Los Curas Comunistas - Jose Luis Martin Vigil
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El escritor y sacerdotelanza una miradacomprensiva a esos curasjóvenes y valientes, quehan cambiado laconfortabilidad de laparroquia por la dureza dela fábrica o la intemperiede la obra. Los curasobreros, comprometidossocialmente sin renunciar
a su compromiso con Dios.
José Luis MartínVigil
Los curas
«comunistas»
ePub r1.0Hoshiko03.12.13
Títulooriginal:Loscuras«comunistas»JoséLuisMartínVigil,1965
Editordigital:HoshikoePubbaser1.0
Nodeseo,pues,ignoranciaoestrechez
deespíritu,sinosobriedadyconciencia
deloslímites,
magnanimidad,flexibilidady
aperturadeespíritu;aperturaparaseguir
nuevoscaminos,locuál,ciertamente,no
puedehacersesincorrerunriesgo.
CARDENALLERCARO
Lamaneraseguradeperderunaguerra
esdejarlainiciativaalenemigo.Ylamanera
másseguradenocargarconunainiciativa
equivocadaesnotomarningunayenjuiciar
desderetaguardialasqueelotro
tomaenelfrente.
CARDENALSUHARD
Peroaquínoestáscompletamentesoloy
vanaespiarteinnumerablesojos.Ten
muchocuidado,noseas
ingenuo.Quienhaceelángelhacelabestia.
Ydesconfía,porqueatravésdenosotros,los
sacerdotesestánjuzgandoaDios.
MICHELdeSAINTPIERRE
(porbocadesupersonajeelpadreBarré).
Migratitudalossacerdotesquehan
hecho
posibleestelibro,albrindarmelomejordesuexperiencialaboral,ycuyos
nombresomitoapeticiónpropia,
porrazonescomprensibles.
Ellossabenquenomiento.
JOSÉLUISMARTÍNVIGIL
1Un obispo septuagenario noes un obispo del todo viejo,aunque, al sonreír, se leformen tantas arrugas en lacara, que hagan olvidar elextraño brillo de sus ojos.Pero considerado a través delamirada de un hombre queno ha cumplido todavía loscuarenta,noserámásqueun
anciano, dígase lo que sediga.
Monseñor Ponte Carrero,titular de la diócesis, habíahechoveniralpadreQuintas,por quien sentía unaindudable predilección, casisiempre disimulada concuidado. Treinta años degobiernoepiscopalnohabíansidobastantesparaolvidarlaanimosa ilusión de los
primeros tiempos, ymonseñor encontraba uncurioso parecido entre aquelimpulsivo y nada pacatosacerdote y el recuerdo untanto idealizadodesímismoqueconservabaconnostalgiaensuinterior,apesardequeelmodo de vida del hombreque tenía frente a sí, nicontaba con su totalaprobación, ni se parecía en
nada a lo que él habíapracticado en sus primerosaños.
—Sabes que me esperanenRomayquedurantemesesestaréfueradeladiócesis…
—Esonocambianada.Francisco Quintas se
había acostumbrado a mirarde frente, pero estacostumbre no molestaba amonseñor, sino todo lo
contrario.—Claro que lo cambia.
Quiero dejar zanjado tuasunto.
—Pero no puede ahora,precisamente ahora,arrancarme del tajo. Es unmomento crucial. Sesentirían traicionados. Siusted… perdón, sivuecencia…
Elobispointerrumpió.
—Sé que no erespartidario de lostratamientos, así queomítelos.
—Gracias,esmuycierto.Viniendo de donde vengo,esajergasuenaporlomenosa falso. ¿Se concibe eltratamientosisepiensaqueaJesús le tuteaban como alhijo del carpintero? ¿Creeusted que un peón de la
rasqueta puede concebir quehayunpadredentrode tanto«palacio» y detrás de tanta«excelencia»?
Franciscoseexaltabaconfacilidad.
—¡Calma, jovencito,calma! —dijo el preladoagitandolamano.
—No tan joven, señorobispo.
—Vamos, ¿qué tienes?,
¿treintaycinco?—Treintayseis.—Ya ves, yo tengo
exactamente cuarenta másquetú.
—¿Yesoquéprueba?Monseñorsonrió.—Nada, excepto que soy
muyviejo.—Perdón, yo no quería
decireso.—¿Por qué te excusas?
Nuncahayquetenermiedoala verdad. Si algo me gustaen ti es que te veo tan lejosde la adulación como delorgullo.
—Loqueyodigo…—Deja, deja que diga yo
primero.—Desdeluego.Monseñor Ponte Carrero
era medio santo, lo quequieredecirquesusvirtudes,
sibiennohabíanacabadodeltodo con sus defectos,brillaban a una altura pococorrienteentreloshombres.
—¿Cuántohacequeestásenlafábrica?
—Cerca de un año,exactamente nueve meses ymedio.
—Enséñamelasmanos.Las manos de Francisco
Quintas se habían
ensanchado y, aunquelimpias, aparecían toscas yllenas de señales y demagulladuras más o menosrecientes.
—Tienes manos deobrero.
Semiraronalosojos.—Señor obispo, ¿es que
hay mejores manos para unsacerdote?
—No desviemos la
cuestión—repusoéste.—Comoustedquiera.—Va a hacer el año que
llevasenlafábrica,quevivesentreellos…¿Yqué?
—¿Cómoyqué?—Sí.¿Tedascuentadelo
que es el año de unsacerdote?, ¿la cantidad deacción sacerdotal, deadministración desacramentos, de predicación,
quecabeenunaño?—Sí,pero…—¿Qué has hecho tú?
¿Qué frutos puedespresentar?Di…
Monseñor Ponte Carrerose había puesto serio y susojos se afinaban al mirar;pero Francisco no bajó lossuyos.
—Está Tonchu, estáPili…
—Sí, eso ya me los hascontado. Un chiquillo y unamuchacha, la Canela, ¿no esasí como la llaman? —hizouna pausa y luego sentenció—:Nobasta.
—He trabajado con mismanos;he sidounodeellos;he dado testimonio —losojos del sacerdote brillabancomo carbones—; me hehechopobreconellos;nohe
tenido pelos en la lengua.Hoysabenquesoysuyo…
Monseñor interrumpióreclamando silencio con lamano.
—Calma,muchacho—enel fondo y como a través demuchascapas,sereconocíaasí mismo—. ¿Crees que nome doy cuenta? Perohablame de frutos, de algoconcreto.
—«Si la semilla nomuere…» —citó Francisco—, y yo todavía estoy vivo,muyvivo.
—¿Es preciso que teaplaste una viga para queveamosalgo?
El obispo le azuzabaintencionadamente.
—Quizá —contestó élcon momentáneoresentimiento.
—¿Qué pretendes de míenrealidad?
—Más tiempo. Tiempo,esoesloesencial.
—¿Comocuánto?—¿Por qué poner
medida? ¿Cuánto tiempohacequeelproletariadosehaseparado virtualmente de laIglesia? ¿Cincuenta años?¿Un siglo?… ¿Y contamoslosmeses de un cura en una
fábrica esperando milagros?Si saben que estoy con ellossólo temporalmente, paravolver a ser de nuevo «elseñor cura», mi testimoniohabrá sido en vano y misudorenbalde.
Monseñor alzó las cejascómicamente.
—¿Pretendes que mandemiscurasalasfábricas?
—No soy quién para
gobernar a los demás.Solicito p título personal lacontinuación de unaexperiencia. Siento unasalmas ami cargo, las de lostalleres, lasdelbarrio.Ustedme envió allí; cierto que apetición mía; pero usted losancionó al aceptar misugerencia. No tengo otramanera de hacerles bien quepermaneciendo donde estoy,
ni otra posibilidad deatraerlesquemanteniéndomeensusfilas.Simevoyahora,todoelsudordeunañohabrásidoenvano.Lafábricaesuncampode batalla ideológico.Puede que yo esté sólotodavía prácticamente; peroestoy.Yconmigo,quiéraseono,estálaIglesia.
—Y yo pregunto,¿dignamenterepresentada?
Los ojos de FranciscoQuintas expresaron dolor,peronosebajaron;suvozsesuavizóalcontestar.
—Desde luego que no;peromejor,entodocaso,quesimepresentoaellosvestidode sotana, dispuesto amisionar, en horas otorgadasporlabondadosadirección.
—Erescáustico.—Soyrealista.
El prelado jugueteó conla plegadera de plata quetenía sobre la mesa. Luego,sin levantar la vista,preguntó:
—¿Ytúqué?—¿Yo?—Sí. ¿Qué hay de tu
alma? No me digas que elambiente del barrio y de lafábrica se parece en nada aldeunconventodecarmelitas.
—Bueno, no es peor queel de las calles céntricas denuestras parroquiaselegantes.Aquí la gente estámás pulida, huele mejor porsupuesto;peroel animalquehay debajo de unas pielescaras,odeuntrajeinglés,esel mismo, créame. Sólo queaquí el refinamiento encubreel mal y lo hace hipócrita.Aquello esmás áspero, pero
por más elemental, pormenos sofisticada, hacemenosdaño.Porlodemásleaseguroquenohaynadaallíquenohayaaquí.
—No tienes pelos en lalengua.
—Yaselodije.—Peronohascontestado
amipregunta.—¿Quépregunta?—Tu alma, ¿qué hay de
ella?—ConfíoenDios.—Naturalmente. ¿Y qué
más?Se miraron en silencio
unosinstantes.—Nada más. Sé que
juzganaDiosatravésmía.—¿No te parece
impertinente?—Sin duda, pero es
cierto.Yesomesalvadonde
cualquierotrorecursopodríafallarme. Sé que soy comouna isla entre ellos. Sé quetodosmemiran. Para dar unmalpasoprimerotendríaqueirmedeallí.
—¿Y la gracia? ¿Creesque puedes algo sin lagracia?
—Vivoenella.—Lo supongo, pero la
vidaespiritual,tuoración…
Francisco contempló laspalmasdesusmanos.
—Misochohorasdetajo,sin contar cuando tengo quemeter extraordinarias, ¿quécreequeson?…¿Quésentidotienen estas manosconsagradas empuñando unapala, un escoplo, hasta unaescoba,sinoestodoellounaoblación, una oraciónpermanente, el alma, por
decirlo así, de un testimoniopleno? No, no se preocupe,señor obispo. Sin oración yopodría predicar, escribir,enseñarcatecismo,geografía,matemáticas; pero noresistiría más de un mes deobrero voluntario, de obrerosolo,deobrerocélibe.
Monseñor contempló conatenciónalpadreQuintas.
—¿Quéquieresdecircon
esareferencia?—Que el celibato es
mucho más difícil en lafábricaqueenlasacristía.
—Razóndemás.Vivamente:—¡No! Nunca fue la
menor dificultad un criterioselectivoparaelministerio.
El obispo volvió aquedarsepensativo.
—Te tengo sobre mi
conciencia—dijoalfin.—Locomprendo.—¿Quéhacemos,pues?Su mirada se enderezó
hacia el crucifijo queocupaba una esquina de lamesa.
—Obedeceré.—Nuncalopuseenduda,
pero me agrada muchooírtelodecir.
—Ustedtienelapalabra.
Monseñor buscó los ojosdel padre Quintas. En surostroseacusólafatiga.
—Ynosabesloduroquees tenerla. Es peor quetrabajar de peón, te loaseguro. Al lado de esto,obedecer es sencillo. ¿Tedevuelvo a la fábrica? ¿Tesaco de la fábrica?…Yesasalmas, ¿qué?… Tus mismossentimientos, los conozco…
¿puedo pisotearlos? Nocomprendo a esas personasque mandan y ordenan conuna frialdad administrativa.Amímesobrecogedisponerdeunhombrehastatalpunto.Yaves,soyunobispoviejoynohepodidoacostumbrarme.Sí, la gracia de estado; peroes muda, hijo, y no soy tanpetulante que me creaasistido hasta el punto
extremo de librarme de laplenaresponsabilidaddemisdecisiones.Ycuantomásveoa un hombre dispuesto aobedecer,mástiembloenmiinterior,créeme…
Monseñor abrió susbrazos con un gesto quepedía disculpas por eldesahogo. Francisco estabaconturbado ante aquellaconfidencia;noobstantedijo:
—¿Me permite unapalabratodavía?
—¿Cómono?—Puesto que voy a
obedecer de cualquier modo—dijo con voz firme—quieroinsistir.
—Habla.—Permítameseguirenla
fábrica. Deme tiempo. Noésta o aquella cantidad detiempo.Nobasta.Setratade
ser de ellos, no deestar conellos. Son cosas muydistintas.Sisoyunobrerodequita y pon, un obrero quepuede dejarlo en cualquiermomento, me falta la másesencial entraña delproletario. Seré falso a susojos.
—¿Olvidas que eressacerdoteantesquenada?
—No, no lo olvido, sino
todo lo contrario. Es porquesoy sacerdote por lo quequieroserobrero.Y,además,¿no vemos todos los díasmiles de sacerdotesentregados de por vida a laenseñanza,alainvestigación,a la simple administracióncurialyoficinesca?¿Yquiénse rasga las vestiduras? ¿Porqué hay que alarmarse tantode que un sacerdote se haga
obrero? ¿Por qué?…¿Importa más de verdadencerrarseaconvivircon loshijos de los ricos, en unhermoso colegio, paraenseñarles logaritmos, quealistarse con los pobres enuna sucia fábrica, paracompartir con ellos el panamargodelosasalariados?…¿Quién entiende esto? ¿Loentiende usted, señor
obispo?, ¿entiende a loscristianos que hacen posibleesta mentalidad? Yo no, loconfieso.Yo no lo entiendo.Estoy dispuesto a obedecer,se lo he dicho; pero tengoqueañadirqueyanomecreocapaz de volver a ser «elseñor cura» en que meconvirtieron al salir delseminario.
Monseñorguardósilencio
unosinstantes.—Está bien —dijo—.
Vasaseguir…Francisco sepusoenpie.
No podía disimular el gozo.El obispo le contuvo con ungesto.
—Siéntateyescucha.—Sí,señor.—Losdomingostequiero
enlaparroquia…AFrancisconolegustaba
la perspectiva, pero asintiócon fuerza; se había salvadoloesencialasujuicio.
—Tendrásunahabitaciónenlacasarectoral—siguióelprelado—ydormirásallí lossábados al menos. Pondré alpárrocoenantecedentes.
—Sí,señor.—Ah,yestono lo tomes
como definitivo ni muchomenos. Estamos probando.
Es una prórroga lo que teotorgo,¿comprendido?
—Desdeluego.Monseñor Ponte Carrero
sonrióabiertamente.—Te encuentro un poco
demagogo.Francisco sacudió la
cabeza. La tensión habíacedido.
—Cuidado, señor obispo.Desde ciertas posiciones
conservadoras se acostumbrallamardemagogiaaldecirlascosasclaras.
Elpreladoalzólascejas.—De modo que para ti
soyeso,unconservador.—Depende de cómo se
mire —repuso Franciscosonriendo—.Serconservadorno es tan malo si lo que seintenta conservar vale lapena.
—Yconservarteatienlafábrica…
—Es formidable, es lamássabiapolítica.
Rieronlosdos.—Hablas como un
chiquillo.—Es que es usted el
obispo más joven que heconocidoenmivida.
—¿Porquetedoygusto?—Porque desde su
ancianidadnohaolvidadosujuventud.
Monseñor Ponte Carrerose pasmó de la penetracióndel padre Quintas. Era eso,más que nada, el verse a símismo en aquel joven cura,lo que le había llevado aotorgarle un margen mayordeconfianza.
—Pues ándate con ojo,porque los jóvenes somos
impetuosose inestables,y lomismo puedes hacer unatontería tú, que cambiar deideayo,¿comprendes?
—Natural.—Mealegro.—Si no le escribo a
Romaesquetodovabien.Monseñorselevantó.Una
expresión de gravedad ganósu rostro. Miró fijamente aFrancisco y éste, como
sugestionado,hincólarodillaen tierra. El obispo, tras unsilencio, posó sus dedossobrelacabezadelsacerdote.
—Que Dios te bendiga,hijo.
—Asísea,padre.Monseñor no estaba
acostumbrado a oírse llamarpadre y el tono con que fuedicha la palabra le llegó alalma.
—Allí donde estés, miespírituestarácontigo.
—Losé.—Veteenpaz.FranciscoQuintasbesóel
anilloynotólapresióndelosdedos del anciano. Unaextraña emoción le habíainvadido. Era la primera vezquesentíaaCristoencarnadojuntoasí.
2El sol de mediodíareverberaba en la plaza y, alcruzar el portón, hería losojos como un cuchilloblanco. No se apercibíasombraalguna.
—¡Paco!Estaba allí, al otro lado,
doblada una rodilla, laalpargata contra la pared.Le
hacía señas con la mano. ElpadreQuintascruzóhaciaél.
—Hola,Tonchu.Los ojos del chico
rebosabandedesconfianza.—¿Qué? —preguntó sin
moverse.—Mequedo.Parecíanocreerlo.—¿Connosotros?—Esomismo.Le tomó lamanocon las
suyas.—¡Loconseguiste!—Vamos andando. Te
contaré.El amplio mono que
vestía Tonchu no bastabapara disimular su extremadelgadez. Tenía la cara fina,no tanto por los rasgos,cuanto por la tirantez de lapiel sobre los huesos. Enaquelrostro,casigeométrica,
la expresión estaba en losojos y, en ocasiones, en lamovibleboca,enlatremendaplasticidaddeaquelloslabioscapaces de una mudaelocuencia.
—¡Eresfenómeno!—Nodigastonterías.Tonchuveníaasercasiel
único triunfo del padreQuintas. Un triunfo relativo,desde luego, ya que la suya
eraunaadhesiónmuchomásasupersonaqueasus ideas.Llevaba una cruz al cuello yle ayudaba a misa, peroFrancisco no se engañaba alrespecto.
—¡Uf! Ahí dentro no serespira,mefiguro.
—¿Porquédiceseso?—¡No hacen más que
entrar curas! ¡En mi vidahabía visto más en menos
tiempo!—Eslacuria.—¿Yesoquées?—Las oficinas del
obispo.—¿Las oficinas?… Ah,
entonces, ¿iban a cobrartodosésos?
Francisco le dio uncariñoso y nada comedidocoscorrón.
—¡Noentiendesnada!
Tonchu ibaacumplir losdieciocho, pero para saberlohabíaqueconsultarsucarnetde identidad, porqueaparentar no aparentabamásde quince. Su cuerpo,desmedrado y estrecho,llevaba el sello de muchosaños de pasar hambre, yhabía que ser muy atentoobservador para alcanzar adescubrir en sus sacudidos
movimientos un poco de lagracia adolescente propia desuedad.
—Creíquenosalíasya.—¡Qué cosas se te
ocurren!—Cualquiera os entiende
aloscuras.ElpadreQuintaslebuscó
losojos.—¿No me entiendes a
mí?
Tonchuremoloneóconlacabeza.
—Adiariosí,yalosabes;pero hoy, con esos traposnegros…
—¿Eslaprimeravezquevesunasotana?
—Claroqueno;peroconellanoconvences.
Tonchu, como cualquierespañol,estabaacostumbradoaversotanas,cómono.Pero
a Francisco lo veía asívestidoporprimeravez.
—Bueno, cada cosa espara cada cosa. Tú no temetaseneso.
—No, si amí…Lo digoporti.
—Vamos a casa; mecambio y tomamos algo en«ElAfricano».Lodehoyhayquecelebrarlo.
—Tepagoelautobús,que
deaquíalbarrioesmáslargoqueundíasinpan.
Esperaron haciendo colaenlaparadacorrespondiente.El vehículo municipal llegótraqueteante y lleno, comosiempreaaquellahora.
Tonchu había sido loprimero que llamara laatencióndelpadreQuintasalentrar como peón en lafábrica un año atrás. Fue la
conjunción de su aspectodesvalidodechiquilloydesuasombrosa procacidad quetodos jaleaban en losmomentos en que undescanso, o la ausencia devigilancia, hacían posible laconversación en grupo. Noparecía sino que aquelaprendiz habíaexperimentado todo loexperimentable sin ninguna
excepción. Lo cierto es que,con una falta absoluta delmás elemental pudor,contaba y no paraba, con elconsabido regocijo de losadultos circunstantes. Así, alaangustiapermanentedelosprimeros días, en aquelmediohostil,seunióeldolorpor el alma de aquelmuchacho cuyos ojos nosonreían, a pesar de las
carcajadas.Francisco se había
presentadoenelbarriocomoun obrero más. No obstante,al entrar por primera vez enla asea de «ElAfricano», lavíspera de empezar en lafábrica, algo impalpable lehabía hecho sentirse hastafísicamenteextrañoenmediode aquellos hombres. Quizáfuera que sus ropas, aunque
pobres, eran nuevas; lasmanos, sin duda, resultabanajenas a aquel ambiente; esposible que faltara dureza asus ojos, o que sus rasgos,aun siendo acusados,carecierandeunalgobroncoallí habitual. Pero es muyciertoqueenseguidanotólahostilidad de los presentes,cifradaenlasmiradasfríasoen las espaldas vueltas de
manera ostensible. La tascade«ElAfricano»eraunsitiomuy concreto donde nosolían presentarseadvenedizos. El padreQuintas, apoyado en unrincón, mientras apuraba eltinto que acababan deservirle en un vaso no muylimpio, comprendió queacababa de cruzar unafrontera, y que el mundo de
donde venía, a pesar de laproximidad, nada tenía quever con el mundo en que sehallabayenquequeríaecharraíces. «No hay que tenerlesmiedo —pensó—, encualquier caso, no estánmáslejos de Dios que lageneralidaddelosotros».Nosabían que era cura y lediscriminaban. ¿Cómohacerlessentirqueeraunode
ellos,queveníaparaserlo,yestocontodasinceridadysinsegundas intencionestemporales?Porloprontoeraextranjero allí. Había quecontarconello.
Aquella primera nochedurmió mal. No era lasoledad,nielfrío,ni lafaltade las discretas y pequeñascomodidadesalasqueestabaacostumbrado. Era la
angustia por lo que leesperaba al día siguiente.Daba vueltas en el camastroentre la ropa áspera, en unduermevela agotador. Sinembargo, en las horas deplenalucidez,teníalacertezadehaberse acercado aCristomásquenunca.Porotrapartesabíaqueeracasiunlujoallí,contar con un par de piezaspara él solo. Las ventanas
daban a un patio, pero, porhallarse en uno de los pisosaltos de aquel bloquecolmena, tenían vista porencima de los próximostejados y, aunque no elpaisaje, permitían ver elcielo. «Si no duermo llegaréa la fábrica agotado».Comprendió que lo temíatodo.Teníamiedodelamalaacogida, de no estar a la
altura en el trabajo, de lareacción de los vecinoscuando tuvieranconocimiento de sucondicióndesacerdote,denosereficazyestarhaciendoderidículo quijote… «Meolvido de quién soy».Ya lohabía pensado en otrasocasiones.Elsacerdociosellaalhombre;peroelhombrenosiemprevivelaconcienciade
su consagración. «Me faltafe», se dijo; pero no hubieraestado allí sin fe; eso eracierto. Aún no habíaamanecido cuando selevantó.
—Paco…Tonchu le sacó de sus
recuerdos tirándole de lamanga.Llegabanalaparada.Elrestodelcaminohabíaquehacerloapie.
—¿Estabasrezando?Los ojos del aprendiz, al
preguntar, apuntaban unamaliciajuguetona.
—Derezarseríaporti—respondióelpadreQuintas.
—Oye,oye,quenomehemuertotodavía.
—¿Esquetútecreesquesóloserezaporlosmuertos?
El piso de la calle, alllegar al suburbio, dejaba de
interesar al Ayuntamiento yaparecía descarnado eirregular. Francisco andabaahora con firmeza y mirabade frente. Le venía elrecuerdo de la primeramadrugada en que habíacruzadoaquelparajellenodeangustia, con la ansiedadroyéndolepordentro,caminode la fábrica. El recelo alacercarse a las puertas
mezclado con aquelloshombres silenciosos. Laprimeraentrevista,cuandolehicieron pasar al despachodel jefe de personal. «Bien,yasabecuálessuobligación,portarse bien y obedecer asus superiores. Presénteseahora al encargado en eltaller de calderería». Nadamás.Aquelhombrenohabíasospechado que se hallaba
ante un cura. El padreQuintas no pretendía ocultarsu condición; pero tampocoquería anteponerla, lo quehubiera suavizado susprimerospasoscomoobrero.Estabadecididoarechazarelmás leve privilegio. ElencargadosellamabaRufino.Era un hombre menudo,machacado por la vida, quedebía su relativa ascensión a
un alarde de dureza y a uncontinuo enfrentamiento conlos hombres de fila, siempreenfavordelosinteresesdeladirección.Elprimercontactoyafuedesagradable.Lemiróde arriba abajo comocalibrándolo:«¿Quéclasedebicho eres tú?» Franciscoguardó silencio; pero notóque renacía interiormente suentereza ante aquellamirada
acosadora. Rufino escupióhacia un lado, señaló unescobónqueyacíaenelsueloy masculló entre dientes:«Coge esto y empieza abarrer por allí». El padreQuintas iba por el pasillo,entre las máquinas, bajo lamirada curiosa, hostil oindiferente del personal.«SoysacerdotedeCristoynohay escoba que pueda
invalidar esta tremendarealidad». Cuando empezó abarrer se habían acabado sustemores. «¿Hubiera rehusadobarrer la casa de Nazaret?»,se preguntó. No habíadiferencia. Jesús estaba bajocada uno de aquellos cascosde metal. La primerablasfemia explotó en susoídos antes de llegar a lamitad del pasadizo.
Instintivamente levantó losojos. Era Tonchu quecruzaba. Había pensado enello y estaba preparado; noobstanteledolióquefueraunniño, que no otra cosaaparentaba bajo su monograsiento, quien hubieraproferidoaquellafrase…
—Tomaremosunvasodevino para celebrarlo —dijoTonchu.
Estaban a la vista de «ElAfricano».
—De acuerdo, pero suboacambiarmeprimero.
—Teesperoahí.Sí, ahora era distinto.
AhoraFranciscopodíaentrarallí comoPedro por su casa,sin que nadie le diera laespalda.
—¿Quéhay,Paco?El Africano tenía
dificultades para moversedetrás del mostrador, debidoalagranbarrigaquelehabíaidosaliendoconlosaños.
—Dostintos.—Comoéstos.No había cambiado nada
enlataberna.—¡Hasta arriba,
Africano!—dijoTonchu.Elaludidodetuvoenalto
la botella y miró al
muchachodereojo.—Paramenores—dijo—
elbiberón.—¡En tu madre! —gritó
Tonchulanzándoseasaltarelmostrador.
Franciscoasióalaprendizconmanofirmeporelcuellodelmono.
—¡Tú quieto! —ydirigiéndose al Africano—:Noesperabasquetebesarala
mano,¿verdad?Tomó los dos vasos y se
dirigióaunamesa.Tonchulesiguió tras fulminaralgordocon una mirada que juzgócriminal.
—Siéntate,anda.El muchacho todavía
estabasofocado.—Si no es por ti —
farfulló—lecomoelalma.—Eso te quitaría el
apetito.—¡Hijodemalaperra!—Calla.Al principio Tonchu,
sobre todo cuando supo queFrancisco era cura, se habíaensañadomásymásconsusexcesos verbales, coreado,comosiempre,porlagalería.Francisco callaba sin dejartranslucir ni por asomo susreales sentimientos. Sabía
muybiendelahostilidaddelpersonal. «Es un policía»,«está vendido», «es unsoplón». Eran frases dichasde paso, pero con evidenteintención de que llegaran,como por casualidad, a susoídos. Había contado conesto. Esperaba superarlo;peronosellamabaaengaño:hacía falta tiempo. Lascomidas, en el inmenso
comedor, le impresionaban.Largas mesas y filasapretadas de sujetos queengullían, casi siempre ensilencio, unos platos yaservidos.Judíasconpan.Esosolíasertodo.Y,porencimade las judías, las miradasfrías, las señas entrevistas,alguna sonrisa, maliciosa nodirigidaaél.Apocodedejarel comedor, pasados unos
días, se cruzó con Tonchu asolas.Elchico,faltodelcorohabitual, tuvo un gestoapenas perceptible dereplieguequenoescapóasuobservación. «Espera». Eraevidente que el aprendizquería poner tierra pormedio. «Tengo que hacer».«¿Tienes miedo?». Seengalló. «¿Miedo a usted?».Ya no se iría. «Puedes
tutearme». «Usted es cura».Ponía en la palabra tantorecelo como desprecio. «Yosoyunhombre».Nocontestó.«¿Lodudas?».Seencogiódehombros. «¡Yo qué sé!».Franciscolemiróalfondodelos ojos.Luegodijo con unaextraña y suave voz: «No sédóndetecabetantabasura;y,sinembargo,estoysegurodeque algo queda limpio en tu
interior». Tonchu estabadesconcertado y pasaba elpeso de su cuerpo de unapierna a la otra. Francisco,consciente de que iba másallá de lo previsto, pero sinpoderse contener, añadió:«He estado dudando sirompertelacaraoestrechartelamano…peroloprimeronome gusta a mí y lo segundopuede que no te guste a ti.
Tiremosporelmedio.Hazloquequieras,hablacomotedela gana. Somos compañeros.Seremosamigos.Nodaréunpaso detrás de ti; pero, encualquiermomento,yasabesdóndeestoy».Antesdequeelchico tuviera ocasión dereaccionar, de aceptar orechazar aquella invitación,el padre Quintas habíaseguidosucamino.
—Oye, Tonchu,¿recuerdas la primera vezquehablamos?
Bebió un sorbo antes decontestar.
—¡Qué pinta de curateníasentonces!
—Teacuerdas,¿eh?¿Quésentiste?
—Mepusefurioso.—¿Porqué?—¡Jobar! ¡Por haberme
callado! ¡Porque te dejé ircomo si hubieras ganado,comosimedejarastiradoenla cuneta! ¡Dios, qué cabreocogí!
Franciscosonrió.—Tardaste dosmeses en
creerme.—¡Y todavía me parece
unmilagro!—Puedequelohayasido,
dadoloquerecéporti.
Tonchu sacudió lacabeza.
—¡Ydaleconelrezo!—Pero ¿qué te crees que
ocurrió?—Yo,alprincipio…Efectivamente. El chico
n oarredró en su ofensivaverbal, ni dio tregua en elhostigamiento colectivo. Fuelafaltaderespuestaporpartede Francisco, la indudable
dignidad de su conducta y,sobre todo, la verdad de supalabra: el que no intentaradarunpasoparahacerseconél,loqueoperóconeltiempouncambiopaulatino.Tonchuestaba malhumorado,contrariado, pero callabacadavezmás.«¿Quétepasa,chaval?». Reaccionaba comouna víbora: «¡Esopregúntaseloatumadre!».
—Anda,vamosacomer.—Es verdad, cómo se va
aponerCanela.ElpadreQuintasapurólo
quequedabaenelvaso.—NolallamesCanela—
dijo—.Tieneunnombre.—¡Canela!—No,Pili.—Comoquieras…
3Pili Bardales, más conocidaen los bloques por Canela,era,conTonchu,laconquistamás patente del padreQuintas en sus meses detrabajo como sacerdoteobrero. La piel de lamuchachajustificabaelmoteysuscortosaños—nohabíaentrado aún en la tercera
decena de la vida— eranlargos en toda suerte deexperiencias prematuras, yaque de virgen sólo tenía elnombre, y de inocente, laprimera impresión queproducía.
SuapariciónenlavidadeFrancisco fue posterior a losprimeros tiempos de abiertasuspicacia, si bien supoadelantarsealcomúnrespeto
yalasimpatíaquemástardehabíande ir viniendopocoapoco.
—Escucha, Paco —dijoTonchu en la escalera—, ¿tedas cuenta de cómo se estáponiendoCanela?
Franciscosedetuvo.—¿Yaempezamos?—Yaloséqueerescura,
pero ¿tienesojosono tienesojos?
El padreQuintas se pusoserio.
—Cambia de disco —masculló.
—¿No puedo hablarcontigo porque eres cura?¡Noshafastidiadoentonces!
—Recuerdaqueesmayorquetú.Ah,ylode«fácil»seacabó.Esoyalosabesbien.
Tonchu se obstinaba enciertostemas.
—No hay mujeresdifíciles.
—¿No?—Pregúntaselo a mi
madre.Franciscosevolvióhacia
elmuchacho.—¿Por qué te obstinas?
¿Nopuedesolvidartedeeso?Tonchuteníauncamastro
en una de las piezas quehabía alquilado el padre
Quintas, la que hacía eloficio simultáneo decomedor y cocina, amén deotrosmenesteres,yallí solíadormir desde que elsacerdote había ganado suplenaconfianza.
Canela estaba sentadasobre una de sus piernasrecogida, absorta en lalectura de un tebeosentimental de tres pesetas.
Hacíaunafiguraencantadoraen su gracioso descuido.Saltó al suelo, al verlosentrar,yseencaróconellos.
—¡Vaya horas! Dijo mimadre que subiera y ostuviera eso caliente, pero yameibaair.
—DalasgraciasquePacosequedaconnosotros.
Canelaacusóunrespingo.—¡Ay, tonta de mí! ¿En
quéestaríapensando?¡Yanomeacordaba!
—Su jefe es un buenhombre,alparecer.
Tonchu lo explicó a sumodo, con abundanteintervención de la fantasía,mientrasFranciscopasabaalotro cuarto con un pretextocualquiera.
Enlapareddesnudahabíaun crucifijo. Clavó los ojos
en él. El hierro toscoresaltaba sobre el enlucido.«Sabía que iba a quedarme,porque aquí es donde te heencontrado, en seres comoTonchuyPili,quetequierenen mí, y cuya decepción notendría límite si me fuera yles dejara». Canela…Recordó aquella misamañanera en aquel pequeñocuarto,sobreunaltarportátil,
cuandoalamedíadocenadesus habituales asistentes —cuatroniñosydosmujeres—se sumó aquella chica delpañuelo en la cabeza. Susluminosos ojos verdes nopodían pasar desapercibidos;pero no tuvieron parte en laalegría que acometió alcorazón de Francisco.Tampoco se le escapó laanimosidad de las devotas,
cuya aparatosapiedad se vioturbadaporlaaparicióndelamuchacha. «¡Ojo con ésa,donFrancisco!».La chica sehabía esfumado mientras élse despojaba de la ropalitúrgica. «No es trigolimpio», le dieron por todaexplicación. «¿Y quién loes?».No,enefecto,noloera;pero el barrio, la ciudadentera,sinexcluirlasgrandes
familiasdetradicionalrutinacatólica, estaban llenos detrigocomoaquél.
Canela sirvió los huevosenplatosde latón, sobreunamesadepinosinmantel.
—Ahora vete —dijoFrancisco—. Tendrás quehacer.
—Por la noche volveréparafregar.
—No, nada de venir por
la noche, ya te lo he dicho.Fregaremosnosotros.
El padre Quintas nodudabadePili,perosídesusvecinos.
—Déjala —exclamóTonchu.
Ella hizo un mohín deniñacontrariada.
—Escucha, Pili —dijoFrancisco con paciencia—.Bien está que ayudes a tu
madre que me atiende. Teestoyagradecido,túlosabes.Más aún, confío en ti. Peroeres muy joven y no debesolvidarquehaymuchagentealrededor. Vivimos en unacolmena,¿notedascuenta?
Pili se encogió dehombros.
—No me importa lagente.
—Feliz de ti. Jamás
podréyodecirlomiaño.—¿Porquétepreocupas?—Noesporti,nisiquiera
pormí,sinoporellos.Canela era, después de
todo, una personillaelemental y sensitiva, ajuicio de Francisco, de cuyaadhesión había quedefenderse,pues,enelfondo,no parecía conocer otrolenguajequeeldeentregarse,
de una forma o de otra, aquienselaganaba.
«Quiero hablar conusted»,ledijounatardeenlaescalera, cuando llevaba dossemanasasistiendoasumisasin despegar los labios ydesapareciendo luego igualqueelprimerdía.Él lamiródespacio. Sabía de ellamuchas cosas. No habíanfaltado personas interesadas
eninformarle.Pero,enaquelmomento, no podíaconvencerse de que teníadelantemásqueunachiquilla«Habla», le dijo. «¿Aquí?»Su sorpresa no parecíafingida.«¿Porquéno?»Miróa ambos lados y se encogiódehombros.«Quieroquemeenseñeslareligión».Noseleocultó a Francisco el súbitopaso al «tú», pero no se dio
por enterado. Por lo demás,elbarrioenteroparecíahaberescogido el tú por tú paratratar con él. «¿Por quéquieres que te la enseñe?»,preguntó. «Me gusta tumisa». Así había empezadotodo.
Cuando salió Canela,Tonchu,quelahabíaseguidocon los ojos, se volvió alpadreQuintasyexclamó:
—¡Dios,cómoestá!Franciscolemiró.—DejaenpazaDios.Ya
Pilitambién.Elchicoguiñóunojo.—Paco, que yo no soy
cura.—Aprende esto. Pili te
está tan vedada a ti como amí.
Los ojos del muchachochispearonunmomento,pero
una sonrisa que fueapareciendosuavizósucara.
—Noséporquétesigo.—No me sigues a mí.
SiguesaDiosenmí.—¡Yuncuerno!La mano del cura cayó
sobreelhombrodelaprendiz.—¡Cierra el pico,
bárbaro! ¿No quedamos enquecreesenDios?
Tonchu se libró con una
contraccióndelcuerpo.—¡A tu lado qué
remedio! —dijo, y laspalabrasnodisimulabannilaadmiraciónnielafecto.
Francisco veníadedicandoaPiligranpartedesusmenguadosratos libresyel cambio que se habíaoperado en la muchacha eratan notorio, que en losbloques la gente lo llamaba
«el milagro de Paco», unconceptoenquepredominabala simpatía, el resentimientoo la ironía, según lasconvicciones de cada cual.Loqueeraunhechofueradecontroversia es que laconducta de Pili habíaexperimentado unaasombrosa mutación. Losrecuerdos que conservaba desusmenguadoscontactoscon
la Iglesia, allá por los muyescasosañosdelaescuela,notenían nada que ver con loque ahora veía. La liturgiasolemne y lejana de lostemplos que había visitadosiendoniña,noseparecíaennada a la imagen cercana yturbadora de la misa deFrancisco. Aquellainmediación, aquellaspalabras susurradas, pero
audibles, aquellos delicadosmovimientos de las manossobre unamesa que estaba asu nivel, al alcance decualquiera, y, sobre todo, elgesto del cura, aquel gestoinquietante en su sencillez,sincero, profundo, solemnesin pretenderlo, habíanpuestoaaquelextrañoobreroen un lugar que ningúnhombre había ocupado hasta
entonces para ella. «¿Túcrees en todo esto?», le dijoun día. «¿Puedes dudarlo?»Ellanosecallabafácilmente.«¿Dudar de qué?, ¿dudar deesoodudardeti?».Franciscose sorprendió de aquellasutileza «De lo segundo, porejemplo». Canela dijo muytranquila: «De ti no dudo».«¿Ydeloprimero?».«Aesovoy, que si tú lo crees de
verdad»… «¿Puedesencontrar otra explicacióndistinta de la fe para lo queestoy haciendo?… Pero elproblema seguiría ahí,aunque yo no estuvierahaciendo nada. Dios te hizo.Tú estás en este mundoporqueDiostehizo».Canelainterrumpió. «A mí mehicieron mis padres, novengas con historias». «Es
inútil que quieras escaparte.¿Quién hizo a tus padres?Sería el cuento de nuncaacabar. Tú yDios; ése es tuproblema.ADios tienes quedarle una respuesta.Y se latienesquedarlomismosiyohago lo que hago que sidesaparezco».Ellaguardóuncorto silencio. Luego dijocomo para sí: «De no habervenido tú yo estaba tan
tranquila».«Deunmodoodeotro —replicó él— Dios tehubiera dado unaoportunidad». Ella se echó areír. «O sea que tú eres mioportunidad». Francisco lebuscó los ojos con ciertasuspicacia; pero aquellasaguas verdes se ofrecían enperfectaserenidad.«Nodigastonterías», comentó. «¿Tehago sentir importante?».
Optó por cortar. «Hastamañana, Pili». «¡Adiós,hombre!Iréatumisa».«Estábien».
Luegosiguióunaetapadefervor. La chica se mostrórezadorayempezóaserviraFrancisco, junto con sumadre,aquienélpagabaporla limpieza y otrosmenesteres, con verdaderadedicación y asiduidad.
Había bromas con aquello,pero no pasaban de eso, debromas, que mientras seproclamasenenvozalta,yensu presencia, le tenían sincuidado. Por otra parte ellaextremó su devoción y sevino a convertir en elsacristán de aquella curiosafeligresía con su catedral depandereta.«Seestáacabandoel vino». «¿Otra vez?».
Canela se encogió dehombros. «Con Tonchu aquíno sé qué esperas». «Pediréotra botella». «Cierra conllave. Es más barato». PeroFrancisco no estaba por lasllaves. Ni la puerta de casaquería cerrar. «Un día teencuentras con las paredes».«¿Te parece poco para unpobre?». «Precisamente unpobrenopuedepermitirseel
lujo de dejar que le roben».«¡Sinohaynadaquevalgalapena!».«Túverás».
No se dejaba convencer.«Nocreoquehayanadiequequiera perjudicarme.Además, robar sin tener quehacer saltar la cerradura esdemasiadobajoyhumillante.Los ladrones también tienensu orgullo». Canela fingíaenfado.«¡Túríete,ríete!».
4A Francisco tardó un meslargo en desencogérsele elombligo, como decíaCelestino Corcuera, másconocido por el Navajas.Alprincipio, en efecto, volvíaconlasentrañasapretadas,loqueeralamanifestaciónmáspalpable de la angustiaproducida por la
desambientación y el recelo.«Ellos sonCristo», se decía;pero eran unos cristos tantoscos, tan bárbaros yprimitivos—oseloparecíana él—, que resultaba difícilhallar en ellos un vestigioleve del Maestro. «A suimagen y semejanza», serepetía; pero ni lesencontraba el parecido, nicreíaquepudierafavorecera
Dios el que lo hubiera. Laangustia le rondaba tambiénpor la noche,contrapunteando el sueño desobresalto y pesadilla. Latenue tela de los párpadosresultaba una defensa enextremoprecariaanteladuravida circundante que se learrojaba encima al sonar eldestemplado despertador demadrugada. Sentía dejar la
misaparalatarde,peroeraelúnicomododeasegurarseunmínimo auditorio. Hacía sumediahoradeoración, pero,así y todo, sin aquélla, eracomoirinermealtajo.Luegoestaba el camino y, a veces,elautobús,yelolorasudorylos apretujones y el malhumor colectivo del crónicomadrugón, siempreesperando una pulla, una
interpelación, que un miedoabsurdo hacía aparecercoronada de risotadasgenerales; la aproximaciónpor la explanada, con lasmanos heladas y la narizatufadaporeloloraácidoyagas; y, en punto, el cuernoatronando sobre las cabezas—elcuernoqueeralasirena,llamada así porque, a decirde muchos, al menor
descuido te cogía—,compeliéndoteaentrardeunmodo casi físico; y el«chapero», con casi tres milchapas numeradas; y esasensacióndehaberperdidoelnombre y la personalidad,entrando, chapa en mano,bajo la mirada vigilante dellistero de ojos saltones ylargalengua.Y,sinembargo,apesardelasmiradas,delos
codazos, del impalpablealejamiento y, por supuesto,del bárbaro lenguaje, nofaltaban atisbos desolidaridadque le aturdíanyemocionaban, no sabiendoencontrar la adecuadarespuesta.
—No te pongas ahícuando viene la grúa. Espeligroso.
Un veterano le empujaba
a un lado sin muchomiramiento.
—Notoques,haytensión.Una mano enguantada le
cogía el brazo que seacercaba peligrosamente alcable.
—¡Agáchate!Alguienlehabíaarrojado
al suelo antes de pronunciaresa palabra. Una pieza defundición venía silenciosa
porelaire.Eran como monosílabos.
Apenas dichos ya no habíacon quién hablar. Se tratabade consejos sobre seguridad.Había en ellos una caridadespontánea de orden natural,si no de origen cristiano, síexponente de virtudeshumanas elementales, lo quedaba que pensar. Franciscointuyó que no debía
confundirseyqueaquellonodaba pie más que para unmoderadogozointerno,llenode duda y expectación. Poreso correspondía sin excesosde ninguna clase, sinpalabras,conunainclinaciónleve de cabeza. Por otraparte, el ruido de aquellanave era atronador. Losnervios se ponían de puntaantesdellegaraunpeligroso
aturdimiento.Lomás gruesodel concierto venía dado porel retumbante estruendo delascalderas,elchirridodelascuchillas sobre las piezas, elroncardemotoresydegrúasy el contrapunto de los másdiversosgolpes sobre chapasde todas las formas ytamaños.Y, con todo, aquelruidoteníaunacosabuena,yesquecubríalossilenciosen
que temía verse envuelto.Luego estaba el calor. Lagran nave de cemento serecalentaba, a pesar de losventiladores. Y al sudor seañadía la suciedad —lo quemáslemolestabafísicamente—; el polvo de hierro y lagrasaparecíanpenetrarunoauno todos los poros delcuerpo. Sin embargo, alprincipio el trabajo no era
duro: retirar la viruta dehierro colado o de acero;trasladar piezas del almacéno de la sierra; ayudar a losobreros especialistas que loreclamaban; enganchar ydesengancharlagrúaaérea,ybarrer, siempre barrer, encuanto no tenía algo entremanos. De que así fuera seencargaba con celo digno demejor causa Rufino, el
capataz.—¿Qué haces ahí
pasmao?El padre Quintas pensó
que nadie se extrañaría desaberqueaquelhombreteníavinagreen las fauces,envezdesaliva;peroporfuerasólodijo:
—Mándeme.—No quiero ver ni a
Cristo mano sobre mano —
era su expresión favoritaúltimamente—.Tienesallílaescoba.¡Quenotelorepita!
El anonimato no habíaduradonidosdías.Franciscose dio cuenta sin necesidadde que alguno lo dijera. Lasmiradas cambiaron y unclimadeexpectacióndistantele envolvió. Pero, por siquedaba alguna duda,Celestino Corcuera, el
Navajas, la disipó del todocuandodijo,alentregarleunapiezadefundición:
—Dominus vobiscum,hermano.
Noreplicó,perotampocobajó los ojos; sinprovocación,£erosinmiedo.Y es que los miedos deFrancisco, desde niño, eranespecialmenteantecedenteseimaginarios. Duraban tanto
comolaespera,peronomás.Como el ganado bravonecesitaba ser picado paracrecerse. Entonces tomabaconciencia plena de susingular condición, de suresponsabilidad,ylenacíauntemple que estaba lejos deatribuirseasímismo, loquele confortaba mucho más.«Noestoysolo.Estáclaro».
Aunque parezca extraño,
quien peor encajó la noticiadel sacerdocio de Franciscofue Rufino, el capataz.Algoledebíademorderpordentroalpensarqueaquelpeónseleescapaba de algún modo eintroducía un elementoextrañoalanormaljerarquíadel trabajo. Lo cierto es queextremó su quisquillosaasiduidad, deseoso de poneren claro que no le tenía
miedoalcura.Deahívinoelprimer choque, a los diezdías, y la razón de queFranciscoconsiguieraarañar,siquiera un poco, la cortezade aislamiento que sentíaalrededor. Estabaencendiendo un pitillo.Todoel mundo lo hacía, en unmomentooenotro.Quiso lasuerte que entonces,precisamente, se abriera la
puerta en cuyo quicio sehabía medio refugiado, y seencontraracaraacaraconelcapataz. Retrocedió paradejarle paso, pero lapresenciadeloscircunstantesle aconsejó no esconder elcigarro como un colegial.ARufino se le congestionó elrostro,pruebadequeaquellatrivialidadnoeramásque lachispa que encendía un
previoyapasionadopolvorín.—¿Quiéncreesqueeres?No se escapó a nadie la
carga de violencia yresentimientoqueencerrabanlas palabras. Francisco nocontestó.
—¡Teestoyhablando!—gritóRufinosobreél—.¿Quéesperasparatiraresepitillo?
Leestabanmirandotodoslos que había por allí. Tenía
que hacer algo, pero elcapataz no le dio tiempo deelegir.
—¡Te digo que lo tires!—chilló, añadiendo unablasfemia.
Ahora Francisco sintió,por fin, que volvía a tierrafirme.
—Así,no—dijosólo.Rufino le agarró
ostentosamente por la
pechera con las dos manos,barbotando sonidosininteligibles. Él no sedefendió, pero una manoenguantada y grasienta seinterpuso.
—¡Noesmanera!Oscar Raba era militante
y tenía cierto prestigiopersonal,apartedeunafuertecomplexión.Rufinoblasfemóde nuevo antes de encararse
conél.—¿Quién Cristo te da
velaenesteentierroa ti?—gritó.
En unmomento se habíaformadocorroalrededorylascaras torvas no presagiabannada bueno. Rufino, que noera tonto, debió decomprenderlo. Franciscoaprovechó para librarse conmano firme de las que
todavía le prendían por laropa.
—Las blasfemias sóloasustan a los niños —dijotranquilamente, y se diomedia vuelta, dirigiéndosehacialaescoba.
—¡Yanosveremos!Rufino, sin hacer nada
pordisimularsufuria,sefuedando un portazo. El padreQuintas no pudo oír los
comentarlos. Todo volvió ala normalidad y nadie seacercó a él mientras barría.Sólo Celestino Corcuera, elNavajas, al pasar a su ladoalgomástardeleestampó:
—Deogratias.Amediodíaletocaronen
el hombro cuando se dirigíaalcomedor.
—Me llamoOscar Raba;pertenezcoa laHOACy soy
enlacesindical.—Y yo, Francisco
Quintas, cura, como sabrás.Agradecido por tuintervencióndeantes.
—Nohaydequé.¿Cómononosdijonada?
—Tutéame, por favor.¿Quéqueríasqueosdijera?
—Somos varios losmilitantes de aquí y noshemos tenido que enterar de
que eras cura por medio deHierro.
—¿QuiénesHierro?—Se llama León
Ramírez,perotodoelmundole conoce por Hierro. Escomunista.
—¿Sí?—No fue airoso para
nosotros.Rabaestabadolido.—¿Ycómolosupoél?
—Ésos saben muchascosas.Pregúntalescómo.
Francisco vio la hombríadebien en los ojos deOscarRaba.
—Compréndelo. Yo nohe venido a la fábrica comocapellánocabezadeningunaorganización. No quisecontar con apoyos que meendulzasenlosprimerosdías.Haztecargo…
—Nuestra labor aquí esmuy difícil; somos muypocos y debemos estarunidos.
—Sí, pero lo mío esdistinto,siendoidénticoenelfondo.Estaréconvosotrosdecorazón, puedes creerme,pero no debo clasificarmedesdeelprincipio…
—¿Te parece que estáspococlasificadosiendocura?
—Precisamente por eso.No le añadamos más. Nadiese va a engañar a mirespecto,pierdecuidado.
Oscar Raba guardósilencio. No era muyinteligente, pero su corazónestaba lleno de ideales y losservía con lealtad y entregaincondicional.
—Noloentiendo,perolorespeto. Nosotros somos
pocos,perodeverdad.—Ya sé que cuento con
vosotros.Seapretaronlasmanos.Francisco no tenía un
planpreconcebidoyprocedíapor instinto más que otracosa. Iba a ciegas, pero algole impelía a conservar suindependencia y a no ligarsea nada, fuera de sutestimonio individual.Temía
que el ser de unos leimpidiera ser de otros,aunque no ignoraba que sucondiciónlediscriminabasinremedio.
—Te llamaron depersonal.
Se lo decía undesconocido.Alzó losojosyvio que todo el mundo lemiraba. La noticia debía dehaberse corrido por el taller
antes de llegar a él. Habíaexpectación. Cruzó hacia lasalida y alcanzó a oír doscomentarios.
—Ahora le hacencapataz.
Esto lo dijo el Navajas,casiasulado.
—¿Qué se le habráperdidoaquíaestepájaro?
Fue la respuesta de uncualquiera, cargada de
prejuicio.Unconserjegaloneado le
salióalpaso.—¿Es usted Francisco
Quintas?Lanoticiadebíadehaber
llegadoya hasta allí, de otramanera no tenía explicaciónaquel«usted».
—Sí,soyyo.—Pase por aquí. Le
esperadonFederico.
Eraelnombredeljefedeldepartamento, en cuyoimportante despacho fueintroducidoFrancisco.
DonFederico,hombredemediana edad, tan calvocomo curtido, no era unamala persona. Pertenecía auna clase privilegiada a laque estaba adscrito sinesfuerzo, por nacimiento, y,como consecuencia
naturalísima, eraconservador, si bien, paratranquilizar su conciencia,gustabadeinteresarseporlosproductores y era afable,comprensivo y ayudadorhasta cierto punto, siemprequenosecomprometieseconello loesencial, esdecir: losinteresesdeladirecciónolossuyospersonales.
Se levantó y rodeó la
mesaconlamanoextendida.—Padre —dijo—, estoy
confundido… ¿Cómo no melohizosaberantes?
A Francisco tantaafabilidadlepusoenguardia.
—Por favor, apee eltratamiento.
Don Federico se detuvosorprendido.
—¿No es ustedsacerdote?
—Ciertamente.Pero aquíno estoy como sacerdote,sinocomoproductor.
—Bueno —sonrió—,ustedes los curas son muyamigos de distingos. Tengounhijo enunnoviciadoy séalgodeesto.
El padre Quintas nodeseaba la cordialidad de ladirección. Sabía que tendríaquedefendersedeella.
—Lefelicito—replicó—,peroustednomehallamadoparahablarmedeeso.
—Desde luego que no.Lamentamosloocurridoestamañana.
—¿Por qué han delamentarlo?Notuvoningunaimportancia.
—Rufino no es malhombre;créame,padre,yo…
Franciscointerrumpió.
—Le ruego que no mellame padre, salvo que merequiera usted comosacerdote,naturalmente.
La mirada de donFedericoseoscureció.
—Bien, si usted seempeña…
—No es un capricho,créame usted ahora amí. Esimportanteponerlascosasensupunto.
—Enesecasoledaremosotropuesto.
—¿Porqué?—Noquiero que vuelvan
a chocar. Aun sinpretenderlo, volcaría alpersonalcontraRufinoyesono nos conviene. Ademásusted estará mucho mejorconlosadministrativos…
—No, no. Eso sí que no.Yo he sido admitido aquí
como peón. No tengo nadaque administrar. ¿No locomprende?
Don Federico locontempló durante unossegundos.
—Ignoro lo que sepropone—dijo serio—;perono nos busque conflictos…No sé qué mosca les hapicado ahora a los curas…¿Ustedcreequevale lapena
ordenarse de sacerdote paravenir luego a darle a laescobaenuntaller?
—Yo nomemeto en losplanesdeladirección.Dejeaquien corresponda decidir loque conviene a los que nosordenamos.
—Pero es que yo, comocatólico, también tengo algoqueverentodoeso…
—Usted lleva muchos
años teniendo ahí abajo unamasa de bautizados que noquieren saber nada con laIglesia… ¿Le ha preocupadoeso?
—Haycosasquesiemprehan sido así. Son algunos deustedes los que introducenextrañasnovedades.
—Es que algunoscreemos que sólo conextrañas novedades vamos a
conseguir que no siemprehayadeserasí.
—¡Soñadores!—¿Yesmalosoñar?—Sí, si se hace el juego
alenemigo.Francisco dejó pasar un
tiempoparadarsolemnidadasupregunta.
—¿Piensa que soymarxista?
Don Federico,
sorprendido,alzólasmanos.—¡Yonohedichoeso!—Es cierto, pero de
seguir hablando de ello,acabará insinuándolo; estoyseguro. Por lo tanto serámejor que lo dejemos. Se loruego.
—Estábien.Lecambiarédesitio.
—Comoguste.Francisco hizo una
inclinación de cabeza y sedirigió a la puerta. Iba ya acruzarla, cuando la voz dedonFedericoleretuvo:
—Unmomento…Sevolvió.—Sí,señor.—Noquisemolestarle…Esbozóunasonrisa.—Puedo ser yo quien
debadisculparse.—Megustaríahaceralgo
porusted.Deveras.—No puede hacer nada
mejor que dejarme en misitio, sin ayudas, sin el máslevefavoritismo,sinhacermevenir aquí más que acualquier otro obrero…Estoy seguro de que locomprenderá.
—Lointentaré.
5Al día siguiente Franciscofue a dar con sus huesos alotro extremo de la fábrica,donde se incorporó a unacuadrilla que estabamontando una mandrilladorade proporciones realmentecolosales.Aquello,enlafaseen que se hallaba, le hizovolverse a sentir niño, en la
casa paterna. Era como un«meccano» gigante. Habíapormediounaprimaytodosponían gran interés endespacharrápidoybienaqueltrabajo. Algo impalpableempezaba a cambiar. Nadamás entrar allí, aunque nopodríadecirporqué, tuvo laintuición de que era otro elclimaentornoaél.Hacíauncalor intenso y los hombres
trabajaban en camiseta,manchadosdegrasahastaloshombros.Nohubosaludosnipalabrascordiales.Unobreroveteranoseleacercó.
—Llénatelosbolsillosdealgodones —le dijo—, losnecesitaráscontinuamente.
Era muy cierto. Todo loque tocabas te ponía perdidodegrasa.Apocodeempezara ayudar, otro sujeto le
empujóconelhombro.—¡Cuidadoconlagrúa!Unagranpiezaveníapor
el aire sobreellos.Franciscose agachó con presteza. Elotrodijosinmirarle:
—Todo esto no vale lavidadeunobrero.
Asintió sin decir unapalabra En seguida se diocuentadequeallí se sudaba.Otra cosa que llamó su
atención,nosinsorpresa,fueel ver que el encargadoarrimaba el hombro codo acodo con la gente de sucuadrilla. Aquel sujeto norecordaba en nada a Rufino,elcapataz.
—Quita la grasa a todoeso.
Era un descanso oíraquella voz que no teníamatices, que no decía nada
más que lo que significabanlaspalabras.«Todoeso»eranunas cuantas piezas de aceroque habían de ser montadasenlamáquina.
—Enseguida.—No te mates, pero
tampocoteduermas.—Descuida.Las piezas en cuestión
venían defendidas contra elóxidoporunaespesacapade
grasa casi sólida que habíaque eliminar hasta dejarlasrelucientes. Era el momentodel frote concienzudo y elsudorgeneroso.Lasmanosseponían escurridizas y todosugería una segunda y rudaunción… «Me estoyordenando de otro modo. Elobispo me dio la unción deDios…, ésta es la unción delos hombres». Le emocionó
este simple pensamiento,mientras la lija iba y veníacalentando el metal. Fue laprimera jornada de trabajoverdadero, de trabajo duro,continuado apenas sininterrupción durante ocholargas horas, de trabajoagotador. Pero nadie habíacejado en el empeño; apenasse habían cruzadoconversaciones; el destajo
cambiaba el clima y ladecisión estaba en cada parde manos, en cada cabezagacha, en cada músculomoldeado en cambiantesprominencias.
Undíamásylascosasnocambiaron sino paraacusarse. Si por un ladocreció el gozo de sentirseincorporadoenel trabajo,deestarenelequipo,porotrola
dureza fue mayor. Durantehoras el padre Quintas hubode andar al pie de la granfragua para coger con lastenazaslospesadostornillos,bañarlosenaceiteyllevarlosa la mandrilladora hastadejarlos colocados en susitio. Entonces comprendióde veras lo que se llamasudar. Desnudo de mediocuerpo, sentía físicamente
brotar la transpiración ycorrer el agua por suscostados. Enfundadas lasmanos en los guantes,ásperos y grasientos,utilizaba el antebrazo paraenjugar su frente. Y, sinembargo, en medio deaquella febril actividad, eltiempo no se le hacía largo,si bien la fatiga crecía comouna oscura marea en su
interior.«Soyunobrero».Nolo había creído hastaentonces. Ahora sí. Peroalguien, no supo quién, diounaorden,ydeaquelempeñoviril, efectivo, en equipo,hubode regresar a la escobadel tallerde calderería, a lasórdenes de Rufino, elcapataz.Fueigualquerecibirun golpe bajo. Pero estabadispuestoasoportarlotodoy
se plegó a la adversacircunstancia.Eneltaller,lasmiradasentrevistasvolvierona ponerle en la adustarealidad. Y, sin embargo,cuando menos lo esperaba,unsujetovinoainterpelarle.
—¿Teavergüenzasdesercura?
El Energías era unhombre muy leído, deafirmaciones tajantes, de
dichos lapidarios, con famade independiente y conindudable prestigio entre losescalonesbajosdelafábrica.Franciscoquedódeunapiezaante lo inesperado de lapregunta. No conocía laintencióndelotro.
—¿Qué me avergüenzoyo?
—No lo afirmo, lopregunto.
Se vigilaban los ojosmutuamente buscandoadivinarse.
—¿Por qué me había deavergonzar?
—Esomismopiensoyo.—Lo que no entiendo es
larazóndeestapregunta.—Túparecesestarporlo
clandestino. Entraste aquícallando. Si fuerascomunista, lo comprendo.
Pero en este país el ser curasecotiza…
—Es posible, pero no elser cura obrero. De todosmodos yo no me oculto denadie.Anadiehementido.
—Ser cura es una cosagrande…,sisepiensadeesamanera.
—¿Erescreyentetú?—No está el homo para
bollos.
—¿Quéquieresdecir?—Que mirando
alrededor…,laverdad,nomeconvencelaIglesia.
—¿Entonces?—Una cosa no quita la
otra.El Energías carecía de
toda prestancia física. Másaún: su carne y su espírituparecían mantenerse unidosde milagro. Sin embargo
nadietomabacompletamentea broma su popular apodo,porque había algo en él quese asomaba por los ojos almirareinfundíarespetoalosdemás.
—Me gustaría hablarcontigo.
—Loestamoshaciendo.—Quiero decir largo y
tendido.—Pero no ahora, que
cada cosa tiene su sazón yallívieneRufino.
El influjo de aquelhombre en los talleres, lomismo que su temple,quedarondemanifiesto,alosojos de Francisco, en latensión laboral que seprodujodeallíapoco,comoconsecuencia de unarrastrado conflicto conmotivo del llamado plus
familiar.Oyendoaunosy aotros,
Francisco llegó a entenderquelaempresa,durantecercade seis años, había venidoreteniendo parte del dinerocorrespondiente al plusfamiliar de los trabajadores,si bien no pudo conseguirdatosconcretos respectoa laverdaderasituación.
—¿Estás seguro de eso?
—preguntó a Oscar Raba, eldelaHOAC.
—¿Cómono?—Noesfácildecreer.—EstáenelSupremo.Y un día, como reguero
de pólvora, corrió por lasnaves la noticia de un fallofavorablealosproductores.
—¡Lahanpringao!—¡A ver si se hace
justiciadeunavez!
—¡Teníanquemeterlosatodosenlacárcel!
—Que paguen ytengamoslafiestaenpaz.
Había euforia por todaspartes y los obreros sepalmeaban la espalda unos aotros. Francisco estabacontento con la alegríacontagiosa del ambiente.Pero el Navajas vino aaguarlelafunción.
—Contigo no va nada,cura.
Yotrocomentó:—Éstosnocontribuyena
laconservacióndelaespecie.Sonrazaaextinguir.
—Sí, sí —retrucóCelestino—, ¿viste el viveroque tienen allá arriba? —serefería al seminario—.¡Menudopalacio!
—Dejadlo en paz —
tercióRaba—.Todolotenéisqueestropear.Hoyesundíagrandeparalostrabajadores.
—Yquelodigas.Pero ya dice el pueblo:
«el gozo en un pozo».A lospocosdíaselmalestarcundiópor las naves como lo habíahecho antes la alegría. Alparecerladireccióndabaalasentencia su interpretaciónpropiaynoreconocíaefectos
retroactivos donde el juradode empresa los veía claros,conloqueseembolsabaunossesenta millones de pesetas.La indignación subió comouna ola irrefrenable. ElEnergías aparecía ydesaparecía, repartíaconsignas al oído de ciertoselementos, llevabaluzenlosojos. Francisco, escoba enmano, lo observaba todo sin
que se le escapase la actitudvigilanteytensadel llamadoHierro y de otros cuantosbien caracterizados entre losobreros.
Poco antes del mediodíaapareció Oscar Raba. Veníadelareuniónqueeljuradodeempresaacababadetenerconel jefe de personal y otroselementos de la dirección.Nadamás entrar en el taller
alzó los brazos y, en unossegundos,sehizounsilenciomás audible, por lo insólito,que todo el tumulto allíhabitual.
—¡Amigos!—empezó.—¡Lascosas claras!—le
interrumpió el Energías,abriéndosepasohaciaél.
—Todoinútil.En el rostro del hombre
seleíaladecepción.
—¿Quéquieresdecir?—Se niegan en redondo.
De lo pasado no quierensabernada.
Con una agilidadpasmosa, el Energías seencaramó sobre una grancaldera.Desde allí abarcó elauditorio que se había idocongregando.
—¡Compañeros! —gritó—. ¡Hasta ahí podríamos
llegar!¡Estamosdentrodelalegalidad!¡Hayunasentenciaa favor nuestro!… ¡¡Todosfrentealadirecciónalahoradecomer!!
En aquel momentollegaba Rufino, con su carade aguafiestas, abriéndosepasosincontemplaciones.
—¿Qué haces tú ahí?—gritó.
—Ya lo estás viendo.
Contemploelpanorama.Grandes y exageradas
risascorearonlasalida.—¡Baja de ahí, Energías,
otevaacostarcaro!—¿También tú estás por
lainflación?Gritos de «¡fuera!»,
«¡fuera!», se oyeron portodas partes, mientras vocesanónimas, pero resonantes,decían:
—¡Aladirección!—¡Todosalpatio!—¡Como un solo
hombre!Algo similar debía de
estar ocurriendo en todas lasdemás secciones, porque altiempo que salía, en mediodel bullicio de suscompañeros de trabajo,Francisco vio surgir portodas partes grupos
semejantes que confluían enel gran patio, ante lasoficinas.Muyprontocalculóen varios miles la multitudquesehabíacongregado.
En un principio aquelloparecía una fiesta, algo asícomo la gente que se agolpapara presenciar algún granespectáculo deportivo. Traslos altos cristales de lafachada frontera, se
adivinaban las caras de losobservadores; pero ningunaventana se abría para hacerfrente a la masa. Los gritosempezaronacruzarelaire,almismo tiempo que otrasvoces pedían silencio yorden.
—¡Justicia!—¡El derecho está con
nosotros!—¡Bastadeexplotación!
—¡Silencio,silencio!—¡Entremosnosotros!—¡Adentro,adentro!—¡Orden,compañeros!Pero, entonces, se abrió
un hueco en la pared decristalyunafiguraseasomóalexterior.EradonFederico.En seguida se podía apreciarqueestabaenfadado.Alzó lamano y se hizo de súbito unsilencioexpectante.
—Ignoro lo que queréisahora—empezó.
Perounavozseguradesímismainterrumpió.
—¡Mentira!Era el Energías. Don
Federicosiguió,sinmirarle.—No vamos a tratar con
la masa. Sea lo que sea escosa que debe plantear eljuradodeempresa.
—¡El jurado de empresa
—volvió el Energías— yapasólamañanaconustedes!
Esta vez donFederico sevolvió del lado delinterpelante y le miródespacio.Luegodiofrentealcentrodelpatioygritó:
—¡Deben disgregarseahora mismo! ¡La empresajamás obrará bajo coacción!Estamos dispuestos a recibira un grupo pequeño, pero
antes hay que desalojar elpatio.
Unespontáneogriteríosealzó de la multitud. Losrostros se habían puestotensos. Don Federico cogiólos batientes y cerró confuerza. Francisco advirtió enel aire una carga peligrosaque no había al principio.Nadie parecía dispuesto amoversedeallíylaescenase
prolongaba entre vocesdiscordes, discusiones ygritos. El llamado Hierro seabriópasohastaelcura.
—¿Quéteparece?Eralaprimeravezquele
dirigía propiamente lapalabra.
—Estonoescosamía.—¡Con qué sales!…
Políticavaticana,¿eh?A Francisco le hirió
aquellasonrisa.—Quiero decir que este
conflicto es anterior a millegadaalafábrica.
—De acuerdo. Pero hayque estar con unos o conotros. ¿Tú estás con éstos oconlosdearriba?
—Yoestoyconlarazón.—¿Sí?… Y con ése
evangelio que profesas,¿crees tú que la razón puede
estar alguna vez del lado delosricos?
—¿Conoceselevangelio?—Unpoco.—¿Yteparecequeconél
se puede estar al ladode loscomunistas?
—¿Porquéno?—Muy sencillo. Porque
elevangelioesamor…Pero, en aquel momento,
una confusa exclamación
colectiva llenó el ambientedel patio, como un hondosuspiro exhalado por unmonstruo. Por cada una delas esquinas, y de manerasimultánea, había hecho suaparición la fuerza públicaNadie se movió y se hizosilencio. Los guardias, encuatro grupos compactos,parecían esperar. Fueronunossegundoslargos.Lavoz
del Energías rodó sobre lascabezas. Había sido izado ahombros de un fornidotrabajador.
—¡Compañeros! —gritó,y nadie hizo ademán deimpedirle discursear—.Nuestro litigio no es con laautoridad, sino con ladirección. Si aquélla nosinvita a disolvemos, loharemos pacíficamente, bien
entendido que, frente a ladirección, seguimos en pie,inconmovibles. Tenedserenidad. La violencia nosharía perder en parte larazón. El jaleo, eso esprecisamente lo que estánesperando esos de ahí arribaNo les daremos por elgusto… ¡Compañeros!…¿Verdad que tenéis muchoapetito?
Una ovación coreada porgrandes risas fue la cosechaque obtuvo el Energías consuspalabrasfinales.Cediólatensiónylagentecomenzóadispersarse entre toda suertede comentarios. Los obrerospasaban juntoa losguardias,que se hacían a un lado connodisimuladasatisfacción.
Oscar Raba se emparejócon Francisco, camino del
comedor.—Tendránqueentrarpor
elaro.—¿Esclaralasentencia?—Según nuestro
abogado,sí.—Entonces…—Una sociedad anónima
es como un monstruo demuchas cabezas, pero de lasquenoseveninguna.
—¿Quéquieresdecir?
—¡Que te llevas cadasorpresa!
6—¿Yahoraqué?Tonchu,conlosbrazosen
jarras, contemplaba al padreQuintas, que cerraba unpequeñomaletíndemano.
—Essábado.—¡Vaya una razón! ¿Te
vasdejuerga?Francisco se incorporó.
Quería a Tonchu más de lo
quedejabaentrever.—Tengoqueiradormira
lacasarectoral.—¡Ah, el señor obispo!
—exclamóelchicohaciendounagrotescareverencia.
—¿Tienes miedo adormirsolo?
—PuedoavisaraCanela.—No sientes lo que
dices;peronopuedesmenosdedecirlo.Esmásfuerteque
tú.—¡Yun jamónqueno lo
siento!—Tonchu…—¡Déjate de sermones!
La moral está bien para losricos; pero si al obrero lequitas…
Franciscolecortó.—¡Calla! —y, en
seguida, con una suave voz—: Olvidas que el que
enseñó esa moral era unobrero. No se trata deprivarte de lo que hay debueno en eso. Hazte unhombrey tendrásunamujer;pero no una cualquiera, sinolamadredetushijos.
—Y mientras tanto aayunar,¿verdadquesí?¡Peroyonosoycura!
—Tonchu,Tonchu…Le miró a los ojos. Lo
hizo sin reproche, y, sinembargo, el chico bajó lavistaydijo:
—Perdona.—Niporesto,nipormil
vecesesto,padeceríanuestraamistad.
—Yalosé.—Vamos,alegraesacara.Tonchu tenía estas cosas.
Era versátil, impulsivo,apasionado. Levantó la
cabeza,seechóareírydijo:—Está bien, «padre», en
vez de lo otro rezaré elrosario.
—Tencuidadoquemelocreo.
Se apresuró por laescalera,puesteníaqueandarun rato hasta llegar a laparroquia.Estabaéstasituadalo que se dice al borde delsuburbio y con la fachada
principal abierta a la granavenidaque,enpocotiempo,había sido flanqueada poredificios de gran empaque ydesuntuosos interiores.«Lesfastidiará que me presentesin sotana». Llevaba ungrueso jersey negro, decuello alto, y una zamarraimitando cuero por encima.«Me la pondré nada másllegar.Escurioso,perotengo
que reconocer que mefastidia llevarla encima poraquí». Iba a buen paso y levolvió el recuerdo deTonchu. Un chico a mediopulir, eso era cierto. Pero laobra iba adelante, poco apoco,yestabasegurodequeen él siempre seríamejor larealidad que la apariencia.Cuando le dijo: «Tengo unsitio para ti, si te interesa»,
noestaba seguroenabsolutodequenolefueraasalirconuna de las suyas; pero elaprendiz se quedó comopetrificado. «¿Por qué?»,preguntó, y en sus ojosestaban todas las sospechas,al mismo tiempo que eldeseoyelagradecimiento.
«Si crees que en todo loque se hace ha de haber uninterés, puedes pensar que
Cristodijo:“Loquehiciereispor uno de estos pequeños,pormílohacéis”.Ayudarteati, por consiguiente, es unabuena inversión». Lamiradade Tonchu se enfrió. «¿Sóloes por eso?», preguntó. «¿Teparece poco?… Pero siprefierespensarque te tengosimpatía,quedeseoayudarte,no andarás descaminado».Hubo unos instantes de
silencio y el chico inquirió:«¿Y a cambio?» Franciscoabrió los brazos. Nada dijo.No hablaron más; pero,entrada la noche, se oyóllamar a la puerta del padreQuintas.Tuvoqueecharsedela cama para abrir. En eldescansillo esperaba elmuchacho. «¿Tú?». «Hola»,dijo él. Traía un pequeñosaco sobre el hombro y
señales de golpes en elrostro. «No me volverán apegar más», añadió.Franciscoabriódeparenpar.«Pasa». Lo hizo así, dejandocaer al suelo labolsa enquetraía sus pertenencias. «¿Deverdad me puedo quedar?».El padre señaló al rincón.«Ahí tienes tu cama». Losojos de Tonchu reflejaronasombro. «¿Me esperabas?».
«Yaloves»…Y,derepente,el chico se desmoronó. Fuecomo si saltasen los diquesde las lágrimas. Se arrojósobre el camastroymetió lacabeza entre los brazos, altiempo que los sollozos lesacudían el cuerpo comoondas de punta a punta.Francisco dominó latentación de ponersesentimental.«Teharécafé—
dijo—yno te importe llorarun rato. Eso es bueno y tedescansará». Pasó al otrocuarto, donde tenía unhornilloeléctrico,ydejósoloa Tonchu para que sedesahogara.Hizotiempoy,ala vuelta, lo encontrósentado, con la cabeza entrelos puños y el gesto hosco,perosinllorar.«Tomaesto»,le dijo; pero él no hizo
ademán de coger la taza,«¡malditos! ¡Me laspagarán!».«¡Vamos,Tonchu,deja en paz lo ya pasado!¡Hoy empiezas de nuevo!».Peroelchicoseencorajinabapormomentos.«¡Aesechulode m… le rasgo la barrigaantesdeunaño!».«¡Calla!».«¡Y a mi madre…!!!».Francisco le tapó la bocafirmementeconlamanolibre
y Tonchu se dejó hacer.«Bebe», le dijo luego. Y elchico obedeció. Ya habíallovido un poco desdeentonces…
—Paco…—Ah,hola.Era Paulino, el
Campanilla, un militante dela HOAC a quien su pocapresencia física y sucondición de antiguo
monaguillo, conocida portodos, lehabíanendilgadoelmote que ya era moneda decursolegalenaquelbarrio.
—Novesanadie.—Voyconprisa.—¿Se puede saber
adónde?—¿Por qué no?Voy a la
rectoral.—Te acompaño hasta el
cruce.¿Vale?
—Vale.Se le emparejó, con su
andar nervioso y corto.Campanilla veneraba aFrancisco. Tenía un corazónsimple Campanilla y unagrandehombríadebien.
—Ya sabrás lo que serumorea.
—Tú lo sabes siempretodo antes que yo, de modoquedesembucha.
—Me refiero alexpediente que colea hacetresmeses.
—¿Quéhayconél?—Vaahaberdespedidos.—¿Quiéntelodijo?—PregúntaseloaRaba.Francisco tenía su
particular información. Amedida que había idopasando el tiempo, y de unamanera paulatina, había
sentido que el terreno sehacía más firme debajo desus pies. Todo fue que losobreros empezaran apercatarse de que «no habíagato encerrado», comodecían al principio.De ahí aunos tímidos primeroscontactos personales, nohubo más que un paso. Noera buscado como sacerdote;pero sí comohombredeuna
innegable instrucciónsuperiorquepodíaecharunamano a la hora de escribiruna carta, llenar unformulario o redactar undocumento.
