LOS DOS AMOS: EL PECADO Y LA JUSTICIA (6:1-23)

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95 LOS DOS AMOS: EL PECADO Y LA JUSTICIA (6:1-23) Unidos a Cristo en su muerte por el bautismo (6:1-14) Introducción (6:1) La pregunta Pablo ya había sido cuestionado acerca del Evangelio que predicaba: “¿Y por qué no decir […]: Hagamos males para que vengan bienes?” (3:8). En aquella ocasión Pablo no respondió a esta calumnia, como él mismo la definió, sino que se limitó a confirmar la justicia de la condenación de los que así hablaban. Pero Pablo acaba de afirmar que “cuando el pecado abundó, sobreabundó la gracia” (5:20) y la pregunta vuelve a surgir en boca de los calumniadores: “¿Perseveraremos en el pecado para que la gracia abunde?”. ¿Por qué Pablo no respondió entonces y sí lo hace ahora? Porque Pablo no suele tratar de dos temas al mismo tiempo. En el capítulo 3 estaba aún explicando la justificación, con lo que no era el momento de comenzar una digresión tan amplia como sería el tema de la santificación. Abarcando todo el cuadro con una visión más amplia, observamos que Pablo ha venido presentando en el capítulo 5 un panorama de la vida del cristiano, quien, habiendo sido justificado por la fe, está firme en la gracia de Dios y se regocija en su gloria. El cristiano, habiendo estado en Adán, participaba de su pecado, muerte y condenación; pero estando ahora en Cristo, participa de su vida, gracia y justicia. En los últimos versículos (5:20-21), la exposición de Pablo concluye con una afirmación del triunfo de la gracia y su reino sobre el pecado. Pero al hablar de la posición segura del creyente en Cristo, ¿no estará dejando de lado su crecimiento espiritual y sus luchas contra los deseos de la carne? Al hablar de justicia y gloria, ¿se habrá olvidado de la santidad? En este contexto es que la calumnia de 3:8 vuelve a aparecer, pero ahora Pablo, una vez finalizada su exposición acerca de la justificación por la fe, se dispone a rebatirla iniciando así el tema siguiente a la de la justificación: la santificación. Si tenemos una nueva vida gracias a la justificación, ¿cómo hemos de vivirla? “¿Perseveraremos en el pecado para que la gracia abunde?” La forma verbal “perseveraremos” (gr. “epiménōmen”) tiene el sentido de “permanecer”, “habitar”. Lo que se plantea no es la posibilidad de que el creyente pueda pecar alguna vez, de forma puntual, sino la práctica continuada de una vida de pecado. La idea detrás de la pregunta es que, si el pecado ha puesto de manifiesto la gracia de Dios, permanecer o perseverar en el pecado haría que la gracia de Dios abundase aún más. Esta expresión (“para que la gracia abunde”) indica propósito, la intención por la cual se propone continuar pecando. Se ha sugerido que este capítulo da cuatro respuestas a la pregunta arriba planteada: 1. Un razonamiento: No puedes, porque estás unido a Cristo (vv. 1-11). 2. Un llamamiento: No tienes por qué, pues el pecado ya no señorea sobre ti (vv. 12-14). 3. Un mandamiento: No debes, porque volverías a ser esclavo del pecado (vv. 15-19). 4. Una advertencia: Mejor que no lo hagas, porque tendría un final desastroso (vv. 20-23) 1 . Alguien dijo en una ocasión que si nuestra exposición de la salvación por la fe y de la gracia no produce malos entendidos, entonces es que no la hemos expuesto como debe ser. Si no provocamos en nuestros oyentes la misma reacción que Pablo, es probable que no estemos predicando su mismo evangelio. Los calumniadores acusaban a Pablo no sólo de que al predicar la justificación por la fe sin las obras hacía que éstas parecieran ser inútiles, sino también de que al hablar de la gracia sobreabundante parecía estimular a la gente a pecar más que antes. Si según Pablo la introducción de la ley hizo que el pecado abundase, y 1 J. Oswald Sanders, Spiritual problems, citado por MacDonald (p. 766).

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LOS DOS AMOS: EL PECADO Y LA JUSTICIA (6:1-23)

Unidos a Cristo en su muerte por el bautismo (6:1-14)

Introducción (6:1)

La pregunta

Pablo ya había sido cuestionado acerca del Evangelio que predicaba: “¿Y por qué no decir […]: Hagamos

males para que vengan bienes?” (3:8). En aquella ocasión Pablo no respondió a esta calumnia, como él

mismo la definió, sino que se limitó a confirmar la justicia de la condenación de los que así hablaban. Pero

Pablo acaba de afirmar que “cuando el pecado abundó, sobreabundó la gracia” (5:20) y la pregunta vuelve

a surgir en boca de los calumniadores: “¿Perseveraremos en el pecado para que la gracia abunde?”. ¿Por

qué Pablo no respondió entonces y sí lo hace ahora? Porque Pablo no suele tratar de dos temas al mismo

tiempo. En el capítulo 3 estaba aún explicando la justificación, con lo que no era el momento de comenzar

una digresión tan amplia como sería el tema de la santificación.

Abarcando todo el cuadro con una visión más amplia, observamos que Pablo ha venido presentando en

el capítulo 5 un panorama de la vida del cristiano, quien, habiendo sido justificado por la fe, está firme en

la gracia de Dios y se regocija en su gloria. El cristiano, habiendo estado en Adán, participaba de su

pecado, muerte y condenación; pero estando ahora en Cristo, participa de su vida, gracia y justicia. En los

últimos versículos (5:20-21), la exposición de Pablo concluye con una afirmación del triunfo de la gracia y

su reino sobre el pecado. Pero al hablar de la posición segura del creyente en Cristo, ¿no estará dejando

de lado su crecimiento espiritual y sus luchas contra los deseos de la carne? Al hablar de justicia y gloria,

¿se habrá olvidado de la santidad? En este contexto es que la calumnia de 3:8 vuelve a aparecer, pero

ahora Pablo, una vez finalizada su exposición acerca de la justificación por la fe, se dispone a rebatirla

iniciando así el tema siguiente a la de la justificación: la santificación. Si tenemos una nueva vida gracias

a la justificación, ¿cómo hemos de vivirla?

“¿Perseveraremos en el pecado para que la gracia abunde?” La forma verbal “perseveraremos” (gr.

“epiménōmen”) tiene el sentido de “permanecer”, “habitar”. Lo que se plantea no es la posibilidad de

que el creyente pueda pecar alguna vez, de forma puntual, sino la práctica continuada de una vida de

pecado. La idea detrás de la pregunta es que, si el pecado ha puesto de manifiesto la gracia de Dios,

permanecer o perseverar en el pecado haría que la gracia de Dios abundase aún más. Esta expresión

(“para que la gracia abunde”) indica propósito, la intención por la cual se propone continuar pecando.

Se ha sugerido que este capítulo da cuatro respuestas a la pregunta arriba planteada:

1. Un razonamiento: No puedes, porque estás unido a Cristo (vv. 1-11).

2. Un llamamiento: No tienes por qué, pues el pecado ya no señorea sobre ti (vv. 12-14).

3. Un mandamiento: No debes, porque volverías a ser esclavo del pecado (vv. 15-19).

4. Una advertencia: Mejor que no lo hagas, porque tendría un final desastroso (vv. 20-23)1.

Alguien dijo en una ocasión que si nuestra exposición de la salvación por la fe y de la gracia no produce

malos entendidos, entonces es que no la hemos expuesto como debe ser. Si no provocamos en nuestros

oyentes la misma reacción que Pablo, es probable que no estemos predicando su mismo evangelio. Los

calumniadores acusaban a Pablo no sólo de que al predicar la justificación por la fe sin las obras hacía que

éstas parecieran ser inútiles, sino también de que al hablar de la gracia sobreabundante parecía estimular

a la gente a pecar más que antes. Si según Pablo la introducción de la ley hizo que el pecado abundase, y

1 J. Oswald Sanders, Spiritual problems, citado por MacDonald (p. 766).

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que cuando éste abundó, la gracia sobreabundó (5:20), entonces tal parece que debamos seguir pecando

para que así la gracia de Dios para con nosotros sobreabunde. De hecho, hubo muchos falsos maestros

que predicaron exactamente esto, prometiendo a los pecadores lo mejor de los dos mundos: No privarse

de ningún placer en este, sin perder por ello el venidero2.

Ya en los primeros siglos del cristianismo, algunas ramas del gnosticismo respondieron a la pregunta de

si continuaremos en el pecado de forma afirmativa. Su razonamiento era que siendo el cuerpo algo

material, y por tanto despreciable en comparación con la pureza y trascendencia de la parte espiritual del

hombre (de hecho, consideraban al cuerpo la cárcel del alma), lo que se hiciera con aquel no tenía

importancia alguna ni afectaba a la comunión con Dios, que se efectuaba en el plano espiritual, más

elevado.

El “antinomianismo” es el término técnico usado para definir a aquellos que se posicionan en contra (gr.

“anti”) de la ley (gr. “nómos”) y piensan que pueden obviarla. Muchas veces nosotros mismos pecamos

de ello, cuando restamos importancia a nuestras faltas con la excusa de que Dios las va a perdonar y

olvidar. Es cierto que el cristiano no está ya bajo la ley (6:14), pero no que esté sin ley, pues está bajo la

ley de Cristo (1 Co. 9:21).

El peligro contrario es el del legalismo. Un temor excesivo a los riesgos inherentes de la libertad cristiana

y de la gracia puede limitar ambas mediante “preceptos de vida santa” que intenten gobernar nuestras

tendencias pecaminosas. Pero Pablo no responde que, para evitar abusos en el uso de la libertad y gracia

cristianas, debemos imponer normas y mandamientos. Pablo no se desdice en que la gracia reina, y esto

también en la vida del creyente. Lo que necesita el creyente no son normas y preceptos, sino una

comprensión básica de lo que significa la conversión y la nueva vida en Cristo.

La respuesta de Pablo

Pablo no responde calculando la gracia necesaria para borrar cierto número de pecados. Para el apóstol,

las premisas de las que partían los calumniadores eran falsas y por tanto falsas eran también sus

conclusiones. Pablo va a responder diciendo que la gracia de Dios no sólo nos libra de la culpa y

condenación debida al pecado (capítulos 3 al 5), sino también de su poder y señorío. Es por la gracia de

Dios que iremos al cielo y es también por su gracia que podemos dejar de pecar aquí en la tierra. Y esto

es así porque la gracia de Dios no sólo nos justifica, sino que también nos santifica.

El capítulo 6 es toda una argumentación en contra de la acusación de antinomianismo, pero se divide

naturalmente en dos mitades, encabezadas ambas por una pregunta. En la primera mitad (vv. 1-14), Pablo

habla de nuestra unión vital a Cristo en su muerte simbolizada por medio de nuestro bautismo. En la

segunda mitad (15-23), Pablo habla de nuestra esclavitud a la justicia comenzada a partir de nuestra

conversión. Tanto nuestra unión con Cristo como nuestra condición de siervos de la justicia son

incompatibles con nuestra vida de pecado anterior. Ambas secciones mantienen un paralelismo en al

menos cinco puntos:

1. Son respuestas a preguntas acerca de la relación entre el pecado y la gracia. La primera responde

a si es lícito pecar para que abunde la gracia de Dios (v. 1). La segunda a si es lícito al no estar ya

bajo ley, sino bajo la gracia (v. 15). En una y en otra se plantea si podemos abusar de la gracia o

de nuestra libertad con fines egoístas.

2. Cada pregunta surge en respuesta a sendas afirmaciones de Pablo acerca de la gracia de Dios: la

gracia que sobreabunda y reina (5:20-21) y la gracia bajo la que nos encontramos los creyentes

2 Judas menciona en su epístola a aquellos “que convierten en libertinaje la gracia de nuestro Dios” (Jud. 4).

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(6:14). ¿Acaso esta gracia promueve el pecado de forma temeraria y socava la responsabilidad

moral del hombre?

3. El apóstol reacciona en ambos casos de la misma manera enfática y categórica: “En ninguna

manera” 3 (cp. 3:4,6 y 9).

4. En ambas Pablo atribuye las cuestiones a la ignorancia: “¿No sabéis…?” (vv. 3 y 16). Los

antinomianos que así razonaban, de ser cristianos estaba claro que no habían entendido el

significado de su bautismo y conversión.

5. En ambas Pablo habla acerca de la ruptura entre nuestro nuevo estilo de vida y el anterior a

nuestra conversión y bautismo. La presencia de pecado en las vidas de creyentes convertidos y

bautizados es una absoluta incoherencia. Esta incoherencia es expresada por Pablo por medio de

otra pregunta: “si hemos muerto al pecado, ¿cómo viviremos aún en él?” (v. 2) y “si ahora somos

esclavos de la justicia, ¿cómo la desobedeceremos para seguir obedeciendo a nuestro anterior

amo, el pecado?” (v. 16, parafraseado).

Resumen de la sección (6:2-14) Como hemos visto, Pablo responde a la pregunta acerca de si es lícito seguir pecando para que la gracia

de Dios con un rotundo “en ninguna manera”. ¿Qué hace a Pablo ser tan categórico? En principio, la

lógica humana nos dice que el antinomianismo es coherente, pues al perseverar en el pecado le damos a

Dios la oportunidad para desplegar su gracia y ser glorificado por ello. Pero la lógica divina que usa el

apóstol es, como en anteriores ocasiones en esta carta, inversa. Pablo define al cristiano como alguien

identificado con la muerte de Cristo, incorporado a su vida de resurrección y totalmente entregado a su

servicio. No puede continuar pecando porque ha muerto al pecado, y al no estar ya bajo su señorío, no

tiene por qué obedecerle. La explicación de Pablo se centra sobre todo en tres palabras clave: “saber”

(vv. 3,6), “considerar” (v. 11) y “presentar” (v. 13). Distingamos ocho fases o etapas en la argumentación

del Pablo:

1. La base fundamental de la tesis de Pablo es que nuestra condición actual es que hemos muerto

al pecado. ¿Cómo podemos vivir por tanto en aquello a lo que hemos muerto? (v. 2).

2. Nuestra muerte al pecado se produce por medio de nuestra identificación con la muerte de Cristo

mediante el bautismo (v. 3).

3. Habiendo compartido la muerte de Cristo, Dios quiere que compartamos también su vida de

resurrección (vv. 4-5).

4. Nuestro viejo hombre fue crucificado con Cristo para que fuésemos liberados de la esclavitud al

pecado (vv. 6-7).

5. El ejemplo de Cristo: murió una vez al pecado, pero vive por siempre para Dios (vv. 8-10).

6. Al igual que Cristo, nosotros también estamos muertos al pecado, pero vivimos para Dios en

Cristo (v. 11).

7. En nuestra nueva condición vital, debemos ofrecer nuestro cuerpo a Dios “como instrumentos de

justicia” (vv. 12-13).

8. Nuestro amo ya no es el pecado ni estamos ya “bajo la ley, sino bajo la gracia” (v. 14).

Vemos por tanto una diferencia de enfoque o énfasis en los vv. 2-10 y en los vv. 11-14. En los primeros

versículos, Pablo está mirando al pasado, a la muerte de Cristo, a nuestra conversión (y muerte con Él) y

a nuestro bautismo (que simboliza esa muerte). A partir del versículo 11, Pablo extrae esas lecciones de

3 Gr. “mē guénoito”, lit. “no sea” o “no llegue a ser” (“guénoito” es el tiempo aoristo de “guínomai”, ser o llegar a ser).

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nuestro pasado y las aplica a nuestro presente. Así pues, el título de la primera sección podría ser

“Muertos al pecado” (nuestro pasado), y el de la segunda, “Vivos para Dios” (nuestro presente).

Notemos que aunque los términos santidad o santificación (gr. “hagiasmós”) no aparecen en el texto,

este es realmente el tema del pasaje. El significado de santidad es el de “estar apartado para algo” y así,

“santidad al Señor” significa estar apartado para Dios. Los utensilios del templo eran santos no porque

fueran mejores o más puros que los usados en otros lares, sino porque estaban apartados de todo uso

común y consagrados exclusivamente al servicio de Dios. Eran instrumentos suyos. Del mismo modo

somos santos no por ser mejores que los demás, sino porque hemos sido apartados para el servicio de

Dios; somos de su exclusiva propiedad y es a Él a quien servimos en exclusiva. Hemos muerto al pecado

y ahora estamos vivos, apartados para el servicio a Dios. En consecuencia, puesto que somos santos,

“apártese de iniquidad todo aquel que invoca el nombre de Cristo” (2 Ti. 2:19).

