Los Misterios de Udolfo - Ann Radcliffe

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Ann Radcliffe (1764-1823) es la escritora más emblemática de la imaginación gótica, y sus novelas fueron punto de referencia para los autores que cultivaron el género. Tres obras se alzan en el altar de la literatura gótica: Los misterios de Udolfo de la Radcliffe, El monje de Lewis, y Melmoth el errabundo de Maturin (los tres editados en esta colección). Los misterios de Udolfo se desarrolla en el siglo XVI, y está ubicada en Francia e Italia. Emily, como todas las heroínas de la Radcliffe, se enfrenta a las adversidades y desastres provocados por Montoni con la fuerza de la racionalidad, después de haber sucumbido momentáneamente a la superstición. La persecución del malvado Montoni tiene lugar en el castillo de Udolfo, donde acontecen múltiples fenómenos sobrenaturales: vagas figuras extrañas, un fantasma en las almenas, sepulcrales voces misteriosas... Los misterios de Udolfo, junto con El italiano, son las cimas del arte de Ann Radcliffe, y de la novela gótica y romántica.

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Ann Radcliffe (1764-1823) es la escritora ms emblemtica de la imaginacin gtica, y sus novelas fueron punto de referencia para los autores que cultivaron el gnero. Tres obras se alzan en el altar de la literatura gtica: Los misterios de Udolfo de la Radcliffe, El monje de Lewis, y Melmoth el errabundo de Maturin (los tres editados en esta coleccin). Los misterios de Udolfo se desarrolla en el siglo XVI, y est ubicada en Francia e Italia. Emily, como todas las heronas de la Radcliffe, se enfrenta a las adversidades y desastres provocados por Montoni con la fuerza de la racionalidad, despus de haber sucumbido momentneamente a la supersticin. La persecucin del malvado Montoni tiene lugar en el castillo de Udolfo, donde acontecen mltiples fenmenos sobrenaturales: vagas figuras extraas, un fantasma en las almenas, sepulcrales voces misteriosas... Los misterios de Udolfo, junto con El italiano, son las cimas del arte de Ann Radcliffe, y de la novela gtica y romntica.

Ann Radcliffe Los misterios de Udolfo ePUB v1.0 chungalitos 16.01.12

Ttulo original: The Mysteries of Udolpho Traduccin: Carlos Jos Costas Solano Valdemar, 1992 ISBN: 84-7702-063-9

Prlogo Ann Radcliffe (1764-1823) fue la hija de William y Ann Oates Ward. Su padre trabaj como representante de una compaa familiar. Durante su infancia visit con cierta asiduidad a su to, Thomas Bentley, un hombre de cultura, entre cuyas amistades figuraban hombres de letras y cientficos de la poca, como el doctor Daniel Solander, que acompa al capitn Cook en su vuelta al mundo. Recibi la educacin tpica de su tiempo: algo de arte y de msica. No obstante, sus amplias lecturas cimentaron su espritu creador; sus obras preferidas, como Macheth de Shakespeare y Los Bandidos de Schiller, ejercieron una poderosa influencia en su produccin literaria. Cuando Ann fue a vivir a Bath, Sophia y Harriet Lee abrieron una escuela para jovencitas, que probablemente frecuent Ann. La novela The Recess, publicada por Sophia Lee en 1785, caus un gran impacto en nuestra autora. En 1787 se cas con William Radcliffe, un estudiante de derecho que nunca lleg a finalizar sus estudios; posteriormente se dedic al periodismo y lleg a ser el propietario del English Chronicle. William anim siempre a escribir a su mujer, y lea con entusiasmo sus manuscritos. Aunque en las novelas de Radcliffe abundan las descripciones de Italia, slo sali una vez de Inglaterra para visitar Francia y Alemania; las impresiones de este viaje fueron editadas en un diario. Tras la publicacin de su quinta novela, El italiano, o el confesionario de los penitentes negros, Radcliffe se sumi en la melancola, debido a la muerte de sus padres y a la enfermedad de su marido; este cambio anmico provoc que abandonara su inclinacin por la escritura. Al final de sus das trabaj en una ltima novela ambientada en la Edad Media: Gastn de Blondeville, publicada pstumamente. Radcliffe es una escritora emblemtica de la imaginacin gtica, y, a pesar de que a veces ha sido poco estimada, sus novelas son obras muy logradas y fueron punto de referencia para numerosos autores, como Austen, Coleridge, Byron, Keats, Scott, etc. La accin de Los Misterios de Udolfo se desarrolla en el siglo XVI y est ubicada en Francia e Italia. Emily, como todas las heronas de Radcliffe, se enfrenta a los desastres y adversidades provocados por el malvado italiano Montoni con fuerza y racionalidad, despus de haber sucumbido momentneamente a la supersticin, debido a que su persecucin tiene lugar en el castillo de Udolfo, que da cabida a mltiples fenmenos sobrenaturales: vagas figuras extraas, un fantasma en las almenas, sepulcrales voces misteriosas, que finalmente se resuelven en causas naturales. Sin embargo, el acontecimiento sobrenatural ms clebre de la novela es sin duda el protagonizado por el velo negro: Emily haba odo hablar de l y, movida por la curiosidad lo descorre; tras l aparece un horror

sin nombre. La imagen del velo se convierte en un tema recurrente a lo largo de la novela. La descripcin del paisaje, que juega un papel esencial para transmitir el estado emocional de los personajes, alcanza momentos de esplendor, y lo sobrenatural es tratado con dominio y maestra. Los Misterios de Udolfo, junto con El Italiano, se hallan en la cumbre del arte romntico; los horrores aqu descritos provocan una intensidad emocional no superada en la novela gtica. A. IZQUIERDO

VOLUMEN I

El destino encaja en estas oscuras alacenas, y frunce el ceo, y, cuando las puertas se abren para recibirme, su voz, en repetidos ecos por los patios, revela un hecho indescriptible.

Captulo I el hogar es el refugio, del amor, del jbilo, de la paz, y mucho ms, donde soportando y soportando, refinados amigos y queridos parientes se unen en la felicidad. THOMSON [1] En las gratas orillas del Garona, en la provincia de Gascua, estaba, en 1584, el castillo de monsieur St. Aubert. Desde sus ventanas se vean los paisajes pastorales de Guiena y Gascua, extendindose a lo largo del ro, resplandeciente con los bosques lujuriosos, los viedos y los olivares. Hacia el sur, la visin se recortaba en los majestuosos Pirineos, cuyas cumbres envueltas en nubes, o mostrando siluetas extraas, se vean, perdindose a veces, ocultas por vapores, que en ocasiones brillaban en el reflejo azul del aire, y otras bajaban hasta las florestas de pinos impulsados por el viento. Estos tremendos precipicios contrastaban con el verde de los pastos y del bosque que se extendan por sus faldas. En ellas se vean cabaas, casas o simples edificios, en los que reposaba la vista despus de haber llegado a las alturas cortadas a pi co. Hacia el norte y el este, las llanuras de Guiena y de Languedoc se perdan en la distancia; al oeste estaba situada la Gascua baada por las aguas del Vizcaya. A monsieur St. Aubert le encantaba pasear con su esposa y su hija por el margen del Garona y escuchar la msica que produca su oleaje. Haba conocido otras formas de vida que no eran de tanta simplicidad pastoril, participando en las bulliciosas y ocupadas actividades del mundo; pero el elogioso retrato que se haba forjado en su juventud de la humanidad, la experiencia lo haba ido corrigiendo dolorosamente. Sin embargo, despus de las distintas visiones de la vida, sus principios no se haban visto conmovidos, ni su benevolencia perjudicada. Se retir de la multitud, ms con pena que con ira, al escenario de la simple naturaleza, al puro deleite de la literatura y al ejercicio de las virtudes domsticas. Era descendiente de la rama ms joven de una familia ilustre. Las deficiencias de la riqueza patrimonial pueden ser suplidas por una excelente alianza matrimonial o por el xito en las intrigas de los negocios pblicos. Pero St. Aubert tena un excesivo sentido del honor para tener en cuenta la segunda posibilidad y muy poca ambicin para sacrificar a la riqueza lo que l llamaba felicidad. Tras la muerte de su padre, contrajo matrimonio con una mujer amable, de su mismo nivel social y de una fortuna no superior a la suya.

El fallecido monsieur St. Aubert tena un sentido de la liberalidad, o de la extravagancia, que haba influido en sus asuntos, que obligaron a su hijo a deshacerse de una parte de los dominios familiares, y, algunos aos despus de su matrimonio, los vendi a monsieur Quesnel, hermano de su esposa, y se retir a una pequea propiedad en Gascua, en donde la felicidad conyugal y los deberes de padre dividan su atencin con los tesoros del conocimiento y las iluminaciones del genio. Desde su infancia haba estado en contacto con esa zona. Cuando era nio haba hecho frecuentes excursiones y las impresiones que guardaba en su memoria no se haban visto alteradas por las circunstancias. Los verdes pastos que con tanta frecuencia haba recorrido en la libertad de su juventud, los bosques bajo cuyas sombras refrescantes se haba sumido en los primeros pensamientos melanclicos, que ms tarde haban de ser una de las notas ms acusadas de su carcter, los paseos por las montaas, el ro, en cuyas aguas haba nadado, y las llanuras distantes, que le recordaban sus ms tempranas esperanzas, siempre fueron evocados por St. Aubert con entusiasmo. Y, al final, se haba separado del mundo y retirado all para realizar los deseos de muchos aos. El edificio, como era entonces, tena el aspecto de una casa de verano, que llamaba la atencin de cualquier extrao por su simplicidad o por la belleza de sus alrededores; por ello fue preciso hacer una serie de adiciones para convertirlo en una confortable residencia familiar. St. Aubert senta un especial afecto por cada parte de la construccin que le recordaba su juventud, y no permiti que fuera quitada una sola piedra; de tal modo, que el nuevo edificio, adaptado al estilo del antiguo, formaba con l una residencia simple y elegante. El buen gusto de madame St. Aubert se ocup de los interiores, en los que se observaba una casta simplicidad tanto en los muebles como en los ornamentos de las habitaciones, que definan las costumbres de sus habitantes. La biblioteca ocupaba el lado oeste del castillo y fue enriquecida con una coleccin de los mejores libros en las lenguas antiguas y modernas. Esta habitacin se abra a una arboleda, situada en un leve declive que caa hacia el ro, y los altos rboles le daban una sombra melanclica y grata; mientras que desde las ventanas se poda admirar todo el paisaje del lado oeste y, hacia la izquierda, los tremendos precipicios de los Pirineos. Junto a la biblioteca haba un gran invernadero, totalmente lleno de plantas de gran belleza y poco conocidas, porque una de las distracciones de St. Aubert era el estudio de la botnica. Para l era una fiesta, con su mente de naturalista, recorrer las montaas vecinas, a lo que con frecuencia dedicaba todo el da. Madame St. Aubert le acompaaba a veces en aquellas pequeas excursiones y ms a menudo su hija. Con una pequea cesta recogan plantas, mientras que solan

