La retórica como cultura escolar

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La retórica como cultura escolar Luis Antonio Monzón Laurencio Introducción Max Weber ya señaló en algún momento que las sociedades protestantes tuvieron un desarrollo económico superior debido en gran medida al modo de pensar particular de estas modalidades del Cristianismo. Entre ellas podemos destacar la idea de que en la línea protestante, la persona es conminada a leer y discutir los textos bíblicos. Por su parte, el cristianismo católico del que se distancian estas modalidades permanece dogmático, es decir, dejando la posibilidad de interpretar y discutir los textos bíblicos únicamente a los especialistas. A pesar de la declaración de la laicidad de la educación en países como México, es verdad que en muchos sentidos seguimos manteniendo los principios aprendidos del catolicismo. Es por ello que tanto en nuestro país como en muchos otros, las habilidades de discusión no forman parte de una cultura escolar. Todavía en la actualidad la autoridad epistemológica en el aula es el docente y por ello, los aportes de pensadores de otras latitudes no han tenido el éxito esperado en esta región. La lectura crítica (verdaderamente crítica y no sólo contestataria) y la discusión no están enraizadas en la cultura escolar de nuestro país, o al menos consideraremos esta afirmación como altamente cierta en la mayoría de los casos, los suficientes para considerarla norma y no excepción. Por otra parte, hay quienes manifiestan una sincera preocupación ante esta situación y proponen modalidades de integración del 1

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La retórica como cultura escolarLuis Antonio Monzón Laurencio

IntroducciónMax Weber ya señaló en algún momento que las sociedades protestantes tuvieron un desarrollo económico superior debido en gran medida al modo de pensar particular de estas modalidades del Cristianismo. Entre ellas podemos destacar la idea de que en la línea protestante, la persona es conminada a leer y discutir los textos bíblicos. Por su parte, el cristianismo católico del que se distancian estas modalidades permanece dogmático, es decir, dejando la posibilidad de interpretar y discutir los textos bíblicos únicamente a los especialistas.

A pesar de la declaración de la laicidad de la educación en países como México, es verdad que en muchos sentidos seguimos manteniendo los principios aprendidos del catolicismo. Es por ello que tanto en nuestro país como en muchos otros, las habilidades de discusión no forman parte de una cultura escolar. Todavía en la actualidad la autoridad epistemológica en el aula es el docente y por ello, los aportes de pensadores de otras latitudes no han tenido el éxito esperado en esta región. La lectura crítica (verdaderamente crítica y no sólo contestataria) y la discusión no están enraizadas en la cultura escolar de nuestro país, o al menos consideraremos esta afirmación como altamente cierta en la mayoría de los casos, los suficientes para considerarla norma y no excepción.

Por otra parte, hay quienes manifiestan una sincera preocupación ante esta situación y proponen modalidades de integración del diálogo y la argumentación en la actividad escolar. Sin embargo, la tradición univocista-positivista de nuestros sistemas educativos han llevado a pensar que es la argumentación de corte lógico y cientificista la que debe promoverse en las escuelas. El pensamiento científico ha perdurado mucho tiempo como paradigma de racionalidad sin reconocer las limitaciones que este tiene.

Sin embargo, durante aproximadamente dos mil años, desde antes de Aristóteles hasta los inicios de la modernidad, se ha reconocido la necesidad de dos modos distintos de argumentar: el lógico que es adecuado para encontrar la verdad y para controlar la naturaleza y el retórico, que es propicio para encontrar lo conveniente, lo justo, lo bueno, lo adecuado.

Si concebimos la educación más allá de la transmisión de saberes y la preparación para el trabajo, si la pensamos como formación integral de la persona, como formación del ciudadano o del ser humano, entonces será fácil comprender que la formación científica no basta para lograr el bien común, a fin de cuentas no debemos olvidar que Robert Oppenheimer, Enrico Fermi, y sus

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colaboradores eran personas altamente conocedoras de la ciencia y, a su vez, creadores de la segunda arma más mortífera inventada hasta ahora, capaz de matar a 140,000 personas con un solo impacto.

Y no es que se trate de hacer juicios morales en este documento, sino de diferenciar precisamente dos órdenes de discurso muy distintos entre sí, aunque profundamente relacionados: el discurso de la ciencia que permite derivar conclusiones necesarias de premisas asumidas como verdaderas y que da como resultado un artefacto tecnológico como lo es una bomba atómica, y un discurso que no tiene la exactitud, certeza ni necesidad de aquél pero que es indispensable para valorar las consecuencias de un acto y tomar la decisión de utilizar o no dicho artefacto.

Los enunciados que condujeron de la ecuación de Einstein al artefacto son distintos en sus relaciones lógicas con los enunciados que llevaron a Truman a ordenar el bombardeo, al menos porque pensamos en que es posible (aunque quizá improbable) que dicho ataque no se hubiese llevado a cabo, pero no podemos pensar que si la relación materia y energía es como es pueda ser de otro modo la liberación de energía provocada al dividir un átomo cualquiera.

El orden del discurso de lo contingente y el del discurso necesario, esto es lo que diferencia a la argumentación lógica de la retórica y en sistemas educativos como el mexicano predomina aún la visión del segundo sobre la visión del primero, cuando en la vida cotidiana, en las elecciones que enfrenta una persona día con día tiene que habérselas con elecciones contingentes, pues si hubiese un caso en el que se enfrentara con lo necesario, ni siquiera hay en realidad elección.

Es por ello que si la educación debe formar personas, no puede bastarse a sí misma sin una formación retórica adecuada, es decir, sin una capacidad para pensar lo contingente, lo cotidiano.

Beuchot y Arenas-Dölz (2008) proponen la necesidad de este retorno de la retórica de la siguiente manera: «mucho de lo que se plasma en las instituciones sociales responde al deseo, no solamente a la necesidad. Ya algo es muy importante es que las instituciones sociales respondan a las necesidades del hombre y pugnen por satisfacerlas, pues es el nivel más básico e imprescindible. Pero también lo es el que atiendan a los deseos del hombre, que son los que dan la coronación a las necesidades» (p. 129). Así, no podemos sólo conformarnos con que la educación introduzca a las personas en niveles de argumentación apodíctica, sino que es indispensable educarlos en la retórica para estar acorde con este nivel necesario y cada vez más reconocido de las instituciones humanas.

