libro de francisco mendez - cronopios.com.gt fileFrancisco Alejandro Méndez (27 de noviembre, 1964)...

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Desde hace algunos años he dedicado una buena parte de mi tiempo a escribir cuentos y novelas protagonizados por el comisario Wenceslao Pérez Chanán. Esta experiencia ha sido sumamente gratificante para mí, pues me he divertido enormemente cada uno de los casos que ha resuelto y los que no, claro está. Al cabo de ya casi más de 10 años he ido “creciendo” junto al comisario y a sus dos oficiales Enio y Fabio. Mientras que el comisario Wenceslao ha ido mejorando sus métodos de investigación, ha afinado sus instintos detectivescos, los casos se le han acumulado y cada vez, en el territorio imaginario de Guatemala, continúan hechos dignos de su investigación. Algunas de sus capturas, desenlaces de misterios, entre los que se incluye desde casos de narcotráfico, quemas de libros, muñecas inflables, aparatosos accidentes de autobuses, extraños sucesos en bares, hasta sospechosas competencias deportivas, masacres en estadios y muertes de estudiantes, son parte de la vida cotidiana del comisario. El policía a quien se le ve sudando la camisa del uniforme, comiendo maní garapiñado cuando lo tiene muy cerca, escuchando a Héctor Lavoe o algún clásico de la salsa, ha tenido que interrumpir, algunas veces la armonía del hogar o vacaciones planificadas al puerto más cercano. El comisario vive en imaginaria colonia El Mezquital. En su casa, que paga por abonos mensuales, comparte con su esposa Wendy, sus cinco hijos y su American Pitt Bull Terrier “retirada” y sin colmillos. Las siguientes historias, en la que el comisario sale al mundo de la ficción, encontrará dos de los primeros casos que el policía ha logrado llevar a su fin de la manera más eficaz. Los otros dos relatos nos muestran la llegada de un conocido escritor de novelas policiacas a territorio centroamericano y su extraño encuentro con el comisario, con quien sostendrá una novelesca amistad. La siguiente es, pues, la aparición del comisario Wenceslao Pérez Chanán, quien con su torpeza para el envío de correos electrónicos, su tasa fría de café sobre el escritorio y las bolsas abiertas de maní garapiñado, ojea un pequeño libro en el que, sin creerlo, comienza a ser protagonista de una larga lista de casos, que está dispuesto a resolver de inmediato. Francisco Alejandro Méndez

Transcript of libro de francisco mendez - cronopios.com.gt fileFrancisco Alejandro Méndez (27 de noviembre, 1964)...

Desde hace algunos años he dedicado una buena parte de mi tiempo a escribir cuentos y

novelas protagonizados por el comisario Wenceslao Pérez Chanán.

Esta experiencia ha sido sumamente gratificante para mí, pues me he divertido

enormemente cada uno de los casos que ha resuelto y los que no, claro está. Al cabo de

ya casi más de 10 años he ido “creciendo” junto al comisario y a sus dos oficiales Enio

y Fabio.

Mientras que el comisario Wenceslao ha ido mejorando sus métodos de investigación,

ha afinado sus instintos detectivescos, los casos se le han acumulado y cada vez, en el

territorio imaginario de Guatemala, continúan hechos dignos de su investigación.

Algunas de sus capturas, desenlaces de misterios, entre los que se incluye desde casos

de narcotráfico, quemas de libros, muñecas inflables, aparatosos accidentes de

autobuses, extraños sucesos en bares, hasta sospechosas competencias deportivas,

masacres en estadios y muertes de estudiantes, son parte de la vida cotidiana del

comisario.

El policía a quien se le ve sudando la camisa del uniforme, comiendo maní garapiñado

cuando lo tiene muy cerca, escuchando a Héctor Lavoe o algún clásico de la salsa, ha

tenido que interrumpir, algunas veces la armonía del hogar o vacaciones planificadas al

puerto más cercano.

El comisario vive en imaginaria colonia El Mezquital. En su casa, que paga por abonos

mensuales, comparte con su esposa Wendy, sus cinco hijos y su American Pitt Bull

Terrier “retirada” y sin colmillos.

Las siguientes historias, en la que el comisario sale al mundo de la ficción, encontrará

dos de los primeros casos que el policía ha logrado llevar a su fin de la manera más

eficaz. Los otros dos relatos nos muestran la llegada de un conocido escritor de novelas

policiacas a territorio centroamericano y su extraño encuentro con el comisario, con

quien sostendrá una novelesca amistad.

La siguiente es, pues, la aparición del comisario Wenceslao Pérez Chanán, quien con su

torpeza para el envío de correos electrónicos, su tasa fría de café sobre el escritorio y las

bolsas abiertas de maní garapiñado, ojea un pequeño libro en el que, sin creerlo,

comienza a ser protagonista de una larga lista de casos, que está dispuesto a resolver de

inmediato.

Francisco Alejandro Méndez

Francisco Alejandro Méndez (27 de noviembre, 1964) Escritor, ensayista, periodista

guatemalteco. Es licenciado en Periodismo por la Universidad de San Carlos de

Guatemala y egresado de la maestría en Estudios de Cultura Centroamericana, con

énfasis en Literatura por la Universidad Nacional de Costa Rica; es egresado del

Doctorado en Literatura Centroamericana, por la UNA; tiene una especialización en

literatura contemporánea estadounidense por la universidad de Lousville, Kentucky.

Ha obtenido los siguientes premios en periodismo y en literatura en su país: Segundo

Lugar en el II Premio Tierra, excelencia periodística, categoría Escrita (1999).Mención

Honorífica del Premio Anual de Periodismo Cultural Carlos Benjamín Paiz Ayala,

género Entrevista (1997). Periodista del Año de suplementos, Prensa Libre, 1997.

Premio Unico de Cuento, Francisco Vittoria, Oficina de Derechos Humanos del

Arzobispado (1997). Premio Único del Premio Anual de Periodismo Cultura, Carlos

Benjamín Paíz Ayala, género Entrevista (1994). Premio Unico de Cuento, en el

certamen de Santa Lucía Cotzumalguapa, a nivel de Centroamérica y México (1992).

Su trabajo periodístico ha sido realizado en medios escritos, televisivos y radiales, en

los que ha sido enviado a coberturas en Estados Unidos, México, Cuba y

Centroamérica. Sus cuentos han sido traducidos al kakchiquel, inglés y francés. Ha

publicado artículos y obra literaria en revistas de Centroamérica y México. En la

actualidad se desempeña como catedrático universitario en la Universidad Rafael

Landívar, Universidad del Valle, Universidad de San Carlos de Guatemala y

Universidad Francisco Marroquín.

PUBLICACIONES

2009 Ombres du Jaguar.(edición bilingüe francés-español). Editorial Equi-librio,

París, Francia

2008 Diccionario de Literatura Centroamericana (co-autor). Editorial Costa Rica,

2007 Tiempo de narrar. Cuentos centroamericanos contemporáneos. (Antologador).

Editorial Piedra Santa, Guatemala.

2006 Reinventario de ficciones. Catálogo Marginal de Bestias, Crímenes y

Peatones, La Tatuana, Guatemala.

2006 Eclosión de las vanguardias en América Central, Editorial Cultura, Guatemala.

2005 América Central en el ojo de sus propios críticos (compilador, autor),

Universidad Rafael Landívar, Guatemala.

2005 Reinventario de ficciones, catálogo marginal de bestias, crímenes y peatones,

Editorial La Tatuana, Guatemala.

2003 Pequeñas Resistencias II (antología), Editorial Páginas de Espuma, Madrid,

España.

2003 Parientes Lejanos, Cuentos de Animales. Antología, Editorial Páginas de

Espuma, Madrid, España.

2002 - 2009 Completamente Inmaculada (novela), San José Costa Rica, Editorial

Perro Azul; Editorial cultura, 2da. Edición

2002 Ruleta Rusa, (cuentos) Guatemala, Fondo de Cultura Económica.

2002 Crónicas Suburbanas, Guatemala, Editorial X.

2000 Cuentos Centroamericanos, Editorial Andrés Bello, Barcelona, selección de

Poli Delano.

1999 Literatura de fin de Siglo, Líneas Aéreas, Madrid, España, Antología de

Escritores Hispanoamericanos.

1999 Sobrevivir para contarlo, (cuentos), México, Editorial Praxis.

1997 Manual para desaparecer, San Salvador, Editorial Arco Iris.

1997 El otro cuento (Antología de escritores guatemaltecos), selección de Marco

Antonio Flores.

1991 y 1995 Graga y otros cuentos, Guatemala, Serviprensa.

El Unicornio y la cerveza azul

Zona Viva 22:00 horas. (Jueves) Roberto y Nelly permanecían sentados en una de las mesas del rincón del bar El

Unicornio. Pidieron una última jarra más de cerveza azul y en seguida, la cuenta. El

mesero, un tanto atolondrado y molesto por la música, nervioso y poco amable, recibió

con una sonrisa cínica la tarjeta de débito de Roberto, la llevó a la barra; luego regresó a

la mesa, mientras los dos enamorados se trenzaban en un largo beso.

Salieron de El Unicornio.

Recostados en el lomo del Mitsubishi blanco se abrazaron una vez más. Roberto abrió la

puerta a Nelly, giró sobre sus talones y enfiló hacia el lado de su puerta. Antes de abrir

notó la mirada libidinosa del guarda del estacionamiento del bar. Cuando encendía la

poderosa máquina del Mirage, notó que el mesero tuvo la intención de acercarse al auto,

pero se devolvió hacia el establecimiento”.

Roberto encendió el equipo de sonido. Acarició la pierna de Nelly. Ella no lo rechazó.

Parecía que su compañera iba a caer en un profundo sueño, pero Roberto pensó que se

trataba de una estrategia más para evitarlo.

Aceleró.

Enrumbó hacia el bulevar Liberación. Tomó el carril de en medio, el cual lo llevaría

hasta el Trébol para luego tomar la Roosevelt. Su mano derecha acarició el rostro de su

chica, pero ella no devolvió ni una sonrisa. Roberto pensó en cambiar el disco

compacto; quizá Nelly se animaba un poco si escuchaba una bachata de Juan Luis

Guerra. Su mano derecha palpó con insistencia el sillón trasero hasta que dio contra el

portadiscos. Lo colocó sobre sus piernas y buscó hasta que encontró lo que quería.

Tomó el disco y lo introdujo en la ranura. El auto se aproximaba al paso a desnivel a

casi 100 kilómetros por hora. Roberto esperó en vano a que sonara la pieza, pues se

quedó profundamente dormido. El auto impactó contra la pared que dividía el túnel,

luego, con la columna del puente, dio dos vueltas hasta que quedó volteado, echando

humo. El cuerpo de Nelly golpeó el windshield y salió disparado hacia el asfalto.

Roberto quedó prensado contra el timón que estrujaba su pecho. Del equipo de sonido

salía la triste voz del dominicano “quisiera ser un pez para tocar tu nariz en tu pecera y

hacer burbujas de amor...”.

