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1 La política más allá de la política El pensamiento de otra política de emancipación encuentra un punto problemático a la hora de indagar la efectividad de su potencia en relación al cambio social. Nos preguntamos cómo podemos evitar que esta potencia se neutralice en la incapacidad de acción, en la esterilidad de un pensamiento que no logre condicionar acciones materialmente transformadoras, mundanamente efectivas. Nos inquieta la imposibilidad de asir un territorio material de lo político que lo enlace con la efectividad del cambio. ¿En qué consiste, según los principios de una otra política, una acción política emancipativa? La pregunta acerca de qué hacer vuelve sobre nosotros, y entonces vuelve sobre nosotros la cuestión de la capacidad que pueda tener o no la política para realizar un mundo nuevo. ¿Puede una política emancipativa prescribir una nueva organización social? Una de las condiciones para pensar una otra política de emancipación es la ya tantas veces evocada autonomía de la política. Este principio declara que la política es autónoma respecto de cualquier otra dimensión del pensamiento y de la experiencia, y está en todo ligado con la necesidad de romper la sujeción que la economía había hecho de la política en el pensamiento revolucionario de los siglos XIX y XX. Aquella afirmación de que la política era consecuencia de la estructuración económica de la sociedad, que la economía era, por lo tanto, la “determinante en última instancia” de la política, es hoy una pieza clave del pensamiento conservador, en tanto se ha diluido todo pensamiento político en la pura gestión económica de la sociedad. Un pensamiento político emancipativo actual debe romper, precisamente, aquella ligazón, y debe romper también la impronta populista que han traído los corporativismos como reacción frente a la antigua novedad. En efecto, el populismo declara que la necesidad es el motor de la política, afirmación que vuelve a identificar a la política con la pura gestión de intereses. Ambas determinantes confluyen en anular la dimensión crucial del pensamiento emancipativo, que es el pensamiento del cambio, de la ruptura del orden social vigente. Cuando se confunden política y gestión, la ruptura se diluye en la repetición de lo que hay, desaparece ante el gobierno de la necesidad que encierra toda posibilidad de pensamiento en la evaluación de las consecuencias administrativas de la colisión de intereses constituidos. Si la política, en cambio, es autónoma, si establece sus propias condiciones más allá de las determinaciones sociales o económicas, renueva potencialmente su carácter emancipativo trocando la finalidad social por la fidelidad con sus propios principios. Se establece entonces, que la política emancipativa prescribe principios igualitarios en un mundo de desigualdades. Esta prescripción es la que la habilita a tensionar el actual estado de situación en relación a las rupturas que acontecen en su seno. Ante el advenimiento de la ruptura como marca de la inconsistencia de la estructura social, la política emancipativa nombra esa ruptura y afirma sus consecuencias. Así, una política emancipativa declara que “somos iguales” y no que debemos serlo, especialmente en la medida en que la estructura social no se corresponde con este principio. Afirma así una verdad universal de carácter subjetivo que no se corresponde con el régimen de verificación de la sociedad actual. Es precisamente en esa afirmación por principios de una verdad no verificada que adquiere su carácter emancipativo. Es propio, entonces, de una política emancipativa denunciar la inconsistencia de todo estado de situación, es decir, forzar el actual estado de cosas para dar cuenta de las rupturas que acontecen. Es su función dar cuenta de las novedades disruptivas que acontecen y no prescribir otro estado de situación a la usanza de los modelos clásicos, puesto que semejante prescripción la ubica en la fijación de un nuevo estado, lo que equivale a perder, en ese mismo movimiento, su carácter emancipativo. Esto es lo que hace de la política una cuestión de principios y no una cuestión de fines, y es la diferencia fundamental entre una política igualitaria y una política igualizante, es decir, entre una política emancipativa y una política de Estado. De modo que una primera condición es que la emancipación política es una cuestión de principios, no de fines. Pero su efectividad consiste en cambiar el mundo o, más precisamente, en intervenir en el mundo afirmando que la ruptura impone un cambio. Si no hay cambio social, la política se reduce a un

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El pensamiento de otra política de emancipación encuentra un punto problemático a la hora de indagar la efectividad de su potencia en relación al cambio social. Nos preguntamos cómo podemos evitar que esta potencia se neutralice en la incapacidad de acción, en la esterilidad de un pensamiento que no logre condicionar acciones materialmente transformadoras, mundanamente efectivas. Nos inquieta la imposibilidad de asir un territorio material de lo político que lo enlace con la efectividad del cambio. ¿En qué consiste, según los principios de una otra política, una acción política emancipativa?

