Los desterrados y otros cuentos · 2016-03-27 · «contario»: un conjunto de cuentos que se...

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Los desterrados, libro publicado en1926, es considerado el máslogrado y orgánico de HoracioQuiroga, verdadera cima de sutrayectoria narrativa. Recoge ochorelatos, de ambientación agreste,cuyo tema central es la lucha entrela naturaleza y el hombre, laantítesis de civilización y barbarie.La crítica lo ha ponderado como un«contario»: un conjunto de cuentosque se relacionan y secomplementan entre sí.Exceptuando el primero —únicapieza fantástica del volumen—, los

relatos comparten tiempo,escenarios y personajes; es decir,elementos de una historiareaparecen en otras con mayor omenor jerarquía, lo que otorga unafuerte coherencia a este mundoautobiográfico-ficcional.

Horacio Quiroga

Los desterradosy otros cuentos

ePUB v1.0jugaor 04.08.12

Título original: Los desterradosHoracio Quiroga, 1926.Diseño de portada: Shammael

Editor original: jugaorePub base v2.0

El regreso deAnaconda

Cuando Anaconda, en complicidad conlos elementos nativos del trópico,meditó y planeó la reconquista del río,acababa de cumplir treinta años.

Era entonces una joven serpiente dediez metros, en la plenitud de su vigor.No había en su vasto campo de caza,tigre o ciervo capaz de sobrellevar conaliento un abrazo suyo. Bajo lacontracción de sus músculos toda vidase escurría, adelgazada hasta la muerte.Ante el balanceo de las pajas que

delataban el paso de la gran boa conhambre, el juncal, todo alrededor, seempenachaba de altas orejas aterradas.Y cuando al caer el crepúsculo en lashoras mansas, Anaconda bañaba en elrío de fuego sus diez metros de oscuroterciopelo, el silencio la circundabacomo un halo.

Pero siempre la presencia deAnaconda desalojaba ante sí la vida,como un gas mortífero. Su expresión ymovimientos de paz, insensibles para elhombre, la denunciaban desde lejos alos animales. De este modo:

—Buen día —decía Anaconda a losyacarés, a su paso por los fangales.

—Buen día —respondíanmansamente las bestias al sol,rompiendo dificultosamente con suspárpados globosos el barro que lossoldaba.

—¡Hoy hará mucho calor! —lasaludaban los monos trepados, alreconocer en la flexión de los arbustos ala gran serpiente en desliz.

—Sí, mucho calor… —respondíaAnaconda, arrastrando consigo lacháchara y las cabezas torcidas de losmonos, tranquilos sólo a medias.

Porque mono y serpiente, pájaro yculebra, ratón y víbora, sonconjunciones fatales que apenas el pavor

de los grandes huracanes y laextenuación de las interminables sequíaslogran retardar. Sólo la adaptacióncomún a un mismo medio, vivido ypropagado desde el remoto inmemorialde la especie, puede sobreponerse enlos grandes cataclismos a esta fatalidaddel hambre. Así, ante una gran sequía,las angustias del flamenco, de lastortugas, de las ratas y de las anacondas,formarán un solo desolado lamento poruna gota de agua.

Cuando encontramos a nuestraAnaconda, la selva se hallaba próxima aprecipitar en su miseria esta sombríafraternidad.

Desde dos meses atrás, no tronaba lalluvia sobre las polvorientas hojas. Elrocío mismo, vida y consuelo de la floraabrasada, había desaparecido. Noche anoche, de un crepúsculo a otro, el paíscontinuaba desecándose como si todo élfuera un horno. De lo que había sidocauce de umbríos arroyos sólo quedabanpiedras lisas y quemantes; y los esterosdensísimos de agua negra y camalotes,se hallaban convertidos en páramos dearcilla surcada de rastros durísimos queentrecubría una red de filamentosdeshilachados como estopa, y que eracuanto quedaba de la gran flora acuática.A toda la vera del bosque, los cactus,

enhiestos como candelabros, aparecíanahora doblados a tierra, con sus brazoscaídos hacia la extrema sequedad delsuelo, tan duro que resonaba al menorchoque.

Los días, unos tras otros, sedeslizaban ahumados por la bruma delas lejanas quemazones, bajo el fuego deun cielo blanco hasta enceguecer, y através del cual se movía un sol amarilloy sin rayos, que al llegar la tardecomenzaba a caer envuelto en vaporescomo una enorme masa asfixiada.

Por las particularidades de su vidavagabunda, Anaconda, de haberloquerido, no hubiera sentido mayormente

los efectos de la sequía. Más allá de lalaguna y sus bañados enjutos, hacia elsol naciente, estaba el gran río natal, elParanahyba refrescante, que podíaalcanzar en media jornada.

Pero ya no iba la boa a su río. Antes,hasta donde alcanzaba la memoria desus antepasados, el río había sido suyo.Aguas, cachoeiras, lobos, tormentas ysoledad, todo le pertenecía.

Ahora, no. Un hombre, primero, consu miserable ansia de ver, tocar y cortarhabía emergido tras el cabo de arenacon su larga piragua. Luego otroshombres, con otros más, cada vez másfrecuentes. Y todos ellos sucios de olor,

sucios de machetes y quemazonesincesantes. Y siempre remontando el río,desde el sur…

A muchas jornadas de allí, elParanahyba cobraba otro nombre, ella losabía bien. Pero más allá todavía, haciaese abismo incomprensible del aguabajando siempre, ¿no habría un término,una inmensa restinga de través quecontuviera las aguas eternamente endescenso?

De allí, sin duda, llegaban loshombres, y las alzaprimas, y las mulassueltas que infectan la selva. ¡Si ellapudiera cerrar el Paranahyba,devolverle su salvaje silencio, para

reencontrar el deleite de antaño, cuandocruzaba el río silbando en las nochesoscuras, con la cabeza a tres metros delagua humeante!…

Sí; crear una barrera que cegara elrío y bruscamente pensó en loscamalotes.

La vida de Anaconda era breve aún;pero ella sabía de dos o tres crecidasque habían precipitado en el Paranámillones de troncos desarraigados, yplantas acuáticas y espumosas y fango.¿Adónde había ido a pudrirse todo eso?¿Qué cementerio vegetal sería capaz decontener el desagüe de todos loscamalotes que un desborde sin

precedentes vaciara en la sima de eseabismo desconocido?

Ella recordaba bien: crecida de1883; inundación de 1894… Y con losonce años transcurridos sin grandeslluvias, el régimen tropical debía sentircomo ella en las fauces, sed de diluvio.

Su sensibilidad ofídica a laatmósfera le rizaba las escamas deesperanza. Sentía el diluvio inminente. Ycomo otro Pedro el Ermitaño, Anacondase lanzó a predicar la cruzada a lo largode los riachos y fuentes fluviales.

La sequía de su hábitat no era, comobien se comprende, general a la vastacuenca. De modo que tras largas

jornadas, sus narices se expandieronante la densa humedad de los esteros,plenos de victorias regias, y al vaho deformol de las pequeñas hormigas queamasaban sus túneles sobre ellas.

Muy poco costó a Anacondaconvencer a los animales. El hombre hasido, es y será el más cruel enemigo dela selva.

—… Cegando, pues, el río —concluyó Anaconda después de exponerlargamente su plan—, los hombres nopodrán más llegar hasta aquí.

—¿Pero las lluvias necesarias? —objetaron las ratas de agua, que nopodían ocultar sus dudas—. ¡No

sabemos si van a venir!—¡Vendrán!, y antes de lo que

imaginan. ¡Yo lo sé!—Ella lo sabe —confirmaron las

víboras—. Ella ha vivido entre loshombres. Ella los conoce.

—Sí, los conozco y sé que un solocamalote, uno solo, arrastra, a la derivade una gran creciente, la tumba de unhombre.

—¡Ya lo creo! —sonrieronsuavemente las víboras—. Tal vez dedos…

—O de cinco… —bostezó un viejotigre desde el fondo de sus ijares—.Pero dime —se desperezó directamente

hacia Anaconda—: ¿estás segura de quelos camalotes alcanzarán a cegar el río?Lo pregunto por preguntar.

—Claro que no alcanzarán los deaquí, ni todos los que puedandesprenderse en doscientas leguas a laredonda… Pero te confieso que acabasde hacer la única pregunta capaz deinquietarme. ¡No, hermanos! Todos loscamalotes de la cuenca del Paranahyba ydel Río Grande con todos sus afluentes,no alcanzarían a formar una barra dediez leguas de largo a través del río. Sino contara más que con ellos, hacetiempo que me hubiera tendido a lospies del primer caipira con machete…

Pero tengo grandes esperanzas de quelas lluvias sean generales e inundentambién la cuenca del Paraguay. Ustedesno lo conocen… Es un gran río. Sillueve allá, como indefectiblementelloverá aquí, nuestra victoria es segura.Hermanos: ¡hay allá esteros decamalotes que no alcanzaríamos arecorrer nunca, sumando nuestras vidas!

—Muy bien… —asintieron losyacarés con pesada modorra—. Es aquélun hermoso país… ¿Pero cómosabremos si ha llovido también allá?Nosotros tenemos las patitas débiles…

—No, pobrecitos —sonrióAnaconda, cambiando una irónica

mirada con los carpinchos, sentados adiez prudenciales metros—. No losharemos ir tan lejos… Yo creo que unpájaro cualquiera puede venir desde alláen tres volidos a traernos la buenanueva…

—Nosotros no somos pájaroscualesquiera —dijeron los tucanes—, yvendremos en cien volidos, porquevolamos muy mal. Y no tenemos miedo anadie. Y vendremos volando, porquenadie nos obliga a ello, y queremoshacerlo así. Y a nadie tenemos miedo.

Y concluido su aliento, los tucanesmiraron impávidos a todos, con susgrandes ojos de oro cercados de azul.

—Somos nosotros quienes tenemosmiedo… —chilló a la sordina una arpíaplomiza esponjándose de sueño.

—Ni a ustedes, ni a nadie. Tenemosel vuelo corto; pero miedo, no —insistieron los tucanes, volviendo aponer a todos de testigos.

—Bien, bien… —intervinoAnaconda, al ver que el debate seagriaba, como eternamente se ha agriadoen la selva toda exposición de méritos—. Nadie tiene miedo a nadie, ya losabemos… y los admirables tucanesvendrán, pues, a informarnos del tiempoque reine en la cuenca aliada.

—Lo haremos así porque nos gusta:

pero nadie nos obliga a hacerlo —tornaron los tucanes.

De continuar así, el plan de luchaiba a ser muy pronto olvidado, yAnaconda lo comprendió.

—¡Hermanos! —se irguió convibrante silbido—. Estamos perdiendoel tiempo estérilmente. Todos somosiguales, pero juntos. Cada uno denosotros, de por sí, no vale gran cosa.Aliados, somos toda la zona tropical.¡Lancémosla contra el hombre,hermanos! ¡Él todo lo destruye! ¡Nadahay que no corte y ensucie! ¡Echemospor el río nuestra zona entera, con suslluvias, su fauna, sus camalotes, sus

fiebres y sus víboras! ¡Lancemos elbosque por el río, hasta cegarlo!¡Arranquémonos todos,desarraiguémonos a muerte, si espreciso, pero lancemos el trópico aguasabajo!

El acento de las serpientes fuesiempre seductor. La selva, enardecida,se alzó en una sola voz:

—¡Sí, Anaconda! ¡Tienes razón!¡Precipitemos la zona por el río!¡Bajemos, bajemos!

Anaconda respiró por finlibremente: la batalla estaba ganada. Elalma —diríamos— de una zona entera,con su clima, su fauna y su flora, es

difícil de conmover; pero cuando susnervios se han puesto tirantes en laprueba de una atroz sequía, no cabeentonces mayor certidumbre que suresolución bienhechora en un grandiluvio.

Pero en su hábitat, al que la gran boaregresaba, la sequía llegaba ya a límitesextremos.

—¿Y bien? —preguntaron lasbestias angustiadas—. ¿Están allá deacuerdo con nosotros? ¿Volverá a lloverotra vez, dinos? ¿Estás segura,Anaconda?

—Lo estoy. Antes de que concluyaesta luna oiremos tronar de agua elmonte. ¡Agua, hermanos, y que no cesarátan pronto!

A esta mágica voz: ¡Agua!, la selvaentera clamó, como un eco dedesolación:

—¡Agua! ¡Agua!—¡Sí, e inmensa! Pero no nos

precipitemos cuando brame. Contamoscon aliados invalorables, y ellos nosenviarán mensajeros cuando llegue elinstante. Escudriñen constantemente elcielo, hacia el noroeste. De allí debenllegar los tucanes. Cuando ellos lleguen,la victoria es nuestra. Hasta entonces,

paciencia.¿Pero cómo exigir paciencia a seres

cuya piel se abría en grietas desequedad, que tenían los ojos rojos porla conjuntivitis, y cuyo trote vital eraahora un arrastre de patas, sin brújula?

Día tras día, el sol se levantó sobreel barro de intolerable resplandor, y sehundió asfixiado en vapores de sangre,sin una sola esperanza. Cerrada lanoche, Anaconda se deslizaba hasta elParanahyba a sentir en la sombra elmenor estremecimiento de lluvia quedebía llegar sobre las aguas desde elimplacable norte. Hasta la costa, por lodemás, se habían arrastrado los

animales menos exhaustos. Y juntostodos, pasaban las noches sin sueño ysin hambre, aspirando en la brisa, comola vida misma, el más leve olor a tierramojada.

Hasta que una noche, por fin, serealizó el milagro. Inconfundible conotro alguno, el viento precursor trajo aaquellos míseros un sutil vaho de hojasempapadas.

—¡Agua! ¡Agua! —oyose clamar denuevo en el desolado ámbito. Y la dichafue definitiva cuando cinco horasdespués, al romper el día, se oyó en elsilencio, lejanísimo aún, el sordo tronarde la selva bajo el diluvio que se

precipitaba por fin.Esa mañana el sol brilló, pero no

amarillo, sino anaranjado, y a mediodíano se le vio más. Y la lluvia llegó,espesísima y opaca y blanca como plataoxidada, a empapar la tierra sedienta.

Diez noches y diez días continuos eldiluvio se cernió sobre la selva flotandoen vapores; y lo que fuera páramo deinsoportable luz, se tendía ahora hasta elhorizonte en sedante napa líquida. Laflora acuática rebrotaba en planísimasbalsas verdes que a simple vista se veíadilatar sobre el agua hasta lograrcontacto con sus hermanas. Y cuandonuevos días pasaron sin traer a los

emisarios del noroeste, la inquietudtornó a inquietar a los futuros cruzados.

—¡No vendrán nunca! —clamaban—. ¡Lancémonos, Anaconda! Dentro depoco no será ya tiempo. Las lluviascesan.

—Y recomenzarán. ¡Paciencia,hermanitos! ¡Es imposible que no lluevaallá! Los tucanes vuelan mal; ellosmismos lo dicen. Acaso estén encamino. ¡Dos días más!

Pero Anaconda estaba muy lejos dela fe que aparentaba. ¿Y si los tucanes sehabían extraviado en los vapores de laselva humeante? ¿Y si por unainconcebible desgracia, el noroeste no

había acompañado al diluvio del norte?A media jornada de allí, el Paranahybaatronaba con las cataratas pluviales quele vertían sus afluentes.

Como ante la espera de una palomade arca, los ojos de las ansiosas bestiasestaban sin cesar vueltos al noroeste,hacia el cielo anunciador de su granempresa. Nada. Hasta que en las brumasde un chubasco, mojados y ateridos, lostucanes llegaron graznando:

—¡Grandes lluvias! ¡Lluvia generalen toda la cuenca! ¡Todo blanco de agua!

Y un alarido salvaje azotó la zonaentera.

—¡Bajemos! ¡El triunfo es nuestro!

¡Lancémonos enseguida!Y ya era tiempo, podría decirse,

porque el Paranahyba desbordaba hastaallí mismo, fuera de cauce. Desde el ríohasta la gran laguna, los bañados eranahora un tranquilo mar, que sebalanceaba de tiernos camalotes. Alnorte, bajo la presión deldesbordamiento, el mar verde cedíadulcemente, trazaba una gran curvalamiendo el bosque, y derivabalentamente hacia el sur, succionado porla veloz corriente.

Había llegado la hora. Ante los ojosde Anaconda, la zona al asalto desfiló.Victorias nacidas ayer, y viejos

cocodrilos rojizos; hormigas y tigres;camalotes y víboras; espumas, tortugas yliebres, y el mismo clima diluviano quedescargaba otra vez —la selva pasó,aclamando a la boa, hacia el abismo delas grandes crecidas.

Y cuando Anaconda lo hubo vistoasí, se dejó a su vez arrastrar flotandohasta el Paranahyba, donde arrolladasobre un cedro arrancado de cuajo, quedescendía girando sobre sí mismo en lascorrientes encontradas suspiró por fincon una sonrisa, cerrando lentamente ala luz crepuscular sus ojos de vidrio.

Estaba satisfecha.

Comenzó entonces el viaje milagrosohacia lo desconocido, pues de lo quepudiera haber detrás de los grandescantiles de asperón rosa que mucho másallá del Guayra entrecierran el río, ellalo ignoraba todo. Por el Tacuarí habíallegado una vez hasta la cuenca delParaguay, según lo hemos visto. DelParaná medio e inferior, nada conocía.

Serena, sin embargo, a la vista de lazona que bajaba triunfal y danzandosobre las aguas encajonadas, refrescadade mente y de lluvia, la gran serpiente sedejó llevar hamacada bajo el diluvioblanco que la adormecía.

Descendió en este estado el

Paranahyba natal, entrevió elaplacamiento de los remolinos al salvarel río Muerto, y apenas tuvo concienciade sí cuando la selva entera flotante, y elcedro, y ella misma, fueron precipitadosa través de la bruma en la pendiente delGuayra, cuyos saltos en escalera sehundían por fin en un plano inclinadoabismal. Por largo tiempo el ríoestrangulado revolvió profundamentesus aguas rojas. Pero dos jornadas másadelante los altos ribazos se separabanotra vez, y las aguas, en estiramiento deaceite, sin un remolino ni un rumor,filaban por la canal a nueve millas porhora.

A nuevo país, nuevo clima. Cielodespejado ahora y sol radiante, queapenas alcanzaban a velar un momentolos vapores matinales. Como unaserpiente muy joven, Anaconda abriócuriosamente los ojos al día deMisiones, en un confuso y casidesvanecido recuerdo de su primerajuventud.

Tornó a ver la playa, al primer rayode sol, elevarse y flotar sobre unalechosa niebla que poco a poco sedisipaba, para persistir en las ensenadasumbrías, en largos chales prendidos a lapopa mojada de las piraguas. Volvióaquí a sentir, al abordar los grandes

remansos de las restingas, el vértigo delagua a flor de ojo, girando en curvaslisas y mareantes, que al hervir de nuevoal tropiezo de la corriente, borbotabanenrojecidas por la sangre de laspalometas. Vio tarde a tarde al solrecomenzar su tarea de fundidorincendiando los crepúsculos en abanico,con el centro vibrando al rojo albeante,mientras allá arriba, en el alto cielo,blancos cúmulos bogaban solitarios,mordidos en todo el contorno porchispas de fuego.

Todo le era conocido, pero como enla niebla de un ensueño. Sintiendo,particularmente de noche, el pulso

caliente de la inundación que descendíacon ella, la boa se dejaba llevar a laderiva, cuando súbitamente se arrollócon una sacudida de inquietud.

El cedro acababa de tropezar conalgo inesperado o, por lo menos, pocohabitual en el río.

Nadie ignora todo lo que arrastra, aflor de agua o semisumergido, una grancrecida. Ya varias veces habían pasadoa la vista de Anaconda, ahogados allá enel extremo norte, animales desconocidosde ella misma, y que se hundían poco apoco bajo un aleteante picoteo decuervos. Había visto a los caracolestrepando a centenares a las altas ramas

columpiadas por la corriente, y a losannós rompiéndolos a picotazos. Y alesplendor de la luna, había asistido aldesfile de los carambatás remontando elrío con la aleta dorsal a flor de agua,para hundirse todos de pronto con unasacudida de cañonazo.

Como en las grandes crecidas.Pero lo que acababa de trabar

contacto con ella era un cobertizo de dosaguas, como el techo de un rancho caídoa tierra, y que la corriente arrastrabasobre un embalsado de camalotes.

¿Rancho construido a pique sobre unestero, y minado por las aguas?¿Habitado tal vez por un náufrago que

alcanzara hasta él?Con infinitas precauciones, escama

tras escama, Anaconda recorrió la islaflotante. Se hallaba habitada, en efecto,y bajo el cobertizo de paja estabaacostado un hombre. Pero enseñaba unalarga herida en la garganta, y se estabamuriendo.

Durante largo tiempo, sin moversiquiera un milímetro la extremidad dela cola, Anaconda mantuvo la miradafija en su enemigo.

