Libro no 1201 relatos urbanos varios colección e o octubre 25 de 2014

66
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular! 1 Colección Emancipación Obrera IBAGUÉ-TOLIMA 2014 GMM

description

Relatos urbanos. Varios. Colección E.O. Octubre 25 de 2014. Biblioteca Emancipación Obrera. Guillermo Molina Miranda.

Transcript of Libro no 1201 relatos urbanos varios colección e o octubre 25 de 2014

Page 1: Libro no 1201 relatos urbanos varios colección e o octubre 25 de 2014

¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

1

Colección Emancipación Obrera IBAGUÉ-TOLIMA 2014

GMM

Page 2: Libro no 1201 relatos urbanos varios colección e o octubre 25 de 2014

¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

2

© Libro No. 1201. Relatos urbanos. Varios. Colección E.O. Octubre 25 de

2014.

Título original: © Relatos urbanos. Bernardo Atxaga, Almudena Grandes,

Rosa Montero, Quim Monzó, Manuel Rivas

Versión Original: © Relatos urbanos. Bernardo Atxaga, Almudena Grandes,

Rosa Montero, Quim Monzó, Manuel Rivas

Circulación conocimiento libre, Diseño y edición digital de Versión original de textos: Libros Tauro http://www.LibrosTauro.com.ar Licencia Creative Commons: Emancipación Obrera utiliza una licencia Creative Commons, puedes copiar, difundir o remezclar nuestro contenido, con la única condición de citar la fuente.

La Biblioteca Emancipación Obrera es un medio de difusión cultural sin fronteras, no obstante los derechos sobre los contenidos publicados pertenecen a sus respectivos autores y se basa en la circulación del conocimiento libre. Los Diseños y edición digital en su mayoría corresponden a Versiones originales de textos. El uso de los mismos son estrictamente educativos y está prohibida su comercialización.

Autoría-atribución: Respetar la autoría del texto y el nombre de los autores

No comercial: No se puede utilizar este trabajo con fines comerciales

No derivados: No se puede alterar, modificar o reconstruir este texto.

Portada E.O. de Imagen original: http://pictures2.todocoleccion.net/tc/2011/03/21/25523297.jpg

Page 3: Libro no 1201 relatos urbanos varios colección e o octubre 25 de 2014

¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

3

Relatos urbanos Bernardo Atxaga, Almudena Grandes, Rosa Montero, Quim Monzó,

Manuel Rivas

Page 4: Libro no 1201 relatos urbanos varios colección e o octubre 25 de 2014

¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

4

Indice

Bernardo Atxaga Método para escribir ..............6

Almudena Grandes El vocabulario de los balcones ........................... 18

Rosa Montero El puñal en la garganta ............ 34

Quim Monzó Tres bocetos ............................... 45

Manuel Rivas Una flor blanca para los murciélagos .......................... 54

Este libro es fruto de un experimento puesto en marcha por El País Semanal. ¿Qué ocurre si a cinco narradores españoles se les propone escribir un cuento cuya ambientación sea forzada, que suceda en el ámbito de una ciudad, donde se muevan sus personajes y se desarrollen

Page 5: Libro no 1201 relatos urbanos varios colección e o octubre 25 de 2014

¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

5

las historias? ¿Hasta qué punto la condición de ser urbano condiciona al novelista y su creación? Como cabía esperar, Bernardo Atxaga, Almudena Grandes, Rosa Montero, Quim Monzó y Manuel Rivas escriben cinco relatos completamente distintos, pero que ofrecen al lector una visión fascinante del con-junto que forman las ciudades en nuestras vi-das y experiencias.

Estos cinco relatos se publicaron en El País Semanal durante el verano de 1994.

Page 6: Libro no 1201 relatos urbanos varios colección e o octubre 25 de 2014

¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

6

Bernardo Atxaga

Método para escribir

Para escribir un cuento a vuelapluma, o, lo que es lo mismo, para escribir un cuento a la manera de Cervantes y demás clásicos —que eran, al parecer, escritores veloces y poco amigos de tachaduras y notas al margen—, únicamente se necesitan dos cosas: la pluma estilográfica y una cualidad que, para dar cierto misterio a este comienzo y evitar de paso la aridez propia de todo método, denominaré pura y simplemente CEV, sin mayor detalle. Bien, ¿hemos conseguido ya la pluma? Si es así, numeremos ahora los folios que nos proponemos llenar —uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once, por ejemplo—, y coloquémoslos cuidadosamente al alcance de la mano. Bien, ¿está todo en orden? ¿Estamos ya sentados ante la mesa y con unas ganas enormes de escribir un cuento a vuelapluma? Bien, de acuerdo. Ha llegado la hora de que nos concentremos un poco.

«Como el aire que respiramos trece veces por minuto», dice el poema, pero a los que queremos escribir un cuento a vuelapluma se nos exige un poco más. Trece veces por minuto es mucho. Demasiadas inspiraciones y, sobre todo, demasiadas expiraciones. Con 12 nos debería bastar, y sería deseable que pudiéramos bajar a 11 o incluso a 10. En realidad, cuanto menos movamos nuestros pulmones, mejor para nuestra concentración, más probabilidades de alcanzar un estado propicio para la aparición de esa cualidad que denominamos CEV. Pero, cuidado, nada de hazañas, nada de forzar las cosas hasta el extremo de llegar a las cero inspiraciones: estamos aquí para conseguir el CEV, no el RIP; estamos aquí para escribir un cuento sencillo, y la gloria post mórtem queda muy lejos de nuestras apetencias.

De acuerdo, ya vamos controlando nuestra respiración y concentrándonos en lo que la naturaleza, tan consoladora, tan ayudadora de los que necesitan salir de sí mismos, nos ofrece justo al otro lado de nuestra ventana. Observemos con atención: ¿qué se ve

Page 7: Libro no 1201 relatos urbanos varios colección e o octubre 25 de 2014

¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

7

desde la ventana? ¿Acaso un cielo que, a medida que la tarde avanza, va ganando en dulzura y ya se adorna de una luna color gris humo? ¿Y algún parque? ¿Se ve algún parque? ¿Se ve, quizá, una ría que, viniendo del mar, acaba adentrándose en la parte baja de una ciudad industrial? Bien, imaginemos que eso es precisamente lo que se ve, puesto que el tipo de paisaje no afecta a nuestro propósito y cualquiera puede servir de ejemplo. De todas formas, vamos a mantenernos en esa posición contemplativa durante un buen rato, fijándonos además en todo lo que se mueve frente a nosotros. Por nada en especial, sólo para lograr más fácilmente esa concentración que nos llevará al CEV.

Hay cosas que no se mueven o parecen no moverse. El cielo, por ejemplo, o la luna color gris humo, o la ciudad industrial que se extiende y eleva a partir de las dos orillas de la ría. Se mueven, sin embargo, las hojas de los árboles del parque y los pájaros que revolotean aquí y allá buscando las migas que los paseantes han arrojado sobre la hierba. Y los propios paseantes también se mueven, y lo mismo sus perros, sus pelotas y sus discos de plástico. Y el que más se mueve de todos es un anciano que —en una de las plazoletas del parque, tras un seto— brinca una y otra vez y parece bailar una jota. Reflexionemos un poco, concentrémonos un poco más: ¿qué hace en realidad ese anciano? ¿Intenta entretener al nieto que, posiblemente, se ha puesto a llorar en su cochecito? Claro, no lo podemos saber, por el seto, por ese parapeto que sólo nos permite ver su cabeza y sus hombros. Pero, vaya, ha pasado un instante y la escena cambia, el bailarín ha dejado de moverse, la proximidad del matrimonio que pasa junto a la entrada de la plazoleta le ha hecho parar.

En lugar de bailar y brincar, ahora examina las hojas de una planta con la aplicación de un naturalista. Pero pasa otro instante, aleja el matrimonio de la plazoleta, y ya vuelve el anciano a la carga, ya está brincando otra vez. Desde luego, ¡qué bailarín más raro este anciano! Porque, además, va vestido de traje y corbata, lo cual debe de resultarle bastante incómodo. Pero, en fin, no nos importa. Como tampoco nos importa mucho ese cuervo que vuela por encima del anciano para

Page 8: Libro no 1201 relatos urbanos varios colección e o octubre 25 de 2014

¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

8

alcanzar la zona del parque en la que pululan los gorriones y que está cubierta de migas de pan. Y las migas forman una alfombra blanca, y el cuervo que se acaba de posar allí parece verdaderamente negro. Y nuestra pluma, la pluma estilográfica que habíamos dejado sobre el primero de los 11 folios, también parece verdaderamente negra, tan negra como cualquiera de las del cuervo. Y ya estamos contemplando nuestros folios y nuestra pluma, ya se nos van los ojos tras esa plumilla dorada que —por su forma, por sus arabescos, por su agujerito central— tanto recuerda la cabina de un Sputnik o de un Polaris. Bien, el ejercicio de concentración está a punto de terminar, ya ha llegado casi el momento de emplear esa cualidad que juzgábamos necesaria para escribir un cuento a vuelapluma y que denominábamos CEV.

CEV, vaya trío de letras. Parecen referirse a una caja de ahorros o a un impuesto. Pero no, en nuestro caso forman la abreviatura de una capacidad que, con barbarismo incluido, todos los practicantes de la

escritura a vuelapluma llaman capacidad empática voladora; expresión en la que las palabras capacidad y voladora significan lo que todo el mundo sabe, en tanto que empática —término que todavía no figura en los diccionarios españoles— significa la habilidad de imaginarse uno mismo en la situación de otro o de otros. Bien, querido lector, querido alumno: ya intuye usted lo que le toca hacer ahora. Efectivamente, debe aprovechar la concentración que ha alcanzado mirando por la ventana para identificarse con la pluma que tiene sobre el primero de los 11 folios y ponerse a volar con ella. Recuerde: esa pluma es un cohete —un Sputnik, un Polaris—, y puede sobrevolar la ciudad para regresar luego con una o mil historias.

De acuerdo, no es fácil. Al menos, la primera vez no es fácil. Ocurre como con ciertas posturas de yoga, que en el método o en el vídeo del maestro parecen naturales y fáciles de imitar y que, sin embargo, acaban a veces por lesionar al alumno, cuando no por desmoralizarlo. Pero dos o tres fracasos no nos deben preocupar. La gloria de la literatura a vuelapluma corresponde a los fuertes, a los incansables, a los voluntariosos que, como el alción, construyen una y otra vez el nido

Page 9: Libro no 1201 relatos urbanos varios colección e o octubre 25 de 2014

¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

9

que las olas del mar han desbaratado. Recuerde, entonces: si no lo consigue a la primera, tranquilo. Es normal. Hay gente que lo ha conseguido en el decimoséptimo intento.

Vayamos ahora, tras la advertencia y la tranquilidad que, suponemos, dicha advertencia habrá proporcionado a todos, con el ejercicio. ¿Confía usted en su CEV? ¿Sigue concentrado con sus nueve o diez inspiraciones por minuto? ¿Sí? Maravilloso. Ya ha recorrido usted la mitad del trayecto. Bien, amigo: fije ahora su mirada en la plumilla, fíjese en su color dorado, en sus arabescos, en su agujerito, en las minúsculas letras que la recorren de izquierda a derecha, o de derecha a izquierda, o del centro hacia arriba, o del centro hacia abajo, justo hacia ese grano que tiene la plumilla en la punta, y ¿lo ve? ¿Ve cómo empieza esa punta a levantarse? Pero no es únicamente la punta, es toda la plumilla la que se levanta, o mejor, es la pluma misma, o quizá no sea exactamente la pluma, sino, por decirlo así, su doble espiritual,

su phantasma, como decían los griegos, y ahí lo tiene, ¡ahí va! ahí va esa nave nuestra, idéntica en todo a la pluma estilográfica que sigue sobre el primero de los folios, pero que, al contrario que ésta, hecha de metal o de plástico, parece ser como la luna, de la misma naturaleza que el humo. Y ¡ahí sigue!, o, mejor dicho, ¡ahí vuela!, ya se marcha a través de la ventana, dejando atrás la casa y el parque, ya apunta su plumilla hacia la ría y la ciudad. Nuestro CEV ha obrado el milagro.

Nada más ganar altura, la nueva perspectiva nos permite ver lo que antes no podíamos, el tejado de nuestra casa, por ejemplo, o la simetría con que fueron plantados los árboles del parque, o la verdadera situación del anciano que habíamos visto bailar y dar brincos en una de las plazoletas. La escena nos había parecido un tanto extraña, pero al mismo tiempo comprensible desde el punto de vista de lo que podríamos

llamar abuelidad, ya que le suponíamos acompañado de un bebé necesitado de entretenimiento. Pero resulta que el anciano —lo ve muy bien nuestra pluma voladora— está completamente solo, sin niño alguno. «¡Qué bailarín más raro ese anciano!», habíamos exclamado antes. Ahora podríamos decir lo mismo, y con mayor convicción. De

Page 10: Libro no 1201 relatos urbanos varios colección e o octubre 25 de 2014

¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

10

todas formas, no conviene que nos entretengamos con ese pequeño misterio que se nos ha presentado nada más remontar el vuelo, sino marchar hacia esa ciudad que, en este ejercicio, y por capricho de los que hemos colaborado en este método, no es otra que Bilbao.

Todos los misterios son buenos para el que desea escribir un cuento a vuelapluma, pero la ciudad —Bilbao o cualquier otra— suele estar llena de ellos, y no hay que ofuscarse con el primero que nos salga al paso. Como tampoco hay que ofuscarse con la primera historia que nos cuenten en el viaje. Porque puede ocurrir —es un ejemplo, pero más frecuente de lo que parece— que el cuervo que andaba por el parque se acerque a nuestra pluma voladora y le diga:

—Mira, sinceramente, hay algo que todavía no he contado a nadie, pero que ya no puedo guardar por más tiempo. Pues resulta que estaba el otro día en el bosque con un queso en el pico, y en esto que se me acerca un zorro y me pide que le invite. Y yo que no. Y él que sí. Y yo que no. Entonces él me dice que conforme, que no le invite, pero que le cante algo por favor, que no se puede marchar de allí sin oír mi maravillosa voz. Naturalmente, me sentí muy halagado y decidí aceptar la propuesta y dedicar una canción a aquel zorro. Al fin y al cabo, pensé, cantar no me cuesta nada. Pero estaba muy equivocado. Me costó el queso. El queso entero. Porque, claro, abrí el pico para cantar y...

No, no hay que hacer caso de lo primero que nos cuenten, porque lo más probable es que se trate de alguna vieja historia cien veces escrita. Es necesario seguir volando y contemplando el paisaje —los puentes, los barcos, las grúas— hasta el momento en que los sensores de nuestro pequeño cohete comiencen a silbar avisándonos de la proximidad de alguna historia realmente válida. ¿Silbarán nuestros sensores? ¿Podremos encontrar algo? Naturalmente que sí. Al contrario de lo que preguntas de ese tipo darían a entender, el problema del escritor a vuelapluma no es la escasez de historias, sino su infinidad. En las montañas hay cientos de ellas, en los valles hay miles de ellas, en las ciudades hay millones de ellas. Por ejemplo, en Bilbao —la ciudad que nos sirve de modelo en este método—, una pluma voladora puede

Page 11: Libro no 1201 relatos urbanos varios colección e o octubre 25 de 2014

¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

11

encontrarse enseguida con el caso de aquel avión de guerra alemán Dornier 17 que un domingo de abril de 1937 fue abatido por los defensores de la ciudad:

«Los otros dos alemanes —dice la historia— cayeron en el Nervión. Trataron de saltar, pero los paracaídas no tuvieron tiempo de abrirse y se estrellaron contra el agua, muriendo del golpe. Uno de ellos tenía un aspecto normal, pero el otro dejó estupefactos a los vascos. Jamás habían visto nada igual. Le dieron la vuelta a aquel cuerpo largo y rubio. Tenía la cara magullada, pero así y todo les pareció algo extraordinario: sus cejas estaban depiladas, y la boca, pintada de rojo. No del rojo de la sangre que le corría del extremo del labio. Observaron que sus manos eran blancas y muy finas. Las uñas tenían hecha la manicura y estaban primorosamente cortadas en punta y esmaltadas. Muy raro. Los vascos colocaron el cadáver, un tanto confusos, en un automóvil y lo enviaron a la Sanidad Militar. Era extraño, pensaron, que los alemanes utilizaran mujeres como pilotos de guerra. ¿Qué es lo que iban a inventar después? Sin embargo, los doctores de la Sanidad Militar eran hombres de experiencia. Desnudaron el cadáver y lo examinaron detenidamente. Tenía afeitado el pelo de las axilas y llevaba ropa interior femenina de color rosa. Pero llenaba, a duras penas, los requisitos de la virilidad.

