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Las afinidades electivas Goethe Obra reproducida sin responsabilidad editorial

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Las afinidadeselectivas

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Primera parte

Capítulo 1

Eduardo, así llamaremos a un rico barón enlo mejor de la edad, Eduardo había pasado ensu vivero la hora más agradable de una tardede abril injertando en árboles jóvenes nuevosbrotes recién adquiridos. Acababa de terminarsu tarea. Había guardado todas las herramien-tas en su funda y estaba contemplando su obracon satisfacción cuando entró el jardinero, quese alegró viendo cuán aplicadamente colabora-ba su señor.

-¿No has visto a mi esposa? -preguntóEduardo, mientras se disponía a marchar.

-Allí, en las nuevas instalaciones -replicó eljardinero-. Hoy tiene que quedar acabada lacabaña de musgo que ha construido en la paredde rocas que cuelga frente al castillo. Ha que-dado todo muy bonito y estoy seguro de que legustará al señor. Desde allí se tiene una vista

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maravillosa: abajo el pueblo, un poco más a laderecha la iglesia, que casi deja seguir teniendovistas por encima del pináculo de su torre, en-frente el castillo y los jardines.

-Es verdad -dijo Eduardo-, a pocos pasos deaquí pude ver trabajando ala gente.

-Luego -siguió el jardinero-, se abre el vallea la derecha y se puede ver un bonito horizontepor encima de los prados y las arboledas. Lasenda que sube por las rocas ha quedado pre-ciosa. La verdad es que la señora entiende mu-cho de esto, da gusto trabajar a sus órdenes.

-Ve a buscarla -dijo Eduardo-, y pídele queme espere. Dile que tengo ganas de conocer sunueva creación y de disfrutar viéndola con ella.

El jardinero se alejó presuroso y Eduardo losiguió poco después. Bajó por las terrazas, fuesupervisando a su paso los invernaderos y losparterres de flores, hasta que llegó al agua, ytras cruzar una pasarela, alcanzó el lugar endonde el sendero que llevaba a las nuevas ins-talaciones se bifurcaba en dos. Dejó de lado el

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que atravesaba el cementerio de la iglesia yllevaba en línea casi recta hacia las paredes derocas y se adentró por el que subía algo máslejos hacia la izquierda pasando a través deagradables bosquecillos; en el punto en el queambos se encontraban se sentó durante unosinstantes en un banco muy bien situado, a con-tinuación emprendió la auténtica subida por lasenda y fue dejándose conducir hasta la cabañade musgo por un camino a veces más abrupto yotras más suave que iba avanzando a través deuna larga serie de escalerillas y descansos.

Carlota recibió a su esposo en el umbral y lehizo sentarse a propósito de manera tal quepudiera ver de un solo golpe de vista a travésde la puerta y la ventana los distintos paisajesque, así enmarcados, parecían cuadros. Él sealegró imaginando que la primavera prontoanimaría el conjunto mucho más ricamente.

-Sólo tengo una objeción -observó-, la caba-ña me parece algo pequeña.

-Pero para nosotros dos es más que sufi-

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ciente -replicó Carlota.-Y para un tercero -dijo Eduardo-, supongo

que también hay sitio.-¿Por qué no? -respondió Carlota-, y hasta

para un cuarto. Para reuniones más numerosasya buscaremos otro lugar.

-Pues ya que estamos aquí solos y no haynada que nos moleste -dijo Eduardo-, y comoademás también estamos de buen humor ytranquilos, te tengo que confesar que hace yaalgún tiempo que me preocupa algo que debo ydeseo decirte, sin haber encontrado hasta ahorael momento adecuado para hacerlo.

-Ya te había notado yo algo -indicó Carlota.-Y tengo que admitir -continuó Eduardo-

que si no fuera porque el correo sale mañanatemprano y nos tenemos que decidir hoy, talvez hubiera callado mucho más tiempo.

-¿Pues qué ocurre? -preguntó Carlota ani-mándole amablemente a hablar.

-Se trata de nuestro amigo, el capitán -contestó Eduardo-. Tú ya sabes la triste situa-

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ción en la que se encuentra actualmente sinculpa ninguna, como le ocurre a muchos otros.Tiene que ser muy doloroso para un hombre desu talento, sus muchos conocimientos y habili-dades verse apartado de toda actividad..., perono quiero guardarme más tiempo lo que deseopara él: me gustaría que lo acogiéramos ennuestra casa durante algún tiempo.

-Eso es algo que merece ser bien meditado yque deberíamos considerar desde más de unaperspectiva -replicó Carlota.

-Estoy dispuesto a exponerte mi punto devista -contestó Eduardo-. Su última carta dejatraslucir una callada expresión del más íntimodisgusto, no porque tenga alguna necesidadconcreta, porque sabe contentarse con poco y yoya le he procurado lo más necesario; tampoco esque se sienta incómodo por tener que aceptaralgo mío, porque a lo largo de nuestra vidahemos ¿contraído mutuamente tantas y tangrandes deudas que sería imposible deslindar aestas alturas cómo se encuentra el debe y el

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haber de cada uno: lo único que le hace sufrires encontrarse inactivo. Su única alegría, y yodiría que hasta su pasión, es emplear a diario yen cada momento en beneficio de los demás losmúltiples conocimientos que ha adquirido y enlos que se ha formado. Y tener que estar ahoracon los brazos cruzados o tener que seguir es-tudiando para adquirir nuevas habilidades por-que no puede aprovechar las que ya dominapor completo..., en fin, no te digo más, querida,es una situación muy penosa que le atormentacon reduplicada o triplicada intensidad en me-dio de su soledad.

-Yo creía -dijo Carlota- que le habían llega-do ofertas de distintos lugares. Yo misma escri-bí en ese sentido a algunos amigos y amigasmuy diligentes y, hasta donde sé, el intento noquedó sin efecto.

-Es verdad -replicó Eduardo-, pero es queincluso tales ocasiones, esas variadas ofertas, lecausan nuevo dolor, le procuran nueva intran-quilidad. Ninguna de ellas está a su altura. No

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podría actuar libremente; tendría que sacrifi-carse él mismo y además sacrificar su tiempo,sus ideas y su modo de ser, y eso le resulta im-posible. Cuanto más pienso en todo esto, tantomás siento y tanto más grande es mi deseo deverlo aquí en nuestra casa.

-Me parece muy hermoso y conmovedor -dijo Carlota- que te tomes el problema de tuamigo con tanto interés; pero permíteme que teruegue que repares también en tu convenienciay en la nuestra.

-Ya lo he hecho -repuso Eduardo-. Lo únicoque nos puede reportar su proximidad es bene-ficio y agrado. Del gasto no quiero hablar, por-que en cualquier caso, si se muda a nuestracasa, va a ser bien pequeño para mí, sobre todoteniendo en cuenta que su presencia no noscausará la menor incomodidad. Puede acomo-darse en el ala derecha del castillo, y el resto yase verá. ¡Qué favor tan grande le haríamos yqué agradable nos resultaría disfrutar de sutrato, además de otras muchas ventajas! Hace

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mucho tiempo que me habría gustado disponerdel plano de la propiedad y sus tierras; él seencargará de hacerlo y dirigirlo. Tú tienes laintención de administrar personalmente lastierras en cuanto expire el plazo de los actualesarrendatarios, pero una empresa de ese tipo esdifícil y preocupante. ¡Con cuántos conocimien-tos sobre esas cuestiones nos podría orientar!Buena cuenta me doy de la falta que me haríaun hombre de ese tipo. Es verdad que los cam-pesinos saben lo que es necesario, pero sus in-formes son confusos y poco honrados. Los quehan estudiado en la ciudad y en las academiasse muestran más claros y ordenados, pero care-cen del conocimiento directo e inmediato delasunto. De mi amigo, puedo esperar los dosextremos.Y además se me ocurren otras mu-chas cosas que me complace imaginar y quetambién tienen que ver contigo y de las que meprometo muchos beneficios. Y, ahora, dichoesto, quiero agradecerte que me hayas escu-chado con tanta amabilidad, y te pido que

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hables también con toda libertad y sin rodeos yme digas todo lo que tengas que decir; yo no teinterrumpiré.

-Muy bien -dijo Carlota-, entonces empeza-ré haciendo una observación de tipo general.Los hombres piensan más en lo singular y en elmomento presente y tienen razón, porque ellostienen la misión de ser emprendedores y ac-tuar; sin embargo, las mujeres se fijan más enlas cosas que anudan el entramado de la vida, ycon la misma razón, puesto que su destino y eldestino de sus familias está estrechamente liga-do a ese entramado y es precisamente a ellas aquienes se les exige que conserven ese vínculo.Así que, si te parece bien, vamos a echar unamirada a nuestra vida presente y pasada y ve-rás cómo no te quedará más remedio que con-fesarme que la invitación al capitán no se ajustadel todo a nuestros propósitos, a nuestros pla-nes y a nuestras intenciones.

»¡Me gusta tanto recordar los primerostiempos de nuestra relación! Cuando todavía

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éramos unos jovencitos ya nos queríamos detodo corazón; nos separaron; a ti te alejaron demí porque tu padre, que nunca saciaba sus an-sias de riqueza, te unió a una mujer rica bastan-te mayor; a mí me alejaron de ti, porque al notener ninguna perspectiva clara de futuro, meobligaron a casarme con un hombre de buenaposición y que ciertamente era muy respetable,pero al que no amaba. Más tarde volvimos a serlibres. Tú antes que yo, porque tu viejecita semurió dejándote en posesión de una gran for-tuna; yo, más adelante, justo en el momento enque tú regresaste de tus viajes. Así fue comovolvimos a encontrarnos. Nos deleitaba el re-cuerdo del pasado, amábamos ese recuerdo ypodíamos vivir juntos sin ningún tipo de im-pedimento, pero tú me presionaste para quenos casáramos; yo tardé algún tiempo en acce-der porque estimaba que, siendo aproximada-mente de la misma edad, por ser mujer yohabía envejecido más que tú que eres hombre.Pero finalmente no quise negarte lo que parecía

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que constituía tu única dicha. Querías descan-sar a mi lado de todas las inquietudes quehabías tenido que experimentar en la corte, enel ejército y en tus viajes, querías reflexionar ydisfrutar de la vida, pero a solas conmigo. Metía mi única hija en un pensionado en el que,ciertamente, se educa mucho mejor y de modomás completo de lo que habría podido hacerlode haberse quedado en el campo; pero no lamandé sólo a ella, sino también a Otilia, miquerida sobrina, que quizás hubiera estadomucho mejor aprendiendo a gobernar la casabajo mi dirección. Todo eso se hizo con tu apro-bación y con el único propósito de que pudié-ramos vivir por fin para nosotros mismos, deque finalmente pudiéramos disfrutar sin quenadie nos perturbara de esa dicha tan ardien-temente deseada y que tanto habíamos tardadoen alcanzar. Así fue como empezó nuestra vidaen el campo. Yo me hice cargo de la casa, tú delexterior y de todo el conjunto. He tomado todaslas disposiciones necesarias a fin de poder salir

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siempre al encuentro de tus deseos y vivir sólopara ti; deja que por lo menos ensayemos du-rante algún tiempo a ver hasta qué punto po-demos bastarnos de esta manera el uno al otro.

-Puesto que, según tú dices, vuestro ele-mento consiste en vincular todas las cosas -replicó Eduardo-, lo mejor sería no escucharossin interrumpir ni decidirse a daros la razón; y,sin embargo, no dudo que debes tener razónhasta el día de hoy. La manera en que hemosdispuesto nuestro modo de vivir era buena yconveniente, pero ¿es que eso significa que novamos a seguir edificando sobre lo ya construi-do, que no vamos a permitir que nazca nadanuevo de lo que ya hemos realizado hasta aho-ra? ¿Acaso lo que yo he hecho en el jardín y túen el parque sólo va a servir para los ermita-ños?

-¡Muy bien! -dijo Carlota-, ¡está muy bien!Pero por lo menos no metamos aquí ningúnelemento extraño, ningún estorbo. Piensa quetodos los planes que hemos concebido, incluso

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en lo tocante al entretenimiento y la diversión,estaban pensados para nosotros dos solos. Pri-mero querías darme a conocer los diarios de tuviaje en el orden correcto aprovechando paraordenar todos los papeles que tienen que vercon eso; querías que yo participara en esa tareapara ver si con mi ayuda conseguíamos reuniren un conjunto armonioso y agradable paranosotros y para los demás todo ese batiburrillode cuadernos y hojas sueltas de valor inesti-mable. Prometí que te ayudaría a copiarlos ynos imaginábamos que resultaría muy confor-table y grato recorrer de esta manera tan cómo-da e íntima un mundo que no íbamos a verjuntos sino en el recuerdo. Y, en efecto, yahemos empezado a hacerlo. Además, por lasnoches has vuelto a coger la flauta, acompa-ñándome al piano. Y tampoco nos faltan lasvisitas de los vecinos o a los vecinos. Con todasestas cosas yo, por lo menos, me he construidola imagen del primer verano verdaderamentedichoso que he pensado disfrutar en toda mi

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vida.-Te daría la razón -replicó Eduardo, frotán-

dose la frente- si no fuera porque cuanto másescucho todo lo que repites de modo tan ama-ble y razonable tanto más me persigue el pen-samiento de que la presencia del capitán nosólo no estropearía nada, sino que aceleraríamuchas cosas y nos daría nueva vida. Él tam-bién ha compartido algunas de mis expedicio-nes y también ha anotado muchas cosas desdeuna perspectiva distinta: podríamos aprove-char esos materiales todos juntos y de ese modolograríamos componer una bonita narración deconjunto.

-Pues entonces permíteme que te diga -repuso Carlota dando muestras de cierta impa-ciencia- que tu propósito se opone a lo que yosiento, que tengo un presentimiento que no meaugura nada bueno.

-Por este sistema vosotras las mujeres serí-ais siempre insuperables -contestó Eduardo-; enprimer lugar razonables, para que no se os

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pueda contradecir, después tiernas y cariñosaspara que nos entreguemos de buen grado, tam-bién sensibles, de modo que nos repugne hace-ros daño, y finalmente intuitivas y llenas depresentimientos de modo que nos asustemos.

-No soy supersticiosa -replicó Carlota-, y nole concedería ninguna importancia a esos oscu-ros impulsos si no pasaran de ser eso; pero, porlo general, suelen ser recuerdos inconscientesde ciertas consecuencias dichosas o desafortu-nadas que ya hemos vivido en carne propia oajena. No hay nada que tenga mayor peso encualquier circunstancia que la llegada de unatercera persona interpuesta. He visto amigos,hermanos, amantes y esposos cuya vida cambióradicalmente por culpa de la intromisión casualo voluntaria de otra persona.

-No niego que eso puede ocurrir -dijoEduardo- cuando hablamos de personas quevan andando a ciegas por la vida, pero no ocu-rre cuando se trata de personas formadas por laexperiencia y que tienen conciencia de sí mis-

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mas.-La conciencia, querido mío -replicó Carlo-

ta-, no es un arma suficiente y hasta puede vol-verse contra el que la empuña; y pienso que loque se deduce de todo esto es que no debemosprecipitarnos. Concédeme al menos unos cuan-tos días, ¡note decidas aún!

-Tal como están las cosas -repuso Eduardo-,también nos precipitaríamos dentro de unosdías. Ya hemos expuesto todas las razones enpro y en contra, lo único que falta es tomar unadecisión y por lo que veo lo mejor sería que loecháramos a suertes.

-Ya sé -dijo Carlota- que en los casos de du-da te gusta apostar o echar los dados, pero tra-tándose de un asunto tan serio me parecería unsacrilegio.

-¿Pero entonces qué le voy a escribir al capi-tán? -exclamó Eduardo-, porque tengo que res-ponderle enseguida.

-Escríbele una carta tranquila, razonable yconsoladora -dijo Carlota.

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-Para eso, más vale no escribir nada -repusoEduardo.

-Y sin embargo -repuso Carlota-, te aseguroque en muchos casos es necesario y más propiode un amigo y desde luego mucho mejor escri-bir no diciendo nada que no escribir.

Capítulo 2

Eduardo se hallaba de nuevo solo en suhabitación y la verdad es que se encontraba enun estado de ánimo de agradable excitacióndespués de haber escuchado de labios de Carlo-ta la repetición de los azares de su vida y lavívida representación de su mutua situación yproyectos. Se había sentido tan dichoso a sulado, con su compañía, que trataba ahora demeditar una carta para el capitán que sin dejarde ser amistosa y compasiva, fuera tranquila ynada comprometida. Pero en el momento enque se dirigió hacia el escritorio y tomó en susmanos la carta del amigo para volver a leerla, le

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volvió a asaltar la imagen de la triste situaciónen que se hallaba aquel hombre extraordinarioy todas las emociones que le habían estadoatormentando los últimos días volvieron a des-pertar con tal intensidad que le pareció imposi-ble abandonar a su amigo en esa situación tanangustiosa.

Eduardo no estaba acostumbrado a renun-ciar a nada. Hijo único y consentido de unospadres ricos que habían sabido convencerlepara embarcarse en un matrimonio extrañopero muy ventajoso con una mujer mayor; mi-mado también por ella de todas las manerasposibles para tratar de compensarle con su es-plendidez por su buen comportamiento; unavez dueño de sí mismo, tras su temprano falle-cimiento, acostumbrado a no depender de na-die en los viajes, a disponer libremente de cual-quier cambio y variación, sin caer nunca enpretensiones exageradas, pero deseando siem-pre muchas cosas y de muy diversos tipos, ge-neroso, intrépido y hasta valiente llegado el

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caso, ¿quién o qué cosa en el mundo podíaoponerse a sus deseos?

Hasta aquel momento todo había salido asu gusto. Incluso había logrado poseer a Carlo-ta, a la que había conquistado gracias a unafidelidad terca y casi de novela; y, de pronto,veía cómo le contradecían por vez primera,cómo le ponían trabas justo cuando quería traera su lado a su amigo de juventud, esto es,cuando por así decir quería poner el broche deoro de su existencia. Se sentía malhumorado,impaciente, tomaba varias veces la pluma y lavolvía a soltar, porque no era capaz de ponersede acuerdo consigo mismo sobre lo que debíaescribir. No quería ir contra los deseos de sumujer, pero tampoco era capaz de acatar lo quele había pedido; en su estado de inquietud teníaque escribir una carta tranquila, y eso le resul-taba imposible. Lo más natural en ese caso eratratar de ganar tiempo. En pocas palabras pidiódisculpas a su amigo por no haberle escritoantes y no poder escribirle todavía con detalle y

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le prometió que a no tardar mucho le enviaríauna misiva mucho más significativa y tranqui-lizadora.

Al día siguiente Carlota aprovechó la oca-sión de un paseo al mismo lugar para volver areanudar la conversación, tal vez con la convic-ción de que la mejor manera de ahogar un pro-yecto es volviendo a hablar de él muchas veces.

Eduardo también estaba deseando reanu-dar la charla. Tal como acostumbraba, supoexpresarse de manera afectuosa y agradable,porque aunque su sensibilidad le hacía acalo-rarse fácilmente, aunque la vehemencia de susdeseos era en exceso impetuosa y su terquedadpodía provocar la impaciencia, también es ver-dad que sabía suavizar tanto sus palabras tra-tando siempre de no herir a los demás, que noquedaba más remedio que seguir considerán-dolo amable incluso cuando más inoportuno yfastidioso se mostraba.

De este modo, aunque aquella mañana em-pezó por poner a Carlota del mejor humor, lue-

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go sus giros en la conversación la sacaron tancompletamente fuera de sus casillas que acabópor exclamar:

-Lo que tú quieres es que le conceda alamante lo que le he negado al marido.

»Por lo menos, querido -continuó-, quieroque sepas que tus deseos y la afectuosa vivaci-dad con que los expresas no me han dejadoimpasible, no me han dejado de conmover. In-cluso me obligan a hacerte una confesión. Yotambién te he estado ocultando algo. Me en-cuentro en una situación muy parecida a latuya y ya he tenido que ejercer sobre mí mismala violencia que ahora estimo que deberías ejer-cer sobre ti.

-Me agrada escuchar eso -dijo Eduardo-, yveo que en el matrimonio es necesario reñir decuando en cuando para descubrir algunas cosasdel otro.

-Pues entonces debes saber -dijo Carlota-que a mí me pasa con Otilia lo mismo que a ticon el capitán. Me desagrada mucho pensar

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que esa niña querida está en un pensionado enel que se siente presionada y oprimida. Mien-tras Luciana, mi hija, que ha nacido para estaren el mundo, se instruye allí para el mundo,mientras ella aprende al vuelo idiomas, historiay otro montón de cosas, con la misma facilidadcon la que lee las notas y variaciones musicales,mientras con su natural viveza y su feliz me-moria, por decirlo de algún modo, olvida todotan pronto como lo vuelve a recordar; mientrasque su comportamiento natural, su gracia en elbaile, su conversación fácil y fluida la hacendestacar entre todas y su instintiva dote demando la convierten en la reina de su pequeñocírculo; mientras que la directora de la insti-tución la adora como a una pequeña diosa quegracias a sus cuidados ha empezado a florecery por lo mismo considera un honor tenerla allí,ya que inspira confianza en las demás y puedeejercer influencia sobre otras jovencitas; mien-tras que sus cartas e informes mensuales no sonmás que cantos de alabanza sobre las extraor-

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dinarias capacidades de la niña, que yo sé tra-ducir muy bien a mi prosa, mientras ocurretodo esto con Luciana, lo que se me cuenta deOtilia es siempre, por el contrario, una disculpatras otra que tratan de justificar que una mu-chacha que por lo demás crece bien y es hermo-sa no muestre ni capacidad ni disposición al-guna. Lo poco que ella añade tampoco es nin-gún misterio para mí, porque reconozco en esaniña querida todo el carácter de su madre, miamiga más querida que creció a mi lado y cuyahija yo seguramente habría sabido convertir enuna preciosa criatura si hubiera podido ser sueducadora o cuidadora.

»Pero como eso no entraba en nuestros pla-nes y como no conviene forzar tanto las cosasde la vida ni tratar de buscar siempre la nove-dad, prefiero resignarme y superar la desa-gradable sensación que me invade cuando mihija, que sabe muy bien que la pobre Otilia de-pende de nosotros, se aprovecha de su ventajamostrándose orgullosa con ella, con lo que

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prácticamente arruina nuestra buena acción.»Pero, ¿acaso hay alguien tan bien formado

que no se aproveche a veces con crueldad de susuperioridad respecto a los otros? ¿Y quién estátan arriba que no haya tenido que sufrir a vecesuna opresión semejante? El mérito de Otilia seacrecienta en esas pruebas; pero desde que mehe dado cuenta de hasta qué punto es penosasu situación, me he tomado el trabajo de buscarotro sitio para ella. Espero una respuesta de unmomento a otro y cuando llegue no dudaré.Ésta es mi situación, querido mío. Como ves, aambos nos aflige el mismo género de preocu-pación en nuestros corazones leales y genero-sos. Deja que llevemos la carga entre los dos,puesto que no podemos deshacernos de ella.

-Somos criaturas sorprendentes -dijoEduardo sonriendo- cuando podemos desterrarlejos de nuestra presencia lo que nos preocupa,ya nos creemos que está todo arreglado. Somoscapaces de sacrificar muchas cosas en un planogeneral, pero entregarnos en una situación con-

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creta y particular es una exigencia a cuya alturararas veces estamos. Así era mi madre. Mien-tras viví con ella, de niño o cuando jovencito,nunca pudo deshacerse de las preocupacionesdel momento. Si me retrasaba cuando salía apasear a caballo, ya me tenía que haber ocurri-do alguna desgracia; si me sorprendía un cha-parrón, seguro que me entraba la fiebre. Memarché de viaje, me alejé de ella, y desde en-tonces ya ni siquiera parecía que yo le pertene-ciera.

»Si miramos las cosas de más cerca -continuó-, pienso que los dos estamos actuandode un modo absurdo e irresponsable, abando-nando en medio del infortunio y la pena a dospersonas de naturaleza tan noble y a las quetanto queremos sólo porque no deseamos ex-ponernos a ningún peligro. ¡Si esto no se llamaegoísmo dime qué nombre podemos darle!¡Toma a Otilia, déjame al capitán y, en nombrede Dios, hagamos la prueba!

-Podríamos arriesgarnos -replicó Carlota

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pensativa-, si el peligro sólo fuera para noso-tros. Pero ¿tú crees que es aconsejable quecompartan el mismo techo el capitán y Otilia, esdecir, un hombre aproximadamente de tu edad,esa edad, digo estas cosas elogiosas aquí entrenosotros, en la que el hombre empieza a serdigno de amor y capaz de amor, y una mucha-cha con las excelentes cualidades de Otilia?

-Lo que no sé -repuso Eduardo-, es cómopuedes ensalzar tanto a Otilia. Sólo me lo pue-do explicar porque ha heredado el mismo afec-to que tú sentías por su madre. Es guapa, eso esverdad, y recuerdo que el capitán me llamó laatención sobre ella cuando regresamos hace unaño y la encontramos contigo en casa de tu tía.Es guapa, sobre todo tiene ojos bonitos; pero nopodría decirte si me causó aunque sólo fuerauna pizca de impresión.

-Eso te honra y es digno de elogio -dijo Car-lota-, puesto que yo también estaba allí y a pe-sar de que ella es mucho más joven que yo, lapresencia de tu vieja amiga tuvo tanto encanto

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para ti que tus ojos no se fijaron en esa prome-tedora belleza a punto de florecer. Por cierto,que es algo muy propio de tu modo de ser ypor eso me gusta tanto compartir la vida conti-go.

Pero a pesar de la aparente honestidad desus palabras Carlota ocultaba algo. En efecto,cuando Eduardo regresó de sus viajes, ella se lohabía presentado a Otilia con toda la intencióna fin de orientar tan buen partido en dirección asu querida hija adoptiva, porque ella ya nopensaba en Eduardo para sí misma. El capitántambién estaba encargado de llamar la atenciónde Eduardo, pero éste, que seguía conservandoobstinadamente en su interior su antiguo amorpor Carlota, no vio ni a derecha ni a izquierda ysólo era dichoso pensando que por fin iba apoder conseguir ese bien tan vivamente desea-do y que una cadena de acontecimientos pa-recía haberle negado para siempre.

La pareja estaba a punto de bajar por lasnuevas instalaciones en dirección al castillo

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cuando vieron a un criado que subía corriendohacia ellos y les gritaba desde abajo con cararisueña:

-¡Bajen rápidamente señores! El señor Mit-tler ha entrado como una tromba en el patio delcastillo y nos ha gritado a todos que fuéramosinmediatamente a buscarles y les pre-guntáramos si es necesario que se quede. «Si esnecesario» -nos siguió gritando-, ¿habéis oído?,pero deprisa, deprisa.

-¡Qué hombre tan gracioso! -exclamóEduardo-; ¿no crees que llega justo a tiempo,Carlota? ¡Regresa en seguida -ordenó al criado-;dile que es necesario, muy necesario! Que sebaje del caballo. Ocúpate del animal. A él lle-vadlo a la sala y servidle la comida. En seguidallegamos.

»¡Tomemos el camino más corto! -le dijo asu mujer y se adentró por el sendero que atra-vesaba el cementerio de la iglesia y que nor-malmente solía evitar. Pero se llevó una buenasorpresa, porque también allí se había encarga-

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do Carlota de velar por los sentimientos. Tra-tando de preservar al máximo los viejos mo-numentos, había sabido ordenar e igualar todode tal manera que ahora se había convertido enun lugar hermoso en el que la vista y la imagi-nación gustaban de demorarse.

Había sabido honrar hasta a las piedras másantiguas. Siguiendo el orden cronológico de susfechas, las piedras habían sido dispuestas co-ntra el muro o bien incrustadas o superpuestasde algún modo; hasta el alto zócalo de la iglesiahabía sido adornado con ellas ganando en pres-tancia y variedad. Eduardo se sintió extraña-mente conmovido cuando entró por la puerteci-ta: apretó la mano de Carlota y una lágrimabrilló en sus ojos.

Pero su estrafalario huésped no les dejómucho tiempo en paz. En lugar de quedarsetranquilamente en el castillo había salido a bus-carles atravesando el pueblo al galope tendidoy picando espuela hasta llegar a la puerta delcementerio, en donde por fin se detuvo y gritó

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a sus amigos:-¿No me estarán tomando el pelo? Si de

verdad es algo urgente, me quedaré aquí a co-mer. Pero no me retengan. Tengo todavía mu-chísimo que hacer.

-Puesto que se ha molestado usted en venirdesde tan lejos -le contestó Eduardo gritando-,entre hasta aquí con su caballo. Nos encontra-mos en un lugar grave y solemne, y mire usted¡cómo ha sabido adornar Carlota todo este due-lo!

-Ahí dentro -exclamó el jinete-, yo no entroni a caballo, ni en coche, ni a pie. Esos que estánahí reposan en paz, yo no quiero tener nadaque ver con ellos. Al fin y al cabo no me que-dará más remedio que entrar ahí algún díacuando me metan con los pies por delante.Bueno, ¿es algo serio?

-Sí -replicó Carlota-, muy serio. Es la prime-ra vez desde que estamos casados que nos en-contramos en un apuro y una confusión de losque no sabemos cómo salir.

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-No tienen ustedes aspecto de tal cosa -repuso él-, pero les creeré. Si se burlan de mí, lapróxima vez les dejaré en la estacada. ¡Síganmedeprisa! A mi caballo le vendrá bien este pe-queño descanso.

Muy pronto volvieron a encontrarse los tresjuntos en la sala. La mesa estaba servida y Mit-tler les contó las cosas que había hecho y losproyectos del día. Aquel hombre extraño habíasido clérigo anteriormente y, en medio de suinfatigable actividad, se había distinguido en sucargo por haber sabido aplacar todas las riñas,tanto las domésticas como las vecinales, alprincipio de individuos singulares, luego de co-munidades enteras y numerosos propietarios.Mientras ejerció su ministerio no se divorcióninguna pareja y los tribunales regionales nohabían sabido de ningún litigio o proceso queproviniera de allí. Pronto se dio cuenta de lonecesario que le era saber derecho. Se lanzó delleno al estudio y enseguida se sintió a la alturadel más hábil de los abogados. Su círculo de

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influencia se extendió de modo admirable y es-taban a punto de llamarlo para un puesto en laresidencia, con el fin de que pudiera terminardesde arriba lo que había empezado desde aba-jo, cuando obtuvo una considerable gananciaen la lotería, se compró una propiedad de ta-maño moderado, la puso en arriendo y la con-virtió en el punto central de su actividad, ani-mado del firme propósito, o tal vez limitándosea seguir su antigua costumbre y su tendenciamás propia, de no demorarse nunca en unacasa en la que no hubiera ningún litigio queresolver o alguna disputa en la que terciar. Losque creían en la superstición del significado delos nombres pretendían que su apellido Mittler1 le había obligado a seguir su raro destino.

Ya habían servido los postres, cuando elhuésped conminó seriamente a sus anfitrionesa que no le ocultasen más tiempo sus descu-brimientos, porque tenía que marcharse inme-

1 «Mittler» significa «mediador». (N. del T.)

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diatamente después del café. Ambos espososhicieron sus confesiones con todo detalle, peroapenas comprendió de qué se trataba, se levan-tó malhumorado de la mesa, corrió hacia laventana y ordenó que ensillaran su caballo.

-O ustedes no me conocen -gritó-, o no meentienden, o son ustedes muy malintenciona-dos. ¿Es que hay aquí alguna pelea? ¿Acaso senecesita mi ayuda? ¿Se creen ustedes que estoyen el mundo para dar consejos? Es el oficio másnecio que se puede llevar a cabo. Que cada unose dé consejo a sí mismo y haga lo que no pue-de dejar de hacer. Si le sale bien, que se alegrede su sagacidad y su suerte. Si le sale mal, en-tonces estoy a su servicio. El que quiere librarsede algún mal, sabe siempre lo que quiere. Elque quiere algo mejor de lo que tiene, estácompletamente ciego. ¡Sí, sí, ríanse!, juega a lagallina ciega y a lo mejor hasta atrapa algo,pero ¿y qué? Hagan ustedes lo que quieran: dalo mismo. Inviten a su casa a sus amigos o dé-jenles fuera: da exactamente igual. He visto

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cómo las cosas más razonables fracasaban y lasmás descabelladas tenían éxito. No se rompanustedes la cabeza y si es que sale mal lo uno olo otro, tampoco se la rompan. En ese casomándenme a buscar y les ayudaré. Hasta en-tonces, soy su servidor.

Y diciendo esto, saltó sobre su caballo sinesperar el café.

-Ya ves -dijo Carlota- de qué poco vale untercero cuando dos personas muy unidas noestán del todo de acuerdo. Si cabe, ahora aúnestamos más confusos y sentimos más in-certidumbre que antes.

Seguramente ambos esposos habrían segui-do vacilando durante algún tiempo si no hubie-ra llegado una carta del capitán en respuesta ala última de Eduardo. Por fin se había decididoa aceptar un puesto que le habían ofrecido, apesar de que no era nada adecuado para él. Setrataba de compartir el aburrimiento con genterica y de buena posición que confiaba en que élconseguiría disipar su tedio.

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Eduardo se hizo perfectamente cargo delasunto y supo pintarlo de forma muy precisa.

¿Vamos a dejar a sabiendas a nuestro amigoen semejante situación? -exclamó-. ¡Tú no pue-des ser tan cruel, Carlota!

-Al final, ese hombre tan extraño, nuestroMittler -replicó Carlota-, tiene razón. Todasestas empresas están en manos del azar. Nadiepuede predecir lo que saldrá de ellas. La nuevasituación puede ser rica en fortuna o en adver-sidad sin que nosotros tengamos en ello granparte de mérito ni de culpa. No me siento confuerzas para seguir-resistiendo contra tus de-seos. ¡Hagamos el intento! Lo único que te pidoes que sea de breve duración. Permíteme queme ocupe del capitán con más ahínco que hastaahora y trate de emplear el mayor celo en mo-ver mis influencias y mis relaciones para con-seguirle un puesto que le pueda procurar con-tento de algún modo.

Eduardo le dio a su esposa las muestrasmás amables de su vivo agradecimiento. Con

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ánimo liberado y alegre se apresuró a transmi-tirle a su amigo sus propuestas por escrito. Lepidió a Carlota que añadiera con su propia ma-no una postdata expresando su aprobación ysumando sus amistosos ruegos a los de su es-poso. Lo hizo con pluma ágil y de modo cortésy gentil, pero con una especie de premura queno era habitual en ella. Y, cosa que nunca lesolía ocurrir, ensució el papel con una manchade tinta que la puso de mal humor y que, ade-más, no hizo sino agrandarse cuando intentóborrarla.

Eduardo bromeó al respecto y como toda-vía había sitio añadió una segunda postdatadiciéndole a su amigo que debía entender aquelsigno como muestra de la impaciencia con laque era esperado y que tenía que disponer suviaje con la misma premura con la que habíasido escrita esa carta.

Partió el mensajero y Eduardo creyó no po-der expresar mejor su gratitud más que insis-tiendo repetidas veces para que Carlota hiciese

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sacar cuanto antes a Otilia de su internado.Ella le rogó un aplazamiento y consiguió

despertar en Eduardo el deseo de hacer músicaaquella noche. Carlota tocaba muy bien el pia-no, Eduardo no tan bien la flauta, porque aun-que se había esforzado mucho en ocasionesaisladas, nunca había tenido la paciencia y laconstancia necesarias para cultivar un talentode ese género. Por eso, tocaba su parte de modomuy desigual, algunos pasajes bien, aunque talvez algo rápidos, y otros con interrupciones,porque no los conocía tan a fondo, de modoque a cualquier otra persona le habría resultadomuy difícil ejecutar con él un dueto. Pero Car-lota sabía encontrar el hilo y no se perdía. Sedetenía y dejaba que él la volviera a arrastrar,de modo que sabía conjugar a la perfección eldoble papel del buen director de orquesta y dela discreta ama de casa capaces de conservarsiempre el ritmo general aunque cada pasajeaislado no esté del todo acompasado.

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Capítulo 3

Llegó el capitán. Había mandado por delan-te una carta muy inteligente que tranquilizópor completo a Carlota. Tanta clarividenciasobre sí mismo, tanta claridad sobre su propioestado y el estado de sus amigos prometían unaperspectiva serena y risueña.

Las conversaciones de las primeras horas,tal como suele suceder entre amigos que no sehan visto desde hace tiempo, fueron muy vivasy casi agotadoras. Al atardecer Carlota propusoun paseo por las nuevas instalaciones. Al capi-tán le gustaba mucho aquel paraje y reparabaen todas sus bellezas, que sólo gracias a losnuevos caminos se podían ver y disfrutar. Te-nía una mirada ejercitada y al mismo tiempo fá-cil de contentar. Y aunque enseguida se dabacuenta de las cosas que se podían mejorar, nohacía como algunos y no disgustaba con suscomentarios a las personas que le estaban ense-ñando sus propiedades ni se le ocurría exigir

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más de lo que las circunstancias permitían orecordar en voz alta algo más perfecto visto enotro lugar.

Cuando llegaron a la cabaña de musgo laencontraron adornada del modo más alegre, esverdad que sobre todo con flores artificiales oplantas de invierno, pero entremezcladas demanera tan hermosa con haces naturales deespigas y otros frutos variados que no cabíadudar del sentido artístico de la que lo habíaconcebido.

-Aunque a mi marido no le gusta celebrarsu cumpleaños ni su santo, creo que hoy no metomará a mal que dedique estas pocas guirnal-das a una triple celebración.

-¿Triple? -exclamó Eduardo.-¡Desde luego! -repuso Carlota-; supongo

que podemos considerar la llegada de nuestroamigo como una fiesta, y además, seguro queno se os ha ocurrido pensar que hoy es vuestrosanto. ¿No os llamáis Otto los dos?

Los dos amigos se estrecharon la mano por

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encima de la mesa.-Me recuerdas -dijo Eduardo- esa pequeña

muestra de amistad juvenil. Cuando éramosniños los dos nos llamábamos del mismo modo;pero cuando vivimos juntos en el internado yse empezaron a producir errores por culpa deeso yo le cedí gustosamente ese bello y lacóniconombre.

-Con lo que tampoco te mostraste excesi-vamente generoso -dijo el capitán-, porque re-cuerdo muy bien que te gustaba más el nombrede Eduardo, y la verdad es que pronunciadopor unos labios bonitos tiene un sonido espe-cialmente grato.

Allí estaban sentados los tres, en torno a lamisma mesa en la que Carlota había habladocon tanta pasión contra la venida de su hués-ped. En su alegría Eduardo no quería recordar-le a su esposa aquel momento, pero no pudopor menos de decir:

-Todavía habría sitio suficiente para unacuarta persona.

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En aquel momento llegaron del castillo lossonidos de unos cuernos de caza que parecíanconfirmar y reforzar los buenos sentimientos ydeseos de aquellos amigos que gozaban allí desu mutua compañía. Los escucharon en silen-cio, recogiéndose cada uno en su fuero internoy sintiendo doblemente su felicidad en tanhermosa unión.

El primero en romper aquella pausa fueEduardo, que se levantó y salió fuera de la ca-baña.

-Vamos a llevar enseguida a nuestro amigo-le dijo a Carlota- hasta la cima más alta, paraque no se crea que este pequeño valle es nues-tra única propiedad y lugar de residencia. Alláarriba la mirada es más libre y el pecho se en-sancha.

-Pues entonces todavía tendremos que subiresta vez por el antiguo sendero, que es algodifícil -replicó Carlota-, pero espero que misescaleras y rampas nos permitan subir muypronto de manera más cómoda.

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Y, en efecto, pasando por encima de las ro-cas, los arbustos y la maleza, llegaron hasta lacima más alta, que no formaba ninguna meseta,sino una serie de lomas continuadas y fértiles.A sus espaldas, ya no se podía ver el castillo yel pueblo. En el fondo se divisaban algunoslagos, más allá colinas arboladas hasta cuyabase llegaba el agua y finalmente escarpadasrocas que delimitaban verticalmente y con todanitidez el último espejo de agua en cuya super-ficie se reflejaban sus formas grandiosas. Allá,en el fondo del abismo, donde un caudalosoarroyo dejaba caer sus aguas sobre los lagos, seveía un molino medio escondido que, junto consus alrededores, parecía un agradable lugar dereposo. En todo el semicírculo que abarcabancon la mirada alternaban del modo más variadolas cimas con las hondonadas, los arbustos conlas arboledas, cuyo verde incipiente prometíaun futuro paisaje de abundancia y riqueza.También había algunos grupos aislados de ár-boles que llamaban la atención. Destacaba so-

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bre todo, a los pies de los amigos espectadores,una masa de álamos y plátanos, que se encon-traba justo al borde de la laguna central. Esta-ban en su mejor momento, frescos, sanos, er-guidos, tratando de crecer a lo alto y a lo ancho.

Eduardo llamó la atención de sus amigosmuy especialmente sobre esos árboles.

-Ésos -exclamó- los planté yo mismo cuan-do era joven. En aquel entonces sólo eran unosarbolitos muy delgados que yo salvé cuando mipadre los hizo arrancar en pleno verano paraampliar el jardín del castillo. Sin duda este añotambién darán nuevos brotes en señal de agra-decimiento.

Regresaron contentos y alegres. Al huéspedse le había asignado en el ala derecha del casti-llo un alojamiento espacioso y agradable en elque muy pronto instaló y ordenó sus libros,papeles e instrumentos, para proseguir con susactividades acostumbradas. Pero los primerosdías Eduardo no le dejó en paz. Lo llevó portodas partes, unas veces a caballo y otras a pie y

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le hizo conocer la comarca y la propiedad,además de comunicarle el deseo que albergabadesde hacía tiempo, ligado a su intención delograr un conocimiento más profundo de aque-llos lugares y poder explotarlos mejor.

-Lo primero que tenemos que hacer -dijo elcapitán- es levantar un plano del lugar conayuda de la brújula. Es una tarea fácil y entre-tenida y aunque no garantiza una excesivaexactitud, siempre resulta útil para empezar,además de grata, y tiene la ventaja de que sepuede hacer sin necesidad de mucha ayuda ycon la seguridad de llevarla a su fin. Si mástarde deseas una medición más exacta, tambiénpodremos encontrar una manera de hacerla.

El capitán tenía mucha práctica en ese tipode mediciones. Había traído los instrumentosnecesarios y comenzó en el acto. Instruyó aEduardo y a algunos cazadores y campesinosque debían ayudarle en su tarea. Los días eranfavorables; al atardecer o por la mañana tem-prano aprovechaba para hacer los dibujos y

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gráficos. Muy pronto todo estuvo delineado ycoloreado y Eduardo pudo ver como sus pro-piedades volvían a surgir con toda precisiónsobre el papel igual que si se tratara de unanueva creación. Le-parecía que sólo ahora lasconocía, que sólo ahora le pertenecían de ver-dad.

Surgió la ocasión de hablar del lugar, decomentar nuevos proyectos que con ayuda deesa visión de conjunto se podían planificar mu-cho mejor que diseñándolos simplemente apartir de la propia naturaleza basándose enmeras impresiones fortuitas.

-Se lo tenemos que explicar claramente a mimujer -dijo Eduardo.

-¡No lo hagas! -repuso el capitán, a quien nole gustaba intercambiar sus convicciones conlas de los demás porque tenía la experiencia deque las opiniones de la gente son demasiadovariadas como para hacerlas coincidir en unmismo punto, aunque sea recurriendo a losargumentos más razonables-. ¡No lo hagas! -

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exclamó-, seguramente la desconcertaríamos. Aella le pasará como a todos los que se ocupande estas cosas únicamente por afición y que lesimporta mucho más hacer algo ellos mismosque el que ese algo sea hecho de determinadamanera. Van tanteando la naturaleza, muestransu preferencia por este rinconcito o por aquél,no se atreven a eliminar determinado estorbo,ni tienen el valor de sacrificar algo; nunca seimaginan de antemano lo que puede resultar:se prueba, si sale bien o si sale mal se modificay tal vez se modifica justamente lo que habíaque dejar y se deja lo que había que modificar,y así es como al final se consigue una especie depuzzle que gusta y estimula, pero que no con-vence.

-Confiésame sinceramente -dijo Eduardo-que no te gustan los arreglos de mi mujer.

-Si la ejecución hubiese agotado la concep-ción, que es muy buena, no habría nada queobjetar. Ha conseguido subir por las rocas congrandes padecimientos y ahora, si me lo permi-

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tes, hace padecer a todos los que lleva por allí.No se puede caminar con cierta libertad ni jun-tos ni en hilera. A cada momento se rompe elritmo del paso, y habría otras muchas cosas queobjetar.

-¿Crees que habría sido fácil hacerlo de otromodo? -preguntó Eduardo.

-Muy fácil -replicó el capitán-; sólo teníaque haber roto una esquina de las rocas queademás no tiene ningún interés, porque es unsimple conglomerado, y así hubiera conseguidouna curva de bello trazado para la subida y almismo tiempo piedras sobrantes para afianzarcon muros de contención los lugares donde elcamino hubiera podido quedar estrecho o maldibujado. Pero esto te lo digo aquí entre no-sotros en estricto secreto. De lo contrario ella sesentiría desconcertada y disgustada. Ademáshay que respetar lo que ya está hecho. Si sequiere gastar más dinero y esfuerzos hay mu-chas cosas interesantes para hacer desde la ca-baña de musgo hacia arriba y allá en la cima.

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Si, de este modo, los dos amigos encontra-ban muchas cosas en que ocuparse en el pre-sente, tampoco faltaba la remembranza viva yanimada de los tiempos pasados, en la que Car-lota solía participar. Y también hicieron planespara ocuparse del diario de viaje cuando lostrabajos más urgentes estuvieran listos a fin deevocar también de ese modo el pasado.

Además, Eduardo tenía ahora menos temasde conversación para tratar a solas con Carlota,sobre todo desde que se le había clavado en elcorazón la crítica, que tan justa le parecía, a losarreglos que ella había hecho en el parque. Ca-lló durante mucho tiempo lo que le había con-fiado el capitán, pero finalmente, cuando vioque su mujer estaba de nuevo ocupada hacien-do escaleritas y senderos que subían peno-samente desde la cabaña de musgo hasta lacima, no se pudo contener y después de algu-nos rodeos le explicó cuáles eran sus nuevospuntos de vista.

Carlota se sintió afectada. Tenía suficiente

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cabeza para darse cuenta de que él tenía razón,pero lo que ya estaba hecho contradecía aque-llas ideas y ya estaba consumado; le había pa-recido bien hasta ahora, le había parecido de-seable y se sentía encariñada con cada uno deesos detalles que ahora le criticaban. Se resistíaa admitir lo que le decía su propia convicción,defendía su pequeña creación y estaba resenti-da contra los hombres que enseguida van a logrande y quieren convertir una broma, unadistracción, en una verdadera obra, sin repararen los gastos que acarrea un plan tan gran-dioso. Estaba excitada, dolida, disgustada; nopodía decidirse ni a eliminar lo ya hecho, ni adescartar lo nuevo por completo. Pero como erauna persona decidida detuvo enseguida lasobras y se tomó tiempo para meditar sobre lacuestión y dejarla madurar en su mente.

Y ahora, perdida esa diaria ocupación -porque los hombres cada vez pasaban mástiempo juntos dedicados a sus tareas, ocupán-dose sobre todo con especial celo de los jardi-

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nes y los invernaderos, sin dejar de practicartambién los habituales ejercicios de caballeroscomo la caza o la compra, trueque, adiestra-miento y mantenimiento de los caballos-, Carlo-ta se sentía cada día más sola. Y aunque habíaaumentado su volumen de correspondencia,también pensando en favorecer al capitán, pa-saba muchas horas de soledad. Por eso, aún leresultaban más gratos y le servían de mayordistracción los informes que recibía del inter-nado.

A una carta muy extensa de la directora, enla que como de costumbre se alargaba compla-cida en la descripción de los progresos de suhija, se había adjuntado una breve nota de unempleado masculino de la institución; de am-bas daremos cuenta ahora.

Postdata de la directora

«En cuanto a Otilia, señora mía, lo único que

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puedo repetir es lo que ya le he comunicado enlos anteriores informes. No podría quejarme deella en ningún aspecto y sin embargo tampocopuedo mostrarme satisfecha. Sigue mostrándo-se modesta y amable con las demás, pero esamanera de quedarse siempre relegada, esa acti-tud servil, no me gustan. Usted le envió hacepoco algo de dinero y diversos objetos: el pri-mero ni lo ha tocado y los segundos siguenintactos en el mismo lugar. Es verdad que cuidamuy bien sus cosas y que es muy limpia, peroparece que sea esa la única razón por la que secambia de vestido. Tampoco apruebo su mode-ración en la comida y la bebida. En nuestra me-sa no se sirve nada superfluo, pero me encantadisfrutar viendo a las niñas comer hasta saciar-se cosas sanas y sabrosas. Pienso que lo que sesirve sobre la mesa, fruto de una reflexión yconvicción, debe ser comido en su totalidad.Pero nunca he conseguido convencer a Otiliapara que lo haga. Al contrario, siempre se in-venta algún menester, algún olvido de las cria-

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das que hay que reparar, para levantarse de lamesa y saltarse un plato o los postres. Es ver-dad que también hay que tener en cuenta que,por lo que he sabido últimamente, a veces sufrede dolores de cabeza en el lado izquierdo, quesin duda son pasajeros, pero dolorosos y tal vezde cierta gravedad. Esto es todo lo que puedodecirle acerca de esta niña, que por lo demás estan hermosa y afectuosa.»

Nota del asistente

«Nuestra excelente directora me suele per-mitir leer las cartas en las que comunica susjuicios y observaciones sobre sus pupilas a lospadres o tutores. Las cartas que le van dirigidaslas leo con doble atención y con doble placer,pues si bien tenemos que darle la enhorabuenapor esa hija que reúne todas esas brillantes cua-lidades con las que se suele triunfar en el mun-do, también pienso que podemos felicitarla y

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que usted se puede considerar dichosa por esahija adoptiva que ha nacido para hacer el biende los demás, procurar su dicha y seguramentetambién la suya propia. Otilia es casi la únicade nuestras pupilas en la que disiento con nues-tra estimada directora. No es que yo quierareprocharle a esta mujer tan activa que quieraque brillen de modo público y manifiesto losfrutos de sus desvelos, pero es que también hayfrutos que permanecen ocultos y que son losmás jugosos y de más sustancia cuando máspronto o más tarde terminan de desarrollarse yse abren mostrando una hermosa vida. Creoque así es su hija adoptiva. Desde que me ocu-po de su formación la veo que avanza siempreal mismo paso, y lenta, muy lentamente, perosiempre hacia adelante, nunca hacia atrás. Sicon los niños siempre conviene empezar por elprincipio, ése es ciertamente su caso. Lo que nose deduce de lo anterior, no lo entiende. Sequeda paralizada y completamente incapazante una cosa que es fácil de entender, pero que

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para ella no guarda ninguna relación con nada.Pero si uno es capaz de mostrarle con claridadlos pasos intermedios y los nexos de unión,entonces es capaz de comprender hasta las co-sas más complejas.

»Como su modo de avanzar es lento sequeda retrasada respecto al resto de sus com-pañeras, quienes, dotadas de otras capacidades,corren siempre hacia adelante y son capaces decomprender fácilmente hasta lo que no guardaninguna conexión, únicamente porque son ca-paces de memorizarlo con facilidad y de saberaprovecharlo en su momento. Y por eso ella noaprende nada, porque no es capaz de seguir esetipo de instrucción acelerada, como la que reci-be en algunas clases que son impartidas porprofesores excelentes, pero muy rápidos e im-pacientes. Ha habido quejas por su caligrafía,por su incapacidad para comprender las reglasde la gramática. Yo he tratado de analizar esasquejas y he comprobado que si bien es verdadque escribe lentamente y con cierta rigidez, sin

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embargo su caligrafía no es insegura ni defor-me. Lo que le he ido enseñando poco a poco delengua francesa, aunque no es esa mi materia,lo ha entendido con facilidad. Es verdad queresulta sorprendente: sabe muchas cosas y muybien, pero si se le pregunta algo entonces pare-ce que no sabe nada.

»Si me permite terminar con una observa-ción general, le diré que no aprende como al-guien que quiere ser instruido, sino como al-guien que quiere instruir a los demás, es decir,no como alumna, sino como futura maestra. Talvez le resulte sorprendente que siendo yo mis-mo maestro y educador no encuentre mejormodo de alabar a alguien que declarándolo unode los míos. Con su superior capacidad de com-prensión, su profundo conocimiento del mun-do y de los hombres, usted sabrá elegir lo mejorde mis palabras, limitadas aunque bien inten-cionadas. Usted se convencerá de que tambiénesta niña promete muchas futuras alegrías. Lepresento mis respetos y le ruego me permita

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volver a escribirle en cuanto crea que una cartamía puede contener algo de interés.»

Carlota se alegró mucho de esta nota. Sucontenido coincidía en gran medida con la ideaque ella misma se había forjado sobre Otilia. Almismo tiempo no pudo evitar una sonrisa, por-que el interés del maestro le parecía cargado demayor afecto del que suele provocar la meraconstatación de las virtudes de un alumno. Consu habitual modo de pensar, tranquilo y exentode prejuicios, no quiso indagar más allá en lanaturaleza de esa relación. Simplemente, leparecía muy estimable el interés que ese hom-bre sensible se tomaba con Otilia, porque habíaaprendido suficientemente a lo largo de su vidalo mucho que hay que saber apreciar todo ver-dadero afecto en un mundo en el que predomi-nan la indiferencia y el desprecio.

Capítulo 4

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Pronto estuvo acabada la carta topográficaen la que aparecía la propiedad junto con susalrededores. Estaba representada a una escalabastante grande y de un modo muy ca-racterístico y plástico por medio de trazos depluma y colores y el capitán había sabido ase-gurarse de su precisión por medio de medicio-nes trigonométricas, porque la verdad es quepoca gente tenía necesidad de menos horas desueño que este hombre diligente que dedicabacada día a una meta concreta, de tal modo queal llegar la noche siempre había algo termina-do.

-Ahora -le dijo a su amigo- pasemos al re-sto, por ejemplo, la descripción de la propie-dad, para la que ya se ha hecho todo el trabajopreparatorio y que luego permitirá llevar a ca-bo particiones de las tierras de arriendo y otrasmuchas cosas. Sólo nos debemos guiar por unacosa a la que debemos atenernos siempre: sepa-ra de la vida todo lo que es trabajo y negocio.Los negocios exigen seriedad y rigor, la vida

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libertad y capricho. Los negocios exigen el máspuro orden lógico, mientras que la vida a vecespide cierta inconsecuencia que la alegre y ani-me. Si estás seguro en lo primero, tanto máslibre podrás sentirte en lo segundo, mientrasque si mezclas los dos, la seguridad se verábarrida y eliminada por la libertad.

Eduardo sentía en estos consejos un ligeroreproche. Aunque no era desordenado por na-turaleza, tampoco era capaz de clasificar suspapeles por materias. No separaba lo que sólole concernía a él de los asuntos que tenía queresolver con otras personas, del mismo modoque tampoco separaba suficientemente los ne-gocios y el trabajo de la diversión y el esparci-miento. Ahora sí le resultaba fácil, puesto queun amigo se tomaba el trabajo de hacerlo, pues-to que un segundo yo llevaba a cabo esa clasifi-cación separadora a la que no siempre se re-suelve el yo indiviso.

Instalaron en el ala del capitán un estantepara almacenar los papeles relativos a los asun-

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tos actuales y un archivo para los pasados ytrasladaron allí todos los documentos, papelesy notas que hallaron en los distintos contenedo-res, cámaras, armarios y cajas varias y, comopor ensalmo, todo aquel caos se transformó enel más satisfactorio orden y ahora yacía clasifi-cado y correctamente rotulado en las corres-pondientes casillas. Gracias a eso, pudieronencontrar lo que deseaban de modo mucho máscompleto de lo esperado. A este efecto les vinomuy bien la ayuda de un secretario que no semovía del pupitre en todo el día y hasta partede la noche y con el que sin embargo Eduardose había mostrado descontento hasta entonces.

-No lo reconozco -le decía Eduardo a suamigo-, ¡qué activo y útil se muestra ahora estehombre!

-Eso es -repuso el capitán-, porque no le en-cargamos nada nuevo hasta que ha terminadolo anterior a su plena satisfacción, y así es co-mo, según has podido comprobar tú mismo, escapaz de un gran rendimiento; pero en cuanto

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se le disturba, ya no es capaz de nada.Aunque los amigos pasaban juntos todo el

día, nunca dejaban de visitar a Carlota al caer latarde. Si no la encontraban reunida en tertuliacon la gente de las propiedades vecinas y losalrededores, cosa que ocurría a menudo, tantola charla como la lectura solían dedicarse a esostemas que contribuyen a acrecentar el bienes-tar, las ventajas y el placer de la vida burguesa.

Carlota, que estaba acostumbrada a disfru-tar del instante presente, veía satisfecho a sumarido y se sentía personalmente gratificadacon ello. Además, varios asuntos domésticosque había deseado resolver desde hacía tiempo,pero no había conseguido poner en marcha,habían sido llevados a buen puerto gracias a ladiligencia del capitán. La farmacia de la casa,que contaba con muy escasos medios, habíasido enriquecida y gracias a libros de fácilcomprensión, así como a diversas charlas ins-tructivas, Carlota se veía ahora capaz de ejerceruna importante tarea benéfica de un modo mu-

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cho más efectivo que hasta entonces.Pensando en esos accidentes corrientes, pe-

ro que sin embargo siempre suelen coger des-prevenido, se adquirió todo lo necesario paracasos de salvamento de ahogados, con tantomayor motivo por cuanto en la zona abunda-ban los estanques, lagunas y embalses de aguay tales accidentes eran habituales. Este aspectofue solventado por el capitán con especial cui-dado y Eduardo dejó escapar la observación deque un caso de ese tipo había hecho época, delmodo más extraño, en la vida de su amigo. Pe-ro como éste callaba y parecía querer eludir untriste recuerdo, Eduardo se detuvo de inmedia-to, y Carlota, que estaba al corriente del asuntoen líneas generales, también pasó por alto laobservación.

-Todas estas medidas de precaución sonmuy dignas de alabanza -dijo una noche el ca-pitán- pero todavía nos falta lo más necesario:un hombre hábil que sepa utilizar todo eso. Ospuedo proponer a un cirujano castrense que

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conozco y que en estos momentos podríamosobtener en unas condiciones muy razonables,un hombre excelente en su oficio y que muchasveces supo tratarme de un violento dolor inter-no de modo mucho más adecuado que un mé-dico famoso; y pienso que aquí en el campo unsocorro inmediato es muchas veces lo que másse echa de menos.

También a esta persona se la mandó llamarde inmediato y los dos esposos se congratula-ron de haber encontrado el modo de emplearesas sumas que les quedaban de remanentepara sus caprichos en un asunto tan necesario.

De este modo, Carlota también aprovecha-ba el saber y la actividad del capitán en favorde sus intereses y empezó a sentirse plenamen-te contenta con su presencia y absolutamentetranquila respecto a las posibles consecuencias.Solía preparar para él una serie de preguntas y,como amaba la vida, buscaba la manera de evi-tar toda ocasión de daño y de peligro mortal. Elvidriado de plomo de las piezas de barro y el

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verdín de los cacharros de cobre le habían cau-sado más de un motivo de preocupación y, así,hizo que la instruyera a ese respecto, con lo quehubo que retroceder hasta los fundamentosgenerales de la física y la química.

El gusto de Eduardo por leer en voz alta asus amigos daba pie de modo casual a ese tipode charlas. Eduardo tenía una voz muy hermo-sa de timbre grave y había alcanzado ante-riormente cierta fama recitando a su maneraviva y sentida fragmentos de poesía y oratoria.Ahora eran otros los textos que le ocupaban,otros los fragmentos que leía en voz alta, y con-cretamente desde hacía algún tiempo, obras decontenido físico, químico y técnico.

Una de sus personales particularidades, quepor otra parte seguro que compartía con otraspersonas, era que no podía soportar que al-guien estuviera leyendo por encima de suhombro cuando hacía su lectura en alto. Enotros tiempos, cuando leía poesías, piezas deteatro o narraciones, su pequeña manía era la

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consecuencia natural, que el lector compartecon el poeta, el actor o el narrador, de su vivodeseo de sorprender al oyente, de marcar pau-sas y levantar tensión y expectativas; ahorabien, es evidente que resulta completamentecontraproducente y contrario a ese efecto bus-cado el hecho de que un tercero vaya leyendopor adelantado el texto con sus ojos a sabiendasdel que está leyendo en voz alta. Por eso, cuan-do leía, Eduardo solía sentarse de tal maneraque no hubiera nadie a sus espaldas. Pero, aho-ra, al ser sólo tres, esa precaución era inútil ycomo además ya no se trataba de despertar elsentimiento, ni de sorprender la imaginación,no pensaba en ello ni tomaba ninguna precau-ción.

Sin embargo, una noche en que se habíasentado de modo descuidado, se percató deque Carlota estaba mirando el libro en el queleía. De un golpe despertó su antiguo desagra-do y se lo reprochó a ella de modo poco amis-toso:

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-¡Habría que abandonar de una vez estamala costumbre y el resto de las faltas de edu-cación que molestan en sociedad! Cuando leoen voz alta, ¿no es como si estuviera explicandoalgo oralmente? Lo escrito, lo impreso, toma ellugar de mis propias ideas y sentimientos, y¿acaso me tomaría el trabajo de hablar si seabriera en mi pecho o en mi frente una ventanaque le permitiera ver por adelantado todo loque quiero decir a la persona a la que trato deexplicar todos mis pensamientos y emociones?Cuando alguien lee en mi libro me siento comosi me abrieran de parte a parte.

Carlota, que se mostraba especialmentediestra en círculos grandes y pequeños parahacer olvidar cualquier palabra desagradable,violenta o aunque sólo fuera demasiado viva yque sabía interrumpir una conversación que seprolongaba demasiado o reanimar una dema-siado aburrida, también supo emplear su habi-lidad en esta ocasión.

-Seguro que sabrás perdonar mi falta si re-

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conozco lo que me ha pasado. Estaba oyéndotehablar de afinidades y parentescos 2 y no pudeevitar pensar en mis parientes, concretamenteen unos primos que me causan gran preocupa-ción en estos momentos. Cuando volví a dirigirmi atención a tu lectura me di cuenta de queestabas hablando de cosas completamente in-animadas y entonces miré en el libro para vol-ver a encontrar el hilo.

-Se trata de una comparación que te ha con-fundido y desorientado -dijo Eduardo-. Aquísólo se habla de tierras y minerales, pero nocabe duda de que el hombre es un verdadero

2 «Verwandtschaft», palabra que junto conel prefijo «Wahl» (elección) da título a la obra ycuyo sentido se explica en estos párrafos. Enalemán la palabra puede significar tanto paren-tesco (por eso Carlota piensa en sus parientes aloírla) como afinidad en sentido de atracciónquímica de dos cuerpos (en latín: attractio electi-va). (N. del T.)

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Narciso que se ve reflejado en todas partes y secree que él es la base sobre la que se alza elmundo entero.

-Es verdad -continuó el capitán-; y así escomo trata todo lo que encuentra fuera de él: susabiduría lo mismo que su estupidez, su volun-tad lo mismo que su capricho, se los atribuyepor igual a los animales, plantas, elementos ydioses.

-Puesto que no quiero conduciros demasia-do lejos de lo que ahora nos interesa, ¿os im-portaría explicarme -terció Carlota-, qué es loque se quiere decir aquí con eso de las afi-nidades?

-Lo haré con mucho gusto -replicó el capi-tán, al que se había dirigido Carlota-, aunquesólo hasta donde puedo hacerlo, tal como loaprendí hará unos diez años y como lo he leído.No podría decir si se sigue pensando de esemodo en el mundo científico o si las nuevasteorías ya han evolucionado y no admiten esto.

-Es bastante molesto -exclamó Eduardo-

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que ahora ya no se pueda aprender nada paratoda la vida. Nuestros mayores se atenían a loque habían aprendido en su juventud, peronosotros tenemos que ponernos al día cadacinco años si no queremos estar completamentepasados de moda.

-Nosotras las mujeres -dijo Carlota- no noslo tomamos tan a pecho, y si debo ser comple-tamente sincera, lo único que me importa escomprender el significado de la palabra, por-que no hay nada más ridículo en una reuniónde sociedad que emplear inadecuadamente unapalabra extranjera o un término técnico. Y poreso quiero saber en qué sentido se usa esa ex-presión aplicada a estos objetos. El contenidocientífico se lo dejaremos a los sabios, que, porcierto, según parece, tampoco son capaces deponerse de acuerdo sobre el particular.

-¿Por dónde podríamos empezar para llegarcuanto antes al núcleo del asunto? -preguntóEduardo, tras una pausa, al capitán, quien des-pués de reflexionar un poco, contestó:

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-Si se me permite que nos remontemos apa-rentemente hasta muy atrás, pronto alcanzare-mos la meta.

-Tenga la seguridad de que le prestaré todami atención -dijo Carlota, dejando su labor a unlado.

Y el capitán empezó a hablar:-En todos esos seres de la naturaleza que

podemos percibir con nuestros sentidos lo pri-mero que observamos es que muestran siempreuna atracción hacia ellos mismos. No dudo deque puede resultar sorprendente pararse a ex-plicar algo que se entiende sin más, pero sólocuando estamos plenamente de acuerdo sobrelo ya conocido podemos progresar juntos hacialo desconocido.

-A mí me parece -interrumpió Eduardo-que tanto a ella como a nosotros nos resultaríatodo más fácil usando ejemplos. Imagínate elagua, el aceite, el mercurio, y enseguida descu-brirás la unidad y la íntima conexión de suspartes. Nunca abandonan esa unidad, a no ser

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por culpa de alguna violencia u otra causa de-terminante. Y si se consigue eliminar esa causa,recuperan inmediatamente su unidad.

-Es indiscutible -dijo Carlota asintiendo-, lasgotas de lluvia se unen para formar corrientesde agua. Y cuando éramos niños jugábamosadmirados con el mercurio, al que partíamos enbolitas para ver cómo se volvían a unir otravez.

-Espero que me permitan -añadió el capi-tán- que mencione de pasada un punto impor-tante, y es que esa atracción completamentepura, y que es posible gracias a la fluidez, semanifiesta siempre y de modo decidido a tra-vés de la forma esférica. La gota de agua quecae, es redonda; usted misma ha mencionado labolita de mercurio; e incluso un pedazo deplomo derretido, si tiene tiempo de solidificarseantes de caer, llega al suelo en forma de bola.

-Déjeme adelantarme -dijo Carlota-, a ver sisoy capaz de adivinar a dónde quiere usted ir aparar. Del mismo modo que cada cosa tiene

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una atracción respecto a sí misma, también tie-ne que tener una relación con el resto de las co-sas.

-Y ésta será diferente de acuerdo con la di-versidad de sus naturalezas -continuó Eduardoapresuradamente-. Tan pronto se encontraráncomo si fueran viejos amigos y conocidos quese pueden aproximar y reunir rápidamente sinmodificarse mutuamente, como les ocurre, porejemplo, al agua y al vino, como, por el contra-rio, se mantendrán obstinadamente alejados yextraños entre sí y no llegarán a unirse ni si-quiera recurriendo a procedimientos de mezclao fricción mecánica, como les ocurre al agua yel aceite, que se vuelven a separar de inmediatocuando se trata de mezclarlos.

-No hace falta ir muy lejos -dijo Carlota- pa-ra ver reflejadas bajo estas formas simples a laspersonas que hemos conocido. Pero sobre todose acuerda uno de las sociedades en las que seha vivido. Y, en cualquier caso, lo que más separece a estos seres inanimados son las agrupa-

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ciones que podemos encontrar en el mundo, losestamentos, los gremios, la nobleza y el tercerestado, el soldado y el civil.

-Y, sin embargo -repuso Eduardo-, delmismo modo que esos grupos están unidos porlas costumbres y las leyes, también en nuestromundo químico existen nexos de unión quepermiten vincular lo que por naturaleza se re-pele.

-Así -continuó el capitán- es como unimosel aceite con el agua mediante una sal alcalina.

-No vaya tan deprisa con su exposición -rogó Carlota-, para que yo pueda demostrarleque le sigo. ¿Acaso no hemos llegado aquí a lasafinidades?

