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Los procesos psicosociales de la exclusión por Denise Jodelet La noción de exclusión, ampliamente polisémica, incluye fenómenos tan variados que nos podríamos preguntar hasta qué punto está justificado hablar o tratar de la exclusión en términos generales, ya que esto supondría restablecer todos los procesos que implica o todas las formas que toma de un mismo ejemplo. En efecto , ¿hasta qué punto es legítimo comparar la exclusión derivada del racismo con la que provoca el paro, o con la que resulta de conflictos interétnicos, o aún con la que provoca un estado de handicap físico o mental, etc.? Sin embargo hay, al menos, un nivel donde puede tener sentido un enfoque unitario de la exclusión: el de las interacciones entre personas y entre grupos pues es ahí donde se encuentran los agentes y las víctimas. Este nivel depende de la psicología social. En efecto, la exclusión introduce siempre una disposición específica de las relaciones interpersonales o intergrupales, bajo cualquier forma, material o simbólica, que se manifieste: en el caso de la segregación, por una separación, por un distanciamiento topológico; en el caso de la marginación, por una relegación por parte de un grupo, de una institución o del cuerpo social; en el caso de la discriminación, por un cierre al acceso de ciertos bienes o recursos, ciertos roles o estatus, o por un tratamiento diferente o negativo. Que la exclusión se deriva de un estado estructural o coyuntural de la organización social, entonces introducirá un tipo específico de relación social. Que es el resultado de procedimientos de tratamiento social, se inscribirá en una interacción entre personas o entre grupos. Se puede pues, a minima, esperar del estudio de las relaciones que ponga en relieve procesos reconocibles en los diferentes ejemplos de la exclusión. Es en esto que la

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Los procesos psicosocialesde la exclusión

por Denise Jodelet

La noción de exclusión, ampliamente polisémica, incluye fenómenos tan variados que nos podríamos preguntar hasta qué punto está justificado hablar o tratar de la exclusión en términos generales, ya que esto supondría restablecer todos los procesos que implica o todas las formas que toma de un mismo ejemplo. En efecto , ¿hasta qué punto es legítimo comparar la exclusión derivada del racismo con la que provoca el paro, o con la que resulta de conflictos interétnicos, o aún con la que provoca un estado de handicap físico o mental, etc.? Sin embargo hay, al menos, un nivel donde puede tener sentido un enfoque unitario de la exclusión: el de las interacciones entre personas y entre grupos pues es ahí donde se encuentran los agentes y las víctimas. Este nivel depende de la psicología social.

En efecto, la exclusión introduce siempre una disposición específica de las relaciones interpersonales o intergrupales, bajo cualquier forma, material o simbólica, que se manifieste: en el caso de la segregación, por una separación, por un distanciamiento topológico; en el caso de la marginación, por una relegación por parte de un grupo, de una institución o del cuerpo social; en el caso de la discriminación, por un cierre al acceso de ciertos bienes o recursos, ciertos roles o estatus, o por un tratamiento diferente o negativo. Que la exclusión se deriva de un estado estructural o coyuntural de la organización social, entonces introducirá un tipo específico de relación social. Que es el resultado de procedimientos de tratamiento social, se inscribirá en una interacción entre personas o entre grupos.

Se puede pues, a minima, esperar del estudio de las relaciones que ponga en relieve procesos reconocibles en los diferentes ejemplos de la exclusión. Es en esto que la psicología social ha podido, y puede aún, aportar una contribución original en el análisis de este tipo de fenómeno. Examinaremos a lo largo de este capítulo la especificidad del enfoque psicosocial y algunos conceptos y modelos de interpretación que ha desarrollado, a lo largo de su historia, apoyándose en diversos métodos que van de la encuesta en el medio real al experimento en el laboratorio.

