Los Engranajes Del Infierno Nazi
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Los engranajes del infierno naziUn libro revisita los campos de concentración, factorías del odio donde se exprimió y exterminó a millones de seres humanosOtros11
JACINTO ANTÓN
14 FEB 2016 - 00:00 CET
Escuchad, basura, ¿sabéis dónde estáis? Estáis en un campo de concentración. ¡Tenemos
métodos propios! Tendréis ocasión de probarlos. Aquí no se vaguea, y nadie escapa. Los
centinelas tienen instrucciones de disparar sin previo aviso a quien trate de fugarse. ¡Y
contamos con la élite de las SS! Nuestros hombres son grandes tiradores”. Las palabras
de bienvenida que brindaba a los presos elStandartenführer Hermann Baranowski,
comandante de Dachau, son, sin duda, una introducción muy directa a lo que era un
campo de concentración nazi.
En general, la expresión “campo de concentración nazi” concita un mundo de niebla y
dolor compuesto de retales de violencia y espanto. Un universo desordenado de imágenes
y lecturas impactantes, de testimonios reales y reconstrucciones desde la ficción. Una
generación los descubrimos en las novelas de Leon Uris (Mila 18, Armagedón, QB VII), la
serie de televisiónHolocausto y La decisión de Sophie, otras en La lista de Schindler, La vida
es bellao El niño del pijama de rayas.
El diario de Ana Frank; los libros de Primo Levi; La pasajera, de Andrzej Munk;Shoah, de
Lanzmann; incluso la polémica El portero de noche, de Liliana Cavani…, son algunos de los
muchísimos elementos que componen nuestra prismática visión de los campos, a la que
no cesan de llegar nuevas aportaciones tan extravagantes como las recientes novelas La
zona de interés, de Martin Amis, yEn el paraíso, de Peter Matthiessen.
Algunos hemos tenido además el oscuro privilegio de visitar Auschwitz, contemplar los
crematorios de Ravensbrück de la mano de la deportada Neus Català, enfrentarnos a las
pilas de viejos zapatos de los gaseados en Majdanek y a las pesadas sombras de Sobibor,
escuchar a Semprún una tarde hablar de Buchenwald, y a Imre Kertész, y a Gitta Sereny…,
o ver el número tatuado en el antebrazo de David Galante mientras el superviviente de
Birkenau describía quedamente la selección, las chimeneas y los fuegos. En ese
caleidoscopio, en ese puzle de aflicción y crueldad cuesta tener una visión de conjunto,
global, objetiva y científica.
Eso es lo que nos aporta ahora, más allá del familiar espectáculo de las zanjas rebosantes
de cadáveres, los cuerpos enflaquecidos, el perfil de las torres y las cercas de alambre, los
hornos y los guardias de la calavera, el historiador Nikolaus Wachsmann, autor de la
monumental KL, Historia de los campos de concentración nazis (Crítica). En sus más de un
millar de páginas –más de 300 de notas y bibliografía–, el autor recorre todos los campos
de las SS desde sus orígenes hasta su final trazando una historia íntegra, completa, del
sistema concentracionario. Desde la creación de Dachau, el primer campo, abierto en
marzo de 1933, hasta la del de Dora-Mittelbau, el último, en otoño de 1944 (con sus
dantescos túneles dedicados a la fabricación de la cohetería nazi), y las marchas de la
muerte y la liberación. Una historia en la que escuchamos continuamente, entre los datos
concisos, las voces de los presos y los guardianes, las víctimas y los verdugos, los
perpetradores y los martirizados. Una de las cosas más notables del libro es precisamente
que sin dejar nunca de ser un ensayo científico, cuantificador y esclarecedor, jamás es frío,
sino que está lleno de nombres y caras y recorrido por un enorme sentido de la
humanidad. Hay que alabar asimismo el magnífico pulso narrativo del autor, que
contribuye a que la obra pueda conectar no solo con el especialista, sino con el gran
público. Wachsmann destaca que los campos, “en los que se vivía un terror
desenfrenado”, encarnan como ninguna otra institución del III Reich el espíritu del
nazismo.