llevar otra con alguna bebida fra de las que no podan conseguir en las cabaas de los pastores. Pasaban as por los escenarios ms romnticos y magnificentes, sin que nada les distrajera de su trabajo. Llegaban a las rocas de difcil acceso con su entusiasmo, y cuando no alcanzaban sus objetivos, se entretenan entre las flores silvestres y las plantas aromticas que brotaban en las rocas o nacan en la hierba. Al lado del invernadero, por el lado este, mirando hacia las llanuras de Languedoc, haba una habitacin que Ernily consideraba como suya y en la que tena sus libros, sus dibujos, sus instrumentos musicales y algunas plantas y pjaros favoritos. En ella se ejercitaba habitualmente en las artes de la elegancia, que cultivaba slo porque coincidan plenamente con sus gustos, y en las que su talento natural, asistido por las instrucciones de monsieur y madame St. Aubert, hacan que destacara. Las ventanas de esta habitacin eran particularmente agradables; llegaban hasta el suelo y se abran sobre la zona de csped que rodeaba la casa. La vista se recreaba en los almendros, las palmeras, fresnos y mirtos, hacia el lejano paisaje por el que corran las aguas del Garona. Cuando conclua el trabajo, los campesinos disfrutaban del clima por la tarde bailando en grupos en las mrgenes del ro. Las vivaces melodas, los pasos debonnaire [2], las airosas figuras de los bailarines, con el buen gusto y el modo caprichoso con el que las muchachas se ajustan sus sencillos vestidos, daban a las escenas un carcter totalmente francs. La parte frontal del castillo, en un estilo del sur, se abra a la grandeza de las montaas. A la entrada, en el piso bajo, haba un vestbulo rstico y dos amplios cuartos de estar. El primer piso, que era el ltimo, estaba integrado por las alcobas, a excepcin de una de las habitaciones que tena una terraza, que utilizaban generalmente para tomar el desayuno. En todo el terreno que rodeaba la casa, St. Aubert introdujo mejoras de muy buen gusto, aunque el cario que senta por los objetos que le recordaban su infancia haba hecho que en ocasiones sacrificara el buen gusto al sentimiento. Haba dos alerces que daban sombra al edificio y limitaban la visibilidad. St. Aubert haba declarado en alguna ocasin que crea que deba tener la debilidad suficiente para llorar cuando los talaran. Adems de estos alerces, haba plantado una pequea arboleda de hayas, pinos y fresnos. En las corrientes de la orilla del ro, haba un naranjal, limoneros y palmeras, cuyos frutos, en el fresco de la tarde, despedan una deliciosa fragancia. Con ellos se mezclaban algunos rboles de otras especies. All, bajo la sombra de un pltano silvestre, que extenda sus ramas hacia el ro, se sentaba St. Aubert en las tardes de los veranos, con su esposa y los nios, para contemplar, entre sus hojas, la puesta del sol, el esplendor suave de las luces desapareciendo en el

paisaje lejano, hasta que las sombras del crepsculo se reunan en un soberbio color gris. All, tambin, le gustaba leer, conversar con madame St. Aubert o jugar con sus hijos, dejndose llevar por la influencia de aquellos afectos dulces, rodeado de simplicidad y de naturaleza. Haba dicho con frecuencia, mientras lgrimas de satisfaccin brotaban de sus ojos, que aquellos momentos eran infinitamente ms agradables que cualquiera de los que haba pasado en los escenarios brillantes y tumultuosos que son admirados por el mundo. Su corazn tena todo lo que ambicionaba y ningn otro deseo de felicidad ocupaba su inters. La conciencia de comportarse como deba se reflejaba en la serenidad de sus maneras, lo que nada hubiera podido sustituir en un hombre de unas percepciones morales como las suyas, y que confiaban su sentido de todas las bendiciones que le rodeaban. La sombra ms profunda del crepsculo no le inclinaba a abandonar su lugar favorito junto al pltano silvestre. Era feliz en esas ltimas horas del da en las que se apagan los ltimos rayos de luz; cuando las estrellas, una tras otra, tiemblan en el ter y se reflejan en el espejo oscuro de las aguas. Esas horas, que por encima de las restantes, llenan la mente de ternura y elevan a la contemplacin sublime. Con frecuencia tomaba su cena campesina de leche y frutas bajo los suaves rayos de la luna que penetraban entre las ramas. Entonces, en la calma de la noche, le llegaba el canto del ruiseor, respirando dulzura y despertando la melancola. Las primeras interrupciones de la felicidad que haba conocido desde que decidi retirarse, fueron ocasionadas por la muerte de sus dos hijos. Los perdi en esa edad infantil de simplicidad fascinante; y, aunque en consideracin a la pena de madame St. Aubert, contuvo sus propias manifestaciones, se plante el superarlo, como l deca, con filosofa, pese a que, verdaderamente, no haba filosofa que pudiera traer la calma ante tamaas prdidas. Slo sobreviva su hija. Su preocupacin era vigilar su carcter infantil para evitar que ms tarde pudiera perder su felicidad. Haba manifestado en sus primeros aos una delicadeza nada comn, un caluroso afecto, pero una susceptibilidad demasiado exquisita para admitir una paz duradera. Segn se iba haciendo mayor, esta sensibilidad dio un tono pensativo a su espritu y dulzura a sus maneras, a lo que se sumaba la gracia de su belleza. Pero St. Aubert tena demasiado sentido comn para preferir el encanto a la virtud; y haba meditado lo suficiente para darse cuenta de que aquel encanto era demasiado peligroso para que su poseedora llegara a tener un carcter tranquilo. Se propuso, en consecuencia, fortalecer su mente; conseguir de ella que tuviera la costumbre de controlarse; ensearla a rechazar el primer impulso de sus sentimientos y a mirar, con un examen fro, las desilusiones que habra de llevar a su vida. Mientras la instrua a resistir las

primeras impresiones y a adquirir una permanente dignidad en sus maneras, que es lo nico que puede equilibrar las pasiones y nos permite luchar contra nuestra naturaleza por encima de las circunstancias, l mismo aprendi la necesidad de la fortaleza, ya que ms de una vez se vea obligado a ser testigo, con aparente indiferencia, de las lgrimas y luchas que su cuidado la ocasionaban. En su aspecto, Emily se pareca a su madre. Tena la misma elegancia y simetra en su figura, la misma delicadeza en su comportamiento y los mismos ojos azules, llenos de ternura. Adems del encanto de su persona, lo que despeda una gracia cautivadora a su alrededor era la variedad de expresiones de su rostro, cuando la conversacin despertaba las ms gratas emociones de su mente. Aquellos matices ms tiernos, que i presionan al ojo descuidado, y, en el contagioso crculo del mundo, mueren. St. Aubert cultivaba sus conocimientos con el cuidado ms escrupuloso. Le enseaba una visin general de las ciencias y un exacto conocimiento de todas las variedades de la literatura elegante. Le ense latn e ingls, sobre todo para que pudiera comprender la grandeza de sus mejores poetas [3]. Descubri en sus primeros aos su gusto por las obras importantes. Y uno de los principios de St. Aubert, que tambin era una de sus inclinaciones, tenda a promover todos los medios inocentes de felicidad. Una mente bien informada, sola decir, es la mejor seguridad contra el contagio de la locura y del vicio. La mente no ocupada est pendiente de encontrar algo, y preparada para caer en el error, para escapar de lo que la rodea. Hay que llenarla con ideas, ensendole el placer de pensar. As las tentaciones del mundo exterior se vern contrarrestadas por el consuelo derivado del mundo interior. Pensamiento y estudio son igualmente necesarios para la felicidad de un pas y para la vida de una ciudad. En el primero previenen las inquietantes sensaciones de indolencia y permiten el placer sublime de crear para la belleza; en la segunda, hacen que la disipacin no sea objeto de necesidad y, consecuentemente, de inters. Entre los ms tempranos entretenimientos de Emily estaba el corretear por los escenarios de la naturaleza. Prefera, eso s, los paseos entre los bosques silvestres a los paisajes ms tiernos, y an ms los refugios de las montaas, en los que el silencio y la grandeza de la soledad impriman un temor sagrado en su corazn y llevaban sus pensamientos al Dios de los cielos y de la tierra. En esos escenarios, prefera estar sola, envuelta en un encanto melanclico, hasta que el ltimo brillo del da se perda por el oeste; hasta qu el triste sonido de las esquilas o el ladrido distante del perro pastor eran los

nicos ruidos que rompan la serenidad de la tarde. En aquellos momentos, la tristeza del bosque, el temblor de sus hojas, movidas por la brisa; el murcilago volando en el crepsculo; las luces de las cabaas, ya encendidas y lejanas, eran circunstancias que despertaban su mente al esfuerzo y que conducan su entusiasmo a la poesa. Su paseo favorito era el que conduca a una pequea casa de pescadores, propiedad de St. Aubert, en el margen de un riachuelo que descenda desde los Pirineos y que, tras saltar con espuma por las rocas, llegaba al remanso en que se reflejaban las sombras de los montes. Todo ello tambin agradaba a St. Aubert, adonde se diriga con su esposa y su hija y sus libros para escuchar en el silencio de la oscuridad la msica de los ruiseores. En ocasiones, l mismo llevaba la msica y despertaba los ecos con los tiernos acentos de su oboe, que se mezclaban con la dulzura de la voz de Emily. En una de sus excursiones a la casita de pesca vio las lneas siguientes escritas con lpiz en una de las partes del entablado: SONETO Ve, lpiz! Leal a los s uspiros de tu amo! Ve, dile a la Diosa de la escena de hadas, la prxima vez que sus leves pasos serpeen estas verdes arboledas, de donde surgen todas sus lgrimas, su dulce congoja. Ah! pinta su figura, sus ojos por su alma iluminados, la dulce expresin de su rostro pensativo, la sonrisa del alba, la gracia animada. El retrato reemplaza bien la voz del amante; expresa todo lo que su corazn siente, dira su lengua; Pero, ah, no todo su corazn est triste! Que a menudo las sedosas hojas florecidas esconden la droga que escabulle la chispa vital! Y aquel que clava su mirada en esa sonrisa de ngel, recelara de su encanto, o pensara que podra seducirle! El poema no estaba dirigido a ninguna persona, por lo que Emily no pudo atriburselo, aunque ella fuera sin duda la ninfa de aq uellas sombras. Al

no tener la menor sospecha sobre a quin pudiera estar destinado, se decidi a permanecer en la duda; una duda que hubiese sido ms dolorosa para una mente menos ocupada que la suya. No estaba dispuesta a sufrir por esta circunstancia, pese a que al principio no pudo evitar recordarlo con frecuencia. La pequea vanidad que haba excitado (ya que la incertidumbre que le impeda suponer que haba inspirado el soneto, la impeda tambin dejar de creerlo) desapareci, y el incidente se perdi en su pensamiento entre sus libros, sus estudios y el ejercicio de la caridad. Poco despus de aquello se sinti muy inquieta por una indisposicin de su padre, que se vio atacado por una fiebre que, pese a no tener el aspecto de ser peligrosa, afect considerablemente a su constitucin. Madame St. Aubert y Emily le cuidaron con celo infatigable, pero su recuperacin fue muy lenta, y cuando empezaba a mejorar su salud, la de madame pareci declinar. El primer lugar al que acudi, despus de sentirse lo suficientemente bien como para dar un paseo, fue a su pabelln de pesca favorito. Le llevaron una cesta con provisiones, con libros y el lad de Emily. El envo no inclua caas u otros aparejos de pesca, porque nunca haba sentido placer alguno en torturar o destruir. Despus de haberse entretenido alrededor de una hora en temas de botnica, fue servida la cena. Dio las gracias porque le hubiera sido permitido visitar de nuevo aquel lugar, y la felicidad familiar le hizo sonrer una vez ms bajo aquellas sombras. Monsieur St. Aubert convers con nimo poco habitual y todos los objetos despertaban sus sentidos. El placer refrescante de ese primer contacto con la naturaleza, tras el dolor de la enfermedad y el confinamiento en su habitacin, est por encima de la comprensin, y tambin de las descripciones, para los que tienen salud. Los bosques y los pastos, el tumulto de flores, el azul cncavo del cielo, la brisa suave, el murmullo de la corriente limpia, e incluso el murmullo de todos los insectos, parecieron revivificar su alma y hacerle valorar ms su existencia. Madame St. Aubert, reanimada por la recuperacin de su marido, olvid la indisposicin que la haba oprimido ltimamente. Camin por el bosque y convers con l y con su hija, mirndolos alternativamente con una ternura que llenaba sus ojos de lgrimas. St. Aubert lo comprob en ms de una ocasin y le reproch amablemente sus emociones; pero ella no pudo sonrerle, agarr su mano y la de Ernily y llor ms intensamente. l consider que aquel entusiasmo le conmova hasta resultarle doloroso. Su rostro asumi un tono serio y no pudo evitar un suspiro casi secreto. Tal vez algn da recordar estos momentos como la cumbre de mi felicidad, con lamentos sin esperanza. Pero no hagas que caiga en una anticipacin sin sentido. Espero que no vivir para sufrir la prdida de los que ms quiero.

