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LIMA Y LA SOCIEDAD PERUANA

Max Radiguet

Obra suministrada por la Biblioteca Nacional del Per

ndice

Lima y la sociedad peruanao o

Estudio preliminar Libro primero

La vida. Las costumbres y las mujeres de Lima - I Callao. La baha. El Castillo. Rodil. Salteadores

- II Un mnibus peruano. Hermano de la Buena Muerte. Cholita. Paisaje. Oficiales. La Legua. Entrada a Lima

- III Plaza Mayor. Saya y manto. Nacimientos. Nochebuena

- IV Limeos y limeas. Saya angosta. Maricones. El tamalero. La suerte. El mercado. El puente del Rmac. La oracin

- V Los salones. Hospitalidad. Las limeas en su intimidad. Comidas populares. La ascensin. El picante. Artificios de coquetera

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Libro segundo

- I Los teatros. Las fiestas populares. Programa. La silla. La lanzada. Catstrofe. El toro ensillado. Ria de gallos. Coliseo

- II La gente de medio pelo. Balsas. Soldados y rabonas. Los Amancaes

- III La alameda vieja. La Perricholi. Las cofradas de esclavos. La versin del Gnesis

- IV Los conventos. San Francisco. El milagro. La Madona de Gupulo. San Pedro. El museo. Tumbas indias. La Huaca de Trujillo

- V Santo Domingo. La Seora del Rosario. Santa Rosa de Mazza. El viajero Rugendas. La escalera de la vida

- VI El santuario de Santa Rosa. Santa Rosa, patrona de todas las Amricas

- VII La Catedral. Las limeas en la iglesia. El Corpus. Los cuadros

- VIII Una ejecucin militar. Un pronunciamiento

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Libro tercero

- I El movimiento poltico desde la Independencia

- II Situacin del Per. Movimiento intelectual. Conclusin

Intermedios Cobija, nico puerto de Bolivia. Figuracin de Cobija en tomas de armas del Per y sus despropsitos particulares. La mina de Aghatico. Las Chinchas. Los pjaros. El guano del Per

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Apndice

Lima y la sociedad peruana. Anexo al Libro I; captulo III Anexo al captulo IV La noche en Lima. Los serenos

Anexo al captulo V Anexo al Libro II, captulo I Anexo al Libro III, captulo II

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Estudio preliminarBajo el sol invernal de la Bretaa francesa y sobre su paisaje a meno, Maximiliano Renato Radiguet naci en Landerneau en las mrgenes del ro del mismo nombre, cerca de Brest, en el Cabo Finisterre, el 17 de enero de 1816. Concluidos sus estudios escolares, Radiguet ingres a la Escuela Naval, de donde sali adscrito a la marina francesa. Su primer contacto con Amrica aconteci en 1838, al ser enviado en misin oficial como Agregado del Almirante Du Petit Thouars, a la nueva repblica de Hait, donde deba negociarse una indemnizacin a Francia exigida por el gobierno del rey Luis Felipe. De regreso de este viaje, en que pudo conocer algunas de las principales Antillas, entre 1838 y 1839, Radiguet fue designado para integrar la misin encomendada al mismo Almirante Du Petit Thouars, a bordo de la fragata de guerra La reine-Blanche, en 1841. El objetivo de esta misin era estudiar las condiciones de navegacin entre la costa occidental de la Amrica del Sur y las islas de la Oceana y para finalmente, ocupar a nombre del gobierno francs, las islas Marquesas que antes haban pertenecido a la corona de Espaa. El barco hizo escalas previas en Ro de Janeiro, y despus de haber cruzado el estrecho de Magallanes, en Valparaso. Enseguida, a la espera de rdenes superiores, debi permanecer prolongadamente anclado en la r ada del Callao, desde diciembre de 1841 hasta comienzos de 1845, en que los despachos recibidos le sealaron su objetivo final que fue el tomar posesin de las islas Marquesas. En esta importante misin, el teniente de marina Max Radiguet actu como secretario agregado al Estado Mayor del Almirante Du Petit Thouars, encargado de redactar el informe oficial de la misin encomendada a su jefe. Durante su larga estada en la costa peruana, Radiguet tuvo oportunidad de vivir casi constantemente en Lima, la capital de la nueva repblica independiente y de efectuar observaciones y juicios sobre la condicin social del pas, que haba de cautivarlo por su exotismo costumbrista y por la sugestin de su personalidad y carcter especial. Era Radiguet un joven oficial de marina que apenas frisaba en los 25 aos, cuando lleg por primera vez a Lima, en la navidad de 1841. Encontr un pas un tanto catico, en la poca de los gobiernos efmeros y del apogeo de Vivanco, afectado por luchas polticas intestinas, con serios problemas de desorganizacin administrativa y en estado

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de postracin econmica. Los golpes de estado se sucedan unos a otros y el enfrentamiento de facciones haca vivir a sus habitantes tiempos de inestabilidad y angustia. Pero la capacidad de comprensin humana de Radiguet, su tolerancia y sensibilidad, le permitieron prescindir de la ancdota fugaz o del cuadro momentneo, adentrar en la esencia espiritual de los peruanos y descubrir los valores permanentes, en medio de la fugacidad de las situaciones efmeras. Sus impresiones de viajero fueron consignadas primeramente en artculos sobre asuntos pintorescos que envi por un lapso que va de 1844 a 1854 a diversas revistas francesas. Posteriormente constituyeron, corregidos y ensamblados y puestos al da, la materia del libro que titul Souvenirs de l'Amrique Espagnole (Recuerdos de la Amrica Espaola), aparecido en 1856, uno de los ms amenos y mejor escritos relatos de viaje sobre el Per y los peruanos.

CARCTER DE LA OBRAMax Radiguet ha sido uno de los viajeros franceses ms afortunados en su visin de la realidad social del Per, en un momento determinado de su historia. El encanto de su prosa y el vigor de su genio literario lo han puesto en primera fila dentro del conjunto de los viajeros franceses que han escrito sobre el Per, no obstante que stos forman legin y que desde distintos ngulos, trataron de las peculiaridades de esta tierra peruana. A la obra cientfica de Castelnau y Orbigny, tan documentados y profundos conocedores de las realidades latinoamericanas se ha adicionado, en la primera mitad del siglo XIX, los libros llenos de encanto imaginativo y de recursos de estilo y agudezas de ingenio debidos a la pluma de Paul Marcoy (Lorenzo Saint Criq) y Max Radiguet. Fueron stos, sin duda alguna, talentos singulares, verdaderos artfices del buen decir. Sin los desbordes fantasistas de Marcoy, supo Radiguet trazar con palabras y tambin con los colores de su gil e igualmente atractivo pincel, un cuadro muy vivo de la sociedad peruana en la dcada del 40. Llegado por primera vez a Lima en 1841, residi en ella aunque con breves ausencias entre esa fecha y 1845, cada vez que se lo permitieron las tareas del buque en el cual serva como oficial de marina. As pudo narrar acontecimientos vividos en la etapa republicana que corresponden a ese lapso, los que complement con los datos de una diligente pesquisa sobre los antecedentes de aqullos, con semblanzas de los personajes actuantes en la vida poltica, con informaciones de primera calidad tomadas de personas de fe, con documentacin fidedigna y con ese don de observador acucioso que lo caracterizaba. Todo est volcado en una prosa amena y sugestiva, digna de un cronista cultivado y de un espritu de notoria sensibilidad como Radiguet que no lleg nunca a trastocar los hechos ni a fantasear sobre las realidades, como sucede en los relatos de Paul Marcoy, y que se limit a comentar con recato no exento de gracia cuanto observaba en las costumbres y los usos de los limeos. Las circunstancias no permitieron a Radiguet que se alejara de la ciudad capital, por lo que su relato no pretende dar la nocin total del Per, mas slo una imagen de Lima

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republicana de la mitad del siglo XIX. Es verdad que en ese momento el resto del Per contaba poco en los azares de la poltica peruana, salvo la aguerrida Arequipa. Pero de sta no deja Radiguet de mostrarse bien enterado y sus informaciones justas y ponderadas ofrecen bastante ndice de suplementaria informacin para el cuadro trazado de la sociedad peruana.

RADIGUET Y HALLEl mismo Radiguet observaba en algn prrafo de su libro el carcter practicista e insistentemente mercantilista de muchos de los viajeros que lo haban antecedido en su visita al Per. Se refera sin duda a las relaciones de viajeros de comienzos del siglo que coinciden con la poca de la independencia o sea a sus propios connacionales como Julin Mellet, Ren P. Lesson y otros marinos, muchos norteamericanos y sobre todo los ingleses que fueron en su mayor parte o agentes de emprstitos o mineros o comerciantes, a quienes interesaba el Per como zona de influencia para presentes y futuras concesiones o establecimientos de explotacin econmica. Sin embargo, entre ellos hubo excepciones y la mayor de stas pudo ser e clebre relato de Basil Hall, l viajero escocs, quien visit el Per en 1821 y que tiene algunos puntos de contacto con Radiguet. Era Hall tambin marino, desprendido de una misin tcnica, a ms de escritor de profesin como Radiguet. Pero estas son coincidencias adjetivas, pues la similitud fundamental reside en la actitud crtica de ambos, en la capacidad de observacin directa, minuciosa, en la apreciacin objetiva y en el juicio ponderado que no se apoya en prejuicios o en moldes europeos, sino que pretende presentar las peculiaridades del pas observado con respeto por sus valores autctonos e ntimos, aun en medio de la anotacin de sus miserias o defectos. Tampoco absuelven de las flaquezas pero las explican con tolerancia. Pero ante los hechos y situaciones ejemplares, ante lo original, lo ingenioso o el acierto no vacilan en sealarlo generosamente. La justeza de los comentarios, las finas semblanzas de los personajes, las descripciones de hechos y situaciones y el inters por las expresiones populares acusan en Radiguet y en Hall una previa y vasta preparacin cultural. sta los hubo dispuesto para informarse concienzudamente y para realizar la tarea de escribir sus libros y a la postre habra de promover la difusin coetnea de sus pginas y la supervivencia espiritual que los hace gratas y perdurables muestras del talento humano.