Hemos muerto al pecado (6:2) La razón fundamental por la que Pablo considera que un creyente no puede perseverar en el pecado es

que hemos muerto a él. Pablo contrasta dos tiempos verbales: “morimos” (gr. “apezánomen”, pasado

aoristo) y “viviremos” (gr. “dsésomen”, futuro simple). La muerte de la que habla el apóstol es un suceso

que ha ocurrido una vez y para siempre, y no un proceso continuo en nuestra vida. La muerte, por

definición, es un evento no un proceso. Si la muerte es real, ha de ser permanente. Y si hemos muerto al

pecado de una vez por todas, ¿cómo podremos seguir viviendo en él? Es evidente que no, pues el pecado

es principio de muerte, no de vida. La vida y la muerte físicas son excluyentes entre sí, y del mismo modo

lo son la muerte espiritual (producida por el pecado) y la nueva vida espiritual en Cristo.

Lo que plantea el apóstol no es la imposibilidad de que el creyente peque de manera puntual, sino la

incompatibilidad de una vida de pecado continuado con su nueva situación en Cristo4. No se trata

solamente pues de que la gracia sobreabundase frente al pecado, sino que obró de tal forma que el

creyente queda ajeno al pecado gracias a su nueva naturaleza, determinada por su unión a Cristo, quien

murió y resucitó.

Notemos que Pablo no está exhortándonos a morir al pecado (cp. Col. 3:5), sino que describe un hecho

ya ocurrido5. ¿Qué significa pues esta expresión de “hemos muerto al pecado” (gr. “apezánomen tē

hamartía”)? Hay tres posibles explicaciones de su significado:

Primera explicación: El pecado pierde su influencia sobre nosotros

Esta es una interpretación muy popular, pero lamentablemente errónea. Enseña que del mismo modo

que cuando uno muere pierde el uso de sus sentidos y se vuelve insensible para responder a los estímulos

exteriores, cuando morimos al pecado nos volvemos insensibles a él. Del mismo modo que un muerto no

puede pecar, así nosotros debemos considerarnos como muertos. Sin embargo, hay por lo menos tres

objeciones a esta interpretación:

1. La expresión “morir al pecado” aparece en este pasaje dos veces en relación a los creyentes (vv.

2,11) y una a Cristo (v. 10), y en ambos casos ha de compartir un mismo significado. En el caso de

Cristo, Él no necesitó morir en una cruz para dejar de responder a los estímulos del pecado (lo

que hubiera significado una mancha moral en su carácter).

4 Igualmente, el apóstol Juan no niega la posibilidad de que un hijo de Dios peque de forma puntual (1 Jn. 2:1, donde “no pequéis”

está en aoristo), pero sí de que practique el pecado (3:6,8-9, donde “no peca” está en presente: “no está pecando”). 5 El aoristo no denota un estado, sino un hecho o un acto pasado. Nunca se refiere a una acción que se está efectuando o que se

prolonga, sino que establece un hecho como algo que ya ocurrió.

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2. De ser esta interpretación correcta, sería incompatible con las exhortaciones finales de Pablo (vv.

12-13). Si hemos dejado de ser sensibles al pecado, ¿por qué el llamamiento a que el pecado no

reine en nosotros, no le obedezcamos ni le sirvamos? Si nuestra naturaleza caída estuviese

ciertamente muerta, no tendría concupiscencias y nuestra inclinación habría sido ya eliminada.

Las exhortaciones del apóstol serían innecesarias6.

3. Esta interpretación está finalmente alejada de la experiencia cristiana. Notemos que aquí el

apóstol no está hablando de una minoría de creyentes excepcionalmente santos, sino que la

experiencia de morir al pecado es común a todos los que estamos en Cristo Jesús. Y lo que vemos

es que si todo el pueblo de Dios ha muerto efectivamente al pecado, no lo está de hecho en el

sentido de haber dejado de sentir su atracción. Toda la Historia y nuestras propias experiencias

se oponen. Lejos de estar muerta, nuestra vieja naturaleza parece seguir tan activa y viva como

siempre.

Un serio peligro de esta interpretación es que puede ser fuente de desilusión y frustración al no poder

llevar vidas perfectamente santas. Como resultados, podemos llegar a dudar de la Palabra de Dios, de

nuestra propia salvación o a ser deshonestos con nuestra propia experiencia. Si esta interpretación

entonces no es la correcta, ¿cuál lo es?

La interpretación anterior ilustra los peligros de llevar las analogías bíblicas demasiado lejos. Cuando

Cristo dijo que debíamos ser como niños (Mt. 18:3), no se refería a que debíamos comportarnos en todo

exactamente igual que ellos, sino que la analogía se basaba sólo en ciertos aspectos de la edad infantil:

La inocencia y la dependencia con respecto a los padres. Así también, cuando Pablo habla de “morir al

pecado” no se refiere a que debemos reproducir en nosotros todas las características de los cadáveres,

incluida su insensibilidad a los estímulos externos. Para averiguar en qué aspecto se está aplicando la

analogía debemos recurrir a la enseñanza de las Escrituras, más que a las analogías en sí.

Segunda explicación: El pecado pierde la razón de sus demandas sobre nosotros

Una mejor explicación puede ser que la expresión “hemos muerto al pecado” no signifique una muerte a

la influencia del pecado (el cual desgraciadamente aún sigue manteniendo en nuestras vidas), sino una

muerte en relación con su culpa, lo que equivale a nuestra justificación (cp. 6:7)7.

La muerte es presentada en la Biblia más en términos legales que físicos (aunque también puede implicar

éstos últimos). La muerte no es tanto un estado de inmovilidad, sino el castigo por el pecado (aunque lo

anterior es consecuencia de esto último). La advertencia contra el pecado de Dios a Adán (Gn. 2:17)

implicaba un juicio y separación de Dios además de la muerte física, al negársele a Adán el acceso al árbol

de la vida. Y en Apocalipsis se denomina al destino de los impíos “la segunda muerte”. La muerte se refiere

siempre al castigo por el pecado. Esta es también la interpretación en Romanos: “los que practican tales

cosas son dignos de muerte” (1:32), “por el pecado [entró en el mundo] la muerte” (5:12) y “la paga del

pecado es muerte” (6:23).

Puesto que ya hemos visto que la expresión “morir al pecado” se aplica tanto a Cristo como a nosotros

en este capítulo, veamos si la explicación de la muerte como pena por el pecado es aplicable a nuestro

Señor y en consecuencia inferiremos el significado también para nosotros. “Porque en cuanto murió, al

pecado murió una vez por todas” (v. 10). Evidentemente, Pablo está hablando de la muerte de Cristo en

la cruz, donde llevó el pecado de todos nosotros y recibió el juicio y castigo por el mismo de Dios sobre

6 De hecho, llegará a decir más adelante “haced morir las obras de la carne” (8:13). ¿Pero la carne no estaba ya muerta? 7 Esta es la interpretación que adoptan Stott y MacDonald, por ejemplo.

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Él. Cristo pagó la pena por el pecado “una vez por todas” (gr. “efápax”), expresión utilizada muchas veces

en el Nuevo Testamento para referirse a su muerte expiatoria (He. 7:27; 9:12,26,28; 10:10; 1 P. 3:18).

Como resultado, el pecado ya no tiene derechos ni demanda alguna sobre Él y en confirmación Dios le

levanto de entre los muertos y ahora vive para Dios.

Y lo que es cierto de Cristo ha de serlo también de los creyentes. Por nuestra unión con Él nuestro castigo

por el pecado fue pagado por nosotros en el Calvario, y por tanto hemos muerto al pecado. No es que

nosotros hayamos recibido el castigo por nuestros pecados, ni siquiera en Cristo, por cuanto nosotros no

morimos por nuestros pecados; sólo Él lo ha hecho. Pero aun cuando no podemos compartir o participar

de la muerte expiatoria, sí lo hacemos de sus beneficios en virtud de nuestra unión a Cristo.

Interpretada la expresión “muertos al pecado” en este sentido (muerte a la culpa del pecado), la

expresión refleja una continuación del tema de la justificación tratado en los capítulos 3 al 5.

Tercera explicación: El pecado pierde su poder sobre nosotros

Sin embargo, la interpretación anterior tampoco resulta completamente satisfactoria, pues encontramos

las siguientes objeciones:

1. Recordemos que ha habido un cambio de tema en Pablo, quien ha concluido su exposición acerca

de la justificación y comienza el de la santificación. Éste ha de ser el tema de esta sección, y no

sólo de la siguiente (vv. 15-23), donde sí es evidente que aborda el tema del señorío del pecado

en nuestras vidas (p.ej. 6:18).

2. En 6:10, se dice que Cristo “murió al pecado” y no “por el pecado” (en pago a su culpa). Veremos

este versículo más en detalle a su momento, pero notemos aquí que en la expresión no va

implicada ninguna idea de expiación por la culpa, la cual pertenece a los capítulos 3 a 5, sino que

la idea es de relación, no de expiación.

3. Efectivamente, “la paga del pecado es muerte”, pero aquello que demanda la muerte del pecador

no es su propio pecado, sino la justicia y la ley de Dios. Es debido a nuestro pecado, que la justicia

de Dios demanda nuestra condenación y que la ley de Dios exige nuestra muerte. Es por eso que

la paga (o consecuencia) del pecado es la muerte. Pero aquellos que deducen que la expresión

“morir al pecado” significa que éste cesa de exigir el pago de nuestra culpa, atribuyen

erróneamente al pecado las funciones propias de la ley de Dios8. Por eso Pablo llama al ministerio

de la ley, el “ministerio de muerte” (2 Co. 3:7).

¿Qué significa, pues, esta expresión? La expresión “morir a…” también se encuentra en el Nuevo

Testamento en el sentido de no estar ya bajo el poder o el señorío de algo. Así por ejemplo, Pablo

pregunta a los Colosenses: “Pues si habéis muerto con Cristo en cuanto a los rudimentos del mundo, ¿por

qué, como si vivieseis en el mundo, os sometéis a preceptos…?” (Col. 2:20), donde la idea de “morir a (o

para) los rudimentos del mundo” se contrapone a la de “someterse” a sus preceptos9. Morir al mundo

significa librarse de su señorío y no pagar una culpa exigida por él. Por tanto, debemos entender que estar

“muertos al pecado” significa igualmente que, si bien éste aún puede influir hasta cierto punto en

nosotros, ya no tiene ningún dominio sobre nosotros10. No estamos ya bajo su poder ni estamos obligados

8 Pablo dirá más tarde también que asimismo hemos “muerto a la ley” (7:4). 9 Notemos además que el verbo “morir” también está en aoristo, con lo que esta muerte es igualmente algo que sucedió en la

vida del creyente una vez en el pasado, y no algo que se vaya produciendo de manera continuada o progresiva. 10 Esta es la interpretación de Ironside y Newell.

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a obedecerle. En palabras de Agustín, si bien antes de nuestro nuevo nacimiento “no podíamos no pecar”,

ahora “podemos no pecar”.

Dado el simbolismo del bautismo que Pablo va a citar a continuación, podemos entender mejor esto.

Cuando los israelitas fueron bautizados en Moisés en la nube y en el mar (1 Co. 10:1ss), pasaron

figuradamente por la muerte y Moisés se convirtió en su nuevo líder. Habían muerto a Faraón y dejaron

de estar bajo su dominio. Pero eso no significaba que no tuvieran que luchar contra la tentación de

regresar a estar bajo él de nuevo (Ex. 13:17; Nm. 11:5,18; 14:3-4). Así también nosotros hemos muerto al

pecado y ya no estamos bajo su señorío, sino del de Cristo, lo cual no significa que no podamos ser

atraídos nuevamente por los cantos de sirena de nuestra vieja vida11.

En definitiva, los que estamos en Cristo no hemos muerto por el pecado, pero sí para él. El pecado sigue

estando presente en nuestras vidas, pero no debemos confundir su presencia con nuestra relación para

con él. Tampoco confundamos el hecho revelado de que hemos muerto (tiempo aoristo) con nuestra

experiencia de liberación. No estamos muriendo al pecado sino que ya morimos a él en la muerte de

Cristo. Aunque sigamos sintiendo su presencia en nuestros miembros y no comprendamos totalmente el

hecho de que hayamos ya muerto al pecado, Dios lo dice y a su tiempo entenderemos la aparente

paradoja.

A continuación, en los siguientes versículos (6:3-10), Pablo explica cómo es que se produjo nuestra

muerte al pecado.

Fuimos bautizados en la muerte de Cristo (6:3) Reiteremos que para Pablo la alternativa al libertinaje y el antinomianismo no era un conjunto de reglas

estrictas, un legalismo de las obras que ahogaran la libertad del cristiano y la labor de la gracia en su vida.

Para Pablo la solución al dilema consistía en que cada creyente conociera perfectamente qué significaba

su conversión y su bautismo. Por eso, Pablo introduce la primera palabra clave, “saber”: “¿O no sabéis…?”

El apóstol pone en evidencia la ignorancia acerca de los rudimentos cristianos por parte de aquellos que

plantean la posibilidad de que los creyentes estén libres para pecar. De ser ellos mismos cristianos, no

entendieron qué significó su bautismo.

“¿O no sabéis que todos los que hemos sido bautizados en Cristo Jesús, hemos sido bautizados en su

muerte?” El apóstol menciona aquí dos bautismos: “en Cristo Jesús” y “en su muerte”. ¿A qué bautismo

se refiere? Normalmente, cuando no se especifica el tipo de bautismo en el Nuevo Testamento, se refiere

en general al bautismo del agua (p.ej. Hch. 2:38)12. Pero también es cierto que para el cristiano se

menciona otro tipo de bautismo, el del Espíritu Santo (Mt. 3:11; Jn. 1:33; Hch. 1:5). ¿Podría referirse aquí

Pablo al bautismo en Cristo por el Espíritu, en virtud del cual somos unidos al cuerpo de Cristo (1 Co.

12:13)?

La preposición griega que usa el apóstol para decir “bautizados en” es “eis”, sin equivalente en castellano,

y que literalmente significa “en dirección a, para entrar en”. Es la preposición que se usaría para referirse

a alguien que se dirige a una casa para entrar en ella. Es la preposición usada en 1 Co. 12:13: “por un solo

Espíritu fuimos todos bautizados en [“eis”] un cuerpo”, y que también se usa referida al bautismo por

11 Querer regresar a Egipto significaba apostatar, lo cual demostró que ese pueblo no había nacido realmente de nuevo (Nm.

14:4). Del mismo modo, es imposible que un creyente verdadero regrese a su vida pasada en el pecado (lo que equivaldría a

volverse a Egipto), y de producirse tal cosa, lo único que demostraría es que su conversión no fue genuina. Nunca fue un

verdadero hijo de Dios. 12 La excepción sería Ef. 4:5. Puesto que se mencionan cosas que compartimos absolutamente todos los creyentes, se ha de

referir al bautismo del Espíritu Santo.

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ESTUDIO DE LA EPÍSTOLA A LOS ROMANOS

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agua, al ser bautizados “en el bautismo de Juan” (Hch. 19:3) y “en el nombre del Señor Jesús” (Hch. 19:5;

8:16). Por tanto, el hecho de ser bautizados en alguien puede significar tanto el ser incorporado a su

cuerpo (1 Co. 12:13), que sería el bautismo del Espíritu Santo, como el de identificarse con ese alguien

(Juan, Jesús o incluso Moisés), que sería el bautismo por agua.

Pero si bien la primera cláusula (“bautizados en Cristo”) puede ser una referencia tanto al bautismo del

Espíritu como al del agua, la segunda (“bautizados en su muerte”) es más clara: Se refiere necesariamente

al bautismo por inmersión en agua. El bautismo del Espíritu Santo es el bautismo en el cuerpo de Cristo,

mientras que el bautismo del que se habla aquí representa la identificación con la muerte de Cristo. El

primero nos habla de posición, mientras que el segundo nos habla de identificación. El bautismo por

inmersión en agua representa nuestra unión con el Cristo muerto y resucitado. Tiene también otros

significados secundarios, como nuestra renuncia a nuestra vieja manera de vivir, pero su significado

principal es el de nuestra unión con Cristo (“bautizados en [“eis”] Cristo”). Ser bautizado en Cristo significa

entrar en relación con Él, unirse a Él y aceptarle como Cabeza y Líder (compárese con: “todos en [“eis”]

Moisés fueron bautizados”, 1 Co. 10:2).

