Los Artigas

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Los Artigas es , entonces, una novela bifronte. Trata sobre el ideario artiguista y sobre el proyecto frustrado de una América concebida como república de iguales.

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Francisco Senegaglia

Los Artigas

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Diseño de colección: Mercedes Pastorino

Ilustración de tapa: Gonzalo Ré

Diseño de interior interior: Gonzalo Ré

Edición y corrección: Adriana Badagnani / Celina Artigas

A mi padre, in memorian.

Hecho el depósito que indica la ley 11.723Impreso en Argentina.Primera edición abril de 2009.

Todos los derechos reservados.

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Era abril de 1839, Montevideo estaba en guerra. Todo el Río de La Plata era una profunda herida que fl uía sangre y vomitaba cadáveres. Un sinfín de barcos merodeaban las costas agazapados detrás de la cargada niebla de pólvora que anegaba su lecho. El cañoneo intermitente destrozaba las entrañas de la tierra que abría sus tripas, sin quejarse. Todo hedía.

Hombres y mujeres corrían sin saber que la muerte ya los había encontrado. No podían distinguirse los amigos de los enemigos. Quienes habían sido nuestros ahora eran de ellos y viceversa. Una vergüenza visceral nos consumía. Como ratas muertas de hambre que no respetan ni a sus crías, nos devorábamos entre nosotros. Tal era el odio que nos unía. La herida era vieja. Me precedía. Pero la guerra tenía fecha.

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En 1838 Fructuoso Rivera, que había sido primer presidente constitucional, dio un golpe de estado con apoyo de la armada francesa y derrocó al segundo go-bierno constitucional del Uruguay, que estaba en ma-nos de Oribe. El presidente derrocado se replegó sobre Buenos Aires buscando ayuda en el gobierno de Juan Manuel de Rosas que nombró a Oribe jefe de las Fuer-zas Armadas de la Confederación Argentina. Conse-cuentemente, Rivera le declaró la guerra al gobierno de Rosas. Y la división mudó en colores: los colorados res-pondían a Rivera y los blancos a Oribe. Yo era soldado; peleaba para Rivera y para imponer las ideas patricias de Montevideo sobre la campaña. Estaba inmerso en esta guerra aquella tarde en que me sorprendió la noti-cia de que mi padre no había muerto.

Llovía copiosamente y los cristales de la ventana tras-piraban como un caballo lanzado a la carrera en una carga de caballería. Era una tarde opaca, como suelen ser las tardes de lluvia en Montevideo. Intensa y oscura. Unos diplomáticos orientales, que venían de entablar relaciones con el Dictador Francia señor del Paraguay, me hablaron, en la Aduana de Montevideo, de una es-tancia a cuatrocientas leguas de Asunción donde, apa-rentemente, se hallaría mi padre. Recluido, preso o de-portado. La noticia fue una corriente calurosa en el frío de la guerra. Mis ojos no dijeron nada, sólo mis manos

murmuraron cierto vago temblor, cierta nostalgia. Para mí, mi padre había muerto hacía muchos años. Creo, incluso, había muerto muchas veces.

Acusé recibo de la noticia y me vi en esa ventana con la impunidad que da la juventud. Airoso en mi uniforme de teniente coronel de caballería de la república. La vani-dad se anidaba en mi cuerpo como una fi ebre de prima-vera. Pero de pronto, afl oraba una desordenada invasión de afectos contaminados; de recuerdos enmohecidos; de viejos dolores y rencores latentes; de dudas, como las que acuden silenciosas en las noches de bruma irrumpiendo en el puro silencio de la oscuridad con el único motivo de generar incertidumbre, desconcierto, para desvane-cerse al rato en las penumbras de algún que otro ruido pasajero. Me di cuenta, levemente conmovido, que has-ta entonces el pasado me había estado vedado, como si hubiese padecido alguna suerte de anestesia emocional. Intenté despabilarme un poco y me dirigí con premura a mi casa. Al ventilar los años apareció un puñado de imágenes infértiles que había aprendido a esconder de mí mismo, que había ocultado a los demás por pudor.