Para descargar su mente, le pidi a Emily que tocara el lad del que ella lograba arrancar tonos tan dulces. Cuando se acercaba al pabelln de pesca, se sorprendi porque alguien estaba interpretando una exquisita meloda en aquel instrumento. Se qued en un profundo silencio, temerosa de moverse y ms an de que sus pasos le impidieran or alguna nota de aquella msica o turbar a quien la produca. Todo estaba quieto alrededor del edificio y no se vea a nadie. Continu escuchando, llena de timidez, que se acrecent al recordar los versos que haba visto escritos a lpiz y dud entre acercarse o regresar con sus padres. En ese momento la msica ces y, tras una nueva duda, reuni el valor suficiente para acercarse a la cabaa. Entr sin hacer ruido y la encontr vaca. Su lad estaba en la mesa y todas las dems cosas en su sitio, por lo que empez a creer que la msica proceda de otro instrumento, hasta que record que cuando entr detrs de monsieur y madame St. Aubert, el lad estaba a la izquierda en una silla cerca de la ventana. Se asust, aunque no supiera de qu. La oscuridad de la tarde y el profundo silencio de aquel lugar, interrumpido nicamente por el ligero temblor de las hojas, la llenaron de aprensiones. Quera salir de all, pero sinti que perda el conocimiento y se sent. Cuando trataba de recuperarse, su mirada se fij en aquellas lneas escritas a lpiz. Sinti una sacudida, como si hubiera visto a un desconocido, pero decidida a superar sus temores, se levant y fue hacia la ventana. Al lado del primer soneto haban aadido otros versos, en los que se mencionaba su nombre. Haban desaparecido sus dudas y saba que haban sido escritos para ella, pero ignoraba, como antes, quin los haba escrito. En ese momento, le pareci or el ruido de unos pasos en el exterior y, asustada, cogi el lad y sali corriendo. Encontr a sus padres en un estrecho sendero que se abra en el valle. Al llegar a una pequea altura, rodeada por las sombras de las palmeras y orientada hacia los valles y llanuras de Gascua, se sentaron en el csped. Recorrieron con la mirada el glorioso escenario y aspiraron el dulce aroma de las flores y de las hierbas, mientras Emily cant varias de sus arias favoritas, acompandose con el lad, con su habitual delicadeza de expresin. La msica y la conversacin les entretuvieron en aquel lugar encantador hasta que los ltimos rayos del sol se extendieron por la llanura; hasta que las lneas blancas que cubran las montaas, por entre las que corra el Garona, se oscurecieron, y el manto de la tarde se extendi sobre el paisaje. St. Aubert y su familia se levantaron y abandonaron el lugar. Madame St. Aubert no saba

que lo dejaba para siempre! Cuando llegaron al pabelln de pesca ech de menos su brazalete, y record que se lo haba quitado despus de cenar y se lo haba dejado en la mesa cuando salan a pasear. Despus de registrarlo todo, con la activa ayuda de Emily, no tuvo ms remedio que resignarse a la idea de que lo haba perdido. Lo que ms apreciaba de aquel brazalete era una miniatura de su hija que colgaba del mismo, con un parecido asombroso, y que haba sido pintada haca unos pocos meses. Cuando Emily se convenci de que el brazalete haba desaparecido, se ruboriz y qued pensativa. El hecho de que un desconocido hubiera estado all durante su ausencia, la distinta posicin del lad y los nuevos versos escritos con lpiz, parecan confirmar que el poeta, el msico y el ladrn eran una sola persona. Aunque la combinacin de la msica que haba odo, los versos que haba ledo y la desaparicin de su retrato resultaba especialmente notable, se sinti irresistiblemente arrastrada a no mencionarlo. Sin embargo, decidi, en secreto, que no volvera a visitar la cabaa de pesca sin ir acompaada de monsieur o de madame St. Aubert. Regresaron pensativos al castillo. Emily rumiando los incidentes que acababan de pasar; St. Aubert reflexionando con gratitud sobre las bendiciones que le rodeaban, y madame St. Aubert turbada y perpleja por haber perdido el retrato de su hija. Al aproximarse a su casa, observaron una agitacin nada comn; se oan voces distintas, criados y caballos pasaban entre los rboles y, finalmente, oyeron el ruido de las ruedas de un carruaje. Al llegar a la puerta principal del castillo, vieron un land all detenido. St. Aubert distingui a los lacayos de su cuado, y en la entrada encontr a monsieur y madame Quesnel, que ya haban entrado. Haban salido de Pars haca algunos das y se dirigan a la propiedad, a unas diez leguas de La Valle, que monsieur Quesnel haba comprado haca algunos aos a St. Aubert. Era el nico hermano de madame St. Aubert, pero sus encuentros no haban sido frecuentes debido a que sus caracteres no congeniaban. Monsieur Quesnel haba vivido siempre en el gran mundo. El esplendor era el primer objetivo de su gusto por las cosas, y su carcter abierto le haba acercado a casi todas las personas que haba conocido. Para un hombre de esas inclinaciones, las virtudes de St. Aubert no resultaban interesantes, y la simplicidad y la moderacin de sus deseos eran considerados por l como una debilidad intelectual y una visin estrecha de la vida. El matrimonio de su hermana con St. Aubert haba mortificado su ambicin, ya que su propsito era que esa relacin matrimonial le ayudara a todo lo que l ms deseaba, y algunas propuestas anteriores las recibi de personas cuyo rango y fortuna colmaban sus ms altas esperanzas. Pero su hermana, que tambin haba sido

cortejada por St. Aubert, comprendi, o crey que comprendi, que felicidad y esplendor no son la misma cosa y no dud en renunciar a lo segundo con tal de conseguir lo primero. Monsieur Quesnel haba sacrificado la paz de su hermana a su propia ambicin, y de su matrimonio con St. Aubert expres en privado su desagrado en su momento. Madame St. Aubert, aunque ocult aquella postura insultante a su marido, sinti, por primera vez en su vida, que el resentimiento anidaba en su corazn. Pensando en su propia dignidad y en la prudencia, contuvo cualquier manifestacin de aquel resentimiento, pero haba en sus maneras hacia monsieur Quesnel una cierta reserva que l comprendi y sinti. En su propio matrimonio no sigui el ejemplo de su hermana. Su esposa era italiana, una rica heredera y, por naturaleza y por educacin, una mujer banal y frvola. Decidieron pasar la noche con St. Aubert, y como el castillo no era suficientemente grande para acomodar a sus criados, stos fueron enviados al pueblo ms prximo. Cuando concluyeron los saludos y las disposiciones para pasar la noche, monsieur Quesnel comenz a hacer una exhibicin de su inteligencia y sus contactos, mientras que St. Aubert, que ya llevaba bastante tiempo retirado para sentir inters por la novedad de esos temas, escuch con paciencia y atencin, lo cual su invitado confundi con la humildad de que estuviera maravillado. Quesnel coment las pocas festividades que permitan a la corte de Enrique III en aquel perodo turbulento [4] con una minuciosidad que compensaba su afn de ostentacin. Al comentar el carcter del duque de Joyeuse, un tratado secreto, que l saba que se estaba negociando con el Porte, y el modo en que haba sido recibido Enrique de Navarra, monsieur St. Aubert recordaba lo suficiente de sus experiencias anteriores para estar seguro de que su invitado se relacionaba nicamente con una clase inferior de polticos, y que a la vista de las materias en las que intervena, no alcanzaba el rango que pretenda. A las opiniones expuestas por monsieur Quesnel, St. Aubert prefiri no replicar, al darse cuenta de que su invitado no tena humanidad para sentir o discernimiento para percibir lo que era justo. Madame Quesnel, mientras tanto, manifestaba a madame St. Aubert su sorpresa por soportar aquella vida en un rincn remoto del mundo, alejada del esplendor de los bailes, de los banquetes y de las procesiones que acababan de ofrecerse en la corte, como ella las describa con la intencin de despertar su envidia, en honor de las nupcias del duque de Joyeuse con Margarita de Lorena, hermana de la reina. Describi con la misma minuciosidad la magnificencia de lo que haba visto, de lo que ella haba quedado excluida. Emily escuchaba atentamente con la curiosidad ardiente de la juventud

engrandeciendo las escenas. Madame St. Aubert, echando una mirada a su familia, sinti, mientras una lgrima caa por su mejilla, que aunque el esplendor pueda alcanzar en algn momento la felicidad, slo es la virtud la que consigue que sea permanente. Hace ya doce aos, St. Aubert dijo monsieur Quesnel, desde que compr las propiedades de tu familia. Y hace cinco que estoy viviendo all, porque Pars y sus proximidades es el nico lugar del mundo para vivir. Estoy tan inmerso en la poltica y son tantos los asuntos que llevo entre manos que me resulta difcil escaparme aunque slo sea un mes o dos. St. Aubert permaneci silencioso y monsieur Quesnel prosigui: A veces me pregunto cmo t, que has vivido en la capital y que has estado acostumbrado a la compaa, puedes vivir en otra parte, especialmente en un lugar tan remoto como ste, donde no puedes or ni ver nada y, en consecuencia, no tienes conciencia de lo que sucede. Vivo para mi familia y para m dijo St. Aubert; me basta con estar al tanto de la felicidad, antes conoca la vida. Quiero gastar treinta o cuarenta mil libras en mejoras dijo monsieur Quesnel, sin prestar atencin a las palabras de St. Aubert, porque tengo el proyecto, para el prximo verano, de traer aqu a mis amigos, al duque de Durefot y al marqus Ramont, para que pasen uno o dos meses conmigo. A la pregunta de St. Aubert sobre las mejoras que proyectaba, contest que tirara todo el ala este del castillo, para construir en esa zona los establos. Despus construir una salle a manger, un saln, una salle au commune [5] y varias habitaciones para los criados, ya que en la actualidad no hay espacio para acomodar a una tercera parte de mi propia gente. Era suficiente para todo el servicio de nuestro padre dijo monsieur St. Aubert, preocupado por la idea de que la vieja mansin fuera mejorada de ese modo, y no era nada pequeo. Nuestras nociones han crecido desde aquellos das dijo monsieur Quesnel; lo que entonces se entenda como un estilo decente de vivir, ahora no podramos soportarlo. A pesar de la calma de St. Aubert, enrojeci al or aquellas palabras, pero su ira no tard en ceder ante las buenas maneras. Los alrededores del castillo estn llenos de rboles, talaremos algunos de ellos. Talar los rboles tambin? dijo St. Aubert. Ciertamente. Por qu no? Son un estorbo para mi proyecto. Hay un castao que extiende sus ramas por todo el lado sur del castillo y que es tan viejo que me dicen que en el interior de su tronco cabra una docena de

