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La calidad de la vida Pablo Fernández Christlieb I. La carga y el alivio La sensación de alivio consiste no en comer queso sino en salir de la ratonera y el método para lograrlo es como sigue: tómese un bulto de Cemento Pórtland de 25 kilogramos y tráigaselo cargando desde la tlapalería hasta la casa; cuando lo deje en el suelo sobrevendrá el milagro: uno suspirará, se volverá ágil y sentirá como que le crecen alas, le saldrá una sonrisa de la que no tenía noticia y se enterará de que para lo que mejor sirve un bulto es para dejarlo en el suelo. Si no hay tlapalería disponible, tómese un error, una culpa, un arrepentimiento, que como bultos son bastante pesados y, cuando pueda librarse de ellos, la sonrisa ahí estará. Esto es un alivio, palabra que quiere decir justamente quitarse un peso de encima y hacerse liviano, alivianado. Si carga uno un dolor, cuando se le cure, dirá que se alivió; las mujeres embarazadas “se alivian” no porque estuvieran enfermas, sino porque pesan menos después del parto. El alivio es un sentimiento que proviene de las cosas externas, como los bultos, y luego se derivó a las cargas internas como las enfermedades y a los fardos espirituales como las preocupaciones, y tiene la peculiaridad de ser un sentimiento paradójico, ya que no consiste en sentir “algo” ni tampoco “nada”, sino más bien “no algo”, o sea, que se siente porque no está pero tampoco falta, y es como si las cosas estuvieran hechas no para tenerlas, sino para deshacerse de ellas, que es ciertamente la mayor virtud de las personas de las que se dice que son muy cargadas o que son unas pesadas, que cuando por fin se van son benditas. Además, el alivio sólo puede suceder cuando más se le necesita y menos se le espera, como si fuera una sonrisa, cuando no se sabe ni que existe, y por eso aparece como si fuera algo nuevo, y se parece al asombro, y uno está maravillado como si estuviera frente a una creación: lo que sintió Watson frente a su ADN es casi lo mismo que lo que siente un culpable frente a su perdón. También se parece a la paz, en cualquiera de sus tamaños. Enfermos, angustiados, cargadores, todos andan con la misma cara y es que toda carga endurece las facciones, tensa los músculos, aprieta los dientes, y así no se ven muy distintos de una horda primitiva apretada por el hambre, endurecida por el frío, tensada por las amenazas; nada más que los que traen esa cara hoy en día tienen muchos bienes y satisfactores (coche, sofá, teléfono), máquinas y diversiones para alivianarse, pero no consiguen alivio, que en realidad era lo único que buscaban. Es curioso que, sólo hasta que alguien se muere, los demás opinen que ahora sí se ve con la cara tranquila, que ya alcanzó la paz. Hasta entonces le salen alas.

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La calidad de la vida

Pablo Fernández Christlieb I. La carga y el alivio La sensación de alivio consiste no en comer queso sino en salir de la ratonera y el método para lograrlo es como sigue: tómese un bulto de Cemento Pórtland de 25 kilogramos y tráigaselo cargando desde la tlapalería hasta la casa; cuando lo deje en el suelo sobrevendrá el milagro: uno suspirará, se volverá ágil y sentirá como que le crecen alas, le saldrá una sonrisa de la que no tenía noticia y se enterará de que para lo que mejor sirve un bulto es para dejarlo en el suelo. Si no hay tlapalería disponible, tómese un error, una culpa, un arrepentimiento, que como bultos son bastante pesados y, cuando pueda librarse de ellos, la sonrisa ahí estará. Esto es un alivio, palabra que quiere decir justamente quitarse un peso de encima y hacerse liviano, alivianado. Si carga uno un dolor, cuando se le cure, dirá que se alivió; las mujeres embarazadas “se alivian” no porque estuvieran enfermas, sino porque pesan menos después del parto. El alivio es un sentimiento que proviene de las cosas externas, como los bultos, y luego se derivó a las cargas internas como las enfermedades y a los fardos espirituales como las preocupaciones, y tiene la peculiaridad de ser un sentimiento paradójico, ya que no consiste en sentir “algo” ni tampoco “nada”, sino más bien “no algo”, o sea, que se siente porque no está pero tampoco falta, y es como si las cosas estuvieran hechas no para tenerlas, sino para deshacerse de ellas, que es ciertamente la mayor virtud de las personas de las que se dice que son muy cargadas o que son unas pesadas, que cuando por fin se van son benditas. Además, el alivio sólo puede suceder cuando más se le necesita y menos se le espera, como si fuera una sonrisa, cuando no se sabe ni que existe, y por eso aparece como si fuera algo nuevo, y se parece al asombro, y uno está maravillado como si estuviera frente a una creación: lo que sintió Watson frente a su ADN es casi lo mismo que lo que siente un culpable frente a su perdón. También se parece a la paz, en cualquiera de sus tamaños. Enfermos, angustiados, cargadores, todos andan con la misma cara y es que toda carga endurece las facciones, tensa los músculos, aprieta los dientes, y así no se ven muy distintos de una horda primitiva apretada por el hambre, endurecida por el frío, tensada por las amenazas; nada más que los que traen esa cara hoy en día tienen muchos bienes y satisfactores (coche, sofá, teléfono), máquinas y diversiones para alivianarse, pero no consiguen alivio, que en realidad era lo único que buscaban. Es curioso que, sólo hasta que alguien se muere, los demás opinen que ahora sí se ve con la cara tranquila, que ya alcanzó la paz. Hasta entonces le salen alas.