RESONANCIAS INTELECTUALESCon relacin a este autor es necesario desmentir una afirmacin infundada y destruir una superchera literaria. Pero al mismo tiempo, es posible sealar alguna otra resonancia literaria de su obra e insinuar tambin algunas perspectivas tal vez imaginarias pero ms fundadas. Por muchos aos se tuvo a Radiguet como inspirador de la pieza teatral de Merime sobre la Perricholi y el ambiente colonial peruano, pero no parece posible considerar que Prspero Merime hubiera tenido como fuente a Radiguet ya que La Carroza del Santsimo Sacramento, comedia que dio fama europea a la Perricholi, apareci en El

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teatro de Clara Gazul, obra de Merime, en 1826 e incluso haba dado pie a comentarios de Goethe en sus Conversaciones con Eckermann de enero y mayo de 1827, marzo de 1830 y febrero de 1832; en tanto que la obra de Radiguet slo aparece en volumen en 1856 y antes en revistas desde 1845. Por lo dems, Harri Meier en un agudo ensayo ha probado que la fuente principal de Merime fue el relato de viaje de Basil Hall, vertido al francs en 1825(1) y al alemn el mismo ao. La pgina en que Radiguet describe una pelea de gallos parece la fuente de inspiracin inicial de una notable narracin de la literatura peruana del siglo XX, El caballero Carmelo de Abraham Valdelomar. Algn parentesco podra encontrarse entre aquella descripcin del vencedor que logra Radiguet: Pos sus patas sobre el cadver de su vctima, levant el cuello con fiereza, lanz sobre la asamblea una mirada insolente y, magnfico como un hroe de la Iliada, lanz su grito de victoria como un desafo.... y ciertos pasajes del excelente cuento de Valdelomar cuando compara tambin al Carmelo con un armado caballero medieval o cuando describe: el gallo se incorpor... abri nerviosamente las alas de oro, enseorese y cant... aquel hroe ignorado, flor y nata de paladines. No sera descaminado imaginar que Valdelomar -durante su estada en Francia o Italia, entre 1913 y 1914-, pudo haber ledo el libro de Radiguet y que bajo la impresin de aquel relato escribiera luego en Roma, El Caballero Carmelo, tal vez su obra narrativa ms lograda. Todo ello pudo ser, pero no hay comprobacin documentada. Se trata de una simple conjetura. Y en plan igualmente imaginario cabe pensar en el posible impacto de la lectura de Radiguet, notable escritor y dibujante, que herman en su obra el Per con la Oceana, Lima y las islas Marquesas, sobre el destino del pintor francoperuano Paul Gauguin, quien fue nieto de peruana (Flora Tristn), vivi de nio en Lima por los aos en que Radiguet residi en estas tierras y quien, ms tarde, abandonando Francia, fij su residencia en Tahit. Es probable que el gran pintor leyera esas pginas de Souvenirs y tambin las de Les derniers sauvages que ellas le abrieran el horizonte de su destino genial.

LA INQUIETUD SOCIAL EN RADIGUETComo la obra se public en edicin definitiva, un decenio despus de escrita o de realizado el viaje (1841-1845) que le dio origen, Radiguet alcanz a introducir algunas adiciones pertinentes a las que se hace mencin en la introduccin All se deja constancia de que el pas ha entrado (por 1856) en poca ms prspera con la explotacin del guano y que su administracin se ha mejorado con la accin de orden en los gobiernos de Castilla, signo de estabilidad despus de la anarqua que Radiguet vivi en aos anteriores. Anota tambin la intensificacin del trfico comercial a causa del descubrimiento del oro en California que haba introducido mayor movimiento en los puertos chilenos y peruanos.

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Radiguet adverta hace 120 aos el peligro de la introduccin de lo que l llamaba el yanquismo (p. XI, Avant-propos, ed. 1856), en los pases latinoamericanos o sea la accin de el peligroso vecino, la raza angloamericana que un da podr desbordarse ms all de sus lmites sobre su territorio. Esta nueva conquista puede desplazar la lengua castellana pues la divisa de los americanos del norte (grow them!) implica si no la absorcin, la destruccin (p. 230, ed. 1856). De all su consejo idealista de que se vuelquen estos pueblos confiadamente a los pases neo-latinos y propicien una inmigracin europea y sobre todo francesa que las preserve de esos peligros. En buena cuenta, Radiguet resulta un adelantado del arielismo que patrocinar medio siglo ms tarde un latinoamericano ilustre, el uruguayo Jos Enrique Rod, con su famoso ensayo Ariel en el cual opona a las fuerzas del norte -simbolizadas en Calibnla afirmacin de la actitud espiritual de los pases latinoamericanos, simbolizados en Ariel. Sin embargo, la crtica peruana de la obra de Radiguet no ha reparado sino en el aspecto sugerente de sus descripciones costumbristas, de sus delectaciones pintorescas acerca de las limeas y los limeos o los usos locales, como si fuera slo un escritor localista que no hubiera ahondado en otras facetas de mayor contenido social o histrico. Parece procedente insistir en esta hora de revisiones, en los otros aportes de la obra del insigne viajero francs que dejan al descubierto, sin acritud, muchos aspectos negativos del Per en su poca y que sealan con penetracin y proyeccin hacia el futuro algunos fundamentales asuntos de crtica menos efmera, soslayados por cuantos anteriormente extrajeron de sus pginas slo aquello que convenga a su concepcin interesada en un Per feudal y centralista, aristocratizante y recortado. De acuerdo con lo expuesto por el propio Radiguet en la introduccin de su obra, se han consignado en su libro las observaciones pintorescas de las costumbres sociales del pas visitado que quedaron un tanto al margen de las noticias oficiales y datos cientficos o profesionales de sus informes que forman parte del lbum de la misin naval a que perteneca. El viajero se esforz en despojarse de prejuicios europestas y quiso ver con ojos tolerantes las caractersticas peculiares del Per, sus aspectos particulares, apartndose en lo posible de juzgar el pas solamente desde el punto de vista de sus intereses comerciales, econmicos o industriales, pero sin dejar de sealar sus aspectos negativos conjugados con los brillantes y positivos, sus miserias contrastadas con sus grandezas. El nfasis en lo mercantilista haba sido la tnica dominante en los viajeros de los aos anteriores o sea en el primer cuarto del siglo XIX. En contraste y en oposicin a ellos, Radiguet se interes por captar otros valores de tipo espiritual, sus recuerdos poticos, las esencias tpicas en medio de sus ancdotas. Le preocupa consignar las diferencias ms que las similitudes, la vida autntica y secreta, los caracteres distintivos en un pueblo con races profundas adentradas en las antiguas civilizaciones indgenas. De otro lado, en Lima hall a la notable y tradicional ciudad de la Amrica del Sur que todava conservaba las huellas de su antiguo esplendor en costumbres, usos y arquitectura. Por eso Ral Porras Barrenechea ha podido afirmar que Radiguet es uno

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de los creadores de la leyenda de Lima como 'la perla del Pacfico' y como centro de la cortesana y cultura americana del sur.

RESTANTE OBRA DE RADIGUETDespus de su libro sobre Amrica Latina, public Radiguet un estudio sobre las costumbres de la Amrica del Norte (1857), su libro de memorias sobre la ocupacin de las islas Marquesas titulado Les dernires sauvages (Pars, 1861) con 16 ilustraciones del autor y finalmente un cuarto libro titulado A travers la Bretagne (Pars 1865) que est formado por apuntaciones impresionistas de la regin bretona, en que naci. Colabor asimismo en la composicin del lbum de viaje de La reine Blanche, adicionado con cartas geogrficas y dibujos que Radiguet traz para ilustrar el informe oficial, en que naturalmente no pudo desenvolver su plena aptitud creadora, restringida en ese caso por las exigencias profesionales u oficiales. Sus colaboraciones en famosas publicaciones peridicas como Revue de Pars, Muse des familles, Magasin pittoresque, L'Ilustration, Revue des deux Mondes, Revue Moderne, L'Ocean, France Maritime, aparecieron frecuentemente firmados con los seudnimos Ren de Kerelian, Stphane Rnal y Ren de K. Por los datos de sus ltimas publicaciones que abarcan hasta 1875, podemos calcular -a falta de otra referencia y del silencio sobre ello en las reseas biogrficas que hemos consultado- que su fallecimiento ocurri alrededor de 1880. Esas postreras publicaciones versan significativamente sobre materia artstica lo que indica que en los aos de madurez, aflor la vocacin ntima de pintor y dibujante que haba descubierto en sus aos de juventud al contacto con el ambiente extico de la Amrica del Sur y las islas del Pacfico y especialmente con el del Per. Y pudo volver plenamente a esa vocacin una vez que hubo cumplido sus aos de actividad en la marina de guerra francesa, por cuya labor y mritos le fue concedida la condecoracin de la Legin de Honor. Adems de exquisito escritor, Radiguet ha dejado muestras de su talento como dibujante eximio. Sus crnicas del Per (y sobre todo de Lima) y del Brasil, de Chile y de la Oceana, publicadas en diversas revistas francesas, fueron usualmente ilustradas con dibujos a pluma muy donosos. En Lima visit frecuentemente la Biblioteca y el Museo, que por entonces ocupaban un mismo local. All encontr alguna vez, al pintor alemn Juan Mauricio Rugendas que all examinaba algunas piezas de la cermica antigua del pas o algn cuadro notable. Fue un encuentro romntico que Radiguet narra con gracia, describiendo la figura romntica del pintor alemn. Sus ilustraciones pueden hallarse en las pginas de las colecciones de Le Magazin Pittoresque, de la Revue des Deux Mondes y de L'Ilustration. En esta ltima revista, de 1854, apareci un grabado de Radiguet con la figura de la Perricholi, que constituye una atractiva figura, llena de sugerencias y delicadeza, un tanto idealizada como era usual en la poca, agradablemente ambientada, para la cual le sirvi de modelo una de las tantas jvenes limeas, cuyo perfil y encanto traz tambin literariamente en muchas de las pginas de su hermoso libro. Al lado de otras correspondencias en peridicos franceses pueden

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hallarse sus grabados Vestido de viaje y Caballero peruano e incluso, algn bosquejo del paisaje o de monumentos o muestras de arquitectura tpica. La vocacin pictrica de Radiguet refleja tambin en su estilo literario plstico y objetivo, que se recrea en mostrar, con delectacin minuciosa, calles, conventos, costumbres, tipos populares, personajes notables, mujeres hermosas, en coloristas y amenas descripciones que recuerdan los trazos del dibujante que no teniendo a la mano el carbn o el color, recurre a las palabras ms precisas y sugerentes para trazarnos cuadros o bosquejos imperecederos. Radiguet fue adems el traductor exquisito al francs de un relato clsico de la literatura peruana del siglo XIX, El nio Goyito de Felipe Pardo y Aliaga, que lo agrega en apndice de los Souvenirs, como muestra del talento literario de los peruanos.

LA PRESENTE EDICIN CASTELLANAAl cabo de ms de un siglo de su aparicin, en Francia, podemos ofrecer por vez primera una versin castellana completa de la parte peruana del clebre libro de Max Radiguet titulado originalmente Souvenirs de l'Amrique Espagnole (Paris, Michel Levy Frres, Libraires Editeurs, 1856, 308 p.). De la edicin original francesa hemos extrado los captulos referentes al Per. Los relativos a Chile y Brasil no tienen el encanto ni la importancia y extensin que los restantes referentes a nuestro pas. Nos hemos permitido, con el propsito de adaptar el libro al inters de los lectores peruanos de hoy, introducir las siguientes modificaciones de la edicin original: 1) El traslado del ttulo de la seccin de captulos referentes al Per -Lima y la sociedad peruana- al libro mismo, en razn de que se conforma mejor con su naturaleza, se explica mejor al suprimirse de la edicin las partes chilena y brasilea y nos permite sustituir el ttulo original Recuerdos de la Amrica espaola que no corresponda al contenido restricto a la parte peruana. De otro lado la denominacin Amrica espaola resulta hoy una tanto obsoleta e impropia. 2) La supresin de la parte boliviana (Cobija, en el captulo Intermedios, p. 231246), la brasilea (p. 249-289) y la chilena (Valparaso y la sociedad chilena, p. 1-45), que ya han sido traducidas y publicadas aparte en los respectivos pases. 3) La supresin del prlogo general que slo contiene datos personales y apreciaciones ya consignadas en el resto del libro. Los datos personales se han incorporado, por lo dems, a nuestro estudio preliminar. 4) La supresin de los apndices y algunas notas que fueron destinadas slo para informacin de lectores europeos, los que consideramos innecesarios para lectores peruanos, o latinoamericanos (p. 291-306) e incluso la versin francesa de un texto literario peruano El nio Goyito de Felipe Pardo y Aliaga y otro texto debido al viajero ingls W. B. Stevenson.