hombres. Tu entusiasmo se vera reducido si te dieras cuenta de que no sirve para nada y que no hay belleza alguna en un rbol tan viejo como se. Dios mo! exclam St. Aubert. No es posible que destruyas ese noble castao que ha florecido durante siglos para gloria de aquellos dominios! Ya era un rbol maduro cuando fue construida la mansin actual. Cuntas veces, en mi juventud, he subido por sus anchas ramas y me he sentado entre un mundo de hojas, mientras caa un fuerte chubasco sin que me alcanzara una sola gota de lluvia! Cuntas veces he estado sentado con un libro en la mano, a ratos leyendo y a ratos mirando entre las ramas a todo el ancho paisaje, con el sol que se ocultaba, con la llegada del crepsculo, que traa a los pjaros a sus pequeos nidos colocados entre las hojas! Cuntas veces:..!, pero, perdname aadi St. Aubert, recordando que estaba hablando a un hombre que ni poda comprender ni participar de sus sentimientos, hablaba de pocas y puntos de vista tan anticuados como el de la satisfaccin de conservar ese rbol venerable. Desde luego que pienso talarlo dijo monsieur Quesnel, creo que plantar algunos lamos de Lombarda en el sendero que abrir hasta el paseo central; a madame Quesnel le gustan mucho los lamos y siempre me habla de lo que adornan la villa de su to, cerca de Venecia. En las orillas del Brenta continu St. Aubert, donde se mezclan con los pinos y los cipreses y contrastan con la luz en los prticos elegantes y en las columnatas, en las que, incuestionablemente, adornan el escenario; pero entre los gigantes del bosque y cerca de una amplia mansin gtica... No voy a discutir contigo dijo monsieur Quesnel, tienes que volver a Pars antes de que nuestras ideas puedan coincidir. Pero a propsito de Venecia, he pensado que tal vez vaya el prximo verano; los acontecimientos puede que hagan que tome posesin de esa villa, que, segn me dicen, es ms encantadora de lo que se puede imaginar. En tal caso, dejara las mejoras que te he mencionado para otro ao y tal vez me decidiera a pasar algn tiempo en Italia. Emily se qued sorprendida al or que estaba tentado de quedarse en el extranjero, cuando acababa de mencionar que su presencia en Pars era tan necesaria que le resultaba difcil escapar durante uno o dos meses; pero St. Aubert comprendi su necesidad de darse importancia para asombrarse de ello, y la posibilidad de que sus proyectadas mejoras pudieran ser diferidas le dio la esperanza de que tal vez nunca llegara a realizarlas. Antes de que se separaran para pasar la noche, monsieur Quesnel manifest su deseo de hablar a solas con St. Aubert, y se retiraron a otra habitacin, en donde permanecieron bastante tiempo. El tema de su conversacin no fue conocido; pero, fuera lo que fuera, St. Aubert regres

bastante alterado a la habitacin anterior. Una sombra de preocupacin que cubra su rostro alarm a madame St. Aubert. Cuando se quedaron solos sinti la tentacin de preguntarle, pero su delicadeza, que haba sido siempre una norma de su conducta, la detuvo. Consider que si St. Aubert hubiese querido informarla del tema que le preocupaba no habra esperado a su pregunta. Al da siguiente, antes de que monsieur Quesnel se marchara, tuvo una nueva reunin con St. Aubert. Los visitantes, despus de cenar en el castillo, emprendieron su viaje a Epourville en la hora ms fresca del da, invitando a monsieur y madame St. Aubert a que les visitaran, ms por la vanidad de hacer exhibicin de su esplendor que por el deseo de hacerles felices. Emily volvi con delectacin a la libertad que su presencia haba impedido, a sus libros, a sus paseos y a sus conversaciones con monsieur y madame St. Aubert, que no parecan menos felices despus de liberarse de la arrogancia y frivolidad que les haba sido impuesta. Madame St. Aubert se excus al no compartir su habitual paseo de la tarde, quejndose de que no se encontraba bien, y St. Aubert y Emily marcharon juntos. Se dirigieron hacia las montaas con la intencin de visitar a unos viejos pensionistas de St. Aubert, a los que ayudaba econmicamente pese a sus limitados ingresos, aunque es probable que monsieur Quesnel, con sus amplios recursos, no hubiera pensado en ello. Despus de distribuir entre los pensionistas sus estipendios semanales, de escuchar pacientemente las quejas de alguno, de aliviar los males de otros y de suavizar el descontento de todos con una mirada de simpata y la sonrisa benevolente, St. Aubert volvi a casa cruzando los bosques, donde a la cada de la tarde la gente corriente se apretuja, en juegos varios y jarana para pasar la noche de verano, como dicen los cantos populares [6]. El aspecto del bosque por la tarde me ha gustado siempre dijo St. Aubert, cuya mente experimentaba la dulce calma que proporciona la conciencia de haber hecho una accin benfica y que predispone a recibir compensaciones de todo lo que nos rodea. Recuerdo que en mi juventud este ambiente despertaba en m miles de visiones fantsticas y de imgenes romnticas; y, debo decir, que an no soy insensible al entusiasmo que despierta el sueo del poeta. Puedo animarme, con pasos solemnes, bajo las profundas sombras, que envan la mirada hacia la distante oscuridad, y

escuchar con emocin temblorosa el mstico murmullo de los rboles. Oh, mi querido padre! dijo Emily, mientras una lgrima inesperada brotaba de sus ojos, con qu exactitud has descrito lo que yo he sentido tantas veces y que crea que nadie haba compartido! Pero, silencio! Aqu llega el sonido del viento entre las copas de los rboles, ahora desaparece, y qu solemne es el silencio que le sigue! Ahora vuelve de nuevo la brisa! Es como la voz de un ser supernatural, la voz del espritu de los bosques, que cuida de ellos durante la noche. Qu luz es aquella? Ya se ha ido. Y vuelve a brillar, cerca de las races de ese castao. Mira! Admiras tanto la naturaleza dijo St. Aubert, y sabes tan poco de sus apariciones, que no te has dado cuenta de que era una lucirnaga. Pero vamos, da unos pocos pasos, y tal vez veamos a las hadas. Suelen ir juntas. Las lucirnagas les prestan su luz, y ellas las encantan con msica y danzas. No las ves saltando por ah? Emily se ech a rer. Bien, padre mo dijo, ya que te permites esa broma, me anticipo y casi me atrevo a repetirte unos versos que compuse una tarde entre estos mismos rboles. No replic St. Aubert, retira ese casi y escuchemos qu fantasas han estado rondando por tu cabeza. Si la lucirnaga te ha dado algo de su magia, no tendrs que envidiar la de las hadas. Si tienen fuerza suficiente para merecer tu aprobacin dijo Emily , no tendr que envidiarlas. Los versos los he escrito en una medida que pens que corresponda al tema, pero me temo que son demasiado irregulares. LA LUCIRNAGA Qu grata es la sombra mate de la lucirnaga en la tarde de verano, cuando ha cesado la fresca lluvia; cuando se derraman los rayos amarillos, y centellea en la cinaga, y la luz la devora rpida en el aire limpio! Pero ms bonita, ms bonita an, cuando el sol se oculta para descansar, y viene el crepsculo, con las hadas tan alegres y ligeras por el paseo del bosque, donde las flores, desprevenidas no inclinan sus altas cabezas bajo su alegre juego. Con los sonidos ms suaves de la msica, bailan sin cesar, hasta que la luz de la luna desciende entre las hojas trmulas y las proyecta en el suelo, y se encaminan al cenador, al cenador embrujado, en el que se queja el ruiseor. Entonces ya no baila, hasta que concluye su triste cancin, y, silenciosas como la noche, asisten a su funeral; y a menudo, cuando sus notas moribundas alcanzan su piedad,

prometen defender de los mortales todos sus recintos sagrados. Cuando, abajo entre las montaas, se oculta la estrella de la tarde y la luna voluble abandona su esfera de sombras, qu tristes estaran, aunque sean hadas, si yo, con mi luz plida, no me acercara! Pero, aunque estaran tristes, son ingratas con mi amor! Porque, con frecuencia, cuando al viajero le llega la noche en su camino, y yo centelleo en su sendero, y le guiara por la arboleda, me envuelven en sus mgicos hechizos para desviarle; y dejarle en el lodo, hasta que todas las estrellas se apagan, mientras, en formas muy extraas, saltan por el suelo, y, lejos en el bosque, producen un grito desmayado, hasta que me enojo de nuevo en mi celda, por temor al sonido! Pero, mira cmo todos los duendes vienen danzando en corro, con el alegre, alegre caramillo, y el tambor, y el cuerno, y la pandereta tan ligera, y el lad con armoniosa cuerda: van dando vueltas al roble hasta que asome la maana. All abajo, en la cinaga, dos amantes se esconden, para evitar a la reina de las hadas, que frunce el ceo ante sus promesas de matrimonio, y tiene celos de m, que ayer por la tarde los alumbr, por el csped con roco, para buscar la flor prpura con cuyo jugo se liberan los hechizos. y ahora, para castigarme, hace que se aleje la banda festiva, con el alegre, alegre caramillo, y el tambor, y el lad; y si serpenteo cerca del roble mover su varita mgica, y cesar para m la danza, y la msica quedar muda. Oh, si tuviera la flor prpura cuyas hojas deshacen sus encantamientos, y supiera sacar el jugo corno los duendes, y lanzarlo al viento, ya no sera su esclava, ni el engao del viajero, y ayudara a todos los amantes fieles, y no temera a las hadas! Pero pronto el vapor de los bosques se alejar, la inconsistente luna se apagar y desaparecern las estrellas, entonces se pondrn tristes, aunque sean hadas, si yo, con mi luz plida, no me acerco! Pensara lo que pensara St. Aubert de las estrofas, no poda negar a su hija el placer de que creyera que las aprobaba; y despus de su comentario, se sumi en los recuerdos y siguieron paseando en silencio. Un dbil y errneo rayo brillando desde la imperfecta superficie de las cosas,