Tenía once años cuando fui testigo de la capitulación. Comprendí enseguida que mi padre iba a ser derrotado. Corría 1817; los portugueses habían entrado en Monte-video y las tropas eran recibidas por los ciudadanos, en el portón de San Pedro. Las campanas volaban al viento

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con sonora intensidad, mezclándose con los ruidos de los cascos de los caballos que herían el histórico adoquín. Mi-raba atónito a los soldados que entraban encolumnados a paso ruidoso engarzados en tiesos y limpios uniformes amarillos, celestes y anaranjados; con estandartes y ban-deras, armones, piezas de artillería, cañones. Carabinas, sables y sillas de cuero lustroso. Las miradas impávidas buscaban quebrar el naciente rumor de bayonetas que desafi aban al sol de ese cálido enero frente a la iglesia ma-triz. Regimientos enteros desfi laban con sus morriones en alto y sus charreteras relucientes. Las cornetas estridentes sembraron el silencio entre la desorbitada multitud. El espanto se vistió de algarabía en la plaza principal. Los curas desplegaron el palio y entregaron al invasor la llave de la ciudad en bandeja de plata. Todos, cristianísimos, realizaron un te deum. Montevideo no ofrecía resistencia. La preñez de mis ojos se despedazaba frente a ese cortejo de vencedores con sombrero de cono. Ese ejército que había peleado en las guerras napoleónicas estaba destina-do a ultimar a mi padre. Fue sin duda su cortejo fúnebre y yo asistí a éste, mientras él estaba haciendo su guerra de guerrillas en un lugar impreciso de la campaña.

Mucho después entendí que se había muerto para mí antes, cuando todavía los portugueses no habían podido ingresar a la ciudad y él custodiaba la frontera en algún lugar; cuando sólo tenía noticias de él por los partes de

guerra; esa incertidumbre negra que llegaba sobre un fl ete de correo, avisando, ganamos, perdimos... Durante años ganar o perder eran piezas de una misma pinza que me estrujaba la cabeza y me revolvía la panza. Quería que llegara el chasqui y que pasara. No quería esperar. Pero vivir en aquellos años era esperar. Algunas veces, llegaban unas cartas de mi padre para la abuela, con noticias abultadas, pero que se reducían a nombrar los trabajos y miserias en que estaba, seguida de innumera-bles deseos, de cariños y de promesas que no se iban a cumplir. Pocas veces llegaban algunos pesos. La abuela hacía milagros con ellos, pero nunca alcanzaban.

Seguía lloviendo por la noche. Entré en mi casa, prendí un cigarrito y eché vino en una copa para hacerla más trivial y más cercana. Por un momento pude jugar con el pasado y volví a encontrar aquella escondida es-peranza de la infancia. Con el fi n de la guerra, mi padre volvería a casa. Pero también entonces volvían noticias y partes de guerra. Se había ido hacía mucho. Habían pasado más de veinte largos años. El humo se coló por las cortinas. Sostuve el vaso de vino y contemplé, con muy distinto humor que otras veces, ese fondo y esa noticia. El destino de algunos hombres es patético. “Se declara a José Gervasio Artigas bandido y abominable traidor a la patria” rezaba la proclama de la Asamblea Legislativa del Montevideo portugués, y quienes habían

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sido sus leales soldados y fi eles amigos levantaron sus manos aprobando la medida. Mi posición no era muy distinta; yo, anodino y distante, cavilaba; buscaba don-de esconderme para no ser humillado.

Los siguientes días a aquella tarde de 1839 revolví los años viejos como si fuesen papeles que hubiera acumu-lado, pero me decidí por la justifi cación y el anonimato. Preferí dar paso a los resentimientos que guardaba y es-caparme al olvido, que es la madre de la indiferencia. Me mostraba con la autosufi ciencia del que nada necesitaba. Con la certeza de que todo dependía de mí. Vivía con intensidad, con rapidez. El corazón me quemaba hacia adelante y todo me daba lo mismo. No iba a mirar para el pasado por una escuálida noticia. No iba a detenerme. Mi padre no era más que una sombra lejana que se agita-ba en una estación desconocida y callada.

