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NUEVA POESIA CASTELLANA Ponencias (1, 11 y 111) Coloquios Poéticas y poemas PONENCIA (1) LA RENOVACION ESTETICA DE LOS - ANOS SESENTA Víctor García de la Concha Universidad de Salamanca A nadie medianamente miliarizado con la historia literaria podía sorprenderle que la antología eve novimos poe- tas españoles (l), en la que Castellet daba noticia de la aparición, en el ámbito de la poesía castellana, de un nuevo «grupo genera- cional», suscitara, junto a ciles entusiasmos, inmediatas contradicciones. Ha sido una cons- tante en la dialéctica de la crítica hispánica: ape- nas acuñó Azorín el marbete de «Generación del 98», Baroja se apresuró a declarar que no había existido y que, en todo caso, él no había pertenecido a ella; no suscitó menos recelos la mosa Antología de Gerardo Diego, que sen- taba las bases para que Dámaso Alonso bauti- zara a su grupo de amigos -mal que le pesara a Petersen o a Ortega- con el sobrenombre de «Generación del 27»: claro que a quienes más les pesó e a los excluidos y para testificarlo basta la razonada protesta de Guillermo de Torre; y así ocurrió con la más polémica «Gene- ración del 36» o, para no alargar la lista y venir a una zona temporal más próxima, recuérdese lo que aconteció cuando a García Hortelano, «unus ex illis», al menos por afinidad, se le ocu- rrió hablar de «Generación de los años cin- 10 cuenta»... No, no podía extrañar la reacc10n negativa a la propuesta categorizadora que Cas- tellet rmulaba en 1970. Analizando todos esos casos que acabo de citar, desde el punto de vista de la historia litera- ria es preciso reconocer que la disidencia de las categorizaciones generacionales ha resultado positiva, por cuanto ha impedido el reduccio- nismo con que en la crítica hispánica se han aplicado: el autor que no entra en una nómina generacional queda aquí condenado a ser objeto de una tesina de licenciatura o, en el mejor de los casos, de una tesis doctoral que, con retraso de décadas, denuncia la injusticia del olvido. Pero, en definitiva, no corren mucha mejor suerte los privilegiados de la nómina, rzados en la lectura a no decir otra cosa que aquello que suponga a confirmar la tipología general esbozada (y bastante pecaba por ese lado -dicho sea de paso- la selección de poemas hecha por Castellet en la controvertida antología). Nuestra crítica se ha convertido así en una crítica de esquemas pedagógicos y estereotipos. Precaver contra los riesgos del mal empleo del método histórico de las generaciones no signi- fica, por supuesto, propugnar la abolición del vector histórico en el estudio de un poeta, indis- pensable siempre no sólo para relacionarle con otros sino, incluso, para entenderlo cabalmente en sí mismo. Parece olvidar esto Leopoldo M." Panero al protestar contra la crítica española porque en ella «abunda como la peste un rasgo ideológico que, como todos ellos, lo es por pac- tar con un real vacío teórico [...]: la considera- ción de la literatura únicamente como diacronía, como tiempo que sólo detienen las chas, como «historia»..., olvidando que la literatura es sistema y repetición...» (2). Pues justamente por El estado de las poesías

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NUEVA POESIA CASTELLANA

Ponencias (1, 11 y 111) Coloquios Poéticas y poemas

PONENCIA (1)

LA RENOVACION

ESTETICA DE LOS -

ANOS SESENTA

Víctor García de la Concha

Universidad de Salamanca

A nadie medianamente familiarizado con la historia literaria podía sorprenderle que la antología «Nueve novísimos poe­tas españoles (l), en la que Castellet

daba noticia de la aparición, en el ámbito de la poesía castellana, de un nuevo «grupo genera­cional», suscitara, junto a fáciles entusiasmos, inmediatas contradicciones. Ha sido una cons­tante en la dialéctica de la crítica hispánica: ape­nas acuñó Azorín el marbete de «Generación del 98», Baroja se apresuró a declarar que no había existido y que, en todo caso, él no había pertenecido a ella; no suscitó menos recelos la famosa Antología de Gerardo Diego, que sen­taba las bases para que Dámaso Alonso bauti­zara a su grupo de amigos -mal que le pesara a Petersen o a Ortega- con el sobrenombre de «Generación del 27»: claro que a quienes más les pesó fue a los excluidos y para testificarlo basta la razonada protesta de Guillermo de Torre; y así ocurrió con la más polémica «Gene­ración del 36» o, para no alargar la lista y venir a una zona temporal más próxima, recuérdese lo que aconteció cuando a García Hortelano, «unus ex illis», al menos por afinidad, se le ocu­rrió hablar de «Generación de los años cin-

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cuenta» ... No, no podía extrañar la reacc10n negativa a la propuesta categorizadora que Cas­tellet formulaba en 1970.

Analizando todos esos casos que acabo de citar, desde el punto de vista de la historia litera­ria es preciso reconocer que la disidencia de las categorizaciones generacionales ha resultado positiva, por cuanto ha impedido el reduccio­nismo con que en la crítica hispánica se han aplicado: el autor que no entra en una nómina generacional queda aquí condenado a ser objeto de una tesina de licenciatura o, en el mejor de los casos, de una tesis doctoral que, con retraso de décadas, denuncia la injusticia del olvido. Pero, en definitiva, no corren mucha mejor suerte los privilegiados de la nómina, forzados en la lectura a no decir otra cosa que aquello que suponga a confirmar la tipología general esbozada (y bastante pecaba por ese lado -dicho sea de paso- la selección de poemas hecha por Castellet en la controvertida antología). Nuestra crítica se ha convertido así en una crítica de esquemas pedagógicos y estereotipos.

Precaver contra los riesgos del mal empleo del método histórico de las generaciones no signi­fica, por supuesto, propugnar la abolición del vector histórico en el estudio de un poeta, indis­pensable siempre no sólo para relacionarle con otros sino, incluso, para entenderlo cabalmente en sí mismo. Parece olvidar esto Leopoldo M." Panero al protestar contra la crítica española porque en ella «abunda como la peste un rasgo ideológico que, como todos ellos, lo es por pac­tar con un real vacío teórico [ ... ]: la considera­ción de la literatura únicamente como diacronía, como tiempo que sólo detienen las fechas, como «historia» ... , olvidando que la literatura es sistema y repetición ... » (2). Pues justamente por

El estado de las poesías

eso, porque es sistema y repetición, toda litera­tura reclama una dimensión de lectura -no la única pero sí fundamental- diacrónica. No constituía en este sentido una «boutade» el ejer­cicio propuesto por F. Rico en su «Tratado General de Literatura»: estudiar la influencia, valga el caso, de César Vallejo en los sonetos de Quevedo (3); una metáfora de Blas de Otero -el río puesto en pie- inyecta, retroactivamente, nueva savia en la lectura de la vieja metáfora manriqueña, a su vez inspirada en la tradición clásica grecolatina ( 4). Exactamente por eso, porque la literatura es sistema y repetición. Per­mitidme añadir -en escrúpulo de evitación de malentendidos- que al propugnar esa dimen­sión histórica, en ningún modo la refiero, redu­cida, a las ideas que la obra de un poeta o un conjunto de poetas pueda transmitir, o al espíritu de época que refleja -a decir verdad, los dos puntos que con más frecuencia investigan las historias literarias-, sino, como T. S. Eliot reclamaba con apremio, «a la buena o mala crianza de nuestros poetas», a su sistema expre­sivo y, en última instancia, a la identidad de su lengua poética.

De la misma manera que un género literario no se configura por una sola obra sino por la convergencia de una serie de ellas que van fijando un molde, al margen de la aceptación o el rechazo del método histórico-crítico de las generaciones, en poesía no cabe hablar de un nuevo tiempo dialéctico más que sobre la base de la convergencia de dos o más autores en una «tópica» y en las bases de un sistema expresivo. En tal sentido, lo de menos en la polémica sus­citada por la antología de Castellet es que los poetas del grupo generacional fueran nueve, que hubiera más o debieran figurar menos, o que formaran un grupo propiamente generacio­nal; ni, tan siquiera, que fueran novísimos así, quiero decir por las razones o en el sentido explicado por Castellet. Lo que de verdad importaba/importa en el debate es si realmente son y si inducen un tiempo dialéctico nuevo en la poesía española tal como Castellet pretendía: «se me ha hecho evidente la aparición[ ... ] de un grupo generacional de jóvenes poetas que han aportado algunas novedades [ ... ] se ha producido una ruptura sin discusión, tan distintos parecen los lenguajes empleados y los temas objeto de interés» (pp. 11 y s.).