La cita con Nikolaus Wachsmann (Múnich, 1971) es en Londres, en cuya universidad
enseña historia alemana moderna. En principio habíamos quedado en las salas de la
exposición sobre el Holocausto en el Imperial War Museum, pero finalmente prefiere la
mucho más sobria Wiener Library. Como tengo tiempo me acerco al primer destino.
Nunca deja de conmoverme esa exhibición, probablemente la mejor plasmación en
formato expositivo que se ha hecho nunca del genocidio judío (no en balde la asesoró el
gran historiador especialista en el Holocausto David Cesarani, fallecido, por cierto, el
pasado octubre). Es una visita dolorosa. Hay algunos elementos cuya visión es casi
insoportable: la fotografía a gran tamaño de un soldado de los Einsatzgruppen a punto de
disparar su pistola sobre un judío arrodillado ante una fosa común en Vinnitsa (Ucrania)
que mira a la cámara; las imágenes de las excavadoras arrastrando cadáveres en Bergen-
Belsen, la mesa de disección… Me siento a repasar el libro de Wachsmann frente a la gran
maqueta blanca de Auschwitz que representa a escala la entrada de Birkenau, la
plataforma de selección y, al extremo, las cámaras de gas y crematorios II y III en mayo de
1944 durante la llegada de un convoy de judíos húngaros, cuyo exterminio convirtió al
campo en el epicentro de la Solución Final y lugar del mayor asesinato en masa de la
historia moderna. Uno podría pasarse la vida ante ese horror en miniatura, tratando de
entender.
La Wiener Library para el estudio del Holocausto y el genocidio, una de las colecciones
más importantes del mundo de documentos sobre el tema, se encuentra en Russell
Square, junto a los jardines, a tiro de piedra del British Museum. La colección fue fundada
por el judío alemán Alfred Wiener y su material ayudó a llevar a los criminales nazis ante
la justicia. En la recepción me encuentro con Wachsmann, sorprendentemente joven y
vestido de manera tan informal que me hace sentir improcedentemente arreglado con mi
americana. Nos instalamos en la biblioteca del primer piso, que aún no ha abierto al
público, rodeados por paredes cubiertas de estanterías hasta el techo con libros sobre
temas como la eutanasia y la doctrina racial, los crímenes de guerra, los guetos o las SS.
Un gran ventanal da al parque en el que corretean ardillas grises. GrisFeldgrau, anoto
mentalmente.
Le digo a Wachsmann que sorprende descubrir en su libro que en Auschwitz se exterminó
a otras personas (prisioneros de guerra soviéticos) antes que a los judíos o que Dachau no
era en su inicio un mal sitio, ¡hasta se permitían las visitas! “Al principio, pero en cuanto
las SS se hicieron con el control las cosas empezaron a cambiar y la vejación y el maltrato
se convirtieron en el sello del sistema; la muerte dejó de ser una excepción”. Al final
morirían casi 40.000 presos en Dachau. En total, contabiliza el historiador, las SS
instauraron 27 campos de concentración principales y otros 1.100 secundarios, una
verdadera telaraña de sufrimiento y terror. No todos existieron al mismo tiempo, unos se
abrían y otros se cerraban. Dachau fue el primero, y el único que estuvo siempre en
funcionamiento. De los 2,3 millones de personas, hombres, mujeres y niños, que fueron a
parar a los campos entre 1933 y 1945, 1,7 millones murieron allí, casi un millón de judíos,
aunque también otras víctimas muchas veces olvidadas, recalca el historiador, como los
marginados sociales, los homosexuales (que sufrieron especialmente por la brutal
homofobia de las SS) o los gitanos (a los que también tenían gran ojeriza las SS: Höss, el
comandante de Auschwitz, creía que habían intentado raptarlo de niño).
ver fotogaleríaLiberación de un
tren de la muerte de Bergen-Belsen a su paso por las proximidades de Magdeburgo el 13
de abril de 1945.