medio despeda una imagen en el ojo forzado, mientras que bosques ondulados, y pueblos, y arroyos, y rocas, y cumbres de montaas, que retienen desde siempre el brillo ascendente, se unen en una escena flotante, incierta si se mira [7]. St. Aubert continu silencioso hasta que llegaron al castillo, donde su esposa se haba retirado a sus habitaciones. La languidez y el desnimo que la haban oprimido ltimamente, y que haba logrado superar por la llegada de sus invitados, volva ahora con mayor intensidad. Al da siguiente aparecieron sntomas de fiebre. St. Aubert, que haba mandado llamar al mdico, fue informado de que su trastorno era debido a una fiebre de la misma naturaleza de la que l se acababa de recuperar. No haba duda de que se le haba contagiado la infeccin durante el tiempo en que estuvo atendindole, y que debido a la debilidad de su constitucin no haba superado la enfermedad inmediatamente. La tena en sus venas y le causaba la pesada languidez de la que se vena aquejando. St. Aubert, cuya ansiedad por su esposa oscureci cualquier otra preocupacin, retuvo al mdico en casa. Record los sentimientos y las reflexiones que tanto le haban afectado el da que visitaron por ltima vez el pabelln de pesca en compaa de madame St. Aubert, y tuvo el presentimiento de que aquella enfermedad sera fatal. Se lo ocult a ella y a su hija, a la que se impona reanimar con esperanzas. El mdico, al ser preguntado por St. Aubert sobre su opinin relativa a la enfermedad, contest que el desarrollo dependa de circunstancias de las que no poda estar seguro. Madame St. Aubert pareca tener una opinin ms concreta, pero sus ojos slo expresaron leves indicios. Con frecuencia los dejaba fijos en sus inquietos amigos con acentos de piedad y de ternura, como si anticiparan la pena que les esperaba, y parecan decir que era slo por ellos, por sus sufrimientos, por los que le pesaba la vida. Al sptimo da, la enfermedad hizo crisis. El mdico asumi un aire de preocupacin que ella advirti y tom como pretexto, en un momento en que su familia haba salido de la habitacin, para decirle que se daba cuenta de que su muerte se aproximaba. No tratis de engaarme dijo ella, siento que no podr sobrevivir mucho ms. Estoy preparada para ello. Desde hace mucho lo he esperado. Teniendo en cuenta que no voy a vivir mucho, no cometis el compasivo error de animar a mi familia con falsas esperanzas. Si lo hacis, su afliccin ser mayor cuando todo ocurra. Me animar a ensearles a tener resignacin con mi ejemplo. El mdico se sinti muy afectado, pero prometi obedecerla. Le dijo a St. Aubert, tal vez con cierta brusquedad, que no haba esperanzas. Este ltimo

no posea la suficiente filosofa para contener sus sentimientos cuando recibi esta informacin; pero la consideracin del aumento de los sufrimientos que podra ocasionar en su esposa el observar su dolor, le permiti, pasado algn tiempo, dominarse en su presencia. Emily se sinti vencida al saberlo; despus, engaada por la fuerza de sus deseos, se llen con la esperanza de que su madre podra recuperarse y a esta idea se aferr casi hasta el ltimo momento. El progreso de la enfermedad se reflejaba, por parte de madame St. Aubert, en la paciencia de sus sufrimientos. La compostura con la que esperaba la muerte slo poda ser consecuencia de una mirada retrospectiva a una vida gobernada, tanto como la fragilidad humana lo permite, por la conciencia de haber estado siempre en presencia de Dios y por la esperanza en un mundo mejor. Pero su piedad no poda evitar enteramente el dolor de abandonar a aquellos a los que tan profundamente amaba. Durante aquellas sus ltimas horas, convers mucho con St. Aubert y Ernily sobre el futuro y otros temas religiosos. La resignacin que expresaba, con la firme esperanza de encontrarse en un mundo futuro con los amigos que haba dejado en ste, y el esfuerzo que a veces tena que hacer para ocultar su pena por esta separacin temporal, afectaba con frecuencia a St. Aubert, obligndole a salir de la habitacin. Tras unas lgrimas a solas, regresaba con el rostro sereno a aquel escenario que aumentaba su dolor. Hasta aquellos momentos nunca haba sentido Emily la importancia de las lecciones que le haban enseado a contener su sensibilidad, y nunca las haba practicado con un triunfo tan completo. Pero cuando pas la ltima hora, se sinti hundida bajo el peso de su dolor y comprendi que haba sido la esperanza, tanto como la fortaleza, las que la haban sostenido. St. Aubert estuvo algn tiempo demasiado necesitado de consolarse a s mismo para poder hacerlo con su hija.

Captulo II Podra revelar una historia, cuya palabra ms leve atormentara tu alma. SHAKESPEARE Madame St. Aubert fue enterrada en la iglesia del pueblo prximo; su esposo y su hija la acompaaron hasta la tumba, seguidos por u na larga fila de campesinos que sentan sinceramente la desaparicin de aquella excelente mujer. Al regresar del funeral, St. Aubert se encerr en su habitacin. Cuando sali, su rostro estaba sereno, aunque con la palidez del dolor. Dio instrucciones para que se reuniera la familia. Slo estuvo ausente Emily, que oprimida por la escena de la que acababa de ser testigo, se haba retirado a su habitacin para llorar a solas. St. Aubert la sigui a donde estaba; cogi su mano en silencio, mientras ella continuaba llorando, y pasaron algunos momentos antes de que pudiera dominar su voz y hablar. En tono tembloroso, dijo: Mi Emily, voy a rezar con mi familia; te unirs a nosotros. Tenemos que pedir al cielo su ayuda. En qu otra parte podramos buscarla?, en qu otra parte podramos encontrarla? Emily sec sus lgrimas y sigui a su padre hasta el saln en donde se haban reunido los sirvientes. St. Aubert ley, con voz baja y solemne, los rezos de la tarde y aadi una oracin por el alma de la desaparecida. Mientras lo haca, su voz se quebr con frecuencia, sus lgrimas cayeron sobre el libro, y finalmente se detuvo. Pero las sublimes emociones de la devocin pura elevaron gradualmente sus pensamientos por encima de este mundo hasta llevar el consuelo a su corazn. Cuando terminaron de rezar y los criados se retiraron, bes tiernamente a Emily y dijo: Me propuse ensearte, desde tus primeros aos, el deber de dominarse. Te he sealado su gran importancia en la vida, no slo porque nos preserva de tentaciones varias y peligrosas que podran apartamos de la rectitud y la virtud, sino porque en los lmites de lo que nos podemos tolerar estn los de la virtud. Cuando nos excedemos llegamos al vicio y a su consecuencia, que es el mal. Todos los excesos son malos, incluso los de la pena, que admirable en su origen, se convierte en una pasin egosta e injusta y nos lleva a liberamos de nuestros deberes. Y por nuestros deberes entiendo los que tenemos con nosotros mismos y con los dems. La complacencia excesiva en el dolor inquieta la mente y casi la incapacita para volver a

participar en las inocentes satisfacciones que la benevolencia de Dios ha establecido para ser el sol resplandeciente de nuestras vidas. Mi querida Emily, recuerda y practica los preceptos que te he dado con tanta frecuencia y que tu propia experiencia te ha mostrado para tu bien. Tu penar es intil. No creas que esto es solamente un lugar comn, sino que la razn debe controlar el dolor. No trato de ahogar tus sentimientos, hija ma, slo trato de ensearte a que los domines. Porque, cualesquiera que sean los males que pueda traer un corazn demasiado susceptible, nada se puede esperar de uno insensible; y, por otra parte, todo es vicio cuando se busca el consolarse sin una posibilidad de bondad. Conoces mis sufrimientos y ests convencida de que las mas no son simples palabras, en esta ocasin, aunque las haya repetido para destruir incluso las fuentes de la emocin ms honesta, o para mostrar una ostentacin egosta de falsa filosofa. Quiero que veas que puedo cumplir con lo que aconsejo. Y te he dicho todo esto porque no puedo verte perdida en un dolor intil, y no lo he dicho hasta ahora porque hay un tiempo en el que es razonable que cedamos a la naturaleza. se ha pasado, y el excederse puede convertirse en hbito, con lo que se mermara la elasticidad del espritu hasta que fuera imposible recuperarse. Emily, debes estar dispuesta a evitarlo. Emily sonri a su padre a travs de las lgrimas: Querido padre dijo con voz temblorosa, te demostrar que merezco ser tu hija. Pero una mezcla de emociones de gratitud, afecto y pesar la envolvi. St. Aubert dej que llorara sin interrumpirla y despus empezaron a hablar de temas generales. La primera persona que vino a presentar sus condolencias a St. Aubert fue monsieur Barreaux, un hombre austero y que pareca no tener sentimientos. Se haban conocido por su inters en la botnica y se haban encontrado con frecuencia en sus paseos por las montaas. Monsieur Barreaux se haba retirado del mundo, y casi de la sociedad, para vivir en un castillo muy agradable en las faldas de los bosques, cerca de La Valle. Tambin se senta desilusionado con la humanidad; pero, al contrario que St. Aubert, no senta piedad o consideracin por los dems, senta ms indignacin por sus voces que compasin por su debilidad. St. Aubert se vio algo sorprendido a su llegada; ya que, aunque le haba pedido en varias ocasiones que fuera al castillo, nunca hasta entonces haba aceptado la invitacin; y ahora se presentaba sin ceremonias o reservas, entrando en el saln como un viejo amigo. La llamada de la desgracia pareca haber suavizado toda la rudeza y prejuicios de su corazn. La infelicidad de St. Aubert haba sido la nica idea que haba ocupado su mente. Era en sus

maneras ms que en sus palabras, como pareca capaz de mostrar su simpata por sus amigos. Habl poco de la causa de su dolor, pero el minuto de atencin que le concedi y la modulacin de su voz y la mirada amable que la acompaaba, proceda de su corazn y se dirigan al de ellos. En este perodo de tristeza, St. Aubert fue igualmente visitado por madame Cheron, la nica hermana que le viva, que llevaba viuda varios aos y ahora resida en su propiedad cercana de Toulouse. Sus entrevistas no haban sido frecuentes. En sus condolencias no hacan falta palabras; ella no tena plena conciencia de esa mirada mgica que habla de inmediato al alma o de la voz que acta como un blsamo en el corazn; pero supo expresar a St. Aubert toda su simpata, elogi las virtudes de su esposa desaparecida y les ofreci lo que ella consideraba como consuelo. Emily llor incesantemente mientras hablaba. St. Aubert estuvo tanquilo, escuchando en silencio lo que deca y despus cambi de tema. Al marcharse insisti, tanto en l como en su sobrina, para que le hicieran una pronta visita. El cambio de ambiente os entetendr &mdhash;dijo&mdhash;, y no es bueno dejarse llevar por el dolor St. Aubert reconoci naturalmente la verdad de sus palabras; pero, al mismo tiempo, se sinti ms reacio que nunca a dejar aquel lugar que haba quedado consagrado a su pasada felicidad. La presencia de su mujer haba santificado cada rincn del castillo y, cada da, mientras se suavizaba gradualmente la intensidad de sus sufrimientos, se dejaba llevar por el tierno encanto que le una a aquella casa. Pero hubo algunas visitas ms difciles de soportar. Una de ellas fue la de su cuado, mosieur Quesenl. Un asunto de gran inters le oblig a retrasar su viaje y en su deseo de liberar a Emily de sus emociones, se la llev con l a Epourville. Mientras el carruaje entraba por el bosque que rodeaba los dominios que haban sido de su padre, sus ojos aceptaron una vez ms, desde la avenida de castaos, los torreones que adornaban los esquinazos del castillo. Suspiro al pensar en todo lo que haba pasado desde la ltima vez que haba estado all y en que aquella era ahora propiedad de un hombre que ni lo reverenciaba ni lo valoraba. Entraron en el camino, cuyos rboles tanto le haban hecho disfrutar cuando era nio y cuya sombra melanclica se corresponda ahora con el pesar de su espritu. Cada detalle del edificio, que se distingua por su aire de pesada grandeza, iba apareciendo sucesivamente entre las ramas de los rboles; en ancho torren, el arco de la entrada que conduca a los patios, el puente levadizo y el pozo seco que lo rodeaba todo. El ruido de las ruedas del carruaje hizo que saliera un numeroso grupo