Palacio de la Policía 23:50 horas (jueves)

El comisario Wenceslao Pérez Chanán recibió una llamada de Darwin Baudilio Cheves,

oficial de los bomberos Voluntarios, la que le notificaba de un accidente protagonizado

por un vehículo Mitsubishi en el que viajaban dos jóvenes, uno de sexo masculino y el

femenino. La mujer presentaba fracturas en varias partes del cuerpo y había sido

trasladada al Seguro Social de la zona 9. El individuo estaba muerto. Cheves le relató

también que los bomberos habían tenido que utilizar la Quijada de la Vida para

destrabar el cuerpo de hombre. Wenceslao preguntó si la mujer permanecía consciente,

pero la respuesta fue negativa.

—Lo llamó a usted, mi comisario, porque recuerde que en lo que va del año hemos

encontrado varias parejas muertas. ¡Claro! en otras circunstancias, pero, lo cierto es que

encontramos entre sus ropas que derramaron restos de aquel líquido azul, ¿recuerda?, la

cerveza esa que están consumiendo los chavos y que los forenses encontraron en esos

cuerpos. ¿Qué le parece? ¿Tal vez le interesa el caso? Estamos a las espera del juez de

turno. Si se viene, hay le encargo una bolsita de manías garapiñadas de las que usted se

anda comiendo a cada rato...

Wenceslao colgó. Subió sus pies sobre el escritorio y lanzó una mirada hacia el techo.

Darwin Baudilio tenía razón. Esa cerveza azul había sido encontrada entre el estómago

y en la vejiga de varios de los jóvenes que habían perecido en los últimos accidentes de

tránsito durante el transcurso de los pasados meses.

El comisario Pérez revisó en la computadora la lista de los muchachos que habían

muerto en condiciones similares a las de esa noche. La imprimió; luego, hizo lo mismo

con los resultados de las autopsias y las fotografías de cada caso. Extrajo de su

escritorio dos bolsas de maní garapiñado. Llamó por radio a Fabio y a Enio para

confirmar su ubicación y bajó al sótano, donde ambos policías lo esperaban dentro de la

patrulla.

—Tengo un presentimiento, jóvenes—, gimió Wenceslao mientras su grueso cuerpo se

sentaba en el asiento del copiloto de la unidad policíaca. —No sé. Hay algo que me

parece, puede estar relacionado con el accidente de hoy en el que perdió la vida un

muchacho. Darwin Baudilio me aseguró que encontraron restos de cerveza azul en las

ropas de los muchachos y dentro del vehículo. Vamos a echar un vistazo y de paso

saludamos a su papá Tecún Umán, Fabio, ¿le parece Enio?

Ambos policías se sorprendieron del buen humor del comisario Pérez. Fabio encendió la

sirena. El auto tomó toda la Sexta Avenida y a los pocos minutos cruzó a la derecha del

Reloj de Flores; se encarriló hacia el bulevar Liberación, hasta que se detuvo delante del

paso a desnivel, donde una grúa enganchaba el semi-destruido auto blanco polarizado.

—Qué bueno que viniste, Wenceslao—, sonrío Darwin Baudilio mientras capturó la

bolsa de maní que le lanzó el comisario.

—No sé qué está pasando con la juventud. Toman y toman como descosidos. Otra vez

esa cerveza azul. Ya no hayan qué inventar para alcoholizar a esos muchachos, ¿no te

parece?

—Afirmativo Cheves. Necesito que me mande al bombero que llegó primero a la

escena. Quiero que me cuente cada detalle de lo que encontró. ¿A qué morgue se

llevarán el cuerpo del patojo, cómo me dijo que se llamaba?

—Pues, mi comisario. Lo trasladarán al hotel de la Morgue del Cementerio General.

Ahorititita está el juez firmando el acta. ¿Vas a hablar con él?

—No. Enio está a cargo de ello, ¿cómo es que se llama el bombero?

Mientras Enio conversaba con el juez, Fabio revisó cada resquicio del automóvil: Había

mucha sangre, pedazos de ropa, discos compactos regados por todos lados, papeles.

Wenceslao conversó con el cabo Sánchez, como era conocido el bombero que llegó

primero al accidente, quien le brindó al comisario cada detalle de la escena que

encontró. Tuvo que interrumpir su relato, pues su unidad recibió una llamada de auxilio.

Wenceslao quedó conforme con lo narrado por el bombero y fue a sentarse a la

radiopatrulla. Sacó su libreta y apuntó la información ofrecida por el apagafuegos.

Esperó un rato a que llegaran Fabio y Enio.

—¿No estará exagerando usted mi comisario? Pareciera que esos dos chavitos viajaban

borrachos y se fueron a pegar contra el muro. Recuérdese que es jueves, bueno, ya va a

ser viernes y es noche de farra para muchos, menos, claro, para nosotros. ¿Verdad vos

Enio?

Wenceslao no respondió al comentario de Fabio. Le pidió con señas que condujera

hacia el sur de la ciudad, pues quería ir ya a su casa. Al día siguiente visitaría la morgue

y el hospital del Seguro Social para esclarecer las dudas que le atravesaban por su

cabeza.

La patrulla continuó hacia el Trébol y seguidamente subió por el carril auxiliar hacia la

calzada Aguilar Batres. Los tres policías estaban muy cansados. Hubo un largo silencio.

Wenceslao pensó que Wendy hubiera dicho: “hubo silencio porque pasó un ángel”. De

pronto, salió de la radio la melodía de Juan Luis Guerra: “Ojalá que llueva café en el

campo, ojalá que llueva café…”.

—¿Y esa tu música vos Fabio. Desde cuándo nos saliste salsero alternativo vos hijo de

Tecún Umán?

—No seas pendejo, Enio. Ese disco me lo regaló el cabo Sánchez. Parece que se llevó

otros. Éste era el que tenía puesto el equipo de sonido del carro que quedó llantas arriba.

¿No le parece que es una buena evidencia, comisario?

Pero Wenceslao no contestó. Dormía profundamente. Soñaba que Muñeca, su American

Pitt Bull Terrier jubilada, le lamía la cara y le masticaba la mano con la mandíbula a la

que le hacía falta varios de sus poderosos colmillos y dientes.

Viernes, Palacio de la Policía (10:00 horas)

Doña Carmen, la conserje, limpiaba tranquilamente el escritorio de Wenceslao. Tras un

silbido furtivo supo que el comisario se acercaba parsimoniosamente hacia donde ella se

encontraba sacudiendo la computadora. Como siempre, Pérez Chanán aparecía por la

oficina agitado, pues subía los tres pisos a pie.

Su ingreso se asemejaba a una fotografía que se toma siempre a la misma hora y desde

el mismo ángulo: su cara fresca aparecía atravesada por chorros de sudor; cuando

cruzaba el umbral interrumpía su andar, se quitaba la gorra, se limpiaba la cara y el

cuello con el pañuelo, respiraba profundo y continuaba hacia su sitio mientras gritaba

“buenos días jóvenes”.

Wenceslao encendió la computadora, abrió una de las gavetas y metió la bolsa con la

comida que le había preparado Wendy. Sacó una manzana y se la ofreció a doña

Carmen, quien de inmediato la guardó dentro de su delantal.

A Wenceslao no le gustaba mucho la Internet, pero aprendió a utilizarla. Hasta abrió

una cuenta de correo, cuando conoció a un escritor extranjero, que sufrió un asalto en el

aeropuerto la Aurora. Abrió su e-mail, pero no encontró ningún mensaje para él. En

seguida sacó la agenda en la que había anotado los nombres de las parejas que habían

sido encontradas muertas en circunstancias parecidas a la del accidente de la noche del

jueves. Tomó el teléfono y llamó al Seguro Social para averiguar la condición de la

muchacha. No tardaron en explicarle que permanecía en coma. Sin saber porqué, llamó

a la jefatura y pidió que enviaran un policía para que la custodiara.

Wenceslao se tomó un tiempo para comparar la lista de casos que había impreso la

noche anterior. Apuntó fechas, sitios en donde fueron encontrados, condiciones y

resultados de las autopsias. Efectivamente, había cinco parejas de muchachos que

habían ingerido cerveza azul antes de accidentarse. Las condiciones de sus muertes eran

similares, pues presentaban polistraumatismo debido a los múltiples golpes.

Wenceslao pensó que debía de existir alguna conexión entre los muertos y que

seguramente iba más allá de esa cerveza. Llamó a una reunión de emergencia a Enio y

a Fabio. Sacó los panes con pollo que le preparó Wendy, metió una bolsita de

garapiñados en su gorro y se dirigió al salón de reuniones.

Cuando el comisario convocaba a sus dos muchachos de confianza utilizaba el espacio

de una cafetería ubicada en frente del palacio de la policía. Se llamaba La Dolorosa. Era

administrada por Ana, la hija de doña Carmen, la conserje. Wenceslao tenía un apartado

reservado exclusivamente para él y sus policías.

Se sentó. Mientras ordenaba un refresco de mora y una taza de café, aparecieron Enio y

Fabio. Pidieron panes con chile y dos aguas gaseosas.

—Y bien, ¿cómo vamos con el caso?

—Aquí esperando órdenes mi comisario. Quiero decirle que hoy muy tempranito fui a

la zona 6 a revisar de nuevo el auto chocado y de paso le eché un ojo a otros en los que

fueron encontrados muertos otros chavitos en circunstancias similares. Debo decirle que

no hay nada nuevo, pero traigo los nombres de los dueños de los carros.

—¿Y vos Fabio?

—Mi comisario. He decirle que tuve un pequeño problema con la novia, así que estoy a

su disposición para lo que venga, pues no realicé ninguna diligencia, pues como le

digo...

—Está bien. Necesito que salgás disparado. Busqués todos los sitios donde se vende la

maldita cerveza azul. Claro con muchísima discreción. Luego buscate varias muestras y

las llevás al laboratorio.

—Enio. Necesito que entrevistés a los papás o amigos de los fallecidos y te averigüés

información detallada al respecto. Indaga si los muertos se conocían entre ellos; buscate

elementos que unan todos estos casos. Nos juntamos a las cinco de la tarde en mi

oficina. Yo debo acompañar al director a una conferencia de prensa. Voy a ver si puedo

safarme, pues debo ir a la morgue y al seguro social.

Wenceslao detestaba las conferencias de prensa. Sin embargo, debido a la imagen que

proyectaba, el director de la policía le pedía que cuando se trataba de casos relevantes lo

acompañara. Ese día informarían de la captura de una banda de secuestradores que

había sido capturada durante el rescate de la víctima. También comunicarían a los

periodistas la confiscación de varios kilos de cocaína y marihuana en operativos

realizados en la zona 3 en el barrio el Gallito. Seguramente no hablarían del accidente,

pues todo apuntaba que los diarios la incluirían como una pequeña nota roja.

Los tres policías terminaron de comer. Apuntaron sus cuentas en un destartalado

cuaderno y cada uno salió por su lado.