El Nuevo Testamento nos presenta a Cristo no sólo muriendo por nosotros, en nuestro lugar, como

nuestro Sustituto, sino también como nosotros, como nuestro Representante. Él no sólo murió por lo que

hicimos, sino por lo que somos. Puesto que Cristo es nuestro Sustituto, no tenemos que morir ya por

nuestros pecados. Puesto que Cristo es nuestro Representante, nosotros hemos muerto en y a través de

Él: “si uno murió por todos, luego todos murieron” (2 Co. 5:14). Al estar unidos a Cristo, su muerte se

convirtió en la nuestra también. Todos los que estamos unidos a Cristo somos vistos por Dios como

muertos al pecado. Esto no significa que estemos sin pecado, sino que estamos identificados con Cristo

en su muerte y en todo lo que ésta significa.

El que Pablo se refiera aquí al bautismo con agua no significa que le atribuya propiedad de regeneración

alguna al agua, es decir, que su sola administración en nombre de la Trinidad otorgue automáticamente

la salvación. Pablo ni creía ni enseñaba esto. Sería inconcebible que tras tres capítulos exponiendo la

justificación por la fe, ahora cambiara su opinión, se contradijera a sí mismo, y declarara que la salvación

es por el bautismo, o por la fe más el bautismo, lo que significaría la adición de obras a nuestra salvación.

La Biblia relaciona siempre el bautismo con la muerte, sepultura y resurrección (Col. 2:12), no con la

limpieza o con la purificación (1 P. 3:21). Es el fin de una relación anterior, para entrar en una nueva. Es

obvio que para Pablo el bautismo no era un medio de salvación, pero también lo es que aquí lo tenía en

mente como símbolo y analogía física que revela la realidad espiritual de la unión del creyente con Cristo.

El bautismo tampoco asegura por sí mismo lo que representa (como igualmente ocurría con la

circuncisión, 2:28-29). La fe del bautizado se da por sentado en toda esta exposición del apóstol. Es la

unión con Cristo por medio de la fe, que el Espíritu Santo efectúa en forma invisible, la que se indica y

sella por el bautismo. El bautismo por agua representa nuestra muerte, pero no la produce. Si no hemos

muerto con Cristo, nuestro bautismo es vano.

Lo que Pablo desea destacar es que ser cristiano exige una unión personal y vital con Cristo Jesús, y que

ésta es representada visualmente por medio del bautismo (cp. Gá. 3:27). Por tanto, es evidente que Pablo

no entendía un cristiano que no estuviera bautizado. Todo creyente debía representar por medio del

bautismo la realidad espiritual que se había producido en su interior. Y aunque no sea preciso para la

salvación, ha de ser invariablemente su señal pública. Por eso Cristo unió la fe con el bautismo, como

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LOS DOS AMOS: EL PECADO Y LA JUSTICIA (6:1-23)

103

consecuencia inevitable y necesaria de la anterior: “El que creyere y fuere bautizado, será salvo” (Mr.

16:16)13.

Participamos de la resurrección de Cristo (6:4-5) Pablo extiende el significado de nuestro bautismo no sólo mediante referencias a la muerte de Cristo,

sino también a su sepultura y resurrección. En el pensamiento del apóstol, la muerte y resurrección de

Jesucristo no fueron sólo hechos históricos o doctrinas significativas, sino también experiencias

personales puesto que mediante el bautismo entramos a compartir tales hechos nosotros mismos. Así

“hemos sido bautizados en su muerte” (3b), “somos sepultados juntamente con él a fin de que […] también

nosotros andemos en vida nueva” (4). Esta nueva vida comienza ahora y será completada el día de nuestra

resurrección, y quien vive esta nueva vida no puede seguir viviendo a la vez en el pecado. “Porque habéis

muerto (lit. “moristeis”, de nuevo aoristo), y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios” (Col. 3:3).

La mención a que “Cristo resucitó de los muertos por la gloria del Padre” hace referencia al ejercicio de

poder extraordinario que Dios demostró levantando de los muertos a Jesucristo (Ef. 1:19-20). Y este

mismo Dios que levantó a Cristo de entre los muertos es el que nos “dio vida juntamente con Cristo […],

y juntamente con él nos resucitó” (Efe. 2:5-6).

Pablo no sólo dice que tenemos una nueva vida (ese es el resultado de la justificación, 5:21), sino que

también debemos andar en ella (ese es el proceso de santificación). Dios nos da la vida no para que la

guardemos a buen recaudo, sino para que la vivamos, para que andemos en ella. Y este “andar” ha de

comenzar ahora, no esperando al día de la resurrección. No existe una justificación sin santificación, ni a

la inversa. No podemos tener una vida nueva sin andar (vivir) en ella. Donde la justificación termina, ha

de comenzar la santificación. De no hacerlo, tenemos derecho a sospechar que aquella tampoco llegó a

producirse realmente. Igual que Cristo resucitó para vivir a una nueva vida, sobre la cual la muerte no

señoreaba más, “así también” nosotros hemos de hacerlo igualmente. Si a un muerto se le infunde vida,

pero en vez de levantarse se queda en su tumba sin hacer nada, no hay ningún cambio en él ni muestra

los efectos de esa nueva vida. A efectos prácticos, no es diferente de los muertos que le rodean. Se nos

ha dado una vida nueva: ¡Levantémonos, pues, de las tumbas y vivámosla!

Notemos que la vida a la que resucitamos no es una de la misma clase a la que hemos muerto, sino que

es totalmente “nueva”14. La vida de resurrección no fue conocida hasta que Cristo resucitó. Lázaro y todos

aquellos que resucitaron antes de Cristo fueron restituidos a esta vida terrena. Pero no fue así en la

resurrección de Cristo. Él fue “el Primogénito de entre los muertos” (Col. 1:18), “primicias de los que

durmieron” (1 Co. 15:20). Su vida no es más terrenal, sino celestial. La misma clase de vida a la que

nosotros ahora hemos nacido y en la que comenzamos a andar. Por eso es que “si alguno está en Cristo,

nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas” (2 Co. 5:17). La Biblia está

llena de descripciones de la nueva vida espiritual del creyente: Hemos recibido un nuevo espíritu y un

corazón nuevo (Ez. 18:31; 36:26), una canción nueva (Sal. 40:3) y un nombre nuevo (Ap. 2:17). Somos

llamados nuevas criaturas (2 Co. 5:17), nueva creación (Gá. 6:15) y nuevo hombre (Ef. 4:24).

El versículo 5 insiste en afirmar que compartimos la muerte y la resurrección de Cristo, o más bien la

semejanza (gr. “homoíōma”) de ambas. ¿Qué quiere decir Pablo con “semejanza”? Hay varias

explicaciones:

13 Sin embargo, para condenarse no hace falta no bautizarse; basta con no creer: “mas el que no creyere, será condenado”. No

hay mención aquí al bautismo, porque el único acto que separa la condenación de la salvación es creer (la fe). 14 La palabra usada en griego (al igual que en He. 8:13) no es “neos” (uno nuevo en el tiempo, siendo de la misma serie o calidad

que lo anterior), sino “kainós” (algo totalmente nuevo en calidad y carácter, y no sólo en el tiempo).

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ESTUDIO DE LA EPÍSTOLA A LOS ROMANOS

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1. Puede referirse a que nuestra muerte y resurrección con Cristo son similares a las suyas, pero no

iguales.

2. También, que mediante el bautismo hemos sido conformados a su muerte, así como también

seremos conformados (en nuestra vida moral) a su resurrección.

3. O finalmente, a que el bautismo es una representación dramatizada de una realidad espiritual

(esta es la explicación más plausible).

Hemos sido unidos a (plantados, lit. “crecer juntamente con”) Cristo en su muerte, e igualmente lo

seremos en su resurrección. Somos plantados, como injertos, en Cristo, y es de su vida de resurrección

por la cual nosotros somos salvos (4:25; 5:10) y en la cual ahora vivimos. Nuestra unión con Cristo es, por

tanto, vital, orgánica y dinámica. El bautismo es la representación visual de que hemos abandonado la

estirpe de Adán, y ahora estamos en Cristo como nuestra nueva Cabeza.

El “si fuimos plantados” no es una afirmación dubitativa o hipotética. El vocablo “si” (gr. “ei”) no expresa

duda, sino que afirma más bien la realidad de la declaración. Es más bien un “puesto que fuimos

plantados”. La conexión con la segunda cláusula (“seremos…”) indica una certidumbre en la secuencia. El

futuro no indica sólo una secuencia cronológica, sino sobre todo lógica o causal. Si una cosa sucede,

entonces la otra la seguirá necesariamente. Como la muerte de la que está hablando el apóstol no es la

muerte física de nuestros cuerpos, sino nuestra muerte espiritual a nuestra vieja vida, la resurrección a

la que se refiere no es a la de nuestros cuerpos, en un futuro escatológico cuando Cristo venga a por los

suyos, sino a la nueva vida que hemos recibido los creyentes aquí en la tierra para vivir en el poder de la

resurrección de la que participamos ya con Cristo, y así poder andar en vida nueva.

En resumen, estos versículos aluden al simbolismo visual del bautismo (específicamente, del bautismo

por inmersión). Al sumergirnos en las aguas y dejar que estas pasen por encima nuestra, dramatizamos

nuestra muerte a la vieja vida y nuestra sepultura. Al levantarnos y salir de las aguas a la luz y al aire,

representamos nuestra resurrección a una nueva vida. El bautismo del creyente es un entierro simbólico

por el cual su antigua clase de vida termina para dar comienzo una nueva clase de vida en Cristo. Es

nuestro paso del Mar Rojo de la sangre de Cristo, de tal modo que podemos decir: “ya no vivo yo, mas

vive Cristo en mí” (Gá. 2:20).

Por tanto, no podemos seguir viviendo en el pecado como hasta nuestra conversión y nuevo nacimiento,

pensando que la gracia de Dios es abundante para perdonarnos. Hacerlo sería abusar de la misericordia

y el amor de Dios. Tampoco es posible hacerse cristiano sin que haya diferencia con nuestra vida anterior;

ha de haber una gran diferencia. Y por último, no podemos vivir la nueva vida si no estamos en Cristo. Un

antiguo cristiano sugirió la siguiente metáfora para explicarlo: “No podemos vivir la vida física a menos

que estemos en el aire y el aire esté en nosotros; de la misma manera, no podemos vivir la vida que Dios

nos quiere dar a menos que estemos en Cristo y Cristo en nosotros”15.

El bautismo es nuestro entierro y resurrección y simboliza nuestra unión a Cristo en su propio entierro y

resurrección, compartiendo sus bendiciones (Col. 2:12-13). Son estas bendiciones las que Pablo va a

comenzar a describir a continuación, desarrollando el significado de la muerte (vv. 6-7) y de la

resurrección (vv. 8-9), para reunirlos finalmente (v. 10).

La crucifixión de nuestro viejo hombre (6:6) En el versículo 6 Pablo apela nuevamente a nuestro conocimiento (“sabiendo esto”). Ese conocimiento

que ya deberíamos tener se desarrolla mediante tres cláusulas encadenadas, habiéndose producido cada

15 Citado por Barclay (p. 576).

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LOS DOS AMOS: EL PECADO Y LA JUSTICIA (6:1-23)

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una para que fuese posible la siguiente: “sabiendo esto, que nuestro viejo hombre fue crucificado

juntamente con él, para que el cuerpo del pecado sea destruido, a fin de que no sirvamos más al pecado”.

Si leemos estas cláusulas al revés, lo que está diciendo Pablo es que el propósito final de Dios era que

fuésemos liberados del pecado (o muertos a él, 6:2); para ello, el cuerpo del pecado había de ser anulado

y para que esto a su vez se produjese, antes de todo había que crucificar a nuestro viejo hombre con

Cristo en la cruz. Por tanto, el primero de los sucesos, y causante de todos los demás, es una crucifixión,

que posibilitó la victoria que a su vez significó nuestra liberación.

Pablo usa aquí dos términos nuevos: “nuestro viejo hombre” y “el cuerpo del pecado”. ¿Son la misma

cosa? En realidad no. “Nuestro viejo hombre” (gr. “hò palaiòs hemōn ánzrōpos”)16 no se refiere a nuestra

vieja naturaleza, sino a lo que nosotros éramos antes de nuestra conversión, cuando estábamos en Adán

y no en Cristo. Es nuestro hombre anterior, y no nuestro hombre interior. ¿A qué se refiere “el cuerpo del

pecado” (gr. “tò sōma tēs hamartías”)? Pablo usa aquí el término “sōma” (cuerpo), pero no en el sentido

de cuerpo físico. Los gnósticos enseñaban que nuestro cuerpo físico era esencialmente malo, y una cárcel

para nuestro espíritu, que era bueno pues era lo único que Dios había redimido de nuestro ser. Pero esta

no es la enseñanza apostólica. La Biblia enseña que el cuerpo humano es el vehículo creado por Dios para

que podamos expresarnos y relacionarnos con nuestro entorno. Algunos autores17 sí entienden que se

refiere al cuerpo físico del creyente, “dominado y controlado por la naturaleza pecaminosa” y usado para

sus fines malos, pervirtiendo nuestros instintos y deseos naturales en concupiscencias y placeres

desenfrenados. Sin embargo, lo más probable es que se refiera no a nuestro cuerpo físico, sino a la propia

naturaleza pecaminosa, y que el término “sōma” sea aquí un sinónimo de “sarx” (carne), nuestra vieja

naturaleza caída.

La primera de las cláusulas afirma por tanto que nuestro viejo hombre (lo que éramos en Adán) fue

crucificado18 juntamente con Cristo. Esta acción, la co-crucifixión del creyente con Cristo, se produjo en

nuestra conversión. Desde entonces, nuestro viejo YO está clavado y muerto en la cruz, de modo que “ya

no vivo yo” (Gá. 2:20). No está clavado sólo una parte de nosotros (nuestra vieja naturaleza pecaminosa),

sino la totalidad de nuestra persona (representada por ese “yo”), todo nuestro viejo hombre, lo que

éramos antes de nuestra conversión. Ese viejo hombre está en oposición al nuevo y nos hemos despojado

de él una vez y para siempre (Col. 3:9-10)19. En Cristo ese viejo hombre es ahora un cadáver, sin vida en

sí mismo. En él no había nada que pudiera agradar a Dios, era totalmente pecaminoso. Por ello, no era

intención de Dios reformarlo, sino darle muerte y crear en nosotros un hombre totalmente nuevo. Así es

que tras nuestra conversión nosotros hemos muerto, en nuestro viejo hombre, al pecado. Ese viejo

hombre ha muerto y el nuevo va creciendo en santidad, viviendo una nueva vida en Cristo, hasta ser cada

vez más semejante a Él. El viejo hombre no es Adán personalmente, como nuestro nuevo hombre no es

Cristo personalmente. Es una declaración federal, de lo que nosotros éramos por nuestra relación e

identificación con Adán, y de lo que ahora somos por nuestra relación e identificación con Cristo.

16 “Viejo” (gr. “palaiós”) indica la idea de desgaste, no de tiempo (gr. “arjaîos”). No se refiere a algo antiguo, y por tanto valioso,

sino a algo desgastado y roto y que por tanto hay que tirar. Así se dice también del viejo pacto, “y lo que se da por viejo y se

envejece, está próximo a desaparecer” (He. 8:13). 17 Evis L. Carballosa, por ejemplo. 18 El aoristo (gr. “synestaurōze”) indica nuevamente un hecho histórico pasado, la voz pasiva indica que no hemos sido nosotros

quienes nos hemos crucificado a nosotros mismos, sino que lo hemos sido por un tercero (el Espíritu Santo); finalmente, el modo

indicativo indica la realidad de la acción. 19 En Ef. 4:22-24 parece que el apóstol está exhortando a despojarnos ahora del viejo hombre, pero al estar el verbo en aoristo

probablemente no sea un mandamiento, sino la misma idea que en Col. 3:9. La NVI traduce así: “Con respecto a la vida que antes

llevaban, se les enseñó que debían quitarse el ropaje de la vieja naturaleza… y ponerse el ropaje de la nueva naturaleza”.

Entendida así, sería una apelación a la conversión dirigida en su día a incrédulos.