de criados a la entrada, donde St. Aubert se ape y desde la que condujo a Emily hacia el vestbulo gtico en el que ya no colgaban las armas ni las antiguas banderas de la familia. Las haban quitado y el artesonado de roble estaba pintando de blanco. Tampoco estaba la gran mesa que sola ocupar el ltimo tramo del vestbulo, en la que el amo de la mansin haca gala de su hospitalidad y en la que corra la risa, y la cancin de convivencia que haba sonado tantas veces. Incluso los bancos que rodeaban la habitacin ya no estaban all. Los pesados muros haban sido decorados con ornamentos frvolos y cada detalle denotaba el gusto falso y los sentimientos corrompidos de su dueo actual. St. Aubert sigui a un alegre criado parisino hasta un saln, en el que se encontraban sentados monsieur y madame Quesnel, que le recibieron con educacin artificial y que tras unas pocas palabras formales de condolencia parecan haber olvidado que tenan una hermana. Emily sinti que se le saltaban las lgrimas, pero eran por cierto resentimiento. St. Aubert, en calma y deliberadamente, mantuvo su dignidad sin asumir importancia, y Quesnel se sinti deprimido por su presencia sin conocer exactamente la causa. Despus de una conversacin general, St. Aubert solicit hablar con l a solas; y Emily, al quedarse con madame Quesnel, no tard en enterarse de que gran nmero de invitados acudiran al castillo y tuvo que or que nada de lo que haba pasado, que era irremediable, poda impedir la fiesta que se haba organizado. St. Aubert, al enterarse de que tendran compaa, sinti tal emocin, mezcla de disgusto e indignacin contra la insensibilidad de Quesnel, que se dispuso a regresar a su casa inmediatamente. Pero fue informado de que tambin acudira madame Cheron para reunirse con l. Cuando mir a Emily consider que haba llegado el momento en que la enemistad de su to poda ser perjudicial para ella, y decidi no incurrir con su conducta en lo que poda ser juzgado como indecoroso por las mismas personas que en aquel momento mostraban tan poco sentido del decoro. Entre los visitantes reunidos en la cena haba dos caballeros italianos de los que uno, llamado Montoni, era pariente lejano de madame Quesnel. Un hombre de unos cuarenta aos, de belleza poco comn, con aspecto varonil y expresivo, pero cuyo rostro exhiba, por encima de todo, ms la arrogancia de la imposicin y la rapidez de discernimiento que cualquier otra caracterstica. El signor Cavigni, su amigo, pareca tener alrededor de los treinta, inferior en dignidad, pero igual que l en la agudeza de su rostro y superior en la insinuacin de sus maneras. Emily se sorprendi al or cmo madame Cheron saludaba a su padre.

Querido hermano dijo, me preocupa verte tan enfermo; no debes abandonarte! St. Aubert contest, con una sonrisa melanclica, que se senta como siempre; pero los temores de Emily le hicieron ver entonces que el aspecto de su padre era peor de lo que l deca. Si el nimo de Emily no hubiera estado tan oprimido, se habra divertido con las nuevas personas que conoci y la variedad de la conversacin que mantuvieron durante la cena, que fue servida en un estilo de esplendor que slo muy raramente haba visto antes. De los invitados, el signor Montoni haba venido recientemente de Italia y habl de las conmociones que agitaban el pas, y de los diferentes partidos con mucho calor, y lament despus las probables consecuencias de los tumultos. Su amigo habl con un ardor similar de la poltica de su pas; alab al gobierno y la prosperidad de Venecia, y destac su decidida superioridad sobre el resto de los estados italianos. Se volvi entonces hacia las damas y habl, con la misma elocuencia de las modas parisinas, de la pera fra ncesa [8] y de las costumbres de aquel pas, y en este ltimo tema no dej de citar lo que es tan particularmente agradable para el gusto francs. La adulacin no fue detectada por aquellas a las que iba dirigida, aunque su efecto al producir una atencin sumisa, no escap a su observacin. Cuando pudo liberarse de la asiduidad de otras damas, se dirigi en ocasiones a Emily; pero ella no saba nada sobre las modas parisinas o sobre las peras; y su modestia, sencillez y maneras correctas formaron un decidido contraste con las de sus compaeras femeninas. Despus de cenar, St. Aubert se escap de la habitacin para ver una vez ms el viejo castao que Quesnel hablaba de talar. Segn estaba bajo su sombra y miraba entre las ramas, vio aqu y all los fragmentos de cielo azul temblando entre sus hojas; los acontecimientos de sus primeros aos cruzaron por su mente, con los rostros y el aspecto de sus amigos, muchos de ellos fuera ya de este mundo, y se sinti como un ser aislado que slo contaba con Emily para confiar su corazn. Se vio perdido entre las escenas de aquellos aos que volvan a su imaginacin, hasta que su sucesin se centr en el cuadro de su esposa moribunda. Regres para intentar olvidarlo, si es que era posible. St. Aubert orden que prepararan su carruaje a una hora temprana, y Emily observ que estaba ms silencioso que de costumbre en su camino de regreso, pero pens que era el efecto de su visita a un lugar que le hablaba tan elocuentemente de su juventud, sin sospechar cul era la causa de la pesadumbre que l le haba ocultado. Al entrar en el castillo Emily se sinti ms deprimida que nunca porque

ech an ms de menos la presencia de su querida madre. Siempre que haba salido de aquella casa, haba sido recibida a su regreso con sus sonrisas y cario. Ahora todo estaba en silencio y desamparado. Lo que la razn y el esfuerzo no puede conseguir, lo logra el tiempo. Segn pasaba semana tras semana, cada una de ellas se llevaba algo de la intensidad de su afliccin, hasta que se fue concentrando en la ternura de lo que el corazn considera como sagrado. St. Aubert, por el contrario, declinaba visiblemente. Emily, que haba estado en todo momento a su lado, fue la ltima persona en advertirlo. Su constitucin no se haba recuperado del todo del ltimo ataque de fiebre y el disgusto por la muerte de madame St. Aubert haba reproducido su nueva enfermedad. El mdico le orden que viajara, ya que era evidente que la pena se haba apoderado de sus nervios, ya debilitados por su situacin anterior. El cambio de escenario podra, al distraer su mente, colaborar en su recuperacin. Durante varios das Emily estuvo ocupada en atenderle, y l, por su parte, analizando lo que sera mejor durante su viaje, lo que le decidi al final a despedir al servicio. Emily rara vez se opona a los deseos de su padre con preguntas o manifestaciones, ya que en otro caso le hubiera preguntado por qu no llevaba con l a un criado, si hubiera comprendido que su mala salud lo haca casi necesario. Pero cuando la vspera de su marcha supo que haba despedido a Jacques, Francis y Mary, reteniendo slo a Therese, la vieja ama de llaves, se mostr extremadamente sorprendida y le pregunt las razones que haba tenido para ello. Para ahorrar gastos, hija ma replic, vamos a hacer un viaje muy caro. El mdico le haba prescrito los aires de Languedoc y Provenza; y St. Aubert decidi, en consecuencia, viajar lentamente por las costas del Mediterrneo hacia Provenza. La noche antes de su marcha se retiraron temprano a sus habitaciones. Emily tena que recoger algunos libros y otras cosas, y ya haban dado las doce cuando termin, recordando entonces que algunos de los tiles de dibujo que quera llevarse estaban en el saln de abajo. Al dirigirse a cogerlos, pas por la habitacin de su padre, advirtiendo que la puerta estaba algo abierta, de lo que dedujo que estara en su estudio, ya que desde la muerte de madame St. Aubert, haba sido frecuente que se levantara de la cama al no poder dormir y se refugiara all a pensar. Cuando lleg al final de las escaleras ech una mirada a la habitacin, sin encontrarle. Al regresar, dio unos golpes en su puerta, sin recibir contestacin, por lo que entr sin hacer ruido para asegurarse de que estaba all.

La habitacin estaba a oscuras, pero una ligera luz atravesaba unos paneles de cristal situados en la parte superior de una puerta. Emily crey que su padre estaba en el gabinete y se sorprendi de que siguiera levantado, sobre todo al no encontrarse bien, por lo que decidi preguntarle. Considerando que su entrada inesperada a aquella hora pudiera alarmarle, dej la luz que llevaba en la escalera y entr de puntillas hacia el gabinete. Al mirar por los paneles de cristal, le vio sentado ante una mesa pequea, llena de papeles, algunos de los cuales estaba leyendo con la ms profunda atencin e inters, mientras lloraba o suspiraba en voz alta. Emily, que se haba acercado a la puerta para saber si su padre estaba enfermo, se detuvo all con una mezcla de curiosidad y ternura. No poda verle sufrir sin estar ansiosa por conocer la causa de aquello, por lo que continu observndole en silencio. Por ltimo, pens que los papeles seran cartas de su madre. En aquel momento l se arrodill y con gesto solemne, que slo en muy raras ocasiones le haba visto asumir, y con una expresin mezcla ms de horror que de ninguna otra causa, estuvo rezando en silencio bastante tiempo. Al levantarse, una extraa palidez cubra su rostro. Emily se preparaba para retirarse, pero vio cmo volva a mirar los papeles y se detuvo. De entre ellos sac una caja pequea y de sta una miniatura. El rayo de luz cay con fuerza sobre ella y pudo ver que era el retrato de una mujer, pero no el de su madre. St. Aubert miraba con ternura la miniatura, la puso en sus labios y despus en su corazn, lanzando un profundo suspiro. Emily no poda creer que lo que estaba viendo era real. Hasta entonces no haba sabido que l tuviera el retrato de una mujer que no fuera su madre, y menos an que evidentemente lo valorara tanto. Despus de mirarlo repetidamente, para estar segura de que no se pareca a madame St. Aubert, qued enteramente convencida de que corresponda a otra persona. Por fin, St. Aubert guard el retrato en la caja, y Emily, recordando que estaba entrometindose en sus problemas privados, sali en silencio de la habitacin.

Captulo III Oh, cmo puedes renunciar a la abundancia infinita de encantos que la naturaleza a sus votos otorga! El canoro bosque, la resonante playa, la pompa de la enramada, y el adorno de los campos; todo lo que ilumina el alegre rayo de la maana, y todo lo que resuena en la cancin apacible; todo lo que resguarda el seno protector de la montaa, y toda la asombrosa magnificencia del cielo. Oh, cmo puedes renunciar y esperar ser perdonado! ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... Estos encantos influirn en la salud eterna de tu alma y te darn amor, y la dulzura, y felicidad. THE MINSTREL [9] St. Aubert, en lugar de tomar el camino ms directo, que corre a lo largo del pie de los Pirineos a Languedoc, e ligi uno que, bordeando las alturas, permite vistas ms amplias y mayor variedad de escenarios romnticos. Se desvi un poco de su camino para despedirse de monsieur Barreaux, al que encontr en sus trabajos de botnica en un bosque cercano a su castillo, y quien, cuando fue informado de los propsitos de la visita de St. Aubert, expres un grado de preocupacin que su amigo nunca hubiera credo posible que sintiera en tal ocasin. Se separaron con mutuo sentimiento. Si hay algo que pudiera haberme tentado en mi retiro dijo monsieur Barreaux habra sido el placer de acompaaros en esa pequea gira. No suelo ofrecer cumplidos, por lo que podis creerme cuando os digo que esperar vuestro regreso con impaciencia. Los viajeros continuaron su camino. Segn suban, St. Aubert volvi varias veces la vista hacia el castillo, que quedaba en la llanura; tiernas imgenes cruzaron su mente y su melanclica imaginacin le sugiri que no regresara. As estuvo volvindose continuamente para mirar, hasta que la imprecisin de la distancia uni su casa al resto del paisaje, y St. Aubert pareca Arrastrar en cada paso una prolongada cadena. l y Emily continuaron sumidos en silencio durante algunas leguas, del que Emily fue la primera en despertar, y su imaginacin juvenil, conmovida por la grandeza de todo lo que les rodeaba, fue cediendo gradualmente a impresiones ms gratas.