Los mismos autores nos dicen más adelante «(…) consideramos que el potencial que encierran las aportaciones de la tradición retórica debería ser aprovechado en la formación de la ciudadanía por quienes se proponen diseñar las políticas educativas actuales, dado que lo fundamental para un ciudadano de la sociedad moderna es la necesidad de dominar críticamente el lenguaje, lo cual nos permite precisamente una comprensión y orientación de la acción humana» (p. 130).

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El presente ensayo versa sobre la retórica y pretende explorar cómo esta podría fomentar una cultura escolar más adecuada para lograr objetivos de alcance social, porque dichos objetivos son siempre contingentes, relativos, históricamente determinados y, por ende, no se llega a ellos por deducción lógica, sino por convencimiento racional, por argumentación retórica. No nos interesa aquí, entonces, los objetivos de alcance meramente epistemológico (aprender ciencias, por ejemplo), cuya enseñanza puede ser mejorada si perfeccionamos algunos métodos. Nos interesan aquí los fines más personales y sociales de la educación: la formación ciudadana, intercultural y democrática, educación en valores, competencias sociales como la colaboración y la participación política, etc. Porque no se puede deducir la necesidad de participar políticamente, hay que convencer a las personas para hacerlo.

Parto de la idea de que la formación retórica debe ser considerada como parte fundamental de la cultura escolar, no sólo en tanto que esta puede ser entendida como arte del convencimiento (de donde resulta indispensable para el buen docente convencer a sus estudiantes en lugar de imponerse), sino en tanto que la retórica va más allá y se une con la epistemología y la ética-política para darnos una formación integral del ser humano.

Es decir, la retórica no sólo debe ser considerada como un conjunto de técnicas para convencer, sino como una compleja formación que incluye aprendizajes teóricos, desarrollo de habilidades y de actitudes sociales y morales que ayudarían en gran medida a lograr algunos objetivos sociales que en la actualidad se persiguen.

A continuación presentaré algunos argumentos a favor de esta idea. En primer lugar haré una muy breve revisión histórica del concepto de retórica sólo con la finalidad de constatar la idea de que ella ha estado presente durante más tiempo en la educación que el tiempo que ha pasado ausente. Posteriormente limitaremos el concepto de retórica para comprender qué entenderemos en este texto por ella. A continuación explicaré brevemente por qué se dejó de lado esta disciplina en las escuelas y cómo resurgió un interés por ella en el siglo XX.

Posterior a ello, como se trata de hablar sobre cultura escolar, delimitaremos brevemente el concepto de cultura u, por último, se expondrá la idea que se tiene de una cultura escolar retórica.

I historia del concepto de retóricaEl término «retórica» se ha utilizado, desde hace aproximadamente doscientos años, en un sentido despectivo. Se le ha usado como expresión de palabrería vacía, como estrategia de persuasión y manipulación, como discurso falaz o para nombrar un discurso muy adornado pero carente de contenido. Prueba de ello nos la da Nietzsche al inicio de sus Escritos sobre retórica de 1872 en donde inicia contundentemente diciendo «una de las principales diferencias entre los antiguos y los modernos es el extraordinario desarrollo de la retórica: en nuestra época este arte

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es objeto de un general desprecio, y cuando se usa entre los modernos no es más que diletantismo o puro empirismo» (1872: 415 / 2000:81).

Sin embargo, esta perspectiva y uso del término «retórica» no sólo es erróneo, sino que es injusto en la medida en que desconoce (en su sentido de ignorar pero también en el de no re-conocer o dar crédito) toda una gran tradición histórica que da inicio con Aristóteles en el siglo IV a. c., que se pierde hacia finales del siglo XVII, pero se retoma fuertemente a partir de la mitad del siglo pasado. Efectivamente, como afirma Nietzsche, en la antigüedad la retórica no sólo era una disciplina más estudiada por las personas, era en cierto sentido un fin en sí mismo, era un fin de la cultura: «la formación del hombre antiguo culmina habitualmente en la retórica: es la suprema actividad espiritual del hombre político bien formado, ¡una idea para nosotros muy extraña!» (1872: 416 / 2000:81).

Dentro de esta tradición, la retórica no sólo se concibe como un arte de la argumentación dirigida a convencer al auditorio sino que estaba vinculada fuertemente con una teoría de la praxis, con una ética y con una política; y podríamos afirmar que en la actualidad también con la epistemología y la hermenéutica.

Para delimitar qué entendemos por retórica, apelaremos a la idea más tradicional de ella que es la de Aristóteles, pues con él se da inicio la teorización sobre la retórica.

El fundamento de las tesis aristotélicas, desde la interpretación que seguiremos en nuestras reflexiones, se basa en la idea del hombre como animal lingüístico, una modificación de la tradicional idea de animal racional basada en una interpretación diferente del término griego logos que significa tanto razón como palabra, discurso, habla. Así, pensamos que Aristóteles concibe al ser humano como un animal que habla. Pero, como afirma Ramírez (2008), no se trata sólo de la capacidad de comunicarse lingüísticamente lo que lo caracteriza como ser humano, pues esto también lo comparte con otros animales, «la capacidad intercomunicativa es, por lo tanto, algo que el ser humano y el animal tienen en común. Pero lo que diferencia la comunicación humana de la de otros animales es su competencia en el uso de ese específico instrumento que es el lenguaje: la palabra». (Ramírez, 2008: 13).

Para Aristóteles, esta propiedad es lo que da fundamento a su característica también importante de ser social. «Pero decir que el ser humano es un “animal social” no es tampoco una definición del ser humano, como algunos pretenden. Se cita a menudo a Aristóteles sin haberlo leído. El ser humano es sólo un animal social entre otros, no el animal social (...) Pero la sociabilidad humana es —según Aristóteles— de un carácter especial (…)» (p. 13) lo es porque está mediada por un uso especial del lenguaje que se denomina en griego logos y que no implica nada más la capacidad de pensar racionalmente, más bien originalmente el logos está destinado a lo práctico y no a lo teórico, como afirma Ramírez (2008: 16)

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tener logos supone (…) saber distinguir entre lo justo y lo injusto, entre lo provechoso y lo perjudicial, entre lo bueno y lo malo, no entre lo verdadero y lo falso. Con ello conecta Aristóteles (por lo menos en este pasaje) la palabra logos con la razón práctica, no con la razón teórica, es decir con una actividad del pensar que no busca un conocimiento objetivo, exacto y científico, sino un conocimiento que orienta al ser humano en sus preferencias y en la elección de sus acciones.