Psicología social y exclusión

La forma en que la psicología social intenta dar cuenta de las relaciones sociales presenta una doble característica. La de concentrarse, primeramente, en las dimensiones ideales y simbólicas y en los procesos psicológicos y cognitivos que se articulan en los fundamentos materiales de estas relaciones. Luego, la de abordar estas dimensiones y procesos considerando el espacio de interacción, entre personas o grupos, en el seno del cual se construyen y resuelven. Es decir que este enfoque presupone la existencia de un vínculo social sea perverso o pervertido. Y es aquí que puede haber algo que decir sobre la exclusión.

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Al tratar de las exclusiones socialmente producidas, la psicología social no opone un tipo de interpretación (psicológico) a otro (socio-histórico, cultural o económico). Intenta comprender de qué manera las personas o los grupos que son objetos de una distinción están construidos como categorías apartes. Para dar cuenta de esta construcción social, han sido propuestos diversos modelos teóricos. Con respecto a las dinámicas psíquicas o a los procesos cognitivos, se aplican nociones elaboradas en el seno de la psicología social tales como las de prejuicio, estereotipo, discriminación, identidad social, o también recurren, a través del análisis de los discursos, a las representaciones sociales y a los funcionamientos ideológicos.

La interrogación de los psicólogos sociales ha sido suscitada, a partir del periodo entre las dos guerras mundiales, por la ascensión del fascismo, luego por las exacciones nazis en Europa, la exacerbación de las defensas contra la inmigración y los conflictos de color, en Estados Unidos. Centrada primeramente, como la sociología, en las relaciones raciales, se amplía a las relaciones establecidas, en el espacio social y político, en un continuum que va del conflicto a la cooperación, entre grupos de toda clase distinguidos según criterios de actividad o de pertenencia social, nacional, cultural, etc.

Una misma pregunta subtiende todas las investigaciones: ¿qué es lo que hace, en sociedades que se reclaman con valores democráticos e igualitarios, que la gente esté inducida a aceptar la injusticia, a adoptar o tolerar, con respecto a aquéllos que no son de los suyos o como ellos, prácticas de discriminación que los excluyen? Constantemente reiterada, esta pregunta inducía a buscar, en procesos psicológicos y socio-cognitivos vinculados a las relaciones intergrupales, la razón de fenómenos que no podían solamente explicarse a través de los análisis histórico, macro-social o económico.

La hostilidad en las relaciones entre grupos

La atención se dirige principalmente a los comportamientos hostiles que atribuyen a la exclusión manifestaciones extremas, destacándose en primer lugar los linchamientos y los pogromos. Esta atención no cesa con el paso del tiempo, situando a las conductas de agresión bajo puntos de vistas complementarios.

Desde antes de la Segunda Guerra mundial, la teoría de la frustración-agresión [Dollard, et al., 1939], inspirada en la teoría freudiana, ha puesto el acento en la existencia de motivaciones hostiles que pueden estar activadas por una situación de frustración. El impedimento para alcanzar un objetivo, la traba a una necesidad, provocaría un estado de cólera que aumentaría la tendencia agresiva. Cuando ésta no se puede descargar directamente sobre la causa de la frustración, porque o es ya demasiado tarde o está mal identificada, se desplazaría sobre objetivos más accesibles o frágiles. Este mecanismo puede actuar a escala colectiva en situaciones que generan privaciones o competiciones por bienes materiales o simbólicos y entonces el desplazamiento de la hostilidad puede llevar a la discriminación de grupos minoritarios. Se observa así, entre 1882 y 1930, en el sur de Estados Unidos, que entre más bajaban los precios de venta de la producción de algodón al arpende, más linchamientos habían [Hovland y Sears, 1949]. Una encuesta de Campbell hacía aparecer, en 1947, que la expresión de antipatía

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y de hostilidad con respecto a los judíos aumentaba cuando la gente experimentaba insatisfacción ante su situación política y económica.

El fenómeno de desplazamiento sobre un chivo expiatorio [Bettelheim y Janowitz, 1964] no daba lugar siempre a comportamientos abiertamente agresivos, sino que se acompañaba de actitudes despreciativas, bajo formas de prejuicios y de estereotipos negativos. Esta reacción puede estar frenada, en su expresión, por el temor a la retorsión o a la desaprobación social, o a la culpabilidad. Lo que señala la influencia del control social sobre este tipo de procesos intra-individuales que otros modelos han explorado.