Las últimas batallas habían sido determinantes. Final-mente, en 1820 mi padre había sido derrotado en Tacua-rembó. Un fi n anunciado. Y todos se habían acomodado a la invasión, a los nuevos dueños y a sus costumbres. A sus leyes y a sus prebendas. El Uruguay era, entonces, una provincia más del Imperio Portugués. Huyendo de sus ad-versarios, derrotado y escarnecido, a mi padre se lo había tragado la selva del Paraguay. Esa había sido la última no-ticia que había tenido de él.

El Paraguay de aquellos años era regido por un dic-

tador; una suerte de reyezuelo con aires napoleónicos, pero sin la grandeza del corso. Un hombrecillo oscuro y siniestro que se llamaba Gaspar de Francia. Mataba a todo aquel que se le oponía y su piedad era sólo una malformación tiránica. Mi padre había sido siempre su declarado enemigo. Sólo dos cosas podía hacer con mi padre. Matarlo él. O entregarlo a sus contrincantes. No lo entregó; los orientales que aplaudieron la invasión ya lo habían matado. Era un muerto por el lado que se lo mirara. Para mí también estaba muerto. Y era mejor que se quedase así. Yo tenía una vida y oportunidades. Rescatado de las miserias de otros tiempos, pertenecía al núcleo del gobierno y a su aristocracia. No sólo me alcanzaba; me sobraba. Claro que mi apellido despertaba nostalgias en algunos viejos que me saludaban con respe-to y consideración. Yo agradecía, pero no me inmutaba. Y aquella noticia, en aquella tarde, había sido sólo eso: una noticia. Mi padre estaba cautivo en una cárcel en medio de la selva. ¿Y qué?

Lustré mis botas con el mismo detenimiento de siem-pre. Me puse mi chaqueta y me cuadré frente al espejo. Las palabras de la difunta abuela acudían a ese vidrio como cuando niño, como cuando iba echando este cuer-po que hoy me planta. “Mi nieto”, decía, mientras aco-modaba mi pelo con sus manos. “Veo tus ojos madurar como redondas uvas, se van poniendo negros y brillo-

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sos, tus hombros, tu espalda, tus dientes blancos y tu boca parda”. Siempre las mismas palabras. Me veía crecer como único resabio de sus sueños, de sus esperanzas; ella, que era entonces una pasa que había perdido el mosto de los años. Por memoria, yo sólo quería esta semblanza. No hacía falta más.

Crucé el zaguán como todos los días y dirigí mis pa-sos a los destinos habituales. Los bailes, los desfi les, las peleas por el poder, las luchas intestinas y mi pasión por las calles del cerro y los paseos con mujeres y los alardes de soldados. Volví a empavonarme por las calles, a correr detrás de esos ruidos estridentes, a la gritería de los chi-cos, al bullicio del fuerte, a la explanada con sus barcos esbirros y desafi antes. A todo aquello que me llamaba.

Sin embargo, un cierto ruido empezaba a nacer por mi cabeza. Como si ciertas cosas llamaran a otras. Como si un hilo conductor se hubiese encaramado por mi juicio y, obstinadamente, una cosa llevara a la otra y todo descubriera un nuevo sentido. Empezó como una molestia; una avispa perdida de su colmena hincándome su aguijón por descuido, sin intención, al sólo título de haberme cruzado en su camino. Un lento y fi no veneno empezaba a supurar. Como si el dolor hubiera pasado rápido, pero dejando su ardor. Pequeños atisbos, como bocanadas de humo, se hacían presentes. Casi impercep-tibles. Oleadas de un mar cansado y en calma.

A aquel día que se iniciaba le sucedieron otros días, con sus mortecinas noches. De vez en cuando me re-tornaba la noticia que me había cruzado aquella tarde de abril del año 1839, pero se ahogaba en el presente y sus esperanzas, lo que hacía que todo sentimiento su-cumbiera. Rememoré, de pronto, que cuando Rivera había sido el primer presidente del país, los rumores de la existencia de mi padre habían sido ya un corrillo inoportuno. Sé que hubo unas cartas que nunca fueron contestadas por Francia y nadie le dio más crédito que el que se le da a un rumor. Y luego esa tarde, que con los días se fundió en el tiempo sin penas ni glorias. Pa-saron los años. Necesité algo más para despertar de ese letargo de desencuentros y contradicciones.

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