tal manera que elviejo acabó por parecer una peonza.

La sorpresa, la cólera y la indignacióncon que Arthur asistió a aquella escena le hicie-ron enmudecer. El señor Fintwinch, cuando sehubo zafado de Blandois, volvió a recuperar laimpasibilidad habitual de su rostro. Entonces laseñora Clennam le dijo con voz severa y autori-taria:

-Arthur, haga el favor de dejarnos hablarde nuestros negocios.

-Obedezco madre, pero contra mi volun-tad.

-Sea como fuere, haga el favor de dejar-nos.

Arthur salió de la estancia completamen-te preocupado.

* * *

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Una epidemia moral es más difícil decontener que una epidemia física y eso fue loque ocurrió con el nombre del señor Merdle,que era repetido por miles de bocas, convir-tiendo al banquero en un hombre de gran cele-bridad y renombre. Incluso los pobres vecinosdel Corral del Corazón Sangrante se intere-saban por el señor Merdle igual que si fueranbolsistas.

Un día que el señor Clennam y Panks seentretuvieron charlando, la conversación versósobre Juan Bautista. Entre Clennam y el excén-trico Panks se había establecido una buena inte-ligencia desde el día en que liberaron a la fami-lia Dorrit y ambos se marcharon juntos deMarshalsea.

-¿Ha observado usted a Juan Bautista? -leestaba preguntando Panks al señor Clennam,con aire preocupado.

-No. ¿Por qué?

-Es un hombre de muy buen humor y a

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quien aprecio mucho. Pero debe de haberlesucedido algo que le ha perturbado hondamen-te. ¿Sabe usted qué puede haber sido?

-Tal vez sea debido a esas especulacionesaventuradas de las que habla todo el mundo.

-¿Qué especulaciones? -preguntó Panks.-Las del señor Merdle.-¡Ah! ¿Se refiere usted a eso? No había

pensado en ello.La viveza con que respondió Panks llamó

la atención de Clennam, a quien le pareció queel agente no le decía todo. Clennam aprovechóaquel momento para insistir y obligar al otro aque aceptara su invitación de acompañarle acomer. Ambos se dirigieron a casa de Arthur.

Después de fumar un rato en silencio,Panks lo rompió volviendo al asunto de Cava-lletto.

-Habló usted antes -le dijo a Clennam-que le extrañaba que Juan Bautista hubiera in-vertido algo en el Banco Merdle y que por eso

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estaba preocupado.-Efectivamente.Al decir eso, Panks lanzó una bocanada

de humo, fijando una mirada penetrante enArthur, que pareció empezar a contagiarse dela enfermedad que ya se había apoderado delotro.

-Supongo que no querrá decir, amigoPanks, que usted aventuraría mil libras en em-presas de esta índole.

-Ciertamente que sí, y la prueba es queya lo hice. Y añadiré que si me he embarcadoen ese negocio es porque considero muy hábilal señor Merdle, quien además de un gran capi-tal cuenta con el apoyo del Gobierno. Me pare-ce que en ningún sitio podría colocar el dinerotan bien y con una renta tan segura.

-Le confieso, Panks, que me extraña oírlehablar así.

-¡Bah! No diga eso; más bien debería us-ted imitarme. ¿Por qué no lo hace? ¿Además esusted quien coloca los fondos de la sociedad?

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-Sí, y procuro hacerlo del modo más con-veniente.

-Pues hágalo mejor aún, recompensandoal señor Doyce por sus trabajos, con la partici-pación en las ventajas del momento.

-Repito que procuro administrar lo mejorposible, amigo Panks. En cuanto a examinar afondo esas nuevas empresas dudo que yo fueracapaz de semejante tarea. Además mi espírituestá acosado por dudas, como si creyera quenada de lo que tengo me pertenece.

Panks habló entonces con tono sosegado:-Permítame darle un consejo: enriquézca-

se usted todo lo posible honradamente. Tal essu deber. Ese pobre Doyce cuenta con su socioy usted no debe defraudarle.

-¡Vamos, vamos! -replicó Arthur-. Creoque ya basta por hoy.

-Todavía una palabra, señor Clennam.¿Por qué confiar los ahorros a bribones impos-tores! ¿Por qué dejar beneficios en manos de mi

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propietario y de hombres que se les asemejan?Eso es lo que usted y los que son como usted,hacen a diario. No puede usted decir que no,porque le he observado. Hágame caso y ad-quiera un billete para ganar el gran premio.

-¿Y si pierdo?-¡Imposible! He profundizado la cosa: un

nombre acreditado... una habilidad increíble...capitales inmensos... relaciones muy interesan-tes... y por último el apoyo del Gobierno. ¡Esimposible fracasar!

Así fue como Panks se las compuso paraconvencer al señor Clennam a colocar los fon-dos de su sociedad en las empresas del señorMerdle.

CAPITULO XI

Al terminar la primavera, el señor Dorritmarchó a Londres para asuntos de negocios,

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hospedándose en un hotel de Brrok Street. Alenterarse de ello el señor Merdle ordenó quepreparasen su coche para el día siguiente, a finde visitar al famoso nuevo rico y ofrecerle susservicios.

Al día siguiente, cuando el señor Dorritse disponía a desayunar recibió el aviso de queel señor Merdle estaba allí.

-¡El señor Merdle! -exclamó-. ¡Ah! Ver-daderamente es un honor inesperado. Permí-tame usted expresarle..., ejem..., esta lisonjeraatención. No ignoro que su tiempo tiene granvalor y que se haya dignado concederme algu-nos de sus preciosos minutos, es para mí...¡ejem!..., un honor que me inspira el más vivoagradecimiento.

El señor Dorrit estaba tan agradecido quetemblaba como un azogado mientras escuchabala voz de ventrílocuo del señor Merdle quepronunciaba unas palabras, sin ningún signifi-cado, y que terminó diciendo:

-He quedado encantado de conocerle, ca-

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ballero.Cuando ambos se hubieron sentado, el

señor Merdle le preguntó:-¿Estará usted mucho tiempo entre noso-

tros?-Mi intención es permanecer aquí sólo

unos quince días.El señor Dorrit recordó que necesitaba

ver a su banquero y que éste habitaba en la Ci-ty. ¡Tanto mejor! De esa manera podría ir a laCity acompañado por el famoso banqueroMerdle.

Para el señor Dorrit aquello fue como unsueño triunfal al pasear en el coche del opulen-to banquero, viendo como la gente se parabapara contemplarles y como parecían pensar:«Para ser amigo del señor Merdle, ¡debe detratarse de un gran personaje!»

Aquel mismo día, a pesar de que se tra-taba de una comida improvisada, el señor Do-rrit encontró en casa del banquero una brillante

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concurrencia, que había ido allí a tratar de altasfinanzas.

* * *

El plazo fijado para su estancia en Lon-dres estaba a punto de terminar cuando el se-ñor Dorrit, que se estaba vistiendo para ir avisitar al señor Merdle, recibió una tarjeta devisita en la que se leía: «Señor Flinching».

El criado esperaba órdenes en actitudrespetuosa.

-Oiga, ¿puede explicarme por qué metrae esta ridícula tarjeta? -preguntó el anciano-.Jamás he oído el nombre de Flinching.

-Es una dama, señor.-Sepa que no conozco a nadie de ese

nombre. No conozco ningún Flinching de nin-gún sexo. Puede llevarse esta tarjeta.

-Dispense, señor. Pero esta señora ha di-

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cho que ya sabía que su nombre le sería desco-nocido y me rogó le dijera que en otro tiempotuvo el honor de conocer a la señorita Dorrit...,a la señorita Amy Dorrit.

El anciano frunció el ceño y después deuna pausa contestó:

-Diga a esa señora Flinching -y recalcó elnombre plebeyo para indicar al sirviente que élera el solo responsable-que puede subir.

En aquellos instantes había pensado quesi no recibía a la tal dama, ésta podría dejar unrecado inoportuno, o hacer alguna alusión pocoagradable a la posición social que en otro tiem-po había ocupado.

Momentos después, Flora Flinching esta-ba ante el señor Dorrit que la invitó cortésmen-te a ocupar un asiento no sin manifestar en vozalta, para ser oído por el sirviente, que no teníael gusto de conocerla.

-Le pido mil perdones, señor Dorrit -empezó a decir Flora en cuanto quedaron solos-, por las molestias que pueda ocasionarle, pero

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conocía a la querida niña... que, atendido elcambio de circunstancias, perdone si la alusiónle parece indiscreta, nada más lejos de mi pen-samiento... pues sabe Dios que dos chelines ymedio por día eran bien poca cosa para unaobrera tan hábil..., y además en eso no puedeverse nada degradante..., antes al contrario.