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La traduccin del libro es obra encomiable, de Catalina Recavarren Ulloa, conocida escritora peruana de valiosa produccin literaria. Expresamos nuestro especial agradecimiento al Dr. Flix Denegri Luna, alto exponente de la historiografa peruana, quien proporcion los originales de la versin castellana que utilizamos en esta edicin. Igualmente expresamos nuestra gratitud al Banco Central de Reserva del Per, sin cuya ayuda no hubiera sido posible la edicin que entregamos a los lectores peruanos. ESTUARDO NEZ

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Libro primeroLa vida. Las costumbres y las mujeres de LimaEntre las grandes ciudades de la Amrica meridional no hay otra que haya quedado ms fiel que Lima a las viejas costumbres espaolas de antes de la independencia. Hay todo un mundo aparte, toda una civilizacin elegante y refinada, y nada recuerda en el resto del Per, esos refinamientos. Lima, sin duda tiene su importancia como centro de la Repblica peruana; pero no ver de la ciudad de los Reyes, sino ese aspecto es imponerse la penosa tarea de juzgar la sociedad limea, tal vez si por su lado menos atrayente. Si se quiere saber lo que hay en esa sociedad, aun en pleno siglo diecinueve, de gracia inimitable y de originalidad pintoresca, es a la vida diaria que hay que interrogar, es la existencia misma del limeo que hay que compartir de alguna manera, ya bajo el techo de su casa hospitalaria, ya en medio de esas fiestas de cada da, que dan a la capital del Per, un carcter tan encantador de esplendor y de animacin jovial. Los recuerdos que nos ha dejado Lima, tal como la hemos visto en estos ltimos aos, especialmente bajo la presidencia del general Vivanco, harn penetrar, lo esperamos en una de las ms inteligentes y ms amables poblaciones del nuevo mundo. Si siguindonos a travs de las escenas y de los incidentes de una larga estada en Lima se llegara a formar una idea justa de los lados dbiles como de los lados brillantes de la civilizacin peruana, estos recuerdos habran alcanzado su meta, y tal resultado bastara a nuestra ambicin. Todo viaje, toda estada en pas desconocido, puede de alguna manera dividirse en tres perodos muy distintos: el perodo de la sorpresa, primero; el de la curiosidad despus, y en fin, el de la reflexin y de la crtica. El momento de la llegada tiene sus alegras y sus emociones fugitivas que hay que notar de paso, y que no se volvern a encontrar. En los das ms tranquilos que siguen a la instalacin, el viajero sufre poco a poco el ascendiente de la sociedad que lo rodea; no se contenta ya con ser espectador de sus fiestas o de sus trabajos, siente la necesidad de mezclarse y asociarse a ella. En fin, cuando la vida diaria le ha revelado todos sus secretos, es la vida moral e intelectual la que quiere conocer; y as se completa poco a poco, un conjunto de emociones sin las cuales no se puede juzgar sanamente las costumbres ni los intereses de una poblacin

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extranjera. Esos tres momentos que se encuentran en todo viaje y que he tratado de describir, marcarn las divisiones propias de mi relato.

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-ICallao. La baha. El Castillo. Rodil. Salteadores

Habamos entrado a la rada del Callao en una noche de serenidad magnfica. El soplo casi insensible que nos empujaba hacia el fondeadero, pareca expirar justo en el momento en que la fragata dejaba caer su ancla a dos cables de la costa. Delante de nosotros, la ciudad sembrada de puntos luminosos, perfilaba sobre un fondo de oscuridad azulada, la lnea quebrada de sus techos, y sobre un plano ms cerca, un gran nmero de naves, erguan hacia el cielo la fina silueta de sus arboladuras. Hacia la medianoche, bancos de neblina aparecieron como por encanto, luego aproximndose, se unieron esfumando el contorno de las tierras vecinas; luego stas se borraron y nuestro horizonte, encogindose poco a poco, dej la fragata como una crislida envuelta en una nube espesa. Una lnea fosforescente se mostraba slo a breves intermitencias acompaada de un estruendo semejante al de una fusilera: era la ola que reventaba sobre una escarpa en la que las piedras se entrechocaban, rodando con su movimiento de ascensin y de retirada. Al levantarse el sol, fuimos despertados con un estruendo tan extrao, cuanto aturdidor. Subimos al instante sobre el puente donde nos esperaba un espectculo bastante imprevisto. La vasta baha, silenciosa y triste unas horas antes, estaba llena de movimiento y de ruido. Millares de pjaros llenaban el espacio a todas las alturas y a todas las distancias, y la mirada hubiera vanamente escudriado la extensin para no encontrar sus filas interminables que se desgranaban en rosarios g igantescos, o sus batallones numerosos que picoteaban el cielo y se desparramaban sobre el mar como espesos copos de nieve. Se hubiera dicho que toda la poblacin alada del ocano Pacfico se haba dado cita en el Callao. A nuestro alrededor pavonebase el pesado pelcano, estorbado por su pico deforme y desmesurado, al cual una banda traviesa de pjaros ms pequeos, venan a arrancar el pbulo. El obeso y estpido pingino replegaba sus alas demasiado cortas, despus de haber tratado en vano de tomar vuelo; el damero ostentaba un brillante plumaje de plata y bano el petril de voz estridente; la gaviota blanca y ligera como una nube, se recreaba alegremente sobre la ola y llenaban el aire de chillidos agudos que entrecortaban aqu y all, notas guturales y nasales. Era un bullicio que rompa el tmpano, un movimiento perpetuo que daba vrtigo. Todo ese pueblo turbulento y goloso, era atrado hacia la rada, por el paso regular de una especie de sardina cuyos numerosos bancos visitan en determinada poca del ao las costas del Per, y hormiguean en las aguas del Callao. Sin embargo, el sol, del que se perciba desde por la maana el disco rojo y sin rayos, a travs de una espesa capa de nubes, derriti ese obstculo y arroj inopinadamente sobre el agua su luz triunfante. Toda la poblacin emplumada se conmovi, las vociferaciones redoblaron, y numerosos grupos volaron amedrentados; algunos instantes ms tarde, la brisa de la tierra vena a escamar la superficie de las olas y ocultar as el pez, a los apetitos del enemigo, cuyas bandas decepcionadas y confusas, huyeron y desaparecieron luego del horizonte.

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La baha del Callao rene condiciones poco frecuentes en la costa occidental de la Amrica del Sur, donde no existen casi, sino radas forneas. Es vasta y segura, las naves pueden recorrerla sin temor, quedar en el muelle en cualquier tiempo con seguridad, ejecutar en todas las estaciones sus trabajos de reparacin y carenaje. Es suficientemente abrigada en el sudeste y en el sudoeste por una lengua de tierra, algunas rocas y dos islas, principalmente la de San Lorenzo. Su abertura principal, (pues existe un pasaje poco frecuentado, al sur de la punta del Callao), se extiende del oeste al noroeste; pero los vientos que soplan de esa parte, no permitindose jams la menor extravagancia, no inspiran ninguna desconfianza. La isla de San Lorenzo forma el lado derecho de esa entrada. San Lorenzo es una tierra rida, desolada, gris como la ceniza y rayada de barrancos; ni un rbol, ni un tomo de verdura sobre esos flancos calcinados por un sol trrido; tomando eso en cuenta, jams ninguna tierra fue ms digna de llevar el nombre del mrtir de Valrien(2). Ah se recluan a los negros culpables de algn delito; los nicos seres que la pueblan hoy da, son las vacas marinas, a las que se oyen bramar por las noches, en tropas numerosas, sobre la vertiente occidental del islote. Vista desde el anclaje, la ciudad del Callao no ofrece nada de notable: es una lnea de casas grises, montonas, construidas al nivel del mar, y apenas dominadas por el campanario cuadrado y tosco de la iglesia. En la extremidad sur de la ciudad, aparece, en el mismo plano, la blanca construccin de dos fuertes de fachada circular, ligados entre s por una serie de bateras dispuestas segn los accidentes del terreno, para inspeccionar la baha y la mayor parte de los puntos de desembarque. La planicie se extiende del este al norte, salpicada aqu y all por conjuntos de rboles y atravesada por el Rmac, que viene a desembocar en la rada, a la derecha del Callao; luego, ms lejos, en la extremidad de una cinta de verdura trazada por el curso frtil del ro, se ve elevarse en medio de negros y largos macizos de sauces, los numerosos campanarios de Lima, color violeta o bermejo segn los juegos de la luz. Ms lejos an, altas montaas enrgicamente acentuadas, rompen las nubes y hunden en las profundidades del horizonte, sus diversos planos azulados e inciertos. En cuanto nos fue posible comunicarnos con tierra, me hice desembarcar sobre un muelle, donde compaas de trabajadores negros e indios, apilaban, cantando, numerosas cajas y fardos que, carros planos deslizndolos sobre un ferrocarril, llevan hacia las tiendas de la Aduana. Algunos soldados desarreglados y srdidos, vestidos con casaca gris y adornos verdes, cubiertos de una especie de gorro blanco que una cinta verde anuda a la base como la corbata de nuestros padres, vigilaban la operacin con un abandono lleno de mansedumbre, lo que nos pareci muy atractivo para los contrabandistas. La actividad reinaba por todas partes; las lanchas y las barcas llegaban en fila, cargadas desmesuradamente y se chocaban en desorden al fondo del asa que el muelle contoneaba en media herradura, entre sus muros y la tierra, para facilitar las operaciones de desembarque. Los marineros extranjeros juraban por todos los diablos; los trabajadores del puerto, respondan invocando a todos los santos; las gras y las palancas levantaban con horribles rechinamientos, los fardos enormes; y el muelle, ya estorbado por las cajas de fierro y las calderas a vapor, desapareci bajo un montn de