Hacía mucho calor. Era viernes, fin de mes y día de pago. A lo largo y ancho de la Sexta

Avenida no cabía un automóvil más. Wenceslao se detuvo frente a la gran fila de carros

y pensó que alguno de esos conductores se preparaba para tener una buena fiesta

durante la noche. Cuántos de ellos tomarían cerveza azul, cuál de ellos sería la próxima

víctima. Sacó sus manías, llamó a un limpiabotas, compró Nuestro Diario y mientras lo

lustraban, repasó las notas rojas.

La morgue (15:00 horas)

El comisario Wenceslao Pérez Chanán arribó a la morgue del Cementerio General

pasadas las dos de la tarde. A medio día decidió caminar hasta el mercado central.

Donde Doña Mela pidió una porción de tortillas con chicharrones: una revolcado y otra

con retazos de chicharrón y rábano picado. Se tomó una cerveza y regresó caminando

hasta el palacio de la policía. Buscó su viejo auto y enrumbó hacia la morgue.

El doctor Sierra le explicó cada detalle de lo encontrado en el cadáver del muchacho. Le

confirmó que su muerte se debió a que su corazón se había desprendido debido al

impacto que sufrió contra el timón.

Sin embargo, en todo el informe forense, algo le llamó la atención a Pérez Chanán.

Pidió que Sierra le repitiera que en el cuerpo de Roberto no se encontró gran cantidad de

alcohol, pero sí evidencias de que había consumido fármacos. También le volvió relatar

que había encontrado residuos de benzodiacepina.

—Dígame doctor, ¿qué efectos tiene ese fármaco?

—Pues muchos de ellos son utilizados para tratamientos como la ansiedad o el estrés.

También inducen al sueño, mi comisario.

—¿Qué efectos producen en quienes los ingieren?

—Miré, por lo general, al principio son prescritos y asimilados de buena manera por el

organismo, pero, bueno, el abuso de ellos provoca que muchos pacientes vuelvan

adictos a ellos. Este joven (señaló el cuerpo, mientras tomó el brazo de Roberto)

presenta una dosis baja, pero suficiente como para haberle disminuido el estado de

alerta; le pudo causar confusión y hasta pudo perder la memoria, es decir que se le

olvidó que manejaba. Posiblemente ha escuchado de esos medicamentos comisario. el

nombre genérico de la benzodiacepina es diazepan y su nombre comercial es Valium.

Tras la conversación con el doctor Sierra, Chanán se dirigió hacia el seguro social.

Afuera de cuidados intensivos encontró a quienes reconoció como los padres de Nelly.

Estaban muy afectados y envueltos en llanto. La muchacha acababa de fallecer.

Wenceslao evitó ser inoportuno.

Habló con el médico de turno. Le pidió que le tomara una muestra de sangre. El médico

le explicó que, por solicitud del padre de la muchacha, ya se lo había realizado. Le

mostró los resultados. Efectivamente, a la joven se le había encontrado benzodiacepina.

Chanán se aproximó a los padres de Nelly, les ofreció su más sentido pésame y les

solicitó una entrevista para cuando concluyeran los trámites y el respectivo sepelio.

Estoy seguro que lo ocurrido con su hija y el muchacho no se trata de un simple

accidente. Creo que hay algo más. Les prometo que lo resolveremos, le aseguró al oído

al padre. El consternado hombre no entendió al principio qué significaban las palabras

del policía, pero en seguida sacó su tarjeta de presentación y le expresó que colaborarían

en todo lo que fuera necesario.

—Le aseguro que mi hija tenía un comportamiento ejemplar. Desde que ocurrió esto,

todavía no lo creemos, pero si usted tiene algo que nos ayude a resolverlo, le agradeceré

por siempre.

Wenceslao salió del hospital. Subió al viejo Peugeot, pero antes de arrancar, echó su

cabeza hacia el respaldo. Cerró los ojos y comenzó a repasar el caso: dos muertos por

un accidente en el que ambos consumieron cerveza azul, pero también los dos usaron

fármacos.

Algo extraño interrumpió las deliberaciones del comisario Pérez, pues un golpe en el

vidrio lo hizo olvidar por el momento el caso. Se trataba de un niño de unos diez años

que tocó con fuerza el vidrio para pedirle limosna. El pequeño, evidentemente estaba

bajo los efectos del pegamento. Cuando Wenceslao abrió la ventana el muchacho le

apuntó con el dedo índice y con la boca gritó pum, pum. En ese momento sonó su

teléfono celular. Era Wendy.

Palacio de la Policía (17:00 horas)

Wenceslao se sentó en su silla giratoria. Alzó los pies sobre el escritorio y se limpió el

sudor de la cara. Durante el trayecto de las clínicas del Seguro Social hacia el Palacio de

la Policía realizó tres conversaciones telefónicas. La primera fue con Wendy, quien la

llamó angustiada porque Muñeca, la perra de la familia, había mordido a un ladrón que

trató de llevarse la bicicleta de uno de los hijos. Pérez la reconformó, le prometió que

enviaría una patrulla y le recordó que dentro de la platera estaba el carné veterinario de

la pitt bull. En ese documento estaban apuntado el registro de las vacunas que todavía

no habían caducado.

La otra llamada que realizó Wenceslao fue a Enio a quien le pidió información del caso.

El policía le contó que había encontrado información que, prácticamente, podría

amarrar los casos. Además de que todas las víctimas habían ingerido cerveza azul,

también se les había encontrado residuos de benzodiacepina. Pero había algo más, las

víctimas habían visitado el bar El Unicornio en la Zona Viva.

La siguiente llamada fue para Fabio a quien pidió que buscara dos policías mujeres

“bien bonitas y bañadas”, pues él y Enio visitarían El Unicornio esa misma noche.

Quedaron en reunirse en la comisaría pasadas las siete de la noche.

Wenceslao sacó una bolsa con maní de su escritorio. La abrió y las esparció sobre el

mapa del sur de la ciudad. Comenzó a tragarse una tras otra las garapiñadas, mientras

realizaba una posible ruta de los autos, que tras salir del bar El Unicornio podrían tomar

similares direcciones. Hizo una llamada a un viejo amigo que laboraba en el ministerio

de finanzas y a dos informantes que trabajaban como meseros en distintos bares de la

zona viva. Realizó una última llamada al doctor Sierra, a quien le pidió que buscara la

billetera del muchacho muerto y le dictara los números de las tarjetas de crédito.

Wenceslao también llamó a Julio, un muchacho que trabajaba en autorizaciones de

créditos y que eventualmente pasaba información a la policía. Cuando Julio le confirmó

que en El Unicornio pidieron una autorización para esa tarjeta Wenceslao formó varias

manías en un trayecto que salía de la zona viva, pasaba por el Obelisco, seguidamente el

bulevar Liberación y marcó con una X el sitio del accidente. Llamó a Sierra, pero ya

había salido de la morgue. Marcó el teléfono del bar Granada y le pidió a la encargada

que cuando el forense llegara se comunicara de inmediato con él.

Enio y Fabio arribaron al Palacio de la Policía a las siete menos diez minutos. Venían

acompañados de dos mujeres vestidas con minifaldas, blusas escotadas, collares bolsas,

zapatos de tacón alto y pelucas. Wenceslao las reconoció como las dos agentes. Les

pidió que esperaran afuera mientras conversó con los dos policías.

Fue una reunión rápida. Enio y Fabio, acompañados de sus parejas, debían ingresar por

separado a El Unicornio y con un intervalo de quince minutos. Pedirían varias jarras de

cerveza azul y tomarían muestras. Lo que seguía dependía de lo que aconteciera.

—De ser necesario, yo ingresaré a bar con Wendy. Lo haremos en último caso, pues la

cara de policía que tengo puede espantar el plan de esos pillos. Ustedes tranquilos. Enio,

ni vos ni tu pareja se vayan a exceder de tragos. El dinero de las tarjetas está depositado,

pero recuerden que andamos en misión y lo que más me interesa es capturar a esos

asesinos de muchachos.

—Comisario. Todo apunta a que en el bar les ponen algo a los tragos que piden los

chavos, para luego ultrajarlos y matarlos, esos malditos...

—Efectivamente Fabio. Además de ello, creo que se han pasado de dosis y debido a ello

es que varios de esos pobres muchachos se han ido a estrellar. Ahora veremos quiénes

son los implicados. Ya pedí refuerzos. Tendremos francotiradores en los edificios

cercanos y varias patrullas estarán apostadas alrededor para apoyarnos. Manos a la obra.

Bar El Unicornio, zona viva 21:00 horas

Fabio detuvo la marcha dentro del parqueo del bar. Era un estacionamiento como para

cuarenta autos. Estaba cubierto por una capa de piedrín. De inmediato notó que el

guarda de la garita apuntó las placas y se acercó hacia ellos con una boleta. “Hay que

sellarla”, les advirtió, giró sobre sus talones y regresó a su puesto.

Cuando ingresaron, un mesero, con sonrisa hipócrita y servil, salió a su encuentro.

Preguntó si tenían reservación mientras echaba una mirada de abajo a arriba a la pareja

de Fabio. Tras el “no” rotundo, el joven, vestido con pantalón negro, chaleco negro con

cuello en V, camisa blanca y corbata de mariposa, les manifestó que tenía una mesa

disponible, pero quedaba alejada de la pista. Enio no respondió y con un gesto con la

boca le indicó que los llevara. Qué van a tomar, preguntó, mientras anotaba en una

libreta que extrajo de su pantalón. Dos jarras de cerveza azul y una entrada de gazpacho

y sabe qué, enfríenos varias, porque tenemos mucha sed.

—Está rica esta cerveza, Roberto —le guiñó el ojo la policía, mientras tomaba unos

sorbos. Furtivamente sacó de su bolsa un pequeño frasco de compota y escupió la

cerveza. Luego la guardó y tomó varios pedazos de carne cruda. Masticó y tragó

cerveza.

Fabio sacó de su camisa un pequeño frasco, como los de las muestras de lociones,

depositó el líquido, se tomó la cerveza y llamó al mesero para ordenar otra tanda.

El Unicornio era un bar de moda. Era frecuentado por parejas de clientes comprendidos

entre los veinte y treinta años. Cada mesa tenía en el cetro una candela azul; el ambiente

era bastante tenue. En el techo destacaban varios filtros con luces blancas y negras, que

formaban figuras cambiantes, como las que dibujan las nubes en el cielo. Las mesas, de

pino, estaban cubiertas por manteles largos, blancos, con bordes dorados. Tanto la

cerveza azul, como el vodka relucían, debido al contacto que producían los diferentes

tipos de luces, ubicadas estratégicamente para causar ese efecto. Aunque no era un bar

con discoteca, en una esquina destacaba una pequeña pista de baile, que las parejas

aprovechaban para pegar sus cuerpos y moverse al ritmo de una salsa suave, una

bachata, un reggae o una trova.