El camino descenda hacia los valles, abiertos entre los tremendos muros de roca, grises y ridos, excepto donde los arbustos ocupan sus cumbres o zonas de vegetacin cubren sus recesos, en los que es frecuente ver saltar a las cabras. El camino les llevaba hacia las elevadas cumbres, desde las que el paisaje se extenda en toda su magnificencia. Emily no poda contener su emocin al ver los bosques de pinos en las montaas sobre las vastas llanuras, que, enriquecidas con rboles, pueblos, viedos, plantaciones de almendros, palmeras y olivos, se extendan a todo lo largo, hasta que sus variados colores se mezclaban en la distancia en un conjunto armonioso que pareca unir la tierra con el cielo. A travs de toda aquella escena gloriosa se mova el majestuoso Garona, descendiendo desde su nacimiento entre los Pirineos y lanzando sus aguas azules hacia la baha de Vizcaya. La rudeza de aquel camino nada frecuentado obligaba en ocasiones a los viajeros a bajarse de su pequeo carruaje, pero se sentan ampliamente compensados de estas pequeas inconveniencias por la grandeza de las escenas; y, mientras el mulero conduca a los animales lentamente sobre el suelo abierto, los viajeros disfrutaban de la soledad y se complacan en reflexiones sublimes, que suavizan, mientras elevan, el corazn y lo llenan con la certeza de la presencia de Dios! No obstante, St. Aubert pareca rodeado de esa melancola pensativa que da a cada objeto un tinte sombro y que hace que se desprenda un encanto sagrado de todo lo que nos rodea. Se haban preparado contra la maldad que puede encontrarse en las posadas, llevando amplias provisiones en el carruaje, de manera que pudieran tomar un refrigerio en cualquier lugar agradable, al aire libre, y pasar las noches en cualquier parte en que se encontraran con una cabaa confortable. Para la mente tambin se haban provisto de un trabajo sobre botnica, escrito por monsieur Barreaux y de varios de poetas latinos e italianos; mientras el lpiz de Emily le permita observar algunas de aquellas combinaciones de formas que la ilusionaban a cada paso. La soledad de aquel camino, en el que slo de vez en cuando se cruzaban con algn campesino con su mula, o con los hijos de algn montaero jugando en las rocas, ennobleca los efectos de aquel escenario. St. Aubert estaba tan conmovido por ello que decidi, si se enteraba de la existencia de algn camino, penetrar ms entre las montaas, torciendo su direccin hacia el sur, para salir por el Roselln y costear el Mediterrneo por aquella parte hasta Languedoc. Poco despus del medioda alcanzaron la cumbre de uno de aquellos riscos que, embellecidos con las ramas de las palmeras, adornan como gemas

los tremendos muros de las rocas y desde los que se domina gran parte de Gascua y parte de Languedoc. Tenan sombra y las frescas aguas de un manantial que corra entre los rboles para precipitarse de roca en roca hasta que sus murmullos se perdan en el abismo, aunque la espuma blanca resaltaba en medio de la oscuridad de los pinos del fondo. Era un lugar idneo para descansar y los viajeros se apearon para cenar, y las mulas, liberadas de los arreos, saborearon las hierbas que enriquecan la cumbre. Pas algn tiempo antes de que St. Aubert o Emily pudieran retirar su atencin de todo lo que les rodeaba para decidirse a tomar un pequeo refrigerio. Sentado a la sombra de las palmeras, St. Aubert le seal el curso de los ros, la situacin de las grandes ciudades y el lmite de las provincias, que el conocimiento, ms que la vista, le permita describir. Tras unos momentos en los que estuvo hablando, qued silencioso y pensativo y unas lgrimas empezaron a resbalar por sus mejillas. Emily lo advirti y la simpata de su propio corazn le descubri su causa. La escena que tenan ante ellos se pareca, aunque en mayor escala, a la favorita de la desaparecida madame St. Aubert, que se poda contemplar desde el pabelln de pesca. Los dos lo advirtieron y pensaron cmo habra disfrutado ante aquel paisaje, sabiendo que sus ojos no se abriran ms en este mundo. St. Aubert record la ltima vez que estuvieron juntos en aquel lugar, y tambin los tristes presagios que asaltaron su mente y que se haban cumplido. El recuerdo le conmovi y se levant abruptamente, alejndose para que nadie pudiera ver su dolor. Cuando regres, su rostro haba recuperado su serenidad habitual. Cogi la mano de Emily y la presion afectuosamente, sin hablar. Al momento llam al mulero, que estaba sentado a poca distancia y le pregunt algo sobre el camino que conduca al Roselln a travs de las montaas. Michael dijo que haba varios, pero que no saba hasta dnde llegaban ni si eran transitables. St. Aubert, que no tena la intencin de seguir viajando cuando se pusiera el sol, le pregunt a qu pueblo podran llegar hacia esa hora. El mulero calcul que alcanzaran fcilmente Mateau, que se encontraba dentro del camino que estaban siguiendo; pero que, si se dirigan por el que conduca hacia el sur, hacia el Roselln, haba una cabaa que localizaran antes de que se hiciera de noche. St. Aubert, tras algunas dudas, se decidi por la ltima direccin indicada, y Michael, al terminar su comida y colocar los arneses a las mulas, inici la marcha, pero no tard en detenerse. St. Aubert le vio arrodillarse ante una cruz que haba en una roca a un lado del camino. Terminadas sus oraciones, chasque el ltigo en el aire, y pese a lo accidentado del camino y con pena por sus pobres mulas, se lanz al galope por el borde de un

precipicio que produca vrtigo al mirarlo. Emily estaba aterrorizada y casi a punto de perder el conocimiento. St. Aubert, comprendiendo que era ms peligroso tratar de detener al conductor inesperadamente, decidi seguir sentado en silencio y confiar su destino a la fortaleza y discrecin de las mulas que parecan poseer una gran porcin de esto ltimo, ms que su amo, ya que condujeron a salvo a los viajeros hasta el valle, detenindose a orillas de un riachuelo que lo recorra. Al dejar el esplendor de los extensos paisajes, entraban ahora en el estrecho valle rodeado por Rocas sobre rocas apilad as, como por un mgico encantamiento, aqu sacudidas por los rayos, all con verde hied ra. La escena de aridez se vea interrumpida de vez en cuando por las ramas extendidas de los cedros, que alargaban su sombra sobre rocas u ocultaban el torrente que corra por sus desniveles. No se vea criatura alguna, excepto una lagartija, escondindose entre las rocas o asomndose por los puntos ms peligrosos, sorprendida ante la llegada de los visitantes. Era una escena que habra elegido Salvator [10], de haber existido entonces, para sus lienzos; St. Aubert, impresionado por el carcter romntico del lugar, casi esper que asomaran algunos bandidos por detrs de los salientes de las rocas, y llev su mano hacia las armas con las que siempre viajaba. Segn avanzaban, el valle se fue abriendo y suavizando su aire salvaje, y, cuando conclua la tarde, se vieron rodeados de altas montaas que se perdan en la perspectiva lejana, con el solitario sonido de las esquilas y la voz del pastor llamando a su rebao al acercarse la noche. Su cabaa, bajo la sombra de un alcornoque y de un acebo, que St. Aubert observ que floreca en regiones ms altas que otros rboles, fue todo el refugio humano que se present ante ellos. A lo largo del fondo del valle se extenda el ms vivo verdor; y en un pequeo claro de las montaas, bajo la sombra de robles y de castaos, una parte del ganado pastaba. Otros grupos se repartan a lo largo de las orillas del riachuelo o lavaban sus costados en la fresca corriente y sorban su agua. El sol se ocultaba por encima del valle; sus ltimas luces brillaban sobre las aguas y elevaban sus tintes amarillos y prpura, mientras el calor y el bochorno se extenda por las montaas. St. Aubert pregunt a Michael a qu distancia estaban de la cabaa que haba mencionado, pero el hombre no pudo contestarle con certeza, y Emily comenz a temer que se hubiera equivocado de camino. En aquella zona no haba ser humano alguno que pudiera ayudarles o dirigirles; ya haban rebasado al pastor y todo se fue llenando con

la oscuridad del crepsculo, al extremo de que no era posible distinguir casa o cabaa alguna en la perspectiva del valle. La luz del horizonte segua asomando hacia el oeste y no serva de mucha ayuda a los viajeros. Michael pareca decidido a mantener su valor cantando; su msica, sin embargo, no era de las que ayudan a ahuyentar la melancola. En realidad era una especie de cantinela triste y St. Aubert acab por descubrir que se trataba de un himno de vsperas a su santo favorito. Siguieron su camino, sumidos en una melancola pensativa, en la que influa el crepsculo y la soledad. Michael haba concluido su cntico y no se oa ms que el murmullo de la brisa entre los rboles y los costados del carruaje. Se alarmaron al or el ruido de armas de fuego. St. Aubert indic al mulero que se detuviera y se quedaron escuchando. El ruido no se repiti, pero oyeron pasos entre los helechos. St. Aubert sac una pistola y orden a Michael que continuaran el camino lo ms rpidamente posible. Acababa de obedecerle cuando oyeron el sonido de un cuerno que se repiti por el anillo de montaas. Mir de nuevo por la ventanilla y vio a un joven que sala de entre las matas hacia el camino, seguido de una pareja de perros. El desconocido iba vestido de cazador. Su escopeta colgada al hombro y el cuerno de caza en su cinturn. Llevaba en la mano una pequea pica, que daba un aspecto ms varonil a su figura y que le serva para caminar con mayor rapidez. Tras un momento de duda, St. Aubert detuvo de nuevo el carruaje y esper a que se acercara con la intencin de preguntarle por la cabaa que estaban buscando. El desconocido le inform que estaba a una distancia de media legua y que l tambin se diriga hacia all, por lo que podra mostrarles el camino. St. Aubert le dio las gracias por su ofrecimiento y satisfecho con su aire de caballero y la sinceridad que mostraba su rostro, le pidi que se sentara con ellos en el coche. El desconocido, con frases de agradecimiento, declin la oferta y aadi que ira al paso de las mulas. Pero me temo que no estarn muy cmodos dijo; los habitantes de estas montaas son gentes sencillas, que no slo carecen de lujos, sino que casi no llegan a lo que en otros lugares se considera como necesario. Advierto que no sois uno de esos habitantes, seor dijo St. Aubert. No, seor. Estoy recorriendo esta zona. El carruaje sigui su camino y el aumento de la oscuridad hizo que los viajeros se sintieran agradecidos por haber encontrado un gua. Los frecuentes manantiales que descienden de las montaas habran aumentado sus dudas. Al mirar hacia uno de ellos, Emily vio a gran distancia algo parecido a una nube brillante en el aire.