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La  política  más  allá  de  la  política  

El pensamiento de otra política de emancipación encuentra un punto problemático a la hora de indagar la efectividad de su potencia en relación al cambio social. Nos preguntamos cómo podemos evitar que esta potencia se neutralice en la incapacidad de acción, en la esterilidad de un pensamiento que no logre condicionar acciones materialmente transformadoras, mundanamente efectivas. Nos inquieta la imposibilidad de asir un territorio material de lo político que lo enlace con la efectividad del cambio. ¿En qué consiste, según los principios de una otra política, una acción política emancipativa?

La pregunta acerca de qué hacer vuelve sobre nosotros, y entonces vuelve sobre nosotros la cuestión de la capacidad que pueda tener o no la política para realizar un mundo nuevo. ¿Puede una política emancipativa prescribir una nueva organización social?

Una de las condiciones para pensar una otra política de emancipación es la ya tantas veces evocada autonomía de la política. Este principio declara que la política es autónoma respecto de cualquier otra dimensión del pensamiento y de la experiencia, y está en todo ligado con la necesidad de romper la sujeción que la economía había hecho de la política en el pensamiento revolucionario de los siglos XIX y XX. Aquella afirmación de que la política era consecuencia de la estructuración económica de la sociedad, que la economía era, por lo tanto, la “determinante en última instancia” de la política, es hoy una pieza clave del pensamiento conservador, en tanto se ha diluido todo pensamiento político en la pura gestión económica de la sociedad.

Un pensamiento político emancipativo actual debe romper, precisamente, aquella ligazón, y debe romper también la impronta populista que han traído los corporativismos como reacción frente a la antigua novedad. En efecto, el populismo declara que la necesidad es el motor de la política, afirmación que vuelve a identificar a la política con la pura gestión de intereses. Ambas determinantes confluyen en anular la dimensión crucial del pensamiento emancipativo, que es el pensamiento del cambio, de la ruptura del orden social vigente. Cuando se confunden política y gestión, la ruptura se diluye en la repetición de lo que hay, desaparece ante el gobierno de la necesidad que encierra toda posibilidad de pensamiento en la evaluación de las consecuencias administrativas de la colisión de intereses constituidos.

Si la política, en cambio, es autónoma, si establece sus propias condiciones más allá de las determinaciones sociales o económicas, renueva potencialmente su carácter emancipativo trocando la finalidad social por la fidelidad con sus propios principios. Se establece entonces, que la política emancipativa prescribe principios igualitarios en un mundo de desigualdades. Esta prescripción es la que la habilita a tensionar el actual estado de situación en relación a las rupturas que acontecen en su seno. Ante el advenimiento de la ruptura como marca de la inconsistencia de la estructura social, la política emancipativa nombra esa ruptura y afirma sus consecuencias. Así, una política emancipativa declara que “somos iguales” y no que debemos serlo, especialmente en la medida en que la estructura social no se corresponde con este principio. Afirma así una verdad universal de carácter subjetivo que no se corresponde con el régimen de verificación de la sociedad actual. Es precisamente en esa afirmación por principios de una verdad no verificada que adquiere su carácter emancipativo.

Es propio, entonces, de una política emancipativa denunciar la inconsistencia de todo estado de situación, es decir, forzar el actual estado de cosas para dar cuenta de las rupturas que acontecen. Es su función dar cuenta de las novedades disruptivas que acontecen y no prescribir otro estado de situación a la usanza de los modelos clásicos, puesto que semejante prescripción la ubica en la fijación de un nuevo estado, lo que equivale a perder, en ese mismo movimiento, su carácter emancipativo. Esto es lo que hace de la política una cuestión de principios y no una cuestión de fines, y es la diferencia fundamental entre una política igualitaria y una política igualizante, es decir, entre una política emancipativa y una política de Estado.

De modo que una primera condición es que la emancipación política es una cuestión de principios, no de fines. Pero su efectividad consiste en cambiar el mundo o, más precisamente, en intervenir en el mundo afirmando que la ruptura impone un cambio. Si no hay cambio social, la política se reduce a un

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espejismo, a un facilismo moral que nos encierra en devaneos intelectuales impotentes, en un narcisismo afirmado en la esterilidad vanidosa del purismo ideológico. Y entonces aparece una segunda pregunta: ¿Podemos cambiar el mundo sin prescribir absolutamente nada acerca de una nueva organización social?