-Señora -interrumpió el anciano, respi-rando con fuerza-, si debo comprender quehace usted alusión a los antecedentes de...,¡ejem!..., mi hija, refiriéndose al pago de un jor-nal, me apresuraré a contestarle que esehecho..., ¡ejem!..., aun suponiendo que sea cier-to..., no ha llegado jamás a mi conocimiento...,¡ejem!... Y es cosa que nunca hubiera tolerado.¡Ah! ¡Nunca! ¡Jamás!

-¡No es necesario que insista! -repuso Flo-ra-, por nada del mundo le hubiera hablado deeste particular si no hubiese pensado que ellome serviría de carta de recomendación. Encuanto a lo de ser un hecho, créame, caballero.Fue precisamente en mi casa donde el señor

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Clennam comunicó a la querida niña la buenanoticia, que él sabía por boca de Panks... Esto eslo que me ha inducido a venir.

Aquellos dos nombres hicieron fruncir elceño del señor Dorrit.

-Tenga la bondad, señora -replicó con to-no al vacilante-, de explicarme qué desea de mí.

-Es usted muy amable al autorizarme ahacerle una petición. No es probable, ya lo sé,pero como leí en los periódicos que había esta-do usted en Italia y que no tardaría en regresar,pensé que tal vez pudiera decirnos dónde po-dríamos encontrarle... Sería una buena cosa ytodos estaríamos tranquilos.

-Perdone, señora -replicó el señor Dorrit,a quien aquella charla empezaba a embrollarlas ideas-, ¿de quién habla usted en este mo-mento?

-Del extranjero que llegó hace poco deItalia y que desapareció en la City, según habrápodido leer en los diarios... El señor Pankscuenta cosas atroces de él..., comprenderá usted

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la indignación del señor Clennam..., quierodecir de Doyce y Clennam.

Felizmente para el señor Dorrit, que deotro modo no se hubiera enterado de nada,Flora sacó de su bolso un anuncio en el que sedecía que un extranjero llamado Blandois, lle-gado últimamente de Venecia, había desapare-cido en la City. Se daban referencias de la horaen que había entrado en una casa y de los tes-timonios de los vecinos que aseguraban haberlevisto salir, pero al que no había vuelto a verse ycuyo paradero se ignoraba.

-¡Blandois! ¡Venecia! -exclamó el señorDorrit-. Yo conozco a ese caballero y lo recibí enmi casa. Es el amigo de un caballero de buenafamilia, aunque algo apurado, a quien yo heprotegido.

-Entonces mi súplica será más insistente.Cuando vuelva

a Italia tenga la bondad de fijarse a lo lar-go de todo el camino, preguntar en los hoteles yposadas, viñedos, volcanes y otros sitios, por-

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que preciso es que se halle en alguna parte...¿Por qué no da señales de vida?

El señor Dorrit, contestó que consideraríaun deber practicar aquellas pesquisas, y Flora,satisfecha del éxito de su visita, se marchóacompañada por el señor Dorrit que la dejó enel umbral de la puerta.

Poco después el señor Dorrit, después dehaber enviado una tarjeta al banquero excu-sándose de no ir a visitarle, se dirigió al local deClennam y Compañía cuya dirección constabaen el cartel.

Cuando llegó frente a la casa de la señoraClennam llamó a la puerta. Abrió la puerta unaanciana con la cabeza tapada por la cofia.

-¿Quién es? -preguntó.El señor Dorrit explicó que llegaba de Ita-

lia y deseaba unos informes respecto al extran-jero que había desaparecido. Jeremiah, que es-taba escuchando, bajó al portal y obligó a sumujer a que condujera al visitante a presenciade la señora Clennam.

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-¿Con que llega usted de Italia, caballero?-preguntó la señora cuando estuvo ante ella-.¿Supongo que me trae usted noticias?

-Al contrario -replicó el señor Dorrit sor-prendido por aquella interpelación-. Precisa-mente venía a pedir informes.

-Desgraciadamente, no le puedo dar nin-guno -dijo la señora Clennam-. Jeremiah, deleal caballero varios anuncios y acérquele una luzpara que pueda leer uno ahora.

Para ganar tiempo, el señor Dorrit apa-rentó leer aquel anuncio como si no conocierasu contenido.

-Ahora, caballero -dijo la viuda-, ya sabeusted tanto como nosotros. Conque..., ¿el señorBlandois es amigo de usted?

-No... ¡ejem! Es un simple conocido.-¿Por casualidad no le ha dado ningún

encargo? -¿A mí...? ¡Ah, no! Ciertamente queno.

-¿Hace mucho tiempo que conoce al 'se-

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ñor Blandois? -Menos de un año.-¿Le ha hecho numerosas visitas?-Dos solamente.-Este señor, ¿vino para tratar de negocios

en la fecha indicada en el anuncio?-No.Las respuestas eran lacónicas, pero el se-

ñor Dorrit no se asustó por aquello. A cualquie-ra hubieran parecido barreras infranqueables.

-Yo quisiera saber si se ha llevado algúndinero -insistió.

-Ninguno, nuestro por lo menos; aquí noha recibido nada -replicó la señora Clennam.

-Presumo -añadió el anciano, mirando al-ternativamente a la señora Clennam y al señorFlintwich- que ustedes no se explican este mis-terio.

-¿Por qué presume usted eso? -respondióla anciana.

Aquella pregunta desconcertó al señor

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Dorrit y no supo qué responder mientras que laseñora Clennam le explicó, al darse cuenta desu actitud, que ella sí comprendía aquel miste-rio, como él lo llamaba, y le dijo que lo atribuíaa que el señor Blandois estaba viajando o que seescondía.

-¿Sabe usted que tenga..., ¡ejem!, algunosmotivos? -No, caballero -replicó la señoraClennam con seque-

dad, añadiendo luego-: Usted me ha pre-guntado si yo me explicaba su desaparición, nosi podía explicársela a usted. Creo que no estoyobligada a contestarle, ni usted tenía derecho ahacer semejante pregunta.

El señor Dorrit se excusó y se inclinó antela anciana, dándose cuenta de que la miradafría de aquella mujer estaba fija en él, igual quela del señor Flintwinch, quien bajó hasta lapuerta de la calle para acompañarle, corriendolos cerrojos en cuanto el visitante se hubo aleja-do.

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* * *

El banquete de despedida al señor Dorritfue espléndido. Terminado el festín, el señorMerdle empeñóse en acompañarle sin hacercaso de sus protestas y nuestro hombre subió alcoche rebosando satisfacción.

Ya estaba cruzando la antecámara de suhotel, con aire digno y sereno, precedido pormedia docena de lacayos, cuando un espectácu-lo inesperado le paralizó mudo de estupor.John Chivery, engalanado con su mejor traje defiesta, con su sombrero bajo el brazo, un bastónde puño de marfil y un paquete de cigarros enla mano, parecía estar esperándole para salirleal encuentro.

El portero se dirigió al joven y señalandoal señor Dorrit le dijo que él era la persona quebuscaba. Luego, el cancerbero del hotel se acer-

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có al señor Dorrit para explicarle que el jovenhabía insistido en aguardarle, pero ya el anti-guo «padre de Marshalsea», rojo de furor, apunto de reventar de cólera lanzando al jovenmiradas furibundas, le decía en tono benévolo:

-¡Hola, John...!-Buenas, señor.El joven le siguió sonriente y satisfecho.

Momentos después llegaron a las habitacionesdel señor Dorrit. Los criados encendieron lasluces y se retiraron.

-¡Señor mío! -exclamó entonces el ancianovolviéndose y cogiendo al infeliz por el cuello-.¿Qué significa esto?

La sorpresa y el espanto del infeliz visi-tante fueron tales que el señor Dorrit retiró sumano al punto, contentándose con dirigir alculpable una mirada de cólera.

-¿Cómo se atreve usted a venir aquí? -preguntó-. ¿Cómo tiene la audacia de presen-tarse aquí? Su presencia en esta casa es unaafrenta, una impertinencia. Nadie le necesita

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¿Para qué ha venido?-Yo creí... que no rehusaría aceptar un

paquete de...-¡Que el diablo se lleve sus paquetes...!

Yo no fumo.El señor Dorrit, avergonzado de sí mis-

mo, se dirigió a la ventana y apoyó la frente enel vidrio. Cuando se volvió tenía en la mano unpañuelo, con el que acababa de secarse los ojos.Parecía cansado y sé notaba que sufría.

-Lamento haberme comportado como lohe hecho, John -dijo-, pero hay recuerdos...,¡ejem!, que no son nada agradable, y..., démeusted la mano, John. Le ruego que me deje loscigarros.