Como decía la revista Aeroplane en su edición del 28 de abril, el Dornier 17 estaba haciendo una labor muy útil en España. El balance del

bombardeo realizado por la mujer y sus compañeros fue de 67 muertos y 110 heridos...»

Una historia oscura, terrible, excepcional, esta que en su día contó el periodista del Times G. L. Steer, pero una historia que, a pesar de ello, de poco nos sirve a los escritores a vuelapluma. Imposible lograr la hondura que se necesitaría para desarrollar la anécdota. Quizá Shakespeare o Cervantes pudieran, aun escribiendo rápidamente, lograr tal hondura; pero nosotros, que, por muy alto que volemos, difícilmente llegaremos a las cimas clásicas, no debemos jugar alegremente con ciertas cosas. Como dijo un poeta japonés: es fácil romper la rama del cerezo; devolver la rama al árbol, en cambio, es

Page 12: Libro no 1201 relatos urbanos varios colección e o octubre 25 de 2014

¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

12

imposible.

Así, pues, el problema no es encontrar una historia, sino dejar de lado la inmensa mayoría de las que —desde las casas, desde los puentes, desde los barcos— ascienden por el aire y llegan hasta nosotros. El problema puede, además, agravarse cuando lo que se sobrevuela es la parte antigua de la ciudad —las Siete Calles de Bilbao, por ejemplo—, lugar donde el número de historias suele incrementarse de forma exponencial. Cuando los autores de este método logramos despertar nuestro CEV y nos dispusimos a realizar un ejercicio de prueba nos encontramos con la sorpresa de que los sensores de la pluma voladora se volvían locos y nos obligaban a descender a la citada zona antigua de la ciudad. Inmediatamente, la pluma comenzó a transmitir una historia:

«La cosa empezó ya en invierno. Hubo un baile. Tronaba la música, ardían los candelabros, los caballeros no perdían el arrojo, y las damas gozaban de la vida. Se bailaba en los salones, se jugaba a las cartas en los gabinetes, se bebía en el ambigú, y en la biblioteca se hacían frenéticas declaraciones de amor. Lelia Aslovskaya, una rubia regordeta y sonrosada de grandes ojos azules, cabello largo y con el número 26 en su tarjeta de identidad...»

Al principio nos las prometíamos muy felices, pero el que la protagonista de la historia se llamara Lelia Aslovskaya nos hizo sospechar. Hicimos que el ritmo de nuestra respiración descendiera todavía más y, una vez conseguida la máxima concentración, visualizamos claramente el lugar desde el que transmitía nuestra pluma voladora. Había allí miles de libros, y un rótulo que, en letras verdes, decía: «Librería.» Claro, la pluma

estaba copiando un cuento de Chéjov, el titulado Una historia ruin. Lo mismo podía haber copiado el Peter Pan, de Barrie; el Viaje a la semilla, de Carpentier, o el Satan alive, de Ignatius Nipos. En cualquier caso, no nos servía. Nuestro método trata de enseñar a escribir a vuelapluma, y no a plagiar, como otros que se han publicado por ahí.

La experiencia de la librería nos sirvió para comprender la importancia de una adecuada lectura de los sensores. Nada de seguir las señales

Page 13: Libro no 1201 relatos urbanos varios colección e o octubre 25 de 2014

¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

13

fuertes, que anuncian una elevada concentración de historias o, en su defecto, algún caso histórico notable; al contrario, hay que comportarse como el ojo que llega al bosque y se pone a observar un gusano o una ramilla; hay que buscar la poquedad, la palabra humilde, las señales débiles. La señal de una carta, por ejemplo, la de unas líneas vulgares que dicen:

«Querida Pilar: te escribo para darte noticias de padre. Como sabes, salió bien de la operación de próstata, y ya está en disposición de hacer vida normal. Sin embargo, el paso por el hospital le ha cambiado. Ahora se muestra siempre absorto e indiferente a casi todo. Digo casi todo porque hay algo que sí le preocupa: la gimnasia. Te lo digo como es: se pone a hacer gimnasia en cualquier momento del día y de la noche; yo creo que, sumando todas las veces, lo menos emplea cuatro horas al día. Hablé de ello con el médico, porque a mí me parecía que tanto ejercicio no podía ser bueno, y él estuvo de acuerdo. Dijo que con media hora diaria de gimnasia suave bastaría. Pero lo único que he conseguido es que padre se enfade conmigo. Sigue haciendo la misma gimnasia de antes, pero en vez de hacerla en casa, ahora la hace en el parque. Eso es lo que me han dicho varios vecinos, y seguro que es cierto. Así es que estoy pensando en un traslado. Tú podrías tenerle una temporada ahí en el pueblo, porque es posible que al encontrarse en su ambiente de antes se le pase el susto de la operación y deje de hacer tanta gimnasia. Dime algo enseguida, que a mí no me parece cosa de broma lo que le está pasando a padre.»

Bien, ya tenemos algo. Una historia humilde, desde luego, una historia que, como les sucede a los jugadores que esperan un gran premio y luego se han de conformar con una fichita roja, decepcionará a todos los que, confundiendo los términos, utilicen este método con la mirada puesta en la gloria rápida. Sin embargo, la pluma voladora ha conseguido saber algo que cierra el misterio que referíamos al principio: aquel supuesto bailarín, el anciano que veíamos brincar en una de las plazoletas del parque, estaba en realidad haciendo gimnasia. De ahí que estuviera completamente solo; de ahí que, ante el temor de ser

Page 14: Libro no 1201 relatos urbanos varios colección e o octubre 25 de 2014

¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

14

descubierto en plena infracción del consejo dictado por el médico y luego mil veces repetido por su hija, se pusiera a disimular nada más sentir la proximidad de alguien. En su poquedad, ¿no habla esta historia de los grandes temas? ¿No habla del miedo y de la soledad? ¿No habla de la pérdida irreparable de la juventud? Así pues, ya podemos encaminarnos hacia el punto final. Debemos recuperar nuestro ritmo normal de respiración, debemos hacer que nuestro cohete abandone los cielos de Bilbao y vuelva a nuestra mesa.

Pues no. No debemos hacer nada de lo que, para poner a prueba el coraje de nuestros alumnos o lectores, acabamos de afirmar. Un escritor a vuelapluma debe mantener el pulso y seguir en contacto con ese cohete que, con los sensores cada vez más afinados, va reuniendo y filtrando información. Quizá sea esto, además —la confianza ciega en su propia CEV—, lo único que diferencia a los escritores a vuelapluma de los que no lo son. También en este caso resistir es vencer. Así nos ocurrió a nosotros a la hora de escribir el ejercicio que ilustra los diferentes pasos del método. No nos llegaba nada interesante, pero aguantamos. Seguimos esperando algo que tuviera relación con la historia del anciano que hacía gimnasia. Y ese algo llegó, aunque no fue lo que suponíamos. Lo que nos transmitió la pluma voladora fue una segunda carta que decía lo siguiente:

«Querida Arantxa: aunque no he leído todos los libros y quizá no tenga todavía derecho a la aventura, ¡me voy! ¡Me voy en mi barquito de vela, de Bilbao a Finisterre, y de allí, bordeando la costa portuguesa, a las Azores! Además, el viaje de este año promete ser muy interesante. Resulta que puse un anuncio en el periódico diciendo que si había alguien que supiera tocar el acordeón y quisiera hacer un viaje en velero, no dudara en ponerse en contacto conmigo. Pues bien: el único que acudió, con su acordeón y todo, fue Donato, un señor que, desde luego, toca muy bien, pero que debe de tener, asómbrate, unos setenta años. Como mínimo, setenta.

Al principio no me atrevía, pero al final se lo dije. Que el viaje podía ser muy duro, que había que tirar de las velas, cuidar del equilibrio del

Page 15: Libro no 1201 relatos urbanos varios colección e o octubre 25 de 2014

¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

15

barco, hacer guardias; en fin, que había que hacer cosas que incluso a la gente joven solían pesarle. Va entonces el hombre y se me pone a hacer gimnasia allí mismo, en la notaría. Lo menos hizo veinte flexiones seguidas. Me dijo que no me preocupara por él, que llevaba mucho tiempo entrenándose en casa y en el parque, y que tenía muchísima ilusión. Sinceramente, no me pude negar. Salimos la próxima semana. Ya te contaré a la vuelta. Aunque lo que voy a hacer es escribir un libro,

uno que se titule El notario, el viejo y el mar. En fin, hasta la vista.»

Por pequeños que sean los misterios, cerrarlos no resulta fácil. Creíamos estar ante una historia dramática, la de un hombre asustado a causa de un ligero roce con la muerte, y he aquí que la historia puede ser muy diferente, la de alguien que está dispuesto a luchar contra el destino, o, mejor dicho, la de un anciano que hace gimnasia para convertirse en un vikingo de los que viajaban en la proa de su embarcación desafiando a las olas, al viento y a los cormoranes. ¿Con cuál de las dos posibilidades deberíamos quedarnos? Pues con las dos, naturalmente. O, mejor dicho, con las tres, ya que disponemos de una tercera. Efectivamente, nuestra pluma voladora ha conseguido detectar —entre todas las que acaban de llegar a la ciudad— una tercera carta que también tiene que ver con el caso, y que dice:

«Mira, hijo mío, vosotros sois tontos. Si he entendido bien lo que le dijiste ayer a tu madre por teléfono, habéis desafiado a ese anciano del barrio, al tal Narciso, a dar cincuenta vueltas a la fuente, él por dentro, corriendo pegado al anillo de la fuente, y vosotros, uno de vosotros, por fuera. De los demás lo entiendo, pero de ti no. ¿De qué te sirve ser el hijo del profesor de geometría? ¿Qué? ¿No caes todavía? Pues te lo explico. La fuente de nuestro barrio forma una circunferencia de aproximadamente metro y medio de radio, de donde se deduce que quien

corra pegado a ella deberá hacer, por la regla del dos pi erre, unos 9,5 metros por vuelta. En un total de 50 vueltas, algo menos de 500 metros. En cambio, el que corra por fuera, aparte de la incomodidad de no tener la referencia de la pared de la fuente y de estar expuesto a los empujones que el contrario, Narciso en este caso, pueda darle, tendrá que hacer,

Page 16: Libro no 1201 relatos urbanos varios colección e o octubre 25 de 2014

¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

16

según calculo, más de 900 metros. Pues bien, a ver si os vais enterando: ninguno de vosotros es capaz de hacer 900 metros en el tiempo que tarde Narciso en hacer los 500. Menos aún tratándose de él, con lo bien que se conserva y la afición que le tiene a la gimnasia. Acabo de hablar con tu tío y me ha dicho que le ve a todas horas en el parque haciendo ejercicios y entrenándose. Así que id preparando el dinero que os corresponderá pagar por la apuesta. A ver si así aprendéis a respetar a los ancianos y a no jactaros de vuestra supuesta superioridad, la cual, por cierto, es inexistente de hombros para arriba. Y nada más. Intentaré comunicar contigo por teléfono, pero, por lo que veo, nunca estás en casa. ¡Y eso que te quedaste en Bilbao para mejor preparar los exámenes de septiembre! Desde luego, tú y yo vamos a tener una conversación en cuanto vuelva de las vacaciones.»

Efectivamente, tres son las posibilidades, de tres lados diferentes podría caer la solución de nuestro pequeño misterio. Incluso podrían ser más, siempre que mantuviéramos a nuestra pluma ahí arriba, sobrevolando la ciudad como lo que en realidad es, un cohete espía. Pero los folios que habíamos numerado al principio —uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once— ya están casi llenos, y nuestro ejercicio debe terminar. Seguro que no todos habrán quedado satisfechos. Los amigos de los finales cerrados, por ejemplo, se sentirán decepcionados, igual que los aficionados a los métodos detallistas y, al cabo, mecánicos. Y, por definición, tampoco quedarán satisfechos los que nunca quedan satisfechos con nada. Pero, en fin, creemos que también cabe la posibilidad contraria. Quizá algunos lectores hayan quedado satisfechos. Quizá haya ahora en el mundo más escritores a vuelapluma de los que había antes.

La pluma voladora vuelve a casa con tranquilidad, serenamente. Por un momento, antes de entrar por la ventana, dirige su plumilla hacia la plazoleta del parque, ahora vacía como un cero, y luego hacia una luna que ya no parece llena de humo, sino un pedazo de torta de maíz. Sí, es de noche, hay que irse a dormir. Otro día continuaremos con nuestro método para escribir a vuelapluma, el mejor método para escribir a

Page 17: Libro no 1201 relatos urbanos varios colección e o octubre 25 de 2014

¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

17

vuelapluma del mundo.

Page 18: Libro no 1201 relatos urbanos varios colección e o octubre 25 de 2014

¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

18

Almudena Grandes

El vocabulario de los balcones

Para mi amiga Ángeles Aguilera.

1.

Si alguna vez la vida te maltrata,

acuérdate de mí,

que no puede cansarse de esperar

aquel que no se cansa de mirarte.

LUIS GARCÍA MONTERO, Habitaciones separadas,

No hay escalera sin barandilla ni hortera sin zapatos de rejilla, solíamos decir en aquella época, pero lo peor no era la abominable trama entretejida con tiritas de cuero marrón que estigmatizaba cruelmente sus empeines, sino el grosero repiqueteo de esos tacones —tap tap tap tap—, que acechaban mis pasos cuatro veces al día, todas las mañanas y todas las tardes, de casa al instituto, del instituto a casa, y vuelta a empezar. De vez en cuando, mientras cambiaba de acera en cada semáforo para que, por lo menos, le costara trabajo seguirme, me preguntaba por qué se empeñaría él en llevar todos los días a clase aquellos zapatos de domingo, siempre impecables, tan lustrosos y brillantes, aunque sus costuras ya hubieran empezado a reventar. Él no necesitaba esos tacones, una base insólita para sus eternos pantalones de chándal de espuma azul, porque era un chico muy alto, pero aquel mínimo detalle no bastaba para convertir en un misterio el vulgar acertijo de su existencia.

No hay parto sin dolor, ya se sabe, ni hortera sin transistor, y él, naturalmente, solía llevar un transistor pegado a la oreja, el volumen a

Page 19: Libro no 1201 relatos urbanos varios colección e o octubre 25 de 2014

¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

19

tope mientras me esperaba, emboscado en la esquina de mi casa. Algunas tardes, el eco melancólico, antiguo, de aquella canción que le gustaba tanto me advertía de su presencia antes aun que la sombra de su figura escurrida y triste, tan larga y, sin embargo, tan extrañamente desamparada. Luego, sus tacones —tap tap tap tap— ponían una nota de más en la dulzona salmodia de aquel amor terminal y desgarrado que

nos acompañaba, eso da igual, ya nada importa, San Bernardo abajo, San Bernardo arriba, todo tiene su fi-i-i-in, como una profecía incapaz de cumplirse.

No sé cómo le aguantas me decía mi prima Ángeles, que por aquel entonces ya había conseguido que todas sus amistades la llamaran Angelines, abreviatura madrileña que ella encontraba muy fina, pero que en casa, mal que la pesara, seguía siendo Angelita, y por muchos

años. Es que es lo que le faltaba ya al tío, que le gusten Los Módulos...

Yo asentía en silencio, y a veces, sin darme cuenta del todo, tarareaba

aquella infamia sin mover los labios, siento que ya llegó la hora, que dentro de un momento te alejarás de mí, porque yo no había nacido en un pueblo de Jaén, como ella, sino en La Milagrosa, paradigma de las clínicas castizas, puro Chamberí, y por eso podía permitirme ciertas debilidades arabescas que jamás me atrevería a confesar en voz alta. Y

sin embargo, Angelita tenía razón, por muy de pueblo que fuera: El Macarrón —como solían llamarle mis hermanos, no tanto por sus características físicas como por la solidez de sus perversiones estéticas— era un pedazo de hortera. Punto final.