Así Milgram [1974] que, al cuestionarse la aceptación de los alemanes respecto a los malos tratos infligidos a los judíos, ha realizado una experiencia difundida al público a través de la película I comme Icare de Verneuil. Evidencia la fuerza del poder y la sumisión a la autoridad. Basta para perjudicar al otro que la orden emane de una posición de poder. Por ejemplo, la del científico y del profesor que ordenan a estudiantes a administrar choques eléctricos donde la intensidad puede alcanzar un nivel peligroso en alguien que se le ve sufrir. Por supuesto, en la experiencia, la víctima, cómplice del experimentador, simula el dolor y las descargas son ficticias. Pero los sujetos no lo saben y del 60% al 80% de ellos no dudan en apretar el botón eléctrico. Esto no es un caso de exclusión hablando con propiedad, pero se acerca a un modo de tratamiento social donde el otro ya no es considerado como persona y donde el vínculo de solidaridad se ha roto.

La propensión a atentar contra el honor del otro encuentra justificaciones en concepciones de sentido común, especialmente las que conciernen a la explicación causal y a la atribución de responsabilidad de las situaciones en las cuales la persona se encuentra victimizada. Es lo que muestra otra experiencia dramática de Lerner [1980] sobre la “creencia en un mundo justo” según la cual la gente tiene lo que merece y merece lo que tiene. En el marco de una experiencia sobre las emociones, se invitan a estudiantes a observar, en una pantalla de televisión que funciona en circuito cerrado, a una mujer que ellos deben evaluar con la ayuda de una lista de rasgos psicológicos. La escena retransmitida hace pensar que se le administra choques eléctricos a la mujer que, otra vez cómplice del experimentador, finge recibir descargas muy penosas y simula un fuerte dolor. Se indica a una parte de los sujetos que participen en la experiencia que esta sesión será de corta duración, otra parte está informada de que habrá otra sesión donde la duración será más larga. Los resultados muestran que entre más se piensa que la pena infligida es fuerte y larga, menos se está inclinado a evaluar positivamente a la víctima. Este tipo de incriminación no es ajena al tratamiento reservado a los enfermos del sida cuando se les atribuye la responsabilidad de su contaminación. En contextos sociales donde dominan valores y creencias que favorecen el desprecio de las víctimas porque son víctimas, maltratadas, explotadas, puede ser difícil adoptar una posición contraria por miedo a encontrarse con una situación molesta en relación al grupo al cual se pertenece.

Personalidad autoritaria y racismo simbólico

La evolución de las investigaciones inscribe los enfoques individuales de la agresión en contextos marcados por el peso de las relaciones de poder, de las normas

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sociales, y muestra el juego de las representaciones en el etiquetaje despreciativo de las personas que sufren una suerte contraria. Una evolución similar concierne a otra corriente de investigación, también de inspiración analítica y que dio, en los años cincuenta, un impulso decisivo para la exploración de prejuicios y estereotipos que fundamentan la exclusión.

Un grupo de investigadores que pertenecen a la escuela de Francfort [Adorno, Frankel-Brunswick, Levinson y Sanford, 1950] han asociado, con la teoría de la personalidad autoritaria, la ideología y la personalidad para dar cuenta de las posiciones racistas y antidemocráticas. Postulan que creencias que, a primera vista, parecen sin relación están de hecho vinculadas por una relación psico-dinámica. Así actitudes políticas y económicas de tipo conservador (apego al statu quo y resistencia al cambio), como el etnocentrismo, caracterizado por una tendencia rígida a aceptar aquellos que son culturalmente parecidos y a rechazar a aquellos que son diferentes, hacen sistema con el antisemitismo y con factores de personalidad que definen el autoritarismo. Lo muestran las correlaciones entre una serie de escalas que permiten medir los diferentes grupos de actitudes, ideológicas, etnocéntricas y antisemitas, y una escala denominada de fascismo potencial o de tendencia antidemocrática que correspondería a una estructura de personalidad.