Félix Grande resumió bien la radicalidad de la controversia: «Un fantasma recorre la poesía española. Para unos, el fantasma es un libro: Nueve novísimos. Para otros, el fantasma es el cerco de desprecio o de ira que ese mismo libro solivianta en muchos de sus abundantes lecto­res» (5). De nada valían las precavidas declara­ciones de Castellet, abjurando «de todo afán de dogmatismo o profetismo respecto a las que

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parecen ser nuevas tendencias de la joven poesía castellana y a su futuro» (pp. 13 y s.); que el redactor del manifiesto de Collioure (1959), trasplantado a la anterior antología, Veinte años de poesía española (1960), donde se sentenciaba la muerte de todo simbolismo a manos del rea­lismo crítico, confesara, con buena dosis de ironía, su error, constituía por sí solo una inso­lencia bien arropada por las Poéticas escritas para el caso por los nueve elegidos. El nuevo frente irrumpía con implacable heterodoxia. Pedro Gimferrer, declarado mentor de Castellet y prototipo de un esquema definitorio, afirmaba por entonces:

« .. .la poesía académica -es decir, casi toda la poesía española actual- carece por com­pleto de interés para cualquier persona de sentido común... La mayoría de poetas españoles han hecho un arte -por adulta que sea su edad- de no decir absoluta­mente nada, ni respecto a la realidad, ni respecto al lenguaje. Como no veo que la poesía pueda tener otros temas, es obvio que la mayoría de poetas españoles no escriban nada que valga la pena de ser leído ... » (6).

En perfecta sintonía, el antólogo que recoge estas palabras, declara a la prensa: «A partir de este movimiento podrá construirse la nueva poesía española. Lo de antes no sirve. Hay nom­bres que se salvan, claro. Pero después de la generación del veintisiete, apenas queda nada aprovechable» (7). Podría multiplicar los testi­monios de los protagonistas en esa línea, que, con no pocas matizaciones y algunas retraccio­nes, llegan hasta el epifonema con que Gui­llermo Carnero cierra en 1978 una referencia historico-crítica a la evolución de los novísimos: «Y que bufe el eunuco» (8).

La reacción emulaba la virulencia. Los poetas del Equipo Claraboya motejan a los nueve noví­simos de poetas neocapitalistas cuya intención remota puede estar en la creencia, errónea, de que «el mismo acto de representar es ya revolu­cionario», y, atribuyéndola a «opiniones de la crítica», tejen una letanía corrosiva:

«La crítica señala: - Que no existe tal bloque coherente en

los poetas seleccionados.Que no hay ninguna ruptura con losanteriores ...Que mucho menos existen en casi nin­guno rupturas revolucionarias.Que la mitología de la juventud a quealude debe ser sólo de minorías muyexquisitas y bien situadas económica­mente ...

- Que los antologizados difieren tanto encalidad que parece que hay tres o cuatroverdaderos, y el resto han sido llamados

- para la coreografía ... » (9).

Poco antes, José-Miguel Ullán, que acababa de manifestar que su exclusión de la antología castelletiana era «tan justa como envidiable» (10), justifica su disidencia de «un producto tan inexistente»:

« ... junto a un corrosivo Vázquez Montal­bán, está la banal Moix o el dulce Gimfe­rrer, coleccionista éste de todas las escorias putrefactas del pasado e incapaz del menor gesto original; el cordobés Pablo García Baena -maestro inconfesado de Pere Gim­ferrer y excelente poeta- ha tenido un epígono bufón y desagradecido, que citando a Rimbaud, Holderlin, Ezra Pound o Perse, pretende asegurarse su gloria uni­versal. En conjunto, quiere hacérsenospasar por ebriedad lo que es zorrería y des­garbado cálculo... ahora bien, se engañarásólo quien quiera: la poesía o es hetero­doxa o no es. Y bajo el nombre de vanguar­dia también puede esconderse todo lo másretrógado de una época; la subpoesía men­cionada es un producto fofo, que noconoce ni la erección ni las tormentas.Acudir a Rimbaud para justificarse no sólodenota mala fe, sino ignorancia y estupideza toda vela: «En avant, route!»» (11).

Como se ve, la negación crítica rebasa la índole generacional del grupo y afecta al núcleo del problema: los nueve novísimos no es que no sean nuevos; es que, simplemente, no son. Y en esta línea, en simetría con lo apuntado a favor de los novísimos, podrían también multiplicarse aquí los cargos. Vino a resumirlos, veinte años después, como testigo, con parejas matizaciones y retracciones, Ignacio Prat en dos ensayos com­plementarios que han alcanzado amplio favor: hablo, naturalmente, del Contra ti para ti (Notas de un contemporáneo de los novísimos (12) y «La página negra (No tas para el final de una década)», publicado, por cierto, en un número de Poesía donde un novísimo de la hora prima, Vicente Molina Foix, descubría y presentaba en sociedad a cinco posnovísimos (13).

Reconociendo, «si no como novísimos, como poetas, en especial a dos o tres de los más jóve­nes, y al segundo Darío, Pedro Gimferrer...» (Contra ti, p. 11), Ignacio Prat asume la voz de una generación, la suya, cronológicamente la misma de los novísimos, que ve frustrada en la aparición antologizada de éstos la realización de sus potenciales ideales poéticos, y atestigua que él y otros cercanos espectadores del montaje castelletiano, leyeron la antología, en la Barce-

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lona de 1970, «con profunda melancolía, con pesar incluso»:

«Nos parecía estar delante de un relicario forrado de corcho, con uñas y dientes de cadáveres seculares [ ... ], o delante de un guardapelo de plata orinada, con mechones de cabellos «si virgíneos, nevados» (Contra ti, p. 9).

Para Ignacio no había duda -el propio Castellet reconocía en la «Justificación» inicial la deuda- de que el verdadero autor de la teoría categorizadora de los novísimos había sido Gimferrer: una trave­sura, en definitiva de quien, apenas fletado el barco, lo abandona apresuradamente:

«La «Justificación» y el «Prólogo» eran sin duda obras (o bromas) póstumas de ... (aún ahora me resisto, no sé por qué, a escribir ese nombre que se trasparentaba tras el pseudónimo, tan burdo)» (ibid.)

lPor qué póstumas? Justamente «porque el que parece año fundacional es también el año funeral» («La página», p. 117): Ana-M: Moix podía testimoniar, desde dentro del invento, cómo para la primavera de 1968 «el grupo de amiguetes ya había entrado en la fase de echarse los trastos por la cabeza» (sic), por cuestiones personales. Pero no serían éstas sólo, por supuesto, las que empujarían a Gimferrer a abandonar la escritura castellana y emprender la nueva andadura catalana. Con un juego de pres­tidigitación de números -nueve voces, que pue­den ser diez, pero que son ocho, que se sitúan, para que se las oiga, junto a la única voz�, Igna­cio Prat sugiere que Gimferrer finge, en sus poemas castellanos de la antología, una voz que el coro de los ocho rozan, conscientes también ellos del juego y de la trampa por poco tiempo:

«Las nueve ( o las diez) voces, roces de voces, componían un único estertor infame, semilíquido, que abandonaba pronto, con horror de sí mismo, el universo sonoro donde, si bien por unos instantes, había convivido con la flauta sola de «Syrinx» ... » (Contra ti, p. 9).

No estoy seguro de que I. Prat interprete correctamente la conocida declaración de Gim­ferrer: «Para mí el castellano ha sido un instru­mento de trabajo con el cual he podido trabajar

· una determinada obra poética, concibiéndolacomo algo ajeno a mi persona. Escribiendo enprimera persona, era otro el que hablaba, y noyo mismo; ahora c'on el catalán, he encontradouna lengua que, siendo la mía, me es útil comoinstrumento de trabajo poético. Una lengua conla cual ya me es posible expresarme en primerapersona» (14). Jenaro Talens veía el paso al cata­lán no como una ruptura, sino todo lo contrario:

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«casi me atrevería a decir -añade- que era la única manera no sólo de mantener una coheren­cia interna, sino de mantenerla abriendo nuevos horizontes para una poesía demasiado cerrada ya en sus propios límites». Avanzando sobre esta pauta, Ignacio termina por considerar implí­citamente la escritura poética castellana de Gim­ferrer -y, con ella, la de sus compañeros de antología- como un ejercicio lúdico « ... gestos verbales cabalísticos que, allá por 1965-1968, habían trazado a espaldas (no de frente, porque no merecía la pena) de los gigantones poéticos de la 'posguerra': los raciales, los sentimentales de aldea y piso, los cretinos, los sociales, los flo­rales, los de la Mary cabeza abajo» (Contra ti, p. 10). En cuanto aparece la antología, Gimferrer y los más valiosos del grupo abandonan el invento mientras «empiezan a proliferar los puestos de venta de esa estética reducida a reproducciones rebajadas de la misma, Kistch del Kitsch» (La página, p. 118).

Volveré más adelante sobre el «caso Gimfe­rrer», y no por hacer un juicio de intenciones o un ejercicio kitsch de logomaquia, sino porque últimamente se ha ido creando un florilegio de frases suyas y de otros novísimos que, extracon­textualizadas, liquidan expeditivamente la supuesta renovación estética de los años sesenta. Porque es hora ya de preguntarse sin rodeos: existió o no esa renovación; si existió, len qué consistió?; y, en fin, lqué aportó a la dialéctica de la escritura poética castellana?