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ESTUDIO DE LA EPÍSTOLA A LOS ROMANOS

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La segunda de las cláusulas expone que lo que Dios pretendía al crucificar nuestro viejo hombre era

destruir el cuerpo del pecado. La expresión “sea destruido” (gr. “katarguēzēi”) es el aoristo pasivo de

subjuntivo de “katarguéō”, verbo que tiene una amplia gama de significados, desde “anular” a “abolir”.

Su significado puede verse en la traducción que se hace de este verbo en otros pasajes de Romanos:

“hacer nulo” (3:3), “invalidar” (3:31), “anular” (4:14) y “quedar libre” (7:2). Es también el mismo verbo

que se usa para afirmar que Cristo vino “para destruir por medio de la muerte al que tenía el imperio de

la muerte” (He. 2:14) y dado que tanto nuestra naturaleza pecaminosa como el diablo distan mucho de

estar totalmente destruidos y aniquilados, sino que siguen vivos y muy activos, es mejor traducirlo como

“inmovilizar”, “quitar su poder” o “hacer inoperante”20. Faraón, tras los juicios sobre Egipto, no fue

muerto y destruido, sino derrotado y despojado de su poder sobre el pueblo de Israel. De hecho, Cristo

se describe a sí mismo como ese hombre más fuerte que vence y desarma al diablo (Lc. 11:21-22) y ese

es el sentido que debemos adoptar aquí: que nuestro viejo hombre fue clavado en la cruz para vencer y

desarmar a nuestra vieja naturaleza y para que de ese modo (tercera cláusula) dejásemos de estar

sometidos al pecado que antes nos controlaba.

Nuestra vieja naturaleza está clavada en la cruz (Gá. 5:24). No está muerta aún, pero sí inmovilizada. Ya

no puede actuar contra nosotros. Ha sido derrotada, desarmada y privada de su poder. El nuevo

nacimiento en Cristo trae la muerte al ego pecaminoso, pero no a la carne y sus inclinaciones a la

corrupción. La crucifixión de nuestro viejo hombre representa el aspecto federal de nuestra conversión;

la de la carne representa el aspecto redentor al ser liberados de su poder. El cuerpo del pecado está tan

anulado en su anterior señorío sobre nosotros como lo estuvo el cuerpo del Faraón respecto a Israel. El

pecado ya no es nuestro amo.

Pablo utiliza en varios pasajes los términos “cuerpo” (gr. “sōma”) y “carne” (gr. “sarx”) para referirse a

las propensiones pecaminosas que están entremezcladas con las debilidades y placeres físicos (8:10-

11,13). La identificación del cuerpo con la carne no es porque nuestro cuerpo físico sea la raíz del pecado

o sea malo en su naturaleza, como enseñaban los gnósticos. Pero lo cierto es que el cuerpo aún no

participa de la redención ganada por Cristo como sí lo hace nuestra alma y espíritu (8:23). Estas se están

renovando continuamente por el Espíritu que mora en nosotros, pero no así nuestro cuerpo. La “carne”,

que es el pecado que aún está atrincherado en nuestro cuerpo, ya no tiene poder sobre nosotros, pero

aún guerrea con nosotros y sólo será derrotada cuando venga Cristo y nuestros cuerpos sean

transformados. Mientras esto sucede, no debemos repudiar a nuestro cuerpo físico, sino más bien

presentarlo “en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios” (12:1).

Finalmente, la tercera cláusula (“a fin de que no sirvamos más al pecado”) enseña que el propósito final

de Dios era liberarnos del dominio con que el pecado nos esclavizaba. Faraón ha perdido su poder sobre

nosotros; ya somos libres de su dominio y podemos escapar de Egipto. ¿Por qué deberíamos seguir

obedeciendo a un tirano depuesto, a un régimen caído? Su tiranía sobre nosotros ya ha sido quebrantada.

Más adelante Pablo dirá: “Aunque erais esclavos del pecado, habéis obedecido de corazón a aquella forma

de doctrina a la cual fuisteis entregados; y libertados del pecado, vinisteis a ser siervos de la justicia” (6:17-

18). No podemos servir más al pecado; no estamos ya bajo su tiranía ni tenemos la obligación de

obedecerle como antes, cuando éramos sus esclavos, pues para esto Cristo murió en la cruz.

Apéndice: las dos crucifixiones del creyente

Un motivo de confusión para el estudiante de la Biblia es el hecho de que el pecado haya perdido su

poder sobre nosotros y que al mismo tiempo se nos exhorte a no dejarnos llevar por su influencia. De

20 Que el cuerpo de pecado no se refiere por tanto a nuestro cuerpo físico queda claro ahora, pues nuestro cuerpo físico no

queda inoperante ni anulado con nuestra conversión o bautismo.

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hecho, el Nuevo Testamento menciona dos crucifixiones distintas para el creyente en relación al pecado,

y que no debemos confundir. La primera de esas crucifixiones es la que hemos visto aquí (Ro. 6:6) y en

otros pasajes paralelos (Gá. 2:20). Se trata de una crucifixión que ya se produjo (en nuestra conversión)

y en la cual nosotros no fuimos el sujeto de la acción, sino su objeto pasivo (fuimos crucificados por otro:

el Espíritu Santo). Es debido a esta crucifixión (de nuestro viejo hombre en Adán) que nosotros hemos

sido liberados del poder del pecado y ya no tenemos que servirle más.

En cambio, hay otra crucifixión mencionada en las Escrituras y en la que somos nosotros los que hemos

crucificado (voz activa, y no ya pasiva como en la anterior crucifixión) “la carne con sus pasiones y deseos”

(Gá. 5:24). Por la primera crucifixión es que nosotros “hemos muerto al pecado” (Ro. 6:2). Por la segunda

es que se nos exhorta a “hacer morir lo terrenal en nosotros” (Col. 3:5). La primera es nuestra muerte al

pecado por nuestra unión e identificación con Cristo. La segunda es la muerte de nuestra vieja naturaleza

mediante la imitación de Cristo. Por un lado, ya estamos crucificados con Cristo; por el otro, se nos pide

que cojamos nuestra cruz cada día y le sigamos para crucificarnos nosotros como Él lo fue. La primera

crucifixión es pasada e irrepetible; la segunda presente y continua. Nuestro viejo hombre ha muerto una

vez al pecado en Cristo; nuestra vieja naturaleza es muerta ahora día a día, como Cristo hizo.

Ambas crucifixiones no son excluyentes, pues si bien el pecado ya no tiene dominio sobre nosotros, no

estamos libres de su influencia ni de caer ocasionalmente en él. Es más, la segunda crucifixión no puede

producirse si no lo ha hecho la primera, y cuando ésta se produce, tiene en vista la segunda que ha de

producirse necesaria e igualmente, porque la crucifixión de nuestra carne no sería posible sin la primera

crucifixión, la de nuestro viejo hombre. Es por esta que el cuerpo del pecado pierde su poder sobre

nosotros y así nosotros podemos ahora llevarle a la cruz igualmente.

Este contraste entre lo que ya somos y lo que somos llamados a ser es algo inherente a nuestra vida

espiritual. Hemos sido renovados en el Espíritu Santo (Tit. 3:5) pero también se nos exhorta a renovarnos

continuamente (Efe. 4:23). Es en definitiva, esa tensión que se produce en nuestra vida como resultado

del “ya, pero aún no”.

La justificación del pecado (6:7) A continuación, Pablo explica por qué podemos estar seguros de que esto es así: “Porque el que ha

muerto, ha sido justificado del pecado” (6:7), frase que halla su paralelo en el apóstol Pedro: “Quien ha

padecido en la carne, terminó con el pecado” (1 P. 4:1). La primera parte de la sentencia nos remite

directamente al v. 2: “hemos muerto al pecado”. Allí vimos que había dos posibles interpretaciones de la

expresión, una en el sentido de que hemos muerto a la culpa del pecado pues Cristo pagó por nosotros

muriendo en la cruz, así que nosotros morimos (pagamos) también por medio de nuestra unión con Él.

La otra, que preferimos en su momento, entiende la expresión en el sentido de que hemos sido liberados

del poder del pecado y ya no somos más sus esclavos.

Los autores que siguen la primera interpretación explican esta frase como que, al haber muerto con Cristo

en la cruz, hemos saldado nuestra deuda para con Dios y por tanto hemos sido justificados21. Así, puesto

que la única forma de lograr la justificación de un crimen es cumplir su condena, nosotros hemos logrado

ser justificados de nuestro pecado al morir con Cristo, pues la muerte era la condena por el pecado. Y aún

mejor, pues aunque en la tierra un condenado a muerte, tras saldar su deuda con la ley, no puede volver

a la vida, nosotros hemos muerto y a continuación hemos resucitado a una nueva vida en Cristo.

21 Así, Stott, MacDonald, Lacueva y Trenchard.

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ESTUDIO DE LA EPÍSTOLA A LOS ROMANOS

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Sin embargo, nuevamente encontramos que esta explicación, aunque doctrinalmente intachable, no se

ajusta totalmente al contexto del pasaje, que es el de la liberación del poder del pecado en nuestras vidas

(la santificación), más que el de la liberación de la culpa del pecado (la justificación). Por tanto, una

interpretación mejor es la de que aquí Pablo usa el término “justificados” como sinónimo de “liberados”.

Así, alguien “justificado del pecado” sería alguien que ha sido declarado por Dios “libre (del dominio) del

pecado”22.

Aún podría haber una tercera interpretación23, que relacionaría este versículo no tanto con el dominio

bajo el que estamos, sino con la nueva clase de vida que disfrutamos tras la resurrección. Notemos que

Pablo no dice que hemos sido justificados de los pecados, de su culpa, por la sangre de Cristo, sino del

pecado, del concepto mismo en sí. Los creyentes no tenemos que seguir cargando con sentimientos de

inferioridad, inmundicia y fracaso. Somos llamados a vivir una vida gloriosa y triunfante en el poder del

Cristo resucitado que nos llega por medio de su Espíritu. Aunque nuestro cuerpo aún no ha sido redimido

totalmente, somos seres celestiales en nuestra posición, en nuestra vida y en nuestras relaciones con

Dios. No sólo hemos sido justificados judicialmente de nuestros pecados, sino que también hemos sido

justificados del pecado mismo por cuanto hemos muerto con Cristo y nuestra anterior relación con él ha

cesado completamente. La presencia del pecado en nuestras vidas no nos provoca ya sentimientos de

condenación, sino un mayor anhelo por la redención del cuerpo.

Cuando nos convertimos y comenzamos la nueva vida en Cristo podemos caer en uno de estos dos

errores: Podemos volvernos a Cristo sinceramente, pero sin entender su obra completada, que Él quitó

nuestros pecados para siempre, y por tanto vivir siempre inseguros de nuestra propia salvación. Pero

también podemos, pese a haber entendido la obra de Cristo y que por ella somos libres de todo juicio,

seguir afligiéndonos por nuestra miseria y considerarnos indignos y miserables, no sólo ya de nuestra

propia salvación sino de nuestra relación con Dios. Por eso muchos pueden llegar a no participar de los

símbolos de la Mesa, al considerarse erróneamente indignos de tanto honor. Pero Cristo murió para

hacernos dignos, para presentarnos ante Él sin mancha y sentarnos en los lugares celestiales. En Cristo

hemos muerto al pecado y hemos sido justificados de él. Ahora Dios nos ve en Cristo santos y sin mancha.

Nuestra relación con el pecado ha sido rota para siempre y ahora podemos andar en novedad de vida,

como vivos de entre los muertos. Ya no necesitamos pues condenarnos a nosotros mismos por nuestra

naturaleza caída, ni caminar por la vida derrotados por la carnalidad de nuestro ser. Hemos sido

justificados tanto de lo que hemos hecho como de lo que éramos. No sólo fueron clavados en la cruz los

pecados que cometimos, sino nuestro viejo hombre, todo lo que una vez fuimos. Allí terminó nuestra

relación con Adán. Estamos en Cristo y ahora somos hechos dignos de entrar en la presencia del mismo

Dios que nos ha justificado y nos hizo “aptos para participar de la herencia de los santos en luz” (Col.

1:12).

Nuestra nueva vida con Cristo (6:8-9) Hasta ahora, Pablo había venido desarrollando más la idea de nuestra identificación con la muerte de

Cristo, si bien ya había apuntado hacia nuestra nueva vida en 6:5: “así también lo seremos (plantados

juntamente con él) en la (semejanza) de su resurrección”. Ahora Pablo, una vez que ya ha tratado el tema

de la muerte de nuestro viejo YO en la cruz, se vuelve a la vida nueva que sigue a nuestra muerte, al igual

que en Gálatas 2:20: “Con Cristo estoy juntamente crucificado… y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en

la fe del Hijo de Dios”. Así, dice a continuación: “Y si morimos con Cristo, creemos que también viviremos

22 Así lo entiende Carballosa. 23 Esta es la explicación de Newell.

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con él” (6:8). La primera parte de la frase es lo que ha venido explicando en los vv. 2-7, que hemos muerto

con Cristo al pecado en virtud de nuestra unión a Él (cp. 2 Co. 5:14ss).

La segunda frase es una consecuencia directa de la anterior, y tan real como aquella: “viviremos con él”.

Y esto es así porque como dice Pablo a los Colosenses: “habéis muerto, y vuestra vida está escondida con

Cristo en Dios” (Col. 3:3). Hemos muerto (aoristo) una vez y para siempre; pero sabemos que viviremos

porque nuestra vida está a buen recaudo: “escondida con Cristo en Dios”. Tenemos por tanto certeza

plena. Cristo no sólo terminó con la tiranía del pecado, sino con el temor de la muerte.

El uso del futuro puede encerrar un sentido lógico (vida futura en relación con la muerte anterior) o

cronológico (futuro en relación con nuestro momento presente). En el sentido lógico, podríamos

entender que el apóstol nos habla de la nueva vida en Cristo que vivimos ahora; en el sentido cronológico,

se referiría a la resurrección futura cuando Él venga. El contexto de santificación de este pasaje nos induce

a pensar que Pablo tenía en mente nuestra vida presente, pero ambos sentidos son correctos y ambos

podrían estar a la vez en la mente de Pablo, pues más adelante dirá que si Cristo mora en nosotros, “el

espíritu vive” y Dios “vivificará también vuestros cuerpos mortales” (8:10-11). La vida es resurrección

anticipada; la resurrección es vida consumada (cp. 6:5).

La garantía de la permanencia de nuestra nueva vida, que comenzó con nuestra conversión y continuará

por toda la eternidad, es la resurrección de Jesucristo: “sabiendo que Cristo, habiendo resucitado de los

muertos, ya no muere; la muerte no se enseñorea más de él” (6:9). La razón del “creemos” de 6:8 es este

“sabiendo”. Es la tercera vez que aparece el verbo “saber” en este capítulo (con 6:3 y 6:6). Nuestra fe no

es una fe ciega, un salto al vacío, sino que está fundamentada en la evidencia histórica de la resurrección

de Cristo: “si Cristo no resucitó, vuestra fe es vana;… Mas ahora Cristo ha resucitado de los muertos;

primicias de los que durmieron es hecho” (1 Co. 15:17-20).

Pablo llama a la resurrección de Cristo “primicias de los que durmieron”. ¿A qué se refiere, si antes de

Cristo otros también resucitaron de entre los muertos? ¿Qué tiene de particular la resurrección de Cristo

sobre la de Lázaro, por ejemplo? Lázaro, y todos los demás que resucitaron antes (como el hijo de la viuda

de Sarepta) y después que él (como Dorcas), lo hicieron para volver a morir más tarde. Sin embargo,

Cristo resucitó para ascender con su cuerpo glorificado al Cielo y entrar en el santuario “no hecho de

manos” (He. 9:11). Él, “por cuanto permanece para siempre, tiene un sacerdocio inmutable; por lo cual

puede también salvar perpetuamente a los que por él se acercan a Dios, viviendo siempre para interceder

por ellos” (He. 7:24-25). Cristo es el primero de la nueva resurrección, sobre la cual la muerte ya no tiene

señorío; “la muerte no se enseñorea más de él”. Cristo, al resucitar, fue elevado a un nuevo nivel de vida

tan elevado, que ya no hay regreso posible de él: “ya no muere”24. Cristo ha sido librado de la tiranía de

la muerte y ya no está bajo su jurisdicción nunca más. Como Él mismo dijo: “(yo soy) el que vivo, y estuve

muerto; mas he aquí que vivo por los siglos de los siglos” (Ap. 1:18). Él pudo cumplir la profecía dada por

medio de Oseas: “Oh muerte, yo seré tu muerte; y seré tu destrucción, oh Seol” (Os. 13:14).