Es en este sentido que el correcto manejo del lenguaje, del logos, sea indispensable para la determinación de la justicia, así como para la toma de decisiones y, por ende, para la vida social (llamada en aquél entonces política) y moral del ser humano.

La parte (pequeña y limitada) del logos que busca la verdad es estudiada por la lógica, mientras que esa otra parte del logos (más amplia, cotidiana y general) que tiene que ver con la racionalidad práctica es objeto de la retórica. De ahí que

(…) ya desde los propios griegos la retórica tenía como fin buscar el bien de la polis, el bien común, lo que es útil, deleitable y honesto para la sociedad civil (…) la retórica auténtica se inserta en una teoría de la praxis o una teoría de la acción que se conecta con la ética y la política; según la primera, la retórica mueve a los hombres a actuar buscando el bien; de acuerdo con la segunda, convencer a otro o a otros (a veces a la mayoría e incluso a todos) de procurar aquello que se ha visto como lo que redundará en beneficio de la polis (…) (Beuchot, 1998: 11-12).

Dado que en el mundo de lo social (de la polis, la política en sentido primitivo) el bien que se busca no es nunca absoluto, evidente o deducible necesariamente de ciertas premisas también verdaderas (pues si así fuera, todos los ciudadanos elegirían lo mismo y no habría, de facto, diversidad de puntos de vista; en tanto que los hay, entonces, queda claro que efectivamente las decisiones tomadas no poseen estas características) la retórica adquiere un carácter de búsqueda de lo conveniente o verosímil. Dice Beuchot (1998: 19) «al modo como la lógica argumenta en pro de la verdad, la retórica lo hace en favor de lo verosímil. No alcanza siempre lo verdadero, pero sí se le exige verosimilitud».

Pero, dado este mismo carácter social de la retórica, no se concentra únicamente en derivar conclusiones necesarias de conceptos ya sabidos e igualmente necesarios, sino que requiere apelar tanto a la parte racional del ser humano como a su parte emotiva. «[La retórica] no se queda en atender a la sola razón, también intenta afectar las emociones, ya que el hombre no sólo puede ser persuadido mediante el raciocinio, sino también por la emoción» (Beuchot, 1998: 12).

En este sentido, podemos afirmar que la cultura griega, así como posteriormente la romana y, del otro lado del «mundo conocido», en la India, la cultura budista han sido culturas retóricas, es decir, culturas que han favorecido entre las virtudes humanas, entre las competencias (como diríamos hoy en día) civiles el arte de hablar bien y convencer. Porque esta virtud o competencia es la virtud social-política por excelencia.

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Es por ello que Nietzsche comenta sobre la retórica que «(…) es un arte esencialmente republicano: uno tiene que estar acostumbrado a soportar las opiniones y los puntos de vista más extraños e incluso a sentir un cierto placer en la contradicción; hay que escuchar con el mismo buen agrado que cuando uno mismo habla, y como oyente hay que ser capaz, más o menos, de apreciar el arte aplicado» (1872: 415-416 / 2000:81). Esto nos empieza a mostrar cómo es que la retórica no sólo es una técnica y una ciencia, es también un ethos, un modo de vida, una costumbre, una moral.

Pero la retórica, por sí misma como técnica de argumentación, no es capaz de lograr esos fines políticos; no deseo caer en propuestas panacéicas. La retórica no es la solución a todos los problemas del mundo, como ninguna otra solución única puede serlo. Es verdad que la retórica tiene sus límites y sus peligros, como lo tiene cualquier otro modelo educativo y social. Más adelante el mismo Nietzsche advierte que «la polémica de Platón contra la retórica se dirige en primer lugar contra los fines perniciosos de la retórica popular, luego contra la preparación completamente ruda, insuficiente y no filosófica del orador. Sólo le otorga un cierto valor cuando se basa en una formación filosófica y se aplica a fines justos, es decir, a los fines de la filosofía» (1872: 419 / 2000:84). Podemos observar que, entonces, la formación retórica puede inclinarse hacia el camino del engaño y el perjuicio, por lo que debe ir acompañado de una formación moral, pero esta misma moral se constituirá de una manera diferente en una cultura que propicia el diálogo y la discusión que en otra que no lo hace. Así el asunto se vuelve sistémico y no lineal: una formación retórica favorece cierta moral y política mientras que cierta moral y política favorecen una formación retórica.

En estos casos, para distinguir términos, no utilizaremos el concepto de retórica sino el de erística que podemos definir «método utilizado en la discusión por quienes, independientemente de la verdad o falsedad de la tesis por ellos mantenida, se proponen como único objetivo la victoria en la discusión» (Webdianoia, s/f).

II delimitación del concepto de retóricaEs así que vamos a entender la retórica como un modo elevado de discurso-razonamiento (ratio et discorsi = logos) que versa sobre lo contingente y verosímil (en oposición a la lógica-dialéctica que versa sobre lo necesario y verdadero) y que busca lograr la adhesión del otro (o de los otros) a una tesis no sólo por convencimiento racional sino por aceptación emocional.

Decimos que es un modo elevado de discurso porque por un lado implica un manejo del lenguaje y del buen hablar (oratoria) que se desarrolla, se cultiva y no sólo se adquiere por naturaleza. Es decir, no sólo implica la capacidad natural de producir palabras ni la capacidad de hablar coherentemente un lenguaje ordinario, sino que es un modo desarrollado de habla que implica perfeccionar el uso de esta herramienta. Cualquiera puede aprender a hablar, pero hablar bien es

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algo que se debe cultivar mediante un ars rhetórica, una disciplina, producto de la investigación empírica y la reflexión teórica (ciencia) que proporciona algunos principios para lograr dicho desarrollo.

Distinguimos también en la definición el término de racionalidad porque la retórica implica un modo de pensar relacionado no con la búsqueda de lo verdadero (como en el caso de la lógica) sino relacionado con la deliberación (boulesis), es decir, con el silogismo práctico, con aquella racionalidad cuya finalidad no es una proposición verdadera, sino una resolución sobre cómo debemos actuar.