Nunca llegué a cruzar una sola palabra con él, ni siquiera sabía cómo

se llamaba —Abencio, seguro, o Aquilino, aventuraba mi prima; todo lo más, Dionisio, no lo dudes—, ni podría ahora reconstruir el momento exacto en el que mis hombros empezaron a acusar el peso de sus ojos, esa mirada sólida, compacta como un espejo animado, turbio y caliente frente al que me vi cumplir trece, y luego catorce, y luego quince, y dieciséis años. No era del barrio, eso sí lo sabía, y que vivía en Valdeacederas, una estación de metro que estaba muy lejos, por Tetuán más o menos, pero cuya reputación era lo suficientemente conocida

Page 20: Libro no 1201 relatos urbanos varios colección e o octubre 25 de 2014

¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

20

como para que mi madre se sintiera satisfecha de no haberse movido en toda su vida de la insignificante calle de San Dimas.

—¡Mira, mira! —solía decir a las visitas en el balcón, obligándoles a torcer la cabeza hasta forzar un ángulo inverosímil, mientras señalaba a lo lejos con el índice—. Eso que se ve allí es la cúpula de la Unión y el Fénix. ¡Pero si vivimos casi en la Gran Vía! Lo que yo te diga...

Ella podía hartarse de decir lo que quisiera, pero, por supuesto, no vivíamos en la Gran Vía, sino en un barrio antiguo y pequeño, muchos conventos y casas sin portero, sin ascensor, sin calefacción central y con más de un siglo a cuestas, una parcela del centro de Madrid —Noviciado para algunos, Malasaña para otros, San Bernardo, Conde Duque o hasta Arguelles para los taxistas— que ni siquiera hoy tiene un nombre definido. Allí se había criado mi padre y allí se había criado mi madre, allí se conocieron, y se miraron, se gustaron y se hicieron novios. Allí mismo, en la iglesia de las Comendadoras, se casaron, y alquilaron un piso grande y destartalado, los techos abombados por el peso del cañizo viejo, reseco, y un suelo bailarín de baldosines pequeños, blancos y rojos, una casa que yo ya no conocí, porque mamá sucumbió a la fiebre de las reformas antes de que yo me rindiera al uso de razón. El pasillo, dividido en varios segmentos equitativamente absurdos, seguía siendo eterno y angosto, eso sí, y mi dormitorio, que conservaba el airoso nombre de gabinete, era en realidad un minúsculo cuarto ciego, pero eso no significaba que hubiera dejado de haber ricos y pobres. Pues no faltaba otro escándalo, hasta ahí podíamos llegar.

—¿Valdeacederas? —mi madre frunció aparatosamente el ceño—. ¡Uf! Eso es un barrio malísimo, medio de chabolas o así.

—¿Valde qué? —terció mi abuela, que no sabía estar callada—. Eso no es Madrid.

—¡No poco, abuela! Pero si hay hasta metro.

—¡Metro, metro! Claro que habrá metro, si ahora debe llegar hasta

Page 21: Libro no 1201 relatos urbanos varios colección e o octubre 25 de 2014

¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

21

Toledo... ¡Ya te digo!

Para la señora Camila, como la llamaban en el barrio, Madrid seguía estando restringido a los estrictos límites de la ciudad donde transcurrió su juventud, indultando a lo sumo Ventas, y por la plaza de toros, que si no, para ella, lo mismo que Segovia. Era mejor no llevarle la contraria, porque a la mínima oportunidad te volvía a contar cómo la eligieron Miss Chamberí por aclamación en el año 1932, cómo impusieron sobre su pecho una banda verde con letras doradas, cómo llegó por la noche con ella a la taberna de su padre, y cómo mi bisabuelo le arreó un bofetón —por miss— que le dejó los dedos marcados en la cara durante una semana, así que me callé y nunca volví a preguntar por ese desgarbado y sigiloso espectro que parecía vivir solamente para mirarme. El paso del tiempo y Conchita, la panadera, recompensaron mi paciencia al

alimón, consintiéndome averiguar algunas cosas. El Macarrón era nieto de la señora Fidela, una anciana bronca y robusta, muy descarada y peor hablada, que vivía en Montserrat esquina con Acuerdo, a dos pasos de mi casa. Su marido, un hombrecito convenientemente insignificante y a quien, por supuesto, nadie conocía por su nombre de pila —en mi barrio ése parecía un privilegio exclusivo de las mujeres, y el señor Fulano nunca era tal, sino el marido de la señora Fulana—, había trabajado toda su vida como bedel en el Cardenal Cisneros, y así debía haber conseguido una plaza en el instituto de la calle de los Reyes para un alumno que vivía tan disparatadamente lejos. Yo, que asistía al Lope de Vega porque no me quedaba más remedio, estaba a punto de descubrir el valor de aquellos ojos, que tal vez me concedieran el privilegio de existir en lugar de nutrirse con ventaja de mi existencia, cuando Angelita hizo un descubrimiento mucho más aparatoso, una auténtica hazaña que la convertiría definitivamente en Angelines.

En el instante en que atravesé el umbral de Topaz, sentí más bien que ingresaba de golpe en otro mundo. Aquella discoteca lujosísima —cristales ahumados hasta en el cuarto de baño, grandes espejos con marcos dorados en los pasillos, sofás profundos como camas de matrimonio, ambientes muy mal iluminados y, fundamentalmente,

Page 22: Libro no 1201 relatos urbanos varios colección e o octubre 25 de 2014

¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

22

camareros con esmoquin, detalle que no tengo más remedio que calificar como la pera limonera de lo que yo entendía entonces por distinción— no tenía nada en común con los baretos del distrito Centro que hasta aquel momento habían jalonado, como las estaciones de un vía crucis, el lento peregrinar de las horas por las tardes de mis sábados. Claro que Angelines y yo tampoco teníamos mucho en común con la selecta ganadería de Chamartín de la Rosa que pastaba en aquel local. Recuerdo todavía aquella desazón, fruto de una incomodísima sensación de impropiedad que hormigueaba en mis tobillos como una plaga, la infección de vergüenza que amenazaba con delatarme a cada paso mientras buscaba un sitio que me correspondiera, un lugar donde mi aspecto no desentonara entre tanta chica rubia con culo respingón embutido en vaqueros de importación y miles de sortijas de plata en cada mano, y tanto tío gigantesco de pelo engominado enfundado en blazer azul marino con botones dorados y provistos de sus correspondientes anclas. La moda náutica, que llegaría a arrasar algunos años después en esta ciudad tan radicalmente ajena a todos los mares, aún no superaba el rango de una sombría amenaza, pero yo no distinguía un nudo marinero del lazo de un zapato, y eso era una

tragedia sólo comparable al miserable aspecto de los Lois que mi madre insistía en comprarme por aquel entonces.

Los pijos, sin embargo, parecían genéticamente predispuestos a reconocer un culo respingón incluso en condiciones tan indeseables, porque no pasó mucho tiempo antes de que se me acercara el primero, más feo que yo, más bajo que yo, más gordo que yo —mucho más tonto que yo—, pero que, sin embargo, tenía un amigo que conocía al primo de otro tío que estaba muy bueno, uno rubio que llevaba siempre camisetas de algodón de colores muy vivos, con el cuello blanco y un número en la espalda, que al final resultó que eran de jugar al rugby. Se llamaba Nacho, estudiaba en ICADE y tenía diecinueve años y un Ford Fiesta flamante, con muchos extras y pintura gris metalizada, aparte de la estupenda costumbre de pagarme todos los gin-tonics que se me antojaban entre muerdo y muerdo, que era como entonces llamábamos a los besos. Cuando empezamos a salir juntos, la primera

Page 23: Libro no 1201 relatos urbanos varios colección e o octubre 25 de 2014

¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

23

cosa que me enseñó fue que Topaz era una auténtica horterada de sitio.

—No está mal para ir a vacilar y eso, hay muchas tías, pero vamos, el ambiente es más de campo que las amapolas...

Entonces empecé a ir a tomar copas a un bar que estaba muy cerca, en los sótanos de Orense, y que sin embargo se parecía a los antros más vulgares de mi barrio como una gota de agua pueda llegar a parecerse a otra. Era un local muy pequeño, con un par de mesas y una barra siempre tan abarrotada que la mayor parte de los clientes se tomaba la copa fuera, en un lúgubre pasillo subterráneo de paredes de cemento.

No tenía nombre, pero todo el mundo lo llamaba Pichurri, como el jugador de rugby que lo había montado, y no tardé mucho en inventarme razones suficientes para cimentar su fama de local selecto. Y fue precisamente allí, en el agudo vértice de mi impostura, donde se desencadenó lo inevitable.

—Te advierto que ese tío ya está empezando a tocarme los cojones...

Yo fingía no darme cuenta de nada, acatando la norma que obedecía invariablemente desde que comprendí que, por mucho que dejara atrás mi barrio, nunca lograría desprenderme de su sombra, pero a mi lado, Angelines se retorcía las manos con tanta saña como si pretendiera desollárselas, y aunque sentí la tentación de intervenir, de imponer por una vez mi cuerpo, y mi voluntad, en el transparente curso de los acontecimientos, el sentido común me dijo que Nacho tenía razón, que ya estaba bien, todas las tardes lo mismo, la misteriosa aparición de esa figura solitaria y huidiza a la que nunca fui capaz de despistar, aquel cuerpo encogido que buscaba amparo en el filo de todas las esquinas, los brazos colgando, los hombros hundidos, la cabeza gacha, una impecable máscara de fragilidad para unos ojos que no cambiaban nunca, ojos duros como rocas, hondos como pozos, relucientes y tenaces como dos cuchillos.

—¿Qué miras tú, eh, gilipollas? ¿Se puede saber qué miras tú? Pues te vas a llevar dos hostias, mira por dónde...

Page 24: Libro no 1201 relatos urbanos varios colección e o octubre 25 de 2014

¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

24

Me escondí en el baño para no ser testigo de la masacre, pero antes de llegar, mis oídos registraron ya el eco de un par de puñetazos y una queja apagada. Cuando volví, mi novio seguía gritando, chillando, furioso como un cerdo en un matadero, mientras El Macarrón, con una ceja abierta, manando sangre por la nariz, echaba a correr por los sótanos de Azca sin querer todavía perderse del todo, porque aún se detuvo un momento, afrontó el riesgo de un golpe aplazado, se dio la vuelta y me miró, y yo alcancé a recoger su última mirada y me entraron unas ganas tremendas de llorar.

Aquella noche no hubo despedida, porque me sentía incapaz de besar a Nacho, de tocarle, de responder al más leve roce de sus dedos. No le dije nada porque sabía que no lo entendería. Yo tampoco lo entendía, pero le dejé al día siguiente, de todas formas.

Un par de meses más tarde conocí a mi segundo novio, que se llamaba Borja y tenía un velero atracado en Mallorca y una intensa predilección por las terrazas de Pozuelo, en una de las cuales me tropecé con Charlie, que había dejado de estudiar para montar un gimnasio, y él me presentó a su primo Jacobo, cuyo padre, eterno pretendiente a la presidencia del Real Madrid, me invitó a veranear un año en la inmensa mansión que poseía a orillas del Cantábrico, en una playa espléndida, blanca y desierta, donde no me atreví a bañarme ni una sola vez en todo un mes porque la temperatura del agua amorataba los dedos de los pies, aunque eso no debía importarme porque veranear en el Mediterráneo, por lo visto, también era una paletada, con la única excepción de las Baleares, que tenían un pase.

Y no me casé con Jacobo, ni con Charlie, ni con Borja, ni con Nacho, pero estuve a punto de casarme con Miguel, creo que lo habría hecho si no hubiera tardado tanto en llevarme a casa de sus padres, diplomático de carrera con señora, por los que sentía un respeto que rayaba abiertamente en el temor, desentonando con similar intensidad en el carácter de un hombre de casi treinta años. Yo, mientras tanto, estudiaba Químicas, y a despecho del entusiasmo de mi madre, que ya me veía de blanco en los Jerónimos, sentía que cada mañana, al

Page 25: Libro no 1201 relatos urbanos varios colección e o octubre 25 de 2014

¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

25

levantarme, me parecía un poco más a mi abuela, e iba comprendiendo lentamente que todas aquellas familias adineradas que casi siempre venían de Santander eran, en el fondo, tan de provincias como Angelita, que había terminado por echarse un novio estupendo en Alcalá la Real y contemplaba sin horror alguno la posibilidad de irse a vivir una temporada al pueblo de su padre, como hiciera su madre tantos años antes pese a los nigérrimos augurios que emitió la mía cuando se enteró.

—Pero, cuando vas por allí, ¿no se te queda pequeño? —le pregunté una vez.

—Pues no sé —me contestó—. Total, no salgo de la cama.

—Ya saldrás —insistí—. Y entonces tendrás que soportar el chismorreo, y las vecinas, y que si llevas faldas demasiado cortas...

—¡Pues anda que tú! —me cortó—. En esa urbanización de Aravaca, todo el santo día barbacoa que va y barbacoa que viene, y cuánto gana tu marido y cuánto gana el mío, y que si partidos de squash y que si al gimnasio con Menganita, y el teléfono del payaso de las fiestas de los niños, para no quedar peor que Piluca, que contrató un mago... Además, cuando yo me canse, cogemos y nos venimos, pero tú... ¿Adonde te vas a venir tú, desde Aravaca? Y eso hoy, que me siento generosa y paso por alto el detalle de que mi novio está mucho más bueno que el tuyo, guapa.

Eso era verdad, y casi todo lo demás también. Miguel se negaba a vivir en la ciudad, porque llamaba campo a una intolerable amalgama de urbanizaciones de medio pelo con pretensiones, y a mí ya no me daba vergüenza no tener ninguna casa con jardín y paredes de hiedra, ningún pueblecito marinero, ninguna dehesa, ningún prado, ninguna playa a la que volver en vacaciones, y a cambio, como única raíz, sólo un balcón, un minúsculo pañuelo de baldosas al que sacar una banqueta en las noches de verano para tomar el fresco con mi abuela, cambiando el sempiterno olor a garbanzos cocidos que ascendía por el patio en las mañanas de invierno por los uniformes ecos de bullicio universal, toda la ciudad abierta, maquillada de espumas y de luces, disfrazada

Page 26: Libro no 1201 relatos urbanos varios colección e o octubre 25 de 2014

¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

26

repentinamente de jardín, como una inabarcable e inmensa terraza. No me había marchado aún y ya lo echaba todo de menos, y, sin embargo, no era sólo el paisaje de mi vida lo que fallaba. Tardé mucho tiempo en comprender, en advertir por qué caminaba con los hombros demasiado ligeros, por qué sentía como si mis pies no tuvieran peso, como si ningún cuerpo fuera capaz de asentarlos en el suelo que pisaban. Todos mis actos me parecían soluciones provisionales, remiendos anticipadamente insuficientes para un hundimiento inevitable, pero el suelo empezó a crujir cuando menos lo esperaba.

Miguel conducía hacia la casa de sus padres, que por fin me habían invitado a cenar. Yo miraba por la ventanilla el monótono espectáculo de Capitán Haya, las torres acristaladas que se sucedían, idénticas, en las dos aceras, garajes y jardines, palmeras en los portales, alardes de nuevos ricos que ya no me impresionaban, siempre lejos, cada vez más lejos. Un giro a la izquierda me precipitó en una calle donde nunca había estado, pero me daba lo mismo porque era igual que las demás, y otra vez a la izquierda y todavía más lejos, y más, y ahora despacio porque buscábamos un sitio y no lo encontrábamos, y todas las calles, todas las fachadas, todas las esquinas parecían iguales, pero de repente, en el enésimo giro, bordeando una manzana de casas de lujo, me encontré en casa, un barrio distinto, viejo, con aire de pueblo viejo, que parecía haber brotado repentinamente de la tierra por un capricho del destino, tiendas baratas, edificios de un par de pisos, música de rumba escapando por los balcones y señoras en bata comprando pan, y una boca de Metro con un nombre familiar y doloroso, cinco sílabas que estallaron como una pedrada entre mis dos cejas.

—Para —dije entonces—. Me bajo aquí.

—Bueno, si quieres... Mis padres viven justo detrás de esta esquina, en la otra mitad de la manzana, espérame...

—No me has entendido —expliqué, abriendo la puerta del coche—. No voy a ir a casa de tus padres. Me vuelvo en Metro.

Page 27: Libro no 1201 relatos urbanos varios colección e o octubre 25 de 2014

¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

27

Pisé la acera con fuerza, y sentí el cemento en las plantas de los pies y una emoción extraña, como si al descubrir el secreto de la ciudad con dos caras, ella me hubiera desvelado la clave de mi única vida, y sólo entonces me incliné hacia delante, para despedirme desde la ventanilla.