-Correcto -replicó el capitán-; y vamos a co-nocerlas de inmediato en la plenitud de sufuerza y determinación. A aquellas naturalezasque cuando se encuentran rápidamente seamalgaman y se determinan mutuamente, lasdenominamos afines. En los cuerpos alcalinos ylos ácidos, que aunque son opuestos, o tal vez

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justamente por eso, se buscan y se apoderanmutuamente del modo más decidido, modifi-cándose y formando juntos un nuevo cuerpo,esta afinidad es muy llamativa. Basta pensar enla cal, que muestra una gran atracción por to-dos los ácidos y un decidido deseo de unióncon ellos. En cuanto llegue nuestro laboratorioquímico le mostraré una serie de experimentosque son muy entretenidos y dan una idea mu-cho más completa del asunto que las palabras,los nombres y los términos técnicos.

-Permítame confesarle -dijo Carlota- quecuando usted llama afines a esos seres sorpren-dentes, a mí no me parecen afines o emparen-tados por la sangre, sino afines o parientes en elespíritu y el alma. Y ésa es la razón que explicaque entre las personas puedan nacer amistadesde auténtica entidad, precisamente porque lascualidades opuestas hacen posible una uniónmás íntima. Por eso, quiero aguardar para verqué puede mostrarme ante mis propios ojos detodos esos efectos misteriosos. Y ahora -dijo

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dirigiéndose a Eduardo- ya no te molestaré entu lectura y, al encontrarme mejor instruida,podré seguir tu exposición con mayor interés.

-Una vez que nos has provocado -repusoEduardo-, ya no te dejaremos en paz tan pron-to, porque en realidad los casos complejos sonlos más interesantes. Sólo con ellos se puedeconocer los distintos grados de afinidad yaprender los distintos tipos de relaciones,próximas, lejanas, débiles o fuertes. Las afini-dades sólo empiezan a ser verdaderamenteinteresantes cuando provocan separaciones.

-¿Acaso esa triste palabra, que desgracia-damente tan a menudo se oye ahora en elmundo, también aparece en las ciencias natura-les? -exclamó Carlota.

-¡Desde luego! -contestó Eduardo-. Y anteshasta era un título considerado como un honorcuando se llamaba a los químicos «artistas enseparaciones» 3.

3 Una antigua palabra alemana para desig-

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-Así que es algo que ya no se hace -repusoCarlota-, y está bien que así sea. Unir es ungran arte, un gran mérito. El mundo enterosaludaría agradecido a un artista en uniones.Pero, bueno, puesto que ya estáis lanzados,dadme a conocer alguno de esos casos.

-Entonces -dijo el capitán-, volvamos denuevo a lo que ya hemos nombrado y tratadoantes. Por ejemplo, eso que llamamos piedracaliza es una tierra calcárea más o menos puraíntimamente ligada a un ácido débil que noso-tros conocemos bajo su forma gaseosa. Si me-temos un fragmento de esta piedra en ácidosulfúrico diluido, el ácido se apoderará de la caly obtendremos yeso, mientras que aquel ácidodébil de que hablábamos se volatilizará. Aquíse ha producido una separación y una nuevacomposición y por lo tanto estamos legitimados

nar a la química era efectivamente «Scheide-kunst», literalmente «arte de la separación» oanalítica. (N. del T.)

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para usar el término «afinidad electiva», por-que realmente es como si se hubiera preferidouna relación en lugar de la otra, como si sehubiera querido elegir una en detrimento de laotra.

-Perdóneme -dijo Carlota- del mismo modoque yo perdono al científico; pero la verdad esque yo no veo aquí ninguna elección, sino másbien una necesidad natural y tal vez ni eso,porque a lo mejor se trata únicamente de unacuestión de pura ocasión. La ocasión crea rela-ciones, del mismo modo que hace al ladrón, ycuando hablamos de sus cuerpos naturales a míme parece que la elección está solamente enmanos del químico que pone a esos cuerpos encontacto. ¡Una vez que están juntos, que Dios seapiade de ellos! En el caso del que estamoshablando sólo lo siento por el pobre ácido ga-seoso condenado a volver a errar por los espa-cios infinitos.

-Sólo de él depende -replicó el capitán-unirse con el agua y servir como refrescante

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bebida mineral para estimular a sanos y enfer-mos.

-El yeso sí que tiene suerte -dijo Carlota-, yaestá acabado, ya es un cuerpo, está atendido,mientras que ese otro pobre ser desterrado se-guramente todavía tendrá que pasar muchaspenalidades antes de volver a encontrar su lu-gar.

-O mucho me equivoco -dijo Eduardo son-riendo- o tus palabras esconden alguna malicia.¡Confiésalo! Al final resultará que yo soy para tiesa cal de la que se ha apoderado el capitán,que es el ácido sulfúrico, sustrayéndome a tugrata compañía y convirtiéndome en un yesorefractario.

-Si la conciencia -repuso Carlota- te lleva aese tipo de reflexión, puedo vivir sin cuidados.Estas comparaciones son ingeniosas y muy en-tretenidas y ¿a quién no le gusta jugar con lasanalogías? Pero considero que el hombre estáunos cuantos grados por encima de esos ele-mentos y si aquí alguien ha estado empleando

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las palabras elección y afinidad electiva concierta despreocupación, hará bien en volver areplegarse sobre sí mismo y aprovechar la oca-sión para reflexionar sobre el valor de esos tér-minos. Por desgracia, conozco bastantes casosen que la íntima unión de dos seres, que pare-cía indisoluble, se deshizo porque se les agregóocasionalmente un tercero y uno de los queantes estaban tan hermosamente vinculados fueexpulsado lejos de allí.

-Pues los químicos son más galantes -dijoEduardo-; porque añaden un cuarto elementopara que nadie se tenga que ir solo.

-En efecto -replicó el capitán-, y por ciertoque esos casos son los más interesantes y sor-prendentes, aquellos en los que se puede ver demodo plástico cómo la atracción, la afinidad, elabandono y la reunión se entrecruzan de modosimétrico y en donde hasta ahora había dosparejas de seres vinculados dos a dos, tras pro-ducirse un contacto entre ellas, abandonan esaunión para formar otra nueva. Cuando uno ve

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esa forma de abandonarse y apoderarse, derehuir o buscar, verdaderamente se tiene laimpresión de que todo ello obedece a una de-terminación superior y por eso se le atribuye aesos seres una suerte de voluntad y elecciónque justifica plenamente el empleo del términotécnico «afinidad electiva».

-Descríbame usted algún caso de esos -rogóCarlota.

-Esas cosas no se pueden describir con sim-ples palabras -repuso el capitán-; como ya hedicho, en cuanto pueda mostrarle los experi-mentos personalmente todo le parecerá másevidente y agradable. Ahora tendría que abru-marla con un montón de horribles términostécnicos con los que no se haría usted ningunarepresentación del asunto. Hay que ver con lospropios ojos cómo operan esos seres aparente-mente muertos y que sin embargo están siem-pre íntimamente dispuestos a la actividad, hayque observar con interés cómo se buscan unos aotros, cómo se atraen, se apoderan, se destru-

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yen, se succionan, se devoran y después dehaberse unido del modo más íntimo vuelven aaparecer bajo una forma renovada, completa-mente nueva e inesperada: sólo entonces po-demos atribuirles una vida eterna e inclusosensibilidad y entendimiento, porque nuestrossentidos apenas son capaces de observarlosadecuadamente y nuestra razón apenas alcanzapara comprenderlos.

-No niego -dijo Eduardo que la rareza delas palabras técnicas puede resultar fastidiosa yhasta ridícula para las personas que no hanpodido conciliarla con una observación plásticay unos conceptos. Pero mientras tanto piensoque nos sería muy fácil expresar con letras esarelación de la que hablábamos.

-Si a usted no le parece pedante -repuso elcapitán- puedo resumir brevemente todo lo quehe dicho en el lenguaje de signos. Imagíneseuna A que está íntimamente ligada a una B, demodo que no se la puede separar de ella pormás medios y violencia que se empleen. Piense

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también en una C, que mantiene un comporta-miento idéntico respecto a una D; ahora, pongaen contacto a las dos parejas: A se lanzará sobreD, y C sobre B sin que sea posible decir quiénha sido la primera en abandonar a la otra oquién ha sido la primera en unirse a la otra.

-Pues bien -intervino Eduardo-, mientras nopodamos ver todo esto con nuestros propiosojos vamos a utilizar esta fórmula a modo demetáfora de la que podemos extraer in-mediatamente una lección para nuestro usoparticular. Tú representas la A, Carlota, y yosoy tu B, porque la verdad es que dependo en-teramente de ti y te sigo como a la A la B. La Ces, evidentemente, el capitán, que en estosmomentos me sustrae un poquito lejos de ti.Pues entonces, si no quieres evaporarte en loindeterminado, está claro que hay que buscarteuna D, y ésa es, sin duda alguna, nuestra que-rida señorita Otilia, contra cuya venida ya nopuedes seguirte defendiéndote más tiempo.

-Está bien -dijo Carlota-. Aunque a mi mo-

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do de ver el ejemplo no se adapta del todo anuestro caso, considero una suerte que hoyestemos todos tan de acuerdo y que esas afi-nidades naturales y electivas me obliguen aadelantaros una confidencia. Os quiero confe-sar que este mediodía he decidido mandar traeraquí a Otilia, ya que mi fiel ama de llaves sedespide porque se va a casar. Ése sería mi mo-tivo por lo que a mí respecta; por lo que respec-ta a Otilia, tú mismo nos vas a leer lo que me hahecho tomar esta decisión. No voy a leerte porencima del hombro, pero como es lógico yaconozco el contenido de esta hoja. Pero ¡léela,anda, lee! -Y diciendo estas palabras sacó unacarta y se la alargó a Eduardo.

Capítulo 5

Carta de la directora

«Usted sabrá perdonarme, señora, si hoy leescribo con suma brevedad, pues tras el exa-

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men público en el que se juzgaba el aprove-chamiento de los alumnos en el último año,tengo que comunicar los resultados a todos lospadres y tutores. Además, puedo permitirmeser breve porque le puedo decir mucho conpocas palabras. Su hija ha obtenido el primerpuesto en todo. Las notas que le adjunto, supropia carta en la que le describe los premiosobtenidos y le expresa la satisfacción que sientepor un resultado tan dichoso, le servirán a us-ted para tranquilizarse y para alegrarse. Sinembargo, mi propia dicha está algo menosca-bada, porque preveo que ya no nos quedarámucho motivo para seguir reteniendo aquí mástiempo a una mujercita que tanto ha progresa-do. Le presento mis respetos y me tomaré lalibertad de comunicarle más adelante las ideasque tengo sobre lo que considero más ventajosopara ella. Sobre Otilia le escribe mi estimadoasistente.»

Carta del asistente

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«Nuestra respetable directora me permiteque le escriba sobre Otilia, en parte porque,dado su modo de pensar, le resultaría muy vio-lento tener que comunicarle a usted lo que sinembargo no queda más remedio que hacerlesaber y, en parte, porque se siente obligada adar una disculpa que prefiere poner en mi boca.

»Como sé muy bien hasta qué punto nues-tra buena Otilia es incapaz de expresar lo quelleva dentro y de lo que es capaz, sentía algo demiedo pensando en el examen público, tantomás, por cuanto para ese examen no es posibleninguna preparación y aunque eso fuera posi-ble como ocurre en circunstancias ordinarias,no hubiera sido posible preparar a Otilia parasalvar las apariencias. El resultado vino a con-firmar mis peores temores: no obtuvo ningúnpremio y hasta se encuentra entre las que nohan obtenido ni un solo certificado. ¿Qué máspuedo decir? En caligrafía las otras no teníanunas letras tan bien formadas, pero sus rasgos

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eran más sueltos; en cálculo todas eran másrápidas y no se les puso problemas difíciles,que son los que ella resuelve mejor; en francéshubo algunas que abrumaron por su formaarrolladora de charlar y exponer; en historia nosupo acordarse a tiempo de los nombres y fe-chas; en geografía le reprocharon la escasaatención a las divisiones políticas; en música lefaltó tiempo y tranquilidad para ejecutar conve-nientemente sus humildes melodías; en dibujoestoy seguro de que hubiera podido llevarse elpremio, porque los contornos eran muy puros ysu ejecución muy cuidadosa y llena de sensibi-lidad, pero lamentablemente emprendió algodemasiado grande y no le dio tiempo a termi-nar.

»Cuando salieron las alumnas y los exami-nadores se reunieron en consejo y tuvieron laconsideración de dejarnos decir alguna que otrapalabra a los profesores, en seguida me dicuenta de que nadie hablaba de Otilia, o si lohacía, era si no con disgusto, al menos con indi-

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ferencia. Todavía tenía la esperanza de poderganármelos un poco mediante la descripciónfranca de su modo de ser y me atreví a hacerlomovido por un doble celo: por un lado, porqueestaba convencido de tener razón, y por otro,porque yo mismo me vi en la misma triste si-tuación en mis años jóvenes. Me escucharoncon atención, pero cuando hube terminado elpresidente de los examinadores me dijo conamabilidad, pero de modo lacónico: "Las capa-cidades se presuponen, pero tienen que conver-tirse en habilidades y destrezas. Ésa es la metade toda educación, ése es el objetivo expreso yclaro de los padres y tutores, y hasta la inten-ción callada y no del todo consciente de lospropios niños. Ése es también el objeto de nues-tro examen, en el que se juzga por igual a maes-tros y alumnos. Lo que usted nos ha dicho noshace concebir esperanzas favorables respecto aesa niña y en cualquier caso estimo que es us-ted digno de elogio por haber observado tan decerca las disposiciones de su alumna. Trans-

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fórmelas usted en destrezas para el año queviene y entonces no ahorraremos las palabrasde alabanza ni para usted ni para su alumna fa-vorita".

»Ya me había resignado a las consecuenciasde todo esto, pero aún no había llegado lo peor,que sucedió poco después. Nuestra estimadadirectora, que como el buen pastor no es capazde ver perdida ni a una de sus ovejas o, comoera aquí el caso, ni tan siquiera sin algún ador-no, no pudo contener su disgusto cuando sehubieron marchado los señores y le dijo a Otiliaque estaba muy tranquila en la ventana mien-tras el resto de sus compañeras se alegraban desus premios: "¡Pero, por el amor de Dios, díga-me cómo es posible parecer tan estúpida cuan-do no lo es!". Otilia respondió pausadamentesin perder su calma: "Perdóneme, madre, preci-samente hoy me ha vuelto el dolor de cabeza ybastante fuerte "¿Y quién puede saber eso?",repuso agriamente esta mujer, por lo generaltan compasiva, y se marchó irritada.

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»Y es la verdad: nadie puede saberlo, por-que Otilia no altera ni un músculo de su cara ytampoco he podido ver que se lleve alguna vezla mano a la sien.

»La cosa no terminó aquí. Su hija, queridaseñora, que habitualmente es tan alegre y gene-rosa, estaba dominada por el orgullo de sutriunfo y llena de jactancia. Saltaba y corría porlas habitaciones enseñando sus premios y certi-ficados y también se los pasó a Otilia por delan-te de la cara. "Hoy te has fastidiado", le gritó.Muy tranquila, Otilia le contestó: "Éste no es elúltimo día de examen". "Pero siempre te queda-rás la última", le replicó la jovencita y se mar-chó corriendo.

»Otilia parecía muy tranquila a los ojos detodos, pero no a los míos. Cuando le invadealgún movimiento interno demasiado vivo quea ella le desagrada y trata de reprimir, se le no-ta por un color desigual de su rostro. La mejillaizquierda enrojece unos instantes, mientras laderecha palidece. Cuando me percaté de esta

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señal no pude reprimir mi simpatía por ella.Tomé aparte a nuestra directora y hablé seria-mente con ella del asunto. Esta excelente mujerreconoció su fallo. Debatimos y hablamos lar-gamente, y para no alargarme más, le comuni-caré cuál fue la decisión que tomamos y cuál esel ruego que queremos transmitirle: llévese aOtilia a su casa durante algún tiempo. Los mo-tivos, usted misma será capaz de entenderlosen toda su extensión. Si se decide a hacer esto,más adelante le diré más cosas sobre el modoen que hay que tratar a la niña. Si después, talcomo cabe suponer, nos abandona su hija, ve-remos regresar a Otilia al internado con alegría.

»Una cosa más, que se me podría olvidarmás adelante: nunca he visto que Otilia exijanada, ni tan siquiera que lo pida encarecida-mente. Por contra, sí se da el caso, aunque seamuy raramente, de que trate de negarse a algoque se le exige, lo hace con un ademán que esirresistible para el que entiende su sentido.Aprieta fuertemente sus manos una contra otra,

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las levanta hacia arriba y se las lleva al pecho ala vez que se inclina un poco hacia adelante ymientras tanto contempla al que ha hecho elruego con una mirada tal, que éste renunciagustoso a todo lo que quería pedir o podía de-sear. Si alguna vez ve usted ese gesto, cosa quecreo poco probable sabiendo cuál es su trato, leruego, señora querida, que se acuerde de mí yno haga sufrir a Otilia.»

Eduardo había leído esta carta sin dejar desonreír y agitar la cabeza. Tampoco faltaron loscomentarios sobre las personas y la situacióndescrita.

-¡Basta! -exclamó por fin Eduardo-, ya estádecidido, ¡vendrá! Tú ya tienes lo que querías,querida, y por eso también nosotros podemosatrevernos a expresar nuestra propuesta. Esabsolutamente necesario que me mude al aladerecha donde vive el capitán. Las primerashoras de la mañana y las últimas de la tardeson precisamente las mejores para trabajar. A

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cambio, tú y Otilia os quedáis con la parte máshermosa.

Carlota aceptó y Eduardo se puso a descri-bir su futuro modo de vivir. Entre otras cosas,exclamó:

-Es muy amable por parte de la sobrina quetenga algo de dolor de cabeza en el lado iz-quierdo; yo lo tengo a veces en el derecho. Sinos da al mismo tiempo y estamos sentados eluno al lado del otro, yo apoyado sobre el cododerecho y ella sobre el izquierdo y con nuestrascabezas en la mano, cada una hacia distintolado, va ser una pareja de cuadros digna deverse.

Al capitán todo aquello le parecía peligroso.Pero Eduardo le dijo:

-Usted, querido amigo, limítese a tener cui-dado con la D. ¿Qué sería de B si le quitaran laC?

-¡Vaya!, yo pensaba que eso ya se podía su-poner -replicó Carlota.

-Desde luego -exclamó Eduardo-; volvería

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junto a su A, porque ella es su alfa y su omega -y mientras decía esto se levantó de un salto yabrazó fuertemente a Carlota.

Capítulo 6

Acababa de llegar el coche que traía a Oti-lia. Carlota salió a su encuentro; la niña corrióhacia ella, se tiró a sus pies y le abrazó las rodi-llas.

-¿A qué viene este modo de humillarte? -dijo Carlota, que se sentía un poco apurada ytrataba de que se levantara.

-No lo considero ninguna humillación -replicó Otilia, que seguía en la misma actitud-,sólo es que me gusta acordarme del tiempo enque yo no llegaba más arriba de sus rodillas ysin embargo ya estaba bien segura de su cariño.

Se levantó y Carlota la abrazó con afecto. Sela presentó a los hombres y enseguida fue tra-tada con especial consideración, como una invi-tada. La belleza es siempre un huésped bienve-

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nido. Ella parecía atenta a lo que se decía, aun-que no participaba en la conversación.

Al día siguiente Eduardo le dijo a Carlota:-Es una joven agradable y amena.-¿Amena? -repuso Carlota sonriendo-; ¡pero

si no ha abierto la boca!-¿De veras? -replicó Eduardo, mientras tra-

taba de recordar-, ¡me extrañaría!Carlota no necesitó darle demasiadas ins-

trucciones a la recién llegada sobre cómo llevarlos asuntos de la casa. Otilia no sólo vio, sinoque sintió enseguida cómo estaba todo or-ganizado. Se dio cuenta en el acto de las cosasque tenía que hacer para todos y para cada unoen particular. Todo lo hacía puntualmente. Sa-bía poner orden sin que pareciera que estabamandando y cuando alguien fallaba ella se en-cargaba en seguida de resolver el asunto.

En cuanto se dio cuenta del tiempo que lesobraba le rogó a Carlota que le permitierahacer una distribución de su horario, a la quedespués se atuvo estrictamente. Llevaba a cabo

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el trabajo que le asignaban siguiendo el métodoque el asistente había enseñado a Carlota. Ledejaban plena libertad. Solamente de cuando encuando Carlota trataba de estimularla. Porejemplo le dejaba en su mesa plumas gastadaspara acostumbrarla a formar un trazo más flui-do, pero ella les volvía rápidamente a afilar lapunta.

Las dos mujeres habían decidido hablar enfrancés cuando estuvieran solas y Carlota seempeñaba tanto más en ello por cuanto habíacomprobado que Otilia era más habladora en elidioma extranjero, seguramente porque le habí-an obligado a practicarlo mucho. Incluso decíamás cosas de las que en realidad quería. A Car-lota le divirtió particularmente una descripciónde toda la gente del internado que era muy fiela la realidad aun cuando trataba de ser benévo-la. Otilia se convirtió en una compañía muygrata para ella y esperaba que algún día tam-bién acabaría siendo una fiel amiga.

Entretanto, Carlota volvió a retomar los an-

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tiguos papeles referidos a Otilia para refrescarsu memoria sobre los juicios emitidos por ladirectora y el asistente sobre la bondadosa niñay compararlos con su verdadera personalidad,porque efectivamente pensaba que nunca seconoce lo suficientemente aprisa el carácter delas personas con las que se tiene que convivircomo para saber qué se puede esperar de ellasen cada momento, qué aspectos se pueden ydeben fomentar o qué cosas hay que acabaradmitiendo y perdonar de una vez por todas.

La investigación no le aportó nada nuevo,pero puso de relieve cosas que ya sabía y queahora le llamaron más la atención. Por ejemploempezaba a sentirse verdaderamente preocu-pada por la moderación de Otilia en la comiday la bebida.

Lo primero de lo que se ocuparon las dosmujeres fue de la ropa. Carlota le pidió a Otiliaque se pusiera vestidos más ricos y mejor ele-gidos. Y enseguida la activa y excelente jo-vencita cortó las telas que le habían regalado y

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supo arreglarlas muy deprisa y de modo muygracioso sin precisar apenas de ayuda. Losnuevos trajes, más a la moda, realzaban su fi-gura, porque como la belleza de una personatambién se extiende a su envoltorio, cuandosabe prestarle a su aspecto agradable una nue-va apariencia, es como si uno volviera a verlade nuevo y más favorecida.

Así pues se convirtió para los hombres, yadesde el principio, pero cada vez en mayormedida, en un auténtico consuelo para los ojos,si es que se nos permite llamar a las cosas porsu justo nombre. Porque si la esmeralda resultabenéfica para la vista debido a su magníficocolor y hasta se dice que ejerce alguna fuerzacurativa sobre ese noble sentido, la bellezahumana aún tiene un poder mucho mayor so-bre los sentidos externos e internos. Al que lacontempla nada malo le puede suceder, porquese siente en perfecta armonía consigo mismo ycon el mundo.

Por eso, de alguna manera, aquel pequeño

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círculo había ganado con la llegada de Otilia.Los dos amigos observaban regularmente lashoras y hasta los minutos de sus reuniones. Nose hacían esperar más de lo debido ni para co-mer ni para la hora del té o del paseo. No tení-an prisa en abandonar la mesa, sobre todo porla noche. Carlota se daba perfecta cuenta deello y no dejaba de observarles. Trataba de des-cubrir si uno de los dos era más responsableque el otro de esta situación, pero no pudo de-tectar ninguna diferencia. Simplemente, los dosse mostraban más sociables. En las con-versaciones parecían buscar lo que podía servirpara despertar el interés de Otilia y lo que po-día ser adecuado a su modo de pensar y a susconocimientos. Detenían las lecturas o na-rraciones hasta que ella regresaba. En general,se comportaban con mayor suavidad y estabanmás comunicativos.

En correspondencia, la disposición servicialde Otilia crecía de día en día. Cuanto más co-nocía la casa, a las personas y la situación, tanto

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más presta era en intervenir, tanto más rápidoentendía cada mirada, cada movimiento, mediapalabra, un sonido. Su tranquila atención erasiempre igual, así como su serena actividad. Y,de este modo, su permanente sentarse, levan-tarse, salir, entrar, coger, llevar, volverse a sen-tar constituían un perpetuo movimiento, uneterno y grato cambio sin la menor señal deinquietud. A esto se añadía que no se la oíacaminar de tan silenciosa como era.

Esta constante y servicial diligencia de Oti-lia le procuraba una gran alegría a Carlota. Perotampoco le ocultó la única cosa que no le pare-cía del todo conveniente.

-Una de las atenciones más gratas que sepuede prestar -le dijo un día- es cuando alguiense apresura a agacharse a recoger lo que a otrose le ha caído de la mano. Es una manera dereconocer nuestra actitud de servicio, lo queocurre es que en este vasto mundo hay quepensar muy bien a quién se le otorga esta mues-tra de deferencia. Con las mujeres te dejo plena

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libertad de hacer lo que te parezca mejor. Aúneres joven. Con tus superiores o las mujeresmayores es un deber; con las de tu misma edades una muestra de amabilidad; con las más jó-venes o inferiores es un modo de mostrartebuena y generosa; pero lo que no me parece enabsoluto adecuado es que una jovencita semuestre tan solícita y se entregue de ese modoal servicio de los hombres.

-Trataré de perder esa costumbre -repusoOtilia- pero seguro que me perdonará esa in-conveniencia si le cuento cómo he llegado aella. Nos enseñaban historia; seguramente noconseguí recordar tantas cosas como hubieradebido, porque no sabía para qué me podíaservir, pero no he podido olvidar algunas anéc-dotas que me causaron una fuerte impresión,como la siguiente:

»Cuando Carlos I de Inglaterra comparecióante esos que se llamaban sus jueces se le cayóal suelo el puño de oro del bastón que llevaba.Acostumbrado a que en tales circunstancias

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siempre se precipitara alguien a ayudarle pare-cía que también ahora miraba a su alrededoresperando que le prestaran ese pequeño servi-cio. Pero nadie se movió; se agachó él mismo arecoger su puño. A mí esto me resultó tan dolo-roso, no sé si con razón, que a partir de enton-ces no soy capaz de ver que a nadie se le caigaalgo de las manos sin agacharme a recogerlo.Pero como sin duda no siempre es convenientey tampoco puedo contar mi historia cada vez -prosiguió sonriendo-, trataré de contenerme enlo sucesivo.

Entretanto las benéficas empresas a las quese sentían llamados los dos amigos seguían sucurso y progresaban ininterrumpidamente.Cada día encontraban una nueva ocasión demeditar algo nuevo y emprenderlo.

Un día que pasaban juntos por el pueblo,observaron con disgusto lo atrasado que estabaen cuestión de orden y limpieza en compara-ción con esos pueblos en donde sus habitantesse ven obligados a las dos cosas debido al pre-

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cio del terreno.-¿Te acuerdas -dijo el capitán- que cuando

viajábamos por Suiza expresamos el deseo depoder embellecer alguna vez una de estas pro-piedades llamadas parques rurales orga-nizando una aldea situada precisamente comoésta y dándole no precisamente la arquitecturasuiza, pero sí el orden y la limpieza de los sui-zos que tanto contribuyen a un mejor aprove-chamiento de sus pueblos?

-Aquí, por ejemplo -contestó Eduardo-, se-ría posible hacerlo. La colina del castillo bajaformando un saledizo y el pueblo está cons-truido justo enfrente formando un semicírculo;en el medio discurre el arroyo, contra cuyascrecidas uno se defiende con piedras, otro conpostes, el de más allá con vigas y su vecino contablas, pero sin que ninguno ayude al otro, sinomás bien causándose daño a sí mismo y a losdemás. Y, por eso, el camino discurre de unaforma incómoda, tan pronto para arriba comopara abajo, tan pronto por encima del agua co-

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mo por unas piedras. Si la gente quisiera co-laborar, no haría falta gastar mucho para levan-tar un muro en forma de semicírculo, elevar elcamino por detrás hasta las casas, buscar elemplazamiento más hermoso, darle una opor-tunidad a la limpieza y mediante un buen arre-glo a gran escala desterrar de una vez por todasese montón de pequeños cuidados insuficien-tes.

-¡Intentémoslo! -dijo el capitán, mientrasabarcaba el lugar con la mirada y juzgaba rápi-damente la situación.

-Es que no me gusta tener que tratar conburgueses o campesinos cuando no les puedodar órdenes directas -replicó Eduardo.

-No te falta razón -repuso el capitán-, por-que a mí también me causaron grandes moles-tias en mi vida asuntos de este género. ¡Quédifícil resulta que la gente sopese correctamentelo que tiene que sacrificar en comparación conlo que puede ganar, qué difícil es querer el finsin desdeñar los medios! Muchos incluso con-

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funden los medios con el fin y se deleitan conaquellos perdiendo éste de vista. Pretenden re-mediar todos los males precisamente en el sitioen el que se manifiestan y nadie se preocupadel punto en el que toman su raíz y desde elque actúan. Por eso es tan difícil dar consejos,sobre todo cuando se trata de la masa, que sinduda es muy razonable para las cosas de cadadía, pero no suele ver más allá del día de ma-ñana. Si se da el caso de que arreglando algopara el bien común uno tenga que perder y elotro ganar no hay manera de llegar a un acuer-do. Todo lo que atañe al bien general tiene queser ejecutado haciendo uso del ilimitado dere-cho del soberano.

Mientras estaban allí parados hablando deesta guisa un hombre que parecía más descara-do que verdaderamente necesitado les pedíalimosna. Eduardo, a quien no le gustaba que leinterrumpieran y disturbaran, se enojó con éldespués de haber tratado varias veces inútil-mente de echarlo por las buenas. Pero cuando

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vio que el hombre se alejaba de allí paso a pasomascullando e incluso pronunciando palabrasfuertes, amenazando con los derechos de losmendigos a los que bien se puede negar unalimosna, pero sin necesidad de ofenderlos, por-que también se encuentran bajo la protecciónde Dios y de las autoridades, Eduardo perdiócompletamente los nervios.

Tratando de calmarlo, el capitán dijo así:-¡Vamos a tomarnos este incidente como

una invitación para procurar que se extiendahasta aquí el campo de acción de nuestra poli-cía rural! Sin duda, hay que dar limosnas, peroes mejor no darlas uno mismo, y sobre todo noen casa. Hay que ser mesurado y equilibrado entodo, también en la caridad. Una limosna de-masiado generosa lo único que hace es atraer amás mendigos en lugar de acabar con ellos,mientras que cuando se está de viaje o simple-mente de paso hasta puede resultar grato apa-recérsele a los pobres bajo la figura de una for-tuna casual que les arroja una limosna inespe-

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rada. La situación del castillo y del pueblo nosfacilita mucho un arreglo de este tipo; yo yahabía meditado antes sobre ello.

»En uno de los extremos del pueblo está lataberna y en el otro vive una pareja de excelen-tes ancianos: lo único que tienes que hacer esdepositar en ambos lugares una pequeña sumade dinero. No será el que entra, sino el que saledel pueblo el que reciba algo y como las doscasas están en los caminos que conducen alcastillo, todos los que quieran subir hasta allíhabrán tenido que pasar primero por esos luga-res.

-¡Ven! -dijo Eduardo-, vamos a arreglar estoenseguida, después ya tendremos tiempo dediscutirlos detalles.

Se encaminaron a la taberna y a la casa delos ancianos y el asunto quedó zanjado.

-Sé muy bien -dijo Eduardo mientras volví-an a subir juntos hacia el castillo- que en estemundo todo depende de una buena ocurrenciay de una firme decisión. Y, en efecto, tú cri-

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ticaste con mucho sentido los arreglos que hizomi mujer en el parque o incluso me sugeristecómo podríamos mejorarlos, y no te negaré queyo enseguida se lo repetí todo a ella.

-Me lo podía figurar -repuso el capitán-, pe-ro no puedo aprobarlo. Lo único que has logra-do es confundirla; ha dejado todo parado y éstaes la única cosa por la que está irritada con no-sotros, porque habrás visto que evita hablar deello y no nos ha vuelto a invitar a la cabaña demusgo a pesar de que va allí con Otilia en lashoras libres.

-No debemos dejarnos intimidar por eso -replicó Eduardo-. Cuando estoy convencido deque algo es bueno y de que se podría y deberíahacer, ya no puedo parar hasta hacerlo de ver-dad. Cuando se trata de emprender otras cosassomos mucho más osados. Vamos a tomar co-mo tema de conversación de nuestras veladaslas descripciones de parques ingleses con gra-bados sobre cobre y a continuación tu mapa dela propiedad. Al principio tendremos que

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hablar de nuestro plan como de la mera exposi-ción de un problema y tratarlo todo en tono debroma; después ya veremos cómo llegamos a loserio.

Después de este acuerdo, sacaron aquelloslibros de grabados en los que siempre se veíaprimero el croquis de una región y su aspectode paisaje en estado todavía primitivo y salvajey, después, en las siguientes hojas, el cambioque se había logrado gracias al arte de aprove-char y realzar todos los elementos buenos yaexistentes. De ahí era muy fácil pasar al temade la propia finca en la que se encontraban, susalrededores y todo lo que se podría llevar acabo.

Ahora resultaba una ocupación placenteratomar como base el plano esbozado por el capi-tán, aunque era bastante difícil desprendersedel todo de esa primera concepción por la quese había guiado Carlota al principio. Con todo,idearon un modo más fácil de subir a la cima;querían construir en la parte alta de la pendien-

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te, delante de un agradable bosquecillo, un pa-bellón de recreo que debía guardar alguna re-lación con el castillo: debía verse desde sus ven-tanas y desde allí se debían poder divisar delmejor modo el castillo y los jardines.

El capitán había meditado y medido todo yvolvió a sacar el tema del camino del pueblo,del muro del arroyo y el relleno.

-Haciendo un camino cómodo hacia la cima-dijo-, obtendré tantas piedras como son nece-sarias para levantar el muro. Y desde el mo-mento en que una cosa va ligada a la otra, sepodrá hacer las dos del modo más rápido yeconómico.

-Pero ahora -dijo Carlota-, viene lo que mepreocupa. Será necesario fijar un determinadopresupuesto y una vez que sepamos cuántohace falta para llevar a cabo esas obras habráque distribuirlo no digo que semanalmente,pero al menos sí mensualmente. Yo me encargode la caja; pagaré las facturas y llevaré las cuen-tas personalmente.

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-No pareces confiar mucho en nosotros -dijoEduardo.

-No mucho en estas cosas que sólo depen-den del libre capricho -repuso Carlota-. Noso-tras sabemos manejar mejor las cosas del capri-cho.

Se organizaron los trabajos y pronto empe-zaron las obras, con la permanente presenciadel capitán y con Carlota como testigo casi dia-rio de su seriedad y rigor. Él también tuvo aho-ra oportunidad de conocerla mejor y a los dosles resultó muy fácil trabajar juntos y llevaralgo a término.

Con el trabajo ocurre como con el baile: laspersonas que llevan el mismo paso acaban sin-tiéndose mutuamente indispensables y necesa-riamente tiene que surgir de ahí un recíprocoafecto, y la prueba segura de que Carlota queríabien al capitán desde que había empezado aconocerlo mejor es que le permitió destruir porcompleto y sin experimentar ni el más leve dis-gusto un hermoso lugar de reposo que en su

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primer plan de arreglos ella había escogido yadornado con especial mimo.

Capítulo 7

Desde el momento en que Carlota había en-contrado una común ocupación con el capitán,la consecuencia fue que Eduardo buscó más lacompañía de Otilia. Además, desde hacía algúntiempo sentía en su corazón una callada y amis-tosa inclinación que le predisponía en favor deella. Otilia se mostraba servicial y atenta contodos, pero a su amor propio le gustaba imagi-nar que se portaba especialmente bien con él.Además, no había duda: se había dado perfectacuenta de qué comidas le gustaban y cómo lasprefería; no se le había escapado cuánto azúcarsolía echar en el té ni había dejado de tomarnota de ninguno de estos detalles. Se mostrabaparticularmente atenta a evitarle las corrientesde aire, a las que él se mostraba exageradamen-te sensible, lo que le hacía caer a veces en con-

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tradicción con su mujer, para quien nunca esta-ban suficientemente aireadas las salas. Tambiénsabía cuidar las flores y el vivero. Siempre tra-taba de que sus deseos se vieran inmediata-mente realizados al tiempo que procuraba evi-tarle todo aquello que pudiera ser causa de suenojo, de tal modo que en poco tiempo ella leempezó a resultar imprescindible, como unángel protector, y empezó a echarla dolorosa-mente de menos cuando no estaba con él. Unmotivo añadido era que Otilia parecía muchomás habladora y expansiva cuando se encon-traba a solas con él.

El paso de los años no le había hecho perdernunca a Eduardo algo infantil que se conciliabaespecialmente bien con la juventud de Otilia.Los dos recordaban con agrado los viejos tiem-pos, aquellos en los que se habían conocido;eran recuerdos que remontaban hasta la épocaen que Eduardo empezó a sentir su inclinaciónpor Carlota. Otilia afirmaba que los recordabacomo la pareja más hermosa de la corte y cuan-

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do Eduardo mostraba escepticismo ante unrecuerdo que tenía que proceder de su mástemprana infancia, ella replicaba que nunca sele había borrado de la memoria una ocasión enla que al entrar él, ella se escondió en el regazode Carlota, no por miedo, sino debido a unareacción infantil de sorpresa. Y habría podidoañadir: y porque le había causado una vivaimpresión, porque le había gustado mucho.

Dadas las circunstancias, algunos de losasuntos que habían emprendido antes los dosamigos habían quedado ahora paralizados, demodo que les pareció necesario volver a recu-perar una visión de conjunto, redactar algunosinformes y escribir algunas cartas. Con esa in-tención, regresaron a su despacho, en donde seencontraron al viejo secretario mano sobre ma-no. Reiniciaron el trabajo y pronto le dierontarea, sin darse cuenta de que le cargaban conalgunas cosas que antes solían resolver ellosmismos. Parecía que ni el capitán era capaz dellevar a término su primer informe, ni Eduardo

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se desenvolvía con su primera carta, así que,después de pasarlo mal un rato redactandovarios borradores y volviéndolos a reescribir,Eduardo, que era a quien peor le estaban sa-liendo las cosas, preguntó qué hora era.

Pero resultó que el capitán se había olvida-do por primera vez en muchos años de darcuerda a su cronómetro segundero y fue enton-ces cuando se dieron cuenta, o al menos in-tuyeron, que el tiempo empezaba a resultarlesindiferente.

Mientras decrecía hasta cierto punto el inte-rés de los hombres por sus asuntos, crecía laactividad de las mujeres. En general, el habitualmodo de vida de una familia, que se forja apartir de las personas dadas y las necesariascircunstancias, también es capaz de acoger ensu seno, como en un recipiente, una inclinaciónextraordinaria o una pasión incipiente, y puedepasar un cierto tiempo hasta que ese nuevoingrediente provoque una fermentación desta-cable y empiece a verter la espuma por encima

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del borde.En el caso de nuestros amigos las incipien-

tes inclinaciones que surgían ahora recíproca-mente, tenían el efecto más agradable. Sus co-razones se abrían y de la buena disposiciónparticular surgía una buena disposición gene-ral. Cada una de las partes se sentía feliz y sealegraba de la dicha ajena.

En una situación semejante, el espíritu seeleva al mismo tiempo que se ensancha el cora-zón y todo lo que uno hace y emprende seorienta de algún modo hacia lo inconmensura-ble. Así, los amigos ya no se quedaban encerra-dos en casa. Sus paseos se extendían cada vezmás y si Eduardo se adelantaba presuroso conOtilia para elegir las sendas y abrir los caminos,el capitán se rezagaba en amena charla con Car-lota, interesándose por algunos rincones reciéndescubiertos o alguna panorámica inesperadasiguiendo sin prisas el rastro dejado por los queles habían tomado la delantera.

Un día, su paseo les condujo más allá de la

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verja del ala derecha del castillo haciéndolesdescender hacia la posada, pasar el puente yllegar hasta las lagunas, a lo largo de cuyasaguas siguieron caminando mientras les fueposible, porque la maleza y las rocas hacíanimpracticables las orillas al llegar a un punto.

Pese a ello, Eduardo, que conocía la zonapor sus excursiones de caza, se siguió internan-do con Otilia por un sendero recubierto por lavegetación, pues sabía muy bien que el viejomolino escondido entre peñas ya no podíaquedar muy lejos. Pero aquella senda en desusopronto se terminó de desdibujar del todo y seencontraron perdidos en medio de una tupidaespesura y de rocas recubiertas de musgo, sibien sólo durante un breve lapso de tiempo,porque el crujido de las ruedas les anunció en-seguida que estaban llegando al lugar que bus-caban.

Al avanzar hasta la punta de un saledizo delas rocas vieron ante ellos, allá en el fondo, lavieja, oscura y extraña construcción de madera,

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envuelta en las sombras de altos peñascos yesbeltos árboles. No les quedó otro remedioque decidirse a bajar de algún modo por aque-llas rocas musgosas y en mal estado. Eduardosiempre iba por delante y cada vez que se vol-vía y veía a Otilia que le seguía por aquellas al-turas con paso ligero, sin mostrar susto ni te-mor, y saltando de piedra en piedra en el máshermoso de los equilibrios, él creía ver flotandopor encima de su cabeza a un ser celestial. Ycuando en algunos lugares inseguros ella seaferraba a la mano que él le alargaba o inclusose apoyaba en su hombro, no podía menos depensar que la que así le tocaba era la más tiernade las criaturas del sexo femenino. Casi hubieradeseado que tropezara o resbalara para podertomarla en sus brazos y estrecharla contra supecho, pero tampoco lo hubiera hecho en nin-gún caso y por más de un motivo: porque temíaofenderla y porque temía causarle algún daño.

Enseguida sabremos qué se quiere decir conesto. En efecto, en cuanto hubieron llegado aba-

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jo y en cuanto la tuvo sentada frente a él en unamesa rústica situada bajo los árboles esbeltos,después de haber mandado a la amable moline-ra a buscar leche y al molinero, que les habíarecibido con amables expresiones de bienveni-da, a que saliera-al encuentro del capitán y deCarlota, Eduardo empezó a hablar tras unabreve vacilación:

-Tengo un ruego que hacerle, mi queridaOtilia; y quiero que me lo perdone, incluso sime lo niega. Usted nunca nos ha ocultado, niera necesario hacerlo, que lleva debajo de suvestido, contra su pecho, un retrato en miniatu-ra. Se trata de la efigie de su padre, ese hombreexcelente al que usted apenas pudo conocer,pero que merece un lugar en su corazón pormuchos motivos. Pero perdóneme que le digaque el retrato es desproporcionadamente gran-de y que ese metal y ese cristal me llenan de miltemores cuando la veo que levanta a algún niñoen sus brazos, que lleva algo contra su pecho,que el coche se mete en algún bache, o bien

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cuando nos metemos en la espesura o bajamospor las rocas como hace un momento. Piensocon horror en la posibilidad de que cualquierchoque imprevisto, una caída, cualquier contac-to pudiera serle perjudicial o incluso causarleun daño mortal. Por eso le pido que haga estopor mí: saque ese retrato, no de su memoria nide su habitación, es más, concédale el lugarmás sagrado y bello de su aposento, pero sí desu pecho, en donde a lo mejor por un exceso detemor a mí me parece tan peligroso.

Otilia callaba y, mientras él hablaba, mirabaa lo lejos; después, sin precipitarse, pero sindudar, y con una mirada que estaba más diri-gida al cielo que a Eduardo, se desabrochó lacadena, sacó la miniatura, la oprimió contra sufrente y se la alargó a su amigo diciéndole:

-Guárdemela hasta que lleguemos a casa.No sé otra manera mejor de demostrarle hastaqué punto aprecio su preocupación por mí.

El amigo no se atrevió a poner sus labiossobre el retrato, pero tomando la mano de ella,

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la oprimió contra sus ojos. Eran tal vez las dosmanos más hermosas que jamás se habían en-trelazado. Y él se sentía como si se le hubieraquitado un enorme peso del alma, como si sehubiera caído un muro que le separaba hastaentonces de Otilia.

Conducidos por el molinero, Carlota y elcapitán llegaban hacia ellos por un sendero máscómodo. Se saludaron, contentos de volver aencontrarse, y repararon fuerzas alegremente.Nadie quería regresar a casa por el mismo ca-mino y Eduardo propuso un sendero que subíapor las rocas por el otro lado del arroyo y queles permitió volver a ver las lagunas mientrasavanzaban por él con algún esfuerzo. Después,atravesaron una variada vegetación boscosa yfinalmente divisaron parte de la comarca consus pueblos, aldeas y caseríos rodeados de ver-de fertilidad y en primer plano una granja, queescondida en aquellas alturas en medio del bos-que, daba una sensación de entrañable intimi-dad. Después de alcanzar suavemente la cima,

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la riqueza de aquella comarca se descubrió delmodo más hermoso por delante y por detrás deellos y desde allí llegaron hasta un grato bos-quecillo que les bastó atravesar para llegar depronto a la roca situada frente al castillo.

¡Qué felices se sintieron al ver a dondehabían llegado casi sin darse cuenta! Habíandado la vuelta a todo un mundo en pequeño yahora se hallaban en el lugar en el que debía al-zarse el nuevo edificio y volvían a contemplarlas ventanas de su vivienda.

Bajaron hasta la cabaña de musgo y, porprimera vez, se sentaron todos juntos allí de-ntro. Nada parecía más natural que expresar eldeseo unánime de arreglar la ruta que aquel díahabían tenido que seguir de manera lenta ydificultosa de tal modo que pudieran rehaceraquel paseo charlando todos juntos cómoda-mente. Cada uno hizo sus sugerencias y calcu-laron que ese mismo camino que les había lle-vado aquel día varias horas, podía conducirlesde vuelta al castillo en una hora cuando estu-

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viera bien acondicionado. Ya estaban tendiendocon el pensamiento un nuevo puente río abajodel molino, en el lugar en que el arroyo desem-bocaba en la laguna, que debía acortar la ruta yadornar el paisaje, cuando Carlota puso freno asu imaginación creativa recordándoles los cos-tes que serían necesarios para una empresasemejante.

-También para eso hay una solución -replicó Eduardo-. No tenemos más que venderesa granja del bosque, que parece tan bien si-tuada pero que tan poco produce, y con el im-porte que obtengamos podremos emprenderesos arreglos y, de ese modo, en el transcursode inapreciables paseos podremos disfrutar delos intereses de un capital bien invertido, mien-tras que ahora, cuando llega el momento dehacer el balance de fin de año, nos cuesta traba-jo sacar de ahí una miserable ganancia.

Ni siquiera Carlota, que era tan buena ad-ministradora, podía objetar gran cosa a lo di-cho. Era un asunto del que ya habían hablado

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anteriormente. El capitán quería hacer un planpara repartir adecuadamente las tierras entrelos granjeros del bosque, pero Eduardo queríahacer las cosas de un modo más rápido y có-modo. El actual arrendatario de las tierras, queya había lanzado alguna propuesta de compra,obtendría la propiedad y la pagaría a plazos y,del mismo modo, ellos irían haciendo a plazos,etapa por etapa, los arreglos proyectados.

Un plan tan razonable y mesurado no podíadejar de encontrar la aprobación general, asíque todos los que allí estaban empezaron a vercon su imaginación cómo serpenteaba el nuevocamino, a cuyos lados esperan seguir descu-briendo los más agradables lugares de reposo ylas más bellas vistas.

Por la noche, una vez en casa, sacaron enseguida el nuevo mapa para volver a pensartodo con más detalle. Examinaron el caminorecorrido y las maneras de hacerlo más cómodoen algunos lugares. Volvieron a discutir todoslos proyectos anteriores tratando de conciliarlos

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con las nuevas ideas, volvieron a aprobar ellugar donde se debía construir la nueva casafrente al castillo y decidieron que muriese allí eltrazado de los nuevos caminos.

Otilia había permanecido callada todo eltiempo cuando Eduardo tomó el plano, quehasta aquel momento había estado extendidoante Carlota, y lo puso delante de ella invi-tándola a expresar su opinión y animándolacariñosamente, viendo que todavía dudaba, ano mantener su silencio, pues al fin y al cabo noimportaba y sólo se trataba de un proyecto porrealizar.

-Pues yo -dijo Otilia señalando con el dedola llanura más alta de la cima-, construiría aquíla casa. Es verdad que no se vería el castillo,porque quedaría oculto por los bosques, peroprecisamente por eso uno se sentiría en unmundo distinto y nuevo, pues también queda-rían tapados el pueblo y todas las casas. La vis-ta sobre las lagunas, el molino, las colinas, lasmontañas y el campo es extraordinariamente

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hermosa; me he fijado en ello al pasar.-Tiene razón -exclamó Eduardo-. ¿Cómo no

se nos había ocurrido? ¿Esto es lo que ustedquiere decir, verdad Otilia? -y tomando un lá-piz trazó con líneas rápidas y gruesas un rec-tángulo alargado en la colina.

Este gesto le llegó al alma al capitán, porquele desagradaba mucho ver estropeado de esemodo el plano que con tanto cuidado y delica-deza había dibujado. Pero, tras una breve ytímida protesta, se sumó a la idea.

-Otilia tiene razón -dijo-; ¿acaso no nos gus-ta dar un largo paseo para tomar un café o pa-ladear un pescado que en nuestra casa no noshabría sabido tan rico? Todos necesitamoscambios y objetos nuevos. Los antepasadosconstruyeron aquí el castillo con toda la razón,porque se encuentra protegido de los vientos ycerca de todas las necesidades de la vida diaria,pero un edificio que está más destinado a reu-niones amistosas que a vivienda estará allímagníficamente emplazado y sabrá proporcio-

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nar en la buena estación horas deliciosas.Cuanto más hablaban de ello, más acertada

les parecía la idea y Eduardo apenas podía di-simular el triunfo que sentía porque se lehubiera ocurrido a Otilia. Estaba tan orgullosode ello como si hubiera sido él mismo quien lahubiera concebido.

Capítulo 8

Nada más amanecer, el capitán salió a exa-minar el lugar y esbozó un primer croquis pro-visional, y cuando los demás volvieron a reite-rar su determinación sobre el terreno, diseñóuno más exacto acompañado de presupuesto ytodo lo necesario. No se dejó de hacer ningúnpreparativo. También se volvió a abordar lacuestión de la venta de la granja. Y los hombresvolvieron a encontrar ocasión para desplegarsu actividad.

El capitán le hizo observar a Eduardo quesería un hermoso gesto y hasta un deber feste-

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jar el cumpleaños de Carlota celebrando lapuesta de la primera piedra. No necesitó insis-tir mucho para vencer la antigua aversión deEduardo por ese tipo de fiestas, porque ense-guida se le vino a las mientes el cumpleaños deOtilia, que caía algo más tarde, y que tambiénpodría festejar solemnemente.

Carlota, a quien las nuevas obras y todo loque conllevaban le parecían algo importante,serio y hasta un poco inquietante, se ocupabavolviendo a repasar otra vez los presupuestos yel reparto del tiempo y del dinero. Como ahorase veían menos durante el día, con tanto mayordeseo volvían a encontrarse por la noche.

Mientras tanto, Otilia se había hecho com-pletamente dueña de los asuntos de la casa y nopodía ser de otro modo, dada su manera tran-quila y segura de llevar las cosas. Además, sumodo de ser la dirigía más hacia la casa y lodoméstico que a la vida en el exterior. Eduardopronto se dio cuenta de que sólo les acompaña-ba en sus paseos por amabilidad, que si se que-

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daba más tiempo fuera en las veladas era debi-do a un deber social y que a veces pretextabacualquier asunto doméstico para poder regre-sar al interior. Por eso, pronto supo organizarlas excursiones en común de tal modo que lavuelta a casa se produjera antes de la caída delsol y empezó otra vez a leer poesías, cosa a laque había renunciado durante mucho tiempo,sobre todo aquellas que le permitían modularcon la voz la expresión apasionada de un puroamor.

Por la noche, se sentaban normalmente al-rededor de una mesita en sus asientos habitua-les: Carlota en el sofá, Otilia en una butaca en-frente de ella y los hombres en los otros doslados. Otilia se sentaba a la derecha de Eduar-do, hacia donde él corría la lámpara cuandoleía. Entonces Otilia se le acercaba todavía máspara poder ver el libro, porque también ella sefiaba más de sus propios ojos que de labiosajenos, y Eduardo, por su parte, también searrimaba hacia ella para facilitarle su lectura e

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incluso hacía pausas más largas de lo habitualpara no tener que volver la página hasta queella hubiera llegado al final.

A Carlota y al capitán esto no les pasó des-apercibido y a veces se miraban sonriendo, pe-ro a ambos les cogió por sorpresa otra señal quedejaba ver a las claras la callada inclinación deOtilia.

Una noche en que la velada se había vistoparcialmente arruinada por culpa de una visitainoportuna, Eduardo propuso que se quedaranmás tiempo juntos. Se sentía con ganas de vol-ver a coger su flauta, que hacía tiempo que noestaba en el orden del día. Carlota se puso abuscar las sonatas que solían tocar juntos y co-mo no las encontraba Otilia acabó por confesar,tras alguna vacilación, que se las había llevadoella a su habitación.

-¿Y usted podría, usted querría acompa-ñarme al piano? -preguntó Eduardo, con losojos brillantes de alegría.

-Creo que sí -contestó Otilia-, creo que seré

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capaz.Fue a buscar las partituras y se sentó al pia-

no. Los oyentes estaban muy atentos y se sor-prendieron al ver de qué modo tan completohabía interiorizado Otilia las piezas, pero aúnse sorprendieron más al ver cómo sabía adap-tarse al modo de tocar de Eduardo. «Adaptar-se» no es el término apropiado, porque si biendependía de la habilidad y la libre voluntad deCarlota el detenerse aquí o seguir más allá paradar gusto a su marido, quien tan pronto duda-ba y se retrasaba en la ejecución como se apre-suraba y pasaba por delante, Otilia, que leshabía oído tocar juntos alguna vez, parecíahaber aprendido las piezas sólo a la manera deEduardo. Había hecho sus defectos tan suyos,que volvía a nacer de allí una suerte de conjun-to vivo, que ciertamente no seguía el compásadecuado, pero que sonaba de un modo muyagradable y placentero. Hasta el propio compo-sitor habría disfrutado oyendo ejecutar su obrade un modo tan bonitamente deformado.

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El capitán y Carlota también contemplaronesta escena inesperada sin decir nada, con unasensación similar a la que provocan algunosactos infantiles que si bien no pueden merecerla aprobación debido a sus inquietantes conse-cuencias, tampoco resultan censurables y hastasuscitan la envidia. Porque, en efecto, la mutuainclinación de estos dos crecía tanto como la deaquellos, y tal vez de un modo más peligroso,por cuanto ellos eran más serios, estaban másseguros de sí mismos y eran mucho más capa-ces de controlarse.

El capitán ya empezaba a sentir que unacostumbre irresistible amenazaba con encade-narle a Carlota. Tuvo que vencerse a sí mismopara evitar aquellas horas en que Carlota solíavisitar las obras, para lo cual tenía que levan-tarse muy temprano, a fin de dejar todo organi-zado antes de retirarse a trabajar en su ala delcastillo. Los primeros días Carlota creyó que suausencia era casual y lo buscó en todos los lu-gares probables; más adelante creyó entender

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sus motivos y le estimó todavía más por ello.Aunque el capitán evitaba las ocasiones de

estar a solas con Carlota, se afanaba con tantomayor celo en preparar y acelerar las obras pa-ra la magnífica fiesta del cercano cumpleaños.Había mandado empezar el cómodo camino deascenso por la parte de abajo, por detrás delpueblo, pero al mismo tiempo también manda-ba trabajar ya de arriba hacia abajo, supuesta-mente para ir rompiendo las piedras, y habíaplaneado todo para que durante la noche vís-pera del cumpleaños las dos partes del caminose encontrasen. En la nueva casa de la cima yase había desterrado, más que excavado, el lugarpara el sótano y se había tallado una hermosapiedra fundacional con aristas y relieves.

La actividad exterior, las pequeñas inten-ciones amistosas y secretas, junto con esos afec-tos íntimos más o menos reprimidos, no deja-ban que las reuniones tuvieran la suficienteanimación, así que Eduardo, que echaba algoen falta, conminó una noche al capitán a que

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trajera su violín y acompañase a Carlota al pia-no. El capitán no pudo sustraerse a un ruegotan general, de modo que ambos ejecutaron conmucho sentimiento, gracia y alegría una de laspiezas más difíciles, lo que les proporcionó ungran deleite, así como a la 'pareja que les escu-chaba. Se prometieron volver a repetir aquello amenudo y practicar juntos.

-Lo hacen mejor que nosotros, Otilia -dijoEduardo-, y debemos admirarles, pero sin dejarde disfrutar por nuestra cuenta.

Capítulo 9

Llegó el día del cumpleaños y todo estabapreparado: estaba hecho todo el muro que cir-cundaba el camino del pueblo elevándolo yprotegiéndolo contra el agua, así como el cami-no que pasaba por delante de la iglesia, endonde discurría durante un trecho sobre el tra-zado del antiguo sendero de Carlota para des-pués ascender por las rocas dejando por encima

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de él, a la izquierda, la cabaña de musgo, dar acontinuación un giro completo que la volvía adejar a la izquierda por debajo de sí, y alcanzarpoco a poco la cima.

Aquel día se había reunido mucha gente.Fueron a la iglesia, en donde se encontraron atodo el pueblo ataviado con trajes de fiesta.Después del servicio divino, tal como estabaprescrito, salieron por delante niños, jóvenes yhombres, después los señores del castillo consus visitas y acompañantes y, finalmente, lasniñas, jovencitas y mujeres, cerrando la comiti-va.

En la curva del camino se había preparadoun lugar elevado en medio de las rocas; el capi-tán rogó a Carlota y a sus invitados que des-cansaran allí. Desde aquel punto se podía do-minar todo el camino, el grupo de los hombres,que ya había subido hasta la cima, y las mujeresque iban tras ellos y que ahora pasaban pordelante del lugar donde se encontraban. Comohacía un día espléndido, se trataba de un espec-

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táculo maravilloso. Carlota se sintió sorprendi-da y conmovida y apretó tiernamente la manodel capitán.

Siguieron a la masa que seguía ascendiendoy ya formaba un círculo en torno a la superficieexcavada de la futura casa. El dueño del lugar,los suyos y los invitados más distinguidos fue-ron invitados a bajar al fondo, donde se veía laprimera piedra de los cimientos apuntalada porun lado y preparada para ser empujada y pues-ta en su sitio. Un albañil muy bien vestido conla paleta en una mano y el martillo en la otrapronunció un pequeño discurso en verso quesólo podemos reproducir de modo incompletoy en prosa.

-Tres cosas -empezó- se deben tener encuenta en un edificio: que el lugar sea adecua-do, que tenga una buena cimentación y que laobra sea perfectamente ejecutada. Lo primeroes asunto del dueño, porque así como en laciudad sólo el príncipe y la comunidad puedendecidir dónde se debe construir, en el campo es

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privilegio del dueño del terreno decir: aquídebe alzarse mi casa y en ningún otro lugar.

Al oír estas palabras, Eduardo y Otilia no seatrevieron a mirarse, a pesar de hacerse frente yhallarse muy próximos.

-Lo tercero, la ejecución, es asunto de mu-chos y diversos gremios, porque en verdad haymuy pocos oficios que no tengan que interve-nir. Pero lo segundo, la cimentación, es cosa delalbañil y, para decirlo bien claro de una vez, esel asunto principal de toda la empresa. Se tratade algo muy serio y nuestra invitación de hoytambién lo es, porque esta celebración solemnetendrá lugar en las profundidades. Aquí, en elinterior de este espacio estrecho recién excava-do, ustedes nos hacen el honor de ser testigosde nuestro secreto trabajo. Enseguida coloca-remos esta piedra bellamente esculpida y muypronto las paredes de tierra que ahora estánadornadas con tan hermosas y dignas personas,no serán accesibles porque habrán sido recu-biertas.

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»Esta piedra fundacional, que con su aristamarca el ángulo derecho del edificio, con susángulos rectilíneos señala la regularidad quedebe alcanzar el mismo y con sus caras hori-zontales y verticales indica el aplomo y el equi-librio de todos sus muros y paredes, podríamoscolocarla ya sin más, pues se sostendría perfec-tamente por su propio peso. Pero tampoco de-jaremos de añadir la cal y otros productos coali-gantes, porque lo mismo que esas personas quesienten por naturaleza una mutua inclinación,están mejor unidas cuando las ata la ley, asítambién esas piedras, cuya forma ya se adaptaa una mutua unión, quedan más firmementevinculadas gracias a esas sustancias; y como noestá bien permanecer ocioso en medio de losque trabajan, ustedes no desdeñarán colaboraren nuestro trabajo.

Y diciendo esto le alargó su paleta a Carlo-ta, que puso algo de cal bajo la piedra. Otrosmuchos quisieron hacer otro tanto y acto se-guido se dejó caer la piedra en su sitio, después

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de lo cual le entregaron el martillo a Carlota y alos demás para que, por medio de tres golpes,consagraran de modo expreso la unión de lapiedra con el suelo.

-El trabajo del albañil, que ahora celebra-mos a cielo abierto -continuó el orador-, nosiempre ocurre ocultamente, pero sí para que-dar oculto. Una vez que ha sido ejecutado regu-larmente se recubre el fundamento y ni siquierase piensa mucho en nosotros cuando se ven losmuros que levantamos a pleno día. Llama másla atención el trabajo del cantero y del escultory tenemos que permitir alegremente que el pin-tor borre hasta la última huella de nuestras ma-nos y se apropie de nuestro trabajo revistiéndo-lo, alisándolo y coloreándolo.

»¿A quién le puede importar más darse al-guna satisfacción a sí mismo haciendo un traba-jo satisfactorio si no es al propio albañil?¿Quién tiene más motivos que él para alimentarsu propia estima? Cuando la casa está termina-da, el suelo aplanado y recubierto, los muros

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exteriores revestidos con ornamentos, él toda-vía es capaz de ver por debajo de todas esascapas y reconoce esas juntas regulares y cuida-dosas a las que el conjunto debe su existencia ysu resistencia.

»Pero del mismo modo que aquel que haperpetrado una mala acción, por mucho quetrate de esconderla, siempre tiene que temerque vuelva a salir a la luz, también el que hahecho el bien en secreto tiene que contar conque éste aparezca algún día a la luz contra suvoluntad. Por eso, queremos hacer de esta pie-dra angular una piedra conmemorativa. En lasdistintas cavidades que hemos tallado en ella,vamos a introducir algunos objetos que servi-rán como testimonio nuestro para una lejanaposteridad. Estos estuches de metal selladoscon soldadura contienen diversos documentos;en estas planchas de metal se han grabado todotipo de hechos memorables; en estos bellosfrascos de vidrio enterraremos el mejor vinoviejo, indicando su añada; tampoco faltan mo-

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nedas de distinto tipo acuñadas este año: todasestas cosas son un regalo que procede de lagenerosidad de nuestro señor, dueño de estaobra. Y todavía queda algo de sitio si alguno delos invitados y espectadores tiene el gusto dedejar algo aquí para la posteridad.

Tras una breve pausa el albañil miró en de-rredor, pero como suele suceder en estos casosnadie estaba preparado, todos estaban sor-prendidos, hasta que un joven y animoso oficialarrancó y dijo:

-Si tengo que añadir algo que todavía no fi-gure en esta cámara del tesoro, arrancaré de miuniforme un par de botones que seguro quetambién merecen llegar a la posteridad.

Dicho y hecho. Y acto seguido todos tuvie-ron ocurrencias parecidas. Las mujeres no qui-sieron dejar pasar la ocasión de dejar allí suspequeñas peinetas y tampoco se ahorraronfrascos de perfume y otros adornos. Sólo Otiliadudaba, hasta que una palabra amable deEduardo la sacó de su muda contemplación de

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todos aquellos objetos. Entonces se soltó la ca-dena de oro del cuello, de la que antes colgabael retrato de su padre, y la depositó suavementesobre el resto de las joyas, después de lo cualEduardo se las arregló, con cierta premura,para que se pusiera inmediatamente la tapabien ajustada y se recubriera con cemento.

El joven albañil que se había mostrado tanactivo volvió a adoptar su pose de orador ycontinuó diciendo:

-Colocamos esta piedra para la eternidad,para asegurar a los actuales y a los futuros pro-pietarios de esta casa que disfruten siempre deella. Sin embargo, al sepultar este tesoro, mien-tras celebramos el más fundamental de los ac-tos, también reflexionamos en lo perecedero delas cosas humanas; se nos ocurre pensar en laposibilidad de que algún día esta tapa sea nue-vamente descubierta, lo que sólo podría ocurrirsi se destruyera todo lo que ni siquiera ha sidoconstruido aún.

»Pero para que podamos construir, ¡aban-

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donemos los pensamientos de futuro y regre-semos al presente! Después de la fiesta de hoy,volvamos de inmediato al trabajo para que nin-guno de los oficios que colaboran en esta obratengan días de fiesta, para que la construcciónse alce hacia el cielo y se termine y por las ven-tanas que todavía no existen, el señor de la casay los suyos y sus invitados contemplen alegresel paisaje, para todo lo cual y a su salud y a la detodos los presentes ¡bebamos ahora!

Y diciendo esto apuró de un solo trago unacopa tallada y la tiró al aire. Porque así es comose marca una alegría desmesurada, rompiendoel recipiente que se usó en la dicha. Pero estavez las cosas sucedieron de otro modo: el vasono llegó hasta el suelo y, por cierto, sin necesi-dad de un milagro.

Efectivamente, para que la construcciónavanzara lo más rápidamente posible, ya sehabían excavado todos los cimientos de la es-quina opuesta e incluso se había comenzado alevantar los muros para lo que se había cons-

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truido un andamio tan alto como se había juz-gado necesario.

Para mayor ventaja de los obreros, ya sehabía acomodado el andamio para aquella oca-sión festiva con tablas de madera y una multi-tud de espectadores se había instalado allí arri-ba. Allí es adonde voló el vaso y donde fueatrapado por uno, que interpretó ese azar comouna señal de buen augurio para él. Sin soltarlose lo mostró a los que le rodeaban y pudieronver las iniciales E y O finamente grabadas yentrelazadas: era uno de los vasos que habíansido fabricados para Eduardo cuando era joven.

Los andamios volvieron a quedar vacíos ylos invitados más ágiles, que subieron arribapara poder contemplar el paisaje, no podíandejar de alabar la hermosa vista que se disfru-taba desde todos los ángulos. Pues ¡qué no des-cubrirá el que estando en un punto elevadopueda elevarse todavía un piso más! Tierraadentro se descubrían todavía más pueblos, sedivisaba con toda nitidez la cinta plateada del

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río y alguno hasta pretendía adivinar las torresde la capital. En la parte trasera, por detrás delas colinas boscosas, se alzaban al cielo las ci-mas azules de una lejana montaña y se podíaver la comarca cercana toda entera.

-Ahora sólo faltaría -dijo uno- unir las treslagunas y convertirlas en un gran lago, así estepanorama reuniría todo lo que es grande y todolo que es deseable.

-Eso sería factible -dijo el capitán-; porqueantiguamente las lagunas formaban un únicolago de montaña.

-Sólo pido que se respete mi grupo de plá-tanos y álamos -dijo Eduardo-, que hace tanbonito a orillas del lago central. Ve usted -dijodirigiéndose a Otilia, a la que condujo unospasos más adelante mientras le indicaba con lamano- esos árboles los planté yo mismo.

-¿Cuánto tiempo hace que están ahí? -preguntó Otilia.

-Aproximadamente tanto tiempo como estáusted en el mundo -replicó Eduardo-. Sí, mi

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querida niña, yo ya plantaba árboles cuandousted estaba aún en la cuna.

Todos regresaron al castillo. Después decomer invitaron a los allí reunidos a dar unpaseo por el pueblo y ver también los nuevosarreglos. A instancias del capitán, los habitantesdel pueblo se habían congregado delante de suscasas, pero no en hileras, sino de modo naturalformando grupos de familia, parte ocupados enlos quehaceres propios de la hora del atardecer,parte descansando en-los nuevos bancos. Se leshabía encarecido la agradable obligación derenovar al menos cada domingo y día de fiestaese mismo orden y limpieza.

Una inclinación íntima como la que se habíagenerado entre nuestros amigos sólo puedesentirse desagradablemente interrumpidacuando tiene que convivir con una compañíamás numerosa. Los cuatro se mostraron conten-tos de volver a encontrarse solos en la gran sa-la, pero esa sensación de intimidad casera sevio hasta cierto punto perturbada por la llegada

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de una carta que le fue entregada a Eduardo enla que se anunciaban nuevos huéspedes para eldía siguiente.