Partamos de aquella afirmación inicial de Cas­tellet: «en un momento dado ( que se sitúa alre­dedor de 1962), los postulados teóricos del «rea­lismo» empiezan a convertirse en pesadilla para muchos, incluidos algunos miembros de la generación que con más virulencia los predicó» (Nueve novísimos, p. 17). Prescindamos del hecho de que hasta esa fecha sólo habían trascu­rrido tres años desde el proyectado manifiesto de Collioure y apenas dos desde su avasallante predicación en Veinte años de poesía española. El caso es que, en efecto, año arriba o abajo, esa conciencia del cansancio surge y es perceptible. Acaso la gavilla de testimonios más flagrantes se encuentre en la Antología de la poesía social, de Leopoldo de Luis, donde Hierro, Gabino Ale­jandro Carriedo, José Agustín Goytisolo y Valente, entre otros, hacen la más dura crítica -y en alguna parte, autocrítica- de la escriturarealista tal como se venía realizando. Me permi­tiría reclamar la atención sobre el texto deCarriedo, porque, fiel a su última trayectoriacompartida con Angel Crespo, señala el van­guardismo surrealista como una posible vía efi­caz, apenas frecuentada, de contravención delsistema. Era una propuesta convergente con laresurrección del interés por el Postismo, que ensu momento había pasado inadvertido como

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juego intrascendente, y que ahora -segunda mitad de los sesenta-, gracias a la edición de Ory, bien avalada por Félix Grande, y, poco más tarde, en los primerísimos setenta, de Eduardo Chicharro, respaldado por el grupo de Trece de Nieve, se convertían en texto de gran influencia renovadora. Esos mismos años son los de la recuperación, en la lectura, de los surrealistas de posguerra, del grupo canario y, sobre todo de Cirlot, quien, como tendremos ocasión de ver, publicó artículos bien oportunos para orienta­ción crítica de los nuevos rumbos poéticos.

Hacia 1965, también, la revista leonesa Clara­boya, que en una primera etapa, desde su apari­ción en 1963, venía propugnando la lectura de los poetas de la Generación o promoción de los cincuenta como alternativa superadora de la falsa dicotomía 'poesía social-poesía intimista' de los años cuarenta, manteniendo un acuerdo básico con la ideología del grupo en cuanto al compromiso de la poesía con la realidad social, comienza a marcar diferencias teóricas conside­rables respecto de él en las técnicas: «a fuerza de evitar el simbolismo -critican- corsetearon la materia poética hasta reducirla a esquemas desacordes con la realidad explosiva de los últi­mos años» (15). De ahí que en el «Manifiesto sobre poesía dialéctica», abril de 1971, se alcen también, de manera expresa «frente al esquema­tismo con que la generación de los años cin­cuenta corseteó la materia poética y redujo su lenguaje». No es momento de discutir la exacti­tud de tal apreciación ni de valorar lo que la construcción teórica de una poesía dialéctica, vertebrada sobre la filosofía de Kosik, haya podido dejar en la escritura de los leoneses, que más bien se reorienta, a partir de esa misma fecha, hacia otros caminos intensamente transi­tados en la segunda parte de los años sesenta. Lo que ahora me importa es subrayar cómo desde el grupo más joven de poesía socialmente comprometida se denuncia, hacia la mitad de los años sesenta, el agotamiento de las vías prece­dentes de escritura. Consideran, en cambio, más cercanos a quienes, asimilando lecturas diversas -la narrativa didáctica de Bertold Brecht, NazimHikmet o Hans Magnus Enzensberger, la poesíavallejiana de lo cotidiano, etc.-, en «síntesisfavorecida por el advenimiento de la imagen, elsonido, la plástica» (16), escriben poemas narra­tivos, tal el caso de José Elías, de Félix Grande ode M. Vázquez Montalbán. En efecto, bastantespoemas de los teóricos realistas dialécticos deClaraboya convergen, en los años sesenta y muyprimeros setenta, hacia la línea de escritura deaquéllos. Y aún me atrevería a decir que, for­zando un poco la cosa, con la venia de Castellet,podrían haber sido incorporados a su antologíajunto algunos de Vázquez Montalbán o Ana M. ªMoix. Pienso en «Anuncio para un film», «El

tiro de pichón» o «Salamanca», de Agustín Del­gado; «Notas de sociedad» de Luis Mateo Díez; o «Strangers in the night», «Turó Park» y «Unmartini recordando a Brecht», de Angel Fierro.Con una fuerte sobredosis de ironía, más ácida ydegradada que la exprimida por los poetas de laGeneración de los cincuenta, todos esos poe­mas-crónica se organizan sobre el mismoesquema: la narración circula a ras de tierraceñida a lo narrado, limitándose a incorporarelementos anecdóticos o léxicos del argot delámbito social referencial, como confiando enque la mera incrustación, por sí sola, sin ulteriorelaboración, lograra preñarlos de fuerza poética.A pesar del confesado propósito dialéctico, elresultado es un realismo a palo seco del quepronto abdicarán.

Aunque algún poema concreto de Un humano poder (1966) parezca inscribirse en esa línea -así, «Lamentaciones de una muchacha yanquia eso de la media noche» (17)-, José MiguelUllán había explorado con El jornal (1965) nue­vos caminos: la vieja épica costumbrista rural deGabriel y Galán sirve de base para el contrafac­tum en unas coplas-pastiche que presentan, a lavez, forma de kaiku. Ya no se nos cuenta unaanécdota ni se nos entrega un objeto contor­neado en sus límites: se produce, por el contra­rio, una decantación de la que sólo se nos danalgunas palabras claves. Un paso más y, elmismo año, en Amor peninsular (1965), concre­tamente en el «Epílogo» de la anécdota amorosaque subyace en el libro, avanza Ullán un pasodecisivo: justamente porque la anécdota ya nose condensa sino que se fragmenta, se irisa y seproyecta sobre un contexto mucho más ancho y,sobre todo, despegado de la realidad misma quesólo se refleja, así fragmentada, discontinua einconexa, en algunos puntos del discurso. Es laestructura de éste la que, en realidad, ha cam­biado: estamos ya muy lejos de la poesía conce­bida como comunicación; y lo digo en el doblesentido en que el término ha funcionado, comocontacto eficaz con los lectores ( dimensión mássociologizante, al modo de Celaya u Otero) ocomo participación de una vivencia estética delpoeta ( concepción avanzada por Aleixandre ydesarrollada por Bousoño ). Ni lo uno ni lo otropretende Ullán con una escritura cuyas líneasexploran unas vías que no son las del discursológico sino las que las propias palabras desplaza­das de la realidad hacia el poema van abriendohacia un conocimiento que casi nunca se cierray que con frecuencia, ultimado ya el poemacomo objeto, abre más misterios que claridades.El proceso de extrañamiento de la realidad sehace cada vez más intenso, no tanto en Mortaja(1970) cuanto en Toda la ausencia y A manoarmada, donde las elipsis, el collage y otros pro­cedimientos análogos que Castellet va a presen-

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tar como características de los nueve novísimos, se conjugan con una recurrente presencia de un léxico castizo y de referentes de la cultura tradi­cional, que, extracontextualizados también hacia la órbita del poema y como objetos frag­mentarios, acumulan una connotación mítica. Sugiero, por ejemplo, la relectura del poema X de A mano armada, «Publica, lengua, y canta / el misterio del cuerpo glorioso / / Ornes / aves / e bestias / girarán ... ». Y reclamo la atención sobre la «Presentación cóncava en una sala vacía» que José Angel Valente hace de la Anto­logía salvaje (pp. 9-11). Porque refleja, tan frag­mentada e irisada como es, la renovación esté­tica de los años sesenta, a la que él mismo venía contribuyendo ya desde Sobre el lugar del canto (1963):

«Dí acaso -pide Valente- que son más los nombres que las cosas y que todo es del aire a fin de cuentas y si se mira bien. Entonces, cercados como estamos por el aire, para hacerlo saltar en mil pedazos, como cristales, como cuchillos, como hoces, guadañas y metales sonoros, para volar exentos por el aire ...

Mejor fuera, en efecto, sentarse solitario ante la página no escrita y dibujar allí nuestra cabeza y luego audaces dispararse en ella un tiro de papel. Porque eso es la poesía ... ».

Exactamente eso, «celeste explosión», o lo que es igual, palabras que, liberadas en el poema, giran, con tal autonomía «que, consu­mido el danzante, [hacen que] sólo la danza pueda danzar. .. ». Y así quedaba abierto el camino a la radical revisión de Maniluvios y a todo cuanto en los setenta experimentó Ullán.

Uno de los temas predilectos de la poesía de «los niños de la guerra» era, sin duda, el recuerdo de la infancia. El dramatismo de la cir­cunstancia histórica lo justificaba ampliamente, y en ella iban a buscar los poetas más compro­metidos con el objetivo social base para la denuncia, mientras que otros, más tarde, trata­rán, simplemente, de recuperar el tiempo per­dido o, en fin, de regustar los sabores agridulces de viejas vivencias. Pero, al margen de motiva­ciones, importa aquí subrayar lo que ello signi­ficó en el proceso de la escritura poética de la posguerra española: la potenciación del arte de la memoria. Francisco Brines dice en uno de sus primeros poemas, titulados de manera significa­tiva «Poemas de la vida vieja» -Las brasas (1960)-, que al poeta « ... este rito / de desmon­tar el tiempo cada día / le da sabia mirada». Se trata, claro está, de una sabiduría estética. Y añade: « ... No repite / los hechos como fueron,

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de otro modo / los piensa [ ... ] y el paisaje / se puebla de una historia casi nueva» (18). Es la memoria no ya sólo como filtro selectivo sino como guía y auténtica actora de la escritura. Por su acción podrá el poeta liberarse de las ataduras de las coordenadas de tiempo y espacio: al hilo de la evocación activa, se superpondrán épocas distantes y verá, como espectador, entreverarse experiencias propias y sucesos ajenos; porque ya no es él quien, en rigor, guía la escritura sino un alter ego, su memoria.