Decimos también que es un tipo de discurso-razonamiento que busca la adhesión de otro (u otros) a una tesis sostenida por alguien que la considera más verosímil, más práctica o en algún otro sentido mejor que alguna otra. Dicho en otros términos es una modalidad de construcción discursiva-racional que no busca únicamente la coherencia del discurso (sintaxis o verdad por coherencia), ni su apego a la verdad (semántica o verdad por correspondencia) sino el asentamiento de la persona (pragmática o verdad por consenso). Es decir, busca el convencimiento y la aceptación más que la demostración.

De igual manera, es un modo de discurso-razonamiento que, en oposición al discurso de la lógica formal pero en relación necesaria con ella, parte de premisas que no son consideradas verdaderas sino probables o verosímiles, aceptadas por la mayoría, y, por ende, llega también a conclusiones de ese tipo.

Es por ello que al aceptar esta definición, estamos adquiriendo algunos compromisos teóricos como son:

1. Compromiso con una antropología filosófica: que concibe al ser humano como un ser lingüístico por naturaleza, tal como se ha expuesto.

2. Compromiso con una teoría de la praxis: que concibe a toda praxis humana como lingüística, producto de una interacción social mediada por el lenguaje.

3. Compromiso con una teoría del conocimiento: que considera que el mundo de lo social no está determinado de la misma manera que el mundo natural; no obedece a leyes precisas e inmutables sino que parte de lo más aceptable, plausible o conveniente.

4. Compromiso con una ética: porque no sólo se trata de una mera techné o técnica para mejorar y adornar el discurso, sino un compromiso racional por la búsqueda de lo más verosímil y conveniente para la comunidad, oponiéndose con ello al uso indiscriminado que la sofística llevó a cabo de esta disciplina.

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5. Compromiso con una filosofía de la cultura: porque también la entendemos como una cultura, es decir, un modo de ser. Así como podemos hablar de una cultura científica o una cultura política, así también podemos hablar de una cultura retórica, que implica ciertas creencias, valores, actitudes, normas y principios. Esto significa, no simplemente se sabe retórica (como se sabe gramática) o se domina la retórica (como se dominan las matemáticas); sino que, en realidad, se vive (se vivencia) la retórica.

6. Compromiso con una teoría política: que ve a la sociedad como un conjunto de vínculos lingüísticos e interacciones comunicativo-discursivas orientadas al bien común.

III La pérdida de la retórica en la Era de la Razón y su recuperación contemporánea Si bien la cuestión de la llamada modernidad contiene una gran cantidad de problemas desde su mismo planteamiento, más o menos existe un consenso sobre algunas ideas de lo que esto significa, tres de ellas interesan al presente artículo: por un lado, 1) un desplazamiento de los modos medievales de pensamiento, 2) el ascenso progresivo de las ciencias empíricas que derivan en un control tecnológico de la naturaleza y 3) una serie de transformaciones económicas que derivan en el capitalismo y las economías de libre mercado.

En este contexto se genera un desplazamiento y eventual desaparición de la retórica en las sociedades. El nuevo modo de racionalidad científico-tecnológico no espera simplemente llegar a conocer la realidad, incluso la social, con base en aproximaciones de verosimilitud y plausibilidad. Se busca aplicar el método riguroso deductivo de las matemáticas e inductivo de las ciencias empíricas al conocimiento de la realidad total en su conjunto. Descartes y Spinoza son claros ejemplos de este proceder. Por su parte, el modelo económico favorece el surgimiento y ascenso al poder a personas de mentalidad utilitarista, que sólo entienden la realidad en términos de ganancia y beneficio personal sin importar su verdad, relevancia moral o conveniencia social.

Esto deriva, como bien sabemos, en el pensamiento positivista del siglo XIX. El conocimiento de la sociedad, según asevera Comte, debe producirse de igual manera que como se produce el conocimiento de la naturaleza; es indispensable buscar, entonces, las leyes sociales subyacentes a toda realidad. Por ello, la retórica no tiene ya cabida en esta modalidad de discurso-racionalidad, que no desea o no se conforma con lo verosímil, lo plausible o lo más conveniente, sino que desplaza el modelo hacia lo verdadero (en especial, lo absolutamente verdadero). La retórica desaparece por completo del plano de la vida intelectual.

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Pero a la par del positivismo, algunos pensadores se oponen a este modo de concebir la realidad. Para que el pensamiento moderno funcione son indispensables dos premisas fundamentales: 1) la estabilidad del mundo natural y del mundo social y 2) una imagen especular del lenguaje, es decir, concebir al lenguaje como reflejo de las cosas. Entre los muchos pensadores que se oponen abiertamente a estas premisas encontramos a uno de los más radicales: F. Nietzsche. En sus escritos sobre retórica nos comenta:

No hay ninguna “naturalidad” no retórica en el lenguaje a la que se pueda apelar: el lenguaje mismo es el resultado de artes puramente retóricas (…) el lenguaje no quiere instruir sino transmitir una emoción y una aprehensión subjetivas (…) nunca se capta la esencia plena de las cosas. Nuestras expresiones verbales nunca esperan a que nuestra percepción y nuestra experiencia nos hayan procurado un conocimiento exhaustivo, y de cualquier modo, respetable sobre la cosa (…) el lenguaje es retórica pues sólo pretende transmitir una dÒza y no una ™pistÇmh (91-92)

Y en Sobre verdad y mentira en sentido extramoral también comenta

¿Qué es una palabra? La reproducción en sonidos de un impulso nervioso. Pero inferir además a partir del impulso nervioso la existencia de una causa fuera de nosotros, es ya el resultado de un uso falso e injustificado del principio de razón. ¡Cómo podríamos decir legítimamente, si la verdad fuese lo único decisivo en la génesis del lenguaje, si el punto de vista de la certeza lo fuese también respecto a las designaciones, cómo, no obstante, podríamos decir legítimamente: la piedra es dura, como si además captásemos lo “duro” de otra manera y no solamente como una excitación completamente subjetiva! Dividimos las cosas en géneros, caracterizamos el árbol como masculino y la planta como femenino: ¡qué extrapolación tan arbitraria! ¡A qué altura volamos por encima del canon de la certeza! Hablamos de una “serpiente”: la designación cubre solamente el hecho de retorcerse; podría, por tanto, atribuírsele también al gusano. ¡Qué arbitrariedad en las delimitaciones!