Destruir el dominio del pecado es también destruir el dominio de la muerte, pues esta es la paga de aquel

(6:23). Y acabar con el dominio de la muerte es destruir “al que tenía al imperio de la muerte, esto es, al

diablo” (He. 2:14).

La tiranía de la muerte tuvo sobre Cristo un señorío muy breve, apenas tres días y tres noches. Ocurrió

cuando Cristo llevó nuestros pecados sobre sí en la cruz. El pecado nunca tuvo dominio sobre Él, pero

puesto que llevó nuestros pecados y la paga de estos es la muerte, la muerte sí lo tuvo, aunque breve y

24 Puesto que Cristo “ya no muere”, resulta anti-bíblico todo el concepto sacrificial que encierra la Misa católica.

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ESTUDIO DE LA EPÍSTOLA A LOS ROMANOS

110

ya acabado para siempre. Y si nosotros estamos en Él, la muerte y su dominio también han dejado de

subyugarnos para siempre. Cristo dijo: “el que guarda mi palabra, nunca verá muerte” (Jn. 8:51). Así,

cuando contemplamos la consumación de la obra de Cristo y su triunfo sobre la muerte podemos

exclamar junto con el apóstol Pablo: “¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón?” (1 Co. 15:55).

La muerte y resurrección de Cristo (6:10) Pablo resume en un epigrama la muerte y resurrección de Cristo sobre las que ha venido hablando:

“Porque en cuanto murió, al pecado murió una vez por todas; mas en cuanto vive, para Dios vive”.

Encontramos varios contrastes entre ambas partes de la oración:

1. Hay una diferencia de tiempo: Pasado (“murió”) frente a presente (“vive”).

2. De naturaleza: Muerte frente a vida.

3. De duración: La muerte sucedió una vez y para siempre, pero la vida es continua25.

4. Y de propósito: Muerte al pecado frente a vida para Dios.

Estas diferencias se aplican no sólo a la experiencia de Cristo, sino a la de todo creyente, puesto que

mediante nuestra unión con Él en la conversión morimos al pecado una vez y para siempre, y ahora

vivimos una nueva vida de servicio para Dios sin fin. Hemos muerto con Cristo (vv. 6-7) y hemos resucitado

con Él (vv. 8-9). Nuestra antigua vida terminó al unirnos a Cristo y nuestra nueva vida se inició con una

resurrección espiritual que no es sino un anuncio de la futura resurrección física de nuestros cuerpos.

Una vez más, para Pablo no hay ninguna duda acerca de la realidad histórica de la muerte de Cristo:

“Porque en cuanto murió”. Ahora bien, ¿qué significa que Cristo murió al pecado? Como ya vimos, esta

expresión se aplica tanto a los creyentes (6:2) como a Cristo, por lo que sea lo que sea que signifique debe

ser válido y aplicable tanto para la experiencia vital de los creyentes como para Cristo. Si entendemos

que “morir al pecado” significa pagar la culpa por nuestros pecados a fin de satisfacer la justicia de Dios,

entonces efectivamente Cristo hizo esto por nosotros en el Calvario. Sin embargo, ya vimos en 6:2 que

ésta no era la mejor explicación para esta expresión, sino que significa liberarse (en nuestro caso, ser

liberados) del dominio del pecado.

En realidad lo que se dice es que Cristo murió al pecado, no por los pecados; la preposición es diferente26.

La idea entonces es que Cristo murió para el pecado, no por él, así que el apóstol no está hablando de

ninguna expiación de culpa (tratada ya en los capítulos 3 a 5). La idea es de relación, no de expiación.

¿Qué significa todo esto? En la cruz fueron clavados no sólo lo que nosotros hicimos, nuestros pecados,

sino también lo que nosotros éramos, el viejo hombre. Para poder ser justificados ante Dios no sólo

debían ser anulados nuestros pecados sino relevados de nuestra relación respecto a Adán, de todo

aquello que éramos en él. “Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros

fuésemos hechos justicia de Dios en él” (2 Co. 5:21). No sólo Cristo llevó en la cruz nuestros pecados, sino

que fue hecho el pecado mismo, lo que nosotros éramos, para que nosotros fuésemos hechos, en Él, lo

que Él es. El plan de Dios no era reformar al viejo hombre, sino enviarlo a la cruz y libertarnos de él,

porque es necesario que seamos libertados de Adán antes de ser recreados en Cristo. “El que no naciere

de nuevo, no puede ver el reino de Dios” (Jn. 3:3). Nos es necesario renacer: de hijos de Adán a hijos de

Dios. Y una vez renacidos, “si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí

todas son hechas nuevas” (2 Co. 5:17). Hemos sido liberados de la maldad del viejo hombre y han

25 “Murió” está en griego en tiempo aoristo, mientras que “vive” está en presente de indicativo (“está viviendo”). 26 En griego la diferencia está en el caso: “murió al pecado” (gr. “apézanen tē hamartía”) rige al dativo, mientras que “murió por

los pecados” (gr. “apézanen hypèr tōn hamartiōn”; cp. 1 Co. 15:3) rige al ablativo. En el primer caso, el dativo indica el objeto

indirecto de la acción; en el segundo, el ablativo precedido por la preposición “hypér” indica sustitución.

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LOS DOS AMOS: EL PECADO Y LA JUSTICIA (6:1-23)

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quedado anuladas todas nuestras responsabilidades derivadas de él delante de Dios. Y esto tenía que ser

logrado por medio de la muerte. Por eso Cristo murió al pecado y no sólo por él: Para no tener que ver

nada más con el pecado nunca más, ni tampoco nosotros. Nuestra historia comienza ahora, como nuevas

criaturas que viven una vida completamente nueva. Cristo, nuestra Pascua que fue sacrificada por

nosotros, es el comienzo de toda nuestra historia, al igual que la primera Pascua fue el comienzo para el

pueblo de Israel libertado de Egipto: “Este mes os será principio de los meses; para vosotros será éste el

primero en los meses del año” (Ex. 12:2).

Por tanto, morir al pecado significa cancelar nuestra relación con él. Cristo llevó una vida perfecta y sin

pecado durante la encarnación, por lo que obviamente nunca tuvo la misma relación con el pecado que

nosotros, ni estuvo dominado por él. Pero por unas horas pareció que el pecado se enseñoreaba de Él

hasta llegar a cortarle la comunión con el Padre; mas Cristo murió al pecado rompiendo para siempre su

poder sobre aquellos que le aceptan como Señor y Salvador, los que están unidos a Él. Tanto Cristo como

nosotros hemos tenido que morir a nuestra relación con el pecado, con la diferencia en que nuestras

respectivas relaciones eran distintas. Nuestra relación con el pecado era de sumisión a su dominio,

éramos siervos suyos. Cristo nunca estuvo bajo el dominio del pecado, ni éste tuvo señorío sobre Él; su

relación con el pecado fue que Él cargó nuestros pecados sobre sí y Él mismo fue hecho pecado. Debido

a esa relación con el pecado, tuvo que morir, pues la muerte es la paga del pecado. Pero resucitó a una

nueva vida, cancelada ya su relación con el pecado y así nosotros, si estamos en Él nacemos a una nueva

vida, libres ya de nuestra propia relación con el pecado.

Y no sólo que Cristo murió al pecado, sino que lo hizo “una vez por todas” (gr. “efápax”). Él alcanzó una

victoria tan completa, perfecta y definitiva que nunca más será necesario repetirla. Esta es una profunda

verdad que otros autores del Nuevo Testamento recalcan una y otra vez (He. 7:26-27; 9:12,28; 10:10; 1

P. 3:18).

Finalmente, el apóstol, dice de Jesucristo que, “mas en cuanto vive, para Dios vive”. Para Pablo, tan

histórica fue la muerte de Cristo como su resurrección. Y el propósito de que Cristo resucitara no era sólo

para disponer de una nueva vida, inmune al poder de la muerte, sino para que esa nueva vida estuviera

puesta al servicio de la voluntad de Dios. Una nueva vida no condicionada ya por el peso de nuestros

pecados, que Él dejó clavados en la cruz tras Él. Los creyentes somos uno con Él y por tanto hemos de

vivir también sólo para Dios. Esta frase anuncia lo que va a venir a continuación, porque no hemos sido

simplemente liberados del dominio del pecado para quedar a nuestro aire: hemos cambiado de amo.

Estamos ahora bajo el señorío de Dios y para cumplir su voluntad es que hemos de vivir, así como antes

vivíamos para cumplir la del cuerpo del pecado y de nuestro viejo YO.

Dios nunca pensó en redimir a su pueblo de sus pecados y dejarle bajo el dominio de sus antiguos amos,

incapacitado para andar en la libertad que Cristo nos da. Estos versículos considerados hasta aquí nos

revelan la hermosa verdad de la totalidad y perfección de la obra redentora de Cristo en la cruz, no sólo

librándonos del juicio por nuestros pecados, sino del mismo pecado y de su dominio “para llevarnos a

Dios” (1 P. 3:18).

Conclusión (vv. 2-10) Pablo responde a la pregunta “¿Perseveraremos en el pecado…?” (6:1) con un rotundo “En ninguna

manera”, ya que el creyente ha muerto al pecado (6:2). Pablo podría haber continuado con una

exhortación a no volver a pecar (vv. 11-13) y hubiéramos tenido que obedecer al ser mandamientos de

Dios. Pero Pablo no da simplemente ordenes que debemos cumplir sin discutirlas, aunque no las

entendemos, como en la milicia, sino que está realmente interesado en que sepamos cuáles son las

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ESTUDIO DE LA EPÍSTOLA A LOS ROMANOS

112

razones por las cuales es impensable que un cristiano genuino vuelva a su antigua vida de pecado. Por

eso, antes de la exhortación, coloca un pasaje de explicación (vv. 3-10). En él, Pablo ha dado cinco razones

de por qué una persona que ha muerto al pecado no puede seguir viviendo para él:

1. Todos los cristianos verdaderos hemos sido bautizados en Cristo Jesús (6:3a).

2. Por medio del bautismo, nos hemos identificado con Cristo y particularmente con su muerte y

resurrección (6:3b-5, 8).

3. Nuestra liberación del poder del pecado fue mediante la crucifixión y muerte de nuestro viejo

hombre (6:6-7).

4. La muerte de Cristo no sólo produjo la de nuestro viejo hombre, sino la de la propia muerte (6:9).

5. Al morir nuestro viejo hombre en la cruz, no sólo conseguimos la justificación de nuestros

pecados, sino la libertad de nuestra relación de sumisión al pecado (6:10).

Muertos al pecado, mas vivos para Dios (6:11) Cuando Cristo llamó a Lázaro para que saliera de la tumba tras estar muerto por cuatro días, éste salió

envuelto de pies a cabeza en sus vendas y sudario. Jesús ordenó por tanto a los que presenciaron la

resurrección: “Desatadle, y dejadle ir” (Jn. 11:44). Esto es una ilustración del estado del creyente tras su

conversión. Está vivo espiritualmente, pero todavía permanece atado con las mortajas de su vieja vida de

pecado. Pero estas mortajas no se pueden quitar inmediatamente, como en el caso de Lázaro, y además,

los cristianos se pueden ver tentados a volver a colocarse nuevamente esos viejos harapos. Es esa batalla

continua contra el pecado que está en nosotros lo que Pablo reconoce aquí en Romanos 6:11-14.

Cristo murió al pecado para vivir para Dios (6:10), y por nuestra unión a Cristo en su muerte y

resurrección, mediante la fe y simbolizada en el bautismo, nosotros también no sólo hemos muerto al

pecado (6:2) sino que hemos resucitado también para Dios. ¿Por qué nuestra relación con respecto al

pecado y a Dios es igual que la de Cristo? Porque ahora estamos en Él; Él es nuestro único y nuevo Adán.

Todas las conexiones de Cristo con el pecado fueron rotas en su muerte, finalizadas para siempre. No sólo

murió por el pecado, sino al pecado, y al resucitar, lo hizo como Uno que vive para Dios, en una vida sin

fin, nueva, sin relación ya con el pecado. Y los creyentes, unidos a Cristo en su muerte, tienen ahora

exactamente la misma relación: muertos27 al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús.

Por ello, debemos “considerarnos” tanto muertos a nuestro antiguo amo (el pecado) como vivos para el

nuevo, Dios. Este “considerarnos” (gr. “loguídsomai”) no es un simple “imaginarse”, o “querer creer”.

Este verbo se traduce literalmente por “calcular” y era usado en contabilidad. No se trata de violentar

nuestra fe para que nos imaginemos o creamos cosas que no son ciertas ni reales. No consiste en

pretender que nuestro viejo YO ha muerto, aunque sepamos que no es así. En realidad se trata de saber,

conocer y recordar que este hecho sí se ha producido, y que por tanto debemos tener siempre presentes

lo que significa estar “vivos para Dios” al igual que Cristo lo está. Dios dice que yo he muerto con Cristo

al pecado, y yo debo considerar que esto es así. Dice que ahora estoy vivo para Él, y yo debo creerlo como

algo cierto. Aquí no entran en juego nuestros sentimientos u opiniones acerca del tema, que pueden

fluctuar de un momento a otro. No es un asunto de “experiencias”, sino de “hechos”. Nuestra muerte y

vida es un asunto legal determinado por el Juez Supremo, y no me compete a mí evaluarlo. Tampoco

27 La palabra traducida por “muerto” en este versículo (gr. “nekrós”) no se refiere al acto de morir como en los versículos

anteriores (gr. “znesko”), sino al estado o efecto producido por la muerte. Al decir que estamos muertos, se refiere por tanto a

una muerte ya consumada y no a un proceso que se esté produciendo en estos momentos.

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LOS DOS AMOS: EL PECADO Y LA JUSTICIA (6:1-23)

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debemos buscar esa muerte mediante oraciones o ayunos, pues ya se ha producido28. Si por el contrario

logramos aprehender que nuestro viejo YO ha muerto con Cristo en la cruz y que nuestra vieja vida acabó

allí, entonces entenderemos que no podemos seguir viviendo de la misma manera y que la nueva vida

debe vivirse de forma distinta.

Al igual que una persona casada puede tener añoranza de su vida de soltería, e incluso pretender volver

a vivir como si fuera de nuevo soltero, lo cierto es que ya no lo es; y si es consciente de lo que su nueva

vida significa, intentará vivirla como corresponde a su nuevo estado civil. Del mismo modo, un cristiano

puede tener tentaciones de volver a vivir bajo los dictados de su vieja naturaleza; por ello debe considerar

que esa etapa de su vida ha acabado y que ahora debe vivir para agradar a su nuevo Señor, Dios. Recordar

estos conceptos y meditar en lo que significó realmente nuestra conversión y bautismo nos puede ser de

gran ayuda en la hora de la prueba. Pablo sabe bien eso y por eso quiere que estos conceptos penetren

bien en nuestro entendimiento, que los comprendamos y los fijemos bien en nuestra mente, para que

cuando lleguemos a la hora de la prueba y tengamos que tomar una decisión en un sentido u otro,

recordemos y tengamos siempre presente que hemos muerto al pecado y que ahora vivimos para Dios.

Debido a eso es que enfatiza tanto estos conceptos, apelando a nuestro conocimiento, a fin de

interiorizarlos y que se nos graben bien:

1. “¿no sabéis que todos los que hemos sido bautizados en Cristo Jesús, hemos sido bautizados en

su muerte?” (6:3).

2. “sabiendo esto, que nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con él” (6:6).

3. “consideraos muertos al pecado, pero vivos para Dios” (6:11).

Si grabamos bien estas verdades en nuestra mente, no como ilusiones que debemos hacernos sino como

realidades ciertas que hemos de apropiarnos, será impensable que volvamos a nuestra vida anterior, al

igual que un adulto no trata de vivir como cuando era niño, o un preso liberado como cuando estaba en

la celda. Nuestra unión con Cristo, producida en la conversión y simbolizada por el posterior bautismo

nos impide regresar a nuestra vida anterior, así como los votos matrimoniales impiden a una persona

casada volver a su estado anterior de soltería. Nuestra unión con Cristo es como las puertas de no retorno

de los aeropuertos: nos abren el acceso a una nueva estancia pero cierran el regreso a la de la que

venimos. Del mismo modo, el Mar Rojo se abrió para dar paso al pueblo de Israel, y después se cerró para

para impedir el camino de regreso a Egipto. Pues si hemos muerto y resucitado a una nueva vida, ¿cómo

es posible que vivamos, o aún queramos regresar, a aquello a lo cual hemos muerto? Cuando pues

tengamos que decidir hacer una cosa o la contraria, reflexionemos: ¿Estoy dejándome llevar por el

Espíritu, o estoy en cambio agradando a la carne? ¿Estoy orientando mi vida hacia Dios, o hacia el mundo?