-Con mucho gusto, señor -replicó el jovendejándolos en la mesa con la mano temblorosa.

-Y... sería para mí una satisfacción enviarcon un mensaje tan digno de confianza..., undonativo para repartir entre los..., entre ellos,ya me entiende usted, según sus necesidades.Espero que no rehúse hacerme este favor.

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-Muy al contrario, caballero. Entre elloshay muchos necesitados de ayuda.

-Gracias, John... Voy a darle una carta or-den.

La mano le temblaba de tal manera quenecesitó mucho tiempo para trazar unas líneasapenas inteligibles ordenando a su banqueroque entregara al portador cien libras esterlinas.

Unos días después el señor Dorrit em-prendió la marcha hacia Marsella, construyen-do siempre mentalmente sus castillos, de lamañana a la noche. Ninguna de las ciudadesamuralladas por donde pasó, poseía una forta-leza tan sólida, ni una catedral tan alta, como elcastillo que había levantado. Y así, el señor Do-rrit y su castillo desembarcaron en las suciascasas de Civitavecchia, para tomar después elcamino de Roma.

* * *

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Cuando el señor Dorrit llegó a Romahacía cuatro horas que el sol se había puesto ylos suyos no le esperaban ya. Así es que cuandola berlina se detuvo ante la puerta, sólo el por-tero acudió a recibir al amo.

-¿Ha salido la señorita Dorrit? -preguntóel viajero. -No, señor. Está en casa.

Al volver la cabeza su hermano le vio ylanzó una exclamación, coreada por la pequeñaDorrit, que se levantó al punto para abrazarrepetidas veces a su padre, sin darse cuenta deque éste parecía descontento y malhumorado.

-Me alegro de conseguir al fin dar convosotros -le dijo-. Menos mal que consigo en-contrar a alguien para darme la bienvenida.

-¿Por qué me miras así? ¿Qué hay en micara... digno de un interés tan especial?

-No le miro de ninguna manera especial,padre. Simplemente me complace verle... Eso estodo.

Al ver a su padre tan irritado, la pequeñaDorrit, en vez de justificarse, permaneció en pie

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a su lado sin decir palabra. El anciano, sentadoentre Amy y su hermano Frederick, quedó su-mido en un profundo letargo por espacio de unminuto, del que salió sobresaltado.

-Frederick -dijo entonces, volviéndosehacia su hermano-. Te aconsejo que te acuestesen seguida. Hace tiempo que deberías estaracostado. Pareces muy débil.

-No, Williams; te haré compañía mientrascenas.

Una vez que hubo terminado de cenar,rechazó el ofrecimiento de su hija, que queríaacompañarle a su habitación, asegurándolesque él no estaba tan achacoso como su herma-no. Y con esas palabras subió las escaleras,mientras pensaba en la conveniencia de casar ala pequeña Dorrit.

Cuando estuvo solo en su habitaciónempezó a examinar las compras hechas en Parísy después de abrir los estuches para contem-plar las joyas las encerró bajo llave.

La señora General envió al otro día, a una

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hora oportuna, un recado al señor Dorrit mani-festándole su deseo de que se hubiera repuestode la fatiga del viaje. El anciano dio las graciasdel mismo modo, asegurando hallarse perfec-tamente, pero sin salir de sus habitaciones, has-ta bastante tarde y, aunque se vistió con esme-rada elegancia, su aspecto no correspondía a loque había dicho con respecto a su salud.

Como la familia no recibía visitas aqueldía comieron solos. El señor Dorrit invitó a laviuda a sentarse a su derecha con mucha cere-monia, y Amy no dejó de observar que su pa-dre se había vestido con mucho esmero y quesu modo de comportarse con la señora Generalera algo extraño. En cuanto a ella, el barniz desus modales, impedía descubrir en ella nada,pero algunas veces, la pequeña Dorrit creyó verun brillo de triunfo en sus ojos.

Al día siguiente el señor Dorrit no salióde su habitación, pero a la una de la tarde en-cargó a su mayordomo que saludara en sunombre a la señora General, rogándole tuviera

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la bondad de acompañar a su hija de paseo, yaque él no podía hacerlo.

Aquella noche Amy estaba ya vestida pa-ra asistir a un banquete.

La mayoría de los invitados al banqueteeran ingleses. Una vez sentados en la mesa, lapequeña Dorrit no dejaba de observar a su pa-dre, ya que al salir de casa su cara no demos-traba mucha salud. Cuando ya se acercaba lahora de los postres, la pequeña Dorrit recibióuna nota de la anfitriona, rogándole que acu-diera inmediatamente, pues su padre parecíaindispuesto.

Sin apenas ser notada, Amy avanzó pre-surosa hacia la extremidad opuesta de la mesay en aquel instante su padre, que aún la creíaen su sitio, se levantó gritando:

-¡Amy! ¡Amy, hija mía!Una sola vez preguntó el señor Dorrit si

Tip estaba libre; pero después de eso el recuer-do de su hijo pareció borrarse de su memoria.

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No así el de Amy, que tanto hiciera por él y aquien tan mal recompensó después. El ancianocreía estar en Marshalsea, pensando que Amydesempeñaba las mismas funciones de enton-ces y como la necesitaba a cada instante no sa-bía moverse de un lado a otro sin su auxilio. Encuanto a la pequeña Dorrit estaba continua-mente junto al lecho de su padre y hubiera da-do su vida por salvar al anciano.

Así pasaron diez días, Amy rendida decansancio y el anciano perdiendo las fuerzas acada segundo; las arrugadas facciones del en-fermo comenzaron a quedar tersas y el castilloimaginario que había construido desapareciócompletamente de su imaginación. Poco a pocosu fisonomía rejuvenecida por la proximidaddel fin se pareció más que nunca a la de la pe-queña Dorrit, y al fin el anciano quedó sumidoen el sueño eterno de la muerte.

CAPITULO XII

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Gracias a ciertas indicaciones de Panks, elseñor Clennam, que acababa de desembarcaren Calais procedente de Londres, dirigíase abuen paso en busca de cierta calle y cierto nú-mero grabados en su memoria.

La casa tenía un aspecto lúgubre y el al-badón al sonar produjo un eco sordo y triste. Lapuerta de la calle se abrió y Clennam fue invi-tado a pasar por la sirvienta que le había abier-to.

-¿A quién debo anunciar, caballero?-Al señor Blandois -repuso Clennam.-Muy bien, señor.A los pocos minutos abrióse una puerta

que comunicaba con otra habitación y se pre-sentó la señorita Wade, manifestando gran sor-presa al ver a Clennam y mirando en torno su-yo como si buscara a otra persona.

-Dispense, señorita Wade -dijo Arthur-.Estoy solo. -Sin embargo, no me han anunciadoel nombre de usted.

-No; ya lo sé. Discúlpeme. Pero sabía que

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con mi nombre es probable que no me hubierarecibido. Por eso me he permitido utilizar elnombre de la persona que busco. Un nombreque a usted no le es desconocido.

-No le comprendo, señor Clennam.-Es muy fácil, señorita Wade. Ese Blan-

dois es la persona que usted encontró en Lon-dres hace algún tiempo, a quien usted dio citacerca del Támesis... En Adelfi.

-¿Quién me vio, usted u otro?-Yo mismo. Pero no se alarme, no es ése

el motivo que me trae a esta casa. Vengo a pe-dirle un favor.

-¡Ah, viene usted a pedirme un favor!Clennam le comunicó la desaparición de

Blandois y le enseñó uno de los avisos que hizoimprimir su madre, y preguntóle si no podríadarle noticias del paradero de aquel individuocon el que, estaba seguro, le unía alguna rela-ción.

-No sabía yo todo eso -replicó ella, fría-mente, devolviendo el anuncio.

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-Usted no me cree -añadió ella con ungesto desdeñoso- y, sin embargo, le digo laverdad. En cuanto a las relaciones personalesyo no soy menos que su madre y a ella la creyócuando le dijo que no lo conocía.

Esas palabras y la sonrisa con que fueronacompañadas, encerraban una insinuación tanclara, que la sangre de Clennam pareció afluir asus mejillas. Satisfecha del resultado obtenido,la señorita Wade prosiguió, diciendo:

-Señor Clennam -replicó-, tenga presenteque yo no supongo nada respecto a ese hom-bre. Afirmo sin paliativos que es un miserable,capaz de cualquier cosa si le pagan, y presumoque cuando un individuo así va a alguna partees porque le necesitan. Si yo no le hubiera nece-sitado, esté seguro que no me hubiera visto ensu compañía.