¿Cuál era el propósito de los campos? “Obedecían a diferentes fines. Esencialmente eran
parte de la red de terror de Estado que incluía los tribunales, la policía, las cárceles o los
guetos. El KL [Konzentrationslager, campo de concentración en alemán] debía erradicar a
aquellos señalados como enemigos sociales, raciales y políticos para crear una comunidad
nacional uniforme y sana. Esa función adoptó, progresivamente, diferentes formas, en
constante evolución y solapamiento, como el trabajo forzado, el asesinato selectivo, los
experimentos humanos y el exterminio masivo. Los campos eran muy polifacéticos, algo
que la gente no suele ver”.
De su libro KL explica que “es fruto de un largo proceso”: “Una de las cosas que me
parecía fundamental era integrar las dos visiones, la de las víctimas y la de los
perpetradores”. “Cuanto más leía e investigaba sobre los campos, más cuenta me daba de
lo complicada que es su historia. No hay respuestas fáciles, no hay prisioneros típicos ni
típicos guardianes, ni campos típicos. La historia de los campos es la de un cambio
constante, muy dinámica, no es rectilínea, ni siempre coherente. La impunidad en el
asesinato de presos, por ejemplo, se alcanzó solo gradualmente, y varios de las SS se
sentaron en el banquillo de los acusados por malos tratos en 1934. En 1937 morían de
media en los grandes campos (Dachau, Sachsenhausen y Buchenwald) solo cuatro o cinco
prisioneros al mes. En 1941, 463 reclusos perdieron la vida solo en Dachau. En septiembre
y octubre de 1941, las SS ejecutaron a 9.000 prisioneros soviéticos en Sachsenhausen, 300
al día, y los quemaron. El mayor asesinato en una sola jornada tuvo lugar en Majdanek, el
3 de noviembre de 1943, cuando 18.000 judíos fueron eliminados a tiros; denominaron
aquello Operación Fiesta de la Cosecha. Sin embargo, hubo un momento, antes de la
guerra, en que los campos casi desaparecieron. Y otro en el que, aunque parezca increíble,
Himmler, su gran artífice, mandó que se matara menos para aprovechar la mano de obra”.
Apunta el autor que la propia relación de los campos con el Holocausto –la parte de la
historia de los KL que más ha impactado en la imaginación popular–, cómo se implicaron
en él y cómo los nazis acabaron perpetrándolo en sus instalaciones, es muy distinta de lo
que se suele creer. De hecho, cuando el Holocausto entró en los KL, “muchos de sus
elementos estructurales ya habían aparecido antes de que las SS cruzaran el umbral del
genocidio judío”. Los “mecanismos esenciales del Holocausto” –el engaño, la muerte de
prisioneros inútiles para trabajar, el exterminio masivo, incluso el uso del gas y la
profanación de los cadáveres– ya estaban implantados en 1941 en algunos campos como
Auschwitz, aunque aún no se tenía en mente la matanza sistemática de judíos en sus
instalaciones.
Una de las aseveraciones más impactantes de Wachsmann es que “hay que desmitificar
Auschwitz” en la concepción popular de los campos. Auschwitz, afirma, era una
singularidad en el sistema KL, y “no era inevitable”. La transición de Auschwitz (abierto el
14 de junio de 1940 para doblegar a los polacos conquistados) de campo de concentración
a campo de exterminio “fue casi casual”, y Auschwitz, recalca, pese a representar para
todo el mundo el símbolo del Holocausto (allí se asesinó a casi un millón de judíos, más
que en cualquier otro lugar), no fue creado especialmente para exterminar a los hebreos
ni fue esa su única razón de existir. Como sí lo fue, en cambio, la de otros campos que
funcionaban de manera independiente en el sistema KL, los campos de la muerte, como
Belzec, Sobibor y Treblinka.
Auschwitz, recuerda Wachsmann, no fue porcentualmente el campo más letal:
“Sobrevivieron decenas de miles de prisioneros mientras que de Belzec, por ejemplo –uno
de los campos concebidos específicamente para matar judíos y en el que el exterminio se
realizaba inmediatamente, como en Treblinka–, solo se conocen tres supervivientes”. Pero
eso no es óbice, matiza, para que Auschwitz sea la capital de Holocausto. “Aunque
funcionara como un híbrido, su papel fue central en la Solución Final”. En todo caso,
recuerda, solo se mató allí a uno de los seis millones de judíos asesinados en Europa: el
resto lo fue en zanjas y campos por todo el este o en los campos de la muerte como
Treblinka.