Creo que no hemos valorado hasta ahora todo el alcance renovador de este ejercicio poético en los años sesenta. Alguien -espero que no aquí­podría objetar que la escritura poética nunca dejó de servirse de la memoria. Y eso es cierto: los poetas se sirvieron muchas veces de la memoria. Conviene, sin embargo, no confundir la funcionalidad, digamos, mecánica, del recuerdo, con lo que representa el artificio esté­tico. Y de éste hablo. Con él cobra el poeta dis­tancia de la realidad referente y viene, como digo -para ser justo, según dijo Gabriel Ferrater a propósito de Jaime Gil de Biedma-, a desdo­blarse. Importa poco que, como ocurre con este último, su memoria se ciña al ámbito social de su propia historia o, cual acontece en otros de su promoción y sobre todo en poetas de los sesenta, los rebase: con tal de que la memoria no sea sometida a función ancilar sino que el poeta le permita explorar, en libertad y a su pro­pio fluir, todos los recodos y meandros de su curso, su potencia creadora facilitará un rico material. Era lo que habían hecho en España los simbolistas, el espléndido primer Machado, sacrificado en la posguerra en aras del peor poeta de Campos de Castilla; y Juan Ramón, olvidado por la inmensa mayoría y en secreto venerado por la inmensa minoría, incluidos Blas de Otero y José Hierro; y, seducidos por la fami­liaridad con los poetas del Barroco, con Gón­gora sobre todo -descubrimiento, no se olvide, de los simbolistas franceses-, los poetas de la mal llamada Generación del 27 (19); muy cerca de ellos, también discípulos de los barrocos, los de la peor denominada Generación del 36: bas­taría evocar a Luis Rosales deambulando, con el arte de la memoria, por su ámbito familiar tras las huellas de Pedro de Espinosa y Soto de Rojas; y ya, en fin, en pleno auge de la poesía social, los poetas de Cántico.

Cuando apareció la antología de los Nueve novísimos, corrió la voz -y no aludo ya sólo a la denuncia de Ullán o al conocido poema de Alfonso Canales- de que, simplemente, eran discípulos del grupo Cántico. Nunca desmintie­ron la deuda los que la tenían, que no eran todos, y diré, de paso, que a estas alturas debe considerarse bien pagada por el interés reflejo que su propia escritura y el estudio de G. Car-

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nero movieron hacia la poesía de los cordobe­ses. Pero len qué consistía la deuda y hasta dónde se extiende? No formulo la pregunta en ejercicio de esa crítica que, por su empeño en registrar afluencias, Salinas motejaba de 'flu­vial': se trata de individuar los componentes de la renovación estética que nos ocupa y de eva­luar su proceso. Y bien, tomando como base, en aras de la brevedad, a Pablo García Baena, hay que recordar que su primer libro, Rumor oculto (1946), traía consigo un retorno del modernismo en el que no faltaban los ejercicios arcaizantes: recuérdese que Azorín señaló como característi­cas propias del movimiento de modernidad, el fervor por el manierismo del Greco y por Gón­gora. Y o me permitiría rebajar, algo más que una pizca, en un solo punto concreto, la exce­lente lectura de Villena (20): creo, en efecto, que la preocupación religiosa que él enfatiza sobre la pauta de «Tentación del aire», repre­senta uno de los 'topoi' fundamentales del modernismo, el moldeamiento religioso de la pasión. No pretendo descartar con ello la posible subyacencia de un sentimiento de esa índole, pero creo que en realidad estamos una vez más -y el pensamiento vuela, de la mano del propio García Baena, hacia Miró- ante un caso en que todo el sistema de cultura religiosa con su mitología -divinidades, ángeles y santos, Jephté, la Verónica, y las Santas Mujeres, las procesiones de Semana Santa, ornamentos y acciones litúrgicas- es incorporado a la escritura poética en función emblemática, tan propia del Barroco y tan repetida en el período del primer Modernismo. Y, entreverados con él, otros sis­temas de mitologías y otros 'topoi'. Basten como recuerdo un par de ejemplos: tal la apretada enumeración del poema «Eclipse»: ... jarrones decadentes / en un parque neoclásico, / el acanto acaricia / estatuas mutiladas. / Tritones coronados / con espuma de estrellas / en la ver­dina quieta/ de un estanque sin agua ... » (p. 53); o la mención de los cuatro jardines de la Prima­vera: dos profanos -marzo verde «como unatúnica de vino y esmeraldas», mayo «semejantea un príncipe que cantara bajo los cedros»- ydos religiosos -abril «amargo y su noche sellama Getsemaní» y junio cuyo «Arbol de frutospurísimos, gigante, se levanta ... » en el Corpus-.Si tuviera que señalar una sola pieza en la quese adensara la mayor confluencia de sistemas,podría recomendar la relectura de Sansueña(páginas 146-148): estandartes, lanzas y púrpu­ras; brazos de amadores que escalan torres altasy Marsilio Ficino redivivo en un claustro; ban­deras que se abaten como rojos neblíes y músi­cos ciegos que tañen la vihuela; candelillas desándalo, vanas damas y pajes efebos; miradorescon mirto, ruinas y Melisendra que huye... Elemblema potencia la visualización, y el poema

se convierte, en virtud de ello, en un friso ani­mado en el que, por efecto del arte de la memo­ria, se conjugan planos de diversas edades y semánticamente heterogéneos.

No era casual que retornara todo lo que había servido para construir el discurso simbolista frente al del agotado realismo, expresión, y con­figuración a la vez, de la mentalidad burguesa. Acaso 1946 ó 1948 eran aquí fechas demasiado tempranas para un empeño semejante: todavía se creía en la eficacia de la poesía como arma y habría de dispararse mucha pólvora antes de que la intelligentsia poética se percatara de que se gastaba en salvas que apenas si resonaban más allá de los estrechos muros de la habitación clandestina. Pero ahí quedaba abierta la vía al ejercicio poético de una memoria sensitiva. De clara filiación barroca -recordad el ensayo de Federico García Lorca sobre la imagen poética en Góngora-, había sido ampliamente perfec­cionada por Rubén y Juan Ramón, cuyo magis­terio reivindicaban los de Cántico. «Nao tenho filosofía, tenho sentidos», decía Pessoa, y es afirmación que, radicalizándola, podemos apli­car aquí. Son los sentidos los que, como antenas de la memoria, van reconstruyendo en la textura del poema, en la riqueza y plasticidad de las imágenes, el mundo de la infancia. Antes de que los niños de la guerra lo practicaran como exorcismo, multiplicaban los de Cántico el recurso. Sin salirnos de Pablo García Baena, ya en Rumor oculto, con «Andaban allá lejos» o el prototípico «Ginés Liébana, Ibiza 35»; en Mien­tras cantan los pájaros (1948), la «Oda a Gregorio Prieto», el formidable «A solas con tu lámpara» y «La fuente del amor»; y después, en 1950, dando título al libro, «Antiguo muchacho», además de «Himno a los santos niños Acisclo y Victoria», «La calle de armas», «El Corpus» ...

Con la misma técnica y por una vía análoga, exploran los de Cántico -y el paradigma podría ser en este caso la «Elegía de Medina Azahara», de Ricardo Molina- el sentido de ciudades y paisajes, tratando de percibirlo y reconstruirlo en una trama que imbrica sensaciones y sedi­mentos históricos. Y será también éste un ejer­cicio recurrente en los del cincuenta: recorde­mos a Claudio Rodríguez, pero también, a Gil de Biedma, Valente, y F. Brines, que lo enrique­cen ensanchando la dimensión del procedi­miento hacia nuevos espacios de cultura; pero de esto hablaré un poco más adelante.

Crítico agudísimo, señalaba Azorín como característica de la modernidad literaria, el esfuerzo por flexibilizar el lenguaje, desarticu­lándolo y aportando a él «viejas palabras, plásti­cas palabras, a fin de aprisionar menuda y fuer­temente la realidad». Con el retorno moder­nista, el grupo Cántico ejercita el mismo artifi­cio, aprovechando para ello tanto el léxico de la

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tradición literaria, en especial de la arábigo­andaluza y la barroca, como el venero de lo popular más ligado a la tierra, lo castizo depu­rado: términos botánicos de la flora peculiar andaluza, de su arquitectura y de otros elemen­tos que constituyen la cultura de un pueblo. Es un componente que deseo subrayar porque será integrado en la creación literaria -y no sólo en la poética: recuérdese a Ferlosio o Benet- de los años sesenta. En poesía lo he anotado ya a pro­pósito de Ullán; y hacia ahí se orienta la infle­xión del grupo de Claraboya a que me he refe­rido. Pero no son ellos solos.