(cp. 1 Co. 10:31).

La renuncia a nuestro antiguo amo (6:12-13a) “Por tanto…”, “pues…” (gr. “οὖν”) nos indica que Pablo va a llegar ahora a la conclusión del argumento

desarrollado en este pasaje (6:1-14) y que respondía a la acusación: “¿Perseveraremos en el pecado para

que la gracia abunde?”. Pablo ya ha demostrado que la respuesta es un no rotundo y ha dado las razones

para ello. ¿Cómo hemos entonces de vivir los cristianos? ¿En qué debemos perseverar?

La conclusión del apóstol es la siguiente: puesto que ahora estamos muertos al pecado pero vivos para

Dios, nuestra relación vital con respecto a ambos ha de cambiar radicalmente a como era antes de nuestra

28 Por supuesto, al decir que estamos muertos al pecado nos referimos a libres de su dominio. La vieja naturaleza sigue viva y

tratando de influirnos, y es a ella a la que debemos dar muerte nosotros de forma activa (Col. 3:5). No es el pecado el que ha

muerto, sino nosotros a él.

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ESTUDIO DE LA EPÍSTOLA A LOS ROMANOS

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conversión y unión a Cristo. Ya no somos más esclavos del pecado, así que no debemos servirle más con

nuestro cuerpo mortal y sus miembros. Ahora hemos resucitado y somos siervos de Dios, así que

ofrezcámosle a Él lo que antes usábamos para servir a un amo peor. Llegamos por tanto a la aplicación

de la maravillosa verdad de que estamos muertos al pecado y vivos para Dios. Del conocimiento adquirido

anterior (“saber”, “consideraos…”), que tiene que ver con la fe, la mente y el corazón, llegamos ahora a

una exhortación que apela a nuestra voluntad (“presentad”). Lo anterior era una verdad que debíamos

interiorizar; ahora viene algo que debemos poner en práctica. La exhortación en las Escrituras siempre se

cimienta en el conocimiento espiritual; no son meras instrucciones que debemos recibir en ignorancia,

sin cuestionar su sentido y aplicación, sino aplicaciones prácticas consecuencia de verdades espirituales

que Dios nos ha revelado en su misericordia. Pablo no sólo está interesado en qué vivamos de una manera

determinada, sino en que también sepamos por qué hemos de vivir así.

Esta exhortación de Pablo tiene tanto mandamientos negativos (“no hagáis…”) como positivos (“sí

haced…”). El primer mandamiento negativo es: “No reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo mortal”

(6:12). El cuerpo mortal no puede ser otro sino el cuerpo físico. Éste estaba antes sujeto a la voluntad de

nuestra vieja naturaleza (“el cuerpo del pecado”), pero ya no ha de ser así, sino que hemos de rebelarnos

a ella, pues ya no es nuestro amo legítimo29. El pecado sigue presente en nuestro cuerpo mortal puesto

que aún no ha recibido la redención, que se producirá con su resurrección o transformación en la venida

de Cristo. El pecado está deseoso de volver a controlarnos por medio de nuestro cuerpo, pero es a esto

a lo que nos debemos oponer, apoyados en la verdad de que ya no somos más sus siervos ni le debemos

pleitesía. Ha perdido todo su dominio y ascendencia sobre nosotros.

“…de modo que lo obedezcáis en sus concupiscencias”. Esta frase indica consecuencia o resultado. Si el

pecado es rey en la vida de una persona, entonces se verá obligado a obedecerle, pues es su señor. Pero

el pecado es un monarca destronado en la vida del creyente, por lo que puede y debe resistirle. Ya no

tiene poder para controlarle a no ser que el cristiano elija obedecer sus concupiscencias. Pedro hace un

llamado similar: “Yo os ruego como a extranjeros y peregrinos, que os abstengáis de los deseos carnales

que batallan contra el alma” (1 P. 2:11). En el momento en que son salvados, los creyentes se convierten

en ciudadanos del reino de justicia de Dios, y por ello se convierten a la vez en peregrinos y extranjeros

con respecto al dominio de pecado y de muerte de Satanás.

El segundo mandamiento negativo es: “ni tampoco presentéis vuestros miembros al pecado como

instrumentos de iniquidad” (6:13a). El término “miembros” puede referirse tanto a nuestras partes físicas

(ojos, boca, manos) como a nuestras facultades y capacidades físicas, emocionales y mentales, que

pueden ser usadas por el pecado “como instrumentos de iniquidad”. “Instrumentos” (gr. “hópla”) puede

referirse tanto a cualquier tipo de herramienta de carácter general, como específicamente a las armas

militares (cp. 13:12; 2 Co. 6:7; 10:4) puestas al servicio de nuestro amo30. “Iniquidad” (gr. “adikía”) es lo

contrario de la justicia.

Al ser el creyente una nueva criatura en Cristo, nuestra alma inmortal está para siempre fuera del alcance

del pecado, pues ella ha pasado de muerte a vida. Pero nuestro cuerpo aún no ha muerto ni resucitado.

29 La razón de que “muertos al pecado” no significa insensibles a su poder o libres de su influencia, es que de ser así Pablo no

necesitaría exhortarnos a impedir que éste vuelva a reinar en nosotros. Nuestro cuerpo no está libre de la influencia del pecado

(“yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien”, 7:18), pero sí de su dominio y es por ello que debemos impedir que

volvamos a caer bajo él de nuevo. 30 Un “hoplita” era un soldado de infantería pesada de la antigua Grecia (ss. VII-IV a.C.). Su nombre derivaba de “hóplon” (ὅπλον,

plural “hópla”, ὅπλα), pues iba muy equipado en armamento, en contraposición a los soldados de infantería ligera (“gimneta” y

“psilós”).

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LOS DOS AMOS: EL PECADO Y LA JUSTICIA (6:1-23)

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Es así el único reducto que queda donde el pecado puede atrincherarse y atacarnos (cp. 7:18,22-25). Pero

un día este cuerpo mortal será glorificado y quedará para siempre fuera del alcance del pecado (8:22-23;

1 Co. 15:53; Fil. 3:20-21). Mientras tanto, sigue siendo mortal, con concupiscencias pecaminosas, y sujeto

a corrupción y muerte.

Es cierto que el cuerpo tiene muchos deseos que en sí mismos no son malos. Pablo, hablando de las

comidas, dice: “Todas las cosas me son lícitas, mas no todas convienen; todas las cosas me son lícitas,

mas yo no me dejaré dominar de ninguna” (1 Co. 6:12). El problema puede venir cuando uno se rinde a

los deseos naturales por voluntad propia, o por negligencia, pues el pecado puede usar esos deseos para

recuperar su poder y establecer su reino ilegítimo sobre nosotros. No nos dejemos pues dominar por los

deseos naturales de nuestro cuerpo, aun cuando estos puedan ser lícitos. No permitamos que el pecado

establezca cabezas de puente en nuestras vidas.

Nuestra ofrenda corporal a Dios (6:13b) Los mandamientos positivos nos presentan a continuación una alternativa mejor de servicio. Nos

rebelamos contra el dominio del pecado no para quedar sin amos, como un “ronin”31 o soldado de

fortuna; al contrario, para servir a Aquel que posibilitó que pudiésemos liberarnos de nuestro amo

anterior: “sino presentaos vosotros mismos a Dios” (6:13b). Tenemos aquí una diferencia significativa en

el empleo de los tiempos verbales por parte del apóstol. Si en el mandamiento anterior el tiempo era

presente imperativo: “Cesad de presentar vuestros miembros al pecado…”, ahora el tiempo verbal es

aoristo imperativo, lo que indica un compromiso firme y decidido, una decisión definitiva, de entrar al

servicio de Dios una vez y para siempre. Este tiempo verbal comporta además la idea de urgencia. En

lugar de presentar su cuerpo continuamente como instrumento del pecado, el creyente debe presentarse

de una vez a Dios como alguien rescatado de entre los muertos y que posee vida permanente y verdadera.

A continuación, Pablo nuevamente va más allá de un ofrecimiento general de uno mismo, entrando al

detalle de las partes y miembros de nuestro cuerpo físico (y sus facultades): “y vuestros miembros a Dios

como instrumentos (o armas) de justicia” (6:13c). Santiago usa el ejemplo de la lengua para hablarnos de

un miembro de nuestro cuerpo que puede servir al pecado o a Dios: “Con ella bendecimos al Dios y Padre,

y con ella maldecimos a los hombres” (Stg. 3:9). Los instrumentos que antes se usaban para la iniquidad

(gr. “adikía” o ausencia de justicia), ahora se han de usar para lo contrario: la justicia (gr. “dikaiosynē”).

Pablo retomará este tema más adelante cuando nos exhorte: “os ruego por las misericordias de Dios, que

presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional” (Ro.

12:1). La idea de “presentar” (“rendir”) ante Dios nuestros cuerpos y a nosotros mismos, significa primero

reconocer la realidad de los hechos (hemos muerto al pecado y ahora vivimos para Dios) y segundo, la

consagración a su servicio: “Si, pues, habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está

Cristo sentado a la diestra de Dios. Poned la mira en las cosas de arriba, no en las de la tierra. Porque

habéis muerto, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios” (Col. 3:1-3). Es una vez que asimilamos

esta verdad y nos entregamos primero a Dios, que le seremos útiles en su servicio y en el servicio a los

santos. Este es el ejemplo que nos dejaron los macedonios, que tan generosamente servían al Señor y a

sus hermanos con su dinero: “sino que a sí mismos se dieron primeramente al Señor, y luego a nosotros

por la voluntad de Dios” (2 Co. 8:5).

¿Cómo es posible que podamos dar este giro en nuestro servicio? ¿Qué nos permite dejar al pecado para

servir a Dios? El hecho de que ahora hemos pasado de muerte a vida, pues nos presentamos ante Dios

31 Un “ronin” era un samurái sin amo durante el periodo feudal de Japón. Su significado literal es “hombre ola” (errante).

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ESTUDIO DE LA EPÍSTOLA A LOS ROMANOS

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“como vivos de entre los muertos” (6:13b). La lógica del apóstol es inapelable: puesto que hemos muerto

al dominio del pecado, no es posible que permitamos que siga reinando en nosotros, o que nos

ofrezcamos de nuevo a servirle. En cambio, puesto que estamos vivos para Dios, debemos vivir para Él y

para hacer su voluntad, como quienes han pasado de muerte a vida, ofreciéndonos nosotros mismos y

nuestros miembros a su servicio. Nos convertimos “de los ídolos a Dios, para servir al Dios vivo y

verdadero” (1 Ts. 1:9). Si nos dejamos rendir al pecado para obedecer sus demandas de forma voluntaria,

estaremos demostrando que aún somos siervos suyos. Pero como hombres y mujeres nacidos de nuevo,

debemos desear obedecer a Aquel que nos salvó, y seguirle y servirle en todo momento.

Conclusión a la primera sección del capítulo 6 (6:14) Como conclusión de esta sección, Pablo da una razón adicional para que nos ofrezcamos a Dios y no al

pecado, y pasa de la exhortación a una declaración: “Porque el pecado no se enseñoreará de vosotros;

pues no estáis bajo la ley, sino bajo la gracia” (6:14). La forma en que se expresa que el pecado ya no

tendrá dominio sobre el creyente indica certeza; es una afirmación de algo cierto, no una apelación a algo

que hemos de lograr. Y esto se ha logrado porque ya no estamos bajo la ley, sino bajo la gracia. Ley y

gracia son dos principios antagonistas, como vimos en Romanos 4; son los principios opuestos del antiguo

régimen (en Adán) y del nuevo (en Cristo). Estar “bajo la ley” es aceptar la obligación de guardarla y

cumplirla; es estar expuesto a maldición y condenación. Estar “bajo la gracia” es reconocer nuestra

dependencia de la obra de Cristo para salvación, y de este modo ser justificados y no condenados, hallar

bendición y no maldición; ser libres, en definitiva. La ley imponía obligaciones y después ofrecía la

bendición; la gracia confiere primeramente la bendición y los frutos siguen como resultado.

¿Quiénes son los que estaban bajo la ley? ¿Se refiere únicamente a los judíos? En un sentido sí, porque a

los gentiles nunca les fue entregada la ley de Moisés, sino únicamente a los israelitas. Pero pese a no

estar bajo la ley mosaica, los gentiles sí estaban bajo la condenación de la ley de Dios, sólo que expresada

de forma distinta y no bajo la forma de mandamientos grabados en piedra (cp. 2:14-15). Por otro lado,

notemos que en el original no dice “bajo la ley”, sino “bajo ley”. No se refiere por tanto únicamente a la

ley mosaica, sino a cualquier ley de Dios promulgada al hombre y que éste estuviera obligado a cumplir,

so pena de caer bajo su condenación. Es por eso que, aun cuando los gentiles no estaban bajo la ley de

Moisés, no estaban sin ley alguna para que en consecuencia “toda boca se cierre y todo el mundo quede

bajo el juicio de Dios” (3:19). Fuera pues la ley mosaica o la ley general de Dios bajo la que estuviéramos,

ahora hemos quedado libres de sus exigencias y de su condenación. Pablo demostrará en el capítulo 7 a

los judíos creyentes (que habían estado bajo la ley) que sólo la muerte podía desligarlos de su obligación

legal, pero que al ser identificados con Cristo en su muerte han sido muertos a esa ley.

Ahora pues el creyente, judío o gentil, está bajo la gracia. El mandamiento anterior, débil e ineficaz, ha

sido abrogado (He. 7:18). El cristiano no está llamado a obrar, sino a creer; el obrar viene después del

creer. Es cierto que el creyente no está totalmente “sin ley de Dios, sino bajo la ley de Cristo” (1 Co. 9:21),

pero esta relación legal es totalmente distinta a la que tenía Israel. Esta ley de Cristo es el gobierno por

el Espíritu Santo que procede de Cristo como nuestra Cabeza. El símil es como el del gobierno de nuestro

cuerpo por parte de nuestra cabeza física. No es que nuestra mano tenga una lista de preceptos externos

a cumplir, por los cuales obedece a nuestra cabeza y trata de agradarnos en todo. Nuestra mano está

unida “bajo ley” a nuestra cabeza y, al formar ambas una unidad, nuestro espíritu mora en cada uno de

los miembros de nuestro cuerpo, y la cabeza dirige inteligentemente todos ellos. Así también con el

creyente “bajo la ley de Cristo”.

El cristiano ya no está bajo una ley de estatutos externos y condiciones. La forma verbal de “estáis” es el

presente de indicativo e indica una realidad continua. Ahora tiene una posición eterna en la gracia, a la

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LOS DOS AMOS: EL PECADO Y LA JUSTICIA (6:1-23)

117

cual “tenemos entrada por la fe y en la cual estamos firmes” mediante Jesucristo (5:2). Aunque libres del

dominio del pecado, no estamos libres del pecado en sí y podemos volver a caer en él. Pero la maravilla

de la gracia es que, aunque el creyente pueda pecar, no por ello cae de la gracia ni pierde su salvación,

pues está bajo la gracia, y eso es un estado permanente. Así como hemos sido salvados por el poder de

Dios, somos guardados por su poder y nada más (cp. Jn. 10:27-29).

El favor divino que Dios nos ha concedido en su gracia y soberanía es que no sólo nos ha computado la

obra propiciatoria de Cristo, sino que nos ha colocado completamente en el propio lugar de aceptación

que sólo Cristo puede tener con Dios. Por eso el cristiano es más que vencedor, pues por medio de Cristo

ha quedado libre del poder del pecado y del de la ley: “¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh

sepulcro, tu victoria? ya que el aguijón de la muerte es el pecado, y el poder del pecado, la ley. Mas gracias

sean dadas a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo.” (1 Co. 15:55-57). Para

Pablo, tanto el pecado como la ley habían dejado de ser vencedores sobre él en la cruz de Cristo. Nosotros

debemos apropiarnos también de estas verdades en nuestra lucha diaria con el pecado y sus tentaciones.