Con esto nos quiere dar a entender que no es el lenguaje una instancia creada por nosotros para reflejar la realidad misma tal cual es. El lenguaje es una herramienta pero a su vez, es la constitución misma de lo real.

Es así como en durante el siglo XX existen varios pensadores que intentan de alguna manera u otra revivir el pensamiento retórico; desde la hermenéutica de Gadamer y Ricoueur, pasando por la nueva retórica de Chaim Perelman, retomada posteriormente por Stephen Toulmin, así como las reflexiones de algunos teóricos de la argumentación como Van Eemeren, Grootendorst y Kruiger; hasta algunos intentos en otras disciplinas como las el acercamiento retórico a la psicología de Michael Billig y la defensa del pensamiento heurístico en matemáticas de George Pólya, entre muchos otros.

Todos estos intentos coinciden en la necesidad de una modalidad distinta de la racionalidad y, por ende, de la argumentación. En muchos casos el uso del término retórica y la idea de un regreso a ella es explícito; en otros no lo es, pero las descripciones que se hacen de dicha nueva racionalidad

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(como en el caso de la heurística de Pólya) se vinculan con lo que la tradición de casi 2000 años ha conocido con este nombre.

En particular me interesa retomar el caso de Perelman y su nueva retórica de la que podemos destacar lo siguiente:

1. La (nueva) retórica es un modelo de racionalidad-discursividad vinculada con lo cotidiano, con la toma de decisiones y con las discusiones del orden de lo contingente que afecta a la vida social de las personas. Es decir, busca revivir una lógica práctica.

2. La necesidad de recuperar modelos de pensamiento como el abductivo — ((p q) q) p —, que en la lógica tradicional se ha considerado como falaz. Sin embargo, se tiene la precaución de considerar la conclusión en como probable y no como necesaria.

3. Colocarse entre los extremos del positivismo (argumentación lógico-racional) y el relativismo (negación total de la posibilidad de argumentación).

4. A pesar de reconocer que la argumentación es siempre situada, se inclina por la idea de que un discurso argumentativo debe generarse en términos de buscar el asentimiento de un público universal, con lo que evita el relativismo sofístico.

5. Coloca a la retórica como parte de la lógica y, por ende, para el buen desarrollo de ella se requiere preparación en esta última.

6. Pero sobre todo, retoma la idea aristotélica de no dejar la retórica como mera técnica de argumentación, sino que mantiene el vínculo entre esta y una ciencia de la misma, así como entre la argumentación y la justicia.

En este sentido, la recuperación de la retórica en general ha venido pensándose y repensándose durante el siglo XX, como un modelo de racionalidad-discursividad necesario para afrontar los cambios que se han venido suscitando durante el mismo siglo y afrontar algunos de los riesgos inminentes que esto ha traído.

IV Noción de culturaDado que vamos a hablar de cultura escolar, me resulta indispensable limitar este concepto. Iniciaré por delimitar el término «cultura» en general para luego hablar del término más particular de «cultura escolar».

La idea de cultura está vinculada en sus raíces con la noción de cultivar. Según la clasificación de Miguel Reale, por ejemplo, debemos entender este término en dos sentidos fundamentales: el propio que implica esta idea de cultivo en usos como «agricultura» o «puericultura» y un sentido

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metafórico que abarca los usos subjetivo y objetivo que incluye el uso histórico, antropológico y contracultural.

El sentido de cultura como formación, su sentido subjetivo, es el más antiguo. Podemos rastrear sus orígenes hasta Cicerón. Después el término se pierde hasta que Juan Luis Vives lo retoma en su sentido de cultivo del alma (cultura animi) (Véase Sobrevilla). No es hasta el siglo XIX cuando la antropología de Tayler y Boas transforman la noción de cultura a su sentido objetivo (Véase Cuche, 2007) y generalizado a toda actividad humana.

Sin embargo, la noción subjetiva de cultura tiene sus raíces en la más antigua noción griega de Paideia (traducida como cultura tanto como educación) que implica el desarrollo de las habilidades humanas para alcanzar la areté, traducida en ocasiones como virtud aunque en lo personal, prefiero traducir por el término excelencia1. La paideia no es, entonces, sólo el desarrollo de habilidades en general, sino el desarrollo más alto de ellas; es la formación personal con fines a la excelencia. Por ello se relaciona con la cultura, porque dicho desarrollo requiere de cuidado y atención dirigidas a un fin (cultivo).

La idea de cultura como paidea es recuperada al menos dos veces en la historia de las ideas; la primera con la humanitas renacentista hacia el siglo XIV, que dio pie a la formación de estos grandes personajes como Petrarca, Leonardo da Vinci, Erasmo de Rotterdam, entre otros. En esta época, nuevamente, el cultivo de todas las ciencias y las artes eran considerados indispensables para la formación de una verdadera cultura (humanitas).

Por otra parte, durante el romanticismo, en abierta oposición al positivismo, también se retomó la idea de la cultura como paideia o excelencia. Nietzsche es un claro ejemplo de esta idea. En su texto Sobre el porvenir de nuestras universidades hace una oposición entre la idead e una verdadera cultura (paideia-humanitas) y una falsa cultura. Mientras que, grosso modo, en la primera se lleva al hombre a buscar las más altas potencialidades de su ser, en la segunda la «cultura» es reducida para lograr la ampliación de la misma a todos.

1 Si bien el término «excelencia» ha sido negativamente connotado debido al discurso de la llamada «superación personal» que estuvo de moda hacia finales de los 80 y principio de los 90, así como al uso que este término se le da en la economía de libre mercado; me parece un término menos obscuro que el de virtud, que tampoco está lejano a prestarse a confusión debido a la relación de este término con la tradición cristiana. Para los griegos, hablar de areté implicaba que algo alcanzaba su máximo nivel de desarrollo, no carecía de nada que debiese tener (perfección). En ese sentido, todo objeto tiene su propia areté: un cuchillo, un auto, una persona. Un cuchillo desarrolla su areté cuando es un buen cuchillo, cuando corta, no se oxida, no pierde el filo con rapidez, es flexible sin perder filo, etc. En ese sentido esta es la virtud del cuchillo y cuando se llega a la más alta virtud es cuando podemos decir que no es sólo un buen cuchillo sino un excelente cuchillo. De ahí que se prefiera utilizar la noción de excelencia en lugar, aunque a la par, de la de virtud.