Enio ya se había sentado junto con su acompañante a varias mesas de Fabio y la otra

policía. La presencia de las dos parejas, algo pasadas de edad para el promedio que

visitaba el bar, no inquietó al principio a los meseros. Tal y como lo había planificado

con el comisario Pérez Chanán, los cuatro hicieron gala de sus joyas, dinero y tarjetas

de crédito.

La acompañante de Fabio le preguntó al mesero, qué le parecía el collar que le había

regalado su pareja; la de Enio lanzó al piso su bolsa, de la que salieron varios anillos y

un pequeño fajo de dólares.

Chanán había estacionado su viejo Peugeot frente a uno de los hoteles. Wendy lo

acompañaba en silencio. Sabía que su esposo estaba tras algo importante y no le

molestó en absoluto pasar varias horas dentro del carro, hablando de los hijos, la perra y

el viaje que realizarían a la playa para semana santa.

*

El primero en sentirse mal fue Fabio. De pronto se sintió mareado y comenzó a ver

doble la silueta de su compañera. Ella también se sentía vahído y tenía mal semblante.

Titubeando pidieron la cuenta, mientras observaron que el mesero llamaba al guarda del

parqueo. Les costó levantarse. Se abrazaron. Parecían dos ebrios de aquellos que se

abrazan y juran amistad eterna.

Enio bailaba con su acompañante al ritmo tropical, cuando sintió un fuerte dolor de

cabeza y un pequeño mareo. Pagó la cuenta con su tarjeta y con dificultad enfiló hacia

el parqueo. Pasó cerca del auto de Fabio y se percató que el motor estaba arrancado y

tenía las luces apagadas. Notó que su compañero y la policía permanecían dentro, pero

parecían que se trenzaban en un largo beso. Enio subió al auto. Cuando se agachó para

meter la llave se quedó dormido. Su cabeza cayó en el hombro de la policía, que

también dormía.

Wenceslao observó que el guarda cerraba las puertas del estacionamiento. Todos los

autos ya se habían marchado, menos los de Fabio y Enio. De inmediato llamó a los

refuerzos y le pidió alerta, pues en breve entrarían en acción. Mientras le tomaba la

mano a Wendy, le pedía perdón por haberla involucrado y le juraba que un día no muy

lejano dejaría la policía para siempre. Ella, acostumbrada a la misma falsa promesa, le

quitó el gorro, lo peinó y le dio un beso en la frente. Le aseguró el chaleco antibalas y le

deseó suerte. Se pasó al lado del conductor y arrancó el viejo Peugeot. Condujo en

dirección hacia el Obelisco para ubicarse en el sitio que habían convenido.

El comisario Pérez se apostó tras un vehículo aparcado frente al estacionamiento de El

Unicornio. Advirtió que los refuerzos se acercaron sigilosos. A través de señales les

pidió que aguardaran, pues cuando se confirmó que Enio, Fabio y sus compañeras no

respondían, pensó que podrían estar en peligro o bajo efecto de la benzodiacepina. Pidió

que dos ambulancias de los bomberos se aproximaran al sitio, pero que permanecieran a

una distancia discreta.

Wenceslao se comunicó con las patrullas que habían seguido a varios de los autos que

estaban dentro del estacionamiento del bar. Cuando salió el último fue cuando se

percató que adentro permanecían los autos de sus muchachos. Uno de los policías le

confirmó que uno de los autos se había estrellado en la avenida Hincapié.

El guarda cerró el portón y la baranda metálica también cayó sobre la entrada del bar.

Wenceslao observaba por medio de sus binoculares. Se comunicó con dos agentes que

habían trepado al edificio de enfrente, en el que funcionaba un hotel de cinco estrellas.

Los policías, armados con AK-47, explicaron a Wenceslao que en el interior del

estacionamiento, además de los autos de Enio y Fabio había una suburban azul

polarizada, de la que habían confirmado no permanecía nadie adentro.

Afuera de la camionetilla estaban apostados dos hombres armados. Cerca de ellos el

guarda y el mesero, a quien habían observado despojarse de su blanquinegro traje por

pantalones de mezclilla y camisa de cuadros, parecía dirigirse a una motocicleta

estacionada en el fondo. También habían divisado a un individuo de pelo rubio, joven,

de unos 35 años, gritaba y daba órdenes a los demás.

Los policías le explicaron que era necesario actuar, pues los autos de Enio y Fabio ya

tenían abierto el baúl y todas las puertas.

Wenceslao dio la orden de fuego a los francotiradores, los que de inmediato dispararon

a los cuerpos de los hombres armados. Chanán ordenó que abrieran las puertas del

estacionamiento y que diez hombres armados entraran disparando a las piernas de los

sospechosos. El comisario también ingresó y se dirigió hacia los autos de sus

compañeros. Fueron pocos segundos de disparos: los hombres que custodiaban la

suburban fueron los primeros en caer; el mesero, transformado en vaquero, se escondió

tras un viejo tonel y levantó las manos en señal de rendición. El rubio ingresó al bar,

pero fue alcanzado por dos policías que de inmediato lo esposaron.

Al único que le dio tiempo de responder el fuego fue al guarda, quien disparó su

escopeta 12 recortada. Realizó varias descargas, hasta que cayó debido a los impactos

de las balas en sus piernas.

Wenceslao comprobó que Fabio y Enio tuvieran signos vitales. Pidió que de inmediato

llegaran las ambulancias. Las mujeres también se encontraban drogadas, pero era

evidente que ninguno de los cuatro podía articular una oración completa o ponerse en

pie por sus propios medios.

Enio fue el primero en ser atendido por los paramédicos; en seguida fue el turno de las

muchachas policías y finalmente Fabio, quien abría los ojos y los movía hacia todos

lados. Chanán se acercó y comprobó que de su boca salía olor a licor. Cuando los

bomberos lo subieron a la ambulancia, Fabio balbuceó varias palabras como “salud

comisario los unicornios existen y son azules como la...”.

Cuando las ambulancias se habían retirado rumbo al hospital Roosevelt, Wenceslao se

dirigió a los detenidos. Solamente el guarda presentaba una herida complicada, pues una

de las balas entró por la femoral y necesitaba ser trasladado de inmediato a un centro

asistencial. Pérez ordenó que lo llevaran al hospitalito de la policía.

El mesero fue el primero en confesar que, de acuerdo a las instrucciones de don Diego,

es decir el rubio gerente de El Unicornio, era quien seleccionaba a los clientes, echaba

las pastillas disueltas en la cerveza y seguía en la motocicleta a las parejas hasta que se

perdían el conocimiento; luego, llamaba a los hombres de la suburban para que los

despojaran de todo.

El rubio aclaró que solamente hablaría en presencia de sus abogados; que era un

empresario exitoso amigo del presidente y que seguramente al día siguiente todos los

policías que habían entrado abusivamente a su bar serían despedidos y echados como

perros de la institución.

Chanán permaneció durante varios minutos dentro del bar. Salió con una jarra con

cerveza azul. Tenía la marca que Fabio le había puesto en la parte de abajo. Se acercó al

rubio. Al oído le ordenó que se la tomara hasta que no quedara una gota.

—Llévenselos directamente a la Bolívar. Mañana, estos señores deberán ser procesados

por varios asesinatos. Gracias a todos por su colaboración, quítenlos de mi vista.

El comisario Pérez caminó hasta el Obelisco. Wendy había estacionado el auto en un

supermercado abierto las 24 horas. Cerca de ella, dos policías vestidos de paisano la

custodiaban. Wenceslao les agradeció y les explicó que podían continuar su turno en

otro sitio.

Wendy se había tomado un par de cervezas. Cuando Wenceslao condujo hacia la casa,

ella se acercó un poco y le dio un beso en la oreja. El policía se sonrojó, pero a la vez

puso cara de serio. Wendy repitió la acción varias veces, hasta que se quedó pegada a él,

dormida. La Calzada Aguilar Batres estaba desierta. Solamente se escuchaba el ruido

del motor del viejo Peugeot. Desde el vidrio de atrás el auto se podía divisar solamente

una sombra. Wenceslao pensó en los muchachos asesinados y prometió que al día

siguiente llamaría a los padres de Nelly. Como pocas veces lo hacía, encendió la radio.

La voz de Juan Luis Guerra cantaba algo relacionado con lluvia y café.

Trabajando con el enemigo Ciudad de Guatemala, 23 de diciembre, 22 horas.

Elsa Noelia bajó de la camioneta en la 5ª avenida y 9ª calle de la zona 1. Caminó con

rumbo a la 6ª. Iba de prisa porque debía llegar hasta la 11 avenida para tomar el ruletero

que la llevara hacia el Atlántico. Residía en la colonia Kennedy. En una bolsa de

plástico cargaba los regalos para su hijo, su madre y hermanas. Mientras cruzaba la 6ª

notó que, en dirección hacia ella, caminaban tres hombres a paso rápido. Se cambió de

banqueta y aceleró. Cuando pasaba por el Pasaje Aycinena volteó a ver, pero cuando

regresó su vista sintió que de atrás de la pared salieron dos brazos que la tomaron con

fuerza del cuello. Perdió el conocimiento; la bolsa con los regalos cayó al piso. El

hombre abrió las puertas de un automóvil y de inmediato introdujo el cuerpo de Elsa

Noelia. El carro continuó en dirección hacia la 11 avenida y se dirigió hacia las calles

empedradas del Cerrito del Carmen.

El Mezquital, 24 de diciembre, 9:00 horas.

El comisario Wenceslao Pérez Chanán se disponía a ubicar los 18 regalos debajo del

chirivisco con bombas y foquitos.

“Son tres para cada uno de mis hijos, tres para Wendy y dos para Muñeca. Para mí será

en otra ocasión”, pensó mientras sonreía al colocar los dos huesos sintéticos embarrados

de hígado para Muñeca, su vieja pitt bull, que perdió los colmillos cuando sus dueños la

utilizaron para pelear.

Por el rostro del policía cayeron varias gotas de sudor. Las libras que ganó en esas

fiestas de fin de año las resintió mientras permaneció acuclillado y acomodaba los

regalos. Se sentó en el sillón. Respiró fuerte. Decidió tomar un trago. Debía aprovechar

los dos días de descanso. Se dirigió al barcito ubicado en la entrada de la casa. Sirvió

dos onzas de quetzalteca extraseca especial, agregó limón, sal, gaseosa, hielo y metió el

dedo índice izquierdo para revolverlo. Cuando sintió atravesar por su garganta el primer

largo trago, sonó el teléfono. Dejó el vaso en el mueble. Le pidió a Muñeca que se

apartara de la mesita y contestó.

—Comisario Wenceslao. Aquí Fabio. Perdone la molestia, pero debo decirle algo

importante.

—Adelante Fabio, escucho.

—Figúrese que apareció un cadáver de sexo femenino, descuartizado. Lo encontraron

unas putas hace unos minutos. Están aterradas porque está cercenado. Le falta la cabeza.

No me quedó más que llamarlo. Acuérdese del operativo de fin de año.

—¿En dónde estás, Fabio?