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bultos extranjeros. Ese muelle es una de las ms hermosas obras efectuadas bajo el virreinato de Don Manuel de Amat. La calle principal del Callao, la ms comercial y ms frecuentada, corre paralela a la ribera; es empedrada, con piedras colocadas en la tierra como huevos sobre su punta. Las casas que la bordean, construidas con adobes, tienen por techos simples esteras dispuestas sobre un lecho de caas y revestidas por una capa de cal destinada a preservar el interior de la humedad de las neblinas, y contra los rayos del sol. Estas viviendas, tienen generalmente un solo piso, a lo largo del cual corre una galera, abrigada a ciertas horas del da por cortinas de lona rayada en colores vivos; tiendas con artculos variados ocupan de ordinario el piso bajo. Las otras construcciones del Callao son generalmente muy bajas; y las calles estn dispuestas de tal modo que durante la mayor parte del da, el sol derrama ah, una luz implacable. Recorramos sin embargo, la ciudad, hundindonos hasta los tobillos en una polvareda llena de restos infectos, que dan vida a toda clase de plagas. Las casas bloqueadas con cal o embadurnadas de amarillo, estaban cerradas y silenciosas como tumbas. Era la hora de la siesta. Aqu y all, burros pelados y sarnosos, estaban inmviles en la sombra estrecha que proyectaba por casualidad, un pedazo de pared; y filas negras de gallinazos, dorman posados sobre una pata al borde de las terrazas. Las puertas de la iglesia estaban abiertas, y all entramos. La nave no ofrece ningn inters respecto a la arquitectura, y la decoracin interior responde a la mediocridad de la fachada. Saliendo de la iglesia nos dirigimos al Castillo. Era proceder en orden, en esa antigua colonia espaola donde, como en todos los pases sometidos al Escorial, la iglesia y la espada, el sacerdote y el soldado, despus de haber sido las ms enrgicas armas de conquista, quedaron como principales elementos de poder, empleados por los conquistadores del nuevo mundo para asentar y perpetuar su dominacin. Cuando nos disponamos a atravesar el puente levadizo bajado sobre una fosa, delante de la entrada abierta y abovedada de la ciudadela, un grupo bastante original se ofreci a nuestra vista. En la cima de un montculo pedregoso y oscuro, que atigraban aqu y all, algunas bandas oscuras de verdura, un soldado estaba sentado; delante de l, una cholita, el cuerpo negligentemente cado, la mano prdida en las ondas de una cabellera estrellada de flores de jazmn, y el codo apoyado en las rodillas del soldado, escuchaba sonriente alguna confidencia amorosa, arrancando con s labios los ptalos de una flor de us granada. El hombre llevaba la casaca gris y el gorro blanco de cinta verde; la mujer tena el torso drapeado con un chal escarlata y su fustn remangado, dejaba advertir un pequeo pie calzado de raso blanco, un tobillo fino y una pierna irreprochable. El soldado se haba improvisado una sombrilla anudando las puntas de un pauelo a las extremidades del cao de su fusil, apoyado ste por la mitad, en el codo de su bayoneta. Esta pantalla proyectaba sobre el rostro cobriz o de la india una sombra vigorosa, semejante a las que Eugene Delacroix haca caer con tan suave atrevimiento sobre la cara de sus personajes. Nos cuidamos mucho de prolongar esa contemplacin que amenazaba volverse inoportuna, y dejando a la joven pareja entregada a las dulzuras de su conversacin, entramos en el Castillo. Todas las obras situadas al sur de la ciudad estn encerradas en el Castillo. Los dos fuertes y las bateras de las que ya hemos hablado, lo defienden del lado del mar;

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espaldones y fosas profundas con escarpas y contra escarpas, hacen su principal defensa del lado de la tierra. En el recinto de la ciudadela se levantan macizas casasmatas, las nicas que se pueden construir con los materiales poco resistentes del pas. Esos reductos donde pueden abrigarse numerosos defensores, sirven actualmente de calabozos, como pudimos convencernos echando nuestras miradas en un respiradero semicircular, cerrado por una espesa reja de fierro, y destinado a alumbrar una profunda galera abovedada ftida y lgubre. A lo largo de los muros hmedos y negros, corra un cordn de bancos de madera, sobre los cuales se perciba una docena de esteras, lecho ordinario de los presos. Algunos utensilios groseros e indispensables estaban esparcidos por el suelo. Por el momento ese sepulcro estaba vaco: desde la maana se haban llevado a esos tristes huspedes, hacia diferentes trabajos pblicos, en los que se les empleaba. Por supuesto todo estaba en desorden: viejos caones de fundicin y de bronce, los unos rojos de herrumbre, los otros verdes de xido de cobre, anclas rotas, ruedas de engranajes, barriles desfondados, yacan medio sepultados en la polvareda. Casi todas esas construcciones amenazan ruina, y numerosas estacas sostenan el vientre rechoncho de los muros, cuya cada pareca inminente. El ltimo episodio de la lucha de los espaoles sobre el suelo peruano, uno de sus ms gloriosos recuerdos, se liga al Castillo. Fue en esos muros que el coronel Rodil, con una guarnicin de menos de mil hombres resisti, alrededor de dos aos, a los esfuerzos de los patriotas, de los cuales cuatro mil hombres de tropa, sitiaban por tierra; mientras que una escuadrilla de cinco o seis naves de guerra lo bloqueaban del lado del mar. A pesar de que en esa poca, San Martn y su auxiliar, el clebre aventurero, Lord Cochrane, haban ya proclamado la independencia del Per, la partida de la tropa libertadora, haba dejado caer momentneamente, a Lima y Callao, en poder de los espaoles. Pero los xitos de Bolvar en el Alto Per, coronados por la brillante batalla de Ayacucho, que aseguraba sin rodeos el triunfo de la causa liberal, determinaron al General en jefe espaol, Canterac, a ofrecer una capitulacin definitiva, en la que uno de los artculos estableca que la fortaleza del Callao sera devuelta a los independientes. El coronel Rodil, hombre de una bravura y una fidelidad digna de los tiempos antiguos, mandaba entonces en el Callao a los restos de la tropa real. Resuelto a defender hasta el ltimo extremo los derechos de la corona, se encerr con los suyos en el Castillo, conservando la quimrica esperanza de ver llegar das mejores para una causa que, en su abnegacin, se obstinaba en no creer desesperada. El Castillo fue puesto en estado de sitio, por los patriotas; pero la plaza estaba suficientemente provista de vveres, y nada debilit, durante meses, la determinacin de los sitiados. Ms tarde las provisiones comenzaron a faltar, la llegada de refuerzos espaoles se volva problemtica, se sinti brotar vagos sntomas de descontento. La inquebrantable firmeza del jefe, los hizo quedar en la sombra, y fortaleci la voluntad de ceder entre los subalternos. Imperaba la escasez; pero cuando la guarnicin hubo devorado hasta sus bestias de carga, fue la hambruna. Rodil comprendi entonces que el peligro no estaba solamente afuera; y la energa del desespero, alcanz en l, proporciones casi salvajes. Se rode de gentes abnegadas, hizo reunir su personal, y despus de haber expuesto las dificultades de la situacin, siguiendo con la mirada sombra el efecto producido por sus palabras, quiso recoger el sentimiento de cada uno respecto a la resistencia o a la capitulacin. Cuarenta hombres, ms o menos, y algunos oficiales, opinaron por el ltimo partido y

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salieron de las filas. Una risa amarga y feroz se mostr en la faz bronceada del jefe; los que conocan al hombre comprendieron, aunque demasiado tarde, que acababan de armarles una trampa. El momento era decisivo, la revolucin ruga, un instante de duda, y todo lo que Rodil haba desplegado de valor, agotado de expedientes, sufrido de angustias, iba tal vez a volverse intil. Era necesario tomar un partido, ese partido fue terrible. Rodil declar rebeldes y traidores al rey y a la patria, a los partidarios de la capitulacin, y usando su poder supremo, los hizo fusilar en el acto. Esta medida que excede tal vez, a los lmites de firmeza, pero que encuentra una disculpa en el fanatismo de la devocin, produjo una reaccin saludable. Los soldados, en un impulso espontneo, juraron defender, hasta su ltima gota de sangre, la bandera de la madre patria; la confianza volvi al alma de Rodil, y la vida del Castillo tom nuevamente su doloroso curso. Vida horrible! Cada da aumentaban los horrores del hambre y traa una nueva tortura. Los sitiados sostuvieron an su miserable existencia a expensas de animales inmundos; luego no les qued para vivir, sino el producto insuficiente de la pesca, que se ejecutaba con grandes trabajos, bajo el can del fuerte. En fin, una epidemia engendrada por las emanaciones pestilentes de los cadveres sin sepultura y las inmundicias amontonadas, vino a caer sobre la guarnicin y traer el abatimiento a su ltimo perodo. Todo lo que la energa humana puede soportar de atroces privaciones y dolorosas miserias, haba sido agotado por los heroicos defensores del Castillo que quedaron sin fuerzas contra esta ltima calamidad. Adems las municiones se terminaban; toda esperanza de socorro haba desaparecido; y prolongar una resistencia sin un fin en esa posicin desastrosa, se converta en un acto de abnegacin til, insensata. Era necesario pues, ceder al implacable decreto de la Providencia. Rodil sent las bases de una capitulacin honrosa, que fue aceptada el 23 de enero de 1826, el Castillo abri sus puertas a las fuerzas patriotas, y la bandera de Espaa, flame por ltima vez sobre el suelo del Per. Cuando dejamos la ciudadela, el sol doraba la ciudad con sus rayos oblicuos, y desapareca detrs de San Lorenzo, cuya masa violeta se destacaba sobre un horizonte ardiente como una hoguera. Los trabajadores del muelle volvan a sus casas, y los habitantes salan de la atona en que les haba hundido la temperatura del medioda. Por todas partes, las cortinas pintorreadas de los balcones, volvan a subir gritando sobre sus rodillos, y las mujeres sentadas en el umbral de las puertas para respirar el primer frescor de la tarde, vigilaban a sus chicuelos desgreados que se revolcaban en la polvareda, sin espantar en lo menor a las bandas de gallinazos ocupados en despedazar perros muertos. Nuestro paseo por las calles, a esa hora en que la ciudad respiraba, nos permiti apreciar, al primer golpe de vista, el conjunto de la poblacin del Callao, que se compone de blancos y ms particularmente de cholos y de zambos . El cruce de esas tres razas primitivas, ha multiplicado al infinito los matices de la piel, y slo el ojo ejercitado de los habitantes del pas puede distinguir infaliblemente, el tipo original de los diferentes individuos. Los cholos y los zambos, se distinguen menos por el color de piel que por la forma de cara: aquellos tienen la frente estrecha, las mandbulas pesadas y salientes, los ojos vivos y negros y achinados, y los cabellos lacios y brillantes como azabache; su fisonoma llena de dulzura, lleva el sello de la melancola y de la resignacin. El zambo tiene la tez ms oscura, los cabellos crespos, los labios espesos. Se buscara en vano la belleza plstica de los habitantes del Callao: son en su mayor