Ésta, modelada por una educación familiar autoritaria, determinaría una disposición de carácter general: convencionalismo y deseo de castigar a aquellos que contravienen los valores convencionales (agresión autoritaria), respeto a la fuerza, desprecio a la debilidad, intolerancia a la ambigüedad, negativa a la introspección y a la imaginación, descarga y proyección de sentimientos negativos sobre chivos expiatorios, rechazo al diferente, etc. La educación determinaría asimismo un estilo cognitivo que utiliza clichés, estereotipos, de manera rígida, los generaliza a todas las personas de una misma categoría sin tener en cuenta las diferencias individuales y no los cambia en presencia de informaciones nuevas o contradictorias. Otro tanto se podría decir de características que especifican el funcionamiento del prejuicio.

Este modelo, del que se ha podido decir [Brown, 1964] que ha afectado a la vida americana al proponer una teoría del prejuicio que se vuelve un elemento de la cultura popular y una fuerza contra la discriminación racial, ha sido criticado en el plano metodológico y en su carácter por ser demasiado individualista con los factores explicativos de las discriminaciones intergrupales. Sin embargo, la articulación que ha establecido entre un sistema de actitudes sociopolíticas y una estructura mental vinculada al modo de socialización, ha atraído la atención sobre el rol de los grupos de pertenencia, y más ampliamente de los sistemas de comunicación institucionales o mediáticos en la transmisión y el arraigamiento de los prejuicios así como sobre las dinámicas psicológicas de su aplicación [Billig, 1984].

Se conocen también en la actualidad aplicaciones en el estudio de las relaciones intergrupales que evidencian el vínculo entre autoritarismo (definido por el convencionalismo, la agresión autoritaria y la sumisión a la autoridad), conservadurismo político y discriminación. Un estudio llevado en Canadá [Zanna, 1994] muestra que un nivel elevado de autoritarismo derechista es el mejor predictor de la manifestación de prejuicios contra grupos minoritarios (quebequés, homosexual, indio, pakistaní), un tipo de actitud que se justifica por la creencia de que éstos constituyen una amenaza para los valores a los cuales se ha apegado.

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La exclusión corresponde aquí a un sentimiento de incompatibilidad entre los intereses colectivos propios de las comunidades en contacto y al temor de una “privación fraternal” que afecta a las posiciones y privilegios. El modelo denominado “racismo simbólico” [Sears, 1988] da cuenta de este tipo de fenómeno vinculado a la evolución de los regímenes reservados a las minorías y que resultan de los cambios institucionales que predican en su favor una discriminación positiva, conminaciones de la “corrección política” que exigen colocar una “personalidad democrática” sensible a las, y respetuosas de las, diferencias [Haroche, 1995]. En este nuevo espacio social, los prejuicios cambiarían de expresión. Es así que diversas experiencias, examinado la forma en que la asistencia a una persona en peligro varía según la pertenencia étnica, han evidenciado un “racismo vergonzoso”. Éste, encubierto por una adhesión de fachada a las normas de tolerancia, se manifiesta en situaciones ambiguas o conflictivas [Pettigrew, 1989].

Prejuicios y estereotipos

Los modelos psico-dinámicos que acabamos de examinar hacen intervenir dos mediadores importantes de la exclusión, los prejuicios y los estereotipos. Estas dos nociones, frecuentemente mal diferenciadas si no confundidas, designan los procesos mentales por los cuales se producen la descripción y el juicio de personas o de grupos que están caracterizados por la pertenencia a una categoría social o por el hecho de presentar uno o varios atributos propios de esta categoría.