-Tal como suponíamos -le dijo Eduardo aCarlota-, el conde no se queda sin venir, llegarámañana.

-Entonces tampoco tardará en aparecer labaronesa -contestó Carlota.

-¡Claro que no! -replicó Eduardo-; tambiénllegará mañana por su lado. Nos ruegan que lesdemos alojamiento esa noche y se marcharánjuntos pasado mañana.

-Entonces tenemos que preparar las cosascon tiempo, Otilia -dijo Carlota.

-¿Cuáles son sus órdenes para los prepara-tivos? -preguntó Otilia.

Carlota le dio unas indicaciones generales yOtilia se alejó.

El capitán quiso informarse del tipo de rela-ción que mantenían aquellas dos personas a lasque sólo conocía vagamente. En otros tiempos,le explicaron, estando los dos ya casados con

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otras personas, se habían amado apasionada-mente. No era posible perturbar un doble ma-trimonio sin escándalo: se sugirió el divorcio.La baronesa podía obtenerlo, el conde no. Tu-vieron que separarse en apariencia, pero surelación continuó y cuando no podían estarjuntos en la corte durante el invierno, se des-quitaban durante el verano en viajes de placer ybalnearios. Los dos eran algo mayores queEduardo y Carlota y ambos buenos amigos deellos de su época en la corte. Siempre habíanconservado una buena relación aunque noaprobaran del todo la conducta de sus amigos.Pero esta vez su venida no le cayó nada bien aCarlota y si se hubiera parado a buscar el moti-vo habría descubierto que era por Otilia. Aque-lla niña buena e inocente no debía tener tanpronto ante sus ojos semejante ejemplo.

-Podían haber tardado un par de días másen venir -dijo Eduardo justo en el momento enque Otilia volvía a entrar hasta que hubiéramosarreglado lo de la venta de la granja. El contrato

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ya está listo y ya tengo una copia, pero falta lasegunda copia y nuestro secretario está muyenfermo.

El capitán enseguida se ofreció a hacerla, ytambién Carlota, pero había algunos argumen-tos en contra.

-¡Démela a mí! -exclamó Otilia con ciertapremura.

-No la tendrás a tiempo -dijo Carlota.-La verdad es que me haría falta para pasa-

do mañana temprano y es mucho -dijo Eduar-do.

-Estará lista -replicó Otilia agarrando ya lahoja con sus manos.

Al día siguiente, mientras miraban por laventana desde el piso alto para ver si veían lle-gar a sus invitados, a cuyo encuentro no querí-an dejar de salir, Eduardo exclamó:

-¿Quién viene cabalgando tan despacio porla calle? -El capitán describió con más exactitudla figura del jinete-. Entonces es él -dijo Eduar-do-; porque los detalles que tú ves mejor que yo

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coinciden perfectamente con el conjunto que yotambién puedo divisar perfectamente. Es Mit-tler. ¿Pero por qué razón vendrá tan despacio,tan rematadamente despacio?

La figura se aproximó y era de verdad Mit-tler. Lo recibieron amablemente mientras subíalentamente las escaleras.

-¿Cómo es que no vino ayer? -le gritó desdearriba Eduardo.

-No me gustan las fiestas ruidosas -replicóel otro-. Pero vengo hoy con retraso a celebrartranquilamente con vosotros el cumpleaños demi amiga.

-¿Cómo es que tiene usted tanto tiempo li-bre? -bromeó Eduardo.

-Debéis mi visita, si es que os resulta grata,a una reflexión que hice ayer. Me pasé la mitaddel día regocijándome en una casa en la que hepodido poner paz y entonces oí decir que aquíse estaba celebrando el cumpleaños. «Puedenconsiderar egoísta -pensé para mí- que sóloquieras alegrarte con la gente a la que has ayu-

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dado a hacer las paces. ¿Por qué no alegrartepor una vez con amigos que ya tienen paz ytratan de conservarla?» ¡Dicho y hecho! Y aquíestoy tal como lo pensé.

-Ayer habría encontrado usted mucha com-pañía, hoy poca -dijo Carlota-. También encon-trará al conde y a la baronesa, que ya le handado bastante que hacer.

Mittler saltó como un resorte de en mediode los cuatro moradores de la casa, que habíanrodeado al extraño hombrecillo, pidiendo enfa-dado su sombrero y su fusta.

-¿Es que me persigue una mala estrella encuanto quiero descansar y pasarlo bien por unavez? No debí venir y ahora me veo expulsadode aquí. Porque con ésos no quiero estar bajo elmismo techo. Y precaveos: sólo traen malasuerte. Su naturaleza es como la levadura quepropaga por todas partes su contagio.

Trataron de apaciguarlo, pero fue inútil.-El que me toca el matrimonio -replicó-, el

que con palabras, o peor, con actos, socava este

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pilar de toda sociedad moral, tendrá que vérse-las conmigo, y si no consigo salir vencedor, noquiero saber nada de él. El matrimonio es elprincipio y la cumbre de toda cultura. Suavizaa los ásperos, y los más cultivados no encuen-tran mejor ocasión para demostrar su bondad.Tiene que ser indisoluble, porque reporta tantadicha que no se pueden tomar en cuenta algu-nas pequeñas desdichas. ¿Y para qué hablar dedesdicha? Es la impaciencia lo que asalta alhombre de cuando en cuando y entonces legusta considerarse desdichado. Si se deja pasarese momento, se puede uno considerar satisfe-cho de que todavía subsista lo que tanto tiemposubsistió. No existe ningún motivo suficientepara separarse. La condición humana se sitúatan arriba en cuestión de penas y alegrías queno se puede calcular ni siquiera aproximada-mente lo que una pareja de esposos se debemutuamente. Es una deuda infinita que sólo sesalda con la eternidad. Puede que a veces resul-te incómodo, bien lo creo, y así tiene que ser.

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¿Acaso no estamos casados también con la con-ciencia, de la que muchas veces nos gustaríasepararnos porque es bastante más incómodade lo que pueda llegar a serlo jamás un hombreo una mujer?

Así habló enérgicamente y probablementehabría continuado mucho tiempo si unos posti-llones con sus trompetas no hubieran anuncia-do la llegada de sus señores, quienes como si sehubieran puesto de acuerdo entraron al mismotiempo por los dos lados en el patio del castillo.Mientras los anfitriones salían a recibirles Mit-tler se escondió, pidió que le llevaran su caballoa la posada y se marchó de allí de muy mal-humor.

Capítulo 10

Se le dio la bienvenida a los huéspedes y seles invitó a entrar; se alegraron de volver a pi-sar aquella casa y aquellas habitaciones en lasque habían pasado días tan felices en otra épo-

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ca y que hacía bastante tiempo que no habíanvuelto a ver. A los amigos también les resultabamuy grata su presencia. Al conde, así como a labaronesa, se les podía catalogar entre esas figu-ras nobles y bellas a las que casi se contemplacon más gusto cuando alcanzan una medianaedad que en plena juventud, pues aunque pue-dan perder algo de su primera flor, más adelan-te saben despertar con su simpatía una ilimita-da confianza. Y esta pareja también era de lasque sabían mostrarse extremadamente accesi-bles en el momento presente. Su manera librede entender y de tratar las cosas de la vida, sujovialidad y su aire de desenvoltura eran conta-giosos y una gran dignidad envolvía todo elconjunto sin que se pudiera apreciar la menorseñal de constricción.

El influjo de estas personas se dejó notar deinmediato entre los presentes. Los recién llega-dos, que acababan de abandonar el mundo ex-terior, tal como se dejaba ver hasta en sus ro-pas, su equipaje y todo lo demás, formaban con

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nuestros amigos y su modo de vida campestre ysus secretas pasiones, una suerte de contraste,que sin embargo enseguida se diluyó cuandoempezaron a mezclarse los antiguos recuerdoscon una renovada simpatía, y una conversaciónrápida y animada pronto volvió a unir a todos.

Con todo, no pasó mucho tiempo sin que seprodujera una separación. Las mujeres se reti-raron a su ala y rápidamente encontraron sufi-ciente tema de conversación contándose unsinfín de confidencias y pasando revista a lasúltimas formas y cortes de vestidos de prima-vera, sombreros y demás cosas por el estilo.Mientras tanto, los hombres se ocupaban de losúltimos modelos de coches o de la exhibiciónde caballos, que enseguida empezaron a querercomprar y cambiar.

No se volvieron a reunir hasta la hora decomer. Se habían cambiado de ropa y tambiénen esto salieron con ventaja los recién llegados.Todo lo que llevaban puesto era nuevo y nuncavisto y sin embargo consagrado ya por el uso y

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convertido en cómoda costumbre.La charla era amena y variada, porque en

presencia de ese tipo de personas todo y nadapuede resultar interesante. Hablaban en francéspara evitar que les entendieran los criados ycomentaban con malicioso placer cosas de lagente del mundo elegante y no tan elegante.Sólo en un punto se detuvo la conversaciónmás tiempo de lo conveniente, cuando Carlotase interesó por una amiga de juventud y se en-teró con bastante sorpresa de que estaba a pun-to de separarse.

-Resulta muy triste -dijo Carlota- que cuan-do una cree que los amigos viven seguros ytranquilos, cuando te imaginas que una amigaa la que quieres bien vive a buen resguardo,antes de que te puedas dar cuenta te tengas queenterar de que su destino se halla otra vez so-bre la cuerda floja y que su vida tiene que vol-ver a emprender nuevos caminos, tal vez igualde inseguros.

-La verdad, querida -repuso el conde-, so-

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mos nosotros mismos los que tenemos la culpade sorprendernos tanto. Nos gusta concebir lascosas de este mundo, y sobre todo los vínculosmatrimoniales, como algo duradero y por loque respecta a esto último nos dejamos engañarpor esas comedias que vemos tantas veces yque nos crean un tipo de representación que nocasa con la marcha real del mundo. En el teatrovemos el matrimonio como la meta última deun deseo que se ha visto aplazado a lo largo devarios actos por un montón de obstáculos, y enel instante en que se alcanza esa meta, cae eltelón y una momentánea satisfacción sigue re-sonando en nosotros. En el mundo las cosas sonde otro modo: se sigue actuando por detrás deltelón y si lo volvieran a levantar no nos gusta-ría ver ni oír lo que allí ocurre.

-No será para tanto -dijo Carlota sonriendo-cuando se encuentra uno con personas que yahan pasado por ese teatro y a las que sin em-bargo no les importaría que les volviesen a darun papel en él.

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-No puedo objetar nada a eso -dijo el conde-. Es verdad que gusta volver a representar unnuevo papel, y cuando se conoce el mundo seve muy bien que lo único que tiene de malo elmatrimonio es esa decidida duración eterna enmedio de tantas cosas cambiantes en el mundo.Uno de mis amigos, cuyo buen humor se solíaexpresar bajo la forma de nuevas propuestas deley, afirmaba que los matrimonios debían ce-rrarse únicamente para una duración de cincoaños. Según él, ésta era una hermosa cifra im-par, una cifra sagrada, y ese espacio de tiempoera el justo para llegar a conocerse bien, traer almundo un par de hijos, enfadarse y, lo máshermoso de todo, volverse a reconciliar. Solíaexclamar: «¡Qué felices transcurrirían los pri-meros tiempos!». Por lo menos dos o tres añosse irían dichosamente sin sentir. Después, segu-ramente una de las dos partes tendría empeñoen que durase más tiempo la relación y por lotanto aumentaría su amabilidad a medida quese fuera aproximando el momento de expirar el

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plazo. La parte indiferente o incluso des-contenta no podría menos de sentirse aplacaday conmovida por un trato tan excelente. Y delmismo modo que cuando se está en buena com-pañía las horas transcurren sin sentir, olvi-darían que el tiempo pasa y se sentirían sor-prendidos de la manera más agradable cuandouna vez pasado el plazo final se dieran cuentade que lo habían prorrogado tácitamente.

Por muy ingenioso y divertido que sonaratodo esto y por mucho que, como Carlota bienpercibía, se le pudiera dar a esa broma una pro-funda interpretación moral, no le agradabannada ese tipo de comentarios, sobre todo pen-sando en Otilia. Sabía muy bien que no haynada más peligroso que una charla demasiadolibre que trata un comportamiento censurable osemicensurable como algo corriente, normal yhasta digno de alabanza, y no cabía duda deque así sucedía con todo lo que tocaba a la ins-titución del matrimonio. Siguiendo su viejatáctica trató de desviar la conversación y como

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no lo logró, lamentó que Otilia lo hubiera orga-nizado todo tan bien como para no necesitarabandonar la mesa en ningún momento. Lamuchacha, que atendía en silencio, se entendíapor señas con el mayordomo, de modo quetodo salía a la perfección, a pesar de que habíaalgunos criados nuevos s que no sabían llevarcon soltura la librea.

De modo que, sin notar los intentos de Car-lota por cambiar de tema, el conde continuóhablando de lo mismo. A pesar de que no solíaponerse pesado en ninguna conversación, esetema le afectaba muy directamente y las dificul-tades que tenía para obtener la separación de suesposa le habían amargado contra todo lo quetenía que ver con una unión matrimonial, apesar de que eso era lo que deseaba ardiente-mente para él y la baronesa.

-Aquel amigo -continuó-, tenía otro proyec-to de ley: un matrimonio sólo debía ser consi-derado indisoluble cuando ya sea las dos parteso por lo menos una de ellas se hubieran casado

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tres veces. Porque personas así estarían recono-ciendo de modo indiscutible que consideran elmatrimonio como algo imprescindible. Ade-más, a esas alturas ya se sabría cómo se habíancomportado en sus anteriores uniones y si tení-an algunas de esas peculiaridades que a vecespropician más la separación que las malas cua-lidades. Así que habría que informarse mutua-mente y habría que prestar la misma atención acasados que a solteros, porque nunca se puedesaber cómo van a ir las cosas.

-No cabe duda de que eso haría aumentar elinterés de la sociedad -dijo Eduardo-; porque laverdad es que ahora, cuando estamos casados,ya nadie sigue preguntando por nuestras vir-tudes o nuestros defectos.

-Con semejante organización -interrumpióla baronesa sonriendo-, nuestros queridos anfi-triones ya habrían superado felizmente dosescalones y podrían prepararse para el tercero.

-Ellos han tenido suerte -dijo el conde-; aquíla muerte ha hecho voluntariamente lo que los

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tribunales sólo suelen hacer de mala gana.-Dejemos a los muertos en paz -dijo Carlota

con mirada seria.-¿Por qué -replicó el conde-, si podemos re-

cordarlos con honor? Fueron lo suficientementemodestos como para conformarse con unospocos años a cambio de las muchas cosas bue-nas que dejaron tras de sí.

-¡Si no fuera -dijo la baronesa conteniendoun suspiro porque en esos casos hay que sacri-ficar los mejores años!

-¡Es verdad! -exclamó el conde-, y habríamotivos para desesperarse si no fuera porqueen el mundo muy pocas cosas acaban teniendoel resultado esperado. Los niños no cumplen loque prometen, los jóvenes muy raras veces, ycuando mantienen su palabra, es el mundo elque no se la mantiene a ellos.

Carlota, contenta de ver que se desviaba laconversación, añadió alegremente:

-¡Pues entonces tenemos que acostumbrar-nos sin más dilación a disfrutar de las cosas

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buenas solamente en partes y por fragmentos!-Cierto -repuso el conde-. Ustedes ya disfru-

taron de tiempos muy hermosos. ¡Cuandovuelvo a rememorar aquellos años en que ustedy Eduardo eran la pareja más bella de la corte!Ahora ya no se habla de tiempos tan brillantesni de personalidades tan magníficas. Cuandobailaban juntos, todos los ojos estaban posadossobre ustedes y ¡cómo trataban de rodearles ysolicitarles mientras que ustedes dos sólo semiraban el uno en el otro!

-Como las cosas han cambiado tanto -dijoCarlota-, bien podemos escuchar humildemen-te todas estas cosas tan hermosas.

-A Eduardo le reproché muchas veces en si-lencio -dijo el conde- que no fuera más obstina-do; porque al final sus padres hubieran acaba-do por ceder, y ganar diez años no es una baga-tela.

-Tengo que salir en su defensa -interrumpióla baronesa-. Carlota tampoco estaba libre detoda culpa, tampoco se privaba de alguna co-

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quetería, y aunque amaba a Eduardo de todocorazón, yo misma fui testigo de cómo a vecesle hacía padecer, de modo que pudieron ani-marle fácilmente a tomar la desdichada resolu-ción de marcharse de viaje, de alejarse y des-acostumbrarse de ella.

Eduardo hizo un gesto de asentimientohacia la baronesa mostrándose agradecido deque hubiera hablado en su favor.

-Y también tengo que añadir algo en des-cargo de Carlota -continuó-; el hombre que lasolicitaba por aquel entonces ya se había dis-tinguido hacía tiempo por su inclinación haciaella y, cuando se le conocía de cerca, era muchomás estimable de lo que a vosotros os suelegustar admitir.

-Querida amiga -replicó el conde con algu-na viveza-; reconozcamos que aquel hombre austed no le era del todo indiferente y que Car-lota tenía que guardarse de usted más que deninguna otra. Me parece un bonito rasgo porparte de las mujeres que sigan manteniendo su

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inclinación por algún hombre tanto tiempo sinimportarles ni la separación ni ninguna otracosa.

-Esa buena cualidad la tienen los hombrestal vez en mayor medida -repuso la baronesa-;por lo menos yo ya he notado en usted, queridoconde, que ninguna persona tiene más podersobre usted como alguna mujer por la que hayasentido algo en otros tiempos. Y he podidocomprobar que se esforzaba usted más en con-seguir algo para una de esas mujeres, cuandoellas habían solicitado su ayuda, de lo que talvez hubiera podido obtener su amiga del mo-mento.

-Tendré que aceptar este reproche -repusoel conde-; pero por lo que respecta al primermarido de Carlota, la verdad es que yo no lopodía soportar porque me deshizo esta hermo-sa pareja, una pareja de veras predestinada yque una vez unida no tenía que temer los cincoaños ni tenía que esperar a una segunda o ter-cera unión.

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-Trataremos de recuperar el tiempo perdido-dijo Carlota.

-Entonces manténganse firmes -dijo el con-de-. Sus primeros matrimonios -continuó conmucha energía- eran verdaderamente matri-monios de la peor especie, y desafor-tunadamente, los matrimonios en general, sime permiten una expresión un poco fuerte, sonsiempre algo lamentable: echan a perder lasrelaciones más tiernas y eso por culpa de laplúmbea seguridad con que se arma por lo me-nos una de las dos partes. Todo se entiende yapor sí mismo y da la impresión de que uno sólose ha unido para que todo siga ya inde-finidamente el mismo camino.

En aquel instante, Carlota, que quería cortaraquella conversación de una vez por todas, dioun brusco cambio, y esta vez su expedientetuvo éxito. La charla se hizo más general y losdos esposos y el capitán pudieron intervenir enella; incluso le dieron ocasión de expresarse aOtilia, de manera que todo el mundo saboreó

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los postres del mejor humor, deleitándose par-ticularmente con la riqueza de frutas presenta-das en preciosas cestas decoradas y la gran can-tidad de flores de varios colores repartidas gra-ciosamente en diversos jarrones.

También salieron a colación los nuevosarreglos del parque, que decidieron visitar na-da más abandonar la mesa. Otilia se retiró conla excusa de sus quehaceres domésticos, peroen realidad se volvió a poner a la copia del con-trato. El capitán se ocupó de darle conversaciónal conde y más tarde fue Carlota la que se unióa ellos. Una vez en la cima, aprovechando queel capitán fue tan amable de volver a bajar abuscar el plano, el conde le dijo a Carlota:

-Este hombre me gusta extraordinariamen-te. Está muy bien informado y piensa con lógi-ca. Su actividad también parece seria y conse-cuente. Lo que ha hecho aquí habría sido tenidoen mucha estima en círculos más elevados.

Carlota escuchó la alabanza del capitán coníntima complacencia. Pero supo contenerse y se

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limitó a confirmar lo ya dicho con calma y cla-ridad. Pero su sorpresa fue mayúscula cuandoel conde prosiguió:

-He conocido a este hombre en el momentooportuno. Sé de un puesto idóneo para él yrecomendándole no sólo podré hacer su dicha,sino también ganarme un excelente amigo parasiempre.

Fue como un rayo que hubiera caído a lospies de Carlota. El conde no notó nada, porquelas mujeres, acostumbradas a controlarse, sabenmantener en las circunstancias más extraordi-narias una apariencia de normalidad. Sin em-bargo ya no era capaz de oír lo que seguía di-ciendo el conde:

-Cuando estoy convencido de algo, lo hagorápidamente. Ya he redactado la carta en micabeza y estoy ansioso de escribirla. Consígameun mensajero a caballo para que esta mismanoche pueda enviar mi misiva.

Carlota estaba íntimamente destrozada.Sorprendida por esos proyectos tanto como por

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su propia reacción, era incapaz de proferir pa-labra. Afortunadamente el conde siguióhablando de los planes que tenía para el capi-tán, cuyas ventajas eran también muy evidentespara Carlota, y por fin regresó el capitán y des-plegó su rollo ante el conde. ¡Con qué ojos tandistintos veía ella ahora al amigo que iba a per-der! Tras una ligera inclinación se dio la vueltay se apresuró a bajar hasta la cabaña de musgo.A medio camino ya se le iban saltando las lá-grimas y cuando llegó, se tiró en aquella mi-núscula habitación de ermitaño y se abandonóa un dolor, una pasión, una desesperación decuya posibilidad unos instantes antes ni siquie-ra había albergado la más mínima sospecha.

Por el otro lado, Eduardo había ido con labaronesa hacia las lagunas. La astuta mujer, a laque le gustaba estar al tanto de todo, se diocuenta de inmediato en una conversación desondeo de que Eduardo se extendía mucho enalabar a Otilia y supo irlo sonsacando de modonatural, hasta que al final no le quedó ninguna

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duda de que se encontraba ante una pasión queni siquiera estaba en curso, sino que ya habíallegado a su plenitud.

Aunque no se quieran, las mujeres casadasforman entre sí una alianza tácita, sobre todocontra las muchachas jóvenes. Con su experien-cia del mundo, la baronesa inmediatamente sedio cuenta de las consecuencias de un amorsemejante. A esto se añadía que ya por la ma-ñana había hablado con Carlota de la muchachay, teniendo en cuenta su carácter reservado,había desaprobado que viviera en el campo yhabía propuesto llevar a Otilia a la ciudad acasa de una amiga que se preocupaba muchode la educación de su hija y no deseaba otracosa más que encontrar una buena compañerapara ella, que sería considerada como una se-gunda hija y gozaría de las mismas ventajas.Carlota se había tomado un tiempo para pen-sarlo.

Ahora, al ver el alma de Eduardo al descu-bierto, la baronesa convirtió lo que sólo era un

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proyecto en una firme determinación, y cuantomás se afirmaba en ella, tanto más halagabaexternamente los deseos de Eduardo. Pues nohabía nadie que supiera dominarse mejor queesta mujer y la capacidad de control en los ca-sos extraordinarios nos acostumbra a simularhasta en los casos más ordinarios y, puesto quesomos capaces de ejercer tanta violencia sobrenosotros mismos, también nos inclina a quererdominar a los otros, a fin de que la balanzaquede equilibrada entre lo que ganamos exter-namente y lo que nos falta internamente.

A este modo de ser suele ir unida una secre-ta alegría por el daño que sufren los demás porculpa de su ceguera y de la inconsciencia conque caen en la trampa. No nos alegramos sólodel éxito actual, sino que simultáneamente yanos alegramos pensando en la vergüenza quehabrá de sorprenderles en el futuro. Y, por eso,la baronesa tenía suficiente malicia como parainvitar a Eduardo a venir con Carlota a suspropiedades en la época de la vendimia y para

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contestar a la pregunta de Eduardo de si Otiliapodía acompañarles de una manera suficien-temente ambigua como para que él la pudierainterpretar a su favor.

Eduardo ya hablaba con fervor de la bellezadel lugar, del magnífico río, las colinas, las ro-cas y los viñedos, los viejos castillos, los paseosen barco, la alegría de la vendimia y el pisadode la uva y otro montón de cosas, y en su ino-cencia, expresaba en voz alta su dicha anticipa-da pensando en la impresión que esas escenaspodrían causar sobre el espíritu juvenil de Oti-lia. En aquel mismo instante vieron a Otilia quese acercaba hacia ellos y la baronesa le dijo rá-pidamente a Eduardo que por favor no le dijeranada de ese proyecto de viaje para el otoño,porque por lo general las cosas de las que nosalegramos con mucha antelación nunca ocu-rren. Eduardo se lo prometió, pero la obligó aacelerar el paso para llegar antes junto a Otiliay finalmente incluso se adelantó varios pasosen dirección a aquella muchacha querida, Una

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íntima alegría invadía todo su ser. Le besó lamano, en la que le puso un ramo de flores sil-vestres que había cogido por el camino. Al veresto, la baronesa casi se sintió herida en su fue-ro interno. Porque aunque, desde luego, nopodía aprobar lo que esa inclinación tenía deculpable, mucho menos podía tolerar que aque-lla insignificante muchachita inexperta disfru-tara de lo que tenía de amable y agradable.

Cuando se reunieron para cenar, un am-biente completamente distinto reinaba en elgrupo. El conde, que ya había escrito y despa-chado al mensajero antes de sentarse a la mesa,charlaba con el capitán, al que había colocadoaquella noche a su lado para poder seguir ana-lizándolo con calma y prudencia. Por eso, labaronesa, que estaba sentada a la derecha delconde tenía poca ocasión de conversar, y menoscon Eduardo que al principio por sed y luegopor excitación no escatimaba el vino y charlabamuy animadamente con Otilia, a la que habíasentado a su lado, del mismo modo que Carlo-

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ta, situada enfrente y al lado del capitán, sentíaque le resultaba muy difícil, casi imposible,ocultar la agitación de su corazón.

La baronesa tuvo tiempo suficiente para ob-servar a los demás. Se dio cuenta del malestarde Carlota, y como no podía dejar de pensar enla relación de Eduardo con Otilia, se convenciófácilmente de que también Carlota estaba medi-tabunda y disgustada por culpa de la conductade su marido, y meditó cuál sería la mejor ma-nera de alcanzar cuanto antes su objetivo.

Después de cenar se volvió a dividir el gru-po. El conde, que quería explorar el fondo delcapitán, tuvo que recurrir a un montón de ex-pedientes para saber qué deseaba ese hombrenada vanidoso y, en cualquier caso, lacónico.Caminaban por la sala de un lado para el otromientras Eduardo, excitado por el vino y laesperanza, bromeaba con Otilia en una venta-na, y Carlota y la baronesa caminaban juntas,pero calladas, por el otro lado de la sala. Susilencio y sus paradas ociosas acabaron por

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paralizar al resto del grupo. Las mujeres se reti-raron a su ala, los hombres a la suya y parecióque el día había concluido.

Capítulo 11

Eduardo acompañó al conde a su habita-ción y se dejó seducir fácilmente por su charlapara quedarse un rato más con él. El conde seperdía en recuerdos de tiempos pasados, re-memoraba con vivacidad la belleza de Carlota,que como buen conocedor describía con muchofuego:

-Un bonito pie es un gran don de la natura-leza. Es un encanto indestructible. La he obser-vado hoy mientras caminaba y todavía le gus-taría a uno besar su zapato o repetir ese home-naje un poco bárbaro, pero profundamente sen-tido de los sármatas, quienes cuando quierenbrindar a la salud de alguien muy amado yestimado no saben nada mejor que beber de suzapato.

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La punta del pie no fue el único objeto dealabanza de los dos amigos, que tenían muchaconfianza. Después pasaron de la persona aantiguas anécdotas y aventuras y volvieron arecordar los obstáculos que habían tenido quesuperar antiguamente los dos enamorados, lostrabajos que habían pasado, los trucos quehabían tenido que inventar para poderse decirque se amaban.

-¿Te acuerdas -prosiguió el conde- de lasaventuras que te ayudé a superar por puraamistad y de modo desinteresado cuando nues-tros príncipes visitaron a su tío y se reunieronen aquel enorme castillo? El día había pasadoentre grandes pompas y trajes de gala y unaparte de la noche debía transcurrir en libreconversación amorosa.

-Usted se había fijado muy bien en el cami-no que llevaba a las habitaciones de las damasde la corte -dijo Eduardo-, y pudimos llegarfelizmente hasta mi amada.

-La cual -prosiguió el conde- había pensado

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más en las conveniencias que en mi satisfaccióny había mandado que se quedara con ella unadama de honor feísima, de modo que mientrasque ustedes se entretenían de la mejor maneracon miradas y palabras, a mi me tocó una partebien desagradable.

-Todavía ayer -replicó Eduardo-, cuandoustedes se anunciaron, me acordaba con mimujer de esta historia, sobre todo del camino deregreso. Nos equivocamos de camino y llega-mos ala antesala de los guardias. Como desdeallí sabíamos volver muy bien, pensamos quepodríamos pasar sin problemas por ese puestoy por los restantes. ¡Pero qué sorpresa nos lle-vamos cuando abrimos la puerta! El camino es-taba bloqueado con colchones sobre los quedormían aquellos gigantes bien extendidos envarias filas. El único que estaba despierto en elpuesto nos miró con asombro, pero nosotros,llenos de humor juvenil y de audacia fuimostrepando tranquilamente por encima de aque-llas botas sin despertar ni a uno de aquellos

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roncadores hijos de Enac.-Yo tenía ganas de tropezar -dijo el conde-

para hacer ruido, porque hubiéramos asistido auna resurrección digna de verse.

En aquel instante la campana del castillodio las doce.

-Ya es medianoche en punto -dijo el condesonriendo-, y justo el momento adecuado. Miquerido barón, tengo que pedirle que me hagaun favor: guíeme usted hoy, igual que yo leguié entonces. Le he prometido a la baronesaque la visitaría hoy sin falta. No hemos podidohablar a solas en todo el día, hace mucho tiem-po que no nos hemos visto y no hay nada másnatural sino que estemos deseando unas horasde intimidad. Muéstreme el camino de ida, elde vuelta espero encontrarlo, y en cualquiercaso no tendré que evitar tropezar con ningunabota.

-Tendré mucho gusto en darle esa muestrade hospitalidad -repuso Eduardo-, lo que pasaes que las tres señoras quedaron juntas en el

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otro ala y quién sabe si no estarán todavía re-unidas o qué líos y qué extrañeza podemosprovocar si aparecemos.

-No tenga cuidado -dijo el conde La barone-sa me espera. Estoy seguro de que a esta horaestá sola en su habitación.

-Por cierto que la cosa es fácil -respondióEduardo, y tomando una luz pasó por delantealumbrando al conde y le condujo por unasescaleras secretas que desembocaban en unlargo pasillo. Al llegar al final del mismo,Eduardo abrió una puertecita. Subieron poruna escalera de caracol; arriba, en un estrechodescansillo, a la vez que le entregaba la lámpa-ra, Eduardo le señaló al conde una puerta tapi-zada a la derecha que se abrió al primer inten-to, dejando que entrara el conde y abandonan-do fuera a Eduardo en la oscuridad.

Otra puerta a la izquierda conducía al dor-mitorio de Carlota. Eduardo oyó hablar y escu-chó. Carlota le decía a su doncella:

-¿Ya está Otilia acostada?

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-No -contestó la otra-, todavía está sentadaabajo escribiendo.

-Entonces enciende la lamparilla de noche yvete -dijo Carlota-. Es muy tarde. Yo mismaapagaré la vela y me acostaré sin ayuda.

Eduardo escuchó encantado que Otilia to-davía estaba escribiendo. «Trabaja para mí»,pensaba orgulloso. Reconcentrado en sí mismopor causa de la oscuridad, la veía sentada es-cribiendo. Creía que se acercaba a ella y que laveía cómo se volvía a mirarle. Sintió un deseoirrefrenable de volver a estar cerca de ella, perodesde allí no había modo de llegar al entresueloen el que ella vivía. Por contra, se encontrabajustamente delante de la puerta de su mujer yentonces una extraña metamorfosis se produjoen su alma; trató de abrir la puerta y la encon-tró cerrada, llamó suavemente, pero Carlota nole oyó.

Caminaba agitada de un lado a otro de lasala contigua, que era más grande. Se repetíauna y otra vez lo que ya se había dicho mil ve-

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ces desde que había oído la inesperada pro-puesta del conde. Le parecía ver al capitán de-lante de ella. Todavía llenaba la casa, todavía ledaba vida a los paseos y ¡tenía que irse, todoaquello iba a quedar vacío! Se decía todo lo queuno se puede decir en estos casos, incluso seanticipaba ya, como se suele hacer, el triste con-suelo de que también ese dolor se aplaca con eltiempo. Maldecía el tiempo que hacía falta paraaplacarlo, maldecía el tiempo mortal en que eldolor ya estuviese aplacado.

Entonces el recurso a las lágrimas le resultótanto más bienvenido por cuanto no era fre-cuente en ella. Se tiró en el sofá y se abandonócompletamente a su dolor. Mientras tanto,Eduardo no se resolvía a apartarse de la puerta.Volvió a llamar, y nuevamente por tercera vezde manera algo más fuerte, de modo que Carlo-ta pudo oírlo con claridad en el silencio de lanoche y se levantó asustada. Su primer pensa-miento fue que podía, que tenía que ser el capi-tán; el segundo, que eso era imposible. Pensó

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que se había engañado, pero lo cierto es que lohabía oído; deseaba y temía haber oído. Se diri-gió al dormitorio y se acercó silenciosamente ala puerta cerrada. Se avergonzó de sus temores.«¡Qué fácil esquela condesa pueda necesitaralgo!», se dijo a sí misma y gritó con voz tran-quila y firme:

-¿Hay alguien ahí?Una voz tenue le contestó:-Soy yo.-¿Quién? -repuso Carlota que no podía dis-

tinguir la voz y que veía delante de la puerta lafigura del capitán. Un poco más alto oyó decir:

-¡Yo, Eduardo! -Abrió y se encontró a su es-poso ante ella. Él la saludó con una broma yella consiguió seguir en ese tono. Él enredó elmotivo de su enigmática visita en un montónde explicaciones igual de enigmáticas-. Y ahorate voy a confesar -dijo por fin- el auténtico mo-tivo de mi visita. He hecho la promesa de besartu zapato esta misma noche.

-Hace mucho que no se te ocurría -dijo Car-

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lota.-Tanto peor -repuso Eduardo-, y tanto me-

jor.Ella se había sentado en una butaca para

sustraer su ligera indumentaria nocturna a susmiradas. Él se arrojó a sus pies y ella no pudoevitar que besara su zapato y que, al quedárseleéste en la mano, tomara su pie y lo oprimieratiernamente contra su pecho.

Carlota era una de esas mujeres que, mode-radas por naturaleza, conservan en el matrimo-nio, sin necesidad de proponérselo ni de esfor-zarse, el modo de comportarse de una enamo-rada. Nunca provocaba a su marido y apenas sisalía al encuentro de sus deseos; pero sin mos-trar frialdad ni rechazo seguía pareciendo unanovia enamorada que todavía siente algo deíntimo pudor incluso ante lo permitido. Y así laencontró Eduardo aquella noche con doble mo-tivo. Deseaba ardientemente que su marido sefuera, porque la figura etérea del amigo parecíahacerle reproches, pero era justamente eso que

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debería haber hecho marchar a Eduardo lo quele atraía más y más. Se notaba en ella ciertaagitación. Había llorado, y si las personas blan-das suelen perder gracia en esos casos, las quenormalmente son fuertes y se dominan gananinfinitamente en atractivo. Eduardo estaba tantierno, tan amable, tan apremiante; le rogó quele dejara pasar la noche con ella; sin exigir na-da, tan pronto en serio como en broma tratabade convencerla, sin reparar en que tenía susderechos y finalmente apagó la vela con gestotravieso.

En la penumbra de la lamparilla de noche elíntimo afecto y la fuerza de la imaginaciónafirmaban sus derechos sobre la realidad:Eduardo ya sólo tenía a Otilia en sus brazos,ante el alma de Carlota, ora lejos, ora muy cer-ca, flotaba la forma del capitán, y así, de estemodo extraño, se entretejían lo ausente y lopresente en excitante voluptuosidad.

Pero el presente no se deja robar sus enor-mes derechos. Pasaron una parte de la noche

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entre charlas y bromas que eran tanto más li-bres por cuanto, por desgracia, no tomaba parteen ellas el corazón. Pero cuando Eduardo des-pertó por la mañana tendido sobre el pecho desu mujer, le pareció que el día brillaba con ex-traños presagios y que el sol estaba alumbran-do un crimen; se deslizó calladamente fuera dellecho y cuando ella despertó se encontró, no sinsorpresa, completamente sola.

Capítulo 12

Cuando se volvió a reunir el grupo paradesayunar, un observador atento hubiera podi-do deducir del comportamiento de cada uno lasdiferencias en sus estados de ánimo y senti-mientos. El conde y la baronesa se volvieron aencontrar con la alegría propia de un par deamantes que después de haber sufrido una se-paración han tenido la oportunidad de volversea demostrar su recíproco afecto, mientras queCarlota y Eduardo recibieron a Otilia y el capi-

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tán casi con vergüenza y remordimientos. Por-que así es el amor, que se cree que sólo él tienederechos y consigue borrar todos los demásderechos. Otilia estaba contenta como una niña,y teniendo en cuenta su modo de ser, hasta sepodía decir que se mostraba abierta. El capitánparecía serio; la conversación con el condehabía vuelto a remover en su interior lo quedurante un tiempo había estado acallado yadormecido, y le había hecho sentir muy a lasclaras que allí no podía cumplir su destino yque en realidad estaba dejando pasar el tiempoen una especie de letargo semiocioso. Apenasse habían alejado los dos huéspedes cuandoentró una nueva visita, bienvenida para Carlotaque deseaba salir de sí misma y distraerse, peroinoportuna para Eduardo que sentía redobladosu deseo de ocuparse de Otilia, e indeseadatambién para Otilia, que todavía no había ter-minado la copia que hacía falta para el día si-guiente muy temprano. Y, por eso, en cuanto semarcharon a hora tardía los forasteros, se apre-

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suró a encerrarse en su cuarto.Había atardecido. Eduardo, Carlota y el ca-

pitán, que habían acompañado a pie duranteun trecho a las visitas antes de que se acomoda-ran en el coche, decidieron continuar el paseohasta las lagunas. Había llegado una barca, queEduardo había hecho venir de lejos con un gas-to considerable. Querían comprobar si era lige-ra y fácil de manejar.

Se encontraba atada a orillas de la lagunacentral, no lejos de unos viejos robles, con losque ya habían contado para un futuro arreglo.Querían preparar un embarcadero y construirun pabellón de reposo bajo los árboles hacia elque debían dirigirse los que salieran a navegarpor el lago.

¿Dónde será el mejor sitio para desembar-car en la otra orilla? -preguntó Eduardo-. Casicreo que junto a mis plátanos.

-Están demasiado a la derecha -dijo el capi-tán-. Desembarcando algo más abajo se estámás cerca del castillo, pero de todos modos hay

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que pensarlo.El capitán se encontraba ya en la parte tras-

era de la barca con un remo en la mano. Carlotasaltó dentro, Eduardo también y agarró el otroremo; pero cuando estaba a punto de empujarla barca para alejarla de la orilla, se acordó deOtilia y pensó que ese paseo le retrasaría y sabeDios cuándo podría regresar. Tomó rápidamen-te una decisión, volvió a saltar a tierra, le dio suremo al capitán y se apresuró a marchar a casatras una breve disculpa.

Allí se enteró de que Otilia se había ence-rrado a escribir. A pesar de la agradable sensa-ción de saber que estaba haciendo algo para él,también sintió una gran contrariedad por nopoder verla. Su impaciencia crecía a cada mo-mento. Caminaba de un lado a otro del gransalón, intentaba mil cosas y no había nada queconsiguiera distraer su atención. Quería verla,verla a ella sola, antes de que Carlota y el capi-tán regresaran. Ya era de noche y encendieronlas velas.

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Por fin entró en la sala, radiante de afectuo-sa amabilidad. El sentimiento de haber hechoalgo por el amigo la había hecho alzarse porencima de sí misma. Depositó el original y lacopia de Eduardo sobre la mesa.

-¿Las cotejamos? -preguntó sonriendo.Eduardo no supo qué responder. La miró ycontempló la copia. Las primeras páginas habí-an sido escritas con el mayor cuidado por unamano tierna y femenina, después parecía quelos rasgos cambiaban y se volvían cada vez mássueltos y libres, ¡pero cuál no sería su sorpresacuando recorrió con sus ojos las últimas pági-nas!

-¡Por el amor de Dios! -gritó-, ¿qué es esto?¡Es mi letra! -Miró a Otilia y volvió a mirar laspáginas; sobre todo el final era exactamenteigual que si lo hubiera escrito él mismo. Otiliacallaba pero lo miraba con los ojos embargadosde alegría. Eduardo levantó los brazos-: ¡Meamas! -exclamó-, ¡Otilia, tú me amas! -y se fun-dieron en un abrazo. Nadie hubiera podido

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decir quién de los dos había sido el primero enabrazar al otro.

A partir de aquel instante el mundo quedótransformado para Eduardo, él ya no era elmismo de antes, el mundo ya no era el mismo.Estaban los dos frente a frente. Él sostenía lasmanos de ella y se miraban a los ojos a puntode volver a abrazarse.

Entró Carlota con el capitán. Eduardo son-rió en secreto ante sus disculpas por haberseretrasado tanto. «¡Oh, si supierais qué prontovenís!», pensó para sus adentros.

Se sentaron a cenar. Hablaron de las perso-nas que habían venido a visitarles aquel día.Eduardo, embargado por sentimientos bonda-dosos, habló bien de todos ellos, siempre dis-culpando, a menudo aprobando. Carlota, queno compartía en absoluto su opinión, se diocuenta de su peculiar estado de ánimo y bro-meó con él extrañándose de que él, que solíatener una lengua muy severa contra aquellaspersonas, estuviera aquel día tan suave y con-

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descendiente.Eduardo replicó con fuego y con una íntima

convicción:-¡Basta amar a un ser desde el fondo del co-

razón para que el resto también te parezca dig-no de afecto. -Otilia bajó los ojos y Carlota des-vió la mirada.

El capitán tomó la palabra y dijo:-Lo mismo ocurre con los sentimientos de

respeto y estima. Uno sólo reconoce lo que hayde estimable en el mundo cuando encuentraocasión de aplicar ese sentimiento a un objetoconcreto.

Carlota procuró regresar pronto a su habi-tación para abandonarse al recuerdo de lo quehabía ocurrido aquella noche entre ella y elcapitán.

Cuando Eduardo saltó fuera de la barca, de-jando a su esposa y a su amigo a merced deloscilante elemento, Carlota vio al hombre por elque ya había sufrido tanto sentado frente a ellaen la penumbra y conduciendo la barca a su li-

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bre capricho con ayuda de los dos remos. Sesintió invadida por una profunda tristeza, rarasveces sentida. Los círculos que describía la bar-ca, el chapoteo de los remos, la brisa que acari-ciaba el espejo del agua, el susurro de los jun-cos, el último vuelo de los pájaros, el guiñointermitente de las primeras estrellas: todo esotenía algo espectral en medio de aquel silenciouniversal. Le parecía que el amigo la llevabamuy lejos para abandonarla en algún sitio ydejarla sola. Una extraña agitación conmovíatodo su ser, pero no podía llorar.

Mientras tanto, el capitán le describía cómodebían hacerse las nuevas instalaciones segúnsu opinión. Alababa las excelentes cualidadesde la barca, que se dejaba manejar fácilmentecon dos remos y la ayuda de una sola persona.Le decía que también ella tenía que aprender ahacerlo, pues ya vería qué sensación tan agra-dable producía poder deslizarse de cuando encuando uno solo por las aguas y poder ser supropio capitán y timonel.

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Al Oír estas palabras el recuerdo de la sepa-ración volvió a caer como un peso sobre el co-razón de la amiga. «¿Lo dirá con intención?»,pensaba para sí. «¿Acaso ya lo sabe? ¿Lo su-pone? ¿O lo dice por pura casualidad y de esemodo me pronostica inconscientemente cuálserá mi futuro destino?» Le invadió una terriblemelancolía, una gran impaciencia; le rogó quela llevara a tierra lo antes posible y que regresa-ra con ella al castillo.

Era la primera vez que el capitán navegabapor aquellas lagunas y aunque había investiga-do su profundidad en líneas generales, algunoslugares concretos le eran desconocidos. Empe-zaba a caer la noche; dirigió la barca hacia unlugar que le pareció cómodo para desembarcary que no estaba lejos del sendero que llevaba alcastillo. Pero también perdió esa orientacióncuando Carlota le repitió, con una suerte deangustia, su ruego de llevarla cuanto antes atierra. Volvió a aproximarse a la orilla con re-novados esfuerzos, pero desgraciadamente

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sintió que algo se lo impedía cuando todavíaestaba a cierta distancia. Había encallado y susesfuerzos para liberarse eran inútiles. ¿Quéhacer? No le quedó otro remedio más que saltaral agua, que no cubría demasiado, y transportara su amiga hasta la orilla. Consiguió acercarse atierra felizmente, pues era lo suficientementefuerte como para no titubear ni hacerle pasarningún temor; sin embargo ella se abrazabamiedosamente a su cuello con sus brazos. Lasostuvo con firmeza y la apretó contra sí. No lasoltó hasta llegar a un talud de hierba en dondela depositó, no sin sentir una mezcla de confu-sión y emoción. Ella todavía se aferraba a sucuello; entonces la volvió a envolver con susbrazos y puso un beso ardiente en sus labios;pero en el mismo instante cayó a sus pies yapretando sus labios contra su mano, exclamó:

-Carlota, ¿me perdonará usted?El beso que se había atrevido a darle el

amigo, que ella casi le había devuelto, hizo vol-ver en sí a Carlota. Apretó su mano, pero no lo

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levantó del suelo, sino que inclinándose haciaél y poniendo una mano sobre sus hombros ledijo:

-No podremos evitar que este instante hagaépoca en nuestras vidas; pero que esa épocaesté a nuestra altura sí depende de nosotros.Debe usted partir, querido amigo, y partirá. Elconde se está encargando de mejorar su situa-ción futura; eso me alegra y me duele. Queríacallarlo hasta que fuera seguro, pero la ocasiónme obliga a descubrirle este secreto. Sólo podréperdonarle y perdonarme a mí misma si tene-mos el valor de cambiar nuestra situación, yaque no podemos cambiar nuestros sentimien-tos. -Lo alzó del suelo y tomó su brazo paraapoyarse en él, y así regresaron en silencio has-ta el castillo.

Ahora estaba en su dormitorio, donde teníaque considerarse y que sentirse como esposa deEduardo. En medio de estas contradiccionesvino en su ayuda su carácter, fortalecido y ex-perimentado por las muchas cosas de la vida.

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Acostumbrada a tener siempre mucha concien-cia de sí misma y a saber dominarse, tampocoahora le fue difícil volver a recuperar el desea-do equilibrio por medio de una seria reflexión;hasta tenía que reírse de sí misma pensando enla extraña visita de la noche anterior. Pero muypronto le invadió un extraño presentimiento,un temblor temeroso y alegre, que se diluyóotra vez en deseos piadosos y esperanzas.Conmovida, se arrodilló y volvió a repetir lapromesa que le hiciera a Eduardo ante el altar.Amistad, amor, renuncia, desfilaron ante ellaen imágenes serenas. Se sentía íntimamenterestablecida. Muy pronto le invadió una dulcefatiga y se durmió apaciblemente.

Capítulo 13

Eduardo, por su parte, se encontraba en unestado de ánimo completamente diferente.Dormir era impensable, de modo que ni siquie-ra se le ocurrió desvestirse. Besaba una y mil

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veces la copia del documento, sobre todo elprincipio escrito con la mano infantil y temblo-rosa de Otilia; el final apenas se atrevía a besar-lo, porque le parecía estar viendo su propiaescritura. «¡Oh, si fuera otro tipo de documen-to!», pensaba para sí en silencio. Y, sin embar-go, al mismo tiempo podía gozar de la máshermosa de las seguridades, viendo satisfechosu mayor deseo. ¡Podría conservarlo siempre! Y¿acaso no podría oprimirlo contra su corazónsiempre que quisiera, aunque estuviera profa-nado por la firma de una tercera persona?

La luna menguante se alza ahora sobre elbosque. La cálida noche incita a Eduardo a salirfuera; vaga desasosegado de un lado para otroy es el más inquieto y el más dichoso de todoslos mortales. Va errando por los jardines y leparecen demasiado estrechos. Se apresura asalir al campo y le parece demasiado vasto.Vuelve a sentir el deseo de regresar al castillo;se encuentra bajo las ventanas de Otilia. Sesienta allí en la escalera de una terraza. «Muros

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y cerrojos -se dice a sí mismo- nos separan aho-ra, pero nuestros corazones no están separados.Si estuviera delante de mí, caería en mis brazosy yo en los suyos, ¿y qué más necesito, fuera deesa certeza?» En torno suyo, todo estaba ensilencio. Ni una brisa se movía. El silencio eratan grande que hasta podía oír horadar bajo latierra a esos animales llenos de actividad queno distinguen entre el día y la noche. Aferradoa sus sueños de felicidad, finalmente se quedódormido y no volvió a despertar hasta que elsol volvió a brillar en todo su esplendor disi-pando las nieblas mañaneras.

Se encontró con que era la primera personadespierta de sus propiedades. Le pareció quelos trabajadores tardaban mucho. Por fin llega-ron; entonces le pareció que eran muy pocos ytambién que la tarea prescrita para aquel díaera escasa y no estaba a la medida de sus de-seos. Pidió que vinieran más obreros; le prome-tieron que así sería y se los mandaron en eltranscurso del día. Pero tampoco le parecieron

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bastantes para poder llevar a término sus pro-yectos de modo rápido. De pronto ya no le gus-ta crear, sino que todo tiene que estar ya acaba-do ¿y para quién? Los caminos deben ser alisa-dos para que Otilia pueda caminar por elloscon comodidad, los bancos tienen que estar yaen su sitio, para que Otilia pueda descansar enellos. También acelera todo lo que puede lostrabajos de la nueva casa: quiere inaugurarla eldía del cumpleaños de Otilia. Ya no hay medi-da alguna ni en sus actos ni en sus sentimien-tos. La conciencia de amar y ser amado le em-pujan al infinito. ¡Qué cambiadas ve ahora lashabitaciones, qué distintos los alrededores! Nose halla en ningún sitio, ni siquiera en su propiacasa. La presencia de Otilia hace que todo lodemás se borre. Se encuentra completamenteabsorbido por ella, ningún otro pensamiento leviene a las mientes, su conciencia ya no le dicenada. Todo lo que hasta ahora estaba reprimidoen su naturaleza, estalla, y todo su ser se preci-pita hacia Otilia.

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El capitán se da cuenta de ese ímpetu apa-sionado y trata de salir al paso de sus tristesconsecuencias. Todas esas obras que ahora seaceleran desmesuradamente por culpa de unimpulso ciego, las había planeado él con lasmiras puestas en una convivencia amable ytranquila. Él mismo se había ocupado de laventa de la granja y ya se había cobrado el pri-mer plazo, que Carlota había ingresado en lacaja, tal como se había convenido. Pero desde laprimera semana ella tiene que hacer gala, másque nunca, de toda su paciencia, seriedad ysentido del orden y no perder nada de vista,porque debido a la ejecución acelerada de lostrabajos muy pronto no le alcanzará el dineroprevisto.

En efecto, se habían empezado muchas co-sas y había mucho que hacer. ¡Cómo iba a dejara Carlota en esa situación! Hablaron de ello ydecidieron que era mejor acelerarlos trabajosellos mismos, pedir un préstamo cuando fueranllegando al final y utilizar para su devolución

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los plazos de la venta de la granja que aún nohubieran vencido. Cediendo los derechos eraposible hacerlo casi sin pérdidas y de ese modotendrían las manos más libres y podrían hacermás cosas a la vez, puesto que de todos modosya estaba todo en marcha simultáneamente ycontaban con suficientes obreros, y así, segura-mente, podrían alcanzar muy pronto el final.Eduardo se mostró de acuerdo, puesto que elplan se ajustaba a sus deseos.

Mientras tanto, en el fondo de su corazónCarlota sigue ateniéndose firmemente a la líneade actuación que ha pensado y se ha propuestoy su amigo se mantiene virilmente a su ladocon la misma intención. Pero precisamente porello su íntima confianza no hace sino acrecen-tarse. Se explican mutuamente sobre la pasiónde Eduardo y toman consejo. Carlota tiene aOtilia más tiempo a su lado, la observa más decerca, y cuanto más consciente es de sus pro-pios sentimientos tanto más profundamente escapaz de leer en el corazón de la muchacha. La

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única manera que ve de resolver la situación esalejar de allí a la niña.

Y ahora le parece una circunstancia dichosael hecho de que su hija Luciana haya recibidotantas alabanzas en el pensionado, porque sutía abuela, informada de ello, quiere acogerlade una vez por todas en su casa, tenerla a sulado e introducirla en sociedad. Otilia podríaregresar al pensionado y el capitán marcharsecon una buena situación, y todo volvería a estarcomo hacía unos meses e incluso mucho mejor.Carlota confiaba en poder restablecer con rela-tiva prontitud su relación con Eduardo y com-ponía todos aquellos arreglos en su mente detal modo que cada vez se reforzaba más su ilu-sión de que podrían volver a su antigua situa-ción, más estrecha y limitada, y de que lo quese había desatado de modo violento, se dejaríareducir de nuevo fácilmente.

Pero Eduardo se resentía de modo extraor-dinario de los obstáculos que le ponían en elcamino. Se daba perfecta cuenta de que trata-

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ban de separarlos a él y a Otilia, de que le poní-an dificultades para hablar con ella a solas oincluso para estar cerca de ella si no era en pre-sencia de terceros, y al sentirse disgustado poresta causa, se mostraba también irritado porotras muchas razones. Si podía hablar con Oti-lia algún momento pasajero, no era sólo paraasegurarle su amor, sino para quejarse delcomportamiento de su esposa y el capitán.Tampoco se daba cuenta de que con su conduc-ta excesiva estaba a punto de agotar la caja deldinero: reprochaba amargamente a Carlota y alcapitán de actuar en aquel asunto contra elprimer trato pactado y sin embargo no sólohabía aprobado el segundo trato, sino quehabía sido él quien lo había provocado y hastalo había hecho necesario.

Si el odio es parcial, el amor lo es muchomás. También Otilia se distanciaba hasta ciertopunto de Carlota y del capitán. Una vez queEduardo se quejaba a Otilia de este último, di-ciéndole que en esta circunstancia no se había

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comportado como un verdadero amigo ni habíasido del todo franco con él, ella replicó sin pen-sarlo:

-Ya me había desagradado anteriormenteque no le fuera siempre leal. Le escuché decirleuna vez a Carlota: «¡Si por lo menos Eduardonos ahorrase el tormento de su flauteo! Nuncaserá capaz de tocar bien y mientras tanto resul-ta cargante para sus oyentes!». Ya se puedeimaginar usted lo que me dolió aquello, a míque me gusta tanto acompañarle al piano.

Apenas había terminado de decir esto,cuando ya algo le susurraba en su interior quehubiera hecho mejor callándose. Pero ya eratarde. Eduardo cambió de cara. Nada le habíahumillado tanto nunca; le habían tocado en loque más apreciaba. Era consciente de sus aspi-raciones infantiles, que no albergaban mayorespretensiones. Y lo que a él le entretenía y ale-graba, debía ser respetado por sus amigos. Nose daba cuenta de lo horrible que resulta paraun tercero tener que soportar a un talento insu-

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ficiente que te hiere los oídos. Estaba ofendido,rabioso, incapaz de volver a perdonar. Se sentíadescargado de todas sus obligaciones.

La necesidad de estar cerca de Otilia, deverla, de musitarle algo al oído, de confiarle suscosas, aumentaba de día en día. Decidió escri-birle, pedirle que mantuviera con él una co-rrespondencia secreta. El trocito de papel don-de le explicaba esto de modo lacónico yacíasobre el escritorio y la corriente de aire lo tiró alsuelo cuando entró el ayuda de cámara a rizarleel cabello. Normalmente, para probar el calordel hierro, el criado se agachaba para buscaralgún trozo de papel por el suelo; esta vez co-gió su nota, la pinzó a toda prisa y rápidamentese consumió. Al darse cuenta, Eduardo learrancó la nota de las manos. Poco después sevolvió a sentar para escribirla de nuevo. Peroesta segunda vez no le salía con tanta facilidadde la pluma. Sentía algún reparo y alguna pre-ocupación, que sin embargo consiguió superar.Y le introdujo a Otilia la nota en la mano en

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cuanto tuvo la primera oportunidad de acercar-se a ella.

Otilia no tardó en responder. Él se guardósu respuesta en el chaleco sin leerla, pero comoera una prenda muy corta, tal como estaba demoda, no cabía del todo en el bolsillo. So-bresalía y pronto cayó al suelo sin que él sepercatara. Carlota vio la nota, la recogió y se ladevolvió tras echarle una rápida mirada.

-Aquí hay algo escrito por ti -dijo- que a lomejor te disgustaría perder.

Esas palabras le chocaron. «¿Disimula? -pensó-. ¿Ha leído el contenido de la nota o seequivoca debido al parecido en la escritura?»Creía y esperaba esto último. Estaba advertido,doblemente advertido; pero a su pasión le re-sultaban ininteligibles estas señales extrañas ycasuales con las que un ser superior parecehablar con nosotros. Por el contrario, como supasión le conducía cada vez más lejos, cada vezle resultaban más desagradables las constric-ciones que parecían quererle imponer. Toda su

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amable sociabilidad se echó a perder. Su cora-zón se había cerrado y cuando se veía obligadoa estar junto a su esposa o su amigo, ya no con-seguía reanimar en su pecho el afecto que otro-ra sintiera por ellos. Al mismo tiempo, como leresultaba incómodo el callado reproche que nopodía dejar de hacerse a sí mismo por ello, tra-taba de recurrir a algo parecido a un humor alque, por estar desprovisto de amor, también lefaltaba su gracia habitual.

A Carlota su sentimiento íntimo le ayudabaa superar todas estas pruebas. Era conscientede la seriedad de su propósito de renunciar aun afecto tan noble y hermoso.

¡Cuánto deseaba poder ayudar a aquellosdos! Sentía perfectamente que la mera distanciano sería suficiente para remediar aquel mal. Seproponía hablar claramente con la niña delasunto, pero no era capaz: se interponía el re-cuerdo de su propia debilidad. Trataba enton-ces de explicarse con ella en términos muy ge-nerales, pero la generalidad también se ade-

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cuaba a su propia situación, que no quería dejartraslucir. Cualquier signo dirigido a Otilia, eraen realidad un aviso para su propio corazón.Quería advertir y héte aquí que seguramenteella también necesitaba ser advertida.

Seguía separando calladamente a los dosamantes y con eso la cosa estaba muy lejos dearreglarse. Ligeras indicaciones que a veces sele escapaban no hacían mella sobre Otilia, por-que Eduardo había convencido a ésta del afectode Carlota por el capitán, la había convencidode que la propia Carlota deseaba un divorcioque él trataba ahora de provocar de una mane-ra decente.

Llevada por el sentimiento de su inocenciapor el camino que conducía hacia la felicidadtan deseada, Otilia vivía sólo para Eduardo.Fortalecida en todas las cosas buenas por suamor por él, más dichosa en sus quehaceres poramor a él, más abierta con los demás, se encon-traba en un cielo sobre la tierra.

De modo que, de una manera o de otra,

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proseguían todos juntos el ritmo de vida habi-tual, con o sin reflexión. Y, así, todo parecíaseguir el curso acostumbrado, como suele su-ceder en esas situaciones terribles en las quetodo está en juego, pero uno sigue viviendocomo si no ocurriera nada.

Capítulo 14

Entretanto había llegado una carta del con-de para el capitán, en realidad dos: una, paraque pudiera enseñarla en público, en la que lepintaba las mejores perspectivas para un futurolejano y otra, por el contrario, que contenía unaproposición firme para el presente inmediato,un importante puesto en la corte y la adminis-tración, el grado de comandante, un sueldoconsiderable y otras ventajas, y que aún debíaser mantenida en secreto por diversas razonessecundarias. Así las cosas, el capitán sólo hablóa sus amigos de sus esperanzas y calló lo queya estaba tan cerca.

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Mientras tanto seguía ocupándose anima-damente de los asuntos en curso y tomaba sindecir nada las necesarias disposiciones paraque todo pudiera seguir igual tras su partida.Ahora era él el primer interesado en fijar unplazo para terminar determinadas cosas yaprovechaba el cumpleaños de Otilia para ace-lerarlas. Por eso, los dos amigos volvían a tra-bajar gustosamente juntos, aunque no hubieseun acuerdo expreso. Eduardo se mostraba en-cantado de que la caja se hubiera visto engro-sada con el cobro anticipado del dinero, porquede ese modo las obras avanzaban con la mayorrapidez.

Ahora el capitán hubiera preferido des-aconsejar la conversión de las tres lagunas enun lago, porque había que reforzar la presainferior y eliminar los diques intermedios y elasunto era delicado y daba que pensar en másde un sentido. Pero, como guardaban relaciónentre sí, ambos trabajos ya habían sido inicia-dos y a ese efecto había venido muy a pro-

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pósito un joven arquitecto, antiguo discípulodel capitán que, parte empleando a hábilesmaestros, parte contratando los trabajos a terce-ros cuando era posible, había conseguido haceravanzar las obras y garantizar su seguridad ycontinuación. Esto alegraba secretamente alcapitán, porque de ese modo no se notaría tantosu ausencia y él se regía por el firme principiode no dejar nunca a medias algo de lo que él sehubiera responsabilizado sin haber encontradoantes un sustituto adecuado. Se puede afirmarque hasta despreciaba a esos que, para que senote su ausencia, siembran confusión a su alre-dedor, a esos egoístas sin formación ni culturaque desean destruir lo que ellos ya no puedenterminar.

Y, así, aunque nadie hablara de ello y ni si-quiera lo admitiera francamente en su fuerointerno, todo el mundo trabajaba con denuedopara celebrar el cumpleaños de Otilia. Aunqueno sentía celos, la idea de Carlota era que aque-llo no podía ser una auténtica fiesta. La juven-

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tud de Otilia, su estado de fortuna, su relacióncon la familia no le permitían aparecer comoreina de un día. Pero Eduardo no quería hablarde eso porque todo debía suceder como si fueraalgo espontáneo y sorprender y alegrar connaturalidad.

De modo que todos se pusieron de acuerdotácitamente para que aquel día, como si fuerapor casualidad y sin darle importancia, se le-vantara la estructura del pabellón de recreo, ycon tal ocasión se anunciara una fiesta para losamigos y el pueblo.

Pero la pasión de Eduardo no tenía límites.Como quería asegurarse el afecto de Otilia, notenía medida en sus obsequios, regalos, prome-sas. Las sugerencias que le había hecho Carlotapara los regalos con los que quería honrar aOtilia aquel día le habían parecido demasiadomezquinas. Habló con el ayuda de cámara quese ocupaba de su guardarropa y que manteníauna relación permanente con comerciantes ymodistos, y éste, que era un buen conocedor de

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los regalos que gustan y también dominaba elarte de presentarlos de la mejor manera, encar-gó enseguida en la ciudad un precioso cofreci-llo cubierto de terciopelo rojo y adornado conclavos de acero, lleno de regalos dignos de se-mejante envoltorio.

Además le sugirió otra cosa a Eduardo.Había en el castillo unos fuegos artificiales quehabían quedado olvidados y nunca se habíanusado. Era fácil reforzarlos añadiendo algunosmás. Eduardo enseguida se lanzó sobre esaidea y su criado prometió encargarse de la eje-cución de la misma. La cosa debía quedar ensecreto.

Mientras tanto, viendo que se acercaba eldía, el capitán había puesto en marcha sus me-didas policiales, que le parecían tanto más ne-cesarias cuando se convoca o se atrae a unamasa de gente. Incluso se había preocupado deevitar que la mendicidad u otro tipo de inco-modidades estropearan la fiesta.

Eduardo y su hombre de confianza se ocu-

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paban sobre todo de los fuegos artificiales. Lostirarían desde la laguna central, delante de losrobles grandes, y la gente se reuniría abajo,junto a los plátanos, a fin de poder contemplardesde la conveniente distancia y con toda lacomodidad y seguridad el efecto de los fuegosreflejados sobre el agua y esos otros fuegos flo-tantes destinados a quemarse sobre el aguamisma.

Tomando otro pretexto, Eduardo mandólimpiar la maleza, la hierba y el musgo del lu-gar donde se alzaban los plátanos y sólo ahorapudo contemplar la magnífica corpulencia deaquellos árboles tanto en altura como en anchu-ra, destacando sobre el suelo expedito. Eduardosintió una inmensa alegría. «Era aproximada-mente en esta estación del año cuando los plan-té. ¿Cuánto tiempo hará?», se dijo a sí mismo.En cuanto llegó a casa se puso a rebuscar enantiguos diarios que su padre había llevado congran escrúpulo y cuidado, sobre todo cuandoestaba en el campo. Aquella plantación seguro

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que no figuraba en los diarios, pero sí que teníaque figurar necesariamente un importanteacontecimiento doméstico sucedido aquel día ydel que Eduardo se acordaba muy bien. Hojeóunos cuantos volúmenes y encontró tal aconte-cimiento. Pero ¡cuál no sería la sorpresa deEduardo, su alegría cuando comprobó la mara-villosa coincidencia! El día, el año de aquellaplantación de árboles había sido el mismo día,el mismo año del nacimiento de Otilia.

Capítulo 15

Por fin brilló para Eduardo la mañana tanardientemente deseada y poco a poco fueronllegando muchos invitados, porque se habíanmandado invitaciones muy lejos, por todos losalrededores, y algunos que se habían perdido lapuesta de la primera piedra, de la que se conta-ban cosas magníficas, no querían dejar pasarahora esta segunda celebración.

Antes de comer aparecieron en el patio del

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castillo los carpinteros con su música llevandosu rica corona compuesta de varios cercos dehojas y de flores en distintos pisos que se ibanbalanceando unas sobre otras. Saludaron y pi-dieron al bello sexo pañuelos y cintas para con-tribuir a la decoración habitual. Mientras comí-an los señores, siguieron llevando adelante sualegre procesión y, tras detenerse durante al-gún tiempo en el pueblo, donde también consi-guieron sacarle alguna cinta a las muchachasjóvenes y a las mujeres mayores, llegaron fi-nalmente a la cima sobre la que se alzaba lanueva casa, acompañados y esperados por unagran masa humana.

Carlota retuvo a sus invitados algún tiempodespués de comer, porque no quería que seformara una comitiva solemne, de modo quetodo el mundo se encontró en el lugar de modoinformal, en grupitos separados, sin orden nilugar de prelación debido al rango. Carlota sequedó atrás con Otilia, lo que no arregló mucholas cosas, porque al ser Otilia la última en apa-

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recer dio la impresión de que las trompetas ytimbales estaban esperando por ella y que lacelebración no podía empezar hasta que ellallegara.

A fin de quitarle a la casa su aspecto de es-tructura desnuda, la habían adornado con unaarquitectura de ramas verdes y flores siguiendolas indicaciones del capitán. Pero, sin que él losupiera, Eduardo le había mandado al arquitec-to que decorara la fecha del dintel con flores.Eso aún podía pasar, pero el capitán llegó justoa tiempo de impedir que el nombre de Otiliabrillara en la superficie del frontón. Supo diluirhábilmente esa iniciativa y apartar las letras deflores ya preparadas.

La corona se alzaba en su lugar y se podíaver desde muy lejos en la comarca. Los pañue-los y las cintas de todos los colores ondeaban alviento y también se perdió en el viento unabuena parte de un breve discurso. La solemni-dad había terminado y ahora podía empezar elbaile en un lugar allanado y rodeado por ramas

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que formaban un círculo delante de la casa. Unoficial carpintero muy galano le trajo a Eduardoa una guapa muchacha campesina, mientras élmismo sacaba a Otilia, que se encontraba a sulado. Inmediatamente otros siguieron el ejem-plo de las dos parejas y muy pronto Eduardopudo cambiar de pareja, agarrando de la manoa Otilia y haciendo la ronda con ella. Los másjóvenes se mezclaron alegremente en el bailedel pueblo, mientras los mayores observaban.