Nuevamente es de notar que el apóstol no opone al libertinaje o el antinomianismo la necesidad de

guardar una ley o conjunto de preceptos. Ante la acusación de antinomianismo Pablo no respondió

apelando a la ley, sino a nuestro conocimiento acerca del significado de nuestra conversión y bautismo

(6:1-2). Lo más natural para evitar una conducta inadecuada sería establecer mandamientos que nos

dijesen cómo actuar en cada situación. Esta es la aproximación legalista al problema, y a muchos les

gustaría que la Biblia, en vez de dar nociones generales, contuviese una lista de reglas y normas que

enseñasen al creyente cómo actuar en cada situación. Pero este no es el camino de la gracia, ni el de la

libertad en el Espíritu. Dios no quiere convertirnos en autómatas, sino que usemos nuestro buen juicio,

ahora limpiado de los efectos del pecado y renovado por la acción del Espíritu. Ahora nuestra norma ha

de ser no “haz esto” o “no hagas lo otro”, sino: “Si, pues, coméis o bebéis, o hacéis otra cosa, hacedlo

todo para la gloria de Dios” (1 Co. 10:31). La paradoja es que ahora estemos libres del dominio del pecado

no porque obedezcamos a alguna ley, sino porque estamos bajo la gracia. Pero la lógica de Dios no

siempre coincide con la de los hombres. Es en el poder de la gracia que el Señor nos llama a vivir.

Comenzamos preguntándonos en esta primera sección de Romanos (vv. 1-14) si la gracia alienta al

pecado (6:1) y hemos acabado concluyendo (6:14) que no es así, sino que por el contrario la gracia

desalienta y prohíbe el pecado. Es la ley lo que lo provoca y aumenta (5:20); la gracia se le opone y nos

impone la responsabilidad de la santidad. Como escribió en 1526 William Tyndale en su prólogo a esta

carta: “Recuerda que Cristo no hizo esta expiación para que encolerizaras a Dios otra vez; tampoco murió

por tus pecados para que siguieras viviendo en ellos; ni te limpió para que volvieras (como un cerdo) a tu

antiguo charco otra vez; sino para que fueses una nueva criatura y vivieses una vida nueva según la

voluntad de Dios y no de la carne”.

Siervos de Dios mediante nuestra conversión (6:15-23)

Introducción (6:15) Pablo comienza la nueva sección con otra pregunta, similar a la anterior (6:1): “¿Qué, pues? ¿Pecaremos,

porque no estamos bajo la ley, sino bajo la gracia? En ninguna manera”. Sin embargo, presenta un par de

diferencias:

1. No habla de “perseverar en el pecado”, sino de simplemente “pecar” puntualmente.

2. No se plantea la cuestión de pecar “para que” la gracia abunde, sino de pecar “porque” estamos

bajo la gracia. El pecado no sería la causa de la gracia sino su consecuencia.

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ESTUDIO DE LA EPÍSTOLA A LOS ROMANOS

118

La primera pregunta de este capítulo (6:1) surgió del contexto inmediatamente anterior (5:20): si al

abundar el pecado, sobreabunda la gracia, ¿por qué no practicar el pecado para que la gracia abunde?

De igual forma, esta segunda pregunta (6:15) surge también de su contexto anterior (6:14), como si el

interlocutor dijera ahora a Pablo: “Bien, un cristiano no puede vivir en el pecado, pero tampoco pasa nada

si peca de vez en cuando, ¿verdad? A fin de cuentas, ya no estamos bajo la ley ni es necesario obedecerla;

y pecar de forma puntual no implica que estemos bajo el señorío del pecado.”

Pablo no rehúye la acusación que le hacían los judaizantes de colocar la gracia sobre la ley, posibilitando

con ello las malas interpretaciones de que esa misma gracia daba licencia para pecar a todo el mundo.

No diluye ni adultera su enseñanza para evitar las acusaciones, ni cae en la tentación del legalismo. La

doctrina de la gracia siempre ha sido objeto de esa acusación y si al predicarla no fuéramos

malinterpretados, sería posiblemente porque no la predicaríamos de forma tan radical a como hacía

Pablo. Pero para Pablo la solución ante la posibilidad de caer en el libertinaje y el antinomianismo no es

colocar de nuevo el yugo de la ley sobre el cristiano, sino explicar bien la doctrina de la gracia. Esta opción

elegida por el apóstol tiene sus riesgos (puede que se malinterpreten nuestras explicaciones), pero si es

el camino que el Espíritu nos muestra en la Palabra, ¿por qué habríamos de renunciar a él y coger otro

más fácil? La gracia de Dios es irrenunciable, como lo es la libertad del creyente en Cristo. Y Pablo va a

demostrar que la doctrina de la salvación por la gracia de Dios, que obra mediante la fe del hombre y

aparte de las obras de la ley, es lo más alejado a una licencia para pecar que pueda existir.

¿Puede un cristiano seguir pecando poniendo como excusa la gracia de Dios? Pablo lo niega nuevamente

de forma categórica y tajante con su conocida expresión “En ninguna manera” (gr. “mē guénoito”), y

fundamenta su negativa de nuevo apelando a nuestro conocimiento de la fe (“¿No sabéis…?”, 6:2,15). Sin

embargo, puesto que la pregunta también las tiene, hay algunas diferencias en la argumentación de

Pablo. No se trata ya de condenar la práctica del pecado basándose en la enseñanza de nuestra nueva

vida, sino de discernir si es lícito cometer pecados de forma puntual, si el cristiano tiene libertad para

pecar aunque no sea un hábito. Por ello Pablo varía ligeramente su hilo argumental:

1. La apelación no es ya al significado del bautismo, sino al de nuestra conversión.

2. Por eso mismo, la forma verbal no es pasiva (“fuimos unidos a Cristo”, “fuimos crucificados”…),

sino activa (“os sometéis”, “habéis obedecido”…).

3. La ilustración no es aquí la de la muerte, sino la de esclavos que servimos a un señor o a otro.

Si en el pasaje anterior Pablo había apelado al simbolismo del bautismo, que representaba la realidad de

que estábamos unidos a Cristo, y en consecuencia muertos al pecado, pero vivos para Dios, para

demostrarnos que no es posible que sigamos viviendo en el pecado, ahora Pablo apela a nuestra

conversión, por la cual reconocimos a Dios como nuestro Señor y nos comprometimos a obedecerle.

¿Cómo podríamos entonces suponer que tenemos libertad para pecar? Pablo va a demostrar en este

pasaje la imposibilidad de servir simultáneamente a dos señores, desarrollando aquella idea que apuntó

Cristo: “Ninguno puede servir a dos señores; porque o aborrecerá al uno y amará al otro, o estimará al

uno y menospreciará al otro” (Mt. 6:24).

El principio: El sometimiento produce esclavitud (6:16) Al igual que en 6:3, Pablo desafía al conocimiento de sus lectores con una pregunta: “¿No sabéis que si

os sometéis a alguien como esclavos para obedecerle, sois esclavos de aquel a quien obedecéis, sea del

pecado para muerte, o sea de la obediencia para justicia?” (v. 16). En la antigüedad, el esclavo (gr.

“doûlos”) no tenía derechos civiles y pertenecía por entero a su amo. No tenía tiempo libre y toda su

jornada era laboral, pues no se pertenecía a sí mismo y todo su tiempo pertenecía por entero a su amo;

era su propiedad exclusiva. Alguien podía llegar a ser esclavo de otra persona de dos maneras: podía ser

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LOS DOS AMOS: EL PECADO Y LA JUSTICIA (6:1-23)

119

capturado prisionero en una batalla y esclavizado por sus enemigos (2 R. 5:2), o podía llegar a serlo tras

contraer deudas que le fueran imposibles de pagar (Dt. 15:12-18). Esta segunda era una esclavitud

voluntaria, pero esclavitud, al fin y al cabo, y quien así hacía perdía irremediablemente su libertad. Del

mismo modo, por cuanto el hombre se entregó a practicar el pecado de forma voluntaria, se convirtió

irremediablemente en su esclavo. Fuimos vencidos por el pecado y nos convertimos en sus esclavos (2 P.

2:19). Jesús dijo: “Todo aquel que hace pecado, esclavo es del pecado” (Jn. 8:34) y así nosotros éramos

antes de nuestra conversión “esclavos de concupiscencias y deleites diversos” (Tit. 3:3). El pecado es

opresivo y domina nuestra mente (Ro. 1:21), nuestros afectos (Jn. 3:19-21) y nuestra voluntad (Jer. 44:15-

17). Y los seres humanos son esclavos voluntarios suyos que, aunque desearan escapar de las

consecuencias desagradables y destructivas de sus pecados, se ven incapaces de renunciar a esos mismos

pecados que tanto desean.

La verdad que está detrás de todo esto es que el ser humano no es ni autónomo ni independiente;

necesita depender de otro y por tanto no puede excusarse de servirle. Todo va a depender sólo del amo

que escoja. La entrega a un amo lleva invariablemente a la esclavitud, ya sea nuestro amo el pecado o la

obediencia. Y cada amo al que nos entreguemos nos dará su paga, ya sea la muerte si se trata del pecado

(cp. 6:23), o la justicia si se trata de la obediencia32.

La aplicación: La conversión es un cambio de esclavitud (6:17-18) Una vez establecido el principio de que el sometimiento implica esclavitud, Pablo pasa a aplicarlo a

nuestro caso. Mediante la conversión nos entregamos y sometimos personalmente a Dios para servirle.

Este sometimiento lleva a la esclavitud y ésta exige obediencia total, exclusiva e incondicional. Pablo había

escrito a los Tesalonicenses: “os convertisteis de los ídolos a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero” (1

Ts. 1:9). La conversión es un acto voluntario, por el cual dejamos nuestra forma de vida anterior (cuando

servíamos a los ídolos) y nos volvemos a Dios para servirle. ¿Cómo podemos entonces seguir pecando?

Si estamos ahora sirviendo a Dios, ¿cómo podemos servir al mismo tiempo a nuestro amo anterior (el

pecado)? Si nos hemos entregado a Dios, no tenemos más elección que obedecerle a Él y sólo a Él (1 Jn.

3:9s). Así que lo que Pablo viene a decir es: “Hubo un tiempo en que vuestro amo era el pecado. Era

vuestro dueño absoluto y vosotros sus esclavos. Entonces no podíais hacer ni hablar nada más que los que

él os ordenaba, esto es, cometíais pecados con vuestros actos y vuestra lengua. Pero llegó el día en que

vuestro amo llegó a ser Dios y Él es quien ahora tiene posesión absoluta sobre todo vuestro ser. Ahora ya

no podéis dedicaros más a los asuntos del pecado, sino a los de la justicia y la santidad”. Si tenemos un

nuevo amo, no es sólo que no tengamos que obedecer al anterior; es que tampoco debemos cumplirle

“encarguillos” puntuales que nos solicite, pues no tenemos que obedecerle y hacerlo, aunque sea

puntualmente, es desobedecer a nuestro nuevo amo, quien además nos dice que no lo hagamos.

Pero lejos de ser un simple intercambio de esclavitudes, nuestro estado como siervos de Dios es

infinitamente mejor que cuando éramos esclavos del pecado; por eso Pablo comienza diciendo: “Pero

gracias a Dios…”. Pablo no les da las gracias a sus lectores por su sabiduría ni les alaba por su

determinación moral, pues ninguna de esas cosas tuvo parte en su salvación. Pablo da las gracias a Dios

y reconoce con ello que el cambio espiritual efectuado en el creyente es fruto de su sola gracia, sin

contribuir en nada el esfuerzo humano. Nuestra gratitud por la salvación sólo puede ir dirigida a Dios.

Pablo relata nuestra conversión y cambio de esclavitud mediante cuatro etapas:

1. “erais esclavos del pecado”,

32 El apóstol usa al pecado y a la obediencia en forma personificada (prosopopeya), de modo que su ilustración sea más fácil de

comprender.

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ESTUDIO DE LA EPÍSTOLA A LOS ROMANOS

120

2. “habéis obedecido de corazón a aquella forma de doctrina a la cual fuisteis entregados”,

3. “y libertados del pecado”,

4. “vinisteis a ser siervos de la justicia”.

Nuestro primer estado antes de la conversión era ser esclavos del pecado33. Para Pablo todos los seres

humanos somos esclavos, ya sea del pecado o de Dios, y la conversión es pasar de una esclavitud a otra.

Es mediante la conversión que nos sometemos34 “de corazón” a una enseñanza que nos es entregada, y

a la cual nosotros mismos fuimos entregados con nuestra propia vida para que nuestra conducta y

carácter sean amoldados a ella (como a una forma o molde, gr. “typos”). No es sólo que la doctrina nos

haya sido entregada (cp. Jud. 3), sino que nosotros mismos hemos sido entregados a ella a fin de ser

conformados “a las sanas palabras de nuestro Señor Jesucristo, y a la doctrina que es conforme a la

piedad” (1 Ti. 6:3). Creer es sinónimo de obediencia a la fe (cp. 1:5; 16:26; 1 P. 1:2, 22-23), pues para

confiar en Cristo hay primero que reconocer y creer la verdad. Este punto es paradójico, pues se da la

circunstancia de que cuando estábamos obedeciendo al “pecado para muerte”, pues era nuestro amo,

hubo un momento en que obedecimos “de corazón a aquella forma de doctrina”. Fue un momento en

que optamos por cambiar de amo y obedecimos a alguien que entonces aún no lo era, pero que, al

convertirse en nuestro Señor, ya no nos permite echarnos para atrás.

Además, el hecho de que Pablo mencione una forma de enseñanza y formación en aquellos que

decidieron el paso de fe de aceptar a Cristo, y estando este pasaje a continuación de otro que hablaba

del bautismo, nos indica que en la predicación apostólica nadie era considerado cristiano por el simple

hecho de dejarse llevar por algo que bien podría haber sido una emoción pasajera. Como en nuestras

iglesias, nadie es bautizado sin darle una instrucción primero y mostrarle las implicaciones del paso que

va a dar. En resumidas cuentas, Pablo está diciendo que nadie nos obligó a dar el paso de fe, que fue una

decisión libre por nuestra parte, después de haber sido instruidos en lo que Cristo ofrecía y demandaba

y sabiendo perfectamente lo que estábamos haciendo, con absoluta libertad (obedecer “de corazón”

indica una fe genuina). Porque Jesús no quiere seguidores que no se hayan parado a considerar el precio

de seguirle (Lc. 14:26-33), como Iglesia tenemos la obligación moral de mostrar la fe en toda su riqueza y

sus exigencias con toda seriedad.

Como consecuencia de nuestro paso de fe y obediencia, en tercer lugar, somos liberados del pecado (lit.

“habiendo sido liberados”). No es que ya seamos perfectos ni que no podamos pecar, sino que hemos

quedado libres del dominio que el pecado ejercía en nuestras vidas y por el que estábamos obligados a

obedecerle. Ahora, los creyentes tenemos libertad (y el poder) para no pecar. Y finalmente, en cuarto

lugar, ahora somos “siervos de la justicia”. Dios “nos ha librado de la potestad de las tinieblas, y trasladado

al reino de su amado Hijo” (Col. 1:13).

La exhortación: Nuestro servicio a nuestro antiguo y nuevo amos (6:19) Aunque Pablo viene describiendo nuestra conversión en términos de una nueva esclavitud a Dios, la

analogía no es exacta, pues, aunque refleja la exclusividad de nuestro servicio y obediencia a Él, no hace

justicia a lo fácil de su yugo y ligero de su carga (Mt. 11:30) ni al gran amor de la mano que coloca ese

yugo sobre nosotros. No le hace pues justicia al cristianismo compararlo con una forma de esclavitud. Por

eso Pablo comienza como ofreciendo disculpas por la analogía usada: “Hablo como humano, por vuestra

humana debilidad”. Esta “humana debilidad”, que es la causa que Pablo aduce para haber usado esta

analogía, bien puede referirse a nuestra incapacidad intelectual para entender estas verdades si no es

33 El verbo “erais” está en tiempo imperfecto de indicativo, lo que indica una acción continua y cierta en el pasado. 34 Lit. “obedecisteis” (gr. “hypēkoúsate”), en aoristo, indicando “de una vez por todas”.

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LOS DOS AMOS: EL PECADO Y LA JUSTICIA (6:1-23)

121

mediante una ilustración, o a nuestra debilidad moral frente a las tentaciones35, que obliga al apóstol a

recordarnos acerca de nuestro compromiso adquirido de obediencia y a dar pruebas de nuestra nueva

posición en Cristo llevando una vida de justicia y santificación (cp. Ef. 2:10).