—Hay mar de fondo —siguióPaulino—.ElEnergíasestá con un pie fuera, comoquiendice.
—Esperó que no lohagan.
—Lomismodigo.—¿Y el jurado de
empresa?—La cosa creo que anda
yaporlaMagistratura.—Malo.Llegaban al cruce. A
pocos pasos estaba laAvenida. Bruscamente sepasaba de un mundo debloques baratos y calles debarro, a una pista de pulido
pavimento y de soberbiosedificios. Ya se veían alláenfrente cruzar raudas laslucesfugacesdeloscoches.
—Tedejoaquí.—Adiós,Paulino.—Hastamañana.El padre Quintas siguió
solo.Lecostabatrabajoaquelcambio de los sábados. «Hedeserponderado.Nadietienelarazóntodaentera.Sideseo
que se me comprenda, yodebo comprender». Iba abuen paso, ensimismado ycabizbajo. «Me parece tanpequeño, tan insignificante,todo lo de éstos». Se referíaal clero parroquial. Unamujer cruzó sobre sus altostacones, enfundada en untraje ceñido, y desaparecióporuncallejóndeladerechaSe acordó de Canela. Estaba
preocupado con el Navajas.No la dejaba en paz, segúndecía ella. Y CelestinoCorcueranoerauncríocomoTonchu. «Le tengo asco,¿sabes?», dijo la chica laprimera vez que le habló deello. Pero no se llamaba aengaño sobre los ascos deCanela.PiliBardaleseraalgosumamente primitivo ynatural, donde las pasiones
extremas, en su mismaelementalidad, se daban lamano. «¿Qué pasa con él?»,le preguntó. «Que es unpelma». «¿Sólo eso?». Sepuso en jarras la chica yexclamó: «¡Vamos, ya meentiendes;quenoestoyporlalabor!». La puerta de larectoral, en la esquina de laAvenida,sealzabayaanteél,cerradaacalycanto.«¡Sino
son las nueve y media!».Llamóaltimbreyesperósinsoltarelmaletín.
—Ah,donFrancisco.—Buenas noches, Ana.
¿Estáncenandoya?—Dentro de media hora.
Tocarélacampana.Los sacerdotes de la
parroquia vivían encomunidad y, aunqueentrabanysalían libremente,
don Jacinto Retuerto, elpárroco,gustabadeunciertoambiente conventual, por loque, a ciertas horas,Ana, elama de llaves, hacía voltearla campanita que colgabajunto al reloj de pared quehabía en el pasillo. El padreQuintasfuedirectamenteasuhabitación de los fines desemana y se alegró en sufuerointernodequenadiele
viera allí de aquellas trazas;porque en el barrio y en lafábrica, la sotana le hacíasentirse extraño, pero elverse sin ella en la casarectoral le daba la sensaciónde estar desnudo todavía. Semiróalespejo,vestidoyadecura, y se pasó el peinereiteradamente. «Tengo quecortarmeelpelo».Elvicariolehabíapuestomalacarauna
vez porque no llevabacoronilla. «Ydentrodepocono será en España más queuna reliquia, comoocurreenotraspartes».Cuandosonólacampana se pasó el cepillopor los hombros, rectificó elalzacuello—«cuidadoqueesmolesto», se dijo— y sepresentóenelcomedor.
—Buenasnochesatodos.—¡Hombre! —dijo el
párroco—. ¡Aquí está elproletariado!
Era un cordialrecibimiento, pues laspalabras fueron dichas porunos labios abiertos ensonrisa y sin segundasintenciones. Estaban todos,es decir: además del viejodon Jacinto, los doscoadjutores, Sergio Pruneda,demedianaedad,yel recién
salido, entusiasta y casibarbilindo, José ManuelArce;cadacualen supuestode la mesa. Francisco sesentóyenseguidaempezóelfuego. Su presencia, al fin yal cabo, era una novedad alfinaldelasemana.
—Hubo muchasconfesiones esta tarde.Hubierashechofalta.
Era Sergio, o sea, la
oposición. Un buen hombre,en realidad, pero bienchapadoycalafateadocontracualquier intento devanguardia.
—Tuve horasextraordinarias. Salimostardeyesdifícilpasardeallíaaquídirectamente.
En torno a aquella mesatodo el mundo sabía elterrenoquepisaba.
—Qué, ¿muchasconversionesestasemana?
Francisco miró a Sergiodespacio,mientrassellevabalacucharaalaboca.
—Es una pregunta cuyarespuesta conoces, ¿no esverdad?
—Desdeluego.—¿Para qué la haces,
entonces?—¿Ya empezamos? —
dijo don Jacinto levantandolevemente la cabeza, encuyos ojos brillaba unachispitadecólera.
—Repudio con todo miser la contabilidad en elapostolado —siguióFrancisco—. Es Dios quienconvierte,no loshombres.Yel instrumento que Diosmanejanoserecomiendaporel resultado, ya que Dios
puede hacer maravillas conunapésimaherramienta,onoquererhacerningunaconotramaravillosa.Asíquevamosadejaresetemadeunavezportodas.
—Pero es Dios el quedijo: «Por sus frutos losconoceréis»…
Sergio tenía eso, que erateme en la defensa de suspuntosdevista.
—Es cierto —replicóaquél—, pero hay especiesque fructifican a lasinmediatas, mientras queotrasnecesitanmuchosaños.Y,además,¿porquénodejasque sea Dios quien mejuzgue?
—Eso es verdad —dijoJosé Manuel, y fue como silas palabras se le hubiesenescapadodelaabundanciade
sucorazón.—Túeresmuyjovenpara
opinar en esto —fulminóSergio,sinsiquieramirarle.
Erasabidoqueelsegundocoadjutor admiraba sinlímites a Francisco, aunquenosolíaatreverseaenfrentarsus opiniones con las de losmayoresdelacasa.
—Déjale —saltó éste—.Él es tan cura como tú y
como yo. Ha estudiado losmismos años que nosotros,de manera que bien puedeexpresarunaopinión.
—Sí,perodesobrasabestú que la experiencia no seenseñaenelseminario.
—¡La experiencia!… Yasalió. ¿Nunca se te haocurrido pensar cuánta chatarutina pasa como buenamoneda, disfrazada bajo el
nombredeexperiencia?Don Jacinto, quemuchas
veces hacía rancho aparteante las controversias de suscoadjutores, extrajounpapelde su inmenso bolsillo yprocedió sin más a repartirlas tareas del domingo,cortando aquellaconversación.
—Y tú, Francisco —terminó—,dirásladesietey
la de una; y predicas en lasdos,apartelasconfesiones.
Hubo un silencio en quesólo se oyó el ruido de loscubiertos y el ir y venir delamaentornoalamesa.PeroenseguidavolvióSergio.
—Alpasoquevamos,uncura que se atenga a loscánones, que haga las cosascomo están mandadas, sinindultos ni excepciones, va
serunbichoraro,yaveréis.—No tienes por qué
preocuparte; de ser como túdices,cambiaríanloscánonesy las cosas se mandarían deotromodo.
—No digáis tonterías —exclamó secamente donJacinto—. Nada esencialpuedecambiar.
—Estoy de acuerdo —comentóFrancisco.
—¡Quiénlodiría!—saltóSergio.
—Es que tú tomas poresenciales cosas que no loson.
—Porejemplo…—¿Deverdadquieresuna
respuesta?—Sí.—Pues toma nota: la
sotana, el tratamiento, la«dignidad» entendida como
túlaentiendes,elapostoladovinculado al templo, lanoveneríatradicional…
Sergio aprovechó elprimerrespiroparacomentarconacritud:
—Pues desprende a laIglesiadetodoesoyverásloquetequeda.
—Precisamente loesencial.
—¡Basta! —cortó don
Jacinto mirando a uno y aotro—.Estáissiempredandovueltasalomismo.Ytúdejatranquilo a Sergio, que sabeloquehace.
—¡Sinodeseootracosa!No soy yo quien pretendellevárselo a la fábrica. Es élquienquiere retenerme en laiglesia. ¿O no es así? —preguntó mirando a sucolega.
—Esoescosa tuyaqueamínimevanimeviene.
—Pues no lo parece,amigo.
—A ver, Ana —dijo elpárroco—, sirve una copitaenhonordedonFrancisco.
Hubounadistensiónenelambiente y se dijeron cosastriviales hasta que JoséManuelpreguntóaquello.
—Escucha, ¿cómo tratas
túalobispocuandotellama?—¿Yo? —dijo Francisco
—.Deusted,naturalmente.—Lo que hay que oír—
comentódonJacintodesdelacima de sus dóciles setentaaños.
—¿Qué esperaba? —añadióSergio.
—Les contaré una cosacompletamente verídica —siguió Francisco—. Todo el
mundo sabe el humor queteníaRíosAguirre,elobispodifunto.Pues enunaocasiónen que, convaleciente, eraagasajado por el gobernador,con mucho tratamiento, a lapreguntadeéste:«¿Cómoseencuentra vuecencia?»,respondió:«Hombre,unpocoacatarrada, pero muchomejor».
JoséManuelsoltólarisa,
siendoelblancodelaadustamirada de Sergio, quecomentó:
—A mí no me hacegracia.
—Pues a mí me hizomuchísima cuando me locontaron.
—Ríete de las formas ymuypronto te estarás riendodéloscontenidos.
—¿Porqué?
—Porque, gústete o no,las formas sonindispensables. ¿Qué seríadel pensamiento sin laspalabrasylosgestos?
—Nadie ha hablado deprescindirdelasformas,sinode sustituirlas, en todo caso,por otras más adaptadas yeficaces.
—Nuncame convencerásde que uno se ordena
sacerdoteparapasarlomejorde la jornada agarrado a unapala o manejando un torno,queeslomismoparaelcaso.
—No, tienes mucharazón.Nuncateconvenceré.
Pero Sergio no erahombre para dejarse afectarporlasutilezadelaironía.
—¿Por qué hablamos,entonces?
—Eso digo yo, ¿por qué
hablamos? No me dirás queseayoquiensaqueeltema.
—Señores, me retiro —dijo don Jacinto, que hacíabastante rato que noescuchaba,haciendonúmerosenunospapeles.
Francisco, encerrado ensu cuarto, no tenía pazinterior. «Es curioso que lapierda aquí, precisamente».Eran esas controversias con
el coadjutor las que ledejaban tan mal sabor deboca.Mil veces se prometíano apasionarse en unacuestiónopinable, al finyalcabo,pormásquesecreyeraen la razón; pero, anteSergio, ante su psicologíaenteriza, sin grietas, sinflexibilidad,siempreacababapor excitarse, por intentarherir con la dialéctica y por
sentirungocedesmedidoconcada minúscula victoria.Cayó de rodillas en elreclinatorio porquenecesitaba pedir perdón. «Sivoy a vanagloriarme delsudordemifrente,simevoya creer héroe, si voy amenospreciar a los demás,si…, estoy perdiendo eltiempo».Unosgolpecitosalapuerta vinieron a sacarle de
su recogimiento cuando yabogabamar adentro, perdidoel contacto con el mundoexterior y con las mismasoscuras sensacionesprovenientes del propiocuerpo.
—¡Adelante!EraJoséManuel.—¿Puedoentrar?—Pasa,hombre.Lohizoasí,cerrandocon
cuidado.—Francisco, sabes bien
quenosientocomoellos.—No tiene ninguna
importancia.—No veo por qué te han
deamargarlaexistencia.—¿TerefieresaSergio?—Sí.—Él piensa de otra
manera.—Pero eso no le da
ningúnderechoa…Franciscointerrumpió.—Escucha, José Manuel.
Sergio lo entiende de unmodo; yo, de otro.Discutimos un poco, escierto. Pero ya está; no pasanada.
El joven guardó silenciounrato.Luegohabló.Seveíaque le costaba trabajohacerlo.
—Oye una cosa… ¿Nopodíayoirmecontigo?
Converdaderasorpresa:—¿Alafábrica?—Sí.—Quítatelodelacabeza.—Pero¿porqué?—¿Crees que te darían
permiso?—Sitúlopides…—Desengánchate, chico.
Sabes lo dificultosamente
que lo consigo yo. ¿Cómodiablos se te ocurre que teibanadejar?…Pero¿cuántosañostienestú?
—Veintitrés.—Ni siquiera los
aparentas todos, conque,figúrate.
El coadjutor bajó lacabeza, contrariado yconfuso.
—Nosabíaqueser joven
era algo así como unaenfermedad.
—¿Qué hablas deenfermedad? Ser joven estenerlo todo a favor. Essumarmásposibilidadesquenadie. ¡Si es lo mejor delmundo!
—Con tal de que secuente con un carro depaciencia.
—Alzaesacara,hombre;
cuando yo era como tú, nisiquieradecíamisa.
—¿Y eso qué tiene quever?
—Que la misa es, sincomparación, lo másimportante, lomáseficaz, lomás grande de cuanto hagocada día. Y tú dices misaigualqueyo.
Cuando Francisco quedóasolasyaeratardeylacama
le atraía como punto dedestino delicioso para unajornadaduradetrabajofísicoymental.
7Aunque parezca paradójico,la baza principal en laaceptacióndelpadreQuintaspor parte de los obreros lajugaron loscomunistas,o, loque es lo mismo, su cabezavisible en la empresa,compuesta por el llamadoHierroyporuntalSalmones,de nombre Higinio, si bien
todoelmundolellamabaporel apellido,sorprendentemente instruidopara su condición laboral, ysiempre correcto en lapalabrayenelgesto.
—El otro día apenas nosdejaronhablar.
Era Hierro y se refería alas cuatro frases cambiadasdurante la masivaconcentración ante las
oficinas.—Escierto.—Tevoyapresentaraun
amigo. Higinio Salmones.Estáenloshornos.
—Encantado.Era al aire libre, después
de la comida. Aquelloshombres no parecían tenerinterés en que el diálogopasaradesapercibido.
—Queríamos decirte que
vemos con agrado tupresencia entre nosotros —dijoHierro.
—¿Yeso?—Túerescura,¿no?—Sí,yosadviertoquesé
cómopensáis,por loquemeextraña…
—Nohaynadadeextraño—interrumpió Hierro—.Nosotros buscamos lacolaboración de todos los
gruposdebuenavoluntad.Francisco estaba en
guardia. «De manera que yaestánéstos…»
—Osadviertoqueamílapolíticamedejafrío.
—¿Quién habla depolítica?—repuso Salmones—.Haymuchoquehacersinnecesidad de invocar a lapolítica.
—¿Porejemplo?
—Promover la justiciasocial, sin ir más lejos. ¿Noestástúporlajusticiasocial?
—Siseentiendecomoesdebido,desdeluego.
—¿Entonces? —inquirióHierro.
—Es que con la justiciasocial pasa como con lademocracia y como contantas cosas, que todos lainvocan, pero cada uno la
entiendeluegoasumanera.—Por eso, para llegar a
comprenderse, se precisa eldiálogo.
—Esoescierto.—Sin embargo hay en
vuestras filas quien se niegaa él de una formasistemática.
—Es propio deescarmentados, ¿no osparece?
No se dieron poraludidos.
—Juan XXIII abrió unapuerta al diálogo —dijoSalmones.
—Habiendo buena fe,buena voluntad, se puededialogarcontodoelmundo.
—¿Y no las ves ennosotros?
Francisco les contemplóunosinstantes.Luegodijo:
—Como personas nopuedo deciros nada, porqueno os conozco. En cuanto avuestraidea…
Fueron unos puntossuspensivosmuyexplícitos.
—Yo, por ejemplo, nodudodetubuenafe—allanóSalmones—.¿Dudas túde lanuestra?
Lo pensó antes decontestar. Sabía que pisaba
un terreno comprometido,pero de ninguna maneraestaba dispuesto a dejarsellevarporeltópicofácil.
—No. En principio nodudode vuestra buena fe; loque pasa es que vuestrabuena fe versa sobre una feconlaqueestoyencompletodesacuerdo.
—No juegues con laspalabras —dijo Hierro,
molesto.—Calla —le opuso
Higinio,más sutil—.Loquedices es completamentenatural.Nospasalomismoanosotros con tu fe; pero esononosimpidedesearvuestracolaboración para luchar porlosidealescomunes.
—¿Y cuáles son esosideales comunes?, porquehabríaqueprecisarlos.
—Todos queremoslibertad, dignidad yjusticia…
—¿Te refieres a laspalabrasoasuscontenidos?
—¿Por qué esadistinción?
—Porque en las palabrasestamos de acuerdo, siquieres; pero como loscontenidos son diversos,segúnquiénlaspronuncie,el
acuerdo resulta verbalsolamente, a mi parecer loquenoconduceanada.
Salmones sonrió comoteníaporcostumbre.
—Seguramente eres unbuencura—comentó—;perotienes la cabeza llena deprejuicios.
Franciscosonrióasuvez.—¿Túcrees?—repuso—.
Nome negarás que vosotros
llegáis a mí con la bodegabien repleta de juiciosprevios. Vosotros, loscomunistas,soisdogmáticos.
—¿Y lo dices tú,sacerdotecatólico?
—Sí, porque hay unadiferencia. Nosotrosapoyamos nuestros dogmasen la palabra de Dios.Vosotrosapoyáislosvuestrosenladeunfilósofo.
Salmonessepusoserio.—Para quien no cree en
Dios puede ser suficiente unfilósofoconclarividencia.
—Quizá.Peroparaquiencree, en todo caso, unfilósofo resultaevidentementepoco.
—¿Te niegas, pues, aldiálogo?—inquirióHierroentonoadusto.
—Nohedichoeso.
—Puesloparece.—Como personas
siempre me interesaréis. Eldiálogo contigo, o contigo,así, de hombre a hombre,siempre será grato para mí.Eldiálogoconvuestrocredo,no tanto.Nuestras ideologíassonirreductibles.
—En ese plan tuyo deintransigencia —comentóSalmones—, desde luego;
pero nosotros entendemosque hay un saludableprogresismo entre loscatólicos…
—Lohay.—¿Y tú, que vienes a la
fábrica, que te haces obrero,noeresprogresista?
—Claroquelosoy.Pero,entendedlo. Ser progresistano es ceder en cosa algunaesencial; no os llaméis a
engaño.—El capitalismo está
podrido por dentro. Enrealidadsólohaydosfuerzasen presencia. Cuando sehunda aquél, cuando sedisuelva en su propio yhediondo excremento, noquedarámásquecomunismoycristianismo.
—A mí no me duelenprendas.Nosoycapitalista.
—Lo sabemos. Por esonosinteresas.
—Pero,ojo.Decirquenosoy capitalista no es decirquesoyfilocomunistaocosaparecida.
Salmones siguió supensamiento.
—Comunismo ycristianismo han deentenderseporfuerza.
—¿Quieres decir por la
fuerza?—No;forzosamente…Pero Francisco se
mantuvoensuidea.—Sidijerascomunistasy
cristianos, en vez decomunismoycristianismo,tedaríalarazón.
—Vuelvesajugarconlaspalabras—tercióHierro.
—Nolocreas.—Explícate.
—Comunismo ycristianismo sonincompatibles. No asícomunistas y cristianos. Laspersonas son siempre másflexiblesquelasideas.
—Vamos —dijo Hierrocon aspereza—, que tú estáspornuestraconversión.
—No he dicho eso,aunque, lo reconozco —sonrió—, eso resolvería el
problema.Hierro era más directo,
menos paciente queSalmones.
—¿Ves cómo convosotros no se puededialogar?—dijo.
—Esperaunpoco;¿yquéotra cosa estamos haciendoque dialogar desde hace unrato?
—Si llamas a esto
diálogo…—Sí, salvo que tú
entiendas por diálogo el queunoseosentregueconarmasybagajes.
—Yaseguiremos—cortóSalmonesmirandoelreloj—,que hay tela para rato. Meinteresahablarcontigo.
—Me encontrarássiempredispuesto.
—¿Lodicesdeverdad?
—No tengomás que unapalabra.
—¿Y no te reñirán? —preguntóirónicoHierro.
—Descuida. Ya soymayordeedad.
—Nolehagascaso—rioSalmones—. Hierro es unprimario.
—No me disgusta quedigaloquepiensa.
—Gracias —dijo éste—,
lomismodigo.Toda la tarde le dio
vueltas Francisco a aquellaconversación. «Es curioso,primero ni me miraban, yahora, de pronto, todo elmundo quiere hablarconmigo».Eraverdad.Frasescomo:«tenemosquehablar»,«yahablaremos»,«tengoquehablarcontigo»eranalgoquese había venido haciendo
cotidiano. Una cosa estabaclara, y es que la primitivaindiferenciahabíaencubiertouna profunda curiosidad.Ninguna humana prendabastabaparaexplicaraquello.Pero nada le preocupabatanto como la conversaciónmantenida con Hierro ySalmones.Repasabalodichoy escuchado, frase por frase,escudriñandolosmatices,las
posibles intenciones, lasconsecuencias… «Decir queson comunistas no es decirque pertenezcan a unaextrañaespecieconlaquenotengaqueverlaredencióndeCristo. El evangelio dice deJesús que comía con lospecadores… ¿acaso no lohubiera hecho con loscomunistas? ¿Es uncomunista menos apreciable
quelaovejaextraviadaporlaque hay que dejar las otrasnoventaynueve?».Conellosno podía ser débil, perotampoco áspero. Era unalínea de difícil equilibrio.«Uncomunista,deordinario,noesunfariseo,nimenosuntibio».Y es a los fariseos alos que Cristo fustigó conacritud, pensaba, y a lostibiosalosqueDioshablóde
vomitar de su boca. Pero¡cuidado!, queríanenvolverle, mezclarle,interesarle con ellos. Lasfrases «idiota útil» y«compañero de viaje»bailaban ante sus ojos, perosiempre le habían parecidorecursos fáciles y demasiadosimples de una dialécticafrente a otra…Lo cierto fueque aquella entrevista, aquel
dilatado parlamento quecuantos ojos quisierontuvieron ocasión decontemplar, fue largamentecomentado por los rinconesde la fábrica y, en ciertomodo,resultóunaespeciedetácito espaldarazo para elcura, ante el masivoestamentoproletario.
Don Federico hizo porcruzarse con él como al
acaso.—Cuidado con quién se
junta,padre.Quedódeunapieza.¿Tan
pronto había subido lanoticia?PensóenRufino.
—No sé a qué se refiere—mintiósinescrúpulo.
—¿Deveras?—Sinoseexplica…—Elpeligroparauncura
obreronosonlasmujeres,es
elmarxismo.A Francisco le salieron
loscoloresalacara.—Gracias por su
desinteresado consejo—dijoconsequedad.
8Francisco ocupó elconfesonario muy tempranoen la mañana del domingo.Eraunmenesterqueleexigíagran acopio de paciencia.Desde que estaba en lafábrica, desde que vivía pordentro de la vida delsuburbio, se le hacía muycuesta arriba escuchar
durante horas cierto tipo deconfesiones.Sentíadeseosdegritar:«¡Salgandesímismosy miren en torno! ¡Se trata,sobre todo, de amar alprójimo!». La parroquia sellenaba con fíeles del otrolado de la Avenida, congentes acomodadas,pertenecientes a un distritosólidamente residencial. «Ytienentancercaalprójimo…
con sólo cruzar la calle, ¡unprójimo que los necesita!».Pero la Avenida era unafrontera, un telón invisible.Vivir a uno o a otro lado delamismaeradefinitivo.Yélse impacientaba esperando alos penitentes quevinieran aacusarse de no amar a losdemás;peroeraenvano.Unotras otro seguían con supequeño mundo, con sus
mentiras, con susincumplimientos externos,con sus cuatro porquerías…Había mandamientos«afortunados»alosquetodoshacíanreferencia;peronadieveníaaacusarsesimplementedenoamara losotroscomoasímismo,queera, al finyalcabo,resumen,compendioy clave del verdaderocristianismo. ¿Había, pues,
que concluir que todosaquellos fieles, siendo untanto remisos en la castidad,eranperfectosen lacaridad?«Compadezco de corazón alosbuenoscurasquesepasancada día horas y horassentados en el cajón; sutrabajo es más duro que elmíoconlaherramienta».
—Me acuso también dealgunasimpaciencias…
Era una señora quienhablaba.
—Pido perdón, también,por todos los pecados demivida, en especial de haberhechocosasfeas…
Era un muchacho desaludableaspecto.
—Y de dar malasrespuestasamimadre.
Ahorahablabaunachica.—Cogí dinero en casa,
peronomucho…—Me pasé con la novia,
dosveces…—Le tengo rabia a la
monjademiclase…—Me dan dinero para el
taxiyyovoyycojoelMetroyeldineromeloquedo…
—Tengo muy malospensamientos…
—Esqueella…—Ymiradas…
A las dos horas de aquelejercicio,Francisco se sentíaflotar en una nube deaburrimiento, por más quehacía esfuerzos a fin demantenerse atento. Era pocoamigo de echar discursos enelconfesonario.Noconocíaaaquellas gentes. Imaginabaque no volvería a verlas.Sentíaquenodeseabandeélotra cosa que la absolución
por vía rápida. Y él se laadministrabaaunotrasotro.
Un monaguillo vino allamarle para la misa. Fuecomo una liberación. Poraquel domingo habíaterminado.Enelaltar,caraalpueblo, dejó vagar la vistamientras preparaba loscorporales. A aquella horatardía la asistencia era muycaracterizada. «Uno de los
míos—pensó—pintaríaaquítanpococomounasardinaenuna lata de salmón». Estepensamiento se le hizoobsesivodurantelalecturadela liturgia correspondiente aldía.Deunamaneraconfusaysimultánea a la atenciónindispensable debida a lostextos, imaginaba a losoyentes como grandes,lustrosos y muy caros
salmones, colgadosverticalmente sobre losbancos. En su momentovolvióaabrirlasmanosparadecir:
—El Señor esté convosotros.
Sin habérselo propuesto,sintió lo que estabadiciendoy volvió a mirar a la gentecomo a seres humanos. «Sisu problema —se dijo—
consisteenveralprójimoenlosmíos,elmíoestáenverloen ellos». Y pidió perdónmentalmente por el despegoque sentía hacia lospresentes, confesándose quela caridad no podía serclasistayque sindudaélnoveníaasermejorquemuchosde los que le miraban. Laiglesia, a aquella hora, sehabía llenado siempre; pero
estaba fuera de duda que laconcurrencia se sentíaespecialmente atraída por lapredicación del cura obrero.Lanoticiadesupresenciaenlaparroquia sehabíacorridohacía tiempo por el barrioresidencial, haciendomenearmuchas cabezas ydespertando suspicacias, almismo tiempo quecuriosidades.
—Estoscurasdeahoraseempeñan en buscar tres piesalgato—dijodonCosme,deprofesión«susconsejos»,conun buen paquete de accionesenlaempresadeFrancisco.
Tomaban el aperitivo alladodelapiscinafamiliar,enla que chapoteaban sus hijosylosamigosdesushijos.
—¿Pero, es cierto queestá de obrero? —preguntó
sucuñada,unarubia,todavíade buen ver, separada trasunos años tormentosos dematrimonio.
—Comolooyes.—Quiero decir de obrero
tal,comoesospobrecitos…—Pilar—terció lamujer
de don Cosme—, esospobrecitos, como dices tú,ganan hoy sus buenaspesetas, que nunca estuvo el
obrero como hoy. Lo quepasa es que, cuanto más selesda,máspiden.
—En eso, ¿eh Cosme?,allá nos andamos todos —dijoFelipe, el socio antiguo,elamigodelafamilia.
—Esosiemprefueasí—respondió el aludido—: perotú me dirás lo que pinta uncura en una fábrica, porque,vamos a ver, ¿qué pretende?
¿Quévaasacardeahí?—Revolver a los otros;
eso está claro —dijo sumujer.
—Chica, ¿tú crees? —repuso la cuñada tomando elvasoconelmeñiqueerecto.
—Aversino.—Pero dicen que en
Roma…—¡No me toques a
Roma! ¡Estamos buenos por
eselado!—Mujer,nohablesasí.—Túmedirás.Desdeque
empezaron con los cambios,todovamangaporhombro,oesquenotedascuenta…
—Loquepasa—dijodonCosme— es que estos curasjóvenes no saben lo que fueaquello. No vivieron el 36.¿Qué querrán? ¿Quevolvamosalasandadas?
—Pues a mí me handicho —insistió Pilar— queesmuybuenapersona.
—¿Y eso quién lo sabe?…Además, buenas personaslosomostodos—comentóelconsejero con el mayoraplomo.
—¡Chicos, chicos! —gritó la señora de la casa—.¡No achuchéis a lospequeños! ¡Lasbromasfuera
delagua!Los cuerpos lampiños y
relucientes se zambullían yvolvíana surgir llenosdeunincansablejúbilovital.
—Yo hablé con Federico—dijo Felipe serio ahora—.Parece que el tal cura es unhuesodurodepelar.
—¿A qué Federico terefieres?—preguntóella.
—Es el jefe de personal.
Aquel ingeniero de MurciaquetepresentéencasadelosArana—explicódonCosme.
—Ah,sí.Elmaridodelacursilona aquella, yarecuerdo.
—Al parecer charla conelementos comunistas —siguióFelipe.
—¿Ño os lo digo? —recalcó la señora, pasandouna bandeja apetitosa, llena
de deliciosos caprichos—.Los curás y los comunistasde la mano. ¡Era lo que nosfaltabaporver!
—No me explico en quéestán pensando los prelados—dijo don Cosme,retrepándose en la silla dejardín.
—Querrán que todosseamos pobres —repusoaquélla con despecho—,
porqueotracosa…—Mujer —dijo
conciliadora la cuñada—,ricos y pobres los hubosiempre. Está en elevangelio.
Felipeseechóareír.—El evangelio es un
libro encantador —dijo—,pero, seamos sinceros, parala vida de ahora ya no nosvale.
—¡Notanto,notanto!—protestólaseñora.
—Mira, Engracia —siguió él, festivo—, elevangelio dice quebienaventuradosloshumildesylosmansos…Túmedirásadóndevasconesohoy,dadocomoestálavida.Ydicequeellosposeeránlatierra,pues,¡menuda!, tal como se estáponiendo el metro
cuadrado…—Noseasganso,Felipe.—La verdad, Engracita,
laverdad.Y,encuantoa losricos, recuerda… ¿cómo eraaquellodelcamelloydelojodelaaguja?
—No desbarres. Lo quehay que tener, eso sí, espobrezadeespíritu.
—¿Conquésecomeeso?—Os salís de la cuestión
—precisó don Cosme—.Hablábamosdelcuraese.
—¿Queréisqueosdigaloque es?—dijo la señora condecisión.
—¿El cura? —preguntólacuñada.
—Sí,elcura.—Dilo,mujer.—Muy sencillo. Es uno
de esos tontos útiles de quehablanlosperiódicos.
—Para mí que de tontono tiene un pelo —dijoFelipe.
—Espera un poco —opuso don Cosme—. Yaverás tú cómo lo envuelven;¡si lo estoy deseando! Seráuno de esos listos deseminario,ya loverás.En lavidapráctica, nada.Si no, altiempo.
Una gran parte de la
asistenciaa lasmisas tardíaspensaba de forma parecida adon Cosme y su círculo.Franciscolosabía.Poresoselehacíamásfácilamaralosobreros,aunquefuesencomoSalmones y Hierro. Losencontraba más auténticos ymásenacuerdoprofundoconsucredo.
Leído el evangelio teníaque hablar unos minutos.
Miró a la concurrencia. Noles iba a gustar lo quepensaba decir. Por uninstante se sintió roca deacantilado, ante un maragitado de cabezas quebuscaban inquietas suacomodo, su particularángulodemira…
—Creced y multiplicaos.Ahí tenéis el texto de laprimera ley dada a los
hombres. Dios inventó lafamilia Luego vino Cristo,hizo del matrimoniosacramento. Ahora llegamosnosotros, inventamos eltópico de «la familiacristiana» y vivimos derentas.
Habíaruidoenlaiglesia;ese particular zumbido de lamultitud que bulle tomandoposiciones.
—Élpodría llamarsedonJosé… es un nombre comootro cualquiera. Don José es«un cristiano padre defamilia»,conderechoateneren su día hasta notanecrológicaenlaprensa.DonJoséenunlustrosoburgués,apesar de que conoce elevangelio… es decir, «elevangelio de don José», unevangelio razonable y
sensato, con pajaritos ypalomas…
Un silencio profundototal, acababa de producirseeneltemplo.Nadiesemovíaya.
—DonJoséescofradedeestoymayordomodelootro.Don José recibe palmaditasen la espalda, departe de supárroco, y hace ejerciciosespirituales «para hombres».
Don José sale cualquier díaen los periódicos.Allí se lellama «honrado industrial»aunque sus contabilidadesestán llenas de secretos;«dignoesposo»,aunque…yasabéis lo que le pasa a donJosé; «padre ejemplar»,aunqueniquiso serpadredelos hijos que debía habertenido, ni resulta ejemplarpara losque,dehecho, tuvo.
Don José no falta a la misadel domingo, pero ¡ay, si noyendo a misa se pudieraconseguir otro consejo más!Don José va por la vida conuna camisa siempreimpecable; y casi siemprecon unos suciospensamientos en la cabeza yunosdeseosdelamásínfimaextracción. Don José dice alospobres«Notengosuelto»,
y, en el fondo, es verdad.Tienedinero,peronolotienesuelto,escierto,sinocogido,increíblemente cogido. DonJosétienemuchosamigosenlalocalidadyalgunasamigasfuera de ella. Don José…bueno,siyaestádicho:esuncristianopadredefamilia.
Era una extrañapredicación a la que elpúblico no estaba
acostumbrado. Franciscopodía ver los rostrosinmóviles, las miradas fijas.Sentíaciertocalorenlacara,peroyanoibaaparar.
—Ellaes«laseñora».Laseñoraespiadosa,rezadorayhasta un poco novenera. Yaveis que no trato de cargarlas tintas. Es amiga delpárroco y tiene cargosdirectivosenlasasociaciones
religiosas.Laseñoratienesupropio director espiritual ycomulga diariamente. Sinembargo, la señora no estálimpia. Si el justo cae sieteveces cada día, ¿quién devosotros va a ser capaz decalcular el número de vecesque cae la señora?… Laseñora tiene un reclinatoriopararezarsusoraciones;perohabría que dotarla de un
murmuratorio para evacuarsus conversaciones. Laseñora dice que el servicioestá imposible; pero laverdad es que nunca se hapuesto a pensar en lo queopinaría caso de pertenecerella al servicio. La señoratieneunavidasocialbastanteintensa, espectáculos,reuniones, visitas,compromisos; pero, claro,
¿cómo va a aceptar las«exigencias» del servicio?¿Nolesdebebastarconsalircadadomingo?La señoranoseocupadelinciertoporvenirde sus sirvientas; pero nopuede disimular que ledisgusta que sus criadastengan novio…esas citas enel portal… La señorabrujulea en torno de sushijas.Hayquecasarlas.Pero
tiene un ideal para sus«chicas»,quepaulatinamentese vayan apergaminando alfielserviciodelacasa.
Francisco siguióimplacable con la señorahasta el final de su parte,consciente de laimpopularidaddesudiscursoen aquel medio. Luego, trasuna pausa, en que ni uncarraspeo turbó el silencio,
siguióasí:—Pepito es el mayor. El
mayor sinvergüenza de lafamilia, de no ser por supapá. Pepito se prepara paraingeniero. Él va a ser uningeniero impresionante ajuzgarporlosañosquellevapreparándose.«Elpadredice,la carrera esmuy dura, peromi hijo es inteligente». Lamadre dice: «Aliméntate
bien,hijo, y ten cuidadoconel trabajo, que siemprevuelves muy desmejorado».Pepitodice:«Quemellamentarde, o, mejor, que no mellamen. Ya me despertaréyo».Elmayortieneunamisaalladodecasa;peroesamisano es para que él la oiga;como tiene una novia, algomás lejos de casa, quetampoco es para que él se
case con ella. El mayorestudióconreligiosos.Ahorano estudia ni sin religiosos.El mayor tiene asomos deanticlericalismo, pero concierto pudor infantiloide.Hablamalde loscuras;perose confiesa con los curas.Diserta crudamente demujeres,perosellamaPepitotodavía; no tiene talla parallamarse don Juan, ni
siquiera don José, como supadre. Tiene inquietudespolíticas;pero,pordesgracia,ni sabe lo que es política, nipierde el apetito por lainquietud. La política dePepito, laúnicaquedeverasle interesa, es la política deldinero, de su dinero. Roba asus padres de mil modosingeniosos; roba fingiendogastos y roba… sí, robando,
mirando furtivamente a losdoslados,mientrasejecutalafaena… De este mayor nohay rastro en el evangelio.Allísehabla,sí,deunjovenrico; pero éste habíacumplido los mandamientosdesde su primera juventud.Pepito, el ojo derecho demamá,elhijitodefamilia,eselúltimosubproductodeunaburguesía fracasada,
blandengue y comodón, alquesólounafuertesacudida,una sacudida apocalíptica,podría arrancar aún esedestello de heroísmo quehastaenPepitoexistetodavíacomo una última y hermosaposibilidad.
Llegado aquí, hizo unapausa más larga de lohabitual;peronadierebulló.
—Ella, la niña, tiene
dieciocho años, pero lomismopodríatenerveintiunoo veintidós, a juzgar por eltiempo que lleva saliendoconésteoaquelplan.Laniñaaprovechó la enseñanzamedia para llenar deestampitas el misal; pero laenseñanza media noaprovechó a la niña paraalcanzar su título debachiller,queeralamenorde
las posibles metas. Cuandotenía catorce años ya sedejaba coger la mano, ¿sólolamano?,porelchiquillodeturno. ¿Cómo explicarse queahora su madre ponga malacara porque se va sola encoche con un chico?… Laniña flota en casa entrealmohadones, a la espera dela llamada telefónica. Notiene otra ocupación
conocida. Sus quehaceres sereducen a los aperitivos, lasexcursiones, losespectáculosylashorasdecomentarioconla amiga, de parloteoinsustancial por el teléfono.A la noche, naturalmente,estárendida.Ensumesilladecamahayunacintaazul.Alaniña, en su momento, lanombraron«hijadeMaría».
No tenía idea del tiempo
que llevaba hablando; peroquería cerrar el círculo yacabóconlaniñaparadecir:
—El más pequeño tienequince años. Está todavía enel colegio. Es lo más sano,quizá de la familia, y, sinembargo, se confiesa depecados mortales casi todaslas semanas. El pequeñotieneunamigodelagradodesumadre,porqueelamigoes
hijo de «los tales». «¡Anda,hijo, llama a Carlos!». Elpequeño está encantado. EseCarlitos es la mar deemocionante. El pequeño haaprendido más con Carlosquecon todos susprofesoresde bachillerato. Al pequeñole dan sus treinta duros losdomingos; pero él gasta untantomásalasemana.¿Cuáles la clavedelmisterio?«El
pequeñoesunangelito».Asídice su mamá; pero ladoncella que se fue de casaiba con otro pensamiento,aunque,¿quiénconocemejora loshijosque sumadre?Elpequeño se pone en casamenoscoloradocadavez.Esuna suerte, porque antes,cada mentira era untormento, y ¿qué hijo defamilia puede vivir
decentemente sin mentir? Elpequeño, en suma, no escasto, coge dinero, falta aclase,miente,insulta,agrede,guarda rencor, es cruel… elpequeño es católico, desdeluego, absolutamente noapostólico y se ignora siromano. El pequeño que,repito,eslomássano,quizá,delafamiliacristiana.
Todavía estaba hablando
anteaquellasestatuas,quenoenotracosaparecíanhaberseconvertido los oyentes,cuando pensó: «Merecen loquedigo,esverdad;perosonmis hermanos, hijos deDiosigual que yo, y los estoycondenando»…
—Tengo que terminar.Cuando Jesús llamó a losfariseos «sepulcrosblanqueados» no los juzgó
del todo. Lejos de mí elcondenar a nadie. Y menosmientras vive. Pero lejos,igualmente, el acallar elevangelio que os urge avosotroscomoamí.
La tensión se aflojó y elambiente fue arropado porlos murmullos del públicoqueseponíadepieparadecirel Credo. Los conocidoscambiaban miradas
significativas.Habíaquiensealegrabayhabíaquienhervíade indignación. Pero, en elfondo, todos estabansatisfechos de algún modo.El predicador habíarespondido a la expectación.El cura obrero no habíadefraudado. Estabanimpacientes porque aquelloterminara,ávidosdelsabrosocomentario a la hora del
aperitivoqueesperaba.Francisco se quedó a
comer en la rectoral, arequerimiento del párroco.Era domingo y no teníadisculpa.Se sentaron tarde alamesaysenotabaentodosla fatiga de una mañana deintensaactividad.
—Estuviste colosal —dijo José Manuel en unaexplosión de entusiasmo
juvenil.—Ya he oído, ya —
comentó don Jacinto sindefinirse.
Sergio guardó silencio.Noeraprecisoqueabrieralaboca para saber cómoopinabasobreelparticular.
—Se ladistebuena a losde la una—añadió el jovencoadjutor.
—Seguirán igual, no te
hagas ilusiones—puntualizóFrancisco.
—Nuncasesabe.—Esos son
impermeables.Sergioalzólacabeza.—Siesasí—dijo—,¿por
quélosmachacas?—Yo predico el
evangelio. No machaco anadie.
—También en lo bueno
puedehaberdemasía.Eltratoquehasdadohoyalafamiliacristiana,nolodudes,seguroque habrá escandalizado amásdeuno.
Francisco respiró hondoantesderesponder.
—Me río yo de ciertosescándalos «evangélicos»cuandoteesperauncocheasíde largo a la puerta de laiglesiay…
Sergioleinterrumpió.—Te sales por la
tangente.—¿Yo? Mira, si quieres
escándalos te contaré elchistecito que corrió por lafábrica cuando la prensapublicó las fotos de loscochazosenquesedirigíanaentrevistarse el Papa yAtenágoras, «los humildessiervos de los siervos de
Dios»,comorezabaelpie.—¿Qué tienes tú que
decirdelPapa?—¡Si es él mismo quien
melosugiere!…Espera—selevantóyfuearevolverenelestante de las revistas,buscandounnúmeroatrasadode «Ecclesia»—. Atiende;escucha esto: «La figura delPapaapareceenuncuadrodemajestad y esplendor. Una
atmósfera de gloria pareceinvadir la escena radiante.Renace la pregunta: ¿TodoestoesPedro?¿Porquétantasolemnidad? Hay quienencuentra cierta fatiga enllegaraestaidentificacióndePedro con el Papa asírepresentado,ysepreguntaelpor qué de tanta vistosaexterioridadquesabeagloriayvictoria…Unapobretúnica
de pescador y de peregrino,¿nonosdaría la imagenmásfieldePedroquenoelmantopontificaly realqueviste susucesor?»—levantó los ojos—. Son sus palabras, ya losabes.
—Te agarras a un tópicogenéricoparazafartedelcasoconcreto que estaba sobre eltapete.
—Eres tú quien habló
aquíde«escándalo».—Hay escándalos y
escándalos.—Deacuerdo.Peroyo te
digo una cosa. La Iglesia eselSacramentodeCristo, así,con mayúscula. Es lasociedadacuyotravésCristose nos comunica y se noshace sensible. Pero no esconcebible un Cristo que nosea pobre y no manifieste
preferenciayamor,nosóloalos pobres, sino a la mismapobreza.Elque la Iglesianosea símbolo real de Cristopobre es, o sería, el granescándalo, realmente, a cuyoladopalidecerían todosestosotrosescándalosdequetantosehabla,eldeunaartistadecine,eldeuntrajedebaño,oeldeunpredicadorquecantalasverdades.
—Todos sabemos quehoy está de moda metersecon la curia de Roma y conlos cardenales. Para mí, sinnegar los defectos, no haybajo esos ataques más queuna forma larvada dedemagogia yanticlericalismo.
Francisco recordó unacomentada discusión habidaenunretirohacíadosaños.
—José Manuel —dijo—,tú debes tener «El abogadodel diablo», ¿quieres traerlo,porfavor?
Sergio hizo un signoevasivoconlamanomientrasel joven coadjutor seapresuraba.
—¡No me vengas conliteraturas! Además, MorrisWest,¡menudooportunista!
—Lo que quieras, pero
hay un párrafo en ese libroquequierorecordarteyqueamí parecer resume unpensamientoquecomparto.
—¿Pero tiene unpensamientoMorrisWest?
—Escucha—llegabaJoséManuel con el libro queFrancisco ojeó rápidamente—. Escucha esto: «… lasinsidiosas tentaciones de lospríncipes», está hablando de
un cardenal, «orgullo, poder,frialdad de corazón. Cristocreóobisposyunpapa,peronuncauncardenal.Elmismonombre (cardo = gozne)contiene en sí mucho deilusión.¡Comosiellosfueranlosgoznesdequependenlaspuertasdelcielo!Podríansergoznes, pero éstos son unmetal inútil a menos queesténfirmementeancladosen
la estructura misma de laIglesia,cuyaspiedrassonlospobres, los humildes, losignorantes, los que pecan ylos que aman; los olvidadosde los príncipes, pero no deDios».
Francisco cerró el librodegolpe.Sergiorepuso:
—¿Yquéhayconeso?—Que por ese párrafo
algunos de los nuestros
tuvieronaMorrisWestpuntomenos que por un traidor;perohoy,siescuchasalPapay a hombres como elcardenal Lercaro, sin ir máslejos, verás que, quitando elropaje literario, vienen adecir lo mismo, más omenos.
Don Jacinto, que habíaescuchado en silencio, tercióaquí.
—Discutísydiscutísynoacabaréis nunca, porque,sencillamente, los dos tenéisunpuntoderazón.
Sergio era másdisciplinado que Francisco ysecalló.Fueésteelquedijo:
—Noveo…—Sí,«socialista»,sí—el
párrocosolíallamarledeestaformaynolohacíasinafecto—. El manto pontifical no
excluye la túnica depescador.
—Esposible,pero…DonJacintoteníaelgenio
vivoyseenfadó.—Nohayperoquevalga,
hombre.ElhonorquesedaalPapanoseparaenelPapa;nisiquiera en Pedro. Es honorquesedaaCristo.Ytúverássi a Cristo le damosdemasiado.
A Francisco se le veníanlas palabras a la boca; perooptóporcallarse.
9—Paco…La Canela estaba en la
puerta.—Espérameabajo.—¿Nopuedoentrar?Lamiróunossegundos.—Cuandoestoysolo,no.Hizo un mohín de
disgusto.—¡Hijo, no te voy a
comer!—Naturalmente que no.
Yasabesporquélodigo.Volvió a la escalera sin
decir nada. Nuncacomprendería que hubieraquepreocuparseporlagente.«Esunachiquilla»,pensóél.Pero sabía que era plantasilvestre de una tierra sinapenas roturar. Y era guapa—«atractiva, más bien»—
por más que prescindiera deretoques.Ensutezsaludable,enelbrillodesusojos,enlaapretada delgadez de sucarne,bajoel trajecamisero,estaba la juventud, unajuventud que, en Canela,lucía el mejor momento desusencantosnaturales.
—¿Quéquerías?—ledijosobrelaestrechaacera.
—No,nada.
—¿Tehasenfadado?Le miró a los ojos, con
los suyos húmedos, y, depronto, se le iluminó elrostro.
—Contigoesimposible.—¡Menosmal!—Túeresdistinto.—Nodigastonterías.—Esos…Habíafruncidoelceñode
una forma graciosa, pero
sumamenteexpresiva.—¿Volvió a molestarte
Celestino?—Élvaalosuyo.—Lehablaré.—No, no —replicó con
viveza—,túnotemetas.—¿Porquéno?—Déjalo. Es un bruto.
Ademásnoeraporesoporloquequeríahablarte.
—¿Porqué,entonces?
—Si lo supiera yomisma…
—¡Vamos,Pili!—Me gusta hablar
contigo.—Yamícontigo;peroya
sabes lo que pasa con eltiempo.
—¿Qué tienes que hacerahora?
—Tengoquevera losdelaHOAC.
—¡Menudapesadez!—Nodigaseso.Sonunos
tiposestupendos.—No lo dirás por
Campanilla.—Noteburles,Pili.Canelasecompungió.—Perdona.—Nunca olvides que lo
que trato de enseñarte es elamor.Undíamepreguntasteque en qué consistía nuestra
religión y sabes lo que terespondí. Tú tienes uncorazón muy grande,chiquilla; intenta amar a losdemás.
Atiesonotecuesta.Perofíjate,sobretodo,enlosmásdébiles, en los menosafortunados, aunque todoestoyalosabestúmuybien.
—Quisiera saber hacerlocomotú.
Habíaunaadmiraciónsinlímites en el agua limpia delosojosdeCanela.
—Yo no soy ningúnmodelo.
—Pues ahora todo elmundohabladeti.
—¡Quécosastienes!—Cuandoyotelodigo…
y el Navajas no me deja enpazconelcura.
—¿Sí?
—Bueno, de eso prefieronohablar.
Franciscosepusoserio.—¿Quédice?¡Dímelo!—Nada,sisonchistes…En casa de Óscar Raba
estaban reunidos losresponsables de la HOAC.Francisco no quería acudir asus reuniones regulares,porque no deseaba verseencasillado más de lo que
estaba por su inalienablecondición. Pero esta vezhabía prometido suasistencia.
—Se barajan dosrespuestas —hablaba elpropietariodelacasa—.Hayquien está por el trabajolento. Hay quien prefiereretirar las horasextraordinarias.
El padreQuintas gustaba
de estar bien informado yrequirió con sus preguntas alos presentes para hacersecumplido cargo de lasituación.
—Setratadepresionardealgúnmodo—explicóÓscar—, pero ambas decisionestienenpegas.
—¿Qué hay de eseexpediente?
—¿El del Energías y los
otros?—Elmismo.—Tienemuymalcariz.—Ya.—Pero, además —terció
Campanilla—, con eso delparo tecnológico ya somosmás de treinta los queestamosconelsalariobaseysindargolpe,quemaldita lagracia que nos hace estavacación forzosa, y conste
quepormínodigonada.—¿Tú qué piensas? —
inquirióRaba.Francisco se quedó un
tantopensativo.—Tú estás en el jurado.
¿Nohayrecursolegal?—Hombre, siempre se
puede insistir; pero la genteseimpacienta.Yasesabequelaempresaseresiste.PeroyoahorapiensoenlaHOAC.
—No me toca a mídecidir lo que tenéis quehacer.¿QuédiceSalmones?
—Esos están por eltrabajolento.
—Pero sería un plante,¿no?
—Algoparecido.—No sé. Vosotros
conocéis el paño mejor queyo. Por mi parte soy de laopinión de que siempre
conviene intentar loscaminos legales, mientrasestén abiertos y ofrezcanposibilidades. Claro que,casocontrario…
—De eso se trata —dijoun sujeto de rostro taciturnoque respondía por Campo—.¿Estamos ya en el casocontrario?
—Salmones querrá jaleo—comentó Francisco como
parasí.—Seguro—dijo Raba—.
Esos son de los de ríorevuelto.
CampanillamiróalpadreQuintasypreguntó:
—¿Así las cosas, conquién debemos estarnosotros, con la empresa oconellos?
Franciscomiróatodosentorno.
—Sé que es muy fácildecirlo; pero la respuesta nopuede sermás que una:Hayqueestarconlomásjusto.
—Por cierto—dijoRaba—,atiterondanmuchoesosúltimamente…
—¿Te refieres aSalmonesyaHierro?
—Sí.—Secomenta lo suyo—
añadióCampo.
—Nohayningúnmisterio—dijo Francisco—. Ellosvienen y yo admito eldiálogo.
—Ten cuidado —repusoRabagravemente.
ElpadreQuintassonrió.—¿Sontanpeligrosos?—Loqueandanbuscando
esarrancarteafirmacionesdetipo social para luego irdiciendo por ahí: «el cura
dijo esto», «el cura dijo lootro».
—Mientrasnodiganmásque la verdad, yo acepto laresponsabilidad de todocuantodiga.
—Sí, pero «verdad» y«mentira», en labios decomunistas, no valen igualque verdad y mentira enlabiosdeunocomotú.
—¿Dejará de haber un
hombre como yo en cadacomunista?
La conversación seprolongó hasta bien entradalanoche,ycuandoFranciscobajó para dirigirse a casa, lacalle estaba como boca delobo, pues las bombillasmunicipales hacía tiempoque habían saltado bajo laafinada puntería de la gentemenuda, sin que nadie se
hubiera preocupado dereponerlas. Iba solo y sedecía: «Es complicado todoesto y no es lomío. Lomíoes trabajar y amar a todo elmundo. Desde Hierro aCampanilla, a todo elmundo». El cansancio y elsueño pesaban en suspárpados. Los bloquesaparecían mudos y oscuros,sin dejar adivinar la
abigarrada vida que allídentro soñaba, sufría yamaba bajo el manto de lanoche.
Pordebajodelapuertadesu casa advirtió luz. Esto lecontrarió, pues se caía defatiga.
—¿Quéocurre?Tonchu se afanaba por
vendar la cabezaensangrentada de una mujer
demedianaedad.—Ésta,quelahanpuesto
buena.—¿Quiénhasido?—¡Quiénvaaser,Paco!,
¿nolaconoces?,elmarido.Levantóelrostrolamujer
y Francisco reconoció a laIsabela.
—¿Quéfueeso?¿Quéospasó?
—¡El gran castrón! —
gimoteó la mujer—. ¡Elborrachodeél!
Era una cosa cíclica. Nopasaban quince días sin quela golpeara. Francisco sintióun tedio tremendo, unaoscuratristeza.
—Hablaréconél,Isabela.—¡Noquieroverlemás!Pero sí le vería. Estaban
los hijos, ¡a ver qué vida!Entre Tonchu y él acabaron
de curar las heridassuperficiales que tenía en lacabeza.
—Ya está, no te apures.Anda,échateunsueñoahí—señalaba el catre de Tonchu— hasta mañana por lamañana. Y tú —al chico—venconmigo.
Pasaron a la estanciacontigua.
—Noshafastidiao—dijo
Tonchu.—Nohablesasí.—¿Qué no hable así?
¡Dios… —le contuvo lamiradadeFrancisco—,hastala cama le han de quitar auno!
—Es a Cristo a quien lehascedidoelsitio.
—Siestuvieraseguro…Francisco se le acercó
hasta tomarle por los
hombros y hacer que se leencarase.
—¿Cuándo aprenderás,Tonchu?
Los ojos del muchachoacabaroncediendo,altiempoquedecía:
—Estábien,estábien.El padre le soltó,
añadiendo:—Acuéstate enmi cama,
yotengoquerezar.
—¡Sí!, ¿eh? —saltóTonchu—.Tú no quieres sermenos y también quieresdejar la cama a Cristo,¿verdad?
Franciscoseechóareír.—Obedéceme, hijo, y
permite que haga igual quetú.
Nunca había oídoaquellaspalabrasenbocadelpadre Quintas. Le ganó una
extrañasensación.—Bueno,alfinyalcabo
túerescura—dijo,perobajola trivialidad de las palabrasdesenfadadasycínicas,habíaunaemocióncuidadosamenteescondida.
Francisco aguardó queTonchusedurmiera,cosaquenosehizoesperar,ysacandouna manta del armario, seacostó en el suelo envuelto
en ella, escogiendo para elloel ángulo opuesto a laventana. «Dicen que es muysana la cama dura»… Entodo caso, la gran fatiga quellevaba encima no le diotiempoalamentarse.
10DecididamentesehablabayamásdelpadreQuintasenlosmediosburgueses que en losproletarios.Mientrassehabíamantenido acovachado en elmundo de los trabajadores,apenas era una anécdota quecomentar. Pero desde que, através de sus predicacionesdominicales,debíadirigirsea
la llamada «gente bien», eraeltópicoobligadodemuchasconversaciones de sociedad.Y es que ejercía una curiosafascinaciónsobrelosmismosque eran objeto de susdiatribas.Seibaaescucharleconavidez,sibieneraaviesala intención y apenas sedisimulaba el propósito y laesperanzade sorprenderle enlas palabras. Aquel cura
obrero molestaba. Desde elprincipio había sido paraalgunos como un huesodislocado; pero, desde quehablaba, dolía, además.Felipe, el rentista solterón eíntimo de la familia de donCosme, observaba todo estodesdeelángulodehumorenque gustaba situarse, y letiraba de la lengua aFederico, el jefe de personal
en la empresa de Francisco.Se hallaban en el club,atracados en sendosbutacones, delante de unas«colas» bien castigadas conginebra.
—Ya hace tiempo que laprensa viene denunciando lamaniobra.
Federico era un bueningeniero, sin duda; pero noteníaclaraconcienciadeque,
fueradesucampo,dejabadeser especialmente apreciablesuopinión.
—¿Túcreesdeverdadenuna maniobra? —preguntóFelipelevantandolascejas.
—Desdeluego.—Qué quieres que te
diga.Yonomeimaginoaesepadre Quintas urdiendoplanestenebrosos.
—Nadiehadichoquelos
urda el padre Quintas. Lamaniobra es del marxismo,nodeloscuras.
Felipe sacudió la cenizade su cigarro antes dereponer:
—¿Cómoprobareso?Federico se exaltaba con
eltema.—Tenías que estar en la
fábrica.Lesestánhaciendoeljuego. ¿Qué más quiere el
comunismo?—No está claro,
Federico.—¿No?—No.Siloscurassevan
con los obreros, decísvosotros:«¡quémásquiereelcomunismo!». Pero si loscuras se vuelven a lassacristías, alguien podríadecir, y lo dirá sin duda,«¡qué más quiere el
capitalismo!».El ingeniero buscó los
ojosalrentista.—Meextrañaqueseastú
quienhableasí.Felipesonrió.—Estamos teorizando.A
mí, personalmente, meencantaelcapital;paraquételo voy a negar. Pero eso noimpide que me guste sersincero conmigo mismo.
También me gustan lascoristas, y, sin embargo,todoslosañosloconfieso.
—Lo que tienen quehacerloscurasesnometerseen estas cosas. No menegarás que esto es política,ylapolíticanovaconellos.
Felipe expelió el humocondelectación.
—Simplificas demasiado—dijo—.Ladesercióndelas
masas proletarias, respectode la Iglesia, no puede ser«política» para lossacerdotes, si quieren quesubsista la Iglesia de lospobres.
—La Iglesianoesde lospobres ni de los ricos. LaIglesiaesdetodos.
—Permíteme quedisienta, chico. Cristo dijocomoseñal:«Lospobresson
evangelizados».—¿Yquiénseloimpidea
los curas? Que evangelicen,eso es. Ahí estarán en losuyo. Nadie se lo iba adiscutir.
Felipe se divertíapinchandoaFederico.
—¿Y qué quieres, queesperen a los obreros en lassacristías?
—Eso no me toca a mí
decirlo. Ellos verán cómo searreglan. Es su oficio, no elmío.
—Ahora lohasdicho.Essuoficio.¿Porqué,entonces,los juzgáis vosotros, sideciden abandonar sustrincherastradicionaleseirsea compartir las del«enemigo»?¿Nosabránellosmejor que vosotros lo quehacen?
—Convéncete que sonunosingenuos.Noconocenalobrero. Y menos al obreroimbuido de la ideologíamarxista.
—Razón de más paraacercarse a conocerlo. ¿Opiensas que lo conoceríanmejor conservándose adistancia?
—A los obreros losconocemos nosotros, que
batallamos todo el día conellos.
Felipesonrióantelaideaydijo:
—¿De veras, Federico,crees saber más de tusobreros de lo que sabe él aestasalturas?
—En cuanto a anécdotasconcretas, apequeñosdichoso hechos, es posible que no.Pero en cuanto a la
psicología del obrero, a sumentalidad,sí.
—Yo que tú, ya ves, noestaríatanconvencido.
—Tú nunca has puestolospiesenunafábrica.
—Tanto como los pies,nodigo;peroencuantoalasmanos, es verdad.YDios teoiga, que, a la larga, no lastengotodasconmigo.
Federico le miró
gravemente.—Contigo nunca se sabe
siestáshablandoenbromaoenserio;peroyotedigounacosa:dejaqueproliferenesoscuras; déjalos que canonicenel creciente confusionismo;queseborrenloslímites;queno se sepa quién es quién, yya verás a dónde va a pararesaviditatuyatanapañada.
—Notengoningúndeseo
dequeocurratalhorror;perotambiéntediréalgo,yesquemehagocrucestodoslosdíasdequelascosassigansiendocomo son y podamos vivircomovivimos.Enestoestoyconun amigomío, inspectordeltimbre,quehablandoconun compañero de profesión,decía: «Demos gracias aDios, porque estoyconvencido de que esta
bicoca no nos va a durarsiempre».
En este punto llegó donCosme, que saludó ya desdelejos, mientras encargabaalgoenlabarra.
—¿Qué se comenta,amigos?
Venía como una fragatacon todo el trapo al viento;sudabaportodasuabundantehumanidad y tomó asiento,
requiriendoantesdelbolsilloun pañuelo inmaculado conqueenjugarseelrostro.
—Hablábamos de estoscuritas de ahora —dijoFedericoconretintín.
—Amíescomoponermedelante el trapo rojo. En esetemayoesqueembisto.
Felipesoltólacarcajada.—Tan gráfico como
siempre,Cosme.
—Esto de la religión yaes bastante arduo de por sí;pero que te lo echen todopatas arriba, ahora, despuésde los cincuenta, y, paracolmo, que te vengan unoscuras casi imberbesdescubriéndote la pólvora delo social, vamos, que escomo para darse de baja, sino fuera porque uno cree enalgo que está por encima de
pedroydesampedro.—Usted ya sabe lo que
tenemos en la fábrica—dijoFedericoquecondonCosmeseproducíaobsequioso.
—Sí,elcuraése,yalosé.¡Y si fuera uno nada más!Pero es que dicen que sonlegión los que piensan asíentre los jóvenes. No, si yadigo yo que tanta dislocadanueva ola no iba a quedarse
enmelenasyguitarras;hastaenelclerojovenhayquevercadacosa…
Felipe alzó las manosdivertido.
—¡PorDios!—Esodigoyo:Dios.Me
pasmo de que Dios lopermita;peroDios,alfinyalcabo, es unmisterio.Lo queyo digo es que los prelados,¿qué piensan los prelados?
¿Qué esperan para pasar porlapiedraa tantocuritacomopulula por ahí, con su teaparticular, jugando a larevolución?
—Vamos —dijo Felipe—, que tú estás pordepurarlos.
—¡Si no hace falta!Verás, unos azotes a tiempo,yaotracosa.
—Me hace el efecto de
que subestimas el problema.A mí no me parece que elpadreQuintasseasusceptiblede corrección a base deazotaina.
—¿Qué pasa con esecura?
—Noleconozco,peromehabastadoverloyoírlo,paradarme cuenta de que es unhuesoduroderoer.
—Pues con su pan se lo
coman,peroquenosdejenenpazaloscristianos.
Felipe no creía en nada.Por eso le divertía lapolémica, sin llegar aapasionarle. Era hombreilustrado, pues había llenadosusociosconlecturamásquenada, y sus ocios, desde sujuventud, habían sidomuchos.
—Tenéisquehacerosala
idea de que la Iglesia estácambiando.
—Enhorabuena —dijodonCosme—.Amípocomeimporta que hayan dado lavueltaalosaltaresyqueleanen español. Pero losprincipiosson losprincipios.Ahíquenadietoque.
—¿Quién toca en losprincipios?
—Ahí le duele, amigo.
Pío XII, para mí el mejorpapa moderno, digan lo quedigan, puso las cosas bienclaras: De este lado loscristianos. De este otro, loscomunistas. Así nosentendemos todos. ¿A quéviene…?
Felipe alzó la mano einterrumpió.
—Un momento, unmomento.Yonocreoque el
padre Quintas por ejemplo,se haya pasado alcomunismo. Eso sonpamplinas.
—De hecho —tercióFederico—conellosandaenamor y compañía. Tendríasque verlo conversaramigablemente con loselementos más significadosdelafábrica.
—¡Lo que faltaba! —
explotó don Cosme, dejandotraslucirsuindignación.
—Como se lo digo. Esolo sabe todo el personal.¡Menudoejemplo!
—Es su labor, ¿no? —dijo Felipe—. Tratará deconvertirlos.
—¿Convertir a ésos? —replicóelingeniero—.Cómosevequenoconoceselpaño.
—Lo de siempre —
barbotó don Cosme—. Seharán con él. Lo envolverán.Se escudarán en él.Un cura,fíjate. ¡Cómo no se daráncuenta! «Compañeros deviaje». ¡Qué razón tuvo elque inventó esa frase! ¡Ungenio!
—Y lopeor esque, ¿quése hace con un cura? ¿Lotratas pomo sacerdote o lotratascomoobrero?Esaesla
cuestión.—Es muy sencillo —
repuso Felipe—. Se lepreguntaaél.
—¿A él? ¡Si ni siquieraadmite que le llames«padre»!
—¿No lo digo yo? —volviódonCosme—.Esosdecura no tienen nada. Estoysegurodequequerríanraerselacorona.
—Porsupuestoqueélnolalleva.
Felipemeneólacabeza.—Negáislasalyelagua.
¿Quéqueríais?,¿quefueraaltrabajoconlacoronillasobreelmono?
—Cadacualescadacual—dijo don Cosme— y cadaunoes loquees.Loqueesehombre teníaquehacer es ira decir misa y dejarse de
talleres.—Puesamíestecurame
divierte,yaveis.Federico apuró el último
tragoantesdereponer:—¡Cómoseveque túno
tienesquelidiarconellos!—¿Pero qué mal tan
grandes advertís en el hechodequeuncura trabaje enuntaller?
—Es como acusamos a
todoslosdemás—dijoaquél.—¿Acusarosdequé?—Si se toma partido por
el trabajo —terció donCosme— se está contra elcapital.
—¿Yqué?—¿Cómo y qué? ¿Quién
sostiene a la Iglesia? ¿Quiénla llena? ¿Quién hapermanecido junto a Roma?…
—Siterefieresalosricosnocreoqueseadefendible…
—¡Pues bien nos pidenlos cuartos! —saltó donCosme.
Felipevolvióareír.—Después de todo, esos
curas jóvenes que tanto ospreocupan,nopueden irmásallá de pedir que deis loscuartos,comotúdices.
—Quedemos,Felipe,que
demos—precisóFederico.—Sí,claro,meincluyo.—Pero una cosa es pedir
el huevo —filosofó donCosme—yotramuydistintapretender alzarse con lagallina.
—En todo caso ten porseguro que no la apetecenparasí.
—Poco me importa. Sime la quitan, tanto me da
quienselalleve.Era un tema inagotable
aquél, y con tales o cualesmatices, conmayor omenorvirulencia, conmásomenoscargapasional,sehablabadeello en todas partes, alconjuro de una bienorquestada campaña en letraimpresa.
11Dos velas sobre el altarportátil y los ornamentosindispensablessobrelacarneflaca de Francisco bastabanparacambiarelairedeaquelcuarto y dotarlo de unmisterio impalpable que, aveces, se hacía casi físico.Carasnuevas,carascuriosas,caras sobrecogidas se
mezclaban con los rostroshabituales. El silencio de lahabitación contrastaba conlos mil ruidos domésticosquesefiltrabanatravésdelapandereta de las paredes. ElpadreQuintas sacralizaba detal modo los gestos, losmovimientos, el tono de lavoz,queparecíaquerersuplircon ello cuanto faltaba dealtas bóvedas, lucidos
capiteles, polícromasvidrierasydesleídoincienso.Chocaba lo sobrenatural aldesnudo,laproximidaddelaHostia, la viva sensación desu presencia. Francisco lesmiraba a los ojos. Lacomunicación era absoluta.Canela repartía a la entradalas cartulinas con lasrespuestas. «Cristo ha vueltoal pesebre, a las posadas de
los caminos, al hogar delpecador». Una madre subíacadatardeasuhijoidiota.Elchiquillobabeabaensilencio.AFrancisco,sinesperarlo,nole hubiera extrañado enabsoluto un prodigio allímismo.
—MeacercaréalaltardeDios.
—A Dios que es nuestraalegría.
Era la voz segura deÓscar Raba, y laaterciopeladadeCanela,y labronca de Campo, y laapagada de Isabela, y lallorosa de la madre delidiota, y la de Tonchu, llenade desparpajo, y la deEtelvina, que estaba ciega yvendíalos«iguales»…
Francisco oficiabadespacio, sin prisa alguna,
pero sin inútiles pausas.Vivía cada gesto, cadamovimiento. Si hacía unagenuflexión, era toda supersona la que rendíahomenaje. Cada cruz quetrazaba con la mano incluíala conciencia de unabendición. Oyéndole se lesabíaencoloquioconalguienque estaba allí, con lospresentes.Poresosumisa,si
no inspiraba fe, asegurabaporlomenosrespeto.
Gustaba de dirigirles lapalabra. Lo hacía casisiempre por breves minutos.«No dejes de decir algo», leadvertía Canela con avidez.Ynopreparabasusdiscursos.Si hablaba lo hacía de laabundanciadesucorazón.Lamisa templaba su alma. Lapalabra de Dios le embebía.
Cuando la tensión interioralcanzaba cierto nivel, sederramaba en comunicacióna los demás. No decía«queridoshermanos»,yaqueeso sedabapor supuesto.Nisiquiera decía «hermanos»,porque, siendo verdad, laexpresión sabía a tópico.Últimamente decía«compañeros», pero lapalabraensuslabiosquedaba
bautizada.Tonchuexclamabaluego a solas: «¡Fenómeno!¡Estuviste fenómeno!». Perosi algo le había gustadomenos, no se recataba dedecirlo: «Estás en bajaforma,muchacho».Alhablarle gustaba mirar a las carasde sus oyentes. Canela teníalos ojos fijos en él. Le oíacomo hipnotizada; pero mástarde, la mayor parte de las
veces,noeracapazderepetirni un ápice de cuanto habíaescuchado.
—Cuando Jesús volvió asu tierra, cuando se puso ahablarles a los suyos, decíansus antiguos convecinos:«¿No es éste el hijo de unobrero?». Ellos lo sabíanmejorquenadie.«¡Elhijodeun obrero!». Podemosenorgullecemosdeello.Nila
aparienciadeciertaspompascardenalicias,ni lapresenciadelosgrandesautomóvilesala puerta de las iglesiascéntricas, ni la posiblesuntuosidad de ciertosedificios pueden cambiar lascosas.«Elhijodeunobrero»,ése es Jesús. Pero no nosconfundamos. El ricotambiéneshijodeDios.Alláél con su responsabilidad, si
es que la tiene. No podráevitar que Dios le juzgue.Ahora bien, cuando ciertojoven rico se acercó a Jesús,elhijodelobrero,parahablarconél,diceelevangelioqueJesúslemiróyleamó.Nadiecon más razones que elcristiano para clamar por lajusticia; pero nada másimpropio del cristiano quehacerlo con odio. Yo os
ruego encarecidamente quemetáis esto en vuestrasalmas: «Amad incluso avuestros enemigos». Paraamarsóloalosamigos,alosnuestras, no hacía falta estemisterio, esta Hostia y estacruz.
Entregaba su alma en laspalabras.Sóloestoexplicabala extenuación que a vecespercibía en su interior al
terminar. Elevaba la Hostia,tras la consagración, y lamantenía en alto durantelargossegundos.Eralaclavedetodaslasmiradas.Apartirdeahíveníalomássuyo.Yano apartaba la vista de laforma.«Hasvenidoconmigo,¿dónde mejor que aquí?».Paladeaba las oraciones delCanon y se complacía encada rito, en cada gesto, en
cada bendición trazada consu lentamano.Noeradifícilque al cuarto llegaran losgritos de fuera, los insultos,los llantos, las palabrassoeces,yno importabanada.Cristo, encarnado de nuevoen el mundo, en el mundorealdecadadía,enelbarro,en la pobreza, en el pecado,era puro, incontaminable,limpio,peronuncaajenoala
miseriadeloshombres.—Mañana quiero
comulgar —dijo Canelacuandoempezóeldesfiledelpequeñogrupo.
—Harásmuybien.—¿Meconfiesas?Franciscomiróentorno.—Hazloenlaiglesia.—Tienequesercontigo.—Pero no puedo aquí,
mujer.
—¿Porquéno?—Nodiscutamos,Pili.En
la iglesia hay confesorestodoslosdías.Siteempeñasen hacerlo conmigo, eldomingo por la mañana metendrásenelconfesonariodela izquierda, el primero alentrar.
SeacercóTonchu.—¿Secretos? —dijo con
susojosmaliciosos.
—¡A ti qué te importa!—replicó ella con tonoairado.
—Pili,Pili…—amonestóFrancisco.
—Elquesepica…—dijoTonchu,pinchón.
—¿Cuándoaprenderéis?—No empieces, Paco,
queyanoestamosenedaddeiralaescuela.
—Lárgate, Tonchu.
Espérame en «El Africano»,quebajoahoramismo.
—Abur —dijo el chico,encogiéndosedehombros.
Francisco hizo salir aCanela al descansillo. Laescalera, con sólo unabombilla polvorienta, eratodopenumbra.
—Yoalaiglesianovoy.Fruncía el ceño con
determinación.
—¿Se puede saber porqué?
—Noséquémeda.Ibanbajando.—Pili, en la iglesia estás
en tu casa, igual,exactamenteigualqueaquí.
—Yonoquieronadaconloscuras.
Franciscosedetuvo.—Yosoyunodeellos—
dijo.
—Túeresdistinto.—Teequivocas,chica.Ni
yo dejo de ser cura porquevivaaquíyvayaalafábrica,ni ellos lo son porque vistansotana y trabajen en laiglesia. Todo eso esaccidental, ¿no locomprendes?
—Paco…Estabancasi enelportal.
Entraba un poco de luz
reverberada de la calle.Canela le había dado frente.En la sombra de la caradestellaba el blanco de susojos. Se podía oír surespiración.
—¿Qué,Pili?Hubo un silencio. Él
insistió.—Habla.Ellavolviólacaraydijo:—No,nada.
Sinañadirpalabraechóacorrer. Francisco se detuvoen el portal, un tantoperplejo. ¿Quéhabíaqueridodecir? «Es una chicamaltratada, todoespontaneidad. Sea lo quesea, se le pasará. Hay quetener paciencia». Metido enestas reflexiones encaminósus pasos a la próximataberna. Le gustaba bajar
todas las noches. En «ElAfricano» se encontraba conmuchos conocidos. Desdeque había empezado a pisarfirmeconlagentedelbarrio,saboreaba como un desquitecada entrada en el tascón,entre palmadas, invitacionesyalgunasonrisaqueotra.
—¿Quévaaser?El Africano parecía más
gordo cada noche, embutido
entre el mostrador y elestantedelasbotellas.
—Un tinto, comosiempre.
Enseguidase le juntaronunos cuantos que no teníanasiento. El ambiente eradenso, por los humos y lasemanaciones de un vinopeleón.
—Págameunvaso—dijoel Antonio con cara
avinagrada.—¿Peroqué tepasaa ti?
—respondió Francisco, altiempo que hacía una señalparaquesirvieranalamigo.
—Nada, hombre, bromasde éste —dijo Campanillaseñalando a unmocetón quesereíaensilencio.
ElAntonio era metódicoen sus borracheras. Cadaquincedías,yaerasabido,se
echaba al coleto cuanto lequedaba en el bolsillodespués de haber sidoestrujado por la costilla.Luego debía ayunar hasta lapróxima.
—¿Qué pasó? —inquirióFranciscodivertido.
—Que está cabreado porculpa de éste —señalóCampanilla.
—¿Yeso?
—Que llega el malasombra,yleveasí,caricaído,yvayledice,digo…
AlCampanillalevolvíaadarlarisa.
—¿Quéledijo,hombre?—Si te lo voy a decir…
le da así y le suelta:«¡Ánimo, Antonio, quepasadomañanayaesvísperadesábado!».
Rieron todos de una
forma desproporcionada,mientras él Antonio, trasapurarelvasodeunavez,sedirigíaaunrincón.
—Oye, Paco —dijoCampanilla,comoquienpasala hoja—, ahí viene uno quequeríapreguntartealgo.
SeñalabaalEnergías,queen aquel momento entrabapuerta adentro y al sentirsealudidoseuníaalgrupo.
—¿Qué pasa,monaguillo? —dijo sinacritud.
—Aquí tienes al cura.¿Queríaspreguntarlealgo?
El Energías hizo uncurioso gesto obsceno endirección a Campanilla y sevolvió hacia Francisco connaturalidadyaplomo.
—Paco —dijo—, te hevenido observando todos
estos meses. No tengoinconveniente en que sepasque, al principio, hasta dudédeti.Sospechaba…
—¿Qué sospechaste? —preguntóFranciscodivertido.
—No quieras saber…todolodelmundosospeché.
—¿Ybien?—Bueno, a mí me gusta
decir al pan pan y al vinovino.
—Yalosé.—Puesqueríadecirteque
ahoratecreodelosnuestros.—Ya sabes que yo de
política, lo que se dicepolítica,nada.