De rondón he colado en un par de ocasiones la referencia a «poetas de los sesenta». La fuerza de inercia de las categorizaciones generacionales que al principio denunciaba, ha hecho que entre la Generación de los años cincuenta y la de los novísimos o Generación de los setenta, queden anegados en la penumbra una serie de poetas de los que sólo algunos, y en contadas ocasiones, son rescatados para incorporarlos a una u otra. Pienso en Félix Grande y Joaquín Marco, Angel García López y Manuel Ríos Ruiz, Antonio Gamoneda y Jesús Jiménez y ... lA qué seguir? No se trata de buscarles un marbete para el 'mercadeo' sino de atender a su producción. Batlló (21) y Florencio Martínez Ruiz (22) incluyeron a parte de ellos en una «Segunda generación de posguerra», que abarcaría los años cincuenta y sesenta y en la que entrarían, también, Ullán y algunos de los nueve novísi­mos. Si, en el plano teórico, el ensamblaje de los dos primeros grupos, poetas de la Generación de los cincuenta y los 'descla�ados' de los sesenta, resulta coherente, no se ve con claridad -insisto: en el plano teórico- cómo se articulala contestataria irrupción de los después llama­dos «novísimos». A la vista de los poemas selec­cionados para presentarlos en una y otra anto­logía, sospecho que el hilo de engarce circulapor esa escritura narrativa, evocadora de lainfancia o exploradora del sentido de una ciudado un espacio cultural, en los que se indaga osobre los que se proyecta la evocación de la pro­pia historia. Neutralizando diferencias formales,Batlló y Martínez Ruiz vienen a reducirlo todo aun objetivo común de intención rehumaniza­dora: «Hay que decirlo pronto y, tal vez, concierta solemnidad. Estamos en plena rehumani­zación de la poesía». Así lo declara MartínezRuiz (p. 13), quien, a renglón seguido, «debajode la sensibilidad mixtificada, y de la ornamen­talidad anacrónica, de la indolencia juvenil y dela peligrosa melancolía» de los novísimos, adi­vina que «esconden una bomba de mano», ladel revisionismo del lenguaje y de la sociedad deconsumo (p. 16); su objetivo sería, según eso,tan moralizador y cívico como el de los poetasde los cincuenta.

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Pero neutralizar diferencias formales consti­tuye un falaz reduccionismo crítico. Y así, por partir de casos concretos, yo no estoy conven­cido, ni mucho menos, de que la «Oda a Vene­cia ante el mar de los teatros» y «Cascabeles», de Gimferrer, o «Avila» y «Castilla», de Carnero -poemas que de uno y otro incluye MartínezRuiz (23)- respondan siquiera a la misma formade aprehensión - como es sabido, la que vinculael objetivo poético- que, por citar casos análo­gos de antologización y de aparente cercaníatemática, «La casa» y «Noche de Navidad», deDiego Jesús Jiménez, o «Andalucía» y «Hoyregreso de una historia ... », de Antonio Hernán­dez (24). Estos últimos continúan, en efecto, ami entender, esa línea de penetración en elconocimiento de la realidad, que va tanteándolameditativamente, y tratando de conjurarla, a lavez, por medio de la palabra. La mayor parte depoetas de los cincuenta venían afinando demanera progresiva su percepción, decantandocada vez más la anécdota narrativa y esforzán­dose en sustanciar las esencias del entorno coti­diano. Se unían a ellos en el propósito poetas depromociones precedentes, tales Carlos Bou­soño, con su Invasión de la realidad (1962) oJosé Hierro, en el Libro de las alucinaciones(1964). Pero en todos ellos persisten unas carac­terísticas básicas que hacen gravitar su escriturahacia los predios del realismo. Ante todo, por­que es la realidad en sí, y una realidad concreta,el referente inmediato de la creación literaria, y,aunque ésta se plantea como conocimiento deella, resulta aplicable a todos el triple esquemateorizado por el primer Valen te: en la medida enque la poesía conoce la realidad, la ordena, y, encuanto que la ordena, la justifica. De otra parte,con independencia de que la aprehensión poé­tica se esfuerce en trascender la corteza de loreal y a pesar de los mecanismos de distancia­miento a que me he referido, el poema fraguacomo un discurso que logra la coherencia no ensu propia autonomía, en la realidad que pudieraconstruir su propia sintaxis, sino en la referenciaúltima a la realidad exterior en sí. A mayor abun­dancia, dicha referencia es garantizada por la fide­lidad al propósito de comunicación, que, más alláde la trasparencia del texto, se sitúa en la líneaaleixandrina de configurar una base de encuentropara tomar conciencia de un destino común.

En la segunda mitad de los años sesenta comienzan a aparecer una serie de libros que, bien que dispares entre sí, coinciden en signifi­car un cambio de perspectiva en la poética y en la retórica, lo que, en definitiva, traduce y ter­mina por configurar una nueva estética. Hablo, claro está, de libros de algunos de los poetas más tarde incluidos en la antología de los Nueve novísimos -Arde el mar (1966) y La muerte en Beverly Hills (1967), de P. Gimferrer (25); Dibujo

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de la muerte (1967), de G. Carnero; Teatro de operaciones (1967), de A. Martínez Sarrión; Cepo para nutria (1968), de F. de Azúa ... -, pero también de otros: Tigres en el jardín (1968), de A. Carvajal; Memoria de la muerte (1968), de A.López Luna; Los pasos perdidos (1968), de Mar­cos Ricardo Barnatán; Preludios a una nochetotal (1969), de A. Colinas; o Génesis de la luz,de J. Siles ... La nómina podría, y debería eviden­temente, ampliarse: aquí me interesa tan sóloaducir unos cuantos ejemplos que certifican laexistencia de ese cambio. En ellos puede apre­ciarse, a la par, la amplitud y variedad de lafuerza de choque, iniciadora, en varios frentesconvergentes, de una ruptura que, con nuevasoperaciones -nuevos títulos y nombres nue­vos- va a consolidarse en los años sesenta.

A estas alturas de la crítica, no se juzgará excesivo acusar a la antología castelletiana de excesivo reduccionismo tanto en la nómina de los elegidos como en la selección de poemas y en la lectura categorizadora que de ellos hace. Antólogo y mentor no han ocultado en los últi­mos tiempos el carácter de operación estratégica de aquélla: «Era, más bien, la falta de inventiva y de sentido del humor, la renuncia al legado de los modernistas y de la generación del 27 lo que echábamos en cara -en algún caso con injusta simplificación, pero, en lo sustancial, con no mala estrategia literaria- a los primeros poetas sociales». Esto acaba de escribir Gimferrer en un artículo en el que subraya sus vinculaciones con Gil de Biedma (26). Si a esto se añaden las ya mentadas declaraciones del propio Gimferrer en Serra d'Or, podría parecer justificada la desca­lificación de I. Prat: lo recogido en la Antología habría sido un juego, que, en su dimensión genérica de kitsch, dio origen al kitsch del kitsch y, en la específica de su neo-clasicismo, motivó el «neo-neo-clasicismo» denunciado por Fer­nando R. de la Flor (27) y que Jenaro Talens, incluyéndolo en el «culturalismo», considera, junto el propósito de marginalidad y la investi­gación metapoética, como «no-características generacionales» (28).

Acaso convenga precisar, ante todo, cuál es el verdadero criterio de Gimferrer sobre los ejerci­cios literarios de la etapa de su escritura poética castellana. Lo resume bien él mismo en una entrevista con Antoni Munne (29) donde comienza por aclarar que «ejercicio y artificio (y, en consecuencia, el pastiche) no son una cosa peyorativa» y que su uso viene condicionado, primariamente, por la lengua que se utiliza en la escritura poética: «cuando es una lengua que, como la catalana, no se ha desarrollado en con­diciones de normalidad, deja menos campo libre al ejercicio y al artificio»; cabe hacerlo -lo han hecho varios, y entre ellos, Foix-, pero «uno está en situación mucho más espiritual para

recorrer ese campo si se toma la literatura menos en serio, y esto no implica ningún juicio de valor (estético, se entiende)» (p. 40). La muerte en Beverly Hills, que «es un libro muy serio, es igualmente, todo él, un pastiche voluntario e irónico» (p. 41): «que el mundo elegido (para realizarlo) fuera el cine americano de los años dorados y que este mundo estuviera de moda, no fue sino una coincidencia ... » (30). Temo que todo esto no haya sido rectamente entendido y valorado: tal parece, en efecto, como si a menudo la crítica confundiera el artificio y el pastiche, o el ludismo en el arte, con la intras­cendencia estética en general y con la insignifi­cancia literaria.

El recurso a la consideración histórica no constituye aquí digresión gratuita. Toda pro­puesta de cambio literario se ha planteado siempre con una buena dosis de juego de for­mas y muchas veces con el ejercicio del 'rifaci­mento' que aprovecha la mitología cultural de lo imitado para integrarlo en la propia tópica: es la clerecía, presumiendo del artificio de bien contar las sílabas y practicándolo sobre pautas de escri­tos latinos o románicos; es Garcilaso, contraha­ciendo, como he dicho, a Petrarca, Ausias March y los latinos, y proyectando sus crisis -o no: que no se sabe dónde termina lo que es cul­tura y empieza lo que es vida (31)- sobre el mundo de los mitos al tiempo que en ese dis­curso poético plagado de culturalismo incrusta versos de las canciones de moda; es Fray Luis, reducido a ejercicio de poeta neolatino, contra­haciendo en el puro artificio de la «imitatio composita», prosaicas prolusiones académicas salmanticenses (32); y para qué hablar ya de Góngora o del Calderón que construye, con el más barroco «arte de la memoria», ese gran pas­tiche que es el «Psalle el sile» ... Para facilitar tales ejercicios se multiplicaron en los siglos de oro Polyantheas, Cornucopias y Sylvas, así como colecciones de epítetos. Claro que de la misma flor de la que la abeja saca miel, extrae el escorpión veneno; quiero decir que el fenó­meno del «neo-surrealismo» insinuado por José Olivio Jiménez (33) o el del «neo-neo-clasi­cismo» denunciado por F. R. de la Flor, no cons­tituyen más que capítulos de una interminable, recurrente historia. Lorenzo Valla facilitó una defi­nitiva pauta de discernimiento crítico entre escrito­res-abejas y escritores -hormigas: unos y otros acuden a los repertorios, pero en tanto que los pri­meros liban de aquí y allá y, asimilando lo activa­mente inspirado en la lectura, elaboran un jugo propio, los otros se limitan a acarrear lo pasiva­mente inspirado. Pero de la concreta aplicación del principio a nuestro caso, hablaré después.