Renace entre nosotros la tensión entre la fijación de nuevos modelos sociales y el combate contra la estructuración estatal que estas fijaciones implican, la tensión entre la emancipación y el Estado.

Luego de una vasta experiencia de fracasos más o menos anunciados, hemos arribado a la idea de que la emancipación no puede ser vehiculizada por el Estado, pero también que el Estado no es tan sólo un artefacto. El Estado, en la medida en que determina las condiciones de posibilidad al interior de una sociedad, es fatal y absolutamente impotente desde el punto de vista emancipativo, y, al mismo tiempo, advertimos que no se reduce al andamiaje institucional que fuera claramente denunciado y combatido por el anarquismo clásico, sino que incluye también todo un corpus simbólico que organiza la lógica del mundo a través de una compleja coerción representativa. Hablamos de una gramática, de una estructura semiótica y semántica que organiza las condiciones reales en las que habitamos el mundo. Y esta estructura no es adyacente a la institucionalidad estatal, sino que son dos caras de la misma moneda. Resulta entonces que toda prescripción acerca de cómo las cosas deberían ser, por más distante que sea de las formas institucionales vigentes del Estado, por utópica o científica que se considere a sí misma, no deja de ser una prescripción estatal, y este es el punto ciego que marca el agotamiento de las versiones clásicas del pensamiento político revolucionario.

Es un punto duro y conflictivo: toda anticipación en las formas organizativas de una sociedad es necesariamente un procedimiento estatal, mientras que la emancipación consiste, muy precisamente, en procedimientos de fidelización con las rupturas de las formas vigentes del Estado. En otras palabras, la refundación del estado resulta de toda acción transformadora, pero el carácter transformador de toda acción consiste en la destrucción actual del Estado.

Las consecuencias de esta aserción son desafiantes. No puede implicarse de esto una resignación política; no podemos decir desde aquí, sin más, que todo lo que hagamos nos conducirá hacia el Estado, que “toda sociedad tiene un Estado”, sin conjurar la confusión que puede traernos en relación al Estado moderno, a la parte institucional del Estado, a la forma vigente de fijarse, en la administración social, la estructura actual de los lazos sociales. La idea de una sociedad sin Estado es, en el sentido clásico, la idea social más consistente que hayamos podido concebir. Es, de hecho, una idea absolutamente vigente y que a su vez atraviesa los siglos de los siglos. Lo que se desprende de la concepción del Estado en términos formales, es que debemos estar atentos a que las nuevas formas de organización, libertarias hoy, disruptivas, serán las que debamos desmontar mañana, en una nueva secuencia emancipativa. Todo lo que seamos capaces de instituir como novedad, es lo que habremos de destituir desde el segundo siguiente, cuando lo nuevo haya logrado producir la mutación estructural que prescribimos y, por lo tanto, haya abandonado su condición de novedad para inscribirse como elemento constitutivo de un nuevo Estado. Por otra parte, la afirmación de que “toda situación tiene un estado” nos dice que no hay agotamiento de la política, que siempre habrá una política de emancipación porque siempre habrá un estado, pero no que sea a través del Estado que es posible la emancipación.

En efecto, esto es lo que se afirma cuando se dice que no hay un fin de la política, que la política habrá de existir siempre, en la medida en que toda estructura es inconsistente. Lo que jamás podremos decir es cuáles serán las condiciones para las futuras secuencias políticas emancipativas, sencillamente porque no podemos concebir el mundo nuevo sino como una fantasía desde el mundo actual.

De modo que, poniendo la política en el mundo de las decisiones colectivas, en el orden de la producción de novedades destinadas a intervenir en el mundo social a partir de las inconsistencias de ese mundo, debemos asumir que una política emancipativa sólo puede prescribir los principios según los cuáles se afirma esa ruptura, pero jamás los modos particulares en los que habrán de verificarse esos principios. En otras palabras, una política jamás puede hacer una prescripción social sino a costa de perder su carácter emancipativo y devenir política de Estado. En esto se advierte la importancia de afirmar la autonomía de la política, en la medida en que la indiferenciación de los campos de acción y

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pensamiento arrastra la desaparición del tensor emancipativo por antonomasia que es, precisamente, la política.