La insistencia de su interlocutora en man-tener la sospecha que ya se había despertado ensu espíritu, hizo que el señor Clennam guarda-ra silencio y después de unos segundos se pu-

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siera en pie para despedirse. Pero la señoritaWade le retuvo preguntándole con expresióncolérica:

-¿No era ese hombre el compañero delamigo de usted, Henry Gowan? ¿Por qué no lepide a él algún informe?

-El señor Gowan no ha visto a Blandoisdesde el viaje de éste a Inglaterra y nada sabede él; además, no es más que un simple conoci-do de viaje.

-Lo comprendo, su amigo necesita encon-trar conocidos en sus viajes porque tiene unamujer muy sosa... ¡y yo la odio! Pero más que asu esposa le odio mucho más a él, porque enotro tiempo cometí la necedad de amarle y eraconmigo con quien tenía que casarse. Pero de-jemos todo esto. Sólo me resta decirle que enLondres, como en Calais, sea cual fuere la con-dición de mi alojamiento, encontrará siempre ami lado a Harriet. Tal vez no le disgustara sa-ludarla antes de marchar.

Dos veces tuvo que llamar hasta que apa-

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reció la muchacha que en otro tiempo se llamóTattycoram. La señorita Wade le preguntó si lepodía dar algunos informes al señor Clennamrespecto a Blandois, pero la muchacha sabía tanpoco o menos que su ama.

Como Clennam estaba de pie cuando en-tró Tattycoram, la joven, suponiendo que yamarchaba, preguntóle con viveza: -¿Siguenbien, caballero?

-¿Quiénes?Tattycoram iba a contestar «todos», pero

dirigió una mirada a la señorita Wade y se limi-tó a decir:

-El señor y la señora Meagles.-Estaban bien cuando recibí noticias de

ellos la última vez. Ahora están viajando.

* * *

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Cierto gobierno berberisco necesitó losservicios de uno de los ingenieros muy prácti-cos, capaces de construir con los elementos quetuvieran a mano cuantas máquinas necesitarany Daniel Doyce fue uno de los ingenieros esco-gidos.

Se despidió de su socio, de los obreros yde Juan Bautista y marchó hacia el reino berbe-risco.

En la calma tranquila que sigue a unamarcha, Arthur, sentado en su despacho, fija lavista en un rayo de sol, estaba absorto en susreflexiones y por centésima vez repasó en sumemoria las circunstancias que tanto le habíanimpresionado la noche que encontró a Blandoisen casa de su madre. Pare-cíale estar viendo aaquel hombre en la puerta de la casona, tara-reando la primera estrofa de una antigua can-ción que con frecuencia había oído a las niñascantar a coro. Llevado de su pensamiento, Art-hur repitió la estrofa sin darse cuenta de que lohacía en voz alta ni de que Cavalletto, que se le

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había acercado, entonaba la segunda estrofa.Los dos hombres sonrieron al recordar sus añosjuveniles y aquellos niños que solían cantar lacanción. Ello hizo pensar nuevamente a Arthuren aquel a quien se la había oído por última vezy, de pronto recordando otra frase de Blandois,la repitió maquinalmente:

-¡Rayos del cielo, señor mío; la impacien-cia es propia de carácter!

-¡Cómo! -exclamó Cavalletto, palidenciade pronto.

-¿Qué le ocurre? -le preguntó Clennam.-¡Ah, señor! ¿Sabe dónde he oído por úl-

tima vez esa exclamación? ¿Se imagina cómoera el hombre que la pronunció?

Y con viveza característica de la gente desu nación, el italiano trazó una nariz, ahucóse elcabello, dilató su labio superior para represen-tar un grueso bigote y echó sobre sus hombrosla extremidad de un capote imaginario, imitan-do una sonrisa siniestra mientras ejecutaba unapantomima con increíble rapidez. Cuando

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hubo terminado Cavalletto permaneció inmóvily pálido delante de su protector.

-¡En nombre del cielo! ¿Qué quiere deciresto, Juan Bautista? ¿Conoce usted a un hombrellamado Blandois?

-No. Altro! Altro! -exclamó el italianoenérgicamente.

-Espere -repuso Clennam, desdoblandoel anuncio y extendiéndolo encima de la mesa-.¿Era éste su hombre? Venga, lea.

Juan Bautista se acercó y después de leercon impaciencia hasta el fin, puso ambas manosabiertas sobre el impreso como si quisieraaplastar un animal dañino y exclamó mirando aClennam:

-¡El es Rigaud! ¡Es él!-Rigaud o Blandois es el mismo. ¿Dónde

le conoció?-En Marsella.-¿Qué hacía allí?-Estaba preso... y a mí me parece que

era... ¡Un asesino!

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El italiano refirió entonces el motivo desu estancia en la cárcel de Marsella, cómo habíaocupado la misma celda que un hombre queentonces se llamaba Rigaud, cómo había encon-trado al infame asesino en una posada de Cha-lons, donde le dijo que no le llamara por otronombre que el de Lagnier y donde le propusoasociarse, pero de donde él corriendo para noestar en tratos con tan peligroso criminal. Alterminar su relato, Cavalletto volvió a poner lasmanos sobre el anuncio y exclamó con energía:

-¡Es él; es el mismo asesino!- Cavalletto -dijo vivamente Clennam-. Si

puede averiguar lo que ha sido de ese hombreo encontrarle, u obtener algún indicio de él, medispensará un gran servicio y le estaré másagradecido de lo que usted puede estarlo demí.

-No sé dónde buscarle -replicó el italianobesando con efusión la mano de Arthur-. Nisiquiera se me ocurre por dónde empezar abuscar, ni adónde ir; pero... ¡valor! Sus deseos

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son órdenes y ahora mismo empezaré.-Ni una palabra de eso a nadie.-¡Altro!, Altro! -exclamó Cavalletto, ale-

jándose.La revelación de Cavalletto, aportando

nueva luz a sus ideas le decidió a proceder conmayor energía. Aquella misma noche puso suplan en ejecución y la primera contrariedad fueencontrar a Flintwinch sentado en la escalerillacon la puerta abierta. No dejaba de ser un con-tratiempo, porque ahora no podía hacer ningu-na pregunta a Affery. Se limitó a saludar al an-ciano y preguntarle si había noticias del extran-jero. El señor Fintwinch respondió que no conacento poco alentador.

Arthur subió a la habitación de su madrey después de los saludos de costumbre proce-dió a hablar del asunto que le interesaba, sinmás dilación.

-Madre, he sabido hoy algo respecto a losantecedentes del hombre que encontré en estacasa que supongo usted ignora, y me creo en el

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deber de comunicarle.-Yo no sé nada de ese hombre, Arthur.-Mi informe es exacto, pues lo he tomado

de buena fuente. -Y bien: ¿de qué se trata?-Ese hombre ha estado preso en la cárcel

de Marsella. -No es extraño -contestó la señoraClennam con la mayor sangre fría.

-Sí, pero advierta que no estaba preso porun simple delito, sino por un asesinato.

La paralítica se estremeció al oír esta pa-labra, pero preguntó con acento sereno:

-¿Quién ha dicho eso?-Uno de sus compañeros de celda.-¿Conocías los antecedentes de ese indi-

viduo antes de que te hiciese la confidencia?-No.-Y sin embargo, le conoces.-Sí.-Pues bien, ése es mi caso y el de Flint-

winch con ese otro hombre, y aún la compara-ción no es del todo exacta porque tu individuo

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no te ha sido presentado por un corresponsalen cuya casa hubiera depositado dinero. ¿Quédices ahora? No debes apresurarte en condenara los demás, Arthur. Te lo advierto por tu inte-rés.

Había energía en su mirada y tanta fir-meza en su voz que si Arthur pensó poderablandarla por un momento, hubo de abando-nar aquella ilusión.

-Madre, espero que esto quede entre no-sotros.

-¿Es una condición que .me impones?-Sí.-En ese caso no olvides que eres tú quien

hace un misterio de este asunto y no yo, Art-hur; que eres tú quien después de infundir sos-pechas y pedir explicaciones, viene ahora consecretos. ¿Qué me importa a mí lo que ha sidoese hombre ni dónde ha estado? Sépalo quienlo sepa, me es completamente indiferente. Yahora demos por terminado este asunto.

Clennam aprovechó la oportunidad de

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que Flintwich había sido llamado a su despa-cho, para pedir a Affery que le iluminara mien-tras bajaba las escaleras.

-Affery, quiero hablar con usted respectoa lo que está pasando en esta casa -le dijo enmitad de la escalera.

-No se acerque usted, Arthur, porque Je-remiah podría vernos -replicó la anciana ta-pándose la cabeza con el delantal.