—Tú no me miras, Miguel —dije despacio, aunque sabía de sobra que no me entendería—. Porque no sabes mirarme.

Luego, la estación de Valdeacederas cerró sus brazos sobre mí como sólo saben cerrarse los brazos de una madre.

2.

Nunca se me han dado bien las rebajas.

Recuerdo perfectamente que mientras la escalera mecánica trabajaba por mis piernas, iba pensando en eso, en mi incapacidad para revolver en los expositores y encontrar una ganga, y recuerdo también que la vi antes a ella, me estaba prometiendo a mí misma que jamás volvería a caer en la trampa, nunca más haría cola ante un probador, cuando me fijé en una chica morena que llevaba el pelo recogido en una trenza larga y espesa, como la que llevaba yo cuando era niña, y luego, entre la tercera planta —caballeros— y la segunda —todo para la mujer—, tuve el presentimiento de que un tío que subía la miraba intensamente, y me dio rabia, y después me dio rabia que me hubiera dado rabia, porque esa reacción instintiva pero mezquina, casi absurda, me hacía consciente de los años que iba cumpliendo con mucha más contundencia que el espejo del maño en mañanas de resaca, y entonces decidí que el tío sería un gilipollas, y levanté la vista para mirarle a la cara, y no sólo no tenía cara de gilipollas, sino que, además, era él.

Sus ojos se cruzaron con los míos y frunció las cejas durante un instante, pero no quiso mirarme, no me reconoció, y aunque me daba miedo contestarme que sí, tuve que preguntarme si no habría cambiado yo tanto como él desde cualquier día del verano del 77, o del 78, ya ni siquiera me acordaba de la fecha. Habían pasado más de quince años,

Page 28: Libro no 1201 relatos urbanos varios colección e o octubre 25 de 2014

¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

28

y al mirarle, nadie podría adivinar el infamante apodo que arrastró mientras duró su adolescencia. Conservaba el aire prematuramente melancólico que antes teñía todos sus gestos de tristeza, y caminaba aún con los hombros hundidos, la cabeza baja afrontando el suelo, pero el corte de pelo, la americana de lana jaspeada, los zapatos de piel vuelta con cordones, la cartera de cuero castaño que llevaba en la mano, delataban ese peculiar desaliño premeditado que siempre esconde una pizca de elegancia. Le van bien las cosas, pensé, mientras subía los escalones de dos en dos, en dirección contraria a la que movía el motor, sin ser consciente todavía de que le estaba buscando, y le encontré comprando calcetines, granates, grises, negros, todos lisos. Pagó con una tarjeta de crédito y regresó a las escaleras, y yo fui tras él, y tras él salí a la calle Preciados y, sin perderle nunca de vista, sorteé a un par de músicos callejeros, una cabra bailarina y el tenderete de un trilero, y llegamos a Callao, y siguió andando, Gran Vía abajo, pasó de largo un cine, luego otro, y luego otro, y embocó San Bernardo y yo le seguí, recorrimos la misma calle que habíamos andado juntos tantas veces en una situación que yo jamás me habría atrevido a adivinar entonces, él delante, sin volver jamás la cabeza, yo detrás, escondiéndome entre las farolas de todas formas, y atravesamos la calle del Pez y siguió andando, no dejó de hacerlo hasta ganar la esquina de San Vicente Ferrer, y en ese punto sus talones giraron bruscamente un cuarto de vuelta y yo me detuve, sin saber muy bien adonde ir, y le vi cruzar la calle de cuatro zancadas, la cabeza siempre rígida, aparentando despreocuparse del tráfico, y quedarse quieto justo enfrente de mí, en la otra acera.

Se dio la vuelta muy despacio, levantó lentamente los ojos, me miró, y supe que nunca había dejado de reconocerme.

Tardé cinco noches —cuatro días— en decidirme, y todavía dos mañanas más en atreverme a empujar la puerta de la panadería sin tener muy claro qué iba a decir, por dónde iba a empezar después de los besos y los abrazos, las enhorabuenas y los pésames de rigor, pero

Conchita me dio el pie sin pretenderlo —¡qué barbaridad!, hay que ver, pero ¡qué elegante estás!, ya nunca vienes a vernos, claro, como somos

Page 29: Libro no 1201 relatos urbanos varios colección e o octubre 25 de 2014

¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

29

pobres... —y obtuvo a cambio una versión peculiar de mi vida, que incluía un resumen abiertamente dramático de las infrahumanas dimensiones del apartamento de Martín de los Heros cuyo alquiler me

suponía más de la mitad del sueldo —estoy pensando en volver al barrio, ¿sabes?, pillar algo por aquí, no muy grande... Supongo que no seré la única, de los niños de entonces, quiero decir... Mi hermano me dijo hace un par de días que había visto al nieto de la señora Fidela salir de un portal en San Vicente Ferrer... Ella me miró con cara de no acordarse de nada y me dije que tal vez fuera mejor así, pero reaccionó enseguida para confirmar punto por punto mis sospechas, naturalmente que sí, Juanito sí que había vuelto.

—O sea —murmuré para mí—, que se llama Juan.

—¡Natural! —Conchita se asombraba de mi perplejidad—. ¿Cómo quieres que se llame?

—Claro, claro... ¿Y a qué se dedica ahora?

—Pues, no sé. Da clases en la universidad o algo parecido.

Averiguar qué enseñaba exactamente fue un poco más difícil, porque mi

interlocutora sólo recordaba que su especialidad empezaba con A —¡no sé, hija...!, ahora sois todos unas cosas tan raras— y lo primero que se me ocurrió fue arquitectura —¡no, mujer, quita ya...! Tan importante no es—, y luego pregunté si era abogado —¡pero, ¿qué dices?! No, no... Mucho más importante que eso—, y así, por su particular escala de prestigio, fui descartando aparejador, ATS, alergólogo, ingeniero aeronáutico, aeroespacial y agrónomo, arqueólogo, filólogo alemán, astrónomo, astrofísico, y no sé cuántas esdrújulas más.

—¡Sí, mujer! —insistió al final—. Si tú tienes que saber lo que es. Hasta salen de vez en cuando por la tele, hablando de los salvajes y eso...

Comprendí enseguida lo que quería decir, pero tardé unos segundos en arrancar a hablar, como si aquella posibilidad me resultara más inverosímil que algunas de las que yo misma había propuesto, y no pude

Page 30: Libro no 1201 relatos urbanos varios colección e o octubre 25 de 2014

¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

30

evitar que me temblara un poco la voz en la primera sílaba.

—¿Antropólogo? —pregunté muy despacio, casi con miedo, y Conchita elevó las dos manos al cielo mientras profería un alarido de triunfo.

—¡Justo!

—¿El Macarrón es antropólogo? —volví a preguntar, como si con una sola afirmación no tuviera bastante.

—Sí —me contestó ella, para insistir luego en un tono ligeramente ofendido—, y ya te he dicho que se llama Juanito.

—¡Antropólogo, El Macarrón...! —afirmé para mí, en un susurro—. Desde luego... ¡Tócate las narices!

Después, Conchita sacó una lima de uñas del cajón de las pesetas, se sentó en un taburete y, al otro lado del mostrador, empezó a hacerse la manicura como si estuviera sola, pero cuando yo buscaba ya una fórmula de despedida, se decidió a agregar el colofón que menos me esperaba.

—Él tampoco se ha casado —dijo, sin levantar la vista de su mano izquierda.

—¿Y por qué me cuentas eso?

—No, mujer... —y entonces me miró—. Por nada.

Estoy segura de que él nunca me creería si le confesara que fue una casualidad, pero lo cierto es que yo hubiera preferido otro balcón, otra fachada, otro piso, un mínimo desnivel, cualquier distancia, y si me hubieran dado a elegir, habría escogido una trinchera comunicada con la suya de forma diferente, a través de una azotea quizá, o de un simple patio de luces, pero aunque no habían pasado más de tres meses cuando me avisaron de la agencia, yo ya no tenía dieciséis años, y el tiempo pasaba muy deprisa y muy despacio a la vez, demasiado rápido

Page 31: Libro no 1201 relatos urbanos varios colección e o octubre 25 de 2014

¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

31

para retenerlo, demasiado lento para desesperar a quien sabe que no lo posee por completo.

La chica que me acompañaba enarcó las cejas hasta su límite físico cuando le pedí que no abriera los balcones. Recorrí en penumbra las habitaciones que se abrían a la calle —un gabinete, el salón, otro gabinete, el dormitorio, otro dormitorio...— y di una señal sin dignarme a echar más que un vistazo a la cocina y al baño, que por muy recién reformados que estuvieran, daban a un callejón sin ningún interés. Obligué a los mozos de la mudanza a trabajar con luz eléctrica, el piso cerrado a cal y canto mientras cada uno de mis objetos luchaba por convencerme del lugar que le correspondía, y luego, todavía, esperé a estar familiarizada con el espacio. El día en que decidí que me sentía segura, compré un ramo de flores al salir del trabajo. Coloqué el jarrón en una mesa situada en el ángulo adecuado, y sólo entonces abrí muy despacio las contraventanas del balcón del salón. Mis labios se curvaron solos, dibujando una sonrisa de la que no llegué a ser consciente del todo. Al otro lado de la calle, en un balcón del tercer piso del edificio contiguo al que se elevaba enfrente de mi casa, estaba él. Me miraba, y casi sonrió conmigo.

Aprendí muchas cosas en muy poco tiempo, pero también muy pronto dejaron de bastarme. Juan —pronunciaba continuamente su nombre, en silencio algunas veces, otras en voz alta, hasta que me acostumbré a llamarle así— era muy desordenado, comía poco, dormía menos, y salía casi todas las noches a pesar de que tenía que levantarse temprano, porque daba clases por la mañana. Por las tardes solía estar en casa, y me miraba. A veces se acercaba al balcón con un libro en la mano o hablaba por teléfono durante mucho tiempo sin apartar los ojos del cristal, al acecho del menor de mis movimientos, como cuando éramos niños. Yo mantenía siempre enrolladas las persianas verdes y empezaba a cansarme, y dudaba de que él tuviera bastante con la pobre victoria de mi imagen, pegada al balcón durante horas como una calcomanía en tres dimensiones, pero no llegué a recibir señales de que albergara una ambición mayor. Me mantuve firme durante algún tiempo. Luego, la

Page 32: Libro no 1201 relatos urbanos varios colección e o octubre 25 de 2014

¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

32

ansiedad pudo más, y a su amparo empecé a elaborar una lista de tácticas posibles, todas parejamente insensatas. Poner un cartel en el balcón me daba mucha vergüenza, averiguar su teléfono y marcarlo me pondría enferma, y cruzar la calle para pedirle una tacita de azúcar resultaría físicamente imposible, porque mis piernas se habrían fundido para siempre antes de lograr transportarme hasta su portal. Al final opté por vaciar el salón de mi casa. Saqué todos los muebles al pasillo, traje una banqueta de la cocina, la coloqué al lado del balcón y me senté allí, a no hacer nada. Confiaba en que él lo entendería, siempre había sabido interpretar todos mis gestos y, sin embargo, cuando levanté los ojos, los suyos sostuvieron mi mirada apenas un par de segundos.

Su ausencia no llegó a desconcertarme, porque regresó enseguida, abrió las dos hojas, se apoyó en la barandilla y me miró. Yo imité sus gestos, uno por uno, y al principio no reconocí la música, pero mi memoria

reaccionó antes que yo misma, siento que ya llegó la hora, él movía los labios muy cerca, al otro lado de la calle, pero no podía escucharle, que dentro de un momento, y entonces me di cuenta de que no conocía su voz, de que nunca la había oído, te alejarás de mí, y tuve ganas de llamarle, de gritar su nombre, suplicarle que gritara, eso da igual, pero no me atreví a articular un solo sonido, ya nada importa, y me uní a su canto mudo al final del estribillo, todo tiene su fi-i-i-in, hasta que terminó. Luego me quedé mucho tiempo quieta, aferrando la barandilla con las dos manos. Le miraba, y casi sonreí con él.

Empezaba a hacer buen tiempo y esa canción se convirtió en una contraseña entre nuestros balcones abiertos. Lo demás pasó de repente. Hacía mucho calor, aquella noche de junio, el aire pesaba como si lo hubieran hilado con plomo, y el perfil de la luna parecía hervir sobre un cielo que, de puro caliente, se negaba a oscurecer del todo. Al otro lado de la calle, él subió el volumen de su equipo de música, y percibí casi el eco de un llanto, una queja terminal y desgarrada, como una resonancia de desesperación. Me levanté y me acerqué al balcón, y la voz del cantante sonaba igual que siempre, pero yo no era capaz de escucharla como antes, y empecé a desabrocharme la blusa sin advertir que aquél

Page 33: Libro no 1201 relatos urbanos varios colección e o octubre 25 de 2014

¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

33

era el único gesto espontáneo que acometía desde que me había mudado a mi nueva casa, la única palabra que no había planeado, estudiado y sopesado previamente, mi blusa cayó al suelo y empecé a desabrocharme la falda, y él me miraba, el dibujo de sus cejas, dos arcos perfectos, inmutable como si alguien las hubiera esculpido en piedra sobre sus ojos fijos, y mi falda también cayó al suelo, terminé de desnudarme sin dejar de mirarle, y él me miraba, pero no se movía, me miraba, pero seguía apostado frente al balcón, como un muñeco, como una estatua, como un cadáver.

Mis párpados cayeron solos, y mis lágrimas decidieron seguir su camino, escurrirse entre ellos, atropellarse y rodar sobre mi cara para certificar el último fracaso. Tuve que imponerme a mi propia piel, luchar contra la inercia que me aplastaba entera contra el suelo, para abrir los ojos otra vez, y quise no volver a ver a nadie, ninguna cosa, nada, nunca más, pero contemplé un balcón vacío, abandonado, y mi corazón estuvo a punto de asomarse al mundo desde la enloquecida frontera de mi boca.

Luego, fui yo quien bajó la cabeza. Él cruzaba la calle con la suya más alta, los hombros por fin erguidos.

Page 34: Libro no 1201 relatos urbanos varios colección e o octubre 25 de 2014

¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

34

Rosa Montero

El puñal en la garganta

Tengo una foto en mis manos. Somos nosotros, Diego y yo, antes de que todo comenzara. Es una imagen del principio, primordial. Tengo un polvillo blanquecino en mis dedos. Son los restos del veneno que le sirvo todas las tardes en el vaso de sake: en cada toma un miligramo más. Es una evidencia del deterioro, terminal. El polvillo ha manchado la foto, de la misma manera que el sórdido presente mancha los recuerdos hermosos del pasado. Están contaminados esos recuerdos, tan envenenados como la copa de aguardiente. Miro ahora la foto y no le reconozco. Es el rostro de un hombre que se sabe amado: resplandece. Y era yo quien le amaba, aunque ahora no atino a saber cómo ni porqué.

Hace seis meses que nos hicimos este retrato, apretujados en un fotomatón de la estación de Atocha, cuando llegamos a Madrid. Hace seis días que empecé a echarle los polvos en la copa. Las mujeres somos buenas envenenadoras: es un arte final que nos es propio. A los hombres les gusta matar con grandes exhibiciones de violencia, como si se sirvieran del asesinato no sólo para librarse de un enemigo, sino también para hacer una demostración de poderío. Y así, estrangulan, apalean, descoyuntan y degüellan. Sobre todo aman las navajas, los cuchillos, las hojas afiladas. Los temibles hierros penetrantes. Si me oyera el psiquiatra diría que estoy obsesionada con los símbolos fálicos. En realidad era un psiquiatra muy malo. Gratis, de la Comunidad. Sólo fui un par de veces, cuando empezaron a sucedernos cosas raras.

Pero decía que los hombres gustan de matar violentando los cuerpos desde fuera, mientras que las mujeres preferimos la destrucción interior, que es más sutil. Somos especialistas en este tipo de asesinatos y gozamos de una larga tradición intoxicadora: desde la madrastra de Blancanieves a Lucrecia Borgia. A fin de cuentas, preparar una pócima letal es muy parecido a preparar una sopa de gallina, por ejemplo. Quiero decir que es una cosa de nutrición, que todo se queda entre

Page 35: Libro no 1201 relatos urbanos varios colección e o octubre 25 de 2014

¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

35

pucheros. El envenenamiento como parte de la gastronomía.

