La promesa del asombro. Héctor Croxatto. Un pionero de la ciencia experimental en Chile. Biografía

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«La promesa del asombro, Héctor Croxatto, un pionero de la ciencia experimental en Chile»

María Ester Roblero Cum

© Inscripción Nº 93.543 Derechos reservados

Septiembre 1995 I.S.B.N.956-14-0387-0

Primera edición: 1.000 Ejemplares

Diseño: Publicidad Universitaria UC

Pedro Alvarez

Fotografía portada: Ornar Faúndez

Impresión: Andros, Productora Gráfica

C.I.P. Pontificia Universidad Católica de Chile

Roblero, María Ester La promesa del asombro: Héctor Croxatto, un pionero de la ciencia experimental en Chile / María Ester

Roblero. 1. Croxatto, Héctor, 1908-. 2. Médicos-Chile-Biografías.

1. Semblanza biográfica de Héctor Croxatto, un pionero de la Ciencia Experimental en Chile.

1995 610.92 dc 20 RCAA2

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SUMARIO

PRIMER CAPITULO 4

David Croxatto

SEGUNDO CAPITULO 19

Eduardo Cruz Coke

TERCER CAPITULO 32

Viola Avoni Mendel

CUARTO CAPITULO 47

Monseñor Carlos Casanueva

QUINTO CAPITULO 62

Los péptidos vasoactivos

SEXTO CAPITULO 75

Juan Gómez Millas

EPILOGO 90

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Héctor CroxattoLa promesa del asombro

P R I M E R C A P I T U L O

David Croxatto

I

Las rutas del cerro Ñielol no resultaban extrañas para esos tres niños que, a pesar del frío del invierno, subían entre las piedras y el barro hasta donde el señor Ovalle juntaba leña. Sus caras estaban enrojecidas por el aire de la

mañana, y con las manos descubiertas protegían unos frascos vacíos.

Que se fueran a su casa, mejor, había sido el consejo tantas veces desoído del guardabosque. Cortar troncos a la intemperie le parecía una faena tremenda. Qué habría dado a esa hora de la mañana por estar junto a la cocina caldeada de los niños Croxatto. Pero ellos, como si nada, lo miraban serios, como de costumbre y pedían su autorización para hurgar entre las piedras, como si el permiso fuera indispensable.

- No sé... hagan lo que quieran, no es problema mío. Claro que no me explico cómo don David se los permite. ¡Debería reunirse con los otros padres y prohi-birle al profesor...!

Pero los niños ya se habían alejado de él, sin decir palabra, veloces hasta unos matorrales.

Osvaldo, el mayor, corría delante de sus hermanos. El menor casi lo alcanzaba, hundiendo los pies en las hojas secas que cubrían la tierra. Sin embargo, Héctor, el segundo, avanzaba con prudencia, con demasiada prudencia según les iba pare-ciendo a los otros. Y como siempre, una vez se reunía con ellos en el punto donde estaban los insectos, se agachaba hasta casi tocar el suelo con la cara.

- ¡Miren, una raíz de verdad! -dijo Arnaldo y levantó en su mano los restos de una planta seca.

- Esa debe haber sido una crucífera- agregó Osvaldo, repitiendo la lección de la última clase de botánica. Héctor levantó la vista y entrecerró los ojos para ver mejor la raíz.

- Imposible -alegó con seguridad Arnaldo-. Las crucíferas no son así...

- Es que yo nunca he visto una crucífera.

- ¿Qué no? ¿Qué no? Si los yuyos que crecen en la cancha de fútbol del liceo son crucíferas...

- ¿Quién te lo contó?

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Héctor CroxattoLa promesa del asombro

Héctor, Tito como lo llamaban en la familia, continuaba mirando la raíz que re-cién había caído de la mano de Arnaldo. La rescató de entre las hojas del suelo y la metió en su frasco para llevársela a la clase del profesor de ciencias.

En el camino de regreso se puso a pensar que quizá el profesor no querría mos-trárselas a sus compañeros de curso. Porque ¿cómo no se le había ocurrido a él mandarlos al cerro a buscar hojas y raíces? No. Seguramente no querría hacerlo. Botó la raíz y apuró el paso. Debían llegar a almorzar a la casa.

II

Por las calles de Temuco, la gente reconocía a los hijos del dueño del almacén. A ver si botando el pelillo se parecerán a su padre, decían. Porque era claro que a los tres flacuchos -y también a Raúl, el hermanito que por su corta edad no era incluido en las excursiones- les faltaba mucho por crecer para alcanzar la estatura de don David Croxatto, quien llamaba la atención por el porte macizo, la enorme cabeza y sobre todo, por su elegancia. Siempre con su abrigo oscuro y el infalta-ble bastón, gozaba de un ceremonioso respeto en la ciudad.

Había llegado a Temuco el año 10, junto a su esposa, la señora Angela Rezzio, y sus dos hijos mayores. Para ese entonces llevaba varios años en Chile.

Nacido en Cassana, cerca de Génova, don David dejó su tierra después de oír de boca de su padre una definitiva y crítica sentencia. Los terrenos de la familia no bastaban para ser divididos entre los once hermanos. Había llegado para ellos, como para tantos otros italianos, el tiempo de emigrar.

Pero a diferencia de la mayoría de los inmigrantes, don David pisó tierra america-na con un negocio planificado desde antes de la partida. El mayor de sus herma-nos había conocido en Italia al cónsul chileno, quien le comentó que Valparaíso, un puerto de su sureño y lejano país, se parecía mucho a Génova.

-Las casas allá miran el mar desde los cerros -dijo el cónsul.

Y eso bastó para que el mayor de los once Croxatto viajara a conocer Chile. «Efectivamente -escribió-, Valparaíso es una ciudad bonita, y la gente aquí parece civilizada». Fue fácil entusiasmar a David, su hermano, quien viajó para colabo-rar en un singular negocio.

La tienda que el hermano mayor instaló en Valparaíso se llamó «La Gioconda», y ésta abasteció de ropa de fiesta a las señoras elegantes de la zona. Plumas de aves-truz, blondas, sombrillas, guantes de encajes y muchos otros sofisticados acceso-rios llegaban directo desde Milán y París, para satisfacer el gusto de las familias acaudaladas que se habían asentado en Valparaíso con el auge de las salitreras.

América no defraudó a los Croxatto durante los primeros años. Pero Chile tenía guardada una sorpresa para estos italianos. Una noche de 1906, un rugido que sa-lió del fondo de la tierra despertó a don David y a su mujer. Sin comprender qué estaba ocurriendo, sólo alcanzaron a tomar en brazos al pequeño Osvaldo, de un

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año de edad, y a correr en pijamas hacia la calle. Fue allí donde escucharon los gritos que jamás en su vida podrían olvidar.

- ¡Terremoto, terremoto!

«La Gioconda», con todas sus plumas y vuelos adentro, se vino abajo. También la casa, que ya en escombros fue consumida por las llamas. Desde la calle, el in-menso hombre se sintió aplastado por esta fuerza desconocida de la naturaleza, que remecía, derrumbaba y prendía fuego; tanto que ni siquiera intentó rescatar la caja de fondos donde estaban todos sus ahorros.

A los pocos días, apenas repuesto del impacto del terremoto, don David partió en busca de ayuda. Pero pronto comprendió que sería imposible reconstruir su negocio.

Menos ahora que estaba sin dinero. Tal parecía que la suerte familiar, había cam-biado para siempre, y a esas alturas, debió resignarse a trabajar como jornalero en cualquier ocupación que le permitiera alimentar a la familia que crecía. Doña An-gela esperaba al segundo hijo, Héctor, que nació al año siguiente del terremoto.

En 1910, en pleno centenario de la independencia de Chile, todo indicaba que el país al fin se levantaría después de la catástrofe. Los buenos augurios llegaban desde Santiago, donde el sonido de fierros, tablas y martillos prometía una cele-bración a todo dar. Allá, en el corazón del país, la construcción de la Biblioteca Nacional, del Museo de Bellas Artes, la Estación Mapocho y la Estación Central, era índice de futuro esplendor.

Mientras tanto, en Quilpué, una familia de italianos recién llegados miraban con buenos ojos el momento económico que comenzaba a vivirse en Chile. Cuando don David Croxatto conoció a los Carozzi, ellos habían logrado la instalación de una moderna fábrica de fideos. Sin embargo, su instinto les decía que no sólo en Santiago había que centrar los esfuerzos, sino también en la llamada ciudad de la frontera, en el sur, donde terminaba el país civilizado. Allí se había levantado un cuartel militar: «EI Tucapel», y los Carozzi preveían un auge en la zona.

Así fue como don David llegó a Temuco, para montar un local de exhibición de fideos dentro de una enorme feria levantada con motivo del centenario. La nove-dad de estos productos causó verdadera conmoción; hasta entonces los chilenos no sabían lo que era un fideo. Cientos de personas se congregaron ante el quiosco para admirar los paquetes de cartón azul que contenían caracolitos de masa, y los manojos de tallarines atados con una cinta roja.

El resultado del puesto de fideos fue doble para la familia Croxatto Rezzio: don David ganó la medalla de oro de la exposición, y se decidió a instalar un almacén en la zona.

Desde entonces ni doña Angela ni los hijos vieron jamás descansar a ese hombre corpulento, a quien los vecinos de Temuco saludaban con gran respeto. Su ca-minar erguido daba cuenta de una vida de esfuerzos, pero también de logros. La puntualidad con que levantaba la cortina de fierro de su negocio hacía asegurar a todos: «Deben ser las ocho en punto de la mañana, porque en todos estos años don

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David jamás se ha retrasado en abrir su negocio».

III

En el comedor, una mesa bien puesta esperaba a los hijos, que ese día sábado se sentaron frente a los platos de loza con las manos y la cara recién lavadas. Al-guno hubiese querido contar la aventura de esa mañana, o repetir el mensaje del guardabosque. Pero a la hora de almuerzo los niños sólo podían abrir la boca para comer.

Además, no era posible interrumpir las instrucciones que don David daba enton-ces a doña Angela, quien debía viajar a Concepción.

- Tito va contigo- dijo el padre, mirando a su segundo hijo. Aunque el pequeño, de sólo ocho años, quiso preguntar ¿por qué yo?, no lo hizo. No era temor, sino un inmenso respeto lo que don David le inspiraba. Pocas cosas tenía claras con respecto al futuro, pero al igual que sus hermanos intuía que la felicidad guardaba relación con responder a las expectativas de su padre.

Sin embargo, esta vez Tito no tenía ganas de obedecer. Alojarían de seguro en casa de una amiga de la familia, y por su cabeza desfilaron las escenas de los próximos días. Pasaría varias horas sentado en los salones de las amistades y de la parentela; le dirían: «¡qué grande está el bambino!» a cada rato; y no tendría con quién jugar. El silencio con que sus hermanos recibieron la noticia del viaje a Concepción le confirmó que el panorama no era envidiado por ninguno.

Sin embargo, días más tarde, al llegar a Concepción, sus posibilidades de pasarlo bien mejoraron. En la casa de la amiga de su madre se encontró con una nutrida colección de «El Peneca»: él jamás había tenido esa revista en las manos y sen-tado sobre una alfombra gris, en medio de la sala, sufría pensando que ese par de días en la ciudad no bastarían para devorar las páginas llenas de historias e ilustraciones.

De pie junto a la puerta, la señora Angela repitió varias veces el nombre de Tito.No dejaba de asombrarse de esa capacidad de concentración de su hijo, para quien el resto del mundo dejaba de existir cuando estaba interesado en algo.

- Tito ... vamos a llegar tarde a tomar el té.

- ¡No, no, ahora no! - se quejó desesperado, con «El Peneca» entre los brazos. Pero adivinando que su alegato no tenía probabilidad de triunfo, se dejó conducir hasta la calle. No sospechaba que a esa temprana edad despertaría en él una emo-ción mucho más fuerte que la estimulada por las imágenes de la revista.

Al comienzo sólo se atrevió a mirar la larga trenza rubia que caía sobre el pecho de la niña que tomaba el té frente a él.

- Saluda a Tito, Viola -le dijo la madre a la jovencita que, con una altivez que hirió a Héctor, volteó la cabeza.

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- Este niñito vino a molestarnos justo ahora que íbamos a la matiné- murmuró Viola a su hermana. Y mientras se lo decía fijó sus ojos furiosos sobre la cara del niño, que entrecerraba los suyos para verla mejor.

De regreso a la casa donde alojaba en Concepción, «El Peneca. le pareció inco-loro y silencioso. Sentado otra vez sobre la alfombra gris, con sus piernas apenas tapadas por los pantalones cortos, pensó que esa niñita de la trenza era una prin-cesa.

En Temuco, Tito se cuidó mucho de nombrar a Viola ante sus hermanos. Pero no pudo evitar sonrojarse al escuchar decir a doña Angela que Violita, la hija de los Avoni Mendel, estaba convertida en una dama.

IV

Después del intendente o del gobernador, para don David los profesores del Liceo de Temuco revestían la más alta dignidad del pueblo. No era necesario que se lo repitiera a sus hijos. Ellos lo sabían. Por eso bajaban la voz para llamar «Catana» al profesor de castellano, a quien le quedaban, según cálculos realizados en la sala de clases, unos veinte pelos en la cabeza.

Estudiar mucho era un imperativo moral en la casa de los Croxatto. Los niños pre-sentían que don David anhelaba volver a Italia para rendir buenas cuentas de los des-cendientes de la familia nacidos en América. Tampoco era necesario que lo repitiera; bastaba oír el entusiasmo con que se refería a las generaciones anteriores, todas de diez o más hermanos, donde jamás faltaron los curas ni las monjas.

Pero para Héctor sacar buenas notas implicaba bastante esfuerzo. A veces se sentía intimidado por el desplante de sus compañeros, que saltaban como lanzados por un resorte para adelantarse a responder las preguntas de los maestros. Quizá era menos inteligente que los demás, pensaba, aunque a medida que pasaban los años fue dán-dose cuenta de que su lentitud para entender se relacionaba con la creciente dificultad para descifrar letras y números anotados sobre el pizarrón.

Rara vez hablaba del futuro con sus hermanos y amigos. De cuando en cuando la voz ronca del rector del liceo hacía referencias al bachillerato. En la casa se hablaba de algún primo que había partido a Santiago a estudiar en la universidad y Tito presentía que por esos mismos senderos viajaban las aspiraciones de don David. Pero aún no llegaba el momento de ponerse a pensar, creía él. En el colegio estaba demasiado ocu-pado intentando hablar francés tan bien como el profesor de ese ramo, y comentando. «Amores y amoríos», de Benavente, para el señor Ortega, profesor de literatura.

Una mañana de invierno, cuando tenía trece años, se sorprendió aún en la cama cuan-do la gruesa cortina de fierro del almacén marcó las ocho de la mañana. Al intentar incorporarse notó que habían puesto paños húmedos sobre su frente y que su madre había pasado la noche en vela junto a él.

·Tu padre mandó a buscar a un doctor, porque la fiebre no baja-, le dijo la señora Angela.

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Por la tarde llegó hasta su cama un militar. En la mano llevaba el clásico maletín de médico, y después de saludarlo le mostró un estetoscopio.

- ¿Sabes para qué sirve esto?- le preguntó, acercándole el instrumento. -Voy a escuchar los sonidos de tu corazón.

Se sentó en la cama junto a él y Tito se extrañó de la delicadeza con que sus manos seguras y adultas le examinaban la espalda y el cuello. Jamás olvidaría la voz del doctor militar. Mientras daba las indicaciones a doña Angela, porque esta pulmonía era de cuidado, tuvo la sensación de que los médicos eran personas que irradiaban dominio sobre el mundo, que inspiraban seguridad y confianza a la hora de entregarse a sus consejos.

Durante la convalecencia muchas veces se sorprendió recordándolo. y a la niña rubia de la trenza. Y al primo que había partido a Santiago a estudiar medicina.

- EI invierno es muy duro allá -le decía el primo-, si tienes poca plata vas a pasar caminando horas y horas... Necesitarás un buen par de zapatos, un impermeable... Es caro vivir en Santiago.

Y Tito nuevamente recordaba al médico militar. A Viola con su trenza. Al profesor de francés. A don David que trabajaba de sol a sol en el almacén. A Viola con su trenza al regresar del Colegio Alemán.

El, con uniforme y maletín. Don David viajando a Italia a contar que tenía un hijo que sería médico. Viola enamorada de él. El y Viola juntos en Santiago...

V

Tito viajó junto a un grupo de alumnos del Liceo de Temuco a rendir el bachille-rato. Sus buenas notas le parecían motivo de sobra para tener esperanzas. Pero, en el fondo de su alma, no se sentía tan seguro; en cierta forma, envidiaba a Monreal, la lumbrera del grupo, y quien tenía el mejor promedio del colegio. Y también a Abarzúa, su compañero de curso, porque con desplante y buen humor siempre salía airoso de las situaciones. Monreal soñaba con ser abogado. Abarzúa, con ser médico al igual que Tito.

Quizás fue su propia inseguridad lo que le jugó la mala pasada.

- Refiérase al «que» relativo -indicó el profesor que tomaba el examen de caste-llano. Tito buscó en su mente alguna respuesta, pero sólo encontró espacios en blanco.

- ¿En qué circunstancias se aplica el «que» relativo?- insistió impaciente el exa-minador, mientras Tito, desesperado, pensaba que el «Catana» jamás pasó esa materia.

-¿Cuándo es indicado utilizar el «que» relativo? Si no conoce la respuesta, dígalo joven-, casi gruñó el hombre.

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Tito salió de ese examen con los ánimos a ras de piso. Pensaba en su padre que meses antes había partido a Italia y que seguramente estaría contando a la fami-lia sobre ese hijo suyo que sería médico; sobre ese hijo que lo hacía sentirse tan orgulloso.

- Estamos en 1924... veinte años es mucho tiempo sin ver a la familia -le había dicho antes de viajar.

Sólo la destreza con que luego resolvió los problemas de la parte matemática del bachillerato le devolvieron en algo su confianza. Pero finalmente, los resultados coronaron sus malos presentimientos: obtuvo el peor puntaje de todo el grupo que viajó desde Temuco a rendir la prueba. No obstante, igual le bastó para inscribirse en la carrera de medicina de la Universidad de Chile.

Don David, a su regreso de Italia, se encargó de hablar con un compatriota a quien apreciaba mucho para que recibiera en pensión a Tito, y anunció su deseo de ir a dejarlo hasta la misma puerta de la casa donde se quedaría en la capital, tan lejos del hogar.

Ese verano, antes de volver a Santiago, Héctor vio nuevamente, después de sie-te años, a Viola. Si el desdén de la vez anterior lo hirió, en esta oportunidad la cosa anduvo mucho peor. El quinceañero, demasiado flaco, demasiado angosto de hombros, demasiado piticiego, demasiado evidente en su amor, tenía harta a Viola, quien a los dieciséis años soñaba con un hombre y no con un mocoso que quería ser médico. Mal que mal ella, que había tenido que dejar el colegio debido a una grave enfermedad de su padre y trabajar como la más moderna de las mu-chachas de su época, se sentía toda una mujer.

Sin embargo, este revés amoroso no empañó el entusiasmo con que Héctor en-frentó su partida a la capital. Para él era el inicio de una aventura. Y con gran ilusión se quedó solo en Santiago, en una casa de dos pisos ubicada en Avenida Matta con Vicuña Mackenna.

A la soledad de las primeras noches, en que cerraba los ojos imaginando a sus tres hermanos juntos en Temuco, se unió la angustia -que lo acompañaría por largo tiempo- de fracasar y causar daño a sus padres.

Si bien todos aseguraban que no eran buenos tiempos para la economía mundial, él estaba al tanto que su familia atravesaba, además, por una mala racha. Mientras don David estuvo en Italia, el almacén quedó a cargo de un pariente que hizo lo imposible por evitar los efectos de la crisis. Apenas tuvo noticias de que Federico Santa María, famoso por su influencia en el precio internacional del azúcar, había comprado casi toda la producción cubana, se animó a seguir una corazonada.

- Se va a disparar el valor del kilo-, aseguraban, además, los entendidos.

Contagiado por el ambiente de especulación, el hombre a cargo del negocio fami-liar creyó acertado invertir gran parte de los fondos en azúcar, cuyo precio, lejos de subir, bajó. Cuando don David estuvo de vuelta, debió enfrentar irrecuperables pérdidas. Nuevamente vio desaparecer ante sus ojos los frutos del trabajo de toda una vida.

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Angela Rezzio, madre de Héctor Croxatto

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Y Tito, solo en Santiago, sentía que era el peor momento para dar gastos en vano a su familia. No podía defraudarlos.

VI

Si en algo acertó el primo de Tito, que había venido a estudiar a Santiago, fue en su recomendación de aperarse de un buen par de zapatos. Efectivamente, una vez insta-lado en casa del amigo de su padre, Héctor caminaba horas para llegar a la Escuela de Medicina, ubicada en la calle Independencia. Los cinco centavos que debía pagar para viajar en el segundo piso del tranvía «Maestranza-Avda.Matta» era un exceso para su escuálido presupuesto, y dejaba ese lujo sólo para los días de lluvia. El resto, caminaba hasta la Alameda, cruzaba hacia el Parque Forestal, y de ahí seguía derecho hasta el puente que anunciaba la llegada a Independencia.

Leía durante todo el trayecto, fascinado aún con el poder mágico de sus lentes. Si algo le había costado en su juventud fue precisamente reconocer el defecto a la vista; pensaba que los ojos eran los órganos que le permitirían descubrir el mundo y sus maravillas, y asumir una miopia severa le causó dolor. Pero apenas tuvo los cristales afirmados sobre la nariz supo que la tecnología hace posible algunos sueños. En su caso, leer sin que eso le provocara el cansancio de antes.

El frío matinal apenas si estremecía al muchacho cuando abría la tosca puerta que daba a Avenida Matta. La razón era muy simple. En la casa no existía agua caliente, y su anfitrión, de austeridad franciscana, lo invitó desde el comienzo a adquirir un saludable hábito. Todas la mañanas, un baño de tina en agua fría. Así, con el cuerpo casi anestesiado por la inmersión matutina, enfrentaba los frecuentes dos grados bajo cero con que Santiago, en invierno, despierta a su gente.

Durante el primer semestre se sintió provinciano y huérfano. Solo, sin conocer a nadie entre los cuatrocientos alumnos inscritos en la carrera, tuvo conciencia de la audacia de su propósito. Aunque algunos de sus compañeros tenían su misma edad, e incluso quince años, es decir uno menos que él, le parecían hombres de experiencia en sus severos trajes de vestir, camisa blanca y corbata impecable. Los que más lo extrañaban eran aquellos que añadían el bastón y el sombrero a su indumentaria.

Las cosas no pudieron empezar peor ese año. Todo el contingente de estudiantes fue separado en dos grupos. En uno, los con apellidos de la a hasta la m, en el otro, de la n hasta la z. Croxatto no figuraba en la listas. Sólo la cara de horror del jovencito, su súplica llorosa, conmovió al encargado, que aseguró que por prime-ra vez en su vida haría vista gorda al reglamento.

Superado ese incidente, Héctor comprendió que a codazos y gritos debía obtener apuntes en la subasta que, según le habían informado, se realizaba a comienzos de cada año en el patio de la Escuela de Medicina. Por aquellos años, cuando apenas sí existían los textos de estudio, las notas tomadas a mano por los alumnos de los cursos superiores aumentaban las probabilidades de éxito académico.

Efectivamente, entre las enormes columnas que sostenían la fachada de la escue-

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la, Héctor se encontró en medio del remate. Era un panorama espectacular: los alumnos agitaban sus brazos con el fin de agarrar apuntes y cuadernos. Sobre una silla, otros mostraban sus productos.

- ¡Con estos apuntes obtuve un siete en anatomía! -vociferaban.

- ¡De mi puño y letra, textuales las clases del profesor Muhm! A sólo cinco pesos las cien páginas.

De entre ese tumulto que se arrebataba los papeles, Héctor salió con un montón de notas de botánica y un libro de química biológica escrito por el profesor Adeo-dato García Valenzuela. A los pocos días ya sospechaba que de poco y nada le servirían. Comprobó aquello de que la unión hace la fuerza: sus compañeros de curso comenzaron a formar pequeños grupos de estudio. Complementaban apun-tes tomados en clases y se proveían de textos que iban consiguiendo. Pero él, pro-vinciano y además tímido, se ubicó en franca inferioridad a la hora de establecer contactos.

Su primer amigo fue un condiscípulo que vivía en un ambiente de pobreza casi sórdida; de apellido Cabrera, que tenía varios años más que él. Veinticinco o más, según especulaba Héctor. Había conseguido como caridad apuntes de un grupo de estudio que, si bien ya no aceptaba a otros miembros, se compadeció de este humilde y esforzado estudiante. Cabrera invitó a Croxatto a compartir su tesoro, y lo convidó a su casa ubicada en una callejuela cerca de Irarrázaval con Vicuña Mackenna.

Al llegar, Tito se sorprendió por un olor putrefacto que salía precisamente del interior de la casa. Pero mayor fue su estupor al comprobar que por la mitad de la diminuta sala, que hacía las veces de comedor, dormitorio y cocina, pasaba una acequia. Allí, sobre el suelo desnudo, Cabrera tenía un camastro, en el que dormía y se sentaba a estudiar su carrera de medicina.

Aparte de la compañía ocasional de Cabrera, Tito pasó ese primer año en Santiago en la más profunda soledad; con terror de salir mal en algún examen y derrochar el dinero de sus padres. Ni un solo sábado o domingo salió de paseo. Aprovechaba el silencio reinante en la casa donde alojaba, para estudiar y copiar apuntes. Sin embargo, pronto ese ambiente monacal también se acabó. Su anfitrión decidió hacer, por primera vez en la vida, un gasto extra. Y se compró un fonógrafo y un disco. Sólo uno. Se trataba de un concierto en violín, que no dejó de hacer girar a partir del día en que lo tuvo en su poder.

Quizá fue el agua fría de la bañera, el concierto de violín que rompió su concen-tración, o la falta de velador o mesa donde tener sus libros, lo que instó a Héctor a sugerir a don David la posibilidad de mudarse. Afortunadamente un tío, Eugenio Croxatto, apareció en forma providencial y hospedó al futuro médico de la fami-lia.

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VII

El profesor de Química Fisiológica, el doctor Adeodato García, iniciaba su clase con un pequeño discurso al auditorio:

- De esta sala no saldrán ni los mal educados ni los sediciosos. Créanme caballe-ros, de todos ustedes sólo un tercio podrá obtener su título.

Además de su reconocida sapiencia académica y fervor anticatólico, este profesor -con paradójica estampa de profeta bíblico- sumaba a su currículum la fama de intransigente ante los atrasos de sus alumnos. Bastaban dos inasistencias por lista, para que ellos quedaran automáticamente excluidos del examen.

Una mañana, Tito se alarmó al no ver movimiento de alumnos, al llegar a la clase de don Adeodato. La puerta de la sala estaba cerrada, pero según sus cálculos, aún no era la hora. Presintió que había llegado demasiado adelantado, y comenzó a leer paseándose por el pasillo. De pronto, Gatti, uno de los mozos de la escuela, se le acercó corriendo:

-¡Croxatto! ¿Qué hace aquí? ¿Por qué no entró a su clase?