El prejuicio es un juicio positivo o negativo, formulado sin examen previo a propósito de una persona o de una cosa y que, por esto, incluye sesgos y expectativas específicas. Incluido en la clase de actitudes, el prejuicio implica una dimensión cognitiva, especificada en sus contenidos (aserciones relativas al objetivo) y su forma (estereotipia), una dimensión afectiva vinculada a las emociones y valores ligados a la interacción con el objetivo, una dimensión conativa, la discriminación positiva o negativa. Forjado en los años treinta, conoce un renuevo de interés desde los años setenta, con el estudio de las relaciones intergrupales y de la resurgencia del fascismo y de los movimientos de extrema derecha, en Europa especialmente. La atención se refiere hoy en día a las representaciones que fundamentan los prejuicios, los procesos de comunicación y los contextos socio-históricos en función de los cuales sus contenidos se elaboran, más que sobre su forma.

La forma constituye más bien el objeto de estudio de los estereotipos. Estos fenómenos fueron identificados, en los años veinte, por un periodista, Lipmann, que tratando a la opinión pública, hacía “imágenes en la cabeza”, representaciones del entorno social permitiendo simplificar la complejidad. Es esta concepción que proporciona al estereotipo una economía cognitiva y una función de conocimiento que domina en los modelos actuales [Hamilton, 1981]. En el lenguaje cognitivista del tratamiento de la información, los estereotipos son esquemas que conciernen específicamente a los atributos personales que caracterizan a los miembros de un grupo específico o de una categoría social determinada. Están considerados como resultantes de los procesos de simplificación propios en el pensamiento de sentido común.

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Cuando al principio las nociones de prejuicio y de estereotipo estaban negativamente connotadas, en cierto modo patologizadas, en razón de su desviación con respecto a las normas de racionalidad, de justicia y de humanismo, autores clásicos como Allport [1954] las había atribuido mucho antes – y bien antes de la expansión de las ciencias cognitivas – a las disciplinas cognitivas de gestión de la complejidad del mundo de la experiencia cotidiana. Es preciso sin embargo subrayar el rol jugado, en esta evolución, por la teoría de la categorización social que introduce, desde 1971, un cambio notable en el estudio de las relaciones intergrupales y fue al principio una fuerte corriente de investigación europea sobre los correlatos sociales y cognitivos de las pertenencias categoriales [Tajfel, 1981].

Acerca de la categorización social

En la literatura psicosociológica, el término categorización toma dos sentidos. El de clasificación en una división social: se incluyen personas en una categoría determinada, por ejemplo: hombres y mujeres, jóvenes y viejos, etc.; el de atribución de una característica a alguien, caso que se puede comparar a la estigmación o al estereotipo. Existe por supuesto una relación entre estos dos sentidos: imputar una característica a un conjunto de objetos puede servir para constituirlo en clase definida precisamente por el reparto de esta característica; inversamente, basta con estar afectado por una categoría para atribuirse una característica que puede ser típica del objeto que se ha categorizado: mujer rima con dulce, hombre con agresividad. Habría una tendencia a seleccionar e interpretar las informaciones que disponemos sobre los individuos y los grupos de manera congruente con lo que pensamos de la categoría en la que nosotros las incluimos.

Así, la categorización segmenta el entorno social en clases en las que los miembros son considerados como equivalentes en razón de características, de acciones y de intenciones comunes. El mundo social es simplificado y estructurado sobre la base de un proceso evidenciado a propósito de la percepción y de la clasificación de objetos físicos, a saber la asimilación entre elementos semejantes y el contraste entre elementos diferentes.

La acentuación de las semejanzas en el interior de una categoría y de sus diferencias con otra categoría ha sido ampliamente demostrada experimentalmente. Puede haber consecuencias dramáticas en el plano de la percepción y de los comportamientos, dando lugar a discriminaciones en la medida en que se acompaña de sesgos favorables al grupo del que se es miembro, con una tendencia a desfavorecer a los grupos de los cuales se distingue.