A mí siempre me gustó cocinar. Y a Diego tirar dardos. En eso, y sólo en eso, se nos anunciaba de algún modo el destino. Nos conocimos precisamente así: yo cocinaba tapas en un bar de la playa, en La Carihuela, en Torremolinos, y él ganó el concurso de dardos del local. Era muy bueno, yo nunca había visto nada semejante. Era capaz de clavar una flecha en el culo de otra. Llevaba unos dardos especiales, de madera y plumas, en un estuche de cuero despellejado. Había vivido en Londres durante mucho tiempo, una vida nocturna de pubs, dianas de corcho y ocupaciones imprecisas y tal vez inconfesables. A mí me gustaba que fuera así, aventurero, cosmopolita y enigmático. Tampoco mi vida había sido lo que se dice ejemplar. Soy de la generación del 68; he rodado mucho y no siempre por los sitios más adecuados. Viví un

par de años en India, he sido yonqui, me detuvieron una vez en Heathrow con unos granos de opio. Cuando encontré a Diego hacía mucho que estaba limpia, pero el mundo me parecía un lugar bastante triste. Él me dijo: «Te puedo hacer daño, no te enamores de mí.» Y eso me bastó para quedar prendida. Tengo 44 años, Diego catorce menos. Pero hace seis meses apenas si se notaba la diferencia de edad: yo todavía conservaba un buen aspecto. Lo que siempre me ha fallado ha sido la sensatez, no el físico.

Cuando nos vinimos a Madrid llevábamos un mes viviendo en la gloria. Nuestra pasión era insaciable: llegamos a la estación de Atocha y nos instalamos en el hotel Mediodía, justo al otro lado de la plaza, porque cualquier otro sitio parecía demasiado lejos para nuestra urgencia. Le prendíamos fuego a la cama varias veces al día. Y no era sólo el sexo: a través de tanta carne yo creía recuperar mi espíritu. Queríamos querernos y empezar juntos una nueva vida. A veces se me saltaban las lágrimas y pensaba que era de felicidad. Tenía que haber aprendido para entonces que llorar siempre es malo.

El dinero se nos iba demasiado deprisa y necesitábamos buscar algún trabajo. Pero pasaban los días y no hacíamos nada. Una mañana de domingo Diego llegó al hotel muy tarde y muy excitado. Venía con un

Page 36: Libro no 1201 relatos urbanos varios colección e o octubre 25 de 2014

¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

36

transportista y traían entre los dos un enorme baúl. «Lo he comprado en el Rastro, en una tienda de antigüedades», dijo mientras lo abría. «Es auténtico y me ha costado baratísimo.» Dentro había tres vestidos chinos de mujer, entallados, muy bellos, de satén bordado; y tres

opulentos p'ao, el traje chino de hombre en el que luego se inspiró el kimono japonés (¿y por qué sé yo esto?), los tres negros y con el forro color fuego. Nunca había visto antes una seda como aquella, tan densa, tan pesada. En el baúl estaban además todos los complementos necesarios: pantalones, zapatos, flores artificiales y agujas para el pelo, barras de maquillaje, joyas falsas. Había también una gruesa plancha de madera revestida de corcho, compuesta de tres paneles articulados: una vez montada sobre unos caballetes quedaba perfectamente vertical y del tamaño de una puerta más bien ancha.

«Y ahora viene lo mejor», dijo entonces Diego. Y sacó una caja lacada color musgo. Cuchillos. Estaba llena de cuchillos. Finos, delicados, de doble filo, la hoja larga y punzante, el mango de plata labrada con incrustaciones de nácar. Relampagueaban como joyas en su lecho de terciopelo verde oscuro. Recuerdo haberme extrañado de que la plata no estuviera ennegrecida, pero no dije nada. «Uno sólo de estos puñales debe de costar lo que me han cobrado por todo el baúl, ha sido una ganga.» Nos probamos la ropa: nos quedaba perfecta. Empecé a sentirme yo también feliz. Era una felicidad extraña, un poco intoxicante, como el burbujeo que te sube por la nariz cuando tomas champán. «Ya verás, montaremos un número de variedades, seremos un éxito», dijo Diego. El aliento le olía un poco a alcohol. Eso hubiera debido hacerme sospechar algo malo, o al menos algo raro, porque él jamás bebía ni una sola gota. Pero me sentía tan contenta y tan poderosa dentro de mi bello traje de china que ignoré los avisos. Suave suave el satén sobre mi piel, una caricia. Despojé a Diego de su kimono e hicimos el amor ahí mismo, en el suelo, entre cuchillos.

Los primeros cambios fueron tan sutiles que fui incapaz de percibirlos. Pensando ahora, desde el conocimiento de lo que después vino, me doy cuenta de que tras la entrada del baúl en nuestras vidas nada volvió a

Page 37: Libro no 1201 relatos urbanos varios colección e o octubre 25 de 2014

¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

37

ser igual. Diego empezó a entrenarse: montó el panel de corcho en un rincón del cuarto, chinchetó en él una silueta de papel y se puso a lanzar los cuchillos. Al principio, hasta que cogió el pulso de la forma y el peso de las armas, las puntas de acero rasgaron alguna vez el borde del patrón. Pero enseguida, y para mi sorpresa, porque los puñales exigían una técnica muy distinta a la de los dardos, adquirió una precisión y una seguridad admirables. «Dentro de poco empezaremos los ensayos de verdad», dijo una tarde. «¿Cómo de verdad?», le pregunté: aunque sabía. «Contigo. Los ensayos contigo, en el panel.» Me dejé caer sobre una silla. «Ni lo sueñes. No lo voy a hacer. No pienso hacerlo.» Diego se volvió bruscamente hacia mí: tenía un cuchillo en cada mano y por primera vez le tuve miedo. Pero fue un sentimiento tan fugaz como un escalofrío. Sonrió: «No seas tonta: eso es lo que nos va a hacer famosos, eso es lo que dará a nuestro número su categoría. Sin eso no nos contrataría nadie. No tendrás miedo, ¿verdad? Si no estuviera seguro de que no te va a pasar nada no te pediría que lo hicieras, cariño. Ya ves que no fallo nunca.»

Era cierto, no fallaba jamás. Me estremecí. Me acababa de dar cuenta de que hacía mucho que no me llamaba «cariño», que no me trataba tan dulcemente. Hacía varios días que no nos amábamos. Cada vez empleaba más horas en sus entrenamientos: incluso se vestía desde por la mañana con el p'ao, decía que necesitaba acostumbrarse a las amplias mangas para que no le estorbasen en la tirada. El panel había ido saliendo de su rincón del cuarto y ahora estaba en mitad de la habitación. Me ponía nerviosa la visión omnipresente y protagonista de esa estúpida plancha de corcho y madera. O quizá me ponía nerviosa el progresivo ensimismamiento de Diego. En cualquier caso yo salía cada día más. Me levantaba temprano y me iba del hotel, paseaba por el Retiro, tomaba limón granizado en los chiringuitos, me sentaba en los bancos de Recoletos a leer un libro, me metía en un cine. Incluso fui una vez al museo del Prado. Y cuando regresaba al hotel, Diego seguía clavando puñales en el corcho. En la penumbra, porque la habitación estaba cada día más a oscuras. Empezó corriendo las cortinas, luego bajando las persianas más y más. «No soporto este sol, el verano en

Page 38: Libro no 1201 relatos urbanos varios colección e o octubre 25 de 2014

¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

38

Madrid es inaguantable.» Ahora estaba casi siempre de mal humor. Le había cambiado el carácter. Lo cual no era extraño, porque bebía. Bebía cada vez más y desde más temprano. Comenzó con cervezas, luego se pasó al whisky. Esos días fueron mi última oportunidad, ahora lo veo: hubiera debido marcharme entonces, pero no me sentía capaz de abandonarle. No ya por no poder vivir sin él, sino por no poder vivir sin mi propia pasión. Sin la ilusión de que la existencia podrá ser un lugar mejor, sin ese centelleo entre las tinieblas.

Una tarde regresé al hotel y me encontré con que Diego me estaba esperando. Me arrojó uno de los vestidos chinos: «Póntelo. Vamos a empezar los ensayos.» «Te dije que no pensaba hacerlo», contesté cruzándome de brazos. Fue un desafío que duró muy poco: de inmediato, sin un solo gesto, sin una palabra, Diego me dio dos bofetadas. Nunca me había pegado. «Póntelo.» No estaba en absoluto furioso: su fría determinación era lo que le hacía más terrible. Aturdida, me quité los vaqueros, la camisa. Tantas veces antes me había desnudado ante sus ojos, tantas veces había disfrutado de la dulce y turbia sensualidad de ofrecerte al amante. Pero ahora su mirada me quemaba la piel, me hacía daño. Me puse el traje; algo se revolvió en mi estómago, era un espasmo de odio. Me dirigí hacia el panel con resolución: en ese momento no me importaba hacer de blanco, no me importaba lo más mínimo. El odio crecía dentro de mi vientre, mezclado con la furia, el deseo de venganza, la necesidad de humillarle y vencerle. Apoyé la espalda contra el corcho, extendí los brazos y me agarré al marco de madera labrada. Diego comenzó a arrojar los cuchillos: los puñales silbaban en el aire estancado, en la penumbra tibia. Los dos primeros se clavaron a ambos lados de las caderas, los segundos junto a los hombros. Después las afiladas hojas se apretaron en el hueco de las axilas, en la cintura, en la línea de las piernas. Las dos últimas se hincaron junto al cuello: cerca, muy cerca, como besos de acero. No quedaban más cuchillos y yo seguía viva.

Diego se acercó y me apartó del corcho. De nuevo sin un gesto, de nuevo sin palabras, empezó a hacerme el amor con rudeza, incluso con

Page 39: Libro no 1201 relatos urbanos varios colección e o octubre 25 de 2014

¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

39

violencia. Y a mí me gustaba. Le necesitaba de una manera feroz, absoluta, distinta. Había algo desesperado en la manera en que nos aferrábamos el uno al otro, en el modo de combatirnos por medio de la carne. Entonces es cierto que el odio se parece tanto al amor, pensé. Desde el suelo veía, en el panel, la silueta de mi cuerpo hecha con cuchillos, el perfil vacío de mi otro yo.

Nada más terminar me puse en pie: quería ducharme, hubiera deseado meterme en el mar, librarme de algo interior que me manchaba. Entonces fue cuando lo vi. Estaba todo extendido sobre la cama, ordenadamente dispuesto, como si fuera un bodegón. El gran sobre de papel marrón a un lado, luego los recortes de periódico haciendo un cuadrado, en el centro el folio mecanografiado. «¿Qué es esto?», pregunté. Diego se encogió de hombros: «Un sobre que me han dejado en recepción.» Cogí los papeles. Los recortes estaban muy amarillos y eran todos del año 1921. «Trágico accidente en el circo Price», «La muerte visitó la pista», «Horror en el circo»... Miré el papel: era una hoja nueva, sin arrugar, escrita a no dudar recientemente. Decía así:

«El 17 de febrero de 1921, durante la función de noche del circo Price de Madrid, hoy desaparecido, Lin-Tsé, artista estrella de la velada y lanzador de cuchillos de gran fama, atravesó la garganta de su compañera en mitad de la actuación, causándole la muerte de manera instantánea. Era época de carnavales y el circo estaba lleno, de manera que dos mil personas pudieron contemplar, espantadas, el fallo irremediable, la sangre que inundó de inmediato la pista (la herida, además de fatal, era muy aparatosa) y el dolor de Lin-Tsé, que en su desesperación se arrancaba los cabellos de su larga coleta y hubo de ser sacado de escena medio desvanecido. Y no era para menos, porque la víctima, la pobre Yen-Zhou, no sólo era su ayudante, sino también su esposa.

»Pero si alguno de esos dos mil horrorizados y conmovidos espectadores hubiera podido ver a Lin-Tsé pocos días después, sin duda se habría admirado ante la asombrosa recuperación del artista. Una vez secas las lágrimas de la primera noche, el hombre, inescrutable como suelen serlo

Page 40: Libro no 1201 relatos urbanos varios colección e o octubre 25 de 2014

¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

40

los orientales ante la mirada occidental, no volvió a mostrar inclinación alguna a llorar a su muerta. En la compañía se rumoreaba desde hacía tiempo que Lin-Tsé mantenía una relación clandestina con Paquita, una de las muchachas del coro; la relación se hizo oficial apenas el artista quedó viudo, y cuatro o cinco meses más tarde se casaron. Paquita tenía quince años por entonces; Lin-Tsé, unos cuarenta, y Yen-Zhou, según los recortes de la época, había cumplido los 61. La policía interrogó al artista varias veces pero nunca consiguió probarle nada. Todos en el circo estaban convencidos de que Tsé, un gran profesional que jamás fallaba en su rutina, había asesinado a su esposa en medio de la función de gala, bajo la mirada de todo el mundo, en un crimen espectacular ejecutado dentro de un espectáculo, el crimen más evidente y menos disimulado, el crimen perfecto.»

Los folios no tenían firma, el sobre carecía de remite. «¿Qué es esto?», pregunté de nuevo: mi voz sonaba chillona, extraña en mis oídos. «No sé. Supongo que me lo ha mandado el anticuario», respondió Diego. Volvió a encogerse de hombros y se sirvió una copa de una botella tripuda que yo antes no había visto. «¿Quieres? Es sake. Un aguardiente de arroz japonés. Muy rico. Creo que de ahora en adelante no voy a beber más que esto», dijo con un guiño. Y tenía razón. No ha vuelto a beber más que sake. Últimamente, sake envenenado.

A partir de ese momento las cosas no hicieron sino deteriorarse. Aunque a decir verdad lo sucedido, más que un deterioro, era y es un cumplimiento, la llegada inexorable de nuestros destinos, de un final extraño y sin embargo lógico para el que parecería que hemos nacido, de modo que nuestras existencias anteriores, todas las peripecias y avatares vividos, no habrían sido sino el tiempo de espera hasta llegar a

esto. Y esto es el furor y la violencia, el odio que hoy nos une con más fuerza de lo que une la pasión amorosa más intensa. Nunca he dependido tanto de un hombre como dependo hoy de Diego. Por eso quiero matarle.

Durante un tiempo seguimos ensayando: todos los días, empleando en ello muchas horas. Ya no salíamos de la habitación del hotel: mi vida

Page 41: Libro no 1201 relatos urbanos varios colección e o octubre 25 de 2014

¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

41

era un lugar angosto y el universo se acababa en el pasillo. Vestíamos las ropas chinas, dormíamos de madrugada, comíamos desganadamente las bandejas que nos subían, a deshora, camareras estúpidas a las que yo detestaba inmediatamente, porque creía ver en ellas a mis rivales, chicas jóvenes con las que Diego coqueteaba. Yo me había descuidado mucho: podían pasar varios días sin que me lavara, llevaba las uñas rotas y sucias, el pelo grasiento. Me miraba de refilón en los espejos (no soportaba, ya no soporto más mi visión directa) y me veía vieja. He envejecido tanto en unas pocas semanas que casi parezco otra persona.

Un día Diego se quitó el p'ao, se vistió con sus antiguos vaqueros y una camisa y se fue del hotel sin decir palabra. Yo me quedé temblando. Temblaba tanto que me tuve que sentar en la cama, ya que las rodillas no me sostenían. Tenía miedo porque pensaba que Diego se había ido para siempre. Pero también tenía miedo porque pensaba que iba a regresar. Me asusté tanto de mi propio susto que me eché a la calle y acabé, no se cómo, en un centro de mujeres del barrio. Fue entonces cuando me enviaron a la consulta del psiquiatra. Creo que aquel fue mi último intento de escapar.