—Yyo,¿túquétecrees?Cuando digo los nuestrosquierodecir la fetén, vamos,queeresdefiar,quenoestásaquí por nadie más que pornosotros.
—Esoyquelodigas.—Sí, pero ocurre una
cosa.El Energías no le perdía
losojos.—¿Quécosa?—Sé sincero. A ti te
perseguirán.Francisco no disimuló su
asombro.—¿Perseguirme a mí?,
¿quién?,¿porqué?
Por un instante pensó enHierro,enSalmones…
—¡Quién va a ser! ¡LaIglesia!
—Pero ¿qué estásdiciendo?
—Vamos, no disimules.Nohace falta.Estamosentrecamaradas.
—¿Por qué me iba aperseguir a mí la Iglesia,vamosaver?
—Unadedos…Se loquedómirando con
insistentefijeza.—¿Quéquieresdecir?—Que si no te persigue,
aquíhaygatoencerrado.Se había ido reuniendo
gente en torno y todosescuchabanensilencio.
—Es mejor que teexpliques—pidióFrancisco.
—Si has venido con una
misión oculta, de sondeo, dequinta columna, de policía,nohayproblema,Perosiestonoesasí,yyocreoquenoloes,nomevasaconvencerdeque la Iglesia te mira conbuenosojos.
—Que no es cierto loprimeronomevoyapararademostrarlo —miró a losojos de los circunstantes—.El tiempo habla por mí. En
cuanto a lo segundo, yapodéis ir dejando a un ladolosprejuicios.
—¿Prejuicios? —lamirada del Energíasrelampagueó.
—Esohedicho.—Lo que haces tú me
gusta,mejordicho,nosgustaatodos.Hasdejadoaunladohábitos, formas, privilegios,tratamientosycanonjías.Por
primeravezmeencuentrouncura que no es el «señorcura», sinoun tipocomoyo,el Paco, que todosconocemosporaquí.Peronome vengas con cuentos deque eso lo ven bien por alláarriba.
—¿A quién te refierescuandodices«alláarriba»?
—Esmeridano.Atodalaclericalla de por ahí. A los
bien situados, que son casitodos.Alosdelaollasegura.Alosdelaguabenditaatantoellitro.Yameentiendes.
Francisco se dio cuentade que aquel hombreexpresaba un sentir en quetodosconcordaban.
—Hablas de lo que noconoces —dijososegadamente—. Creopoder afirmar que soy el
únicocuraquetútratas.Peroenvezdejuzgaraloscurasami través, el único queconoces, los juzgas a travésde los demás, de los que noconocesaninguno.¿Es justoesto?
El Energías hizo ademánde interrumpir, peroFranciscolecontuvo.
—Espera,esperaunpoco.Yo no te niego que haya
defectos en los curas, comoen cualquier estamentocompuestoporhombres.Peroesa pintura que tú has hechoesanacrónica,injustaynosecasaconlarealidad.
—¿No?—Desdeluegoqueno.¿O
creesqueyosoyunmilagro?…Yosoyunsimplefrutodetoda una mentalidadcompartida por muchos; de
una inquietud generacional;de una visión nueva, dentrode losprincipiosdésiempre.Y, ten esto en cuenta: Estoyaquí con el permiso y laplena aprobación de misuperiorqueeselobispo.
Pero el Energías no erahuesoblando.
—Si fuera verdad lo quedices, seríais legión los queestaríaisconnosotros.
—Ylosomos,aunquenote lo parezca Ten en cuentaqueloqueyohagonopuedesernormaparalamayoríanimucho menos. Los serviciosque la Iglesia presta, y debeseguir prestando, consumentodo el tiempo de muchossacerdotes. ¿Tú te crees quesólo nosotros trabajamos?Tengo yo muchoscompañeros que jamás
duermen lo indispensable.Conozco ancianos sacerdotesque no se dan unminuto dereposo. ¿Qué sabéisvosotrosdeeso?,¿quépodéissaberdelas horas eternas escuchandomiserias de los demás, en elconfesonario,delaasistenciapaciente y cotidiana aenfermos incurables, delestudio y preparación de lapalabra, del agobio y la
angustia por laresponsabilidad de salvar aquienes te han sidoconfiados? —miró en torno—.¿Quésabéisdelasoledaddel sacerdote? ¿Decídmelo?…Vosotrostenéisunamujeral fin de la jornada, unoschiquillos por quien luchar.¿Yelcura,qué?
Celestino Corcuera, elNavajas, habló desde la
últimafila.—Nunca falta una
beata…Huboalgúnconatoderisa
tímida. Antes de queFranciscopudierareplicar,sevolvióelEnergías.
—¿Es un chiste? —preguntó, y ante el silenciodel otro cargó la manoañadiendo—. El comunismonunca se distinguió por su
sentido del humor. Tú a lacama, chaval, que aquíestamos hablando loshombres.
El Navajas blasfemó.Todos pudieron oír el cliccaracterístico.Enunsegundoseapartaronaambosladosypudo verse el hierro en lamano crispada. No hubo elmenor titubeo por parte delEnergías, que empezó a
trasladar su desmedradahumanidadhaciaaquellahojafulgurante.
Francisco le cogió elbrazo.
—¡Unmomento!—dijo.PeroelEnergíasleapartó
aunladosindejardemiraraCelestino.
—Tú quieto. No pasanada.
Siguió acercándose hasta
tener la punta del acero loquesediceenelpecho.Sabíalo que hacía. Sus ojosincidían de una manerapunzanteysostenida.
—Aquí me tienes a tumerced, chaval —dijo—.Anda, pínchale el corazón alEnergías.Anda,guapo,hazloyveráscómoteponenelculolosdelpartido.
A Celestino se le veía
temblar, pero no opusoresistencia cuando sucontrincante le quitó lanavajade lamanoy lacerrósin dejar de mirarle a losojos.
—Tómala. Es tuya. Noestá bien que peleemos loscompañeros. Cuando tengaslos años míos comprenderásque tenía yo razón y me loagradecerás. ¡Venga! —a
todos—.¡Cadacuálalosuyoysigalafiestaenpaz!
El Navajas se echó a lacalle mascullando. Laconversación quedó truncadaallí. Francisco rumió elprofundo sentido de losmotes que cuelga el pueblo.ACelestino le sobrabavigorpara haber despedazado alEnergías; pero allí no habíamás que un vencedor y era
éste,cosaque,por lodemás,noparecíaextrañaranadielomásmínimo.
12Felipe sentía curiosidad. Selehabíaocurridolaideadíasantes y, desde entonces,habíavenidodándolevueltas.Queríaconoceralcura.Decir«el cura» entonces era decirel padre Quintas. Pero no leinteresaba como sacerdoteensotanado y parroquial. Eraen su ser de obrero donde
quería verle y oírle. Esposible que, de andar másocupado,estaideanohubieraprosperado en su interior;peroelmuchoociotieneeso,quehaymástiempoparaquelas imaginaciones tomencuerpo.SelodijoaFederico,en el club, y ahora estaballamando a su despacho, enlasoficinasdeladirección.
—Aquímetienes…
—Pasa,pasa.—¿Deverdadnoestorbo?El ingeniero estaba
sentado tras una mesaatestadadepapeles.
—Enabsoluto.—Bueno, ya sabes que
cuandosememetealgoenlacabeza…Además,tratándosede ti, aunque estorbarainsistiría.
—Siéntateporahí.
Era un despachofuncional, pero cuyosmateriales, sin excepción,ostentaban la calidad que laempresanoescatimabaenlasdependencias destinadas alpersonaldirectivo.
—¿Cómo os va? Cosmedicequehaymuchatensión.
—Nopasaránada.—Oye, ¿tan difícil es
ahoradespediralagente?
—No lo sabes tú bien.HayquepasarporencimadeSindicatos.
—Y, en realidad, ¿dequién es el derecho en estecaso?
Federico sacudió lacabeza.
—¡Qué cosas tienes! Noprocedemosporcapricho.
—¿Yellos?—Quetrabajen,queeslo
suyo,ynadielesmolestará.—¿Yquédice el curade
todoesto?—No he hablado con él;
pero, si te interesa, se lopreguntamosluego.
—Perdonamicuriosidad,peroyasabescómosoy.
—Creo que te va adecepcionar.
—¿Porqué?—Bueno…
Una llamada a la puertaleinterrumpió.
—Adelante.La cabeza rubia de la
secretaria asomó unmomento.
—EstáaquíOnofreRíos.Era el nombre del
Energías.—Hágalepasar.Felipe hizo ademán de
levantarse, pero Federico le
contuvo.—Verás qué tipo —dijo
por lo bajo—. Es uncabecilla.
El Energías entró en eldespacho sinmuestra algunade azoramiento, aunque consumonograsientoyelsuciocascoenlamanocontrastabaviolentamente en aquelmedio.
—Usted es Onofre Ríos,
¿verdad?Elobreroladeólacabeza
sindejardemiraralosojos.—Nos conocemos bien,
don Federico —dijo—.Vayamos,pues,algrano.
—¿Quieresentarse?—No creo que esto vaya
a durar mucho, así que novalelapena.
El ingeniero se puso depie, tras la mesa, buscando
un mismo plano con suinterlocutor.
—Como usted sabe, esedichoso expediente está enMagistratura.
El Energías fruncióligeramenteelceño.
—¿Por qué dice«dichoso»?
—Es un asuntoantipático,¿noleparece?
—Para mí desde luego.
Pero, si usted piensa lomismo,muysencillo:retíreloyyaestá.
—No es tan fácil.Yo nosoy la empresa. Sólo soy sujefedepersonal.
—Bueno, hasta ahoraestamos de acuerdo, alparecer.¿Quémás?
El hombre se producíacon evidente aplomo; hastacon cierto despego, pero
dentrodelacorrección.—Cuandoseestableceun
tira y afloja entre dos,ninguno quiere ceder, ya sesabe. Se hace cuestión deamor propio, y el amorpropioesmuymalconsejero.Ocurre a veces que, porsalvar la honrilla, llega aperderselahonra…
Los ojos del Energías secontrajeronysemicerraron.
—Contodosestosrodeos—dijo—, ¿dónde quiere ir aparar?
—Son comentarios nadamás.
—Pues tradúzcamelos,que yo no uso otrodiccionario que el que ponelaaparalaaylabparalab.
—Bien. Tal como yo laveo, la cosa no está nadafavorableparausted.
—¿No? ¡Qué casualidad!Puesyotengootraimpresión.
—Se trata de hechos, nodeimpresiones.
—¿De qué hechos mehabla?
—Estoy autorizado parahacerle a usted unaproposición.
—¿Sí?—Sí. Una proposición
extraoficial; algo entre usted
y yo, pero que, llegado elcaso, tengo la seguridad dequeestaría respaldadopor laempresa.
El Energías no dejabatrasluciremociónalguna.
—Muyinteresante—dijo—. Una proposición a cargodelaempresa.
Vivamente repuso elingeniero:
—Ojo.Leestoyhablando
a título personal. Pongamoslascosasensusitio.
—Entonces, abur —hizoademán de retirarse—, queyonohepedidoconsejos.
—¡Unmomento!Nohagalas cosasmás difíciles de loqueson.
—Está bien. Escucho. Espuracuriosidad.
—No nos interesa eljaleo, jaleo que sería
aprovechado en seguida pordeterminados elementos aquienes los intereses deusted,ydeotroscomousted,lestienensincuidado.Séquees usted independiente; unhombre con personalidad ycon prestigio. No querráusted ser juguete de ciertosgrupos cuya intención no eslaboral, digan lo que digan,sinopolítica.
El Energías volvió hacialamesa.
—Mireusted—repuso—.Somosmayorcitos,¿no?
Supongoquenomehabrállamado aquí paraadoctrinarme. Sédefenderme. Y, además,hasta ahora no me hapropuesto nada. Si quieredecirme algo, dígamelo deunavez.
—De acuerdo. Por unaserie de razones que no sonahoradelcasoyquenodeseodiscutir en estemomento, laempresa está decidida aprescindirdesusservicios.
Y parece, esto se loaseguro, que está a punto delograrlo. Sabemos, por otraparte, que este hecho seráaprovechado por una facciónindeseableparaintentarcrear
unatensiónartificialentrelaempresa y los productores,sinventajaalgunaparausted.
—Siga—dijoelEnergíassecamente.
—Adelantándonos a losacontecimientos, y enbeneficiodeambaspartes,laempresa ofrecería unasolución pacífica y, desdeluego,ventajosaparausted.
—¿Asaber?
Felipe se dio cuenta dequesellegabaalpuntoálgidoy que a Federico le costabatrabajo manifestar la últimaconcreción;tantomáscuantoque el productor no dabafacilidades, con su mododirectodeiralmeollodelascosas.
—Pediría usted la bajavoluntariamente, recibiendode la empresa una
compensación en metálico,cuyacuantíadiscutiríamos.
El Energías se estiró entodasuestatura.
—No hay nada quediscutir.Elhijodemimadreno se vende. Y menos alcapitalismo.
El ingeniero alzó lasmanos en un gesto deprotesta.
—¡Perosinohayninguna
venta! Se trata de algo aconvenir entre dos partes, aconvenir libremente, enrazón de la conveniencia deambas.
—Que no, don Federico.Aotroperroconesehueso.
Y lo que no acabo decomprenderescómoselehaocurrido, siquiera,proponérmelo…¡Vamos,quenosconocemos,digoyo!
—El hombre guardasiempreunasorpresa.
—Peromissorpresasvantodasen lamismadirección;sino,altiempo.
—De todas maneras,piénselousted.
—Si ya está pensando,¿no le digo?, conmigopinchan en duro. Yo no medejo sobornar. Puede decirloarriba—lebrillaban losojos
—. Y ya veremos quién esquién.
Federiconoqueríaperderel dominio de sí mismo einsistiótodavía.
—Piénselo bien, noobstante, porque salir meparecequetendráquesalirdetodosmodos.
—Me sacarán losguardias, pongo por caso;peroconlacabezaalta,¿eh?,
conlacabezaalta.—Está bien, puede
retirarse.Respiró hondamente en
cuanto el obrero hubocerradolapuerta,loquehizosinmuchomiramiento.
—Ya has visto—dijo—.Asíestándecerriles.
Felipe se contempla lasuñasminuciosamente.
—Noesmancoelhombre
—comentó.—Manco o no, va a ser
despedido, antes o después,asíquehoyhahechosusdiezde últimas al rechazar unarreglopacífico.
—Si estáis tan seguros,¿a qué preocuparos?, ¿porquéofrecernada?
—Túno loentiendes.Noqueremos víctimas. No nosinteresa que hagan de un
hombre una bandera.¿Comprendesahora?
—Pues dejadle en paz yestá.
—Cómo se ve que túestás fuera de esto. Esehombre es un cabecilla.Revuelve a los otros. Lesiguen. Supone unasubversión en potencia. Conélabajonosepuede trabajartranquilo. Pero ¿qué hora es
ya?ElpadreQuintasyadebía
estar en el despacho, puestoque había sidoconvenientemente citadoparaello.
—¿Crees que no vendrá?—preguntóFelipe.
—Sí, por supuesto. Hasido llamado y ni siquierasabeporqué.
—¿Qué crees que se
habráimaginado?—SabeDios.Estos curas
socialessonherméticos.—¿Tanto?—Salvo que están
siempre a favor delproductor,nuncasabesloquepiensan.
La cabeza rubia volvió aasomartrasunosgolpecitosalapuerta.
—El… —titubeó—.
Bueno, Francisco Quintasestáahífuera.Hasidocitado.
—Muy bien. Hágalepasar.
Felipesepusoenpie.—Veremoscómolotoma
—dijoFederico.—Bah, una conversación
nohacedañoanadie.Francisco hizo su
aparición. Su atuendo no sédistinguía en nada del
Energías, pero sus ojos,aunque severos, tenían otraluz.Eradifícilseñalarenquépodía consistir la diferencia,pero bastaba mirar paranotarla.
El ingeniero se adelantó,nosinciertareserva.
—Padre—dijo tendiendolamano.
—Perdón —se disculpóFrancisco enseñando sus
palmas—, están llenas degrasa.
—Aquí un amigo —siguió Federico—, FelipeFortuny, que tenía ganas deconocerle—y volviéndose aFelipe—:Éste es tu hombre.Pero,siéntense,porDios.
Francisco titubeó unpoco, pero al ver que losotros ocupaban sendasbutacas,hizolopropio.
—Le agradezco mucho,padre—dijoFelipe—quesepreste a esta presentación.Verá. Se habla mucho deusted y yo tenía interés enconocerlepersonalmente.
—Bien. Yo aquí soy unobrero y deben comprenderque me violenta cualquierexcepción.
Elingenieroalzólamanovivamente.
—No se trata de eso,padre… ¿Hoy podemosllamarlepadre?
Francisco le observó concuidado.
—¿Qué significa esto enrealidad?
Se mostraronsinceramentesorprendidos.
—Nada —dijo Federico—,absolutamentenada.¿Porquéesasuspicacia?
—La empresa no pierdesutiempo.
—No se trata de laempresa.Mi amigo no tienenadaqueverconlaempresa.
—¿Por qué, entonces, elcitarmeaquí?
Felipe terció con unaligerasonrisa.
—Queridopadre,laculpaes mía, sin duda. Voycomprendiendo que éste es
terreno áspero de incruentasbatallas laborales. Pero,créame,nopenséquepudieraconocerle en otra parte y laamabilidad de Federico hizolodemás.
—Se trata de unencuentro particular —dijoéste—, un simple cambio deimpresiones entre amigos.Usted es obrero, perotambiénessacerdote.
—¿Quiere decir que merequierencomosacerdote?
—Digámoslo así, padre—repuso Felipe—, aunque,naturalmente, no se trata dequenosechelabendición.
—Ustedes dirán lo quedesean—dijo Francisco aúnenguardia.
—En realidad, nadaconcreto. Verá, se nablamuchodeustedúltimamente.
Hayopinionesparatodoslosgustos.Reconozca que no escorrienteunaactitudcomolasuya entre el clero quesiempre hemos conocido.Que se nos hable de curasobrerosenParís,«Lossantosvanalinfierno»,«Eldesiertode Pigalle». Bueno,tratándosedeFranciaunonose sorprende por nada; peroaquí, en España, en la
parroquia de uno, y leadvierto lealmente que yosoy un escéptico…comprendaqueresulta,nosé,por lo menos pintoresco, y,porfavor,noseofenda.
Franciscosetomótiempoantesdereplicar.
—Debo entender que austedletraenadamásquelaanécdota; nada personal, portanto;unasimplecuriosidad.
Algo que le permita llegarluego a sus círculoshabituales para decir: «Leconocí».
Federicoofrecióunacajacontabacorubio.
—¿Quierefumar?—No, gracias —dijo
Francisco que no estabadispuesto a hacerconcesiones.
Felipe prendió el
cigarrilloantesdereponer:—Bueno, me atrae el
asunto. Me atrajo desde elprincipio. Me fascinó, encuanto puedo yo serfascinado por algo. Verá, yosoylaantítesisdeunobrero,deunproductor.Metocóesaloteríaenlavida.Demaneraque el saber de su caso medio que pensar. Mi naturalcuriosidadhizoelresto.
—Desdeelpuntodevistaque sospecho adopta usted,un gesto como el mío nopuedetenerexplicación.
—No lo crea. Yo soysiempre sumamentecomprensivo con lascreenciasde losdemásymefiguro que usted seráconsecuente con las suyas.En ese sentido le admiro.Pero, si pudiera contar con
respuestas absolutamentesinceras, yo le haría unaspreguntas,aunquecarezcodederechoalgunoparaello.
El padre Quintasconsideró un momento aaquel hombre que, en suatildada e impecablepresencia,mostrabalaverdadde cuanto había dichorespectodesímismo.
—Puede hacerlas —dijo,
y Felipe comprendió que lascontestacionesseceñiríandeltodoalaverdad.
—¿Espera usted cambiarel mundo con su,llamémosle,gesto?
—No.Se miraban de hito en
hito.—¿Espera, al menos,
convertir a los obreros deestafábrica?
—No,salvoexcepciones.—¿Busca llamar la
atenciónsobresunombre?Francisco no movió un
músculo.—Enabsoluto.—Esta postura suya,
¿implica una crítica a lalabor corriente de los otrossacerdotes?
—¿Cómo puede pensareso?
Felipe titubeó antes deformular la preguntasiguiente.
—¿Está usted con losobreroscontraelcapital?
—Estoyconlospobresalmargendelosricos.
—Permitidme —tercióFederico—. Nuestrosproductores, padre, no sonpobres, creo yo; sinotrabajadores que ganan
honradamentesujornal.—El concepto de pobre
es, desde luego, relativo —dijo Francisco—, pero unafamilia que deba vivir enEspañaaunqueseaconcuatroocincomilpesetascadames,es pobre, para el niveloccidentalyparaloqueseveen lacalleconsóloabrir losojos.Y,sinolocree,intenteusted vivir un mes con su
familia a base de esepresupuesto; ya verá lo queescanela.Ahoralepregunto:¿Cuántos pasan aquí de lascitadascuatroocincomil?
—La verdad es que elobrero, hoy día, no seconforma con nada y lapublicidad no hace más quecrearnecesidades.
—¡Un momento, amigo!¿Con qué se conforman
ustedes, los ingenieros, losdirectores, los gerentes?¿Con qué se conforman losconsejeros? ¿Acaso no estátodo el mundo a dar unpellizco mayor este año queel pasado, en cuanto seaposible? ¿A quién le amargaundulce?¿Porqué,pues,esavieja cantinela de que elobrero no se conforma connada? En un mundo de
inconformistas, si alguientiene razón es el de másabajo,digoyo.
La voz tranquila deFelipetercióaquíparadecir:
—¿Tiene usted de algúnmodo objetivos políticos,siquieraseaporelbiendelosobreros?
—Hay mucha confusiónen el concepto. Si porpolítica entiende usted
justicia y libertad, ni yo ninadie puede legítimamenteecharse a un lado. De otracosanoentiendo.
—¿Leresultarepulsivalagente,digamos,comoyo?
Franciscosonrió.—No, ¿por qué? —pero
añadió en seguida—:Loquepasa es que dan pena. Estánciegos.Objetivamente tienenuna responsabilidad
tremenda. SubjetivamenteDioslesjuzgará,noyo.
—Una preguntaimportante,padre.
—Venga.—¿Qué opina usted del
marxismo?—¡Yatardaba!—Por favor, no vea
segundas intenciones niprejuicios.
—Le estoy contestando
porque no tengo nada queocultar.
—Gracias, de todasformas. ¿Qué me puededecir,entonces?
—Elmarxismo, talcomose halla formulado, es unasolucióninadmisible.Peronopor la amenaza que suponepara los ricos, sino por sumaterialismo craso. Laparadoja estriba en que el
capital no es menosmaterialista en la práctica,aunquesetomabuencuidadode no proclamarlo en lateoría.
—Pero el capitalismo,padre —dijo Federico—, noestácondenadoporlaIglesia.
—Como doctrina, no;pero tal como se practica, lamayorpartedelasveces,estácondenado por los
mandamientos, que es peor.Y si no lo cree así, intenteusted casar con el evangeliola práctica real y actual delcapitalismo.
—En concreto —siguióFelipe—,¿porquéestáustedaquí, padre? ¿Cuál es suúltimomotivo?
—No es tan fácil decirloencuatropalabrascuandosellega a esta decisión tras un
largo y creo que hondoproceso…
—Lo comprendo, desdeluego,pero…
—Está escrito: «Lospobres serán evangelizados».Ésta fue la señal que dio elmismo Jesús como sello deautenticidad. Pero hoy elproletariado, la masatrabajadora, está fuera de laIglesia. Es un hecho.
Hablando en general se haabierto un abismo entre laIglesia y los trabajadores,inclusomáshondoque entreellos yDios.No es aDios aquien rechazan máspropiamente, sino a laIglesia. No están contraCristo cuanto contra sussacerdotes. Esperar quevengan a escuchamos a lostemplosesenvano.Iraellos
de otra forma que siendo deellos,haciéndosetodoaellosde algún modo, es ilusorio.Lodemássedesprendeporsímismo.
—Peroustedmehadichoantesquenoesperaconvertira sus compañeros; luego,después de todo, están elmismocasoquetildadevanoydeilusorio.
—De ningún modo. Las
primeraspiedrasdecualquiernuevo edificio quedansiempre bajo tierra; no seven; pero son indispensablespara que luego suba laestructura. Queremos darlesuna nueva visión delsacerdote. Queremos echarpor delante el testimonioauténtico del evangelio.Conseguir esto ya seríabastante para un hombre,
para una generación dehombres. Otros vendrándetrásaedificar.
De nuevo terció elingenieroeneldebate.
—¿Y merece la penasacrificar toda una vidasacerdotal, jugándola a estacartaindecisadeloqueharánotrosdespués?
AFranciscoselecoloreóligeramenteelrostro.
—¿A qué sacrificio serefiereusted?,¿adejardeser«el señor cura»?, ¿arenunciar a una serie de«prestigios» sociales?, ¿aprescindir de ciertainstalación confortable en lasociedad?
—No, evidentemente.Yome refiero al sacrificio deuna vida de servicioconcreto, de administración
de sacramentos, depredicación, de asistencia alcultoparroquial,etc.
—Cristo murió joven yrepudiado. Podía haberseguido predicando yenseñandohastatenersetentaaños. Usted qué cree,¿mereció la pena elsacrificio?
A Federico le molestóaquellasalida.
—EnelcasodeCristo,sí,naturalmente. Pero usted noesCristo.
—En eso se equivocatambién. ¿Es o no es otroCristo el sacerdote? ¿En quéquedamos?
Felipe agitó una mano ydijo.
—Os desviáis hacia lateología. Pero yo quierohacer otra pregunta. Dicen,
yo no sé que hay de cierto,que experiencias como la deusted no han resultado. Quelos sacerdotes obreros, enFrancia, salieron porpeteneras. Quiero decir, queen vez de convertir a losmarxistas,fueronconvertidospor los marxistas. ¿Qué medicedeeso?
—¿Y lo lamentan,siquiera, quienes lo dicen, o
dejan entrever la alegría depoder condenar una heroicaexperiencia que lesmolesta?Mire usted, y ahí va mirespuesta. Como afirmacióngeneral, es una calumniavergonzosa. En cuanto aalgunoscasosparticulares,esel precio y el riesgo decualquier otro intento. Elprimer movimientoapostólicofueeldelosdoce;
lo dirigía personalmenteCristo; y, sin embargo, fallóuno. ¿Qué pensaría usted deuna campaña de prensa quese encaminara por eso asembrar la suspicacia y larepulsa respecto de los otrosonce?
Volvió Federico conanimosidadcontenida.
—Usted, padre, seremonta siempre, por lo que
veo, al primer siglo. Pero, ami juicio, eso no vale comotérmino de comparación.Estamos en el siglo veinte ylas cosas han cambiadomucho.
—Peroelevangeliosiguesiendo el mismo y sólo haysoluciónvolviendoaél.
—Puestienenustedesunaformamuycuriosadevolveralevangelio.
—¿Quéquieredecir?—Que el evangelio es
amory, ami juicio, el amorestá absolutamente reñidoconcualquiersectarismo.
—¿A qué sectarismo serefiere?
—Alsectarismodeclase.Ustedes lo practican, sindarsequizácuenta.Seponendel lado del obrero. Por unaparte, pase. Pero es que, al
hacerlo, acampan frente aotros fieles que, después detodo, son también hijos deDios.
—No siga por ahí —interrumpió vivamenteFrancisco—. Nadie másinteresado en mantener lasdichosas clases que laburguesía.
Felipealzóambasmanos.—Bueno,bueno.Amíme
interesa lo personal, no estacontroversiaideológica.
Francisco se sentíamolesto.
—Seacomosea,creoqueyaestuvobien.Paramíéstasson horas de trabajo, demanera que, señores, losiento,perodeboirme.
Sepusoenpie.—De todos modos,
gracias, padre —dijo Felipe
—.Hasidomuyinteresante.—Noloveoyoasí.Cada
unosiguedondeestaba.—¿Esperaba
convertirnos? —preguntóFederico.
—Ustedesmellamaron.—En eso tiene razón —
intervinoFelipe—,poresoledoylasgracias.
—No hay de qué.Dialogar siempre es bueno,
entodocaso.Felipetendiólamano.Ya
nadieseacordabadelagrasa.—Encantado, padre.
Esperoverlealgunaotravez.—Quiénsabe…En aquel momento
sonabalasirenadelmediodíayFranciscotomóladirecciónde los comedores.No estabasatisfecho.Seleveníana lasmientes frases mucho más
brillantes que las dichas;salidas más ingeniosas, másoportunas, más cáusticas.Sobre todo se sublevabacontraeljefedepersonal,dequien lo que más lemolestaba era su fama decatólico practicante. «DonFederico es un excelentefeligrés»… Recordó laspalabras de Sergio,corroboradaspordonJacinto,
elpárroco.«Contribuyealosgastos con regularidad.Siempre sepuedecontarconsupersona».Seríamuyciertotodo ello, pero a él se lehabía indigestado desde elprincipio, y nadie, entre losobreros,teníaconfianzaensuafabilidad. «Prefiero aGómez—decíaCampo—, almenos sabe uno a quéatenerse». Gómez era un
ingenierodetalleres,hombreadusto y exigente, pero confama de recto. «Lo que lepasaaGómezeslaúlcera—dijo un día elCampanilla—,que si no, sería unamalva».Lo cierto era que donFederico no le tenía ningunasimpatía,yestascosassuelenser mutuas. «Tengo quecontrolarmeenesto»,sedijo,un tanto descontento de sí
mismo.Fueadaralpatiocentral
cuandodesembocabalariadade productores en demandadelturnodecomedor.
—Oye…EraelNavajas.—¿Quéquieres?—¿Sepuedesaberquése
te ha perdido a ti en ladirección?
Lemiraba con unos ojos
cargadosdesospechas.—Déjame en paz,
Celestino —dijo Franciscoapartándole a un lado paraseguirsupaso.
—Anda con ojo, tú —masculló el otro por detrás—. No nos gustan lossoplonesaquí.
Francisco se detuvo yacabóporvolverse.
—¿Quées loquequieres
decir?Sintióganasdemachacar
aquel rostro; pero sabía quenoloharíajamás.
—Abuenentendedor…SeacercóSalmones.—Deja en paz a Paco—
dijo, echando a un lado alNavajas—. ¿Te hamolestado?
—No,quéva.«Este Celestino está
celoso—pensó—, ¡qué cosamásabsurda!».
13Francisco se había hecho altrabajo. Ni el ruidoestruendoso de las naves leaturdía,nilasdiversasfaenasdel peonaje le asustaban.HastaconRufino,elcapataz,parecía haber llegado a unmodus vivendi, si bien era atodos manifiesto que elhombre no le miraba con
buen ojo. Trabajaba conguantesprotectores,peroestono había impedido que susmanos se ensanchasen ycurtiesen. A veces se lasmiraba sin pena. No separecían nada a aquellasdelgadas del estudiante, deuñasarregladasypielblanca.«Cristo debió de tener unasmanos así, pues trabajó casitodos los años de su vida».
Recordaba las manos finas,las manos cuidadas, lasmanos perfumadas, incluso,que tantas veces le habíandado la comunión de niño yde joven. Sin duda era unaatención con loscomulgantes; pero él sentíagozodequepudieranpercibirla tosquedad de sus nuevasmanos, por más que laslavase escrupulosamente.
«Tienesmanosdeobrero»,ledijo José Manuel un día, alestrecharle la derecha en lacalle, y los ojos indicabanentusiasmo al hacérseloconstar. «Es que soy unobrero». Nadie, desde fuera,podría comprender el gozoque experimentaba al decirtales palabras. «¿Será unaforma nueva de soberbia?…¡Estaríalucidosiacabarapor
presumirdeloquehago!Y,aveces, me encuentrodemasiado satisfecho de mímismo…»
Salía del comedor encompañíadeTonchu,cuandoSalmoneslehizounaseñal.
—Teveo luego—dijo almuchacho.
—No,voycontigo.Salmones se acercó.
Muchos de los que salían
repararon en ello ycomentaron en voz baja. Elhombre sonreía con esasonrisa suya en que todo seiluminaba menos los ojos,queseguíangraves,siunosefijababien.
—Paco, quería hablarcontigo.
—Comoquieras.Salmones se volvió a
Tonchu.
—¿Looyes,chico?—Déjanos —insistió
Francisco—. Nos vemosdespués.
Hierro había surgido dealgún lado e increpó almuchacho.
—¿Necesitasniñera?—¡Lamadrequeteparió!
—saltóTonchu,escupiendoaunlado.
—Deja…
Salmones sujetóaHierropor un brazo. El aprendiz sealejó con cara de pocosamigos.
—No me gusta que lotratéis así —dijo Franciscocontrariado.
—No tiene importancia,hombre—templóSalmones.
—Bien.¿Quéqueréis?—Nada.Charlarunpoco.
Quedamediahora.
—Estábien.Se dirigieron hacia un
rincóndelaexplanada.—Levengodandovueltas
a una idea —empezóSalmones— y la quierocomentarcontigo.
—Comogustes.Francisco estaba en
guardia, pero tranquilo.Había pasado muchos añosoyendohablardecomunistas;
peroeltenerlosdelantedesí,en carne y hueso, parecíaquitar hierro al asunto.Después de todo eranpersonas,hombres, igualqueRaba, Campanilla o élmismo; si bien algoimpalpable, quizá productode su imaginación, parecíaadvertirle de que aquellosdos estaban hechos de otrapasta,dequeeranmásduros,
por lo pronto,más tenaces ypeligrosos.
—Tú has alcanzado aquíun prestigio, unapopularidad.
—Muchasgracias.—Créemequemealegro.
No eres uno más. EresPaco…
—¿A dónde quieres ir?—interrumpió Francisco, aquien ponía nervioso aquel
panegíricoincoado.—Muy sencillo. No
puedes permanecer almargen.
—¿Almargendequé?Salmones hizo un gesto
vagoconlamano.—De lo que sea. De lo
que se produzca. La claseobreratienereivindicaciones.Si llega el momento tú nopuedes echarte para atrás.A
ti te seguirían muchos.Traicionarías la causa, si lohicieras. Dentro de poco túserás una fuerza aquí. Te lodigoyo.
Francisco le miró a lacara El hombre tenía unasfacciones varoniles y hastaangulosas;peronoexentasdecierto encanto cuando queríaponerse risueño. Sólo en elfondo de los ojos quedaba
una dureza intacta que no sele había escapado desde elprimerdía.
—Enrealidad,¿quées loqueestásqueriendodecirme?
Hierro intervinosecamente.
—Colaboración.—Eso es muy vago.
¿Colaboración en qué, y conquiénes?
—Con nosotros, desde
luego —volvió Salmones—,yentodoaquelloqueatañealinterésdelosobreros.
Francisco quedópensativo.
—Vosotros noimprovisáis. Nuncaimprovisáis. Algo tenéis enlas cabezas. ¿Por qué nohabláisclaro?
—No oculto nada. Habloen general. Lo que pueda
venir depende de muchascosas; de la empresa, por lopronto.Yonosoyprofeta.
—Yo aquí he venido atrabajar.Nosoyunactivista.
AHierro le brillaban losojos.
—Hay momentos —dijo— en los que limitarse atrabajar, como tú dices,puedesertraicionaralaclasetrabajadora.
Francisco le sostuvo lamirada.
—Puedes estar seguro dequeyonotraicionaréanadie.Ahora bien, no eres tú, nosois vosotros, quienes tienenque decir lo que haya quehacerencadamomentoyquécosapuedasertraición.
—¿Quién,entonces?—Paramí,miconciencia.
Sólo ella me puede dictar a
mímislealtades.—Tienes razón —terció
Salmones—.En eso estamosde acuerdo. Pero, llegado elcaso, tú lucharías por lajusticia social como elprimero.Estoysegurodeti.
—¿Qué entiendes tú porlucharporlajusticiasocial?
—Nobusquestrespiesalgato. Entiendo las palabrascomosuenan.
—Si vas por ahí, yo nocreoenlaluchadeclases.
—No se trata de creer ono. En un país capitalistacomoéste,laluchadeclasesestá planteada, guste o noguste, si bien la represiónimpide cierto tipo demanifestaciones de estarealidad.
—No me habléis depolítica,quenomeinteresa.
Hierroexplotó.—¡Ya estás! ¡Demanera
queparati,el tratardesacaral obrero de su miserablecondición es eso, política, yno hay que tocarlo!…¡Cuandoyodigo!
Francisco no perdió lacalma.
—Estoy por la elevaciónde la clase obrera a base deun profundo reajuste de las
estructuras, de laredistribuciónde la renta,dela participación enbeneficios,delarepresióndelos abusos del capital, etc.Pero no por medio de lasubversión tradicionalmentebuscadaporvosotros.
—Puesyapuedenesperarpacientemente los obreros siha de llegarles la redenciónporloscaminosquetúdices.
La burguesía no se dejaráarrebatar sus privilegios porlas buenas. Ni siquiera porlos votos. Eso vetetragándoloynoseasingenuo.
Salmones sacudió lamanocomoimponiendopaz.
—Calma, calma. No setrata ahora de discutir sobreideologías.
—Yo os hablo en elterrenoalquemelleváis.
—Escucha. Nosotrossomos una fuerza aquí,aunquenoteloparezca.
—Esonovaconmigo.—Puede;peroresultaque
tú,quizásinsaberlo, teestásconvirtiendo en otra fuerza,unafuerzamoral.
Francisco se sentíaclaramente supervalorado…«Me quieren coger por laestúpidavanidad».
—Supongamos que fueraasí.
—Llegado el caso,contaríamoscontigo.
—¿Enquésentido?—No para promover
intereses de partido. Tú eresindependiente y loreconocemos. Sirio paradefender el bien de losdemás, de nuestroscompañeros.Elinterésdelos
obreros.Noqueríacomprometerse
ennada.—Yaveremos—dijo.—Oye —le interrumpió
Hierro—, ¿todos los curassontantemescomotú?
—De todo hay, no vayasacreer.
La tensión habíadecrecidountanto.
—Cuando nos conozcas
mejor—dijoSalmones—nosverásdeotramanera.
—Desde luego que meinteresa conoceros; pero yoentiendo conoceros comohombres, no como hombresdepartido.
—¡No empieces consilogismos!—volvióHierro.
—Nosonsilogismos,sondistingos.
—¿Y eso qué? ¿Qué
importaelnombre?Vosotrossois hábiles hablando, paraesooshanpreparado.Lleváisveinte siglos embaucando alpueblo.
—No le haces al pueblomucho favor que digamos;pero dime una cosa: ya queos metéis a redentores,¿quién legarantizaalpuebloque no sois vosotros losverdaderos embaucadores,
con toda esa tremendaexigencia que supone ladictadura del proletariado, acuenta de un futuro paraísoaquí en la tierra? Hay quedesconocer a los hombrespara creer que sean capacesde instaurar la felicidaduniversalsobreelplaneta.
—No es el hombreburgués,enelquepiensastú,elqueseacapazde instaurar
y vivir el paraíso comunistasino el hombre nuevo, elproletario libre deprejuicios…
Vivamente interrumpióFrancisco.
—No hay una naturalezade burgués y otra deproletario.Tuhombrenuevo,en su momento, estaráacechado por los mismosenemigos interiores que el
antiguo, y tendrá que lucharcon la envidia, la ambición,la vanidad, el orgullo, laperezaylasdemáspasiones.
Ycadavezquesucumba,como ha ocurrido siempre,habrá puesto su granito dearena para que el pretendidoparaíso se convierta en uninfierno.
—Tú no puedesentenderlo. Estás lleno de
prejuicios religiosos. En elfondo no eres más que unproductodelaburguesía.
—Lo seré si todo lo queseanopensarcomovosotrossupone credenciales deburgués; pero, entonces, lapalabra burgués tiene unsignificado caprichoso ynuevo.Además,¿porquéibaa ser más verosímil eseparaíso pretendido por el
marxismo, obra a mi juicioimposible de los hombres,queelotroparaísoprometidodesdesiempreporDios?
Hierro hizo un expresivogesto.
—¡Dios!… —dijo—.¡Todavía nadie me haprobadoqueexistaDios!
—¡Ni tú has probado anadiequenoexista!
Salmones que había
escuchado con expresiónbenévola, como quien asisteaunadiscusióndecolegiales,tomólapalabraaquí.
—Os pirriáis por ladialéctica. Pasaríais horasdiscutiendo. Y tú, Paco, loreconozco, eres hábil con lapalabra. Pero no es discutirsobre la ideología lo queimportaahora.
—¿No?
—No.Lo que importa esla acción.La acción que nosseacomún.
—¿Y qué acción puedesernos común a vosotros y amí?
—Másdeloquepareceaprimera vista. Si bien semira, está más cerca delevangelio un comunista queuncapitalista…
—En cierto sentido te lo
podría admitir. Pero soismaterialistas. Negáis latrascendencia, con lo quequedáis radicalmente almargen del evangelio. Lamayor negación delevangelio es sostener queCristonofueDios.
La mirada de Salmonesseaceró.
—¿Y de qué les valeconfesarqueCristoesDiosa
las grandes y piadosassociedadesanónimas?¿Meloquieres decir? ¿De qué lesvalealosorondosconsejerosque reciben panzudos sobresverdesporlimpiarselasuñaso escuchar bostezando entornoaunagranmesa?¿Cuáleselevangeliodelosgrandestrust, de los bancos, de lospeces gordos, de las veintefamiliasparalasquetrabajan
veinte millones deespañoles?
Francisco sonrió ante elasomo de vehemencia deSalmones.
—Yonorecuerdoquemehaya erigido nunca endefensor del capital. Quienpretendadividirelmundoenbuenos y malos, a base deuna línea que separecapitalismoycomunismo,se
equivoca tanto si los colocaenunorden como si lo haceenelinverso.
—Peroesqueenestepaísdalacasualidaddequetodoslos capitalistas soncatólicos…
—Esa es una afirmacióninsostenible.
—¿No gastáis toneladasde tinta en hablar del tesorodelaunidadcatólica?,¿nola
habrá al menos entre loscapitalistas?,¿novantodosamisa?
—¿Yqué?Tehablaríaunratolargosobreeso.Porotraparte, y es evidente, nimucho menos todos loscatólicossoncapitalistas.
—Ahorasoisvosotroslosque os enzarzáis en discutir—dijoHierromástranquilo.
—Tienes razón —
concedió Salmones—. Esmuyinteresante,desdeluego;pero estamos perdiendo eltiempo, cuando lo que hayque hacer es obrar muchomásquecharlar.
—No hago más quecontestar a vuestraspreguntas.
—Sí —saltó Hierro—,pero no has contestado a lapreguntaprincipal.
—¿Quépregunta?Salmones tomó la
palabra.—¿Contamoscontigo?Francisco hizo una pausa
antesderesponder.—Para todo lo que no
vaya contra mi conciencia,desdeluego.
—Loquenoesdecirnada—repuso Hierro—, porquecualquiera entiende la
concienciadeuncura…—Calla —dijo Salmones
—,quenoespoco.—En cuanto a la
conciencia de un cura —añadió Franciscodirigiéndose a Hierro—, noes distinta de la concienciade otro hombre. Laconcienciaesalgoíntimoqueva con nosotros, algo difícilde sobornar. Cada cual sabe
de la suya y debeconformarse con ella alactuar.
—La conciencia es unprejuicio,otromás,contraelquehayqueir.
—Supongámoslo por unmomento. En ese caso, elacallar la conciencia es nomenosunprejuicio,sóloqueun prejuicio comunista, yconseguirlosuponeunalucha
nomenosarduaydifícil.—¿Ya volvéis a
empezar? —dijo riendoSalmones.
14Toda la tarde le dio vueltasFrancisco a la conversación.El listo, el sutil, eso estabafueradedudas,eraSalmones.Hierro, más directo, mássimple, sería más peligrosopara la acción, quizá; perodialécticamente no eraenemigo. «Sin embargo, novoy a hacer nada con la
dialéctica; es inútil irle a uncomunista con argumentos».Meditabamientrasmanejabala herramienta de una formamecánica.«Eltestimonioquemecompeteamínonecesitade palabras. No he venido aconvencer a nadie conrazonamientos, al menos noprincipalmente». Hierro eraun fanático, a su juicio; poreso eramás fácilmanejarlo;
se podía prever con relativafacilidadsureacciónencadacoyuntura. Salmones, muchomás inteligente, en cambio,podía dar muchas sorpresas.EraevidentequemanejabaaHierro. Fuera cual fuera lajerarquía de ambos, estabaclaro que lo empleabahábilmente,amododeariete,depatrulladedescubierta,defuerzadechoque,mientrasél
se replegaba a observar. «Lolanza y lo retira a sucapricho; se escuda en élcuandoleconviene;ysilevemal, tercia sonrientequitándolodelmedio».
—¡A ver si estás en loquesecelebra!
Rufino le increpó máscon el tono que con laspalabras.
—¿Quépasa?
Ya no iba a amilanarseanteelcapataz.
—Que estás en babia yaquínosedanadagratis.
—Muchas gracias por elrecuerdo.
Se volvió sin prisa y seaplicó con pausa a apretarunos tomillos. «Después detodo —pensó—, ¿qué mejorocasiónparacolaborarconeltrabajolento?».
—¡Notemates,Paco!—dijoburlónelsoldadorquesehallaba más cerca, poniendotraslaorejaunelectrodoquenoteníaprisaencolocar.
—¡Ya os arreglaré yo atodos! —farfulló Rufinoretirándose.
—Paraloquepaganéstosvanservidos—siguióelotro—.Datecuentayo,concincochavales.Vosotros,loscuras,
tenéisenestounaventaja.—¿Para qué te casaste,
entonces? —dijo Franciscosonriendo.
—Locuras de juventud,hombre, locurasde juventud.¡Dehaberlosabido!…Toma,¿quieresfumar?
Leofreciótabaconegro.—Gracias.Encendieron los pitillos:
No se veía ni rastro de
Rufino.—Yahora,encima,conla
viviendadichosa.—¿Noteníascasatú?—No, y estaba tan
ricamente; pero estoscabritossonmuylistos.
Era una historia cienvecesoída.Laempresahabíavenido pagando un 30%sobreelsueldo,encalidaddeayuda social, a aquellos
productores a los que nohabía facilitado casa.Ahora,al contar con unos bloquesnuevos, ofrecía las nuevasviviendas y suprimía lamencionada ayuda. Perohabía obreros que, por lasrazonesquefueran,disponíande casa, bien propia, o biencon una renta menor de lasquinientaspesetasquedebíanpagar,comoamortización,al
trasladarse a la nueva y, noquerían aceptar por sentirseperjudicados.
—Ya lo ves. Yo pagodoscientas, y soy de los quepagan más. Si tomo la casanueva tengo que pagarquinientas hasta el año de lapera. Y, si no la tomo, mequitanel30%que tenía,quepara nosotros es vital.O seaque, hagas lo que hagas, la
queganaeslaempresa.—Pero si amortizas la
casa…—Déjate de historias.
Nosotros vivimos al día. Nopodemos permitimos ciertoslujos.Yo estaba guapamenteenmi casayde todo esto loquesacoenlimpioesquemequitan el 30% del sueldobase. Esa es la ayuda de laempresa.¿Loentiendestú?
Noeramásqueuno,entrelos muchos motivos dedisgusto.
—Envezdedarlascasasa los más necesitados —siguió el soldador—, a losque las cogeríaninmediatamente, porqueestánenlacalle,comoquiendice,laofrecenprimeroamí,yaotroscomoyo,quesabenque vamos a decir que no.
Así,conunaviviendasola,seembolsan el 30% de mediadocenadecristianosantesdaque salga uno que les diga,«mequedoconella»,¿tedascuenta?
—¿Yquépiensashacer?—¿Quéquévoyahacer?
Pues lo que hizomi padre ymiabueloyelotroyelotro,asíhastaJesucristo:joderme,eso es lo que voy a hacer,
¿quéquieresquehaga?Elhombretiróelpitilloy
empezóadarlealsoplete;sehabíapuestodemalhumor.
A la salida de la fábricase formaron corrillos. Habíacierta tensiónenelambientey los hombres no seapresuraron a tomar elcaminodecasa.Unmendigode aspecto deplorable pedíalimosna al borde mismo del
portón.Muchosledabanunamoneda. Francisco sintióaquella presencia miserablecomo una punzada en elcorazón. Aquel pobre,pidiendo a los pobres,rebajaba el nivel de lapobreza a la indigencia. Seacercó a él y le puso unamanosobreelhombro.
—¿Quéhay,hermano?El mendicante se volvió
con presteza. En sumovimiento hubo algo defurtivo,prestoa lahuida.Labarbay lasarrugas,enaquelrostro acartonado, podíadenotar una edad avanzada;pero los ojos no eran viejos.Se serenó al verse ante unobrero.
—¿Tanmalandamos?—dijo Francisco poniendo ensus manos el dinero que
llevabaencima.El hombre contempló la
dádiva con ojos calculadoresyluegolemiróconpasmo.
—Dios te lo pague —dijo.
—¿Dios? —era la vozburlona del Energías queacababadeacercarse—.Diosdebedeandarmuyocupado.
—Gracias, muchasgracias—dijo el hombre sin
hacercaso.—¿No hay trabajo,
amigo?—Estoyenfermo…—¿YelSeguro?—Vengo del campo…,
allínohabía…Mevoy…Trató de escabullirse.
Francisco fue a detenerle,peroelEnergías le tomóporelbrazo.
—Déjale, hombre, no le
estropeeseltrabajo,queselevalagente.
Le vieron perderse entrelosgrupos.
—¡Vivir de limosna! —murmuróelpadreQuintas.
—Cálmate, Paco, ya loves. Es una prueba delfracasodelcristianismo.
—¿Qué estás diciendo?—serevolvióFrancisco.
—No te sulfures; pero tú
me dirás. Después de tantossiglos de predicar que todossomosunoyque en el amorse conocerá a los cristianos,resulta que a ti, que erespobre, y en un paíssupercatólico como éste,segúndice laprensa, todavíavienenapedirtelimosna.
—No enredes las cosas,Energías.
—No,siyonolasenredo,
son ellas las que están másenredadasqueunovilloentrelospiesdelgato.
Se habían acercadovarios.
—¿Qué hay de tuexpediente? —preguntóFrancisco cambiando laconversación.
—Bah, eso no mepreocupa.
—EstáenlaMagistratura
—dijoCampo.—Como si está en el
infierno.Elhijodemimadrenosevadeaquí.
—Raba dijo que teníamalcariz.
El Energías sonrió consuficiencia.
—Vosotros, los de laHOAC, sois buenos chicos,pero bisoños. Eso es lo queospasa.Yomamélalucha.A
mi madre la zumbaronestandoyoensuvientre.Esoloexplicatodo.
—¿Cuándo fue eso,Energías? —preguntó Casto,elmaridodelaIsabela.
—Oye, sin guasa, ¿eh?Fuecuandoladel17,quemipadre era minero. Tú, paraentonces, ya andarías por elmonte rompiendo pantalonesen tu tierra, que tú, si te
descuidas,vasconelsiglo.—¡No tanto, no tanto!
¡Noshafastidiao!—Yoquetú,Energías—
volvió Campo—, no lastendríatodasconmigo.
—Ydale—dijo aquél—.Escucha, hermano. ¿Estabasyaaquíhacedosaños?
—Sí, claro. Y hace mástambién.
—Bueno, pues haz
memoria ¿Qué pasó cuandofuimosajuicio?
El padre Quintas seinteresó. Era una historianuevaparaél.
—¿Quépasó?—preguntóalEnergías.
—Es largodecontar.Mequisieron hacer una judiadade esas empresariales. Peroel hijo de mi madre seencerró con el texto del
convenio y estudió losnúmeros. Resulta que yotenía derecho a la primacompleta,ynoalamitadqueme abonaban. Y lo mismoqueyonosécuántosmás.
—¿Yquéhiciste?—A saber. Fui con los
números al jurado deempresa. Me dijeron quetenía razón y que lopresentarían. Pero pasa el
tiempo y que si quieres.¡Menudo soy yo! «A mí nome hacéis esto», les dije;bueno,esoyotraletaníamásgorda que se supone, claro.Total, que la reclamación sepresenta por escrito, y acabael plazo reglamentario y quenada. La empresa en estoscasos esmuda y sorda. Puescon éstas, zas, a Sindicatoscon la reclamación.Allí nos
citaron a la empresa y amí,¿os dais cuenta?, a laempresa y a mí, para quehubiera reconciliación, quetiene bemoles,¡reconciliarme yo con laempresa!Pues,yasesabe,laempresa no compareció y elasunto pasó a Magistratura.Me dieron un abogado deturnoy,oye,el tíodecíaqueestaba encantado conmigo,
pues se lo daba todo clarito,como que me lo habíamasticado yo noches ynoches. Pues llega el día deljuicio y el fulano, que meteníaalapuertadeltribunal,va y sale y me viene concarantoñas a decirme que siera mejor retiramos, que lacosa estaba perdida, que laempresa aducía esto y lootro, que me darían una
indemnización…«¿Limosnas al hijo de mimadre?»,gritéyo,quenomelo comí allí mismo porqueninguno de mis antepasadosfue antropófago. Tales cosasledijeytandispuestomevioa entrar personalmente enaquella sala, que el tipovolvió con las orejas gachaspara adentro y a poco saliócon la mejor sonrisa de
conejo para decirme quepasara a firmar, que estabatodoarreglado.
—¿Ytepagaron?—¡Como me llamo
Energías!Amíya todoslosqueestabancomoyo.
Castodijo:—Hala, vamos a tomar
unacopa.—No,no—saltóPaco—,
copas,no.
—¿Porquéno?—Porque luego la
Isabela…Las carcajadas de los
circunstantes no le dejaronseguir.
—¡Siaellalegusta!—sedefendióelotro.
—¡Un par de rondas,hombre! —dijo el Energías—.Esonohacedañoanadie.
Caminaron hacia la
primera taberna del camino,en una singladura queterminaríaen«ElAfricano».
—¿Quévaaser?Lamayoríapidióvino.—Para mí una naranjada
—dijoFrancisco.—¡Vamos, Paco! —saltó
Casto—. ¡Que no se diga,hombre!
—Tengo que decir misadentrodepoco.
Todos conocían sucondicióny, sin embargo, senotóciertoazoramiento.
—¿Pero,enseriocreeseneso?—preguntó Justino,queeradeAlbaceteyseriocomounentierro.
—Sinocreyera,¿porquéhabía de sostener estacomedia?
—Sercuraesunmododevida,unbuenmododevida.
—Mimododevidaeselvuestro.Explícamequéhagoyoaquísino.
El Energías tomó lapalabra.
—Tiene razón Paco. Yoquenocreoennada,creoqueéstecreedeverdad.
—Peroloqueyodigo—volvió Casto, vaso en mano— es que qué tiene que vereso con un vaso de vino.
¿Que vas a decir misa?Enhorabuena, si tienes esegusto. Pero ¿qué importa?Después de todo, vino antes,vino después. Es lo quehacemos todos sin tantaceremonia.
El padre QuintasconsideródespaciolacaradeCasto.
—Nohayvinoenlamisa—dijo con mucha calma—.
EslasangredeCristo,loquetomo.
Semejantes afirmaciones,en aquel medio, sonabancomounviolínenlanavedecalderería.
—¡Qué cosas dices,hombre! —exclamó Casto,echándose al coleto elcontenidodelvaso.
—Es vino de misa, perovino—dijoeldeAlbacete—.
Yo he visto una vez esasbotellas.
—Así es —concedióFrancisco con paciencia—.Peroenlamisahayalgoquese llama consagración. Enese instante se produce latransustanciación. Lo quehasta ese momento no eramás que vino, deja de serloparapasar a ser la sangredeJesucristo.
—¿Y cómo sabe? —preguntó Justino tan seriocomosiempre.
Francisco abrió losbrazosenexpresivogestodeimpotencia.
—Sabe lo mismo,hombre. La sangre está bajolos accidentes, quiero decirbajoel aspectoyaparienciasdelvino.
—¿Y cómo sabemos que
noesvino?—inquirióCastoahora.
—Porque lo dijo Cristo.Estáenelevangelio.
El marido de Isabelavolvió a beber, se pasó elantebrazo por los labios yconcluyó:
—¡QuiénsabeloquedijoCristo!
—¿Cómo que quién losabe?
—Sí, eso fue hace tantotiempo… Conque nosabemos lo que pasó hacediezaños,asíquefíjate…
—Túdesde luegoquenolo sabes, Casto —dijodivertido el Energías—. Esoeslateologíaytúdeteologíacero.
Francisco se daba cuentade que no había animosidadcontra él en aquellos
comentarios.Inclusoadvertíauna cierta benevolencia queno pasaba, desde luego, delterreno personal. Laignorancia,porlodemás,eraabsoluta. Caminaba hadacasa,trasdejarlosatodosconel vino, y pedía a Dios porelloscomoloharíaporniños,que eso eran, a su juicio, enrealidad. «Niños grandes,toscos, viriles, arrojados;
niños ingenuos y sucios pordentro y por fuera; niñosextrañamente puros, en sudesatada sexualidad; nobles,entre cotidianasmezquindades;tremendamente humanos ensuslimitaciones».
Canela vino a sacar alpadre Quintas de susreflexionessociológicas.
—Paco…
—Ah,erestú.—¿Tepesaverme?Con su apariencia de
simplicidad, eranaturalmente femenina ycoqueta.
—No,quéva.Estaba bonita con
cualquiercosaquesepusieraencima.Canelaeraallícomouna flor milagrosamenteenhiesta en el lodazal. Con
aquel pañuelo de coloresatadoalacabeza,podíahacerun primer plano sugestivopara cualquier revista de lasgrandes.
—¿Estáspreocupado?—¿Yo?—Traesunacara…—Pensaba.—Piensasdemasiado.—¿Túcrees?—Tediréloquesiento—
hizo una pausa—. ¿Te lodigo?
Franciscolamirósinqueellabajaralavista.
—Habla.—Piensoenti.Sintió una leve sacudida
interior.—No digas tonterías,
mujer.—Decir la verdad no es
ninguna tontería. Tú me lo
hasenseñado.Conpaciencia.—Pero,bueno,¿quéeslo
quepiensas?Ellamiróalolejos.Tenía
un perfil sugestivo ymoderno.
—Trabajas, trabajas,siempre activo, siemprepreocupado, siempreayudando a los demás… yparati,¿qué?
—Pili, tú sabes que nobusconadaparamí.
—Pero así no se puedevivir,Paco.
—¿Cómo que no? ¿Puesnomevesamí,chiquilla?
—Así…—No le des vueltas. Mi
felicidad estriba en ayudar alos demás. Luego está Dios,tú lo sabes. Te lo heenseñado.
—Sí,claroquesí.PeroaDios no le vemos ni letocamos…
—¿Qué tiene que vereso? No es el cuerpo, es elalma quien se comunica conDios.
Anduvieron un poco ensilencio.Luegoelladijo:
—Estástansolo…AFrancisco le conmovía
aquellasolicitud.
—Tengo a Tonchu encasa.
—Tonchu… —se quedópensativa antes de concluir—, Tonchu no es unacompañía.
—¿Cómo que no? ¿QuétehizoelpobreTonchu?
—Nada,amínada.—Entonces, ¿por qué
menospreciassucompañía?Estuvoapuntodedecirlo
que pensaba: «No escompañía para un hombre»,perodijoencambio:
—Lo que más quiero esayudarte.
—Yyalohaces,pequeña.Secrispó.—Nomellamespequeña.—Estábien,Pili.—Quiero que me llames
Canela,comotodoelmundo.Quedó un poco
desconcertadoporlasalida.—No veo inconveniente,
enrealidad.Peroaloqueiba,yo te estoy agradecido,Canela.Tú,miconquista.Meayudas con los niños de unaforma maravillosa. Eso sincontar con la parte que lequitas a tumadre en todo lodelacasa.
—Sí,claro.Lanotócontrariada.
—Pero¿quétepasa?—Nomepasanada.—Si quieres que te diga
la verdad nadie me da tantoalientocomotú.Piensoen timuchas veces. Es como simucho de lo que hago lohiciera por ti. Debe serparecidoaloqueenelordennatural siente un padre quetrabaja por una hija… Enrealidad me bastas tú para
justificarmi venida aquí. LaobradeDiosentualma…
Canelainterrumpió.—Nosigas.Apretó el paso
separándose un poco.Francisco la alcanzó,sorprendido.
—¡Pilar!—Perdona —dijo—. No
séloquemepasa.—Anda.Conlamisasete
olvidará.Ellasedetuvo.—Sigue tú.Yo no voy a
iramisaestanoche.Ibaainsistir,pero,alfin,
no lo hizo. «No es su día»,pensó.Nose leocultabaquela psicología de las chicastiene su complejidad.«¿Quién puede entender aunaadolescente?».
—¿Teveréluego?
—Esposible.—Notequedarássolapor
ahí,¿eh?—Notepreocupes,voya
casa.—Adiós,Pilar.—Adiós,Paco.«Rezaréporella».
15Tonchuestabatumbadoenelcatre,bocaabajo,conelpelorevuelto y una convulsióndelatora en los hombros. ElpadreQuintascerrólapuertatrassíyseacercóallecho.
—Soy yo, Tonchu, ¿quépasa?
Noobtuvo respuestay sesentó al borde del camastro.
El chico lloraba, de eso nopodíacaberduda.
—Cuéntame. ¿Qué haocurrido?
Quería evitar lasdemostraciones. Elmuchacho había crecido sincaricias y no era aquél elmomento deproporcionárselas. Franciscolo cifraba todo en la miradadesusojosyeneltonodesu
voz.Sabíaqueera suficienteparaTonchu.
—Estás llorando… ¿Quéte han hecho?… No mecuentes, si no quieres. Bastaque sepas que estoy aquí,contigo.
Guardó silencio,limitándoseadejardescansaruna mano sobre el hombrofeble y pasó un tiempo.Cuando le pareció que el
llanto había cesado, hizopresiónparaquesevolviera.
—¡Déjame!—barbotó elchico, pero se volvió. Temala cara congestionaday roja.Entonces, sin que se lopidiera, contó la historiasórdida y canalla de unamadre enchulada con unindeseable…
—¡Quieren mi dinero!¿Comprendes? ¡Dios, si se
vuelvenaacercar!¡Aesetíolopierdo!¡Telojuro!
Los ojos del muchachollameabandeodio.Franciscono había visto nunca unapasión expresada en rostrohumanocontalplasticidad.
—Quedamos en quequerías ser cristiano —dijoconsuavidad.
—¿Qué tiene que vereso?
—Sencillamente queDiosteponeaprueba.
Tonchu se revolvió conacritud.
—¡ADiosdéjaloenpaz!—gritó—. ¡Si ser cristianosignifica ser un cordero,táchame!
—¿Has oído lo quedecimos en la misa?…«Cordero deDios que quitaslospecadosdelmundo».Ylo
decimosdeCristo.Cristofueun cordero llevado alsacrificioportodosnosotros.
El chico seguía fuera desí.
—¡Pues yo, de cordero,nada! ¡Por ésta —cruzó losdedosylosbesó—queaesetíolodesgracio!¡Porésta!
—Eso es muy fácil,Tonchu —dijo Francisco,levantándose fatigado—. Yo
esperabamásdeti.—¿Quéesperabas?¡Dilo!—¿Paraqué?—¡Quelodigas!Semiraron.—Esperaba que siendo
perfectamentecapazdehaceresoquedices,nolohicieras.Sencillamenteeso.
—¿Porquéno?—Poramor…Tonchusedejócaerhacia
atrásconunaireobstinado.—Deliras.—Nadadeeso.—Los odio. Los odio a
losdoscontodamialma.Y vienes tú hablándome
deamor…¡Estásloco!Francisco no tenía
conciencia de la tristeza queexpresabasurostro.
—Tienes razón. De otraformanoestaríaaquí.
Pasó al otro cuarto, sinmiraralchico,ycerrótrassí.Sentía una gran fatiga queestavezalcanzabaalespíritutambién.Lamonotoníade lafábrica, la incomprensión deamplios círculos, lasambigüedades de Pili, yahora, .la reacciónprimitiva,despegada y pagana deTonchu… ¿Qué estabahaciendoél,enrealidad?«No
valgo, Señor. No creo quefalte tu gracia a la cita conestasalmas;nicreoqueseanpeoresque loscristianosqueandan metidos por lasiglesias… Soy yo quienfalla». Pensó en sutestimonio, la rutina deltrabajo, la impermeabilidadde lagente,sumaterialismo.«Mi pequeño buen ejemplo,mis tímidos gestos, mis
cuatro palabras en unaesquina… en medio de esteturbiomundo,deestadureza,de esta lucha sin cuartel, detoda esta desesperación, deestaspasioneselementalesdelas que viven y que lossostienen…». Por primeravez, sin estar templado porningún idealismo, ayuno deentusiasmo, experimentó suinsignificancia. «¡Me creía
un redentor!». No habíaproporción. Era como echaruna gota de vino en elocéano. Cien años que ledieran para vivir en elsuburbio y nada cambiaría.Más de una vez le habíanpreguntadoporsusfrutos.¿Aqué engañarse? Su vistaerrante topó con el crucifijodehierroquedestacabaenlapared encalada. Cayó de
rodillas. La figura tosca yatormentada quedaba pocomás alta de sus ojos. Podíaapreciar cada detalle. «Notengo nada que decirte»,empezó. Y, sin embargo,hablaba y hablaba sin parar,echando fuera la amarguraque aquella noche, sin saberpor qué, se había desatadoantelareaccióndeTonchu.Ynohubo respuesta, hasta que
acabó de verlo todo negro;hasta que en su desahogohizo catálogo de todas susdesdichas,sintenerencuentala suma de logros quesuponía su aceptación porparte de todas aquellasgentes. Fue cuando se hubovaciado, cuando se declaróvencido, superado,inoperante, fue entonces,cuando sintió por dentro, sin
advertirlo claramente en unprincipio, un sosiego, unaserenidad, un equilibrio queleibanganandopocoapoco,sin razones, sin argumentos,sin discursos. No eranpalabras. Era un estado deánimo. Levantó la cabeza.Miró de nuevo al Cristo.«¿Esturespuesta,Señor?»…Las lágrimasafluyerona susojos,tranquilas,sedantes.
En aquel momento, sinprevioaviso,Tonchuabriólapuerta y entró en lahabitación.Nohubomododeocultarse. El chico leobservaba con una caraempavorecida.
—¿Estásllorando?—dijoincrédulo.
Nohabíaporquémentir.—Yaloves.Hubounsilencio.
—¿Espormí?Francisco meditó la
respuesta.—No,creoqueno.—¿Porqué,entonces?—Es difícil que lo
comprendas… Me acabo deentenderconDios.
—¿Yllorasporeso?—Laslágrimasnofluyen
delavoluntad,niserigenporlarazón.Laslágrimasvienen
cuando vienen, si vienen, ynohayquepedirlescuentas.
Tonchumiróaunlado.—Noteentiendo—dijo.—¿Por qué? ¿No lloras
tú?—Yo lloro de rabia. Eso
esotracosa.Antes de que Francisco
encontrara la respuesta seoyeron unos golpes en lapuerta.
—¿Cerraste?—preguntó.—No,estáabierto.—Diquepasequiensea.Dos hombres estaban
sobreelumbral.—¿Qué queréis? —
inquirió Tonchu. Erandesconocidos.
—¿Noviveaquíelcura?Franciscosalióde laotra
habitación.—¿Mebuscabaisamí?
—Sí,austed,siesqueesPaco,elcuraquetrabaja.
—Soyelmismo.Pasad.Tenían aspecto de
obreros,untantodesastrados.—Verá —dijo uno de
ellos.—Aquí los compañeros
metutean.—Tanto mejor —siguió
—. Nosotros venimos deMurcia. Aquello está muy
maloporlapartedelcampo.—No se come —dijo el
otro que tenía un rostroadusto.
—Buscamos trabajo —continuó el primero—, peroaquíyahemosandadotodoynonosdan.
Tonchumirabaaunoyaotromientrashablaban.
—¿Qué puedo hacer porvosotros? —preguntó
Francisco.—Queremos llegar a
Vizcaya.Allípaganbien.—Y si no, a Europa —
añadióelmásviejo.—Ya…—Necesitamosdinero.Sí.Esoeratodo.Yerade
lo que menos disponíaFrancisco. Sin embargo, nolo pensó. Alguna vez habíaque tener en cuenta aquello
deJesús…—Esperadunmomento.Pasó a la habitación
contigua. Por dentro serecitaba las palabras delevangelio:«Noospreocupéispor vuestra vida, quécomeréis o qué beberéis;ponedlavistaenlasavesdelcielo que ni siembran, nisiegan, ni recogen engraneros y vuestro Padre
celestiallosalimenta¿Acasono valéis vosotros más queellas?».Volvióconeldinero.Era un billete grande y trespequeños.
—Tomad,amigos.Los ojos de Tonchu se
desorbitaron. Los de loshombres, brillaron. El másjoven guardó el dinero,mientras el otro extendía lamanohaciaFrancisco.
—Gracias,compañero.Sucaraadustanocambió
de expresión, pero su vozhabía sido extrañamentecálida.
—¡Si todos los curasfuerancomotú!
—Loshaymejores—dijoFranciscosonriendo—.Noosquepaduda.
Los empujó hacia lapuerta. No quería
demostraciones; pero ellosreiteraban las gracias.Cuando hubo cerrado sevolvióhaciaTonchu.
—¡Estás loco! —dijo elchico.
—Eso ya lo has dichoantes.
—Pero es que ahora lodigo de verdad… Esos tíosarrastraos…
—Nohablesasí.
—¡Pero si no sabes nadade ellos!… ¡Dosdesconocidos!
—Oye —dijo Franciscoyendo hacia él y poniéndolelasmanossobreloshombros—. ¿Qué sabía yo de ti laprimeravez?
Tonchunocontestó.—¿Quieres que te lo
diga? —siguió Francisco—.Sólo sabía que blasfemabas.
Sóloeso.Yteofrecímicasa.Ynoestoyarrepentido…Nohay desconocidos paranosotros, Tonchu, no debehaberlos. De esos dos queacabandesalirsélobastante.Sédequiénsonhijos.¿Noessuficiente? Si hubieraentrado Cristo en persona apedirtedinero,¿quéhubierashecho?
—Noeslomismo—dijo
éltitubeando.—Sí que es lomismo, si
tienesfe.Francisco dio unos pasos
porlahabitación.—Empieza a ser
cristiano, Tonchu —añadió—.Jesúshaestadoaquíestanoche. Le he dado lo quetema…
Había una hondaconvicciónensuspalabras.
—¿Yconquécomeremosahora?
Elcurasonrió.—Contusahorros,chico.
Quiero que participes detantobien.
—¡Quécaratienes,Paco!No había enfado en
aquella exclamación. En lamentalidadmaterializadadelmuchacho se abría vinarendija.
—Yadebíasconocerme.—Estoy viendo que vivir
contigo es lo más insegurodelmundo.Lapuertaabierta.Lacarteratambién.Y,devezencuando, adejarle la camaalaIsabela.
Francisco se sentía ahoracontentoyseguro.
—¿Quieresirte?—¿Quiénhablódeeso?Y
siyomevoy, ¿quién tedará
de comer? ¡Pero lo van asaber todos, que vives a micosta!¡Teloprometo!…¡Loquemefaltaba!
—¿Temolesta?Tonchu se agitó para
contestar.—¡No! Pero tiene gracia
que se crean que tú me hasrecogido. ¡Tú! Y ahoraresulta…
Sonaron golpes en la
puerta. Tonchu miró haciaallí con aprensión. Luegojuntó las manos y,dirigiéndose a Francisco deuna manera cómica,exclamó:
—¡Porfavor!
16Lo había pensado muchasveces, pero nunca lo habíamanifestado. La granAvenida era la líneadivisoria,ylaiglesiasehallasituada justoenesa frontera,perodandocaraaloslujososbloques residenciales. A suespalda, como quien dice,comenzaba el barrio, lo que
en el centro llamaban élsuburbio. Hasta los mismosmuros traseros del templollegabacomounaolasuciaycrespa la abigarradaconstruccióndepandereta,la«perfumada» colmena de losgritos destemplados, la ropatendida, el pavimento detierra,loscablescolgantes,elbotedelata,labasuratirada,el milagroso geranio, el
estiércol seco, los colorescomidos, laspalabrasácidas,lapanaraída,el…
—Empezamos porque laiglesia, esta iglesia, está alrevés.
Lemiraron con atención.Sesentabaelplenoalamesa.DonJacintoenderezólaviejacabeza y sus pobladas cejasparecieronentrarenerección.
—Túsiempreoriginal—
dijo Sergio—, siemprequeriendosorprender.
—Esalgoquehepensadomuchas veces —repusoFrancisco.
—Siesunacrítica…—No,noloes.—¿Qué tienes que
reprochar a esta iglesia? —inquirió don Jacintomolesto—.Estabayoaquícuandosehizo. Los planos fueron
aprobadosenelobispado.—No lo dudo; pero
puestoaescogerentredar lafachadaalosfeligresesdelaAvenida, o dársela a losproletarios del barrio, yohubierahechoalrevés.
Don Jacinto sacudió lacabezaconciertacólera.
—¡Romanticismos!—O evangelios—repuso
Franciscosuavemente.
—¿En qué lugar delevangelioestáescritoquelosfeligreses de la Avenida noson hijos de Dios? —tercióSergioconimpaciencia.
—«Los pobres sonevangelizados». Esa es laseñal, que yo sepa. Y, porconsiguiente, en mi opiniónestaríamos mejor colocadosmirando hacia los pobres,quemirandohacialosricos.
—¡Vete alAyuntamientoconesassutilezas!¡Yaverás!
—Esevidentequecuandoseescribióelevangelionosepensó en el Ayuntamiento.Teloconcedo.
Sergiosemolestó.—Tú siempre sales con
un chiste fácil. Eso es muycómodo.
José Manuel, que nohabía despegado los labios,
lohizoahoraparadecir:—Sepodíahaberhechoa
la larga,conuncostadoparala Avenida y otro para elbarrio.
—Muy listo —dijo donJacinto—. ¡Como si el solarpudiera dar vuelta a tucapricho!
Franciscotomólapalabrapara cubrir al jovencoadjutor.
—No hablamos deposibilidades, sino desímbolos. Discutimos enteoría.
—Sí, eso es lo que osgustaavosotros,losjóvenes,teorizar. Cuando yo salí delseminario también lo hacía.Teníaunasmagníficas ideas.Dejaquelavidaoscepilleunpoco. No viviré para verlo;pero me gustaría, creedme,
me gustaría oíros dentro detreintaaños.
—El que nos gaste lavida, incluso el que nospueda,noquieredecirquenohayamostenidorazón.
—¿Ylaexperiencia,qué?—Letengomuchomiedo
alaexperiencia.—¿Por qué has de decir
siempretonterías?—¿Tonterías?, no, don
Jacinto, nada de tonterías.¡Hay tanta pereza, tantoconformismo cómodo, tantotemor al riesgo, tanta falazhipocresíadisfrazadosconelnombredeexperiencia!
Don Jacinto se puso enpieconelrostroencendido.
—Ahítenéislasmisas—tiró un papel sobre la mesa—. No me sienta biendiscutir tras la cena. Pero te
veo mal, amiguito, con esasideas y esas ocupaciones,muy mal. Ríete de laexperiencia y verás lodolorosaqueacaba siendo latuya personal. Buenasnoches.
Abandonó el comedor yun penoso silencio flotó trasél.
—Lo siento —dijoFrancisco—.Nopenséquelo
tomaraasí.—Teolvidasdequeesun
viejo benemérito —repusoSergioconsequedad.
—Nomeolvidodenada.Él era sacerdote cuando yono había nacido. ¿Crees quenome doy cuenta? Pero unacosa es el debido respeto, yDios sabe que se lo tengo, yotra cosa es ese temorreverencial que entre
nosotrosmatatantasveceseldiálogo… Ha de podersehablar; ha de ser posiblediscutir, expresar el propiopensamiento, defenderlo,sostenercontrariasopiniones.Somos adultos, ¿o no losomos?
Sergio hizo ademán deponerseenpie.
—Si vas a criticar alpárroco,mevoy.
Francisco le miró defrente.
—¿También tú? ¿Quiénhabla de criticar al párroco?… Vengo aquí y me pareceestar soñando… ¡Qué dosmundos!
—Pues éste es el tuyo ylodemássonpamplinas.
—No,Sergio.Yonocreohaberme ordenadopropiamente para ti, para
vosotros,paraestapequeñaydifícil comunidad; sino paraellos,paralaperdidadePili,para el desnutrido Energías,para Hierro el comunista,paralaIsabelavapuleadaporsu marido, para Tonchu elhuérfano, para undesgraciado que llaman elNavajas, para Raba elmilitante, para unchiquilicuatro que le dicen
Campanilla…José Manuel miraba al
padre Quintas con unos ojosencendidos.
—Tú como todos —replicó Sergio—. Todostenemos nuestra gente,aunque no vayamos por ahícacareando una hueste tanpintoresca, tan…exhibicionista.