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parte pequeos y mal venidos; pero a falta de esa belleza precisa, determinada, que sorprende de repente la vista, se encuentra a menudo en las mujeres indias, una clase de gracia de la que se siente el encanto, como un rayo del alma, atravesando la envoltura material, viene a iluminar su fisonoma. El traje de la gente del pueblo, es en el Callao, como en todas las ciudades de la costa del Per, el mismo que en Chile. Es, para los hombres, un poncho de lana sobre un pantaln de tela gruesa. Las mujeres, tambin se drapean el busto con un chal de color escarlata, y mezclan a su cabellera claveles o flores de jazmn; su calzado, ms elegante que confortable, se compone a menudo de medias de seda listada, de color carne, en un zapato de raso blanco. Aqu, el techo del hombre del pueblo, es siempre hospitalario para el extranjero; un rostro risueo, le acoge a su entrada; un deseo de felicidad, lo acompaa a su salida. El interior de las viviendas es generalmente simple, y modesto sin ser miserable; el mobiliario de la pieza principal es ordinariamente una cama, adornada con cierta afectacin, una mesa en la que un ramo de flores, recin cortadas, ocupa el centro; un sof cubierto por una funda de indiana estampada, luego, aqu y all, banquitos toscos. A veces, una hamaca destinada a la siesta, une los ngulos opuestos de las paredes blanqueadas con cal, contra las cuales, se percibe siempre, colgada a un clavo, la indispensable vihuela destinada a encantar las horas de ocio. Se necesita poco tiempo para explorar la ciudad del Callao. Regresbamos despus de algunas horas de paseo a la Fonda de la Marina, donde habamos elegido domicilio, con esa tristeza, que acompaa ordinariamente, toda curiosidad decepcionada, cuando percibimos un numeroso grupo, que se apretaba a la entrada de una casa de donde escapaba, mezclada a clamores discordantes, el estremecimiento cadencioso de las guitarras. El espectculo deba ofrecer un serio inters, a juzgar por la actitud de la gente que ocultaba la escena. Todos, el cuello estirado, las narices dilatadas, los labios estremecidos hundan miradas vidas en un departamento alumbrado no s por qu luz amarillenta y vacilante. Unos aplaudan con la voz y con el gesto a los actores invisibles; otros lanzaban algunas palabras al concierto vibrante del interior, y todos los rostros, negros como bano, rojos como el bronce florentino, amarillos como el mbar, llevaban la ardiente y salvaje expresin de la codicia como una jaura que el chicote del picador, contiene delante de la ralea. Queramos tambin nuestra parte de emocin; pero vacilbamos en conquistarla ensayando abrir una brecha en esa muralla viviente. Un arriero, cuyas formas hercleas, as como su profesin, lo tornaban muy apropiado a ese gnero de ejercicio, vio nuestro apuro, y se ofreci mediante algunas piezas de monedas, hacer el oficio de chivo en nuestra intencin. El trato hecho, las clusulas fueron ejecutadas con una conciencia escrupulosa. Pudimos entonces comprender esa apasionada atencin, esos estremecimientos febriles de la asistencia: jams drama coreogrfico alguno, haba traducido tan enrgicamente los ardores insensatos del amor, como aquel que se ejecutaba bajo nuestros ojos. La orquesta, si se puede llamar as, a la fuerza instrumental que lanzaba a los bailarines el movimiento rtmico, se compona de dos guitarras, de las que se hacan vibrar todas las cuerdas a la vez; de una mesa sobre la cual se tamborileaba con los puos; y de un coro de voces discordantes. La accin tena por intrpretes un negro y una zamba. El hombre, desnudo hasta la cintura, pareca orgulloso de su busto, donde

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se segua el juego de sus msculos a travs de una piel oscura y lisa, como esas piedras que la mar rueda hacia la ribera. La mujer llevaba un fustn muy adornado y coloreado de rojo y naranja; ella haba dejado caer el chal de lana azul que estorbaba su pantomima, y su camisa sin mangas estaba apenas sujeta en los hombros por el lazo mal anudado de un pasador. Habamos llegado al desenlace de una resbalosa; tal nos pareci al menos, ser el baile ejecutado. Tuvo lugar una pausa, durante la cual, coristas y bailarines pidieron al licor plateado del Pisco, un aumento de energas y nuevas aspiraciones. A una nueva seal de la orquesta, el negro y la zamba se aproximaron y colocados uno frente al otro, tomaron ambos una actitud fieramente provocante de desafo, mientras el coro entonaba la cancin siguiente: T dices que no me quieres; por qu no me quieres di? Yo dejo de ser querido slo por quererte a ti ahora zamba y cmo no. La mujer tena en la mano derecha su pauelo desplegado al que un gesto circular, imprima un movimiento de lenta rotacin que pareca hacer un llamado a la pareja. ste, los codos hacia fuera y las manos apretadas sobre las caderas, se aproxim bambolendose con confianza; la bailarina entonces, con un movimiento lleno de coquetera, comenz una serie de resbalones y piruetas con la intencin evidente de evitar las miradas de su compaero, quien por su parte, se agotaba en vanos esfuerzos para mirarla de frente. Luego cansado de una maniobra estril, se puso a saltar para su propia satisfaccin y simulaba todo el aspecto de la indiferencia. La zamba se le reuni al instante, zapateando con una encantadora seduccin; luego retrocedi, volvi an y reconquist su prestigio, produciendo tesoros de gracia y flexibilidad. El negro encadenado de nuevo detrs de ella, imitaba lo mejor que poda sus fantsticas evoluciones. Ora ella se mece lentamente como el pjaro que planea y oscila antes de desplomarse; ora ella se agita como el pez que un ruido espanta. Sus movimientos, a veces de una regularidad perfecta, se transformaban de repente, se volvan vivos, desiguales, incomprensibles. A medida que la accin se desarrollaba, los guitarristas rasgueaban sus instrumentos con ms furor; el choque cadencioso de los puos haca estremecer los pomos sobre la mesa sacudida, y la asistencia, a una sola voz, cantaba gritando: Quisiera ser como el perro para amar y no sentir, el perro como es paciente todo se le va en dormir; ahora zamba y cmo no!

El baile tom luego, un carcter ms vehemente, las piruetas y los resbalones dejaron lugar a gestos apasionados, a posturas lascivas, a imprecaciones ms y ms ardientes impetuosas. Las miradas de los bailarines, remachadas la una en la otra, se devolvan sus relmpagos; sus rodillas se entrechocaban, sus riones se estremecan como

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galvanizados y enrgicas palpitaciones, hacan ondular su pecho. Al fin, un estremecimiento febril, recorri el cuerpo del negro. Se hubiere dicho que concentraba en una suprema aspiracin magntica, todo el poder de su voluntad. La zamba se ergua contra esa llamada fascinadora; pero sus pasos inciertos la volvan a traer hacia aquel que ella quera huir; desmelenada, jadeante, vencida, acab por caer entre los brazos del negro que la levant, triunfante y la deposit, medio desmayada, sobre un sof, en medio de una explosin de aplausos. Ya habamos visto lo suficiente para comprender la repugnancia que experimentaban las mujeres de sociedad, al ejecutar en los salones peruanos ciertos bailes nacionales. Dejamos a zambos y zambas, continuar sus piruetas, ante un crculo de aficionados ms sensibles que nosotros, al encanto de ese extrao espectculo y volvimos a la Fonda de la Marina. Situada cerca del puerto, a la entrada de la calle principal, esa fonda era el establecimiento -en su gnero- el mejor acreditado de toda la ciudad, gracias a la direccin vigilante de un hospedero que saba juntar a una habilidad sacada de las mejores tradiciones parisienses, un amor al orden, a la limpieza y al confort, verdaderamente britnicos. Fue en esa hospedera, refugio inapreciable para los oficiales de todas las naves de la rada, que fuimos a terminar la tarde, e informarnos de los medios de comunicacin ordinarios entre el Callao y Lima. El resultado de las preguntas dirigidas a ese respecto, al amo de la casa, fue que nos sera fcil alquilar a cualquier hora del da, caballos y coches, los primeros mediante una piastra, los segundos mediante un cuarto de onza; pero que el medio de locomocin ms econmico y menos aventurado, (esa palabra, fue pronunciada con una intencin manifiesta), era l mnibus que hace el viaje tres veces al da. Nuevas explicaciones del hospedero, nos hicieron comprender que no haba ninguna exageracin en la palabra aventurado, que nos haba hecho sonrer. Ese paseo de dos leguas, atraviesa una llanura descubierta, sobre un camino incesantemente batido y a menudo agobiado por muy molestos encuentros. Las numerosas crisis revolucionarias que se han sucedido en el Per desde la emancipacin, han creado ah, toda una poblacin de soldados sin bandera y sin sueldo regular, que comparten gustosos, su vida, entre las aventuras en los grandes caminos, y las hazaas de la guerra civil. Felizmente hay medio de escapar a los requerimientos de esos camineros: esos salteadores del camino a Lima, no atacan si no a los viajeros aislados y a los coches particulares, respetando el personal ms importante del mnibus. Entre los habitantes de la fonda, se encontraban algunos que habiendo tenido que verse con los salteadores, pudieron darnos algunos detalles sobre el modo de operar. Son toda cortesa con los que no pretenden defenderse o sustraerse por la fuga a sus exigencias; pero infeliz del viajero, por resignado que sea, si no tiene una bolsa llena que ofrecerles. El cicatero, (as se llama al viajero sin dinero), debe estimarse muy feliz si escapa con algunos puetazos, y corre grandes riesgos de ser abandonado en campo raso, inconvenientemente desnudo. En cuanto a la resistencia, ha sido rara vez coronada por el xito, para que se sienta uno animado, a una lucha en la que las armas son necesariamente desiguales. El segundo de una nave mercante, acababa de pagar con su vida, una tentativa de ese gnero, en el momento, en que llegbamos al Per; y durante nuestra estada en Lima, la suerte nos hizo encontrar a un capitn ingls, al cual

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su bravura temeraria, casi cost la vida a su compaero de viaje. Ese capitn, oficial por sus aventuras, despus de haber puesto, en diferentes pases, su espada al servicio de diez partidos contrarios, haba venido a ofrecerla a los turbulentos del Per, y haba querido inaugurar su estada en ese pas, con un rasgo de audacia. Para ese caso, se arm de un arsenal, y llamando con sus deseos un encuentro peligroso, dej el Callao en un coche, en compaa de un pacfico tendero de Lima. La suerte le sirvi a pedir de boca; un accidente sobrevino al carruaje, y mientras el cochero se ocupaba en componerlo, una media docena de individuos, cayeron sobre el coche, como buitres sobre su presa. Los ladrones eran numerosos, pero el ingls era valiente. Qu quieren?, dijo ste. Su plata, dijo el salteador, bajando su escopeta. Era el momento de ahorrar palabras; la pistola del ingls se encarg de la respuesta y una bala derrib al agresor. Anda puerco, grit luego al cochero, el hijo de Albin, preparndose para hacer uso de una segunda pistola; pero luego, el tendero limeo, que haba perdido la cabeza, detuvo el brazo del conductor gritndole con voz lamentable: Para, amigo! por Dios para!. La frase se perdi en una descarga de escopeta que arrancaba y clavaba en el fondo del coche, una oreja del infeliz tendero. Un segundo tiro de pistola hecho por el ingls, derrib a un segundo salteador; los otros titubearon. El cochero se haba puesto en la silla estimulado por la voz enrgica del ingls, ms que por los ruegos desesperados de sus compatriotas, levant sus caballos, parti a toda velocidad, y aunque algunas balas agujerearon el fondo del coche, se pudo llegar a Lima. No quisimos en absoluto, hacer alarde de valenta sobre el suelo peruano; juzgamos superfluo afrontar a los salteadores, y, para evitar en lo posible aumentar una nueva ancdota burlesca o dramtica a los ricos anales de La Legua(3), fuimos a retener nuestros asientos en el prosaico vehculo que tiene la reputacin de conducir su personal completo hasta la capital.