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Es decir, según Nietzsche la cultura verdadera es tan difícil de alcanzar que sólo algunos pocos están capacitados para ella. Sin embargo, partiendo de un principio de política económica que desea distribuir a todos los bienes por igual, la cultura, siendo también un bien, debe ser igualmente distribuida. Pero como no todos están en posibilidad de alcanzarla entonces es necesario reducirla para poder cumplir con dicha meta. Así, en lugar de fomentar el aprendizaje del latín para acceder a los clásicos, estos se traducen al castellano (en nuestro caso) y, no siendo suficiente, dado que los pobres muchachos adolescentes son incapaces de leer, entonces se publican resúmenes de los textos para hacerles accesibles la cultura.

La idea de falsa cultura, entonces, es la idea de una cultura simplificada, facilitada, perezosa y, sobre todo, de fácil acceso.

La cultura verdadera es, en este sentido, difícil de alcanzar, nos invita y nos motiva a superar las propias limitaciones. En este sentido, la verdadera cultura debe ser, en todo momento, antidogmática, al contrario de la cultura falsa, pues para facilitar el pensamiento basta con repetir lo que nos dicen los libros de texto. Sin embargo, la cultura verdadera exige a la persona pensar por sí misma y, por ende, ser capaz de defender sus opiniones ante las opiniones de los demás. Se entiende, entonces, que la capacidad de argumentar es indispensable en quien desea una verdadera cultura, de ahí que podamos comprender por qué los estudios de retórica fueron indispensables en las universidades medievales y renacentistas pero se perdieron durante la edad moderna y, en especial, durante el positivismo y durante el siglo XX con su enfoque tecnológico de la educación.

V Retórica y cultura escolarNo se ha pretendido afirmar aquí, en ningún momento, que el diálogo, la discusión y la argumentación hayan sido considerados valiosos dentro de la educación por muchos autores. Por ejemplo, recién apareció el texto 10 ideas clave: competencias en argumentación y uso de pruebas de María Pilar Jiménez Aleixandre, el cual es una especie de manual para ayudar a profesores y estudiantes a mejorar las capacidades de argumentación y uso de pruebas. En él se presentan algunas reflexiones y varios ejercicios para llevar a cabo este desarrollo, sin embargo, pareciera ser que olvida o deliberadamente evita hacer cualquier tipo de referencia al pensamiento retórico a pesar de que gran parte de las afirmaciones que hace provienen de esta disciplina.

Pensamos que el retorno de la retórica a la cultura escolar no sólo es necesario por ser esta el arte de la argumentación, sino que en realidad implicaría una transformación social importante cuya imagen paradigmática es la Universidad Medieval, un modelo humanista opuesto justo a la universidad tecnológica contemporánea.

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Si la imagen que presentamos más arriba de la universidad medieval era idealizada, también lo es la idea de la escuela tradicional, represiva, repetitiva, memorística y autoritaria. La cuestión central aquí no radica tanto en las acciones llevadas a cabo por los docentes como en las ideas subyacentes (paradigma en el sentido de Kuhn) o con los compromisos que se adquieren en determinada organización cultural. Un profesor puede estar convencido de que el diálogo ayudará a sus estudiantes a aprender mejor, siempre y cuando en él repitan las ideas que el profesor ha expresado o las que su tradición ha impuesto como verdades incuestionables, o simplemente le da la razón a quienes opinan de manera similar a él y reprime las opiniones de quienes están en desacuerdo; con lo cual no deja de fomentar el diálogo pero no hay una verdadera apropiación del mismo. Concebimos la cultura retórica no sólo como un conjunto de actividades dialógicas sino como un cambio en los principios fundamentales en las formas de pensar que sostienen esas acciones al grado tal que en una verdadera cultura retórica puede uno darse el lujo de regresar a formatos como la clase magistral, en la que una persona expone ideas sin intervención de los demás, sin diálogo, no porque este esté negado, sino porque la formación retórica de ponente y escuchas les permite comprender cuándo se debe escuchar y cuándo cuestionar.

De igual modo, es importante afirmar que en educación hay pensadores que le han dado al diálogo y la discusión un lugar importante en la formación de la persona. Bruner, por ejemplo, «la educación es para él una forma de diálogo, una extensión del diálogo en el que el niño aprende a construir conceptualmente el mundo con la ayuda, guía, “andamiaje” del adulto» (Palacios, 2004: 15). Sin embargo, lo que este autor propone no deja de pensar en el diálogo como medio «la importancia y valoración del diálogo en la construcción del conocimiento es focalizada por Bruner desde un punto de vista negociador, transaccional, donde la escuela se comprende fundamentalmente como una comunidad de aprendientes» (Maldonado, 2006: 31). La propuesta de una cultura escolar retórica implica, como señalábamos ya con Nietzsche, considerar esta forma elevada de uso del lenguaje del ser humano como fin (el fín último de la educación) y no sólo como medio.

Hablar de retórica y cultura escolar no significa, entonces, simplemente pensar en agregar una asignatura sobre argumentación o retórica a los ya sobrecargados planes de estudio. Tampoco significa implementar el diálogo y la argumentación como herramientas didácticas o como indicadores para evaluar. Se trata de llegar a una cultura escolar retórica, es decir, una transformación profunda en la forma de entender el conocimiento y, por ende, su transmisión que se nos manifiesta al menos en cuatro aspectos fundamentales: 1) centrar la educación no en los contenidos ni en el estudiante, sino en el diálogo; es decir no se discute para aprender, se aprende para discutir; 2) replantear el papel de la escuela como formadora de personas y no sólo de recursos humanos, 3) reconsiderar el valor del conocimiento para la vida (phrónesis) y no sólo del conocimiento teórico (episteme) y 4) diferenciar entre las ciencias que requieren discursos lógicos y las que requiere discursos retóricos.

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Como hemos dicho ya, partiendo de Nietzsche, existe una cultura verdadera y una falsa cultura. La segunda facilita las cosas mientras que la primera exige a la persona demasiado para lograr un desarrollo superior. Instanciado esto a la cultura escolar podemos afirmar que existen dos modalidades de escuela, aquellas que simplifican el conocimiento y aquellas que propician el crecimiento personal.