—Melosupongo…
—Lo que os mata avosotros es el afán denovedad. Digas lo que digasyo sostengo que harías másportodosesos,dedicándoteaellos como sacerdote, quecon esos dibujos de trabajarenunafábrica.
—Los llamas«dibujos»…
—¿Qué quieres que tediga? Nuestro sacerdocio es
espiritual. Hay otrosacerdocio,eldelosseglares,alquecompete santificar lasprofesiones. Te sales de tuesfera.Túhas sidoordenadoparaelaltar,noparaeltorno;paralaadministracióndelossacramentos, no para larepresentación sindical. Deestonomesacas.
—Deacuerdo.Pero, si lagente sehaalejadodelaltar,
tú me dirás qué hagoesperándolosallí.
—Hayotrosmedios.—¿Cuáles?—La oración, la
penitencia, la acciónapostólicadelosseglares…
—¿Y por qué no dar elsalto, ir a ellos, mezclarseprofesionalmente con ellos,paraundía,volverconellos?¿Noestáescritoqueelpastor
dejará las noventa y nueveovejaspara irenbuscade laúnica perdida? ¿No urgiráesto tanto más si, pordesgracia,soncasinoventaynuevelasperdidasyunasolalafiel?
Sergio barrió el aire conlamano.
—Juegas con laspalabras. Buscar las ovejasperdidas no quiere decir
precisamente apuntarse deobrero en una fábrica. Coneso, el pastor, en lugar derescatar la oveja, corre elriesgo de perderse con ella.Y, en todo caso, eso nocompetealsacerdote.
Franciscomiróaloalto.—Me parece que san
Pablo pensó de otra manera—recitando de memoria—:«No comimos el pan de
balde, recibiéndolo de nadie,sino con fatiga y cansancio,trabajando noche y día paranosergravososaningunodevosotros». Está en la carta alosdeTesalónica.
—¡Yasalióvuestro textofundacional! —dijo conironía Sergio—. Pero túsabes tan bien como yo quesan Pablo defendió conclaridad en otros pasajes el
derecho a vivir del altar, yque si en alguna ocasiónproveyó a su sustentotrabajando, lo hizo porquehabía sido calumniado deenriquecerse a costa de loscristianos.
—Exactamente. Lomismoqueocurrehoy.
—¡Quétienequever!—No hace falta ir a la
fábrica para saber lo que la
masa piensa de los curas, desu buena vida, de suinfluencia, de su dinero.Negartodoestoesserciegoavoluntad.
—En todo caso tampocodemuestras nada. Se puedevivir pobremente, conausteridad, sin influencias,etc., sin separarse del altar.No es necesario hacerseobrero.
Franciscoseimpacientó.—Tú eres testigo—dijo,
dirigiéndose a José Manuel—. Es una alergia a cuantosueneaobrero.¡Esincreíble!
—Te equivocas tambiéneneso—saltóSergiodolido.
—Así que un cura puedeespecializarse en cine ymezclarse con susprofesionales en revistas,platos, cineclubs, etc.Yotro
puedededicarsedeporvidaaenseñar a chiquillosrudimentos matemáticos debachillerato.
Y otro más envejece entrabajos administrativos yrutinarios de oficinacurialesca. Y otro se quemalas cejas en las lentes deltelescopio por espiar unaestrella.Ynadie se rasga lasvestiduras;nadietemeporsu
sacerdocio ante semejante«alejamiento»delaltar.¿Quétiene, entonces, el trabajomanual? ¿Por qué eseescándalo ante el curaobrero? ¿Por qué si un curase sale «para arriba», se lecritica, quizá, pero nadie seinquieta; mientras que si uncura se sale«para abajo», seoyen tales gritos, tanapasionadas voces? ¡Esto
quisiera yo que meexplicaras!
—Dramatizas —dijoSergio—. Lo hacéis todosvosotros. Lo vuestro es unademagogia religiosa, eso es.Y la demagogia es siemprefácilyhastabrillante.
—No me has contestado—leapremióFrancisco.
—Loharé,siteempeñas.Yperdonasisoyduro.
—Puedeshablar.Sergio apurómedio vaso
deaguaantesdeseguir.—Un cura que se
especializaencine,dafrutos:Orienta, sanea, brindacriterios.Uncuraqueenseñamatemáticas, da frutos:Colabora en una empresaglobal de formacióncristiana; ayuda a que otrosmodelenel espíritudelniño.
Un cura que se entrega a sulabor científica, da frutos:Gana prestigio intelectualparalaIglesia,tiendepuentesque salven el pretendidoabismo entre la ciencia y lafe.Yahorapregunto:¿Cuálesson los frutos de los curasobreros? Pon la mano sobreel corazón. En un año quellevas, ¿qué has logrado?¿Cuántas son tus
conversiones? ¿A quién hastraído a la Iglesia?Anda, sésincero.
Francisco tenía la caracongestionada y hacíaesfuerzos por dominarse.Aquel modo de argüir ya lehabía sido opuesto infinidadde veces y siempre leproducíaindignación.
—Eres asquerosamenteinjusto—dijocondificultad.
Sergio se mantuvoimpertérrito.
—Paso por alto lapalabreja;peroaguardoaquemedigasporqué.
—Porque lo desconocestodo sobre el tema. Porquevives enuna torredemarfil,rodeado de tu abundantebeaterío. Porque tienes losojos cerrados a un mundodoloroso que empieza aquí
detrásycubremásdelosdostercios de la tierra, y mequedo muy corto. Porque tesientesllenoderazón,segurodetimismo,enunplanetaenque la incertidumbre y laangustia y el miedo y losramalazos de ladesesperación zarandean alhombre hasta la muerte.Porque…
—¡Espera! —gritó casi
suoponente.—¿Por qué tengo que
esperar?—Está escrito que «por
susfrutoslosconoceréis».—¿Yqué?—Que a la luz de este
criterio, que es de Cristo, lovuestro es un fracaso. DebíabastarteconmiraraFrancia.
A la cara de Franciscoafloróungestodeamargura.
—Fracaso, fracaso —replicó—. El fracaso nodemuestra nada aquí. ¡Quéfácilloveistodo!Avosotroslo que os gusta es llegar ybesar el santo. Pues oye loque te digo: ¡Falta muchopara que la masa obreravuelva a besar el santo! ¡Nolodudes!
—Razóndemás.Noveo,entonces, lo que haces tú en
lafábrica.A Francisco le crispaba
los nervios el aplomo deSergio.Alzólavoz.
—¡Pues que Dios teconserve la vista, amigo!Trasunsigloporlomenosdeabandono ydescristianización, ¿quémenos que un par degeneraciones sacerdotalesque soporten la cerrada
incomprensión, la repulsa, lasuspicaciaylosprejuicios?
—Dos generaciones desacerdotes valen demasiadopara…
Se abrió la puerta delcomedor y la alta figura dedon Jacinto se enmarcó enella.
—Es hora de dormir —dijo—.Y, si os falta sueño,haréismejor en rezarque en
discutir.Se levantaron todos y
desfilaron hacia susaposentos. A Francisco, queiba el último, lo retuvo porun brazo. Cuando quedaronsolos en el pasillo, cara acara, la faz del párroco sedulcificó.
—Perdona, hijo, perdonamiintemperanciadeantes.
Francisco se agitó
vivamente, pero don Jacintonoledejóhablaraún.
—El ser viejo no me daderecho a producirme comounverdaderocascarrabias.
ElpadreQuintassesintióhumillado.
—No puedo admitir quese excuse ante mí, no,créame, no puedo. Soy yoquien trae aquí la discordia,soy…
—Nadadeeso,hijo,nadade eso. En el fondo todosandamos tras lo mismo, loque pasa es que cada uno lovedeunamanera.Esnuestralimitación,sóloeso.
—Jamás olvidaré estalección,donJacinto.
—Porfavor,nolallameslección. Además —sonrió—seguro que mañana te doyvoces otra vez. Me conozco
muybien.—Usted puede gritarme
cuandoquiera.El viejo sacerdote apoyó
una mano amistosa en elhombrodeFrancisco.
—Ah —dijo aún—.Sergioesunhombredebien,unbuensacerdote.
—Nolodudo.—Si no es fácil que te
comprenda, tampoco lo es
que le comprendas tú a él.Pero eso, ¿qué importa? Yojamás te comprenderé y, sinembargo, ya lo ves qué nollegalasangrealrío.
Se despidieron allímismo. El padre Quintas notenía paz. Solía ocurrirle.Tras de una discusión así laturbacióndurabahorasen suánimo.Sedirigióalpequeñooratorio.No encendió la luz.
Una lamparilla roja hacíabailar fantásticassombrasenla pared. «No aprenderénunca». Rememoró laconversación y fuedesmenuzando cada salidaairada, cada movimientoapasionado de su ánimo, ytodoeldespechosentido,ylaacritud de la voz, y lodespectivo del gesto… «¿Dequéme vale todo lo demás?
¿Por qué me refugio en ladialéctica? ¿Qué frutos hayqueesperardeunhombretancontradictorio como yo?».Estaba deprimido, y cuandoestaba deprimido le veníanarrebatos de humildad. Pero,en el fondo, tampoco estabaseguro de que aquellahumildad fuese sincera y nosimple desabrimiento por laconciencia de su
imperfección. Decidióquedarse allí durante untiempo, de rodillas, a laespera, por si de frente, deaquella puerta cerrada einerte, llegaba algo hasta sucorazón; una voz, un calor,unatisbodeasentimiento.
17—Padre, ¿sería tan
amable de almorzar connosotros?
Francisco se detuvo, conla casulla que se acababa dequitartodavíaenlamano.
—Un instante, porfavor…
Fue doblando concuidado los ornamentos;
queríaganartiempo.¿Dequéconocía aquella cara? Nuncahabía sido buen fisonomista.En cualquier caso erainsólito.Aquella gente de lamisa de una no era la suya.No conocía a nadie. Lo veíapor el espejo: Sombrero enmano, pelo muy cuidado,trajeimpecable…Sí.Eraunacara conocida. «¿Dónde lehabrévisto?».
—¿No me recuerda,padre?
—La cara, sí; pero noacabodeponerlenombre.
—Soy Felipe Fortuny.Nos conocimos en eldespacho del jefe depersonal,¿recuerda?
—Sí,claro,yacaigo—sepusoenguardia—.¿Yquéseleofrece?
—Hay unos amigos que
deseanconocerleypenséquepodría, hoy que es domingo,veniracomerconnosotros.
Francisconoteníaningúndeseo de cruzar aquellafrontera, a pesar de que suinterlocutor despertaba en éluna mezcla de simpatía,curiosidadeincitanterecelo.
—La verdad es que noentraenmiprogramaaceptarinvitaciones.
—Vamos —dijo Felipepersuasivo—,nomedigaquevaarechazarestoscontactosnormalesentregentesociabley…
—Comprenda —interrumpió—. No es mimundo. Yo me debo a losmíos.
—Lo sé y admiro sulabor; pero usted sabetambién el interés que
despiertay, en todocaso, nome va a hacer un feo.A sumanera, padre —le hizo ungesto de complicidad—,estas gentes le necesitan nomenos que los obreros. Porotra parte, si no viene usted,igualsecreenquelesteme,oquetienealgoqueocultar.
Eran razones pueriles,evidentemente, y, sinembargo, incitaron a
Francisco hasta el punto dedecir:
—Enrealidad…—No lo piense más y
véngase.—Ni uno solo de sus
argumentosvalelapena.Felipe le tomó
familiarmenteporelbrazo.—Confiese,padre,quese
estábatiendoen retirada.Nohablemosmás.
—No,no,acomer,no.Se resistía a la idea de
haceralgoquede saberseenel barrio, sería torcidamenteinterpretado.
—¿Por qué no? Y siefectivamente es tanimportante para usted —insistió Felipecomprendiendo—yaestá.Nohablemos de almorzar. Sevieneustedun rato, tomaun
aperitivo con nosotros yluegosevaacomerdondeleplazca,consuspobresosolo.Ya ve que cedo, pero esepoconomelovaanegar.
La terraza trasera, sobrela piscina, estaba deliciosa.Franciscoveníaacaloradodelcoche de Felipe; pero másqueelcaloreralavergüenzade ser visto en aquelconvertible deportivo lo que
había producido un súbitosofoco que aún duraba alentrar en aquel inesperadoremanso de sombra y brisa,donde un grupo de personasesperaban reunidas. Laspresentaciones rozaronapenassuatención.Lonasdecolores; brochazos de azul yblancoenelaguaespejeante;aluminio en el esqueleto delassillas;labiosrojos;manos
blandas; piel morena;arcoiris de bebidas; piesdescalzos; flores, muchasflores; gritos infantiles; eltarro de la crema;descomunales gafas negras;el aleteo de un abanico;«encantado»;«esunplacer»;brazos carnosos,asalmonados, a dos colores;«estábamos deseandoconocerle»; portadas
estridentes de revistas;sudorcillo; «nos han habladotanto»; alguien que sechapuza; «¿un martini?»;«muchas gracias»; la panzarojo sangre del sifón; «sí,señora»; las sandaliasdoradas de la señora; «Pilar,unhielo»;vocesadolescentestras el seto; «¡Todos aquí!»;pieles mojadas; ébano claro,brillante; más
presentaciones;«perdonequeestén medio desnudos, sonunosniños»;formaspúberes;«no tiene importancia»;manos delgadas; «tantogusto»; «el gusto es mío»;carreras; «¡Gracita, tú no temojes!»; el rubor de lasgambas; la opulencia sinfaja; «ponle un cojín alpadre»… Se maldecíainteriormente por haberse
metido allí. «Y sonrío comounhipócrita»,pensó.
—Celebro que hayavenido. La verdad es queestabadeseandoconocerle.
Felipe explicó,dirigiéndoseaFrancisco.
—Aquí donde lo ve, esunodelospecesgordos.
—¿Sí?—De profesión,
consejero—serio—.Unode
losgrandesculpables.—No digas bobadas —
protestódonCosme.—Tú siempre de broma
—apostilló la señora,mordisqueando con boca depiñónunpinchitodelicioso.
—Pues aquí lo tenéis—dijo Felipe—, mi amigo elpadre Quintas. Uno de esos«curas nuevos». Ahorapodéis preguntarle cuanto
queráis.Oslohetraído,¿no?Sonrierontodos.—No lehagacaso,padre
—replicó la señora—. AFelipelegustaliaralagente.Esunguasón.Ylograndeesque luego dice que a él lascosas de la Iglesia le dejanfrío.
—No te metas conmigo,Engracita, que aquí lo queimporta es el padre Quintas,
nodisimules.Laseñorahizoademánde
tirarle una aceituna, pero sevolvió en seguida alsacerdote.
—Me habían dicho,padre, y perdone miindiscreción, que usted nousabasotana.
Francisco acomodómaquinalmente los plieguesdelasuyayrespondió:
—Efectivamente, señora.No va con el trabajo. Mireustedasuschicos.Novienenalapiscinaconeltrajedeiralanieve,oviceversa.Comoesnaturalcadacosarequierelosuyo.
—Sí, pero fuera deltrabajo…
—Donde yo vivo no estábienvistalasotana.
Don Cosme dejó el vaso
sobrelabajamesita.—Noesrazónparaceder.
Esunprejuicio.¡Sifuéramosadarlesporelgustoen todoloquequieren!—dijo.
—Si a usted le interesamucho firmar un contratoconotroseñorysedacuentade que le molesta el humo,¿encenderá un puro ante susnarices durante laconversación destinada a
convencerle?La señora frunció el
gesto.—La sotana significa
mucho más que el humo deuncigarro,digoyo.
Aquel aplomo molestó aFrancisco,poresodijo:
—¿Mucho más?… ¿Porqué?
Que le nieguen a uno loque tienepor axioma ledeja
sinpalabras.—Porque… Pero,
bueno… ¿habla usted enserio?
Felipe no quería que lascosassesalierandeuncaucepicantillo.
—Para mí, querida, lasotana es un mero accidente—dijo.
—Noestuopiniónloqueahora cuenta —repuso ella
—; es oírlo de labios de unsacerdote lo que producepasmo.
Pilar, que miraba ora auno,oraaotro,comentó.
—A mí me gusta lasotana. Yo jamás meconfesaría con un cura depaisano.
—¿Quéesloquecambia,en realidad? —replicóFrancisco.
—No sé, lo encuentrocasiimpúdico.
A Felipe le hizo graciaquePilar,precisamentePilar,hablara de impudicia conaquellacaritaapretada.
—¡Mujer! —dijo festivo—, loscurasvanvestidosdehombre bajo los hábitos, ¿túquétecrees?
—¡Felipe!—reconvinolaseñora.
—Uncurasinsotanaserásiempre algo así como unprincipio de profanación —terció don Cosme—. Seempieza por colgar la ropatalaryluegonosesabecómoseacaba.
—Yo estoy por la sotana—remachó la señora—. Lasotana tiene todos misrespetos. Lo tradicional. Loprobado. Las novedades son
paranosotras,lasmujeres,noparalaIglesia.
—No olvides, Engracia—volvió Felipe—, ‘que laIglesiaesfemenina.
—¿Femenina? —seencrespó ella—. Defemenina, en todo caso, notiene más que el nombre.Papa, cardenales, obispos,canónigos, arciprestes,curas… todos son hombres.
Y,sinembargo,¿quéseríadela Iglesia sin nosotras, lasmujeres?
Francisco asistía comofascinadoyalmismotiempoajenoatodoaqueldesplieguede superficialidad, cinismo,ligerezaeinconsistencia.
—El sacerdocio incidesobre la persona —dijo— ylaunciónseadministraa lasmanosdesnudas.Yahadicho
el pueblo que el hábito nohace al monje. Donde lasotana puede ayudar alministerio, si en algunaspartesocurretodavía,quenoserá pormucho tiempo, bienestá la sotana; pero, siestorba, si segrega, siobstaculiza, si pone enguardia, entonces, señores,estádemás.
DonCosmealzóundedo
comopidiendovez.—Un momento, amigo.
Hacer de obrero con sotanaes absurdo, lo concedo. Perohabría que aclarar si laconsecuencia legítima ha deser quitarse la sotana o másbiendejardehacerseobrero.
—Ustedhacedelasotanaun mito, o un tabú; pero laconveniencia o no de llevaradelante una forma de
apostoladonosevaadecidirporqueseejerzaconsotanaosin sotana. Ni Cristo ni losdoce vistieron de sotana,sino, simplemente, depaisano.
—Peroentoncesnohabíacaso—dijolaseñora—,puestodo el mundo usaba ropatalar.
—¿Y qué? ¿Es que hayalguna virtualidad en la
condicióntalardelaropa?Doña Engracia meneó la
cabeza.—Siempre será más
modesta.—Adóptenla entonces
ustedes, las mujeres, aquienes más concierne, entodo caso, la modestia en elvestir.Cristo,hoy,seecharíaunmonoencima,nolequepalamenorduda.
—Todo esto —dijo donCosme— no se plantearía siustedes los sacerdotes semantuvieran dentro de sustareas tradicionales. Nohabría necesidad de discutirlascostumbresadmitidas.
—Pasando por alto lo delas tareas tradicionales, yaque si se examinan a fondociertas tradiciones, se llevaunograndessorpresas,ocurre
que algunos pensamos que,de seguir así, nos íbamos aquedarsolos.
DonCosmeagitólamanoen el aire de modosignificativo.
—Tonterías. Nunca huboen España tanta religiosidadcomo ahora. Somos unEstadocatólico.
—¿Ustedcree?—¿Es que lo pone en
duda?Franciscomiró al trasluz
el vaso apenas tocado de suvermú.
—Cubique las iglesias;multipliqueporelnúmerodemisas y obtenga el tanto porciento de cumplimientodominical entre nosotros.Repóngase de la sorpresa yluegorestelamasagrandedelos que siguen asistiendo
porque lo pide un climanacional,diríamos;porquesetrata de una rutinadominguera; por no tenerdisgustos en casa. Entre loque le quede, rebusque enrecuento de los obreros…Luego hábleme de estecatólicopueblo.
—Debilidad humana;nada más que debilidadhumana; falta de reflexión;
llámelo como quiera; peroestán todos bautizados y norechazan los últimossacramentos. ¿Qué másquiere?
—¿Qué más quiero?¿Deboconformarmeconunareligión que consiste en elbautizo del niño, que nodecide por sí, y en laasistencia final al anciano,llevado al extremo de la
debilidad y acosado, al fin yalcabo,porelmiedo?
—¡PorDios!—dijoPilarhaciendo un mohín dedisgusto—. No hablen deesascosastantétricas.
DonCosmepasóporaltolainterrupción.
—¿Y piensa usted llenareste diríamos vacío con suincorporación activa almundo del trabajo, con el
sencillo expediente dehacerseobrero?
Francisco se daba cuentade la carga de contenidapasión que llevaban laspalabras de su interlocutor.Sesentíaviolentoenelfondoyconganasdegritar;peronoquería perder su dominio aningúnprecio.
—Hacerse obrero —dijoconengañosa suavidad—,en
ningúncasoesunexpedientesencillo. En cuanto a lodemás, yo hago lo que medictamiconciencia.
—Uno puedeequivocarse.
—Sí, pero eso es unriesgo que hay que correr yque no acecha menos enabstenersequeenactuar.
—No estoy de acuerdo,padre. No es igual. Un cura
metido en una fábrica ya sesabecómoacaba.Esdecir,esmuchomayorlaprobabilidaddequelafábricaconviertaalcura, que no de que el curaconviertaalafábrica.
—Yo no he hablado enningúnmomentodeconvertiralafábrica.
—Entonces —saltó doñaEngracia—,¿aquévaaallí?
Franciscosevolvióhacia
ella no sin reprimir elparticularenconoqueaquellavirulenta y dogmáticamatrona despertaba en suánimo.
—Voy —dijo— a dartestimonio de Cristo. A serpobre con los pobres deCristo. A participar delmismocáliz.Ahacermetodoaellos.
—¿Y en este testimonio
—preguntó don Cosme—,entra el participar de susinquietudes políticas, porllamarlasasí?
—Depende de lo queusted entienda porinquietudesyporpolítica.
—Debajo de todo eso,ustedesdebensaberloysinolo saben yo se lo descubro,no hay más que agitaciónmarxista.
—¿Sí?Francisco sonreía, y, sin
embargo, le indignaba tantasimplicidad.
—Sí—siguiódonCosme—. Y no sé lo que usted,sacerdote,puedehacerahí, anoserelpapeldevíctima.
—¿Es ustedfilocomunista, padre? —preguntó Pilar con aireinocente.
—¡Qué pregunta, chica!—gritóFelipedivertido.
El padre Quintasconsideró a aquella mujerdonde el artificio seadivinabaentodo,hastaenelmododeextenderelmeñiquealsostenerelvaso.
—Hastaahora,no—dijo,siguiendoeljuego.
Pero Engracia no teníasentidodelhumor.
—¿Cómo hasta ahora?¿Es que piensa dejar lasotana?
—Según como se mire.Lasotanaladejarédentrodeun rato; el sacerdocio,evidentemente,no.
—Usted sabe muy bien—dijo don Cosme— que uncatólico ha de seranticomunista;cuantomássiessacerdote.
—Cuanto más, no; nadamás. Más aún, en ciertomodo puede que hastamenos.
—¡Hombre, hombre! —se alteró el consejero—.¡Estosíqueesnuevo!¿Puededecirnos en qué sentido lecabe a usted ser menosanticomunistaqueamí?
—¿Porquéno?—¡Nos está
escandalizando! —sentenciólaseñora.
—Un escándaloinofensivo, créame—replicóFrancisco con la peorintención.
—Déjale,Engracia—dijoel marido—, déjale que seexplique, porque esto sí queesinteresanteenlabiosdeuncura.
—Hay un
anticomunismo, en el planopolítico,quetratadebuscarydesarrollar un clima de odiocontra los comunistas y queen el fondo lo hace paradefender intereses de clase.Esteanticomunismosuelesereldeustedes, losconsejeros;pero de él no debemosparticipar nosotros, lossacerdotes.
—Esassonpalabrasdeun
compañero de viaje, ni másnimenos.
—Esassonpalabrasdeunobispo católico, monseñorGuerry. Perdón por nohaberloadvertidoalcitarlas.
La señora dejó demordisquear el deliciosocanapé que tenía en lamanoparadecir:
—Citas de obispos… amí no me hacen fuerza. Se
oyecadacosa,pordesgracia.Pero un obispo no es elEspírituSanto.
—Desde luego que no,amiga mía; aunque sueleestarunpoquitomáscercadelasfuentesdeinspiraciónqueuna señora de nuestramaravillosa y bien asentadasociedad.
Felipe, atento a que laconversación no se le
desmandase, se apresuró adecir:
—Padre, es una lástimaque no quiere acompañarnosa lamesa,¿deverdad insisteenirse?
La buena educación delos presentes, elconvencionalismo del tratosocial,hicieronque lahondatensiónparecieradisolverseytodo se trocó en sonrisas
melosas,apretonesdemanos,obsequiosasfrases…
La señora de la casa, unpocosofocadaaún,componíasumejorgestodedespedida.
—Ha sido un verdaderoplacer,padre.
Pilar era coqueta hastasindarsecuenta.
—¿Volveráporaquí?DonCosmenocejabadel
todo.
—Aquí tiene su casa.Quedamuchoporhablar.
Felipeteníalasllavesdelcocheenlamano.
—¿Lellevo,padre?—No se moleste, por
favor.—Sinoesmolestia…—¡Niños —gritó la
señora—, a despedir alpadre!Franciscosaliódeallíentre contento y asqueado y
prometiéndose no volver.Tenía razón Felipe. Aquellagente,asumanera,estabanomenos necesitada que loscompañeros del tajo. Perotenían sus pastores. No eransus ovejas. «No podría; creoquenopodría».
18El malestar causado por elsistema de turnicidad en eltrabajo venía en aumento amedidaquenuevasseccionesy talleres iban quedandoafectadas, al conjuro de lasnecesidades de la empresa,queseracionalizabacadadíamás y pasaba como unagigantescaapisonadorasobre
los menudos, insignificantese indiferentes problemaspersonales. Los ánimosestaban excitados y laexperiencia resultó negativa,a juicio de lamayoría.Todoel mundo parecía querervertersuiraenpresenciadelpadre Quintas, desahogarsedialogando con él, sondearlealrespecto.
Hierro acostumbraba a
venir directamente; nonecesitaba de hacerse elencontradizo.
—¿Yahoraquédicestú?Francisco levantó la
cabeza.—¿Cómoquédigoyo?—El trabajoa turnoscon
relevo es lo último. Elcapitalismo se devora a símismo en el afán decompetir.
Y se empieza a devorarpor los pies, es decir, por lodeabajo,quesonlosobreros.Trabajo de esclavos. Y aagacharlacabeza.¿Noesesoloquevosotrospredicáis?
—¿De qué te quejas?—repuso con calma Francisco—. Como buen marxista túdebes alegrarte de esta, parati,autoantropofagia…
—¿Crees que por ser
comunista no me tocaaguantar como a todoquisque?
—Sí, pero lo que esbueno para la marcha delpartido, lo que confirma susdogmas, es bueno para uncomunista. Lo personal nocuenta.¿Onoesasí?
—No me vengas conhistorias…
AHierrolesacabadesus
casillasladialécticadelcura.—No hago más que
pensar con vuestrascategorías mentales. FueMarx el que anunció laintrínseca descomposicióndel capitalismo y el bieninapreciable de la lucha declases.¿Nodebealegrarseuncomunista de todo lo queahonde las diferencias,aumenteeldescontento,haga
insoportable su condición alaclasetrabajadora?
—Hablas como un discorayado. ¿Te enseñaron todoesoenelseminario?
—¡Quécosastienes!¿Nohasleído«ElCapital»?
—Era yo el que estabapreguntando.
—Comoquieras.—¿Qué postura vas a
tomartú?
—¿Yo?—Sí, tú, claro. Tengo
curiosidad.Francisco sonrió sin
responder.—¿Qué dices? —insistió
Hierr.—Es curioso. Tú eres
ateo;pero lapresenciadeuncura tedesasosiegadeformamanifiesta.A mí me dejaríatan tranquilo la presencia de
unbonzoentrenosotros.Hierrosesublevó.—¿Quién te crees que
eres? ¡Me importas tanto túcomo la mitra del obispo!¡Noshaamolaoeltío!
Selehabíaidolavozoelgesto; la cosa fue que yateníanalencargadoencima.
—¿Quédemoniosospasaa vosotros?—y dirigiéndosea Francisco en exclusiva—:
¡Éste no es sitio desermones! ¿A quién quieresembaucar?
Hierro era hueso duro deroer,aunparaelcapataz.
—¡Si hay algunaindirectaaclarémonos!
Rufino esbozó unamueca.
—Contigonovanada.El padre Quintas se
enfrascó en su trabajo sin
más. Le halagaba quevinieran a él, aunque fuerapara discrepar. Miradasinterrogantes y exentas deanimosidadlellegabandesdelasmáquinas.Querían saber.Pero el primero que tuvoocasióndeemparejársele fueSalmones, con su gestosempiterno de estar en elsecretodetodoslosritos.
—Tedaráscuentadeque
ha llegado el momento deunir todas las fuerzas. Elnuevohorarioesinaceptable,al menos en las presentescondiciones.
—Supongo que tambiénen Rusia habrá fábricasdondesetrabajeaturnosconrelevos.
NosealteróSalmones.—No se trata de lo que
paseenRusia,sinodeloque
a nosotros, en concreto, nospasaaquí.
—Esqueseríainteresanteestardeacuerdoenquesienoccidente el capital explotaal obrero, en oriente es elEstadoquienlohace.
—Hablas con palabrasgrandilocuentes: Oriente,occidente,Estado…¿Porquéno te ciñes a nuestroproblema?
Francisco lemiródehitoenhito.
—No te voy a hacer eljuego.
Salmonesalzólascejas.—¿Será posible que por
no hacerme el juego a mí,como tú dices, dejes en laestacadaaloscompañeros?
—Loquehedehacerporlos compañeros he dedeterminarloyo,notú.
—Vaya, estás agresivohoy, ¿verdad? Uno viene acharlarcontigoylorecibesapatadas.
Franciscosonrióasuvez.—¿No ves que nos
conocemosbien?—Tienes razón —siguió
Salmones en el mismo tono—. ¿Sabes que te voyteniendoestima?
—Nomedigasquevasa
acabarpidiendoconfesión.Seriodebuenagana.—Como hombre, Paco,
eres algo de carne y huesopara mí. Como cura no eresmásqueunaentelequia.
—¡Pues fíjate lo queserás tú para mí comocomunista!
—Sí, esto es lacoexistencia pacífica; pero,oye, estarás de acuerdo en
que el nuevo horario esinaceptable.
—Ya lo hemos aceptado,puestoqueestamosinmersosenél.
—Sí, pero siempre sepuedeunoplantar.
—Deliras.—¿Esqueteopones?Semiraron.—Ya te dije que no me
vasasacarnada.
—Nome digas que estásconlaempresa.
—¿Loestástú?—Evidentemente,no.—Claro, sobraba la
pregunta.—Pero no me has
contestado.—Yo estoy con la
justicia.Salmones le miró
atentamente. Luego su
semisonrisa se ensanchó.Francisco se dio cuenta deque, por el momento,abandonabalapartida.
—Gran palabra —dijoaquél.
—Sí,granpalabra.Oscar Raba le había
pedido que asistiera a lareunión del jurado deempresa.Habíadudadoentreir o no. Por más que uno
pretendiera mantenerseindependienteyalmargen,elcompromiso iba en aumentocadadía.Lacomunidadeneltrabajo, la solidaridad,creaban unos vínculos eimponían unas lealtades. Lopensó horas enteras.Arrimaría el hombre encuantonotuvierapolíticapormedio. Pero ¿sería siempreigualmente fácil discernir
dónde estaba pintada ladivisoria?¿Podría elhombreabstenerse siempre ylegítimamentedelapolítica?La turnicidad, tal como sehabía implantado, no erajusta.Había que vivirla paracomprender hasta qué punto.Estabaclaroqueparaciertoselementos este asuntobrindaba oportunidades deimplicaciónpolítica,ydeuna
política subversiva. Pero¿habíaqueabstenersedeunajusta reivindicación porquealguien quisiera sacargananciaaríorevuelto?
En el jurado de empresa,Raba tenía la voz máscaracterizada. Se sentabancon él algunos otros de laHOAC.La retracción de unaseriedevaliososelementosyla no viabilidad de otros,
excesivamentecomprometidos, habían dadopasoaunequipodehombresmuy sinceros, aunque conmedianarepresentaciónyconmuy pocas posibilidadescircunstanciales.
—Teesperábamos,Paco.—Muchasgracias.Elsaloncito,porllamarlo
de algún modo, de quedisponía el jurado de
empresa teníamuypocoqueverconloslujososdespachosde la dirección y, desdeluego,nadaconlaimponentesaladeconsejos.
Rabaordenabaantesíunapila de pliegos garabateadosentodasusuperficie.
—Hay más de tres milfirmasaquí,ynosquedamoscortos.
—Elsentiresunánime—
dijo uno de hornos—.Ya oslodecíayo.
—¿Y qué haylegalmente? —preguntóFrancisco.
Raba tomó la palabra,ojeandounapunte.
—La legislación actualconcede media hora, dentrode cada turno, para temaralimento; media hora queaquíbrillaporsuausencia.El
trabajo a turnos con relevosno es ilegal en sí. Lo quepasa es que nuestralegislación al efecto, la del46, no tiene en cuentacircunstancias capitales quese dan en este modo detrabajar, lo que hace que nose reflejen suficientementeen el orden económico. Senos hicieron promesasconcretas, perodepalabra, y
ahora nadie parece quereracordarse de ellas. Para ladirección todo eso sonmúsicascelestiales.Sabemosque en Alemania,Norteamérica, etc., laempresadebepagarmuycaroel trastorno que causa alproductorporlaturnicidad.
—Sí—dijo el de hornos—, ¿quiénmepaga amí losdañosqueacusamiestómago
al cambiar cada semana lashorasdecomer?
Campo, que no habíaabiertolaboca,lohizoahorapardecir:
—Tenemos hijos.Yo fuia un cursillo paramatrimonios y elconferenciante se quejaba delo poco que convivimos hoycon ellos. Pero si yo tengoque andar a turnos de esta
forma, ¿cuándo y cómo meorganizo para atenderlos aelloscomodebeser?
—Sí —dijo Franciscopensativo—. Todo eso esimportante.
—¿Y qué decir deldescanso?—planteóRaba—,porque no es igual que tetoque el domingo a que tetoqueelmartes.
—A mí me toca un
domingocadacincosemanas—sequejóeldehornos.
—Yotra cosa, ¿qué pasasi te falla el relevo? —inquirió Campo—. En misección leocurrióaPolanco,que no le vino el fulano ytuvoquehacerotroturnosininterrupción, porque lasllavesnopodíanquedarsolasyelingenieroleamenazó.
Hubo un silencio.
Franciscomiróentorno.—¿Quépensáishacer?Rabatomólapalabra.—Para eso nos hemos
reunido.Sinodamoslacara,los compañerosharán caso alos de siempre, que nosllamanvendidos.
—Podemos dimitir yestamosalcabodelacalle—dijoCampo.
—No —le corrigió
Francisco—,dimitir,no.—Pues túdirás,porquea
nosotros, allá arriba, noshacen tanto caso como sifuéramoselpitodelsereno.
—Nadaderetirarseantesde tiempo. Sopesemos lasposibilidades.Pensemosalgoque valga la pena.Pongámoslo por obra yhagamosqueloconozcatodoelpersonal.Deestaformalos
obreros sabrán que el juradoha cumplido con su deber yla empresa habrá deenfrentarse con una realidadmásduraeingrata.
—Sí,pero¿qué?Franciscoteníasuidea.—Hagamosunamemoria
—dijo—, una memoriabreve, pero contundente, enque se resuma toda la razónqueasistealproductor.
—Ya —replicó Raba—,para que la reciban endirección con las mejorespalabras y la archiven encuantocerremoslapuerta.
—Y menos mal si laarchivan —apostilló el dehornos—, que a mí mepareceque loqueharán serádestinarlaalapapelera.
—Oalretretedelgerente—dijootro.
—¡Un momento! —interrumpióFranciscoalcoropesimista—. Hagamoscopias,copiasenabundancia,una copia para cadaproductor. De esta forma nolesserátanfácilignorarloendirección.
Los ojos de Raba seiluminaron.
—Esoesmejor—dijo.—¿Y quién hace las
copias?—inquirióCampo.Hubo un momento de
desánimo. El de hornos dijoalcabo:
—Tengo un hijo quetrabajaenunaimprenta.
Se animaron las voces,hablandovariosalavez.
—Cuidado —advirtióCampo—,esoesclandestino.
—¿Pero hace faltapermiso para una cosa así?
—preguntó un jovenmilitante.
—Nada se consigue sinun riesgo —comentóFrancisco.
Raba miró al curadetenidamente.
—Tienes que encargartederedactarlo—dijo.
—¿Yo?…No se le había ocurrido.
Él se consideraba allí como
meroobservador.—Entre nosotros no lo
haríanadiecomotú.—Sí, Paco —apremió el
de hornos—. Échanos unamano.
—Nosotros reuniremostodo el material —insistióRaba—, tú sólo tienes quedarlelaformaconveniente.
—Diquesí.—Nonosfallesahora…
¿Y por qué no había dehacerlo? Era una peticiónjusta.
—Está bien—dijo—.Loharé.
Los componentes deljurado de empresa seencargaron de proporcionarlos datos, casos yexperiencias necesarios ymás que necesarios. Habíaquehacerlasíntesis,ordenar
todoaquello,darleforma.Noera trabajo difícil para él.Dejóaun lado toda retórica.La tesis era simple. No ibacontraeltrabajoaturnosconrelevos; pero potenciaba yponía en su lugar losinconvenientesdetodoordenque esto le suponía alproductor y valoraba, enconsecuencia, laindispensable compensación
económicaqueseledebíaenjusticia para recomponer elequilibrio crasamentealterado.
—¿Cuándo te acuestas?—dijo Tonchu irrumpiendoensucuarto.
—Tengo que acabar elborrador.
—Mañanaentramosalasseis.Tienesquedormir.
Le miró a los ojos. La
caradelmuchachoexpresabadisgusto. A él le divertíaaquellasolicitud.
—Duermetú—dijo.—¡Duermetú,duermetú!
—le imitó Tonchu enfadado—. No hay nada más difícilqueconvencerauncura.
Salió dando un portazoantelasonrisadeFrancisco.
«Extraño mundo éste».Sobre la mesa, que a sus
horasservíadealtar,estabandispersos los papeles llenosde notas apretadas. Elinforme debía estar listo porlamañana.Urgía.Unanochesindormir,inclusocuandosetieneencimalafatigadeunajornada laboral, no esobstáculo de mayor montapara quien se da conentusiasmo a los demás. Loque no es tan llevadero es
presentarse a las seis de lamañana para tomar el turnocon otras ocho horas pordelante. «Un día es un día.Nadiemuereporesto».
19—Nena…Celestino Corcuera, el
Navajas, la estaba esperandoalanochecer,enelquiciodelportal, deslustrado y sucio.Ellanolehabíavistoyahoralo tenía encima, sobre elescalón, lo que le ayudaba asacarlemásdelacabeza.
—Measustaste.
—¿Asustarte yo? ¡Si memueroportushuesos,cariño!
—Ya tú sabes que noestoyporesasmúsicas.
Lo que terna el Navajascon las mujeres era labia.Parolaba como un poeta delengua suelta y en seguidaachuchaba como un novillode buena casta. Todo conmuchojuegodeojos,entornede párpados, aleteo de
pestañas y frases rezumadasentre unos labios casiinmóviles.
—¡Canela!…—Déjamepasar.No era Pilimujer que se
acobardasefácilmente.Habíanacido en alta mar, comoquien dice, y desde niña sehabía visto obligada anavegarporpropiosmedios.
—¡Quenopuedomás, te
digo! ¡Quememuero por ti,preciosa!
Hizoademándesujetarla.Ella le propinó unmanotazosincederuncentímetro.
—¡Lasmanosquietas!—Lo que tú mandes, mi
reina; pero, escúchame. ¡Telojuroquenote toco!,pero,oye, vámonos al terraplén,¿teacuerdas?
—Ni lo sueñes. Eso fue
antes del diluvio. Éramosunoscríos.
—Razóndemás,mivida.Lonuestro es lo feténVienedeantiguo.
—Olvídalo,chico.Hizoademándeapartarle
para pasar, pero el Navajasobstruyó el paso con losbrazosabiertos.
—¿Ya dónde vas contantaprisa,di?
Se le había cambiado elgesto y las comisuras de loslabios caían ahora haciaabajo,conresentimiento.
—Notengoporquédarteexplicaciones.
—¿Es a ver al cura a loquevas?
Canelaadelantóelrostro,agresiva.
—¿Quépasaconelcura?—¿Te crees que somos
tontos?Elcuraesdecarneyhuesolomismoquenosotros.
La chica se le acercóhastaunpalmodelacara.
—Tú no lo entiendes,Navajas —susurró—; a unhombre como él no podrásentenderle jamás;pero ¡ojo!,no le toques con tu sucialengua. No le toques, te lodiceCanela.
—¡Quémevasadecirde
loscurasqueyonosepa!—Todavía estás en laA,
Navajas,deesoestásenlaA.Celestinoseenfureció.—¡Mira!—enuninstante
teníaelhierroenlamano—.Díselo,anda.Quesepadóndejuega. Se me estáenmolleciendo la pinchosa,¿losabías?
—¡Quitaallá!Canela empujó a un lado
la diestra armada y pasóhacialaescalera.
—¡Díselo,guapa!…Ynoloolvidestú.¡ConelNavajasnadiejuega!
Yella,desdelaescalera:—¡Olvídate!Francisco estaba a punto
de dar comienzo a la misacuando llegó Canela con lacaraarrebolada.
—Tengoquehablarte.
—Después.—Deacuerdo.El sabor de celebrar en
aquellas circunstancias erafuerte.Y no parecía pasarsecon el uso. La misma fatigadelcuerpoponíapausaenlosmovimientos y hondura enlos gestos. «Nunca lo habíasentido como ahora; el pannuestro de cada día… senecesita para subsistir». Un
olor de humanidadimpregnaba la estancia, yaunqueeraextractode sudory suciedad, ya no ofendía alsentidodelolfatodequienespertenecían a aquel mundo.Ciertoque,exceptoTonchuyun par de militantes, sólomujeres llenaban el cuartohasta el pasillo; peroFranciscoveía en ellas a sushombres, a sus maridos y a
sus hijos, y añadía sinesfuerzo, a aquella exiguapresencia,lahumanidadtodadel barrio, y por ella y paraellaalzabaelpan,sinolvidara sus hermanos indiferentes,a sus hermanos blasfemos, asus hermanos borrachos, asus hermanos comunistas, atodos, porque a todosalcanzaba aquel precepto deamar a los demás como a sí
mismo.—Ya era hora de que se
fueran ésas —dijo Pilicuando quedaron solos,mientras Tonchu recogía lascosasenelcuartodeallado.
—¿Qué te pasa,chiquilla? —preguntóFrancisco, que notaba en elrostro de la muchacha algodesusadoydifícildedefinir.
—¿Amí?Nada.
—Vaya,túqueríashablarconmigo,¿enquéquedamos?
Canela miró por laventana.
—Yo siempre quierohablarcontigo.
—¿Yquiénteloimpide?—Cadavezteveomenos.
Al principio te ocupabas demí, me buscabas. Ahoratodos son líos con esos…Parecesunomás.
Franciscoreflexionóunosinstantes.
—Esquelosoy,Pili.Soyunobrero,unobreromás.
—Perotúeresdistinto.Habíaunfruncimientode
obstinación en los labios dePili.
—Sólo en cierto modo.Sinembargo,yaves,aquímetienes…Vamos,dimeloquetepasa.
—Silosupierayo…—Aver,mírame.Volvió la cabeza más
aún, queriendo hurtar elrostro.
—Te digo que me mires—insistióél.
Canela le miró. Sus ojosverdesbrillabandelágrimas.
—Yatemiro—dijo.—Criatura —musitó
Francisco—.¿Porquélloras?
—Nolosé.Se le ofrecía cercana,
indefensa,insólita.—¿Estástriste?—Sí.—¿Pormiculpa?—Sí.—Pero… —no
encontraba palabras—, túsabes que no te olvido, quedispones de mí y que, porotraparte, tengoquellevara
Diosatodos,que…—Tú eres bueno. Tú no
timeslaculpa.—No digas eso.Yo haré
lo posible por atendertemejor. Ya verás, te loprometo.
—Tú no puedes hacernada —dijo ella meneandolentamentelacabeza.
—No digas estastonterías, anda. Sécate esos
ojos.Toma.Le ofreció un pañuelo al
tiempoquehablaba.—Todos quieren lo
mismo.Todosmenostú.—Dimequiéntemolesta.—Pregunta mejor, quién
nolohace.Francisco paseó por la
estancia.—Eslavida—dijo,como
parasí—.Loshombres…no
debe sorprenderte. No hayquehacercaso.
Canela le seguía con lavista.
—También tú ereshombre —replicó— y sabestratarme.
—Es distinto. Yo soysacerdote,noloolvides.
—Sacerdote o no, ereshombre.
—No pretendas medir a
losdemáspormí,Canela.Yotengo la gracia de unsacramento y las formas deuna educación. Ellos no sonmalos, son como niñosgrandes.
—Deniños,nada.—Ya me entiendes,
mujer.Francisco sentía sobre sí
la mirada de Canela. Sevolvióaella.
—Después de todo, siDios está contigo, ¿quétemes?
Las verdes pupilas seagrandaron.
—Yonotemonada.—Asímegusta.Aquellos ojos pugnaces
seguíanfijos.—Yotequieromucho—
dijoella.Francisco se conmovió
interiormente, pero siguióaferrado a la idea de queestabahablandoconunahija.
—También yo —replicó—. Lucharé por ti conoraciónypenitencia.Mehassido dada por Dios. Yo teconservaréparaél.
Tonchu entró en elcuarto.
—¿Estorbo?—preguntó.—No,claroqueno—dijo
Francisco.—Como tenéis tanta
parlamentaria…Selenotabacontrariado.—¿Quétepasaati?—Le molesto yo —dijo
Canela.—A lo mejor eres
adivina.—¿Loves?Francisco alzó lasmanos
alcielo.
—¿Queréis volvermeloco? ¿Por qué no os podéisllevar bien los dos?, ¿porqué?
—Es muy sencillo —contestóCanela.
—Ésta lo sabe todo —replicóTonchucondespego.
—Tienecelos.—¿Celos yo? Pero ¿de
qué, guapa? ¡Nos ha pringaolafulana!
—¡Nohablesasí!—gritóFrancisco.
—¡Hablo comome da lagana!—lesoltóelchicotodosofocado.
—¡Tonchu!Yaestabaenlaescaleray
no contestó a la llamada. Sehabía enfurecido. El padreQuintasvolvióadentro.
—Se le pasará, no tepreocupes—dijoCanela.
—Pero¿porqué?,¿quéleocurre?
—Eresuninocente,Paco.—¿Inocente?—Elcríotienecelos.Eso
estodo.—¡Nodigastonterías!—Quisieratenerteparaél
solo.—Pero…—Que sí —Canela
hablabaconsarcasmo—,que
elniñotienevocacióndehijoúnico.
Francisco dejó caer loshombros.Estabacansado.
—¡Tenéis unamanera dequerer!…
—Quéjate. Tú tienes laculpa—dijoellaimplacable.
—¿Yo?—Sí, tú. Te entregas y
luegoteextrañasdequesetequiera.
—Noesamorparamí loque busco, sino amor paraDios.
Canela se le acercó. Susojossehabíandulcificado.
—Túeresunsanto.—¡Cállate! —dijo él
volviéndoseconbrusquedad.—No te preocupes por
esetonto.Volverá.La sintió salir. Se
alejaron sus pasos por la
escalera. «Hasta las cosasmás simples y sencillas secomplican».Abrumadocomoestabaporpreocupacionesdemásmonta,leafectabadeunmodo especial el quehechostan triviales, hechoscristalinos, domésticos, pordecirlo así, se enturbiaranhasta el punto de produciresos brotes de pasión, esasdesproporcionadas
reacciones, tales inesperadosefectos. Celos, había dichoPili. ¡Celos! Pero ¿celos dequé?, ¿de quién?, ¿por qué?Seres faltos de cariño,desequilibrados en su vidaafectiva, en carne viva, bajola costra de vulgaridad y debajeza… ¿Había realmenteprecedentes?Tal vez aquellatarde,cuandoelchicoledijo:«¿Se puede dar un consejo a
un cura?». Estaban tomandoel sol en el desmonte yacababa de contarle elsermón de la montaña. Lasalida le hizo gracia. «Sí,¿por qué no?». En unprincipio había dado porsentado que se trataba dealgoenrelaciónconloqueleacababa de explicar. Pero loque el muchacho añadió fuesóloesto:«Deesachavalano
te fíes». «¿Qué estásdiciendo?¿Dequé“chavala”hablas?». Fue un grandesengaño el salto quesuponía pasar de lasbienaventuranzas a unaalusión de género tan bajo.Se refería a Canela, claro.Pero era injusto, porsupuesto,yprefiriópasarporaltoelceñoadusto,eltonoyla palabra. «Mientras no
ames,Tonchu, no empezarásasercristiano».Lemiróalosojos.Habíancaídodeprontolos turbios cristalinos queunavidaenemiga,prematurayácidahabíacolocadoensumiradayeraunniño,unniñoansioso, loqueteníadelante.«Yo te quiero a ti». «Esonotiene mérito». La verdad esquenohabíavueltoapensarsobreaqueltema.
Hubo de hacer unesfuerzo para abstraerse enprovechodel informe,alquetenía que dar los últimosretoques. Cualquier ruido enla escalera le hacía levantarla cabeza, cual perroperdigueropuestoenguardia.Alasdoce,rendidodefatiga,decidió echarse a dormir,tomando la precaución dedejar entreabierta la puerta
de comunicación entre loscuartos. No tenía idea de lahora cuando se despertó. Nohabía luz.Alguien se movíaenlaotraestancia.
—¿Tonchu?—llamó.Tardó un poco la voz,
comosititubeara.—¿Qué?—¿Erestú?—Sí.Oyó cómo crujía el
camastro. Se le venían a loslabiosmilpreguntas,peroeramejortragárselas.
Al día siguienteanduvieron juntos el caminode la fábrica. Apenashablaron, pero eso eracorrienteaaquellashoras.Laescena de la víspera parecíairreal. El cielo estaba alto ysu tono violeta palidecía ensilencio. Oscuras siluetas se
deslizaban a lo largo de lascasas. Eran horas de sueño,de un sueño tranquilo, noprofundo, confortador,nimbadodegratísimapereza;horas de darse media vueltaparahundirsedenuevoen lagustosa, dulcísimainconsciencia; horas de tibioregusto, de lánguidaprolongación no limitada deun descanso todavía
necesario; horas en que suspasos, sin embargo, losllevaban al trabajo yarrancaban un eco rotundo yrecortado que botaba en lasparedes.
—Hacefresco.—Sí,lohace.—Buenosdías,Justino.—Qué hay, Tonchu,
machote.—Lamadrequeteparió.
—¿Quélepasaalcrío?—Nada.Elmadrugón.—Ya.—Salud,gente.—Hola,Hierro.—Ufff…—¡Me cisco en los
turnos!—Yyoensupadre.—Elcornudodepersonal.—¿DonFederico?—¡Quédonnidon!
—Pues,¿quéquieres?—¡Con lo caliente que
estabaenmicama!—¡Nodigas,Casto!—¿Pero calienta algo
todavíalaIsabela?—¡Atitevoyacontarun
cuentoyo!—¡Calma,Casto,calma!—¡Y encima se llama
Casto!—Déjalo,hombre.
—Envidiacochina.—¿Envidiayo?—Vamos, que es la
hora…
20Elinformeibaimpresoenuncuadernillograpadodepapelblanco y consistente. Lafactura correspondía a lacorrecciónyclaridadconquehabía sido redactado.Francisco se admiró cuandotuvo entre manos la propiaobra.Lacosa,unavezpasadapor lamáquina, adquiríauna
solidez, una importanciainusitada. Pero no menosnotablehabíasidoelmodoyrapidez con que fuedistribuido. En veinticuatrohoras, cada uno de losproductores, desde el pinchemás novato, hasta el másespecializado de los obreros,tenía su ejemplar. Unos lohabían recibido en mano.Otros lo habían encontrado
introducido por debajo de lapuerta.Horasdespuésdequeel jurado de empresaentregara el documento endirección, el correo llevabaejemplares sin remite a cadaunodelosconsejeros,atodoslos ingenieros, técnicosmedios y personal deadministración. Fue unamaniobra bien sincronizada,silenciosa, perfecta. No se
hablaba de otra cosa. Elinforme era directo,clarísimo, concluyente, casiexplosivo. Ponía el dedo enlallaga;másaún;hurgabaenella. El cúmulo de datossuministrados había sidoaprovechado al máximo. Enla portada campeaban cuatropalabrassolamente:
INJUSTICIADELATURNICIDAD
Luego, tras unaintroducción escueta,sin retórica, nidemagogia, seestudiaban a doscolumnas lasdiferencias entre lajornada normal y la
jornada a turnos. Noseibacontraelhecho,sinocontrasuexigua,a todas lucesinsuficiente e injustaretribución.
Alimentación
JORNADANORMAL: Horasnormalesdecomida.
JORNADA ATURNOS: Variablessegún horario,deshaciendo la mesafamiliar por elcontinuo cambio queimpone cada semana;pudiendo estudiarselos desarreglosestomacales ynerviosos que afectan
alosproductores.
Transportes
JORNADANORMAL: Mediosnormales.
JORNADA ATURNOS: Fuera deuna minoría conmedios propios, elresto tropieza con
dificultadesinherentes a ciertashorasenquenohayoescasean los mediosnormales, con laconsiguiente pérdidade tiempo, graveincomodidad,etcétera.
Esfuerzohumano
JORNADA
NORMAL: El naturalporsutrabajo.
JORNADA ATURNOS:Extraordinario.Variación deldescanso cadasemana,sintiempodeadaptarse. Cambiototal, cada ocho días,de régimen de sueño,
comida, etc.Desgastenervioso consecuentedel malhumorproducido por laincomodidad de estedesorden.
Descansos
JORNADANORMAL:Normales.
JORNADA A
TURNOS: En díaslaborables, casisiempre, sin que poreste cambio se recibaningunacompensación.Obligacióndetrabajaren días de fiesta.Merma de lasposibilidadesnormales de relaciónsocial, de
cumplimientoreligioso, deasistencia aespectáculos, cines,teatros, deportes.Durante años nocoincide el descansocon fiestasuniversales, comoNavidad, Nochevieja,Reyes,etc.
Familia
JORNADANORMAL:Desenvolvimientonormal.
JORNADA ATURNOS: Continuaalteración delrégimen familiar, conprobable o segura
repercusión en laeducación de loshijos, cuyas horas deasueto coinciden deordinarioconaquellasen que el productordebe estar trabajandoo durmiendo porexigencia del turno.Las mujeres han decargar con elcometido de los
hombres,especialmente en lasreiteradas ausenciasnocturnas,etc.
Ausencias
JORNADANORMAL:Numerosos díasgraciables, así comoposibilidad de faltardentro de ciertos
límites.
JORNADA ATURNOS:Generalmenteninguna, dada laresponsabilidad,índole del trabajo y,sobre todo, lanecesidad del relevodel compañero.Dándose casos, como
veremos más abajo,de productores quedeben tomarforzosamente elrelevo siguiente alnopresentarse elsustituto.
Sanidad
JORNADANORMAL:Normal.
JORNADA ATURNOS: En elreciente Congreso deMedicinadelTrabajo,celebrado en estacapital, se estudiaronlas deficiencias queproduce en elorganismoelbruscoycontinuadocambiodelas horas de
alimentación ydescanso.Eldelegadonorteamericanoexpuso una ponencia,que obra en nuestropoder, sobre elaumento depeligrosidad en eltrabajo nocturno. Laprensa nacional se hahecho eco variasveces del problema,
llegando a afirmarque estos cambioscontinuados puedenllegar a ser unverdadero atentadocontra la vida deltrabajador.
Accidentes
JORNADANORMAL:Normales.
JORNADA ATURNOS: Las ochohoras continuadashacenquemermenlasfacultades físicas delproductor,especialmente por lanoche, lo que haceque se elevepeligrosamente elíndice de riesgo, con
consecuencias quepuedenserfatales.
Seguía abundante copiade informaciónsuplementaria, casosconcretos con sudocumentacióncorrespondiente, flagrantesejemplosenque laanécdota,al sustituir a losconsiderandos, aportaba un
testimonio vivo y realista.Finalmente terminaba conestaspalabras:
«Por las razonesantedichas, queremos llamarla atención de la empresasobre una mayorconsideración del personalque, por necesidadesde ella,y contra su voluntad, se veobligado a trabajar a turnoscon relevo; lo que exige en
justicia un aumentoproporcionado de lavaloración económica yconsideración social de sutrabajo; una organizaciónadecuada de medios detransporte,ylaintangibilidaddel descanso de media horapor jornada que concede lavigente ReglamentaciónNacional».
No se hablaba de otra
cosa aquel día y lasmiradasde los hombres chocabancontra las altas lunas delmuro cortinaque formaba lafachada del edificio de ladirección.
Aunqueelinformeibasinfirma,o,mejordicho,llevabala referencia de losmiles defirmantes que la habíanestampado en los pliegosmanuscritos, todo el mundo
sabía que el autor materialera Francisco. Y como cadaunoencontrabaallíplasmadolo que llevaba dentro de supropio corazón, lo que élhubiera dicho, llegaban alautor las felicitacionescalurosas, laspalmadasenlaespalda, los guiños decomplicidad y las simplesmiradasdesimpatía.
Los ojos de Rufino, el
capataz, registraban aquellasmanifestacionesqueparecíanamargarle más de lo que enélyaerahabitual;peronoseatrevió en esta ocasión azaherir lo más mínimo aquien tantas veces habíatomado por víctimapropiciatoria.
Una hora antes de queacabaraelturnodelamañanase presentó un ordenanza
reclamando la presencia deFrancisco en personal. Hubociertorevuelo,porquelacosacorrióenuninstantedepuntaapuntadelanave.
Don Federico estabasentado en su silla giratoria,dandocaraalanchoventanalque había a su izquierda. Lagranmesametálica, cubiertapor una luna enmarcada enacero, estaba limpia de
papeles. Cuando Franciscofue introducido en eldespacho,hizogirarelsillóny,sinlevantarse,dijo:
—Nunca pensé que fueraairtanaprisa.
No lehabíasaludado.Nole ofrecía un asiento. Nointentaba llamarle «padre».Francisco tomó buena notadetodoello.
—Aparte de otras
consideraciones que se meestán ocurriendo —dijo concalma—, no sé de qué mehabla.
Don Federico abrió unagavetadelamesa.
—Síquelosabeusted—replicó, echando sobre elcristal un ejemplar delinformesobreturnicidad.
—Ahora, gracias a suamable gesto,me figuro que
quiere hablar sobre esospapeles.
—Exactamente. Sobreestospapeles.
—¿Puedo hacerle unapregunta?
—Hágala.—En ese informe hay
constanciademásdetresmilfirmas.
Don Federico dejó caercon fuerza la palma abierta
de sumano sobre la portadadeldocumento.
—No nos chupamos eldedoaquí.
—Melofiguro.Semiraronalosojos.—Sabemos quién lo ha
escrito.—¿Sí?—Nodisimule.Es inútil.
Ustedlosabetambién.—Desde luego. Se trata
deljuradodeempresa.—¡No!Fue casi un grito.
Franciscoelevólascejas.—¿Porquéseenfada?—Lohaescritousted.—Por supuesto. Yo he
sido,diríamos,elamanuense.Ellosaportaronelmaterialyme pidieron que le dieraforma.
—¡En buena se ha
metido!—¿Yo?—Usted no pertenece al
jurado de empresa. Usted esun simple peón sinrepresentación alguna, pormuysacerdotequesea.Ustednotienenadaquehacerallí.
Francisco,todavíaenpie,noestabadispuestoadejarsegritar.
—Si va a seguir
chillando,mevoy.La serenidad de aquella
voz desconcertó un tanto alingeniero.
—El jurado de empresa—prosiguió—esmuy dueñodehacerunencargomateriala quien le venga en gana.Nada le impide consultar,asesorarse, dar trabajo a unmecanógrafo,etcétera.
—Usted sabe muy bien
que en este caso no ha sidounmeromecanógrafo.
—Notengomáquina.Poreso mismo me llamé antesamanuense.
—¡Déjesedehistorias!Aestas horas saben endirección que es usted elautor de este panfleto. Yusted no está en la fábricapara gestar manifiestos deestetipo.
—No tengo queresponderantelaempresadeloquehagoenhoraslibres.
—Pero sí de cualquiersubversión que lleve a caboentreelpersonal.
Franciscosonrió.Lohizocontodaconciencia.
—Subversión…, quépalabra.¿Dóndelaveusted?
—Este panfleto… —loagitabaenlamano.
—Este informe —corrigió él— es undocumento normal,elaborado por el jurado deempresa,conunaspeticionesrazonadas…
—¡Esto subleva a lagente!—saltódonFederico.
—Siesasíseráporquelasituación da motivos paraello.Ahínosedicemásquelaverdad.
—Sea lo que sea, estealegato es el catalizador queactúa sobre los productores,que aúna a los descontentosquenuncapueden faltar,quesuma voluntades, queenfrenta a los productorescon la empresa. Y usted,precisamente usted, es suautor.
—Su autor material, entodocaso.
—Tantoda. ¿Lepareceausted misión propia para uncura?
Franciscoseindignó.—¿Por qué no deja al
curaenpaz?—Porqueloesusted,mal
que le pese, y lo que hagaustedaquínoscomprometeatodos los que tenemos lamismafequeusted.
—¡Hombre! ¡Esto sí que
es bueno!Ahora resulta quelo que inquieta a la empresay a su honorable jefe depersonal es el compromisoque pueda venirles, a causade su fe, de la actuación deun sacerdote. ¡Me asombrausted, don Federico, se lodigo de verdad! Seamoslúcidos por una vez.¿Compromete más su fe elque yo, sacerdote, haya
redactado este informe, queelqueustedes,directores,noden oídos a una reclamaciónevidentementejusta?
—Todosnuestrossalariossonlegales.
—¿Y qué? ¿Acaso lalegalidad agota siempre lajusticia?¿Vaasostenerustedque todo lo legal es justo ytodolojustoeslegal?
—Yo no sostengo nada.
Afirmo que se ha pasado dela raya.Y le aviso. Todavíano sé las consecuencias quese pueden seguir de estoshechos. La empresa sabedefenderse,nolodude.Ah,yusted tiene superioreseclesiásticos…, no olvideestedetalle.
Francisco consideró aaquel hombre quepermanecía sentado tras la
mesa.—¿Pretende
amenazarme? —preguntóconsosiego.
Don Federico apartó lamirada.
—Lo dicho está dicho.Antes que obrero es ustedsacerdote. Debía tenerlo encuenta.
—Sinopuedeolvidarquelo soy; si tanto significa el
que yo sea sacerdote parausted,¿porquémehatenidode pie todo este tiempo?,¿por qué adoptó desde elprincipio una actitud carentede la más elementalcortesía?,¿porquégrita?
—Yo he llamado estamañana al productor. Fueustedelqueyaelprimerdíame indicó que apease eltratamiento.
—Así es. Pero, entonces,sea usted consecuente ydéjeme en paz con sus«admoniciones»espirituales.
—Siquiereunconsejo…—Noselohepedido.—Es igual. Yo de usted
solicitabalabaja.—Afortunadamente es
imposible que comprendaustedmicaso.
Estaba todo dicho. Don
Federico miraba por laventana.Franciscogirósobresustalonesysalióenseguidadeldespacho.
No iba dolorido. Contraloquepudieracreerseaéllegustabaladialéctica,laluchaverbal. Se confesaba elsecreto orgullo de haberdeseado que todos losproductoreshubieranasistidoaaquellaconversación.
Las primeras miradascálidas le hicieron tomarconciencia de que erasensiblealhalago.Reaccionócon toda su alma. No eraningún héroe. Lo que habíahechoél lohubierahechounabogado o, simplemente,cualquier obrero con letrasbien sabidas. «Arriba meconsideranunodeellosynopueden encajar lo que les
parece un golpe bajo», sedijo.Notósupulsoacelerado.Había hecho un esfuerzodurante la conversaciónsostenida en el despacho.Ahora todos querrían saber.En efecto; había un grupoque esperaba fuera. EstabanRaba y el de hornos; estabaCampo con otros de laHOAC. Le rodearon enseguida.Leshizounasucinta
relación de lo ocurrido,reservándose las alusiones alsacerdocioysusrespuestasaltema…
Salmones esperaba másabajo, exactamente a lapuertade«ElAfricano».
—Yaerahora—dijo.—Hola.Francisco se acercó a él,
separándose del gruporeducido que todavía le
acompañaba.—Vaya, al fin te
decidiste,¿eh?—Eso no tiene
importancia.—Ven,tomemosunvino.
Pagoyo.—Gracias.Entraron en la penumbra
del interior. El suelo eraprácticamente de tierrahúmeda apelmazada, aunque
debajosedecíaquehabíaunabaldosa de colores, y en elaire flotaba un olor dulzón,como a fermento de algofuerte.
—¿Quéqueréis?El Africano había salido
del mostrador y venía haciaellos con su tripatemblequeante.
—Lo de siempre, tú —dijoSalmones.
—Almomento.Se sentaron en unas
banquetas, apoyando losantebrazossobreunamesadepinofregado.
—Leíelinforme.Noestámal.
—No tiene nada departicular.Dice lo que todossabemos.
—Sí,peroseve labuenamano. Lo dice con especial
claridad; con lucidez; concontundencia. Los curastenéisavecesbuenaescuela.
Hablaba conbenevolencia,sinironía.
—Supongoquenomehasestado esperando sólo parafelicitarme.
Pusocarainocente.—¿Paraqué,sino?—Túdirás.Salmones hizo una pausa
untantolarga.—Tú ahora eres un
cabecilla. La empresa nocontestará.Pasarándías…
—¿Yqué?—Quehabráqueactuar.—¿Cómo?—Nolosétodavía.Bebieronensilencio.—Yoenesonocuento—
dijo Francisco—. Soy unomás;unodefila.
—No.Salmonessehabíapuesto
serio.—¿Cómoqueno?—Tú eres importante
ahora. Tienes unarepresentación.
—Yo no soy enlacesindical. No tengo ningunarepresentación.Meloacabanderecordarendirección.
—Teequivocas.Laúnica
representaciónauténticaeslaque los obreros otorguenespontáneamente y deverdad.Ahora, gústete o no,estás comprometido y esoentraña una granresponsabilidad.
AFrancisconolegustabael sesgo que tomaban lascosas en boca de Salmones.Y reaccionaba tanto másvivamente, cuanto que
comprendíalapartederazónqueteníansuspalabras.
—Yo sólo respondo pormímismo.
—Esonoesciertoytúlosabes.Ahoranotequedamásqueestaalternativa:osiguesadelante, en su momento, otraicionasalacausa.
—¿A qué causa? ¿A latuya?
—No hay causa mía y
causa tuya. Hay la causa delostrabajadores.Lacausaporla que te has significadoplasmando el informe.Echarte atrás ahorasignificaríaunatraición.
—Yo no me hecomprometido a nada ni connadie. He hecho lo que hecreído mi deber. En sumomentoharéotrotanto.
Salmones le miró
fijamente.—Estamosdeacuerdoen
que no tienes que hacermásquecumplircontudeber.Seacerca el momento en quesepamos de veras qué es loqueentiendestúportudeber.Entoncessabremosdeverdadaquéatenemos.
Era inusitada estagravedadenunhombrecomoél.
—¿Qué es lo quepretendes? —preguntóFrancisco de un mododirecto.
—Séloquequiero.—Esonoescontestar.—Bueno, te estoy
tendiendo una mano. Es tugranoportunidad.
—Depende.Sieslamanodelhombre,delamigo,estoypresto a estrecharla. Si es la
manodelcomunista…—Te obstinas con estos
distingos escolásticos —replicó Salmones—. Esmuysimple.
—No más que laevidencia de que nuncatendré nada que ver con elmarxismo.
—Haymuchosmodos detener que ver con elmarxismo. Yo no te estoy
pidiendo que te hagascomunista.
—¡Qué cosas tienes! —dijo Francisco sonriendo—.Si te digo que nunca tendréque ver con el marxismo,excuso decirte con elcomunismo.
—No empieces otra vezcon tus distincionessofísticas.
—Nada de sofismas.
Contra lo que el vulgo cree,tú sabes tan bien como yoque,enrealidad,marxismoycomunismo no tienendemasiadoquever.
Los ojos de Salmones seagudizaron.
—Sigue—dijo.—Iríamoslejos.—Noimporta.Francisco tomóunpitillo
queleofrecíaelotro.
—La gente acostumbra aconsiderar al comunismocomo la extrema izquierda,cosa que convendría almarxismo, pero de ningunamaneraalcomunismo.
—Desbarras.—En absoluto. ¿Qué ha
sido la izquierda en latradición occidental? Vamosaver.Unatendenciaamayorlibertad, a más justicia
social. Esto está claro. Laextrema izquierda,por tanto,sería la extrema tendencia ala mayor libertad y a lamáxima justicia social.Ahora bien, el comunismo,allí donde ha triunfado, nosólo no ha dado la mayorlibertad,nilamenorsiquiera;comotampocohaimplantadola máxima justicia social,sino que se ha limitado a
suplir una clase deapropiadores de la plusvalía,por otra clase deapropiadores de la plusvalía.¿Yelproletario,qué?
Salmoneshizoademándeinterrumpir, pero Franciscoalzólamanoconteniéndole.
—Espera, que no acabé.¿EramarxistaStalin?¿Tienealgo que ver el terrorestalinianoconladoctrinade
Marx? Hay que no haberleídoaMarxparacreerlo.
—¡Simplificasdemasiado!
—Hagounesquema;peroun esquemaque responde enloesencialalarealidad.
—Además somosnosotros mismos los quehemosrepudiadoaStalin.
Vivamente.—Fuisteis los últimos en
hacerlo. Y, desde luego, nopor principios, sino porconveniencia política. Másaún, volveríais a Stalin encualquier momento queMoscú diera la consigna. SielmarxismoesladoctrinadeMarx, tengo que decirte queMarx, que era un buenburgués,amantedesushijas,nunca soñó con los camposde concentración, ni con las
purgas,niconmuchasdelasdramáticas monsergas queluego añadió Lenin, y nodigamos Stalin. A mí mebastaesto:¿Cuántasvecesseha escrito la «Historia delpartido comunista(bolchevique) de laU.R.S.S.»? Cada una fuerevisada, aprobada, alabaday, más tarde, retirada yprohibida, para dejar paso a
la siguiente que lacontradecía y, a su vez, trashabersidorevisada,aprobadayalabada,pasadountiempo,acababa por correr lamismasuerte. ¿Por qué? Porquevuestra «historia» ha deacomodarse a lasconveniencias del presente,de cada presente; y cuandocambian esas conveniencias,cínicamente cambiáis la
historia y todos decís amén,que en esto sí que soismaestrosloscomunistas.
Salmones se echó paraatrás.
—No estás capacitado túpara entenderlo. Tuformación es escolástica, nodialéctica.
—No entres por ahíconmigo, te lo aconsejo.¿HasleídoaHegel?Huboun
tiempo en que me dio poreso. Ni Hegel ni Marxpensaron su dialéctica parajustificar los sorprendenteschaqueteos del comunismoruso, y mucho menos suimperialismo.
—Me hace gracia—dijoSalmones riendo— quehables tú de imperialismodesdeelladooccidental.
—Yo no estoy del lado
occidental,quetambiéntienesus quiebras. Pero nadie hademostrado que la opción, apesar de las actualesapariencias,hayadeserentreorienteyoccidente.
—Tú vas muy lejos…¿Dóndeleístetodoeso?
—Si te refieres a las«historias» te citaré las deZinóviev, Popov, Yarolaski,Zhdánov—hizounapausa—,
pero si de veras te interesapuedodartemásnombres.
—Insistoenqueyonotehe pedido para nada que tehicierascomunista.
—Eres lo bastanteinteligente para no obrar deesamanera.
—Nosotros respetamoslas opiniones de loscatólicos.
—Vosotros caéis en lo
mismo de que se acusa a laIglesia católica: Pedíslibertad cuando estáis en laoposiciónylaquitáisderaízcuando alcanzáis el poder.SóloquelaIglesiaempiezaaestardevuelta,mientrasquevosotros lleváis las cosas alextremo.
Salmonesmiróelreloj.—Digas lo que digas —
replicó— estamos
embarcados en la mismaexpedición, aunque no teguste. La causa obrera teinteresaatitantocomoamí,al menos según dices.Entonces, ¿por qué no ir deacuerdoenlalucha?
—Haymuchosmatices.Volvióareír.—Hablando contigo
desde luego, hombre. Tienesladiplomaciavaticana.
—¿Qué pasa con ladiplomaciavaticana?
—Queesescurridiza.Se levantaron hablando
yadetrivialidades,sinvolveraloesencial.
21Laaparienciaeranormal.Laschimeneas seguíanempenachadas noche y día.No se interrumpía nunca elrunrundelasmáquinas.Loshombres entraban y salíanpuntualmente de sus turnos.Pero la tensión iba enaumento y toda suerte derumores, a veces de lo más
disparatado,corríanportodaspartes. Una nueva razón dedescontento, al par que desuspicaces conjeturas, vinodada por los registros queempezaron a practicarse enpuertasalahoradeabandonodel trabajo. Al parecer setrataba de sustracción dematerial. Sea como sea laimpresiónprevalenteeraquela empresa endurecía sus
posiciones, al par queguardaba el más absolutosilenciorespectoalproblemaplanteadoporlaturnicidad.
Había habidodesagradables incidentes enel turno de la tarde conocasión de los registros. Lapolicía de la empresa,encargada del menester,trataba de proceder con todacorrección;peroel ánimode
algunos obreros estabademasiado excitado para norebelarse. Se levantó elgriterío.
Francisco buscó a Haba.Estabaindignado.
—Esto es un atropello.¿Quévaisahacer?
Raba, más veterano yviejoluchador,estabasereno.
—Demomento,nada.—Pero es inadmisible.
Esto atenta contra la máselementaldignidad.
—Pienso lo mismo, perono es la primera vez queocurre y si alegan que haysustracción de material, esdifícilimpediresamedida.
—¿Yosquedáisasí?¿Nohay más solución queresignarse?
—Creoqueloquebuscanesunpretexto.
—¿Unpretextoparaqué?—Si hay follón tú me
dirásquiénpierde.Francisco no estaba de
acuerdo y lo hizo constar.Raba le contempló un rato ydijo:
—No te ofendas, pero tútienes poco que perder.Tienescubiertalaretiradaencualquiercaso.Notienesunafamilia que dependa de ti.
Piensaentodosestos.Aquellas palabras, dichas
así, tranquilamente, hicieronsu impresión.Eraeldedoenla llaga. A pesar de susesfuerzos por encamarse enlos obreros, siempre se lepodía reprochar el conservarunasalidaquenoexistíaparalos otros. Lo había dicho elEnergías: «Lo peor de lacondición de proletario es
quesetepegacomolapielalcuerpo y, para la inmensamayoría,nohayesperanzadesacudirse esa discriminadoramaldición».
Trabajabadistraído;llenode dudas al respecto.Acompañaba a la grúa quetransportaba grandes piezasde fundición, cuando se leemparejóHierro.
—Tú eres cura. ¿Vas a
dejarqueteregistren?Estaba visto que les
preocupaba sobremanera suactuación.
—¿Vasadejartetú?—Yonosoycura.—Y yo soy un obrero
comolosdemás.—Pero vosotros tenéis
una pretendida dignidadsacerdotal que padecería conelregistro,¿onoesasí?
Súbitamente había salidodedudas.
—Loscristianos—dijo—estamosacostumbradosaquela dignidad padezca contratoda justicia. Crucificaron aCristo.
A Hierro le exasperó eltonotranquilodelavoz.
—¡Los cristianos —barbotó— estáisradicalmente incapacitados
paralaluchaobrera!Franciscosonrió.—No te pongas trágico,
hombre.El otro se apartó
mascullando maldiciones ydejóalsacerdotebiensegurode lo que tema que hacer.«No seré yo el que sesignifique. Seré fiel a miscompañeros; pero no suabanderado. Del enemigo el
consejo.Estábien;peroparadesoírlo».
A la hora de salir sesometió al rito igual que losdemás.Protestarhubierasidoun error. No se trataba dehacer valer su condición. Yno porque deseara ocultarla,sino porque de ningúnmodola quería llevar comocredencial de privilegios. Elregistro, por lo demás, era
apenas simbólico. Cuando elturno llegó a él el guarda lesonrió.