- Es que aún no llega nadie... Mire, yo estoy muy extrañado...

- ¡Pero si están todos adentro! La clase debe estar por terminar, ¿qué le ha pasado a usted, siempre tan puntual?

A Héctor comenzó a latirle el corazón a prisa. Dios mío, voy a reprobar el ramo.

Reprobar significa repetir el año... no es posible.

- Sabe Gatti, voy a hablar con el profesor. Tendrá que entender... Voy a enfrentar así esto...

No alcanzó a terminar su frase cuando la puerta de la sala se abrió y un tropel de alumnos comenzó a dispersarse por el pasillo. Contra la fuerza de esta corriente humana, Héctor, a empujones, se abalanzó en dirección al profesor, quien esa mañana le pareció más vigoroso e imponente que otras veces. A punto estaba de pescarle la chaqueta, en actitud de súplica, cuando divisó a Abarzúa, su compañe-ro en el Liceo de Temuco, quien le hacía desesperadas señas. Justo a tiempo para callarse y permanecer inmóvil.

-¡Cállate Croxatto! -susurró Abarzúa-. Cuando él pasó lista, yo contesté por ti. No la embarres ahora.

Abarzúa siempre aparecía providencialmente en momentos de necesidad.

- ¡Mil gracias, mil gracias... ! -respondió Tito. Pero vio que Abarzúa, sin darle más importancia al asunto, también salía de la sala. Curiosamente, a pesar de haber sido compañeros de liceo en Temuco, rara vez estudiaban juntos. Abarzúa conocía a mucha gente en Santiago y siempre tenía entretención en agenda.

Tito, en cambio, aterrado ante la posibilidad de salir mal, se concentró en el es-tudio. Y aunque la anatomía no era su materia favorita, ante la falta de libros o

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apuntes para apoyar las clases de los otros ramos, esta asignatura -con su pabellón de disección a mano- se presentaba como más posible de abordar. Claro que también tenía sus costos. Conseguir cadáveres no era una cuestión simple y eso lo obligó a aliarse con otros alumnos para comprar primero, y proteger después, los cuerpos de los indigentes muertos y no reclamados.

Antes de las seis de la mañana, Tito se reunía con otros cinco o seis estudiantes en el frente del pabellón de anatomía. Hacían una «vaca» -o recolección de plata sacada de los bolsillos- y luego negociaban con algunos de los mozos del lugar.

- ¿Nos tiene algo hoy, Jarita?

- Claro, como siempre no más... Pero esos chiquillos de ahí me están ofreciendo trein-ta pesos. Quizás ustedes tendrían un poquito más...

- Pero Jarita, si sabe que somos pobres, como usted...

- Claro, pero es que después también me tengo que quedar cuidando al fina’o... No ven que otros grupos se roban a los muertos.

Seis pesos cada uno. Más de lo que tenía Tito muchas veces. Pero ese ramo era su única posibilidad de éxito en los exámenes de final de año y le dedicaba mañanas enteras.

Jarita tenía razón. Comenzó a ser cada vez más frecuente el robo de partes del cadá-ver en preparación. El grupo de Tito remató cierta vez un cuerpo entero, con todas sus vísceras, y al día siguiente lo encontraron con un brazo menos y sin cabeza. Fue preciso, entonces montar guardia junto al muerto, lo que aumentó el número de horas consagradas a disecar los constituyentes anatómicos de las distintas partes del cuer-po: articulaciones, músculos, nervios, vasos...

El ramo que más temía era el de Fisiología. Teodoro Muhm, el profesor, era toda una eminencia en la Escuela de Medicina. Sumaba a su ascendencia alemana, la forma-ción adquirida en Europa, y en sus clases citaba los últimos documentos publicados en revistas extranjeras a las que él se había suscrito. No obstante su gran talento y preparación, Muhm no confiaba en el futuro de las ciencias en Chile. En gran parte, porque consideraba que a los chilenos les faltaba mucha tenacidad y cultura general. Para ratificar esta impresión solía interrogar a los alumnos, antes de iniciar su clase, sobre cualquier materia que él consideraba elemental.

Una mañana, Tito estaba acomodándose para tomar apuntes sobre la espalda de un compañero, que también se había quedado de pie en esa enorme sala de gradas, cuan-do escuchó al profesor Muhm que iniciaba su acostumbrado interrogatorio. Esta vez las preguntas se referían a las proteínas del plasma sanguíneo. Tito se sorprendió, pues ese tema lo había estado leyendo últimamente durante sus largas caminatas por el Parque Forestal, nada menos que del libro texto escrito por el profesor García Va-lenzuela.

-A usted señor, a usted le estoy preguntando -escuchó decir a Muhm con su inconfun-dible acento alemán. Y mientras miraba a su alrededor, e intentaba descubrir quién era la víctima esta vez, sintió a sus compañeros que lo zamarreaban diciendo:

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Héctor CroxattoLa promesa del asombro

- Oye, si es a ti a quien indica.

- ¿A mí?

- Sí, a usted señor. ¿Cómo se llama? -le dijo Muhm, mirándolo fijamente.

- Croxatto, profesor, Héctor Croxatto.

- Muy bien, señor Rozato, responda.

- Bueno..., -y titubeando de nervios, al comienzo, y envalentonado por la fami-liaridad del tema que había requeteleído durante sus caminatas, después, hizo un discursito improvisado, con su voz que, ya por ese final de adolescencia, sonaba como en estéreo.

Muhm guardó silencio. El curso en pleno también. Algunos miraban sorprendidos a este tímido compañero.

- Muy bien, señor Rozato. Pero muy bien- aplaudió Muhm.

El incidente subió los bonos de Héctor. Y aunque esto, de todas maneras, era be-neficioso para él, también trajo su complicación. A partir de aquel día, cada vez que Muhm no quedaba conforme con alguna respuesta, señalaba:

- A ver, dónde está el señor Rozato. Ah, ahí está. Bien, qué puede agregar usted señor Rozato...

Héctor generalmente sabía las respuestas. Ese librito de García Valenzuela, que

Héctor Croxatto aparece en el centro, designado con un círculo.

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remató el primer mes de clases, lo sacaba de muchos de los callejones en los que lo encerraba Muhm.

Así y todo, el día del examen final Muhm hizo una pregunta que Tito no pudo responder bien. Sorprendido por la repentina caída de su mejor alumno, intentó llevarlo a otras materias. Sin embargo, Héctor estaba cada vez más confundido. Interrogado sobre el oído interno quiso contestar apelando a sus conocimientos de anatomía, pero de todas formas Muhn se veía decepcionado.

- No ha estado nada de bien, señor Rozato. Pero, verá, usted me ha dado buenas respuestas durante el año. Lo tendré en consideración y lo aprobaré, mas con una nota mínima.

Esa nota en fisiología fue la más baja que obtuvo en toda su carrera de medici-na.

Quién hubiera dicho entonces que llegaría a ser Premio Nacional de Ciencias por sus estudios y aportes a esa asignatura.

Afortunadamente, ese mismo año rindió un examen brillante en anatomía. Más considerando que debió referirse, nada menos, que al nervio trigémino:

- El trigémino es un nervio mixto; por sus filetes sensitivos inerva la cara y la mitad anterior de la cabeza; por sus filetes motores inerva los músculos mastica-dores. Se forma por dos raíces colocadas en la cara inferior de la protuberancia anular, en el punto en que ésta se confunde con los dos pedúnculos cerebelosos medios ...

El profesor se enderezó en su silla. Héctor continuó describiendo las dos raíces, el nervio masticador con sus núcleos y trayectos, el nervio sensitivo, con sus terminaciones y trayectos, y los ganglios de Gasser, oftálmico, de Meckel, esfe-nopalatino, ótico ...

Concluida su respuesta, el profesor guardó silencio.

¿Cuántas preparaciones de anatomía ha hecho usted este año, señor Croxatto? - Ciento siete preparaciones, profesor.

Los miembros de la comisión examinadora se miraron entre sí. Héctor, no obstan-te, no prestó demasiada importancia al asombro de los maestros. Sabía que entre sus compañeros de curso otros dos lo aventajaban, batiendo el récord en el estudio de la anatomía con ciento once preparaciones.

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REFLEXION

«Superarse es algo vital en cualquier ser humano. Pero no basta. Porque la capa-cidad de superación es un atributo, mientras que el anhelo de vencer y alcanzar metas cada vez más altas para servir mejor al prójimo, es una virtud. Y se au-toimpone a fuerza de desear la virtud para uno mismo y para ejercitarla.

«Sin espíritu de servicio la competitividad deriva en afán de destrucción. Para demostrar que uno se ha superado es inevitable sacar del camino a los que pa-recieran estar ensombreciendo aquellos logros. Esta idea la ha desarrollado ma-ravillosamente hien el escritor CS. Lewis, quien nos invita a preguntarnos: ¿Qué tipo de persona queremos formar a través de la educación? ¿Un ser altamente competitivo? ¿O un ser que ve en el prójimo alguien a quien servir y con quien colahorar?

«Pienso que, dadas las constantes y siempre presentes críticas al sistema edu-cativo, esta debiera ser la idea central: un correcto modelo de educación debe levantarse sobre un valor cristiano a veces olvidado como es el amor al prójimo. Parece obvio, pero no lo es. La educación en Chile ha estado en permanente remozamiento durante este siglo, no obstante da la impresión que sus reformas tienden a cumplir la famosa frase de El Gatopardo: «Todo tiene que cambiar, para que todo siga igual». Y mientras tanto, los jóvenes aprenden y memorizan materias, sin saber por qué. Eligen profesiones movidos por mil criterios. Pero a la hora de las grandes vacilaciones, del momento de decidir, ¿prima el afán de servicio? ¿Tienen conciencia de que ellos están haciendo la sociedad? No... y ese es un error del sistema educativo».

En conversaciones con la autora, marzo de 1993.

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S E G U N D O C A P I T U L O

Eduardo Cruz Colee

I

Algo pasaba en la Escuela de Medicina de la Universidad de Chile. Si bien era frecuente observar a los estudiantes discutiendo acaloradamente de política, por esos días los ánimos estaban mucho más caldeados y el mo-

tivo era simplemente un nombre:

Eduardo Cruz Coke. Ese joven médico, de sólo 26 años, postulaba a la cátedra de Química Fisiológica que dejaba, al jubilar, don Adeoato García.

Muchos alumnos no veían con buenos ojos la posible elección de Cruz Coke. Le precedía su fama de hombre conservador y católico, etiquetas poco acordes con las nuevas ideologías que comenzaban a imponerse también en Chile por los años veinte.

- En una universidad plural y democrática no debe darse cabida a recetas anquilo-sadas sobre la felicidad del hombre, -decía el discurso de algunos muchachos en el patio del edificio.

Su amistad con renombrados sacerdotes, como Julio Restat, Carlos Casanueva, Miguel Miller y Fernández Pradel, molestaba además a quienes, sin ser de la nue-va izquierda, favorecían el anticlericalismo reinante. Los llamados «come curas» no olvidaban que ese joven médico había sido uno de los fundadores de la asocia-ción de estudiantes católicos.

Sin embargo, para las autoridades académicas, y para otro grupo importante de alumnos, el postulante era el más idóneo para el cargo. Ayudante del profesor Juan Noé, tenía puestos sus ojos en los descubrimientos científicos que día tras día se anunciaban en Europa. Su conversación era extraordinaria y sorprendente, pues siempre sabía algo nuevo, algo que recién había pasado por allá lejos, y que implicaba un remezón en el fondo del conocimiento acumulado.

Pero además, Cruz Coke, a esa temprana edad, exhibía importantes logros profe-sionales. Había publicado unos «Apuntes sobre Microscopia» y participado en la campaña contra el tifus exantemático en Valparaíso el año diecinueve. Contaba, también, con el voto incondicional de su maestro, el doctor Juan Noé, a quien el gobierno de Montt trajo desde Italia para erradicar el paludismo en el país.

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Noé sabía por experiencia propia cuánto daño se hace a la ciencia cuando los profesores no estimulan el progreso de sus discípulos. De hecho, él mismo se ha-bía embarcado en la aventura de atravesar los hemisferios, junto a una familia ya formada, en gran parte para zafarse de otros científicos europeos que se portaban como verdaderos tiranos con sus ayudantes.

En concreto y a pesar de la polémica en torno suyo, Cruz Coke ganó la elección y fue nombrado profesor titular de Química Fisiológica y Patológica de la Facultad de Medicina en 1925.

II

Héctor apenas le había divisado. Sabía más de él por un compañero suyo, Jorge Mardones, sobrino del sacerdote Julio Restat. Y aunque ya había cursado el ramo con el profesor Adeodato García, decidió asistir como oyente a su primera clase.

Nunca olvidaría aquella mañana. Vio entrar al doctor Cruz Coke a la sala con un paso apresurado y nervioso. Sin solemnidad alguna. El silencio reinó inmediata-mente en la concurrida habitación y todos los ojos se concentraron en ese rostro anguloso, de mirada inquieta y transparente.

- Para alguien que viene como yo, con más entusiasmo que méritos, a desempeñar esta cátedra de Química Fisiológica, una primera clase es algo así como un primer beso...

Desde los dos o tres metros de distancia en que se encontraba, Héctor sintió que recorría a paso veloz el puente imaginario que lo comunicaba con la interioridad de ese profesor. Y que casi podía tocar su talento, su mística, y las prodigio-sas virtudes intelectuales que hasta entonces no había encontrado en ningún otro maestro de la Universidad.

No fue el único que sufrió igual impresión. Un poco más allá, otro alumno de se-gundo año, que también había asistido por curiosidad a la primera clase de Cruz Coke, pensó que ése era el hombre que andaba buscando.

Sí, definitivamente Jorge Mardones estaba impresionado. Desde que había termi-nado la educación secundaria en el Colegio Alemán, extrañaba ese halo de fas-cinación por el saber que trasuntaban sus profesores. Extrañaba, por ejemplo, al padre Martín Gusinde, el brillante sacerdote, etnólogo y antropólogo, que había sido su maestro de Ciencias Naturales, quien le enseñó a palpar dentro de sí el espíritu de investigación en interminables excursiones botánicas. Y al cura que le hacía clases de matemáticas, quien debido al talento de Mardones, confiaba en estar formando a un ingeniero. Pero a Jorge Mardones las matemáticas se le pre-sentaban como celosas a la exploración. En cambio la ciencia..., la ciencia sí que prometía develar misterios.

-La ciencia nació en Grecia, a orillas de ese Pireo divino que todavía nos encan-ta con el recuerdo de su genio... -señalaba mientras tanto Cruz Coke. Elevaba y abría los brazos en ademán de verdadera plegaria, con un convencimiento total en

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la inagotable capacidad de sorprender que tiene la naturaleza. Así, casi sin notas en la mano, casi sin tocar el pizarrón, escribió aquel día la mejor clase de toda la carrera universitaria de un grupo de jóvenes.

Héctor escuchó por primera vez nombrar a Warburg y aludir a su técnica res-pirométrica. A Otto Meyerhoff y a su ciclo metabólico. Y otras extraordinarias novedades, como las planteadas por Windaus en torno a las recién descubiertas vitaminas.

- Avanzaremos en este ramo expandiendo el horizonte -aseguró el maestro al terminar la clase, y Tito salió de la sala con el convencimiento de que el suyo, al menos, recién se había abierto.

Quizás sus ojos se cruzaron con los de Jorge Mardones. Quizás no alcanzaron a confiarse su gran impresión de esa mañana. Pero para ambos quedaría registrada en la memoria como el punto de partida en el cronograma de su vocación.

III

-¿Qué tiene que ver San Juan de la Cruz o Paul Valéry con las revelaciones de Kendall sobre la estructura de las hormonas suprarrenales, o el papel del ácido ascórbico? -se preguntaban francamente molestos algunos observadores de este proceso de cambio que había iniciado Cruz Coke.

Es claro que no todos lograban entender al nuevo académico. Más de alguien murmuró por los pasillos que este recién llegado era un lunático; pero eso sólo consiguió aumentar la fascinación que despertaba en un grupo cada vez mayor de alumnos.

Para Héctor Croxatto, Jorge Mardones y otros jóvenes apasionados por su voca-ción científica, Cruz Coke era la primera puerta que los llevaba hacia lo desco-nocido. El estudio de los cadáveres en que se habían concentrado durante todo el primer año, les parecía, a la luz de las lecciones de Eduardo Cruz Coke, una nece-saria pero superada etapa. Ahora era la vida, la vida con su torrente impetuoso, la que contenía aquellos enigmas que este maestro les invitaba a visitar.

A medida que iba finalizando el segundo año de la carrera, crecía la admiración que Héctor sentía por Cruz Coke. El «iluminado» -como años más tarde le llama-ría la revista de sátira política Topaze, caricaturizándolo con una vela encendida sobre la cabeza-, se transformó en su paradigma, que, obviamente, hacía aparecer muy opacos al resto de los profesores.

Hacia mediados de octubre se animó a ir hablar con él para ofrecerse como ayu-dante. Imaginaba que conseguirlo sería muy difícil; no obstante, sabiendo que por las tardes el profesor trabajaba en el Instituto Sanitas, recién fundado por él y otros médicos con el fin de investigar y crear nuevos fármacos, se dirigió hasta Agustinas cerca de la esquina con Cienfuegos.

Encontró a Cruz Coke en el laboratorio. Antes de que alcanzara a advertirle sobre

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el motivo de su visita, se vio embarcado junto al maestro en un verdadero safari por la tecnología. En Sanitas se hacían estudios clínicos avanzados y novedosos, que daban un definitivo apoyo al diagnóstico médico. Esa tarde, Héctor vio placas con muestras hematológicas, frascos con muestras de orina, tubos con cultivos microbianos de secreciones orgánicas donde había que identificar microorganis-mos y procesos.

Animado por la vitalidad de Cruz Coke, se atrevió finalmente a abordarlo:

- Doctor, yo he venido a verle con el ánimo de servir como ayudante en su clase de Fisiología.

Cruz Coke reaccionó como si ya lo supiera.

-¿Habla usted algún idioma, Héctor?-, preguntó sorprendiendo al joven.

-Hablo italiano... y leo bastante bien el francés, pero... -Héctor guardó silencio, porque aún no entendía bien la intención de la consulta. Cruz Coke, mientras tan-to, parecía buscar algo entre los papeles de su escritorio.

Al fin, extendió hacia él un documento y le dijo:

- En su primera función como ayudante de Química Fisiológica le rogaría que analizara este trabajo. Mire usted, ha sido publicado el mes pasado en Europa y creo que contiene interesantes antecedentes.

Así, sin preguntas ni resistencias, Héctor salió del Instituto Sanitas convertido en ayudante de Cruz Coke. Al igual que él, Jorge Mardones, René Honorato, José Calvo, Ignacio Matte Blanco y Alberto Gallinato, se acercaron al nuevo profesor con la pretensión de colaborar en sus ayudantías. Si bien todos se sorprendieron por la rápida acogida que el maestro les dio, mayor fue su incredulidad al escu-charle decir:

- He conseguido para ustedes un pequeño sueldo que la Universidad les cancelará al final de cada mes.

Para los seis, esto sí que era mucho más de lo que habían soñado.

Con las primeras remuneraciones recibidas decidieron en forma unánime sus-cribirse a revistas extranjeras. Jorge Mardones solicitó una alemana; Ignacio Matte, una publicación inglesa; y Héctor, una italiana.

A fines de 1925, Eduardo Cruz Coke publicó su libro «La Acidez Iónica en Clíni-ca». Por primera vez en Chile se intentaba definir y explicar la función del pH en el organismo. Si esto aumentó el prestigio que él ya tenía, también alcanzó a su pequeño grupo de ayudantes que, poco a poco, se convirtió en una elite intelectual dentro de la escuela. El resto de los alumnos comenzó a hablar de los «satélites» de Cruz Coke.

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IV

Héctor divisó a Cruz Coke quien caminaba, como siempre, a paso apresurado por los pasillos de la Facultad. Además de sus clases y del trabajo de laboratorio que realizaba en el Instituto Sanitas, repartía su jornada entre el hospital San Juan de Dios -por ese entonces ubicado en la Alameda, al lado de la Iglesia de San Fran-cisco-, y su consulta particular. De ahí que a nadie le extrañara demasiado verlo permanentemente apurado.

- ¡Héctor! -saludó y le estrechó la mano con el entusiasmo habitual-. Me imagino que no faltará mañana a mi casa.

- De ninguna manera, profesor. Usted sabe que no me perdería por nada su tertu-lia. Llevaré a mi hermano Arnaldo, que estudia Química y Farmacia. Le he habla-do tanto de estas tardes de sábado en su casa, que él está deseoso de comprobar si es verdad lo que yo cuento.

- No se desilusionará, se lo aseguro -respondió Cruz Coke, al alejarse-. Mire que, además, les tengo una sorpresa.

Nada podía sorprender ya demasiado a Héctor, a estas alturas. Desde que Cruz Coke lo había invitado por primera vez a las tertulias que realizaba los fines de semana en su casa, esperaba con ansias el sábado para escuchar el tema elegido para esa ocasión y para conocer a los demás convidados del maestro. Es más, por el sólo hecho de estar en la biblioteca de Cruz Coke, Héctor se sentía transportado a un fascinante mundo de ideas, de proyectos por realizar.

Eran horas de incontables atracciones. Junto con él, asistían al hogar de Cruz Coke, ubicado en Providencia, los demás ayudantes que también se fascinaban con la posibilidad de conversar con personajes de renombre. El matemático Ra-món Salas Edwards iba a menudo, al igual que políticos famosos e influyentes como Velasco Ibarra y Seoane; filósofos de la altura de Andrés Siegfried y Geor-ges Dumas; o actores, escritores, y artistas, y por supuesto, científicos europeos que estaban de paso por Santiago, como Federico Enríquez y el fisiólogo Lapic-que. También en casa de Cruz Coke escuchó hablar por primera vez de la teoría freudiana, de las obras de García Lorca, y de los recientes descubrimientos en torno a la vitamina C. Todo esto acrecentaba en él un apasionamiento por la vida, el mundo y el saber, como nunca antes había sentido por nada.

Quizás el recuerdo de un rostro de niña, de una larga trenza rubia, lo transportaba hacia otros paisajes de ensueño, pero la nostalgia no alcanzaba a empañar la fe-licidad que sentía al pasar la tarde del sábado en la biblioteca de Cruz Coke. La verdad es que como él, todo ese grupo de jóvenes anhelaba tener algún día una biblioteca similar.

Claro que en esa casa también existía otro atractivo: las once que la señora Marta Madrid preparaba para los invitados de su marido les parecía a estos muchachos un premio, y devoraban con el voraz apetito acumulado durante esa larga semana de estudio, caminatas y privaciones, todas las mermeladas caseras, queques y pan fresco que les ponían delante. De esta forma, el rito del té completaba ese ideal

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de vida que se iba fraguando en ellos junto a la chimenea de la biblioteca familiar. Puede asegurarse que el ejemplo de Cruz Coke no sólo influyó en la formación intelectual de sus discípulos, sino también sembró en ellos el ansia por un amor para la vida entera: el anhelo por una esposa que se aliara a sus pensamientos igual que Marta lo había hecho con él.

V

Habían pasado siete largos años desde la última vez que vio a Viola. Ya no llevaba su larga trenza, sino un peinado muy moderno. Pero, curiosamente, cuando Tito la recordaba, la veía en su imaginación como aquella primera tarde, mientras to-maban el té y eran niños.

Ahora, en el tren rumbo a Concepción, soñaba con verla otra vez. ¿Cómo estaría ella? La indiferencia con que lo trató las veces anteriores no era un signo esperan-zador, pero de todas formas soñaba con ella. Y tenía planeado, apenas pusiera un pie en la ciudad, contactarse con una amiga común para sorprenderla. Para bien o para mal, pensaba.

El calor del mes de febrero lo hacía cada cierto tiempo distraerse de la lectura de su libro, para secar el sudor que le cubría la frente. Entonces pensaba un instante en el motivo de su viaje, ese congreso de médicos al que asistía por recomenda-ción del doctor Armas Cruz. También meditaba en torno a lo que Cruz Coke le venía repitiendo con insistencia:

- En Chile, Héctor, se puede y se debe hacer investigación científica. Hasta ahora hemos sido receptores del conocimiento; pero ha llegado la hora de protagonizar-lo. Piénselo, Héctor, piénselo.

Cruz Coke había viajado a Europa después de asumir la cátedra de Química Fisio-lógica. En Berlín trabajó con los bioquímicos Warburg y Meyerhoff; con Hopkins, en Londres, y con el fisiólogo Lapicque, en París. Junto a este último publicó un importante trabajo, en 1927, sobre un nuevo método de diálisis clorofórmica.

- Piénsenlo -le repetía a su selecto grupo de ayudantes-; ustedes son jóvenes, pero ya están haciendo su internado. Y pronto llegará el momento de escoger un tema para hacer su memoria. Piénsenlo. El avance de la bioquímica durante estos últimos años ha sido enorme y hoy ustedes pueden investigar en un sinnúmero de apasionantes temas: identificación de hormonas y de vitaminas; cáncer, metabo-lismo... , piénsenlo.

Héctor creía palpar a veces la fascinación que el trabajo de laboratorio despertaba en su maestro. Pero también sabía de su mortificación: no podía concentrarse en él. Por un lado estaba el hospital, y por otro, su propia consulta.

- Pero ustedes están empezando. Y en Chile se puede y se debe investigar. Es ne-cesario crear laboratorios, y estar en ellos. Mire, Héctor, ¿recuerda usted lo que decía Paul Valéry? «La casualidad no sonríe jamás sino a aquellos preparados para recibirla». Los grandes descubrimientos que desvían el curso de la historia surgen del trabajo sistemático en el laboratorio, realizados por amantes de la di-

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simetría.

«Sí, hay que impedir que se aburguese el alma», pensaba Héctor a medida que avanzaba el tren. Pero, ¿cómo hacer compatible la medicina con la investigación? El propio Cruz Coke no podía hacerlo.

- Pero ustedes están empezando, la ciencia los espera, piénsenlo.

VI

Viola intentaba cambiar la cinta de su máquina de escribir, pero algo pasaba con ese carrete nuevo. Y mientras no conseguía hacer encajar los cilindros, sus dedos se iban tiñendo con la tinta negra y roja de la cinta. Suspiró como dándose ánimo, pero no alcanzó a intentar de nuevo porque su vieja amiga le hacía señas por la ventana para que saliera a la calle. Y aunque Viola estaba algo apurada, porque ya era mediodía, se apresuró a ir a saludar a su visita.

-¡Hola... -empezó a decir la amiga, pero Viola estaba mirando hacia la esquina, desde donde venía caminando un joven elegante y muy trajeado, que no era de ningún modo, pensó ella, de Concepción. Estaba a punto de preguntarle a su ami-ga si lo conocía, cuando, para su estupor, él cruzó hacia ellas.

«De seguro viene a preguntarnos por alguna calle», se dijo Viola, sin darse cuenta de que su amiga la miraba sorprendida.