Atrás queda apuntado lo que el Modernismo comportó de ejercicio literario -incluidas las mímesis arcaizantes- y de configuración de un

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mundo imaginario, en gran parte contrahecho con elementos de la tradición cultural barroca tras las huellas de parnasianos y simbolistas. No hace falta apoyarse en las confesiones de devo­ción de los propios poetas -encendidos elogios de Gimferrer a Rubén (34) o recuerdo de un viaje de G. Carnero a París «sin más propósito que adquirir en librerías de viejo obras de Gau­tier, Mareas, Villiers de l'Isle, Samain o las edi­ciones más accesibles de Verlaine» (35)-cuando tan claros aparecen en su obra elementos y estratos modernistas. Porque de una y otra cosa se trata: tal filiación tiene, desde luego, la abun­dosa presencia, ya registrada por Castellet en su «Prólogo», de «temas orientales, exaltaciones de ciudades desconocidas, nombres de lugar o per­sona que atraen ante todo por su valor fonético, descripciones de vestidos, disfraces o fiestas, mitos clásicos o fábulas medievales, etc.» (p. 42). No estoy de acuerdo, sin embargo, en que, como él dice, todos esos elementos -y, en con­creto, los temas españoles-sean introducidos como puros «elementos exóticos» (p. 43); fun­cionan a mi entender como núcleos de simboli­zación y en forma emblemática ligada a una visión barroca: los poemas de Carnero, «Avila», «Castilla» y «Amanecer en Burgos» me parecen un claro ejemplo. Apenas un nombre, una vaga referencia a una muralla o un claustro, y un más que tenue cendal de anécdota, hacen germinar frondas de visiones, toda una sinfonía de suge­rencias. No utilizo esos términos al azar: consti­tuyen los estratos de modernismo simbolista de la primera poesía de Gimferrer y Carnero en que se condensan sinestesias, anáforas y otras simetrías, y que rezuman regusto por la palabra musical y sensitiva. Pero al mismo tiempo, Antonio Colinas, que en 1967 había entregado Poemas de la tierra y de la sangre, todavía empa­rejados a ese tipo de acercamiento a la realidad insistente en la poesía de los sesenta, evolu­ciona, en Preludios a una noche total, escritos entre octubre de 1967 y junio de 1968, hacia un simbolismo mucho más depurado de referentes reales. Y a sé que no ha desaparecido lo que constituirá una constante de la poesía de Coli­nas, el sentimiento asumido y no meramente decorativo de la naturaleza, y que las raíces ideológicas y específicamente estéticas de que se nutre, son más bien las del romanticismo europeo; pero es ese ejercicio de simbolismo el que, poco después, 1968-1970, va a guiarle, en convergencia, hacia Truenos y flautas en un templo.

Acabo de aludir a una visión barroca. Es un 1

punto que me parece fundamental en la nueva estética y sobre el que tampoco resulta preciso acumular testimonios extrínsecos, que podrían ir desde las declaraciones del propio Gimferrer (36) al sugerente ensayo de Siles sobre El

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barroco en la poesía española (1976). No pienso únicamente en formulaciones expresas de un universo barroco, como puede ser el de A. Car­vajal, sino en la naturaleza barroca del acto poé­tico de ver, de la visión poética. Una composi­ción de A. López Luna, «Palabras para Gón­gora» ilustra el fenómeno:

« ....................... .

Valladolid, Madrid, el azor castellano que se llevó tus ojos, la niebla que mentía cuando te hacía ver espejismos de agua, el Pisuerga doncel, el niño Manzanares, todo ...................... .

lqué fueron sino sombras sin cuerpo, un [traje puesto

en pie mas sin persona, imágenes sin [rostro,

apariencias de un mundo que sólo consistía en tu necesidad de poblar el vacío, de ser tú aquellos seres, pues saliste de ti con miedo y desamparo ................. ».

Por más que Gimferrer haya afirmado que los poemas de Arde el mar fueron escritos «de un modo menos deliberado y más nonchalant» (36), yo he subrayado en un artículo temprano (37) cuánto desengaño y obsesión por la muerte anida en sus pliegos; el mismo que en La muerte en Beverly Hil/s, donde, sobre el cañamazo de un correlato objetivo, se narra una triste historia íntima, que, a su vez, refleja «la nostalgia y la indefensa necesidad de amor» («Algunas obser­vaciones», p. 13). De la barroca actitud de fondo del primer Camero, el que aquí importa, ha escrito páginas decisivas Carlos Bousoño, y él mismo ha destacado el significativo final del pri­mer poema de Dibujo de la muerte: « ... es triste / no tener ni siquiera un puñado de palabras, un débil / recuerdo tibio, para aquí, en la noche, / imaginar que algún día podremos / inventamos, que al fin hemos vivido». No hace falta que señale la obvia coincidencia con López Luna, cuyo primer libro llevaba, y no por caso, el título de Memoria de la muerte.

No, con los libros -no con antologías- en la mano, yo no creo que todo se resuelva en juego, ni creo que la clave de toda esa escritura radique en la estética «camp» al modo definido por Susan Sontag. Como no creo que la base esté constituida por la formación de los mass media más que por la humanística. No. Dice Gimferrer que fue Joao Cabral de Melo quien le reco­mendó que, «como los primitivos, utilizara cosas que pudieran visualizarse, no cosas abs­tractas ni imágenes no visualizables por el lec­tor» (38); pero nosotros hemos visto que el camino estaba preparado por los poetas de los cincuenta y sesenta, y, sobre todo, él conocía ya bien los poetas barrocos que se habían esfor-

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zado por llenar el vacío de desengaño y la deso­lación de la gran mentira con tipos e historias fingidas, retablos cargados de la mezcla más alu­cinada de mitos -ángeles y ninfas, el caballero protector y cuadros de la vida de Cristo, pámpa­nos y vides y algún clérigo remediando su luju­ria- en una plástica que, prolongando escultura en pintura, avasalla todos los recovecos del espacio. Añadiré en este punto que el magiste­rio universitario de José Manuel Blecua fue decisivo para el grupo barcelonés de novísimos. Si girando -y con qué vértigo verbal- en la órbita del modernista Hoyos y Vinent, Gimfe­rrer lo daría todo para «que el antiguo gran mundo prosiguiese su baile de galante harmonía / ... / ... porque el gran carnaval / permaneciese, polizón, botines, / para siempre girando, casca­bel suspendido / en la nupcial farándula del sueño» («Cascabeles», pp. 22 y s.), Camero des­vela la inutilidad de «El movimiento continuo»: « ... decidme si merecía la pena haber vivido para esto, / para seguir girando en el suave chirrido de las tablas alquitranadas, / para seguir girando hasta la muerte» (39). Pero sería erróneo creer limitados a ellos la actitud y el modo de visión barrocos. Si dispersamos la vista hacia otros libros de esa fuerza de choque, toparemos en la 'cabala' de Félix de Azúa con un desfile, sólo mencionado, de «animales dañados»: «la vida ha sido cruel corroyendo su cuerpo»; el poeta que los contempla, pudiera soñar -y es el reflejo de su sueño lo único que se nos brinda- que la solución se halla en los libros quirománticos, mas está en «los viejos álbumes y las viejas his­torias / en la paciente espera de su repetición» en lo que puede evocar la memoria. Claro que, al fin, resta la conciencia de la inutilidad del empeño: «Y ahora miras pasar otras fórmulas vivas / cuyas operaciones aquilatan tus mitos; / pero números rotos, igualdades quebradas, / sólo pueden sumar un Dios deteriorado» ( 40). Es, en definitiva, la misma confesión de impotencia de la palabra que registrábamos en G. Camero: la poesía, según Azúa, logra sólo componer, con algunos elemen­tos rescatados momentáneamente de la muerte por la memoria -no sólo, quede claro, la memoria histórica sino una fértil memoria imaginativa-, un friso que parece animado. El «Epílogo» de El velo en el rostro de Agamenón descubre el resultado de la poesía-cepo para nutria:

«Como delfines los recuerdos surgen plateados relumbran un momento, faro instantáneo, luego se sumergen y nadan deslizándose entre plancton

Parques, parques, necrópolis errantes, agrupación zoológica caduca para una biología trascendente .................... » (p. 39).