En ese mismo gran golfo del río,obstruido por los cantiles de areniscarosa, la boa había conocido al hombre.No guardaba de aquella historia

recuerdo alguno preciso; sí unasensación de disgusto, una granrepulsión de sí misma, cada vez que lacasualidad, y sólo ella, despertaba en sumemoria algún vago detalle de suaventura.

Amigos de nuevo, jamás. Enemigos,desde luego, puesto que contra ellosestaba desencadenada la lucha.

Pero, a pesar de todo, Anaconda nose movía; y las horas pasaban. Reinabantodavía las tinieblas cuando la granserpiente se desenrolló de pronto y fuehasta el borde del embalsado a tender lacabeza hacia las negras aguas.

Había sentido la proximidad de las

víboras en su olor a pescado.En efecto, las víboras llegaban a

montones.—¿Qué pasa? —preguntó Anaconda

—. Saben ustedes bien que no debenabandonar sus camalotes en unainundación.

—Lo sabemos —respondieron lasintrusas—. Pero aquí hay un hombre. Esun enemigo de la selva. Apártate,Anaconda.

—¿Para qué? No se pasa. Esehombre está herido… Está muerto.

—¿Y a ti qué te importa? Si no estámuerto, lo estará enseguida… ¡Danospaso, Anaconda!

La gran boa se irguió, arqueandohondamente el cuello.

—¡No se pasa, he dicho! ¡Atrás! Hetomado a ese hombre enfermo bajo miprotección. ¡Cuidado con la que seacerque!

—¡Cuidado tú! —gritaron en unagudo silbido las víboras, hinchando lasparótidas asesinas.

—¿Cuidado de qué?—De lo que haces. ¡Te has vendido

a los hombres!… ¡Iguana de cola larga!Apenas acababa la serpiente de

cascabel de silbar la última palabra,cuando la cabeza de la boa iba, como unterrible ariete, a destrozar las

mandíbulas del crótalo, que flotóenseguida muerto, con el lacio vientre alaire.

—¡Cuidado! —Y la voz de la boa sehizo agudísima—. ¡No va a quedarvíbora en todo Misiones, si se acercauna sola! ¡Vendida yo, miserables…! ¡Alagua! Y ténganlo bien presente: ni dedía, ni de noche, ni a hora alguna, quierovíboras alrededor del hombre.¿Entendido?

—¡Entendido! —repuso desde lastinieblas la voz sombría de una granyararacusú—. Pero algún día te hemosde pedir cuenta de esto, Anaconda.

—En otra época —contestó

Anaconda—, rendí cuenta a alguna deustedes… Y no quedó contenta.¡Cuidado tú misma, hermosa yarará! Yahora, mucho ojo… ¡Y feliz viaje!

Tampoco esta vez Anaconda sesentía satisfecha. ¿Por qué habíaprocedido así? ¿Qué la ligaba ni podíaligar jamás a ese hombre —undesgraciado mensú, a todas luces—, queagonizaba con la garganta abierta?

El día clareaba ya.—¡Bah! —murmuró por fin la gran

boa, contemplando por última vez alherido—. Ni vale la pena que memoleste por ese sujeto… Es un pobreindividuo, como todos los otros, a quien

queda apenas una hora de vida…Y con una desdeñosa sacudida de

cola, fue a arrollarse en el centro de suisla flotante.

Pero en todo el día sus ojos nodejaron un instante de vigilar loscamalotes.

Apenas entrada la noche, altos conosde hormigas que derivaban sostenidaspor los millares de hormigas ahogadasen la base, se aproximaron alembalsado.

—Somos las hormigas, Anaconda —dijeron—, y venimos a hacerte unreproche. Ese hombre que está sobre lapaja es un enemigo nuestro. Nosotras no

lo vemos, pero las víboras saben queestá allí. Ellas lo han visto, y el hombreestá durmiendo bajo el techo. Mátalo,Anaconda.

—No, hermanas. Vayan tranquilas.—Haces mal, Anaconda. Deja

entonces que las víboras lo maten.—Tampoco. ¿Conocen ustedes las

leyes de las crecidas? Este embalsadoes mío, y yo estoy en él. Paz, hormigas.

—Pero es que las víboras lo hancontado a todos… Dicen que te hasvendido a los hombres… No te enojes,Anaconda.

—¿Y quiénes lo creen?—Nadie, es cierto… Sólo los tigres

no están contentos.—¡Ah…! ¿Y por qué no vienen ellos

a decírmelo?—No lo sabemos, Anaconda.—Yo sí lo sé. Bien, hermanitas:

apártense tranquilamente, y cuiden de noahogarse todas, porque harán prontomucha falta. No teman nada de suAnaconda. Hoy y siempre, soy y seré lafiel hija de la selva. Díganselo a todosasí. Buenas noches, compañeras.

—¡Buenas noches, Anaconda! —seapresuraron a responder las hormiguitas.Y la noche las absorbió.

Anaconda había dado sobradaspruebas de inteligencia y lealtad para

que una calumnia viperina le enajenarael respeto y el amor de la selva. Aunquesu escasa simpatía a cascabeles yyararás de toda especie no se ocultaba anadie, las víboras desempeñaban en lainundación tal inestimable papel, que lamisma boa se lanzó en largas nadadas aconciliar los ánimos.

—Yo no busco guerra —dijo a lasvíboras—. Como ayer, y mientras durela campaña, pertenezco en alma ycuerpo a la crecida. Solamente que elembalsado es mío, y hago de él lo quequiero. Nada más.

Las víboras no respondieron unapalabra, ni volvieron siquiera los fríos

ojos a su interlocutora, como si nadahubieran oído.

—¡Mal síntoma! —croaron losflamencos juntos, que contemplabandesde lejos el encuentro.

—¡Bah! —lloraron trepando en untronco los yacarés chorreantes—.Dejemos tranquila a Anaconda… Soncosas de ella. Y el hombre debe estar yamuerto.

Pero el hombre no moría. Con granextrañeza de Anaconda, tres nuevos díashabían pasado, sin llevar consigo elhipo final del agonizante. No dejaba ellaun instante de montar guardia; peroaparte de que las víboras no se

aproximaban más, otros pensamientospreocupaban a Anaconda.

Según sus cálculos —toda serpientede agua sabe más de hidrografía quehombre alguno— debían hallarse yapróximos al Paraguay. Y sin el fantásticoaporte de camalotes que este río arrastraen sus grandes crecidas, la lucha estabaconcluida al comenzar. ¿Quésignificaban, para colmar y cegar elParaná en su desagüe, los verdesmanchones que bajaban del Paranahyba,al lado de los 180.000 kilómetroscuadrados de camalotes de los grandesbañados de Xarayes? La selva quederivaba en ese momento lo sabía

también, por los relatos de Anaconda ensu cruzada. De modo que cobertizo depaja, hombre herido y rencores fueronolvidados ante el ansia de los viajeros,que hora tras hora auscultaban las aguaspara reconocer la flora aliada.

«¿Y si los tucanes —pensabaAnaconda— habían errado,apresurándose a anunciar una míserallovizna?»

—¡Anaconda! —se oía en lastinieblas desde distintos puntos—. ¿Noreconoces las aguas todavía? ¿Noshabrán engañado, Anaconda?

—No lo creo —respondía la boa,sombría—. Un día más, y las

encontraremos.—¡Un día más! Vamos perdiendo las

fuerzas en este ensanche del río. ¡Unnuevo día…! ¡Siempre dices lo mismo,Anaconda!

—¡Paciencia, hermanos! Yo sufromucho más que ustedes.

Fue el día siguiente un duro día, alque se agregó la extrema sequedad delambiente, y que la gran boa sobrellevóinmóvil de vigía en su isla flotante,encendida al caer la tarde por el reflejodel sol, tendido como una barra de metalfulgurante a través del río, y que laacompañaba.

En las tinieblas de esa misma noche,

Anaconda, que desde horas atrás nadabaentre los embalsados sorbiendoansiosamente sus aguas, lanzó de prontoun grito de triunfo: acababa dereconocer en una inmensa balsa a laderiva, el salado sabor de los camalotesdel Olidén.

—¡Salvados, hermanos! —exclamó—. ¡El Paraguay baja ya con nosotros!¡Grandes lluvias allá también!

Y la moral de la selva, remontadacomo por encanto, aclamó a lainundación limítrofe, cuyos camalotes,densos como tierra firme, entraban porfin en el Paraná.

El sol iluminó al día siguiente estaepopeya de las dos grandes cuencasaliadas que se vertían en las mismasaguas.

La gran flora acuática bajaba,soldada en islas extensísimas quecubrían el río. Una misma voz deentusiasmo flotaba sobre la selvacuando los camalotes próximos a lacosta, absorbidos por un remanso,giraban indecisos sobre el rumbo atomar.

—¡Paso! ¡Paso! —se oía pulsar a lacrecida entera ante el obstáculo. Y loscamalotes, los troncos con su carga deasaltantes, escapaban por fin a la

succión, filando como un rayo por latangente.

—¡Sigamos! ¡Paso! ¡Paso! —se oíadesde una orilla a la otra—. ¡La victoriaes nuestra!

Así lo creía también Anaconda. Susueño estaba a punto de realizarse. Yenvanecida de orgullo, echó hacia lasombra del cobertizo una miradatriunfal.

El hombre había muerto. No había elherido cambiado de posición niencogido un solo dedo, ni su boca sehabía cerrado. Pero estaba bien muerto,y posiblemente desde horas atrás.

Ante esa circunstancia, más que

natural y esperada, Anaconda quedóinmóvil de extrañeza, como si el oscuromensú hubiera debido conservar paraella, a despecho de su raza y susheridas, su miserable existencia.

¿Qué le importaba ese hombre? Ellalo había defendido, sin duda; lo habíaresguardado de las víboras, velando ysosteniendo a la sombra de lainundación un resto de vida hostil.

¿Por qué? Tampoco le importabasaberlo. Allí quedaría el muerto, bajo sucobertizo, sin que ella volviera aacordarse más de él. Otras cosas lainquietaban.

En efecto, sobre el destino de la gran

crecida se cernía una amenaza queAnaconda no había previsto. Maceradopor los largos días de flote en aguascalientes, el sargazo fermentaba.Gruesas burbujas subían a la superficieentre los intersticios de aquél, y lassemillas reblandecidas se adheríanaglutinadas todo al contorno del sargazo.Por un momento, las costas altas habíancontenido el desbordamiento, y la selvaacuática había cubierto entoncestotalmente el río, al punto de no verseagua sino un mar verde en todo el cauce.Pero ahora, en las costas bajas, lacrecida, cansada y falta del coraje de}os primeros días, defluía agonizante

hacia el interior anegadizo que, comouna trampa, le tendía la tierra a su paso.

Más abajo todavía, los grandesembalsados se rompían aquí y allá, sinfuerzas para vencer los remansos, e ibana gestar en las profundas ensenadas suensueño de fecundidad. Embriagadospor el vaivén y la dulzura del ambiente,los camalotes cedían dóciles a lascontracorrientes de la costa, remontabansuavemente el Paraná en dos grandescurvas, y se paralizaban por fin a lolargo de la playa a florecer.

Tampoco la gran boa escapaba a estafecunda molicie que saturaba lainundación. Iba de un lado a otro en su

isla flotante, sin hallar sosiego en partealguna. Cerca de ella, a su lado casi, elhombre muerto se descomponía.Anaconda se aproximaba a cadainstante, aspiraba, como en un rincón dela selva, el calor de la fermentación, eiba a deslizar por largo trecho el cálidovientre sobre el agua, como en los díasde su primavera natal.

Pero no era esa agua ya demasiadofresca el sitio propicio. Bajo la sombradel techo, yacía el mensú muerto. ¿Podíano ser esa muerte más que la resoluciónfinal y estéril del ser que ella habíavelado? ¿Y nada, nada le quedaría deél?

Poco a poco, con la lentitud que ellahabría puesto ante un santuario natural,Anaconda fue arrollándose. Y junto alhombre que ella había defendido como asu vida propia; al fecundo calor de sudescomposición —póstumo tributo deagradecimiento, que quizá la selvahubiera comprendido—, Anacondacomenzó a poner sus huevos.

De hecho, la inundación estaba vencida.Por vastas que fueran las cuencasaliadas, y violentos hubieran sido losdiluvios, la pasión de la flora habíaquemado el brío de la gran crecida.

Pasaban aún los camalotes, sin duda;pero la voz de aliento: ¡Paso! ¡Paso!, sehabía extinguido totalmente.

Anaconda no soñaba más. Estabaconvencida del desastre. Sentía,inmediata, la inmensidad en que lainundación iba a diluirse, sin habercerrado el río. Fiel al calor del hombre,continuaba poniendo sus huevos vitales,propagadores de su especie, sinesperanza alguna para ella misma.

En un infinito de agua fría, ahora, loscamalotes se disgregaban,desparramándose por la superficie sinfin. Largas y redondas olas balanceabansin concierto la selva desgarrada, cuya

fauna terrestre, muda y sin oriente, seiba hundiendo aterida en la frialdad delestuario.

Grandes buques —los vencedores—ahumaban a lo lejos el cielo límpido, yun vaporcito empenachado de blancocurioseaba entre las islas rotas. Máslejos todavía, en la infinitud celeste,Anaconda se destacaba erguida sobre suembalsado, y aunque disminuidos por ladistancia, sus robustos diez metrosllamaron la atención de los curiosos.

—¡Allá! —se alzó de pronto una vozen el vaporcito—. ¡En aquel embalsado!¡Una enorme víbora!

—¡Qué monstruo! —gritó otra voz

—. ¡Y fíjense! ¡Hay un rancho caído!Seguramente ha matado a su habitante.

—¡O lo ha devorado vivo! Estosmonstruos no perdonan a nadie. Vamos avengar al desgraciado con una buenabala.

—¡Por Dios, no nos acerquemos! —clamó el que primero había hablado—.El monstruo debe de estar furioso. Escapaz de lanzarse contra nosotros encuanto nos vea. ¿Está seguro de supuntería desde aquí?

—Veremos… No cuesta nada probarun primer tiro…

Allá, al sol naciente que doraba elestuario puntillado de verde, Anaconda

había visto la lancha con su penacho devapor. Miraba indiferente hacia aquello,cuando distinguió un pequeño copo dehumo en la proa del vaporcito, y sucabeza golpeó contra los palos delembalsado.

La boa se irguió de nuevo,extrañada. Había sentido un golpecitoseco en alguna parte de su cuerpo, talvez en la cabeza. No se explicaba cómo.Tenía, sin embargo, la impresión de quealgo le había pasado. Sentía su cuerpodormido, primero; y luego, unatendencia a balancear el cuello, como silas cosas, y no su cabeza, se pusieran adanzar, oscureciéndose.

Vio de pronto ante sus ojos la selvanatal en un viviente panorama, peroinvertida; y transparentándose sobreella, la cara sonriente del mensú.

«Tengo mucho sueño…» —pensóAnaconda, tratando de abrir todavía losojos. Inmensos y azulados ahora, sushuevos desbordaban del cobertizo ycubrían la balsa entera.

—Debe ser hora de dormir… —murmuró Anaconda.

Y pensando deponer suavemente lacabeza a lo largo de sus huevos, laaplastó contra el suelo en el sueño final.

Los desterrados

Misiones, como toda región de frontera,es rica en tipos pintorescos. Suelenserlo extraordinariamente aquellos que,a semejanza de las bolas de billar, hannacido con efecto. Tocan normalmentebanda, y emprenden los rumbos másinesperados. Así Juan Brown, quehabiendo ido por sólo unas horas amirar las ruinas, se quedó 25 años allá;el doctor Else, a quien la destilación denaranjas llevó a confundir a su hija conuna rata; el químico Rivet, que seextinguió como una lámpara, demasiado

repleto de alcohol carburado; y tantosotros que, gracias al efecto,reaccionaron del modo más imprevisto.En los tiempos heroicos del obraje y layerba mate, el Alto Paraná sirvió decampo de acción a algunos tiposriquísimos de color, dos o tres de loscuales alcanzamos a conocer nosotros,treinta años después.

Figura a la cabeza de aquéllos unbandolero de un desenfado tan grande encuestión de vidas humanas, que probabasus winchesters sobre el primertranseúnte. Era correntino, y lascostumbres y habla de su patriaformaban parte de su carne misma. Se

llamaba Sidney Fitz-Patrick, y poseíauna cultura superior a la de un egresadode Oxford.

A la misma época pertenece elcacique Pedrito, cuyas indiadas mansascompraron en los obrajes los primerospantalones. Nadie le había oído a estecacique de faz poco india una palabra enlengua cristiana, hasta el día en que allado de un hombre que silbaba un ariade La Traviata, el cacique prestó unmomento atención, diciendo luego enperfecto castellano:

—La Traviata… Yo asistí a suestreno en Montevideo, el 59…

Naturalmente, ni aun en las regiones

del oro o el caucho abundan tipos deeste romántico color. Pero en lasprimeras avanzadas de la civilización alnorte del Iguazú, actuaron algunasfiguras nada despreciables, cuando losobrajes y campamentos de yerba delGuayra se abastecían por medio degrandes lanchones izados durante mesesy meses a la sirga contra una corrientede infierno, y hundidos hasta la bordabajo el peso de mercancías averiadas,charques, mulas y hombres, que a su veztiraban como forzados, y que alguna vezregresaron sólo sobre diez tacuaras a laderiva, dejando a la embarcación en elmás grande silencio.

De estos primeros mensús formóparte el negro João Pedro, uno de lostipos de aquella época que alcanzaronhasta nosotros.

João Pedro había desembocado unmediodía del monte con el pantalónarremangado sobre la rodilla, y el gradode general, al frente de ocho o diezbrasileños en el mismo estado que sujefe.

En aquel tiempo —como ahora—, elBrasil desbordaba sobre Misiones, acada revolución, hordas fugitivas cuyosmachetes no siempre concluían deenjugarse en tierra extranjera. JoãoPedro, mísero soldado, debía a su gran

conocimiento del monte su ascenso ageneral. En tales condiciones, y despuésde semanas de bosque virgen que losfugitivos habían perforado comodiminutos ratones, los brasileñosguiñaron los ojos enceguecidos ante elParaná, en cuyas aguas albeantes hastahacer doler los ojos, el bosque secortaba por fin.

Sin motivos de unión ya, loshombres se desbandaron. João Pedroremontó el Paraná hasta los obrajes,donde actuó breve tiempo, sin mayoresperipecias para sí mismo. Y advertimosesto último, porque cuando un tiempodespués João Pedro acompañó a un

agrimensor hasta el interior de la selva,concluyó en esta forma y en esta lenguade frontera el relato del viaje:

—Después tivemos um disgusto… Edos dois, volvió um solo.

Durante algunos años, luego, cuidódel ganado de un extranjero, allá en lospastizales de la sierra, con el exclusivoobjeto de obtener sal gratuita para cebarlos barreros de caza, y atraer tigres. Elpropietario notó al fin que sus ternerasmorían como ex profeso enfermas enlugares estratégicos para cazar tigres, ytuvo palabras duras para su capataz.Éste no respondió en el momento; peroal día siguiente los pobladores hallaban

en la picada al extranjero, terriblementeazotado a machetazos, como quiencancha yerba de plano.

También esta vez fue breve laconfidencia de nuestro hombre:

—Olvidose de que eu era homecomo ele… É canchel o francéis.

El propietario era italiano; pero lomismo daba, pues la nacionalidadatribuida por João Pedro era entoncesgenérica para todos los extranjeros.

Años después, y sin motivo algunoque explique el cambio de país,hallamos al ex general dirigiéndose auna estancia del Iberá cuyo dueñogozaba fama de pagar de extraño modo a

los peones que reclamaban su sueldo.João Pedro ofreció sus servicios,

que el estanciero aceptó en estostérminos:

—A vos, negro, por tus motas, te voya pagar dos pesos y la rapadura. No teolvidés de venir a cobrar a fin de mes.

João Pedro salió mirándolo dereojo; y cuando a fin de mes fue a cobrarsu sueldo, el dueño de la estancia ledijo:

—Tendé la mano, negro, y apretáfuerte.

Y abriendo el cajón de la mesa, ledescargó encima el revólver.

João Pedro salió corriendo con su

patrón detrás que lo tiroteaba, hastalograr hundirse en una laguna de aguaspodridas, donde arrastrándose bajo loscamalotes y pajas, pudo alcanzar untacurú que se alzaba en el centro comoun cono.

Guareciéndose tras él, el brasileñoesperó, atisbando a su patrón con un ojo.

—No te movás, moreno —le gritó elotro, que había concluido susmuniciones.

João Pedro no se movió, pues tras élel Iberá borbotaba hasta el infinito. Ycuando asomó de nuevo la nariz, vio asu patrón que regresaba al galope con elwinchester cogido por el medio.

Comenzó entonces para el brasileñouna prolija tarea, pues el otro corría acaballo buscando hacer blanco en elnegro, y éste giraba a la par alrededordel tacurú, esquivando el tiro.

—Ahí va tu sueldo, macaco —gritaba el estanciero al galope; y lacúspide del tacurú volaba en pedazos.