Después, antes de dispersarse para el paseo,se convino que todo el mundo volvería a re-unirse a la hora de la puesta del sol bajo losplátanos. Eduardo fue el primero en regresarallí para disponer todo y concertarse con elayuda de cámara que tenía que ocuparse de laalegre diversión de los fuegos desde el otrolado, en compañía del artificiero.

El capitán observó con disgusto las disposi-ciones que se habían tomado al efecto; queríahablar con Eduardo de la previsible afluenciamasiva de espectadores, pero éste le rogó con

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cierta aspereza que dejara en sus manos esaparte de la fiesta.

El pueblo ya se apiñaba sobre los diques,que habían sido pulidos en su parte superior ydespojados de hierba, y que mostraban unasuperficie desigual y poco segura. Se puso elsol, empezó la penumbra y mientras se espera-ba que se hiciera noche completa se sirvieronrefrescos a los invitados bajos los plátanos. Lagente encontró aquel lugar incomparable y to-dos se alegraron imaginando la vista que habríaen el futuro, cuando se pudiera disfrutar delespectáculo de un único lago de límites varia-dos y gran extensión.

El atardecer tranquilo y el aire, que no semovía, prometían favorecer aquella fiesta noc-turna, cuando de pronto resonaron unos gritosespantosos. Grandes montañas de tierra sehabían desgajado del dique y varias personashabían caído al agua. El suelo se había hundidobajo las pisadas y los apretones de una multi-tud cada vez más creciente. Todo el mundo

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quería conseguir el mejor sitio y ahora nadiepodía avanzar ni retroceder.

Todos se levantaron de un salto y se preci-pitaron hacia el dique, más para ver que paraayudar, porque ¿qué se podía hacer, si no sepodía llegar hasta aquel lugar? Con la ayuda deotras personas decididas, el capitán se apresuróa bajar a la gente del dique y llevarlos hasta laorilla a fin de dejarles las manos libres a lossocorristas que trataban de sacar del agua a losque se ahogaban. Pronto estuvieron todos denuevo en tierra firme, unos por sus propiosmedios y otros con ayuda ajena, menos un mu-chachito que con sus esfuerzos angustiados loúnico que conseguía era alejarse del dique enlugar de acercarse. Parecía que le abandonabanlas fuerzas y ya sólo se veía asomar de cuandoen cuando un pie o una mano. Desafortunada-mente, la barca estaba en la orilla opuesta llenade fuegos artificiales que sólo se podían de-sembarcar con lentitud y el socorro tardaba enllegar. Tomando una determinación, el capitán

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se despojó de sus ropas de cintura para arriba.Todas las miradas convergieron en él, todo elmundo sintió confianza al ver su figura activa yfuerte, pero, aun así, un grito de sorpresa sur-gió de la multitud cuando le vieron lanzarsedecididamente al agua y todos los ojos le si-guieron viendo cómo en su calidad de hábilnadador alcanzaba muy rápidamente al mu-chacho, no obstante lo cual lo llevó hasta el di-que aparentemente muerto.

Mientras tanto ya se acercaba a toda prisa labarca a golpe de remo; el capitán se subió enella e indagó entre los presentes para saber side verdad todos estaban ya a salvo. Llegó elcirujano y se encargó del niño, al que ya se dabapor muerto. En ese momento, Carlota correhacia el capitán y le ruega que sólo piense en ély vaya rápido al castillo a cambiarse de ropa. Élduda, hasta que otras personas sensatas y razo-nables, que han visto las cosas de cerca y hancolaborado en el salvamento, le prometen porlo más sagrado que ya están todos a salvo.

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Carlota lo ve marchar al castillo y piensaque el vino, el té y las demás cosas necesariasestán bajo llave y que es justamente en esoscasos, cuando más falta hace, cuando sale todoal revés; pasa presurosa por en medio de lagente que todavía se encuentra dispersa bajolos plátanos. Eduardo está tratando de conven-cer a la gente para que no se muevan de allí,pues piensa dar en breve la señal para que em-piecen los fuegos artificiales. Carlota se acerca aél y le ruega que aplace una diversión que yano resultaría adecuada y de la que ya nadie po-dría disfrutar en el momento presente; le re-cuerda el respeto que se le debe al ahogado y asus salvadores.

-El cirujano ya sabrá cumplir con su deber -replica Eduardo-. Está provisto de todo lo nece-sario y nuestro empeño en intervenir sólo pue-de estorbarle.

Carlota insiste y le hace una señal a Otilia,que enseguida se dispone a marchar, peroEduardo la agarra de la mano y grita:

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-¡No vamos a terminar este día en el hospi-tal! Ella vale demasiado para hacer de hermanade la caridad. También sin nosotros resucitaránlos que parecen muertos y se secarán los vivos.

Carlota calla y se marcha. Algunos la si-guen, otros siguen a los primeros y finalmentenadie quiere ser el último y Eduardo y Otilia seencuentran solos bajo los plátanos. Él insistetercamente para quedarse a pesar de las súpli-cas angustiosas de ella para regresar al castillo.

-¡No, Otilia! -exclama-, lo extraordinario noocurre por caminos llanos y expeditos. El acci-dente que nos ha sorprendido esta noche nohace sino unirnos con mayor rapidez. ¡Tú eresmía! Ya te lo he dicho y jurado muchas veces;pues bien, ya no lo diremos ni lo juraremosmás. Ahora tendrá que ser así.

En aquel momento la barca se acercaba flo-tando desde la otra orilla. Era el ayuda de cá-mara, que preguntaba desconcertado qué sehacía ahora con los fuegos.

-¡Préndelos! -le gritó Eduardo-. Los encar-

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gué sólo para ti, Otilia, y ahora tú sola los verás.Permíteme que disfrute de ellos sentado a tulado. -Con tierna reserva se sentó a su lado sintocarla.

Se elevaron los cohetes por los aires, se oye-ron atronadores golpes de cañón, se abrieronrosetones luminosos, se retorcieron las serpen-tinas, giraron las ruedas, primero cada cosa porseparado, de una en una, luego de dos en dos,después todo a la vez y cada vez con mayorviolencia, por separado y todo junto. Eduardo,a quien le ardía el pecho, seguía con miradasatisfecha y animada aquellas visiones de fue-go. Para el espíritu tierno y excitable de Otiliaaquellas apariciones y desapariciones bruscas yruidosas eran más objeto de temor que deagrado. Se apoyó tímidamente sobre Eduardo,a quien ese contacto, esa confianza, le dieron laplena sensación de que ella le pertenecía porcompleto.

La noche apenas había recuperado nueva-mente sus derechos cuando salió la luna alum-

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brando el sendero de los dos que regresaban.Una figura con el sombrero en la mano les salióal camino y les pidió una limosna, porque se-gún decía se habían olvidado de él aquel día defiesta. La luna le iluminó la cara y Eduardoreconoció los rasgos de aquel mendigo que tan-to le había molestado. Pero se sentía tan dicho-so, que no podía enfadarse ni tampoco era ca-paz de recordar que se había prohibido expre-samente la mendicidad aquel día. Rebuscó bre-vemente en sus bolsillos y le dio una monedade oro. En aquel momento no le hubiera impor-tado hacer dichoso a todo el mundo, puestoque su felicidad no tenía límites.

Mientras tanto, en casa todo había salido apedir de boca. La diligencia del cirujano, elhecho de que la casa estuviera provista de todolo necesario y la ayuda de Carlota, todo su-mado, había logrado devolverle la vida al mu-chachito. Los invitados se dispersaron, tantopara poder contemplar desde lejos el final delos fuegos artificiales como para retornar a sus

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tranquilos hogares después de aquellas escenasde confusión.

El capitán, que se había cambiado rápida-mente de ropa, también había colaborado acti-vamente en todos los cuidados. Todo volvía aestar tranquilo y se encontró a solas con Carlo-ta, Lleno de amistosa confianza le declaró quesu partida ya estaba próxima. Pero ella habíavivido tantas experiencias aquel día, que estanovedad le hizo poca mella. Había visto cómose sacrificaba su amigo, había visto cómo sal-vaba a los otros y cómo se salvaba él mismo.Todos estos acontecimientos extraordinarios leparecían indicios reveladores de un futuro es-pecialmente relevante, pero no precisamentedesdichado.

A Eduardo, que entraba ahora con Otilia,también se le anunció la inminente partida delcapitán. Sospechó que Carlota ya era sabedorade la cosa mucho antes, pero estaba demasiadoocupado consigo mismo y con sus asuntos paratomárselo a mal.

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Al contrario, escuchó atento y complacidola situación tan ventajosa y honorable a la quedestinaban al capitán. Sin poderlo remediar,sus deseos más secretos se adelantaban des-bocados a los acontecimientos. Ya veía a suamigo unido a Carlota, y a él mismo unido aOtilia. Nadie le hubiera podido hacer mejorregalo aquel día de fiesta.

Pero ¡cuál no sería la sorpresa de Otiliacuando entró en su habitación y encontró elprecioso cofrecillo sobre su mesa! NO esperópara abrirlo. Dentro estaba todo tan boni-tamente empaquetado y colocado, que no seatrevía a tocar nada, ni siquiera a levantar lige-ramente las cosas. Muselina, batista, seda, cha-les y puntillas rivalizaban en finura, gracia yvalor. Tampoco faltaban las joyas y adornos.Enseguida comprendió la intención de volverlaa vestir varias veces con cosas nuevas de la ca-beza a los pies, pero era todo tan valioso y tanajeno a ella, que ni siquiera en el pensamientose atrevía a apropiarse de ello.

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Capítulo 16

A la mañana siguiente el capitán había des-aparecido dejándoles a sus amigos una sentidacarta de agradecimiento. Él y Carlota ya sehabían despedido a medias la noche anteriorsin emplear muchas palabras. Carlota sentíaque la despedida era eterna y lo aceptaba re-signada, porque en la segunda carta del conde,que el capitán había terminado por enseñarle,también se hablaba de la posibilidad de un ma-trimonio ventajoso y aunque él no le habíaprestado ninguna atención a ese punto, ella diola cosa por hecha y renunció a él de modo puroy completo.

Pero ahora creía poder exigirle a los otros laviolencia que había tenido que ejercer sobre símisma. Si a ella no le había resultado imposi-ble, también para los otros tenía que ser posi-ble. En este sentido inició una conversación consu esposo que fue tanto más sincera y más fir-

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me por cuanto sentía que había que terminarcon aquel asunto de una vez por todas.

-Nuestro amigo nos ha dejado -le dijo-; aho-ra volvemos a estar los dos frente a frente comoantes y sólo de nosotros depende volver a re-cuperar por completo nuestra antigua situaciónsi es que así lo queremos.

Eduardo, que sólo oía lo que halagaba a supasión, creyó que las palabras de Carlota querí-an aludir a su antiguo estatus de viudez y que,aunque de un modo un tanto indeterminado, lequería dar esperanzas de divorcio. Por eso res-pondió con una sonrisa:

-¿Por qué no? Sólo haría falta llegar a unacuerdo.

Por eso aún se sintió más defraudado cuan-do Carlota repuso:

-Ahora también es el momento de decidir aqué lugar queremos mandar a Otilia, porqueexiste una doble posibilidad de proporcionarleuna situación favorable. Puede regresar al pen-sionado, puesto que mi hija se ha mudado a

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casa de su tía abuela, o puede ser recibida enuna buena casa para compartir con una hijaúnica todos los privilegios y ventajas de unaeducación refinada.

-Pero Otilia ha estado tan mimada en nues-tra afectuosa compañía -dijo Eduardo-, quedifícilmente podría adaptarse ahora a otra.

-Hemos estado todos muy mimados -dijoCarlota-, y tú no precisamente el que menos.Pero hemos entrado en una época en la que larazón nos exige y nos advierte seriamente quedebemos pensar lo mejor para cada uno de losmiembros de nuestro pequeño círculo sin re-nunciar a hacer algún sacrificio.

-Pues por lo menos -replicó Eduardo-, nome parece justo sacrificar a Otilia y eso es loque ocurriría si la mandásemos ahora a vivircon gente extraña. El capitán ha encontradoaquí el mejor destino y por eso podemos y de-bemos dejarle partir con tranquilidad y hastacon complacencia. Quién sabe lo que la fortunale reserva a Otilia. ¿Por qué precipitarnos?

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-Está muy claro lo que nos espera -repusoCarlota algo emocionada, y como tenía la inten-ción de hablar claro de una vez por todas, con-tinuó-: Tú amas a Otilia, te estás acos-tumbrando a ella. Por su parte también nacen yse alimentan en ella el afecto y la pasión. ¿Porqué no vamos a decir con palabras lo que cadainstante que pasa nos revela y nos obliga a re-conocer? ¿Y acaso no debemos tener la precau-ción de preguntarnos en qué puede acabar todoesto?

-Aunque no se pueda contestar a eso ense-guida -dijo Eduardo tratando de dominarse-,por lo menos sí podemos decir que precisamen-te cuando no sabemos en qué va a parar unacosa es cuando preferimos esperar a ver la lec-ción que nos depara el futuro.

-En nuestro caso actual no hace falta sermuy sabio para adivinar el futuro -replicó Car-lota-, y en cualquier caso sí que podemos decirque ni tú ni yo somos ya tan jóvenes como paracaminar ciegamente hacia donde no queremos

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o no debemos. Nadie puede velar ya por noso-tros; tenemos que ser nuestros propios amigos,nuestros propios mentores. Nadie espera denosotros que nos perdamos en situaciones ex-tremas, que nuestra actitud sea censurable oincluso ridícula.

-¿Acaso puedes tomarme a mal -repusoEduardo que no sabía qué replicar al lenguajefranco y directo de su mujer-, acaso puedesreprocharme que me tome a pecho la dicha deOtilia? ¿Y no precisamente una dicha futura,que no podemos prever, sino la de ahora mis-mo? Trata de representarte con toda sinceridady sin engañarte a Otilia arrancada de nuestracompañía y abandonada entre gente extraña.Yo, por lo menos, no me siento capaz de tantacrueldad ni de imponerle semejante cambio.

Carlota se daba muy bien cuenta de la firmedecisión que se ocultaba tras las palabras disi-muladas de su esposo. Sólo ahora vio con todaclaridad hasta qué punto se había alejado deella. Con emoción exclamó:

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-¿Puede ser feliz Otilia separándonos, pue-de ser dichosarobándome un esposo y privando a sus hijos deun padre?

-Por lo que respecta a nuestros hijos, creoque no pasarían cuidado -dijo Eduardo con una sonrisafría; y con algo más de amabilidad añadió-:¿Por qué pensar enseguida en el caso más ex-tremo?

-Para la pasión, lo más extremo es lo máscercano -observó Carlota-. Mientras todavíaestás a tiempo no rechaces el buen consejo quete doy, no desdeñes la ayuda que trato de bus-car para nosotros. En las situaciones complica-das y confusas tiene que actuar y procurarayuda el que conserva mayor claridad. Esta vezsoy yo. Querido, mi muy querido Eduardo ¡dé-jame decidir! ¿Serías capaz de pedirme que re-nuncie sin más a una dicha bien adquirida, amis más hermosos derechos, a ti?

-¿Quién dice eso? -respondió Eduardo algo

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confuso.-Tú mismo -replicó Carlota-. Al empeñarte

en conservar a Otilia a tu lado ¿acaso no estásconfesando todo lo que puede salir de ahí? Noquiero apremiarte, pero si no eres capaz devencerte a ti mismo, por lo menos ya no tienespor qué seguirte engañando.

Eduardo sentía hasta qué punto Carlota te-nía razón. Una palabra dicha es terrible cuandoexpresa de pronto lo que el corazón no ha que-rido decirse durante mucho tiempo. Y con el finde eludir todavía algún tiempo un compromi-so, Eduardo repuso:

-Ni siquiera entiendo bien qué es lo que tepropones.

-Mi intención era sopesar contigo las dospropuestas -repuso Carlota-. Las dos tienen suparte buena. El pensionado sería seguramentelo más adecuado para Otilia, considerando lasituación en la que se encuentra actualmente.Pero sin embargo la otra oportunidad, de ma-yor alcance y envergadura, me parece más

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prometedora cuando pienso en su futuro. -Acontinuación Carlota le expuso claramente a sumarido las dos opciones y concluyó con laspalabras-: Por lo que a mí respecta creo queprefiero la casa de esa señora antes que el pen-sionado por varios motivos, pero sobre todoporque no quiero que crezcan el afecto y tal vezla pasión del joven que conquistó allí Otilia.

Eduardo hizo como que le daba la razón,pero era sólo para ganar tiempo. Entonces Car-lota, que lo que pretendía era tomar cuantoantes una decisión, aprovechó de inmediatoque Eduardo no la contradecía para fijar en elacto para el día siguiente la partida de Otilia,para la que ya había dispuesto en secreto todolo necesario.

Eduardo se quedó temblando; se sentíatraicionado y el lenguaje afectuoso de su mujerle pareció premeditado, artificial y calculado deacuerdo con un plan que sólo quería apartarlopara siempre de lo que constituía su dicha. Si-muló que dejaba todo en manos de ella; pero

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por dentro su determinación ya estaba tomada.Con el fin de concederse un respiro y de apar-tar la inminente e irremediable desgracia de lapartida de Otilia, decidió abandonar su casa,pero no sin hacérselo saber a medias a Carlota,a la que sin embargo consiguió engañar dicien-do que no quería estar presente cuando se fueraOtilia, y hasta que no quería volver a verla apartir de ese momento. Carlota, que creía haberganado la partida, le facilitó todo lo que quiso.Él pidió sus caballos, le dio a su ayuda de cá-mara las pertinentes instrucciones referente a loque tenía que empaquetar y a cómo debía se-guirle e, inmediatamente, a toda prisa, con unpie ya en el estribo, se sentó y escribió lo si-guiente:

Eduardo a Carlota

«El mal que nos aqueja, querida mía, puedeque sea curable o puede que no; en cualquiercaso yo sólo siento una cosa: que si no quiero

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desesperarme, en estos momentos tengo quepedir un aplazamiento para mí y para los de-más. Y puesto que me sacrifico también puedoexigir algo a cambio. Abandono mi hogar ysólo regresaré cuando la situación sea más fa-vorable y tranquila. Mientras tanto te ruego quetú lo ocupes, pero con Otilia. Quiero imaginarlaa tu lado y no entre gente extraña. Cuida deella, trátala como de costumbre, como lo hashecho hasta ahora o incluso cada vez con ma-yor afecto, con más amabilidad y ternura. Teprometo que no trataré de mantener ningúncontacto secreto con Otilia. Por el contrario,quiero que me dejéis estar una temporada igno-rante de vuestras vidas. Pensaré lo mejor; pen-sad lo mismo de mí. Sólo te suplico una cosa,pero del modo más íntimo y más vivo: no in-tentes llevar a Otilia a ningún otro sitio, no bus-ques ninguna otra situación para ella. Fuera delámbito de tu castillo y de tu parque, confiada agentes extrañas, me pertenece y me apoderaréde ella. Por el contrario, si respetas mi inclina-

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ción, mis deseos, mis sufrimientos, si halagasmi locura, mis esperanzas, entonces yo tampo-co me opondré a la curación, si es que se mepresenta.»

Esta última frase le salió de la pluma y nodel corazón. Es más, en cuanto la vio escritasobre el papel comenzó a llorar amargamente.De un modo o de otro tenía que renunciar a ladicha o tal vez a la desdicha de amar a Otilia.Ahora sentía lo que estaba haciendo. Se alejabasin saber lo que resultaría de su decisión. Por lomenos, era indudable que por ahora no podríavolver a verla; ¿y acaso tenía alguna seguridadde volver a verla jamás? Pero la carta ya estabaescrita; los caballos le esperaban delante de lapuerta; debía temer a cada momento encontrar-se con Otilia en algún sitio y ver su plan echadoa perder. Se recompuso: pensó que después detodo le sería posible regresar en cualquier mo-mento y que la distancia le aproximaría al obje-to de sus deseos. Por el contrario se imaginaba

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a Otilia expulsada de la casa si él se quedaba.Lacró la carta, subió presuroso las escaleras y selanzó sobre su caballo.

Al pasar por delante de la taberna, vio sen-tado bajo el emparrado al mendigo al que habíarecompensado la noche anterior con tanta ge-nerosidad. Estaba cómodamente sentado dis-frutando de su comida del mediodía y cuandovio a Eduardo se levantó y se inclinó con respe-to y hasta con veneración. Era la figura que sele había aparecido la noche anterior cuandollevaba a Otilia del brazo y ahora le recordabael momento más feliz de su existencia. Su dolorse hizo más vivo; el sentimiento de lo que deja-ba atrás se le hizo insoportable; una vez más,contempló al mendigo:

-¡Ay! -exclamó-, ¡cuán digno eres de envi-dia! ¡Todavía puedes disfrutar de una limosnarecibida la víspera mientras yo ya no puedogozar de mi dicha de ayer!

Capítulo 17

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Otilia se asomó a la ventana al oír que al-guien se marchaba al galope y todavía pudover las espaldas de Eduardo que se alejaba. Lepareció muy extraño que abandonara la casasin haberla visto ni haberle dado siquiera losbuenos días. Se sentía cada vez más inquieta yestaba cada vez más pensativa cuando Carlotavino a buscarla para llevársela a dar un largopaseo en el transcurso del cual le habló de unmontón de cosas varias, pero sin mencionarnunca a su esposo, al parecer de modo inten-cionado. Por eso aún se sintió más afectadacuando al regresar del paseo vio que sólo sehabían puesto dos cubiertos en la mesa. Nuncanos gusta vernos privados de esas pequeñascostumbres que parecen insignificantes, perosólo experimentamos con auténtico dolor unaprivación de este tipo en las circunstancias gra-ves. Faltaban Eduardo y el capitán, era la pri-mera vez desde hacía mucho tiempo que Carlo-ta se ocupaba en persona de disponer la comida

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y a Otilia le dio la misma impresión que si lahubieran despedido. Las dos mujeres estabansentadas frente a frente. Carlota hablaba condesenvoltura del nuevo puesto de trabajo delcapitán y de las pocas esperanzas que había devolver a verlo. Lo único que podía consolar aOtilia en aquella situación era la idea de que alo mejor Eduardo había salido a caballo tras suamigo con el propósito de acompañarlo duran-te un trecho.

Pero cuando se levantaron de la mesa vie-ron el coche de viaje de Eduardo bajo la venta-na y cuando Carlota preguntó con alguna irri-tación quién había mandado traerlo allí, oyeronque había sido el ayuda de cámara que todavíaquería embalar algunas cosas. Otilia tuvo quehacer gala de todo su dominio para ocultar susorpresa y su dolor.

El ayuda de cámara entró y pidió varias co-sas más. Se trataba de una taza de su señor,unas cuantas cucharas de plata y algunas otrascosas, que a Otilia le hicieron pensar que se

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trataba de un viaje muy largo, que la ausenciaiba a ser prolongada. Carlota le negó secamenteal criado lo que le pedía, diciéndole que no en-tendía a qué venía aquella petición si él mismotenía a su cargo todas las cosas de su señor.Pero él, que era muy hábil, y que lo único quepretendía era hablar con Otilia y por eso tratabade hacerla salir de la habitación con cualquierpretexto, supo disculparse e insistir en una de-manda, que Otilia parecía dispuesta a conce-derle; pero Carlota volvió a negarse, el ayudade cámara tuvo que marcharse y el coche sealejó.

Fue un momento terrible para Otilia. No en-tendía qué pasaba, no podía comprender, perosentía muy bien que le habían arrancado aEduardo de su lado por mucho tiempo. Carlotase dio cuenta de su estado y la dejó sola. Nopodríamos describir su dolor, pintar sus lágri-mas. Sufría infinitamente. Le rogó a Dios quepor lo menos la ayudara a sobrellevar aquel díahasta el final; soportó el día y la noche y cuan-

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do por fin se rehizo creyó que se encontrabadelante de otra persona.

No se había repuesto, ni se había resignado,pero después de una pérdida tan grande seguíaahí y tenía que temer todavía mucho más. Suprimera preocupación, una vez recuperada laconciencia, fue que después de haberse alejadolos dos hombres ahora la quisieran alejar tam-bién a ella. No podía adivinar las amenazas deEduardo, que aseguraban su permanencia juntoa Carlota, pero la conducta de ésta le sirvió pa-ra tranquilizarse un poco. En efecto, Carlotahacía lo posible por tener entretenida a la mu-chacha y raras veces, y de muy mala gana, ladejaba sola. Y aunque sabía perfectamente quecon palabras no se puede hacer mucho contrauna pasión declarada, también conocía el poderde la reflexión, de la conciencia, y por eso trata-ba de sacar a relucir ciertos temas cuandohablaba con Otilia.

Y, así, para esta última supuso por ejemploun gran consuelo escuchar a Carlota exponer

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ocasionalmente, con todo el propósito, la si-guiente sabia consideración:

-¡Qué vivo es -decía- el agradecimiento deaquellos a los que ayudamos a salir con tran-quilidad de los apuros en los que les mete lapasión! Vamos a tratar de intervenir con muchoánimo y alegría en las cosas que los hombreshan dejado inacabadas al marcharse y, así, nosprepararemos la más hermosa perspectiva paracuando regresen, al mostrarnos capaces demantener y llevar adelante con nuestra mesuralo que su naturaleza impetuosa e impacientebien hubiera podido destruir.

-Puesto que habla usted de mesura, queridatía -replicó Otilia-, no puedo seguir ocultandoque me ha llamado la atención la falta de mo-deración de los hombres, sobre todo en lo to-cante al vino. Cuántas veces me ha preocupadoy angustiado ver que la inteligencia clara, elbuen entendimiento, la paciencia con los de-más, la gracia y la amabilidad se echaban aperder durante varias horas y, muchas veces,

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en lugar de todo el bien que es capaz de hacer yde procurar un hombre excelente, eran el mal yla confusión los que amenazaban con aparecer.¡Cuán a menudo pueden resultar de ahí deci-siones violentas!

Carlota le dio la razón, pero no prosiguió laconversación, porque veía muy bien que tam-bién en esto Otilia sólo tenía en mente a Eduar-do, quien si no habitualmente, sí más veces delo que sería deseable, tenía la costumbre deestimular su deleite, su locuacidad y su activi-dad con ayuda de un poco de vino.

Si al decir esto Otilia se había vuelto a acor-dar de los hombres, sobre todo de Eduardo,tanto más chocante le resultó ver que Carlotahablaba de un inminente matrimonio del capi-tán como de algo seguro y sabido, con lo cuallas cosas tomaban un cariz muy distinto delque ella se había imaginado hasta entonces atenor de las seguridades que le había dadoEduardo. Después de oír esto, Otilia puso mu-cha más atención a todo lo que le decía Carlota,

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a cada señal, cada gesto, cada paso suyo. Otiliase había vuelto astuta, intuitiva y desconfiadasin saberlo.

Mientras tanto, Carlota dirigía su aguda mi-rada a todos los detalles de lo que la circundabay actuaba con su habitual presteza y claridadobligando a Otilia a colaborar con ella perma-nentemente. Sin vacilar, redujo a lo mínimo sueconomía doméstica. En efecto, bien mirado,hasta podía considerar aquel incidente pasionalcomo un caso de buena suerte. Porque, dehaber seguido por el mismo camino, fácilmentehabrían caído en la desmesura y, de no habersedado cuenta a tiempo, por culpa de un modode vivir y de actuar demasiado ligeros, hubie-ran podido destruir o por lo menos darle unbuen golpe a una hermosa situación de bienesde fortuna.

No interrumpió los trabajos del parque queestaban ya en curso. Por el contrario, impulsóaquellas obras que podían servir como basepara un futuro desarrollo; pero no hizo más. Su

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marido debía encontrar a su vuelta suficientemotivo de grata ocupación.

En todos estos trabajos y proyectos no po-día alabar suficientemente el encomiable pro-ceder del arquitecto. El lago quedó en pocotiempo ensanchado y pronto pudo ver las nue-vas orillas graciosamente adornadas con varie-dad de plantas y césped. En la nueva casa sehabía terminado ya todo el trabajo basto, sehabía procurado todo lo necesario para el man-tenimiento y llegados ahí se había mandado pa-rar la obra precisamente en un punto en el quesería un deleite reiniciarla. Mientras hacía estascosas Carlota estaba serena y contenta; Otiliasólo lo parecía, porque no podía evitar su obse-sión de tratar de encontrar siempre indicios entodo de si Eduardo era esperado pronto o no.Lo único que le interesaba en todas las cosasera esa consideración.

Por eso también saludó con alegría una ini-ciativa para la que se había reunido a los niñoscampesinos con la misión de que mantuvieran

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siempre limpio el parque, ahora tan ampliado.Eduardo ya había tenido aquella idea. Se habíamandado hacer para los niños una especie deuniforme muy alegre, que se ponían al atarde-cer, después de haberse lavado y limpiado afondo. La ropa se guardaba en el castillo y seencargaba al más cuidadoso y razonable de suvigilancia. Era el arquitecto el que los dirigía yantes de que se diera uno cuenta todos los ni-ños habían adquirido ya cierta habilidad. Erandóciles para aprender y hacían su trabajo casicomo si fueran unas maniobras militares.Además, cuando se les veía pasar armados consus azadillas, sus guadañas afiladas, sus rastri-llos, sus palitas y sus picos y sus escobas deabanico, mientras otros les seguían con cestaspara recoger la mala hierba y las piedras y otrospasaban por detrás aplanando la tierra con elgran rodillo de hierro, no cabe duda de que re-sultaba un gracioso y bonito cortejo, que le ser-vía al arquitecto para ir tomando nota de unaserie de actitudes y actividades que debían ser-

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vir para el mantenimiento de una casa de cam-po. Sin embargo, Otilia sólo veía en todo estouna suerte de desfile que debía servir para sa-ludar pronto el regreso del señor del lugar.

Esto le dio ánimos y deseos de recibirlo conalgo semejante. Hacía tiempo que habían que-rido animar a las niñas del pueblo a aprender acoser, tejer, hilar y otras labores femeninas.Eran también cualidades que se habían puestoen marcha desde que se habían iniciado lasobras para la limpieza y embellecimiento delpueblo. Otilia siempre había colaborado en esatarea, pero de modo casual, según el humor y lasituación de cada momento. Ahora pensóhacerlo de modo constante y más ordenado.Pero con un grupito de niñas no se hace tanfácilmente un coro como con un conjunto de ni-ños. Siguió los dictados de su instinto, y sintener mucha conciencia de ello, se limitó a tra-tar de inspirarle a cada una de esas niñas unsentimiento de afecto que las vinculara de mo-do profundo a sus casas, padres y hermanos.

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Tuvo éxito con la mayoría. Sólo siguió escu-chando quejas respecto a una niña pequeña ymuy viva de la que decían que no servía paranada y que era evidente que en casa no queríahacer nada. Otilia se sentía incapaz de sentiranimadversión por aquella niña, ya que conella se mostraba especialmente cariñosa. Estabamuy apegada a Otilia, y en cuanto se lo per-mitían iba junto a ella y corría a su lado. Enton-ces se mostraba activa, alegre e incansable. Elapego a una hermosa dueña parecía una nece-sidad para esa niña. Al principio Otilia se limi-taba a soportar su compañía. Después empezóa encariñarse con ella y finalmente se hicieroninseparables y Nanny acompañaba por todaspartes a su señora.

Ésta tomaba a menudo el camino del jardíny se alegraba viendo lo bien que crecía todo. Eltiempo de las fresas y las cerezas tocaba a sufin, aunque Nanny todavía pudo saborear golo-samente las últimas. Al ver el resto de la fruta,que prometía una abundante cosecha para el

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otoño, el jardinero no hacía más que pensar ensu señor y nunca dejaba de desear su prontavuelta. Por eso, Otilia escuchaba al buen viejollena de agrado. Sabía mucho de su oficio y noparaba de hablarle de Eduardo.

Cuando Otilia mostró su alegría al ver quetodos los injertos de aquella primavera habíanprendido de maravilla, el jardinero replicó pen-sativo:

-Lo único que espero es que mi buen señorse alegre al verlos. Si estuviera de vuelta enotoño, podría ver qué cantidad de especies pre-ciosas de los tiempos de su padre quedan toda-vía en el jardín del castillo. Los horticultoresactuales no son tan de fiar como lo eran anteslos cartujos 4. En los catálogos puede uno leerun montón de nombres bonitos, pero luegoinjertas y cuidas y al final, cuando salen losfrutos, resulta que no merecía la pena tener

4 Los cartujos eran célebres por sus viverosde París. (N. del T.)

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árboles así en el jardín.Pero lo que más a menudo preguntaba

aquel fiel empleado, casi tantas veces como veíaa Otilia, eran noticias sobre el regreso del señory la fecha exacta del mismo. Y como Otilia nose lo podía decir, el buen hombre no podía pormenos de hacerle notar, dejando traslucir sucallada pena, que creía que ella no tenía con-fianza en él y a ella le dolía el sentimiento de suignorancia, que ahora se le había hecho espe-cialmente patente por esta causa. Sin embargono era capaz de apartarse de aquellos bancalesy parterres. Lo que habían sembrado juntos enuna parte, y lo que habían plantado se encon-traba ahora en plena floración; apenas precisa-ba más cuidados, fuera del gusto que mostrabasiempre Nanny por regar. ¡Con qué sentimien-tos contemplaba Otilia las flores tardías, que demomento sólo empezaban a apuntar, y cuyoesplendor y abundancia debían brillar el día delcumpleaños de Eduardo, que a veces se prome-tía celebrar, como muestra de su amor y grati-

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tud! Pero la esperanza de ver aquella fiesta noestaba siempre igual de viva. Dudas y temoresasolaban sin cesar el alma de aquella bondado-sa muchacha.

Seguramente tampoco era ya posible recu-perar un auténtico y sincero acuerdo con Carlo-ta. Pues, en efecto, la situación de ambas muje-res era muy distinta. Si las cosas seguían siendocomo antes, si se volvía a entrar en la vía de lalegitimidad, entonces Carlota ganaría en dichaen el presente al tiempo que se le abriría unaalegre perspectiva para el futuro; por el contra-rio, Otilia perdería todo, sí, se puede decir queabsolutamente todo, porque sólo había halladovida y alegría con Eduardo y en su situaciónactual sentía un vacío infinito, que antes apenassi había llegado a intuir. Porque, efectivamente,un corazón que busca siente muy bien que algole falta, pero un corazón que ha perdido, sienteque le han quitado todo. La añoranza se con-vierte en malhumor e impaciencia y un almafemenina, acostumbrada a aguardar y esperar,

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podría entonces salirse de su círculo habitual,volverse activa, emprendedora y tratar tambiénde hacer algo en favor de su dicha.

Otilia no había renunciado a Eduardo. ¿Ycómo iba a hacerlo, por mucho que Carlota,normalmente tan sagaz, en contra de su propiaconvicción interna diese la cosa por hecha,además de presuponer decididamente que unarelación tranquila de amistad era posible entresu esposo y Otilia? Pero cuántas veces ésta, porlas noches, después de retirarse, se pasabahoras de rodillas delante del cofrecillo abierto ycontemplaba sus regalos de cumpleaños, de losque todavía no había hecho ningún uso, nihabía cortado ni preparado una sola tela. Cuán-tas veces después del crepúsculo salía presuro-sa de casa, ella que antes sólo se estimaba di-chosa dentro, y corría al campo abierto, a eselugar que antes no le decía nada. Pero tampocoera capaz de quedarse en tierra firme. Saltabadentro de la barca y remaba hasta en medio dellago; después sacaba una descripción de viaje,

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se dejaba mecer por las olas agitadas, leía, so-ñaba con lugares lejanos y, siempre encontrabaallí a su amigo; sentía que nunca había dejadode estar cerca del corazón de Eduardo, ni él delsuyo.

Capítulo 18

Que ese hombre estrafalario y lleno de acti-vidad al que ya conocemos, que Mittler, unavez informado de la desgracia acaecida a susamigos iba a demostrar su amistad y que, pormucho que ninguna de las partes implicadashubiera solicitado su ayuda, estaría más dis-puesto que nunca a ejercer su habilidad en estecaso, es algo que bien podemos imaginar. Sinembargo, le pareció aconsejable esperar un po-co antes de intervenir, porque sabía de sobraque en las complicaciones de orden moral esmucho más difícil ayudar ala gente instruidaque a la inculta. Por eso les dejó todavía algúntiempo abandonados a sí mismos, pero final-

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mente ya no pudo aguantar más y se apresuróa salir en busca de Eduardo, cuyo rastro yahabía localizado previamente.

Su camino le condujo hasta un agradablevalle, cuyas verdes y amenas praderas cubier-tas de árboles estaban recorridas por las aguascaudalosas de un arroyo inagotable que tanpronto serpenteaba tranquilo como bajaba conestruendo. Sobre las suaves colinas se extendí-an fértiles campos y plantaciones de frutalesmuy bien cuidadas. Los pueblos no estabandemasiado cerca los unos de los otros y el con-junto ofrecía un aspecto apacible, de modo quesus distintas partes resultaban especialmenteadecuadas, si no para ser pintadas, sí para viviren ellas.

Por fin sus ojos tropezaron con un caseríoen buen estado que tenía una vivienda limpia ymodesta rodeada de jardines. Supuso que ésetenía que ser el refugio actual de Eduardo, y nose equivocó.

De nuestro solitario amigo sólo podemos

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decir que en medio de su soledad se habíaabandonado por completo al sentimiento de supasión amorosa y se había dedicado a imaginarplanes, alimentando un sinfín de esperanzas.No podía engañarse: deseaba ver allí a Otilia,deseaba llevarla a su casa, atraerla de algúnmodo, junto con todas esas otras cosas, permi-tidas o prohibidas, que pensaba sin querer evi-tarlo. Su imaginación recorría todas las posibi-lidades. Si acaso no la podía poseer. allí, o porlo menos si no podía poseerla legalmente, en-tonces quería dejarle la propiedad del caserío aella. Allí podría vivir para sí misma, tranquila eindependiente. Podría ser feliz e incluso, estopensaba cuando su torturante imaginación leconducía todavía más lejos, e incluso podría serdichosa con otro.

Así se le iban pasando los días en medio deuna eterna oscilación entre el dolor y la espe-ranza, entre las lágrimas y la alegría, entre losproyectos y preparativos y la desesperación.No le sorprendió ver a Mittler. Hacía tiempo

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que esperaba su visita y le resultaba bienvenidoa medias. Como creía que se lo había mandadoCarlota, se había preparado para empezar lacharla con todo tipo de excusas y dilacionespara luego acabar hablando de propuestas se-rias; además, como esperaba poder oír de nue-vo algo de Otilia, en aquellos momentos Mittlerle resultaba tan estimable como un mensajerodel cielo.

Por eso Eduardo se mostró disgustado y demal humor cuando se enteró de que Mittler novenía de allá, sino por su propio impulso. Sucorazón se cerró y al principio no había modode encarrilar la conversación. Pero Mittler sabíamuy bien que un corazón enamorado siente lanecesidad imperiosa de desahogarse y de con-tarle a un amigo todo lo que siente, así que, trasvarios intentos fallidos, permitió por una vezque le sacaran de su papel de mediador parahacer de simple confidente.

Cuando, después de escucharle, criticóamistosamente a Eduardo por la vida solitaria

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que llevaba en aquel lugar, éste le respondió:-¡Oh, no sabría pasar el tiempo de modo

más agradable! Siempre estoy pensando en ella,siempre estoy a su lado. Tengo la ventaja ines-timable de poder imaginar dónde se encuentra,qué hace, a dónde va, dónde descansa. La veodelante de mí, actuando y haciendo sus cosasdel modo acostumbrado, aunque bien es ver-dad que la imagino sobre todo ocupándose delas cosas que más me halagan. Pero no para ahíla cosa, pues ¡cómo podría ser feliz lejos de ella!Así que mi fantasía trabaja imaginando lo quedebería hacer Otilia para aproximarse a mí.Escribo en su nombre cartas para mí, dulces yllenas de íntima confianza, a las que tambiénrespondo para luego juntarlas todas. He pro-metido no dar ni un paso para tratar de verla yquiero mantener mi promesa. ¿Pero qué pro-mesa la vincula a ella, qué le impide dirigirse amí? ¿Acaso Carlota ha tenido la crueldad deexigirle la promesa y el juramento de no escri-birme ni darme noticia alguna? Parece natural

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y probable y sin embargo me parece inaudito einsoportable. Si me ama, como creo, ¿por quéno se decide, por qué no se atreve a huir y aarrojarse en mis brazos? A veces pienso quedebería hacerlo, que podría hacerlo. Cuandonoto que algo se mueve en la entrada, mirohacia las puertas y pienso ¡va a entrar! Esopienso, eso espero. ¡Ay! Y como lo posible esimposible, me imagino que lo imposible acaba-rá siendo posible. Cuando despierto por la no-che y la lámpara arroja una sombra incierta porel dormitorio, pienso que su figura, su espíritu,algún efluvio de ella tienen que pasar ante mí,tienen que entrar y hacer presa en mí, sólo uninstante, lo suficiente para que yo tenga unasuerte de seguridad de que ella piensa en mí,de que es mía.

»Sólo una alegría me queda. Cuando estabaa su lado no soñaba con ella, pero ahora queestoy lejos estamos juntos en sueños y lo que esmás raro: desde que he conocido a otras ama-bles personas en el vecindario su imagen se me

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aparece en sueños como si quisiera decirme:"¡Mira a tu alrededor! No verás a nadie máshermoso ni más digno de amor que yo". Y así escomo su imagen se mezcla en todos mis sueños.Todo lo que de algún modo la vincula a mí, seentrecruza y se superpone. Unas veces escribi-mos un contrato y aparecen su escritura y lamía, su nombre y el mío; después se borranmutuamente y se confunden. Pero estos juegosde la fantasía también provocan dolor. A vecesella hace algo que ofende la pura idea que mehe forjado de ella y entonces es cuando sientocuánto la amo, porque me siento angustiadohasta un punto que no se deja describir. A ve-ces ella me pincha y me atormenta, justo al re-vés de como es ella realmente, pero entonces setransforma su imagen y su bella carita redonday celestial se alarga: es otra. Y, sin embargo, mesiento atormentado, descontento y destrozado.

»¡No se sonría, mi querido Mittler, o sonría-se si quiere! No me avergüenzo de mi amor, deesta inclinación que tal vez le parezca insensata

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y furiosa. No, hasta ahora nunca había amado;sólo ahora me doy cuenta de lo que esto signifi-ca. Todo lo que había vivido hasta ahora era tansólo un preludio, un compás de espera, tiempopasado y tiempo perdido hasta que la conocí,hasta que la amé y la amé por completo y deverdad. Aunque nunca me lo han dicho a lacara, sé que han murmurado a mis espaldasreprochándome que siempre estropeo todoporque todo lo hago a medias. Es posible. Peroes que todavía no había encontrado aquello enlo que podía demostrar mi maestría. Ahora megustaría ver quién me supera en el talento deamar.

»Puede que sea un talento lamentable, llenode sufrimiento y de lágrimas, pero me doycuenta de que me resulta tan natural, tan pro-pio, que seguramente me será difícil volver arenunciar a él.

Ciertamente, al desahogar de este modo tanvivo su corazón, Eduardo se había aliviado unpoco, pero también había visto por primera vez

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de modo patente todos y cada uno de los aspec-tos de su extraña situación actual, de modoque, completamente dominado por su dolorosoconflicto, rompió en lágrimas que fluyeron tan-to más abundantes por cuanto su corazón sehabía ablandado con su relato.

Mittler, que se sentía tanto más incapacita-do para reprimir su modo de ser brusco y surazón implacable por cuanto aquella dolorosaexplosión de pasión de Eduardo le desviabamuy lejos del objetivo de su viaje, se mostrómuy sincero y expresó su desaprobación conrudeza. Eduardo tenía que controlarse y por-tarse virilmente, decía, tenía que pensar en loque le debía a su dignidad de hombre, no podíaolvidar que la mayor honra de un ser humanoconsiste en saber dominarse en la desgracia,soportar el dolor con serenidad y dignidad, yasí convertirse en un modelo apreciado y vene-rado, citado por todos.

Lleno de nerviosismo, invadido por los sen-timientos más penosos, Eduardo sólo podía

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encontrar aquellas palabras vacías y carentes desentido.

-El dichoso, el que está satisfecho, bienpuede hablar -interrumpió-, pero también seavergonzaría si viera lo insoportable que leresulta al que sufre. Dicen que la paciencia tie-ne que ser infinita, pero esos inconmovibles sa-tisfechos no quieren admitir un sufrimientoinfinito. Pero hay casos, ¡sí, los hay!, en queadmitir un consuelo es rebajarse y en que ladesesperación es un deber. Después de todo unnoble griego, que también sabe pintar a loshéroes, no se avergüenza de hacer llorar a lossuyos cuando les oprime el dolor. Hasta lo dicede manera sentenciosa: «Los hombres que llo-ran mucho son buenos». ¡Que se quiten de mivista los corazones secos, los ojos secos! Maldi-go a los dichosos a quienes los desdichadossólo sirven de espectáculo. En la más cruel si-tuación de angustia física o espiritual el desdi-chado se tiene que comportar noblemente paraconseguir su aprobación, y para que le aplau-

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dan en el momento de sucumbir tiene que pe-recer dignamente ante sus ojos como si fueraun gladiador. Mi querido Mittler, le doy lasgracias por su visita, pero me daría usted unaauténtica prueba de amistad si saliera a darseuna vuelta por el jardín o a ver los alrededores.Ya nos volveremos a encontrar más tarde. In-tentaré dominarme y ser más parecido a usted.

Mittler prefería cambiar de conversaciónantes que interrumpirla, porque sabía que seríadifícil volver a reanudarla. También a Eduardole convenía proseguir una charla que de todosmodos trataba de conducir hacia su objetivo.

-La verdad -dijo Eduardo- es que no sirvede nada volver a pensar una y otra vez lasmismas cosas, volver a hablar de ellas. Perotambién es cierto que ha sido sólo al contarleestas cosas como me he comprendido a mímismo, como he sentido decididamente a loque tengo que resolverme, a lo que estoy re-suelto. Veo ante mí mi vida presente y mi vidafutura. Sólo puedo elegir entre la miseria y el

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placer. Usted que es un hombre bueno trate deconseguir un divorcio que es tan necesario yque en realidad ya se ha producido: ¡consigausted el acuerdo de Carlota! No quiero expli-carle con más detalle qué me hace pensar quees posible obtenerlo. Vaya usted junto a ella,querido amigo, tráiganos a todos la tran-quilidad, háganos dichosos!

Mittler no profirió una palabra. Eduardoprosiguió.

-Mi destino y el de Otilia no pueden estarseparados y no vamos a sucumbir. ¡Mire estevaso! Tiene grabadas nuestras iniciales. En me-dio del júbilo alguien lo tiró por los aires; nadiedebía volver a beber de este vaso, iba a estre-llarse contra el suelo de roca, pero lo atraparonal vuelo. Lo pude volver a recuperar a un altoprecio, y ahora bebo a diario por él para con-vencerme también a diario de que las ligadurasatadas por el destino son indestructibles.

-¡Ay de mí! -gritó Mittler-, ¡Qué pacienciatengo que tener con mis amigos! Sólo me falta-

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ba toparme con la superstición, que es la quemás odio y la que más dañina me parece detodas las manifestaciones humanas. Jugamoscon predicciones y sueños y es con eso con loque tratamos de darle sentido a la vida cotidia-na. Y, luego, cuando la propia vida adquieresentido, cuando todo se conmueve a nuestroalrededor y brama amenazador, entonces latormenta aún provoca más miedo por culpa deesos fantasmas.

-Déjele usted al corazón necesitado -exclamó Eduardo-, que encuentre en medio deesa incertidumbre de la vida, en medio de esaesperanza y ese temor, una suerte de estrellaconductora a la que pueda dirigir su mirada, sies que no es capaz de orientarse por ella.

-De buen grado lo haría -repuso Mittler- sipudiera esperar que se actuara con cierta dosisde consecuencia, pero lo que he visto siemprees que nadie se ocupa de los malos presagios,que toda la atención se dirige única y exclusi-vamente a lo que resulta halagador y promete-

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dor y que toda la fe se pone en esas buenas se-ñales.

Viendo Mittler que lo conducían a esas re-giones oscuras en las que siempre se sentía in-cómodo, sobre todo cuanto más se demorabaen ellas, se mostró más receptivo a cumplir elimperioso deseo de Eduardo de ir a ver a Car-lota. Porque, en efecto ¿qué le iba a replicar aEduardo en estos momentos? Después de me-ditarlo un poco, también él comprendió que loúnico que podía hacer por ahora era ganartiempo e ir a ver cómo estaban las cosas con lasmujeres.

Se apresuró a ir a ver a Carlota, a la que en-contró como siempre dueña de sí misma y se-rena. Fue ella la que le informó de buen gradode todo lo que había ocurrido, porque de laspalabras de Eduardo Mittler sólo había podidodeducir las consecuencias, pero no las causas.Por su parte él se mostró precavido, pero nopudo evitar que se le escapara la palabra divor-cio de pasada. ¡Cuál no sería su sorpresa y su

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admiración, y de acuerdo con su manera depensar cuál no sería su alegría!, cuando Carlota,después de referirle tantas cosas tristes final-mente le dijo:

-Tengo que creer, tengo que esperar que to-do volverá a su cauce y que Eduardo volverá aacercarse a mí. ¿Cómo podría ser de otro modocuando me encuentra usted en estado de buenaesperanza?

-¿He comprendido bien? -interrumpió Mit-tler.

-Perfectamente -replicó Carlota.-¡Bendita sea mil veces esa noticia! -exclamó

él, juntando sus manos-. Conozco la fuerza deeste argumento sobre el alma de un hombre.¡Cuántos matrimonios he visto adelantarse,reafirmarse, restablecerse gracias a él! Esa bue-na esperanza actúa más que mil palabras y es,de veras, la mejor esperanza que podemos te-ner. Sin embargo -continuó-, por lo que a mírespecta debería sentirme disgustado. En estecaso, ya lo veo, no habrá motivo para halagar

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mi vanidad. Con ustedes no me haré merecedorde ningún agradecimiento. Me siento como unmédico amigo mío al que le salían bien todoslos tratamientos que aplicaba a los pobres porel amor de Dios, pero que casi nunca conseguíacurar a un rico que le habría pagado generosa-mente. Felizmente aquí las cosas se arreglaránde suyo, porque mis esfuerzos y mis argumen-tos habrían sido infructuosos.

Carlota le pidió que le llevase a Eduardo lanoticia, que le entregase una carta suya y vieraqué podía hacer, cómo se podían arreglar lascosas. Pero él no quiso.

-Ya está todo arreglado -exclamó-. ¡Escribausted! Cualquier mensajero podrá hacer lomismo que yo. Tengo que dirigir mis pasos adonde juzgo que soy más necesario. Sólo volve-ré para felicitarles, regresaré para el bautismo.

Esta vez, como tantas otras, Carlota se que-dó descontenta con la actuación de Mittler. Esverdad que a veces su forma de actuar, tan rá-pida, conseguía algo bueno, pero su excesiva

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precipitación también era culpable de algunosfracasos. Y no había nadie que dependiera másque él de las ideas preconcebidas de cada ins-tante.

El mensajero de Carlota llegó a casa deEduardo, quien lo recibió medio asustado. Lacarta podía inclinarse tanto por el sí como porel no. Durante largo rato no se atrevió a abrirla,y después ¡qué choque al leerla, cómo se quedópetrificado cuando llegó al pasaje con que ter-minaba la carta!:

«Recuerda aquellas horas nocturnas en quevisitaste a tu esposa como si fueras un amanteaventurero y en que la atrajiste irresistiblemen-te hacia tus brazos, tomándola entre ellos comoa una amante, como a una novia. Deja que ve-neremos en esa rara contingencia una señal delcielo, que se preocupó de hacer nacer un nuevovínculo para nuestra relación en el mismo ins-tante en que la dicha de nuestra vida amenaza-ba con desmoronarse y desaparecer».

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Lo que sucedió en el alma de Eduardo apartir de aquel momento sería cosa difícil dedescribir. En estas situaciones de apuro suelenacabar reapareciendo las antiguas costumbres einclinaciones para matar el tiempo y llenar elespacio vital. Para el noble, la caza y la guerraconstituyen siempre un recurso preparado.Eduardo sintió ansias de riesgo exterior a fin deencontrar un equilibrio con el peligro interior.Tuvo deseos de acabar, porque la existenciaamenazaba con volvérsele insoportable. Sí, paraél era un consuelo pensar que ya no estaría ahíy que así podría hacer dichosos a sus seres que-ridos y a sus amigos, Nadie se oponía a susdesignios puesto que mantenía su resolución ensecreto. Redactó su testamento en debida for-ma; fue una dulce sensación poder dejarleaquel caserío a Otilia. También se ocupó deCarlota, del niño por nacer, del capitán y de suscriados. La guerra que acababa de estallar otravez favorecía sus planes. Cuando era joven al-

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gunos militares mediocres le habían hecho lavida imposible y por eso había abandonado elservicio, pero ahora le parecía una sensaciónmaravillosa poder salir a la guerra con un jefedel que podía decir: bajo su mando la muerte esprobable y la victoria segura.

Cuando supo el secreto de Carlota, Otilia,tan afectada como Eduardo, se encerró en símisma. Ya no tenía nada más que decir. Ya nopodía esperar ni debía desear nada. Pero sudiario, del que pensamos ofrecer algunos ex-tractos, nos permitirá echar una ojeada a lo queocurría en su fuero interno.

Segunda parte

Capítulo 1

En la vida corriente nos ocurre muy a me-nudo algo que en la epopeya solemos alabarpor considerarlo un rasgo de genialidad del

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artista, a saber, que cuando las figuras princi-pales se alejan, se retiran o se entregan al ocio,de inmediato una segunda o tercera persona,que hasta ahora apenas nos había llamado laatención, ocupa por completo su lugar y comoenseguida pone en obra toda su actividad tam-bién nos parece en el acto merecedora de nues-tra atención, digna de nuestro interés y hasta denuestra alabanza y afecto.

Pues bien, en cuanto se alejaron el capitán yEduardo, también fue cobrando día a día ma-yor importancia aquel arquitecto del que de-pendía única y exclusivamente la organizacióny ejecución de varios proyectos, que por ciertosabía llevar a cabo con gran exactitud, rapidez einteligencia, además de ayudar a las señoras demil maneras y de ser capaz de entretenerlas ydarles conversación en los momentos de si-lencio y aburrimiento. Su propio aspecto exter-no ya era de los que inspiran confianza y des-piertan el afecto de los demás. Era un jovencitoen toda la acepción del término, de cuerpo bien

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formado, delgado, más bien alto, modesto sinser pusilánime y familiar sin resultar indiscreto.Se hacía cargo de todos los problemas y esfuer-zos con buen humor y como tenía una granfacilidad para el cálculo, muy pronto la admi-nistración de toda la casa no tuvo secretos paraél y su buena influencia se dejaba sentir portodas partes. Normalmente dejaban que fueraél quien recibiera a los extraños y se mostrabaperfectamente capaz de rechazar una visitainesperada o por lo menos de preparar a lasmujeres para que no les causara ningún inco-modo.

Entre estas visitas hubo un día un jovenabogado que le dio mucho quehacer, porquevenía enviado por un noble del vecindario yquería hablarle a Carlota de un asunto que, sinser de especial importancia, a ella le causabauna íntima perturbación. No podemos por me-nos de recordar este suceso, porque fue un es-tímulo para ciertas cosas que de lo contrariohabrían quedado aletargadas mucho más tiem-

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po.Recordemos aquellas mejoras que había

emprendido Carlota en el cementerio de la igle-sia. Habían sacado de su sitio las losas y mo-numentos funerarios y ahora estaban apoyadosa lo largo del muro, en el zócalo de la iglesia. Elresto del terreno había sido allanado. Menos unancho camino que conducía a la iglesia y desdeella, rodeándola, a una cancilla lateral, el restode la superficie había sido plantado con diver-sos tipos de trébol que ahora lucía el más her-moso color verde brillante. A partir de ahoralas nuevas tumbas debían colocarse empezandopor el final, siguiendo cierto orden, pero siem-pre volviendo a alisar y sembrar conveniente-mente el lugar. Nadie podía negar que estosarreglos le daban a la entrada de la iglesia unaspecto mucho más alegre y digno los domin-gos y días de fiesta. Hasta el pastor, de edadavanzada y aferrado a sus antiguas costumbres,que al principio no se había mostrado espe-cialmente contento con las obras, se sentía aho-

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ra dichoso cuando, igual que Filemón con suBaucis, se sentaba a descansar bajo los viejostilos delante de la puerta trasera de su casa ypodía contemplar en lugar de un montón detumbas mal cuidadas un hermoso tapiz de co-lores que, además, sólo redundaba en beneficiode su propia familia, porque Carlota había des-tinado el usufructo de aquella parcela a la pa-rroquia.

Pero ya hacía algún tiempo que, pasandoesto por alto, algunos miembros de la parro-quia habían mostrado su desaprobación por elhecho de que se hubieran retirado las ins-cripciones de los lugares donde descansabansus parientes, borrando casi su memoria coneste proceder; porque aunque los monumentos,bien conservados, indicaban quién estaba ente-rrado en el recinto, no decían dónde y segúnafirmaban muchos lo que importaba era preci-samente el dónde.

Ésta era precisamente la opinión de unafamilia vecina que hacía años que había reser-

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vado para los suyos un sitio en este lugar dereposo y que a cambio le había sufragado a laiglesia una pequeña fundación. Ahora manda-ban al joven abogado para revocar la fundacióny hacer ver que no seguirían pagando, puestoque la condición bajo la que se había hechoaquella donación había sido eliminada de for-ma unilateral sin tener en cuenta ni a los repre-sentantes de las otras partes ni las protestas. Ensu calidad de promotora del cambio, Carlotaquería hablar personalmente con el joven,quien supo exponer sus motivos y los de sumandador de modo bastante vivo, aunque sinllegar a la impertinencia, por lo que dio bastan-te que pensar a los presentes.

-Ya ve usted -dijo después de un brevepreámbulo en el que trató de justificar su insis-tencia-, ya ve usted que tanto al pequeño comoal grande lo que le importa es marcar el lugarque acoge a los suyos. Hasta para el más pobrede los campesinos, cuando entierra a un hijo, esun consuelo poder colocar una triste cruz de

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madera sobre su tumba y adornarla con unacorona, para tratar de mantener vivo el recuer-do por lo menos tanto tiempo como dura eldolor, por mucho que un signo de este tipo estéabocado a desaparecer con el tiempo igual queel propio duelo. Los ricos cambian esas made-ras por cruces de hierro a las que protegen yconsolidan de mil maneras y aquí ya tenemosuna duración de años. Pero como también éstasacaban por caerse y se dejan de ver, los pudien-tes se apresuran a erigir una piedra que prome-te durar varias generaciones y que puede serrenovada y restaurada por los descendientes.Pero no es la piedra la que nos atrae, sino loque guarda debajo, lo que ha sido confiado a latierra junto a ella. No se trata tanto de la memo-ria como de la persona misma, no importa tan-to el recuerdo como la presencia. Personalmen-te prefiero estrechar a un ser querido que ya hafallecido y lo hago de modo mucho más íntimocuando reposa en una tumba en la tierra que enun monumento, porque el monumento es poca

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cosa en sí mismo, pero hay que reconocer queactúa como un emblema y que a su alrededorse reúnen esposos, parientes y amigos, inclusodespués de su muerte, y el vivo debe conservarel derecho a alejar o echar fuera del lugar endonde reposan sus seres queridos a los extra-ños o malintencionados.

»Por eso considero que mi cliente tiene todoel derecho a revocar la fundación, y hasta meparece que se comporta con moderación, por-que los miembros de la familia han sido per-judicados de una manera que no tiene repara-ción posible. Se les ha privado del dulce y dolo-roso sentimiento de llevar a sus muertos unaofrenda, se les ha privado de la consoladora es-peranza de poder reposar algún día a sudado.

-El asunto no tiene tanta importancia -repuso Carlota- como para meternos en lascomplicaciones de un proceso judicial. Mearrepiento tan poco de mis arreglos que de bue-na gana indemnizaré a la iglesia por lo que va aperder. Pero le tengo que confesar con toda

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sinceridad que sus argumentos no me han con-vencido. El puro sentimiento de una igualdadfinal universal, por lo menos después de lamuerte, me parece más tranquilizador que esamachacona y obstinada insistencia en prolon-gar nuestras personalidades, afectos y modosde vida. ¿Y usted, qué opina? -dijo dirigiéndoseal arquitecto.

-En este asunto no me gustaría discutir nidecidir nada -repuso él-. Permítame expresarlehumildemente lo que tiene que ver con mi artey mis ideas. Puesto que actualmente ya no te-nemos la dicha de poder estrechar junto a nues-tro pecho los restos de un ser querido metidosen una urna, desde el momento en que tampo-co somos ya tan ricos ni tenemos tanta sereni-dad como para conservarlos intactos en gran-des sarcófagos bien decorados, y como ya nisiquiera tenemos suficiente espacio en las igle-sias para nosotros y para los nuestros, sino queestamos obligados a reposar al aire libre, piensoque en estas condiciones tenemos motivos, se-

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ñora, para aprobar los arreglos que usted hapuesto en marcha. Cuando los miembros deuna parroquia yacen en hileras unos junto aotros, están reposando con los suyos y entre lossuyos, y cuando llegue el día en que nos tengaque acoger la tierra yo no encuentro nada másnatural y más limpio que allanar todas esastumbas que han ido surgiendo de modo casualy que se van desmoronando poco a poco, igua-lar todo cuanto antes y hacer que nos resultealgo más ligero a cada uno el peso de la tapaque nos habrá de cubrir por el hecho de podercompartirla con los demás.

-¿Pero habría que hacer todo eso sin ningúntipo de señal de recuerdo, sin nada que despier-te nuestra memoria? -preguntó Otilia.

-¡De ningún modo! -replicó el arquitecto-;no es del recuerdo, sino del lugar del que te-nemos que olvidarnos. El arquitecto, el escul-tor, están altamente interesados en que las per-sonas esperen de su mano y de su arte una se-ñal de perduración de su existencia. Y por eso

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me gustaría que hubiera monumentos bienconcebidos, bien ejecutados y no despa-rramados casualmente y de modo aislado, sinoreunidos en un lugar en el que pudieran confiaren lograr alguna duración. Puesto que hasta losmás piadosos y los más importantes renuncianal privilegio de reposar en persona en las igle-sias, habría que levantar allí o en hermosas sa-las en torno a los lugares de entierro inscripcio-nes y placas votivas. Se les podrían sugerir másde mil formas, mil tipos de motivos de-corativos.

-Si los artistas tienen una imaginación tanrica -replicó Carlota-, dígame usted por qué nose les puede sacar nunca de la misma sempiter-na forma de un pequeño obelisco, una columnatruncada o una urna de cenizas. En lugar deesos cientos de invenciones de los que usted sejacta yo sólo he visto siempre una y mil repeti-ciones de lo mismo.

-Eso será aquí -replicó el arquitecto-, perono en todas partes. Y en general con las inven-

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ciones y su adecuada aplicación sucede algomuy particular. Sobre todo en este caso resultabastante difícil alegrar un objeto tan grave y nocaer en lo desagradable por el hecho de que setrate de un asunto efectivamente desagradable.Por lo que respecta a bocetos de monumentosde todo tipo, yo tengo una buena colección y selos puedo mostrar cuando quiera, pero el mo-numento más hermoso del hombre es su propioretrato. Da mejor que nada la idea de lo que erala persona; es el mejor texto, y puede servirpara muchas o pocas notas; lo que pasa es quehabría que hacer el retrato en lo mejor de laedad, cosa que se suele olvidar. Nadie piensaen conservar formas vivas y cuando se hace esde modo insuficiente. Así que se toma a todaprisa el molde del muerto, se posa su máscarasobre un bloque y a eso se le llama un busto.¡Qué pocas veces consigue el artista volver adarle completamente la vida!

-Sin saberlo y tal vez sin proponérselo hallevado usted esta conversación completamente

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a mi gusto -dijo Carlota-. Después de todo, laimagen de un ser humano es completamenteautónoma y en cualquier lugar en que se en-cuentre existe por sí misma y no podemos exi-girle que designe el auténtico emplazamientode su sepultura. ¿Pero, me permite que le con-fiese un extraño sentimiento? También tengouna especie de repugnancia frente a los retra-tos; me parece como si me hicieran un calladoreproche; aluden a algo lejano, pasado, y merecuerdan hasta qué punto es difícil honraradecuadamente lo presente. Si pensamos cuán-ta gente hemos visto y conocido y si nos atre-vemos a admitir lo poco que hemos sido paraellos y ellos para nosotros, ¡qué mal nos senti-mos! Coincidimos con personas inteligentes yno hablamos con ellas, nos encontramos consabios y no aprendemos nada de ellos, vemos agrandes viajeros y no les preguntamos nada,nos topamos con personas amables y afectuosasy no les damos ni una muestra de amabilidad.

»Y lo malo es que eso no nos ocurre sólo

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con los que se limitan a pasar de largo. Las so-ciedades y familias se comportan así con susmiembros más queridos, los estados con susmás dignos ciudadanos, los pueblos con susmejores príncipes, las naciones con las personasmás excelentes.

»Una vez escuché que alguien preguntabapor qué se habla bien de los muertos sin ningu-na reserva mientras que de los vivos sólo sedicen cosas buenas con cierta precaución. Larespuesta fue: porque de aquellos no tenemosnada que temer, mientras que éstos todavía sepueden atravesar en nuestro camino. Así deimpura es nuestra preocupación por la memo-ria de los demás; por lo general no es sino unjuego egoísta, mientras que sería algo muy se-rio y sagrado tratar de mantener siempre viva yactiva la relación que nos une a los que todavíaestán aquí.

Capítulo 2

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Al día siguiente, todavía viva la excitaciónproducida por estos acontecimientos y las con-versaciones que de ellos se habían derivado,todos se encaminaron al cementerio, en dondeel arquitecto hizo algunas sugerencias afortu-nadas para decorarlo y hacerlo más grato. Perosus cuidados también se extendieron a la igle-sia, un edificio que ya había llamado su aten-ción desde el principio.

Aquella iglesia, que respetaba unas hermo-sas proporciones, había sido construida hacíavarios siglos de acuerdo con el estilo alemán 5 yostentaba una decoración agradable. Era fácildeducir que había sido el arquitecto de un con-vento vecino el que también había empleado sucelo y sus cuidados en ese edificio menor, queseguía produciendo un efecto grave y agrada-ble sobre el espectador, a pesar de que la nuevadecoración del interior, arreglada para el cultoprotestante, le había privado de parte de su

5 Se refiere al estilo gótico. (N. del T.)

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tranquila majestad.Al arquitecto no le resultó difícil obtener de

Carlota una módica suma con la que pensabarestaurar tanto el exterior como el interior vol-viendo a darle al edificio su estilo primitivo ytratando de conciliarlo con el lugar de reposoeterno que se extendía ante él. Él mismo teníabastante habilidad y gustosamente retendríatambién a algunos albañiles que todavía esta-ban ocupados en la construcción de la casa has-ta que quedara terminada aquella obra piadosa.

Pero ahora se trataba de examinar el propioedificio junto con todo lo que le rodeaba y lasconstrucciones anejas y, para mayor sorpresa ydelicia del arquitecto, encontraron una capillitalateral poco destacada, cuyas proporciones aúneran más espirituales y ligeras y cuyos adornosaún eran más agradables y estaban mejor ela-borados. Contenía también algunos restos deesculturas y pinturas del antiguo culto 6, que

6 Esto es, el culto católico, luego sustituido

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sabía señalar cada fiesta con distintas imágenesy otros aditamentos, celebrando cada una demodo especial.

El arquitecto no pudo por menos de incluirde inmediato la capilla en su plan y de quererrestaurar especialmente aquel pequeño reductoa modo de monumento que sirviera de recuer-do de los antiguos tiempos y estilo. Ya se ima-ginaba las superficies vacías decoradas a sugusto y se alegraba pensando en poder ejercerallí su talento como pintor, pero de momento seguardó su plan en secreto y no le dijo nada asus compañeras.

Antes que nada, tal como lo había prometi-do, les enseñó a las mujeres distintas reproduc-ciones y bocetos de antiguos monumentos fu-nerarios, de vasijas y otras cosas por el estilo, ycuando la conversación recayó sobre la mayorsimplicidad de las tumbas de los pueblos nór-dicos, les mostró su colección de armas y uten-

por el protestante. (N. del T.)