Durante algunos días repetimos los dos la misma rutina: Diego se marchaba por las mañanas y yo poco después. Por la noche regresábamos a nuestro estrecho encierro. El día de mi tercera cita con el médico no acudí. En vez de ir a la consulta fui andando a la Biblioteca Nacional y convencí a uno de los empleados para que me buscara el

significado de la palabra sipayibao. Tardó bastante pero al cabo regresó con la respuesta: era un arbusto parecido al zumaque, de la familia de las terebintáceas, pero en una variedad que sólo se daba en China. Era, además, mucho más intoxicante que su pariente europeo. De hecho la ralladura de sus raíces constituía un veneno poderoso; administrado en ínfimas cantidades pero de forma continuada, alteraba al poco tiempo el proceso de coagulación de la sangre, de modo que la víctima fallecía a causa de derrames cerebrales o hemorragias internas que parecían naturales. Como se trataba de un veneno limpio que no dejaba huella,

Page 42: Libro no 1201 relatos urbanos varios colección e o octubre 25 de 2014

¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

42

había sido abundantemente usado, según decían las crónicas, en las épocas más turbulentas de la China de los mandarines, hasta el punto de que el último emperador de la dinastía Ming mandó arrancar, en 1640, todos los sipayibaos del país, y prohibió su plantación y tenencia bajo pena de muerte. Eso, ralladura del arbusto letal, era lo que yo tenía en una minúscula botellita que estaba en el baúl, revuelta con los demás pomos de los maquillajes.

Cuando Diego regresó aquella noche me comunicó que había firmado

un contrato para que actuáramos en Carambola, un local a medias cabaret y a medias discoteca que está en la plaza del Ángel. Allí seguimos todavía; he de decir que tenemos mucho éxito y que hemos contribuido a que el lugar se haya puesto de moda. Todas las noches hay dos pases: a las doce y a las dos. Cerramos el espectáculo, que aparte de nuestro número es bastante vulgar: un travestido que imita a Rocío Jurado, un humorista muy triste, unas chicas ni demasiado jóvenes ni demasiado guapas con plumas en las caderas y los pechos pintados de purpurina. Luego salimos nosotros.

Diego revienta globos y parte manzanas por la mitad con sus cuchillos, lanza sus armas desde el suelo, de espaldas o con los ojos vendados. Pero todo eso no son sino adornos, porque el número fuerte, lo que viene a ver la gente, es lo que me hace a mí. Al final redobla un tambor y yo me arrimo a la plancha de corcho y madera. Lo hago lentamente, mientras van acallándose las voces de la sala. Porque siempre se callan. Guardan un silencio absorto y casi litúrgico mientras Diego dispone sus cuchillos en hilera en la mesita auxiliar, a su derecha. Y cuando coge el primero, cuando sujeta el puñal por la afilada punta y lo alza en el aire, centelleante, entonces el silencio es tan completo que resulta ensordecedor: es como un fragor en los oídos, un viento entre hojarasca, el rugido del agua espumeante. Aunque tal vez ese sonido que oigo no sea más que mi miedo, que me agolpa remolinos de sangre en la cabeza. Siempre estoy esperando que el próximo cuchillo sea el último.

Pero hasta ahora no lo ha sido, así es que la vida continúa. Trabajamos, dormimos, comemos. Como cualquier persona. Y nos maltratamos:

Page 43: Libro no 1201 relatos urbanos varios colección e o octubre 25 de 2014

¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

43

mucho más que cualquiera. Diego a veces es violento: cuando está muy borracho. Y yo le digo palabras espantosas, las frases más terribles que he dicho jamás. Siempre fui buena hablando; ahora soy buena hiriendo, haciéndole sentirse despreciable. Sé que le vuelvo loco cuando le hablo con todo mi odio. Es como si ahora Diego y yo sólo supiéramos vivir para hacernos daño.

Hace unos días empecé a echarle los polvos de sipayibao en la copa de sake. No es muy distinto a echar la levadura en un bizcocho: las mujeres somos buenas envenenadoras, es algo que va en nuestro carácter. Diego me quiere matar. Si yo no consigo terminar antes con él, él me asesinará una de estas noches, en mitad de la actuación, frente a todo el mundo. Me clavará un cuchillo en la garganta, como hizo Lin-Tsé con Yen-Zhou en el circo Price. A veces me pregunto qué nos ha sucedido. Me produce vértigo pensar en todos esos detalles inquietantes que rodean nuestra historia. Resulta extraño, por ejemplo, que Lin-Tsé, según explica uno de los recortes, muriera dos días después de su boda de un derrame

cerebral. Y que yo intuyera, que supiera de algún modo, aún antes de ir a la Biblioteca, que el diminuto frasco en el que se leía esa única palabra,

sipayibao, era una sustancia letal: mi arma secreta. O que la piel de Diego se esté poniendo oscura, un poco amarillenta. Oh, sí, claro, el hígado, el sake, bebe tanto. Ahora sé que Diego había sido un alcohólico, antes de conocerme. Y eso, su recaída, puede ser la causa de este infierno. Eso y mi masoquismo, eso y mis deseos autodestructivos, como decía ese estúpido psiquiatra. La pasión como dolor, la pasión como peligro. Sí, podría ser. Pero, ¿por qué no dudo a la hora de escoger la dosis adecuada del veneno? ¿Por qué mi cuerpo ha envejecido tanto en tan poco tiempo?

De modo que seguimos. Esto es, yo sigo emponzoñando su bebida y él sigue arrojándome los cuchillos cada noche, mientras yo espero, arrimada al panel, que me suba a la boca el sabor final del acero y la sangre. A veces, cuando está a punto de tirar el arma, creo adivinar (tarda un poco más de lo debido, hay un asomo de duda en su movimiento) que la trayectoria va a resultar fatal. Pero entonces algo

Page 44: Libro no 1201 relatos urbanos varios colección e o octubre 25 de 2014

¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

44

cruza sus ojos fugazmente: un brillo de reconocimiento, un estremecimiento de la memoria. Y por una milésima de segundo somos capaces de vernos como fuimos, tal y como estábamos en la foto de la estación de Atocha, abrasados de amor y de deseo, ciegos de ganas de querernos: la pasión como vida, la pasión como belleza. Mueve entonces el brazo Diego casi imperceptiblemente, rectifica en el último momento la dirección del tiro, y el cuchillo se clava una vez más junto a mi cuello con un sonido seco, borrando el dulce espejismo que nos unía al pasado y anegándonos nuevamente de odio. Así son nuestras noches, así pasan los días. No sé quién conseguirá esta vez acabar antes.

Page 45: Libro no 1201 relatos urbanos varios colección e o octubre 25 de 2014

¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

45

Quim Monzó

Tres bocetos

1

En cuanto el examinador abre la puerta, el examinando de piel especialmente pálida entra en el aula escurriéndose entre la nube de examinandos que se atascan en la puerta. Camina con agilidad; se sienta en el primer pupitre vacío que encuentra. Los pupitres son de formica verde claro, con los bordes de madera. En la superficie hay rayotas de bolígrafo e incisiones de navaja, dos de las cuales son obscenas. El fragor (que forman los chirridos de pupitres y sillas, y los comentarios) aumenta a medida que entran más examinandos; el

examinador les pide que por favor (es un por favor imperativo) se sienten sin hacer ruido. Los examinandos hacen caso fugazmente: el ruido mengua durante unos segundos, pero enseguida vuelve a la intensidad previa. El examinador les da ahora la espalda: borra de la pizarra algunas frases de la clase anterior, se gira (el fragor disminuye de nuevo) y, cuando ya están todos en su lugar, baja de la tarima, va hacia la puerta del aula, la cierra, se sacude la tiza que el borrador le ha dejado en las manos (gesto que hace cesar los últimos murmullos) y pronuncia dos apellidos.

Dos de los examinandos se levantan de sus pupitres y se le aproximan. A cada uno le da un montón de pliegos de hojas grapadas; empiezan a repartirlos. A medida que avanzan dejando un pliego en cada pupitre, los alumnos fuerzan la vista para intentar leer la letra pequeña de las preguntas, pero ni uno solo hace amago de acercarse el pliego o levantar discretamente la primera hoja. No los tocan hasta que, una vez repartidos todos, el examinador anuncia que pueden empezar. Al unísono, casi cincuenta hojas resuenan en la sala. El examinando de piel especialmente pálida inspira profundamente, toma su pliego, se lo acerca hasta tenerlo justo delante y, con calma, empieza a leer. Se ha

Page 46: Libro no 1201 relatos urbanos varios colección e o octubre 25 de 2014

¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

46

pasado el fin de semana con los codos en la mesa y ahora que finalmente el examen ha comenzado siente algo entre el desfallecimiento y el desinterés. Ha pasado semanas preparando este examen, del que, una vez más, depende la continuidad. Años atrás hubiese dicho que es un examen crucial, pero con el tiempo ha aprendido que todos los exámenes son cruciales, hasta el punto de que un examen que no fuese crucial no le parecería, no sería, un auténtico examen. Acaba de leer las cinco preguntas y respira tranquilo. De las cinco sabe cuatro a la perfección. Por lo tanto, puede ya considerarse aprobado (como mínimo). Gira la vista hacia los otros examinandos y ve cómo cunde el nerviosismo: la mayoría escribe deprisa; como si se les fuese a acabar el tiempo, llenan una hoja tras otra, con cara quebrada. Hay dos que piensan intensamente. Se nota porque miran hacia el techo, con el ceño fruncido; uno de ellos muerde, además, la punta del bolígrafo. Otro ha agachado la cabeza para esconderse de la vista del examinador y dirigirse al del pupitre de al lado: mueve los labios vocalizando lentamente una palabra, pero el del pupitre de al lado no le entiende; le responde arrugando la boca y levantando los hombros. El que vocaliza en silencio repite la palabra una y otra vez. Llevan así un buen rato, y continúan hasta que el examinador empieza a pasear por los pasillos que las tres filas de pupitres dejan entre sí. El que se agachaba se yergue con una seriedad exagerada y delatora. Como si a él también le pudiesen pillar en falta, el examinando se endereza también y decide empezar de una vez. Saca el capuchón del bolígrafo y escribe su nombre. Empieza a contestar la primera pregunta, con letra clara y equilibrada, una palabra tras otra, en líneas apretadas y rectas. Cuando acaba la primera pregunta empieza con la segunda. Pero a las pocas líneas se siente desfallecer de nuevo y deja de escribir. Está cansado. Pero sólo los últimos días de estudio intenso no le pueden haber cansado tanto; quizá lo que le agota es ya el continuo de exámenes que ha tenido que ir superando desde la infancia, uno tras otro. Si como mínimo divisase el final. Pero después de aquel examen habrá otro, y tras ése, otro. Sabe que prepararse requiere esfuerzo, que de hecho nunca se sabe lo suficiente, ni se demuestra suficientemente cuánto se sabe, sea suficiente o no. Pero ese convencimiento no le impide preguntarse si

Page 47: Libro no 1201 relatos urbanos varios colección e o octubre 25 de 2014

¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

47

habrá algún día un último examen. Continúa escribiendo sin ganas. Sabe que aprobará, como siempre. Por otra parte, todo el mundo aprueba siempre, y no porque los examinadores sean bondadosos. Son severos, y a pesar de ello no conoce a nadie que haya suspendido nunca: porque todo el mundo se prepara a conciencia. Que todo el mundo haya aprobado siempre convierte en curioso ese pánico a suspender. ¿Alguna vez alguien suspendió? ¿Y por qué examinarse, si todos aprueban siempre? ¿Tan sólo porque, si dejase de haber exámenes, la gente dejaría de prepararse con la eficacia con que se prepara actualmente?

Vuelve a rondarle por la cabeza la pregunta que le acompaña desde hace unos cuantos exámenes: ¿y si decidiese suspender aposta? Cada vez está más convencido de que no le pasaría nada especialmente grave. Aprobar una vez más sólo le servirá para, mañana mismo, tener que volver a empezar: arrinconar los libros que ha estudiado ahora, abrir otros nuevos, memorizar miles de páginas más. Tiene las paredes de casa llenas de libros. Primero los ponía en estanterías. Cuando ya no hubo pared para más empezó a acumularlos sobre las mesas, bajo la cama, sobre la cama. Ahora hay libros por todas partes. Deshacerse de los más antiguos para dejar espacio a los nuevos sería un error, porque a menudo los nuevos exámenes hacen referencia a explicaciones que sólo puede encontrar en libros estudiados muchos años antes, de niño, cuando se preparaba para los primeros. Hace cuatro o cinco exámenes se dio cuenta de que el primero-primero no lo recuerda; en el primer examen que recuerda ya había habido uno o dos anteriores.

¿Por qué continúa examinándose? De hecho, ¿de qué le sirve y para qué le servirá? ¿No sería mejor dejarlo ya, inmediatamente? Igual que no recuerda los primeros exámenes, ha olvidado también el objetivo final que debe haber más allá del de convertirse, momentáneamente, en examinador. Sabe que los examinadores (que han tenido que superar la serie de exámenes por la que él pasa ahora) se examinan a su vez, pero no sabe para qué. ¿Para convertirse (¿momentáneamente también?) en examinadores de los examinadores? Ni tan sólo es seguro que convirtiéndose en examinador lo sepa. Igual que tampoco sabía, cuando

Page 48: Libro no 1201 relatos urbanos varios colección e o octubre 25 de 2014

¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

48

empezó de niño, que el primer objetivo (ése al cual cree acercarse) es convertirse en examinador. Empezó, cree recordar, porque sus padres (como absolutamente todos los padres) querían que estudiase. Pero sus padres murieron hace años, en un accidente de avioneta, una tarde mientras él se examinaba. Intenta recomponer los jirones de infancia y de adolescencia que recuerda. ¿En algún momento le interesó algo de lo que ha estudiado?

Le aburre aprobar una vez más. Lleva años examinándose y aprobando indefectiblemente. ¿Qué necesidad tiene de demostrarle al examinador que es capaz de responder cuatro de las cinco preguntas? Y el examinador, ¿cuántos más exámenes que él ha tenido que superar para serlo? ¿Realmente hay un último examen? ¿Por qué piensa cada vez con más convicción que la única manera de romper la cadena es plantar cara? Y la única manera de plantar cara que se le ocurre, en aquel continuo de aprobados, es suspender. Desde hace algunos exámenes supone que muchos de los que se examinan con él, en esa misma aula, tienen o han tenido alguna vez la idea que le ronda últimamente: contestar de manera incorrecta. Es imposible que sea él el único que encuentre estúpido aprobar (¿eternamente?) un examen tras otro. Al principio le tiembla el pulso, pero enseguida toma confianza: una a una responde las preguntas, con letra clara y equilibrada, una palabra tras otra, en líneas apretadas y rectas, y deliberadamente mal. Cuando acabe se levantará del pupitre, entregará el pliego al examinador y —eso cree él— suspenderá.

2

El mentiroso compulsivo lleva media hora en la terraza. El sol le estalla en la cara. Se pone la mano delante de los ojos, se levanta de la hamaca, entra en la casa, coge la americana y sale a la calle. Atraviesa la explanada, contempla el automóvil abandonado junto al campo de fútbol, sin ruedas ni puertas. ¿Por qué no se lo llevan para chatarra? Gira a la izquierda y toma la calle larga y empinada.