Ese tanteo y entrechocar cabalístico de pala­bras que es la poesía, logra tan sólo a veces «un brillo y un quejido» que constituyen «el único oriente de la muerte». No nos encontramos en Azúa con imágenes visualizables sino concep­tualizables, que, sin embargo, apoyadas en la misma tópica de la mitología de los mass media o en una mitología análoga de cultura -en Gim­ferrer y Carnero, la historia y el arte; aquí tam­bién la filosofía-, se construyen también encollages fragmentarios.

Podrían parecer a primera vista distantes de ese paradigma poetas como Siles y Martínez Sarrión. Debo decir, sin embargo, que Génesis de la luz es el libro de mayor tensión barroca aparecido en esos años. Brota de una aguda con­ciencia de la soledad y del universal engaño a los ojos, que el poeta trata de conjurar mediante un complejo trenzado de contrarios que operan en el plano de los conceptos y en la propia expresión, generando toda una fantasmagoría de luz: «Yo no podía ver sino mentiras dulces, / talismanes queridos, manos que me entregaban / aquello que pedía. Y fuiste tú, oh luz / mar encendido de pronto y para siempre, / la pura ley, el orden ... » ( 41). Cuando eso se logra, «i Qué alaridos de júbilo! iQué embriaguez de belleza!/ iQue rojos siderales!. .. » («Génesis de la luz», p. 13). En efecto, el poeta se siente creador a través del sueño que genera en su escritura imágenes neosurreales: «un corazón seccionado / llueve sangre entre copas de pinos ... » (p. 13); hay «serenos degollados en la esquina del tacto», «cabellos humeantes» y una sierra que con su mejilla dorada «hace un cielo de cadáveres bellos» (p. 17); en la evocación de E. Allan Poe, «en la ventana apareció de pronto prendido de una tela de araña, un ojo frío ... » (p. 19). Poco más tarde, en Canon (1969)-1973), Jaime Siles, que logra, en «Ludwig van Beethoven piensa antes de interpretar por última vez>>, la construcción de uno de los más bellos espacios poéticos de su obra, confesará la conciencia de la fragilidad de su esfuerzo: «Dura, palabra, dura, sé distancia / que el resplandor aleje de la sombra» (página 64).

Jenaro Talens ha apuntado certero al origen del supuesto neosurrealismo de Martínez Sarrión: «No hay trabajo sobre 'asociaciones lógicas' ... » ( 42). De nuevo, pues, artificio. Y bien, dejando a un lado que la galería de retratos que abre un libro de título tan barroco como Teatro de operaciones, tiene bastante que ver con técnicas de Arcimboldo y Quevedo -niño como «purísimo sonetón»; pareja de niños «sin cara y con reloj» (pp. 45 y s)-, quiero situar en la que estimo su justa perspectiva la técnica de elipsis y collage que, con todo derecho, Castellet calificó de común en las construcciones del «arte de la memoria» de los novísimos. Adelan­tado de las vanguardias que nacen de las cenizas

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del Modernismo (43), facilita Ramón, en su «Prólogo» a lsmos, varias claves que me parecen esclarecedoras de esa concreta técnica de elipsis y collage: ante todo, el principio básico de que un mundo absurdo no puede ser expresado por una literatura con coherencia lógica; en segundo lugar, que el humor constituye una técnica de distanciamiento de la realidad y potencia la autonomía creadora del autor; por último, que el secreto de que una cosa literaria resulte, está en la consecución de un certero punto de enfo­que para captar lo único posible, la cambiante instantaneidad.

De Castellet, que, aplicando teorías de Umberto Eco, habló de generación del «cogito interruptus», «propio de aquellos que ven el mundo lleno de signos y viven en un universo simbólico» ( 44 ), a Bousoño que al fondo de ella adivina la «crisis intensísima de la razón racio­nalista» ( 45), la crítica ha constatado la aparición en esa segunda parte de los años sesenta, de un nuevo modo de aprehensión poética, que no persigue la estructuración lógica y que se vierte en un discurso plagado de interrupciones y elip­sis, y tejido con elementos semánticamente dis­pares. Producto de la desconfianza en los datos aportados por los sentidos y en las clasificacio­nes racionales preestablecidas, tales interrupcio­nes, al tiempo que reflejan la fragmentación objetiva de la realidad, contribuyen a fijar la mirada más en el proceso de percepción que en lo percibido: nos hallamos así tan sólo con «flas­hes» de la cambiante instantaneidad. Un paso más, y en el collage tratará el poeta de situar la palabra en contextos insólitos, y con frecuencia extralógicos, en busca de que en un inesperado enfoque se produzca la iluminación que llene el oscuro vacío de fantasmagorías. (No se olvide a este propósito que Juan Ramón recurrió al collage, a partir del Diario de un Poeta recién casado, cuando se empeñaba en hallar una palabra nueva y creadora). Pero a la vez, el collage trata de convertir en materia poética lo que de suyo no lo es. En rigor, correspondería hablar aquí del auge de la poesía experimental en esos mismos años, de la que son buena muestra las publicaciones de Artesa o la aparición del libro Poesía experimental. Estudios y Teoría (47). Pero excede mi propósito actual y prefiero fijarme en otro aspecto interesante del collage.

Quedaba pendiente de solución el problema planteado por la incorporación de elementos de la mitología subcultura! «camp» o de la propia cultura histórica, artística, filosófica, etc. lHasta qué punto conlleva fuerza estética y cómo pode­mos detectarla? Lúcidamente escribía G. Car­nero en una de sus primeras Poéticas: « ... El poema deberá ser un sistema coherente que contuviera -en orden a la operación de leer y no refiriéndose a problemas de exégesis literaria-

El estado de las poesías

la exposición de todas las claves necesarias. Si no se estima suficiente el uso del lenguaje des­criptivo-narrativo habitual, debe acudirse a un correlativo que exista con independencia del poeta y del poema. La historia de la cultura es venero inagotable>> ( 46). La cuestión queda así delimitada al hecho de que el elemento incorpo­rado no sea un cuerpo extraño, o superfluo, en la estructura de ese objeto que es el poema, sino que funcione, en convergencia con los demás elementos que lo constituyen en todos sus nive­les, fónico, morfosintáctico y semántico. La abundancia, en una primera etapa, de material «camp» no significa otra cosa, como aclaró Gim­ferrer a propósito de La muerte en Beverly Hills, que un coincidente gusto de moda; del mismo modo que el aprovechamiento de material de cultura no hace más que corroborar la impronta humanista de los poetas. En uno y otro sentido, permítaseme recordarlo, un repaso a la poesía de nuestros siglos de oro disiparía, por analogía, pertinaces suspicacias de parte de la crítica.

A mi juicio, la influencia de los mass media en la nueva poesía de la segunda mitad de los sesenta ha sido mucho más decisiva en la forma­lización del poema que en el aporte de elemen­tos de su subcultura o de su cultura. He atri­buido a la motivación del espíritu barroco el empeño por rellenar de imágenes teatralizadas o, al menos, intensamente plásticas, el vacío creado por el desengaño; y acabo, de otro lado, de vincular a la poética vanguardista las técnicas de elipsis, interrupciones y collages. Pero debo añadir que, ciertamente, la familiaridad con lo que Me Luhan llama medios fríos, ha ayudado a estos poetas a elaborar lo que dice Umberto Eco: «configuraciones poco definidas; no resultados acabados, sino procesos; no sucesiones lineales de objetos, momentos y argumentos, sino una espe­cie de totalidad y simultaneidad de los datos en cuestión. Aplicando esta realidad a las formas expresivas -añade-, tendremos el discurso no por silogismos sino por aforismos, que son, de suyo, incompletos y requieren por ello una profunda participación» ( 48). Gimferrer lo concretaba magistralmente en la segunda parte del último poema de su entrega castellana: «Y aún nos es posible cierta aspiración al equilibrio, / la pureza de líneas, el trazado de un diseño, / el olvido de la retórica de lo explícito por la retórica de las alusio­nes, / los recursos del arte ... » (p. 96). Y, como ejemplificándolo, ensarta a renglón seguido des­vaídos «flashes» que un «arte de la memoria», afi­nadamente sensitiva, va arrojando: «todo en escorzo, la luz amarilla chorreando en las botas y los cintos, / las cabezas extáticas ... ».

Insisto: no se trata de una memoria discursiva e histórica sino sensitiva e imaginativa. Y termi­naré apuntando el fundamento de la coherencia de esta nueva estética. Julia Barella ha señalado

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como característica fundamental de estos poetas su coincidencia en «el problema de la pérdida de la identidad y la autoficción del yo» ( 49). El des­doblamiento del yo, del que brota el personaje espectral que Gabriel Ferrater adivina como autor de la poesía de Jaime Gil de Biedma, es fruto de esa generalizada crisis de identidad. Igual que en el Barroco: el poeta del Polifemo y las Soledades no es el ciudadano cordobés Luis de Góngora sino el doble fantasmagórico que trató de llenar imaginativamente un vacío. Ficción él mismo, el poeta de la nueva estética, en alas de una memoria artística, esto es, imaginativa, puede convertir lo real en ficción y viceversa. Nos pro­pone así un discurso que reclama, a la par, un lec­tor nuevo, dispuesto a aceptar la ficción de base y a navegar con él por sus mundos.