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- II Un mnibus peruano. Hermano de la Buena Muerte. Cholita. Paisaje. Oficiales. La Legua. Entrada a Lima

Al da siguiente, al toque de diez, estbamos reunidos en la oficina del mnibus. El cochero, negro vigoroso y brutal, estaba ya trepado en su asiento y se diverta en forma de pasatiempo, en azotar a su tiro, que, impaciente y atormentado, pataleaba, coceaba, morda y se zarandeaba sacudiendo sus ataduras. No tuvimos si no el tiempo de depositar en la oficina, nuestro medio peso duro de plata, precio del viaje, y de lanzarnos confusamente, en el coche ya lleno, que parti enseguida como llevado por hipogrifos, y rod por un empedrado feroz, con gran ruido de vidrios trepidantes y errajes desunidos. A la salida del Callao, por fin, el pesado vehculo entr en una polvareda compacta que sofoc sus ruidos, y cambi sus baches bruscos y sofrenados por caprichosas ondulaciones: se hubiese dicho una nave zarandeada por las olas. Todo el mundo fumaba en el momento en que subamos al coche. Cegados, sofocados, aturdidos, nuestro primer cuidado fue, desde luego, forzar un poco ese muro viviente que nos encajaba; y cuando habamos conquistado el lugar que nos corresponda, nos apresuramos en bajar el vidrio que estaba detrs de nosotros, a fin de absorber lo menos posible el humo de tabaco que nos envolva. Tomada esa precaucin, la nube se entreabri y vimos aparecer a nuestros compaeros de viaje. Algunos de ellos llamaron sobre todo nuestra atencin; primero dos oficiales peruanos. El mayor, sombro, terroso, austero como un monje de Zurbarn, desapareca hasta los bigotes en su abrigo; el otro, roz agante, crespo, simptico y rubio como Van Dyck, llevaba una gorra rosada galoneada de oro, un poncho blanco a largas franjas, resguardaba del polvo su frac celeste, del cual no se perciba sino las mangas bordadas de soutache; un pantaln color amaranto con bandas de oro y botas grises, completaban su traje. Un tercer personaje estaba enteramente vestido de negro; una cruz escarlata le cubra el pecho, dos cruces iguales adornaban su abrigo a la altura de los hombros; su sombrero de ala ancha, cubra no solamente sus rodillas sino tambin las de su vecino. Era un hermano de la Buena Muerte, cofrada religiosa cuya principal atribucin consiste en amortajar a los cadveres. No tena adems el aspecto para su misin: al ver su cara jovial y rubicunda hubiera podido preguntarse como Hamlet: Tendr el sentimiento que necesita, ese bribn? desde el momento de la salida, charlaba sin tregua con sus vecinos, mientras acumulaba, en no s qu misteriosas cavidades de un rincn de su boca, un humo que soplaba despus por las narices, en nubes interminables. Sus dedos no cedan en actividad a su lengua. Era un placer ver con qu destreza prctica envolva cigarrillos para ofrecerlos a una vecina, de la que se hizo el complaciente proveedor. sta, cholita joven, tena tambin la cabeza descubierta, y su sombrero de paja de Guayaquil radiante, bajo sus cintas cerezas, desafiaba en amplitud y contrastaba con el fieltro oscuro del reverendo hermano. El mismo desacuerdo reinaba entre su traje y el atavo fnebre del cofrade; su crespn de la China matizado como un cantero, su fustn de rumboso color rosa, el oro de sus aretes, el vivo resplandor de sus cintas y de sus flores, todo esto coronado por el valo anaranjado de una cabeza joven, adornada con

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una trenza negra, con visos de zafiro habra encantado la mirada y alegrado el corazn, sin la vecindad del monje, cuya charla desenfrenada, vena sin cesar a cansar nuestros odos. Tenamos adems que luchar de tiempo en tiempo, contra un inoportuno de otra clase: era un perro chino que, un marinero que haca viaje a Lima, haba trado en el mnibus, y que se escapaba continuamente de las manos de su dueo, para venir a morder nuestros vestidos. Cubierto por un pelaje gris acero, brillante y raso como el de un pericote, llevado sobre cuatro patas finas, tiesas, cortas y puntiagudas como pies de marmita, ese animal era el digno hijo de un pas que parece tener el privilegio de producir todas las cosas excntricas de la creacin. El mnibus rodaba sobre una arena gris como la ceniza y sembrada de guijarros; el coche no afrontaba muy valientemente esos obstculos: oscilaba y se zarandeaba de la manera ms inquietante, y a cada nuevo bache, el perro lanzaba los ms desagradables gemidos de eunuco. Habamos dejado a la derecha, a un cuarto de legua de la ciudad, un cubo de albailera coronado por una cruz de fierro. Durante la noche del 28 de octubre de 1746, un navo llevado por las olas, dicen que fue depositado en ese lugar, marcado desde entonces con el signo de la redencin, sin haber perdido su equipaje. A la izquierda, percibamos los arbustos que bordean el Rmac y los terrenos pantanosos que lo avecinan. Toda aquella primera porcin del camino, est geomtricamente dividida por paredes anchas, construidas en tapias; tierra mezclada con paja y que seca al sol, guarda la forma de la caja donde se la ha apretado, la altura de esos cercados varan de uno a dos metros. Nada ms triste y montono que esos lmites de propiedades que parecen ruinas de alguna vasta ciudad destrozada por un cataclismo. Aqu y all, entre esos cercados, aparecen matorrales ceudos y polvorientos; el suelo est apenas mosqueado de plantas que sirven de pasto a unos cuantos toros flacos. Por el camino, van burros en tropel, en medio de una nube, transportando a Lima los bultos desembarcados en el Callao, otros llevan paja picada menudo o alfalfa, encerrada en redes de mallas anchas. Casi todos se arrastran bajo un peso exagerado, y el palo de los arrieros es impotente para apurar su marcha. De tiempo en tiempo, una de esas infelices bestias, cae jadeante en el camino, los golpes no le arrancan una queja, pero tampoco le hacen dar un paso; esos verdugos, los abandonan entonces a los arrieros de los convoyes siguientes, y stos vuelven a comenzar la paliza hasta que el burro se resuelve a levantarse o morir. Los esqueletos y las osamentas regadas, atestiguan que numerosos retrasados han servido de pasto a las aves de rapia. Ninguna brisa temperaba el calor agotador de la maana, el cielo estaba azul como el mar, del que se vea desenrollarse en el occidente, el mantel infinito, todo esmaltado de velas blancas, que, semejantes a gaviotas, circulaban a travs de los grandes navos oscuros y adormecidos. En fin, cerca de nosotros y turbando nicamente, con su grito fnebre, el triste silencio del tranquilo ter, un gigantesco cndor, bajaba hacia un cebo invisible, los circuitos desmesurados de su redondeado vuelo. Habamos dejado tras de nosotros la triste aldea de Bella Vista: una poblacin msera en la q apenas unas ue cuantas casuchas color lodo, las nicas cuyas paredes no fueron derrumbadas por el can del Callao, durante las luchas por la Independencia. Un poco ms lejos vimos erguirse un bosque de verdura sombra, que encuadraba las murallas nuevas y almenadas de un cementerio, y pasamos cerca del nico rbol que se encuentra durante

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la primera legua a partir del Callao. Ese rbol serva de resguardo a una pequea mesa cubierta con un pao, sobre la que se perciban dulces espesos de maz cocido molido y mezclado con miel (mazamorra), botellones de chicha coronados de espuma: todo, malamente guardado por una vieja zamba, que dorma confiada, la frente sobre sus rodillas. Nuestra calidad de viajeros franceses nos haba hecho el objeto de agasajos d el grupo. El cofrade nos haba ofrecido cigarrillos; pero ese tabaco que l amontonaba y pona en la palma de su mano, para echarlo despus en una hoja de maz arrollada entre sus dedos de una limpieza dudosa, nos inspir una desconfianza que era justificada ampliamente por la naturaleza de su profesin. Aceptamos ms gustosos los cigarros del oficial afeminado, y esa cortesa, hizo nacer un acercamiento que autoriz la conversacin. Tratbamos con un joven de maneras elegantes y de un espritu culto, que deba ms bien su grado, (cosa bastante comn en la repblica peruana) a su nacimiento ms que a sus servicios militares. Espiritual y burln, dirigi su verba satrica contra los acontecimientos recientes de su pas, de los cuales haca resaltar la fase burlesca. Su burla no era mala, era natural en la extrema alegra de su carcter: de tiempo en tiempo, fastidiaba a su vecino enfurruado que grua o rea en su abrigo; luego, despus de haber persuadido a la cholita, para sacarse sus aretes en caso de un mal encuentro, la dej perpleja contndole hasta dnde llevaban esos indecentes salteadores, sus pesquisas indiscretas con personas de su sexo; tanto, que la joven no encontrando un amparo seguro para sus joyas, decidi devolverlas a su sitio. A nosotros nos hablaba de su patria, con respeto, como un hijo habla de su madre; de sus gobernantes con irona, de las mujeres de Lima, con viveza, pero, hay que decirlo, con ciertos aires de triunfador. l, tena a su favor, sobre todo, el secreto de esos exordios oratorios que mantienen el espritu alerta y le permiten coger al vuelo las ms fugitivas insinuaciones, las reticencias ms desapercibidas. Despus de una ancdota escandalosa, en la que se trataba de un coronel que, queriendo llevar un oficial a su partido, le haba ofrecido su mujer, su nico tesoro, deca l; el oficial serio, crey su deber salir de su mutismo y hacerle algunas observaciones. Bah! dijo otro, es un hecho admitido en la historia contempornea del Per. No obstante, el joven burln pareci tomar en cuenta el aviso y se volvi menos expansivo. As charlando, llegamos a La Legua, es decir a medio camino de Lima. En ese lugar se levant una encantadora iglesia del Renacimiento, que, dedicada a Nuestra Seora del Carmen, es, de parte de la gente del mar, sobre todo, el objeto de un culto especial y de una ferviente devocin. Los temblores ms que el tiempo, han hecho caer aqu y all, ngulos de albailera, y han cubierto de rajaduras su fachada embadurnada con falsos colores, muda acusadora de la parsimonia de los fieles y de la incuria de la administracin. El coche pas frente a esa iglesia y se detuvo delante de una pulpera(4) vecina que pareca haber sido construida all expresamente, para fornecer a ms de un viajero grave, la ocasin de transmitir a la posteridad, una invariable reflexin sobre la diferencia de clientela de los dos establecimientos. Mientras que el tiro t maba unos o minutos de descanso, soplaba en sus arreos orlados de espuma blanca como la del jabn, los viajeros bajaron y se dirigieron a la pulpera. Era una casucha baja, jorobada, cubierta por un techo chato, agujereada en su piso bajo por una ancha abertura que