Una política emancipativa prescribe principios universales en las particularidades del mundo. El desafío es pensar cómo es que estas particularidades pueden verificar estos principios y ser fieles a la novedad que prescriben. En esto consiste la pregunta acerca de cómo volver materialmente efectiva la transformación del mundo. Esto nos trae la necesidad de abordar la diferencia entre los distintos territorios de la experiencia social de una manera radical y consistente. Hemos asumido, desde hace tiempo ya, que hay nada más allá del mundo, que aquello que viene a romper la continuidad de lo que existe habita el mundo de la idea, pero que toda acción, soportada en las ideas que sean, es una acción mundana, y nada puede alterar el ordenamiento material del mundo que no cuente con un cuerpo mundano.

En otras palabras, la potencia emancipativa de la política depende de un cuerpo mundano para hacer efectivo el cambio social, de un cuerpo social capaz de realizar una transformación destinada a verificar los principios que la política declara, a la vez que su autonomía implica que no es en absoluto un resultado de ese cuerpo. Esta es la forma en la que retomamos una idea clásica obligados a confrontarla con las condiciones de hoy: la organización es necesaria para la transformación del mundo, y es necesaria, muy especialmente, en la prescripción de nuevas formas de resolver los lazos sociales de manera que se verifiquen los principios políticos que son, por definición, ajenos a las condiciones de posibilidad de la estructura vigente.

Es indispensable remarcar una y mil veces que este procedimiento es completamente distinto a la “realización de las ideas”. No se trata aquí de que una idea sea concebida como constructo abstracto que será efectivo cuando algo del mundo la realice con impronta mimética, como si la anarquía, el comunismo o cualquier figura ideológica fuera una imagen perfecta de lo que habremos de realizar, un modelo teórico. Las ideas tienen su efectividad en el mundo de las ideas. No es lo mismo afirmar la necesidad de volver efectiva una potencia disruptiva, de efectivizar un cambio social, que afirmar la necesidad de realizar una idea. Dicho de otra manera, la verificación de un principio no es la materialización de una fantasía. Esto es lo que distingue un procedimiento teleológico, atado a los fines, destinado a realizar lo que debe ser, de un procedimiento emancipativo que viene a realizar acciones ligadas con principios, cuyos fines son inciertos y donde la fidelidad entre la acción y la idea no es una mimesis, sino una consecuencia.

Una política emancipativa habita la sociedad cuya inconsistencia denuncia, pero no puede prescribir una nueva sociedad. Y una sociedad no puede cambiar sino a condición de crear una nueva. La prescripción de una nueva organización social, necesaria para cambiar el mundo, es decir para la emancipación social, no puede ser política. Las organizaciones destinadas al cambio social, aunque atravesadas por principios políticos emancipativos, no pueden ser organizaciones políticas. Esta es la forma que encuentro para pensar hoy la relación entre la política emancipativa y los efectos materiales del cambio, y resuena con el principio inscripto por el anarquismo clásico en las organizaciones revolucionarias de los siglos XIX y XX, particularmente en el movimiento obrero en Argentina. Este principio declara que toda transformación social prescripta políticamente redunda en nuevas formas de Estado y arruina, en la misma prescripción, su potencia disruptiva. Pero declara también que toda organización social, y más específicamente económica, que no esté atravesada por ideas disruptivas (diríamos revolucionarias en el lenguaje clásico, diremos político-emancipativas hoy) no puede sino reproducir los lazos sociales (o económicos) de los que intenta emanciparse. En otras palabras, la reivindicación de condiciones materiales, si bien es indispensable en el seno de la lucha social y económica, no puede desligarse del carácter revolucionario.

En el seno de las organizaciones actuales aún se despliega una dura discusión entre distintas posiciones al respecto. Mientras que aún persiste, muy extensivamente, la utopía como forma matriz del pensamiento político, se reaviva la vieja discusión entre política y antipolítica que posiciona a grupos y organizaciones en recorridos diferentes. La tensión que se juega aquí está directamente relacionada con el asunto que nos convoca, es decir, cuál es la relación de la política con el cambio social. Mientras que hay quienes sostienen que los grupos políticos son la vanguardia ideológica de organizaciones y movimientos, de modo que han de guiar los procesos revolucionarios cuyo cuerpo es otro, están quienes

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sostienen que no hay nada de lo político por fuera de la gestión del poder, de manera que la afirmación antipolítica clásica se repite como un mantra, como una fascinación. En ambos casos, la política es entendida como un fin o como un medio: no es cuestión de principios; y esto es signo de la ausencia de un pensamiento político emancipativo.