-No nos verá si entramos en el gabinetepara hablar un momento. ¿Por qué se oculta elrostro? ¿Qué es lo que le causa miedo?

-Esta casa está llena de misterios y secre-tos, y de ruidos extraños. No he conocido otraasí -replicó la mujer sin quitar el delantal de lacabeza- y estoy segura de que me moriré deespanto, si Jeremiah no me estrangula antes, loque me parece muy probable.

-Mi buena Affery, su marido está en eldespacho, se ve luz todavía, quítese el delantalde la cabeza y lo verá.

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-No me atrevo, Arthur.-Pero, mujer, le aseguro que no tiene na-

da que temer. Vamos, Affery, quiero saber loque sucede aquí; quiero aclarar los misterios deesta casa.

-No sé nada. No me pregunte nada.-Le ruego a usted que hable, Affery. A

usted que es unode los pocos recuerdos agra-dables de mi juventud. Se lo pido en nombre demi madre y de su marido y en interés de todos.Estoy seguro de que sabe algo de ese hombreque ha desaparecido.

Inútil fue que Arthur suplicara. La ancia-na no había dejado ni un momento de temblar,se hizo la sorda y corrió a abrir la puerta ame-nazando al señor Clennam con llamar a Jere-miah, si seguía intentando hacerle decir lo queella no podía saber, puesto que no hacía otracosa que soñar todo el tiempo.

* * *

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Habían transcurrido tres meses desdeque los hermanos Dorrit fueron sepultados enla misma tumba en el cementerio de los extran-jeros en Roma cuando en Londres sucedió algoque llenó de consternación a toda la nación.

Estaba la señora Merdle invitada a comeren casa del médico de la familia, y en la mesa seveían varias notabilidades. Pero la silla del se-ñor Merdle estaba vacante.

Durante la comida, los invitados del doc-tor hicieron sabrosas alusiones al título de parque iba a honrarse al espíritu del siglo próxi-mamente, la señora Merdle que comprendíaperfectamente aquellas alusiones guardó silen-cio afectando no comprenderlas. Pronto losconvidados no tardaron en retirarse, dejandosólo a su anfitriona.

El reloj del despacho del señor Merdlemarcaba ya la medianoche menos algunos mi-nutos cuando un fuerte campanillazo le distrajode su ocupación. Como era hombre de costum-bres muy sencillas, había dado permiso a sus

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criados para que se acostaran y por ello tuvoque ser él mismo quien abriera la puerta, en-contrándose ante un hombre en mangas decamisa que parecía muy agitado.

-Caballero -dijo-, vengo del estableci-miento de baños de la calle vecina.

-¿Qué puedo hacer yo por los baños?-¿Tendría la bondad de venir inmediata-

mente? Vea lo que hemos encontrado sobre lamesa.

El hombre entregó un papel al doctor enel que se leían sus señas y nombre, trazado conlápiz. Examinó más de cerca aquella escritura ylanzó otra ojeada al mensajero. Fue a buscar susombrero y, cerrando con llave la puerta de sucasa, siguió a aquel hombre hasta el estableci-miento de baños, donde la gente no hacía másque ir y venir, como si estuviera acechando sullegada.

-Que todo el mundo se quede aquí -dijoel doctor al dueño de la casa- y usted -añadió

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dirigiéndose al mensajero- venga conmigo paraenseñarme el camino.

El criado condujo al doctor hasta la ex-tremidad de una galería deteniéndose ante unapuerta entornada y mirando a través de la ren-dija. El doctor imitó el ejemplo del criado.

En el ángulo se veía una bañera de la quese había hecho salir el agua, y en su interior, seveía el cadáver de un hombre mal formado decabeza obtusa y facciones innobles. En el fondode la pila de mármol veíase una especie de lí-neas rojas que infundían espanto y en la mesitainmediata, cerca de la mano fláccida del muer-to, una botella que había contenido láudano yun cortaplumas de mango de concha, mancha-do de sangre.

-Sección de la yugular... muerte rápida... -murmuró el doctor-. Por lo menos hace mediahora que está muerto. El eco de esas palabrasrecorrió todas las galerías y habitaciones. Lamirada del doctor se fijó en las ropas que esta-ban sobre la mesa. Cogió una carta que sobresa-

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lía de la cartera y después de leer el sobremurmuró:

-Esta carta es para mí.El doctor manifestó después que no tenía

que dar ninguna orden. La gente de la casa sa-bía muy bien cuál era su obligación: tomaronposesión del difunto y de cuanto le pertenecía yel doctor les dejó, considerándose feliz al poderrespirar unas bocanadas de aire puro.

Inmediatamente, el doctor se dirigió a ca-sa de un amigo, una notabilidad en el foro. Leenseñó la carta que acababa de encontrar yaunque sólo contenía unas cuantas líneas leparecieron muy dignas de su atención. Despuésde enterarse del contenido de la carta, la notabi-lidad del foro manifestó su sentimiento por nohaber adivinado antes aquello, pero el doctorhabíase encargado de comunicar la noticia, y elabogado no se sintió con fuerzas para trabajardespués del trágico descubrimiento, por lo quese dispuso a acompañarle a la calle Harley.

La aurora comenzaba a despuntar, cuan-

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do el doctor y su acompañante llamaron a lapuerta.

Un criado, que aún esperaba a su amo,acudió a abrirles pero los visitantes hubieron deesperar todavía a que se despertara el mayor-domo, antes de poder exponer el asunto que lesllevaba. Cuando por fin consiguieron que debí-an despertar a la camarera de la señora paraque ésta la preparara lo más suavemente posi-ble.

-Tengo que comunicar una mala noticia ala señora Merdle -dijo el doctor-, su marido hamuerto.

-Siendo así me despediré el mes entrante-contestó el mayordomo.

-El señor Merdle se ha suicidado -rectificó el doctor.

-En tal caso, y como ese acontecimientopuede perjudicarme, me marcharé hoy mismo.

-¡Vive el cielo! Si la noticia no le conmue-ve, manifieste por lo menos alguna extrañeza -dijo el doctor mirando al impasible mayordo-

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mo.Caballero -replicó el mayordomo con la

mayor tranquilidad-, el difunto no fue nuncauna persona decente y no me sorprende nadalo que ha hecho. Pero en obsequio a usted antesde mi marcha, daré algunas órdenes.

La noticia de la muerte del gran hombrefue pronto conocida por todo el mundo y cadacual atribuyó a una causa distinta aquella catás-trofe. Se supo luego que la carta que el ban-quero había dejado a su médico estaba en po-der del tribunal y de ella sólo podía esperarseun golpe terrible para aquellas personas a lasque el banquero había engañado.

Desde aquel momento se supo que elgran banquero era el más infame falsario y elmás insigne ladrón que jamás escapó de la hor-ca.

* * *

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Anunciado por su respiración afanosa ysus apresurados pasos, Panks se precipitó en eldespacho de Arthur Clennam. Al ver a Clen-nam, Panks se detuvo y adoptó la misma posi-ción que Arthur.

Durante unos minutos los dos permane-cieron silenciosos pero al fin fue Panks quientomó la palabra:

-He sido yo, señor Clennam, quien le hainducido a colocar sus fondos; ya lo sé, trátemecomo quiera. No podrá dirigirme más injuriasde las que yo mismo me he dirigido.

-Por favor, Panks -repuso Clennam-. Nome hable de lo que usted se merece. ¿Y yo?¿Qué me merezco? He arruinado a mi sociohundiéndole en la miseria y el deshonor.

-Hágame todos los reproches que quiera,señor Clennam. Los merezco.

-Desgraciadamente, Panks, he sido unciego dejándome guiar por otro ciego... pero,¿qué será de Doyce?

-¿Lo ha arriesgado todo?-Sí, todo.

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-Es preciso que tome mi partido inmedia-tamente -dijo Clennam, enjugándose unas lá-grimas silenciosas-. Es indispensable que lareputación de mi socio quede a salvo despoján-dome de cuanto poseo y entregando a nuestrosacreedores la dirección de los asuntos de que heabusado. Trabajaré hasta el fin de mis días paraque se olvide en lo posible de mi falta... o de micrimen.

-Pero al menos consulte usted con algúnabogado -indicó Panks que sudaba de angustia-. Con Rugg. ¿Quiere usted que vaya a buscarle?

-Si no le sirve de molestia se lo agradece-ré.

Panks se puso el sombrero y salió co-rriendo en busca del abogado. El agente volviómuy pronto con su amigo, encontrando a Clen-nam en la misma postura en que lo había deja-do.