Llegó un momento en que JoãoPedro no pudo sostenerse más, y en uninstante propicio se hundió de espaldasen el agua pestilente, con los labiosestirados a flor de camalotes ymosquitos, para respirar. El otro, alpaso ahora, giraba alrededor de lalaguna buscando al negro. Al fin se

retiró, silbando en voz baja y con lasriendas sueltas sobre la cruz del caballo.

En la alta noche el brasileño abordóel ribazo de la laguna, hinchado ytiritando, y huyó de la estancia, pocosatisfecho al parecer del pago de supatrón, pues se detuvo en el monte aconversar con otros peones prófugos, aquienes se debía también dos pesos y larapadura. Dichos peones llevaban unavida casi independiente, de día en elmonte, y de noche en los caminos.

Pero como no podían olvidar a su expatrón, resolvieron jugar entre ellos a lasuerte el cobro de sus sueldos,recayendo dicha misión en el negro João

Pedro, quien se encaminó por segundavez a la estancia, montado en una mula.

Felizmente —pues ni uno ni otrodesdeñaban la entrevista—, el peón y supatrón se encontraron; éste con surevólver al cinto, aquél con su pistola enla pretina.

Ambos detuvieron sus cabalgadurasa veinte metros.

—Está bien, moreno —dijo elpatrón—. ¿Venís a cobrar tu sueldo? Tevoy a pagar enseguida.

—Eu vengo —respondió João Pedro— a quitar a você de en medio. Atirevocê primeiro, e não erre.

—Me gusta, macaco. Sujétate

entonces bien las motas…—Atire.—¿Pois não? —dijo aquél.—Pois é —asintió el negro, sacando

la pistola.El estanciero apuntó, pero erró el

tiro. Y también esta vez, de los doshombres regresó uno solo.

El otro tipo pintoresco que alcanzó hastanosotros era también brasileño, como lofueron casi todos los primerospobladores de Misiones. Se le conociósiempre por Tirafogo, sin que nadie hayasabido de él nombre otro alguno, ni aun

la policía, cuyo dintel por otro ladonunca llegó a pisar.

Merece este detalle mención, porquea pesar de haber sorbido nuestro hombremás alcohol del que pueden soportartres jóvenes fuertes, logró siempreesquivar, fresco o borracho, el brazo delos agentes.

Las chacotas que levanta la caña enlas bailantas del Alto Paraná no soncosa de broma. Un machete de monte,animado de un revés de muñeca demensú, parte hasta el bulbo el cráneo deun jabalí; y una vez, tras un mostrador,hemos visto al mismo machete, y delmismo revés, quebrar como una caña el

antebrazo de un hombre, después dehaber cortado limpiamente en su vueloel acero de una trampa de ratas, quependía del techo.

Si en bromas de esta especie o enotras más ligeras, Tirafogo fue algunavez actor, la policía lo ignora. Viejo ya,esta circunstancia le hacía reír, alrecordarla por cualquier motivo:

—¡Eu nunca estive na policia!Por sobre todas sus actividades, fue

domador. En los primeros tiempos delobraje se llevaban allá mulas chúcaras,y Tirafogo iba con ellas. Para domar, nohabía entonces más espacio que losrozados de la playa, y presto las mulas

de Tirafogo partían a estrellarse contralos árboles o caían en los barrancos, conel domador debajo. Sus costillas sehabían roto y soldado infinidad deveces, sin que su propietario guardarapor ello el menor rencor a las mulas.

—¡Eu gosto mesmo —decía— delidiar con elas!

El optimismo era su cualidadespecífica. Hallaba siempre ocasión demanifestar su satisfacción de habervivido tanto tiempo. Una de susvanidades era el pertenecer a losantiguos pobladores de la región, quesolíamos recordar con agrado.

—¡Eu só antiguo! —exclamaba,

riendo y estirando desmesuradamente elcuello adelante—. ¡Antiguo!

En el periodo de las plantaciones sele reconocía desde lejos por sus hábitospara carpir mandioca. Este trabajo, apleno sol de verano, y en hondonadas aveces donde no llega un soplo de aire,se lleva a cabo en las primeras horas dela mañana y en las últimas de la tarde.Desde las once a las dos, el paisaje secalcina solitario en un vaho de fuego.

Éstas eran las horas que elegíaTirafogo para carpir descalzo lamandioca. Se quitaba la camisa, searremangaba el calzoncillo por encimade la rodilla, y sin más protección que la

de su sombrero orlado entre paño y cintade puchos de chala, se doblaba a carpirconcienzudamente su mandioca, con laespalda deslumbrante de sudor yreflejos.

Cuando los peones volvían de nuevoal trabajo a favor del ambiente yarespirable, Tirafogo había concluido elsuyo. Recogía la azada, quitaba unpucho de su sombrero, y se retirabafumando y satisfecho.

—¡Eu gosto —decía— de poner osyuyos pés arriba ao sol!

En la época en que yo llegué allá,solíamos hallar al paso a un negro muyviejo y flaquísimo que caminaba con

dificultad y saludaba siempre con untrémulo «Bon día, patrón» quitándosehumildemente el sombrero antecualquiera.

Era João Pedro.Vivía en un rancho, lo más pequeño

y lamentable que puede verse en elgénero, aun en un país de obrajes, alborde de un terrenito anegadizo depropiedad ajena. Todas las primaverassembraba un poco de arroz —que todoslos veranos perdía— y las cuatromandiocas indispensables para subsistir,y cuyo cuidado le llevaba todo el año,arrastrando las piernas.

Sus fuerzas no daban para más.

En el mismo tiempo, Tirafogo nocarpía más para los vecinos. Aceptabatodavía algún trabajo de lonja quedemoraba meses en entregar, y no sevanagloriaba ya de ser antiguo en unpaís totalmente transformado.

Las costumbres, en efecto, lapoblación y el aspecto mismo del país,distaban, como la realidad de un sueño,de los primeros tiempos vírgenes,cuando no había límite para la extensiónde los rozados, y éstos se efectuabanentre todos y para todos, por el sistemacooperativo. No se conocía entonces lamoneda, ni el Código Rural, ni lastranqueras con candado, ni los breeches.

Desde el Pequirí al Paraná, todo eraBrasil y lengua materna, hasta con losfrancéis de Posadas.

Ahora el país era distinto, nuevo,extraño y difícil. Y ellos, Tirafogo yJoão Pedro, estaban ya muy viejos parareconocerse en él.

El primero había alcanzado losochenta años, y João Pedro sobrepasabaesa edad.

El enfriamiento del uno, a quien elprimer día nublado relegaba a quemarselas rodillas y las manos junto al fuego, ylas articulaciones endurecidas del otro,les hicieron acordarse por fin, en aquelmedio hostil, del dulce calor de la

madre patria.—É —decía João Pedro a su

compatriota, mientras se resguardabanambos del humo con la mano—.Estemos lejos de nossa terra, seu Tirá…E un día temos de morrer.

—É —asentía Tirafogo, moviendo asu vez la cabeza—. Temos de morrer,seu João… E longe da terra…

Se visitaban ahora con frecuencia, ytomaban mate en silencio, enmudecidospor aquella tardía sed de la patria.Algún recuerdo, nimio por lo común,subía a veces a los labios de alguno deellos, suscitado por el calor del hogar.

—Havíamos na casa dois vacas…

—decía el uno muy lentamente—. E eubrinqué mesmo con os cachorros depapãe…

—Pois não, seu João… —apoyabael otro, manteniendo fijos en el fuego susojos en que sonreía una ternura casiinfantil.

—E eu me lembro de todo… E demamãe… A mamãe moça…

Las tardes pasaban de este modo,perdidos ambos de extrañeza en laflamante Misiones.

Para mayor extravío, se iniciaba enaquellos días el movimiento obrero, enuna región que no conserva del pasadojesuítico sino dos dogmas: la esclavitud

del trabajo, para el nativo, y lainviolabilidad del patrón. Se vieronhuelgas de peones que esperaban aBoycott como a un personaje dePosadas, y manifestaciones encabezadaspor un bolichero a caballo que llevabala bandera roja, mientras los peonesanalfabetos cantaban apretándosealrededor de uno de ellos, para poderleer la Internacional que aquél manteníaen alto. Se vieron detenciones sin que lacaña fuera su motivo, y hasta se vio lamuerte de un sahib.

João Pedro, vecino del pueblo,comprendió de todo esto menos aún queel bolichero de trapo rojo, y aterido por

el otoño ya avanzado, se encaminó a lacosta del Paraná.

También Tirafogo había sacudido lacabeza ante los nuevos acontecimientos.Y bajo su influjo, y el del viento frío querechazaba el humo, los dos proscritossintieron por fin concretarse losrecuerdos natales que acudían a susmentes con la facilidad y transparenciade los de una criatura.

Sí; la patria lejana, olvidada duranteochenta años. Y que nunca, nunca…

—¡Seu Tirá! —dijo de pronto JoãoPedro, con lágrimas fluidísimas a lolargo de sus viejos carrillos—. ¡Eu nãoquero morrer sin ver a minha terra!… É

muito longe o que eu tengo vivido…A lo que Tirafogo respondió:—Agora mesmo eu tenía pensado

proponer a você… Agora mesmo, seuJoão Pedro… eu vía na ceniza acasinha… O pinto bataraz de que eu sócuidei…

Y con un puchero, tan fluido comolas lágrimas de su compatriota,balbuceó:

—¡Eu quero ir lá!… ¡A nossa terra élá, seu João Pedro!… A mamãe do velhoTirafogo…

El viaje, de este modo, quedóresuelto. Y no hubo en cruzado algunomayor fe y entusiasmo que los de

aquellos dos desterrados casi caducos,en viaje hacia su tierra natal.

Los preparativos fueron breves, puesbreve era lo que dejaban y lo que podíanllevar consigo. Plan, en verdad, noposeían ninguno, si no es el marcharperseverante, ciego y luminoso a la vez,como de sonámbulos, y que los acercabadía a día a la ansiada patria. Losrecuerdos de la edad infantil subían asus mentes con exclusión de la gravedaddel momento. Y caminando, y sobre todocuando acampaban de noche, uno y otropartían en detalles de la memoria queparecían dulces novedades, a juzgar porel temblor de la voz.

—Eu nunca dije para você, seuTirá… ¡O meu irmão más piquenoestuvo uma vez muito doente!

O, si no, junto al fuego, con unasonrisa que había acudido ya a loslabios desde largo rato:

—O mate de papãe cayose uma vezde mim… ¡E batiome, seu João!

Iban así, riquísimos de ternura ycansancio, pues la sierra central deMisiones no es propicia al paso de losviejos desterrados. Su instinto yconocimiento del bosque lesproporcionaban el sustento y el rumbopor los senderos menos escarpados.

Pronto, sin embargo, debieron

internarse en el monte cerrado, pueshabía comenzado uno de esos periodosde grandes lluvias que inundan la selvade vapores entre uno y otro chaparrón, ytransforman las picadas en sonantestorrenteras de agua roja.

Aunque bajo el bosque virgen, y porviolentos que sean los diluvios, el aguano corre jamás sobre la capa de humus,la miseria y la humedad ambiente nofavorecen tampoco el bienestar de losque avanzan por él. Llegó pues unamañana en que los dos viejos proscritos,abatidos por la consunción y la fiebre,no pudieron ponerse de pie.

Desde la cumbre en que se hallaban,

y al primer rayo de sol que rompíatardísimo la niebla, Tirafogo, con unresto más de vida que su compañero,alzó los ojos, reconociendo los pinaresnativos. Allá lejos vio en el valle, porentre los altos pinos, un viejo rozadocuyo dulce verde se llenaba de luz entrelas sombrías araucarias.

—¡Seu João! —murmuró,sosteniéndose apenas sobre los puños—. ¡É a terra o que você pode ver lá!¡Temos chegado, seu João Pedro!

Al oír esto, João Pedro abrió losojos, fijándolos inmóviles en el vacío,por largo rato.

—Eu cheguei ya, meu compatricio…

—dijo.Tirafogo no apartaba la vista del

rozado.—Eu vi a terra… É lá… —

murmuraba.—Eu cheguei —respondió todavía

el moribundo—. Você viu a terra. E euestó lá.

—O que é… seu João Pedro —dijoTirafogo—, o que é, é que você está demorrer… ¡Você não chegou!

João Pedro no respondió esta vez.Ya había llegado.

Durante largo tiempo Tirafogo quedótendido de cara contra el suelo mojado,removiendo de tarde en tarde los labios.

Al fin abrió los ojos, y sus facciones seagrandaron de pronto en una expresiónde infantil alborozo:

—¡Ya cheguei, mamãe!… O JoãoPedro tinha razão… ¡Vou com ele!…

Van-Houten

Lo encontré una siesta de fuego a cienmetros de su rancho, calafateando unaguabiroba que acababa de concluir.

—Ya ve —me dijo, pasándose elantebrazo mojado por la cara aún másmojada— que hice la canoa. Timbóestacionado, y puede cargar cienarrobas. No es como esa suya, queapenas lo aguanta a usted. Ahora quierodivertirme.

—Cuando don Luis quiere divertirse—apoyó Paolo cambiando el pico por lapala—, hay que dejarlo. El trabajo es

para mí entonces; pero yo trabajo a untanto, y me arreglo solo.

Y prosiguió paleando el cascote dela cantera, desnudo desde la cinturahasta la cabeza, como su socio Van-Houten.

Tenía éste por asociado a Paolo,sujeto de hombros y brazos de gorila,cuya única preocupación había sido yera no trabajar nunca a las órdenes denadie, y ni siquiera por día. Percibíatanto por metro de losas de lajaentregadas, y aquí concluían sus deberesy privilegios. Preciábase de ello en todaocasión, al punto de que parecía haberajustado la norma moral de su vida a

esta independencia de su trabajo. Teníapor hábito particular, cuando regresabalos sábados de noche del pueblo, solo ya pie como siempre, hacer sus cuentasen voz alta por el camino.

Van-Houten, su socio, era belga,flamenco de origen, y se le llamaba,alguna vez Lo-que-queda-de-Van-Houten, en razón de que le faltaba unojo, una oreja, y tres dedos de la manoderecha. Tenía la cuenca entera de suojo vacío quemado en azul por lapólvora. En el resto era un hombre bajoy muy robusto, con barba roja e hirsuta.El pelo, de fuego también, caíale sobreuna frente muy estrecha en mechones

constantemente sudados. Cedía dehombro a hombro al caminar y era sobretodo muy feo, a lo Verlaine, de quiencompartía casi la patria, pues Van-Houten había nacido en Charleroi.

Su origen flamenco revelábase en suflema para soportar adversidades. Seencogía de hombros y escupía, por todocomentario. Era asimismo el hombremás desinteresado del mundo, nopreocupándose en absoluto de que ledevolvieran el dinero prestado, o de queuna súbita crecida del Paraná le llevarasus pocas vacas. Escupía, y eso eratodo. Tenía un solo amigo íntimo, con elcual se veía solamente los sábados de

noche, cuando partían juntos y a caballohacia el pueblo. Por veinticuatro horascontinuas, recorrían uno a uno losboliches, borrachos e inseparables. Lanoche del domingo sus respectivoscaballos los llevaban por la fuerza delhábito a sus casas, y allí concluía laamistad de los socios. En el resto de lasemana no se veían jamás.

Yo siempre había tenido curiosidadde conocer de primera fuente qué habíapasado con el ojo y los dedos de Van-Houten. Esa siesta, llevándoloinsidiosamente a su terreno conpreguntas sobre barrenos, canteras ydinamitas, logré lo que ansiaba, y que es

tal como va:«La culpa de todo la tuvo un

brasileño que me echó a perder lacabeza con su pólvora. Mi hermano nocreía en esa pólvora, y yo sí; lo que mecostó un ojo. Yo no creía tampoco queme fuera a costar nada, porque ya habíaescapado vivo dos veces.

»La primera fue en Posadas. Yoacababa de llegar, y mi hermano estabaallí hacía cinco años. Teníamos uncompañero, un milanés fumador, congorra y bastón que no dejaba nunca.Cuando bajaba a trabajar, metía elbastón dentro del saco. Cuando noestaba borracho, era un hombre duro

para el trabajo.»Contratamos un pozo, no a tanto el

metro como se hace ahora, sino por elpozo completo, hasta que diera agua.Debíamos cavar hasta encontrarla.

»Nosotros fuimos los primeros enusar dinamita en los trabajos. EnPosadas no hay más que piedra mora;escarbe donde escarbe, aparece al metrola piedra mora. Aquí también haybastante, después de las ruinas. Es másdura que el fierro, y hace rebotar el picohasta las narices.

»Llevábamos ocho metros dehondura en ese pozo, cuando unatardecer mi hermano, después de

concluir una mina en el fondo, prendiófuego a la mecha y salió del pozo. Mihermano había trabajado solo esa tarde,porque el milanés andaba paseandoborracho con su gorra y su bastón, y yoestaba en el catre con el chucho.

»Al caer el sol fui a ver el trabajo,muerto de frío, y en ese momento mihermano se puso a gritar al milanés quese había subido al cerco y se estabacortando con los vidrios. Al acercarmeal pozo resbalé sobre el montón deescombros, y tuve apenas tiempo desujetarme en la misma boca; pero elzapatón de cuero, que yo llevaba sinmedias y sin tira, se me salió del pie y

cayó adentro. Mi hermano no me vio, ybajé a buscar el zapatón. ¿Usted sabecómo se baja, no? Con las piernasabiertas en las dos paredes del pozo, ylas manos para sostenerse. Si hubieraestado más claro, yo habría visto elagujero del barreno y el polvo de piedraal lado. Pero no veía nada, sino alláarriba un redondel claro, y más abajochispas de luz en la punta de las piedras.Usted podrá hallar lo que quiera en elfondo de un pozo, grillos que caen dearriba, y cuanto quiera de humedad; peroaire para respirar, eso no va a hallarnunca.

»Bueno; si yo no hubiera tenido las

narices tapadas por la fiebre, habríasentido bien pronto el olor de la mecha.Y cuando estuve abajo y lo sentí bien, elolor podrido de la pólvora, sentía másclaramente que entre las piernas teníauna mina cargada y prendida.

»Allá arriba apareció la cabeza demi hermano, gritándome. Y cuanto másgritaba, más disminuía su cabeza y elpozo se estiraba y se estiraba hasta serun puntito en el cielo, porque teníachucho y estaba con fiebre.

»De un momento a otro la mina iba areventar, y encima de la mina estaba yo,pegado a la piedra, para irme también enpedazos hasta la boca del pozo. Mi

hermano gritaba cada vez más fuertehasta parecer una mujer. Pero yo notenía fuerzas para subir ligero, y meeché en el suelo, aplastado como unabarreta. Mi hermano supuso la cosa,porque dejó de gritar.

»Bueno; los cinco segundos queestuve esperando que la mina reventarade una vez, me parecieron cinco o seisaños, con meses, semanas, días yminutos, bien seguidos unos tras otros.

»¿Miedo? ¡Bah! Tenía demasiadoque hacer siguiendo con la idea lamecha que estaba llegando a la punta…Miedo, no. Era una cuestión de esperar,nada más; esperar a cada instante;

ahora… ahora… Con eso tenía paraentretenerme.

»Por fin la mina reventó. Ladinamita trabaja para abajo; hasta losmensús lo saben. Pero la piedra desechasalta para arriba, y yo, después de saltarcontra la pared y caer de narices, con unsilbato de locomotora en cada oído,sentí las piedras que volvían a caer en elfondo. Una sola un poco grande mealcanzó aquí en la pantorrilla, cosablanda. Y además, el sacudón decostado, los gases podridos de la mina,y sobre todo, la cabeza hinchada depicoteos y silbidos, no me dejaron sentirmucho las pedradas. Yo no he visto un

milagro nunca, y menos al lado de unamina de dinamita. Sin embargo, salívivo. Mi hermano bajó enseguida, pudesubir con las rodillas flojas, y nosfuimos enseguida a emborracharnos pordos días seguidos.

»Ésta fue la primera vez que meescapé. La segunda fue también en unpozo que había contratado solo. Yoestaba en el fondo, limpiando losescombros de una mina que habíareventado la tarde anterior. Allá arriba,mi ayudante subía y volcaba loscascotes. Era un guayno paraguayo,flaco y amarillo como un esqueleto, quetenía el blanco de los ojos casi azul, y

no hablaba casi nada. Cada tres díastenía el chucho.

»Al final de la limpiada, sujeté a lasoga por encima del balde, la pala y elpico, y el muchacho izó las herramientasque, como acabo de decirle, estabanpasadas por un falso nudo. Siempre sehace así, y no hay cuidado de que sesalgan, mientras el que iza no sea unbugre como mi peón.

»El caso es que cuando el baldellegó arriba, en vez de agarrar la sogapor encima de las herramientas paratirar afuera, el infeliz agarró el balde. Elnudo se aflojó, y el muchacho no tuvotiempo más que para sujetar la pala.

»Bueno; pare la oreja al tamaño delpozo: tenía en ese momento catorcemetros de hondura, y sólo un metro ouno y veinte de ancho. La piedra morano es cuestión de broma para perder eltiempo haciendo barrancos y, además,cuanto más angosto es el pozo, es másfácil subir y bajar por las paredes.