Lo que aportó el anarquismo en este aspecto, a través de la antipolítica como definición en el seno de organizaciones sociales o económicas, es un posicionamiento negativo ante la toma del poder y la ocupación del Estado que no le impidió una definición ideológica. Cuando la emancipación política era pensada a través de la toma del poder y la ocupación del Estado, hubo quienes se plantaron claramente en contra de esa política, afirmando que ese camino conducía, inexorablemente, a la repetición de lo mismo. Y eran ellos mismos, a su vez, quienes sostenían que los movimientos de masas no podían ser neutrales, que debían tener una clara posición ideológica para no correr la misma suerte que las corrientes políticas revolucionarias. Afirmaban así, hace más de un siglo, las dos condiciones principales para una organización revolucionaria: una clara identificación con un cuerpo consistente de ideas disruptivas, y la definición radical de que la acción revolucionaria no puede ser una acción política.

Es necesario resaltar que los principios en los que se apuntaló aquella posición eran todavía soportados en la moral y en la ciencia, es decir, atados a la determinación de saberes en los cuales reposaba toda forma de pensamiento revolucionario. Esas eran las condiciones para la consistencia ideológica. Esas condiciones, no obstante, no opacaron la importancia que la voluntad, usando sus propios términos, aporta a la transformación, advirtiendo que la transformación social no iba a producirse sola. Esto no es una verdad de Perogrullo: en tiempos en los que se daba por cierta la “determinación en última instancia” y el devenir dialéctico de la historia, esta afirmación anticipaba la importancia de la decisión colectiva fundada en la idea, y no únicamente en los saberes de la situación. Daba cuenta de la importancia determinante de un sujeto cuyo motor no era resultado de las condiciones objetivas. Y esto importa a nuestro propósito, toda vez que el aporte que de aquella experiencia recibimos está ligado a la forma de articular, en la organización revolucionaria, la relación entre la política y la finalidad misma de la organización, es decir, la tensión entre la subjetividad transformadora y la objetividad de la transformación. Esto es, ni más ni menos, lo mismo que hoy nos estamos preguntando.

Los procesos que inauguraron este siglo como acontecimientos políticos encuentran un punto ciego al momento de crearse organizaciones consecuentes, y puede decirse que una de las vías de implosión de las formas locales de este proceso es, precisamente, el arribo a los umbrales de la organización, la búsqueda de hallar las formas sociales que puedan materializar efectivamente algún cambio consecuente con la ruptura acontecida. Tanto las formas inorgánicas de las versiones post-marxistas (en las que cabe perfectamente incluir a un amplio abanico de grupos anarquistas y de frentes populares), como las formas orgánicas de los modelos sindicales y partidarios, aunque no se resuelvan necesariamente en las figuras clásicas del sindicalismo y de los partidos políticos, tropiezan con un pensamiento de lo político exclusivamente vinculado a la gestión del poder, o indiferenciado de toda dimensión de la experiencia vital. Para pensar las nuevas formas de organización que se correspondan con las novedades del siglo, es necesario advertir que las novedades que han traído las movilizaciones sociales son principalmente políticas, y es imprescindible dar cuenta de ellas a la hora de decidir cómo habremos de continuarlas. Estas novedades traen consigo la importancia de pensar que la organización es indispensable tanto como es indispensable conjurar en ellas la recurrencia, voluntaria o involuntaria, de las políticas de Estado.

El punto en el que lo político inscribe en las organizaciones la potencia disruptiva no es, claramente, la canalización de la fuerza transformadora de las organizaciones emancipativas a través de la política de gestión. Esa canalización implicaría confundir, como dijera claramente Cerdeiras, cambiar el mundo con administrar el mundo. Pero es preciso señalar que la forma clásica en la que el anarquismo se posicionó frente a esa estrategia paga hoy un costo altísimo, que es el de sacrificar un discernimiento que es indispensable, aquél que nos permite distinguir lo político de cualquier clase de gestión, sea del poder, sea de los intereses, de las necesidades, etc. La afirmación de la antipolítica, que fuera una clave fundamental de la potencia emancipativa de las organizaciones de fines del siglo XIX y principios del XX, especialmente en el seno del movimiento obrero, muestra su agotamiento en la fijación de lo político dentro del orden de la administración estatal y de la fuerza coercitiva del Estado determinada por

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factores económicos. En la medida en que se sigue pensando la política como la administración del poder a través de la gestión del Estado, aquella prescripción, otrora portadora de una lucidez meridiana, se vuelve hoy contra nosotros como un boomerang, y nos expone a la frustración material de girar 360 grados.