Arthur expuso al abogado que sólo que-ría conservar sus efectos, sus libros y el pocodinero que llevaba encima, apresurándose a

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inscribir su balance personal entre las cuentasde la casa.

La publicación de aquella declaraciónsuscitó una tempestad espantosa.

-Es preciso que sufra las consecuenciasde mis actos -dijo Clennam-. Cuando venganlos agentes me encontrarán aquí.

Así ocurrió y los agentes le condujeroninmediatamente a la prisión de Marshalsea,donde fue recibido por los Chivery, padre ehijo, que le manifestaron su disgusto por en-contrarle en tal situación. Por consideración fuealojado en la misma habitación que en otrostiempos ocupó el señor Dorrit.

Todos estuvieron de acuerdo, al contem-plar aquellos muros y a Clennam encerrado enellos, que era preferible que la pequeña Dorritno estuviera allí para ver lo que le había suce-dido a su protector.

-Es algo por lo que debemos dar graciasal cielo -repitió la señora Plornish-. Esperemosque al estar lejos la pequeña Dorrit no llegue a

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enterarse de esta noticia. Si ella hubiera estadoaquí, esté seguro que al verle en la desgracia yla pena su corazón hubiera sufrido demasiado.

En aquel momento, Arthur se dio cuentaque la señora Plornish mientras hablaba le mi-raba con afectuosa malicia.

Oprimido por la tristeza, Arthur buscóalivio en el llanto murmurando con dulzura:

-Cuánto te amo, ¡mi pequeña Dorrit!

* * *

Hacía un mes que Clennam estaba en lacárcel sin mezclarse con los otros detenidos porlo que se ganó fama de orgulloso y taciturno.

Una mañana le notificaron que un «gen-tleman» deseaba verle.

-¿Pregunta por mí? -inquirió Clennam-.¿Está seguro?

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-Sí, señor. Ya se lo he dicho, aunque esono entre en mis atribuciones.

-Seguramente debo verle -dijo Clennamcon aire de cansancio.

-¿Me autoriza pues a darle esta contesta-ción?

Arthur estaba sumido en sus pensamien-tos cuando un puñetazo aplicado a la puerta,abriéndola de par en par, le sacó de su abstrac-ción y en el umbral apareció Blandois; aquelBlandois que tanto había inquietado con sudesaparición al preso.

-¡Salud, compañero de cárcel! -exclamó elrecién llegado-. Parece que deseaba usted ver-me: aquí estoy.

Arthur quedó indignado y sorprendido yantes de haber podido responder Cavallettopenetró en la estancia seguido de Panks.

-Estos dos imbéciles me han dicho queusted deseaba verme -añadió Blandois-. Vamos,ya me tiene usted aquí.

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Y apoyándose en un mueble, con las ma-nos en los bolsillos, lanzó una mirada desdeño-sa a su alrededor.

-¡Pájaro de mal agüero! -exclamó Arthur-.Ha hecho recaer una horrible sospecha sobre lacasa de mi madre. Quiero desvanecer esasodiosas sospechas -continuó Clennam-. Le lle-varon allí para que le vean, pero también quie-ro saber el motivo que le llevó a esa casa la no-che que tantos deseos tuve de arrojarle por lasescaleras. ¡Oh! No se moleste en fruncir el ceño,le conozco ya lo suficiente para saber que es uncobarde.

Blandois palideció hasta los labios y seacarició el bigote, murmurando:

-Las palabras y nada, señor, son lo mis-mo. Nunca han cambiado el valor de una juga-da de dados. ¿Lo sabía usted? Pues bien, yoestoy empeñado en una partida en la que laspalabras nada pueden cambiar. Y a mí no meobligarán a ir a ninguna cárcel ni a ningunaparte -continuó Blandois con aire de triunfo-.

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¡Vayan al diablo tribunal, usted y sus amigos!¿Acaso no tengo una buena mercancía paravender...? Usted es un pobre deudor y aunqueha entorpecido mis planes momentáneamente,no conseguirá lo que usted desee. Oye, usted:Anda, Cavalletto, dame una pluma, papel ytintero.

«A la señora Clennam:

»Se espera contestación.»

Blandois escribió una carta a la señoraClennam ordenando a Cavalletto que se la lle-vara y trajese al instante contestación.

Durante el tiempo que puso Cavallettopara cumplir tal misión, Blandois se estuvomofando y burlando de Clennam.

Fue Flintwinch quien trajo personalmen-te la contestación al cabo de un rato. La señoraClennam había contestado lo siguiente diri-giéndose a su hijo:

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«Espero que te bastará con haberte arrui-nado. No intentes arruinar a los demás, Jere-miah Flintwinch es mi mensajero y represen-tante.»

Arthur leyó dos veces aquel papel sinpronunciar palabra y luego lo hizo trozos,mientras que Blandois sentado sobre la cómodale miraba con aire socarrón.

CAPITULO XIII

La salud de Arthur empezó a resentirseen la cárcel. Las inquietudes y los remordimien-tos son unos tristes compañeros cuando se estáen prisión.

Desfallecido por la falta de sueño y la di-eta, pues había perdido el apetito, se abrió sua-vemente la puerta y en el umbral se detuvo unamujer, con apariencias de niña que dejó caer elmanto que ocultaba su vestido, era la pequeñaDorrit con el mismo vestido de antaño.

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Arthur despertó y lanzó un grito de so-bresalto. La joven se adelantó y se arrodilló a sulado llorando y llamándole por su nombre.

-¡Querido señor Clennam, mi mejor ami-go! Ya está de vuelta su niña.

En el tono de aquellas palabras había uninefable consuelo y en la mirada de la jovenuna inefable ternura cuando volvió a decir:

-No me habían dicho que estaba enfermo.Su brazo había rodeado suavemente el

cuello de Arthur y cuando éste pudo hablar,exclamó conmovido:

-¡Cómo! ¡Es posible que haya venido averme con este vestido!

-Estaba segura que le agradaría másverme con este vestido que con el vestido máshermoso o elegante. Por eso lo guardé a fin deno olvidar nunca... y, sin embargo, comprendoque no era necesario. Además, no he venidosola, como usted puede ver, me acompaña unaantigua amiga.

Al volver la cabeza, Arthur vio a Maggy

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lanzando suspiros y gritos de alegría.-Llegué ayer tarde con Edward -estaba

diciendo Amy- e inmediatamente envié a pre-guntar por usted a casa de los Plornish, paraque le avisaran de que yo no había llegado.Solamente entonces me enteré que estaba aquí.

Arthur cogiendo en sus brazos a la pe-queña Dorrit como si fuera su hija, le dio unbeso, rogándole que ya no tenía valor para pe-dirle que le olvidara, pensara en él tal como eraahora, insistiendo en hacerle ver que ella ya notenía nada que ver con aquella prisión.

La campana anunció que era hora de quese retiraran los visitantes y Arthur cogió el chalde la joven, obligándola con amorosa solicitud.Luego, dándole el brazo, bajó con ella aunqueantes de la visita apenas podía tenerse en pie.

* * *

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Había llegado el día en que Blandois de-bía de celebrar una entrevista con la señoraClennam.

Nadie había visitado a la viuda, perohacia la caída de la tarde, tres hombres pasaronpor la puerta cochera dirigiéndose a la sombríamansión de Clennam y Compañía. Rigaud oBlandois iba delante y entró el primero, segui-do por Cavalletto y Panks que no le perdían devista.

-¿Quiénes son estos hombres y qué vie-nen a hacer en mi casa? -preguntó la anciana,sorprendida, al ver entrar a los compañeros deBlandois.

-Creo que son amigos de su hijo, el pri-sionero -respondió Blandois.

-Usted mismo nos ha dicho en la puertaque no nos marchemos -le hizo observar el se-ñor Panks.

-Querida señora, permítame presentarle ados espías, pagados por nuestro amigo el preso.Si usted no quiere que asistan a nuestra confe-

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rencia no tiene más que decirlo. A mí me escompletamente indiferente.

-Escuche usted, Panks -dijo la viuda, fi-jando en el agente una mirada colérica-, hága-me el favor de ocuparse de sus propios asuntos.Y ahora márchese con ese otro que le acom-paña.

-Gracias, señora -replicó Panks-, pero la-mento dejarla en esa compañía. Vámonos, Ca-valletto.

Después de que se hubieron marchado,Jeremiah trató de echar de allí a su mujer, peroésta, por primera vez, se atrevió a plantarlecara.

-Señora -empezó Blandois-, yo soy un ca-ballero...

-Un caballero -interrumpió la viuda- queha estado preso en una cárcel de Marsella comocriminal.