»El pozo, pues, era como un caño deescopeta; y yo estaba abajo en una puntamirando para arriba, cuando vi venir elpico por la otra.

»¡Bah! Una vez el milanés pisó enfalso y me mandó abajo una piedra deveinte kilos. Pero el pozo era playotodavía, y la vi venir a plomo. Al pico

lo vi venir también, pero venía dandovueltas, rebotando de pared a pared, yera más fácil considerarse ya difuntocon doce pulgadas de fierro dentro de lacabeza, que adivinar dónde iba a caer.

»Al principio comencé a cuerpearlo,con la boca abierta fija en el pico.Después vi enseguida que era inútil y mepegué entonces contra la pared, como unmuerto, bien quieto y estirado como siya estuviera muerto, mientras el picovenía como un loco dando tumbos, y laspiedras caían como lluvia.

»Bueno; pegó por última vez a unapulgada de mi cabeza y saltó de ladocontra la otra pared; y allí se esquinó, en

el piso. Subí entonces, sin enojo contrael bugre que, más amarillo que nunca,había ido al fondo con la barriga en lamano. Yo no estaba enojado con elgusano, porque me consideraba bastantefeliz saliendo vivo del pozo como ungusano, con la cabeza llena de arena.Esa tarde y la mañana siguiente notrabajé, pues lo pasamos borrachos conel milanés.

»Ésta fue la segunda vez que meescapé de la muerte, y las dos dentro deun pozo. La tercera vez fue al aire libre,en una cantera de lajas como ésta, yhacía un sol que rajaba la tierra.

»Esta vez no tuve tanta suerte…

¡Bah! Soy duro. El brasileño —le dije alprincipio que él tuvo la culpa— nohabía probado nunca su pólvora. Esto lovi después del experimento. Perohablaba que daba miedo, y en elalmacén me contaba sus historias sinparar, mientras yo probaba la cañanueva. Él no tomaba nunca. Sabía muchaquímica, y una porción de cosas; peroera un charlatán que se emborrachabacon sus conocimientos. Él mismo habíainventado esa pólvora nueva —le dabael nombre de una letra— y acabó pormarearme con sus discursos.

»Mi hermano me dijo: “Todas esasson historias. Lo que va a hacer es

sacarte plata”. Yo le contesté: “Plata nome va a sacar ninguna”. “Entonces —agregó mi hermano—, los dos van avolar por el aire si usan esa pólvora”.

»Tal me lo dijo, porque lo creía apie junto, y todavía me lo repitiómientras nos miraba cargar el barreno.

»Como le dije, hacía un sol defuego, y la cantera quemaba los pies. Mihermano y otros curiosos se habíanechado bajo un árbol, esperando la cosa;pero el brasileño y yo no hacíamos caso,pues los dos estábamos convencidos delnegocio. Cuando concluimos el barreno,comencé a atacarlo. Usted sabe que aquíusamos para esto la tierra de los tacurús,

que es muy seca. Comencé, pues, derodillas a dar mazazos, mientras elbrasileño, parado a mi lado, se secabael sudor, y los otros esperaban.

»Bueno; al tercer o cuarto golpesentí en la mano el rebote de la mina quereventaba, y no sentí nada más porquecaí a dos metros desmayado.

»Cuando volví en mí, no podía nimover un dedo, pero oía bien. Y por loque me decían, me di cuenta de quetodavía estaba al lado de la mina, y queen la cara no tenía más que sangre ycarne deshecha. Y oí a uno que decía:“Lo que es éste, se fue del otro lado”.

»¡Bah…! Soy duro. Estuve dos

meses entre si perdía o no el ojo, y al finme lo sacaron. Y quedé bien, ya ve.Nunca más volví a ver al brasileño,porque pasó el río la misma noche; nohabía recibido ninguna herida. Todo fuepara mí, y él era el que había inventadola pólvora.

»Ya ve —concluyó por finlevantándose y secándose el sudor—.No es así como así que van a acabar conVan-Houten. ¡Pero bah…! (con unasacudida de hombros final). De todosmodos, poco se pierde si uno se va alhoyo…»

Y escupió.

Por una lóbrega noche de otoñodescendía yo en mi canoa sobre unParaná tan exhausto, que en la mismacanal el agua límpida y sin fuerzasparecía detenida a depurarse aún más.Las costas se internaban en el cauce delrío cuanto éste perdía de aquél, y ellitoral, habitualmente de bosquerefrescándose en las aguas, constituíanloahora dos anchas y paralelas playas dearcilla rodada y cenagosa, donde apenasse podía marchar. Los bajofondos de lasrestingas, delatados por el color umbríode agua, manchaban el Paraná con largosconos de sombra, cuyos vérticespenetraban agudamente en la canal.

Bancos de arena y negros islotes debasalto habían surgido donde un mesatrás las quillas cortaban sin riesgo elagua profunda. Las chalanas yguabirobas que remontan el río fielmenteadheridos a la costa, raspaban con laspalas el fondo pedregoso de lasrestingas, un kilómetro río adentro.

Para una canoa los escollosdescubiertos no ofrecen peligro alguno,aun de noche. Pueden ofrecerlo, encambio, los bajofondos disimulados enla misma canal, pues ellos son por locomún cúspide de cerros a pico, a cuyoalrededor la profunda sima del agua noda fondo a setenta metros. Si la canoa

encalla en alguna de esas cumbressumergidas, no hay modo de arrancarlade allí; girará horas enteras sobre laproa o la popa, o más habitualmentesobre su mismo centro.

Por la extrema liviandad de micanoa yo estaba apenas expuesto a estepercance. Tranquilo, pues, descendíasobre las aguas negras, cuando uninusitado pestañear de faroles de vientohacia la playa de Itahú llamó miatención.

A tal hora de una noche lóbrega, elAlto Paraná, su bosque y su río son unasola mancha de tinta donde nada se ve.El remero se orienta por el pulso de la

corriente en las palas; por la mayordensidad de las tinieblas al abordar lascostas; por el cambio de temperatura delambiente; por los remolinos y remansos;por una serie, en fin, de indicios casiindefinibles.

Abordé en consecuencia a la playade Itahú, y guiado hasta el rancho deVan-Houten por los faroles que sedirigían allá, lo vi a él mismo, tendidode espaldas sobre el catre con el ojomás abierto y vidrioso de lo que sedebía esperar.

Estaba muerto. Su pantalón y camisagoteando todavía, y la hinchazón de suvientre, delataban bien a las claras la

causa de su muerte.Paolo hacía los honores del

accidente, relatándolo a todos losvecinos, conforme iban entrando. Novariaba las expresiones ni los ademanesdel caso, vuelto siempre hacia eldifunto, como si lo tomara de testigo.

—Ah, usted vio —se dirigió a mí alverme entrar—. ¿Qué le había dicho yosiempre? Que se iba a ahogar con sucanoa. Ahí lo tiene, duro. Desde estamañana estaba duro, y quería todavíallevar una botella de caña. Yo le dije:

»—Para mí, don Luis, que si ustedlleva la caña va a fondear la cabeza enel río.

»Él me contestó:»—Fondear, eso no lo ha visto nadie

hacer a Van-Houten… Y si fondeo, bah,tanto da.

»Y escupió. Usted sabe que siemprehablaba así, y se fue a la playa. Pero yono tenía nada que ver con él, porque yotrabajo a un tanto. Así es que le dije:

»—Hasta mañana entonces, y deje lacaña acá.

»Él me respondió:»—Lo que es la caña, no la dejo.»Y subió tambaleando en la canoa.»Ahí está ahora, más duro que esta

mañana. Romualdo el bizco y Josesinholo trajeron hace un rato y lo dejaron en

la playa, más hinchado que un barril. Loencontraron en la piedra frente a PuertoChuño. Allí estaba la guabirobaarrimada al islote, y a don Luis lopescaron con la liña en diez brazas defondo.

—Pero el accidente —lo interrumpí— ¿cómo fue?

—Yo no lo vi, Josesinho tampoco lovio, pero lo oyó a don Luis, porquepasaba con Romualdo a poner el espinelen el otro lado. Don Luis gritaba,cantaba y hacía fuerza al mismo tiempo,y Josesinho conoció que había varado, yle gritó que no paleara de popa, porqueen cuanto zafara la canoa, se iba a ir de

lomo al agua. Después Josesinho yRomualdo oyeron el tumbo en el río, ysintieron a don Luis que hablaba como sitragara agua. Lo que es tragar agua…Véalo, tiene el cinto en la ingle, y esoque ahora está vacío. Pero cuando loacostamos en la playa, echaba aguacomo un yacaré. Yo le pisaba la barriga,y a cada pisotón echaba un chorro altopor la boca. Hombre guapo para lapiedra y duro para morir en la mina, loera. Tomaba demasiado, es cierto, y yopuedo decirlo. Pero a él nunca le dijenada, porque usted sabe que yotrabajaba con él a un tanto…

Continué mi viaje. Desde el río en

tinieblas vi brillar todavía por largo ratola ventana iluminada, tan baja queparecía parpadear sobre la misma agua.Después la distancia la apagó. Peropasó un tiempo antes de que dejara dever a Van-Houten tendido en la playa yconvertido en un surtidor, bajo el pie desu socio que le pisaba el vientre.

Tacuara-Mansión

Frente al rancho de don Juan Brown, enMisiones, se levanta un árbol de grandiámetro y ramas retorcidas, que prestaa aquél frondosísimo amparo. Bajo esteárbol murió, mientras esperaba el díapara irse a su casa, Santiago Rivet, encircunstancias bastante singulares paraque merezcan ser contadas.

Misiones, colocada a la vera de unbosque que comienza allí y termina en elAmazonas, guarece a una serie de tiposa quienes podría lógicamente imputarsecualquier cosa menos el ser aburridos.

La vida más desprovista de interés alnorte de Posadas, encierra dos o trespequeñas epopeyas de trabajo o decarácter, si no de sangre. Pues bien secomprende que no son tímidos gatitos decivilización los tipos que del primerchapuzón o en el reflujo final de susvidas han ido a encallar allá.

Sin alcanzar los contornospintorescos de un João Pedro, por serotros los tiempos y otro el carácter delpersonaje, don Juan Brown merecemención especial entre los tipos deaquel ambiente.

Brown era argentino y totalmentecriollo, a despecho de una gran reserva

británica. Había cursado en La Plata doso tres brillantes años de ingeniería. Undía, sin que sepamos por qué, cortó susestudios y derivó hasta Misiones. Creohaberle oído decir que llegó a Iviraromípor un par de horas, asunto de ver lasruinas. Mandó más tarde buscar susvalijas a Posadas para quedarse dosdías más, y allí lo encontré yo quinceaños después, sin que en todo esetiempo hubiera abandonado una solahora el lugar. No le interesabamayormente el país; se quedaba allí,simplemente por no valer sin duda lapena hacer otra cosa.

Era un hombre joven todavía, grueso

y más que grueso muy alto, pues pesabacien kilos. Cuando galopaba —porexcepción— era fama que se veía alcaballo doblarse por el espinazo, y adon Juan sostenerlo con los pies entierra.

En relación con su grave empaque,don Juan era poco amigo de palabras. Surostro ancho y rapado bajo un largo pelohacia atrás, recordaba bastante al de untribuno del noventa y tres. Respirabacon cierta dificultad, a causa de sucorpulencia. Cenaba siempre a lascuatro de la tarde, y al anochecerllegaba infaliblemente al bar, fuere eltiempo que hubiere, al paso de su

heroico caballito, para retirarse tambiéninfaliblemente el último de todos. Se lellamaba «don Juan» a secas, e inspirabatanto respeto su volumen como sucarácter. He aquí dos muestras de eseraro carácter.

Cierta noche, jugando al truco con eljuez de Paz de entonces, el juez se vioen mal trance e intentó una trampa. DonJuan miró a su adversario sin decirpalabra, y prosiguió jugando. Alentadoel mestizo, y como la suerte continuarafavoreciendo a don Juan, tentó una nuevatrampa. Juan Brown echó una ojeada alas cartas, dijo tranquilo al juez:

—Hiciste trampa de nuevo; da las

cartas otra vez.Disculpas efusivas del mestizo, y

nueva reincidencia. Con igual calma,don Juan le advirtió:

—Has vuelto a hacer trampa; da lascartas de nuevo.

Cierta noche, durante una partida deajedrez, se le cayó a don Juan elrevólver, y el tiro partió. Brown recogiósu revólver sin decir una palabra yprosiguió jugando, ante los bulliciososcomentarios de los contertulios, cadauno de los cuales, por lo menos, creíahaber recibido la bala. Sólo al final sesupo que quien la había recibido en unapierna, era el mismo don Juan.

Brown vivía solo en Tacuara-Mansión (así llamada porque estaba enverdad construida de caña tacuara, y porotro malicioso motivo). Servíale decocinero un húngaro de mirada muy duray abierta, y que parecía echar laspalabras en explosiones a través de losdientes. Veneraba a don Juan, el cual,por su parte, apenas le dirigía lapalabra.

Final de este carácter: muchos añosdespués, cuando en Iviraromí hubo unpiano, se supo recién entonces que donJuan era un eximio ejecutante.

Lo más particular de don Juan Brown,sin embargo, eran las relaciones quecultivaba con monsieur Rivet, llamadooficialmente Santiago-Guido-Luciano-María Rivet.

Era éste un perfecto ex hombre,arrojado hasta Iviraromí por la últimaoleada de su vida. Llegado al paísveinte años atrás, y con muy brillanteactuación luego en la dirección técnicade una destilería de Tucumán, redujopoco a poco el límite de sus actividadesintelectuales, hasta encallar por fin enIviraromí, en carácter de despojo

humano.Nada sabemos de su llegada allá. Un

crepúsculo, sentados a las puertas delbar, lo vimos desembocar del monte delas ruinas en compañía de Luisser, unmecánico manco, tan pobre como alegre,y que decía siempre no faltarle nada apesar de que le faltaba un brazo.

En esos momentos el optimistasujeto se ocupaba de la destilación dehojas de naranjo, en el alambique másoriginal que darse pueda. Yavolveremos sobre esta fase suya. Peroen aquellos instantes de fiebredestilatoria la llegada de un químicoindustrial de la talla de Rivet fue un

latigazo de excitación para las fantasíasdel pobre manco. Él nos informó de lapersonalidad de monsieur Rivet,presentándolo un sábado de noche en elbar, que desde entonces honró con supresencia.

Monsieur Rivet era un hombrecillodiminuto, muy flaco, y que los domingosse peinaba el cabello en dos grasientasondas a ambos lados de la frente. Entresus barbas siempre sin afeitar peronunca largas, tendíanse constantementeadelante sus labios en un profundodesprecio por todos, y en particular porlos doctores de Iviraromí. El másdiscreto ensayo de sapecadoras y

secadoras de yerba mate que secomentaba en el bar, apenas arrancabaal químico otra cosa que salivazos dedesprecio, y frases entrecortadas:

—¡Tzsh…! Doctorcitos… No sabennada… ¡Tzsh…! Porquería…

Desde todos o casi todos los puntosde vista, nuestro hombre era el poloopuesto del impasible Juan Brown. Ynada decimos de la corpulencia deambos, por cuanto nunca llegó a verseen boliche alguno del Alto Paraná, serde hombros más angostos y flacura másraquítica que la de mosiú Rivet. Aunqueesto sólo llegamos a apreciarlo en formala noche del domingo en que el químico

hizo su entrada en el bar vestido con unflamante trajecito negro de adolescente,aun angosto de espalda y piernas para élmismo. Pero Rivet parecía orgulloso deél, y sólo se lo ponía los sábados ydomingos de noche.

El bar de que hemos hecho referenciaera un pequeño hotel para refrigerio delos turistas que llegaban en inviernohasta Iviraromí a visitar las famosasruinas jesuíticas, y que después dealmorzar proseguían viaje hasta elIguazú, o regresaban a Posadas. En elresto de las horas, el bar nos pertenecía.

Servía de infalible punto de reunión alos pobladores con alguna cultura deIviraromí: diecisiete en total. Y era unade las mayores curiosidades en aquellaamalgama de fronterizos del bosque, elque los diecisiete jugaran al ajedrez, ybien. De modo que la tertuliadesarrollábase a veces en silencio entreespaldas dobladas sobre cinco o seistableros, entre sujetos la mitad de loscuales no podían concluir de firmar sinsecarse dos o tres veces la mano.

A las doce de la noche el barquedaba desierto, salvo las ocasiones enque don Juan había pasado toda lamañana y toda la tarde de espaldas al

mostrador de todos los boliches deIviraromí. Don Juan era entoncesinconmovible. Malas noches éstas parael barman, pues Brown poseía la mássólida cabeza del país. Recostado aldespacho de bebidas, veía pasar lashoras una tras otra, sin moverse ni oír albarman, que para advertir a don Juansalía cada instante afuera a pronosticarlluvia.

Como monsieur Rivet demostraba asu vez una gran resistencia, prontollegaron el ex ingeniero y el ex químicoa encontrarse en frecuentes vis-à-vis. Novaya a creerse, sin embargo, que estacomún finalidad y fin de vida hubiera

creado el menor asomo de amistad entreellos. Don Juan, en pos de un Buenasnoches, más indicado que dicho, novolvía a acordarse para nada de sucompañero. M. Rivet, por su parte, nodisminuía en honor de Juan Brown eldesprecio que le inspiraban los doctoresde Iviraromí, entre los cuales contabanaturalmente a don Juan. Pasaban lanoche juntos y solos, y a vecesproseguían la mañana entera en elprimer boliche abierto; pero sin mirarsesiquiera.

Estos originales encuentros setornaron más frecuentes al mediar elinvierno, en que el socio de Rivet

emprendió la fabricación de alcohol denaranja, bajo la dirección del químico.Concluida esta empresa con la catástrofede que damos cuenta en otro relato,Rivet concurrió todas las noches al bar,con su esbeltito traje negro. Y como donJuan pasaba en esos momentos por unade sus malas crisis, tuvieron ambosocasión de celebrar vis-à-visfantásticos, hasta llegar al último, quefue el decisivo.

Por las razones antedichas y elmanifiesto lucro que el dueño del barobtenía con ellas, éste pasaba las noches

en blanco, sin otra ocupación queatender los vasos de los dos socios, ycargar de nuevo la lámpara de alcohol.Frío, habrá que suponerlo en esas crudasnoches de junio. Por ello el bolichero serindió una noche, y después de confiar ala honorabilidad de Brown el resto de ladamajuana de caña, se fue a acostar. Demás está decir que Brown eraúnicamente quien respondía de estosgastos a dúo.

Don Juan, pues, y monsieur Rivetquedaron solos a las dos de la mañana,el primero en su lugar habitual, duro eimpasible como siempre, y el químicopaseando agitado con la frente en sudor,

mientras afuera caía una cortante helada.Durante dos horas no hubo novedad

alguna; pero al dar las tres, ladamajuana se vació. Ambos loadvirtieron, y por un largo rato los ojosglobosos y muertos de don Juan sefijaron en el vacío delante de él. Al fin,volviéndose a medias, echó una ojeada ala damajuana agotada, y recuperó trasella su pose. Otro largo rato transcurrióy de nuevo volviose a observar elrecipiente. Cogiéndolo por fin, lomantuvo boca abajo sobre el cinc; nada:ni una gota.

Una crisis de dipsomanía puede serderivada con lo que se quiera, menos

con la brusca supresión de la droga. Devez en cuando, y a las puertas mismasdel bar, rompía el canto estridente de ungallo, que hacía resoplar a Juan Brown,y perder el compás de su marcha aRivet. Al final, el gallo desató la lenguadel químico en improperios pastososcontra los doctorcitos. Don Juan noprestaba a su cháchara convulsiva lamenor atención; pero ante el constante:«Porquería… no saben nada…» del exquímico, Juan Brown volvió a él suspesados ojos, y le dijo:

—¿Y vos qué sabés?Rivet, al trote y salivando se lanzó

entonces en insultos del mismo jaez

contra don Juan, quien lo siguióobstinadamente con los ojos. Al finresopló, apartando de nuevo la vista:

—Francés del diablo…La situación, sin embargo, se volvió

intolerable. La mirada de don Juan, fijadesde hacía rato en la lámpara, cayó porfin de costado sobre su socio:

—Vos que sabés de todo,industrial… ¿Se puede tomar el alcoholcarburado?

¡Alcohol! La sola palabra sofocó,como un soplo de fuego, la irritación deRivet. Tartamudeó, contemplando lalámpara:

—¿Carburado…? ¡Tzsh…!

Porquería… Bencinas… Piridinas…¡Tzsh…! Se puede tomar.

No bastó más. Los sociosencendieron una vela, vertieron en ladamajuana el alcohol con el mismopestilente embudo, y ambos volvieron ala vida.

El alcohol carburado no es unabebida para seres humanos. Cuandohubieron vaciado la damajuana hasta laúltima gota, don Juan perdió por primeravez en la vida su impasible línea, ycayó, se desplomó como un elefante enla silla. Rivet sudaba hasta las mechasdel cabello, y no podía arrancarse de labaranda del billar.