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silios encontrados en aquellas tierras. Habíacolocado todo de modo muy limpio y fácil detransportar sobre unas tablas de madera recu-biertas con paños que a su vez se metían dentrode cajones y casilleros, de tal manera que, gra-cias a sus cuidados, aquellos objetos viejos ygraves se revestían de cierta coquetería y resul-taba tan placentero contemplarlos como lascajas de muestras de un modisto. Y una vez quehabía empezado a mostrar sus cosas, como lasoledad pedía algún entretenimiento, solía apa-recer cada noche con una parte de sus tesoros.Por lo general eran de origen alemán: brácteas,monedas gruesas, sellos y este tipo de cosas.Todos aquellos objetos conducían la imagina-ción hacia los tiempos antiguos, y como final-mente también adornó su conversación con losinicios de la imprenta, los grabados sobre ma-dera y los más antiguos de cobre, y como, en elmismo sentido, también la iglesia crecía cadadía en pinturas y otros adornos que de algúnmodo la acercaban cada vez más a su pasado,

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casi había que preguntarse si seguían viviendoen la época actual, si acaso no era un sueñodemorarse en usos, costumbres, modos de viday convicciones tan diferentes.

Preparadas por todas aquellas cosas, lo quefinalmente le causó mayor efecto a las mujeresfue un gran portafolios con el que les aparecióel arquitecto un día. Es verdad que sólo conte-nía los contornos a grandes rasgos de algunasfiguras, pero como los había calcado de lospropios originales, habían conservado perfec-tamente todo su carácter primitivo y ¡cuánto legustó ese carácter a sus espectadoras! De todasaquellas figuras sólo se desprendía la esenciamás pura, de todas se podía decir que erancuanto menos buenas, si no nobles. Un serenorecogimiento, la aceptación gustosa de un sersupremo, la entrega callada al amor y la espe-ranza se reflejaba en todos los rostros y en to-dos los gestos. El anciano con el cráneo calvo, elniño lleno de bucles, el alegre jovencito, elhombre serio, el santo transfigurado, el ángel

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flotando en los aires, todos parecían dichososen una inocente satisfacción, en una piadosaespera. Hasta las cosas más corrientes tenían unaire celestial y parecía que una actitud propiciaal servicio divino se adecuaba a la forma de serde cada uno.

Probablemente la mayoría suele mirar haciaesas regiones como hacia una desaparecidaedad dorada, un paraíso perdido. Tal vez sóloOtilia estaba en situación de poder sentirse en-tre sus semejantes.

¿Quién hubiera podido resistirse cuando,con ocasión de aquellos modelos primitivos, elarquitecto se ofreció a pintar los espacios vacíosde entre los arcos ojivales de la capilla paradejar así grabado permanentemente su recuer-do en aquel lugar en el que había sido tan di-choso? Se explicó al respecto con algo de me-lancolía, porque tal como estaban las cosas bienpodía ver que su estancia en aquella sociedadtan perfecta no podía durar siempre y que se-guramente tendría que interrumpirla pronto.

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Es verdad que aquellos días no eran ricosen sucesos, pero sí que estaban colmados deocasiones para mantener conversaciones serias.Aprovecharemos la oportunidad para dar aconocer una parte de lo que anotó Otilia en sudiario y no encontramos mejor transición paraello que una comparación que se impone alhojear sus amables páginas.

Hemos oído hablar de una costumbre parti-cular de la marina inglesa. Todas las cuerdas dela flota real, de la más fuerte a la más delgada,están trenzadas de tal manera que un hilo rojolas atraviesa todas; no es posible desatar estehilo sin que se deshaga el conjunto y eso permi-te reconocer hasta el más pequeño fragmentode cuerda que pertenece a la corona.

Del mismo modo, todo el diario de Otiliaestá recorrido por un hilo de afecto y ternuraque todo lo une y que caracteriza al conjunto.Efectivamente, todas las observaciones, re-flexiones, sentencias prestadas y lo que allípueda aparecer, son especialmente propias de

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quien las escribe y de gran importancia paraella. Se puede decir que cualquiera de los pa-sajes sueltos que hemos elegido y que damos aconocer nos ofrece un claro testimonio de ello.

Del diario de Otilia

Descansar al lado de aquellos a quienes seama es la idea más grata que puede tener unapersona si piensa alguna vez en lo que hay másallá de la vida. ¡«Estar junto a los suyos» es unaexpresión tan conmovedora!

Hay algunos monumentos y otros signosque nos traen más cerca a los que están lejos oya nos han dejado para siempre. Pero ningunoes tan importante como el retrato. Hablar con elretrato de un ser querido, incluso cuando nopresenta un gran parecido, tiene un encantosimilar al que también tiene a veces discutir conun amigo. Sentimos de modo muy grato quesomos dos y que sin embargo no nos podemosseparar.

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A veces hablamos con una persona que estádelante como si fuera un retrato. No necesitahablar, no necesita mirarnos ni ocuparse denosotros: nosotros lavemos, sentimos el vínculoque tenemos con ella y hasta es posible queesos vínculos se hagan más estrechos sin queella haga nada en ese sentido, sin que llegue asentir nunca que se comporta en relación connosotros como un mero retrato.

Nunca estamos contentos con el retrato delas personas que conocemos. Por eso siempreme han dado lástima los pintores de retratos. Esbastante inusual que se le exija a alguien lo im-posible, pero precisamente es lo que se hacecon éstos. Tienen que conseguir captar en susretratos, para cada uno de nosotros, el afecto ola antipatía que nos inspira cada persona; no sepueden limitar a representar a una persona talcomo ellos la ven, sino como la vería cada unode nosotros. No me sorprende nada que esosartistas se vuelvan con el tiempo cada vez másobtusos, indiferentes y obstinados. Y no impor-

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taría mucho lo que les pasa si no fuera porquepor culpa de eso nos vemos privados de losretratos de muchas personas apreciadas y que-ridas.

Es la pura verdad, la colección del arquitec-to con esas armas y utensilios antiguos que seencontraban, como los cuerpos, recubiertos deelevados túmulos de tierra y fragmentos deroca, nos demuestra lo inútil de los desveloshumanos por conservar la personalidad des-pués de la muerte. ¡Y cuál no será nuestra capa-cidad de contradicción! El arquitecto admitehaber abierto él mismo esas tumbas de nuestrosantepasados y sin embargo continúa ocupán-dose de levantar monumentos para la posteri-dad.

Pero ¿por qué hay que tomarlo de un modotan riguroso? ¿Es que todo lo que hacemos espara la eternidad? ¿Acaso no nos vestimos cadamañana para volver a desvestirnos cada noche?¿No marchamos de viaje para luego regresar?¿Y por qué no íbamos a desear descansar junto

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a los nuestros, aunque sólo fuera por espacio deun siglo?

Cuando vemos tantas losas sepultadas, gas-tadas por los fieles que caminan sobre ellas, yvemos las propias iglesias caídas sobre sustumbas, la vida después de la muerte nos pue-de seguir pareciendo como una segunda vidaen la que sólo entramos bajo la forma de laimagen o la inscripción y en la que permane-cemos más tiempo que en la auténtica vida vi-vida. Pero también esa imagen, esa segundaexistencia, se acaba desvaneciendo tarde otemprano. Lo mismo que sobre los hombres,tampoco sobre los monumentos se deja el tiem-po robar sus derechos.

Capítulo 3

Es una sensación tan agradable dedicarse aalgo que sólo se sabe hacer a medias que nadiedebería hacerle reproches al diletante por en-tregarse a un arte que nunca llegará a dominar

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del todo ni tampoco al artista por salir fuera delos límites de su arte cuando siente deseos deexplorar un campo vecino al suyo.

Con esta benevolencia es con la que consi-deramos las disposiciones del arquitecto parapintar la capilla. Los colores ya estaban prepa-rados, las medidas tomadas, los cartones dibu-jados; había renunciado a toda pretensión deinventiva y se atenía a sus bocetos: su únicocuidado era distribuir acertadamente y sin caeren el mal gusto las figuras sentadas o flotantescon las que quería adornar los espacios vacíos.

El andamio estaba ya instalado y el trabajoavanzado y como ya había terminado algunaspartes que llamaban la atención no podía resul-tarle desagradable que le visitaran Carlota yOtilia. Los rostros animados de los ángeles, losropajes llenos de movimiento destacando sobreel fondo azul del cielo alegraban la vista altiempo que irradiaban una calma piadosa queinvitaba al recogimiento y producía una granternura.

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Las mujeres habían subido a reunirse con élal andamio y Otilia apenas había percibido concuánta mesurada facilidad y ligereza avanzabala tarea, cuando notó como si de pronto se des-arrollara en ella todo lo que había aprendidoantiguamente en sus clases y, agarrando pincely pintura, y de acuerdo con las indicacionesque le proporcionaron, pintó un vestido llenode pliegues con tanta pureza como habilidad.

Carlota, que siempre se alegraba cuandoveía que Otilia se distraía y entretenía de algúnmodo, dejó que los dos continuaran su tarea yse marchó por su cuenta para poder aban-donarse a sus reflexiones personales y tratar deponer en claro algunas inquietudes y preocu-paciones que no podía confiarle a nadie.

Si las personas corrientes consiguen arran-carnos una sonrisa piadosa cuando vemos quelos problemas comunes de cada día provocanen ellos una conducta apasionada y ansiosa,por el contrario, contemplamos llenos de teme-roso respeto un espíritu en el que se ha sem-

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brado el germen de un gran destino y que tieneque aguardar a que se desarrolle el fruto conce-bido no pudiendo o no sintiéndose legitimadopara acelerar lo bueno o lo malo, la dicha o ladesdicha que de allí pueda surgir.

Eduardo había contestado por mediacióndel mensajero que le había enviado Carlota ensu soledad, y lo había hecho de modo amistosoy sentido, pero más contenido y serio que ver-daderamente confiado y afectuoso. Poco des-pués, había desaparecido y su esposa no habíaconseguido obtener noticias de su paraderohasta que tropezó casualmente con su nombreen los periódicos, donde lo citaban de mododestacado como uno de los que se habían dis-tinguido en una importante acción de guerra.Ahora ya sabía el camino que había elegido yaunque se enteró de que había escapado a gran-des peligros, también se convenció de que tra-taría de buscar otros mayores y no pudo dejarde comprender que sería muy difícil tratar deimpedirle que tomase resoluciones extremas.

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Siempre llevaba consigo esa preocupación, peropor más vueltas que le daba, no hallaba ningúnviso de solución, nada que pudiera tranquili-zarla.

Mientras tanto, Otilia, que no sospechabanada de esto, se había aficionado sobremaneraa la nueva tarea y había obtenido fácilmente deCarlota el permiso para poder continuarla demanera regular. Así, el trabajo avanzaba a pa-sos agigantados y el azul del cielo pronto estu-vo poblado con dignos habitantes. Gracias a lapráctica continuada, Otilia y el arquitecto al-canzaron mayor libertad en las últimas imá-genes, que mejoraron visiblemente. En cuanto alos rostros, de los que se había encargado ex-clusivamente el arquitecto, iban mostrandocada vez en mayor medida una particularidadmuy notable: empezaron a parecerse todos aOtilia. La proximidad de aquella hermosa niñatuvo que producir una impresión tan viva en elalma del joven, quien todavía no había conce-bido previamente ninguna fisionomía natural

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ni artística, que poco a poco, y sin darse cuenta,en el camino del ojo a la mano nada se perdía, yal final ambos órganos trabajaban simultánea-mente y de común acuerdo. En resumen, unade las últimas caras le salió tan perfecta queparecía como si la propia Otilia estuviera con-templándoles desde las celestiales alturas.

La bóveda ya estaba lista; habían decididodecorar los muros con gran sencillez, aplicán-doles únicamente una capa de pintura clara detonalidad marrón. De ese modo, la delicadezade las columnas y los artísticos ornamentosesculpidos destacarían mejor sobre un fondooscuro. Pero como en estos asuntos una cosasiempre llama a otra, decidieron pintar tambiénflores y racimos de frutas que unirían simbóli-camente el cielo con la tierra. Y aquí estaba Oti-lia plenamente en su terreno. Los jardines leproporcionaban los más bellos modelos y apesar de que las coronas estaban ricamente pro-vistas, consiguieron acabar mucho antes de lopensado.

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Sin embargo, el lugar todavía presentaba unaspecto desolado y descuidado. Los andamiosestaban arrinconados en completo desorden,las tablas tiradas unas encima de las otras, elsuelo, desigual, todavía afeado por la pinturaderramada. El arquitecto rogó a las señoras quele concedieran ocho días más y que durante eselapso de tiempo no entraran en la capilla. Fi-nalmente, una hermosa tarde las invitó a que sedirigieran allí cada una por su lado, pero lesrogó que le permitieran no acompañarlas yenseguida se retiró.

-Sea cual sea la sorpresa que nos ha prepa-rado -dijo Carlota una vez que él se hubo mar-chado- en cualquier caso no me siento con ga-nas de bajar hasta allí en estos momentos. Espe-ro que no te importe ir tú sola e informarme.Estoy segura de que habrá preparado algoagradable. Primero lo disfrutaré a través de tudescripción y después me encantará verlo conmis propios ojos.

Otilia, que sabía que Carlota tenía la cos-

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tumbre de tratar de protegerse y de evitar emo-ciones y que sobre todo no le gustaba ser sor-prendida, fue de inmediato sola a la capilla einvoluntariamente trató de encontrar al arqui-tecto, que sin embargo no apareció por ningúnsitio y seguramente se había escondido. Entróen la iglesia, que se hallaba abierta y que ya conanterioridad había sido terminada, limpiada yconsagrada. Se dirigió hacia la capilla, cuyapesada puerta revestida de bronce se abrió fá-cilmente ante ella sorprendiéndola con unavisión inesperada de la conocida estancia.

A través de la única ventana alta del recintoentraba una luz grave y colorida, porque estabagraciosamente compuesta por cristales de va-rios colores. El conjunto mostraba una tonali-dad extraña que predisponía a un peculiar es-tado de ánimo. La belleza de la bóveda y losmuros se encontraba realzada por los ornamen-tos del pavimento, que estaba compuesto deladrillos de una forma especial, unidos entre sígracias a una capa previa de escayola, y colo-

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cados siguiendo un dibujo muy hermoso. Tantolos ladrillos como las vidrieras habían sido en-cargados en secreto por el arquitecto, que habíasido capaz de instalarlos en ese breve lapso detiempo. También se había acordado de ponerasientos donde descansar. Había encontradoentre las antigüedades de la iglesia algunossitiales del coro bellamente tallados, que ahoralucían adosados con gracia alrededor de lasparedes.

Otilia se alegraba de volver a encontrar laspartes ya conocidas en medio de aquel conjuntoque le resultaba desconocido. Se paraba, iba yvenía, miraba las cosas y las contemplaba; porfin tomó asiento en una de las sillas y mientrasdirigía sus ojos a un lado y a otro le pareciócomo si ella estuviera y no estuviera, como sisintiera y no sintiera, como si todo aquello fue-ra a desaparecer delante de ella, como si ellamisma fuera a desaparecer. Y sólo cuando el solabandonó la ventana que hasta entonces habíailuminado con gran viveza despertó Otilia de

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su ensueño y se apresuró a regresar al castillo.No se ocultaba en qué momento singular

había caído esa sorpresa. Era justamente la vís-pera del cumpleaños de Eduardo, que ellahabía esperado celebrar de un modo bien dis-tinto. ¡Cómo se habría adornado todo para se-mejante ocasión! Pero ahora toda la riquezaotoñal de las flores florecía sin que nadie larecogiera. Los girasoles seguían girando surostro al sol, los ásteres seguían mirandohumildes delante de ellos, y lo que se habíautilizado para hacer coronas había servido co-mo modelo para adornar un lugar que, si no selimitaba a ser un capricho de artista, si algunavez se destinaba a algún fin concreto, parecíaapropiado para servir de lugar de común se-pultura.

Al pensar en esto no podía por menos derecordar la ruidosa actividad que había desple-gado Eduardo para celebrar su propio cum-pleaños; tenía que acordarse de la casa reciénconstruida, bajo cuyo techo tanta dicha se pro-

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metían. Hasta los fuegos artificiales parecíanestallar de nuevo en sus oídos y ante sus ojos ycuanto más sola estaba más se despertaba suimaginación; pero también tanto más sola sesentía. Ya no se sostenía en el brazo de él y noalbergaba ninguna esperanza de volver a en-contrar alguna vez allí su apoyo.

Del diario de Otilia

No puedo dejar de anotar una observacióndel joven artista: «Como en el caso de los arte-sanos, también en el de los artistas plásticos sepuede comprobar del modo más evidente quede lo que menos se puede apropiar el hombrees precisamente de lo que propiamente le per-tenece. Sus obras le abandonan igual que lospájaros abandonan el nido en el que los empo-llaron».

De todos, el que tiene el destino más extra-ño es el artista arquitecto. Cuán a menudo em-plea todo su espíritu, toda su alma, en hacer

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nacer estancias de las que tiene que excluirse así mismo. Las salas de los reyes le deben todosu esplendor, pero él no puede gozar con ellosde su magnífico efecto. En los templos trazauna frontera entre él y el ser supremo; él ya nopuede pisar las gradas que él mismo levantópara alguna emotiva solemnidad, igual que elorfebre sólo puede adorar desde lejos la custo-dia cuyas piedras preciosas y esmaltes él mis-mo colocó. Junto con las llaves del palacio elconstructor entrega al rico toda su comodidad ybienestar sin poder disfrutar de nada de ello.¿No se alejará de este modo el arte del artista,puesto que la obra, como un hijo que ya es in-dependiente, ya no provoca ninguna reacciónsobre el padre? Frente a esto, ¡cuánto debió deprogresar y de estimularse a sí mismo el artecuando estaba destinado a ocuparse casi ex-clusivamente de lo público, es decir, de todo loque pertenecía a todos y por consiguiente tam-bién al artista!

Existe una representación de los pueblos

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antiguos que me parece seria y hasta terrible. Seimaginaban a sus antepasados en muda con-versación sentados en círculo en tronos dentrode grandes cavernas. Cuando llegaba alguiennuevo, si les parecía digno, se levantaban y seinclinaban en señal de bienvenida. Ayer, cuan-do estaba sentada en la capilla y veía frente ami asiento tallado otros tantos dispuestos encírculo, me asaltó un pensamiento que me pa-reció particularmente agradable y estimulante.«¿Por qué no te quedas aquí sentada? -pensépara mis adentros-, ¿por qué no te quedas aquícallada, replegada en ti misma, mucho tiempo,mucho, hasta que lleguen los amigos ante losque te levantarías para indicarles su asiento conuna amable inclinación?» Los cristales de colo-res convierten el día en un sombrío atardecer yalguien debería inventar una lámpara eternapara que ni siquiera la noche quedara comple-tamente oscura.

Por más vueltas que le demos, uno siemprese imagina viendo. Yo creo que el hombre sólo

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sueña para no dejar de ver. Bien pudiera ocu-rrir que un día nuestra luz interior se derrama-ra fuera de nosotros al punto de que ya no ne-cesitáramos ninguna otra.

El año se acaba. El viento pasa sobre los ras-trojos y ya no encuentra nada que mover; sólolas bayas rojas de aquellos árboles esbeltos pa-recen querer recordarnos todavía algo alegre,del mismo modo que los golpes acompasadosdel segador nos despiertan el pensamiento deque en las espigas cortadas se esconde alimentoy vida.

Capítulo 4

Después de estos acontecimientos, despuésde estos sentimientos tan profundos de muertey fugacidad, ¡cómo tuvo que afectarle a Otilia lanoticia, que ya no pudieron mantenerle escon-dida más tiempo, de que Eduardo se había en-tregado a la caprichosa suerte de la guerra! Pordesgracia no se le escapó ninguna de las re-

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flexiones que tenía motivo de hacer en un casoasí. Pero, afortunadamente, el hombre sólopuede abarcar un cierto grado de desdicha; loque sobrepasa esa medida o le destruye o ledeja indiferente. Hay situaciones en las que eltemor y la esperanza van unidos, se anulan ysuperan mutuamente de modo alternante yacaban perdiéndose en una oscura insensibili-dad. De otro modo ¿cómo podríamos saber anuestros seres amados ausentes en medio de unpeligro permanente y sin embargo seguir lle-vando nuestra vida cotidiana de la manerahabitual?

Por eso, fue como si un buen espíritu sehubiera preocupado de Otilia cuando en mediode ese silencio en el que ella se iba sumiendosola y ociosa irrumpió una alocada tropa que aldarle un montón de ocupación externa y sacar-la fuera de su ensimismamiento también des-pertó en ella la sensación de su propia fuerza.

La hija de Carlota, Luciana, apenas habíasalido del internado y había entrado en el gran

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mundo, apenas se había visto rodeada por unasociedad numerosa en casa de su tía, cuandoqueriendo gustar, gustó, y un joven muy ricosintió muy pronto un violento deseo de poseer-la; en efecto, su enorme fortuna le daba derechoa apropiarse de lo mejor que encontraba encada género y le parecía que lo único que lefaltaba era una mujer completa en todos lossentidos, por la que la gente pudiera envidiarlelo mismo que le envidiaban por el resto.

Este asunto de familia era el que le habíadado tantos quebraderos de cabeza a Carlota yal que le había dedicado toda su atención y sucorrespondencia, excepto la que también diri-gía para tratar de obtener noticias más precisasde Eduardo; por eso Otilia se quedaba sola másveces de lo habitual en los últimos tiempos.Desde luego, la habían prevenido de la llegadade Luciana y ya había tomado en la casa lasnecesarias disposiciones, pero nadie se habíaimaginado que la visita llegaría tan pronto.Todavía pretendían escribir a Luciana, ponerse

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de acuerdo con ella, decidir los detalles, cuandoel vendaval cayó de golpe sobre Otilia y el cas-tillo.

Empezaron a llegar coches con doncellas ycriados, carros con cofres y cajas y ya daba lasensación de que hubiera en la casa dos o tresamos, cuando, algo más tarde, comenzaron aaparecer los propios invitados: la tía abuela conLuciana y algunas amigas y el prometido, quetampoco venía solo. El zaguán del castillo esta-ba lleno de sacos, portaabrigos y otros equipa-jes de cuero. Con mucho trabajo consiguieronclasificar todas aquellas cajas y estuches. Pare-cía que nunca iban a acabar de remover y trans-portar todo aquel equipaje. Para colmo, llovíaviolentamente y todo se hacía mucho más in-cómodo. Otilia se enfrentaba a aquella agita-ción con una actividad incesante pero tranquilay su serena habilidad brilló en su más hermosoesplendor, porque fue capaz de ordenar y colo-car todo en su sitio en muy poco tiempo. Yaestaba alojado cada cual en su habitación con

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las comodidades necesarias y ya se sentían to-dos bien servidos precisamente porque nadieles impedía servirse a sí mismos.

Después de un viaje extremadamente fati-goso a todos les hubiera gustado disfrutar dealgún descanso; el prometido hubiera queridoaproximarse a su suegra para encarecerle suamor y demostrarle sus buenas intenciones;pero Luciana era incapaz de estarse quieta. Porfin había alcanzado la dicha tan deseada depoder montar a caballo. El prometido teníahermosos caballos, así que no hubo más reme-dio que ponerse todos a cabalgar. El mal tiem-po y la lluvia, el viento y la tormenta no conta-ban para nada; era como si sólo vivieran paramojarse y volverse a secar una y otra vez. Si aella se le ocurría salir a pie no se paraba a pen-sar qué tipo de vestido llevaba ni qué calzado:había que salir a visitar el parque y los arreglosde los que tanto le habían hablado. Lo que nose podía alcanzar a pie se recorría a caballo.Pronto hubo visto todo y juzgado todo. Dada la

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viveza de su carácter resultaba difícil contrade-cirla. El grupo de amigos se resentía muchasveces, pero lo peor era para las doncellas queno acababan nunca de lavar, planchar, descosery vuelta a coser.

Apenas había agotado el entretenimiento dela casa y los alrededores cuando se sintió obli-gada a cursar visita a los vecinos. Y como ca-balgaban y rodaban a toda prisa el vecindariose extendía hasta muy lejos. El castillo estabadesbordado con visitas devueltas, al punto deque para evitar que no les encontraran en casatuvieron que fijar determinados días de recep-ción.

Mientras Carlota, junto con la tía y el admi-nistrador del prometido, se esforzaba por fijarlas condiciones del matrimonio y Otilia se pre-ocupaba con sus subordinados de que, a pesarde tener tantos comensales, no faltara de nada,para lo cual tuvo que poner en movimiento acazadores, pescadores, hortelanos y tenderos,Luciana se seguía mostrando como la cabeza de

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un cometa ardiente que arrastra tras de sí unalarga cola. Los habituales entretenimientos paravisitas pronto se le hicieron aburridos e insípi-dos. Apenas si permitía que las personas mayo-res se quedaran tranquilas en la mesa de juego:el que todavía estaba en condiciones de mo-verse de algún modo -¿y quién no se iba a po-ner en movimiento ante su encantadora insis-tencia?- tenía que unirse, si no al baile, por lomenos a los animados juegos de prendas, resca-tes y sorpresas. Y aunque todo aquello, como elrescate de las prendas, estaba pensado en supropio beneficio, también es verdad que nohabía nadie, y sobre todo ningún hombre, fuerade la índole que fuera, que saliera del juego conlas manos vacías. Es más, consiguió ganarsepor completo a algunas personas mayores deimportancia informándose de la fecha de sucumpleaños y de su santo para celebrarlo demodo especial. En ese terreno tenía un talentoextraordinario para que, aun viéndose todosobsequiados, cada cual se considerase el más

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favorecido de todos: una debilidad de la que,hasta el más anciano del grupo, se mostrabaculpable del modo más acusado.

Aunque parecía que su plan consistía engustarle a los hombres que representaban algopor su rango, consideración social, fama, ocualquier otra cosa destacada, a la vez que pre-tendía poner en ridículo la sabiduría y la re-flexión conquistando la aprobación de las per-sonas más ponderadas a su comportamientoalocado y caprichoso, tampoco los jóvenes sequedaban sin su parte: todos tenían su momen-to, su día, su hora, en la que ella sabía cómoencandilarlos y atraparlos. Y, por eso, ensegui-da puso sus ojos en el arquitecto, pero éste te-nía una manera de mirar tan candorosa bajo suscabellos negros y rizados, se mantenía tan de-recho y tranquilo apartado de todos, contestabaa todas las preguntas de un modo tan breve yrazonable, sin parecer dispuesto a que le lleva-ran más lejos, que finalmente, en parte por des-pecho y en parte por malicia, Luciana se deci-

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dió a convertirle en héroe de un día con el finde que pasara a engrosar su corte de admirado-res.

No en vano había traído tanto equipaje,pues incluso habían llegado nuevas remesasdespués de la primera. Se había preparado paraun infinito cambio de vestidos. Si, por un lado,le gustaba cambiarse tres y hasta cuatro vecesen un día mostrándose desde la mañana hastala noche con todos los ropajes propios de labuena sociedad, por otro, también aparecía decuando en cuando disfrazada como para unbaile de máscaras con ropas de campesina, pes-cadora, hada o vendedora de flores. Tampocodesdeñaba disfrazarse de vieja para que su tezjuvenil destacara tanto más fresca bajo la cofia,y la verdad es que mezclaba hasta tal punto loreal y lo imaginario que uno se creía emparen-tado con la ondina del río Saale 7.

7 La ondina del Saale es el título de una óperacómica adaptada por Vulpius para el teatro de

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Pero para lo que más empleaba aquellosdisfraces era para hacer representaciones depantomimas y danzas, en los que sabía adoptardiferentes caracteres. Un caballero de su sé-quito se las había ingeniado para acompañar alpiano sus ademanes con las escasas notas queeran necesarias; bastaba con unas pocas pala-bras y enseguida se ponían los dos al unísono.

Un día, durante el descanso de un animadobaile, alguien con quien ella se había concerta-do previamente en secreto le pidió que pusieraen escena de modo improvisado una de aque-llas representaciones; ella pareció sorprendiday apurada y contra lo que era su costumbre sehizo mucho de rogar. Se mostraba indecisa,dejaba la elección a los demás, pedía como losimprovisadores que le marcasen un tema, hastaque por fin su acompañante musical, con quienseguramente también se había puesto deacuerdo, se sentó al piano, empezó a tocar una

Weimar.

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marcha fúnebre y le pidió que interpretaraaquella Artemisa para la que tan a fondo sehabía estado preparando. Ella se dejó conven-cer y, tras una corta ausencia, apareció a los so-nes tiernos y tristes de la marcha bajo la figurade la viuda del rey, con paso lento y llevandoante sí una urna de cenizas. Detrás de ella al-guien traía una gran pizarra negra y un porta-plumas de oro con un trozo de tiza bien afilado.

Uno de sus adoradores y ayudantes, al queella dijo algo al oído, se dirigió al arquitecto yconminándole y prácticamente llevándole arastras hasta la pizarra, le pidió que en su cali-dad de arquitecto les dibujara la tumba deMausolo, lo cual significaba que no lo tomabancomo simple figurante en su representación,sino como actor importante. Por apurado quepareciese el arquitecto, incluso debido a su as-pecto externo, pues con su traje de calle negro,corto y moderno contrastaba de forma extraor-dinaria con todas aquellas gasas, crespones,flecos, volantes, borlas y coronas, enseguida se

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repuso internamente, aunque precisamente poreso aún resultaba más curioso de ver. Se plantócon la mayor seriedad ante la pizarra, sostenidapor dos pajes, y dibujó con mucho cuidado yexactitud una tumba, que sin duda habría con-venido más a un rey longobardo que a un reyde la Caria, pero que tenía unas proporcionestan hermosas, era tan severa en sus distintaspartes y tan ingeniosa en sus adornos, que re-sultaba un deleite ver cómo iba apareciendoante la vista y suscitó la admiración una vezacabada.

Durante todo aquel tiempo el arquitecto ca-si no se había vuelto hacia la reina, sino quehabía dirigido toda su atención a lo que estabahaciendo. Por fin, cuando se inclinó ante ella yle indicó que creía haber cumplido ya sus órde-nes, ella le alargó la urna y le hizo entender quele gustaría verla representada en la cima de latumba. Él procedió a hacerlo de inmediato,aunque a disgusto, porque la urna no encajabacon el estilo del resto de su esbozo. En cuanto a

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Luciana, por fin se hallaba libre de su impa-ciencia, porque su intención desde luego nohabía sido limitarse a obtener de él un dibujohecho a conciencia. Si él se hubiera conformadocon bosquejar a base de unos pocos trazos algoparecido a un monumento y el resto del tiempose hubiera ocupado de ella, no cabe duda deque se hubiera aproximado mucho más a suauténtica meta y deseos. Por el contrario, elcomportamiento del arquitecto la sumió engran confusión, porque aunque ella procurabair alternando sus expresiones de dolor o demandato con las de aprobación a lo que ibasurgiendo poco a poco ante sus ojos y aunque aveces casi lo empujaba sólo para poder entablaralgún tipo de trato con él, éste se manteníasiempre tan rígido que a ella no le quedó másremedio que recurrir demasiado a menudo a suurna, oprimiéndola contra su corazón y levan-tando los ojos al cielo, de tal modo que, como-estas situaciones siempre van en aumento, alfinal más parecía una viuda de Éfeso que una

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reina de la Caria. La representación se alargaba;el pianista, que por lo general tenía mucha pa-ciencia, ya no sabía qué tocar para salir deaquella situación. Dio gracias a Dios cuando vioalzarse la urna sobre la pirámide y cuando lareina quiso expresar su agradecimiento atacóde modo inconsciente un aire alegre, que sinduda arruinó el carácter de la representación,pero que llenó de gozo a los presentes, quienesenseguida se dispersaron, unos para mostrarlesu alegre admiración a la dama por su excelen-te interpretación y otros al arquitecto por el artey la delicadeza de su dibujo.

El prometido, particularmente, fue el quemás conversó con el arquitecto.

-Siento mucho -dijo- que el dibujo sea tanefímero. Espero que por lo menos me permitallevarlo a mi habitación y conversar sobre élcon usted.

-Si eso le complace -dijo el arquitecto- lepuedo mostrar auténticos dibujos de edificios ymonumentos de este tipo, de los que éste no es

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sino un boceto pobre y casual.Otilia no estaba lejos y se acercó a ellos.-No deje pasar la ocasión -le dijo al arqui-

tecto- de mostrarle alguna vez al señor barón sucolección; es un amigo del arte y de la antigüe-dad; me gustaría que se conocieran más de cer-ca.

Luciana irrumpió súbitamente en el grupoy preguntó:

-¿De qué están hablando?-De una colección de obras de arte -

respondió el barón- que posee este señor y quenos mostrará en alguna ocasión.

-¡Que la traiga enseguida! -exclamó Lucia-na-. ¿Verdad que nos la traerá enseguida? -añadió con voz lisonjera y tomándole amisto-samente las dos manos.

-No creo que sea éste el momento -replicó elarquitecto.

-¡Cómo! -gritó Luciana con voz imperiosa-,¿no quiere obedecer usted un mandato de sureina? -Y a continuación se puso a rogarle ter-

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camente.-¡No sea usted obstinado! -le dijo Otilia en

voz baja.El arquitecto se marchó tras hacer una in-

clinación que no era ni afirmativa ni negativa.Apenas se había marchado cuando Luciana

se puso a correr por toda la sala con un galgo.- ¡Ay! -exclamó a la vez que tropezaba ca-

sualmente con su madre-, ¡qué desgraciada soy.No me he traído mi mono. Me lo desaconseja-ron. Pero es sólo la comodidad de mi gente laque me priva de ese placer. Lo voy a mandartraer; ordenaré a alguien que vaya a buscarlo.Si por lo menos pudiera ver una imagen suyaya me sentiría consolada. Pienso mandar que lehagan un retrato y así ya nunca se apartará demi lado.

-Tal vez pueda consolarte -repuso Carlota-si mando que nos traigan de la biblioteca unvolumen entero dedicado a las más extraordi-narias imágenes de monos.

Luciana se puso a gritar de júbilo y ense-

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guida trajeron el volumen. La contemplaciónde aquellas horrendas criaturas semejantes alhombre y aun más humanizadas por el artistallenó a Luciana del mayor gozo. Pero lo que lahizo sentirse feliz del todo fue su ingenio parasacarle a cada una de aquellas figuras un pare-cido con personas conocidas.

-¿No se parece éste a mi tío? -exclamaba sinpiedad-; éste es como el del comercio de moda,éste igual al párroco S, y aquél es Fulanito encarne y hueso. En el fondo los monos son losmás elegantes de todos y es incomprensible quelos excluyan de la buena sociedad.

Decía aquello precisamente en la mejor so-ciedad, pero nadie se lo tomó a mal. Estabantodos tan acostumbrados a permitirle excesos asu encanto, que al final también le consentíantodo a su descortesía.

Mientras tanto, Otilia conversaba con elprometido. Confiaba en el regreso del arquitec-to, cuyas colecciones serias y del mejor gustolibrarían a los presentes de aquel espectáculo

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simiesco. Con esa esperanza había entabladoconversación con el barón tratando de llamarsu atención sobre algunos de aquellos objetos.Pero el arquitecto no aparecía y cuando por finregresó se metió en medio de la gente con lasmanos vacías y como si nunca le hubieran pe-dido nada. Otilia se quedó un momento, ¿cómodecirlo?, disgustada, confusa, herida. Le habíadirigido unas palabras amables, había deseadoque el prometido pasara un rato agradable y asu gusto, porque a pesar de su amor por Lucia-na parecía sufrir por el comportamiento de és-ta.

Los monos tuvieron que dejar paso a unacolación. Después, juegos de sociedad, inclusobailes, y al final vuelta a sentarse cansinamentetratando de perseguir un buen humor que yahabía desaparecido, todo lo cual, como de cos-tumbre, duró hasta bien pasadas las doce de lanoche. En efecto, Luciana se había acostumbra-do a no poder salir de la cama por las mañanasy a no poderse meter en la cama por las noches.

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De aquella época raras veces se encuentrananotados acontecimientos en el diario de Otilia,pero a cambio aparecen más a menudo máxi-mas y sentencias relativas a la vida y extraídasde ella. Pero como la mayor parte de las frasesno parecen sacadas de su propia reflexión esmuy probable que alguien le comunicase laexistencia de algún cuaderno del que ella ibatomando lo que más le conmovía. Algunas re-flexiones personales y de contenido más íntimose pueden reconocer por el hilo rojo.

Del diario de Otilia

Si nos agrada tanto mirar al futuro es porquenos gustaría que nuestros callados deseos fue-ran capaces de orientar a nuestro favor eso in-determinado que se mueve en él de un ladopara otro.

No es fácil que estemos en medio de mu-chas personas sin que se nos ocurra pensar queel azar que a tantos ha reunido bien podría traer

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también a nuestros amigos.Por muy apartado que uno viva, y antes de

poder reparar en ello, ya se ha hecho uno deu-dor o acreedor.

Cuando nos topamos con una persona quetiene algo que agradecernos enseguida nosacordamos de ello. ¡Cuántas veces nos encon-tramos con alguien a quien debemos nuestragratitud sin que caigamos en la cuenta de ellos

Comunicarse es naturaleza; recibir lo co-municado; tal como nos lo dan, es educación.

Nadie hablaría mucho en sociedad si fueraconsciente de lo a menudo que entiende malalos demás.

Seguramente si se alteran tanto las palabrasde otros al repetirlas es porque no han sidobien entendidas.

El que habla mucho tiempo antes otros, sintratar de halagar a su auditorio, despierta ani-madversión.

Toda palabra pronunciada provoca la con-traria.

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La contradicción y la lisonja constituyenambas una pésima conversación.

Las sociedades más agradables son aquellasen las que reina un sereno y mutuo respetoentre sus miembros.

No hay nada que delate mejor el carácter deun hombre que aquello que encuentra ridículo.

Lo ridículo nace de un contraste moral quelos sentidos son capaces de establecer de modoinofensivo.

El hombre en el que predominan los senti-dos, ríe a menudo de aquello que no tiene nadarisible. Sea lo que fuere lo que provoca su risa,enseguida sale ala luz su íntima complacencia.

El hombre en el que predomina el entendi-miento encuentra casi todo ridículo, el hombreen el .que predomina la razón, casi nada.

Sospechaban que un hombre entrado enaños todavía se seguía interesando por las jo-vencitas. «Es el único medio -repuso él- de re-juvenecer, y eso es lo que desea todo el mun-do.»

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Dejamos que nos digan nuestros defectos,dejamos que nos castiguen por ellos, soporta-mos con paciencia muchas cosas por su causa;pero nos volvemos impacientes cuando de loque se trata es de deshacerse de ellos.

Algunos defectos son necesarios para queexista lo individual. Seguro que sentiríamosque nuestros viejos amigos se deshicieran dedeterminadas peculiaridades.

Cuando alguien actúa de modo contrario asu forma habitual de ser, se suele decir: «Éstemuere pronto».

¿Qué defectos deberíamos conservar y has-ta cultivar? Los que antes halagan que hieren alos demás.

Las pasiones son defectos o virtudes, perollevados al extremo.

Nuestras pasiones son verdaderas aves fé-nix. Cuando se quema una antigua, enseguidarenace otra de entre las cenizas.

Las grandes pasiones son enfermedades sinremedio. Aquello que podría curarlas es lo que

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las hace más peligrosas.Una vez confesada, la pasión o aumenta o

se suaviza. Seguramente no hay nada en lo quesea tan deseable el justo medio como en la con-fianza o la reserva con las personas amadas.

Capítulo 5

Así espoleaba Luciana sin cesar la embria-guez de la vida en un remolino mundano quearrastraba tras de sí. Su corte aumentaba cadadía, en parte porque su conducta estimulaba yatraía a algunos y, en parte, porque sabía ga-narse a los otros con su amabilidad y sus dádi-vas. Era generosa en extremo, porque como elafecto de su tía y su prometido le habían depa-rado repentinamente tanta belleza y fortuna pa-recía como si no poseyera nada propio y noconociera el valor de las cosas que se habíanacumulado en su entorno. Por ejemplo, no du-daba un instante en quitarse un chal de loshombros y ponérselo a otra mujer que le pare-

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cía pobremente vestida en comparación con lasotras, y lo hacía de un modo tan gracioso, tanhábil, que nadie era capaz de rehusar su regalo.Uno de los de su séquito llevaba siempre consi-go una bolsa con la orden de informarse entodos los sitios a los que iban de quiénes eranlas personas más ancianas y enfermas, a fin dealiviar su estado aunque sólo fuera momen-táneamente. De este modo había conquistadoen toda la comarca una fama de bienhechoraque a veces hasta le resultaba incómoda, por-que le atraía a un montón de menesterosos in-oportunos.

Pero no hubo nada que acrecentara tanto sufama como su comportamiento notablementebondadoso y tenaz con un desgraciado jovenque rehuía toda compañía porque, a pesar deser guapo y bien proporcionado, había perdidosu mano derecha en una batalla, por cierto quegloriosamente. Esa mutilación provocaba en éltal desaliento, le resultaba tan sumamente pe-noso el que cada vez que le presentaban a al-

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guien él tuviera que informarle de su desgracia,que prefería esconderse, entregarse a la lecturay otros estudios y cortar de una vez para siem-pre toda relación con la sociedad.

A Luciana no le pasó por alto la existenciade este joven. Le hizo participar primero enreuniones pequeñas, luego en otras más gran-des y por fin en las mayores de todas. Se mos-traba más amable con él que con ningún otro y,sobre todo, a fuerza de imperiosa servicialidad,supo hacerle entender el valor de una pérdidaque ella se esforzaba por compensar. En la me-sa le obligaba a sentarse al lado de ella y le cor-taba la comida para que sólo tuviera que usar eltenedor. Si otras personas mayores o más dis-tinguidas le robaban su puesto vecino, ella selas arreglaba para alargar sus atenciones hastael otro lado de la mesa y la obsequiosidad delos sirvientes tenía que suplir lo que amenazabacon robarle a ella la distancia. Finalmente leanimó a escribir con la mano izquierda; ade-más, él tenía que mandarle a ella todas sus

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pruebas y de ese modo, de cerca o de lejos, ellasiempre seguía en contacto con él. El joven nosabía lo que le había pasado, pero verdadera-mente, a partir de aquel instante comenzó unanueva vida para él.

Tal vez alguien podría pensar que semejan-te conducta podía molestar al prometido, perojustamente sucedía al contrario. Contaba aque-llos esfuerzos de Luciana entre sus mayoresméritos y se sentía tanto más tranquilo porcuanto conocía la facultad casi exagerada quetenía su prometida para apartar bien lejos deella todo lo que le parecía mínimamente sospe-choso. En efecto, aunque ella quería manejar atodos a su antojo y todos estaban en peligro deverse empujados, azuzados y hasta ridiculiza-dos de algún modo, nadie podía pagarle con lamisma moneda, nadie podía tocarla sin motivo,nadie podía tornarse con ella, ni siquiera remo-tamente, una libertad que ella sí se tomaba. Y,de este modo, conseguía que nadie se propasa-ra ni se saliera fuera de los más estrictos límites

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de la decencia, límites que ella parecía trans-gredir a cada paso con los demás.

En general, se habría podido creer que sumáxima era exponerse por igual a la alabanza ya la crítica, a la simpatía y al desprecio, pues, enefecto, aunque ciertamente trataba de ganarse alos demás de mil maneras, casi siempre volvíaa estropearlo todo por culpa de su lengua vipe-rina, que no dejaba títere con cabeza. Así, nohabía visita en el vecindario, no había lugar endonde ella y sus amigos fueran amablementerecibidos, ya fuera en castillos o en casas, enque al regreso no dejara notar de la manera másextravagante su tendencia a contemplar todo lohumano únicamente por su lado ridículo. Aquíeran tres hermanos que a fuerza de cumplidosy ceremonias sobre quién debía casarse primerose habían dejado pasar la edad; allí era una mu-jer joven y pequeña casada con un hombre viejoy grande; allá, al contrario, un hombrecillo baji-to y alegre unido a una gigante patosa. En unacasa, le parecía que a cada paso se tropezaba

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uno con algún crío; en otra, que a pesar delnumeroso acompañamiento estaba vacía porfalta de niños. Los matrimonios viejos lo mejorque podían hacer era morirse pronto para quepor fin pudiera volver a reír alguien en casa, yaque no dejaban herederos legítimos. Las parejasjóvenes debían viajar, porque no les conveníadedicarse a la vida doméstica. Y, como con laspersonas, lo mismo hacía con las cosas y noperdonaba ni a edificios, ni a muebles ni al ser-vicio de mesa. Es más, los papeles y tapiceríasmurales excitaban particularmente sus bromas:de las antiguas tapicerías de lizo hasta los mo-dernos papeles pintados, desde el retrato defamilia más venerable hasta el más frívolo gra-bado moderno, todo era pasto de su escarnio,todo se puede decir que lo destrozaba con suscomentarios burlones, al punto de que cabríaasombrarse de que aún quedase algo vivo acinco millas a la redonda.

Tal vez no hubiera auténtica maldad en suafán destructivo -y seguramente lo que solía

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provocarlo era simplemente un espíritu bro-mista un poco particular, pero sí que se habíagenerado una auténtica acritud en su relacióncon Otilia. Contemplaba con desprecio desdesus alturas la actividad callada e ininterrumpi-da de la amable niña, que todos notaban y elo-giaban, y cuando salió a colación lo mucho queOtilia cuidaba los jardines e invernaderos,: nocontenta con burlarse, haciendo como que sesorprendía de que no hubiese flores ni frutos,sin querer reparar en que estaban en pleno in-vierno, a partir de aquel momento ordenó quetrajeran tal cantidad de, ramas, plantas, y todolo que estaba germinando, haciendo un autén-tico derroche de plantas para el adorno-diariode las habitaciones y la mesa, que Otilia y eljardinero no pudieron por menos de sentirseprofundamente heridos-al ver sus esperanzaspara el año siguiente y tal vez para más-tiempodestrozadas de un solo golpe.

Luciana tampoco le perdonaba a Otilia latranquila desenvoltura con que ésta llevaba la

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marcha de la casa. Otilia tenía que, acompañar-les en sus partidas de placer, en las carreras detrineos, en los bailes que se organizaban; en elvecindario; no podía temerle a la nieve ni al fríoni a la violencia de las tormentas nocturnas,puesto que los demás tampoco se morían poreso. La sensible niña sufría no poco con todoaquello, pero Luciana tampoco sacó nada enlimpio, porque por-muy sencillamente que sevistiera Otilia, con todo, siempre era o al menossiempre parecía la más bella a los ojos de loshombres. Ejercía una suave atracción que re-unía a todos los hombres a su alrededor, ya seencontrara en las primeras o en las últimas filasde los salones. Hasta el prometido de Lucianagustaba de charlar a menudo con ella, tantomás desde que había surgido un asunto que lepreocupaba y para el que requería su consejo ymediación.

Con ocasión de su colección de obras de ar-te había tenido la oportunidad de conocer me-jor al arquitecto, había hablado mucho con él

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sobre temas históricos, y también en otros mo-mentos, y muy particularmente al contemplarla capilla, había podido apreciar su talento. Elbarón era joven y rico; era coleccionista y que-ría construir; su afición era muy viva, pero susconocimientos eran escasos; creía haber encon-trado en la persona del arquitecto al hombrecon el que podría alcanzar varios de sus objeti-vos. Le había hablado a su prometida de susintenciones y ella le había alabado y estaba su-mamente satisfecha con su proposición, aunqueseguramente más por quitarle aquel joven aOtilia, ya que creía haber notado en él ciertainclinación por ella, que porque hubiera pensa-do en emplear sus talentos para sus objetivos.En efecto, a pesar de que el arquitecto se habíamostrado siempre muy activo en sus fiestasimprovisadas y de que había desplegado susrecursos en numerosas ocasiones, ella siemprecreía que podía hacer las cosas mejor que nadie,y como sus inventos y ocurrencias no solíansalirse de lo corriente, para ejecutarlos tanto

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valía un hábil ayuda de cámara como el artistamás excelente. Su imaginación nunca iba másallá de un altar para hacer ofrendas o de unacoronación de una cabeza de yeso o de unacabeza viva cuando quería hacerle a alguien uncumplido con ocasión de su cumpleaños o ani-versario.

Otilia le pudo proporcionar al prometido lamejor información cuando éste se interesó porla relación que tenía el arquitecto con la casa.Sabía que Carlota ya se había preocupado ante-riormente de la necesidad de buscarle algúnempleo, porque de no haber llegado el grupode invitados el joven habría tenido que mar-charse nada más terminar la capilla, ya quedurante el invierno quedaban necesariamenteparalizadas todas las obras y por eso resultabamuy deseable que algún nuevo protector sehiciera cargo del excelente artista dándole nue-vo empleo y estímulo.

La relación personal de Otilia con el arqui-tecto era completamente pura e inocente. Su

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agradable y activa presencia la habían alegradoy entretenido como si se hubiera tratado de lacompañía de un hermano mayor. Sus senti-mientos hacia él permanecían en la superficietranquila y desapasionada de un parentesco desangre. Porque en su corazón no había sitiopara nadie más; estaba lleno hasta rebosar desu amor por Eduardo y sólo la divinidad, quetodo lo penetra, podía compartir con él aquelalma.

Mientras tanto, cuanto más se hundían enlo profundo del invierno, cuanto más tormen-toso se hacía el tiempo y los caminos más im-practicables, tanto más atractivo resultaba pa-sar en tan buena compañía los días que decre-cían. Tras breves reflujos, la multitud volvía ainundar de cuando en cuando la casa. Afluíanoficiales de cuarteles lejanos, los más cultospara gusto de todos, los más toscos para inco-modo del grupo. Tampoco faltaban los civiles yun buen día sin previo aviso también llegaronjuntos el conde y la baronesa.

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Fue su presencia la que acabó por formarallí una auténtica corte. Los hombres de buenacasa y buena educación rodearon al conde y lasmujeres hicieron honor a la baronesa. Nadie seextrañó mucho tiempo de verlos juntos y de tanbuen humor, pues pronto se supo que la esposadel conde había fallecido y que se celebraríauna nueva unión en cuanto las conveniencias lopermitieran. Otilia recordó aquella primeravisita, todo lo que se había hablado sobre ma-trimonio y divorcio, sobre unión y separación,sobre esperanza, espera, privación y renuncia.Aquellas dos personas que en aquel entoncesno tenían ninguna perspectiva estaban ahoradelante de ella casi tocando ya la dicha quetanto habían esperado y un suspiro involunta-rio se le escapó del corazón.

Apenas se enteró Luciana de que el condeera un gran amante de la música cuando yasupo organizar un concierto; su intención eraque la oyeran acompañando con su voz la gui-tarra. Así sucedió. No era nada torpe con el

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instrumento y su voz era agradable, pero encuanto a la letra de las canciones se entendíatan poco como suele ocurrir siempre que algu-na bella alemana canta con una guitarra. Aunasí, todo el mundo se apresuró a decirle quehabía cantado con mucho sentimiento y pareciósentirse contenta con los nutridos aplausos.Pero aquella vez le ocurrió un desafortunadoincidente. Entre los presentes se encontraba unpoeta al que tenía especial interés en conquistarporque deseaba que le dedicara algunas can-ciones, motivo por el que en aquella veladaprácticamente sólo había cantado las cancionessuyas. Él se mostró cortés con ella, como todos,pero Luciana había esperado algo más. Se lodio a entender varias veces, pero no pudo ob-tener nada más de él, hasta que no pudiendocontener más su impaciencia le envió a uno desus admiradores con el encargo de que lo son-deara para saber si acaso no había estado en-cantado de escuchar sus excelentes poemas in-terpretados de manera igual de excelente.

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-¿Mis poemas? -repuso aquél con extrañe-za-. Perdone usted, señor mío -añadió- yo sólohe oído vocales y ni siquiera todas. De todosmodos es mi deber mostrarme agradecido poruna intención tan amable.

El admirador se calló y se guardó el comen-tario. El otro trató de arreglar las cosas con al-gunos hábiles cumplidos. Luciana hizo ver biena las claras su deseo de poseer también algunospoemas especialmente escritos para ella. Si nohubiese resultado demasiado descarado él bienhubiera podido presentarle el alfabeto paraque, haciendo uso de él, ella misma inventaraun poema de alabanza a su gusto adaptado auna melodía cualquiera. Pero no pudo salir deaquel asunto sin humillación. Poco tiempo des-pués se enteró de que aquella misma noche élhabía compuesto con la música de una de lasmelodías favoritas de Otilia un poema deliciosoy que era bastante más que meramente cortés.

Como todas las personas de su estilo, quesiempre mezclan lo que les favorece y lo que les

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perjudica, Luciana quiso probar suerte con larecitación. Tenía buena memoria, pero, a decirverdad, su declamación carecía de espíritu a lavez que le sobraba violencia sin tener pasión.Recitaba baladas, cuentos y todo lo que se sueledeclamar normalmente. Había adoptado ladesdichada costumbre de acompañar su recita-ción con gestos, lo cual hace que se confunda yentremezcle de modo desagradable lo épico ylírico con lo dramático.

Por suerte o por desgracia, el conde, hom-bre inteligente y avispado, que enseguida sedio cuenta de cuáles eran las simpatías, afectosy distracciones de todos los componentes deaquel grupo, encaminó a Luciana hacia unnuevo género de representación que era muyacorde con su temperamento.

-Yo encuentro -dijo- que hay aquí unascuantas personas de buena figura a las que se-guramente no les falta nada para poder imitarmovimientos y actitudes pictóricas. ¿Será po-sible que usted no haya probado todavía a re-

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presentar verdaderos cuadros famosos? Aun-que este tipo de imitación exige bastante traba-jo, a cambio también procura un deleite inima-ginable.

Luciana se dio cuenta enseguida de que allísí que se encontraría en su auténtico elemento.Su hermosa talla, sus formas llenas, su rostroregular pero no carente de expresión, sus tren-zas de color castaño claro, su cuello delgado,todo parecía hecho a propósito para una pintu-ra y si hubiera sabido que parecía más bellacuando estaba quieta que cuando se movía,porque en este último caso a veces se le es-capaba algún movimiento poco gracioso quearruinaba el conjunto, se habría entregado a esaespecie de escultura al natural con mucho máscelo todavía.

Se pusieron a buscar grabados con copiasde cuadros famosos y eligieron en primer lugarel Belísario de Van Dyck. Un hombre alto y es-belto, de una cierta edad, debía representar algeneral ciego sentado, el arquitecto haría el

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guerrero que se encuentra de pie ante el generalcon aspecto triste y compasivo y al que cierta-mente se parecía en algo. Luciana, haciendogala de bastante modestia, se había reservado elpapel de una joven del fondo que cuenta en sumano las ricas limosnas sacadas de una bolsamientras una vieja parece reprenderla y querer-le decir que está dando mucho. Tampoco sehabían olvidado de otra mujer que está dandode verdad una limosna al general.

Se dedicaron con mucha seriedad a este yotros cuadros. El conde le hizo algunas suge-rencias al arquitecto sobre el modo de instalartodo aquello y éste enseguida preparó al efectoun teatro sin olvidarse de la necesaria ilumina-ción. Ya estaban todos metidos a fondo enaquellos preparativos cuando se percataron deque semejante empresa requería un gasto con-siderable y que en el campo, en pleno invierno,carecían de algunos elementos necesarios. Asíque, para que no se paralizara la cosa, Lucianamandó cortar prácticamente todo su guarda-

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rropa a fin de poder realizar los distintos trajesque aquellos artistas habían indicado de modobastante arbitrario.

Llegó la velada elegida y se presentó el es-pectáculo ante una numerosa concurrencia ycon el aplauso general. Una música adaptada alcaso hacía crecer la tensión de la espera. El Beli-sario abrió la escena. Los personajes tenían unasactitudes tan adecuadas, los colores estaban tanbien repartidos, la iluminación era tan artística,que ciertamente se sentía uno transportado aotro mundo, sólo que la presencia de lo real enlugar de la apariencia provocaba una ciertasensación de espanto.

Cayó el telón y a requerimiento del públicotuvo que ser levantado varias veces. Un inter-medio musical entretuvo a la concurrencia, a laque querían sorprender con un cuadro de ma-yor categoría. Se trataba de la famosa escena dePoussin: Ashaverus y Esther. Esta vez Luciana sehabía reservado algo mejor. Puso en lucimientotodos sus encantos en el papel de la reina des-

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mayada y había sabido elegir con buen sentidopara las mujeres que la rodeaban y sostenían aun buen conjunto de figuras bonitas y bienhechas, pero que en ningún caso se podíancomparar con ella. Otilia fue excluida de estecuadro como del resto. Sentado sobre el tronode oro habían elegido para representar al reyparecido a Zeus al hombre más guapo y robus-to de la asamblea, de modo que aquella pinturaconsiguió alcanzar una auténtica perfección.

En tercer lugar habían elegido la que se co-noce como Admonición paterna de Terborg, y¡quién no conoce el espléndido grabado denuestro Wille, copia de esa pintura! Un padrenoble y con aspecto de caballero se encuentrasentado con las piernas cruzadas y parece quetrata de hablarle a la conciencia de su hija, quese halla de pie ante él. A ésta, una impresionan-te figura envuelta en un vestido de satén blancocon muchos pliegues, sólo se la ve de espaldas,pero todo su ser parece indicar que trata decontenerse. De todos modos se puede deducir

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que la admonición paterna no es violenta nivergonzante por la cara y los ademanes delpadre; y en cuanto a la madre parece que tratade disimular cierto apuro mirando al fondo deun vaso de vino que está a punto de beber.

Aquella era la ocasión para que Lucianaapareciera en su máximo esplendor. Sus tren-zas, la forma de su cabeza, el cuello y la nucaeran más hermosos de lo que se puede expresary su talle, del que ahora poco se puede ver de-bido a la moderna moda femenina de imitar loclásico, era de lo más grácil, delgado y delicadoy en aquel traje antiguo lucía del modo másventajoso. Además, el arquitecto se había preo-cupado de que los ricos pliegues de satén blan-co cayeran de un modo buscadamente natural,al punto de que aquella copia viva superabacon mucho el original y causó el entusiasmogeneral. No terminaban nunca los bises y eldeseo muy natural de poder ver de frente aque-lla hermosa figura que sólo habían podido con-templar de espaldas fue ganándoles a todos de

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tal manera que cuando por fin un joven alegre eimpaciente gritó en voz alta las palabras que aveces se suelen escribir al pie de una página:«Tournez s'il vous plait» consiguió una aproba-ción unánime. Pero los figurantes sabían dema-siado bien en dónde residía su ventaja y habíanasimilado demasiado a fondo el espíritu deaquellas representaciones como para ceder alclamor general. La hija aparentemente aver-gonzada se quedó quieta sin regalarle a los es-pectadores la visión de su rostro; el padre sequedó sentado con su actitud reprobatoria y lamadre no sacó la nariz ni los ojos del vasotransparente que no disminuía de nivel a pesarde que simulaba beber. ¿Y qué podríamos aña-dir de las pequeñas piezas que se habían dejadocomo propina y para las que se habían elegidoescenas holandesas de taberna y de mercado?

El conde y la baronesa emprendieron el re-greso y prometieron volver en las primerassemanas dichosas de su próxima unión y ahora,después de dos meses penosamente so-

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portados, Carlota también confiaba en verseliberada por fin del resto de la compañía. Esta-ba segura de la felicidad de su hija, una vez queen ésta se aplacara la primera embriaguez delnoviazgo y la juventud, porque el prometido seconsideraba el hombre más afortunado delmundo. Dotado de una gran fortuna y un tem-peramento moderado parecía sentirse extraña-mente halagado por el hecho de poseer a unamujer que debía gustarle al mundo entero. Te-nía una manera tan peculiar de referirlo todo aella y de no referirlo a sí mismo más que a tra-vés de ella, que le causaba una desagradableimpresión cuando algún recién llegado, en lu-gar de dirigir en primer lugar toda su atenciónhacia ella, trataba de entablar un vínculo másestrecho con él, sin ocuparse especialmente deella, cosa que sucedía a menudo, sobre todo conlas personas mayores que se sentían atraídaspor sus buenas cualidades. En lo tocante al ar-quitecto pronto llegaron a un acuerdo. Seguiríaal prometido en Año Nuevo y pasaría con él el

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carnaval en la ciudad, en donde Luciana seprometía el mayor gozo de la repetición deaquellos cuadros tan hermosos y bien prepara-dos, tanto más por cuanto la tía y el prometidoparecían considerar de poca monta cualquiergasto necesario para complacerla.

Había llegado el momento de separarse, pe-ro no podía suceder de la manera ordinaria. Undía que bromeaban en voz alta diciendo quepronto se agotarían las reservas de Carlota parael invierno, aquel noble que había hecho el pa-pel de Belisario y que, además, era bastanterico, arrebatado por los encantos de Luciana, alos que hacía mucho tiempo que rendía home-naje, exclamó sin pensar lo que decía: «¡Ha-gámoslo a la polaca! ¡Vengan a mi casa, devo-ren todo lo mío y así en todas las casas hastaacabar la ronda!». Dicho y hecho: Luciana asin-tió. Al día siguiente se empaquetó todo y lahorda cayó sobre otra propiedad. También en-contraron bastante sitio, pero menos comodi-dades y peor organización, lo que provocó al-

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gunas situaciones inconvenientes que, al prin-cipio, constituyeron' la dicha de Luciana. Lavida se-hacía cada vez más loca y salvaje. Seorganizaron batidas de caza en medio de unaespesa nieve y todo lo más incómodo que sepudiera inventar. Ni mujeres ni hombres teníanpermiso para dejar de participar y, así, cazandoy cabalgando, deslizándose en trineo y hacien-do estrépito fueron pasando de una finca a otrahasta alcanzar la corte. Entonces, las noticias yrelatos sobre las diversiones del palacio y laciudad imprimieron otro giro en la imaginacióndel grupo y Luciana, con todos sus acompañan-tes, se vio arrastrada sin pausa a otro círculo deexistencia, al que ya le había precedido la tía.

Del diario de Otilia

En este mundo se toma a cada cual por loque pretende ser, pero claro está que hay quepretender ser algo. Se tolera mejor a la genteincómoda que a la insignificante.

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Se le puede imponer todo a una sociedad,excepto aquello que tenga alguna consecuencia.

No llegamos a conocer a las personas cuan-do son ellos los que vienen a nosotros; tenemosque ir a ellos si queremos saber realmente cómoson.

Me parece casi natural que tengamos quecriticar bastantes cosas en los que nos visitan yque, en cuanto se marchan, no les juzguemosdel modo más favorable, porque, por decirlo dealgún modo, tenemos derecho a medirlos pornuestro rasero. Ni siquiera las personas máscomprensivas y tolerantes suelen abstenerse enestos casos de ejercer una dura crítica.

Por el contrario, cuando se ha estado en ca-sa de otros y se les ha visto en medio de su en-torno, costumbres y circunstancias necesarias einevitables, cuando se ha visto cómo actúan asu alrededor o cómo se adaptan, hace falta te-ner poco entendimiento y muy mala voluntadpara encontrar ridículo lo que debería parecer-nos respetable en más de un sentido.

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Mediante eso que llamamos conducta ybuenas costumbres deberíamos alcanzar lo que,de otro modo, sólo se podría obtener mediantela fuerza o ni siquiera por la fuerza.

El trato con mujeres es la base de las buenascostumbres.

¿Cómo puede convivir el carácter, la pecu-liar forma de ser de cada uno, con el modo devivir?

Debería ser el modo de vida el que pusierade relieve lo original de cada uno. A todo elmundo le gusta destacar, siempre que esa im-portancia no resulte incómoda.

El soldado cultivado tiene las mayores ven-tajas tanto en la vida en general como en labuena sociedad.

Por lo menos los militares rudos no se salende su carácter y como, por lo general, detrás dela fuerza se esconde un buen corazón, tambiénse puede uno acabar entendiendo con ellos encaso de necesidad.

No hay nadie más molesto que un hombre

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torpe y vulgar del estamento civil. Puesto queno tiene que ocuparse de cosas groseras, bien sele podría exigir alguna finura.

Cuando vivimos con personas que tienenun delicado sentido de las conveniencias, lopasamos mal por ellos cuando ocurre algunainconveniencia. Eso es lo que yo siento con ypor Carlota cuando alguien se columpia en lasilla, cosa que ella no soporta.

Ningún hombre entraría en una estancia ín-tima con las lentes en la nariz si supiera que anosotras, las mujeres, eso nos quita al momentolas ganas de mirarle y de charlar con él.

Las confianzas en lugar del respeto siempreresultan ridículas. Nadie se quitaría el sombre-ro después de haber mascullado a duras penasun cumplido si supiera lo cómico que eso resul-ta.

No hay ningún signo exterior de cortesíaque no tenga alguna profunda base moral. Laauténtica educación sería una que supiese pro-porcionar a la vez el signo y la base.

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La conducta es un espejo en el que cada unomuestra su imagen.

Hay una cortesía del corazón que está em-parentada con el amor. De ella nace la cortesíamás extremada del comportamiento externo.

Una dependencia voluntaria es el estadomás hermoso, y ¿cómo sería posible sin amor?

Nunca estamos más alejados de nuestrosdeseos que cuando nos figuramos que posee-mos lo deseado.

Nadie es más esclavo que el que se cree li-bre sin serlo.

Basta que uno se declare libre para que alinstante se sienta condicionado. Pero si se atre-ve a declararse condicionado al instante se sien-te libre.

Frente a los méritos y ventajas de los demásno hay más remedio ni otra salvación que elamor.

Resulta terrible un hombre excelente delque se aprovechan los tontos.

Dicen que no hay héroe que valga para su

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ayuda de cámara. Pero eso es ponlo que elhéroe sólo puede ser reconocido por el héroe.El ayuda de cámara probablemente será capazde estimar a su semejante.

No hay mayor consuelo para los mediocres-que: la certeza de que el genio no es inmortal.

Los grandes hombres siempre se quedanapegados a su época por alguna debilidad.

Por lo: general siempre se considera a laspersonas más peligrosas de lo que realmenteson.

Los locos y -la gente sensata son igual deinofensivos. Los medio locos o medio-cuerdosson los únicos verdaderamente peligrosos.

El medio más seguro de-escapar al mundoes el arte y no hay-modo más-seguro de vincu-larse a él que el arte.

Hasta en el momento de mayor dicha o ma-yor penuria necesitamos al artista.

El arte se ocupa de la difícil y lo bueno.Cuando vemos tratar lo difícil con facilidad

se nos abre la visión de lo imposible.

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Las dificultades aumentan cuanto más nosacercamos a la meta.

Sembrar no es tan difícil como cosechar.

Capítulo 6

La enorme agitación causada a Carlota poresta visita se vio compensada porque gracias aella pudo conocer a fondo a su hija, a lo que leayudó sobremanera su conocimiento del mun-do. No era la primera vez que se encontrabacon un carácter tan especial, aunque nuncahabía visto un caso tan exagerado. Pero, contodo, sabía por experiencia que este tipo depersonas van alcanzando gracias a la vida, losdiversos acontecimientos y las relaciones con lafamilia una madurez afectuosa y agradable enla que se suaviza su egoísmo y su desbocadaactividad se encauza en una dirección deter-minada. Como madre, Carlota disculpaba contanta mayor facilidad un modo de ser que talvez podía resultar desagradable a los demás

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por cuanto es propio de los padres albergaresperanzas en casos en que los demás sólo de-sean poder disfrutar o al menos no sufrir de-masiadas molestias.

Sin embargo Carlota aún tuvo que sufrir ungolpe inesperado después de la partida de suhija por culpa de la estela de mala reputaciónque había dejado ésta tras de sí, no tanto por losaspectos reprehensibles de su conducta, sinoprecisamente por aquello que debería habersido más digno de alabanza. Luciana parecíahaberse impuesto como ley no sólo estar alegrecon los alegres, sino también estar triste con lostristes y, para ejercer bien su espíritu de con-tradicción, apenar de cuando en cuando a losalegres y regocijar a los tristes. En todas lascasas a las que iba preguntaba por las personasenfermas o delicadas de salud que no podíanaparecer en las reuniones de sociedad. Los visi-taba en sus habitaciones, jugaba al médico y lesobligaba a tomar enérgicos remedios que saca-ba de un botiquín de viaje que siempre llevaba

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consigo en su coche. Ya se puede suponer queel éxito o el fracaso de semejantes curas depen-día del puro azar.

Se mostraba muy cruel en la práctica de estetipo de beneficencia y no había modo de hacer-la desistir de sus propósitos puesto que estabaconvencida de que actuaba de modo admirable.Lo malo es que fracasó en uno de sus experi-mentos en el terreno de lo moral y éste fue elcaso que tantos quebraderos de cabeza propor-cionó a Carlota, ya que tuvo consecuencias ytodo el mundo habló de ello. No oyó hablar delasunto hasta después de la marcha de Lucianay fue Otilia, que precisamente había participa-do en aquella expedición, la que tuvo que darlea Carlota cuenta detallada de lo sucedido.