-¡Pero Viola -le dijo, cuando el joven ya estaba frente a ellas-, no te puedo creer que no te acuerdes de él!

Viola no entendía qué estaba pasando, y nerviosa, intentaba limpiar con un papel sus dedos manchados.

-¿Cómo, no reconoces a Tito?

Viola, casi paralizada por la impresión, creyó que se caía muerta. Con el tiempo llegaría a reconocer que en ese instante se sintió absolutamente enamorada, pero aquel mediodía de febrero, hizo honor a su carácter fuerte, logró sobreponerse y disimuló el impacto. Después de una conversación muy formal, pudo responder como la mujer de armas tomar que ella quería ser.

- Nos vemos en la tarde -le dijo Tito, al despedirse.

- En Penco tendría que ser, no más, porque me voy a pasar la tarde allá con mi mamá y mis hermanas -contestó, rezando para que Tito aceptara la invitación. Pero contra lo calculado, él guardo silencio.

- Es una lástima, Viola. Yo quisiera volver a verla esta tarde, pero estoy recién llegado para asistir a un congreso. No quisiera ser descortés con los amigos de mis padres que me alojarán estos días.

- Bueno, usted verá qué hace -le dijo ella, aparentemente tranquila, aunque en su interior le daba pena no verlo en la tarde.

Sin embargo, horas después, cuando estaba sentada en el interior del tren que se

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dirigía a Penco, vio desde la ventana que Tito corría y le hacía señas con el som-brero.

- ¡No podía dejar de verla! -le dijo. La madre de Viola sonrió complacida, porque anidaba por años la esperanza de un entendimiento entre su hija y Tito.

Esa misma tarde, en la playa, se comprometieron. Hubo un beso, empezó el tu-teo, y se anunció el noviazgo a la suegra. Y como Tito se agarró una insolación brutal, ese congreso de médicos en Concepción figura en el currículum del doctor Croxatto como el único del que desertó.

VII

Las cartas de amor y de ciencia comenzaron a llenar los cajones de Viola. En ellas, Tito le repetía que ella era la ilusión más grande de su vida, pero que las jornadas junto a él serían muy duras. La dedicación a la ciencia implicaba muchas horas de trabajo y de estudio... iba a quedarles poco tiempo para la diversión, y, además, jamás tendrían dinero. Pero quizás viajarían, soñaba él, porque el mundo estaba lleno de laboratorios donde aprender.

El nombre de Cruz Coke estaba presente en cada página que Héctor escribía, y Viola comenzó, en secreto, a temer que el profesor de su novio no aprobara esta relación que podría distraer a Héctor del trabajo y del estudio. También sentía miedo de que don David tampoco viera con buenos ojos el romance. ¡Ella estaba tan apartada de ese mundo universitario que Héctor le describía en sus cartas, que de verdad anidaba grandes inseguridades con respecto a sí misma! Esperaba con gran nerviosismo el 21 de junio, fiesta de San Luis, la fecha en que viajaría a Santiago acompañada por una de sus hermanas, y tendría oportunidad de estar junto a Tito para confiarle todas estas aprensiones.

Una tarde, de regreso de la oficina donde trabajaba como secretaria, vio confir-mados algunos temores.

- Viola -le dijo su madre al recibirla en la puerta-, viene un señor de Santiago a conocerte.

- ¿A mí? -preguntó ella sorprendida.

- Es un francés, dice que es amigo del doctor Cruz Coke y de Tito... , a él le dice Hectorcito -advirtió la madre.

Efectivamente, en la salita, Viola se encontró con monsieur Pacotet, un enólogo grande y gordo, de monóculo y bastón, que fue directo al grano:

- Yo aprecio mucho a este muchacho, lo he conocido en casa de Cruz Coke, y he venido especialmente a comprobar si usted es la señorita adecuada para él. Por-que, sabrá niña, que un espíritu como el de Héctor puede verse apagado por un mal amor.

A los pocos días, Viola supo, por una carta de Tito, que monsieur había dado su

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visto bueno. ¿A quién? Los novios dieron por sentado que todo había sido inicia-tiva del propio Pacotet, aunque también sospecharon que el doctor Cruz Coke y Marta, su señora, recibieron de boca suya las primeras referencias de la novia de su discípulo. Un par de meses después, en Santiago, Viola tuvo la oportunidad de conocer al matrimonio Cruz Coke. Y aunque estaba muy impresionada por la es-tampa del profesor, que la transportaba hasta de un mundo de cultura desconocido para ella, mucho más la cautivaba la actitud serena y solícita de Marta. Cuando ambas estuvieron un rato a solas, le dijo:

- Viola, qué pena que usted y Héctor estén tan lejos. El noviazgo es una de las etapas más lindas de la vida, ¿no podría hacer algo para venir a vivir a Santiago? Quizá su familia tenga parientes aquí..., o tal vez pudiera conseguir un traslado de su oficina.

Si bien Viola acogió con gran alegría la sugerencia, habría de pasar más de un año, y otra fiesta de San Luis, antes de que ese proyecto se hiciera realidad. Por lo que durante un tiempo, el noviazgo siguió por carta, y anecdóticamente, por teléfono.

En efecto, una tarde, Héctor se encontró con Abarzúa, su amigo de Temuco, quien le contó a modo de secreto:

-Oye, tengo una suerte. No te digo. Fíjate que hablo casi todos los días a mi casa.

- Pero, ¡cómo! Si es carísimo -le respondió Héctor abismado.

- Mira, encontré un centro del Partido Conservador, y ahí puedo hablar. Nadie dice nada.

- ¿Y no te cobran?

- Nada. Ni un peso.

- Oye, ¿y tú crees que podría ir a hablar yo también? ¡Sería increíble hablar con mis padres, y con mi novia!

- ¡Por supuesto! ¿Por qué no?

La maravillosa posibilidad, sin embargo, prontó se acabó y en forma escandalo-sa. Aunque en el centro de ese partido no lograron descubrir a los autores de los millonarios llamados de larga distancia, se inició una severa investigación que mantuvo con el alma en un hilo a Héctor y a Abarzúa.

VIII

Este asunto de la memoria le venía dando vueltas en la cabeza desde hacía bas-tantes semanas. Cruz Coke decía: «En la formación de un científico no basta con la lectura del material escrito, aunque éste sea fuente inspiratoria de nuevos hori-zontes. El científico se construye enfrentando la realidad, en un quehacer creativo

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que se sostiene a sí mismo con la búsqueda de lo que está oculto detrás de las apariencias». Por eso, el desafío estaba planteado para Héctor: debía realizar un experimento, seleccionar un modelo que le permitiera resolver alguna incógnita.

Pero el problema aparecía inmediatamente: el único laboratorio existente en la universidad era una gran sala dotada de medios muy elementales. Y los ayudantes de Cruz Coke necesitaban otras condiciones más propicias para lanzarse a esa aventura, en búsqueda de un nuevo saber. Más cuando en otras partes del mundo se vivía un periodo de floración de descubrimientos bioquímicos: hormonas, vi-taminas, procesos energéticos que sostienen la vida...

Una tarde, en el laboratorio de Sanitas, Héctor le planteó a Cruz Coke la posibili-dad de aislar la vitamina D, o antiescorbuto, para lograr su identificación quími-ca, desconocida hasta esa fecha. Fue una circunstancia feliz. Cruz Coke ofreció los laboratorios del Instituto Sanitas y así se abrió para Héctor el mundo mágico de la investigación, en un lugar que tendría enormes influencias posteriormente.

Casi sin literatura precedente, y sin profesores al tanto de esta materia, la aven-tura en torno a la vitamina D incluyó al profesor Bancelin, físico contratado por la Escuela de Ingeniería. El hombre trabajaba con radiación porque investigaba acerca de estructuras moleculares. Se interesó por la tesis de Héctor y le prestó gran ayuda, sobre todo a través de instrumental que sólo él poseía en Chile.

Para el resto de los académicos, y para qué decir de los médicos, todo lo relacio-nado con las recién descubiertas vitaminas seguía teniendo carácter de noticia extranjera. Su descripción y alcances no se sospechaban aún en el país.

- Mi intención es demostrar si la vitamina D opera en el organismo tal como se ha venido señalando en teoría durante estos últimos años. He pensado investigar con embriones de pollo -explicaba Héctor-. Usted sabe que el fémur de los pollos aparece al octavo o noveno día de incubación. Se podría cultivar este huesito en un medio enriquecido con vitamina D, para verificar si se acelera el proceso de calcificación.

- Deberá resolver dos dificultades más -le recordó también Cruz Coke, al comien-zo de la investigación-. Primero, todo esto debe realizarse en la más absoluta asepsia. Y, luego, viene lo más conflictivo: ¡no disponemos de vitamina D en forma aislada!

Felizmente, en el Instituto Sanitas se logró activar la vitamina D irradiando con luz ultravioleta al ergosterol.

Quizá la etapa más dura de todo este trabajo fue la del cultivo de fémures de pollo. Pero de igual forma, más que los resultados obtenidos con esos huesos, el logro que más conformó a Héctor fue el vencer las dificultades tecnológicas.

- Disponemos de tan poca técnica -se quejaba al final ante Cruz Coke.

- Este país le agradecerá si usted colabora en formar laboratorios -le insistía él, que de cada viaje a Europa volvía con más conciencia de lo que faltaba por ha-cerse en Chile.

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Hacia mediados de diciembre de 1930, un enorme sobre aguardaba a Viola a su regreso de la oficina. Ella había seguido por carta todo el proceso de los huesos derechos e izquierdos de las patas de los pollos, y su alegría fue enorme al com-probar que se trataba de la memoria impresa. Sabía todo el trabajo que quedaba atesorado entre aquellas tapas, y también la suma de dinero que se había necesi-tado para imprimir los cien ejemplares que por esos años se exigían a los egresa-dos.

Tres dedicatorias antecedían el trabajo:

«A mis padres queridos, que han sido mi mejor aliento, con inmensa gratitud y cariño».

«Al profesor Eduardo Cruz Coke, mi maestro, que me hizo sentir por primera vez la emoción de la ciencia».

«A mi Viola querida, la más bella ilusión y realidad de mi vida».

La presentación de la memoria ante la comisión examinadora se efectuó el 31 de diciembre, a poco de marcarse en los relojes el inicio del año nuevo. La distinción máxima obtenida coronó el largo estudio de su carrera de medicina, pero también llevó a Héctor a cavilar esa misma noche sobre un asunto que recién, quizá duran-te la exposición de la tesis, había vislumbrado.

- Profesor -sugirió, apenas pudo, a Cruz Coke-, me he quedado pensando en aque-llo que usted mencionó hace un par de semanas. Sí, claro que sería interesante experimentar con la vitamina C.

- Bueno, Héctor, pero nuevamente enfrentamos el problema de no tener la vitami-na aislada. Y ya ve usted que esa reacción azul que usted consideró un buen signo, también se logró con el trigo seco que no tiene vitamina C.

- Por eso he pensado que deberíamos provocar el escorbuto en algún animal.

-¿Cuánto tiempo podría tomar eso? -respondió Cruz Coke-. Pero, bien... Inténte-lo.

En efecto, provocar el escorbuto no era tarea fácil. Se planificó un experimento con cobayos, animales herbívoros, que habitualmente consumen un alimento rico en vitamina C. Para provocarles el escorbuto había que evitar la ingestión de la vitamina utilizando un alimento que no la incluyera. Se empleó con ese propósito leche sometida a temperaturas de 140 grados y avena machacada. Héctor espe-raba ver finalmente a sus cobayos con los mismos síntomas que hicieron sufrir a los tripulantes de Hernando de Magallanes, aprisionados por falta de vientos en medio del océano, sin frutas ni verduras frescas.

El mozo del Instituto Sanitas seguía con enorme interés este experimento. Mien-tras ayudaba a Héctor a limpiar las jaulas, éste le narraba la aventura de aquellos marinos:

- Imagine, usted, la boca cárdena y sangrosa de esos pobres hombres privados de agua fresca y, sobre todo, de fruta. Imagine que si eso volviera a ocurrir, y

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supiéramos que la vitamina C alivia ese mal, nunca más habría escorbuto en el mundo.

Un día domingo llegó muy temprano al laboratorio, para asear y controlar a sus animales. Al aproximarse descubrió sobresaltado que los cobayos estaban san-grando por el hocico. Si bien llevaba semanas esperando ese resultado, casi quedó sin respiración por el impacto del espectáculo. Había logrado provocar en ellos el famoso escorbuto florido.

Casi no podía contener la emoción y lamentaba que faltaran tantas horas para el lunes, cuando podría comunicar la noticia a Cruz Coke. Esa noche casi no durmió, y escribió una larga carta a Viola, en la que describió, paso a paso, sus impresio-nes de la mañana.

Al fin, el lunes por la tarde vio a Cruz Coke que llegaba al Instituto Sanitas. Lo aguardaba impaciente, y salió a su encuentro. Pero el profesor venía acompañado de un ilustre visitante, el doctor Bernardo Houssay, académico argentino que lle-garía a ser Premio Nobel de Ciencias.

- Venga a ver esto, profesor Houssay -dijo Cruz Coke, sin quitar la vista de enci-ma de los cobayos de Héctor.

- ¡Pero ... ¿escorbuto?! -preguntó sobresaltado-, ¿cómo lo logró? Yo había visto sólo por fotografías algo semejante.

Héctor les explicó detalladamente su experimento, pero antes de terminar fue in-terrumpido por Houssay, quien le dio fuertes palmadas en la espalda, y agregó:

- Bien, muy bien.

«Este ha sido el primer espaldarazo que me da la ciencia», pensó Héctor.

A los pocos días, gracias a una dieta rica en jugo de limón, los cobayos dejaron de sangrar.

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REFLEXION

«Me choca oír hablar de «universidad docente» en contraposición a universidad plena. Por definición, la Universidad es creadora de nuevos conocimientos y por eso tiene el sello de universal. Reducirla a la formación de profesionales es un error que causa un daño que no ha sido totalmente dimensionado por los buró-cratas que buscan «administrar» eficientemente las universidades. Es falaz creer que una universidad puede subsistir sin investigación, porque lo prioritario en una casa de estudios superiores es la formación y capacitación permanente de los profesores, cuyo método por excelencia es la investigación. Los alumnos, como preocupación universitaria, vienen después. Esto no tiene por qué escandalizar a nadie. Un país es lo que son sus universidades: esta calidad no se importa y así se lo he respondido a algunos economistas que creen que es numéricamente indicado «comprar» la ciencia y la tecnología en vez de producirla en casa».

En conversaciones con la autora, invierno de 1993.

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T E R C E R C A P I T U L O

Viola Avoni Mendel

I

En Santiago, se caminaba entre mendigos. A los pobres de siempre, que, ahora, en plena crisis del año treinta eran aún más pobres, se unieron los trabajadores de las salitreras que llegaron a la ciudad junto a sus familias.

En pleno invierno se veía a la gente apenas cubierta con sacos sobre la calle pe-lada, y a toda hora, el humo de la choca al fuego era la evidente señal de auxilio de los estómagos vacíos.

- Viola -le decía Héctor a su novia-, le escribí a mi padre para anunciarle que nos queremos casar. Pero él, tú sabes con qué pesar, me ha dicho que no tiene un cen-tavo para ayudarme.

Estaban sentados en un banco del Cerro Santa Lucía. Viola desvió la mirada hacia la tierra, para que Héctor no viera sus pucheros de pena. Llevaba un par de meses viviendo en Santiago, porque al fin había conseguido un traslado, y la situación tampoco era nada fácil para ella.

- ¿Almorzaste hoy?- preguntó Héctor, para cambiar el tema y consolarla.

- Sí, de verdad -respondió, como para calmar la preocupación de su novio. El sabía que Viola contaba con dinero para comer sólo una vez al día; que caminaba diariamente desde la primera cuadra de la calle Carmen, donde quedaba su pen-sión, hasta Moneda. y que un gasto tan pequeño, como cambiar las tapillas de los zapatos, era un lujo para la joven.

-No importa, Tito -dijo finalmente ella; levantó la vista y con tono seguro, agre-gó:

-Vas a ver, todo se arreglará. Pronto será primavera y, quizá, de aquí al verano, ya estemos casados. Además de la plata que te pagan en el Instituto Sanitas y de lo que ganas con los pacientes de la consulta, algo saldrá.

- Sí -respondió-, y cada vez tendré menos tiempo para estar en el laboratorio. Ayer estuve con Jorge Mardones y siente lo mismo: él va en las mañanas al San Juan de Dios, en las tardes al laboratorio, a partir de las cinco a la consulta, y por la noche, hace las visitas a domicilio. ¿Cómo vamos a desarrollar la ciencia en Chile así?

- Bueno -le rebatió Viola-, así lo ha debido hacer el doctor Cruz Coke. ¿Por qué los discípulos van a ser más que el maestro?

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- Hay una diferencia, Viola -explicó él con un convencimiento que era cada vez más patente-; el profesor Cruz Coke disfruta mucho de la relación médico pacien-te. El es un gran médico.

- ¿Y tú?

Viola venía adivinando la respuesta. Es más, creía que en esa carta que Héctor envió a don David no sólo iba el anuncio del casamiento, sino también la insinua-ción de que dejaría finalmente la medicina por la investigación científica.

Viola soltera

Pero en vez de responder, Héctor se levantó sobresaltado. Como era tan frecuente entre ellos, otra conversación de pareja quedaba interrumpida por el llamado del deber.

- Vamos, Viola. Hoy tengo dos pacientes en la consulta.

Mientras se dirigían a toda velocidad al pequeño estudio ubicado cerca del cerro, que Héctor había instalado junto a su compañero Ignacio Matte Blanco, Viola recordó el artículo médico que había comenzado a traducir del alemán, la tarde anterior.

- Tito, ¿de verdad necesitas esa traducción? Mira que si te preocupa que yo vaya a la consulta contigo, por lo que pueda pensar la gente, no voy.

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- Lo necesito, Viola, te lo agradezco. Tú sabes que no entiendo bien el alemán.

Más tarde, cuando Viola ya estaba instalada con su trabajo de traducción en frente, Héctor se acercó, y como para cerrar la conversación anterior, le dijo despacio:

- Violita, conmigo nunca vas a tener dinero.

- Y fiestas y diversión..., sólo para cada muerte de obispo -remedó ella, que ya tenía muy asimilada la lección-. Pero no me importa, Tito -lo tranquilizó-, además que ya me embarcaste en este asunto de la ciencia. Aunque yo no entienda nada, siempre te ayudaré.

- Lo que sí harás conmigo es viajar -le aseguró él y rió, sin sospechar que, con los años, el anuncio se cumpliría en extremo. Porque los dos juntos darían, de congreso en congreso, tres veces la vuelta al mundo.

II

En el laboratorio del Instituto Sanitas, Héctor veía diariamente a Eduardo Cruz Coke, quien además de su cargo como director técnico de ese centro, dirigía la Clínica Médica del Hospital San Juan de Dios y formaba, junto a otros profeso-res, por petición especial de monseñor Carlos Casanueva, la Escuela de Medicina de la Universidad Católica. Sin embargo, a pesar de esos afanes y muchos otros que Cruz Coke asumía con pasión, seguía contactado con el extranjero; viajaba a los más importantes laboratorios del mundo y publicaba sus trabajos en revistas internacionales.

- En Chile se puede y se debe investigar, Héctor -le repetía. Y esa certeza sonaba en los oídos del joven más bien como un desafío. No tanto por ser una labor para pioneros, sino porque implicaba un cambio bastante radical en su proyecto de vida. No sería lo mismo trabajar como médico, que como científico.

- ¿Qué es un hombre de ciencia, en definitiva? -se preguntaba Héctor durante sus largos recorridos entre el laboratorio y la consulta, y la consulta y los domicilios de los pacientes. Se respondía solo:

. Un señor que habla en un lenguaje que parece chino para el resto de las perso-nas.

- Un hombre que, a ojos del público que juzga, debería descubrir algo notable, por lo menos, para justificar sus largas horas vestido de blanco dentro de un la-boratorio.

- Un marido que enclaustra, de paso, a su mujer; porque las largas horas de obser-vación lo sumen en un ensimismamiento constante.

- Un padre que sacrifica el buen pasar de los hijos por dedicarse a una actividad que jamás será lucrativa.

Cuando comentaba estas dudas con Cruz Coke, él le respondía:

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- Mire, Héctor, llegará el día que en Chile se entienda que aquí se puede desa-rrollar la ciencia pura. Ese día usted se sentirá respaldado en su obstinación por descifrar los misterios de la naturaleza.

Y entonces le recordaba alguna famosa anécdota que ilustrara sus palabras:

- ¿Sabía usted que cuando Franklin exhibió ante personajes de la corte de Fran-cia el ascenso del globo aerostático por él construido, escépticos cortesanos le preguntaron para qué servía un globo? Franklin contestó: «¿Y para qué sirve un niño?» Eso es la ciencia básica, que no es igual que ciencia aplicada. Un niño, pero con todo el potencial de un genio.

Pero como tantas veces ocurre en la vida, la toma de decisión por parte del joven Croxatto fue precipitada por un acontecimiento trágico. Un día le llamaron a su consulta para que fuera a examinar al niño de una familia numerosa y muy adine-rada. Por la tarde acudió hasta ese hogar; se encontró con varios de sus miembros enfermos, aunque evidentemente el más afectado por el cuadro era el pequeño. Al ir por los cuartos, Héctor no dejaba de impresionarse con la gordura de todos los presentes. Y finalmente, al examinar al niño -que tendría unos doce años, pero tantos kilos como un adulto- dio un seguro diagnóstico: fiebre tifoidea.

- Ánimo -indicó a los padres-, este cuadro dura alrededor de cuarenta días y no hay más que hacer.

Durante los dos próximos días, Héctor volvió a visitar al niño; confirmó su pare-cer, y también la impresión de que en esa casa se comía más que en todo el vecin-dario junto. Pero en realidad, eso era un dato curioso y no tenía nada que ver con su diagnóstico, que le parecía ciento por ciento seguro. Dada la frecuencia de la fiebre tifoidea, trataba el caso más bien como uno simple y trivial.

Sin embargo, una tarde en que había quedado de acudir a controlar al enfermo, no lo hizo. Los cobayos del laboratorio lo retuvieron más de la cuenta.

A la mañana siguiente, muy temprano, tocó la puerta de la familia de obesos. Le abrió la madre del niño, con el rostro absolutamente desencajado:

- ¡No era tifoidea! ·le gritó indignada- ¡Mi niño tiene peritonitis y se está murien-do! Por su culpa se han perdidos días y días, cuando ya debería estar operado.

Héctor, aún con su sombrero en la mano, no encontraba palabras para responder. Pero al darse cuenta de que la mujer intentaba cerrarle la puerta en las narices, llamó a voz en cuello al otro médico, que recién había divisado en el interior de la casa:

- Doctor, por favor, explíqueme qué ha ocurrido. Necesito saberlo- imploró.

- Usted es muy joven todavía -le respondió él, con un tono complaciente que más bien hirió a Héctor-, y estas cosas pasan a veces.

- Por favor, doctor -suplicó finalmente -, le ruego que me permita participar en la operación como ayudante. Me siento en deuda con esta familia.

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En pocas horas estaban en el pabellón buscando el apéndice. Se encontraron con un entorno congestionado y gran reacción del peritoneo, pero ninguna perfora-ción. Así y todo, el veredicto del otro médico fue, sin lugar a dudas, apéndice. Para Héctor, la situación no parecía tan clara, pero como la familia no quiso ni tan sólo mirarle la cara, se fue completamente apesadumbrado.

- Viola -le dijo más tarde a su novia-, no creo poder vivir compartiendo, o lo que es peor, postergando, a los enfermos por los cobayos. No sería justo.

Y se quedó con los cobayos.

III

Lo que estaba ocurriendo en 1931 en el Instituto de Educación Física de la Uni-versidad de Chile, salía todos los días en el diario. Los alumnos entraron al recinto ubicado en la calle Morandé, se atrincheraron y con revólver en mano expulsaron a todos los profesores.

- Nunca más permitiremos en este Instituto un régimen militar- prometían los amotinados, que curiosamente estudiaban para convertirse en inofensivos profe-sores de gimnasia y de economía doméstica.

Pero, aunque el golpe iba dirigido al gobierno del general Ibáñez -y a quienes no habían impedido que ese instituto, fundado por don Joaquín Cabezas, pasara a depender del Ministerio de Defensa-, los afectados resultaron ser los antiguos maestros que, a gusto de los alumnos, fueron todos removidos. Sólo se salvaron los que hicieron causa común con el estudiantado.

Entonces el decano, el doctor Luis Vargas Salcedo, llamó a Héctor Croxatto y a Jorge Mardones para ocupar algunos puestos vacantes.

-Es una oportunidad increíble para mí -decía Héctor a Cruz Coke, al conocer la oferta-, pero estoy dudando... mire usted que yo he venido preparándome como bioquímico todo este tiempo; he asistido, incluso, a clases de matemáticas en la Escuela de Ingeniería para vérmelas mejor con las fórmulas químicas, y ahora me ofrecen la cátedra de Fisiología. Además, la nota más baja de mi carrera la obtuve precisamente en esa asignatura, con el profesor Muhm.

- Anímese, Héctor -respondió Cruz Coke-, acepte el cargo y forme un buen labo-ratorio de investigación allá. Yo lo ayudaré.

A los pocos días, el «maestro» lo sorprendió con un libro de regalo: contenía trabajos prácticos de Fisiología. Era el único texto realmente útil que se podía encontrar en todo Chile.

- Con este sueldo sí que nos podemos casar -anunció Héctor a Viola, aunque am-bos sabían que esa paga por horas de clases, no era en realidad lo que se llama un sueldo.

- No me pagarán ni el tiempo dedicado al laboratorio ni el destinado a guiar las

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memorias de los alumnos.

- Eso también es parte de la vida universitaria -le dijo alguien a modo de consue-lo.

El caso es que, por lo menos, podía casarse y el matrimonio quedó fijado para enero del año entrante, 1932 según el calendario, aunque Héctor no sabía de dón-de iba a salir el dinero para afrontar los gastos de la ceremonia, que se realizaría en Temuco, y de la luna de miel.

- De algo servirá este luto -le decía Viola, que aún iba de negro severo, tras la muerte de su padre-. Al menos no tendré que usar vestido de novia.

IV

Héctor andaba por la calle, complicado con las cuentas que sacaba varias veces al día. «Y pensar -se angustiaba- que recién en marzo comenzaré a recibir el dinero por las clases en el Instituto de Educación Física».

Se encontró con Abarzúa.

- Tengo este enorme problema- le contó Héctor. Pero Abarzúa, como si no oyera, comenzó con otro cuento:

- Mira, no sabes lo que me ha pasado. Mi interés por la pediatría se vio metido entre paréntesis por otra oferta que terminó en fracaso. Fíjate Croxatto, que en el Instituto Bacteriológico me pidieron hacerme cargo de todo, porque tenían la intención de fabricar aquí la insulina. ¿Ubicas a Sordelli?

- ¿El médico argentino?

- El mismo. Bueno, querían mandar a alguien a Buenos Aires a aprender con él.

Yo acepté, pero respaldado por un buen contrato. Mal que mal iba a abandonar mi vocación de pediatra.