El Holocausto no iba a parar, revela Wachsmann. Cuando en noviembre de 1944, ante el
avance de los rusos, los nazis desmantelan las cámaras de gas de Birkenau, lo hacen,
explica, para enviarlas a un lugar ultrasecreto cerca de Mauthäusen, un último campo de
exterminio donde planeaban seguir el asesinato en masa sistemático de los judíos.
¿Hasta qué punto sabía Hitler lo que ocurría en los campos? A diferencia de Himmler, que
lo hacía con frecuencia, él nunca visitó ninguno, ¿no? “Probablemente no, se mantenía
deliberadamente lejos del trabajo sucio, de todo lo que le pudiera restar popularidad; no
le interesaban los detalles y delegaba. Los campos tenían siempre algo de sucio y
pecaminoso; cuando hablaba en público de ellos, Hitler siempre recordaba que los habían
inventado los británicos. Durante la investigación me pareció encontrar una foto en la que
aparecía visitando uno, lo que me entusiasmó, pero finalmente no era él”. ¿Hitler sabía
cómo se desarrollaba todo dentro? “Sí y no. Por supuesto todo emanaba de sus
decisiones. Pero no era un micromanager como Himmler”.
Los campos de concentración no los inventaron los nazis, pero Wachsmann recalca que los
hicieron muy diferentes. “Se ha tratado de relativizar los campos nazis comparándolos con
el Gulag. A los nazis no les hacía falta copiar nada, tenían su propio modelo. No hay nada
comparable con el lado tecnológico de los campos nazis y su culminación en el complejo
de exterminio de Auschwitz. Como decía Hannah Arendt, si los campos soviéticos eran el
purgatorio, los nazis eran el infierno. En el Gulag, el 90% de los presos sobrevivieron; en el
KL, menos de la mitad. La violencia es un aspecto común, pero lo que hacía tan
destructivos los campos nazis es su modernidad: el terror burocrático, la tecnología, el
gas. Todo ese lado oscuro de la modernidad que poseían los campos. La modernidad no
lleva inevitablemente al progreso y la civilización”.
¿Tienen los campos nazis una lección para nosotros en momentos en que se debaten en
Europa recortes a las libertades para frenar el terrorismo y llegan oleadas de refugiados?
“Es difícil de contestar. De manera rápida le diría que sí. Que son una advertencia. Pero
¡cuidado con los paralelismos fáciles! Muchas veces buscamos lecciones que el pasado no
puede dar. No se puede predecir el futuro y una de las verdaderas lecciones de la historia
es su complejidad. Mi libro en todo caso no va por esos derroteros, no quiero imponer mis
visiones, yo señalo que no hay inevitabilidad en los procesos y el lector debe sacar sus
propias conclusiones”.
Probablemente una de las cosas que sorprenderán a mucha gente es que los campos nazis
se hicieron originalmente para llenarlos de alemanes. “Así es, para destruir a la izquierda
alemana. Los nazis tenían una paranoia con los comunistas. Y recuerde que los alemanes
no votaron masivamente a los nazis por ser antisemitas, sino para que alejaran el espectro
de la izquierda y de una revolución. Los KL emergieron en ese contexto, luego, con la
guerra, se llenaron de otros europeos, como los españoles republicanos enviados a
Mauthausen en 1940, y de judíos”. Pero si eras judío, ya desde el principio, subraya
Wachsmann, eras peor tratado. “Desde luego el antisemitismo y la violencia contra los
judíos están presentes en los campos desde el primer momento. No es una coincidencia
que los primeros asesinados en Dachau sean judíos. Pero la idea de los nazis al crear los
campos no es matar judíos. El plan es mucho más extenso. El KL es el gran arma de terror
del régimen contra todos los que considera enemigos”. Apenas ha acabado de pronunciar
la frase el historiador cuando una urraca se estrella contra el ventanal con un golpe sordo.
Se marcha volando, pero la escena resulta extrañamente perturbadora.