—Adelante, adelante —dijo—.Ustedpuedepasar.
Francisco le miró a losojos.
—Como a todos, porfavor.
Elotro se turbóunpoco;pero palpó someramente susbolsillos.
—Estábien.—Muchasgracias.No podía sufrir que le
hicieran distinciones.Tonchu, que salía detrás, selejuntocorriendo.
—¿Porquétedejaste?—preguntó.
Francisco le palmeó lamejillaconafecto.
—¿Tedejastetú?—Pero yo soy un
aprendiz.—Yyounpeón.—Túerescura.Lodijoconciertoénfasis.—Ser cura, Tonchu,
supone una mayor exigenciadeservira losdemás.Nuncaunmotivodeprivilegio.
El chico guardó silencio,como rumiando la respuesta.Luegodijo:
—Notodospiensancomo
tú.Francisco le revolvió el
pelorebelde.—¿Tú qué sabes?
¿Hablasteconalguno?—Esloqueseoye.Llegaban a casa con las
fuerzas muy mermadas trasel turno continuado; pero dedía en día las cosas secomplicaban para Francisco.Era raro que no hubiera
alguien esperando para pediruna ayuda, un consejo, unagestión.Ciertoquesetratabaen exclusiva de asuntosmateriales, ya que aquellasgentes parecían tenerbastante con los rompederosdecabezaqueelsustentoylasalud del cuerpo lesocasionaban, sin que, alparecer,lesquedaratiempooganas de ocuparse del alma,
de laquenoestabansegurosde disfrutar. Para él era unconsuelo esta crecienteconfianza, esta prácticacotidiana de las obras demisericordia.Sinembargoeltiemposeibaconvirtiendoenun problema y se le hacíanpresentes las reiteradasadvertencias del obisporespecto de los ejercicios depiedad indispensables a su
sacerdocio. Cierto quemuchosdelosqueleestabanesperando debían asistir alinsólito espectáculo deaquella humilde misa que,por lo menos, les infundíarespeto. Pero cierto tambiénque cada día encontrabamayordificultadendisponerdel tiempo necesario pararezarsuoficio,conloqueelsueño se veía reducido a
límites muy inferiores delmínimo que exigía sutrabajo. Había hablado detodo ello con el prelado, elcual no semostraba fácil enpermitirle pasar por alto loshabituales ejercicios depiedad.«Laoraciónteesmásnecesariaquealosotros».Élestaba intentando orar altiempo del trabajo ymuchasveces lo conseguía
maravillosamente. «Pero nobasta—opinabaelobispo—,eso es recogimiento interiory está muy bien; sinembargo, tú, por la especialsituación que te permito,necesitas más, bastante más,quelosquesiguenelcaminotradicional». «No tiene quedecírmelo—replicóentonces—, porque estoycompletamente de acuerdo.
Seesobreroalafuerza:perono se es obrerovoluntariamente, y conánimo de serlo en formadefinitiva,sinosecuentaconDios, si no se actúa pormotivos sobrenaturales. Detodos modos la dificultadestá a veces en elbreviario…». Recordaba laspalabras: «Tú eres y serássacerdoteantesquenada.No
te dispenso del breviario.Mira aver cómo te arreglas.Pero tampoco hemos de seresclavos de la letra. Teautorizoaque tedispensesati mismo, aunque sólo encasos excepcionales, nuncademanerahabitual».Sí,perolo malo era que lascircunstancias excepcionalesse estaban convirtiendo enhabitualesparaFrancisco.
Aquella tarde leesperabaen casa Joaquín Manzano.Era un hombre consumidoque no pasaría de loscincuentakilosybastabaunamirada para darse cuenta desu pobreza de espíritu.Comenzó disculpándose encuanto Francisco le tomóaparte.
—Yo no soy de laempresa. Yo trabajo en
«Construcciones».—Bueno, es lo mismo.
Habla.Elhombredabavueltasa
la sucia gorrilla entre lasmanos.
—Medijeronquesiustederacura…
—Losoy.—Tienequeperdonar,yo
noqueríamolestarle,peroesqueyanoséadóndeacudir.
Francisco se conmovióante el humillantedesvalimiento que aquelhombre no podía disimular.Le puso la mano sobre elantebrazo.
—Ven,pasaaquí.Cerró la puerta de su
cuartotrasdeellosyledijo:—Estás con un
compañero. Soy un obreroigualquetú.Habla.
Era una historia larga,salpicada de certificadosmédicos, recetas demedicinas, partes, papelesdel S. O. E.… En resumen,JoaquínManzanoteníamujery seis hijos, y la desgracia,que a veces no perdona alpobre, había hecho carne enél. Los datos eran éstos:Salario, ochenta pesetas dejornal. Con unas cosas y
otras, tres mil quinientas almes. Piso consistente encocina,doshabitacionesyunretrete, con renta desetecientaspesetas.Distanciade casa al trabajo, oncekilómetros. Joaquinito, hijomayor,doceaños,meningitistuberculosa, pulmón derechotocado, indicación deconveniencia de aislamientoa causa de posible contagio.
Isabel, nueve años, artritis,tuberculosis ósea. Segúnversión materna, cuandodierondealtaa laniñaenelS. O. E., ella la llevó a unespecialista particular yfamoso (médico de losgrandes futbolistas, lo quepara el pueblo indica elsúmmum), el cual la atendiópor caridad, y viendo elmalbastante avanzado, mandó
escayolar inmediatamente.Urgencia de aislar a loscuatropequeñosydeinternara los dos mayores.Desorientacióndelcabezadefamilia, traído y llevado porel consiguiente papeleo. LapequeñaYolanda,porseraúnniña de pecho, no puedesepararse de la madre.Dolores—asísellamaésta—tiene frecuentes hemorragias
intermitentes, por lo que enel S. O. E., a través delmédico de cabecera,disponen sea internada. Peroella se niega a dejar solos alos niños… ¿A qué seguir?JoaquínManzano,apesardelos evidentes esfuerzos querealiza por contener suemoción, tiene los ojosarrasados de agua que selimpia con la bocamanga
manchadadeyeso.Franciscolehacogidoporlosbrazosyse los aprieta. Tiene la caratensa.
—Vamos a luchar por ti,compañero,telojuro.
—Yo no quería molestar—dice entrecortado elconstructor.
—¡Tonchu! —grita elsacerdote.
—¿Quépasa?—pregunta
el chico asomándose tras lapuerta.
—Dia todosesosquenosé a qué hora será lamisa yprepárate,quenosvamos.
—¿Ycuándocomemos?—Olvídatedeeso.Fueron unas horas
agotadoras de visitas,esperas,súplicas,llamadas…Francisco arremetió con elasunto como un toro al que
entodosupoderleenfrentanun trapo rojo.Lomásdifícilfue completar el papeleo,acelerar los trámites, lidiarcon los organismos. Lerepugnaba tener que hacervaler su condición desacerdote y, no sin tristeza,voló de nuevo a casa, enciertomomento,paravestirselasotana,hartodecomprobarque sin ella era mirado con
sospecha y reticencia.Repartir a los pequeños fuemás fácil. Ya habíaoscurecido cuando pudodedicarse a este menester.Siempre había pensado queentre la masa obrera habíaciertas virtudes elementales,simples, una solidaridadhumana, un corazónasequible que, aun sininspirarse, al parecer, en el
evangelio, le eranenormementeafines.
Tonchu llevaba a doscríos de lamano. Él, cogidoen brazos, al pequeño. Nohizo falta ir más allá de losbloques. Bastaba contar lahistoria.
—Donde comen siete,comenocho.
—¡CriaturasdeDios!—Aquí estará como un
rey,puedesquedartranquilo.—¡Y las cosas que se
ven!—No está mi hombre,
peroencuantoquelediga…—¡Pobremadre!Francisco estaba
deslumbrado por la sencillanaturalidadconqueacogíanalos niños. Cierto que enalgunacasahubohosquedad,reserva, incluso mala cara;
pero,aunentonces,acababanpormultiplicarlasdisculpas.
Cuando el último críohubo quedado en brazosmaternales, el padre QuintassevolvióaTonchu.
—Gracias,hijo.Estaban en una oscura
escalera.—Nunca me habías
llamadoasí.—¿Tegusta?
—Querría que fueraverdad.
Era un diálogo que lafaltadeluzfavorecía.Fueronbajando.
—Ya lo es… Hay hijosdel cuerpo y hay hijos delalma.
—Lo que has hechohoy…
—¿Qué?Llegabanalportal.
—Túsíqueerescristianodeverdad.
—Ytúlomismo.—Peroyoibacontigo.—YyoconDios.Caminaban pormedio de
la calle solitaria. Tonchu separó.
—¿Sabesunacosa?—¿Qué?Bajólacabezaylodijo.—Me parece que estoy
empezando a quererte.Francisco le tomó por elbrazoylehizoandar.
—Yalosabía.Se sentía extrañamente
feliz.Norecordabacuándolohabíasidohastatalpunto.Nohabíanadaqueañadir.
—Aún no comimos —dijoTonchumásallá.
—Escierto.Se había olvidado por
entero.—Notengohambre.—Tomaremos un
bocadillo de paso para elhospital.
El chico volvió adetenerse.
—¿Otravezalhospital?—Tú comes algo
conmigoytevasacasa.—Nilosueñes.Franciscosonrió.
—¿Quiénvaamandar,elhijooelpadre?
—Te obedeceré en todomenosendejartesolo.
—Si estás quenopuedescontigo…
—¿Pues tú, qué pintacreesquetienes?
—Estábien,estábien.—Pero ¿a qué tenemos
queirotravezalhospital?—No querrás que esa
pobremujerpaselanochesinsaberenquéquedó lode losniños.
—Podíamos llamar porteléfono.
—No.Esoesmuyfrío.Llegaron a casa pasadas
lasdoceymediadelanoche.Llegaron rendidos. Teniendoen cuenta la hora solar,Francisco decidió que diríaaúnlamisa.
—Salvoqueteencuentresen las últimas y vayas adormirte —dijo sonriendo aTonchu.
—Estás completamenteloco, pero qué se le va ahacer…
Sehallaban losdos solosy había un gran silencio.Francisco se revistió. «Meacercaré al altar deDios…».Saboreaba las palabras. Con
la quietud del rito, la fatigase despertaba en él hastacostarle subir los brazos;pero una paz inmensa crecíaensuinterior…
—Elseñorestécontigo.Miróa losojosdelchico
aldecirlo.—Y con tu espíritu —
respondió él, devolviendo lamirada.
22—¡Esedesgraciado!El Energías miraba
iracundo hacia la nave de laque acababa de salirFrancisco llevando uncarrillo de ruedas altas yplataformaplana.
—Sinomeimportanada,hombre.
—Lohacealasmalas,el
malasangre de él. ¿Por quétienequemandarteati?
Rufino, el capataz, teníagozo en los ojos cuando sehabía acercado a Franciscoparadecirle:«Cogeelcarroyvas a “Infasa”, a por unaspiezas.Tomaelvale».Habíaqueatravesarelcentro.
—Youotroeslomismo,Energías,notepreocupesqueno se me van a caer los
anillos.—Trae,quevoyyo.—De ningún modo. Esta
rosquilla es para que yo laroa.
ElEnergíasmiraba hacialanavetrepidante.
—¡Lo que le vamos aroer es el alma a eseamargao!
La intención de Rufinoestaba en su mirada, pero
Francisco no le dio lasatisfacción de dejarleentrever su reacción. Elespectáculo de un hombreadulto con aquel ridículocarro demano por las callestrepidantes de cochescharolados era ya bastantesignificativo; pero si esehombre, además, erasacerdote… Tomó el vale ylo guardó en el bolsillo
superior del mono sin soltaruna palabra. «¿No queríasverte desnudo de todoprivilegio?—sedijo—.Puesvamosallá».
—Hastaluego,Energías.—Eresuntipocurioso.En sus ojos brillaba la
simpatía.—¿Deverdad?—Yo soy como el
evangelio. Al pan pan, y al
vinovino.—Adiós.—Abur,hombre.Eraunaextrañasituación
verse calle adelante tirandoentrelasvarasdelcarroque,menosmal,eraligero.Pensóen que nunca se habíaimaginado escena semejante.Claro que nadie podíasospechar que un sacerdotehacía de tiro animal de tan
raro vehículo, aunque ya erasobradamente raro vez uncarro de mano entre losautomóviles. Por unelemental deseo deseguridad, y para evitarentorpecer,teníaquepegarsetodoloposiblealbordedelacalzada; pero de esta formadesfilaba al lado de lospeatones, cuyas miradasdistraídas resbalaban sobre
él,avecesconunafijezaquele avergonzaba y le exaltabaalmismotiempo.«Mealegrode estar asumiendo el oficiode los humildes, el de losdesheredados.Sihadehaberun hombre que haga estepapel en medio de la calle,me alegro de ser yo. Sí, yo,sacerdote deCristo».Un parde chicas bien peripuestas ypimpantes, además de
adecuadamenteacompañadas, se volvió paramirarlo. Los que iban conellasserieron.Alguiendebióde decir algo gracioso yocurrente. Pensó en ladignidad del sacerdocio.«¡Ah, la dignidadsacerdotal!».¿Ydóndehabíaestado la dignidad de lossantos antiguos, llevando acuestas a los apestados,
pidiendo de puerta en puertapara los hospitales, haciendolos más humildesmenesteres? Un semáforodetuvoelintensotráficoysevioallí,paradoalbordedelaraya amarilla, mientras unaoleadadegentepasabafrentea él y le miraba como algopintoresco. Sospechó queestaba enrojeciendo. Elmismo deseo intenso de
dominar esta flaquezacontribuyó, sin duda, aaumentar su azoramiento. Alos pocos segundos se sintióruborizado hasta la raíz delpelo. En medio de suturbación se dijo: «He aquíalgo que jamás le será dadoexperimentarauncardenal».La luz verde vino a sacarledel bochorno; pero, untaxista,alpasara su lado, le
gritó:—¡Chalao! ¿Dónde vas
conunsolocaballo?Las cosas menos
deseadas y más improbablespor otra parte, ocurren avecescuandonadieloespera.Un frenazoalineóa laalturade Francisco el estridentecoche rojo deportivo deFelipe.
—¡Padre!
En sus ojos se veía unasinceradesolación.
—Ah,esusted.Por un momento fue lo
mismoquesentirsecogidoenfalta.
—¿Cómoesposible?Había una sincera
indignaciónensugesto,eneltonodesuvoz.
—¿Le hubiera extrañadoesto, de ser otro y no yo
quientiraradelcarro?—Esa es otra cuestión.
Ustedessacerdote.AFranciscoleviolentaba
aquellaescena.—¡Váyase, por favor!
Estamos llamando laatención.
Felipe aceleró sin decirnada. Era curioso, bastabasalirse del carril para darlugar a situaciones que
desconcertaban a la gente yponían al descubierto loendeble, al par queanquilosado, de ciertasestructurassociales.Ahogadapor los grandes edificios,asomaba tímidamente a laacera la fachada de unaiglesia.Nolodudó.Metióelcarrilloenunabocacalleyseabriópasoentrelagentequesalíaparaganarel interior…
En seguido notó lasmiradasdeextrañezaDevotasseñorasy hombres atildados volvíanel rostro. Pensó en suaspecto. El mono estabagrasiento, claro está; lasmanos ennegrecidas, conmedio brazo fuera de lasmangas dobladas… «Estoyenmicasa»,sedijocasiconrabia;peroselehacíapatenteel disgusto de unos y el
incipiente paternalismo deotros. Se arrodilló en unbanco, y, aunque fueentrando la gente, no vinonadieacolocarsecercadeél.«Es curioso —se dijo—,siempre he pensado que lasotana te aparta de la gente;te metes en un tren y sellenan todos losdepartamentos antes de quevengan a sentarse al tuyo.Y
aquí pasa lo mismo con elmono…». Miró al frente, alsagrario,yprocuróabstraersedel contorno. Necesitabaofrecer a Dios aquellaexperiencia lavarse deamarguras, librarse deescozores, purificarse dedespechos. Nunca se habíapostrado, vestido de obrero,enuna iglesiacéntricaCerrólos ojos. El coloquio fluía
fácil, natural, íntimo. Leocurría con frecuencia, entales situaciones, como undesdoblamiento. Estaba él yestaba el otro. No se hacíailusiones sobrenaturales.Sabía que el diálogo seobrabaentredospartesde símismo;peronoteníadudadeque una de ellas exponía elpuntodevistadelMaestro.Yasí reconoció que le costaba
trabajoamaralosdearriba,alas gentes que allí mismoguardaban las distancias entorno suyo, por ejemplo, ypidió perdón por ello.Cuando de nuevo abrió losojos advirtió que no se lemiraba con reproche, sinocon curiosidad, con unacomplacida curiosidad; algoasícomosisedijeranunosaotros: «Mira este obrerito
cómo reza». «¡Quéedificante!». «¡Mujer,consuela ver estas cosas!».Sea como sea, salióreconfortado y como muchomássegurodesímismo.«Lasotana —iba pensando— decuántas cosas preserva, escierto; pero no me refiero apeligros, sino aincomodidades, atropellos,abusos;hoydíasesienteuno
con ella en seguridad; y, enmuchas ocasiones, cuántasfacilidades, desde dejartepasar delante, hasta noabrirte las maletas en laaduana; desde granjearte elapelativo de “señor”, hastaservir de ábrete sésamofrente a ciertas puertascerradas a cal y canto paraotros…»
¿Fue sólo Felipe quien
vio al padre Quintas aquellamañana ocupado ensemejantesmenesteres?Eslocierto que el comentario seexpandió por toda laparroquia y sirvió decatalizador para que sedecantasen muchasposiciones. A la mañanasiguiente se produjo unanueva llamada por parte deldirector de personal. La
sensibilidad por entonces encarne viva del estamentoproductor vibró al instante.Hasta se formó un grupo entornodeFrancisco.
—¿Y ahora qué? —preguntó el Energías conbrilloenlosojos.
—No tengo idea —respondióél.
—Algo maquinan éstos,tanto llamar —masculló
Campo.Salmones se acercó
corriendo.—¿Es cierto que te han
vueltoallamar?—Sí.Allávoy.—Sea como sea, si te
presionan, quiero que sepasqueestamoscontigo.
Era divertido, en mediodetodo.
—Vosotros vais a lo
vuestro —dijo Rabafilosófico.
—Loprimeroeslauniónentretodos—replicóaquél.
—Y lo segundo lapuntillaalosdemás.
—Bueno, bueno —interrumpió Francisco—. Noes momento de discutir. Yaosdiré.
—¡Tú, firme, muchacho!—gritóelEnergías.
—Descuida —respondióélhaciendocon lamanounaseñal.
No se equivocó alsospechar que la llamadatenía algo que ver con laexcursión urbana de lamañana anterior. DonFedericoestabadepieantelamesa y esta vez la tendió lamano que Francisco rehusóestrecharpornomancharle.
—Le llamo porquelamento mucho lo ocurridoayer.
Sutonoerahoycordialyabierto.
—Notieneimportancia.—Quiero que acepte
nuestras explicaciones.Naturalmenteocurrió todoalmargen de nuestroconocimiento.
Sorprendía tanto aparato
paraarreglaraquello.—Bueno,sialguien tenía
que hacerlo, no veo por quénopodíatocarmeamí.
—No, amigo mío, nadietenía que hacerlo. Hay otrosmedios de transporte. Fueunagenialidaddelencargado.
Francisco se limitó aalzarlascejas.
—Sí,esunbuenhombre,peronoséloquelepasacon
usted. Está amargado. Creoque tiene úlcera. De todosmodosvamosacambiarledesitio.
—Pormí no lo hagan—protestó vivamente—. Nopuedoaceptarque secambieaesehombrepormicausa.
La cara de don Federicose iluminó con una sonrisainocente.
—Nomehaentendido—
dijo—. No me refería aRufino.
—¿No?La sorpresa de Francisco
erasincera.—No. Hemos estado
pensando…Automáticamentesepuso
enguardia.—Siga—dijo al ver que
don Federico se habíadetenido.
—Verá. Con el tiempoque lleva, y dadas susaptitudes,debemoscambiarledecometido.Yalopodíamoshaber hecho mucho antes,porque usted, como esnatural, aprende de prisa;pero suponíamos que ustedno querría privilegiosexcesivosy,portanto,nonosparecía el momento. Peroahora…
Volvióainterrumpirse,altiempo que le observabaatentamente.
—¿Ahoraqué?—Ahora le necesitamos
enotropuesto.Francisco alzó la mano,
perodonFedericosiguió.—No, no se trata de la
administración, ni lasoficinas.Esdentrodelcampolaboral,comousteddesea.
—Dígame, entonces, dequésetrata.
Estaba tenso, dispuesto adefenderse,porqueadivinabadetrásdetanbuenasrazones,algoqueleolíaamaniobra.
—Usted sabe quetuvimos hace poco unaspalabras usted y yo conmotivo de las tensionesproducidas por la turnicidadyelinformedeustedsobrela
materia.—Sí.—Olvide aquello. Ahora
se trata de algo interesantepara usted. Tenemos enformación cierto equipoespecializado, una cuadrillapiloto,porllamarlodealgunamanera.
—Yonosoyespecialista.Don Federico temía
decirlo, en el fondo, pero
llegaba el momento en queno podía alargar más laconversación sin soltarprenda.
—Mi idea es hacerle austed encargado de estacuadrilla…
—¿Vigilanteyo?—Noesesoexactamente.
Yodiríadirector…Francisco negaba con
todoelcuerpo.
—No, no… De ningunamanera. Empezando porqueno tengo preparación paraeso.
—Está previsto que hagaun cursillo, a cuenta de laempresa,claroestá.
—Ledigoqueno.—Es cosa tirada y el
sueldo…Vivamente.—No insista, por favor.
No.¡Nunca!—Pero…Era un evidente intento
de elevarle. Era unamaniobra.
—Yosoypeón.Aesohevenido. No busco mipromociónpersonal.Noledévueltas.
DonFedericonoocultabasu decepción y hasta unatisbodedespecho.
—Ustedverá.—Estávisto.—No le oculto que esto
sonará en la gerencia comounabofetada.
—En todo caso no habrásidopormiculpa.
—Allá usted. Yo ya leadvertíelotrodíaqueibapormal camino. Si quiere unconsejo, a títuloestrictamente personal,
retírese a tiempo. Unaempresa como ésta es comouna apisonadora y usted,aunque no lo crea, es másvulnerablequelosotros.
Franciscoesperóunpocoantesdedecir:
—¿Vuelve aamenazarme?
—Tómelocomoquiera.Estabatodohablado.—Buenosdías—dijo.
No esperó a observar laúltima reacción de sucontrariadointerlocutor.
«¡Qué cosas! —ibadiciendo—. ¿No podrándejarleenpazauno?».
23Aquella semana Franciscotrabajaba en el turno de lanocheydormíaalgunashorasdurante lamañana. Como nila calle, ni el bloque todoentero estaban a turnos, nitodos los que lo estabancoincidían en los horarios,era difícil conciliar el suelo,a causa de los mil ruidos
estridentes de aquella vidapopular, de los que enmodoalguno bastaban para aislarlosdébilesmurosmedianerosde la casa. Tonchu, sí.Tonchucaíacomountronco.Su misma extrema juventudle defendía; pero Franciscoencontraba dificultad paradormir lo indispensable, apesardel letreroquecolgabaa la puerta a ciertas horas,
suplicandosilencio,loquenosiempre impedíaquealguienentrase con una necesidadquereputabaurgente.
Canela reuníaa losniñosmás pequeños, todavíamanejables, en unsemisótano, carente deinquilino, a la espera de queélpudieradarunavueltaporallí y atender a lo queconsideraba un semillero de
posibles militantes. Era alatardecer.
Todavía había luz en elcielo cuando dejaron a loschiquilloscorrerasusjuegoscallejeros. Para volverrodearon por la explanada, apeticióndelachica.
—Tienes que tomar elaire,Paco.
—¿Y la cena?—bromeóél.
—Estámimadre.—De acuerdo, Pili. Y
luegonodigasquenotehagocaso.
—LlámameCanela.—Esverdad.Caminaron en silencio,
rodeando por el lado de laexplanada. El cielo se ibaapagando paulatinamente yunagranserenidadcaíadeélsobrelatierra.
—¿Te has fijado cómome mira el Navajas?Instintivamente Francisco sevolvióentorno.
—¿Dóndeestá?Ella hizo un gracioso
mohínconlaboca.—No hablo de ahora —
dijo—. Es en general.Francisco la contempló. ErabonitaPiliconcualquiercosaquesepusieraencima.
—¿Quépasaconeso?—Nomequitaojo.—¿Yatitegusta?Lebuscólacara.—¿Amí?—Sí,claro,ati.—¿Lodicesenserio?—Es una pregunta. Por
supuestoquenoesloqueyo•quiero para ti. Celestino novieneconlabuena.
—Yalosé.
—Entonces…—A las mujeres nos
gusta que nos miren loshombres.
—¿Deesamanera?—Decualquiermanera.Eraunavozllenadevida
contenida; una voz baja yvibrante.
—Canela…—¿Qué?—Con Celestino te
echarías a perder. Todo mitrabajo,nuestrotrabajo…
Ellaleinterrumpió.—¿Quién piensa en
Celestino?—Vaya,menosmal.Anduvieron en silencio.
Francisco quería cambiar deconversación,poresodijo:
—Hayquecomprarvelas,¿lo recuerdas?, y traerformas.
Caneladijocomosinolohubieraoído:
—Piensoenotro.Franciscosedetuvo,pero
ella siguió andandolentamenteyélseapresuróaalcanzarla.
—¿Conqueésastenemos?—preguntóbromeando.
—Yaloves…—Pero,Canela,eresmuy
jovenytenemosentremanos
muchascosas…—Esmásfuertequeyo.Francisco se armó de
paciencia.—A tu edad siempre se
diceeso.—No te extrañes
entonces.—No, si no me extraño.
Lo que quiero es quitarleimportancia; hacer que túmismatedescuenta…
—¿Cuenta de qué? —leinterrumpióella.
—Cuenta de que estascosas, por otra partenaturales, no tienenimportancia y son, pordescontado,pasajeras.
—No.Lemiróalosojos.—¿Cómoqueno?—Lomíoesdistinto.Franciscoalzólasmanos.
—Vaya, ¿y quién en tucaso no dice que lo suyo esdistinto?
—Nome importa lo quediganlosdemás.
—Está bien, está bien.Entonces, dime, ¿quién es elfeliz mortal que acapara tuspensamientos?
Canela volvió amirar defrente.
—Ese es mi secreto —
dijo.—Ah,enesecaso…No es que a Francisco le
importara; pero se sentíadesasosegado ymal a gusto.Andaban en silencio yalgunos transeúntes sevolvían a mirarles. Laoscuridad se había levantadopor detrás del horizonte ysólo a poniente quedaba unfestón desflecado de rojo,
como el reflejo muy lejanodeunincendio.
—¿Estás enfadado? —preguntó por fin Canela conuna voz que volvía a sercompletamente natural ysumisa.
—¿Por qué había deestarlo?Anda,veteacasa.
No sé qué aprensión ledabadequelagentelosvierapaseando por el barrio. Pero
antes de que la chicaobedeciera,seacercaronunoshombres.
—¿Dóndetemetes?EraSalmones,consuvoz
alegreyamistosa.—¿Quépasa?—¿Bienacompañado,eh?
—dijo Hierro, que era elsegundodelaterna.
No se le escapó aFrancisco lo intencionado de
lafrase.—Yapuedesestarseguro
dequemejorquecontigo—replicósinpodersecontener.
—Bueno, bueno —tercióSalmones—. Vosotros dosgozáis andando a la greñatodoeldía.
Lo dijo en un tono quequitabatodaimportanciaaloproferidoporlosotros.
—Este es Benavides —
siguió—, de la Metalúrgica.Queríapresentártelo.
—Encantado.—Elgustoesmío.Francisco se volvió a
Canela.—Vete a tu casa, anda,
quemequedoconéstos.Hierro hizo ademán de
darleunapalmada.—¡Hala, preciosidad! —
dijo—,quetelodevolvemos
pronto.—Vamosa«ElAfricano»
—propusoSalmones.—No —replicó
Benavides—. Vamos a turincón.
—Comoquieras.Francisco se dio cuenta
de que el tal Benavides,calzaba, por lo que fuera,más que los otros dos. Sesepararonendosparejasyse
acercaronpordistintolugaralacasadondeSalmonesteníasu minúscula vivienda desoltero. Francisco no habíaentradonuncaallí,porloquefue grande su sorpresa altopar con aquella estanteríarepleta devolúmenesquenopor estar en su mayor partegrasientos y deshilachadosdejabande impresionaren laviviendadeunobrero.
—Trae unos vasos —ledijo el dueño de la casa aHierroquedesaparecióporlapuerta que debía de dar a lacocina, para volver a pococonellosenunamanoyunabotelladetintoenlaotra.
—Poneroscómodos.El llamado Benavides
seguía con la gorra calada;pero bastaban sus ojos paracomprender que no tenía
nadaqueverconunpaletodepueblo. Francisco se extrañóen su interior de lofácilmente que se habíadejado llevar hasta allí, perosentía cierta curiosidad porconocer el juego de aquelloshombres. Salmones sirvióvino en los vasos y dijo allevantarelsuyo:
—Vaya, henos aquí enplenaconspiración.
Miraba divertido aFrancisco.
—Cadapalabra—replicóéste precavido— tiene supropio y preciso significado,así que no saquemos lascosas de quicio. Me habéispresentado a un amigo ymehabéis convidado a un vino.Esoestodo.
—No hemos empezado—dijoHierro.
—¿Dequésetrata?Salmonesapartóelvasoa
un lado, como si necesitaseespacio para maniobrar antesí.
—Como sabes muy bienhayproblemasenlaempresa.Un expediente gravita conpeligro sobre unoscompañeros. No se nos hahechomaldito caso en lo delos turnos. Cada día se
producen roces y friccionespor la actitud dura einflexible que ha adoptadoesta vez la dirección.Nosotros creemos que todasesas cosas deben encontraruna respuesta por nuestraparte.
—¿A quién te refierescuandodices«nosotros»?¿Avosotrostres?
—A nosotros tres en
primer lugar. A nuestroscamaradas,ensegundo.Y,engeneral, a todos los obrerosde la fábrica, porque noignorarás que el descontentoesdetodos.
—Estoydeacuerdoen lodel descontento. Lo que nome consta es que haya dehaber unanimidad en larespuesta de que hablas.¿Quépretendéis?
—Hay que encauzar latensión existente. Hay queorganizaralgoefectivo.Todomenos quedarse de brazoscruzados.
Francisco consideró lascosasantesdedecir.
—¿Yporquéme llamáisamí?
—No necesitas larespuesta.
—Pero proponéis
ponemos fuera de lalegalidad. Y me lo decís amí. Corréis un riesgo, no seos oculta. Vosotros soiscomunistas. Yo soy cura.¿Por qué, pues, me daiscuenta de vuestros planes?¿Ysimevoydelalengua?
Salmonesseechóareír.—Esoesprecisamente lo
quetúnoharásnunca.—¿Meamenazas?
Agitó la mano conenergía.
—¡Qué va! Es quetendrías remordimiento parael resto de tus días si lohicieras. Tú eres un buentipo.Tienesel inconvenientedesercura,peronoestátodoperdido. Ya ves que, en elfondo, te estoy haciendo unhomenaje. Traicionar a unobreroesalgoquenoentrará
jamásentuprograma.Esaesnuestra garantía, y eso losabentodosenlaempresa.
—Gracias —dijoFrancisco, a pesar de queaquella seguridad le daba enrostro.
—Loquequeremossaberessicontamoscontigo.
—Contar conmigo paraqué; eso es lo que hay queaclarar.
—Para el enfrentamientoque,deunmodoodeotro,seavecina.
—Yo no puedoenfeudarmeasí,enabstracto.Yo tengo mis propioscompromisos y decido encadacaso.
El llamado Benavides,quenohabíaabiertolaboca,sindejardemirarfijamentealos interlocutores, lo hizo
ahoraparapreguntar:—Dices que tienes tus
propios compromisos,¿quieres decir que los tienesaparte y posiblementeencontrados con los quetenemos los demás connuestracondición?
La pregunta era un tantoconfusa, pero perfectamenteinteligible. Francisco se diocuenta en seguida de que
aquelhombrenoeraunaperaendulceprecisamente.
—No creo en eseencuentro —dijo—, si porencuentro se ha de entendercontradicción.
—¿No?—preguntóaquél—.¿Ysilosobrerosdecidenactuar? ¿Si acuerdan lahuelga, por ejemplo? ¿Cuálseríatuactitud?
—No veo dificultad.
Cuandollegueelmomentolosabréis.
Se había puesto enguardia.
—Te llamamos parasaberloahora.
—Ahora me habláis enhipótesis. Sobre lo querealmentequierenlosobrerossabéis pocomás omenos loqueyo.
Y, de pronto, Benavides,
sin solución de continuidad,dio la vuelta a laconversación.
—Túelotrodíacontabasaéstosnoséquéhistoriasdediferenciasentremarxismoycomunismo.
¡Demodoqueeraporesopor lo que venía el talBenavides!
—Sigo pensando de lamismamanera.
—Me parece que sobreesa cuestión estás tú tanayuno como yo sobre lasprerrogativas de losarciprestes.
—No me vas a enseñarnadasobreelcomunismoqueyonosepaya,teloadvierto.
—Hay dos actitudesesenciales frente almovimiento comunista —siguióBenavides,comosino
hubiera oído la observaciónde Francisco—. La segunda,que es la tuya, considera alcomunismo como unenemigoirreconciliabledelademocracia y la libertad,irremediablementetotalitario,ytal,quehayquehacerbloque,frenteaél,conese llamado «mundo libre»,reconociendoenWashington,a pesar de sus defectos
evidentes, algo así como elfarode la libertad. ¿Estamosdeacuerdo?
—Sí, con tal de que nosigasenlaenumeración.
—Pero es que hay otraactitud que considera alcomunismo como una parteesencial del movimientoobrero, al cual, por tanto, nohay que combatir comoenemigo irreconciliable,
sino, más bien, contribuirpara que se purifique y selibere de cualquierexcrecencia estalinista osimilar, aplicando la críticamarxista así al occidentecomo al oriente, ycontribuyendo de esta formaa la transformaciónradicalmente socialista delneocapitalismo tecnoburocrático.
Benavides hablaba conuna profunda convicción ydaba especial solidez a susargumentos por lapronunciación reposada yenérgicaauntiempodecadapalabra, y, dentro de cadapalabra,decadasílaba.
—Sí —replicó Francisco—, conozco ese lenguaje.Pero ¿a quién queréisengañarconél?
—No se trata de engañara nadie. Esa es laequivocación.Yelqueno loentiendaasíestácondenadoaquedar al margen de lahistoria, la cual marchainexorablemente en unsentido y una dirección quesonirreversibles.
La mirada de Hierroparecía haberse iluminado ysus mandíbulas apretadas
hacían resaltar muyconcretos bultos muscularesdebajodelapieldelrostro.
—Para empezar a daroscrédito —dijo Francisco—haría falta que fueran unosnuevos comunistas y novosotros quienes vinieran aanunciamoslanoticia.
—¿Y qué diferenciaencuentras?
—Vosotros habéis dicho
yhechodemasiadascosas.—A mí acabas de
conocerme.—No hablo de ti
personalmente.Hablodeestageneración de comunistas.Estáis gastados. Habéishablado demasiado y enforma excesivamentecontradictoria, y, sobre todo,habéisobradodemaneraquemuchos no serán nunca
capaces de olvidar. Contraesto, debes reconocerlo, laspalabrasvalenpoco.
Salmones terció con susempiternasonrisa.
—Os alejáis de lacuestión.Nohemosvenidoadiscutirenunterrenoteórico,sino práctico, y no sobre elcomunismo, sino sobre laaccióninmediata.
Francisco asintió con la
cabeza,perodijo:—No veo que hayáis
hecho ninguna proposiciónconcreta.
—Losabrásasutiempo.—Entoncesdecidiré.—En definitivas cuentas
—volvió a tomar la palabraBenavides—, que no tecomprometes, que quierestener todos los triunfosen lamano.
—No me comprometoahora, y no me comprometosinsaberexactamenteaqué.
—Yameparecíaamíqueun curanopodía estar dedeverdadconlosobreros.
—Escurioso.—¿Porqué?—Porque yo pienso
muchas veces que uncomunista, precisamente uncomunista,nopuedeestarde
verdadconlosobreros.—¿Conquiénestá,sino?—Conelpartido.Estoes
meridiano.—¡Eslomismo!—No. Es un craso error
confundir lo general con loparticular.Y esto igual si setratadelcomunismoquesisetrata de otro movimientocualquiera o facciónideológica, aunque sea de
signocontrario.—Haymuchatelacortada
todavía.Hablaremosdeello.—Cuandogustéis.
24El padreQuintas tenía visitaencasa.
—Haycurasarriba—dijoTonchu, que estaba en elportaldelbloque.
—¿Curas? —preguntóFrancisco, que sintió algocomounsobresalto.
—Sí,doscuervos.—Nohablesasí.
El chico estabacontrariado.
—¿Quién son? —preguntóFrancisco.
—¡Yyoquésé!—Voyaver.Depieenelcuarto,ycon
unvagoairedeavesencorralajeno, dos sacerdotesensotanados se volvieron alentrarFrancisco.
—Ahí lo tienes —dijo
Sergio, el coadjutor de laparroquia, que era uno deellos.
—¡Paco! —exclamó suacompañante.
—¡Lorenzo!… pero ¿dedóndesales?
Seabrazaronconefusión.—Ya ves, me trajo éste,
tanamable.Lorenzo era un
compañero de estudios de
Francisco, un buen amigo.Destinado lejos, hacía añosquenoseveían.
—Pero, bueno, sentaosdondequeráis.
—Así que eres tu decarne y hueso, tú elrevolucionario, el loco, elcomunista…
Había una cálidacordialidad en la voz deLorenzo.ElpadreQuintasse
rio.—¿Y tú qué? ¿Ya te
hicierongeneral?Suamigoeracastrense.—Paraesoharíanfaltaun
par de guerras —siguió elotrolabroma.
—Pues me alegro deverte,yyaerahora.
Sergio escuchaba sinintervenir, mientras sus ojosresbalaban por el cuarto
considerando hasta el últimodetalle.
—¿Y vives aquí? ¿Conesapinta?
Lodecíasinmalicia,sóloconunamezcladecuriosidadydeestupor.
—Soyunobrero.Sergio volvió la cabeza
como si alguien le hubierapinchado.
—Querrás decir que eres
tambiénunobrero.—Tú siempre tan
puntualizador —dijoFrancisco sin perder el tonoamistoso, y, volviéndose aLorenzo,añadió—:Ésteyyotenemos distintas opiniones,¿sabes?
—Esoesbueno—replicóelcastrense.
—Natural. Pero, dime,¿cómoporaquí?
—Chico, tu fama está enla calle, como quien dice, yyo tenía ganas de dar unavuelta y ver sobre el terrenoloquehaces.
—Puesyaves…Trabajarcomoellos,vivircomoellos,comercomoellos…
—Sí,pero…Sergiorepuso:—Élcreequeesbastante.Francisconolemiróyse
dirigióaLorenzo.—Yél no cree en lo que
hago, ¿comprendes? Élpiensa como Saint Pierre, elde «Los nuevos curas», ¿loleíste?
—Sí,claro.—Esunpanfleto.Sergioterció.—Somosmuchos losque
pensamosdeesemodo.Francisco se encogió de
hombros.—Tanto peor para
vosotros.Yome río ante, unlibrode«buenos»y«malos»;un libro simplista, para elque los curas nuevos sonunos tipos orgullosos,desobedientes, fríos,filomarxistas, faltos decaridad, de devoción, etc.,mientrasquelosotrosson,alparecer, medio santos,
carismáticos, pasan la nocheen oración, dicen una misasublime, transpiran amor deDios y arrastran a lasmultitudes comotaumaturgos… Un libro enqueloscurasprogresistassoncejijuntos, más bien feos,antipáticos, amargados yhoscos; mientras que losotros son piadosos, mansos(aunque llenos de extraño
coraje si conviene),verdaderasperitasendulcey,¡qué te voy a decir!, hastasonguapos.
—Eres injusto —dijoSergio—. No pintas la obra,sino una caricatura de laobra.
—Entodocasosetrataríade la caricatura de unacaricatura. Espera —dijolevantándose y tomando del
estante un libro manoseadoentre cuyas páginasasomabanpapeles—.Miraloque dice Garrone, elvicepresidente delepiscopado francés —leyendo—: «Es, pues, estacaricatura, Losnuevoscuras,la que va a presentar a losojos del mundo uno de losesfuerzos apostólicos máspoderosos que la Iglesia ha
conocido en una de lasépocas más graves de suvida»… —alzó los ojos—.¿Quétal?
—Hay opiniones —replicó Sergio—. Y te diréuna cosa, que no sonbendiciones jerárquicas,precisamente, lo que le faltaallibrodeSaintPierre.
Francisco hizo un gestodespectivo.
—Paramí el libro de unburguésqueafirmaque«sólounsoñadorpuedecreeren laespiritualidaddelclerodelossuburbios», ya quedaclasificadosinmásnecesidaddeacudiralajerarquía.
Lorenzoquehabíaestadoescuchando atentamentetomóahoralapalabra.
—Bueno, no sé quédeciros. La verdad es que, a
mi juicio, nada tiene departicular que los tiemposnuevos supongan o pidancurasnuevos.
—Tonterías—dijoSergio—. El sacerdocio es desiempre.
—Pero las formas —replicó Francisco con viveza— son de cada época. En elúltimo siglo y medio, laIglesia,malquenospese, se
encamó preferentemente enunmedio burgués y creó untipodecura,«elseñorcura»,adornado no sólo de sotana,sino de duyeta y sombrerocómo de algoimportantísimo. Hoy, si laIglesia quiere de verasencarnarseenelpueblo,enelmedio obrero, tendrá quecrear sus nuevos curas, enefecto,quenosécómoserán
exactamente, pero que serándistintos, sin ninguna duda,pormásqueaalgunosse leshagacuestaarriba.
—Pero un cura que, antetodo, no dice: «Yo soy unsacerdote», por lo pronto haempezado por mentir. Uncuraqueseponeunamáscaratraiciona a la Iglesia —señalandoallibro—,tambiénlodiceahí.Yescierto.
—Nadieseponemáscaray nadie debe negar susacerdocio, salvo que para titodo consista en la sotana.Pero, entonces, ¿qué medices de éstos, por ejemplo?—apuntando al castrense—.¿Por qué un cura puedevestirse el uniforme militarparairconlossoldados,ynopuedevestirseel«uniforme»obrero para ir con los
trabajadores?TercióLorenzo.—No os vayáis por la
periferiadelproblema.Nosetratadelatuendo.
—¡Si yo no doy a eso lamenor importancia! —exclamóFrancisco.
—Lo que a mí mepreocupa—dijo el castrense—esotracosa.
—Dime.
—Se dice que elcomunismo busca unacoexistencia con elcatolicismo; una alianza quese sospecha momentánea,estratégica… Di la verdad;¿noandandetrásdeti?
Francisco no deseabaexplayarsedelantedeSergio.
—Hablo con ellos casi adiario.
—¿No lo ves?—saltó el
coadjutor.—¿Y tú qué harías? —
replicó él—. ¿Negarles elsaludo? ¿Acaso no son hijosde Dios igual que tú y queyo?
—El comunismo esintrínsecamenteperverso.LodijoPíoXI.
—Pero no loscomunistas.
—Distinguir entre
comunismo y comunistas espasarte de sutil. Elcomunismono es nada si noes pensado por menteshumanas,porcomunistas.
—Nadie está atadoabsoluta y definitivamente aunaidea.
—Precisamente.Temblemos, entonces,porqueesotambiénvaleparanosotros.
—Si sigue siendo ciertolo de la oveja perdida,supongo que el comunista laencama, especialmentecuandoestábautizado.
—Tienes razón —dijoLorenzo—, pero eso espeligroso.
—De acuerdo; perotambién lo era lo de unJavier, un Rici, y tantosotros, partiendo solos para
adentrarse en un mundohostil, lejano, fanático, loque,sinembargo,nuncahizoa nadie rasgarse lasvestiduras; sino qué siempreprovocó el entusiasmo y elaplauso.¿Quéesloquepasa,entonces? ¿Es que unafábrica de hoy, que se vedesdelatorredelaparroquia,debe asustamos más que laIndia incógnita del sigloXVI
o la China implacable delXVII?
—No hay paridad —protestó Sergio—. Elmarxismo es diabólico. Nome extrañaría que fuera elanticristo. Además —añadiócon desprecio—, elmarxismo, al negar el alma,queesloesencialdelfuturo,notieneporvenir.
Franciscosonrió.
—Hablas como sisiguieras en el seminario.«Diabólico»…«anticristo»…yesafrasecitafinalque,sinome equivoco, también es deSaintPierre.
—Sí,loes.—Pero su brillantez es
sólo aparente. Son palabrasque harían sonreír a uncomunista. El porvenir delcomunismo, si tiene alguno,
se realiza en esta vida, y elfuturo del alma, al que tú terefieres, en la otra. Son dosplanos distintos y Lenin yaoptóporunparaísopalpable,enestatierra,contraunoqueaélseleantojabaimaginarioenlaotra.
Sergioestabaencendido.—Hablas como si
dudarasdelafe.—De tu manera de
entenderla,desdeluego.—Vamos, calma —pidió
Lorenzo.—Lomalodeéste—dijo
Francisco— es que está alcabo de la calle de todas lascosas. Mientras los demásexploramos penosamente,tanteamos y nos afanamos,en busca del camino, delmedio y del método, él yasabe a qué atenerse. Y eso,
compréndelo,exaspera.—Loqueyosé—replicó
Sergio con firmeza—es queel progresismo es vinaherejía.Y,mientraslaIglesiano hable claro, que acabaráhaciéndolo, no lo dudes,reinaráelconfusionismoqueahorapadecemos.
—¡Quéentenderás túporprogresismo! Sería cosa desaberlo.
—Muy sencillo. Elprogresismo es, en el fondo,el comunismo dentro de laIglesia.
—¿Deveras?Sergio siguió
impertérrito.—Los progresistas están
convencidosdel triunfo finaldel comunismo en los cincocontinentes y, enconsecuencia, en vez de
luchar, dado que tienen labatalla por perdida, quierenfacilitar y acelerar esavictoria a fin de reiniciar lacristianizacióndelmundo.
—¡Almenoslesconcedesbuena intención! —dijoLorenzo.
—Algunoslatienen.—Aunque así fuera —
replicó Francisco—, dejandoalmargenesadistribuciónde
intenciones buenas y malasde que te haces generosodispensador,tediréunacosa.Está escrito que las fuerzasdel infierno no prevaleceráncontra la Iglesia; pero enninguna parte consta quenuestros monumentos,nuestras catedrales, nuestrospalacios cardenalicios,nuestras vírgenes enjoyadas,nuestrasestructurastodas,las
formasdevidadeoccidente,hayan de prevalecer. Ni elVaticanomismo,nilacúpulade San Pedro, ni la famosacolumnata son la Iglesia.Dedondededuzcoque,dadoqueelprogresismopensaracomotú afirmas y no pruebas, supensamiento no sería másqueunaopinión,unaopiniónsobre algo perfectamenteposible, y una visión por
completo lógicade las cosaspara quien opinara de esaforma.
—Nada de eso—insistióteme Sergio—. Subsiste elerror, el grave error de nodarse cuenta de que elcomunismoesabsolutamenteincristianizable, porque estotalmente perverso eintrínsecamenteateo.
Francisco golpeó la tabla
conelpuño.—¡Y dale con el
comunismo!—dirigiéndoseaLorenzo—: ¿Te das cuenta?La recristianización sería delos comunistas, no delcomunismo.
—Llegáis siempre almismopunto—dijoLorenzotranquilamente—; pero megusta oíros. Donde yo estoyno se discute, no se ventilan
ideas. El cuartel acaba porllenarnos de herrumbre lacabeza. Esto me oxigena ¿Yqué decir, entonces, de todaestarenovaciónprofundaquesenotaenlaIglesia?
LapreguntaibadirigidaaSergio.
—Estos están contra loque llaman triunfalismo,poniendo en la palabramenosprecio. Es parte de la
maniobra.Fueraprocesiones,fuera congresos, fuera actosexternos de nuestra religión.Se antepone a la predicaciónyalaconquistadelasalmasel renovar las estructuras dela sociedad, con manifiestafalta de fe en la misióndivina de la Iglesia. Searrinconan las imágenes; seridiculizanlasdevociones;sedesprecialaapologética.
—Date cuenta —dijoFrancisco a Lorenzo—. ÉstenopasóaúndelascincovíasdeSantoTomás.
Curiosamente discutíanmás a través del castrensequedemododirectoentresí.
—La Iglesia cultivósiempre la apologética y nohay ningún motivo paraecharla a un ladoprecisamente ahora, cuando
elmaterialismoflorececomonunca.
—Yo estoy por eltestimonio.Creoqueimportamucho más vivir lo que seprofesa que predicarlo. Elmismo Pío XII, si mal norecuerdo, dijo estas palabrasexactas: «Lo que sobre todonecesitalaIglesiadehoysontestigos, más queapologistas».
—Pero no dijo a quéclasedetestimoniosereferíay, por otra parte, sabemosque no se refería altestimonio de los curasobreros.
Lorenzo intervinoconciliador.
—Nohacefaltallevarlascosasaunterrenopersonal.
—Ni es mi intención,aunqueparezcalocontrario.
Francisco, como si loanteriornofueranadaconél,añadió:
—Yo suscribo ladefinición de testimonio quedejóelcardenalSuhard.
—No la conozco —dijoLorenzo.
—«Ser testigo —recitóde memoria— es crearmisterio;esvivirdetalmodoque la vida resulte
inexplicable si Dios noexiste».
—Esaclasedetestimoniola da cualquier sacerdote,creoyo—repusoSergio.
—¿Estásseguro?—Naturalmente. Nuestra
vida no tiene explicaciónhumana.
—Y, sin embargo, sabesmuy bien que son legión losque creen que la vida del
sacerdote es una sustanciosaprebenda, un continuoprivilegio; me refiero sobretodo a los humildes. Se dicepor ahí: «Vives como uncura».
Ytodoelmundoentiendelaintención.
—¡Qué vengan a probar!¡Yaverán!
—Esa no es unarespuesta, como tampoco lo
es el que estén equivocados.Lo que importa deltestimonio es que sea capazde producir un efectosubjetivo, y las formastradicionales del sacerdocio,aveces,yparaciertasgentes,nosonalgoqueconvenza.
—Y entonces vienes tú—replicó Sergio con acidez—ydescubreslapólvora.
—Yo no descubro nada.
Yo aprendo, sin ánimo niesperanzade ser seguidoporotros. Yo hago unaexperiencia delicada; peroesosítedigo,lavidaqueyollevo ahora, para los de estebarrio, no tienemás que dosexplicaciones, descartada lasospecha de que fuera unpolicía: O yo estoy loco, oDiosexiste.
—En eso creo que tienes
razón —se adelantó a decirLorenzo.
Sergiomiróaunlado.—Veremos a ver lo que
tedura.—¿Quéquieresdecir?—Antes o después,
tendrás que optar entre lotemporalyloeterno.
—Sí—opinó Lorenzo—,ésaeslacuestión.
—¿Yporquéhadehaber
siempre oposición entre unoyotro?
No hubo acuerdo, desdeluego,yFrancisco,cuandoalfin quedó solo, se sentíadesasosegado e inquieto sinpoder decir por qué. ¿Teníarazónentodo?
Fue todo tan simple,inesperadoybrutal,dentrodesu aparente intrascendencia,que Francisco no lo podía
creer.
25Abriólapuertadelpisoyvioa Canela dentro, sola,arrimadaaloscristalesdelaventana,mirando para fuera.Nosevolvió.
—Pili —dijo él—, ¿quéhacesaquíaestashoras?
Era muy tarde y se loteníaprohibido.
—Yaves…
Quiso quitarleimportancia.
—SiteveTonchu…—Tonchu no vendrá
ahora.Le habían cambiado el
turnoaqueldía.—¿Asíquelosabías?—¿Porquéno?Francisco entró, sin
cerrarlapuertadeltodo.—Bueno—dijo—, ahora
tienesqueirte.No le gustaba aquello.
Había algo indefinible en laactituddelachicaquecasilaconvertía en unadesconocida.
—Quierohablarcontigo.—¿Ahora? ¿Aquí? Te he
explicado la cosa muchasveces,Pili.Nopuedo tenerteaquíaestashoras.
Ella se cubrió el rostro
conlasmanos.—¿Te ha ocurrido algo?
—insistióél.Negóconlacabeza.—Vamos,Canela…Dio un paso más y le
puso la mano sobre elhombro. Y entonces vino loinesperado: La chica seabrazó a él, murmurandoalgo ininteligible entresollozos. Francisco quedó de
piedraporuninstante.—Cálmate, Pili —dijo
tratando de desasirse de susbrazos—.Cálmate,mujer.
Pero ella, con la cabezaapretada contra su hombro,noparecíadispuestaaceder.
—No seas chiquilla,suéltame.
Y, en un instante, seiluminósuentendimiento.Loqueteníacontrasínoerauna
niñadesvalida,no.Habíaunamujerencadaondulacióndeaquel cuerpo que se estabaestrechandocontraél…
—¡Canela! —gritósofocadamente.
Yentonceslooyó.—¡Tequiero!¡Tequiero!—¿Estásloca?Forcejeó con ella para
soltarse. Cuando lo hubologrado la vio delante,
arrebolada, llenos de brillolosojos.
—Ahorayalosabestodo—dijosinbajarlos.
La confusión deFrancisco corría parejas consu tristeza. ¿Había unaincipiente e instintivarespuesta en su interior?…¿Quéempezabaapasarensucarne? Hizo un tremendoesfuerzocontodasualma.
—¡Vete de aquí! —exclamó.
Pero ella, con toda labrutal elementalidad de suprimera y desgraciadaescuela en la vida, dijo sindejardemirarle:
—Hevenidoaquíparasertuya.
Francisco apretó lospuños y cerró los ojos.«¡Señor! —se dijo—. ¿Por
qué esto ahora?, ¿por qué?».Fueron unos segundos deconcentración, de actuaciónsobresímismo,declamorosaapelación a Dios. Cuandovolvió a mirarla ya sólosintiópena.
—Muchacha —dijotranquilo en lo que cabe—,nos hemos equivocado losdos. Vamos a olvidar esto.Nohapasadonada.Yonohe
oído ni una de las palabrasque acabas de decir… Yahora,vete.
Sinalzarlavozestaba,alfin, mandando con imperio.La cara de Canela seencendiócomolagranayensus ojos relampagueó unafríaluz.
—Tienes razón, meequivoqué. No eres unhombre.Eres…
Nodijomásysaliódandounportazo.
Franciscocruzóel cuartoy llegó hasta el toscoreclinatorioquehabíaalotrolado. Se le doblaban loshombros, como si un pesoinvisiblehubiera caído sobreellos. En aquel instanteparecía un anciano… «Yahora, qué, Señor, ahora quétengo que pensar… ¡Pili!
¿Todo es así? ¿Todo tieneque ser así? No puedocreerlo. No quiero creerlo.¿Es culpa mía? No supeprevenirlo, ésa es laverdad»…
En aquel rincón de lacolmena,ahorasilenciosa,unespíritu agobiado, perdidoentreeldescansoyelamoryla deshonestidad y elinsomnio y el afán y la
inconscienciadelaaperreadamasatrabajadora,velabaanteDios, asumiendo su angustiade hombre, interrogándosesobresuresponsabilidad,conel corazón resquebrajado yseco, con el alma a oscuras,con el cuerpo rendido defatiga.
26Era un momento malo paraquelosobrerosaceptaranporlas buenas la implantacióndel sistema Gombert que laempresa deseaba imponer.Cierto que comportaba unaumentoenlossalarios;peroes que, aparte de otrasconsideraciones, el ambientede fondo no estaba por lo
racional, sino por creardificultades. Según la vozcomúny anónimaque corríade boca en boca, el 20% deaumento ofrecido en laretribución implicaba unamejoradehastael70%enlaproductividad, y los ánimosandaban levantados ante unasituación que se denunciabaporinjusta.
AFranciscolevinoRaba
en compañía deCampo. Losdoseransoldadores.
—Nos han escogido parahacerlaspruebasyconcretarlasmedidas.
—Ya.Lemiraronextrañados.—¿Quétepasa?Laverdadesquenohabía
levantadocabezadesdelodeCanela, ocurrido el díaanterior.
—¿Quédecíais?—Yo creo—dijoCampo
—quehayqueboicotearestesistema.
—Sí, pero ellos no sontontos y viene uno de laGombert que sabe lo que setraeentremanos.
Franciscoreaccionó.—No debéis echar sobre
vosotros la odiosidad que vaacrearesteasunto.
—Eso es lo que nospreocupa —repuso Raba—.ElgrupodeSalmonesseestámoviendomucho.
—Yalosé.—¿Conocessujuego?—Como todo el mundo,
supongo.—Tú,¿quéaconsejas?—Tal como están las
cosasnodebéisconsentirquela empresa base en vosotros
el imponer tiemposinaceptables.
—Sí, es lo que todospensamos.
Franciscohizounapausa.—Vosotros entendéis de
esto mucho más que yo —dijo—, pero si queréis miopinión os diré que yoaumentaríaelrendimientoenunaproporciónlomásexactaposible a las mejoras reales
quevayanaobtenerseen lossalarios.¿Esposibleesto?
RabamiróaCampo.—Sí,creemosquesí.—Pues de ahí que no os
saquenadie.Pero una idea repentina
vinoasumente.—Esperad… Hay una
cosa que me está dandovueltas…
—Suéltala.
—Corrijo lo de antes.Hay que seguir igual;exactamentelomismo.
—¿Quéquieresdecir?—Lo veo muy claro.
Debéis avisar a todos. Quecorralavoz.
—Pero…—Mirad.¡Daosprisa!Desde la encrucijada
dondeestabanpodíaverse laescalinata de la dirección y
allí acababa de aparecer ungrupo de figurasinconfundibles, a pesar delmonoquealgunosllevabanyel casco que coronaba todaslascabezas.
El sistema decomunicación entre losproductores era silencioso ycasi instantáneo. En unosmomentos todo el mundosabía lo que tenía que saber.
De boca a oreja corríavertiginosa la voz hasta elúltimorincón.
Fue precisamente la grannave de soldadura el lugarescogido por los técnicospara efectuar las primerasmediciones. La cosa resultóardua desde el primermomento y la discusión seprolongó durante toda lajornada. En su ir y venir
Francisco podía captaraspectos y momentos deaquel forcejeo con losingenieros.
—Ustedpuedehacerloenmenostiempo.
El técnicode laGomberttomaba el soplete de manosde Raba para repetir lademostración.
—Desde luego —replicóaquél—.Peronoeslomismo
trabajar a batir una marca,bajocontrolyenlasmejorescondiciones, que hacerlo enlas circunstancias reales detodoslosdías.
—Esas circunstancias sepueden racionalizar en todossusdetalles.
—Sisepuedeono,nolosé; pero hoy por hoy lascosas son como son ynosotrosnosomosmáquinas.
—Vamos —dijo donRoque,queeradelaempresa—, usted es jurado, usteddebedarejemploycolaboraren una cosa que es para elbiendetodos.
—Es en los demás enquienespienso.
El de la Gombertintervino.
—Yo le demuestro todaslasvecesquequieraqueuno
deestoselectrodossequemaentresminutos.
Tomóelsopleteeléctricoylohizoinclusoenmenos.
—Love—dijo.Pero la operación era
siempre más compleja yhabía que andar con laescobilla y con elmartillo yprepararlo antes e igualarlodespués, por donde siemprequedaba a Raba la
oportunidad de complicar elproceso querido por eltécnico.
No lejos de esta escenapodían recogerse frasesmalhumoradas y no siemprecarentedesentido.
—A ese tipo quisieraverlo yo después de quemarcienelectrodos.
—Éltrabajasinquenadieleestorbeniinterrumpa.
—Para cuatro cochinosdurosquenospagan…
El intento con otrosoperarios fue lo mismo.Francisco vio trabajar aCampo. Era evidente quetodoslohacíanmásdespaciode lo que sus posibilidadespermitían.
—Va lento, va lento —decía entre dientes el de laGombert.
Campo se detuvo y alzólacabeza.
—Yo no puedo sermedida para otros. En estanave nadie maneja el bichocomo yo. ¿Qué quiere?,¿quiere que sea yo el queembarquealosdemás?
Los tiempos que laempresa pudo arrancar consus mediciones, al final delturno, ni eran satisfactorios
para ella, ni suponían unanetavictoriaparalosobreros,yaqueenelforcejeosiemprese padece. Comoconsecuencia el malhumorera general y la idea debloquear la producción, paramantenerse en los nivelesanteriores, pasara lo quepasara, se había apoderadodelánimodetodos.
En un corrillo, ya fuera
de la fábrica, Francisco seexplicabaconunoscuantos.
—Ese 20% estásuficientemente justificadoconlasubidadelavida.
—Ahora sí que hablastebien, hermano —dijo elEnergías.
—Claro.Secalculasobreel salario concertado hacecuatro años, así queimagínate. Trabajando ahora
como antes y cobrando un20%más, venís a salir igualqueentoncesenrealidad.
—¡Qué bien te explicas,hijo!
El Energías le teníaafectoaFrancisco.
—¡Vaya jornada! —dijoRaba.
—Traerá consecuencias—repusoCampo,muyserio.
—Bobadas —volvió el
Energías—. Más metidos delo que estamos no vamos aestar.
—Bueno,yome largo—dijoFrancisco.
Necesitaba estar solo. Elpensamiento de Canela lehabía estado rondando todoel día. Confusamenteesperaba algo, una nota, unapalabra, incluso una sonrisacomo si no hubiera pasado
nada. Quería llegar a casa,portodoesoyporhablarconTonchu… «¡Ojo con ésa,Paco!».Selohabíadichoyélhabía creído que eran celos.Y lo eran, sin duda ¿QuépodíaenseñarleTonchuaél?Al principio no hacía másquedarlelalataconCanelayllamarlelaatenciónsobresusencantos físicos. Más de uncariñoso coscorrón se había
ganado con ese motivo. Elcambio había sido luego.«¿Cuándo?». Sí, deseabaestar solo, rezar, hablar conDios,llorarquizás…
Cuando Tonchu se lereunión en casa traía la caraalegre.
—¿Quéhay,machote?—dijoalentrar.
Francisco no tenía ganasnidesonreír.
—Muycontentovienes.—¿Contento? No sé qué
te diga. Por un lado sí, porotro…
—Vaya —repusodesmayadamente.
El chico se fue hasta laventana.
—ViaCanela.Franciscosesobresaltó.—¿Yqué?Tonchu se volvió a
mirarle.—Veo que terminó
contigo.—¿Quétedijo?—Eso no lo preguntes.
Siendo una burra, como es,estáfuriosa.
—Sí,pero¿quétedijo?—Nolarompílosmorros
porqueesmujer,yporquenoestá mal la tipa de ella, apesardetodo.
Franciscosefueaély letomóporloshombros.
—¿Quétedijo?¡Dímelo!—Ydale—sesoltóantes
de seguir—. Mira, ya erahoradeque tediesescuenta,jobar.Ah,yloquedijo,puesimagínalo:Ponerteverdeyamí contigo, y yo tenía talcabreo que ya le dije quecuidado con la lengua,porque te juro que lamarco.
Lo que pasa es que en elfondo yo me alegré, porquehacía falta echarla de unavez.
SindudaquereparóenlaexpresióndesufrimientoqueFrancisco no intentabadisimular. Se puso serio ypreguntódefrente.
—¿Laquerías?El sacerdote entendió el
sentido de la pregunta en la
miradadelmuchacho.—No.Deesaforma,no.—¿Seguro?—Deltodo.—Claro.—¿Porquédicesclaro?—Porque te conozco,
peroqueríaoírteloa ti.Ynole des vueltas. Canela sólovaleparaunacosayesacosaa ti no te interesa. Si estransparente,Paco.
Dio unos pasos por lahabitación seguido por losojosdelchico.
—Lo que es transparentees que yo estaba aquí paraque valiera para algo más…yloestabaconsiguiendo.
—¡Que te crees tú eso!Todavíanonosconocesalosdeporaquí.
Francisco tuvo una idearepentina.
—¿También tú quieresirte?
Tonchuseleacercó.—¿Porquiénmetomas?—Contesta.—Yoestoycontigo.Lo dijo sencillamente.
Sindramatizar.
27Erasábadoy,antesdeiralarectoral, Francisco optó porpasar por «El Africano»,donde estarían los desiempre. La cordialidad conque fue acogido volvió adarle idea de lo que habíancambiado los tiempos. Se lehizositio.
—¿Dequésehabla?
—De mujeres —dijodivertidoelEnergías.
—¿De las vuestras? —replicó Francisco, siguiendolabroma.
—¡Sin faltar!, ¿eh?, ¡sinfaltar!—exclamóCasto,queya tenía elvinocasi alniveldelcerebro.
El Energías le dio unapalmadaamistosa.
—Espera que te coja la
Isabela esta noche y verásquiénfaltaaquién.
Rierontodos.—Págame un vaso, Paco
—dijo Antonio comosiempre.
—¿Ya estás? —protestóJustino,eldeAlbacete.
—¡Calla tú, funeral, queparecesunfuneral!
—Si vais a ir tan aprisaen lo de la tajada, yo me
largo—dijoFrancisco.—Calma, Paco, calma,
quehaypararato—apaciguóelEnergías.
Se bromeaba; se hablabadetodo,entrevasoyvasodevino peleón, hasta queJustino, sin alterar suseriedad, se dirigió aFrancisco.
—En mi pueblo, en laprovincia deAlbacete, había
un cura que hablaba muchodelanatalidad.
—Querrás decir de lalimitaciónde lanatalidad—apostillóelEnergías.
—Sí,eso.—¿Y qué? —dijo
Francisco.—Que tú, ¿qué dices?Él
creíaenelinfierno.Algunos se rieron.Casto,
que ya estaba bastante
cargado,preguntó.—Sí, ¿cuántos hijos hay
quetener?—¡Eso depende de la
prójima! —se adelantó elEnergías.
Castorecitó:—Amarás al prójimo
comoatimismo.—Nohay quien hable en
serio con vosotros —dijoFranciscosinenfadarse.
—Puesenserio—replicóel Energías—. ¿A quiéntengo que amar yo? ¿Creesque tengo que amar a losconsejeros? ¿AdonFedericotengo que amar yo? ¿Creeseso?
—¿Qué ganas conodiarlos?Dímelo.
—Me doy el gusto. Medesahogo.Esoesbueno.
—¡Qué va a ser bueno!
Esoesvenenoso.—Lo que es venenoso es
quedarseconlabilisdentro.—Si odias, digas lo que
digas, te queda el odiodentro,yelodioespeorquelabilis.
Lascarasestabanatentas.—Sin odio —dijo el
Energías—, la clase obreraseguiríaenlasdieciséishorasde jornada por un cacho de
pan. Eso es lo que no megusta de la Iglesia, conperdón de lo presente, quepredicáis el amor en unmundocomoéste.
—El odio destruye —replicó Francisco—; sólo elamor construye. Y el amor,losabesigualqueyo,noestáreñidoconlajusticia.
—La predicación delamor es la predicación de la
resignación. La resignación,¿comprendéis,amigos?¿Quémás quiere la burguesía quenuestraresignación?
—No dices más quetópicos.Yo personifico aquítodo eso que tú atacas. Ypregunto: ¿estoy yo por laresignación?
—Sabes de sobra que noibacontigo.
—Pero da la casualidad
queyosoycura.—Tú eres distinto. Tú
eresunidealista.—¡Qué cómodo! Lo
bueno que conoces,digámoslo así, y perdón porlainmodestia,locanonizasylodejasaparte.Luegojuzgasen general por lo supuestomalo,quenoconoces.
ElEnergíashizoungestoindefinibleconlamano.
—Abrelosojos,Paco.Lodel amor al prójimo estápasado.Estodeahoraesunapelícula del Oeste. Si nosacudes,tedan.
Hubo muchos gestos deasentimiento.Castodijo:
—El que da primero, dadosveces.
YAntonio:—Amísólomequisomi
madre.
—Ytuviste suerte—dijoJustino, tan serio comosiempre.
Francisco los conocíabien y no se dejabaimpresionar por susapreciacionesdesgarradas.
—Gusteos o no, Dios esamor —dijo tranquilamente—; y ahí, debajo de esassucias camisas, lleváis uncorazón que ama más de lo
queosgustaríaconfesar.—¿Quién habla de
confesar? —preguntó Castoqueandabayaentrenieblas.
—La Isabela, hijo, laIsabela —contestó elEnergías—, que te esperaparallevartehastaelcajón.
—Dios… —empezó otravezFrancisco;peroJustinoleinterrumpió:
—Hablascomoelcurade
mi pueblo; pero a Dios lepegamás no existir; porque,siexiste,seríaresponsabledeque nosotros naciéramospobres, y eso tiene muchocanto,digoyo.
El Energías sacó unbilleteverdey lo agitó enelaire.
—¡No haymásDios queéste!
Franciscosonrió.
—No sabéis a lo quedecís.
—Paco —dijo, serio depronto,elEnergías.
—¿Qué?—Si todos los curas
fueran como tú yo, a lomejor,creíaenDios.
—Elcurademipueblo…—volvióaterciarJustino.
—¡Y dale con el cura desu pueblo! ¡Vaya tema que
tienes,compañero!—¿Quémásdecíaelcura
de tu pueblo? —preguntó•amableFrancisco.
—El cura de mi pueblo—siguió aquél— dijo unavez que Dios nos amó tantoquesehizohastaobrero.
—¡Lo último! —gritó elEnergías—. ¿Sabes que mecae simpático el cura de tupueblo?
—Cristo se hizo obrero,efectivamente —dijoFrancisco—, pero eso no lehumilla a él, sino que nosdignificaanosotros.
—¡Mirapordóndehemosde estarle agradecidos! —exclamóCasto con sumedialengua.
—In vino, veritas —replicó Francisco—, quequiere decir que con el vino
se dice la verdad. Esteborracho nos acaba de darunalección.
—¿Ynoeramejorqueenvezdehacerseobreroél,noshubiera hecho a nosotrosmillonarios? —preguntóAntonio con aparenteingenuidad.
—¿Mejor para quién?,¿para ti?Escucha, si con losbolsillos arrascados como
sueles andar, coges esascurdas, ¿qué harías tú situvierastalonario?
Huborisas.—Es que es esta cochina
condición—dijo el Energías— laque lo arrastra alvino.El rico bebe por vicio; elpobreporqueesloúnicoquelequeda.
Franciscosepusoserio.—No te falta razónen lo
que dices. Tampoco Diosmira igual el vino del ricoqueeldelpobre,nolodudes.Pero os digo una cosa,aunque os parezca unabarbaridad. Dios os hizopobres, de acuerdo.Y añadoyo: No os hubiera hechoningún favor con hacerosricos. Si ésta es una pruebapara una vida mejor, nadiecon tantas papeletas para
ganar en la rifa comovosotros.
Asípodíanseguirhorasyhoras.Nunca se podía tomardel todo en serio lo quedecíanaquelloshombres.Porotra parte, tampoco solíanhablar a humo de pajas.Francisco estabaacostumbrado a seguirles lacorriente y encajar todas susbarbaridades con un humor
equilibrado y pacienzudo.Tenía pruebas de que unafrase dejada caer aquí y otraallí causaban huella dondemenos se podía unoimaginar. Luego venía lapregunta, la confidencia, eldesahogo, a la hora y en elsitiomenospensado.Unaerala actitud despreocupada ycínicaadoptadaenlatertuliay otra la angustia individual
quecadacualllevabadentro.
28—Don Jacinto, el
bicarbonato —dijo JoséManuel, el coadjutor másjoven, con una chispa demaliciaenlosojos.
—Sí,hijo.Yasesabequelossábadosmesientamal lacena.
Elpárrocodejópasarsusojos por los rostros de
Francisco y de Sergio, que,como de costumbre, yaestaban tensos por ladiscusión.
—¿No acabaréis nunca?—añadió.
—Se trata de cosas queestánplanteadasenlaIglesia—dijo Sergio— y de cuyasolución dependerá el futurode muchas maneras y pormuchotiempo.
—Tenéis una visióndemasiado temporal de losasuntos —comentó elanciano—. Tendéis asobrevolar los problemas devuestraépoca.
Sergio protestórespetuosamente.
—¿Visióntemporalyo?—Eso te han dicho —
repuso Francisco, no sinciertoregocijo.
—Pero si yo por lo queabogo es por un sacerdocioestrictamente espiritual, sincompromiso temporalalguno; por un sacerdocioque se ocupa de procurar lagracia sobrenatural, no delevantar los salarios; deadministrar los sacramentos,no de militar en lossindicatos; de rezar por losobreros, no de trabajar con
losobreros…—Tu modo de ver las
cosashapericlitado.—¡Quetelocreestú!—Yo lo que sé —terció
donJacinto—esquesinsalirde esta iglesia, hay trabajoparadarytomar.
—No lo pongo en duda—replicó Francisco—, peropregunto:¿todoesetrabajoopartedeél,tienequevercon
los obreros que viven pormilesahídetrás?
—Nosotros no excluimosa nadie; pero tampocopodemosobligarles.
—De acuerdo; pero laIglesia siempre ha sidomisionera y nunca seconformó con esperar.Grandes sectores del mundoobrero son hoy en realidadverdaderatierrademisión;y,
a causa de prejuicios, deerrores y de odios más omenos acumulados delpasado, están másendurecidos y son menospenetrables que los millonesque dábamos en llamarpaganosygentiles.
—¿Y quién te impidepredicarles? —le interpelóSergio.
—¿Predicarles desde
aquí? ¿Ir con misionerospopulares?
—¿Porquéno?—Porque no vienen aquí
nilosescuchanallí.—Puesyosédeempresas
queorganizan…Franciscoagitólasmanos
enelaire.—Nomehablesdeeso—
dijo—. Se acabó elpaternalismo de la empresa.
Curas traídospor laempresacon asistenciaejemplarizadora de ladirección y coche «de lacasa» para traer y llevar almisionero…Que no, Sergio,que no. Ya son mayores deedad.
—Noséquétienequevereso.
—¿No lo sabes?Escucha¿Admitiría la dirección que
los obreros trajeran a suspropios predicadores yorganizaran con ellos actospara los ingenieros yadministrativos?
—¡Sacas las cosas dequicio,comosiempre!
—No lo creas. Lo quepasa es que al ir contra eltópicoestablecidoselellamasacar las cosas de quicio.Pero aquí no hay quicios, ni
haycosas;sólohayverdadescomotemplos.
—Lo que la empresahace, en un caso semejante,no es más que brindar unaoportunidad.
—Elcapitalnotienenadaque brindar al trabajo, a nosereldineroque ledebe.Enlo demás, la relación, a losumo, ha de ser entre pares;aunque esto es difícil que
entre sin sangre enmuchísimascabezas.Porotraparte es inadmisible que lapalabradeDiosseaservidaaltrabajo de mano del capital,cuando no es ningún secretoque está mucho másnecesitado de ella éste queaquél.
—Todo eso esdemagogia.
—Nomehagasdecirtodo
loquepienso.—Aquí no quiero
cuestiones —intervino donJacinto—, que todos lossábados hemos de acabarigual.
Sergio tomó en silencioloquequedabadesopaensuplato.Luegodijoconunavozalparecernormal:
—Yonodigoquenohayadificultadesenlapredicación
a losobreros;peroesque túporloqueabogas,alfinyalcabo, es por la nopredicación,yyasabeslodeSan Pablo: «¿Cómo creeránenaquéldequiennooyeron?¿Y cómo oirán sin haberquienlespredique?».
—Paracreerenlapalabrahay que no desconfiar de lapalabra y, sobre todo, dequien pronuncia la palabra.
Yanobastaconpredicar;hayquehaceraceptableloquesepredica. Desde San Pablohasta aquí se han acumuladoveintesiglosdepolvo.
—¡Esto sí que es bueno!—exclamóSergio.
Don Jacinto, con eltenedor empuñado hacia loalto, levantó las pobladascejas.
—¿Qué pasa? ¿Tampoco
cuentaSanPablo?Francisco cambió una
mirada de inteligencia conJoséManuel.
—Quiero decir que loscristianos del siglo primeroaparecían comorevolucionarios,mientrasquelos de hoy pasan porconservadores. Ya hay aquíunabismoentrelaimpresiónque causaban ellos y la que
causamos nosotros.Aquellosaparecían puros, limpios,transparentes. Hoyaparecemos con casi todo loquedeerróneoyequivocado,aunque no esencial, ha idoacumulando una rutina desiglos; más, con cuanto elenemigohatenidotiempodeechar sobre nosotros. Elrostro de la Iglesia ya noresplandece a losojosde las
masas.Hayquelavarloantesdeabrirlaboca.