Qu luz es esa de all, seor? dijo ella. St. Aubert mir, comprobando que era la cumbre nevada de una montaa, mucho ms alta que las que tena alrededor, que segua reflejando los rayos del sol, mientras que las otras ms bajas estaban cubiertas por su sombra. Poco despus vieron las luces de un pueblo oscilando a travs del polvo y en seguida descubrieron algunas cabaas en el valle, o, mejor, vieron su reflejo en la corriente en cuyas mrgenes estaban situadas y que segua brillando en la luz de la tarde. El desconocido se acerc al carruaje y St. Aubert, tras nuevas preguntas, se inform no slo de que no haba posada en aquel lugar, sino que tampoco casa alguna en la que pudieran recibirles. No obstante, el desconocido se ofreci para acercarse y preguntar si haba alguna cabaa en la que pudieran acomodarles. St. Aubert le expres su agradecimiento y le indic que al estar tan prxima la aldea, se apeara e ira con l. Emily les seguira ms lentamente en el carruaje. Por el camino, St. Aubert le pregunt a su acompaante si haba tenido xito en la caza. No mucho, seor replic, no he puesto tampoco mucho empeo. Me gusta esta zona y tengo el proyecto de pasar algunas semanas por estos parajes. Llevo a los perros ms para que me acompaen que para cazar. Mi traje me da tambin el aspecto de cules son mis intenciones y me sirve para contar con el respeto de estas gentes, que tal vez no estaran tan dispuestas a ayudar a un desconocido solitario que no presentara motivos visibles para estar por aqu. Admiro vuestro gusto dijo St. Aubert, y si fuera ms joven me habra encantado pasar unas pocas semanas como usted. Yo tambin soy un poco vagabundo, pero ni mis planes ni mis propsitos son los vuestros. Yo busco mi salud tanto como mi entretenimiento. St. Aubert suspir e hizo una pausa y despus, como rehacindose, prosigui: Si puedo encontrar un camino tolerable, en el que haya algn lugar decente para descansar, tengo la intencin de llegar hasta el Roselln y, por la costa, a Languedoc. Parece, seor, que conocis bien el pas y tal vez me podis facilitar informacin sobre ello. El desconocido dijo que toda la informacin que posea estaba enteramente a su servicio y mencion un camino, ms hacia el este, que conduca a una ciudad, desde la que sera ms fcil alcanzar el Roselln. Llegaron a la aldea e iniciaron la bsqueda de una cabaa en la que pudieran pasar la noche. En varias de las que entraron, prevalecan en las mismas proporciones la ignorancia, la pobreza y el regocijo, y los propietarios

miraron a St. Aubert con una mezcla de curiosidad y timidez. No pudieron encontrar nada que se pareciera a una cama y ya haban cesado en su intento, cuando Emily se uni a ellos. Al ver el cansancio reflejado en el rostro de su padre, lament que hubiera elegido aquel camino tan mal provisto de las necesarias comodidades para un enfermo. Otras cabaas que examinaron parecan algo menos salvajes que las primeras, formadas por dos habitaciones, si es que se las poda llamar as. La primera de ellas ocupada por mulas y cerdos, la segunda por la familia, que por lo general estaba integrada por seis u ocho hijos, adems de los padres, que dorman en camas de piel y hojas secas, extendidas sobre el suelo de barro. La luz entraba por una abertura en el techo, por la que sala adems el humo. Se perciba con bastante certeza el olor del alcohol (los contrabandistas que llenaban los Pirineos haban hecho que aquellas gentes rudas se familiarizaran con el uso del licor). Emily volvi la cabeza ante tal espectculo y mir a su padre con ansiosa ternura, lo que fue observado por el desconocido. Se apart con St. Aubert y le ofreci su propia cama. Al menos es decente dijo, si se la compara con las que acabamos de ver, aunque en cualquier otra circunstancia me habra avergonzado ofrecrsela. St. Aubert le expres lo obligado que se senta ante su amabilidad, pero rehus aceptarla, hasta que el joven desconocido rechaz su negativa. No me hagis padecer sabiendo, seor, que un invlido como vos, yacis en esas duras pieles, mientras yo duermo en mi cama. Adems, seor, vuestra negativa hiere mi orgullo. Debo creer que mi oferta no tiene valor para que la aceptis. Permitidme que os muestre el camino. Estoy seguro de que la seora de la casa podr acomodar tambin a esta seorita. St. Aubert consinti finalmente en hacerlo as, aunque se sinti sorprendido de que el desconocido hubiese dado tan pocas muestras de galantera, al preocuparse del descanso de un hombre enfermo, en lugar de hacerlo por una hermosa seorita, ya que en ningn momento ofreci a Emily su habitacin. Ella no pensaba del mismo modo y la animada sonrisa que le dirigi, expresaba claramente cmo le agradeca las preferencias por su padre. En su camino, el desconocido, cuyo nombre era Valancourt, se adelant para hablar con su patrona, que sali a dar la bienvenida a St. Aubert a la cabaa, muy superior a todas las que haba visto. Aquella buena mujer pareca muy dispuesta a acomodar a los forasteros, que fueron invitados a aceptar las dos nicas camas del lugar. Huevos y leche eran los nicos alimentos con que contaban, pero St. Aubert aport las provisiones que llevaban y pidi a Valancourt que se quedara y participara de ello. Una invitacin que fue aceptada inmediatamente y juntos pasaron una hora en comunicativa

conversacin. St. Aubert estaba complacido con la franqueza varonil, sencillez y naturaleza que haba descubierto en su nueva amistad. Con frecuencia se le oa decir que sin una cierta sencillez de corazn hay cosas que no se pueden comprender.

La conversacin se vio interrumpida por un violento bullicio en el exterior, en el que la voz del mulero se oa por encima d e cualquier otro sonido. Valancourt se levant y sali a preguntar, pero la disputa se prolong tanto tras su marcha que St. Aubert acudi tambin a enterarse. Se encontr a Michael discutiendo con la patrona porque se haba negado a que sus mulas se acomodaran en la pequea habitacin en la que l mismo y tres de sus hijos iban a pasar la noche. El lugar era muy reducido, pero no haba otro para que aquellas gentes pudieran dormir y, con algo ms de delicadeza de la que es normal entre los habitantes de la zona, ella insista en negarse a que los animales estuvieran en la misma alcoba que sus hijos. ste era el punto ms importante para el mulero, que senta que se hera su honor cuando se trataba a sus mulos con desconsideracin, y tal vez no habra recibido un golpe con menos indignacin. Afirmaba que sus bestias eran unas bestias honestas y tan buenas bestias como cualquiera de toda la provincia; y que tenan derecho a ser bien tratadas fueran por donde fueran. Son tan inofensivas como corderos dijo, si nadie las molesta. Nunca las he visto comportarse mal salvo en una o dos ocasiones en mi vida y tuvieron buenas razones para hacerlo. Una vez, es cierto, cocearon a un

muchacho que se haba echado a dormir en el establo y le rompieron una pierna. Les dije que salieran inmediatamente y, por San Antonio!, creo que me entendieron porque no lo volvieron a hacer. Concluy aquella arenga elocuente con protestas de que tenan derecho a participar de todo como l y a estar donde l estuviera. La disputa fue concluida por Valancourt, que se apart un momento con la patrona y le indic que lo mejor sera que dejara que el mulero y sus bestias ocuparan la habitacin, mientras que sus hijos podan dormir en la cama de pieles que le haban preparado a l, que dormira envuelto en su capa en el banco que haba a la entrada de la cabaa. Ella pens que era su deber oponerse y que su inclinacin la llevaba a contrariar al mulero. Valancourt fue ms prctico y el aburrido asunto acab por resolverse. Ya era tarde cuando St. Aubert y Emily se retiraron a sus habitaciones, y Valancourt a su puesto ante la puerta, que en aquella poca de buen clima prefera a una habitacin cerrada y a una cama de piel. St. Aubert se qued sorprendido al ver en su habitacin volmenes de Homero, Horacio y Petrarca; pero el nombre de Valancourt escrito en ellos le inform de a quien pertenecan.

Captulo IV En verdad era un tipo extrao y dscolo. Amigo de lo dcil, y de los paisajes terribles; encontraba deleite en la oscuridad y en la tormenta; no menos que, cuando sobre las olas serenas del ocano, el sol del sur derramaba su resplandor deslumbrante, tristes vicisitudes, incluso, distraan su alma; y si sobrevena a veces un suspiro, y por su mejilla caa una lgrima de piedad, eran suspiro y lgrima, tan dulces, que no deseaba retenerlos. THE MINSTREL St. Aubert se despert temprano, rea nimado por el descanso y deseoso de continuar la marcha. Invit a desayunar al desconocido y volvieron a hablar del camino. Valancourt dijo que unos meses antes haba viajado hasta Beaujeu, que era una ciudad de cierta importancia en direccin al Roselln. Recomend a St. Aubert que lo siguiera, y este ltimo decidi hacerlo as. El camino desde esta cabaa dijo Valancourt, y el de Beaujeu, salen a una distancia de una milla y media desde aqu. Si me lo permits, dirigir a vuestro mulero. Debo seguir vagabundeando por alguna parte y vuestra compaa har mi ruta ms grata que cualquier otra que pudiera tomar. St. Aubert le agradeci su oferta y partieron juntos, el joven desconocido a pie, ya que no acept la invitacin de St. Aubert para que tomara asiento en su pequeo carruaje. El camino se extenda al pie de las montaas a travs de un valle, lleno de pastos y variadas arboledas de robles enanos, hayas y pltanos silvestres, bajo cuyas ramas reposaban los rebaos. Los fresnos y los sauces llorones extendan su ramaje por las altitudes, donde el suelo rocoso ceda con dificultad a sus races, y donde las ramas ms ligeras se ondulaban por la brisa que soplaba entre las montaas. A hora tan temprana, ya que el sol no se haba levantado an sobre el valle, los viajeros se cruzaron frecuentemente con los pastores que conducan sus rebaos desde las llanuras a los pastos de las colinas. St. Aubert haba preferido comenzar temprano, no slo para poder disfrutar de la salida del sol, sino para llenar sus pulmones del aire puro de la maana que por encima de cualquier otra cosa serva de estmulo al espritu del invlido. En estas regiones suceda muy especialmente porque la abundancia de las flores silvestres y de las hierbas aromticas invaden el aire con sus esencias.

El amanecer, que suavizaba el paisaje con sus peculiares tintes grises, se iba dispersando, y Emily contemplaba el avance del da, tembloroso primero en las cumbres de las montaas ms altas, para tocarlas despus con su luz esplndida, mientras que los lados y el valle seguan envueltos en la suave bruma. Mientras tanto, las nubes grises del este comenzaron a encenderse, ms tarde a enrojecer y finalmente a brillar con mil colores, hasta que la luz dorada acab por llenarlo todo. La naturaleza pareca haber despertado de la muerte hacia la vida; St. Aubert sinti cmo se renovaba su espritu. Tena el corazn lleno; llor y sus pensamientos ascendieron hacia el Gran Creador. Emily gustaba de caminar por el csped, verde y brillante por el roco, y disfrutar de aquella libertad, que las lagartijas tambin parecan agradecer mientras se extendan por las rocas. Valancourt se detena con frecuencia para hablar con los viajeros y sealarles los detalles que despertaban su admiracin. St. Aubert estaba muy conforme con l: es una muestra del ardor y del ingenio de la juventud se dijo a s mismo; este joven no ha estado nunca en Pars. Sinti tener que despedirse cuando llegaron a un lugar en el que se divida el camino y su corazn se vio ms afecta