El desafío que tenemos por delante es crear y sostener organizaciones que en su misma constitución no se conviertan en fijaciones estatales y que sean capaces, al mismo tiempo, de prescribir transformaciones materiales concretas. Aquí es donde hablar de economía, o hablar de asuntos de género, asuntos étnicos, en fin, hablar de todas las diferencias que el Estado distribuye y gestiona en defensa de la estructura social, se vuelve fundamental, toda vez que es en el seno de estas particularidades donde la política habita sin dejarse atrapar por lo particular, y nos trae la potencia de la disrupción con el aliento universal que respira en todas partes.

Las nuevas miradas sobre lo político que inauguran el siglo, junto con las movilizaciones sociales y con cierto resurgimiento de las organizaciones económicas emancipativas, nos demandan efectividad en la transformación, y nos empujan al compromiso de pensar las nuevas condiciones para los principios emancipativos. Mirando en perspectiva, y analizando lo pasado con las herramientas actuales, podemos decir que la antipolítica fue, desde este punto de vista, una afirmación política. Y fue también la afirmación de la distancia que existe entre lo político, lo económico y lo social, distancia indispensable para poder pensar el atravesamiento recíproco de registros diferentes de la dimensión colectiva de la experiencia humana. En esta distancia aparece la diferencia entre las organizaciones reivindicativas y las organizaciones emancipativas, entre las políticas de Estado y el cambio social, entre la frustrante repetición de las condiciones representativas del mundo actual y la mutación estructural a través de la afirmación de las consecuencias de las rupturas acontecidas.

La antipolítica del anarquismo clásico señala la diferencia que existe entre la elaboración de un cuerpo de ideas consistente con carácter emancipativo, es decir, identificado con la ruptura del orden social vigente, y la organización material de un cuerpo social a partir de las condiciones de ese orden social. Es la diferencia entre los principios ideológicos y la prescripción de una nueva sociedad consecuente con ellos. Esa antipolítica es la forma en que se abordó en su época el mismo principio que hoy estamos prescribiendo, un signo que nos sirve para pensar por dónde indagar la relación entre lo político y la efectividad material del cambio social. Es, en definitiva, el antecedente más adecuado que tenemos para pensar el atravesamiento de la universalidad igualitaria en las particularidades sociales, atravesamiento que constituye, en sí mismo, el carácter emancipativo en la sociedad actual.

Es un error repetido intentar la fidelidad a través de la obsecuencia. Lo vemos actualmente en cierta tendencia de tomar las viejas experiencias de forma literal, e intentar ser fieles a ellas repitiendo sus efectos particulares. El desafío, al contrario, es indagar cuáles han sido las preguntas que movilizaron a la acción, y cuánto se tocan con las nuestras. En este punto, aquella antipolítica puede pensarse hoy como un pensamiento político específico y sin nombre, quizás invisible como tal en aquél momento, que hizo hincapié en la forma organizativa al interior de los cuerpos sociales y en los principios ideológicos a partir de los cuales se prescribió un nuevo mundo. Esta política antipolítica imprimió un carácter emancipativo dentro de las organizaciones con la fuerza necesaria para luchar por reivindicaciones materiales concretas y urgentes.

Necesitamos organizaciones que partan de principios políticos emancipativos y que prescriban, al mismo tiempo, novedades sociales concretas. Movimientos sociales, organizaciones económicas, etc. que, surgiendo de la particularidad en la que se constituyen, y claros en las reivindicaciones materiales y concretas que resultan de sus propios intereses, sean capaces de visibilizar nuevas formas de organización social fieles a los principios que la política declara. Su organización interna, sus formas de acción, sus finalidades, deben estar atravesadas por ideas que no se encierren en la pura reivindicación sino que se soporten en la potencia disruptiva. Las organizaciones políticas, en cambio, han de funcionar paralelamente, por fuera de las organizaciones sociales y económicas. El aporte de una organización política es estrictamente ideológico, y no depende, por lo tanto, de ninguna masividad ni de ninguna eficacia material. Este aporte, dispuesto a cualquiera, puesto a disposición de las organizaciones, sirve como tensor para profundizar su carácter emancipativo.