- ¿Y? ¿Qué pasó?

- No resultó. Se echaron para atrás.

- ¡No te creo!

- Sí, así que, ¿cuánta plata necesitas para casarte?

Estaban en Miraflores esquina Alameda. Héctor miró a Abarzúa con incredulidad, en vista de lo cual, Abarzúa fue más explícito:

- ¡Me tuvieron que pagar una enorme indemnización!, pues Croxatto. Así que te puedo prestar la plata, te casas, y después me pagas.

Héctor no lo podía creer. Tenía el dinero en el bolsillo, y no lo podía creer. El hecho es que pudo comprar pasajes en primera clase en el ferrocarril, para viajar

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hasta Temuco, y partir luego de luna de miel, con opción de irse bajando de ciu-dad en ciudad y volver a retomar el tren.

Pero, como si la marcha nupcial estuviera de verdad sonando en el cielo con gran anticipación, otra carta le sonrió a Héctor.

A los pocos días del encuentro con Abarzúa, cuando caminaba por calle Ahumada, divisó que de una tienda, llamada «El Crack», un hombre gordo le hacía señas. Al acercarse comprobó que se trataba del padre del niño que terminó sin apéndice en el pabellón.

-Doctor Croxatto -exclamó el hombre, y lo agarró por los hombros-, hemos estado muy acongojados por la forma en que nos portamos con usted. ¡Si ni siquiera le pagamos sus honorarios!

- ¡Cómo se le ocurre! -respondió Héctor-, si para mí ésta ha sido la experiencia más dolorosa de mi carrera de médico..., créame que si he dejado la medicina por la investigación, ha sido en parte porque ese error hizo que me diera cuenta de los hechos.

-Pero, doctor, si el niño ha estado cuarenta días en recuperación, tal como usted dijo, con los mismos síntomas de la tifoidea. No sabemos bien qué ha pasado ... Yo sólo quiero retribuirle en algo su preocupación. Supe que se va a casar.

- Sí -sonrió tímido Héctor-... Me llegó la hora.

- Pues entonces, pase -dijo el hombre, y abrió la puerta de su negocio-, tengo pijamas, camisetas, ropa interior, pañuelos... Así fue como de la tragedia salió el ajuar del novio.

La novia, en cambio, no tuvo tan buena suerte en ese aspecto. Además de estar de luto, no tenía dinero, por lo que su traje para aquel día se redujo a un sencillo vestido de crepe georgette blanco con tulipanes negros. Por tradición y respeto llevaría también un sombrero negro. Por su justa cuota de coquetería, una camelia blanca.

V

Al día siguiente del matrimonio, celebrado en Temuco junto a los Croxatto y los Avoni -que sumaban unas treinta personas-, los novios llegaron hasta la estación para partir de luna de miel.

- ¡Qué vergüenza! -decía Viola, con la cabeza escondida en el brazo de Héctor-. ¡Por favor, Tito! Diles que no nos tiren más arroz, que todo el tren se va a enterar de que estamos recién casados.

Pero Héctor sólo reía complacido, aunque se notaba también algo tenso. La noche anterior, miró a su padre y aprendió a reconocer las emociones que empiezan a marcar la vida con puntos finales. «Es tan corta la vida», se decía Héctor ahora casi sufriendo, mientras los granos de arroz rebotaban en el sombrero de Viola.

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«La vida está llena de separaciones -seguía pensando-, y uno pasa por el mundo sin alcanzar a entender el misterio del tiempo, del espacio, de la existencia».

Una vez en el interior del tren, Viola se sintió a salvo de la calurosa despedida de los parientes.

- Esto sí que fue italiano, Tito -dijo a su marido, quien tomó su mano y guardó un profundo silencio. Sorprendida por la repentina mudez, Viola se volteó a mirarlo y comprobó que ya estaba concentrado en un libro.

- ¡Tito! -reclamó- ¿No me dirás que vas a leer todo el viaje?

- Sí, es que no te imaginas, Viola, lo interesante que resultan estas teorías so-bre los reflejos condicionados. Mira, el autor es un científico ruso de apellido Pavlov -y le enseñó entusiasmado la portada.

- Mi enemigo Pavlov, desde ahora -aclaró Viola-, venirse a meter a mi luna de miel. Esta ciencia, -exclamó con resignación-, ya lo sé, ya lo sé... Será tu concu-bina. Claro que con mi beneplácito.

La señora Croxatto repetiría esa última frase los próximos sesenta años. A lo que Héctor, siempre riendo, agregaría que se lo había advertido.

Durante la luna de miel les persiguió el recuerdo de esas clases en el Instituto de Educación Física que Héctor debía comenzar a impartir en marzo. Así que una vez instalados en Santiago, él respiró con el alivio de quien sabe que ahora sí, pasado los ajetreos, puede ponerse manos a la obra.

Comenzó entonces una rutina de estudio, para él, y de organización doméstica, para ella, en los altos de una casa ubicada en Santa Mónica con Cienfuegos.

Dormían en dos viejas camas de una plaza que habían sido de Héctor y Raúl cuan-do jóvenes, y con las mismas sábanas antiguas, porque no habían contado con dinero para un ajuar. Se sentaban a comer sobre unos cajones de pino, porque tam-poco tenían sillas. Sin embargo, contrastando con la pobreza del mobiliario, de las paredes del nido colgaban dos cuadros de Juan Francisco González, quien, ya para el año treinta, era un consagrado. y sobre la mesa de palo sin barnizar, lucía flamante la vajilla Limoge y las copas Val Saint Lambert, regalos de don David, quien, a la hora del matrimonio, abrió el baúl donde aún conservaba unos pocos tesoros de los buenos tiempos. En otro rincón, un enorme piano daba la nota culta al entorno. Había pertenecido a la madre de Viola y debido a su tamaño, sólo fue posible entrarlo a la casa por la ventana del segundo piso.

Esta dupla de pobreza y autenticidad en la casa de los Croxatto Avoni no dejaba de sorprender a los visitantes, como tampoco resultaba indiferente su generosi-dad. Porque junto a los recién casados se mudaron los dos hermanos de Héctor que estudiaban en Santiago: Arnaldo y Raúl y un primo, Carlos Croxatto, que había quedado huérfano.

- Todo lo que soy se lo debo a Tito -diría Carlos, años más tarde, convertido en un ingeniero de renombre dentro de las empresas Angelini. En su memoria que-darían grabadas aquellas tardes, cuando, al regresar al hogar, se encontraba con

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Viola silenciosa, zurciendo los calcetines de su marido y de los tres alojados, y con Héctor estudioso, que preparaba sus clases para el Físico.

Una enorme cocinera completaba con su toque más autóctono, este cuadro familiar casi perfecto. Iba de aquí para allá intentando aprender a poner la mesa ·«como la señora Viola lo había visto en casa de Cruz Coke»-, y a cocinar los soufles y las mousses -«que la señora Viola había probado en casa de los Cruz Coke»-.

En honor a la verdad, desde antes del matrimonio, Viola se había propuesto apo-yar a su marido tanto como lo hacía Marta con Eduardo Cruz Coke. Y se abocó a imitarla en todo lo que le iba siendo posible. La tarea no era sencilla, porque se trataba de la poseedora de uno de los mejores gustos de todo Santiago; y por si fuera poco, habilidosa como nadie: Marta cosía sola toda su ropa, y bordaba personalmente su mantelería.

- Pero mirando, todo se aprende ·Ie comentaba Viola a Héctor; éste se sentía feliz de que su mujer compartiera la admiración que él sentía por los Cruz Coke.

-En mi casa también se servirá a la redonda ·informaba Viola al marido y a sus cuñados, que no dejaban de embromarla con la situación-, y con dos tenedores, como corresponde.

Cada vez que iba a almorzar o a cenar donde los Cruz Coke, Viola memorizaba el menú. Flan de verduras -choclo o espinacas-; o de mariscos, bañado con crema; pescado, pollo o carne; y un postre.

Primero, eso sí, Viola contemplaba la mesa puesta para veinticuatro personas, adornada con algunos arreglos florales. También Viola se fijaba en los dos mozos que atendían en forma impecable. Y luego, seguía con interés la conversación variada y amena que jamás aburrió a un comensal.

VI

El 15 de marzo amaneció como toda fecha que se espera con ansias, demasiado temprano. Eso obligó a Viola a repetir a su marido varias veces la misma pregun-ta:

- Pero Tito, ¿por qué te preocupas tanto? Si has preparado todo el verano estas clases.

-Viola, es que yo cada vez tengo más clara la inmensa transformación que se pro-duce en el organismo con el esfuerzo y el ejercicio. Me preocupo porque presiento que estos alumnos no sospechan todo lo que tendrán que estudiar conmigo.

-Pronto se darán cuenta .respondió ella-, además, tú no estás solo en esto. Jorge Mardones hará lo suyo en Bioquímica.

Sin embargo, estas palabras no lograron tranquilizar a Héctor, que -como siempre antes de una primera clase o de una conferencia· caminaba por toda la habitación, en silencio, con una expresión en el rostro que no dejaba lugar a dudas de la in-

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mensa actividad que desarrollaba en esos momentos en su cerebro.

A la hora indicada, Héctor y Viola salieron rumbo al Instituto de Educación Fí-sica, y no sólo Héctor, como era de suponer. Ella quería asistir a las clases de su marido, entender algo más de este lenguaje científico que tanto lo apasionaba, y él, que necesitaba una opinión crítica, no se opuso.

- Llegamos hasta la puerta juntos, y de ahí en adelante, como si no nos conocié-ramos -fue el acuerdo.

Pero Viola conocía demasiado bien al nuevo profesor de fisiología, y sentada en el último asiento de la última fila, donde ingenuamente creía que nadie se fijaría en ella, elevaba plegarias para que todo saliera bien. Sin embargo, cuando Héctor entregó el programa de estudios a los alumnos, éstos se espantaron .

- ¡Pero profesor! ·se atrevió a decir uno de los muchachos-, estas materias jamás se han pasado en el Instituto de Educación Física.

Viola empalideció en la silla de la última fila. Los presentimientos de Héctor se estaban cumpliendo. Sin embargo, él se notaba preparado para enfrentar los recla-mos. Desde atrás escuchó su voz increíblemente potente, su maravillosa forma de hablar, que ahora le sorprendía en su elegancia, igual que la primera vez.

- A lo largo de este curso tomaremos conciencia del milagro de cada movimien-to. Sólo una contracción muscular desencadena procesos físicos no imaginados, y ahora, en pleno siglo veinte, gracias al avance de la ciencia y de la técnica, están al alcance de nuestro entendimiento. ¿Quieren repetir rutinariamente los movimientos como una máquina o lograr que su mente conozca y domine a su cuerpo?

Los alumnos quedaron tranquilos por esa clase, pero la verdadera tormenta vino un par de días más adelante, cuando Héctor llegó a la sala con un gato, pues ya les había advertido antes, que comenzarían los pasos prácticos del curso. Los alum-nos reaccionaron de forma violenta, tanto que por un instante él se quedó mudo, como en «shock».

- ¡Lo que usted está haciendo es una crueldad! -gritó un joven, horrorizado-. Mar-tirizar un animal sólo para demostrar sus teorías es peor que asesinarlo porque sí.

Si bien estas palabras le impresionaron, fue más violento para él darse cuenta de que algunas alumnas lloraban abiertamente.

- ¿Cómo puede hacer sufrir así a ese gato? ¿Quién lo curará después? -le dijo una de las señoritas de la primera fila. Atrás, en la última, como siempre en esa clase, Viola silenciosa se restregaba las manos, llena de nerviosismo-.

Héctor, finalmente, al ver que ninguna explicación los conformaba, optó por ha-cer callar al grupo y les preguntó:

- ¿Ustedes comen alguna vez carne de ave o de vacuno?

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Silencio en la sala.

- ¿Qué creen ustedes que le hacen a esos animales para que lleguen a su cocina?

- Pero es distinto... -escuchó decir a una alumna.

- ¿Por qué es distinto? A los pollos se les tira el cogote y siguen aleteando un par de segundos... ¿O sus madres los anestesian antes? Y díganme: a los pavos, ¿no les meten, acaso, una tijera en la carótida para sangrarlos?

La sala se aquietó. Viola, silenciosa, sufría en el último asiento. Esto no iba a ser nada fácil.

-En ciencias, y más si se trata de la salud, jamás será preferible no saber, que sa-ber- dijo Héctor a su auditorio.

Salió de la sala muy confundido por la situación, y al comentarla con otros profe-sores del Instituto de Educación Física, lejos de sentirse comprendido, encontró una nueva resistencia:

- Tiene que considerar, doctor Croxatto, que ésta no es una escuela de medicina, y que estos jóvenes no pueder verse enfrentados a una presión que no correspon-de...

-No le haga caso a Cruz Coke -insinuó alguien más-, esa idea de investigar en Chile es una arrogancia. Eso es para los países ricos... nosotros debemos con-formarnos con hacer clases teóricas. No se aprobleme de más... hay laboratorios ricos que le darán los datos que usted necesita. No exagere con los alumnos.

Héctor suspiró, para tomar fuerzas.

- ¿Para qué sirve la educación física? ¿Para qué sirve la gimnasia? ¿No creen ustedes que si entre los griegos era tan importante el ejercicio y la destreza del cuerpo, era por su estrecha relación con la salud, con la optimización del cuerpo humano? ¿Cómo no va a ser importante reproducir todos los procesos fisiológicos y bioquímicos que se desencadenan con las contracciones musculares? ¿O preve-nir los daños que pueden ocasionar en el organismo?

Al comentar el episodio con Jorge Mardones constató que no estaba solo en lo que ya era una franca batalla. Su colega y amigo pisaba el mismo adverso escenario. Ambos recordaron entonces la frase de un destacado hombre de ciencias: en el Pedagógico palpamos día tras día la falta de base sólida de los maestros, de tal suerte que allí se enseña cómo se enseña lo que no se sabe.

VII

La batalla contra esa resistencia duró, a pesar de todo, muy poco. El laboratorio funcionó como la mejor trinchera y apenas los alumnos y los demás profesores comenzaron a ver los resultados, cambiaron radicalmente su postura. Por algo a todos les enorgullecía recordar que el «Físico», como llamaban al Instituto, había

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sido fundado imitando a la gran Escuela Sueca de Gimnasia.

Aunque no existían grandes facilidades, Héctor y Jorge Mardones consiguieron iniciar investigaciones sobre la fisiología del esfuerzo. Obviamente, ambos pa-saban en el Instituto muchas más horas de las estipuladas en su contrato. Sin embargo, jamás pasó por sus cabezas mezquinar el tiempo, pues estaban tan com-penetrados en descifrar el misterio de la fatiga que jamás sintieron la propia.

- De igual forma -había dicho Jorge Mardones a su mujer- dejar la medicina por la investigación será buen «negocio» a largo plazo: jamás ganaré dinero, pero me salvaré del infarto al corazón.

En efecto, sin atender consulta particular ni pacientes a domicilio, ambos pudie-ron dirigir memorias en torno a las alteraciones del riñón durante el ejercicio o las reacciones de la glándula suprarrenal.

Héctor, personalmente, encabezó un experimento que tenía como sujeto de con-trol al atleta Manuel Plaza. Los sábados y domingos salían muy temprano en la mañana, en compañía de Viola y algunos ayudantes, a tomar muestras de orina y de sangre de este destacado corredor. Lo seguían en sus largas prácticas, llenos de tubitos y jeringas.

- ¡Me he llevado una sorpresa grandiosa! ·contaba Héctor a Cruz Coke-, jamás ha-bría imaginado la tremenda injuria que sufre el riñón con el ejercicio, su enorme tensión. Hemos encontrado en la orina de algunos corredores, cilindros granosos, glóbulos rojos, verdaderas hematurias. Todo por efecto de la anoxia.

Manuel Plaza tenía un corazón gigantesco. Bombeaba gran cantidad de sangre en cada contracción. No sólo su condición fisiológica, sino su interés por colaborar, permitió a Héctor contar con el apoyo de todo un grupo de atletas que participaría en una maratón. Con ellos hizo un estudio sobre la reserva alcalina de sus orga-nismos, previendo su capacidad para resistir la acidez.

- Me atrevería a precisar el orden de llegada de los atletas según mis resultados en el laboratorio -le confidenció, un día antes de la carrera, a Jorge Mardones.

Y Héctor le acertó, uno a uno, en su orden de llegada.

Pero ese episodio quedó entre ellos dos, para transformarse con el tiempo, sólo en una anécdota. En cambio, por su carácter pionero, la investigación que causó más impacto fue la que describió los efectos del deporte sobre algunas funciones en-docrinas de la mujer. Se demostró, por primera vez, que el ejercicio incrementaba significativamente la excreción de estrógenos y de creatina.

Considerando los escasos medios con que contaba, Héctor se sentía satisfecho. Quizá lo que más lo llenaba de orgullo era el creciente interés que descubría en sus alumnos, quienes ya no sólo participaban en los trabajos de laboratorio, sino que se ofrecían a sí mismos como individuos de control. Lástima que Viola ya no asistiera a las clases.

Ella, apenas notó que el embarazo era evidente, comenzó a quedarse en la casa.

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Héctor, Viola y sus hijos Alice y Héctor

Pensaba, sin razón, que antes podía pasar por una alumna más, pero todos sabían que la joven de la última fila era la esposa del profesor.

VIII

Viola jamás había pedido algo a Héctor, que pudiera distraerlo de sus afanes cien-tíficos. Pero esa madrugada, tornó su mano y, con decisión, le dijo:

- Hoy no te mueves de mi lado.

Aunque el trabajo de parto comenzó al alba, recién a las diez de la noche de ese 6 de enero de 1933, una niña sana y linda llegó al hogar de los Croxatto. En la ha-bitación estaba el obstetra y Héctor; afuera, en el pasillo, Arnaldo, Raúl, y Carlos Croxatto, elevados al rango de tíos.

La niña recibió el nombre de Alice, en honor a la madre de Viola; de Angela, por la madre de Héctor; y de Mónica, en memoria de la patrona de aquella calle que cobijó el primer nido del matrimonio.

- Así es Tito, le gusta llevarse un pedazo de cada lugar por el que pasa -explicaba Viola para justificar los tantos nombres de la niña.

Si bien, la vida siguió relativamente igual para Héctor, para Viola el cambio fue

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más fuerte. Durante el noviazgo y el primer año de matrimonio todos sus esfuer-zos giraban en torno al marido. Lo esperaba con ansias todo el día, dispuesta a ayudarlo a preparar sus clases por la noche. Así, el primo Carlos Croxatto estaba acostumbrado a oír la voz de Héctor que le dictaba a Viola, mientras ella silen-ciosa, apuntaba todo con letra perfecta, en un cuaderno memorable de hojas color celeste y lomo dorado.

Después del nacimiento de Alice, esa letra perfecta era la que daba cuenta de la hora. A las once de la noche se volvía irregular, y ya a las doce, quedaba colgando de cada línea, igual que la cabeza de Viola sobre el escritorio.

Al día siguiente, Héctor partía muy temprano a cumplir con todas sus obligacio-nes en el Sanitas, en el Físico y en la Universidad de Chile corno ayudante de Cruz Coke.

- A Tito no le llaman mucho la atención las guaguas -decía Viola a sus amigas más íntimas. Pero pronto, arrepentida por lo que podría sonar a queja, agregaba: «Aunque de seguro cuando crezcan se entusiasmará. A él le gusta tanto conversar, y así, de pocos meses, son harto fomes los niños, ¿no?».

Cuando nació el segundo hijo, justo dos años más tarde y en otra casa ubicada en calle Obispo Orrego, cerca de Grecia, el asuntó se complicó. El niño era llorón, y Viola -silenciosa a partir de las nueve de la noche, hora en que el marido estu-diaba y preparaba sus clases- hacía vanos esfuerzos por callarlo. Que los brazos, que la mamadera, que la muda..., y nada. Tito, que heredó el nombre de su padre, seguía llorando.

-¡Viola, por favor -suplicaba Héctor-, si el niño no deja de llorar voy a tener que irme a estudiar a otra parte!

Y ella se quería morir de pena. De sólo pensar que el hogar que habían construido no satisfacía las necesidades de paz y tranquilidad de Tito, se sentía fracasada. Con el paso de los años comenzó a recordar la situación y a decirse: «Mire que fui lesa. Debería haberle dicho: aquí tiene su sombrero, señor». Pero entonces sólo se entristecía y se encerraba en una pieza. Que los brazos, que la mamadera, que la muda... «Dios mío, ayúdame a hacer dormir a esta guagua».

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REFLEXION

«La civilización descansa sobre tres pilares fundamentales, que responden a tres ansias profundas del hombre, el hombre que se inquieta por su mundo y por sus semejantes. Una es el deseo de elaborar sus creencias, encontrar el camino de la divinidad y de su religión. Otra, es la ansiedad de perfeccionar sus cánones de belleza, de encontrar las expresiones que más pueden halagar su espíritu. Y el otro pilar fundamental, por cierto, está en esa curiosidad inagotable que tiene el hombre, que se justifica por sí misma, no por los resultados que pue-de producir, sino por su capacidad de penetrar en el conocimiento. El saber científico solo, desprovisto de las perspectivas de los sentimientos humanos, el tener éstos con ignorancia de las posibilidades de la ciencia y de la técnica, no constituyen sabiduría. Saber de algunas cosas, de cómo ciertas cosas ocurren, por cierto, no basta para formar al hombre. Es sólo en la contemplación de esos tres aspectos señalados y buscando el fortalecimiento de esos tres soste-nedores del espíritu, como realmente el hombre puede llegar a la sabiduría, al perfeccionamiento moral. Así la acción del hombre será posible cuando ninguna duda de daño quede en el instante de aplicar el conocimiento, cuando no haya duda de qué sería mejor para el bien de la humanidad. Pero, como decía Victor Weisskopf, uno de los miembros más laureados de la Academia de Ciencias Pon-tificia del Vaticano, «No basta la condición de humanidad, de amor al prójimo; se necesita también el saber que impulsa la curiosidad».

Efectivamente, curiosidad sin caridad sería inhumana. Pero al revés, caridad sin curiosidad sería ineficiente. La Universidad (...) tiene una misión fundamental y es dar más y más sabiduría, compasión y curiosidad».

Clase magistral «Ciencia, Humanismo y Moderna Antinomia», dictada por el Dr. Héctor Croxatto durante la inauguración del año académico, en 19�3, en la Universidad de

Atacama.

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C U A R T O C A P I T U L O

Monseñor Carlos Casanueva

I

Benardino Piñera, joven estudiante de medicina de la Universidad Católica, esperaba junto a sus compañeros el inicio de la primera clase de Fisiología del año 1934.

- ¿Quién sabe cómo se llama el profe?- preguntó alguien.

- ¿Seguirá Joaquín Luco de ayudante?

La inquietud tenía sus razones, puesto que la historia de esa cátedra había sido más bien agitada. Primero, el profesor del ramo fue Jaime Pi-Suñer, un espa-ñol de renombre y quien llegó a Chile especialmente para fundar la asignatura. A pesar de los esfuerzos del rector, monseñor Carlos Casanueva, y de Eduardo Cruz Coke, que casi desmanteló un laboratorio de Sanitas para colaborar con él, Pi·Suñer opinó, pasado un par de años y con justa razón, que las condicio-nes de trabajo eran incompatibles con la eficacia de cualquier investigación. En vista de lo cual, se fue. La cátedra quedó en manos de uno de sus ayudantes, Ignacio Matte Blanco, quien un año después también partió rumbo al norte, al viejo mundo, a estudiar en Inglaterra.

- Tráigame a otro de sus discípulos -le pidió monseñor Manuel Larraín, vicerrec-tor de la universidad, a Cruz Coke. Agregó: «Que sea alguien que ame tanto la ciencia como usted, y que también comprenda la precariedad de estos inicios».

Y así fue cómo Héctor llegó hasta la nueva escuela, con la ilusión de otro labora-torio donde trabajar y un sueldo más para la familia que iba creciendo.

- Será sólo por seis meses; hasta que regrese el doctor Matte Blanco -le había dicho monseñor Larraín el día de su primer encuentro. Y para sorpresa de Héctor, que esperaba instrucciones de tipo académico, acto seguido, el sacerdote le co-menzó a hablar de la ciencia y de Dios, de Dios y de la ciencia, un binomio que, para ser sincero, a él no le preocupaba mucho en ese momento.

De pronto, le preguntó si se había confesado. Héctor negó con la cabeza. En reali-dad, no recordaba haber ido nunca a la iglesia con sus padres. ¿En qué momento? Don David abría el almacén incluso los domingos, y doña Angela jamás salía sin su marido. Claro, pensó Héctor en esa fracción de segundos que medió entre la pregunta de monseñor Larraín y lo que se demoró en decir no con un gesto, que la «nonina» -corno ahora le decían sus hijos a su madre- siempre llevaba el ro-sario consigo, y no era raro verla rezando calladita por ahí... -Además, alcanzó

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a considerar Héctor, desde que ambos viajaron a Italia, el año 1924, algo había cambiado-... ¡Sí, don David ya no abría el almacén los domingos!

-Mire, Héctor -escuchó decir a don Manuel-, los científicos no tienen tiempo para pecar, pero, a ver con qué rectitud de intenciones nos encontrarnos...

Fue así corno se encontró rezando y desembuchando. Perplejo, recibió la absolu-ción de quien, con razón, era llamado el «pastor manso y fuerte».

Pero como jamás le había preocupado mucho el tema religioso, olvidó bien rápido el incidente, y se abocó a estudiar el ramo que comenzaría a impartir en marzo.

El día de la primera clase, Bernardino Piñera y sus compañeros lo vieron entrar pisando firme y seguro. Les llamó la atención su voz ronca y profunda, y la ma-nera de hablar modulando y recalcando ca-da pa-la-bra. A medida que avanzaba aquella primera sesión, se reforzaba en ellos la idea de que este profesor, además de culto, elegante y tremendamente digno, se tornaba muy en serio la ciencia. Tanto como Joaquín Luco, el ayudante, que ya por ese entonces impresionaba por su entusiasmo y radicalismo: «A la ciencia hay que entregarse en un ciento por ciento, sacrificándolo todo si es necesario», decía Luco.

Los hechos no desmintieron esa primera impresión. El doctor Croxatto, además de hablar con fervor, trabajaba intensamente. Al poco tiempo de su llegada, los alumnos de la Escuela de Medicina de la «Católica» comenzaron a ser testigos de un espectacular experimento encabezado por él.

-El colesterol es una molécula terminal, ¡cementerio de los esteroides!- había propuesto Eduardo Cruz Coke en una de sus apasionadas clases. Y Héctor, aguijoneado en su creciente curiosidad de investigador, decidió poner a prueba la hipótesis en el laboratorio. Junto a Raúl, su hermano, inició así una verdadera aventura, que tuvo un final con más sabor a moraleja que a triunfo.

II

Los matarifes del matadero pronto se acostumbraron a ver llegar de madrugada al par de doctores, premunidos de termos y aparatos quirúrgicos, en busca de ovarios de vacas.

-¿Qué hacen? -preguntó la primera vez, alguno de estos carniceros que oficiaban de impactados mirones.