Pasa por delante del bar que hay a mitad de la calle; a punto de dejarlo

Page 49: Libro no 1201 relatos urbanos varios colección e o octubre 25 de 2014

¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

49

atrás, se para. Duda si entrar o no; finalmente, se decide, empuja la puerta y da un buenos días genérico, que tanto sirve para el dueño como para los que juegan al dominó en una mesa. Se apoya de codos en la barra y pide una cerveza. El camarero se la sirve e, inevitablemente, le pregunta cómo va todo. El mentiroso le contesta que bien y bebe un gran sorbo. El bigote le queda blanco. Durante un rato observa la partida. Uno de los que juegan le pregunta si quiere añadirse a la siguiente; él niega con la mano. Bebe otro sorbo y contempla la ensaladilla rusa, tras el cristal protector. El color entre dorado y marronoso de la mayonesa le quita las ganas de pedir. El dueño, que ha visto que la miraba, le pregunta si quiere. El mentiroso le dice que no porque si toma algo después no cena y la mujer le riñe. El dueño sonríe porque aquélla es una broma habitual: el mentiroso no tiene mujer ni vive con nadie; siempre pone la excusa de la mujer imaginaria cuando quiere irse y los otros insisten en que tome otra copa, o cuando le dicen que vaya con ellos a jugar al fútbol el domingo. A veces lo adorna con hijos: una niña, que, según el día, oscila entre los tres y los siete años, y un niño, que primero no existía y ahora es incluso más grande que la niña. El dueño friega un vaso bajo el chorro de agua y está a punto de, como es ritual, cumplimentar la broma del mentiroso sobre su supuesta mujer diciéndole que qué mujer, si no tiene; pero, antes de que abra la boca, el mentiroso le pregunta a él, pero en voz suficientemente alta como para que todos le oigan, si ya ha visto el circo que están montando en la explanada. El dueño enjuaga un vaso. Nadie contesta. El mentiroso se gira hacia los que juegan e insiste: están montando la carpa; hay dos camiones y un remolque enorme, como una jaula. Uno de los que juega levanta una ceja, le mira y le dice que seguro. El mentiroso finge indignación: ¿qué quiere decir con eso de que seguro? ¿Que no es verdad? Jura que en la explanada están montando un circo. Ha visto, en el suelo, las letras que pronto lucirán sobre la carpa: Circo Ruso. La carpa ya está casi montada. Hay cuatro camiones. No; cuatro, no. Cinco. Y seis jaulas: con leones y tigres. Y tres elefantes, grandes como casas. Los que jugaban han acabado la partida y le miran embelesados: ¿cómo es posible que otra vez intente embromarlos? ¿Cómo podrían (por buena voluntad que pusiesen) creer a aquel hombre que miente siempre, que

Page 50: Libro no 1201 relatos urbanos varios colección e o octubre 25 de 2014

¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

50

miente incluso cuando no tiene necesidad ni hacerlo le reporta ningún beneficio? Ni por un momento la incredulidad cede ni cederá a la duda. Pero, como pasa cada vez, el mentiroso habla con tanta vehemencia y hasta tal punto se inflama que, también como siempre, empiezan (evidentemente) no a creerlo, sino a no poder evitar sentirse fascinados por el enardecimiento con que explica y hace evolucionar la mentira: los elefantes, por ejemplo, pronto son doce en vez de tres; la carpa ya no es simple, sino triple, y los camiones, aparcados unos al lado de los otros, en renglones densos, ocupan todo el campo de fútbol. Oyendo sus palabras, uno de los hombres que jugaba al dominó (han acabado la partida, pero no han empezado ninguna nueva) siente que le chisporrotean los ojos. Hace más de treinta años que ningún circo se acerca por allí, y es seguro que jamás ningún circo volverá a plantar su carpa en la explanada. Ninguno de ellos lo echa en falta (el mentiroso, tampoco, aunque, llegado el caso, aseguraría lo contrario) y, si jamás volviese, no se interesarían por él ni locos: el circo es cosa de otros tiempos, y ya durante esos otros tiempos no les interesaba lo más mínimo. En cambio, todos escuchan con ilusión cómo despliega los toldos, cómo monta carpas sobre las carpas ya montadas, cómo hace que redoblen los tambores y cómo multiplica los trapecistas con una convicción tanto más admirable cuanto ni remotamente le pasa por la cabeza la posibilidad de que ninguno de los que le escuchan le crea, ni mucho menos la de que, a fuerza de insistir, él mismo acabe creyéndoselo. Sólo uno (algo sordo) pregunta con voz innecesariamente alta si alguien echa otra partida. Pero nadie le contesta: ya otro ha propuesto ir todos inmediatamente a la explanada a ver cómo montan el circo. No es necesario animar a los demás. Se arengan unos a otros, se ponen abrigos y bufandas y ya están en la calle, caminando junto al mentiroso, que habla de una pirámide de 36 equilibristas montados en ocho monociclos y de un caballo funambulista. El último en salir es el dueño del bar, que se pone la chaqueta, echa al sordo, cierra la puerta con llave, echa una carrerilla y se añade al grupo de hombres que se apresuran calle abajo.

Page 51: Libro no 1201 relatos urbanos varios colección e o octubre 25 de 2014

¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

51

3

Se levanta el telón. La escena representa un comedor. Las paredes están empapeladas con flores azules y verdes. En el centro, una gran mesa de madera rojiza. A la derecha, un bufé; a la izquierda, una chimenea con un tronco de plástico que finge arder. Sobre la chimenea, un cuadro de una mujer fea con diadema. Entra el actor con pasos decididos y avanza hacia la mesa, pero a mitad de camino se para. Como si hubiese cambiado de opinión, chasquea la lengua y vuelve atrás, pero nuevamente se para, vuelve a chasquear la lengua y se dirige de nuevo hacia la mesa. Intenta así transmitir la idea de aturdimiento, de indecisión, de graves preocupaciones. Apoya la mano derecha en la mesa y, finalmente, tras esperar los segundos reglamentarios, empieza a decir el monólogo. Lo dice sin prisa, con voz hueca y clara y un ritmo emocionado. Es un monólogo largo, que el autor escribió para que el personaje reflexionase sobre lo inhóspito de la existencia, la vida dudosa que ha llevado hasta entonces y la amargura de darse cuenta tanto de los errores cometidos como del tiempo malgastado. Todas estas consideraciones hacen que, inevitablemente cada día, el actor (mientras continúa diciendo el papel) piense que, en efecto, es amargo darse cuenta de los errores y, (mientras enumera los del personaje) repase paralelamente los que él ha cometido a lo largo de su vida, el último de los cuales es precisamente ese papel en una obra de teatro que cada vez le resulta más penosa. No le es fácil, a pesar de ser un actor experimentado, mantener el hilo de lo que narra y, a la vez, permitirse divagar. De hecho tendría que concentrarse exclusivamente en lo que dice y dejar las meditaciones para más tarde. Pero le resulta imposible. Cada vez se aburre más, cada vez soporta menos la obra; nunca un papel se le había hecho tan pesado. De nada le sirven las ovaciones del público. Él sabe que la obra es un camelo. Al principio, no sólo no lo sabía, sino que creía en ella con convicción. ¡Estaba encantado con el papel! Recuerda el día que se lo propusieron, la tarde que leyó la obra de cabo a rabo, la llamada telefónica al director, aquella misma noche, aceptando entusiasmado. Pero ahora a cada representación se da cuenta de que tras las palabras brillantes apenas hay nada. Por mucho

Page 52: Libro no 1201 relatos urbanos varios colección e o octubre 25 de 2014

¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

52

que los críticos la hayan analizado del derecho y del revés y, con rara unanimidad, todo haya sido elogios; a pesar de que el público llene cada día la sala y haya propuestas de llevarla al extranjero, la obra se le deshincha en las manos. Nadie la conoce como él. Sin contar los meses de ensayo, la ha representado 1.623 veces. La de hoy es la representación 1.624. Y con 1.624 representaciones se sabe todo de una obra. Sabe que, si fuese buena, habría llegado a esa cifra sin ningún problema: a la 1.624 o a la 15.713, y cada día hubiese ido descubriendo vetas nuevas. Con las obras malas, en cambio, cada representación es una grieta. Tras 1.624 representaciones, las grietas vencen y la obra se desmorona. Tanto da que, a excepción de él, nadie se de cuenta. Como esos que ríen ahora, justo en el silencio que ha marcado. En cuanto cesan las risas vuelve al monólogo y, sin dejar de decir, se sienta en una silla, pone los codos sobre la mesa y la cabeza entre las manos. Ha repetido esa acción tantas veces... ¿Por qué una noche, en vez de sentarse y poner la cabeza entre las manos, no va hacia la cortina y la husmea o levanta el pie y se mira la suela del zapato? Es todo tan repetido que podría representar la obra (desde la primera escena hasta la última) totalmente a oscuras, con el escenario lleno de minas. Un escenario convenientemente minado no sería problema alguno para un actor metódico: podría pasear por él sin miedo, seguro de no pisar ni una mina, porque tendría todos los movimientos grabados en el cerebro, al milímetro. En cambio, esos actores de hoy día, sin disciplina, que de una representación a otra modifican los movimientos, no para mejorarlos (si fuese para mejorarlos, nada que objetar), sino por falta de sistematización, esos actores volarían por los aires. Finge un ataque de tos, dice de manera entrecortada las últimas frases del monólogo, golpea con el puño (suavemente, aunque los golpes resuenen por toda la sala) la pared empapelada con flores azules y verdes y vuelve a sentarse. En cuanto acabe el monólogo con la frase «y sin ello, ¡todo habría sido inútil!», entrará la actriz (está encantada con la obra y nunca, por años que pasen, se dará cuenta de que es huera), fingirá sorpresa y dirá: «Hola, Lucas. No esperaba encontrarte.» El actor oye pasos, finge gran sorpresa, se levanta de la silla y acaba: «Y sin ello, ¡todo habría sido inútil!» Inmediatamente entra la actriz, dice: «Hola, Lucas. No esperaba

Page 53: Libro no 1201 relatos urbanos varios colección e o octubre 25 de 2014

¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

53

encontrarte», el actor se acerca a ella con pasos casi de bailarín, la abraza, ella le rechaza con un gesto histriónico, él retrocede hasta el bufé y decide que debería dejarlo, anunciar que la obra ya no le satisface, que necesita aires nuevos, y punto. Pero ¿con qué excusa? No puede declarar, sin dar más explicaciones, que deja la obra que ha representado ininterrumpidamente durante años, la obra con la que ha conseguido finalmente, tras décadas de esfuerzos, la fama y el reconocimiento. No puede confesar que ha ido descubriendo, poco a poco, que la obra que se precia de haber representado 1.624 veces es una patraña. Si fingiese una enfermedad (ahora, actor y actriz se besan apasionadamente) suspenderían las representaciones. Pero ¿cuánto tiempo podría fingirse enfermo sin que el empresario sospechase? ¿Quince días? ¿Un mes? Si la falsa enfermedad durase más, el empresario (muy a su pesar, aunque no sospechase el engaño) buscaría un sustituto. La obra está en su momento culminante. No se puede suspender sin más. Ostentosamente, tras el beso, la actriz se limpia los labios con el dorso de la mano y le increpa; él la insulta, imagina a su sustituto interpretando (ni por un momento le pasa por la cabeza la posibilidad de que incluso mejor) el papel que él ha convertido en un éxito y la imagen le espeluzna. También le espeluzna pensar que sólo por eso no abandona, continúa las representaciones día tras día y, cuando cae el telón y oye los aplausos del público, saluda mecánicamente y lleno de orgullo.

Page 54: Libro no 1201 relatos urbanos varios colección e o octubre 25 de 2014

¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

54

Manuel Rivas

Una flor blanca para los murciélagos

El viejo acarició rudamente al niño, pellizcándole la piel del cogote como a un perro de caza. Luego lo izó por el costillar y dejó que se deslizara por la cripta oscura y hedionda de la cuba.

—Vamos, Dani. ¡Duro con esa mierda!

El crío sujetaba un caldero de agua y una escobilla de codesos. Restregó las superficies más lisas y luego, concienzudamente, azuzado por el viejo, las juntas de las tablas de roble y las partes más esquinadas, allí donde se fija la borra, los restos de la fermentación pasada, como un liquen sucio y pútrido. Cuando el viejo, a una señal convenida, hizo mover la cuba, el chaval se sintió rodar por el intestino de un animal gigante y antiguo, de esos que sestean en la imaginación de los bosques húmedos y frondosos y que, acosquillado en la panza, se voltea con parsimonia.

—Vamos, Dani, ¡que no quede nada!

La escoba de arbustos arañaba en la roña y el agua iba descubriendo la memoria del olor de la madera. Al principio, había sentido un disparo avinagrado en la nariz. A la caída de la tarde, husmeaba en las hendiduras y las rajas, a la búsqueda de los últimos restos. Escuchaba el murmullo del viejo como una letanía de los ancestros: una pizca de mierda puede estropear la mejor cosecha. La del abuelo era una pequeña viña, Corpo Santo, no más de cien cepas, pero era una de las joyas del Ribeiro de Avia, un bendito pedazo de tierra que enorgullecía a la estirpe. De allí salía un vino envidiado, el mejor amigo que uno puede encontrar.

—¡Dale, Dani! ¡Déjala como el culo de un ángel!

La patria del hombre es la infancia. El Señor da a unos unas cualidades y a otros, otras. Algunos las desarrollan y muchos las malogran. A mí el

Page 55: Libro no 1201 relatos urbanos varios colección e o octubre 25 de 2014

¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

55

Señor me dio una escobilla de codesos y una facultad innata para detectar la mierda. Puedo olerla a distancia y bien sabe Dios que, en lo que esté de mi parte, le daré un buen fregado allí donde se encuentre.

Voy a contarles ahora cómo funciona mi nariz. La lancha de vigilancia zigzaguea entre las bateas mejilloneras de la ría de Arousa. De repente, noto el característico picor, mi nariz que se mueve como una brújula. Le hago una señal al piloto y la embarcación queda al ralentí. El mar está calmo y ronronea al compás del motor. Todo el litoral es como una cenefa luminosa, verbenera. La Atlántida. Pero la tripulación escruta la mejillonera más próxima, como si nos acercáramos a un palafito fantasmagórico.

—¡Ahora!

El potente foco de la lancha corta la noche en dos. Una banda de gaviotas se despierta indignada y comienza a insultarnos. Sobre la gran balsa van tomando forma perezosamente montones de algas y de gruesas cuerdas retornadas del mar con racimos de conchas. Más que mástiles, los troncos que tensan los cabos parecen supervivientes de un primitivo tendido eléctrico. Los ojos se desplazan al compás del foco. Hay un cobertizo de tablas con techumbre de retama seca. Cuelga, como un pellejo de plástico, un traje de aguas. Mi nariz aletea con fuerza a medida que el foco se desplaza hacia el extremo de la plataforma.

—¡Ahí, apunta ahí, Fandiño!

Salto de la lancha y brinco por las traviesas. Para ser de un tanque de flotación, la escotilla es desmesuradamente grande, como de un submarino o algo así. Forcejeo con las manos, intentando abrirla, pero la nariz me alerta. Grito a los hombres para que apuren con la linterna y una palanca. Con un impulso sobre la herramienta, hago saltar la tapadera. ¡Mierda! El oscuro agujero empieza a escupir plomo compulsivamente y nos maltiramos sobre las traviesas. A un palmo de la cara, el mar chapotea como un tonto feliz.

Page 56: Libro no 1201 relatos urbanos varios colección e o octubre 25 de 2014

¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

56

—Tu turno, Fandiño.

La voz de Fandiño retumba como la de un inmisericorde conserje del Juicio Final.

—¡Escuchad bien hijos de la gran puta! ¡Ahí abajo hay miles de fanecas hambrientas deseando comer pichas de cadáveres frescos! ¡Fanecas comepollas! ¡Y cangrejos sacaojos! ¡Y pulpos chupahuevos! ¡Así que vais a salir cagando chispas y en pelota picada! ¿Me escucháis, cabrones? ¡Vamos a meter toda la artillería por ese agujero! ¿Habéis entendido? ¡No vais a tener ni esquela en los periódicos! ¡La familia se acordará de vosotros cada vez que abra una lata de conservas!

—Vale ya, gordo —le digo a Fandiño—. ¡Policía! ¡Un minuto!

No hace falta esperar.

—¿Y esto?

Por la escotilla asoma una figura increíblemente menuda. Tan menuda como un crío.

—¡Por los clavos de Cristo! —exclama Fandiño, separando el dedo del gatillo— ¡Pero si es un crío!

El aparecido se tambalea al intentar apoyarse sobre los troncos, como si la fuerza de la luz del foco le astillase sus piernas de bambú. Es tan delgado como una hoja de bacalao.

—¿Fuiste tú quien disparó?

—Tenía miedo. Mucho miedo, seseñor —dice tartamudeando.

Fandiño baja por la escotilla y vuelve a asomar rápidamente.

—¡Hay coca aquí para un millón de napias!

—¿Cómo te llamas? —preguntó al muchacho.

Page 57: Libro no 1201 relatos urbanos varios colección e o octubre 25 de 2014

¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

57

—Sebastiáo.

A veces hacen esto. Mientras no recogen la mercancía, dejan guardia en los flotadores. Hay robos entre ellos. Es el trabajo de los más pringados. Días y días ahí metidos, como para volverse loco. Pero, ¡coño!, no recuerdo nada parecido. ¡Este es un chaval!

—Bien, Sebastiáo. ¿Sabes una cosa? Voy a hacer tu trabajo.

Así que la lancha se marcha y ahí me quedo yo, metido en el tanque. Tengo mucha paciencia. Veo como me crece la barba. Hasta que siento el ronroneo de un motor. Pongo a punto la pipa. Pero, de repente, mi nariz dice que tengo que salir volando. Cuando consigo abrir la escotilla, la humareda apenas me deja ver. Empapada en gasóleo, la batea arde como una queimada en medio de la ría.