Pero tras la disculpa inicial, Pablo sigue comparando y contrastando ambas esclavitudes, sobre la base

“así como antes… así ahora…”. Pablo deja la exposición de la realidad de las dos esclavitudes, y pasa a

una exhortación práctica a sus lectores, semejante a la de 6:13. Y nuevamente el apóstol va a usar los

términos inmundicia, iniquidad y justicia en forma personificada o prosopopeya (cp. 6:16), como aquellos

amos a los que servimos. Porque en realidad, aunque usar el concepto de esclavitud aplicado al

cristianismo pueda parecer desmedido, el cristiano no tiene más dueño que Dios, ni puede darle una

parte de su vida a Dios y otra al mundo. O le da todo a Dios, o no le da nada. Mientras pensemos que

podemos ser cristianos sin entregarle toda nuestra vida, lo que tenemos y lo que somos, a Dios, y que

podemos guardarnos una parte reservada para nosotros, nunca seremos cristianos. Lo podremos ser

nominalmente, pero no en el sentido de alguien que tiene comunión con Cristo y que se ha entregado a

Él como su Señor y Salvador. Si realmente hemos nacido de nuevo, debemos darle el control total de

nuestras vidas a Dios. ¿Por qué habríamos de negarnos a ser hechos esclavos de Dios, si el mismo Jesús

lo fue (Fil. 2:7)?

Pablo dice que nuestro servicio en la esclavitud anterior consistía en presentar nuestros “miembros para

servir a la inmundicia y a la iniquidad”. “Inmundicia” (gr. “akazarsía”) parece indicar impureza sexual y

de intención (pecado interno), mientras que “iniquidad” (gr. “anomía”) indica desobediencia a la ley y la

voluntad de Dios (“anomía” es sinónimo de anarquía moral, “sin ley”). De esta manera Pablo describe el

trágico estado del hombre que sirve al diablo en vez de someterse a Dios. Se trata de un proceso

descendente de degradación y corrupción. El crimen engendra más crimen y el pecado engendra más

pecado. Por dolorosa experiencia sabemos que la primera vez que cometemos un cierto pecado, puede

resultarnos difícil y acosarnos la vergüenza y el remordimiento; pero si persistimos en él, cada vez nos

resultará más sencillo, no perderemos tiempo en excusarnos y podemos llegar a dejar de sentir la

necesidad de confesarlo a Dios para pedir perdón. El pecado, poco a poco va perdiendo su horror y

nosotros, una vez entrados en esta espiral, dejaremos de conformarnos con menos y llegaremos a querer

cada vez más y más para conseguir el mismo o más placer. Una vez que se entra en el camino del pecado,

se llega cada vez más lejos.

En cambio, nuestro servicio ahora para con Dios ha de consistir en presentar36 nuestros “miembros para

servir a la justicia” y esto “para santificación” (gr. “hagiasmós”37). Esta santificación es el fruto de nuestra

obediencia en el servicio a Dios (cp. 6:22). El camino de nuestra santificación, que nos lleva a la santidad

y por el cual somos transformados en la misma imagen de Cristo, es un camino de servicio y obediencia

a Dios (Fil. 3:13-14). Si antes nos encontrábamos en un servicio degradante y decadente, sometidos a un

sombrío proceso de deterioro moral, ahora estamos en el camino de la santificación, un glorioso proceso

de transformación moral ascendente. Tengamos siempre bien presente que ninguna persona puede

quedarse estática moral o espiritualmente. Así como los incrédulos progresan de un cierto grado de

pecaminosidad a una pecaminosidad cada vez mayor, un creyente que no está creciendo en justicia y

santificación, aunque nunca las abandone del todo, irá retrocediendo cada vez más de vuelta al pecado.

Por eso la Biblia nos exhorta continuamente: “Perseverad”, “Ocupaos en vuestra salvación”, etc.

35 Esta segunda causa parece ser la más probable, pues el texto griego original dice: “debilidad de vuestra carne”, no “de vuestra

mente”. 36 El verbo “presentad” es un aoristo imperativo, que sugiere la idea de urgencia en cuanto a la acción a realizar. 37 Todas las palabras griegas que terminan en “-asmós” (como “hagiasmós”) describen, no un estado, sino un proceso.

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ESTUDIO DE LA EPÍSTOLA A LOS ROMANOS

122

El propósito de Dios al liberar a los hombres de la esclavitud al pecado no es darles libertad para que

hagan lo que les agrade, sino lo que le agrada a Él, que consiste en vivir en justicia. Cuando Dios ordenó

a Faraón que dejase ir a su pueblo, expresó también el propósito que tenía con su liberación: “para que

me sirva en el desierto” (Ex. 4:23; 7:16). Dios libera a los hombres del pecado con el propósito manifiesto

de que se conviertan en siervos suyos y de su justicia.

La paradoja: La esclavitud es libertad y la libertad es esclavitud (6:20-22) El apóstol continúa la comparación por contraste entre las dos esclavitudes, para ahora traer al frente

una paradoja. Pablo señala que cada una de estas esclavitudes es al mismo tiempo una especie de

liberación, aunque una de ellas es falsa y la otra auténtica. Igualmente, cada una de estas liberaciones es

una especie de esclavitud, aunque una es degradante y la otra ennoblecedora. Así, al estar sirviendo a un

amo, estábamos libres del otro y viceversa. Esto recalca la imposibilidad existente de servir a los dos al

mismo tiempo. Acerca de la esclavitud al pecado Pablo escribe: “cuando erais esclavos del pecado, erais

libres acerca de la justicia” (6:20). La primera libertad (libres de la justicia) no es verdadera libertad, sino

más bien licencia. Es un estado desesperado en el que estamos atados a todo mal y carecemos de todo

bien, porque el hombre bajo el dominio del pecado es incapaz de hacer el bien en términos absolutos,

aunque lo desee (Jer. 13:23). Está atado y esclavizado al pecado, y lo único que puede hacer es pecar.

Está libre de la justicia y ésta no puede exigirle nada porque no posee el deseo ni la capacidad para cumplir

sus requisitos38. Por eso mismo, es imposible que un pecador pueda reformarse a sí mismo

completamente si no interviene la gracia de Dios y transforma su vida. Aún nuestras mejoras obras y

logros religiosos son como pérdida y basura (Fil. 3:8), pues “todos nosotros somos como suciedad, y todas

nuestras justicias como trapo de inmundicia” (Is. 64.6).

El hombre sin Dios cree que vive en libertad, cuando en realidad es un esclavo de Satanás. El diablo venció

a Adán y Eva prometiéndoles libertad en Edén, y ellos cayeron engañados bajo su dominio. De igual modo,

los falsos maestros y sabios de este mundo prometen al hombre una libertad sin religión ni Dios, pero

Pedro advierte: “Les prometen libertad, y son ellos mismos esclavos de corrupción. Porque el que es

vencido por alguno es hecho esclavo del que lo venció” (2 P. 2:19).

De la segunda esclavitud dice Pablo: “Mas ahora que habéis sido libertados del pecado y hechos siervos

de Dios” (6:22a). Esta segunda esclavitud (a Dios) es así mismo libertad (del pecado). Consideremos lo

que dice el Señor acerca de nuestra esclavitud y posterior libertad: “De cierto, de cierto os digo, que todo

aquel que hace pecado, esclavo es del pecado. Y el esclavo no queda en la casa para siempre; el hijo sí

queda para siempre. Así que, si el Hijo os libertare, seréis verdaderamente libres” (Jn. 8:34-36). Todos

nosotros éramos esclavos del pecado y por tanto practicábamos el pecado. Pero éramos esclavos, no

hijos, así que existía la posibilidad de dejar de pertenecer a la casa de nuestro amo para pertenecer a la

de otro amo. Y esto fue lo que ocurrió: Cristo, el Hijo de Dios nos libertó de nuestro antiguo y cruel amo

y ahora somos siervos de Dios; y no sólo siervos, sino hijos suyos. Por eso ahora ya no hay marcha atrás

ni podemos abandonar la casa del Padre para volvernos a nuestro antiguo amo. Una vez se pertenece a

la casa de Dios como hijo, no es posible la vuelta atrás. Y tampoco es algo que anhelemos, porque siendo

38 Debemos interpretar el sentido de la frase “erais libres de la justicia” (gr. “ἐλεύθεροι ἦτε τῇ δικαιοσύνῃ”) en el contexto de la

ilustración usada por Pablo. Por supuesto, en un sentido general nadie es libre de ella, pues Dios exige justicia a todo hombre

(Mi. 6:8) y demanda el cumplimiento de su ley bajo pena de juicio (Ro. 3:19). Pero en el contexto de esta ilustración hay dos

reinos, el reino de las tinieblas gobernado por el pecado y el de “su amado Hijo” regido por la justicia. Los súbditos de cada reino

deben sólo obediencia a su amo y no al del otro reino. En este sentido, los creyentes están libres de obedecer al pecado y los del

mundo, libres de obedecer a la justicia pues, como dice Pablo más adelante, “no se sujetan a la ley de Dios, ni tampoco pueden”

(Ro. 8:3). Por eso, es el pecado aquí el que paga a sus súbditos con la muerte (v. 23), para seguir con la lógica de la ilustración,

cuando en realidad es Dios quien juzga y condena al pecador.

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LOS DOS AMOS: EL PECADO Y LA JUSTICIA (6:1-23)

123

ahora esclavos e hijos de Dios, esta nueva servidumbre se convierte en realidad en la más maravillosa y

auténtica de las libertades.

Podemos igualmente evaluar ambos tipos de esclavitudes (o libertades) por sus frutos. Los frutos de la

esclavitud al pecado son la vergüenza (un sentimiento de remordimiento que tienen los creyentes al

recordar su vida pasada) y la muerte: “¿Pero qué fruto teníais de aquellas cosas de las cuales ahora os

avergonzáis? Porque el fin de ellas es muerte”. (6:21). Mientras éramos esclavos del pecado, no

reconocíamos la justicia como nuestro amo; y cuando ahora recordamos el fruto de aquellos años de

servicio indigno nos sentimos avergonzados sabiendo que, de no haber mediado la gracia del Señor,

nuestro fin sería la muerte. Esta muerte se refiere indistintamente a la muerte espiritual (la ruptura de la

relación con Dios), a la muerte física, y a la “muerte segunda” o separación eterna de Dios (2 Ts. 1:9; Ap.

21:8), comprendiéndolas a todas ellas.

“Mas ahora”, prosigue Pablo, hemos sido liberados del pecado; no sólo de nuestro castigo último debido

a él, sino de su tiranía en el presente. Y siendo ahora esclavos de Dios, “tenéis por vuestro fruto la

santificación, y como fin, la vida eterna”. A la vergüenza, Pablo contrapone la santidad, que evita toda

vergüenza; y frente a la muerte, coloca la vida eterna. Ahora que estamos judicialmente libres del dominio

del pecado y hemos pasado a ser siervos de Dios, nuestras vidas deben abundar en fruto para santidad,

cuyo fin es la vida eterna, de la cual ya hemos entrado a tomar posesión aquí y ahora. Como justificados

en Cristo, hemos de ser justos en la práctica; como santificados, hemos de andar en santidad, como

conviene a nuestro servicio para Dios. La santificación es el fruto que tenemos al presente; la vida eterna

es la recompensa final que obtendremos al final de nuestra vida. Hay por tanto una aparente libertad

cuyo fin es la muerte (Pr. 14:12), mientras que hay una esclavitud cuyo fin es la vida.

La antítesis final: Dos pagos distintos (6:23) Pablo lleva su comparación entre ambas esclavitudes a su última conclusión. Ya ha venido aclarando que

en este mundo hay dos amos y que, o servimos a uno, o servimos a otro. Los que están en Adán sirven al

pecado, mientras que los que están en Cristo sirven a Dios. Cada amo exige lealtad absoluta e

incondicional, y a cambio da el pago debido por sus servicios a sus siervos: “Porque la paga del pecado es

muerte, mas la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro”. En cierto sentido se puede

decir que el pecado es un amo fiel: su paga, la muerte, es bien segura aunque trágica. ¡Toda la vida

sirviendo al diablo, para al final recibir en pago la perdición! El pecado promete en principio satisfacción,

pero trae en realidad miseria, frustración y finalmente la muerte (Job 5:7). Notemos que no se menciona

el juicio final, sino sólo la muerte. La muerte es la paga del pecado, pero después viene el juicio (He. 9:27).

La muerte física no es el fin del ser humano.

En contraposición a la muerte, Pablo enfrenta el hecho de que Dios otorga la vida eterna a todo aquel

que confía en Cristo como Salvador y Señor. Pablo ya había contrapuesto muerte y vida eterna como las

consecuencias de ambos reinados (5:21). Esa vida eterna pertenece ahora a todos aquellos que creímos

el Evangelio, y podremos disfrutarla en todo su esplendor y plenitud en aquel gran día cuando veamos a

nuestro Salvador.

También la forma de pago de ambos amos es diferente. La paga del pecado es un salario (gr. “opsōnia”)

que se recibe por los méritos contraídos, mientras que el pago que Dios da es en cambio una “dádiva”

(gr. “járisma”) gratuita, inmerecida y además irrenunciable. Como hombres pecadores, lo único que

merecemos es la muerte; si se nos da lo que nos hemos ganado, no vamos a recibir más que la muerte.

Si poseemos la vida eterna es porque es un regalo gratuito de Dios, únicamente debido a su gracia y

generosidad, y totalmente inmerecido por nuestra parte. Al infierno se va por méritos, pero al cielo sólo

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ESTUDIO DE LA EPÍSTOLA A LOS ROMANOS

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por gracia. Los únicos méritos aceptados por Dios son lo de Cristo, la única base para recibir este regalo

es la muerte expiatoria de Cristo, y la única condición es estar “en Cristo Jesús, Señor nuestro”, o lo que

es lo mismo, unidos a Él por medio de la fe. Porque la vida eterna es en una Persona, y esta Persona es

“Cristo Jesús, Señor nuestro”. Todos los que están en Cristo tienen vida eterna, pues la vida eterna es

mediante Él (5:21) y en Él (Jn. 10:27-28).

Conclusión al capítulo 6 Tenemos aquí representados los dos estilos de vida que la Biblia compara continuamente: el camino del

justo y el del pecador (Sal. 1), el camino estrecho que lleva a la vida y el ancho y espacioso que conduce

a la destrucción (Mt. 7:13). Por nacimiento estamos en Adán y somos esclavos del pecado; por la gracia

y la fe estamos en Cristo y somos siervos de Dios. La esclavitud al pecado conlleva vergüenza y un

deterioro moral que termina con la muerte; la esclavitud a Dios, en cambio, produce santidad progresiva

y finalmente vida eterna.

Si malinterpretamos la doctrina de la gracia, hay un pequeño paso para pasar de la libertad al libertinaje.

Podríamos pensar: “Si la gracia de Dios es tan grande como para superabundar frente a nuestro pecado,

y si el perdón de Dios es tan inmediato, ¿por qué deberíamos preocuparnos en cómo vivimos? ¿Por qué

no vivir cómo más nos apetezca? A fin de cuentas, Dios nos perdonará siempre por su gracia”. ¿Cómo

debemos responder entonces cuando se nos insinúe: “Pecaremos”?

Debemos responder en primer lugar como Pablo: “En ninguna manera”; pero después debemos ser

capaces de rebatir los argumentos del diablo usando la enseñanza que nos dejó el apóstol. Para ello,

basta con recordar quienes somos, qué hemos hecho y dónde estamos. Somos uno con Cristo (6:1-14) y

somos esclavos de Dios (6:15-23). Fuimos unidos a Cristo mediante el bautismo y esclavizados a Dios

mediante nuestra entrega voluntaria en la conversión. Puesto que estamos unidos a Cristo, somos

“muertos al pecado, pero vivos para Dios”. Y estar vivos para Dios significa estar a su servicio siempre y

sin pensar en volvernos a nuestro antiguo amo, a quien ya no debemos lealtad alguna. Vivir bajo la gracia

de Dios significa reconocer nuestra total pertenencia a Dios y nuestro total compromiso y responsabilidad

hacia Él. Es inconcebible plantear que se pueda actuar en la gracia de Dios y al mismo tiempo perseverar

en el pecado. La gracia significa libertad para servir a Dios, no para pecar contra Él (Gá. 5:13). Vivamos

pues “como libres, pero no como los que tienen la libertad como pretexto para hacer lo malo, sino como

siervos de Dios” (1 P. 2:16).