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Podría, pues, decirse que una sociedad tiene como propósito proporcionar alivios, pero la sociedad moderna y tecnologizada cometió un error básico y tonto, a saber, el de confundir la carga con el alivio y, así, en vez de desembarazarse de un peso, lo que hace es fabricar un aparato más pesado para llevarlo, que pronto se convierte en la carga de pagarlo y de cuidarlo, para lo que se necesita un mayor esfuerzo y aparataje, que eventualmente habrá que sobrellevar y que va sumándose a los anteriores, de modo que, a la fecha, cada descanso, comodidad, confort, cuesta el doble de preocupaciones, gastos, desvelos, que sin duda llenan la vida de aventuras, retos, promesas y hasta triunfos y posesiones, pero no alivios, lo cual, hechas las cuentas, le pudre la calidad de vida. Así de emocionante es el primer mundo: nunca había habido un sociedad tan dotada en materia de dispositivos ingeniosos (tarjetas de crédito, seguros de vida, controles remotos) para aliviar las cargas de sus gentes, pero nunca las gentes habían andado tan estresadas y nerviosas, con rictus en vez de sonrisas. Una sociedad civilizada y culta, en cambio, ha de ser aquella que, bajo la divisa de “todo lo que compres tendrás que cargarlo”, no se dedique a la producción de bienes, satisfactores, servicios y otros aliviadores pesados, sino que, dada la paradoja fundamental del alivio, lo que inventa son cargas hechas expresamente para quitárselas de encima, bultos para dejarlos en el suelo, y donde el alivio de hacerlo cueste menos y dure más que la carga que lo causa. Así, en el entendido de que el alivio es lo que más se parece a la felicidad (cosa de preguntarle al ratón del primer renglón), organiza tareas y labores para dejar de hacerlos, lugares a donde ir, para preferir no moverse; inventa la carga de tener metas que cumplir para que surja el alivio de que no valen la pena, e instaura la bella promesa de llegar a ser alguien para encontrar el alivio de escoger no ser nadie y estar ahí nomás, de ociosos, que eso aliviará ansias, úlceras, neuras, infartos y otras violencias de la realidad, y alcanzar la cara de los que pasan a mejor vida sin tener que salir de ésta. Así le hacía Diógenes y todo el siglo de Pericles. II. El trabajo y el ocio Por más que se la pasen echadotes, a los vacacionistas nadie les dice que están de ociosos, o sea que la ociosidad es algo que pertenece más bien a los días hábiles y se ejerce en mitad del trabajo. Tampoco a los desempleados, los jubilados o los enfermos se les dice tal cosa, de manera que el ocio implica tener algo que hacer y un ocioso es el que debería estar haciendo algo y parece que no hace nada y, de hecho, lo que siempre va a contestar es que sí está haciendo algo nada más que no se nota. Es que el ocio de verdad consiste en tener todo el tiempo del mundo para hacer una cosa pequeñita, como cuando uno tiene toda la tarde para ir al pan y

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agarra el camino más largo y se va pajareando o cuando le dejan poquita tarea que de todos modos va a hacerla, pero mientras la hace se distrae en bagatelas y se entretiene con minucias y hasta busca una palabra en el diccionario. Según se ve, los niños son perfectos ociosos; lástima de los adultos que, ya más embrutecidos por las pretensiones de la productividad y la obtención de resultados, se van con la finta de que el trabajo consiste en hacer muchas cosas en poco tiempo, lo que ya luego no se les quita ni siquiera cuando no tienen nada que hacer y, entonces, van e inventan las diversiones, que es la coartada de seguir metidos en alguna actividad para no tener que quedarse a solas con su tiempo. Ciertamente, hay que desconfiar de los activos, esos que siempre andan con un chorral de cosas que hacer, porque lo más probable es que no les interese ninguna. Es más confiable quien solamente tiene una cosa que hacer, no sólo porque está de mejor humor, sino