Esto es lo que evidencia el “paradigma del grupo mínimo”. Se invitan a participar a sujetos en una experiencia presentada como un test de juicio estético: después de haber visionado diapositivas que reproducen cuadros de Klee y de Kandinsky, deben designar la diapositiva que prefieren, son a continuación distribuidas al azar en dos grupos distintos, pero se les dice que esta distribución está hecha en función de su elección por Klee o Kandisnky. Los dos grupos están designados por una letra, lo que constituye una situación de diferenciación mínima: anonimato e identificación por un código de los miembros de cada grupo. Se pide entonces – y está ahí la verdadera experimentación donde el comportamiento de discriminación es

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operacionalizado por la atribución o la privación de los recursos – a cada uno de los sujetos repartir una cierta suma de dinero entre dos personas de las cuales una pertenece a su grupo (el endogrupo), la otra es miembro del otro grupo (exogrupo). Los resultados de este reparto muestran una tendencia a favorecer al miembro del grupo al cual se ha estado vinculado en detrimento del representante del otro grupo y a maximizar la diferencia entre el endogrupo y el exogrupo.

La explicación de estos sesgos remite a la fuerza de la necesidad de pertenencia social: el compromiso y la implicación emocional con respecto al grupo al cual se pertenece conducen a investir su propia identidad. La imagen que se da de sí mismo se encuentra vinculada a la que se tiene de su grupo y ello conduce a defender los valores de éste. La protección del nosotros incitaría pues a diferenciar luego a excluir a aquellos que no son.

Pero los individuos pertenecen todos a diferentes categorías, de género, de profesión, de nacionalidad, etc. Además, otros modelos cognitivos, inspirados en el de la prototipicalidad [Rosca, 1978], han evidenciado el hecho de que la categorización no corresponde siempre a una definición estricta de los criterios de clasificación. Los grupos tienen límites vagos y la inclusión en uno de ellos puede hacerse siguiendo la semejanza, el aire de familia que se presenta como un ejemplar típico, el prototipo, que encarna las propiedades que identifican al grupo. En el nivel interindividual, el carácter vago y plural de las pertenencias puede modificar el proceso de diferenciación categorial y tener una incidencia sobre la forma en que los individuos se sitúan en relación a personas que comparten con ellos una de estas pertenencias, sin dejar de diferenciarse en otras pertenencias, y pues sin abandonar la tendencia a excluirlas o a discriminarlas. Estas modulaciones han sido estudiadas por diversos programas de investigaciones que, llevados en Europa – en Suiza especialmente -, presentan el interés de evidenciar los vínculos entre los “metasistemas de relaciones sociales” y la forma en que se produce la organización cognitiva del entorno social [Doise, 1992]. Algunas relaciones sociales favorecerían el uso de categorizaciones nítidas y contrastadas, otras implicarían que se tiene en cuenta procesos como la prototipicalidad o el cruce de pertenencias categoriales.

Estas modulaciones afectaron a las tendencias a discriminar y a excluir a los miembros de otros grupos y, sin duda, a las justificaciones que las fundamentan. Tomemos el ejemplo de una serie de experimentos que pone en juego la diferenciación por el género [Lorenzi-Cioldi, 1988]. Muestra que la asimilación intra-grupal y el contraste inter –grupal están marcados de forma radical en grupos dominados o desfavorecidos y atenuados en grupos favorables o dominantes. Se puede extrapolar este resultado para acercarlo a lo que se ha llamado el fenómeno “pétit Blanc” – es decir la propensión de las capas colocadas en la parte inferior de la jerarquía social blanca para discriminar a la gente de color.

Por otro lado, estas experiencias indican que la forma de referirse a su grupo es tributaria del estatus del que éste disfruta socialmente. En los grupos dominantes, habría una acentuación de las particularidades y una diferenciación de las identidades, mientras que los miembros de los grupos dominados manifestarían una tendencia a la homogeneización y a la definición de la identidad social fundamentándose en las características atribuidas a su grupo. Esto nos lleva a considerar los efectos de la

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categorización social y más generalmente de los prejuicios y de los estereotipos sobre aquellos que son objetivos de ello.