-Como le decía -continuó Blandois-, soyun caballero que desprecia el tráfico mercena-

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rio, pero que no tiene escrúpulos en aceptardinero. Por eso anteriormente le comuniquéque tenía algo que vender, algo que si usted noquisiera comprar podría comprometer a unadama que yo profeso gran estimación.

-Efectivamente -contestó la viuda-, pidiómil libras.

-Muy bien. Pues ahora necesito dos mil.-Le repito a usted -contestó la señora

Clennam- tal como le dije la última vez, quenosotros no somos tan ricos. Me faltan los me-dios para satisfacer sus exigencias.

-¿Se empeña usted, pues, señora, en quecuente un poco de historia doméstica de estareunión familiar? Bien. Se trata de la historia deun casamiento singular, de una madre más sin-gular todavía, de una venganza, de una sustitu-ción y una supresión... ¡Vaya! ¡Vaya! Parece quemi historia comienza a interesarle. Supongamos-siguió diciendo- que esta casa estuvo habitadahace tiempo por dos personas, el tío y el sobri-no, un muchacho; el primero, anciano rígido,

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enérgico; el sobrino, humilde y sumiso. El tíosevero, ordenó a su sobrino que se casara conuna dama sin compasión, sin amor, implacable,vengativa y más fría que el mármol.

»Una vez celebrada la boda -seguía di-ciendo Blandois-, los jóvenes esposos vinieron aresidir a esta deliciosa mansión. Muy pronto ladama hizo un enojoso descubrimiento, de re-sultas del cual ardió en deseos de vengarse; yconcibió un proyecto inicuo, obligando dies-tramente a su infeliz esposo a cargar con toda laresponsabilidad. Quiso anonadar a su rival y lologró. ¡Qué inteligencia tan superior! ¡Aquellamujer era un genio!

La sangre fría de la viuda no pudo resis-tir tantos sarcasmos; en su boca se dibujó unpliegue y sus labios temblaron entreabriéndosea pesar de los esfuerzos que hacía por mante-nerse impasible. Al fin, no pudiendo dominarsepor más tiempo, su cólera estalló y exclamóimpetuosamente:

-¡Yo no soy la madre de Arthur!

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-Perfectamente -repuso Blandois-, ya veoque está entrando en razón.

Hizo retroceder la silla para estirar laspiernas y con los brazos encima contempló im-pasible a la viuda, que seguía hablando:

-Nadie puede imaginar lo que es en unaeducación severa como la que yo recibí. Cuan-do el anciano señor Gilberto Clennam propusoa mi padre darme por esposo a su sobrino, mipadre me aseguró que mi futuro esposo habíarecibido una educación tan severa como la mía.Al año de casados descubrí que mi esposohabía pecado contra el Señor profiriéndome unagravio por sus relaciones culpables con unamujer.

»Cuando obligué a mi esposo a darme elnombre y las señas de aquella mujer, o cuandola acusé y cayó a mis pies, no le hablé de misagravios ni le reprendí su falta en mi nombre.Le exigí una penitencia; ¿sabe cuál? «Tiene us-ted un hijo –le dije-,y yo no; usted le ama; cé-damelo, creerá que es mío y pasará por tal. Yo

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me encargaré de su hijo. Todos deben ignorarsu paradero y si ello le place podrá pasar poruna mujer honrada ante los ojos del mundo, detodos, menos de los míos... Eso es todo.»

»La presencia de Arthur -siguió diciendo-era un continuo reproche para su padre, y si laausencia de Arthur aumentaba las angustias desu madre, era la justicia de Dios. También po-drían decir que la volví loca; cuando fueron losremordimientos los que la hicieron perder larazón. Cuando murió el padre de Arthur, meenvió este reloj con su inscripción: «NO OLVI-DES». Pues bien, yo no olvidé aunque no leaesta frase con los mismos sentimientos que él.

-Sea por lo que fuere -la interrumpióBlandois-, y por más que usted diga, lo cierto esque yo tengo, y a buen recaudo, esa adiciónlacónica al testamento del señor Gilbert o Clen-nam, escrito de puño y letra de una dama aquípresente, con su firma y la de ese viejo intrigan-te. Esa es la verdad y ustedes dos lo saben. Va-mos, señora, despache usted porque el tiempo

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urge. Usted sabe que suprimió el acto y seguardó el dinero.

-¡No fue por el dinero, miserable! -la se-ñora Clennam hizo un esfuerzo por levantarsey, en su energía, llegó casi a ponerse en pie-. SiGilberto Clennam, reducido a un estado deimbecilidad, pudo tener remordimientos en sulecho de muerte y me dictó a mí, en un momen-to de debilidad, un codicilo destinado a com-pensar los inmerecidos padecimientos de aque-lla desgraciada...

-Señora -replicó secamente Rigaud,haciendo castañetear sus dedos ante el rostrode la anciana-. El anciano tío dejó mil libras a lahermosa niña que el protector de aquélla pu-diese tener, o en el caso de no haber ninguna, ala hija de menor edad de su hermano, un re-cuerdo de la desinteresada protección quehabría dispensado a una joven huérfana y sinamparo. Tenemos pues, un total de dos millibras esterlinas. ¿Llegaremos por fin a la cues-tión del dinero?

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-En fin, ese Frederick Dorrit -repuso laanciana- fue la causa de todo. Si no hubiesesido tan aficionado a la música y no hubieraproporcionado los medios para que esa jovensaliera de su humilde posición, no la hubieraprecipitado en el abismo de la iniquidad. Perocomo la joven tenía buena voz, creyendo haceruna buena obra tal vez, ese Frederick Dorrit leenseñó música para que fuera cantante. Des-pués, el padre de Arthur, seducido por las lla-madas «artes» conoció a Dorrit y así fue comouna persona huérfana, de la que se quería haceruna cómica, llegó a prevalecer sobre mí. Así seme traicionó... no a mí -añadió ella, sonrojándo-se-, digo mal, pues esos agravios no me impor-tan, nunca he pensado sino en las ofensas co-metidas contra el Señor.

Jeremiah Flintwinch, que se había idoacercando al canapé, colocándose junto a laviuda sin que ésta lo notase, hizo una señalnegativa al oír las últimas palabras.

-En fin -continuó la señora Clennam-,

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pues ya llego al final de mi historia, de la queno volveré hablar nunca más... Cuando yo su-primí el codicilio, con conocimiento del padrede Arthur...

-Sí, pero no con su consentimiento -interrumpió Flintwinch-, ya lo recordará usted.

-Yo no he dicho: con su consentimiento...-explicó la señora Clennam, que al ver tan cercade ella a Jeremiah se apartó con creciente des-confianza-. Usted, que sirvió de intermediarioentre nosotros, cuando el padre de Arthur que-ría obligarme a publicarlo, sabe lo que pasó.Cuando suprimí ese documento no hice nadapara suprimirlo. Lo guardé en esta casa durantemucho tiempo, pues como el resto de la fortunadel tío Gilberto recaía en el padre de Arthur,érame fácil, en un momento determinado, en-tregar las dos sumas a los herederos, fingiendohaber encontrado ese papel por casualidad.Durante mi larga enfermedad, no he tenidoningún motivo para divulgar lo que hasta hoyhabía mantenido oculto. Obedecer las malas

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inspiraciones de un momento de delirio, hubie-ra sido dar su recompensa al pecado. He cum-plido estrictamente la misión que me fue enco-mendada y he sufrido, entre las cuatro paredesde esta habitación, cuanto el Señor le plugohacerme sufrir. Cuando el codicilo quedó des-truido (al menos así lo creí), la protegida deFrederick Dorrit había fallecido hacía ya muchotiempo y su protector, en justo castigo a sumaldad, estaba arruinado y reducido a la imbe-cilidad. No tenía hijos, pero sí una sobrina; y loque he hecho por ella valía más que pagarleuna suma de dinero de la que no se hubieraaprovechado.

La señora Clennam quedó un momentopensativa, y al cabo de unos instantes de silen-cio, como si se dirigiera al reloj, dijo:

-Esa joven era inocente, y tal vez nohabría olvidado dejarle el dinero a la hora demi muerte.

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* * *

En resumen, he aquí como sucedieron lascosas. Al regresar Arthur Clennam y empezarcon sus preguntas indiscretas, la señora Clen-nam indicó a Jeremiah el lugar donde estaba es-condido el codicilio, en el sótano en medio deuna serie de viejos registros y que le ordenóquemar en su presencia. Pero Jeremiah escamo-teó el codicilio y lo que quemó fue un papel sinimportancia, guardando de esa manera el codi-cilio, que podría servirle como arma contra suasociada. Para mayor seguridad se lo entregó asu hermano Efraim, junto con otros papelescomprometedores, sin tener en cuenta que suhermano era un hombre borracho y un degene-rado.