porque de seguro habrá escogido alguna que valga la pena de no hacer otra cosa más que ésa y que valga la pena de no hacer las demás, y que guarda para hacerla todo el tiempo del mundo, y así puede pasársela dándole vueltas, ensayándola, descubriendo sus posibilidades y derivaciones, dejándose llevar por latidos y curiosidades, al punto de que la ociosidad termina siendo la forma más pensada de hacer una cosa. Mientras que el ocupado va una sola vez, el ocioso va y vuelve todas las que quiera y se sabe todos los caminos, recovecos, meandros y ambages del trabajo. Pero nunca será experto: siempre será un ocioso. A veces las tareas que más se prestan a la ociosidad son las que no están muy claras (como, por ejemplo, “encontrar la belleza”, “conocer la verdad” o “buscar la perfección”) y por supuesto carecen de instrucciones, métodos y recetas, lo cual permite al ocioso seguir de ocioso averiguando la manera de hacerlas: se sabe que Picasso se rascaba la barriga, que las dos actividades básicas de los teóricos de Copenhague que fundaron la física cuántica eran jugar ping pong y subir los pies sobre el escritorio, y que los padres de la Ilustración, como Diderot y D´Alambert, lo que más concienzudamente hicieron durante sus vidas fue tomar café, pero a ninguno, nunca, se le olvidó para qué lo hacía, porque la ociosidad no pierde el rumbo, hace la tarea, pero principalmente porque su quehacer deja de estar impuesto desde afuera y empieza a ser un trabajo íntimo, que brota como de sí mismo, como necesidad que viene desde dentro. El ocio es el trabajo elevado a su más fina expresión. Y lo que se logra mediante la ociosidad es maravilloso. Y lo que no, también. Debe ser muy difícil componer una canción teniendo que terminarla o, dicho de otro modo, a veces sale otra cosa y, a veces, ninguna: puede que el ocioso no logre revolucionar la pintura ni regresar con el pan, pero, sobre todo, logró una bonita tarde, un tiempo interesante y, si para eso no era la vida y si para eso no es que debía existir la sociedad, entonces quién sabe para qué más, porque,

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hasta donde puede razonarse, no se trata de la cantidad de resultados, sino de la calidad de vida. Eso de tener algo que hacer es, en última instancia, el pretexto indispensable para apartar todo el tiempo del mundo y luego ir derrochándolo con gusto y con ganas. Tal vez los del primer mundo sean personas muy ocupadas, pero si por aquí se mira con atención a los albañiles de la obra, los empleados en las oficinas, los choferes en la base, los payasitos en los altos, los diputados en la cámara, se advierte que la gente todavía posee la infantilidad de los niños en la clase, la capacidad de papar moscas que permite aseverar que no hay instinto de flojera, sino esa vocación de ociosidad estropeada por las ocupaciones del productivismo como único impulso válido. Si el objetivo de la sociedad es su gente, parecería más gentil una sociedad empeñada en proporcionar todo el tiempo del mundo, orientada a las tareas pequeñitas de a) la subsistencia y b) la cultura, que es el equivalente macrosocial de a) ir por el pan y b) tener toda la tarde para hacerlo. III. Ser y estar Quién sabe a quién se le ocurrió eso de que hay que ser alguien en la vida, pero además de que se ha pasado a fregar a más de cuatro generaciones, debe haber sido alguien que no podía simplemente estarse en paz, tal vez debido a las presiones del clima, el miedo u otras penurias de la supervivencia. Seguro que era un habitante del primer mundo, de ésos de lo que en su idioma la palabra estar ni siquiera existe, para empezar porque no la entenderían, ya que para poder estar se requiere una relación más graciosa con la realidad, propia de gente no interesada en bombardear países lejanos. Saber estar es propio de vidas cultas. El verbo estar, contrariamente a los demás, no es dedicado ni aplicado, ni padece ni resiste: es el único verbo que no hace nada, lo cual