Se ha subrayado mucho, en el pasado, los efectos negativos de las actitudes discriminantes sobre la autoestima. Estos fueron ilustrados en Estados Unidos por una investigación célebre donde los resultados orientaron, en su tiempo, las decisiones del Congreso americano. Niños negros invitados a elegir entre dos muñecas negras o blancas han expresado masivamente su preferencia y su identificación por las muñecas blancas. Recientemente reproducido, este estudio no es hoy menos discutido. Como lo son, por otro lado, las aserciones que conciernen a la baja autoestima y a la construcción de una imagen de sí mismo y de una identidad negativas que caracterizaron las investigaciones llevadas sobre las consecuencias de la discriminación racial hasta los años setenta.

Éstas investigaciones tenían en cuenta sentimientos de inseguridad y de inferioridad imputables a un estatus marginado, privado de prestigio y de poder, de la interiorización de las imágenes negativas vehiculadas en la sociedad, así como de una patología racial vinculada a la intrincación de múltiples factores: la exclusión, que limita las oportunidades sociales, ocasionaría desorganización familiar y comunitaria, socialización defectuosa, pérdida de referencias identificatorias, desmoralización, etc. Otro tanto para los análisis que son aplicables a muchas de las situaciones de exclusión, como lo son por otro lado los que conciernen a los efectos autorrealizantes de los prejuicios: interiorizados por aquellos que son las propias víctimas, inducen en ellos comportamientos que confirman sus expectativas positivas y negativas.

La crítica llevada en estos análisis se apoya esencialmente en las investigaciones que conciernen a la comunidad afro-americana. Tiene en cuenta una evolución que se constata, desde los años ochenta con la afirmación de una de sub-cultura étnica, una conscientización de la pertenencia comunitaria y de las identificaciones positivas autorizadas por los movimientos reivindicativos. Aparte de sus contenidos específicos, y observada bajo el ángulo de los funcionamientos cognitivos vinculados a las categorizaciones y a las realizaciones intergrupales, esta evolución presenta tendencias que pueden ser generalizadas a otros grupos o comunidades.

Pero ¿se puede hacer caso omiso de los contenidos que ofrecen sus imágenes a las discriminaciones, sus argumentos a los conflictos y sus motivaciones a las acciones? La apelación a modelos socio-cognitivos centrados en el funcionamiento mental intra-individual presenta un gran riesgo. Otro riesgo es separar las investigaciones de sus contextos históricos y culturales y perder de vista la función social de los fenómenos estudiados por la psicología social donde la vocación es dar cuenta de los problemas de sociedad.

Como hemos indicado a propósito del tratamiento dado a los enfermos mentales en la tejido social [Jodelet, 1989], la exclusión se instaura y se mantiene gracias a una construcción de la alteridad que se hace sobre la base de representaciones sociales que la comunicación social y mediática contribuye ampliamente a difundir [Moscovici, 1976].

Prejuicios y estereotipos se alimentan del discurso social y de su retórica [Billig, 1987] para servir a las posturas del poder en la regulación de las relaciones entre grupos

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que se enfrentan en situaciones sociales y políticas concretas. Bar-Tal [1989] demuestra la fecundidad de un enfoque de este tipo en su análisis de la “deslegitimación”, modalidad de categorización en la que ha estudiado los procesos y los contenidos a propósito de los conflictos que han opuesto a americanos y soviéticos, irakíes e iraníes, israelitas y palestinos. Los estereotipos de deslegitimación inducen a excluir moralmente a un grupo del campo de las normas y de los valores aceptables, por una deshumanización que autoriza la expresión del desprecio y del miedo y justifica las violencias y perjuicios que se le inflige.

La exclusión que en la actualidad es objeto de políticas y de debates sociales es un fenómeno societal, económico e institucional cuyo análisis compite a las ciencias sociales. La parte que pertenece a la psicología social puede parecer secundaria puesto que se limita a los procesos psicológicos, cognitivos y simbólicos que pueden, ya acompañar a la exclusión, ya reforzar la conservación como racionalización, justificación o legitimación. Pero por su posición intersticial en el espacio de las ciencias del hombre y de la sociedad, esta disciplina aporta una contribución no despreciable para la comprensión de los mecanismos que, a escala de los individuos, de los grupos y de las colectividades, concurren a fijar las formas y las experiencias de la exclusión.