-Disecamos el ovario -respondió Tito con tal autoridad, que ya nadie más osó seguir averiguando detalles de la singular operación. Menos cuando veían que los dos doc-tores salían pronto disparados, con los ovarios adentro de sus termos, para probar quizá qué cosa en su laboratorio.

Ellos habían ideado perfundir el ovario con la propia sangre del animal. Era indis-pensable extirpar el ovario recién sacrificado en condiciones de máxima asepsia y respetar sus vasos sanguíneos. El objetivo era investigar si el colesterol que con-tiene era utilizado por los folículos y el cuerpo lúteo para la síntesis de los estró-

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genos y de la progesterona. Para lograrlo se requería mucha rapidez en el proceso de traslado del ovario: debía ser conectado a una bomba que inyectaba la sangre adecuadamente oxigenada y mantenida a 36 grados de temperatura.

Al fin aparecieron las primeras evidencias: el colesterol era aprovechado por el ovario; salían por las venas productos del metabolismo de la molécula.

- ¡No es un cementerio de esteroides! -respondieron los hermanos Croxatto a Cruz Coke. Corría 1935 y él estimuló a Héctor y a Raúl a publicar los resultados. A pesar de que el trabajo se dio a conocer en el ambiente científico nacional, las reacciones fueron casi nulas y pronto, Tito aprendió una dura lección: lo que no aparece impre-so en revistas internacionales, simplemente nunca pasó.

Durante los próximos cuatro años sigu ió trabajando con igual intensidad y fervor. Pero por las noches, con su cabeza afiebrada de tanto leer, medir, cortar, observar y anotar a lo largo del día, reflexionaba en voz alta sobre certezas que se iban cris-talizando con el tiempo.

Viola escuchaba. Alice, Tito y Horacio, nacido en 1936, dormían en el segundo piso de la nueva y propia casa, ubicada en la misma calle Obispo Orrego.

- ¿Sabes lo que escribió Baltazar Gracián?-le decía. Deberíamos tener tres vidas: una para viajar, una para leer y otra para pensar.

Y después de un largo silencio, exclamaba: «¡Jamás me alcanzará el tiempo, Viola, para investigar todo lo que anhelo, para siquiera aprender cómo hacerlo! Por eso, y cada vez me convenzo más, es necesario ver qué hacen los grandes científicos del mundo. Quiero mirar sus laboratorios, saber en qué trabajan, escoger mi propia línea de investigación. ¡Cómo quisiera trabajar con ellos!».

- ¿Y es eso posible?- respondía Viola, sobrepasada por esos sueños.

- No lo sé. Cruz Coke lo ha hecho. Dice que yo debería hacerlo.

- ¿Pero cómo, Tito? ¡Apenas vivimos con tus tres sueldos, que no suman ni uno! ¿Cuándo vas a decirle a don Carlos que te pague más?

- Viola..., ya habrá momento.

- Mira Tito, si no vas tú a pedirle el aumento, voy a ir yo. Y tú sabes que me atre-vo.

- Sí, si sé que te atreves. Pero dime -decía él para volver al tema que le interesaba-, ¿me acompañarás en mis viajes?

Y Viola le decía que bueno, que claro, que de todas maneras, a ver si se dejaba de divagar y le daba sueño. La verdad es que ella veía como un imposible salir de Chi-le. ¿Con qué dinero? ¿Cómo dejar tres niños?

- Pero, bueno Tito, durmamos que mañana hay que madrugar.

Y en una de esas madrugadas se sorprendió absolutamente desvelada, porque Tito le llegó con la increíble noticia: un trabajo suyo había sido aceptado para un congreso

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en Suiza, ¡Europa!, y él lo iría a exponer, y ella lo iba a acompañar. No sabían cómo ni con qué medios, pero así sería. Tito al fin estaba durmiendo relajado, mientras ella se moría de angustia; sacaba cuentas y ya extrañaba a sus diablillos que apenas tenían cinco, tres, y un año y medio.

III

Todo había ocurrido demasiado rápido. Hasta Santiago viajó la madre de Viola para quedarse con los niños. También una de sus hermanas, casada y sin hijos, viviría con ellos mientras durara el viaje. Claro que no en la casa, que había sido arrendada a buen precio por seis meses para poder pagar los pasajes en barco, sino en todo un piso de una residencial ubicada cerca del cerro Santa Lucía.

En la Universidad Católica y en el Instituto de Educación Física le mantendrían sus sueldos a Tito, como una forma de hacer posible este viaje histórico. Porque Héctor Croxatto se transformaría en breve en el primer fisiólogo chileno que expondría en un congreso extranjero.

Juan Gómez Millas, en la Universidad de Chile, casi abrazó a Héctor al conocer la noticia. A pesar de ser un humanista, sentía enorme interés por la ciencia, y pensan-do sobre todo en el porvenir, soñaba con enviar becados a Europa y crear la condi-ción de investigadores contratados por una jornada completa.

- Su viaje es un buen augurio para mis sueños -le dijo a Tito.

En Sanitas, además del sueldo, hubo promesas:

- Ahora no podemos darle más dinero, Héctor -lamentó Enrique Lira, el gerente de Sanitas-. Usted sabe que estoy empeñado en la campaña presidencial de Gustavo Ross, de la que soy tesorero, y tenemos todos nuestros fondos liquidados; pero tengo confianza en que Ross será presidente y que nos apoyará no sólo en el desa-rrollo del instituto sino en la gestión de una gran empresa industrial para la síntesis orgánica de medicamentos.

En efecto, el Instituto Sanitas pasaba por muy malos momentos, ya que el gobierno del general Ibáñez había creado el Instituto Bacteriológico, que hacía productos similares, pero a precios inferiores. Y el optimista Enrique Lira, hombre a quien Tito apreciaba en extremo, se mostraba esperanzado en un cambio político que be-neficiara el desarrollo industrial del país.

En la Católica, don Manuel Larraín aplaudió la iniciativa de quien, por lo demás, representaría a la universidad ante el mundo. El doctor Vicente Huidobro -a quien llamaban don Bacha- se quedaría a cargo del ramo, con Raúl Croxatto y Joaquín Luco como ayudantes.

Viola, mientras tanto, corría afinando preparativos. Igual se ocupaba de buscar los libros que leerían durante el mes de viaje a bordo: historias de Alemania, Italia, Suiza... biografías de pintores, músicos, y escritores europeos... buenas novelas... como de las instrucciones sobre el cuidado de los niños, y de su vestido para las

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presentaciones sociales. Este último detalle le había quitado bastante tiempo.

Acostumbrada a lo pobre, como explicaba a sus amigas, quiso ahorrar hasta el úl-timo peso, y con la ayuda de Marta Cruz Coke, se inventó un vestido desmontable para asistir tanto a las ceremonias del día, como a las de la noche. Se trataba de un traje de largo corriente, hecho con una tela negra de encaje comprada en Los Gobelinos, que sobrepuesto a un gran faldón de tul del mismo color, se transfor-maba en glorioso vestido de fiesta. Una capita de terciopelo de seda,

Viaje a Enropa (/938)

guantes y zapatos forrados en raso, completaban el conjunto de gala que debía lucir impecable junto al esmoquin de Tito.

- Total, quién me va a mirar a mí -decía Viola contemplando el traje negro, y temblaba de sólo imaginar la cantidad de gente que iba a conocer en los próximos meses.

El hecho es que cuando se vio en la cubierta del «Aconcagua», que se alejaba len-tamente de la costa de Chile, se hizo el propósito de gozar este largo viaje de seis meses, que, además, le brindaría la oportunidad de estar, por primera vez desde la luna de miel, sola con su marido.

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IV

Después de un intenso mes a bordo llegaron a Liverpool y no a Hamburgo como estaba previsto inicialmente. Aunque el «Aconcagua» transportaba salitre para una empresa química alemana, una huelga de estibadores obligó a descargar antes del puerto final y los pasajeros debieron permanecer todo el fin de semana en In-glaterra. Héctor y Viola decidieron ir hasta Londres, con el fin de visitar a Ignacio Matte Blanco, de quien nada se sabía en Chile.

Curiosamente, en Londres también le habían perdido el rastro. En el laboratorio en donde estuvo trabajando aún permanecían sus libros, pero según les informa-ron, el doctor Matte había decidido cambiar la investigación por la psiquiatría y se encontraba en algún lugar de Europa, estudiando.

Luego de retomar el barco, al fin llegaron a Hamburgo, puerto final del largo crucero.

Viola, mareada de emociones. Mientras descendía las escalinatas del barco re-cordaba la primera parada en Perú y el horror al saber que se estaba quemando la carga de salitre; luego, reía evocando la aventura de un ingenioso muchacho peruano que intentó llevar de polizonte a su novia. ¡Qué escándalo cuando los sorprendieron! El paso por el trópico fue inolvidable. La fiesta de la segunda cla-se estaba mejor que la de los pasajeros de lujo y pronto todo el barco fue sólo un grupo envuelto en serpentinas... Ahora agarraba con fuerza su sombrero y pensa-ba que al fin estaba en Alemania, tierra de los antepasados de su madre.

Héctor también se sentía embriagado. Pero no tanto por las emociones, sino por un cúmulo de ideas que pasaban por su cabeza. ¡Alemania... ! Cruz Coke admi-raba el modelo de desarrollo de aquel país. El enorme auge económico adquirido por éste a mediados del siglo XIX fue gracias a la química, aseguraba Cruz Coke. Sin la química, jamás habría llegado a ser la enorme potencia que tenía, nueva-mente, en pie de guerra a toda Europa. Porque la fuente única de riqueza allí era el carbón, que por supuesto representó una ventaja después de la invención de la máquina a vapor; pero el gran logro de los alemanes fue haber obtenido, además, productos orgánicos derivados de la destilación, que son la base de las anilinas, los perfumes y pesticidas. Cruz Coke pensaba que la riqueza mineral de Chile era mayor a la del suelo alemán. Pero Chile no tenía industria química, mientras Alemania había levantado la gran casa Bayer.

-¿Qué dice ahí?- preguntó Héctor a Viola, interrumpiendo sus pensamientos.

Ella se quedó temblando y con la mente en blanco.

- No sé -respondió.

- Pero, ¿cómo? Yo había entendido que tú hablabas alemán -le dijo él con ironía.

Y Viola se sintió tan humillada, que permaneció muda hasta la mañana siguiente, cuando luego de pasar la primera noche en tierra, en un hotel, tomó ánimo y ordenó el desayuno por teléfono ¡en alemán!

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- Es que recién me bajé del barco -le explicó a Héctor, que la miraba impresionado.

Antes de iniciar el viaje por tierra hasta Suiza, donde se realizaría el congreso, debían ir a Milán a buscar un auto. Porque Héctor había conseguido facilidades con un primo que era representante de la Fiat en Chile. De esta forma, el primer punto del itinerario consideraba retirar el carro, sacarlo de Italia, y luego reingresarlo. Sólo así obtendrían el derecho de volver con éste a Chile. Allá se lo pagarían al primo, en cómodas cuotas mensuales.

En el barco, los demás pasajeros se habían escandalizado al conocer el escuálido presu-puesto con que la pareja pensaba permanecer seis meses en Europa.

- Mejor que vendan el auto -le sugerían algunas personas, cuando se enteraban de sus planes.

Y aunque Héctor consideró esa posibilidad, en Milán le soplaron al oído una forma de triplicar sus fondos. Por aquellos años, cuando el ambiente de preguerra se respiraba por todas partes, el turismo había sufrido un gran detrimento. Las autoridades locales idearon incentivos como venta de bonos para hoteles de lujo y bencina, a precios considerable-mente inferiores para quienes portaran pasaporte. Fue así como Héctor y Viola aprendie-ron pronto a revender sus bonos. La gran escasez que se vivía en pleno 193�, en aquella Europa de entre guerras, hacía de esa operación algo muy sencillo.

Tanto en Hamburgo como en Milán, alojaron en pensiones familiares, que sin nombre sobre la puerta se delataban como tales por un letrero que se asomaba por la ventana y que decía: «se arriendan piezas». Comían todos los días pan, queso y jamón adentro del auto, hasta el punto del aburrimiento.

En Roma (1938)

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- Yo no tengo ganas de almorzar hoy - le decía Tito.

- Entonces yo tampoco -respondía Viola, que demasiado pronto, según considera-ba ella misma, sentía ansias por un plato de porotos bien chilenos.

V

El Hotel en que se realizaría la cena de gala en honor de los participantes del con-greso era famoso por su lujo en todo Europa. Se le consideraba único en el mundo por tener una piscina con olas que consolaba a los suizos por su falta de mar.

Hasta allá llegaron en su auto nuevo, Héctor y Viola, elegantísimos. El, en su es-moquin y ella, con su vestido desmontable. En la puerta a Viola le temblaron de nuevo las piernas. Tanto hombre distinguido, tanta mujer hermosa, tanto sonido a idiomas diferentes, tantas luces...

- Aquí se encuentra reunida la aristocracia de la ciencia -murmuró Héctor para sí, soñando con conocer algún científico europeo que le permitiera trabajar un par de meses con él.

Aunque ambos pensaban que serían unos perfectos desconocidos en medio de aquellas personalidades, Héctor se sorprendió al escuchar su nombre.

- Doctor Croxatto... , ¡qué alegría verlo por acá! -murmuró alguien a su lado con reconocible acento argentino.

- ¡Doctor Houssay! -casi gritó Héctor, con la alegría de quien encuentra un vaso de agua en el desierto.

- Doña Viola -saludó el futuro Premio Nobel y la guió hacia un grupo de personas, -acompáñenme para presentarles al director del congreso. ¡Doctor Hess! He aquí un matrimonio de chilenos, han viajado un mes para llegar hasta este encuentro.

Gracias a la preocupación de Houssay, Héctor y Viola fueron ubicados en la mesa de honor del banquete. Ella cenó al lado de Elmer Verner McCollum, que había descubierto las vitaminas A y B, y del doctor Verzar, quien expuso en el con-greso un trabajo que maravilló a Héctor, sobre los intercambios de potasio y la riboflavina. Con este último, Viola entabló un animado diálogo en alemán. Tito observaba desde su silla, unos puestos más allá, el interés con que aquel húngaro prestigioso, profesor en Basilea, seguía la conversación de Viola. De pronto los vio salir a bailar.

También en la pista ella seguía hablando en alemán fluido. Contaba de su no-viazgo y del fervor de Tito por la ciencia. De su matrimonio y de la intensidad del trabajo de Tito. De este viaje tan sacrificado, de sus hijos en tierra lejana, del sueño de Tito de trabajar con alguien...

Al finalizar la cena, el científico quiso conocer a Héctor, quien animado por su calidez se atrevió a solicitarle trabajar un tiempo en su laboratorio. No sabía que Viola ya tenía bastante amarrado el asunto. Verzar estuvo de acuerdo, sólo que de-

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bían esperar hasta septiembre, fecha en que él estaría nuevamente abocado a sus trabajos en Basilea. En el congreso mismo, Héctor no sólo vivió la satisfacción de presentar su trabajo, sino también la de asistir a exposiciones trascendentales para el desarrollo de la ciencia en el siglo XX.

Sin duda, quien se robó la película en aquellos días fue un joven científico de apellido Selye, que desde el comienzo llamó la atención por su dominio de varios idiomas. Después de cada presentación formulaba preguntas en francés, en ale-mán, en ingles, en italiano, en español... Luego, llegado el momento de referirse a su propio tema, lo hizo sobre un mal que él mismo bautizó como «stress»: un estado de tensión por exigencia de rendimiento. Describió los cambios biológicos que se provocaban en aquel cuadro, entre éstos, la producción de adrenalina por parte de la glándula suprarrenal.

Viola, por su parte, asistió a todas las exposiciones junto a Héctor. Aun cuando había un intenso programas de actividades para las señoras de los científicos, ella no se despegó del lado de Héctor. No se sentía segura hablando en otros idiomas; y por otro lado, la intimidaba la elegancia de las demás mujeres. La esposa de Selye por ejemplo, le parecía una belleza. Decían que era hija de un millonario de la empresa metalúrgica, y que junto a Selye eran el centro de atracción de la vida social de su país. Estos datos y otros chismes más cohibían a Viola, que ni siquiera fue a la excursión al MontBlanc, con tal de pasar inadvertida.

VI

Durante el mes que debían esperar para reunirse con el doctor Verzar en Basilea, Héctor y Viola decidieron recorrer Italia. El paso anterior por Milán había sido muy breve, y ahora era el momento de llegar hasta Cassana a conocer a la fami-lia.

En tierra italiana, ambos sintieron el llamado de la sangre. Quizá más que cual-quier romano, ellos seguían con emoción, desde hace un par de años, las políticas de Mussolini. Si dentro de Europa, los italianos se sentían como ciudadanos de segunda categoría, disminuidos frente a la grandeza de los alemanes, franceses e ingleses, también estos hijos de inmigrantes en América conocían lo que era el desprecio. Héctor no podía olvidar algunas lecciones transmitidas por don David durante su infancia: cómo que debía estudiar y trabajar más que los otros para ganarse el derecho a permanecer en esa nueva tierra. A Héctor a veces le sonaban feo en los oídos el apodo que algunos chilenos le daban a los italianos: bachi-chas..., bachichas. Y podía palpar el amor propio herido de su padre cuando algún inspector de impuestos insinuaba amenazas, intentaba chantajes. Héctor siempre supo que si don David cuidaba escrupulosamente cada suma y cada resta, era para no cometer errores en un país que no era suyo.

Por eso los Croxatto Avoni, como muchos descendientes de inmigrantes reparti-dos por el mundo, tuvieron fe en Mussolini. Su tercer hijo, Horacio, recibió tam-bién el nombre de Bruno, en memoria del hijo del líder italiano. Incluso donaron sus argollas de matrimonio en aquella gran recolección de fondos para hacer más

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fuerte y grande a Italia.

En Roma tuvieron la oportunidad de ver a Benito Mussolini asomarse a la ventana de la casa de gobierno. Venía regresando de Munchen, tras una reunión con Hitler y Chamberlain.

- «Noi habbiamo lavorato per la pace» -expresó al pueblo que lo aclamaba. Enton-ces Viola sintió un nudo de emoción en la garganta. Pero a los pocos días, al leer los diarios y conversar con la gente, se arrepintió de aquel sentimiento. Benito Mussolini tenía una amante y eso lo derrumbaba ante sus ojos. Héctor, por su par-te, ya iba comprendiendo que grandes desastres se cernían sobre el mundo.

Si bien el encuentro con todos los parientes fue singularmente intenso, hubo una visita con consecuencias para la eternidad. Entre los once hermanos de don David había uno que era sacerdote y al que de tiempos inmemoriales llamaban en la fa-milia como el «tío cura». Siendo superior de la orden de los Pasionistas, vivía en un convento ubicado en una isla frente al río Varese.

Luigi Croxatto era un hombre alto, delgado, afable como don David. El día que Héctor y Viola llegaron a conocerlo se hallaba muy consternado, porque faltando pocos días para un seminario que reunía a toda la orden, había recíbido la noticia de que los teólogos alemanes encargados de varias conferencias no podrían via-jar.

- ¿Por qué no te quedas a dormir en el convento? Así podríamos conversar en la noche más tranquilos -sugirió el tío a Héctor. Viola se sobresaltó al escuchar esto, y se preguntó en dónde alojaría ella. El convento quedaba en la cima de una co-lina, y no se veía ni una casa, menos un hotel, en varios kilómetros a la redonda. Sin embargo, el tío se hizo cargo y la envió por aquella noche a una pensión de familia.

Héctor se vio de pronto en una de las austeras celdas del convento, en medio del silencio del atardecer, conversando con el hermano de su padre sobre el motor inmóvil de la creación.

Las paredes blancas, el catre de madera, el sencillo crucifijo sobre la cabecera, el ruido de los grillos en el jardín que daba a la ventana, lo fueron transportando de a poco al fondo del corazón de Luigi Croxatto.

- Dios es invisible para el hombre, Tito, pero puedes llegar a él conociendo su obra.

Pronto comprendió que el tío Luigi tenía la definición más maravillosa que había conocido para la ciencia: el modo de demostrar lo perfecto que es Dios.

Esa noche, ambos hablaron de Galileo, y de Copérnico. También de la jactancia del matemático Laplace quien dijo a Napoleón: «Majestad, en nuestros días la ciencia ya no necesita de la teoría de Dios». Y de los genios del siglo XX, como Max Planck, quien enunció la teoría cuántica, antecedente histórico de las teorías atómicas. Este último había reconocido la necesidad de la fe.

- Mucha ciencia acerca a Dios -aseguró el tío Luigi a Tito-, eso les ha sucedido a

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Louis de Broglie, y a Albert Einstein.

A las cinco de la mañana, Héctor participó en la oración con los monjes del con-vento, y al despedirse de su tío supo que no lo volvería a ver.

Viola, mientras tanto, pasó la noche en esa casa desconocida, sin comprender muy bien todavía la razón de aquel largo encuentro. Al reunirse nuevamente con Héc-tor lo notó muy extraño, tal vez emocionado como no lo había visto antes. Y aun-que no le comentó casi nada de lo que habló con el tío, ella pronto se dio cuenta de que algo había cambiado. A los pocos día, Héctor quiso ir a misa y comulgó.

VII

En el laboratorio de Verzar, en Basilea, Héctor supo lo que eran los medios para trabajar. A sólo seis años de la construcción del primer microscopía electrónico, por parte de Ernest A.F. Ruska, allí disponían de uno, además de instrumental que en Chile ni en sueños habían visto. También junto a Verzar, Héctor conoció a los líderes de la biología, quienes parecían abocados a encontrar solución a los problemas bioquímicos de la medicina.

Desde 1926, año en que James B. Sumner logró preparar por primera vez una enzima, la ureasa, en forma cristalina, y demostrar la naturaleza proteica de las enzimas, los descubrimientos en el área se sucedían día tras día. Héctor estaba como embrujado por aquellos temas.

Sin embargo, una pequeña nubecilla estaba empañando su felicidad. Viola, desde hacía un par de semanas, sentía dolores cada vez más fuertes. Aunque un médico había recomendado calmantes hasta averiguar la causa del mal, Héctor se resistía a enmascarar los síntomas.

Una mañana de domingo, mientras tomaban el desayuno en el comedor de la pensión, Viola se desmayó. Al volver en sí, Tito notó que su conjuntiva estaba vivamente congestionada. Lo que sucedió a continuación ella sólo lo vino a saber después de tres semanas, cuando se encontró internada en una clínica en Basilea, por un Herpes que la privó, para siempre, de la visión de un ojo.

Lentamente comenzó a recordar la intensidad de sus dolores y los escasos minu-tos de lucidez que tuvo en aquellos veintiún días. Al abrir los ojos veía a Tito, y un macetero con una hermosa violeta de los Alpes que Verzar le había enviado de regalo.

- ¡Por Dios! Cuánto nos costará esto -le decía angustiada a Héctor.

- No te preocupes, Viola, tienes que descansar y reponerte. Pronto nos iremos de Suiza. Viajaremos a París, Viola, verás que linda Navidad pasaremos.

Pero ella no conseguía salir de un estado de sopor. Aunque sufría pensando que jamás recuperaría la vista del ojo, daba gracias por mantenerlo. Tito le contó que varios médicos se habían mostrado partidarios de extirpárselo.

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Cuando al fin le dieron el alta, ambos se llevaron una maravillosa sorpresa: en aquella clínica no les cobraron absolutamente nada. Quizá por tratarse de la espo-sa de un médico, quizá porque Verzar habló con el director.

- Verzar estaba enamorado de ti -dijo Héctor a Viola, 55 años después.

- ¿Cómo se te ocurre decir eso? -le contestó ella espantada-. Si estabas celoso, ¿por qué no lo dijiste hace tantos años atrás?

- ¿Para qué? Yo no iba a rivalizar con Verzar..., además que me daba pena el po-bre.

- Nos vamos de Suiza sin ver nevar -dijo Héctor a Verzar el día de la despedida.

- Sí, esto es muy extraño -le respondió-, por esta época siempre está todo cubierto por la nieve.

Héctor y Viola llevaban ya cinco meses lejos del hogar. Así es que el 20 de diciem-bre, al subirse al auto para dirigirse a Ginebra, y de Ginebra a París, se sintieron iniciando el regreso a casa. Cuando faltaba bastante aún para cruzar la frontera, vieron que gruesos copos de nieve comenzaron a caer sobre el parabrisas. El frío se hizo intenso, más aún para ellos que no tenían calefacción y que iban apenas abrigados con ropa de lana. Viola, convaleciente de su enfermedad, parecía una sonámbula, al lado de Tito que cada un par de kilómetros tenía que bajarse del auto para sacar con las manos la nieve que se cristalizaba sobre el parabrisas.

Al cruzar la frontera suiza, los guardias ni siquiera los hicieron parar. Con una simple seña desde su caseta les dieron el pase.

VIII

La primera noche en París la pasaron en un hotel recomendado por Verzar. Aunque era demasiado caro para su presupuesto, hicieron vista gorda a los precios con tal de sentirse protegidos del frío. A la mañana siguiente se cambiaron a una pensión de familia, de propiedad de un ex combatiente de la guerra del año 1914.

En la capital de Francia, Héctor visitó a varios fisiólogos que conocía a través de sus trabajos. Se sentía cada vez más fascinado con las experiencias extraídas a lo largo del viaje, mientras que Viola continuaba aletargada y sin ánimo.

Un día, en la calle, Héctor se encontró con un antiguo paciente, amigo de mon-sieur Pacotet, al que había curado de una ictericia. El hombre, que aún se sentía agradecido de Héctor, le regaló unas entradas para asistir al Teatro la Opera de París. De Francia, viajaron más tarde a Bélgica, y en Bruselas quisieron ir nueva-mente al teatro, pero esta vez a un recital de Paul Valéry.

El día del recital, Héctor y Viola partieron con todo su equipaje adentro del auto, pues no tendrían tiempo para volver a retirarlo. De Bruselas debían llegar a Am-beres, en donde se embarcarían de regreso a Chile. Si bien ambos salieron fas-cinados después de haber oído recitar a Valéry, casi quedaron paralizados de la

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impresión al comprobar que las puertas del auto estaban forzadas. Pero curiosa-mente no notaban que faltara nada; allí seguían las maletas, los paraguas y unos pocos regalos. De pronto, Héctor se llevó las manos a la cabeza:

- Las cajas, las cajas... No están.

En efecto, antes de salir de París, Héctor pasó por el Instituto Luis Pasteur a reti-rar unos cultivos de bacílo de Koch que el Instítuto Sanítas había comprado para producir en Chile la vacuna contra la tuberculosis. Y eso era precisamente lo que faltaba.

Aterrado ante la posibilidad de que los cultivos cayeran en manos de algún fanáti-co de aquel tiempo delirante de la preguerra, Héctor partió a notificar a la policía. Allí cundió el pánico entre los oficiales.

- ¡Cómo se le ocurre portar en su auto material de esa naturaleza! -le reprochaban con furia.

- Viola -dijo Héctor al oído de su mujer que no entendía nada-, tenemos que salir de acá o vamos a perder el barco.

Al día siguiente la noticia apareció en todos los diarios. «Médico chileno mezcla-do en guerra bacteriológica». Afortunadamente, un par de horas después ambos se sintieron a salvo a bordo del barco.