—Ya estás con el tópicodel testimonio —replicóSergiocansado.
—Sí. «Seréis testigosmíos», dijo Jesús.Testimonio, pues, de cuantodiceelevangelio,empezandoporlapobreza.
—Hay pobreza en laIglesia, sin faltade irseaun
barrioobrero.—¿Te refieres a la
pobreza espiritual de ciertosdignatarios? —preguntóFrancisco con una pizca deacidez.
—Sobra la ironía. Merefiero a ella y a su pobrezaactual, enmuchasocasiones;y a la pobreza profesada pormiles de hombres ymujeresen conventos y monasterios,
ya…Franciscolecortó.—Aquienesvivenconlo
justo no les hables depobreza espiritual. Nisiquieradepobrezacanónica.
—Esquelaquellamastúpobreza canónica esverdaderapobreza.
—¿Locreesasí?En todocaso es una pobreza que nosirvecomotestimonioanteel
obrerodehoy.Unacosaesla«pobreza religiosa» y otramuy distinta la verdaderamaldición de la claseproletaria; la incertidumbreconstante del mañana; lavivienda tantas vecessórdida; el embrutecimientodel trabajo con frecuenciarudo;lafatigadeloscuarentay los cincuenta añossometidosaltrabajofísico;la
humillación causada por lafalta radical deconsideración, aunque seempleen palabras corteses…¿Tiene esto que ver con elvoto de pobreza tal como sevive hoy día en amplísimossectoresdelaIglesia?
—Eres injusto con losreligiosos.
—¡Alto ahí! Yo no memeto para nada con los
religiosos, ni soy quién parajuzgarsugradodevirtud.Yosólo digo que su pobreza nosirvecomotestimonioantelamasa proletaria. Lo quepretendieron los curasobreros, en este sentido, fuecompartir la pobreza física,real y actual de losasalariados. Participar delleno en su propia«maldición».
—A mí eso no meconvence—dijo don Jacinto—,sindudardesuintención,lo encuentro incompatiblecon la dignidad y con lasnecesidades espirituales delsacerdocio.
Eran palabras queFranciscohabíaoídomuchasveces y considerado muchamás.
—Un sacerdote siempre
será un sacerdote —afirmóSergioconconvicción.
—Eso también lo piensaFrancisco —se atrevió adecirJoséMaría.
—Tú eres muy joven—dijo el párroco— para tenerencuentatuopinión.
Elcoadjutormiróhaciaelplato y Francisco tomó lapalabra.
—Yonoentenderénunca
la dignidad del sacerdociocomo algo mayestático yexterno, algo más o menosengolado y suntuoso,precisado de los plieguesreverenciales de un manteo.Y, en cuanto a lasnecesidades espirituales delmismo, las reconozco; perono entiendo por qué puedenser satisfechas en tantos ytantoscometidosynopueden
serlo en el vituperadocometido laboral. Un curamuerto en accidente,mientras trabajaba bajo unagrúa de puerto, dejó escritasunas palabras que me sé dememoria:«Laoraciónmeesmucho más fácil aquí queenvuelto en la batahola depreparativosdesesionesydetómbolas. Cuando unoacarrea sacos o cajas a la
sombradelosmástilesdeuncargo que tienen forma decruz, ¡resulta en verdad tansencillo unirse a Cristocrucificado! Entonces esviernessantotodoslosdías».
—Están bien esaspalabras —dijo don Jacinto—,pero,alalarga,nosé,nomeconvence.
—Pues escuche alauxiliar de Lyon, creo
recordarloalpiedelaletrayse refiere a sus años deobispo obrero en Gerland:«Puedo confesar —dice—que aprendí más, desde elpunto de vista espiritual,durante los cinco años quepaséenGerland,queentodoel resto de mi vidasacerdotal».
—Citas a hombres, sinduda, excepcionales—terció
Sergio—. Hay siemprepersonas capaces desantificarse en lascondicionesmásadversas.
—¿Yquéme dices de lainmensacantidaddepersonasvulgaresqueestánentregadasa cometidos temporales queles llevan más horas de lasquemepuedaocuparamílafábrica?
—Yo hablo de
sacerdotes.—Y yo también. Piensa
enloscolegios,porponerunejemplo, o en laadministración, sin ir máslejos…
Ynadieparecetemerporel sacerdocio de los que seconsumenallí.
—Esdistinto.—Esperaba que lo
dijeras; pero habría que
demostrarlo.—Trabajan en un ámbito
mucho más inocente, pordecirlodealgúnmodo.
—¡Quéequivocadoestás!¡Y qué manera más simpletienes tú de entender lapalabra«inocente»!
—No me parece quetengaqueaprendernadadeti—replicó Sergio en un tonomilitante.
—Os tengo dicho —exclamó autoritario donJacinto— que no quieroveros llegar a un planopersonal. ¡Parecéis doschiquillos!
—No llega la sangre alrío—aseguróFrancisco.
—Hayotracosa—siguióSergio—;merefieroaciertascautelas normales en la vidadel sacerdote y que nos
inculcaronenelseminario.Alalarga,¿sepuedeprescindirdetodoesoimpunemente?
—Ya sé por dónde vas;pero si quieres hablar detentacionestediréunacosa.
—Habla.Se había producido una
particularexpectaciónapenaspronunciada la palabra«tentaciones».
—Las dos únicas clases
de verdadera tentación quehastaahoraheexperimentadoyo,enelmundodelafábrica,son muy distintas de lo quetúpuedessuponer…
El tono grave deFrancisco movió a donJacintoaintervenir.
—Nadie te pide que teconfieses en público,muchacho.
—Lo voy a hacer, de
todosmodos—dejópasaruntiempo—. La tentación másrepetida, la más molesta, laverdaderamente peligrosa,consiste en unas ganastremendas de desertar, delargarse uno de esa vida, deevadirse, de dejarse decomplicaciones, de volver alo fácil, a lo seguro, a lotradicional, o, al menos, demitigar la situación con
concesiones al confort, paralas que se le ocurren a unomildisculpasplausibles…
—¿Ylaotra?—preguntóSergiollenodereservas.
Francisco miró alcoadjutor un pocomás de loque podía ser correcto enaquelcaso.
—La otra —dijo—consiste en sospechar, antetamaño apasionamiento en
contra de lo que uno haemprendido, que la Iglesiaaplica dos pesas y dosmedidas.
Hubo un silencio en quecada cual se esforzó porpenetrar hasta el fondo delpensamientoanunciado.
—¿A qué te refieres?—inquirióSergio.
—Está bien claro. Bastapensareneloleajequeseha
levantadoyselevantacontraelsacerdotequetrabajacodoa codo con los obreros, y lotranquilos que dejan acuantos, y no son pocos porcierto, desempeñan tandiversas actividades nomenos temporales, aunquecodo a codo con jóvenesburgueses, conadministrativos a sueldo, oconcientíficosincrédulos.
—TienerazónFrancisco.Lavozdelcoadjutormás
joven se clavó como unaflecha en el silencio quehabía seguido a las palabrasde aquél. El párroco semolestó.
—¿Quiéntepreguntaatiquién tiene razón? ¡Carambaconeldefinidoreste!
—Expresar una opiniónnunca es pecado —dijo
Francisco.—Ni yo he dicho que lo
sea.Venga.Vámonos.Don Jacinto se puso en
pieytodosloimitaron.—Las misas están
puestaseneltablón—añadióelancianoantesdesalir.
SergiosiguióalpárrocoyFrancisco quedó atrás conJoséManuel.
—¿Lo has visto? —dijo
éste—. No quiere admitir eldiálogo.
—Don Jacinto no estápara estos trotes —repusoFranciscoconciliador.
—¿Y el pasmarote deSergio?
Consideró la carasofocada del joven cura ycambiódetema.
—Si puedes, escuchamañana lo que voy a decir.
Tengounaidea.—¿Dequésetrata?—Tenpacienciayhazme
unfavor.—Loquequieras.—Tráeme un café bien
cargado, que debo quetrabajarunpardehoras.
—¿Noestásrendido?—Túhazmecaso,anda.—Se va a escandalizar
Ana.
—Que no demos másescándalo en la vida que elpediruncaféalasoncedelanoche.
—Yoteloharé.—Sierestanamable…
29La predicación de Franciscoerasiempreesperadaconunacuriosidadqueenalgunosnoestaba exenta demalicia. Laiglesia rebosaba y, a pesardelfríodefuera,yaavanzadodiciembre,habíaqueabrirlaspuertas de par en par. DonJacinto le había dicho por lamañana: «Ojo con lo que
dices, jovencito». Pero él lerespondió: «Si voy a hablardelNiñoJesús»,conloqueelpárroco,satisfecho,comentó:«Si es así…» Esta vez lollevaba escrito y colocó lospapeles sobre el atril quehabíaenmediodelambón,altiempoqueseexcusabadenodirigir la palabradirectamente a sus oyentes,yaqueibaaleerlesunacarta
que aquella noche habíaescrito al Niño Jesús. Huboun movimiento de sorpresaenelauditorioyunvaivéndecabezas en busca de unavisiónmáscómodaysegura.Tras un breve preámbulo, lacarta entraba de lleno ensituación.
—… Te escribo paracomentar contigo lo malmontado que estuvo todo lo
concerniente a tunacimientoacáenlatierra…
Lo insólito de lafraseología y el enfoqueconcitó una extremadaatencióndesdeelprincipio.
—… Aquella epifaníateníasoberbiasposibilidades;podía haberse convertido enel espectáculo del siglomediante una financiaciónsumamente sencilla, que
hubiera cubierto gastos yreportado generososbeneficios con destino acaridad, naturalmente. Fueuna lástima. ¡Quéoportunidad! Falló lapropaganda.Deahívinotodoel mal. Yo te garantizo quehoy hubiéramos volcadomultitudes sobre el portal.Por precios razonables,cantidaddeagenciasdeviaje,
así como asociacionesreligiosas,hubieranllevadoaBelénturistasymásturistas,gentespiadosas,desdeluego,que hubieran tenido de pasolaoportunidadderealizarunhermoso viaje de recreo conescalasinolvidablesenRomayenElCairo…
Elpúblicoestabainmóvily las caras de muchosindicabanalasclarasqueno
sabían aún a qué cartaquedarse.
—… Insisto en que fallóla propaganda. No fuepresidida por un criteriorealista. ¡Canciones deángeles y estrellas que semueven! Sí, muy bonito;pero los ángeles cantaron denoche y en despoblado, y laestrella fue vista solamentepor tres hombres que ni
siquieraeranromanos.No;loconcreto, lo seguro, hubierasido llenar de carteles losmuros de Jerusalén; volcarsobre losmostradores de loscomerciantes multitud decartulinas con ágiles dibujosyletrerosalusivoseninglésyorganizar una tómbola conespléndidos regalos, parapoder financiar, por lopronto, la estancia en la
posada, aparte de interesar,desde luego, en el asunto alas autoridades del lugar…Sin las autoridades no sehace nada, ¿cómo no sabíaisesto? Ni siquiera hubo unaempresa que organizaracaravanas a Belén, desdeJerusalén, naturalmente conun ánimo de lucrómoderado…
Entrelosmásavisadosde
los fieles se cambiabanmiradas de inteligencia,divertidas unas, indignadasotras.
—…Yquécaprichoeldecantar el Gloria a lospastores. ¿No hubiera sidomejor hacerlo a losbanqueros, a las viudas ricasy sin hijos, a los capitanesgenerales,aloscabecillasdelos llamados grupos de
presión y, en fin, a lasautoridadesenpersona?Yesque la cosa financiera sellevómal desde el principio.Yyasesabequeeldineroloes todo. Si luego, demayor,hubieras tenido dinerobastante,seguroqueJudasnote habría traicionado. ¿Y nohubiera valido la pena tenerdinero para salvar a Judas?Casodecontarcondineroen
abundancia hubieras podidocompraralospontíficesynohubierassidocrucificado.Deesta forma habrías podidovivir setenta años y losevangeliosseríanmuchomáslargos y tus enseñanzas másvariadas. Si hubieras tenidodinero los ricos estaríanmucho más tranquilos y lospobres no lo pasarían peorpor eso… Un poco más de
propaganda y una taquilla ala puerta de la cueva. Esohubiera sido empezar bien.Así hubiéramos hechonosotros.Bienllevadalacosahabría podido dar dinero deverdad. Hubiéramos puestotarifas distintas. Entradas deprimera fila y entradas deúltimafila.Túmismodijistequeenelcielohabíamuchasmoradas. También aquí.
Nadieva a confundir la casadelcristianoricocon lacasadel cristiano pobre. Claroque,parahacerlascosasbiendel todo, hubiera convenidohacer atractiva la visita a lacueva, organizar allí algunadiversión, alguna fiestabenéfica, algo de buen tono,de buena sociedad… Tú yacomprendes.Lagenteesasí.
En este punto ya todo el
mundo sabía a qué atenerse,loqueayudabaamantenerlaexpectación.
—… El dinero nuncaestorba, eso da laexperiencia. Después deveinte siglos deberías irpensando en suavizar elevangelio por lo que toca aldinero. Deberías tener encuenta que si un día se tefueran los ricos y los bien
acomodados, quedaríanmedio vacías las iglesias.Nosotros, con dinero, eso sí,te hubiéramos facilitado lahuidaaEgiptoencochecamadeserpreciso.
Muchas caras denotabanescándalo;perono faltaba laexpresión de regocijo enalgúnrostro.
—…Y qué decir de lospadresqueescogiste.UnSan
José, buenísima persona, sí;pero simple carpintero deoficio y no de beneficio.Cualquiera de nosotros, dehaber estado en condicionesde escoger, hubiera echadoojo a un aventajado hombrede empresa, a un consejerode innumerables sociedades.¿No te hace fuerza el quetodos coincidamos ensemejante apreciación?Mira
que tus padres, en vez deorganizar, de hacerpropaganda, de moverse, secruzan de brazos y venga derezar. Hoy no nospreocupamostantoderezarylas cosas van mejor, no sonexageraciones mías. Estátodo mucho mejororganizado; hay más técnicaen el apostolado, máscontrol,másestadística.Hay
que vivir con los pies en elsuelo.EsofueloquelesfaltóaMaría y a José.De seguroque cuando eras un niño, enmedio de ellos, nadie tehabló de lo cara que está lavida,delucharporlavida,deabrirte paso en la vida…Nosotros no somos santoscomoellos,peropreparamosaloshijosdesdemuyprontopara triunfar en la vida. Por
esoanuestroshijoslessueleirmuchomejordeloqueatitefue.
Nadie parecía sentir elmás mínimo cansancio oimpaciencia y la voz deFranciscoseelevabasobreunsilencioquenadaperturbaba.
—…Peroloquenotieneexplicación es la forma enque se llevó a cabo la visitade los Magos. En primer
lugar no se hizo nada porbrindarlesunagrataestancia.No se prepararon festivales,coros y danzas, excursión aun lugar típico. No hubodiscursosdeexaltaciónyloa.Ensegundo lugarnose supoexplotar la circunstancia.Una caravana oriental deverdad podía haber causadosensación.Antesdeexhibirlaen la calle, la hubiéramos
presentado en un teatro, atanto la butaca… Bastacomparar el poco efecto queprodujo aquella visita, conser auténtica, y el fruto queen la actualidad produce lafiesta de los Reyes…Letreros, carteles luminosos,anuncios por todas partes,¿noloves?Loscomerciantesvenden más que nunca. Sondías de negocio seguro. La
conmemoraciónde tuvenidavuelve felices a los niños.Ytantomásfelicescuantomásricos sean sus padres. Y laverdad es que los Reyestampoco se lucieroncontigo.Pase lodeloro,queno seríamucho; pero mira queregalarte incienso y mirra…Nosotros te hubiéramosllevado leche en polvo yquesoamericano,o,loquees
mejor, tehubiéramosabiertouna cartilla en la caja deahorros. Por otra parte tehubiéramos proporcionadoalgún juguete. Bueno,naturalmente, no juguetesnuevos, no relucientesjuguetesdeniñorico,yaquea quien nace pobre no se lehace bien sacándole de sumedio;pero,despuésdetodo,¿qué te podía importar a ti
que faltara aquí una rueda osobraraundesconchadoallí?
Sergio asomó por lapuerta lateral de la sacristía,pero Francisco no reparó enél. Leía con una vozintencionada, alta y clara, ylevantaba la vista confrecuencia para mirar alauditorio.
—… Otra cosaimperdonable fue el no
acostumbrarte a aprovecharla amistad de los de arriba.Mira, entre nosotros, laamistad con el de arriba seexplota hasta el fondo.Y nosabes las ventajas quesupone. Todo está en saberadularle de una formainteligente.Al hombre se lemaneja por la vanidad comoaltoroporlanariz.Perotúteempeñaste en comenzar por
abajo y bien caro lo hubistede pagar. Nosotros tehubiéramos puesto encontacto con las capas másaltas de la sociedad. Ahí esdondeestánlasposibilidades.Esciertoquetúdijiste:«¡Ayde los ricos!». Pero tambiénlo es que hoy dice todo elmundo: «¡Pobrecitos lospobres!». Con nosotroshubieras aprendido muy
pronto que cuando se quierealgodeverdadnosevaalaschabolas; se va a losministerios. No se pierde eltiempo hablando con lospobres, sinoquesehaceunodirector espiritual de lasseñoras de los poderosos. Escierto que el evangelio nohabla de lasrecomendaciones; perotambiénloesque,ajuiciode
la mayo ría de nosotros, lasrecomendaciones podíanhaber sido objeto de unanovena bienaventuranza. Almenos cualquiera que tengasentido común estimará quetiene mejor ventura el queposee una buenarecomendación, que el quellora,porejemplo.
Al lado de Sergio estabaahoradonJacinto.Elpúblico
seguíacomoparalizado.—… Por lo que toca a
nuestroshijos,queridoNiño,deempeñarteennacerenunacueva,dudomuchoqueseleshubierapermitidojugarentucompañía.Lamayoríadelosqueestamosaquíhemossidoeducados en la prevención yquizás el despreciohacia los«niños de la calle»… y unoque nace en una cueva es
peor que de la calle. Jugarcon los niños de la callesiempre estuvo mal visto.Ten en cuenta que nuestrosniñosvanacolegiosdepagoy, en ellos, aun siendocatólicos, posiblemente nohubiera habido sitio para ti,tal como nuestra sociedadestámontada.Claro que hoydía, caso de que San Joséaccediera a pertenecer a un
montepío, hubieras podidoingresar en una universidadlaboral. Es cierto que allísólo hubieras alternado conhijos de trabajadores; pero,dado tu modo de ser, quizáno te molestase semejantesituación. Allí encontraríaspiscinas, salones de actos,verdaderos estadiosdeportivos… La verdad esque somos muchos los que
pensamos que es demasiadoparaloshijosdelosobreros;que es un disparate y ungastoabsurdoyquequévaapasar cuando vuelvan a suscasas;aunqueenrealidadnosimporta muy poco lo que aesos chicos les ocurra.Claroque si tú fueras allí, y leshablaras depobreza como túsabes hacerlo, puede queestuviera bien, para que
luego, al crecer, no selevantaran a mayores,pidiendo el oro y el moro,siendo así que no vivieronnuncacomoahora.
Francisco hizo una pausay dejó vagar los ojosinexpresivos por la iglesia.Bajó la vista, luego, yconcluyó.
—… En fin, queridoNiño, la civilización ha
avanzadomuchoyhoysevenlas cosas de muy diversomodo.Cadacualeshijodesutiempo. Nosotros somos así,éstaeslaverdad.Ycomonohayesperanzahonradadequevayamos a cambiar, yo tepregunto si no sería unamedida inteligente el retocarunpocoelevangelio,porque,si no, sin irmás lejos, yo tedigo que da la risa el ver
anunciadounevangeliocomoeltuyo,enedicióndelujo,alprecio de mil quinientaspesetas ejemplar… Y nadamás.Perdonasialhablarconesta inusitada sinceridad tehefaltadoalrespeto.Hoysonasí las cosas, te lo aseguro.Afectísimotuyo…
Nadie se había movido.Franciscodoblólospapelesyse volvió al centro del altar.
Ya estaba hecho. De prontoignorabasisudisertacióneraacertada o ridícula. Inició elrecitado del Credo y apenasle siguieron algunas vocestímidas.Al acabarlo, y antesdepasaralofertorio,alzódenuevo la cabeza, miró a losfieles,queaparecíancomounmuro compacto einexpresivo, y volvió adirigirleslapalabra:
—La carta que os heleídonoesunjuegoliterario;ni es una fina sátira; ni essólo una ironía. Esta carta,eso es lo tremendo, es laverdad. Esta carta, por lodemás,esdetodos.Estacartaesmía,quieroserelprimeroen reconocerlo.Esta carta estuya.Esdelotroydeldemásallá. Si hubiera sido injustocon vosotros, al imputaros
estos párrafos, me prestaría,comoenlosviejostiempos,aserapedreado.Perosólodigoesto:Elquecreaqueprofesaenlaprácticauncristianismoexento de los reprochesimplícitos en la carta leída,que dé un paso al frente.«Que arroje la primerapiedra».
No hubo ningunareacción aparente. Francisco
sostuvo las miradas unmomento y abrió los brazosparalasalutaciónconsueta.
—El Señor esté convosotros.
30En la sala de esperaFrancisco no las tenía todasconsigo. Pensaba que no eraigualtratarconelobispoquehacerlo con el vicario. Porotra parte, aquella llamadasin más explicaciones lehabía puesto en guardiadesdeelprimermomento.Sehabía prometido no hacer
cábalas, ni formar juiciosprematuros que podíanconvertirse en temerarios.Yestaba allí, a la espera,paseandopor la antesala conciertonerviosismo.
Don Honorio Azcuetadenotaba su pertenencia alalto clero hasta en la fachaexterna.A pesar de la edad,que era pareja a la delprelado, conservaba una
prestancia digna de la figuraconvencional de un cardenalde Roma. Para nadie era unsecreto que, por suformación, por su ejecutoriapersonal y por principio, eraconservador, autoritario einmovilista, aunque, eso sí,había que reconocerle unasincera sumisión a larjerarquía, así como ciertaausteridad que autorizaba su
opinión.—Tenemos que hablar
muyseriamente,jovencito.Con estas palabras
recibió a Francisco,indicándoleelasiento.Yaerasabido que no perdía eltiempoconpreámbulos.
—Usteddirá.—Sí, sí.Y no me voy a
quedarconnadadentro.Consultó una nota que
teníasobrelamesa,mientrasFrancisco contemplaba aquelpelo blanco pero enhiestotodavía, como un cepillosobrelacabeza.
—Llegan hasta mírumores que no me gustannada.
La mirada de aquelhombre seguía siendopenetrante.
—¿Sí?
—No es ningún secretoque yo no comulgo con loque hace usted; con esepseudoapostoladoque sehaninventado ustedes, losjóvenes.
A Francisco el tonomilitante de sus oponentessiemprelehacíacrecerse.
—Yo no he inventadonada, y, por lo demás, obroconpermisodelobispo.
—Del señor obispo,querrá usted decir —lecorrigió.
—Noveopor quévamosa imponemos la palabra«señor». Para mí no añadenadaenabsolutoalapalabra«obispo».Másbienestorba.
Don Honorio no estabaacostumbrado a que un curacorriente le respondiera así.Clavólosojosenelquetenía
delante, pero no perdió elcontrol que ejercía a laperfecciónsobresímismo.
—Un pensamientooriginal —dijo con extremafrialdad—. Pero no le hellamadoparadiscutirdeeso.Sé que usted tiene permisopara estar donde está. Sinembargo, ese permiso no ledacartablancaparacometerciertas garrafales
imprudencias…Vivamente:—Porejemplo.—¡No me interrumpa
cuandohablo!Hubo una pausa de
silencioenlaquenodejaronde mirarse. Luego siguió elvicario.
—Quiero reconocer subuena voluntad. Todavía nohedudadonuncadeella.Pero
ustedsepasadelarayay,enausencia del prelado, es mideberllamarleacapítulo.
—Ardo por que mediga…
—Se lo diré, se lo diré.Por ejemplo: El otro día hasido visto por el centro,sucio, grasiento,descamisado, tirando de uncarro…¿Leparecebonito?
—Nofuecosavoluntaria.
Fueunaorden.—No lo dudo. Pero me
pregunto si un sacerdotepuedeocuparunpuestoenelque, entre otras cosas, cabequerecibaórdenescomoésa.
—Siseesobrerohayqueserlo con todas lasconsecuencias; sinprivilegios. Además, ¿quétienedemalo?
Los ojos del vicario
chispearon.—¿Qué tiene de malo?
¿Esquenoloveusted?—No, no lo veo, o, si lo
veo,prefiero creerqueno loveo.
—Es usted sacerdote ycomo tal ha sido reconocidoenlacalle,apesardeldisfrazinfamante.Escandalizausted.
Franciscoseindignó.—¿Que escandalizo yo?
—exclamó—.Yocreíaqueelescándalo estaba del otrolado, de la parte del cleroaburguesado y comodón; dela apariencia más o menosrealdebuenavidaquemuchocreen advertir en los curas;de…
—Todo extremo esdañino. Se puede ser fiel almensaje, pero con decencia,con compostura. El
sacerdocio nos supone unadignidad a la que debemosrespeto.
Francisco habló conamargura.
—Así entendida ladignidad, el sacerdocio nospone a cubierto deinnumerablesincomodidades,humillaciones yservidumbres que de tantas
maneras hieren a nuestroshermanos pobres. Yo no loentiendoasí.
El vicario siguióimpertérrito.
—Las cosas son comoson, no como usted lasentiende.
—¿Entoncespiensaustedque tenía que negarme? —preguntócondesabrimiento.
—Desdeluego.
—¡Puesme ibaa lucirelpelosiinvocaraelsacerdociopara gozar de privilegios!¡Invalidaríatodamilabor!
—En ese caso quieredecirse que su labor no esapta para un sacerdote; perousted tiene permiso delprelado y yo en eso no memeto. Ahora bien, hay unacosa que me compete porentero y en la que usted no
cuentaconunfueroespecial.—¿Aquéserefiere?—Asupredicación.—¿También mi
predicación? ¿Qué pasa conella?
Estaba experimentandouna apasionada reaccióninterior contra aquellos,quienes fueran, que setomaban el trabajo de llevarhasta la curia todas aquellas
denuncias.«Simededicaraachuparme el dedo nadie sequejaría».
—El que usted seencuentre temporalmente —subrayó la palabra—trabajandoenunafábrica,nole da derecho a hacerdemagogiaenelaltar.
—¡Esonoescierto!Lavivezade la respuesta
sorprendióalvicario.
—¿No? —dijo, alzandolascejas.
—¡Es muy cómodoacusar, y acusar desde elanonimato! ¡Que vengan adecírmeloamí!
—No tienen por quédecírselo a usted. Por otraparte, las personas que dancuenta de este asunto son detoda solvencia moral y notienenotrointerésqueelbien
delaIglesia.—Esmuyfácildecireso.
¿Y yo qué? ¿No tengo yointerés por el bien de laIglesia?
—Habráquesuponerlo.—Pues, afirmación por
afirmación, ¿por qué van atenerrazónellosynoyo?
—Nadie es buen juezrespecto de sí mismo.Además el sólido criterio de
quienes se quejan es unagarantía.
Y mi criterio no essólido,naturalmente…
Francisco pensaba enSergioyenelpárroco.
—Usted es joven,romántico y visionario…apartedequeleveoapegadoconexcesoasujuicio.
No lo pensó dos veces yreplicó:
—Usted no es juezimparcial en una causa queya tenía juzgada antes deoírme.
Don Honorio acusó elgolpesolamenteenlapresiónque susdedoshicieron sobreelmangodelaplegaderaconqueestabajugando.
—Malaescuelalafábrica—dijo—.Lehaceinsolente.
—Me ha acusado usted
dedemagogiaen la iglesiayme defiendo. ¿O es queesperabaquemecallase?
—El domingo adoptóusted una forma de predicarque ni es predicación ni esnada.Aquí tengoun informedetallado: «Carta al NiñoJesús».¿Quéfantasíaesésta?¿Qué nueva homilética nosestáinventando?¡Yrevestidoconlosornamentossagrados!
¿Dóndevamosaparar?—Enningún ladoconsta,
queyosepa,lailicituddeunartificiosemejante.
—Eso es una comedia.Escandalizaalagente.Nosepuedeconsentir.
Francisco respiró hondo,luegodijo:
—Si el contenido de esacartahubierasidounpiadosoy melifluo florilegio de
alabanzas al Niño, decongratulaciones navideñas,deconvencionalesletrillasdevillancico, ¿se hubieraquejadoalguien?,¿mehabríallamadousted?
—Pero es que elcontenido, precisamente, mepareceintolerable.
—Vamos, luegoyanoesla carta, ni la forma oartificio;esloquedijeloque
concita el rapapolvo. ¿Yquédije?¿Quédijequenopuedair a misa? ¿Qué dije que nosea una verdad como untemplo?
Don Honorio acabóimpacientándose.
—¡No creí que estuvierausted tan lejos de unamínimahumildadsacerdotal!Usted me hará el favor depredicar como todo el
mundo, en la formatradicional acostumbrada,sobre el evangelio del día ysinsensacionalismos.
—Nohesidoyoquienhaapetecido esa predicación delos domingos. Me ha sidoimpuesta.
—Y usted la va a llevaradelantedelaformacorrecta.Perohayotracosa…
A Francisco no le
importaba ya que hubieramás.
—Naturalmente.Elvicarionohizocasoy
continuó.—La empresa en que
trabaja se ha quejado deusted.
—Yustedvaahacermáscasoalaempresaqueamí.
—Hay buenos católicosen ella; personas sensatas y
desinteresadasenesteasunto.Franciscoexplotó.—¿Cómopuededecirque
desinteresadas? ¿Qué puedesaberusteddelmundoaquél?¡Desinteresadas!
—Vayamosalgrano.—Sí, claro que sí.
Vayamosalgrano.—Parece ser que usted
agitaalosobreros…Francisco se rio con
amargura sin decir unapalabra.
—No se limita a trabajar—siguió el vicario—, sinoque toma parte, y parteimportante, en la subversióndelostalleres…
Lemiraba atentamente yélsóloañadió:
—Siga.—No han querido tomar
providenciascontraustedpor
respeto a su condición desacerdote; pero confían quenosotros, de un mododiscreto, le pongamos en susitio.
—Sí, por eso me hanpropuesto privilegios,enchufes, puestos demando.¿No lo comprende?¡Quisieronsobornarme!…Y,ahora, ahora buscan el golpebajo.
El vicario meneó lacabeza.
—A usted le pierde laimaginación.
—Yaustedlacredulidad.—¡Modérese!—Es que si hoy no digo
loquesiento,reviento.—Está claro que el
permisoqueustedtienenoseextiende hasta la actuación,diríamos, temporal. Por
consiguiente, en el futuro seabstendrá usted en absolutode toda intervención en losconflictos laborales, en lasposibles agitaciones, en fin,se limitará a su trabajoescrupulosamente.
Francisco se reservó laopinión. Era mejor nodiscutir con aquel hombre.Escribiríaalprelado.
—Entendido—dijo.
—En cuanto a todo esto,elseñorobispodecidirá.
—Asíloespero.Don Honorio contempló
largamentealpadreQuintas.—Mientras tanto confío
ensuobediencia.Sabeloquequiero. Obre enconsecuencia. Y, piense loque piense, no olvide que lavoluntad de Dios, hoy porhay,lellegaatravésdemí.
Francisco tenía muchasreservas que hacer alrespecto,perodijo:
—Estábien.El vicario ablandó el
gesto.—Usted es muy joven
todavía. Yo admiro sucombatividad, pero ¿no creeque ya ha visto bastante poreselado?
—¿Quéquieredecir?
—¿No habrá llegado elmomento de que ustedmismo solicite el regreso alas formas tradicionales denuestroapostolado?
—¿Quelopidayo?—Sí, eso arreglaría las
cosas.Estoysegurodequealseñorobispolequitaríaustedunpesodeencima.
—No, no lo creo. Tengofe en lo que hago y cuento
conpermiso.—Unpermisoforzado…—Siesofueracierto,que
no lo es, todavía podríapensar que Dios forzó lamanodelobispo.
El rostro del vicariovolvióaendurecerse.
—Tiene usted unconceptomuy especial de lagraciadeestado.
—Lagracia de estadono
es una garantía infalible.Infalibleessóloelpapayyasabemosenquécondiciones.
Semiraronsinacuerdo.—No tenemos más que
hablar. Espero que prontodeberá dejar ese pintorescoapostolado, por llamarlo dealguna manera. Ese día mealegraréporusted.
—Muchas gracias. Peroyo, en cambio,me alegro de
que la decisión no dependadeusted.
—Yaveremos.—Sí,yaveremos.Don Honorio tendió la
mano sin entusiasmo yFrancisco la estrechó demodoformulario.
«Como dependa de éltengo los días contados»,pensó al salir y en seguidaempezaronavenirasumente
las frases que podía haberdicho y los argumentos quedebía haber empleado.«Siempre me ocurre igual».Iba malhumorado y sentíadentro como un desasosiegofísico que le andaba de lagarganta al estómago.Tonchu le esperaba en laplaza,comodecostumbre.Sehabíaolvidadodeél.
—¿Quétequerían?
Había una conmovedorasolicitud en los ojos deordinario agrestes delmuchacho.
—Nada,cosasderutina.Pero el chico le conocía
muybien.—A mí no me engañas.
¿Quétehanhecho?Francisconopudomenos
desonreír.—¿Hacerme?
—Sí,tienesunacara…—Bah,pequeñeces.—Nomeloquieresdecir,
¿eh?,perotúnohagascaso.—Claro.Cuando pudo estar solo
cayóderodillasporqueteníanecesidad de rezar. Erancosas que no se podíancompartir. Tenía queperdonar a muchos unasupuesta intromisión en su
camino. ¿Don Federico?,¿Sergio?, ¿el párroco?, ¿lasbeatas? Y tenía que hacerseperdonarsufaltadedominio,su acidez, suspalabrasy susjuicios ayunos de caridad.Yle costaba trabajo, porque, acada instante, aquella ruedade su pensamiento daba ungiro y volvía a encontrarseincrepando, juzgando,razonando con pasión.
«¿Cómo no se darán cuentade que todas las críticasvienen del mismo lado, delmismo sector, del mismomodo de pensar?». Y seesforzabaenvolcarlotodoenDios, en recuperar, de lamano de Dios, un sosiego yunaserenidadquesólodeÉlpodíaesperar.
31¿Hubo mala intención porparte de alguien? ¿Fuesimplemente un efectomecánicodelaorganización,que no tiene alma?Andabanlas cosas bastante revueltaspara que un sucedidocualquiera, aunque fuerainsignificante,nopusiera losánimosahervir.Tantomássi
la injusticia, culpable o no,eraflagrante,ylaapelaciónaunmalentendidooaunerroreramenoscomprensibleparalosproductores.
Justino Álvarez era unbuen obrero, callado,cumplidor y, desde luego,máspacientedeloordinario.Estaba en hornos, a turnos.Como todos los demás teníaun cierto compromiso de
seguireneltajo,casodequeelrelevonosepresentaseporcualquier circunstancia. Estono era normal, pero conJustino ocurrió hasta lasaciedad. Sin que se supieralacausa,novinoquien teníaque sustituirle y él, trasingerirlacomidaqueentalescasosseservíaacuentadelaempresa—consistente en uncocido de garbanzos, tortilla
de patata y fruta— tomó elrelevo seguidamente paraotras ocho horas. Lo malo,sinembargo,nofueeso,sinoque al repetirse la mismacircunstancia por tres veces,el hombre, sin decir oste nimoste, hubo de hacerseguidoshasta cuatro turnos,o, lo que es igual, treinta ydos horas de trabajo, sólointerrumpido para hacer las
comidas, y no de un trabajocualquiera, porque latemperatura se acercaba casisiempre a los 50° y lascenizas se iban acumulandosin interrupción. Pasado estecalvariopudodisponerdeunrelevo para descansar; esdecir, ocho horas en total.Como era de suponer, cayóen la cama, se durmióprofundamente y no se
presentóatomarelrelevodelturno que volvía acorresponderle. El escándaloestalló cuando se supoque aJustino, por esta supuestainfracción, se le cargaba encuenta una multa dequinientas pesetas, a deducirdesusalario.
—¿Qué vais a hacer?—preguntóFranciscoaRaba.
Ésteestabaindignado.
—¡Nolocomprendo!¡Seempeñan en tirar piedrassobresupropiotejado!
—¿Túcreesquelohacenapropósito?
—Es que si no se dancuenta, son más culpablestodavía.
—Escierto.Unproductoresunhombre,nounafichaniunnúmero.
—Y dan con ese infeliz
de Justino, que se dejaríapisar sin decir esta boca esmía.
Franciscomiró a lo lejosycomentó.
—Hijo de siervos, nietodesiervos…¿quéquieres?
—No podemos pasar poresto.
—Hay algunos que seestán moviendo mucho. Yocreoqueestánencantadosde
queocurranestoscasos.—¿Ves?Tútedascuenta.
Yo también. Pero allí arriba—señaló a la dirección—parecenestarciegos.
—O muy seguros de símismos.
—Ciegos,telodigoyo.—¿Yquépodéishacer?El de la HOAC dijo con
firmeza:—Tenemos que actuar.
Nose tratayadeJustino.Esque un caso así nos pone enentredicho y hay quien estáesperando paradesprestigiamos.
—Piensolomismo.—Estovaasindicatos.—¿Yquéesperas?—Lo espero todo, ya
verás.—Diosteoiga.Fueron dos días de
nerviosismo en los talleres.En apariencia todo seguíaigual;peronohacía faltasermuyobservadorparanotarenmil detalles que la genteestaba soliviantada. Sinembargo el sistemarespondió y el jurado deempresaseapuntóuntantoalconseguir que fueralevantada la multa queamenazabaaJustino.Yyano
era por la multa, que estabacubierta con creces por lasuscripción que, a lasinmediatas, habíanorganizado los compañerosdel sancionado, sino por elhechodehacerrectificaralaempresa,dehacerla«morderel polvo», como decía elEnergías.
Sólo unos pocos, muycaracterizados, parecían no
sentirse satisfechos con elrápidoarreglodelascosas.
—Esos van a lo suyo—dijo Campo, tomando unvasoen«ElAfricano».
—Lo mismo digo —concedióFrancisco.
El Energías, muy serioestavez,repuso:
—No buscan lapromoción del obreroconcreto.Silasempresasnos
diesentodoloquequeremos,adiós comunismo. Muchosno se dan cuenta de esto. Elpartido es su dios. Y a esedios se sacrifica todo.Yoyase lo digo a ellos: ¿A quéviene tantohablardepartidosi luego van por todo? Quesean lógicos; que no lollamenpartido;quelollamen«entero»: el «enterocomunista».
Se rieron los otros.Franciscosintiócuriosidad.
—¿Y tú, Energías, quéeresenpolítica?
—A mí la política medeja frío, ¿sabes? Yodefiendo al obrero, que esdefendermeamí,yqueesloquehemamadodemipadre;pero de política nada, chico.Mi padre, que era viejo ylisto, o sea, sabio dos veces,
me dijo una vez, en unaexposición de ganado,señalando a una cerdainmensaquehabíallevadounpremio: «¿Ves quémarrana?…Entodamiperravidasólovi otra más grande, lapolítica».
Volvieronareírse.—De acuerdo —dijo
Francisco—, pero tú, ¿cómopiensas?
El Energías miró al curaconcalma.
—Si llegara el caso —dijo—enquehubieraqueseralgo, yo sería anarquista.Yalosabes.
—Loesperaba.—¿Sí?—Por mi edad, o por lo
que sea, nunca conocípersonalmente a unanarquista;perotúrespondes
perfectamente al tipoqueyomeimaginaba.
—¿Yquétalesesetipo?Francisco le dio una
palmadaenelhombro.—Notepreocupes—dijo
—.Idealista,puroasumodo,íntegro y, por supuesto,utópico.
—¡Vaya favor que mehaces!
—De sobra sabes que te
estimo; pero el anarquistaestá llamado a serabandonado en la estacada,traicionado, burlado despuésde utilizado.Nohay sitio enelfuturoparaelanarquismo.
—Probablemente tienesrazón.Poresotedigoquenoquiero saber nada con lapolítica.
—Enesotealabo,yaves.Caía la tarde cuando
Francisco se dirigía a casapara decir su misa. A pesarde los cambios a queobligaban los turnos, suminúscula «feligresía»seguía siendo fiel. Era unamedia hora que no hubieracambiado por nada de estemundo. Había tenido quevenir adar a aquella extrañasituaciónpastoralparatomarelpulsodeverdada lamisa.
Pero esta vez Tonchu leesperabaenelportal.
—Venconmigo—ledijo.—No tenemos tiempo
ahora.—Paraesto,sí.—Me estarán esperando
arriba.—Puesqueesperen.Había algo en el rostro
del muchacho que puso enguardiaaFrancisco.
—¿Quéhaocurrido?—Nomepreguntesnada.—Pero…—Es sólo un momento.
Volvemosenseguida.Echaron calle abajo sin
hablar. No podía ser unabroma delmuchacho. Iban apasolargoydejaronatráslosbloques.
—¿Me llevas a laexplanada?
—Másomenos.Hacía frío.Un cielo alto,
sinpájaros,transparentabalaúltima luz. No había máscolor que un brochazonaranja por la línea deponiente.
—Pero¿adóndevamos?—Calla…Ibanporelbordebajode
losterraplenes.Allíseabríanlas bocas desconchadas de
unas semicuevas que habíanservido de alojamiento, añosatrás, antes de hacer losedificios, a los primeroshabitantes de la zona.Francisco no queríaconfesarse el presentimientoque bullía de una maneraconfusaensuinterior.
—Espera aquí unmomento—dijoTonchu.
El chico se deslizó en
silencio, confundido con latierra.Franciscono tuvoqueaguardar demasiado. Le oyóchistar antes de volver averlo.
—Ven —oyó quesusurraba.
Seacercóalaprendiz.—Sígueme y no digas
nada.No tuvieron que ir muy
lejos.
—Mira —le dijo en unmurmullo.
De la oscuridad sedestacaban apenas dossiluetasentrelazadas.
—Méteteaquí—volvióadecirTonchu.
Tuvieron el tiempo justoparaocultarse.Laparejapasómuycercasinadvertirles.Nopodíacaberduda.
—¿La has visto? —
preguntóapocoelchico.FranciscoqueríaaCanela
a pesar de los pesares. Enaquel momento seconsumaba un enormedesengaño.
—¿Quién era él? —preguntóasuvez.
—¡Quién iba a ser! ¡ElNavajas!
—¿Celestino?—Claro.
De manera que así eranlascosas.Ytanpronto…
—¿Tealegras?Tonchu reaccionó con
viveza.—¡Amíquémeimporta!
¡Esporti,paraquecaigasdelaburra!
Emprendieron el regresodespacio. Franciscocaminabaencogido.
—¿Espormiculpa?
La pregunta no esperabarespuesta, ni iba dirigida anadie en particular, fuera desí mismo; pero Tonchurespondió.
—Con lo listo que túeres,avecesparecesbobo.
—Pero…—Esa nació para fulana,
noledesvueltas.Unasnacende una manera y otras deotra.Yesinútilquerer…
—Calla —le pidióFrancisco.
—Comoquieras.Aquel dolor estaba allí y
Tonchu jamás podríacomprenderlo.
32Lainquietudyelmalestarenlos talleres, sea por causasreales, sea por los hábilesmanejos de unos cuantos,llegaronalparoxismocuandocorrió el rumor por toda lafábricadeque era inminenteeldespidodedosdocenasdeobreros, entre los que seencontrabaelEnergías,como
resultadofinaldelexpedientequesehabíaincoadohacíayabastantes meses y quemuchosya estaban en trancedeolvidar.Verdadesybuloscorrían por igual de boca aoreja y abundaban las caraslargasylasmiradasaviesas.
Francisco estabalimpiandoelpolipastodeunagrúa aérea cuando se leemparejóHierro,quellevaba
un rollo de cable sobre elhombro.
—Repite esta dirección:BodegadeelChata,bloque7.
El padres Quintas, sindejarlalabor,recitó:
—Bodega de el Chata,bloque7.
—Te esperan a las diez.Vetesolo.
Cuando quiso pediraclaraciones el otroyahabía
seguido con su carga. ¿Quésignificaba aquello? La cita,viniendo de quien venía, nopodía tenerunasignificaciónambigua. Estaba claro queaquella gente iba amoverse.¿Debía ir? No había razónalguna, en realidad, paranegarse.A tiempo estaba detomar el largo si lo creíaconveniente.Detodosmodosdecidió hablar con Raba.
Cuando pudo apartarse unosminutos le buscó en el localdeljuradodeempresa.
—¿Tienesunmomento?—Loquequieras.—Es confidencial lo que
voy a decirte, absolutamenteconfidencial.
—Deacuerdo.En Óscar Raba no había
másremedioqueconfiar.—¿Sabes algo de una
reunión en la bodega delChata,enelbloque7?
—¿Una reunión? No, nosénada.
—¿ConocesalChata?—Sí. Es un chatarrero
trapisondista y listo. Creoque compra todo lo que saledeaquídecontrabando.
—¿Tiene filiaciónconocida?
—¿Ese? Bueno, me
figuraque es unoportunista.Nosé,nocreoqueleinteresenada,fueradelnegocio.
—Tengounacitaallíparalasdiez.
—¿TecitóelChata?—No,Hierro.—Ah…Se vio que Raba había
sidocogidoporsorpresa.—Tal como están las
cosasmefiguroquenosería
paracharlartansolo.—No,seguroqueno.—¿Atiquéteparece?Rabalomiróalosojos.—¿Vasair?—Esloquetepregunto.Hubounapausa.Luegoel
militantedijo:—Sí, vas a ir.No es que
lodigayo.Bastamirarte.—¿Quéopinastúdetodo
esto?
—Hombre…Unacosaesreconocer el descontento yotra estar dispuestos a quenos quiten las riendas de lamano,¿comprendes?
—Perfectamente.—Nuestra postura no es
fácil. Si les hacemos eljuego,malo,porqueellosvana otra cosa. Si no se lohacemos, malo también,porque intentarán
desprestigiamos ante lamasa.
—Lo que importa, creoyo, es precisar dónde está lojusto y lo eficaz en bien delosobreros.Conesohayqueestar, independientementedeque sea con ellos o contraellos.
—Ahora has puesto eldedoenlallaga.
Francisco meditó unos
instantes.—Sí, voy a ir.Quiero ir.
Vale más saber a quéatenerse.
—Creoquetienesrazón.A las diez de la noche
estabacompletamenteoscuroy el frío era intenso. En lacallesinpavimentarnohabíailuminación alguna, pues lasbombillas municipaleshabían perecido tiempo a
manos de la chiquillería delbarrio, hábil con la piedradesde lamás tierna infancia.Sólo el resplandor de algunaventana permitía orientarseen aquella oscuridad.Francisco acertó con elportal.Bajóunas escaleras ysellevóelgransustocuandouna mano salió de un negrorincón para tomarle por elbrazo.
—¿Dóndevas?—Tengounacita.—Ah,ereselcura,¿no?Noleveíalacara.—Pasa —añadió el otro
antesderecibirrespuesta.Debían de llevar tiempo
reunidos, pues un humodenso envolvía la bombilla.EstabanHierro,Salmones,unpar de desconocidos y elinefable Benavides. La
bodega era sórdida, y por eltecho y las paredes corríangrandes tuberías. En lapenumbra de los rincones seadivinaba materialalmacenado. En el centro,bajo la luz, había una mesacuadradaentornoalacualsesentaban todos en los másdispares asientos que cabíaimaginar.
—Salud, Paco, y gracias
por la puntualidad —dijoSalmones sonriendoabiertamente.
—Buenas noches —contestó Francisco, haciendoungestogeneralconlamano.
—Siéntateaquí.Le ofreció una silla y
acercóparasíunaespeciedefardo envuelto en tela desaco.
—ÉsteeselChata—dijo
Hierro señalando—, y estosunosamigos.
Francisco reparó unmomentoenellos.
—Tantogusto.—Dejémonos de
formalismos —dijoBenavides que, como decostumbre, llevaba calada sugorragrasienta.
—Te estábamosesperando.
Salmones ponía allí unanota de cordialidad con susonrisasempiterna.
—Bueno,aquímetenéis.—Bien —carraspeó—.
Aquello de que tantas veceshemoshablado,estállegandoasupuntodecocción.
—¿Sí?—Sí. Tú sabes igual que
yocómoestá lagenteconlodeJustino,conlasexigencias
del sistema Gombert, con elexpedienteytodolodemás.
Francisco se sentía muyalerta.
—Lo de Justino searregló en sindicatos —dijocon una voz tranquila—. LodeGombertestáenveremos.Lodelexpediente,sí,heoídolos rumores, pero aún no hapasadonadaenrealidad.
Salmones no perdió su
sonrisa.—Lo de Justino se habrá
arreglado como un casoparticular; pero no se hanarregladolascondicionesquepueden producir casossemejantes. Lo demás estápara estallar de un día paraotro.Lainquietuddelagenteha llegadoaunnivelquenoadmite dilaciones. ¿Por quéíbamosaesperar?¿Esperara
qué?, ¿a que nos las dentodasenelmismocarrillo?
—No olvides que ladoctrina de éstos dice quehayqueponerlaotramejilla—repuso Hierro, sin podercontenersuacritud.
—Tú calla —ordenóBenavidessecamente.
Franciscopreguntó.—Ysuponiendo todoeso
quetúdices,¿quéproponéis?
—Acción —dijoSalmones sin perder laalegríadesucara.
—¿Quéclasedeacción?—Esoestáenestudio.—¿Y yo qué pinto en
todoesto?—Ya te lo expliqué en
unaocasión.—Sevequenobastó.Francisco no quería de
ninguna manera
comprometerse a títulopersonal.
—Queremos unidad.Participación de todos.Unidossomosfuertes.
—Sigue.—Para ello tú eres pieza
importante.—¿Sí?—A ti te obedecerán
todos esos jurados de laHOAC.
—¿Porquélocrees?—Túerescurayellosson
creyentes,¿nosediceasí?—¿Y qué tiene que ver
eso?Salmones tuvo un breve
instante de desconcierto.EntoncestercióBenavides.
—¿Qué clase dedisciplina es la vuestra? Noescurras el bulto. Los de laHOAC te obedecen a ti. No
esningúnsecreto.—Estás equivocado. No
estánamisórdenes.Haránloquecreanconveniente.
—Es igual —volvióSalmones—. Tú tienesprestigio. A ti te seguirán,Paco,ylosabesmuybien.
Hubounapausa.—¿Queréisqueosdigalo
quepienso?—Estamos esperando —
dijoBenavides.—Yo soy un obrero, no
un líder, ni un agitador. Yoestaré con la mayoría, perono para dirigirla, sino paraparticiparconella.
—Eso es igual quetraicionar —replicóBenavides.
—Noveoporqué.—Niegas a la causa tu
talento. Sustraes tu
influencia. Quieresesconderteenlafila.
—Nadadeeso.—¿Cómoqueno?—Traicionaría al obrero
siayudaraaconducirlohaciasumal.Paramoverundedo,en el sentido que vosotrosqueréis, para moverloempujando a los demás,tendría que ver primero quelohacíaporsubien.
—¿Ynoloves?—No claramente, por
ahora.—¡Ya os lo dije! —
exclamóHierrotriunfante.Benavides le dirigió una
mirada que lo redujo alsilencio. Luego se volvióhaciaFrancisco.
—Yo creía que vosotros,los avanzados delcatolicismo, habíais
empezado a comprender dequéladoestabalaverdad.
—¿Y qué te hace creerquelaverdadestácontigo?
Los ojos del dirigente seenfriaronfijosenelcura.
—Noteoricemos—tercióSalmonesconánimodeecharuncapote.
—Como queráis —dijoFrancisco.
—¿Qué actitud piensas
tomarentonces?—Nolosé.Benavides miró a los
suyos.—Me hicisteis concebir
una esperanza falsa. Estabavisto.Despuésdetodoésteescomolosotros.
Francisco semolestó conlaalusión.
—¿Puesquécreías?No le contestó
directamente.—Vienena la fábrica, sí,
y ya lo veis, a repartircaramelo divino; pero, a lahora de la verdad, vuelve aversequiénesquién.
—Debías haber sabidoque nuestra verdad no es lavuestra. Desde el principiohabéis querido utilizarmepara vuestros fines. No hahabido verdadero diálogo.
Asínojuego.Benavides le miró ahora
con una mirada que nodisimulabaeldesprecio.
—A loque sí jugarías esa aprovecharte de nosotros,esosí.
Francisco se sulfuró antelo que consideraba el colmodelcinismo.
—¿Y habláis asívosotros, los de los frentes
populares, los de lascoalicionesenlaoposiciónyla dictadura en el poder?¡Vamos, hombre, que nomechupoeldedo!
—La Iglesia es ducha enaprovecharse de todos y detodo.
—No sabes de quéhablas.
Benavides siguióimperturbable.
—SeaprovechódeRoma,de los señores feudales, delos reyes absolutos y de laburguesía. Siempre estuvodel lado del más fuerte,aunquecuidandodeaparentarque defendía al débil, perosin sacarle de su debilidaddurante veinte siglos. Yahora, cuando empieza a verloqueselevieneencima,seapresura a ponerse del lado
delosoprimidosdehoy,quese convertirán en los másfuertes de un mañanainmediato,ynosmandaasuscurasparaqueconfraternicencon nosotros; pero ¡ojo!, nose vayan a comprometerantes de tiempo, que todavíaes alguien en el mundo elcapitalismo… ¿Te crees quesomosbobos?
Francisco veía el
fanatismo en los ojos deBenavides. ¿Cómo hacerleentender que nadie le habíamandado hacerse obrero yque en su gesto no había lamás pequeña maniobracalculada?
—Nosabesdequéhablas—repitió.
—Claro,claro—siguióelotro—. Pero no, amigo. Latrampa es demasiado burda
estavez,ydemasiadograndelatajadaqueesperáis.
—Lamento que piensesdeunaformatansimplista—dijo con amargura el padreQuintas—.ADiosgraciasnohay nadie en la fábrica, debuenavoluntad,quecreaqueyo he venido en busca dealgún provecho humanocalculado.Todo lo quedicesson tópicos, nada más que
tópicos de vuestrapropaganda.
—¿Te duele, eh? —replicó Benavidesimpertérrito—. Lo que pasaes que el estómago de tuSanta Madre Iglesia, quehasta ahora fue capaz dezampárselo todo sin ningúntrastornodigestivo,correhoyel riesgo de indigestarse coneste último bocado. Por eso
seinquieta.Poresotiemblayhaceeldoblejuego.
Franciscoselevantó.—Necesitaría tiempo y
unresquiciosinprejuiciosentu ánimo para proseguir estaconversación.
—Espera —quisoretenerleSalmones.
—No tengo nada quehaceraquí.
—Déjale ir —ordenó
Benavides—, que atufa acuraquenohayquienpare.
—Esto ya lo pensabascuandomehicistellamar.
—Naturalmente.—De donde se sigue que
nohubo enningúnmomentobuena voluntad, sino sóloánimo de utilizarme paravuestrosfines.
—¡Lárgateahoramismo!—Descuida, no perderé
unsegundo.Salía ya por la puerta de
la bodega cuando la vozmetálica de Benavides lehizodetenerseuninstante.
—¡Y la lengua quieta!¡Telodigoportubien!
—¿Esunaamenaza?—Es un consejo, por
ahora.Miró a todos, antes de
darsemediavuelta.Eranojos
duros, ojos fríos. SóloSalmones los terna clavadoseneltecho.
Noveíanadaalsalira laoscuridad y subió tanteandola escalera. Iba a dejar elportal cuando una silueta selepusodelante.
—Hola, cura. Recuerdosde Canela. ¡Y cómo está, lamuyzorra!
Soltó una carcajada y se
perdió calle abajo, antes deque Francisco pudierareaccionar. Era Celestino, elNavajas,ylohabíahecho,sinduda,paraqueledoliera.
33ParaFranciscolasituaciónsecomplicaba, sedeshumanizaba, sobre todo.Él buscaba hombresconcretos, pero chocaba conideologías, con tópicos, conprejuicios. El acercamientoque, en ocasiones, habíaparecido ser individual, dealma a alma, saltaba ahora
por cualquier cosa yreaparecían las viejassuspicacias, cuando no lamala voluntad. Surompimiento con loscomunistas lehabía afectadomucho. Desde la mañanasiguiente al encuentro en labodegadelChata,pudodarsecuenta de su cambio deactitud.NisiquieraSalmonesle envió alguno de sus
saludos desde lejos. Caraslargas. Miradas que teatraviesan sin verte, alparecer.
—No seas tonto —dijoRaba—,siesoestabavisto.
—Nada está visto hastaquesucede.
—Querían manejarte yesonoteinteresa.
—Tampoco me interesasuenemistad.
—Pero,bueno,¿pensabasconvertirlos?
—Nolosé.Nuncasehabíahechoesa
pregunta. No vivía deilusiones. Se había aferradosimplemente a su vieja ideade que un comunistas es unhombre como los demás; unhombre,porotraparte,queaél,comopastor,leinteresabamás que los demás. No les
había hablado de religiónsino para defenderse. Habíabuscado, eso sí, su amistad,su aprecio, su contacto realde individuo a individuo.Pero ahora los veíareaccionarenbloque.
—Meodian—dijo.Estaba impresionado por
ciertasmiradas.—Tonterías —replico
Raba—. Esos ni aman ni
odian.Obedecenconsignas,ylo hacen ciegamente, eso estodo.
Porotraparteestababiensegurodequenopodíahaberobrado de otro modo. Elequilibrioeradifícil.Sihabíapodido abdicar de una seriede formas externasadyacentes a su sacerdocio,no podía asumir unoscompromisostemporalesque
le eran absolutamenteimpropios.Desdeelprincipiohubo de estar alerta. Habíasido adoctrinado en esesentido. Pero nunca creyóque las cosas alcanzaran talextremo. Ahora llegabaverdaderamentelodifícil.
—Encuentro rara a lagente.
—Bah, imaginacionestuyas. Están inquietos,
nerviosos.Peronadamás.Sinembargonoeransólo
imaginaciones. Se hacía unalabor callada, metódica yhábil contra el prestigio deFrancisco. Se fomentabasutilmente la desconfianza.Era una siembra que apenasaflorabaalexterior;peroquesu sensibilidad aguzadaempezaba a captar de unamanera intuitiva, sin que
pudiera demostrarla conrazones.
Luego estaba lo de Pili.Intentaba olvidarla. Lavarselas manos limpiamente. Élhabía hecho por ella todo loposible. Pero era más fácilproponérselo que llevarlo acabo de verdad. Tonchu eratosco; no tenía apenascabeza, y aunque capaz deafectos, era demasiado
chiquillo todavía. Pili, no.Pili había sido para él elprimertriunfoserio,elúnicotriunfo, en realidad.Y ahoratodo el barrio sabía lo deCelestino. Era como unabofetada para él, tanto máscuantoquenoseprivabandehacer público alarde de sucariño. Se sentía despojado,robado; hasta el punto depreguntarse si su disgusto
hubierasidotangrandedenohaber otro hombre pormedio. ¿Eran celos,entonces? Desechó la ideacon fuerza.No.De eso creíaestar seguro. El afecto quehabía sentido, que todavíasentía, por Canela eracompletamentelimpio.
—ElNavajashablapestesde ti —le dijo Tonchu encasa.
—¿Cuándo hizo otracosa?
—Desde que está conCanelavaapeor.
—¡Quélevamosahacer!—Yoyaleparélospies.Francisco contempló al
muchacho con simpatía. Eraelgallitodesiempre.
—Déjalo, Tonchu. Nosabeloquedice.
—¡Menudocabrito!
—Nohagascaso.—¿Y ella qué? ¡La tipa
esa! ¡Yo ya te lo habíaadvertido!
—Creequelaofendí.—¡Ofenderla tú! ¡Nunca
oíalgotangracioso!—No conoces a las
mujerestodavía.Tonchusepicó.—¿Ylasconocestú?¿Un
cura?
Francisco hizo un gestocansadoconlamano.
—No juzgues. Nocondenes.Ya te lo he dichomilveces.
—Sí. Sólo falta poner laotra mejilla —replicó elchicoconacritud.
—Al menos te sabes laletradelalección.
—Y me falta la música,¿noeseso?
—Te falta, quizás, elespíritu.Peronoperdamoslaesperanza.
Era una oración seca ydesganada la de Franciscoaquellos días. Quisoatribuirla a la fatiga deltrabajo; pero no pudoengañarse a sí mismo.Muchas veces había llegadorendido de la fábrica y esomismo le había llenado de
gozoalpostrarseparahablarcon Dios. La desilusiónsufridaconCanelaperdurabaa pesar del tiempo. Por otraparte, la dura costra deTonchuy,sinduda,supropiadepresión contribuían aponerlo todo cuesta arriba…¿Se había equivocado decamino?Estapreguntaqueseencontró formulada derepente en su interior
provocó una viva reacción.«Eso sí que no». Todo siguesiendo como era el primerdía.Mitestimonioestáenpiey,graciasaDios,nohehechonada que pueda invalidarlo.Recordó, de sus tiempos deejercicios espirituales en elseminario, una frase de SanIgnacio de Loyola que habíaquedado grabada en sumemoria: «En tiempo de
desolación no hacermudanza». Estaba claro.Como también lo estaba quehabía que insistir en laoración.Yerauntormentoelintentarloconlamentevacía,lafatigaenloshuesosysólola fe para mantenerse allípostrado.
En la fábrica las cosasibanapeor.Se insistía en lainminencia de las
expulsiones, sin que de ladirección viniera indicioalguno que permitieraconfirmarlo. Los pequeñosconflictos y roces cotidianosentrelosdiversosestamentosy escalones del trabajo seestaban haciendo crónicos y,lo que es peor, tomabanmayor auge cada día. Habíareprimendas desabridas ydesplantes insolentes. Los
hombres estaban inquietos ylos nervios saltaban porcualquier cosa. El EnergíasbuscóaFrancisco.
—¿Quétepasóconésos?Dicenpestesdeti.
—Quieren que me una aellos.Quierenmanejarme.
Lemiródespacio.—Si aquí pasa algo, ¿te
vasaecharparaatrás?—¿Tú lo crees así? —
preguntóasuvez.—No —replicó el otro
sindudar.—Ya está respondido
entonces. Pero eso es unacosa y otra muy distinta esdejarles a ellos la batuta,¿comprendes?
—Estaveztienenrazón.AFranciscolesorprendió
oír tal cosa de labios delEnergías.
—¿Estásseguro?—Nopodemosquedarnos
manosobremano.—Podemos seguir como
siempre, por el momento.Aúnnohapasadonada.
—Peropasará.—Es posible. Pero
también es posible que hayaalgode artificial en el climaque se ha creado aquí sinsabercómo.
El Energías lo pensóantesdedecir:
—No te conviene a tihacerdeapaciguadorenestafábrica.Te lodigoporque teestimo.
Era sincero. No cabíaduda.
—Yonosoyapaciguador;pero tampoco soyincendiario.
—Pues algo tienes que
ser,porquetodostemiran.—Quiero ser uno más;
uno de vosotros; ni más nimenos.
—Cuandosees loque túeresesdifícilserunomás.
—¿Quéquieresdecir?Serioconsimpatía.—Túdebessaberlomejor
queyo.Sí, aquel hombre parecía
ser de los pocos que no
habían sido tocados por lacampaña desatada contra elcura Era un tipoindependienteelEnergías,yasesabía,ysusúltimasfrasesquedarongrabadasenelalmadeFrancisco.
«Cuando se es lo que túeresesdifícilserunomás».
Estas palabras… ¿sehabíadadocuentaelhombrede toda su profundidad? Es
cierto que le miraban todosde algún modo y que sudecisión no sería tomadanunca como algo personal,sino que en ella, quisiera ono, fuera o no justo,comprometería de algúnmodoalaIglesiaenteraalosojos de aquellos miles deproductores. «¿Por qué sehace todo tan difícil derepente?».Élquecreíahaber
pasado lo peor, cuandorecordaba los primeros díasde paulatina adaptación, seencontraba con que lo másarduolehabíasidoreservadoparaahora.
Una noche, al salir a laescalera para dirigirse altrabajo, Francisco estuvo apuntodecaersealpisaralgosuelto que rodaba. Encendióla linterna y se agachó para
recoger aquellos granos queaparecíanconprofusiónenelsuelo.
—¡Tonchu!—llamó.El muchacho salió
poniéndoselazamarra.—¿Quéhay?—dijo.—Mira.Iluminóconlalinternala
palmadesumano.—Maíz.—Esoparece.
—¡Cochinos!—¿Quéquieredeciresto?El chico apretaba los
puños.—Esto es cosa del
Navajas.—Pero¿porqué?—Dicen que tú estás
contralahuelga…Eralaprimeranoticiaque
Francisco tenía sobre elparticular.
—¿De qué huelga estáshablando?
Ignoraba que alguienhabía tenido interés enpropagarlaespeciedequeelcura negaba su colaboraciónyerapeligrosohablarconélsobre el particular. Cosaabsurda, por otra parte,puesto que en el próximoturno aparecieron, sin quenadie diera cuenta de su
procedencia, unas octavillassubversivas que solicitabanla unión de todos para elplantequeseavecinaba.
34El padre Quintas tuvo unavisitainesperada.Acababadecambiarse el turno y letocaba dormir por la nochecomo cualquier cristiano. Ylo estaba haciendoprofundamente,porquenoseenteró hasta que Tonchuempezó a sacudirle por loshombros.
—¿Quépasa?—Hayahíunostiposque
preguntanporti.Acabó de sacudirse el
sueño.—¿Delafábrica?Tonchu tenía los ojos
cargados y estaba a mediovestir.
—Parecenseñoritos.Su extrañeza no tuvo
límites.
—Diqueahoravoy.Sevistió enunmomento
ypasóalotrocuarto.Ambospersonajes ibancorrectamente trajeados decalle.
—Buenas noches —dijoelmás alto— y perdone porlahora.
—¿Quéocurre?—Tenemos que hablar
conusted.
—Bien,peronoentiendo.¿Estanurgente?
Elmásbajo se identificócomopolicía.
—Sigo sin comprenderquehayadeserahora—dijoFranciscomolesto.
—Tiene que ser a solas—replicó el otro, sinresponderdirectamente.
—¿Quiénesel chico?—preguntóelprimero.
—Vive aquí. Trabajaconmigo.
—Ya.—Enesecaso tendráque
acompañamos.—¿Quién?,¿elchico?Franciscoyaestabaalerta
porcompleto.—No, no. Usted,
naturalmente.El más bajo dijo
pacientemente:
—Hemos de hablar asolas.
—Mevoy—dijoTonchucon despecho, cogiendo ungruesojerseyylazamarra.
—¡No,quétevasair!Pero el muchacho ya
estaba en la puerta con caradepocosamigos.
—Déjelo. No vamos atardarmucho.
Cuando Tonchu hubo
salido dando un portazo,Francisco se volvió a lospolicías.
—Francamente no meparece tolerable esta manerade irrumpir en el domiciliode uno. ¿Traen ustedes unaordenjudicial?
Elbajitotomóunasillaydijosinrecogerlapregunta.
—Podemos sentarnos,¿no?
—Yalohahechousted.Elotrohizolomismo.No
asíFrancisco.—Veamos, padre, porque
ustedessacerdote,¿verdad?—Razón de más para no
aceptarestaformadeinvadirlacasadeuno.
—Padre, teníamosentendido que usted noquería privilegios —dijo elalto.
A Francisco no dejó desorprenderle estainformación de que hacíangala,pero, almismo tiempo,leexasperó.
—¡No estoy dispuesto acharlar con ustedes toda lanoche!—dijo—.Sinotienenuna orden en regla les ruegoqueselarguenahoramismo.
El más bajo dijoconciliador:
—Sinceramente le pidodisculpas. Ya sabe quenosotros no decidimos en elservicio. Pero procuraremosser breves y molestar lomenosposible.
—Estábien.Hizo un esfuerzo para
dominarse.—Veamos —siguió el
otro sacando un papel—.Ustedconoceesto,supongo.
Era una de las octavillasrepartidasenlafábrica.
—¿Qué le hacesuponerlo?
—Bien.Loconoce,desdeluego. Es superflua lapregunta. Comocomprenderá, nosotros novamoscontrausted.
—Muchasgracias.—Cierto que hay quien
no mira con buenos ojos lo
que usted hace y yo mismo,perdone que se lo diga, noacabodeentenderlo.
—Me figuro que nohabrán venido ustedes adiscutirdeesoaestashoras.
—No, Dios nos libre.AllálaIglesia.
—Efectivamente.—Erasólounaopinión,y
una opinión personal. Creoque ustedes, los curas
jóvenes,sinnegarleslabuenavoluntad, no saben lo quehacenoconquéjuegan.Ibaadecir que si noescarmentaroncon lodel36,aunque yamedoy cuenta dequeustedesnolovivieron.
Francisco no estabadispuesto a descender hastaelpuntodediscutirsuformadeapostoladoconlapolicía.
—Algrano—dijo.
Elmásaltotomóahoralapalabra.
—Vamos a él. Como sepuede ver por la octavilla ypor otros detalles quesabemos y callamos, dondeusted trabaja hay una granagitación; una agitación quetiene derivaciones que sesalende lo laboral.Nosotroshemos pensado que usted,como sacerdote, como
persona formada y decriterio,querríaprestamossucolaboraciónleal.
Francisco no salía de suasombro.
—¿Ustedsedacuentadeloquemepropone?
El otro, tranquilo,respondió:
—Nada del otro mundo.Que nos oriente. Que nosayude.Enfin…
—Que quiereconvertirmeenunchivatodelapolicía.
Intervinoelmásbajo.—Olvidemosesapalabra,
padre.—Sí, será mejor
olvidarla.—Convendráconmigoen
queleinteresaaustedelbiende los obreros, el verdaderobien.
—Sí.—Y que no tiene usted
miraspolíticas.—Depende de lo que
entienda por política; perosupongámoslo. —No queríacederennada.
—Estaráusteddeacuerdoen que el bien del obreroconcreto no puede estar ensalirdeloscauceslegales.
—¿Esquemeva ahacer
unexamenamí?—No sea suspicaz.
Insistoenquesóloquierosuayuda.
—Yo me debo a losobreros,noalapolicía.
—Por supuesto; pero ¿esquenopuedeconcebirqueenalgúncasocoincidaelinterésdelapolicíaconelverdaderobiendelosobreros?
Francisco esbozó una
sonrisaporprimeravez.—Leadvierto quenome
vaaenvolverconpalabras.—¿Y quién lo ha
pretendido?…Siustedquierede verdad el bien de losobreros, estará dispuesto aayudarnos a nosotros quequeremos evitar disturbios yaccionesilegales.
—¿Porquélocreeasí?—Porque creo en su
buenavoluntad.Aquel hombre parecía
sinceroynohabíarazónparaquenopudieraserlo.Peronoacababatodoahí.
—Muchasgracias.—Entonces, ¿contamos
consuayuda?—¿Quéclasedeayuda?—Necesitamos
información.Sabemosqueseprepara algo y queremos
evitarlo.—¿Cómo?—Es evidente que la
masa es agitada por alguien.Siempre ocurre así. Esealguien, o esos alguien, sonprofesionales del activismo.Tienensuspropiosfines.
—Sigamossuponiendo.—Usted sabe sus
nombres…Francisco experimentaba
unraroplacerennofacilitarlascosasalinterrogador.
—¿Yqué?Elotroresopló.—Queesperamosquenos
losfacilite.—Acabáramos.Noañadiómás.—Bueno,¿quédice?—Pero ¿en serio esperan
quelesdigaalgo?—Tenemos medios para
conseguirlo—dijoelalto.—¡Nomediga!…Era el peor camino para
doblegaraFrancisco.—Nonosentiendamal—
volvióelbajito—.Lamisiónque nos trae hasta aquí esenteramente de buenavoluntad.
—Puesnadielodiría.—Es a su buen sentido a
quien apelamos. Se trata de
que no paguen justos porpecadores.
—Plausibledeseo.—Queestáen susmanos
convertirenrealidad.—¡Altoahí,amigo!Amí
nomeecheustedelfardodela responsabilidad. Si algunavez pagan justos porpecadores,laresponsabilidadesdequienpase la factura atales justos, no mía. ¡Hasta
ahípodíamosllegar!—Debemos advertirle—
dijo el alto— que lasandanzas de usted no estánmuy claras que digamos entodo este follón, y que lamejor manera de aparecerlimpio de polvo y paja eneste asunto es colaborandoconnosotros.
Franciscomiró a los dosalternativamente.
—Vaya —dijo—,distingo dos voces actuandoen contrapunto —ydirigiéndose al más alto—:Usted lleva la peor parte, lamásantipática,¿verdad?
—Lo que acaba de decirmicompañeroesmuycierto.Tenemos informes. No setratadeamenazas.
—Bien…¿porquénomedetienen,entonces?
—Sabe que no hemosvenidoaeso.
—Tiene gracia —dijopensativo.
—Vamos, díganos losnombresyhabrábeneficiadoa sus compañeros y a símismo.
—A ese precio, jamás.Compañeros míos lo sontodossinexcepción.
Elpolicíaaltoselevantó.
—Ya te dije que eramejorempezarpor lacabezaAllí es posible que le haganentrarenrazónaéste.
Elbajitoinsistióaún.—Por última vez. No
queremos crearledificultades. Colabore ytodos habremos salidoganando.
—No—dijoFranciscodeunmodorotundo.
Salieron sin despedirse.Aquella última amenaza lehabía parecido sencillamenteodiosa. En ningún momentohabía estado dispuesto a darun solo nombre; peromenosquenuncabajoformaalgunade presión. ¿Qué crimenestaba cometiendo, sepreguntaba, para que desdeuno y otro lado de latrinchera tuviera que venirle
todo el mundo conamenazas?
La puerta se abrió conviolencia y entró Tonchu.Traíaencendidoelrostro.
—¿Quéqueríanésos?—Nada,notepreocupes.—¿No querían nada y se
presentanaquíalastresdelamañana?
—Querían hacer unaspreguntas.
—¿Quépreguntas?—Se fueron como
llegaron.Devacío.¿Tebastaesto?
Francisco no quería dardetalles a Tonchu. Deseabadejarlo al margen de todoaquello. El muchacho,contrariado, empezó amaldecirdelapolicía.
—Anda,olvidatodoesto.Intentemosdormir.
—Esos querían sacartealgo,silosabréyo.
—Novasdescaminado.—Espero que les hayas
dado lo suyo, que para esotienestantalengua.
—No se trataba de daralgo,sinodenodarnada.
—Yaentiendo.—Hala. Y ahora o
dormir.Pero el padre Quintas ya
no volvería a pegar ojoaquellanoche.
35AespaldasdelpadreQuintasse estaba operando uncambio en el ánimo de lagente. Nadie hubiera podidoseñalar con seguridad dedónde salía todo aquello,pero hasta las cosas mástriviales,queantesnohabíaninquietado a nadie lo másmínimo, eran ahora
tergiversadas de manerainsidiosa, y salían a relucirtodas y cada una de lasllamadas de que había sidoobjeto por parte de ladirección, especialmente aldespachodedonFederico,eljefe de personal, así comosus ausencias de losdomingos, sobre las queurdía sus adivinanzas laimaginación; y, lo que más
extraño parecía, al cabo deltiempo, era de dominiopúblico la visita que paratomar el aperitivo habíahechoaldomicilioparticularde don Cosme, elconsejero…
Francisco esperaba lallamada del vicario que, enefecto, no se hizo esperar.Allí estaban, de nuevo,sentados frente a frente, con
lamesaenelmedio.—Seríamuydedesear—
dijo don Honorio— que sepusiera usted en un planrazonable desde el principiodeestaconversación.
—Esloquemásdeseo—replicó—, pero lo deseo porambaspartes.
Los ojos del viejosacerdotechispearon,peronoaludió a lo que juzgaba
impertinencia.—Donde trabaja usted,
según informes fidedignos,lascosasestánmuymalyseesperan, al parecer, ciertosconflictos.
—Esposible.—Conflictos nada claros
quiero decir, no laborales,sinomuchomás confusos y,diríamos,sucios.
Franciscoguardósilencio
yelvicarioprosiguió.—Hay dos cosas queme
hanmovidoallamarle.—Leescucho.—Primero. Parece ser
que usted ha tenido ciertoscontactos que lecomprometen. Que no se halimitadoa trabajar,sinoque,quizá con la intención demeterse a redentor, se hacomplicado en lo que se
prepara…—Ignoro a lo que se
refiere con palabras tancabalísticas —replicótranquilo Francisco—, asícomo la clase de informesque usted tiene y el créditoquepuedenmerecer.Pero,entodo caso, mi informe alrespectoeséste:Todoesoesfalso.