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serva de mostrador, sin que fuera necesario penetrar en el interior. Un alero de caa sostenido por estacas, de las cuales una muy alta se convirti, a plena luz, en asta de una bandera, cerraba contra el sol esa abertura, donde se perciban panecillos mal cocidos, dulces, naranjas, chicha, y sobre los estantes, varios pomos con forma ms o menos extraa, contenan esos licores vulgares llamados en Francia: Perfecto Amor, Licor de los Valientes, etc. El aguardiente de Pisco, de esa pulpera, que goza de una excelente fama, atrajo al mostrador a la mayor parte de nuestros compaeros de viaje. Algunos arrieros, el poncho sobre el hombro, la frente ceida por su pauelo rojo, descansaban cerca de sus mulas cargadas, y se rean de un negro que rasgueaba su mandolina, cantaba a toda fuerza y bailaba solo a pleno sol. Otros dos personajes, quemados y huraos como beduinos, desnudos como lazaroni, se haban acurrucado en el polvo y se repartan una sanda , de la que mordan la tajada escarlata, mientras hundan sus dedos en una escudilla llena de mazamorra, que excitaba la codicia de un grueso perro. ste, sentado sobre su cola, miraba reverentemente la escudilla, y pareca escandalizado de ver palomas, menos circunspectas, venir ah, a picotear en las barbas de sus dueos. Despus de una pausa de diez minutos, el cochero nos grit que volviramos a nuestros asientos. Como volvamos a subir al coche, el amortajado vino a ofrecer a la cholita, que no haba bajado una copa de pisco. Nos la present llena diciendo: Caballeros, quieren ustedes hacerme el favor?.... Le agradecimos discretamente; ella resisti y su rostro bermejo se ti de prpura, como una naranja madura. Esta clase de cortesa, no se rechaza, por lo corriente, nos dijo el joven oficial. Ustedes hieren a esta pobre nia, que est toda confundida. Tal no era nuestra intencin; as que tomamos ligero la copa, para mojar en ella nuestros labios, y lo devolvimos disculpndonos por no estar an iniciados en los modos galantes y cordiales del bello sexo peruano. Sin embargo, los dos comilones de sanda, a los que no habamos mirado sin inquietud sus fisonomas, pasablemente sospechosas, haban venido a hundir una mirada investigadora en el coche. Felizmente el conductor no juzg a propsito, prolongar esa parada, y el mnibus parti, dejando tras de s, como una locomotora su humo, una larga nube de polvo en la que desaparecieron nuestros dos contempladores. La conversacin prosigui ms animada, pero esta vez fue el oficial que nos interrog sobre Francia. Pars era sobre toda la meta de sus aspiraciones; era para l el nico punto brillante sobre el mapa del viejo mundo. Un viaje a Pars nos ha parecido siempre el sueo de oro de todo Americano que se precia de civilizacin; jams, ningn rabe persigui con tanto ardor, un proyecto de peregrinaje a la Meca. Una vez en tren de conversacin, el joven oficial dio libre curso a su palabra un tanto vagabunda. Su verba agresiva se volte contra los Chilenos, esos rivales naturales de los que todo peruano gusta tanto murmurar. De repente, una cerrada maleza de caas situada a la izquierda del camino, atrajo la atencin del conversador. Jess hijita!, exclam, dirigindose a la india, es este el momento de poner en lugar seguro, todos sus perifollos; estamos en la corta garganta. Ay de usted, si como aseguran, esos picarones se llevan a las muchachas bonitas!.

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El oficial severo, alz los hombros y gru en su bigote, entre dos bocanadas de tabaco, esta nica palabra: Loco! . En cuanto a la cholita, interrogaba con la mirada a su vecino, el amortajador, quien imaginndose que ella reclamaba su proteccin, tom un aire de los ms belicosos y dijo, presentndole dos puos formidables: su A disposicin, seorita!. Nos apresuramos tambin en ofrecerle nuestros servicios; ella acept con una efusin de la ms ingenua seriedad. La parte del camino que atravesbamos haba sido el teatro de numerosos pillajes; ningn sitio de la planicie que se extiende de la ribera a los contrafuertes de la Cordillera, es en efecto el ms apropiado a las emboscadas. A la derecha y a la izquierda se extienden caaverales tan impenetrables como una escobilla de grama; por todas partes por donde ni existen pequeos senderos sealados por el uso, ellos se arrastran a travs de esa madriguera, viniendo a desembocar a la orilla de la mata, en boquetes estrechos, oscuros, misteriosos, como los de las bestias feroces, que ofrecen as, un asilo, sea para el acecho, sea para esconderse instantneamente de las persecuciones, en caso de resistencia seria. A menudo, aseguran que un incendio es prendido con el propsito de desembarazar el camino de esa peligrosa vecindad; pero la planta viviente, arrojando con vigor nuevos retoos, parece como el fnix, renacer de sus cenizas. Sin embargo, la cholita volva a tomar su seguridad, pues ningn sntoma inquietante se manifestaba. Ningn ruido, ningn movimiento perturbaba la perfecta tranquilidad del campo; ni un soplo de aire inclinaba la cuna de las caas empolvadas de blanco por el polvo, y el mnibus se arrastraba penosamente en su nube, mientras el cochero silbaba una resbalosa y chicoteaba a sus caballos a modo de acompaamiento. Pronto pudimos reconocer que nos aproximbamos a Lima. El campo cambiaba de aspecto; no era an la fertilidad, pero ya no era aquella desoladora monotona que entristece la mirada, durante las tres cuartas partes del camino. Algunas chacras enseaban su techo gris en medio de un bosque de higueras o naranjales; platanales, campos de maz y alfalfa, recortaban a lo lejos, en la planicie, figuras geomtricas. Al fin entramos en una avenida de sauces que juntando sus ramas, forman una bveda de verdura y vierten sobre el camino una sombra espesa, de la que se aprecia el beneficio despus de dos horas de verdadera tortura. Entre el camino y las alamedas paralelas, afectadas a los paseantes, corren acequias que fertilizan una infinidad de plantas y de flores silvestres; y de distancia en distancia, se abren anchos valos, rodeados por pequeos muros de ladrillos a lo largo de los cuales corre un cordn de bancos. Esos valos, haban sido juzgados necesarios, para facilitar la evolucin de los equipajes, en una poca en que la ciudad de Lima competa en esplendor, con las ms ricas ciudades del viejo mundo. He aqu, que por esta calzada, antao ocupada por carrozas; se arrastraban solos, en raras pocas del ao, algunos vehculos con caballos flacos, todos lastimosos, al lado del mnibus que cumple, a menudo en una completa soledad, su servicio cotidiano! El coche rodaba sobre el pavimento, con un ruido que interrumpa toda conversacin; pero tena delante de m, para distraerme, una curiosa pgina, en las que se me apareca confusamente la expresin del sentimiento popular en este pas, por tanto tiempo entregado a la anarqua: era una larga pared cuyo enlucido de yeso rayado, garabateado, destrozado en todos sentidos, exhiba un batiburrillo de croquis jeroglficos o impuros gritos de partidos o inscripciones burlescas en contra o a favor de Torrico, La

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Fuente, Vivanco y otros agitadores o pretendientes al poder supremo, todas cosas bien poco halagadoras, temperadas felizmente por algunas banalidades amorosas y por algunos nombres de mujeres de aquellos que slo la lengua espaola sabe crear. Dejamos sobre nuestra derecha cercados en que los rboles se curvaban por el peso de los frutos, en que el limn brillaba entre el follaje oscuro y el naranjo pareca escalar a propsito las paredes para arrojar a los paseantes sus flores y sus perfumes. Tocbamos en una tierra generosa y mientras dedicbamos un recuerdo al virrey Abascal, que, queriendo proporcionar a los viajeros el beneficio de la sombra, se propona prolongar hasta el puerto del Callao la avenida y las acequias que la bordean, nuestro mnibus torci bruscamente hacia la izquierda, dirigindose hacia un gran prtico decorado, con bastante elegancia, con molduras en estuco. Una gran puerta cerrada por dos hojas pintadas de verde ocupaba el centro; tena a los lados dos puertas ms pequeas, una de las cuales estaba abierta: era la portada del Callao, principal entrada de Lima. Desde que atravesamos el prtico, satisfechas las formalidades del impuesto, nos dirigimos por una larga calle bordeada de paredes en que haba pintadas fachadas de casas, es decir, que por medio del estuco de diversos colores que las cubra, se haba simulado puertas y ventanas. Esta especie de calles de Lima, tristes y sombras como una mala decoracin de teatro vista a pleno da, empezaba a inquietarnos, cuando entramos e una calle de casas verdaderas. Algunos minutos n despus, el mnibus nos deposit en la calle de Mercaderes, la ms comercial de la ciudad donde, despus de habernos despedido de nuestros compaeros de viaje, que nos hicieron toda clase de ofrecimientos de servicios, nos apresuramos a hospedarnos, goteando de sudor y cubiertos de polvo, en la Fonda Francesa, donde ramos esperados por el amo de casa(5) bueno y digno compatriota establecido en Lima desde varios aos.

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- III Plaza Mayor. Saya y manto. Nacimientos. Nochebuena

Habamos entrado en Lima la vspera de Navidad. Los repiques de las innumerables iglesias de la ciudad, llamaban a los fieles a los oficios; pero, por algunos sonidos vibrantes y de buen quilate, cuntas voces roncas, asmticas y rajadas, pertenecientes sin duda a fragmentos de bronce, lanzaban unos bruscos clamores desde lo alto de los campanarios, donde murmuraban secretamente, una salmodia arrogante y amenazadora. Poco acostumbrados a tan extraos repiques, no pudimos luego, defendernos de una cierta impaciencia muy justificada por ese caos de ruidos despiadados. Despus, sin embargo, acabamos por encontrar en esos repiques desordenados y salvajes, que se renovaban a diario (pues en Lima se honra oficialmente a casi todos los santos del calendario), un singular encanto, del cual, los austeros repiques de nuestras fiestas religiosas, no pudieron nunca despertar el recuerdo. La Fonda Francesa, donde habitbamos, estaba situada en el centro de la ciudad, en la calle de Bodegones, a dos pasos de la Plaza principal o Plaza Mayor. Como el Palais Royal en Pars, esa plaza rodeada de portales exclusivamente dedicados al comercio, es la cita habitual de los extranjeros y de los ociosos. Fuimos ah, a buscar nuestras primeras impresiones. La circunstancia era favorable. Cuando se quiere, de un vistazo, coger la vida limea en su aspecto ms original, es en plena fiesta religiosa que conviene llegar a Lima, y es a la Plaza Mayor donde hay que acudir. El aspecto que ofreca esa plaza el da de nuestra llegada, no defraud nuestra expectativa. La muchedumbre aflua por todas las calles contiguas. Como un enjambre de mariposas dispersas por un accidente, mujeres rozagantes y coquetas, luciendo a la vista los ms violentos matices del raso y de la seda, coloreaban la vasta plaza y convergan todas hacia la Catedral, festoneando las gradas del peristilo o colgando en los prticos sus racimos vivientes. Por primera vez, desde nuestra salida de Francia, tenamos bajo la vista, una ciudad y una poblacin verdaderamente originales, y ese espectculo nos sorprenda tanto ms, por cuanto se ofreca a nosotros bruscamente, como si hubiramos visto levantarse el teln de un teatro de Pars sobre una ciudad espaola del siglo diecisis, animada por un pueblo de convencin. La Plaza Mayor, colocada al centro de Lima, si se comprende en la ciudad el arrabal de San Lzaro, forma un cuadrado perfecto, del cual la Catedral y el Arzobispado, ocupan el lado oriental, en el norte se encuentra el Palacio Nacional, residencia ordinaria del Presidente de la Repblica; los otros dos lados estn ocupados por casas particulares, cuyos pisos superiores adornados por balcones corridos semejantes a bales esculpidos y pintados contra las paredes, vienen a apoyarse sobre los portales donde negociantes, extranjeros en su mayor parte, exponen los productos de la industria europea. Al medio de la Plaza se levanta una fuente de bronce coronada por una Fama cuyo pie sale de un chorro lquido que se quiebra cayendo sobre dos bandejas de