Wachsmann continúa explicando que lo que ocurrió es que al empezar los asesinatos de
manera bárbara de cientos de miles de judíos de los territorios ocupados en el este, con
ejecuciones masivas y entierro en fosas, los líderes nazis pensaron que esa manera de
proceder era insana para… las SS. “Les pareció que resultaba muy duro psicológicamente
para los ejecutores matar así”. Entonces Himmler, tan preocupado por el decoro, buscó la
manera de hacerlo más humano para los asesinos y se experimentó con diferentes
métodos. Como las inyecciones letales y el gas, que ya se habían empleado en los campos
en otro contexto, para eliminar a los prisioneros desechables o a los millares de soldados
soviéticos capturados.
“Las SS”, dice Wachsmann, “habían recurrido a una serie de expertos en eutanasia, los de
la famosa Aktion T4, que habían asesinado en Alemania a minusválidos y deficientes
mentales, unas 80.000 personas, muchos por gas, en aras de la política hitleriana de
eugenesia, para que aplicaran su experiencia criminal en los campos a partir de 1941”.
Cuando se empezó a exterminar en masa a los judíos en Auschwitz, dice el historiador, la
maquinaria asesina ya estaba engrasada y había matado a decenas de miles de personas.
Sorprende encontrar en un libro como KL, junto a todo el espanto, la congoja y el hedor,
sentido del humor. Como el del comunista Hans Beimler, que, tras escapar de Dachau en
1933, envió desde Checoslovaquia una postal para las SS del campo en la que solo ponía:
“Bésame el culo”. Un poco de luz entre tanta oscuridad. “Es algo intuitivo, no
premeditado. Tenía que mantener de alguna manera una cierta distancia, pero al tiempo
necesitaba mostrar empatía, es un libro que no ha sido fácil de escribir”.
Una cuestión resulta especialmente atormentadora. ¿Cómo pudieron encontrar los nazis a
tanta genta malvada, más de 60.000, calcula el historiador, para llevar los campos?
Wachsmann ríe con amargura. “Esa es una buena lección. La mayoría de los guardianes,
que Himmler y Eicke veían como soldados políticos, una élite, no eran psicológicamente
anormales. Podían mostrarse brutales y violentos, sí, pero luego tenían vidas
perfectamente normales. Lo que lleva a la pregunta ¿por qué? Que fueran fanáticos
creyentes no es toda la historia. Querían imponerse a otros, probarse a sí mismos, ser
duros, demostrar masculinidad” –el historiador apunta que las mujeres guardianas nunca
fueron miembros de pleno derecho de las SS, no había paridad en las SS–. “Pero los
guardias no eran unos sádicos en general, solo unos pocos sufrían alguna disfunción
psicológica. No había tantos monstruos como cree generalmente la gente. Ya lo dijo Primo
Levi: lo más peligroso son los hombres ordinarios”. Eso no quita que hubiera verdaderos
matarifes, como el Oberscharführer Martin Sommer, que en Buchenwald abusaba
sexualmente de prisioneros, los mataba y los metía debajo de su cama, o el también
suboficial Erich Muhsfeldt, que bromeaba en Majdanek saludando con las extremidades
desgajadas de los cadáveres. El historiador destaca “la continuidad de los guardianes”:
mandos y subordinados pasaban de un campo a otro, llevando consigo su experiencia
acumulada y su camaradería en la violencia.
Un apartado del libro está dedicado a la suerte que corrieron los campos después de la
guerra y hasta nuestros días. Wachsmann detalla las polémicas en torno a Dachau o
Auschwitz como lugares de memoria. ¿Qué futuro contempla para los KL que se
conservan? “No soy museólogo. Captar la historia en un lugar es increíblemente difícil, y
tratar de explicarla en un campo resulta interesante pero complejo. Hoy en día encuentras
gente que se hace selfies en Auschwitz y hay un turismo de los campos. Se opta por
explicar historias individuales para captar audiencia, quizá las viejas exhibiciones con
paneles eran más claras. La historia de los campos cambia, como cambiaron ellos mismos.
Hay nuevas formas de pensarlos. No tengo claro que esté dicha la última palabra sobre los
campos de concentración nazis".