—Supongo que usted no
miente. En ese caso setrataríademodosdiversosdeverlascosas.Peroocurrequeya sabe que no me merececonfianza el modo que tieneusteddejuzgarestecaso.
—¿Podemos hablar dehechosconcretos?
—Sí, ¿cómo no? Porejemplo su amistad con loscomunistas.
—¿Desde cuándo está
prohibidaporlaIglesia?—No nos perdamos en
discusiones. Si ha deestablecerse un diálogo conellos, cosa quepersonalmente pongo enduda, no será por cierto anivel de usted. Para eso hayespecialistas.
—¿Quieredecir—replicóFrancisco con amargura—que un sacerdote católico no
tieneformaciónbastanteparadialogar con obreroscomunistas carentes, porsupuesto, de estudiossuperiores?
Elvicarioseimpacientó.—No trate de llevarme a
un terreno distinto del quenosimportaaquíyahora.Talcomo están las cosas esevidente que le interesaclarificar su situación y
desengancharse de todocompromiso, si no quierecomprometer a la Iglesia,cosa en la que no tieneningún derecho para decidirporsucuenta.
—Mi situación estáclarísima para quien quieraverla sin prejuicios y no heaceptadocompromisoalgunoen el sentido que usted estáinsinuando.
—En ese caso nollegarían hasta aquí losrumoresquellegan.
—¿Supone que estoyfaltandoalaverdad?
—¡Es usted un chiquillo,vamos!… Ya le he dichoantesquenocreoquemienta.Lo que pasa es que ve lascosas de un modo noconforme con la realidadobjetiva.
—Esmuyfácildecireso.Ydecirlodesdeaquí.
—Precisamente desdeaquítenemosunaperspectivaqueustednotieneallí.
—Desde aquí —dijoFrancisco demasiadorudamente—nopuedentenerninguna perspectiva, de esodoy fe.Hayun abismo entreesta curia y el mundo de lafábrica. Eso también lo
garantizo.—Pasaré por alto su
actitud impertinente —replicóelvicariosinmostraralteración—.Peroledijequehabíaotracosa.
—¿Quécosa?Don Honorio hizo una
pausa.Buscabalaspalabras.—A nadie le interesa el
desorden—dijo—, sea de laclasequesea.Anadie.
—Desdeelpuntodevistaburgués esa afirmación esexacta,loreconozco.
—Desdetodoslospuntosdevista.Déjesedetonterías.
—Cuando no se tienenadaqueperder…
Elvicarioleinterrumpió.—Siempre se tiene algo
queperder.Nohaynadiequenotenganadaqueperder.
A Francisco se le
agolpaban muchas cosas enlapuntadelalengua,peroselimitóadecir:
—Bueno,nomehadichotodavíalasegundacosa.
—A ello iba —replicódonHonorio—.Séquelehansolicitadocolaboración.
—Sí, últimamente sonmuchos los que me hanpedido colaboración. Depronto todo elmundo quiere
echar mano de mí. Es comosi no hubiera manera dequedarsealmargen.
—Me refiero a lasfuerzasdelorden.
—¡Ah!Fuemanifiesta la repulsa
deljovencura.—Comprendo muy bien
que usted no quieraperjudicaranadie.Pero,bienpensado,siustedpuedehacer
algo por que se evitenposibles disturbios, que sóloredundarán en perjuicio delosobreros,noveoporquéseha de negar a echar unamano. Usted sabe, sin duda,muchascosas.
—Pues ya ve, yo quecomprendo perfectamentequelapolicíavengaaquerersonsacarme, no comprendoen absoluto que usted lo
apruebe; no comprendo queme llame para pedirme quevendaaalgunoscompañeros,porque,dejémonosderodeos,usted me ha llamado paraeso.
El vicario protestóvivamente.
—Yotengoquemirarporusted. En ausencia delprelado es mi obligacióncuidar de que usted no dé
pasosenfalsoenelpeligrosoterrenoenquesemueve.
—¿Y un paso en falsoseríanoprestarmeadelataraunos obreros? —preguntóconindignación.
—¡No sea terco, nitergiverselascosas!Ustedsecree el ombligo del mundo,por lo visto, y es incapaz deentenderquehayotrosbienesde carácter más general que
su pequeña y muy dudosaacciónenesafábrica.
—Se trata de un asuntoque es de mi personalísimaresponsabilidad y en el quenadiepuededecidirpormí.
Hablaban los dos con lavoz un tanto levantada, peroesforzándosepormantenereldominiodesímismos.
—No se da usted cuentadequenocabealinearsecon
unadelaspartes,así,dehozycoz, sin enfrentarde algúnmodoalaIglesiaconlaotra.
—Usted sabe tan biencomoyoquehayhombresenla Iglesiaalineadosasuvez,ydehozycoz,conesaotra.¡Ydequémanera!No,nomevengaconsofismas.Además,oigaesto:¿Dedóndesacaesode las alineaciones? ¿Y quéinformes son los que llegan
aquí?—¿Quéquieredecir?—Es que tiene gracia.
Fuera de la fábrica se meacusa de conspirar con losobreros, o algo así;mientrasqueen la fábrica, al parecer,seestátratandodeachacarmeno sé qué deserciones. ¿Enquéquedamos?
El vicario se le quedómirandopensativo.
—¿Lo ve? —dijo—.Siemprepensélomismo.¡Enbuenlíosehametido!
—Nunca esperédescansar en un lecho derosas.
—Peroesqueahorayasepasa. Por eso pienso si noserá el momento justo desacarledeesemedio.
—Precisamente ahoramenosquenunca.Invalidaría
todoloanterior.—¿Y qué mal encuentra
en ello? Porque, veamos, enresumidascuentas, ¿aqué sereducetodoloanterior?
Francisco sintió unaaversión profunda,irreprimible, hacia aquelhombre que, sentado allí,juzgabaydefiníaloquetantodolor y lágrimas le habíacostadoaél.
—A nada —dijo—, anada que usted puedacomprender.
Don Honorio suavizó eltono,sincederensufirmeza.
—Me hago cargo de sussentimientosyseequivocasicreequenomedoycuentadeladurezadelavidaquesehaimpuesto. Pero eso no tienenada que ver con laconvicción que tengo de que
se trata de un caminoequivocado. Y, en estascircunstancias, me pareceque lo correcto, lo leal, esdecirlequeescribiréalseñorobispo solicitando permisopara apartarle a usted deltrabajo en la fábrica. Creoque, en conciencia, debohacerlo.
—Está todo hablado, ¿noes así? —dijo Francisco
levantándose.—Asíes.—Noquieroocultarleque
yotambiénvoyaescribir.—Meloimaginaba.—¿Puedoirme?—Sí.YDioslebendiga.ElpadreQuintassalióde
la curia exasperado. Teníaque escribir al obispo. Teníaque hacerlo sin pérdida detiempo. Se desahogaría en
aquellacarta.Elobispohabíademostradoqueeracapazdecomprender. Le explicaríaporquédeningunamanerasepodía pensar en removerleahora, precisamente ahora.Era imposible que Diospermitiera al vicario ponerpor obra sus deseos. Se fuedirecto a casa. No habíanadie.Tonchuestaríaconsusamigos.Se echabademenos
el revoloteo de Canela, suscontinuas entradas y salidas.Era igual que corriesen losmeses. La presencia de ellaseguía allí para Francisco.Pero esta vez, ante laurgencia de las cosas, le fuefácilapartarelrecuerdodelachica.Dudóunmomentoalahoradeencabezarlaepístola,perofuesólouninstante.
«Querido padre…»,
empezó.
36Aquel viernes nevó toda lanoche. Cuando Franciscoacabó su turno, a las seis dela mañana, se fuederechamente a casa,mientras Tonchu seentretenía con otrosaprendices tirando bolas denieve en una batalla tanalegrecomoincruenta.
Las habitaciones estabanheladasyélsesentíaaterido.Calentóunpocodecaféy lotomó casi hirviendo. Luegose acostó, echando encimatoda la ropa de que pudodisponer, y, rendido comoestaba, se durmió muypronto. Aún no habíaempezadoaamanecer.
Fue un sueño profundo,sin sobresaltos, del que no
emergióhastabienpasadoelmediodía. Cuando abrió lascontraventanas una intensaclaridadinundólahabitación,apesardequeelcieloestabagris. La tierra parda, losdescascarillados tejados, ysin duda la sucia calle, todohabía desaparecido bajo elimpoluto lienzoblancode lanieve. Se vistió con prisa,antes de quedarse helado, y
pasó al cuarto contiguo paradespertar a Tonchu; pero nohabía rastro del muchacho yel camastro estaba recogido.Nodejódeextrañarleaquellaausencia; pero ni llegó asospechar que el chico nohubieradormidoallí.Sepusola zamarra y la bufanda ybajó a la calle. La nevadahabía metido en casa a lagente.Erasábadoysedirigió
alarectoral.Allítuvotrabajobastante para olvidarse detodo. Aprovechó para darseuna ducha con agua calienteque, al tiempo que leproporcionaba un placer casiexcesivo, le remordía pordentro,comosicometieraunexcesocondenable.
Volvió tarde a casa, lanoche del domingo. Caía unaguanieve y pensaba en
Tonchu por el camino.«Tengo un poco abandonadoa ese chiquillo». Se hizopropósitosalrespectoysubióaprisalaescalera.Peronoseveíaluz.
—¡Tonchu! —llamó alentrar.
Encendió y no habíanadie. Dudó si salir apreguntar por él. Por últimodecidió esperar. Tenía que
rezarelbreviariotodavía.Lohizo paseando de uno a otrocuartoparanoquedarse frío.Estabadistraídoyseleibalaatención. «¿Qué me pasa?».Eraundesasosiegocreciente,tanto más molesto, cuantomenos explicable. «Puedehaberidoalcine;otrasveceslo ha hecho». El frío no ledejaba estarse quieto.Decidió acostarse. Sabía por
experiencia que sólo en lacama se podía uno defenderdeaquella temperatura.Dejóabierta la puerta quecomunicaba las doshabitaciones, a fin de sentirllegar a Tonchu, y seenvolvió en las mantas, trasapagar la luz. Fue un sueñoinquieto,conpesadillas;perocontinuo. Cuando sonó eldespertador faltaba mucho
paraamanecer.Escuchóenlaoscuridad y llamó desde lacama:
—¡Tonchu!Noseoyóniunsusurro.—¡¡Tonchu!! —volvió a
llamarmásfuerte.Al no obtener respuesta
saltó al suelo, se vistiórápidamente y pasó al otrocuarto. Todo estaba intacto.Era evidenteque el chicono
había pernoctado allí. «¿Quémosca le habrá picado?», sedijo, queriendo quitarleimportancia. Pero ahoracomprendía que el anteriordesasosiego teníafundamento. «Bueno, lo voya saber pronto». Eran lascinco y media. A las seistenía que hacer el relevo,pues le tocaba el turnode lamañana. La calle estaba
helada.Hizo el camino solo,pisando sobre la nievereciente que crujía bajo suspies.«Esunpocotemprano»,comentóparasí.Yacercadela fábrica vio moversealgunas sombras encogidasporelfrío.Nohablabanadie;pero a aquella hora y conaqueltiempoeraloquecabíaesperar.
Apenascruzóelportónde
entrada se dio cuenta de quealgo había ocurrido. No eraporque la gente parecierahosca y malhumorada; niporque apenas seintercambiase una palabra.Eraporquenohabíamododeverles las caras; porque lasmiradas andaban huidizas yno se atisbaba ni una levechispa de simpatía en ojoalguno.SelecruzóJustino.
—Buenos días —le dijo,peronopudoentenderniunasílabadeloquerespondiósinvolverlacabeza.
Eneltallertodoelmundose puso a lo suyo; sinembargo, trabajaban condesganay, almismo tiempo,con movimientos bruscos,ásperos, como si estuvieranconteniendo una violencia apuntodeestallar.Noseveían
másquecaraslargas,y,entreel fragorde lasmáquinas,seoía blasfemar por cualquiercosa.Tonchunoaparecíaporningún lado. Francisco seacercóaCasto,eldeIsabela,yledijo:
—¿Haocurridoalgo?El hombre, ahora
completamente limpio devapores alcohólicos, le miróalosojosuninstantesinque
su cara expresara la menorsimpatía.
—¿Tú qué piensas? —replicó,dándoselavueltasinesperarcontestación.
—Oye…Francisco le tomó por el
hombro, pero el otro sesacudióconbrusquedad.
—¡No me toques, cura!—dijo.
Exploró con la mirada.
Alguien le sacaría de dudas.Pero sólo encontró ojoshuidos, caras largas, sin quese le pasara por alto quealgunos volvíanostentosamente las espaldas.Buscó un pretexto paracruzar hasta el otro extremodelanave.Anduvoelcaminocon una plancha bajo elbrazo.
—Tú,Andaluz,¿quépasa
aquí?—ledijoauno.—¿Qué?El estruendo era grande,
como siempre; pero estabasegurodequelehabíaoído.
—¡Quequéocurre!—Nooigonada.Era inútil.Unossedaban
la vuelta. Otros miraban sindecir palabra. Alguno seburlaba.
—¿Dóndevas?
Se volvió, pero eraRufino,elcapataz.
—Voyallevaresto.El hombre tenía como
una chispa de alegría en elfondodelosojos.
—Déjalo ahí y vuelve alsitio.
Francisco depositó lachapaenelsuelo.
—¿Yahoraquién tevaaechar a ti una mano? —
preguntó Rufino con íntimasatisfacción.
—No necesito manos denadie.
Elotroserio.—Yaloveo,ya loveo…
¡Silosabríayo!—¿De qué me estás
hablando?El capataz echó adelante
lamandíbula.—¡Yosoyperroviejo!—
dijo con rabia—. ¡A mí nome engañaste nunca! ¡Vete,veteahoracondonFederico!
Francisco sintió unasganas tremendas de coger aaquelhombreporlacamisaysacudirle.Apretólospuñosylosdientesmientrashacíaunesfuerzo por dominar aquelimpulso. «¡Soysacerdote!»…luegosediolavuelta sin decir una palabra,
ni siquiera cuando a susespaldasoyódeciralcapataz:
—¡Renegado!Una creciente confusión
se levantaba en su interiorcomo una ola que sube.«¿Renegado por qué?». ¿Sereferían a su condición desacerdote o a la de obrero?Nopodía seguirasí.BuscóaRabaconlosojos,peroniél,niCampo,estabanalavista.
Entonces, sin permiso denadie, cruzó la nave y saliófuera. Corrió bajo elaguanieve y se dirigió alpequeño local del jurado deempresa. Óscar Raba iba asalir en aquel instante.También su cara era larga,peronolehurtólamirada.
—Entra—dijo Franciscoconimperio.
No había nadie allí. Se
miraronensilencio.—¿Qué quieres? —
preguntóRaba.—¿Qué quiero? ¡Quiero
novolvermeloco!…¿Quéesloquepasaaquí?
—Nomedigasqueno losabes.
—Telojuro.—¿Enquémundovives?—¡Porfavor!EnlosojosdeRabahabía
unatitilantevacilación.—He estado en la
parroquia desde el sábado amediodía —añadióFrancisco.
—La policía hizo unaredada.
—¿Qué?—HandetenidoaHierro,
a Salmones, al Energías…hastaaCelestino.
—¿ElNavajas?
—Sí.—¿Cuándohasidoeso?—El sábado de
madrugada.—¡Dios!…Rabahizounapausa.—Oye —dijo—, ¿es
verdad que estuvieroncontigo?
—¿Quiénes?—Lospolicías.En la caradeRabahabía
un gesto de ansiedad. AFrancisconiselepasóporlaimaginación negar loshechos.
—Sí.—De modo que era
cierto…—¿Y qué tiene eso que
ver?Elotrosereplegó.—No,nada—dijo.—¿Cómo que nada? He
acudidoatiparasaberquéeslo que ocurre. Me visitó lapolicía. Sí, es cierto. Bueno,¿yqué?
—¿Notedascuenta?—Hablaya,porfavor.—Se ha corrido por todo
elbarrioquefuistetú.Sintió como si le
golpearanenelvientre.—¿Quefuiyo?—Tú estabas en todo.
Tratabas con todos ellos. Tevisitó la policía. Haytestigos…
—¿Quién ha dicho eso?—explotó Francisco rojo deindignación.
—¿No conoces aBenavides?
—Sí.—Estuvo aquí y habló
con mucha gente. Luego seesfumó.
—Bien, pero ¿quiénpuede creerlo? ¿No meconocen todos? ¿Qué dicestú?
Se le acercó hasta casitocarle. Raba sostuvo lamirada.
—Yoahoratecreo.—¿Yantesno?—Antes no importa.
Primero quería hablarcontigo.Pero lomaloesque
lo demenos ahora es lo quepienseyo.
—Tú puede decírselo alosotros.
—Nomecreerán.TodalaHOACestáenentredicho.Sihacemos causa comúncontigo,noshundimos.
Franciscoserebeló.—No es hacer causa
conmigo,sinoconlaverdad.Rabamiróaunlado.
—Túsabespocode esto.Hemos luchado mucho aquíparaganarunaconfianza.Tú,sin querer, nos hascomprometido.
—Pero…Nosalíadesuasombro.—Si quieres un consejo,
vete. Esfúmate, siquiera poruntiempo.
—No haré tal cosa. Esimposibleque,de lanochea
lamañana,todoelmundo…—Escucha —le detuvo
Raba—. Te habían aceptado,escierto;perohaydemasiadoprejuiciocontraloscuras.Túdifícilmente lo puedescomprender. Son tornadizos.Habastadounsoplodelladomaloparaqueteechenatielmuerto.Unoslocreenyotroslo dudan, pero incluso éstoslesseguiráneljuego.Alguien
mueve bien los peones aquí.Losqueteechanporlabordadebendeser losmismosqueprimero quisieron utilizarte.Ya te lo avisé. No seastestarudo. Vete ahora y seolvidarátodo.
Francisco no podía oíraquelloconpaciencia.
—Ni lo sueñes—dijo—.Esoseríadesertar.Loquemeextraña es que seas tú quien
vengaaproponérmelo.—Personalmente te
admiro, Paco—repuso Raba—.Si tehabloasí esporquecreo que, en este momento,deseguiraquínosperjudicas.Queramos o no, nos asocian•contigo. Tú eres una bazaparaquienesnoscombatenanosotros.
—Amigo —dijoFrancisco lleno de
convicción—; hay que estarcon la verdad, no con laconveniencia De todosmodos, gracias pordecírmelo.
Hizoademánderetirarse,peroelotroledetuvo.
—Sipuedohaceralgo…—Después de lo que
hemos hablado me parecepreferiblelucharsolo.
—Estoy pensando si no
habrá una manera de probarquetodoesosoncalumnias.
—¿Quémanera?—Nolosé…—Calla.Una idea le vino a la
cabeza.—¿Quépasa?—Tonchu…—¿Elchico?—Sí.Élestabaallí.—Hombre…
—Él sabe que yo nohablé.Entróinmediatamente.Yoselodije…
Según iba hablando sedeshinchaban las velas de suesperanza. ¿Tonchu? ¿Y quésabía él en realidad? Mas,¿dónde estaba?, ¿por qué nohabía ido a dormir? ¿Acasotambién él…? Se le oprimióelcorazón.«¡Esimposible!»,se dijo animándose: pero en
aquel mismo momentocomprendió que lo habíapresentido.
—¿DóndeestáTonchu?—Túsabrás.Francisco salió disparado
deallí.QueríaveraTonchu.Si aquella espina queimaginabaeraverdad,queríaque fuera el mismomuchacho quien se laclavase. Mientras tanto se
negaba a aceptar lo que surazón le pintaba comoevidente. Pero, por másvueltas que dio, no pudoencontrarle en ningún lado.Eso sí, se hartó de ver caraslargas, espaldas que sevuelven, miradas comomuros. Pero nada leimportaba. Era a Tonchu aquien buscaba como elnáufrago bracea en busca de
unatabla.Yanoerasupropiasuerte lo que le importaba,sino sólo el comprobar queno era cierto y que Tonchu,Tonchu, al menos, le seguíasiendofiel.
Del trabajo voló a casasin pararse con nadie. Y lacasa seguía tan fría ysolitaria como la habíadejado antes de amanecer.Era como si de pronto aquel
recinto, al que había llegadoa querer, se hubieradespersonalizado, al serdespojado sucesivamente deloscuidadosdeCanelaydelbulliciosorebullirdeTonchu.Abrió el pequeño armariodonde el chico solía guardarsus escasas pertenencias. Nohabía nada. Aquel vacío eraelocuente. ¿Qué más podíaquerer?Sinembargoseechó
a la calle, sin dudarlo uninstante. Dio una vuelta porel barrio, como un perrovagabundo. Luego entró en«El Africano». No habíamucha gente. El hombre delmostrador no sonrió. Losotros le dieron las espaldas.Todo volvía a ser como alprincipio.Y,depronto,lovioallá en el fondo, con unoscuantos bebedores. Dio unos
pasoshaciaél.—Tonchu—dijo.—Deja en paz al chaval
—replicó uno de hornos, untipodesgarbado a quien sóloconocíadevista.
—Es con él con quienquierohablar…
Francisco tenía clavadoslosojosenlosojosdelchico,cuyo rostro huraño, nodisimulaba del todo una
apenas perceptibleindecisión.
—Con él ya hasterminado —dijo otrodesconocido—. El chaval esde los nuestros. Bastantetiempolotuvisteatusfaldas.Ahoralárgate.
Algociegoleimpulsabaagolpear. Él era un hombre,después de todo; peroayudaba a su propia
contención clavándose lasuñasenlaspalmas.
—Tonchu, quiero hablarcontigo.
Los que estaban en lamesa se pusieron de pie,dándolecara.PerolosojosdeFrancisco seguían clavadosen el rostro del muchacho ynosemovíandeallí.Ésteselevantó también y empezó aacercarse,comosinopudiera
hacerotracosa.Eldehornosle puso una mano en elhombre,deteniéndolo.
—¡Tú,quietoaquí!—¿Porquétehasidosin
decir una palabra? —preguntó Franciscoconsciente de que no podríatenerleasolas.
—Telovoyadeciryo—dijo el otro—. El chico noquieretenernadaquevercon
un cochino soplón, conun…—soltólapalabra.
Francisconoseinmutó.—Di la verdad, Tonchu
—sedirigíasóloaél—.Dilaverdad.
La cara del aprendizdenotaba sufrimiento ycontradicción.
—Él estaba contigocuandollególapolicía—dijoeldehornos—perolehiciste
salir de la habitación, ¿quémásquieres?
—¡Habla, Tonchu! ¡Túmeconoces!
—¡Chaval! —gritó unavoz—. ¡No te arrugues anteuncura!
—¡Tonchu! —exclamóFranciscoaún.
—¡Déjame! —explotó elchico.
—¿Looyes?
Se levantaron vocesairadas.
—¿Te largas tú —preguntó uno— o prefieresquetelarguemosnosotros?
Miró en torno. No viomás que enemigos. Sólo losojos del chiquillo estabanbajos.
—Estábien—dijo.Comprendió que era
inútil.Enrealidadelchicono
tenía idea de lo que habíahablado con los policías ysabe Dios qué coaccionesestaríanpresionandosobreél.Le halagarían; leamenazarían… No era másqueunadolescente,alfinyalcabo,ymuchomás inestableaúnde lo corriente a aquellaedad. Pero todo esto nobastaba para paliar ladolorosa decepción que
sentía en su interior. Dio lavuelta y caminó hacia lasalida.
—¡Cuervo!—¡Alasacristía!—¿Vais a dejar que
marcheasí?—¡Hay que darle una
lección!Eran voces distintas,
airadas,llenasdeodio,queseincitabanunasaotras.Elfrío
de fuera le dio en el rostro.Respiró profundamente.«¿No bastaba con Canela,Señor?».Porlacallesolitariaiba un hombre encorvado,con la cabeza gacha, lasmanos hundidas en losbolsillos. Sin verle la carapocos hubieran identificadoalpadreQuintas.
37En la cama del sanatorio adondefuetrasladadodesdelaCasa de Socorro, Franciscose debatía en medio de unaaltísima fiebre. Todavía noteníaconcienciadesucuerpodolorido y deliraba sinninguna coherencia.Recogido sin conocimiento,sobre la nieve, se le había
declarado una doblepulmonía, aparte de loshematomas y contusionesque era fácil observar asimplevista.
—¿Cómolove,doctor?El viejo párroco estaba
realmenteconmovidoynoseseparabadesucabecera.
—Peligro serio no hay,salvo complicaciones. Esjovenyfuerte.Saldrádeésta.
—Pero esos golpes en lacabeza…
—No tiene nada roto, aDios gracias. Esa hinchazónaparatosabajarámuypronto,yaverá.
Todos se hacíanconjeturas y la policíaesperaba para poderleinterrogar. Por el momentonohabíamásqueloshechos,y los hechos eran muy
escuetos. La mujer que loencontró tendido en laexplanada, sin dar pie nimano, creyó que estabamuerto y salió despavorida,sin tocarlo. La policía sepersonó en la Casa deSocorro.
—Sí,hasidogolpeado—dijo elmédicodeguardia—.Unaverdaderapaliza.
—¿Esgrave?
—En principio, no. Hayquehacerradiografías.
—¿Conquélehirieron?—Yo creo que no hubo
ningunaclasedearmas,fueradelasmanosylospies.
—¿Podríamos hacerleunaspreguntas?
—Estásinconocimiento.Don Jacinto fue avisado
encuantosesupodequiénsetrataba y se personó sin
pérdidadetiempo,dejandolaparroquia en manos de suscoadjutores. Su dolor alcontemplar el rostro deFrancisco no tuvo límites,porque bajo su ruda cortezaexterna el hombre era todocorazón.
Lafiebreremitióaltercerdía y los ojos se abrieron,mejor el derecho que elizquierdo, ya que éste se
hallaba enmarcado por ungran hematoma con laconsiguientehinchazón.
—Agua—dijo.Aquella palabramovilizó
en torno a todo el mundo.Unos por una causa y otrospor otra, todosquerían saberdetalles de lo ocurrido.Francisco cerró los ojos denuevoehizoconlamanounsigno muy elocuente. El
médico ordenó despejar lahabitación y decretó quenadie entrase, fuera delpárroco y el personal deservicio.
Al día siguiente, elvapuleado tenía un aspectomuchomejor.Habíadormidobien y las señales de losgolpes, así como lahinchazón de la cara,empezabanaceder.
—Veamos, padre, ¿cómoseencuentra?
—Uff… ¡me duele todoelcuerpo!
—Esnatural.—¿Tengo algo roto,
doctor?—Nada. Es usted de
hierro.—¡Cualquieralodiría!—Padre… la policía
espera hace días para
interrogarle.—¿La policía?, ¿por qué
lapolicía?—A usted le han
golpeado,¿noesasí?—¿Quiéndiceeso?Elmédicosonrió.—Vamos, padre, ¿le
traigounespejo?—Ah,ya.—¿Puedoavisarles?—Si no hay más
remedio…Lo que son las cosas.
Estaba ahora más tranquiloque los días anteriores alincidente. Era como si eldolorfísicoledescargaradeldolormoral. Sentía penaporTonchu, por Pili, por todoslos compañeros; pero, en suinterior,sehabíaoperadoporla vía cruenta unapurificación que le acercaba
másaDiosylehacíamenosasequiblealdesengaño.
El policía encargado dehacer las preguntas seprodujo de una formacorrecta.
—¿Esustedsacerdote?—Asíes.—Fue usted recogido el
jueves de la semana pasada,sin sentido, en la explanadaquehaydetrásdelosbloques
de su barrio, con señales dehaber sido golpeado. ¿Lepegaron?
—Sí.—¿Quiénes fueron sus
agresores?—Loignoro.Elpolicíalevantólavista
delalibretaenqueanotaba.—¿Quiere decir que no
sabequiénleagredió?—Esoes.
—Pero…—Nolosconocía.—¿Cuántoseran?—Tresocuatro.—¿Tres,ocuatro?—Nolopuedoprecisar.—¿Quéseñastenían?—Estaba completamente
oscuro.—¿Quiere decir que no
vionada?—Nada que pueda
concretar.El policía miró a ambos
lados,incrédulo.—Entonces, ¿por qué le
pegaron?—Lomismodigoyo.—Vamos, piense un
poco.Unacosaasínoocurresinunmotivo.
—Supongo, pero nopuedodecirnada.
—¿No puede o… no
quiere?—En el fondo vendría a
serlomismo,¿no?—Noexactamente.El interrogatorio siguió
hasta que el médico le pusofin; pero Francisco no dijonadaquepudieraserútilparalevantar una pista. Parecíaevidente que no queríacolaborarenelcastigodelosculpables.
—Ustedquiereencubriralos obreros—dijo el policíayadepie.
—¿Qué le hace suponerquetuvieronqueserobreros?
—¿Quién,sino?Nohuboformadesacarle
una palabra. Por otra parte,que no conocía a losagresores no era más que laverdad.Elcieloestabanegroal ir para la fábrica aquella
madrugada. Cuando salieronde la esquina y le dijeron:«Venconnosotros»,nodudóni un momento. Él no teníanada que esconder y norehusaba ningunaresponsabilidad que sepudiera seguir de suactuación. Su mismafacilidad en seguir con ellosdebiódesorprenderles.
—Vamos, Francisco,
ahora estamos solos. ¿Quiéntepusoasí?
Don Jacinto se sentíacapazdeirapedircuentasenpersonaacualquierparte.
—No tiene importancia.Yaestoycasibien.
—Sí, pero no me hascontestado.
Francisco sonrió entreesparadrapos.
—Secreto de confesión
—dijo.—Como quieras, pero
hacesmal.—No se preocupe, don
Jacinto.Soncosasdeloficio.En realidad no tuvo la
primera sospecha hasta verque se dirigían a laexplanada; pero, aunentonces, no acabó decomprenderlo.No eran de lafábrica,deesoestabaseguro.
Él esperaba sus preguntas,porque aquello, bien lo vio,estaba relacionado con lasdetenciones y calumniasconsiguientes. Pero nadie selashizo.
—¿Porquénoledicealapolicíaquiénleatacó?
Eraelmédicoahora.—Usted me cae
simpático, doctor, por eso levoyadarunarespuesta.
—Dígame quienesfueron.
—Perolapreguntanoeraésa, sino por qué no se lodecíaalapolicía.
—Bien.¿Porqué?—Porquepiensovolveral
barrio.Poreso.—Volveresunalocura.Y
noesbastanterazón.—Y porque soy
sacerdote.
—¡Toma! ¡Más motivotodavía! ¡No se puedeconsentirquelehaganestoaunsacerdote!
Francisco sonrió de unmodoapenasperceptible.
—Ya ve.Yo pienso todolocontrario.Desdeluegoqueno se debe consentir que lehaganestoaningúnhombre.Pero, de hacérselo a alguno,¿porquénoalsacerdote?
—Usteddeliratodavía.—Qué va. Esto me pasa
por andar leyendo tantasvecesloscuatroevangelios.
El médico se le quedómirando.
—Admiro su humor,padre.
—Hace bien, porque nocreoqueencuentreenmiotracosaqueadmirar.
Caminaban por la nieve
sindecirunapalabrayseoíadistintamenteel crujirde laspisadas.Cuandounamanolecogió por el brazo notó enseguidalacargadeviolenciaque desbordaba aquel gestovital. «¿Qué…?» Iba a decirqué queréis, pero no pudoterminarlafrase,yaquedelaoscuridad del lado izquierdole llegó el primer golpe,propinado por un puño duro
comoelhierro.Elángulodeincidencia y lo desprevenidoque se hallaba contribuyeronparadarconélentierracuánlargo era. Los agresores sedetuvieron y uno dijo:«¡Levántate!». Sabía que leiban a volver a golpear y élnoeraningúnvalentón;perola misma seguridad de surazón y el pensamiento dequeDios estaba allí, en toda
lanegrabóvedaquecubríalaescena, le llenaron de unestoicismo del que nunca sehubiera creído capaz. Selevantóylosgolpesllovieronsobre él ahora de variasdirecciones. Sin embargotardómás en caer.Lehervíala sangre, pero le dominabauncomoorgullodenogritarni defenderse, limitándose acubrirelrostro,enloposible,
conlosbrazos.Cuandosevioenelsuelosintiólafríanievecomo un alivio, pero losgolpes no cesaron. Ahora lemachacaban con los pies.«¡Nogritaré!¡Nogritaré!¡Niuna palabra!». Le estabanhablando y no lograbaentender lo que decían.Luego se hizo el silencio ycreyó que se dormía. Sentíaungranbullicioensucabeza,
pero ninguna sensación lellegaba del cuerpo. Al finperdiótodanoción.
Con los ojos cerrados sedio a explorar cada dolorconcreto. Le bastaba coninsinuar un levemovimientopara localizar, ahora aquí,ahora allí, la punzadadelatora de algún golpe. LosibaofreciendoaDiosunoporuno,ylosaplicabaapersonas
conocidas:«ÉsteporTonchu,pobre muchacho, cuántohabrátenidoquesufrir»…Elpinchazo que sentía en lacintura, al revolverse, loofreció por Canela. «No heperdido la esperanza, Señor,no laheperdido».Noqueríasaberdedóndehabíapartidola agresión. Además era lomismo. Amor y odio estánmuypróximos.Él volvería a
ellos. A un testimonio deamor no se le puede resistirsinlímite.
Empezó a tener visitas.Todos querían saber. Lemolestaba la curiosidad, lacaza de la anécdota, el afánde sensacionalismo. Primerose trataba de algún que otrosacerdote; pero lastruculencias corren aprisa yprontotuvoalaprensasobre
sí.Nadamás contrario a susdeseos. Sabía muy bien quenadabueno le podía reportarla publicidad.A unos no losrecibió, alegando milpretextos; a otros, los másinsistentes, les rogó que lehicieran el favor personal deno tocar el tema en losperiódicos.
Lorenzo,elcuracastrenseybuenamigosuyo,fuedelos
primerosenpresentarse.—¿Qué te han hecho,
Paco?Estaba indignado. A
Franciscolehizogracia.—Si te lo permito traes
unregimientoyarrasas.—Sin bromas. ¿Qué
pasó?—Yaloves.—Pero ¿por qué?, ¿por
qué?
—Tú eres un amigo. Tediréalgocontaldequenotevayasdelalengua.
—Palabradehonor.—Estábien.Creenquehe
delatado a los que han sidodetenidos.
—¿Quédetenidos?—Echaron el guante a
unoscuantosdelaempresa.—¿Y por qué ibas a ser
tú?
—Soy cura. Para ellosesoesimportante.
—Noteentiendo.—Están llenos de
prejuicios contra los curas.Hay un abismo entre ellos ynosotros…
—Pero precisamente túhabías dado el salto; tehabíanaceptado,¿no?
—Asíes.—¿Ynoeracierto?
—Claro que sí. Pero yaves,lapolicíaestuvoencasaunpardenochesantes…Esoy algunas malas lenguasbastaron para soliviantar losánimos.
—¿Asíson?—Nolopuedesentender.
Además, ¿cómo crees quesomosnosotros?
—¿Quéquieresdecir?—Todos caéis en lo
mismo. Después de tantosaños no basta llegar parabesarelsanto,¿comprendes?Quizás haga falta quemuchosdenosotrospasemosporexperienciascomoésta.
—¡No!—Sí,Lorenzo,sí.—Pero ¿de qué ha
servido todo tu sacrificio decasidosaños?
—Nadaes inútil.Aunque
eledificionoemerjatodavía,estánhincadosloscimientos.Yaloverás.
El castrense hizo unapausa,luegodijo:
—Admirotufe.—Noesfe,hombre,noes
fe.Esmuchomássencillo.—Y ahora, ¿qué piensas
hacer?—¿Nomeconoces?—Sí, supongo lo que
quieres.—Eso, volver,
naturalmente.—¿Yelriesgo?—No hay riesgo ya. Lo
queteníaquepasar,pasó.—¿Túcrees?—Yaloverás.—¿Ysiteequivocas?—Nadie se puede
equivocarsiobraporamor.Aquellas palabras, dichas
en un tono sencillo,parecieron consagrar dealgún modo el aire de lahabitación.Lorenzolemiróalosojos.
—¿Qué te han dado alláabajo?—preguntó.
—¿Porquélodices?—O estás loco o hablas
comounsanto.Franciscosonrió.—Siempre fuiste listo,
Lorenzo. Gracias por nollamarmesanto.Nisoysanto,ni estoy loco. Hablar comounsantonoesdifícil.Estáalalcancedecualquiera.
—Pero tú obras comohablas…
—Bah… a lo mejorresulto un orgulloso, o uncabezota…Vete a saber.Unhombre es una cosa tancompleja… ¿Quieres creer
que muchas veces no meentiendoamímismo?
—¿Cómo te han podidocambiartanto?
—Siempre creí que conrelación al mundo obrerosabíamoslosuficiente.Ahoramehedadocuentadequeeramucho más lo que teníamosque aprender que lo queteníamosqueenseñar.
—Alguno se
escandalizaría de esaspalabras.
—¿Sóloalguno?Rieronlosdos.—¿Sigues creyendo que
eldiálogoesposible?—Porsupuesto.—Peroloquehaocurrido
contigoparecedesmentirlo.—Esto es una anécdota
personal y no tiene que vercon las posibilidades
auténticasdeldiálogo.—Muchos sostienen que
es imposible dialogar deverdadconloscomunistas.
—En efecto, con elpartidista,pordecirloasí,nohaynadaquehacer.
—Entonces…—Pero es que el
partidista sigue siendohombre.Esalhombrealquehayqueir.
—Salvo que el partidistadevore al hombre, porque elcomunista suele ser un tipoenterizo,singrietasysinotraconciencia que el partidomismo.
—Meniegoacreerqueelhombre pueda ser devoradodel todo en ningún caso. Lamayor dificultad reside paramíennuestrospropiosfalloshistóricos. Sólo
reconociéndolos podemosempezar.
—¿A qué fallos terefieres?
—Lo he pensadomucho.El comunista ve a la Iglesiacomo portadora de unmensaje de justicia socialhastarevolucionario;pero,almismo tiempo, la ve actuartímidamente en surealización histórica, por
miramiento a las potenciasfinancieras y políticas quehan garantizado suexistencia. Por estacontradicción, que aúnsubsiste,acusaalaIglesiadeimpotenciaradical.
—Peroeso,entodocaso,noatañealoesencial…
—No,sibienseentiende.Sin embargo no se detienenahí. Van también contra la
misma sustancia.Considerana la caridad como un idealirrealizable por impotenciadelamismanaturaleza.Esto,que es discutible inclusohistóricamente, les pareceaxiomático a ellos. Sonveinte siglos de ver lainjusticia y la miseriaflanqueando las institucioneseclesiásticas, sin provocarpor parte de éstas una
reacción suficiente.Consideran que la Iglesiadispusodedemasiadotiempoy que fue impotente paraaprovecharlo.Más aún, ellosven en la caridad unacoartada inteligente parapermitir a los explotadoresseguir viviendo, contranquilidaddesuscristianasconciencias, a base debeneficencia en este mundo,
conlacualobtienenbaratoelbillete para la gloriacelestial… Tenemos quecambiar en muchas cosas siqueremos allanar losobstáculos que por nuestraparteseoponenaundiálogoposible.
—Tienes razón. Conozcocatólicos que se imaginan eldiálogo con los marxistascomo si fueran un torneo
entreángelesydemonios.—Exacto. Y nada más
lejosdelarealidad.La convalecencia
discurrió por buenos cauces,sólo que la fiebre le habíadejado muy postrado y elmédico, de acuerdo con elpárroco, procuró alargarlacuanto pudo, con el fin dequeaquelcuerpotrabajadosefortalecieratodoloposible.
A Francisco le dolía queno apareciera por allí nadiedel barrio. Tenían quesaberlo, ya que a la mujerque lo encontró le habríafaltado tiempo para irlocontandoconpelosyseñales;aparte de que la policía nodejaría de hacer sobre elpropio terreno sus propiosintentosdeaveriguación.Sinembargo, cuando alguien le
tocaba el tema, reaccionabaprontamente, como si dedefendersuspropioshijossetratara.
Sergio,quepasabaaverletodos los días un momento,aunque sin intención dediscutir, no pudo menos dedecirle:
—¿Ytugente?¿Novienenadieporaquí?
—Parecequetealegras.
—No.Esquemellamalaatención.
—Vamos, sé sincero.Encuentrasenellocomounaconfirmación de tus puntosdevista.
—Siquieresverloasí…—Pues yo encuentro
naturalquenoaparezcan.—Tú siempre me
sorprendes.—No puedes
comprenderlos. La policíaandapormedioyellostienenalergiaalapolicía.
—No será por nadabueno,digoyo.
Francisco le miró confatiga.
—Si yo te dijera que elpobrevealapolicíacomouninstrumento al servicio delcapital,tú,¿quédirías?
—Esosontópicos.
—De acuerdo. Pero ¿quéotracosaeslaquegobiernaala gente, así a la de arribacomo a la de abajo, sinotópicos? ¿Me lo quieresdecir?
Estabavistoquetampocosobreestohabíande llegaraunacuerdo;loquenoquitabapara que la discusión sereanudasecadadía.
38La respuesta del obispoencontró al padre Quintastodavía en el sanatorio. Yresultóserlamejormedicinay el reconstituyente máseficaz. «Estimo que no haocurrido nada—decía— porlo que deba yo darcontraorden. Mi palabrasigueenpie».Ciertoqueeso
estaba escrito antes delúltimo incidenteque le teníapostradoallí; peroa élno leparecía en modo alguno quepudiera extraerse del mismootra conclusión que la deseguir en la brecha conmásrazón que antes. «Ignoro loquedecidirémás tarde sobreestaexperienciasingularqueestás llevando a cabo —seguía el obispo—, pero
presiento que Dios estácontigoyquenodeboseryoquien se interponga. Eso sí,tiemblo por ti, aunqueparezca paradoja, y te tengopresente cada día en mioración.AvecesloscaminosqueacercanmásaDiosestánorillados por más hondosprecipicios. Contra lo quepudiera sugerirte unaremisión en la vida
espiritual, piensa que laprecisas más que nadie. Deesteapostoladoqueejercitas,si te soy sincero, no esperootros frutosdemomentoqueel nada pequeño ydespreciable de tu propiasantificación».
A Francisco, leyendoestascosas,selellenabanlosojos de lágrimas, mientrassentía un gran amor hacia
aquel anciano venerable.«¿Sería igual mi reacción sisu respuesta hubiera sidootra?». Esta pregunta leinquietaba.Creíaquesí,yselo repetía; pero necesitabaestarsegurodeello.
Alpiede lacarta,ybajola firma, había una nota quele advertía de que enviabacopia de la misma a suvicario. Este detalle era
importante y completó laalegríadeFrancisco.
Por lo demás, aquellamisma tarde se presentó devisita don Honorio. Era unasuerte que hubiera tardadotantosdías,puesaquelrostrosehabíarecuperadomuchoyyaestabapresentable.
—¿Quédiceelhéroe?—preguntóalentrar.
—Dehéroe,nada.
—¿Demártir,entonces?No podía ofender, con
aquella cándida sonrisa,aunque Francisco no sedejabaengañar.
—He tenido carta delobispo—dijocortandoporlosano.
—Losé,losé.—Medicequeleenvíaa
ustedunacopia.Supongoquelahabrárecibido.
—Sí. Venía a decírselo,apartedehacerleunavisita.
—Muchas gracias; peroyameencuentrobien.Esperoquemedejensalirmañanaopasadoatodomás.
—Me figuro que insisteenvolverallá.
—Naturalmente. Lacarta…
—La carta —leinterrumpió—fueescritasin
tener conocimiento de estedesagradabledesenlace.
Francisco se aprestó a ladefensa.
—Esonocambianada—dijo.
—Es usted muyoptimista.Novoy a permitirquesevapuleeaunsacerdoteytodosigaigual.
—Agradezco su buenaintención; pero si de veras
quiere hacer algo pormí, esprecisamenteesoloquetienequehacer, no inmiscuirse ennada.
—¡Hasta ahí podíamosllegar! Las singularidades aque usted está dando lugar,con su manía obrerista, nosafectan a todos. Es unsacerdote quien ha sidogolpeado brutalmente, unsacerdote,nountalFrancisco
Quintas,yésaeslacomidilladetodalaciudad.
—¿Yquépasaconello?—¡Ah! ¿Le parece poco
alseñor?Francisco tenía ganas de
soltarlo.—Hay precedentes —
dijo.—Sí,ya lo sé,matarona
Cristo, por lo que el padreQuintas debe hacerse
asesinar.—¡Me da una idea! —
replicó en elmismo tono deironía—. Pero no estabapensandoeneso.
—¿Enqué,sino?—En san Pablo. ¿No
recuerda lo que dice en laprimeracartaalosCorintios?—recitando despacio—:«Hasta el presente pasamoshambre, sed y desnudez;
s o m o sabofeteados yp e n am o strabajando connuestraspropiasmanos».
—Hay textos para todo—dijo don Honorioimperturbable.
—Siustedlodice…—No pretenderá que
lancemos a nuestrossacerdotes a ser vapuleadosporahí.
—Yo no quiero nada.
Hablo de lo mío. No es mimisión resolver por losdemás.
—Ni siquiera lo esresolverporsímismo.
—Por eso acudí alobispo,¿oesquenoacudí?
Elvicarioalzólasmanos.—Bien —dijo—.
Dejemoseso.—Es lo que estoy
deseando.
—Voy a correr el riesgode permitirle volver. Creoque es una locura, pero noquiero que piense que estoysistemáticamente en contrasuya.
Franciscosonrióysuvozsealegróparadecir:
—No tiene opción. Elobispohadecidido.
—No cante victoria. Elprelado decidió sin conocer
todaslascircunstancias.—Usted da demasiada
importancia a un incidentequecarecedeella.
—Hágasealaideadequesus días en la fábrica estáncontados.Serámejor.
—Diostienelapalabra.—Eso espero.Y ahora a
cuidarse.Francisco salió a los dos
días. Se despidió de quienes
le habían asistido en elsanatorio y se dirigiódirectamente al barrio.Estaballenodefortaleza.Loshechos ocurridos, lejos dehaberle amilanado, le dabanuna seguridad en sí mismoque nunca había tenido enaquel grado. La carta delobispo, por otra parte, habíallegado en un momentodecisivo. Sentía verdaderas
ansias de ser visto por todoslos de los bloques, depresentarse sin jactancia,pero también sin miedo, yaque,nisentíaéste,nisecreíacapaz de aquélla. Pasó delargo por la parroquia, sinentrar. Se había puesto lasmismas ropas que llevabacuando fue sorprendido,convenientemente lavadas ycosidas. Iba por la calle con
la cabeza alta, con aquelpequeño esparadrapo porencima de la ceja. Se cruzócon alguno y vio inscribirseen sus ojos la sorpresa.Campanilla quiso escurrirseenunportal,perolealcanzó.
—¡Paulino!—¿Erestú?Le hizo gracia el
desmayodelavoz.—¿Qué te pasa? ¿Te
sientes culpable? —lepreguntóenbroma.
El hombre mirabafurtivamente a uno y otrolado.
—¿Culpabledequé?—Déjalo. Ya estoy de
vuelta. Pero, oye, ¿quétienes?
Su nerviosismo eraevidente.
—¿Yo?
—Sí,tú,¿quiénvaaser?—Nada, yo no tengo
nada.—¿Porquémirasa todas
partes,entonces?Lebuscólosojos.—¿Por qué has vuelto,
Paco?—¿Quépasa?—Nodebistevenir.Están
todos contra ti. Volvió lapolicía.
AFranciscoseleamargóelgesto.
—No es de mí de quiendepende.
Los ojos de Campanillachispearon.
—Tú eres un tíoestupendo —dijo de pronto—, pero tú tienes la retiradacuandoquieras.Nosotros,no.Vete,noseastonto.
—Te agradezco que me
muestresafecto,aunquehayade ser en la sombra de unportal. Gracias de todosmodos, pero no me iré deaquí.Jamásmeiréporpropiavoluntad.
—Ninguno de losnuestros cree que fueras tú;pero somosmuy pocos y yasabescómoeslagente.
—Diles que no sepreocupen…
—No, yo ya le dije aRaba, sihayquedar la cara,damos la cara. No es pormiedo.
Francisco le palmeó elhombreaCampanilla.
—Losé,Paulino,peronoquiero que os comprometáispormí.Lomío es sólomío.Esmiraciónyamíme tocadigerirla.
—Creoque esmejor que
te vayas; pero si decidesquedarte,yo…
—Calla,hombre,calla.Volvióa lacalledejando
aCampanillaenlapenumbray se dirigió al bloque dondetenía la vivienda. Subió dedos en dos las escaleras, sintropezar más que con unchiquillodeseisosieteaños,queseaplastócontralaparedal pasar él. La puerta estaba
sin llave, como decostumbre. En el interiortodoestabarevuelto.Laropaandaba por el suelo y lospapelesyacíanesparcidosportodas partes. Alguien habíaregistrado todo aquello. ¿Lapolicía? ¿Los compañeros?Se encogió de hombros y sedispuso a poner orden allí.Fuese quien fuese el quehabíahechoaquello,nohabía
ocasionado desperfectos.Pronto pudo darse cuenta,asimismo, de que no faltabanada. Cuando estuvo cadacosaensusitio,concluyóderezar el breviario en aquellafríasoledad.Seesforzabaporfijar supensamientoenDiosy no dejar volar laimaginacióndetrásdeCanelay de Tonchu. Sí; no estabanallí;perohaymuchosmodos
de salvar a una persona.Concluidoelrezonodudóenafrontarlasituación.«Cuantoantes aparezca en ciertossitios será mucho mejor».Bajóa lacalleysedirigióa«ElAfricano».Anochecíayay era una hora de seguraanimación. No esperabacausar sorpresa alguna, puessuponíaque lavozyahabríacorrido por el barrio. No
obstante, su entrada hizosensación.Fuecomositodaslas conversaciones quedaranen suspenso por unossegundos.Hubomanoquesedetuvoenelaireconlafichade dominó, y vaso que separó camino de la boca. Fuederechohastaunaparte libredelabarraydijo:
—Untinto.Su voz sonó tranquila y
sirvió como señal para quetodo el mundo hablara almismotiempo,aunqueestabaclaro que pretendíanignorarle, volviéndose deespaldas y exagerando elgesto,lavozolarisa.
Se mantuvo de codos,mirando a las botellas queteníadelante,y,pocoapoco,comenzó a observar por elespejo.Notuvodudadeque,
explícita o no, había unaconsignadevacíoen tornoasupersona.Noharíanadaporforzarla. Soportaría aquellocomo todo lo demás. Habíasido aceptado demasiadofácilmente; ahora locomprendía bien. Se habíaequivocado en cuanto alprecio. Ahora tendría quepagar más alto, pero lo queobtuviese a cambio sería
definitivo y no estaría alarbitrio de un malentendido,deunacalumnia.
—Cobra—dijopasadounrato.
El Africano tomó elbillete que le tendía, sinmirarle a los ojos. Cuandovolvió con la vuelta la pusosobre el mostrador e hizoademándeirse.
—¿No quieres
perjudicarte,eh?—lesusurrócercadeloído.
La situación teníagracia,despuésdetodo.«Lamayoríaes esclava del qué dirán»,pensó.
Conel turnodenoche sepresentóen la fábrica.Nadiele hizo una pregunta. Eracomo si hubiera trabajado eldíaanterior.Sencillamenteleignoraban.BuscóaRufino,el
capataz.—¿Quéhago?Elviejolemiródearriba
abajo.—Barre—ledijo.Hacíamucho tiempo que
nohabíavuelto amanejar laescoba.Estabavistoqueselerelegaba a los principios.Peroeraparaloquesehabíapreparado, para comenzar denuevo. Demostraría que su
testimonio no era endeble yque tenía que tener motivosextraordinariamentepoderososparaseguirallí,entales condiciones, pudiendo,como todos sabían, irse encualquiermomento.
También Tonchu estabaen su sitio. Y no le ahorróblasfemias y exclamacionessoeces de las suyas. Loadivinaba desde lejos, pero
cuando pasaba cerca, teníaocasión de comprobarlo. Yhasta los más adustosparecían tener ahora interésencelebrárseloalmuchacho.Sin embargo, lo que en otrotiempo le hubiera hechosufrir, apenas le llegabaahora a la frontera del alma.«Va contra mí, no contraDios». Estaba claro que alchico lo habían trabajado en
su ausencia, así como ahoralo halagaban con suscarcajadasdescompuestas.Elmismo Rufino, antes tanexigente, se reía ahoracomplacido. «Son tansimples comoniños—pensó—. Se pondrían furiosos sipudieran saber que los sigoqueriendo».
Perolosniños,yasesabe,son especialmente crueles
muchasveces.
39Durante más de un mes,purgó Francisco, en soledad,pecados que no habíacometido.Nose ledirigía lapalabra, pero tampoco se lemolestaba. Esperaba queaquellonoduraría siempreylo llevaba con paciencia. Lamisa, sinembargo,noquedódel todo despoblada. Dos o
tres mujeres, de edad másque madura, siguieron fielesalacita,y,paraayudar,solíavenir un mocosuelo, hijo deRaba.EvitabadeintentoalosmilitantesdelaHOAC.Sabíaque no le rehuirían, pero noqueríacrearlescompromisos,talcomoestabanlascosas.
Para quien sea capaz deuna vida interior, la soledadno es tan grave problema.
FranciscohablabaconDiosyhasta encontraba un regustoen el vacío que los hombrescreaban en torno suyo.Dabalargospaseosporlosateridosdescampados, atendía a lospocos niños que seguíanacudiendoyesperaba,segurode que una actitud digna,comedida y constante,acabaría por ablandar laspiedras.
Peroelcambioseprodujoen un sentido insospechado.Fue una transformación sutilenunprincipio,delaquenotuvo conciencia inmediata.Era como una renacidacuriosidad respecto a supersona que, sobre todo, secifraba en miradas. Pero notardóenasomarseaaquellosojos la hostilidad, y lo quemás le turbó, algo así como
laburla.Confrecuenciateníalasensacióndequehablabandeél,peronopodíasaberenquésentido.Sediocuentadeque era preferible el ataquedirecto a aquellaincertidumbre. Algo estabapasandoasusespaldasyunaamenaza indefinible leacechaba.
En el suelo de su casa,con trazas dé haber sido
introducido por debajo de lapuerta, encontró un pequeñosobre con su nombre. Antesde abrirlo tuvo la certeza dequeproveníadelotroladodela Avenida. En efecto, latarjetaeradeFelipeFortuny.Franciscotuvounavisióndelcoche rojo deportivo. Eltexto, lacónico, decía así:«Quierohablarconusted».Yañadía lahoray lasseñasde
una cafetería que estaba alotro extremo de la ciudad.Francisco se quedópensativo. Una cita, aunquefuera de un hombre comoFelipe, significaba muchoporentoncesparaél.Alabólaprecaucióndeseñalarunsitiodonde era del todoimprobable tropezar conalguno del barrio. ¿Quécuerda se le habría roto al
señorito?Puntualmentesepresentó
en el establecimientoescogido. Llevaba unospantalones grises, un jerseynegro,cerrado,yunazamarrade cuero. En una mesa delfondo divisó a Felipe que lehacía señas. Fue a sentarseconél.
—Tiene que perdonar elhaberle hecho venir y el
mododecitarle.—Notieneimportancia.—De ninguna manera
quería aumentar susdificultades.
—¿Qué le hace suponerqueestoyendificultades?
Felipesonrió,divertido.—Ustedsiempretantieso
—dijo—. Estoy enterado detodoloquepasó.
—¿Sí?
—Su jefe de personalsigue su caso conapasionamiento.
—Noesparatanto.—Vamos. No sea
modesto. No ha queridohacer nada por noperjudicarle.
—¿Deveras?—¿Por qué no cree en la
posiblebuenavoluntaddelosdemás?
Franciscoserefrenó.—Perdone.—Usted me cae
simpático.Meinteresódesdeel principio. Cuando supe loque había ocurrido con esosbárbaros,meindigné.
—¿Por qué los llamabárbaros?
—¿Y me lo preguntausted?
—Laculpanoesdeellos.
—¿De quién es,entonces?
—Pongamos que de lasociedad.
—Eso es generalizardemasiado.
—Puede,peroprefieronoconcretar. Seguramente noestaríamosdeacuerdo.
Felipe considerócordialmente a suinterlocutor.
—Padre, en serio, ¿nohasidobastantetodavía?
—¿Bastantedequé?—De hacer lo que está
haciendo. Perdone, noquisieraparecerentrometido,pero su caso me hasugestionado. Admiré suaventuradesdeque laconocícasualmente a través deFederico. Usted no sabe queledefendíacapayespadaen
innumerables discusiones detertuliaydecafé.Yo,quenocreoennadaserio,hellegadoa apasionarme con usted. Lehe admiradodesde el primermomento. Sí, admiro sudesprendimiento, sugallardía,sutozudezincluso,por llamarla de algunamanera. Pero todo tiene unlímite. Su actuación debetener una lógica; usted
tambiéncuenta…Enfin,queyo creo que ha llegado alextremo y, vamos, que yaestábien.
Francisco considerabacuriosoasuinterlocutor.
—Es posible que seacierto eso de que lassimpatías suelen sermutuas,porque yo me pasmo deencontrar en mí unareciprocidad de sentimientos
respectoausted.Felipe alzó las cejas,
divertido.—¿Tan extraño le parece
que yo pueda suscitarsimpatía?
—Que la suscite en mí,desdeluego.
—¿Merecería yo saberporqué?
—Hombre, sinceramente,suvidaestátanlejosdetodo
loqueyoestimoyaprecio…—Nunca se sabe, padre
—replicó con humor—, elsantoralestállenodegrandesconvertidos.
Francisco le miró alfondodelosojos.
—Sin embargo, y pordesgracia, me hace el efectode que no ha sido pormotivos de conversión porlosquemehacitadoaquí.
—No, sinceramente, no.Esustedquienmepreocupa.
Conauténticaextrañeza.—¿Quelepreocupoyo?—Mire,nofuiavisitarle
al sanatorio por temor aperjudicarle. Sé de lo que leacusaron.
—Bah,tonterías.—Tonterías o no, los
golpes que le dieron nofueronningunabroma.
—Le aseguro que medolieronmuchomenos de loqueyohubierasupuesto.Salíde aquello mucho máscurtido.
—Sé también cómo lehan recibido, el tácito, peroefectivo boicot que se hadecretadocontrausted.
—¡Caramba! —dijoFranciscocon fingidopasmo—.Ustedlosabetodo.
—Noesningúnmisterio,¿verdad?
—Evidentemente,no.—¿Ynoesbastante?—¿Bastanteparaqué?—Para renunciar, para
darseporsatisfecho,para…Lecortóvivamente.—¿Darmeporsatisfecho?
¿Satisfecho de qué?… No,amigomío.Laverdadesqueestoyempezandotodavía.
—Es excesivo lo que yoha tenido que pagar paraestar aún empezando. ¿Québusca, en realidad? ¿Queacabenconusted?
—Si eso fuera un medioparaalgoquevalieralapena,¿porquéexcluirlo?
Felipe le observó conatención.
—¿Y debe ustedexponerse a todo,
absolutamenteatodo?—¿Quéquieredecir?—Ledirépordelanteque
yocreoenusted.—La fe en mí no tiene
gracia.Nolevaleparanada.—Hablo en un plano
humano.—Ya,¿yqué?—No le he llamado para
hablarporhablar.—Melofiguro.
—Pero le veo muytranquilo.
—¿Por qué no había deestarlo?
—Óigame…Seinterrumpió.—Pero¿quépasa?Francisco veía que el
hombre quería desembucharalguna cosa, pero no parecíaencontrar las palabrasadecuadas.
—Vamos—dijo—,ustedquiere decirme algo. ¿Meequivoco?
—No,noseequivoca.—¿Quéesello?Felipe jugó con la
cucharilla.—Al parecer hay una
chica en el barrio querespondeporCanela.
Sepusoenguardiadeunaformaautomática.
—Sí—concedió.—Laconoce,claro.—Sí, trató mucho
conmigo hasta hace irnosmeses. Luego las cosas setorcieron.
Se veía que a Felipe lecostabatrabajoseguir.
—¿Las cosas? —preguntó—.¿Quécosas?
—Era una pobrechiquilla, cargada de
experiencias prematuras, yyolainiciéenlareligión.
¿Qué pretendía aquelhombre? Por la cabeza deFrancisco cruzaronvertiginosamente las ideasmásabsurdas.Poruninstantellegó a sospechar que Felipetuviera intenciones concretasacerca de Canela, perodesechólaideaquenocasabaen absoluto con el tono
anteriordelaconversación.—¿Yluego?—¿Luego? Antes de que
hubierapodidoconsolidarenella una verdaderaformación,seapartó.
—Usted me odiará poresta sarta de preguntas…Perdonedenuevo.
La curiosidad deFrancisco estaba muydespierta.
—Notieneimportancia.—¿Qué sabe ahora de
estachica?—siguióFelipe.—Anduvoconunodelos
que han sido detenidos, unoquellamanelNavajas.Ahorano la veo. Supongo que mehuyedeliberadamente.
—¿Yesoestodo?—¿Cómotodo?—¿Todo lo que sabe de
Canela?
Franciscoseleencaró.—Oiga —dijo—, ¿a qué
vienetodoesto?Felipe semordióel labio
inferior en un gestomaquinal.
—Canela estáembarazada.
Aquello no le podíasorprender,enrealidad;pero,alpronto,sequedóloquesediceboquiabierto.
—Todoelmundolosabeen la fábrica —continuóFelipe—. ¿No sabía ustednada?
—Es la primera noticiaque tengo, palabra. ¿Por quémelodice?
—¿Usted está interesadoenesachica?
Una instintiva suspicaciahizodeciraFrancisco:
—Segúncomosemire.
—Comprendo.—Sí, pero no ha
respondido a mi pregunta.¿Porquéme llamaaquíparadecirmeeso?
—¿Noselofigura?—¡No!Fue casi un grito
contenido. Felipe titubeó ydijoalfin:
—Dirá que nadie me hadado vela en este entierro;
pero me abruma lo que estápasando con usted. Créame:Debe irse de aquí. No lemerecenausted.Nilosunos,ni los otros. Déjese deromanticismos y váyase lomáslejosposible.
Ahora sí. AhoraFrancisco teníamotivosparala sorpresa,más aún,para laprofunda estupefacción quesehabíaapoderadodeél.Oía
hablar a Felipe y apenasentendíasusrazones.«¡Noesposible! ¡No es verdad!»…Aquello, de ser cierto, teníaquehaberpartidodeunsitiomuyconcretoyesesitiosólopodíaseruno,perosenegabaaadmitirlo.
—Usted ya ha dadobastante. Le he dicho que leadmiro; pero todo tiene unlímite. Los de abajo se
cebarán en usted y no estoyseguro de que los de arribanoseensañen.
—Pero… ¿quién puedecreereso?,¿quién?
—¿Quién? Cualquiera.¿Es usted sacerdote y noconocealagente?
—¡Siesabsurdo!—La vida misma es
absurda y el celibato deustedes, no digamos. Y, sin
embargo, yo creo en suinocencia.Yave,no faltaránquienes tengan por másabsurda esta creencia que laotra.
—¡Hablaré con ella! —dijoFranciscocondecisión.
—Creo que estáimposible con lasdetenciones. No debe niintentarlo. Armaría elescándalo.
—¿Cómolosabeusted?—Federico tiene buenos
informes.—¿Quéhacer,entonces?—Es el momento.
Hágamecaso.Váyase.—¡Esonunca!—Esustedterco.—Lo que usted me pide
esunahuida.Paraesotendríaque ser culpable, y, aunentonces, lo que
correspondería sería hacerfrentealaresponsabilidad.
—Admiro su valor, peroconozcolavida.
—También yo —insistióFrancisco—. Delante de mídirá toda laverdad. ¡Vaya siladirá!
Felipe abrió los brazos,enungestodeimpotencia.
—Quisieratenerunagranfepararezarporusted.Esun
asuntofeoéste.—De todos modos,
graciasporhabermeavisado.—Totalhasidoinútilpor
lovisto.—Nada hay inútil.
Buenastardes.—Suerte.Sesepararonallímismo.A Francisco se le había
secado la garganta y laansiedad trajinaba en sus
vísceras. Ahora comprendíael cambio externo que sehabíaoperadoenelambientelos Últimos días. Todoresultaba meridiano. Nohabían bastado los golpesparaablandarsuánimo;peroesto era distinto. «Un golpebajo».Sí,esoeraenrealidad.Se daba clara cuenta de queporahípodíanhacerlemuchodaño. «Unasunto feo», tenía
razón Felipe. Una materiasuciay resbaladiza;algoqueera difícil manejar sinmancharse. Pero Canela, no,no podía ser. Tenía que sermentira. Hablaría con ella.Su despecho de mujer nopodía haber llegado a talextremo. Y, de pronto, porprimeravez,pensóenelhijo,porque el hijo estaba ahíevidentemente de camino.
¿Quién podía haber sido?Recordó los comentarios deunos y de otros. La escenaque Tonchu le hizopresenciar. Era cosa deCelestino,«¡elmuybestia!».¿Qué otro podía ser? Sintióprisaporllegaralbarrio,poractuar,porsentirensupropiay sufrida carne los puyazosque pudieran estarlereservados.Eracomosifuera
peor estar ausente; como sifaltando él el asunto pudieraagravarsemásaún.No,noseiría.Aunque temblaseensusfibras más íntimas haríafrente a la amenaza. Diossabía la verdad y nopermitiría que se le probasemásdeloquepodíasoportar.Sintiósurespiraciónagitada,subocaseca,larigidezdesugarganta y entró en un
tascucho para bebersecualquiercosa.
40Pasaron tres días en que nologródarconCanela.Parecíahaberse evaporado. Y, sinembargo, sabía que seguíaallí. Pero si aquellas tresjornadas no bastaron paraconsumar su propósito, sífueronsuficientesparaqueelcambio de decoración secompletara. Ya no era la
indiferenciayelolvidodelassemanas anteriores, aqueltormento de la soledad queahora resultaba envidiable.Eran las risas, las alusiones,loscodazos;eranlasmiradastorvas, las miradasmaliciosas, las miradas deodio.Y no quedaba siquierael parvo consuelo de poderdudar acerca del motivo deaquellasactitudes.Laespecie
había hecho fortuna y elbarrio entero se cebaba enella. Sólo aquella tácita leydelvacío,queseguíapesandosobre él, impedía que seenterara con pelos y señalesde toda la basura que semezclaba con su nombre ycon su sacerdocio. Peroestaba la imaginación parasuplir, y los gestos eran tanelocuentes, que su
interpretación resultabadolorosamente simple.Ensayóa identificarseconelCristodelevangelio,elJesúscalumniadoeincomprendido,lo que, en ocasiones, lellenaba de fortaleza y hastade un íntimo gozo; pero nofaltaban momentos dedepresiónenquesuánimosesublevaba. «No es sólo pormí. Después de todo, ¿qué
meimportaamíserpobreenfama,como lo soyenbienesmateriales? Es que manchanel sacerdocio en mí. Es queconfirman injustamente enmí sus prejuiciosanticlericales.¿Bastaconqueme calle? ¿Qué debo,hacer?»…
Había algo que erasuperiorasusfuerzasydeloquenoqueríaprivarse.Tenía
que dar con Canela. Hablarcon ella cara a cara. No eraposible que toda aquellamaldad contara con sucolaboraciónactiva.Enestospensamientosandaba,cuandole llegó un aviso discretopara que fuera por el juradodeempresa.
Oscar Raba y AntonioCampo estaban sentadosdetrás de la larga mesa. Sus
rostrosdenotabangravedad.—¿Mellamabais?Raba llevó la voz
cantante,comodecostumbre.—Sí,siéntate.—Túdirás.Se estabanmirando a los
ojos.—Buenoestálobueno—
dijo muy serio—, pero estoyapasadelaraya.
Franciscoconsideróaquel
rostro adusto. Se hallabaperplejo.
—¿Qué ocurre? —preguntódolorido.
—En toda la fábrica,quédigo,entodoelbarrio,enlosbloques, por todaspartes, nosehabladeotracosa…
—Supongo…—Nosotros…Interrumpió.—¿También queréis que
mevaya?—Calla y escucha —
tercióCampo.—Cuando ocurrió lo de
los detenidos —siguió Raba— decidimos apartamos deti. Sin querer ponías enpeligrotodanuestralabor,yatelodije.
—Sí.—Pero ahora seríamos
unos cobardes si nos
calláramos.—¿Porqué?El gesto del militante se
endureció.—Nosotroscreemosenti.
Siahoranodamoslacaraportinonosloperdonaremosenlavida.
—Estamos convencidosde que alguien dirige todoesto—remachóCampo—.Lamasa es ignorante y se ceba
en la carnaza que le echen;pero hay alguien detrás y nopodemoshacerleeljuego.
Francisco, después detanto tiempo de proscripcióngeneral, experimentó lahumanidad de aquelloshombres, cálida y próxima,como si fuera un bálsamopara su alma.Y aquello fuebastanteparaquerecuperase,demomento, almenos, todo
elánimoperdido.—Nuncasabréis—dijo—
cómo os agradezco estaspalabras. Pero ahora soy yoquienosdicequeesteasuntoes personal estrictamentepersonal, y que soy yo soloquiendebehacerlefrente.
—Pero no podemosdejarte solo —replicó Rabaconvehemencia.
—Todo lo contrario. Lo
que no podéis es hacer otracosa.Vuestrapalabraenesteasunto no vale nada. Notenéis pruebas. No contáismás que con vuestra buenavoluntad.
Insistieron todavía en unforcejeollenodelosmejoresdeseos.
—Gracias, amigos, perotengo que rehusar. Por otraparte, pensad que no estoy
solo.CreemosenDiosyDiosestáconmigo.
—¡Al primero quebromee con eso delante demí, le parto la boca! —dijoCampo con un gesto que nodejabaabrigarlamenordudadequeloharíaasí,llegadoelcaso.
—Noeséseelcamino—dijo Francisco sonriendo—;casi tocáisaunopormil.Es
demasiado,¿noosparece?Francisco, de todos
modos, salió fortalecido deaquella conversación yvolvió a levantar la frente.Miraba sin odio. Mirabasereno, miraba recto, y notóque muchos ojos se bajabanaltropezarconlossuyos.«Yel caso es que no sonmalaspersonas. Debe de ser tanfácil,parasumentalidad,dar
crédito a infundios comoése…Tengolaconviccióndeque cualquier giro de losacontecimientos puededevolvermemañana en ellosa los mejores amigos delmundo».
Aquella misma tarde—«tengo que hacerlo, ¿porqué esperar más?»— sedirigió a la vivienda deCanela. Hacía tiempo que la
madre de la chica habíadejado de aparecer por sushabitaciones. Ella, como losdemás, había desertado. Yahora estaba allí, abriéndolela puerta y mirándole comosindarcréditoasusojos.
—¿Qué quiere usted?—dijoal finconelmásásperotono.
—Quiero hablar con Pili—repuso Francisco haciendo
esfuerzos por dominar aquelcorazón que inopinadamentesehabíadesbocado.
—¡Habrase vistodesfachatez!…
La mujer gritaba ya y,como si hubiera estadoesperando la señal, todas laspuertas empezaron a abrirsey la escalera se llenó demujeres.
—¿Estáencasalachica?
—¡Preguntapor lachica!¿Lo estáis oyendo? —no sedirigía a él, sino a lasvecinas, que se encrespabanconlosojoscomoascuas.
Francisco quisoretroceder.Nohabíaprevistoaquello; pero estaba en lomás alto de la escalera y noera cosa de tirarse por elhueco.
—Porfavor—dijo.
Los insultos se iniciaronasuespalda.EralamadredeCanela.
—¡El tío guarro! ¡Y seatreve a presentarse delantedemídespuésquedesgracióamihija!
No pudo oírmás, porquegritaba todo el mundo, y él,aturdido, sordo y ciego derepente, bajaba abriéndosepaso a codazos, entre el
griterío, los ayes y lasimprecaciones de todasaquellasmujeresconvertidas,por uno de esos tornadizosfenómenos colectivos, enverdaderasharpías.
Cuando llegó a su casatenía la respiraciónentrecortada del perseguido.Por primera vez cerró conllave por dentro y fue adesplomarse sobre el
camastro. La congoja detantos días, disimulada unasveces, contenida virilmenteotras, en ocasiones soterradabajo una momentáneaexaltación, estalló, al fin,llenándole el pecho yderramándose al exterior enforma de gruesas lágrimas,quemantes y ácidas. Seguíaoyendo los insultos, lasobscenidades y las vilezas y
veía los ojos encendidos, elchispeardelodio,deunodioviejo, casi instintivo, quevenía de muchasgeneraciones atrás y que nopodía estar verdaderamentedirigido en exclusiva a supersona. «¡Dios!, ¡Dios!»,gritaba él hacia dentro. Perono acudía nadie a responder.Dejado por los hombres, nohabríaángelesquevinierana
hacer algo por él. Poco apoco fue sintiendo que eltedio le invadía. Una fatiga,quenoerafísica,seesparciópor cada una de sus fibras.Jamás se había encontradotan cansado.Todo era inútil.Y,además,¿paraqué?¿Valíala pena realmente? Quisorezar, tirarse de la cama ycaerderodillas;perosupoalmismotiempoquenoloibaa
hacer; que aquella perezahonda que sentía, aquelladesgana radical eran másfuertesquecualquierimpulsode su buena voluntad. Sedurmió, al fin, de puroagotamiento y soñó queCanela estaba ausente, y queera ajena a todo aquelmanejo,yqueseindignabaalenterarse; y no fue unapesadilla, sino un inmenso
alivio. La pesadilla, pordesgracia, comenzaría aldespertar.
41Elvicarioestabaserio.
—Siéntese—dijo.Franciscolohizoasí.—Si prefiere sincerarse,
contarloquesea,serámuchomejor—siguió.
El padre Quintas estabadesconcertado,alpronto,poresta entrada tan directa enmateria. No se había hecho
ninguna ilusión al recibir laurgente llamada; pero habíaimaginado las cosas demaneramuydistinta.
—¿Qué quiere quecuente?—preguntó,mirandoconfijezaasuinterlocutor.
—Usted sabrá. Aquí hanllegadonoticias…
La mente de Franciscofuncionaba a gran velocidad.¿Quiénpodíahaberllevadoa
la curia un chisme comoaquel? ¿Con qué voluntad lohabríahecho?
—Mehallamadoustedyhe venido lo antes posiblepara escuchar lo que metenga que decir. Ya que haentrado tan derecho en elasunto, será mejor que medigacuantoantesloquesea.
Don Honorio adelantó elbusto, apoyando los
antebrazosenlamesa.—La acusación —dijo
convozneutra—versasobreunamujer que va a tener unhijo.
—Ya.—Una chica con la que
usted tuvo familiaridad,imprudente familiaridad —recalcó—,haceunosmeses.
A Francisco, comosiempre, aquellas
insinuaciones militantes ensu contra le devolvieron sunatural beligeranciadialéctica.
—No recuerdo ningunafamiliaridad —repuso—, niprudente,niimprudente.
—¿No?—No.Tratéconesachica
como cualquier sacerdote lohacecondocenasdeellasenel curso de su apostolado
corriente.—O sea que reconoce de
quéchicasetrata…Los ojos de Francisco se
encendieron.—Por favor, deje a un
lado conmigo cualquiersuertedeartimañas.
El vicario se enderezócomoofendido.
—Estábien.Enconcreto:esa chica se encuentra en
estado.—¿Y qué?—replicó con
suprontaviveza.—Dígamelaverdad.Que lo dijera él. No
pensaba adelantarse apronunciarlapalabra.
—¿Tuvo usted que verconesachica?
—En el sentido en queustedlopregunta,no.
—¿Nada?
—Rotundamente,no.Podía decirle más; podía
contarlecómoellaselehabíainsinuado; cómo se le habíaofrecido; cómo, en susimplicidad, había llegado aquerer ser suya; pero,ofendido como estaba,prefiriócallar.Unresiduodeorgullo, del que en aquelinstantenoeraconsciente, lesellólaboca.
—Sinembargopareceserque todo el barrio y todo elmundode laempresaenquetrabaja usted afirma locontrario.
—Enefecto—dijoconlafrentealta—.Tieneustedqueescoger. La palabra de todosolamía.
El vicario contemplóunos instantes el rostroobstinadodeFrancisco.
—Metemoquelecieguelasoberbia—dijo.
—Por donde quiera quememire—lereplicó—ustednoverámás que defectos.Ylos tengo —añadió—, comotodos, como usted mismo;pero en todos, y también enmí, hay algomás, aparte losdefectos.
—No nos desviemos —insistió don Honorio
autoritario—. Si tiene quedecir algo es mejor que lodigaahora.
Francisco encontrabaalguna dificultad paramantener la respiración a suritmonormal.
—Pero…¿ustedcreequeyohehechoeso?
—Yo no creo nada. Yotengo que esclarecer loshechos.