Consideramos que una cultura dogmática es facilitadora, simplificadora, en la medida que evita el compromiso personal de pensar y responsabilizarse de las decisiones propias. Es decir, en la medida, por ejemplo, en que acepto dogmáticamente (sin pruebas suficientes) que es la tierra la que se mueve en torno al sol y no a la inversa, me ahorro el trabajo de pensar por mi cuenta las razones por las cuales una intución tan cotidiana como es el movimiento del sol es en realidad falsa.

Sin embargo, si el estudiante es motivado a pensar por sí mismo, empezando por dudar de sus impresiones sensible s más básicas, entonces entra en el camino de la cultura retórica. El «aprendizaje por descubrimiento» es un caso de esto. Sin embargo, mencionaba apenas que el primer cambio al hablar de cultura retórica implica que sea la discusión (y por ende la argumentación) el fin y no el medio. En este sentido tenemos que pensar que los contenidos epistemológicos se aprenden para discutir mejor, mas no para saber más. Así, por ejemplo, no se aprende el modelo heliocéntrico sólo por suponerlo más verdadero que el geocéntrico, sino que la intención de aprender uno u otro modelo tiene como fin mejorar las capacidades de una persona para discutir en un momento dado. Por ello se le solicita pensar en las posibilidades de un modelo u otro, no para que aprenda cuál es verdadero, sino para que mejore su capacidad de discusión.

En este sentido, una cultura retórica sería una verdadera cultura escolar, porque fuerza al estudiante a elevar sus capacidades. Requiere aprender los contenidos porque sin ellos se enfrenta en desventaja con otro en una discusión, es incapaz de formular argumentos suficientes por falta de pruebas. Una cultura escolar retórica le ofrece al estudiante la oportunidad de aportar pruebas y, de no tenerlas, le ayuda a conseguirlas mediante la investigación o la cátedra.

Es por ello que concebimos, entonces, una cultura escolar retórica en la que la argumentación, discusión y diálogo sea el suceso central que acontece en las escuelas. No es la enseñanza, no es el aprendizaje, no es la formación ni los contenidos, sino el diálogo. Así, si hablamos de una pedagogía centrada en contenidos, otra centrada en el aprendizaje, otras centradas en los estudiantes, aquí hablaríamos de una pedagogía centrada en el diálogo; esto es, en la interacción discursivo-racional entre el docente (en su calidad de sabio o, al menos, más experimentado o más conocedor) y el estudiante.

En segundo lugar, afirmábamos que una cultura escolar retórica implica replantear el papel de la escuela y pensarla como un vínculo con la vida real, como una institución creada no para aprender el mundo ordinario, a fin de cuentas uno lo aprende y aprehende en lo cotidiano, sino creada para

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aprender a hacer frente a lo cotidiano. Así, debe brindar los conocimientos y habilidades suficientes para hacer elecciones y tomar decisiones; es decir, la escuela está vinculada con una teoría de la praxis y, por ello, debe fomentar el uso de una lógica práctica: la retórica.

Si aceptamos que se aprende para discutir y no al revés, entonces será fácil comprender que de ahí se sigue dicha conexión con el mundo real en el cual requerimos tomar decisiones, hacer elecciones y sostenerlas ante el posible cuestionamiento de los demás. Una queja importante que se le hace a la escuela es la de enseñar cosas inútiles y esto es verdad si los contenidos de aprendizaje se ven como fin y no como medio. Es decir, si pensamos en que aprender la configuración atómica es un fin en sí mismo sólo porque asumimos que es verdad, entonces el conocimiento se vuelve inútil. Pero si aprender la configuración atómica es sólo un pretexto para mejorar mi capacidad argumentativa o como una herramienta que podría servirme para sostener una decisión, entonces el conocimiento se hace útil. Por otra parte, para evitar el dogmatismo, debe aprender a retomar lógicas como la abductiva y llevar al estudiante a obtener conclusiones por él mismo, aún y cuando estén equivocadas pues estas pueden ser refutadas siguiendo el modelo de la argumentación y discusión.

Es verdad que sería muy difícil justificar un gran porcentaje de los contenidos actuales, por ende, habría más bien que modificar los contenidos. Pero eso es otro asunto.

El punto aquí es que si la finalidad de la escuela es formar hombres prudentes (phrónesis = prudencia), capaces de tomar decisiones y sostenerlas, entonces queda claro que está enseñando algo útil para la vida, lo cual nos conduce al punto número 3 que se ha señalado, revalorar el papel del conocimiento práctico y del conocimiento teórico. Especialmente en la enseñanza de las ciencias, no deben enseñarse estas porque son (o suponemos que son) verdaderas; deben enseñarse porque 1) nos ayudan a mejorar nuestra capacidad de pensamiento y argumentación y 2) nos brindan herramientas útiles para argumentar en posibles discusiones futuras.

Por su parte, la casi total ausencia de asignaturas útiles es un hecho constatable en la mayoría de los programas en México. Por útiles no nos referimos aquí, sin embargo, ni a cotidiano ni a rentable. Lo cotidiano se aprende en lo cotidiano. Lo rentable no deja de ser dogmático bajo un punto de vista estrictamente mercantilista. El ocio es también útil en un sentido muy distinto a cuando se identifica útil con rentable, pues no es lo segundo sino su contrario. Lo útil se entiende como aquello que nos beneficia y beneficia a la comunidad, lo cual es casi un ausente en nuestro sistema centrado en el conocimiento teórico y no en la prudencia (phrónesis).

Por último se señaló que una cultura escolar retórica romperá con la inoperante y anti-intuitiva idea de generalizar contenidos y métodos de enseñanza, abriéndose verdaderamente a la pluralidad. Reconocerá, por ejemplo, que en las matemáticas debe enseñarse un tipo de discurso-racionalidad distinta a la que se enseña en literatura, estética o talleres de arte (aunque la heurística de Pólya incluya de alguna manera la retórica en las matemáticas); sin que esto conlleve

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a un relativismo del tipo cada quien aprende lo que quiere, cuando quiere y como quiere. Se requieren mínimos niveles de organización pero sin que esta ahogue a los propios estudiantes.