La señora Clennam escuchó las explica-ciones de Fintwinch acerca de lo que había su-cedido y oprimiéndose la frente con la mano se

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volvió hacia Blandois.-¡Explíquese, explíquese, miserable!Ante aquel fantasma rígido que hacía

tantos años no podía moverse, Blandois retro-cedió y bajó la voz, como si presenciara la resu-rrección de una difunta.

-La pequeña Dorrit -explicó Blandois- es-tá ahora junto al prisionero, cuidándole consolicitud. Antes de venir aquí he dejado en po-der del carcelero un paquete y una carta en laque induce a esa joven lo que debe de hacer eninterés de su amigo Arthur Clennam. Le repitoque el tiempo urge. Cuando la campana hayatocado ya no estará en venta el paquete, puespertenecerá a la señorita Dorrit.

La viuda pareció luchar consigo misma.-Espéreme aquí -le gritó a Blandois y sa-

lió corriendo.

* * *

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Cuando ya hacía poco que había atrave-sado el puente se le ocurrió preguntar por elcamino a un muchacho de aire dulce y tranqui-lo, y éste le dijo:

-¿Busca la cárcel de Marshalsea? Yo estoyde guardia. Traviese la calle y sígame.

La señora Clennam apoyó la mano en elbrazo de aquel joven, que la condujo al otrolado. Apenas llamó, abrióse la puerta, que secerró tras ellos inmediatamente.

En la portería, una luz amarillenta lucha-ba ya con las primeras sombras de la noche. Elcarcelero se volvió hacia su hijo, que era el jo-ven que la había acompañado, y le preguntó:

-¿Qué ocurre, John?-Nada de particular, padre. La visitante

es una señora que no conocía el camino y yo laayudé. ¿Qué desea, señora? -¿Está todavía aquíla señorita Dorrit?

-Sí, aún no se ha marchado. ¿Tiene labondad de decirme su nombre?

-La señora Clennam.

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-¿La madre del señor Arthur Clennam?Los labios de la viuda se apretaron, y

después de vacilar un momento, contestó:-Sí, más vale decir que soy su madre.La señora Clennam, completamente per-

turbada, contemplaba aquella prisión tan dis-tinta de la suya, cuando de pronto la estremecióuna exclamación proferida por una suave voce-cita.

Ante ella estaba la pequeña Dorrit.-Dorrit, ¿sabe usted algo del paquete que

debía serle reclamado a Arthur si nadie lo re-clamaba?

-¿Se refiere usted a éste, señora? -preguntó la muchacha presentándole el paque-te.

-Sí. Ábralo, por favor, y lea la carta queva dentro. Me ahorrará tener que confesarlemuchas cosas.

Dorrit la leyó y ella dijo:-Ahora que la ha leído, ya sabe usted lo

que hice -dijo la anciana-. Le devolveré a usted

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todo lo que nosotros le quitamos. Pero perdonemi falta.

-Le perdono a usted de todo corazón, se-ñora Clennam -dijo la pequeña Dorrit.

-Voy a pedirle otra favor -solicitó la an-ciana-. Que oculte esto a Arthur hasta despuésde mi muerte.

-Se lo prometo, señora.-Usted ama a Arthur. En su nombre le

suplico que me acompañe hasta mi casa, a finde que el hombre que ha señalado un precio asu silencio sepa que usted ya lo sabe. Tal vezasí rebaje la cantidad.

Avanzaron por callejuelas desiertas y si-lenciosas. Iban a franquear el umbral de lapuerta cochera de la casa de la señora Clennamcuando se detuvieron asustadas al oír un ruidosemejante a un trueno.

Acompañando al ruido cayeron junto aellas unos ladrillos fragmentados y por espaciode unos instantes vieron derrumbarse la viejamansión donde Blandois se deleitaba con el ci-

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garro en la boca.

* * *

En aquel fortuito accidente murió Rigaudaplastado bajo las ruinas. Jeremiah, ausente enaquel momento, desapareció con los fondos dela familia Clennam.

Tras lo ocurrido, Panks se culpó una vezmás de que el señor Clennam estuviera presopor su culpa. «¿Qué podría hacer por él?», sepreguntaba. Añadiendo a la pregunta esta otra:«¿Qué podría hacer por librarme del trabajoque me da ese buitre de Casby?»

En la siguiente entrevista que ambos sos-tuvieron, éste apremió:

-Hay que apretar a esos inquilinos, amigomío. Que me abonen los recibos, pues yo lepago a usted para eso.

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Una hora después, en el barrio donde seencontraban las casas de Casby, volvieron aencontrarse los dos hombres.

-¿Usted por aquí? -le dijo Casby-. ¿Su-pongo que habrá apremiado a...?

-Nada de eso, señor Casby. He venidoporque sabía que le encontraría. Y delante detodos los vecinos a quienes usted expolia voy agritar que es usted un tirano, un explotador, unladrón.

-¡Bien dicho! -gritaron los vecinos que sehabían ido concentrando.

-¡Es el peor casero de Inglaterra!A tanto llegaron las cosas, que Casby tu-

vo que batirse en retirada.

* * *

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Mientras, Arthur, que había enfermado,era atendido por Dorrit. La cual había informa-do ya al señor Meagles de todo lo ocurrido porser éste el único amigo de que Arthur podíadisponer. Y Meagles, que continuaba ausente,contestó:

«Lo más conveniente, querida amiga, esrecuperar los documentos originales de la seño-ra Clennam. Le prometo no regresar a Inglate-rra sin haber hecho lo posible por hallarlos.»

En efecto: Meagles efectuó varias gestio-nes, visitando también a la señorita Wade, enCalais, sin resultado alguno. Cuando de regresoa Londres llegó a Marshalsea, Meagles exclamó:

-¡Caramba! Si es Taty. Nosotros aguardá-bamos a la pequeña Dorrit y apareces tú.

-Perdóneme -dijo ella. Y alargándole uncofrecillo, añadió-: Aquí tiene el cofre queBlandois robó. Lo tenía en custodia la señoritaWade. Son documentos originales de los Clen-

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nam.

* * *

Tattycoram volvió al hogar de los Mea-gles quienes comenzaron a gestionar la libertadde Arthur y el regreso del socio Doyce. Pocosdías después, la pequeña Dorrit fue a ver aArthur.

-Debo confesarle algo, Arthur... Y es quesoy tan pobre como usted. Mi familia confió sufortuna a las mismas manos que le arruinaron austed.

La pequeña Dorrit y Arthur fijaron la fe-cha de su boda. Y poco después, Meagles lerecibió:

-¡Hola, amigo mío! -exclamó-. Doyce hatriunfado en el extranjero. Prepárese para reci-bir una sorpresa...

-¡Cuánto me satisface esto, señor Mea-

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gles!Meagles se dirigió a la puerta, hizo una

señal y apareció Doyce en persona. Meagles yDoyce arreglaron los asuntos de Arthur y al díasiguiente, la pequeña Dorrit ordenó a Maggyque quemara «un papel».

-¿Por qué? -preguntó ésta.-Haz lo que te digo.Pronto el papel doblado en cuatro se

convirtió en una brillante llama.Momentos después, cruzaron el patio, so-

litario a aquella hora, aunque más de un presoles observaba escondido detrás de las cortinas.En la portería encontraron a John.

-¡Adiós, mi buen John! -dijo la pequeñaDorrit ofreciéndole su mano-. Le deseo tantafelicidad como la que usted quisiera para mí.

Desde la cárcel se trasladaron a la iglesiapróxima donde Daniel Doyce les estaba espe-rando en su calidad de padrino de la novia.Allá se efectuó una sencilla ceremonia mientrasel sol les iluminaba a través de la imagen del

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Señor pintada en uno de los vitrales. Despuésentraron en la sacristía para estampar sus fir-mas en los registros y así confirmar su matri-monio legalmente. Allí estaba Panks, converti-do en primer empleado de la casa Doyce yClennam y que en su calidad de testigo dabagalantemente el brazo derecho a Flora y el iz-quierdo a Maggy. En último término se encon-traban los Chivery, padre e hijo, con los demáscarceleros que se habían ausentado unos ins-tantes para ver a la feliz hija de Marshalsea.

Cuando los recién casados hubieron fir-mado, todos se apartaron para dejarles pasar.Al salir de la iglesia, la pequeña Dorrit y suesposo se detuvieron en los escalones de lapuerta para contemplar la perspectiva de lacalle envuelta en los dorados rayos del sol oto-ñal. Descendieron lentamente y comenzaron avivir...

* * *

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Y vivieron una larga existencia feliz.