es una acción sumamente sutil, casi elegante, y entonces sirve más bien para estar a gusto o estar ahí nada más, a ver qué pasa. Claro que uno puede estar cargado o estar ocupado, pero queda especificado por el verbo mismo que el asunto es transitorio y que aquello no se le va a pegar a uno ni va a empezar a formar parte de su personalidad, cosa ésta que sólo tienen los que “son”, no los que están. El verbo estar se contagia, pero no se infecta. Parece que últimamente se ha intensificado la campaña de que hay-que-ser-alguien-en-la-vida (original, tú mismo, lo que sea) mediante libros de superación personal, diplomados, radioprogramas de autoayuda, meditaciones, anuncios de Gatorade y entrevistas exclusivas con personalidades relevantes que lucharon para llegar a ser lo que son. Es el mito del esfuerzo, pero la verdad es que todavía no se sabe qué es lo que superan los que se superan, ni cuál es el ISO 9000 de ser mejores seres humanos, ni quien le avisa a uno cuando ya llegó a ser ni, muy especialmente, para qué les sirve a los demás

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todo eso y, ciertamente, parece que esta meta es engañosa y egocéntrica de “ser”, solamente puede adquirir un poco de veracidad si se traduce en “tener” algo: un título, una oficina, un prestigio, un hogar, una foto en el periódico, aunque más a menudo, un dinero; de hecho, cualquier señor que tenga mucho está seguro de que ya es alguien (ése ha de ser el ISO 9000): uno debe “tener” pruebas de “ser”. Pero para estar no se necesitan pruebas. Y la verdad es que a la gente en general el problema de “ser” y superarse la tiene sin cuidado, porque, más que superándose, se la ve pasándola platicando tercermundistamente en las esquinas y cafés y pasillos, mirando correr la tarde y a los demás, esperando que dé la hora para tener que levantarse. La gente autosabotea sus buenos propósitos, deja todo para luego, le da mayor prioridad a contemplar la vida que a alcanzar aspiraciones, y queda contentísima. Estar consiste en mantenerse por un lapso de tiempo, no en control o en dominio de la situación, acompañando la circunstancia, sin necesitar otra cosa que durar así hasta que las cosas cambien; es como acomodarse a la vida: estar es un acto que se cumple y se completa solo, por sí mismo. Siempre se puede “ser” más, ansiosamente, pero no estar más. De manera que los que solamente están así como así no suelen tener pretensiones ni presunciones, ya que ahí no caben posibilidades de sobresalir ni de apachurrar ni de utilizar a los de junto: no hay para qué. Incluso es lo que se usa como coartada de inocencia de una situación: “yo no hacía nada: yo nada más estaba”. El verbo estar es como la síntesis de un modelo de sociedad de coexistencia suave; a eso es a lo que se refiere la palabra bienestar, que es el nombre de la calidad de vida. No existe la palabra “buenser”. Hay quienes no saben estarse, que son los que siempre se la pasan con malestar, incómodos, inquietos en toda ocasión, y es que saber estar es verdaderamente un conocimiento que no se logra de buenas a primeras, toda vez que requiere de un acuerdo y una aceptación profundos, de antiguo, con cuestiones difíciles: con la vida, con el tiempo, con la muerte, con los otros, con las circunstancias, y esto es un lento aprendizaje en la historia de las sociedades, que se llama Cultura. Las sociedades advenedizas, hechas a prisa, no saben hacer eso: creen que todo son carreras. En efecto, la cultura es el arte de estar mejor, lo cual incluye muchas cosas que no sirven para la superación personal ni para la lucha de llegar a ser. Incluye, por ejemplo, aprender a mirar sin agarrar, a tocar sin utilizar, a caminar sin ir. La cultura es aquello con lo que nos entretenemos mientras nos morimos y, ante tamaña eventualidad, otros entretenimientos, como acumular, mangonear, vencer, destacar, son más bien tontos. Una sociedad culta es la que se promete a sí misma que aquí sí se va a poder estar.