—Vamos —le dijo don Juan,arrastrando consigo a Rivet, queresistía.

Brown logró cinchar su caballo,pudo izar al químico a la grupa, y a lastres de la mañana partieron del bar alpaso del flete de Brown, que siendocapaz de trotar con cien kilos encima,bien podía caminar cargado con cientocuarenta.

La noche, muy fría y clara, debíaestar ya velada de neblina en la cuencade las vertientes. En efecto, apenas a lavista del valle del Yabebirí, pudieronver la bruma, acostada desde temprano alo largo del río, ascender desflecada en

jirones por la falda de la serranía. Másen lo hondo aún, el bosque tibio debíaestar ya blanco de vapores.

Fue lo que aconteció. Los viajerostropezaron de pronto con el monte,cuando debían estar ya en Tacuara-Mansión. El caballo, fatigado se resistíaa abandonar el lugar. Don Juan volviógrupa, y un rato después tenían de nuevoel bosque por delante.

«Perdidos…» —pensó don Juan,castañeteando a pesar suyo, pues auncuando la cerrazón impedía la helada, elfrío no mordía menos.

Tomó otro rumbo, confiando esta vezen el caballo. Bajo su saco de astracán,

Brown se sentía empapado en sudor dehielo. El químico, más lesionado,bailoteaba en ancas de un lado paraotro, inconsciente del todo.

El monte los detuvo de nuevo. DonJuan consideró entonces que había hechocuanto era posible para llegar a su casa.Allí mismo ató su caballo en el primerárbol, y tendiendo a Rivet al lado suyose acostó al pie de aquél. El químico,muy encogido, había doblado lasrodillas hasta el pecho, y temblaba sintregua. No ocupaba más espacio que unacriatura, y eso, flaca. Don Juan locontempló un momento, y encogiéndoseligeramente de hombros, apartó de sí el

mandil que se había echado encima, ycubrió con él a Rivet, hecho lo cual, setendió de espaldas sobre el pasto dehielo.

Cuando volvió en sí, el sol estaba yamuy alto. Y a diez metros de ellos, supropia casa.

Lo que había pasado era muysencillo: ni un solo momento se habíanextraviado la noche anterior. El caballohabíase detenido la primera vez —ytodas— ante el gran árbol de Tacuara-Mansión, que el alcohol de lámparas yla niebla habían impedido ver a su

dueño. Las marchas y contramarchas, alparecer interminables, habíanseconcretado a sencillos rodeos alrededordel árbol familiar.

De cualquier modo, acababan de serdescubiertos por el húngaro de don Juan.Entre ambos transportaron al rancho amonsieur Rivet, en la misma postura deniño con frío en que había muerto. JuanBrown, por su parte, y a pesar de losporrones calientes, no pudo dormirse enlargo tiempo, calculandoobstinadamente, ante su tabique decedro, el número de tablas quenecesitaría el cajón de su socio.

Y a la mañana siguiente las vecinas

del pedregoso camino del Yabebiríoyeron desde lejos y vieron pasar elsaltarín carrito de ruedas macizas, yseguido aprisa por el manco, que sellevaba los restos del difunto químico.

Maltrecho a pesar de su enormeresistencia, don Juan no abandonó endiez días Tacuara-Mansión. No faltó sinembargo quien fuera a informarse de loque había pasado, so pretexto deconsolar a don Juan y de cantar aleluyasal ilustre químico fallecido.

Don Juan le dejó hablar sininterrumpirlo. Al fin, ante nuevas loas al

intelectual desterrado en país salvajeque acababa de morir, don Juan seencogió de hombros:

—Gringo de porquería… —murmuró apartando la vista.

Y ésta fue toda la oración fúnebre demonsieur Rivet.

El hombre muerto

El hombre y su machete acababan delimpiar la quinta calle del bananal.Faltábanles aún dos calles; pero comoen éstas abundaban las chircas y malvassilvestres, la tarea que tenían pordelante era muy poca cosa. El hombreechó, en consecuencia, una miradasatisfecha a los arbustos rozados, ycruzó el alambrado para tenderse un ratoen la gramilla.

Mas al bajar el alambre de púa ypasar el cuerpo, su pie izquierdo resbalósobre un trozo de corteza desprendida

del poste, a tiempo que el machete se leescapaba de la mano. Mientras caía, elhombre tuvo la impresión sumamentelejana de no ver el machete de plano enel suelo.

Ya estaba tendido en la gramilla,acostado sobre el lado derecho, talcomo él quería. La boca, que acababa deabrírsele en toda su extensión, acababatambién de cerrarse. Estaba comohubiera deseado estar, las rodillasdobladas y la mano izquierda sobre elpecho. Sólo que tras el antebrazo, einmediatamente por debajo del cinto,

surgían de su camisa el puño y la mitadde la hoja del machete, pero el resto nose veía.

El hombre intentó mover la cabeza,en vano. Echó una mirada de reojo a laempuñadura del machete, húmeda aúndel sudor de su mano. Apreciómentalmente la extensión y la trayectoriadel machete dentro de su vientre, yadquirió fría, matemática e inexorable,la seguridad de que acababa de llegar altérmino de su existencia.

La muerte. En el transcurso de lavida se piensa muchas veces en que undía, tras años, meses, semanas y díaspreparatorios, llegaremos a nuestro

turno al umbral de la muerte. Es la leyfatal, aceptada y prevista; tanto, quesolemos dejarnos llevar placenteramentepor la imaginación a ese momento,supremo entre todos, en que lanzamos elúltimo suspiro.

Pero entre el instante actual y esapostrera espiración, ¡qué de sueños,trastornos, esperanzas y dramaspresumimos en nuestra vida! ¡Qué nosreserva aún esta existencia llena devigor, antes de su eliminación delescenario humano! Es éste el consuelo,el placer y la razón de nuestrasdivagaciones mortuorias: ¡Tan lejos estála muerte, y tan imprevisto lo que

debemos vivir aún!¿Aún…? No han pasado dos

segundos: el sol está exactamente a lamisma altura; las sombras no hanavanzado un milímetro. Bruscamente,acaban de resolverse para el hombretendido las divagaciones a largo plazo:se está muriendo.

Muerto. Puede considerarse muertoen su cómoda postura.

Pero el hombre abre los ojos y mira.¿Qué tiempo ha pasado? ¿Quécataclismo ha sobrevenido en el mundo?¿Qué trastorno de la naturaleza trasudael horrible acontecimiento?

Va a morir. Fría, fatal e

ineludiblemente, va a morir.El hombre resiste —¡es tan

imprevisto ese horror!— y piensa: Esuna pesadilla; ¡esto es! ¿Qué hacambiado? Nada. Y mira: ¿No es acasoese bananal su bananal? ¿No viene todaslas mañanas a limpiarlo? ¿Quién loconoce como él? Ve perfectamente elbananal, muy raleado, y las anchas hojasdesnudas al sol. Allí están, muy cerca,deshilachadas por el viento. Pero ahorano se mueven… Es la calma delmediodía; pronto deben ser las doce.

Por entre los bananos, allá arriba, elhombre ve desde el duro suelo el techorojo de su casa. A la izquierda entrevé

el monte y la capuera de canelas. Noalcanza a ver más, pero sabe muy bienque a sus espaldas está el camino alpuerto nuevo; y que en la dirección de sucabeza, allá abajo, yace en el fondo delvalle el Paraná dormido como un lago.Todo, todo exactamente como siempre;el sol de fuego, el aire vibrante ysolitario, los bananos inmóviles, elalambrado de postes muy gruesos y altosque pronto tendrá que cambiar…

¡Muerto! ¿Pero es posible? ¿No eséste uno de los tantos días en que hasalido al amanecer de su casa con elmachete en la mano? ¿No está allímismo, a cuatro metros de él, su caballo,

su malacara, oliendo parsimoniosamenteel alambre de púa?

¡Pero sí! Alguien silba… No puedever, porque está de espaldas al camino;mas siente resonar en el puentecito lospasos del caballo… Es el muchacho quepasa todas las mañanas hacia el puertonuevo, a las once y media. Y siempresilbando… Desde el poste descascaradoque toca casi con las botas, hasta elcerco vivo de monte que separa elbananal del camino, hay quince metroslargos. Lo sabe perfectamente bien,porque él mismo, al levantar elalambrado, midió la distancia.

¿Qué pasa, entonces? ¿Es ése o no

un natural mediodía de los tantos enMisiones, en su monte, en su potrero, enel bananal ralo? ¡Sin duda! Gramillacorta, conos de hormigas, silencio, sol aplomo…

Nada, nada ha cambiado. Sólo él esdistinto. Desde hace dos minutos supersona, su personalidad viviente, nadatiene ya que ver ni con el potrero, queformó él mismo a azada, durante cincomeses consecutivos, ni con el bananal,obras de sus solas manos. Ni con sufamilia. Ha sido arrancado bruscamente,naturalmente, por obra de una cáscaralustrosa y un machete en el vientre. Hacedos minutos: se muere.

El hombre, muy fatigado y tendidoen la gramilla sobre el costado derecho,se resiste siempre a admitir un fenómenode esa trascendencia, ante el aspectonormal y monótono de cuanto mira. Sabebien la hora: las once y media… Elmuchacho de todos los días acaba depasar sobre el puente.

¡Pero no es posible que hayaresbalado…! El mango de su machete(pronto deberá cambiarlo por otro; tieneya poco vuelo) estaba perfectamenteoprimido entre su mano izquierda y elalambre de púa. Tras diez años debosque, él sabe muy bien cómo semaneja un machete de monte. Está

solamente muy fatigado del trabajo deesa mañana, y descansa un rato como decostumbre.

¿La prueba…? ¡Pero esa gramillaque entra ahora por la comisura de suboca la plantó él mismo, en panes detierra distantes un metro uno de otro! ¡Yése es su bananal; y ése es su malacara,resoplando cauteloso ante las púas delalambre! Lo ve perfectamente; sabe queno se atreve a doblar la esquina delalambrado, porque él está echado casi alpie del poste. Lo distingue muy bien; yve los hilos oscuros de sudor quearrancan de la cruz y del anca. El solcae a plomo, y la calma es muy grande,

pues ni un fleco de los bananos semueve. Todos los días, como ése, havisto las mismas cosas.

… Muy fatigado, pero descansasólo. Deben de haber pasado ya variosminutos… Y a las doce menos cuarto,desde allá arriba, desde el chalet detecho rojo, se desprenderán hacia elbananal su mujer y sus dos hijos, abuscarlo para almorzar. Oye siempre,antes que las demás, la voz de su chicomenor que quiere soltarse de la mano desu madre: ¡Piapiá! ¡Piapiá!

¿No es eso…? ¡Claro, oye! Ya es lahora. Oye efectivamente la voz de suhijo…

¡Qué pesadilla…! ¡Pero es uno delos tantos días, trivial como todos, claroestá! Luz excesiva, sombrasamarillentas, calor silencioso de hornosobre la carne, que hace sudar almalacara inmóvil ante el bananalprohibido.

… Muy cansado, mucho, pero nadamás. ¡Cuántas veces, a mediodía comoahora, ha cruzado volviendo a casa esepotrero, que era capuera cuando élllegó, y antes había sido monte virgen!Volvía entonces, muy fatigado también,con su machete pendiente de la manoizquierda, a lentos pasos.

Puede aún alejarse con la mente, si

quiere; puede si quiere abandonar uninstante su cuerpo y ver, desde eltajamar por él construido, el trivialpaisaje de siempre: el pedregullovolcánico con gramas rígidas; el bananaly su arena roja: el alambradoempequeñecido en la pendiente, que seacoda hacia el camino. Y más lejos aúnver el potrero, obra sola de sus manos.Y al pie de un poste descascarado,echado sobre el costado derecho y laspiernas recogidas, exactamente comotodos los días, puede verse a él mismo,como un pequeño bulto asoleado sobrela gramilla, descansando, porque estámuy cansado…

Pero el caballo rayado de sudor, einmóvil de cautela ante el esquinado delalambrado, ve también al hombre en elsuelo y no se atreve a costear el bananalcomo desearía. Ante las voces que yaestán próximas —¡Piapiá!— vuelve unlargo, largo rato las orejas inmóviles albulto: y tranquilizado al fin, se decide apasar entre el poste y el hombre tendido.Que ya ha descansado.

El techo de incienso

En los alrededores y dentro de las ruinasde San Ignacio, la subcapital delImperio Jesuítico, se levanta enMisiones el pueblo actual del mismonombre. Lo constituyen una serie deranchos ocultos unos de los otros por elbosque. A la vera de las ruinas, sobreuna loma descubierta, se alzan algunascasas de material, blanqueadas hasta laceguera por la cal y el sol, pero conmagnífica vista al atardecer hacia elvalle del Yabebirí. Hay en la coloniaalmacenes, muchos más de los que se

pueden desear, al punto de que no esposible ver abierto un camino vecinal,sin que en el acto un alemán, un españolo un sirio se instale en el cruce con unboliche. En el espacio de dos manzanasestán ubicadas todas las oficinaspúblicas: comisaría, juzgado de paz,comisión municipal, y una escuela mixta.Como nota de color, existe en lasmismas ruinas —invadidas por elbosque, como es sabido— un bar,creado en los días de fiebre de la yerbamate, cuando los capataces quedescendían del Alto Paraná hastaPosadas bajaban ansiosos en SanIgnacio a parpadear de ternura ante una

botella de whisky. Alguna vez herelatado las características de aquel bar,y no volveremos por hoy a él.

Pero en la época a que nos referimosno todas las oficinas públicas estabaninstaladas en el pueblo mismo. Entre lasruinas y el puerto nuevo, a media leguade unas y otro, en una magnífica mesetapara goce particular de su habitante,vivía Orgaz, el jefe del Registro Civil, yen su misma casa tenía instalada laoficina pública.

La casita de este funcionario era demadera, con techo de tablillas deincienso dispuestas como pizarras. Eldispositivo es excelente si se usa de

tablillas secas y barreneadas deantemano. Pero cuando Orgaz montó eltecho la madera era recién rajada, y elhombre la afirmó a clavo limpio; con locual las tejas de incienso se abrieron yarquearon en su extremidad libre haciaarriba, hasta dar un aspecto de erizo altecho del bungalow. Cuando llovía,Orgaz cambiaba ocho a diez veces delugar su cama, y sus muebles teníanregueros blancuzcos de agua.

Hemos insistido en este detalle de lacasa de Orgaz, porque tal techo erizadoabsorbió durante cuatro años las fuerzasdel jefe del Registro Civil, sin darleapenas tiempo en los días de tregua para

sudar a la siesta estirando el alambrado,o perderse en el monte por dos días,para aparecer por fin a la luz con lacabeza llena de hojarasca.

Orgaz era un hombre amigo de lanaturaleza, que en sus malos momentoshablaba poco y escuchaba en cambiocon profunda atención un poco insolente.En el pueblo no se le quería, pero se lerespetaba. Pese a la democraciaabsoluta de Orgaz y a su fraternidad yaun chacotas con los gentiles hombresde yerbas y autoridades —todos ellos encorrectos breeches—, había siempre unabarrera de hielo que los separaba. Nopodía hallarse en ningún acto de Orgaz

el menor asomo de orgullo. Y estoprecisamente: orgullo, era lo que se leimputaba.

Algo, sin embargo, había dado lugara esta impresión.

En los primeros tiempos de sullegada a San Ignacio, cuando Orgaz noera aún funcionario y vivía solo en sumeseta construyendo su techo erizado,recibió una invitación del director de laescuela para que visitara elestablecimiento. El director,naturalmente, se sentía halagado dehacer los honores de su escuela a unindividuo de la cultura de Orgaz.

Orgaz se encaminó allá a la mañana

siguiente con su pantalón azul, sus botasy su camisa de lienzo habitual. Pero lohizo atravesando el monte, donde hallóun lagarto de gran tamaño que quisoconservar vivo, para lo cual le ató unaliana al vientre. Salió por fin del monte,e hizo de este modo su entrada en laescuela, ante cuyo portón el director ylos maestros lo aguardaban, con unamanga partida en dos, y arrastrando a sulagarto de la cola.

También en esos días los burros deBouix ayudaron a fomentar la opiniónque sobre Orgaz se creaba.

Bouix era un francés que durantetreinta años vivió en el país

considerándolo suyo, y cuyos animalesvagaban libres devastando las míserasplantaciones de los vecinos. La terneramenos hábil de las hordas de Bouix eraya bastante astuta para cabecear horasenteras entre los hilos del alambrado,hasta aflojarlos. Entonces no se conocíaallá el alambre de púa. Pero cuando sele conoció, quedaron los burritos deBouix, que se echaban bajo el últimoalambre, y allí bailaban de costado hastapasar del otro lado. Nadie se quejaba:Bouix era el juez de paz de San Ignacio.

Cuando Orgaz llegó allá, Bouix noera más juez. Pero sus burritos loignoraban, y proseguían trotando por los

caminos al atardecer en busca de unaplantación tierna que examinaban porsobre los alambres con los belfostrémulos y las orejas paradas.

Al llegarle su turno de devastación,Orgaz soportó pacientemente; estiróalgunos alambres, y se levantó algunasnoches a correr desnudo por el rocío alos burritos que entraban hasta en sucarpa. Fue, por fin, a quejarse a Bouix,el cual llamó afanoso a todos sus hijospara recomendarles que cuidaran a losburros que iban a molestar al «pobrecitoseñor Orgaz». Los burritos continuaronlibres y Orgaz tornó un par de veces aver al francés cazurro, que se lamentó y

llamó de nuevo a palmadas a todos sushijos, con el resultado anterior.

Orgaz puso entonces un letrero en elcamino real, que decía:

¡Ojo! Los pastos de estepotrero estánenvenenados.

Y por diez días descansó. Pero a lanoche subsiguiente tornaba a oír elpasito sigiloso de los burros queascendían la meseta, y un poco mástarde oyó el rac-rac de las hojas de suspalmeras arrancadas. Orgaz perdió la

paciencia, y saliendo desnudo fusiló alprimer burro que halló por delante.

Con un muchacho mandó al díasiguiente avisar a Bouix que en su casahabía amanecido muerto un burro. Nofue el mismo Bouix a comprobar elinverosímil suceso, sino su hijo mayor,un hombre tan alto como trigueño y tantrigueño como sombrío. El hoscomuchacho leyó el letrero al pasar elportón, y ascendió de mal talante a lameseta, donde Orgaz lo esperaba con lasmanos en los bolsillos. Sin saludarapenas, el delegado de Bouix seaproximó al burro muerto, y Orgaz hizolo mismo. El muchachón giró un par de

veces alrededor del burro, mirándolopor todos lados.

—De cierto ha muerto anoche… —murmuró por fin—. Y de qué puedehaber muerto…

En mitad del pescuezo, más flagranteque el día mismo, gritaba al sol laenorme herida de bala.

—Quién sabe… Seguramenteenvenenado —repuso tranquilo Orgaz,sin quitar las manos de los bolsillos.

Pero los burritos desaparecieronpara siempre de la chacra de Orgaz.

Durante el primer año de sus funciones

como jefe del Registro Civil, todo SanIgnacio protestó contra Orgaz, quearrasando con las disposiciones enrigor, había instalado la oficina a medialegua del pueblo. Allá, en el bungalow,en una piecita con piso de tierra, muyoscurecida por la galería y por un granmandarino que interceptaba casi laentrada, los clientes esperabanindefectiblemente diez minutos, puesOrgaz no estaba o estaba con las manosllenas de bleck. Por fin el funcionarioanotaba a escape los datos en unpapelito cualquiera, y salía de la oficinaantes que su cliente, a trepar de nuevo altecho.

En verdad, no fue otro el principalquehacer de Orgaz durante sus primeroscuatro años de Misiones. En Misionesllueve, puede creerse, hasta poner aprueba dos chapas de cinc superpuestas.Y Orgaz había construido su techo contablillas empapadas por todo un otoñode diluvio. Las planchas de Orgaz seestiraron literalmente; pero las tablillasdel techo sometidas a ese trabajo de soly humedad levantaron todas susextremos libres, con el aspecto de erizoque hemos apuntado.

Visto desde abajo, desde las piezassombrías, el techo aquel de maderaoscura ofrecía la particularidad de ser la

parte más clara del interior, porque cadatablilla levantada en su extremo ejercíade claraboya. Hallábanse, además,adornado con infinitos redondeles deminio, marcas que Orgaz ponía con cañaen las grietas, no por donde goteaba,sino vertía el agua sobre su cama. Perolo más particular eran los trozos decuerda con que Orgaz calafateaba sutecho, y que ahora, desprendidas ypesadas de alquitrán, pendían inmóvilesy reflejaban filetes de luz, como víboras.

Orgaz había probado todo lo posiblepara remediar su techo. Ensayó cuñas demadera, yeso, portland, cola albicromato, aserrín alquitranado. En pos

de dos años de tanteos en los cuales noalcanzó a conocer, como sus antecesoresmás remotos, el placer de hallarse denoche al abrigo de la lluvia, Orgaz fijósu atención en el elemento arpillera-bleck. Fue éste un verdadero hallazgo, yel hombre reemplazó entonces todos losinnobles remiendos de portland yaserrín-maché por su negro cemento.