—Ya casi voy llegando a su casa.

—Te espero.

Wenceslao se dirigió al patio de atrás. Wendy cocinaba una gran olla de tamales en un

recipiente calentado por las llamas de la leña. Cuando vio la cara de su marido supo de

inmediato que no pasaría las 12 con ella y sus hijos.

A los 15 minutos se escuchó la sirena de la patrulla. Wenceslao subió. El auto viró en U

y tomó dirección hacia la Aguilar Batres; minutos más tarde, Fabio cruzó hacia el

Periférico. Ambos sabían que era la mujer muerta número 500; lo que no se imaginaron

era que en el cuerpo leerían un mensaje dirigido al propio Wenceslao.

La patrulla subió las calles empedradas del Cerrito del Carmen. Fabio se estacionó entre

la iglesia y el baptisterio. Ambos descendieron y caminaron hacia la escena, que ya

estaba acordonada por elementos del MP. Eran las 11:30 horas. El comisario Pérez

Chanán observó el tronco de la víctima. Los peritos lo voltearon y entonces leyó: Perez

hijueputa, tu mujer o tus hijas, siguen. El texto parecía estar escrito con la hoja oxidada

de un arma blanca.

Wenceslao caminó hacia el atrio de la iglesia. Marcó el número de su casa y esperó

ansioso la voz de Wendy.

—Mi amor, agarrá a los patojos, a la chucha y conducí por tierra caliente hacia

Quetzaltenango. Hay una 38 en el closet, ponele balas y salí lo más pronto, te lo suplico.

—Pero...

—No hay tiempo que perder. Llevate tu celular y todo el pisto que podás.

Palacio de la Policía, 13:00 horas.

Wenceslao le agradeció al ministro que enviara dos patrullas a escoltar a su familia.

Subió los pies sobre su escritorio y comenzó a repasar la escena donde encontraron el

cuerpo. De inmediato pensó que debían resolver la identidad de la víctima, de los

asesinos y de la relación que existía con él. Buscó en la computadora los archivos de

asesinatos de mujeres, sospechosos y los casos en los que él participó, capturando o

matando a algún delincuente.

Los sospechosos de asesinar a más de quinientas mujeres estaban divididos en tres

grupos: mareros, parejas y elementos de seguridad. Wenceslao cruzó las posibilidades

de los archivos con las características que deseaba. Los revisó rápidamente hasta que

encontró coincidencias: cuerpos mutilados, mensajes e intervenciones de la policía.

De pronto, sonó el teléfono de su escritorio. Era el asesino, pensó. Una voz chillona

comenzó a reírse y a retarlo para que lo buscara.

—Mandaste a tu mujer a Quetzaltenango, verdad, pero no va a llegar lejos. Cuando

cruce por Mazatenango te vas a llevar una sorpresota. Colgó.

Sin embargo, Pérez Chanán grabó el mensaje. Notó que junto a la voz se escuchaban

bocinas y silbatos. La repitió varias veces hasta que también oyó a un vendedor del

diario vespertino y una sirena de la policía. La llamada debió salir de alguno de los

teléfonos públicos del centro. Pensó que el asesino no tenía por qué saber que su mujer

viajaba hacia occidente por la costa. Llamó al encargado de patrullas. Le preguntó

quiénes tendrían acceso a la información de la escolta a Wendy. El comisario Reyes

respondió que únicamente los patrulleros y quizá algún elemento encargado del

estacionamiento de vehículos policiales. Wenceslao le pidió los nombres completos.

Eran tres: Rigoberto Aguirre Rojas, Luciano Méndez Sipac y Alberto Flores

Maldonado.

—Comisario Reyes, dígame si los tres están de turno.

—Afirmativo.

—¿Sabe usted si alguno salió del palacio hace unos minutos?

—Afirmativo. Los tres, pues están en su periodo de almuerzo.

Wenceslao revisó los tres expedientes. El de Aguirre Rojas le llamó la atención, pues en

su cédula aparecía, en nombre usual, “Jorge Rojas”. El nombre coincidía con el de un

implicado en un operativo en la 5ª avenida de la zona 1. Rojas tenía una herida de

verduguillo en una pierna. Trabajaba encubierto para localizar una red de traficantes,

pero los travestis que se apoderaban de las esquinas lo acusaron a él de ser parte de un

cartel. No le dieron de baja, pero lo trasladaron a parqueos, pues nunca se comprobó su

participación. Un mes después, dos prostitutas y un travesti fueron asesinados cuando

de un carro les dispararon con un arma automática.

Wenceslao llamó a la morgue. Le preguntó al doctor Sierra si tenía los resultados de la

autopsia. El forense le relató con alegría que ya habían identificado a la víctima: su

nombre era Elsa Noelia Cifuentes, 23 años, con residencia en la colonia Kennedy, un

hijo, divorciada. Vivía con su madre y sus hermanas. No localizaron las manos. La

cabeza la encontraron dentro de un pozo ubicado en las faldas del Cerrito del Carmen.

Wenceslao le preguntó si en su cédula tenía el nombre de su ex esposo. Sierra le

confirmó que se trataba de un tal Jorge Rojas.

Pérez Chanán cargó su arma reglamentaria y se apostó en la entrada del palacio

policiaco. Cuando Rojas se dirigía a la puerta, se percató de la presencia de Wenceslao

y corrió hacia el parque Gómez Carrillo. El comisario lo siguió, le pidió que se

detuviera, pero como no hizo caso le disparó.

Le pegó en la pierna, en el mismo sitio que entró el verduguillo. Varios policías se

aproximaron, mientras que Wenceslao se acercó a Rojas. Lo vio con desprecio y pensó

de inmediato en Wendy y en la suerte de resolver un caso tan rápido. Seguramente el

error de que Rojas llamara provocó que se acelerara su captura.

Mazatenango, 22:00 horas

Wendy y sus hijos se hospedaron en un hotel lejano de la cabecera. Wenceslao ubicó los

regalos en el improvisado árbol de navidad que trajo en el helicóptero. Recordó la

llamada que hizo a la madre de Elsa Noelia y los ojos de rabia de Rojas, cuando gritaba

que su mujer era una puta porque pensaba volverse a casar con un policía. De seguro era

una navidad negra para esa familia y para otras cientos que no sabían de los

responsables de las muertes de sus mujeres. Muñeca olfateó los regalos y movió la

trasquilada cola cuando sintió el olor de los huesos sintéticos. Pérez Chanán se preparó

una cuba. Abrazó a su mujer y derramó algunas lágrimas.

Wenceslao y Arturo1

Aeropuerto de Los Ángeles — Ciudad de Guatemala, 28 de noviembre, 2000

Una voz femenina ordenó desde los parlantes que ésta era la última llamada para los

pasajeros que viajaban hacia Guatemala. Arturo pasó su mano por la cabeza para

quitarse el molesto sudor producto de los nervios. Extrajo de su chaqueta el boarding

pass y enfiló hacia la puerta número sesenta y dos. Caminaba despacio. Un

sentimiento ambiguo lo atravesaba. Por su mente solitaria la palabra confusión le daba

vueltas. No tenía ganas de bordar la aeronave. Pero la decisión ya estaba tomada.

Asumía con resignación que se encontraba al borde del fracaso como escritor de novelas

policíacas.

Extendió el pasaporte a la recepcionista, quien con un gesto afirmativo le señaló

amablemente que continuara hacia el avión. Entró. Se sentó. Observó a través de la

ventana que el ala derecha le obstaculizaba la visibilidad exterior. Recordó que la saga

de novelas como El hombre Sello —en la que su no tan famoso detective Joss Conord, a

quien había bautizado con ese nombre en alusión a Joseph Conrad, resolvió homicidios

prácticamente calificados de perfectos—, fue excluida de la lista de los más vendidos.

Las casas editoriales en las que había publicado sus libros y las librerías más

importantes de Estados Unidos decidieron sacarlo de la lista de autores consagrados.

En vano, los libreros realizaron promociones para deshacerse de sus novelas publicadas.

Las donaron para ventas de garaje. Otras habían sido vendidas por peso para reciclaje,

así que quedaban pocas noticias de su obra. Las pocas novelas que Arturo rescató

habían ido a parar a las ventas de libros usados. Allí se ofrecían a menos de un dólar,

pero aún así los lectores no las adquirían.

Por esta razón estaba metido en el avión. Unos días antes había tomado la decisión de

marcharse de los Estados Unidos y viajar hacia un país en el que pasara desapercibido.

Buscó información en la Internet, en periódicos y revistas de viajes que ofrecían varios

países atractivos para los turistas. Finalmente se había decidido por un país

centroamericano, pues además de que no estaba tan lejos de Estados Unidos, le

resultaba más barato que viajar hacia África, además que de allí venían sus raíces

latinoamericanas.

1 Fragmento de la novela Saga de libélulas

Cuando visitó una agencia de viajes y le explicó a la vendedora su intención de conocer

el área centroamericana, ella le mostró fotografías de los siete países. Desde Panamá,

que descartó de inmediato por lo costoso que resultaba vivir allí, hasta Guatemala, que

también descartó (entre sonrisas forzadas, la mujer le dio a entender que era muy barato,

pero además inseguro para los extranjeros debido a los altos índices de violencia,

secuestros, asesinatos y demás).

Estuvo a punto de decidirse por Costa Rica, pues en el desplegado resaltaba la frase “La

Suiza Centroamericana”. Además, se mostraban rojas carretas para ser jaladas por

bueyes, pintadas también de varios colores cálidos. También resaltaba la palabra

democracia subrayada en letras grandes y acompañada de la invitación a conocer el país

de las bellas mujeres. En un rincón de una página, resaltaba la fotografía de una

muchacha rubia que no aparentaba más de 19 años. En el otro extremo, la silueta de un

soldado tachado con una equis. Sin embargo, se percató que el boleto hacia ese país era

más caro que para el resto de países centroamericanos.

Tras preguntar si era posible comprar un boleto hacia Guatemala y desde ese país viajar

por tierra hacia Costa Rica, escuchó un sí como respuesta, pero no se percató del gesto

de sorpresa que hizo la mujer, quien admiró su valentía por la intención de viajar hacia

allí. Le reservó un boleto solamente de ida para Ciudad de Guatemala. El vuelo salía

ese 28 de noviembre a las nueve de la mañana.

*

El avión despegó tras permanecer más de veinte minutos en la pista. Arturo estaba

seguro de que le alcanzarían los casi dos mil dólares que conservaba producto de charlas

sobre las estrategias de la novela policial. Había impartido conferencias en algunas

universidades de California y expuesto ponencias en congresos de literatura. Ese dinero

y un sitio tranquilo para escribir le serían propicios para rescatar su carrera como

escritor de novelas negras. Tenía que dejar atrás y para siempre ese desierto de

sequedad creativa por el que atravesaba durante esa época de su vida que él mismo la

calificaba como muy difícil.