—¿Yquéesperademí?—Laverdad.—Yaselahedicho.El vicario movió la
cabezadubitativo.—Cuando el río suena…
—dijo.—El río sonaría igual si
llevara leche, o vino, opetróleo, en vez de agua —replicó Francisco desabrido—. Si tiene alguna prueba
démelaydéjesederefranes.Se miraron sin
comprensión.—Es usted insolente —
repuso don Honorio confrialdad— y no me pareceque sea éste el mejormomentoparaserlo.
—Ningún momento esbueno para ser insolente —replicó Franciscodominándose—; pero, por lo
queamítoca,éstenoespeorquelosdemás.
—Yaloveremos.—Es a Dios a quien
verdaderamente tengo quedarrazóndemiconducta.Élsabeperfectamentequeestoysiendocalumniado.
—Dios tienerepresentantes en la tierra yéstos no cuentan con cienciainfusa, sino sólo con
prudencia humana. Elproblema de su concienciapertenece al fuero interno yescosasuya;pero,ademásdeeso, existen aspectosexteriores que entran dentrodemitotalcompetencia.
Francisco creyó verlevenir.
—Ustednoaprobó jamásla forma de apostolado quepractico. Aguantó porque
sabía que yo contaba con elrespaldo del obispo. Ahoraencuentra que tiene unpretexto para imponerme sucriterio,¿noesasí?
Don Honorio entrecerrólospárpados.
—Me parece que ustedminimizaelproblema.Nosetrata de un pretexto, sino deunhechosumamentegrave.
—Hecho que yo niego y
ustednoprueba.—En el fuero externo su
situación es muycomprometidayelescándaloesunarealidad.Nohacefaltaprobar nada para que laprudenciamás elementalmeaconseje separarleinmediatamentedelteatrodesusandanzas.
—Sin pensar que cometeuna injusticia si es verdad,
comoloes,queestoysiendocalumniado.
Elvicarioalzóunamano.—Déjeme a mí—dijo—
con mi propiaresponsabilidad. Auntratándose de un infundioestimo que seríaprovidencial. Ya era hora, atodas luces, de sacarle austed de ese mundo. Ahorano lo comprende; más tarde
meloagradecerá.Haperdidousted dos años en unaexperiencia que ya estabajuzgada. Esa carta ya lajugaronenFrancia,antesqueusted, y la perdieron porcompleto.Allíduróelasuntomás de diez años, hasta quelaprudenciadeRoma sevioobligada a intervenir. ¿Ymequieredecirdequévalió?
Francisco hizo un mohín
elocuentealresponder.—Puedequeignoreusted
que en Francia siguenprobando.DeseunpaseoporPontigny. Por lo demásentiendo que usted estáradicalmente incapacitadoparacomprenderlo.
—¡Muy amable por suparte! De todos modos soymodesto, no hablo por mí,sino por los cardenales del
SantoOficio.—También hay
cardenales fuera de Roma;los hay en Francia, al ladomismo de donde se llevó acabo la experiencia de laMisiónObrera.Ellosdejaronconstancia escrita deque lossacerdotes que compartieronla suerte de sus hermanosobreros proporcionaron untestimonio que trascendió a
todas las clases sociales ycruzó las fronteras deFrancia,loqueesunaverdadincontrovertible.
—La novedad, hijo, lanovedad; y un ciertosnobismoalquesonsiempredadoslosjóvenes.
A Francisco le hervía lasangre.
—Lo que para usted esnovedad y snobismo, para el
cardenalFeltinesalgoquehaempezado a desvanecer elprejuicio según el cual laIglesia de Cristo no sería laIglesiade lospobres, sino laaliadadeldinero.
—Eso, en el tono en quélo dice usted, es demagogia,aparte de tópico. Quien haempezado a ver a la IglesiadeCristocomoIglesiadelospobres porque unas docenas
de sacerdotes se hicieronobreros, tenía obligación dehaberlo visto antes porquemiles y miles de curasrurales, por ejemplo, vivíansupobrezaconlospobres.
—Perolociertoesqueelprejuicioestabayestácreadoy arraigado.Y no basta conlas demostracionestradicionales paradesmontarlo.
—Bienvenida sea lapobreza y todo lo que ustedquiera; pero para ser pobre,convénzase, no hace faltahacerse obrero; comotampoco renunciar a laelemental dignidad quecompeteanuestroestado.
—¿Y es también ladignidad —preguntóFranciscoconironía—laquele aconseja adelantarse al
obispoparamandarmeaotraparte?
—¿Porquéno?—Con lo que dará una
prueba a quienes mecalumnian,loqueacabarádedestrozarsuqueridadignidadsacerdotal.
—Entre varios males esde elemental prudenciaescoger el menor.Aparte deque si yo no pruebo que la
acusación responda a laverdad, tampoco pruebausted que se trate decalumnia.
Franciscogolpeó lamesaconelpuño.Teníaencendidoelrostro.
—¿Desde cuándo es elacusadoquiendebeprobarsuinocencia?
Elvicarionoseinmutó.—Cálmese.Ennadavaa
mejorar su situaciónperdiendo el dominio de símismo. Con esta mismafecha,yllamandolaatenciónlo menos posible, dejaráusted su vivienda en elsuburbioysepresentaráaquípararecibirunnuevodestino.¿Ha comprendido? Hoymismo.
ElpadreQuintasbullíadeindignación. Un texto se le
vino a los labios y no tuvoempachoenrecitarlo.
—«En la cátedra deMoisés—dijo—,sesentaronlos escribas y fariseos.Haced, pues, lo que osdijeren; pero no obréisconformeasusobras».
La cara de don Honoriose contrajo, primero, y sedistendió, luego, en unasonrisaindefinible.
—Su insolencia no hacemás que confirmar mipensamiento.Larespuestasela daré por la tarde. Puedeirse.
42Elcontrasteentrelafábricayel claustro era demasiadointenso como para nodesconcertar el ánimo delpadre Quintas. No se leocultaba que la rapidez conquetodoselehabíaimpuestopodía deberse al deseo decolocaralobispoantehechosconsumados, ya que estaba
muy próximo el día de suvuelta. Salió del barrio aloscurecer, como un ladrón,sin ánimo para intentarsiquiera despedirse dealguien.Enlacuria le teníanguardada una últimasorpresa. En su indignaciónmañaneranohabíaentendidoque las palabras finales delvicario contenían unaamenaza. Por eso no estaba
preparado para escucharaquello: «Irá usted hoymismo al Convento de losReverendos Padres, dondetendrá tiempo para enfriarsusinsolenciasyharábienencomenzar una buenapenitencia. Y, por supuesto,no se moverá dé allí, bajoningúnpretexto,nirecibiráoescribirá a nadie hasta tantoque le lleguen instrucciones.
Ya ésta avisado de todo elsuperior».Al pronto replicó:«Esto no es Un cambio dédestino; esto es un castigo».Pero él vicario estaba en suterreno y contestó: «Esto eslo que ha parecido másconvenienteparausted».
Pasada la primera nochedemal dormir, en medio deuna sequedad espiritualdesconocida, estabaahora en
elclaustrosolitario,dondeeltrino de un jilguero hacíamás patente el silencio y elrevoloteodeunpardal poníamás de relieve la quietud, ysentíaensuinteriorcomounvacío que jamás habíaexperimentado en todos losañosdesuvida.Unaabsolutadesgana invadía por igual asu alma y a su cuerpo. ¿Porqué luchar? De su misma
amargura brotaba unreconcentrado escepticismo.Nadavalíalapena.Todassusiras, ahora aparentementeapaciguadas, se volcaban enlapersonadelvicario.Eraunhombre engolado, pagado desí mismo, celoso de unatradición, unas maneras yunosmitosconlosqueaélleiba muy bien y en cuyaconservación parecía jugarse
personalmentemucho.Alguna invisible
maniobra dio lugar a quecorriera el agua del surtidorcentral que se elevó hasta elcielo,produciendoalcaerunrumor cantarín. Estabaabsorto en la audiciónmaterial de aquel sonido,cuando unamano le tocó enelhombro.
—¿Seaburre?
Eraelsuperior.—Si he de serle franco
todavíanolosé.Aquel hombre de calva
tostadaysienesblancasteníauna miradasorprendentemente tranquilaypenetrante.
—Lo ignoro casi todorespecto a usted —dijo—.Pero no me extrañaría saberque estaba ante los restos
arrojados a la playa por unmar tempestuoso… Algo oalguien le ha zarandeado austedsincompasión.
Franciscopensóqueteníaante sí a la antítesis de donHonorio.
—Se supone—replicó—queestoyaquíporpecador.
El anciano levantó lascejasdivertido.
—Vamos, en eso
coincidimostodos.Pero él sentía como un
deseodeherir.—No me figuro que le
hayanacusadonuncaaustedde acostarse con unajovencita.
—Tiene razón —repusosin inmutarse—,peroesonoquieredecirnada.AJesús leacusarondecosaspeores.
Esta respuesta y el tono
de sencillez con que fuedicha, sorprendieron aFrancisco.
—¿Piensa usted de verasquehaymuchascosaspeoresqueésa?
—Naturalmente. Casitodos lospecados fríosde lacabeza, son peores que losque tienen por cómplice alcuerpo, ¿o no lo cree ustedasí?
—Sí, pero no es ésa lacuestión.
—¿Paseamosunpoco?De pronto le apeteció
conversar con aquel hombrequeparecíaformarpartevivade la paz de las piedrasdoradasporelsoldemuchosaños.
—Congusto—dijo.Era lo que él necesitaba,
un hombre que escuchase,
coninterés,perosinexcesivacuriosidad; con deferencia,perosininterrumpirleacadapaso. Comenzó por elprincipio. ¿Cuánto tiempohacía que no se desahogabadeesemodo?…
—Usted lo toma todomuy a pecho —dijo elsuperioralfin.
—No creo que seahumano tomarlo de otra
manera.—Humano, no; pero sí
divino.—Peroyosoyunhombre,
alfinyalcabo.—Desde luego que sí;
pero un hombre consagrado;otro Cristo. ¿No es esto loquenosdicen?
—Escierto.El religioso agitó una
manoenelaire.
—No, no crea que voy asalir por el tópico fácil.Cristo era Dios y tenía unanaturaleza humana. Usted esCristo, en ciertomodo; perono tiene una naturalezadivina, no deja de ser unhombre con todas suslimitaciones y servidumbres.Ahora bien, a mí no mepreocuparía tanto lo quediganonodigan,sinoloque
hagayoonohaga.—Explíquese.Hizounapausa.—Si le juzgo no es
porque me crea superior austed en nada, sino porqueestoy fuera de su hermosaaventura, del lado de acá dela trinchera, ¿comprende?, yporque admiro lo que ustedha hechoy no quisiera verloempañadoporalgunareliquia
de mezquindad que en suánimo pueda quedar, ¿se dacuenta?
—Adelante —dijoFrancisco.
—Eslacaridadlaquedavalor y sentido a cualquiercosa que hagamos, ¿está deacuerdo?
—Completamente.—De manera que si no
tenemos amor, de nada nos
valeelresto.¿Noesasí?—Sí.—Yustednometeráa la
gente en compartimentosestancos: basta con amar aéstos; a estos otros noimporta;¿deacuerdo?
—Deacuerdo.—Pero usted no ama al
vicario,porejemplo.Francisco se detuvo en
silencio.
—Vamos, dígaselo a símismo.
—No,noleamo.—Ni ama a la empresa,
esdecir,aloshombresdelosescalonesmás altos, que sonlosquea susojoscomponenla empresa frente a losproductores.
—Pues… no pensaba enellos.
—Peroellos son también
elprójimo,y,amijuicio,unprójimo en mayor peligro ycon mayores necesidadesespirituales qué los simplesobreros,¿oacasonoesasí?
—Esverdad.—Usted ha aceptado el
compromiso del evangelio;sehallenadodeautenticidad;sehadesprendidodetodo;seha hecho pobre con lospobres;haescogidolodifícil,
lo áspero, lo ingrato… No,déjeme que termine. Se lepuede admirar; pero yo lehago una pregunta: ¿De quéle vale todo si falla en lacaridad?
—Yoamoaesagente…—¡Nolodudo!Bienloha
demostrado;peroabominadelaotragente…
Francisco guardósilencio.
—De ser así —siguió elsuperior—, ¿qué diferenciahayentreustedyelqueamaa los ricos y desprecia a lospobres?
Esteplanteamientonoeranuevo para él; pero lo habíatenido relegado al trasfondode su conciencia sinpermitirse nuncaconfesárselodeltodo.
—Vistas así las cosas…
—dijo.—Nohayotramanerade
verlas.—Esduro.—Si pensamos más en
Diosqueenloshombres.Deotra manera resulta, enefecto,intolerable.
—Todo es distinto si sevedesdeaquí.
—Desde luego. Pero loque importa es saber si esta
visión es más cierta que laotra.
Caminaron un poco ensilencio. Francisco se sentíaen evidencia ante sí mismo.Era inútil forcejearbuscandorazones que no le habían deconvencer.¿PodíanagradaraDiossusintemperanciasanteel vicario? ¿Era de Diosaquellairaquehabíasentido?
—Simiropara afuera—
dijo—nohehechomuchoenel barrio y si miro paradentro tampoco parece queme haya aprovechado a mímismo…
—¿Qué le induce apensardeesamanera?
—La verdad es que mesientoderrotadopordentroyporfuera.
—También ahora seequivoca, y perdone que
parezca querer aleccionarleentodo.Noesunobuenjuezpara sí mismo, ni parasobreestimarse, ni paradespreciarse.
—Sí,pero…Vivamente.—¿PorquénodejaaDios
esetrabajo?—Tienerazón.Fue un coloquio que, si
no le aportó soluciones, sí
pusolascosasensusitioylediounciertoequilibrioensudesolación, que había delibrarlededejarsellevara ladesesperanza. Sin embargo,no se hacía ilusiones y, apesar de su amor propio,tendíaadarporcanceladasuexperiencia con el fracasofinal.Loteníatodoencontray se sentía impotente pararemover tantos obstáculos.
Sóloquenoacababadecreerque Dios, a través de tantascontradicciones, quisieramanifestar realmente surepulsa, lo que le hubieraayudado mucho paradesarraigarse de una vez detodo aquello. No queríapensar en las personas quehabía dejado atrás: Tonchu,Canela, Raba, el Energías,Isabela, Hierro… Se daba
cuenta de que hasta el odioquepudierainspirarlealgunode esos nombres, ya noestaría nunca demasiadodistante del amor. La culpano era de ellos, de él y deCanela,porejemplo; sinodemuchas generacionesanteriores y de lainterferencia de muchasvoluntades, de muchosintereses, de múltiples
prejuicios. Mandaban lascircunstancias. Debajo detoda la hojarasca estaban lasalmas en su simplicidad,siempre mejores de lo quesus manifestaciones podíandaraentender.«Lapartequeamíme toca, laúnicaahorade mi exclusivaresponsabilidad, es la dehacerme perdonar por misexcesos».
43LaceldaqueelpadreQuintasocupaba desde hacía algunosdíasteníaunaventanagrandeque se abría, de par en par,sobre la huerta. Un sol, queya anunciaba la primavera,pintabacoloresnuevosenlascosas,yunasuavebrisahacíatemblar las tiernas hojasverdes. Y la brisa y el sol
entrabanhastalamesaenqueFrancisco se apoyaba enactitudmeditativa.Llamaronalapuerta.
—Adelante.—Hay una visita para
usted.Eltonoconquelodijoel
legoqueasomólacabezanoeratantrivialcomolafrase.
—¿Unavisita?El otro miró fuera,
primero, y respondiódespués.
—¡Elseñorobispo!Francisco botó
materialmenteenlasilla.—¿Quédice?—Loqueoye.Hizo ademán de salir
rápidamente, pero el lego lecontuvo.
—Vienehaciaaquí.—¿Aquí?… Pero ¿dónde
está?—Está con el superior.
Me dijeron que les esperaraenlacelda.
Francisco no salía de suasombro. Una tremendaexpectación se habíaapoderadodeél.Losminutosque pasaron fueron decébalasyaltibajosdeánimo.¿Enquésonveníaelprelado?¿Erabuenomalsíntomaque
se presentara en persona enlugardehacerlellamar?Perono tuvo mucho tiempo paradestrozarse a base deconjeturas más o menosverosímiles. Por lo demás,habiendo renunciado a suempeñoprincipal,yanoteníaquétemer.
—¿Dónde está elhombre?
El corazón de Francisco
se esponjó al solo oído deaqueltimbreinolvidable.
—Pase, pase vuecencia—dijoelsuperior.
Entraron ambos yFrancisco se postró derodillas delante del prelado.Fue un impulso espontáneo,nada conforme con su estiloyconvicciones.
—Levántate,levántate—dijoéste.
Se miraron a la cara. Elanciano tenía aire de fatiga,pero los mismos ojos dealegreluz.
—Aquí le tiene—dijo elfraile con aquella voz queinfundíapaz.
—¿Conque te tienenpreso?—preguntómonseñor.
—Yo diría «retirado»—apostillóelsuperior.
—Eslomismo,¿no?Pero
¿quédicestú?Francisco no apartaba su
mirada de los ojos delprelado.
—Mealegrodequehayavenido.
—¿Meesperabas?—Lenecesitaba.—¡Asímegusta!—Les dejo —terció el
superior yendo hacia lapuerta—.Letraeránunsillón
enseguida,señorobispo.—Nosemoleste.Veouna
sillaahí.—Pero…—Nada, nada. Estoy
servido.Muchasgracias.En cuanto la puerta se
cerró la cara de monseñorPonte Carrero seensombrecióuntanto.
—Te escucho —dijotomandoasiento.
—Le han hablado,¿verdad?
—Apenasllegué.—Si leshacreídohuelga
queyohable.El dolor que Francisco
llevaba dentro le empujabade un modo incoercible aadoptaresasposturas;peroelobispodijo:
—No seas chiquillo ydeja a un lado ese amor
propiodecolegial.Hevenidopara escucharte. ¿Es que yanomerezcotuconfianza?
—Le he necesitadoaquí…
Con el prelado Franciscovolvíaaserdirecto.
—Me lo figuro. No hasido mi voluntad la que metuvoausente.
—Esigual.Ahoratodohaterminadoyyanotengonada
quepedir.Puededisponerdemí.Mándemeadondequiera.
—¿Qué palabras sonésas? Te desconozco, laverdad.
—El vicario hará muchomás que yo porque meconozca.
Elobispoalzólosbrazos.—¡Vamos! Ya salió el
vicario.¿Tetratómal?Francisco miró por la
ventana.—Prefiero no hablar de
eso.—Hablemosdeti.—Bien.—Escucha. No he
formado ningún juicio.Mírame,porfavor…
Lo hizo así. Los ojos demonseñor Ponte Carreroresultabanpunzantesenestasocasiones. Ahora lo tenían
fijo allí, como unamariposaclavadaenlapared.
—¿Qué hay de esa suciahistoria?
Franciscolesostuvounossegundoslamiradaconfijezaantesdecontestar.
—Nada.—¿Noescierto?—No.—¿Se trata de aquella
chicadequemehablaste?
—¿LehablédeCartela?—Eso,Canela.—Sí,setratadeella.—¿Quépasóenrealidad?Seguían los ojos en los
ojos,pugnaces,obstinados.—Un día quiso
entregárseme…—¿Sinmásnimás?—Sin más ni más. Creo
que no era capaz dedemostrar su afecto en otra
forma.—¿Ytúquehiciste?—La rechacé,
naturalmente.—¿Yella?—Sefuedespechada.—¿Quémás?—Nadamás.—¿Esofuetodo?—Todo.Los ojos seguían como
espadas en alto. Monseñor
PonteCarreropusounamanosobre la mesa. Francisco,instintivamente y sin pensar,alargó la suya y estrechó lamanodelobispo.
—¿Puedo creerte conseguridad?—dijoéste.
—Puede —respondióaquél.
Se rompió aquellatensión.Elancianosonrió.
—Te creo, hijo. Te he
creído desde el principio,antes de oírte; pero era miobligación hacerte laspreguntas.
Francisco tenía los ojosbrillantes.Parecíaquefuerana formarse lágrimas en ellosdeunmomentoaotro.
—Ahora me doy cuenta—dijo— de que siempreestuve seguro de que ustedaceptaríamipalabra.
—Yo siempre estoy pormis sacerdotes, mientras nosedemuestrelocontrario.Y,aun entonces, sigo con ellos,más si cabe, porque escuando más necesitan de unpadre.
—Usted es el hombremáshumanoqueheconocido—dijoFranciscoconunavoztrascendidadeemoción.
El obispo sacudió la
manoenelaire.—¿Humano, dices? ¡No
lo sabes tú bien! Pero, paraser obispo como soy, y hacetantos años, lo que mecorresponderíaamíseríaserun poco más sobrenatural,¿noteparece?
—Jamás le agradecerébastante…
Elpreladointerrumpió.—No te pongas
romántico.Seamosprácticos:¡Ahoraqué!
—Ya le he dicho quepuededisponerdemí.
—No me gusta esederrotismo que veo en tuactitud.
—¿Derrotismo?—Sí.Me gustabamás el
tipo molesto, insistente eincordiante que eras antes.¿Qué pasa? ¿Por qué no me
pides lo que estás realmentedeseando?
—¿Yo?—Sí, tú… ¿Qué te han
hecho? Te desconozco,renunciandoasí,sinlucha.
—Creo sinceramente quehefracasado.
La chispeantemirada delobispocentelleó.
—¿Tienesmiedo?Esoeraponerle rejonesa
Francisco.—¿Miedoyo?—¿Tengo que entender
quetehasdadoporvencido?Tantos altibajos durante
la última semana habíaacabadopordesconcertarle.
—Yo…—Escucha —dijo
monseñor Ponte Carrero conun aire militante—. Ahorasoy yo quien no te deja
abandonar.Los ojos del cura se
abrían desmesuradamente.Era como haberintercambiadolospapeles.
—Ante una tentacióncontralacastidad—siguióelprelado— lo mejor y másseguro es huir, poner tierrapor medio. Pero ante unacalumniasobrelacastidadlomejor, qué digo, lo único
conveniente es dar la cara,hacer frente. Si ahora novuelves, todo el mundo seconfirmará en la suciasospecha. Vuelve, pues, ysoporta lo que sea.Y cuentaconDios,quetambiénjuega.
—¿Yelvicario?—Tú no te ocupes del
vicario.Una paulatina y sólida
decisión iba creciendo en el
ánimo de Francisco: Volver.Era,enrealidad,loúnicoquepodía devolverle la fe en símismoeinclusolaconfianzaenDios.¡Volver!
—¿Volver igual queantes?
—Exactamente.—¿Con la confianza de
usted?—Contodamiconfianza.—¿Deverdad?¿Hablaen
serio?El prelado alzó la cruz
pectoral y mostrándole elCristorespondió.
—«Sialgunoquiereveniren pos de mí, tome su cruzcadadíaysígame».
Franciscorodeólamesayse arrodillódenuevoante elobispo.
—¿Quéhaces?Pero ya se había
apoderado de la manoderecha y lloraba sobre elanillo.
—Volverás para sufrirpor todos ellos. Volveráspara ser quizá crucificado…Volverás sin pérdida detiempo. Mejor hoy quemañana. Y tu obispo estarácontigo en espíritu. Y Dioscontodos.
Oía aquellas palabras sin
poderarticularsupropiavoz,limitándose a decir que sícon la cabeza. Unas fuerzasgigantes, o la apariencia delas mismas, se levantabandentro de él arrebatándole.Iría, cómo no, y que Dioshicieraelrestoasumanera.
44—Creoquecometeusted
unagraveequivocación.Don Federico, a quien
remitieron al padre Quintas,hablabadesdesusillónde lajefatura. Y lo hacía frío ydistante.
—Eso déjelo de micuenta—dijoFrancisco.
—Naturalmente nosotros
notenemosnadaqueverconlosconflictos—titubeócomobuscando la palabra—diríamos personales denuestrosempleados.
El rostro del sacerdotepareció colorearse; pero sehabía jurado no perder eldominiodesusnervios.
—Desde luegoqueno—repuso con no menosfrialdad,peroconinequívoca
decisión.—Sin embargo hay algo
más.—¿Quémás?—Su falta injustificada
de asistencia durante unasemana.
—Seloheexplicado.—Sí, pero esas
explicaciones particulares,que comprendo, no tienenvalorparalaempresa.
—Sólounaevidentemalavoluntad podría pretenderaprovecharse de unacircunstanciacomoésta.
Lo dijo mirando defrente, con un gesto quedejaba a un lado la empresaen forma que no admitíaduda.
—Alláusted.—Deseovolveralmismo
sitio.
—Pormí…—Puesesoestodo.Tenía que irse cuanto
antes de allí o reventaría.Pero don Federico volvió ahablar.
—Reconozco y reconocísiempretodaslasdificultadesde su empeño. Siemprequieroserhumano;perolediunconsejomuyalprincipioyustednohizocaso.Ahora,no
sólo no ha logrado, que yosepa, nada de lo que podíapretender, sino que hadesprestigiado el sacerdocioanteesasgentes,ha…
Francisco sentía clavarsesus propias uñas en laspalmas.
—¡Usted!—gritó.—¡Espere, espere!Yono
digo nada, Dios me libre.Pero las cosas están como
están.¿Hadadoyaunavueltapor abajo?Yo lo comprendotodo; sólo que lasconsecuencias luego se nosescapan de las manos y, entodocaso,nosóloesprecisoser honesto, sino que hacefaltanomenosparecerlo.
—Vamos, dígalo —exclamó Francisco—. Ustedha creído esos infundios.Peronoessóloeso.¡Ustedse
haalegradoenelfondodesualmaalconocerlos!
Don Federico perdió sucompostura.
—¿Porquiénmetoma?—Déjelo.—Sí,serámejor.Salió de allí con la boca
amarga y el corazónrepicando. Resultaban vanossus firmes propósitos. Erademasiadosensibleyalgose
le sublevaba por dentro sinpedirlepermiso.
Enel tallersuinesperadavuelta causó sensación.Todas las cabezas sevolvieron y los cuchicheosininteligibles,debocaaoído,dadoelestruendodelanave,corrierondepuntaapunta.
—¿Quéhago?Estaba delante deRufino
yéstelemiródearribaabajo.
—¿Le parece poco alseñorito —dijo— lo quehizo?
Jamás había sentidoaquellasganasdegolpearunrostro. La alusión no ofrecíadudas. Pero, ni movió unrasgodelacara,nipronuncióunapalabra.
—Yasabesdóndeestá laescoba. Quiero este pasillocomounfanaldelimpio.
Tenía que barrer la naveentera, de uno a otroextremo,loquesuponía,másomenos,cruzarsecontodoelmundo.Nohubopara él unapalabra; pero sí abundaronlas sonrisas canallas queintercambiaban unos conotros.Aplicadoa su labor loobservaba todo fingiendo locontrario. Pensaba en Diosparahacermás soportable la
injusticia. Pero a aquellasalturasnosentíayapor sí loque pasaba, sino por susacerdocio. «Si yo no fueracura,sicorrieraestosriesgosa título personal, si noarriesgara otra cosa que mifama individual y mi buennombre;peroasí…».
Un sujeto fornido,desconocido para Francisco,pasó a su lado transportando
unachapadeformada.—Entre Kyrie y Kyrie,
¿eh pillín? —dijo soltandouna risa sumamenteexpresiva.
Se enderezópara verle iry le dirigió una mirada fría,pero sin odio. Lo que nopodíaconsentirseasímismoera apartar a Dios delpensamiento. En cuantoreaccionaba como hombre,
auncomohombrebueno,eraotromuydistintoy teníasusmotivos para temerse.«Pobres gentes —pensó—,nosabenloquedicen».
A la salida de la naveestaba esperando Raba sinningún disimulo. Franciscoquiso pasar de largo, pero elotroleretuvoporelbrazo.
—Tengoquehablarte.—Comoquieras.
—Venaljurado.—Sí.Muchosojossevolvieron
amirarcuandolesvieronirsejuntos.
—Sontalparacual.—Todoclericalla.—¡Diosloscríayellosse
juntan!—¡Menudo elementonos
salióelPaco!—Tú lo que tienes es
envidia.—Si lo dices por
Canela…—Vamos, que a nadie le
amargaundulce.—¡Digo!—¡Deja que salga el
Navajas!—¿Salir?—¿No lo sabes? Es el
rumorquehay.—¡Serádever!
—¿Yellaquedice?—¡Lamuyguarra!—Déjate, ¡que te la
dieran!—Sí,¡peroconuncura!Nada de todo esto podía
llegar a oídos de Franciscoque, flanqueado por Raba,entróenelpequeñolocaldeljuradodeempresa.
—Menos mal que hasvuelto —dijo Campo que
esperabaallí.—Nunca debió marchar
—añadióRabamuyserio.—¿Qué misterios te
traes? —inquirió aquél.Francisco explicó en dospalabras las órdenesrecibidas.
—Fue un error —dijoRaba.
—Eso cuéntaselo alvicario.
—Le conozco. Tuvimosuna reunión con él el añopasado.Peroestotuyo…
—¿Yvienesaquedar?—preguntóCampo.
—Sí.Raba dio unos pasos por
la habitación con las manosatrás.
—El asunto está muymal.
—Melofiguro.
—No.Estámáspobrequecuando te fuiste. Tudesaparicióndesató todas laslenguas. Fue peor que dartres cuartos al pregonero. Sialguien quedaba todavía conladuda,seacabó.Marcharte,ymarcharteasí,desaparecer,fuedarleslarazón.
—Peromivuelta…Rabanegóconlacabeza.—No—dijo—.Ahoraya
la cosa hizo fortuna. Sóloella…
—¿Canela?—Sí.Ellapodríaquitarte
elmuerto,siquisiera.—Lohará.—Noseas ingenuo.Todo
esto ha sido bien montado.Esa zorra habrá llevado subuenporqué.
—Nolallameszorra.—¿Cómo quieres que la
llame?—Es curioso —terció
Campo—queseastúquienladefienda.
—Nada hay curioso sipensamos que Cristo muriópor todos; también por lossacerdotesqueloentregaron.
—¿Yquévasahacer?—preguntóRaba.
—¿Yo?…Lodesiempre,exactamentelodesiempre.
—Sí, pero la situaciónahora…
—Releed el evangelio.Allídice:«BuscadelreinodeDios y su justicia». Lodemás,comosabéis,hayqueesperarlopor añadidura.QueDiosdisponga.
—Peronosotros…—dijoCampo.
—Vosotrosquietos.—¿Y vas a aguantar,
mejor dicho, vamos aaguantar que se sigapropagandotodaesabasura?
—Dejad aDios una bazaeneljuego.
—¡Peroyosalto!Francisco miró aquella
cara de buen hombre quellevaba Campo sobre loshombros.
—¿Y yo? ¿Qué piensasde mí? ¿Me crees capaz de
soportarlo por mi cuenta?¿Nocomprendesquesiestoyaquí,sicallo,sinolerompoel alma a alguno es sóloporquemeagarroaDioscontodasmisfuerzas?
Le chispeaban los ojos aFrancisco y Campo bajó lossuyos.
—Tienes razón—dijo—,peroyonosési…
—Tú igual que yo. Tú
eres militante por la mismacausaqueyo.
—Perotúeressacerdote.—Lo que no cambia
nada,convéncete.—Dejad eso —terció el
otro.—Bien,¿quémás?Los dos hombres se
miraronentresí.—El ambiente está muy
estropeado —dijo Raba—.
No podemos en concienciadejartesoloahora.
—¿Porqué?—No hace falta decirlo.
Hemos pensado echarte unamano.
—¿Unamanoenqué?—Estássolo.—Por cierto, ¿qué es de
Tonchu?—¿El chaval? ¡Menudo
punto!
—¿Quépasa?—No, nada. A ese le
comen la poca savia que lequeda entre unas cuantasprójimas.
—Ahora vive en casa delaAdela—dijoCampo—,asíqueimagina.
Francisco se quedópensativo. La deserción delchico no había bastado paraque le pudiera volver la
espaldaporentero.—Te decía… —volvió
Raba.—Sí,dime.—Haremosde formaque
haya contigo alguien de losnuestroscadanoche.
—¡Nihablar!—¿Por qué rechazas
esto? ¿Sabes lo que puedepasar?
—Novaapasarnadaque
Diosnotengaprevisto.—¡Noseasterco!—Gracias,amigos—dijo
Franciscocogiéndolesporlosbrazos. Os lo agradezco deverdad,perocomprendedquenopuedoaceptarlo.Sillegaraelcaso,enquenocreo,¿quéibais a hacer?, ¿defendermepor la violencia? No, laviolencia no entra en miprograma. ¿Pensasteis en el
efecto que haría saberme amíconguardaespaldas?
—Perodenoche…—Que no, os digo. Daos
cuentadequéespíritusomos.También Pedro quiso un díadefenderaJesúsconelhierroen la mano. ¿Lo habéisolvidado?
—Esarriesgado…—Correréelriesgo,noos
preocupéis.
A Francisco aquellainsistencia le compensó detoda la amargura de lamañana. Él no sabía de símismo apenas nada respectoacobardíayvalentía.Peroloque ahora afrontaba, por sutrastienda espiritual, se salíadeesascategoríasmeramentehumanas. «No importa tenermiedosiunologradeverdadno aparentarlo», se dijo
caminando solo yconcentradohaciasucasa.
45Fueronunosdíascomolosasa causa de la soledad. Ni lequedaron los niños, ya quelos pocos que restabandejaron de acudir al sótano.Hasta losmáspequeñoseranllamados a voces por susmadrescuandopasabaélporla calle, lo que no era sinootraformamásdeafrentarle,
yaquenadiepodíapensarenserio que él, Francisco,pudiera constituir un peligropara aquellas criaturas. Lasmiradasdelagentesefuerondistribuyendo según unaalternativa elemental. O lemiraban con burla, o lemirabanconira.Noledecíannada a la cara, pero tenía lasensación de que estabasiempreapuntodeestallaro
el chiste fácil o la agresiónverbal.Huía de la calle y serefugiaba en casa; pero lasoledad pesaba más entrecuatro paredes que dejabantraslucir mucho de la vidaqueanimabaalacolmena.Sise cruzaba con mujeres, enespecial mujeres jóvenes,empezabaanotarensusojosprovocaciónyreto,yalgunasmás concretas le pedían con
la mirada guerra abierta, loque muy lejos de halagarle,lellenabadeunairrefrenableconfusión. Por otra parte, loque nunca había pensado,antesdesuconversaciónconRaba y Campo, se cerníaahora sobre él como unaalevosa amenaza y,especialmente, por lasnoches, le venía como unaobsesión la idea de que la
puerta, aquella puerta que seobstinaba en no cerrar conllave, se iba a abrir de unmomentoaotroparadarpasoa algo o a alguien de quienpodía esperar todos losmales.TeníaaDios,esosí,yenmuchosmomentosestolellenaba de una exaltadafortaleza;peroestapresenciaera cambiante y, enocasiones, se descubría
ayunodeellayabandonadoasu propia y radicalinseguridad.Aunque parezcaparadoja era en la fábricadonde se encontraba menosmal, allí, rodeado deestruendo, de material, dehombres, aunque ningunotuviera una palabra para él,porqueseguíaenvigorlaleyno escrita que le condenabaal ostracismo, matizada
ahoraporelperfildeburlayde desprecio que transcendíadel asunto Canela, hábil ygroseramente manejado porelvulgo.
Y en la fábrica pudo, deuna forma totalmenteimprevista, cambiar unaspalabrasconTonchu.
El chico no perdíaocasióndemortificarle,perosiempre desde lejos. Fue
Rufino quien, sin la menorbuenaintención,porsuparte,dio lugar a aquel encuentrocasual. Venía Tonchu por elpasillo, doblado bajo unapiezaquepesabamásqueél.Llegaba a la altura deFrancisco, que manejaba laescoba una vez más, cuandoel capataz aprovechó paraincreparle.
—¿No ves al chico que
nopuede?¡Échaleunamano,coño!
Tonchusedetuvo,cogidopor sorpresa, y él se leemparejó. El peso del hierroles hacía juntar casi lascabezas al caminar uno alladodelotro.Franciscopodíaver de reojo el perfil delmuchacho contraído por unrictus que igual podía venirdel esfuerzo, que del hecho
de tener que estar tan cerca.No se presentaban muchasoportunidadesasí.
—Túnocreesnadade loque corre por ahí —le dijocasi al oído, pero con unahondaconvicción.
El chico blasfemóostentosamente, peroFranciscoinsistió.
—No me ofendes, perotampocomeengañas.
Tonchu se detuvo enseco. Tenía el rostroarrebolado.
—¡Pormimadrequedejocaeresto!
—Me conoces. En elfondosabesquesoyinocente.
Empezó a gritar, dandocon ello la mejor prueba desu inseguridad. Todoscuantos estaban cercavolvieronlacabeza.
—No es a mí a quienchillas;esatimismo.
YaestabaallíRufinoconlosojosencendidos.
—¿Qué le haces alchaval?—lechilló.
—Quetelodigaél.Se armó un poco de
revuelo y algunos hastaenarbolaron las herramientasqueteníanenlasmanos.
—¡Quietostodos!—gritó
Rufinofueradesí.Franciscotomóenpesola
pieza que había soltadoTonchu y siguió solo elcamino,sinllegaraentenderlo que a sus espaldasbarbotaba el capataz. Habíasido todo una puraimprovisación. Ni esperabatener a Tonchu tan cerca desu boca, ni habíapreconcebidoaquellasfrases.
Se admiraba élmismo de loqueacababadedeciry,sobretodo, de sorprender que locreía firmemente en suinterior.
El sábado se personó enla casa rectoral, como veníahaciendo durante un añolargo.Noselehabíaocurridopensarenello,peroahorasí,loteníaallídelante,entrelosojos: ¿Qué sabían en la
parroquia de todos aquellosinfundios? ¿Qué conceptohabían formado de él? Estohacía que se acercase alcomedor con una inevitableaprensión y en un estado dealerta que, dado su carácter,andabaaunpasode lanzarlealaofensiva.
Se acababan de sentarcuando él entró. Lo primeroque llamó su atención fue la
mirada de Ana, el ama dellaves. En sus ojos estabantodoslosreprochespuritanosde una soltera clerical anteun supuesto desliz de lacarne. No había piedad enaquella mirada. Lossacerdotes, en cambio,aparentaban, al menos, unaabsoluta normalidad, aunqueél ya no se fiaba de merasapariencias.
Tras los saludosrutinarios, la conversaciónlanguideció, en vez dechispear desde el principio,como solía ocurriranteriormente. Nadie hacíaalusión a las novedadesúltimas, ni siquiera al retiromomentáneo en el convento,del que sin duda estabanenterados. Hasta que JoséManuel, el coadjutor más
joven, con una mirada quedemostrabainequivocadamente que eltema ya había sido debatidosobre aquella mesa, hizo lapregunta.
—¿Hablaste con el señorobispo? ¿Es cierto que teordenóvolver?
Franciscovio en los ojosjuveniles una adhesión quesabíaincondicional.
—Sí —respondió—, escierto.
Hubo un silencio en quesólo se escuchó el ruido deloscubiertossobrelosplatos.
—¿Está informado detodo el prelado? —preguntóSergiomirandodelantedesí.
—Tratándose de ciertascosas —repuso Francisco—lo que sobran soninformadores.
El párroco miró a uno yotro.
—Elseñorobisposabeloque hace —dijosentenciando.
—Sin duda. Pero me hasorprendido—repusoSergio.
—¡Cómo no! —exclamóFrancisco.
—Ahora,particularmente, y pensandoen ti—siguió don Jacinto—
creo que es una locura quehayasvuelto.
—Nosepreocupe.—¿Quenomepreocupe?
Estásenmiparroquia.—Noquisedecir…Sergiointerrumpió.—Es muy desagradable
todoloocurrido.—¿A qué te refieres?—
preguntó Franciscobuscándolelamirada.
—Tú lo sabesmejor queyo.
—Lo que me extraña esque tú estés tan bienenterado.
—Al confesonario llegatodoenseguida.
Un movimiento de iraempezaba a alzarse en elánimo del padreQuintas. Losentíavenirycrecermientrashacía esfuerzos por
controlarse.—No creo que nadie del
barrio, o de la fábrica, seacerqueaconfesarsecontigo.
—Loquenovienesinoademostrar una vez más lainutilidad de tu originalforma de haber apostolado,que llevas ahí dos años y enla parroquia, que yo sepa,nadielohanotadotodavía.Yahora, cuando llegan los
primerosefectos,comodigo,yasabesdequésetrata…
Sobre el mantel podíanverse casi blancos losnudillos de los dedosapretadosdeFrancisco.
—Vamos,vamos—terciódonJacinto—,dejadeso.
Había en su miradaposada en él unadesacostumbradacomprensión, pero éste
replicó.—No,nadadedejarlo.Lo
vamos a aclarar de una vezportodas.
—¿Aclarar qué? —dijoSergio, mirando ahora defrente.
—Estás insinuando algodesdequemesenté.
—Yonoinsinúonada.Entu conciencia no me meto.Peroel climaexternoexiste;
ha trascendido. Y, en estascircunstancias, visto desdeaquí, entiendo que lo mejoreraturetirada.
—¿Sí?—En ese atasco tuyo
estamos comprometidostodos. Es embarazoso paratodos los que llevamossotanaaquí.
José Manuel alzó unamano.
—Yo no pienso así —dijo.
—Gracias —repusoFrancisco posando por uninstante sus ojos en el joven—. Y tú escucha una cosa.¿Piensas que yo tecomprometo a ti y no se teocurre pensar que tú mecomprometes a mí? Cuandoyosoyrechazado,cuandosoyincomprendido, cuando me
veo rodeado de recelos,cuando encuentro a la genteerizadadeprejuicios,¿quéteparece?, ¿pago pecadospropios, o sufro lasconsecuenciasde los ajenos?¿Los que ahora tratamos deacercarnosyganaralmundoobrero, purgamos pornuestros errores, o por loserrores de quienes nosprecedieron,más,dequienes
comparten nuestrageneración, pero no nuestroscriterios, de quienes siguenaferrados a una tradiciónexternaqueyahademostradocon creces su ineficacia, sutrasnochada inoperancia, suingenuotriunfalismo?
Sergio aguantóimpertérritoyrepuso:
—Yatienesenlabocalostópicosdel día.Cuandooigo
lapalabrejadefortunasientonáuseas: Triunfalismo. ¿Quéhay que hacer, entonces, serderrotistacomovosotros?
—Niunoniotro.—¿Qué,pues?—«Nosotros», como
dices tú, procuramos serrealistas.Sóloeso.
—¡A saber lo queentenderéisporrealismo!
—Tediréunacosa—dijo
Francisco echándose haciaatrás en su silla—. Sigue túsentado en tu confesonario.Sigue con tus grupitos, contuscirculitos,turoperito,tusdirecciones de «gente bien».Sigue, que, de todos modos,tú no lo verás. A principiosde este siglo el 35% de lapoblación mundial eracristiana. Para el año 2000,según las más halagüeñas
previsiones,apenasalcanzaráel20%.
—Esasestadísticas…—Espera, que son datos
de demógrafos católicoscomo Bouffard, gente nadasospechosa.Perocomodelosllamados cristianos, apenasla mitad son católicos, parael comienzo del próximomilenio sólo un 10% de lapoblación mundial será
católica. ¿Sabes lo que estosignifica?
—«El poder del infiernono prevalecerá» —dijoSergio citando con firmeconvicción.
—De acuerdo; pero sincaer en la ingenuidad depensarquetodoslosquevana misa son auténticoscatólicos, pero sí que todobuen católico va a misa los
domingos, y teniendo encuenta que el índice de estecumplimiento,enelmejordelos supuestos, se acerca al25%,cifraenlaquenocreo,peroqueconcedo,resultaquepara el año 2000, el númerodecatólicos,sóloaceptables,en principio, andará por el2,5% de la poblaciónmundial.
—¿Yqué?
—Nada,nada,yatedigo.Que sigas ahí sentado bientranquilo y que condenes acuantossesalgandelafila.
Sergio estaba encendidotambién. Era un tema queapasionabaaambos.
—Yo no sé si hago poco—dijo—, loquesi séesquelo que pasa contigo,ciertamente, no va afavorecer esos tantos por
ciento.Antes de que Francisco
pudiera abrir la boca, terciódonJacinto.
—Sólo la caridad puedesalvaralmundo.
Aquella frase dichaplácidamente por un hombrede carácter irascible hizo suefecto.
—Estoy de acuerdo —murmuró Francisco—,
aunque lo olvide tantasveces.
Sergionoinsistió.—Sois jóvenes —siguió
elpárroco—.Todavíapodéishacer mucho. Unos tienenque seguir con lo buenoantiguo. Otros tienen quebuscar caminosnuevos.Perosilaguerraestádentro,sinohayamor,¿quéesperáis?
Eraunlenguajealqueno
estaban acostumbrados enaquella boca. No es quetuviera nadie dudas respectoa que el anciano tenía unenorme corazón. Pero lohabía celado siempre bajoformas ariscas y frasescontundentes.
Anaquitó los platos.Susojos seguían siendo duroscuando miraba al padreQuintas. La carne virgen era
implacableconlossupuestospecadosdeotracarne.
46Lanoticiacorrióporelbarriocomolapólvora.
—¡Calieron losdetenidos!
Fueunchiquilloelquelogritó desde la puerta de «ElAfricano», lo que bastó paraqueseprodujeraeltumulto.
En los bloques la buenanueva se proclamaba de
ventana en ventana y habíacaras anchas, sonrientes,saludadoras.Atodoelmundoparecíairlealgoenlanoticia.
—¿Es cierto eso? —preguntó Justino aCampanilla en medio de lacalle.
—Lodijomi chico.A élselodijeronenlaescuela.
—Pero ¿dónde están?¿Quiénloshavisto?
—No sé. Las noticiascorrenmásquelaspiernas.
—Sí,claro.Pero la realidad no era
tan redonda como la noticia,ysurebajadejólacifraenunescaso cincuenta por ciento.NiHierro,niSalmones,nielEnergíasvolvieronalsol.Sí,en cambio, recobró lalibertadelNavajas,CelestinoCorcuera. Éste, con otros de
menor cuantía, ya estabacaminodelbarrio,alparecer.
—¡La que va a armarCelestino!—dijounbebedorenlabarrade«ElAfricano».
—¡Eselearrimaelascuaal cura! —repuso eltabernero—.¡Yaloverás!
—¡Faltaharáquealguiendéunalecciónaesecuervo!
—Eso, eso—remachó elAfricano,convencidoademás
de que el cliente siempretienerazón.
—Yaeshoradesalirporel honor de las hijas delpueblo, holladas durantesiglosporesaaltagentuza.
—Yquelodigas.Todo el barrio ardía en
comentarios, y aunque aFrancisco no vino nadie adarle la noticia, le llegó porel aire, gracias a las voces
chillonas de las mujeres.Teníael turnode tardeyfueal ir al trabajo cuando losgritos le dieron la clave delasnuevasmiradasquedesdelamañanasentíaclavadasensu rostro. Pero fue ÓscarRaba quien, en la fábrica,acabódeponérseloenclaro.
—Sígueme.Pasabadelargoydijoesa
palabra en un tono que no
admitíaespera.—¿Quépasa?—preguntó
Franciscounavezfueradelanave.
—No hables aquí y vendetrásdemí.
Le siguió por aquellosvericuetos fabriles hastallegar a unos almacenestotalmente desiertos aaquellahora.
—Cierra.
—Pero¿quépasa?Rabalemiródespacio.—¿Deverasnolosabes?—Siterefieresalasalida
delospresos…—Exactamente.—Bien. Lo he oído por
ahí.—¿Y te has dado cuenta
del ambiente que se haformado?
—No he hablado con
nadie.—Han soltado al
Navajas…—Mejorparaél.Los ojos de Raba no se
apartaban de los delsacerdote.
—Es un bestia. Tú losabesigualqueyo.
—Sigue.—Queaestashorasdebe
de haber llegado al barrio y
le estarán calentando loscascos.¿Nolocomprendes?
—Yo no tengo nada queverconelNavajas.
Franciscoseobstinabaenno querer tomar concienciade cierta insoslayablerealidad.
—Todo el mundo esperaque te pida cuentas —dijoRabaconintención.
—¿Cuentasdequé?
Seimpacientó:—¡Vamos! ¡Despierta,
hombre! Lo sabes tan biencomo yo. Te odia. Nunca tetragó.Y ahora, en cuanto lecalienten esa cabeza demosca que tiene, se sentiráobligadoavenirporti.
—El hijo de Canela essuyo—repusoFranciscoconcalma.
—¡Demuéstralo! No
conocesaesagente.Lanzadoel infundio ya puedes irlescon discursos; porque, dime,¿qué tienes tú más quepalabras? ¿Y qué crees quepuedes conseguir sólo conpalabras?
Raba no era un timorato,ni era fácilmenteimpresionable, y él lo sabía.Surazonadaalarmacomenzóahacermellaenelánimode
Francisco. Captó, de pronto,toda la hostilidad de queestabacargadoelambiente.
—¿Cómo lo ves tú? —preguntó.
—Muymal.—Ya.—Creoquedebesirte.Reaccionóconviveza.—¡Esonunca!—Al menos por unos
días.
—¿Otravez?—Es de elemental
prudencia…—¡No!Nomemoveréde
aquí.—Me lo suponía —dijo
Rabaconsatisfacción.—Gracias.—Pero, entonces, puesto
que te quedas, necesitasprotección.
—Ya hemos hablado de
esepunto.—Sí,peroahoralascosas
sehanpuestomuchopeor.Francisco sentía cierto
miedoque iba invadiendosuparteconsciente,peroesonoafectaba en nada a la firmeconvicción que tenía alrespecto.
—No quieroguardaespaldas. Eso escontrario a cuanto significo.
Si decido quedarme, y lodecido,debesercontodaslasconsecuencias.
Rabaselequedómirandopreocupado.
—No sé si es valentía oinconsciencialotuyo—dijo.
—Ninguna de las doscosas,créeme.
—Puede que tengasrazón;perohacefaltamuchafe para esperar sereno.
Celestino es mortal con lanavaja.
Franciscosacófuerzasdeflaqueza para decir lo quepensaba.
—Exageráis. Además esposiblequeélsepamuybiende dónde salió esteinfundio…
—No te hagas ilusiones.Cuando lo encerraron no sehabía oído una palabra de
estahistoria…—Sea lo que sea correré
elriesgo.Rabareflexionó.—Hoy, al menos, ¿no
puedes ir a dormir a laparroquia?
—Puedo,peronoloharé.—Celestino beberá esta
noche. Siempre lo hacencuando salen… ¡Malconsejeroelvino!
—Escucha —dijoFrancisco con decisión—.Todoelmundo tienepuestoslos ojos en mí. Y hoy másquenunca…Iréacasa,comosiempre,ydormiréallí.
—Cierra con llave, almenos.
—¿Para qué? De todosmodos, si llaman, voy aabrir…
Semiraronalosojos.
—Cuídate,Paco.—Dejémoslo a Dios,
Oscar.Volvió al trabajo,
lograndopasarinadvertidodeRufino, pero no de lasmiradas inquisitorias de losobreros, y su imaginacióncomenzó a funcionarintensamente.Yano sabía silos ojos que veía indicabanodio,desprecioolástima.De
ahí a sentirse mirado comovíctima propiciatoria nohabía más que un paso. Sedio cuenta de que estabaponiéndose nervioso yadvirtió que hacía rato quetenía un molesto nudo en lagarganta.
A aquella misma horahacíasuentradaenlatabernade el Africano la corte queconstelaba a Celestino
Corcuera,elNavajas,yadoso tres tipos más de menorcuantía.Fueronrecibidosporlos bebedores con grandesmuestras de algazara. Porunos instantes los «vivas» ylos «mueras» atronaron elchamizo. Luego todo elmundo quería convidar,empezando por el taberneroque obsequió a los liberadosconlaprimeraronda.
ACelestino ya le habíanvenido calentando las orejasdurante todo el trayecto.Lasnoticiasqueseestimanmalastienen más propensión a sercomunicadas que las buenas.Labios oficiosos, labiosmordaces,lujuriososlabiosylabios cómplices le habíanpintado el cuadro completo,con las consiguientes tintasdeadornosalazeimaginario.
Él había escuchado a todossin hacer comentarios yahora, acodado en la barra,seguíasinhacercomentarios,al tiempo que echaba alcoleto vaso tras vaso de unvino grueso y casi negro,preñado de alcohol,enajenanteypeleón.
—Ytieneeltupé—decíauno— de seguir aquí comoentierraconquistada.
—Porque sabe queCanela no tiene hermanos yel padre es un lisiado, si no,dequé…
—¡Los curas!… Te digoyo, hermano… Yo conocíunoque…
—¡Quesecasen,jobar!…¡Yquedejen tranquilasa lashijasdelpueblo!
—YCanela, bueno tú yalosabes…
Celestino golpeó lamaderaconelpuño.
—¡Callarse!—gritó.Todo elmundo lo hizo y
unavozcualquieraordenó:—¡Otra ronda, Africano,
queyopago!Pocomástardesonabala
sirenadel relevode turnosyFrancisco se cambiaba paraabandonar la fábrica. Unacierta angustia había
acampadoen su interiory lasentía físicamente localizadaen su pecho. Era nochecerrada y tenía queabandonarelsegurodel tajo,donde, rodeado de hombres,aunque los sintiera distantesdemilmodos, se encontrabamásagusto.
Procuró retrasarse cuantopudo,paradejarsalirdelanteal grueso de la gen le.Nada
más franquear la puerta sellevó un sobresalto. Pero setratabadeRabaydeCampo,queleestabanesperandoyleflanquearonencuantopisólacalle.
—¿Quépasa?—Sigueycalla.Dadosunoscuantospasos
ycuandoyanoteníananadiecercadeellos,Rabatomódenuevolapalabra.
—Yallegó.—¿Cómolosabes?—Aquínohaysecretos.—Hace un rato todavía
estaba en «El Africano» —dijoCampo.
—Bebiendo,comoeradeesperar—añadióelotro.
Francisco caminaba conlavistafijaantesí.
—¿Y qué queréisvosotros?
—Vamoshastatucasa.—Noquieroquesubáis.—Nosubiremos.—Pero no salgas —dijo
Campo.—Noloharé.Anduvieronensilencio.—Nomegustanadatodo
esto —comentó Raba comoparasí.
Entre luz y luz quedabangrandes espacios negros en
queapenasseveía.—No sé qué piensa el
Ayuntamiento —murmuróCampo.
—Cruza laAvenida y loverás.
—Esunavergüenza.Francisco tenía miedo;
pero estaba firmementedecidido a no darlo aentender. Creía que era lomenos que debía a su fe en
Dios.—Esto —dijo— sólo se
soporta llevando nuestrapropialuzencendidadentro.
Eran palabras de clarosimbolismo que nadiecomentó, mientras seguíanandandoacompasados.
47Francisco no había sentidonunca la soledad como estanoche. Echaba de menos aTonchu de una manera casidolorosa. Hasta los ruidoshabituales de aquellapalpitante colmena parecíanhaberseapagado.Eracomositoda la casa, con suscentenares de habitantes,
participara de aquelenervante clima deexpectación que habíaestallado con la noticia dequevolvíanlosdetenidos.Notenía sueño… Paseó largoratoporsusdoshabitaciones.Cadavezquedabafrentealapuertadelaescalera,susojosse fijaban en el pomo, y esque estaba obsesionado conla idea de que lo vería girar
en cualquier momento, girarsilenciosamente, girar hastael fin; reminiscencia, sinduda, de alguna película deterrorvistasabeDioscuándo.Raba y Campo le habíandejado en el portal, ante sunegativa a permitirles quesubieran.Yahabíasidoarduoel momento de entrar en lacasa. Alguien podía estaresperándole, amparado en la
oscuridad. Avanzó a tientashasta dar con la luz que,absurdamente, no estaba allado de la puerta. Fueronunos segundos en que se leestremecieron los flancos,como si algo o alguienhubiera de atentar contra élpor cualquiera de amboslados.¿Porquéteníatambiénque soportar aquello? ¿Noera un vano quijote, después
de todo?… Al fin decidióecharse, esperando que elsueño le hiciera leve aquellanoche. No tenía ningúnhambre y no hizo más quebeberunostragosdecaféconleche que quedaba en eltermo. Estuvo a punto deacostarse vestido; pero nohabía una razónquequisieraadmitir para una cosa así.Yes que de hacerlo, lo mejor
sería ya tomar las deVilladiegoyponer tierrapormedio. Estaba en la cama ylos nervios no le dejabanconciliar el sueño. Dabavueltas y más vueltas y sesorprendía a sí mismo,espiando cada ruido,aguzando el oído en laoscuridad.Avecesseponíaarezar.HablabaconDiosy lohacía con una vehemencia
qué, de traducirse en voz,hubiera supuesto verdaderosgritos.Noobstanteacabóporquedarsedormido.
Cuando se despertó, enmedio de la más totaloscuridad, hubo un primermomento en que creía estarsoñando, pero fueron sólosegundos.Inmediatamentesesintió lúcido por completo.Sentado en la cama escuchó
eldistintoeinequívocoruidode muchos pies por laescalera arriba. Supo enseguida que no iban a pasarde largo y, a pesar de quesubían aprisa, la leve esperase le hacía eterna al tiempoque un sudor frío empapabasucuerpo…
Antesdequegolpeasenlapuerta se había tirado de lacama y tenía los pantalones
puestos sin haber encendidoaún la luz. La llamadaretumbó en la casa. Teníaalgo de perentorio y deviolento. Instintivamentehizo la señal de la cruz eiluminóel cuarto.Nodebíande comprender que la puertaestabasincerrarconllave.Aldirigirse hacia ella sus ojosrozaron la imagen de Cristoque pendía desnuda sobre la
pareddecal.Fueunamiradaintensa. Sus piernastemblaban ligeramente, perosus labios dijeron:Fiatvoluntastua.
Abrió.Alprontonocomprendió
bien.Entrelasvariascabezasninguna pertenecía aCelestino.
—¡Corre, que sedesangra!
Era una mujer la quegritaba, una de tantas delbarrio, cuyo nombre norecordaba.
—¡Semuere!—¡Pideconfesión!—¡Deseprisa,Dios!Eran todo mujeres.
Estabancomolocas.—Pero ¿quién se
desangra?, ¿quién se muere?—preguntó con una angustia
difusasueltaporlasvísceras.—¡LaCanela,hombre!—¿Quédicen?Todo le daba vueltas y
creía volverse loco. No erapara aquello para lo que sehabíapreparado.
—¡La desgració elNavajas,Dioslohunda!
Francisco luchabaconsigo mismo.Ya no teníamiedo; pero ¿debía ir él,
precisamente él? ¿Y si erauna encerrona?«¡Tonterías!»,pensó.
—¡Dicenquevienehaciaacá!—gritóunaqueestabaalfondo.
—¿Quévienequién?—¡Celestino!Esto, el que el peligro se
concretase, como tantasveces, no hizo más quefortalecer su ánimo, hasta
poco antes titubeante. Sinembargo,dijo:
—Hayotroscuras…—¡Quierequevayastú!No lo dudó un momento
más. Se echó sobre loshombros la zamarra y salió,acompañadoporlasmujeres,entre apretujones, sofocos yprisas.
—¿Dóndeestá?—En ca la Paca. La
metieronallí.Era un clamor por la
escaleraabajo.—¡Sedesangra!—¿Quépasó?—¡El Navajas, Dios lo
hunda!—¡Un médico! ¡Que
vayanabuscarunmédico!—¿La viste? ¡Blanquita
comoelpapelquedó!—¡Desgraciao!
Francisco rezaba sinhacer caso de las voces quese proferían en torno suyo.«¡Qué estúpida tragedia,Dios!». Era como si todo suproblema hubiera sidobarrido por aquellacalamidad.Yanopensabaensí,sinoenelalmadeCanela.Corría entre las mujeres.«¡Que me reconozca,Señor!». Habían dicho que
ella le llamaba. Después detodo iba a ser cierto que eraun alma a su cargo. Jamáshabía creídoen suodio,y eldespechopodíadisolverseenunsegundoalcontactoconlasangre. «¡Dios mío, dalevida!»…
Alapuertade laPacasearremolinabalagente.Eraunviejo edificio de una solaplanta, casi al borde de la
explanada, antiguo casón delabrantío,anterioralaluddelbarrio. Justo a su alturaestabaelúltimopuntodeluzmunicipal.
La llegada de Franciscoprovocóunaoleadadesúbitaexpectación. Hubocomentarios para todos losgustos; pero él, obsesionadocon el afán de llegar atiempo, no tuvo atención
alguna para ellos. Ahora sesabía protagonista y ni laideadeunposible encuentrocon el mismo Celestinoamenguabasuímpetu.
—¡Vamos, dejad pasar!—dijocon imperioy todoelmundoseechóaunlado.
Hubo palabrasmaliciosas, miradas ycodazos, pero él entró,sintiéndose dueño de la
situación.Entreuntorbellinodegente,delienzosrojosporlasangre,deayesysuspiros,se encontró con los ojosdilatados de Canela fijos enél. La piel había perdido sudorado característico yaparecía blanca como unsudario. El rubio cabello sederramaba como una pálidacoronaentornoasucabeza.
—¡Salid todos! —dijo
Franciscoconimperio.Hay tonos de voz que no
admiten réplica. En unmomento quedó desalojadoelcuartoyélcerrólapuerta.Luego fue a arrodillarse alladodelachica,quenohabíadejado de mirarle. Enaquellos ojos, otra vezinfantiles, había muchomiedo.
—¡Pili! —exclamó,
cogiéndoleunamano.Sintió la fuerza
desmayada con que queríaasirseaél.
—Tranquilízate, niña, nohagasesfuerzos…
Vioquedeseabahablar.—Dime, Pili, dime
bajito…Acercó el oído a sus
labios.—¡Perdón! —susurró
ella.Francisco acarició su
frente.—Notepreocupespormí
—ce apresuró a decir—.Yosiempre te quise y te quierocomo siempre. Si estásarrepentida pide perdón aDios…
—Perdónati…Por los grandes y
hermososojosandabaelagua
suelta y dos lágrimas ibanresbalando por las lisasmejillas.
—¡Perosiyo teperdono,niña!¡Siyotequieromucho!
—¡Tengomiedo!Hablaba con un hilo de
voz.—No tienes nada que
temer. Dios y yo estamoscontigo…
—Tehicedaño…
Quiso protestar con todasualma.
—¡Quéva,mujer!Olvidaeso.Dios te loperdona todo.PídeleperdónaDios…
Los ojos infantilesseguíanclavadosenéldeparenpar.
—Meobligaron—dijo—… y yo creía que… teodiaba.
Aquello no podía
prolongarse.—Escucha, Pili,
arrepiéntete de todos tuspecados…No,nopiensesenellasahora.Sólopideperdóna Dios conmigo, pídeleperdón…¿meoyes?
—Díselo…atodos…Cada vez era más difícil
entenderloquedecía.—¿Quelesdigaqué?Senotabaelesfuerzoque
hacíaparahablar.—Que tú no… que tú…
quenofuiste…—¡Calla!Francisco advirtió de
prontoquetambiénélllorabasin haberse dado cuenta decuándo había comenzado ahacerlo.
—No quiero morir —parecía recuperar algunasfuerzas—… quiero
decirles…que…queno…—✓¡Calla,niña,calla!—Llama…—¿Aquién?Respirabaconfatiga.—Que sepan… que yo
no…La tomó por las manos.
Laveíaentrelágrimas.—Canela —le salió el
viejonombre—,tevoyadarlaabsolución.
—Yo…enelbolsillo…—No hables. No digas
nada. Dios te perdona…ahora mismo. Te perdonaDios…detodo…
El terror de los ojosinfantileslesobrecogía.Miróhaciaarribayfuediciendo:
—Ego te absolvo epeccatis tuis… in nominePatris, et Filii, et SpiritusSancti…
Al terminar de hacer laseñal de la cruz con ladiestra, bajó la mirada yencontró, de nuevo, los ojosde la chica fijos en él, pero,instintivamentesediocuentadequealgoimpalpablehabíacambiado.
—¡Pili! —exclamó—.¡Niña!¡Canela!
La sacudió por loshombros,^ero sabía que era
inútil.—¡Pili!—repitiótodavía.Sobreelmurmullodelas
voces de fuera sintió a lolejos el ulular de una sirena.Con los ojos arrasados delágrimas besó la frente deaquella pobre chica.«Descansaenpaz,hijamía…Ahora, en Dios,comprenderás que no teguardabarencor».Indiferente
al tiempo, hizo bajarsuavemente los párpadossobre aquellos ojos quehabían perdido el brillo. Elbolso estaba en el suelo,junto a la cama. Lo tomóentoncesyloabrió.Habíaunpapel doblado dentro. Conletra de colegiala sinprovecho estaba escrito allí:«No es cierto que fue Paco.El padre es Celestino. Pili
Bardales». La sirena parecíaestar sonando ya encima. Sepuso en pie y se secó laslágrimas. Miró al cuerpoyacente.«Nuncacreíquemeodiases de verdad, nunca».Fue hacia la puerta con elbilleteenlamanoypresintióel mundo que había al otrolado.¿Quéibaahacer?…Nofue el fruto de una elecciónpremeditada. Fue algo
elemental, instintivo. Susdedos arrugaron primero elpapel y luego lo rompieronenmenudospedazos…
—No será así como yotriunfe—dijoamediavoz,ylamiró—.Gracias, pequeña,detodosmodos.
Y arrojó los pequeñostrozos en un rincón. Notrataba de ser un héroe. Almenos nadamás lejos de su
pensamiento en aquelinstante.Tampocomás tardese arrepentiría de lo hecho.Miró por última vez elcuerpodelachicacuandoyasonabangolpesenlapuerta.
—Descansa en paz —dijo,yabrió.
Habían llegado a untiempo la ambulancia y lapolicía. Francisco vio pasarindiferente a aquellos
hombres.La paz de la estancia se
acabó. Ibaa salir, cuandounindividuo de gabardina leincrepó.
—¿Y usted quién es?¿Quéhacíaaquí?
Locontemplóconcalma.Sesentíaalotroladodetodaexcitación.
—SoyelpadreQuintas.Los ojos del otro se
abrieronconpasmo.—¿Uncura?—Sí —dijo serenamente
—.Acabodeayudarlaabienmorir.
48Hubo inevitables molestiaspor parte de la policía.Franciscopasócomoausentepor los careos y lasdeclaraciones. Se mostrabacorrecto, pero se le notabadesinteresado de todoaquello.
En el barrio los hechosprodujeron en principio una
suerte de estupor y laslenguas se retrajeron. Elhecho de que CanelarequiriesealpadreQuintasasucabeceradesorientóamásde uno; pero la primeraimpresióndeun sucedidonosuele ser duradera y, unafrase aquí, un comentarioallí,prontoempezóasertodocomoantes.
De igual forma, la
primera reacción en contradel Navajas fue cediendopaso, sobre todo en loshombres, a una tímidajustificación que, poco apoco, daría lugar a laleyenda. Para muchos era elmachoquevengasuhonor,loque por estos paralelos tancatólicos, contó siempre conuna indulgenciacomplaciente.
A Celestino no tardaronmuchoenecharleelguante,yen sus declaraciones no seanduvo remiso ni paró endelicadezas, con regocijo demás de un funcionario queencontraba todo aquellosumamentedivertido.
Francisco quedódesmantelado y triste; conuna tristeza que parecíahabérsele metido en los
huesos y un desabrimientoque, por contraste, le hacíaolvidar aquel vacío que, entorno suyo, nadie sepreocupabade romper. Ibayvenía de la fábrica.Trabajaba, pero, rodeado deobreros,mudosparaél,eralomismo que trabajar en eldesierto.Endosañosypico,y más concretamente en losúltimos meses, había
envejecido,sicabedecirestode quien no ha cumplidotodavía los cuarenta.Acudíalos sábados a la parroquia,pero declinaba el discutir.Comía en silencio yrespondía con desnudosmonosílabos. Su rostro, conlacrecientedelgadez,parecíaeldeunasceta;pero,entodocaso, era un asceta que noalcanzaba a Dios, porque, a
pesar de su fidelidad en loscumplimientos y de insistiren la oración, su corazónestaba seco y encontraba enel cielo una pared de broncequenolograbapenetrar.
Alguien debió de llevarhasta la curia los últimosrumores sobre la situación,pues Francisco recibió, pormedio del párroco, unaurgentecitadelprelado.
Lo.queenotraocasiónlehubiera puesto en guardia yaprestado sus defensas, ledejóahoraindiferente.Nosequería confesar que, alextremo a que las cosashabíanllegado,uncambiodedestino le hubiera parecidounaauténticaliberación.
Descolgó su sotana, lacepillóysevistióenlaformatradicional. Tomó el camino
delacuria,sinpenanigloria,yrecordóeljovenfogosoquetiempo atrás diera losmismos pasos pergeñandoargumentos, escogiendorespuestas, imaginandodificultadesquesuperar.Ylosintió extraño y lejano,soñador e ingenuo… «Noquedanadadeél»,sedijo.
Entró en el edificio sinninguna emoción. No tuvo
que guardar antesala. Seabrió lagranpuertade robleylafiguradelobispoavanzóasuencuentro.
Monseñor Ponte Carreronohabíacambiadonadaysusojos seguían teniendo elmismo brillo penetrante.Ahoraeratodosolicitud.
—Pasa,hijo,pasa.Francisco,quealtomarla
manohabíainsinuadoapenas
una reverencia, entró en^eldespacho siguiendo alprelado.
—Sentémonos.Lohicieronambos,auno
y otro lado de la ampliamesa.
—Tienes muy mala cara—dijoelobispoavizorándoleconlosojos.
—No sé—replicó él sinningunaconvicción.
—¿Te pasa algo en elcuerpo?¿Estásenfermo?
—No.—Claroqueno.Loquete
pasaatiesenelalma.—Esometemo.El obispo le alargó una
caja.—¿Quieresfumar?—No,gracias.—Cuéntame, entonces.
¿Cómovantuscosas?
—Nome diga que no losabe…
—Hombre, depende. Enpartesíyenparteno.
—Sabrá que hubo uncrimen.
—Sí,esosí.—¿Y se dio cuenta de
quiéneralavíctima?—También.La mirada del obispo
reflejaba una tristeza honda,
peroFrancisconolemirabaalosojos.
—Me pregunto a veces—dijocomoparasímismo—sinofuiyoquienlamató.
Lasmanosdelpreladosealzaronenelaire.
—¡Tonterías! —protestó—. Estoy bien enterado. Noquieras asumir todas lasresponsabilidades. Bastantellevas encima ya… ¿Te han
molestadoconeso?—¿Quién?—Lapolicía.—Bah, no más de lo
indispensable.—Cuéntametuversión.—¿Esnecesario?—Monseñor dijo
quedamente:—Mírame…Franciscoalzólosojos.—Sí—repuso.
—¿Cómofue?Empezó la relación sin
entusiasmo, pero consinceridad. Lo contó todo,desde la primera noticia quetuvo respecto a la puesta enlibertad de los detenidos delbarrio, sin omitir lasgestiones de Raba y Campo,los militantes de la HOAC.Relató las dudas que leasaltaron al ser requerido
para asistir a Pili. Sólotitubeóal llegara los ruegosde la chica para queproclamase su propiainocencia,peroacabópordartodoslosdetalles.
—De modo que tuvisteentretusmanoselpapel.
—Sí, durante unossegundos. Sin duda loescribió temiendo lo peor deCelestino…
—Ydecíaeso.—Exactamente. Se me
quedó grabado en lamemoria.
—Ylorompiste.—Sí.Hubounapausa.—¿Porqué?Se detuvo sorprendido
por aquella pregunta tandirecta.
—¿Cómoporqué?
—Sí.Porquélohiciste.Reflexionóunmomento.—Fue una cosa
espontánea. Un impulso…Supongo que no quería untriunfotanfácil…Séquemeemocionó su generosidad deultimahoray…—titubeódenuevo— no me pareció lealproclamar su torpeza ciertapor hacerme absolver de lamíasupuesta.
—Pero…Interrumpió.—Seré tonto, lo
reconozco; pero ella estabamuerta, ¿comprende?,indefensa… Dios tiene quetener otros medios parasacarmedeapuros.
Miraba ahoraansiosamente a los ojos delobispo.
—¿Hicemal?—preguntó
alfin.Monseñorvolviólacaraa
la ventana y pareciómeditarunosmomentos.
—¿Cómo lo puedo saberyo?
—No me he arrepentidode eso. A veces pienso quesoyridículo;perootrasvecesme parece que es lo máshermosoquehehechodesdequeestoyallí.
—Tododependedelamorque hayas puesto en larenuncia. Lo que en unopuede ser orgullo, en otropuede ser caridad. ¿Locomprendes?
—Orgullo no fue. No locreo. Desde aquel mismomomento me sentí y mesientoderrotado.
—¿Derrotadoporqué?Francisco esbozó un
gestovagodeimpotencia.—Usteddirá…—Explícate.Hizounapausa.—Hace mucho tiempo,
casi me parece un siglo,estuve aquí. Llevaba un añoen el barrio, un año en lafábrica, y ustedme apretabay yome defendía, ¿recuerdacómo me defendía?… Ledecíaque,almenos,yahabía
hecho dos conquistas:TonchuyPili…
—Sí,meacuerdobien.—Ahora ha pasado un
siglo, como digo, y ¿quépuedopresentar?,¿cuálessonmis conquistas? Pili hamuerto. Tonchu se haalejado.Ynadie, fíjese bien,nadiehavenidoasustituirles.Entoncessemequería;ahoraseme odia. ¿No es esto una
derrota? Respondasinceramente.
Elobispojuntólasmanoscomo para orar. Su rostro,grave ahora, tenía lahermosura de una granserenidad que sólo losmuchos años consiguenalcanzar.
—Tú eres sacerdote —dijo suavemente—, por lotanto te toca ser en la tierra
otroCristo.Se detuvo aquí y
Francisco, subyugado,repuso:
—Sí,señor.—Antesdequetúsoñaras
hacerte obrero con losobreros, Él se hizo hombrecon los hombres. ¿Y quéhicieronloshombresconÉl?… Le crucificaron. ¿Quéesperabastú?
Hubo un compás desolemne silencio en que losojos de uno no dejaron deestarenlosdelotro.
—Porotraparte—siguióel prelado—,dimeuna cosa.Cuando Cristo culminó suredención, es decir, cuandosubióalacruz,¿concuántoscristianoscontaba?
Se hizo una nueva pausasinrespuesta.
—Que te hacen el vacío,que te calumnian, que estánllenos de prejuicios contrati… ¿De qué te extrañas?¿Qué esperabas, repito?¿Tengo yo que darte ahoralas hermosas razones que túmedabasalprincipio?
Francisco estaba mudo,pero el efecto que aquellaspalabras reposadas delanciano iban causando en su
zarandeado corazón no eradistinto del queexperimentaría si las oyeradelmismoJesucristo.
—Está escrito que si elgrano de trigo que cae en latierranomuere, noda fruto;pero si, por el contrario,muere, entonces produce elmúltiplo. Y te pregunto yo:¿Tecompeteatiserotracosamejor que la semilla de
Dios?El obispo se había
transfigurado poco a pocodiciendo sosegadamenteaquellas sabias razones.Ahora parecía resplandecerde convicción al dirigir lamirada al crucifijo que teníasobreunaesquinadelamesa.
—Te dejo en libertad deaceptar o no lo que voy aproponerte.
—Lo acepto —dijoFranciscoconvehemencia.
—Espera a saber de quésetrata.
Monseñor Ponte Carrerovolviólosojosasusacerdotey éste, inopinadamente, sepusoderodillas.
—Loaceptodesdeahora.Nomeimportaloquesea.
El prelado alzó la manoderecha en actitud de
bendecir,mientrashablaba.—Vas a volver allí,
porqueallíeresCristo.Vasavivirconellos,entreellos.Yvas a hacerlo en tal forma,que tu vida resulteefectivamenteinexplicablesiDiosnoexiste.
Quedó en silenciomientras trazaba en el aireuna cruz sobre la cabezahumilladadeFrancisco.
MARTÍNVIGILUria,26-Oviedo.
JOSÉLUISMARTÍNVIGIL.Estudió Ingeniería Naval enla Escuela Especial deIngenieros Navales,abandonando los estudios alllegar la Guerra Civil, en laque participó en el bandosublevado. Terminada ésta,terminótambiénsusestudiosde ingeniería, prosiguiendoconlosdeFilosofíayLetras,Humanidades y Teología en
la Universidad de Comillas,ingresando en la Compañíade Jesús, y ordenándosesacerdote en 1953. Fuecapellán en varios colegiosmayores universitarios, ydirector de organizacionescatólicas en la UniversidaddeComillas.Comenzóconlaescritura lograndogranéxitocomo escritor. Participó enprogramas radiofónicos y en
Televisión española, envarios programas religiosos,yconunaseriepropia.
Es autor de libros decarácter religioso yespecialmentejuvenil.