Cuantas personas iban a la oficina opasaban en dirección al puerto nuevo,estaban seguras de ver al funcionariosobre el techo. En pos de cadacompostura, Orgaz esperaba una nuevalluvia, y sin muchas ilusiones entraba aobservar su eficacia. Las viejas

claraboyas se comportaban bien; peronuevas grietas se habían abierto, quegoteaban —naturalmente— en el nuevolugar donde Orgaz había puesto su cama.

Y en esta lucha constante entre lapobreza de recurso y un hombre quequería a toda costa conquistar el másviejo ideal de la especie humana: untecho que lo resguarde del agua, fuesorprendido Orgaz por donde más habíapecado.

Las horas de oficina de Orgaz eran desiete a once. Ya hemos visto cómoatendía en general sus funciones. Cuando

el jefe de Registro Civil estaba en elmonte o entre su mandioca, el muchacholo llamaba con la turbina de la máquinade matar hormigas. Orgaz ascendía laladera con la azada al hombro o elmachete pendiente de la mano, deseandocon toda el alma que hubiera pasado unsolo minuto después de las once.Traspasada esta hora, no había modo deque el funcionario atendiera su oficina.

En una de estas ocasiones, mientrasOrgaz bajaba del techo del bungalow, elcencerro del portoncito sonó. Orgazechó una ojeada al reloj: eran las once ycinco minutos. Fue en consecuenciatranquilo a lavarse las manos en la

piedra de afilar, sin prestar atención almuchacho que le decía:

—Hay gente, patrón.—Que venga mañana.—Se lo dije, pero dice que es el

Inspector de Justicia…—Esto es otra cosa; que espere un

momento —repuso Orgaz; y continuófrotándose con grasa los antebrazosnegros de bleck, en tanto que su ceño sefruncía cada vez más.

En efecto, sobrábanle motivos.Orgaz había solicitado el

nombramiento de juez de paz y jefe delRegistro Civil para vivir. No tenía amoralguno a sus funciones, bien que

administrara justicia —sentado en unaesquina de la mesa y con una llaveinglesa en las manos— con perfectaequidad. Pero el Registro Civil era supesadilla. Debía llevar al día, y porpartida doble, los libros de actas denacimientos, de defunciones y dematrimonio. La mitad de las veces eraarrancado por la turbina a sus tareas dechacra, y la otra mitad se le interrumpíaen pleno estudio, sobre el techo, dealgún cemento que iba por fin adepararle cama seca cuando llovía.Apuntaba así a escape los datosdemográficos en el primer papel quehallaba a mano, y huía de la oficina.

Luego, la tarea inacabable de llamara los testigos para firmar las actas, puescada peón ofrecía como tales a genterarísima que no salía jamás del monte.De aquí, inquietudes que Orgazsolucionó el primer año del mejor modoposible, pero que lo cansaron del todode sus funciones.

—Estamos lucidos —se decía,mientras concluía de quitarse el bleck yafilaba en el aire, por costumbre—. Siescapo de ésta, tengo suerte…

Fue por fin a la oficina oscura,donde el inspector observabaatentamente la mesa en desorden, las dosúnicas sillas, el piso de tierra, y alguna

media en los tirantes del techo, llevadaallá por las ratas.

El hombre no ignoraba quién eraOrgaz, y durante un rato amboscharlaron de cosas bien ajenas a laoficina. Pero cuando el inspector delRegistro Civil entró fríamente enfunciones, la cosa fue muy distinta.

En aquel tiempo los libros de actaspermanecían en las oficinas locales,donde eran inspeccionados cada año.Así por lo menos debía hacerse. Pero enla práctica transcurrían años sin que lainspección se efectuara, y hasta cuatroaños, como en el caso de Orgaz. Demodo que el inspector cayó sobre

veinticuatro libros del Registro Civil,doce de los cuales tenían sus actas sinfirmas, y los otros doce estabantotalmente en blanco.

El inspector hojeaba despacio librotras libro, sin levantar los ojos. Orgaz,sentado en la esquina de la mesa,tampoco decía nada. El visitante noperdonaba una sola página; una por una,iba pasando lentamente las hojas enblanco. Y no había en la pieza otramanifestación de vida —aunquesobrecargada de intención— que elimplacable crujido de papel de hilo alvoltear, y el vaivén infatigable de labota de Orgaz.

—Bien —dijo por fin el inspector—. ¿Y las actas correspondientes a estosdoce libros en blanco?

Volviéndose a medias, Orgaz cogióuna lata de galletitas y la volcó sin decirpalabra sobre la mesa, que desbordó depapelitos de todo aspecto y clase,especialmente de estraza, queconservaban huellas de los herbarios deOrgaz. Los papelitos aquellos, escritoscon lápices grasos de marcar madera enel monte —amarillos, azules y rojos—,hacían un bonito efecto, que elfuncionario inspector consideró un largomomento. Y después consideró otromomento a Orgaz.

—Muy bien —exclamó—. Es laprimera vez que veo libros como éstos.Dos años enteros de actas sin firmar. Yel resto en la lata de galletitas. Bien,señor. Nada más me queda por haceraquí.

Pero ante el aspecto de duro trabajoy las manos lastimadas de Orgaz,reaccionó un tanto.

—¡Magnífico, usted! —le dijo—.No se ha tomado siquiera el trabajo decambiar cada año la edad de sus dosúnicos testigos. Son siempre los mismosen cuatro años y veinticuatro libros deactas. Siempre tienen veinticuatro añosel uno, y treinta y seis el otro. Y este

carnaval de papelitos… Usted es unfuncionario del Estado. El Estado lepaga para que desempeñe sus funciones.¿Es cierto?

—Es cierto —repuso Orgaz.—Bien. Por la centésima parte de

esto, usted merecía no quedar un día másen su oficina. Pero no quiero proceder.Le doy tres días de tiempo —agregómirando el reloj—. De aquí a tres díasestoy en Posadas y duermo a bordo a lasonce. Le doy tiempo hasta las diez de lanoche del sábado para que me lleve loslibros en forma. En caso contrario,procedo. ¿Entendido?

—Perfectamente —contestó Orgaz.

Y acompañó hasta el portón a suvisitante, que lo saludó desabridamenteal partir al galope.

Orgaz ascendió sin prisa elpedregullo volcánico que rodaba bajosus pies. Negra, más negra que lasplacas de bleck de su techo caldeado,era la tarea que lo esperaba. Calculómentalmente, a tantos minutos por acta,el tiempo de que disponía para salvar supuesto, y con él la libertad de proseguirsus problemas hidrófugos. No teníaOrgaz otros recursos que los que elEstado le suministraba por llevar al díasus libros del Registro Civil. Debía,pues, conquistar la buena voluntad del

Estado, que acababa de suspender de unfinísimo hilo su empleo.

En consecuencia, Orgaz concluyó dedesterrar de sus manos con tabatingatodo rastro de alquitrán, y se sentó a lamesa a llenar doce grandes libros delRegistro Civil. Solo, jamás hubierallevado a cabo su tarea en el tiempoemplazado. Pero su muchacho lo ayudó,dictándole.

Era éste un chico polaco, de doceaños, pelirrojo y todo él anaranjado depecas. Tenía las pestañas tan rubias queni de perfil se le notaban, y llevabasiempre la gorra sobre los ojos, porquela luz le dañaba la vista. Prestaba sus

servicios a Orgaz y le cocinaba siempreun mismo plato que su patrón y élcomían juntos bajo el mandarino.

Pero en esos tres días, el horno deensayo de Orgaz, y que el polaquitousaba de cocina, no funcionó. La madredel muchacho quedó encargada de traertodas las mañanas a la meseta mandiocaasada.

Frente a frente en la oficina oscura ycaldeada como una barbacuá, Orgaz y susecretario trabajaron sin moverse, eljefe desnudo desde la cintura arriba, ysu ayudante con la gorra sobre la nariz,aun allá adentro. Durante tres días no seoyó sino la voz cantante de escuelero

del polaquito, y el bajo con que Orgazafirmaba las últimas palabras. De vez encuando comían galleta o mandioca, sininterrumpir su tarea. Así hasta la caídade la tarde. Y cuando por fin Orgaz searrastraba costeando los bambúes abañarse, sus dos manos en la cintura olevantadas en alto hablaban muy clarode su fatiga.

El viento norte soplaba esos días sintregua; inmediato al techo de la oficina,el aire ondulaba de calor. Era, sinembargo, aquella pieza de tierra elúnico rincón sombrío de la meseta; ydesde adentro los escribientes veían porbajo el mandarino reverberar un

cuadrilátero de arena que vibraba alblanco, y parecía zumbar con la siestaentera.

Tras el baño de Orgaz, la tarearecomenzaba de noche. Llevaban lamesa afuera, bajo la atmósfera quieta ysofocante. Entre las palmeras de lameseta, tan rígidas y negras quealcanzaban a recortarse contra lastinieblas, los escribientes proseguíanllenando las hojas del Registro Civil ala luz del farol de viento, entre un nimbode mariposillas de raso polícromo, quecaían en enjambres al pie del farol eirradiaban en tropel sobre las hojas enblanco. Con lo cual la tarea se volvía

más pesada, pues si dichas mariposillasvestidas de baile son lo más bello queofrece Misiones en una noche de asfixia,nada hay también más tenaz que elavance de esas damitas de seda contra lapluma de un hombre que ya no puedesostenerla —ni soltarla.

Orgaz durmió cuatro horas en losúltimos dos días, y la última noche nodurmió, solo en la meseta con suspalmeras, su farol de viento y susmariposas. El cielo estaba tan cargado ybajo que Orgaz lo sentía comenzar desdesu misma frente. A altas horas, sinembargo, creyó oír a través del silencioun rumor profundo y lejano, el tronar de

la lluvia sobre el monte. Esa tarde, enefecto, había visto muy oscuro elhorizonte del sudeste.

—Con tal que el Yabebirí no haga delas suyas… —se dijo, mirando a travésde las tinieblas.

El alba apuntó por fin, salió el sol, yOrgaz volvió a la oficina con su farol deviento que olvidó prendido en un rincóne iluminaba el piso. Continuabaescribiendo, solo. Y cuando a las diez elpolaquito despertó por fin de su fatiga,tuvo aún tiempo de ayudar a su patrón,que a las dos de la tarde, con la caragrasienta y de color tierra, tiró la plumay se echó literalmente sobre los brazos

—en cuya posición quedó largo rato taninmóvil que no se le veía respirar.

Había concluido. Después desesenta y tres horas, una tras otra, ante elcuadrilátero de arena caldeada al blancoo en la mesa lóbrega, sus veinticuatrolibros del Registro Civil quedaban enforma. Pero había perdido la lancha aPosadas que salía a la una y no lequedaba ahora otro recurso que ir hastaallá a caballo.

Orgaz observó el tiempo mientrasensillaba su animal. El cielo estabablanco, y el sol, aunque velado por los

vapores, quemaba como fuego. Desdelas sierras escalonadas del Paraguay,desde la cuenca fluvial del sudeste,llegaba una impresión de humedad, deselva mojada y caliente. Pero mientrasen todos los confines del horizonte losgolpes de agua lívida rayaban el cielo,San Ignacio continuaba calcinándoseahogado.

Bajo tal tiempo, pues, Orgaz trotó ygalopó cuanto pudo en dirección aPosadas. Descendió la loma delcementerio nuevo y entró en el valle deYabebirí, ante cuyo río tuvo la primerasorpresa mientras esperaba la balsa: unafimbria de palitos burbujeantes se

adhería a la playa.—Creciendo —dijo al viajero el

hombre de la balsa—. Llovió grandeeste día y anoche por las nacientes…

—¿Y más abajo? —preguntó Orgaz.—Llovió grande también…Orgaz no se había equivocado, pues,

al oír la noche anterior el tronido de lalluvia sobre el bosque lejano.Intranquilo ahora por el paso delGarupá, cuyas crecidas súbitas sólopueden compararse con las del Yabebirí,Orgaz ascendió al galope las faldas deLoreto, destrozando en sus pedregalesde basalto los cascos de su caballo.Desde la altiplanicie que tendía ante su

vista un inmenso país, vio todo el sectorde cielo, desde el este hasta el sur,hinchado de agua azul, y el bosque,ahogado de lluvia, diluido tras la blancahumareda de vapores. No había ya sol, yuna imperceptible brisa se infiltraba pormomentos en la calma asfixiante. Sesentía el contacto del agua, el diluviosubsiguiente a las grandes sequías. YOrgaz pasó al galope por Santa Ana, yllegó a Candelarias.

Tuvo allí la segunda sorpresa, sibien prevista: el Garupá bajaba cargadocon cuatro días de temporal y no dabapaso. Ni vado ni balsa; sólo basurafermentada ondulando entre las pajas, y

en la canal, palos y agua estirada a todavelocidad.

¿Qué hacer? Eran las cinco de latarde. Otras cinco horas más, y elinspector subía a dormir a bordo. Noquedaba a Orgaz otro recurso quealcanzar el Paraná y meter los pies en laprimera guabiroba que hallara embicadaen la playa.

Fue lo que hizo; y cuando la tardecomenzaba a oscurecer bajo la mayoramenaza de tempestad que haya ofrecidocielo alguno, Orgaz descendía delParaná en una canoa tronchada en sutercio, rematada con una lata, y porcuyos agujeros el agua entraba en

bigotes.Durante un rato el dueño de la canoa

paleó perezosamente por el medio delrío; pero como llevaba caña adquiridacon el anticipo de Orgaz, pronto prefiriófilosofar a medias palabras con una yotra costa. Por lo cual Orgaz se apoderóde la pala, a tiempo que un brusco golpede viento fresco, casi invernal, erizabacomo un rallador todo el río. La lluviallegaba, no se veía ya la costa argentina.Y con las primeras gotas macizas Orgazpensó en sus libros, apenasresguardados por la tela de la maleta.Quitose el saco y la camisa, cubrió conellos sus libros y empuñó el remo de

proa. El indio trabajaba también,inquieto ante la tormenta. Y bajo eldiluvio que cribaba el agua, los dosindividuos sostuvieron la canoa en lacanal, remando vigorosamente, con elhorizonte a veinte metros y encerradosen un círculo blanco.

El viaje por la canal favorecía lamarcha, y Orgaz se mantuvo en él cuantopudo. Pero el viento arreciaba; y elParaná, que entre Candelaria y Posadasse ensancha como un mar, se encrespabaen grandes olas locas. Orgaz se habíasentado sobre los libros para salvarlosdel agua que rompía contra la lata einundaba la canoa. No pudo, sin

embargo, sostenerse más, y a trueque dellegar tarde a Posadas, enfiló hacia lacosta. Y si la canoa cargada de agua ycogida de costado por las olas no sehundió en el trayecto, se debe que aveces pasan estas inexplicables cosas.

La lluvia proseguía cerradísima. Losdos hombres salieron de la canoachorreando agua y como enflaquecidos,y al trepar la barranca vieron una lívidasombra a corta distancia. El ceño deOrgaz se distendió, y con el corazónpuesto en sus libros que salvaba asímilagrosamente, corrió a guarecerseallá.

Se hallaba en un viejo galpón de

secar ladrillos. Orgaz se sentó en unapiedra entre la ceniza, mientras a laentrada misma, en cuclillas y con la caraentre las manos, el indio de la canoaesperaba tranquilo al final de la lluviaque tronaba sobre el techo de cinc, yparecía precipitar cada vez más su ritmohasta un rugido de vértigo.

Orgaz miraba también afuera. ¡Quéinterminable día! Tenía la sensación deque hacía un mes que había salido deSan Ignacio. El Yabebirí creciendo… lamandioca asada… la noche que pasósolo escribiendo… el cuadriláteroblanco durante doce horas…

Lejos, lejano le parecía todo eso.

Estaba empapado y le dolía atrozmentela cintura; pero esto no era nada encomparación del sueño. ¡Si pudieradormir, dormir un instante siquiera! Niaun esto, aunque hubiera podido hacerlo,porque la ceniza saltaba de piques.Orgaz volcó el agua de las botas y secalzó de nuevo, yendo a observar eltiempo.

Bruscamente la lluvia había cesado.El crepúsculo calmo se ahogaba dehumedad y Orgaz no podía engañarseante aquella efímera tregua que alavanzar la noche se resolvería en nuevodiluvio. Decidió aprovecharla, yemprendió la marcha a pie.

En seis o siete kilómetros calculabala distancia a Posadas. En tiemponormal, aquello hubiera sido un juego;pero en la arcilla empapada las botas deun hombre exhausto resbalan sinavanzar, y aquellos siete kilómetros loscumplió Orgaz teniendo de la cinturaabajo las tinieblas más densas, y másarriba, el resplandor de los focoseléctricos de Posadas.

Sufrimiento, tormento de falta desueño zumbándole dentro de la cabeza,que parece abrirse por varios lados;cansancio extremo y demás, sobrábanlea Orgaz. Pero lo que lo dominaba era elcontento de sí mismo. Cerníase por

encima de todo la satisfacción dehaberse rehabilitado, así fuera ante uninspector de justicia. Orgaz no habíanacido para ser funcionario público, nilo era casi, según hemos visto. Perosentía en el corazón el dulce calor queconforta a un hombre cuando hatrabajado duramente por cumplir unsimple deber, y prosiguió avanzandocuadra tras cuadra, hasta ver la luz delos arcos, pero ya no reflejada en elcielo, sino entre los mismos carbones,que lo enceguecían.

El reloj del hotel daba diez campanadas

cuando el Inspector de justicia, quecerraba su valija, vio entrar a un hombrelívido, embarrado hasta la cabeza y conlas señales más acabadas de caer, sidejaba de adherirse al marco de lapuerta.

Durante un rato el inspector quedómudo mirando al individuo. Pero cuandoéste logró avanzar y puso los librossobre la mesa, reconoció entonces aOrgaz, aunque sin explicarse poco nimucho su presencia en tal estado y a talhora.

—¿Y esto? —preguntó, indicandolos libros.

—Como usted me los pidió —dijo

Orgaz—. Están en forma.El inspector miró a Orgaz, consideró

un momento su aspecto, y recordandoentonces el incidente en la oficina deaquél, se echó a reír muy cordialmente,mientras le palmeaba el hombro:

—¡Pero si yo le dije que me lostrajera por decirle algo, nada más!¡Había sido zonzo, amigo! ¡Para qué setomó todo ese trabajo!

Un mediodía de fuego estábamos conOrgaz sobre el techo de su casa; ymientras aquél introducía entre lastablillas de incienso pesados rollos de

arpillera y bleck, me contó esta historia.No hizo comentario alguno al

concluirla. Con los nuevos añostranscurridos desde entonces, yo ignoroqué había en aquel momento en laspáginas de su Registro Civil, y en su latade galletitas. Pero en pos de lasatisfacción ofrecida aquella noche aOrgaz, no hubiera yo querido por nadaser el inspector de esos libros.

La cámara oscura

Una noche de lluvia nos llegó al bar delas ruinas la noticia de que nuestro juezde paz, de viaje en Buenos Aires, habíasido víctima del cuento del tío yregresaba muy enfermo.

Ambas noticias nos sorprendieron,porque jamás pisó Misiones mozo másdesconfiado que nuestro juez, y nuncahabíamos tomado en serio suenfermedad: asma, y para su frecuentedolor de muelas, cognac en buches, queno devolvía. ¿Cuentos del tío a él?Había que verlo.

Ya conté en la historia del mediolitro de alcohol carburado que bebierondon Juan Brown y su socio Rivet, elincidente de naipes en que actuó el juezde paz.

Llamábase este funcionarioMalaquías Sotelo. Era un indio de bajaestatura y cuello muy corto, que parecíasentir resistencia en la nuca paraenderezar la cabeza. Tenía fuertemandíbula y la frente tan baja que elpelo corto y rígido como alambre learrancaba en línea azul a dos dedos delas cejas espesas. Bajo éstas, dos ojilloshundidos que miraban con eternadesconfianza, sobre todo cuando el asma

los anegaba de angustia. Sus ojos sevolvían entonces a uno y otro lado conjadeante recelo de animal acorralado, yuno evitaba con gusto mirarlo en talescasos.

Fuera de esta manifestación de sualma indígena, era un muchacho incapazde malgastar un centavo en lo que fuere,y lleno de voluntad.

Había sido desde muchacho soldadode policía en la campaña de Corrientes.La ola de desasosiego, que como unviento norte sopla sobre el destino delos individuos en los países extremos, loempujó a abandonar de golpe su oficiopor el de portero del juzgado letrado de

Posadas. Allí, sentado en el zaguán,aprendió solo a leer en La Nación y LaPrensa. No faltó quien adivinara lasaspiraciones de aquel indiecitosilencioso, y dos lustros más tarde lohallamos al frente del juzgado de paz deIviraromí.