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Aquí es donde los principios de las nuevas políticas emancipativas adquieren su sentido más profundo. Cuando se afirma que “la política debe plantearse por fuera de los partidos y lejos de las vanguardias lúcidas”, por ejemplo, se está señalando claramente que la función de una organización política no es la conducción ni la dirección de las acciones colectivas, sino la producción de un pensamiento fiel a sus propios principios que esté “a disposición de cualquiera”. Este estar a disposición es profundamente distinto a imponer un pensamiento, o a constituirse una organización como plataforma ideológica de otras. Es, al contrario, la reafirmación de que “cualquiera puede pensar y decidir políticamente”, y, al mismo tiempo, la afirmación explícita de que esto redunda en la cancelación de las funciones vanguardistas y dirigenciales que las organizaciones políticas han pretendido para sí y, en general, lo siguen haciendo.

Por otra parte, la autonomía de la política declara específicamente que ésta no resulta de las condiciones materiales de vida de los pueblos, ni de la afectación vital de los individuos, sino de las ideas que se afirman en tanto verdades disruptivas en el seno de una sociedad. Esto nos permite pensar que las organizaciones económicas o sociales son en sí mismas capaces de producir un pensamiento político, pero que este pensamiento debe estar diferenciado de sus propios intereses, así como de su finalidad específica. Y esto es así porque cualquiera puede pensar políticamente, decidir políticamente, porque el pensamiento político no depende de saberes ni de condiciones ajenas a su propia producción ni, especialmente, de ninguna identidad.

Las organizaciones políticas pueden ser útiles, pero no necesarias. Las organizaciones sociales y económicas, en cambio, son indispensables. El peor escenario es confundir unas con otras. Las distintas condiciones para unas y otras marcan la potencia de su atravesamiento, tanto como la importancia de garantizar una absoluta autonomía recíproca.

Esta vinculación entre ambos tipos de organización es muy diferente a la clásica versión de grupos, partidos, frentes y sindicatos revolucionarios. En aquellas versiones, la política estaba presuntamente expulsada de las organizaciones, o bien incluida como lineamiento conductor, como guía de orientación finalista. Una política estaba, en aquella secuencia, identificada con los intereses particulares de cada organización, y es lo que hoy se pone de relieve en la multiplicidad de organizaciones incapaces de articularse en un pensamiento que pueda vencer sus fronteras identitarias. El “interés desinteresado”, como condición de las nuevas políticas emancipativas, marca la diferencia en este punto y se vuelve, a su vez, más inteligible. El interés de una política emancipativa está ligado a la inscripción de las novedades disruptivas fieles a la ruptura acontecida, y no a las identidades particulares de la situación actual. Es decir que hay un desinterés en relación a estas identidades, toda vez que su carácter emancipativo es deudor del principio de igualdad.

Todo esto nos abre una vía de acción efectiva en la medida en que el atravesamiento entre cuerpos sociales y cuerpos políticos no repita la clásica subordinación de unos a otros, ni gravite en torno a un pensamiento que persista en identificar lo político con la gestión estatal, con la administración del poder, con los intereses constituidos, etc. En este sentido, la acción política en el seno de las organizaciones sociales y económicas, no puede confundirse con alguna clase de influencia, inscripción o intervención, sino como la expresión misma de las construcciones ideológicas soportada en el cuerpo social en cuestión.

Hoy es indispensable profundizar estos aspectos, investigar el atravesamiento del pensamiento político y la acción económica o social. Es el paso que sigue al trabajo realizado desde hace décadas en la búsqueda de un nuevo pensamiento político emancipativo. La efectividad del cambio social no puede quedar atorada bajo un manto de opacidad intelectual que acabe neutralizando nuestra acción, pero es condición necesaria pensar por fuera de las limitantes materiales, más allá de la demanda clásica de acción revolucionaria, de “praxis militante”. De modo que se abre un nuevo territorio arduo, conflictivo y exigente, que es el de pensar la política más allá de la política, pensar cómo es que la política es capaz de intervenir en la tensión del mundo para cambiar el mundo.