Así y todo, les faltaba aún vivir una dura prueba lejos del hogar. Mientras el tran-satlántico se mecía sobre aguas tranquilas, en Chile toda la tierra era sacudida por uno de los terremotos más fuertes que ha conocido el país, el que pasó a la pos-teridad con el nombre de terremoto de Chillán. En los diarios extranjeros se es-cribía sobre el tremendo cataclismo que había causado miles de muertos y botado ciudades enteras. Loncoche, Chillán, Concepción..., Héctor se sintió desesperado y preguntó al capitán del barco si había alguna forma de saber de la familia.

Esa noche, Viola, a punto de conciliar el sueño, creyó escuchar el llanto de Tito, su segundo hijo. Era un llanto terrible y desconsolado.

- Mi pobre hijo se ha quedado solo en el mundo -decía afligida Viola, mientras Tito seguía sentado sobre su litera, absolutamente desesperado. Según sus cálcu-los, por esas fechas, una de sus cuñadas se llevaría a los niños a pasar unos días en Talcahuano. Tenía motivos para dejar que negros presentimientos la angustiaran.

Sin embargo, antes del amanecer, el capitán del barco golpeó la puerta de su recá-mara con buenas noticias. A través de un radiograma había logrado comunicación con la familia. Raúl Croxatto enviaba saludos y aseguraba que nada había pasado; todos los niños seguían en Santiago en perfectas condiciones.

Al fin, un mes después, Héctor y Viola llegaron al Hotel Portillo en donde se pro-dujo el esperado encuentro.

IX

Si bien la recepción familiar fue emocionante y feliz, en Sanitas, Héctor se encon-

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tró con un ambiente muy pesimista. Tras el triunfo de Aguirre Cerda, todo parecía indicar que el arriesgado camino que el Instituto había seguido, el de la industria de la química orgánica, los llevaría al precipicio.

Llevaba apenas un par de semanas de regreso en Chile, cuando tuvo la fortuna de leer una noticia que había aparecido en la revista Time. Se trataba de un artículo de menos de un cuarto de página, que hablaba del DDT y de su poder insecticida. Aunque no se podía importar, porque era una sustancia estratégica en aquellos tiempos de guerra, Arnaldo Croxatto, que era un químico talentoso, propuso sin-tetizar el DDT aquí en Chile.

En Sanitas apoyaron el proyecto con entusiasmo y con fe en los resultados.

Corriendo contra el tiempo, lograron destilar benzol, de residuos facilitados por la Compañía de Gas. El cloro, que era escasísimo, fue conseguido a través de Cruz Coke en la Papelera, donde era usado como blanqueador.

Después de jornadas increíbles de mezclar y probar, batir y moler, lograron unos cristales blanquísimos y finos como agujas, y decidieron poner a prueba su poder insecticida con las moscas que plagaban los viveros del segundo piso.

Héctor y Raúl pulverizaron los cristales y cerraron la puerta rápidamente. A los dos minutos volvieron a entrar y comprobaron que las moscas caían en picada al suelo, incapaces de volver a levantarse. Ante los gritos de alegría de los dos hermanos, todo el personal de Sanitas subió a ver qué ocurría. La noticia conmo-cionó a los directores del Instituto, que con razón intuyeron que sus problemas económicos estaban a punto de desaparecer.

Puesto en marcha el proyecto, Arnaldo construyó un equipo piloto, forrado en plomo por dentro para evitar los estragos del cloro. La idea era fabricar el insec-ticida en cantidades industriales para lanzarlo al mercado con gran publicidad. Superada una cantidad de innumerables problemas -hasta hubo una explosión de por medio que dejó a Héctor con las orejas quemadas y con el delantal, el traje, la ropa interior, e incluso los zapatos perforados- el producto estuvo listo para ser bautizado.

Durante una reunión en que se discutía el nombre para el futuro insecticida, Héc-tor propuso:

- Pongámosle Tanax.

- ¡Qué nombre más raro! ¿Por qué se le ocurrió eso, Héctor?- preguntó el doctor Italo Alessandrini, quien era director de Sanitas entonces.

- Bueno, yo he oído que las palabras con vocal repetida en sus sílabas se graban en la memoria con más facilidad... además Tanax tiene el mismo inicio de la palabra «tanatos», que en griego significa «muerte», y bueno, la equis final es, ya sabe usted, la cruz de la bandera negra en los barcos piratas...

- ¡Genial! ¡Genial idea!

Aunque en Chile, el Tanax fue todo un éxito, no corrió la misma suerte en Ar-

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gentina. Allá el Instítuto Sanitas había instalado una filial y Raúl Croxatto envió la fórmula del nuevo insecticida. Pero el químico a cargo de la producción, un alemán formado en la casa Bayer, decidió hacer algunas modificaciones como eliminar la parafina de la mezcla.

En Buenos Aires se preparó el lanzamiento de este producto mágico, que asegura-ba eliminar moscas y hormigas y dejar hasta a la baratas patas arriba, con mucha teatralidad. Y fue también con teatralidad que los argentinos se rieron del chasco del Tanax: no hubo comedia en que los actores no se burlaran del producto que, gracias a la intervención del químico, jamás botó ni a un zancudo al suelo.

REFLEXION

«Para mí, la verdad científica es una verdad provisional. El mismo avance de la ciencia ha demostrado que ideas que habían sido validadas, luego fueron des-cartadas. La teoría de Newton que tanta influencia ejerció en el mundo, hoy no constituye una verdad absoluta. Todo lo que la ciencia sostiene, por lo tanto, tie-ne un carácter conjetural. Entonces yo afirmo con convencimiento que la ciencia llega más segura a la verdad de la mano de la filosofía. Hay un campo de verdad, una parcela del saber, que está vedado para la ciencia: la del sentido de la exis-tencia del hombre y su destino. Uno puede investigar sobre procesos cada vez más complejos, procesos que el ojo humano jamás ha visto porque son propios de la microbiología, sin embargo, inevitablemente llega el momento en que se pregunta: ¿Por qué? ¿Para qué? Me temo, a pesar de esto, que a los científicos actuales les queda muy poco tiempo para la formación filosófica. La presión por ganar fondos para sus proyectos, la presión por publicar trabajos que los validen ante el mundo científico y sus competidores, los vuelven verdaderas máquinas en búsqueda de nuevos datos y eso termina reduciendo para ellos el valor del con-cepto «verdad», que se transforma en algo simplemente verificable, pero jamás en aquella huella de belleza de la que, por un don divino, los hombres podemos participar».

En conversaciones con la autora, agosto de 1993.

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Q U I N T O C A P I T U L O

Los péptidos vasoactivos

I

Pocos tienen la fortuna de identificar el momento más trascendente de su vida.

Sin embargo, Héctor Croxatto se reconocería como uno de esos contados con los dedos de las manos al evocar, una y otra vez, el instante de 1941 en que Cruz Coke le mostró la publicación del experimento de Goldblatt, un investigador de Cleveland, Estados Unidos.

Venía exultante, más entusiasmado que de costumbre, y eso que el entusiasmo era su estado de ánimo habitual.

- Héctor, escuche esto. Es increíble, pero Goldblatt ha descubierto que colocando una pinza en la arteria renal de un perro, le sobreviene una hipertensión.

- ¡No me diga! -respondió Héctor, a quien el tema del riñón lo asombraba desde que las investigaciones en el Instituto de Educación Física confirmaban los gran-des cambios que sufría este órgano durante el ejercicio.

- Pero, explíqueme, profesor: ¿este hombre ha descrito el cuadro completo?

- Por supuesto..., se trata de un patólogo. Aquí señala las lesiones a las corona-rias, al mismo riñón..., la arteriosclerosis... -enumeró Cruz Coke mientras releía velozmente la publicación-. Y mire usted, demuestra cómo la hipertensión en el perro es similar a la humana.

- Bueno, pero ¿cuál sería la causa hipertensiva?

- Goldblatt aparentemente está demostrando que el riñón produce una sustancia prohipertensiva. Es una sustancia vasoconstrictora. Pero, ¿qué es esta sustancia? No se sabe.

- ... podría tener que ver con la falta parcial de oxígeno -aventuró Héctor.

A partir de ese día siguió con vivo interés los avances en el tema. La experiencia de Goldblatt fue continuada por un grupo de científicos norteamericanos dirigi-dos por Irving Page, y también por otro equipo de argentinos -Braun-Menéndez, Fasciolo, Leloir, Taquini- a cuya cabeza figuraba Houssay. Casi simultáneamente, estos equipos de trabajo demostraron que la renina, una sustancia de origen re-nal, descrita por científicos finlandeses a fines del siglo pasado, en contacto con una proteína plasmática, engendraba otro principio de gran poder vasoconstrictor. Irving Page lo bautizó con el nombre de angíotonina, y Houssay lo llamó hiper-

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tensina. Cuando ambos investigadores -para su gran sorpresa o decepción- se die-ron cuenta de que angiotonina e hipertensina eran una sola sustancia, acordaron salomónicamente llamarla angiotensina. Coincidieron también en confirmar que se trataba de un péptido, es decir, una cadena de aminoácidos.

Un día, durante la cena, Héctor le dijo a su hermano Raúl:

-Oye, la sustancia que entrega el riñón tiene que ser una enzima. Así como en el estómago tenemos pepsina, que actúa sobre las proteínas de los alimentos y las transforma en péptidos, en el riñón existiría la «renina», que influye en forma se-mejante sobre las proteínas del plasma, y forma otros, ¡quizás cuántos! péptidos activos.

- Probablemente -contestó Raúl-, y si la renina fuera una enzima proteolítica, po-dría ser posible que otras enzimas, como la misma pepsina, por ejemplo, pudieran engendrar procesos semejantes en contacto con la sangre... ¿te imaginas? Las proteínas circulantes podrían ser fuente de péptidos en actividad biológica.

Estaban sentados frente a frente en la mesa. Viola, en silencio, contemplaba la escena. Los tres niños, a pesar de estar acostumbrados a los diálogos serios entre su padre y el tío Raúl, esta vez también se quedaron callados; miraron las caras de ambos hombres grandes, que permanecían tensas, con los ojos muy abiertos, como si acabaran de ver algo.

- Sería realmente revolucionario demostrar que la sangre es más que una simple transportadora de sustancias...

- Suena como una herejía...

- Probemos -dijo Raúl.

- Mañana -agregó Héctor, que ahora de pie, comenzó a pasearse por la sala.

II

En el laboratorio de la Universidad Católica, la única alternativa fue trabajar con ranas. Era lo más barato. Pero a los dos hermanos les bastó para demostrar la hipótesis aventurada en aquella memorable sobremesa. Utilizando pepsina purifi-cada, Héctor y Raúl lograron producir por hidrólisis de globulinas del plasma una sustancia que, desde todos los puntos de vista, se comportaba igual que la angio-tensina. Producía, como ésta, un efecto vasoconstrictor potentísimo. La llamaron pepsitensina.

- Obtenemos pepsina, tomamos plasma, los juntamos e incubamos a 37 grados, y a los pocos minutos aparece esta sustancia -explicaba Héctor a Cruz Coke, que no salía de su asombro.

-Héctor, Héctor -repetía el maestro-, el sueño que vislumbré por años se hace realidad frente a mí. En Chile se puede hacer investigación original, novedosa... Ustedes, mis discípulos, ya me han dado la prueba.

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- Mire... -continuaba Héctor, sordo a las alabanzas de Cruz Coke, y absolutamen-te imbuido en el experimento-, nosotros decapitamos la rana, tomamos su tren posterior, colocamos una cánula por la aorta, y perfundimos la pata..., si hacemos pasar la pepsina sola, no pasa nada. Plasma solo, nada. Pero sume pepsina más plasma, ahí está, ¡ahí está!: la sustancia vasoconstrictora.

Al descubrimiento de la pepsitensina, siguió el de la pepsanurina. El hallazgo pareció a muchos una verdadera bufonada, puesto que en esa época se creía que los cuerpos activos se originaban sólo en los órganos, y la sangre era una simple transportadora, jamás generadora de ellos.

-¡Esto es fantástico! -se repetía Héctor por aquellos días. -¡Esto es fantástico, Viola!, le decía a su esposa por la noche. Ella intentaba entender, de hecho en-tendía bastante, pero a la vez se admiraba de que la ciencia lo enloqueciera tanto: «esta amante tuya, Tito, te absorbe, te roba...», reclamaba Viola.

La publicación de este importante experimento en 1942 en la revista «Nature» trajo como consecuencia que otros laboratorios extranjeros verificaran los nuevos datos. Su demostración fue resistida al principio; en el celoso medio científico se decía que la pepsina y la pepsanurina existían sólo en el laboratorio y que mien-tras no se demostrara que también estaba presente en el organismo humano, no valía la pena asignarle valor alguno. Sin embargo, el logro de los Croxatto orientó el camino para el descubrimiento de la constitución química de la angiotensina. Años después se descubrió que la pepsitensina era similar a la angiotensina.

III

Los farmacéuticos del mundo tenían con ojos puestos sobre la decena de labora-torios que experimentaban sobre el tema; esperaban pronto contar con un medica-mento que contrarrestara los efectos de la hipertensión arterial.

A partir de ese momento, Héctor supo que había dado con su línea de investiga-ción. Por ese entonces se había descrito un reducido número de otros péptidos vasoactivos y el conocimiento de sus respectivas estructuras estaba pendiente. El gran desafío, y en torno al cual giraría todo el resto de su vida, era purificar algunos de ellos, describirlos y demostrar su papel en los más variados procesos biológicos. Sin embargo, la dura y absurda realidad confirmó a Héctor que la falta de medios en los laboratorios chilenos le impediría seguir avanzando al mismo ritmo de los científicos extranjeros.

Mientras él iba de madrugada cada día al matadero a conseguir sangre de caballo, un grupo de brasileños de la Universidad de Riverao Preto, liderados por Mauri-cio Rocha e Silva, avanzaba aceleradamente en la identificación de otro péptido, que años más tarde, bautizaron con el nombre de bradicinina. Paradójicamente, este brasileño no andaba tras ningún péptido al momento de encontrarlo. Lejos de ello, investigaba en torno a la reacción inflamatoria producida por la mordedura de serpiente y otros insectos del trópico. Al verificar el efecto de la histamina en los procesos de inflamación, luego de incubar veneno de Borotropo Jararaca

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con plasma, encontró que de la unión saliva y plasma aparecía un principio hi-potensivo: era la bradicinina. Rocha e Silva reaccionó y contó con la tecnología para comprobar que en el ser humano esta misma sustancia se forma a partir de la acción de una enzima, la calicreína -descubierta por los alemanes en los años 30 -sobre las proteínas plasmáticas.

Este hallazgo revolucionó el ambiente científico y conmovió al laboratorio de fisiología de la Universidad Católica. En algunos de los cientos de pasos prácti-cos realizados en el último tiempo para dar con la pepsanurina en el organismo animal, se había detectado la presencia de este otro principio hipotensivo descrito por Rocha e Silva. Pero ante la escasez de medios y de gente, Héctor había tenido que optar por continuar con lo suyo, sin detenerse a analizar esto otro.

El descubrimiento de la bradicinina llenó de frustración a algunos de los colabo-radores de Héctor en aquellos días. Esta sensación de haber estado tan cerca del hallazgo, tan próximos al gran descubrimiento, era en extremo acusador de las limitaciones de que adolecían los laboratorios chilenos de entonces. Sin embargo, él parecía feliz e intentaba levantar sus ánimos:

- La identificación de la bradicinina reafirma mi hipótesis. La normalidad de la presión arterial debe estar regida por el equilibrio entre un principio hipertensivo, donde interviene la pepsitensina, y por un principio hipotensivo, donde interviene la bradicinina - les dijo, con esa capacidad suya de asociar resultados y convertir-los en nuevas proposiciones científicas.

Y continuó con el mismo fervor buscando los rastros de los péptidos en el orga-nismo animal. Afortunadamente pronto encontró una alternativa para no tener que dirigirse cada día al matadero en busca de sangre: compró una yegua, a la que llamó hipertensina. Amarrada a un árbol del patio de la Casa Central se dejaba mansamente extraer sangre a cambio de todo el heno y el agua que le dieran.

Sin embargo, y a pesar de este optimismo habitual, Héctor a ratos se ensimismaba en un pensamiento recurrente. Ya había superado los treinta años. Veía el paso del tiempo reflejado en el rostro juvenil de sus propios hijos. Y si en la adolescencia había sentido que la vida es un suspiro, que la epifanía vital existe más bien en la dimensión de los recuerdos, ahora, hombre hecho y derecho, sufría.

- Deberíamos tener tres vidas, Viola... Tres vidas.

Y cada vez con más dificultad, por las noches intentaba «bajar la cortina del ne-gocio», como lo hacía su padre en Temuco para estar con la familia. Sentía que llevaba mil ideas y posibilidades en la cabeza, al grado que Viola no se explicaba cómo su marido lograba conciliar el sueño.

- Mi marido es un hombre de inteligencia excepcional -decía ella, con una admi-ración que, a medida que pasaban los años, se mezclaba con esa sorpresa que no dejan de causar los prodigios evidentes.

En el día, las jornadas de Héctor continuaban, lo mismo que durante toda la déca-da pasada, con su apretado horario: del laboratorio de la Universidad Católica al Instituto de Educación Física, de ahí a Sanitas, de Sanitas nuevamente a la Cató-

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lica. Sin despreciar nuevas fuentes de ingreso para su familia, jamás pudo en ese tiempo quedarse todo un día en el mismo laboratorio.

Pero aquello le cobró su precio en la vida: por esos años solicitó una beca a la Fundación Rockefeller y al serie negada, un representante crudamente le explicó que la causa era su contrato en Sanitas.

- ¡Pero si yo tengo tres hijos..., debo darle una vida digna a mi mujer! -explicó Héctor, lleno de amargura. -No puedo pedir ayuda a mi padre..., no he recibido herencias de nadie. ¿Quién se hará cargo de la educación de mis niños? ¿Qué ve-jez tendrá mi esposa?

Sus argumentos cayeron en el vacío. Igual se le negó la beca, y como si esa nota frustrante no bastara, en el ambiente comenzó a plantearse una inusual compa-ración con Joaquín Luco. En efecto, cuando éste último regresó de Harvard, en donde fue discípulo del doctor W. Cannon, director de uno de los más prestigiosos laboratorios del mundo, se abocó a la creación de un laboratorio de neurofisiolo-gía, y se transformó en el primer académico de la Universidad Católica con dedi-cación exclusiva. Por ese entonces, los demás médicos mantenían sus consultas o trabajos profesionales, y entregaban sólo algunas horas del día a la investigación. Con un espíritu altamente innovador, Joaquín Luco «profesó» como científico y sacrificó toda satisfacción económica. Como recompensa pronto se ganó la fiel admiración de los alumnos. El propio Héctor se maravillaba ante las clases de Joaco, que le parecían verdaderas fiestas del espíritu, con resplandores de belleza. Pero su caso era distinto. Sentía la presión económica como un aguijón sobre la espalda, y también una suerte de desconfianza de los precarios medios de aque-llos laboratorios universitarios. Sin la ayuda de Sanitas -se decía-, muchos de los experimentos que realizaba no podrían hacerse.

Por aquellos años, tampoco existía la condición de profesor contratado a jornada completa, y las largas horas de laboratorio no eran consideradas en los sueldos. Esto parecían no comprenderlo algunos ortodoxos, que miraban con suspicacia el trabajo de Héctor fuera de la universidad... Los años vinieron a hacerles entender el asunto: cuántos no debieron abdicar de sus intentos de monogamia intelectual, sobre todo en la década del 70, cuando un investigador contratado a jornada com-pleta ganaba un sueldo equivalente a treinta dólares. La empresa privada engrosó en aquel tiempo sus equipos científicos con estos paupérrimos jefes de familia, que protagonizaron una fuga en masa de las empobrecidas universidades chile-nas.

IV

Pero más tarde de lo que hubiera deseado, y mucho antes de lo esperado, alguien golpeó su puerta. Y en 1945, con una beca que incluía los pasajes y 120 dólares mensuales, Héctor partió a los Estados Unidos. Sin ninguna dirección donde ate-rrizar, llevaba en las manos un frasco con varios litros de plasma de buey del que confiaba obtener y purificar las ansiadas cadenas de aminoácidos.

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En Santiago había quedado Viola, esperando reunirse con él en tres meses.Dedi-cada a los hijos durante las tardes, por las noches -desde el mismo día de la par-tida de Héctor- sentía que a sus huesos les faltaba algo. Permanecía algún rato en el escritorio donde habitualmente lo acompañaba mientras preparaba las clases de la jornada siguiente, y luego, sin poder resistir el silencio de aquella sala llena de libros, de papeles, de artículos por revisar, subía pesadamente las escaleras. En su dormitorio, al abrir el ropero, el olor de los trajes de Tito parecía golpearla en la cara como una prueba de su ausencia. Si nunca antes había reconocido el aroma de su ropa ni de su cara sobre la almohada... ¿Por qué ahora?

-Me siento como un animal herido -repetía Viola a sus amigas más cercanas. La separación era algo desconocido para ella.

Cuando comenzaron a llegarle las primeras noticias de Héctor, este dolor senti-mental se transformó en alarma. En efecto, él había decidido partir a los Estados Unidos sin tener claro a dónde iba a trabajar. Si ganó aquella beca, fue por la fe que mantenía en su proyecto de purificar los péptidos del plasma, pero no por-que algún nombre destacado del mundo de las ciencias apadrinara su propósito. De hecho, él sólo había mantenido correspondencia feliz con un científico de apellido Du Vigneau, a quien, por deducciones obvias, consideraba francés. En ese idioma le había escrito luego de que el propio Du Vigneau le enviara algunos comentarios acerca de una publicación. Héctor postulaba que la vasopresina, una hormona, tendría aginina o licina, mientras que la ocitocina, otra hormona de la hipófisis, no. Du Vigneau le confirmó esto, y le aseguró que él mismo ya lo había investigado antes. Aunque la carta contenía un mensaje claro de paternidad inte-lectual, Tito se sintió esperanzado, porque creyó que aquel científico, vanidades aparte, podría interesarse en su proyecto de purificar los péptidos y demostrar su presencia en el organismo.

Así, sólo con esta carta en el bolsillo de la chaqueta y el frasco con plasma con-centrado de buey, producto de largas tardes de trabajo en Sanitas, Héctor llegó a golpear la puerta del científico en el Instituto de Nueva York.

- Ah, sí..., usted..., la carta -a Du Vigneau le costó entender quién era Héctor Croxatto, cuando lo tuvo enfrente suyo. Sobre todo porque no hablaba francés como éste había creído.

Cuando Héctor le manifestó su deseo de quedarse por seis meses para trabajar en su laboratorio, con el fin de purificar algún péptido vasoactivo, él simplemente lo condujo hasta la habitación adyacente. Allí le mostró un pollo embalsamado.

- Lo mantenemos como un recuerdo de aquel día glorioso en que logramos puri-ficar una hormona del pollo -explicó.

Héctor permaneció en silencio mirando el pájaro tieso en una vitrina.

- Bueno, lo felicito nuevamente... lo felicito, pero quisiera trabajar en su labora-torio...

- No, no podrá ser -dijo enérgico Du Vigneau-. Todo mi equipo y yo nos empeña-mos en demostrar la estructura de la vasopresina... y estamos muy próximos, muy

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próximos a lograrlo. Una distracción en este momento, como volver a experimen-tar con animales, sería un grave error.

Du Vigneau tenía razón. De hecho, algunos años después obtuvo el Premio Nobel de Ciencias por los sorprendentes resultados de sus investigaciones.

Héctor se sintió mal. Estaba pálido. Su beca, el viaje tan largo..., y nada.

- Si quiere puede incorporarse a nuestro trabajo -invitó Du Vigneau, pero al ver el rostro desanimado de Héctor agregó:

- Mire, la única persona que puede interesarse en productos obtenidos del plasma es el doctor Edwin Cohn. Trabaja en Boston.

- ¡En Boston! -respondió alarmado Héctor..., pero a los pocos instantes, vivamen-te repuesto, se despidió y partió a Boston.

Llegó temprano en la mañana a la Escuela de Medicina de la Universidad de Har-vard. Finalmente dio con los laboratorios del doctor Cohn.

-¿Tiene cita con él? -le preguntó alguien en la puerta.

- No.

- No podrá recibirlo.

- Pero ¡cómo! He venido de tan lejos. Chile, Sudamérica..., ¿sabe usted dónde queda eso? Lejos, lejísimo.

Ante su expresión de desaliento, el hombre lo dejó esperando ante una posible entrevista.

Pasaron casi quince minutos. Héctor se había enterado en Nueva York de que Cohn era un famoso bioquímico, que durante la segunda guerra mundial logró la purificación de las proteínas del plasma. Bajo gran secreto, y encomendado espe-cialmente por la Universidad de Harvard, reducía parte del plasma a polvo estéril y preparaba así las transfusiones que recibían los soldados en el campo de batalla. En todos los laboratorios de Estados Unidos se comentaba el trabajo de Cohn por su carácter estratégico y ultra reservado, y porque muchos de sus secretos estaban en un libro rojo atesorado en alguna bóveda de la universidad. En pleno año 1945, cuando los soldados volvían en masa a los Estados Unidos, Cohn era una estrella. «Es difícil que lo reciba», le había repetido el hombre al alejarse.

Quince minutos... una eternidad para quien, no obstante, había decidido entregar la vida tras ese minuto de luz, en que creyó ver la causa de la hipertensión.

Al fin Héctor se enfrentó cara a cara con él.

- ¿Qué es esto? -preguntó Cohn, mirando el frasco con el concentrado de pépti-dos.

Al escuchar la explicación de Héctor, reaccionó rotundo:

- No, no, no... - movió la cabeza exasperado. Luego, volvió de golpe a la calma,

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explicó que los experimentos con animales lo asqueaban. No resistía trabajar en el laboratorio con ellos. Y en cuanto a los productos del plasma... no, no, no. Nue-vamente se puso a menear la cabeza frenético.

De pronto, Héctor que sacaba gráficos, mostraba papeles, y hacía esfuerzos por convencerlo de su idea, musitó casi para terminar la entrevista:

- ... y esta sustancia se inactivaría con un extracto de glóbulo rojo. Cohn quedó como suspendido en la mitad del día.

- ¿Cómo? ¿Acaso el glóbulo rojo tiene proteasa? - y se sentó. «Empezó a intere-sarse», pensó Héctor.

En efecto, Cohn había trabajado con el plasma, pero nunca supo qué hacer con los glóbulos rojos. Con Héctor en frente vislumbró una ocasión de aprovecharlos.

- Quizá podríamos separar esta proteasa del glóbulo rojo..., identificar la enzima destructora... - se veía súbitamente entusiasmado.

A Héctor, que no le atraía mucho purificar esa enzima, pues iba tozudo con otra purificación, no le quedó más que aceptar la propuesta de Cohn. ¿De lo contrario, qué? Habría tenido que volver a Chile. Y, por lo demás, una cosa era lo que quisie-ra el doctor Cohn, y otra lo que, a fin de cuentas pudiera hacer él en un laboratorio tan prodigiosamente equipado.