Una de las hijas de una familia muy bienconsiderada en el lugar había tenido la desgra-cia de ser culpable de la muerte de una de sushermanas pequeñas y desde entonces no habíapodido encontrar la paz ni volver a ser la mis-ma de antes. Vivía encerrada en su habitación

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ocupada y silenciosa y no toleraba ver a nadie,ni siquiera a los suyos, excepto si iban a verlade uno en uno, porque en cuanto iban variosjuntos sospechaba que murmuraban entre ellosy comentaban su caso. Sin embargo, cuandoiban de uno en uno, hablaba de modo razona-ble y podía conversar durante horas con ellos.

Luciana había oído hablar de aquello y en-seguida, sin decir nada, se había propuesto quecuando fuera de visita a esa casa provocaríauna suerte de milagro y devolvería a aquellajovencita a la sociedad. En esta ocasión se com-portó con más prudencia de lo habitual y supointroducirse sola hasta la habitación de aquellaenferma psíquica y, hasta donde se pudo saber,ganarse su confianza con ayuda de la música.Sólo al final se equivocó, precisamente porque,queriendo causar la admiración de todos, depronto llevó sin previo aviso una noche a aque-lla niña hermosa y pálida, a la que creía haberpreparado suficientemente, a una brillante y co-lorida reunión de sociedad. Y, quién sabe si

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hubiera podido tener éxito, si no fuera porquela propia sociedad, dominada por la curiosidady la aprensión, se comportó con torpeza, arra-cimándose primero en torno a la enferma paraluego evitarla y llenarla de temor y confusióncon sus cuchicheos y murmullos en voz baja.Fue más de lo que podía soportar su delicadasensibilidad. Se escapó dando terribles alaridosque parecían expresar el mismo terror que si sehubiera encontrado frente a un monstruo. Ate-rrados, los presentes se dispersaron, y Otilia fueuna de las pocas que acompañaron a la pobremuchacha completamente desmayada de vuel-ta a su habitación.

Mientras tanto Luciana había dirigido unduro discurso de censura a los miembros de lareunión, tal como solía hacer ella, sin pararse apensar ni lo más mínimo que era ella la únicaculpable de todo y sin cejar en lo más mínimoen su modo de ser y de proceder por culpa deaquel fracaso.

El estado de la enferma había empeorado

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sensiblemente a partir de aquel incidente, alpunto de que los padres ya no pudieron con-servar más tiempo a la niña en su casa, sino quetuvieron que llevarla a una institución pública.A Carlota no le quedó más solución que tratarde aliviar en algo el sufrimiento causado por suhija a aquella familia mediante un trato espe-cialmente afectuoso. También Otilia había re-cibido una fuerte impresión con aquel suceso;compadecía tanto más a aquella pobre mucha-cha por cuanto estaba convencida, cosa que notrató de ocultarle a Carlota, de que con ayudade un tratamiento adecuado seguramente laenferma hubiera podido restablecerse.

Y, así, como normalmente se suele hablarmás de las cosas desagradables del pasado quede las agradables, también salió a colación unpequeño malentendido que había tenido Otiliacon el arquitecto con ocasión de aquella veladaen la que éste no quiso mostrar su colección apesar de que ella se lo había rogado con amis-toso encarecimiento. Siempre se le había que-

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dado clavada en el alma aquella negativa aun-que ni siquiera ella sabía por qué. Sus senti-mientos eran de pura justicia, porque lo ciertoes que lo que una muchacha como Otilia podíapedir, un joven como el arquitecto no lo debíarechazar. Con todo, cuando ella tuvo ocasiónde hacerle un leve reproche, éste supo aportaren su defensa algunas excusas bastante válidas.

-Si supiera -dijo- lo groseras que puedenllegar a ser hasta las personas educadas con lasobras de arte más preciosas, usted me perdona-ría por no haber querido abandonar las mías enmanos de la multitud. Nadie sabe asir una me-dalla por el borde; manosean las improntas máspreciosas y los fondos más puros, le dan lavuelta una y otra vez con el pulgar y el índice alos fragmentos más valiosos, como si esa fuerala manera de comprobar la belleza artística desus formas. Sin pensar que una hoja grande depapel debe sujetarse con las dos manos, asencon una sola mano un grabado de valor inesti-mable o un dibujo único en su género, del

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mismo modo que un político prepotente agarraun periódico y estrujándolo entre sus manoshace saber por adelantado cuál es su opiniónsobre los acontecimientos del mundo. Nadie seda cuenta de que bastaría que veinte personasseguidas procedieran de esa manera con unaobra de arte para que la siguiente persona yano se encontrase gran cosa que ver.

-¿Y no le he puesto yo también alguna vezen este apuro? -preguntó Otilia-. ¿No he daña-do alguna vez sus tesoros sin darme cuenta?

-Jamás -repuso el arquitecto-, ¡jamás! Ustedsería incapaz de algo así. En usted la delicadezaes algo innato.

-En cualquier caso -continuó Otilia-, no es-taría de más que en el futuro incluyesen en losmanuales de buenos modales, después del ca-pítulo sobre la conducta que se debe tener en lamesa en sociedad, un capítulo amplio y deta-llado sobre el comportamiento que se debe te-ner en los museos y con las colecciones de arte.

-Ciertamente -respondió el arquitecto-, si

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así fuera, los conservadores de museos y losamantes del arte mostrarían sus rarezas conmucho más gusto.

Hacía mucho que Otilia le había perdona-do. Pero como parecía que su reproche le habíallegado-directo al corazón y no paraba de repe-tir y encarecer que sin duda le encantaba com-partir lo que-tenía-y que le gustaba mostrarseservicial con sus amigos, ella acabó-comprendiendo que había herido su espíritudelicado-y se sintió en- deuda con éL Por esono fue capaz de rechazar de plano un ruegoque le hizo acto seguido de aquella conversa-ción, aunque a decir verdad, consultando con-sigo misma,.no veía muy bien cómo podríaatender a su petición.

La cuestión era la siguiente. El arquitecto sehabía mostrar do muy sensible al hecho- deque, por culpa de los celos de Luciana, Otiliahubiera sido excluida siempre de los cuadrosvivientes- de pinturas famosas. Además, tam-bién había observado con pena que Carlota sólo

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había podido participar a medias en aquellaparte tan brillante de los entretenimientos de-sociedad por culpa de- encontrarse algo enfer-ma. Pues bien; ahora no quería marcharse deallí sin demostrar también su gratitud organi-zando en honor de la una y para diversión- dela otra una representación aún más-hermosaque todas las-anteriores. Tal vez se añadía aesto otro secreto motivo, aunque probablemen-te sin que él mismo fuera consciente de ello: leresultaba muy duro abandonar aquella casa yaquella familia, es más, le parecía imposibleapartarse de la vista de Otilia, cuya miradatranquila y amable había constituido casi suúnico- alimento para poder vivir en los últimostiempos.

Se acercaban las fiestas navideñas y depronto compren- . dio que aquellas representa-ciones de cuadros mediante figuras de bultotenían su origen en los llamados «belenes», enla piadosa costumbre de representar en esaépoca sagrada a la divina madre y al niño, tal

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como son honrados en su aparente insignifi-cancia, primero por los pastores y poco despuéspor los reyes.

Se había imaginado con todo detalle la po-sibilidad de semejante espectáculo. Se localizó aun bebé tierno y hermoso; tampoco faltarían lospastores y pastoras; pero sin Otilia no se podíaterminar la cosa. El joven la había elevado en supensamiento al rango de madre de Dios y siella rehusaba, para él no había duda de que eraimposible continuar con la empresa. Otilia, algoconfusa con su ruego, le mandó que fuera apedirle permiso a Carlota. Ésta se lo concediógustosa y también fue gracias a su afectuosaintervención como Otilia pudo superar su ver-güenza de ponerse a la altura de aquella santafigura. El arquitecto trabajaba día y noche a finde que todo estuviese listo para la Nochebuena.

Día y noche en sentido literal. Después detodo, tenía pocas exigencias y la presencia deOtilia parecía suplir en él todo descanso. Cuan-do trabajaba para ella era como si no sintiera

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ningún sueño, cuando se ocupaba de ella eracomo si no precisara ningún alimento. Así quetodo estuvo preparado y terminado para aque-lla noche solemne. Había podido reunir unoscuantos instrumentos de viento que serviríanpara tocar la introducción y preparar la atmós-fera adecuada. Cuando se alzó el telón Carlotase sintió verdaderamente sorprendida. El cua-dro que se le mostraba había sido repetido tan-tas veces en el mundo que difícilmente se podíaesperar obtener una nueva impresión. Pero eneste caso la imagen de la realidad tenía suspropias ventajas. Aunque todo el espacio semostraba más nocturno que crepuscular nohabía ni un detalle del entorno que no fuera vi-sible. La costumbre incomparable de hacer sur-gir toda la luz del niño había sido resuelta porel artista mediante un ingenioso mecanismo deiluminación que quedaba oculto por las figurasen sombra del primer plano, sólo iluminadaspor algunos haces de luz. Un grupo de alegresmuchachos y muchachas rodeaban el conjunto

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con sus rostros juveniles fuertemente ilumina-dos desde abajo. Tampoco faltaban los ángeles,cuyo resplandor propio parecía oscurecido porel resplandor divino, y cuyos cuerpos etéreosparecían volverse de un material más denso ymás necesitado de luz ante el cuerpo divino yhumano.

Afortunadamente el niño se había quedadodormido en la postura más graciosa, de modoque no había nada que estorbase a la contem-plación cuando la mirada se quedaba detenidasobre la madre fingida, la cual había levantadocon infinita gracia un velo para mostrar su teso-ro escondido. Era en ese instante en el que laimagen había quedado fijada y como petrifica-da. Físicamente cegado, espiritualmente sor-prendido, parecía como si el pueblo allí con-gregado hubiera acabado de hacer en aquelpreciso instante el movimiento justo para apar-tar sus ojos deslumbrados y luego volver a mi-rar parpadeando con alegre curiosidad, mos-trando más sorpresa y placer que admiración y

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respeto, si bien tampoco faltaba la veneración yse había encomendado aquella expresión a al-gunas figuras de personas de más edad.

La figura de Otilia, sus ademanes, su cara,su mirada, superaban con creces todo lo quejamás haya podido representar un pintor. Al-guien entendido y sensible, que hubiera podidover aquella aparición, habría tenido miedo deque se moviera aunque sólo fuera un poco,habría albergado el temor de que nunca pudie-se volver a gustarle algo tanto como aquello.Por desgracia, no había allí nadie capaz de sen-tir ese efecto de modo tan total. El arquitecto,que caracterizado como un pastor alto y delga-do miraba de lado por encima de los personajesarrodillados, era el único que obtenía el mayordeleite, si bien no se encontraba situado en elmejor punto de vista. ¿Y quién podría describirel rostro de aquella recién nombrada reina delcielo? La más pura humildad, el más amablesentimiento de modestia ante el don de un granhonor inmerecido, así como una dicha inconce-

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bible e inconmensurable se pintaban en susrasgos, tanto cuando expresaba sus propiossentimientos como cuando trataba de producirla idea que tenía del papel que representaba.

A Carlota le causó gran placer aquella her-mosa imagen, pero lo que más la emocionó fueel niño. Sus ojos se llenaban de lágrimas y seimaginaba vívidamente que pronto podía espe-rar tener en su regazo a un ser semejante y tanamoroso.

Habían vuelto a bajar el telón, en parte paradarle un respiro a los figurantes, en parte paraintroducir un pequeño cambio en lo represen-tado. El artista se había propuesto convertiraquel primer cuadro de humildad y de nocheen una imagen de gloria y de día y, con esaintención, había preparado por todos los ladosuna intensa iluminación que fue encendidadurante aquel entreacto.

Hasta aquel momento Otilia había guarda-do toda su calma en aquella situación semitea-tral confortada por la seguridad de que excep-

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tuando a Carlota y a algunos habituales de lacasa nadie había visto aquella piadosa masca-rada artística. Por eso, se sintió bastante apura-da cuando se enteró de que durante el entreactohabía llegado un forastero que había sido reci-bido afectuosamente por Carlota en la sala. Na-die le supo decir de quién se trataba. Se resignóa no saberlo para no causar ningún trastorno.Las velas y lámparas brillaron y una luminosi-dad infinita la envolvió. Se alzó el telón y losespectadores pudieron ver un espectáculo sor-prendente: la imagen era toda luz y en lugar delas sombras, que habían desaparecido porcompleto, sólo quedaban los colores que, debi-do a su afortunada elección, procuraban unadulce paz. Mirando a través de sus largas pes-tañas Otilia pudo ver una figura masculina sen-tada al lado de Carlota. No la reconoció, pero lepareció escuchar la voz del asistente del pensio-nado. Le invadió una extraña sensación. ¡Quéde cosas habían ocurrido desde que no habíavuelto a escuchar la voz de aquel fiel maestro!

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Como en un zigzag vertiginoso fue pasando atoda prisa por su alma la sucesión de sus penasy alegrías y le asaltó la pregunta: «¿Podrás ad-mitir y confesarle todo lo sucedido? ¡Cuán pocodigna eres de mostrarte a él bajo la aparienciade esta sagrada figura y qué extraña sensaciónle debe causar verte bajo esta máscara, a ti, aquien siempre ha visto con tu aspecto natural!».Con una celeridad incomparable los sentimien-tos y las reflexiones se sucedían y entremezcla-ban en su fuero interno. Sentía el corazónoprimido, sus ojos se llenaban de lágrimasmientras se esforzaba en seguir manteniendosu aspecto de figura inmóvil; ¡y cuánto conten-to sintió cuando el bebé empezó a moverse y elartista se vio obligado a dar la señal para quevolvieran a bajar el telón!

Si en los últimos instantes al penoso senti-miento de no poder correr al encuentro delamigo querido se habían sumado todas lasotras sensaciones, ahora Otilia se sentía todavíamás confundida. ¿Debía salir a saludarle con

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aquellas ropas y adornos extraños? ¿Sería pre-ferible que se cambiara? No se paró a pensarmás, hizo lo último y en el entretiempo trató deserenarse y recuperar el dominio de sí misma,apenas había terminado de recuperar el equili-brio acostumbrado cuando por fin salió a salu-dar al recién llegado vestida con su ropa habi-tual.

Capítulo 7

Como el arquitecto sólo deseaba lo mejorpara sus protectoras, y puesto que finalmentetenía que irse, le resultó muy grato saber quelas dejaba en la excelente compañía del esti-mado asistente. Pero, al mismo tiempo, en lamedida en que le gustaba pensar que el tratofavorable de las damas sólo iba dirigido a él,sintió cierto dolor al verse tan pronto y, segúnle parecía a su modesto entender, tan excelentey completamente sustituido en el favor de ellas.Hasta entonces siempre había vacilado, pero

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ahora sentía urgencia por marchar. Porque loque no podía evitar que ocurriera tras su parti-da, por lo menos no quería tener que vivirlomientras estuviera presente.

Con el fin de disipar en buena medida esossentimientos melancólicos, las mujeres le rega-laron a modo de despedida un chaleco que élles había visto tejer durante mucho tiempo sin-tiendo secreta envidia del dichoso desconocidoal que le caería en suerte algún día. Un presentede este tipo es el más agradable que puede re-cibir un hombre amante y respetuoso, puescuando recuerda el juego incansable de los her-mosos dedos no puede dejar de sentirse hala-gado pensando que el corazón no pudo perma-necer ajeno del todo a un trabajo tan laborioso.

Las mujeres contaban ahora con un nuevohuésped al que atender, al que tenían afecto yal que deseaban que se sintiera a gusto en sucasa. El sexo femenino esconde un interés pro-pio e inalterable en el ámbito íntimo del quenada en el mundo le puede apartar mientras,

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por el contrario, en las relaciones sociales ex-ternas se deja determinar gustosa y fácilmentepor el hombre que le interesa en ese precisomomento. Y, así, mostrándose acogedoras orechazando, por medio de la obstinación o lacondescendencia, son ellas las que en realidadllevan la batuta, ejerciendo un dominio al queningún hombre osaría sustraerse en el mundoeducado.

Si el arquitecto, prácticamente a su libregusto y capricho, había ejercido y mostrado sustalentos ante sus amigas con el fin de deleitar-las y de servir a sus intereses, si las ocupacionesy las distracciones de la casa se habían orienta-do de acuerdo con ese propósito, ahora, y enpoco tiempo, la presencia del asistente introdu-jo un nuevo estilo de vida. El principal don deéste consistía en hablar bien y en tratar en laconversación de las relaciones humanas, parti-cularmente de todo lo que afecta a la formaciónde los jóvenes. Y, por eso, surgió un contrastebastante notable con el anterior modo de vida,

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sobre todo porque el asistente no se mostrómuy de acuerdo con las actividades que habíanconstituido el pasatiempo casi exclusivo hastaaquel momento.

Del cuadro vivo que le había acogido justoen el momento de su llegada no dijo ni palabra.Pero, por el contrario, cuando le mostraron congran satisfacción la iglesia, la capilla y todo loque a ellas se refería, no pudo guardarse mástiempo su opinión y sentimientos al respecto.

-Por lo que a mí toca -dijo-, no me gusta enabsoluto esa aproximación, esa mezcla de losagrado y lo sensible, ni tampoco que se dedi-quen, consagren y adornen ciertos lugares con-cretos como si sólo allí se pudiera albergar ymantener un sentimiento de piedad. No hayningún ambiente, ni siquiera el más común,que deba estorbar en nosotros el sentimiento delo divino, que puede acompañarnos a todaspartes y consagrar cualquier lugar como tem-plo. Me encantaría ver que se celebra un servi-cio divino en la sala que se suele usar para co-

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mer, reunirse con amigos o divertirse con jue-gos y bailes. Lo más elevado, lo que es mejor enel hombre, carece de forma y hay que guardar-se de querer darle otra forma que no sea la deuna noble acción.

Carlota, que ya conocía sus ideas a grandesrasgos y que tuvo oportunidad para estudiarlasmás a fondo en poco tiempo, pronto le dio laoportunidad de mostrarse activo en el que erasu campo de especialidad, haciendo que desfi-lara delante de él en la sala su equipo de niñosjardineros, al que el arquitecto acababa de pa-sar revista antes de su partida. Con su uniformelimpio y alegre, movimientos acompasados yun aspecto natural y vivo, los niños se mostra-ron bajo la luz más favorable. El asistente losexaminó a su manera y por medio de algunaspreguntas y otros recursos del lenguaje prontosacó a relucir las capacidades y modos de serde cada niño y la verdad es que, casi sin sentiry en menos de una hora, los había analizado einstruido convenientemente.

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-¿Cómo consigue hacer eso? -dijo Carlota,mientras los niños se retiraban-. He escuchadocon mucha atención; no se han dicho sino cosasconocidas y, sin embargo, yo no sabría cómoarreglármelas si tuviera que exponerlas en tanpoco tiempo y sin perder el hilo en medio detantos dimes y diretes.

-Quizás -contestó el asistente- cada uno de-bería guardar el secreto de los recursos de suoficio. Pero no le quiero ocultar una máximamuy sencilla con la que usted puede lograr estoy mucho más. Tome usted un objeto, una mate-ria, un concepto o como usted quiera llamarlo.Apréselo con fuerza. Trate de aclararlo con to-da precisión para usted misma en su interior yentonces le resultará muy fácil en el transcursode una conversación con un grupo de niñosenterarse de lo que ya han asimilado y de loque todavía hay que estimular y enseñar. Pormuy inadecuadas que sean las respuestas queobtiene a sus preguntas, por mucho que se ale-jen de la meta, si las réplicas que usted hace

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vuelven a introducir espíritu y sentido, si ustedno se deja apartar de su punto de vista, al finallos niños, convencidos, pensarán y entenderánúnicamente lo que quiere el maestro y tal comoél lo quiere. El mayor error del maestro es de-jarse arrastrar por sus discípulos lejos del asun-to, es no saber mantenerlos bien atados al pun-to que se está tratando en ese momento. Hagapronto un ensayo y verá cómo le resulta útil yentretenido.

-Esto sí que tiene gracia -dijo Carlota-, asíque la buena pedagogía predica justo lo contra-rio que las buenas maneras. En el mundo socialno está bien visto detenerse mucho en nada,mientras en la enseñanza parece que el manda-miento supremo es trabajar contra todo tipo dedistracción.

-El mejor lema para la enseñanza y para lavida sería la variedad sin dispersión si ese equi-librio digno de alabanza fuera fácil de mante-ner -exclamó el asistente y ya se disponía a se-guir su discurso cuando Carlota le rogó que

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volviera a fijarse otra vez en los niños, cuyaalegre procesión se movía en aquel momentopor el patio. Él mostró su satisfacción por elhecho de que obligaran a los niños a ir de uni-forme-. Los hombres -dijo- deberían llevar uni-forme desde su juventud, porque tienen quehabituarse a actuar juntos, a perderse entre susiguales, a obedecer en masa y trabajar para elconjunto. Además, cualquier uniforme del tipoque sea fomenta un espíritu militar y una con-ducta más sobria y estricta, aparte de que todoslos chicos son soldados de nacimiento, bastaver cómo juegan a batallas y peleas, asaltos yescaladas.

-En cambio espero que no me reproche queno obligue a mis niñas a ir de uniforme -dijoOtilia-. Cuando se las presente, confío que leagrade ver esa mezcolanza de vivos colores.

-Lo apruebo sobremanera -replicó él-. Lasmujeres deberían vestirse del modo más varia-do posible, cada una de acuerdo con su estilo ysu modo de ser, a fin de que cada una apren-

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diera a darse cuenta de lo que realmente lesienta y le va bien. Además, hay otra razón másimportante y es que están destinadas a estar y aactuar solas durante toda su vida.

-Eso sí que me parece paradójico -repusoCarlota-. ¡Si casi nunca podemos dedicarnos anosotras mismas!

-¡Pues es así! -insistió el asistente-. Por lomenos, en relación con las demás mujeres nocabe la menor duda. Da igual que pensemos enuna mujer en calidad de amante, novia, esposa,ama de casa o madre, en cualquier caso siem-pre está aislada, siempre está sola y quiere es-tarlo. Hasta la más vanidosa se encuentra eneste caso. Cada mujer excluye a las otras muje-res por su naturaleza, porque se le exige a cadauna de ellas lo que le corresponde dar a todo susexo. Con los hombres no pasa eso. Un hombrepide otro hombre; si no lo hubiera, inventaríaun segundo hombre. Sin embargo, una mujerpodría vivir toda una eternidad sin pensar enproducir a otra semejante.

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-Basta con decir una verdad de manera in-usual -dijo Carlota- para que lo inusual acabepareciendo verdad. Vamos a quedarnos con lomejor de sus reflexiones, pero en tanto que mu-jeres seguiremos uniéndonos con otras mujeresy actuando juntas a fin de no dejarles a loshombres demasiada ventaja sobre nosotras. Esmás, espero que no le parezca mal si a partir deahora sentimos de manera más acentuada unapequeña alegría maligna cada vez que perci-bamos que los hombres tampoco se entiendenparticularmente bien entre ellos.

Con extrema delicadeza aquel hombre inte-ligente trató deenterarse de qué manera trataba Otilia a suspequeñas discípulas y cuando lo supo manifes-tó su más decidida aprobación.

-Hace usted muy bien -dijo- orientando asus alumnasúnicamente hacia aquello que les puede resul-tar inmediatamente útil. La limpieza consigueque los niños le tomen gusto a cuidar de sí

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mismos y la victoria es segura cuando se lograestimularlos para que hagan todo lo que hacencon alegría y orgullo.

Por lo demás, para su gran satisfacción,también pudo comprobar que no se hacía nadasólo por las apariencias y para lo externo, sinotodo para el interior y las necesidades indis-pensables.

-Si alguien tuviera oídos para escucharlas –exclamó- ¡qué pocas palabras harían falta paraexpresar en qué consiste la educación entera!

-¿No quiere intentarlo conmigo? -preguntóOtilia amistosamente.

-Con mucho gusto -respondió él-. Pero nome traicione: basta con educar a los niños paraservidores y a las niñas para madres y todo irábien en todas partes.

-Lo de para madres -replicó Otilia- es algoque todavía podrían aceptar las mujeres, puestoque aunque no sean madres siempre se las aca-ban arreglando para tener que cuidar de al-guien, pero nuestros jóvenes se consideran de-

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masiado importantes como para ser educadospara criados y basta con mirarlos para darsecuenta de que cada uno de ellos se cree que estámás capacitado para mandar que para servir.

-Por eso mismo no les diremos nada -dijo elasistente-. Uno entra en la vida prometiéndoselo mejor, pero después la vida no nos cumplemuchas promesas. ¿Y cuántas personas soncapaces de admitir abiertamente lo que al finalno les queda más remedio que aceptar? ¡Perodejemos estas reflexiones, puesto que no nosconciernen!

»La considero afortunada por haber podidoutilizar con sus pupilas el método adecuado.Cuando sus niñas más pequeñas juegan conmuñecas y se entretienen cosiéndoles unos tra-pos; cuando sus hermanas mayores cuidan a laspequeñas y la casa se sirve y funciona por símisma, el paso que falta para entrar en la vidaya no es tan grande y una muchacha como éstaencontrará en su marido lo que ha perdido aldejar a sus padres.

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»Pero en las clases sociales cultivadas la ta-rea es más compleja. Tenemos que tener encuenta condiciones superiores, más finas y deli-cadas y sobre todo relaciones sociales. Por eso,a nosotros nos toca educar también a nuestrosalumnos para lo externo; al hacerlo, es necesa-rio; indispensable y muy conveniente no sobre-pasar la medida justa, porque convencidos deformar a nuestros pupilos para un círculo másamplio lo que hacemos es empujarlos fuera delos límites perdiendo de vista lo que exige sunaturaleza íntima. Éste es el problema que loseducadores resuelven o fallan.

»Me siento invadido de temor cuando veomuchas de las cosas con que cargamos a nues-tras alumnas en el pensionado, porque la expe-riencia me dice cuán poco las van a usar en elfuturo. ¡Qué no quedará borrado de inmediatoen cuanto una mujer se convierte en ama decasa y madre!

»Y, sin embargo, puesto que me he entre-gado de una vez por todas a este oficio, no

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puedo renunciar al piadoso deseo de lograralgún día, con la ayuda de una fiel colaborado-ra, desarrollar únicamente en mis alumnasaquello que van a precisar cuando entren en elterreno de su vida activa e independiente; depoder llegar a decirme: a este respecto su for-mación está acabada. Aunque es verdad quenosotros mismos o, cuando menos, las circuns-tancias, hacemos que se inicie otra nueva casicada año de nuestra vida.

¡Qué cierta le pareció a Otilia esta observa-ción! ¿Acaso una pasión inopinada no habíaeducado en ella un sinfín de aspectos el añoanterior? ¿Acaso no veía cernirse ante sus ojosun sinfín de pruebas en cuanto miraba al futuroinmediato o próximo?

El joven no había hablado sin intención deuna colaboradora, de una esposa; pues a pesarde su modestia no podía dejar de insinuar susintenciones aunque fuera de un modo muydisimulado. Es más, algunas circunstancias eincidencias le habían animado a intentar dar

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algún paso hacia su objetivo en el transcurso deaquella visita.

La directora del pensionado empezaba a es-tar entrada en años. Hacía tiempo que buscabaentre sus colaboradores y colaboradoras a unapersona que pudiera ser su socia legal y, final-mente, le había propuesto al asistente, en quientenía buenos motivos para confiar, que dirigie-ra la institución con ella, que actuara en todomomento como si el internado también fuerasuyo y que se considerara como su heredero yúnico propietario a su muerte. El asunto prin-cipal parecía consistir en que encontrase unaesposa que se mostrase de acuerdo con él. Susojos y su corazón guardaban silenciosamente laimagen de Otilia. Pero habían surgido algunasdudas, a las que ciertos acontecimientos favo-rables habían servido nuevamente de contrape-so. Luciana había abandonado el internado yOtilia podía regresar con más libertad; de surelación con Eduardo algo había oído, pero selo había tomado con indiferencia como se solía

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tomar ese género de cosas y hasta pensandoque esa incidencia podía contribuir a que Otiliaregresase al internado. Sin embargo, no sehabría atrevido a dar ningún paso, no habríatomado ninguna determinación, si una visitainesperada no hubiera dado también en estecaso un impulso decisivo, pues es verdad quecuando irrumpe alguna persona importante encualquier círculo siempre resulta de ello algunaconsecuencia.

El conde y la baronesa, que se encontrabana menudo en situación de tener que proporcio-nar información sobre la calidad de distintosinternados, ya que la mayoría de los padres seencuentran en apuros cuando tienen que deci-dir sobre la educación de sus hijos, se habíanpropuesto conocer precisamente éste, del quehabían oído hablar muy bien y, además, dadosu nuevo vínculo, podían emprender juntos esainvestigación. Pero la baronesa albergaba tam-bién otras intenciones. Durante su última es-tancia en casa de Carlota había hablado larga-

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mente con ésta de todo lo referente a Eduardo yOtilia. La baronesa insistía en que había quealejar a Otilia. Trataba de infundirle ánimos eneste sentido a Carlota, la cual seguía sintiendomiedo de las amenazas de Eduardo. Examina-ron los distintos expedientes posibles y alhablar del pensionado también salieron a relu-cir los sentimientos del asistente, lo que acabóde decidir a la baronesa para llevar a cabo lavisita planeada.

Por fin, llega al pensionado, conoce al asis-tente, inspeccionan juntos la institución yhablan de Otilia. Incluso el conde habla de ellacon agrado, porque ha podido conocerla más afondo en la última visita. En efecto, Otilia sehabía aproximado al conde, hasta se puededecir que se había sentido atraída por él, por-que creía ver y reconocer en su interesante con-versación todo lo que hasta ahora le había per-manecido ignorado. Y del mismo modo quecuando trataba con Eduardo se olvidaba delmundo, al tratar con el conde sentía que el

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mundo le parecía deseable por primera vez.Toda atracción es recíproca. El conde sintiótanto afecto por Otilia, que le gustaba mirarlacomo a una hija. También por este motivo, yesta segunda vez más que la primera, Otilia seatravesaba en el camino de la baronesa. ¡Quiénsabe lo que ésta hubiera sido capaz de tramarcontra aquella cuando su pasión todavía estabamuy viva! Pero ahora se conformaba con vol-verla un poco más inofensiva para las mujerescasadas por medio de un matrimonio.

Por eso animó con éxito al asistente, de mo-do discreto pero eficaz, para que emprendierauna pequeña excursión al castillo que debíaaproximarle a los que eran sus planes y deseos,los cuales éste había revelado de buena gana ala dama.

Así pues, contando con la total aprobaciónde la directora, emprendió el viaje alimentandoen su alma las mejores esperanzas. Sabe queOtilia no le es desfavorable y, si bien existe en-tre ellos cierta desigualdad de clase, el modo de

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pensar de la época puede obviarla fácilmente.Además, la baronesa también le ha hecho verque Otilia siempre seguirá siendo una chicapobre. Estar emparentada con una casa rica nole sirve a nadie de ayuda, le había explicado,porque aun con la mayor de las fortunas nadiesería capaz de sustraerle con buena concienciauna suma considerable a aquellos que por sugrado de parentesco más próximo tienen underecho más completo a obtener todas las ri-quezas y propiedades. Y lo cierto es que resultacurioso que la gente utilice tan pocas veces suprerrogativa a seguir disponiendo de sus bie-nes después de su muerte para favorecer a suspredilectos y, por el contrario, parece que porrespeto a la tradición, se limite a favorecer aaquellos que de todas maneras heredarían sufortuna aunque no se hubiera manifestado nin-guna voluntad expresa.

Durante el viaje los sentimientos del asis-tente le ponían exactamente al mismo nivel queOtilia. Sus esperanzas le auguraban una buena

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acogida. Y, si bien es verdad que no encontró aOtilia tan abierta con él como antaño, tambiénla vio más madura, mejor formada, y en ciertosentido, mucho más comunicativa de lo que élla había conocido. Le dejaron tomar parte envarios asuntos, sobre todo en los que guarda-ban relación con su profesión, lo que era unabuena muestra de confianza. Pero, a pesar detodo, cuando quería aproximarse a su objetivouna cierta timidez interna le acababa echandoatrás.

Sin embargo, un día Carlota le dio ocasiónpara hacerlo al preguntarle lo siguiente en pre-sencia de Otilia:

-Bien, ahora ya ha podido examinar ustedcon detalle todo lo que me rodea; ¿qué me dicede Otilia? Pienso que bien puede decirlo delan-te de ella.

El asistente supo decir con mucha finura ymanteniendo una expresión tranquila que en lotocante a una actitud más desenvuelta, a unamayor facilidad para comunicarse, a una ob-

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servación más acertada de las cosas del mundo,que se hacía ver más en sus actos que en suspalabras, la encontraba transformada muy a sufavor, pero que sin embargo él opinaba que lesería muy útil regresar durante algún tiempo alinternado a fin de apropiarse de modo másprofundo y ya para siempre de esas cosas queel mundo sólo va dando a pedazos, antes paraconfundirnos que para contentarnos y con fre-cuencia demasiado tarde. No quería extendersemás sobre ese asunto; la propia Otilia sabíamejor que nadie a qué serie de lecciones queguardaban una profunda conexión internahabía sido arrancada entonces.

Otilia no podía negar aquello. Pero tampo-co podía confesar lo que sentía por dentro al oíraquellas palabras, porque era algo que ellamisma apenas sabía explicar. Nada le parecíainconexo en el mundo cuando pensaba en elhombre amado, ni entendía tampoco cómo sinél podía existir algo que guardara todavía al-guna conexión.

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Carlota contestó a la proposición con afableprudencia. Dijo que tanto ella como Otilia habí-an deseado desde hacía mucho tiempo un re-greso al pensionado. Pero en aquel momento leera imprescindible la presencia de una amiga yayudante tan querida; sin embargo, más ade-lante no pensaba poner ningún obstáculo siOtilia seguía deseando regresar allí de nuevotodo el tiempo que le fuera necesario para ter-minar lo que había empezado y aprender afondo las lecciones interrumpidas.

El asistente acogió con alegría ese ofreci-miento. Otilia no podía objetar nada, aunquesólo de pensarlo se sentía temblar. Carlota, porsu parte, sólo pretendía ganar tiempo; al-bergaba la esperanza de que, cuando fuera unfeliz padre, Eduardo volvería a encontrarse a símismo y ella podría recuperarlo y, entonces,estaba convencida de que todo volvería a sucauce y también podrían resolver de algún mo-do la situación de Otilia.

Después de una conversación importante

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que da qué pensar a todos los que participan enella, suele sucederse una parálisis que se ase-meja a una perplejidad general. Iban de un ladoa otro de la sala; el asistente hojeaba unos librosy acabó tropezando con el volumen que toda-vía había quedado abandonado por allí desdelos tiempos de Luciana. Cuando vio que sólocontenía imágenes de simios lo volvió a cerraren el acto. Sin embargo, ese pequeño incidentedebió dar lugar a una conversación de la queencontramos huellas en el diario de Otilia.

Del diario de Otilia

¿Cómo puede ser capaz alguien de ponertanto cuidado en dibujar a esos monos asquero-sos? Uno ya se rebaja cuando los contemplasólo como animales; pero es una auténtica mal-dad entregarse al placer de buscar bajo esamáscara a personas conocidas.

Sin duda hace falta un cierto punto de de-formación para entretenerse alegremente con

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caricaturas y dibujos grotescos. Tengo queagradecer a nuestro buen auxiliar que no mehaya torturado nunca con historia natural; nun-ca fui capaz de soportar a los gusanos y escara-bajos.

Esta vez me confesó que a él le pasa lomismo. «De la naturaleza -me dijo- no debe-ríamos conocer más que las cosas vivas que nosrodean en el entorno inmediato. Con los árbo-les que florecen, germinan y dan fruto a nues-tro alrededor; con todos esos arbustos ante losque pasamos de largo, con cada brizna de hier-ba sobre la que caminamos guardamos unaverdadera relación: ellos son nuestros auténti-cos compatriotas. Los pájaros que dan saltitosde rama en rama en nuestros árboles y que can-tan en nuestro follaje nos pertenecen, noshablan desde niños y aprendemos a compren-der su lenguaje. Hay que preguntarse si cual-quier criatura extraña arrancada a su mediohabitual no produce sobre nosotros una ciertasensación de miedo que sólo se reduce por la

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fuerza de la costumbre. La verdad, es que hacefalta llevar una vida muy ruidosa y abigarradapara poder soportar a nuestro alrededor a mo-nos, papagayos o negros.»

A veces, cuando he sentido un deseo curio-so de todas esas aventuras y cosas raras he en-vidiado al viajero que contempla todas esasmaravillas en relación viva y cotidiana conotras maravillas. Pero él también se convierteen otro hombre. Nadie puede caminar impu-nemente bajo las palmeras y no cabe duda deque el modo de pensar se transforma en unatierra en la que elefantes y tigres están en sucasa.

Sólo el investigador naturalista es digno derespeto, porque es capaz de pintarnos y repre-sentarnos lo más extraño y raro en medio de suentorno habitual, con todo lo que le acompaña,y siempre en su elemento más propio. ¡Cuántome gustaría, aunque sólo fuera una vez, poderescuchar a Humboldt narrando sus relatos!

Un laboratorio de historia natural nos pue-

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de parecer una tumba egipcia en la que vemosembalsamados por todas partes a los distintosídolos animales y vegetales. Ciertamente estábien que sea una casta sacerdotal la que se ocu-pe de estas cosas en una penumbra misteriosa,pero en la enseñanza general no debería entrartodo esto, aún menos por cuanto por culpa deello se descuida con facilidad algo más próximoy más digno.

Un maestro capaz de despertar nuestra sen-sibilidad a una única buena acción, a un únicobuen poema, hace mucho más que uno que selimita a transmitirnos un montón de series bienordenadas según su nombre y su forma de cria-turas naturales inferiores, pues el resultado detodo esto es algo que ya podíamos saber sinmás: que el hombre es el que lleva en sí delmodo más excelente y único la imagen de la di-vinidad.

Cada uno es libre de ocuparse de lo quemás le atrae, de lo que le causa alegría o le pa-rece más útil, pero el auténtico estudio de la

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humanidad es el ser humano.

Capítulo 8

Hay pocas personas capaces de ocuparse delo que acaba de pasar. O bien lo presente nosretiene violentamente o bien nos perdemos enel pasado remoto y buscamos la manera derestablecer y evocar, hasta donde es posible, loque ya está completamente perdido. Hasta enlas familias grandes y adineradas, que tienenuna enorme deuda con sus antepasados, seacostumbra pensar más en el abuelo que en elpadre.

Éstas son las reflexiones que se le ocurrie-ron a nuestro asistente uno de esos hermososdías en que el invierno, que ya se despide, sequiere hacer pasar por primavera, y en el que élpaseaba por el inmenso y viejo parque del casti-llo admirando las esbeltas avenidas de tilos ylas ordenadas plantaciones geométricas detiempos del padre de Eduardo. Habían prospe-

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rado admirablemente de acuerdo con la inten-ción del que las ideó, pero ahora que por fin sepodía disfrutar de ellas y admirarlas nadiehablaba ya de eso; apenas se las visitaba y elcapricho y las inversiones se habían orientadohacia otro lugar más libre y lejano.

Al volver a casa le comentó sus pensamien-tos a Carlota, que no se los tomó a mal.

-Mientras la vida nos arrastra hacia adelan-te -repuso ella-, creemos que actuamos movi-dos por nuestro propio impulso; creemos queelegimos nuestra actividad y nuestras aficiones,pero la verdad es que, si vamos a mirarlo demás cerca, no son más que los designios y lastendencias de la época lo que nos vemos obli-gados a ejecutar.

-Cierto -dijo el asistente-, y ¿quién es capazde resistir a la corriente que le rodea? El tiemposiempre camina y con él los modos de pensar,las opiniones, prejuicios, aficiones y manías. Sila juventud de un hijo cae justo en un momentode cambio, ya puede uno estar seguro de que

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no tendrá nada en común con su padre. Si éstevivió en un período en que gustaba adquiriralgo, hacerse dueño de una propiedad y asegu-rarla, delimitarla, encerrarla dentro de unosmoldes reducidos y hacer aún más firme sudeleite apartándose del mundo, aquél seguroque tratará de extenderse, desbordarse, am-pliarse y acabar abriendo lo que estaba cerrado.

-Hay épocas enteras -replicó Carlota- queson iguales a ese padre y ese hijo que usted hadescrito. Apenas si podemos hacernos ya unaidea de aquella época en que cada ciudad, porpequeña que fuera, tenía que tener sus murallasy sus fosos, en que toda mansión nobiliaria seelevaba en medio de un pantano y los castillosmás insignificantes sólo eran accesibles a travésde un puente levadizo. Ahora, incluso las ciu-dades grandes están echando abajo sus muros,se rellenan los fosos hasta de los palacios de lospríncipes, las ciudades ya no parecen más queenormes aldeas y cuando va uno de viaje y veeso casi podría creer que la paz universal está

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asegurada y que la edad de oro ya está a nues-tras puertas. Ya nadie se siente a gusto en unjardín que no se asemeje al campo abierto; yanada puede recordar algún tipo de artificio nide constricción; todos queremos respirar libre-mente y sin condiciones. ¿Se puede usted ima-ginar, amigo mío, que pudiéramos retrocederdesde esta situación a la anterior?

-¿Por qué no? -contestó el asistente-; todaépoca tiene sus desventajas, tanto la que res-tringe como la libre. La segunda presupone lasuperabundancia y conduce al despilfarro.Permítame considerar su ejemplo, que es bas-tante llamativo. En cuanto aparece la escasez,vuelve a entrar en escena la autorrestricción.Personas que se ven obligadas a explotar sustierras y sus fincas vuelven a rodear de murossus jardines para asegurar mejor su produc-ción. Poco a poco de ahí se sigue una nuevamanera de ver las cosas. Lo útil vuelve a con-quistar el primer puesto y al final hasta los ricosacaban pensando que tienen que sacarle ren-

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dimiento a todo. Créame usted, es posible quesu hijo descuide todos los arreglos de su parquey vuelva a atrincherarse tras las graves mura-llas o bajo los altos tilos que levantó su abuelo.

Carlota se alegró en secreto al oír que le au-guraban un varón y por eso le perdonó al asis-tente su profecía, un tanto desagradable, de loque le ocurriría un día a su querido y hermosoparque. Por eso, replicó del modo más afectuo-so:

-Ni usted ni yo tenemos una edad tan avan-zada como para haber vivido varias veces ennuestra propia carne tamañas contradicciones;sin embargo, cuando se pone uno a recordar lostiempos de la primera juventud, cuando uno seacuerda de los lamentos escuchados a las per-sonas mayores y vuelve a ver aquellos camposy ciudades, es verdad que no parece posibleobjetar nada a lo que usted dice. ¿Pero no ha-bría que hacer algo contra ese curso natural delas cosas? ¿No se podría tratar de conciliar alpadre y al hijo y en general a los padres y a sus

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hijos? Usted acaba de anunciarme amable-mente un hijo varón; ¿tendrá que estar necesa-riamente en contradicción con su padre? ¿Ten-drá que destruir lo que sus padres han cons-truido en lugar de completarlo y embellecerloprosiguiendo en la misma dirección?

-Claro que hay un remedio para evitar eso -contestó el asistente- pero muy pocas personaslo aplican. Que el padre convierta a su hijo encopropietario, que le deje construir y plantarcon él y que le permita, como a él mismo, unacierta dosis de capricho y arbitrariedad inofen-sivos. Una actividad se puede entretejer fácil-mente con otra, pero lo que no se puede haceres tratar de añadirle fragmentos de una a otra.Una rama joven se puede injertar fácil y gusto-samente en un tronco viejo al que sin embargoya no se puede añadir de ningún modo unarama crecida.

Como sentía que estaba obligado a em-prender ya la partida, el asistente se alegró dehaber tenido ocasión de decirle algo agradable

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a Carlota antes de marchar, para que de esemodo su situación allí quedara asentada sobrelas bases más favorables. Ya hacía demasiadotiempo que estaba fuera de casa, pero no sehabía podido determinar a partir hasta estarcompletamente convencido de que tenía quedejar pasar el cercano parto de Carlota antes depoder esperar alguna decisión cualquiera enrelación con Otilia. Por fin, se amoldó a las cir-cunstancias y con esas expectativas y esperan-zas regresó junto a la directora.

El parto de Carlota ya estaba próximo. Sequedaba más tiempo en sus habitaciones. Lasmujeres que se habían reunido en torno de ellaconstituían su compañía más íntima. Otilia seencargaba de la marcha de la casa sin permitir-se casi pensar en lo que hacía. Se había resigna-do por completo; deseaba continuar sirviendode la mejor manera a Carlota, al niño, a Eduar-do, aunque no sabía cómo sería eso posible. Loúnico que podía salvarla de la confusión máscompleta era seguir cumpliendo cada día con

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su deber.Un hijo vino felizmente al mundo y las mu-

jeres aseguraron unánimemente que era el vivoretrato de su padre. Sólo Otilia fue incapaz demostrarse de acuerdo en su fuero interno cuan-do fue a darle la enhorabuena a la parturienta ya abrazar al niño con todo su corazón. En cuan-to a Carlota, ya en el momento de los prepara-tivos para la boda de su hija la ausencia delmarido le había resultado muy penosa y ahoratampoco iba a estar el padre en el nacimientode su hijo, tampoco iba a elegir el nombre conel que le llamarían más adelante.

El primer amigo que se dejó caer por la casapara dar la enhorabuena fue Mittler, que habíadejado encargados a unos emisarios de que leavisaran en cuanto se produjera el aconteci-miento. Irrumpió allí encantado, mostrándosecompletamente a sus anchas. Apenas si era ca-paz de ocultar su triunfo en presencia de Otiliay a Carlota se lo expresó de viva voz. Era preci-samente el hombre adecuado para echar a un

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lado todas las preocupaciones y eliminar losposibles obstáculos. En su opinión, no se podíaretrasar el bautizo. El anciano sacerdote, que yatenía un pie en la tumba, anudaría con su ben-dición el pasado y el futuro: el niño se llamaríaOtto; no podía llevar otro nombre más que eldel padre y el amigo.

Fue necesaria toda la decidida insistencia,casi impertinencia, de aquel hombre, para zan-jar de una vez aquella cuestión y echar por tie-rra los cientos de reparos, objeciones, dudas,vacilaciones, argumentos de esos que siemprelo saben todo mejor o de otra manera, y las in-quietudes, opiniones, nuevas opiniones y recti-ficaciones, porque normalmente en estos casos,cada vez que se elimina una objeción, vuelven aaparecer otras tantas y por querer quedar biencon todo el mundo y tener a todos en cuenta, alfinal es imposible no acabar hiriendo algunasusceptibilidad.

Mittler se hizo cargo de todos los avisos einvitaciones para el bautizo; tenían que estar

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listos enseguida, porque él mismo estaba muyinteresado en dar a conocer al resto del mundo,muchas veces malintencionado y otras maldi-ciente, una dicha que consideraba tan impor-tante para la familia. Porque, efectivamente, losacontecimientos apasionados que allí habíantenido lugar no habían pasado desapercibidospara el público, el cual, por otra parte, vivesiempre convencido de que todo lo que ocurresucede únicamente para que él tenga algo dequé hablar.

La ceremonia del bautizo debía ser digna,pero breve y para un número muy reducido. Sereunieron; Otilia y Mittler eran los padrinosencargados de sostener al niño. El viejo sacer-dote, ayudado por el sacristán, avanzó haciaellos con paso lento. Una vez concluida la ora-ción, depositaron al niño en brazos de Otilia ycuando ella bajó la vista hacia él con afecto, seasustó no poco al ver sus ojos abiertos, puescreyó estar contemplando los suyos propios.Un parecido tan total debería haber sorprendi-

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do a todos. Mittler, que fue el siguiente en reci-bir al niño, también se sorprendió sobremaneraal observar en la forma de su cara un parecidotan chocante, en este caso con el capitán, puesnunca le había ocurrido nada igual.

La debilidad del anciano y bondadoso sa-cerdote le había impedido acompañar la cere-monia del bautizo con algo más que la liturgiahabitual. Pero Mittler, imbuido del sentimientode las circunstancias, y acordándose de susviejas funciones, supo enseguida cómo teníaque actuar y hablar, lo que ya era habitual en sumodo de ser. Esta vez aún le resultaba más difí-cil contenerse, puesto que sólo le rodeaba unpequeño grupo de amigos. Así que, hacia elfinal del acto empezó a ponerse con toda natu-ralidad en el lugar del sacerdote y a expresar envoz alta con mucha animación cuáles eran susdeberes y esperanzas como padrino, alargán-dose aún más por cuanto creía ver la satisfac-ción expresada en el rostro de Carlota.

Al satisfecho orador se le escapó advertir

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que al buen anciano le habría gustado sentarsey todavía se le pasó menos por la cabeza queestaba a punto de provocar un daño muchomayor, así que después de describir con muchoénfasis la relación de cada uno de los presentescon el niño, poniendo con ello a dura prueba lacapacidad de dominio de Otilia, terminó vol-viéndose hacia el viejo sacerdote con estas pa-labras:

-Y usted, digno patriarca, ya puede decircon Simeón: «Señor, deja marchar en paz a tusiervo, porque mis ojos han visto al salvador deesta casa».

Ya estaba a punto de concluir brillantemen-te, cuando reparó que el anciano, a quien trata-ba de alargar el niño, aunque al principio pare-cía que se inclinaba hacia éste, al final acabócayendo para atrás. A duras penas consiguie-ron sostenerle en su caída y llevarle hasta unsillón, pero, a pesar de los socorros inmediatos,tuvieron que acabar declarándolo muerto.

Ver y pensar tan próximos el nacimiento y

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la muerte, el ataúd y la cuna, comprender estosmonstruosos contrastes no sólo con la fuerza dela imaginación, sino con los propios ojos, fuetarea penosa para los presentes, sobre todo porla forma tan sorprendente en que había ocurri-do todo. Sólo Otilia contemplaba con una espe-cie de secreta envidia al que acababa de dor-mirse para siempre conservando su expresiónamistosa y afable. Pensaba que la vida de supropia alma había muerto; entonces ¿por quétenía que seguir viviendo su cuerpo?

Si los tristes acontecimientos de aquel día lallevaban a veces a sumirse en la idea de la fu-gacidad de las cosas, la separación y la pérdida,a cambio también se le había regalado el con-suelo de unas maravillosas apariciones noctur-nas que le aseguraban la existencia de su ama-do y le ayudaban a fortalecer y animar la suyapropia. Cuando se metía en la cama por la no-che, mientras flotaba todavía en una dulce sen-sación a medio camino entre el sueño y la vigi-lia, le parecía como si sus ojos estuvieran con-

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templando una habitación inundada de clari-dad a pesar de estar sólo suavemente ilu-minada. Allí divisaba a Eduardo con toda pre-cisión, pero no vestido como solía cuando esta-ba con ella, sino con un uniforme guerrero ycada vez en una actitud diferente, aunquesiempre absolutamente natural y nada espec-tral: de pie, caminando, tumbado, a caballo.Aquella figura, nítida hasta en los detalles másmínimos, se movía espontáneamente delantede Otilia sin que ella hiciera nada para conse-guirlo, sin que lo quisiera ni tuviera que forzarsu imaginación. A veces también lo veía rodea-do de otras cosas, sobre todo de algo que semovía y era más oscuro que el fondo luminoso;pero apenas distinguía unas siluetas, que a ve-ces le parecían de personas, caballos, árboles ymontañas. Normalmente se adormecía al tér-mino de la aparición y cuando volvía a des-pertar al día siguiente, después de una nochetranquila, se sentía con nuevos ánimos y conso-lada; estaba convencida de que Eduardo aún

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vivía, puesto que el más íntimo de los vínculosla seguía uniendo a él de aquel modo.

Capítulo 9

La primavera había llegado, más tarde, pe-ro también más deprisa y alegre que de cos-tumbre. Otilia encontró ahora en el jardín losfrutos de su previsión; todo germinaba, todobrotaba y florecía a su debido tiempo; muchasplantas que se habían mantenido protegidas enlos invernaderos y en los parterres cubiertos,pudieron salir por fin al encuentro de la natura-leza exterior y sus efectos y todo lo que habíaque hacer y preparar dejó de ser como hastaentonces un mero esfuerzo rico en esperanzaspara convertirse en un auténtico y dichoso de-leite.

Pero hubo que consolar al jardinero de al-gunas bajas que el comportamiento salvaje deLuciana había causado en las macetas de flores,así como de la rota simetría de algunas copas

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de árbol. Otilia le daba ánimos diciéndole queno tardaría en volver a arreglarse todo aquello,pero él tenía un sentido demasiado profundo,un concepto demasiado puro de su oficio paraque esos consuelos produjeran mucho fruto.Del mismo modo que el jardinero no puededistraerse con otras aficiones y caprichos, así,tampoco se puede interrumpir el curso tranqui-lo que siguen las plantas para alcanzar su per-fección y plenitud, ya sea permanente o pasaje-ra. La planta se asemeja a la persona obstinada,de la que se puede obtener todo si se la trata asu manera. Una observación sosegada, unaperseverancia tranquila para llevar a cabo lopropio de cada estación del año y de cada mo-mento es algo que quizás a nadie se le puedepedir en mayor grado que al jardinero.

Aquel buen hombre reunía todas estas cua-lidades en grado sumo y por eso le gustabatanto a Otilia trabajar en su compañía, perodesde hacía algún tiempo él ya no era capaz deejercer a gusto su auténtico talento. En efecto,

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aunque tenía profundos conocimientos de todolo referente a los árboles y al huerto y tambiéndominaba el arte de los jardines ornamentales ala antigua usanza, pues en general a cada unose le da mejor una cosa que otra, es decir, aun-que sin duda hubiera podido competir con lapropia naturaleza en el cuidado del naranjal,las flores de bulbo, los claveles y las aurículas,aun así, todos estos nuevos árboles ornamenta-les y flores de moda le seguían resultando aje-nos y ante el infinito terreno de la botánica quese abría ante él en aquellos tiempos, y ante to-dos aquellos nombres bárbaros que zumbabanen sus oídos, sentía una especie de terror que lellenaba de malestar y disgusto. Lo que habíanempezado a prescribir sus señores el año ante-rior ahora le parecía con mayor motivo un gas-to inútil y un despilfarro por cuanto había vistocómo se le morían algunas plantas muy costo-sas y tampoco estaba en muy buenas relacionescon la gente del vivero que, a su entender, no leservían con toda la honradez requerida.

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Ante este estado de cosas, y después de va-rios intentos, se había trazado una especie deplan, al que Otilia le animaba tanto más porcuanto en realidad se basaba en el retorno deEduardo, cuya ausencia en ésta como en tantasotras cosas se dejaba notar cada día de modomás profundo.

Ahora que las plantas echaban cada día másramas y raíces, Otilia se sentía también más ymás atada a aquel lugar. Hacía justo un año quehabía llegado allí como una extraña, como al-guien insignificante. ¡Cuántas cosas había ga-nado desde entonces! Y, por desgracia, ¡cuántashabía vuelto a perder también desde entonces!Nunca había sido tan rica ni tan pobre. Los dossentimientos alternaban a cada instante en suinterior, se entremezclaban en su alma del mo-do más íntimo, de manera que su único paliati-vo era entregarse con el mayor interés y hastacon pasión a lo más próximo y cercano.

Es fácil imaginar que lo que más le atraía ya lo que más cuidados dedicaba era a las cosas

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favoritas de Eduardo; después de todo ¿porqué no iba a esperar que él volviese pronto enpersona y observara con gratitud las atencionesque había dedicado al ausente?

Pero también se le dio ocasión de hacer algopor él de un modo muy distinto. Asumió demanera particular el cuidado del niño, al quepodía atender de modo casi exclusivo debido aque habían decidido no entregárselo a ningúnama y criarlo únicamente a base de leche y deagua. En aquella hermosa época del año el niñodebía disfrutar del aire libre, de modo que pre-fería sacarlo fuera ella misma y paseaba a aquelser dormido e inconsciente entre las flores ycapullos que algún día alegrarían sus días deinfancia, entre los árbolitos y arbustos que porsu juventud parecían destinados a crecer con él.Cuando miraba a su alrededor no se le ocultabaa qué estado de grandeza y fortuna estaba lla-mado aquel niño, pues casi todo lo que alcan-zaba la vista habría de ser suyo algún día. Paraeso, ¡cuán deseable era que creciera bajo la mi-

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rada de su padre y su madre consolidando unaunión dichosamente renovada!

Otilia sentía todo esto de un modo tan níti-do que se imaginaba que ya era así de verdad yentonces se olvidaba completamente de símisma. Bajo aquel cielo claro, a la luz de aque-llos luminosos rayos de sol comprendía clara-mente por primera vez en su vida que para quesu amor alcanzase una perfecta consumacióntenía que volverse completamente desinteresa-do. En algunos instantes incluso creía haber al-canzado ya aquella cima. Ya sólo deseaba elbien de su amigo, se juzgaba capaz de renun-ciar a él, incluso de no volver a verlo nunca,con tal de saberlo dichoso. Pero en cuanto aella, estaba firmemente decidida a no volver apertenecer nunca a ningún otro.

Se tomaron las precauciones necesarias paraque el otoño fuera tan espléndido como la pri-mavera. Todas las plantas llamadas de verano,todo lo que no puede terminar de echar floresen otoño y sigue desarrollándose intrépida-

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mente en pleno frío, particularmente los áste-res, fueron sembrados con la más rica variedad,para que, al haber sido transplantados un pocopor todos los lados, formasen una especie decielo estrellado sobre la tierra.

Del diario de Otilia

Nos gusta apuntar en nuestro diario un pen-samiento interesante que hemos leído o algoque hemos oído y ha llamado nuestra atención.Pero si nos tomáramos la molestia de extraer delas cartas de nuestros amigos las observacionespersonales, opiniones originales y frases inge-niosas que dejan caer al azar, aún seríamos mu-cho más ricos. Guardamos las cartas para novolver a leerlas; finalmente las destruimos pordiscreción y de esa manera desaparece de mo-do irreparable para nosotros y para los demásel más hermoso y más inmediato aliento devida. Tengo la intención de reparar este descui-do.

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Una vez más se repite desde el principio elcuento del año. Ya hemos llegado otra vez,¡gracias a Dios!, a su más hermoso capítulo. Lasvioletas y lirios silvestres son a modo de ador-nos y viñetas del mismo. Siempre nos producela misma sensación agradable volver a entornarestas páginas del libro de la vida.

Reprendemos a los pobres, sobre todo a lospequeños, cuando los vemos tirados por lascalles mendigando. ¿Es que no nos damoscuenta de que en cuanto hay algo que hacer sevuelven activos? En cuanto la naturaleza des-pliega sus amables tesoros, los niños corren trasellos para sacar algún beneficio. Ya ningunomendiga: todos te ofrecen un ramo que hanrecogido antes de que tú despertaras y el que telo ofrece te mira tan graciosamente como elpropio presente. Nadie parece miserable cuan-do se siente con derecho a exigir.

¿Por qué el año es a veces tan corto, a vecestan largo, por qué parece tan corto, pero tanlargo en el recuerdo? Eso es lo que me pasa con

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el año pasado y en ningún lugar de modo tanllamativo como en el jardín, en donde se entre-teje lo perecedero con lo que dura. Y, sin em-bargo, no hay nada tan pasajero que no dejeuna huella, que no deje atrás su propia imagen.

También el invierno nos acaba gustando.Parece como si pudiéramos respirar con máslibertad cuando los árboles se alzan ante noso-tros tan fantasmales y desnudos. No son nada,pero tampoco tapan nada. Cuando por fin apa-recen los brotes y capullos, nos entra la impa-ciencia, hasta que vemos cubierto todo de folla-je, hasta que el paisaje entero toma cuerpo y elárbol nos vuelve a oponer su forma.

Todo lo que es perfecto en su género tieneque sobresalir por encima de ese género, tieneque convertirse en algo distinto e incompara-ble. En algunos sonidos el ruiseñor todavía esun pájaro, pero después se alza por encima desu clase y parece como si quisiera enseñarles atodas las criaturas de plumas qué significa deverdad cantar.

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Una vida sin amor, sin la proximidad delamado, no es más que una comédie a tiroir, unamala comedia de las que se echan a un cajón.Uno va tirando de los cajones, sacando y guar-dando una pieza tras otra y volviéndolos a ce-rrar de nuevo. Todo lo que ocurre en ellas, has-ta lo bueno e importante, apenas se sostienecon cierta coherencia. Hay que volver a empe-zar todo desde el principio y lo que uno querríaes acabar de una vez con todo.

Capítulo 10

Carlota, por su parte, se siente fuerte y ani-mada. Disfruta viendo al guapo niño cuyaprometedora figura ocupa en todo momentosus ojos y su corazón. Gracias a él, renace enella un nuevo vínculo con el mundo y conaquellas propiedades. Su antigua actividaddespierta de nuevo; dondequiera que mire veque el último año se han hecho muchas cosas yeso la llena de alegría. Animada por un senti-

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miento muy particular sube hasta la cabaña demusgo con Otilia y el niño y mientras tumba aéste sobre la mesita como si se tratara de unaltar doméstico ve los dos sitios vacíos que allíquedan, recuerda los tiempos pasados y unanueva esperanza para ella y para Otilia renaceen su interior.

Sin duda, las jovencitas examinan en secre-to y, tal vez con modestia, a tal o cual jovenpara ver si les gustaría como marido, pero lamujer que tiene a su cargo a una hija o a unapupila dirige sus miradas mucho más lejos. Yesto es lo que le pasaba también ahora a Carlo-ta, a la que ya no le parecía imposible unaunión del capitán con Otilia, cuando recordabala imagen de ambos sentados juntos en aquellacabaña en otros tiempos. No ignoraba queaquel antiguo proyecto de un matrimonio ven-tajoso para el capitán había quedado sin efecto.

Carlota seguía subiendo y Otilia llevaba alniño mientras la primera se abandonaba a todotipo de reflexiones. También en tierra firme hay

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naufragios; salir de ellos con bien y recuperarsepronto es algo muy hermoso y digno de alaban-za. Después de todo, la vida no es más que unasuma de pérdidas y ganancias. ¿Quién no hacealgún proyecto y ve cómo algo se lo arruina?¡Cuántas veces emprendemos un camino y nosencontramos con algo que nos desvía de él!¡Cuántas veces hay algo que nos distrae de unobjetivo muy claro, pero sólo para alcanzar otromás elevado! Con gran disgusto el viajero ad-vierte que se le ha roto una rueda en el camino,pero gracias a este accidente enojoso tiene oca-sión de trabar las más dichosas amistades yrelaciones, que después tendrán influencia so-bre él toda la vida. El destino va cumpliendonuestros deseos, pero lo hace a su manera, parapoder regalarnos aún más de lo que albergannuestros simples deseos.

Con estos y otros pensamientos del mismotenor Carlota llegó por fin a la cumbre donde sealzaba el nuevo edificio, que no hizo sino re-afirmarla del todo en lo que venía pensando.

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En efecto, aquel lugar era todavía mucho máshermoso de lo que uno se podía imaginar. Sehabía eliminado todo lo que podía molestar oresultar mezquino en el entorno; toda la bellezadel paisaje, todo lo que en él habían hecho lanaturaleza y el tiempo surgía puramente ante lavista y ya brotaban las jóvenes plantacionesdestinadas a colmar algunos vacíos y a unir laspartes que habían quedado separadas.

La propia casa ya estaba casi habitable y lavista, sobre todo desde las habitaciones del pisoalto, era de lo más variado. Cuanto más tiempomiraba uno en derredor, más y más cosas her-mosas descubría. ¡Qué de efectos tendrían queproducir allí las distintas horas del día, el sol yla luna! Resultaba muy apetecible residir enaquel lugar y, como además ya se había termi-nado toda la parte vasta de la obra, pronto sevolvió a despertar el gusto de Carlota por cons-truir y crear. Un ebanista, un tapizador, un pin-tor capaz de arreglárselas con unos patrones yalgunos pocos dorados aquí y allá: eso era lo

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único que hacía falta y en poco tiempo estuvorematada la casa. La bodega y la cocina tam-bién estuvieron pronto instaladas, porque alestar lejos del castillo resultaba imprescindiblealmacenar allí todo lo necesario. Así que ahoralas mujeres vivían allá arriba con el niño y co-mo se trataba de un nuevo centro, este nuevolugar de residencia les ofreció nuevos e inespe-rados destinos de paseo. En aquella región máselevada disfrutaban de un aire libre y fresco,unido a un tiempo admirable.

La senda predilecta de Otilia, a veces sola yotras veces con el niño, era una que bajaba có-modamente hacia los plátanos y después per-mitía dirigirse al punto en el que estaba ama-rrada una de las barcas que se solían emplearpara cruzar a la otra orilla. A veces le gustabadar un paseo sobre las aguas, aunque sin elniño, porque Carlota sentía algún temor a esterespecto. Y, pese a vivir allí, nunca dejaba debajar diariamente al jardín del castillo para visi-tar al jardinero e interesarse amablemente por

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sus cuidados con todas aquellas plantas que éltrataba de sacar adelante y que ahora disfruta-ban ya del aire libre.

En esta hermosa estación a Carlota le resul-tó muy oportuna la visita de un noble inglésque Eduardo había conocido en sus viajes, alque había encontrado después varias veces yque ahora sentía curiosidad por ver personal-mente todos aquellos hermosos arreglos delparque de los que tantas cosas buenas habíaoído contar. Traía una carta de recomendacióndel conde y también le presentó a un hombrecallado pero muy amable que venía con él.Mientras el inglés recorría los alrededores, unasveces con Carlota y Otilia, otras con los jardine-ros o cazadores, las más de las veces con suacompañante y en ocasiones él solo, las mujerespronto pudieron deducir de sus observacionesy comentarios que era un conocedor y amantede este tipo de parques y que seguramente élmismo había concebido y ejecutado algunos. Apesar de su avanzada edad, tomaba animada-

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mente parte en todo lo que le da relieve e inte-rés a la vida.

Fue en su compañía cuando las mujeres go-zaron por vez primera de modo completo dellugar. Su ojo entrenado sabía apreciar cada unode los distintos efectos en toda su frescura yaún gozaba más viendo lo que se había realiza-do precisamente porque al no haber conocidopreviamente la región apenas podía distinguirlo que era producto de la naturaleza de lo quehabía sido creado artificialmente.

Se puede afirmar perfectamente que el par-que creció y se enriqueció gracias a sus comen-tarios. Sabía de antemano lo que se podía espe-rar de las nuevas plantaciones que aún sehallaban en fase de crecimiento. No se le esca-paba ningún rincón en donde aún se pudieraañadir o poner de relieve alguna cosa bella.Aquí se fijaba en un manantial, que una vezlimpiado a fondo, prometía adornar toda unazona vegetal, allá era una gruta que, una vezampliada y sin maleza, podía proporcionar un

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deseable lugar de reposo, pues sólo hacía faltatalar algunos árboles para poder divisar desdela gruta las magníficas y elevadas masas derocas. Felicitó a los habitantes del castillo portener todavía tantas cosas que ir haciendo en elfuturo y les rogó que no se apresuraran, sinoque se reservaran para los siguientes años eldeleite de ir creando e inventando cosas nue-vas.

Por lo demás, tampoco se hacía nada pesa-do fuera de las horas marcadas para estar encompañía, porque se entretenía la mayor partedel tiempo tratando de dibujar en una cámaraoscura portátil las vistas más pintorescas delparque, con el fin de adquirir para sí mismo ypara los demás el mejor y más hermoso frutode sus viajes. Era algo que venía haciendo des-de hacía muchos años en las regiones más des-tacadas en las que había estado y de esta mane-ra había conseguido reunir una colección de lomás agradable e interesante. Le mostró a lasdamas un gran portafolios que llevaba consigo

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y que supo entretenerlas tanto con las imágenesque veían como con sus explicaciones. Se ale-graban de poder recorrer tan cómodamente elmundo desde su retiro, de ir haciendo desfilarante sus ojos riberas y puertos, montañas, la-gos, ríos, ciudades, fortalezas y otros muchoslugares que tienen un nombre en la Historia.