(1) Barcelona, Barral Editores, 1970.(2) «Malos escritores, no: delincuentes». Cuadernos

para el Diálogo, julio 1976. (3) Recogido en Primera cuarentena, Barcelona, El

Festín de Esopo, 1982, p. 142. (4) Vid. Gregorio Salvador, «Cuarto tiempo de una

metáfora», en Homenaje a Emilio A/arcos García, Universi­dad de Valladolid, 1965, pp. 431-442.

(5) Apuntes sobre poesía española de posguerra, Madrid,Taurus, 1970, p. 97.

(6) «Poética», en Enrique Martín Pardo, Nueva PoesíaEspañola, Madrid, Scorpio, 1970, p. 34.

(7) Declaraciones de Enrique Martín Pardo a VicenteRomero: Pueblo, 16, 12, 1970.

(8) «Poesía de posguerra en lengua castellana», Poesía,2, agosto-septiembre, 1978, p. 89.

(9) Delgado, Díez, Fierro y Llamas, Equipo 'Claraboya'.Teoría y Poemas, Barcelona, El Bardo, 1971, pp. 29 y s.

(10) «José-Miguel Ullán: escritos por legítima defensa».Entrevista con José Ramón Chao, Triunfo, _439, 31.10, 1970, p. 64.

(11) «La poesía heterodoxa de José-Miguel Ullán».Entrevista con Jean Michel Fossey, El Norte de Castilla, 22, 11, 1970.

(12) Granada, Los Pliegos de Barataria, Editorial DonQuijote, 1982; recogido en Estudios sobre poesía contempo­ránea, Madrid, Taurus, 1983, pp. 206-210.

(13) Poesía. 5 Poetas del 62, 15, julio 1982, pp. 115-122;recogido en Estudios ... , pp. 211-216.

(14) Serra d'Or, 127, abril 1970. Tomo prestada la tra-ducción castellana del propio Prat.

(15) Equipo 'Claraboya', pp. 10-12.(16) Equipo 'Claraboya', pp. 21 y s.(17) Recogido en Antología salvaje, Colección Hoy por

Hoy, 1970, pp. 93 y s. (18) Ensayo de una despedida (1960-1972), Madrid,

Visor, 1984, pp. 20 y s. (19) Recuérdense los estudios de Yates sobre la fecun­

didad del arte de la memoria en Góngora y véase el exce­lente estudio introductorio de Aurora Egido a la edición del Paraíso, de Soto de Rojas, Madrid, Cátedra.

(20) Luis Antonio de Villena, «Introducción a la poesíade Pablo García Baena», en Poesía completa 1940-1980, Madrid, Visor, 1982, p. 14.

(21) José Batlló, Antología de la nueva poesía española,Madrid, El Bardo, 1968.

(22) La nueva poesía española. Antología crítica, Madrid,Biblioteca Nueva, 1971.

(23) Gimferrer: pp. 303 y 305; Carnero: pp. 315 y 318.(24) Diego Jesús Jiménez: pp. 257 y 262; A. Hernández:

pp. 271 y 272. (25) Varios poemas del libro Extraña fruta y otros fue­

ron después recogidos en la ed. de Pere Gimferrer, Poemas 1963-1969, Barcelona, Ocnos, 1969. Por su mayor accesibili­dad, sigo en mis citas la ed. de Madrid, Visor, 1979.

(26) «Dos o tres cosas que yo sé de Jaime Gil de Biedma»,El País-Libros, núm. 302, 4 de agosto de 1985, p. 8.

(27) «Neo-neo-clasicismos en la poesía españolaúltima», Los Cuadernos del Norte, 20, julio-agosto 1983, pp. 61-65.

(28) «(Desde) La poesía de Antonio Martínez Sarrión»,prólogo a Antonio Martínez Sarrión, El centro inaccesible (Poesía 1967-1980), Madrid, Hiperión, 1981, pp. 13-17.

(29) «Función de la poesía, función de la crítica». Entre­vista con Pere Gimferrer, El viejo Topo, 26, noviembre 1978, pp. 40-43.

(30) «Algunas observaciones», antepuestas a la ediciónde Poemas 1963-1969, Barcelona, Ocnos, 1969. Recogidas, después en la ed. de Madrid, Visor, 1979, p. 13.

(31) lEs literatura o vida lo que encontramos en laEgloga I, en las Canciones IV y V de Garcilaso? Véanse los trabajos que sobre esas tres piezas y en relación con tal pro­blema hemos realizado Luis Iglesias Feijoo, yo mismo, y Fernando Lázaro Carreter: Garcilaso. Actas de la IV Acade­mia Literaria Renacentista, Universidad de Salamanca, 1985.

(32) Véase el estudio de Fernando Lázaro Carreter enFray Luis de León, Actos de la I Academia Literaria Renacen­tista, Universidad de Salamanca, 1981.

(33) En su descripción de los componentes generacio­nales: «La poesía de Antonio Colinas», Prólogo a la ed. de su Poesía (1967-1981), Madrid, Visor, 1984, p. 13.

(34) Pueden verse, sin ir más lejos, en «Dos o tres cosasque yo sé de Jaime Gil de Biedma», cit.

(35) Guillermo Carnero, «La corte de los poetas. Losúltimos veinte años de poesía española en castellano», Revista de Occidente, 23, abril 1983, p. 48.

(36) Entrevista con Antoni Munne, cit. «Algunas obser­vaciones», p. 12.

(37) «Primera etapa de un novísimo: Pedro Gimferrer,Arde el mar», Papeles de Son Armadans, núm. CXC, enero de 1972, pp. 45-61.

(38) Entrevista con Antoni Munne, p. 43.(39) Dibujo de la muerte, en Ensayo de una teoría de la

visión (Poesía 1966-1977), Madrid, Hiperión, 1979, pp. 84 y siguiente.

(40) «Parálisis», Cepo para nutria, en Poesía 1968-1978,Madrid, Hiperión, 1979, p. 19.

(41) «El falso muro quebrado ya en mis ojos», en Poesía1969-1980, Madrid, Visor, 1982, p. 16.

(42) «(Desde) La poesía de Antonio Martínez Sarrión»,página 37.

( 43) Es tema que he explicado en varios estudios -«Anotaciones propedéuticas a la vanguardia literaria hispá­nica», «La generación unipersonal de Ramón Gómez de la Serna», «Una polémica ultraísta»- y resumido en el capí­tulo introductorio al estudio del vanguardismo en el vol. VII de Historia y crítica de la Literatura Española.

(44) «Prólogo» a la antología de los Nueve novísimos,página 32.

(45) «La poesía de Guillermo Carnero», pp. 16-22.(46) «Poética» recogida en la antología de Enrique

Martín Pardo, Nueva poesía española, pp. 87 y s. (47) Madrid, 1968.( 48) Cit. por Castellet, «Prólogo», pp. 33 y s.( 49) «La reacción veneciana: poesía en la década de los

setenta», Estudios humanísticos, Universidad de León, 5, página 72.

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COLOQUIO

G. Carnero.-La historia se hace con docu­mentos escritos, pero hay otros datos que se pierden y hay que teorizar sobre las cosas que no tienen testimonio. Quiero dar cuenta de la leyenda -envenenada- de que Castellet no es autor de la antología. La frase «Castellet fue hombre de paja de Gimferrer» es una leyenda. lDe dónde surge? De Ullán que no perdonó el no ser incluido en esa antología. A éste se le lla­maba la bestia (M. Sarrión.-No, la víbora) de Villarino. Hay una frase de Ullán en la que llama a Gimferrer «La Raquel Meyer emplu­mada de la poesía española». En el fondo de estas críticas hay un propósito de desacreditar la antología porque si el libro procedía de uno de los que en él figuraban era más fácil caricaturi­zarlo.

V. G. de la Concha.-Ullán iba a asistir alencuentro, pero en el último momento no pudo hacerlo.

Soy reacio a montar la historia sobre la anéc­dota. Ahí están los libros de poesía y sería útil para la construcción crítica de esta época el no naufragar en la anécdota y apoyarse en esos libros.

G. Carnero.-No es anécdota en el sentidohabitual. Conviví con los participantes en este movimiento. Las primeras noticias de que se proyectaba realizar una declaración teórica las tuve por Barral; fue él quien me habló de hacer una antología. Quien estaba introduciendo a tra­vés de su editorial un tipo de literatura fuera del dogma de la poesía real era C. Barral. El y Jaime Gil de Biedma fueron los primeros -sin olvidar la influencia del libro Anatomía del realismo de Sastre (1963), que sigue una línea marxista- a los que oí referirse al agotamiento del realismo. No en vano la.obra de Gil de Biedma es la de un escritor burgués, que no puede hacer realismo social.

Fanny Rubio.-Hay un puente entre la poesía anterior, social, y vuestra generación. En unas conferencias en el Instituto Francés ya se habla de nueva poesía. Detrás de Castellet está Gim­ferrer; no hay duda de que Castellet redactó la antología, pero inspirado por Gimferrer. Otro dato es la cerrada tertulia de Gimferrer y sus amigos y sus intentos por evitar que posibles competidores le hicieran sombra.

Rosa M.ª Pereda.-lPor ejemplo? F. Rubio.-Antonio Carvajal.

A. López Casanova.-Me parece que entre lomás válido del 50, primer Valente, Brines, Coli-

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