Tenía una cierta cultura adquirida ahurtadillas, bastante superior a la quedemostraba, y en los últimos tiemposhabía comprado la Historia Universalde César Cantú. Pero esto lo supimosdespués, en razón del sigilo con queocultaba de las burlas ineludibles susaspiraciones a doctor.

A caballo (jamás se lo vio caminar

dos cuadras), era el tipo mejor vestidodel lugar. Pero en su rancho andabasiempre descalzo, y al atardecer leía ala vera del camino real en un sillón dehamaca calzado sin medias conmocasines de cuero que él mismo sefabricaba. Tenía algunas herramientas detalabartería, y soñaba con adquirir unamáquina de coser calzado.

Mi conocimiento con él databadesde mi llegada misma al país, cuandoel juez visitó una tarde mi taller aaveriguar, justo al final de laceremoniosa visita, qué procedimientomás rápido que el tanino conocía yopara curtir cuero de carpincho (sus

zapatillas), y menos quemante que elbicromato.

En el fondo, el hombre me queríapoco o por lo menos desconfiaba de mí.Y esto supongo que provino de ciertobanquete con que los aristócratas de laregión —plantadores de yerba,autoridades y bolicheros— festejaron alpoco tiempo de mi llegada una fiestapatria en la plaza de las ruinasjesuíticas, a la vista y rodeados de milpobres diablos y criaturas ansiosas,banquete al que no asistí, pero quepresencié en todos sus aspectos, encompañía de un carpintero tuerto queuna noche negra se había vaciado un ojo

por estornudar con más alcohol deldebido sobre un alambrado de púa, y deun cazador brasileño, una vieja y hurañabestia de monte que después de mirar dereojo por tres meses seguidos mibicicleta, había concluido pormurmurar:

—Cavalho de pão…Lo poco protocolar de mi compañía

y mi habitual ropa de trabajo que noabandoné en el día patrio —esto últimosobre todo— fueron sin duda las causasdel recelo que nunca se desprendió a mirespecto el juez de paz.

Se había casado últimamente conElena Pilsudski, una polaquita muy

joven que lo seguía desde ocho añosatrás, y que cosía la ropa de sus chicoscon el hilo de talabartero de su marido.Trabajaba desde el amanecer hasta lanoche como un peón (el juez tenía buenojo), y recelaba de todos los visitantes,a quienes miraba de un modo abierto ysalvaje, no muy distinto del de susterneras que apenas corrían más que sudueña cuando ésta, con la falda a lacintura y los muslos al aire, volaba trasellas al alba por entre el alto espartilloempapado en agua.

Otro personaje había aún en lafamilia, bien que no honrara a Iviraromícon su presencia sino de tarde en tarde:

don Estanislao Pilsudski, suegro deSotelo.

Era éste un polaco cuya barba laciaseguía los ángulos de su flaca cara,calzado siempre de botas nuevas yvestido con un largo saco negro a modode caftán. Sonreía sin cesar, presto aadelantarse a la opinión del más pobreser que le hablara; constituyendo esto sucaracterística de viejo zorro. En susestadías entre nosotros no faltaba unasola noche al bar, con una vara siempredistinta si hacía buen tiempo, y con unparaguas si llovía. Recorría las mesasde juego, deteniéndose largo rato encada una para ser grato a todos; o se

paraba ante el billar con las manos pordetrás y bajo del saco, balanceándose yaprobando toda carambola, pifiada o no.Le llamábamos Corazón-Lindito a causade ser ésta su expresión habitual paracalificar la hombría de bien de unsujeto.

Naturalmente, el juez de paz habíamerecido antes que nadie tal expresión,cuando Sotelo, propietario y juez, secasó por amor a sus hijos con Elena;pero a todos nosotros alcanzabantambién las efusiones de almibaradorapaz.

Tales son los personajes que intervienenen el asunto fotográfico que es el temade este relato.

Como dije al principio, la noticiadel cuento del tío sufrido por el juez nohabía hallado entre nosotros la menoracogida. Sotelo era la desconfianza y elrecelo mismos: y por más provincianoque se sintiera en el Paseo de Julio,ninguno de nosotros hallaba en élmadera ablandable por cuento alguno.Se ignoraba también la procedencia delchisme; había subido, seguramente,desde Posadas, como la noticia de su

regreso y de su enfermedad, quedesgraciadamente era cierta.

Yo lo supe el primero de todos alvolver a casa una mañana con la azadaal hombro. Al cruzar el camino real alpuerto nuevo, un muchacho detuvo en elpuente el galope de su caballo blancopara contarme que el juez de paz habíallegado la noche anterior en un vapor dela carrera al Iguazú, y que lo habíanbajado en brazos porque venía muyenfermo. Y que iba a avisar a su familiapara que lo llevaran en un carro.

—¿Pero qué tiene? —pregunté alchico.

—Yo no sé —repuso el muchacho

—. No puede hablar… tiene una cosa enel resuello…

Por seguro que estuviera yo de lapoca voluntad de Sotelo hacia mí, y deque su decantada enfermedad no era otracosa que un vulgar acceso de asma,decidí ir a verlo. Ensillé, pues, micaballo, y en diez minutos estaba allá.

En el puerto nuevo de Iviraromí selevanta un gran galpón nuevo que sirvede depósito de yerba, y se arruina unchalet deshabitado que en un tiempo fuealmacén y casa de huéspedes. Ahoraestá vacío, sin que se halle en las piezasmuy oscuras otra cosa que algunaguarnición mohosa de coche, y un

aparato telefónico por el suelo.En una de estas piezas encontré a

nuestro juez acostado vestido en un catresin saco. Estaba casi sentado, con lacamisa abierta y el cuello postizodesprendido, aunque sujeto aún pordetrás. Respiraba como respira unasmático en un violento acceso, lo queno es agradable de contemplar. Alverme agitó la cabeza en la almohada,levantó un brazo que se movió endesorden y después el otro, que se llevóconvulso a la boca. Pero no pudodecirme nada.

Fuera de sus facies, del hundimientoinsondable de sus ojos y del afilamiento

terroso de la nariz, algo sobre todoatrajo mi mirada: sus manos, saliendo amedias del puño de la camisa,descarnadas y con las uñas azules; losdedos lívidos y pegados quecomenzaban a arquearse sobre lasábana.

Lo miré más atentamente, y vientonces, me di clara cuenta de que eljuez tenía los segundos contados, que semoría, que en ese mismo instante seestaba muriendo. Inmóvil a los pies delcatre, lo vi tantear algo en la sábana, ycomo si no lo hallara, hincar despaciolas uñas. Lo vi abrir la boca, moverlentamente la cabeza y fijar los ojos con

algún asombro en un costado del techo,y detener allí la mirada, hasta ahora fija,en el techo de cinc por toda la eternidad.

¡Muerto! En el breve tiempo de diezminutos yo había salido silbando decasa a consolar al pusilánime juez quehacía buches de caña entre dolor demuelas y ataque de asma y volvía conlos ojos duros por la efigie de unhombre que había esperado justo mipresencia para confiarme el espectáculode su muerte.

Yo sufro muy vivamente estasimpresiones. Cuantas veces he podidohacerlo, he evitado mirar un cadáver. Unmuerto es para mí algo muy distinto de

un cuerpo que acaba simplemente deperder la vida. Es otra cosa, una materiahorriblemente inerte, amarilla y helada,que recuerda a alguien que hemosconocido. Se comprenderá así midisgusto ante el brutal y gratuito cuadrocon que me había honrado eldesconfiado juez.

Quedé el resto de la mañana en casa,oyendo el ir y venir de los caballos algalope; y muy tarde ya, cerca demediodía, vi pasar en un carro de playatirado a gran trote por tres mulas, aElena y su padre que iban de piesaltando prendidos a la baranda.

Ignoro aún por qué la polaquita no

acudió más pronto a ver a su difuntomarido. Tal vez su padre dispuso así lascosas para hacerlas en forma: viaje deida con la viuda en el carro, y regreso enel mismo con el muerto bailoteando enel fondo. Se gastaba así menos. Esto lovi bien cuando a la vuelta Corazón-Lindito hizo parar el carro para bajar encasa a hablarme moviendo los brazos:

—¡Ah, señor! ¡Qué cosa! Nuncatuvimos en Misiones un juez como él. ¡Yera bueno, sí! ¡Lindito-corazón tenía! Yle han robado todo. Aquí en el puerto…No tiene plata, no tiene nada.

Ante sus ojeadas evitando mirarmeen los ojos, comprendí la terrible

preocupación del polaco que desechabacomo nosotros el cuento de la estafa enBuenos Aires, para creer que en elpuerto mismo, antes o después demuerto, su yerno había sido robado.

—¡Ah, señor! —cabeceaba—.Llevaba quinientos pesos. ¿Y qué gastó?¡Nada, señor! ¡Él tenía un corazónlindito! Y trae veinte pesos. ¿Cómopuede ser eso?

Y tornaba a fijar la mirada en misbotas para no subirla hasta los bolsillosdel pantalón, donde podía estar eldinero de su yerno. Le hice ver a mimodo la imposibilidad de que yo fuerael ladrón —por simple falta de tiempo

—, y la vieja garduña se fue hablandoconsigo misma.

Todo el resto de esta historia es unapesadilla de diez horas. El entierrodebía efectuarse esa misma tarde al caerel sol. Poco antes vino a casa la chicamayor de Elena a rogarme de parte de sumadre que fuera a sacar un retrato aljuez. Yo no lograba apartar de mis ojosal individuo dejando caer la mandíbulay fijando a perpetuidad la mirada en uncostado del techo, para que yo notuviera dudas de que no podía moversemás porque estaba muerto. Y he aquí quedebía verla de nuevo, reconsiderarlo,enfocarlo y revelarlo en mi cámara

oscura.¿Pero cómo privar a Elena del

retrato de su marido, el único quetendría de él?

Cargué la máquina con dos placas yme encaminé a la casa mortuoria. Micarpintero tuerto había construido uncajón todo en ángulos rectos, y dentroestaba metido el juez sin que sobrara uncentímetro en la cabeza ni en los pies,las manos verdes cruzadas a la fuerzasobre el pecho.

Hubo que sacar el ataúd de la piezamuy oscura del juzgado y montarlo casivertical en el corredor lleno de gente,mientras dos peones lo sostenían de la

cabecera. De modo que bajo el velonegro tuve que empapar mis nerviossobreexcitados en aquella bocaentreabierta, más negra hacia el fondomás que la muerte misma; en lamandíbula retraída hasta dejar elespacio de un dedo entre ambasdentaduras; en los ojos de vidrio opacobajo las pestañas como glutinosas ehinchadas; en toda la crispación deaquella brutal caricatura de hombre.

La tarde caía ya y se clavó aprisa elcajón. Pero no sin que antes viéramosvenir a Elena trayendo a la fuerza a sushijos para que besaran a su padre. Elchico menor se resistía con tremendos

alaridos, llevado a la rastra por el suelo.La chica besó a su padre, aunquesostenida y empujada de la espalda;pero con un horror tal ante aquellahorrible cosa en que querían viera a supadre, que a estas horas, si aún vive,debe recordarlo con igual horror.

Yo no pensaba ir al cementerio, y lohice por Elena. La pobre muchachaseguía inmediatamente al carrito debueyes entre sus hijos, arrastrando deuna mano a su chico que gritó en todo elcamino, y cargando en el otro brazo a suinfante de ocho meses. Como el trayectoera largo y los bueyes trotaban casi,cambió varias veces de brazo rendido

con el mismo presuroso valor. DetrásCorazón-Lindito recorría el séquitolloriqueando con cada uno por el robocometido.

Se bajó el cajón a la tumba reciénabierta y poblada de gruesas hormigasque trepaban por las paredes. Losvecinos contribuyeron al paleo de losenterradores con un puñado de tierrahúmeda, no faltando quien pusiera enmanos de la huérfana una caritativa motade tierra. Pero Elena, que hamacabadesgreñada a su infante, corriódesesperada a evitarlo:

—¡No, Elenita! ¡No eches tierrasobre tu padre!

La fúnebre ceremonia concluyó;pero no para mí. Dejaba pasar las horassin decidirme a entrar en el cuartooscuro. Lo hice por fin, tal vez amedianoche. No había nada deextraordinario para una situación normalde nervios en calma. Solamente que yodebía revivir al individuo ya enterradoque veía en todas partes; debíaencerrarme con él, solos los dos en unaapretadísima tiniebla; lo sentí surgirpoco a poco ante mis ojos y entreabrir lanegra boca bajo mis dedos mojados;tuve que balancearlo en la cubeta paraque despertara de bajo tierra y segrabara ante mí en la otra placa sensible

de mi horror.Concluí, sin embargo. Al salir

afuera, la noche libre me dio laimpresión de un amanecer cargado demotivos de vida y de esperanzas quehabía olvidado. A dos pasos de mí, losbananos cargados de flores dejaban caersobre la tierra las gotas de sus grandeshojas pesadas de humedad. Más lejos,tras el puente, la mandioca ardida seerguía por fin eréctil, perlada de rocío.Más allá aun, por el valle que descendíahasta el río, una vaga niebla envolvía laplantación de yerba, se alzaba sobre elbosque, para confundirse allá abajo conlos espesos vapores que ascendían del

Paraná tibio.Todo esto me era bien conocido,

pues era mi vida real. Y caminando deun lado a otro, esperé tranquilo el díapara recomenzarla.

Los destiladores denaranja

El hombre apareció un mediodía, sinque se sepa cómo ni por dónde. Fuevisto en todos los boliches de Iviraromí,bebiendo como no se había visto beber anadie, si se exceptúan Rivet y JuanBrown. Vestía bombachas de soldadoparaguayo, zapatillas sin medias y unamugrienta boina blanca terciada sobre elojo. Fuera de beber, el hombre no hizootra cosa que cantar alabanzas a subastón —un nudoso palo sin cáscara—,que ofrecía a todos los peones para que

trataran de romperlo. Uno tras otro lospeones probaron sobre las baldosas depiedra el bastón milagroso que, enefecto, resistía a todos los golpes. Sudueño, recostado de espaldas almostrador y cruzado de piernas, sonreíasatisfecho.

Al día siguiente el hombre fue vistoa la misma hora y en los mismosboliches, con su famoso bastón.Desapareció luego, hasta que un mesmás tarde se lo vio desde el bar avanzaral crepúsculo por entre las ruinas, encompañía del químico Rivet. Pero estavez supimos quién era.

Hacia 1800, el gobierno del

Paraguay contrató a un buen número desabios europeos, profesores deuniversidad, los menos, e industriales,los más. Para organizar sus hospitales,el Paraguay solicitó los servicios deldoctor Else, joven y brillante biólogosueco que en aquel país nuevo hallóancho campo para sus grandes fuerzasde acción. Dotó en cinco años a loshospitales y sus laboratorios de unaorganización que en veinte años nohubieran conseguido otros tantosprofesionales. Luego, sus bríos seaduermen. El ilustre sabio paga al paístropical el pesado tributo que quemacomo en alcohol la actividad de tantos

extranjeros, y el derrumbe no se detieneya. Durante quince o veinte años nada sesabe de él. Hasta que por fin se lo hallaen Misiones, con sus bombachas desoldado y su boina terciada, exhibiendocomo única finalidad de su vida el hacercomprobar a todo el mundo laresistencia de su palo.

Éste es el hombre cuya presenciadecidió al manco a realizar el sueño desus últimos meses: la destilaciónalcohólica de naranjas.

El manco, que ya hemos conocidocon Rivet en otro relato, teníasimultáneamente en el cerebro tresproyectos para enriquecerse, y uno o dos

para su diversión. Jamás había poseídoun centavo ni un bien particular,faltándole además un brazo que habíaperdido en Buenos Aires con unamanivela de auto. Pero con su solobrazo, dos mandiocas cocidas, y elsoldador bajo el muñón, se considerabael hombre más feliz del mundo.

—¿Qué me falta? —solía decir conalegría, agitando su solo brazo.

Su orgullo, en verdad, consistía enun conocimiento más o menos hondo detodas las artes y oficios, en su sobriedadascética, y en dos tomos deL’Encyclopédie. Fuera de esto, de sueterno optimismo y su soldador, nada

poseía. Pero su pobre cabeza era encambio una marmita bullente deilusiones, en que los inventosindustriales le hervían con más frenesíque las mandiocas de su olla. Noalcanzándole sus medios para aspirar agrandes cosas, planeaba siemprepequeñas industrias de consumo local, obien dispositivos asombrosos pararemontar el agua por filtración, desde elbañado del Horqueta hasta su casa.

En el espacio de tres años, el mancohabía ensayado sucesivamente lafabricación de maíz quebrado, siempreescaso en la localidad; de mosaicos debleck y arena ferruginosa; de turrón de

maní y miel de abejas; de resina deincienso por destilación seca; decáscaras abrillantadas de apepú, cuyasmuestras habían enloquecido de gula alos mensús; de tintura de lapacho,precipitada por la potasa; y de aceiteesencial de naranja, industria en cuyoestudio lo hallamos absorbido cuandoElse apareció en su horizonte.

Preciso es observar que ninguna delas anteriores industrias habíaenriquecido a su inventor, por la sencillarazón de que nunca llegaron a instalarseen forma.

—¿Qué me falta? —repetía contento,agitando el muñón—. Doscientos pesos.

¿Pero de dónde los voy a sacar?Sus inventos, cierto es, no

prosperaban por la falta de esosmiserables pesos. Y bien se sabe que esmás fácil hallar en Iviraromí un brazo demás, que diez pesos prestados. Pero elhombre no perdía jamás su optimismo, yde sus contrastes brotaban, más locasaún, nuevas ilusiones para nuevasindustrias.

La fábrica de esencia de naranja fue,sin embargo, una realidad. Llegó ainstalarse de un modo tan inesperadocomo la aparición de Else, sin que paraello se hubiera visto corretear al mancopor los talleres yerbateros más de lo

acostumbrado. El manco no tenía másmaterial mecánico que cinco o seisherramientas esenciales, fuera de susoldador. Las piezas todas de susmáquinas salían de la casa del uno, delgalón del otro, como las palas de surueda Pelton, para cuya confecciónutilizó todos los cucharones viejos de lalocalidad. Tenía que trotar sin descansotras un metro de caño o una chapaoxidada de cinc, que él, con su solobrazo y ayudado del muñón, cortaba,torcía, retorcía y soldaba con suenérgica fe de optimista. Así sabemosque la bomba de su caldera provino delpistón de una vieja locomotora de

juguete, que el manco llegó a conquistarde su infantil dueño contándole cienveces cómo había perdido el brazo, yque los platos del alambique (sualambique no tenía refrigerante vulgarde serpentín, sino de gran estilo, deplatos) nacieron de las planchas de cincpuro con que un naturalista fabricabatambores para guardar víboras.

Pero lo más ingenioso de su nuevaindustria era la prensa para extraer jugode naranja. La constituía un barrilperforado con clavos de tres pulgadas,que giraba alrededor de un ejehorizontal de madera. Dentro de eseerizo, las naranjas rodaban, tropezaban

con los clavos y se deshacían brincando;hasta que, transformadas en una pulpaamarilla sobrenadada de aceite, iban ala caldera.

El único brazo del manco valía en eltambor medio caballo de fuerza, aun apleno sol de Misiones, y bajo lagruesísima y negra camiseta de marineroque el manco no abandonaba ni en elverano. Pero como la ridícula bomba dejuguete requería asistencia casi continua,el destilador solicitó la ayuda de unaficionado que desde los primeros díaspasaba desde lejos las horas observandola fábrica, semioculto tras un árbol.

Se llamaba este aficionado

Malaquías Ruvidarte. Era unmuchachote de veinte años, brasileño yperfectamente negro, a quiensuponíamos virgen —y lo era—, y quehabiendo ido una mañana a caballo acasarse a Corpus, regresó a los tres díasde noche cerrada, borracho y con dosmujeres en anca.

Vivía con su abuela en un edificiocuriosísimo, conglomerado de casillashechas con cajones de kerosene, y que elnegro arpista iba extendiendo ymodificando de acuerdo con lasnovedades arquitectónicas que advertíaen los tres o cuatro chalets que seconstruían entonces. Con cada novedad,

Malaquías agregaba o alzaba un ala desu edificio, y en mucho menor escala. Alpunto que las galerías de sus chalets dealto tenían cincuenta centímetros de luz,y por las puertas apenas podía entrar unperro. Pero el negro satisfacía así susaspiraciones de arte, sordo a las bromasde siempre.

Tal artista no era el ayudante por dosmandiocas que precisaba el manco.Malaquías dio vueltas al tambor unamañana entera sin decir una palabra,pero a la tarde no volvió. Y la mañanasiguiente estaba otra vez instaladoobservando tras el árbol.

Resumamos esta fase: el manco

obtuvo muestras de aceite esencial denaranja dulce y agria, que logró remitir aBuenos Aires. De aquí le informaronque su esencia no podía competir con lasimilar importada, a causa de la altatemperatura a que se la había obtenido.Que sólo con nuevas muestras porpresión podrían entenderse con él, vistaslas deficiencias de la destilación, etc.,etc.