V

Con envidia de muchos profesores becarios, Héctor fue invitado a la mesa de Cohn en la Universidad, desde el primer día. Y si aquello ya era un gran honor, mucho más grande fue el de acceder al famoso libro rojo. No obstante, a Tito, aquellos famosísimos secretos no le interesaban, ya que su asunto era otro.

Por fortuna, allí en Harvard conoció a un bioquímico, Newt Ashworth, quien trabajaba en su tesis. Fue una verdadera salvación para él, ya que Newt hacía experimentos con fracciones del plasma para describirlas en su tesis doctoral. Trabajaba en corazones aislados de perro, y estudiaba las propiedades del múscu-lo cardíaco. Probaba drogas que aumentaban la fuerza contráctil. Tito consiguió que le dejara los corazones al finalizar los experimentos, y así logró -aparte de su labor al purificar las proteasas del glóbulo rojo- demostrar que la pepsitensina tenía efecto inotropo positivo sobre el corazón. En horas robadas al descanso, y aprovechándose de la vista gorda que hacía el personal de la Universidad que le permitía quedarse hasta tarde trabajando, logró publicar un artículo con los avan-ces realizados en sus investigaciones.

Pero en todo ese tiempo Cohn no prestaba atención a los experimentos de Tito. Un día se interesó al escuchar su hipótesis sobre el aumento de la presión arterial. Pero invitado a ver el corazón de perro en acción, se negó:

- No, no, no... , no puedo ver a los animales- le dijo.

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En Santiago, mientras tanto, Viola no salía de su asombro al saber que Héctor no estaba en Nueva York, sino que en Boston. Por las cartas se iba enterando, llena de angustia, de que su marido había bajado once kilos. La beca era pobrísima, apenas ciento veinte dólares mensuales, y la comida norteamericana no le gusta-ba. Recordaba con nostalgia las cenas en el hogar y sólo cuando el doctor Cohn lo invitaba a su casa, recordaba lo que era una buena receta de cocina. «Cohn vive como un aristócrata -le escribía Héctor-, todas las noches se viste de frac para co-mer, y recibe figuras importantísimas en su casa... No te imaginas, Viola, lo pobre que es el hotelito en que estoy y al que tú vas a llegar pronto...»

En efecto, se cumplió la fecha en que Viola tomó el avión rumbo a Estados Uni-dos. Llevaba en la cartera una foto de sus hijos, quienes, en plena edad del pavo, le escribieron la siguiente frase: «Para que recuerdes a estos pobres huerfanitos». Guardó la foto muy cerca de un sobre, donde también llevaba tres meses de sueldo de Tito, adelantado por monseñor Carlos Casanueva.

-Don Carlos, Héctor se está muriendo de hambre -le había asegurado ella al rector, pocos días atrás, cuando fue a solicitarle dinero, previendo que con su presencia en Boston el presupuesto alcanzaría para menos aún.

- ¿Y no podría esperar hasta septiembre? -aventuró monseñor Casanueva, quien tenía graves dificultades para cancelar los sueldos a fin de todos los meses. Un adelanto era un desbarajuste para él.

- Claro que podría esperar -dijo Viola molesta-, siempre que no se muera antes de hambre.

Don Carlos la miró muy serio. Sacó un pañuelo de su vieja sotana -era sabido que iba regalando las nuevas a otros sacerdotes más necesitados y dejándose para sí las usadas-,y luego de sonarse ruidosamente, le dijo:

- Si no es exageración suya...

- ¡No! -ella estaba realmente afligida- ¡Héctor no come, no come...!

El rector accedió: «Alguien deberá esperar por su sueldo este mes., le dijo al en-tregarle el dinero».

Ya en Boston, Viola confirmó que las descripciones de Tito eran opacas. El de-partamento pequeñísimo estaba lleno, repleto, de muebles viejos y desgarbados, con sus tapices grasientos. La cocina, el lugar que más le interesaba a ella, era tan chica que ocupaba sólo un ángulo del lugar; tenía dos puertas, una en cada pared, y cuando alguien entraba, otro debía salir.

Pero a pesar de la estrechez, a los pocos días de llegar Viola, Tito nuevamente comenzó a disfrutar con la comida. Eso sí que varias veces subió el conserje del edificio a rogarle a la señora Croxatto que no usara tantos aliños en la cocina. El olor que salía por la ventana subía a los otros departamentos y molestaba a los vecinos.

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VI

El balance de aquel viaje no había sido bueno para Héctor. A pesar de la publicación, que le valió reconocimiento en el medio científico extranjero, y de la amistad con Neut -quien le envío rigurosamente en las cuarenta y ocho navidades siguientes una tarjeta con el relato pormenorizado de lo acaecido cada año en su vida -, consideró que su es-tancia en Boston no tuvo frutos considerables. Poco y nada había avanzado en su línea de investigación, y se sentía defraudado. Sin embargo, los verdaderos motivos para es-tar abatido llegaron al regresar a Chile, en 1946, cuando aprendió una de las más duras lecciones de la ciencia: lo que hoy se considera una verdad, mañana puede no serlo.

En efecto, comenzó a dudarse que la angiotensina fuera la responsable de la hiperten-sión arterial, porque en la sangre de los hipertensos se encontraban niveles normales de renina.

- ¿Pero por qué, si es la renina quien causa la hipertensión, ésta permanece en niveles iguales o menores en los sujetos hipertensos que en los normales? -se preguntaba Héc-tor.

- Tiene que haber algo más -repetía- , algo más... Podría ser la pepsanurina, la pepsina, otros péptidos...

Comenzó entonces a investigar si el plasma, por sí sólo, podría generar una sustancia vasoconstrictora. Descubrió que al cambiar el nivel de acidez del plasma y reinyectarlo en una rata, se producía hipertensión. Pero no encontraba explicación a este efecto.

Mientras tanto, pasaban días, semanas y años, y sin darse cuenta, iba madurando en él un estilo de vida, una forma de ser que ya no repetía tan sólo el molde de su gran maestro, Cruz Coke. Siempre unido a él por la admiración y la amistad, ahora estaba solo en el laboratorio, más aún desde que su hermano Raúl emprendiera vuelo propio con otra línea de investigación, y el mismo Cruz Coke, luego de ser elegido senador por Santiago por el Partido Conservador, se transformara en candidato a la Presidencia de Chile en 1946.

Con el paso del tiempo, Héctor iba comprendiendo por qué Cruz Coke leía tanta filo-sofía. No era por simple placer intelectual ni por afán de erudición. Es que existía otra gran verdad, que es la que da la fuerza para no abandonar los ideales, que permite per-severar en un proyecto de trabajo, a pesar del tiempo, a pesar de los fracasos, a pesar de las críticas... Sí, porque si bien, en aquellos años cuarenta no existía la presión de la competencia y de las publicaciones que llegó con las décadas siguientes, ya entonces en el escuálido medio científico nacional surgieron algunas opiniones, que años más tarde se transformaron en problemas para Héctor. Una de ellas repetía precisamente lo evidente: ¿cómo podía el doctor Croxatto insistir en trabajar en torno a una sustancia no purificada?

Con tozudez y convicción, el «Prof.», como empezaron a llamarle sus alumnos, redobló el ánimo con que abordaba sus clases. A más experimentos sin resultados positivos en el laboratorio, más elogio a la ciencia con sus grandes logros en las aulas.

Para numerosas generaciones de médicos, muchas de estas clases de Héctor Croxatto se fueron quedando grabadas a fuego en sus memorias. Como aque-

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lla magistral, en que se refirió a los antibióticos como una bala mágica que ata-ca a los microbios, y que sería definitoria en la vida de Jorge Levín, Fernando Monckeberg, Manuel de la Lastra, Vicente Silva, Salvador Vial y muchos otros.

VII

Después del matrimonio de Alice, la hija mayor de los Croxatto Avoni, y cuando Héc-tor y Horacio eran jóvenes estudiantes de medicina, se cumplió uno de los sueños del matrimonio.

- Yo quiero que tú me ayudes -le decía Tito a Viola cuando eran novios. Y ella imagi-naba el día en que, gracias a su dominio del alemán y el inglés, podría trabajar junto a Tito haciendo traducciones.

Sin embargo, mucho antes de que este proyecto se concretara, Viola cumplió, sin faltar ni una vez, con un rito amoroso: alrededor de las seis de la tarde partía en micro hasta la Alameda, Casa Central de la Universidad Católica, y se sentaba en la oficina de Héctor a esperar que terminara sus experimentos de la tarde. Así lo acompañaba un rato -ella sabía que este apoyo era importante para él, aunque él no le dirigiera más que una mi-rada de reojo de vez en cuando-; tejía o bordaba silenciosa, hasta que llegaba la hora de regresar al hogar en el mismo Fiat añoso que habían traído de aquel memorable viaje a Europa.

Un día, Héctor recordó a Viola aquellos planes de novios y le dijo:

- Alice se casó ... es el momento de cumplir lo que soñamos.

Así fue como ella se transformó en la primera secretaria ad-honorem que tuvo el labora-torio de la Escuela de Medicina de la Universidad Católica. Porque, valga la aclaración, aún la Universidad no disponía de secretarias contratadas.

Héctor pasaba a buscarla luego de hacer clases toda la tarde en el Instituto de Educación Física -por la mañana temprano iba al laboratorio de la Universidad Católica a iniciar los experimentos del día y más tarde trabajaba en Sanitas hasta la hora de almuerzo- y llegaban juntos, a las seis, a reunirse con los ayudantes que participaban en los pasos prácticos del laboratorio.

Manuel de la Lastra era un joven médico por aquellos años que cerraban la década de los cuarenta. Había sido alumno de Héctor en 1942 y obtuvo el premio Salvador Pa-lumbo, que le daban al mejor de su promoción y que incluía una oferta de trabajar como ayudante en el laboratorio. Entusiasmado por el propio «Prof.», Manuel de la Lastra se sentía atraído por la investigación científica. Llegar a este lugar, sin embargo, superó sus expectativas. Allí no sólo encontró a Héctor empecinado en sus experimentos, sino a la señora Viola que comenzaba con sus labores de secretaria, y preparaba onces para los ayudantes. Jóvenes hambrientos, luego de un largo día de estudios, sentían revivir el alma luego del té caliente y de la posibilidad de ir al baño, recinto con que no contaban los alumnos en la Escuela de Medicina. Más tarde, las sucesivas reconstrucciones del edificio suplirían aquella vital carencia, y dejaban en el olvido el único W.C de antes, donde, para mayor frustración, sólo había una tina en que las monjas preparaban infu-

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siones de yerbas para los enfermos.

El hecho es que después de recomponerse el cuerpo y el ánimo, estos jóvenes médicos y estudiantes se reunían en torno a don Héctor -como también lo llamaban- y participaban de sus experimentos. Más de alguno, en ese tiempo, echó en falta alguna explicación de lo que estaban haciendo: el «Prof.» parecía obstinado en algo, por la mañana prepa-raba soluciones que les encargaba inyectar a los gatos y daba indicaciones de algunos controles que debían realizar, pero no les quedaba a todos muy claro el motivo de tanto esfuerzo. En todo caso, ellos tampoco averiguaban mucho, porque el diálogo de don Héctor les parecía altamente interesante. Comentaba las últimas bibliografías apare-cidas y, como otrora Cruz Coke, ensanchaba su horizonte cultural citando a poetas y grandes escritores del mundo, les contaba anécdotas de su paso por otros laboratorios y les enfatizaba la importancia de la ciencia.

Viola, entre tanto, escribía a máquina. Con gran clarividencia comenzó a trabajar en el currículum de su marido, que ya se engruesaba a causa de las numerosas publicaciones en revistas chilenas y extranjeras, y memorias dirigidas a los alumnos que habían reali-zado sus tesis de título con él.

En un Congreso en Montevideo

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REFLEXION

«He conocido a través de la literatura, la opinión de muchos científicos y me ha im-presionado el que todos coinciden en expresar que el elemento del espíritu que guía al investigador y lo mantiene con tenacidad en la prosecución de sus experimentos es la capacidad de asombro. Einstein, por ejemplo, escribió: «existe una pasión por la comprensión del mundo, así como existe una pasión por la música. Sin esa pasión no habría matemáticas ni ciencias naturales. El científico persigue en su afán un fasci-nante ideal.» Y agrega que «el que está desprovisto de capacidad de asombro frente al misterio cósmico, quien permanece inconmovido o desconoce el profundo trémolo del alma encantada está igualmente muerto, porque ya tiene sus ojos cerrados a la vida». Goethe, por su parte, dejó entre otros un mensaje: «Lo más alto que un hombre puede alcanzar es el asombro, nada más grande le puede ser dado ni nada más excelso puede ser buscado. Detrás del asombro sólo está el límite».

Es esta capacidad de asombro lo que hace encontrar ese elemento de belleza esencial que trasciende las cosas y los fenómenos. Es el mismo elemento de hermosura, de in-efable armonía, de orden que ofrece la naturaleza y que mientras más la penetramos, más estupefactos nos deja y más nos solaza. En este sentido, toda creación, tan mara-víllosamente perfecta, siempre sobrepasa nuestra imaginación; cada paso que damos resulta ser una nueva demostración del orden fascinante que existe en las cosas, no sólo vivas, sino también inertes. Este requisito esencial del espíritu que se resume en la capacidad de asombro lo poseen en abundacia los artistas, y opera como un motor anímico que mueve la creación artística. Es el lograr satisfacerse con un elemento de belleza que trasciende a la obra misma»

.

« Las Universidades y el Desarrollo»

Clase magistral, pronunciada con motivo de la inauguración del año académico en la Sede del Maule de la Pontificia Universidad Católica, el 29 de abril de 19�2.

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S E X T O C A P I T U L O

Juan Gómez Millas

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-Muéstreme el laboratorio, por favor -solicitó Héctor a la profesora que lo recibió en el Pedagógico de la Universidad de Chile.

Por petición expresa de Juan Gómez Millas, decano de la Facultad de Educación había renunciado a sus clases con los estudiantes de Educación Fí-sica para asumir la dirección del Instituto de Ciencias Naturales y Matemáticas. Fue una despedida sin lágrimas, pero tremendamente emotiva, porque los acadé-micos de ahora -quienes lo reemplazarían en la cátedra de Fisiología-, eran sus alumnos de entonces, cuando la disección de un gato trastornó el ambiente.

- ¿Laboratorio? -le respondió ella, entre sorprendida e irónica-. Yo le voy a mos-trar dónde están las cosas...

Y lo condujo por un largo pasillo hasta una habitación donde sólo había un arma-rio. Y dentro de éste, un microscopio, una pinza y una tijera. Eso era todo.

- ¿Cómo? -preguntó Héctor incrédulo-, ¡pero si por este Pedagógico han pasado miles de profesores de biología... hasta Lipschütz! ¿Qué hacen ustedes en sus clases?

-Hacemos disecciones en conejos, en ratas.

-¿Y experimentos?

-No, eso no.

Partió a hablar con Gómez Millas.

- Estos alumnos no saben lo que es la vida -le dijo-, ¿cómo pueden aprender si no realizan pasos prácticos? Descubren lo que son los mamíferos y los peces por en-ciclopedia, y lo que son las reacciones del cuerpo por catálogo... ¡No puede ser!

- ¿Qué propone usted? -averiguó Juan Gómez Millas.

La respuesta fue tajante:

-Formar un laboratorio.

-¿Y cuánto costaría eso...? -Héctor había escuchado tantas veces esa pregunta que sabía cómo eludirla, camuflar cifras y prometer colaboraciones de las empresas.

Pronto, en la gran calle Macul, donde funcionaba el Pedagógico, los alumnos

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notaron movimiento de tablas. Primero se habilitó el laboratorio de Fisiología y pronto el de Botánica. Por último se instaló uno de Bioquímica.

- ¿Me vas a creer, Viola, que el profesor de este ramo no se ha dado por entera-do de que estamos construyendo un laboratorio para él? -contaba a su mujer por la noche. - Es como si esto, en vez de un beneficio, fuera una agresión hacia su persona...

Claro que esa reacción de desgano y desconfianza no sorprendía ya tanto a Héc-tor.

No era la primera vez en la vida que se encontraba con la resistencia de sus pares a la hora de innovar en las metodologías de enseñanzas. «Con razón alguien dijo que es más fácil mover un cementerio que reformar la educación», diría años más tarde el doctor Croxatto.

Sin embargo, la verdadera experiencia trágica con sus colegas la vino a sufrir un par de años más tarde, cuando la escuela de Veterinaria le pidió su colaboración para la clase de Fisiología. Allí el problema no era tan sólo la falta de laboratorio, sino la inexistencia de viveros.

- ¿Formar veterinarios sin experimentar en clases con seres vivientes? ¡No, no puede ser! -aclaró Héctor.

Pero ante la imposibilidad de formar un vivero, que implicaba no sólo proveerse de animales, sino también de personal especializado en cuidarlos y asear el lugar, propuso al decano realizar los pasos prácticos en la Universidad Católica. Joaquín Luco estaba allí dedicado ciento por ciento a la investigación y aceptó gustoso la tarea de compartir con Héctor esta cátedra. ¿Podrían estos dos científicos, ensimismados en sus experimentos, prever el desastre que pronto iba a caerles encima? No. Estaban demasiado absortos en sus temas, ajenos a la cosa adminis-trativa, intentando explicar, por ejemplo, la causa de la cloquera de las gallinas. Y mientras ellos describían todo el proceso hormonal involucrado en este conocido, pero incomprendido fenómeno avícola, y trasladaba gallinas y alumnos de aquí para allá, en la escuela de Veterinaria se escribía otro capítulo en la historia de las interminables rencillas académicas.

Un día le llegó a Tito una citación de parte del director de la escuela de Veteri-naria. Confiado en que se trataba de una reunión más, acudió tranquilo e incluso conversó amistosamente en la puerta con sus colegas, respecto de sus últimos experimentos. El fervor con que hablaba de los logros junto a sus alumnos le im-pidio notar la suspicacia de los comentarios que se le hacían.

Una vez dentro de la sala de reuniones, un académico pidió la palabra:

- Hemos citado a todo el cuerpo docente -advirtió con voz profunda y solemne- para sacar a la luz una confabulación que pretende desacreditar a la Universidad de Chile, impulsada por Croxatto. En un hecho incalificable, nuestros alumnos son llevados a la Universidad Católica, donde son víctimas de una maniobra po-lítica con intención clara.

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Héctor no daba crédito a lo que oía. Se sentía realmente descompuesto, pero no alcanzó a defenderse cuando otro profesor volvió sobre aquella «catilina».

-Esta práctica demagógica, proselitista, seguramente ideada por el cura Casanue-va, debe interrumpirse...

Al fin Héctor pudo hablar... ¡Jamás se le había ocurrido hacer algo que pudiera desacreditar a la Universidad de Chile; él respondía a la confianza depositada por Gómez Millas, y por lo demás, llevaba muchos años en esa casa de estudios. En cuanto a exponer el buen nombre de don Carlos Casanueva, le parecía un insul-to!

Pero la acusación era brutal y no hubo defensa posible. El decano estaba de viaje, y pasaron varios días antes de que éste regresara. Nuevamente citado a reunión, Héctor supo que de veintiún profesores, sólo uno había votado a favor suyo. Se le ordenaba dejar de llevar a los alumnos a la Católica, y más por la acusación que por la condición, Héctor renunció.

Escribió una carta al rector de entonces, Juvenal Hernández, pero no encontró respuesta. Y al quejarse ante Eduardo Cruz Coke, que aún era profesor activo de la Universidad de Chile, se le escapó la frase que tenía atragantada en la garganta desde que empezó el asunto:

- Ha sido una grave arbitrariedad. Es una agresión injusta e irreparable...

II

Alejado del Instituto de Educación Física y también de Sanitas, el laboratorio de Fisiología de la Universidad Católica, poco a poco, se transformó en su verdade-ro y definitivo lugar de trabajo. Y aquella década del cincuenta fue la gozosa, la del noviazgo con ese lugarcito en medio del patio de la Casa Central, donde con persistencia y sin pausas indagaba acerca de otras explicaciones para el alza de la presión arterial.

A esas alturas había quedado descartado el determinismo, aunque no la participa-ción, de la angiotensina.

Mientras tanto, en el mundo científico internacional, la veta de investigación abierta por Golblatt era ampliamente trabajada y los descubrimientos de Skeggs, en 1954, Elliot y Peart, en 1956, Schwyzer y Bumpus, en 1957, remecían cada vez el laboratorio del «Prof.». Allí, además de los tesistas y ayudantes, comenzaba a constituirse un equipo de trabajo prolífico y unido en torno a la figura parternal de Héctor. Primero llegaron Livio Barnafi, Ramón Rosas y el propio Horacio Croxatto Avoni. Luego, Juan Roblero, Renato Albertini, Jenny Corthon, Marilú San Martín.

Ellos no eran simples espectadores de este proceso de sucesivos hallazgos. La fir-ma de Croxatto y colaboradores aparecía año a año en las más prestigiosas revistas científicas del mundo, y su nombre figuraba ya entre los expositores infaltables

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en los congresos acerca del tema. Tanto, que al final de la década, sus colegas de Norteamerica, Brasil y Argentina lo recibían con un cariñoso y habitual saludo:

- ¡Oh!, qué gusto, ha llegado «the peptid man».

Y Héctor se regocijaba, con inocencia y mucho orgullo, pues sí, ésa era su línea, y no descansaría hasta llegar al final.

¿Pepsitensina? ¿Pepsanurina? ¿Otros polipétidos? El desafío era apasionante... Y le brindaba a su vida una nota de intensidad que se le notaba en el ritmo del andar, en sus conversaciones de sobremesa, en el interés con que abría los sobres con la correspondencia del extranjero. Sólo esa sombra fatal, la misma que viera en el andén aquella vez, en el rostro de su padre, lo llenaba de ansiedad y también de pánico: el paso del tiempo era ineludible; y la muerte, tenía su fecha desconocida, pero no por eso menos segura. A su alrededor veía envejecer y morir a quienes habían sido sus grandes compañeros en la aventura de la ciencia y la Universi-dad. Monseñor Carlos Casanueva, por ejemplo, tras una repentina trombosis el 3 de agosto de 1954, había quedado semiparalítico y sin plena lucidez. Héctor lo visitaba regularmente en el hospital de la Católica, donde era cuidado por las monjas enfermeras. Se sentaba a su lado y observaba cómo sus ojos se fijaban en la capilla interior que se veía desde el dormitorio.

¿Por qué vivir, por qué morir?, se preguntaba nuevamente en esos momentos, al sentir en su alma el dolor de aquel santo cura, quien se humilló en vida, al extre-mo de rechazar el nombramiento de obispo y decir «soy muy feo para andar de morado». Si el ejemplo en vida de don Carlos influyó en Héctor, mucho más pudo la aceptación con que lo vio sufrir tres años enteros, hasta morir en 1957. Para entonces, Héctor Croxatto se reconocía como un hombre con fe.

III

De sus trabajos más importantes de los años cincuenta luego recordaría el reali-zado en 1954, donde demostraba que la renina o algo íntimamemnte ligado a ella, tenía intensa acción sobre la excreción urinaria de sodio y de agua.

- Mis colaboradores y yo podemos decir - afirmó Héctor en un congreso en Bue-nos Aires-, que no existe hasta ahora una substancia de origen animal que pueda inducir, al menos en la rata, tan abundante descarga de sodio.

En 1957, el mismo en que murió monseñor Casanueva y cuando él tenía 50 años de edad, llamó la atención sobre el hecho de que la ingestión exagerada de sodio, asociada a la reducción del parénquima renal y asociada a la administración de al-tas dosis de Cortexona, no sólo conducen a la hipertensión, sino que a la extinción y desaparición paulatina de la renina del riñón. Novedad a mediados del siglo XX, ¿quién dudaría a los pocos años que el alto consumo de sal perjudica gravemente la salud en aquel sentido?

También en 1957 retomó el estudio de la pepsitensina, sustancia con que había iniciado sus investigaciones en la década anterior. Pero esta vez, ya no debía

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convencer a nadie de que la sangre era fuente en potencia de péptidos activos. Afirmó directamente que esta pepsitensina, por doble digestión del hipertensinó-geno con esa enzima, puede separarse en otras fracciones peptídicas con intensas propiedades antidiuréticas como es la pepsinurina. Obviamente, después de la publicación de ese trabajo, los ojos de todos los farmacólogos se volcaron sobre sus experimentos. Para entonces, Héctor contaba en su laboratorio con la valiosa presencia de un joven químico húngaro, refugiado de la segunda guerra mundial, que pronto fue catalogado en el ambiente como un científico brillante y de gran imaginación. Livio Barnafi se había formado profesionalmente en Hungría, pero debía su especial habilidad en la aplicación de modernas técnicas, a su permanen-cia en Berkeley, California. Allí trabajó con Chao Lí, destacado hombre de cien-cias, varias veces postulado al Premio Nobel por sus descubrimientos en torno a las hormonas peptídicas.

Si bien, Héctor publicó importantes trabajos junto a Livio Barnafi, fue otro cola-borador, el doctor Ramón Rosas, quien despertó en él la esperanza de un sucesor. Había sido alumno suyo en la Escuela de Medicina de la Universidad Católica, y aparte de sus cualidades intelectuales, Héctor desarrolló hacia él una suerte de identificación. Quizás se vio reflejado a sí mismo, unos años atrás, en este joven provinciano que había llegado desde La Unión a Santiago para ser médico. Quizás advirtió su agudeza y capacidad organizativa, y creyó que, como antes Cruz Coke lo hiciera con Jorge Mardones, Joaquín Luco y tantos otros discípulos, él podría descansar finalmente en una nueva generación, de la que «Ramoncito» -como le llamaba con afecto la señora Viola-, sería la cabeza. Pero a pesar de su planes, Ramón Rosas años más tarde abandonaría el laboratorio, para fundar junto a Li-vio Barnafi y Manuel de la Lastra un importante centro privado de diagnósticos y análisis clínicos. Todos ellos eran padres de familias numerosas, y se vieron sin alternativa frente a los bajos sueldos.

IV

La semblanza de Santiago cambió en los albores de los años sesenta. Aún sin smog, pero con un éxodo de sus habitantes desde el centro hacia los pies del cerro San Cristóbal, las antiguas residencias de fachada continua fueron siendo de a poco ocupadas por academias y pensionados. Entre las callecitas que desemboca-ban a la Alameda por el lado sur, en Dieciocho 237, se había instalado también el Pedagógico de la Universidad Católica, que era para entonces uno de los lugares de más movimiento juvenil.

De allí egresó en 1956 Juan Roblero, quien se unió al equipo de Héctor Croxatto, primero como tesista y luego como profesor de Fisiología en la Escuela de Me-dicina.

Hasta entonces, la investigación en aquel laboratorio era realizada exclusiva-mente por médicos. Y aunque su llegada no desconcertó a nadie, pues ingresó también al programa de doctorado, cuando al grupo se unieron más licenciados del Pedagógico, se creó una extraña, aunque innegable situación de castas. Los

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médicos se sintieron pasados a llevar y los «pedagogos», mirados en menos. El doctor De la Lastra recordaría años más tarde cómo, ridículamente, un médi-co no saludaba a un pedagogo al cruzarse con éste en un pasillo, y que -como norma- entre unos y otros se trataban de usted, costumbre que ni siquiera el paso de los años logró corregir, aún cuando las diferencias se borraron.