La aeromoza le ofreció algo de beber. Iba a responder un gaseososa enlatada, pero

estaba totalmente seguro que le afectaba para su padecimiento de gota, así que de

inmediato cambió su decisión y le dijo en voz alta que agua embotellada. A su lado

viajaba un hombre con quien no había intercambiado ninguna palabra y el asiento del

pasillo estaba vacío. Su compañero de viaje había colocado una valija y unas botellas

de licor sobre el asiento, pero otra de las aeromozas le pidió que las colocara debajo.

Arturo se percató que el hombre exigió una cerveza oscura en lata. Nuestro héroe lo vio

de reojo y observó su diminuta oreja. Estaba por asociarlo con Vincent van Gogh. La

imagen de ese extraordinario pintor maldito lo trasladó hacia el vacío de éxito que tuvo

el artista holandés y al efímero éxito que alcanzaron sus propias novelas. Esto lo llevó a

pensar en su condición de escritor al borde del fracaso y profesor universitario de

relevo. Se detuvo especialmente en esto último, pues la vida burocrática lo había

convertido en un hombre bastante enfermo. Debido a su sedentarismo sus niveles de

ácido úrico se elevaron al máximo. El médico le explicó que la enfermedad era también

ocasionada por el constante estrés y la presión que él mismo se imponía diariamente.

Intentó seguir deliberando sobre su salud, pero la oreja del hombre de al lado

continuaba inquietándolo. Tras aguzar su vista y observar el pequeño pabellón de oreja

del que se desprendía un hombre, intentó descubrir en él, que en ese momento se

tragaba una cerveza en lata, a un guatemalteco migrante que de seguro viajaba a visitar

a su familia. Se preguntó con cierta vergüenza si todos los habitantes de ese país

tendrían una oreja más pequeña que la otra.

Más tarde, durante el viaje y a través de las propias palabras del hombre de la oreja

pequeña, Arturo comprendería que estaba totalmente equivocado ante la percepción del

hombre. El tipo le relató que no bajaría en Guatemala, sino que seguiría su viaje hacia

Costa Rica. Arturo no supo deliberar en ese instante que meses más tarde iba a volver a

tropezarse con esa pequeña oreja. En esa próxima ocasión no estaría tomando una

cerveza en lata, serían otras circunstancias muy diferentes a las del viaje...

Cuando Arturo bebía el agua que le trajo la aeromoza recordó también el premio que

recibió durante la Semana Negra en Gijón por su primera novela negra. Se trataba de su

única obra que había tenido un relativo éxito entre el público lector. Sin embargo,

aunque era despreciada por los sectores académicos, de vez en cuando le reportaba uno

que otro dólar de ganancia.

Sus recuerdos y dolencias le provocaron mucha sed. Consumió dos botellas más de

agua que pidió a la aeromoza. Cuando casi se cumplían seis horas de viaje, primero, la

voz del piloto y seguidamente la de una sobrecargo, le hicieron parar con sus

deliberaciones y volver a la realidad del viaje. La voz de la mujer explicaba que el

piloto había encendido las luces, por lo que debían ajustar los cinturones y subir los

respaldos de los asientos.

—¿Viaja usted a Guatemala a visitar a su familia?—, le preguntó al hombre de la oreja

pequeña. Como siempre lo hacía, con curiosidad y con la seguridad de que ya había

construido en su mente una historia de alguien que no conocía.

—No. Soy parte de un equipo de ciclistas. Precisamente voy a una unirme a una

competencia que atraviesa parte del norte de Sudamérica y toda Centroamérica—, le

contestó sin voltearlo a ver, mientras eructaba sobre la quinta lata de cerveza.

Arturo pasó desapercibida la conexión entre el tipo que hipaba a su lado con cinco

cervezas oscuras en lata y una competencia ciclística. Quizá su inspector Joss lo

hubiera hecho. Pero Arturo estaba más interesado en salir del avión y buscar un hotel

alejado del bullicio para comenzar a escribir la novela que podría devolverle el

prestigio.

*

El avión aterrizó a las doce del mediodía, hora local, en la corta pista del aeropuerto La

Aurora, Ciudad de Guatemala. Arturo se despidió con un leve movimiento de cabeza de

la oreja pegada al pasajero que lo acompañó a su lado durante el viaje y que llamaba

con insistencia a la aeromoza para solicitarle una cerveza más.

Nuestro héroe caminó hacia migración. Recogió sus maletas, atravesó los detectores de

metal, perros rastreadores y agentes de seguridad. Cuando se disponía a salir hacia las

afueras del aeropuerto notó que se encontraba en un escenario que se asemejaba a una

plaza de toros. Escuchó una melodía melancólica que emergía de alguna marimba que

nunca vio. Notó que él permanecía en la parte de abajo, como si estuviera en la arena,

como si fuera el toro. Arriba, o sea en los graderíos, los espectadores que vitoreaban y

que en realidad se trataba de familiares o amigos que recibían a los viajantes. Faltaban

los toros. Sonrió.

Finalmente salió a la calle. Había hombres y mujeres con carteles en los que aparecían

nombres extraños. Varios niños se le acercaron a pedirle dinero. Los esquivó.

Necesitaba transporte. Se dirigió hacia un taxi estacionado frente a la salida. Subió

deprisa sorteando a más niños que lo abordaban casi exigiéndole one dollar please,

mister.

Cuando estaba sentado en el automóvil, los ojos del chofer que se reflejaban en el

retrovisor, le preguntaron en silencio a dónde quería ir. Arturo respondió que lo llevara

a un hotel lejos de la ciudad. El taxista puso en marcha el auto. Sonrió tras observar las

dos maletas de Arturo.

El Kia pintado de amarillo tomó dirección hacia el boulevard Liberación. El tráfico

estaba muy cargado. Arturo notó un letrero en el que se una flecha señalaba hacia a

Avenida Roosevelt. Cuando habían transcurrido apenas unos minutos, el conductor se

detuvo frente a un semáforo a pesar de que la luz verde estaba encendida. Dos

individuos ingresaron con violencia al auto. Uno entró por delante y el otro por la

puerta trasera. El taxista salió de la Avenida Roosevelt y tomó el carril auxiliar que

conducía hacia el puente del Anillo Periférico. Luego enfiló con dirección hacia la

Ciudad Universitaria.

El hombre que se sentó al lado de Arturo le propinó un duro golpe en la sien izquierda

con el mango de una pistola. El que había subido al frente se volteó hacia él y le exigió

que entregara todo el dinero y sus maletas o lo liquidaría en ese preciso momento. Le

apuntó con el cañón de un arma.

Arturo recordó las indicaciones de la mujer de la agencia de viajes. En el avión había

decidido ubicar sus tarjetas de crédito, su pasaporte y un disquete entre los calcetines,

así que entregó doscientos dólares a los ladrones. El conductor detuvo el taxi en medio

del puente de la Avenida Aguilar Batres. Arturo comprendió que tenía que bajar

deprisa y sin ninguna de sus maletas. Por la sangre que le recorrió la cara no pudo

observar con detalle las placas del auto ni cuando el hombre que lo había golpeado lo

saludaba con la mano en señal de victoria desde el vidrio trasero.

Arturo se sentó en el borde del puente. Bajó la cabeza y observó hacia el suelo cómo

caían algunas gotas de sangre. El dedo gordo del pie le recordó que su ácido úrico había

subido de nivel. Sintió que no había transcurrido ni un minuto cuando una motocicleta

se detuvo frente a él.

Se trataba de un agente de la policía motorizada, quien dejó su vehículo al lado del

bordillo del puente y comenzó a indagar lo que había acontecido al hombre que

sangraba. Tras escuchar el relato de Arturo y verificar su pasaporte, solicitó una

ambulancia.

—Amigo, la próxima vez tenga cuidado con los taxistas. Aquí entre nosotros, son la

competencia del gran ladrón del presidente y sus secuaces. Ojalá me reconozca con

algún dinerito, digo, por llamarle a la ambulancia.

También le informó que más tarde lo buscarán en el hospital Roosevelt para tomar su

declaración.

Arturo creyó no entender bien las palabras del policía debido al estrepitoso sonido que

producía la sirena de la ambulancia, que cada vez estaba más cerca. A los pocos

segundos el auto de los bomberos se detuvo frente a él. Un hombre y una mujer, bajos

de estatura los dos, lo ayudaron a subir. El piloto encendió de nuevo la sirena y tomó

dirección hacia el hospital Roosevelt.

*

Durante el tiempo que el doctor tardó en zurcir su cabeza, Arturo tuvo la intención de

preguntarle qué tanto tenía que ver Teodoro Roosevelt en este país, pues las avenidas y

los hospitales tenían su nombre. Sin embargo, prefirió no indagar cuando leyó que en la

identificación colgada en el pecho del médico decía Dr. Teodoro R. Salanic.

Una venda cubría casi todo el casco de su cabeza, la que más le dolía era la que estaba

prácticamente recosida. Una inyección con diazepan y piroxicam lo obligaron a cerrar

los ojos y olvidarse por completo de su trágico ingreso a América Central.

Ciudad de Guatemala, 29 de noviembre, 2000

Recuerdo que cuando abrí los ojos lo que tenía ante mi vista era una imagen multicolor

como salida de un caleidoscopio. Poco a poco comprendí que se trataba la imagen de

una enfermera la que estaba a mi lado y me tomaba la presión. Yo, en ese momento la

miraba como si fueran seis o siete las que permanecían de pie al lado de la cama en la

que me encontraba postrado. Por un momento también pensé que me había

transformado en un pulpo, pues sentía como si tuviera ocho brazos.

Mentalmente comencé a hacer un repaso de lo que me había sucedido. Maldije la

estúpida decisión que tomé de comprar un boleto hacia Guatemala. Repasé mi

deteriorada situación como escritor; el vuelo de Los Ángeles a tierras centroamericanas;

el vulgar tipo de la oreja pequeña que eructaba cerveza y que continuó su viaje hacia

Costa Rica (lo que yo debí haber hecho); el falso taxista y sus secuaces que tomaron por

asalto mi computadora, ropa, maleta y medicamentos para el ácido úrico. Me dolió

enormemente la abertura que provocaron en mi cráneo. Recuerdo el sentimiento que

tuve al respecto: fue algo así como que hubieran querido sacar la sangre de mis novelas

policiacas y no la mía como autor. Ah, también recuerdo que debido al infausto

percance, me encontraba postrado en una de las salas de este hospital que tenía el

nombre de Teodoro Roosevelt. Lamentando haber tomado la decisión equivocada de

viajar a esta tierra que me recibió con un asalto.

*

Antes de ser dosificado nuevamente con tranquilizantes, antiinflamantorios y sedantes,

Arturo fue entrevistado por el comisario de la policía Wenceslao Pérez Chanán. No

recordó cuándo ni cómo, pero lo cierto es que un hombre regordete, con un espeso

bigote, moreno, bajo de estatura, con un uniforme color café con crema y una libreta en

mano comenzó a interrogarlo.

Nuestro escritor calculó que el agente tendría unos 45 años de edad. Su semblante lo

hacía parecer como alguien que demuestra confianza y deseos de ayudar. Sin embargo,

también le extrañó que de la boca del policía saliera aliento a licor.