El manco no se desanimó por esto.—¡Pero es lo que yo decía! —nos

contaba a todos alegremente, cogiéndoseel muñón tras la espalda—. ¡No sepuede obtener nada a fuego directo! ¡Yqué voy a hacer con la falta de plata!

Otro cualquiera, con más dinero ymenos generosidad intelectual que elmanco, hubiera apagado los fuegos de sualambique. Pero mientras mirabamelancólico su máquina remendada, enque cada pieza eficaz había sidoreemplazada por otra sucedánea, elmanco pensó de pronto que aquelcáustico barro amarillento que se vertíadel tambor, podía servir para fabricaralcohol de naranja. Él no era fuerte enfermentación; pero dificultades másgrandes había vencido en su vida.Además, Rivet lo ayudaría.

Fue en este momento preciso cuandoel doctor Else hizo su aparición en

Iviraromí.

El manco había sido el único individuode la zona que, como había acaecido conRivet, respetó al nuevo caído. Pese alabismo en que habían rodado uno y otro,el devoto de la gran Encyclopédie nopodía olvidar lo que ambos ex hombresfueran un día. Cuantas chanzas (¡y cuánduras en aquellos analfabetos derapiña!) se hicieron al manco sobre susdos ex hombres, lo hallaron siempre depie.

—La caña los perdió —respondíacon seriedad sacudiendo la cabeza—.

Pero saben mucho…Debemos mencionar aquí un

incidente que no facilitó el respeto localhacia el ilustre médico.

En los primeros días de su presenciaen Iviraromí un vecino había llegadohasta el mostrador del boliche a rogarleun remedio para su mujer que sufría detal y cual cosa. Else lo oyó con sumaatención, y volviéndose al cuadernillode estraza sobre el mostrador, comenzóa recetar con mano terriblementepesada. La pluma se rompía. Else seechó a reír, más pesadamente aún, yestrujó el papel, sin que se le pudieraobtener una palabra más.

—¡Yo no entiendo de esto! —repetíatan sólo.

El manco fue algo más feliz cuandoacompañándolo esa misma siesta hastael Horqueta, bajo un cielo blanco decalor, lo consultó sobre lasprobabilidades de aclimatar la levadurade caña al caldo de naranja, en cuántotiempo podría aclimatarse, y en quéporcentaje mínimo.

—Rivet conoce esto mejor que yo—murmuró Else.

—Con todo —insistió el manco—.Yo me acuerdo bien de que lossacaromices iniciales…

Y el buen manco se despachó a su

gusto.Else, con la boina sobre la nariz

para contrarrestar la reverberación,respondía en breves observaciones, ycomo a disgusto. El manco dedujo deellas que no debía perder el tiempoaclimatando levadura alguna de caña,porque no obtendría sino caña, ni al unopor cien mil. Que debía esterilizar sucaldo, fosfatarlo bien, y ponerlo enmovimiento con levadura de Borgoña,pedida a Buenos Aires. Podíaaclimatarla, si quería perder el tiempo;pero no era indispensable…

El manco trotaba a su lado,ensanchándose el escote de la camiseta

de entusiasmo y calor.—¡Pero soy feliz! —decía—. ¡No

me falta ya nada!¡Pobre manco! Le faltaba

precisamente lo indispensable parafermentar sus naranjas: ocho o diezbordalesas vacías, que en aquellos díasde guerra valían más pesos que los queél podría ganar en seis meses de soldardía y noche.

Comenzó, sin embargo, a pasar díasenteros de lluvia en los almacenes delos yerbales, transformando latas vacíasde nafta en envases de grasa quemada opodrida para alimento de los peones; y atrotar por todos los boliches en procura

de los barriles más viejos que para nadaservían ya. Más tarde Rivet y Else —tratándose de alcohol de noventa grados— lo ayudarían, con toda seguridad…

Rivet lo ayudó, en efecto, en lamedida de sus fuerzas, pues el químiconunca había sabido clavar un clavo. Elmanco solo abrió, desarmó, raspó yquemó una tras otra las viejasbordelesas con medio dedo de posovioleta en cada duela, tarea ligera, sinembargo, en comparación con la dearmar de nuevo las bordalesas, y a laque el manco llegaba con su brazo ycuarto tras inacabables horas de sudor.

Else había ya contribuido a la

industria con cuanto se sabe hoy mismosobre fermentos; pero cuando el mancole pidió que dirigiera el procesofermentativo, el ex sabio se echó a reír,levantándose.

—¡Yo no entiendo nada de esto! —dijo recogiendo su bastón bajo el brazo;y se fue a caminar por allí, más rubio,más satisfecho y más sucio que nunca.

Tales paseos constituían la vida delmédico. En todas las picadas se lohallaba con sus zapatillas sin medias ysu continente eufórico. Fuera de beberen todos los boliches y todos los días,de 11:00 a 16:00, no hacía nada más.Tampoco frecuentaba el bar,

diferenciándose en esto de su colegaRivet. Pero en cambio solía hallárselo acaballo a altas horas de la noche, cogidode las orejas del animal, al que llamabasu padre y su madre, con gruesas risas.Paseaban así horas enteras al tranco,hasta que el jinete caía por fin a reír deltodo.

A pesar de esta vida ligera, algohabía sin embargo capaz de arrancar alex hombre de su limbo alcohólico; yesto lo supimos la vez que con gransorpresa de todos, Else se mostró en elpueblo caminando rápidamente, sinmirar a nadie. Esa tarde llegaba su hija,maestra de escuela en Santo Pipó, y que

visitaba a su padre dos o tres veces enel año.

Era una muchachita delgada yvestida de negro, de aspecto enfermizo ymirar hosco. Ésta fue por lo menos laimpresión nuestra cuando pasó por elpueblo con su padre en dirección alHorqueta. Pero según lo que dedujimosde los informes del manco, aquellaexpresión de la maestrita era sólo paranosotros, motivada por la degradaciónen que había caído su padre y a la queasistíamos día a día.

Lo que después se supo confirmaesta hipótesis. La chica era muy trigueñay en nada se parecía al médico

escandinavo. Tal vez no fuera hija suya;él por lo menos nunca lo creyó. Su modode proceder con la criatura lo confirma,y sólo Dios sabe cómo la maltratada yabandonada criatura pudo llegar arecibirse de maestra, y a continuarqueriendo a su padre. No pudiendotenerlo a su lado, ella se trasladaba averlo dondequiera que él estuviese. Y eldinero que el doctor Else gastaba enbeber, provenía del sueldo de lamaestrita.

El ex hombre conservaba, sinembargo, un último pudor: no bebía enpresencia de su hija. Y este sacrificio enaras de una chinita a quien no creía hija

suya, acusa más ocultos fermentos quelas reacciones ultracientíficas del pobremanco.

Durante cuatro días, en esta ocasión,no se vio al médico por ninguna parte.Pero aunque cuando apareció otra vezpor los boliches estaba más borrachoque nunca, se pudo apreciar en losremiendos de toda su ropa, la obra de suhija.

Desde entonces, cada vez que seveía a Else fresco y serio, cruzandorápido en busca de harina y grasa, todosdecíamos:

—En estos días debe de llegar suhija.

Entretanto, el manco continuabasoldando a horcajadas techos de lujo, yen los días libres, raspando y quemandoduelas de barril.

No fue sólo esto: habiendo ese añomadurado muy pronto las naranjas porlas fortísimas heladas, el manco debiótambién pensar en la temperatura de labodega, a fin de que el frío nocturno,vivo aún en ese octubre, no trastornarala fermentación. Tuvo así que forrar pordentro su rancho con manojos de pajadespeinada, de modo tal que aquelloparecía un hirsuto y agresivo cepillo.Tuvo que instalar un aparato de

calefacción, cuyo hogar constituíalo untambor de acaroína, y cuyos tubos detacuara daban vueltas por entre las pajasde las paredes, a modo de gruesaserpiente amarilla. Y tuvo que alquilar—con arpista y todo, a cuenta delalcohol venidero— el carrito de ruedasmacizas del negro Malaquías, quien deeste modo volvió a prestar servicios almanco, acarreándole naranjas desde elmonte con su mutismo habitual y elrecuerdo melancólico de sus dosmujeres.

Un hombre común se hubierarendido a medio camino. El manco noperdía un instante su alegre y sudorosa

fe.—¡Pero no nos falta ya nada! —

repetía haciendo bailar a la par delbrazo entero su muñón optimista—:¡Vamos a hacer una fortuna con esto!

Una vez aclimatada la levadura deBorgoña, el manco y Malaquíasprocedieron a llenar las cubas. El negropartía las naranjas de un tajo demachete, y el manco las estrujaba entresus dedos de hierro; todo con la mismavelocidad y el mismo ritmo, como simachete y mano estuvieran unidos por lamisma biela.

Rivet los ayudaba a veces, bien quesu trabajo consistiera en ir y venir

febrilmente del colador de semillas alos barriles, a fuer de director. Encuanto al médico, había contempladocon gran atención estas diversasoperaciones, con las manos hundidas enlos bolsillos y el bastón bajo la axila. Yante la invitación a que prestara suayuda, se había echado a reír, repitiendocomo siempre:

—¡Yo no entiendo nada de estascosas!

Y fue a pasearse de un lado a otrofrente al camino deteniéndose en cadaextremo a ver si venía un transeúnte.

No hicieron los destiladores en esosduros días más que cortar y cortar,

estrujar y estrujar naranjas bajo un solde fuego y almibarados de zumo de labarba a los pies. Pero cuando losprimeros barriles comenzaron aalcoholizarse en una fermentación talque proyectaba a dos dedos sobre elnivel una llovizna de color topacio, eldoctor Else evolucionó hacia la bodegacaldeada, donde el manco se abría elescote de entusiasmo.

—¡Y ya está! —decía—. ¿Qué nosfalta ahora? ¡Unos cuantos pesos más, ynos hacemos riquísimos!

Else quitó uno por uno los taponesde algodón de los barriles, y aspiró conla nariz en el agujero el delicioso

perfume del vino de naranja enformación, perfume cuya penetrantefrescura no se halla en caldo alguno deotra fruta. El médico levantó luego lavista a las paredes, al revestimientoamarillo de erizo, a la cañería de víboraque se desarrollaba oscureciéndoseentre las pajas en un vaho de airevibrante, y sonrió un momento conpesadez. Pero desde entonces no seapartó de alrededor de la fábrica.

Aún más, se quedó a dormir allí.Else vivía en una chacra del manco, aorillas del Horqueta. Hemos omitidoesta opulencia del manco, por la razónde que el gobierno nacional llama

chacras a las fracciones de 25 hectáreasde monte virgen o pajonal, que vende alprecio de 75 pesos la fracción,pagaderos en seis años.

La chacra del manco consistía en unbañado solitario donde no había másque un ranchito aislado entre un círculode cenizas, y zorros entre las pajas.Nada más. Ni siquiera hojas en la puertadel rancho.

El médico se instaló, pues, en lafábrica de las ruinas, retenido por elbouquet naciente del vino de naranja. Yaunque su ayuda fue la que conocemos,cada vez que en las noches subsiguientesel manco se despertó a vigilar la

calefacción, halló siempre a Elsesosteniendo el fuego. El médico dormíapoco y mal; y pasaba la noche encuclillas ante la lata de acaroína,tomando mate y naranjas caldeadas enlas brasas del hogar.

La conversión alcohólica de las cienmil naranjas concluyó por fin, y losdestiladores se hallaron ante ochobordelesas de un vino muy débil, sinduda, pero cuya graduación lesaseguraba asimismo cien litros dealcohol de 50 grados, fortaleza mínimaque requería el paladar local.

Las aspiraciones del manco erantambién locales; pero un especulativo

como él, a quien preocupaba ya laubicación de los transformadores decorriente en el futuro cable eléctricodesde el Iguazú hasta Buenos Aires, nopodía olvidar el aspecto puramenteideal de su producto. Trotó enconsecuencia unos días en procura dealgunos frascos de cien gramos paraenviar muestras a Buenos Aires, yaprontó unas muestras, que alineó en elbanco para enviarlas esa tarde porcorreo. Pero cuando volvió a buscarlasno las halló, y sí al doctor Else, sentadoen la escarpa del camino, satisfechísimode sí y con el bastón entre las manos,incapaz de un solo movimiento.

La aventura se repitió una y otra vez,al punto de que el pobre manco desistiódefinitivamente de analizar su alcohol:el médico, rojo, lacrimoso yresplandeciente de euforia, era lo únicoque hallaba.

No perdía por esto el manco suadmiración por el ex sabio.

—¡Pero se lo toma todo! —nosconfiaba de noche en el bar—. ¡Quéhombre! ¡No me deja una sola muestra!

Al manco le faltaba tiempo paradestilar con la lentitud debida, eigualmente para desechar las flegmas desu producto. Su alcohol sufría así de lasmismas enfermedades que su esencia, el

mismo olor viroso, e igual dejocáustico. Por consejo de Rivettransformó en bitter aquella imposiblecaña, con el solo recurso de apepú, yoruzú, a efectos de la espuma.

En este definitivo aspecto entró elalcohol de naranja en el mercado. Por loque respecta al químico y su colega, lobebían sin tasa tal como goteaba de losplatos del alambique con sus venenoscerebrales.

Una de esas siestas de fuego, el médicofue hallado tendido de espaldas a travésdel desamparado camino al puerto viejo,

riéndose con el sol a plomo.—Si la maestrita no llega uno de

estos días —dijimos nosotros—, le va adar trabajo encontrar dónde ha muerto supadre.

Precisamente una semana despuéssupimos por el manco que la hija deElse llegaba convaleciente de gripe.

—Con la lluvia que se apronta —pensamos otra vez—, la muchacha no vaa mejorar gran cosa en el bañado delHorqueta.

Por primera vez, desde que estabaentre nosotros, no se vio al médico Elsecruzar firme y apresurado ante lainminente llegada de su hija. Una hora

antes de arribar la lancha fue al puertopor el camino de las ruinas, en el carritodel arpista Malaquías, cuya yegua, alpaso y todo, jadeaba exhausta con lasorejas mojadas de sudor.

El cielo denso y lívido, comoparalizado de pesadez, no presagiabanada bueno, tras mes y medio de sequía.Al llegar la lancha, en efecto, comenzó allover. La maestrita achuchada pisó laorilla chorreante bajo agua; subió bajoagua, en el carrito, y bajo agua hicieroncon su padre todo el trayecto, a punto deque cuando llegaron de noche alHorqueta no se oía en el solitariopajonal ni un aullido de zorro, y sí el

sordo crepitar de la lluvia en el patio detierra del rancho.

La maestrita no tuvo esta veznecesidad de ir hasta el bañado a lavarlas ropas de su padre. Llovió toda lanoche y todo el día siguiente, sin másdescanso que la tregua acuosa delcrepúsculo, a la hora en que el médicocomenzaba a ver alimañas rarasprendidas al dorso de sus manos.

Un hombre que ya ha dialogado conlas cosas tendido de espaldas al sol,puede ver seres imprevistos al suprimirde golpe el sostén de su vida. Rivet,antes de morir un año más tarde con sulitro de alcohol carburado de lámparas,

tuvo con seguridad fantasías de eseorden clavadas ante la vista. Solamenteque Rivet no tenía hijos; y el error deElse consistió precisamente en ver, envez de su hija, una monstruosa rata.

Lo que primero vio fue un grande,muy grande ciempiés que daba vueltaspor las paredes. Else quedó sentado conlos ojos fijos en aquello, y el ciempiésse desvaneció. Pero al bajar el hombrela vista, lo vio ascender arqueado porentre sus rodillas, con el vientre y laspatas hormigueantes vueltas a él,subiendo, subiendo interminablemente.El médico tendió las manos delante, ysus dedos apretaron el vacío.

Sonrió pesadamente: ilusión… nadamás que ilusión…

Pero la fauna del delírium trémenses mucho más lógica que la sonrisa deun ex sabio, y tiene por hábito treparobstinadamente por las bombachas, osurgir bruscamente de los rincones.

Durante muchas horas, ante el fuegoy con el mate inerte en la mano, elmédico tuvo conciencia de su estado.Vio, arrancó y desenredó tranquilo másvíboras de las que pueden pisarse ensueños. Alcanzó a oír una dulce voz quedecía:

—Papá, estoy un pocodescompuesta… Voy un momento afuera.

Else intentó todavía sonreír a unabestia que había irrumpido de golpe enmedio del rancho, lanzando horriblesalaridos, y se incorporó por finaterrorizado y jadeante: estaba en poderde la fauna alcohólica.

Desde las tinieblas comenzaban ya aasomar el hocico bestias innumerables.Del techo se desprendían también cosasque él no quería ver. Todo su terrorsudoroso estaba ahora concentrado en lapuerta, en aquellos hocicos puntiagudosque aparecían y se ocultaban convelocidad vertiginosa.

Algo como dientes y ojos asesinosde inmensa rata se detuvo un instante

contra el marco, y el médico, sin apartarla vista de ella, cogió un pesado leño: labestia, adivinando el peligro, se habíaya ocultado.

Por los flancos del ex sabio, poratrás, se hincaba en sus bombachascosas que trepaban. Pero el hombre, conlos ojos fuera de las órbitas, no veíasino la puerta y los hocicos fatales.

Un instante, el hombre creyódistinguir entre el crepitar de la lluvia,un ruido más sordo y nítido. De golpe lamonstruosa rata surgió en la puerta, sedetuvo un momento a mirarlo, y avanzóhacia ella el leño con todas sus fuerzas.

Ante el grito que lo sucedió, el

médico volvió bruscamente en sí, comosi el vertiginoso telón de monstruos sehubiera aniquilado con el golpe en elmás atroz silencio. Pero lo que yacíaaniquilado a sus pies no era la rataasesina, sino su hija.

Sensación de agua helada, escalofríode toda la médula; nada de esto alcanzaa dar la impresión de un espectáculo desemejante naturaleza. El padre tuvo unresto de fuerza para levantar en brazos ala criatura y tenderla en el catre. Y alapreciar de una sola ojeada al vientre elefecto irremisiblemente mortal del golperecibido, el desgraciado se hundió derodillas ante su hija.

¡Su hijita! ¡Su hijita abandonada,maltratada, desechada por él! Desde elfondo de veinte años surgieron enexplosión de vergüenza, la gratitud y elamor que nunca le había expresado aella. ¡Chinita, hijita suya!

El médico tenía ahora la caralevantada hacia la enferma: nada, nadaque esperar de aquel semblantefulminado.

La muchacha acababa sin embargode abrir los ojos, y su mirada excavaday ebria ya de muerte, reconoció por fin asu padre. Esbozando entonces unadolorosa sonrisa cuyo reproche sólo ellamentable padre podía en esas

circunstancias apreciar, murmuró condulzura:

—¡Qué hiciste, papá…!El médico hundió de nuevo la

cabeza en el catre. La maestrita murmuróotra vez, buscando con la mano la boinade su padre:

—Pobre papá… No es nada… Yame siento mucho mejor… Mañana melevanto y concluyo todo… Me sientomucho mejor, papá…

La lluvia había cesado; la pazreinaba afuera. Pero al cabo de unmomento el médico sintió que laenferma hacía en vano esfuerzos paraincorporarse, y al levantar el rostro vio

que su hija lo miraba con los ojos muyabiertos en una brusca revelación.

—¡Yo me voy a morir, papá…!—Hijita… —murmuró sólo el

hombre.La criatura intentó respirar

hondamente sin conseguirlo tampoco.—¡Papá, ya me muero! Papá, hazme

caso… una vez en la vida. ¡No tomesmás, papá…! Tu hijita…

Tras un rato —una inmensidad detiempo— el médico se incorporó y fuetambaleante a sentarse otra vez en elbanco, mas no sin apartar antes con el

dorso de la mano una alimaña delasiento, porque ya la red de monstruosse entretejía vertiginosamente.

Oyó todavía una voz de ultratumba:—¡No tomes más, papá…!El ex hombre tuvo aún tiempo de

dejar caer ambas manos sobre laspiernas, en un desplome y una renunciamás desesperada que el másdesesperado de los sollozos de que yano era capaz. Y ante el cadáver de suhija, el doctor Else vio otra vez asomaren la puerta los hocicos de las bestiasque volvían a un asalto final.

HORACIO QUIROGA nació en 1878,en Salto, Uruguay, y murió, por supropia mano, en Buenos Aires,Argentina, en 1937. Aunque dandy ymodernista en su juventud, poco a poco,y gracias a su contacto con la selva delnoreste argentino, su obra se fuealejando del ornato vacío para ganar en

expresividad. Su primer libro, elpoemario Los arrecifes de coral (1901)da cuenta, precisamente, de sus inicios.Pero su verdadero camino estaba en elcuento, género del que sin duda fuefundador en el continente americano.Entre sus obras destacan Cuentos deamor de locura y de muerte (1917),Cuentos de la selva (1918), El salvaje(1920), Anaconda (1921), El desierto(1924), Los desterrados (1926) y Másallá (1935), conjuntos de cuentos queseñalan la paulatina creación de unbestiario propio, poblado de animalesmíticos y seres mágicos de las riberasdel Paraná; y la novela Pasado amor

(1929), de corte modernista.