Cada una de las dos mujeres mostraba uninterés especial: Carlota uno más general, refe-rido sobre todo a lugares con alguna particula-ridad histórica, mientras que Otilia se de-moraba preferentemente en las regiones de lasque Eduardo solía hablar, en las que sabía quele gustaba residir a él y a donde había regresa-do a menudo con gusto. Pues, cerca o lejos,cada persona encuentra determinados detalleslocales que le atraen y que le resultan particu-larmente gratos y estimulantes de acuerdo consu carácter, con la primera impresión que lecausan, ciertas circunstancias o la costumbre.

Por eso quiso preguntarle al lord en qué lu-gar se encontraba más a gusto y en dónde pre-

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feriría fijar su residencia si tuviera que elegir.Entonces él supo describirle más de una her-mosa región y contarle amenamente en su fran-cés curiosamente acentuado las cosas que lehabían ocurrido en aquellos lugares, contribu-yendo a que le resultaran tan caros y aprecia-dos.

Por el contrario, a la pregunta de dónde legustaba residir ahora habitualmente o a dóndele gustaba regresar preferiblemente, respondióde manera muy clara, pero también inesperadapara las mujeres:

-Ahora ya me he acostumbrado a sentirmeen casa en cualquier parte y, al final, no encuen-tro nada más cómodo que ver a los demás cons-truir y plantar por mí, y esforzarse por arreglarsus casas para mí. No siento nostalgia de mispropiedades, en parte por razones políticas,pero sobre todo porque mi hijo, para quien enrealidad había hecho todas esas cosas, a quienconfiaba poder legar todo y con quien contabapoder disfrutar todavía de lo hecho, no siente el

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menor interés por nada de esto y se ha marcha-do a la India, quién sabe si para emplear allí suvida en algo más importante o para malgastar-la.

»Lo cierto es que hacemos demasiados pre-parativos para la vida, invertimos demasiadogasto. En lugar de empezar enseguida por en-contrarnos a gusto en una situación modesta,siempre queremos extendernos y abarcar máspara tener cada vez más trabajo e incomodida-des. ¿Y quién disfruta ahora de mis construc-ciones, de mi parque y mis jardines? No yo, nisiquiera los míos: huéspedes desconocidos,curiosos, viajeros inquietos.

»Aun disponiendo de una gran fortuna sóloestamos en casa a medias, sobre todo en elcampo, en donde echamos en falta algunas cos-tumbres de la ciudad. El libro que más nos gus-taría adquirir no está a mano y olvidamos pre-cisamente aquello que más falta nos hace. Unay otra vez, nos acomodamos confortablementeen nuestras casas para volver a mudarnos de

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nuevo y cuando no lo hacemos por capricho nivoluntariamente son las circunstancias, las pa-siones, el azar, la necesidad y qué se yo quémás cosas las que nos obligan a hacerlo.

El lord no imaginaba lo mucho que estabanafectando estos comentarios a sus dos amigas.¡Y qué de veces cae en ese peligro el que hacereflexiones generales en algún círculo, inclusocuando lo hace en medio de gente cuyas cir-cunstancias le resultan bien conocidas! ParaCarlota esta herida involuntaria, causada inclu-so por personas con la mejor intención, no eranada nuevo; además, el mundo se extendía contanta claridad ante sus ojos, que no sentía nin-gún dolor particular cuando alguien, sin querery por descuido, la obligaba a dirigir su miradaa algún asunto desagradable. Otilia, por el con-trario, quien en su juventud semiconscienteintuía más de lo que verdaderamente veía, yque podía y hasta tenía que apartar su miradade aquello que no debía ni quería ver, se sintióterriblemente trastornada por aquellas tristes

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consideraciones, porque le habían rasgado vio-lentamente un agradable velo que llevaba antelos ojos y ahora le parecía como si todo lo quese había hecho hasta entonces en la casa, la fin-ca, el jardín, el parque y todos los alrededoreshubiera sido completamente inútil porqueaquel a quien pertenecía todo aquello no podíadisfrutarlo y, como aquel huésped inglés, sehabía visto empujado precisamente por susseres más queridos y próximos a vagar sinrumbo por el mundo y, además, del modo máspeligroso. Otilia se había acostumbrado a escu-char y callar, pero en esta ocasión se sentía pre-sa de una horrible angustia que las siguientespalabras del extranjero hicieron aumentar enlugar de disminuir, cuando éste prosiguióhablando del siguiente modo con su alegre pe-culiaridad y su prudente sensatez:

-Ahora creo que estoy en el buen camino -continuó-, puesto que me considero ya parasiempre un viajero que renuncia a mucho paradisfrutar de mucho. Estoy acostumbrado al

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cambio y hasta me resulta una necesidad, delmismo modo que en la ópera siempre estamosesperando que cambien otra vez el decorado,precisamente en la medida en que ya nos hanpuesto otros muchos. Ya sé muy bien lo quepuedo esperar de la mejor y de la peor posada;por buena o por mala que sea, nunca encuentroen ellas mis costumbres y al final viene a ser lomismo depender totalmente de una costumbreimprescindible que depender por completo deun azar caprichoso. Por lo menos ahora ya nome disgusto por algo perdido o estropeado niporque me encuentre con que la habitaciónacostumbrada está inutilizable por culpa deunas reparaciones, ni porque se me rompa mitaza preferida y durante algún tiempo no seacapaz de disfrutar bebiendo en otra. Ahora yahe superado todo eso y cuando siento que meempieza a arder el suelo bajo los pies, mandoempacar tranquilamente a mi gente y me mar-cho del sitio y de la ciudad. Y además de todasestas ventajas, si echo bien las cuentas, al final

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del año no he gastado más de lo que me habríacostado vivir en casa.

Mientras le escuchaba hablar así, Otilia sóloveía ante sus ojos a Eduardo, caminando conprivaciones y fatigas por caminos apenas prac-ticables, durmiendo durante la campaña enmedio de la miseria y el peligro y acostum-brándose con tanta inseguridad y tanto riesgo avivir sin hogar ni amigos, a desprenderse detodo a fin de no tener nada que perder. Fe-lizmente la reunión se disolvió por algún tiem-po. Otilia tuvo la oportunidad de desahogarseen llanto en soledad. Ningún dolor sordo lahabía asido con tanta violencia como aquellaclaridad que ella aún trataba de ver más clara,tal como solemos hacer cuando nos atormen-tamos a nosotros mismos en el momento preci-so en que estamos a punto de ser atormentadospor los demás.

La situación de Eduardo le parecía tan dig-na de lástima, tan lamentable, que decidió po-ner todo por su parte, costara lo que costase,

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para que volviera a unirse a Carlota, para es-conder su dolor y su amor en algún lugar tran-quilo y engañarlos dedicándose a algún tipo deactividad.

Por su parte, el acompañante del lord, unhombre inteligente y tranquilo, muy buen ob-servador, había notado la torpeza cometida porsu amigo en la conversación y le había hechover a éste la similitud entre las situaciones des-critas. El lord no sabía nada de las circunstan-cias de aquella familia, pero el otro, al que loúnico que le interesaba en los viajes eran losacontecimientos sorprendentes motivados porsituaciones naturales o provocadas, por el con-flicto entre lo legal y lo irrefrenable, el enten-dimiento y la razón, la pasión y el prejuicio, yase había estado informando de todo antes deemprender el viaje y mucho más al llegar a lapropia casa y por eso sabía lo que había pasadoy pasaba todavía.

El lord lamentó lo ocurrido aunque sin sen-tir ningún apuro, porque sabía que para no caer

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en este tipo de situación habría que estar com-pletamente callado en sociedad, ya que no sólolas reflexiones importantes, sino hasta los co-mentarios más triviales pueden chocar del mo-do más desafortunado con los intereses de lospresentes.

-Lo arreglaremos esta noche -dijo el lord-absteniéndonos de conversaciones de índolegeneral. ¡Hágales escuchar a las damas algunade esas anécdotas e historias con las que hasabido enriquecer durante nuestro viaje sumemoria y su cartera!

Pero en esta ocasión, aun con la mejor de lasintenciones, los dos forasteros no consiguieronalegrar a las amigas por medio de una sencillaconversación inocente, ya que, tras haber des-pertado su curiosidad con algunas historiasraras, notables, divertidas, conmovedoras osiniestras, el acompañante del lord tuvo la ocu-rrencia de concluir con el relato de un incidentebastante extraño, aunque de índole más suave,sin adivinar que se trataba de un asunto que

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tocaba muy de cerca a sus oyentes.

Los extraños niños vecinos (Relato)

Dos niños vecinos de casas acomodadas, ni-ño y niña, con una edad acorde para poder seralgún día marido y mujer, fueron educadosjuntos con esa agradable perspectiva y con laalegría de los padres de ambos ante la futuraunión. Pero muy pronto observaron que aque-lla intención parecía abocada al fracaso, porqueentre aquellos dos excelentes caracteres surgióuna extraña aversión. Tal vez eran demasiadoparecidos. Ambos muy retraídos, tajantes ensus deseos, firmes en sus propósitos; ambosqueridos y admirados por sus compañeros dejuegos, siempre adversarios cuando estabanjuntos, siempre actuando cada uno para símismo, siempre destruyéndose el uno al otrocuando y donde se encontraban, no compitien-do por alcanzar la misma meta, pero sí luchan-

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do por un mismo objetivo; extraordinariamentebuenos y amables y sólo capaces de odio y has-ta malvados cuando se trataba del otro.

Esta sorprendente relación se mostró yadesde sus juegos infantiles y se siguió mostran-do según iban creciendo. Y, como los niñostienen la costumbre de jugar a la guerra di-vidiéndose en bandos que combaten entre sí, laobstinada y valerosa niña se situó un día alfrente de uno de los ejércitos y luchó contra elotro con tanta ferocidad y enconamiento quedicho ejército hubiera tenido que huir vergon-zosamente si el único enemigo particular de laniña no hubiera resistido todo el tiempo valien-temente y finalmente hubiera desarmado a suenemiga y la hubiera tomado prisionera. Peroincluso en esta situación ella seguía resistiéndo-se con tanta violencia que él, para preservar susojos sin dañar a su enemiga, tuvo que quitarseel pañuelo de seda del cuello y atarle las manosa la espalda.

Ella nunca se lo perdonó y hasta trató de

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hacer en secreto algunos planes y preparativospara perjudicarle, de tal modo que los padresde ambos, que hacía tiempo que estaban enguardia frente a aquellas extrañas pasiones, sepusieron de acuerdo y decidieron separar aaquellas dos criaturas hostiles y renunciar a susqueridas esperanzas.

El muchacho pronto destacó en su nuevavida. Sacaba con éxito cualquier tipo de estu-dio. Algunos protectores y su propia inclina-ción lo condujeron a la profesión de soldado.En todos los sitios a los que iba era querido yrespetado. Su carácter activo y diligente parecíahecho para buscar el contento y el beneficio delos demás y, sin ser propiamente consciente deello, se sentía muy feliz de haber perdido devista al único adversario que la naturaleza lehabía destinado.

Por su parte, la chica sufrió de pronto unatransformación. Su edad, una creciente educa-ción y, sobre todo, un íntimo sentimiento laapartaron de los juegos violentos que hasta

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entonces había acostumbrado practicar encompañía de los chicos. En conjunto, parecíaque le faltaba algo y que si bien no había nada asu alrededor que fuera suficientemente dignode excitar su odio, tampoco había encontrado anadie que le pareciera digno de amor.

Un joven algo mayor que su antiguo vecinoy adversario, de buena familia, con fortuna yposición, apreciado en los círculos sociales, so-licitado por las mujeres, le dedicó todo su afec-to. Era la primera vez que un amigo, un enamo-rado, un servidor, le dedicaba de este modo suatención. La predilección que él demostró porella, frente a otras mujeres de más edad, mejorformadas, más brillantes y con mayores preten-siones no pudo dejar de halagarle. Sus conti-nuas atenciones, que nunca llegaban a ser mo-lestas, su fiel apoyo en diversas situacionesdesagradables, su forma de cortejarla ante suspadres, que sin duda era directa y abierta, perotranquila y considerando sólo aquello comouna esperanza, ya que ella era todavía muy

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joven, todo eso contribuyó a que él pudieraganársela, a lo que también se sumó la fuerzade la costumbre y de las relaciones externas queya mantenían a los ojos de todos. Ya tantas ve-ces la habían llamado novia de él, que final-mente acabó por considerarse tal y ni ella ni na-die pensaba que hiciera falta ninguna otraprueba suplementaria el día que intercambió suanillo con aquel que desde hacía tanto tiempopasaba por ser su novio.

La marcha tranquila que había llevado todoel proceso tampoco se aceleró después dehaberse prometido formalmente. Todo el mun-do dejó que las cosas siguieran el curso acos-tumbrado por ambas partes, que los dos disfru-taran de los ratos que pasaban juntos y sabo-rearan hasta el final la época más hermosa delaño a modo de primavera de su futura vidamás seria.

Mientras tanto, el ausente había recibido lamejor formación, había alcanzado un gradomerecido en su carrera y vino de permiso a

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visitar a los suyos. Así, volvió a encontrarsefrente a su hermosa vecina del modo más natu-ral y al mismo tiempo extraño. En los últimostiempos ella sólo había alimentado sentimien-tos familiares de amiga y prometida y se mos-traba en perfecta armonía con todo lo que larodeaba; creía ser dichosa y en cierto modo loera de verdad. Pero ahora, por primera vezdesde hacía mucho tiempo, volvía a encontrar-se con algo que se alzaba en medio de su cami-no: no era nada que pudiera despertar odio yademás ella ya no era capaz de odiar y, por eso,aquel odio infantil, que en el fondo no era sinoun oscuro modo de reconocer un valor íntimo,se expresó ahora bajo la forma de una alegresorpresa, una contemplación gozosa, una admi-ración amable y una aproximación mitad vo-luntaria, mitad involuntaria, pero necesaria,que fue recíproca. Una larga separación dioocasión a largas conversaciones. Incluso su an-tigua locura infantil sirvió a los que ahora semostraban razonables a modo de divertido

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recuerdo y era como si hubieran querido com-pensar aquel odio ridículo con un trato lleno deamabilidad y atenciones, como si aquel violentodesencuentro de antaño tuviera que ser subsa-nado ahora por un mutuo y expreso reconoci-miento.

Por parte de él todo quedó dentro de los lí-mites razonables y deseables. Su posición, susrelaciones, sus aspiraciones, su ambición le ab-sorbían de modo tan completo que se tomó lasimpatía que le mostraba la bella prometidacon toda tranquilidad como un regalo digno deagradecimiento que no creía que guardara nin-guna relación consigo mismo y que tampoco lehacía concebir la menor envidia por el pro-metido, con el que, por lo demás, mantenía lamejor relación.

Por el contrario, el caso de ella era muy di-ferente. Se sentía como si despertara de un sue-ño. La lucha contra su joven vecino había sidosu primera pasión y aquella violenta pugna noera, bajo la forma de la repulsión, sino un afecto

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igual de violento y casi podríamos decir queinnato. En sus recuerdos no le parecía otra cosasino que siempre lo había amado. Sonreía re-cordando aquella persecución hostil con las ar-mas en la mano; le gustaba imaginar que habíasentido una agradable sensación cuando él ladesarmó, que había sentido la mayor de lasdichas cuando le ató las manos y todo lo queella había emprendido para tratar de perjudi-carlo y disgustarlo, ahora sólo le parecía unrecurso inocente para tratar de atraer su aten-ción. Maldecía su separación, se lamentabapensando en el sueño en el que había caído,abominaba la costumbre adquirida de soñar ydejarse arrastrar por una inercia que había sidola responsable de que ella hubiera podido acep-tar a un prometido tan insignificante; estabatransformada, doblemente transformada, tantomirando al pasado como mirando al futuro,según se quiera.

Si hubiera podido expresar y compartir conalguien sus sentimientos, que ella mantenía

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completamente en secreto, seguramente nadiele habría hecho ningún reproche, porque laverdad es que su novio no podía soportar lacomparación con el vecino en cuanto se les po-nía uno al lado de otro. Aunque no se podíanegar que el primero inspiraba un cierto gradode confianza, lo cierto es que el segundo des-pertaba la confianza más completa; si cierta-mente se aceptaba con gusto la compañía delprimero, al segundo se le deseaba tomar porcompañero; y si se ponía uno a pensar en sen-timientos más profundos, si se pensaba en si-tuaciones extraordinarias, fácilmente habríauno dudado del primero, mientras que el se-gundo inspiraba la más completa seguridad ycertidumbre. Las mujeres tienen un tacto innatopara este tipo de cosas y tienen ocasión y moti-vo de desarrollarlo.

Cuanto más alimentaba secretamente la no-via este tipo de sentimientos en su interior,cuantas menos personas encontraba para deciralguna palabra en favor de su prometido y de

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lo que las circunstancias y el deber parecíanordenar y aconsejar, en definitiva, de lo queuna inflexible necesidad parecía exigir de modoirrevocable, más alimentaba el corazón de lahermosa su parcialidad. Y, como por un lado,ella estaba ligada indisolublemente por elmundo y la familia, por el prometido y su pro-pio consentimiento y, por otro lado, el ambi-cioso joven no ocultaba para nada sus ideas,planes y proyectos y sólo se comportaba conella como un fiel y ni siquiera tierno hermano ysólo le hablaba de su inminente partida, fuecomo si el antiguo espíritu infantil de la mu-chacha con todas sus tretas y violencias volvie-ra a despertar de pronto, pero ahora, al encon-trarse en un estadio más maduro de la vida, searmara de despecho para actuar de maneramucho más grave y dañina. Decidió morir paracastigar al otrora odiado y ahora violentamenteamado, para que, ya que no podía poseerlo, porlo menos quedara ligada para siempre a suimaginación y sus remordimientos. Quería que

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ya nunca pudiera librarse de su recuerdo fúne-bre, que nunca dejara de hacerse reproches porno haber adivinado sus sentimientos, por nohaber tratado de descubrirlos y apreciarlos.

Esta extraña locura la acompañaba a todaspartes. La ocultaba bajo mil formas y, por eso,aunque le parecía un poco rara a la gente, nadietuvo la suficiente atención o sagacidad paradescubrir la auténtica causa interna de su com-portamiento.

Mientras tanto los amigos, parientes y co-nocidos habían agotado su capacidad para or-ganizar fiestas. Apenas si transcurría un día sinque se preparara alguna nueva sorpresa. Ape-nas si se encontraba algún rincón del campocircundante que no hubiera sido adornado pararecibir del mejor modo a un montón de alegreshuéspedes. También el joven recién llegadoquiso hacer algo antes de marchar e invitó a lapareja y al círculo de familiares más próximos aun paseo en barco. Eligieron una embarcacióngrande y hermosa muy bien decorada, uno de

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esos yates que tienen un saloncito con algunashabitaciones y tratan de trasladar al agua todaslas comodidades de la tierra firme.

Fueron navegando por el caudaloso ríoacompañados con música; como era la horamás calurosa del día el grupo se había reunidoen las cabinas de la parte baja y se divertía conjuegos de suerte y de ingenio. El joven anfi-trión, que nunca podía permanecer inactivo,había cogido el mando del timón, relevando alviejo capitán que se había quedado dormido asu lado. Y, de pronto, el que estaba despiertotuvo que hacer gala de toda su prudencia por-que se aproximaba a un lugar en el que dosislas estrechaban el cauce del río y tanto de unlado como del otro extendían sus bajas orillaspedregosas preparando un paso muy estrechoy peligroso. El vigilante y prudente timonelestuvo a punto de despertar al patrón, peroconfió en que sería capaz de salir del apuro y sedirigió hacia el estrecho. En aquel preciso ins-tante apareció en el puente su bella enemiga

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con una corona de flores sobre la cabeza. Se laquitó y se la arrojó al piloto.

-¡Cógela de recuerdo! -le gritó.-¡No me molestes! -contestó él gritando

también, mientras cogía la corona al vuelo-.Ahora necesito concentrar todas mis fuerzas ymi atención.

-Ya no te molesto más -exclamó ella-; ¡novolverás nunca a verme! -Y mientras decía esocorrió a la parte delantera del barco desde don-de se arrojó al agua. Algunas voces gritaron:

-¡Socorro, socorro, que se ahoga!-Él se encontró en el más horrible de los

aprietos. Entonces, el capitán del barco, brus-camente despertado por las voces, quierehacerse con el timón, el más joven trata de dár-selo, pero ya no hay tiempo para cambiar demano: el barco encalla y en ese mismo instante,deshaciéndose de las ropas más molestas, él searroja al agua y nada en pos de su bella enemi-ga.

El agua es un elemento amable para quien

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lo conoce y sabe manejarlo. El hábil nadadorsupo dominarlo. Pronto hubo alcanzado a lahermosa que las aguas empujaban por delantede él; la agarró, consiguió alzarla sobre lasaguas y llevarla cogida. Ambos fueron arras-trados con violencia hasta que dejaron atrás lasislas y sus escollos y el río volvió a discurrirtranquilo por lugares más anchos. Sólo enton-ces se repuso, sólo ahora pudo sobreponerse ala primera e imperiosa sensación de angustia enla que había actuado sin pensar y de modo me-cánico. Levantando la cabeza miró a su al-rededor y braceó lo mejor que pudo hacia unaorilla plana y con matorrales que se hundíaagradable y propicia dentro de las aguas delrío. Allí pudo depositar en lugar seco su her-moso botín; pero no notaba en ella ni un hálitode vida. Ya estaba desesperado cuando vis-lumbró un sendero expedito que se adentrabaentre los matorrales. Volvió a cargarse conaquel precioso fardo y pronto vio una casa soli-taria a la que se acercó. Allí encontró a buena

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gente, una joven pareja. No hizo falta decir mu-cho para expresar su infortunio y su apuro.Pronto obtuvo lo que pidió tras breve reflexión:ya ardía un claro fuego, se extendieron mantasde lana sobre una litera, y pronto se trajeronpieles, forros y todo tipo de ropa de abrigo. Eldeseo urgente de salvar una vida dejó a un ladocualquier otro tipo de consideración. No seomitió nada para tratar de devolverle la vida aaquel hermoso cuerpo desnudo y medio yerto.Al fin lo consiguieron. Abrió los ojos, divisó asu amado, le rodeó el cuello con sus divinosbrazos. Así se quedó un buen rato; por fin, untorrente de lágrimas salió de sus ojos y terminóde curarla.

-¿Querrás abandonarme -exclamó- ahoraque te encuentro de nuevo?

-Jamás, jamás! -gritó él, sin saber lo quehacía ni lo que decía-. ¡Pero cuídate! -añadió-,¡cuídate!, ¡piensa en ti por amor a ti y a mí!

Entonces ella pensó en sí misma y sólo aho-ra reparó en el estado en el que se encontraba.

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No podía avergonzarse ante su amado, su sal-vador, pero le dejó marchar para que pudieraocuparse de sí mismo ya que todavía estabacompletamente mojado y chorreante.

El joven matrimonio deliberó y a continua-ción él le ofreció al joven y ella a la hermosa susvestidos de boda, que todavía estaban allí col-gados en buen estado y podían vestir a unapareja de pies a cabeza por dentro y por fuera.En pocos minutos los dos aventureros no sóloestaban vestidos sino engalanados. Estabanencantadores, se quedaron asombrados cuandose vieron con aquel aspecto y cayeron con irre-frenable pasión el uno en brazos del otro, aun-que sonriendo a medias por el disfraz. La fuer-za de la juventud y la impetuosidad del amorles restablecieron por completo en unos segun-dos y ya sólo faltaba la música para que sehubieran echado a bailar.

Haber pasado del agua a la tierra, de lamuerte a la vida, del círculo de sus familias aaquella espesura silvestre, de la desesperación

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al arrobamiento, de la indiferencia al amor y lapasión, y todo esto en un instante, era algo quela cabeza no podría alcanzar a comprender sinestallar o enloquecer. En estos casos es el cora-zón el que tiene que arreglárselas para hacersoportable semejante sorpresa.

Estaban tan perdidos el uno en el otro, quehasta después de un buen rato no pudieronpensar en la angustia y la preocupación de losque habían dejado atrás, aparte de que casi nopodían pensar en aquello sin sentir tambiénangustia e inquietud preguntándose cómo ibana presentarse ante ellos.

-¿Deberíamos huir? ¿Deberíamos esconder-nos? -decía el joven.

-Nos quedaremos juntos -dijo ella sin sol-tarse de su cuello.

Enterado por ellos de la historia del barcoencallado, el joven campesino corrió hacia laorilla del río sin hacer más preguntas. El barcose acercaba por el río sin problemas; habíanconseguido desencallarlo con grandes esfuer-

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zos y ahora iban navegando a la aventura conla esperanza de encontrar a los perdidos. Elcampesino trató de avisarlos con gritos y seña-les corriendo hasta un lugar en donde había unbuen sitio para desembarcar y, como no parabade llamarles, finalmente el barco dirigió surumbo hacia aquella orilla y ¡qué increíble es-pectáculo cuando por fin desembarcaron! Losprimeros que se precipitaron a la orilla fueronlos padres de los dos novios; por su parte, elenamorado prometido estaba medio desmaya-do. Apenas acababan de saber que sus hijosqueridos se habían salvado, cuando éstos salie-ron en persona de la espesura con su extrañoatuendo. No los reconocieron hasta que estu-vieron más cerca.

-¿A quién estoy viendo? -exclamaban lasmadres.

-¿Qué estoy viendo? -gritaron los padres.Los jóvenes supervivientes se tiraron a sus

pies.-¡A vuestros hijos! -contestaron al unísono-

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¡a una pareja de esposos!-¡Perdón! -exclamó la muchacha.-¡Dadnos vuestra bendición! -exclamó el jo-

ven.-¡Dadnos vuestra bendición! -clamaron am-

bos de nuevo, viendo que todos callaban llenosde asombro-. ¡Vuestra bendición! -se volvió aescuchar por tercera vez y, ya, ¡quién hubierapodido negarse!

Capítulo 11

El narrador hizo una pausa o, para ser másexactos, ya había terminado, cuando no pudopor menos de notar que Carlota se hallaba muyconmovida; en efecto, ésta se levantó y con uncallado gesto de disculpa abandonó la habita-ción, porque aquella historia no le era descono-cida. Se trataba de un hecho que le había suce-dido en la realidad al capitán y a una vecina y,aunque no había ocurrido exactamente como lohabía contado el inglés, coincidía en sus rasgos

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principales, sólo que algo más ampliado yadornado en los detalles, como suele ocurrircon este tipo de anécdotas que primero vanpasando de boca en boca y luego a través de lafantasía de un fino narrador lleno de ingenio.Al final queda casi todo y no queda casi nadade lo que realmente ocurrió.

Otilia siguió a Carlota, tal como los propiosforasteros le rogaron que hiciera, y esta vez fueel lord el que se vio obligado a reconocer quehabían vuelto a cometer un error en aquellacasa contando sucesos que eran conocidos oafectaban de algún modo a sus habitantes.

-Tenemos que guardarnos muy mucho -dijo- de seguir causando daño. Parece como sino les hubiéramos traído ninguna suerte a loshabitantes de la casa en compensación de todoel bien que hemos recibido y el agradable tratoque nos han dispensado. Lo mejor que pode-mos hacer es marcharnos discretamente.

-Tengo que confesar -replicó su acompa-ñante- que todavía hay algo que me retiene

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aquí y que no me gustaría abandonar el lugarsin haberlo esclarecido y visto más de cerca.Ayer, cuando paseábamos por el parque con lacámara oscura portátil, usted, milord, estabademasiado ocupado tratando de elegir el puntode vista más pintoresco como para darse cuentade lo que estaba sucediendo a su lado. Se des-vió usted del camino principal para llegar a unrincón poco visitado cerca del lago desde el quese obtenía una vista deliciosa de la orilla deenfrente. Otilia, que venía con nosotros, dudóen seguirnos hasta allí y nos pidió que la dejá-ramos alcanzar el lugar en barca. Yo embarquécon ella y me deleité con la habilidad de la bellaremadora. Le aseguré que desde que había es-tado en Suiza, en donde hasta las chicas másguapas hacen el oficio de barqueras, nadie mehabía mecido sobre las olas de un modo tangrato y no pude por menos de preguntarle elmotivo por el que no había querido internarsepor el sendero del lago, porque había notadoque en su negativa se escondía una suerte de

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ansiedad. «Si no se ríe usted de mí -contestóella-, puedo darle una explicación, aunque yomisma pienso que se esconde en ello algún mis-terio. No he podido adentrarme nunca por esesendero sin sentirme dominada por una extra-ña sensación de escalofrío, que no siento nuncaen otros lugares y que no sé a qué atribuir. Poreso prefiero evitar las ocasiones de exponermea esa sensación, sobre todo porque inmediata-mente se acompaña de un dolor de cabeza en laparte izquierda que suele aquejarme tambiénotras veces.» Desembarcamos, Otilia se puso acharlar con usted y mientras tanto yo examinéel paraje que ella me había señalado con todaprecisión desde la distancia. ¡Cuál no sería misorpresa cuando descubrí un rastro muy clarode carbón mineral que me convenció de que sise hiciera allí una excavación seguramente seencontraría un yacimiento importante en lasprofundidades.

»Perdóneme, milord, veo que sonríe usted yya sé muy bien que sólo me perdona mi interés

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apasionado por estas cosas, en las que usted notiene ninguna fe, porque es usted un hombrediscreto y un amigo, pero, de todos modos, meresulta imposible salir de esta casa sin tratar desometer a esa bella niña a un experimento conlas oscilaciones del péndulo.

Cuando salía a relucir ese tema el lord nun-ca dejaba de repetir todos los argumentos quetenía en contra y su acompañante le escuchabacon paciencia y humildad, pero sin dejar deinsistir en sus deseos a pesar de todo. Él tam-bién decía una y otra vez que no se puedeabandonar ese tipo de experimentos por elhecho de que no tengan éxito con todo el mun-do, sino que precisamente por eso hay que tra-tar de investigar más a fondo y con mayor se-riedad, porque seguramente se descubriríanmuchas relaciones y afinidades que ahora noconocemos entre las criaturas inorgánicas, asícomo entre éstas y las orgánicas y entre estasúltimas entre sí.

Ya había extendido todo su equipo de ani-

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llos de oro, marcasitas y otras sustancias metá-licas que llevaba siempre consigo en una bonitacajita y a modo de prueba sostenía algunos me-tales suspendidos de unos hilos sobre otrassuperficies metálicas.

-Tengo que concederle el maligno placerque ya veo pintado en su rostro, milord -dijomientras hacía aquello- de que ni usted ni yoconseguiremos que se mueva nada de esto.Pero esta experiencia es sólo un pretexto. Loque quiero es que cuando vuelvan las damas sedespierte su curiosidad al ver las cosas extrañasque hacemos aquí.

Por fin regresaron las mujeres. Carlota supoenseguida de qué se trataba.

-Ya he oído hablar algo sobre estas cosas -dijo- pero nunca he visto sus efectos. Puestoque tiene usted todo tan bien preparado, déje-me probar a ver si yo consigo algún movimien-to.

Tomó el hilo en la mano y, como hablaba enserio, lo sostuvo firmemente y guardando la

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calma, pero tampoco se notó ni la menor oscila-ción. Después le rogaron a Otilia que probara.Sostuvo el péndulo sobre los metales todavíacon más calma, más inocencia, mayor incons-ciencia, pero inmediatamente el péndulo em-pezó a dar vueltas sobre los metales como si learrastrase un torbellino y según iban cambian-do la superficie metálica de debajo oscilababien hacia un lado bien hacia el otro o hacíacírculos, elipses o simplemente oscilaba en línearecta tal como sólo podía esperarlo el . acom-pañante o incluso mucho mejor.

Si hasta el propio lord no pudo por menosde asombrarse, su acompañante no cabía en síde gozo y no podía contener sus ansias de se-guir experimentando y pedía incansablementeuna y otra repetición y variación de la experien-cia. Otilia fue tan complaciente como para satis-facer sus deseos hasta que le rogó amablementeque la dejara porque ya le empezaba a atacar sudolor de cabeza. El acompañante admirado yhasta encantado por ello, le aseguró lleno de

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entusiasmo que podía curarla por completo deaquel mal si se ponía en sus manos y confiabaen su tratamiento. Durante unos instantes du-daron, pero Carlota, que comprendió en-seguida de qué se trataba, rechazó aquel ofre-cimiento bien intencionado porque no estabadispuesta a tolerar que se hiciera en su casaalgo que siempre le había inspirado una fuerteaprensión.

Los forasteros se habían marchado y aun-que habían provocado algunas emociones ex-trañas, también habían dejado el deseo de vol-ver a encontrarlos de nuevo algún día. Carlotaempleaba ahora el buen tiempo para terminarde devolver visitas a sus vecinos, lo cual le re-sultaba muy difícil, porque todos los habitantesde los alrededores, unos por auténtica simpatía,otros sólo por la costumbre, se habían interesa-do de manera muy especial por ella visitándolacon mucha frecuencia. En casa le llenaba dealegría contemplar al niño y la verdad es queera digno de todo afecto y atención. A todos les

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parecía un niño extraordinario, incluso un niñoprodigio, dotado de un aspecto magnífico yque resultaba de lo más agradable por su ta-maño, fuerza y salud. Y lo que mayor asombrocausaba era aquel doble parecido que estabacada vez más acentuado. Por los rasgos de lacara y la arquitectura facial, el niño se parecíacada vez más al capitán, pero sus ojos cada vezse distinguían menos de los de Otilia.

Debido a esta extraña afinidad o tal vezguiada principalmente por ese hermoso senti-miento de las mujeres, que rodean de ternura alhijo de un hombre amado, incluso cuando es deotra, Otilia se había convertido para aquellacriatura en pleno crecimiento en una auténticamadre o al menos en otro tipo de madre.Cuando Carlota salía, Otilia se quedaba solacon el niño y la niñera. Nanny, celosa del niñoal que su señora parecía dedicar todo su cariño,se había separado de ella despechada desdehacía algún tiempo y había regresado a casa desus padres. Otilia seguía sacando al niño al aire

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libre y había tomado la costumbre de dar pa-seos cada vez más largos. Llevaba consigo elbiberón para poder alimentar al niño si era ne-cesario. Y pocas veces salía sin un libro, de ma-nera que cuando se la veía caminando y leyen-do con el niño en brazos parecía una graciosa ylindísima Penserosa 8.

Capítulo 12

El principal objetivo de la campaña militarya había sido alcanzado y Eduardo fue licen-ciado gloriosamente adornado con numerosascondecoraciones. Regresó enseguida a su pe-queña propiedad, en donde encontró noticiasdetalladas de los suyos, a quienes, sin que elloslo supieran ni lo notaran, había ordenado vigi-lar de cerca. Su tranquilo refugio le recibió del

8 «Il Penseroso» es el título de un poema delinglés John Milton, de 1631, adaptado para laópera en 1739 por Hándel. (N. del T.)

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modo más agradable, pues mientras estabafuera se habían hecho por orden suya algunasmejoras, arreglos y reparaciones, de modo quelos jardines y otros anexos reemplazaban per-fectamente lo que les faltaba en amplitud y ex-tensión con su intimidad y atractivo inmediato.

Eduardo, cuyo rápido ritmo de vida lehabía acostumbrado a dar pasos decididos, sepropuso llevar ahora a cabo lo que había tenidosobrado tiempo para meditar. Antes de nadahizo llamar al comandante 9. La alegría del re-encuentro fue grande. Las amistades de juven-tud, lo mismo que los parentescos de sangre,tienen la notable ventaja de que ni los errores nilos malentendidos, sean de la naturaleza quesean, llegan nunca a dañarlos de raíz, de mane-ra que después de algún tiempo se pueden vol-ver a reanudar las antiguas relaciones.

9 Se trata del capitán que, tal como se loprometieran, ha ascendido un grado en su nue-vo puesto. (N. del T.)

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A modo de amable acogida Eduardo se in-teresó por la situación de su amigo y supo quela suerte le había sonreído y había colmadotodos sus deseos. Medio en broma Eduardotambién le preguntó en confianza si no habíaalguna buena boda en perspectiva. Su amigo lonegó con mucha gravedad.

-No quiero ni puedo andar con disimulos -continuó Eduardo- te voy a descubrir en el actocuáles son mis ideas y proyectos. Ya conoces miamor por Otilia y hace tiempo que has com-prendido que fue esa pasión la que me arrojó ala batalla. No quiero negarte que había deseadoacabar con una vida que, sin ella, me parecíaque ya no servía para nada, pero al mismotiempo también te tengo que confesar que enningún momento fui capaz de desesperar porcompleto. La dicha a su lado me parecía tanhermosa, tan deseable, que me parecía imposi-ble renunciar por completo a ella. Alguna intui-ción consoladora, algunos signos favorables mehan reafirmado en la creencia o en la locura de

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que Otilia puede llegar a ser mía. Un vaso gra-bado con nuestras iniciales fue arrojado al aireel día que pusimos la primera piedra y sin em-bargo no se hizo pedazos, sino que lo atraparony ahora está de nuevo en mi poder. «Entoncesyo también -exclamé en medio de las muchashoras de dudas que pasé en este lugar solitario-, yo mismo quiero convertirme en lugar deaquel vaso en el signo vivo de la posibilidad oimposibilidad de nuestra unión. Iré a buscar lamuerte, no como un demente, sino como al-guien que todavía espera vivir. Otilia será elpremio por el que lucharé; ella será lo que tra-taré de ganar y conquistar detrás de toda for-mación enemiga, tras cada trinchera, en cadaplaza sitiada. Haré prodigios, pero con el deseode salir indemne, con la intención de ganar aOtilia y no de perderla.» Estos sentimientosfueron los que me guiaron y los que me prote-gieron a través de todos los peligros, y por esoahora me encuentro como alguien que ha lle-gado a la meta tras haber superado todos los

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obstáculos, como alguien a quien ya nada se leinterpone en su camino. Otilia es mía y lo quetodavía media entre esta idea y su realizaciónya no me siento capaz de considerarlo nadaimportante.

-Tú borras de un solo plumazo todo lo quese te podría replicar -repuso el comandante- ysin embargo me veo obligado a repetírtelo. Novoy a entrar en la obligación que tienes de re-cordar el valor de la relación con tu esposa,aunque estimo que le debes a ella y a ti mismoel no confundirte nada sobre ese punto, pero¿cómo no voy a pensar que habéis tenido unhijo sin decirte de inmediato que ahora os per-tenecéis para siempre el uno al otro, que poramor a ese ser tenéis la obligación de vivir uni-dos a fin de que podáis cuidaros de comúnacuerdo de su educación y su futuro?

-No es más que pura vanidad de los padres-contestó Eduardo- creerse que son tan necesa-rios para sus hijos. Todo lo que vive encuentraalimento y ayuda, y si tras la muerte prematura

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del padre el hijo no tiene una juventud tan có-moda ni favorable, tal vez con ello esté ganan-do en rapidez para conocer el mundo y puedaenterarse mucho antes de que a la fuerza tieneque adaptarse para poder convivir con los de-más, cosa que tarde o temprano todos tenemosque aprender. Y, además, aquí no se trata deeso: nosotros tenemos suficiente fortuna comopara proveer a varios hijos y tampoco creo quesea un deber ni una buena acción acumulartantos bienes sobre una sola cabeza.

Cuando el comandante trató de pintar enunos pocos trazos todo -el mérito de Carlota yde la larga relación que Eduardo había mante-nido con ella, éste le interrumpió apre-suradamente:

-Hicimos una locura, aunque sólo ahora medoy sobrada cuenta de ello. El que trata de rea-lizar de mayor las antiguas esperanzas y deseosde juventud siempre se equivoca. Cada periodode la vida del hombre tiene su propia felicidad,sus propias esperanzas y perspectivas. ¡Ay del

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que por culpa de las circunstancias o de su ce-guera se ve impelido a aferrarse al pasado o alfuturo! Hemos hecho una locura, de acuerdo:¿pero es que va a tener que ser para toda lavida? ¿Es que vamos a tener que prohibirnospor culpa de no se qué escrúpulo algo que nisiquiera nos niegan las costumbres morales denuestro tiempo? ¡Cuántas veces rectificamos ydamos marcha atrás en un proyecto o un acto!¿Y justamente aquí no vamos a poder hacerlocuando no se trata de un simple detalle, sinodel conjunto, no de esta o aquella condiciónvital, sino precisamente del complejo entero denuestra vida?

El comandante no dejó de hacerle ver aEduardo, con toda la insistencia y la habilidadde la que fue capaz, la importancia de las va-riadas relaciones que mantenía con su esposa,con ambas familias, con el mundo o con suspropiedades y fortuna, pero no consiguió obte-ner ni un ápice de comprensión por su parte.

-Todo eso, amigo mío -repuso Eduardo- ya

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se me pasó por la cabeza en medio del fragorde la batalla, cuando la tierra temblaba con untrueno incesante, cuando las balas silbaban yzumbaban y mis compañeros caían a derecha eizquierda, cuando alcanzaron a mi caballo ytraspasaron mi sombrero; también vi pasar to-do eso ante mi espíritu cuando me hallaba en elsilencio de la noche al lado del fuego bajo labóveda estrellada del cielo. En aquellos mo-mentos a mi alma se le representaron todosesos vínculos y los medité y sentí a fondo. Puesbien, ya he hecho mis partes, he tomado misdisposiciones repetidas veces y esta vez parasiempre.

»En aquellos instantes, ¿por qué no habríade decírtelo?, también tú estabas presente, tam-bién tú formabas parte de mi círculo. Despuésde todo ¿no nos pertenecemos el uno al otrodesde hace tiempo? Si en algo he sido tu deu-dor ha llegado la hora de pagártelo con inter-eses, y si eres tú el que algo me debes ahoratienes la oportunidad de devolvérmelo. Sé que

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amas a Carlota y ella lo merece; sé que tú no leeres indiferente, y es natural: ¿por qué no ibaella a reconocer tus méritos? Tómala de mi ma-no, tráeme a Otilia y seremos los hombres másdichosos de la tierra.

-Precisamente porque me quieres sobornarcon tamaños regalos -replicó el comandante-tengo que mostrarme aún más riguroso y es-tricto. En lugar de facilitar las cosas, esa propo-sición tuya, que respeto en silencio, las ponemucho más difíciles. Ahora ya no se trata sólode ti, sino de mí, se trata del destino y del buennombre, del honor de dos hombres que hastaahora no han tenido una sola mancha en sureputación y que con esa conducta anómalacorren el peligro de quedar bajo una luz muyextraña a los ojos del mundo.

-Precisamente porque somos intachables -dijo Eduardo podemos permitirnos el lujo deque nos critiquen una vez. El que se ha portadotoda su vida como una persona responsable yhonrada convierte en honesta una acción que

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en otros parecería equívoca. Por lo que a mírespecta, después de las últimas pruebas queme he impuesto, después de las acciones difíci-les y arriesgadas que he llevado a cabo paraotros, me siento legitimado para hacer por fintambién algo para mí mismo. En lo tocante a tiy a Carlota, que decida el futuro. Pero a mí nitú ni nadie me apartará de mis propósitos. Sime quieren tender la mano yo también volveréa prestarme gustoso a todo, si me quierenabandonar a mí mismo o hasta oponérseme,llegaré hasta la resolución más extrema y quesea lo que Dios quiera.

El comandante consideró que era su deberresistir tanto como pudiera a los propósitos deEduardo y se sirvió con su amigo de un hábilgiro simulando que cedía y que ya sólo queríadiscutir la forma y modo en que iban a proce-der a la separación y obtener las nuevas unio-nes. Pero entonces surgieron tantas cosas eno-josas, difíciles e inconvenientes que Eduardo sepuso del peor humor.

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-Ya veo -acabó exclamando- que no son sólolos enemigas, sino también los amigos los quete asaltan y te privan de lo que más deseas. Teaseguro que lo que yo quiero, lo que me resultaimprescindible no pienso perderlo de vista deningún modo; lo acabaré obteniendo y segura-mente pronto y sin tardar. Sé muy bien que nose pueden romper ni anudar semejantes rela-ciones sin que tenga que caer por tierra algoque antes estaba en pie, sin que tenga que vaci-lar más de una cosa que querría persistir. Aho-ra bien, por medio de la reflexión no se puederesolver nada de esto; para la razón todos losderechos son iguales y siempre se encuentra uncontrapeso para equilibrar el platillo de la ba-lanza que tiende a elevarse. Así pues, amigomío, decídete a actuar para m-í y para ti, a des-enredar, disolver y volver a anudar convenien-temente para los dos toda esta situación. Nodejes que te eche para atrás ningún tipo de es-crúpulo; de todos modos ya hemos hechohablar a la gente; pues que vuelvan a hablar

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otra vez y después ya nos olvidarán, como pasasiempre con lo que deja de ser novedad, y nosdejarán en paz sin volver a preocuparse de no-sotros.

El comandante ya no tenía otra salida y alfinal tuvo que consentir que Eduardo trataradel asunto como de algo ya sabido y acordado,que discutiera tranquilamente de los pormeno-res y de cómo organizar todo y hasta quehablara del futuro del modo más alegre y hastapermitiéndose bromas.

Poco después, Eduardo volvió a tomar lapalabra con mayor seriedad y aspecto pensati-vo:

-Si quisiéramos abandonarnos a la esperan-za, a la ilusión de que todo se acabará arreglan-do solo, de que el azar nos guiará y favorecerá,sería una forma muy culpable de engañarnos anosotros mismos. De ese modo sería imposibleque nos salváramos, así no seremos capaces derestaurar la paz de todos nosotros. ¿Y cómopodría consolarme, puesto que sin quererlo he

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sido el culpable de todo? Por culpa de mi in-sistencia conseguí que Carlota te invitara anuestra casa y Otilia sólo entró en nuestrohogar a consecuencia de aquel primer cambiode vida. De lo que luego pasó no somos due-ños, pero sí está en nuestra mano lograr que sevuelva inofensivo y orientar la situación hacianuestra felicidad. Por mucho que quieras apar-tar los ojos de las perspectivas agradables ydichosas que yo abro para nosotros, por muchoque quieras imponernos a todos una triste re-nuncia en la medida en que concibes que esosería posible y en la medida en que incluso pu-diera serlo de verdad, ¿no crees que si nos pro-pusiéramos regresar a la antigua situación ten-dríamos que soportar muchas inconveniencias,molestias y disgustos sin que resultara de ellonada bueno ni la menor alegría? La feliz situa-ción en la que te encuentras ahora ¿te seguiríacausando alguna alegría si no pudieras venir avisitarme ni vivir conmigo? Y después de loque ha ocurrido ya nunca dejaría de resultarte

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penoso. Aun con toda nuestra fortuna Carlota yyo nos encontraríamos en una situación bientriste. Y si eres de los que creen, como otra gen-te de mundo, que los años y la distancia vansuavizando y hasta apagando esos rasgos tanprofundamente grabados, entonces te diré queprecisamente lo que importan son esos años,que queremos pasar ese tiempo en medio de laalegría y el bienestar y no en medio del sufri-miento y la privación. Y para terminar con loque me parece más importante de todo: supo-niendo que a pesar de nuestra situación externae interna nosotros fuéramos capaces de esperar,¿qué sería de Otilia, que tendría que abandonarnuestra casa, prescindir de nuestra ayuda yapoyo en la sociedad y vagar lamentablementepor un mundo maldito y frío? Descríbeme unasituación en la que Otilia pudiera llegar a serdichosa sin mí o sin nosotros y en ese casohabrás encontrado un argumento que es muchomás potente que cualquier otro y aunque meresulte imposible admitirlo y resignarme, con

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todo, lo tomaré de buena gana en consideracióny volveré a meditarlo.

Era un reto difícil de cumplir o por lo me-nos al amigo no se le ocurrió ninguna respuestasuficientemente satisfactoria, de modo que nole quedó otro remedio que volver a reiterar lodifícil, delicada y hasta peligrosa que era todala empresa en más de un sentido, volver a insis-tir en que, por lo menos, había que pensar muyseriamente cómo atacar la cuestión. Eduardoconvino en ello, pero sólo a condición de que suamigo no lo abandonara antes de haberse pues-to de acuerdo sobre el modo de llevar el asuntoy haber dado los primeros pasos para resolver-lo.

Capítulo 13

Si personas completamente extrañas e indi-ferentes entre sí, cuando viven juntas un ciertotiempo, acaban desvelando sus intimidades y alfinal surge necesariamente un cierto nivel de

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confianza, tanto más era de esperar que nues-tros dos amigos no guardasen ningún secreto eluno ante el otro ahora que volvían a vivir jun-tos y a verse y tratarse diariamente minuto aminuto. Volvieron a recordar los viejos tiemposde su juventud y el comandante no ocultó queen aquel entonces Carlota le había destinadoOtilia a Eduardo y que había pensado en casar-lo con la hermosa niña en cuanto éste regresarade sus viajes. Eduardo, encantado y algo confu-so por ese descubrimiento, habló también sinreservas de la mutua inclinación de Carlota y elcomandante, asunto que pintaba con los coloresmás vivos en la medida en que le resultaba có-modo y favorable para sus planes.

El comandante no podía ni negar del todoni confesar del todo, pero Eduardo no hacíasino reafirmarse en lo dicho, sentirse cada vezmás determinado. Ya no se limitaba a pensarque todo era posible, sino que lo daba porhecho. Lo único que tenían que hacer las partesimplicadas era consentir precisamente en lo

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que más deseaban, de modo que se podría ob-tener fácilmente un divorcio; a ello seguiría unrápido matrimonio y Eduardo quería luegoviajar con Otilia.

Entre todas las cosas agradables que nospinta la imaginación nada más encantador queuna joven pareja, dos enamorados en el precisomomento en que están a punto de disfrutar desu nueva unión, recién adquirida, en un mundotambién nuevo y reciente para ellos, en ese ins-tante en el que esperan poner a prueba y con-firmar un vínculo duradero en medio de tantascircunstancias nuevas y cambiantes. Mientrastanto, el comandante y Carlota tendrían plenospoderes para ocuparse del modo conveniente yjusto de las propiedades, la fortuna y todos losasuntos necesarios de manera que todas laspartes pudieran alcanzar satisfacción. Pero enlo que más hincapié hacía Eduardo y de lo quemayor satisfacción se prometía era de que,puesto que el niño tendría que quedarse bajo latutela de la madre, sería el comandante el que

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lo educaría, el que lo guiaría de acuerdo consus ideas y sabría desarrollar sus capacidades.No en vano el día del bautizo le habían puestoel común nombre de ambos, Otto.

Eduardo veía todo aquello tan claro, se lehabía grabado en su espíritu de tal manera, queya no podía esperar ni un día más para llevarloa efecto. De camino hacia su propiedad llega-ron a una pequeña ciudad en la que Eduardotenía una casa en la que había pensado instalar-se a esperar el regreso del comandante. Pero nopudo aguantar las ganas de acercarse él mismohasta allí de inmediato, así que siguió acom-pañando a su amigo a través del lugar. Iban losdos a caballo y como estaban enfrascados enuna conversación importante siguieron cabal-gando juntos durante un buen rato.

De pronto divisaron a lo lejos la casa nuevaallá en lo alto y tuvieron ocasión por vez pri-mera de ver brillar sus tejas rojas. Entonces aEduardo le asalta un ansia irresistible: aquellamisma noche todo tiene que estar resuelto. Él

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esperará escondido en el pueblo cercano. Elcomandante le expondrá el asunto a Carlotacon urgencia, sorprenderá su prudencia y deeste modo, ante lo inesperado de la solicitud, laforzará a abrirse y manifestar sus deseos conmayor libertad. Porque Eduardo, que le habíatransferido y atribuido a Carlota sus propiosdeseos, no podía creer sino que se estaba ade-lantando a los deseos decididos de ésta y con-fiaba en obtener de ella un consentimiento rá-pido por el simple motivo de que él ya no po-día desear otra cosa.

Ya veía alegremente con sus ojos el final fe-liz de la empresa y para que pudiera llegarle lanoticia lo antes posible habrían de dispararsealgunas salvas de cañón o, si ya era de noche,lanzar algunos cohetes; él estaría aguardando.

El comandante encaminó rápidamente sucaballo hacia el castillo. No encontró allí a Car-lota, pero se enteró de que en aquellos momen-tos estaba viviendo en la casa nueva de arriba,aunque en aquel preciso instante estaba visi-

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tando a alguien del vecindario, de manera-queprobablemente no volvería pronto a casa. En-tonces decidió regresar a la posada donde habíadejado su caballo.

Mientras sucedía esto, Eduardo, espoleadopor una impaciencia irreprimible, salió de suescondite y fue internándose poco a poco en suparque por caminos solitarios y sólo conocidospor los cazadores y pescadores, de modo que ala hora del crepúsculo ya se hallaba en mediode una tupida vegetación próxima al lago, cuyoespejo cristalino veía brillar por vez primera entoda su pureza.

Aquella tarde Otilia había dado un paseohasta el lago. Llevaba cogido al niño y leíamientras caminaba tal como era su costumbre.Así llegó hasta los robles cercanos al em-barcadero. Entonces se sentó, tumbó al niño asu lado y siguió leyendo. El libro era uno deesos que saben atraer a un alma delicada y des-pués ya no la sueltan. Se olvidó por completodel lugar y de la hora y no se le ocurrió pensar

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que si quería regresar por tierra aún tenía unlargo camino hasta llegar al nuevo edificio; se-guía inclinada sobre su libro completamenteenfrascada y ensimismada, ofreciendo una es-tampa tan bonita que los árboles y arbustos delos alrededores hubieran debido tener ojos parapoder contemplarla y deleitarse con aquellavisión. Y justo en aquel instante un rayo de luzrojiza del crepúsculo cayó por detrás de ellainundando sus mejillas y sus hombros de unatonalidad dorada.

Eduardo, que hasta aquel momento habíaconseguido penetrar en la propiedad sin servisto y que había encontrado su parque y todoel entorno completamente vacío, se atrevió aseguir adelante. Finalmente emerge de entre laespesura próxima a los robles, ve a Otilia y ellalo ve a él. Vuela al encuentro de ella y se arrojaa sus pies. Tras una larga pausa muda en la queambos tratan de recuperar la serenidad, le ex-plica con pocas palabras por qué y de qué ma-nera ha llegado hasta allí. Le cuenta que ha

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mandado al comandante a hablar con Carlota yque su común destino tal vez se está de-cidiendo en aquellos precisos instantes. Que élnunca ha dudado del amor de ella y está segurode que ella tampoco ha dudado del suyo. Leruega que dé su consentimiento. Ella vacilatodavía; él le suplica, después quiere hacer va-ler sus antiguos derechos y estrecharla entresus brazos y entonces ella le muestra al niño.

Eduardo lo mira y se sorprende.-¡Santo cielo! -exclama- si tuviera algún mo-

tivo para dudar de mi mujer y de mi amigo estacriatura sería un terrible testimonio contraellos. ¿Acaso no es la estampa del comandante?Nunca he visto semejante parecido.

-¡De ninguna manera! -repuso Otilia-. ¡Perosi todo el mundo dice que se parece a mí!

-¿Será posible? -replicó Eduardo, y en esemomento el niño abrió los ojos y un par de ojosnegros grandes, penetrantes y profundos lemiraron amablemente. El niño tenía ya unamirada inteligente y parecía reconocer a los dos

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que estaban allí de pie mirándole. Eduardo searrojó al suelo al lado del niño y volvió a hin-carse dos veces de rodillas ante Otilia.

-¡Eres tú! -exclamó-. Son tus ojos. ¡Ah, dé-jame al menos mirarme en los tuyos! ¡Déjameechar un velo sobre aquella hora infausta que ledio la vida a esta criatura! ¿He de escandalizartu alma inocente con el funesto pensamiento deque marido y mujer, extraños el uno al otro,hayan podido estrecharse y profanar un víncu-lo legal con deseos ardientes? O incluso, ya quehemos llegado tan lejos, ¿por qué no voy a de-cirte que mi unión con Carlota debe romperse,que tú debes ser mía? Sí, ¿por qué no decirlo?¿Por qué no habría de pronunciar estas duraspalabras: este niño ha sido concebido en eltranscurso de un doble adulterio. Me separa demi esposa y a mi esposa de mí tanto comohabría debido unirnos. Así pues, sí, ¡que détestimonio contra mí, que estos dos ojos precio-sos le digan a los tuyos que yo fui tuyo en losbrazos de otra! ¡Ojalá puedas sentir, Otilia, pero

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sentir hasta el fondo, que ya sólo puedo expiaraquella falta, aquel crimen en tus brazos!

» ¡Escucha! -gritó mientras se ponía en piede un salto creyendo haber oído un tiro quepodía ser la señal convenida con el comandan-te. Era un cazador que había disparado en losmontes cercanos. Después no se oyó nada;Eduardo no lograba contener su impaciencia.

Sólo en aquel momento se dio cuenta Otiliade que el sol se había metido ya tras las monta-ñas. Como despedida todavía se divisaba unúltimo fulgor reflejado en las ventanas de lacasa de arriba.

-¡Márchate Eduardo! -exclamó Otilia-.¡Hemos estado privados durante tanto tiempo,hemos tenido tanta paciencia! Piensa en todo loque le debemos a Carlota. Ella debe decidirnuestro destino, no debemos anticiparnos. Serétuya si ella lo aprueba; si no, tendré que renun-ciar a ti. Puesto que piensas que está tan próxi-ma la decisión, esperemos. Regresa al puebloen donde el comandante cree que te hallas en

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estos momentos. Pueden surgir circunstanciasque precisen alguna explicación. ¿Te pareceverosímil que un violento golpe de cañón teanuncie el éxito de sus negociaciones? Tal vezte esté buscando en este mismo momento. Noha encontrado a Carlota, eso lo sé; tal vez hayasalido a su encuentro porque se sabía a dóndeha ido. ¡Qué de cosas distintas pueden haberpasado! ¡Déjame! Ella tiene que estar a puntode venir. Me espera arriba a mí y al niño.

Otilia hablaba atropelladamente. Se imagi-naba todas las posibilidades. Se sentía feliz jun-to a Eduardo pero sentía que ahora debía ale-jarse de él.

¡Te lo ruego, te lo suplico, amado mío! -exclamó-, vuelve al pueblo y espera al coman-dante.

-Obedeceré tus órdenes -contestó Eduardomientras la contemplaba lleno de pasión y latomaba luego entre sus brazos. Ella le rodeó elcuello con los suyos y lo estrechó contra su pe-cho del modo más dulce. En aquellos instantes

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la esperanza pasaba sobre sus cabezas comouna estrella fugaz que cae del cielo. Imagina-ban, creían ya que se pertenecían el uno al otro;por vez primera intercambiaron librementebesos apasionados y acto seguido se separaroncon violencia y dolor.

El sol se había puesto, oscurecía y una ne-blina húmeda subía del lago. Otilia seguía allíinmóvil, confusa y conmovida; levantó la mira-da hacia la casa de la colina y creyó ver el vesti-do blanco de Carlota en el balcón. Si seguía elcamino del borde del lago, el rodeo era muygrande. Conocía la ansiedad de Carlota cuandoesperaba impaciente el regreso del niño. Enton-ces ve los plátanos frente a ella y sólo una pe-queña superficie de agua que la separa del sen-dero que sube directamente a la casa. Tanto ensu imaginación como con los ojos ya se ve arri-ba. En este momento de apuro desaparece el es-crúpulo a cruzar el lago con el niño. Corre haciala barca sin darse cuenta de que su corazónpalpita desbocado, de que sus pies vacilan y

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sus sentidos están a punto de abandonarla.Salta dentro de la barca, agarra el remo con

la mano y empuja para alejarse de la orilla. Tie-ne que hacer mucha fuerza, repite el empujón,la barca se balancea y se desliza unos metroshacia dentro. En su brazo izquierdo el niño, ensu mano izquierda el libro, en la derecha el re-mo: ella también pierde el equilibrio y cae de-ntro de la barca. Se le escapa el remo por unlado y cuando trata de asirlo se le escapan tam-bién el libro y el niño por el otro y todo cae alagua. Le da tiempo a asir por una esquina lasropas del niño, pero su postura incómoda leimpide ponerse ella misma en pie. La manoderecha, ahora libre, no le basta para darse lavuelta y levantarse. Por fin lo consigue y saca alniño fuera del agua, pero sus ojos están cerra-dos, ha dejado de respirar.

En ese momento recupera toda su presenciade ánimo, pero eso sólo le sirve para acrecentarsu dolor. La barca ha llegado a la deriva casihasta la mitad del lago, el remo flota a lo lejos,

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no ve a nadie en la orilla y, además, ¡de qué lehabría servido ver a alguien! Lejos de todos,flota sola en medio del elemento traicionero einaccesible.

Entonces trata de utilizar sus propios recur-sos. Después de todo, ha oído hablar muchasveces de los auxilios que se proporciona a losahogados. La misma tarde de su cumpleañosya había vivido aquello. Desviste al niño y loseca con su vestido de muselina. Desgarra latela que cubre su pecho y lo muestra por vezprimera a cielo abierto. Por vez primera oprimea un ser vivo contra su blanco seno desnudo,pero ¡ay!, que no es un ser vivo. Los fríosmiembros de la desdichada criatura hielan suspechos hasta el fondo de su corazón. Infinitaslágrimas brotan de sus ojos y le dan a aquelcuerpo yerto una apariencia de calor y de vida.No ceja en su empeño, lo cubre con su chal y abase de caricias, abrazos, el calor de su aliento,besos y lágrimas cree poder sustituir a esosauxilios que allí le faltan en medio de su aisla-

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miento.¡Todo en vano! El niño yace inmóvil entre

sus brazos y también la barca está inmóvil enmedio de la superficie del agua, Pero tambiénen estos momentos su alma hermosa encuentraun recurso. Dirige sus súplicas a lo alto. Se hin-ca de rodillas en la barca y levanta con sus dosbrazos al niño por encima de su pecho inocente,que en blancura, aunque por desgracia tambiénen frialdad, iguala al mármol. Con los ojos em-pañados mira hacia el cielo e invoca la ayudade aquel lugar del que un corazón tierno confíarecibir la máxima plenitud incluso cuando éstafalta en todas partes.

No en vano se vuelve hacia las estrellas queya comienzan a titilar una a una. Una dulcebrisa se levanta y empuja la barca hasta los plá-tanos.

Capítulo 14

Va corriendo hacia el nuevo edificio, llama

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al cirujano, le entrega el niño. Preparado paratodo, el hombre trata al tierno cadáver gra-dualmente siguiendo su pauta acostumbrada.Otilia le presta toda la ayuda necesaria. Va abuscar cosas, le procura lo que necesita, se cui-da de todo, pero como si caminase en otromundo, porque el colmo de la desgracia lomismo que el colmo de la dicha cambian la fazde todas las cosas; y finalmente, cuando trastodo tipo de intentos, aquel hombre excelentesacude la cabeza y contesta a sus preguntasesperanzadas primero con el silencio y luegocon una leve negativa, abandona la habitaciónde Carlota en donde ha tenido lugar todo aque-llo y apenas acaba de entrar en el salón cuandoantes de poder alcanzar el sofá cae al suelo ago-tada con la cara contra la alfombra.

Justo en aquel momento se oye llegar el co-che que trae a Carlota. El cirujano conmina atodos los presentes para que se queden dentro,quiere salir él a su encuentro, quiere prepararla.Pero ya está entrando en la habitación. Se en-

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cuentra con Otilia en el suelo y una doncella dela casa se precipita hacia ella con gritos y llan-tos. Entra el cirujano y ella se entera de todo derepente. Pero ¿cómo va a abandonar tan degolpe toda esperanza? Aquel hombre experi-mentado, inteligente y hábil sólo le pide que novea al niño y se aleja tratando de engañarla connuevos preparativos. Ella se sienta en el sofá,Otilia yace todavía en el suelo, pero levantadasobre las rodillas de su amiga en donde ha re-clinado su hermosa cabeza. El médico amigo vay viene, y haciendo como que se ocupa del niñotrata de ayudar a las dos mujeres. Así llega lamedianoche y el silencio de muerte se hace ca-da vez mayor. Carlota ya no se engaña mástiempo, ya no se oculta que el niño nunca másha de volver a la vida; exige verlo. Lo han en-vuelto limpiamente en cálidos paños de lana ylo han depositado en una cesta que le llevan allado del sofá donde está sentada; lo único quese ve es la cara; el niño reposa hermoso y tran-quilo.

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El accidente pronto conmovió al pueblo ve-cino y los ecos de la noticia llegaron hasta laposada. El comandante subió por los caminosmás conocidos, dio la vuelta a la casa y detuvoa un criado que corría a buscar algo a una delas dependencias anejas a fin de procurarse unainformación más precisa, hecho lo cual mandóllamar al cirujano. Éste vino, muy extrañadopor la repentina aparición de su antiguo protec-tor, le describió cuál era la situación en aquellosmomentos y se encargó de preparar a Carlotapara verlo, tras lo cual, volvió a entrar en lacasa, inició una conversación que trataba dedistraer a Carlota de lo sucedido y fue pasandode un tema a otro hasta acabar finalmente re-cordándole a Carlota al amigo, evocando susegura participación en su dolor, su proximi-dad en espíritu y con el pensamiento, hasta queconsideró que ya podía convertir aquellaproximidad ficticia en un hecho real: En defini-tiva, ella supo al fin que el amigo estaba a supuerta, que lo sabía todo y deseaba ser recibido.

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Entró el comandante; Carlota lo saludó conuna sonrisa dolorosa. Él estaba de pie delantede ella. Carlota levantó la tela de seda verdeque cubría el cadáver y a la oscura luz de unavela él pudo contemplar, no sin un secretohorror, su propia imagen yerta. Carlota le indi-có con un gesto un asiento y así estuvieron sen-tados el uno frente al otro, callados, a lo largode toda la noche. Otilia seguía recostada, tran-quila, sobre las rodillas de Carlota. Respirabadulcemente y dormía o parecía dormir.

Empezó a alborear, se apagaron las luces yambos amigos se sintieron como si despertarande un sueño tenebroso. Carlota miró al coman-dante y dijo con voz firme:

-Explíqueme, amigo mío, qué azar le hatraído aquí para tomar parte en esta escena deduelo.

-No es éste -contestó el comandante en vozmuy baja, igual que ella había hecho su pregun-ta, como si no quisieran despertar a Otilia-, noes éste el lugar ni el momento de andar con

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rodeos o de hacer largos preámbulos antes deentrar en materia. La situación en la que la en-cuentro es tan terrible que, en comparación,aun siendo importante, el asunto que me hatraído hasta aquí pierde todo su valor.

Acto seguido le confesó con mucha tranqui-lidad y sencillez el objeto de su misión, en sucalidad de delegado de Eduardo, y el objetivode su visita en cuanto el asunto también afecta-ba a sus propios intereses y su libre voluntad.Le expuso ambas cosas con mucha delicadeza,aunque también con la mayor franqueza. Carlo-ta le escuchaba con gran serenidad y no parecíaextrañarse mucho ni mostrarse disgustada.

Cuando el comandante terminó su exposi-ción, Carlota le respondió en voz muy baja, alpunto de que él se vio obligado a acercar susilla:

-Nunca me he encontrado en una situacióncomo ésta, pero en casos parecidos siempre mehe dicho: «¿Qué pasará mañana?». Me doy per-fecta cuenta de que ahora el destino de varias

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personas se encuentra entre mis manos; y loque tengo que hacer está fuera de duda y lopuedo decir en pocas palabras. Consiento eldivorcio. Ya hubiera debido decidirme antes;por culpa de mis vacilaciones y mi resistenciahe matado a este niño. Hay ciertas cosas que eldestino se propone de manera implacable. Nosirve de nada que la razón y la virtud, el debery todo lo sagrado traten de cerrarle el camino:tiene que suceder lo que a él le conviene aun-que a nosotros no nos parezca tan bien, y fi-nalmente acaba imponiéndose y venciendo pormucho que nos rebelemos y por más vueltasque le demos.

»Además, ¡qué digo! En realidad el destinoquiere volver a poner en marcha mi propiodeseo, mi propio proyecto, contra el que actuéde modo insensato. ¿Acaso ya no había ima-ginado yo misma a Eduardo y Otilia unidoscomo la pareja mejor avenida y más adecuada?¿No he tratado yo misma de aproximarlos? ¿Noera usted mismo, amigo mío, confidente de este

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propósito? ¿Y por qué no fui capaz de distin-guir entre la obstinación caprichosa de unhombre y un amor verdadero? ¿Por qué aceptésu mano, cuando como amiga hubiera podidohacer su dicha y la de otra esposa? Mientrasque ahora ¡contemple usted un instante a estadesdichada que duerme! Tiemblo pensando enel momento en el que despierte de este semi-sueño de muerte y vuelva a tomar conciencia.¿Cómo va a vivir, cómo va a consolarse si nopuede albergar al menos la esperanza de de-volverle a Eduardo con su amor lo que le harobado como instrumento de la más insólitafatalidad? Y lo cierto es que puede devolverletodo si juzgamos por el amor, por la pasión conque le ama. Si es verdad que el amor puedesoportarlo todo, con mayor motivo puede de-volverlo todo. En estos momentos no sería lícitopensar en mí.