Arturo le explicó paso a paso la forma en que había sido asaltado. No pudo acordarse

con exactitud el rostro de los asaltantes o dar información de la placa del auto-taxi.

Con un gran esfuerzo por el dolor que sentía en la cabeza, le detalló al comisario Pérez

Chanán lo que contenían las maletas y la precaución que tuvo de llevar tarjetas de

crédito y dinero en sus calcetines. Le confesó que lo que más le dolía era su

computadora portátil por la cantidad de información que tenía, entre direcciones de e-

mails y documentos académicos. Afortunadamente, muchos de sus archivos estaban

seguros en su casillero del correo electrónico. El comisario Wenceslao Pérez Chanán

detuvo el interrogatorio del asalto y le pidió, con un poco de vergüenza, que le explicara

en qué consistía esa tal casilla electrónica y en dónde se encontraba. Arturo continuó

con el relato del asalto y le explicó las confusas palabras que escuchó del policía

motorizado. Bajó la voz y le susurró que el motorizado le había insinuado que quería

una recompensa económica por haber llamado a la ambulancia. Pérez Chanán movió la

cabeza con desaprobación y no quiso decirle a su entrevistado que era la quinta queja

que alguien presentaba en contra del oficial de la unidad 43.

Arturo interrumpió un momento su relato y le preguntó al comisario si tenía una cuenta

de correo electrónico. El policía contestó negativamente.

Un poco más relajado y aceptando la confianza que el uniformado le brindaba, le

expresó que no deseaba permanecer mucho tiempo en el país, pues viajaría lo más

pronto posible hacia Costa Rica, a lo que Pérez Chanán asintió con un gesto en el que

aprobaba la decisión del agredido. Arturo le solicitó ayuda para que Pérez Chanán lo

ayudara a comprar un boleto de autobús hacia Costa Rica. Pensó que tendría que

posponer el inicio de su nueva novela, que hasta ese momento no tenía ni la más

mínima idea de qué trataría.

El doctor Teodoro R. estaba a punto de marcharse pues terminaba su turno, pero

escuchaba atentamente el interrogatorio mientras atendía a un paciente.

Caminó hacia donde se encontraba Pérez Chanán con nuestro escritor y le explicó al

segundo que, por el golpe sufrido, no era conveniente que emprendiera un viaje tan

largo. Le recomendó esperar un tiempo prudente para su recuperación, si no tiene

mucha urgencia, es conveniente esperar unos cinco días o más y luego podrá viajar.

—Cuando llegue a El Salvador tendrá que ir a que le quiten los puntos de la cabeza y

reposar un par de días más. Si no se cuida podría sufrir una infección o lo que es peor,

puede presentar síntomas de mareo y hasta pérdida de la consciencia don Arthur

Kostler— enfatizó con un tono científico.

En ese momento le inyectó sedante a la bolsa de suero que terminaba con una aguja

insertada en el brazo izquierdo del escritor. De inmediato nuestro héroe cerró los ojos y

se sumergió en sus deliberaciones como autor.

El comisario Wenceslao Pérez Chanan comprobó que su entrevistado estaba

profundamente dormido. Meneó la cabeza con desaprobación, pues comprendió que

debería permanecer más tiempo en el hospital de lo que había programado. Eso

significaba cancelar los interrogatorios a unos muchachos miembros de la Mara

Salvatrucha que habían sido capturados en su jurisdicción. Pensó que su retorno al

palacio de la policía tendría que retrasarse porque no había concluido su trabajo con

Arturo, pues no le dio tiempo para informarle de la captura de dos sospechosos a

quienes les fueron encontradas las pertenencias descritas por él.

Caminó lentamente hasta que abandonó la unidad de cuidados intermedios. Caminó por

los pasillos en el que tropezó con varios pacientes se quejaban de dolor y esperaban a

ser atendidos. Cruzó una puerta de madera y se dirigió a una de las filas de sillas

ubicadas en la sala de visitas. Sacó de la bolsa de atrás de su pantalón el periódico La

Extra y de bolsa delantera, una bolsita con maní garapiñado. Comenzó a masticar y a

romper los bodoques rojizos azucarados. Repasó las primeras páginas del diario hasta

que se detuvo en la número ocho. Con vergüenza leyó el reportaje en el que él mismo

era protagonista de la localización de un cargamento de cocaína realizado días antes en

la frontera de Valle Nuevo, Las Chinamas, frontera con El Salvador. Su talento

policíaco para olfatear un cargamento de contrabando, aseguraba el periodista, le valió

el éxito de una segunda captura de grandes cantidades de droga escondidas dentro de las

llantas de un tráiler.

Antes de continuar con su lectura, se dijo con una sonrisa irónica que los turnos en el

departamento de la policía eran controversiales y eso los hacía salir de la rutina. Así

como algunas veces podía demostrar sus cualidades para capturar un cargamento de

contrabando de droga o de mercadería robada, en otras ocasiones se ganaba su sueldo

arriesgando el propio pellejo. En cambio, había casos que no le exigían al máximo pero

que le permitían —como en ese momento— esperar a que un desconocido, quien le

había causado buena impresión, volviera en sí para darle la buena noticia de la

recuperación de sus objetos personales. Por momentos se le olvidó lo que Arturo le

había respondido durante el interrogatorio y lo que le diría cuando despertara. Retomó

la lectura del diario y rápidamente llegó a la página de los horóscopos.

*

Debo explicar que mi vida como literato la tomé desde el inicio con toda la seriedad y

responsabilidad que exige el público lector, la crítica y las editoriales. Nací en Estados

Unidos en el año 1960. Tuve una buena formación desde el inicio de mi educación. Lo

mismo ocurrió con el college y se repitió durante mi época universitaria, la cual culminé

satisfactoriamente en UCLA, debido a mis excelentes calificaciones como estudiante

del departamento de Lenguas Extranjeras.

Aunque mis raíces son centroamericanas, debo confesar que hasta antes del lamentable

incidente en Guatemala —país en el que me encuentro postrado en la cama de un

hospital que tiene el nombre de un presidente de Estados Unidos— nunca antes había

pasado ni un solo día en esta estrecha parte del continente. Siempre supe que mi padre

fue Maximiliano, el Rayo Veloz, un guatemalteco que llegó a Estados Unidos para

correr la maratón de Boston pero que durante la competencia desapareció entre algunas

de las calles. La delegación completa regresó a Guatemala con varias medallas, pero

ninguno volvió a tener noticias de mi padre, que se convirtió en cartero. Mi madre me

explicó alguna vez que mientras corría la maratón, en la que iba ubicado en los primeros

puestos, decidió quedarse para siempre. En casa estaba colgada una foto de cuando

participó en la carrera de Los Ángeles, ciudad en la que finalmente contrajo nupcias con

Alicia, mi madre. Ella era de origen salvadoreño. Siempre gritó a los cuatro vientos

que sus padres, es decir, mis abuelos, eran los Villanueva, una estirpe de músicos

hondureños originarios de un pueblo llamado Olanchito. La familia Villanueva emigró

hacia El Salvador, país en el que nació Alicia. Debido a sus giras musicales

continuaron viajando. Llegaron a Guatemala, donde no les fue muy bien, pues fueron

despojados de sus instrumentos musicales. Los ladrones se llevaron hasta las cuerdas

de repuesto de sus guitarras. Como carecían de recursos para continuar cantando,

aceptaron la oferta de ir a Estados Unidos. Pasaron por México y, finalmente, hicieron

su vida en Los Ángeles. Inauguraron una taberna en la que se turnaban para cantar y

atender a los clientes.

Mi nombre de pila es Arturo Rafael, que son los nombres de mis abuelos, pero decidí

quitarme el segundo y cambiar el primero por el de Arthur. Mi apellido paterno

originalmente era Castillo. Con los años fue transformándose hasta que cambió a

Castle. Mi apellido materno era, originalmente y como mencioné Villanueva, pero

cuando me inscribieron en el acta de nacimiento me apuntaron como Newvillage.

Cuando decidí mi nombre literario fue durante un concurso para jóvenes escritores.

Antes había leído que muchos se cambian el nombre y cuando escriben utilizan uno,

que es el que finalmente los lectores recuerdan.

Esa vez me vi ante el espejo. El hombre que aparecía retratado frente a mí era un

hombre híbrido, es decir, con raíces latinoamericanas, pero con una cultura anglosajona.

Así que decidí ponerme un nombre híbrido también, por lo que pensé el de Arthur

Castillo Newvillage. Luego intenté con el de Arthur Castillo Nuevo o Arthur New

Castle, pero me sonaba como a nombre de beisbolista. Fue bastante difícil, así que al

principio opté por el de Arthur Cast’New, pero me recordaba el que utilizaba un

cantante. Alguna vez cayó en mis manos el libro Escritura invisible de Arthur Koestler,

un autor que nunca volví a leer, pero su nombre me dio una gran idea para el mío.

Eliminé el Newvillage de mi apellido y opté por el de Arthur Kostler, que rememoraba

el apellido original de ese escritor, pues cuando nació fue bautizado como Artur

Kösztler.

Esta referencia al escritor húngaro, un autor sumamente controversial, pues de judío

pasó a ateo y de comunista a trabajador de kibutz y de quien, de paso no leí todas sus

producciones literarias, supe de inmediato que me daba una buena posibilidad para mi

apellido.

Primero, no me presentaba como un autor latinoamericano, pues con excepción de uno

que otro, nunca aparecían en las listas de los más vendidos. Segundo, este nombre

parecía el de un escritor europeo y, tercero, podrían relacionarme con Koestler, lo que

me otorgaba un buen padrino para entrar a los círculos literarios más importantes de

Norteamérica.

Ciudad de Guatemala, 30 de noviembre, 2000

Cuando Arturo despertó sintió en su interior el malestar que provocan los calmantes y la

anestesia. Su boca permanecía pastosa, sus labios, pegados. Dejó babas en la funda de

la almohada. Tras aguzar los ojos y liberarse de la visión de una libélula sobre su

cabeza, que realmente era el ventilador de la habitación, se encontró con la cara de una

enfermera que le tomaba la temperatura y le limpiaba la herida que tenía en su cabeza.

Era una mulata de grandes ojos negros. El nombre que aparecía en el gafete era Nilda

Rowe.

Para romper el hielo con su paciente, la morena inició la conversación con una

referencia personal. Le contó a Arturo mientras lo aseaba que había nacido en

Livingston, una isla ubicada en la costa atlántica de Guatemala, le aclaró. Arturo la

observó con más determinación. Su piel era muy fina, pero áspera; su boca era muy

sensual. Los botones de su blusa dejaban ver un escote que dejaba al descubierto una

buena parte de su busto. Arturo se ruborizó y le preguntó que cuándo le darían de alta

del hospital.

—¿Te sientes mal en este hospital, corazón? —, le preguntó con una sonrisa de malicia.