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tamao desigual, y viene a llenar un ancho piln... La Catedral, gracioso monumento del Renacimiento, est flanqueada por dos torres enriquecidas, como el resto de la fachada, por columnitas, nichos, estatuas, y balcones. Todo el edificio est embadurnado de colores donde dominan el rosado, el verde, el amarillo y el azul... El Palacio Nacional se halla tambin revestido con una capa de ocre amarillento, con un aspecto bastante desagradable; los pilares de los portales estn cubiertos con una capa roja ladrillo; en cuanto al piso que los cubre, vigorosamente matizados de tonos quemados y violceos, est ocupado en su mayor parte por los balcones de madera, de los que ya hemos hablado, especie de cofres misteriosos, pintados de verde botella y de rojo oscuro. Imagnense ahora, ese caos de colores chocantes, chillones e indecisos, aclarados por una luz viva, que proyecta en ese vasto cuadro as pintorreado una muchedumbre deslumbrante, y se tendr una vaga idea del espectculo que ofrece la Plaza Mayor de Lima, un da de fiesta y de sol. La seda y el raso son las nicas telas que las limeas no desdean emplear para su saya y manto tan clebres, y nombrados as porque los principales elementos de ese traje excepcional son una falda y una manta(6). La solemnidad de la Navidad, nos permita observar fuera del pintoresco traje de las mujeres de la ciudad los vestidos ms simples, pero no menos graciosos de las cholitas y de las zambas de caras morenas o cobrizas, encuadradas en un inmenso sombrero de paja adornado con cintas. Los hombres tambin se mostraban en la Plaza, pero en pequeo nmero. La mayor parte de los ciudadanos, tristemente vestidos a la europea, se paseaban bajo los portales. Los campesinos y los monjes, aportaban, solos, su contingente de originalidad al espectculo que nos sorprenda: los primeros con sus ponchos pintorreados, casi semejantes a las dalmticas de la Edad Media; los segundos llevando el hbito de su orden. Era, por ejemplo, los franciscanos en ropa blanca; los dominicanos en ropa blanca y muceta negra, los hermanos de la Buena Muerte; luego, otras cofradas religiosas con hbitos grises y marrones. Se les vea atravesar la Plaza a cada instante, y varios entre ellos se mezclaban familiarmente a los diferentes grupos de mujeres. La animacin tom un carcter ms violento a la salida de los Oficios; desde que la Catedral comenz a vomitar por todas sus puertas; olas de gente, mil clamores se elevaron. Msicos negros, con el pretexto de implorar la caridad de los fieles, iniciaron en complicidad, un bullicio brbaro. Los vendedores de lotera, gritaban la suerte; las mistureras alababan sus flores; los tamaleros y las fresqueras cuyas mesas ocupaban el centro de la Plaza, ofrecan con xito, aqullos, sus guisos incendiarios; stas, sus bebidas refrescantes. Visto as, superficialmente, rodeado de prestigiosos accesorios, este pueblo nos pareci el ms favorecido del mundo. Los hombres, el cigarro o cigarrillo en la boca, se complacan con la suave voluptuosidad del fumador. Haba en todas las mujeres que se agitaban, charlaban, y si puede decirse as, se pavoneaban, tanto de juventud como de gracia y de elegancia; sus miradas tenan tanto fuego; sus acentos, tanto encanto; su desenvoltura, tanta sorprendente liviandad; parecan vivir con tal desprecio de las cosas positivas, con una tan completa ignorancia de las miserias de este mundo, que emanaba de ellas, como un rayo de felicidad del que nos sentamos penetrados. Nada en esa poblacin rozagante y radiante, poda advertirnos que estuviramos en una ciudad atormentada y empobrecida por treinta aos de luchas anrquicas.

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Los nacimientos parecan acaparar aquel da todo el favor popular. Se llama nacimiento a la leyenda del cristianismo, armada en relieve, expuesta bajo los prticos de algunos conventos y tambin en casas particulares, bajo los auspicios de algunas viejas beatas. La muchedumbre visitaba los nacimientos, en forma de procesin; nosotros seguimos instintivamente, una de esas corrientes, y nos encontramos pronto, rodeados de un gento que sitiaba un vestbulo en el que se apretujaban, como en la puerta de uno de nuestros teatros el da de un espectculo extraordinario. Las mujeres, sobre todo, ponan una perseverancia heroica para penetrar en el interior. No fue sin trabajo que llegamos nosotros tambin hasta el nacimiento; pudimos, an, dar un vistazo, tan bamboleantes estbamos por el vaivn de los curiosos. El nacimiento no es como, an hoy da, en algunas ciudades de nuestras provincias, la escena de la Natividad circunscrita en un pequeo cuadro; es la historia completa de Nuestro Seor, llenando un vasto espacio en altura y extensin segn lo exija la forma del local que lo contiene. El drama se desenvuelve sobre un terreno accidentado que comienza en el establo de Belem, y termina en el Glgota. Montaas ridas, rocas amenazadoras, frescos oasis, aldeas, ros, torrentes, todo aquello colocado con orden, y pintado en colores naturales. Estrellas de bricho centellean en el azul del cielo; una de ellas, la ms brillante, suspendida por un hilo, gua a los magos hacia el Nio Dios, y como todas las imgenes son movibles, la escena recibe frecuentes modificaciones: as, los reyes y los pastores que en los primeros das del Adviento, se encuentran muy lejos de Belem, tocan, la vspera de Navidad, al umbral del establo. Se pasa sucesivamente, en revista, la masacre de los inocentes, la degollacin de San Juan Bautista, la huida a Egipto y todos los episodios de la Pasin. Los armadores de esos nacimientos, son verdaderos artistas populares, que rivalizan entre ellos en imaginacin, en ingenuidad, algunas veces tambin en erudicin. Hay, entre los diferentes barrios de la ciudad, rivalidad por los nacimientos. stos son ms ricos, aquellos ms completos, otros ms ingeniosamente compuestos. Entre los que visitamos, notamos uno que ocupaba un espacio de treinta metros; es verdad que a la Historia Sagrada, haban credo necesario aadir temas sacados de nuestra poca, tales como los diferentes oficios de la arquitectura moderna, escenas de la vida limea, y hasta peleas de gallos, estos ltimos, tal vez, recordando al delator de San Pedro. Si nuestro primer da en Lima haba sido bien colmado, la noche que iba a seguir, la Noche buena, no sera, para nosotros, menos rica en curiosos espectculos. En cuanto lleg la oscuridad, el aire reson de extraas msicas y locas canciones, grupos de negros de los dos sexos, escoltados por un gento ruidoso, recorran la ciudad blandiendo antorchas que agitadas por el movimiento de la marcha, hacan bailar sobre las paredes blancas, gigantescas siluetas. De tiempo en tiempo, los porta-antorchas se detenan, y la multitud formaba un crculo, al centro del cual comenzaban danzas sin nombre, al son de una orquesta diablica, cuyos principales instrumentos eran anchos tubos de hojalata cerrados en las extremidades por tapas de cuero, atravesadas por un cordn con nudos; ste, jalado con fuerza en uno u otro sentido, arrancaba a los cilindros una especie de ronquido extrao y sordo que recordaba sin embargo al sonido de la trompa. En algunos patios, el populacho tena entrada libre, los bailarines estimulados entonces por la esperanza de una retribucin, se entregaban a sus violentos

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ejercicios con una furia sin igual, se desligaban de toda tradicin y se volvan verdaderos improvisadores de pantomimas brbaras y lbricas, entremezcladas con contorsiones dignas de un clown. Si es que acaso, una de esas actitudes burlescas e inesperadas, brotaba de un supremo esfuerzo, la asistencia estallaba en hurras frenticos, y las monedas llovan en el crculo. Las luces extraas y vacilantes, extraamente volcadas sobre esas posturas y esas muecas de chimpanc, contribuan sobre todo a dar al espectculo un carcter de sorprendente salvajismo. Slo el agotamiento pona fin a esas coreografa furibunda; los actores volvan a tomar entonces su recorrido a travs de la ciudad, no sin hacer frecuentes pausas en las pulperas, donde tomaban las fuerzas suficientes para mostrarse ante un nuevo pblico. Algunas veces, dos grupos rivales se encontraban frente a frente; los retrucanos y las injurias volaban primero de un grupo al otro como preludio; luego llegaban a las manos, para arrancarse las antorchas cuyas quemaduras ardientes, hacan surgir aqu y all, gritos agudos mezclados con imprecaciones; y muy rara vez se separaban sin algunas escenas de pugilato; todo esto con gran satisfaccin de los espectadores. Durante toda aquella noche, la Plaza Mayor estuvo animada por una muchedumbre ruidosa. Antorchas y braseros, lanzaban a las fachadas de alrededor, grandes claridades fugitivas y siniestras. Los vendedores de comestibles, negros y cholos, circulaban a travs de torbellinos de humo atizando las llamas, atormentando las sartenes, las ollas, los escalfadores, donde se oa chillar la manteca y crepitar las frituras y las tostadas. A travs del vapor espeso y nutritivo que llenaba la atmsfera, se vean guirnaldas de salchichas y de embutidos, uniendo las extremidades de largas prtigas fijas en el suelo; cordones tendidos, soportaban jamones, aves crudas, desplumadas y despedazadas. Se preparaban tambin diferentes platos nacionales, tales como el picante, cuyos principales ingredientes son: carne de chancho ahogada, pepas, nueces molidas, todo violentamente condimentado con aj, el tamal, mezcla de carne picada finamente, maz y miel, que se vende en forma de pasta; en fin, el pepin, especie de guiso compuesto de arroz, de pavo o gallina, cocida con ajos. Mientras que en la Plaza se apretaban alrededor de muestrarios culinarios, las puertas de la Catedral permanecan abiertas; el interior apenas vislumbrado a travs del humo rojizo del incienso y de los cirios, rebosaba de fieles. Los, que no pudieron entrar, estorbaban las gradas del peristilo donde arrodillados y recogidos, seguan con fervor el oficio de media noche. La voz de los chantres mezclada a los sonidos graves de los rganos, bajaban a veces hasta nosotros en rfagas armoniosas, que se perdan en los ruidos confusos, ocasionados por los llamados culinarios de afuera. Se hubiera dicho esos cuadros primitivos, donde paisajes llenos de terror extienden sus profundidades siniestras, frente a las perspectivas luminosas del paraso. Cuando la noche tocaba a su fin, y las campanas se ponan en movimiento, los fieles hambrientos dejaron la iglesia, la escena tom un nuevo aspecto. Los cocineros al aire libre se multiplicaban para distribuir a los transentes, platos nacionales envueltos en pancas de maz. No hubo luego ni un pie cuadrado de suelo donde se encontrara sitio. Todos los consumidores acurrucados en el polvo, devoraban su pitanza a cual mejor, con muecas feroces. Los fresqueros y los vendedores de chicha desplegaban al mismo tiempo una actividad sin igual; pasaban por encima de los diferentes grupos, el barril a cuestas, botella en mano,

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y vertan por doquier vasos fabulosos. Semejante velada no hubiera terminado ciertamente, en Francia, sin aullidos bquicos, sin peleas y sin rias; pero la borrachera es un crimen casi desconocido por los verdaderos peruanos. Cuando dejamos la plaza, repleta de esta manera por tan irritantes olores, la agitacin no haba apaciguado. De vuelta a la Fonda, mucho tiempo despus, oamos desde nuestra ventana zumbar la Plaza Mayor como una inmensa colmena, mientras que los serenos gritaban a los ecos de los alrededores la hora de la noche y el estado