En medio de ese ambiente tenso y nada acogedor, y considerando que otros cho-ques de fuerzas se sucedían en la Casa Central, porque todos los laboratorios exis-tentes allí competían por el reconocimiento, un nuevo péptido apareció sorpresi-vamente entre los experimentos de Héctor. Y como un hijo que ya no se espera, pero que llena de alegría a la familia, vino a unir a todo el equipo festivamente.

Fue en 195�, cuando los tesistas constataron que al cambiar el nivel de acidez del plasma sanguíneo, mantenerlo a 37º, y reinyectarlo nuevamente al torrente san-guíneo de la rata, se producía hipertensión. No era producto de la angiotensina, sino de un polipéptido que parecía no identificarse con los hasta ese momento descritos, aunque ofrecía cierta semejanza con la bradicinina y la pepsanurina. Le llamaron anefrotensina, para sindicar la no participación del riñón en este aumen-to de la presión arterial.

Al dar a conocer este logro a la comunidad internacional, a través de la New York Academy of Science, Héctor señaló:

- El problema de la identidad de la anefrotensina y de otros polipéptidos deriva-dos del suero es difícil de resolver por ahora, ya que todavía no hemos logrado purificarla en el grado necesario, pero los ensayos farmacológicos son suficientes para revelar patentes diferencias con la bradicinina, el polipéptido que más se le asemeja, cuando se comparan sus efectos.

A partir del descubrimiento de la anefrotensina, todo el laboratorio comenzó a trabajar en su identificación. Experimentos realizados por Barnafi, De la Lastra, Roblero, Rosas, y Zuanic, entre otros, verificaron que la pepsina tampoco estaba implicada en su formación.

Y nuevamente, desde el interior de la misma universidad, otros laboratorios repi-tieron una antigua crítica: ¿cómo puede destinarse tanta gente y los recursos de todo un laboratorio, para pesquisar una sustancia que jamás se ha encontrado en el organismo, sino sólo en el laboratorio, a partir de condiciones artificiosamente provocadas?

Héctor debió salir al paso de esta acusación, y lo hizo públicamente, en un con-greso en Argentina:

- Si bien, estamos perfectamente advertidos que en estos experimentos la forma-ción de anefrotensina se induce en condiciones artificiosas, como es la incubación en medio ácido, ello no implica que la formación no ocurra igualmente en vivo en condiciones fisiológicas, aunque en menores proporciones.

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V

Bastante presionado por la vertiginosidad con que otros laboratorios del mundo avanzaban en su investigación de los péptidos, y también para responder a la crí-tica interna en la universidad, Héctor aventuró una idea, que al atardecer de su vida consideraría como una las más afortunadas de su carrera científica. Si este péptido andaba circulando por la sangre, y siendo muy difícil separarlo del plas-ma, algún rastro de su presencia quedaría en la orina.

- ¡Está claro! Si realmente esta anefrotensina afecta la presión arterial, los ani-males hipertensos deben eliminarla a través de la orina. Identificarla allí es más factible, dado que la orina tiene menos proteínas y componentes que el plasma.

Pero en ciencias no bastan las ideas, y los experimentos debieron avalar el pre-sentimiento. En 1960, junto a Barnafi, postuló que tal substancia podría generarse en la circulación. Con Rosas confirmó que en la orina de rata normal y en mayor proporción en la de ratas con hipertensión corticoide, se encuentra presente una fracción peptídica que ofrece características muy parecidas a la anefrotensina. Su presencia en la orina podría corresponder a la depuración de la misma substancia que se encuentra circulando en la sangre. Un año antes había analizado las carac-terísticas farmacológicas de un péptido extraído de la orina humana, que según él correspondería a una substancia del tipo de la plasmakinina.

Valiéndose de una antigua técnica, que consiste en separar sustancias de distinto tamaño molecular utilizando técnicas de cromatografía en papel, Héctor comen-zó a pesquisar junto a Roblero la anefrotensina en la orina. Pasaron dos, cuatro, hasta cinco años... y nada.

- ¡Oye, Croxatto! ¿Todavía estás trabajando con pipí? -decían con cierta ironía miembros de otros laboratorios que se asomaban por el de Fisiología. Y aunque siempre, por más tropiezos e incongruencias que viviera, Héctor había mantenido el optimismo; pasó esa época más absorto y callado que de costumbre.

Mientras Viola fue su secretaria, estuvo al tanto de todos sus experimentos. La ru-tina en la universidad era muy clara: los alumnos y ayudantes entregaban al final de cada jornada una serie de resultados al Prof. El los organizaba, insertándolos en ese registro peptídico mental que llevaba como nadie. El alumno escribía, su-pervisado por Héctor, y finalmente Viola pasaba a máquina el manuscrito, fruto de las investigaciones.

Pero ese esquema varió abruptamente luego de que la casa de los Croxatto fue-ra asaltada. Una noche, al regresar de la universidad, notaron que alguien había entrado por una ventana del segundo piso, hurgando entre los veladores y el ro-pero, hasta dar con las pocas joyas de Viola y una serie de recuerdos que había traído luego de sus numerosos viajes. Entonces, ambos decidieron no dejar tan sola la casa, y Viola renunció a su trabajo vespertino en la Universidad, que desempeñó en forma gratuita por casi dos décadas.

Ese cambio de vida, sumado al mutismo actual de Héctor, provocó en Viola una especie de soledad y desconcierto. Por las tardes intentaba imaginar en qué estaría

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ese hombre loco por la ciencia con que se había casado. Ya no sabía en qué iban los experimentos y se sentía marginada. Tito, al volver, no comentaba con ella sus resultados; se veía, por primera vez, abatido y silencioso. Casi preocupado.

Y ella pensaba «¡Dios mío, qué será de nosotros! Terminaremos al final de la vida como dos desconocidos, casi sin hablarnos, después de habernos querido tanto!

Sufrió mucho. Adelgazó como nunca y en las tardes, sentada en el escritorio junto a Héctor, mientras él leía o estudiaba, sentía ganas de hablar con alguien. Pero su hija Alice vivía en el sur, y los otros dos hijos tenían sus vidas formadas y sus propios problemas... Hasta que una tarde no resistió más la situación y abordó a Héctor:

- Oye, ¿a ti qué te pasa? Porque ya parece que no vives conmigo...

- Estoy con mucho trabajo, Violita... Y no logramos identificar la anefrotensina...

- Pero ése no es motivo para que yo me transforme en el fantasma invisible de la casa... A veces pienso en nuestra vejez y no me gusta imaginarnos a los dos mu-dos, sin tener de qué hablar.

Hombre sabio a fin de cuentas, Héctor acusó recibo de la queja. No era para me-nos, pensó, pues ni de la pobreza de los primeros años ni de la intensidad de tra-bajo de los venideros, Viola había salido regalada. Y, tal vez, luego de una rápida confrontación de silogismos, llegó a la conclusión de que tendría que mejorar la calidad del tiempo que dedicaba a su mujer. Hasta entonces sólo destinaba las tar-des de los sábados al esparcimiento, dirigiéndose junto a Viola a una quinta que habían comprado en la calle Jesús, en la comuna de La Reina. Claro que también allá llegaban los ayudantes y alumnos, y compartían asados memorables junto al «Prof». Tan memorables, que treinta años después seguían evocándolos. Pero dedicación exclusiva a ella, compañía y atenciones... «¡Ah, Viola, te he dejado tanto sola!, reconoció Héctor.

- Es que la ciencia ha sido tu concubina... claro que con mi beneplácito -le res-pondió ella.

Pocos días después de esa conversación, Héctor anunció:

- Viola, he pensado en vender la quinta y comprar un terreno en las Rocas de Santo Domingo. Y esta idea, que a ella le había parecido un sueño cuando cono-ció aquel florido balneario, se hizo realidad y provocó dos hechos prodigiosos. Primero, que el matrimonio Croxatto, luego de tres décadas, comenzó a disfrutar de vacaciones y fines de semanas en la playa. Y segundo, que Héctor descubrió una pasión dormida: la pintura. A partir de entonces fue llenando los muros de su hogar, de naturalezas muertas y rosas. Su antigua admiración por Juan Francisco González se tornó en desafío, y al cabo de unos años, también cosechó algún pre-mio por su destreza con los pinceles.

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VI

Pero como ya era habitual, otros nuevos proyectos aparecieron en su camino. Y revitalizado por una fuerza interior que admiraba a todos quienes le conocían, Héctor los asumió con pasión inigualable. Fue así como afrontó la enorme res-ponsabilidad de fundar el Centro de Perfeccionamiento del Magisterio, iniciativa propuesta por Juan Gómez Millas durante el gobierno de Eduardo Frei Montalva, de quien era Ministro de Educación.

Aunque a Héctor le fue planteado este proyecto de sopetón durante un almuerzo, sólo vino a aceptar la oferta cuando el propio Juan Gómez llegó a visitarlo un sábado por la tarde.

- Héctor -le dijo-, ya sé que tú has dicho que no tienes la disposición anímica para asumir esta tarea ni el tiempo para dedicarte a ella. Pero, ¿cómo poner en duda que tu aporte sería valiosísimo para la educación chilena? Hay consenso en que la enseñanza en el país está mal enfocada: se enseña mal la filosofía, el arte, la historia, la ciencia, la literatura...

- Estoy de acuerdo contigo en todo -contestó Héctor-, pero yo soy un hombre de ciencias y necesito tiempo para estar en mi laboratorio.

Pintando en las Rocas de Santo Domingo

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- Te lo explicaré de otro modo -insistió Juan Gómez Millas. -La puesta en mar-cha del Centro de Perfeccionamiento implicará un gasto muy grande. No se trata sólo de los terrenos en Lo Barnechea y de la construcción de un edificio grande y moderno. Además hay que contratar a gran cantidad de personal y seleccionar a los profesores que irán a ponerse al día allá. En este momento estamos haciendo un esfuerzo para quemar la primera etapa: romper con las suspicacias políticas. Tú eres un hombre que no milita, sin compromisos partidistas, con prestigio en el ámbito académico...

Tito quedó consternado después de la visita. En la noche, solo, recordó a su profe-sor de botánica -quien le enseñó lo que era una crucífera sin siquiera mostrarle un yuyo-, a sus primeros alumnos del Instituto de Educación Física -que jamás ha-bían experimentado en torno a la fisiología del esfuerzo-, y a tantos que egresaron del Pedagógico, luego de estudiar la carrera sólo con un microscopio, una pinza y una tijera. Decidió aceptar. Pero con condiciones: sería por un tiempo breve y con libertad para elegir a sus colaboradores.

Su gran aliado en esta nueva tarea fue un ex alumno suyo, el doctor Vicente Silva Moreno, quien se había dedicado a la fisiología y a desarrollar modelos experi-mentales de capacitación. Junto a él, Héctor dedicó casi diez años a reciclar los conocimientos y la motivación de los pedagogos, muchos de los cuales recién conocieron la apasionante realidad de la ciencia en ese Centro.

Y obviamente, también en los laboratorios de aquel lugar, fueron los péptido vasoactivos el tema principal de investigación. Aunque enseñó a esos profesores en ejercicio, experimentos para realizar en sus respectivos colegios -como teñir bacterias-, la mayor parte del tiempo la destinó a analizar la hipófisis de rata. Aunque Héctor Croxatto abandonó el Centro de Perfeccionamiento, confiado en que el esfuerzo de esa década daría frutos por mucho tiempo, lo cierto es que ese lugar nunca estuvo mejor que cuando él y Vicente Silva trabajaban allí. El destino querría que el doctor Croxatto no encontrara a muchos otros científicos obseca-dos como él por el perfeccionamiento de los profesores. Y Vicente Silva murió en 1994 en un incidente tristísimo. Hombre de inteligencia excepcional como era, comenzó a sufrir, a mediados de la década del setenta, serias perturbaciones mentales. Se sentía perseguido y víctima de constantes complots. Sus paranoias lo llevaron hasta una clínica psiquiátrica, donde recibía muy pocas visitas. Casi olvidado por el mundo académico, el día de su trágica muerte, su nombre nueva-mente se repitió a lo largo de los laboratorios científicos chilenos: otro interno, aquejado hacía varias décadas de una grave esquizofrenia, lo asesinó.

VII

En 1967 se cumplió uno de los ideales de Héctor Croxatto. Fue invitado por una universidad alemana a trabajar durante cuatro meses en sus laboratorios, con el fin de preparar anefrotensina. Y si de esta experiencia cosechó frutos sabrosos, como la publicación de un importante trabajo en torno a ese péptido, para Viola también implicó una intensa felicidad. En efecto, después de aquella separación de tres me-

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ses, el año 1945, en que Tito adelgazó once kilos, él nunca más aceptó viajar solo. Menos en esta ocasión, que permitía a Viola permanecer tantos meses en Hambur-go, ciudad donde había nacido su padre.

Así, mientras Héctor impresionaba a todos los alemanes del laboratorio por su des-treza canulando en ratas, ella recorría las calles y museos, palpando aquellas raíces familiares de las que siempre creyó haberse alimentado en esfuerzo y disciplina.

Y quizás por primera vez en tantos años, Héctor quedó conforme con los resultados del viaje. El día que anunció su regreso a Chile, sólo lamentó no haber probado ni un solo kuchen:

-¿Qué pasa en Alemania con los pasteles? -dijo medio en broma, medio en serio, a sus colegas. -En Chile hablan maravillas de la pastelería alemana, y yo me iré sin saber si es un mito o una realidad.

Una cálida sorpresa aguardaba a los Croxatto. El día del cumpleaños de Héctor el laboratorio se vistió de globos y serpentinas, y en un largo mesón le presentaron al festejado una decena de kuchenes, para que saliera de su empacho.

A su regreso, en 196�, retomó los experimentos tendientes a identificar la presencia de anefrotensina en la orina. Algo le decía que un gran descubriemiento justificaría pronto el trabajo de tantos años. En efecto, junto a Juan Roblero, había observado que si bien la anefrotensina estaba presente en la orina, y era responsable de la hi-pertensión, junto a ella también se encontraba otra sustancia, de mayor tamaño y causante de un efecto contrario.

-¿Qué será lo que provoca esta gran contracción de la musculatura?

Finalmente lo supieron:

- ¡Calicreína! - Croxatto y Roblero no daban crédito, en un comienzo al hallazgo.

La calicreína era un componente normal de la orina descubierto a principios de si-glo, sin embargo jamás se había descrito su poder vasoconstrictor.

Y fueron ellos los primeros en señalar que el riñón produce renina, que sube la presión, y calicreína, que la baja. ¡Los primeros en el mundo en explicar que podría existir un antagonismo de ambas enzimas, con sus respectivos péptidos, que haría posible un nivel normal de presión en el ser humano!

La publicación de este hallazgo en la revista Experiencie, de origen suizo, llenó de prestigio al laboratorio y coronó, en cierta forma, la carrera científica de Héctor.

Pero, como siempre en ese mundo altamente competitivo, una sombra cubrió el triunfo y otro se llevó los mayores aplausos. Un año después de su pionera pu-blicación, apareció otro trabajo, realizado por el doctor Margolius en Estados Unidos, en el que demostraba que la orina de los hipertensos posee menos niveles de calicreína. En ese artículo ni siquiera se mencionaba que muchos de los datos utilizados por Margolius habían sido descubiertos por Croxatto y Roblero.

- Por lo menos andábamos por buen camino -se consolaba Héctor, quien ya pare-

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El ensimismamiento de un científico, necesario para cumplir una labor fecunda, no siempre es comprendido por quienes lo rodean.

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cía prescindir de cualquier ansia de gloria o reconocimiento.

No obstante, tres años más tarde, el propio Margolius corrigió la situación; publi-có un segundo texto donde sí mencionaba la primacía de los chilenos en el tema. Sólo en 19�7, Croxatto y Margolius se vieron las caras. Fue en un congreso inter-nacional. Y allí Margolius reconoció en publico que él había llegado «placé» a la identificación de la calicreína en el proceso hipotensor.

VIII

Recién en 1970, la Universidad Católica fusionó los laboratorios de fisiología de la escuela de Pedagogía con los de la Escuela de Medicina, en virtud de la crea-ción del Instituto de Ciencias Biológicas. Así, todos los investigadores de dicha cátedra en la universidad se vieron reunidos en el cuarto piso del nuevo edificio ubicado al costado de la Casa Central, en la calle Portugal, entre Alameda y Mar-coleta. Allí el «Prof». pasaría los momentos más felices de su vida, pues al fin, después de tantas décadas de repartirse entre un trabajo y otro, se concentró en aquel lugar. Ya jubilado de la Universidad de Chile y también, al poco tiempo, de la propia Universidad Católica, continuó asistiendo diariamente, con jornada completa, pero sin sueldo, a su laboratorio. Más activo que nunca a medida que iban pasando los años, empecinado en su búsqueda científica, entusiasmado como el más joven del equipo con cada novedad tecnológica que aparecía, don Héctor parecía no acumular polvo sobre los zapatos.

La conversación del Prof. a la hora de la sobremesa se convirtió en la delicia de los presentes. La historia de la ciencia del siglo XX, la sucesión de rectores de la Universidad Católica, la historia política chilena, los discursos de los Papas de la Iglesia... y tantos otros temas, estaban registrados con fidelidad en su memoria. Y una gran cantidad de aventuras, verdadera lluvia de anécdotas, que sorprendía cada vez más a su auditorio:

- ¿Les he contado de aquel viaje a Buenos Aires, cuando me mandaron a cerrar el Instituto Sanitas en esa ciudad? ¿No? ¿No les puedo creer? Pero si fue de lo más increíble.

Y comenzaba la historia: «Fui yo porque nadie quería ir a hacer el papelón allá... Partimos con la Viola en el Fiat chico. Sí, en el mismo Fiat que nos trajimos del primer viaje a Europa. Y planeamos el regreso por el sur de Argentina, para atravesar por el paso de Pino Hachado a Curacautín. Porque en Temuco estaban esperándonos los hijos... Bueno, para qué les digo lo que fue ese viaje: era pleno verano, el sol ardiente sobre la pampa y yo manejando en calzoncillos... Para llegar antes a Tres Arroyos, veníamos desde Azul, aceleré el coche... ¡hasta que empezó a sonar de modo increíble! Llegamos apenas al pueblo más cercano, don-de no había nada, ni un garaje. Tuvieron que mandarnos por tren los repuestos de Buenos Aires y mientras tanto, nosotros, dormir en el único hotelucho del lugar. Igual el auto quedó sin fuerzas, no sé cómo llegamos a Bahía Blanca...

Y seguía la historia, con Héctor y Viola nuevamente sobre el auto, pero ahora per-

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didos en la pampa. Más adelante otra pana en medio de la desolación. Finalmente el paso fronterizo:

- Salió un teniente de la caseta y dijo: «pasaporte» ¡No teníamos! Viola se puso a llorar con tal fuerza, que el hombre se compadeció. Mejor no lo hubiera hecho: el camino era horrible y terminamos hundidos en el barro, remolcados por un caballo...

Pero, sin duda, las aventuras favoritas del auditorio eran las relativas a los des-pistes del Prof.

- ¿Les he contado cuando se me perdió un documento importantísimo y lo encon-tré gracias a unos cordelitos rojos con que Viola amarra los diarios viejos? Claro, yo había ido a misa y al arrodillarme, metí el documento adentro del diario. Luego volví a la casa, no lo leí y la Viola lo amontonó y lo regaló a la parroquia. Hacien-do memoria, nos acordamos y partimos a buscar el diario en medio de toneladas y toneladas y más toneladas de diarios... ¡Hasta que lo encontramos! La verdad es que con Viola no hemos perdido nunca nada...

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REFLEXION

«El tiempo no permite intentar apenas un análisis superficial de todos los as-pectos críticos, pero hay algunos problemas que resultan insoslayables para un investigador, particularmente en Chile, y que vienen a mi análisis y entrego como reflexiones en el atardecer de un científico. Ellas sólo emanan de una experien-cia que el vivir en el oficio y el encuentro con la realidad han ido decantando. La enorme gravitación que el pensamiento de algunos hombres eminentes, como el profesor Noé y sobre todo Eduardo Cruz Coke tuvieron en las universidades chilenas fue indiscutiblemente uno de los más importantes factores históricos que explica el súbito florecer de la investigación científica en la Universidad, en las décadas del 30 al 50, particularmente en el campo de la biología y la química. El tiempo no me permite analizar los pasos en este periodo inicial, pero jóvenes con capacidad de asombro, se sintieron atraídos por el laboratorio, con la fas-cinación de descorrer algún fragmento del velo de misterio y descubrir armonía en aparente caos. Los que hemos seguido esa trayectoria del desarrollo, tenemos la obligación de decirlo: Chile, al final de cuatro décadas, logró alcanzar una situación sobresaliente en el concierto científico de la biología, ganar una muy alta respetabilidad científica en los países más avanzados. Sin embargo, el hecho no fue nunca suficientemente apreciado por la opinión pública ni, en ocasiones, por sectores intelectuales de las propias universidades. En un estudio estadístico realizado por el Current Content, semanario que resume los títulos de todos los trabajos científicos del área biológica y química, publicados en el mundo, indicó que entre los años 1960 y 1971 Chile ocupó el primer lugar entre los países de habla hispánica y portuguesa... Si Chile tuviera hoy todo el potencial humano que ha perdido con el éxodo de sus científicos sería lejos la primera potencia lati-noamericana en la creatividad científica en casi todas la áreas de la biología».

15 de enero de 1976

Discurso pronunciado por el Dr. Croxatto, en la Casa Central de la Universidad Católica de Chile, al recibir las credenciales como miembro de la

Academia Pontificia de Ciencias.

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E P I L O G O

«Polvo serás,

más polvo enamorado».

Quevedo.

El 1� de enero de 1974 fue triste para los científicos chilenos. Ese día las ventanas de la casa de Eduardo Cruz Coke permanecieron con sus cortinas cerradas, y hasta allá llegaron cientos de personas a presentar sus condolen-

cias a Marta, su viuda. Nunca suficientemente preparado para vivenciar la muerte, propia ni ajena, Héctor permaneció ensimismado. Por su mente desfilaron imáge-nes del siglo, recuerdos y mensajes que el maestro le había transmitido. Y ante la evidencia irrefutable de que todos moriremos, supo que debía incorporarse y seguir existiendo al ritmo de los latidos de su sangre, hasta que ni una gota de ella circu-lara por sus venas. Una certeza pasó entonces por su conciencia:

- Por mucho tiempo aún seré un eslabón entre Cruz Coke, Gómez Millas, Manuel Larraín, Carlos Casanueva..., y tantos otros hombres de valor de este siglo, y la generación que viene tras de mí.

Algunos años más tarde, en 1976, al cumplirse quizá el instante más sublime de su vida, llegó hasta Roma para ocupar el sillón vacío que había dejado Cruz Coke al morir en la Academia Pontificia de Ciencias. Y recibió las credenciales de manos del papa Juan Pablo II, usando el mismo frac que utilizó por años el propio Eduardo Cruz Coke. Su mujer, Marta, lo sacó para la ocasión. Y Héctor, heredando traje y cargo, se dijo una vez más, como durante tantas décadas: «Al menos sé que voy por el camino correcto».

En 1979, recibió el Premio Nacional de Ciencias de Chile.

Sus escritos originales superaban entonces los trescientos, además de más de dos-cientas tesis desarrolladas con alumnos de las Escuelas de Medicina y Pedagogía de las universidades de Chile y Católica de Chile.

En 19�3 recibió el premio «Bernardo A. Houssay», concedido por la Organización de Estados Americanos (OEA), «por los importantes y numerosos trabajos de in-vestigación relacionados con el papel desempeñado por ciertos péptidos, como la pepsitensina, y de algunas enzimas, como la calicreína, en los mecanismos de la hipertensión».

En 1992, le fue concedida la medalla «Hernán Gómez Millas», de la Universidad de Chile.

En 1993 fue nombrado, en Venezuela, presidente de la Academia Latinoamericana de Ciencias.

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Entrega del Premio Nacional de Ciencias (Octubre, 1979)

Ese mismo año, cuando le faltaban pocos meses para cumplir �7, sufrió la per-foración de una úlcera y fue internado, en estado crítico, en el hospital de la Universidad Católica. Contra lo pronosticado, su recuperación demoró tan solo diez días, y antes de un mes realizó dos viajes al extranjero, uno de ellos a Washington, donde participó en la designación del premio «Bernardo A. Houssay»,

Al reintegrarse a sus actividades normales en el laboratorio de Fisiología de la U.C., el doctor Roblero le comunicó su deseo de jubilar. Consternado, él le res-pondió:

- ¡Pero, cómo! ¿Me va a dejar solo?

Luego de un instante de silencio, agregó:

- Mire las cosas que digo, como si yo fuera eterno...

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QUE UN INDIVIDUO QUIERA DESPERTAR EN OTRO INDIVIDUO

RECUERDOS QUE NO PERTENECIERON MAS QUE A UN TERCERO, ES

UNA PARADOJA EVIDENTE. EJECUTAR CON DESPREOCUPACION ESA

PARADOJA, ES LA INOCENTE VOLUNTAD DE TODA BIOGRAFIA. ASI

DEFINIO JORGE LUIS BORGES EL APASIONANTE PROCESO LITERARIO

DE RECONSTRUCCION DE UNA VIDA AJENA Y ASI SE HA CUMPLIDO EN

ESTE LIBRO QUE TRAE AL PRESENTE FRAGMENTOS DE LA HISTORIA

PERSONAL DEL DOCTOR HECTOR CROXATTO R., PREMIO NACIONAL

DE CIENCIAS EN CHILE.

A TRAVES DE LARGAS CONVERSACIONES SEMANALES, SOSTENIDAS

DURANTE TODO UN AÑO, Y DE ENTREVISTAS CON LA MAYORIA DE

LOS AUTENTICOS PROTAGONISTAS DE LOS HECHOS, LA PERIODISTA

Y MAGISTER EN LETRAS POR LA UNIVERSIDAD CATOLlCA, MARIA

ESTER ROBLERO CUM, ESTABLECIO UN PUENTE EN EL TIEMPO. EL

LECTOR PODRA VIAJAR POR EL HASTA LOS INICIOS DE LA CIENCIA

EXPERIMENTAL EN CHILE Y HASTA EL INSTANTE EN QUE LOS

IDEALES, LA VOLUNTAD Y LA FE EN UN PROYECTO, FRUCTIFICARON

EN LA FUNDACION DE LA ESCUELA DE MEDICINA DE LA PONTIFICIA

UNIVERSIDAD CATOLICA DE CHILE.

CON «LA PROMESA DEL ASOMBRO» EDICIONES UNIVERSIDAD

CATOLICA INICIA UNA SERIE DE BIOGRAFIAS EN TORNO A LAS

PERSONAS QUE CON SU ACTITUD FRENTE A LA VIDA ACADEMICA,

HAN HECHO DE ESTA UNIVERSIDAD UN CENTRO DEL CONOCIMIENTO

PRESTIGIADO EN EL MUNDO ENTERO.