»Márchese en silencio, querido comandan-te. Dígale a Eduardo que acepto el divorcio,que dejo en sus manos, en las de usted, en las

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de Mittler el cuidado de tramitar todo, que nome preocupa mi futura situación ni tengo mo-tivos de preocuparme decidan lo que decidan.Firmaré de buena gana cualquier papel que mepongan delante, pero eso sí, que no me pidanque me ocupe de nada, que piense nada, ni déconsejos.

El comandante se puso en pie. Ella le alargóla mano por encima del cuerpo de Otilia. Elcomandante oprimió sus labios sobre aquellamano amada.

-Y para mí, ¿qué puedo esperar? -susurróquedamente.

-Déjeme que le quede a deber la respuesta -respondió Carlota-. No somos culpables de ladesgracia que nos aqueja, pero tampoco hemosmerecido ser dichosos juntos.

El comandante se marchó compadeciendo aCarlota desde lo más profundo de su corazón,pero sin poder lamentar la muerte del pobreniño. Aquel sacrificio le parecía necesario parala dicha de todos. Se imaginaba a Otilia con su

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propio hijo en los brazos compensando delmodo más completo a Eduardo por lo que lehabía quitado; también se imaginaba con unhijo sobre sus rodillas que sería, con mayorderecho que el muerto, su vivo retrato.

Estas y otras imágenes y expectativas con-soladoras le pasaban por la cabeza cuando seencontró en el camino de regreso con Eduardo,que había esperado toda la noche al co-mandante a cielo abierto al ver que ningún co-hete ni tiro de cañón le anunciaban el éxito desu empresa. Ya se había enterado de la desgra-cia y también él, en lugar de sentir la muerte dela pobre criatura, veía aquel suceso, sin quereradmitirlo del todo, como un signo de la provi-dencia que eliminaba de una vez por todas losobstáculos a su dicha. Por eso, se dejó conven-cer fácilmente por el comandante, que le pusoal corriente en dos palabras de la determinaciónde su esposa, para regresar de inmediato alpueblo y desde allí a aquella pequeña ciudaddesde donde podrían pensar en todo y empezar

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a tomarlas primeras disposiciones.Después de que la dejara el comandante,

Carlota sólo permaneció sumida en sus propiasreflexiones unos pocos minutos, porque pocodespués Otilia alzó su cabeza mirando a suamiga con ojos grandes. Primero se levantó delregazo de Carlota, después del suelo, y se que-dó de pie delante de su amiga.

-Por segunda vez -así empezó a hablar laamable niña con una gravedad llena de un irre-sistible encanto-, por segunda vez me ocurre lomismo. Una vez me dijiste que muchas vecesnos ocurren en la vida cosas parecidas de modosemejante y siempre en instantes especialmenterelevantes. Ahora me doy cuenta de la verdadde esa afirmación y me veo obligada a confesar-te una cosa. Poco después de morir mi madre,cuando aún era muy niña, había puesto mi ta-burete a tus pies: tú estabas sentada en el sofáigual que ahora; mi cabeza reposaba sobre tusrodillas; yo no dormía, pero tampoco estabadespierta, sino sólo adormecida. Percibía todo

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lo que ocurría a mi alrededor, sobre todo oía loque se decía con mucha claridad; y sin embargono podía moverme, no podía decir nada y aun-que hubiera querido no hubiera sido capaz deindicar que estaba consciente. Recuerdo quehablabas de mí con una amiga; te compadecíasde mi destino de pobre huérfana sola en elmundo; describías mi situación de dependenciay lo lamentable que podía ser mi suerte si unabuena estrella no velaba sobre mí. Yo com-prendía perfectamente y con toda exactitud,aunque tal vez con un exceso de rigor, lo quedeseabas para mí, lo que parecías exigir de mí.De acuerdo con mi visión limitada, me tracéuna serie de leyes a ese respecto. He vividodurante mucho tiempo siguiendo esas reglas;todo lo que hacía estaba dirigido por ellas en laépoca en la que tú me querías, te preocupabasde mí y me acogiste en tu casa y también du-rante algún tiempo después.

»Pero he salido fuera de mi vía, he infringi-do mis leyes, hasta he perdido el sentimiento

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de las mismas y tras un suceso espantoso mevuelves a hacer ver claramente cuál es mi situa-ción, que es mucho más lamentable que aquellaprimera. Reposando sobre tu regazo, semiin-consciente, como si me llegara desde un mundomuy lejano, he escuchado tu voz queda en mioído; me he enterado de lo que me puede espe-rar: me estremezco de mí misma. Pero como enaquella ocasión también ahora me he trazadoen esa especie de semisueño de muerte unanueva vía.

»Estoy decidida como ya lo estuve entoncesy te voy a decir ahora mismo lo que he decidi-do. ¡Nunca seré de Eduardo! Dios me ha abier-to los ojos de un modo terrible y me ha hechover en qué crimen me he implicado. Quieroexpiarlo, ¡y que nadie trate de apartarme de mipropósito! Querida, mi mejor amiga, toma lasmedidas oportunas de acuerdo con esto. Hazregresar al comandante; escríbele diciéndoleque no dé ningún paso. Cuánta angustia hesentido viendo que no podía moverme ni decir

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nada antes de que se fuera. Quería levantarmede un salto y gritar: ¡no le dejes partir con esasesperanzas tan engañosas!

Carlota percibió de inmediato el estado enel que se hallaba Otilia, lo sintió. Pero confiabaen que el tiempo y la reflexión le permitiríanhacerle ver las cosas a su manera. Sin embargo,en cuanto pronunció algunas palabras que alu-dían al futuro, a un alivio del dolor, a la espe-ranza, Otilia gritó con violencia:

-¡No!, no trates de conmoverme, de sedu-cirme. En el mismo instante en el que me enterede que has aceptado el divorcio, expiaré midelito y mi crimen en aquel mismo lago.

Capítulo 15

Si en una convivencia dichosa y pacífica losparientes, los amigos y habituales de la casahablan más de lo necesario y conveniente de loque ocurre o debe ocurrir, si se repiten muchasveces los unos a los otros sus proyectos, propó-

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sitos, ocupaciones, y aunque no tomen exacta-mente consejo mutuo, sí que dictaminan sen-tenciosamente sobre el conjunto de la vida, porel contrario, precisamente en esos momentoscruciales en los que parece que más se necesitauna ayuda exterior o la aprobación ajena, escuando más se nota que todos se repliegan so-bre sí mismos y actúan cada uno para sí y a sumanera escondiendo ante los demás los recur-sos particulares empleados por cada cual, de talmodo que sólo el resultado, la meta o lo que sehaya obtenido finalmente vuelven a convertirseen un bien común.

Después de tantos extraños y desdichadosacontecimientos se había impuesto sobre lasdos amigas una cierta callada gravedad que semanifestaba a través de un afectuoso cuidado ymiramiento mutuos. En total secreto, Carlotahabía mandado llevar al niño a la capilla. Allíreposaba, primera víctima de una fatalidadcolmada de infaustos presagios.

Carlota trató de regresar a la vida en la me-

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dida en que le era posible y lo primero que seencontró en su camino fue a Otilia, que necesi-taba su ayuda. Sin dejarlo notar, se ocupabaconstantemente de ella. Sabía cuánto amaba lacelestial niña a Eduardo; poco a poco, se habíaido informando y recabando detalles de la es-cena que había precedido a la desgracia y ahoraconocía los hechos perfectamente, en parte através de la propia Otilia y en parte a través delas cartas del comandante.

Por su parte, Otilia trataba de facilitarle lomás posible a Carlota la vida cotidiana. Se mos-traba abierta, incluso locuaz, pero nunca habla-ba de la situación presente ni de lo re-cientemente sucedido. Toda su vida había mos-trado una gran atención, siempre había sidoobservadora y sabía muchas cosas: todo esto seponía ahora claramente de manifiesto. Entrete-nía y distraía a Carlota, quien por su parte se-guía alimentando la esperanza de ver unida auna pareja que le resultaba tan querida.

Pero en el caso de Otilia las cosas eran muy

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distintas. Le había desvelado a su amiga el se-creto de su vida; se sentía liberada de su anti-gua inhibición, de su tendencia a la servidum-bre. Gracias a su arrepentimiento, a su deter-minación, se sentía liberada del peso de aqueldelito, de aquel infortunio. Ya no necesitabahacerse violencia; en el fondo de su corazón sehabía perdonado sólo bajo la condición de unarenuncia total y, por eso, aquella condición te-nía que ser irrevocable para el resto de su vida.

Así pasó algún tiempo y Carlota sentía has-ta qué punto la casa y el parque, el lago, lasrocas y las arboledas no hacían más que reno-var diariamente en ellas tristes sentimientos.Era evidente que había que cambiar de lugar,pero no era fácil decidir de qué modo.

¿Debían permanecer juntas las dos mujeres?El antiguo deseo de Eduardo así parecía pres-cribirlo y su declaración y su amenaza parecíanhacerlo obligatorio, pero ¿cómo cerrar los ojos ala evidencia de que, a pesar de su mejor volun-tad, a pesar de emplear toda su razón y poner

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todo su esfuerzo las dos mujeres se hallabanactualmente en una situación de convivenciapenosa? Sus conversaciones eran evasivas. Aveces procuraban entender sólo a medias, perolas más de las veces alguna frase era malinter-pretada, si no por el entendimiento, sí por elsentimiento. Tenían miedo de herirse, pero esetemor resultaba hiriente en sí mismo y era elprimero y el que más las hería.

Si querían cambiar de lugar y separarse almenos durante un tiempo volvía a surgir laantigua cuestión de dónde podía ir Otilia.Aquella importante familia rica de la que ya sehabía hablado había hecho vanos esfuerzospara encontrar compañeras que supieran entre-tener a la par que servir de digno acicate a unarica heredera que prometía mucho. Durante laúltima visita de la baronesa y últimamente ensus cartas ya se le había pedido a Carlota queenviase allí a Otilia. Ahora volvió a sacarlo acolación. Pero Otilia se negó expresamente aacudir a un lugar en donde encontraría eso que

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se suele conocer como el gran mundo.Déjeme, querida tía -dijo-, que para que no

le parezca corta y obstinada me explique sobrelo que en otras circunstancias sería un debercallar y esconder. Una persona que ha sido sin-gularmente desdichada, aun cuando no tengaculpa ninguna, queda marcada para siempre demodo horroroso. Su presencia suscita en todoslos que la ven y reparan en ella una especie deespanto. Todos quieren ver reflejado en ella eldestino monstruoso que le ha tocado en suerte;todos sienten curiosidad a la par que miedo.Así, una casa o una ciudad donde ha ocurridoun crimen espantoso despierta el horror detodo el que entra en ellas. Parece como si allíbrillase menos la luz del día y las estrellas per-dieran algo de su fulgor.

»¿Cuán grande, aunque tal vez excusable,es la indiscreción de la gente con estos desdi-chados, su necia impertinencia, su torpe bene-volencia! Perdóneme que hable así, pero hesufrido de modo increíble con aquella pobre

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chica cuando Luciana la arrastró fuera de lahabitación donde se mantenía escondida en sucasa, cuando se ocupó amablemente de ella ycon la mejor intención quiso obligarla a jugar ybailar. Cuando la pobre niña, cada vez másaterrada, acabó huyendo y cayó desmayada,cuando la tomé en mis brazos, cuando los pre-sentes se mostraron asustados, turbados y lle-nos de curiosidad por aquella desdichada, yono podía imaginar que me' aguardaba un des-tino semejante, pero mi compasión, tan verda-dera como entonces, sigue igual de viva. Ahorapuedo aplicarme a mí misma esa compasión yguardarme de dar ocasión a semejantes esce-nas.

-Pero, querida niña -repuso Carlota-, pormucho que quieras no podrás sustraerte a lamirada de la gente. Ya no tenemos aquellosconventos en los que antes se buscaba asilopara este tipo de sentimiento.

-La soledad no hace el asilo, querida tía -replicó Otilia-. El asilo más apreciable hay que

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buscarlo donde podemos mostrarnos activos.Todas las penitencias, todas las privaciones noson en absoluto adecuadas para sustraernos aun destino fatal si éste se empeña en perseguir-nos. El mundo sólo me repugna y me asusta sitengo que darme a él en espectáculo en un es-tado de pasividad ociosa. Pero si me en-cuentran alegremente aplicada al trabajo, in-cansable en el desempeño de mis obligaciones,puedo soportar la mirada de cualquiera, por-que ya no tengo que temer la mirada de Dios.

-O mucho me equivoco -dijo Carlota- o tesientes inclinada a volver al pensionado.

-Sí -repuso Otilia-, no lo niego; me imaginocomo un destino dichoso el poder educar a losdemás por las vías ordinarias cuando unomismo ha recibido su formación por las víasmás extraordinarias. Y, ¿acaso no vemos en laHistoria que personas que debido a graves ac-cidentes morales se habían retirado a desiertos,en absoluto pudieron permanecer allí ocultos yescondidos como imaginaban? Volvieron a ser

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llamados al mundo a fin de reconducir a losextraviados al buen camino, pues ¿quién podríahacerlo mejor que los que ya han sido iniciadosen las sendas tortuosas de la vida? Fueron lla-mados para asistir a los desdichados, y ¿quiénpodría hacerlo mejor que aquellos a quienesningún mal terrestre puede aquejar ya?

-Eliges un destino singular -respondió Car-lota-. Pero no quiero ofrecer resistencia: que asísea, aunque espero que por poco tiempo.

-Cuánto le agradezco -dijo Otilia- que mepermita hacer este experimento, este ensayo. Omucho me engaño o tendré éxito. Estando allíme acordaré de todas las pruebas que tuve quesoportar antiguamente y ¡qué pequeñas e in-significantes eran en comparación de las quedebía experimentar más tarde! ¡Con qué sere-nidad contemplaré los apuros de las pequeñaspupilas, cómo sonreiré de sus sufrimientos in-fantiles sacándolas con mano ligera de todasesas pequeñas confusiones y extravíos! El quees dichoso no sirve para dirigir a los dichosos,

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pues forma parte de la naturaleza humana exi-girse tanto más a uno mismo y a los demáscuanto más se ha recibido. Sólo el desdichadoque trata de recuperarse sabe alimentar para símismo y para los demás el sentimiento de quetambién hay que saber gozar y deleitarse conun bien mediocre.

-Permíteme -dijo Carlota tras una breve re-flexión- que le ponga a tu proyecto un reparoque me parece el más importante de todos. Nose trata de ti, sino de un tercero. Tú ya conoceslos sentimientos del bondadoso, razonable ypiadoso asistente. Por el camino que has elegi-do, cada día que pase serás para él más valiosae irremplazable. Si ya ahora sus sentimientos leimpiden vivir a gusto sin ti, en el futuro, unavez que se haya acostumbrado a tu colabora-ción, no será capaz de seguir cumpliendo consus obligaciones sin tu concurso. Empezaráspor ayudarle en su trabajo para luego echárseloa perder.

-El destino no se ha mostrado amable con-

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migo -repuso Otilia- y aquel que me ama talvez no pueda esperar nada mejor. Puesto que labondad y sensatez de mi amigo son tan gran-des espero que se podrá desarrollar en él elsentimiento de una relación de pura amistad;verá en mí a una persona sagrada que tal vezsólo sabe reparar un mal monstruoso para ellamisma y para los demás consagrándose a esapresencia sagrada que nos rodea de manerainvisible y que es la única que nos puede pro-teger de las potencias maléficas que nos acosan.

Carlota guardó en su corazón todo lo quehabía dicho de manera tan delicada y amableaquella niña querida para reflexionar en calmasobre ello. Había tratado de indagar en variasocasiones, del modo más discreto, si no seríaposible un acercamiento de Otilia a Eduardo,pero hasta la más leve mención, la menor espe-ranza, la mínima sospecha parecían afectar delmodo más profundo a Otilia y en una ocasión,viendo que no podía eludirlo por más tiempo,la muchacha se explicó a ese respecto del modo

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más rotundo.-Si tu determinación de renunciar a Eduar-

do -repuso Carlota después de oírla- es tan fir-me e inquebrantable, guárdate del peligro devolverlo a ver. Cuando estamos alejados delobjeto amado y sobre todo cuanto más profun-do es nuestro amor, tanto más dueños de noso-tros mismos nos creemos, en la medida en quedirigimos hacia adentro toda esa fuerza de lapasión que trataba de extenderse hacia afuera,pero ¡qué pronto, qué aprisa nos damos cuentade nuestro error cuando vemos de repente antenuestros ojos aquello a lo que creíamos poderrenunciar y nos vuelve a parecer irrenunciable!Haz ahora lo que consideras más convenienteen tu situación; examínate, incluso modifica tuactual decisión si te parece preferible, pero haz-lo por ti misma, por una decisión libre y volun-taria de tu corazón. No te dejes sorprender, nodejes que un puro azar te lleve de nuevo a tuanterior situación, porque entonces sí que sur-giría una contradicción insoportable en tu espí-

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ritu. Como ya te digo, antes de dar este paso,antes de alejarte de mí y comenzar una nuevavida que nadie sabe por qué caminos te condu-cirá, vuelve a meditar una vez más si es verdadque te sientes capaz de renunciar a Eduardopara siempre jamás. Pero si tu decisión ya estátomada, hagamos un pacto: prométeme que novolverás a entablar trato con él, ni siquiera aemprender una conversación, ni aunque él tebusque o incluso llegue a perseguirte e intro-ducirse donde tú estés.

Otilia no dudó ni un instante y le dio a Car-lota la palabra que ya se había dado a sí misma.

Sin embargo, sobre el alma de Carlota se-guía cerniéndose la amenaza proferida porEduardo de que sólo renunciaría a Otilia mien-tras no se separara de Carlota. Es verdad quedesde entonces las circunstancias habían cam-biado tanto, habían sucedido tantas cosas, queesa promesa que le había sido arrancada enaquellas antiguas circunstancias podía consi-derarse anulada por los acontecimientos poste-

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riores; sin embargo, no quería hacer ni decidirnada que pudiera herirle ni siquiera del modomás remoto, por lo que decidió que Mittler de-bía sondear las intenciones de Eduardo.

Desde la muerte del niño, Mittler había visi-tado más a menudo a Carlota, aunque sólo bre-vemente. Ese accidente, que le hacía parecersumamente improbable la reconciliación deambos esposos, le había afectado e impresiona-do sobremanera. Pero debido a su caráctersiempre confiado y optimista, se alegró en si-lencio de la determinación de Otilia. Confiabaen el tiempo que todo lo cura a su paso, espera-ba poder mantener anudados los vínculos delos dos esposos y consideraba aquellas bruscaspasiones como meras pruebas por las que tení-an que pasar el amor y la fidelidad conyugales.

Carlota ya le había comunicado al coman-dante por carta la primera declaración quehabía hecho Otilia y le había rogado del modomás encarecido que convenciera a Eduardopara que no diese ni un solo paso más, se man-

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tuviera tranquilo y aguardara a ver si se resta-blecía el espíritu de la hermosa niña. Tambiénle había escrito lo esencial de los últimos acon-tecimientos y sentimientos y ahora era sin dudaa Mittler a quien le tocaba la difícil misión depreparar a Eduardo para el nuevo cambio desituación. Pero Mittler, que sabía muy bien quees más fácil perdonar y aceptar lo que ya hasucedido que dar la aprobación y el consenti-miento a lo que todavía está por suceder, con-venció a Carlota de que lo mejor era mandar aOtilia al pensionado cuanto antes.

Por eso, en cuanto Mittler se marchó, sehicieron los preparativos para el viaje. Fue Oti-lia la que hizo personalmente su equipaje, peroCarlota se fijó muy bien en que no se llevaba niel bonito cofrecillo ni nada de lo que contenía.La amiga calló y dejó hacer a su guisa a la si-lenciosa niña. Llegó el día de la partida; el pri-mer día, el coche de Carlota debía llevar a Otiliahasta una conocida posada donde haría nochey el segundo hasta el pensionado. Nanny la

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acompañaría y quedaría a su servicio. Aquellamuchachita apasionada había vuelto a reunirsecon Otilia tras la muerte del niño y volvía aestar tan ligada a ella como anteriormente, tan-to por su naturaleza como por la inclinaciónque sentía por su ama, incluso parecía que tra-taba de recuperar el tiempo perdido y dedicar-se en cuerpo y alma a su querida señora pormedio de una charla incansable que trataba dedistraerla. Ahora estaba fuera de sí por la ale-gría de poder viajar con ella, de poder ver cosasnuevas y desconocidas, ya que hasta entoncesnunca había salido de su lugar de nacimiento, ycorría del castillo al pueblo, a casa de sus pa-dres y de sus parientes para proclamar en todaspartes su buena suerte y despedirse de todos.Desgraciadamente también entró en la habita-ción de unos enfermos de sarampión y ense-guida notó los efectos del contagio. Sin embar-go, no quisieron diferir la partida; la propiaOtilia sentía premura por marchar. Ya habíahecho aquel viaje, conocía a la gente de la po-

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sada en la que tenía que hacer noche y la con-duciría el cochero del castillo: no había nadaque temer.

Carlota no se opuso, pues también ella es-taba impaciente por abandonar el lugar y secomplacía con ese pensamiento, si bien no que-ría marchar antes de haber vuelto a prepararpara Eduardo las habitaciones del castillo quehabían sido de Otilia, dejándolas tal y comoestaban antes de la llegada del comandante. Laesperanza de poder restaurar la antigua dichasiempre vuelve a prender en el alma de las per-sonas y Carlota se sentía de nuevo legitimadapara volver a alimentar aquella esperanza: esmás, lo necesitaba.

Capítulo 16

Cuando Mittler llegó para tratar el asuntocon Eduardo lo encontró solo, con la cabezaapoyada sobre su mano derecha y el brazo aco-dado sobre la mesa. Daba la impresión de sufrir

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mucho.-¿Le vuelve a atormentar su dolor de cabe-

za? -preguntó Mittler.-En efecto, me atormenta -contestó Eduar-

do- pero no puedo odiarlo porque me recuerdaa Otilia. Tal vez, se me ocurre, también esté ellasufriéndolo ahora acodada sobre su brazo iz-quierdo, tal vez padece más que yo. ¿Por quéno iba a soportarlo yo igual que hace ella? Estosdolores me resultan saludables, yo casi diríaque deseables, porque gracias a ellos aún se meaparece en el alma de modo más vivo, potentey claro la imagen de su paciencia acompañadadel resto de sus virtudes y sólo en el dolor sen-timos de verdad las enormes cualidades queson necesarias para poder soportar el sufri-miento.

Cuando Mittler vio a su amigo resignadohasta ese punto no pudo guardarse más tiemposu recado, aunque lo fue exponiendo gradual-mente y de acuerdo con la cronología, em-pezando por el momento en que las mujeres

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habían tenido aquella idea y explicando cómose había ido desarrollando y madurando luego.Eduardo apenas si elevó alguna objeción. De lopoco que dijo parecía deducirse que dejabatodo en manos de ellos; su actual sufrimientoparecía haberlo dejado indiferente a todo.

Pero apenas se quedó solo se puso en pie deun salto y empezó a dar zancadas de un lado aotro de la habitación. Ya no sentía el dolor, aho-ra su preocupación estaba completamente diri-gida al exterior. Durante el relato de Mittler sehabía despertado vivamente la fuerza de laimaginación del enamorado. Veía a Otilia sola ocasi sola por un camino de sobra conocido, enuna posada ya familiar, en cuyas habitacioneshabía estado un sinfín de veces. Pensaba, re-flexionaba, o mejor dicho ni pensaba ni re-flexionaba: sólo deseaba, quería. Tenía que ver-la, tenía que hablarle. Para qué, por qué, quéiba a sacar con eso, ésa no era ahora la cuestión.Simplemente no oponía resistencia: se dejaballevar por la necesidad.

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Hizo partícipe del secreto a su ayuda decámara que enseguida se informó del día y lahora en que Otilia debía hacer el viaje. Amane-ció aquel día; Eduardo se apresuró a ir solo acaballo al lugar en que Otilia debía pernoctar.Pero llegó demasiado pronto; la posadera, sor-prendida, lo recibió con alegría. Le debía unagran dicha familiar: Eduardo había obtenidouna condecoración para su hijo, que había sidoun valiente soldado, gracias a la pasión con quehabía descrito una hazaña, que sólo él habíapresenciado, hasta delante del propio general,superando de ese modo los obstáculos de al-gunos calumniadores. Por eso, la buena mujerno sabía qué hacer para mostrarse amable. Rá-pidamente limpió y arregló su mejor habitaciónde invitados, que en realidad le servía al mismotiempo de guardarropa y despensa, pero él leanunció la llegada de una mujer que iba a pasarallí la noche y le mandó que preparara para éluna pequeña cámara sin ningún tipo de lujosen la parte de atrás que daba al pasillo. A la

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posadera todo aquello le pareció bastante mis-terioso, pero le resultaba muy grato poderhacer algo por su benefactor, que parecía tenerun gran interés y mostraba mucha diligencia enaquel asunto. Y él, ¡con qué sentimientos pasóaquel tiempo interminable hasta que llegó lanoche! Contemplaba la habitación que le ro-deaba y en la que debía verla y en medio detoda su doméstica simplicidad le parecía unlugar divino. ¡Qué no pensaría! ¡Cuántas vecesmeditó si debía sorprender a Otilia o si mejordebía prepararla! Finalmente acabó venciendoesa última opinión; se sentó y escribió. Así re-zaba la misiva que debía recibir Otilia:

De Eduardo a Otilia

«Mientras lees esta carta, amada mía, estoymuy cerca de ti. No debes asustarte, no te es-pantes. No tienes que temer nada de mí. Notrataré de llegar junto a ti a la fuerza. No me

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verás antes de que tú lo permitas.»Piensa primero en tu situación, en la mía.

¡Cuánto te agradezco que no te hayas propues-to dar ningún paso definitivo! Pero el que dasme parece suficientemente decisivo. ¡No lo des!Aquí, en esta especie de encrucijada de cami-nos, vuelve a meditarlo una vez más: ¿Puedesaún ser mía, quieres ser mía? ¡Oh! ¡Nos harías atodos un enorme favor, a mí un bien inconmen-surable!

»Déjame que te vuelva a ver, que te vuelvaa mirar con alegría. Déjame hacer esta hermosapregunta con mis propios labios y contéstamemediante tu simple y bella presencia. ¡Sobre mipecho, Otilia, contra mi corazón, en donde al-guna vez ya has descansado y en donde siem-pre está tu lugar!»

Mientras esto escribía le invadió la sensa-ción de que el objeto tan deseado ya estabapróximo, de que no tardaría en aparecer. «En-trará por esta puerta, leerá esta carta, volverá a

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estar de pie ante mí, como antaño, aquella cuyapresencia tantas veces he deseado. ¿Seguirásiendo la misma? ¿Habrá cambiado su figura osus sentimientos?» Todavía sostenía la plumaen la mano, quería escribir igual que pensaba,pero ya se escuchaba entrar el coche por el pa-tio. Con pluma ligera aún añadió: «Te oigo lle-gar. Por un instante, ¡adiós!».

Plegó la carta, escribió el nombre del desti-natario; era demasiado tarde para lacrarla. Co-rrió a la cámara por la que sabía que se accedíaal pasillo y en aquel momento se dio cuenta deque se había dejado sobre la mesa su reloj y elsello de lacre. No quería que ella viese aquellosobjetos antes de tiempo, de modo que volvióapresuradamente hacia atrás y consiguió coger-los felizmente. Desde la antecámara ya oía lavoz de la posadera que se dirigía hacia la habi-tación para mostrársela a la recién llegada. Co-rrió veloz hacia la puerta de la antecámara,pero estaba cerrada. La llave se le había caído alvolver a entrar en la habitación con tantas pri-

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sas y ahora estaba por el lado de dentro; el ce-rrojo se había bloqueado: estaba atrapado. Em-pujó la puerta con violencia, pero no se abrió.¡Oh, cómo hubiera deseado poder filtrarse através de las rendijas como si fuera un espíritu!¡En vano! Escondió su rostro en el quicio de lapuerta. Entró Otilia, la posadera retrocedió alverlo allí. Tampoco podía permanecer oculto niun momento más a los ojos de Otilia. Entoncesse volvió hacia ella y los dos amantes se volvie-ron a encontrar frente a frente del modo másextraño que se pueda imaginar. Ella le miróseria y tranquila sin dar un paso ni hacia ade-lante ni hacia atrás y cuando él pretendió hacerun movimiento de aproximación retrocedióunos pasos hasta tocar con la mesa. También élretrocedió.

-¡Otilia! -exclamó-. ¡Déjame romper este te-rrible silencio! ¿Es que sólo somos sombras quese encuentran frente a frente? Pero antes quenada, ¡escucha! Es sólo por accidente por lo queme encuentras aquí. A tu lado está una carta

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que debía prepararte. ¡Léela, te lo ruego, léela ydespués decide lo que puedas!

Otilia bajó sus ojos y vio la carta; tras algu-na vacilación la desplegó y la leyó. La leyó sinalterar sus facciones y del mismo modo la vol-vió a dejar suavemente a un lado. Entoncesjuntó sus dos manos con las palmas extendidas,las alzó oprimiéndolas bien unidas y las llevóhasta su pecho mientras se inclinaba levementehacia adelante contemplando con tal mirada desúplica al que con tanto apremio la solicitabaque él sintió que estaba obligado a renunciar atodo lo que podía exigir y desear. Aquel gestole desgarró el corazón. No podía soportar lamirada de Otilia, su postura. Parecía verdade-ramente como si de un instante a otro fuera aponerse de rodillas si él persistía en seguir allí.Desesperado, salió a toda prisa por la puerta ymandó a la posadera para que asistiera a la quequedaba sola.

Se puso a caminar de un lado a otro de laantecámara. Se había hecho de noche y nada se

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movía en la habitación de al lado. Por fin volvióa salir la posadera y sacó la llave. La buena mu-jer estaba conmovida y confusa y no sabía loque debía hacer. Por fin, mientras se marchaba,hizo el gesto de alargarle la llave a Eduardo,que la rechazó. Entonces dejó la luz dada y semarchó.

Lleno de la mayor amargura, Eduardo se ti-ró al suelo en el umbral de la puerta de Otilia,que inundó con sus lágrimas. Posiblementejamás dos amantes, tan cerca uno de otro, ha-yan pasado una noche tan desgraciada.

Amaneció; el cochero enganchó el coche. Laposadera abrió con su llave y entró en la habi-tación. Se encontró con que Otilia se había que-dado dormida con la ropa puesta, entoncesvolvió a salir e invitó a entrar a Eduardo conuna sonrisa afectuosa. Ambos se acercaron allado de la que dormía, pero Eduardo no fuecapaz de soportar aquella visión. La posaderano se atrevió a despertar a la niña que descan-saba y se sentó frente a ella. Finalmente Otilia

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abrió sus hermosos ojos y se puso en pie. Re-chaza el desayuno y en ese momento entraEduardo. Le ruega encarecidamente a Otiliaque diga una sola palabra, que declare cuál essu voluntad. Le jura que hará todo lo que ellaquiera, pero ella sigue muda. Una vez más lepregunta con amor y con insistencia si quiereser suya. ¡Con cuánta dulzura sacude ella lacabeza con los ojos bajos para decir, «no»! Él lepregunta si quiere ir al pensionado. Ella tam-bién rehúsa con indiferencia. Pero cuando pre-gunta si quiere regresar junto a Carlota, afirmaaliviada con una segura inclinación de cabeza.Él se apresura a abrir la ventana para darle ór-denes al cochero; pero ella ya ha salido de lahabitación veloz como un rayo, ha bajado lasescaleras y se ha subido al coche. El cocheroemprende el camino de vuelta al castillo.Eduardo lo sigue a caballo a alguna distancia.

Capítulo 17

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¡Cuál no sería la sorpresa de Carlota cuandovio aparecer el coche con Otilia e inmediata-mente después a Eduardo a caballo que irrum-pían en el patio del castillo! Voló hacia la puer-ta de entrada. Otilia bajó del coche y se acercóhacia ella con Eduardo. Con violencia y pasióntoma las manos de los dos esposos, las juntacon fuerza y corre a su habitación. Eduardo seecha al cuello de Carlota y estalla en lágrimas.Es incapaz de explicarse, le ruega que tengapaciencia con él, que vaya a auxiliar a Otilia,que la ayude. Carlota corre a la habitación deOtilia y siente un escalofrío cuando entra: la es-tancia está ya completamente vacía, sólo que-dan las paredes desnudas. Ofrece una impre-sión tan amplia como poco acogedora. Ya sehan llevado todo, lo único que han dejado enmedio de la habitación es el cofrecillo, sin dudaporque no han sabido dónde ponerlo. Otiliayace en el suelo, con los brazos y la cabeza so-bre el cofre. Carlota se apresura a ayudarla, lepregunta qué ha sucedido y no obtiene res-

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puesta.Deja a la doncella, que se acerca con algu-

nos reconstituyentes y vuelve rápidamente jun-to a Eduardo. Lo encuentra en la sala; él tampo-co la informa. Se arroja a sus pies, baña sus ma-nos con lágrimas, huye a su habitación y cuan-do ella trata de seguirlo se topa con el ayuda decámara que le explica lo que ha ocurrido en lamedida en que puede hacerlo. El resto se loimagina fácilmente y medita en seguida condecisión las medidas que debe tomar. Rápida-mente se vuelve a acomodar la habitación deOtilia. Por su parte, Eduardo se ha encontradocon la suya tal como la había dejado, hasta elúltimo papel.

Cuando vuelven a encontrarse juntos lostres parece que están más repuestos, pero Otiliasigue callando y Eduardo sólo es capaz de ro-garle a su esposa que tenga esa misma pa-ciencia que a él parece faltarle. Carlota mandamensajeros a Mittler y al comandante. Al pri-mero no lo encuentran, pero viene el segundo.

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A éste sí que le abre Eduardo su corazón, con élse desahoga y le cuenta sin ahorrar un detallecómo ha sucedido todo y de este modo Carlotase entera de lo ocurrido, de lo que ha cambiadotan singularmente la situación, de lo que tantoha turbado los espíritus.

Entonces habla del modo más afectuoso consu esposo. No le ruega otra cosa sino que porahora no moleste a la niña. Eduardo bien sienteel mérito, el amor y la inteligencia de su esposa,pero está completa y exclusivamente dominadopor su pasión. Carlota le da esperanzas, lepromete que aceptará el divorcio. Él no se haceilusiones; está tan enfermo que la esperanza yla confianza le abandonan. Apremia a Carlotapara que le prometa su mano al comandante;una suerte de locura le domina. A fin de apaci-guarlo, de sostenerlo, ella hace lo que le pide.Le promete su mano al comandante para elcaso de que Otilia quiera unirse a Eduardo,pero sólo bajo la condición expresa de que porel momento los dos hombres se marcharán jun-

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tos de viaje. El comandante tiene que resolverasuntos de la corte para la que trabaja en el ex-tranjero y Eduardo promete que le acompaña-rá. Se hacen planes y de este modo se tranquili-zan un tanto, porque por lo menos pasa algo.

Mientras tanto observan que Otilia apenascome ni bebe y que sigue obstinándose en susilencio. Hablan con ella, pero entonces semuestra angustiada y prefieren abandonar,pues ¿no nos pasa a casi todos, que tenemos ladebilidad de no querer atormentar a nadie nisiquiera por su bien? Carlota piensa en todoslos remedios posibles y finalmente se le ocurreque podría hacer llamar al asistente del pensio-nado que tiene tanto ascendente sobre Otilia yque ha escrito muy amablemente preguntandopor su inesperada ausencia, sin obtener todavíaninguna respuesta.

A fin de no sorprender a Otilia hablan enpresencia de ella de este proyecto. Ella no pare-ce estar de acuerdo; medita, finalmente parecetomar una decisión, va rápidamente a su habi-

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tación y antes de la noche manda la siguientemisiva a sus amigos:

De Otilia a sus amigos

«¿Por qué tengo que decir expresamente,queridos míos, lo que ya se entiende de suyo?He salido de mi vía y ya nunca volveré a ella.Un genio hostil se ha apoderado de mí y pareceque me pone impedimentos desde fuera aúncuando procuro reconciliarme conmigo misma.

»Mi propósito de renunciar a Eduardo, dealejarme de él, era verdadero y puro. Confiabaen no volverlo a ver. Sucedió de otra manera.Contra su propia voluntad, se encontró depronto ante mí. Tal vez interpreté y me tomédemasiado a la letra mi promesa de no volver aemprender ninguna conversación con él. De-jándome guiar por mis sentimientos y la con-ciencia del momento guardé silencio, permane-cí muda ante mi amigo y ahora ya no tengo

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más que decir. Apremiada por mis sentimien-tos, por el azar del momento, he hecho un votoreligioso muy severo que tal vez pueda asustary resultar incómodo al que lo haga de modoreflexivo. ¡Dejadme persistir en él mientras asíme lo mande el corazón! ¡No llaméis a ningúnmediador! ¡No me apremiéis para que hable nipara que tome alimento o bebida, fuera de loestrictamente imprescindible! Ayudadme apasar este periodo con vuestra tolerancia y pa-ciencia. Soy joven, la juventud se recupera demodo imprevisto. Toleradme en vuestra pre-sencia, alegradme con vuestro afecto, instruid-me con vuestras conversaciones, pero ¡dejadmeque yo me cuide de mi interior!»

La partida de los hombres, que estaba pre-parada desde hacía tiempo, se demoraba por-que se había retrasado el asunto que tenía queresolver el comandante en el extranjero. ¡Quédicha para Eduardo! Nuevamente estimuladopor la misiva de Otilia, animado por sus pala-

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bras consoladoras y esperanzadoras y sintién-dose legitimado para seguir firme en su espera,declaró de pronto que no se marcharía.

-¡Qué necedad -exclamó- echar de modo in-tencionado y apresurado por encima de la bor-da lo que es más necesario e imprescindible,justamente eso que tal vez aún podemos salvarcuando amenaza su pérdida! ¿Y qué significaesto? Pues únicamente que el hombre siemprequiere dar la impresión de que puede escoger ytener una voluntad. Así, dominado por esa ab-surda presunción, a menudo me he arrancado ala compañía de mis amigos horas e incluso díasantes de lo necesario sólo para no sentirmeobligado a hacerlo cuando llegara la hora delúltimo e inexcusable término. Pero esta vezquiero quedarme. ¿Por qué me iba a alejar?¿Acaso ella no está ya alejada de mí? No se mepasa por la cabeza asirle la mano o tomarla en-tre mis brazos. Ni siquiera puedo pensarlo,porque me estremezco. Porque no es que ella sehaya apartado de mí, sino que se ha alzado por

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encima de mí.Y, así, Eduardo se quedó, como él quería,

como no podía dejar de hacer aunque quisiera.Pero tampoco había nada que igualara a su de-leite cuando se encontraba con ella. De esa for-ma, también a ella le quedaban esas mismassensaciones, tampoco ella podía sustraerse aaquella dichosa necesidad. Ahora igual queantes seguían ejerciendo el uno sobre el otro lamisma y casi mágica fuerza de atracción. Esverdad que vivían bajo el mismo techo, peroincluso sin necesidad de estar expresamentepensando el uno en el otro, incluso cuando es-taban ocupados con otros asuntos, llevados deaquí para allá por el resto de los presentes,siempre se acababan acercando. Si se encontra-ban en una sala no pasaba mucho tiempo antesde que estuvieran el uno al lado del otro, yafuera de pie o sentados. Sólo la proximidadmás inmediata podía tranquilizarlos, pero bienes verdad que los tranquilizaba del todo y queaquella proximidad les bastaba. Ni una mirada,

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ni una palabra, ni un gesto, ni un roce, la merapresencia mutua era suficiente. Entonces ya noeran dos personas, sólo eran una persona su-mida en un deleite inconsciente y completo,satisfecha consigo misma y con el mundo. Enefecto, si hubieran retenido a uno de los dos enun extremo de la casa, el otro se habría idoacercando hacia él poco a poco sin ningunaintención y sin saberlo. La vida era para ellosun enigma que sólo podían resolver cuando sehallaban juntos.

Otilia se mostraba serena y relajada, de ma-nera que podían tranquilizarse a su respecto. Sealejaba poco del grupo y lo único que habíaexigido era tomar sus comidas sola. La únicaque la servía era Nanny.

Las cosas que suelen ocurrirle a cada perso-na se repiten más a menudo de lo que uno creeporque tienen que ver con nuestra naturaleza,que es la principal causante. Carácter, indivi-dualidad, inclinación, orientación, sitio, am-biente y costumbres constituyen un conjunto en

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el que cada ser humano se mueve en un ele-mento, en una atmósfera que es la única en laque se encuentra cómodo y a gusto. Y, por eso,asombrosamente, después de muchos años nosvolvemos a encontrar sin apenas cambios a esaspersonas de cuya versatilidad e inconstanciatanto nos hemos quejado y observamos quedespués de un sinfín de estímulos externos einternos siguen exactamente igual que antes.

Del mismo modo, en la convivencia coti-diana de nuestros amigos todo volvía a discu-rrir prácticamente por el mismo cauce que an-taño. Como de costumbre, Otilia seguía mani-festando en mil detalles su carácter servicial yamable y lo mismo se podía decir de todos,cada uno a su manera. De este modo la imagendel círculo de amigos parecía un reflejo de laantigua vida y la ilusión de que todo seguíacomo antes era comprensible.

Los días otoñales, iguales en longitud a losde la pasada primavera, volvían a llamar a to-dos de vuelta a casa precisamente a la misma

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hora que antes. El adorno de frutos y florespropio de esta estación permitía creer que aquelera el otoño que sucedía a la anterior primave-ra; el tiempo transcurrido en el intervalo caía enel olvido. Porque ahora florecían flores seme-jantes a las que habían sembrado también aque-llos días pasados; ahora maduraban los frutosde los árboles que habían visto florecer enaquel entonces.

El comandante iba de un lado para otro;también Mittler se dejaba ver a menudo. Lasveladas solían tener lugar con regularidad.Eduardo acostumbraba a leer en voz alta, conmás viveza, mayor sentimiento, mejor y hastase podría decir que con mayor alegría que an-taño. Era como si por medio de esa alegría y esesentimiento quisiera reanimar la pétrea rigidezde Otilia, como si quisiera disolver su enmude-cimiento. Se sentaba como antaño, de maneraque ella pudiera leer por encima de su hombroen él libro y ahora hasta se mostraba intranqui-lo y distraído cuando ella no miraba el libro,

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cuando él no estaba seguro de que ella seguíasus palabras con sus ojos.

Toda aquella sensación penosa, incómoda ytriste de la época de intervalo se había borrado.Nadie le guardaba rencor a nadie, hasta el úl-timo rastro de amargura había desaparecido. Elcomandante acompañaba con su violín a Carlo-ta, que tocaba el piano, y la flauta de Eduardotambién volvía a concertarse con la maneraespecial de Otilia de seguirle al piano. De estemodo, se iba aproximando el cumpleaños deEduardo, a cuya celebración no habían podidollegar el año anterior. Esta vez querían celebrar-lo sin solemnidades, en medio de la paz y laalegría de la amistad. Eso era lo que habíanacordado, parte tácita y parte expresamente.Pero cuanto más se acercaba aquel momentotanto más aumentaba el tono grave y solemnede Otilia, cuya actitud hasta ahora habían senti-do más que percibido claramente. Parecía comosi pasara revista a las flores del jardín y le habíahecho entender al jardinero que no arrancara

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ninguna de las flores de verano, interesándosesobre todo por los ásteres, que precisamenteaquel año florecían por doquier en gran canti-dad.

Capítulo 18

Sin embargo lo más significativo y que losamigos habían observado con secreta expecta-ción era que Otilia había vaciado por vez pri-mera el contenido del cofre, había elegido al-gunas cosas y había cortado tela suficiente co-mo para hacerse un solo traje pero completo.Cuando quiso volver a embalar todo con ayudade Nanny apenas pudo lograrlo: el interior delcofre estaba lleno a rebosar a pesar de haber sa-cado parte del contenido. Llena de codicia, lapequeña criadita no terminaba nunca de admi-rar todo aquello, sobre todo porque había ob-servado que en el cofre tampoco faltaba ni unode los pequeños complementos necesarios paraacompañar al vestido. Todavía quedaban zapa-

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tos, medias, ligas con divisas, guantes y otromontón de pequeños objetos: Le pidió a Otiliaque le regalase aunque sólo fuera una de aque-llas cosas. Otilia se negó, pero a cambio abrióenseguida un cajón de la cómoda y dejó que laniña escogiera algo, cosa que ella hizo apresu-rada y torpemente para después salir corriendocon su trofeo para proclamar y exhibir su for-tuna ante el resto de los habitantes de la casa.

Finalmente Otilia consiguió volver a empa-quetar todo cuidadosamente dentro del cofre:Después abrió un compartimento secreto es-condido en la tapa. Allí dentro había guardadolas notitas y cartas de Eduardo, algunas floressecas recuerdo de antiguos paseos, un bucle depelo de su amado y otras cuantas cosas. Ahoraañadió también el retrato de su padre, cerró yvolvió a colgar sobre su pecho la llavecita atadaa una cadena de oro que rodeaba su cuello.

Mientras tanto, se habían despertado mu-chas esperanzas en los corazones de los amigos.Carlota estaba convencida de que Otilia volve-

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ría a hablar ese día, porque había mostrado enlos últimos tiempos una secreta actividad, unasuerte de serena satisfacción, una sonrisa comola que flota en el rostro del que le prepara ensecreto a su amado algo bueno y alegre. Lo quenadie sabía era que Otilia se pasaba muchashoras en medio de una gran debilidad y desfa-llecimiento, de los que sólo salía gracias a unaenorme fuerza de voluntad en los momentos enlos que se mostraba en presencia de ellos.

En aquel periodo Mittler se había dejadover más a menudo de lo habitual y también sehabía quedado siempre más tiempo del acos-tumbrado. Aquel hombre tenaz sabía muy bienque hay que saber aguardar el momento opor-tuno, porque las ocasiones sólo se presentanuna vez. El silencio de Otilia, así como su re-nuncia, los interpretaba a su favor. Por ahorano se había dado ni un paso para el divorcio delos esposos y él todavía confiaba en poder arre-glar de alguna otra manera favorable la suertede aquella excelente muchacha. Así que escu-

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chaba, cedía, daba a entender y, para lo que élsolía, se comportaba con notable prudencia.

Sin embargo, no era capaz de dominarsecuando alguien le daba pie para lanzarse a ex-tensos razonamientos sobre materias a las queconcedía un gran interés. Vivía muy replegadosobre sí mismo y cuando estaba con otras per-sonas por lo general no sabía comportarse másque tratando siempre de ejercer su influjo sobreellos. Y una vez que se desataba su elocuenciaentre sus amigos, como hemos tenido ocasiónde comprobar, ya nada la detenía y fluía libre ysin miramientos, hiriendo o sanando, mostrán-dose útil o perjudicial, dependiendo de las cir-cunstancias.

La víspera del cumpleaños de Eduardo,Carlota y el comandante estaban sentados jun-tos esperando a Eduardo que había salido acaballo; Mittler iba de un lado a otro de la habi-tación. Otilia se había quedado en su habitaciónpara extender las galas del día siguiente y darlealgunas órdenes a su criada, que la comprendía

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a la perfección y sabía obedecer acertadamentesus mudas indicaciones.

En aquel preciso momento Mittler acababade atacar uno de sus temas favoritos. Le gusta-ba afirmar que tanto en la educación de los ni-ños como en el gobierno de los pueblos nadahay más torpe y bárbaro que las prohibiciones ylas leyes y ordenanzas restrictivas.

-El hombre es activo por naturaleza -decía-;y cuando alguien sabe darle órdenes no pidesino seguirlas y actuar en consecuencia. Yo, pormi parte, mientras no sea capaz de prescribir lavirtud opuesta, prefiero tolerar errores y viciosantes que deshacerme de los errores sin sercapaz de poner nada en su lugar. El hombrehace de buena gana lo que es bueno y conve-niente en cuanto tiene los medios para ello; lohace por el puro gusto de hacer algo y despuésno vuelve a pensar en ello, no más que en lastonterías que hace por puro aburrimiento yociosidad.

»¡Qué de veces me he sentido disgustado al

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escuchar cómo le hacen repetir de memoria alos niños los diez mandamientos! El cuarto to-davía se puede considerar que es una ordenbonita y razonable: "Honrarás a tu padre y a tumadre". Si los niños son capaces de aprenderseeso y de grabarlo bien en su mente ya tienenpara practicar todo el día. Pero del quinto, ¿quése puede decir?: "No matarás". ¡Cómo si al-guien tuviera ganas de matar a sus semejantes!Uno puede odiar, enfadarse, dejarse llevar porla cólera, y a consecuencia de esto y de otrasmuchas cosas bien puede ocurrir que ocasio-nalmente acabe matando a otra persona. Pero¿no les parece que es bárbaro prohibirles a losniños el crimen y el asesinato? Si el manda-miento fuera: "Cuida de la vida de los demás,trata de alejar de los otros todo lo que puedahacerles daño, sálvales la vida aun a riesgo deperder la tuya y si les causas algún perjuiciopiensa que te estás perjudicando a ti mismo", siasí fuera, éstos serían mandamientos adecua-dos para pueblos civilizados y sensatos, pero

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sin embargo se dejan tristemente a la cola en elúltimo puesto de las preguntas y respuestas delcatecismo.

»En cuanto al sexto me parece simple y li-samente repugnante. ¡Díganme! ¿Es que que-remos despertarla curiosidad de los niños res-pecto a esos peligrosos misterios que ya pre-sienten de algún modo y excitar su imaginacióncon imágenes y representaciones chocantes quelo único que hacen es atraer con violencia pre-cisamente lo que se trataba de alejar? Sería muypreferible que un tribunal secreto castigara ar-bitrariamente esas infracciones antes que per-mitir que los fieles hagan de eso su comidilla enla iglesia y la parroquia.

En aquel instante entró Otilia en la sala.-No cometerás adulterio -continuó diciendo

Mittler-. ¡Qué grosería, qué indecencia! ¿Nosonaría mucho mejor si se dijera: «Debes respe-tar el vínculo matrimonial; cuando veas unapareja de esposos que se ama te alegrarás deello y participarás de su dicha como de la de un

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día claro. Si notas que algo enturbia su relaciónharás lo posible para que las nubes se disipen;tratarás de poner paz, de serenarlos, les harásver sus mutuos méritos y con hermoso desinte-rés trabajarás por el bien de los otros haciéndo-les comprender la dicha que emana del deber ymuy particularmente de ese que une de maneraindisoluble al hombre y a la mujer».

Carlota estaba sobre ascuas y aún sentíamás temor por cuanto estaba convencida deque Mittler no reparaba en lo que decía ni endónde lo decía, pero antes de que pudiera in-terrumpirle pudo ver que Otilia volvía a salirde la sala con el semblante alterado.

-Espero que nos dispensará del séptimomandamiento -dijo Carlota con una sonrisaforzada.

-De todos los demás -repuso Mittle- con talde que pueda salvar por lo menos a ése sobre elque descansa el resto.

De pronto, Nanny irrumpió en la sala chi-llando con espantosos gritos:

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-¡Se muere! ¡La señorita se muere! ¡Vengan,vengan aprisa!

Cuando Otilia regresó a su habitación y en-tró en ella tambaleándose todas las galas deldía siguiente estaban extendidas sobre variassillas y la muchachita, que corría de una a otracontemplándolas y admirándolas, se dirigióhacia ella llena de júbilo:

-¡Mire, mire, querida señorita! ¡Es un trajede novia digno de usted!

Otilia escucha esas palabras y cae desfalle-cida sobre el sofá. Nanny ve palidecer a su se-ñora, observa que se queda yerta, corre en bus-ca de Carlota y todos se precipitan. El médicoamigo de la casa llega enseguida. Cree que setrata de un simple desmayo por agotamiento.Pide que traigan un caldo; Otilia lo rechaza conrepugnancia y casi tiene convulsiones cuandole acercan la taza a la boca. El médico preguntacon gravedad y premura, tal como lo imponenlas circunstancias, qué alimentos ha tomadoOtilia ese día. La criada tarda en contestar. Él

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vuelve a repetir su pregunta y ella confiesa queOtília no ha comido nada en todo el día.

Nanny le parece al médico más ansiosa delo normal. Se la lleva a la habitación contigua,Carlota le sigue, la niña cae de rodillas y confie-sa que hace bastante tiempo que Otilia come lomismo que nada. Ante la insistencia de Otiliaha sido ella la que ha comido los alimentos ensu lugar; lo ha mantenido en secreto a causa delos gestos de súplica y de amenaza de su seño-ra, y también, añade. inocentemente, porque lesabía todo muy rico.

Llegan Mittler y el comandante; encuentrana Carlota ocupada en compañía del médico.Pálida y en apariencia consciente, la celestialniña está sentada en una esquina del sofá. Lesuplican que se acueste; ella se niega pero pidepor signos que le traigan el cofrecillo, pone suspies encima y se queda medio recostada en unapostura cómoda. Parece como si quisiera des-pedirse, sus gestos expresan a los allí reunidosun tierno afecto, amor, gratitud, una súplica de

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perdón y el adiós más entrañable.Eduardo, que acaba de bajar del caballo, se

da cuenta de lo que ocurre, se precipita en lahabitación, se arroja al lado de ella, toma sumano y la inunda con lágrimas mudas. Así per-manece durante mucho tiempo. Finalmenteexclama:

-¿Es que no he de volver a escuchar nuncatu voz? ¿No querrás volver a la vida con unapalabra para mí? ¡Está bien, está bien! Te sigoallá arriba: allí hablaremos otras lenguas.

Ella le oprime con fuerza la mano, lo con-templa con una mirada llena de vida y de amory después de un profundo suspiro, tras un mo-vimiento celestial y mudo de sus labios, excla-ma al fin:

-¡Prométeme que-vivirás! -Y después de eseesfuerzo grácil y tierno, vuelve a caer paraatrás.

-¡Te lo prometo! -responde él, pero su res-puesta ya no la alcanza; ella ya no está allí.

Después de una noche de lágrimas el cui-

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dado de enterrar los queridos restos recae sobreCarlota. Mittler y el comandante le prestan suayuda. El estado de Eduardo es lamentable. Encuanto puede salir un poco de su desesperacióny dominarse mínimamente se empeña en queno saquen a Otilia del castillo y que la sigancuidando y velando como si estuviera viva,porque no está muerta, no puede estar muerta.Se conforman a su gusto, al menos en el sentidode no hacer lo que ha prohibido. Él no pideverla.

Pero un nuevo susto, otro temor vino a asal-tar enseguida a los amigos. Nanny, duramentereprendida por el médico, obligada a confesarmediante amenazas y cubierta de reprochesdespués de confesar, había huido. Tras muchasbúsquedas la encontraron: parecía haber perdi-do la cabeza. Sus padres la recogieron en casa.Los mejores tratamientos no parecían causarefecto y hubo que encerrarla porque amenaza-ba con volver a huir.

Gradualmente consiguieron arrancar a

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Eduardo de su violenta desesperación, pero esosólo sirvió para aumentar su desdicha, porquesólo entonces empezó a tomar conciencia ciertade haber perdido para siempre lo que consti-tuía la felicidad de su vida. Trataron de hacerleentender que si depositaban a Otilia en aquellacapilla de algún modo seguiría estando entrelos vivos y no carecería de una tranquila y aco-gedora morada. Fue difícil obtener su consen-timiento y sólo lo dio bajo la condición de quesería trasladada en un ataúd abierto, de quedentro de la tumba sólo estaría cubierta conuna ligera tapa de cristal y que habría siempreuna lámpara ardiendo a su lado; de este modoacabó aceptando y pareció resignarse a todo.

Vistieron el hermoso cuerpo con las mismasgalas que ella había preparado; adornaron sucabeza con una corona de ásteres que brillabanmisteriosas como fúnebres estrellas. Para deco-rar el ataúd, la iglesia y la capilla despojaron losjardines de todos sus adornos. Ahora estabandesnudos como si el invierno ya se hubiera

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llevado la alegría de todos los parterres. Encuanto rayó la primera luz del alba la sacarondel castillo en un ataúd abierto y el sol nacientevolvió a dorar por última vez aquel rostro ce-lestial. Los acompañantes se agolpaban junto alos porteadores. Nadie quería ir delante de ellani quedarse atrás, todos querían rodearla, dis-frutar de su presencia por última vez. Niños,hombres y mujeres, todos estaban conmovidospor igual. Las muchachas, que sentían su pér-dida de modo más directo, estaban inconsola-bles.

Faltaba Nanny. La habían retenido, o mejordicho, le habían ocultado el día y la hora delentierro. La tenían vigilada en casa de sus pa-dres en un cuarto que daba al jardín. Pero encuanto oyó tocar las campanas se dio cuenta delo que ocurría y aprovechando que su cuidado-ra la dejó sola un momento movida por la cu-riosidad de ver el cortejo, Nancy escapó por laventana hasta un pasillo y desde allí, como to-das las puertas estaban cerradas, subió al des-

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ván.En aquel momento el cortejo atravesaba el

pueblo por un limpio camino cubierto de hojas.Nanny pudo ver pasar debajo de ella a su seño-ra con más claridad y mayor perfección y belle-za que todos los que estaban en el cortejo. So-brenatural, como si la llevaran por las nubes olas olas, parecía que le hacía señales a su sir-vienta y ésta, llena de turbación, confusa y vaci-lante, se tiró abajo.

La multitud se dispersó hacia todos los la-dos con un grito horrible. Obligados por losempujones y la confusión los porteadores tu-vieron que dejar el ataúd en el suelo. La niñayacía justo al lado del féretro y parecía que te-nía rotos todos sus miembros. Trataron de le-vantarla y casualmente, o tal vez por una ex-traña providencia, la apoyaron un instante so-bre el cadáver, es más, parecía como si ella em-pleara lo poco que le quedaba de vida en tratarde arrimarse a su querida señora. Pero apenashabían rozado sus miembros inertes el vestido

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de Otilia, apenas sus dedos sin fuerza tocaronlas manos unidas de la muerta, cuando se le-vantó repentinamente, alzó en primer lugar susbrazos y ojos hacia el cielo y después se tiró derodillas al lado del féretro contemplando pia-dosamente con asombro y maravilla el rostrode su señora.

Al fin se puso en pie de un salto invadidade un inspirado entusiasmo y gritó con sagradaalegría:

-¡Sí! ¡Me ha perdonado! Lo que ningunapersona, lo que yo misma no me podía perdo-nar, me lo perdona Dios a través de su mirada,de sus gestos, de su boca. Ahora ha vuelto otravez a su dulce reposo, pero ya habéis visto to-dos cómo se levantó y me bendijo con las ma-nos abiertas mientras me miraba con cariño. Yatodos habéis oído, todos habéis sido testigos decómo me ha dicho: «¡Estás perdonada!». Ya nosoy ninguna asesina; ella me ha perdonado,Dios me ha perdonado y ya nadie me puedereprochar nada.

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La multitud se agolpaba a su lado. Estabanadmirados, escuchaban, miraban a todos loslados y nadie sabía qué hacer o decir.

-¡Llevadla ya a su lugar de reposo! -dijo laniña-; ya ha hecho y sufrido lo que le tocaba eneste mundo y ahora ya no puede seguir mo-rando entre nosotros. -El féretro continuó sucamino, Nanny iba abriendo la comitiva y asíllegaron hasta la iglesia y la capilla.

Ahora ya estaba el ataúd de Otilia en su lu-gar; a su cabeza el del niño, a sus pies el cofreci-llo, guardado en un arca de sólida madera deroble. Habían contratado a una vigilante que,en los primeros tiempos, debía permanecerjunto al féretro velando el cadáver que yacíalleno de hermosura bajo la tapa de cristal. PeroNanny no quiso que la privaran de esa misión;quería quedarse sola, sin ninguna compañía yvigilar aplicadamente la lamparilla que porprimera vez iba a lucir allí. Lo pidió con tantainsistencia y encarecimiento que acabaron con-cediéndoselo a fin de evitar un mal mayor en

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su espíritu, cosa que bien se podía temer.Pero no estuvo sola mucho tiempo, porque

en cuanto cayó la noche, cuando la luz vacilan-te de la lámpara empezó a ejercer todo su efectoextendiendo un brillante resplandor, se abrió lapuerta y entró el arquitecto en aquella capillacuyos muros piadosamente adornados le pare-cían a la luz de aquel tenue resplandor másantiguos y evocadores de lo que hubiera podi-do imaginar nunca.

Nanny estaba sentada a un lado del sarcó-fago. Enseguida lo reconoció, pero sin decir unapalabra le señaló con un gesto a su pálida seño-ra. Y, así, él se quedó de pie del otro lado, contoda la prestancia y la fuerza de la juventud,replegado en sí mismo, rígido, ensimismado,con los brazos colgando y las manos unidaspiadosamente, su cabeza y mirada inclinadoshacia el cuerpo de la figura inanimada.

Así había estado antaño ante Belisario. In-conscientemente volvió a adoptar la mismapostura, y ¡con cuánta naturalidad también en

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esta ocasión! También esta vez se había perdidoalgo inestimable; y si allí se lamentaba la pérdi-da irreparable de la valentía, inteligencia, po-der, rango y fortuna de un hombre, si algunascualidades resultan imprescindibles a la nacióny a su príncipe en determinados momentos,pero no son apreciadas y se las desecha y pros-cribe, aquí había otras tantas virtudes calladas,que la naturaleza había sacado hacía pocotiempo de sus ricas profundidades y habíanvuelto a verse rápidamente aniquiladas por sumano indiferente; raras, hermosas, apreciablesvirtudes cuyos conciliadores efectos recibe conalegría el mundo necesitado de la misma mane-ra que lamenta su pérdida con pena y nostalgia.

El joven callaba y también la muchachitadurante algún tiempo; pero cuando vio quebrotaban frecuentes lágrimas de los ojos de él,cuando le pareció que se entregaba plenamentea su dolor, le habló con tanta verdad y contun-dencia que el joven, sorprendido de su elo-cuencia, consiguió rehacerse y ver ante sus ojos

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a su hermosa amiga viviendo y actuando enuna región más elevada. Se secaron sus lágri-mas, se alivió su sufrimiento, se despidió derodillas de Otília y después le dijo adiós a Nan-ny con un afectuoso apretón de manos, hecholo cual se perdió en la noche con su caballo sinhaber visto a nadie más.

El cirujano había pasado la noche en la igle-sia sin que lo supiera la niña y cuando entró averla por la mañana la encontró serena y conso-lada. Se esperaba todo tipo de divagaciones yextravíos; estaba preparado para oír un montónde historias sobre nocturnas conversacionescon Otilia y otras apariciones y fenómenos deeste tipo, pero la niña estaba de lo más natural,tranquila y segura de sí misma. Se acordabaperfectamente de todo lo que había sucedido enel pasado, recordaba con precisión todos losdetalles y nada de lo que decía se salía de lanormalidad y la verdad si exceptuamos el inci-dente con el cadáver durante el cortejo, sucesoque le gustaba contar llena de alegría una y otra

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vez: cómo se había levantado Otilia, la habíabendecido y perdonado y cómo de ese modohabía recuperado la calma para siempre.

El aspecto de Otilia, que se conservaba entoda su belleza y más parecía dormida quemuerta, atraía a muchas personas al lugar. Lagente del pueblo y los alrededores querían ver-la y todos querían oír de boca de Nanny lo in-creíble: algunos para burlarse, la gran mayoríapara dudar y algunos para darle crédito.

Toda necesidad cuya verdadera solución esimposible obliga a tener fe. Nanny, que habíaquedado destrozada en todos sus miembrosante los ojos de todos, había recuperado la sa-lud después de tocar el piadoso cuerpo. ¿Porqué no podía obtener otro la misma dicha?Madres amantes empezaron trayendo en secre-to a sus hijos, alcanzados por algún mal, y cre-yeron notar en ellos una repentina mejoría. Au-mentó la confianza y al final ya no hubo nadietan viejo o tan débil como para no ir a buscar aaquel lugar un alivio y un remedio. La afluen-

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cia llegó a ser tal que fue necesario cerrar lacapilla y hasta la iglesia, fuera de las horas delservicio divino.

Eduardo no se atrevía a volver a ver a lamuerta. Vivía como un autómata y parecía queya no le quedaban lágrimas ni era capaz de mássufrimiento. Día a día disminuía su par-ticipación en las conversaciones o en el placerde la comida y la bebida. Parece que ya sóloencuentra un cierto alivio bebiendo por aquelvaso que tan mal profeta se ha mostrado. Lesigue gustando contemplar las iniciales entrela-zadas y su mirada seria y serena parece indicarque todavía confía en poder reunirse algún díacon su amada. Y de la misma manera que cual-quier pequeño detalle parece querer favorecer alos dichosos, también los menores incidentesparecen ponerse de acuerdo para herir y hacersufrir a los desdichados. Así, un día queEduardo se llevaba como de costumbre el que-rido vaso a la boca lo volvió a apartar súbita-mente lleno de horror: era el mismo y no era el

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mismo. Echaba en falta una marca casi imper-ceptible. Presionan al ayuda de cámara y ésteacaba confesando que hace mucho tiempo quese rompió el vaso auténtico y lo sustituyeronpor otro idéntico, también de los tiempos dejuventud de Eduardo. Eduardo se siente inca-paz de enojarse; si su destino ya ha sido pro-nunciado por los propios hechos, ¿por qué dar-le tanta importancia a un simple símbolo? Y sinembargo le afecta profundamente. Desde esemomento la bebida parece repugnarle; parecehaberse hecho el propósito de renunciar alhabla y la comida.

Pero de vez en cuando le invade una graninquietud. Vuelve a pedir algo de alimento yvuelve a hablar.

-¡Ay! -le dice al comandante que apenas sise aparta de su lado-, ¡qué desdichado soy! ¿Porqué todos mis esfuerzos no pueden ser más queuna imitación, un vano intento? Lo que fuedicha para ella, para mí es tortura; y, sin em-bargo, por causa de esa misma dicha me siento

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obligado a aceptar esta tortura. Tengo que se-guirla, tengo que seguir su camino. Pero minaturaleza me retiene y lo mismo mi promesa.En verdad que es una tarea terrible tener queimitar lo inimitable. ¡Me doy buena cuenta, miquerido amigo, de que hace falta genio paratodo, hasta para el martirio!

¿De qué serviría recordar, en esta situacióndesesperada, todos los esfuerzos con los quetrataron de afanarse inútilmente durante algúntiempo el médico, el amigo, la esposa y todoslos que rodeaban a Eduardo? Finalmente undía lo hallaron muerto. Fue Mittler el primeroque hizo el triste descubrimiento. Llamó al mé-dico y, tal como era su costumbre, sin perder lacalma, observó con exactitud las circunstanciasen que había sido hallado el cuerpo. Vino Car-lota apresuradamente; sentía nacer en ella lasospecha de un suicidio. Ya quería echarse lasculpas y echárselas a los demás por su imper-donable imprudencia, pero tanto el médico conargumentos de índole natural, como Mittler con

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argumentos morales supieron convencerla muypronto de lo contrario. Era evidente queEduardo había sido sorprendido por su fin. Enun momento de tranquilidad había sacado deuna cartera que guardaba dentro de una cajita yhabía extendido delante de él todo lo que lehabía quedado de Otilia y que hasta entoncessiempre había tenido buen cuidado de escon-der: un mechón de pelo, flores cogidas en lashoras felices, todas las notas que habían inter-cambiado, empezando por aquella que Otilia lehabía escrito y su esposa le había dado por unode esos azares proféticos. Era impensable quehubiera dejado todos aquellos tesoros expues-tos de manera voluntaria a la posibilidad de unhallazgo casual. Así pues, aquel corazón quehasta hacía tan poco tiempo era presa de unaagitación infinita había hallado finalmente unapaz imperturbable, y como se había dormidocon el pensamiento puesto en una santa, bien sele podía llamar bienaventurado. Carlota le dioun lugar al lado de Otilia y ordenó que nadie

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más fuera enterrado en aquella cripta. Bajo esacondición otorgó una fundación considerablepara la iglesia y la escuela, para el sacerdote yel maestro.

Así descansan los amantes el uno junto alotro. La paz envuelve su morada y los rostrosserenos y amigos de los ángeles les contemplandesde la bóveda. ¡Qué dichoso será el instanteen que vuelvan a despertar juntos!