—No, de ninguna manera. Lo que pasa es que debo viajar hacia Costa Rica.

—¿Te sientes mal en Guatemala?

—No. Pero me parece que aquí en este país no voy a encontrar la paz y tranquilidad

que necesito para escribir mi novela.

—¿Eso significa que eres un escritor? Qué honor para mí... ¿Cuál es tu nombre?

—(...)

—Perdón, ya lo leí en tu diagnóstico, pero... no he leído ninguna de tus novelas.

—Parece que en Guatemala no se venden mis novelas... Bueno, para serte sincero, creo

que ahora en ninguna parte.

—¿Qué tipo de literatura escribes? A mí me gusta la literatura que escribe Tonni

Morrison.

—¿Cómo decirle? Yo escribo novelas policíacas…

—¿Me contarías el argumento de alguna de tus novelas? Tengo un tiempito para

escucharte. El policía que te anda buscando dejó dicho ayer que vendrá a buscarte hasta

las nueve de la mañana. Aún nos quedan unos minutos. Así que soy toda oídos.

Arturo sentía un fuerte dolor de cabeza, pero el interés de la enfermera lo hizo sentirse

mejor. Trató de incorporarse y comenzó a hablarle.

—A ver a ver, ¿Cuál te cuento? No creo que te pueda relatar alguna en la que mi

inspector Joss resolvió un crimen considerado como perfecto, porque el tejido

estructural es sumamente complicado y me podría llevar toda la mañana explicándotela,

pero es posible que guste la historia de mi novela El hombre sello. Obtuvo el premio de

Novela Negra en Gijón, España. Bueno, pues se trata de un hombre que durante toda su

vida fue un burócrata. Laboraba en la compañía nacional de correos de un supuesto país

centroamericano. Claro. Debo aclararte que la escribí sin haber puesto ni un pie en el

área... El caso es que el protagonista de El hombre sello comienza su carrera desde el

puesto más bajo, como conserje, pero escala tanto que llega a ocupar la plaza de

clasificador de correspondencia internacional. En ese departamento recibe cartas de

muchos países, pero principalmente de Estados Unidos. En una ocasión tomó una que

pesaba mucho. La escondió en sus pantalones, se dirigió al baño y la abrió. Pronto se

percató que además de palabras, traía muchísimos dólares, me parece, proveniente de

las famosas remesas. Pues bueno, a partir de ese momento su vida cambió. Comenzó a

quedarse con el dinero de las cartas y a ahorrarlo. Se compró buena ropa y cambió su

imagen. Siguió ascendiendo de puestos, pero para hacerlo tuvo que deshacerse

físicamente de algunos de sus jefes. Finalmente ocupa la dirección de correos. Incluso

está a punto de llegar a tomar la plaza de ministro de comunicaciones, pero se jubila

cuando privatizan esa institución. Cuando comienza a gozar de su jubilación decide

comprar una AK-47 y asesinar a otras personas que podrían delatarlo en los anteriores

asesinatos que cometió. Aquí es donde comienza lo policial, pues cuando...

Antes de continuar con su relato, la enfermera lo interrumpió:

—Arturo... cállate por favor... disculpa un momento... Déjame escuchar lo que están

diciendo en los altavoces.

Efectivamente, una voz pedía al personal disponible, médico y paramédico, que

dirigiera lo antes posible a la unidad de emergencias, pues varias ambulancias con

indígenas y campesinos heridos estaban por ingresar. La imprudencia del conductor de

un autobús extraurbano había provocado que el vehículo se precipitara al fondo de un

barranco en una de las carreteras de Escuintla, al sur de Guatemala. También había

muchos muertos.

—Arturo... Disculpa. Debo ir de inmediato a la emergencia. Cómo me gustaría que

alguna de estas horribles escenas te sirviera para inspirarte en otra novela. En este país

los conductores de buses colectivos manejan en estado de ebriedad, son irresponsables,

constantemente son responsables de las muertes de cientos de pasajeros al año. Nadie

hace nada por impedirlo. Si ya no te veo, ¿podrías enviarme tu novela, me encantaría

leerla, cómo dijiste que se llamaba?

Nilda se perdió en el corredor del pasillo con un estetoscopio en una mano. Arturo iba a

pedirle su dirección, pero sonrió cuando observó que una de sus manos Nilda había

dejado un pedazo de papel con su dirección y número de teléfono.

Arturo se preguntó por qué una enfermera mulata, lectora de Morrison, se interesaba de

pronto por una novela negra. Podría ser, se dijo para su fuero interno, que quizá, como

buena lectora le importaba conocer a un autor que nunca había leído o... quizá era

simple curiosidad de enfermera. Tal vez quería conocer la obra de un paciente al que

había atendido personalmente en ese hospital de apellido Roosevelt. Otra posibilidad

que Arturo se planteó era que Nilda simplemente había querido ser amable y que no le

apetecía en absoluto leer una novela policíaca. Para Arturo, Nilda era un buen caso y

podría ser un personaje interesante para tomarlo en cuenta en la novela que escribiría en

Costa Rica. Sus deliberaciones fueron truncadas por la irrupción del comisario

Wenceslao Pérez Chanán.

*

El comisario Wenceslao Pérez Chanán saludó respetuosamente. Se sentó sudado y

agitado en la silla que estaba ubicada al lado de la cama en la que Arturo permanecía

postrado. Tras el corto saludo, indagó por su estado de salud. Al notar que su

interlocutor permanecía tranquilo le comunicó la buena noticia: la policía había

recuperado casi la totalidad de sus pertenencias robadas por los ladrones dos días antes.

—Quiero informarle que seguíamos la pista de un taxista ilegal, que ofrecía servicio en

las instalaciones del aeropuerto y con la complicidad de otros dos despojaban de sus

pertenencias a las víctimas.

—(...)

—El pasado 29, es decir el día que lo asaltaron, montamos un gran operativo en varios

sectores de la capital. Gracias a ello logramos capturar a uno de los cómplices del falso

taxista conocido en el bajo mundo como el Usurero Dolores y que para la tranquilidad

de los turistas en estos momentos permanece tras las rejas.

Pérez Chanán bajó los ojos, pues la herida que Arturo tenía en la cabeza le causaba

vergüenza. Hubiera querido disculparse con él, pero prosiguió con su relato.

—Tras un intenso interrogatorio, el cómplice cantó. Ubicamos la dirección exacta de

Usurero Dolores y enseguida nos dirigimos hacia su guarida. Allanamos el sitio y

encontramos a ese delincuente con sus compinches con las manos en la masa. Es decir,

lo que le habían robado señor Arturo. Y quiero anunciarle que no solamente

encontramos su maleta y computadora. Los pillos tenían posesión de cámaras

fotográficas y de video, documentos de identificación como pasaportes, tarjetas de

crédito y otros artículos que les robaron a muchos turistas extranjeros.

El comisario extrajo un pañuelo para secarse el sudor y para taparse la boca, pues un

eructo le devolvió un sabor a cerveza oscura en su boca. Sacó un papel de su libreta de

apuntes, lo desdobló y comenzó a leerlo y a contarle a Arturo de qué se trataba.

—También le traigo una citación para que cuando se recupere, se presente a la Segunda

Comisaría de la Policía Nacional a presentar la denuncia; a reconocer sus objetos, que

según este papel deberá reclamar con facturas que demuestren que usted es el dueño

legítimo. Pero en ese sentido, no se preocupe que yo me encargo que se las entreguen

sin lo absurdo de la burocracia.

— (...)

—Debo pedirle de favor que me acompañe a identificar al Usurero Dolores y a sus

cómplices en una rueda de presos, pues de esa manera podrán las autoridades judiciales

procesarlos. Yo me encargo de trasladarlo.

Arturo se preguntó para sí antes de responder, si el detective centroamericano

protagonista de su novela El hombre sello, se expresaba con esa peculiar jerga policíaca

o si tenía un físico poco apto para un detective, pero tardó poco en percaterse que no era

así. Comprendió que la manera de expresarse y de acentuar las palabras del policía que

permanecía sentado a su lado era la auténtica. Pensó con tristeza que ese comisario, sin

proponérselo echaba a bajo muchas teorías literarias que había enseñado a sus alumnos

y peor aún, destruía el código de verosimilitud con que había escrito desde Estados

Unidos. Tardó unos segundos en responder al comisario. Cuando se disponía a

formularle una pregunta, Wenceslao Pérez Chanán le ayudó a resolver sus enigmas.

—Señor Arturo. Estoy totalmente seguro que para usted no será difícil tomar la

decisión de cooperar. Tomemos en cuenta que usted está decidido a abandonar el país

muy pronto, así que tendrá toda la colaboración de mi parte. Su denuncia,

reconocimiento y testimonio será de suma utilidad para procesar judicialmente a esos

delincuentes.

Arturo intentó hablar, pero antes, el comisario Wenceslao Pérez Chanán lo interrumpió.

—Tengo conocimiento que usted es un escritor de mucho prestigio allá en los Estados

Unidos, así que para mí será un honor poner un grano de arena para que usted coopere.

Créame don Arturo puedo ayudarlo.

—(...)

—Quiero ofrecerle una habitación en mi modesta casa. De esa manera se ahorra lo del

hotel. Contará con mi familia para su recuperación y así resuelva lo de su equipaje y se

marche lo más pronto posible. Digo... Su decisión de continuar el viaje hacia Costa

Rica. ¿Acepta la invitación?

A Arturo le costó asimilar todo lo que le estaba ocurriendo. Su estancia en Guatemala

en apenas tres días se tornaba controversial. Un asalto que tuvo como trágico final una

intervención quirúrgica en un hospital con nombre de presidente estadounidense y un

médico que podría tener el mismo apellido Roosevelt. Seguidamente la aparición de

una mulata enfermera interesada en leer su novela y proponiéndole que escribiera sobre

los pilotos de autobuses... Y lo último, un comisario de la policía, quien tras anunciarle

que habían recuperado sus pertenencias y capturado al delincuente, le ofrecía posada en

su casa mientras denunciaba a un tal Usurero Dolores y se recuperaba para continuar su

viaje...

Arturo se preguntó si esos acontecimientos ocurrían en la ficción o en la vida real.

Aunque siempre se había negado a escribir su autobiografía o un texto testimonial,

ponderaba que lo que le estaba ocurriendo en Guatemala podría ser parte de una trama

de novela policíaca.

—Muchas gracias por su hospitalidad comisario Wenceslao Pérez Chanán. En verdad

le agradezco profundamente. Acepto su propuesta. Usted dirá cuándo nos vamos— le

expresó, aunque sabía que vivir en una casa de familia le representaría incomodidad

para su vida intelectual.

El comisario Wenceslao Pérez Chanán le puso frente a sus ojos la boleta en la que

autorizaban su alta del hospital. El policía colocó sobre la cama un pantalón, una

camisa y ropa interior que Arturo reconoció como la que viajba en la maleta que se robó

el ahora detenido Usurero Dolores.

—O. K. Me visto y nos vamos de inmediato.