Fue la primera vez que escuché la carcajada de Don. Seguro que él no estaba allí, pero escuché su carcajada. Se ha reído de mí muchas veces

y alguna en mis narices. La última vez, lo recuerdo muy bien, fue en O Elefante Branco, en Lisboa. Me había vuelto a crecer la barba esperándole. Y estaba seguro de que en aquella ocasión lo iba a fotografiar por fin con el otro Don, llegado de América. Había trabajado durante semanas desentrañando códigos, descifrando mensajes telefónicos, buscando sentido a frases absurdas. Fue una tontería, «recuerdos a Santo Antonio de parte del elefante blanco», la que me dio la pista. De repente, me vi preguntando: «¿Cuándo es el día de San Antonio?» Pero algo, alguien, les hizo cambiar de planes. Y Don salió de

O Elefante Branco con una espectacular mulata. Pasaron al lado de mi mesa, los dedos de él repicando la música en aquellas nalgas soberanas, delante de mis narices. Poco después, mi coche se salía de la autopista hacia Oporto. No funcionaron los frenos. Un trabajo de bricolaje.

Mi ambición fue siempre llegar con la escobilla de codesos adonde la mierda más alta. No es una labor fácil ni agradecida. Con frecuencia la encuentras donde menos te esperas. En despachos de moqueta impecable. Incluso en el de algún superior. El olor sale por debajo de la

Page 58: Libro no 1201 relatos urbanos varios colección e o octubre 25 de 2014

¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

58

puerta, se extiende por los pasillos y rezuma por las líneas telefónicas. Te aguantas hasta que la peste se hace insoportable. Como el purín de los pozos negros.

—Me están vendiendo, jefe. Aquí hay algo que huele mal, muy mal.

—¿Qué está insinuando?

—Bueno, no son precisamente mis calcetines.

—Por esta vez, no he oído nada. Cambio de destino. Y, ¿quiere un consejo de veterano?, relájese.

Unas veces se gana y otras se pierde. Hay que tomárselo con filosofía. Me pusieron delante de una máquina de escribir y detrás de un mostrador. Fue como ingresar en Manos Unidas. Desde el primer momento, y en lo que a mí respecta, la gente siempre tuvo claro que tenía ante sí a un servidor público y no a un funcionario remolón. La gente buena ha venido al mundo para joderse y la mala anda por ahí pisando fuerte. Puede que el Señor lo haya querido así para ponernos a prueba, pero, por mi parte, y allí donde me encuentre, hago todo lo posible para equilibrar un poco la balanza. Hay casos de duda, pero el olfato, al final, nunca me falla.

Infancia desgraciada. Incomprensión paterna. Las malas compañías. La sociedad, etcétera, etcétera.

Bueno, le digo, podría darte por ir a misa, ¿no?, en lugar de joder al prójimo. Conozco a un muchacho que es campanero. El padre, borracho. La madre, ni se sabe. El se levanta todos los domingos y va a tocar las campanas. ¿Por qué no tocas tú las campanas? Conozco a otro que es bizco y está especializado en parar penaltis. Y hay muchos jóvenes que aman la naturaleza y se echan al monte a observar los milagros de la vida. ¿Sabes que hay flores blancas que se abren en la noche para los murciélagos?

Por otro lado, un mal pequeño puede causar un grave daño. Así es que,

Page 59: Libro no 1201 relatos urbanos varios colección e o octubre 25 de 2014

¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

59

primera regla: nunca minusvalores un caso. Siempre procuré ser coherente con este principio y me labré una cierta reputación entre la mayoría silenciosa.

Por ejemplo.

Una viejecita se presenta en comisaría a las cuatro de la mañana. Un taxi la dejó en la puerta. Debió ser una guapa señora. Viste un abrigo que seguramente resultó elegante hace cuarenta años, se apoya en un bastón y, aun así, al andar arrastra los pies como si el suelo estuviese cubierto de nieve. Por lo visto, es ya conocida en el servicio nocturno. Fandiño, el compañero de guardia, me hace la típica seña del tornillo en la sien. Y a continuación se oculta tras la trinchera de denuncias no resueltas. Fandiño es un buen tipo, pero mucho más escéptico que yo sobre las posibilidades de la virtud contra el imperio del mal. Sobre todo desde que se casó y tuvo que mantener una familia. Ahora recuerdo con nostalgia nuestros tiempos de acción en la ría, cuando su voz poderosa resultaba más útil que un cañón humeante. Metido en la oficina, no era más que un gordo somnoliento. Sin mediar palabra, la viejecita golpea con el bastón en el mostrador. Diría que tenía unos hermosos ojos azules si no estuvieran desorbitados, con el esmalte cascado, y hundidos en dos simas negras.

—¿En qué puedo servirla, señora? —le dije con mi mejor sonrisa.

Dejó el bastón con empuñadura de caballo sobre el mesado y buscó un pañuelo en el bolsillo. Ahora lloraba. Los ojos recuperaron el brillo perdido. Las lágrimas son el mejor colirio. Las larguísimas manos temblaban como esqueletos de garza bajo la lluvia.

Bueno, yo no soy de esos que dicen: tranquilícese, señora. Si alguien tiene que estar nervioso, qué mejor sitio que en una comisaría. Una buena llorera le da un cierto orden al universo, es la antesala de la sensatez.

—Va a volverme loca, va a acabar conmigo —dijo después de secarse las

Page 60: Libro no 1201 relatos urbanos varios colección e o octubre 25 de 2014

¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

60

lágrimas y repeinarse con los dedos.

—¿De qué se trata, señora?

—Usted parece bueno, inspector.

—Lo soy, señora.

—Verá. Yo comprendo a la juventud.

—Me parece muy bien.

—Yo también fui muy alegre, ¿sabe? —dijo con una sonrisa melancólica.

—De eso estoy seguro, señora.

—Verá. No consigo dormir. Tomo pastillas. Valium, Tranxilium... Todo eso. Pero, ¡oh, Dios!, tengo la sensación de que él va a venir, de que fuerza la puerta sin que yo me entere, y que entra en la habitación, y que con ese horrible cuchillo de matar cerdos...

—¡Vamos, señora, no pasa nada!

—Usted no sabe lo horrible que es él. Lo rematadamente malvado que es él. Es, es...

—¿Quién es él, señora? —pregunté realmente intrigado.

Volvía a tener la mirada hecha añicos, como un cristal roto por una pedrada. Hizo un gesto para que me acercase y me susurró al oído:

—Toni. Toni Grief. ¡Quiere matarme, señor!

Busqué con la mirada a Fandiño, pero se había perdido en un crucigrama.

—Así que alguien quiere asesinarla y usted sabe quién es.

—¿No conoce a Toni Grief? No me diga que no conoce a Toni Grief.

Page 61: Libro no 1201 relatos urbanos varios colección e o octubre 25 de 2014

¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

61

¡Claro, así funciona la policía!

La voz de la anciana iba subiendo de volumen. Ahora estaba indignada. Se apoderó de nuevo del bastón y se diría que lo blandía amenazadoramente. Volví a mirar en dirección a Fandiño. Me guiñó un ojo por encima de la trinchera. Para entonces, el bastón de la anciana traqueaba sobre el mostrador.

—¿Es que usted no ve la televisión? ¿Cómo piensan encontrar a los criminales, si no? ¿Por qué no tienen aquí un televisor? ¿De qué les sirven tantos papeles? ¿Para eso pagamos nuestros impuestos?

—Toni Grief —dijo Fandiño, molestándose por fin en echar una mano—

, el de Tiempo de crisantemos. Una serie de mucho tomate.

—¿Sabe una cosa, señora? Si hay una clase de indeseables que odio —dije con vehemencia— es la de los tipos que no dejan dormir a las viejecitas solitarias.

Mi interés la dejó confundida. Por la reacción de Fandiño, no debía ser la primera vez que se presentaba en comisaría para denunciar el caso. Lo más probable es que, en anteriores ocasiones, la hubiesen sacado en volandas, metido en un coche celular y depositado en el portal de su casa, si no al fresco en el monte del Castro o en la playa de Samil.

—¿No tiene nadie que la ayude? ¿No tiene hijos?

—Tengo un hijo. Pero, ¿sabe usted?, está siempre muy ocupado.

—Voy a decirle lo que vamos a hacer. En primer lugar, formalizamos una denuncia contra este sujeto, Toni Grief, para lo que es necesario rellenar este impreso. Con razón usted se dirá qué coño de papel hay que cubrir cuando la vida está en juego, pero ya sabe que hay un montón de parásitos a los que los impresos dan una razón de vivir. Una vez hecho el trámite, lo que justificará mi salida de esta lúgubre conejera, nos dirigimos a su domicilio y arreglaremos cuentas con ese gusano. Dígame, ¿qué le hace pensar que su vida está en peligro?

Page 62: Libro no 1201 relatos urbanos varios colección e o octubre 25 de 2014

¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

62

Por un momento pensé que la anciana iba a volver a la sensatez. Suele pasar con la gente que pierde el juicio. Cuando te haces el loco con ellos, el instinto les hace recuperar la cordura. Es una ley física, como la de los vasos comunicantes. Pero, consternado, pronto comprendí que esta vez no iba a funcionar. La vieja me miró encantada. Por fin había encontrado un socio a la altura de las circunstancias.

—Mire usted, yo tenía a Toni Grief controlado. No soy una demente. Todo iba bien mientras estaba en la pantalla. Lo odiaba, porque es un tipo realmente repugnante, pero a la manera en que se odia a un malo de las películas. Es cierto que lo insultaba, que lo amenazaba con el bastón. Pero, bueno, no hay mucha gente con la que hablar, ¿sabe? Y yo fui siempre muy habladora. También les riño a los políticos, en el telediario. Les digo mentirosos y esas cosas. Hay otros personajes que me caen simpáticos y les envío besos soplando sobre la palma de la mano. ¡Pero ese Grief! Creo que me sobrepasé en los insultos, porque en los últimos capítulos me miraba. Iba a paso rápido por esas calles siniestras, con el viento silbando como un caballo desbocado y, de repente, se detuvo, la cara medio iluminada por una farola, y me miró fijamente, con sus ojos inyectados en sangre.

—Supongamos que, efectivamente, la miró. Pero ese Toni Grief siguió su camino, ¿o no?

—Usted piensa que estoy loca. ¿Cree que no distingo un retintín?

Bueno. Tenía razón en creer que yo creía que estaba loca. Pero no era mi intención tomarle el pelo. Lo que pasa es que empezaba a estar un poco harto del dichoso Toni Grief.

—Señora, tenga la seguridad de que estoy dispuesto a llegar al fondo de este asunto —dije con toda la seriedad del mundo.

—El televisor se estropeó.

—¿Cómo?

Page 63: Libro no 1201 relatos urbanos varios colección e o octubre 25 de 2014

¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

63

—Sí. Poco después de que Toni Grief clavase su apestosa mirada en mí, la pantalla se llenó de rayas. Cambié de canal, pero nada. No había nadie con quien pasar la noche.

—Pues sí que es una casualidad.

—No es una casualidad.

—¿Y cuándo fue eso, señora?

—Hace ya una semana. Pero verá usted, déjeme que le cuente. Aquella noche no dormí. Eché todos los cerrojos. Había una sombra merodeando por la acera. Yo vivo en el tercero y la vi con estos ojos... Oí sus pasos con estos oídos. Al día siguiente, el televisor continuaba averiado. Yo no puedo andar por ahí con un televisor a cuestas. Así que busqué en la guía un taller de reparaciones y llamé por teléfono para que viniesen a arreglarlo.

—¿Y su hijo? ¿Por qué no llamó a su hijo, señora? Los hijos están para eso, para un momento de apuro.

—Lo hice —dijo en un tono triste, bajando la mirada—. Pero mi hijo está muy ocupado. Ni siquiera se pone al teléfono.

—¿Y le arreglaron el aparato?

Pude ver un videoclip de espanto en los ojos de la vieja. Se había enredado en una maldita madeja. Como diría mi abuela, que en paz esté, se había metido el sistema nervioso en la cabeza.

—Bueno. Verá. Como le dije, llamé por teléfono a un taller. Al poco tiempo, sonó el timbre. Yo apuré por el pasillo para abrir. Pero, cuando estaba a punto de correr el cerrojo, me dio una corazonada. Y pregunté. Pregunté quién era.

Se quedó en silencio, mirándome. Buscaba mi protección. Me imploraba que le siguiese el hilo.

Page 64: Libro no 1201 relatos urbanos varios colección e o octubre 25 de 2014

¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

64

—Era Toni Grief —le dije con voz grave.

—Sí —dijo ella—. Contestó que era el del taller de reparación. «¿No ha llamado usted para arreglar un televisor?» Era su voz. Esa voz cínica, achulada. No había duda ninguna. Cuando comprobó que no le abría, se puso furioso. Aporreó la puerta y dijo: «¡Vieja chocha, ojalá te mueras!» Sí, era Toni Grief.

Creo que hasta Fandiño estaba impresionado.

—Volverá. Estoy segura de que volverá. Y esta vez echará la puerta abajo.

—Bien, señora. Vamos a hacer una cosa. Voy a recoger mi abrigo y voy a acompañarla a casa. Echaremos un vistazo, ¿qué le parece?

—Usted es bueno. Me di cuenta desde el primer momento. Me dije: ése es un hombre bueno.

—Sí, soy bueno —murmuré mientras me ponía el abrigo.

El de la señora era un piso de la parte antigua, sobre el Berbés de los pescadores. Las escaleras crujían, pero valía la pena llegar hasta allí. Desde el ventanal, la vista de la ría de Vigo, en la noche, el cinemascope de la luna sobre las islas Cíes despertaría el sentido poético a un traficante de armas. Era el lugar ideal para que dos enamorados cabalgasen por el mar hasta el amanecer.

—Es un bonito sitio para ser feliz, señora —le dije, buscando un interruptor en su cabeza.

—Venga, mire —contestó ella sin hacerme caso, indicándome la sala de estar.

Allí estaba el dichoso televisor, como en un altar, rodeado de piezas de un museo doméstico. Sobre tapetes de encaje de Camariñas, fotografías enmarcadas, candelabros, un reloj engarzado en una piedra de cuarzo,

Page 65: Libro no 1201 relatos urbanos varios colección e o octubre 25 de 2014

¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

65

un gallo de Barcelos, un hórreo de alpaca, un artístico botijo de Buño, un botafumeiro de plata, un Cristo de la Victoria, conchas de peregrino. En la pantalla, rayas, una continua interferencia.

—¿Ve usted? Así, durante una semana.

—Bueno, señora, ahora usted va a descansar. Va a dormir tranquila. Yo velaré aquí.

No parecía segura. Seguramente pensaba que me largaría nada más verla acostada. Así que decidí darle una señal.

—Si se presentase Toni Grief, va a llevarse una desagradable sorpresa.

Abrí el ventanal, saqué la pistola y disparé a la luna de las Cíes para ver si se desangraba.

—Así haremos con Toni Grief.

Aquello pareció convencerla y creo que ya dormía cuando llegó al final del pasillo. Yo, en cambio, por alguna razón, me sentía ahora sin sosiego. Después de dedicar un pitillo a la salud de la ría, me senté en el sofá, enfrente del televisor, y esperé a que actuara como un somnífero. Creo que ya estaba duermevela, cuando mi nariz empezó a agitarse. Era un olor de baja intensidad, pero inquietante. La de la pantalla era ahora una luz de sala de autopsias que impregnaba toda la habitación. Por vez primera me fijé en las fotografías. Me levanté de un brinco y las miré de cerca, una a una. Don con su madre. Don vestido de soldado. Don sonriente, con autoridades. Don más sonriente, al timón de un yate. Don con un trofeo, de corbata, en el centro de un equipo de fútbol. Don de niño, con el traje de primera comunión.

El sueño había sentado bien a la señora. Con el desayuno en la mesa, me miró con algo de zozobra.

—Tiene que disculparme. Cuando llega la noche, pierdo la noción de las cosas.

Page 66: Libro no 1201 relatos urbanos varios colección e o octubre 25 de 2014

¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

66

—No se preocupe. Sé lo que es la soledad.

Iba a pedirle un favor y sabía que no podía negármelo. Quería que me acompañase a un sitio. Subimos al coche y fuimos bordeando la costa hasta Arousa. Ella se daba cuenta del destino, pero permaneció en silencio. Y tampoco dijo nada cuando tuvimos delante a Don, en el portalón de su pazo de Olinda.

—Cuide de su madre. Lo necesita.

Sé que nunca lo meteré en el trullo. Pero me sentí tan bien como si le restregase las tripas con una escobilla de codesos.