Sin lugar a dudas nos parece un error pensar que toda asignatura, todo contenido, todo concepto o teoría, toda actividad puede ser aprendida y enseñada de la misma manera. Sospechamos profundamente de cualquier solución universalista que proponga una única solución para todos los problemas de la educación y, en ese sentido, no somos la excepción. La retórica no soluciona todos los problemas de educación, sólo aquellos relacionados con la formación de la persona y el ciudadano. Cómo mejorar la enseñanza de la matemática o de la física es una cuestión que quizá no se resolverá con clases que tengan foros de discusión, pues, como he señalado en repetidas ocasiones, la suma de dos cantidades dará siempre una tercera sin importar el gusto u opinión de los estudiantes, pero decidir si se legaliza o no el consumo de drogas no se deriva con la misma necesidad de ninguna premisa.

Asignaturas diferentes, contenidos diferentes, profesores y estudiantes diferentes requieren métodos y formas diferentes de enseñar, pero esto no implica que cualquier forma de enseñar funcione. Sin embargo, si nos parece que bajo el paradigma lógico, positivista, univocista o cientificista no se logra tal diferenciación mientras que bajo un paradigma retórico, sí. Es decir, en este sentido nos afiliamos a quienes consideran a la lógica como una parte de la retórica, siendo esta un estudio general de las formas de argumentar mientras que la primera se encarga sólo de aquellas formas de argumentación necesaria (apodíctica y asertórica). Siendo así, una cultura escolar lógica (como la mexicana) se pretende ver a toda la educación y sus problemas como resolubles con un único método; en una cultura retórica se abriría a la posibilidad de diversas soluciones que resuelvan problemas concretos y particulares.

Es verdad, sin embargo, que sí se orientará en alguna medida por la lógica formal y por el pensamiento científico pero sin que esto se interponga en las elecciones personales con respecto a la moralidad, religiosidad y otros aspectos de la civilidad que si bien invaden el ámbito de lo público no por ello dejan de ser privados. El diálogo es lo fundamental aquí y, por ende, se puede enseñar bajo cualquier perspectiva religiosa, política o moral sin que ello contamine la educación, si se añade a la enseñanza de ellas el respeto por otras formas de realizarse y de comportarse.

En el seno de una escuela vinculada a la retórica los estudiantes podrán no estar de acuerdo con los que los profesores dicen, pero no bastará con manifestarlo, deberán encontrarse en posibilidad de argumentar su postura y discutirla con el docente. De igual manera, el docente podrá diferir de la opinión política o religiosa de un estudiante, pero no por ello excluirlo del aula. Al contrario, se deberá contar con los suficientes medios para poder dialogar sobre estos temas

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con respeto entre ellos y sin llegar a perderse el respeto, pues se conocerá que las conclusiones nunca son absolutas.

La cultura escolar retórica, por otra parte, resulta indispensable para el correcto desarrollo de ciertas estrategias, metodologías o pedagogías en el aula. Por ejemplo, para el desarrollo adecuado del trabajo cooperativo y colaborativo; bajo un modelo de pensamiento racionalista-lógico no se llegan a desarrollar las habilidades mínimas necesarias para la colaboración, pues en este los participantes deben negociar, discutir y convencer a los demás para lo que requieren hacer uso de argumentaciones retóricas.

Sucede algo similar en la llamada metodología basada en problemas. Si partimos de un discurso lógico, dicha metodología ha existido desde antiguo, en matemáticas y física los estudiantes son constantemente ejercitados y evaluados mediante problemas que deben resolver (Vgr., si un móvil viaja con una aceleración constante de… ¿cuál es su velocidad final?). Pero llevar la metodología basada en problemas o casos a las ciencias sociales implica que no hay algoritmos universales ni fórmulas fijas para resolverlos, las respuestas deben ser argumentadas y por ende se requiere de una cultura escolar retórica para que estas modalidades educativas funcionen.

Una escuela con una cultura escolar tradicional puede aplicar la metodología basada en problemas o el trabajo colaborativo sin lograr resultados porque el ambiente no permite el desarrollo de estas en plenitud. Si el docente sigue considerándose poseedor de la verdad, si los estudiantes tratan de derivar axiomáticamente sus resultados a partir de los datos obtenidos, si en vez de cooperación se da imposición dentro de los equipos de trabajo, entonces estas metodologías pasarán a formar parte de la larga lista de intentos fallidos.

Se comprenderá ahora que lo que aquí proponemos es que la cultura escolar retórica implica uno de los muchos cambios de paradigma educativo necesario para que los cambios en los modelos, estrategias, métodos y demás, funcionen correctamente.

ConclusiónA manera de conclusión, podemos decir que lo que propongo aquí es un regreso de la retórica no como asignatura, sino como fundamento mismo de la cultura escolar, es decir, que la formación retórica vuelva a ser el fin último de la educación, siendo el aprendizaje de los conocimientos de las ciencias particulares sólo un medio necesario e imprescindible para llevar a cabo una mejor labor de discusión y convencimiento. Es decir, aprender matemáticas o química, historia o psicología (al menos hasta el nivel medio superior) no porque sean las verdades reveladas por las ciencias, sino porque nos sirven de herramientas para argumentar mejor en nuestras discusiones cotidianas.

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Una cultura escolar retórica no implica solamente agregar una asignatura más al ya saturado sistema educativo, es modificar de fondo la realidad educativa en este país. Como se mencionó en el segundo apartado, implica compromisos antropológicos, morales, culturales y otros tantos más que no son los más aceptados y, por ello, deben transformarse; pero, y he aquí la paradoja interesante, parte de la transformación depende de que la educación se modifique. Es decir, para tener una cultura escolar retórica necesitamos transformar la sociedad pero para transformar la sociedad necesitamos una cultura escolar retórica.

Se mencionó a la cultura griega, romana y budista como culturas retóricas, habría que pensar así en nuestras sociedades modernas como aquellas que miran a ese pasado para recuperar lo que mejor tenían. La escuela pensada como un ágora griega o como el peripatos aristotélico sería una nueva modalidad interesante de estudiar.

Es verdad que muchas ideas no son novedosas, pero la voluntad de novedad es un invento moderno para sostener una ideología mercantilista. No son novedosas porque se vinculan con proyectos que ya se han, incluso, puesto en marcha. Lo que proponemos es una manera de llamarlos y comprenderlos basados en una tradición de poco más de 2000 años. Así, como dijo Stuart Mill al hablar de pragmatismo, es una forma nueva de llamar a cosas antiguas y no por ello, deja de ser importante.

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